El Caso de La Cliente Indescifrable

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Cuando

el Dr. Logbert Denair decide usar un suero de la verdad para tratar a


un paciente que sufre de un profundo sentido de culpabilidad, descubre más
de lo que había esperado. Nadine Farr, una mujer joven, soltera y muy
atractiva, confiesa bajo los efectos de la droga haber asesinado a su tío. El
Dr. Denair consulta a Perry Mason sobre las implicaciones y obligaciones
legales. Este es el comienzo que lleva a Perry Mason a la defensa de un
asesino confeso.

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Erle Stanley Gardner

El caso de la cliente indescifrable


Perry Mason - 50

ePub r1.1
Titivillus 29.12.2014

ebookelo.com - Página 3
Título original: The Case of the Demure Defendant
Erle Stanley Gardner, 1956
Traducción: María del Carmen Pascual

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2

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Prólogo

En las introducciones de mis novelas policíacas, he subrayado a menudo la


importancia de la medicina legal.
En el campo de la investigación de homicidios, puede observarse que dicha
disciplina médica contribuye cada vez más a poner sobre la pista de un asesino, a la
vez que demuestra la inocencia de otros a quienes las circunstancias acusaban
erróneamente.
Conocí al doctor Daniel J. Cóndon, médico forense del condado de Maricopa,
Arizona, en un día de calor insoportable o, mejor dicho, en una noche de insoportable
calor. Fui a investigar determinado caso a Phoenix, Arizona, y como había mantenido
correspondencia con el doctor Cóndon, aproveché la ocasión para escribirle,
diciéndole que desearía tener una entrevista con él. Mi tren llegaba a las cuatro de la
madrugada, por lo que decidí dirigirme a un hotel y esperar allí hasta las ocho o las
nueve, hora que me pareció a propósito para visitar al doctor. Me disponía a buscar
un taxi, cuando vi venir hacia mí a un hombre muy alto, vestido con un informal
pantalón caqui y una camisa de manga corta. Se acercaba tendiéndome la mano, y de
todo él emanaba esa inconfundible cordialidad característica de los residentes en
Arizona.
Cuando supe que se trataba del mismo doctor Cóndon, no disimulé mi sorpresa
por encontrarle allí a aquella hora intempestiva; sobre todo teniendo en cuenta que el
caso que nos interesaba era uno de esos de Tribunal Supremo, en que no había un
céntimo a ganar.
El doctor Cóndon desechó mis protestas, quitándoles importancia, y
empujándome hacia su coche me llevó a desayunar. Cuando clareaba, antes de que el
fuerte sol de la región levantase espejismos en el desierto, rodábamos los dos en
dirección al lugar de nuestra investigación.
Fue así como conocí a Dan Cóndon, el mejor amigo, patólogo e investigador que
puede encontrarse en aquella comarca. Dan Cóndon pertenecía a la escuela de los
doctores Alan Moritz y Richard Ford; ya en otras publicaciones mías he hablado de
ellos y de la profunda y acertada influencia que han tenido en el campo de la
medicina legal.
El doctor Cóndon se especializó en dicha materia en el Departamento de
Medicina Legal de la Universidad de Harvard, bajo la dirección de Richard Ford; en
una de sus cartas recientes, Cóndon me decía:

«Las coincidencias que se producen en las muertes repentinas me


sorprenden constantemente; conozco, por sus trabajos relacionados con los
casos de Tribunal Supremo, lo mucho que usted se resiste a aceptar lo que

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parece obvio, cuando no viene acompañado de pruebas irrefutables. Creo que
gracias a esta actitud, que se ha ido generalizando como resultado de los
trabajos del grupo de Harvard, dirigido primero por Moritz y después por
Ford, se ha conseguido colocar a la medicina legal en el relevante lugar que
ahora tan eficazmente ocupa. Gracias a ella, se ha abandonado el sistema del
examen superficial, para dar paso a la investigación profunda, que aboca a
menudo a resultados totalmente insospechados».

Y es cierto que, mientras no existía fe en la medicina legal y el número de los


médicos forenses era escaso y poco competente, había la posibilidad de que alguien
consiguiese «salir airoso» de un asesinato, mientras otros, inocentes, eran
indebidamente acusados, por una errónea interpretación de las causas de una
defunción.
Por ejemplo: en uno de sus casos, el doctor Cóndon se halló ante una defunción
dictaminada, según el médico que atendía al paciente, como ataque al corazón. Sin
embargo, un ligerísimo ruido que percibió en el abdomen del difunto llamó la
atención del doctor Cóndon. Exigió una autopsia, y con ella se puso en claro que la
muerte había sido causada por rotura o perforación del intestino. Informada de ello la
policía, se prosiguió la investigación, averiguando así que dos días antes de su
muerte, el hombre, ante varios testigos, había sostenido una violenta pelea, y resultó
golpeado en el vientre.
En otra ocasión, se arrestó por asesinato a un sujeto que había golpeado a una
mujer, cuatro horas antes de que ella falleciese. Se suponía que la muerte se debía a
los efectos de uno de los golpes recibidos.
Hecha la autopsia, pudo comprobarse que la causa del fallecimiento era un
derrame interno que había comenzado varios días antes. Las investigaciones de la
policía evidenciaron que la mujer se había quejado de dolores de cabeza y ligeros
vértigos durante la semana anterior a su muerte, y que se lamentaba de haberse dado
un golpe en la cabeza al rodar por una escalera.
Otro de los casos que me relató el doctor Cóndon fue el de un hombre que intentó
un doble suicidio. Los testigos declararon que se había seccionado las venas de las
muñecas tras tomar una fuerte dosis de seconal, con el fin de asegurar su muerte. Era,
sin lugar a dudas, una muerte por suicidio… Pues bien, en esta ocasión la autopsia
demostró que el corte en la muñeca era superficial y que la dosis íntegra de seconal
permanecía en el estómago del difunto, sin hallarse ni la más ligera cantidad del
producto en su sangre ni en los órganos; la muerte, pues, parecía obedecer a causas
naturales. La veracidad de ello quedó patente cuando un examen del corazón reveló
que, en efecto, por una extraña ironía, la muerte había asaltado al hombre en el
preciso momento en que se disponía a poner fin a su vida por sus propios medios.
Estos son casos típicos que se presentan con frecuencia alarmante a la atención de
un médico forense competente; pero nos preguntamos cuántos casos similares se

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prestarán a error, si no es un médico realmente eficiente quien se enfrenta con ellos.
Naturalmente, no es posible llegar a conclusiones matemáticas; pero tenemos datos
suficientes para poder indicar que el número de médicos ineptos es,
desgraciadamente, alto.
El doctor Cóndon es uno más de ese pequeño grupo de eminentes científicos que
abogan por un nuevo sistema en la investigación de todo lo relacionado con muertes
repentinas. Son hombres que merecen toda la aprobación y el agradecimiento de sus
semejantes.
Y es así como, con gran placer, dedico este libro a mi buen amigo:

ERLE STANLEY GARDNER

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Capítulo 1

La muchacha se hallaba tendida sobre el diván, semiinconsciente bajo los efectos


de la droga, y con el brazo izquierdo extendido. El hombre que se inclinaba sobre ella
sostenía el micrófono de una cinta magnetofónica.
—¿Cómo se llama usted? —preguntó.
La luz verde del ojo mágico del magnetofón parpadeó oscilante, a medida que la
voz del hombre quedaba registrada en la cinta. Con la mano derecha ajustó el
volumen de sonido, presionando ligeramente un botón. Su voz sonó de nuevo con
velada autoridad, para no despertar recelo en el subconsciente de la muchacha.
—¿Cómo se llama usted?
La joven se sobresaltó y sus párpados temblaron. En la voz del hombre no vibraba
la menor impaciencia: había tan sólo una persuasiva insistencia.
—¿Cómo se llama usted?
Esta vez, la muchacha movió los labios y susurró incoherentes palabras que el
efecto de la droga hacía ininteligibles.
—Debe hablar en voz alta —insistió la voz masculina, abriéndose paso en la
inconsciencia de la joven—. Hable en voz alta. ¿Cómo se llama usted?
—Nadine.
—Así está bien. Diga su nombre completo.
—Nadine.
—He dicho el nombre completo.
—Nadine Farr.
—Nadine, ¿recuerda que le he administrado el suero de la verdad?
La joven se limitó a bostezar.
—¿Lo recuerda?
—Sí.
—¿Está usted dispuesta a cooperar?
—Sí.
—Mueva la mano derecha, Nadine.
La joven obedeció.
—Levante la mano derecha.
La mano se movió de nuevo, pero no se alzó.
—Levante la mano, Nadine. Nadine, levante su mano derecha. Levante su mano
derecha.
La mano se levantó despacio y con visible esfuerzo.
—Levántela más, Nadine. Más arriba, más arriba.
La mano fue ascendiendo.
—Muy bien. Ahora deje caer la mano. Contésteme la verdad. ¿Hay alguien a
quien usted odie?

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—Ya no.
—¿La odia alguien a usted?
—Ya no.
—¿Está usted enamorada?
—Sí.
—¿Ha odiado alguna vez a alguien?
—Sí.
—¿Hombre o mujer?
—Hombre.
—¿Dónde está ese hombre?
—Murió.
—Nadine, soy el doctor Denair. Soy su médico. ¿Confía usted en mí?
—Sí.
—¿Está dispuesta a decirme todo lo que se relaciona con usted?
—Sí.
—¿Me dirá usted toda la verdad?
—Yo… sí.
—¿Odiaba usted a alguien?
—Sí.
—¿Ha muerto?
—Sí.
—¿Cuándo murió?
—A principios del verano.
—¿Cómo murió?
La muchacha contestó tranquila y con naturalidad:
—Lo maté.
El doctor Denair, que se hallaba dispuesto a hacer otra pregunta, se echó hacia
atrás como si la gangosa voz de la muchacha le hubiese golpeado. Lanzó una mirada
a la enfermera que se hallaba junto al recipiente del agua destilada y el pentotal
sódico. Aquella solución perfectamente calculada, penetraba en las venas de la joven,
manteniéndola en el justo límite de la total inconsciencia, inhabilitando su energía
mental lo bastante para impedirle torcer la verdad o faltar a ella.
—Nadine, ¿me conoce?
—Le conozco.
—¿Confía en mí?
—Sí.
—Nadine, debe usted decirme la verdad.
—Se la estoy diciendo.
—¿A quién odiaba usted?
—A tío Mosher.
—¿Se refiere a Mosher Higley?

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—Sí.
—¿Qué hombre la odiaba a usted?
—Tío Mosher.
—¿Ha muerto?
—Ha muerto.
De nuevo el doctor lanzó una rápida mirada a la enfermera; vaciló un instante y
finalmente dijo:
—Contésteme la verdad, Nadine. ¿Cómo murió?
—Yo le maté.
—¿Cómo le mató usted?
—Con veneno.
—¿Por qué le mató?
—Tenía que marcharme.
—¿Marchar a causa de qué?
—Debía desaparecer.
—¿Por qué?
—Para que John dejase de amarme.
—Dígame el nombre completo de John.
—John Avington Locke.
—¿A qué hombre ama usted?
—A John.
—¿John Locke?
—Sí.
—¿Le ama él a usted?
—Sí.
—¿Murió su tío hace tres meses?
—Yo le maté.
—¿Cómo le mató?
—Con veneno.
—¿Qué clase de veneno?
—Píldoras.
—¿De dónde sacó el veneno?
—Estaba allí.
—¿Qué hizo con el veneno?
—Lo tiré al lago.
—¿Qué lago?
—El lago Twomby.
—¿Desde qué lugar del lago?
—Desde el embarcadero.
—¿Lo dejó caer o lo lanzó?
—Lo lancé.

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—¿Estaba en un paquete o en una botella?
—En una botella.
—¿Era líquido o píldoras?
—Píldoras.
—Y ¿no flotó la botella?
—Puse perdigones en ella.
—¿Dónde consiguió los perdigones?
—Vacié unos cartuchos de las municiones de tío Mosher.
—¿Cuántos?
—Dos.
—¿Qué hizo con los cartuchos vacíos?
—Los coloqué de nuevo en la sala de armas.
—¿Ha contado usted a alguien todo esto?
—No.
—¿Dónde consiguió el veneno?
La muchacha movió los labios. Por unos momentos pareció como si fuese a
pronunciar difíciles palabras, pero de pronto se calló en seco, como si el esfuerzo
requerido fuese superior a sus fuerzas, y cayó en profundo sueño. El doctor indicó a
la enfermera que interrumpiese la administración del medicamento.
—Nadine.
No hubo contestación.
—Nadine —repitió en voz alta—. Escúcheme, Nadine. Mueva su mano derecha,
Nadine.
No hubo contestación.
—¿Cómo se llama usted, Nadine?
La joven no dio muestras de reacción.
El doctor Denair levantó con el pulgar uno de los párpados de la muchacha y miró
el interior del ojo; luego, desconectó el magnetofón.
—Dormirá un rato —dijo dirigiéndose a la enfermera—. Cuando despierte se
dará cuenta de que ha hablado más de lo que deseaba y es posible que se muestre
nerviosa e irritada. ¿Me entiende, miss Clifton?
La enfermera afirmó.
—¿Se da usted cuenta de que la conversación que acaba de tener lugar es
profesional y de que, bajo ninguna circunstancia, está usted habilitada para repetir
nada de lo que con ella se relacione?
Ella le miró a los ojos.
—¿Va usted a dar un informe?
—¿A quién? —preguntó fríamente el doctor.
—A las autoridades.
—No.
La enfermera no hizo comentario alguno. El doctor desenchufó el magnetofón,

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ajustó la cinta y finalmente cerró la tapa.
—Miss Clifton, debo ausentarme y le confío el cuidado de mi paciente. Debe
usted vigilar su pulso de vez en cuando y cuidar de que esté abrigada. Ya conoce
usted en detalle las instrucciones que suelo dar en estos casos, si se presentase alguna
complicación.
La enfermera afirmó.
—Volveré dentro de una hora o algo más, y no creo que despierte antes de mi
regreso. Es posible que continúe inconsciente durante varias horas, pero, de no ser
así, déjela hablar, y, sobre todo, no le lleve la contraria. Aconséjela que siga
durmiendo. Le recuerdo de nuevo que está usted aquí en calidad de enfermera, y que
por lo tanto no tiene derecho de hablar a nadie sobre lo que aquí ha ocurrido.
Esperó a que ella alzase la vista. Finalmente, los ojos de la enfermera se fijaron
indecisos en los suyos.
—Muy bien, doctor.
El doctor Denair abandonó aquella habitación, arreglada de manera que los
enfermos no se sintiesen impresionados por el aspecto aséptico propio de las
habitaciones de las clínicas. Era un cuarto acogedor, donde los aparatos clínicos
quedaban diestramente disimulados, y que podía iluminarse a voluntad. Estaba
dotada de aire acondicionado, y las paredes, adaptadas a prueba de sonidos.

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Capítulo 2

Perry Mason se disponía a abandonar su despacho cuando Della Street, su


secretaria y ayudante, le dijo:
—En la sala de espera está el doctor Logbert P. Denair, que desea verle, jefe. Le
he dicho que ya eran más de las cinco y…
—¿Qué quiere? —preguntó Mason.
—Dice que necesita verle inmediatamente. Lleva un aparato de mucho peso: yo
aseguraría que es un magnetofón.
—Voy a recibirle —contestó el abogado—. El doctor Denair no se hubiese
molestado en acudir, si el asunto no fuese de la mayor importancia.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Della, levantando las cejas.
—Que pudo haber telefoneado. Si el doctor Denair está demasiado nervioso para
telefonear, es señal de que es urgente lo que ha de consultarme. ¡Hazle pasar, Della!
Della Street se dirigió a la habitación contigua, pero Mason le cortó el paso.
—Voy a buscarle yo mismo, Della. Es cuestión de cortesía profesional.
Mason penetró en la sala de espera.
—Hola, Bert —dijo al doctor Denair—. ¿Puede saberse qué es lo que te trae a
tales velocidades?
El doctor Denair se levantó, estrechó la mano del abogado y dijo con
nerviosismo:
—Perry, he de hacerte una consulta profesional.
—¡Magnífico! Puedes pasar…
Mason le introdujo en su despacho.
—¿Conoces a Della Street, mi secretaria?
—Claro que sí. ¿Cómo está usted, miss Street?
—Si no tienes inconveniente, se quedará con nosotros —dijo Mason—. Deseo
que tome algunas notas.
—Estoy de acuerdo, siempre y cuando quede sentado que mi consulta es
profesional y, por lo tanto, estrictamente confidencial. Confío en ti y en tu secretaria.
Me encuentro en una situación difícil, que no sé cómo resolver. Necesito consejo.
Mason indicó las acolchadas paredes de la habitación.
—Estás entre las cuatro paredes del despacho de mi abogado, Bert. Todo cuanto
digas ha de quedar entre nosotros.
—Supón —dijo Denair— que existan determinados casos en que la ley que te
exige el secreto profesional no deba ser respetada. Admitamos que la pregunta que
voy a hacerte entre en una de esas excepciones, y…
Mason le interrumpió:
—La ley se basa en la definición de que las consultas profesionales son
confidenciales, Bert. Es una ley que no me interesa; por lo que a mí se refiere, todo lo

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que me confía un cliente es confidencial.
—Gracias —dijo el doctor Denair, mientras sus ojos azules y fríos brillaban
humorísticamente—. Pues bien, deseo información concreta sobre esa ley.
—¿Qué ley?
—La ley de la información confidencial.
—¿Por qué?
—Últimamente, he mantenido en tratamiento a una joven que a todas luces
padecía un fuerte complejo de culpabilidad. Para expresarme en términos más claros,
diré que era víctima de una tensión emotiva que casi había llegado a hacer mella en
su salud mental. Mi habitual tratamiento fracasó. Yo tenía la certeza de que me
ocultaba algo. Es cosa que ocurre con frecuencia, cuando se trata de enfermas
solteras. Le propuse que se dejase administrar el suero de la verdad y aceptó. Se lo
inyecté y…
—¿Hasta qué extremo es eficaz ese suero?
—Eso depende de lo que uno busca y de lo que obtiene —contestó Denair—.
Desde el punto de vista experimental de un laboratorio, puede asegurarse que se
emplea con éxito en el ciento por ciento de los casos, en circunstancias determinadas.
Por ejemplo, si se coge un grupo de estudiantes que hayan cometido ligeras
infracciones y se les pone bajo el efecto de la droga, no tardarán en confesar todo
cuanto han hecho. Basta administrarles escopolamina, pentotal sódico, amytal sódico
o cualquier otro preparado similar, pero conviene proceder a una técnica adecuada.
Por el contrario, cuando se trata de un delincuente empedernido, que ha negado
durante años un crimen tras otro, a pesar de haber sido interrogado por todos los
sistemas, incluso bajo presión, el resultado que puede obtenerse es imprevisible. Se
ha dado el caso de un hombre acusado de robo, sin que las circunstancias dejasen
lugar a duda acerca de su culpabilidad, que ha negado firme y rotundamente su
fechoría y que, sin embargo, ha confesado lisa y llanamente, en el curso de la
encuesta, haber perpetrado un asesinato que nadie había relacionado con él. En lo
referente a personas víctimas de complejos de culpabilidad, que uno comprende que
ocultan un hecho capital, el suero es de resultados positivos. Cuando se conoce el
hecho determinado que el paciente trataba de ocultar, aquél se confía rápidamente.
Esto ocurre sobre todo tratándose de mujeres. En el caso que nos interesa, se trataba
de una joven tranquila, refinada y atrayente, pero emocionalmente trastornada. Estaba
seguro de que bajo la influencia del suero confiaría alguna falta: un aborto
provocado, por ejemplo… En lugar de ello, lo que confesó fue, aparentemente, un
asesinato.
Los ojos de Mason le miraron con fijeza:
—¿Has dicho aparentemente?
—Sí, aparentemente.
—¿Por qué lo has dicho?
—Porque, de momento, no me atrevo aún a confiar en los resultados obtenidos.

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—¿Podrías repetirme exactamente lo que dijo esa joven? —preguntó Mason.
¿Tomaste notas o…?
—Hice mejor aún; registré su declaración en una cinta magnetofónica. Como es
natural, te será difícil entender claramente algunas palabras. Los pacientes suelen
hablar en estos casos con la incoherencia con que se habla en sueños. La ventaja de
usar el magnetofón, estriba precisamente en la facilidad que nos proporciona para
repetir una y otra vez las palabras del paciente, hasta haber conseguido una completa
o casi completa comprensión de ellas. Sin embargo, la muchacha, al hallarse
mentalmente bien dispuesta para confesar la verdad, hablaba con bastante claridad.
—¿Qué clase de droga usaste? —preguntó Mason.
—Empleé un compuesto de varias drogas. Anteriormente preparé a la paciente
con una medicación adecuada. Le administré una combinación de suero, dejándola
inconsciente. Cuando empezaba a salir de este estado, le inyecté una solución de
pentotal sódico y al mismo tiempo un estimulante mental, para que provocase en ella
el deseo de hablar. Así se consigue un equilibrio ideal que dura generalmente unos
minutos y a veces algo más. Todo depende del individuo.
El doctor Denair abrió el estuche que contenía el magnetofón, lo conectó a un
cercano enchufe y giró el botón de la puesta en marcha.
—Deseo que escuchen de cerca y con mucha atención —dijo.
Perry Mason y Della Street escucharon el registro de la conversación. Cuando la
cinta dejó de emitir sonido alguno, el doctor Denair desconectó el aparato, lo cerró y
guardó cuidadosamente en su estuche. Luego se volvió a Mason y dijo:
—Bien, ¿qué me contestas?
—¿Qué quieres que te conteste?
—Deseo conocer mis derechos legales.
—¿Por qué?
—Para saber lo que debo hacer.
—Si te digo que debes dar parte de este hecho a la policía, ¿lo harás?
El doctor Denair reflexionó durante unos momentos y finalmente contestó:
—No.
—¿Por qué no?
—Tengo mi conciencia y código de ética personales. La ley relativa a las
confidencias profesionales fue dictada antes de que existiese la psiquiatría. Para mi
especialidad se requiere que me ponga al corriente de los secretos que puedan alterar
a mis enfermos; pero mi vida está tan sólo dedicada a devolverles la salud.
—De acuerdo —dijo Mason—, has decidido lo que vas a hacer. Estás al margen
de la ley, pero ¿puedo saber a qué has venido?
El doctor Denair frunció el ceño.
—Temo que únicamente he venido a curarme en salud. Deseaba poder decir que
había consultado a un abogado.
—En una palabra —dijo Mason— que si yo te hubiese dicho que la ley te

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autorizaba a callar la confesión de tu paciente sin dar parte de ella a la policía,
hubieses encontrado ante ti mismo una disculpa, con la justificación de que seguías el
consejo de un abogado.
—Eso es —corroboró Denair.
—Y, por otra parte, si yo llego a decirte que tu obligación era comunicar todo ello
a la policía, no hubieses hecho caso de mis palabras.
—Tienes razón.
—En tal caso —continuó Mason— te hubieses colocado en una situación
insostenible. No tan sólo habrías callado una información sin derecho alguno, sino
que habrías ocultado con conocimiento de causa unos informes que sabías
positivamente era tu obligación presentar a la policía. Dicho en otras palabras,
habrías pasado a ser lo que legalmente se llama un contraventor de la ley.
—Vistos desde ese ángulo —dijo Denair— los hechos cambian de aspecto. La
verdad es que vine aquí impulsivamente. Ahora comprendo que la situación presenta
bastantes complicaciones.
—Así es —dijo Mason—. Ahora dime, ¿cuántas posibilidades hay de que la
muchacha dijese la verdad?
—En mi opinión podemos considerar que lo que dijo es cierto; ahora bien, existe
la posibilidad de que no haya dicho toda la verdad. Su razón se hallaba demasiado
entorpecida por la droga para permitirle entrar en detalles. Instintivamente habrá
evitado toda idea que se preste a complicaciones, por ello se ha limitado a confesar el
hecho concisamente, sin entrar en pormenores.
—¿Se hallaba en condiciones de raciocinar? —preguntó Mason.
—Admitámoslo. Estaba en el mismo linde de la consciencia, pero con sus
defensas fuera de juego.
Mason reflexionó durante unos instantes.
—¿Queda alguna posibilidad de que ese supuesto crimen sea exclusivamente
producto de su imaginación? —dijo.
—No es probable.
—Fíjate bien, Bert. Te pregunto si existe alguna posibilidad de que ese crimen,
que aparentemente te han confesado, sea producto de su imaginación.
—¡Ah! —exclamó el doctor Denair, sonriendo—, ahora comprendo dónde vas a
parar. Sí, existe esa posibilidad.
—En ese caso, está claro que si tú corrieses a poner a la policía en antecedentes
de un hecho relacionado con un paciente, hecho que luego pudiese probarse que es
erróneo, dicho paciente podría demandarte por difamación, atentado a la vida privada
y traición al secreto profesional. Tampoco tu paciente iba a ganar nada con ello. Por
eso, si tú me aseguras que existe alguna posibilidad de que la declaración de esa
joven pueda ser mera fantasía, yo, como abogado, debo aconsejarte que te muestres
prudente; y tu primer deber es hacer una investigación preliminar de la realidad de los
hechos.

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—De acuerdo —dijo Denair con evidente alivio—. Pongo en tu conocimiento que
existe una leve posibilidad, tal vez de tamaño infinitesimal, de que la declaración de
mi paciente haya sido el espejismo de una imaginación estimulada por la droga.
—En tal caso —dijo Mason— te aconsejo que hagas una investigación.
—Teniendo en cuenta que yo no tengo experiencia en la materia, te encargo que
empieces esa investigación.
—Como es natural, Bert —sonrió Mason—, no disponemos de las facilidades con
que cuenta la policía. Hemos de proceder más despacio y con más discreción.
Además, hemos de evitar lo que pudiera dar motivo a que nos pillásemos los dedos,
provocando todos los contratiempos que estamos tratando de evitar.
—Tienes razón —dijo Denair—. Pongo todo el asunto en tus manos.
—¿Estuvo presente la enfermera cuando la muchacha hizo las declaraciones? —
preguntó Mason.
—Claro que sí.
—¿Quién es esa enfermera?
—Elsa Clifton. ¿La conoces? Una morenita de ojos grandes, alta y…
—Sí, la conozco.
—No confío mucho en ella; es algo enigmática.
—¿La crees capaz de divulgar lo que escuchó de tu paciente?
—No lo sé.
—¿Cuál es el tratamiento apropiado para una enferma que se declara autora de un
asesinato?
—¿Te refieres a Nadine Farr?
Mason afirmó.
—Nadine Farr —dijo el doctor Denair— sufre un complejo de culpabilidad.
Suponiendo que su crimen, si es que lo quieres llamar así…
—Acostumbramos a llamar «crimen» a un asesinato —interrumpió Mason.
—Recuerda que no conocemos las circunstancias atenuantes. No estamos al
corriente de todos los hechos, sino tan sólo de uno concreto. Especificando: la joven
sabe que ha cometido una falta por la que no ha sido castigada, y que eso no está
bien. A causa de ello necesita castigarse a sí misma, expiar. Tratándose de una mujer
sensitiva y de sentimientos delicados, esta sensación puede resultar peligrosa.
Subconscientemente, siente el deseo de confesar su falta y probablemente se debe a
esto que se prestase a que le administrasen el suero de la verdad. Lo primero que voy
a hacer en cuanto vuelva en sí, es darle ocasión para que me lo confiese todo; luego te
la traeré para que te lo explique a ti.
—¿A mí?
El doctor Denair afirmó.
—No necesito decirte, Bert, que estamos jugando con dinamita legal.
—Lo sé. Pero estoy ayudando a uno de mis pacientes. Este es mi credo.
—Y yo ayudo a mis clientes —dijo Mason—. Este es el credo de un abogado.

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El silencio reinó durante unos momentos; finalmente, el doctor Denair preguntó:
—Entonces, como cliente, ¿qué me aconsejas?
—Te aconsejo que investiguemos los hechos y obremos con cautela.
—Convenido —dijo Denair—. Me pondré en contacto contigo y mañana a las
nueve y media te traeré a la muchacha.
—¿Qué hay de ese tío Mosher? —preguntó Mason—. ¿Le conocías?
—No, pero sabía quién era. Se trataba de un llamémosle pariente de la muchacha,
aunque no era verdaderamente su tío. Se encontraba con él, en calidad de invitada, y
le acompañó durante su última enfermedad. Mosher Higley falleció hace tres meses y
el médico que le atendía certificó trombosis coronaria.
—¿No hubo post mortem?
—No la hubo. El hombre fue enterrado.
—¿Embalsamado?
—Sí.
—En este caso el problema va a ser interesante. Si el veneno empleado fue
cianuro, el embalsamamiento habrá destruido todo rastro de él. A no ser que existan
pruebas independientes de que el hombre ha sido asesinado (como por ejemplo que se
encuentre la botella con el veneno, u otro dato cualquiera que corrobore la
declaración de la muchacha), no habrá corpus delicti y por lo tanto no existirá la
evidencia.
—Si se da el caso de que no hay evidencia, es decir pruebas, ¿será inútil que yo
haga una declaración a la policía?
—No es eso lo que yo he dicho.
—Pero es así como yo interpreto tus palabras.
—Pues no lo hagas —dijo Mason—. Me limito a enumerar determinados hechos.
Tú me pides que realice una investigación y yo la realizo. Si descubro que el veneno
empleado fue cianuro y, más adelante, que el cuerpo fue embalsamado, entonces le
será prácticamente imposible a las autoridades certificar un hecho. Si con estos
antecedentes te presentas ante el jefe del distrito y le declaras que una paciente tuya
ha confesado, bajo el efecto de una droga, haber cometido un crimen, y que dicha
confesión puede muy bien ser la alucinación de una imaginación sobreexcitada, el
jefe del distrito te acompañará a la puerta y te aconsejará que olvides todo el asunto y
además que evites darle publicidad.
—Esta es una solución que me parece de lo más satisfactorio —dijo Denair—.
Pero, ¿qué ocurrirá si el veneno empleado no fue cianuro?
—El veneno tuvo que ser de acción rapidísima. El médico certificó trombosis
coronaria. Estos son dos detalles que acusan la presencia de cianuro.
El doctor Denair afirmó.
—Queda, pues, convenido —dijo Mason— que daré comienzo a la investigación.
En caso de que te sometan a un interrogatorio oficial, no tienes más que decir que
consultaste a un abogado y que te aconsejó asegurarte antes de presentar una

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denuncia. En cuanto a mis cargos, serán puramente nominales. Sin embargo, hará
falta que contrate a algún detective privado; procuraré que los gastos sean lo más
reducidos posible. ¿Dispone miss Farr de medios económicos?
—No, pero yo estoy bien de dinero.
—Es que no me parece bien cargarte unos gastos que…
—No te preocupes —dijo Denair—, este año estoy bien de fondos. Además, todo
lo que tenga que pagar por informaciones legales, lo deduciré de beneficios
profesionales. Para mí, lo principal es la tranquilidad de conciencia y el
mantenimiento de mi prestigio profesional. Deseo que realices este trabajo, sin
reparar en medios.
—Así lo haré —dijo Mason—; a pesar de todo, trataré de gastar poco.
—Te he dicho que no quiero que escatimes gasto alguno.
—Y yo —repitió Mason— he dicho que haré todo lo posible para que los gastos
no sean excesivos.
El doctor Denair fue a decir algo, pero Mason no le dio oportunidad de hablar.
—Claro está —dijo—, que esto retrasará el proceso de la investigación, pero
después de todo, como un particular, como un médico que me consulta el caso de un
paciente que no tiene un céntimo, tenemos que…
El doctor Denair sonrió.
—Ahora te entiendo, Perry. Sigue adelante y lleva todo este asunto como creas
conveniente; lo pongo todo en tus manos.
—¿Qué vas a hacer con esa cinta magnetofónica?
El doctor Denair se dirigía ya a la puerta llevando el magnetofón consigo.
—Por lo que a mí se refiere, tan sólo cinco personas habrán oído esa cinta… Tú,
Della Street, mi enfermera, Nadine Farr y yo.
Mason le miró pensativo.
—Cinco personas son muchas personas.
—¿Puedes indicarme el medio de reducir el número? —preguntó Denair.
—Ahora ya no —dijo Mason, denegando con la cabeza—, pero hubiera preferido
que no hubiese estado presente la enfermera.
—Es lo que deseo yo también ahora, pero aparte de que la necesitaba para
controlar la justa cantidad de narcótico que administraba a la enferma, no es prudente
administrar una droga a una mujer joven y emocionalmente trastornada, sin que se
encuentre una enfermera en la habitación.
Mason afirmó y el doctor Denair se despidió haciendo un gesto de adiós.
—Nos veremos a las nueve y media —dijo, retirándose.
Della Street miró al abogado.
—¿Paul Drake?
—Sí —contestó Mason—. Llámale y dile que necesito verle en seguida.
Paul Drake, dueño y gerente de la Agencia de Detectives Drake, tenía sus oficinas
en el mismo piso en que Mason tenía las suyas; por ello, tan sólo transcurrieron unos

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minutos desde que le llamaron hasta que dio con sus nudillos en la puerta del
despacho de Mason.
Della Street fue a recibirle. A pesar de su gran estatura, Paul Drake estaba tan
acostumbrado a pasar desapercibido que no daba la impresión de estorbar ni de
hallarse en el camino de nadie. Se deslizó en el despacho de Mason y se sentó en la
tapizada silla destinada a los clientes, de manera que uno de los brazos del mueble
quedase junto a su cintura y el otro bajo sus piernas.
—Aquí me tienes —dijo—. ¡Suéltalo ya!
—Se trata de un caso poco corriente —dijo Mason—. Paul, vas a tener que
facilitarme unos informes. Es preciso que trabajes con cautela y despacio. No deseo
que nadie se entere de que hago una investigación. En este caso no trabajas contra
reloj y puedes proceder con toda la calma que te sea necesaria.
Drake se frotó los ojos y las orejas.
—¿Qué te ocurre? —preguntó Mason.
—Es que creo estar soñando —contestó Drake—. Por lo corriente, me llamas, y
me dices que dispongo tan sólo de horas o de minutos para obtener resultados, que
contrate a cuantos hombres necesite, que haga investigaciones complicadísimas, y
que todo ha de estar resuelto al día siguiente… y ahora me vienes con esto.
—Así es —sonrió Mason—. Siempre me has dicho que trabajarías mejor con más
tiempo y pudiendo contratar a menos hombres.
—Espera —dijo Drake—. Lo que yo dije es que podíamos hacer el mismo trabajo
con la misma eficiencia, pero con menos gastos. Cuando se lleva un asunto y se
emplean en él muchos ayudantes, no puede evitarse cierta repetición del mutuo
esfuerzo, además de una fuerte tensión nerviosa; ello merma el rendimiento total de
los hombres, aumentando, como es natural, la cifra de los gastos. Si tú…
—Te entiendo —interrumpió Mason—. Precisamente, deseo que en este caso
trabajes de la manera más eficiente y económica posible. Quiero saber todo lo que se
relaciona con un hombre llamado Mosher Higley, que falleció hace tres meses.
Residía en esta ciudad. Su muerte fue atribuida por el médico a trombosis coronaria.
Ignoro si había hecho testamento y, como es lógico, el texto del testamento, si es que
lo hay; deseo estar al corriente de todo ello. Quiero saber el nombre de todos sus
allegados. Quiero saber quién se hallaba a su lado en el momento de morir; si tenía
seguro. Deseo que hables con el médico que firmó el certificado de defunción; deseo
conocer los más pequeños detalles, y, si conviene, puedes decir que perteneces a una
compañía de seguros.
—Bien —dijo Drake—, estamos acostumbrados a estos trabajos. Por lo corriente
representamos a una compañía de seguros.
—Creí que esas compañías tenían sus propios detectives.
—Y los tienen; sólo que, a veces, los detectives recurren a nosotros.
—Magnífico —dijo Mason—. Puedes empezar. Ya sabes; calma. No hay prisa.
Lleva el asunto con la máxima eficiencia y economía.

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—Se hará —contestó Drake, abandonando el despacho.

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Capítulo 3

A las nueve y media de la mañana siguiente, Della Street le dijo a Perry Mason:
—Acaba de llegar el doctor Denair.
—¿Ha traído a la muchacha consigo? —preguntó Mason.
Della afirmó.
—¿Qué aspecto tiene?
Della Street dudó unos instantes y dijo:
—Es bien parecida.
—¿Nada más?
—Pues… yo diría que muy formal.
—¿Pero en el fondo equívoca?
—No es eso precisamente. Veré de hacértelo entender. Tiene bonitas piernas y no
las enseña, curvas atractivas, y no las pone en evidencia; lindos ojos y los mantiene
velados por las pestañas, y unas manos perfectas que mantiene modestamente
cruzadas sobre el regazo. Lo más interesante son sus ojos: expresivos, pero es como
si susurrasen únicamente lo que dejan traslucir… Es difícil explicarlo: creo que
cuando la veas sabrás lo que quiero decir.
Mason afirmó:
—Voy a hacerles los honores, Della.
Salió de su despacho y se dirigió al doctor Denair, tendiéndole la mano.
—¿Cómo te va tan de mañana, Bert?
Denair le presentó a Nadine Farr y juntos penetraron en el despacho de Mason.
Este les acomodó en mullidos sillones y se sentó frente a ellos.
—Miss Farr, usted se estará preguntando qué ha venido a hacer aquí.
La muchacha levantó sus largas pestañas y, por un momento, aquellos ojos que
Della Street había calificado como susurrantes, se clavaron en Mason.
—El doctor Denair me ha dicho que debía venir; supongo que esto forma parte de
su tratamiento.
El doctor Denair aclaró su garganta:
—La explicación es la siguiente, miss Farr. Como doctor, sé que hay algo que la
trastorna y como médico, puedo diagnosticar la clase de su preocupación, pero no
estoy asesorado para hacer frente a determinadas complicaciones que pudieran
derivarse. Ahora bien, Mr. Mason es un buen abogado, el mejor abogado de la región,
y no cabe duda de que si usted le dice lo que la inquieta, él sabrá orientarla y ayudarla
con acierto.
La joven levantó los ojos y sacudió la cabeza con perplejidad.
—Lo siento —dijo—, he perdido el apetito y padezco insomnio y… estoy
convencida de que si el doctor Denair dice que algo me preocupa, es cierto; pero
puedo darle mi palabra de que ignoro completamente de qué se trata.

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Mason la miró pensativamente.
—Quizá —dijo Denair— pueda yo decirle a míster Mason algo que…
—Aún no —interrumpió fríamente Mason.
El doctor Denair le miró interrogante.
—Hay algo que debe quedar claro —dijo Mason—. Si miss Farr se decide a
decirme algo, ha de ser bajo condición de confidencia privada. Debe pedirme que sea
su abogado, y es ella misma la que debe decirme qué es lo que la preocupa.
Nadine Farr rió nerviosamente.
—Lo lamento, Mr. Mason, pero no recuerdo ni creo que haya ninguna razón para
que me dirija a un abogado.
Mason y el doctor Denair cambiaron una mirada.
—¿Existen motivos sentimentales? —preguntó Mason.
—No —contestó ella, bajando los ojos.
—¿Está usted enamorada? —prosiguió Mason.
Un profundo suspiro levantó su pecho y una vez más se alzaron aquellos ojos
susurrantes y expresivos.
—Sí —dijo, bajando las pestañas.
—¿Y tal vez —dijo Mason— se ha visto usted envuelta en algún serio problema a
causa del amor que siente?
Los ojos de la muchacha tropezaron un instante con los de Mason y luego se
volvieron hacia Denair. Se movió inquieta en la silla.
—¿Por qué no se lo cuenta todo, Nadine? —preguntó el doctor Denair.
—Me siento como una mariposa clavada por un alfiler y a la que dos hombres de
ciencia estuviesen estudiando a través de un microscopio —murmuró la joven.
—Es por su bien —dijo, benévolamente, el doctor Denair—; nuestro único deseo
es ayudarla, Nadine.
La muchacha inspiró una bocanada de aire y levantó los ojos. De pronto una
completa transformación se operó en ella. Aquella personalidad tranquila y apagada
desapareció, dando paso a otra, decidida y vivaz. Sus ojos relampaguearon,
agrandándose sus pupilas bajo el influjo de un incontenible arranque.
—¡De acuerdo —exclamó, con voz vibrante—, soy una mariposa! Se entretienen
ustedes en analizarme y clasificarme, pero no olviden que también soy un ser humano
y siento como tal. Sí, soy capaz de sentir intensamente mis emociones. ¿Cómo
reaccionarían ustedes si estuviesen enamorados? Si amasen a alguien, y ese alguien
correspondiese a su amor, y llegase un tercero que, por odio y con autoridad para
hacerlo, les obligase a desaparecer, a abandonar para siempre a la persona amada;
digan, ¿cómo se sentirían?
Las últimas palabras de Nadine se perdieron en un sollozo.
—Esto está mejor —dijo el doctor Denair—. Si es capaz de exteriorizar los
sentimientos que ha tratado de ahogar en sí misma, Nadine, e incluso llorar un poco,
relajará la tensión nerviosa en que está usted viviendo.

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—No soy del género plañidero —dijo la joven—, he pasado mi vida entera
dominándome; pero ustedes, que tan seguros se sienten en sus respectivas posiciones,
tan afortunados porque poseen todo lo mejor que existe en la vida… ¿Por qué no se
ponen por un momento en mi lugar?
—¿Quién le ordenó que se marchase, Nadine?
La muchacha fue a contestar algo, pero se contuvo, sacudiendo la cabeza. Luego
se acomodó en la silla; de nuevo se había convertido en la muchacha modesta,
tranquila y formal, deseosa de pasar inadvertida.
—¿Fue Mosher Higley quien la obligó a desaparecer? —preguntó el doctor
Denair.
—Mosher Higley ha muerto.
—Ya sé que ha muerto, pero ¿fue él quien la obligó a desaparecer, abandonando
al hombre a quien amaba?
—No se debe hablar mal de los muertos.
—¿Les unía a los dos un verdadero parentesco?
—No se trataba de un parentesco real.
—Pero, ¿usted le llamaba tío?
—Sí.
—¿Le quería usted?
La muchacha titubeó unos instantes y finalmente contestó:
—No.
—¿Le odiaba?
Reinó un silencio largo y profundo. Por fin, la joven se dirigió al doctor Denair:
—¿Qué necesidad tiene usted de cortarme a pedazos, como está haciendo? Yo tan
sólo vine a usted en demanda de ayuda. Sólo deseaba que me diese unas píldoras que
me ayudasen a dormir y a vencer la agitación que me dominaba. Primero me dio ese
suero de la verdad y ahora me obliga a visitar a un abogado… ¿por qué?
—Voy a decirle el porqué, querida —contestó Denair—. Pero prepárese a recibir
una fuerte emoción; va a tener que dominarse, tener valor y recordar que nuestro
único deseo es ayudarla.
—No se preocupe por mi estado de ánimo —contestó ella, riendo amargamente
—. Recibo a diario fuertes emociones junto con mi desayuno. He sido bandeada por
la gente desde la edad en que no alcanzaba el borde de esta mesa… y no vaya a creer
ahora que padezco de manía persecutoria. Si supiesen la verdad, si supiesen lo que
ocurrió, las cosas que… Bueno, no hay motivo para que ande contando a ustedes mis
desventuras.
—Pues eso es precisamente lo que deseamos, Nadine —dijo Denair.
Ella le miró y pareció como si se encerrase en sí misma.
—¿Y bien? —preguntó Denair, rompiendo el silencio.
—¿Qué es lo que consiguió poner en claro, cuando me administró el suero de la
verdad? ¿De qué hablé?

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—Va usted a saberlo —dijo el doctor Denair—. Escuchará usted la cinta
magnetofónica que impresioné en aquella ocasión. Es posible que tenga alguna
dificultad en entender todas las palabras, porque en tales circunstancias se habla
como en sueños.
—Deseo escuchar todo lo que dije —indicó ella, con rostro impenetrable.
El doctor Denair puso en marcha el magnetofón y le dijo a Nadine:
—Ahora le ruego que escuche con atención y no diga nada, ni interrumpa la
audición. Escuche la transmisión entera.
El magnetofón dejó oír los sonidos preliminares y después la voz del doctor
Denair invadió la habitación a través del altavoz del aparato.
—¿Cómo se llama usted?
Con el rabillo del ojo, Mason observaba a Nadine. Ésta estaba sentada sin que la
más ligera alteración se trasluciera en su semblante. Mantenía los ojos bajos y las
manos cruzadas sobre la falda. Las cuatro personas reunidas en la habitación
permanecían en absoluto silencio, mientras se desgranaban las palabras. Era como si
todos ellos estuviesen inclinados sobre el diván en que Nadine hablaba bajo la
influencia de la droga.
Cuando la voz de Nadine declaró «Yo le maté», tres pares de ojos se dirigieron en
dirección a la joven inmóvil en el sillón. Su rostro no se alteró, ni tan siquiera un
parpadeo traicionó sus impresiones.
Cuando finalmente hubieron escuchado todo el texto de la cinta, el doctor Denair
desconectó el aparato.
—¿Bien? —preguntó el doctor a Nadine.
Ella le miró un instante y pareció que iba a decir algo, pero se contuvo.
—Míster Mason —prosiguió amablemente Denair— es abogado y desea
ayudarla. Conociéndola yo como la conozco, temo que tal vez no sean ciertas las
declaraciones que usted hizo o bien que existan circunstancias atenuantes.
Los ojos de la joven no se apartaban de los del doctor Denair. Finalmente,
preguntó:
—¿Qué va usted a hacer ahora?
—Voy a intentar ayudarla, querida.
—¿Va a dar parte a la policía?
Fue Mason el que contestó esta pregunta:
—Todavía no, miss Farr. El doctor Denair solicitó mi consejo y yo le dije que
como médico no tenía derecho a divulgar los secretos de sus pacientes, teniendo en
cuenta que no existen pruebas concluyentes de que ese crimen haya sido cometido.
—¿No cree usted que su aseveración queda algo confusa? —preguntó la joven.
—En realidad, soy algo contradictorio —sonrió Mason—. Decidimos realizar una
investigación antes de hacer nada y pensamos que quizás usted podría sernos de
alguna ayuda. Sepa, miss Farr, que el doctor Denair es cliente mío.
La muchacha miró del uno al otro y se levantó de la silla.

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—¿Quiere usted hacernos alguna declaración?
Ella denegó con la cabeza.
—Piense, querida —dijo el doctor Denair—, que no puede usted continuar
sobrellevando su tensión nerviosa y no existen medicinas en el mundo capaces de
curarla. Lo único que puede conseguir es insensibilizarse momentáneamente por
medio de drogas, pero la curación no puede conseguirla más que librándose de esa
carga emocional. Ya nos ha confesado bajo la influencia del suero lo que la
atormenta. Tal vez si nos confesase usted el resto de…
La joven fue hacia el doctor Denair, se apoderó de su mano y le miró suplicante.
—Doctor —dijo—, ¿me concede…, me concede veinticuatro horas para
reflexionar sobre ello? Yo…
Súbitamente rompió a llorar. El doctor Denair se puso en pie y cambió una mirada
con Mason; rodeó los hombros de la muchacha con su brazo y le dio unas palmadas
tranquilizadoras.
—De acuerdo, Nadine. Hemos dicho que somos sus amigos y que intentaremos
ayudarla. Lleva usted una carga emocional que ningún ser humano tan frágil como
usted puede ser capaz de soportar.
La joven se apartó de él, y cogiendo el bolso que había abandonado sobre el
sillón, sacó de allí un pañuelo y se enjugó los ojos.
—Si supiesen ustedes cuánto detesto a las lloronas —murmuró—. Creo que es la
primera vez que lloro desde… bueno, desde hace mucho tiempo.
—Quizá en esto estribe todo el mal, Nadine. Ha querido usted valerse demasiado
por sí misma. Ha querido luchar contra el mundo.
—El mundo ha luchado conmigo —dijo con serenidad la joven—. ¿Puedo
marcharme?
—También yo me marcho, Nadine. ¿Puedo acompañarla? —preguntó el doctor.
—No, no quiero que me acompañe.
—¿Por qué?
—Porque no quiero que me haga más preguntas.
Fue en dirección a la puerta, pero se volvió de repente hacia Mason:
—Usted debe de considerarme una desagradecida, pero no lo soy. Creo que usted
es… que usted es maravilloso.
Dicho esto le sonrió a Della Street.
—Y gracias —añadió— por la simpatía que he leído en sus ojos, miss Street. Me
siento muy feliz por haberles conocido. Lamento no poder explicarlo todo… ahora.
Abandonó el despacho manteniendo alta la cabeza. El doctor Denair se encogió
de hombros y Mason dijo:
—Bajo su apacible apariencia y su personalidad exteriormente modesta, esa
mujer es una luchadora difícil de vencer.
—Puedes repetirlo sin temor a equivocarte —corroboró Della Street.
—¿Qué es lo que opinas ahora, Bert? —preguntó Mason al doctor Denair—. ¿La

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crees capaz de haber cometido un asesinato?
—Quisiera saberlo —contestó el doctor Denair—. Al parecer, soy un buen
siquiatra, pero esa chica me desorienta.
Mason indicó el magnetofón.
—Bueno, lo que has de hacer ahora es mantener este chisme a buen recaudo.
—Por cierto, ¿cuál es ahora mi situación legal? —preguntó Denair.
Perry Mason reflexionó.
—Técnicamente, no estás a salvo. Prácticamente, lo estás, porque has venido a
consultarme el caso y, siguiendo mi consejo, procedes a la investigación de este
asunto… y, otra cosa…
—¿Qué otra cosa? —preguntó el doctor Denair.
—Que nadie descubra lo que contiene esta cinta magnetofónica.

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Capítulo 4

Al día siguiente de esta conversación, Della Street entró corriendo en el despacho


de Perry Mason. Este se hallaba conferenciando con un cliente, pero al ver la
inquietud que se traslucía en el gesto de la muchacha, se disculpó y la siguió a la sala
contigua. La joven le mostró el teléfono.
—Te llama el doctor Denair; ha dicho que es un caso de fuerza mayor y en vista
de ello me he decidido a interrumpir la conferencia que sostenías con ese cliente.
Mason hizo un signo de aquiescencia mientras cogía el receptor. Al otro lado del
hilo sonó fría, concisa y sin inflexiones la voz del doctor Denair.
—Por favor, Perry, escúchame unos momentos… ¿Me oyes?
—Sí, dime de qué se trata.
—Temo que esa condenada enfermera haya hablado más de la cuenta. Hace
media hora, hallándome yo ausente, se han presentado unos oficiales de la policía con
una orden de registro. Los ha atendido Elsa Clifton. Según parece, lo que buscaban
concretamente era una cinta magnetofónica en que se hallaba registrada la confesión
de un asesinato, cometido por una paciente. Exigieron la entrega de la cinta. A mi
modo de ver, escogieron a propósito el momento en que me sabían ausente. No hacía
ni cinco minutos que me había marchado cuando llegaron. Naturalmente, Elsa Clifton
se sintió tan sorprendida que no supo qué hacer, y en su confusión les entregó cuanto
pidieron.
—¿Es decir, la cinta magnetofónica?
—Sí; la tienen en su poder.
—¿Dónde está Nadine Farr?
—Está aquí, conmigo. Ahora bien, Mason, ya conoces la actitud de la policía en
casos semejantes. Le dijeron a Elsa Clifton que me iban a acusar de encubridor, y no
dudo de que lo harán; en vista de ello te ruego que tomes las medidas necesarias para
protegerme.
—Dile a Nadine que mantenga la boca cerrada, y tú haz lo mismo —dijo Mason.
—Comprendo.
—Y ahora —prosiguió Mason— me interesa que tanto tú como tu paciente os
mantengáis fuera de alcance.
—Van a venir a buscarla.
—Déjales que vengan. Necesito hablar con ella antes de que la encuentren. Debo
hacer algo de mucha importancia. ¿Dijisteis a alguien que me habéis consultado?
—No lo creo. No hay motivo para suponer que alguien estuviese al corriente de
ello.
—Mete a la chica en un taxi y venid hacia aquí. No bajéis del taxi. Della Street,
mi secretaria, os esperará en la esquina; subirá al coche y os conducirá a su casa.
Nadine Farr puede quedarse algún tiempo con Della.

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—Y ¿no podrías venir tú también, Perry? —dijo Denair—. Me gustaría hablar
contigo de un par de cosas.
—Ya me las contarás más tarde; de momento, espérame allí.
Mason colgó el receptor y se volvió a Della Street.
—Ve al despacho y dile al cliente que me han llamado para resolver un asunto de
la mayor importancia. Y ahora, fíjate bien en lo que voy a decirte, Della, porque
vamos a tener que hilar muy delgado. Espera en la esquina a que llegue un taxi, en el
que verás al doctor Denair acompañado de Nadine Farr, sube al coche con ellos y
llévales a tu casa. Allí esperaréis mi llegada.
—¿Cuánto rato?
—Ya lo verás.
—De acuerdo.
—Nadie debe saber dónde estáis.
—Bien, pero, ¿qué hacemos con el despacho?
—El despacho marchará sin nosotros. Gertie atenderá a la recepción y Jackson, el
pasante, se ocupará de la rutina diaria. No quiero que den conmigo antes de haberme
puesto en contacto con vosotros.
Della Street le miró pensativa:
—Me parece que desde ayer le has dedicado alguno de tus pensamientos a este
asunto.
—Di más bien que desde ayer le he dedicado casi todos, si no todos, mis
pensamientos —dijo Mason, cogiendo el sombrero y abandonando el despacho.
Al llegar a la calle, montó en su automóvil y lo condujo reposadamente por entre
el tráfico, sin descuidar ni una señal y evitando todo lo que pudiese llamar la atención
sobre él. Pronto se alejó del centro urbano para adentrarse en la carretera que
conducía a Pasadena y no tardó en llegar al lago Twomby.
Varios pescadores surcaban el lago en sus botes y algunos muchachos nadaban
junto al embarcadero. Mason cogió una piedra del suelo y se dirigió al final del
embarcadero. Entonces lanzó la piedra al lago tal y como lo habría hecho una mujer.
Finalmente, fue al lugar en que se bañaban cuatro muchachos y los llamó.
—Eh, chicos —les dijo cuando estuvieron junto a él, ¿os gustaría ganar cinco
dólares cada uno?
Los ojos de los muchachos brillaron. Mason sacó de su bolsillo varios billetes, e
hizo cuatro montones de cinco dólares, que tendió a los chicos.
—Y ahora —prosiguió— aquel de vosotros que encuentre lo que deseo, recibirá
veinte dólares más.
—Hecho, señor. Y ¿qué es lo que desea?
—Vamos al extremo del embarcadero —dijo Mason.
El abogado cruzó el embarcadero acompañado de los muchachos, que daban
zancadas con sus largas piernas. Cuando llegaron al extremo, Mason hizo un gesto
como si lanzase algo al agua.

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—Alguien ha tirado aquí una botella pequeña, llena de perdigones. Quiero
recuperar esa botella. ¿Qué profundidad hay a veinticinco pies del embarcadero?
—Unos diez pies —contestó uno de los chicos.
—¿Cómo es el fondo?
—Arenoso.
—¿Creéis que vais a poder encontrar esa botella?
—¡Claro que sí! —contestó un muchacho mientras se ajustaba unos lentes
submarinos y se calzaba unos «pies de rana» de goma.
—Bien, pues, ¡adelante! —dijo Mason.
Tuvo que apartarse para evitar la salpicadura del agua que levantaron los ágiles
cuerpos de los muchachos, al lanzarse simultáneamente al lago.
Uno de ellos no tardó en reaparecer en la superficie. Sacudió su cabeza y apartó
de su rostro las gafas submarinas, con el fin de librar los cristales del vaho que los
velaba; luego hizo una fuerte inspiración y se sumió de nuevo en las profundidades.
Sucesivamente fueron apareciendo los tres restantes y repitieron la operación.
Llevaron a cabo varias inmersiones hasta que, a la séptima, el más joven de los
nadadores asomó a la superficie, dando un grito y mostrando un objeto en su mano
derecha.
—¿La has encontrado? —preguntó Mason.
—Aquí está —contestó.
—¡Tráemela!
El muchacho nadó hacia el embarcadero y Mason agarró su mano mojada para
ayudarle a salir del agua.
Los otros acudieron a su vez, algo desanimados ante la inutilidad de sus
esfuerzos.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Mason al muchacho.
—Arthur Z. Felton.
—¿Cuántos años tienes, Arthur?
—Doce, voy para los trece.
—¿Dónde vives?
El muchacho hizo un gesto con la mano señalando al Sur.
—¿Saben los tuyos que estás aquí?
—He venido con uno de los chicos mayores.
—¿Hay teléfono en tu casa?
—Sí.
—¿Dónde tienes tu ropa?
—En el coche de uno de estos chicos.
—Ve a vestirte —dijo Mason—. Vendrás conmigo en mi coche y telefonearemos
a tu casa para decirles que te retrasarás un poco… Y, a propósito, aquí tienes tus
veinte dólares.
El muchacho le miró con desconfianza.

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—Mis padres me han prohibido subir al coche de un desconocido.
—Soy Perry Mason, el abogado, y esta botella es la prueba fundamental de uno
de mis casos.
—¿Usted es Perry Mason, el abogado?
—Sí.
—¡Vaya!… Pues yo he oído hablar de usted.
—Bien mirado —dijo Mason—, creo que será mejor que nos lleguemos a tu casa
y le expliquemos a tu madre de qué se trata.
—De acuerdo, Mr. Mason. Aquí tiene su botella.
—No es mi botella —dijo Mason—, es tu botella. No la sueltes, Arthur; ha de
estar constantemente en tu poder. Ni yo, ni nadie debe tocarla; es de tu exclusiva
propiedad.
—¿Por qué?
—El que sea tuya —contestó Mason—, quiere decir que está bajo tu custodia. Se
trata de una prueba concluyente. Así que ahora vamos a por tu ropa y en seguida a mi
coche.
—Estoy aún húmedo —comentó el muchacho.
—No te preocupes y sube al coche —dijo Mason, y añadió enigmáticamente—.
Es muy posible que no seas tú el único que se siente húmedo.

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Capítulo 5

Hermann Korbel, el investigador químico, era un nombre jovial con cara de luna
llena. Un redondo gorro blanco cubría su cabeza y tras sus gruesos lentes brillaban
con cordialidad sus ojos azules. Le tendió la mano a Perry Mason.
—Bien, bien, bien —dijo—. Hacía tiempo que no me encargabas ningún trabajo.
—No tanto —contestó el abogado—. Hará unos dos años.
—¿Te parece poco? ¿De qué se trata esta vez?
—Míster Korbel —dijo Mason— éste es Arthur Z. Felton. Arthur Z. Felton ha
encontrado algo y deseo que él mismo le explique a usted dónde lo ha encontrado.
—Muy bien —contestó Korbel, e inclinándose hacia Arthur le preguntó—. ¿Qué
has encontrado, amiguita?
Arthur Felton no las tenía todas consigo, pero a pesar de ello su voz sonó firme y
segura. Los últimos acontecimientos se habían sucedido con gran rapidez. No
obstante, él trataba de mantener la serenidad.
—Unos muchachos y yo estábamos en el lago Twomby, cuando llegó Mr. Mason
y dijo que alguien había tirado una botella al lago y que deseaba que nosotros la
buscásemos. Nos dio cinco dólares a cada uno para que nos lanzásemos al lago y la
buscásemos por el fondo. Cuando me sumergí por séptima vez la encontré y él me
dio veinte dólares.
—¿Dónde está la botella? —preguntó Mason.
—Aquí está.
—¿Es ésta la botella que sacaste del agua?
—Sí.
—¿Dónde ha estado esta botella desde que la sacaste del agua?
—En mi mano.
—¿Fuiste conmigo a tu casa?
—Sí, señor.
—Y allí te cambiaste de ropa, es decir, que te quitaste el traje de baño y te vestiste
con ropa seca, ¿no?
—Sí, señor; así fue.
—Y durante este intervalo de tiempo, ¿qué hiciste con la botella?
—Hice con ella lo que usted me había ordenado.
—¿Qué te había ordenado?
—No soltarla de la mano.
—Muy bien. Ahora quiero que te fijes bien en esta botella, para que seas capaz de
reconocerla en un momento dado.
Mason le lanzó una mirada a Korbel y éste se dirigió a un anaquel, cogiendo una
botella que contenía un líquido incoloro, y un delgado pincel de pelo de camello.
—Todo esto —dijo— debe manejarse con precaución. Mira, amiguito, se trata de

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un ácido y, por lo tanto, conviene evitar que te alcance la piel. Introduce el pincel en
el frasco, con mucho cuidado, lo extraes despacio y eliminas el excedente del ácido
dándole al pincel una vuelta contra la pared interior del cuello del frasco. Luego,
grabas en la base de la botella que has traído, un signo cualquiera, sea inicial o figura,
que puedas reconocer fácilmente.
El muchacho marcó las iniciales A. F. en la parte inferior de la botella. Al entrar
en contacto con el cristal, el líquido dejó una huella de un color blanco lechoso.
—Ahora, Korbel —dijo Mason—, cuando hayas grabado a tu vez tus iniciales en
la botella, de manera que también seas capaz de reconocerla, te agradeceré que me
digas qué es lo que contiene.
—Puedo anticiparte que contiene perdigones.
—Lo sé. Y ¿qué más?
—Al parecer, unas píldoras blancas.
—Deseo que averigües qué clase de píldoras son.
—¿Cuándo quieres que te dé la contestación?
—Lo antes que puedas.
—¿Dónde puedo llamarte?
—Yo te llamaré a ti cada hora, hasta que conozcas el resultado.
—No es posible llevar a cabo ese trabajo en horas.
—¿Tal vez si la suerte ayuda…?
—Si la suerte ayuda, es posible.
—Pues conviene que la suerte te ayude, porque no disponemos de mucho tiempo.
Mason acompañó de nuevo a Arthur Felton a su casa, y se dirigió al domicilio de
Della Street, no sin antes haber dado varias vueltas a la manzana para asegurarse de
que no le seguían. Llamó a la puerta y Della Street corrió a abrirle.
—¿Hay noticias? —le preguntó sin aliento.
—Algunas —contestó brevemente el abogado.
El doctor Denair salió a su encuentro.
—Pero, estas condenadas leyes vuestras me hacen sentirme como si fuese un
criminal.
—No son las leyes, sino la policía.
Nadine Farr se acercó tendiéndole la mano.
—Les estoy causando muchas molestias, ¿verdad?
Mason sonrió.
—Las molestias son mi elemento. Della, voy a tu cocina con el doctor Denair
para tener con él una conversación privada. Quédate aquí con miss Farr.
—¿Marchan bien las cosas? —preguntó con ansiedad la secretaria.
—Vamos progresando, Della, pero también los demás hacen progresos. Me
parece que vamos pisándonos los talones los unos a los otros.
Seguida por el doctor Denair, penetró en la pequeña cocina de Della Street.
—Me niego a creer que esta muchacha asesinase a nadie, Mason. No es mujer

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capaz de cometer un crimen. Ella no pudo…
—¿Crees que no había veneno en la botella? —interrumpió Mason.
—No es eso —dijo despacio el doctor Denair—. Creo que, en efecto, había
veneno, pero que no hubo asesinato.
—Explícamelo en detalle —dijo Mason.
—No he conseguido aún todos los datos. Tratándose de una paciente como ésta
hay que proceder muy despacio y con mucha, muchísima cautela antes no se obtienen
las informaciones que se desean. Esta mañana ha acudido a mi consulta dispuesta a
hablar; pero los acontecimientos inesperados que se han producido han dificultado
mucho las cosas. He tenido que hablar con ella en el taxi y, como comprenderás, no
era un lugar muy a propósito para cierta clase de confidencias. Lo que he podido
averiguar queda bastante confuso.
—Pero ¿has conseguido enterarte de algo?
El doctor Denair afirmó.
—Pues en este caso ya puedes empezar a hablar —dijo Mason.
—Nadine Farr estaba enamorada de John Locke. Por causas que desconozco,
Mosher Higley le aguó la fiesta. Exigió que Nadine desapareciese, que se alejase sin
mantener en lo futuro la menor relación con John Locke.
—¿Qué clase de relaciones unían a Mosher con la muchacha?
—Ella le llamaba tío, pero era a título de cortesía. Entre ellos no existían lazos de
consanguinidad. Nadine vivía con él desde algún tiempo antes de su fallecimiento y
le cuidaba casi en calidad de enfermera. Era un enfermo.
—¿Qué edad tenía?
—Unos sesenta años.
—¿Existía alguna relación de tipo romántico…, me refiero con Nadine?
—Sin la menor duda, no. Se odiaban mutuamente.
—¿Cuánto tiempo llevaba viviendo con él?
—Desde unos dos años antes de su muerte.
—Bien, ¿qué ocurrió?
—Por causas que desconozco, el hombre tenía un ascendiente sobre ella. Creo
que convendría someterla de nuevo a una administración de suero para llegar a la
verdad sobre ese tema. Hubiese continuado mi interrogatorio, y creo que con acierto,
la primera vez, de no ser porque la expresión que vi en el rostro de la enfermera me
puso en guardia. Está en vísperas de casarse con un detective de la policía.
—¡Oh, oh! —exclamó Mason.
—Sí —dijo sombrío el doctor Denair—. Resumiendo, Perry, la historia es ésta:
Mosher Higley era cruel, obstinado, intransigente. Le dictó a Nadine un ultimátum.
Debía desaparecer para siempre, sin intentar ponerse de nuevo en contacto con John
Locke. La muchacha no se vio con ánimo para soportarlo y decidió suicidarse. Para
ello se agenció tabletas de cianuro.
—¿Cómo las consiguió?

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—De una manera bastante extraña —contestó el doctor Denair—. Las consiguió a
través de John Locke, el hombre al que amaba.
—¿Cómo fue posible?
—Locke es químico y trabaja en un laboratorio. Una noche, poco antes del
fallecimiento de Mosher Higley, Nadine estaba citada con Locke. El muchacho tenía
un trabajo urgente, por lo que llevó a Nadine a su laboratorio. Como a todo hombre
habría ocurrido en tales circunstancias, se sintió feliz de poder mostrar el lugar donde
trabajaba a la joven a quien quería. Antes de ponerse al trabajo, Locke previno a la
muchacha de que varias de aquellas botellas contenían veneno y que por lo tanto se
abstuviese de tocarlas. Uno de aquellos frascos, sobre todo, lleno de pastillas blancas,
era nada menos que cianuro de potasio, uno de los venenos más activos. Como es
natural, Locke ignoraba que la muchacha se hallaba completamente desesperada.
Higley le había concedido cuarenta y ocho horas para desaparecer definitivamente,
excluyéndose de la vida de Locke.
—Higley debía de tener un poder aterrador sobre ella. ¿Sospechas en qué
consistía?
—Tal vez la joven tiene un pasado equívoco.
—Pues parece una buena chica —comentó Mason.
—Nunca se sabe. Debieras conocer algunas historias que me han contado a veces
chicas como ésta.
—Bueno —dijo Mason con impaciencia—, ya sé que los tiempos han cambiado.
Que las costumbres no son lo que solían ser; pero, aparte lo que haya hecho o dejado
de hacer, el aspecto de esa muchacha es dulce y juvenil… En una palabra, que parece
una buena chica.
—De acuerdo con nuestras respectivas opiniones, es probablemente una buena
chica, pero te repito que nunca se sabe. Quizá… —se interrumpió, encogiéndose de
hombros.
—Bien, no te detengas —dijo Mason—, dame todos los pormenores.
—Mosher Higley era un enfermo. Vivía confinado en su habitación. Había sido
un hombre obeso y de acuerdo con la dieta que le había prescrito su médico perdía
peso rápidamente. Estaba sujeto a un régimen severísimo, pero no siempre lo seguía;
se salía de él en cuanto tenía ocasión. Una de sus debilidades era el chocolate
caliente. No ignoraba que no podía abusar de él, pero había encontrado un sistema
que, al parecer, le daba buenos resultados. Mezclaba a un chocolate exento de azúcar
leche en polvo, añadiendo luego un sustitutivo químico del azúcar. Nadine le
preparaba esta bebida; guardaba el chocolate y el frasco con el sucedáneo del azúcar
en un rincón oscuro del armario de la cocina. Pero, volviendo a Nadine, la joven se
sentía desesperada, proyectaba suicidarse. John Locke le había mostrado el veneno y
ella quería apoderarse de él. Esperó a que Locke estuviese ocupado en un lugar más
alejado del laboratorio y entonces sacó del frasco un puñado de tabletas que envolvió
en su pañuelo. Luego lo metió todo en el bolsillo de su abrigo, Cuando llegó a su casa

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pensó tomarse en el acto las pastillas; luego reflexionó en que Higley le había
concedido un plazo de cuarenta y ocho horas y decidió aprovechar hasta el último
instante lo que le quedaba de vida, permaneciendo el mayor tiempo posible junto a
John Locke. Nos encontramos, pues, ante una mujer joven y enamorada que prepara
su propia muerte. Necesitaba una botella para guardar las tabletas de cianuro y
recordó que en la cocina había un frasco vacío, de aquellos que contenían el
sucedáneo del azúcar. Fue a buscar la botella, guardó en ella las pastillas y la dejó en
su habitación.
—Y ¿qué sucedió después? —preguntó Mason sin ocultar su escepticismo.
—Después —dijo el médico— aprovechó todos los momentos de que disponía
para pasarlos junto a Locke. Llegó el día fatal; a las siete de aquella tarde terminaba
el plazo fijado por Higley. Este le ordenó que le sirviese una taza de chocolate y ella
se fue a la cocina a prepararlo. Le llevó el chocolate y él lo bebió. De pronto el
hombre dio muestras de ahogarse. Entre dos estertores, la miró y le dijo: «Maldita
sinvergüenza, debí figurármelo. ¡Me has envenenado!». Intentó gritar, pero tan sólo
emitió unos sonidos inarticulados. Quiso alcanzar el timbre eléctrico para llamar a la
enfermera. La taza que sostenía en la mano cayó al suelo, rompiéndose. Con todas
sus fuerzas trató de alcanzar el timbre, pero tuvo un espasmo y cayó de espaldas en la
cama. Se rehízo y alcanzó el timbre. Pasaron varios minutos antes de que llegase la
enfermera y, según dice Nadine, para entonces Higley había perdido el uso de la
palabra. Nadine corrió al teléfono para llamar al médico. Cuando llegó el doctor,
Higley había fallecido. El médico firmó el acta, atribuyendo la defunción a trombosis
coronaria. Se recogió el chocolate derramado y tiraron la taza rota. Higley recibió
sepultura. Nadine aprovechó la primera oportunidad para correr a su habitación y
asegurarse de que allí estaban las pastillas de cianuro. El veneno había desaparecido.
Horrorizada bajó a la cocina; en el armario encontró dos botellas. La botella casi llena
estaba al fondo del estante y otra botella, que al parecer contenía las pastillas de
cianuro, estaba colocada precisamente ante ella. Alguien había arreglado las cosas de
manera que ella envenenase a Mosher Higley.
—¿Y fue entonces cuando cogió la botella que contenía el cianuro y la hizo
desaparecer?
—Eso es. Metió la botella en su bolsillo. Estaba convencida de que el doctor
descubriría que la muerte de Mosher Higley había sido provocada por un veneno, y lo
hubiera confesado todo inmediatamente, de no ser porque el temor de causar
perjuicios a John Locke, al explicar la procedencia de las pastillas, la retuvo. Cuando
llegó el médico, la encontró tan excitada que le dio un calmante y le ordenó que se
retirase a descansar. Al despertar se encontró con que tanto el doctor como la
enfermera atribuían la muerte de Higley a causas naturales; aquello le pareció un
regalo caído del cielo. Mosher Higley tenía una sala de armas, ya que antes de caer
enfermo sentía afición por la caza. En dicha habitación se alineaban junto a la pared
varias escopetas, y en unos compartimientos, las municiones. Nadine se dirigió a esa

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sala y con unos alicates vació dos cartuchos, metiendo luego los perdigones en la
botella y dirigiéndose al lago de Twomby, donde…
—¿Cómo conocía la existencia de ese lago?
—Es un lugar en el que se reúnen muchas parejas de enamorados. John Locke y
ella solían ir de cuando en cuando. Pues bien, la muchacha fue allí y tiró el frasco lo
más lejos que pudo. Sin embargo, su conciencia comenzó a torturarla;
instintivamente, comprendía que le convenía callar, mientras que su conciencia la
impelía a hablar. Y es así como se produjo en ella un conflicto interno, que dio lugar
a desgraciadas complicaciones. No conseguía dormir, perdió el apetito y comenzó a
adelgazar; se sentía desasosegada y nerviosa, y finalmente, enferma. John Locke
insistió en que debía consultar a un doctor y Nadine se dirigió a un médico de
medicina general, que es quien me la envió a mí. Esta es toda la historia.
—Una historia endiablada —apostilló Mason.
—¿Qué quieres decir?
—Detente a considerar este caso, como lo haría un jurado —replicó Mason—. La
muchacha ha declarado que odiaba a Mosher Higley y que Mosher Higley la odiaba a
ella; que envenenó a ese hombre y que había tirado al lago el veneno restante. Todo
esto lo dijo bajo la influencia del suero de la verdad. Luego se pone en claro que
Mosher Higley tenía el poder de romper su compromiso amoroso, ya que, al parecer,
poseía de la joven unos informes lo bastante siniestros como para que ella no se
atreviese a luchar contra él y prefiriese renunciar a sus derechos. El hombre la
conminó a desaparecer de la vida de John Locke, dictándole un ultimátum de
cuarenta y ocho horas; antes de que transcurrieran éstas, Mosher Higley había
muerto. Había muerto envenenado y era la muchacha quien le había administrado el
veneno; un veneno que ella había robado del laboratorio en que trabajaba su
prometido. Las últimas palabras que pronunció Mosher Higley antes de morir fueron
para acusar a la joven de haberle asesinado. Ella sabía lo que había hecho; ella había
cogido el veneno restante y había llenado la botella con perdigones para aumentar su
peso y la había lanzado después al lago.
—Bueno, si lo miras así, hay que reconocer que la cosa no queda bonita —
admitió Denair—. Pero te aseguro, Mason, que me siento inclinado a creer en la
inocencia de esta muchacha.
—Por desgracia —dijo Mason—, no me va a ser posible incluirte en el jurado.
—Y después de lo que me has dicho, comprendo que las cosas se presentan
bastante mal.
—Así es —corroboró Mason—, y será mejor que nos enfrentemos claramente
con los acontecimientos que se avecinan. Della acostumbra a guardar aquí alguna
botella de whisky; vamos a servirnos un doble y luego iremos ahí adentro a pasar el
mal trago.
Denair contestó:
—No veo por qué hemos de pasar malos tragos nosotros…

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—Me temo —dijo Mason— que el asunto es bastante más arduo de lo que tú te
figuras.
—¿Y eso?
—Cuando me llamaste por teléfono y vi la urgencia y rapidez con que el caso se
complicaba, comprendí que todo iba a basarse en una sola cosa.
—¿Y qué cosa es ésa?
—En una prueba de evidencia concluyente; es decir, en la posibilidad de que esa
botella de veneno fuese o no recuperada.
—Sí, claro —murmuró Denair—. La policía podría servirse de…
—Por eso —interrumpió Mason— me dirigí sin pérdida de tiempo al lago
Twomby. Allí encontré a varios muchachos que se bañaban y les indiqué que
buscasen en el fondo del lago. Dicho fondo es arenoso y el agua tiene una
profundidad de diez pies; no hay oleaje violento ni aun en caso de tormenta, y llegué
a la conclusión de que, si los muchachos no conseguían encontrar la botella, tampoco
lo conseguiría la policía…, y en tales circunstancias no existiría posibilidad de
acusación.
—Es una idea espléndida —dijo el doctor Denair—; te felicito por tu rapidez de
pensamiento, Mason. Ha sido una medida maestra; ahora podemos descansar…
—No, no podemos —dijo Mason—, porque hemos encontrado la botella.
—¡Diablo!
—Lo que oyes.
—Y ¿dónde está ahora?
Mason contestó:
—Está en poder de Hermann Korbel, el químico.
—Es hombre de confianza —comentó Denair.
—Y uno de los más expertos en su profesión. Le encargué averiguar en qué
consistía el contenido de la botella; sin embargo, ante el relato que ha hecho tu
paciente, no podemos hacer gran cosa. Ahora sabemos que se trata de veneno.
—Mira —dijo Denair—, ya que has encontrado esa botella, ¿no te sería posible
disponer de ella y lanzarla al mar, en un lugar cualquiera?
—No, no me es posible —dijo Mason—. Es un crimen el ocultar o destruir una
prueba evidente. Sin embargo, debía tener la precaución de asegurarme de que la
botella sería identificada. No olvides que tuve a cuatro chiquillos buscando una
botella y que cuando apareció tuve que darme a conocer, para acompañar al
muchacho que la había encontrado a casa de Hermann Korbel. Antes hube de ir a
casa del chiquillo para que se cambiase de ropa. En una palabra, que dejé tras de mí
una huella del tamaño de una avenida. Es lo único que podía hacer.
—Estoy de acuerdo en que nos conviene tomar una ropa —dijo el doctor Denair
—. ¿Dónde está el whisky?
—Lo guarda en este armario —contestó Mason.
El abogado abrió la puerta del esmaltado armarito de la cocina y sacó una botella

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y dos vasos; luego extrajo unos cubitos de hielo de la nevera y preparó un par de
bebidas bastante cargadas.
—Bueno —dijo—, disfrutemos de la vida mientras podemos; vamos a tener que
hacer.
Denair prosiguió:
—Sigamos con el curso de tus sugerencias: quedamos en que estábamos
comprobando las declaraciones que había hecho la joven.
—Exacto —dijo Mason—, y, ahora que hemos conseguido comprobarlas, tan sólo
hay una cosa que yo deba hacer.
—¿Y es?
—Presentarme ante la policía y declarar que he hallado esa botella y que la he
puesto en manos del doctor Hermann Korbel.
—Te pondrán verde.
—Seguro que lo harán —afirmó Mason.
—Dirán en todos los tonos que has tratado de destruir una prueba concluyente.
—Y ahí es donde fracasarán. Por algo he dejado tras de mí un rastro que hablará
en mi favor.
—Esperemos que consigas salir bien librado —dijo el doctor Denair.
—Por lo que se refiere a la policía —exclamó Mason—, me da igual conseguirlo
o no. Lo que yo pretendo es tener las manos limpias en lo que atañe al comité de
agravios de la «Bar Association», y al jurado de una causa criminal.
—¿Qué debo hacer yo? —preguntó el doctor Denair.
—Tú, Della Street y Nadine Farr vais a quedaros aquí hasta que yo os diga otra
cosa —contestó Mason—. Voy a presentarme al cuartel de la policía y a batirles en su
propio terreno.
—No quisiera estar en tu pellejo —dijo el doctor Denair.
—Tan sólo tenemos una posibilidad de éxito; y es una entre un millón —añadió
Mason.
—¿Cuál es?
—Que Hermann Korbel haya conseguido averiguar la naturaleza del contenido de
la botella. En ese caso daré el golpe de efecto de hacerle llamar a la policía, diciendo
que yo le di la orden de presentarles inmediatamente su informe acerca de las tabletas
que contenía el frasco que le había entregado, y que yo estaba en camino hacia la
jefatura.
Mason cruzó la puerta giratoria de la cocina y dijo:
—Estamos consumiendo tu whisky, Della, y ahora pretendo hacer uso de tu
teléfono.
—El cordón es lo bastante largo para que puedas llevar el aparato a la cocina —
contestó Della Street.
—¿No podría también yo beber un trago de ese whisky? —preguntó Nadine Farr.
Mason negó con la cabeza.

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—Ahora no. Necesito que conserve usted todo el dominio de sus facultades.
Della Street le tendió el teléfono a Mason y éste lo llevó consigo a la cocinita.
Allí se sentó sobre un arrimadero y marcó el número de Hermann Korbel. En cuanto
escuchó la voz del químico, dijo:
—Perry Mason al habla. ¿Has conseguido averiguar ya algo?
Korbel se sentía tan excitado que por un momento habló en su nativo alemán:
—Ja, ja —dijo.
—Oye, ¿a qué viene tanto nerviosismo? —preguntó Mason.
—La policía.
—¿La policía? —preguntó Mason con una voz que acusaba su desánimo—. ¿Qué
pasa con la policía?
—Han estado aquí.
—Y ¿qué han ido a hacer?
—Se han llevado la botella.
—¡Oh, oh! —exclamó Mason.
—Sí, se han llevado la botella, las pastillas, los perdigones; todo.
—¿Cómo se habían enterado?
—Creo que estuvieron en el lago y allí se enteraron de que la habías encontrado.
Hablaron con los padres del muchacho que te la había entregado. Localizaron al
chico. Trabajan de prisa esos policías…
—¡Ya lo creo que trabajan de prisa! —dijo Mason—. Y ¿se llevaron todo, sin
dejar nada?
—Todo, menos un pedazo pequeño de una pastilla que yo acababa de partir y que
no vieron.
—¿Lo bastante grande para ser analizado? —preguntó Mason.
—No para un análisis detallado, pero sí lo suficiente para poder averiguar la
sustancia de que se trata.
—¿Cianuro? —preguntó Mason.
—Aún no he podido llegar a ninguna conclusión definitiva; no es fácil lograrlo.
Otra cosa: la policía te busca.
—Sí, me lo figuraba —contestó Mason—. Bien, te llamaré más adelante.
Mason colgó el receptor y se volvió al doctor Denair.
—La cosa está que arde. La policía ha ido al lago Twomby, seguramente a los
pocos momentos de marcharme yo de allí. Se enteraron de que había buscado una
botella, que la encontré y que me la había llevado. Averiguaron el nombre del
muchacho que había encontrado la botella, y fueron a su casa. La policía no tardó en
localizar al chico, Arthur Felton, y éste les puso sobre la pista de Korbel. Con coches
equipados de radio, la policía se presentó en casa de Korbel y se apoderó de la prueba
concluyente. Nos encontramos ahora en un verdadero apuro; sabiendo la policía que
me encargo de la defensa de Nadine Farr, no tardarán en buscarla en casa de Della
Street.

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—¿Quieres decir que se presentarán de un momento a otro?
—Aseguraría que se dirigen hacia aquí en estos momentos —dijo Mason.
—¿Qué vamos a hacer?
Mason contestó:
—Vamos a marcharnos inmediatamente. No quiero que Nadine pueda ser
considerada como fugitiva de la justicia, pero por otra parte no me conviene que la
interroguen antes de que haya podido hablar con ella; así que es cosa de no perder ni
un segundo.
Mason asomó la cabeza a través de la puerta giratoria de la cocinita y dijo:
—Hemos de marcharnos; cojan sus cosas.
Della Street le miró preocupada.
—¿Acaso…?
—Sí —cortó Mason.
—Venga —le dijo Della Street a Nadine Farr—. No tiene usted tiempo de ponerse
polvos en la nariz. Se trata de un caso de emergencia.
—¿Qué ocurre? —preguntó la muchacha poniéndose en pie—. ¿No podemos
esperar y…?
—No, no podemos esperar —contestó Della Street empujándola hacia la puerta.
En pocos segundos estuvieron fuera de la casa. Perry Mason miró con aprensión a
lo largo de la calle, mientras cruzaban la acera.
—¿Iremos todos en un mismo coche? —preguntó Denair.
Mason negó meneando la cabeza.
—Iremos en coches diferentes y muy de prisa.
—¿Adónde vamos? —preguntó el doctor Denair.
—Ante todo —dijo Mason—, conviene que no hagamos la menor cosa que pueda
ser interpretada como una fuga. Bert, tú harás tu recorrido por las clínicas; procura
que no se te pueda encontrar con facilidad, pero pon en evidencia que no estás
intentando escapar de algo o de alguien. Della, tú y Nadine coged tu coche. Primero,
acompañáis al doctor Denair a una parada de taxis, luego tú y Nadine os dirigís al
motel High-Tide, que está situado en la playa. Tomáis dos habitaciones y firmáis en
el registro con vuestros nombres verdaderos.
—Y tú ¿qué vas a hacer? —preguntó Della Street.
Mason sonrió.
—Tengo entendido que la policía me busca y yo he creído siempre que se debe
cooperar con la policía.
—¿Vas a dejar que den contigo?
—Con un poco de suerte, conseguiré llegar a la jefatura antes de que hayan tenido
tiempo de contar alguna historia a los periodistas.
—¿No resultaría más digno que los recibieses en tu despacho, Perry?
—¡Al diablo la dignidad! —exclamó Mason—. Habré tenido suerte, si consigo
salir de este embrollo sin una acusación.

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Capítulo 6

Mason llegó a la jefatura de policía, cruzó el largo pasillo y empujó la puerta


cuyo rótulo rezaba «Homicidios».
—¿Está el teniente Tragg? —preguntó tal y como era su deber.
—Voy a ver. ¿Cómo se llama usted? ¡Oh, es usted!
—Y ¿por qué no? —preguntó Mason—. ¿A quién esperaban? ¿A un impostor?
—Espere un segundo —dijo el ordenanza, cruzando la puerta.
En efecto, apenas habían pasado un par de segundos, cuando apareció un oficial
uniformado que, cruzando la habitación, se colocó en la salida. A través del cristal
esmerilado, su sombra inmóvil indicó a Mason que la misión de aquel hombre no era
otra que la de bloquear el acceso.
Casi al instante, el ordenanza abrió de nuevo la puerta y dijo:
—El teniente Tragg le espera. Puede usted pasar.
Mason penetró en el despacho del teniente. Este era un hombre alto y bien
parecido, pero de aspecto ligeramente agresivo. Le indicó a Mason una silla.
—Siéntese, Mason.
—¿Cómo marchan las cosas, Tragg? —preguntó Mason.
—Así, así. En seguida estoy por usted.
Mason se sentó y Tragg abandonó la habitación no sin antes decir:
—Espéreme un momento.
Pasaron unos tres minutos antes del regreso de Tragg; esta vez iba acompañado
de Hamilton Burger, el alto y corpulento fiscal del distrito, que intentó hacer creer
que su presencia allí obedecía a una mera casualidad.
—Hola, Mason. Precisamente, me encontraba en el edificio cuando han
comentado su presencia aquí. ¿Qué demonio de lío es ese de Nadine Farr y la botella
con veneno?
—Eso es lo que estaba yo tratando de averiguar.
El rastro de Burger se ensombreció.
—Esta vez ha dado un paso en falso, Mason —dijo.
—¿De veras?
—Lo sabe muy bien.
Mason se encogió de hombros.
—No tengo intención de instruir un proceso formal, hasta haber conseguido
pruebas concretas —dijo Burger—; pero voy a obtenerlas, y sin demora.
—Vaya, eso sí que es interesante —dijo Mason.
Súbitamente se abrió la puerta y un oficial le cedió el paso amablemente a una
mujer.
—Pase usted, mistress Felton —dijo el teniente Tragg—. Tan sólo deseo que le
eche usted un vistazo a míster Mason y nos diga…

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—Sí, éste es el hombre —dijo ella.
—Gracias —concluyó Tragg—. Eso es todo.
El oficial que había mantenido la puerta abierta se inclinó ligeramente al paso de
mistress Felton, cuando ésta abandonó la habitación.
Pasaron unos instantes y la puerta se abrió de nuevo. Mason sonrió, encendió un
cigarrillo y le dijo al teniente Tragg:
—¿Se divierte usted mucho?
—Francamente, no, Mason. Todo esto no me gusta nada y lamento mucho que
haya usted hecho todo lo que ha hecho.
El ordenanza hizo entrar en la habitación a Arthur Felton.
—¿Es éste el hombre que primero te dio cinco dólares, y más tarde veinte? —
preguntó Hamilton Burger, señalando a Mason.
—Sí, señor —contestó Arthur, que con los ojos muy abiertos y aspecto asustado
parecía hallarse al borde de las lágrimas.
—Explícanos lo que ocurrió —le dijo Hamilton Burger con forzada y excesiva
benevolencia.
—Mason nos dio a cada uno cinco dólares y nos pidió que nos sumergiésemos
para buscar una botella en el fondo del lago —dijo Arthur Felton—. Y, además,
prometió veinte dólares al que consiguiese encontrarla.
—Y ¿quién la encontró?
—Yo.
—¿Qué sucedió después?
—Me dijo que fuese con él, pero yo le contesté que mi familia no me permitía ir
con desconocidos. Entonces me explicó quién era y me acompañó a casa de mi
madre, y le dijo que iba a llevarme a casa de un químico y que me acompañaría de
nuevo a casa.
—Y ¿qué pasó con la botella? —siguió preguntando Hamilton Burger.
—Me dijo que no la soltase de la mano y así lo hice.
—¿Hasta cuándo?
—Hasta que llegamos a casa del químico de que le he hablado.
—¿Cómo se llamaba ese químico? ¿Lo recuerdas?
—Era un tal míster Korbel.
—Eres un gran chico —dijo Hamilton Burger—. Y ¿estás seguro de que se
trataba en efecto de ese señor?
—Pues claro que sí.
Hamilton Burger hizo una seña al ordenanza, el cual puso una mano en el hombro
de Arthur Felton, y le acompañó fuera de la habitación.
—Bien —le dijo Hamilton Burger al teniente Tragg—, creo que con esto basta.
—¿Basta para qué?
—Para convertirle a usted en encubridor de los hechos.
—Continúe —pidió Mason.

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—Encubridor en un caso de homicidio —aclaró Burger.
—Vaya, vaya, vaya —dijo Mason—. Consigue usted interesarme. ¿Quién fue
asesinado?
—Mosher Higley. Y puesto que desea que le dé todos los detalles, escúcheme,
Mason; no va a poder decir que no he especificado los cargos que tengo contra usted.
Va usted a ser acusado de un crimen. No está obligado a hacer declaración alguna a
no ser que lo desee, y en caso de que haga alguna, no olvide que puede ser empleada
contra usted. Ahora ¿qué va usted a decirme?
Mason dio una larga chupada a su cigarrillo.
—Quiero decir que están ustedes equivocados. No ha habido tal asesinato;
Mosher Higley murió de muerte natural.
—Fue asesinado.
—¿Cómo sabe usted que fue asesinado?
—Por si no lo sabe, le diré que tenemos una cinta magnetofónica con la confesión
de una mujer, convicta de dicho asesinato.
—Muy interesante —comentó Mason—, pero me parece que va a serles algo
difícil el presentar esto como prueba con valor.
—Sí, me figuro que va usted a hacer hincapié en el tema de las confesiones
privadas y profesionales; pero para esa eventualidad tengo preparada una pequeña ley
que le sorprenderá seguramente.
Mason retiró el cigarrillo de su boca, bostezó y se estiró, acomodándose en su
silla. Luego dijo:
—¿Cuándo piensa hacer uso de esa confesión, Burger?
—Tan pronto como este asunto se presente a juicio.
—Bien es verdad —dijo Mason— que hace tiempo que no repaso estos
pormenores; pero creo recordar que para poder usar de una confesión de este género
es imprescindible probar la existencia de un pequeño detalle, llamado corpus delicti.
—De acuerdo, yo probaré el corpus delicti —aseveró Burger.
—¿Cómo? —preguntó Mason.
—No tengo por qué darle explicaciones.
—Ya lo creo que sí —dijo Mason—. No puede usted acusarme de encubrir un
asesinato, sin antes haber probado que ha existido tal asesinato. En primer lugar no
puede usted hacer uso de la cinta magnetofónica impresionada por Nadine Farr; no
olvide que se hallaba bajo la influencia de una droga, y…
—Lo cual es una prueba más de su exactitud —interrumpió Burger.
—No esté tan seguro de ello —dijo Mason—. En aquellos momentos, la mujer se
hallaba en estado de irresponsabilidad, y por lo tanto no se la podía considerar como
testigo. Es decir, que si la presentase en tal estado ante un juez, no admitiría su
declaración como prueba definitiva. No espere que las palabras de una cinta
magnetofónica, tomada en tales circunstancias, tengan más valor que si la interesada
las pronunciase ella misma en la sala.

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—Eso ya lo veremos —contestó Burger con agresividad.
—Y, además —prosiguió Mason—, deberá probar que Mosher Higley no murió
por causas naturales. Según la declaración del médico que atendió a Higley, éste
murió a causa de una trombosis coronaria. Creo que es mejor dejar a un lado los
golpes de efecto y atenernos a la estricta realidad: ¿tiene usted intención de detener a
Nadine Farr?
Hamilton Burger contestó:
—Ya ha conseguido usted convertirse en encubridor de hechos. Si es usted el
abogado de Nadine Farr, será mejor que no complique más las cosas, haciéndola una
fugitiva de la justicia. Le conmino a usted a que la traiga aquí inmediatamente.
—¿Tiene una orden de detención? —preguntó Mason.
Hamilton Burger fue a contestar, pero se contuvo.
—¿Tiene usted una orden de detención? —insistió Mason.
—No.
—¿Espera conseguir una orden de detención?
—Tengo la intención de llevar este caso como bien me parezca, Mason, y no
tengo por qué discutir mis planes con usted. Le he ordenado que traiga aquí
inmediatamente a miss Farr.
—Consiga la orden de detención y yo haré que la orden se cumpla.
—Necesito interrogar a Nadine Farr —dijo Burger.
—De acuerdo —dijo Mason—. Si lo que desea es interrogarla, concertemos una
entrevista en mi despacho, y yo me encargaré de que esa señorita acuda a la cita.
—Deseo interrogarla en privado; son las contestaciones de ella las que me
interesan y no las suyas.
—En tal caso —dijo Mason—, y de acuerdo con la ley, Burger, creo que no le
queda a usted más remedio que proporcionarse una orden de arresto y, antes de que la
hayan detenido y encerrado, yo le habré aconsejado que no haga declaración alguna,
en ausencia de su defensor.
Mason se levantó y, bostezando, aplastó su cigarrillo en el cenicero.
—Bien —dijo—, ya volveremos a vernos.
—Es ahora cuando nos estamos viendo —gritó Burger.
—¿Quiere usted decir que no puedo marcharme?
—¡Eso mismo!
—¿Por qué?
—Va usted a ser declarado culpable de un crimen.
—¿Encubridor de hechos? —preguntó Mason—. Me lo ha repetido ya varias
veces, Burger, y yo le he repetido otras tantas que necesita una orden de detención, y
creo que le va a ser difícil conseguirla.
—Existen otros cargos.
—¿Cuáles?
—Intervenir pruebas.

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—¿Qué pruebas?
—El frasco de veneno.
—Y ¿cómo intervine yo esa prueba?
—No tenía usted derecho alguno de poner las manos sobre una prueba. En el
mismo instante en que fue usted al lago y consiguió la prueba del asesinato…
—Ahí es donde se equivoca usted, Burger —dijo Mason—. Yo no conseguí
evidencia alguna. Yo no intervine ninguna prueba. Yo me limitaba a ayudar a la
policía. El mismo Arthur Felton le dirá que ni tan siquiera rocé la botella, incluso le
obligué a no soltarla de la mano. Llevé al muchacho a casa de un químico de
reconocida solvencia y experto en su profesión, y le encargué que hiciese las
experiencias necesarias para averiguar el contenido de la botella, no sin antes tomar
las medidas oportunas para que dicho frasco pudiese ser aceptado más adelante como
prueba testifical. Hecho esto, me presenté a esta jefatura de policía, para poner en
conocimiento de ustedes todo lo inherente al caso.
—¿Qué dice usted que hizo? —preguntó Burger asombrado.
—Venir aquí a decirles dónde podían encontrar esa prueba —contestó Mason—.
¿Qué cree usted que he venido a hacer aquí si no?
Tragg y Hamilton Burger cambiaron una mirada.
—Usted ya sabía que habíamos estado en casa de Korbel y que la prueba estaba
en nuestro poder —acusó el teniente Tragg.
Mason sonrió.
—Esto no altera los hechos. Yo he venido aquí con el exclusivo fin de indicarles
dónde pueden encontrar la prueba y ponerles en antecedentes de las precauciones que
tomé para salvaguardar su identidad.
—Si tan celoso es usted de la identidad —dijo Burger—, su primera obligación
consistía en traer el frasco aquí inmediatamente.
Mason negó con la cabeza.
—De haber hecho esto podían haberme procesado por difamación y calumnia. Yo
no podía acudir a ustedes y decirles: «Caballeros, he aquí una botella que contiene
veneno y que ha sido extraída del fondo de un lago». ¿Cómo diablos sabía yo que
contenía veneno? ¿Cómo sabía yo que había sido encontrada en el fondo de un lago y
por quién? No, amigos míos; yo procuraré protegerme a mí mismo, a la vez que a
ustedes. Deseaba estar seguro de que la botella contenía veneno, antes de entregársela
a ustedes.
Mason indicó el teléfono de Tragg.
—¿Puedo telefonear a Hermann Korbel, Tragg? —preguntó.
El teniente lanzó una rápida mirada al enfurecido Burger, y no pudo evitar que un
ligero chispazo divertido brillase en sus ojos.
—Pida línea y marque el número —dijo Tragg.
Mason hizo lo que se le indicaba y cuando escuchó la voz de Korbel dijo:
—Oye, Hermann… Perry Mason al habla. ¿Has conseguido averiguar algo?

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Burger dijo:
—No ha podido averiguar nada; nos hemos llevado todo lo que usted le entregó.
Mason le hizo un gesto para que callase.
—Sí, Hermann…, puedes hablar.
Una vez más, Hermann Korbel estaba muy excitado.
—Como es natural, Mason, no tengo posibilidad de saber si todas las pastillas
contenidas en el frasco son de la misma clase; tan sólo tengo el fragmento de una de
ellas.
—Sí, sí, ya sé —dijo Mason.
—Yo sólo tenía un trozo de pastilla que conseguí mantener fuera del alcance de la
policía.
—Lo sé; continúa —dijo Mason.
—Me indicaste que se trataba de veneno y yo lo analicé para saber si era cianuro.
No lo era ni tampoco se trataba de arsénico. Sólo tenía un fragmento muy pequeño, y
lo estudié con rayos X; observé unas características peculiares y recordé que el frasco
llevaba grabado el nombre de un sucedáneo del azúcar. ¡Diantre, Mason! ¿Sabes una
cosa? Que la botella contenía exactamente eso: un preparado químico, sustitutivo del
azúcar. Para asegurarme más aún empleé el espectrógrafo. Todos estos análisis son
tan exactos que te aseguro, Mason, que de haber habido en el frasco alguna tableta de
veneno el simple roce con los perdigones y las demás pastillas no hubiera dejado de
marcar una huella. Puedo, pues, asegurarte que el frasco no contiene más que eso: un
sucedáneo del azúcar.
Por unos instantes, Mason sostuvo el receptor en silencio, mientras se hacía cargo
de la situación. Una sonrisa se extendió por sus facciones.
—¿Estás ahí? —preguntó Korbel.
—Sí —contestó Mason.
—¿Has oído lo que acabo de decirte? —insistió Korbel.
—Sí, muchas gracias, amigo Korbel —contestó Mason—. Te volveré a llamar
más tarde. Guarda ese fragmento en lugar seguro, y apunta el resultado de tus
investigaciones; es probable que seas llamado a declarar.
Mason colgó el receptor y sonrió a Hamilton Burger.
—Lo que usted probablemente ignora, Burger —dijo—, es que cuando usted
envió a la policía a casa de Korbel, éste ya había comenzado el análisis; por eso había
fragmentado una pastilla que sus hombres no se llevaron, y le bastó para llevar a cabo
un análisis completo. Tal y como les dije anteriormente, yo tenía intención de dar
parte inmediatamente a la policía del resultado del análisis del contenido de la
botella. Pues bien, tengo ahora el placer de participarles que el contenido de dicha
botella corresponde a lo grabado en el cristal de la misma. Es decir, que se trata de un
sucedáneo del azúcar, totalmente inofensivo. Se lo recomiendo en caso de que deseen
perder peso, y a juzgar por el color de su rostro, Burger, yo creo que le convendría
perder por lo menos treinta libras. Ahora, caballeros, si tras esta información se ven

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con ánimos para arrestarme, no se detengan.
Mason se dirigió a la puerta y la empujó; un hombre uniformado le cerró el paso.
Mason escuchó a sus espaldas cómo el teniente Tragg y Hamilton Burger
cuchicheaban acaloradamente.
—Déjenle pasar —dijo finalmente la voz del teniente Tragg.

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Capítulo 7

Mason entró en su despacho particular y descolgó el teléfono. Al escuchar la voz


de la muchacha de la centralita dijo:
—Estoy de vuelta, Gertie, y deseo hablar con Della Street, que está en el motel
High-Tide.
—Bien, míster Mason. Y aquí se encuentra una señora que… Bueno, dice que
tiene que hablar con usted para un asunto de suma importancia relacionado con el
caso de miss Nadine Farr.
—Venga a mi despacho y dígame de qué se trata.
—¿Le pongo primero con Della?
—No; venga primero, ya me pondrá con ella más tarde.
Un momento después, Gertie estaba ante la puerta; en sus modales se advertía una
profunda agitación.
Gertie era una joven que bordeaba el límite final de la veintena, y tendía a
aumentar considerablemente de peso, a causa de su afición al chocolate; se sentía
además muy predispuesta a dramatizar cualquier incidente, por lo que tanto Della
Street como Mason habían llegado a hacer caso omiso de sus aspavientos. Le gustaba
exagerar el lado romántico de la vida. En las épocas en que se decidía a vigilar su
peso se vestía con apretados jerseys que lucía con satisfacción; pero no tardaba en
sucumbir a la tentación de los bombones y de nuevo perdía su línea esbelta. Entonces
pasaba al extremo opuesto y se mantenía durante varios días de zumos de fruta y
«yoghourt», hasta sentirse débil y desmadejada, sin cejar por ello en su empeño.
Hasta que de nuevo se dejaba vencer por su afición, cuando casi había conseguido su
objetivo.
—¡Qué horror, míster Mason! —dijo la muchacha—. Esa mujer no para de
hablar; se diría que conoce todas las respuestas. Ha estado contando cosas sobre
Nadine Farr. ¿Es interesante ese caso, míster Mason?
—Mucho, Gertie —sonrió Mason—. Sólo que me parece que no va a haber tal
caso. ¿Cómo se llama esa señora?
—Es mistress Jackson Newburn.
—¿Qué edad tiene, Gertie?
—Bueno, yo diría que treinta y uno o treinta y dos, pero Della aseguraría que
treinta y cinco. Della acostumbra a juzgar por las manos, pero yo…
—¿Qué tiene que ver con el caso?
—Era pariente de Mosher Higley; o, mejor, tenían alguna relación.
—¿Ha dicho para qué deseaba verme?
—Por lo que me ha contado, creo que conviene que la reciba.
—De acuerdo, Gertie. Dígale a esa señora que he estado ausente, pero que acabo
de regresar y que la recibiré dentro de unos momentos.

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—¿Desea que llame a Della?
—Póngase en comunicación con ella; pero procure que nadie de la habitación
contigua pueda saber a qué lugar la llama.
Gertie le miró con reproche.
—Eso lo hago siempre, míster Mason —dijo—. Hablo de tal manera que nadie,
por cerca que esté de la puerta, puede escuchar una sola de mis palabras.
—Así me gusta, Gertie. Pida, pues, la comunicación con Della y, cuando haya
terminado de hablar, haga pasar a mistress Newburn.
Gertie afirmó con la cabeza y, dando una graciosa media vuelta, abandonó la
habitación.
Unos minutos más tarde tintineó el teléfono colocado sobre el escritorio de Perry
Mason. En el receptor sonó la voz de Della Street:
—¿Cómo han ido las cosas, jefe?
—Tranquilízate —contestó Mason—, creo que ya está todo listo.
—¿Cómo ha ido la cosa? —repitió.
—Verás —dijo Mason—, los policías no perdieron el tiempo. Fueron al lago de
Twomby a hacer una investigación y se encontraron con que otro les había tomado la
delantera. No les costó mucho averiguar quién era ese alguien. Localizaron a Arthur
Felton, el muchacho que había encontrado la botella, y éste les contó que míster
Mason le había llevado a casa de un tal doctor Korbel, que tenía un laboratorio.
Corrieron hacia allí y se apoderaron de la botella y de su contenido, antes de que
Korbel hubiese podido finalizar el análisis. Después se dedicaron a buscarme a mí,
para acusarme de encubridor y todo lo demás.
—Jefe —dijo llena de aprensión la voz de Della—, ¿qué te…?
—Tranquilízate —rió Mason—, precisamente en el momento álgido de sus
dramáticas amenazas, telefoneé a Korbel. Korbel había conseguido salvaguardar un
pequeño fragmento de una de las pastillas de la botella… Justo lo necesario para
llevar a cabo lo que yo deseaba; acababa de averiguar la naturaleza de aquel
fragmento.
—¿De qué eran las pastillas? ¿De cianuro?
—Las pastillas —contestó Mason— eran lo que Nadine había supuesto en un
principio: un sucedáneo del azúcar. Así que puedes decirle a la muchacha que borre
de su recuerdo todo este asunto y que viva tranquila y sin remordimientos de
conciencia. Acompáñala donde desee, y tú ven a reunirte conmigo en la oficina.
—Pero…, ¡por todos los santos! ¿Quieres decir que esas pastillas no eran más que
un preparado para sustituir el azúcar?
—Eso es, Della. El análisis del doctor Korbel es tan preciso, que aun en el caso de
haber habido en la botella alguna otra pastilla venenosa, él lo hubiera averiguado sin
lugar a dudas. Es obvio que alguien de los de la casa encontró esa botella
parcialmente llena y, sabiendo el lugar en que Nadine las guardaba, la colocó junto a
la otra. ¿Está ahí la muchacha?

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—Sí.
—Cuéntaselo todo y dile si ha de hacerme alguna pregunta.
Con el receptor en la mano, Mason oyó como las muchachas hablaban con
excitación; finalmente Della Street le habló de nuevo:
—Nadine me dice que te pregunte qué se hizo de las verdaderas pastillas de
cianuro que ella guardó en una botella.
Lleno de optimismo, Mason contestó:
—Dile que soy abogado, pero no vidente. Será mejor que regrese a su casa y
busque bien en su habitación. No es que tenga mucha importancia el paradero de las
tabletas, porque lo principal es que lo que ella puso en el chocolate de Mosher Higley
fueron pastillas de sacarina, y que el hombre falleció de muerte natural. Dile que
regrese a su casa, Della, porque yo no tengo tiempo de hablarle ahora. Después vente
a mi despacho y te invitaré a comer.
Mason colgó el receptor y miró en dirección a la puerta del cuarto contiguo. A los
pocos segundos, Gertie, resplandeciente en su papel de sustituta de Della, entró en la
habitación acompañada de mistress Jackson Newburn.
—Buenos días, mistress Newburn —dijo Mason, sonriendo—; pase y siéntese.
—¿Hay algo que yo pueda hacer? —preguntó Gertie—. Si desea que tome notas
o…
—No, gracias, Gertie, no la necesito —contestó Mason.
—De la centralita puede ocuparse otra de las muchachas…
Mason negó con la cabeza y Gertie se reintegró a su obligación junto a la
centralita, sin disimular su desencanto. Mistress Newburn se adelantó con la mano
extendida hacia Mason.
—Ya sé que no debía presentarme sin haber concertado antes esta entrevista; pero
el asunto que me trae es tan importante, tan confidencial, que pensé que usted haría
una excepción en mi caso.
—Con mucho gusto —dijo Mason—. Estuvo usted hablando con la joven
encargada de la centralita, y eso siempre ayuda a formarse una idea general de la
importancia de un asunto. Generalmente, son las personas reservadas y misteriosas
las que entorpecen el trabajo diario. Ahora siéntese y dígame cuanto sepa del caso
Farr.
—Sé muy poco acerca del caso Farr, pero sé mucho sobre Nadine Farr.
—Muy bien, empecemos —dijo Mason, mientras mistress Newburn clavaba en él
sus firmes y fríos ojos.
Era una mujer bien vestida con un traje sastre de excelente corte; su voz tenía el
timbre agradable, que es propio de quienes han recibido una esmerada educación.
—Creo —dijo— que para empezar debo presentarme: soy sobrina de Mosher
Higley.
—¿Está usted casada?
—Sí. Mi marido se ocupa en negocios de petróleo.

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—¿Cuánto tiempo hace que trata a Nadine Farr?
—Algo más de dos años.
—Y ¿qué es lo que desea decirme acerca de ella?
La mujer contestó:
—Míster Mason, quiero evitar que le pongan a usted una venda en los ojos.
Nadine es muy hábil para ello, valiéndose de su dulzura y angelical inocencia. Le
mirará a usted con ojos cándidos y muy abiertos, y entretanto esa pequeña hipócrita
estará aquilatando qué posibilidades tiene de manejarle a usted a su antojo; y, créame,
no se propone otra cosa sino eso. Esa chica es incapaz de un impulso sincero; todo
tiende a su propio beneficio, y a tal fin dirige a sangre fría todos sus actos. Ahora, y
sin que yo sepa por qué, está intentando que la muerte de tío Mosher aparezca como
provocada por causas siniestras. Y eso no es cierto. Tío Mosher falleció de muerte
natural; para ser exacta, de una trombosis coronaria. El médico lo atestiguó así
después de haber examinado al difunto.
—Quizás esté usted mal informada respecto a lo que pretendía Nadine —dijo el
abogado.
—Es muy posible, míster Mason. Nadine no suele franquearse conmigo; es una
chica misteriosa y huidiza. Es capaz de someter a cualquier hombre a sus caprichos,
pero no ignora que no le va tan bien con las mujeres; a éstas no le es tan fácil
engañarlas porque ven claramente su juego. A los hombres les resulta virtualmente
imposible. Nadine no abandona ante ellos su aire de inocencia; es maestra en el arte
de hacerse la indefensa, de causar la impresión de que se abandona por entero a la
voluntad masculina y (¡sabe Dios cómo es capaz de conseguirlo, dada su verdadera
personalidad!) que no es más que una chiquilla tímida y candorosa.
»Sé que me pongo pesada, míster Mason, pero ni tan siquiera intento evitarlo. Es
más, insistiría en serlo si conviniese. Arañaré, morderé y lucharé.
—¿Por qué va usted a luchar? —preguntó Mason—. ¿Acaso teme que su esposo
se pase al bando contrario?
Los labios de mistress Newburn temblaron.
—Jackson —dijo—, al igual que los demás, ha sido vencido por ella en toda la
línea. Está convencido de que Nadine es una niñita dulce e inocente, víctima de la
rudeza de la vida. Según él, soy injusta con ella, estoy celosa y…
—¿Tiene usted motivos para estar celosa? —interrumpió Mason.
—Eso quisiera yo saber. Jackson es un hombre, es humano… Quiero decir que
está sujeto a los impulsos de su naturaleza varonil. Nadine no es de las que da
facilidades por las buenas. Emplea la técnica femenina de aparecer virtuosa e
inocente; pero créame: si ella considerase que para sus propios fines le convenía
llegar a cualquier cosa (y con ello quiero decir cualquier cosa), no retardaría su
decisión más que el tiempo necesario para convencer al interesado de que su
inocencia sucumbe a fuerzas superiores a su voluntad.
»Si es usted capaz de presentarme a un hombre que se resista a tales artimañas,

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me habrá mostrado al hombre con quien me gustaría estar casada. Sin embargo, yo
amo a Jackson y le respeto. Bueno, ya lo sabe usted todo…
»Tal vez sea celosa… ¿Cómo voy a saberlo? Pero eso no tiene relación con lo que
he venido a decirle.
—Bien —dijo Mason—, ¿qué es lo que ha venido a decirme?
—Nadine llamaba tío Mosher a Mosher Higley; pero la verdad es que no les unía
parentesco alguno. Tío Mosher sabía algo acerca de ella que le hacía conocerla en su
verdadera personalidad; por eso era el único hombre a quien no podía dominar a su
antojo. Creo que es el único hombre al que ella temía.
—¿Por qué había de temerle?
—No lo sé y no le niego que daría bastante por saberlo, Mr. Mason. Tío Mosher
tenía cierto poder sobre ella.
—¿Qué clase de poder?
—Verá… ella le temía pero le respetaba. Jamás trató de usar con él sus artimañas,
jamás fingió inocencia ante él. Sencillamente, se limitaba a obedecerle.
Mason dijo:
—Usted ha venido aquí con un determinado propósito. ¿Por qué no me lo dice?
—Intento decírselo.
Mason sonrió y movió la cabeza:
—¿Cómo ha venido aquí, Mrs. Newburn?
—Quería hacerle comprender ciertas cosas.
—Pero ¿cómo vino usted a mi despacho? ¿Cómo supo que yo estaba relacionado
con este asunto?
—Me lo dijeron.
—¿Quién se lo dijo?
—Cap’n Hugo.
—¿Quién es?
—Era el cocinero, chófer, criado, jardinero, en una palabra, el factótum de tío
Mosher.
—Y ¿qué le dijo él?
—Me contó que Nadine había ido a ver a un médico, y que éste le había dado un
suero de la verdad; y también que el doctor había registrado con un magnetofón la
declaración de Nadine de haber envenenado a tío Mosher.
—¿Cómo es que Cap’n Hugo sabía todo esto?
—John se lo dijo.
—¿Quién es John?
—Pues John Locke, el chico que Nadine está tratando de aprisionar en sus redes.
Mason sonrió.
—Así que, en este caso, las intenciones de la joven son honorables…
—Por lo menos son permanentes —contestó mistress Newburn.
—Y ¿cómo supo John Avington Locke todo eso?

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—Nadine se lo contó; como usted ya debe de saber, el doctor le hizo escuchar la
cinta magnetofónica.
—Ya veo. Ella se lo contó a John, John se lo contó a Hugo, y Hugo, a usted.
—Sí.
—Esto explica lo de la cinta magnetofónica; pero, ¿cómo llegó hasta mí?
—Me enteré a través de la policía.
—Ahora vamos llegando a algo —comentó Mason—. ¿Por qué motivo estuvo
usted en contacto con la policía?
—La policía se presentó en casa.
—¿Para interrogar a usted y a su marido?
—Sí.
—¿Qué les dijo usted?
—Contesté a sus preguntas.
—Y ¿qué preguntas eran ésas?
—Querían saber cosas sobre tío Mosher, Nadine Farr y demás asuntos de familia.
Cuando hubieron acabado de preguntar, nos dijeron que Nadine había recurrido a
usted y que usted había ido al lago Twomby a buscar el veneno.
—Y usted ¿qué les dijo?
—Estaba demasiado trastornada para poder decirles nada.
—¿Cuánto tiempo hace de esto?
—Salté en mi coche y vine en cuanto la policía se hubo marchado.
—¿Por qué?
—Porque, Mr. Mason, están abusando de su buena fe. Usted… Bueno, según
deduje por las declaraciones de la policía, va usted a encargarse de la defensa de
Nadine y le aseguro que ella no se lo merece. Todo este asunto no es más que otra de
sus intrigas.
—¿Cree usted que asesinó a Mosher Higley?
Mistress Newburn rió nerviosamente.
—Esto es precisamente lo que yo vengo a aclarar. Nadie no mató a Mosher
Higley, porque éste murió de muerte natural. Quiero que se convenza de ello, míster
Mason.
—Y ¿qué interés podía tener Nadine en dar la impresión de que había asesinado a
su tío de usted?
—Tenía motivos determinados para hacerlo y lo hizo deliberadamente.
—¿Qué motivos eran esos?
—El tío Mosher poseía una propiedad valorada en unos setenta y cinco mil
dólares. Dejó escrito un testamento que demuestra hasta qué extremo ignoraba el
valor verdadero de esa propiedad. Aunque quizás pretendiese darle un chasco a
Nadine…
—Hábleme de ese testamento —dijo Mason.
—Según sus disposiciones, me adjudicaba a mí la propiedad de la casa de dos

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pisos donde vivía tío Mosher, los muebles y todo lo demás; pero Nadine debía vivir
en la casa hasta que hubiese terminado sus estudios. Hizo unos legados a mi marido,
a mí y a una institución benéfica. El albacea debía ocuparse de que se hiciese efectivo
a Cap’n Hugo la mitad del sueldo que percibía, durante un plazo no mayor de cuatro
meses. Estipuló que se pagasen los gastos escolares de Nadine durante todo el año en
curso, y finalmente dejó todo lo restante a Nadine. Lo gracioso del caso es que dejó
aproximadamente ciento setenta y cinco mil dólares en legados, y lo que más se
sacará una vez vendida su propiedad serán sesenta y cinco mil dólares.
—O sea que le legó a Nadine poco menos que nada —terminó Mason.
—Así es. Creo que todo ello viene de muy lejos. Hace muchos años, tío Mosher
tenía un negocio a medias con otro socio. En un momento dado, tío Mosher se
encontró en situación brillante y debió de ser entonces cuando concertaría algún
compromiso en favor de Nadine.
—Pero él odiaba a la muchacha…
—Yo no diría tanto; lo que ocurría es que la conocía bien.
—Bien, continúe; todavía no me ha hablado de los motivos que han impulsado a
Nadine.
—A eso voy —dijo ella—. Nadine es lista, muy lista y calculadora. Se ha hecho
cargo inmediatamente de lo que se deriva del testamento. La propiedad de mi tío
Mosher consiste en una grandísima extensión de acres en Wyoming, que en la
actualidad están valorados en bajo precio. Sin embargo, la Standard Oil se dispone a
hacer unas pruebas en busca de petróleo en una propiedad vecina. Si ésta se realiza
con éxito, es obvio que la propiedad de tío Mosher aumentará considerablemente de
valor. La situación de Nadine en tal caso sería mejor que la nuestra. En realidad,
heredaría lo que tío Mosher hubiera deseado que heredara. Comprenda que
habiéndole dejado a ella todo lo sobrante… En fin, que se trata de una situación
bastante peculiar.
—Comprendo —dijo Mason con ojos brillantes.
—Así que lo que a ella le interesa —prosiguió mistress Newburn— es demorar el
cierre del trato. Para ello, es capaz de inventar un asesinato, que luego puede probar
que no ha existido.
—¿Supone usted que se ha declarado culpable de un asesinato puramente ficticio?
—indagó Mason.
—¿Por qué no? ¿Qué riesgo corre con ello? No van a detenerla por un crimen que
ha confesado cuando se hallaba semiinconsciente.
—¿La cree usted capaz de hacer algo semejante?
—Claro que es capaz; es lo que está haciendo.
—Y ¿todo este trastorno nervioso y emotivo de que es víctima no iba a ser más
que una comedia para retrasar la puesta en práctica del testamento?
—Claro que sí. ¿Es que no se da usted cuenta de sus propósitos? Ahora le
conviene la exhumación de los restos de tío Mosher. Lo único que pretende es

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aplazamiento y aplazamiento. Durante todo este tiempo, ella no hace más que
especular con ese asunto del petróleo… Está especulando con nuestro dinero.
—Creí que todo estaba concretado en el testamento.
—Bueno, usted ya me entiende.
—Bien —dijo Mason—, vuélvase a su casa tranquilamente y no se preocupe más.
Las pastillas que Nadine administró a su tío fueron lo que ella creía que eran, cuando
se las sirvió con el chocolate… Un sucedáneo del azúcar.
El rostro de Mrs. Newburn acusó intensa e incrédula sorpresa.
—De manera —dijo Mason, poniéndose en pie—, que su tío murió de muerte
natural y no hay motivo para que siga preocupándose.
—Pero, sigo sin entender. Yo…
Mason la miró gravemente:
—Estoy seguro de que no lo entiende. Y ahora le diré que si los intereses de
Nadine exigen una demora en la realización del testamento, yo, como abogado de
miss Farr, y después de todo lo que usted me ha declarado, me ocuparé de obtener los
plazos que convengan, para impedir una venta rápida de la propiedad.
Mistress Newburn se levantó de la silla y se dispuso a contestar; pero cambiando
de idea se dirigió a la puerta con pasos inseguros. Antes de cruzarla se volvió hacia
Mason.
—Sepa que si tío Mosher dejó una propiedad en que hubiese petróleo, seríamos
nosotros los auténticos herederos. Me figuro que me considera usted como una arpía,
Mr. Mason.
—Yo diría que su régimen alimenticio no es adecuado.
—¿Qué quiere usted decir?
—Que no come bastantes alimentos de los que predisponen a la humana
benevolencia.
Súbitamente furiosa, la mujer se enfrentó con él.
—Muy bien, esperemos tan sólo a que haya adquirido un poco de experiencia
acerca de esa bruja con cara de niña… Ya veremos lo que usted piensa entonces —
espetó.
Y mistress Newburn cruzó la puerta como un huracán.

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Capítulo 8

Cuando Della Street abrió la puerta del despacho de Perry Mason, le encontró
hojeando el boletín del Tribunal Supremo.
—¿Qué tal te ha ido el viaje, Della?
—Pasar varios días en la playa, bañándome y tostándome, siempre me pareció un
espejismo —rió la joven.
Mason contestó:
—Pues mis espejismos han consistido en una discusión con Hamilton Burger
acerca de corpus delicti, medicina legal y ética profesional.
—Pero ¿ahora está todo resuelto?
Mason afirmó.
—Cuéntame lo que sucedió.
—Pues verás —dijo Mason—, todo se ha reducido a una tormenta en un vaso de
agua. Nadine Farr encontró una botella de más en el estante del armario de la cocina,
y no se le ocurrió que fuese una botella diferente de las que usaba con las pastillas
para endulzar el chocolate, hasta que Mosher Higley, tras ingerir la bebida, fue
víctima de convulsiones y la acusó de haberle envenenado. Corrió a su habitación y
allí constató que la botella que contenía el cianuro había desaparecido. Entonces cayó
en la cuenta de que en la cocina había una botella que no se hallaba allí
anteriormente. Como es natural, después de la acusación que Mosher Higley acababa
de hacerle, la muchacha llegó a una conclusión lógica: alguien había colocado la
botella, de manera que ella pusiese el veneno en la taza de chocolate de Mosher
Higley.
—Pero la verdad es que no lo hizo… —apuntó Della.
Mason sonrió.
—Nadine no tenía la conciencia tranquila, Della. Admitió conclusiones sin datos
suficientes, eso es lo malo que tienen los hechos circunstanciales.
—Pero ¿qué se hizo de las tabletas de cianuro que Nadine tenía en su habitación?
—Esto —contestó Mason— es algo que debemos averiguar con calma, cuidado y
sin pérdida de tiempo. Es evidente que no conviene que unas tabletas de cianuro
permanezcan en poder de una joven que alberga idea de suicidio; aunque creo que los
motivos que la impulsaban a él han desaparecido.
—Y dime, jefe, ¿qué te parece que podía haber, tras todo ese odio y autoridad que
Higley Mosher ejercía sobre la muchacha? ¿Has pensado en lo que representa que
una mujer deba abandonar al hombre que ama porque se lo ordene un hombre viejo al
que detesta?
—No es esto lo que interesa —dijo Mason.
—¿Y qué, si no?
—El hecho de que ella estuviese dispuesta a obedecer.

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—No lo estaba.
—Estaba dispuesta a suicidarse, lo que viene a ser lo mismo.
—Ese Higley debía de ser un demonio.
—No quiero juzgar a Higley por los informes que Nadine nos ha dado de él.
Higley ha muerto y no puede defenderse, y ella le odiaba con toda su alma. En fin,
todo eso ya es agua pasada, que no mueve molino. ¿Qué hiciste con Nadine?
—La dejé en la playa.
Mason enarcó las cejas.
—Deseaba quedarse. Había estado durante tanto tiempo bajo una fuerte tensión
nerviosa que, cuando le dije que todo motivo de preocupación había pasado,
reaccionó. Ya la conoces: procuró vencer su emoción y no llorar, no le gusta
exteriorizar sus sentimientos, y eso es lo que aumenta su excitación interna.
—¿Y no quiso regresar a su casa?
—No, dijo que no deseaba ver a nadie durante unas horas, y que, puesto que las
habitaciones estaban pagadas hasta el día siguiente, pasaría allí la noche y regresaría
en el autobús de la mañana.
—¿Crees que se encuentra bien, Della?
—Así lo creo; aunque con ella es arriesgado aventurar juicios. Tengo la sospecha
de que tal vez telefoneará a John Locke, para que vaya a verla allí. Es muy posible
que desee ponerle en antecedentes de todo, antes de que alguien le explique una
versión inexacta de lo ocurrido.
—Eso es muy posible —afirmó Mason—. Digamos que el asunto está listo y…
La llamada clave de Paul Drake sonó con insistencia a través de la puerta. Della
miró a Mason con muda interrogación, Mason hizo un gesto afirmativo y Della Street
fue a abrir la puerta.
—¡Hola, Paul! —dijo—. Precisamente estábamos dando el caso por concluido.
Pero ¿qué ocurre? Pareces trastornado…
Drake cerró la puerta, y se dirigió a la silla destinada a los clientes. Por una vez
no se sentó a su manera, sino que se mantuvo muy tieso, mientras sus ojos buscaban
los de Mason.
—Perry —dijo—, ¿serías capaz de hacer un truco sin avisarme primero?
—¿Qué te preocupa, Paul?
—Mira, Perry, esta vez estás metido en un verdadero lío. Al parecer te han
pescado con las manos en la masa.
—Pero ¿de qué me estás hablando?
—Me pregunto si eres lo bastante loco para haber hecho una cosa semejante.
—¿Qué cosa?
—Tirar tú mismo una botella al agua y pagar luego a un muchacho para que la
recuperara.
—¡Esa sí que es buena! —exclamó Mason—. ¿Intentas decirme que Hamilton
Burger pretende que yo he hecho tal cosa?

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—De momento, no te ha acusado concretamente, pero no tardará en hacerlo.
Ahora se entretiene en calcular únicamente las posibilidades.
—¿En qué basa semejantes ideas? —preguntó Mason.
—Has de reconocer —contestó Drake— que, al extraer la botella que según
Nadine Farr contenía cianuro de potasio…
—Nadine no estaba segura de que en la botella hubiese ese veneno. Ella admitía
que podía estar allí.
—Según mis informes, Nadine le confesó al doctor Denair, positivamente y sin
vacilación, que la botella contenía cianuro.
—Bueno, la gente puede decir lo que quiera —dijo Mason—; pero lo que yo
quiero saber es qué motivos tienes tú para creer que lancé la botella al lago.
—Han encontrado la otra botella —dijo Paul Drake.
—¿Qué? —exclamó Mason.
—Cuando abandonaste la jefatura de policía, dejando boquiabiertos a Hamilton
Burger y al teniente Tragg, Burger empezó a preguntarse si no sería aquél uno de tus
trucos rápidos. El teniente Tragg envió entonces a un coche de patrulla al lago
Twomby. Los «polis» encargaron a los muchachos que se hallaban nadando allí que
fondeasen el lago en busca de la botella, y la encontraron.
—¿Por qué dices la botella?
—Bueno, diré una botella —dijo Drake—. Pero, sea como sea, el caso es que
encontraron otra botella.
—¿Y qué hay de esa botella?
—Es igual a la otra y contiene también perdigones y pastillas, con la diferencia de
que éstas son de cianuro.
—¡Diantre! —exclamó Mason.
—Ahora, debes mirar el caso desde el punto de vista de Burger. Según él, tú no
respetas ningún derecho. Ya sé, Perry, que tus ideas están libres de
convencionalismos, y que tu forma de enfocar los cargos no es ortodoxa. Pero si
coges un frasco de pastillas de sacarina, lo llenas de perdigones y de inofensivas
pastillas de un sucedáneo del azúcar y lo tiras todo al lago, entonces, Perry,
permíteme que te diga que te pasas de la raya.
—¿Existe alguna prueba de que yo haya hecho eso?
—Dice Burger que la hay. Dos muchachos te vieron lanzar algo al lago.
—¡Cielos! —exclamó Mason—. ¿Cómo puede uno pensar tales desatinos? Lo
que yo hice fue tirar una piedra para calcular a qué distancia habría lanzado la botella
Nadine.
—Bueno, pues los chicos te vieron tirar algo, y esto le basta al fiscal del distrito.
Mason empezó a reír, pero se interrumpió de pronto.
—Continúa, Paul.
—La cosa es como sigue, Perry —dijo Drake—. El fiscal del distrito empezó a
pensar en todo el asunto y llegó a la conclusión de que éste tenía las características de

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uno de los trucos de Perry Mason; en vista de ello envió a un coche de patrulla, con
unos policías que se encargaron de organizar otra búsqueda en el lago. Encontraron
esa otra botella, que al decir de Burger es la verdadera.
»Si estuvieses en el pellejo de Burger, te sentirías tan satisfecho como él se siente.
Obró impulsado por una corazonada y gracias a ella descubrió una prueba.
—¿Quién te ha facilitado estos informes, Paul?
—Unos periodistas.
—¿Ha dado Hamilton Burger estos informes a la Prensa?
—Se atiene a la ética; permite que la policía los dé. Los «polis» están haciendo de
este caso una novela por entregas. Todo se había dado por terminado al aparecer la
botella que Nadine Farr echó al agua y al resultar que en ella tan sólo había unas
tabletas de sacarina. Pero el buen Hamilton Burger cayó en la cuenta de que estaba
tratando nada menos que con Perry Mason, el abogado famoso conocido por la
ingeniosidad de sus recursos; y decidió hacer hincapié en el hecho de que no existía
prueba evidente de que la botella que Nadine Farr lanzó al agua fuese la misma que
Perry Mason había encontrado. Así es cómo Hamilton Burger, siguiendo los consejos
de su mente lógica y legal, decidió un nuevo sondeo en el lago para buscar otra
botella. Y lo curioso es que, realmente, encontró esa botella. Su contenido olía
positivamente a cianuro y en estos momentos se procede a su análisis.
Mason se volvió a Della Street.
—Consígueme una conferencia telefónica con Nadine —dijo.
Della Street hizo rodar a toda prisa el disco del teléfono. Mason encendió un
cigarrillo, y Drake dijo con una voz que traicionaba su preocupación:
—Perry, no lo hiciste, ¿verdad?
—¿Qué es lo que no hice?
—¿No echaste la botella al lago?
—Pero… ¿te crees que me he vuelto loco? —exclamó Mason.
—Es que si realmente lo hubieses hecho y la cosa hubiese salido bien, habría sido
una jugada maestra. Una solución sencilla y clara para un tremendo embrollo, que
hubiese dejado a Hamilton Burger bastante malparado.
—En otras palabras, hubiese sido uno de los clásicos trucos de Perry Mason.
—No te ofendas, Perry —se disculpó Drake—. Yo sólo quería saber la verdad.
—Pues para tu gobierno te diré, Paul, que yo no hice tal cosa, y que, además, ésta
no tendría las características de un truco de Perry Mason. Actúo a veces de manera
que demuestra los fallos de las teorías de la policía, y enfrento en alguna ocasión a los
testigos con sus propias declaraciones, demostrando la inseguridad de sus
testimonios; pero jamás me he dedicado ni me dedicaría a crear y colocar pruebas con
el fin de encubrir asesinatos.
El rostro de Drake acusó alivio. El detective se recostó en la silla, y dijo:
—Bueno, así es la cosa… Pero lo difícil va a ser ahora probar que no lo hiciste.
Cuando un hombre dice: «tengo la impresión de que ese ilusionista va a sacar un

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conejo del sombrero», y, cogiendo el sombrero, saca del forro un conejo, ha
demostrado ante los demás la veracidad de su teoría.
Della Street, junto al aparato telefónico, levantó la vista y dijo:
—Dicen en el motel que miss Farr se ha marchado.
—¿Quién está al aparato?
—El gerente…, se trata de una mujer.
—Déjame hablar con ella.
Mason cogió el auricular:
—Buenas tardes. Lamento tener que molestarla, pero necesito urgentemente
noticias de miss Farr. ¿Dice usted que se ha marchado?
—Así es; ha estado aquí sólo unos momentos.
—¿Puede usted darme detalles de la forma en que se ha ido?
—Telefoneó un joven, preguntando por el número de la habitación de miss Farr.
Se lo di, pero me prometí estar alerta… Comprenda que debemos tomar ciertas
precauciones; sobre todo, cuando es una mujer sola la que se inscribe en el registro.
»En este caso, desconfiábamos porque miss Farr llegó acompañada de otra joven
y alquilaron habitaciones separadas; sin embargo, al parecer no ha habido nada que
decir. Pocos minutos después de haber hablado con el joven en cuestión, miss Farr se
despidió y vi cómo se marchaban juntos.
—¿Cuánto tiempo hace de eso?
—No más de un cuarto de hora. Y ahora ¿puede usted decirme quién es y a qué se
debe su interés por esa señorita?
—Actuó en loco parentis… Y gracias por todo, señora.
El abogado colgó el auricular y se volvió a Paul Drake:
—Bien, Paul, volvamos a la normalidad.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Drake.
—Te lamentabas de la lentitud que recomendé para este caso. Estabas
acostumbrado a las prisas y te disgustaba el cambiar de método. Pues las cosas han
cambiado, puedes reintegrarte al viejo sistema: contrata ayudantes, intercepta
llamadas telefónicas, corre y vuela, y prepárate a trasnochar.
—¿Qué te interesa?
—Todo lo que puedas conseguir —dijo Mason—. Quiero un informe sobre John
Avington Locke, un joven del que Nadine está enamorada y con el que acaba de
abandonar el motel High-Tide, situado junto al mar. Quiero saber todo lo referente a
la vida privada de Mosher Higley. Quiero saber a qué atenerme en cuanto a Mr.
Newburn y su esposa. Quiero saber qué hace la policía, y, en fin, todo lo demás que
pueda tener relación con este caso.
—Ese hombre de carácter que llaman Cap’n Hugo está en mi despacho —dijo
Drake—. Ha trabajado durante años y años al servicio de Mosher Higley; es un
hombre poco corriente y sugiero que te entrevistes con él.
—¿Cuándo?

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—Le dije que se presentase en mi oficina a horas hábiles, pero llegó disparado,
precisamente en el momento en que me informaban acerca de la aparición de la
segunda botella. En vista de ello, le dejé allí sentado y me vine corriendo.
—¿Qué sabe ese hombre? —preguntó Mason.
—Todo.
—Explícate.
—Era el único sirviente de Mosher Higley, y llevaba más de treinta años al lado
de su amo. Al ser interrogado por mis hombres, éstos pudieron comprobar que se
trataba de uno de esos hombres de carácter, bien dotados para la observación. Mis
hombres me hicieron un informe de las declaraciones de Cap’n Hugo, pero me
aconsejaron que le hablase directamente, para captar el sabor local que sus
declaraciones desprendían. Por ello decidí citarle en mi despacho.
—¿Aceptó Hugo la proposición?
—No —contestó Drake—. Alegó que tenía mucho trabajo; pero cuando mi
empleado le dijo que a cambio de la visita iba a recibir diez dólares, el hombre
aceptó. Higley le ha dejado sin un centavo.
—Ve a tu despacho, Paul, y tráeme a ese hombre —dijo Mason.
—¿Algo más? —preguntó Drake.
—Pon tus muchachos al trabajo —contestó Mason—. Reúne todos los informes
que puedas, y procura que seamos nosotros los primeros en obtenerlos.
—¿Hasta qué extremo puede ser grave todo eso? —preguntó Drake.
—¿Qué quieres decir con «todo eso»?
—Me refiero a la acusación que te hace Hamilton Burger, asegurando que has
colocado la botella deliberadamente…
—Puede ser más que grave —contestó Mason—. Podría gritar que soy inocente
hasta quedar afónico, y nadie se molestaría en creerme. El truco habría sido tan
ingenioso, que nadie se entretendría en reflexionar sobre él desde el punto de vista
ético. Sonreirían y dirían que he sido descubierto cuando amañaba una prueba. Sin
embargo, conseguiré salirme de esto de un modo u otro. Lo que me preocupa es la
repercusión que todo ello puede tener sobre Nadine.
Mason se dirigió a Della Street.
—¿Tienes idea de dónde puede haber ido el doctor Denair, Della?
La joven denegó, sacudiendo la cabeza.
—Puedo llamarle a su consultorio y…
—No lo hagas; su enfermera está en relaciones con un detective de la policía.
Seguramente gracias a ella ha llegado a oídos de la policía la historia de la cinta
magnetofónica. Bien, Paul, ponte a la faena; tráeme a Cap’n Hugo.
Drake se levantó y fue en dirección a la puerta; al llegar a ella se volvió:
—Quieres que nos empleemos a fondo, ¿no es cierto?
Mason afirmó con un movimiento de cabeza.
—Tendré que pagar algo para conseguir informes rápidos… si hemos de coger la

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delantera…
—Gasta lo que te parezca bien, pero consígueme esos informes —dijo Mason.
Cuando Paul Drake hubo desaparecido, Della Street se quedó mirando a Perry
Mason. En sus ojos podía leerse una honda preocupación.
—¿Qué crees que va a ocurrir, Perry? —preguntó.
Mason se encogió de hombros.
—¿Sospechas que Nadine, al reflexionar sobre la confesión que había hecho,
metió en una botella sucedáneo de azúcar y lo tiró todo desde el embarcadero? —
prosiguió Della Street.
—¿Para qué había de hacerlo? —preguntó Mason.
—¡Cielos! ¿Y por qué no? Había noventa y nueve probabilidades sobre cien de
que no ocurriese lo que ha ocurrido. Mira, jefe, analiza los hechos. Nadine accedió a
que le administrasen el suero de la verdad. Probablemente esperaba poderse controlar
a sí misma. Pero no lo consiguió. Confesó todo lo relativo a la muerte de Mosher
Higley. Después de haber escuchado lo registrado en la cinta magnetofónica, decidió
actuar por su cuenta para desvirtuar los hechos. Para ello pidió un plazo de
veinticuatro horas. Recuerda que incluso se negó a que la acompañase el doctor
Denair. En el caso de Nadine lo más práctico era apoderarse de otra botella, llenarla
de perdigones y poner en ella unas pastillas de sacarina; luego sentarse y esperar. Era
seguro que sondearían el lago de nuevo.
—Si ha planeado todo eso, hay que reconocer que posee una inteligencia
diabólica —dijo pensativamente el abogado.
—Bueno —comentó Della Street—, existen mujeres inteligentes, ¿sabes?
—Sí, lo sé —contestó Mason—. Tal vez te interese saber que Mrs. Newburn,
sobrina de Mosher Higley ha venido a visitarme, con el fin de ponerme en guardia
contra Nadine Farr.
—¿Qué opina ella de Nadine?
—Creo que su juicio coincide con el tuyo, Della.
Antes de que la secretaria tuviese ocasión de contestar, sonó en la puerta la
llamada de Paul Drake. Della Street fue a abrirle y el detective dijo:
—Aquí está Cap’n Hugo, dispuesto a hablar contigo, Perry. Disculpa que me
retire, pero tengo trabajo. En caso de que me necesites, no tienes más que llamarme.

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Capítulo 9

—De manera que es usted el abogado Perry Mason —dijo Cap’n Hugo a la vez
que tendía a Mason su mano derecha.
—Sí; y usted es Cap’n Hugo —dijo Mason.
—Ese soy yo.
Por unos instantes, Mason contempló al hombre.
Cap’n Hugo debía de medir unos seis pies de altura; pero, a lo largo de los años,
su descuidada manera de caminar había inclinado su espalda y redondeado sus
hombros, haciéndole parecer de menor estatura. Parecía extraordinariamente flaco,
pero la desviación de la espina dorsal había empujado hacia fuera su estómago, por lo
que daba la impresión de ser ligeramente barrigudo. Su cuello y sus extremidades en
general eran de una delgadez sorprendente.
Sus pómulos eran salientes; su frente, despejada y la mandíbula, prominente. La
inclinación de su nuca le obligaba a levantar la vista cuando quería mirar al rostro de
alguien, cosa que realizaba con un leve movimiento lateral de la cabeza, a la vez que
levantaba las cejas. Generalmente, el hombre mantenía los ojos bajos, pero cuando se
decidía a levantarlos, parecía como si, deliberadamente, tratase de exagerar su
curioso gesto.
—Siéntese, Cap’n Hugo. Paul Drake me ha dicho que es usted un hombre muy
interesante, y me gustará hacerle algunas preguntas.
—Estoy a su disposición. Me han pagado diez dólares para que hable. Hablar
sentado… ¡En mi vida he ganado dinero con tanta comodidad! Bueno, ¿de qué quiere
que hablemos?
Se acomodó en la silla y puso las manos sobre sus rodillas. Dirigió a Mason una
de sus clásicas miradas, luego volvió a su habitual postura, por lo que el abogado tan
sólo alcanzaba a ver la punta de la nariz del hombre, sus pobladas cejas y el brillo de
su calvicie.
—Según creo —dijo Mason—, la policía está investigando acerca de la muerte de
Mosher Higley.
La cabeza del hombre se levantó un instante y sus ojos grises brillaron bajo las
hirsutas cejas.
—¿De qué me está usted hablando? —preguntó.
—O, por lo menos, así lo creo —prosiguió Mason.
Cap’n Hugo clavó por unos momentos sus ojos en los del abogado, y de nuevo,
como si aquel esfuerzo le fuese doloroso, volvió a su postura habitual.
—¡Diablo, no sé qué han de investigar! Mosher Higley la palmó como todos
nosotros la palmaremos un día u otro. Aquí, lo que ha pasado es que un matasanos le
ha dado a miss Nadine una pócima que le ha causado pesadillas endemoniadas. Si la
policía va a entretenerse en hacer investigaciones sobre cada sueño que se provoque

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de semejante manera, podrán decir los malhechores que están de suerte. Los
verdaderos crímenes les dan mucho trabajo a los «polis»… ¡Bah, debieran
despedirlos a todos!
—¿Estaba usted con Mosher Higley en el momento de su fallecimiento?
—Claro que estaba con él.
—¿En la habitación?
—No, yo estaba limpiando los cristales del comedor. No es que lo haga
corrientemente… es trabajo de mujeres; pero esos cristales estaban demasiado sucios
y no es fácil encontrar asistentes en los tiempos que corremos. Una vez por semana,
viene una mujer a hacer la limpieza… nos lleva un dólar por hora… me pongo malo
cada vez que pienso en ello.
—¿Trabajaba usted a tanto la hora?
—¿Yo? —Cap’n Hugo le lanzó a Mason otra de sus miradas y de nuevo bajó la
cabeza—. ¡Diablo, no! Yo no me he entretenido nunca en contar horas, trabajaba y
nada más. Temo que ahora se me ha acabado el trabajo. Mosher Higley me ha dejado
en cuadro, pero no le crítico. Estuve a su servicio tantos años que me había
acostumbrado a él y no hubiese podido cambiar de amo. El me entendía a mí y yo le
entendía a él.
—¿Qué va usted a hacer ahora? —preguntó Mason.
—El viejo Mosher me legó cuatro meses de salario; tampoco necesitaba yo más.
Los herederos no van a poder pagarme, a no ser que se encuentre petróleo en esa
propiedad de Wyoming. El marido de la sobrina está metido en los petróleos, y cree
que lo hay allí. Estuvo prevaricando durante dieciocho meses con el viejo, para
convencerle de que vendiese. Mosher le contestaba que no quería meterse en
negocios con parientes.
Cap’n Hugo soltó una pequeña carcajada que hizo temblar sus delgadas espaldas,
y sacudió la cabeza.
—¿Y cuál era el verdadero motivo de la negativa de Mosher Higley? —preguntó
el abogado.
—Mosher opinaba que cuanto más tardase en vender, más beneficios sacaría.
Pensaba que Jackson Newburn le tenía echada la vista encima a aquel negocio, y yo
creo también que ésas eran las intenciones del muchacho. Pero Mosher Higley era
demasiado listo para él. Mosher no estaba dispuesto a vender por lo que Newburn
ofrecía.
—¿Y qué hay de Nadine Farr? —siguió preguntando Mason.
—La chica mejor que he conocido —dijo Cap’n Hugo—. Bonita como un cuadro,
y tan dulce, además. Daba gusto estar a su lado. Estudiaba por las noches, me
ayudaba en todo lo que podía, y se portaba maravillosamente con Mosher. Pero
Mosher no sabía apreciarla, la trataba muy mal. Había veces en que esto me volvía
loco de indignación.
—¿Cuánto tiempo estuvo al servicio de Mosher Higley? —preguntó Mason.

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—Unos treinta años. Cuando vivía su mujer yo era jardinero y chófer. Al morir
ella, Mosher decidió vivir solo, y yo me ocupé de todo. Guisaba para Mosher y para
mí… No es que supiese mucho de cocina; pero aprendí a preparar un pollo y otras
cosas como Mosher quería y… ¡diantre, estoy hecho un viejo, Mr. Mason!
—¿Y qué hará ahora si le falla su trabajo? —indagó Mason.
—Me iré a vivir al Sur, en una de esas barracas que hay a la orilla de un río, en
que abundan las truchas. No se vive mal, en una de esas barracas de lámina de hierro.
Búsqueme un lugar en que pueda pescar truchas, y no se preocupe por mí; saldré
adelante.
—¿No cree usted que la obligación de Mosher Higley era procurarle medios para
protegerle en sus últimos años?
—¿Por qué había de hacerlo?
—Le sirvió lealmente durante muchos años.
—Para eso me pagó un sueldo, ¿no? Creo que él no me debía nada a mí, ni yo le
debía nada a él.
—¿Y qué hace usted ahora en la casa? —preguntó Mason.
—Pues nada, esperar a que alguien venga a echarme. Van a vender la casa en
cuanto salten los lacres del testamento.
—¿No se quedarán a vivir en la casa la sobrina de Higley y su marido?
—¡Diantre, no! Ya están bien donde están —contestó el hombre.
—Desearía que me hablase usted de Nadine, y del día en que ocurrió el
fallecimiento de Higley.
—Ya se lo he contado todo.
—¿Por qué vivía Nadine con Mosher Higley?
—Él la mandó venir.
—Volvamos al día de la muerte de Mosher Higley —dijo Mason—. ¿Recuerda
todo lo que ocurrió ese día?
—Lo recuerdo como lo que ha pasado hace cinco minutos.
—¿Estaba usted limpiando los cristales del comedor?
—Sí, señor.
—¿Tenía una enfermera Mosher Higley?
—Tenía dos: una de día y una de noche.
—¿Enfermeras diplomadas?
—No, enfermeras prácticas, con turnos de doce horas.
—¿De qué padecía Higley?
—Del corazón.
—¿Y obesidad?
—Había perdido peso últimamente. El médico dijo que la obesidad perjudicaba y
le hizo adelgazar. Debía de pesar ciento ochenta y cinco libras cuando murió. —
¿Falleció un sábado?
—Sí, eso es, el sábado por la tarde. Miss Nadine se ocupaba de la casa en ese día,

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arreglando las cosas. Al atardecer le dio un tentempié a la enfermera diurna. Nadine
es buena con todos; es lo que se dice una gran chica.
—¿Y qué hay de la sobrina? ¿No vivía con él?
—¿Mistress Newburn? ¡Ni hablar! No era fácil que se le cayese aquel techo
encima… Allí podía haber tenido trabajo, y eso está reñido con ella. Se le
estropearían las manos. Vive en uno de esos pisos en que se aprieta un botón y los
platos se lavan solos, se mueve una manivela y entra el aire que conviene…, frío en
verano, y caliente en invierno.
—Eso debe de ser caro… —insinuó Mason.
—Me lo figuro. Nunca lo pregunté y nunca me lo dijeron, y no sé lo que valen
esas cosas porque nunca las he comprado. No le van a mi tipo de belleza.
—¿Visitaban Mrs. Newburn y su marido con frecuencia a Mosher Higley?
—Vaya que sí. No le perdían de vista, y cada vez que venían no dejaban de hacer
algo para fastidiar a miss Nadine. De veras; la manera en que se ha tratado a esa
joven es un crimen. No sé cómo miss Nadine se las arreglaba para seguir siendo
siempre tan dulce y bondadosa.
—El día en que murió Mosher Higley, ¿habían estado a visitarles los Newburn?
—Mistress Newburn… Espere un momento, sí, vinieron los dos. Estuvieron
hablando con él y…
—¿A qué hora fue eso?
—Creo que alrededor de las once. Al poco, Jackson dijo que debía ir a hacer unos
encargos y que más tarde recogería de nuevo a su mujer; y así lo hizo.
—¿Y cuánto tiempo después de esto falleció Mosher Higley?
—No mucho. Miss Nadine le preparó la merienda. Era un tipo divertido…, le
apetecían todas las cosas que el médico le había prohibido…, trampeaba un poco de
aquí y otro poco de allá…, tragaba cantidades de sustitutivos del azúcar…, decía que
no le hacían daño. No sé, puede que no le hicieran daño, y puede que sí. No es cosa
que me importe a mí, que soy delgado y puedo comer cuanto quiera… Sólo que a
medida que me hago viejo, tengo menos apetito.
—¿Qué más ocurrió?
—Pues miss Nadine le llevó a Mosher Higley unas tostadas y chocolate caliente,
al que había añadido el sustitutivo del azúcar…, decía que no le hacían daño, había
ido a llevárselo, y yo me disponía a prepararme mi cena, cuando oí que miss Nadine
gritaba…
—¿Y qué más?
—Entonces bajó corriendo la escalera y telefoneó al doctor. Yo subí y encontré a
Mosher Higley jadeando, parecía como si tuviese convulsiones. Exhaló una especie
de suspiro, y se murió; al menos a mí me pareció que estaba muerto.
—¿Tardó mucho en llegar el doctor?
—No mucho; unos veinte minutos.
—¿Y qué más?

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—El doctor miró a Mosher Higley y le auscultó. Dijo que había muerto, y que era
una suerte que hubiese muerto sin sufrimientos. Luego, viendo que miss Nadine
estaba tan excitada, le dio algo para tranquilizarla.
—¿Qué le dio?
—Un par de píldoras, y le dijo que se las tomase y se fuese a acostar, que él se
encargaría de todo.
—¿Y qué hizo miss Nadine?
—Se fue a su habitación, pasando por la cocina.
—¿Dice que pasó por la cocina?
—Sí. Su habitación no valía nada. Está abajo, en el sótano; en ella no hay más
que un espejito y un lavabo… Nunca comprendí por qué Mosher no le cedía una de
las habitaciones destinadas a los invitados. Hubiera podido llamarla por las noches,
cuando la necesitaba, sin obligarla a recorrer toda la casa. Pero, no, Mosher nunca
tenía huéspedes y, sin embargo, exigía que las habitaciones estuviesen siempre a
punto. Era así de extraordinario. Hizo colocar un timbre eléctrico, de manera que
cuando él apretase un botón el timbre sonase en la habitación de Nadine y entonces
ella tenía que acudir corriendo. Claro está, desde que contrató a las enfermeras,
apenas llamó a miss Nadine. Disponía de otro timbre para llamar a las enfermeras.
Toda la noche tenía a una de ellas sentada a su lado para que le vigilase… Estoy
seguro de que en cuanto él se dormía, ella se dormía también. Me figuro que le daba
algo a Mosher para que durmiese la mayor parte del tiempo… Sí, poco trabajo tenía
esa chica. Bueno, el caso es que la tenía allí para que le vigilase y llamase al médico
o le pusiese una inyección, si se sentía mal.
—¿Y no aligeró eso su trabajo de ustedes?
—¡Cielos, no! Miss Nadine y yo debíamos hacer la comida para esas chicas. La
de la noche quería tomar algo caliente hacia las doce. En lo que a mí se refiere, no
soy partidario de tener a las mujeres dando vueltas por la casa, a no ser que sean
eficientes, como miss Nadine. Esas mujeres que porque tienen un empleo se creen
con derecho a llevar los pantalones… Además, yo llevo guisando veinte años y no
diré que sea un cocinero ejemplar, pero sé lo que me llevo entre manos. Pues bien,
debía usted haber oído a esas empleadas. Que si esto se hace así, y lo otro asá, todo
era dar consejos.
—¿Qué actitud adoptó usted?
—¿Yo? Ninguna. Seguí haciéndolo todo, sin atender a lo que me decían. La
comida era buena, y ellas no tenían más que o comer o morirse de hambre. A mí me
tenía sin cuidado.
—¿No le dijo Mosher Higley que debía guisar de acuerdo con las exigencias de
las enfermeras?
—¡Rayos, no! Mosher me conocía lo bastante para saber que si llega a exigirme
tal cosa, me despido en el acto.
—¿Después de tantos años de servicio?

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—Yo no le debía nada a él y él no me debía nada a mí. Llevábamos muchos años
juntos y eso es todo. No hubiera encontrado otro que le aguantase y yo, a mi edad, no
hubiera encontrado quien me diese trabajo.
—¿Cómo se explica que Nadine fuese a vivir con Mosher Higley?
—La envió a buscar.
—Eso ya me lo dijo usted antes. Pero ¿por qué la envió a buscar?
—Para darle un hogar.
—¿Por qué deseaba darle un hogar?
—Pregúnteselo a él.
—No puedo: ha muerto y por eso se lo pregunto a usted.
—Mosher conoció a la madre de la muchacha; y no me pregunte cómo y cuándo,
porque no estoy dispuesto a hablar de cosas parecidas.
—¿No sería acaso Nadine hija suya?
—¿Cómo quiere usted que lo sepa?
—Pensé que tal vez lo sabía. ¿Dice usted que Higley conocía a la madre de
Nadine?
—Mire usted, yo no me entretenía en seguirle con una linterna cuando salía por
las noches.
Mason dijo:
—La policía considera que debe esclarecer la causa de la muerte de Higley;
probablemente intentarán ponerse en contacto con usted.
—Bien, supongo que si lo hacen, será porque tienen derecho a hacerlo.
—¿Entraron en la cocina Mr. o Mrs. Newburn, cuando visitaron a Higley aquel
día?
—¿Esa gente entrar en la cocina? ¡Cielos, no! Eso faltaría… Ya podía prepararme
a escuchar impertinencias. Esa Mrs. Newburn se pinta sola para fastidiar. La encanta
pasar el dedo sobre los muebles, debajo de las mesas y por el alféizar de las ventanas.
Y en cuanto da con una mota de polvo arma una algarabía como si hubiese
encontrado una lagartija o algo parecido.
—¿Le dijo ella algo, en alguna ocasión?
—Se guardó muy bien de hacerlo. Al menos, no directamente.
—¿Y usted le dijo algo a ella?
—Ni palabra. Pasaba el dedo por los rincones; era su dedo y podía hacer lo que
quisiera, yo no me inmutaba. La miraba y no despegaba los labios.
—Pero ¿usted está convencido de que Mrs. Newburn no entró en la cocina ese
día?
—Pues… pudo entrar. La verdad es que no lo recuerdo. Lo que sí sé es que los
Newburn subieron a la habitación de Mosher; que Jackson bajó de nuevo, para ir a
unos recados, y pasó más tarde a recoger a su mujer. Entonces sí que entró en la
cocina, pero no hizo más que entrar y salir, me dio la impresión de que buscaba a
miss Nadine. Luego subió a la habitación de Mosher y allí estuvieron unos diez

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minutos, dándole conversación. El viejo les tenía a ellos sin cuidado; pero no querían
perderle de vista por temor a que variase el testamento. Se pegaban a él como las
moscas a la miel.
—Bien, tan sólo deseaba concretar hechos —dijo Mason—. Gracias por todo.
Cap’n Hugo se levantó pausadamente.
—¿Creen usted y su amigo que me he ganado los diez billetes?
—Lo creemos —sonrió Mason.
—De acuerdo —dijo Cap’n Hugo—. Así no hará falta que vuelva por aquí.
Estamos en paz. Ni usted me debe nada a mí, ni yo se lo debo a usted. Adiós.

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Capítulo 10

Había pasado más de una hora desde que se marchó Cap’n Hugo, y Mason seguía
paseando por la habitación, esperando.
Della consultaba de cuando en cuando su reloj; finalmente, dijo:
—¿Existe alguna posibilidad de que una chica que trabaja disponga de un rato
para alimentarse? Creí haber oído hablar antes de comida.
Mason no alteró el ritmo de su paseo y se limitó a contestar:
—Tendremos que encargar que nos suban aquí algo para comer. Necesito hablar
con el doctor Denair antes de que la policía dé con él; y es imprescindible que
encuentre a Nadine Farr. ¿Cómo te parece que averiguó John Locke su paradero,
Della?
—Debió de telefonearle ella, en cuanto yo me marché. Esa chica es un enigma,
Perry. Estoy segura de que se propone algo.
La llamada de Drake sonó en la puerta y Della le hizo pasar.
—¿Estás nervioso? —preguntó Paul Drake dejándose caer en la amplia silla
forrada de cuero, y acomodándose con su postura favorita.
—Se está comiendo las uñas hasta el codo —dijo Della.
—¿Qué hay de nuevo, Paul? —preguntó Mason.
—Pues, de momento tengo a un montón de hombres ocupados en este asunto.
—¿No has encontrado aún a Nadine?
—No, pero espero tener una pista de un momento a otro —contestó Drake.
Mason insistió:
—Pues debieras haber dado con ella. La pista es fácil de seguir. Abandonó el
motel High-Tide con John Locke, y…
—¿Cómo sabes que se fue con John Locke? —preguntó Drake.
—No digas tonterías —dijo Mason—, el gerente del hotel me lo contó. John pasó
a recogerla, y la encargada de la gerencia vigiló como salían. La muchacha no había
comido aún. Todo se limitaba, pues, a recorrer los lugares que Locke acostumbra
visitar.
—Todo eso está muy bien —dijo Drake—, pero partes de una base falsa.
—¿Qué quieres decir?
—Que no era John Locke el que la recogió.
—¿No lo era? —exclamó Mason.
Drake dijo:
—Voy a darte una pequeña noticia, para que te vayas entreteniendo. Cuando el
joven en cuestión pasó a recoger a Nadine, la gerente observó que se marchaban en
un Olds bicolor, y le pareció que se dirigían al puesto de gasolina que hay en la
esquina. Nos pusimos en comunicación con el dueño del puesto, y, como es natural,
no podía recordar a todos los automovilistas que habían pasado por allí. Sin embargo,

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no todos los clientes le pagan al contado. Hay algunos que utilizan tarjetas de crédito.
Repasé todas estas tarjetas, sobre todo las que coincidían con la hora, en que Nadine
había abandonado el motel. Jackson Newburn había adquirido allí gasolina con una
tarjeta de crédito. Yo…
Sonó el teléfono:
—He dado tu número privado a mi empleado, Perry. Espero que te parecerá
bien…
Della Street atendía al teléfono, y le hizo una seña a Drake:
—Preguntan por ti, Paul —dijo.
Drake cogió el auricular y dijo:
—¡Aló! —escuchó unos segundos en silencio y continuó—. ¿Dónde está ahora?
… ¡Espere un momento, no se retire!
Drake se dirigió a Mason:
—Está todo lleno de policías, Perry. Un par de hombres de la sección de
homicidios están apostados frente a la casa de John Locke; otros dos vigilan la casa
de Mosher Higley, porque ahí vive Nadine. Mis empleados han conseguido averiguar
que John Locke suele comer en un pequeño restaurante de Sunset llamado «El faisán
moteado». Han comprobado que John Locke se encuentra allí en estos momentos.
—¿Solo? —preguntó Mason.
—Sí, está solo —contestó Drake—. Ahora bien, si Locke regresa a su domicilio,
caerá de lleno en los brazos de la policía. ¿Te interesa verle antes de que esto suceda?
—Ya lo creo que me interesa.
—En ese caso —dijo Drake—, es mejor que vayas allí ahora mismo. Es un
hombre de veintiséis años, pelo castaño claro, algo echado sobre la frente, y viste un
traje de mezclilla, color café con leche. No lleva sombrero y sus zapatos son de estilo
Cordovan.
—Voy en su busca —contestó Perry Mason—. Dile a tu empleado que le impida
marcharse.
Drake habló por teléfono:
—Perry Mason se dirige hacia ahí en este momento. Se pondrá en contacto con
usted. Ya debe usted conocer a Mason, por las fotografías. No le pierda de vista.
Procure que el joven Locke no se dé cuenta de que se le vigila y evite que le vea
hablar con Mason.
Drake colgó el receptor y sacó de su bolsillo un cuaderno de apuntes.
—Es el caso, Perry, que debieras saber varias cosas, antes de dirigirte hacia allí —
dijo.
Perry Mason cogió su sombrero y le dijo, al paso que se ponía en camino:
—No hay tiempo, Paul. He de ir allí inmediatamente.
—Bueno —dijo Drake—, se trata de que estoy al corriente de los misteriosos
motivos que tenía Nadine para temer al viejo Higley. Sé todo lo referente al pasado
de Nadine Farr y…

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—Y ¿sabes también por qué escogió precisamente este momento para salir con
Jackson Newburn? —preguntó Mason.
—No, eso no lo sé —confesó Drake.
—Pues Mrs. Newburn cree saberlo —dijo Mason—. Yo me reí cuando me lo
dijo; pero ahora empiezo a tener mis dudas. Mistress Newburn viene a visitarme y,
mientras ella está fuera de su casa, Nadine telefonea, Mistress Newburn regresa a su
casa y su marido ha salido. Naturalmente, ella intentará localizarlo; y como averigüe
que está con Nadine, la creo capaz de cualquier cosa. La policía busca a Nadine, y si
la encuentran en compañía de Jackson se publicarán fotografías en los periódicos y
entonces sí que se enredará la cosa.
—Lo sé —dijo Drake—. Hacemos lo posible para dar con ella, antes de que la
alcance la policía.
Mason se dirigió a Della Street:
—¿Quieres venir, Della?
—¡Ya lo creo!
—Pues, en marcha.
Drake, se incorporó a su vez.
—Seguiré buscando, Perry, pero ¿qué hago de Nadine Farr, si consigo
encontrarla?
—Ponla a buen recaudo.
—Eso es arriesgado.
—Pues ponte en contacto conmigo —dijo Mason.
—¿Dónde podré encontrarte?
—Te telefonearé de cuando en cuando. ¿Vamos, Della?
Apagaron las luces, cerraron el despacho y corrieron hacia el ascensor. Frente a la
puerta de su oficina, Paul Drake se detuvo:
—Me figuro, Perry, que de nada va a servir que te diga que seas prudente —dijo.
Mason apretó el botón del ascensor.
—No me es posible ser prudente, Paul. Me han metido en un buen lío. Ya sabrás
decírmelo cuando veas en los periódicos la forma en que Hamilton Burger me
fustiga. Estoy metido en esto, y es preciso que me salga por mis propios medios.
La cabina del ascensor se detuvo ante ellos y Drake dijo rápidamente:
—Hubiera querido darte cuando menos alguno de esos informes importantes.
—También yo lo desearía, Paul —dijo Mason mientras se abría la puerta.
—¿Irás llamándome?
—Sí, de vez en cuando —prometió Mason.
Della y él entraron en el ascensor y no pronunciaron palabra, hasta que se
hallaron sentados en el coche de Mason, camino de Hollywood.
—¿Supones que Burger te desacreditará ante la Prensa? —prosiguió Della.
—¡Ni pensarlo! —dijo Mason, con marcado sarcasmo—. La ética no permite a un
fiscal valerse de la Prensa para coaccionar a la opinión pública. ¡Oh, Hamilton Burger

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jamás haría cosa parecida! Hamilton Burger es muy partidario de la ética. Incluso es
muy probable que se niegue a hacer declaración alguna, ante el temor de violar la
ética profesional. Pero la policía, dando muestras de privilegiada clarividencia, sabrá
lo que Hamilton Burger habría dicho si hubiese podido emitir libremente sus juicios,
y no dejará de informar de todo ello a los periodistas. Por otra parte, un abogado que
defiende a un cliente no tiene a nadie que rompa lanzas por él. Está coartado.
—¿Quieres decir que no puedes ni tan siquiera presentar objeciones a la Prensa?
—preguntó Della.
—Las objeciones no servirían para nada —contestó Mason.
—Pues, entonces, no sé qué iba a servir.
—Esa botella con perdigones y pastillas inofensivas no cayó en el lago sin que
alguien la echase en él. Lo primero que hemos de probar es quién la tiró allí… De lo
contrario…
—¿De lo contrario? —repitió Della Street, interrumpiéndose cuando el abogado
detuvo el coche ante una señal de tráfico.
—De lo contrario, estoy atrapado —terminó Mason.
Durante unos instantes, rodaron en silencio, luego Mason dijo:
—Hagamos un inventario de los hechos, Della. Para empezar tenemos a Nadine
Farr que ha confesado haber envenenado a Mosher Higley, y que no tarda en
encontrarse fuera de dificultades. Por el momento, se halla en compañía de Jackson
Newburn, y ambos ignoran que la policía anda tras ellos. Tenemos al doctor Denair,
totalmente ajeno al desarrollo de los acontecimientos. Tenemos a Mrs. Newburn,
mujer dura y decidida; odia a Nadine, y la acusa de intentar seducir a su marido,
Jackson. Y, finalmente, tenemos a la policía buscando a Nadine, en tanto John Locke
se halla en la ignorancia de lo ocurrido. Al menos en apariencia…
—¿Por qué dices «en apariencia»? —preguntó Della Street.
—Porque —contestó Mason— alguien dotado de ideas luminosas decidió salir en
ayuda de Nadine y para ello tiró al lago una botella llena de perdigones y sacarina,
con el fin de que yo la encontrase. Suponía, con seguridad, que ante esta prueba la
policía no dragaría de nuevo el lago. Pero la policía tuvo la idea sensacional de
suponer que yo había tirado esa botella. Ahora bien, como yo sé positivamente que no
la he lirado, quiero poner en claro quién la tiró. Y, en tanto no haya hablado con John
Locke, no me atreveré a negar que haya sido él.
—¿Y si ha sido él? —preguntó Della Street.
—Si ha sido él —dijo el abogado—, he de conseguir que lo reconozca, y que la
noticia llegue a manos de la Prensa. Es una historia lo bastante interesante como para
colocarla en primera página.
—Y por eso nos dirigimos en busca de John Locke sin pérdida de tiempo —
terminó Della Street.
Después de esta conversación, permanecieron silenciosos hasta el momento en
que Perry Mason detuvo su coche ante «El faisán moteado». El abogado cogió del

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brazo a Della, y juntos pasaron ante el pequeño restaurante. Un hombre, apostado a la
misma puerta, encendió un cigarrillo y la luz de su mechero iluminó sus facciones.
—Mason —dijo en voz baja.
Mason se detuvo.
—Siga caminando —dijo el hombre—, les sigo.
Mason y Della Street anduvieron acera adelante; al poco, el hombre les alcanzó
ajustando su paso al de ellos, no sin antes mirar hacia atrás.
—¿Está ahí dentro? —preguntó Mason.
—Sí, aún está ahí.
—¿No hay rastros de la policía?
—Aún no. Supuse que estaría usted apurado y…
—Lo estoy —interrumpió Mason—, pero ellos lo ignoran. ¿Qué hace Locke?
—En estos momentos termina su postre, no creo que tarde en salir. Por eso me
mantenía tan cerca de él.
—Bien, regrese adonde estaba y, en cuanto le vea salir, encienda otro cigarrillo.
—¿Va usted a venir también? —preguntó el hombre.
—Sí, pero me quedaré afuera. Pase usted primero.
El detective volvió de nuevo al lugar que ocupaba anteriormente, y Della y
Mason regresaron despacio, Della aspiró el aire con fruición.
—Diría que en ese restaurante guisan a las mil maravillas —comentó.
—Así parece —corroboró Mason.
—¿No sería mejor que entrásemos a tomar algo y de paso le invitásemos a
acompañarnos?
Mason sacudió la cabeza.
—¿Por qué?
—Si los hombres de Drake averiguaron que suele comer aquí, es posible que la
policía obtenga la misma información. Pueden llegar de un momento a otro. ¡Ya sale!
La puerta se abrió y apareció un joven que echó a andar en dirección a Mason y
Della Street. Junto a la puerta, el detective encendió su mechero y acercó la llama a
su cigarrillo.
El joven se dirigió con paso rápido, calle abajo. Era un hombre esbelto y
nervioso, cuyos movimientos denotaban un genio predispuesto a las decisiones
rápidas, un hombre que seguramente era capaz de sentir grandes simpatías o
antipatías y al que debía ser difícil hacer cambiar de opinión.
—En marcha —le dijo Mason a Della Street.
Caminaron tras él, hasta doblar la esquina, y entonces le abordaron.
—¿John Locke? —dijo Mason.
El joven se volvió, como si el abogado acabase de pincharle. Su rostro denotó
cierta alarma y una ausencia total de cordialidad. Ante la expresión de aquel rostro,
Della Street dijo amablemente:
—Desearíamos que se prestase a hablarnos de Nadine Farr.

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—¿Quiénes son ustedes? —preguntó mirando a Della, mientras su rostro se
dulcificaba bajo el influjo de la sonrisa de la joven.
—Amigos —dijo Mason.
—¿Amigos de quién?
—Suyos y de Nadine.
—Demuéstrenlo.
—Sigamos caminando —dijo Della Street, y añadió con una entonación que daba
a entender que era una decisión adoptada de común acuerdo—. ¿No le parece?
Ya Mason y su secretaria andaban uno a cada lado del joven.
—¿A qué viene todo esto? —preguntó Locke.
—Soy el abogado Perry Mason y me encargo de la defensa de Nadine.
—¿Fue ella a consultarle?
—No vino directamente; me la envió el doctor Denair.
—El doctor Denair —dijo John Locke, enfadado—. Si no se hubiese metido en
ello, no habría habido tanto jaleo.
—Este es, en la actualidad, un punto de vista bastante académico —dijo Mason
—. Lo que interesa es que, prescindiendo de los motivos que nos han hecho
intervenir en este asunto, todos nosotros deseamos ayudar a Nadine.
—Nadine no necesita ayuda. Lo único que ha de hacer es estarse quieta. Cuanto
más traten de explicar las cosas, más van a complicarlas.
—Temo que no esté usted al corriente de los últimos acontecimientos —dijo
Mason.
—¿Qué ha ocurrido?
—La policía ha hecho esta mañana un registro en casa del doctor Denair, y se ha
apoderado de la cinta magnetofónica.
—¡Cielos! ¿El doctor Denair ha sido capaz de darlos esa cinta?
—No tuvo opción. Además, se hallaba ausente cuando se presentaron los policías
con la orden de registro. De haber estado, tal vez hubiera podido demorar la entrega,
alegando que se trataba de una confesión sujeta a secreto profesional. La enfermera
les dio todo género de facilidades a los del registro, y les entregó la cinta
magnetofónica. ¿No estaba usted al corriente de todo eso?
—No.
—Pues —dijo Mason—, ha habido algunos acontecimientos más, pero no es éste
el lugar ni el momento para discutirlos. Lo mejor es que suba con nosotros a mi coche
y yo le acompañaré adonde desee.
—Iba a mi casa.
—Dadas las circunstancias, no creo que sea prudente que se dirija allí ahora. Es
mejor que espere a estar en antecedentes de ciertos hechos.
—¿Por qué no he de ir a mi casa?
—Porque la policía quiere someterle a un interrogatorio.
—¿Y para qué pueden querer interrogarme a mí?

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—Esa —dijo Mason— es la cuestión.
John siguió caminando, manteniéndose en un silencio hostil.
—Si tan sólo pudiésemos informarle de alguno de los hechos que conocemos, ello
le ayudaría a proteger a Nadine —dijo Della Street.
—De acuerdo, pueden empezar a hablar.
Mason se detuvo en seco.
—Voy a por mi coche —dijo—. Della, ponle al corriente de todo, y no descuides
ni un detalle. Ahora mismo os recojo.
Locke se detuvo a su vez y se encaró con Mason.
—¿Quién es esta señorita? —preguntó.
—Es mi secretaria confidencial —contestó Mason—. Lleva años en este cargo, y
está al corriente de todos mis asuntos, y también de éste en particular.
—Bien, estoy conforme —dijo Locke—. Volvamos todos juntos, hablaremos por
el camino.
Echaron a andar y Della Street se colocó del lado de la calzada, para que Locke
quedase entre ellos. Hablando rápidamente, el abogado preguntó:
—¿Por qué le contó usted a Cap’n Hugo todo lo referente a la confesión de
Nadine y la cinta magnetofónica?
—¿Cómo sabe que se lo dije?
—Porque Cap’n Hugo informó de ello a Mrs. Newburn y, de una manera u otra,
la policía se enteró de ello.
—Si Cap’n Hugo ha hablado, yo…
—No se altere —interrumpió Mason—, y tómelo con calma. Cap’n Hugo es todo
un carácter. Es hablador e independiente. Hay que tomarle tal cual es. Por lo demás,
va a ser un testigo de gran importancia en este caso y no conviene crearnos
antagonismos con él.
—Continúe; cuénteme lo que ocurrió.
—En cuanto supe que la policía se había apoderado de la cinta magnetofónica,
comprendí que lo primero que debía poner en claro era si Nadine había relatado
hechos reales, o si tan sólo se trataba de una alucinación provocada por la droga.
—En efecto, no fue otra cosa sino esto último —dijo John Locke.
—Espere un momento —dijo Mason—, no llegue a conclusiones antes de
conocer el terreno que pisa. Me dirigí al lago Twomby, y encargué a unos muchachos
que buscasen en el fondo del lago, precisamente donde Nadine dijo que había tirado
la botella, para ver si conseguían encontrarla. Así fue, no tardaron en entregarme una
botella llena de perdigones, que contenía, además, unas pastillas.
—¡Maldita sea!
—Llevé estas pastillas al doctor Korbel, un químico renombrado, para que las
analizase —prosiguió Mason—. Pero la policía me siguió la pista y no tardaron en
dar con Korbel, llevándose las pastillas antes de que pudiera terminar el análisis. Sin
embargo, conservó el material suficiente para poder demostrar que las pastillas no

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eran de cianuro, sino…
—¿Que no lo eran?
—No, eran completamente inofensivas.
—¿De qué eran?
—Eran pastillas de sacarina, las mismas que correspondían a la botella.
—Pues ya está aclarada la cosa —dijo John Locke—. Nadine no sabía con certeza
que había envenenado a Mosher Higley: sabía tan sólo que había puesto unas pastillas
en el chocolate, y fue más tarde cuando empezó a preguntarse si las tales pastillas
correspondían a lo que había supuesto, es decir, al sustitutivo del azúcar. Si han
recobrado la botella que tiró al lago y…
—Esto es lo que yo creí —dijo Mason—. Así se lo dije al doctor Denair y a
Nadine y también a la policía. Les dije que no había habido ningún asesinato, y que
por lo tanto no había caso. Incluso me reí de ellos.
—Pues no comprendo a qué vienen tantas preocupaciones.
—Vienen a que la policía se dirigió a su vez al lago. Sondearon y encontraron una
segunda botella, igual a la primera. Sólo que ésta, además de los perdigones, contenía
pastillas de auténtico cianuro.
Pareció que Locke iba a decir algo, pero se contuvo y caminó unos pasos en
silencio.
—Hemos llegado a mi coche —dijo Mason—. Entremos en él.
Lo dijo con la autoridad suficiente para que no quedara lugar a discusiones. Della
mantuvo la puerta abierta.
—Suba usted en el asiento delantero, junto a míster Mason —dijo Della—. Yo me
sentaré en la parte de atrás.
Locke subió al automóvil sin la menor vacilación, y Della tras él y cerró la puerta.
Mason puso el motor en marcha, encendió las luces y dobló la esquina.
—¿Dónde está Nadine? —preguntó John Locke.
—Eso es lo que estamos intentando averiguar —contestó Mason—. Nos interesa
encontrarla antes que la policía.
—¿Saben dónde está?
—No.
—Yo creí que estaría…
—¿Dónde? —preguntó Mason ante la interrupción de John Locke.
—No sé dónde está —dijo el joven.
Mason siguió conduciendo, con la vista fija en el camino. De repente, Locke se
volvió hacia Mason, y dijo:
—Tendrán que ocultarme. No puedo arriesgarme a hablar con la policía.
—¿Por qué no? —preguntó Mason.
—Porque sé ciertas cosas.
Mason lanzó a Della una mirada, a través del espejo retrovisor; luego, mantuvo de
nuevo los ojos atentos a la carretera, esperando a que John Locke se decidiese a

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hablar. Finalmente, Locke habló:
—Sé dónde Nadine consiguió el cianuro.
—Siga hablando —dijo Mason.
—En aquella ocasión, ocurrió que uno de los asociados del laboratorio hacía unos
experimentos a base de cianuro. Necesitaba para ellos gran cantidad del producto.
Sabemos el peso de cada envase con toda exactitud, y así, pesando el frasco lleno o
pesando lo que extraían de él, los técnicos sabían con toda seguridad la cantidad de
cianuro que quedaba en cada frasco. Para su experimento, nuestro asociado procedía
añadiendo pequeñas cantidades de cianuro, hasta obtener la reacción deseada.
Aquella mezcla debía reposar entonces durante un período de treinta y seis horas.
Cuando terminó el experimento, nuestro asociado sabía con toda exactitud cuántas
pastillas de cianuro había gastado; pero, por no faltar a las costumbres establecidas,
procedió a pesar el frasco. Fue entonces, cuando cayó en la cuenta de que faltaban
pastillas de cianuro. Me preguntó para qué lo había necesitado yo, y le contesté que ni
tan siquiera había abierto el frasco. Comprobó de nuevo los pesos y entonces se supo
con exactitud que faltaban dos docenas de pastillas.
—¿Qué hizo usted entonces?
—Le dije que probablemente se habría equivocado en el primer pesaje de las
cantidades, o que tal vez sufrió una confusión en el número de tabletas gastadas. Con
todo, pude notar que no le había convencido. Sin embargo, mi actitud no se prestaba
a sospechas, va que, para entonces, yo ignoraba totalmente la verdad de lo sucedido.
—¿Cuándo llegó usted a la verdadera conclusión de lo acaecido?
—Unas horas después. Me dediqué a pensar en todo ello. Habíamos sospechado
del ayudante; pero de pronto recordé que Nadine había estado en el laboratorio y que
yo le había mostrado el frasco del cianuro.
—Y, entonces, ¿se puso usted en contacto con ella? —preguntó Mason.
—Lo intenté. Pero no era un tema muy apropiado para ser comentado por
teléfono. Como es natural, lo primero que pensé fue que debía haber ocurrido algo,
y… Bueno, en un caso semejante, es fácil comprender lo que a uno puede ocurrírsele.
—¿Suicidio? —preguntó Mason.
John Locke denegó con un gesto.
—¿Qué hizo usted?
—Fui a verla. No me fiaba del teléfono. Puede creer que salí en su busca en
cuanto pude.
—¿Fue a casa de Nadine?
—Sí; a casa de Mosher Higley.
—¿Había estado allí en otras ocasiones?
—¡Ya lo creo! Me unía una buena amistad a Mosher Higley. En realidad conocí a
Nadine a través de él. Mi familia y la de Higley estuvieron siempre en muy buenas
relaciones.
—Hablemos del cianuro.

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—Llegué allí y Nadine se hallaba ausente; había ido al mercado. Hubiera querido
entrar en su habitación, pero no me fue posible. Las enfermeras rondaban por allí y
Cap’n Hugo no es ningún tonto. Es un tipo desconfiado y observador… Bien, cometí
una equivocación al llegar a toda prisa y preguntar por Nadine sin disimular mi
nerviosismo. Desde aquel momento, Cap’n Hugo no me quitó los ojos de encima.
—¿Y qué ocurrió?
—Pues, finalmente, decidí confiarme a Cap’n Hugo. Le dije que… Le conté lo
ocurrido. Lo primero que le pregunté fue si había notado algún cambio en Nadine.
—¿Lo había notado?
—Los dos habíamos reparado en ello. Se la veía bajo la influencia de una fuerte
tensión nerviosa. Intentaba disimularlo, pero… Ya sabe usted lo que sucede en estos
casos…
—Sí. Quedamos en que habló con Cap’n Hugo. ¿Qué le dijo?
—Le conté la verdad. Le dije que tenía motivos para suponer que Nadine había
cogido unas pastillas de cianuro de mi laboratorio; que, de ser así, debía de guardarlas
en su dormitorio, y que me interesaba recuperarlas.
—¿Qué ocurrió?
—No me era posible entrar en la habitación de Nadine, cuando las enfermeras
estaban merodeando por allí; más, teniendo en cuenta que la joven estaba a punto de
regresar del mercado. Pero Cap’n Hugo es hombre comprensivo; a veces podrá no
dirigirle a una la palabra, pero cuando se le necesita en un caso de apuro, sabe
portarse bien.
—¿Qué hizo?
—Me dijo que esperase. Fue al cuarto de Nadine, encontró la botella con las
tabletas, y me las trajo preguntándome si eran aquéllas las que yo deseaba.
—¿Qué hizo usted?
—Las olí; no necesité olerlas más que una vez, para saber lo que eran. El cianuro
tiene un olor inconfundible, a almendras amargas…
—¿Y era ése el olor que usted percibió?
—Sí.
—¿Cuántas pastillas había en la botella? —preguntó Mason.
—Exactamente el número de pastillas que faltaban.
—Espere un momento —dijo Mason—, ¿dice usted que su asociado pesó el
frasco que contenía cianuro, antes y después de su experimento?
—Sí.
—Y ¿sabía con exactitud la cantidad de pastillas que había empleado para su
experimento?
Locke afirmó.
—De modo que, cuando dijo que faltaban dos docenas de pastillas, no lo decía al
azar, sino…
—Según sus cálculos las pastillas que faltaban eran veinticinco.

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—¿Cuántas pastilla había en la botella que le entregó a usted Cap’n Hugo?
—Francamente, no las conté. Supuse que estaban todas.
—¿Por qué no las contó?
—Porque no tuve tiempo.
—¿Qué se lo impidió?
—Quería marcharme antes de que volviera Nadine.
—¿Lo hizo así?
—Sí. Pasé junto a ella en el momento en que salía del mercado, pero no me vio.
Yo conducía muy de prisa.
—¿A qué distancia de la casa está el mercado?
—Les separan dos bloques y medio de casas.
—¿Cuándo ocurrió todo esto?
—El mismo sábado en que falleció Mosher Higley.
—¿Qué hora era?
—Serían alrededor de las once y media.
—¿Vio usted el coche de Newburn?
—No vi su coche, pero Mrs. Newburn estaba haciendo compañía a Higley.
—¿Qué hacía Cap’n Hugo cuando usted llegó?
—Limpiaba los cristales del comedor.
—¿Hay que pasar por la cocina para llegar a la habitación de Nadine?
—Sí.
—¿No llegó a dirigirse a su habitación?
—Me quedé junto a la escalera del sótano para avisar a Cap’n Hugo en caso de
que llegase Nadine.
—¿Observó si había sobre el fuego un cacharro con chocolate?
—Sí. Sobre el doble fogón había un pote donde se deshacía chocolate, pero el
fuego estaba apagado.
—¿La habló a Nadine, más adelante, del veneno?
—Traté de interrogarla aquella tarde, pero… Bueno, ya sabe usted, lo que ocurrió.
Mosher Higley falleció, y ella estaba completamente trastornada. El doctor le dio un
calmante. Durmió aproximadamente durante veinticuatro horas; cuando despertó
parecía otra. Yo…, yo no ignoraba que Mosher la había estado tratando como a un
perro y… Comprendí que no valía la pena hablar de según qué cosas… Estaba seguro
de que no había la menor posibilidad de que ella… En fin, que era incapaz de
haber…
Mason reflexionó durante unos instantes en silencio.
—Ahora —dijo Locke—, comprenderán por qué me confié a Cap’n Hugo. No me
gustaba que me tuvieran por un tipo ligero e irresponsable. Ya ven que tuve mis
motivos. Cuando Nadine me contó lo ocurrido con el doctor Denair, y la cinta
magnetofónica, aquello varió por completo mi punto de vista sobre el asunto. Traté
de tranquilizarla lo mejor que pude y…

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—¿Le confesó entonces haber cogido el veneno del laboratorio?
—Sí.
—¿Y qué le dijo usted sobre las pastillas?
—Nada. Nadine me explicó que ya no estaban en su habitación y yo… no le
conté nada, porque eso hubiera sido tanto como reconocer que la asociaba a la muerte
de Higley; yo albergaba la esperanza de llegar a convencerla de que el anciano había
fallecido de muerte natural.
—Pero sí que le habló usted a Cap’n Hugo…
—Le conté a Cap’n Hugo lo de la cinta magnetofónica, y le dije lo que
atormentaba a Nadine.
—¿Qué más sucedió?
—Cap’n Hugo dijo que creía conveniente poner en antecedentes de todo a Mrs.
Newburn.
—¿Por qué?
—Porque así Mrs. Newburn reclamaría una investigación, y en el curso de ésta
Cap’n Hugo atestiguaría que había cogido él mismo el veneno de la habitación de
Nadine. De lo contrario, temía que el doctor Denair conservase el secreto profesional
sobre la confesión de Nadine y entonces la chica tuviese que soportar siempre el peso
de un crimen que no había cometido.
—¿Está seguro de haber notado el olor a cianuro en la botella que contenía las
pastillas?
—Sí; levanté el tapón y aspiré el olor.
—Pero ignora el número de pastillas que había en la botella.
—Sí.
—¿No podría darme algún dato exacto? —dijo Mason—. ¿O una aproximación,
al menos?
—Pues, francamente… no creo… No las conté.
Mason le miró y dijo conciso:
—Locke, está usted mintiendo.
Los labios de Locke comenzaron a temblar.
—Vamos —dijo Mason—, ¿cuántas pastillas había en la botella?
—Veintiuna —contestó Locke.
—Así es mejor —dijo Mason—, ahora comprendo por qué no quiere hablar con
la policía.
—Míster Mason, nunca le declararé esto a la policía. Yo…, yo mentiré si
conviene.
—Eso es lo que usted se figura —dijo Mason—. No sabe usted con quién se
enfrenta. No tiene usted el temple necesario para engañar a la policía. Su asociado les
declarará cuántas tabletas faltaban, y no dejará de decirles que usted sabía el número
de ellas. La policía no creerá ni por un momento que usted cogiera la botella sin
contar las pastillas. ¿Las contó Cap’n Hugo?

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—No lo sé.
—¿No se le ocurrió preguntárselo?
—No.
—¿Por qué?
—Yo… yo no me atreví.
—Es lo que me figuraba —dijo Mason—. Pues bien, la policía le abrirá en canal.
Le sacarán la verdad, como sea. Y en cuanto hayan conseguido todo el informe, nos
hallaremos ante una formal acusación de asesinato a sangre fría, perpetrado por
Nadine Farr. Asegurarán que Nadine Farr se apropió de unas pastillas de cianuro con
el fin de envenenar a Mosher Higley, y que éste falleció a consecuencia de las
pastillas de cianuro que Nadine disolvió junto con el chocolate. ¿Qué hizo usted con
las pastillas recuperadas?
—Entré en una estación de servicio y tiré las pastillas por el desagüe del lavabo;
después lavé bien la botella y la tiré a la papelera que había allí.
Mason reflexionó durante unos instantes.
—Le repito, Mr. Mason, que no les diré nada de todo esto… Les haré creer…
—Habla usted para darse ánimos —dijo Mason—. De sobra sabe que si la partida
se enreda no podrá engañarles. No sabe usted mentir; es hombre demasiado íntegro y
desconoce por completo las artimañas de la policía. Le sacarán la verdad a
martillazos.
—Entonces —preguntó Locke—, ¿qué puedo hacer?
El rostro de Mason se ensombreció.
—En estos momentos —contestó—, la verdad es que no lo sé.

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Capítulo 11

Mason condujo su coche en dirección a la carretera.


—¿Dónde vamos? —preguntó Locke.
—De momento nos dirigimos adonde el tráfico sea más denso —contestó Mason
—. La policía le busca y, seguramente, a mí también. Esperaba encontrarle a usted y
también a Nadine antes de que la policía les hallase. Ahora, lo esencial es evitar que
la policía dé con usted, antes de saber cómo hay que enfocar este asunto.
—¿Cómo podríamos tratarlo? —preguntó Locke.
—Si lo supiese, no perderíamos ahora el tiempo dando vueltas. Pero hay algo que
sí puedo decirle: si Nadine ha cometido este asesinato, habrá de enfrentarse con las
consecuencias.
—No lo ha cometido, Mr. Mason. Puedo asegurarle con seguridad absoluta que es
inocente.
—¿Cómo lo sabe usted?
—Conozco bien a Nadine.
—Tiene usted fe en Nadine —dijo Mason—, y éste es el único motivo que le hace
confiar en ella. Y su fe se basa tan sólo en el amor.
—Pero, ¿no lo ve usted como yo?
—No, ya no lo veo así. Yo no estoy enamorado de ella… no lo estoy en absoluto.
—Sea como sea —dijo Locke— no podemos pasarnos la noche dando vueltas. Ya
le he dicho a usted, míster Mason, que aunque la policía me encuentre, no les revelaré
nada. Sé mantenerme firme, estoy seguro de ello.
El silencio de Mason fue la más elocuente de las negaciones.
—Y ¿no podría yo nombrar a un abogado para que me representase? ¿No podría
evitarme así todas las preguntas, bajo el pretexto de que contestarlas me
comprometería?
Mason sacudió la cabeza.
—Lo único que iba usted a conseguir es enredar aún más la cosas.
Della Street consiguió captar una significativa mirada de Mason, y dijo:
—¿No crees, Perry, que tal vez Paul Drake ha podido averiguar algo más?
—No está mal pensado —admitió Mason.
—Quizá esté al corriente de la clave del enigma que es esa chica —continuó
Della Street.
Mason vaciló un instante; luego, se volvió de cara a John Locke:
—Mire, Locke, es mejor que hablemos claro —dijo—. ¿Sabía usted que algo
atormentaba a Nadine?
—Sí.
—¿Sospechaba usted de qué se trataba?
—Entonces, no.

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—¿Y ahora?
—Tengo entendido que Mosher Higley la obligaba a marcharse… y… eso
hubiera impedido nuestro matrimonio.
—¿Conoce usted el motivo que impulsó a Higley a dictar una orden semejante?
—Lo ignoro —contestó Locke, con indignación—, pero sí puedo decirle que cada
vez que pienso en ello siento que me hierve la sangre.
—¿No sería porque Higley opinase que Nadine no era digna de usted?
—Yo más bien creo que era eso mismo, pero al revés —dijo Locke—. Admito
que no soy un ángel precisamente; probablemente dejo mucho que desear, pero
tampoco hay para tanto. Mosher Higley vivía tan apartado de todo y de todos, que no
creo que llegase a comprender nunca… En una palabra, que Higley era incapaz de
sentimientos humanos. Era tan sólo un condenado y viejo… —Locke se interrumpió
en lo que amenazaba en convertirse en furioso discurso.
—¿No le dijo Nadine lo que… en qué consistía el poder que ejercía Higley sobre
ella?
—El único poder que tenía sobre ella era su arbitraria autoridad —contestó Locke
—. Ustedes no conocieron a Higley y no saben lo déspota, exigente y autoritario que
llegaba a ser. Siempre fui respetuoso con él porque se trataba de una antigua amistad
de mi familia… Y, claro, porque se trataba de un anciano.
—Bien, ahora hablemos de Jackson Newburn —dijo Mason.
—¿Se refiere usted a su mujer?
—No, me refiero precisamente a Jackson.
—De acuerdo, ¿qué pasa con él?
—¿Qué relación existía entre Jackson y Nadine?
—Nadine sentía por él más amistad que por los demás. Jackson es un hombre
razonable y estoy seguro de que veía las cosas tal cual eran.
—¿No existía entre ellos algún sentimiento? ¿Nada personal? —preguntó Mason.
—¿Entre Jackson y Nadine? —preguntó John Locke, sorprendido.
Mason hizo un gesto de afirmación.
—¡Cielos, no!
—¿Está usted seguro de ello? —insistió Mason.
—Claro que lo estoy. Jackson está casado con Sue y Nadine está… Bien, los
sentimientos de Nadine no se centran en él.
—¿Quiere decir que estaba enamorada de usted? —indagó Mason.
—No quería expresarme en tales términos —dijo Jackson—; pero Nadine y yo
estamos enamorados y tenemos intención de casarnos…
—Así, pues, ¿no hay nada en común entre Jackson y Nadine?
—No hay nada entre ellos.
Mason dio vuelta al volante y se adentraron por una calle lateral que cruzaba la
carretera.
—¿Adónde vamos ahora? —preguntó John Locke.

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—Voy a telefonear —contestó Mason—. Un detective trabaja por encargo mío en
este caso, y me interesa saber si ha hecho alguna averiguación. Mientras me ausento,
le agradeceré que reflexione detenidamente para ver si consigue recordar algunos de
los lugares en que fuera posible encontrar a Nadine. Quizá podríamos telefonearla a
uno de esos sitios.
—¿No se prestará a malas interpretaciones que no vaya a mi casa en toda la
noche?
—Claro que sí —dijo Mason—, pero usted no hará tal cosa. Usted no debe hacer
nada que le señale como sospechoso a los ojos de la policía. Pero puede demorar aún
un par de horas presentarse en su casa. Pretextará que estaba haciendo unos análisis.
—¿Y si dijese que estaba en un cine?
—Le obligarán a que les relate toda la representación.
—Puedo hacerlo. No tengo más que escoger un programa que haya visto.
—Tendrá que ser una sala de espectáculos lo bastante grande para que nadie tenga
ocasión de reparar en usted. Compre una entrada, entre, quédese allí durante unos
minutos y luego, salga. No tire el billete de entrada. Yo le recogeré en la puerta de la
sala en cuanto haya conseguido hablar por teléfono. Me parece que va a ser difícil
encontrar una cabina telefónica en esta calle… Oh, oh, allí hay una.
Mason tuvo que dar una vuelta a la esquina para poder encontrar un sitio donde
aparcar su coche.
—Espérenme aquí los dos —dijo, y se dirigió a la cabina telefónica.
—Hola, Paul —dijo Mason, en cuanto escuchó en el receptor la voz de Paul
Drake—. ¿Hay algo de nuevo?
—No, nada de particular.
—¿Habéis localizado a Nadine Farr?
—No, pero hemos conseguido localizar a Jackson Newburn.
—¿Y ella no está con él?
—Definitivamente, no.
—¿Por qué dices «definitivamente»?
—Porque me llevé un chasco al ver que la chica no estaba con él.
—¿Cómo conseguiste encontrarle?
—Mantuve a uno de mis hombres intentando localizar a Newburn por teléfono.
Telefoneaba a todos los sitios en que había posibilidad de encontrarle. Me figuro que
la policía hacía lo mismo. El caso es que fui el primero en dar con él; por lo menos,
así lo creo.
—¿Dónde?
—Llamé a todos los clubs a que pertenecía, dejando el recado de que, si se
presentaba, me llamase al número qué les indiqué. No tardó en llamarme desde el
Club del Gato Montés. Se trata de un lugar donde se reúnen negociantes en petróleo y
aficionados a la caza de gatos monteses. Por lo que he averiguado, es un sitio de esos
en que los socios son aficionados a las carreras de caballos y a todo lo que represente

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movimiento. Si hemos de creer la declaración de Jackson, acababa de llegar al club
en aquel momento y, según el recado recibido, me telefoneaba en el acto. Yo le dije
que era asunto de la mayor importancia conocer el paradero de Nadine.
—¿Cómo reaccionó? —preguntó Mason.
—Me contestó con voz muy fría que Nadine Farr residía en casa de Mosher
Higley, que encontraría su número de teléfono en la guía, y que si la joven estaba en
casa, contestaría ella misma al teléfono. Esa era la única orientación que me podía
dar.
—¿Qué más?
—Le dije que habíamos estado llamando a la casa en vano.
—¿Algo más?
—Sí. Le dije que, según tenía entendido, él había estado en compañía de Nadine a
primera hora de la tarde. Me contestó muy correctamente que me habían informado
mal. Entonces perdí la paciencia y le dije que uno de mis hombres había estado
vigilando a Nadine, y había presenciado como ésta abandonaba el motel en su
compañía.
—Y ¿qué dijo él entonces?
—Mi iniciativa podía salir bien o mal; por desgracia no dio resultado. Me
contestó que estaba completamente equivocado. Que mis insinuaciones le molestaban
y que el tono de mi voz no le gustaba. Que no había estado en compañía de Nadine
Farr y que si insistía en mis sugerencias o me permitía divulgarlas, se vería obligado
a tomar determinadas medidas.
—¿Qué más?
—Colgó el receptor con tal fuerza, que sonó como una explosión.
—¿Dónde se encuentra ahora?
—Me figuro que seguirá en el club. He enviado a uno de mis hombres para que le
vigile, pero no creo que haya llegado aún allí.
—Necesito verle, Paul —dijo Mason.
—¿Por qué no te vienes a mi despacho y esperas a que mi empleado dé un
informe? Entonces…
—Porque no me conviene, y porque conmigo se encuentra alguien a quien le
conviene menos aún.
—¿Nadine Farr?
—No digas tonterías.
—Pues entonces se tratará de…
—No pronuncies nombres, Paul.
—Bien, se tratará de la persona a quien fuiste a entrevistar.
—Me he enterado de algo de gran interés —dijo Mason—. Voy a ver si consigo
encontrar a Newburn en ese club.
—Da la casualidad —dijo Paul Drake— de que tengo varios clientes que se
ocupan en negocios de petróleo y que forman parte de ese Club del Gato Montés.

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¿Necesitas una tarjeta de recomendación?
—No me vendría mal, pero no puedo perder ni un momento en conseguirla. No
entraré más allá de la puerta, y si Newburn se niega a verme…
—Muy bien, si te ves metido en algún lío, no tienes más que llamarme y ya veré
de sacarte de él.
Mason regresó al automóvil, abrió la puerta y dijo:
—¿Qué se ha hecho de Locke?
—Se le ocurrió algo de repente.
—¿Qué?
—Tuvo la certeza de recordar dónde podía encontrar a Nadine.
—Lo celebro —dijo Mason—. Le dije que le telefonease y…
—Pensó que la encontraría fácilmente donde suponía, pero que no le sería posible
hablar con ella por teléfono.
—¿Te ha dicho dónde está Nadine?
—No.
—Debiste averiguarlo —dijo Mason—, no me gusta que ande por ahí.
—¿Crees que le cogerán los «polis»?
—Tarde o temprano.
—Locke no ignora que no le conviene caer en sus manos.
—No lo entiendo —explicó Mason—, le dije que se quedase aquí esperándome.
Debiste impedir que se marchase, Della. ¿Es que no me oyes?
La voz del abogado acusaba su disgusto. Della hizo con la cabeza un gesto de
afirmación.
—Digo que debiste impedir que se marchase —insistió Mason.
—Es un hombre nervioso y muy impulsivo, y no hay forma de disuadirle cuando
se propone una cosa determinada. De repente se le ocurrió el lugar en que podía
encontrar a Nadine, y decidió ir allí en seguida.
—¿Y cómo se marchó? —preguntó Mason—. ¿No iría caminando?
—Habló con un hombre que conducía un coche detenido en la estación de
servicio que hay pasada la calle, y el hombre le ofreció un sitio a su lado.
—Bien, ¿y quién era ese hombre? ¿Cuál era el número de la matrícula de su
coche?
Della se encogió de hombros.
—¿Qué clase de coche era?
—Pues, un turismo, creo que un turismo negro.
—¿Grande o pequeño?
—Era de tipo mediano.
—¿Modelo nuevo o antiguo?
—Modelo nuevo, aunque, a decir verdad, no muy nuevo.
—En otras palabras, que no te fijaste.
—Francamente, jefe, no me fijé.

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Mason fue a decir algo, pero se contuvo. Puso el coche en marcha y se dirigió a la
calle principal, pero de repente dio vuelta al volante y se detuvo junto a una esquina.
—¿Qué ocurre? —preguntó Della.
—Mírame, Della —dijo Mason.
Con gran sorpresa por su parte, Della bajó los ojos.
—Este comportamiento no es digno de ti —dijo el abogado.
—¿Qué quieres decir?
—Oíste que le decía a Locke que no se moviese de aquí; por lo tanto, debías
haber impedido que se marchase; cuando menos, debiste conseguir que esperase mi
regreso.
—Es difícil dominarle. Cuando se le mete una idea en la cabeza, no valen
razonamientos.
Mason la miró pensativamente durante unos segundos, y finalmente dijo:
—Bien, acláramelo todo.
—¿Qué es lo que debo aclarar?
—La forma en que decidió marcharse.
Della Street permaneció silenciosa. Un instante, sus miradas se encontraron, y
rápidamente ella apartó los ojos.
—¿Qué has hecho? —preguntó Mason.
Della sonrió ligeramente y dijo:
—Practicar leyes. Pensé que conocía la solución y que era una solución que tú no
deseabas darle, así que fui yo quien se la dio.
—¿Qué solución era ésa? —preguntó Mason, con voz fría.
—Están enamorados —dijo Della Street—. Querían casarse; Mosher Higley se lo
impidió. Luego, después de la muerte de Higley, no hubiera parecido bien que…
—En otras palabras, que les aconsejaste que se casaran. ¿No es eso?
—Sí. Le dije que si se casaba con Nadine no habría poder en el mundo entero
para obligarle a declarar, y que, por el contrario, si no se casaba con ella, le obligarían
a declarar, y que el hecho de que él estuviese enamorado de ella, no haría más que
empeorar las cosas.
Mason quedó silencioso durante unos segundos.
—¿Estás enfadado? —preguntó Della Street.
—No —contestó Mason, sonriendo—. Hiciste lo único que podías hacer. Ahora
esperemos que la Bar Association Committee de la Práctica No Autorizada de la Ley
no la tome contigo, mi joven señora.
Della Street sonrió.
—Es que, jefe, ese muchacho te había colocado en una situación muy
comprometida. Después de haberte dicho que había encontrado el cianuro, y que
faltaban cuatro pastillas… En fin, que tú podías hacer lo que quisieses, pero, fuera
como fuese, quedabas en entredicho a los ojos de la policía. En resumidas cuentas, no
eres su abogado; él es un testigo y te confió un hecho concreto y relacionado con este

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caso. Si hubieses ocultado este hecho, o le hubieses aconsejado que no diera parte de
él a la policía, te hubieses colocado en una posición imposible ante la Ley. Conozco
las leyes lo bastante para saber esto. También sé que en el caso de que el muchacho lo
declarase todo en un juicio, los jurados no dejarían de acusar a Nadine Farr.
Lamentarían tener que hacerlo porque John Locke es un buen muchacho; pero el
fiscal no dejaría de indicarles que la mayor prueba de benevolencia que se le podía
dar al joven era impedir su matrimonio con un homicida.
»Así que, cuando me dijo que había un sitio donde había posibilidad de encontrar
a Nadine, y que en ese sitio no era fácil que la policía consiguiese encontrarles a
ninguno de los dos, yo… Bien, pensé que a ti no te sería tan fácil explicarle que si
conseguía llegar a Yuma con Nadine y casarse con ella antes de que las autoridades
diesen con ellos, no le podrían obligar a declarar contra ella. Y, en tales
circunstancias, el caso tenía muchas probabilidades de no seguir adelante.
—Pero —dijo Mason— no ignoras lo que hará la Prensa. Recogerán cuantos
datos puedan del fiscal y de la policía, y lo presentarán todo como si Nadine fuese
realmente culpable de asesinato y se valiese de un precipitado matrimonio para cubrir
el expediente.
—Ya sé —dijo Della Street— que tardarán bastante tiempo en superarlo. Pero
más tardaría Nadine en superarlo si la declaraban culpable y la encerrasen. Cuando
saliese (suponiendo que saliese algún día) habría perdido su juventud, su vida y
también a su enamorado. John Locke se sentiría desgraciado durante algún tiempo;
luego, llegaría una chica compasiva que colocaría la pobre y dolorida cabeza de
Locke sobre su hombro, mientras le apartaba dulcemente el cabello de la frente.
Simpatizarían, ella le ofrecería un fraternal afecto, y no tardaría en convertirse en su
mujer.
—O sea, que no crees que la quiera lo bastante como para saber esperarla —dijo
Mason.
—Ahora sí que la quiere —contestó ella—. Pero, ¿quién es capaz de soportar una
espera indefinida? Piensa en la competencia existente en el mercado matrimonial.
Siempre habrá una chiquita lista dispuesta a explotar el truco de la simpatía fraternal.
—Bueno, me alegro de que lo hayas hecho, Della. Es probable que, de haberlos
localizado a los dos, yo mismo les hubiese aconsejado Yuma o Las Vegas, y el
matrimonio.
—Pues tú no les has sugerido nada parecido —dijo Della—. Tu conciencia está
completamente limpia. Yo le dije que, como abogado, no podías aconsejarle que se
casase con la cliente que te disponías a defender; pero que si él, espontáneamente,
decidía contraer matrimonio, se colocaba en una situación que le libraba de declarar
en contra de ella.
—De acuerdo —dijo Mason—. Tengo una pista de Jackson Newburn. Veamos
qué nos dice.
—Apostaría cualquier cosa a que se mostrará muy indignado y negará

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rotundamente haber estado con Nadine —dijo Della Street.
—Eso ya se lo ha dicho a Paul Drake, cuando ha hablado con él por teléfono.
—¿Y no podría ser que se hubiesen equivocado de hombre? —preguntó Della
Street.
—No, estoy tan seguro de ello que apostaría la piel —dijo Mason.
—¿No crees que…?
—No. Lo que yo creo, es que Jackson Newburn es un mentiroso, frío y educado.
—¿Esperas sonsacarle la verdad?
—Lo intentaré.
Mason condujo su coche hasta el Club del Gato Montés, en la calle de West
Adams, y, mientras aparcaba, Della Street le preguntó.
—¿Necesitas una testigo?
—La necesitaría —contestó el abogado—; pero creo poder conseguir mejor mis
propósitos si voy solo. Quédate en el coche, Della, y vigila la fortaleza.
El Club del Gato Montés estaba situado en una antigua residencia, considerada
muy elegante treinta años atrás; pero el crecimiento de la ciudad no había tardado en
rodearla de edificios dedicados al comercio y los negocios. Finalmente, sus ocupantes
decidieron trasladarse a otro barrio más tranquilo. Las edificaciones siguieron
multiplicándose, hasta convertirse aquello en una calle casi enteramente dedicada a
tiendas para clientes millonarios, academias de baile, y otras actividades por el estilo.
Los socios del Club del Gato Montés andaban en busca de una mansión como
aquélla. Al comprobar que el edificio en cuestión se amoldaba perfectamente a sus
aspiraciones, lo restauraron completamente, y en la actualidad se erguía con orgullo
junto a los demás.
Mason subió velozmente las escaleras que conducían a un zaguán ancho y bien
iluminado. Un conserje de color que lucía una impecable librea abrió la puerta, y
Mason le dijo lo que deseaba.
—Espere un momento —pidió el hombre—, voy a ver si está.
Se marchó, cerrando la puerta tras de sí. Mason esperó.
Unos minutos después se abrió de nuevo la puerta. Apareció un hombre esbelto,
de ojos grises y penetrantes y rápidos pasos de atleta. Le tendió la mano a Mason.
—¿Es usted Perry Mason? —preguntó.
—Sí. ¿Y usted es Newburn?
—El mismo.
Se dieron un apretón de manos.
—Perdóneme si no le invito a entrar —dijo Newburn—. Hay bastantes socios en
el club y es usted muy conocido. Nuestra entrevista podría dar lugar a… malas
interpretaciones.
—No se preocupe —contestó Mason—, he aparcado mi coche cerca de aquí y
podemos hablar en él.
—¿Ha venido usted solo?

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—Mi secretaria está conmigo y…
—En tal caso, nos sentaremos en un rincón del vestíbulo. Es un lugar como otro
cualquiera.
Sin esperar la aquiescencia de Mason, Newburn se dirigió con rápidos pasos al
más oscuro rincón del vestíbulo.
—Esta noche ha ocurrido un incidente que me ha disgustado —le dijo a Mason.
—¿Sí? —preguntó el abogado.
—Un detective me llamó por teléfono, e insistió en que yo había estado con
Nadine Farr a primeras horas de la tarde.
—¿Le pareció a usted una afirmación embarazosa?
—No; mejor diría que me pareció molesta.
—¿Por qué?
—Porque no estuve con ella.
—¿La conoce?
—Naturalmente.
—¿Existe algún motivo para que se sienta molesto ante la sugerencia de que
habló con ella?
—Pongamos las cosas en claro, Mason —dijo Newburn—. Soy un hombre
casado. Mi mujer es inteligente, atractiva y de ideas amplísimas, pero también es
femenina y humana. Se inclina a pensar que Nadine no desdeñaría tener una aventura
conmigo. No existe el menor motivo para que suponga semejantes cosas, pero es así.
Por ello, resultaría muy molesto que llegase a sus oídos la insinuación de que yo he
estado con Nadine esta tarde. No sé bajo las órdenes de quién trabaja el detective que
hizo esa declaración; pero puedo afirmarle que si semejante insinuación se hace en
presencia de testigos o se hace pública en la Prensa, tomaré las medidas necesarias
contra el responsable de ello. ¿Hablo claro?
—Desde luego.
—En tal caso, estoy dispuesto a contestar a las preguntas que me haga para
esclarecer este malentendido; pero no olvide que le he puesto en guardia sobre mi
actitud.
—Hablando sin rodeos —dijo Mason—. Si yo declaro que estuvo en compañía de
Nadine Farr, ¿está dispuesto a demandarme por daños y perjuicios?
—Declararé que su aseveración es falsa, y en el caso de que tal aseveración tenga
repercusiones desagradables en mi hogar, yo… Oh, ¿a qué viene todo esto, Mason?
Es usted abogado, comprende mi postura y yo confío en su discreción.
—De acuerdo —dijo Mason—. No se halla ningún testigo presente, tan sólo
estamos usted y yo. Dígame la verdad. ¿Estuvo usted con Nadine Farr?
—Sinceramente, no.
—¿Le telefoneó ella esta tarde?
—No, señor.
—¿Se enteró usted, de un modo u otro, de que Nadine se encontraba en el motel

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High-Tide?
Newburn rio, con la risa de quien aparta de sí una posibilidad absurda.
—Claro que no, Mason —dijo—. No se deje engañar por esas agencias
detectivescas. Debiera saber por experiencia que siempre facilitan informes que se
presten a que se les siga encargando trabajo. Adivinan lo que el cliente desea y…
—La gerente del motel —interrumpió Mason— dijo que un hombre joven,
conduciendo un Olds bicolor, había recogido a Nadine en el motel, y que se habían
marchado juntos.
—El Olds es un coche de tipo popular —dijo Newburn—. Estoy seguro de que
encontraría cientos de ellos, matriculados en estos alrededores, y también cientos de
hombres que respondan a mi descripción.
—Y —prosiguió Mason, haciendo caso omiso de la interrupción— la gerente dijo
que vio cómo el coche se dirigía a la estación de servicio que hay al final del bloque
de casas. Entonces, los encargados de la estación de servicio nos facilitaron el
informe de que alguien que conducía su automóvil de usted, y hacía uso de su tarjeta
de crédito, había repostado gasolina; y la firma estampada en el volante era, al
parecer, la firma de usted.
Cuando Mason dejó de hablar, Newburn le miró con incredulidad. Mason
encendió un cigarrillo. Tras un silencio que duró unos treinta segundos, Newburn
dijo:
—¿Quién está enterado de esto, además de usted?
—Yo lo sé —contestó el abogado— y lo saben en la Agencia de Detectives y
también la policía se enterará de ello en cuanto interroguen a la encargada del motel.
—¡Maldita sea! —exclamó Newburn, en el colmo de la exasperación.
Mason alzó las cejas.
—Me asombro de mi propia estupidez, por parar en esa estación de servicio. No
se me ocurrió que podían estar vigilándome.
—Las gerentes de los moteles sienten cierta curiosidad por las jóvenes atractivas
que se inscriben como si fueran solas, y que más tarde son recogidas por caballeros
bien vestidos y dueños de automóviles de lujo.
Newburn castañeteó un par de veces sus dedos, para desahogar su nerviosismo.
—¿Quiere un cigarrillo? —preguntó Mason.
Denegó con la cabeza.
—¿Y bien? —inquirió Mason, tras unos instantes de silencio.
—Estoy pensando.
—No creo que sea esta la solución acertada.
—¿Qué quiere decir?
—Que intenta inventar una historia que me satisfaga y al mismo tiempo le deje al
margen. Le aconsejo que no lo haga.
—¿Por qué no?
—Porque la historia que me pueda satisfacer a mí, puede no satisfacer a la

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policía… Por lo menos, no a la larga. Y si descubren que les ha ocultado usted algo,
entonces sí que habrá jaleo.
—Desgraciadamente —dijo Newburn—, la verdad resulta bastante complicada.
Mason contestó:
—Enfréntese con la realidad. Se trata de un caso de asesinato. Por muy
complicada que sea la verdad, va a resultarle todavía más complicado inventar una
historia en que encajen todos los hechos, y tarde o temprano se conocerán esos
hechos. Cuando su historia cambie en algo, deberá cambiarla; y si la cambia, la
verdad aparecerá entonces diez veces más complicada.
—Nadine necesitaba ayuda —dijo Newburn.
—¿Económica? —preguntó Mason.
—No fue eso lo que ella me dijo.
—¿Qué clase de ayuda necesitaba Nadine?
Newburn castañeteó de nuevo sus dedos, con nerviosismo.
—Tranquilícese —dijo Mason—. Si miente, no conseguirá más que enredarse
más aún.
—No me gusta que se me acuse de mentir —dijo Newburn fríamente—. Para su
gobierno, Mr. Mason, debo advertirle que no acostumbro a mentir.
—Ha tratado usted de engañarme a mí, hace un momento, le ha mentido a mi
detective, y es evidente que está tratando de inventar una mentira en estos momentos,
Newburn.
La voz del abogado sonaba impersonal, comprensiva y sin animosidad.
Jackson Newburn se enderezó y fijó los ojos en las duras facciones del abogado;
luego rio nerviosamente.
—Bueno, por una vez, me salí de mi conducta habitual, ¿no? Ello no altera el
hecho de que no soy ningún mentiroso…
Mason le cortó la palabra.
—Es usted un hombre deportivo. ¿Qué hace? ¿Juega al tenis?
—¿Cómo lo ha sabido?
—El movimiento de sus hombros, su modo de caminar. ¿Es usted buen jugador?
—Bastante bueno.
—¿Toma parte en campeonatos?
—A veces.
—¿Y gana?
—Últimamente, no. He estado demasiado ocupado para poder entrenarme.
—A eso quería yo llegar —dijo Mason.
—¿Qué?
—Ha de mantenerse en forma para ser un buen jugador de tenis.
—¿Y qué?
—Que le falta a usted entrenamiento para poder mentir con soltura. Se necesita
un entrenamiento enorme para ser un buen mentiroso. Y, sobre todo, un mentiroso

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capaz de engañar a la policía y a los reporteros en un caso de homicidio.
—Ya veo —dijo Newburn, tras un momento de reflexión.
Mason se mantuvo a la espera, dando lentas chupadas a su cigarrillo; por último,
Newburn dijo:
—De acuerdo, Mason, voy a contárselo todo, pero deseo que mis revelaciones
queden entre nosotros. Yo…
—No aseguro que conserve sus confidencias en secreto —dijo Mason—.
Represento a mi cliente. No puedo prometer nada.
—En estas condiciones no puedo decirle nada.
—¿Porque no le aseguro el secreto?
—Sí.
—Ni la policía ni los reporteros de la Prensa le asegurarán mantener sus
declaraciones en secreto —dijo Mason.
Newburn reflexionó unos segundos. Mason había llegado al final de su cigarrillo
y tiró la colilla.
—¿Bien? —preguntó.
Finalmente, Newburn se decidió a hablar:
—Siempre aprecié a Nadine. No en el sentido que mi mujer suponía, pero la
apreciaba. Era una buena chica, y, junto a Mosher Higley, era mucho lo que tenía que
soportar. Mosher era pariente de mi mujer, no mío, y mi mujer era su única familia.
No es que yo sea interesado o avariento, pero hubiera sido un imbécil de no saber
apreciar el hecho de que no tenía otra heredera. Con todo, Higley parecía obligado
con Nadine y yo simpatizaba con ella. Sue, mi mujer, no compartía mis sentimientos.
Creo que, en el fondo, Sue temía que Nadine influyese en el viejo y… En fin, que
consiguiese que él la mejorase en su testamento. El nacimiento de Nadine dio origen
a cierto escándalo. Es hija ilegítima. Mosher conocía el nudo del asunto y era amigo
de la familia de John Locke. No quiso que Nadine se casase con el joven.
—¿Por qué? —preguntó Mason.
—Porque sabía que Nadine era ilegítima y sabía que cuando la familia Locke
averiguase este detalle no estarían conformes con el matrimonio. También es posible
que aquel viejo amargado quisiese jugarle a Nadine una mala pasada. Vio que apenas
llegada aquí hacía amistades…
—¿Sabía Nadine que es hija ilegítima?
—No lo creo.
—¿Era Mosher Higley su padre?
Tras un momento de vacilación, Newburn dijo:
—No.
—Ahora —dijo Mason—, cuénteme su historia.
—¡Maldita sea, me molesta tener que hacerlo! —exclamó Newburn.
—Es un hecho que no ha tratado usted de disimular —comentó Mason.
—Bueno —soltó Newburn—, cuando supe que Nadine estaba en un apuro y que

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había hecho aquella confesión, yo… Mire, Mosher Higley había muerto, y en tanto
Cap’n Hugo seguía en la casa, ésta nos correspondía a nosotros, según el testamento
de Higley. Sue y yo estuvimos un rato allí, y…
—Acabe de una vez —dijo Mason—, no sé de cuánto tiempo disponemos. Ha
estado dudando y dando mil rodeos; ahora, por todos los santos, haga el favor de
decirme la verdad. Déjese de preliminares, y vamos al grano.
—Así lo haré —dijo Newburn—. Yo sabía que Nadine había ido a ver a un
doctor, y que bajo los efectos de una droga había confesado haber envenenado a
Mosher Higley, disolviendo en su chocolate unas pastillas de cianuro. No sabía yo
con seguridad lo que había dicho ella durante la confesión; pero sí conseguí
enterarme de que había llenado de perdigones una botella y, junto con las pastillas
sobrantes de veneno, la había tirado al lago… Entonces cogí de la casa una de esas
botellas, la llené de perdigones y añadí algunas pastillas de sacarina; después, la tiré
también al lago Twomby. Dejé dicho que necesitaba ver a Nadine lo antes posible.
Traté de ponerme en contacto con ella en varias ocasiones, pero mi mujer me vigilaba
con ojos de águila. Le envié a Nadine una nota, diciéndole que me telefonease en
seguida. Me telefoneó dos o tres veces; pero como Sue estaba en casa, hice como si
se tratase de una confusión de número. Finalmente, mi mujer se marchó y pude
hablar con Nadine.
—¿Cuándo tiró usted la botella al lago? —preguntó Mason.
—La noche pasada.
—¿Le vio alguien?
—No, nadie.
—¿No dejó huellas dactilares en la botella?
—Puse buen cuidado en borrarlas.
—¿Dónde consiguió la botella y las pastillas?
—Mi mujer calcula cuidadosamente las calorías, y también nosotros consumimos
un sucedáneo del azúcar. Fue precisamente por indicación nuestra que Mosher Higley
tuvo conocimiento de esas pastillas.
—Continúe —dijo Mason.
—Como es natural, a mí me convenía ver a Nadine para decirle que ya no tenía
por qué preocuparse: que cuando sondeasen el lago y encontrasen la botella, sólo
hallarían en ella pastillas de sacarina, y que esto derrumbaría su confesión.
—¿Le dijo usted eso?
—Sí.
—¿Qué ocurrió después?
—Me enteré de que la policía había encontrado la botella y de que todo estaba
listo. Escúcheme, Mason, como repita usted esto, yo… Bueno, la verdad es ésta.
—Muy bien —dijo Mason—, ahora voy a relatarle yo el final de la historia. La
policía llevó a cabo otro sondeo y encontró una segunda botella. Esta contenía
perdigones y pastillas de cianuro. La cosa se enredó de nuevo. Están buscando a

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Nadine. La policía cree que fui yo quien lanzó al lago una botella con pastillas de
sacarina.
—¡Cielos! —exclamó Newburn—. Si llega a saberse lo que hice, ello
representará la ruina de mi matrimonio. Sue pedirá el divorcio… tan cierto como que
estoy aquí.
—La policía no tardará en interrogarle —dijo Mason—. ¿Qué piensa usted
decirles?
—Les mentiré. Les diré cualquier cosa; ya pensaré algo.
—No puede usted hacer eso —dijo Mason.
Newburn, súbitamente irascible, exclamó:
—Maldita sea, Mason; me obligó a confesarle la verdad, bajo pretexto de que no
podía mentir. Yo… yo no voy a decirles nada de todo esto.
—No podrá evitarlo usted…
—Espere un poco —interrumpió Newburn—. Es usted el abogado de Nadine.
Usted está metido en esto. La policía cree que es usted quien tiró la botella al lago.
Pues…
—No se detenga —dijo Mason—. Siga la trayectoria lógica de su pensamiento, y
dará de bruces en el suelo.
—¡Váyase al diablo! —dijo Newburn—. Usted me aconseja en su propio
beneficio. Si la policía cree que fue usted el que tiró esa botella al lago, estoy
excluido de toda sospecha. Se las tendrán con usted y no conmigo.
—¿Y eso le parece honrado? —preguntó Mason.
—No me juzgue mal —contestó Newburn—. Mi mujer es una excelente
compañera. En conjunto, soy feliz. Va a heredar una propiedad en la que hay
petróleo. Usted mira por sus intereses, y yo por los míos.
Newburn echó a andar en dirección a la puerta de entrada del Club.
—Espere —dijo Mason—, usted…
—¡Le he dicho que se vaya al diablo! —exclamó Newburn—. Voy a buscarme un
abogado.
Abrió la puerta de golpe y salió dando un portazo. Mason permaneció absorto
durante unos instantes; luego, bajó despacio la escalera, dirigiéndose al coche donde
Della le estaba esperando.
—¿Qué hay? —preguntó Della Street.
—Quisiera haber tenido un testigo —contestó Mason.
—¿Qué ha dicho? —preguntó ella.
Mason puso en marcha el motor y describió con el coche una curva en forma de
U.
—Lo último que ha dicho es lo único que cuenta —dijo Mason—. Que me fuese
al diablo, y que iba a nombrar un abogado para que le aconsejase.
—Pero —dijo Della— ¿qué necesita consultar?
—Él es quien tiró al lago la botella con las pastillas de sacarina, la noche pasada.

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—¡Jefe! —exclamó Della con voz triunfante—. ¿Lo reconoció?
—Ante mí, sí. Pero es la última vez que lo ha reconocido —dijo Mason—. Va a
nombrar a un abogado, y mentirá contra viento y marea, en el estrado de los testigos.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó Della Street.
—Ahora —contestó Mason— podemos ir a comer algo.
Della reflexionó sobre el alcance de todo lo que Mason acababa de explicarle, y
acabó por decir:
—Ya no tengo hambre.

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Capítulo 12

Era casi medianoche. Della Street se hallaba sentada ante su escritorio y miraba
con preocupación a Mason. Oscuras ojeras subrayaban sus ojos.
Mason paseaba por el despacho. Llevaba paseando a aquel mismo ritmo desde
que regresaron, después de haber tomado una cena en la que incluyeron sendos
cócteles, que no consiguieron hacerles entrar en calor. Della apenas había probado su
steak y Mason había comido con el abstracto desinterés de quien consume su última
comida.
Mason detuvo su paseo.
—Vete a casa, Della —dijo.
—No me iré hasta que sepamos algo —contestó la muchacha, sacudiendo la
cabeza.
Mason miró a su reloj.
—Son las doce y cuarto. La policía se ha pasado toda la noche frente a la casa de
John Locke. A las diez y media habrán empezado a sospechar que Locke les daba
esquinazo. A las once y media, habrán tenido la certeza de ello. Y ahora, estarán
dando los pasos oportunos.
—¿Qué clase de pasos? —preguntó Della Street.
—Mira las cosas desde el punto de vista de la policía —dijo Mason—. Sabrán
que ha desaparecido Nadine, y que también John Locke ha desaparecido. Supondrán
que éste último puede ser un testigo contrario a ella. Tomarán medidas para proteger
ese testimonio.
—¿Crees que sospecharán que Nadine y Locke van a casarse?
—Los policías no son tontos —dijo Mason—. Estoy seguro de que, en estos
momentos, ya lo han pensado. Incluso, es fácil que hayan llegado a esta conclusión
hace una hora.
—¿Qué pueden hacer?
—Mucho.
—¿Qué?
—Entre otras cosas pueden vigilar las estaciones. Pueden dar aviso por teléfono a
Yuma y Las Vegas.
La única oportunidad de éxito que tienen Nadine y Locke es si han alquilado un
aeroplano y llegan a Yuma antes de que la policía se haya dado cuenta de su
desaparición.
Della Street parecía a punto de prorrumpir en llanto.
—Esto ocurre por culpa mía —dijo—. No reflexioné lo bastante. Si no me
hubiese anticipado, tú le habrías aconsejado a Locke que alquilase un aeroplano y…
—Un abogado no debe tomar iniciativas que destruyan las pruebas de un proceso
—dijo Mason.

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—Sí, pero pudiste decírselo indirectamente. Esperemos que no tardaremos en
saber algo.
Mason continuó su paseo por la habitación.
—¿Lo sabrá Paul Drake? —preguntó Della.
—Paul Drake domina siempre la situación —dijo Mason—. Él sabrá lo que
ocurre.
—Jefe —preguntó Della—, ¿cuántas pastillas de cianuro había en la botella que
encontró la policía?
—Lo ignoramos; la policía no nos hace confidencias… Al menos por ahora.
—¿Cuándo lo sabremos?
—Si Hamilton Burger es listo, no lo sabremos hasta el momento del proceso.
—¿Crees que habrá proceso?
—Sí, lo habrá.
—¿Aunque estén casados John y Nadine?
Mason vaciló.
—Pero si se han casado, si Locke no puede declarar, ¿cómo va a haber proceso?
—Hay algo en este asunto que no encaja —dijo el abogado—. Hay demasiadas
pastillas de cianuro. Recuerda que la policía sacó una botella del lago. John tiró en el
lavabo otra de ellas… o al menos eso dijo. Con esto ya tenemos dos botellas con
pastillas de cianuro. Luego tenemos otra botella con sacarina, que también fue
lanzada al lago. En total tenemos tres botellas, de las cuales, dos contienen cianuro.
—Pero fue Newburn quien tiró al lago la botella con sacarina…
—Sí, y va a negarlo —dijo Mason—. A la policía le encantará cargarme a mí esa
culpa. No serán muy duros con Jackson Newburn… siempre y cuando sepa inventar
una bonita historia que justifique su presencia en el motel en compañía de Nadine.
—Pero ¿es posible que lo consiga, jefe? ¿Va a ser capaz de urdir una mentira sin
que quede un cabo suelto que puedas asir en beneficio tuyo?
Antes de que Mason tuviera tiempo de contestar, sonó la estridente llamada del
teléfono. Della Street levantó el auricular.
—¿Hola? Sí, Paul.
Se oyeron unos sonidos chillones a través del receptor. Mason se había apoyado
en el escritorio, sin apartar los ojos del rostro de Della Street. No necesitaba ya que le
explicase nada; la expresión de la muchacha demostraba sobradamente la realidad.
—Oh, Paul —dijo Della, con voz entrecortada y los ojos llenos de lágrimas.
Mason se dirigió al armario guardarropa y cogió su sombrero, luego fue hacia el
interruptor de la luz.
—De acuerdo, se lo diré —dijo Della Street con voz llorosa, y colgó el auricular.
—Paul dice que nos abstengamos de seguir interviniendo en el caso —dijo,
dirigiéndose a Mason—. Han detenido a Nadine y a Locke cuando se hallaban a
medio camino de Yuma. El muy loco iba en su propio automóvil, y la policía tenía el
número de su matrícula. Los policías, triunfantes, han dado el informe a la Prensa.

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Della Street fue hacia Mason.
Mason le dio la vuelta al interruptor de la luz y rodeó con su brazo los hombros
de Della Street. En la cálida oscuridad de la oficina, la muchacha rompió a llorar.

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Capítulo 13

Paul Drake entró en el despacho particular de Perry Mason y, saludando a Della


Street, tiró sobre la mesa algunos periódicos.
—¿Está muy mal la cosa? —preguntó Mason, sin mirar los periódicos.
—Se han despachado a su gusto —contestó Drake—. Hamilton Burger se ha
mantenido en la más estricta ética. Se ha negado concretamente a hacer declaración
alguna, pero el sargento Holcomb, del Departamento de Homicidios, estaba allí y ha
hecho algunas declaraciones.
—¿En la misma oficina de Burger? —preguntó Mason.
—Sí, en la oficina de Hamilton Burger, y en presencia de un prudente Burger que
se limitó a afirmar de cuando en cuando con la cabeza las aseveraciones del sargento.
—Muy interesante —dijo Mason—. ¿Y cómo están ahora las cosas?
—No pueden estar peor. El sargento Holcomb declaró que ya había intervenido
en muchos casos en que Perry Mason intentó desorientarle mediante trucos
ingeniosos, y que la botellita con pastillas de sacarina no engañó a la policía ni por un
momento. Comprobaron que Nadine había conseguido el cianuro en el laboratorio en
que trabajaba John Locke; de manera que cuando éste no se presentó en su domicilio,
empezaron a investigar; no tardaron en enterarse de que Locke había sido recogido en
su restaurante favorito por un hombre que respondía a la descripción de Perry Mason.
Hacia las diez de la noche, cuando la policía se encontró ante la imposibilidad de
localizar a Locke y a Nadine, el muy versátil sargento Holcomb dio con la solución.
Establecieron varios controles en las carreteras que conducían a Yuma y Las Vegas,
con el fin de cortar el camino a la pareja, y lo consiguieron en las cercanías de Indo.
No les fue ni tan siquiera preciso montar patrullas, ya que Locke conducía su propio
automóvil y se conocía la matrícula del mismo.
—¡Qué listos! —dijo Mason con sarcasmo.
—¡Oh, los chicos se bañan en el agua de rosas de su propia admiración! —dijo
Drake—. Os aseguro que da náuseas. Han publicado fotografías de un rígido fiscal de
distrito que se niega a hacer declaraciones, debido a su respeto por la ética
profesional. En otras fotografías aparece el esplendoroso sargento Holcomb, fumando
un gran cigarro, y también hay fotografías de la llorosa pareja, cuando fueron
apresados en el momento en que se dirigían a Yuma con el fin de contraer
matrimonio.
—La modestia nunca fue la mayor de las virtudes del sargento Holcomb —dijo
Mason.
—Observa cómo resplandece Hamilton Burger —dijo Drake.
—Deja que resplandezca —contestó Mason—. ¿Se sabe algo de Jackson
Newburn?
—Le rodea el más fantasmagórico de los silencios —dijo Drake—. ¿Quieres leer

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estos papelotes?
—Ahora, no —dijo el abogado—. No nos torturemos, Paul. El golpe nos ha
dejado fuera de combate. Dejémosles contar hasta nueve. Luego nos levantaremos y
lucharemos de nuevo, aunque nos duela.
—Ya lo creo que duele —admitió Drake.
—¿Qué sabes de la vida privada de Nadine? —preguntó Mason—. Dijiste que
estabas enterado de todo.
Drake dijo:
—Todo empezó hace veinticinco años, cuando la madre de Nadine desempeñaba
el empleo de secretaria privada de Mosher Higley.
—¡Cielos! —dijo Della Street—. ¿Quieres decir que Nadine es verdaderamente
hija de Higley?
—No vayas tan de prisa —amonestó Drake—. No por mucho madrugar, amanece
más temprano.
—Mira, Paul —sonrió Mason—, cuéntanoslo a tu manera, pero rápidamente.
Drake dijo:
—Mosher Higley, junto con un socio llamado Wesley Mann Jennings, eran
dueños de un negocio de construcción. Rose Farr era la secretaria particular y gerente
a la vez. Conservaba en su cabeza una cantidad de datos tal, que se hubiese
necesitado todo un departamento de teneduría de libros para llevar a cabo el trabajo
que ella sola realizaba. Contestaba al teléfono, tomaba decisiones, enviaba mensajes,
y lo hacía todo en pocos segundos. Conocía mejor que nadie la marcha de aquel
negocio.
—No abrevies esta parte del relato, Paul —dijo Della Street—. Me gusta oírte
cantar alabanzas de las secretarias; siempre he opinado que no se nos aprecia lo
suficiente.
—Pues a ésta sí que la apreciaban —dijo Drake—. Tanto Higley como Jennings
reconocían sus cualidades; creo que incluso estaban enamorados de ella. Higley era
un hombre dado a la vida disipada, y Jennings estaba casado. Rose Farr prefirió a
Jennings. Pero hubo alguien que advirtió a su mujer, y ésta aprovechó la ocasión para
adueñarse de los bienes de Jennings, hasta obligarle a vender la parte que le
pertenecía en el negocio. Ya sabéis lo que ocurre en estos casos. Cuando un
matrimonio se deshace y el marido intenta relatar su historia, todo en ella suena a
falso, porque es incapaz de recordar cada acontecimiento diario de su vida
matrimonial. Pero cuando es la mujer la que sube al estrado a declarar, recuerda, con
precisión absoluta, cada vez que su marido gritó porque le faltaba un botón de la
camisa.
Della sonrió.
—Esa parte del relato sí puedes resumirla, Paul —dijo.
—Diablo, no explico más que la verdad —respondió Drake—. Cualquier mujer
puede, si quiere, coger dos meses de la vida de un matrimonio corriente; solamente

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con llevar un diario en que embellezca las cosas lo bastante, podrá demostrar que el
marido es un perfecto irracional. Pero, volviendo a la mujer de Jennings, ésta resultó
ser una arpía. Exigía dinero, dinero y más cantidades de dinero. Quería obligar a
Jennings a que dejara la sociedad, para quedarse ella con todo. Para hacer frente a sus
exigencias, Jennings y Rose Farr se pusieron a trabajar desesperadamente, y poder
reunir una cantidad que les permitiese librarse de ella. La eficiencia de Rose Farr en
el negocio fue una gran ayuda para Jennings. Su intención era, naturalmente, casarse
en cuanto hubiesen conseguido llegar a un acuerdo con la mujer de Jennings y le
concediesen el divorcio. Este era uno de los motivos de que se valía Mrs. Jennings
para aumentar sus exigencias.
—Continúa —dijo Mason—. ¿Qué sucedió? El hecho de que Nadine lleve el
apellido de su madre, hace pensar que…
—Aciertas; Wesley Jennings se pegó un tiro. Siete meses más tarde, nació
Nadine.
—¿Cómo pudo suicidarse, abandonando a Rose Farr en semejante situación? —
preguntó Della Street.
—Pues —contestó Drake—, según cómo lo mires, es una solución razonable. Es
posible que cuando Rose Farr se diera cuenta de que esperaba un bebé, Jennings se
considerase perdido. Precisamente su mujer estaba tratando de encontrar algo que le
permitiese añadir la acusación de adulterio a la acusación de crueldad mental.
—¿Qué ocurrió después? —preguntó Della Street.
—Rose Farr abandonó el negocio. Nadie supo adónde fue. Dio a luz a una niña, y
murió al cabo de unos meses.
—Bien, Paul, ahora llegamos al punto crucial del asunto. Rose Farr dejó escrita
una carta, la selló y la depositó en un Banco, con la orden de que le fuese entregada a
su hija Nadine cuando cumpliese los dieciocho años. Nadie sabe lo que Rose Farr
decía en esa carta. Le fue entregada a Nadine. Tal vez en ella Rose Farr le confesaba
a su hija que era ilegítima; pero también debió de decirle algo más que invitó a la
muchacha a reflexionar. El caso es que un mes después de haber leído esta carta,
Nadine Farr averiguó el paradero de Mosher Higley. Poco después, éste llevaba a
Nadine a vivir consigo, y al mismo tiempo le pagó sus estudios. Entre ellos no existía
el menor afecto. Higley la odiaba y por los hechos se deduce que incluso la temía.
—En una palabra —dijo Mason—, que había algo en aquella carta que cambió
todo el panorama.
—Debió de haberlo —dijo Drake con ligera vacilación.
La voz de Mason sonó especulativamente:
—Pudiese ser que Higley estafase a su socio, al separar sus bienes; pudiera ser
que hubiese algo turbio en la muerte de Jennings. Tal vez no se trató de un suicidio.
Quizá fue Higley quien apretó el gatillo y se las arregló de manera que pareciera un
suicidio. Empléate a fondo, Drake; necesito saber el contenido de esa carta.
—También quiere saberlo el fiscal del distrito —dijo Drake.

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—Este es un caso —dijo Mason— en que parece como si no fuésemos a
encontrar una tabla de salvación. Esa carta no servirá como prueba para demostrar
alguno de los hechos que desearíamos que quedasen en la sombra; pero puede
emplearse para demostrar que Nadine tenía un motivo. Estudiemos este asunto desde
el punto de vista del fiscal del distrito. Aquí tenemos a una hija ilegítima, resultado de
unas relaciones ilícitas. Llega a la edad de dieciocho años y entonces le entregan una
carta de su madre. En ella la ponen en antecedentes de algo relacionado con Mosher
Higley, que la habilita para coaccionarle. Si viviese Mosher Higley, podríamos poner
en claro la veracidad de los hechos denunciados en la carta; pero, no existiendo ya
Higley, eso no es posible y la carta tan sólo servirá para demostrar que Nadine tenía
un móvil.
Perry Mason prosiguió:
—Desde el punto de vista del fiscal del distrito, Mosher Higley no apreciaba a
Nadine Farr y ella no lo apreciaba a él. La muchacha poseía una prueba que lo ponía
a él en poder suyo. Ella le obligó a pagar su educación en escuela y colegio. John se
enamoró de Nadine. Higley era amigo de los padres de John Locke. No quería que el
muchacho se enamorase de una chica que, además de ser de nacimiento ilegítimo, era
una chantajista. Pero intentó portarse como un caballero. No se presentó en casa de
los Locke a contarles la historia. Se limitó a decirle a Nadine que debía marcharse.
Unos días después, Nadine diluye unas pastillas de cianuro en el chocolate de Higley,
y después se va a visitar a un médico, para confesarle que todo ha sido una horrible
equivocación.
Paul Drake se pellizcó el labio inferior.
—¿Y cómo vas a poder refutar semejantes afirmaciones, Perry?
—Si fuese capaz de encontrar la forma de desvirtuarlas, no sería abogado: sería
brujo.
—¿Crees que la policía conseguirá todos estos informes? —preguntó Drake.
—Tú los has conseguido —contestó Mason.
Drake reflexionó durante unos momentos.
—Sí, tienes razón; pensándolo bien, creo que encontrarán las mismas fuentes de
información, a poco que mediten en ello.
—Y no te quepa duda de que meditarán, Paul.
—Pero —dijo Drake— tú tendrás sobre ellos una ventaja… Podrás conseguir que
Nadine te diga el contenido de la carta.
—También puede conseguirlo la policía, Paul.
—¿Cómo?
Mason hizo un ademán como si escurriese un trapo mojado.

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Capítulo 14

Mason se hallaba sentado en la sala de visitas de la cárcel. Al otro lado de una


reja tupida y pesada, estaba Nadine Farr, más bonita y atractiva que nunca. Miraba a
Mason con ojos tranquilos y pensativos.
—¿Va a hacerme subir al estrado de los testigos? —preguntó la joven.
Mason la contemplaba ligeramente absorto.
—Hablemos claro, Nadine. Si sube usted al estrado de los testigos, tendrá que
hablar de la carta que le legó su madre.
Durante unos segundos la muchacha permaneció pensativa y silenciosa.
—Así es que —dijo Mason— será mejor que me diga lo que decía esa carta.
—Ya le he dicho que jamás se lo diré a nadie —dijo, sacudiendo la cabeza.
—Como abogado suyo, he de estar al corriente de estas cosas.
Nadine volvió a sacudir la cabeza.
—Es posible —prosiguió el abogado— que no se dé usted cuenta exacta de la
gravedad de la situación. Hamilton Burger va a acusarla de chantaje. Dirá que
coaccionó usted a Mosher Higley para que le diera una educación, un hogar y un
legado en su testamento.
—¿Y qué más? —preguntó Nadine.
—Esto predispondrá de tal manera al jurado en contra de usted, que a la más
pequeña prueba que se presente en contra suya, demostrando que envenenó a Higley,
dictarán un veredicto de homicidio de primer grado.
—¿Qué podemos hacer?
—Desmentiremos su acusación demostrando que usted no coaccionó a Higley.
Nadine le miró fijamente a los ojos:
—¿Y no se le ha ocurrido que mi razón para no dar explicaciones, es que el fiscal
está en lo cierto?
Mason alzó las cejas.
—Le coaccioné —dijo la muchacha— y lo que siento es no haberle exigido más.
Mason miró en derredor con preocupación. La matrona estaba sentada en el más
lejano extremo de la habitación.
—No hable con tanta amargura —dijo el abogado.
Nadine dijo:
—Mosher Higley era un asesino. Mató a mi padre y fue la causa de la muerte de
mi madre.
—¿Qué se hizo de la carta que le legó su madre?
—La quemé.
—¿Qué le decía su madre en esa carta?
—Intentaba hacerme comprender los motivos por los cuales yo vine al mundo de
forma ilegal —dijo Nadine—. Me explicaba los obstáculos que encontró en su

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camino. Eso era lo que intentaba decirme. Pero entre líneas advertí algunos detalles
que me dieron que pensar.
»Coincidiendo con la época en que mi padre se había suicidado, el negocio de su
asociado se vio envuelto en un escándalo a causa de la construcción de un gran
edificio destinado a escuela. Mosher Higley había amañado las cosas de manera que
mi padre fuese el responsable de ese trabajo, pero era Higley el que lo había dirigido.
Se achacó el suicidio de mi padre a haberse enterado de que mi madre esperaba un
hijo, en el momento en que su mujer se disponía a citar a Rose Farr como testigo en
el proceso de su divorcio. La verdad es que mi padre no se suicidó. Mosher Higley le
asesinó al enfrentarle mi padre con la prueba de que él era inocente de la estafa
cometida en la construcción de la escuela. Luego, hizo que su crimen fuese
interpretado como suicidio.
—Siga —dijo Mason secamente.
—Mosher Higley ignoraba lo que mi madre me decía en la carta que me legó.
Sabía tan sólo la existencia de una carta que debía serme entregada cuando cumpliera
dieciocho años. Averigüé que estaba terriblemente preocupado por lo que podían
decirme en esa carta. Se preguntaba hasta qué extremo estaría mi madre enterada del
asunto. Me arriesgué. Le dije a Mosher que en aquella carta estaba la prueba de que
él había asesinado a mi padre, de que había falsificado los libros para demostrar que
su socio carecía de fortuna. Le amenacé con contratar detectives que probaran que era
un asesino, que se había apoderado de un dinero que no le pertenecía a él sino a mí,
puesto que yo era hija de Jennings, a pesar de mi ilegitimidad.
—Prosiga —dijo Mason.
—Eso es todo. Accedió a que fuese a vivir con él, a pagar mis estudios, que, hasta
entonces, habían sido muy someros. Créame, la vida se había mostrado muy dura
conmigo. Era huérfana ilegítima y me habían correspondido todos los golpes. Quería
recibir una buena educación; lo demás no me importaba.
—¿Odiaba usted a Mosher Higley?
—Le odiaba profundamente, y él me odiaba a mí. Exteriormente, fingíamos cierto
afecto, porque yo vivía con él y tenía las obligaciones de una especie de ama de
llaves. Créame, he pagado por cuanto he recibido, pero el caso es que recibí. Hice el
mejor negocio que pude. No era precisamente el trato que yo hubiese deseado, pero
era el único que me daba la oportunidad de conseguir una educación que me
permitiera seguir adelante.
—Así, pues, cuando el fiscal diga que usted coaccionó a Mosher Higley…
—Dirá la verdad más absoluta —dijo serenamente Nadine Farr.
—Si al menos me hubiese usted venido a consultar cuando se enteró del
contenido de la carta de su madre; como abogado hubiese podido aconsejarle la
manera de llevar las cosas —murmuró Mason.
—No lo hubiera usted podido hacer mejor de lo que yo lo hice —interrumpió la
muchacha—. No olvide que no existía ni la sombra de una prueba. Lo único que

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cabía encontrar era una sospecha. Por eso tuve que correr el riesgo. Era libre para
intentar una coacción. Usted jamás hubiese podido aconsejarme esto.
Mason permaneció en silencio, reflexionando.
—No le hubiese aconsejado el chantaje, pero hubiese contratado detectives para
conseguir pruebas.
—No las hubiera logrado. Higley era demasiado listo. Había sabido disimular su
crimen. Pero yo sabía cómo asustarle y lo hice. De momento, todo marchó bien.
»Luego, poco a poco, llegó a la conclusión de que yo había estado engañándole.
No sé cómo lo averiguó, pero el caso es que lo supo. Cuando John y yo nos
enamoramos, jugó sus triunfos. Me ordenó que me marchase. Me amenazó con decir
a la familia de John que yo era una aventurera, una hija ilegítima y una chantajista.
Mason reflexionó en silencio.
—Y ahora, dígame qué repercusión tendrá todo esto en mi caso —dijo Nadine.
—Contribuirá a admitir la posibilidad de que usted matase a Higley.
—Eso es lo que yo temía. Me ha dicho que no debo mentirle a mi abogado. De
acuerdo, ahora ya conoce usted la verdad.
Mason se levantó de la silla y le hizo un signo a la matrona.
—Bien —dijo Nadine—, adivino, en su forma de eludir mis preguntas, que no
debo hacerme ilusiones sobre la decisión del jurado.
Cuando, al salir de la sala de visitas, Mason se enfrentó con los periodistas, su
rostro adoptó la dura expresión de un bloque de granito.
—¿Qué desean? —preguntó Mason, bajo el relampagueo de las luces de
magnesio.
—Cuéntenos la historia de Nadine —dijo uno de los reporteros.
Mason contestó con una sonrisa helada:
—Saben ustedes muy bien que no voy a relatarla. Se conocerá en el juicio, y no
antes.
—Conforme —dijo uno de los reporteros—, háblenos del caso. ¿Cuál es su
situación? ¿Cuál será la actitud de la defensa?
—La posición de la defensa —dijo Mason, hablando despacio— será demostrar
que mi cliente ha sido víctima de una larga serie de coincidencias. Y esto, señores, es
la única información que voy a darles.

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Capítulo 15

Según los habitantes del estado de California, el caso de Nadine Farr era uno de
aquellos que, como bien decían los periódicos, «lo reunía todo».
La acusada había sido universalmente descrita como una mujer de belleza
maravillosa. Se sabía que el hombre que la amaba se iba a ver obligado a declarar en
contra de ella, y que estaba a punto de casarse cuando la muchacha fue detenida.
También se sabía que el fiscal del distrito intentaría probar que la acusada, de
recatada actitud y gran belleza, era una chantajista empedernida; que envenenó a
Mosher Higley, cuando éste se rebeló a seguir siendo víctima de su coacción y se
negó a permitir que aquella joven de nacimiento ilegítimo, que le había, estado
coaccionando, contrajese matrimonio con el hijo de uno de sus mejores amigos.
Además, el caso tenía un aliciente legal. Perry Mason, el abogado de la defensa,
había sido descubierto cuando intentaba llevar a cabo uno de sus trucos poco
ortodoxos. El fiscal del distrito iba a probar que Mason había colocado «una prueba»,
consistente en una botella que contenía inofensivas pastillas de sacarina que tiró al
lago Twomby. No le iba a ser fácil probarlo, pero lo intentaría. Existía la duda de si se
admitiría como prueba en el juicio una cinta magnetofónica que la acusada había
impresionado cuando se hallaba semiinconsciente, bajo la influencia de una droga.
En los centros competentes se comentaba que, por una vez, la defensa de Perry
Mason no se tenía en pie. Lo único que le cabía hacer era montar un número de
prestidigitación a base de técnica legalidad e ingenuidad forense.
Si era o no capaz de llevar a cabo cosa semejante constituía tema de muchas
especulaciones. Tenía cien probabilidades contra una de no salir airoso en su empeño.
La opinión general era que le había acompañado la suerte en demasiadas ocasiones.
Hamilton Burger se lanzaba a la lucha. Los jurados habían sido nombrados,
confinados y juramentados. Hamilton Burger abrió el juicio con un discurso que era
una obra maestra de invectivas sarcásticas, y que cerró con la siguiente declaración:
—Ustedes, señores y señoras del jurado, habrán leído sin duda el proyecto de la
defensa, consistente en demostrar que la acusada ha sido víctima de una serie de
coincidencias. La parte fiscal espera probar que la acusada envenenó deliberadamente
a Mosher Higley, que dicha acusada es una homicida y una chantajista y que se
prendió en las redes de su propia iniquidad.
Hamilton Burger saludó con una inclinación al jurado y regresó a su sitio, con el
vindicativo aspecto de un oso que se sintiese con poder y fuerza para barrer cualquier
obstáculo.
—¿Desea la defensa hacer alguna declaración preliminar? —preguntó el juez
Ashurst.
—No por ahora —contestó Mason.
El juez se volvió en dirección al fiscal del distrito.

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—Presente a su primer testigo —dijo.
—El doctor Medley P. Granby —voceó Burger.
El doctor Granby se adelantó y prestó juramento.
—Suplico que detalle las atribuciones del doctor como químico y cirujano, para
mayor claridad en el contrainterrogatorio.
—De acuerdo —dijo Burger—. Doctor, ¿su nombre es doctor Medley Prosner
Granby, y es usted el médico que asistió a Mosher Higley durante toda su vida y en
su última enfermedad?
—Sí, señor.
—¿Asistió usted a Mosher Higley en el momento de su muerte?
—Llegué poco después del fallecimiento de Mosher Higley.
—¿Qué aspecto físico ofrecía en aquellos momentos? ¿Qué observó usted?
—Pude observar cierta rigidez en su epidermis, y que allí, al parecer…
—Protesto —interrumpió Mason— de que se haga declaración alguna basada en
lo que pudiéramos llamar rumores. Me figuro, doctor, que se disponía usted a aludir a
los comentarios que hicieron las enfermeras que atendían al paciente.
—Es cierto.
—Tales aseveraciones quedan consideradas como rumores —dictó el juez
Ashurst—. Limítese a describir el aspecto físico del difunto.
—Observé una determinada rigidez de la epidermis. Observé que el hombre había
estado bebiendo chocolate cuando sobrevino el fatal…
—Un momento —intervino Mason—, hago notar que esta segunda parte de la
contestación es una conclusión a la que ha llegado el testigo y que nada tiene que ver
con la pregunta que se le ha hecho. El hecho de que el difunto hubiese estado
bebiendo chocolate es una definida conclusión del testigo.
—Se trata de un testigo experto en medicina y está en su derecho para dar su
opinión —dijo Burger.
—Está en su derecho para exponer conclusiones profesionales —dijo Mason—;
pero no es un experto en pruebas circunstanciales. Ha de limitarse a decir lo que vio y
puede hacer deducciones profesionales, bajo las circunstancias propias.
—Oh, con la venia de la Sala —dijo Hamilton Burger—, esto son evidentemente
tecnicismos.
—El defensor hace constar —dijo Mason— que, en las circunstancias de este
caso, el defensor se propone apelar a todos los tecnicismos que ofrece la Ley, en
favor de su cliente. Estos detalles que el fiscal llama tecnicismos no son otra cosa que
la salvaguarda que la Ley facilita al defensor para que evite que el defendido sea
acusado injustamente. La defensa insiste en que no se desestime ninguna de estas
salvaguardas.
—Se acepta la objeción de la defensa —dijo el juez Ashurst—. Lo relativo a que
el difunto había bebido chocolate no será tenido en cuenta.
—Muy bien —dijo Hamilton Burger, exasperado—. ¿Qué vio usted exactamente,

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doctor? Habrá entendido las objeciones que han sido levantadas por la defensa.
Díganos lo que vio con sus propios ojos.
—Vi a Mosher Higley. Era mi paciente. Estaba muerto. Observé cierta rigidez en
la epidermis. Vi, en el suelo, los fragmentos de una taza rota. Vi chocolate o un
líquido que yo supuse que era chocolate caliente, porque olía como el chocolate,
vertido en el suelo, y en la camisa de noche que cubría a Mosher Higley.
—Ahora bien —dijo Hamilton Burger—, ¿estuvo usted presente cuando se
exhumó el cuerpo de Mosher Higley, de acuerdo con la orden que dictó este tribunal?
—Estuve presente.
—¿Asistió a la autopsia que se le hizo al cadáver?
—Asistí a ella.
—¿Llegó usted a una conclusión en cuanto a las causas que provocaron la muerte
de Mosher Higley, al practicar la autopsia?
—Sí.
—¿A qué conclusión llegó?
—Comprobé que Mosher Higley había fallecido a causa de envenenamiento.
—¿Averiguó de qué clase de veneno se trataba?
—Cianuro de potasio.
—Contrainterrogatorio —dijo triunfalmente Hamilton Burger.
Mason dijo:
—Doctor, cuando vio a Mosher Higley, ¿observó todos los síntomas que acaba de
subrayar el fiscal?
—Observé esos síntomas.
—¿Se detuvo a estudiarlos?
—Pues, no. Los vi; eso es todo lo que puedo decir.
—¿No los estudió usted cuidadosamente?
—Entonces, no.
—¿Por qué?
—Porque no se me había ocurrido el posible significado de estos síntomas.
—¿Fue usted llamado en calidad de médico?
—Sí.
—¿Sabía usted que el hombre había fallecido?
—Sí.
—¿Y usted comprobó que había fallecido a causa de una trombosis coronaria?
—No pude comprobarlo porque los síntomas no eran de trombosis coronaria, sino
de envenenamiento por cianuro de potasio o monóxido de carbono. La rigidez de la
epidermis es uno de sus síntomas.
—Pero ¿lo notó usted en aquellos momentos?
—Sí.
—¿Y no consideró este síntoma como relacionado con la causa de la muerte?
—Pues, en cierto modo.

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—En aquellos momentos ¿ello no le sugirió la posibilidad de un envenenamiento
por cianuro de potasio?
—Entonces, no.
—¿Por qué?
—Porque, entonces, yo no estaba al corriente de ciertos hechos que después han
cambiado todo el aspecto de la situación.
—¿Cambió usted de opinión más tarde, cuando le pusieron en antecedentes de
esos hechos?
—Sí, y también cuando asistí a la autopsia del cadáver, tras la exhumación.
—¿Fue entonces cuando tomó en consideración la rigidez de la epidermis?
—Sí.
—Y eso, según acaba de decir, fue después de haberse enterado de determinados
hechos que le contaron y que le parecieron significativos.
—En cierto modo, sí.
—De manera que su opinión en cuanto a la muerte de Mosher Higley varió a
causa de lo que le habían contado…
—No, señor; no es eso.
—¿Cambió usted de opinión en cuanto a lo que significaba la rigidez de la
epidermis del difunto, debido a lo que posteriormente le contaron?
El doctor vaciló y miró desorientado al fiscal.
—Dije eso en vista de la historia que rodea a este caso.
—Cuando hace referencia a la historia de este caso, ¿alude a lo que le contaron?
—Sí.
—De manera que su cambio de opinión obedece a unos rumores que llegaron a
usted…
—Yo no he dicho eso.
—Usted cambió su criterio en lo que se refiere a la rigidez de la epidermis a
consecuencia de unos hechos que no son más que rumores.
—Pues, sí. Si lo quiere usted decir de esa manera.
—Gracias —dijo Mason—. Eso es todo, doctor.
—Un momento —terció Hamilton Burger—, hay una pregunta que quizá debí
haber hecho. Creí que el contrainterrogatorio pondría en evidencia cierto aspecto del
asunto. Doctor, ¿por qué dice usted ahora que Mosher Higley falleció a causa de un
envenenamiento causado por cianuro de potasio?
—Con la venia del tribunal —dijo Mason—, me opongo a esta pregunta. Debió
ser hecha en el primer interrogatorio directo. Se ve claramente lo que ha ocurrido: el
fiscal del distrito omitió estudiar esta parte del caso, porque supuso que en mi
contrainterrogatorio aparecerían los hechos con más espectacularidad. Si ha aceptado
este riesgo, debe atenerse a sus consecuencias.
El juez Ashurst se frotó la barbilla; al parecer, estaba indeciso.
—Si Su Señoría me permite, yo… —dijo Hamilton Burger.

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El juez Ashurst negó con la cabeza.
—Señor fiscal, creo que la situación habla por sí sola —dijo—. La objeción del
defensor queda atendida por concordar con lo que la ley establece. Sin embargo, debo
recordarles que las funciones de este tribunal son administrar la justicia, y no actuar
de árbitro en los litigios legales entre fiscal y defensor. Es, desde luego, correcto que
el fiscal tienda celadas a la parte contraria, con el fin de que ciertos hechos que
podrían no ser tenidos en consideración cuando el primer interrogatorio se pongan en
evidencia para desorientar al contrainterrogador. En este caso concreto, el tribunal
tiene la seguridad de que el señor fiscal tendía una de esas trampas, que el defensor
ha sido lo bastante hábil para discernir. Sin embargo, este tribunal, teniendo en cuenta
que el curso de los interrogatorios debe ser dirigido por el tribunal, y que la pregunta
que el defensor ha objetado puede variar la exactitud de los hechos, está dispuesto a
permitir que el testigo conteste a la pregunta. Pero el tribunal insiste en recordar al
señor fiscal que los derechos técnicos del defensor serán cuidadosamente protegidos.
Como muy bien ha dicho el señor defensor, estos tecnicismos no son sino las
salvaguardas que la ley ofrece para proteger al acusado. Me permito recordarles de
nuevo que el tribunal no está dispuesto a consentir más torneos legales en esta sala. Y
ahora, doctor, haga el favor de contestar a la pregunta que se le ha hecho.
El doctor Granby aclaró oportunamente su garganta y dijo:
—En un principio, llegué a la conclusión de que el difunto había fallecido
probablemente a causa de una trombosis coronaria. La autopsia me demostró que no
existía trombosis coronaria. Con todo, la autopsia no reveló la causa de la muerte. El
cuerpo había sido embalsamado. Y de ello se deducía que la prueba de la causa de la
muerte había desaparecido al ser inyectado en el cuerpo el líquido usado para el
embalsamamiento. El cianuro de potasio es un veneno que queda destruido por la
solución para embalsamar. La rigidez de la epidermis es otro de los síntomas del
envenenamiento por cianuro de potasio. Ante todos estos hechos, mi opinión
profesional como médico es que el difunto murió por un envenenamiento producido
por cianuro de potasio.
—Eso es todo —dijo Hamilton Burger—. Puede contrainterrogar.
—Es decir —dijo Mason—, que lo único que le hace afirmar ahora que el difunto
falleció por envenenamiento de cianuro de potasio es que no ha encontrado otra
posible causa de su fallecimiento.
—En cierto modo, esto es verdad.
—¿Está usted al corriente, doctor, de que en un determinado porcentaje de casos
los mejores patólogos de la región son incapaces de determinar la causa de una
muerte?
—Sí, pero ese porcentaje es muy pequeño.
—¿Qué porcentaje hay?
—No creo que esto tenga nada que ver con este caso.
—Yo sí lo creo. Haga el favor de decirme cuál es el porcentaje.

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—Es variable.
—¿Quiere usted decir que la cantidad del porcentaje fluctúa?
—Sí.
—¿Cuáles son los porcentajes de esta fluctuación?
—Dependen de la eficiencia del patólogo.
—Tengo entendido que los cirujanos encargados de autopsias son eficientes en
grado sumo. ¿No existe un porcentaje de casos en que la ciencia médica es incapaz de
dictaminar las causas de una muerte?
—Pues…, sí, existe un cierto porcentaje.
—¿Cuál es?
—Lo ignoro.
—¿Es posible que alcance un diez por ciento?
—No lo creo. Estoy casi seguro de que no llega a tanto.
—¿Lo ignora?
—Sí, lo ignoro.
—¿Pero sí sabe que existe un cierto número de casos en que los patólogos no
consiguen determinar las causas de una muerte por medio de la autopsia?
—Sí.
—Entonces, ¿aseguraría usted que todos esos casos son muertes provocadas por
cianuro de potasio?
—Claro que no.
—Pero ahora usted ha dictaminado que el difunto murió envenenado por cianuro
de potasio, tan sólo porque no consiguió encontrar otra posible causa, ¿no es cierto?
—Bien, esto es complicar mucho las cosas; yo lo diría de otra forma.
—¿Cómo lo diría usted? —preguntó Mason.
—Yo comprendí que debía haber una causa que provocara la muerte.
Considerando que no pude encontrarla al practicar la autopsia, y considerando que el
cadáver había sido embalsamado, llegué a la conclusión de que las causas de la
muerte habían sido destruidas por la autopsia.
—O sea, como no encontró la causa de la muerte, usted supuso que había sido
provocada por cianuro de potasio…
—Sí.
—Y ahora, ¿sabe usted que incluso en ocasiones en que no ha habido
embalsamamiento existe un buen porcentaje de casos en que los médicos no
consiguen encontrar las razones de una muerte?
—No es un porcentaje de diez por ciento, como ha sugerido usted.
—¿Cómo lo sabe?
—Bien, yo…, yo aseguro que no lo es. Creo que es un porcentaje mucho más
bajo. Tal vez alrededor de un cinco por ciento.
—¿Habla usted por experiencia propia?
—Sí. El porcentaje de autopsias que no han arrojado un resultado positivo es tan

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pequeño que ni merece la pena aludir a él.
—¿Calcula usted, quizá, de un tres a un cinco por ciento?
—¡Oh, digámoslo así! En realidad, no tengo por qué fijar ninguna clase de
porcentajes.
—Así, pues, en el caso que nos interesa, al no encontrar la causa que determinó la
muerte, y teniendo en cuenta que el cadáver había sido embalsamado, ¿decidió usted
que la causa de dicha muerte había sido destruida por el líquido del
embalsamamiento, y que, por lo tanto, dicha muerte fue provocada por un
envenenamiento de cianuro de potasio?
—Es una manera bastante arbitraria de presentar los hechos, pero contestaré
afirmativamente.
—¿Se ha encontrado usted en otros casos en que le haya sido imposible
dictaminar las causas de un fallecimiento, antes de proceder al embalsamamiento?
—Sí.
—¿En un tres a un cinco por ciento de casos, doctor?
—Pues, sí.
—¿Certificó usted en esos casos que la muerte había sido provocada por cianuro
de potasio?
—No sea absurdo. ¡Claro que no!
—¿Dictaminó como envenenamiento por cianuro de potasio alguna de esas
muertes?
—No.
—En tales ocasiones, ¿certificó usted que desconocía la causa del fallecimiento?
—Yo… no.
—¿No conocía usted las causas que habían provocado el fallecimiento? ¿Fue
usted incapaz de encontrarlas?
—Eso es.
—Pero ¿es eso lo que consignó en el certificado de defunción?
—Míster Mason, un certificado de defunción tiene que consignar una causa de
defunción. Es costumbre reconocida entre los que practicamos la medicina
determinar con una fórmula apropiada las causas de un fallecimiento, cuando se
desconocen los verdaderos motivos.
—En otras palabras: cuando no conocen las causas que han provocado una
muerte, ustedes no tienen más que exprimir un poco la imaginación, ¿no es cierto?
—Verá, estamos obligados a certificar algún motivo.
—Comprendo. En los casos en que no pudo dictaminar la causa exacta de un
fallecimiento, usted se limitó a salir del paso dictaminando una cualquiera. ¿No es
eso?
—En semejantes casos, sí.
—O sea, que usted ha falsificado deliberadamente sus certificados de defunción
en un porcentaje de tres a cinco por ciento, ¿es así?

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—No los falsifiqué.
—¿Sería incorrecto hacerlo?
—No lo sé.
—Pero usted asevera en esos certificados que conoce las causas del
fallecimiento…
—Todos los médicos lo hacen.
—¿Y usted también?
—Sí; puede usted salirse con la suya.
—Y el caso que nos ocupa es similar a esos casos; con la diferencia de que en
éste usted ha dictaminado que la muerte ha sido provocada por un envenenamiento de
cianuro de potasio.
—Este caso no es del todo similar a los demás.
—¿Por qué?
—Porque hay pruebas de la posibilidad de un envenenamiento por cianuro.
—¿Qué pruebas son ésas?
—El color de la epidermis del difunto es una de ellas.
—Pero usted ya había comprobado ese detalle cuando certificó la defunción por
trombosis coronaria, ¿no es cierto?
—Sí.
—¿Qué otras pruebas quedan?
—Pues, naturalmente —soltó con brusquedad el doctor Granby—, existe la
confesión de la acusada, ella misma ha reconocido…
—Comprendo —dijo Mason—. Usted se ha enterado de la declaración de la
acusada, y sabe que en ella confiesa haber empleado cianuro de potasio. Debido a
ello, concluye que la muerte de Mosher Higley ha sido provocada por cianuro de
potasio.
—Sí, ése ha sido uno de los motivos que me han inducido.
—Este es, pues, el único motivo que le es posible presentar, ¿no es cierto, doctor?
—Este y el hecho de que no hubiese ningún motivo visible que justificase el
fallecimiento.
—Sin embargo, ha reconocido usted hace un instante que se da un cierto
porcentaje de casos en que le fue imposible dictaminar las causas de un fallecimiento.
—Sí.
—Pero en el certificado no lo reconocía usted así…
—En el certificado inscribí una causa.
—A pesar de que no pudo encontrar las que provocaron una muerte, usted
certificó que existía una causa determinada…
—Mi actitud en tales casos es compartida y aceptada en la práctica de la
medicina.
—Eso es todo —dijo Mason en tono concluyente.
Hamilton Burger y su asesor cuchichearon unos momentos; era obvio que la

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declaración del médico no les había gustado, pero no sabían cómo arreglar tal
perjuicio.
—¿No desean hacer más preguntas? —dijo el juez Ashurst.
—No —dijo Burger, sacudiendo la cabeza—, no deseo hacer más preguntas.
El siguiente testigo de Hamilton Burger era Marilyn Bodfish, la enfermera diurna
que estuvo de turno el sábado en que sobrevino el fallecimiento de Mosher Higley. La
testigo declaró que era costumbre de la acusada, Nadine Farr, hacerse cargo del
cuidado del anciano a mediodía, para dar a la enfermera un rato de descanso; en aquel
preciso día lucía un sol espléndido, por lo que la testigo se dispuso a tomar un baño
de sol en un patio cerrado, que había entre el garaje y la valla del jardín. Poco tiempo
después la sobresaltó el sonido del timbre eléctrico, que estaba emplazado sobre el
garaje. A toda prisa, se vistió con lo primero que halló a mano y corrió a la casa.
Encontró a Mosher Higley preso de convulsiones, y dando evidentes muestras de
asfixia y náuseas. En el suelo vio una taza rota y chocolate derramado. También en la
camisa de noche del anciano se advertían manchas de la misma infusión. La testigo
observó entonces que el chocolate aún estaba caliente.
—¿Observó usted algo más? —preguntó Hamilton Burger.
—Me llamó la atención cierto olor.
—¿Qué clase de olor?
—Un determinado olor a almendras amargas.
—En sus conocimientos como enfermera, ¿no entra el estudio de los venenos?
—Sí, señor.
—¿Sabe lo que significa el olor a almendras amargas?
—Así es como huele el cianuro de potasio.
—¿Notó usted ese olor en aquellos momentos?
—Lo noté.
—¡Contrainterrogatorio! —exclamó Hamilton Burger, con tono de triunfo.
—¿Cuándo se dio usted cuenta de lo que significaba ese olor? —preguntó Mason.
—Lo noté cuando me incliné sobre mi paciente. Yo…
—Conteste a mi pregunta —interrumpió Mason—. ¿Cuándo se dio usted cuenta,
por primera vez, de lo que ese olor significaba?
—Oh, más tarde, cuando me enteré de que existía la posibilidad de un
envenenamiento por cianuro de potasio.
—¿Se hallaba usted en la habitación cuando llegó el doctor Granby?
—Sí, señor.
—¿Le dijo usted entonces que notaba olor a almendras amargas?
—No, señor.
—¿Le dijo el doctor Granby que notaba olor a almendras amargas?
—No, señor. Ninguno de los dos aludimos a ello.
—¿Estaba usted presente cuando el doctor Granby firmó el certificado de
defunción atestiguando que la muerte de Mosher Higley tenía por causa trombosis

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coronaria?
—Me hallaba presente cuando el doctor dijo que era ésta la causa del
fallecimiento.
—¿No le sugirió usted entonces que tal vez aquella muerte estribase en otra
razón?
—Claro que no. No entra en las funciones de una enfermera el corregir los
diagnósticos de un médico.
—¿Pensó usted en aquellos momentos que el diagnóstico era equivocado?
—Yo…
—Señoría —intervino Hamilton Burger dirigiéndose al juez Ashurst—, esta
testigo no es una experta en medicina: es una enfermera; ha recibido una cierta
enseñanza, y es capaz de atestiguar algunos hechos; pero estas preguntas no son las
indicadas para un contrainterrogatorio.
—Estas preguntas —dijo Mason— son indicadas en un contrainterrogatorio. La
testigo acaba de declarar que en aquellos momentos percibió el olor a almendras
amargas, y que sabía que ese olor correspondía al cianuro de potasio. Es de suma
importancia saber si advirtió de ello al doctor (cosa que a no dudar hubiera hecho, si
hubiese notado un olor sospechoso), o bien si esa idea no acudió a su mente más que
cuando se la sugirió la policía.
—Esto —dijo Hamilton Burger— es un falso testimonio. No hay ninguna prueba
de que la policía le sugiriese esta idea.
—Si se me deja continuar con el contrainterrogatorio, podré demostrar de dónde
parte esa idea —dijo Mason.
—Un momento —dijo el juez Ashurst—, estos coloquios entre el fiscal y el
defensor son improcedentes. Se le ha hecho una pregunta a la testigo. Es cierto que la
testigo no está capacitada para diagnosticar la causa de una muerte; pero en este
momento se discute tan sólo la conducta de la testigo en un momento determinado.
Por tanto, la objeción del señor fiscal queda rechazada.
—¿Comentó usted con alguien en aquellos momentos que había percibido olor a
almendras amargas?
—No.
—En aquel entonces, y antes de hablar con la policía y con el juez del distrito,
¿pensó usted que aquel olor podía tener algún significado?
—No.
—¿Asoció usted en aquellos momentos el olor a almendras amargas con el
cianuro de potasio?
—Pues… no, no fue entonces.
—¿Y no fue hasta más tarde cuando fue interrogada por la policía y le
preguntaron si no había algo que, pensándolo bien, le llamó la atención en aquellos
momentos como prueba de la existencia de cianuro; no fue tan sólo entonces cuando
llegó a esta conclusión?

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—No me interrogó la policía sino el señor fiscal.
—¡Ah, fue el señor fiscal, en persona! —dijo Mason, haciéndole una inclinación
a Hamilton Burger—. ¿Fue entonces cuando por primera vez se le ocurrió a usted
recordar este hecho?
—Bueno, ésa fue la primera vez que lo declaré.
—Es decir, que ésa fue la primera vez que apreció el significado de lo que había
olido…
—Sí.
—¿Míster Hamilton Burger le preguntó si había notado algo que indicase un
envenenamiento por cianuro?
—Sí.
—¿Le dijo míster Hamilton Burger que el olor a almendras amargas correspondía
al del cianuro, y le preguntó después si había percibido ese olor?
—Sí.
—¿Le hizo esta pregunta antes de que usted declarase haber notado el olor a
almendras amargas?
—Su pregunta me lo recordó.
—¿Fue ésa la primera vez en que usted lo recordó?
—Sí.
—¿Fue entonces cuando creyó recordarlo?
—Fue entonces cuando recordé haberlo olido.
—Eso es todo —dijo Mason sonriendo.
Hamilton Burger dijo:
—Con la venia de la sala, el próximo testigo es un testigo hostil. Sin embargo, es
necesario someterle a interrogatorio. Doctor Logbert P. Denair, ¿hará el favor de
acercarse y prestar juramento?
El doctor Denair se acercó y prestó juramento; declaró sus actividades como
médico, cirujano y psiquiatra, y subrayó la relación que le unía a la acusada.
—¿Es cierto que el día quince de septiembre del año en curso la acusada le
consultó a usted en calidad de paciente?
—Sí.
—¿Decidió entonces que la paciente padecía de agudo complejo de culpabilidad?
—Protesto —dijo Mason—, esta pregunta es contraria al derecho de secreto
profesional existente entre un médico y su paciente.
El juez Ashurst reflexionó unos instantes y finalmente dijo:
—Se acepta la protesta.
—¿Le indicó usted a la paciente que le convenía someterse a una administración
del suero de la verdad?
—Repito la protesta —dijo Mason.
—De nuevo se acepta la protesta.
—¿Le administró usted a la acusada, después del diecisiete de septiembre, el

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llamado suero de la verdad?
—Se lo administré.
—El efecto de esa droga, ¿no es librar al paciente de las defensas mecánicas que
le impiden declarar hechos que le parecen perjudiciales?
—Sí.
—¿Usó usted en aquella ocasión un magnetofón?
—Sí.
—¿Hizo en aquella ocasión el paciente alguna declaración que quedase registrada
en la cinta del magnetofón?
—Con la venia del tribunal —dijo Mason—, he de objetar que lo que se relaciona
con este tema no es susceptible de ser discutido en este juicio. Es un hecho
concluyente que la paciente se encontraba bajo el efecto de una droga, por lo cual
nada de lo que ella aseverase en tales circunstancias puede ser tenido en cuenta, ya
que pudo tratarse de un espejismo producido por una imaginación drogada. Por lo
demás, todo ello está sujeto al derecho de secreto profesional; y, finalmente, aun
suponiendo que existiese en la cinta magnetofónica semejante confesión, no hay
motivo que la justifique como cierta, ya que no se ha probado que exista corpus
delicti.
—Ahora —dijo el juez Ashurst— estamos llegando al nudo de la controversia
legal, que el tribunal esperaba que se suscitaría en este caso. En mi opinión, esta
controversia debiera tener lugar sin la presencia del jurado. Sin embargo, tal y como
el caso se presenta, este tribunal hace observar que la decisión que se tome
difícilmente justificará las objeciones que puedan presentarse. Según creo entender, el
señor fiscal pretende dejar sentado que se grabó esa cinta magnetofónica, y después
despedir al doctor. Desea, además, que esa cinta magnetofónica sea considerada
como prueba contra la acusada y que los componentes del jurado tengan ocasión de
escucharla.
—Así es, Señoría —dijo Hamilton Burger.
—Pero —dijo Mason— hay que estudiar los hechos que se relacionan con este
asunto y éste es un momento muy a propósito para estudiarlos.
—Estoy dispuesto a negar toda clase de objeciones —dijo el juez Ashurst—,
hasta que no hayamos eliminado todos los preliminares que puedan entorpecer la
marcha del juicio.
—¿Impresionó usted la declaración de su paciente en la cinta magnetofónica? —
preguntó Hamilton Burger.
—Sí.
—¿Qué hizo usted con esa cinta magnetofónica?
—La guardé en mi caja fuerte.
—¿Qué ocurrió después?
—Mi enfermera se la entregó a la policía. La policía se presentó en mi casa con
una orden de registro, y se apoderó de la cinta magnetofónica.

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—Le presento un carrete de cinta magnetofónica, donde, anotado con lápiz rojo y
de su puño y letra, se lee: «Interviú con Nadine Farr 17 septiembre»; y le pregunto si
fue usted quien hizo esta anotación.
—Sí, señor; fui yo.
—¿Hizo usted esa inscripción en el mismo carrete de cinta magnetofónica en que
había grabado las palabras de Nadine Farr?
—Sí, señor.
—Eso es todo —dijo Hamilton Burger triunfante.
—Un momento —dijo Mason—. Cuando impresionó esa cinta magnetofónica,
¿era Nadine Farr paciente suya?
—Sí, señor.
—¿Procedía usted a su tratamiento?
—Sí, señor.
—Siguiendo la pauta de su tratamiento, ¿consideró indicado administrarle el
llamado suero de la verdad, con el fin de esclarecer algún dato que pudiera quedar en
la sombra?
—Sí, señor.
—¿Le administró usted ese suero en ejercicio de sus funciones de médico,
cirujano y psiquiatra?
—Sí, señor.
—¿Así, pues, en aquellos momentos la acusada se hallaba bajo la influencia de
una droga?
—Sí, señor.
—En tales momentos, ¿era la paciente consciente de sus actos?
—Verá, míster Mason, se adentra usted en una situación psicológica bastante
peculiar. Una parte de la mente de la enferma captaba que hacía declaraciones y
contestaba preguntas; otra se hallaba drogada hasta tal punto que no podía ofrecer
resistencia.
—En otras palabras, ¿su entendimiento se hallaba oscurecido por la droga?
—Sí.
—¿Su voluntad se hallaba coartada por la droga?
—Sí.
—¿Y usted hacía esas preguntas y recibía sus contestaciones en ejercicio de su
profesión y en vistas a un diagnóstico sujeto a la condición de confesión privada?
—Sí.
—¿Ha practicado muchos exámenes como éste?
—Sí.
—¿Cuál es el fin de tales exámenes?
—Valorar ciertos conflictos emocionales, según las contestaciones que se reciben.
—Y esas contestaciones, ¿son siempre inteligibles?
—Definitivamente, no.

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—¿Y son siempre correctas?
—Aparentemente, no.
—Así, pues, ¿existe la posibilidad de que no fuesen correctas las contestaciones
que recibió en este caso concreto?
—Esta es una posibilidad que siempre existe.
—¿Está familiarizado con el fenómeno que se llama «hablar en sueños»?
—Sí.
—¿Era la situación de la acusada parecida a la que se produce al hablar en
sueños?
—Sí, era una situación muy parecida. Había sido inducida artificialmente a hablar
dormida.
—Eso es todo —dijo Mason.
—Un momento —dijo Hamilton Burger—. Si las declaraciones hechas por los
pacientes bajo los efectos del suero de la verdad no son exactas, no hay motivo para
que se les administre ese suero.
—Yo no he dicho que las declaraciones y contestaciones sean incorrectas. He
dicho que existe la posibilidad de que lo sean.
—¿Es una posibilidad lo bastante grande como para que desvirtúe el valor de la
prueba? Dicho de otro modo, ¿estaba usted cobrando el dinero de su paciente y
haciéndole perder el tiempo, con un tratamiento que no tenía el menor valor positivo?
—Desde luego que no. La función del psiquiatra es saber evaluar estas
contestaciones. Se dan casos en que, aun siendo las contestaciones incorrectas, éstas
sirven para diagnosticar el estado emocional del paciente.
—¿De modo que este experimento es de cierto valor en relación con su
diagnóstico?
—Es de valor definitivo.
—Por medio de este experimento, ¿esperaba usted encontrar el motivo del
complejo de culpabilidad que torturaba a la paciente?
—Protesto de nuevo —dijo Mason— por tratar esta pregunta el tema de que
anteriormente protesté, protesta que se aceptó. Pretende inmiscuirse entre las
relaciones de médico y paciente, y se basa en un hecho que aún no ha sido probado.
El juez Ashurst tomó la palabra:
—Señor fiscal, acaba usted de identificar la cinta magnetofónica, y sus siguientes
preguntas deben limitarse al estado mental de la acusada, en el momento en que se
impresionó dicha cinta magnetofónica. Creo que sus preguntas tienden a presionar a
este tribunal para que se le permita presentar la cinta magnetofónica.
—Solicito que dicha prueba sea admitida como tal —dijo Burger.
—Me opongo —dijo Mason—, alegando que el contenido de esta cinta es un
informe confidencial entre médico y paciente. Me opongo, porque se trata de una
confidencia privada. Me opongo, porque la acusada se hallaba bajo el efecto de una
droga cuando hizo las declaraciones, siendo por tanto posible que dichas

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declaraciones no se ajusten a la realidad de los hechos. Y otro de los motivos que me
obligan a oponerme es la falta de corpus delicti, ya que es la hora en que no se ha
podido probar que Mosher Higley no falleciese por causas naturales; mientras no
haya pruebas concretas que demuestren que Mosher Higley fue asesinado, no pueden
admitirse como veraces las confesiones, declaraciones o afirmaciones de la acusada.
El juez Ashurst se dirigió al jurado:
—El jurado deberá retirarse, mientras este tribunal estudia las objeciones
presentadas por el defensor. Durante el rato en que el jurado se halle fuera de esta
sala, se ruega a los señores que lo integran que no comenten entre sí nada de lo
relativo al caso o a la objeción que nos disponemos a estudiar. No discutirán el caso,
ni permitirán que lo discuta alguien en presencia suya. Tampoco expresarán su
opinión sobre la culpabilidad de la acusada, hasta que se les indique. Ahora ruego
despejen la sala para que el tribunal proceda al estudio pertinente.
Hamilton Burger esperó a que el jurado hubiese abandonado la sala, y entonces
dijo:
—Con la venia del tribunal y en ausencia del jurado, hago constar que en esta
cinta magnetofónica está grabada la declaración concreta, hecha por la voz de la
acusada, de que ella envenenó a Mosher Higley. Creo que, si bien no hemos
demostrado que Mosher Higley falleciese a causa de un envenenamiento por cianuro
de potasio, hemos probado que Mosher Higley no murió de muerte natural. Por lo
tanto ha habido en su muerte algún factor criminal. También me parece que tenemos
los datos necesarios para presumir que su muerte se debió seguramente a un
envenenamiento por cianuro de potasio, y que podemos considerar esta declaración
como evidente.
El juez Ashurst miró a Perry Mason y dijo:
—Desearía saber lo que el defensor alega a esta declaración.
—Se trata —dijo Mason— de una comunicación de carácter privado. Se hizo bajo
la influencia de una droga. No se admitiría la declaración de la acusada, si subiese al
estrado en situación semejante. Por ello no debe ser juzgada según las declaraciones
de esta cinta magnetofónica. La ley que rige este caso fue decretada en el People
versus Robinson, 19 California, 40, y pone de relieve que las palabras pronunciadas
por un acusado, inconsciente de lo que está diciendo, no pueden constituir prueba de
culpabilidad y son inadmisibles. Esta ley se dictó con el fin de desvirtuar las
declaraciones que un acusado pudiera hacer en sueños. Con la venia del tribunal, este
caso fue subsecuentemente citado en el asunto de Chadwick versus United States,
141 Federal, 225.
El juez sonrió.
—Me preguntaba por qué había usted hecho la pregunta relacionada con el hablar
en sueños, míster Mason. Veo ahora que mantenía usted en su mente un firme
proyecto. La decisión a tomar parece categórica.
El juez Ashurst miró hacia Hamilton Burger.

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—Bien —dijo Hamilton Burger—, pero estas leyes están fuera de uso. En el
People versus Rucker, 11 California Appellate 2.° 609, 54 Pacific 2.°, 508, se decidió
que toda prueba tendente a demostrar que un acusado no se hallaba en perfecto uso de
sus facultades en el momento de declararse culpable, no afectaría la admisibilidad de
la confesión, pero sería un factor para ayudar al jurado a determinar el peso que debía
dársele a dicha confesión. Por ello insisto en que la confesión sea escuchada por el
jurado. Después de esto, la defensa podrá exhibir todas las pruebas que demuestren el
estado de inconsciencia en que se encontraba la acusada al hacer sus declaraciones.
Así le será posible al jurado considerar los hechos y determinar si la confesión es
verídica o no. Según la ley, cualquier confesión, independientemente de la forma en
que ha sido conseguida, puede ser admitida siempre y cuando corrobore una prueba
que demuestre que es verídica.
»Con la venia del tribunal, procederé a la lectura de un artículo del volumen 8,
California Jurisprudence, página 110: «Considerando que la teoría relativa a las
confesiones involuntarias las excluye a causa de su posible falsedad, si la confesión
revela hechos concretos que se demuestran como ciertos, la razón de la ley deja de
existir y todo lo que en la confesión revele un hecho, y el mismo hecho revelado, será
competente». Y ahora, con la venia del tribunal, esta ley fue seguida en el caso del
People versus Castello, 194 California 595, 229 Pacific, 855, atestiguando que en los
casos en que determinados factores físicos y circunstancias corroboren las
confesiones de culpabilidad, la causa de la ley, que en otro caso excluiría la confesión
involuntaria, deja de existir. Con la venia del tribunal, pretendo probar que esta
confesión está completamente corroborada por hechos físicos; de modo tal, que la
más intrínseca e inconfundible evidencia acredita la confesión de la acusada, con el
sello de la verdad. En este caso, como el tribunal tendrá ocasión de comprobar, la
acusada confiesa haber ido a la sala de armas de Mosher Higley y haber perforado
unos cartuchos, colocando los perdigones que contenían en una botella que tiró a un
lago. Demostraremos que dicha botella fue recuperada y que los dos cartuchos a los
que aludió la acusada también fueron recuperados, habiendo sido hallados en el lugar
exacto en que la acusada confesó haberlos escondido.
»Y esto —prosiguió Hamilton Burger—, a pesar de que alguien —y aquí
Hamilton Burger se volvió en dirección a Perry Mason— ha tratado de confundir a la
opinión, colocando otra botella llena de perdigones y pastillas inofensivas de sacarina
en el lago. Y, con la venia del tribunal, espero probar que míster Mason fue visto
tirando un objeto al lago, en el preciso lugar en que fue encontrada la botella que él
mismo hizo sacar del lago por unos muchachos a quienes pagó para que la buscasen.
El juez Ashurst dijo fríamente:
—Esta es una situación muy seria; el tribunal le permitirá presentar la botella y
los perdigones, señor fiscal del distrito, y si ello corrobora los hechos en la forma que
usted indica, este tribunal permitirá que el jurado tenga ocasión de escuchar la cinta
magnetofónica, siéndole posteriormente mostrados la botella con el veneno y los

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perdigones.
—De acuerdo —dijo Hamilton Burger—, presentaré al tribunal estas pruebas en
el acto. Les mostraré los perdigones, afirmando al tribunal, como miembro del
presente juicio, que tales perdigones se encontraron en el lugar que la acusada indicó
en su confesión.
Hamilton Burger se dirigió a su asesor y éste le entregó dos cartuchos que Burger
presentó al tribunal.
Mason estudió detenidamente los cartuchos.
—Estos cartuchos son de calibre dieciséis, marcados UMC No. 16 —dijo el juez
Ashurst—. Han sido cortados y uno de ellos está totalmente vacío, en tanto que el
otro se halla a medio vaciar.
—Así es —dijo Hamilton Burger—, la botella no contiene más que los
perdigones precisos para llenarla, junto con las pastillas de cianuro de potasio.
—¿Y qué hay del otro frasco? —preguntó el juez Ashurst.
—El otro frasco —contestó Hamilton Burger— contiene un inofensivo sucedáneo
del azúcar e idénticos perdigones…
—¿Tiene esas botellas aquí?
—Las tengo aquí las dos —dijo Hamilton Burger—. Una de ellas está marcada
como Prueba A y la otra como Prueba B.
Hamilton Burger presentó las dos botellas y el juez Ashurst miró a Mason
acusadoramente.
—En verdad —dijo—, es un detalle bastante significativo que hayan aparecido
dos botellas similares en el lugar en que la acusada confesó haber tirado la botella que
contenía veneno. Una de las botellas contiene veneno, tal y como había dicho la
acusada, y la otra contiene un inofensivo producto sustitutivo del azúcar. ¿No es eso,
señor fiscal del distrito?
—Así es —dijo Hamilton Burger dirigiendo a Perry Mason una mirada de triunfo.
Mason tomó la palabra:
—Con la venia del tribunal, creo poder informar de la procedencia de la botella
que contiene las pastillas inofensivas. Y habiéndose hecho la insinuación de que soy
yo el responsable de ello, deseo llamar a un testigo que podrá aclarar lo referente a
este asunto.
—El tribunal accede a la demanda —dijo el juez Ashurst—. Naturalmente, se
llama a declarar al testigo únicamente por decisión del tribunal y con el fin de aclarar
un hecho.
—De acuerdo —dijo Mason—. Ruego a míster Newburn que se adelante y preste
juramento.
Jackson se levantó y, acercándose, levantó la mano derecha y prestó juramento.
—Suba al estrado de los testigos —dijo el juez Ashurst.
Mason dijo:
—Su nombre es Jackson Newburn. Está usted casado con Sue Newburn, que es la

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sobrina superviviente de Mosher Higley. ¿Es cierto?
—Es cierto.
—Y, como marido y amigo, ¿tenía usted acceso a la casa de Mosher Higley?
—Sí, señor.
—¿Iba usted allí algunas veces?
—Sí, señor.
—¿Estuvo allí el día en que falleció Mosher Higley?
—Sí, señor.
—Y después de su muerte ¿se enteró usted de que la acusada había hecho una
declaración en la que confesaba haber cogido unas pastillas de lo que ella creyó que
era un sucedáneo del azúcar y que sacó de una botella que se encontraba en el lugar
acostumbrado, y que inmediatamente después de haberle dado a Mosher Higley un
chocolate en que había diluido tales pastillas, éste la acusó de haberle envenenado,
falleciendo tras haber sufrido ahogo y convulsiones?
—Sí, señor.
—¿Era usted amigo de la acusada?
—No era exactamente amigo suyo. Por entonces simpatizaba yo con ella.
—¿Ha dicho usted «por entonces»?
—Sí, por entonces yo consideraba que Mosher Higley abusaba de la bondad de la
acusada. Yo no sabía entonces ciertos hechos que descubrí más tarde. Estos hechos
demostraron que ella estaba coaccionando al tío de mi esposa.
—Su mujer es aún joven, ¿no es cierto?
—Está en lo mejor de sus treinta años —dijo Jackson Newburn.
—¿Tiene buena figura?
—Yo considero que tiene muy buena figura.
—¿Cuida de su figura mediante una dieta adecuada?
—Sí.
—¿Y tiene en su casa un determinado sustitutivo del azúcar, que usa para
endulzar los alimentos?
—Sí, señor.
—¿No fue por consejo de ella que Mosher Higley adquirió las pastillas que
servían para endulzar su chocolate?
—Sí, señor.
—¿Y no es cierto que cuando usted averiguó que la acusada había colocado unos
perdigones junto a las pastillas que ella suponía veneno, hasta llenar la botella que
después tiró al lago, usted, con el fin de protegerla, cogió de su casa otra botella
igual, que llenó de perdigones y varias pastillas de sustitutivo del azúcar, y la tiró al
lago?
—Eso no es cierto.
—¿Qué dice? —exclamó Mason atónito—. ¿Que no lo hizo?
—No, señor; no lo hice.

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—Usted me lo contó a mí. Reconoció haberlo hecho.
—No es verdad.
—¿Va usted a negar que cuando fui en su busca al Club de la calle West Adams,
llamado «El Gato Montes», usted me declaró en el vestíbulo que había hecho lo que
acabo de relatar?
—Eso no es cierto.
Mason dijo sombríamente:
—Señoría, me encuentro ante un caso de perjurio deliberado. Declaro ante el
tribunal, y sobre mi honor, que el testigo me hizo la declaración a que he aludido.
—No es verdad —dijo Newburn con serenidad—, jamás he hecho declaración
semejante.
Hamilton Burger sonrió.
—Un momento —dijo—, nos encontramos ante una situación peculiar. Habiendo
sido acusado el defensor de haber preparado una botella con sacarina y perdigones y
haberla tirado al lago, trata de eludir responsabilidades acusando a Jackson Newburn
de haberlo hecho él. Newburn lo niega. Nos encontramos, pues, ante un litigio entre
la defensa y Newburn. Uno de los dos está mintiendo. Dejo al tribunal el trabajo de
determinar cuál de los dos puede tener más interés en sostener una falsedad que
salvaguarde su reputación.
—Veamos —dijo severamente el juez Ashurst—, al parecer, uno de los dos está
haciendo una declaración falsa, una declaración que es inequívocamente falsa. Míster
Newburn, ¿hizo usted esa declaración a míster Perry Mason?
—No la hice.
—Insisto en asegurar que la hizo —dijo Mason.
—¿Lo atestigua usted? —preguntó el juez Ashurst.
—Sí.
—¿No tiene alguna prueba que lo corrobore?
Mason vaciló durante unos momentos, luego sacudió la cabeza y dijo:
—No poseo ninguna prueba de valor positivo. Mi secretaria me esperaba en mi
coche que había aparcado junto a la esquina, y en cuanto regresó al coche le repetí la
declaración que Mr. Newburn me había hecho.
—Naturalmente, esta declaración no corrobora nada. Es una declaración
particular, sin trascendencia —dijo Hamilton Burger.
—Creo que el tribunal me conoce lo bastante para saber que si alguna vez he
usado de ciertos métodos que la gente pudiera llamar no ortodoxos para poner en
evidencia la verdad de determinados hechos, es cierto que jamás me rebajaría a hacer
una declaración falsa —dijo Mason—. Tampoco llegaría jamás a colocar pruebas
falsas, con el fin de desorientar a la autoridad, con el único propósito de proteger a
una persona acusada de homicidio.
—Esto —dijo Hamilton Burger— sería todo un tema de debate. Generalmente se
rige usted por su propia interpretación de la ética, cuando de asuntos semejantes se

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trata, y no pretendo estar al corriente de sus interpretaciones. Sin embargo, hago notar
al tribunal que nos encontramos ante un testigo, Newburn, que asegura rotundamente
no haber hecho esas declaraciones a míster Mason. Mason está dispuesto a jurar que
Newburn sí las hizo. ¿Con qué fin? Todo cuanto cabía a Mason era acusar al testigo.
Nadie puede acusar a su propio testigo y, aunque lo haga, tan sólo será con propósitos
acusatorios. Ello carece de valor para atestiguar un hecho.
—Esto es verdad —dijo el juez Ashurst—. En el caso de que míster Mason
subiese al estrado, todo lo que iba a poder hacer es acusar a su propio testigo; pero,
aun cuando le acusase, no conseguiría demostrar que el testigo hubiese tirado al lago
la botella. Esta es, naturalmente, una regla técnica y legal; pero, después de todo, el
mismo defensor ha subrayado que éste es un caso en que intentará apoyarse en
tecnicismos y el fiscal tiene derecho a la misma protección que la ley ofrece.
El rostro de Mason denotó su indignación.
—Señoría, solicito que esta causa sea aplazada hasta mañana por la mañana a las
diez. Espero encontrar una solución satisfactoria que permita aclarar mi aseveración.
Estoy seguro de mis afirmaciones y sé que el testigo me hizo la declaración que
acabo de repetir al tribunal.
El juez Ashurst deliberó durante unos momentos y luego dijo:
—Desde luego, el tribunal reconoce que Perry Mason se ha atenido siempre
escrupulosamente a la verdad en todas las declaraciones que ha hecho ante este
tribunal.
La voz de Hamilton Burger sonó áspera como un ronquido:
—El defensor ha recurrido siempre a toda dase de trucos para ventilar sus casos.
Esta vez ha llevado las cosas demasiado lejos y ahora, al ser sorprendido, se da
cuenta de que su reputación está en entredicho. Lamento tener que hacer estas
declaraciones, pero el tribunal se hará cargo de las causas que motivan mi acción.
Mason, que había estado estudiando las pruebas, se volvió hacia Burger.
—Escúcheme: ¿dice usted que desea que se acepte la confesión de la acusada,
apoyándose en el hecho de que se han encontrado los cartuchos en el sitio en que ella
confesó haberlos colocado, y que estos cartuchos representan lo bastante para que
sean aceptados como prueba concluyente?
—Así es.
Mason sonrió.
—Muy bien —dijo—, acepto el reto. Si ésa es su actitud, estoy dispuesto a retirar
la objeción contra la presentación de la cinta magnetofónica.
—Oiga, oiga, espere —dijo el juez Ashurst—. No puede usted hacer eso, míster
Mason. Su obligación es defender los derechos de la acusada. Es de la mayor
importancia que dilucidemos si debe admitirse una declaración hecha bajo los efectos
de una droga, y también es de gran importancia saber si esta declaración debe ser
considerada como sujeta al derecho de secreto profesional. Este tribunal no se
considera aún lo bastante asesorado para dictar la norma a seguir; pero reconoce que

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existen objeciones, que pueden ser categóricas, desde el punto de vista de los
derechos sustanciales de la acusada.
—Retiro la objeción que presenté anteriormente —dijo Mason—, siempre y
cuando el señor fiscal se atenga a lo propuesto. He dicho que acepto su desafío.
—Estoy diciéndole —insistió el juez Ashurst— que no tiene usted derecho a
hacer eso. No puede desestimar los derechos de la acusada. Usted tendrá su propia
teoría, pero este tribunal es libre de decidir si se deben o no admitir sus teorías. Y este
tribunal le recuerda que cuenta usted con una poderosa objeción de tipo técnico, que
puede cambiar por completo el curso de este caso, si el tribunal considerase oportuno
dictaminar en su favor.
—Y entonces la acusada llevaría para siempre sobre sí el estigma de ser una
homicida, que ha escapado a la justicia gracias a tecnicismos legales. No, Señoría —
siguió diciendo Mason—, represento a la acusada. La acusada está en mis manos.
Retiro la objeción. Siga adelante; hagan regresar al jurado. Permita que el fiscal lleve
a cabo su corroboración, y que los miembros del jurado escuchen la cinta
magnetofónica.
Hamilton Burger dijo triunfalmente:
—El trato me conviene.
—No creo que tengan ustedes derecho a hacer esto —dijo el juez Ashurst.
—Como defensor de la acusada, tengo derecho a llevar el caso como lo crea
conveniente —dijo Mason.
—Pero, míster Mason, usted está directamente interesado en el caso. Lamento
tener que subrayar hasta qué extremo está usted envuelto. Bien es verdad que existe
la tentación de… de… El tribunal iba a decir, salvar su propia piel, pero el término
me parece algo drástico.
—Digámoslo así —dijo Mason—. Supongamos que intento salvar mi propia piel.
No obstante, estoy dispuesto a continuar por este camino ahora mismo. La acusada no
desea pasar toda su vida considerada como una homicida que asesinó a su benefactor,
y que consiguió escapar a la justicia gracias a un procedimiento de tecnicismos
legales. Este es un punto que debemos dejar en claro.
Hamilton Burger dijo ávidamente:
—La fiscalía acepta el procedimiento. Señoría, la objeción ha sido retirada, y en
este caso no creo que el tribunal tenga motivo para oponerse.
—La objeción —dijo Mason— ha sido retirada, solamente a condición de que
usted presente la botella y los perdigones que contiene.
—Estoy de acuerdo —dijo Hamilton Burger satisfecho.
Mason se dirigió al estrado, dando por terminada la discusión. El juez Ashurst se
frotó la barbilla pensativamente, en tanto miraba con suspicacia a Mason.
—Se ha retirado la objeción —dijo Burger—. El tribunal no tiene nada que
alegar.
—Muy bien —dijo el juez Ashurst—, que la cinta magnetofónica nos revele con

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exactitud lo que tuvo lugar en aquella ocasión. No obstante, este tribunal ruega a la
acusada que se levante. ¿Quiere hacer el favor de levantarse, miss Farr?
Nadine Farr se levantó.
—¿Ha escuchado usted las declaraciones de su defensor?
—Sí, Señoría.
—¿Desea que este tribunal nombre a otro abogado para su defensa?
—No, Señoría.
—¿Está usted de acuerdo con la actitud adoptada por su abogado?
—Estoy de acuerdo con todo lo que disponga míster Mason —contestó la joven.
El juez Ashurst meneó la cabeza dubitativamente.
—Este tribunal —dijo— no está aún conforme con este asunto. Este tribunal va a
aplazar la vista, para que sean tomados en consideración todos los factores. El
tribunal declara francamente que las objeciones técnicas referentes a la ausencia de
corpus delicti le parecen fundamentales. Además, el hecho de que dicha confesión la
hiciese la acusada en estado de inconsciencia, y el hecho siguiente, consistente en que
dicha revelación le fue hecha a un médico en ejercicio de su profesión, y puede por
tanto ser considerada como confidencia sujeta al derecho de secreto profesional,
tienden a crear una situación legal muy seria.
—Con la venia del tribunal —dijo Hamilton Burger—, es sabido que cuando un
paciente le confiesa un crimen a un médico, éste no tiene derecho a considerarlo
como secreto profesional.
—Pero el doctor es un psiquiatra —alegó el juez Ashurst—. Estoy de acuerdo con
que la confesión de un crimen nada tiene que ver con el diagnóstico de un médico, y
que, por lo tanto, éste no tiene por qué considerarlo como secreto profesional; pero en
este caso nos encontramos con un psiquiatra, que, según su propia declaración, estaba
tratando de conseguir las causas ocultas de un complejo de culpabilidad, en uno de
sus pacientes.
—Puedo cortar esta polémica a rajatabla —dijo Mason—, si me permiten ahora
mismo demostrar que la acusada no tiró al lago esa botella.
—¿Cómo va usted a probarlo? —preguntó Hamilton Burger con expresión
truculenta—. Esto no es más que otro de sus golpes de efecto, otro intento de causar
impresión a la Prensa. Usted…
El juez Ashurst interrumpió su perorata:
—Ya está bien, señor fiscal. Míster Mason, ¿hay algo que desee usted declarar a
este tribunal?
—Tan sólo esto —dijo Mason—: fíjense en el calibre de estos cartuchos; son del
dieciséis y están llenos de perdigones estampillados con el número cinco. Fíjense en
la botella marcada como Prueba A y que contiene el veneno. Fíjense en los
perdigones: son del siete y medio u ocho, propios para cazar pájaros. Ahora pueden
ustedes ver que los perdigones contenidos en el cartucho a medio vaciar
corresponden al calibre número cinco. En otras palabras, Señoría, la botella que

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contiene las pastillas inofensivas de sacarina, y marcada como Prueba B, es la botella
que contiene los perdigones del número cinco correspondientes a los cartuchos aquí
presentes. La botella Prueba A, que contiene cianuro de potasio, contiene perdigones
del calibre ocho o nueve. Se trata de un material mucho más reducido que se emplea
sobre todo para tirar al blanco o para cazar pájaros. Los perdigones contenidos en los
cartuchos que se encontraron en el lugar que la acusada menciona en la cinta
magnetofónica contienen perdigones de los que se emplean para cazar patos. Y ahora,
con la venia de su señoría, ruego que traigan una balanza aquí ahora, para que no
haya ocasión de discutir la evidencia, y se pesen los perdigones encontrados en las
dos botellas. Tengo la seguridad de que el peso de los perdigones encontrados en la
botella que contiene el sustitutivo del azúcar será exacto al de los perdigones que
faltan en los cartuchos encontrados en la sala de armas de Mosher Higley; y que los
perdigones encontrados en la botella que contenía cianuro de potasio provienen sin
duda alguna de otro lugar.
El juez Ashurst se apoderó de las dos botellas y miró a Hamilton Burger.
—Oh, Señoría —dijo Hamilton Burger—, éste es otro golpe de efecto. Esto es…
¿Cómo voy yo a saber lo que ocurrió? El defensor pudo muy bien cambiar esas
botellas. Le acuso definitivamente de haber tirado al lago una de esas botellas.
—¿Cuál de las dos? —preguntó Mason.
—La Prueba B —estalló Hamilton Burger.
—Muy bien —dijo Mason—; ¿así, pues, usted supone que la acusada lanzó la
botella Prueba A?
—Eso es.
—En tal caso, la confesión de la acusada no podrá darse por valedera, porque los
perdigones de la Prueba A no coinciden con los de los cartuchos. Usted ha sustentado
la teoría de que la confesión, fuera como fuese que se hubiese obtenido, debía ser
incluida como prueba concluyente si quedaba corroborada por un hecho material e
independiente.
Hamilton Burger miró las dos botellas, meneó la cabeza y dijo:
—No sé positivamente… Claro está que existe la posibilidad de que los
perdigones hayan sido cambiados de botella.
—En tal caso —dijo Mason—, la botella que usted me acusa de haber tirado al
lago contendría cianuro de potasio y la botella que usted asegura que la acusada lanzó
al lago contenía unas pastillas inofensivas.
Hamilton Burger fue a decir algo; luego miró a los periodistas, quienes
literalmente se abalanzaban hacia adelante.
—Pido —dijo— que se suspenda esta causa, hasta que se consiga esclarecer estos
hechos.
—Vamos a no aplazar esta causa, para que no haya ocasión de que se hagan
sustituciones, y tengamos la oportunidad de aclarar todos los hechos —dijo Mason—.
Ruego se presente un experto en balística del despacho del «Sheriff», y que traiga

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consigo una balanza, para esclarecer todo lo que se relaciona con los perdigones.
El juez Ashurst le hizo una seña al alguacil.
—Alguacil, sírvase acompañar hasta aquí al experto en balística de la oficina del
«Sheriff».

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Capítulo 16

Alexander Redfield era el experto en balística que tan intensamente colaboró con
Perry Mason en el caso de la azafata pelirroja que se vio envuelta en un homicidio.
Tras haber estudiado detenidamente y ante el juez Ashurst las pruebas que le
presentaron, se volvió hacia Perry Mason y le miró con una admiración llena de
respeto. En la sala reinaba un silencio casi dramático cuando Alexander Redfield
tomó la palabra:
—Míster Mason tiene toda la razón, Señoría. Los cartuchos encontrados en la sala
de armas, y que he examinado por deseo del fiscal del distrito, contienen perdigones
del número cinco. Estos cartuchos los fabrica la casa Remington, y cada uno de ellos
contiene aproximadamente una onza y un octavo de onza de perdigones. Los
perdigones que están en esta botella que contiene el sucedáneo del azúcar; la Prueba
B corresponden a estos cartuchos. El peso de los perdigones contenidos en esta
botella equivale a los que faltan de los dos cartuchos. En segundo lugar, los
perdigones de la botella marcada Prueba A son de medida más pequeña, y,
francamente, no creo que procedan de ningún cartucho. El tribunal puede observar
que parecen impregnados de una sustancia. No he tenido tiempo de analizar de qué
están impregnados; pero aseguraría que es tinta.
—¡Tinta! —exclamó el juez Ashurst.
—Exactamente, Señoría. El tribunal habrá podido observar que en ciertos hoteles
donde se usan plumas con plumilla se encuentra frecuentemente un recipiente lleno
de perdigones en que se hallan clavadas las plumas. Es una costumbre muy anticuada
que ha caído en desuso; pero en algunos sitios aún pueden encontrarse estos
recipientes. Una plumilla de acero suele retener algo de tinta, que, a la larga, la
corroe. Mediante el sistema de pincharla en un montón de perdigones, se evita que la
tinta se adhiera a ella; por otro lado, creo que existe alguna reacción química que
protege el acero contra la corrosión; sin embargo, no estoy en condiciones de dar un
informe exacto sobre el particular. No obstante, les será fácil notar que los perdigones
de la botella que contiene cianuro tienen un determinado color que yo aseguraría que
es tinta.
—Ahora —terció Mason— suplico al tribunal que ordene un registro inmediato
de los clubs a que pertenece Jackson Newburn, con el fin de averiguar si en alguno de
ellos se encuentra un recipiente como el que míster Redfield ha descrito. Es posible
que lo encuentren en el Club del Gato Montés, sito en la calle Adams. Ruego también
al tribunal que los perdigones que se encuentren sean analizados para comprobar si la
tinta que contienen corresponde a la adherida a los perdigones de la botella marcada
Prueba B. Creo poder asegurar que los perdigones encontrados en la botella que
contiene el cianuro coincidirán exactamente con los que se encuentren en el escritorio
de alguno de esos clubs.

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El juez Ashurst miró a Jackson Newburn.
—El tribunal dará esa orden —dijo—. El tribunal considera de la mayor
importancia el…
—No es necesario —dijo súbitamente Jackson Newburn.
—¿Qué dice? —exclamó el juez Ashurst—. Suba inmediatamente al estrado de
los testigos. Haga el favor de hacerse a un lado, míster Redfield.
—Míster Mason está en lo cierto —dijo Newburn, en voz tan baja que el tribunal
tuvo que esforzarse para oír sus palabras—. Tomé esos perdigones del recipiente de
cristal que hay en el escritorio del Club del Gato Montés. En el club hay doce
escritorios similares, y todos ellos contienen esos recipientes… Yo… cogí los
perdigones de allí.
—Veamos —dijo el juez Ashurst— si le he entendido bien. ¿Fue usted quien puso
los perdigones contenidos en el recipiente de cristal destinado a clavar plumillas en la
botella Prueba A?
—Sí, Señoría.
—¿En la botella que contenía cianuro?
—Sí, Señoría.
—Y ¿qué hizo usted con esa botella?
—La tiré al lago.
—¿Se refiere usted a la botella que contiene cianuro, no a la que contiene pastillas
inofensivas?
—Sí, Señoría.
—¿Le dijo usted a Perry Mason que había tirado al lago una botella conteniendo
un sustitutivo del azúcar?
—Sí, Señoría.
El juez Ashurst dijo con indignación:
—Acuso a este hombre de perjurio deliberado y le declaro sospechoso de
homicidio. Ordeno que la policía se persone inmediatamente en ese club, para
conseguir las pruebas, sin pérdida de tiempo.
Mason dijo:
—Tal vez le interese al tribunal preguntarle a este hombre dónde consiguió el
cianuro.
El juez Ashurst se volvió hacia Newburn y le dijo enfadado:
—Es usted culpable de flagrante delito de perjurio ante este tribunal. Es muy
posible que se le acuse de homicidio. Toda declaración que usted haga podrá ser
empleada en perjuicio suyo. Tengo interés en que entienda usted esto: tiene derecho a
consultar a un abogado, si ése es su deseo. Ahora díganos dónde consiguió el cianuro
que colocó en la botella.
—Lo conseguí del laboratorio.
—¿Qué laboratorio?
—El laboratorio en que trabaja John Locke.

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—¿Con qué motivo fue usted a ese laboratorio?
—El laboratorio en cuestión trabaja en un encargo que le ha hecho una compañía
de petróleo en la que tengo intereses… Fui el intermediario que facilitó a John Locke
este trabajo.
—¿Así es —dijo el juez Ashurst— que fue usted el que administró el veneno a
Mosher Higley?
Newburn miró al juez con ojos llenos de pánico y sacudió la cabeza.
—¿No lo hizo?
—No, no lo hice —dijo Newburn—, pero, ¡Dios mío!, ¿cómo voy a poder
probarlo?
—¿Por qué hizo usted todo eso? —preguntó Mason con voz llena de
benevolencia.
—Quería proteger a mi mujer.
—¿En qué sentido?
—Cuando hice todo eso estaba convencido de que la confesión de Nadine era tan
sólo un sueño fantástico provocado por una droga; pero yo sabía que mi mujer… Yo
creía que mi mujer había matado a Mosher Higley e intenté protegerla.
—¿Cómo intentaba usted protegerla?
—Tan pronto como supe que Nadine había hecho esa confesión, comprendí que la
policía sondearía el lago de Twomby. Si no encontraban ninguna botella con cianuro
y llena de perdigones, ello haría suponer que la confesión de Nadine había sido una
alucinación. Pero si encontraban esa botella, se daría la confesión por verídica.
—¿Qué es, pues, lo que usted hizo? —preguntó Mason.
—Hacía algún tiempo que tenía en mi casa pastillas de cianuro —dijo Newburn
—. Las había sustraído del laboratorio en que trabaja John Locke, unas semanas antes
de la muerte de Mosher Higley. Unos perros habían estropeado los arriates de flores
que cultiva mi mujer y ella decidió envenenarlos. Le indiqué que era un crimen
envenenar a aquellos perros; pero es muy vengativa. Le dije que si compraba veneno,
su compra quedaría registrada, y… Bueno, el caso es que me comprometí a
proporcionarle el veneno, pensando conseguirlo en el laboratorio en que trabaja John
Locke. Yo solía hacer frecuentes visitas a ese laboratorio porque en aquellos
momentos estaban haciendo los análisis químicos de ciertas aleaciones que se usaban
en algunos trabajos de perforación.
—¿Y usted, naturalmente, supuso que su esposa había envenenado a Mosher
Higley? —preguntó Mason.
Newburn afirmó.
—¿Y así usted supuso que si la policía sondeaba el lago y encontraba la botella,
tal cual Nadine la había descrito, ello serviría para alejar las sospechas de su esposa?
—Nada hubiera ocurrido, si no llega a ser por esa idea estúpida de Nadine —dijo
Newburn—; yo comprendí que todo ello iba a ser causa de que procedieran a
inhumar el cuerpo de Mosher Higley. No estaba enterado de que el líquido del

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embalsamamiento destruye el rastro del cianuro; conque pensé que no dejarían de
encontrar el cianuro y lo relacionarían con mi mujer. Precisamente, hacía poco que
había envenenado a los perros y los vecinos sospechaban de ella… Ya pueden ustedes
comprender mi situación.
—¿Así que cuando yo le pregunté si había tirado una de las botellas al lago,
usted, para eximirse de responsabilidades, me contestó que había tirado la botella que
contenía sacarina? —preguntó Mason.
—Es cierto.
—¿Qué motivos tenía usted para suponer que su esposa había envenenado a
Mosher Higley?
—Entonces creí que lo había envenenado; ahora sé que no lo hizo.
—¿Qué es lo que sabe? —preguntó el juez Ashurst.
—Sé que mi esposa no envenenó a Mosher Higley.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque ella me lo dijo.
Hamilton Burger dijo pesadamente:
—Señoría, ya empezamos de nuevo. Este es un nuevo círculo vicioso, un nuevo
estira y afloja entre testigos y pruebas…
—Haga el favor de sentarse y evite comentarios —dijo el juez Ashurst—. No
pretendo ser descortés; pero por lo que veo estamos llegando rápidamente a la
solución de este caso, No será la solución que usted desea, pero es la solución que
desea el tribunal. Le ruego no vuelva a interrumpir.
El juez Ashurst se volvió hacia Newburn.
—Así, pues, ¿dice usted que sabe que su esposa no envenenó a Mosher Higley,
porque ella misma se lo dijo?
—Sí, Señoría.
—Pero ¿qué fue lo que en un principio le hizo a usted suponer que había
envenenado a Mosher Higley?
—El hecho de que estuvo allí precisamente antes de su fallecimiento. Yo sabía
que ella había bajado al comedor, en el momento en que el chocolate se estaba
haciendo. Había ido en busca de Nadine, y no pudo encontrarla. Llamó a Cap’n
Hugo, pero no estaba allí. Le hubiera sido fácil acercarse al fogón donde se hallaba el
recipiente con el chocolate, y echar dentro las pastillas de cianuro… Yo…, bien, yo
pensé que lo había hecho.
—¿Por qué?
—Porque habíamos descubierto algo de la mayor importancia.
—¿De qué se trataba?
—Habíamos descubierto que Mosher Higley había asesinado a su antiguo socio, y
que éste resultaba ser el padre de Nadine. Nadine había descubierto el hecho y se
valía de ello para exigirle algunas cosas a Mosher Higley. Él había tenido que acceder
a las demandas de Nadine, por ser realmente culpable. Se lo confesó todo a Sue.

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—¿Sue es su esposa?
—Sí.
—¿Cuándo le hizo Mosher Higley esta confesión?
—El día antes de su fallecimiento.
—Y ¿es así —dijo el juez Ashurst— cómo ustedes llegaron a la conclusión de
que su herencia estaba en entredicho, ya que, debido al crimen, Nadine tenía
ascendiente sobre Mosher Higley?
—No es eso todo —prosiguió Newburn—. Después de la muerte de su socio,
Mosher Higley falsificó los libros de manera que se apropiaba de la fortuna de su
socio. Rose Farr, la madre de Nadine, era el verdadero cerebro motor de aquel
negocio. Era la secretaria, gerente, encargada y agente comercial del mismo y por ello
conocía la marcha del negocio a ojos cerrados. Después de la muerte del socio de
Higley, Rose Farr esperaba un hijo…
—Está usted adentrándose en un tema algo difícil —dijo el juez Ashurst—.
Atengámonos a los hechos más escuetos.
—Bien, Mosher Higley mató a su socio y se apoderó de su dinero. El socio había
dejado un testamento, legando todos sus bienes a Rose Farr, la madre de Nadine. En
estas circunstancias, si Nadine acudía a un abogado y reclamaba el dinero que le
correspondía y que Mosher Higley retenía injustamente, la situación hubiera sido
apuradísima. Por el momento, Nadine ignoraba la totalidad de los hechos, sospechaba
alguno, pero carecía de pruebas. Mosher Higley estaba a dos pasos de la muerte y no
lo ignoraba… Tenía miedo. Nos lo confesó todo.
—¿Se lo confesó a usted, o a su esposa?
—A los dos.
—¿Y qué hicieron ustedes?
—Le dijimos que no actuase hasta haber consultado a un abogado.
—¿Consultaron a un abogado?
—No. Su muerte… Bien, usted comprenderá que si murió envenenado por
cianuro… Su muerte fue muy oportuna. Algunos terrenos de su propiedad tienen un
valor muy alto, en caso de que contengan petróleo. En realidad, diré que son muy
valiosos, valiosísimos.
—¿Y por esto supuso usted que su esposa había envenenado a Mosher Higley?
—Por eso, y por algo que dijo.
—¿Qué dijo?
—Sue odia a Nadine. Dijo que no estaba dispuesta a que las cosas siguieran como
hasta entonces y que no permitiría que Nadine cortase la hierba bajo nuestros pies.
Hablamos de lo que se podía hacer, y Sue comentó cuán bien nos vendría que Mosher
Higley falleciese antes de… Hablamos del cianuro, es decir, ella habló del cianuro.
Me preguntó qué pasaría si se colocase en el chocolate de Mosher Higley unas
pastillas de cianuro, en lugar de las de sacarina… Oh, Señoría, es uno de esos líos…
Las circunstancias me acusan injustamente… Pero Sue me dijo que no lo había

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hecho.
—Ya entiendo —dijo con sarcasmo el juez Ashurst—: usted y su esposa se
enteraron de que Mosher Higley era un homicida y un desfalcador; de que había
defraudado a Nadine Farr en su herencia, y no sintieron el deseo de que
resplandeciese la verdad. En lugar de ello se pusieron a calcular la cantidad de
cianuro que convenía administrarle para que falleciese convenientemente, antes de
que la verdad saliese a relucir.
—Yo… hablamos de ello, pero no con esa sangre fría… Fue como una
posibilidad que nos entretuvimos en comentar.
—Y usted supuso que su mujer había envenenado a Higley. Ahora, dejando a un
lado la profunda depravación que su testimonio revela, dígame: ¿tan sólo porque su
esposa le asegura que ella no envenenó a Mosher Higley, cree usted que es inocente?
—Si Sue le hubiese envenenado, me lo hubiera dicho —explicó Newburn.
—¿Y ante semejante prueba de completa inmoralidad, espera usted que este
tribunal apoye su juicio? Decido que la vista quede aplazada. El tribunal ordena que
se mantenga al testigo bajo custodia, y sugiere a la policía que detengan
inmediatamente a Sue Newburn, esposa del testigo, acusando a ambos de homicidio.
El tribunal se reunirá de nuevo a las cuatro de la tarde. Se aconsejará al jurado
pronunciar un veredicto de no culpabilidad en lo relacionado con la primera parte del
juicio. Se aplaza la vista.
El juez Ashurst dio con el mazo contra la mesa con gesto amenazador.

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Capítulo 17

El aplazamiento de la causa sumió a la sala en tal caos, que, según pudo leerse
después en los periódicos, «batió el récord de confusión, incluyendo los ya habidos
en otros casos defendidos por Perry Mason».
Hamilton Burger, sombrío y disgustado, se abrió camino abandonando la sala.
Jackson Newburn y su esposa, debidamente custodiados, fueron conducidos camino
de la cárcel, en tanto Jackson Newburn suplicaba a su esposa que confesase la
verdad. Sue Newburn, con los labios apretados y aire de enfado, le dijo: «¡Eres un
traidor y un falsario! ¡No volverás a conseguir ni un céntimo de mí en toda tu vida!».
A lo que Jackson Newburn contestó con humildad, pero con una acertada visión de
las cosas: «Cariño, ya no te queda dinero, y lo peor del asunto, es que no vas a
conseguir ni un céntimo tú tampoco».
Della Street y Paul Drake rodeaban a Mason y a la acusada y no cesaban de
felicitarlas. Nadine Farr, tan pronto reía como lloraba; parecía medio histérica.
Un policía dijo:
—Lo lamento, pero debo seguir manteniéndola bajo custodia. El tribunal no ha
pronunciado todavía formalmente la inculpabilidad de la acusada.
Mason dio a Nadine unas palmadas en la espalda:
—Tranquilícese, Nadine, ya se ha resuelto todo.
La muchacha vaciló, lloró, se secó las lágrimas y rompió a reír; luego, en un
impulso, le echó a Mason los brazos al cuello y le besó.
Los fotógrafos, a la caza de cualquier dato impresionante, alzaron sus cámaras y
dispararon sus flash. Uno de los fotógrafos que no tuvo tiempo de captar la escena le
dijo a Nadine:
—¿Tendría usted inconveniente en repetir su gesto?
—No tengo inconveniente —dijo la muchacha abrazando de nuevo a Perry
Mason.
La matrona sonreía con indulgencia, y cuando el fotógrafo hubo terminado de
retratar la escena, acompañó a Nadine fuera de la sala.
—Bien —dijo Paul Drake—, ¿qué va a pasar ahora? ¿Cuál será la actitud de
Hamilton Burger?
—¡Quién puede saberlo! —dijo Mason—. Pero lo principal es que existen
noventa y nueve probabilidades sobre cien de que actúe desacertadamente.
—¿En qué sentido?
—Tratará de acusar a Sue Newburn de asesinato.
—¿Y bien?
—Y está vez —dijo Mason—, no conseguirá fundamentar su acusación. No
existe corpus delicti, y por lo tanto no podrá probar que Mosher Higley falleció a
causa de un envenenamiento de cianuro de potasio, ni cómo le pudo ser administrado

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éste.
—Claro que la declaración de Jackson Newburn…
Mason rió.
—¿Qué pasa? —preguntó Paul Drake.
—La declaración de Jackson Newburn no puede ser admitida —dijo Mason—. El
marido no puede declarar en contra de su mujer, a no ser que ésta lo consienta. De
manera que, ahora, vamos a disfrutar del espectáculo de un Hamilton Burger, que ha
sido calificado como «brillante», dando inútiles vueltas en una trampa, igual que un
perro que intenta morderse el rabo sin conseguirlo.
—¿Quieres decir que Sue Newburn, después de haber cometido un homicidio con
premeditación, conseguirá escapar a la Justicia? —dijo Drake.
—¿Quién dice que ella haya cometido un homicidio?
—¿Acaso no lo ha cometido?
—Por lo visto, has pasado por alto un hecho muy significativo de la declaración
de Jackson Newburn.
—Me pareció que no perdía detalle.
—Pues no captaste la parte más significativa de su declaración.
—¿Quieres explicármela? —dijo Drake.
—Recuerda —contestó Mason— que, cuando John Locke fue a casa de Higley a
recuperar las pastillas, envió a Cap’n Hugo a buscar la botella al dormitorio de
Nadine. Cap’n Hugo trajo las pastillas y se las entregó a John Locke. Faltaban cuatro
pastillas y aún no se ha averiguado el paradero de las mismas.
—¡Cielos, jefe! —dijo Della Street—. ¿No irás a decirnos ahora que Nadine
envenenó realmente a Higley?
—Olvidas que Nadine fue interrogada bajo una administración de suero de la
verdad. El doctor Denair le dio la dosis necesaria para que ella reaccionase
convenientemente. Contó su historia tal y como ella la sabía.
—Pero, la botella que contenía cianuro… de acuerdo con la declaración de John
Locke, la botella con las pastillas de cianuro ya no estaba en la casa cuando Nadine
preparó el chocolate —dijo Della.
—Es verdad —contestó Mason— pero olvidas que faltaban cuatro pastillas.
—Así, pues, la historia de Nadine era cierta. Ella cogió la botella de sacarina y…
—Esa botella fue tirada al lago. Y fue ésa la botella que se recuperó y que
Hamilton Burger tenía marcada como Prueba B. Era la que contenía los perdigones
correspondientes a los cartuchos y el sustitutivo del azúcar.
—Entonces —dijo Drake—, ¿cuál fue la causa de la muerte de Mosher Higley?
—No existe más que una alternativa; y creo que todos vosotros habéis pasado por
alto un detalle aclaratorio de la confesión de Jackson Newburn. Según dijo, cuando su
esposa se dirigió al comedor no vio por allí ni a Nadine ni a Cap’n Hugo; únicamente
vio que el recipiente que contenía el chocolate estaba sobre el fogón y…
—¿Quieres decir que fue entonces cuando Nadine puso el cianuro?

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Mason denegó con la cabeza y dijo:
—En aquellos momentos, Nadine se encontraba en el mercado, pero ¿dónde
estaba Cap’n Hugo?
—¿Qué quieres decir?
—Él nos dijo que había estado todo el tiempo en el comedor, limpiando cristales.
Jackson Newburn no le vio. Al parecer, Sue Newburn tampoco. Cap’n Hugo era la
persona que John Locke había enviado a buscar las pastillas. Cuando él las entregó
faltaban cuatro de ellas. Cap’n Hugo sentía un gran afecto por Nadine. Le disgustaba
la manera como Mosher Higley la trataba. Llevaba junto a Mosher Higley muchos
años, y, a no dudar, estaba al corriente de todo lo relacionado con Rose Farr, el
escándalo y la muerte del socio de Mosher Higley. ¿Quién puede negar que Cap’n
Hugo decidió que aquel estado de cosas ya había durado bastante? Ya era hora de que
él se retirase a una pequeña cabaña junto a un río, y se dedicase allí a la pesca, y
cesasen los malos tratos de que era víctima Nadine.
Paul Drake miró, consternado, a Mason.
—¡Maldita sea, Perry! Cuando presentas los hechos concretos, resulta que todo
concuerda, todo encaja —dijo—. ¿Qué vas a hacer ahora? ¿Advertirás a Hamilton
Burger a tiempo para que pueda arrestar a Cap’n Hugo, antes de que consiga
marcharse?
Mason dijo:
—Dejaremos a Hamilton Burger pilotar su embarcación durante algún tiempo.
Paul. Después de todo, no creo que recibiese de buen grado nuestra ayuda; por lo
menos, no en estos momentos. Cuando haya conseguido resolver el problema a base
de las pruebas que se le van a presentar, tal vez tenga con él una pequeña charla… O
quizá resulte mejor que seas tú, Paul, quien la tenga. Le molestará menos que la
información se la des tú. Y creo, Paul, que si sabes llevar bien las cosas, conseguirás
de paso que Burger esté contigo en deuda de agradecimiento… Pero, eso sí, a mí
déjame fuera de todo ello.
Era bastante difícil conseguir que variase de expresión el rostro impasible de Paul
Drake; pero, por una vez, sus ojos estaban llenos de asombro e irradiaban profunda
admiración.
—¡Maldita sea! —repitió despacio.

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