Garibaldi Indro Montanelli

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Siguiendo en su línea de «humanizar» a los grandes personajes que han

entrado ya en la leyenda, Indro Montanelli —esta vez en colaboración con


Marco Nozza— se ha enfrentado ahora con el mito Garibaldi, ese fabuloso
y pintoresco personaje del siglo pasado, adalid del Risorgimento en
innúmeros campos de batalla, ídolo de las desheredadas masas italianas y
que tanto hizo por la unidad de su patria.
Así, pues, el Héroe —así, con mayúscula, como lo escribe Montanelli— de
tantas aventuras en Francia y América, además de en su propio país, se nos
aparece aquí desmitificado, con toda la grandeza y heroísmo de sus
acciones militares, pero también con sus incontrolados amoríos y sus
embrollos familiares.
En suma, una biografía patética y humana al mismo tiempo, que discurre
por los cauces del mejor Montanelli.
Indro Montanelli y Marco Nozza

Garibaldi
ePub r1.0
Titivillus 09.05.2020
Título original: Garibaldi
Indro Montanelli y Marco Nozza, 1962
Traducción: Francisco J. Alcantara
Retoque de cubierta: Titivillus

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1
ADVERTENCIA
Los autores de este libro no pretenden revelar nada absolutamente
nuevo acerca de Garibaldi, aparte, tal vez, de algún detalle ignorado o
poco conocido de sus avatares juveniles en Sudamérica, hasta ahora
inexplicablemente pasados por alto por sus biógrafos, y algunos sucesos
ocurridos durante el decenio de 1860-1870, procedentes de un archivo en el
que se ha investigado poco. Tampoco han querido servirse de Garibaldi
como pretexto para una reconstrucción histórica de los acontecimientos del
Risorgimento, de los que se han limitado a hacer rápidas y resumidas
referencias.
Su objetivo era solamente acercar al gran público la figura de un
hombre que ha permanecido durante un siglo —incluso por culpa o
voluntad suya— en estado de monumento. Biógrafo de sí mismo, Garibaldi
rehizo varias veces sus Memorias, empobreciéndolas cada vez más con
respecto a aquellos episodios y anécdotas que dan vida y dimensiones
humanas a un personaje. De dichos episodios y anécdotas era avaro hasta
en sus cuentos al amor del hogar y en las confidencias que hizo a Dumas y
a Esperanza von Schwartz; y es precisamente ese vacío, colmado sólo por
una insoportable retórica y abstractos vaniloquios, lo que hace tan
insignificantes sus escritos. Los hagiógrafos que después se han sucedido,
en vez de poner remedio al mal lo han agravado, descarnando cada vez
más a Garibaldi y desterrándolo a los cielos abstractos de la mitología. Y
así ha ocurrido que el más popular y el más próximo al espíritu del pueblo
de todos los protagonistas del Risorgimento ha sido siempre el más
desconocido.
Los autores advierten, empero, que no se trata de una biografía
novelada. No han prestado a su héroe ni un gesto ni una frase que no
aparezcan documentados en los textos; y en los casos en que tuvieron que
interpretar, indican al lector que se trata precisamente de una
interpretación. Si, con todo, han caído en alguna inexactitud, agradecerán
a quien benévolamente quiera mostrársela, para poder rectificarla en
sucesivas ediciones. Pero, tal vez con alguna inmodestia, creen que el
retrato de Garibaldi que proporcionan es verdadero y bastante vivo. Sólo a
esto han atendido y por ello se abstienen de citar las fuentes y colocar al
pie de las páginas las «notas» que seducen a los profesores de Historia
tanto como fastidian al lector corriente.
Al cual van dedicadas estas páginas.

INDRO MONTANELLI
MARCO NOZZA
PRIMERA PARTE

EL APRENDIZ (1807-1835).
CAPÍTULO PRIMERO

NIZA, 1807

Cuando Garibaldi se convirtió en un personaje importante, los


genealogistas alemanes se dispusieron inmediatamente a anexionárselo.
La señora Esperanza von Schwartz, conocida literariamente por Elpis
Melena, lo que en griego quiere decir «Esperanza Negra», descubrió en las
venas del héroe un flujo de sangre que procedía del barón Von Neuhof, una
especie de Münchausen del Setecientos, que había logrado hacerse coronar
—aunque fuera por poco tiempo— rey de Córcega. Una sobrina de dicho
barón, según aseguraba Frau Esperanza, se había casado en Rüggeberg con
un Garibaldi, abuelo de Giuseppe en quien, evidentemente, renacían las
virtudes guerreras de la estirpe teutónica.
Desgraciadamente, el preboste de Rüggeberg, a quien se interpeló
oportunamente, no logró descubrir en los registros de la parroquia traza
alguna de dicho matrimonio. Y nadie supo nunca de dónde pudo haber
recibido tal noticia la señora Von Schwartz, que sostenía con el héroe
correspondencia amorosa y fue la primera en reunir sus apuntes
autobiográficos. Así, pues, no nos parece del todo desatinada la sospecha de
que fuese él mismo quien diera tal información. Y no por esnobismo, sino
por apasionamiento por la historia. ¿Acaso no contó cierto día a Alejandro
Dumas que había nacido en Niza, en la misma casa —más aún, en la misma
habitación— en que cuarenta y nueve años antes viera la luz el mariscal
Massena? Y tampoco esto era verdad.
Sin desanimarse en absoluto por el fallado intento de Elpis Melena,
otros heraldistas germanos descubrieron que, amén del tipo físico —
aquellos rubios cabellos y aquellos ojos que todos se han empeñado en ver
cerúleos cuando, en realidad, eran color castaño—, Garibaldi tenía de
nórdico incluso el nombre, que resultaba compuesto de Garo y bald, que en
alemán arcaico significan respectivamente «guerrero» y «audaz».
Fisgoneando en los archivos, uno de ellos se sacó de la manga un Garibaldi,
duque de Baviera, cuya hija Teodolinda se casó con Agilulfo de Turín, que
llegó a ser rey de los lombardos.
Sabido es que, si se quiere, es posible encontrar algún punto de apoyo
en los ascendientes de un italiano, con todos los huéspedes que hemos
tenido de paso por casa. Mas, para quedarnos en los hechos comprobados,
hemos de decir que, en el caso de Garibaldi, nuestros conocimientos no van
más allá del abuelo, que se llamaba Angelo María, había nacido en Chiavari
y era capitán de la mar. Contrajo matrimonio con Margherita Puccio,
llamada Isabella, de la cual tuvo seis hijos: cuatro varones y dos hembras.
Más tarde, se trasladó con toda la nidada a Génova, en cuya ciudad se casó
su primogénito (se ignora si en 1802 o en 1803) con Rosa María Nicoletta
Raimondi, también ligur.
No tenemos muchas noticias acerca de este «padron Domenico», como
lo llamaban en el puerto. La leyenda garibaldina ha hecho de él un viejo
lobo de mar, habituado a toda clase de fatigas y riesgos. Sin embargo,
parece que no fue exactamente así. Estuvo siempre al mando de barcazas
que no se alejaban mucho de la costa. Domenico conocía muy bien aquellas
costas, especialmente las de Liguria. Pero su «itinerario» era fijo y bastante
casero: la Riviera de Levante, la Riviera de Poniente y, quizás, algunas
veces, Cataluña. Pero nunca se asomó al estrecho de Gibraltar, ni parece
que haya rebasado el de Mesina. Por lo que sabemos, en su carácter no
había sitio para sueños de aventuras ni para incentivos corsarios. «Padron
Domenico» era un marinero sedentario, un honesto practicón de agua
salada, un buen hombre de escasa fantasía, de ideas estrechas, rutinario,
timorato y piadoso. En el mástil de su tartana, de una sola vela, había izado
un estandarte con san Jorge a caballo, y todas las mañanas se quitaba el
gorro ante el pendón y hacía la señal de la cruz. Cuando, después de tantos
años al servicio de los demás, consiguió tener una embarcación propia, de
veintinueve toneladas, le dio el nombre de Santa Reparata, la patrona de
Niza, adonde a la sazón se había trasudado. Desgraciadamente, debía de
tratarse de una santa un tanto ingrata, porque nada hizo por salvar la barca
confiada a su protección, la cual se hundió durante una tormenta.
Pero esto sucedió bastante después.
En Niza, el matrimonio Garibaldi encontró alojamiento en el quai
Lunel, frente al puerto Lympia, en el segundo piso de una casita cuyos
propietarios eran sus propios primos Gustavin, y en la que, desde luego, no
había nacido Massena. Y aquí, a las seis de la mañana del 4 de julio de
1807, la señora Rosa dio a luz un hijo varón, ciudadano francés, porque
Niza era entonces francesa.
El 4 de julio era ya una fecha destinada a entrar en la Historia: aquel
día. Napoleón firmaba en Tilsit, a orillas del Mediterráneo, una armisticio
con el zar de Rusia. La señora Rosa, que ya contaba con un varón en la
familia, Angelo, hubiera preferido una niña. Y cuando le mostraron al niño,
comentó: «Paciencia. Esperemos que acabe en cura. Al menos, los curas no
sirven en el Ejército».
El recién nacido fue llevado al municipio doce horas después, es decir, a
las seis de la tarde. Abría el reducido cortejo la comadrona con el porte-
enfant y el enfant; tras ella, los dos testigos: el abuelo Angelo, ya viejo, y
un amigo suyo, Honoré Blanqui, exsacerdote. La declaración fue dispuesta
por el asesor François Constantin, en función de oficial del registro civil.
El bautizo fue celebrado en la iglesia de San Martín, por el rector Pío
Papacin. Padrino fue un Giuseppe Garibaldi. Madrina, Giulia María
Garibaldi, su hermana. Entre los presentes: el padre de la criatura,
Domenico, y los primos Felice y Michele Gustavin, propietarios de la casa
del quai Lunel. Entre los ausentes se hicieron notar el abuelo Angelo y su
amigo Honoré que, por lo que se ve, no querían contactos con curas y
parroquias. No quisiéramos seguir el ejemplo de los genealogistas
alemanes, aventurando hipótesis difícilmente controlables; pero tal vez en
casa de Garibaldi, como en todas las casas italianas de aquellos tiempos (y
de los que han venido después), junto al filón clerical había otro de
tragacuras.
Mamá Rosa formaba parte del primero, tal vez un poco por vocación y
un poco por mimetismo con el marido. Tampoco acerca de ella tenemos
muchas noticias. Pero las pocas que tenemos nos la pintan como una típica
madre italiana, toda ternura e indulgencia. Procedía de una familia de
Saboya, pero no participaba del carácter montañero, resentido y tacaño. Al
contrario, era célebre por su efusiva generosidad y por la necesidad que
siempre sentía de proteger a alguien. Cuando a causa de la pérdida de la
Santa Reparata, su marido se halló en la calle, Rosa montó una pequeña
tienda donde los clientes encontraban indefectiblemente en el puesto de la
buena mujer un letrero que decía: «Vuelvo en seguida». Pero lo que ocurría
era que, si volvía alguna vez, lo hacía más bien tarde. Unas veces se hallaba
en el puerto repartiendo menestra a los sin trabajo; otras, estaba en casa de
alguna vecina enferma, para asistirla y estar un rato de cháchara. O bien iba
a la iglesia a rezar el rosario. La acusaban de tener «agujeros en las manos».
Y aunque no es frecuente en las dinastías ligures que haya que ser
manirrotos para ganarse esa fama, parece ser que mamá Rosa la mereció
plenamente.
Treinta y un años tenía cuando vino al mundo Giussepe, nombre que,
naturalmente, fue convertido a las pocas de cambio en Peppino. Angelo, el
primogénito, tenía tres, y la Santa Reparata aún no había ido a parar entre
los peces. El «patrón». Domenico, por lo tanto, con una familia modesta a
sus espaldas, veía el porvenir bastante rosado, a pesar de Napoleón. Lo peor
que podía ocurrirles a él y a los suyos era volver a ser piamonteses, si Niza,
en su destino pendular, fuera readmitida alguna vez en el reino de Cerdeña.
Pero, en realidad, no hubiera supuesto una gran diferencia.
En aquellos tiempos, la ciudad se limitaba a la vieille ville que se
arracimaba en derredor del puerto, entre el torrente Paillon y el mar. Sus
calles eran estrechísimas, mal pavimentadas y a menudo barridas por el
viento, que levantaba en ellas nubes de polvo y hacía oscilar las sesenta y
tres linternas que constituían todo el alumbrado ciudadano. Era muy poco,
desde luego. Pero su sostenimiento corría a cuenta de la iniciativa privada.
La sociedad de Niza podía ser reconstruida, precisamente, por sus linternas.
Los obreros y campesinos usaban por las noches, para ver dónde ponían el
pie, las de hojalata con una mecha colocada en un platillo con aceite. Los
burgueses la tenían de hierro blanco, con una bujía: y solía llevarla una
criada, que iba delante de ellos para alumbrarles el camino. Los nobles se
hacían preceder de un piróforo, o portaantorchas, con una gran linterna de
dimensiones proporcionadas a la importancia heráldica y patrimonial del
titular.
Era una sociedad restringida y provinciana, no contaminada por el
turismo, que aún no la había descubierto, y que, desde luego, tampoco se
había descubierto a sí misma. Las carrozas no pasaban de una docena; eran
privadas y servían, sobre todo, para llevar a los jugadores de whist y a sus
damas a casa de la marquesa de Santa Ana, dueña del más acreditado salón
ciudadano. Ya entonces se hablaba de «mundanidad corrompida» y de
«costumbres licenciosas». En realidad, los grandes diversivos de aquellos
«libertinos», que seguían gravitando más sobre la Corte de Turín que sobre
la de París, eran los pique-niques en las colinas de Saint-Étienne y de
Cimiez, cuajadas de olivos, naranjos y limoneros, donde los caballeros
cabalgaban en corceles y las damas a lomos de asno enjaezado con silla a la
española.
Pero el lugar importante de encuentro ciudadano, donde el tout Nice
burgués se daba cita, y adonde acudían incluso los nobles, aunque no con
mucha frecuencia, era la «Terrasse», a la que los de Niza llamaban «la
octava maravilla del mundo» y proclamaban netamente superior a la
«Cannebière» de Marsella. Más que un paseo, la «Terrasse» era un salón en
el que, sobre todo los domingos, de cinco a siete, se formaban grupos y se
cambiaban conversaciones. Había también un café. Pero los nobles y los
oficiales no iban a él, porque el que les estaba reservado era el «Royal»,
mientras la burguesía contaba con el «Américain» y el «Commerce». Los
demás, a los que hoy llamaríamos proletarios, iban al de la Place des
Herbes, donde una taza costaba tres cuartos.
La vida no era muy cara. Según los cálculos del abate Bonifassi,
ejemplar cronista de la época, una persona de mediana condición podía
arreglárselas decentemente con un balance de unos setecientos cincuenta
francos de gasto anual: trescientos sesenta y cinco para la alimentación,
doscientos para el alojamiento, cincuenta y cuatro para la luz, ciento ocho
para vestir y doce de impuestos.
En el puerto, donde estaba anclada la Santa Reparata, aún no había
entrado ninguna nave a vapor. Había ciento treinta embarcaciones de pesca,
pero el comercio ya estaba un poco en crisis porque la sal para salar el
pescado costaba a treinta cuartos el rup, una medida que correspondía a
algo más de siete kilos. El Gobierno francés, a diferencia del sardo, había
concedido facilidades. Pero el comercio no se reanimó. Mejor iba el del
aceite y las naranjas, que constituían la carga preferida del «patrón».
Domenico.

Peppino tenía cuatro meses y doce días cuando la somnolienta ciudad


fue profundamente conmovida por un gran acontecimiento político-
mundano: la llegada de Paulina Borghese, hermana del emperador.
Paulina llegó en compañía del pintor «aficionado» provenzal Augusto
de Forbin, que también era conde, o al menos se hacía pasar por tal, un
negro llamado Paul, un secretario, el conservador de la galería de arte, el
cirujano, un ayuda de cámara y dos lacayos. Todos varones. Y la bella
Paulina tampoco quería mujeres entre el personal de servicio, porque como
mujer bastaba ella. La duquesa de Cars, llamada «la chismosa de la Costa
Azul», tuvo pretextos en abundancia para mantener en ejercicio su lengua
viperina y desahogar sus rencores saboyanos y sus humores reaccionarios.
Sobre todo cuando Paulina licenció al pintor y lo sustituyó (al parecer
con el mismo cargo) por un italiano director de orquesta, Blangini con
quien paseaba a lo largo de la «Terrasse» en una gran carroza blanca tirada
por cuatro caballos igualmente blancos.
Grande fue el escándalo entre la timorata sociedad nizarda. Se habló de
orgías y de «misas negras» con participación del negro. Desde luego, todo
era pura fantasía, porque Paulina era una mujer de apetitos extravagantes,
pero sanos. Sin embargo, las voces llegaron a Napoleón, que, para cortar
por lo sano los rumores, ordenó a su hermana que fuera a reunirse con el
marido en Turín. Paulina se declaró dispuesta a obedecer, pero a condición
de que Blangini la siguiera. El emperador aceptó. Y no parece que se
consultara siquiera al príncipe consorte.
Paulina volvió a Niza seis años después. Pero, si se le contaban los años
en las arrugas de la cara, parecía que habían pasado sesenta. Su último
amante, Jules de Canouville, había muerto en la guerra. Era la campaña de
Rusia, y la estrella de los Bonaparte palidecía a ojos vistas. La princesa se
alojó en la villa «Grandis», en el barrio de Beaumettes, pero esta vez sin
séquito alguno. Apenas salía, porque se encontraba enferma. Un buen día se
supo que había vendido su collar de diamantes para enviar el producto de la
venta, tres mil liras, al imperial hermano. Para los de Niza, aquello fue
como el anuncio de la derrota final, y así comenzó la loca carrera en busca
de méritos resistencialistas contra Napoleón y contra Francia.
Antes de marcharse, Paulina tuvo tiempo de ver al pueblo festivo que se
disponía, en vistoso cortejo, a salir al encuentro del papa Pío VII, que
regresaba a Roma desde Grenoble, donde Napoleón lo había confinado
durante cinco años. Llegado a la Croix de Marbre, Su Santidad fue llevado
en triunfo a hombros de los manifestantes. De los Alpes marítimos habían
descendido en enjambres los «Maríaluisa», como se llamaba a los jóvenes
de la quinta del 95, que, llamados a las armas por la emperatriz, en ausencia
del marido, ahora desertaban y se dedicaban a la guerrilla en la montaña,
agrupándose con los Barbetti, bandas de rebeldes a sueldo del rey de
Cerdeña. Nunca se ha sabido con precisión si estos Barbetti —igual que los
«Maríaluisa»— hicieron de veras la guerrilla contra los franceses o se
limitaron más bien a saquear un poco los gallineros de la comarca. A los
diplomáticos piamonteses les convino hacerlos pasar por «heroicos
patriotas», y como tales los ha registrado la Historia.
El conde Dubouchage, que durante doce años fue prefecto en nombre de
los franceses, hizo poner en los muros una proclama en la que anunciaba
l’heureux changement. Y este heureux changement era, como habréis
adivinado fácilmente, el regreso de Niza a la soberanía de Piamonte, es
decir, del Buen Gobierno, como era de moda llamar al de Turín.
El 30 de mayo (1814), el Buen Gobierno envió a sus emisarios para
anexionar de nuevo a Niza al reino de Cerdeña. No hubo «depuraciones».
El conde Dubouchage no fue confirmado otra vez en su cargo, pero en
cambio se le otorgó una medalla de oro en reconocimiento de sus méritos
patrióticos: había llevado a Niza a los ballets italianos y, sobre todo, había
expulsado a las prostitutas y frecuentado moderadamente a Paulina
Borghese. El señor obispo, que ya no dependía del arzobispo de Aix, sino
del de Génova, celebró un solemne Te Deum de acción de gracias: el mismo
Te Deum con el que, doce años antes, se celebrara el otro heureux
changement, es decir, el paso de Niza de la soberanía piamontesa a la
francesa.
El Buen Gobierno dispuso inmediatamente una serie de enérgicas
reformas. A los tres cónsules que administraban la ciudad —un noble, un
comerciante y un agricultor— se les obligó a sustituir la peluca por un
sombrero a la española provisto de tres plumas negras. El Liceo, fundación
napoleónica, fue remplazado por el Colegio Real, con un cuerpo académico
formado exclusivamente de sacerdotes, en su mayoría jesuitas. Se amenazó
con suspensión de sueldo a los maestros que no volvieran inmediatamente
al uso de la bella lengua italiana. Como dinans («como antes»), decía la
circular, para dar un sabroso ejemplo de esa bella lengua.
«Y, sin embargo —comentaba el abate Bonifassi, que en toda aquella
alharaca conservó íntegro su buen humor—, seguimos siendo esclavos de
Francia y no puede ser de otro modo. Hemos avanzado demasiado para
volvernos atrás».

No parece que tales acontecimientos tuvieran hondas repercusiones


ideológicas o sentimentales en la familia Garibaldi. Pero es probable que lo
mismo el «patrón». Domenico que mamá Rosa hayan considerado bastante
heureux el changement del 14, a causa de sus escrúpulos religiosos. No eran
gente a quienes entusiasmaran las ideas libertarias, laicas y progresistas de
Francia.
Ahora, la familia había aumentado con otros dos hijos, Michele y
Felice. Pero el más mimado de la casa seguía siendo, al menos para la
madre, Peppino, por su carácter festivo, aunque un tanto indócil. Angelo,
que ya tenía diez años, proporcionaba pocas satisfacciones a los padres, que
lo llamaban «cabeza cuadrada», atribuyendo su hurañía y su sombría
obstinación a falta de inteligencia. Después fue el que demostró —en
tiempos normales— saber arreglárselas mejor que todos, y de él
procedieron los mayores auxilios a la familia, ya fuera en forma de sensatos
consejos, ya de ayuda contante y sonante. Pero en aquellos tiempos nadie
hubiera podido decirlo. Los dos últimos eran aún demasiado pequeños; pero
de lo poco que eran podía verse ya que no mostraban una gran
personalidad.
En cambio, Peppino la tenía en exceso. Llevaba el diablo en el cuerpo.
No se le ocurría cosa buena. Pero en sus pillerías y travesuras había tanto
candor, una inocencia tan fresca, que mamá Rosa, ya poco inclinada al
castigo, no conseguía meterlo en pretina. No hay duda de que en la carrera
de aquel seductor, la primera víctima fue ella, su madre.
Mamá Rosa pensaba aún en que fuera sacerdote. Y con ese fin le colocó
al lado a un tipo con funciones de pedagogo. Poco sabemos de este don
Giaccone, del que parece que el alumno lo olvidó todo durante su vida,
incluso el nombre, ya que en sus notas autobiográficas, recogidas por Elpis
Melena, ésta lo halló indicado con el nombre de «don Giaume». Aquí
Garibaldi habla de él, aunque fugazmente, como de un «querido recuerdo».
Pero en las sucesivas redacciones de las Memorias, el «querido recuerdo»
desapareció y al pobre don Giaccone no le quedó ni una señal de afecto y de
respeto de parte de su pupilo. En cuanto a la huella dejada en su cultura, es
inútil buscarla.
Don Giaccone era amigo de la casa y tal vez se hizo cómplice de mamá
Rosa en su conspiración para encaminar a Peppino hacia el seminario. Por
desgracia, el efecto no podía ser más contraproducente, porque en el ánimo
del muchacho la Iglesia acabó por identificarse con aquel sacerdote, el
sacerdote con el estudio y el estudio con el aburrimiento. Quién sabe si el
desmandado anticlericalismo de Garibaldi comenzó a incubarse
precisamente durante las lecciones de Giaccone que, por lo demás,
consiguió impartirle bien pocas. La mayoría de las veces, en la cocina del
quai Lunel, el infortunado mentor esperó en vano al discípulo, que debía de
haberse escondido en cualquier rincón del puerto.
Peppino pasó aquí la infancia, y más en el agua que en tierra firme,
porque había nacido anfibio. «Diré sin rodeos que soy uno de los mejores
nadadores que existen —contaría en cierta ocasión a Dumas—. Por lo tanto,
no hay por qué atribuirme mérito especial si, gracias a esta gran confianza
que siempre he tenido en mí mismo, nunca vacilé en arrojarme al mar para
socorrer a un semejante». Y esta vez decía la verdad. Su carrera de
«salvavidas» había comenzado precisamente al día siguiente del heureux
changement, cuando acababa de cumplir ocho años. Volvía de caza con un
primo suyo. Cuando pasaban cerca de un grupo de mujeres que estaban
lavando la ropa en un estanque próximo al Var, vio a una que caía de cabeza
en el agua. Ignoramos si el nivel del agua era tan alto como para ahogarse
alguien. Pero tampoco lo sabía Peppino en el momento en que se lanzó para
salvar a la desgraciada.
Mamá Rosa, que, para aplacar las impaciencias de don Giaccone,
resignadamente sentado junto al hogar con una gramática latina en el
regazo, se lanzaba a la inútil búsqueda del díscolo entre los obenques de los
barcos en el puerto, lo veía llegar por la tarde con la ropa hecha jirones,
sucio y agotado, pero con los ojos encendidos de entusiasmo. Cuando no
había jugado a los piratas con los otros chiquillos entre las rocas, había ido
a cazar becadas o perdices en los valles próximos con aquel primo suyo,
para quien hacía de perro, rebuscando en los matorrales y cobrando las
piezas caídas. Naturalmente, no solía hallarse en condiciones de padecer la
consecutio temporum. Don Giaccone, tras haber intentado propinársela,
pero en vano, se alzaba despechado y se iba de la casa, con la promesa de
mamá Rosa de administrarle severas sanciones. Pero ¿cómo aplicar sanción
alguna a aquel pillín de aire inocente que ni siquiera se daba cuenta de que
obraba mal? En cambio, Cabeza cuadrada si que se llevaba sus buenos
coscorrones, aun por mucho menos, con aquella su gruñona cerrazón. Pero
Peppino… ¿Cómo podía no perdonársele a Peppino, con aquellos ojos
cándidos, con aquel pelo rubio, con aquella carita sonriente y delicada, casi
de niña? Tanto más cuanto que, del todo ignorante de las intenciones de su
madre, así que el sacerdote se marchaba, se precipitaba en los brazos de
aquélla. Porque era un alocado, pero afectuoso.
Además, no podía decirse que careciera absolutamente de voluntad en
cuestiones de estudio. Porque el otro maestro que le habían dado para
completar los esfuerzos de don Giaccone, el señor Arena, viejo militar
retirado, también amigo de la casa, no estaba del todo descontento de su
discípulo. Nunca consiguió meterle en la cabeza la gramática y la sintaxis
italianas: Garibaldi siguió refractario a ellas durante toda su vida, y, por
desgracia, lo demostró en cuantas ocasiones fueron presentándosele con el
paso del tiempo. En cambio, para la otra materia, la historia romana, nunca
necesitó estímulo. Peppino se bebía materialmente la historia romana.
Además, leía, aunque por cuenta propia y desordenadamente. Antes de
haber logrado distinguir una «coordenada» de una «subordinada», se había
aprendido de memoria todos los Sepolcri[1], cuyo texto llevaba siempre en
su cartera, recitaba fragmentos enteros de la Ilíada, de la Divina Comedia y
de la Jerusalén libertada. Y sobre esta maraña de cultura clásica y de
poesía épica había echado algún cepejón iluminístico, páginas enteras de la
Zaïre[2], de Voltaire, de quien era gran admirador. En fin, había puesto ya
todas las premisas de aquella terrible confusión mental que fue después, y
para siempre, una de sus principales características.
Consecuencia de todo esto fue que, un buen día, don Giaccone renunció
al juego y dijo claramente a mamá Rosa que se quitara de la cabeza la idea
de que aquel hijo suyo llegara a ser sacerdote. Pero, tal vez, para mamá
Rosa, no fue aquélla una dolorosa sorpresa. También ella debía de haberse
resignado ya.

También Niza —igual que Peppino— iba creciendo. Cada vez llegaban
más extranjeros, a pesar de la acogida nada grata. Con todo, el ritmo de la
vida seguía siendo provinciano y somnoliento. Voluntariamente escasos
eran los contactos con Francia. El puente sobre el Var, que unía la ciudad de
Marsella —considerada como guarida de republicanos tragacuras—, seguía
siendo de madera y crujía tanto que, cuando debía pasar por él un personaje
de respeto, los aduaneros sardos se hacían la señal de la cruz. No había
vibración alguna de progreso, ni intercambios intelectuales, ni ardores de
reformas. El periódico local se titulaba Affiches et avis divers, lo imprimía
François Cougnet y salía los viernes, con sólo noticias oficiales y órdenes
de la Prefectura. Replegada en sí misma, con una geografía que la excluía
de Italia y una política que la alejaba de Francia, Niza desarrolló solamente
un «color local». Rosalinde Rancher, que, a pesar del nombre, era varón, se
convirtió en su poeta y cantó la disputa entre sacristanes y fabriqueros o
mayordomos de fábrica[3], tejiendo con ello las alabanzas de la cocina y sus
especialidades: el stockfish, la raiola y la pissaladiere. Las fiestas populares
se desarrollaron en marcos suntuosos. Las procesiones se echaban a perder.
Y todo marchaba muy bien, especialmente para los propietarios de
hoteles y restaurantes. Mas para un adolescente como Peppino, nutrido —
aunque fuera de modo bastante enmarañado— de historia romana y de
poesía épica, eso era poco. Como todos los muchachos, no sabía con
precisión qué quería, pero lo quería en seguida; y Niza, aquella Niza
turística y folklórica, no podía dárselo. Así, una buena mañana se citó en el
puerto con tres amigos —César Parodi, Rafael de Andreis y Celestino
Bermond—, se adueñaron de una barca de pesca, dieron al viento sus velas
y enderezaron el timón hacia Levante, tal vez para llegar a Génova, o quizá
para ir un poco más allá. Esto ocurría en 1819. A la sazón, Peppino tenía
doce años.
Pero alguien los había visto e informó al «patrón». Domenico, quien
expidió inmediatamente a un amigo suyo en persecución de los fugitivos.
Éstos fueron alcanzados a la altura de Mónaco y conducidos de nuevo, por
las buenas o por las malas, a sus propias casas; y creemos que esta vez la
acogida dispensada al «mimado» no debió ser demasiado tierna, ni siquiera
por parte de mamá Rosa. Pero ¿cuál no sería, tras la humillación y tal vez
los tirones de orejas, la ira de Peppino al saber que el espía había sido un
sacerdote? Cimas, siempre tenía que darse de narices con curas: primero el
pedagogo, ahora el sicofante… La cosa empezaba a oler ya a persecución.
Finalmente, dos años después —en 1821— sucedió algo, hasta en Niza.
El 19 de marzo llegó la noticia de que rey Víctor Manuel I había
abdicado a favor de Carlos Alberto, que había concedido una Constitución.
El pueblo de Niza se lanzó a la calle para manifestar un entusiasmo tal
vez más ruidoso que sincero, e intimó a la banda de música de los
Cazadores a que tocara el Himno real. El comandante mostró cierta
perplejidad: la petición le parecía singularmente subversiva. Por otra parte,
lo que le pedían no era la Marsellesa, sino el Himno real. Y eso para
celebrar un gesto del rey. Además, ¿es que el día anterior no se había visto
al comandante de la plaza, Annibale di Saluzzo, de los condes de
Menusiglio, no sólo dejar la iniciativa a los «revoltosos» que, por lo demás,
no se habían rebelado contra nadie, sino fraternizar con ellos y hasta
ofrecerles una comida?
La banda de música sonó. Y el pueblo, contento, se puso a aplaudir.
Al día siguiente, otra comida, digno contrapunto de una libertad ganada
tan fácilmente, en la gran sala de la Filarmónica. Estaban todos, incluidos
los turistas ingleses, que se emborracharon como carreteros y entre los
vapores del alcohol empezaron a imprecar contra Víctor Manuel I, los curas
y la reacción. Ninguno de los presentes sabía que Víctor Manuel I estaba
también en Niza. Había llegado por la noche, de riguroso incógnito, y ahora
celebraba consejo con el comandante de la provincia, general Antonio de
Bres; con el prefecto, conde Alessandro Crotti di Castigliola; con el
comandante de los Cazadores-guardias, caballero Stefano di Candía, y con
el obispo, monseñor Giovanni Battista d’Istria. Todos estaban consternados
por los «terribles» acontecimientos de la mañana, con aquel pueblo en la
calle, que saludaba como un fausto suceso la Constitución, y con aquel jefe
de la banda de música que se había asociado a la plebe entonando el Himno
real. ¡A qué punto habíamos llegado! Pero ¿quién era el responsable? El
conde de Menusiglio no podía haber dado la orden, puesto que no se
hallaba en su puesto. Había acudido al paso de Tenda para recibir a Su
Majestad. Así, pues, las responsabilidades caían fatalmente sobre su
suplente: el caballero Hilario Saint-Pierre, conde de Neubourg.
Pero éste, llamado con urgencia, en vez de disculparse, preguntó qué
debería haber hecho, dependiendo, como dependía, de un inmediato
superior que se había solidarizado con la «revuelta», que había sido íntimo
amigo de Paulina Borghese, escudero de Napoleón, coronel del tercer
regimiento de la Guardia Imperial, barón del Imperio de Bonaparte, Cruz de
la Legión de Honor francesa y, en resumidas cuentas, reunía en su persona
todos los méritos de la Revolución.
Pero el general Annibale di Saluzzo se ganó inmediatamente otro
mérito: durante una semana larga hizo la guardia al fugitivo rey, encerrado
en el palacio del gobernador y bastante asustado por peligros inexistentes.
Y al fin lo «liberó», canalizando el furor libertario del buen pueblo nizardo
mediante una bella fiesta un tanto carnavalesca, cuyo número de atracción
fue la llegada al puerto de un batel todo cubierto de flores y empavesado, al
que un grupo de pescadores, entre cantos y danzas, arrastró por las calles de
la ciudad, precedidos de muchachas vestidas de blanco y seguidos de un
carnero adornado con una guirnalda de rosas rojas.
Al término de la manifestación, la entusiasta muchedumbre dispuso en
la plaza mesas, sillas, vituallas y bebidas. Y cuando Su Majestad,
completamente tranquilizado a la vista de aquel espectáculo, apareció en el
balcón, fue acogido con estruendosos aplausos.
Entretanto, el señor obispo había convocado a todos a otro Te Deum en
acción de gracias por el enésimo heureux changement.
CAPÍTULO II

EL CREYENTE DE TAGANROG

No contamos con elemento alguno que nos permita afirmarlo, porque


las Memorias de Garibaldi no hacen alusión a ello, ni existen otras fuentes a
las que podamos acudir. Pero, dado el carácter del mozo, no podría
extrañarnos el que participara en tales acontecimientos —que, desde luego,
no eran la «revolución», pero mostraban ya ciertos efluvios—, aunque fuera
con actividades secundarias y un tanto marginales, como aplausos, silbidos
y pedradas. En todo caso, estamos seguros de que las instintivas simpatías
de Peppino se inclinaron —al revés de lo que ocurría con el «patrón».
Domenico— más a la calle que al balcón.
De los cuatro hijos, era Peppino el que daba más quebraderos de cabeza
a la familia; es decir, era el único que los daba, puesto que los otros tres, en
resumidas cuentas, crecían bastante normales. Angelo, más «cabeza
cuadrada» que nunca, se había manifestado en los estudios menos rebelde
de lo previsto. En la escuela progresaba con lentitud, pero con seguridad. Le
costaba un poco aprender algunas cosas, pero una vez que lo conseguía
difícilmente lo olvidaba. Era joven de pocas palabras y sin asomo de
fantasía, pero, en cambio, estaba dotado de un seguro sentido práctico y de
una sólida moralidad. Tal vez lo había recibido de su madre o, mejor dicho,
de los antepasados montañeses de su madre (porque ella, pobre mujer, en
cuestiones prácticas era bastante limitada): detestaba el mar, no soñaba con
la gloria y pensaba en América no como una palestra de aventuras, sino
como una «incómoda residencia» propia para hacer una buena y rápida
carrera. De hecho, emigró a América al poco tiempo y, aunque casi nada
sepamos de sus actividades en aquellas tierras, no cabe duda de que debió
conseguir algo interesante, porque más adelante fue nombrado cónsul de
Cerdeña en Filadelfia.
Michelino, el tercero de los hijos, mantenía implacablemente la promesa
que hiciera desde su infancia: la de crecer asno en la escuela y dócil en
casa. Sólo tenía una pasión: las flores y las plantas. Pero no había modo de
meterle en la cabeza la gramática y la sintaxis. Una vez, muchos años
después, escribió a Peppino, retirado en Caprera: «Te envío un pequeño
bulto con azahares portugueses y limones persas de primera calidad; en
cuanto a las semillas de nabos, no es aún la estación; más adelante te las
mandaré. Recibe las calabazas que te hacen fruto de tres rublos de peso, dos
piñas de pino doméstico, los plantarás todos; así tienes para llenar toda la
isla, que es el único medio para tenerlos…». En cambio, era servicial, y
todos, incluida mamá Rosa, lo enviaban a hacer recados a una y otra parte.
Al fin y al cabo, no había peligro de que se distrajera con el estudio.
Felice era el «niño pera» de casa Garibaldi; es decir, Garibaldy, pues así
solía firmar, convencido de que era más fino, con gran rabia de Angelo que,
en cambio, era aficionadísimo a la lengua italiana. Tenía, sobre todo, la
manía de los buenos vestidos y, para satisfacer esa pasión, pensaba ya
dedicarse al comercio: cosa que hizo más tarde, llegando a ser agente de
Apulia de la casa de exportación «Avigdor». Allí abandonó los antojos
franceses, incluso en lo tocante al modo de hablar, y se puso a estudiar la
lengua italiana, con incierto provecho. Pero, en resumidas cuentas, también
él, como Peppino y Michelino, era uno de esos hijos que no dan graves
preocupaciones a la familia.
Últimamente nació también una niña, de la que sólo conocemos el
nombre, Teresita, y su trágica muerte: abrasada en un incendio. Debió de
ser un gran luto para la familia Garibaldi, donde temperamentos y humores
eran discordantes, pero unánimes los afectos. El «patrón». Domenico tuvo,
tal vez, bastantes motivos para usar el cinturón, y a mamá Rosa no le
llegaba el tiempo para reparar los daños y estropicios de la chiquillería;
pero todos se querían mucho.
Incluso Peppino, aunque ya era obvio que no sólo no sería sacerdote,
sino que tampoco se enderezaría por carrera regular alguna, ni siquiera
laica. Por ello no creemos que su vocación marinera hubiera encontrado
obstáculos, una vez que hasta mamá Rosa hubo de reconocer que de aquel
tipo no saldría nunca un párroco. Y tampoco había otros caminos que
intentar. Peppino no había quedado precisamente en lo que se dice un
analfabeto. Había estudiado, a su manera. Pero había estudiado
precisamente lo necesario para hacer de uno un «fracasado». Las únicas
cosas que sabía verdaderamente bien eran encaramarse a las jarcias, izar
velas, conducir una nave entre escollos y borrascas y, en caso de necesidad,
arrojarse al mar y alcanzar a nado la costa desde cualquier distancia. Por lo
tanto, su vida parecía señalada. Un buen aprendizaje de grumete, además de
darle la necesaria experiencia para llegar a capitán, tal vez podría enseñarle
un poco de disciplina.
El «patrón». Domenico se fiaba de él hasta cierto punto, puesto que no
lo embarcó en su propia tartana. O tal vez pensó que, para mejor sujetarlo,
valía más dejarlo en manos ajenas. Como quiera que fuese, prefirió
confiarlo a un colega suyo, Angelo Pesante, de Sanremo, que, con el
bergantín Costanza iba a zarpar para Odesa.
Era el año 1822, inmediatamente después de las «revueltas» cuya
cansada onda había tocado también a Niza. Por lo tanto, Peppino no tenía
más de quince años. El adiós debió de ser terrible para mamá Rosa, a la que
imaginamos sobre el muelle, deshecha en lágrimas, el día de la partida. Y
tal vez el mismo mozo sintió un nudo en la garganta. Pero aún más fuerte
fue, sin duda, el sentido de liberación y el estremecimiento de la aventura, a
medida que las velas se henchían de viento y el horizonte se abría de par en
par ante sus ojos. Odesa, Levante, el mar Negro, eran nombres tentadores
que excitaban su romántica fantasía. Y para llegar a ellos había que seguir
rutas infestadas de piratas griegos que no eran unos fantasmas: existían
realmente.
Estamos seguros de que con todo entusiasmo, no con tristeza, saludó
desde lo alto de una verga a la madre llorosa y a la costa ligur que se iban
alejando.
Las Memorias autobiográficas de Garibaldi, las que fueron recogidas
por Elpis Melena, cuentan poco de estos viajes que absorbieron unos once
años de la vida del héroe; y las oficiales, sobre las que más tarde se ha
basado su hagiografía y edificado su mito, casi los pasan en silencio. ¡Quién
sabe por qué los biógrafos, comenzando por él mismo, han saltado a pies
juntillas este período que, sin embargo, debe de haber tenido una
importancia decisiva no sólo en la formación de su carácter, sino también en
los pretextos que le proporcionó para determinadas opciones!
Encontró, en efecto, a los corsarios griegos. Más aún: en uno de sus
viajes tropezó con ellos dos veces. La primera, secuestraron el cargamento.
Los de la segunda oleada, como ya no encontraron nada a bordo,
amenazaron con mandar a toda la tripulación al otro mundo y el bergantín a
los peces. Pero debían de ser unos corsarios razonables y de buen corazón,
porque, al fin y al cabo, no tocaron un solo cabello a nadie. En ambas
emergencias, Peppino se portó bien. Y, escribiendo el informe de la
aventura, se preguntó, como se había preguntado Nelson: «¿Qué es el
miedo?».
A continuación, los acontecimientos iban a enseñárselo. Pero le creemos
cuando afirma que por entonces no lo tuvo. Es posible que con respecto a
aquellos corsarios experimentara una cierta simpatía y tal vez envidió
incluso su suerte, sobre todo cuando le dijeron que peleaban especialmente
para incomodar a Turquía, que oprimía a su pueblo, es decir, por motivos
políticos y patrióticos. Es dudoso que después haya reflexionado acerca de
la dificultad de distinguir, en tales casos, el patriotismo del simple saqueo
de la mercancía, porque en adelante demostró varias veces que él mismo no
sabía hacer tal distinción.
Todo permite creer que cumplió satisfactoriamente con sus obligaciones
de grumete, ya que resistía bien al cansancio, entendía en cuestiones de
jarcias y maromas, y era un buen compañero. Peppino era un excelente
trabajador cuando el trabajo le gustaba (y en el mar le gustaba siempre), un
alegre comensal y —cosa que la mayoría ignora— un discreto tenor.
Después de los turnos de guardia, en las tibias noches del Sur, presidía el
corro de compañeros y cantaba con una vocecilla no de gran timbre, pero sí
entonada y agradable. Era, en pocas palabras, un «chaval» que sabía
hacerse querer, y es probable que los más endurecidos veteranos hayan
sentido por él una cierta debilidad.
Al regreso de uno de esos viajes, su padre se lo llevó consigo a Roma,
adonde la Santa Reparata debía transportar un cargamento de vino. Corría
el mes de abril de 1825 y el «patrón». Domenico pensó que no debía
perderse ni hacer perder a su hijo los festejos del Año Santo, puesto que se
presentaba la ocasión de hacer el viaje gratis y aun ganando algo.
Llegaron el 12 a Fiumicino, puerto de la urbe, desde donde había que
remontar el Tíber. Pero, desgraciadamente, el río estaba en estiaje: había
que hacerse arrastrar por una yunta de búfalos y la tarifa era cara. El
«patrón». Domenico, como buen ligur, pensó sustraerse a ese gasto y se
puso de acuerdo con un siciliano que, con su cargamento de cal, se hallaba
en las mismas condiciones y ya había alquilado los búfalos. El nizardo le
propuso, rembolsándole la mitad del gasto, unir la carga de cal con la del
vino. Pero el dueño de la yunta se dio cuenta de la treta y tras una larga
discusión con el «patrón». Domenico le obligó a pagar la tarifa completa.
Entonces, el «patrón». Domenico, confiado como era en la justicia de
Nuestra Santa Madre Iglesia, redactó y envió una larga exposición al
camarlengo cardenal Galeffi. El cual, examinado el caso, negó la razón lo
mismo al capitán por haber intentado sustraerse al pago de la tarifa, que al
arrendador por no haber puesto, para una doble carga, doble yunta de
búfalos. Y así dejó descontentos a ambos.
Entretanto, Peppino estaba en Roma viendo desfilar a reyes, reinas,
príncipes y cardenales, obispos, frailes, sacerdotes y peregrinos que
cantaban salmos. Pero eso no le causó gran impresión. Bastante más le
sorprendieron las ruinas de la urbe republicana e imperial, cuya historia le
enseñaba, con discreto éxito, el señor Arena. Para él, desde aquel instante,
Roma aparecía ya dividida en dos: la de los héroes y la de los curas. Y
cuando oyó de labios de su padre el asunto de la tarifa de los búfalos, se
convenció definitivamente de que el azúcar se hallaba todo él en la parte de
los héroes. Y que en la de los curas no había más que veneno.
En marzo de 1833, a bordo de la Clorinda, nave anclada en el puerto de
Marsella, y a punto de zarpar para Oriente, embarcó un extraño personaje:
llamábase Émile Barrault y procedía de París. Iban con él doce compañeros.
Todos juntos constituían la Mission des compagnons de la femme.
Barrault tenía una barba larguísima, mirada iluminada, voz grave y
solemnes ademanes. En su juventud había sido comediógrafo y una obra
suya, Crainte de l’opinion, alcanzó cierto éxito en el Théatre Français. Pero
una crisis de conciencia lo llevó a abandonar esa actividad. Barrault se
convirtió a las ideas de Saint-Simon y llegó a ser su más ardiente apóstol.
Primero, la policía no hizo caso del contenido revolucionario de sus
prédicas. Después, alarmada, puso fuera de ley a la secta. La mayor parte de
sus seguidores —Rodríguez, Chevalier, Duveyrier— se rindieron y entraron
en el orden constituido. Barrault, con sus doce fieles, decidió emigrar en
busca de tierras libres donde fuera posible instaurar la nueva religión del
Hombre-pareja y fundar el Templo Teológico-Industrial.
Tal era la razón de que vinieran a embarcar en la Clorinda, a punto de
zarpar para el mar Negro, mandada por el capitán Clari, que tenía como
«segundo» a Giuseppe Garibaldi.
Éste tenía veintiséis años; ya no era un muchacho. El grado que
ostentaba nos dice que en su oficio había llegado a ser una persona de
auténtica competencia. En aquellos once años había realizado más de
veintisiete meses de navegación efectiva; conocía el Mediterráneo casi
como sus propios bolsillos y sabía cómo proceder en cualquier imprevisto,
desde el asalto de corsarios a la sorpresa de las borrascas, especialmente en
las rutas hacia Levante. Pero en su cerebro había quedado una densa niebla
en la que fluctuaban ideas vagas y aspiraciones imprecisas, en ansiosa
espera de un coagulante.
Había comprendido algo de sus tiempos, y eso era que en el mundo
había una profunda ansia de libertad. Lo había olfateado al tocar los puertos
griegos y rusos y hablar con la gente con que se encontraba en ellos. Un
individuo sociable, efusivo y naturalmente simpático como él, podía tener
—y los tenía— amigos y confidentes en todas partes. Pero se trataba de
gentes de medio pelo. Por primera vez en su vida, se hallaba con Barrault,
ante un «intelectual» que, aunque visionario, poseía un bagaje de cultura y
de lecturas que incluso daba a sus visiones una sintaxis y un rigor.
Peppino se hizo inmediatamente amigo suyo, en buena parte por aquél
don suyo de inspirar confianza a quien fuese, y con mayor razón a un
misionero. Y en la cubierta de la Clorinda hubo discusiones interminables;
o, mejor dicho, monólogos de Barrault escuchados con la boca abierta por
el joven «segundo», que se entusiasmaba aun cuando no los entendiera, y
aún más cuanto menos los entendía. En aquella nueva religión había,
efectivamente, diversas cosas bastante arduas para digerirlas: por ejemplo,
el dogma de la Mujer-mesías. Pero había otras más fáciles, incluso hechas a
la medida del cerebro de Peppino: por ejemplo, el llamamiento —como hoy
se diría— a la unión entre pueblos grandes y pequeños, y la diferencia entre
el Soldado y el Héroe.
Esta última fue probablemente la cosa que más le llamó la atención.
Según Barrault, el Soldado es «el que defiende la patria propia o ataca a la
del prójimo; piadoso en la primera hipótesis, injusto en la segunda».
En cambio, el Héroe es el que, «haciéndose cosmopolita, adopta por
patria la Humanidad y ofrece la Espada y la Sangre a todo pueblo que luche
contra la tiranía».
Hemos escrito esas palabras con mayúscula, porque con mayúscula las
pronunciaba Barrault y con más mayúscula aún se las repetía Peppino
cuando se acostaba abrazado a ellas y empezaba a metérselas en el excitado
cerebro. Aquélla era la gran revelación tantos años esperada. He aquí lo que
era él, o, mejor dicho, lo que debía llegar a ser: no un Soldado, sino un
Héroe. Aun mucho después, cuando empezó a escribir sus Memorias, la
Clorinda había quedado en sus recuerdos no como «el vehículo encargado
de cambiar los productos de un país por los de otro, sino el alado mensajero
que lleva la palabra del Señor y la espada del arcángel».
Cuando volvió a su casa después de aquel decisivo viaje, habló de ello a
su madre, que comprendió lo suficiente para asustarse y comenzar a ir por
todas las casas de la vecindad, repitiendo consternada: «¡Me lo han echado
a perder los sansimonianos…! ¡Los sansimonianos me lo han echado a
perder!».
Pero en realidad, más que los sansimonianos, quien se lo había «echado
a perder» fue el Creyente, otro decisivo encuentro ocurrido en Taganrog.
Garibaldi habló largamente de él en su primera redacción de las Memorias.
Y, aun sin citar el nombre del personaje, contó que al oírle pronunciar la
palabra «patria», experimentó la misma impresión de Cristóbal Colón
cuando oyó pronunciar la palabra «¡Tierra!». Después, en la redacción
definitiva, nada quedó de aquella revelación fulgurante.
Para referirnos a los hechos concretos, ese misterioso creyente, en quien
la mayoría de los historiadores ven a Giambattista Cuneo, marinero de
Oneglia, afiliado a la Joven Italia, además de la palabra «Patria» pronunció
la palabra «Mazzini», que Peppino oyó por primera vez de labios de aquel
hombre en una taberna abarrotada de marineros de todas las nacionalidades.
Presidiendo una de las mesas, el creyente predicó durante toda la tarde.
Cuando hubo terminado, Garibaldi se puso en pie como movido por un
resorte y corrió a abrazarlo, gritando: «¡Soy de los tuyos!».
Y se inscribió aquella misma noche, haciéndose dar la dirección en
Marsella de aquel tal Mazzini.
CAPÍTULO III

CLEOMBROTO

La única cosa en la que tal vez hayan estado de acuerdo Mazzini y


Garibaldi es el no haber recordado nunca su primer encuentro, como si los
dos se avergonzaran de él y tuvieran buen empeño en hacerlo olvidar.
Desde luego, no nos extraña demasiado.
Cuando de regreso de Taganrog, a finales de 1833, Peppino desembarcó
de la Clorinda en Marsella, en su mente aparecía Mazzini como el apóstol
al que había que venerar. Sólo muy confusamente conocía sus ideas, pero lo
que el Creyente le revelara era bastante. Durante todo el viaje de regreso no
hizo más que pensar en él, como el Gran Jefe a cuya búsqueda iba
inconscientemente, aureolado de Conspiración, de Exilio y de Misterio. Y,
una vez en tierra, no se le ocurrió otra cosa que ponerse en contacto con él.
En realidad, el Creyente no le había dado la dirección: a Mazzini le
gustaba la clandestinidad. Pero las clandestinidades de aquellos tiempos
eran relativas. Aunque todavía desconocido en el ambiente de los exiliados,
Peppino halló fácilmente un amigo que se movía con soltura en él y era
amigo del mismo Mazzini: un tal Covi, que lo llevó hasta el maestro, se lo
presentó, pero no estuvo presente en el coloquio.
Para Mazzini, probablemente, aquel marinero de veintiséis años, que le
recomendaba el afiliado de Taganrog, fue sólo uno de los muchos jóvenes
italianos que ansiaban afiliarse al movímiento de la Joven Italia, pero de
quien no cabía esperar, en el momento oportuno, otra contribución que la de
sus brazos. Le bastó mirarlo y escuchar sus primeras palabras para
convencerse de ello. De estatura media, musculoso y corpulento, con las
piernas un poco arqueadas, el rostro franco y unos ojos en los que
claramente se leía lo que había tras ellos —y lo que no había también—, a
Peppino no le bastaba la larga melena rubia que le lamía el cuello de la
camisa para asumir el aspecto de un personaje byroniano. Y de su boca, en
cuanto la abría, venía la confirmación de todo ello. El muchacho era
brutote, torpón e ignorantuelo. Ni Mazzini, pésimo psicólogo, era hombre
capaz de reconocer y apreciar las cualidades que habitualmente constituyen
el reverso de esos defectos y que, en Peppino, eran igualmente manifiestos:
la honestidad, la buena fe, el entusiasmo y el valor; es decir, las virtudes que
dan a un carácter atractivo y calor humano. Porque, con todas sus
«solicitudes» democráticas, con todo su «Dios y Pueblo», Mazzini
pertenecía a la flor y nata de la aristocracia y despreciaba profundamente
todo lo que no fuera cultura, inteligencia y rigor de pensamiento.
No hay que asombrarse de que en Garibaldi hallara poco que admirar. Y
menos aún de que se lo demostrara.
En cambio, Peppino tal vez consiguió ocultar su desilusión. Pero ésta
debió de ser grande frente a aquel hombre abstracto y remoto que, en
realidad, ha ejercido siempre su atractivo a lo lejos, y más sobre la
posteridad que sobre sus propios contemporáneos. En realidad, Mazzini
sólo tenía dos años más que Garibaldi; pero a los veintiocho era ya viejo,
mientras que Garibaldi, a los veintiséis, era todavía un niño. Llamábanse
con el mismo nombre, pero el uno era irremediablemente Peppino y el otro
también irremediablemente Giuseppe.
No quiero decir que ambos sintieran inmediatamente esa insuperable
antinomia destinada a hacer de ellos dos seres extraños para el resto de sus
vidas, a pesar de la fraternidad a que los ha condenado la mitología del
Risorgimento; ni afirmo tampoco que se lo echaran en cara mutuamente ya
en el primer momento. Pero aquel encuentro no fue, desde luego, «la
fortuna de Italia», como después lo definió Jessie White Mario. Y por esta
razón ninguno de los dos se ha preocupado nunca de mencionarlo o de dar a
la Historia los detalles de una entrevista de la que, sin embargo, nació una
colaboración que tuvo su peso en los asuntos italianos del siglo XIX y, en
cierto sentido, sigue teniéndolo, aunque sea en puro provecho de equívocos.
Tal vez Mazzini había olvidado realmente el encuentro cuando Garibaldi
empezó a ser alguien: muchachos como él pasaban todos los días por su
casa a pedirle que los afiliara a la Joven Italia; y en su aristocrático
desprecio por aquella «mano de obra revolucionaria», confundió rostros y
nombres. En cuanto a Peppino, que tanto había suspirado por aquel
encuentro y que había ido a él —estamos seguros— temblando de emoción
y desbordante de entusiasmo, el silencio no se explica más que por antipatía
o desilusión.
Con todo, la entrevista concluyó con la administración del bautismo al
nuevo afiliado, que se comprometió solemnemente a servir a la causa,
«invocando sobre mi cabeza la ira de Dios, la abominación de los hombres
y la infamia del perjurio, si yo hiciera traición, en todo o en parte, a mi
juramento». Tal era la fórmula.
Peppino la pronunció sin vacilar y pidió que lo sometieran a prueba
inmediatamente. El Maestro contestó que, «si arrojamos una chispa de vivo
fuego, Italia se convertirá en un volcán». Y el discípulo aseguró que estaba
dispuesto a producir aquella chispa. ¿Qué debía hacer?
Debía regresar a Italia, ya que aún no era sospechoso para la policía, y
atraer a la conjura al mayor número posible de prosélitos, a la espera de la
orden de insurrección, que llegaría pronto. Naturalmente, para hacer todo
eso se necesitaba dinero. Se lo dieron con tanta facilidad y en cantidad tan
generosa que nos entra la sospecha de que la Joven Italia no era un
movimiento tan pobre de fondos como se nos ha dicho después, y que sus
administradores, al distribuirlos, no parecían muy escrupulosos en punto a
criterios de economía.
Pero ya se sabe que las revoluciones, en Italia, suelen comenzar siempre
como una revuelta contra la contabilidad y los contables.

Por lo que se refiere a los acontecimientos que siguieron, estamos


ampliamente autorizados a creer que Peppino no se apropió ni de una
partícula de aquellos fondos, pero tampoco tomó muchas precauciones para
ocultar con qué fines los gastaba. En su celo proselitista, vagabundeó sin
descanso entre Niza y Génova, acercándose a todos, burgueses y plebeyos,
con aquella facilidad de relaciones que proporcionaba la simpatía de su
carácter, redoblada ahora por el hecho de que, con dinero en bolsillo, podía
hacerse prosélitos en tabernas y figones, pagando bebidas y comidas a
todos. ¿Quién podía resistirse, con semejante cebo, a aquel conspirador a la
italiana, tan satisfecho de conspirar y de decir y demostrar que estaba
conspirando? En esa técnica había todo lo necesario para agradar a los
adeptos: gratuitos atracones de spaghetti regados con vinillo de las «Cinque
Terre», concluidos con brindis a una revolución que, por el momento,
parecía lejana, con un programa de redención nacional que seducía tanto
más a todos cuanto más en el terreno de lo vago permanecía, pero que
autorizaba a un poquito de subversión contra Carlos Alberto, los curas y la
«reacción».
Tras un mes de semejante tráfago y de tantas idas y venidas por todas
las ciudades de la Liguria, que debieron de sembrar la inquietud en el ánimo
ya turbado de mamá Rosa, Peppino tuvo en su bolsillo una lista con los
nombres de miles de «fidelísimos» que se habían declarado «dispuestos a
cualquier sacrificio» y, por lo tanto, estaba convencido de que Mazzini, al
fin y al cabo, tenía razón: Italia era verdaderamente un volcán a la espera de
una chispa para incendiarse y entrar en erupción. Y en ese sentido dio sus
informes, no sabemos si por escrito u oralmente, a las jerarquías de la Joven
Italia. Pero éstos, en vez de arrojar la tan suspirada chispa, le dieron la
orden de enrolarse en la Marina sarda y reanudar su obra de proselitismo,
no ya entre los paisanos de las ciudades, como hasta ahora había hecho,
sino entre los militares.
En realidad, Peppino debía cumplir aún con sus deberes de quintas. Y se
dispuso a hacerlo en el sentido y con los fines que le sugerían, sin
reflexionar en lo más mínimo que la conspiración en las filas de las fuerzas
armadas lo exponía a peligros de muy diversa gravedad. El Piamonte era un
Estado reaccionario, de acuerdo, pero era un Estado serio. Sus Consejos de
Guerra pronunciaban sentencias de muerte y las ejecutaban sin pestañear.
Pero el jefazo le había dicho que la chispa era inminente y que a él le
estaba reservada la misión de adueñarse de la nave en la que lo embarcaran,
convertirse en su comandante y ponerse al servicio de la insurrección. Y eso
era todo: había dinero, mucho dinero para distribuir entre la tripulación para
que echara una mano en el momento de la señal. La empresa parecía
realmente hecha a la medida del protagonista.
El día de San Esteban de 1833 se presentaba Peppino al Cuerpo de
reales dotaciones, en compañía de su amigo y paisano, además de compadre
político, Eduardo Mutru. Lo alistaron con las siguientes características:
«Cabello y cejas rojizos, ojos castaños, frente despejada, nariz aguileña,
boca mediana, mentón redondo, cara redonda, color natural de la tez;
estatura: 39 medidas y tres cuartos», es decir, un metro sesenta y seis. En la
Marina sarda, los reclutas seguían una curiosa costumbre: la de adoptar un
seudónimo. Cuando preguntaron a Garibaldi cuál había elegido, respondió
impasible: «Cleombroto». Ignoramos la reacción del escribano, pero
imaginamos su embarazo al transcribir el nombre del antiguo héroe de
Esparta, hermano de Leónidas y padre de Pausanias. Cuando hicieron la
misma pregunta a Mutru, éste contestó: «Mutru». Y tenía razón: no había
necesidad de cambiar aquel nombre para que pareciera un seudónimo.
Después, los dos reclutas vistieron el uniforme: frac negro, calzón blanco,
sombrero de copa; y de esa manera vestidos embarcaron en el Eurídice.
Permanecieron en él treinta y ocho días, que sobraron para transformar
a toda la dotación en una célula revolucionaria. La inminencia de la chispa
eximía a Peppino de cualquier escrúpulo de prudencia, supuesto que fuera
capaz de ella. Había que actuar inmediatamente, en profundidad y en
extensión, y multiplicar los adeptos, no sólo así, sino también entre la
tripulación de otras naves. Peppino era incansable a la hora de distribuir
«vasos» y entusiasmo. Llovían las adhesiones. Por doquier se hablaba de
Cleombroto y de su generosidad. Tal vez más de su generosidad que de sus
programas, e ignoramos con qué acento.
El 3 de febrero hubo una sorpresa: los marineros de quintas de tercera
clase Giuseppe Garibaldi, llamado Cleombroto, y Edoardo Mutru, llamado
Mutru, eran trasladados de la nave Eurídice a la De Geneys.
¿Qué había sucedido? ¿Olfatearon los oficiales alguna cosa bajo la
desatada actividad convival de los dos reclutas?
A Peppino no le quedó tiempo para preguntárselo y mucho menos para
inquietarse por ello: le habían llegado noticias de que la chispa estaba a
punto de caer de un momento a otro. Así lo había decidido el jefe,
acuartelado en Ginebra. El fuego iba a ser encendido allí, en Suiza, y se
propagaría por contagio a toda Italia, donde el general Ramorino estaba
dispuesto a ponerse al frente de los insurrectos. Mazzini se figuraba así la
revolución: suenan las campanas, las gentes salen cantando por las calles a
levantar barricadas, los soldados se amotinan en los cuarteles, lo mismo
hacen los marineros en las naves y, uno tras otro, los tiranuelos de Italia,
desde Carlos Alberto al Papa, de los gobernadores austríacos del
Lombardo-Véneto a los grandes duques de Toscana y a los Borbones de
Nápoles, tras haber llamado a gritos sin que nadie les responda, caen uno
sobre el otro como dados en el juego.
Cleombroto, no: esperaba que, al menos, hubiera motivos para emplear
las manos, y se presentó con su amigo en la De Geneys para explorar el
campo de batalla y asegurarse del estado de ánimo de la tropa.
Tal estado de ánimo no era de lo más confortador. Todos conocían a
Cleombroto personalmente o de nombre, incluso los suboficiales y
oficiales, pero lo trataban y hablaban con él no como acostumbran hacer
con el jefe los subalternos. Él era el de los «vasos». Era el que pagaba las
«rondas». Era quien decía que quería hacer la revolución, quién sabe si para
denunciarte después a los superiores y meterte en un buen lío.
Aunque ingenuo y desprevenido, Peppino barruntó lo que ocurría y
comprendió que no le quedaba más que un camino: desaparecer lo antes
posible con su compadre. Pero ¿con qué pretexto iba a desembarcar? ¿Le
darían el permiso?
No quedaba más remedio que intentarlo. Ambos se dirigieron al médico
de la tripulación y le pidieron permiso «para purgarse de una breve
enfermedad de juventud».
¿Lo comprobó el médico? Nos asombraría que en tales circunstancias
no lo hubiera hecho. Y más aún si, habiendo examinado a los dos reclutas
sin hallar motivo alguno, les hubiera dado el permiso pedido. En cambio,
nada nos extrañaría que la «breve enfermedad de juventud» fuera auténtica;
al menos, en el caso de Peppino, a quien, desde luego, no habían faltado
ocasiones de contraería. El jovencito no había caído aún en las redes de un
verdadero amor, pero en todos los puertos en que le había tocado
desembarcar supo comportarse siempre como buen marinero. Y para gustar
a las mujeres no le faltaba nada, y menos que nada el apetito.
Es una lástima que la historia, tan formulista en cuestiones de batallas,
pase por alto estos detalles humanos. En este caso específico, ha registrado
solamente la circunstancia de que el permiso fue concedido y que los dos
reclutas pudieron desembarcar. Desde la aduana corrieron a la plaza
Sarzano, donde estaba el cuartel en el que, según «los planes
preestablecidos», debía encenderse la chispa. Todo estaba tranquilo.
Avanzando por la plaza de la Marina, donde debía tener lugar una reunión
de conjurados, Mutru se perdió. ¡Oh, Dios! ¿Escapaba también él en el
último momento, cuando estaba al corriente de todo y conocía los nombres
de las listas?
De la reunión no había la menor traza. Cada vez más preocupado,
Cleombroto se dirigió a la plaza San Giorgio, donde debían concentrarse los
«negros», es decir, los barqueros. Nada. Sólo había un viejo amigo y
compadre, Edoardo Reta, preocupado también por el destino de la
revolución, que empezaba a presentarse bastante menos «irremediable».
Los dos corrieron a la plaza de las Fontane Amorose. Allí, por fin, había
gente, mucha gente, pero no fuera, sino metida en tabernas y locales de
baile. Entraron. Peppino reconoció a docenas, a cientos de conjurados, a
casi toda la Joven Italia de Genova. Pero no conspiraban. Bailaban.
Ya era medianoche. ¿Qué hacer? Los dos buscaron un refugio en espera
del día siguiente. Reta se durmió en seguida. Peppino dio vueltas en la
cama, inquieto, y al amanecer ya estaba en la calle para comprar el
periódico.
La revolución había estallado solamente allí, en los grandes titulares que
triunfalmente anunciaban su aborto. Recorrió las noticias con ojos velados
por la desesperación. Cuando volvió a levantarlos, tuvo la sensación, tal vez
sólo imaginaria, de que otros ojos lo estaban espiando. Y aquel que unos
años antes se preguntara como Nelson: «¿Qué es el miedo?», ahora lo supo.
Y tuvo tanto, que ni siquiera se atrevió a subir al piso para despertar a Reta
y, con el corazón desbocado, puso pies en polvorosa, convencido de que lo
perseguían patrullas de esbirros. Pero ¿adónde ir llevando aquel uniforme?
En la plaza Sarzano, frente al cuartel, había un caserón. Y en el caserón,
una tienda de frutas y verduras. Entró allí, guiado por una de aquellas
sugerencias que el instinto nunca le escatimaría. Sólo estaba la dueña: una
buena mujer que, al verlo tan descompuesto, no se paró a preguntarle ni a
preguntarse por qué razón le pedía refugio, y se lo dio en la trastienda,
incluso para la noche.
A la mañana siguiente, a las siete, Peppino —no ya Cleombroto— salía
de allí, vestido de campesino. Había dado el primer paso hacia la salvación.

Demos también nosotros uno en el tiempo y «fundamos», como se dice


en el lenguaje cinematográfico, con el 1888, «decimoctavo aniversario de la
Roma intangible», cuando el Circolo del libero pensiero, de Génova, decide
colocar en la pared de la célebre tienda de la plaza Sarzano una lápida con
este texto:

SALUDE REVERENTE EL PUEBLO


A ESTA CASA
QUE POR FRATERNAL PIEDAD DE NATALINA POZZO
ACOGIÓ FUGITIVO
A GIUSEPPE GARIBALDI
CUANDO INICIABA LA GLORIOSA EPOPEYA DE SUS GESTAS

Crispi está en el Gobierno, y se nota. En la poesía y en la oratoria


impera Giosué Carducci, y se ve.
Pero en medio de la patriótica ceremonia, se adelanta una mujercilla,
una tal Caterina della Colomba, pregunta por alguno del Círculo y le dice
que fue en su taberna, situada en la callejuela del Acquavite, donde
Garibaldi halló refugio aquel día y que fue ella quien lo salvó, y no Natalina
Pozzo.
Instante de consternación entre los librepensadores, que se reúnen en
consulta y preguntan a Caterina qué pruebas tiene de su afirmación. Con
gran alivio de todos, Caterina dice que no tiene pruebas. Pero el alivio dura
poco, porque inmediatamente se acerca otra mujercilla, una tal Teresa
Schenone, que da del heroico episodio una tercera versión, en la que nada
tienen que ver ni Caterina ni Natalina. Aquel famoso día, Garibaldi vino a
su casa, en la via Carlo Felice, y se lo contó todo: que era un conspirador
mazziniano y que la policía lo perseguía. Ella lo escondió en la trastienda,
le hizo dormir allí y a la mañana siguiente le proporcionó ropas de su
marido para que pudiera escapar sin ser advertido. De lo suyo no le dejó
más que el gran sombrero negro, porque era lo bastante grande como para
ocultarle el rostro. Pero, en cuanto estuvo fuera de la puerta, volvió a
llamarlo, corrió a la cocina a coger pan y queso y se lo metió bajo la
chaqueta. «Adiós, Peppino, hijito. Buen viaje y buena suerte».
Los librepensadores, aleccionados por la anterior experiencia, escuchan
con escepticismo y después exigen pruebas. Pero esta vez hay pruebas. La
mujercilla saca del bolsillo una carta y, antes de mostrarla a los
inquiridores, explica que en 1866, tras haber oído hablar tanto de Garibaldi
y haberlo visto tantas veces en retratos, le escribió, recordándole el episodio
y para saber si era él, realmente, el de aquel día. El 23 de setiembre, el
cartero le trajo una carta con el matasellos de Brescia y se la entregó
exactamente como ahora ella se la entrega a ellos.
Los inquiridores coge la amarillenta hoja y leen: «Mi querida Teiscinin,
yo soy verdaderamente aquel…».
¡Caramba! Es, en efecto, la caligrafía de Garibaldi y aquél es su
«inconfundible» estilo.
Pero, además, hay otra carta, que la Teiscinin exhibe. Dice:
«Ilustrísimo señor alcalde y amigo, hace treinta y dos años que,
condenado a muerte y perseguido por las calles de Genova, yo me refugiaba
en la casa de la mujer que le presento. Esta mujer no sólo me acogió con la
mayor benevolencia, sino que me facilitó lo necesario para salir de Genova
con absoluta seguridad. Debo mucha gratitud a esa bienhechora y eso me
impulsa a apelar a nuestra amistad para que, en lo posible, se diera un
empleíto al marido de ésta…».
¡Ya! En aquel heroico episodio, todo terminaba con una
«recomendación». ¿Y de qué otra manera podía terminar ahora que Italia,
bien o mal, estaba hecha?
CAPÍTULO IV

ADIÓS, EUROPA

Entre tantas cosas que la Historia ha olvidado registrar se halla la


desdichada aventura, ocurrida precisamente en aquellos días, concretamente
el 8 de febrero del poco afortunado año de 1834, al señor Garibaldi Andrea
Antonio, de Giovanni, nacido y domiciliado en Niza, patrón de segunda
clase y comandante de la falúa Provvidenza.
Estábase éste tranquilo y quieto a bordo de su nave fondeada en el
puerto, cuando dos carabineros reales suben a la pasarela, se le acercan, uno
le pone la mano en el hombro, el otro las esposas en las muñecas y lo
conducen al cuartel ante un brigadier que, sentado tras una mesa, lo mira
con aire sombrío y amenazador y le intima a confesar.
Pero ¿qué es lo que tiene que confesar?
Eh, calma, no se haga el tonto, sabe perfectamente qué es lo que tiene
que confesar.
Y como el pobre niega sobre su propia cabeza y la de su mujer y las de
sus hijos que no tiene la menor idea, lo embarcan en una gabarra de la
Benemérita y, maniatado, lo llevan a Génova. Donde, tras un segundo y
minucioso interrogatorio, por fin se descubre el equívoco. Excúsenos, pues,
el inocente; vuelva a su ciudad y a sus normales ocupaciones.
Para decirlo todo, el señor Garibaldi no excusó nada. Y envió una
reclamación al gobernador, en la que se mencionaban todos los daños y
perjuicios, morales y pecuniarios, que de la equivocación se le habían
derivado: la vergüenza de las esposas y quinientos sesenta francos perdidos
en el alquiler de la Provvidenza.
Ignoramos el éxito del «expediente».
Pero el señor Garibaldi no fue el único en pagar de su propio bolsillo
una parte, aunque modesta, de las cuentas pendientes de su homónimo
Peppino, fugitivo hacia la frontera. También hubo de contribuir un
verdadero Garibaldi. Se trataba de Felice, el cuarto hijo, el cabeza loca de la
familia, el que por esnobismo y distinción había firmado siempre su
apellido con y final. De haber seguido firmando así tal vez no le hubiera
ocurrido nada. Pero cuando se hallaba en Bari, representante de la «Casa
Avigdor», había dejado de firmar Garibaldi. Con la i latina estaba inscrito
en el registro de un hotel de Pietrasanta, donde precisamente por aquellos
días de febrero se alojaba por negocios. Y allí, a petición del marqués
Paolucci, gobernador civil y militar de Génova, los guardias toscanos
fueron a arrestarlo. ¿Motivo? El de siempre: se llamaba Garibaldi.
El pobre Felice nada sabía de lo ocurrido o, mejor dicho, de lo no
ocurrido —aunque se había temido que ocurriera— a la otra parte de los
Apeninos: sólo había leído en el periódico algo sobre una abortada
intentona revolucionaria. Con todo, comprendió en seguida que el Garibaldi
mezclado en semejantes asuntos y cuyos desaguisados recaían ahora
siniestramente sobre él, no podía ser otro que Peppino. Y se esforzó hasta
enronquecer en recalcar la diferencia.
La policía del gran duque era más razonable que la de Carlos Alberto.
Sin necesidad de «comprobar» tantas cosas, se dio cuenta de que en aquel
individuo no había madera de revolucionario y, para prevenir cualquier
disgusto con los piamonteses le intimó a que desapareciera por el camino
más breve. Felice no se lo hizo repetir. Inmediatamente se trasladó a
Livorna, embarcó y llegó a Córcega, de donde regresó a Bari. Pero no era
hombre para semejantes desdichas. Le quedó entre pecho y espalda un
terror tal, que contribuyó a sofocar inmediatamente dentro de sí los escasos
sentimientos liberales y patrióticos que había albergado durante los últimos
años y que le habían impulsado a cambiar, italianizándola, la grafía de su
apellido. Desde entonces, no quiso saber más de política ni de políticos. Y
catorce años después, cuando estallaron los motines de 1849, se apresuró a
enviar por espontánea voluntad la siguiente declaración a los representantes
del rey Bomba en Bari: «Prometo y juro no querer pertenecer ahora ni
nunca a cualquier sociedad secreta. Y que Dios me ayude».
¡Pobrecillo! Con aquel apellido a sus espaldas, no se lo podemos
reprochar.

Así, acarreando líos y disgustos a homónimos y parientes, había


iniciado Peppino su carrera política, que ahora huía hacia Niza con el traje
del marido de la Teiscinin. Pero de los periódicos que encontró en su
camino y que leyó encaramado en los carros que ocasionalmente le
permitían subir, sacó pocas luces acerca de los motivos que habían
determinado el aborto de la insurrección.
Mazzini la había ideado en Ginebra, adonde se había trasladado en julio
de 1833, acompañado de una agradable viudita lombarda, Giuditta Ballerio
Sidoli, a la que había conocido en Marsella. Mazzini tenía entonces
veintiocho años y acababa de salir de la crisis de desesperación en que lo
sumió el suicidio de su amigo y coetáneo (habían nacido el mismo día, 22
de junio de 1805). Jacopo Ruffini.
El joven agitador hizo sus planes partiendo de una equivocada premisa.
Sus informadores le habían dicho que, en Saboya, el descontento había
llegado al paroxismo, lo cual era verdad. Pero el equívoco estribaba en lo
referente al motivo de ese descontento.
No nacía éste de impaciencia patriótica, sino de las deprimentes
condiciones económicas del proletariado local. En las fábricas se trabajaba
desde las cuatro de la mañana a las ocho de la tarde; pero los salarios eran
tales que hasta los niños de siete años tenían que ir al telar para ayudar al
padre de familia a llevar adelante la casa. Con Francia a dos pasos, donde
los obreros gozaban ya de una situación bastante distinta, es natural que
entre los saboyanos existieran fermentos de revuelta. Pero el blanco de esa
revuelta, más que Carlos Alberto, el absolutismo, Austria, el papa y la
desunión de Italia, eran los mull-jenny, como allí los llamaban, es decir, los
patronos, en su mayoría ingleses, y los fileurs, es decir, los capataces, en su
mayoría alemanes.
Mazzini —dígase lo que se diga hoy— era sordo al problema social,
como lo eran los exiliados polacos, alemanes y franceses entre los cuales
vivía en Ginebra, que profesaban ideales nacionalistas y libertarios. Se
declaraban dispuestos a echarle una mano si la chispa prendía en Piamonte.
Sobre todo los polacos, sólo ponían una condición: el tener como jefe, para
conducirlos en la expedición a Saboya, a Gerolamo Ramorino.
Pequeño, regordete, feo y de aspecto vulgar, con la cara redonda y unas
descomunales mandíbulas, Ramorino había hecho su carrera de un modo
bastante azaroso. Decían de él que era hijo natural del mariscal Lannes,
pero tal vez no pasaba de ser un chisme que había puesto en circulación él
mismo. A los dieciséis años se enroló en el Ejército piamontés, de que más
tarde desertó para pasar al francés, en el que llegó a ser oficial de órdenes
de Napoleón. Al término del Imperio, se retiró a Saboya; en los motines de
1821 estuvo junto a Santorre di Santarosa y, por fin, huyó a París. Allí vivió
de conjuras y de toda clase de expedientes, seduciendo a mujeres,
batiéndose en duelo por ellas y viviendo a sus expensas. En 1830, a la
noticia de la revuelta que había estallado en Varsovia, acudió
inmediatamente a aquella ciudad. Y nunca se ha sabido qué es lo que
realmente hizo allí. Harro Harring, el gran patriota polaco, escribió de él:
«Un pésimo carácter. La retirada de Galitzia no lo honra». Y Bianco di
Baye, otro héroe allí: «Era un charlatán de primerísima categoría. Se
preparó un triunfo en Estrasburgo con los fondos de la insurrección».
En suma, era el típico aventurero italiano despreocupado hasta el
cinismo y más fanfarrón que valeroso. Mas tal vez por eso mismo había
llamado la atención de aquellos exiliados que, poco más o menos, eran de la
misma ralea y ahora lo aclamaban como general.
Mazzini trató de oponerse. Detestaba a aquel compatriota suyo, mal
hablado y mujeriego, pero tuvo que ceder a los deseos de la «base».
Ramorino vino, vio, se metió en el bolsillo el dinero del contrato (porque el
estipendio, decía, nada tiene que ver con el patriotismo) y volvió a París a
gastárselo con mujeres y a los dados, en espera de que todo estuviera
dispuesto.
Y todo lo estuvo en octubre, pero Ramorino no llegó. Llegó en enero,
después de muchas llamadas, cuando ya todos se habían dado cuenta de lo
que se venía preparando, y Suiza, atosigada por las protestas piamontesas,
francesas y austríacas, tuvo que reforzar su guardia de frontera. A causa de
la agitación, Mazzini padecía fiebre y pasaba muchas noches sin dormir. Ni
siquiera se hallaba allí Fiuditta para tranquilizarlo. La había enviado a
Toscana, para una «misión secreta», la siguió después con cartas
apasionadas y, por último, empezó rápidamente a olvidarla.
El ejército de liberación se reunió el primero de febrero (de 1834) en
Saint Julien. Pero cuando pasaron lista se dieron cuenta de que sólo
formaban un reducido grupo. Ramorino, para demostrar sus buenas
intenciones y justificar el dinero cobrado, atravesó el Arve, ocupó el puesto
de aduanas, llegó hasta Annemasse, pero aquí se detuvo. La revolución
había concluido antes de empezar, dejando desamparados a los Garibaldi
italianos que creyeron en ella.
Mazzini, que había participado en la expedición de Annemasse y se
desvaneció a la primera descarga de fusilería, volvió a caer en una crisis de
desesperación que sólo aliviaron los cigarros puros enviados por su madre y
los amorosos cuidados de Madeleine de Mandrot, hija de dieciséis años del
matrimonio suizo que le diera hospitalidad. Giuditta, viuda por segunda
vez, había regresado a Parma, a casa de sus hijos. En Marsella dejó al que
tuvo de Mazzini en 1832 y que murió del cólera en 1835. No parece que su
padre se haya ocupado nunca de él.
Garibaldi nada sabía de toda esta tramoya. Pero sabía esto con
precisión: que de todos los jerarcazos políticos y militares que idearon y
organizaron la revuelta, ninguno de ellos había asomado la oreja en el
momento oportuno, mientras que él, Peppino, huía ahora para librarse de
una policía que, si le cogía, lo llevaría al instante ante el pelotón de
fusilamiento por alta traición.

Con tales afanes y pensamientos, llegó por fin a Niza, procurando entrar
en la oscuridad tan flojamente iluminada por las sesenta y tres linternas
cívicas, y guardándose bien de llamar a la puerta de su casa: en parte porque
temía que estuviera vigilada y en parte porque imaginaba la acogida.
Pidió, pues, refugio a una tía suya que por poco se desmaya al verlo. En
la ciudad se estaba ya al corriente de las acusaciones que pesaban sobre la
cabeza de Peppino, y la pobre mujer debía pensar que para aquellas horas
ya había sido detenido y fusilado. No obstante, lo hospedó y, echándose
encima un chal, corrió a informar a mamá Rosa y al «patrón». Domenico,
suplicándoles que acudieran a ver a su hijo, pues tendría que marcharse
poco después.
El «patrón». Domenico, en vez de mostrarse contento porque Peppino
estuviera aún con vida (aunque seguramente lo estaba en el fondo), se dejó
llevar por todas las furias y comenzó a vociferar que a aquél ya no lo
consideraba hijo suyo. En vano mamá Rosa se arrojó a sus pies, pidiéndole
que fuera a ver a los superiores, mientras ella acudía a retener a Peppino,
para obtener el perdón. Inconmovible, el viejo y timorato caballero, que
siempre permaneció fiel al orden constituido, replicó que dieran todos las
gracias a Dios de que no acudiera, en cambio, a los gendarmes a denunciar
la presencia del delincuente en la ciudad. Y no se movió de allí, ignoramos
con qué esfuerzos sobre los propios sentimientos paternos.
El encuentro entre la madre y el hijo huido, acosado por peligros que
comprometían para siempre su regreso, debió de ser patético. «¿Por qué lo
has hecho, hijo mío…? ¿Por qué lo has hecho?», le preguntaría, llorando, la
pobre mujer. Y esperemos que Peppino no le contestara: «Por Mazzini»,
porque en aquel momento su madre no lo habría reconocido. Pero tal vez
Mazzini se le había ido ya de la cabeza; ya no era Cleombroto, era un pobre
muchacho amenazado de muerte y con el corazón henchido de angustia,
entre los brazos de aquella madre con el rostro bañado en lágrimas y
surcado de arrugas por su causa. Cuando, pasadas algunas horas, se dijeron
adiós en el umbral de la casa (había que partir antes del amanecer), los dos
creyeron que era para siempre.
Pero volvieron a verse, unos quince años después.

Con la mochila a la espalda, en la que desde luego la madre y la tía


debieron de meter todos los indumentos y vituallas posibles, volvió a
caminar a oscuras, hacia el confín del Var. Pero no necesitaba luz para
orientarse en aquellos parajes que conocía como las palmas de sus manos,
desde los tiempos en que los había recorrido con su primo el cazador en
persecución de perdices y becadas. No tuvo dificultad ninguna en atravesar
el riachuelo. Y una vez puesto el pie en la otra orilla, respiró.
Aquél era el suelo de Francia, país libre y acogedor.
Tan libre y acogedor que Peppino, cuando vio una patrulla de guardias,
en vez de esconderse se presentó voluntariamente y dio su nombre y sus
apellidos, amén de su condición de «expatriado clandestino», exponiendo
los motivos que lo indujeron a serlo. Los aduaneros lo miraron y se miraron
unos a otros, con la expresión suspicaz que asumen los agentes del fisco en
Italia cuando un desconsiderado declara honestamente sus ingresos sin
quitar un céntimo. Desde luego, debieron pensar: «Si éste confiesa delitos
políticos, al menos debe llevar sobre sus espaldas algún asesinato común».
Y con esa presunción, en vez de felicitarlo —como el pobrecillo se
esperaba— lo arrestaron y, a la espera de instrucciones de parte del
Gobierno de Su Majestad Luis Felipe, llamado Égalité, protector e hijo de
la Revolución, lo llevaron primero a Grasse y después de Grasse a
Draguignan, donde lo encerraron en una estancia en el primer piso de la
casilla de la comandancia.
Por fortuna, había una ventana a la que nadie había pensado en poner
reja y que daba al huerto. En cuanto se quedó a solas, Peppino, sin vacilar,
se descolgó por aquella abertura y echó a correr a campo traviesa. ¿No lo
vieron los guardias? ¿O fingieron no haberlo visto?
Al atardecer del día siguiente llegó a un pueblecito desconocido. Vio
una taberna y, atosigado por el hambre, entró en ella. Debía de tratarse
verdaderamente de un hambre de lobos, porque la elección de platos fue tal
que el dueño del establecimiento quedó impresionado y lleno de sospechas.
Peppino le explicó que no comía desde hacía dieciocho horas. Y con gran
asombro del otro le contó confiadamente el porqué, repitiéndole lo que ya
había dicho a los gendarmes. Aquel jovencito era incorregible en su candor.
Y lo sería durante toda su vida, a pesar de las desilusiones. Pero ése era,
precisamente, su encanto.
El dueño de la taberna reaccionó como los guardias. Aseguró que era su
deber detenerlo.
Peppino se echó a reír. Estaban los dos solos en aquel lugar y, hombre
contra hombre, sabía perfectamente cómo salir del paso. Así que siguió
comiendo tranquilamente, bajo la mirada del tabernero, furioso de su propia
impotencia.
Pero ocurrió que, uno tras otro, fueron entrando varios parroquianos,
todos gallardos mozos del lugar que se reunían allí a beber, a cantar y a
jugar a las cartas. El tabernero, que naturalmente, era amigo de todos,
susurró algo al oído de cada uno. Y al poco tiempo Peppino se encontró
objeto de una atención que nada tenía de amistosa.
Y entonces tuvo una idea que, a decir verdad, no se entiende por qué
tardó tanto en acudir a su mente: metió una mano en el bolsillo y empezó a
hacer tintinear los pocos escudos que su madre había deslizado en él al
momento de la despedida. Inmediatamente, la cara del tabernero se iluminó.
Ahora, había que desarmar a los otros que, sin dejar de cantar, lo miraban
con ojos hostiles. Peppino aguardó a que concluyeran su canción. Después,
se puso en pie muy resuelto y, con el vaso en la mano, gritó: «A moi!» y
entonó el Dios de la buena gente, de Béranger, el poeta más popular por
entonces.
Primero lo miraron un poco asombrados. Después, seducidos por
aquella voz entonada y agraciada, unieron las propias en un coro y todo
acabó con una larga serie de brindis, acompañados de grandes palmadas en
los hombros, a Béranger, a Francia, a Italia, a la libertad, a la justicia, a la
fraternidad. Al amanecer, cuando Peppino reanudó su camino hacia
Marsella, los improvisados amigos lo siguieron durante un buen rato,
siempre cantando.

En Marsella, adonde llegó unos días después, la primera cosa que vio
fue su propio nombre impreso con grandes caracteres en la primera página
del Peuple souverain, el periódico local, que publicaba la noticia de la pena
que le imponía en rebeldía el tribunal militar de Génova. Era la condena «a
muerte ignominiosa», es decir, fusilamiento por la espalda, reservada a los
«bandidos de la primera lista». Experimentó un cierto orgullo. Para bien o
para mal, se había convertido en un hombre público, un personaje, un
protagonista. Sin embargo, aleccionado por la reciente experiencia, pensó
que sería mejor adoptar otro nombre. Y como tenía hambre, eligió como
conjuro el de Pane, añadiéndole el de Borel, en recuerdo de un insurrecto
francés de Saboya, capturado y fusilado por los gendarmes piamonteses.
Por supuesto, se puso inmediatamente a trabajar con el fin de entrar en
contacto con los compatriotas afiliados a la Joven Italia, no sólo por razones
políticas, sino también para hallar un empleo con el que ir tirando. No le fue
difícil, porque Marsella estaba llena de exiliados italianos. Y por ellos supo
que el Maestro, en vez de dar una explicación del fracaso revolucionario,
había descargado toda la responsabilidad sobre Ramorino y los
organizadores del Piamonte y Liguria, es decir, sobre los diversos Garibaldi
que hubieran debido amotinarse y no lo habían hecho.
Se estremeció de rabia y así empezó, entre él y Mazzini, aquella
pequeña guerra fría de chismes, habladurías, ceños y recíprocas acusaciones
que jalonaría todo el Risorgimento y que, desde luego, ya había dejado
presagiar el primer encuentro. En los lugares de reunión de los exiliados a
los que acudía con frecuencia, Pane Borel reaccionaba con vivacidad a las
palabras de indignación y desprecio pronunciadas por el Maestro:
«¡Increíble! Los conjurados faltaron en el instante preciso de la rebelión.
¡Que Dios los fulmine a todos y a mí primero!».
Menos mal —pensaría Pane Borel— que añadía aquel «a mí primero».
Porque, si los confabulados habían faltado, ¿qué había hecho Mazzini,
personalmente, para que no faltaran? ¿Dónde estaba en el famoso instante
de la «rebelión»? ¿Por qué no se había dejado ver? La emprendía ahora con
Ramorino porque, la noche en que debía prender la chispa, había
desaparecido de su casa y nadie lo había visto más. Es posible que ésa haya
sido también una de las causas del fracaso. Pero ¿quién dio a Ramorino el
mando de las operaciones militares? Y de nada valían las razones que ahora
él, Mazzini, aducía: que siempre había desconfiado de Ramorino, pero que
hubo de soportarlo por imposición de los polacos, que lo tenían en gran
estima desde que había combatido con ellos en Polonia y que ahora
intervendrían codo a codo con los italianos a condición de que Ramorino
los mandara. Menos aún podía darse crédito al hecho de que, columbrado el
fracaso, el Maestro hubiera querido suicidarse, y andaba contando por todas
partes que había buscado el veneno, sin encontrarlo. ¡Vaya, vaya! Los
únicos venenos que cuentan son los que se ingieren de verdad y en dosis
tales que no permiten en modo alguno salir del atolladero.
Lo demás son bufonadas.
Son las polémicas que se encandilan en todos los refugios de todos los
exiliados en cualquier época y país; y que hacen tan estéril y vacía su
existencia. En los primeros tiempos, Peppino participó activamente en ellas,
pero después se cansó. Con harta frecuencia se detenían en el terreno
ideológico en el que él, el practicón, se hallaba incómodo; además, de
aquellas reuniones se salía siempre con más apetito del que se llevaba al
entrar. Pane necesitaba ante todo pan. Bien o mal, conseguía agenciárselo
porque, aunque litigando, los exiliados se ayudaban entre sí. Pero era una
lucha que lo humillaba y debía comenzar cada día, prestando el propio
trabajo aquí y allí, a menudo en los menesteres más mortificantes.
Un día, el capitán del Unione, Gazan, le ofreció un puesto de «segundo»
en su barco. Peppino aceptó sin vacilar, en parte porque aquél era su oficio
y en parte por salir de aquella guarida de maledicencias y diatribas inútiles.
Subió a bordo pensando tal vez que el paréntesis político había
terminado, que nada había que hacer ya por Italia y por la revolución y que
había llegado el momento de sentar la cabeza. Cumplió bien con sus
obligaciones, como buen marinero que era. Y de hecho, desde entonces
halló siempre empleo, incluso en otras naves, no francesas. Mandó un
bergantín turco y después una fragata del bey de Túnez, que le ofreció un
puesto estable en la flota que estaba organizando. Hubiera aceptado de no
haberle susurrado alguien al oído que Francia, que acababa de anexionarse
Argelia, no tardaría en apropiarse también de Túnez. ¿Acaso quería
convertirse en enemigo de Luis Felipe, como ya lo era de Carlos Alberto?
Poco después, en Marsella se declaró una epidemia de cólera. Moría
mucha gente, también mucha abandonaba la ciudad, y no se hallaba a nadie
que cuidara de los enfermos, por miedo al contagio. Pane Borel se ofreció
voluntario y durante algunas semanas vistió en el hospital la camisa con el
capuchón del «benévolo», como entonces se llamaba a los enfermeros.
Le fue bien. Y le pareció naturalísimo que así ocurriera. También en
aquello, como en todas las improvisaciones de su vida, actuó con la
tranquila confianza en la propia invulnerabilidad.
En cuanto acabó con aquel cometido voluntario se le presentó la ocasión
que quizás esperaba hacía tiempo: un capitán de Nantes, Beauregard, le
ofreció el puesto de «segundo» en el bergantín Nautonier, que zarpaba para
Río de Janeiro.
Hacía tiempo que Peppino pensaba en América, pero en la del Norte,
donde pensaba reunirse con Angelo, que ya se había establecido allí hacía
algunos años. Pero no vaciló: también la del Sur era América.
Cuenta que, en el momento de atravesar el estrecho de Gibraltar, envió
un conmovido adiós a la vieja Europa: a la madre, al padre, a los hermanos,
a los amigos, a Niza, a Marsella… y tal vez también a Mazzini.
El exiliado político se había convertido en un emigrante común.
SEGUNDA PARTE

EL «CAUDILLO» (1836-1848).
CAPÍTULO V

LAS «PATENTES DE CORSO».

En Río no se esperaba que estuvieran aguardándolo. Pero, a medida que


el Nautonier se acercaba al muelle, comenzó a distinguir un grupo de gente
que saludaba a la embarcación con manos y pañuelos y, después, los rostros
ansiosos que examinaban con la mirada a los pasajeros asomados a la
borda.
«¡Es aquél! ¡Es aquél!», oyó gritar cuando las voces se hicieron
audibles. ¿Y quién podía ser «aquél» sino Garibaldi, vuelto tan bruscamente
a la certeza de ser alguien, de representar algo? Por lo demás, no cabía
engaño acerca de la identidad del personaje, porque Garibaldi había tenido
cuidado —para aquella circunstancia— de presentarse vestido de Garibaldi,
con un gorro marinero en la cabeza, pantalones y chaqueta de paño negro,
de piloto, y una camisa de franela roja.
Descendió por la pasarela y se encontró entre los brazos de Luigi
Rosseti, el sobrino de Gabriel el poeta, que estaba allí desde hacía dos años,
después de la huida de Génova por cuestiones semejantes a las de Peppino.
Y detrás de él asomaba otra cara conocida… ¡No! ¡Sí! ¡Vaya…!
Precisamente él, Giambattista Cuneo, el Creyente de Taganrog, aún
clandestino, pero con otro nombre, el de Farinata degli Uberti, director del
órgano mazziniano de Río. Los dos carbonarios presentaron a los demás al
camarada que había hablado con Mazzini y sobre cuya cabeza pendía una
pena de muerte. A su alrededor había ojos brillantes de emoción y manos
que se agitaban para coger las suyas.
El reducido cortejo enfiló en seguida la calle Frasca, donde lo esperaba
el más notable personaje de la colonia mazziniana, Luigi Dalecazi. Era un
ingeniero suizo de Verona que, siendo estudiante, se había enamorado del
mar y de la revolución, había ido a Génova, donde se sumó a los
conspiradores, intervino activamente en las revueltas de 1834 y se salvó de
la policía piamontesa ocultándose en la casa del cónsul de Francia, que
halló manera de que partiera para América con equipaje y dinero. Dinero,
tenía bastante: el necesario para poner una casa en Bahía, casarse y comprar
una embarcación con la que había navegado hasta Oceanía. A Río iba pocas
veces y no paraba mucho tiempo. Pero en aquel período debía quedarse más
tiempo de lo acostumbrado, porque la nave se hallaba en la dársena de
Praina para ser objeto de un revestimiento de cobre. Acogió a Peppino
como a un viejo amigo y decidió presentarlo oficialmente a los otros
«hermanos» al domingo siguiente.
Aquel domingo, los honores de la casa de la calle Frasca los hicieron
doña Emilia, la mujer portuguesa de Luigi, y una sobrina suya, Anita de
Lima Barreto que, aunque sólo tenía quince años, sabía ya diez idiomas y
no podía decirse que los conociera en vano, porque parloteaba de la mañana
a la noche. La sala, aunque espaciosa, no bastaba a contener a todos los
huéspedes, entre los que podía verse a lo mejor y a lo peor de la colonia.
Estaban —naturalmente, además de Rossetti y Cuneo— Giacomo Picasso
llamado Garelli, Giorgio Bonelli llamado Spartaco, Domenico Terissano
llamado Santa Rosa, Giuseppe Stefano Grondona, jefe de la sección de la
Joven Europa (proyección en plano internacional de la Joven Italia) y un
montón de gente a la que Garibaldi bautizó en masa con el nombre de
Liberanosdómine.
Por supuesto, la atracción fue Garibaldi; y gustó. Quizás el examen que
hizo de la situación política italiana no brilló en cuanto a penetración y
profundidad, pero el relato de la fuga, del encuentro con Mazzini, de la vida
en Marsella, del cólera, de las reuniones de exiliados, fue cálido y
pintoresco. En un saloncito contiguo al de los «mayores», Anita había
reunido a algunas muchachas de su edad, en las que produjo gran efecto
aquel jovencito de rostro de niña, cabellera leonina y barba rubia, aureolado
ya por la aventura y la muerte, y estuvieron escuchándolo boquiabiertas,
aunque muchas de ellas no entendían el italiano.
En aquel primer contacto con sus nuevos amigos, Peppino comprendió
inmediatamente una cosa: que Mazzini seguía siendo Mazzini, es decir, que
su prestigio y fascinación continuaban intactos y hasta iban en aumento, a
pesar de desilusiones y fracasos. Y se acomodó en seguida a la situación,
absteniéndose de cualquier crítica y, sobre todo, de las que a partir de su
huida de Genova jalonaban copiosamente sus palabras siempre que hablaba
del Maestro. Más aún, pensó en ponerse en contacto con él, y el 27 de enero
de 1836 le escribió una larga carta para informarle de la situación en Río.
No era —decíale— una situación brillante. El nombre de Mazzini
«suena con respeto» entre los italianos, pero a éstos no los aman demasiado
los demás europeos y, por desgracia, se hallan bastante divididos entre sí.
Grondona es un buen hombre y un excelente patriota, incluso bastante
enérgico para sus muchos años, más de setenta; pero su carácter inestable y
su afición al chismorreo son peligrosos. Cuando lo eligieron presidente de
la Joven Europa, Grondona juró solemnemente «vitalicia fraternidad» por la
mañana; por la noche ya decía pestes y vituperios de sus compañeros y al
día siguiente lo hizo publicar todo en los periódicos. Gracias a Dios, había
también elementos de confianza y decididos, como Farinata, Santa Rosa,
Rossetti, llamado Olgiati, Spartaco, etcétera. Pero esperemos «que no pase
el año 1836 sin la universal llamada»; de lo contrario, la inacción pone en
peligro incluso a los más fuertes, que pueden corromperse. El peligro es tal
que él, Garibaldi, para eludirlo, ha elaborado un proyecto que desea someter
a la aprobación del Maestro. En Río existe ya «la primera nave italiana»: se
trata de una «barca de pesca» de veinte toneladas propiedad de Garelli, alias
Giacomo Picasso, y que lleva el nombre de Mazzini. Es un «hipogrifo ya
emplumado incluso antes de que resuene la trompa», y cuando esta trompa
suene, «servirá de puente para atravesar el océano». Pero en tanto esto
llega, y para evitar el peligro de la inacción, ¿no sería oportuno mantenerse
en continuo ejercicio mediante un poco de piratería, atacando las naves
enemigas, sardas y austríacas? Si el Maestro está de acuerdo, que le envíe
inmediatamente las «patentes de corso», es decir, la autorización para
actuar.
Esta carta a Pippo, como entonces se llamaba a Mazzini en la jerga de
aquellos conjurados sedientos de clandestinidad y de misterio, pero siempre
anclados en una onomástica provinciana y casera, fue abierta dos días
después para añadirle este postscriptum: «Hoy, veintinueve de los corrientes
—y os lo digo con júbilo—, ha llegado aquí un adalid de la Joven Europa,
comandante de una preciosa goleta propiedad suya y que quiere poner al
servicio de la Santa Causa; la nave está casi del todo pertrechada para la
guerra y tiene en su dotación a individuos fidelísimos. De todo ello debe
haber dado informes Arduini. Nos hemos visto hoy por primera vez y
puesto de acuerdo para actuar coordenadamente. Esta circunstancia dará un
inmenso estímulo a los italianos de América y se harán grandes cosas. Por
favor, “patentes de corso” y órdenes, lo antes posible, acerca de lo que
debemos hacer».
El mensaje fue incluido en un paquete que contenía otros varios, uno de
Picasso, que confirmaba la oferta de la garopera o barca de pesca y hablaba
mal, a su vez, de Grondona; y uno de Rossetti, que informaba al Maestro de
haber reproducido y difundido en doscientos ejemplares la famosa carta de
Mazzini a Carlos Alberto, cinco de los cuales habían ido a parar a manos de
oficiales de una fragata de la Marina sarda que se hallaba entonces en Río.
Pero el paquete, antes de llegar a poder de Pippo Mazzini, se detuvo en
Gibraltar, donde acabó —se ignora cómo— sobre la mesa del señor
Magnetti, cónsul del Piamonte. El servicio de Correos de Cerdeña, que
dependía del Ministerio de Asuntos Extranjeros, era ejemplar en todo
menos en la corrección. Los destinatarios nunca se daban cuenta de que sus
cartas habían sido intervenidas. No sabemos cómo eran desviadas hacia las
oficinas de los funcionarios de Carlos Alberto. Pero quien se las llevaba
debía ser, desde luego, algún Liberanosdómine.
La respuesta de Pippo se hizo esperar. Aunque bastante propenso al
entusiasmo y bien dispuesto para con las iniciativas de sus secuaces, la idea
de que en su nombre una nave llamada Mazzini se pusiera a piratear, aunque
sólo fuera contra los austríacos y sardos, debió dejarlo por lo menos
vacilante. Y la inacción empezó a ejercer los deletéreos efectos temidos por
Garibaldi.
Éste, inmediatamente después de la primera reunión en casa de
Dalecazi, había empezado a trabajar intensamente, primero en un violento
artículo contra Carlos Alberto, en el Paquet du Rio; después, redactando un
determinado número de octavillas y manifiestos y haciendo confeccionar
una gran bandera de la República italiana —«tan grande, decía un informe
de la Legación piamontesa en el Brasil, que el territorio de aquel Estado no
conseguirá nunca serlo tanto»— y la hizo izar sobre la Mazzini. El 26 de
marzo de 1836, el ministro plenipotenciario de Cerdeña en Río, conde
Palma di Borgofranco, escribía a Turín: «En el golfo de Río, con banderas
de la República italiana, han aparecido dos nuevas embarcaciones junto al
brick La Nuova Italia. Se trata de la Nuova Italia y del Mazzini. Siguen
pasando junto a las naves de Su Majestad sarda lanzando insultos y
haciendo gestos groseros. Se ha hecho ya una reclamación ante el Gobierno
brasileño, pero no conviene hacer más porque esos señores lo comunican a
la Prensa y todo termina en que se ríen de nosotros… Una idea:
aprovecharía la buena disposición de los dos capitanes de nuestra Marina
mercante discretamente armados, que se han ofrecido para acabar de una
vez con todo esto. Es una pequeña libertad que podemos tomarnos en
América para liberar a nuestra navegación de los temores que suscita esta
nueva especie de piratas».
Pero la autorización no llegó. Igual que Mazzini había preferido no
mezclarse en piraterías, Carlos Alberto se negó a avalar empresas
«escuadristas[4]». Y a Garibaldi no le quedó otro remedio que seguir
desahogando sus ardores revolucionarios, muy a la italiana, en las
acostumbradas higas a las impasibles naves piamontesas fondeadas en el
puerto. Era realmente poco.
Quedaban las tardes en casa de Dalecazi y las apasionadas discusiones
sobre el pasado, el presente y el porvenir de la Joven Italia. Se decidió
fundar una revista bimensual, que se imprimiría en la tipografía de
Lafuente, en la calle Cadea, después de abrir entre los emigrados una
suscripción de mil reis al mes. Con no poco trabajo logró reunirse el dinero
para los gastos del primer número, que salió en abril. El segundo tuvo que
esperar hasta diciembre, y fue el último.
Poco a poco, Garibaldi había ido dándose cuenta de que entre los
conjurados de Río —dejadas a un lado unas pocas excepciones— no había
verdaderos revolucionarios. Mientras sólo se trataba de chismes, abundaba
la locuacidad, y Grondona era un maestro en dicho arte. Hacía su papel de
conspirador desde hacía tantos años que ya se había convertido en una
profesión que era un fin en sí mismo. Pero los demás iban por idéntico
camino. Para aquellos hombres metidos hasta la cabeza en aquel rincón del
mundo rico de promesas y de porvenir, bendecido por un clima que parecía
hecho a propósito para favorecer compromisos y acomodos, la revolución
era una especie de hobby que había que cultivar junto a las ocupaciones
serias, pero manteniéndolo en su puesto de entretenimiento dominical.
Hasta Picasso, por ejemplo, que parecía uno de los más comprometidos,
tenía que atender a una floreciente casa comercial en la calle Ouvidor,
donde se traficaba con todo, desde tejidos a licores y especias, y donde
había también un rinconcito atendido por una orquestina y muchachas
importadas de París, que oficialmente se llamaban «dependientes».
Hasta las reuniones en casa de los Dalecazi empezaban a recuperar el
tono académico que tuvieran antes de la tonificadora llegada de Garibaldi.
Anita de Lima Barreto, que más tarde llegó a ser Mrs. Walker por su
matrimonio con un notable de Boston, contó que el guapo exiliado nizardo
se cansó pronto de las conjuras que se tramaban en casa de su tío y que
normalmente se extenuaban en recíprocas murmuraciones, por lo que
Garibaldi abandonó el salón de los «mayores» y se estableció en el de las
«jovencitas», de las que bien pronto llegó a ser el ídolo. Una vez, la dueña
de la casa lo sorprendió mientras tenía a una de aquellas «ninfas» sobre las
rodillas, otra le registraba los bolsillos y una tercera le revolvía la leonina
cabellera, retorciéndosela en caprichosas trenzas rubias.
Decididamente, la inacción empezaba a contagiársele.

A finales del año 1836 —que no podía terminar sin la «universal


llamada»—. Garibaldi escribía a Giambattista Cuneo, que se había
trasladado a Montevideo con la esperanza de hallar una atmósfera más
vibrante: «Estoy cansado de arrastrar una existencia tan inútil para nuestra
tierra, puedes estar seguro: hemos sido destinados a cosas mayores; nos
hallamos fuera de nuestro elemento».
Río, en verdad, era una especie de mortuorio. No lo parecía a quien
llegara del mar, porque toda la vida estaba concentrada en el puerto, que no
era menos que los de Genova, Marsella y Hamburgo, con todas aquellas
velas variopintas que se entregaban a los ancoradores y aquella barahúnda
de marineros de todas las razas y de todas las lenguas. Las calles que daban
a aquella zona, con su hedor de alquitrán y de pescado podrido, pululaban
de public houses y de ship shandlers, en los que entraban a chorro continuo
marineros nerviosos por largas abstinencias, para salir después
balanceándose y haciendo eses a causa de la borrachera y abrazados a
mujeres con las que se ponían a bailar o por las que se agujereaban los
hígados a cuchilladas.
Pero, fuera de esos lugares, el ritmo de Río era provinciano y
parroquial, como quería que fuese la timoratísima Casa de Braganza,
todavía en el trono del Brasil, representada en aquel momento por Don
Pedro II, de once años de edad, y más aún por su omnipotente tutor Feijó.
La ciudad contaba con unos cuarenta mil habitantes blancos, en su mayoría
portugueses. Seguían los españoles —pero a cierta distancia—, los
franceses y los italianos. Junto a esa población europea estaba la indígena
de los indios civilizados, cuya «civilidad» consistía solamente en el
bautismo. Por último, venían los negros, que constituían la mano de obra de
las plantaciones y representaban a los parias de aquella compleja sociedad.
El amo tenía sobre ellos derecho de vida o muerte. Y había un funcionario a
propósito, o capitaõ do mato, el capitán del bosque, encargado de ir a
sacarlos de sus refugios en la selva, donde de vez en cuando aquellos
desgraciados buscaban cobijo, y restituirlos a sus legítimos propietarios.
Durante siglos y siglos, el interior del Brasil fue un inmenso «Tombolo»
avant la lettre.
Puesto que las «patentes de corso» no llegaban, Garibaldi constituyó,
con Rossetti, un comercio de trigo que ofrecía excelentes perspectivas.
Quienes hasta entonces se dedicaran a ello, se habían enriquecido pronto,
porque bastaba ir a aprovisionarse a cabo Frío para revender la mercancías
a precios decuplicados en aquella capital en rápido desarrollo donde la
oferta no conseguía nunca prevalecer sobre la demanda. Pero Garibaldi y
Rossetti fueron quizá los únicos que, en vez de ganar dinero, lo perdieron.
«El motivo se debe a nuestra confianza en gente que creíamos amiga y
que sólo era ladrona», explicó Peppino en una carta a Cuneo, llena de
amargura. Y debía de ser exactamente así.
Un día, leyeron los dos en los periódicos que a la prisión de Santa Cruz,
frente a Río, había llegado un huésped de honor: el bolonés Tito Livio
Zambeccari, alma y cerebro del movimiento secesionista de Río Grande do
Sul.
Este Zambeccari, ingeniero y conde, era hijo de un pionero de la
astronáutica de Bolonia, Francesco, muerto bastantes años antes en su
propio globo, que se había enzarzado entre las ramas de un árbol e
incendiado. Tito Livio heredó de su padre el valor y el espíritu aventurero.
Alto, enjuto, rubio, elegante, con un bigotillo con las guías rizadas hacia
arriba, había viajado por media Europa seduciendo a mujeres y participando
en todos los movimientos revolucionarios. En 1831, se encontraba en las
barricadas de Módena con Ciro Menotti, cuyo destino en la horca hubiera
compartido de no haber escapado a tiempo. Tras muchas vicisitudes, había
llegado también al Brasil, pero a Porto Alegre, donde inmediatamente
fundó un partido republicano contra el Gobierno de Río.
El momento era propicio. Río Grande do Sul había sido siempre la
provincia más rica, más inquieta y más autonomista del Brasil. El Gobierno
central de los Braganza no logró nunca acabar con la resistencia de los
grandes feudatarios locales, señorones orgullosos, fanfarrones e ignorantes,
disponiendo cada uno de un pequeño ejército personal de gauchos. Entre los
más litigiosos y bravucones estaban los De Silva. En setiembre de 1836, el
jefe de esta dinastía, Bento Gonçalves, había proclamado la República y la
guerra santa contra Don Pedro, su tutor Feijó y el Gobierno del presidente
Ribeira.
Bento tenía cuarenta y siete años, los hombros anchos, la barba
abundante y las piernas arqueadas porque había pasado a caballo casi toda
su vida. Siendo un niño, su padre lo envió al seminario a Sao Paulo para
hacer de él un sacerdote. A quien le objetaba que el muchacho no mostraba
mucha vocación, respondía: «¿Qué importa? Tiene mucha memoria». Pero
a Bento le interesaban más los potros que las almas. Volvió a Triunfo, su
pueblo natal, y en poco tiempo no hubo en toda la comarca un gaucho más
gaucho que él en el arte de cabalgar, echar el lazo y sacar la espada, la
pistola y el cuchillo. Sentía por todo ello tal pasión que para satisfacerla
organizó pequeñas guerras privadas contra sus vecinos, hasta que logró
reunirlos a todos bajo una única bandera para la cruzada contra el Estado
unitario y monárquico de los Braganza.
Zambeccari se encontró automáticamente junto a Bento y, con la
experiencia de conjuras y revoluciones que poseía, se convirtió en su
consejero e inspirador. En Fanfa ocurrió el encuentro decisivo entre los dos
Ejércitos. Los de Río Grande fueron desbaratados y Bento y Zambeccari
fueron hechos prisioneros.
Bento fue internado en la fortaleza de Lage, pero era un prisionero
incómodo para el Gobierno de Don Pedro. Si se le concedía gracia, no se
hacía más que animar a los malintencionados para que siguieran su
ejemplo. Si se le condenaba a ser fusilado, se corría el peligro de una nueva
insurrección en Río Grande. Se decidió que muriera de muerte natural.
Como se sabía que era goloso, se le envió en la comida un dulce. Bento lo
olfateó y se dio cuenta de que olía a cebolla, cosa que le provocaba náuseas.
Fastidiado, dio el pastel al perro que le hacía compañía. El perro se lo
comió, movió rápidamente los ojos y estiró las patas. Bento escondió el
cadáver. Después, cuando el guardián acudió a retirar el plato, le dijo —
apretándose el vientre— que necesitaba ir a la playa para una necesidad
urgente. Convencido de que era el veneno lo que le producía aquel efecto,
el guardián accedió. Bento, arrastrando las piernas, entró en el mar como en
busca de alivio. Después empezó a nadar bajo la irónica mirada del
guardián, que le gritaba desde la playa: «Nada, nada lo que quieras… ¡No
vas a llegar muy lejos…!». Pero llegó fuera de tiro y no lo vieron más. A
los pocos días, la provincia de Río Grande volvía a estar en pie de guerra.
Poco después de estos acontecimientos, Garibaldi y Rossetti se
presentaron al ministro de la Guerra, conde de Lage, le dijeron que habían
llegado de Italia y le pidieron permiso para visitar en la cárcel a Zambeccari
y llevarle noticias de su familia de Bolonia. El conde de Lage era un buen
hombre y dio su consentimiento. Entre los visitantes y el prisionero se
desarrolló una animada conversación. Garibaldi y Rossetti dijeron a
Zambeccari que la revolución de Río Grande había fracasado por falta de
fuerzas navales, que ellos podían proporcionarle. Tratábase, naturalmente,
de la Mazzini. ¿Tenía Zambeccari la posibilidad de hacer saber a Bento que
la nave y su comandante estaban dispuestos a ponerse a sus órdenes, previa
una regular «patente de corso» firmada?
Zambeccari se comprometió a ello formalmente.
Un mes más tarde, un desconocido se presentó en la calle Frasca, en
casa de Dalecazi, y preguntó por Garibaldi. Dalecazi, que sabía ya de qué se
trataba, lo llevó al puerto, donde Peppino estaba descargando pescado de su
embarcación. El desconocido le entregó un sobre que Peppino abrió con
manos temblorosas. Dentro, había una carta que decía:

El Gobierno de la República de Rio Grande autoriza a la sumaca


Farropilha, de ciento veinte toneladas, a cruzar todos los mares y ríos en
los que trafican naves de guerra o mercantes del Gobierno del Brasil,
pudiendo apropiarse de ellas y tomarlas por la fuerza de las armas,
considerándose buena presa, ordenada por autoridad legítima y
competente…

En realidad, aquella autoridad no era legítima ni competente. Y, además,


los datos de la nave a la que se daba la autorización eran erróneos:
Farropilha, en vez de Mazzini, y 120 toneladas, en lugar de 20. Pero
Garibaldi, para evitar complicaciones y retrasos, se conformó. Había
suspirado tanto por aquella «patente de corso», que, ahora que la tenía en el
bolsillo, no pensaba ponerse a sutilizar acerca de la validez de sus sellos.
Que se la hubiese enviado Bento Gonçalves en vez de Mazzini, y para la
causa de una provincia brasileña en revuelta, en vez de la independencia
italiana, le importaba poco.
En tres días completó la tripulación, mientras Rossetti se cuidaba del
armamento y provisiones, con la ayuda financiera de Picasso, que entregó
ocho mil liras. El 8 de mayo de 1837, la Mazzini zarpó. «Desafiaba a un
Imperio», escribirá más tarde Garibaldi en sus Memoria. Después,
refiriéndose a sus ocho compañeros de aventura, añade: «No todos eran
unos Rossetti, quiero decir, hombres puros. Y algunos tenían un aspecto
poco tranquilizador». Eran: Luigi Rossetti, Luigi Carniglia, Giovanni
Lamberti, Giacomo Fiorentino, Gabarroni, Maurizio Garibaldi (homónimo
de Peppino, pero sin parentesco con él) y dos malteses, cuyos nombres
ignoramos.
La ocasión de utilizar la «patente de corso» no se hizo esperar.
La Mazzini había rebasado poco antes las aguas territoriales de Río,
cuando avistó una goleta, la Lucía. Era una bella nave para aquellos
tiempos, más marinera que la Mazzini y con cuatro toneladas más de
desplazamiento. Garibaldi la abordó y saltó sobre la cubierta, seguido por
Rossetti y otros cuatro, con los sables desenvainados. «¡En nombre de la
República de Río Grande do Sul —tronó—, os ordeno que me entreguéis
las armas!».
El capitán, al ver las caras de los asaltantes, no opuso resistencia. Un
pasajero, pálido como la cera, corrió a su camarote y volvió con una caja
llena de diamantes. Garibaldi rehusó el ofrecimiento y pasó a verificar el
cargamento y los cuadernos de bitácora. La Lucía llevaba en su panza tres
mil rublos de café destinados a Rusia y —descubrimiento más electrizante
aún— estaba a nombre de un armador austríaco. No estaba mal: aun
combatiendo por la República de Río Grande, se ayudaba al Risorgimento.
Magnánimo, Garibaldi embarcó a los hombres de la dotación en la
única lancha de salvamento y los abandonó en el mar; al fin y al cabo, la
costa se hallaba a dos pasos. Retuvo consigo a cinco esclavos negros, tras
haberlos declarado libres solemnemente.
Pero ahora se trataba de reanudar la navegación con dos naves; sólo él
sabía gobernar el timón y ninguna de las dos estaba en condiciones de
remolcar a la otra. Así, pues, había que hundir una, y esa no podía ser más
que la Mazzini, más pequeña y más lenta. Garibaldi se decidió a ello de
mala gana, con lágrimas en los ojos, tras haber trasladado las vituallas y
municiones a la Lucía, a la que cambió el nombre, entre otras razones, para
ajustarse a la «patente de corso». Y la rebautizó con el nombre de
Farropilha, de Farrapos, que en portugués quiere decir «pordioseros», izó
la bandera verde-rojo-amarilla de la República de Bento y desplegó las
velas rumbo al Río de la Plata.
Llegó a Maldonado, en el Uruguay, el 28 de mayo. Como sabía que
entre el Uruguay y Río Grande mediaban buenas relaciones, ancló en el
puerto y envió a Rossetti a Montevideo, que distaba unos cuarenta
kilómetros, con el encargo de hallar a alguien que adquiriera el café. Era
mercadería comprometedora y convenía deshacerse de ella cuanto antes.
Pero después de haber salido Rossetti en una cabalgadura alquilada, se
presentó un comprador del mismo Maldonado, dispuesto a quedarse con
parte de la mercancía. Garibaldi se mostró satisfecho de poder llegar a una
conclusión. La mitad de los sacos fueron descargados en el muelle y el
comprador prometió regresar al día siguiente con el dinero. Pero al día
siguiente, en vez del comprador, vino al encuentro de Garibaldi el capataz
local con una hoja de papel en la mano: la orden de confiscar la nave e
internar a la tripulación.
A Garibaldi todo aquello le pareció en franca contradicción con las
buenas relaciones diplomáticas entre Uruguay y Río Grande, bajo cuya
bandera navegaba. Mas el capataz le puso al corriente: aquellas relaciones
habían sido excelentes hasta que el presidente del Uruguay, general Manuel
Oribe, comenzó a litigar con el expresidente general Fructuoso Rivera, y las
cosas habían cambiado. En la América latina era peligroso permanecer
veinte días en el mar: al regreso, podía uno encontrarse con una situación
completamente opuesta a la dejada en el momento del embarco. Sin
embargo, el capataz se mostró razonable. Dijo que estaba dispuesto a cerrar
los ojos sobre todo aquello, si la Farropilha zarpaba inmediatamente. Y no
añadió: «Sin esperar el dinero del café». Pero Garibaldi se lo leyó en la
mirada.
Garibaldi regresó a bordo y esperó a que cayera la noche; después,
volvió a tierra. Se dirigió a la casa del mercader, le puso dos pistolas ante la
cara y le conminó a entregarle el dinero. El otro obedeció sin hacer
objeciones: era un pillastre, pero sabía perder.
A las once, la Farropilha zarpó sin molestia alguna. Era un espléndido
plenilunio. Pero, de pronto, como ocurre con frecuencia en aquellas
latitudes, un golpe de viento encrespó la superficie del océano y enormes
nubarrones asomaron en el horizonte. Con la luz del alba, la nave,
zarandeada y crujiente, se encontró enzarzada en un laberinto de rocas
negruzcas y los negros se echaron al suelo de rodillas, gritando aterrados:
—¡Las piedras negras…! ¡Las piedras negras…!
Encaramado en el trinquete, el capitán Garibaldi condujo la nave
gritando órdenes al timonel y con un perfecto slalom la sacó del peligro.
Pero no pudo alejarse de aquel lugar, porque había que esperar a Rossetti,
con quien se había citado allí, en la punta Jesús-María. Durante días
enteros, la Farropilha se bandeó de un lado a otro. Las provisiones se
habían terminado. Los hombres se alimentaban sólo de café, que los ponía
nerviosos e irascibles.
Por último, Garibaldi decidió desembarcar para aprovisionarse en una
granja que había visto en la cima de una colina. Como había dejado la
lancha a los de la Lucía, improvisó una balsa con cuatro barriles y una
tabla, y embarcó en ella con su tocayo Maurizio, que se quedó vigilando en
la orilla mientras él subía a la colina.
En la casa encontró a una mujer, joven y graciosa, con un libro en la
mano. Le dijo, en su mal portugués, que deseaba comprar algo y ella le
contestó, en perfecto italiano, que no podía venderle nada en ausencia de su
marido. Había que esperar a que volviera. Le preparó un mate y, mientras,
hablaba de Dante, de Petrarca, de Tasso, algunas de cuyas estrofas recitó de
memoria. Después, ya que estaba metida en harina, recitó versos propios,
que a Garibaldi le parecieron estupendos.
«Pasé el resto del día y casi toda la noche escuchándola», describió más
tarde Garibaldi en sus Memorias, sin explicarnos ni quién era, ni cómo se
llamaba aquella ama de casa intelectual, cómo había llegado allí y cómo se
había convertido en la mujer de un boyero.
Cuando el boyero regresó, los encontró discutiendo aún de tercetos, de
cuartetos y de sextinas en torno a las tazas de mate: pero nada de extraño
vio en ello y se interesó solamente por el negocio que el italiano le
proponía. Se quedó con el dinero y dijo que a la mañana siguiente llevaría
un buey a la playa.
Garibaldi bajó de la colina malhumorado. Aquel baño de poesía había
despertado en él nostalgias y recuerdos. Envidió la vida del gaucho y hasta
la del semental «que escoge la más atractiva de las odaliscas sin el servil y
asqueroso ministerio de la más degradada de las criaturas, el eunuco». Y tal
vez se hubiera puesto a componer estrofas, si las candelas de Maurizio no lo
hubieran llamado de nuevo a la realidad. Mojado y muerto de frío, el pobre
empezaba a temer que le hubiera ocurrido algo a su capitán y homónimo.
El boyero cumplió su promesa. Al amanecer llegó con un buey que fue
descuartizado en la misma playa y devorado por la hambrienta tripulación.
Después la Farropilha quedó balanceándose ante la punta Jesús-María
hasta el día siguiente, en espera del regreso de Rossetti.
A la mañana siguiente, en la lejanía del horizonte aparecieron dos
lanchas. Debía de ser él. Pero ninguna de las embarcaciones flameaba
bandera roja, según lo convenido. Preocupado, Garibaldi ordenó a sus
hombres que aprontaran las armas y estuvieran dispuestos a cualquier
eventualidad. Cuando estuvo a tal distancia que podía oírse una voz, uno de
los del lanchón conminó a la Farropilha a que se rindiera, en nombre del
Gobierno brasileño. Por toda respuesta, Garibaldi desenvainó el sable que
llevaba siempre colgado al costado, incluso en el mar; después, volvió el
sable a la vaina y cogió un fusil.
La batalla sólo duró unos minutos, pero fue sangrienta. Fiorentino, que
estaba al timón, recibió una bala en la cabeza y se desplomó. Garibaldi
ocupó su puesto, pero otra bala lo alcanzó, introduciéndosele entre el oído y
la carótida. Lo sustituyó Carniglia que, aunque inexperto, puso proa hacia el
Río de la Plata. Los lanchones intentaron el abordaje. Pero los primeros
asaltantes que lograron agarrarse a la borda de la Farropilha fueron
arrojados al mar con los dedos destrozados a sablazos.
Tras aquel fracaso, las lanchas renunciaron al ataque.
Todavía sin sentido, Garibaldi no pudo dar el último saludo al pobre
Florentino, cuyo cadáver fue echado al mar. Pero comprendió lo que estaba
sucediendo, y cuando se acercaron a él, murmuró: «Yo no… yo no…».
Carniglia le dio un sorbo de café y el herido cayó en un sueño lleno de
pesadillas. Cuando se despertó, estaba bastante bien y declamó:

… Una piedra
que distinga los míos de los infinitos
huesos que en tierra y mar siembra la muerte…

Los otros le miraron asustados.


—Es Fóscolo —dijo Garibaldi.
Entretanto, los cinco negros, que, llenos de terror durante la batalla se
habían refugiado en la bodega, habíanse arrojado al mar en un punto en que
la orilla estaba próxima. Era preferible ser esclavos con seguridad, que
libres en aquella turbonada.
«Sin el aprendizaje náutico que suelen hacer los pilotos, Luigi Carniglia
condujo la Farropilha hasta Gualeguay, sin haber estado nunca allí, con la
sagacidad y la suerte de un práctico». Esto escribió más tarde Garibaldi en
sus Memorias. Y es la primera de las muchas mentiras e inexactitudes con
las que adornó aquel capítulo de su pasado: el año de «prisión» transcurrido
allí, en Entremos, adonde llegó en agosto de 1837. Durante noventa y seis
años, la historia ha dado por bueno su relato. Hasta que, en 1933, un diario
de Concordia publicó una crónica firmada por un tal «Criollo Viejo», en la
que todo el episodio de Garibaldi en Gualeguay era reconstruido con una
riqueza de detalles que no deja lugar a dudas sobre su autenticidad.
No fue Carniglia quien condujo a Entremos la Farropilha. La remolcó
allí una goleta argentina, la Pintonesca, que hacía servicio de pasajeros
entre Gualeguay y Buenos Aires. La mandaba un español, Lucas Tartabul,
que, al pasar junto a la Farropilha, se dio cuenta de que sus velas estaban
desgarradas y muchos hombres de la tripulación heridos. Abordó la nave y
subió a bordo con Jacinto Andreu, comerciante catalán amigo suyo y
«hermano» de masonería. Éste, sabiendo que el «hermano». Garibaldi se
hallaba en graves condiciones, le propuso remolcarlo a Gualeguay para que
allí lo cuidaran.
Garibaldi aceptó, y durante el viaje contó sus peripecias. No sólo lo
escuchaba Andreu; también estaba allí el general Pascual Echagüe,
gobernador de la provincia, persona tan honesta y estimada que lo llamaban
«el restaurador del sosiego público». En Gualeguav, puso a disposición del
herido a su médico personal, que le extrajo del cuello la bala y un pedacito
de la chaqueta, y permitió a Garibaldi desembarcar; pero, por más que se
esforzara en justificar su empresa, no consiguió calificarla más que de
«piratería». Y eso le impuso el deber de considerar prisionero al italiano y
confiscar su nave, con todo el cargamento.
Desde luego, no fue una dura prisión, porque Garibaldi tuvo, como allí
se decía, «el pueblo por cárcel», es decir, plena libertad de ir de un lado a
otro en un radio de veinte kilómetros hacia el interior, con la única
obligación de presentarse cada día al jefe de la policía. Su salud se había
restablecido con la misma rapidez con que se granjeaba las simpatías de
todos. Y durante aquel año fue el hombre de moda de Gualeguay, donde las
señoras se disputaban sus «tertulias» en la comida o en la cena.
Avergonzándose tal vez de esa vida parasitaria, Garibaldi escribió más
tarde que el Gobierno argentino le pasaba un «peso fuerte» al día. Mas
parece un tanto extraño que encima le dieran un sueldo. Un amigo de
aquellos tiempos, Cuyás y Sampere, ha dejado escrito: «Sin dinero, sin
ocupación y sin nada, vivía a costa de algunos vecinos, que lo invitaban a
sus mesas». Por lo demás, nada de malo hay en ello: a cualquiera le puede
ocurrir quedarse sin blanca y necesitar de los demás.
Algo más oscura es la conducta de Garibaldi con respecto a sus
compañeros. No dice nada en sus Memorias, como si se hubieran
desvanecido misteriosamente. Pero «Criollo Viejo», testigo directo, asegura
que los despidió: lo que, en semejantes condiciones, quiere decir que los
abandonó a su propia suerte, y no se sabe cómo se las arreglaron.
En resumidas cuentas, fue un año agradable. Entre una invitación y otra,
Garibaldi aprendió a beber el mate, a fumar el puro y a manejar las bolas,
especie de lazo con dos bolas de hierro en sus extremos. Con las bolas
capturó caballos salvajes, aprendió a domarlos y montarlos, y así se
convirtió en un gaucho. Pero un gaucho tranquilo, a pesar de los enormes
cuchillos que, en lugar de sable, llevaba al cinto, con los cabellos en
melena, rizados sobre los hombros, y las espuelas.
Desgraciadamente, este agradable intermedio fue turbado por Rosas, el
terrible dictador llegado al poder en Buenos Aires. Rosas se enteró de la
existencia de Garibaldi y de sus manejos revolucionarios, y mandó a
Echagüe la orden de trasladarlo a Paraná, escoltado por un oficial negro.
Garibaldi se indignó. Siempre se había manifestado antirracista, pero
«consideraba deshonroso» el ser colocado bajo la vigilancia de un negro,
como escribió a su amigo Rafael de Zavala. Hasta tal punto que, para
sustraerse a tal vergüenza, huyó.
Le ayudó en la fuga un guía, Juan Pérez, que le fue recomendado por un
amigo. Escogieron una noche borrascosa y oscura, tan oscura que Pérez, al
cabo de un rato, volvió atrás para procurarse unos eslabones. Recorrieron a
caballo unos noventa kilómetros, y al amanecer se hallaron a la vista de
Ibicuy, donde el italiano pensaba encontrar una nave que lo condujera a
Montevideo.
Pérez fue a informarse cuándo llegaría una. Garibaldi, echado en el
suelo con los huesos doloridos, se adormeció. Cuando volvió a abrir los
ojos se vio rodeado por los guardias de Gualeguay. Le ataron los pies bajo
la panza del caballo, las manos a la espalda y lo condujeron de nuevo al
punto de partida.
Llegaron al cabo de una hora y fue ese detalle el que reveló a Garibaldi,
incurable ingenuo, que había sido traicionado por Pérez. Éste,
aprovechando la oscuridad, le había hecho dar vueltas en el mismo lugar;
cuando volvió en busca de los eslabones, lo que en realidad hizo fue avisar
al jefe de la policía. Millán; y por último, al alba, salió al encuentro de sus
seguidores para conducirlos hasta el fugitivo. Los guardias iban mandados
por un italiano, Elias Campodónico, que entregó el evadido a Millán. Éste
hizo que lo colgaran por los pies a una viga, intimándole a que revelara los
nombres de quienes le habían ayudado a huir. Garibaldi calló. Lo azotaron
hasta hacerle derramar sangre, pero él no despegó los labios.
Por simple sospecha, Millán hizo arrestar también a Andreu, lo que fue
dar un paso en falso, pues Andreu era un ciudadano muy estimado, y Cuyás
y Sampere, que tenía autoridad, escribió una carta indignada a Echagüe. Y
Echagüe, haciendo caso omiso de Rosas, ordenó que los dos prisioneros
fueran liberados. Garibaldi se hallaba en aquel momento atendido por una
enfermera voluntaria, la señora Senabria de Alemán, que, prendada de él,
pidió y obtuvo de Millán el permiso de curarle las heridas. Permaneció aún
dos meses entre mimos. Otros dos meses lo tuvieron en Bajada, capital de la
provincia. Y, por último, prefirieron librarse de él, dándole permiso para
irse a Montevideo. Aquel nómada no sembraba en torno a sí más que
revoluciones y cuernos.
CAPÍTULO VI

ANITA

En Montevideo volvió a encontrar a Cuneo, Rossetti y Carniglia, que le


alojaron en casa de Giuseppe Pazanti, donde vivió un mes oculto, a causa
de una orden de captura dada por el Gobierno uruguayo contra el
comandante de la nave pirata Farropilha.
Se trataba de una clandestinidad relativa. Todos conocían la presencia
de Garibaldi y todos iban a visitarlo: no sólo Cuneo, que era periodista; no
sólo Rossetti, que esperaba llegar a serlo y estaba organizando O Povo («El
Pueblo»), órgano oficial del Gobierno revolucionario de Río Grande; no
sólo Carniglia, desocupado por el momento, sino todos los demás
componentes de la colonia italiana, y hasta dos oficiales de la Marina
brasileña, fieles al Gobierno de Río, pero más aún admiradores de
Garibaldi.
En ese mes, el refugiado pudo ponerse al día en la situación política
general, que seguía siendo muy fluida.
En Río, Don Pedro II, el rey niño, había perdido a su mejor aliado y
consejero, que oficialmente era también su tutor: Antonio Feijó. Feijó era
una sacerdote, pero de ideas modernas y, por lo tanto, bastante mal visto en
la curia, dominada por elementos retrógrados. Cuando estalló la revuelta en
Río Grande, tales elementos la atribuyeron al reformismo de Feijó, lo
derribaron y lo sustituyeron por Araujo Lima, jefe de los conservadores. El
rey niño tuvo que esperar a 1840 —fecha en la que cumplió dieciséis años y
fue proclamado emperador— para asumir el poder efectivo. Pero,
entretanto, tenía que limitarse a firmar los decretos que Araujo Lima le
preparaba.
El «puño de hierro» de los conservadores no había sofocado en absoluto
la revuelta de Río Grande que, por el contrario, volvió a encenderse con el
regreso de Bento Gonçalves. Era una antigua guerra que alternaba períodos
«fríos», como hoy se diría, con períodos «calientes», pero que nunca se
había extinguido del todo, porque en su base había una cuestión racial. Los
de Río Grande eran, en buena parte, de origen español, y, a diferencia de los
brasileños, habían practicado una política de segregacionismo con respecto
a indios y negros. Cultivaban el orgullo de su piel blanca y no pensaban
contaminarla con la mestiza de los demás brasileños. No se consideraban
una provincia, sino incluso un continente aparte; y, de hecho, se llamaban
entre sí «continentales». El nombre de Río Grande lo tuvieron por
equivocación. Los primeros exploradores, descubierta la Laguna dos Patos,
creyeron que se trataba del lecho de un río. Pero no era un río. Era el mar.
Pero en ese mar lagunoso no había puertos, lo que contribuyó a acentuar el
aislacionismo de aquellos gauchos individualistas, impetuosos, violentos,
pendencieros y alegres, entusiastas y bravucones, que preferían la vida de la
pradera a la de las ciudades y estaban siempre en movimiento sobre sus
caballos o en sus carros, con la gran capa a los hombros, el pañuelo
anudado a la cabeza, las chancletas a los pies y el lazo y el látigo colgados
de la silla. Tenían verdadera debilidad por la lectura. Pero, más que de
libros, eran avidísimos de periódicos. Poseían unos veinte, y basta recorrer
sus títulos para comprender qué aire se respiraba allí. Uno se llamaba
Inflexivel, otro Inexorável, un tercero Idade do pao, es decir, Edad del
bastón. Sus redactores, cuando dudaban de si se habrían explicado con
bastante claridad con la pluma, sacaban el cuchillo y salían a la calle.
Tal vez el Gobierno de Don Pedro hubiera podido sofocar en embrión el
separatismo de Río Grande, si en la disputa no se hubiera interferido Rosas,
el dictador argentino. También él era un gaucho y en el ejercicio del poder
absoluto se había ganado el mote de Cortacabezas. Acariciaba un gran
proyecto político: fundar una confederación de los Estados de Ja Plata;
Argentina, Río Grande y Uruguay. Le pareció que había llegado el
momento cuando, en 1835, terminó en Montevideo el período presidencial
del general Rivera, adalid de la independencia, y, en su lugar, fue elegido
Oribe, gran amigo de Rosas. Si lograba separar definitivamente a Río
Grande del Brasil, el golpe estaba hecho.
Para ganar prosélitos a su causa, Rosas, que conocía la debilidad
periodística de los de Río Grande, envió a dos de sus hombres para que se
adueñaran de la Prensa de Porto Alegre: primero Manuel Roedas y después
Tito Livio Zambeccari, que llegó a ser redactor-jefe de O republicano. Con
la llegada de Zambeccari fue ganado Bento a la causa. Ambos, tras el
choque de Fanfa, habían caído prisioneros de los brasileños, como ya
hemos visto. Ahora, con la fuga y el regreso de Bento, la lucha se
reanudaba. Pero las perspectivas ya no eran las de antes para Rosas, tras la
caída de Oribe, en Montevideo, y la vuelta al poder de Rivera, el viejo
campeón de la independencia uruguaya. Oribe se había refugiado en
Buenos Aires, donde, bajo la protección de Cortacabezas, conjuraba contra
su país para preparar la llamada «guerra grande», que dentro de poco
estallaría entre Argentina y Uruguay.

En julio, Garibaldi llegó a Montevideo. Pero un mes más tarde, es decir,


en agosto de 1838, volvió a Río Grande, donde le esperaban para confiarle
las fuerzas de mar, en compañía de Rossetti. Carniglia los seguiría
inmediatamente.
Viajando sin bagajes y al escotero, es decir, con una veintena de
caballos, a fin de tener siempre alguno de refresco, se dirigieron a Piratiny,
donde habían oído decir que Bento la había erigido en capital provisional
desde que la verdadera, Porto Alegre, cayera en poder de los brasileños.
Llegaron al cabo de pocos días, desde la zona de Jaguarao, pero no
encontraron a Bento. El Gobierno revolucionario se había entregado al
nomadismo y sus oficinas eran inmensos carros tirados por cuatro, ocho y
hasta doce pares de bueyes que, escoltados por patrullas de gauchos a
caballo, iban de aquí para allá por la inmensa pradería.
Quien recibió a Garibaldi fue el ministro de Finanzas, D’Almeida, un
plutócrata local, grueso de cuerpo y de cartera. Había roto con el Gobierno
de Río desde que éste le quitara el monopolio sobre los transportes fluviales
brasileños, que él había organizado. Sus cabellos eran negros y largos, la
barba napoleónica, tenía una boca pequeña y sin labios, y unos ojos
bovinos. Conversó afablemente con el italiano, le dijo que en el lecho del
Camagua habían dispuesto una dársena, donde había casi acabadas dos
naves; pero no quiso tomarse la responsabilidad de confiárselas. Sólo Bento
podía hacerlo.
Garibaldi fue a ver a Bento, que entonces se hallaba en San Gonzalo.
Los dos hombres se produjeron mutuamente una gran impresión.
Garibaldi vio en Bento a «un caballero errante del siglo de Carlomagno» y
un «caballero del Ariosto». Tenía los cabellos completamente blancos y
representaba diez años más de los cincuenta que tenía. Pero cuando
montaba a caballo representaba veinticinco, hasta tal punto era ágil y fuerte.
Bento reconoció en Garibaldi a un verdadero almirante, lo consideró
huésped suyo durante unos días y lo envió de nuevo con el nombramiento
de comandante en jefe de todas las fuerzas navales de Río Grande, que, a
fin de cuentas, eran aquellas dos naves de que le hablara D’Almeida, una de
quince y otra de dieciocho toneladas.
Camaguá era un feudo de la dinastía Bento. El arsenal estaba
incorporado a una finca de una hermana del presidente, doña Ana Joaquina
Gonçalves, y Garibaldi tomó posesión de él, instalándose en un barracón
cercano. Muy pronto estuvo de pleno acuerdo con el director de los
trabajos, John Griggs, un aventurero americano de buena y rica familia, que
había vagado por medio mundo a la espera de una gran herencia de la que
siempre hablaba y en la que nadie creía. Pero era verdad. Sólo que le llegó
pocos días después de haber bajado al sepulcro él mismo. La futura
tripulación en espera de embarcar estaba compuesta —dirá más tarde el
mismo Garibaldi— de gente «conocida en las costas americanas del
Atlántico y del Pacífico como freres de la côte, que, desde luego, había
proporcionado las tripulaciones de filibusteros y de bucaneros, y que hoy
daba sus contingentes a la trata de negros». Pero, en el fondo, era
precisamente ésa la razón de que le gustaran.
Por lo demás, cuando los dos barcos estuvieron listos, cada uno con su
par de cañones de bronce, Garibaldi los maniobró según los cánones de una
estrategia que se acomodaba perfectamente al carácter piratesco de aquellas
tripulaciones. No podía proceder de otro modo. En la desembocadura de la
Laguna dos Patos, se cruzaba una escuadra brasileña de treinta naves,
mandada por John Pascue Grenfell. Por lo tanto, no había más remedio que
atacar por sorpresa a una de ellas cuando se aislara de las otras.
Garibaldi lo hacía regularmente de noche, con acciones fulminantes,
atacando por sorpresa y llevando a su gente al abordaje. Mataban,
saqueaban y escapaban. Llegados a los bajos fondos de la laguna, Garibaldi
gritaba: «¡Al agua, patos!». Los marineros se echaban al agua, con sillas de
montar dispuestas a la bandolera, y a fuerza de brazos empujaban los
bateles a zona segura, entre cañaverales, adonde las naves enemigas, más
grandes y pesadas, no podían seguirles. A distancia se cruzaban diálogos
pintorescos entre los brasileños, que chillaban: «¡Cobardes!», y los
corsarios que contestaban con tacos y ademanes groseros.
Una vez en tierra, los marineros capturaban caballos indómitos, los
ensillaban y se dedicaban a saqueos particulares. El gasto corría a cuenta de
pollos, vacas y mujeres. Estas últimas —asegura Garibaldi— eran
bellísimas. Él mismo conoció a una, Manuela, con la que seguramente se
hubiera casado, de no haber sido la prometida de un sobrino de Bento.
El 4 de setiembre tuvo lugar una expedición particularmente afortunada.
Los corsarios sorprendieron a la goleta Mineira, que procedía de Río, y la
apresaron. Llevaba un cargamento de vestidos, todos de óptima calidad.
Cuando regresaron a la base, llevando consigo la presa bélica, aquellos
soldadotes pordioseros y barbudos parecían pisaverdes, y durante varios
días se pavonearon con aquellos vestidos.
Con aquella serie de éxitos, aunque episódicos y marginales, Garibaldi
se había labrado ya una excelente fama. No había desbaratado la flota
contraria, pero la tenía clavada, con su hábil sistema de guerrilla, en la
desembocadura de la laguna. Con todo, el crédito más grande, que le valió
el respeto general, se lo ganó con una acción en tierra, que ha pasado a la
historia con el título de «combate del barracón».
El barracón era aquel en el que habitaba Garibaldi y que servía de
alojamiento a la tripulación. Una mañana de 1839, Garibaldi se hallaba con
algunos compañeros, cuando, jadeante, llegó otro gritando:
—¡Ha desembarcado el Moringue!
Moringue significa, al pie de la letra, «botijo». Pero era el mote dado a
un tipejo de aquellas latitudes, medio soldado, medio bandido, que en aquel
momento militaba con el grado de teniente coronel en el Ejército imperial.
Su nombre verdadero era Cecco Pedro de Abreu, y no se parecía en
nada a un botijo, sino que, por el contrario, era atlético, alto y esbelto, con
una gran cabellera negra y pómulos salientes. Pero Moringue era como le
habían llamado a su padre, que era, efectivamente, panzudo y pernicorto;
con lo que el sobrenombre había pasado al hijo, que se enfurecía por ello. A
cubierto de su uniforme y de sus grados, el Moringue llevaba a cabo una
guerra privada contra sus coterráneos, para realizar venganzas personales,
satisfacer rencores, raptar mujeres y vaciar cuadras. Era un «duro», como se
diría hoy, y su nombre sembraba el pánico. Atacaba sólo de noche; de día,
vigilaba; se ignora cuáles eran sus horas de sueño. Parece ser que le
bastaban tres.
Garibaldi saltó de la cama, se armó, hizo armar a los suyos y esperó.
Pero el Moringue no hizo acto de presencia. Garibaldi pensó que había sido
una falsa alarma; en parte, porque ya era de día. Sin embargo, por escrúpulo
de conciencia, envió una patrulla a explorar el bosque en derredor. Cuando
la patrulla regresó sin haber visto nada, Garibaldi los envió a todos a
trabajar en el arsenal y se puso a saborear una cuia de té a horcajadas sobre
un tronco de árbol. Con él estaba solamente el cocinero.
De pronto, crepitó en torno a él una descarga de fusilería y una bala le
horadó el poncho. Garibaldi se precipitó al interior del barracón donde,
adosados a las paredes, estaban los fusiles cargados de sus hombres. Uno
tras otro se puso a descargarlos sobre el Moringue y sus setenta
energúmenos que irrumpían a caballo, lanza en ristre. Los primeros habían
entrado ya en el barracón, pero vacilaron ante el nutrido fuego, pensando
que allí dentro debía de estar pertrechado medio regimiento, y comenzaron
a recular.
Garibaldi seguía disparando como un loco, con el cocinero a su lado,
que le cargaba los fusiles. Los de Moringue, que en esa ocasión se mostró
menos duro de lo que propalaba su fama, se desperdigaron de nuevo por el
bosque y se ocultaron tras los matorrales. Atraídos por la fusilería, diez
hombres llegaron en ayuda del comandante y la batalla prosiguió a distancia
hasta las tres de la tarde. Los del barracón gritaban y cantaban a voz en
cuello para hacer creer que eran más.
A las tres, el negro Procopio hirió de un arcabuzazo en el brazo al
Moringue y los asaltantes se retiraron dejando sobre el terreno seis muertos,
además de los heridos que se habían llevado consigo. Las pérdidas de los
defensores fueron un muerto y seis heridos. De regreso en la base, el
Moringue se negó a que le quitaran la bala del brazo; éste se le gangrenó y
tuvieron que amputárselo.
—Al menos, ya no me llamarán Moringue —dijo amargamente.
Pero se equivocaba. Siguieron llamándole Moringue.
Garibaldi, tras un reconocimiento del terreno en el que había resultado
victorioso, regresó al barracón y se dio cuenta de que la caja había
desaparecido. Alguno de los suyos, evidentemente, había festejado el éxito
apropiándose de los fondos. Garibaldi denunció el hurto en un informe al
Ministerio superior. D’Almeida se enfureció y ordenó una investigación.
Pero Bento se congratuló por la brillante victoria que, por fin, había
liberado sus retaguardias del Moringue.

Inmediatamente después, a Garibaldi —que se había ganado fama de


intrépido e invencible— se le confió otra empresa más peligrosa. Corría la
voz de que Santa Catalina, descontenta de las guarniciones imperiales,
pedía ser liberada. Había que liberarla. Y, como estaba a orillas del mar,
correspondía a Garibaldi llegar hasta ella, como comandante en jefe de las
fuerzas navales. Pero las fuerzas navales eran aún los dos lanchones de
siempre, la Farropilha y el Seival, bloqueados en la laguna por la escuadra
brasileña.
Garibaldi escamoteó el obstáculo con una ocurrencia digna de Aníbal y
que suscitó el entusiasmo de Bento y de su jefe de Estado Mayor,
Canavarro. El italiano reunió a todos los carpinteros y calafateadores de la
zona y, haciéndolos trabajar día y noche, en una semana tuvo listos un par
de pisones de ocho ruedas, les unció veinticinco yuntas de bueyes y,
cargando sobre ellos los dos lanchones, se dirigió al lago Tramandahy, que
desemboca en el océano.
Eran noventa kilómetros de marcha, que aquella extraña flota rodante
realizó en seis días.
El 11 de junio llegaron al lago. Garibaldi se hizo cargo del mando de la
Farropilha, dejando a John Griggs el del Seival. El Tramandahy era, en
realidad, una serie de lagunas que se comunicaban entre sí por bocas
estrechísimas. Ninguna embarcación, antes de aquellos desesperados, había
logrado alcanzar la desembocadura. Garibaldi llegó y puso inmediatamente
proa hacia la laguna, sobre la que al mismo tiempo avanzaba desde el
interior una columna de Canavarro.
Al desembocar en el Atlántico, advirtieron un olor de «carpintero de la
costa», una especie de viento siroco, con el que los marineros de aquellos
mares preferían no encontrarse. Pero Garibaldi dio orden de proseguir y,
sorteando olas y escollos, consiguió avanzar durante toda la noche y buena
parte del día 13. Sin embargo, a las tres de la tarde se dio cuenta de que era
una locura seguir adelante y, dejando a Carniglia en el timón, se encaramó
al trinquete para indicarle la ruta hacia la costa.
No había llegado aún a lo alto, cuando una violenta sacudida lo lanzó
contra el mar espumeante. Vio a Carniglia que había sufrido la misma
suerte y estaba luchando desesperadamente para librarse de su chaqueta,
que le impedía nadar. Se le acercó para ayudarle con su cuchillo, pero lo
sumergió una ola. Cuando pudo sacar la cabeza de nuevo, ya no vio al
compañero, que se ahogó con los demás italianos. Se encontró en la orilla,
llevado por el flujo de las olas, exánime. Oyó gemidos, pero no pudo
moverse, extenuado como estaba y helado por el viento frío de la noche.
Al amanecer vio un barril de aguardiente. Hubiera sido su salvación,
pero estaba cerrado. Se levantó, obligó a sus compañeros a hacer lo mismo,
ordenó que se cogieran unos a otros por la mano y los arrastró en una loca
carrera sobre las dunas de la playa. Así entraron en calor, recobraron el
aliento y se lanzaron al interior, donde encontraron refugio en la casa de un
campesino que les dio de comer.
Al día siguiente se reunieron a la columna Canavarro, en marcha hacia
la laguna. La ciudad, lejos de oponer resistencia, aclamó a los
«liberadores», se proclamó República independiente, cambió su nombre por
el de Juliana —puesto que corría el mes de julio—, inventó una bandera
verde-blanco-amarilla y confió el Gobierno al vicario don Vicente Ferreira
Dos Santos Cardoso, con Rossetti como secretario de Estado.
Garibaldi permaneció cuatro meses en Juliana, acuartelado en una de las
naves enemigas capturadas en el puerto: la Itaparica. Fueron meses de
reposo, pero también de soledad. Sus amigos italianos habían muerto todos
en el naufragio. Sólo quedaba Rossetti, que estaba muy ocupado y casi
siempre de viaje. Para distraerse tenía sólo el mate, cuyo vicio había
contraído ya. Pero la inacción le abatía y le ponía melancólico.
Un día, mientras con el catalejo miraba desde la popa el movimiento del
muelle, vio —según él mismo nos cuenta— a una joven alta y de formas
bastante exuberantes, sobre todo las pectorales, con ojos grandes y negros
en el rostro ovalado, cubierto de pecas. Fue un coup de foudre, como hoy se
diría. Con una chalupa se hizo llevar a la orilla y comenzó a buscar a la
mujer entre un grupo de casas por las que la había visto desaparecer. Un
viandante le propuso tomar un café. Garibaldi aceptó y, al pasar el umbral
del establecimiento, se topó con ella. Pasmado, la miró de arriba abajo y le
dijo (naturalmente, según su relato):
—Doncella[5], tienes que ser mía.

Años después, cuando Dumas leyó este pasaje, aún manuscrito y sacado
de las Memorias, hizo observar a Garibaldi que no le parecía bastante claro
y detallado. A lo que Garibaldi respondió con un suspiro:
—Tiene que quedar así.
En realidad, las cosas se desarrollaron de un modo bastante distinto.
Anita no era doncella cuando se encontró con Garibaldi, puesto que se
había casado seis años antes con un pescador de Laguna, Manuel José
Duarte. Tampoco era de aquel lugar. Era de Morrinhos, cerca de Tubarao, y
a los catorce años ya había dado que hablar, apagando sobre la cara de un
carretero el puro que éste llevaba en su boca mientras miraba a la muchacha
con unos ojos que a ella le parecieron ofensivos para el propio pudor. A raíz
de ese episodio, su padre Bento Ribeiro de Silva, llamado Bentón, trasladó
la familia a la Laguna, donde al cabo de poco tiempo murió, seguido a poca
distancia por los tres hijos varones. Quedó la viuda, María Antonia de
Jesús, con tres niñas: Manuela, Felicidad y Anita. La casucha en que
habitaban, donde cada día había que resolver el problema del sustento, se
llamó «La casa de las tres niñas».
Anita era la más hermosa, pero también, por su carácter huraño, la más
difícil de manejar. Rechazó un buen partido, el sargento Juan Gonçalves
Padilha, y se casó con Duarte, pescador sin un céntimo. Pero fue una
desilusión. Además de no tener un céntimo, Manuel José era beaturrón,
ordenancista y timorato. Cuando en Laguna empezó a soplar un poco de
vientecillo revolucionario, se puso de la parte del orden constituido y en su
casa canturreaba la cantinela de los «leales»:

Cuando Garibaldi
toca la corneta,
todos sus soldados
comen la polenta.

Desde la otra habitación le contestaba Anita, ya ganada para la causa


revolucionaria:

¡Arriba, muchachos,
que las cuatro son,
viene Garibaldi
con su batallón!

Garibaldi. Ya antes de que personalmente llegara a Laguna, su nombre


había penetrado en casa del pescador Duarte y en los tímpanos y el corazón
de Anita. Fue ella quien quiso verle. Fue ella quien, para hacerse ver, plantó
el generoso pecho en la dirección del anteojo. Garibaldi cuenta —y
seguramente de buena fe— que, la primera vez que hablaron, Anita
ignoraba quién era él y lo descubrió en la iglesia, durante un Te Deum de
acción de gracias por la «liberación», cuando lo vio entre las autoridades
junto a Canavarro.
Después, no se sabe con precisión cómo se desarrollaron las cosas.
Garibaldi escribe que la siguió mientras ella iba a llenar el cántaro a la
fuente y que la joven lo acogió muy mal. Es posible, porque Anita podía
permitirse incluso eso: el pez estaba ya en la red. Cuando él llamó por
primera vez a su puerta, una voz de hombre chilló dentro:
—¡Aquí no recibimos a farrapos y menos aún a gringos!
Durante dos meses jugaron al escondite; y en Laguna debió hablarse
más de aquellas relaciones que de la guerra que iba estancándose y de la
política que se hacía más embarullada. Al parecer, Duarte no podía defender
la propia paz conyugal, en parte, porque nunca la había tenido con aquella
mujer insatisfecha y proterva; en parte, porque estaba enfermo y habían
tenido que internarlo en el hospital, aunque, según otra versión, había
partido con las tropas imperiales. Como ya había dicho Dumas, Garibaldi
tendía más a enmarañar que a aclarar las cosas. «Si hubo culpa, fue toda
mía. ¡Y hubo culpa! ¡Sí que la hubo! Uníanse dos corazones con un
inmenso amor y se quebrantaba la existencia de un inocente».
El 23 de octubre de aquel año 1839, Garibaldi se presentó —gorro con
borla, blusa abierta sobre el pecho, cinturón con sable y poncho al brazo—
en casa de Anita y se la llevó, sin encontrar resistencia por parte de nadie y
mucho menos de ella, a bordo de la Itaparica. La nave fue su garçonniere e
hicieron el viaje de bodas anclados, mecidos por las ondas y vigilados por
la afectuosa solidaridad de la truhanesca tripulación, llena de indulgencia
para con ciertas debilidades.

El cañón interrumpió aquella luna de miel.


Al principio, Garibaldi fingió no oírlo. Anita estaba encinta. Pero
después el cañón atacó a Laguna y hubo que desalojar.
Bento era un gaucho y había llevado la guerra como un gaucho, es decir,
sin un plan estratégico ni político, sin adecuada preparación, sin
armamento, sin nada. Su jefe de Estado Mayor, Canavarro, no era hombre
que supliera tales defectos. Era un cabo corpulento, valiente, pero
truculento, duro, un boyero. En cuanto a la tropa, era más apta para el
saqueo que para la batalla.
A comienzos de 1840, Garibaldi recibió la orden de ir a toda vela hacia
Imaruhy, que se había sublevado, y dar allí una dura lección de escarmiento.
Partió con Anita en el Río Pardo, que le había regalado el día en que se la
llevó consigo, como buen almirante sudamericano que podía disponer
libremente de sus naves. Lo seguían el Casapava, mandado por John
Grisggs, y el Seival, bajo el mando del italiano Lorenzi.
Cuando oyó que se trataba de una represalia, aquella chusma de piratas
puso tal celo que Garibaldi ya no sabía cómo contenerlos. «Imposible narrar
detalladamente todas las suciedades y cosas nefandas», escribió más tarde,
y, desde luego, le damos crédito. Tras haber corrido inútilmente a una parte
y a otra empuñando el enorme sable para frenar a los energúmenos en su
feroz intento de incendiar, robar y violar, comenzó a gritar: «¡Que llegan los
caramurú!», que era el mote que los farrapos daban a las tropas imperiales.
Y sólo así consiguió llevarlos a bordo. Con el botín de guerra, compuesto
sobre todo de barriles de aguardiente, habían remolcado también el cadáver
de un camarada alemán, que había quedado despanzurrado en una de las
reyertas surgidas en la ciudad. En el corazón de la noche, una vez que se
hallaron de nuevo en altamar, Garibaldi, mientras hacía una ronda de
guardia, vio a algunos de sus hombres que, a la luz de una candela, jugaban
a las cartas y a los dados sobre el vientre del camarada muerto.
Regresó a Laguna en el momento en que los republicanos, perseguidos
por los imperiales, se disponían a abandonarla. Recibió la orden de proteger
la retirada, pero no tuvo tiempo de cumplirla. La escuadra brasileña se le
echó encima mientras casi todas las tripulaciones estaban en tierra, y esta
vez la ventaja de la sorpresa estuvo de parte de los adversarios. En el
combate murieron Juan Enríquez, comandante de la Itaparica, y John
Griggs, comandante del Seival, precisamente en vísperas de que recayera
sobre él su famosa herencia. Bajo el fuego graneado de los cañones, Anita
iba del Río Pardo a tierra, para convencer a Canavarro que enviara ayuda.
Pero, en vez de los auxilios pedidos, Canavarro dio la orden de incendiar las
naves y escapar. Garibaldi cumplió la orden. Reunida sobre la colina, desde
donde había seguido el desastre sin mover un dedo, la tripulación se divirtió
de lo lindo ante aquel espectáculo de la hoguera sobre el mar.
Y comenzó la desastrosa retirada.
A caballo, seguido de Anita, que también cabalgaba, el almirante
Garibaldi, convertido en jefe de banda, intervino en varios combates. Una
vez, al término de un encuentro, Anita ya no lo encontró a su lado.
Desesperada, se puso a buscarlo entre los cadáveres diseminados sobre el
campo de batalla. Un grupo de imperiales llegó a rienda suelta y la hizo
prisionera. Fue encerrada en una casa cercana, pero Anita se deslizó de
noche desde la ventana. Un sargento de guardia le dio la orden de detenerse,
llamándola por su nombre. Era Juan Gonçalves Padilha, el cortejador al que
había sacrificado por Manuel Duarte. Para él, era la ocasión de la venganza.
Pero la dejó ir, no sabemos si por gentileza o por gratitud por el peligro del
que se había librado.
Precisamente en aquel momento llegaba un jinete con poncho blanco
sobre los hombros, el inconfundible poncho de Garibaldi. Anita le preguntó
dónde lo había cogido y corrió al sitio indicado. También allí yacían
muchos muertos, pero no su Peppino, al que, después de ocho días de
desesperada búsqueda, halló en Vaccaria.
En San José del Norte pareció por un instante que la suerte de la guerra
volvía a ser favorable a los republicanos. San José era una posición decisiva
y a Garibaldi le correspondió el mérito y la gloria de conquistarla. Aquel
día, sus hombres estaban en vena, se encaramaron uno sobre los hombros
de otro para superar los obstáculos y la sorpresa dio sus frutos. Es decir, los
hubiera dado si, conquistados ya tres de los cuatro fortines en manos de los
imperiales, los asaltantes hubieran insistido. Pero San José era un lugar rico
y bien provisto. A la vista de aquellos escaparates llenos de bonitos
vestidos, los truhanes se lanzaron al saqueo, se vistieron de la cabeza a los
pies (era su punto débil) y después se dedicaron a la caza de vino y de
mujeres como habían hecho en Imaruhy. Al amanecer estaban todos
borrachos y habían perdido los pedernales de los fusiles. En vano Garibaldi
se desgañitaba para poner un poco de orden en aquella horda llena de vino.
A mediodía, una tremenda explosión estremeció a la ciudad. Uno de los
tres fortines, repleto de municiones, había saltado. «Fueron lanzados al aire
como luciérnagas», dice Garibaldi de sus hombres. Pero ni esa lección
sirvió para algo. Y se reanudó la desesperada anábasis en medio de la
habitual anarquía. Entre muertos, heridos y desertores, no le quedaban a
Garibaldi más que setenta y tres lansquenetes. Un día, a causa de una falsa
alarma, los vio desaparecer a todos en el bosque circundante. Cuando
volvió a reunirlos, se dio cuenta de que apenas eran unos cincuenta. Los
otros habían tomado las de Villadiego, con buena parte de los caballos.
En medio de estos alborotos y disgustos nació Menotti. Nació con una
hendidura en la frente, consecuencia —dijeron— de una caída de Anita del
caballo, porque Anita no había dejado de cabalgar ni siquiera en el noveno
mes. Era el 16 de setiembre de 1840. A la sazón, hacían una etapa en
Mostaza, huéspedes de una familia de pobres campesinos, llamados Costa.
Pero en el pueblo no había los pañales que necesitaba el recién nacido.
Garibaldi decidió ir a procurárselos a Settembrina, donde tenía muchos
amigos. Y fue. Pero al regreso no encontró a Anita, que había escapado con
el crío en brazos, huyendo de las asechanzas del Moringue, de vuelta en
escena con un solo brazo. Tras afanosas búsquedas, la encontró en un
bosque, todavía en camisón.
Así, pues, era imposible detenerse, pues ni siquiera en aquella vasta
tierra había un refugio seguro; había que incorporarse al maltrecho Ejército
republicano y seguir su desastrosa retirada hacia la Sierra do Espinazo. Pero
no pudo más. Cuando en un enésimo combate también Rossetti perdió la
vida, Garibaldi fue a ver a Bento y le expuso la situación en que se hallaba,
con Anita casada y Menotti en pañales. Bento, que era un buen hombre, no
sólo le permitió que se fuera, sino que le autorizó para llevarse consigo
novecientas cabezas de ganado bovino, capturadas en el «Corral de
Pedras», una estancia de las cercanías. Esta vez, hasta el avaro D’Almeida
asintió; al fin y al cabo, si no se las llevaba él, se las llevarían los
imperiales.
Así, Garibaldi se convirtió en gaucho, ofreció un sueldo a algunos
capataces del lugar y, al frente de aquel inmenso rebaño, se dirigió hacia
Montevideo. Por primera vez en su vida era rico; es decir, hubiera podido
serlo con sólo tener un poco de astucia. Pero Garibaldi era lo que era, lo que
sería toda su vida: un mozallón inocente, un pobre ingenuo. Los capataces
le hicieron desaparecer las bestias bajo sus propios ojos, sin que él lo
notara, vendiéndolas por el camino y quedándose con el dinero. Le decían
que se habían perdido en el bosque. Otras se las llevó la corriente del río
Negro durante un vado desafortunado. Garibaldi hacía poco caso. Anita
cabalgaba junto a él, dando el pecho a Menotti. El viento de la pradera olía
a hierba fresca y por las noches eran gratas las hogueras y el descanso. ¿No
era ésa la vida que siempre había soñado? El dinero no tenía sitio en esa
vida.
Para abreviar el relato, cuando llegó a Uruguay, de las novecientas
bestias sólo le quedaban trescientas pieles, por las que le dieron un centenar
de escudos. Eran sus beneficios de guerra. Y creo que en toda la historia de
América del Sur ningún general se ha conformado nunca con tan poco. En
compensación, había encontrado por el camino un nuevo amigo, uno de
Brianza, Francesco Anzani, que se unió a él.
Anzani tenía una camisa y dos pares de pantalones. Garibaldi un par de
pantalones y dos camisas. Pusieron en común el guardarropa. Anita lo
lavaba y remendaba junto con los pañales de Menotti.
CAPÍTULO VII

«¡GARIBALDI, PARTE!».

Era la primavera de 1841 cuando llegó a Montevideo e inmediatamente


recibió la noticia que lo trastornó todo: su padre había muerto, el 3 de abril,
en Niza.
La muerte del padre es siempre, para cualquier hijo, una mezcla de
dolor y remordimientos. Lo fue especialmente para Peppino, a cuya
memoria y a cuya conciencia volvieron todos los disgustos que había
proporcionado a aquel pobre hombre. Favorecida por la tristeza y los
recuerdos, le invadió la nostalgia. El balance de su vida le pareció una
bancarrota. Partiendo de Saint-Simon y de Mazzini, de los grandes, aunque
confusos, ideales de Libertad, de Justicia y de Patria, había terminado allí,
en aquellas tierras, peleando contra Moringue al frente de otros Moringues.
¿Qué sentido tenía todo aquello?
Anita trató de aprovechar ese estado de ánimo de Garibaldi para
impulsarlo a iniciar una vida normal. Anita no era ese personaje guerrillero
que nos ha pintado la hagiografía risorgimental. Era sólo una mujer
valerosísima junto a su hombre, capaz de seguirlo en todos los peligros y
sorpresas, pero siempre asustada ante la posibilidad de perderlo. En las
batallas, saludaba levantando la mano a las granadas que casi la rozaban;
pero si perdía de vista a su José, parecía volverse loca. Muy supersticiosa,
creía ciegamente en brujas y adivinos. Una de esas magas le anunció un día
que encontraría «a un hombre de cabello rojo y que acabaría mal». Pero eso
no le impidió enamorarse del Héroe. Y ahora que se había convertido en su
compañera, quería hacer de él un marido y nada más: un marido tranquilo y
doméstico, orgulloso —como lo estaba ella— de la casita que habían
alquilado en el número 14 de la calle del Portón, con una cocina, dos
alcobas, una terracita desde la que se veía el puerto, y un patio con el pozo.
Tanto, que quiso «regularizar la situación» y, dale que dale, consiguió que
Peppino se casara con ella; naturalmente, en la iglesia, porque el único
matrimonio válido en el Uruguay era el religioso.
Lo celebraron un año después de su llegada, el 26 de marzo de 1842,
porque había que hallar el modo de dar por muerto a Duarte, que tal vez
estaba vivo. Y fue el mismo Garibaldi quien, bajo juramento, indicó incluso
el lugar en que lo habían enterrado.
Después, Anita intentó inducirle a afeitarse la barba; pero en esto no
tuvo tanta suerte y se conformó con un leve corte. Nunca entendió los
ideales de su José, pero siempre los compartió por entero, hasta morir por
ellos, considerándolos sacrosantos, sólo porque él los tenía por tales. Era
celosa y su carácter se hacía insoportable cuando su José parecía distraerse
de los deberes conyugales. Pero inmediatamente después se suavizaba.
Nunca tuvo ambiciones, ni intelectuales ni mundanas. Aceptó la propia
ignorancia como una condición irreversible, y hasta cuando su José llegó a
ser un personaje importante y famoso, Anita siguió siendo una mujer
modesta, sin pretensiones —ni siquiera materiales—, satisfecha con vivir a
la sombra de su marido.
Ésta, y no la intrépida Juana de Arco de la leyenda, era la esposa de
Garibaldi, que unas veces se dedicaba a ser comisionista y otras veces a la
enseñanza, para llevar adelante la casa. Los amigos del lugar (el habitual
Cuneo, siempre ocupado en fundar y enterrar periódicos, Napoleone
Castellini, Giovanni Risso, los hermanos Stefano y Paolo Antonini) le
habían proporcionado representaciones; y un sacerdote corso, Paolo Felice
Semidei, un poco en olor de herejía a causa de un libelo publicado años
antes en París y obligado a emigrar y cambiar su nombre por el de abbé
Paul, le había dado, en el colegio del que era director, una clase como
suplente de matemáticas, geografía y caligrafía.
Garibaldi ponía toda su alma en conformarse con aquella vida. La gente
del muelle lo veía al atardecer paseando con un libro bajo el brazo para
preparar las lecciones del día siguiente. Y lo necesitaba, dado lo oxidadas
que andaban sus pocas nociones, aquellas que, a fuerza de mojicones,
consiguiera meterle en la cabeza el bueno de don Giaccone. Pero le gustaba
hacerlo allí, entre las madejas de redes puestas a secar, en medio de aquel ir
y venir de gentes del mar, en aquel olor de pescado y de alquitrán. Y en
cuanto podía, corría a la redacción del Italiano, enésimo periódico de
Cuneo, receptáculo de las noticias que llegaban de Italia. Y llegaban
muchas, falsas y verdaderas, más de las primeras que de las segundas. Pero
a Garibaldi le gustaba creérselas todas, porque daban por inminente la
consabida «chispa». Aun con todo lo que amaba a Anita y a Menotti,
aquella vida sedentaria y de familia le había ya cansado. Hombre de acción,
le humillaba el estar inactivo. Cuneo había permanecido siempre en
correspondencia con Mazzini y recibía de él cartas llenas de una esperanza
al calor de la cual iba depurándose Garibaldi. El armador Stefano Antonini
le decía:
—En cuanto estalle el incendio de Italia, te doy una nave y te vuelves
allá.
Y ésta fue la razón de que cuando, en vez de en Italia, el incendio
estalló en el mismo Montevideo, Garibaldi no se dejó tentar de buenas a
primeras. Un día, mirando desde su pequeña terraza, pudo seguir con el
anteojo el combate entre una nave uruguaya y una argentina. La primera
regresó a puerto con un flanco abierto y algunos muertos y heridos a bordo,
y encalló. Poco después, el señor Larrobla, comandante de la base, llamaba
a la puerta de Garibaldi y le preguntaba si quería echar una mano para
desembarrancar la nave. En compensación, recibiría los dos pontones, las
dos lanchas y el mástil.
Bueno: se trataba de un negocio, sólo un negocio, que a nada le
comprometía. Aceptó. Experimentó un loco placer en remangarse de nuevo,
en asumir otra vez un mando, en dar órdenes a una tripulación, en fin, en
realizar otra vez una acción de mar, que además le resultó brillante. Pero
cuando, sorprendidos por tanta valía y competencia, vinieron a proponerle
que ingresara en servicio permanente efectivo como almirante de la Marina
uruguaya para la guerra contra la Argentina, respondió que no podía, por
estar ya comprometido: comprometido en la famosa «chispa» que iba a
estallar en Italia de un momento a otro. Sin embargo, la alegría de Anita por
aquella negativa fue sólo de Anita. Garibaldi no llegó a compartirla.
Se le hacía aquel ofrecimiento porque Uruguay estaba ya con la soga al
cuello. La guerra civil entre Oribe y Rivera había desembocado en la
«guerra grande» entre Uruguay y Argentina, donde el vencido Oribe se
había refugiado bajo la protección de Rosas, que había confiado a aquel
Coriolano el mando de las fuerzas terrestres, mientras que las de mar
estaban a las órdenes del almirante Brown.
En la historia sudamericana, Rosas está, probablemente, destinado a
quedar como prototipo de caudillo. Aunque de familia de origen asturiano,
parecía un nórdico por su estatura, los cabellos rubios y los ojos claros. De
mozo, había abofeteado a su propia madre. Su padre lo expulsó de casa y él
se fue a vivir a la pampa con los gauchos. De discípulo se convirtió en
maestro de aquellas gentes, les hizo participar en una de las muchas
revoluciones que alborotaron el país y se hizo proclamar general. Para
deshacerse de él, sus aliados lo enviaron a sofocar una rebelión de indios.
Rosas fue, vio, venció y se proclamó dictador, haciendo público un
manifiesto que, por su lenguaje enfático, hizo reír a todo Buenos Aires.
Rosas mandó detener a los diez primeros que vio reír y los hizo fusilar.
Buenos Aires dejó de reír.
Inventó el «culto de la personalidad» mucho antes que Stalin. La gente
hubo de adoptar su uniforme: los hombres se teñían de rojo los pantalones y
las mujeres hacían lo mismo con sus chales. Sus partidarios, para mostrarle
su devoción, quitaban los caballos de su carroza, cuando pasaba por las
calles, y tiraban de ella a fuerza de brazos. Y los sacerdotes hubieron de
resignarse a colocar su imagen en los altares, junto a la de Cristo. Para los
desobedientes, existía la policía secreta, la Mashorca —desfiguración
argentina de la palabra «mazorca», que literalmente venía a significar «más
horca»—, compuesta por sus pretorianos.
Este señor absoluto tenía, a su vez, otro dueño absoluto: su mujer
Encarnación Ezcurra. Había sido ella la organizadora de la «revolución de
los restauradores» que lo había llevado al poder. Ella había derribado al
Gobierno Balcárcel. Ella asumía las riendas del poder en ausencia del
marido y reprimía las conjuras con la Mashorca. Amaba al dictador con un
amor frenético y despótico, y a veces hacía eliminar a sus enemigos sin
decírselo siquiera. En suma, fue el modelo en el que un siglo después se
inspiraría Evita Perón. Única debilidad de aquella terrible pareja: la hijita
Manuelita, que pedía y obtenía —en vez de un juguete— el indulto para
algún condenado a muerte.
El terror de Rosas había determinado la huida de muchos argentinos a
Montevideo, donde, naturalmente, conspiraban contra él. Primero, el
dictador pensó adueñarse del Uruguay mediante la diplomacia, pues en la
vecina nación ocupaba el poder su amigo Oribe. Y por eso estrechó lazos de
amistad con Río Grande y ayudó a Bento en su lucha por la secesión del
Brasil. De haberle salido bien el golpe, Uruguay hubiera quedado cogido en
una tenaza y a Oribe le hubiera resultado fácil convencer a sus compatriotas
para que ingresaran en aquella Confederación de los Estados de la Plata,
cuyo leadership correspondería, naturalmente, a la Argentina y a Rosas.
Pero Bento fue derrotado y, casi al mismo tiempo, Oribe, derrocado y
obligado a refugiarse en Buenos Aires, era sustituido en el poder por
Rivera, el adalid de la independencia uruguaya. Para realizar sus planes, a
Rosas no le quedaba más camino que el de la guerra.
La situación de Montevideo parecía desesperada. Pequeña capital de un
Estado pequeño, no contaba entonces más que treinta mil habitantes, de los
que sólo la tercera parte eran uruguayos. Si no ayudaban los seis mil y
tantos franceses, los cuatro mil y pico de italianos, los españoles, los
argentinos, etc., la defensa era imposible. Por esa razón habían acudido a
Garibaldi.
Y Garibaldi, siempre pendiente de lo de la «chispa», respondió que no.
Pero aquel «no», dada la emergencia y el temperamento de nuestro
hombre, no podía ser más que provisional.

Fueron varias las cosas que contribuyeron a hacerle cambiar de parecer.


La primera fue el ejemplo y la exhortación de Anziani, el nuevo amigo a
quien había encontrado en el camino al terminar la aventura de Río Grande.
Anziani era un magnífico ejemplar de caballero de la revolución, pero
serio, eficaz y lleno de autoridad. Siendo muchacho, había ido a luchar por
la independencia de Grecia, igual que Byron. De regreso a sus estudios de
matemáticas en Pavía, salió al poco hacia París, para tomar parte en el
movimiento republicano. Después, a través de España y Portugal, se
embarcó para el Brasil; allí encontró empleo como cajero de una especie de
Rinascente[6] en San Gabriel de Río Grande, donde al poco tiempo llegaba a
ser director general. El ascenso se lo procuró un pequeño suceso del que se
habló con admiración en la comarca.
Anziani estaba sentado en su casa, cuando en la tienda apareció el jefe
de los mattos, un indio ferocísimo que aterrorizaba a la región, armado de
los pies a la cabeza y seguido por algunos de los suyos. En el pueblo,
cuando llegaba este hombre, las calles quedaban desiertas y los tenderos
tenían que resignarse a darle lo que les pidiera sin esperanza alguna de
retribución. Anziani no siguió esta regla. Preguntó al indio qué quería y le
conminó a que pagara sus compras. Y como el indio le lanzó por dos veces
una sonora carcajada en sus propias narices, Anziani, mirándolo fijamente a
los ojos, le dijo:
—Si vuelves a reírte otra vez, te saco de aquí ahora mismo a patadas en
el culo.
A su vez, el indio lo miró entre pasmado y enfurecido; acarició con la
mano la culata de la pistola, después la introdujo en la funda, sacó el dinero,
pagó y se fue. La máxima de Anziani —cuenta Garibaldi en sus Memorias
— era ésta: «Mirad con valor y con obstinación fijamente al hombre que os
mira: si baja los ojos, sois su dueño». Realmente, este Anziani era un tipo
con autoridad; con su rostro ceñudo imponía respeto, y muy pocos le habían
visto sonreír. Aunque su estropeada salud no le permitiera del todo
emplearse en el oficio de las armas, estaba ahora dispuesto a la acción y
miraba fijamente y con obstinación a Garibaldi, que se andaba con rodeos
con la excusa de la «chispa», pero en realidad por temor a Anita, a la que no
sabía cómo decírselo.
Sin embargo, el pretexto de la «chispa» no se mantuvo en pie cuando
volvieron a pedirle su intervención, no por la causa del Uruguay, sino por la
de la Humanidad amenazada por el déspota Rosas, aliado potencial de todos
los demás déspotas del mundo, austríacos, piamonteses, etcétera. Garibaldi
no pedía más que eso: nunca había pedido otra cosa. Una coartada para
tranquilizar la propia conciencia. Para él, la guerra era «la verdadera vida
del hombre», como decían los españoles, pero sentía siempre la necesidad
de legitimarla. Por eso, en su tiempo, había suspirado tanto por las
«patentes de corso» enviadas por Mazzini y no se movió hasta que le
llegaron al menos las de Bento. No le importaba que ni Bento ni Mazzini
tuvieran título ni que no estuvieran calificados para concedérselas: la
impaciencia no le permitía sutilizar acerca de semejantes cuestiones más o
menos quisquillosas. Era un hombre de acción en eterna búsqueda de un
ideal que justificara la acción. Y ahora el Uruguay le ofrecía uno.
Pero quiso que se lo pusieran por escrito en el documento mismo que le
confería, con el grado de coronel, el mando de tres naves, y le asignaba la
misión que debía llevar a cabo. Las tres naves eran: la Constitución, un
antiguo mercante francés provisto ahora de dieciocho cañones; la Prócida,
una antigua goleta sarda; y la Pereira, de ciento sesenta y seis toneladas.
Con estas naves debía forzar el paso de Martín García y remontar el río
Paraná hasta la Bajada, en Entrerríos, a fin de llevar armas y municiones a
aquella población argentina que, según se decía, se había levantado contra
Rosas. Pero todo esto «en nombre de la Humanidad».
Ignoramos cómo se las arregló con Anita. Desde que reanudara sus
visitas a las guaridas revolucionarias y a las tabernas del puerto, ella lo
aguardaba cada noche con una pistola en cada mano y le advertía:
—¡Ésta es para ti y ésta para la otra!
La celosa Anita ignoraba quién era «la otra». Sólo imaginaba que
alguna debía haber; y probablemente no se equivocaba.

Cuando Garibaldi partió con sus tres naves, el comentario de las gentes
fue: «Ya sale la flotilla suicida».
Y muchos atribuyeron la empresa —tan desesperada parecía— a una
astucia del ministro de la Guerra, Vidal, que, teniendo cierta ojeriza a
aquellas tres embarcaciones que tanto dinero costaban sin prestar ningún
servicio, había decidido dárselas como pasto a Brown con su comandante
italiano y sus tripulaciones casi íntegramente formadas por extranjeros.
Nada nos autoriza a estimar verdadera esta versión. Pero si lo fue, el
ministro Vidal debió de quedar bastante escaldado cuando, a finales de
aquel junio de 1842, recibió este mensaje de Garibaldi: «A las diez del día
veintiséis he forzado el paso de Martín García. Nuestros hombres han dado
pruebas de comprender que luchan por la causa de la Humanidad». Tenía
buen cuidado de recordarle de qué causa se trataba.
Ignoramos cómo discurrieron realmente los acontecimientos. Brown,
exoficial de la Marina británica, era un discípulo de Nelson, un almirante
con todas las de la ley. De baja estatura, enjuto y ágil, a pesar de su edad,
lleno de tics y sumamente astuto, sabía perfectamente su oficio. Por lo
tanto, nos extrañaría muchísimo que se hubiera dejado sorprender. Es más
probable que dejara pasar a Garibaldi para cortarle después todo contacto
con la base y bloquearlo con las fuerzas propias, bastante superiores. Sabía
adónde iban aquellos desesperados: sus espías de Montevideo le habían
informado de que a bordo iba también guías (o, como se decía allí,
prácticos) del río Uruguay. Evidentemente, era ese río el que pensaban
remontar y, por lo tanto, allí podría bloquearlo fácilmente.
Así, pues, se puso a sus espaldas sin demasiada prisa, pero ya a la
mañana siguiente lo avistó. A causa de su peso, la Constitución había
encallado, y las otras dos naves se esforzaban en desencallarla, aligerándola
del peso de sus dieciocho cañones. Los hombres de Brown comenzaron a
alborotar llenos de júbilo y a injuriar al adversario, porque también entre
ellos había —¡no faltaba más!— muchos italianos. Pero precisamente en
ese momento, también la Belgrano, «nave almirante» argentina, encalló,
mientras un banco de niebla se extendía entre las dos escuadras.
A la mañana siguiente, cuando la Belgrano pudo moverse de nuevo y la
visibilidad era normal, Garibaldi había desaparecido del horizonte. Brown
remontó el Uruguay y sólo tras haber avanzado por este río durante tres días
con sus noches, supo que el enemigo había remontado el Paraná. Descendió
a toda velocidad por el río equivocado, se adentró en el otro y el 15 de
agosto, en Caballu-Cuatiá, se encontró de manos a boca con la escuadra
garibaldina.
Ésta se había detenido a causa de un súbito descenso del nivel de las
aguas, pero entretanto Garibaldi había visto reforzados sus efectivos con la
llegada de tres lanchones enviados a los aliados por los insurrectos de
Corrientes y mandados por el teniente coronel Villegas. La desproporción
todavía era grande. Contra las tres naves y los tres lanchones de Garibaldi
avanzaban los tres lanchones y las siete naves de Brown.
La batalla comenzó al día siguiente, 16 de agosto, duró hasta la tarde del
17 y terminó con un desastre para Garibaldi. En la noche entre la primera y
la segunda fase, Villegas intentó persuadir al italiano de que tomara las de
Villadiego; y como el italiano se negó a hacerlo, lo hizo él. Al amanecer, el
combate se reanudó con gran violencia. Las tres naves uruguayas estaban
acribilladas por los cañonazos argentinos y llenas de muertos y heridos.
Cuando ya no tuvo ni un solo proyectil, Garibaldi ordenó a los
supervivientes que bajaran a las bodegas, cogieran las barricas de
aguardiente, rociaran con él las toldas y prendieran fuego; pero en vez de
rociar las toldas con el aguardiente se rociaron las gargantas, y al cabo de
pocos minutos el que no estaba muerto o herido estaba borracho. «Eran
verdaderos canallas sin freno», escribirá Garibaldi de aquellos cuyo celo
por la causa de la Humanidad tanto encomiara poco antes. «Habían sido
expulsados de los ejércitos de toda la tierra a causa de diversos delitos, y
muchos, por homicidio». Pero se trataba de justificar la decisión que la
tarde del 17 tomó de abandonarlos a bordo, tras haber prendido fuego a las
santabárbaras.
«Fue muy doloroso hallarse en la necesidad imperiosa de abandonar a
aquellos valientes y desventurados hombres a las llamas». Una vez muertos,
los «canallas» se convertían en «valientes». Pero es posible que no hubiera
podido actuar de otra manera.
La noticia de la batalla llegó a las dos capitales —Montevideo y Buenos
Aires— bastantes días después, y cada una de ellas la interpretó como una
victoria. Entretanto, Garibaldi, que se había convertido de nuevo en
combatiente de tierra firme, esperaba reanudar la lucha. Una serie de
órdenes y contraórdenes le llegaron en Corrientes, donde fue acogido con
entusiasmo, hasta el punto de que se organizaron bailes en su honor.
Corrientes estaba llena de hermosas muchachas que ardían de patriótica
admiración por el héroe, y Anita estaba lejos con sus celos y sus pistolas.
Por último, a finales de noviembre, el jefe del Estado Mayor de los
ejércitos aliados (es decir, del Uruguay y Entremos) le confió el mando de
otra escuadra, en San Francisco. Pero cuando estaba a punto de zarpar le
llegó la orden de prender fuego a las naves. ¡Diablos! ¿Es que lo habían
tomado por un pirómano?
No, no lo habían tomado por un pirómano. Sólo que había que impedir
que las naves cayeran en manos del enemigo, dueño de todo el Paraná
después de la derrota sufrida por Rivera en Arroyo Grande. Oribe se había
tomado su venganza.
Garibaldi regresó a pie a Montevideo. La ciudad estaba en estado de
asedio. Al trente del ejército se hallaba el general Paz, y Pacheco y Obes
había tomado el puesto de Vidal. Eran gentes decididas y dispuestas a todo,
y siguieron siéndolo cuando poco después (febrero de 1843) el ejército de
Oribe apareció en las alturas que rodeaban a la capital.
Esta vez, hasta los extranjeros, que hasta entonces se habían mostrado
vacilantes ante el hecho de abrazar la causa uruguaya, sintieron que ésta era
su propia causa, la de su libertad, de sus negocios, de su comercio. Los
franceses dieron el ejemplo, constituyéndose en Legión al canto de la
Marsellesa. ¿Podían quedarse atrás los italianos? Decidieron que no, que no
podían, pero pusieron una condición, la habitual condición de los italianos:
la pensión.
Y en seguida especificaron: tanto por la participación, tanto más tanto
en caso de herida, tanto más tanto más tanto en caso de «invalidez
permanente». Ya estaba allí toda la puntillosa casuística que aflige las
posguerras nacionales.
Al día siguiente apareció en El Constitucional esta carta al director:

Señor director, en el número de ayer, hablando de la reunión de la


población extranjera y de las demostraciones hechas a favor de la Causa
Nacional, V. S. ha dicho que en ella figuraba la «bandera italiana». Como
esta afirmación es muy vaga, porque hoy existen muchas banderas en
Italia, y como estoy muy interesado en que ningún otro se atribuya el mérito
de haberse declarado a favor de la buena Causa, sino el que tiene derecho
a hacerlo, hago presente que la bandera que ondeaba en la noche del 3 del
corriente mes era la de S. M. el rey de Cerdeña. A cada uno lo suyo.

UN SÚBDITO SARDO.

Furiosos, Garibaldi y los suyos decidieron escoger una bandera propia:


un lienzo negro con el Vesubio en erupción en el centro. «Esta bandera es
símbolo de luto y de ira», explicó el comandante Missaglia el día de la
solemne entrega de la enseña a la Legión, hecha por Bernardina de Rivera,
esposa del presidente. Las malas lenguas francesas dijeron que el luto y la
ira eran por el ridículo hecho por los italianos en su bautismo de fuego,
pocos días antes, cuando escaparon: lo que, desgraciadamente, era verdad.
Había, pues, que rehabilitarse, y pronto, para acabar, además, con las
guerrillas interiores, las divisiones, los chismes que habían surgido en
seguida a causa de la distribución de grados y de misiones. Garibaldi, que
seguía siendo comandante de sus marinos sin flota, pidió y obtuvo ser
incorporado, con la Legión, a las fuerzas del general Bauza, encargado de
desalojar al enemigo del Cerro, islote frente a Montevideo.
Los hombres que pocos días antes se dieron ignominiosamente a la
fuga, partieron al asalto bajo el mando de Garibaldi y obligaron al enemigo
a abandonar las posiciones, bajo la complacida mirada de Pacheco, que
estuvo presente en las operaciones. Fueron solemnemente elogiados y
volvieron contentos a sus casas: contentos, sobre todo, por poder devolver
los sarcasmos a los franceses.
Desgraciadamente, algo vino a turbar el general entusiasmo.
Prosiguiendo sus operaciones en el Cerro, Garibaldi entró un día en la casa
de un brasileño y la dejó patas arriba. El súbdito brasileño acudió al
encargado de Negocios de Río en Montevideo, el señor Regis, quien
redactó una protesta formal, tachando a Garibaldi de corsario.
¡Corsario! Una vez más, corsario. Siempre corsario.
Furibundo, Garibaldi se precipitó con su uniforme de guerra a la
Legación, se enfrentó al señor Regis con palabrotas de gentes de mar y lo
desafió en duelo. El señor Regis, en vez de descender al terreno del honor,
redactó una segunda y más violenta protesta en la que se pedía la inmediata
destitución y el arresto del «pirata», y, entretanto, en espera de una
satisfacción oficial, partió para Río con todo el séquito, es decir, rompió las
relaciones diplomáticas.
¡Lo que les faltaba a los pobres uruguayos!
Garibaldi, convocado en el Ministerio de la Guerra, se defendió
diciendo que había insultado al señor Regis sólo a título personal y no con
el uniforme uruguayo. Pero la razón de Estado tiene razones que la razón no
entiende. Garibaldi fue arrestado a bordo de una de sus naves.
No se sabe en concreto cuánto tiempo permaneció allí. Como quiera que
fuere, cuando salió tuvo la grata sorpresa de encontrar a la Legión, su
Legión —aunque oficialmente no era él el comandante— en camisa roja, su
camisa roja.
Existen dos opiniones del origen de esa camisa. Según algunos, la idea
se le habría ocurrido primero a un pintor italiano establecido en
Montevideo, un tal Gallino, mientras pintaba un retrato de Garibaldi que,
por cierto, siempre llevaba algún detalle rojo. Otros, en cambio, sostienen
que las cosas ocurrieron así: La Legión tenía poco dinero. Su única fuente
de ingresos era la Filodramática italiana, dirigida por Lagomarsino y
Corinna Campodonico, que contaba con bien poco. Por lo tanto, no había
medios para procurarse uniformes. Pero en cierto momento se produjo la
liquidación de una casa comercial que, habiendo vendido siempre sus
productos a Buenos Aires, quedaba abocada a la quiebra a causa del
bloqueo impuesto por la guerra. Entre los diversos artículos en liquidación
había una gran partida de delantales destinados a los «saladeros»
argentinos, es decir, a los carniceros. Eran rojos para que la sangre de los
animales no dejara huella. Fueron ofrecidos a bajo precio a la Legión, que
los aceptó y tuvo así su uniforme. Lo completaba un sombrero de anchas
alas y con plumas.
Desgraciadamente, lo único que estaba en su sitio en la Legión, dividida
por discusiones, rivalidades y murmuraciones, era el aspecto exterior. El
primer comandante general, Vaccarezza, había sido sustituido por Mancini,
por consejo del mismo Garibaldi. Missaglia, jefe de Estado Mayor, se
desahogaba más con discursos que con hechos. Del comandante Danuzio y
del capitán Ramella se decían cosas bastante feas. La disciplina era
prácticamente inexistente. Cada noche había menos «presentes» cuando se
pasaba lista. En el Ministerio de la Guerra llovían las protestas de los
ciudadanos que denunciaban toda clase de hurtos perpetrados por los
Camisas Rojas italianos.
Garibaldi golpeó la mesa con los puños y ordenó llamar a Anzani, el
que sabía mirar fijamente a los ojos de la gente. Anzani no se encontraba
muy bien. Sus habituales ataques de tos eran cada vez más frecuentes, y,
además, ahora tenía fiebre; pero de todas maneras acudió. Miró fijamente a
oficiales, cabos y soldados, vio que no había manera de elegir, realizó
alguna sustitución, impuso algún castigo, pero, sobre todo, recomendó a
Garibaldi que condujera a la Legión a la línea de fuego: sólo la acción podía
redimirlos de sus defectos.
La ocasión no se hizo esperar. El 17 de noviembre, el coronel Neira,
comandante de la Legión española, resultó mortalmente herido y su cuerpo
quedó en manos de los soldados argentinos. Garibaldi, con un puñado de los
suyos, partió al asalto para recuperarlo y fue cercado. Para liberar a
Garibaldi salió a la carga toda la Legión italiana, que acabó igual que él.
Para salvar a la Legión italiana partió todo el resto del ejército uruguayo y
la batalla se generalizó. Duró ocho horas; al final, los uruguayos tenían a
sesenta hombres fuera de combate: una pérdida que, según las medidas de
entonces, fue calificada de «grave». El Gobierno envió una queja a
Garibaldi, haciéndole ver que entablar una batalla sólo por un cadáver no es
de buenos generales. Pero Garibaldi no hizo caso de la queja: quería que sus
hombres combatieran en vez de ir a las tabernas a emborracharse y a los
corrales a robar gallinas. Y había conseguido que lucharan.
Por lo demás, guerreando de este modo, con valor pero a la buena de
Dios, su leyenda tomó cuerpo, levantó las alas y llegó hasta Italia. En aquel
interminable y más bien monótono conflicto, Garibaldi representaba un
«número» de excepción. Al grito de «¡Garibaldi parte!», todas las terrazas
que daban al puerto se llenaban de espectadores y espectadoras, como los
palcos de un teatro. De hecho, en esas partidas había algo de teatral y
espectacular que compensaba a los pobres habitantes de Montevideo de
todas las escaseces que el bloqueo naval imponía a la ciudad. Fuera del
puerto, pero a la vista de su público —o al menos de sus anteojos—,
Garibaldi asaltaba una goleta argentina, la saqueaba y regresaba con un
cargamento de azúcar o de harina. O bien fingía atacar la flota de Brown
para tenerla ocupada, mientras algún mercante brasileño o europeo se
deslizaba hacia los embarcaderos con sus provisiones. A veces dejaba en la
escaramuza un mástil o el costado de una nave, y también algún compañero
suyo dejaba el pellejo. Pero a él siempre le iba bien.
Todo Montevideo ardía en entusiasmo por Garibaldi. La única persona
que no lo compartía era Anita que, habiendo dado a Menotti una hermanita,
Rosita, y estando encinta por tercera vez, no acababa de tragarse aquello de
que el padre de una familia ya tan numerosa se negara a sentar la cabeza.
En la casa seguía habiendo poco dinero, mientras los demás holgazanes de
la Legión no hacían más que engordar. Y por si fuera poco, allí estaban
todas aquellas muchachas de Montevideo enamoradas del Héroe que,
aunque no tenía tiempo para aprovecharse de esa pasión, estaba
visiblemente complacido.
Un día, el Héroe se presentó a Pacheco con un plan maravilloso.
Evitando de noche el bloqueo de Brown, pensaba desembarcar a escondidas
en la costa argentina, marchar con algunos compañeros disfrazados hacia
Buenos Aires, penetrar en el palacio de Rosas y raptarlo. ¿Estaba de
acuerdo el Gobierno?
No, no lo estaba. Una lástima…
Otro día fue a visitarle Anzani, bastante preocupado. Inspeccionando el
cuartel de la Legión había hallado un manifiesto firmado por un tal Savoldi
que, en nombre de los argentinos, invitaba a los legionarios a pasarse a su
campo, donde serían bien acogidos y mejor pagados. «No hagáis caso a ese
infame Garibaldi, que con sus buenas palabras intenta manteneros esclavos
para su propia conveniencia», terminaba la proclama.
Garibaldi y Anzani decidieron hacer una encuesta; pero, antes de que
ésta se iniciara, los responsables desertaron y se pasaron al enemigo. Entre
ellos estaban el coronel Mancini, el comandante Danuzio y otros siete u
ocho oficiales, uno de los cuales se llamaba Saboya. Garibaldi dirigió a la
Legión una proclama en la que daba gracias a Dios por aquella espontánea
«depuración» y recababa de los que quedaban un juramento de fidelidad.
Pero en su fuero interno estaba disgustado y desilusionado.
Precisamente por entonces tuvo otro disgusto: esta vez de nuevo con los
brasileños. Éstos interceptaron con sus naves a la de Garibaldi en el curso
de una de sus acostumbradas correrías corsarias y, acercándosele hasta
pocos metros, el comandante apuntó su pistola al pecho del italiano,
conminándole a que entregara a los dos desertores brasileños que formaban
parte de su tripulación. Garibaldi, que respiraba veneno cuando establecía
contacto con los brasileños, dio una respuesta que, interpretando a la luz de
la lógica las reticencias con que fue descrita por los cronistas de la época,
debió de ser una palabrota más o menos grosera.
El brasileño no disparó. Pero entre los dos Gobiernos surgió un nuevo
litigio diplomático cuyas costas pagó el pobre Pacheco, que apoyó
decididamente a Garibaldi sosteniendo que los dos desertores no debían ser
entregados. Pero también esta vez la razón de Estado acabó por imponer sus
razones, y los dos pobrecillos pagaron los platos rotos. En señal de protesta,
Pacheco se retiró a la vida privada, y a la cabeza del ejército fue colocado
de nuevo el desposeído Rivera. Así, el pequeño episodio terminó con una
gran catástrofe porque Rivera, responsable ya de una grave derrota, se dejó
sorprender en India Muerta por el general argentino Urquiza, que le infligió
una memorable paliza, tras la cual no le quedó siquiera el valor para volver
a casa y se refugió en el Brasil.
Pacheco fue llamado urgentemente; pero ni siquiera él hubiera
conseguido ya nada si Francia e Inglaterra, que teman posiciones de
privilegio comercial en Uruguay, no hubiesen intervenido con sus flotas.
Así, las circunstancias cambiaron de golpe. En vez de Montevideo, fue
Buenos Aires la bloqueada. Rosas se comió el hígado de pura rabia y
Urquiza tuvo que detenerse.
Pacheco pensó aprovechar aquella pausa para enviar una expedición al
río Uruguay, restaurar las sedes del comercio y hacer acopio de caballos —
que abundaban en aquella región— para reconstruir la caballería destruida
en India Muerta. Y como se trataba de una operación anfibia y más bien
corsaria, ¿quién podía capitanearla mejor que Garibaldi, del que, por otra
parte, no cabía esperar los habituales robos y trampas?
Garibaldi aceptó con entusiasmo. Tenía cinco naves y entre ellas la
almirante, Cagancha, con quince cañones, setecientos hombres de tropa y
las espaldas protegidas por diez veleros anglofranceses que se encargarían
de darle escolta. Además, tenía en aquella zona un montón de amigos a
quienes no les parecía verdad que pudieran volver a verle.
Todo se desarrolló sin grandes obstáculos ni riesgos. El primer
desembarco tuvo lugar en Colonia, y las únicas balas que pasaron sobre las
cabezas de los garibaldinos fueron las del bergantín francés Ducoëdic y de
su comandante Page, que tenía cierta inquina a los italianos, a los que
llamaba brigands. Pero no hubo víctimas, y Garibaldi ni siquiera hizo
mención del incidente en su informe a Montevideo. Como tampoco dijo que
sus hombres habían ido a la casa del párroco, lo habían obligado a meterse
en la cocina y después, disfrazados todos de curas, se habían hecho servir la
comida por el ama, cantando a coro letanías.
Después de Colonia, le tocó el turno a Martín García, donde Garibaldi
se llevó a bordo a un grupo de matreros, subespecie de gauchos, invencibles
en las incursiones a caballo. Acto seguido, la flotilla puso las velas hacia
Yaguary, en la desembocadura del río Negro, en el Uruguay. Desde allí, su
gente avanzó por tierra hacia Gualeguaychú, donde había numerosísimos
caballos y de la mejor calidad. Fue una empresa de robo de ganado en gran
estilo, completado por un saqueo en toda regla. Además de los nutridos
grupos de caballos que avanzaban ante ellos, los garibaldinos lleváronse
consigo puñados de monedas de oro robadas por doquier.
Tal vez para dar a tan poco honorable episodio una coartada bélica,
Garibaldi hizo capturar al gobernador, el coronel don Eduardo Villagra, que
dormía a más y mejor; y arrastrándolo hasta la plaza, se dispuso a fusilarlo.
A lo que —según cuenta un cronista de la época— toda la población,
horrorizada, empezó a gritar: «¡No! ¡A él, no! ¡A él, no!». Garibaldi,
conmovido por tanto afecto, dejó en libertad al prisionero; el cual, después,
tuvo que habérselas con el terrible Urquiza, que no quiso perdonar a un
«perdonado por Garibaldi». Éste, más tarde, contó a Dumas que, habiendo
sabido que entre los «prisioneros» estaba también Leonardo Millán, el que
lo había hecho azotar en Gualeguaychú, se negó a que lo condujeran a su
presencia, por temor a dejarse llevar por el deseo de venganza.
Un hermoso episodio. Lástima que todos los historiadores —uruguayos,
argentinos y brasileños— nieguen unánimemente la presencia de Millán en
Gualeguaychú en aquel momento.

El 20 de noviembre de aquel año 1845, la flota anglofrancesa dio en la


Punta de Obligado un buen escarmiento a la argentina. Garibaldi, que en
aquel momento se hallaba en Salto con sus naves y hombres, sintióse
defraudado por la batalla y la victoria. Pero en seguida tuvo razones para
consolarse. El terrible Urquiza, con sus siete mil hombres, atacó a los
setecientos garibaldinos, a los que había calificado de «corazones de
gallina», fue rechazado por los cañones que Garibaldi había hecho
desembarcar y se retiró mostrándose menos «terrible» de lo que contaba su
leyenda.
Poco después, a principios de 1846, hubo otro hecho de armas mejor
aún: la batalla de San Antonio. Ausente Urquiza, llegó el general Medina
con otra brigada. Garibaldi, sin saber siquiera de cuántas fuerzas disponía,
decidió salir a su encuentro con doscientos legionarios y los cien jinetes del
coronel Báez. Tras una hora de marcha, llegó a una tapera, una cabaña
semiderruida, donde sintió olor a enemigo. Dispuso a los legionarios al
amparo de las paredes y mantuvo a su alcance a la caballería. Pero los de
Medina eran tan numerosos que, cuando aparecieron, Báez puso los pies en
polvorosa, es decir, las pezuñas de sus caballos, y los legionarios se vieron
rodeados. Garibaldi resistió y la batalla arreció hasta la tarde, bajo el sol, en
medio de la sed y de la sangre. En lo más duro del combate, un perro
escapó de las líneas argentinas y, arrastrando una pata destrozada por una
bala, llegó hasta Garibaldi, que lo adoptó con el nombre de Guerello.
Cuando sobrevino el crepúsculo, los argentinos se concentraron en las
colinas circundantes, en espera de que aquellos desesperados se rindieran; y
los legionarios pasaron lista: de ciento treinta y cuatro, habían muerto
treinta y seis y eran muchos los heridos. Había que retirarse, pero el cerco
enemigo no dejaba un paso. Garibaldi esperó a que cerrara la noche.
Después, colocados los heridos a espaldas de los sanos, inició su retirada al
frente de la columna, caminando de puntillas a través de los dormidos
enemigos.
Cuando llegó la noticia a Montevideo, provocó un estallido de
entusiasmo y retórica. Il Legionario italiano apareció con un artículo de
fondo de Cuneo: «Los ejemplos de los fuertes encienden el ánimo para
acometer grandes hazañas», y con una detallada crónica llena de episodios
«heroicos» y «caballerosos» como el del trompeta de quince años, Rossi,
que, herido por la lanza de un jinete, le cogió la pierna con los dientes,
inmovilizándolo mientras un legionario lo abatía, y después le cerró los ojos
con gesto de piedad. También el Gobierno quiso demostrar su aprecio y los
ascendió a todos: a Garibaldi, de coronel a general, a Anzani (que no había
participado en la batalla porque la fiebre lo tenía inactivo en Salto), de
teniente coronel a coronel, etc. Pero Garibaldi rehusó el ascenso para sí y
para los suyos. Y también éste fue un bello hecho de armas. El almirante
inglés, Lord Howden, que había tenido palabras duras para los saqueos
cometidos por la Legión durante aquella aventura fluvial, escribió algunos
años después: «Garibaldi era el único desinteresado en una muchedumbre
de individuos que obraban sólo por el propio interés».
De regreso a Salto, Garibaldi permaneció allí desocupado durante varios
meses. Después de tantas premuras, el Gobierno parecía haberse olvidado
de él, que en vano solicitaba órdenes… Por desgracia, en Montevideo
tenían otras cosas en que pensar. Rivera había vuelto y con un golpe de
Estado se había adueñado del poder. A finales de abril, Garibaldi escribía al
general Paz: «Hace tiempo que no tenemos víveres, ni medios de
obtenerlos, ni siquiera la posibilidad de procurarnos ganado…». Pero Paz
no respondió: estaba ocupadísimo organizando el nuevo ejército con el que
Rivera quería vengar las derrotas sufridas.
Pasaron aún mayo, junio y julio. Y, por fin, el 20 de agosto llegó la
orden de regresar. Rivera, hombre de carácter, no se había desmentido:
quería una enésima batalla campal y había sufrido una enésima campal
derrota. Los legionarios regresaron a una capital sin Gobierno, sin
confianza y deprimida por la carestía.
Pero Garibaldi no tuvo tiempo de observarlo. Anita lo aguardaba, más
enamorada que nunca y también más celosa: quería a toda costa desquitarse
de aquellos meses de abstinencia (y de hecho, nueve meses después,
puntualmente, nació Ricciotti). Cuneo, por su parte, había hecho acopio de
una enorme cantidad de cartas de Mazzini, que ahora ya no veía más que
por los ojos de Garibaldi y aseguraba estar esperándolo con ansia en Italia,
donde los tiempos ya estaban maduros, estallaría la «chispa», etcétera. Al
leerlas, a Garibaldi empezó a palpitarle el corazón, como no le había
sucedido desde que dejara Italia. Uruguay, Argentina, Rivera, Pacheco,
Urquiza…, ¿qué era todo eso? Escribió directamente a Mazzini. Le dijo que
desde aquel instante estaba dispuesto con toda su Legión. Una nave. Que le
mandara una nave, en seguida. En lo demás, pensaría él: en expulsar a los
austríacos, en realizar el Risorgimento.
Mientras aguardaba la respuesta, una noche llamó alguien a la puerta de
su casa. Garibaldi gritó a Anita, que estaba en otra habitación, que fuera a
ver quién era. Anita contestó que no había velas.
—¡Adelante! —gritó entonces Garibaldi.
Entró un oficial de Pacheco, que necesitaba ciertas aclaraciones.
Garibaldi se las proporcionó. Después, el oficial volvió a su general y le
dijo que en casa del Héroe de San Antonio ni siquiera había velas. Pacheco
puso en una bolsita quinientos patacones y los mandó a Garibaldi.
Llegó una carta de Mazzini. Decía que dos patriotas florentinos, Carlo
Fenzi y Cesare della Ripa, habían decidido iniciar una suscripción nacional
para otorgar una espada de honor a Garibaldi y una medalla de oro a
Anzani. Todos habían respondido: hombres, mujeres, plebeyos, burgueses,
patricios. Hasta había respondido Carlo Alberto, permitiendo que la
suscripción se desarrollara públicamente en todo su reino. Realmente, los
tiempos estaban maduros…
«Una nave… Una nave…», murmuraba Garibaldi.

La nave no llegaba y Garibaldi se consumía de impaciencia. Ni bastó a


calmársela la espada de oro que llegó en la primavera de 1847 y que,
colgada en la pared, desentonaba tremendamente en la miseria de aquella
casa en la que seguía sin saberse qué se iba a comer al día siguiente.
En junio, el Gobierno uruguayo volvió a dar señales de vida por boca
del general Paz, que acudió a ofrecer a Garibaldi el mando supremo de
todas las fuerzas de la defensa. Esta vez fue Anita quien lo animó a aceptar:
era un sueldo seguro y sin peligros, porque ya no había nada que defender:
la situación interior de la Argentina había obligado a Rosas a llamar a sus
ejércitos, y las únicas operaciones de guerra que proseguían por ambas
partes eran simples redadas de ganado. Pero entre los indígenas el
nombramiento provocó una especie de cataclismo: ningún extranjero había
ocupado nunca ese puesto. Y Garibaldi, a quien no ilusionaba mucho el
ocuparlo, y menos aún en tiempo de paz, y que sólo seguía pensando en
Italia, había dimitido ya en agosto.
Precisamente pocos días antes le había llegado un himno compuesto en
su honor por un tal Bertoldi e impreso en Lugano. He aquí algunos versos:

Sepan nuestros pequeños


del Campeón el nombre…
Palpite en todo seno
el Corazón de Garibaldi…

En una carta a Valerio, Garibaldi los calificó de «vigorosos».


Pero una nueva nube había descendido sobre sus relaciones con
Mazzini, quien, enfriados los primeros entusiasmos, vacilaba ahora en
llamarlo y en tono agridulce le recordaba que la idea de hacerle regresar a
Italia era suya y que sólo él estaba en condiciones de decidir cuándo y cómo
sería oportuno hacerlo. Garibaldi respondió con brusquedad que ya lo había
decidido él: volvería en noviembre. Mazzini, con su carácter autoritario,
montó en cólera. «Esperemos que no lo consiga», confió en una carta a un
amigo.
Pero de allí a noviembre sucedieron tantas cosas que ese roce quedó
borrado. Pío IX había concedido la amnistía a los presos políticos y a los
exiliados y pronunciaba discursos liberales. Mazzini (¡Mazzini!) le había
escrito una carta, invitándolo a ponerse al frente del movimiento por la
unidad de Italia. En setiembre, Carlo Alberto, hablando en el Congreso
agrario de Casal Monferrato, exclamó: «Si alguna vez Dios nos concede la
gracia de emprender una guerra de independencia, seré yo, y sólo yo, quien
dé órdenes al ejército. ¡Ah, qué hermoso día aquél en que podamos lanzar el
grito de independencia nacional!».
Estas noticias llegaban a Montevideo deformadas y agigantadas por la
distancia, hasta tal punto que resultaba incomprensible que en Italia
quedaran aún minúsculos Estados con guarniciones austríacas. Cuando
llegaba la nave con el correo de Italia, el muelle se llenaba de italianos que
empezaban a exultar antes de abrir las cartas y echar una ojeada a los
periódicos. La banda estaba siempre dispuesta a entonar el himno O fratelli,
a me d’accanto y a difundirlo por toda la ciudad, seguida por un cortejo
rumoroso y vociferante.
En este clima de entusiasmo, Garibaldi y Anzani se sentaron a la mesa y
redactaron una hermosa carta a monseñor Bedini, nuncio apostólico en Río
de Janeiro, para rogarle que dijera al Papa que ellos y la Legión estaban a
disposición del Sumo Pontífice. «… Si Vuestra Señoría ilustre y respetable
cree que nuestro ofrecimiento puede ser grato al Sumo Pontífice, deposítelo
a los pies del trono de Su Santidad…». ¡Bueno! ¿Qué había de extraño?
¿No había dado el ejemplo el mismísimo Mazzini? La respuesta, en untuoso
y evasivo estilo episcopal, llegó un mes después. Monseñor Baldini, que
tenía que ir a Roma, llevaría personalmente al Padre Santo la oferta
«verdaderamente digna de corazones italianos».
Entretanto, se había iniciado una suscripción con el fin de allegar
fondos para la nave. Stefano Antonini dio inmediatamente mil pesos; al día
siguiente ya había cuatro mil. La banda de música seguía recorriendo
ruidosamente las calles de Montevideo. La noche del 20 de noviembre,
mientras Garibaldi y Anzani jugaban a los bolos en el cuartel de la Legión,
apareció cierto tipo —del que después se supo que era genovés y que se
llamaba Abramo— que, allí mismo, se puso a declamar un poema del que
sólo se entendieron las tres últimas palabras: «Servidumbre, innoble
planta». Todos se conmovieron, se abrazaron, con los ojos brillantes y se
pusieron a cantar el O fratelli, a me d’accanto.
A finales de 1847 estaba claro que se lograría la cantidad necesaria para
el alquiler de la nave. Garibaldi celebró la Navidad con Anita, Menotti,
Teresita y Ricciotti. Después los embarcó a todos con destino a Génova, con
una carta para Antonini, que los acogería en su casa para encaminarlos
después a Niza. Y se entregó otra vez en cuerpo y alma a los preparativos
de la expedición.
El 8 de febrero, con motivo del aniversario de la gloriosa batalla de San
Antonio, la Filodramática celebró una representación que concluyó con los
habituales coros del público que abarrotaba la sala; y lo recaudado fue a
engrosar la suscripción. Hubo después un espectáculo de fuegos artificiales
y la inevitable manifestación con banderas y la banda de música. Se gritaba:
«¡Viva el Papa!», «¡Viva Carlo Alberto!», «¡Viva Mazzini!» y «¡Viva
Gioberti!». De Gioberti nadie sabía nada o casi nada, pero en los periódicos
italianos habían leído que también andaba él de por medio y lo adoptaron.
Por último tuvieron la nave. Era un bergantín sardo y lo mandaba el
capitán Gazzolo. Se llamaba Bifronte. El nombre no gustó a Garibaldi, que
se fijaba mucho en eso de los nombres, y lo rebautizó Speranza. Ahora
había que hacer las cosas en regla y pensar, antes del embarque, en el
desembarco mismo. Garibaldi llamó a Giacomo Medici, un jovencito
llegado a Montevideo dos años antes con una carta de recomendación de
Mazzini, y le ordenó que le precediera para preparar las operaciones.
Anunciaría la llegada de la Legión al Maestro y después dispondría el
acuartelamiento y las armas entre Liorna y Viareggio, donde el Speranza
echaría el ancla. Se trataba de instalar a mil hombres.
Tras la salida de Medici todo parecía estar dispuesto. Pero Gazzolo se
dio cuenta, de pronto, de que con la suma pedida (y ya cobrada) perdía algo
y pidió un suplemento. ¿Dónde encontrarlo, puesto que la suscripción
estaba ya cerrada? Los legionarios lo hallaron vendiendo o malvendiendo
cuanto poseían. Pero, desgraciadamente, aquel retraso sirvió a muchos para
pensarlo y para que sus compañeros se volvieran atrás. ¿Acaso era verdad
que los esperaban en Italia? ¿Y si, en cambio, se encontraban con que
quienes estaban esperándolos eran los esbirros de Carlo Alberto, del gran
duque y de Radetzky? Aquéllos no eran los descamisados de Oribe y
Urquiza, con quienes uno podía ponerse de acuerdo. Aquéllos fusilaban de
veras.
Alguno se esfumó. Otros comenzaron a vacilar y a pedir un plazo para
poner en orden sus cosas. Anzani estaba furioso y Garibaldi deprimido.
Escribía a Anita que no se desesperara, que llegaría pronto y que,
entretanto, se pusiera de acuerdo con mamá Rosa y con Gustavin; pero
estaba amargado y desilusionado. Leía en los periódicos que Carlo Alberto
había otorgado la Constitución y que Leopoldo de Toscana la había
prometido. «Llegaremos los últimos», suspiraba, mientras esperaba que los
suyos se decidieran. Pero los vacilantes se habían retirado y los decididos
habían empezado a vacilar.
Cuando, por fin, el 15 de abril, el Speranza levó anclas y soltó las velas,
los mil se habían reducido a sesenta y tres, incluidos Anzani —agotado ya
por la tuberculosis—, el negro Aguyar y el mulato Costa. También estaba
Guerello, el perro de la batalla de San Antonio, que cojeaba y meneaba la
cola.
En el último momento, Garibaldi pidió un aplazamiento, pero sólo de
unas horas. Se hizo acompañar, en una chalupa, por Lavagna, que tres años
antes había enterrado a la pequeña Rosita, muerta a los dos años y medio
Dios sabe de qué enfermedad. Fueron al cementerio, desenterraron el
pequeño ataúd y lo llevaron a bordo. Fue el último saqueo —pero piadoso
esta vez— en tierra uruguaya.
Y, por fin, el Speranza zarpó.
De nuevo el grito de «¡Garibaldi parte!» llenó todas las terrazas que
daban al puerto de espectadores y espectadoras, como en los palcos de un
teatro. El Héroe de un mundo partía a la conquista del otro mundo.
TERCERA PARTE

EL «DUCE» (1848-1849).
CAPÍTULO VIII

LA CAMPAÑA DE LOMBARDÍA

Pocos días antes de que el Speranza desplegara velas, Giuseppe


Mazzini, atravesando Francia y Suiza, había llegado a Italia desde Londres.
En el Gotardo recogió una violeta y, en un sobre, la envió a sus amigos
ingleses Ashurst. Ya en la frontera, no necesitó exhibir documentos a los
aduaneros, que mil veces habían secuestrado los paquetes de octavillas que
llevaban, con sus proclamas y llamamientos, su imagen. Lo acogieron,
como buenos italianos que eran, como a uno que ahora podía llegar a ser un
«personaje importante» —¡quién podía adivinarlo!— y ni siquiera le
miraron las maletas ni lo registraron. Y fue una suerte, porque en el bolsillo
derecho de la casaca el exiliado traía escondida una corta carabina que le
había regalado la señora Ashurst. Una carabina que nunca llegó a disparar.
En su ánimo inquieto mezclábanse esperanzas y temores. La patria en la
que iba a entrar ya no era la que había dejado en el momento de salir para
su largo destierro. La Joven Italia había hecho prosélitos y mantenido vivo
el movimiento para la unidad y la independencia. Pero él había perdido el
monopolio de ese movimiento. Contra su «credo» simple y radical de la
insurrección del pueblo contra los tiranuelos que mantenían dividido y
esclavizado el país, se habían afirmado otras corrientes de ideas, otros
programas y otros métodos, con los que muchos de aquellos tiranuelos se
solidarizaban ahora, o fingían solidarizarse.
Fue esto lo que puso en trance de crisis la idea mazziniana de que Italia
sólo podía edificarse mediante una sublevación en masa del pueblo, el cual,
expulsados todos sus amos —incluso el Papa—, fundaría una república
unitaria y democrática. Efectivamente, cuando Mazzini comenzó su
predicación, no podía pensarse en otro método, porque no había un solo
Estado, en toda Italia, en el que un patriota pudiera confiar. En Piamonte,
Carlo Alberto era un obtuso reaccionario, que se consideraba más francés
que italiano. La Lombardía y el Véneto constituían una provincia muy bien
administrada, pero austríaca. El ducado de Parma, Plasencia y Guastalla era
una especie de hacienda privada asignada con carácter vitalicio a la viuda
de Napoleón, María Luisa, que la gobernaba en nombre de su familia
Habsburgo. Austríaco era también el duque Francisco IV de Módena,
Reggio y Mirandola, que más tarde absorbería también el principado de
Massa y de Carrara. En los Estados de la Iglesia, el Papa Gregorio XVI
estaba, en cuanto a espíritu, ciegamente conservador, y en cuanto a
sentimientos antinacionales, a la vanguardia de la retaguardia, es decir,
hacía la competencia a los Borbones de Nápoles que en el reino de las Dos
Sicilias —es decir, de Gaeta hacia el Sur— habían restaurado incluso la
Edad Media. Quedaba la Toscana, con sus grandes duques tolerantes que,
además de administrar cuidadosamente, consentían a sus súbditos mantener
viva, al menos en el terreno cultural, una tradición italiana. Pero también
eran austríacos: no había que esperar que se pusieran al frente de una
cruzada por la unidad y la independencia contra su patria de origen. Así,
pues, no quedaba más que la conspiración, las sociedades secretas, las
bombas y las barricadas. Es decir, el programa y el método de Mazzini.
Pero con el advenimiento de Carlo Alberto en Piamonte y de Pío IX en
Roma, las cosas habían cambiado mucho y las palabras «libertad» y
«nación» ya no estaban prohibidas. D’Azeglio decía que ahora podía
conspirarse a plena luz del día. Y todos saben que cuando una conspiración
sale de la clandestinidad pierde fatalmente sus caracteres radicales y
subversivos. Los «moderados» a lo Balbo, que pensaba en una solución
diplomática y pacífica de la unidad, y a lo Gioberti, que propugnaba una
federación de Estados italianos bajo la dirección del Papa, tomaban el
puesto de los «revolucionarios» a lo Mazzini que, por lo demás, se habían
suicidado en cierta manera lanzándose a empresas desesperadas que habían
costado mucha sangre, sin llegar a conclusión alguna. Mazzini tenía
siempre al «pueblo» en la boca, pero lo conocía poco. No sabía que ese
pueblo estaba, en Italia, muy atrasado, que era demasiado ignorante y
mísero para cultivar los ideales de libertad y de patria que él le atribuía y
que, en cambio, eran monopolio de una pequeña élite culta. Durante toda su
vida se hizo la ilusión de que las masas estallarían en un incendio a la
menor «chispa». Esto es lo que había dicho a Garibaldi en Marsella; y eso
lo había llevado al fracaso de la expedición abortada en Saboya. Pero de
nada le sirvió la lección. Siguió enviando a la muerte a centenares de
jóvenes, la flor y nata de la nación, para encender esa chispa que no
provocaba el tan suspirado incendio. Y todos esos fracasos lo
desacreditaron, en provecho de los «moderados», que ahora triunfaban.
De pronto, los acontecimientos se precipitaron. La revuelta estalló
inesperadamente en Sicilia, que había proclamado su independencia de los
Borbones. Para prevenir otra rebelión en Nápoles, Fernando II promulgó
una Constitución que garantizaba las libertades fundamentales. Toscana se
apresuró a seguir su ejemplo. Carlo Alberto y Pío IX, que habían dado vía
libre al movimiento reformista y liberal, se vieron casi desbordados y
hubieron de acceder a nuevas concesiones. Precisamente en aquel momento
(febrero de 1848) estallaba la revolución en Francia, barriendo la monarquía
de Luis Felipe e instaurando la República. Otra estalló en Viena, poniendo
en fuga a Metternich, haciendo pedazos todo su sistema e inmovilizando al
Ejército.
Parecía llegada la gran ocasión de rehacer el mapa político de Italia,
agrupando todos los Estados en que se hallaba dividida mediante una gran
cruzada contra Austria. En cinco jornadas de lucha, Milán se liberó de las
guarniciones del mariscal Radetzky; Venecia hizo lo mismo, instaurando
una República independiente presidida por Daniele Manin. Carlo Alberto, a
fin de que algún otro no se le adelantara, se puso al frente de aquel
movimiento de independencia de dimensiones nacionales. Desde toda Italia
afluían voluntarios al Piamonte. Y él los condujo, junto con su ejército, más
allá del Tesino, declarando en marzo la guerra a Austria e invadiendo
Lombardía.
Ésta era la situación del país en el momento en que regresaba a él
Mazzini. Por fin había estallado el incendio, pero no por una chispa
encendida por él, ni estallaba en la dirección que él quería. Mazzini no creía
ni en Carlo Alberto ni en el Papa, en lo que demostró más claridad de visión
que Gioberti, que Balbo, que D’Azeglio y que todos sus compañeros
«moderados», a los que despreciaba profundamente. Estaba convencido de
que el federalismo al que todos ellos tendían condenaría a Italia «a una
perpetua impotencia», pero comprendía que la situación no le permitía
aprestarse contra ellos. «Gritad “¡Viva Pío noveno!” más alto que los demás
—aconsejaba a los suyos—, y estad dispuestos a encarnar el descontento».
Dio ejemplo personalmente, escribiendo una carta al Papa y proclamándose
dispuesto a servir a Carlo Alberto, con tal de que se hiciera Italia. Pero le
irritaba profundamente tener que recurrir a ciertos maquiavelismos que
siempre había reprochado en los moderados y que en sus labios
desentonaban, en efecto, muy mal. Este visionario un tanto présbita, que
entendía poco a la Italia de su tiempo, adivinaba en cambio con claridad la
que estaba a punto de nacer entre todos aquellos equívocos surgidos en
torno a un rey reaccionario que fingía progresismo y un Papa que se las
daba de patriota, en medio de un clamor discorde de himnos saboyanos y de
avemarías.
A sus ojos, lo único bueno y serio, lo único sinceramente
revolucionario, había sido Milán con sus cinco días de barricadas
levantadas por el pueblo sencillo en un arranque sincero de patriotismo y de
libertad.
Y a Milán, de hecho, se encaminó inmediatamente.

Entre Viareggio y Liorna, Giacomo Medici escrutaba el horizonte


esperando ver despuntar en él las velas del Speranza. Con la mayor cautela,
se había puesto en contacto con las personas que le indicara Garibaldi —
Fenzi, Guerrazzi, Belluomini—, aunque los preparativos para el
desembarco hubiera tenido que hacerlos un poco al descubierto. No tenía
miedo a ser visto y detenido por los esbirros del gran duque, que ya no
atemorizaban a nadie y menos aún en aquel momento. Pero temía por
Garibaldi, que no le dejaran poner pie en tierra o lo cercaran.
Aunque no tenía todavía treinta años, Giacomo poseía ya una buena
experiencia de esas cosas. Su padre, mercader inquieto, se lo había llevado,
cuando aún era un niño, en sus vagabundeos; después, lo dejó abandonado
en Lisboa, en manos de un tal Tibaldi. Apenas adolescente, Giacomo se
enroló en los Cazadores de Oporto, una especie de Legión Extranjera, e
hizo la campaña de Cataluña y Valencia contra los carlistas. Fue modelo de
valor y disciplina. Procesado por insubordinación, resultó absuelto.
Concluida aquella aventura, emigró a Londres para poner un comercio en
aquella ciudad. Allí conoció a Mazzini, que le dio una carta de
recomendación para Garibaldi, en Montevideo. Aquella autorizada
recomendación y su carácter resuelto le conferían un alto prestigio a los
ojos del nizardo. En toda la Legión sólo había dos hombres que tutearan a
Garibaldi: Anzani y él, Giacomo Medici.
Ahora, los acontecimientos urgían. Las guarniciones austríacas,
demasiado escasas de hombres para enfrentarse al mismo tiempo con las
revueltas de Milán, Bérgamo, Como, Brescia y Venecia y con el Ejército
piamontés que apremiaba, se habían retirado al Cuadrilátero en espera de
refuerzos. Y el Speranza no aparecía. Y no aparecía porque, en vez de
dirigirse a la zona de Viareggio-Liorna, según lo convenido, había puesto
proa a Niza.
Así lo decidió Garibaldi, una vez pasado el estrecho de Gibraltar. El
viaje, que duraba ya sesenta días, había sido bueno. Único incidente, un
conato de incendio a causa de una linterna que cayó sobre un barril de
aguardiente. Hubo un comienzo de pánico por parte de los legionarios
menos acostumbrados al mar, pero Garibaldi lo dominó con sangre fría.
Después, se reanudó la navegación sobre un mar que parecía una balsa de
aceite. Durante el día, los hombres hacían gimnasia sobre el puente para
estar entrenados, o seguían las lecciones de táctica y estrategia que
explicaba Anzani, tendido en un jergón y devorado por la fiebre de la
tuberculosis que poco a poco le comía lo que le quedaba de los pulmones.
Por la noche, cantaban todos a coro un himno compuesto por uno de los
sesenta y tres, Coccelli.
Al entrar en el Mediterráneo, se cruzaron con una nave que enarbolaba
una bandera nunca vista: blanca, roja y verde.
—¡Es la bandera italiana! —gritó el capitán Pecorini.
Garibaldi ordenó acercarse a la nave y preguntó quiénes eran y qué
sucedía. En respuesta, le llegaron frases entrecortadas del contramaestre:
«Milán en armas… Toda Lombardía combate… Carlo Alberto… pasado
la frontera…».
La fiebre del entusiasmo y de la impaciencia se adueñó de los
legionarios. Anzani quiso que lo subieran a cubierta. La bandera negra con
el Vesubio fue arriada y en su lugar subió al mástil una tricolor improvisada
con una sábana blanca, el paño verde de una casaca y uno de aquellos
famosos pañuelos rojos con una poesía bordada en blanco, que las mujeres
de Montevideo habían distribuido entre los suyos. Sobre la cubierta, los
legionarios improvisaron un enloquecido corro en el que tomaron parte
también el negro Aguyar y el perro Guerello. Y Garibaldi, completamente
olvidado de Medici, enderezó la ruta hacia la costa ligur, murmurando
angustiado:
—¡Llegamos los últimos! ¡Llegamos los últimos!
Y ya podía Giacomo esperarlo en el lugar convenido.

El primer discurso italiano Garibaldi lo pronunció en francés. Dijo:


—Quienes me conocen saben si he sido favorable alguna vez a la causa
de los reyes. Pero eso era solamente porque los príncipes eran nocivos para
Italia. Ahora, en cambio, soy realista y vengo a presentarme al rey de
Cerdeña, que se ha constituido en regenerador de nuestra península, y estoy
dispuesto a derramar toda mi sangre por él. Estoy seguro de que los demás
italianos piensan como yo… ¡Viva Italia! ¡Viva el rey! ¡Viva Niza!
La alocución fue pronunciada en el «Gran Hotel York», al término de un
banquete ofrecido por los nizardos al ilustre conciudadano. Además de los
sesenta y tres legionarios, había doscientos invitados en la gran sala ornada
con banderas y flores. Abrazos e interminables salvas de aplausos.
Había llegado cuatro días antes, a las once de la mañana. La primera en
salir a su encuentro fue Anita, a bordo de una lancha. Mamá Rosa
aguardaba en el muelle (¡cuánto había envejecido la pobre mujer!), teniendo
de la mano a Menotti y Ricciotti. En los últimos tiempos había perdido toda
esperanza de ver de nuevo a su Peppino. Y ahora, he aquí que aparecía en la
popa, con los brazos cruzados, como un monumento, seguido de un ejército
personal, esperado por todos los ciudadanos en fiesta. ¡Qué carrera!
En aquel momento, Peppino, tras haber buscado en los bolsillos, sin
encontrar nada, pedía al «práctico» el favor de pilotarlo hasta el puerto sin
cobrar nada, porque no tenía con qué pagarle.
En aquellos catorce años, Niza apenas había cambiado. Las linternas
cívicas eran más de sesenta y tres; también habían aumentado las naves en
la rada y ahora existía un ómnibus que por cuarenta céntimos conducía, por
una parte hasta el Var y por la otra hasta Génova. Pero las costumbres eran
las mismas. En la vieille ville había el mismo polvo, y las lavanderas, como
de costumbre, tendían la ropa sobre el lecho seco del Paillon; y la sociedad
elegante seguía reuniéndose en el Círculo Filarmónico, dirigido aún por el
abate Montolivo, que aún vestía de la misma manera: redingote abierto,
«pantorrillas» con medias negras, y tricornio. Realmente nuevo, no había
más que un malestar difuso suscitado por la supresión de los «derechos
diferenciales» después del nuevo estatuto, que había provocado el
encarecimiento de los precios de la pasta, de las patatas, de las aceitunas y
de la sal.
Pero nada de eso se advertía en el clima festivo que la llegada de
Garibaldi había creado y que lo acompañó en toda la primera parte de su
tournée. Tenía todo lo necesario para ser feliz: mamá Rosa, Anita, los niños,
la Legión y, sobre todo, una tribuna desde la que arengar a la muchedumbre
con la seguridad de ser aplaudido. Porque a Garibaldi no le gustaban menos
los discursos que las batallas.
Dos días después zarpó para pronunciar uno en Génova. Le seguían
todos sus legionarios, de pronto doblados en número por el enrolamiento de
setenta y siete nizardos. Toda la tripulación se hallaba en el muelle para
aclamarlo. La Legión desfiló entre flores y aplausos, precedida por dos
banderas: la negra de Montevideo y la tricolor con el escudo de Saboya en
medio. La primera visita fue a Anzani, moribundo en la pequeña habitación
del pintor Gallino, que lo hospedaba.
Fue una triste despedida, más triste aún para Garibaldi a causa de ciertas
miradas reprobatorias del querido amigo, de ciertas palabras afligidas, de la
insistente recomendación de «no traicionar la causa del pueblo».
Por el momento, Garibaldi no tuvo tiempo de reflexionar en todo ello,
porque tenía que acudir al recibimiento preparado por los municipios de la
ciudad y presidir después una reunión del Círculo Nacional, donde
pronunció un enésimo discurso acerca del deber que todos tenían de
estrecharse en torno a Carlo Alberto, a quien él mismo iba a visitar para
ofrendarle su espada. Pero, después, todos aquellos discursos se le
revolvieron dentro del cuerpo, sobre todo cuando supo que su visita a
Anzani había sido precedida por la de Medici, que había ido a contar al
enfermo lo que Garibaldi dijera en Niza y en Génova. Lo consideraban
sospechoso. Echábanle en cara el haberse convertido en «realista» por
oportunismo, para obtener de Carlo Alberto quién sabe qué
reconocimientos o favores. Tales eran las murmuraciones que Medici había
vertido en el oído del pobre moribundo. Murmuraciones absurdas, como lo
demostraba la aprobación dada por Mazzini a Garibaldi en un artículo
aparecido en Italia del Popolo del 28 de junio. Pero quizás Anzani no lo
había leído e iba a llevarse a la tumba la duda acerca de la lealtad y la
consecuencia de Garibaldi.
Anzani murió el 5 de julio, a las seis y media de la tarde, asistido por su
hermano Battista, el pintor Gallino, el escultor Cervasco (que sacó su
mascarilla con la intención de modelar sus facciones en mármol, y como la
barba molestaba se la afeitó) y Medici. Quiso que acudiera un sacerdote
para que —dijo— «no se acuse de herejía a los hombres que volvían con
Garibaldi», y añadió: «Garibaldi es un predestinado; el futuro de Italia está
en sus manos».
Murió sereno, con su rostro huraño de siempre, aquel rostro en el que
pocos habían visto una sonrisa. Sólo tenía cuarenta años. Alguien dijo
después que, de haber vivido, el verdadero Garibaldi hubiera sido él. Pero
eso es una tontería, porque en un país como Italia el verdadero Garibaldi no
podía ser más que Garibaldi.
A su vez, éste seguía preguntándose si no habría hecho mejor en
compartir las desconfianzas de Anzani y Medici hacia Carlo Alberto.
El día anterior, el rey le había recibido en Roverbella, donde había
instalado su cuartel general. En sus Memorias, Garibaldi dedicó al
encuentro estas escuetas y reticentes palabras: «Lo vi, observé desconfianza
en su acogida y deploré en los titubeos e incertidumbres de aquel hombre el
destino inseguro de nuestra pobre patria».
Cada uno es libre de imaginar lo que quiera, menos el «caluroso
abrazo» de que se fantaseó, al dejarse transportar por las sugestiones
dramáticas de una escena en la que el proscrito estaba frente al rey que le
había condenado a muerte. Sin embargo, al menos uno de los dos
protagonistas no estaba a la altura de su «papel».
Como es sabido, Carlo Alberto ha pasado a la historia como «un
enigma», y, en cierto sentido, lo era, aunque sin las complejidades que le
han sido atribuidas. El enigma consistía sólo en una perpetua indecisión, en
una incurable inconstancia. «Su mirada contradecía a su palabra —escribe
su biógrafo mejor informado, Costa de Beauregard—, su palabra desmentía
su sonrisa, su sonrisa enmascaraba su pensamiento. Ante cualquier
decisión, veía los inconvenientes, tenía miedo del éxito y el escrúpulo de la
responsabilidad le atormentaba; en resumen, tenía, mezcladas, un alma de
héroe y un alma de mujer».
Por un sentido monástico y formalista del deber, su jornada era
laboriosa. Se levantaba a las cuatro de la mañana, trabajaba hasta las diez y
desayunaba; después pasaba —¡cada día!— revista a las tropas, concedía
audiencias hasta la hora del almuerzo, comía igual que un cartujo, sin
grasas, reanudaba el trabajo y a las nueve de la noche, después de ordenar a
sus ministros que resumiesen durante la noche todos los informes que le
hubiesen llovido sobre la mesa, ya estaba acostado. Uno de estos ministros,
Gallina, con las prisas de resumir a la luz de una vela, perdió un ojo.
Quería saberlo todo y verlo todo, y se perdía en los detalles. Estaba
convencido de que llevaba dentro de sí una «vocación hacia altos destinos»,
pero cuando los altos destinos se perfilaban y exigían alguna decisión,
dudaba paralizado por el miedo. Creía en un Dios más terrible y vengador
que indulgente y misericordioso, y practicaba su fe del modo más mojigato.
Una vez que el arzobispo de Turín le insultó, él le invitó a comer. Había
promulgado el Estatuto, pero continuaba teniendo a su alrededor, como
amigos y consejeros, a los enemigos de todo progreso. Y ahora se disponía
a luchar contra Austria, porque creía tener como aliado al Papa, es decir, a
Dios, para el que disponía de mayor presupuesto que para el propio
Ejército. Cuando el Papa abandonó la causa, se sintió perdido y quizá, si
hubiese podido, se habría vuelto atrás. Pero ya era tarde. Ahora era
necesario actuar.
Del coloquio entre Carlo Alberto y Garibaldi, se sabe con certeza una
sola cosa, referida por Guerzoni: que Carlo Alberto, para evitar cualquier
compromiso, aconsejó a Garibaldi que fuese a Turín para estudiar con el
ministro de la Guerra, Franzini, el «encuadramiento» de la Legión en las
fuerzas armadas piamontesas. Para el rey saboyano, la patria era algo
grande y hermoso, admitiendo que pensase en la patria en aquel momento.
Pero, antes de nada, el Reglamento.
Cuando hubo despedido a «aquel fulano venido de Montevideo», como
lo llamaban sus oficiales, Carlo Alberto escribió una carta confidencial a
Franzini para manifestarle «las impresiones claramente contrarias» que las
propuestas de Garibaldi habían suscitado en él. Y añadió: «… Puesto que
no hay modo de emplearlo en la Marina como jefe corsario, y los
antecedentes del 1834 y su famosa declaración republicana prohíben que
ascienda a general del Ejército, se deben procurar a Garibaldi los medios
necesarios para que se dirija a otro lugar».
En aquel momento, Garibaldi estaba en cama. Su fibra de hierro había
resistido victoriosamente al clima y los miasmas de Sudamérica. Pero, allí,
en Roverbella, había contraído la malaria, que debería acosarle durante el
resto de sus días.
Sin embargo, fue también a Turín, aunque pasando antes por Milán, con
el fin de conseguir apoyo del Gobierno provisional lombardo para el
Ministerio de la Guerra piamontés. Lo obtuvo, aunque en Turín no encontró
a Franzini, que se había alejado a tiempo. Fue recibido, después de esperar
algún tiempo en la antecámara, por el ministro del Interior, Ricci, el cual,
después de haberle obligado a eliminar las dificultades burocráticas que se
interponían al «encuadramiento», por falta de un «papel» que lo autorizase,
concluyó:
—Yo le aconsejaría que se marchase a Venecia. Allí tomaría el mando
de algunas pequeñas embarcaciones y, como corsario, usted podría ser muy
útil a los venecianos. Yo creo que ése sería su mejor puesto.
¡Corsario! Todavía corsario. Siempre corsario, incluso en Italia.
No fue a Venecia. Se quedó vagabundeando por Turín, rumiando si no
convendría más desplegar velas hacia Sicilia. Un día paseando por los
soportales, encontró a Medici. Se miraron, al principio de reojo.
—Bueno —dijo Medici con una sonrisa burlona—, ¿no vienes de
Roverbella? ¿No has ofrecido tu espada a Carlo Alberto?
—Esta clase de gente —respondió Garibaldi, moviendo la cabeza— no
es digna de que corazones como los nuestros se le sometan. —Y, en
seguida, añadió—: Pero nada importan los hombres, mi querido Medici.
¡Siempre la patria, nada más que la patria!
Se miraron de nuevo y se arrojaron el uno a los brazos del otro. Se había
hecho la paz. Decidieron ir a Milán.
Llegaron a esta ciudad el mismo día, 14 de julio, en que se detenía en
ella el féretro de Anzani, que era conducido a Alzate. Mazzini, en Italia del
Popolo, le dirigió el postrer saludo con un artículo que terminaba con estas
palabras: «… Anzani buscaba una Italia, una Italia unida, poderosa,
hermanada bajo un único pacto; buscaba un pueblo que sólo adorara la
verdad y el valor y lo encarnara en hechos. Era unitario y republicano…».
Y no era sólo la necrología de Anzani, sino de todo el 1848.

En Milán, Garibaldi, nombrado general, pronunció un discurso desde el


balcón del palacio Marino, que concluyó con estas palabras: «¡Viva Milán!
¡Viva la independencia italiana y… buenas noches!», para que todos
comprendieran bien que no daba vivas al Piamonte ni a Carlo Alberto. Y se
encontró con Mazzini.
Tampoco hubo testimonios de este segundo encuentro, que tenía lugar al
cabo de catorce años del primero. Y probablemente no tuvo mejores
resultados. Sólo que ahora las posiciones habían cambiado bastante, incluso
se habían invertido. Bien o mal, Garibaldi era general, la gente lo reconocía
por la calle, hasta a causa de aquel cómico uniforme, y lo llevaba en triunfo.
En cambio, Mazzini no era nada. Pocos lo conocían. Y de esos pocos, la
mayoría le tenía cierta rabia y lo acusaban de fomentar divisiones
partidistas. Y el caso fue que el semidesconocido apóstol pidió al
popularísimo Héroe que lo enrolara en la Legión como abanderado.
Aunque habían pasado pocos meses, la Milán de 1848 no era ya la
ciudad entusiasta y vibrante de las Cinco Jornadas. Los camisas rojas
garibaldinos eran jubilosamente saludados en las calles y plazas, pero
embarazaban al Gobierno provisional, compuesto, en su mayoría, por
«moderados» preocupadísimos por el incierto «mañana», y ponían muy
nervioso a Carlo Sobrero, general piamontés y ministro de la Guerra, que
sólo veía en aquellos hombres una fuente de disturbios públicos y un
obstáculo para las operaciones militares.
Dichas operaciones entraban entonces en su fase final. Hasta aquel
momento, el Ejército piamontés había logrado fáciles y rápidos éxitos
contra un enemigo que sólo intentaba ganar tiempo en espera de refuerzos.
Carlo Alberto se los envió en abundancia. En Pastrengo hubiera podido
infligir a los austríacos una derrota tal vez definitiva. Pero no se decidió a
atacar hasta las once, para dar tiempo a que sus soldados oyeran misa: a las
cuatro, miró el reloj y dio la señal de retirada, diciendo: Pour aujourd’hui il
y en a assez. («Por hoy, basta»).
Frente a este rey beaturrón y vacilante luchaba un viejo y auténtico lobo
de la guerra: el mariscal Radetzky, el mejor soldado del Imperio de los
Habsburgo. En la leyenda del Risorgimento aparece representado como «el
ahorcador», un sargentón grosero y brutal. Nada más falso. Además de
estratega y jefe de primera calidad, era un gran señor que procuraba hacer
de la manera más limpia el sucio oficio que le habían encargado. Tenía
gustos refinados y, para satisfacerlos, vivía lleno de deudas. Al final, de sus
deudas se encargó un banquero austríaco que lo admiraba tanto que le
propuso cancelárselas todas si el mariscal, a su muerte, le dejaba su cadáver.
El mariscal aceptó, y creo que fue el único hombre de este mundo que haya
vendido su esqueleto antes de morir. El banquero lo enterró en una especie
de hipogeo, cerca de Viena, que todavía puede visitarse.
A la sazón, Radetzky tenía ochenta años cumplidos, pero conservaba
intactas sus facultades físicas e intelectuales. Era aún un impenitente
mujeriego. Su mujer, la condesa Grafenberg, le había dado ocho hijos. Le
quedaba sólo uno, Teodoro, deshonor del Ejército imperial, que pocos
meses antes fue abofeteado, llevando el uniforme, por un sacerdote en
Milán. El mariscal hizo llamar al sacerdote y le dijo: Grazzie…
(Gracias…). Y para procurarse una progenie un poco mejor, tomó como
amante a una indígena, Giuditta Meregalli, planchadora, que le había dado
otros cuatro hijos, dos varones y dos hembras, y, además, sabía prepararle a
la perfección los gnocchi, plato que le gustaba mucho.
El 23 de este mismo mes de julio, salido del cuadrilátero de las
fortalezas de Peschiera, Verona, Mantua y Legnano, Radetzky rompió en
Custozza las líneas piamontesas y avanzó contra Lombardía.
A la noticia de aquel desastre, que tal vez no le disgustó del todo,
Garibaldi pidió que le permitieran partir con sus pocos hombres para hacer
frente a aquella amenaza.
Por consejo de Sobrero, que iba diciendo de él: «No es un general, es un
matón», le autorizaron a reclutar y organizar un Ejército un poco
consistente, que, ahora estaba claro, no tendría tiempo de entrar en acción.
El boicot era evidente. Y más evidente fue cuando, habiendo reclamado
Garibaldi, al menos, los uniformes para vestir a sus soldados, le contestaron
que adoptara los de tela blanca abandonados en los almacenes de los
austríacos durante las Cinco Jornadas. Garibaldi se negó, indignado.
Pero, al final, porque los acontecimientos se precipitaban, se resignó.
«Fue algo para reventar de risa —escribió Medici—. Teníamos el aspecto
de un ejército de cocineros». Pero sólo una parte de los legionarios, que
ahora llegaban al millar, recibió el uniforme. La mayoría permanecieron
como estaban: los unos, enfundados en el Ritter; los otros, con chaqueta de
terciopelo; unos, con gorra de visera; otros, con gorro con plumas, a la
manera calabresa; éste iba armado de un fusil a presión; aquél, con un
«Silder» austríaco; el otro, con una carabina suiza; el de más allá, con un
chopo de caza, o con una especie de arcabuz o con un simple palo. En esta
variopinta barahúnda, los más regulares y marciales eran los setenta y tres
de Montevideo que, al menos, con sus sombreros y sus camisas rojas, y la
cartuchera a la banderola, se parecían entre sí, lo mismo que el negro
Aguyar, que los precedía con su lanza y su escudo de guerrero de la selva.
Pero nada de eso se notaba en medio del caos general. Las noticias del
frente eran inciertas y contradictorias. Cada vez que una carroza se detenía
a la puerta del palacio Marino y descendía de ella un oficial o alguien que
pareciera venir de fuera, la muchedumbre reunida en la plaza empezaba a
alborotar para saber qué sucedía y alguien del Gobierno tema que asomarse
al balcón. Un día, el conde Giulini, cansado de tal gimnasia, gritó
despechado a los de abajo:
—¡De esta manera es imposible gobernar!
A lo que le contestó una voz:
—¡Pues gobierna, idiota!
Pero más que la derrota del Piamonte, el mal irremediable era la ruptura
total del frente interior. Las Cinco Jornadas habían sido obra del pueblo
llano; y, de hecho, entre los trescientos muertos amontonados entonces, sólo
había tres personas ricas y algunos intelectuales (tres ingenieros, tres
estudiantes, un sacerdote, un apuntador de teatro). Los demás eran todos
obreros, artesanos, pequeños comerciantes, y su revuelta tuvo un carácter
tal vez más social que patriótico. En las plazas de las aldeas y en los
senderos de los campos se encontraban grupos de campesinos que, llamados
por el decreto de leva en masa, tenían el aspecto de poblaciones insurrectas.
Cantaban: «¡Que los alemanes no vuelvan más ni a Marian ni a Cantú, y
revienten los señores!». Y proferían gritos hostiles contra las carrozas de
nobles y burgueses que se cruzaban en el camino. El periódico L’Operaio
escribía: «Hay dos pueblos: uno es la masa de ciudadanos buenos, sencillos,
justos, amigos de la democracia… El otro es una mescolanza de
ambiciosos, intrigantes, vendidos al poder…». La línea divisoria era trazada
de manera un tanto sumaria, con todo el azúcar de una parte y todo el
veneno de la otra, como en la manzana de Blancanieves. Pero atestiguaba la
desunión y el fracaso del «gran abrazo» soñado por Garibaldi y Mazzini: el
primero, con fe en él; el segundo, no.
El contraste desembocó en la polémica por la «fusión». Los moderados,
los sacerdotes, los monárquicos, en resumen, todos los que se habían
adueñado de la revolución, eran, en general, «fusionistas», es decir,
partidarios de la fusión del Piamonte y Lombardía bajo la corona de Carlo
Alberto. Los demócratas, los radicales, todos los de «izquierda», estaban al
lado de la República, por la guerra del pueblo, por la vuelta a las barricadas.
Garibaldi, que carecía de sentido político, no comprendía que aquella
pelea era más importante de lo que parecía y contenía in nuce todo el
equívoco del Risorgimento, y se revelaba contra una sola cosa: que no le
dejaban combatir. El día 27, pasando por encima del Gobierno provisional,
lanzó una proclama a los jóvenes de toda Italia para que acudieran a
ayudarle. En la noche del 27 al 28 hubo una tumultuosa reunión en el
palacio Marino, para la constitución de un Comité de pública defensa.
Habló Garibaldi, arremetiendo contra Sobrero y todos los generales
piamonteses. El Comité, compuesto por Fanti, Restelli y Maestri, le dio el
encargo de dirigirse a Bérgamo, a fin de organizar la defensa. Sabían
perfectamente que tal defensa era imposible. Pero no querían que Radetzky,
que avanzaba ya sobre la ciudad, los encontrara con Garibaldi.
Garibaldi salió al día siguiente en tren para Treviglio, con mil
quinientos hombres, y de allí siguió a pie hacia Bérgamo, adonde llegó al
caer del día 31 de julio. No encontró mucho entusiasmo, pero consiguió
suscitarlo, recorriendo incansablemente la ciudad sobre su caballo blanco
enjaezado a la americana, seguido del pintoresco negro Aguyar. Así, al
menos, lo contó Carlo Cattaneo, que le siguió de cerca por orden del
Gobierno provisional, aún temeroso de sus iniciativas y genialidades. Para
prevenirlas, había enviado también un batallón de soldados piamonteses,
con los que llegaron pronto a las manos los legionarios garibaldinos.
También Mazzini se trasladó a Bérgamo. Pronunció un discurso en la
plaza de la Legna y distribuyó anillos de hierro en los que aparecía grabada
una calavera. Sacó después la carabina que le había regalado la señora
Ashurst y, con mucha humildad, acudió a formar entre los seguidores de
Garibaldi. Al verlo tan pálido y frágil entre aquella chusma de
irresponsables, Medici le invitó a salir de las filas. Pero el maestro
permaneció en posición de firmes. Entonces, se le acercó Emilio Visconti
Venosta y colocó una bandera tricolor en el cañón de su carabina.
En aquel momento le llegó a Garibaldi la orden de regresar a Milán. Los
extremistas se habían impuesto y la ciudad se decidía a resistir por propia
cuenta, sin pararse a pensar en el Piamonte ni en Carlo Alberto. ¿Había
llegado, pues, el gran momento de medir las armas con Radetzky? Antes de
salir de Bérgamo, Garibaldi publicó una proclama que era toda una
antología de recuerdos históricos amontonados en su cabeza, en la que
producían bastante confusión: de los imperiales («cuando Roma tenía a los
bárbaros a sus puertas…») a los medievales («… dejaban el arado y juraban
en Pontida que no vivirían como siervos…»). El mal de Garibaldi no
consistía en su ignorancia de la Historia. Estribaba en que sabía un poco.
La noche del 4 de agosto pernoctó en Merate. Hacia Milán, se veían los
relámpagos del cañoneo austríaco: había que darse prisa. Pero al amanecer,
cuando el «trompeta» tocaba diana, apareció al extremo de la carretera una
patrulla austríaca a caballo. Eso bastó para que los cuatrocientos
piamonteses se volatilizaran al instante, imitados en seguida por buena parte
de los legionarios. Las noticias seguían siendo contradictorias: según unos,
Carlo Alberto había pedido el armisticio. Según otros, había decidido
encerrarse en Milán y morir con «sus milaneses». Garibaldi quería creer en
la segunda versión, pero los legionarios dieron crédito a la primera y las
deserciones en dirección a Suiza se multiplicaron. El mismo Mazzini,
alférez de la columna Medici, en un determinado momento enfundó la
carabina y tomó el camino de Lugano.
Garibaldi lanzó una enésima proclama, invitando a los jóvenes a unirse
bajo su bandera para «expulsar al odiado enemigo». Pero no llegaron
reclutas. Entonces decidió marchar sobre Como, en vez de ir hacia Milán, y
se atrincheró en la Camerlata, desde donde escribió a los generales Griffini,
D’Apice y Durando, exhortándoles a proseguir la guerra. Pero no tuvo
respuesta, porque también ellos se hallaban camino de Suiza.
Eso era: escapaban todos. El mismo Carlo Alberto, tras haber pedido el
armisticio, abandonaba la ciudad, de noche, como un malhechor,
acompañado por un capellán y un fraile capuchino. Radetzky no se oponía a
tales fugas: al contrario, había ordenado proclamar que quien quisiera
marcharse podía hacerlo libremente hasta las ocho de la tarde del día 6. Así
no tendría ocasión de ejercer represalias. El podestá Paolo Bassi le enviaba
en secreto más y más mensajes para asegurarle que la ciudad estaba
tranquila y exhortándole a que apresurase su llegada. Y el arzobispo
Bartolomeo Carlo Romilli invitaba al clero a prestar «fidelidad y obediencia
al legítimo soberano», es decir, a Francisco José de Austria.
Garibaldi estaba solo. Pero el día 9 llegó de Suiza una proclama de
Mazzini a los italianos: «La guerra regia ha concluido. Comienza la guerra
del país».
Y Garibaldi la comenzó.
La comenzó como «guerra de bandas», que era la única que sabía hacer,
y lo anunció sin rodeos en un discurso público en San Fermo, en el que se
autoproclamó «Duce». Sus palabras fueron acogidas en medio de un
silencio glacial, porque todos sabían qué castigos reservaban los austríacos
a las «bandas», y las deserciones se multiplicaron. Se trasladó a Arona, en
el Piamonte. Allí recibió del duque de Génova, hijo de Carlo Alberto, la
conminación a disolver la Legión y abandonar el territorio del reino sardo.
Garibaldi respondió que no reconocía al reino sardo, capturó a tres oficiales,
a los que retuvo como rehenes, se hizo entregar por el municipio siete mil
liras y una cierta cantidad de víveres, requisó dos barcos que prestaban
servicio en el lago Mayor, atacó algunas barcazas en las que metió bípedos,
cuadrúpedos y mercancía, y se adentró en el lago. Era libre, no tenía que
responder ante nadie. Y en aquella empresa pirata y anfibia, volvió a
sentirse el Garibaldi de Gualenguaychú.
La primera escala la hizo en Luino, el día 14. Pero él desembarcó al día
siguiente, para adquirir un purgante contra la habitual fiebre de Roverbella,
que le había atacado de nuevo. El farmacéutico se lo confeccionó con un
mortero y una mano de almirez que años después fueron donados al Museo
del Risorgimento de Pavía, donde todavía están expuestos. Después, en
espera de los efectos de la purga, Garibaldi instaló su cuartel en el «Hotel
de la Beccaccia». Hacia las cinco de la tarde, estando en cama, llegaron por
sorpresa los austríacos. No tuvo tiempo de vestirse y salió con los calzones
en la mano; y vuelto al mando de sus hombres, los guió a la reconquista del
hotel. No lo consiguió, pero tampoco los austríacos lograron adueñarse de
la altura que dominaba la carretera y, al fin, hubieron de retirarse.
Reanimada por el éxito, la Legión marchó hacia Varese. La acogieron
con banda de música y luminarias nocturnas, y se celebraron un gran
banquete y un baile. Al día siguiente, Garibaldi se procuró una relación de
los habitantes ricos y pidió al párroco ochenta mil francos. Los que se
negaron a pagar el tributo fueron arrestados. Una delegación ciudadana
acudió a pedir la libertad de los detenidos, lo que Garibaldi concedió, pero,
al mismo tiempo, hizo fusilar en la plaza a un campesino acusado de
espionaje. Los ochenta mil francos afluyeron con rapidez.
Después de Varese es imposible seguir todas las idas y venidas de la
Legión, distribuida por Garibaldi en numerosos grupos. Debían
«arreglárselas» con sus propios medios, es decir, saqueando a las
poblaciones y hostigando al enemigo, pero evitando encuentros. La región
de Varese está todavía llena de «bonos de requisa» dejados por los
garibaldinos. Otra buena fuente para reconstruir sus correrías son las
«peticiones de rembolso por daños de guerra» hechas por municipios y
particulares al Gobierno austríaco, cuando Garibaldi desalojó por fin
aquellas tierras.
Pero, aunque todos se lanzaran en su persecución, no fue fácil echarlo.
Le daban caza, naturalmente, los austríacos, que lanzaron contra él sus
cuatro brigadas, además de varios escuadrones de caballería y artillería. Lo
perseguían los piamonteses, entre otras razones, para evitar toda sospecha
de favoritismo, ahora que se estaba en período de armisticio y había que
evitar «tropiezos». No lo acosaban los suizos, pero reforzaron la guardia
fronteriza para impedir su paso.
A bordo de sus barcos, Garibaldi no era presa fácil, porque los cañones
de entonces no llegaban desde la orilla a la mitad del lago. Sólo que
también él necesitaba comer y, por lo tanto, tenía que desembarcar de vez
en cuando para hacer acopio de provisiones. Una tarde, en Casale Ritta,
cien legionarios estuvieron a punto de caer prisioneros, a causa de su
glotonería por un buen caldero de polenta preparada para ellos por el señor
Carlo Moroni. Hacía pocos minutos que acababan de salir, cuando llegaron
los austríacos, que, vistas las dimensiones del caldero, comprendieron lo
ocurrido, pero se conformaron, en represalia, con otro caldero igual. Pero
ocurrió que otros legionarios, habiendo sabido lo del festín por quienes ya
lo habían gozado, llegaron a su vez a casa de Moroni. En pocas palabras:
faltó poco para que se sentaran a la misma mesa austríacos y garibaldinos
juntos.
Otra noche, fue el mismo Garibaldi el sorprendido en la casa del
párroco de Morazzone, don Sala. Estaba saboreando un pedazo de pan con
nueces y un vaso de vino, cuando llegó una patrulla austríaca. La patrulla
fue rechazada, pero hubo que echar mano incluso del cañón. El estampido
del cañón fue oído por el general D’Aspre, que, habiendo visto las naves de
Garibaldi frente a Luino, lo aguardaba allí. Retrocedió y a marchas forzadas
llegó a Morazzone, que ardía bajo el cañoneo, y lo rodeó.
—Mañana los cogeremos a todos —dijo.
Pero Garibaldi se acordó de San Antonio. De noche, disfrazado de
campesino, llevándose consigo al párroco, en parte como guía y en parte
como rehén, se puso al frente de su columna en fila india y corrieron todos
por los senderos que les indicaba el pobre párroco. Eran más de cien
hombres. De vez en cuando, los de la cabeza se detenían y preguntaban a
los de atrás: «¿Llega?». «Llega», respondían, aludiendo a la retaguardia.
Pero, una vez, el «llega» no se oyó. Garibaldi aguardó un poco, después
volvió sobre sus pasos, con don Sala muerto de miedo, para ver qué había
sucedido a los rezagados. Y ya no encontró a nadie. Una vez salidos de las
líneas austríacas, pasaron lista. Eran sesenta. Cuando llegaron a la frontera,
hicieron otro recuento: quedaban treinta.
Más tarde han contado los historiadores que, saliendo al galope de la
casa del párroco, Garibaldi casi se topó con el general D’Aspre en persona
y rompió el cerco con un ataque a la bayoneta. Pero han olvidado consignar
que, en la frontera, no todos sus treinta compañeros lo siguieron a Suiza.
Diez volvieron atrás, para seguir siendo «garibaldinos» aun sin Garibaldi.
También se volvió atrás don Sala, quien murió dos meses después a
causa de trastornos en las coronarias, secuela de aquella noche de miedo.
La llamada «campaña de Lombardía» había terminado
irremediablemente. Quedó sólo un pequeño apéndice en las aventuras
burocráticas de las dos embarcaciones que Garibaldi había secuestrado y
que durante quince días turbaron aún las relaciones entre tres Gobiernos: el
austríaco, el piamontés y el suizo. ¿Cómo debían ser considerados y
tratados aquellos barcos que habían representado una especie de Estado
beligerante? A bordo había veintiséis prisioneros: veintitrés austríacos y los
tres oficiales piamonteses cogidos como rehenes en Castelletto. Su
posición, por lo tanto, era clara. Pero los maquinistas de las naves y su
comandante, el capitán Ponzoni, ¿qué eran? ¿Cobeligerantes?
¿Colaboracionistas? ¿Víctimas?
CAPÍTULO IX

LA DEFENSA DE ROMA

En Agno, Garibaldi fue recibido en casa Vicari, donde se metió en


cama, en espera de que le pasara otro ataque de la fiebre de Roverbella y de
que el sastre Gosset le confeccionara un traje. Cuando se levantó para
probárselo, se dio cuenta de que los viandantes se agrupaban ante la ventana
para ver al Héroe, ya famoso hasta en Suiza. El Héroe, en paños menores,
hubo de llamar a algunos legionarios para que protegieran sus intimidades
de miradas indiscretas. Después, como duraba la fiebre, emigró a Francia y
de allí pasó a Niza. El Gobierno piamontés no puso obstáculos. Las
conversaciones de paz con Austria estaban paralizadas. Si la región
lombardo-véneta aparecía firmemente en manos de Radetzky, incierta era la
situación en el resto de la península, con Venecia aún en poder de los
insurrectos, Toscana inquieta, la Sicilia en rebeldía y Roma en manos de las
fuerzas liberadoras tan incautamente desencadenadas por Pío IX.
El calorcillo del hogar y de los efectos familiares lo recuperó durante
algunos días. Después, como de costumbre, le invadió el aburrimiento.
Cuando aún no estaba en condiciones de moverse, salió para Génova, donde
lo llamaba Goffredo Mameli, en nombre del Círculo Italiano. Temiendo ser
vigilado, adoptó para el viaje el nombre de un legionario suyo, Tommaso
Risso. Pero el seudónimo salvó su incógnito como hoy podría salvar el de
Sofía Loren. Bastaba asomar la nariz a la ventanilla de la diligencia, para
que todos lo reconocieran y formaran grupos nutridos. Le invitaban a
hablar, lo que era una tentación a la que nunca había resistido. En Cicagnua,
cerca de Chiavari, le sucedió una cosa increíble: al término de su discurso,
la gente se puso en filas, cantando hacia la tribuna electoral, puesto que se
estaba en época de elecciones, y al día siguiente Garibaldi se encontró con
que había salido elegido diputado al Parlamento sardo.
Se enteró de ello cuando ya estaba en Génova, el 6 de octubre, e
inmediatamente envió un mensaje a los electores: «No tengo más que una
espada y mi conciencia: os las consagro… Con el grito y con el brazo, ¡oh
hermanos!, os representaré siempre». Mazzini, cuando lo supo, hizo un
gesto, convencido de que aquel embrollapueblos se dejaría seducir por las
ambiciones políticas y terminaría siendo ministro y saboyano. Pero se
equivocaba. Garibaldi no puso el pie en el Parlamento subalpino, porque en
Génova había encontrado algo mejor: había hallado la propuesta, por parte
del Círculo Italiano, de atacar la Lombardía.
Atacar la Lombardía significaba, en palabras simples, atacar a Radetzky
y a Austria, comenzar de nuevo el 1848. Y, sin embargo, Garibaldi aceptó
sin vacilar, convencido como estaba de que, en cuanto se presentara él, el
pueblo se alzaría en armas y, siguiendo fiel a su máxima, que volvió a
enunciar en aquella ocasión: «Quien quiere vencer, vence».
Desde Suiza, Mazzini envió un mensaje de exultante congratulación y
durante seis días no se habló de otra cosa. Al séptimo, de pronto, se supo
que Garibaldi había partido. Pero no hacia Lombardía. Había ido a Sicilia,
con setenta y dos legionarios, a bordo del vapor Pharamond. Había tomado
esa decisión como tomara la de avanzar contra Radetzky: en el momento,
por sugerencia de un tal Paolo Fabrizi, que había ido a decirle que en Sicilia
le esperaban.

Pero le esperaban también en Liorna, donde el 25 de octubre ancló el


Pharamond.
Liorna era la más bullente de las ciudades toscanas, patria de Guerrazzi,
que interpretaba magníficamente su carácter sanguíneo, fanfarrón y
pendenciero. Guerrazzi habló con Garibaldi y no tuvo que insistir mucho
para conseguir que se quedara allí. El gran duque Leopoldo II había
concedido la Constitución y confiado el Gobierno a un demócrata,
Giuseppe Montanelli. Guerrazzi no confiaba demasiado en Montanelli. Lo
consideraba «un pastelón, bueno si se quiere, pero, como pastelón», capaz
de entusiasmos, pero exento de energía. Pero añadía que «el hombre merece
respeto, porque es excelente, honestísimo y de ambición más templada de lo
que muchos pudieran creer». Además, sólo representaba una solución
transitoria.
Garibaldi telegrafió a Montanelli: «Pregunto si toma a Garibaldi al
mando de las fuerzas toscanas y actúa contra el Borbón, sí o no». No
tenemos que hacer gran esfuerzo para imaginar el desánimo que aquel «sí o
no» debió de causar en el espíritu de Montanelli, inclinado, por
temperamento, al «quizá», y que, de hecho, no respondió. Por patriota y
democrático que fuera, era el primer ministro de un gran duque austríaco y
pacifista. Pero en aquel momento Garibaldi ya pensaba en otra cosa:
pensaba en la expedición mazziniana a Lombardía, dirigida por Medici, de
la que le habían llegado noticias el 30 de octubre. Lanzó una proclama «a
los pueblos lombardos», anunciándoles que también él estaba a punto de
llegar. Pero, apenas terminada la proclama, supo que la empresa había
fracasado. Entonces volvió a pensar en los Borbones y, puesto que
Montanelli seguía guardando silencio, fue a Florencia para hablarle
personalmente.
En Florencia pasó de un banquete a otro, pero los legionarios que fueron
con él pasaban hambre. La ciudad miraba con desconfianza a aquella
chusma inquieta, de la que había oído decir que no se mostraba muy
respetuosa con muchachas y gallineros ajenos. Por lo de las muchachas, los
florentinos no tenían nada que objetar, pero en cuanto a los gallineros…
Para Garibaldi, aquello fue una especie de maratón de la oratoria, al
cabo de lo cual se dio cuenta de que no había llegado a nada positivo. Los
montanellianos, dijo, se habían «desmontanellianizado». Pero lo peor era
que también Guerrazzi se había «desguerracizado» y, al ver que, por fin,
Garibaldi se iba, advirtió a las ciudades toscanas por las que iban a pasar los
garibaldinos: «Son una plaga de langosta. Consideradlos como una plaga de
Egipto y haced todo lo posible para que pasen pronto y contaminen la
menor cantidad de lugares posible».
Tales lugares eran aldeas diseminadas por los Apeninos, porque ahora
Garibaldi había decidido dirigirse a Venecia, que aún se defendía contra el
asedio austríaco. Se avecinaba el invierno, la nieve había caído en
abundancia sobre aquellos montes y los legionarios hubieron de abrirse
paso entre ella, vestidos con sus uniformes de tela, sin capotes. A pesar de
eso, otros voluntarios se les sumaron en Bolonia, adonde llegaron la noche
del 10 de noviembre. La columna, que contaba ahora con cuatrocientos
hombres, avanzó sobre Rávena. Pero allí se detuvo, a causa de una grave
noticia: en Roma había estallado la revuelta, el ministro reaccionario de
Pío IX, Pellegrino Rossi, había sido asesinado y Pío IX había huido a
Gaeta.
Pellegrino Rossi encamó el último intento, por parte del veleidoso y
enredador Papa, de dar a la Iglesia un Gobierno seglar. Antes de Rossi, se
había intentado inútilmente con otros hombres, Minghetti, Mamiani, Fabbri;
pero era un experimento contra natura. Cuando tienen en sus manos el
poder político, los sacerdotes no son capaces de compartirlo con nadie. El
Consistorio de cardenales se imponía a las Cámaras representativas y la
Constitución se había revelado en la práctica como un aborto. Ahora, las
cosas habían llegado a un punto crucial. Las fuerzas revolucionarias
acabaron por imponerse y el 8 de diciembre invitaron a Garibaldi y su
Legión a hacer acto de presencia en la urbe.

Como todas las marchas sobre Roma, también ésta se llevó a cabo en
tren: es decir, dados los tiempos, en diligencia. Garibaldi, que precedió a
sus hombres, fue acogido en el umbral del Círculo Popular por
Ciceruacchio, que le declamó sus versos:

Un hecho de armas quisiera,


no padrenuestros y jubileos…

Querían llevarlo en triunfo al Capitolio. Declinó el honor. Pero estaba


tan entusiasmado al sentirse «soldado de Roma» que, cuando la Junta
Suprema le dio el grado de teniente coronel y la orden de avanzar hacia
Macerata, no comprendió que, como los piamonteses, los lombardos y los
toscanos, también los romanos, tras haberlo invitado a causa de la presión
de Ciceruacchio y de las masas, trataban de liberarse de él.
El primero de año de 1849, Garibaldi y sus cuatrocientos hombres
avanzaron hacia Macerata. Parecían —cuenta Jessie White Mario— una
banda de salvajes o de pieles rojas. Al frente iba Garibaldi, espléndido,
viril, con su dorada melena sobre los hombros, la tez bronceada y la barba
larga y cobreña. Llevaba sombrero a lo calabrés con una maravillosa pluma
negra de avestruz y la camisa roja bajo el poncho blanco. Parecía haber
nacido a caballo, hasta tal punto se mostraba desenvuelto sobre el corcel.
Sin embargo, cuando descabalgaba era visible que se trataba de un hombre
de mar, acostumbrado a balancearse en el puente. Bajo la panza del
cuadrúpedo, corría cojeando Guerello. Detrás venía Aguyar, armado de
lanza con banderola roja y envuelto en un manto negro que, en las paradas,
servía de tienda para Garibaldi. Venían a continuación los oficiales con
camisa roja, lazo y látigo de piel. Y por último, la tropa, vestida de todas las
maneras posibles, pero con grandes pistolas y puñales al cinto, del que
normalmente pendían pavos y gallinas.
En todas las etapas, Garibaldi se encaramaba al campanario del pueblo
o de la aldea más próxima para escrutar el horizonte, mientras los
legionarios se dedicaban en los alrededores a la razzia con los lazos.
Volvían con terneros, cerdos y pollos, que inmediatamente eran
descuartizados y asados sobre brasas de leña. Volvía después Garibaldi y
todos se ponían de nuevo en fila. Nadie preguntaba adonde se iba. «La
obediencia era instantánea —escribe White—, y la disciplina, perfecta».
Desgraciadamente, acerca de esa disciplina perfecta llegaban a la Junta
Suprema otros indicios de parte de autoridades y ciudadanos que se
hallaban en el itinerario de la Legión. Según ellos, por dondequiera que los
garibaldinos pasaban desaparecía la zoología de las granjas, las cantinas se
quedaban vacías y las muchachas encinta. Apenas llegado a Macerata,
Garibaldi se afanó en desmentir aquellas «calumnias» en un discurso
público, en el que proclamó que su Legión no era, como decían por ahí,
«una banda de asesinos». Los macerateses se mostraron tan convencidos
que, para remitirlo a Roma, lo eligieron diputado. Los de la Junta, que lo
habían enviado allí con la intención de perderlo de vista, se llevaron las
manos a la cabeza y, para evitar la amenaza de semejante regreso, le
encargaron que domara la reacción de los de Rieti, donde había renacido en
forma de bandidismo.
Aquel extraño Ejército peripatético que no encontraba una rama en la
que posarse, se puso en marcha para Tolentino, Foligno y Spoleto, mientras
Garibaldi le precedía cabalgando hacia Ascoli, seguido sólo por Bixio,
Vecchi, Aguyar y Guerello, a través de montañas llenas de nieve y de
bandidos. El frío agudizó los reumatismos de Garibaldi, que una noche se
detuvo en una posada aislada, donde fue muy mal acogido por campesinos
armados que descortésmente se negaron a beber en su compañía. Bixio,
Vecchi y Aguyar durmieron con el dedo en los gatillos de las pistolas.
Garibaldi no cerró el ojo a causa del dolor; en cierto momento despertó a
sus compañeros para que le ataran un brazo al cuello y al amanecer volvió a
ponerse en marcha, con una sola bota, porque no logró calzarse la otra.
—¿Cómo va, general? —preguntó Vecchi, tras un par de horas de
fatigosa marcha.
—Me encuentro muy bien, gracias —respondió Garibaldi, con el rostro
lívido y contraído.
Los caballos resbalaban sobre el hielo escondido bajo la nieve; el
paisaje era sombrío y duro.
—Aquí quisiera encontrarme al Ejército de Radetzky —farfulló
Garibaldi—. Vengaremos a Var y a nuestros hermanos muertos en el bosque
de Teutoburg.
Aquel asunto de Teutoburg volvía con frecuencia a sus labios: no
conseguía digerirlo.
Al atardecer llegaron a la vista de Cascia. Se acercaron algunos jóvenes
a preguntar quiénes eran. Al oír el nombre de Garibaldi, partieron como
flechas y poco después se vio despuntar un estandarte, seguido por las
autoridades ciudadanas, la guardia nacional y la banda de música. En pocos
minutos, todo el pueblo estaba engalanado como para una fiesta, con arcos
de flores como para la procesión de la Virgen. Hubo una comida, a la que
siguió un baile en casa del gobernador, cuyos discursos ardientemente
progresistas contrastaban con su pasado reaccionario. Durante el baile, un
poeta analfabeto acudió a declamar a Garibaldi un poema pastoril suyo.
Después llegó un paisano a decir que en la cárcel languidecía un jovencito
de quince años, al que había hecho encerrar su padre por celos de las
mujeres. Garibaldi llamó al desnaturalizado padre, que dijo estar dispuesto
a sacar del encierro a su hijo si el gobernador le restituía el dinero que le
había dado para encerrarlo.

Garibaldi llegó a Roma a tiempo para la apertura de la Asamblea


Nacional, que tuvo lugar el 5 de febrero de 1849. También él era diputado y,
por lo tanto, no podía faltar.
Fue una «grandiosa manifestación», de las que sólo Roma sabe
organizar. A las diez de la mañana, los representantes del pueblo se
reunieron en el Capitolio, desde donde se trasladaron al Ara Cœli para
asistir a la «misa de propiciación». Después, el cortejo se puso en marcha
hacia el palacio de la Cancillería. Lo precedía la bandera tricolor y detrás
venían los lábaros de las diversas provincias de Italia. Seguían los
diputados, con coleta y frac, y una banda tricolor atravesada al pecho,
menos Garibaldi, naturalmente, que llevaba su habitual uniforme. Y, por
último, los doce mil armados o semiarmados de la Guardia Cívica y de las
diversas Legiones.
En el Capitolio, Armellini, diputado de Roma, abrió la sesión, pasó lista
y declaró iniciados los trabajos para el nombramiento de una mesa
presidencial provisional. Pero fue interrumpido por una voz tonante que
pedía la palabra.
Todos se volvieron a mirar, un tanto sorprendidos: era Garibaldi.
—¡Hechos y no palabras! —gritó—. La tercera parte de la nación es
esclava. De millones de hermanos italianos parten suspiros y lamentos. ¡Y
nosotros estamos aquí discutiendo cuestiones formularias! ¡Creo
firmemente que, tras haber cesado el otro sistema de Gobierno, el más
conveniente a Roma es la República!
Le hicieron observar que, antes del nombramiento de un presidente, al
menos provisional, de la entrega de poderes y del establecimiento de una
orden del día, era imposible examinar una propuesta de aquella
trascendencia. Pero Garibaldi insistió:
—Los descendientes de los antiguos romanos, los romanos de hoy, ¿no
son acaso capaces de ser republicanos? Después de que la palabra
«república» ha sonado acremente en labios de alguno, yo repito: ¡Viva la
República!
La sesión se disolvió en medio de una gran algarabía.
En realidad, los descendientes de los antiguos romanos ignoraban en
aquel momento lo que querían. El noventa por ciento eran analfabetos,
porque la instrucción había sido calurosamente desaconsejada por el
Gobierno del Papa, que veía en ella una treta maliciosa de los liberales para
poner en peligro al Estado. En la Universidad, las lecciones se impartían
sólo en latín; la economía política era materia excluida; las materias
literarias eran pasadas por el cedazo de una censura que apenas toleraba la
Divina Comedia expurgada; en cuanto a la ciencia, seguía enseñándose que
la Tierra giraba alrededor del Sol. A los intelectuales se les llamaba con
mofa «pensadores» y la policía los vigilaba cuidadosamente. Pío IX había
concedido un poco de libertad de Prensa, pero los periódicos estaban
divididos en dos categorías: los señalados con asterisco, que podían leerse,
y los sin asterisco, que eran «desaconsejables». Los ciudadanos estaban
obligados a «hacer ejercicios espirituales durante tres días, en un convento
elegido por el obispo» y a «confesarse una vez al mes». Se había dado el
caso de «pensadores» contumaces a los que la policía había arrastrado a la
fuerza al confesonario. Los protestantes no podían tener ninguna iglesia
dentro de las murallas de Roma y estaba prohibido mantener relaciones de
amistad con los judíos. La barba larga, indicio de principios progresistas, no
estaba prohibida, pero la policía estaba autorizada para afeitar en público a
quien la llevaba.
Lo que se ahorraba en libertad era compensado en fiestas.
Derrochábanse fuegos de artificio; la plaza Navona, cuando no quedaba
convertida en hipódromo para las carreras de caballos, era inundada para
celebrar regatas; fiestas de octubre y carnavales seguíanse incluso fuera del
calendario, y cada fiesta de algún santo era un buen motivo para la algazara.
Las finanzas eran un desastre, la administración un caos, la justicia un
permanente capricho. Los valores morales se medían por el número de
padrenuestros y avemarías. Los sacerdotes romanos, de manga ancha para
con las debilidades de la carne, la mostraban estrechísima para las
exigencias del espíritu.
En este clima conformista y sacristanesco, que ha resistido hasta
nuestros días, habían crecido generaciones de gente escéptica e indiferente,
absolutamente refractarias a cualquier entusiasmo. Cuando Pío IX, que
fuera de Roma había respirado otro aire, quiso que ese aire nuevo circulara,
incluso llamando a los exiliados, abriendo las cárceles y concediendo un
soplo de libertad de palabra y de Prensa, los romanos lo agradecieron con
procesiones y desfiles de antorchas. Pero en seguida empezaron a pretender
más de lo dado, y, como no se lo otorgaban, la tomaron no con el Papa, sino
con sus ministros y cardenales, murmurando que también él era prisionero
de éstos y que había que liberarlo.
Fue Angelo Bruneti, llamado Ciceruacchio, el portavoz de estos
rumores. Era un ciudadano ignorante, simple, entusiasta y ocurrente.
Procedía de una especie de aristocracia plebeya, la de los vinateros y
carreteros, que en Roma formaban casi una casta, y poseía la elocuencia
directa y colorida de las gentes de los suburbios. Al principio exaltó
incondicionalmente a Pío IX y su liberalismo. Después empezó a criticar a
sus malos consejeros. Y por último, cuando el Papa se retractó de todo,
Patria, Libertad y Progreso, con la famosa «alocución del 29 de abril»
(1848), la emprendió también con él y, en compañía de sus transtiberinos de
mano rápida y de cuchillo siempre dispuesto, se lanzó al mal camino. No
era un espíritu revolucionario que se inflamaba, sino un furor reprimido
hacía siglos, que estallaba contra el más retrógrado, ineficaz y arbitrario
Gobierno del mundo. En tal clima había madurado el asesinato de
Pellegrino Rossi y la fuga del Papa a Gaeta, aterrorizado por el cariz que
tomaban las cosas. Como Carlo Alberto, tampoco él poseía talla de
protagonista. «Me toman por Napoleón —confesó él mismo—, cuando no
soy más que un pobre cura rural». Pero la vacante de poderes y la
momentánea impotencia de los esbirros fue otro carnaval para los romanos,
para quienes la libertad estaba representada hacía siglos precisamente por el
carnaval. Y, de hecho, duraría lo que dura un carnaval.
La República querida por Garibaldi fue proclamada el 8 de febrero, tres
días después de la ceremonia de apertura. Garibaldi intervino, llevado a
hombros de un oficial suyo uruguayo, Ignacio Bueno, porque el reumatismo
le impedía caminar, e inmediatamente tomó la palabra para afirmar que «la
República Romana y todos sus actos deben ser gigantes», y que por eso
mismo debía extender desde aquel mismo momento su protección a Venecia
y a Sicilia, todavía en plena revuelta.
Los diputados discutieron durante catorce horas, y hasta las dos de la
madrugada del día 9 no proclamaron la extinción del poder temporal de los
Papas. Garibaldi, que estaba acostumbrado a acostarse pronto y a vivir al
aire libre, y que no comprendía ni poco ni mucho las sutiles cuestiones
jurídicas de las que tanto se discutía, pasó las penas del infierno. Todo
aquello le parecía charlatanería inútil y decidió regresar a Rieti con sus
legionarios.
En Rieti, el 24 de febrero, lanzó, una vez más, una proclama «a los
pueblos de la frontera, romanos y samnitas», invitándolos a unirse «para
arrojar más allá de los Alpes, aquella porquería de croatas», pero no «por
cuenta de Carlo Alberto, a quien se lleve el diablo en compañía del Borbón,
sino por la República Italiana». Estas palabras surtieron algún efecto, pues
afluyeron nuevos reclutas. Ahora superaban ampliamente los mil, que era la
cifra máxima consentida por el Gobierno provisional, en el que a los
legionarios seguía llamándoseles «malandrines». Para tenerlos ocupados,
renovaron a Garibaldi la orden de reprimir el bandolerismo. Los legionarios
volvieron a su faena, pero a su manera habitual, que no permitía a la gente
de los pueblos comprender con claridad quiénes eran los bandidos. Y los
que pagaron esta vez fueron, sobre todo, los conventos de frailes y de
monjas.
El 4 de marzo, Mazzini llegó a Roma, llamado por un mensaje de
Mameli: «¡Roma! ¡República! ¡Venid!». Cuando llegó, ya había sido
aclamado diputado ad honorem. Entró en la urbe «tembloroso y casi en
adoración —cuenta él mismo—. Al atravesar la Porta del Popolo, me
estremecí con una sacudida casi eléctrica».
En aquel momento, el poder efectivo estaba en manos de Armellini,
Saffi y Mazzurelli, un prelado progresista que gozaba de las simpatías de
los liberales. Pero en seguida Mazzini fue el alma de aquel Gobierno, para
convertirse después, en unión de Armellini y Saffi, en el jefe efectivo del
triunvirato que se formó al recibir la noticia de la nueva derrota del
Piamonte.
El 12 de marzo, Carlo Alberto, en uno de sus veleidosos impulsos, había
denunciado el armisticio y reanudado la guerra contra Radetzky. Confiaba
en la revuelta de Hungría, que tenía inmovilizada a buena parte de las
fuerzas austríacas, y en algunas reformas implantadas apresuradamente en
su propio Ejército. Éste había sido confiado a un general polaco,
Czarnowsky. En aquellos tiempos, los generales polacos eran tan populares
como lo son hoy los futbolistas sudamericanos: también los insurrectos de
Sicilia habían alquilado uno. Además, había llegado corriendo también
Ramorino, en quien se ponía aún crédito, no se comprende por qué.
Once días bastaron a Radetzky para liquidar la partida. El 23 de marzo,
en Novara, las fuerzas piamontesas fueron derrotadas y Carlo Alberto
abdicó. Toda la culpa cayó sobre el pobre Ramorino, que fue procesado y
condenado a fusilamiento por alta traición. En realidad, la traición no se
probó, pero sí la desobediencia y eso bastó a Czarnowsky para saldar viejas
cuentas polacas y descargarse de sus propias responsabilidades. Sin
embargo, ninguno lloró al cabeza de turco, si es que lo hubo. La Marmora
dijo: «Era un hombre sin carácter y sin convicciones, capaz de las más
desorbitadas fanfarronadas». Y D’Azeglio: «Sea maldito de Dios y de los
demonios. Era un ladrón».
Para Mazzini, la catástrofe no fue una sorpresa y ni siquiera un motivo
de dolor: por fin los Saboya estaban fuera de combate; Italia sólo lograría su
unidad bajo la enseña de la República y de la democracia. Pero, libres las
manos en la Alta Italia, el Ejército austríaco podía descender ahora hasta
Roma, a donde el Papa, desde Gaeta, lo llamaba para restaurar el Estado
Pontificio. Pío IX se había dirigido a todas las naciones católicas: Francia,
España, y los Borbones de Nápoles, que lo hospedaban.
Con gran sorpresa de cuantos lo consideraban sólo un visionario,
Mazzini demostró en tales circunstancias notables cualidades de estadista.
Promulgó algunas reformas moderadas y trató de jugar con la rivalidad de
las potencias para asegurar, o al menos prolongar, la vida de la República.
Pero había que tener a raya a Garibaldi que, en aquella situación, no veía
más que el pretexto para atacar a los Borbones, como protectores del Papa,
y desde Rieti cañoneaba a los triunviros con perentorias misivas. «En cien
combates no he sufrido una sola derrota», escribía. No pretendía asumir el
mando supremo del Ejército, pero pedía «facultades ilimitadas» para
realizar una leva en masa y procurarse armas donde pudiera, en Emilia, en
Liguria, en Lombardía, a fin de avanzar sobre Nápoles. Como no obtuvo
respuesta, se dirigió directamente al «hermano». Mazzini. Pero Mazzini
pasó el «expediente» a Pisacane, alma de la comisión de guerra, que amaba
a Garibaldi como al humo en los ojos.
Pisacane era un napolitano de treinta años, que en aquella aventura
llevaba, aunque fuera inoportunamente, un serio empeño revolucionario.
Había estudiado en el colegio militar de la Nunziatella, pero su vida fue
trastornada por la pasión por Enrichetta Di Lorenzo, con quien había huido.
Erraron juntos de París a Londres y Argel, donde él se enroló en la Legión
Extranjera. Desertó al enterarse de las revueltas de 1848, tomó parte en la
campaña de Lombardía y después se refugió en Lugano, desde donde siguió
hasta Roma a Mazzini, que tenía en él gran confianza. A pesar de esa vida
azarosa, no era un aventurero. Era un intelectual de alto nivel que frecuentó
en París los ambientes socialistas, cuyas ideas no tardó en asimilar. En esto
era más moderno que el mismo Mazzini, con quien, de hecho, no estuvo
siempre de acuerdo. Ahora, allí, en Roma, quería organizar un ejército, pero
un ejército serio, no de bandas desorganizadas. Amonestó a Garibaldi que
«se mantuviera tranquilo» y «no rebasara los límites». Después, para evitar
sorpresas, nombró ministro de la Guerra al general Avezzana.
Garibaldi desahogó su humillación en una carta a Anita: «Queridísima
esposa: ¡Con qué desprecio mirarás, tú que eres mujer fuerte y generosa, a
esta generación hermafrodita de italianos, a estos compatriotas míos a
quienes tantas veces traté de ennoblecer ante tus ojos y que tan poco lo
merecen…!».
Pero cinco días después, Pisacane le envió por correo su ascenso a
general de brigada y la orden de regresar con los suyos a Roma.
Quien provocó semejante decisión fue el general francés Oudinot, que
había desembarcado en Civitavecchia con diez mil hombres y veinte
cañones. Luis Bonaparte se disponía a hacerse proclamar emperador, quería
congraciarse con los católicos y por esta razón enviaba la expedición en
ayuda al Papa.
Mazzini y Pisacane enviaron a todas las ciudades de los Estados
pontificios la orden de resistir a toda invasión o desembarco, viniera de
donde viniese. Pero los franceses se presentaron en Civitavecchia gritando:
«¡Viva Italia! ¡Viva la República!», y, además, llegaban magníficamente
armados. La guarnición de Civitavecchia, escasa en hombres y en medios,
encontró muy cómodo acoger amistosamente a quien se manifestaba en pro
de Italia y de la República. Los franceses desembarcaron tranquilamente,
desarmaron a la guarnición y se opusieron al desembarco de Luciano
Manara, que llegaba desde Génova con quinientos bersaglieri.
—Si sois lombardo —le dijo Oudinot, con quien había ido a
parlamentar—, ¿por qué queréis meter la nariz en las cosas de Roma?
—¿Y por qué la metéis vos, que sois francés? —replicó Manara.
Los bersaglieri fueron desviados hacia Anzio, con el compromiso de no
acercarse a la urbe. Pero llegaron a Roma el 29 de marzo.
Garibaldi se les había adelantado en dos días. Recorrió la ciudad
montado en su caballo blanco y acuarteló a sus hombres en el convento de
san Silvestre, tras haber expulsado a las monjas que había en él. Ante el
portalón, había un continuo ir y venir de gentes que deseaban verlo y
tocarlo como si se tratara de una reliquia. También acudieron artistas
extranjeros, sobre todo ingleses y holandeses, que no hallaron oposición por
parte del centinela que, arrellanado en un espléndido sillón medieval en el
portalón del edificio, parecía ocuparse solamente en apostrofar
desvergonzadamente a las muchachas que se le ponían a tiro. Garibaldi
gustó muchísimo a los artistas, que veían en él el tipo italiano que siempre
imaginaran, mitad poeta y mitad bandolero. Y les gustó tanto, que
decidieron formar una pequeña Legión y enrolarse también bajo sus
banderas.
El 30 de abril, Oudinot avanzó con diez mil hombres y veinte cañones
para conquistar —o, mejor dicho, ocupar— Roma. «Los italianos no
luchan», había leído en los periódicos de todo el mundo. La Quarterly
Review escribía sobre Mazzini: «Cree ser Robespierre»; y el Times, acerca
de los romanos: «Se obstinan en considerarse héroes».
Oudinot estudió la operación como un paseo escolar o una excursión de
boy-scouts sobre el Plan photographique de la Rome moderne de
Latarouilly, que indicaba la Porta Pertusa como el paso más cómodo. Pero,
llegado al lugar, se dio cuenta de que la Porta Pertusa ya no existía; hacía
años que estaba tapiada. Y lo alto de la muralla era un hormigueo de
arcabuces que escupían fuego a más y mejor.
Sorprendidos, los franceses buscaron refugio como les fue posible en
los fosos y tras los desniveles del terreno. Después, realizaron una
operación diversiva hacia la Porta de los Cavalleggeri; mas para llevarla a
cabo hubieron de recorrer un kilómetro largo bajo el fuego de los
defensores. Llegaron, pero casi sin resuello, tras haber sembrado el terreno
de muertos y heridos, y tuvieron que retirarse. Entretanto, otra columna
francesa había avanzado hacia la Porta Angelica, pero también tuvo que
desfilar al descubierto y sufrió la misma suerte. ¡Caramba, los italianos
luchaban!
A mediodía, Garibaldi, que había seguido los combates desde la terraza
de Villa Corsini, tomó la iniciativa para alejar definitivamente a los
franceses, diezmados y desmoralizados por el fiasco sufrido. Lanzó al
asalto a la bayoneta a la Legión, los estudiantes y los artistas. Y pudieron
verse cosas que parecían de otro mundo: Aguyar capturó a algunos
franceses a lazo; Nino Bixio hizo prisionero al comandante Piccard,
cogiéndolo por los cabellos. A su vez, los franceses capturaron a un
garibaldino: el padre barnabita Ugo Bassi, que no quiso abandonar la yegua
Ferina, a la que habían matado entre sus mismas piernas. «¡Pobre animal!.
¡Ha muerto con honra!», escribió al día siguiente, ya de regreso en Roma, el
buen barnabita en una carta a su madre. A la caída de la tarde, los franceses
se retiraron a Civitavecchia tras haber perdido —entre muertos, heridos y
prisioneros— más de un millar de hombres. Los romanos sufrieron
doscientas bajas.
Roma estaba llena de luminarias. Todas sus campanas fueron lanzadas
al vuelo. La gente cantaba por las calles una parodia de la Marsellesa:

Allons, enfants de sacristie,


le jour de honte est arrivé.

Estaban todos tan contentos que pusieron en libertad a casi


cuatrocientos prisioneros franceses y los condujeron en gira turística por la
ciudad para que vieran el Coliseo y San Pedro. Confesaron haber
desembarcado con la idea de defender la República romana contra
austríacos y Borbones. Entonces fueron llevados también a las tabernas a
comer cabrito y beber fojette de Frascati.
El único que no participaba de tales entusiasmos era Garibaldi, que en
aquel momento estaba atendido por el doctor Ripari, que le curaba una
herida en el abdomen de la que nadie se había dado cuenta. «Y que nadie se
entere», pidió el general. Pero no era la herida lo que le dolía, sino el hecho
de que Mazzini le hubiese impedido perseguir a Oudinot y echarlo
definitivamente al mar.
«Mazzini ha tenido siempre la manía de dárselas de general —farfullaba
— y de cuestiones de guerra no entiende un pepino».
Y lo repitió durante toda su vida, siempre que le venía a las mientes
aquel 30 de abril. Y tal vez tenía razón. Aquel día, Oudinot estaba
realmente vencido. Pero pudo regresar a Civitavecchia y telegrafiar a París:
«Aguardo refuerzos y piezas de asedio».
Fue probablemente para aplacar al furibundo Garibaldi por lo que
Mazzini lo envió contra los Borbones, que avanzaban desde el Sur.
Uniéronse a la Legión los bersaglieri de Manara, y Garibaldi hizo correr la
voz de que la columna iba a arremeter contra los franceses en
Civitavecchia. En cambio, acampó en la villa Adriana de Tívoli, donde por
la noche se produjo el primer choque entre legionarios y bersaglieri.
«Garibaldi es un diablo —escribió Manara a su madre—, Garibaldi es una
pantera y sus hombres son una pandilla de bandidos…». Y Enrico Dandolo:
«Garibaldi parece más un jefe de tribu india que un general». Al frente de
aquella tropa regular y disciplinada que había luchado magníficamente en el
Ejército piamontés, los dos lombardos miraban espantados aquella mesnada
variopinta e incontestablemente sudamericana donde, a fuerza de ascensos
inmediatos, los oficiales eran más numerosos que los soldados, nadie
saludaba a los superiores y el teniente Aguyar contaba más que el coronel,
porque tiraba mejor el lazo y cepillaba las botas del comandante. Y grande
debió ser la consternación de los dos buenos oficiales cuando, en
Prenestina, sus bersaglieri entraron en un convento, vistieron los hábitos
monacales y, con velas encendidas, improvisaron una procesión por el
pueblo. A fuerza de camaradería con los garibaldinos, ellos mismos lo eran
ya y Garibaldi lo observó con satisfacción.
—Se ambientan —dijo.
En Prenestina había tenido lugar un encuentro con las fuerzas
borbónicas del general Lanza, que pusieron pies en polvorosa. En manos de
los garibaldinos quedaron veinte prisioneros con los bolsillos llenos de
amuletos e imágenes de santos. Les habían dicho que Garibaldi era un ogro
y se echaron a sus pies temblando de miedo. Cuando vieron que el ogro no
manifestaba intención alguna de comérselos, empezaron a gritar:
—¡Mecachis en Pío nono!
También entonces una perentoria orden enviada a Garibaldi para que
regresara a Roma impidió la persecución del enemigo y su completa
derrota. Los austríacos avanzaban a través de Toscana y la flota española se
dirigía a Gaeta. Los romanos lo ignoraban, o preferían ignorarlo, para poder
proseguir la fiesta. Pero Mazzini sabía que los días de la República estaban
contados.
El enviado especial francés De Lesseps —el mismo que después abriría
el canal de Suez—, que fue a visitarlo para llegar con él a un acuerdo, halló
a un hombre bastante distinto del «fanfarrón» al que se refería, burlándose
de él, buena parte de la Prensa europea. Mazzini tenía sus reales en la más
pequeña y modesta estancia del Quirinal, donde recibía a quien fuese,
nobles y plebeyos; percibía un sueldo de treinta y dos liras, tenía sobre su
mesa un ramo de flores frescas que cada día le enviaba una admiradora
desconocida, y evitaba hacerse ver y hablar desde el balcón. Su único
pasatiempo, al término de la jornada, era canturrear una canción,
acompañándose él mismo con la guitarra.
En su informe a París, De Lesseps pintó a Mazzini como un perfecto
caballero y describió a Roma como una ciudad sacudida, pero sólo
esporádicamente, por algún estremecimiento de furia jacobina; pero, en
sustancia, tranquila y sin odio alguno a alguien; ni siquiera a los franceses,
ni a los sacerdotes, que seguían circulando por las calles y a menudo del
brazo de los soldados. En San Pedro había largas colas ante los
confesonarios y ante la estatua del apóstol, para besarle el pie. En un café,
un francés había abofeteado a un italiano que insultaba a Francia, y nadie
hizo nada por impedirlo.
A su regreso, Garibaldi se enfrentó con una novedad que le llevó a
romper definitivamente con Mazzini: el nombramiento como generalísimo
de Roselli, que había sido subordinado suyo y librado todas sus batallas
sobre la mesa de su despacho. Y ahora le tocaba recibir sus órdenes —las
órdenes de aquel travet[7], de aquel burócrata de la guerra—. Parece ser que
recibió tales órdenes, pero no las cumplió.
Roselli le confió la vanguardia con la misión de entrar en contacto con
los borbónicos que habían llegado hasta Velletri, pero sin atacarlos. Tenía
—o manifestaba tener— un gran proyecto para rodear al ejército adversario
y aniquilarlo. Garibaldi volvió entre los suyos ceñudo y malhumorado e
inmediatamente mandó decir a Roselli que había sido atacado.
Nadie ha podido establecer después la verdad sobre este episodio. Los
testigos oculares cuentan que, en cierto momento, cuarenta lanceros de
Garibaldi fueron puestos en fuga por los napolitanos bajo las murallas de
Velletri, y que Garibaldi, para detenerlos, se lanzó a la calle con Aguyar,
que trataba de coger con el lazo a los caballos. Los cuadrúpedos rodaron
sobre los dos bípedos, llegaron los napolitanos, que a su vez cayeron, y se
formó tal revoltillo que un grupo de legionarios, entre los doce y catorce
años, llamados «niños de Italia», se puso a disparar sobre todo, hombres y
bestias, hasta que emergió Garibaldi, muy quebrantado y con la señal de
una herradura en el dorso de la mano.
En aquel momento llegaron los bersaglieri. Los napolitanos fueron
rechazados otra vez, pero sus compañeros, desde los bastiones de Velletri,
comenzaron a cañonear. Los bersaglieri se pusieron a bailar bajo las
granadas y dos de ellos quedaron hechos pedazos.
—¡Música! ¡Música! —gritó Manara al «cometa».
—¡Y no ir al asalto con gente así! —refunfuñaba Garibaldi,
restregándose la mano pisoteada.
Llegó Roselli, jadeante y furioso.
—¡Ah, general, estáis aquí! —dijo plácidamente Garibaldi, tendiéndole
el anteojo y señalándole hacia la parte de Terracina—. ¿Veis allí, aquella
línea negra? Son los napolitanos que huyen.
—No es más que una maniobra —replicó entre dientes el generalísimo.
Y, volviéndole la espalda, fue a dormir a casa Blasi.
Garibaldi pasó la noche bajo un seto.
Al amanecer, Dandolo entró en Velletri con una patrulla y no halló a
nadie. El rey Bomba había huido. Sus soldados no querían combatir contra
el «diablo rojo» y decían que Aguyar era Belcebú.
Garibaldi, advertido, llegó con la Legión y los bersaglieri y quiso
dormir en la cama en que lo hiciera el rey Bomba. Mientras se desnudaba,
la camisa se le cayó en el agua. Un corneta le llevó una de fraile. Y así el
republicano anticlerical Garibaldi durmió aquella noche vestido de
capuchino en la cama de un rey.
Pero las cosas no terminaron así con Roselli. El generalísimo acusó a
Garibaldi de haberle hecho fracasar su plan, y Garibaldi acusó al
generalísimo de haberle impedido la victoria por miedo y por celos. Casi se
llegó al duelo. Más que los buenos oficios de Mazzini, lo evitó el Ejército
austríaco que se acercaba a marchas forzadas. Garibaldi fue llamado
urgentemente a Roma. Al confiar el mando de la Legión al coronel Masina,
le escribió:
«El más terrible, el más execrado de nuestros enemigos, nos espera en
los caminos de Romana… y a mí me suena un grito de victoria en el alma.
Preparad la Legión para un encuentro con los alemanes. Decid a los
legionarios que se familiaricen con esa idea, que hagan de ella el
pensamiento constante de cada minuto de la jornada, la palpitación de cada
sueño de la noche. Que se vayan haciendo a la idea de una carga a la
bayoneta, a meter ésta en el costado de un caníbal. Carga a la bayoneta, sin
descargar el fusil. Dad una orden del día que obligue a los legionarios a la
siguiente oración: Dios, concededme la gracia de poder meter todo el
hierro de mi bayoneta en el pecho de un alemán sin haberme dignado
descargar el fusil, cuya bala servirá para matar a otro alemán que no esté
más lejos de diez pasos».
Y no hay duda de que, de haberlos encontrado, Garibaldi hubiera
atacado a los austríacos de ese modo. Como siempre, la fortuna se puso de
su parte, pues no los encontró.

De Lesseps había estipulado con Mazzini un acuerdo según el cual los


franceses se comprometían, permaneciendo acuartelados fuera de Roma, a
protegerla de los austríacos, de los Borbones y de quienquiera que la
atacase. Lo hizo de buena fe, sin darse cuenta de que era el instrumento de
una trampa. Lo supo sólo de labios de Oudinot que, con veinte mil hombres
de refuerzo, había recibido de su Gobierno la orden de ocupar la ciudad.
Roselli le había escrito ingenuamente: «Mi íntima convicción es que el
Ejército de la República Romana luchará un día al lado del de la República
Francesa para sostener los más sagrados derechos de los pueblos». Oudinot
respondió que París le ordenaba ocupar inmediatamente la ciudad, pero que,
para dar lugar a que la abandonaran los franceses que vivían en ella, difería
el ataque de la plaza (de la place) hasta el lunes 4 de junio, por la mañana.
Fue esta palabra, place, la que originó el equívoco. Para Roselli, place
quería decir Roma, toda Roma, la urbe y los suburbios. Y de la misma
manera lo interpretó Mazzini cuando leyó aquella carta perentoria (y un
tanto traicionera). Eran las cinco de la tarde del viernes 1.º de junio. Por lo
tanto, faltaban tres días. Había tiempo para prepararse a la defensa; es decir,
lo hubiera habido de no haber puesto Garibaldi en aquel momento el
«obstáculo» más importante. Escribió al triunviro renovando su
acostumbrada petición de «facultades ilimitadas». Mazzini le contestó
pidiéndole explicaciones. ¿Qué entendía por «facultades ilimitadas»?
¿Plenos poderes?
—Mazzini —replicó Garibaldi al día siguiente, sábado—, ya que me
preguntáis qué quiero, os lo diré: para el bien de la República, sólo puedo
existir de dos maneras: como dictador sin limitaciones, o como simple
soldado. Escoged.
Mazzini se llevó las manos a la cabeza, pero no en el gesto «pensativo»
en el que lo ha inmortalizado la iconografía resorgimentale.
—Garibaldi, me vuelvo loco y me vienen ganas de abandonar la defensa
de la ciudad y todo lo demás y marcharme a Foligno o con el diablo, para
acabar con un fusil en la mano. Así no se salva al país…
—Mazzini —refutó Garibaldi—, creo necesario dar a Avezzana el
mando del ejército…
Es decir, renunciaba a las «facultades ilimitadas» con tal de que le
quitaran de delante a Roselli.
Ya era de noche. Quedaba todo el día siguiente, domingo, para pensarlo.
Todos se fueron a dormir. Mazzini, en su pequeño despacho del Quirinal,
Garibaldi en una casa de la via delle Carrozze, Masina en via Condotti, los
demás oficiales aquí y allá, muchos de ellos en los burdeles, y la Legión en
el convento de san Silvestre. Todos lejos del Janículo, de la villa Pamphili y
de la villa Corsini, llamada «Casino dei Quattro Venti»: localidades todas a
las que Oudinot no consideraba incluidas en el término place que, según él,
quería decir «plaza fuerte», es decir, el centro de Roma.
El primero en saltar de la cama fue Garibaldi, cuando, a las tres de la
madrugada, su jefe de Estado Mayor, Daverio, irrumpió en la cámara con la
noticia de que los franceses habían atacado. Garibaldi movilizó a cuantos
estaban a su alcance —el asistente, el corneta, Aguyar, el médico Ripari—
para que despertaran a los que dormían. Hízose llevar el caballo blanco
desde las cuadras de villa Torlonia y galopó hacia la Porta San Pancrazio.
Vio a los franceses dentro de la villa Corsini y exclamó:
—Consummatum est!
Alzada sobre los viñedos con sus cuatro pisos y la balaustrada alrededor
del cornisón, la villa Corsini era un puesto clave cuya posesión era decisiva
para la suerte de la batalla. Pero los franceses habían dispuesto ya allí su
artillería.
En la claridad lechosa del alba empezaban a llegar, somnolientos y en
pequeños grupos, los legionarios. Las calles de Roma resonaban con el
ruido de las botas y los cascos de los caballos. Gentes medio dormidas se
asomaban a las ventanas. Primero una, después diez y cien campanas
empezaron a repicar; los tambores redoblaron. Poco a poco las calles se
llenaron de gente que corría de un lado a otro, gritando: «¡Al Janículo! ¡Al
Janículo!». Había entre ellos hombres armados, pero los más iban inermes y
se precipitaban a ocupar los puestos mejores, los de proscenio, sobre el
tejado del caserón de tributación, para asistir a la batalla. También estaba
con ellos la banda de música para completar el espectáculo, que realmente
fue soberbio, como los romanos no habían vuelto a ver otro igual desde los
tiempos del Circo. Y Garibaldi dio allí la exacta medida de sí mismo: de su
ánimo, de su ímpetu, de sus cualidades de animador y de su capacidad para
arrastrar a los demás…, y también de su absoluta falta de táctica y
estrategia.
Convencido de que a toda costa había que ocupar de nuevo la villa
Corsini (y tenía razón), a medida que llegaba un grupo de legionarios o de
bersaglieri o estudiantes, lo lanzaba a la bayoneta bajo el terrible fuego de
la artillería francesa. Así cayeron, entre otros muchos, Daverio, Masina y
Enrico Dandolo. Mameli resultó herido en una rodilla y murió un mes
después, a causa de la gangrena.
Aquella inútil matanza duró todo el día. Parecía que Garibaldi había
perdido la cabeza. Sordo a las llamadas y consejos, siguió lanzando a sus
hombres en grupos, en racimos, chillando como un loco: «¡A la bayoneta!
¡A la bayoneta!». Y los hombres corrían a caer muertos entre otros muertos.
Al atardecer, pareció que la resistencia francesa empezaba a vacilar: tal vez
no se trataba más que de un mero relevo de tropas. Garibaldi lanzó al ataque
a cuarenta lanceros a caballo que, de un salto, penetraron en la villa. Con
gritos de entusiasmo, los espectadores bajaron de los tejados y, mezclados a
los combatientes, se precipitaron en alud dentro del jardín convertido en
cementerio. Pero precisamente en aquel momento los espantados caballos
de los lanceros volvieron grupas y se lanzaron sobre la muchedumbre
formándose un montón de personas y de bestias, mientras los franceses
volvían al ataque desde villa Pamphili. Siguió un caos tremendo, un sálvese
quien pueda general, hacia la villa del Vascello, donde el último en entrar
fue Garibaldi, que cerró las puertas a sus espaldas.
Estaba también allí el corresponsal del Times, que al día siguiente envió
a su periódico un artículo muy enfadado en el que expresaba su
contrariedad. Escribió que si los franceses hubieran atacado también desde
la otra parte de Roma, se hubiera asistido a un cuerpo a cuerpo por las
calles y el espectáculo hubiera resultado mucho más sugestivo. Una lástima.
Al día siguiente, Garibaldi tuvo que defenderse, no de los franceses,
sino de los suyos y especialmente de Roselli, que lo acusaba de haber
actuado insensatamente. Se defendió mal; dijo que no se encontraba bien a
causa de la herida del 30 de abril y que estaba acostumbrado a luchar en
campo abierto, no en aquellas estrecheces. Y esgrimió también un sólido
argumento: él sí que había estado bajo las balas. Y los otros, los que le
criticaban, ¿dónde estaban entonces? Además, no era momento de
polémicas: el asedio de Roma había comenzado.
Los franceses no tenían prisa. Sabían que la ciudad no podía ofrecer
resistencia; la única posición que atacaban vigorosamente era el Vascello,
donde Giacomo Medici se había hecho fuerte con su batallón. Los cañones
de Oudinot lo bombardeaban desde una distancia de 260 metros. Pero las
villas de aquella época tenían recias murallas, y Medici era hombre de
redaños.
Garibaldi se había acuartelado con Manara en la villa Savorelli. Por la
mañana, al amanecer, subía a la torrecilla y se ponía a horcajadas sobre la
balaustrada, balanceando las piernas en el vacío, con una taza de café en la
mano y el indefectible cigarro puro en la boca. Divertíase atrayendo sobre
su camisa roja la fusilería de los franceses, que debían de tener una puntería
bastante imprecisa, y a proporcionar el modelo de aquellas inútiles
fanfarronadas destinadas a convertirse en irritación y deleite del futuro
Ejército italiano. Un día, un suboficial suyo colgó del pararrayos una
bandera con esta inscripción: «Buenos días, cardenal Oudinot». Otro día, el
padre Ugo Bassi se presentó a decir misa con el jubón rojo sobre el hábito
de fraile. De noche, los legionarios organizaban salidas. Una de ellas se
hizo famosa con el nombre de «encamisada», porque para reconocerse en la
oscuridad se pusieron una camisa blanca. Desgraciadamente, los
voluntarios polacos que formaban la vanguardia se extraviaron, y tras una
vuelta en redondo fueron a encontrarse ante los legionarios, que entretanto
se habían quitado las camisas blancas porque la luna los hacía demasiado
visibles. No se reconocieron y comenzaron a dispararse los unos a los otros,
en una gran algarabía, con Garibaldi en medio, blasfemando como un turco
y dando mandobles a diestro y siniestro. Y esas inútiles bravatas debían
proporcionar, desgraciadamente, un modelo al futuro Ejército italiano, que
en ellas ha desplegado siempre una inventiva que lamentablemente le ha
faltado en las operaciones serias. Pero a Garibaldi le entusiasmaban.
«Querida Anita —escribió a su mujer—, combatimos sobre el Janículo y
este pueblo es digno de su pasada grandeza… Una hora de nuestra vida en
Roma vale un siglo de vida…». Aún no se había secado la tinta en el papel
y la villa Savorelli se hundió sobre la cabeza del general, obligándolo a
trasladarse a villa Spada. La carta salió, de todos modos. Pero Anita no la
recibió, porque en aquel instante se hallaba ya camino de Roma, encinta por
quinta vez.
Era el fin. Garibaldi insistió en la propuesta hecha tantas veces: romper
con un golpe de mano el cerco y llevar a la guerrilla al ejército, al Gobierno
republicano y la guerra. Mazzini se negó.
Él 21 de junio, los franceses ocuparon dos bastiones, sin que Garibaldi
opusiera gran resistencia. Mazzini y Roselli, furiosos, le hicieron
comparecer y le dijeron que reconquistara las posiciones. Mazzini tenía una
idea heroica y literaria de las murallas: decía que eran sagradas y que un
pueblo debía estar dispuesto a dejarse matar para defenderlas. Surgió una
discusión tremenda, pronunciándose palabras gruesas. Al final, Garibaldi
prometió intentarlo al día siguiente. Y lo hizo, pero sin convicción, e
inmediatamente después ordenó la retirada. Le conminaron a que probara
de nuevo. Pero desobedeció.
Alguien habló de cobardía. Pero el motivo no era ése. Era que
Garibaldi, convencido ya de que el destino de Roma estaba señalado, había
ido madurando cada vez más su proyecto de proseguir la guerra de
guerrillas, por lo que no quería malgastar sus fuerzas en una defensa
imposible. Ya no podía contar con el empuje de los legionarios. El mismo
Manara le aconsejaba reservarlos. Ahora, las bombas francesas caían ya en
todos los rincones de Roma, hasta el punto que los cónsules de las potencias
extranjeras enviaron una indignada protesta a Oudinot. También villa Spada
se derrumbó sobre la cabeza del general, que buscó refugio en una cabaña
de cañizos. Allí fueron a visitarlo algunas damas romanas atraídas, como
siempre, por su fama de «chulo». Mientras hablaban con él, una bomba lo
lanzó todo por el aire, dejando en un amasijo los cañizos, el general y las
señoras.
El día 26 llegó Anita. La batalla no la desanimó, pero su estado de
gravidez la hacía sufrir. Su respiración era afanosa, su aspecto demacrado y
padecía continuos desvanecimientos. Pero su José no tuvo tiempo de darse
cuenta de todo ello. Tenía que acudir a Mazzini para convertirlo a su plan
de salida. Esta vez el triunviro vaciló, pero Roselli se mantuvo
inconmovible y Garibaldi dijo que presentaba su dimisión y retiraba la
Legión… Por todas partes cundió el desánimo y pareció que ya todo se
había venido abajo. Pero, durante la noche, Manara habló largo rato con el
general, que volvió a mandar a los legionarios a la línea de fuego y escribió
a Mazzini: «Mazzini, hemos recuperado las posiciones exteriores de la
Porta San Pancrazio. Que el general Roselli me enríe órdenes…».
Pero ¿qué órdenes podía enviarle Roselli?
La noche del 29 al 30 de junio, fiesta de san Pedro, Oudinot decidió
acabar de una vez. Sabía que era una fiesta grande para los romanos, que se
prepararon para ella como si la guerra no fuera cosa suya. Colgaron
lámparas en las ventanas y aprestaron morteros y cohetes. La cúpula de San
Pedro estaba refulgente. Pero de pronto cayó un aguacero que apagó
aquellas luces, dejándolo todo sumido en tinieblas. En medio de esas
tinieblas avanzaron los franceses.
Se mató por las calles sin que los adversarios se vieran entré sí, a
puñaladas y a culatazos, a veces romanos contra romanos y franceses contra
franceses. Emilio Dandolo escribió que Garibaldi hizo por sí solo una
verdadera matanza, golpeando con su enorme sable empuñado con ambas
manos y cantando a voz en cuello un himno popular. Una furiosa pelea tuvo
lugar en torno a las ruinas de villa Spada, donde Manara y algunos de sus
bersaglieri prefirieron dejarse matar antes que rendirse. Medici irrumpió
desde el Vascello y en medio del caos pudo reunirse con la Legión.
A mediodía, Garibaldi fue convocado al Capitolio, donde la Asamblea
estaba discutiendo la rendición. Tenía el rostro sudoroso, y su camisa roja
estaba hecha jirones y cubierta de fango y de sangre; se le había torcido el
sable y sólo hasta la mitad entraba en la vaina; había lágrimas en sus ojos
por la muerte de Aguyar, caído bajo una bomba en el Trastevere. Todos, al
verlo, se pusieron en pie y estallaron en prolongados aplausos.
Le dijeron que se presentaban tres soluciones. La primera era la
rendición pura y simple. La segunda, la resistencia a ultranza hasta el
suicidio colectivo. La tercera, la evacuación del ejército y la prosecución de
la lucha.
Garibaldi, naturalmente, se manifestó en seguida por la tercera solución
que, en el fondo, era su vieja idea. Dijo:
—Dondequiera que estemos, allí estará Roma. Pero recordad, señores,
que no volveréis a encontrar las comodidades de Roma, las buenas
habitaciones, vuestros cafés, vuestras comidas. Dormiréis muchas veces a la
intemperie y en ocasiones bajo la lluvia. Caminaréis bajo los rayos del sol,
y no siempre en carroza. Comeréis lo que se encuentre y, en extrema
necesidad, nuestros caballos. Pensadlo bien y decidid en seguida.
Y salió. En casos de emergencia, Garibaldi llegaba a ser un hombre
serio. Y hasta renunciaba a la retórica.
La Asamblea discutió aún un poco. Después, aprobó la más fácil de las
tres soluciones, la primera, es decir, la rendición. Mas, para aplacar a
Garibaldi, lo nombró general en jefe del Ejército, ahora que el Ejército ya
no existía, con plenos poderes. Eran las «patentes de corso» en cuya busca
había ido siempre. Y esta vez llevaban la firma de Mazzini y el sello de la
República Romana.
El 2 de julio, el señor Caso, ministro plenipotenciario de los Estados
Unidos, lo llamó al «Hotel de Russie», para entregarle un pasaporte
americano y transmitirle la invitación de ir a su país. Garibaldi aceptó el
pasaporte, pero rechazó la invitación. A las seis de la tarde reunió a los
legionarios en la plaza de San Pedro y les dijo:
—Salgo de Roma. Quien quiera proseguir la guerra contra el extranjero,
que venga conmigo. No ofrezco ni paga, ni cuartel, ni provisiones; ofrezco
hambre, sed, marchas forzadas, batallas y muerte.
Cuatro mil hombres se pusieron tras él. Estaba también Anita, vestida
de legionario, con el rostro lívido y el vientre hinchado. Estaban los
Ciceruacchio, padre y dos hijos. El padre Bassi, con la camisa roja, el
sombrero de sacerdote y en el bolsillo, en lugar del Evangelio, el
manuscrito de un poemita suyo titulado La Croce vincitrice, que iba
componiendo ya hacía años y no terminaba nunca. También estaba Bueno,
que llevaba a hombros al general cuando éste sufría del reuma; y Sacchi y
Hofstetter y tantos fieles amigos, viejos y nuevos. Pero ya no estaban
Manara, ni Dandolo, ni Masina: habían muerto. Ni estaba tampoco Aguyar.
Los saludaron fríos aplausos, mezclados con algún suspiro de alivio.
CAPÍTULO X

MUERTE DE ANITA

El primer proyecto de Garibaldi fue trasladarse a Venecia, que seguía


defendiendo su independencia. Mas para llegar hasta allí había que recorrer
centenares de kilómetros de terreno peligroso y eludir la tenaza con que lo
estrechaban treinta mil franceses, quince mil austríacos, doce mil
borbónicos, seis mil españoles y dos mil toscanos: todos lanzados como
perros policías sobre sus huellas.
Los legionarios eran, en total, cuatro mil; pero no fueron tantos durante
mucho tiempo. Ya a algunos kilómetros de Roma, el número empezó a
descender. Al cabo de una semana, quedaban dos mil quinientos y, por
primera vez, en la Legión sobraron fusiles. Los enterraron o los escondieron
entre matorrales, porque si los encontraban los campesinos, podían llevarse
la sorpresa de alguna descarga de fusilería por la espalda.
Era una vida que ponía a dura prueba la resistencia física y moral de los
hombres. Caminaban sólo de noche, porque durante el día era mejor
quedarse escondidos en los bosques o entre las rocas, y nunca se sabía
adonde se iba. Para despistar al enemigo, Garibaldi avanzó en zigzag,
siguiendo su olfato de guerrillero y demostrando poseerlo como nadie.
Fingió avanzar hacia los Abruzos, donde se lanzaron sus perseguidores;
después se desvió de improviso hacia Monterotondo, esparciendo la voz de
que se dirigía contra Civitavecchia. Inesperadamente, se presentó en Terni,
que lo acogió con entusiasmo; después, por Todi, llegó a Orvieto. En
Orvieto se había preparado un gran rancho para una guarnición de franceses
que estaba llegando. Se lo comieron los legionarios, dejando los huesos a
los franceses, y a los orvietanos el terror de ser acusados de
colaboracionismo. En Arezzo, Antonio Guadagnoli, poeta y gonfaloniere de
la ciudad, hizo bajar las persianas y cerrar las puertas a cal y canto. Los
legionarios quisieron abatirlas, pero Garibaldi lo prohibió.
Por primera vez en su vida había implantado una disciplina férrea,
porque no quería provocar descontento entre las poblaciones, pensando
siempre en reanudar su tarea revolucionaria, que constituía su mejor afán.
Sólo consentía el saqueo de los conventos, pero a los pobres había que
respetarlos. Un legionario sorprendido al robar una gallina, fue
inmediatamente fusilado. También se fusiló a desertores. Y en tales
ocasiones, el bonachón Garibaldi de siempre daba paso a otro Garibaldi,
duro y despiadado, que ordenaba personalmente las ejecuciones, sin
quitarse el cigarro puro de la boca.
La travesía de los Apeninos fue dura. En Sant’Angelo in Vado pareció
que la Legión había caído en una trampa, porque la caballería austríaca
cerraba todas las salidas en el fondo del valle. Pero Garibaldi encontró una
brecha por la que podía pasar un hombre solo y no perdió más que algunos
de la retaguardia, que fueron muertos por los húsares húngaros. Sin
embargo, la esperanza de llegar a Venecia parecía más lejana cada vez y las
deserciones seguían. Un día desapareció también Ignacio Bueno, el
fidelísimo, que prefirió darse al bandolerismo, creando un grupo propio.
Anita cabalgaba siempre junto a su José, tal vez satisfecha en el fondo,
de no haber conseguido hacer de él un hombre y un marido corrientes. De
cuando en cuando, su rostro, siempre pálido y un poco hinchado, se tornaba
lívido, y dos hilillos de saliva le descendían de las comisuras de los labios.
Su salud declinaba. Pero nunca se quejó.
En el árido y abrasado valle del Foglia, a donde por fin fueron a dar, les
esperaban el hambre y los fusileros tiroleses. En la enconada persecución
que se desarrolló a lo largo de los secos lechos de los torrentes, Garibaldi
dejó media Legión entre muertos, heridos y desaparecidos. Los que
quedaban, se arrastraron a duras penas, llevándose a remolque el único
cañón salvado en aquella desesperada marcha, hasta Macerata Feltria. Tres
Cuerpos del Ejército austríaco los perseguían de cerca: el del archiduque
Ernesto, el de Stadion y el de Hahne. El camino del Adriático estaba
cerrado y había que renunciar a Venecia; no quedaba más que una salida:
San Marino.
El 31 de julio, Garibaldi se presentó, solo, al capitán regente Belzoppi,
que lo recibió en la sala de audiencia. Pidió hospitalidad para sí y para sus
tropas hambrientas, comprometiéndose a hacer deponer las armas a las
puertas de la pequeña República. Se le concedió hospitalidad. El general
volvió a bajar de la roca para reunirse con los suyos en el momento en que
sobre ellos se lanzaba la vanguardia del general Hahne. Algunos cronistas
afirman que Anita, con la espada desenvainada, se puso al frente de la tropa
que intentaba recuperar el último cañón, precipitado en un barranco. Es
posible que así aconteciera, dada la personalidad de Anita. Pero, en todo
caso, no hubo combate, porque Garibaldi, que llegó a rienda suelta, ordenó
a todos que dejaran el cañón donde estaba y se dirigieran a la roca de San
Marino.
La pequeña República, aun con todas las invasiones sufridas, nunca
había visto un ejército como el que a mediodía del 31 de julio de 1849 se
reunió en su plaza: sombreros con plumas de gallo, gorros en forma de
chistera, jirones de uniformes austríacos, franceses, borbónicos, barbas
bíblicas, llagas horrendas; y, en medio, aquella mujer vestida de soldado
con el sable y la barriga hinchada. Sobre las gradas del convento de
capuchinos, el general daba su última orden del día:
«Soldados, estamos en tierra acogedora y debemos adoptar la mejor
actitud posible para con nuestros generosos huéspedes. Soldados, os libero
del compromiso de seguirme: volved a vuestras casas, pero acordaos de que
Italia no debe seguir estando en servidumbre y en la mentira. La guerra
romana por la independencia de Italia ha terminado».
Entretanto, el archiduque Ernesto dictaba a Belzoppi las condiciones
para la rendición. La República debía entregar a los austríacos las armas de
Garibaldi. Los legionarios, acompañados bajo escolta a sus lugares de
origen, serían amnistiados. Garibaldi se comprometía, bajo palabra de
honor, a emigrar a América.
Garibaldi leyó las condiciones a su Estado Mayor reunido en el «Café
Simoncini» y dijo que era un diktat que un buen republicano no podía
aceptar. Escribió allí mismo una nota de agradecimiento a los ciudadanos
representantes de la República por todo lo hecho, y comió un bocado junto
a Ciceruacchio y al padre Bassi.
Y, de nuevo en su caballo, dijo a los demás que lo esperaban fuera:
—A quien quiera seguirme ofrezco nuevas batallas, sufrimientos y
exilio; ¡pero nunca pactos con el extranjero!
También Anita montó a caballo. Garibaldi intentó persuadirla de que se
quedara.
—¿Quieres dejarme? —respondió ella, atravesándolo con aquellos ojos
de mujer enamorada y celosa, que, cuando querían, sabían infundir miedo
incluso a José.
Doscientos cincuenta le siguieron al día siguiente, l.º de agosto. Los
otros, que lo habían ignorado todo, cuando se enteraron de que el general se
había ido, perdieron la cabeza. Alguien habló de reanudar por propia
iniciativa la guerra contra los austríacos. Otros se lanzaron tras las huellas
del jefe. La mayoría, vestidos de paisano, intentaron volver a sus casas.
Pero, reconocidos, fueron arrestados y encarcelados. Garibaldi era un
general que tenía la desmovilización demasiado difícil, o, mejor dicho,
demasiado fácil. Para sí escogía siempre el camino más arduo, el del honor;
pero no se preocupaba mucho de quien no pudiera seguirlo.

Caminando siempre de noche y a hurtadillas, los fugitivos llegaron a


Cesenatico, donde había pocos austríacos y muchas barcas de pesca (porque
la idea de Garibaldi seguía siendo llegar a Venecia). Los austríacos fueron
sorprendidos en el sueño dentro de sus puestos de guardia; los legionarios
querían fusilarlos, pero el padre Bassi se opuso. Los dueños de las
embarcaciones fueron echados fuera de sus camas y obligados a arrastrar
las barcas desde el canal al mar. Una borrasca retrasó la operación, que duró
siete horas, bajo la constante amenaza de que llegara algún destacamento
austríaco. El más pintoresco de todos los legionarios, el inglés Hugo
Forbes, que se había enrolado en Terni, había improvisado una barricada de
protección y allí estaba con el fusil y un altísimo sombrero de copa blanco
en la cabeza, junto a Anita que dormitaba rendida de cansancio.
Entre velámenes y jarcias, Garibaldi encontró de nuevo su espíritu
marinero y se echó al agua para tirar de las anclas. Por fin, a las ocho de la
tarde todo estuvo dispuesto y Garibaldi dio el beso de despedida en la frente
a su caballo, que regaló a un empleado del lugar.
—Haz con él lo que quieras —le dijo—. Basta que no caiga nunca en
manos de los austríacos.
Los austríacos llegaron una hora después de que zarparan. Pero las
barcas estaban ya fuera de tiro.
A la borrasca había sucedido, como suele ocurrir en verano, un hermoso
plenilunio que plateaba las velas de la flotilla. Y la plateaba tan bien que no
escaparon a la vista del bergantín austríaco Orestes, que primero les
conminó a que se detuvieran, después empezó a perseguirlos y, por último,
a cañonearlos. Los pescadores de Cesenativo se negaban a seguir adelante.
Ocho barcas fueron capturadas, cinco escaparon, pero sólo tres
consiguieron llegar, en la mañana del día 3 de agosto, a la costa de
Comacchio.
En este punto comienza una odisea que ningún historiador ha podido
reconstruir con exactitud. El mismo Garibaldi, ignoramos por qué, se
mostró muy lacónico en ese capítulo de sus Memorias, aun siendo tan
dramático, y hasta muy impreciso, en algunos detalles. Por ejemplo, al
referirse a Nino Bonnet, que fue el primero en ayudarle en aquellas
circunstancias, lo confunde con un exoficial suyo, de Roma, cuando la
verdad es que Bonnet nunca había estado en la urbe.
Y, sin embargo, es precisamente a base de los recuerdos de éste y de los
de Gaspare Baldini, como podemos seguir las vicisitudes de aquella afanosa
fuga.
En aguas de Magnavacca, Bonnet vio por casualidad las barcas que
seguían la dirección de Venecia, y por un cañonazo del bergantín austríaco
comprendió qué era lo que llevaban a bordo y lo que se proponían hacer. En
el puerto había ciento cincuenta soldados austríacos y del Papa, ya en
estado de alarma. Aprestó el cabriolé y los precedió, costeando el mar, en
busca del lugar en el que los fugitivos debían desembarcar. Al cabo de
cinco kilómetros de camino, los vio desembarcar de las barcazas. El último
en hacerlo llevaba a una mujer en brazos.
Eran Garibaldi y Anita con el padre Bassi, el capitán Leggero,
renqueante, Livraghi, los Ciceruacchio, Parodi, Laudadlo, Luigi Rossi,
Fraternali, Baccigalupi, don Stefano Ramorino y otros cuatro.
De un refugio a otro, los condujo hasta la casa Zanetto, en el valle Isola,
donde Garibaldi y Leggero se quedaron para cuidar a Anita, mientras los
otros se diseminaban por los alrededores y Bonnet corría a Comacchio para
alquilar una barca. En Comacchio, en la «Posada de la Luna» encontró a
Bassi y Livraghi bajo la vigilancia de los austríacos, como sospechosos
garibaldinos. Los había denunciado el brigadier del ejército papal, Sereni de
Cesenatico, uno de aquellos a quienes Bassi había librado de la furia de los
legionarios. Livraghi y Bassi intentaron huir, pero fueron detenidos y
fusilados cinco días después.
Entretanto, en la granja Zanetto, Anita estaba encomendada a los
cuidados de la dueña, Teresa de Carli Patrignani. Su estado se había
agravado a partir del momento en que José insinuara el propósito de dejarla
allí, mientras él buscaba salida en Piamonte, a través de la Romaña. Se
cogía a la mano del marido, mientras las convulsiones la destrozaban. José
tuvo que jurarle que permanecería a su lado hasta el fin. Porque Anita sabía
que se trataba del fin y no le daba miedo. Lo único que la atemorizaba era
que él se marchara.
Cuando llegó la barca, la acomodaron en la popa sobre un montón de
almohadones, y Bonnet corrió en su cabriolé a preparar la llegada a la
granja Guiccioli, cerca de Rávena. Pero durante la noche lo despertaron
para decirle que el barquero, sabiendo qué pasajeros llevaba a bordo, los
había desembarcado y no quería seguir adelante. Bonnet se apresuró a
buscar otro, un tal Guidi, que fue con su barca a recoger a los fugitivos,
detenidos en la Tabarra d’Agosta, bajo una tejavana de cañizales. De allí
navegaron hasta la Chiavica di Mezzo, donde los aguardaba otro cabriolé.
Hubo que quitar el asiento para tender sobre la tarima el colchón de Anita,
donde ella yacía jadeante, despeinada y con aquellos dos hilos blanquecinos
de saliva en la boca.
Tenían que recorrer tres kilómetros. El dueño del cabriolé, Manetti, se
puso ante el caballo para que caminara despacio e impedir las sacudidas. Al
lado iba Garibaldi con una gran sombrilla abierta para proteger a la
moribunda de los dardos del sol. Detrás, Leggero caminaba cojeando.
Bonnet oyó a Anita murmurar:
—¡José, los niños!
Concluye aquí el testimonio de Bonnet y comienza el de Gaspare
Baldini que, ignorante de todo, se hallaba casualmente aquella tarde del 4
de agosto cazando en las Mandriole, cerca de la casa Guiccioli.
Vio pasar el cabriolé, pero no prestó atención. Después, volvió a verlo
parado ante la granja. Uno de los tres acompañantes salió a su encuentro.
Lo reconoció en seguida. Tenía una barba roja y abundante, larga de un
palmo bajo el mentón, y llevaba un sombrero negro abombado y de ala
ancha, una camisa de tela blanca y bastos pantalones, sujetos a la cintura
por un pañuelo de seda. Con voz rota, dijo a Baldini:
—Por favor, socorred a esta pobre infeliz.
Y mostró a una mujer jadeante que llevaba una camisa, una saya y un
albornoz de cambray.
En aquel momento salió de la granja el doctor Nannini, que había
venido a visitar a la mujer del granjero, enferma. Al ver a Anita se inclinó
sobre ella; luego, dijo que la llevaran arriba. La llevaron con colchón y
todo. Mientras subían las escaleras, tuvo otra convulsión, pero más leve.
Cuando estuvo tendida en el lecho, Nannini volvió a mirarla y después dijo:
—Ha muerto.
Garibaldi estalló en sollozos. También sollozaba Leggero, a su lado,
pero con más comedimiento.
Garibaldi permaneció junto a Anita alrededor de una hora, quizás hora y
media. Después vinieron a decirle que los austríacos estaban llegando.
Entonces se levantó como movido por un resorte y rogó a los presentes que
llevaran el cadáver a Rávena, lo embalsamaran y le hicieran un funeral.
Nannini y los demás le objetaron que las autoridades policiales no lo
consentirían. Garibaldi no tuvo tiempo para insistir.
—Al menos conservad los huesos —dijo al marchar.

Ésta es la confesión hecha por Gaspare Baldini a la policía, que lo


arrestó junto con los hermanos Ravaglia, granjeros de los Guiccioli; todos
ellos acusados de complicidad en el asesinato de Anita, para adueñarse del
«tesoro de Garibaldi».
En este asunto, que durante meses enteros obsesionó a Ministerios y
comisarías de policía de media península, estaba ya toda la historia de la
manera de ser italiana hasta nuestros días. Comenzó con el grito de terror
lanzado por una chiquilla de catorce años, una tal Pasqua dal Pozzo, que,
apacentando las ovejas en un prado de los Guiccioli, vio salir de entre los
terrones una mano. Al día siguiente se hizo una inspección ocular con la
subsiguiente autopsia. El profesor Fuschini determinó que se trataba del
cadáver de una mujer en cuyo vientre había un feto de seis meses. Lo confió
para la sepultura al párroco don Bruzatti, el cual, antes de dársela, quiso
saber con certeza si se trataba de una cristiana o de una hebrea. Y cómo lo
pudo determinar, tratándose de una mujer, es cosa que ignoramos. Como
quiera que fuese, se le dio sepultura.
Que se trataba de Anita, lo supo el comisario pontificio Bedini (el
mismo de Río, a quien Garibaldi remitió la carta para el Papa); y lo supo —
ni que decirlo— por una carta anónima en la que se revelaban los nombres
de todos los que habían tomado parte en el «delito». El inspector de policía
Zeffirino Socci fue encargado de la investigación. Suscitó ésta una
polvareda de acusaciones y réplicas al término de la cual poco quedó de
positivo; sólo la convicción —difundida entre toda la gente del lugar— de
que Garibaldi poseía un «tesoro» y que alguien debía haberse quedado con
él. Porque, ¿cuándo ha escapado un jerarca sin un tesoro?
Monseñor Bedini creía haber reducido el «caso» a sus verdaderas
dimensiones, cuando le llegó una carta del ministro del Interior Savelli en la
que prácticamente se le reprochaba haber «enterrado» el asunto Garibaldi.
Se volvió a empezar con acusaciones y contraacusaciones, que de nuevo
dieron pábulo a la leyenda del «tesoro». Llegó ésta a oídos de un célebre
bandido que merodeaba por aquellos lugares, Stefano Pelloni, «el
caminante cortés». Éste se presentó un día a los hermanos Ravaglia,
liberados de la cárcel por haber podido demostrar que en el momento de la
muerte de Anita se hallaban en la ciudad, para pedirles su parte en el
«tesoro». Y para persuadirle de que tal tesoro no existía, los Ravaglia
hubieron de entregarle uno: 1434 chelines.
Pero todos siguieron convencidos de que el «tesoro» debía de
encontrarse en algún sitio y continuaron las búsquedas. Diez años después,
cuando Garibaldi volvió a pasar por aquellos lugares, un viejo superviviente
de las guerras napoleónicas le susurró un tanto burlón:
—Ha perdido mucho por estas tierras, ¿verdad?
—No tenía dinero —respondió secamente Garibaldi.
En aquella ocasión, el general hizo asignar, por méritos patrióticos, una
pensión a su «salvador». Ravaglia, que a la sazón debió de olvidar
completamente que aquel famoso día de la «salvación» no había estado
presente. Y todos vieron en ese premio la confirmación de que Ravaglia
había sido el custodio del «tesoro».

Mientras tanto afán había en tomo al cadáver de Anita, Garibaldi y


Leggero proseguían su fuga, saltando de escondite en escondite.
Este Leggero, al que en adelante hallaremos siempre a su lado,
llamábase en realidad Giovanni Battista Culiolo y era de origen corso, pero
nacido en la Maddalena. El nombre de «Leggero» lo había tomado (como
Garibaldi el de «Cleombroto») al enrolarse en la Marina sarda, donde sirvió
durante quince años. Desertó de la Marina en 1839, mientras se hallaba con
su fragata, la Regina, en el Brasil, cuando oyó hablar de la Legión italiana
de Montevideo, adonde se dirigió inmediatamente. Fue de los primeros en
enrolarse y se ganó las simpatías de Garibaldi con su valor y su callada
devoción. De baja estatura, velludo, negro, rechoncho, de aspecto horrible,
perdió un brazo y quedó renqueante de una pierna en un combate, pero
seguía siendo fuerte como un toro y ágil como un gato. Vivía de nada y no
se quejaba por nada. No se lamentó siquiera de que Guerzoni y Abba
hablaran de él como de una de las figuras secundarias de la época
garibaldina, desfigurándole incluso el nombre y llamándolo Cogliolo. Por el
contrario, fue entre todos el más próximo a Garibaldi y quien más
contribuyó a su mito, conduciéndolo a Caprera.
El segundo capítulo de su fuga, que comenzó por entonces, se llamó
«evasión» y, entre los que de veras los ayudaron y los que más tarde se
ufanaban de haberlos ayudado, habría que citar centenares de nombres. Nos
limitaremos a los más importantes.
El ingeniero Montanari se encargó de guiar y esconder en una casa de
Rávena a los dos fugitivos, que los gendarmes buscaban en el campo. Pero
para llegar allí se necesitaron cuatro días de peripecias, con pasos de ríos a
nado, paradas para secarse al sol de agosto y noches enteras a la intemperie
bajo los picotazos de los mosquitos. Leggero era cauto y silencioso. Pero a
Garibaldi era difícil tenerlo escondido, porque estaba dispuesto a renunciar
a lo que fuera menos a decir a todos que era Garibaldi.
En casa Plazzi, donde se refugiaron al principio, hizo tal relato de los
propios hechos que la señora se asustó y obligó al marido a liberarla de
semejante huésped.
La noche del 12 de agosto, ambos fueron trasladados a la granja
Cherubini, en el distrito de San Rocco. Desde su cuchitril, al lado de la
cocina, Garibaldi oyó a algunos mozos que hablaban del hallazgo del
cadáver de Anita, medio devorado por los animales. Irrumpió, fuera de sí,
entre ellos, y se requirió no poco esfuerzo para calmarlo. Pero se había dado
a conocer y hubo que desalojarlo también de allí.
Disponíase a marcharse, cuando oyó unos disparos. Inmediatamente
pensó que había estallado una revuelta en la ciudad y ya iba a acudir cuando
le explicaron que no se trataba más que de petardos para la fiesta de la
Asunción, y lo desviaron hacia Forlí. Para que pasara sin ser visto por el
puesto de vigilancia, un tabernero, Gildo, emborrachó a los gendarmes.
Pero por entonces en Forlí se había difundido la noticia del fusilamiento de
Bassi y Livraghi y nadie quería en su casa a aquellos dos peligrosos
viandantes. Por último, el doctor Zattini se avino a acogerlos y a organizar
el «salto» hacia la Toscana, con la colaboración de un grupo de spalloni, es
decir, de contrabandistas de los Apeninos toscano-emilianos. Y en este
punto entra en escena don Giovanni Veritá.
Don Giovanni Veritá era párroco de Modigliana y gozaba de muchas
simpatías entre los liberales romañolos porque había ayudado a pasar a
muchos a la Toscana. Solicitado por un mensaje de Zattini, la noche del 20
de agosto se colocó en el umbral de la casa parroquial limpiando el fusil y
diciendo a los que pasaban:
—Esta noche voy de caza.
No había razón alguna para no creerle: don Giovanni era un
especializado «aojador» de liebres. Pero la liebre, en aquella ocasión, fue
Garibaldi, que a las nueve y media de la mañana, junto con Leggero,
apareció en el lugar convenido, sobre el monte Trebbio. Pusiéronse en
marcha y llegaron al torrente Marzeno que venía muy crecido. Don
Giovanni encaramó a sus hombros a Leggero y lo pasó a la otra orilla.
Garibaldi quería hacerlo por sí mismo. Dijo:
—El agua es una vieja amiga mía.
—El agua de mar —replicó el sacerdote—. Pero ésta es más peligrosa.
Y lo pasó también a hombros.
Después, ya en la otra orilla, cogió en la suya la mano del general y le
dijo con voz temblorosa:
—¡Gracias!
Éste es, al menos, el relato que hizo después el mismo don Giovanni a
sus feligreses. Pero éstos empezaron a decir en seguida que todo era una
sarta de mentiras. Primero: al encuentro de Garibaldi no había salido sólo
él, sino también unos tales Variani, Ciani, Neri y Tramontani, que
presentaban igualmente su candidatura a una parte alícuota de gratitud
nacional. Segundo: don Giovanni no había ido a pie, sino que había usado
la calesa del párroco de Miano. Tercero: Garibaldi y Leggero no habían
atravesado el torrente a hombros de don Giovanni, sino que lo habían
vadeado por sí mismos. Los fugitivos no permanecieron ocho días
escondidos en casa de don Giovanni, como el sacerdote aseguraba, sino
sólo dos, el 21 y el 22 de agosto.
La incredulidad y los sarcasmos de sus feligreses fueron para el pobre
«don Zuan» una persecución más dura que la infligida por la autoridad
eclesiástica por sus complicidades con los rebeldes. Muchos años después,
ya en su lecho de muerte, repitió su historia en la acostumbrada versión y
añadió con tono suplicante:
—No tengo motivo alguno para decir una cosa por otra. Prestad fe a un
hombre que sólo tiene pocas horas de vida…
Pero en este país superpoblado, ni siquiera en la historia pueden
ocuparse «puestos» sin provocar oposiciones.
Garibaldi y Leggero pernoctaron en Palazzolo, en la «Posada del
Genio». Al día siguiente, disfrazados de campesinos, pasaron el límite
fronterizo en cabriolé por el paso de la Futa y se detuvieron en la «Posada
de Santa Lucía», regentada por Pasquale Baldini, ausente en aquel
momento. Su hija, Teresa, mientras servía el café a Garibaldi, le dijo:
—Tenga cuidado, que los soldados austríacos y toscanos lo buscan por
tierra y mar.
—¿Cómo sabes quién soy? —preguntó sorprendido el nizardo.
—¿No recuerda ya que pasó por aquí con sus voluntarios el pasado
noviembre?
Hablaron todavía un poco; después, Garibaldi, con el brazo apoyado en
la mesa e inclinada la cabeza sobre el brazo, se durmió. Al poco rato,
Leggero le golpeó con la mano en el hombro. Garibaldi abrió los ojos y vio,
sentados ante él, a una patrulla de croatas mandada por un sargento. Miró
fijamente a la muchacha, que comprendió al instante y se puso a charlar con
el sargento. Éste, en pésimo italiano, le contó que estaban persiguiendo al
«infame Garibaldi» y que estaban a punto de llegar otros treinta soldados.
Garibaldi, con aire indiferente, apartó la linterna que le alumbraba, y al
amparo de las sombras, sin que nadie se fijara en él, escapó con su
compañero. Cenaron en un henar próximo, con pan y huevos, y a la noche
siguiente reanudaron su marcha. Garibaldi se alejó de mala gana. A la
Teresa Baldini habíase añadido otra Teresa, amiga suya y de la misma edad,
Biancalani de apellido. Eran dos verdaderas muchachas en flor, vivarachas
y desenvueltas.
—¡Qué tesoros de ingenio sepultados entre estas montañas! —suspiró el
general. Pero Leggero tenía prisa.
Garibaldi regaló a la Baldini dieciocho gregorine de oro y le dijo:
—Ahora me voy a América. Cuando vuelva, ven a buscarme.
La mañana del 26 de agosto llovía a cántaros. El ingeniero Enrico
Segni, director de los trabajos de carreteras, estaba cazando en los
alrededores del molino de la Cerbaia, cuando vio venir hacia él a dos tipos
de mala catadura y empapados en agua. Supuso que debían ser prófugos de
los Estados de la Iglesia, los condujo al molino y encendió fuego. Después,
sacó del bolsillo el periódico y se puso a leer; pero uno de los vagabundos
estalló en una carcajada. Volvióse hacia él con gesto interrogativo y el otro
le indicó en el periódico, donde campeaba, con caracteres llamativos, la
noticia de que Garibaldi había sido capturado en aguas de Venecia.
—Entonces, ¿dónde está nuestro Garibaldi? —preguntó el ingeniero.
—¡En vuestros brazos, amigo! —respondió Garibaldi, abriendo los
suyos de par en par, porque se moría de ganas de decírselo.
Naturalmente, Segni se puso inmediatamente a urdir otra «red» que
funcionó a las mil maravillas. En Prato, los dos fugitivos cogieron un tren
ante las narices de los mismísimos esbirros. En Poggiobonsi fueron
acogidos por los Pucci y los Bonfanti, que ignoraban quiénes eran aquellos
huéspedes. Pero cuando lo supieron, buscaron y cerraron cuidadosamente
bajo llave los platos y escudillas en los que habían comido. En una taberna
de Bagno del Morbo, un camarero reconoció a Garibaldi y empezó a gritar:
—¡Es él, le he servido en Niza!
El dueño tuvo que esforzarse no poco para que se callara.
En San Dalmazio, se detuvieron cuatro días en la casa del doctor
Serafini. Garibaldi aprovechó ese tiempo para leer la autobiografía de
Vittorio Alfieri. En un determinado momento, encendido por el fuego
sagrado, tiró el libro, cogió un lápiz y en la primera hoja que encontró a
mano, escribió:
«Llegado de Rieti en los últimos días de abril a Roma, en la primera
Legión Italiana, fui destinado a defender las murallas de la Porta San
Pancrazio, en la Porta Portense. El 30 del mismo mes de abril, al llegar
noticias de que los franceses avanzaban para atacarnos, mandé un
destacamento…».
Era el l.º de noviembre de 1849, fecha del nacimiento del Garibaldi
historiador de sí mismo por contagio alfieriano.

La primera redacción de aquellas Memorias no avanzó mucho, en parte


porque Garibaldi hallaba, sobre el papel, muchas más dificultades que en el
campo de batalla; en parte, porque inmediatamente después vinieron a
decirle que todo estaba dispuesto para el salto definitivo hacia la salvación.
Todo fue bien: de la Croce della Pieve a Castelnuovo al Piano de
Schiantapetto, hasta la casa de Angelo Guelfi, a quien Garibaldi dio su
puñal en señal de gratitud por la magnífica organización. Allí se le unió
Paolo Azzarini, llamado «Ipsilonne» (porque pronunciaba la «y» como la
épsilon griega) que, por trescientos cequíes proporcionados por Guelfi,
Serafini y algunos otros, puso a disposición su barca de vela Madonna
dell’Arena.
Escoltaron al general hasta el puerto un grupo de bravos jovenzuelos
que, al oír tocar a rebato las campanas de Scarlino, le dijeron:
—Si lo ordenáis, general, haremos cambiar el toque.
Garibaldi se detuvo y Leggero le murmuró al oído:
—General, ¿comenzamos de nuevo desde aquí?
Por un instante, al general le brillaron los ojos; después, sacudió la
cabeza.
—Sería una carnicería inútil —dijo, reanudando el camino. Luego,
susurró a Leggero—: Mira qué hombres existen en esta Maremma. Si
hubiéramos sabido el camino y conocido a esta población, ése era el
sendero que debíamos seguir.
En la Madonna dell’Arena se acomodaron, con Garibaldi, que vestía un
traje a rayas pardas y beige; Leggero, con chaqueta de marinero y una bota
abierta por detrás para que no presionara la herida; «Ipsilonne», su padre
Giosafatte, su hijo Flavio, Giambattista Lupi, Remigio Lecori y un marinero
que desembarcó en cabo Castello con Giosafatte.
Garibaldi se volvió a los animosos jóvenes que le habían acompañado
hasta allí:
—¿Qué puedo hacer por vosotros?
—Darnos un pedazo de vuestro pañuelo. Lo dejaremos como recuerdo a
nuestros hijos.
Los dos se pusieron a repartir reliquias. Leggero entregó también su
silbato de plata.
Nunca se desvistieron durante la navegación. Llegaron a Porto Venere,
en Liguria, el 5 de setiembre. Cuando desembarcaba, Garibaldi regaló un
cequí a la tripulación; pero «Ipsilonne» rechazó doce monedas de oro,
porque prefería un certificado escrito por el mismo Garibaldi. E hizo un
buen negocio, porque con aquel certificado obtuvo más tarde del Gobierno
una pensión de cuatrocientas liras al año.
Una semana después, don Giovanni Veritá recibió este billete:
«Queridísimo amigo, me encarga vuestro Lorenzo que os diga que las dos
balas de seda han llegado a sitio seguro». Esta noticia le hubiera deparado
una enorme alegría si ya para entonces no circularan por el pueblo los
chismes y maledicencias contra él a propósito del famoso vado del
Marzeno.
Entretanto, las dos «balas de seda» habían llegado a salvo hasta cierto
punto. En realidad, se hallaban «en libre y honrada custodia militar en la
casa del general La Marmora, comisario militar de Génova». La Marmora
telegrafió al ministro del Interior, Pinelli:
—Garibaldi ha llegado a Chiavari. Ordenaré que lo arresten. ¿Qué hago
con él? Lo mejor sería expedirlo a América.
El ministro respondió:
—Mándelo a América, si lo acepta. Proporciónele ayuda. Si no acepta,
téngalo arrestado.
Al día siguiente, La Marmora volvió a telegrafiar que Garibaldi,
interpelado, no se daba por satisfecho.
—Téngalo arrestado —replicó Pinelli.
Pero un «caso» como el de Garibaldi no podía ya ser resuelto con
medidas policíacas. El Gobierno piamontés no se atrevía a desafiar
abiertamente a Austria, cuyo victorioso Ejército amenazaba aún sus
fronteras; pero tampoco a la opinión pública piamontesa e italiana en
general, para la que Garibaldi empezaba ya a ser Garibaldi. En el
Parlamento de Turín hubo vivas interpelaciones; en la Prensa, fogosos
artículos. En vano replicó Pinelli que, habiendo prestado servicio Garibaldi
a la República Romana sin el consentimiento de su Gobierno, el sardo,
había perdido las franquicias estatutarias.
Hubo que liberarlo, consentirle, después, que fuera a Niza a saludar a su
madre y, por último, se le dejó embarcar en una nave con rumbo a Túnez.
Que se fuese adonde quisiera, con tal de que se fuese.
Con Garibaldi embarcaron Leggero, el autor del himno garibaldino,
Coccelli, el legionario Raffaele Teggia y el perro Guerello. Iban
convencidos de que salían con dirección a un exilio temporal y no querían ir
demasiado lejos, para estar dispuestos al regreso en cuanto estallara la
nueva «chispa».
CUARTA PARTE

EL CONQUISTADOR (1850-1861).
CAPÍTULO XI

DE TÚNEZ A CAPRERA

En Túnez, el Bey ni siquiera los dejó desembarcar, hasta tal punto le era
sospechoso el nombre de Garibaldi, y los envió atrás con la misma nave.
Detuviéronse en la Maddalena, por consejo de Leggero, que era del
lugar; pero detrás de ellos bajaron cuarenta gendarmes con la misión de
vigilarlos. Garibaldi fue huésped del alcalde Susini, padre de un legionario,
y por primera vez en su vida saboreó el placer de un completo reposo. Fue a
cazar, jugó a los bolos y se hubiera sentido completamente feliz de quedarse
allí. Pero los gobernantes de Turín habían perdido el sueño, y al cabo de un
mes le enviaron el bergantín Colombo en ruta hacia Gibraltar. Los tres
compañeros y el perro lo siguieron a bordo.
En Gibraltar se repitió la misma historia de Túnez. El gobernador inglés
les permitió desembarcar, pero a condición de que se marcharan de nuevo
en la primera nave que pasara rumbo a Inglaterra o hacia América.
Garibaldi contestó que no deseaba ir a América ni a Inglaterra; el
gobernador propuso Tánger, donde el cónsul piamontés, Carpenetti,
probablemente por sugerencia de su Gobierno, se manifestaba dispuesto a
hospedarlos.
Garibaldi llegó a Tánger con Leggero, Coccelli y Guerello: Teggia
prefirió marcharse por su propia cuenta. Carpenetti se mostró un anfitrión
generoso y discreto, por más que después Garibaldi en sus Memorias
manifestó poca gratitud, deformando incluso su nombre en Carpeneto (pero
esto le sucedió también con otros muchos: tenía alergia a los nombres).
Presentó al exiliado a su colega inglés, Murray, del que se hizo gran amigo.
Cazadores apasionados los dos, fraternizaron en muchas correrías por los
contrafuertes del Rif, en busca de perdices.
El resto del tiempo Garibaldi lo pasaba fabricando cepos para los
animales, velas, instrumentos de pesca y cigarros. Le gustaba hacérselo
todo por sí mismo, porque, hasta que la artritis se las deformó, tenía unas
manos ágiles y rápidas. A menudo se quedaba fuera incluso las noches, y
dormía bajo algún olivo, en parte, por amor a la soledad, en parte, por
nostalgia de los tiempos de guerra y de campamento. «Aquí, entre los
turcos, puedo vivir con tranquilidad», escribió a un amigo.
Pero esa misma tranquilidad empezó a pesarle con el paso de los meses.
Un día se decidió: tomó un papel, una pluma y un tintero, y escribió a
Pacheco, el viejo amigo uruguayo: ¿no había nada que hacer para Garibaldi,
allá, en Montevideo?
La carta no tuvo respuesta.
Otro día volvió a sus manos la hoja escrita en San Dalmazio: «Llegado
desde Rieti en los últimos días de abril…». Pero lo asaltaron diversas
dudas. Los acontecimientos de la República Romana eran demasiado
recientes y todavía candentes: si los contaba podía suscitar polémicas con
mucha gente, especialmente con Mazzini. Decidió empezar de más atrás, de
Sudamérica, de Río Grande, de Montevideo. Escribió a un primo suyo
abogado, Augusto Garibaldi, y al amigo Francesco Carpaneto, proponiendo
la publicación de sus Memorias, a cuya redacción se puso inmediatamente
de buena gana. Los dos respondieron que era negocio seguro y que mandara
en seguida lo que tuviera preparado.
El 30 de mayo de 1850, Garibaldi envió las pocas páginas que
trabajosamente había redactado acerca de sus aventuras en el Nuevo
Mundo, junto con un retrato suyo y una carta en la que confesaba que la
caza y la pesca le dejaban poco tiempo para dedicarse a escribir. Los dos
respondieron solicitando con impaciencia otro material e invitándole «a no
regatear ensanchamientos», esto es, a soltarse el pelo un poco más, sobre
todo en lo relativo a los acontecimientos de 1848-1849. Pero Garibaldi no
tenía deseo alguno de soltarse el pelo; más aún: no tenía ninguna gana de
escribir. Es decir, la tenía en teoría, y toda su vida fue amargada por la
ambición fallida de llegar a ser un gran escritor. Pero, en la práctica, la
combinación de coordenadas y subordinadas, la puntuación y la
conjugación de subjuntivos y condicionales le acarreaban continuos
quebraderos de cabeza e invencibles cansancios.
Envió aún a sus dos corresponsales páginas sueltas, una o dos cada vez,
en las que advierte la fatiga y el aburrimiento (que, desgraciadamente, se
contagian al lector) que debió de costarle redactarlas entre tantas dudas de
sintaxis, con el trasero dolorido de tanto estar sentado y las piernas
entumecidas. Además, demostraba no recordar bien las cosas, tal vez
porque había realizado tantas, y confundía fechas y nombres de
protagonistas. Un día, cansado, cortó por lo sano escribiendo a los dos:
«Haced de las Memorias lo que os parezca».
Pero esa carta llegó a Italia con un sello que ya no era el de Tánger.
Procedía de Liverpool, donde había hecho escala la nave que lo conducía a
Norteamérica.
Cansado de aguardar una «chispa» que no estallaba, Garibaldi había
decidido probar fortuna en aquellas latitudes.

El 30 de junio de aquel año 1850, el New York Tribune apareció con esta
noticia: «Esta mañana ha llegado de Liverpool la nave Waterloo, a bordo de
la cual viaja Garibaldi, el hombre de fama mundial, el héroe de Montevideo
y defensor de Roma. Será acogido por cuantos lo conocen como se debe a
su carácter caballeresco y a sus servicios a favor de la libertad».
Los tres mil italianos de Nueva York estaban en realidad muy atareados
para tributarle una solemne y clamorosa bienvenida. Hallábanse entre ellos
el general Avezzana, que había regresado allí tras la caída de Roma; Quirico
Filopanti, que fue secretario de la gloriosa República; Foresti, superviviente
del Spielberg, el florentino Menucci y muchos otros. Organizaron un gran
cortejo con banda de música que atravesaría la ciudad y en el que
participarían exiliados franceses y alemanes, conocidos allí con el nombre
de red republicans, es decir, «republicanos rojos». Y fue precisamente la
presencia de éstos lo que indujo a las autoridades a prohibir la
manifestación.
El mismo Garibaldi, por su parte, hizo saber que aquello no le gustaba
mucho. Había embarcado de mala gana. Tuvo que dejar a Murray el pobre
Guerello, que inmediatamente murió del dolor.
Y en el viaje, como ahora le sucedía siempre que se adentraba en el mar,
fue aquejado de una crisis que ya no era de reumatismo, sino de artritis
aguda. Hasta el punto de que tuvieron que desembarcarlo —«como un
baúl», escribirá él mismo— en Staten Island.
A los compatriotas que acudieron a su cabecera les dijo que había ido
allí sólo para trabajar y rehacer su vida, no para dar espectáculos y provocar
desórdenes.
Aunque decepcionado, el comité de festejos decidió agasajarlo
igualmente, organizando un gran banquete en «Monteverde’s», en la
Barclay Street, en el que Garibaldi, aún enfermo, no participó. Tanta
discreción y modestia gustaron a las autoridades americanas, que hallaron
muy favorable a Garibaldi el paralelo con Kossuth, el héroe húngaro por el
que habían tenido que gastar veintitrés mil dólares sólo en champaña,
madeira y jerez, y que ahora vivía, a expensas de ellos, en un lujoso
apartamento.
Pero otro visitante se había precipitado a él en Staten Island: el editor y
escritor Theodore Dwight, autor de dos libros sobre Italia, empeñado en
monopolizar los recuerdos de uno de los más grandes aventureros del siglo.
Garibaldi fue tentado desde el principio por la propuesta, entre otras
razones, porque tenía que resolver el problema del sustento y Dwight
prometía un montón de dinero, y le entregó la copia del manuscrito ya
enviado a su primo y a Carpaneto. Pero después puso el veto al uno y a los
otros. «Estoy decidido a no escribir nada —dijo a los primeros— sobre
nuestros últimos hechos en Italia, porque, no debiendo escribir más que la
verdad, tendría que decir cosas que ensombrecerían la fama de ciertos
hombres…». Era evidente la alusión a Mazzini, a quien Augusto y
Carpaneto habían manifestado ingenuamente su intención de enviarle las
Memorias para que las publicara en Londres.
Así, los dos manuscritos yacieron, el uno en un cajón de Dwight, que
obtuvo el permiso de publicarlo en 1859; el otro, en casa del bergamasco
Camozzi, a quien lo había confiado Carpaneto y del que lo recibió de nuevo
Garibaldi el mismo año, para entregárselo a Elpis Melena, en el mundo,
Esperanza von Schwartz.
Sin embargo, aún quedaba por resolver el problema del sustento. Al
embarcarse, la primera intención de Garibaldi fue encontrar un puesto de
capitán en la Marina Mercante de los Estados Unidos. Pero como antes
debía obtener la nacionalidad, la pidió al poco tiempo. Nunca la obtuvo,
porque se olvidó de cumplir los otros requisitos; no obstante, al cabo de
algunos meses recibió el pasaporte, que podía haberle sido concedido
incluso antes, y eso le persuadió de que se había convertido en «ciudadano
americano», cosa de la que tanto se ufanó después. Los italianos iniciaron
una suscripción para procurarle una nave, pero no lograron reunir más de
treinta mil liras, que apenas bastaban para adquirir una lancha.
Garibaldi vivía como un huésped de profesión, como siempre le había
sucedido, engañando el tiempo con la caza y la pesca en Long Island.
También allí seguía siendo el hombre rústico que siempre fuera, sin lograr
identificarse con la ciudad, y sin intentarlo siquiera. Iba a dormir a la hora
de las gallinas, se levantaba con el sol, cansaba su cuerpo, necesitado de
movimiento, con largos vagabundeos por las calles y procuraba tener
ocupadas las impacientes manos con los habituales pequeños trabajos.
Cuando el florentino Menucci le propuso ir a trabajar a su fábrica de velas,
aceptó entusiasmado. Así, como escribiría después, «alojamiento y comida»
estaban asegurados, además de un pequeño margen que regularmente envió
a mamá Rosa para el mantenimiento de los niños. Menucci era un patrono
adorable: pagaba el salario a Garibaldi hasta cuando éste, cansado de cirios,
volvía a sus pasiones favoritas de la caza y la pesca.
Así pasaron los últimos meses de 1850 y los primeros de 1851. En abril
obtuvo el pasaporte y con él el suspirado puesto de capitán a bordo del
Prometeus, que había de zarpar rumbo a América Central.
En aquella circunstancia, adoptó de nuevo su viejo seudónimo de
Roberto Pane.

Pocas trazas quedan de este período, probablemente el más gris de su


vida, en las Memorias y en el epistolario de Garibaldi. Mal empezó la
travesía, porque en Panamá le asaltó de nuevo la «fiebre de Roverbella» y
tuvo que desembarcar. Por suerte, halló en el lugar, donde no habría sabido
cómo salir adelante, a un amigo genovés que se hallaba allí por negocios, y
lo llevó a su nave, San Giorgio, rumbo al Perú.
Otro afortunado encuentro le esperaba en Lima: el de don Pedro
De’Negri, de Niza, que se había hecho rico con las minas y le propuso un
viaje a la China con una nave de ochocientas toneladas, la Carmen, cargada
de trigo y de plata.
Aceptó inmediatamente, pero antes de zarpar le ocurrió un accidente
que tenía su significado. Una tarde, en casa de un compatriota, le
presentaron a un francés, un tal Ledos, que, al ir hacia él a saludarlo, le dijo:
—Encantado de volver a verle.
—¿Dónde nos hemos conocido? —preguntó Garibaldi, sin corresponder
a la expansión.
—¡En el asedio de Roma!
—No recuerdo —insistió el italiano, con frialdad—. En Roma no vi más
que vuestros culos.
Garibaldi no era un brillante conversador y no acostumbraba tener la
repartie fácil y mordiente. Pero el rencor a Francia le inspiró una réplica
verdaderamente «a la francesa».
Al día siguiente, El Correo de Lima publicaba un artículo titulado
«Héroes de pacotilla», en el que se hacía de él un retrato maligno y
absolutamente falso, porque se le acusaba, entre otras cosas, de cobardía.
No necesitó mucha perspicacia para identificar al autor del artículo, que se
firmaba «Un Gallo». Garibaldi buscó a Ledos y lo encontró en su
establecimiento en compañía de un doctor, un tal Douglas, y les dio una
demostración de que no era cobarde. Salió con la cabeza rota a fuerza de
bastonazos, pero los puso en fuga como a dos gallinas cluecas.
Al día siguiente había en toda Lima, entre italianos y franceses, una
tensión de «Vísperas Sicilianas». Pero después las cosas se apaciguaron.
El 10 de enero de 1854, Garibaldi tomó posesión de la Carmen, y sólo
entonces se dio cuenta de que el cargamento no era plata ni trigo, sino
guano. El viaje duró ochenta y cuatro días, y el único episodio que quedó en
la memoria de Garibaldi fue un sueño que tuvo la noche del 19 de marzo,
día de su santo. Volvió a verse en Niza, pero en una Niza en luto a causa de
un entierro que salía a su encuentro.
Si esto es verdad, hay que reconocer que los sueños de Garibaldi eran
proféticos, porque precisamente aquel día y a aquella hora moría mamá
Rosa en medio de la general tristeza.
Ninguna otra cosa queda, ni en las Memorias, ni en el epistolario, de
aquella travesía que lo llevó a Hong Kong, a Cantón, a Manila y hasta
Australia y Nueva Zelanda. Garibaldi era un nómada sin curiosidades
turísticas. Se interesaba poco por los países que visitaba y probablemente ni
siquiera descendía a tierra en los puertos de escala, o no se alejaba de los
muelles. Eso sí, era un buen capitán. Y por eso se puso a estudiar con
diligencia, en un manual inglés, la meteorología del océano. Había
empezado a parlotear el inglés en Nueva York, pero parece que desde
entonces no hizo grandes progresos.
Regresó al Perú al año siguiente y, con la misma nave, zarpó otra vez
para un largo periplo que lo condujo de nuevo a Nueva York. Un genovés
de Boston, Antonio Figari, le ofreció el mando del Commonwealth, de tres
mástiles y mil doscientas toneladas, que debía llevar un cargamento de
carbón a Londres. Garibaldi aceptó. Por primera vez en su vida había
ahorrado un poco de dinero, sus estipendios de capitán. Quería establecerse
de alguna manera a causa de los hijos que, tras la muerte de mamá Rosa,
habían sido recogidos por parientes y amigos. Las noticias de Italia dejaban
esperar que no se opondrían obstáculos a su regreso a la patria. Ya habían
pasado cinco años y muchas cosas habían cambiado en ese tiempo. Entre
otros, cambiaron el rey del Piamonte y sus ministros. Al vacilante Carlo
Alberto sucedía Víctor Manuel II, un soldado burdo y tosco, pero animoso
y decidido, y su primer ministro era un tal Camillo Benso di Cavour,
bastante reaccionario, pero igualmente enérgico con respecto a Austria y al
Papa. Eran hombres con los que tal vez pudiera entenderse.

Llegó a Londres en febrero de 1854 e inmediatamente se dio cuenta de


la popularidad de que gozaba en aquella ciudad. El cónsul de los Estados
Unidos le invitó a una cena con su embajador Buchanan, futuro presidente
de la República estrellada. Estaba presente la flor y nata de los exiliados
europeos: Herzen, Koussth, Ledru-Rollin, Mazzini, Orsini. Y en esa
ocasión precisamente Mazzini y Garibaldi se encontraron de nuevo por
primera vez después de los roces de la República Romana. Herzen, que nos
ha dejado un testimonio de aquel encuentro, dice que fue cordial. Pero
añade que Garibaldi, llamándolo aparte, le dijo:
—Conozco a las masas italianas mejor que Mazzini, porque siempre he
vivido entre ellas. Mazzini sólo conoce a la Italia de los intelectuales.
Debe de ser verdad, porque en aquel momento, aunque sólo fuera por
carta y con bastante prudencia, los dos comenzaban a pelear. Mazzini quería
lanzar a Garibaldi a una nueva aventura revolucionaria en Sicilia, quizá
para comprometerlo ante el Piamonte, hacia el que lo sentía inclinarse
peligrosamente. Pero Garibaldi no picó. Se acercaba a los cincuenta años y
no era ya el temerario improvisador de antes. Además, había hecho su
elección: quería avanzar con el Piamonte, no contra él; y también por esto
había pedido al Gobierno de Turín el permiso para regresar.
Mientras esperaba la llegada de dicho permiso, entró en relaciones
formales con una mujer.
Este interludio sentimental es uno de los más misteriosos capítulos de la
vida de Garibaldi y no sabemos mucho de él. Las mujeres siempre fueron
atraídas por la aureola de condottiero que lo rodeaba, tal vez más que por
sus dotes de seductor. Garibaldi se inflamaba fácilmente, pero sólo en su
epidermis. No era un homme a femme. No poseía ni los modales, ni el
lenguaje, ni la paciencia para cortejar a las mujeres.
Pero, en cuanto llegó a Londres, hubo una que se le echó literalmente
entre los brazos: la joven y atractiva María Martini della Torre, hija de aquel
general Salasco cuyo nombre sonaba mal a los oídos de Garibaldi porque
había sido él quien firmara el armisticio piamontés de 1848. «Seré vuestra
—le escribió—. Os lo juro».
Y todo permite creer que lo fue.
Sin embargo, el anillo de prometida no fue a parar a sus dedos. Fue a los
de una aristócrata y rica, pero no joven ni atractiva, viuda inglesa, Emma
Roberts, con un castillo y un hijo ya mayor de edad.
No nos resulta difícil comprender el amor de Emma por Garibaldi. Era
nórdica. Romántica. Quizá sexualmente «frustrada», y aquel aventurero
meridional de maneras toscas y de apetitos «robustos» debió de representar
para ella una «evasión». Lo que no logramos entender es qué representaba
ella para él. Garibaldi no era un snob, ni un hombre sediento de dinero o un
cazador de dotes. Tal vez quedó intimidado por el porte señorial de la gran
dama, la primera con quien tenía que habérselas, y por su gracia un poco
frígida. Y es posible que fuera ella quien se prometió a él y no al revés Con
todo, Garibaldi no debía de estar muy convencido, puesto que aplazó el
matrimonio para fecha imprecisa y, en cuanto obtuvo el permiso, regresó a
Niza.
Mucho había vacilado Cavour antes de conceder aquel visado. Más aún,
en un primer momento se declaró opuesto a dicha concesión y hasta puso en
guardia al Gobierno de Londres contra las actividades de aquel sembrador
de desórdenes. Pero después se volvió atrás o, mejor dicho, le habían
inducido a volverse atrás los informes que le enviaban sus agentes en
Londres, bastante al corriente de las desavenencias entre Garibaldi y
Mazzini. Cavour se preocupaba, sobre todo, de una cosa: no dejar a los
republicanos la iniciativa de la unidad nacional, que deseaba asegurar a la
monarquía piamontesa. Y, por lo tanto, la idea de arrebatar definitivamente
a Mazzini un aliado como Garibaldi acabó por serle grata. No porque amase
y estimase al de Niza. Al contrario. Pero medía con exactitud su
popularidad y la fascinación que ejercía sobre masas como las italianas, tan
inclinadas a lo melodramático. Y cuando le contaron que hasta los
trabajadores de Newcastle lo habían invitado a que fuera entre ellos,
acogiéndole triunfalmente y regalándole otra espada honorífica, dio el
consentimiento a su regreso, poniendo como condición que se retirara a su
Niza y se abstuviese de «llevar los asuntos de Mazzini».
Garibaldi aceptó y mantuvo la palabra.
De puntillas, desembarcó el 7 de mayo en Niza, o, mejor dicho, se hizo
desembarcar, porque de nuevo se encontraba paralizado por el reumatismo.
El capitán del puerto, Augier, su viejo amigo, lo llevó a su propia casa de
Génova, y el enfermo guardaba aún cama cuando, loca de amor, llegó la
condesa María Martini della Torre. La policía de Cavour no se opuso a los
«desórdenes» que vinieron a continuación, sino que incluso los vio con
buenos ojos. Un hombre que tenga complicaciones con las mujeres posee
pocas energías para dedicar a la política y, efectivamente, Garibaldi tuvo
que emplearlas todas para devolver a Inglaterra a la emprendedora dama.
Después de todo esto, volvió a Niza, con el fin de permanecer «como un
niño bueno» junto a sus hijos.
Menotti, que ahora tenía catorce años, y Ricciotti, que tenía siete,
habían sido recogidos por el primo Augusto; Teresita, que contaba nueve,
había sido adoptada por unos viejos amigos de la casa, los esposos Deidery.
En resumidas cuentas, era la primera vez que papá Garibaldi se ocupaba de
sus chicos y los conocía. Menotti estudiaba en la escuela militar de Niza y
tenía un carácter apacible, poco a tono con las dramáticas circunstancias en
que vino al mundo. En cambio, Ricciotti era rebelde e insumiso. Chillaba
como un águila cuando el padre lo ponía bajo la bomba de agua para lavarlo
(porque Garibaldi era «naturista» y sostenía que «con el agua fría los niños
crecían sanos y fuertes»), quería que su padre lo llevara a caballo sobre sus
hombros y se sometía de mala gana a las lecciones de caligrafía que el
mismo Garibaldi le daba.
Era una vida tranquila. Como de costumbre, Garibaldi se levantaba al
amanecer y, tras abundantes abluciones, se pertrechaba con un fusil para
correr detrás de las perdices, o de un anzuelo, para acechar a los peces. A
mediodía tomaba su déjeuner, como solía llamar al almuerzo, con uno de
los muchos galicismos que siempre adornaron su lenguaje; después, se
echaba una larga siesta y al atardecer salía a dar un paseo, normalmente por
el muelle, fumando un medio puro. Cenaba pronto, hacia las seis, y
frugalmente: un tomate con aceite y sal, y un poco de queso le bastaban,
con tal de que hubiera pan en abundancia y medio litro de vino tinto.
Después de la cena iba a algún figón a echar su partida de damas. Era un
apasionado y excelente jugador. En cambio, nunca quiso aprender el
ajedrez, por el que sintió siempre una profunda aversión. A las ocho, se
acostaba.
No le interesaba la política, ni siquiera la local. Niza vegetaba presa del
descontento. Su reanexión al Piamonte había significado el término de los
privilegios aduaneros, es decir, del puerto franco. Y la languidez económica
que siguió a ese hecho despertaba en todos las simpatías por Francia. De
vez en cuando, aparecían pasquines en las paredes, en los que se exponían
mortificantes paralelos entre el «Buen Gobierno», como seguía llamándose
(¡y con qué matiz irónico ahora!) al de Turín, y el Gobierno de París. Al fin
se descubrió que el autor era uno de los directores de L’avenir de Nice,
periódico fundado hacía poco.
Todo eso le gustaba poco a Garibaldi, pero no se entremetió en ello.
Sólo una vez salió de su reserva. Y fue cuando algunos periódicos
mazzinianos, que clandestinamente llegaban también allí, lo atacaron de
frente poniendo de manifiesto su indisciplinada conducta en la época de la
República Romana. Respondió con ira, negándose a refutar los hechos y
renovando el desafío a duelo contra Roselli, de quien sospechaba que fuera
el autor de las indiscreciones. Naturalmente, Cavour veía con buenos ojos
aquella polémica, y no falta quien asegura que la alimentaba bajo cuerda.
Un día llegó a Londres Emma Roberts con el hijo y la amiga Jessie
White, y la paz de Garibaldi quedó sometida a dura prueba. Emma adoraba
la música y pretendía que cada noche el prometido fuera a escuchar el
cémbalo que había hecho instalar en su habitación del hotel. Garibaldi se
dejaba caer en una butaca y asumía una actitud muy de circunstancias,
reclinando la cabeza y sosteniendo la frente con la mano. Pero tras aquella
mano, de vez en cuando, escapaba un ronquido. Para despertarlo, Emma
tenía que iniciar el Himno de Mameli o aquello de Giovanni ardenti
d’italico amore.
Una noche lo esperó en vano para la cena. Al fin, envió a buscarlo a su
hijo, que lo encontró en el puerto, en mangas de camisa, jugando a los bolos
con los descargadores.
En cambio, Jessie le interesaba. Era una muchacha despierta, que ya
entonces entendía de política y estaba destinada a casarse después con
Alberto Mario, patriota mazziniano, y a convertirse en una especialista de
cosas italianas. Con intuición femenina, había comprendido que para
estimular a aquel oso no había más que pincharlo con algo referente a
Mazzini. Al oír ese nombre, la reticencia de Garibaldi a hablar de política,
sobre todo con mujeres, se desvanecía de pronto. Se lanzaba contra el
apóstol, «inventor de las revoluciones por correspondencia, en ninguna de
las cuales había tomado parte», y de su boca fluían los recuerdos de la
República Romana. Con una caña, reproducía sobre la arena la topografía
de la urbe, explicando cómo estaban dispuestos los asediadores y qué
enormes tonterías cometió Roselli, con la complicidad de Mazzini. En tales
momentos acudía continuamente a sus labios una especie de muletilla en
francés: C’est un fait, c’est singulier. Jessie empezó a imitarle. Garibaldi no
se dio cuenta al principio, pero después se inflamó como un fósforo porque,
como buen italiano, era susceptible y no admitía bromas. Un día, ella le
dijo, medio en serio, medio jugando:
—A fin de cuentas, creo que Mazzini es mejor que Garibaldi.
—Si fuerais un hombre, os mataría —respondió Garibaldi, mitad
riendo, mitad en serio.
A Emma no le gustaba demasiado aquel parloteo, por más que tuviera la
apariencia de una disputa.

En febrero de 1855, el Piamonte se unió a Francia e Inglaterra para la


guerra de Crimea y el episodio señaló otro paso adelante en el progresivo
alejamiento de Garibaldi con respecto a Mazzini. Éste se pronunció
furiosamente contra la intervención piamontesa, en la que veía un intento de
desviar a Italia de su verdadera causa, la de la unidad nacional, e invitó a los
soldados a desertar; en cambio, Garibaldi la aprobó, tal vez más por instinto
que por reflexión. Ello significó la definitiva ruptura entre las dos alas del
radicalismo italiano: una, aferrada a la rígida dogmática republicana; la
otra, inclinada al compromiso con la monarquía saboyana, con su Ejército y
su diplomacia. Sin embargo, Mazzini impidió que la polémica estallase.
Dijo a los suyos que sería un irreparable error empujar a la ruptura a un
hombre como Garibaldi, que no tenía opiniones políticas, sino sólo
corazonadas, y que volvería a las filas de la República en cuanto ésta
arrebatara la iniciativa a la monarquía. Era un hombre —dijo— que nunca
había obrado por si mismo; siempre se puso de la parte de quien le daba
medios y «patentes de corso» para actuar.
En el fondo, era un juicio exacto. De haber sabido Mazzini hacer otro
tan acertado de Cavour y sus intenciones, quizá se hubiera allanado un
malentendido que iba a pesar sobre toda la historia futura de nuestro país.
Pero las preocupaciones de Garibaldi en aquel momento eran más de
orden privado que político. La vida de Niza no le iba: quería un lugar más
tranquilo en el que instalarse definitivamente. «Si alguna vez reúno diez mil
liras —repetía por doquier—, me compraré una isla». Y quiso el azar que a
finales de 1855 llegaran a sus manos no diez, sino sesenta mil. Treinta y
cinco mil liras le dejó Felice, el hermano «señorito», muerto de una
inflamación intestinal; lo demás le llegó de América, en forma de
«retrasos» por sus servicios de capitán de nave.
Recibido el dinero, escribió a un amigo: «Pienso irme a Cerdeña, a ver
cómo están las becadas». Las becadas estaban muy bien, dejábanse cazar
con enorme facilidad, y Garibaldi pensó, al principio, quedarse allí, en uno
de los pueblecitos de la Gallura. Pero los hermanos Susini, a quienes habían
conocido en la Maddalena en 1849, cuando vagabundeaba en busca de
tierra que lo albergara y nadie lo quería, le aconsejaron Caprera.
Caprera es una isla de granito, soleada y seca por el viento: ideal para
los enfermos de artritis. No había puertos, sino un pequeño embarcadero de
fortuna, entre escolleras. No había autoridad del Gobierno, ni policías. Sólo
algunos rabadanes que vivían en pobres cabañas, al pie de la única altura, el
Teggiolone; una extravagante pareja de ingleses a lo Lawrence, los Collins:
ella, una rica señora; él, un excaballerizo de la dama; y un famoso
bandolero corso, Pietro Ferracciolo, que se había refugiado allí con su
mujer e hijos para escapar de la policía francesa.
La isla le gustó y compró la mitad. El contrato fue firmado el 29 de
diciembre de aquel mismo año 1855. Pero pasaron aún dieciocho meses
antes de que se estableciera definitivamente allí.
En enero de 1856, es decir, pocos días después de la compra, volvió a
Londres para hacer una visita a la prometida y comprar un cúter. Tales
fueron, al menos, los objetivos declarados de su viaje. Pero había otro, que
convenía mantener en secreto: preparar un golpe de mano contra el
reclusorio de Santo Stefano, donde el Gobierno del Papa tenía sepultados en
vida a Luigi Settembrini y otros patriotas. La conjura, organizada por
Medici, Bertani y Panizzi, habíase tejido bajo el patrocinio, o, al menos, con
la benévola tolerancia, del Gobierno inglés. Y el director del «British
Museum», personaje bien situado en la jerarquía inglesa, contribuyó a ello
comprando a propósito una nave, la The isle of Thamet, con la que
Garibaldi podría intentar la empresa. Por desgracia (o por fortuna), la nave
naufragó al poco tiempo y el proyecto quedó arrinconado.
En Londres, Garibaldi no fue a ver a Mazzini, que por su parte tampoco
se mostró. Primero fue huésped de Emma. Pero, una tarde, Jessie White lo
vio llegar a su casa como un emigrante.
—¿Qué queréis? —dijo el nizardo con aire compungido—. Un criado a
cada paso, comidas que no terminan nunca, sin un minuto para ir a
dormir… Un mes de vida así acabaría matándome.
Era el término de aquel noviazgo imposible, y Emma lo aceptó sin hacer
tragedias; más aún, proponiendo, como buena inglesa, su transformación en
pura amistad «de hermana a hermano»: amistad que ella misma aprovechó,
como mujer que era, para poner en guardia al «hermano» contra Jessie, de
la que nunca se cansó de denunciar, en las cartas a Garibaldi, pérfidas
malicias y hacer doble juego con Mazzini.
Jessie habitaba con su padre en Portsmouth, sede de los arsenales,
donde Garibaldi vigiló la construcción de su cúter e «hizo las delicias —
dice Jessie— de carpinteros y calafateadores exhibiendo sus conocimientos
de los más pequeños detalles de su arte».
Cuando el cúter estuvo listo, Garibaldi le puso el nombre de Emma y
partió para Italia, feliz y orgulloso como un niño de aquel pequeño barco de
cuarenta toneladas, con el que pensaba emprender un lucrativo comercio.
Realmente, hizo algunos viajes entre Genova y Cerdeña con cargamento de
madera y carbón, aprovechando todas las ocasiones para detenerse en
Caprera y estimular los trabajos de instalación, que progresaban lentamente.
Pero el intermedio marinero duró poco. En enero de 1857 desapareció
también esta otra Emma de su vida, destruida por un incendio. Y ese
episodio puso la palabra «fin» a la carrera naval de Garibaldi, que se retiró
definitivamente a su isla.
CAPÍTULO XII

ESPERANZA

La famosa «Casa Blanca» de Caprera estaba construida en tosco estilo


sudamericano y tenía cuatro habitaciones, todas en la única planta,
coronadas por un techo plano. La edificó con sus propias manos, pero no
por sí solo. Más aún, trabajó bajo las órdenes de un exsacerdote, fiel secuaz
suyo, que siempre había sabido más de ladrillos y de cal que de Evangelio:
Gusmaroli. Éste, obediente soldado en las batallas, era en el trabajo un
capataz autoritario. El general le sostenía las herramientas y le decía: «A
sus órdenes», ejercitándose así en conjugar el verbo «obedecer» que
después iba a serle tan útil.
Participaba del entusiasmo del pionero. En espera de que la
construcción estuviese terminada, vivía bajo la tienda de campaña con
Menotti, ya lo bastante crecido para echarle una mano, y donde en aquel
pedregoso terreno encontraba un poco de tierra plantaba árboles frutales o
habas, que le gustaban muchísimo. Como de costumbre, el problema más
grave en aquellos lugares era el agua. Hubo que dar con ella excavando
pozos profundísimos y después se necesitó una máquina para poder extraer
el agua, pero nunca se consiguió en abundancia. Garibaldi no tenía criterios
administrativos muy rigurosos. Intentó la apicultura sin competencia alguna
para tal menester; después quiso dedicarse a rebaños ovinos y bovinos, lo
que le costó un ojo de la cara, porque había que ir a comprar casi todo el
forraje a Cerdeña. Construyó también un pequeño jardín, llevando tierra de
los alrededores, que después el viento se encargaba de barrer.
Naturalmente, con todos esos gastos sus finanzas fueron reduciéndose.
Mas los amigos no se hacían de rogar para enviarle regalos en dinero y en
productos. El correo, que llegaba con el vapor una vez al mes, descargaba
en la «Casa Blanca» quintales de paquetes y cartas. De estas últimas,
muchas no venían franqueadas, porque se las enviaban pobres emigrantes,
campesinos y obreros, que no tenían dinero para sellos. Tenía que pagarlos
Garibaldi, que acabó lanzando un llamamiento a través de la Prensa para
que no le impusieran también aquel sacrificio. Pero tampoco las cartas que
él enviaba solían ir franqueadas.
No las escribía personalmente, por aquella vieja repugnancia a la pluma,
a la que ahora se añadía la dificultad de la mano, debida al artritismo, y la
pérdida de vista, que le obligaba a usar lentes. Así, pues, la correspondencia
era confiada a sus subalternos, que no tenían más tratos que él con la
ortografía y la sintaxis. Les encomendaba también las respuesta a
personajes importantes, sobre todo señoras inglesas de blasón o de categoría
política: la duquesa de Sutherland, Florence Nightingale, la señora Seely:
todas, ardientes fans suyas, como hoy se dice. Pero la más ardiente seguía
siendo la condesa María Martini della Torre.
Garibaldi sentíase lisonjeado por la admiración y el fervor de esas
damas; pero, como siempre, sus apetencias carnales lo inclinaban a lo bajo.
Cuando pudo entrar en la «Casa Blanca», le enviaron desde Niza como
criada a la hija de un marinero, Battistina Ravello, descalza, analfabeta,
feúcha y más bien sucia, pero de dieciocho años. Fue ella quien despertó las
apetencias de Garibaldi, que la sedujo a su manera, es decir, llamándola,
con el pretexto de la artritis, para que lo lavara mientras estaba en el baño.
Y, como era un caballero, manifestó su intención de casarse con ella.
Pero inmediatamente acudieron desde Niza los esposos Deidery, con
Teresita, para disuadirlo. Había una excusa: para casarse, Garibaldi debía
ser reconocido viudo; y para ser reconocido viudo, se requería el certificado
de la muerte de Anita, que sólo podrían darle las autoridades pontificias…,
que no se lo darían, naturalmente. Garibaldi no se casó con Battistina, pero
de todas maneras la trató como si fuera su mujer y la hacía comer en su
propia mesa.
En la primavera de 1857, otra admiradora vino a añadirse a las que ya
tenía: María Espérance von Schwartz, en el mundo del arte Elpis Melena.

Espérance, que Garibaldi tradujo en seguida por Speranza, era una


inglesa de sangre alemana, hija de un banquero de Hamburgo, Brandt, y de
una aristócrata prusiana. Aún no tenía quince años cuando la casaron con
otro Brandt, primo de su padre, que se mató cinco años después. La viudita
se había trasladado primero a Ginebra y después a Roma, donde aprendió a
tocar la mandolina y abrió un salón literario. Sentía verdadera pasión por
los artistas. Pero cuando se trató de casarse otra vez, eligió a otro banquero,
Fernando von Schwartz, que le dio un hijo y diez años de vida fastuosa a
través de las capitales de todo el mundo. Después la dejó plantada y se fue a
Alemania.
Speranza puso de nuevo sus reales en Roma y se hizo escritora y
periodista. En la primavera de 1857, escribió a Garibaldi anunciándole su
llegada a Caprera: quería conocerle y hacerle una entrevista. Partió a
caballo («El paraíso en la tierra está a lomos de un caballo y en el corazón
de los libros», era su divisa) por Civitavecchia-Liorna-Génova, acompañada
de un exdragón del Papa, el capitán Dodero, y tres galgos. Tenía treinta y
siete años, la experiencia de una aventurera, un porte de reina, el corazón
cálido y la piel fría.
Llegó a la Maddalena con el vapor Virgilio. Garibaldi la esperaba en el
muelle. Mientras Dodero se ocupaba del equipaje, le dijo que había venido
para obtener de él el manuscrito de las Memorias. Garibaldi contestó,
disgustado, que ya lo había entregado a otros. Speranza sonrió.
—Las Memorias son un pretexto —murmuró—. He venido para
conoceros.
El general se aclaró la voz.
—¿Dónde pensáis alojaros? —preguntó.
—Mi amigo me asegura que hay una fonda para extranjeros —
respondió ella, aludiendo a Dodero, que intervino:
—Encontraremos dos habitaciones en casa de Raffo.
—Señora —dijo Garibaldi—, es imposible que os alojéis en ese lugar
miserable; lo mejor que podéis hacer es venir a mi casa. Me disgusta no
poder ofreceros una hospitalidad digna de vos, pero disponéis sin reservas
de todo lo que me pertenece; os lo ofrezco de todo corazón. Subid a mi
lancha y antes del crepúsculo estaremos en Caprera.
—Mañana —prometió Speranza—, mañana iré sin duda alguna a
Caprera.
Al día siguiente llegó Espérance. A la tarde ya era Speranza y al otro día
«Speranza mía». Garibaldi se le había mostrado en su clara simplicidad, sin
falsedades. Le mostró la casa, la granja, el pozo, a Menotti, a Teresita, a sus
rústicos compañeros, menos a Battistina Ravello, que se afanaba de un lado
a otro, suspicaz y hostil, en el jardín, mientras Garibaldi tomaba el té en su
habitación con la bella forastera.
Speranza se fue pronto y un mes después recibió la primera carta desde
Caprera:

Speranza mía: ¿Qué puedo deciros que valga toda la gratitud y el


afecto que merecéis? Si en alguna circunstancia he ambicionado ser algo,
poseer méritos para ponerlos a los pies de una mujer, es ciertamente en
ésta. Era natural que os amara antes de conoceros.

Amigo queridísimo: Mi corazón y mi cabeza, mi alma y mi mente, están


llenos de vos, porque estáis muy por encima de cualquier otro hombre. A
veces bendigo no poder leer el futuro, porque si en él leyera que han de
pasar muchos muchos meses antes de poder veros, no sabría cómo
resignarme con mi suerte. ¡Adiós, mi amadísimo bien! No lo olvidéis; sobre
todo, no olvidéis aquel vivísimo y profundísimo afecto que no podrá
extinguirse con la vida en el alma de quien es de todo corazón vuestra,
vuestra, vuestra…
¡Ay! Speranza había adivinado por qué en el libro del porvenir estaba
precisamente escrito que pasarían muchos meses antes de un próximo
encuentro. Al caerse por una escalera estuvo a punto de fracturarse una
rodilla.

¡Oh, escribidme inmediatamente y decidme cómo estáis…! Me disgusta


mucho estar lejos de vos en estos momentos. Aquí todos se entristecieron
sobremanera a la infausta noticia…

Para consolarlo, su Speranza le envió un reloj con las iniciales G. G.

Vuestro hermoso regalo —escribió Garibaldi— descansará en adelante


sobre mi corazón, oh soberana mía…

Bien: fue una «chifladura», una de las pocas «chifladuras» de Garibaldi.


Pero eso no le impidió seguir haciéndose lavar, en el baño, por mano de
Battistina.

Es difícil determinar hasta qué punto Speranza contribuyó a apartar a


Garibaldi de la política. Lo cierto es que, en ese período, se ocupó poco de
ella.
«Os diré con orgullo —había escrito a Jessie, que seguía pinchándole—
que puedo estar al lado de los más ardientes patriotas italianos y con la
conciencia de no salirme con una bravuconada. Mi vida está ahí para Italia,
y el paraíso de mis creencias consiste en empuñar la espada por ella… Os
diré más: cualquiera de los movimientos dirigidos por Mazzini (y no
aprobados por mí) hubiera contado con un seguidor más, de haberme
hallado en condiciones de incorporarme a él. Si no me decido a capitanear
un movimiento es porque no veo posibilidad de éxito; y debéis deducir de
mi vida pasada que estoy en condiciones de entender un poco de empresas
arriesgadas. Que otros se lancen a la guerra santa, incluso temerariamente,
pero no con cómicas insurrecciones, y entonces hallaréis a vuestro hermano
en el frente de batalla. Combatid, estoy con vosotros; pero nunca diré a los
italianos: ¡Levantaos!, para hacer reír a la canalla. Vous ai-je parlé
franchement?».
Con la misma franqueza había hablado a los amigos italianos: «Ante
todo, hay que hacer una Italia —escribió—. Italia está compuesta hoy de los
siguientes elementos: Piamonte, Republicanos, Muratistas, Borbónicos,
Papistas, Toscanos y otros pequeños elementos que, aunque próximos a la
nada, no dejan de dañar a la unidad nacional. Todos estos elementos deben
amalgamarse al más fuerte, o ser destruidos. No hay vía intermedia. Creo
que el más fuerte de los elementos es el Piamonte, y aconsejo amalgamarse
a él. El poder que debe dirigir a Italia en la ardua emancipación del yugo
extranjero, ha de ser un poder rigurosamente dictatorial». Sus ideas, como
de costumbre, eran confusas; pero sus propósitos resultaban claros.
Dichos propósitos eran compartidos por otros revolucionarios
exmazzinianos, como Manin, Pallavicino y La Farina, que ya no veían otra
solución que un haz de fuerzas nacionales bajo la guía del rey Víctor
Manuel; y para empujar las cosas en ese sentido habían fundado la
Sociedad Nacional Italiana. «Estoy con vosotros —les escribió Garibaldi—,
con Manin y con cualquiera de los buenos italianos que mencionáis. Así,
pues, hacedme el honor de admitirme en vuestras filas y decidme cuándo
debemos hacer algo».
Pocos días después leyó la noticia de la desdichada intentona de
Pisacane para incitar a la revuelta a la comarca de Nápoles, y de su
fusilamiento. En otros tiempos no hubiera dejado a otros la iniciativa de
semejantes empresas, por desesperadas que fuesen. Ahora sacudió la
cabeza, lamentando que se malgastaran tan mal aquellas espléndidas
juventudes.
También a él le parecía estar malgastando su vida sin Speranza, a la que
seguía escribiendo cartas apasionadas pidiendo su regreso. Por desgracia, el
estado de su rodilla no lo consentía, o, al menos, eso decía ella. Para
curarla, había ido a Suiza, pero sin resultados apreciables. Sin embargo, en
cada respuesta renovaba el compromiso de ir a Caprera en aquel verano de
1858; y lo mantuvo.
«Mi segunda estancia con Garibaldi fue mucho más interesante que la
primera», escribe en el libro titulado Cento e un giorno sul mio cavallo e
un’escursione all’isola della Maddalena.
Garibaldi, feliz y emocionado, le había preparado una habitación cuyo
mobiliario lo constituían una silla, una mesita y una cama, esta última con
una colcha blanca y amarilla.
—¡Vaya, los colores del Papa! —exclamó Speranza, muy sorprendida.
—No, los de Anita —explicó—. Estaban en su habitación.
Al día siguiente, al amanecer, ella oyó fuera un gran ruido. Se asomó a
la ventana y vio una vaca que mugía, perseguida por Garibaldi, con un
cubo, y por Teresita, con un escabel.
Aquella mañana hubo escasez de leche en el desayuno y Garibaldi echó
una larga prédica a su hija sobre la necesidad de tratar bien a los animales y
de no tener a los pájaros en una jaula.
Después condujo a su huésped a visitar la granja, que mostraba notables
progresos. Habían arraigado vides, cañas de azúcar, higueras y castaños.
Garibaldi le dio una lección de botánica. Lo hizo en un francés suelto,
aunque no del todo correcto; pero, de vez en cuando, introducía frases en
dialecto ligur. Al regreso, se detuvieron a descansar a la sombra de una
higuera. Y allí le pidió, de pronto, que fuera su mujer.
Tal vez Speranza se lo esperaba, pero no en aquel momento ni en aquel
lugar. Sorprendida, respondió que no era una decisión que pudiera tomarse
así, de pronto: tenía que darle tiempo para pensarlo. Para una mujer como
ella, Garibaldi era un buen trofeo de caza, de los que se llevan al cuello;
pero no más.
Levantáronse de nuevo en silencio y Garibaldi le ofreció el brazo. Pero
cuando estuvieron a la vista de la casa, lo retiró, diciendo:
—A las mujeres de casa les gusta mucho mirar con el anteojo.
Las mujeres de casa no eran más que una: Battistina. Mientras
almorzaban, Speranza se dio cuenta de que Battistina dejaba de comer
siempre que Garibaldi dirigía a su huésped la palabra o una mirada.
Hablaron de las Memorias, que debían publicarse en alemán. Garibaldi
se avino a dictarle algo que no figuraba en el manuscrito entregado a
Camozzi, a quien se lo había pedido ya para pasárselo a ella. Pero, en vez
de los hechos que Speranza buscaba, sobre todo los de 1848-1849, le
soltaba divagaciones y aforismos como «Vence quien quiere vencer»,
etcétera, que eran, a fin de cuentas, los del pobre Anzani.
Se separaron con mal sabor de boca: él, por la negativa de matrimonio;
ella, por las fallidas revelaciones.
Pero, una vez que Speranza se hubo ido, Garibaldi volvió a acosarla con
cartas apasionadas. En una le decía que pensaba embarcar nuevamente para
Sudamérica, junto con Teresita. Nunca se ha sabido de qué se trataba y qué
había de fundado en ese propósito. Alguien asegura que fue el Gobierno de
Turín quien trataba de desviarlo para no tenerlo delante en el instante de la
reanudación de las hostilidades, ya en preparación desde los acuerdos con
Napoleón III contra Austria. Pero es más probable que el proyecto se lo
sugiriera el desánimo en que lo estaba sumergiendo el fracaso sentimental;
o es posible que se haya tratado de un supremo intento para conmover a la
reacia beldad.
De hecho, a finales de agosto, Cavour le hizo llamar, por medio de
Pallavicino y Foresti. Y la conversación fue de tal naturaleza que si
Garibaldi hubiese tenido realmente intención de irse a la otra parte del
océano hubiese desistido de ello.
Cavour lo acogió con gran cordialidad y, aún sin revelarle las cosas
secretas que se preparaban, dejó que las intuyera. Le preguntó cómo veía,
en lo tocante a la organización, la posibilidad de reunir tropas irregulares, y
le dio a entender que la misión de reclutarlas y mandarlas le correspondería
a él.
Garibaldi no captó el sutil cálculo de su interlocutor, que era el de
servirse de su nombre y su prestigio sobre las masas y sobre los ambientes
radicales, pero manteniéndolo al margen de la política, de la diplomacia y
del Ejército piamonteses. Garibaldi era un hombre demasiado simple para
comprender tales sutilezas. Entendió solamente que estaban en vísperas de
reanudar la acción y se sintió de nuevo invadido de entusiasmo patriótico.
De aquella conversación salió radiante y con el firme propósito, ante todo,
de hallar un himno para su Ejército de mañana.
En efecto, lo encargó poco después a Luigi Mercantini, el autor de
«Eran trescientos, eran jóvenes y fuertes y están muertos». (Eran trecento,
eran giovani e forti, e sono morti), que prometió escribir las palabras,
mientras su mujer se encargaría de la música. Las palabras fueron escritas, y
decían: «Abranse las tumbas, / elévanse los muertos, / los mártires nuestros
/ han resucitado». Pero la música no acababa de salir y entonces el
cometido de hallar el tema pasó a Alessio Olivieri, director de la banda de
un regimiento de la brigada Saboya.
La noche de Año Viejo (al día siguiente comenzaba el fatídico 1859),
algunos amigos se encontraron en la villa de Zerbino, de Genova, donde
Garibaldi había ido a ver a Mercantini, y entre una copa y otra, se entonó a
voz en grito:

¡Ve fuera de Italia,


ve fuera, que es hora!
¡Ve fuera de Italia,
ve fuera, extranjero!

Garibaldi no estaba. Había regresado a Caprera, donde empezaba de


nuevo a escribir cartas apasionadas y wertherianas a Speranza. Escribía con
dificultad, a causa de la artritis del brazo, de las piernas, que se resistían a
estar recogidas bajo la mesa, y de la vista, a la que bien poco ayudaban los
lentes de présbita. Battistina espiaba con desconfianza aquella intensa
actividad epistolar y tenía el vientre hinchado de cinco meses.
Cuando Cavour supo la historia del himno, montó en cólera y escribió al
intendente de Genova: «Canciones para liberar a Italia, las hay ya y
demasiadas. Los hombres serios, los periódicos, deberían poner en ridículo
a estos vates que, sin tener el ingenio de Tirteo, huyen como él».
Cavour era un gran hombre. Pero, de Italia, entendía poco.
CAPÍTULO XIII

EL 1859

El 10 de enero de 1859, día de la apertura de la Cámara de Diputados en


Turín, Víctor Manuel pronunció el famoso discurso del «grito de dolor»,
que prácticamente anunciaba la reanudación de la guerra contra Austria.
Alguien halló ese discurso muy valeroso; alguien, incluso temerario. Nadie
sabía que el texto había sido retocado por Napoleón III, emperador de los
franceses, decidido ahora a intervenir a favor del Piamonte.
El acuerdo era fruto de la diplomacia de Cavour que, con la
contribución a la guerra de Crimea, había incorporado al Piamonte a la gran
familia de las potencias occidentales, a las que interesaba, a cambio, en la
suerte de una Italia libre e independiente. Inglaterra se mostraba favorable,
pero sin inclinarse demasiado, como es su costumbre. Napoleón III, que
procedía de las filas revolucionarias y contaba con numerosas amistades
entre los carbonarios italianos, vio en ello una excelente ocasión para
ganarse de nuevo las simpatías populares, que le habían faltado tras su
proclamación como emperador, y de reconquistar sobre ellas una especie de
patronazgo ideal.
Sin embargo, aquel monarca vacilante abrigó hasta el último momento
muchas dudas. Sus consejeros diplomáticos, que no hacían caso alguno de
las simpatías populares y miraban sólo a los intereses prácticos y materiales
de Francia, eran contrarios a una intervención que costaría sangre, dinero y
la hostilidad de los católicos, que deseaban que Italia siguiera como estaba
para no debilitar el dominio temporal del Papa, que garantizaba
precisamente la presencia de los austríacos.
Lo que precipitó las cosas fue el atentado del mazziniano Felice Orsini
en 1858. Aquella bomba, de la que Napoleón salió ileso por puro milagro,
pareció arruinar el paciente trabajo de Cavour. En cambio, hirió la fantasía
del emperador que, impresionable como era, vio en el incidente una especie
de mensaje o de llamada a sus deberes revolucionarios. Pocos meses
después, el acuerdo era transformado, en Plombieres, en una alianza militar
de cuerpo entero, y, en enero de 1859, Víctor Manuel recibió de París «vía
libre» al discurso que lo comprometía ante todos los italianos. Habíase
establecido que las operaciones comenzarían en primavera, por provocación
de los austríacos: una provocación que, naturalmente, había que provocar;
pero en ese detalle ya pensaría Cavour, cuyos expedientes no fallaban
nunca.
Garibaldi, refugiado en Caprera, sabía muy poco de toda esta trastienda,
demasiado complicada para su mente. Lo adivinaba sólo por las idas y
venidas de Cavour entre Turín y París; y no es que le gustara todo en
aquella alianza. No le gustaba, por ejemplo, que Víctor Manuel, para
estrechar más las relaciones con Napoleón, hubiera dado como esposa al
hermano de éste, el príncipe Jerónimo, llamado «Plon-Plon», un inútil, ya
entrado en años y amigo del vino, a su jovencita hija María Clotilde. Y
menos le gustaba aún que Italia, para hacerse de una vez, hubiera de llamar
en su ayuda al extranjero, y precisamente a aquellos franceses que en Roma
le habían jugado la mala partida que ya sabemos. Garibaldi seguía firme en
su romántica convicción de que Italia, para llegar a ser, sólo necesitaba de
un buen asalto a la bayoneta, y esa bayoneta debía ser exclusivamente
italiana. Pero más fuerte que esas reservas era su entusiasmo por el «grito
de dolor» y la simpatía por el rey, que entretanto le había hecho llamar
también a él.
Para semejante circunstancia, Garibaldi se hizo prestar por Pallavicino
el traje de ceremonia, con levita y sombrero de copa. No se sabe qué se
dijeron los dos, porque nadie asistió a la conversación. Pero no podían
menos de agradarse mutuamente. Eran del mismo fuste humano, aunque su
educación y experiencia diferían bastante. El rey sabaudio y el caudillo
ligur hablaban la misma lengua, un italiano bordado de francesismos, y
tenían idénticos gustos. A los dos les gustaba más el sable que la sombrilla
y el cigarro puro más que los perfumes, las campesinas más que las
damiselas, los bolos más que el whist y las batallas más que la política y la
diplomacia. En resumen: ambos eran dos toscos sargentones. Y no debieron
tardar en entenderse.
El hecho es que, al salir de la entrevista, Garibaldi dijo a su amigo
genovés Bertani:
—Esta vez va en serio. Tenemos que estar todos unidos. Por supuesto,
cuento con vos y con nuestros amigos comunes.
Y volvió a Caprera, donde empezó de nuevo las cartas apasionadas a su
Speranza.
En febrero, volvieron a llamarlo a Turín para instruir a los voluntarios
que llegaban de todas las partes de Italia y organizarlos en un Cuerpo que se
llamaría Cazadores de los Alpes, del que lo nombraron comandante, con el
grado regular de mayor general.
Más tarde, mucho más tarde, escribiría: «Me di cuenta de con quién
tenía que habérmelas y qué se requería de mí. Debía servir de reclamo a los
voluntarios italianos; pero ¿qué hacer? Garibaldi debía asomar la cabeza,
aparecer y no aparecer; los voluntarios debían saber que se encontraba en
Turín para enrolarlos; pero, al mismo tiempo, Garibaldi debía esconderse
para no hacer sombra a la diplomacia. ¡Qué situación!».
Mas, por el momento, no se había dado cuenta de ello y, sobre todo, no
había advertido que el plan de Cavour era aún más sutil: quería aislar a
Mazzini atrayendo a todos sus secuaces a las filas de Garibaldi, uncido ya al
carro de los Saboya. Pallavicino lo comprendió («Cavour —escribió—
adula al buen Garibaldi para engañarlo después»), Bertani lo sospechó. Pero
otros hombres, como Medici, Sacchi, Bixio, aunque rabiosos mazzinianos,
dieron de lado todas sus reservas republicanas cuando Garibaldi,
habiéndolos encontrado en Génova el 3 de marzo, les dijo:
—Ayer vi a Víctor Manuel. No está muy lejos el día en que volvamos a
tomar las armas.
Todo lo aceptaron aquellos jovencitos entusiastas y pendencieros: no
sólo ponerse a las órdenes del rey, sino incluso someterse al reglamento del
Ejército piamontés, que prohibía el uso de la barba. El mismo Garibaldi, por
su parte, había dado el ejemplo afeitándose la suya. Sólo a Anita, en
Montevideo, había sacrificado la mitad. A Víctor Manuel la sacrificó por
entero.
El trabajo de organización de los Cazadores no avanzaba según los
planes preestablecidos y menos aún según las esperanzas de su general. Le
habían prometido, además de los voluntarios, algunas compañías regulares
de carabineros y de bersaglieri; pero después no se las dieron. Más aún, el
ministro de la Guerra, La Marmora, el mismo que en Chiavari había
encarcelado a Garibaldi, que volvía de la empresa romana, se negó incluso
a reconocer los nombramientos de oficiales de Cazadores. Y fue el ministro
del Interior quien hubo de firmarlos.
Garibaldi tascaba el freno; a veces, le rondaba la tentación de volverse a
Caprera dejándolo todo plantado. Pero después se limitaba a desahogarse en
largas cartas a Speranza. «Si estáis libre, deseo ardientemente veros cuanto
antes», le escribió el 12 de abril.
Dio la casualidad que Speranza estuviera realmente libre, y el día 22 se
precipitó a Turín.
Hízose llevar en una carroza al número 11 de vía San Lázaro, cuartel
general de los Cazadores, pero los centinelas no la dejaron entrar. Sólo al
segundo intento tuvo la suerte de encontrar, entre los que estaban de
servicio, a Frusciante, uno del personal de Caprera, que la reconoció y
prometió informar en seguida al general de su llegada y su dirección:
«Hotel-Pensión Suisse».
Dado el tono de las cartas que él había escrito, Speranza se preparó para
un encuentro apasionado. Y por ello aguardó al visitante en su habitación,
que había llenado de flores.
Garibaldi llegó al atardecer. Le besó la mano y después, sin preguntar
siquiera cómo estaba su rodilla y cómo le había ido el viaje, le dijo:
—Os confieso francamente que el rey me ha hecho una magnífica
impresión. Me ha recibido con la cordialidad de un viejo compañero de
armas. Si Italia no se libera esta vez del yugo extranjero, merece convertirse
en esclava de Austria.
Sorprendida, Speranza preguntó si la había hecho acudir a Turín para
confiarle a Teresita, como le propuso una vez en Caprera.
—No, no —respondió él—. Sólo el deseo de veros me ha hecho
cometer esta indiscreción. He dejado a Teresa en Génova, con la señora
Deidery. Si sobrevivo, pasaré el resto de mi vida en Caprera con mi hija. Si
yo tuviera diez años menos, estaríais obligada a aceptar mi súplica y…
—Y Battistina Ravello, ¿cómo está? —le interrumpió Speranza. __Me
he cuidado de ella y le he dejado cuanto tenía en dinero, unos quinientos
francos. He recomendado el perro a sus cuidados.
Y dicho esto volvió a hablar de la guerra que iba a estallar de un
momento a otro. Era cuestión de días, tal vez de horas. Entonces sacó el
reloj de oro que Speranza le había regalado, vio que era tarde y dijo que
volvería al día siguiente a mediodía, a comer con ella. Pero al día siguiente,
antes de la hora convenida, Speranza recibió un billete:
«Speranza mía: El estado doloroso de mi rodilla me impide subir y bajar
escaleras; lo lamento muchísimo, porque no tendré el placer de
acompañaros en la mesa».
Cuando quería desembarazarse de una mujer, Garibaldi no se molestaba
en buscar excusas plausibles.

Cuatro días antes de que aconteciera lo que acabamos de relatar, Cavour


había caído en la más negra desesperación: el barón Aymé d’Aquin,
secretario de la Legación francesa en Turín, había acudido a comunicarle
que ya no habría guerra y que el emperador había ordenado el desarme.
Echado boca abajo sobre el lecho, presa de convulsiones (fueran verdaderas
o fingidas), el conde gritó al diplomático:
—Il ne me reste plus maintenant qu’à me donner un coup de pistolet et
me faire sauter la tête…!
El barón quedó vivamente impresionado y nunca supo que, en cuanto
hubo salido de aquella estancia, Cavour se levantó, fue a su escritorio y
escribió a Giacinto Corio, administrador de su hacienda agrícola de Leri:
«No se preocupe más por la venta de los bueyes, ya que parece que no
habrá guerra. Salvaremos las vacas…».
Pero salvó también su plan político porque Napoleón, cambiando
súbitamente de idea (como le ocurría con frecuencia), ya había puesto a su
ejército en pie de guerra. En Viena comprendieron que se hallaban frente a
lo inevitable, y el mismo día en que el estado de su rodilla le impedía a
Garibaldi subir las escaleras de su Speranza, dos enviados del Gobierno de
Francisco José de Habsburgo entregaron al Gobierno de Víctor Manuel de
Saboya el suspirado ultimátum que cortaba las cosas por lo sano y
constituía la «provocación» requerida por Napoleón: o desarme inmediato,
o la guerra. Leído el texto, Cavour dio un salto y entonó a pleno pulmón:
«Di quella pira l’orrendo fuoco», desafinando a más no poder, porque
carecía en absoluto de oído.
El acontecimiento borró a Speranza de la cabeza de Garibaldi, atento
solamente a redactar la proclama a las tropas: «Por fin llegamos a la
realización de nuestros deseos… Combatiréis a los opresores de la patria.
Tal vez mañana mismo os presentaré a los austríacos con las armas en la
mano…».
Hasta el 25 no se acordó de sus compromisos galantes, y a las nueve y
media de la noche llamó a la puerta de Speranza, que nos ha dejado el
siguiente relato:
—¡Entre…! —gritó ella, sin imaginar quién podía ser.
Pero como que la puerta no se abría, se levantó a abrirla.
—¿Es lícito visitar a una dama a hora tan avanzada? —dijo el general
con aire un tanto contrito—. He estado tan ocupado que ni siquiera he
podido lavarme las manos y la cara, que tengo llenas de polvo.
La dama le invitó a refrescarse en el baño; después, le perfumó los
dedos con su perfume favorito: «Rocío de flores».
—Debo reconocer —dijo Garibaldi— que hay momentos preciosos en
esta vida, tan agitada. ¿No es estupendo dejarse perfumar las manos por una
señora como vos?
—Ciertamente, debéis de tener mucha hambre; ¿qué queréis comer? —
respondió Speranza, citando el verso de Heine.
Pero Garibaldi no comprendió que se trataba de Heine; respondió que,
en efecto, tenía un hambre de lobo, pero no quiso que Speranza le encargara
una cena, porque prefería el pan y la mantequilla que había en una bandeja
y beber el té en la misma taza en que ella lo había bebido. Y así lo hizo,
devorando los pedazos de pan que ella le untaba de mantequilla.
Después, Speranza observó que la cinta con la que Garibaldi sujetaba el
reloj era fea y estaba usada. Buscó en su joyero y le tendió una cadena de
oro. Garibaldi no la quería, intentó oponerse al cambio y, en la pequeña
lucha que siguió, se le cayó la cartera al suelo. La recogió Speranza y notó
que era ligerísima.
—Me habéis dicho que enviasteis a Battistina todo vuestro dinero.
Estoy segura de que os habéis quedado sin nada.
—Os equivocáis —dijo el general—. Hace tiempo que no era tan rico.
Acabo de recibir mil liras del tesorero del Ejército.
Y le mostró los billetes, que sacó de la cartera y alineó sobre la mesa.
Después, arrellanándose en una butaca, rogó a Speranza que escribiera
algunas líneas para él, como tantas veces habían hecho en Caprera.
Speranza se sentó ante el escritorio, en espera de alguna sensacional
revelación. Garibaldi dictó:
—Dad un millón a un republicano y podéis estar seguro de que al día
siguiente ya ha dejado de serlo.
Al día siguiente, ella permaneció en el hotel esperándolo, pero no
recibió más que un billete: «Speranza mía: Salgo a la una para Brusasco;
siento mucho no poder veros. Escribidme allí. Adiós».
Speranza corrió a la estación para saludarle. Quedó aprisionada entre la
muchedumbre de voluntarios que partían y del gentío que había ido a verlos
partir; fue, como siempre, Frusciante quien la llevó hasta Garibaldi, rodeado
de un grupo de personas. Garibaldi se sintió contento al verla y la presentó a
todos. Estaba tranquilo y sereno. Sin embargo, en cierto momento su rostro
se contrajo en una expresión de pena, y pidió al jefe de estación que le
permitiera entrar en su despacho a sentarse. Speranza lo siguió, sola.
—¿Tenéis al menos buenos caballos y una silla cómoda? —le preguntó,
preocupada.
—Estoy sin silla y sin caballo —respondió él—. Había pedido a algunos
amigos de confianza que me enviaran de Génova una silla americana, pero
no la encontraron y yo no tengo otras. En cuanto a caballos, el pequeño
Zani que visteis en Caprera es todo lo que tengo, ya que el Gobierno no me
ha dado nada. —Y en seguida, inflamándose de gozo como un niño, añadió
—: ¡Pero ved qué regalo he recibido en el último instante!
Y sacó del bolsillo un pequeño revólver de la mejor marca francesa.
Por último, la campana anunció la inminente partida. El general besó la
mano a Speranza y subió al coche en medio de ruidosos aplausos y
clamorosos vivas. Mientras el tren se alejaba, ella siguió saludando con la
mano al general asomado a la ventanilla, que la vio empequeñecerse ante la
muchedumbre de otras mujeres, viudas de los que partían. Éstos, agitando
sus gorros, cantaban alegremente:

¡Adiós, bella mía, adiós!

Speranza volvió a la ciudad y se puso a buscar una silla de montar. No


las había, porque el Gobierno las había requisado todas. Por último
encontró a un artesano de sillas, un exgaribaldino que había combatido en
Roma y que, habiendo oído a quién iba destinada la silla de montar, hizo
una en veinticuatro horas. Speranza telegrafió a Dodero, que en aquel
momento se hallaba en Génova, rogándole que fuera a Turín para
acompañarla a Brusasco.
En Brusasco, Garibaldi se hizo esperar porque estaba pasando revista a
sus tropas. Después dio distraídamente la bienvenida a Speranza, le expresó
en breves palabras su agradecimiento por la silla de montar, que ni siquiera
miró, y dijo:
—Mañana ocuparemos Brazzolo.

La guerra había estallado el 26 de abril, y aquel mismo día Turín casi se


había vaciado porque todos estaban convencidos de que los austríacos iban
a llegar en pocas horas; así, pues, los turineses buscaron refugio en el
campo. Si esas pesimistas previsiones no llegaron a cumplirse, se debió en
buena parte al conde Francisco Gyulay de Maros-Nemethi y Nadaska, que
había ocupado el puesto de Radetzky en el mando de las fuerzas
habsburguesas. Con su ejército, superior en cantidad y calidad, no le
costaría mucho rodear a los sesenta mil piamonteses amontonados entre
Alessandria y Casale antes de la llegada de los ciento veinte mil franceses
en marcha hacia los pasos de Montcenis y el Montgenèvre. Pero Gyulay
vaciló y tras la derrota fue acusado de cobardía. Una acusación injusta,
porque Gyulay era un valeroso soldado. Sólo que aquella guerra no le
convencía, la hacía de mala gana y, como gran señor que era, se preocupaba
por ocasionar las menores molestias posibles a la población que se hallaba
implicada en la campaña militar. Dio a sus tropas la orden perentoria de
abstenerse de cualquier represalia, de limitar a lo indispensable las requisas
y, sobre todo, de «no arruinar las moreras, tan valiosas en esta época del
año». Y cuando ciertos campesinos piamonteses acudieron a decirle que allí
cerca, en Leri, había posibilidad de dar un buen golpe, los bueyes de
Cavour, su gran enemigo, prohibió absolutamente tocarlos. Sólo por
órdenes concretas de Viena se decidió a tomar la iniciativa, atravesando el
Tesino.
Pero se limitó a un movimiento de vanguardia.
Y así dio tiempo a que llegara Napoleón III y se uniera a los
piamonteses, lo que sucedió el 16 de mayo.
Entretanto, los Cazadores de los Alpes habían recibido el bautismo de
fuego, comportándose como es habitual en tal clase de bautismos. Habiendo
encontrado al enemigo en la oscuridad, se pusieron a disparar como locos,
hiriéndose entre sí mismos y provocando una indescriptible confusión. Al
día siguiente, Garibaldi, furioso, hizo fijar en las paredes su primera
proclama: «Esta noche, los Cazadores de los Alpes han demostrado que son
unos soldados que tienen miedo. El verdadero soldado no dispara el fusil en
vano. Por lo tanto, recomiendo la más rigurosa disciplina a este respecto y
haré castigar a quien resulte ser culpable de semejantes errores».
Por fortuna, muy pronto tuvieron ocasión de rehabilitarse. El día 5,
marcharon sobre Casale para cerrar la carretera de Turín a un eventual
avance de Gyulay que, como ya hemos dicho, se limitó a simples
exploraciones de patrulla. El día 8, los Cazadores encontraron a una y la
dispersaron a la bayoneta. Víctor Manuel, satisfecho, escribió a Garibaldi
de su propio puño una carta de felicitación, anunciándole que se pondría
también a sus órdenes a los Cazadores de los Apeninos, que en aquel
momento se hallaban en Acqui, y ordenándole que entrara en Lombardía
por la parte del lago Mayor, para rodear por la derecha al ejército enemigo.
Garibaldi esperó en vano a los Cazadores de los Apeninos. El ministro
de la Guerra, como de costumbre, había anulado la orden del rey porque no
quería que la columna Garibaldi excediera de tres mil hombres. Pero
Garibaldi, exultante por aquel primer éxito, se dispuso de todas maneras a
llevar a efecto las órdenes, y el día 18, dos después de la unión franco-
piamontesa, estaba ya en Biella.
Por primera vez en su vida vestía un uniforme regular, el azul del
ejército saboyano; pero no se encontraba cómodo con él. Sobre todo el
gorro, adornado con bordados de plata, le ceñía las sienes hasta
enrojecérselas. Se lo colocó de todas las formas posibles: primero sobre la
frente, después hacia la nuca, a continuación inclinado a la derecha o a la
izquierda. Por fin lo metió en la bolsa de la silla, sustituyéndolo con su
habitual sombrero de ala ancha. Sólo cuando entraba en alguna ciudad
volvía a sacar el gorro.
Aún no había hecho una estadística de sus hombres. En líneas generales,
sabía que la mayor parte eran lombardos, especialmente bergamascos,
vénetos, emilianos y toscanos; pero ignoraba que entre ellos apenas había
obreros o campesinos. Sólo se dio cuenta de que contaba con una infinidad
de médicos, porque el único servicio completo y eficiente de que disponía
era el sanitario mandado por Bertani. Sobraban los cirujanos y hasta los
había ilustres, que habían llevado consigo todos los instrumentos de su arte.
Pero todas las profesiones liberales estaban ampliamente representadas.
Medici, cuando tuvo que nombrar a un cabo, quedó indeciso entre cuatro
abogados. En las paredes, grupos de ingenieros y arquitectos dibujaban
mapas topográficos y planos de batalla, mientras a su lado los poetas
improvisaban versos y los actores declamaban.
Al frente de esa extraña tropa, Garibaldi se disponía a atacar de flanco a
ciento sesenta mil profesionales austríacos de la guerra, sin saber siquiera si
el grueso del ejército franco-piamontés lo seguía, y dónde, cómo y cuándo.
En realidad, aún no se habían tomado decisiones. Cavour, que no se
conformaba con batallas y victorias y pensaba siempre en el después, quería
provocar insurrecciones populares en toda la Lombardía, que demostraran a
Europa la inevitabilidad de la conquista militar. Y por esto había sugerido al
rey que mandara a Garibaldi que, por decirlo así, llevaba la insurrección en
la mochila y, adondequiera que fuese, levantaba una.
Se ha dicho después —cuando las cosas ya habían ocurrido— que
Cavour abrigaba otra esperanza al confiar a Garibaldi aquella arriesgada
expedición: liberarse de él. Dada su popularidad en Italia, y en el extranjero,
su sacrificio habría ayudado a la Causa tanto al menos como su
supervivencia amenazaba con enredar más la madeja. En pocas palabras: un
Garibaldi muerto era más útil que un Garibaldi vivo.
No hay un solo documento que dé base a estas suposiciones, que nos
muestran a Cavour a la luz de tan repugnante cinismo. Pero, por desgracia
—ya se sabe—, sólo se presta a los ricos. Y lo menos que puede decirse de
él es que, para encender aquellas llamaradas de entusiasmo de las que
necesitaba su diplomacia, lanzó a Garibaldi al matadero.
Mas para Garibaldi no era una novedad. Toda su vida había sido una
continua refriega.

El día 22 atravesó el Tesino en Castelletto y lanzó una proclama al


pueblo lombardo, llamándolo a la insurrección y recordándole Póntida y
Legnano: «Quien es capaz de empuñar un arma y no lo hace es un traidor».
El día 23 entró en Varese, en medio de generales aclamaciones, y pronunció
un discurso desde el balcón del Ayuntamiento: «Nunca será demasiado lo
bueno que digáis de Víctor Manuel». Apenas había acabado su alocución,
cuando le anunciaron la llegada de cinco mil austríacos. Los varesinos se
refugiaron apresuradamente en sus casas, convencidos de que al cabo de
poco tiempo tendrían que habérselas con la policía habsburguesa por la
triunfal acogida tributada al «bandido». Pero el bandido esperó al enemigo
a pie firme, rechazó su masivo ataque frontal, contraatacó sobre los flancos
y lo obligó a retirarse.
Fue un magnífico éxito y quiso aprovecharlo. Persiguió a los austríacos,
los alcanzó en San Fermo y resolvió la dura y sangrienta batalla a su modo
preferido: con la bayoneta. «Son seis mil, me retiro», telegrafió a Gyulay el
general Urban, dejando libre a Garibaldi el camino de Como.
Durante cuatro días el Lariano, el Unione, la Forza y el Adda —los
cuatro vapores de servicio en el lago— fueron de un lado a otro para que
Garibaldi no los capturara, haciendo sonar constantemente la campana y
recordando lo sucedido diez años antes a sus hermanos del lago Mayor.
Todos aguardaban que Garibaldi avanzara sobre Como y Lecco. En cambio,
mandó a Como a Gabriele Camozzi con trescientos hombres y la misión de
ocupar también Lecco, que, entretanto, se había liberado a sí misma. Y,
retrocediendo, avanzó sobre Laveno. No sabía nada, o casi nada, de cuanto
estaba sucediendo entre austríacos y franco-piamonteses, y quería cubrirse
las espaldas por cuenta propia.
Pero esta vez las cosas no marcharon bien y por un momento se vio
perdido. Ahora, el enemigo podía rodearlo del modo que quisiera, y
también la población se dio cuenta del peligro. En Como, mientras
Garibaldi se retiraba después del revés, se difundió la noticia de que Varese
había sido destruida por los austríacos en operación de castigo. Siguió un
sálvese quien pueda. Camozzi, que por fin había logrado adueñarse de los
cuatro vapores, embarcó en ellos a su reducida tropa, más trescientos
austríacos prisioneros, entre ellos cincuenta y un heridos. Y se dirigió a
Menaggio.
Era el 1.º de junio. En aquel momento, Garibaldi se hallaba en
Robarello, al frente de sus hombres, cansados, hambrientos y
desmoralizados. Montaba su caballo negro y llevaba el gran sombrero de
ala ancha en vez del gorro del uniforme. Salió a su encuentro una calesa con
un sacerdote y una mujer.
—¡Qué guapos exploradores nos envía el enemigo! —dijo uno de los de
su séquito.
La mujer era realmente guapa y muy joven. Detúvose a la altura del
general y le dijo que venía de parte de los patriotas de Como, que
solicitaban de él órdenes y consignas.
Garibaldi la invitó a la hostería de Robarello, sentóse con ella a una
mesa y escribió en una hoja: «Señor Visconti, estoy frente al enemigo, en
Varese; pienso atacarlo esta tarde. Enviad a los temerosos y las familias
fuera de la ciudad; pero que la población viril, sostenida por nuestro
Camozzi, las dos compañías, los voluntarios y las campanas a rebato,
procuren llevar a cabo cualquier posible resistencia».
Entregó el billete a la muchacha y se puso a hablar con ella. Llamábase
Giuseppina, tenía dieciocho años y era hija del marqués Raimondi,
riquísimo y ardiente mazziniano. Había seguido al padre al exilio en Suiza,
pero con frecuencia regresaba a la patria, llevando de contrabando en su
carroza periódicos, proclamas y hasta fusiles.
Garibaldi la escuchaba, pero sobre todo la miraba con vivísimo interés.
Le preguntó dónde vivía.
—En Como —respondió la muchacha.
Y al día siguiente, 2 de junio, Garibaldi envió un billete a Camozzi:
«Avanzo sobre Como».

Entre el 2 y el 6 de junio, se ocupó poco de la guerra, conformándose


con las pocas noticias que le llegaron acerca de las victorias alcanzadas por
los franco-piamonteses en Palestro, Vinzaglio y Confienza. El marqués
Raimondi le había abierto de par en par las puertas de su magnífica villa de
Fino Mornasco, y por primera vez en su vida el general no se sintió
incómodo en una casa señorial. Verdad es que paraba poco en ella, porque
se pasaba casi todo el día en barca, remando y contando a Giuseppina sus
aventuras de guerrillero en América. Giuseppina le dio ocasión de hacer
confidencias, pero no consintió que se las tomara. Garibaldi solía asaltar a
las mujeres como al enemigo: a la bayoneta. Pero esta vez no lo intentó.
Manteníase ante ella tímido y tembloroso como un adolescente.
El 6 de junio, cuando estaba aún empeñado en la dialéctica galante,
supo que a pocos kilómetros de distancia, en Magenta, había tenido lugar
un encuentro decisivo, al término del cual el emperador de los franceses
había telegrafiado a París: «He vencido».
No había vencido. Más aún, cuando el crepúsculo descendió sobre el
campo de batalla cubierto por quince mil cadáveres, la suerte de la
irresuelta batalla se inclinaba más bien a los austríacos. Pero ellos no lo
sabían y, por lo tanto, nada habían anunciado a Viena, donde sólo llegó, de
rechazo, el telegrama de Napoleón, que provocó una hecatombe. Gyulay,
olfateando en el ambiente hedor de destitución (que de hecho le fue
comunicada diez días después), ordenó la retirada hacia el cuadrilátero
véneto, dejando así abierto al enemigo el camino de Milán.
Ante tal noticia, Garibaldi despertó —aunque de mala gana— de su
hipnosis y recordó que era Garibaldi. Salió en vapor para Lecco, pronunció
allí un inflamado discurso y en Cisano se puso al frente de su brigada para
marchar hacia Brembo. En determinado momento, Gabriele Camozzi, que
cabalgaba a su lado, le señaló un campanario.
—¡Es el famoso monasterio de Pontida! —dijo.
Garibaldi tiró de las riendas con brusquedad, miró un buen rato y
después, espoleando vigorosamente al caballo, lo lanzó al galope. Entró en
el recinto benedictino, miró en derredor y murmuró:
—¡Cuántas veces he pronunciado el nombre de Pontida!
Y parecía desilusionado.
¡Quién sabe qué se había imaginado de Pontida!
Reanudaron la marcha y al atardecer llegaron a la vista de Bérgamo.
Envió en exploración a Nullo y Curó, disfrazados de campesinos. Ambos
penetraron ya noche cerrada y contaron que en la ciudad había ocho mil
austríacos, pero amedrentados y dispuestos a la fuga, mientras que toda la
población no tenía más que un nombre en los labios: Garibaldi.
Al amanecer, mientras los Cazadores se disponían al asalto, llegó un
bergamasco jadeante.
—¡Han escapado! ¡Han escapado! —gritaba.
Era Battista Camozzi, hermano de Gabriele.
La ciudad se había engalanado para recibir al liberador. La puerta se
abrió con solemne ceremonia y la guardia rindió honores militares. La
aglomeración era tal, que Garibaldi pudo a duras penas llegar a villa
Camozzi, donde se hospedaría. Inmediatamente acudió la banda de música
a tocar bajo sus ventanas. Se difundió la noticia de que estaba llegando un
tren lleno de austríacos. Garibaldi ocupó la estación, escondiendo a sus
hombres en los almacenes, al acecho. Pero el tren no llegó. En cambio,
llegó un telegrama del mando austríaco de Verona, ordenando a la
guarnición de Bérgamo que abandonara la ciudad. Garibaldi hizo responder:
«Inminente llegada de Garibaldi: enviad refuerzos». «Mándanos refuerzos
inmediatamente», respondió el mando de Verona.
Pero los refuerzos no llegaron. Alguien los detuvo en Seríate. Se trataba
de un reducido batallón, poco dispuesto a la pelea. Una compañía de
garibaldinos mandada por Bronzetti y Gualdo los puso en fuga con
facilidad.
La liberación de Bérgamo coincidió con un estallido de truhanería.
Muchos Cazadores saquearon la ciudad como si hubiera opuesto
resistencia, y al día siguiente el periódico publicó, entre otros, este anuncio:
«El general Garibaldi ha perdido una pistola inglesa que lleva en la culata
las iniciales G. G. El general agradecerá a la persona que se la devuelva».
Pero nadie se la devolvió, porque no la había perdido; se la habían robado.
Aquella mañana había, además, otras noticias, entre las cuales aparecía
en el periódico una bastante más clamorosa: la entrada en Milán de
Napoleón III y Víctor Manuel II al frente de sus tropas victoriosas.

Había sido un gran espectáculo.


Abría la marcha un pelotón de los Cien Guardias a caballo, con sus
rutilantes y cuidados uniformes. Quince pasos después, seguían los oficiales
de órdenes del rey, y al cabo de otros quince pasos los oficiales de órdenes
del emperador. Por último, los dos soberanos, solos, seguidos por sus
respectivos Estados Mayores.
Desfilaron entre dos murallas de gente que aplaudía, en medio de un
torbellino de flores y del clamor de las campanas que tocaban a rebato. En
diversos lugares fue roto el cordón de policía, mujeres despeinadas
levantaban en sus brazos a sus hijos para que Napoleón los bendijera y
besaran los jaeces del alazán que montaba el emperador. «Por primera vez
—escribió el conde d’Hérisson—, el misterioso e impasible rostro del
emperador ha reflejado un sentimiento de emoción».
Al día siguiente, 9 de junio, solemne Te Deum en la catedral. Los dos
soberanos lo escucharon de rodillas ante al altar. El capellán francés Laine
entonó el Domine, salvum fac imperatorem nostrum Napoleonem, a lo que
replicó la charanga del regimiento Guide. Pero en vano se esperó la misma
invocación para Víctor Manuel. La omisión se debió, al parecer, a una falta
de acuerdo entre los sacerdotes, pero muchos sospecharon que en todo ello
había una manifiesta toma de posición de la Iglesia con respecto al rey
sabaudio.
Sin embargo, el incidente no llegó a turbar la atmósfera de exaltación
reinante. La villa de Beauharnais, frente a los jardines, donde se alojaba
Napoleón, y el palacio Serbelloni, donde estaba acuartelado Víctor Manuel,
aparecían constantemente asediados por una muchedumbre jubilosa. El día
10 por la noche hubo una «gala» en la Scala. Los franceses abrieron mucho
los ojos más al espectáculo que presentaba la sala del teatro que al que se
desarrollaba en el escenario. «Oleadas de brillantes serpean en los cuellos
de las soberbias patricias lombardas», escribió uno de ellos.
Pero tras aquella fachada había un gran confusionismo, en el que
afloraban todos los equívocos y entre los que el Risorgimento iba tomando
cuerpo. Cavour, que se reía de todas las ceremonias e iba directamente al
grano, permanecía en Turín, pero tenía en Milán a un hombre de entera
confianza, el conde Giulini, que le informaba minuciosamente de todo. Los
méritos que ya cosechara en 1848 y la probada fidelidad a la casa de
Saboya hacían de él el Parri[8] del momento, pero su misión no era fácil. En
la inmediata víspera de la liberación había constituido, por encargo de
Cavour, una especie de CLN, encargado de la depuración y de poner en
marcha los asuntos de Estado de Milán y de Lombardía. Pero después de la
liberación, Turín impuso funcionarios que hedían a colaboracionismo, con
gran escándalo de quien, para hacer carrera, contaba con sus propios
méritos de resistente. «El nombramiento de Vigliani como gobernador
lombardo —escribía Oldofredi a Giulini— ha asombrado a todo el
mundo… El partido que permaneció fiel desde 1848 hasta hoy ha quedado
al margen y ha asumido el mando el que siempre estuvo en la oposición y
esperó a adherirse la misma víspera de la liberación. Es descorazonador. No
hablo por mí…». Nadie hablaba por sí, pero todos hablaban contra el otro.
«Ha tomado consigo al diputado Cavallini, buen hombre, pero un asno…».
«No me disgustaría un empleo en mi ciudad natal», escribía con menos
fingimientos el profesor Mauri.
Cavour no podía perder tiempo con semejantes mezquindades. Tenía
prisa. Sabía que de Napoleón había que fiarse hasta cierto punto porque,
emotivo como era, podía cambiar de opinión de un momento a otro y
detenerse. De París llegaban noticias inquietantes. Siempre sensible a la
gloria militar, Francia había saludado con júbilo las victorias de su ejército
en Italia, pero no acababa de ver bien para qué servían, y especialmente los
medios católicos seguían siendo hostiles. Por lo tanto, había que mantener
al emperador en un baño caliente de entusiasmo, suscitándolo dondequiera,
con quien fuere y por cualquier medio, aun a costa de los más grandes
equívocos. Y para esto, el mejor instrumento seguía siendo Garibaldi.
Éste fue convocado por el rey a Milán la tarde del 10 de junio, la de la
función en la Scala. Acudió de incógnito y volvió a marchar
inmediatamente, con la orden de ocupar Brescia y disponer flores y tocatas
de campanas para la llegada del ejército liberador. Napoleón tenía el
capricho de ser considerado protector de las barricadas; así, pues, había que
hacérselas encontrar donde fuera.
Garibaldi salió aquella misma noche para realizar la operación
proyectada para el día 13. Emilio Visconti Venosta, a quien le habían puesto
al lado como comisario regio (pero en realidad para vigilarlo) aprovechó la
ocasión para ir a Milán y hablar con Vigliani. Quería saber cómo
comportarse, porque su posición no era fácil. Debía hacer de «almohada»
entre el orden y la revolución, entre el Gobierno de Su Majestad y
Garibaldi. Cavour pretendía una cosa imposible: que la revolución estallara
de manera que pudiese seducir a Napoleón, pero que fuera «ordenada» y
«saboyana», de modo que no se infiltraran en ella Mazzini y los
extremistas.
Visconti volvió a partir la tarde del 12 para estar al día siguiente con
Garibaldi cuando entrara en Brescia. Pero Garibaldi ya había entrado en
Brescia, porque los austríacos habían huido de ella y en vez de ellos había
quedado solamente el caos, con el que colaboraban cordialmente los
garibaldinos. Entretanto, ya no se sabía siquiera quiénes y cuántos eran
porque, a medida que se perfilaba la victoria, afluían nuevos reclutas, y
cada uno de los cuales se creía con el derecho de requisar víveres,
alojamientos, vestidos, caballos, sin dejar siquiera un recibo, o dejándolos
falsos. Incluso gente comprometida con el difunto régimen y temerosa de
represalias y depuraciones, se había introducido en sus filas, viendo en ellas
el más seguro de todos los escondites. En suma, la Italia de 1859 no era
muy distinta de la de 1945, mezcla indescifrable de héroes y de bellacos, de
ladrones e idealistas.
Cuando llegaron a Turín los primeros informes, Minghetti habló de
hacer arrestar a Visconti como responsable. Cavour «se enfureció, dio
puñetazos sobre la mesa y se subió por las paredes», escribió Oldofredi. Y
añadió: «La trastienda da miedo».
El único que no se daba cuenta de todo aquel desorden y estaba en él
como en su propia casa, era Garibaldi, feliz al ver cómo aumentaba su
ejército. Y estaba tan pertrechado de optimismo que, cuando le llegó del
cuartel general la orden de atacar al enemigo en Lonato, no formuló
objeciones. Y con sus diez mil voluntarios recogidos aquí y acullá marchó
contra los doscientos mil austríacos que allí se habían reunido.
—Han querido burlarse de nosotros, pero un poco trágicamente —dijo,
al regreso de aquella paliza.
Pero otra orden vino a animarlo en seguida: la de avanzar, por Lecco,
hacia la Valtellina, a fin de cerrar el paso a un fuerte contingente austríaco
que, a través del Stelvio, pretendía —según rumores— irrumpir sobre
Como. A Lecco llegó al atardecer, al mismo tiempo que la noticia de la
cruenta y decisiva batalla de Solferino. Una vez más lo habían alejado en el
mejor momento.
En Solferino, Gyulay ya no estaba porque la víspera lo habían
torpedeado, pero eso no impidió que los austríacos dejaran sobre el terreno
veintidós mil cadáveres, junto a los diecisiete mil franco-piamonteses.
Cayeron también cinco Feldzeugmeister, sesenta tenientes mariscales y
setenta generales habsburgueses; pero no bajo las balas de Napoleón, sino
bajo los decretos de retiro del servicio activo. En Viena, empezaron por
primera vez a preguntarse si realmente la fuerza de un ejército consistía,
como aseguraba el general Grünne, en la hermética botonadura de la
guerrera, en la largura reglamentaria del cabello o en el endurecimiento de
los bigotes con betún para el calzado.
Pero un terremoto no menos fuerte lo provocó el espectáculo del campo
de batalla de Solferino, al atardecer del día 24 de junio, en el ánimo
oscilante e impresionable del victorioso emperador francés. Napoleón se
había comprometido, en los acuerdos de Plombières, a liberar a Italia «hasta
el Piave». Pero toda aquella sangre le turbó profundamente, a lo cual se
añadían serias preocupaciones políticas. La derrota austríaca hacía
tambalear los tronos de la Italia central y había puesto en conmoción los
Estados de la Iglesia, especialmente a la turbulenta Romaña, con gran
alarma del Papa, que protestaba vivamente a París.
Napoleón era buen simulador. Fingió estar preparando la gran batalla
que asestaría el definitivo golpe de gracia al enemigo; hasta dispuso
cuatrocientos carros para el traslado de los heridos. Pero en aquel momento
había tomado ya su decisión de detenerse, no en la línea del Piave, sino a
orillas del Mincio. Con lo que los Habsburgo conservarían las Venecias,
Mantua, Peschiera y el ducado de Módena.
Víctor Manuel se hundió en la angustia. No temía ni a Austria, ni a
Francia, ni a las reacciones de la opinión pública italiana ante aquel cambio
tan brusco. Pero no sabía cómo decírselo a Cavour, al llegar a Turín.
La hagiografía del Risorgimento se ha esforzado por elevar el encuentro
entre el rey y su Primer Ministro a un tono de nivel shakespeariano. Pero la
verdad desnuda y cruda es que Cavour perdió completamente la cabeza y,
olvidando no sólo la etiqueta, sino también la más elemental urbanidad,
gritó a su rey:
—¡Sois una mierda!
Aunque poco apegado a las formas, el pobre Víctor Manuel quedó
como atontado. Sólo al cabo de algunas horas recobró el aliento necesario
para confiar a su ayudante de campo:
—Cavour se ha portado mal conmigo, y se mostró casi insolente.
Admiramos ese «casi».
En su escritorio había una carta de Garibaldi, que acababa de llegar de
Sondrio. En respuesta al soberano, que le había escrito pocos días antes
para invitarle a permanecer tranquilo en la Valtellina sin avanzar hacia el
Stelvio, y recomendarle «previsión, prudencia y sabiduría», el general se
comprometía a obedecer, pero pedía a cambio botas y fusiles para sus
voluntarios, que no tenían ni una ni otra cosa.
Garibaldi se había dado cuenta que de la parte del Stelvio no iba a llegar
nadie, pero estaba muy lejos de sospechar que la guerra había concluido;
pensaba en una marcha liberadora sobre Venecia y esperaba el «adelante»
de Cialdini a cuyas órdenes lo habían puesto después de Lonato,
precisamente para evitar que tomara iniciativas peligrosas. Pero, entretanto,
su pequeño ejército se descomponía en la espera. Con Ja misma facilidad
con que se habían enrolado, los voluntarios desertaban. Garibaldi mandó
fijar una proclama en la que se amenazaba con la pena de muerte a los
prófugos que no regresaran al cuartel. Pero ni la amenaza surtió efecto.
Los días pasaban monótonamente en aquel pequeño rincón exiliado de
la historia y de la crónica, y parecía que todos se habían olvidado de
Garibaldi.
Una sola persona se acordaba de él y seguía escribiéndole desde Roma
carta tras carta: Speranza. En la última, le contaba que había comprado al
príncipe Rospigliosi un pura sangre árabe de seis años, al que había dado el
nombre de Frontino, y le prometía llevárselo, montándolo ella misma hasta
donde él estaba, porque, como siempre, «el paraíso en la tierra está a la
grupa de un caballo».
«Speranza mía —respondió—: Vos siempre sois buena y queridísima.
Vuestras cartas son un reflejo de vuestra alma angelical. Y yo soy tan
perezoso que dejo pasar el tiempo sin escribiros. Cuidad de vuestra salud,
amiga de mi corazón; y cuando estéis restablecida, pensad que necesito
veros y teneros cerca, y que por ahora no puedo…».
Olvidando las anteriores desilusiones, Speranza decidió partir
inmediatamente para llevar el caballo a su héroe. Pero precisamente aquel
mismo día volvió a caer enferma y el médico le aconsejó que fuera a hacer
una cura en Cauterets, en los Pirineos. Sin embargo, Speranza se encaramó
a la grupa de Frontino y tomó el camino de Sondrio. Pero, cerca de Genova,
se desvaneció y cayó de la silla. La hospitalizaron y en el hospital la
encontró el Dodero de siempre, que logró quitarle de la cabeza la idea de
Garibaldi y de Sondrio y dirigirla en carroza a los Pirineos. Pero fue un
viaje malhadado. En San Remo se volcó la carroza. Y en Niza, cuando llegó
Speranza, ocurrió el terremoto.
También Garibaldi se encontraba mal entonces. Pero no tanto a causa
del reumatismo, que había vuelto a manifestarse, cuanto porque, junto con
la noticia de la paz de Villafranca, que destruía todos sus sueños de batallas,
victorias y liberaciones, le había llegado la orden de disolver su Cuerpo de
voluntarios. Así, de sopetón, sin un agradecimiento a sus servicios, sólo con
una mísera indemnización y el permiso de conservar «el uniforme y el
capote», todos volvían a casa, menos los vénetos que, no pudiendo volver a
ella a causa de los austríacos, podían enrolarse en el ejército regular
piamontés.
A la sazón, Garibaldi se hallaba en Lovere, a orillas del lago Iseo. Dejó
los Comentarios de Julio César (naturalmente, traducidos) en los que había
buscado consuelo a los tormentos de la artritis, y escribió a Speranza que
deseaba verla de nuevo, que la necesitaba.
Los voluntarios no querían ni oír hablar de licenciamiento. Se
desperdigaron en pequeñas bandas armadas y llamaron en busca de dinero a
todas las puertas, públicas y privadas, a veces por las buenas, a veces por
las malas.
CAPÍTULO XIV

GIUSEPPINA

«Llamado al mando de las tropas de la Italia central —había escrito al


rey— que tratan de oponerse a la reinstalación de aquellos tiranuelos, dejo
con dolor el valeroso ejército capitaneado por V. M. Mi amigo Valerio le
dirá los delicados motivos por los que antes de aceptar aquel mando no
acudí, como hubiera sido mi deseo, a presentar mis respetos a V. M.; los
mismos delicados motivos me impedirán acudir a ofrecerle mi homenaje
antes de abandonar el suelo piamontés. Pero, dondequiera me encuentre,
V. M. puede estar seguro de que allí tiene un soldado de la Causa italiana de
la que V. M. es noble capitán».
Pero, a pesar de los delicados motivos, fue a ver al rey, llevando una
descolorida guerrera de paño que escandalizó a todos menos al soberano.
Tampoco tenemos testimonios de este encuentro, pero alguna confidencia
debió de escaparse, porque los dos se hallaban igualmente decepcionados.
En verdad, Napoleón le había jugado una mala pasada a Víctor Manuel.
El 6 de julio, incluso le había dejado ordenar sus tropas, junto a las
francesas, para la batalla decisiva que debía liberar a Venecia; y sólo unas
horas antes de la señal de ataque, le comunicó sus intenciones de paz. Los
días de Villafranca fueron duros para el pobre rey, entre aquel emperador
cerrado e inasible y un Cavour presa de sus espumantes furores. Todo se
desarrolló de manera fulmínea: el día 6, el anuncio; el 8, el armisticio; el 11,
la paz con Francisco José, llegado personalmente para ceder la Lombardía y
aquella porción del Véneto, no a los piamonteses, sino a los franceses.
Bonaparte ni siquiera había sabido librar a su aliado de semejante
humillación.
Pero ahora había que proseguir de algún modo. Sin el apoyo de Austria,
los pequeños Estados de la Italia central se disgregaban por sí solos.
Toscana, Romana, Parma y Módena, instauraron Gobiernos provisionales
en lugar de los grandes duques, duques y legados pontificios, y formaron
una liga militar cuyo mando supremo ofrecieron precisamente a Garibaldi.
Y él iba a asumir ese mando. Pero quería una lettere di marca del rey.
Como la antigua «patente de corso». Era una idea fija. En vano los
mazzinianos —Bertani, Guerzoni, Alberto Mario— trataron también esta
vez de quitarle esa idea de la cabeza, impulsándole a ponerse al frente de la
oposición radical incluso en los pequeños Estados. Pero ellos no tenían
facultad para otorgar lettere di marca. Sólo el rey podía hacerlo.
¿Sabía en aquel momento Víctor Manuel que Garibaldi había sido
engañado una vez más, porque, tras haberlo atraído con el señuelo del
mando supremo, Bettino Ricasoli, que había asumido el poder en Florencia,
pensaba poner a Garibaldi a las órdenes del general Fanti? Quizá no. El rey
tenía confianza en él y la degradación de Garibaldi fue una conjura, como
siempre, de Cavour y La Marmora, de quien Ricasoli recibía la «consigna».
Como quiera que fuese, le dio las lettere di marca con la acostumbrada
recomendación de actuar con la máxima prudencia. Tras la paz de
Villafranca se estaba en plena fase diplomática y el Piamonte se había
comprometido a no perturbar la tranquilidad europea. Era necesario que la
Italia central realizara su anexión por sí misma y en orden, sin suscitar
alarmas, sobre todo de parte de la Iglesia. En suma, se necesitaba una
revolución a la italiana, que fuera y no fuera revolución, sin barricadas, sin
sangre… Y precisamente para que fuera una revolución habían llamado a
Garibaldi; y después, para que no lo fuese, le habían supeditado a Manfredo
Fanti.
Garibaldi no dramatizó las cosas. Sabía que, si había lucha, el mando se
lo ganaría por sus propios méritos; y si no había que combatir, era inútil
poseer aquel grado. En Florencia, en el balcón del Palazzo Vecchio, recibió
el aplauso del pueblo y después salió para Módena, donde se hallaba el
cuartel general de las tropas, que sumaban una desorganizada división
formada por voluntarios un poco al azar. Inmediatamente se dio cuenta de
que su presencia allí era meramente decorativa y volvió a sumirse en su
correspondencia con Speranza.

Speranza mía: Me hubiera gustado muchísimo contar con vuestra bella


presencia, aunque sólo fuera por un momento, pero mi situación es tan
precaria que no me atrevo a deciros: ¡venid! Deidery me escribió que se
encuentra mejor y que deseaba hacer un viaje de convalecencia. ¿No
podríais, por ejemplo, arreglar un viaje con aquella buena familia? Yo
sería entonces muy feliz, si me sorprendierais en uno de estos pueblos. De
todas maneras, escribidme sobre vuestros proyectos y haré lo posible para
esperaros o salir a vuestro encuentro.

El último día de agosto le llegó una carta. Pero no procedía de


Cauterets, sino de Como, y se la escribía la marquesita Raimondi. Podemos
suponer su contenido por la respuesta que Garibaldi le envió cuatro días
después:

Señora: Vuestra carta fue para mí un bálsamo y os lo agradezco. Me


habéis impresionado profundamente con vuestras amables reminiscencias.
¡Lago…! ¡Remos…! Vuestro maestro en la vela… Palabras escritas por
vos, por las que he llorado de emoción. Así, pues, ya que me aceptáis por
maestro y yo a vos como «alumna» a la que amo, os debo una verdad que,
en nombre de la estima que me habéis profesado, debéis conservar sólo
para vos; y cuando se os ocurra compartir el secreto con alguien me
pediréis permiso para ello, ¿no es verdad? ¡Bien! Os amo… y me gustaría
saber si hay alguien que se acerque a vos y no os ame… Así, pues…, ¡os
amo! Y amor de hombre no podía «poyarse» sobre más bella, grata y
atrayente criatura. El deseo de poseeros siguió al afecto que me inspiró
vuestra primera visita… Un día —oh, Dios…, al estrechar vuestra hermosa
mano a mis labios…—, os dije: «Quiero perteneceros a cualquier
precio…». Y yo, acostumbrado a empresas arduas… Con la audacia del
soldado… hubiera depositado a vuestros pies una existencia que, no
aceptada, se hubiera roto. ¡Oh! ¡Vos, con vuestro rostro de ángel! ¡Con
vuestra alma italiana…! No hubierais pisoteado el corazón de Garibaldi,
que se entregaba a vos con el mismo fervor con que se dio a Italia por toda
su vida… ¡Pero retrocedí! Porque cuando os dije… que quería
perteneceros… había pronunciado un perjurio… ¡Una blasfemia!
Pertenezco a otra mujer. En otra circunstancia, me di cuenta de que vos,
Giuseppina, pagabais mi afecto con amistad, pero no con amor. Mi amor
propio quedó mortificado; pero no dejé de decirme…: ¡No he merecido otra
cosa! Ahora, vos debéis escribirme —¡Santa Virgen!— y decirme que me
hacéis feliz con un poco de amistad… Me conformaré como con un
precioso afecto… Pero no digáis, por Dios, que os soy indiferente… ¡Me
desesperaría! Un saludo cordial a la familia. Vuestro toda la vida,

G. GARIBALDI.

En espera de que Giuseppina dijera algo, pasó días de ansiedad; pero


Giuseppina nada dijo. Entonces Garibaldi volvió a escribir, pero a Speranza.

Speranza mía: Nunca debéis temer aburrirme, porque vuestras cartas


son un verdadero bálsamo en mi vida tempestuosa. Siempre que vengáis,
me sentiré afortunadísimo de poder besaros la mano. Si no me encontrarais
en Módena, sabréis mi destino y, si me avisáis, iré a vuestro encuentro. De
todos modos, venid…

Y Speranza, siempre disciplinada, acudió, tras haber recogido en Niza a


los Deidery y a Teresita. Fueron recibidos por Menotti, Frusciante y
Carpaneto, y suntuosamente alojados, por orden del jefe del Gobierno,
Farini, en la villa ducal. Pero Garibaldi se había ido y nadie sabía dónde
estaba. Pasaron cuatro largos días. Para calmarse, Speranza interpretaba por
las noche en su mandolina saltarelli[9] y tarantelas; era el instrumento que
llevaba siempre consigo. Teresita bailaba con los visitantes, y la señora
Deidery, acérrima enemiga del despilfarro, se afanaba en apagar velas. Por
fin, al cuarto día llegó un telegrama: Garibaldi estaba en Rávena, donde los
esperaba.
Partieron todos inmediatamente, incluido Menotti, en una carroza, y
llegaron a medianoche a Bolonia, donde se alojaron en el «Brun», con no
poco disgusto de los Deidery, que hallaban aquel hotel demasiado caro y
querían seguir viaje inmediatamente; pero el cochero se negó. Cuando, al
atardecer del día siguiente, llegaron a Rávena, vieron en las paredes
manifiestos que saludaban y daban vivas «a la familia del Héroe».
Garibaldi no intentó siquiera permanecer un momento a solas con
Speranza, y embarcó en seguida a toda la comitiva en dos carrozas. En una
de ellas subió con Speranza, la señora Deidery y Teresita; en el otro coche
iban los hombres. Seguían tres carros cargados de «fidelísimos».
Era un hermoso día y el general se sentía expansivo. Se abandonó a los
recuerdos que la vista de aquellos parajes traía a su mala e imprecisa
memoria y al placer del entusiasmo que por todas partes suscitaba la
comitiva y la aparición del general. Tal vez había llamado a Speranza para
mostrársele en aquella luz de triunfo.
Particularmente calurosa fue la acogida en la granja Guiccioli, donde lo
esperaba una masa de gente que había acudido de todas partes y un
banquete suculento que, en teoría, debía servir para dieciocho comensales.
Pero después, una a una, fueron tomando asiento docenas de personas, cada
una de las cuales tenía, o decía tener, algún motivo de gratitud para con el
Héroe. Garibaldi reconoció, o creyó reconocer, a todos, distribuyó abrazos,
firmas, apretones de mano, y al término del banquete pronunció un
interminable discurso que era un himno a Víctor Manuel y a las glorias
militares nacionales. «Bastan quince días para hacer de un italiano un
perfecto soldado», dijo, quizá con absoluta buena fe.
Volvieron a la carroza a hacer la digestión, seguidos de otros cincuenta
coches, por la carretera que conducía a una capilla solitaria. Allí estaba
enterrada Anita. El general se arrodilló sobre la tumba. Un sacerdote
celebró una misa y firmó un certificado de defunción que hacía por fin de
Garibaldi un viudo, apto para segundas nupcias.
El regreso fue un triunfo. En Bagnacavallo, en Massalombarda, en
Medicina, la muchedumbre entusiasta desenganchó los caballos y arrastró
la carroza con sus propios brazos. En Lugo hubo que detenerse para dar
ocasión a las diputaciones que habían acudido de los alrededores de que
rindieran homenaje al Héroe. Hubo desfiles, discursos y conciertos de
banda que alternaban el Himno a Garibaldi con aires de danzas campesinas,
y entonces todos, especialmente Teresita, se lanzaban a bailar al aire libre.
La señora Deidery aprovechó la ocasión para celebrar un aparte con
Speranza y suplicarle que aceptara las propuestas matrimoniales del general
que, en caso contrario, ahora que contaba con el certificado, se hubiera
casado con Battistina. Pero Speranza respondió noblemente que nunca
dejaría en el dolor a aquella pobre muchacha que le había dado una hija. O
al menos así lo contó en sus Memorias.
Sobre todo estaba irritada con Garibaldi, que seguía eludiendo el verse a
solas con ella, por lo que se preguntaba para qué la había hecho venir hasta
allí. Al volver a la carroza, Garibaldi le ofreció, como de costumbre, el
asiento del fondo, junto a la señora Deidery. Era una escena que se repetía
siempre y que acabó por chocarle. Esta vez se negó y tomó asiento en el
puesto más incómodo, el que daba de espaldas, con Teresita. Garibaldi
subió entonces al pescante, junto al cochero. Al cabo de un rato se volvió a
mirar si ella había obedecido. No, no había obedecido. Entonces entonó a
voz en cuello una canción española.
Cuando, después de diecisiete horas de zarandeo, de aplausos y vivas,
se hallaron por fin en el «Hotel Brun» de Bolonia, Garibaldi, tras haberse
refrescado un poco, salió de su habitación para llamar a la puerta de
Speranza y hacer las paces con ella. Pero en el pasillo había un piquete de
bersaglieri que, al verlo, se pusieron en posición de firmes. Garibaldi se
volvió atrás.
Siguieron viéndose durante las comidas, pero entre grupos de invitados.
Una noche, mientras preparaban la mesa, Garibaldi le dijo que deseaba
mostrarle algo extraordinario y la condujo a una habitación apartada donde
había tendidas dos banderas magníficamente bordadas.
—¿Creéis que este trabajo ha sido realizado por manos femeninas? —le
preguntó el general.
Speranza respondió que no; debía de ser obra de algún gran artista.
—Me las han enviado como regalo las hijas del marqués Raimondi —
explicó el general—, y son obra de sus manos. —Y añadió—: El marqués
Raimondi me ha rogado muchas veces que vaya a pasar una breve
temporada a su villa en el lago de Como. Iremos en cuanto me encuentre
libre.
¿Quién sabe? Tal vez quería confiarse a ella porque aquel regalo lo
había hecho feliz y ya no cabía en su piel. Pero no dijo nada y bajaron a la
cena, que fue tumultuosa, como de costumbre. En determinado momento,
Garibaldi se limpió la nariz, pero todo le quedó entre los dedos, porque el
pañuelo tenía un enorme agujero; todos quedaron embarazados, menos él,
que se limpió como mejor pudo. Inmediatamente, Speranza salió a comprar
pañuelos, los envió al general por medio de Frusciante, fue a hacer las
maletas y dijo a Teresita que regresaba a Roma, pero rogándole que no
advirtiera a su padre.
Poco después recibió en su habitación un estuche. Dentro, había un
anillo con un diamante, una esmeralda y un rubí (los colores de la bandera
italiana) y un alfiler de oro en forma de lagartija, exquisitamente trabajado.
Speranza quería devolver el obsequio, pero la señora Deidery y Teresita —
portadoras del regalo— le dijeron que el general se ofendería. Entonces fue
a verlo y lo encontró sumido en un montón de diarios.
—Aceptad ese pequeño recuerdo de mi parte —le dijo, anticipándose a
sus protestas—. Debéis llevar ese anillo por afecto a mí.
—¡Pero es de otra! —prorrumpió Speranza.
En aquel instante entró el coronel Deidery, que compartía la habitación
con Garibaldi. Éste se sintió profundamente aliviado por la inesperada
llegada del coronel.
—No habréis creído que iba a permitir que os marcharais sin deciros
adiós —dijo—. Estaba un poco apesadumbrado, porque hubiera tenido que
ir descalzo; el único par de botas que tengo me aprietan los pies y carezco
de zapatillas.
—Haré lo posible para que no entréis en la Orden de las Carmelitas
descalzas —respondió Speranza—. Desde Florencia os enviaré un par de
zapatillas bordadas por mí.
Saludáronse allí mismo. Ella partió a las dos de la madrugada. Y
ninguno de la familia o del séquito del general se molestó en acompañarla.
Tuvo que llevar por sí misma las pesadas maletas hasta la diligencia.
Acababa de llegar a la capital toscana cuando recibió un telegrama: «El
general Garibaldi desea saber si permaneceréis aún en Florencia; tiene algo
importante que comunicaros».
Cualquier otra mujer, en su lugar, se hubiera impacientado con aquel
extraño hombre que, cuando la tenía cerca, no tenía nada que decirle y ni
siquiera parecía darse cuenta de su presencia, pero que en cuanto se alejaba
volvía a llamarla. En cambio, Speranza respondió: «Me quedo en Florencia;
disponed de mí».
Pasaron cinco días de silencio; por fin llegó una carta:

Speranza mía: Decidme si podéis ir a Mesina para una misión muy


delicada. Volaría a Florencia para besaros la mano, pero me es imposible.
Respondedme telegráficamente si o no.

Sí —respondió Speranza—. ¿Deseáis que vaya a Bolonia?

Esta vez, la respuesta no se hizo esperar. No, no era necesario que fuera
a Bolonia. Le enviaría a una persona de confianza para ponerla al corriente
de todo.
Speranza esperó, convencida de que iba a llegar Medici, o Bixio, o
Deidery. En cambio, se le presentó una rubita vestida de negro, de unos
treinta y cinco años de edad, de modales un tanto zafios y descarados y con
su buena «carta credencial» escrita de puño y letra de Garibaldi: «Speranza
mía, la portadora es una sincera amiga de Italia v encargada de mi parte de
comunicaros un proyecto. Podéis confiaros enteramente a ella».
Speranza leyó, miró a la rubita y al cabo de un rato preguntó de qué se
trataba. Pero la otra contestó que nada sabía, que sólo se sentía contenta por
ponerse al servicio de la «Corinna[10] de nuestros días». Siguió otro
silencio. Después, la rubita sacó por fin, con ademán misterioso, una hoja
cogida con un alfiler a un pliegue de su saya, y la entregó a Speranza.
Estaba escrita, también de puño y letra de Garibaldi: «Ir a Mesina,
encontrar al cónsul inglés, ponerse de acuerdo con el comité, ponerlo en
relación conmigo y con el comité de Palermo. ¡Prudencia! Pero ir
valerosamente al objetivo, porque la Causa tendrá un feliz éxito».
Era bello, pero bastante vago. ¿Acerca de qué debía ponerse de acuerdo
con el comité?
La rubita seguía protestando que nada sabía. Pero, después de otra
pausa, sacó de la saya otro billetito, escrito también por el general:
«Speranza mía: Confío plenamente en vuestra alma angélica. La misión que
os encargo es santa, pero muy peligrosa».
La cosa era cada vez más bonita, pero también más vaga. Speranza
había entendido y ahora aguardaba. Y he aquí que salía a la luz, de la
misma saya, un cuarto mensaje, esta vez más detallado. Era una proclama
de Garibaldi al pueblo siciliano incitándolo a la insurrección. Al pie estaban
los nombres de los cinco conjurados a los que debía entregarla. El pliego
pasó de la saya de la rubita a la de Speranza y las dos mujeres salieron para
Liorna donde, el 8 de octubre, embarcaron en el Vaticano rumbo a Sicilia.
La historia no ha explicado claramente qué contenía ese pliego,
trastienda de mala novela por entregas. Sólo ha puesto de manifiesto con
qué ligereza y puerilidad y con cuánta improvisación se conspiraba
entonces en Italia. La rubita puede haber sido, indudablemente, una sincera
amiga de Italia, pero lo era aún más de los varones que se encontraba en el
camino. Primero puso los ojos en el comandante de la nave. Y en Nápoles
languideció incluso tras el príncipe Colonna, que había acudido al puerto a
recibir a Speranza, ensalzando ante su compañera no sólo su cualidad de
gran patriota, sino también de gran amante.
Speranza siguió intrépidamente sola, desembarcó en Mesina y se
presentó al cónsul inglés, Richardson, que, al oír que venía de parte de
Garibaldi, estalló en improperios, llamándolo «bandido» y «payaso». Pocas
horas después, Speranza era arrestada por la policía borbónica y puesta bajo
vigilancia. Pero la custodia fue confiada a un carcelero italiano que,
mediante una buena propina, descuidó la vigilancia hasta el punto de dejar
que la prisionera se evadiese. En la nave que la conducía de nuevo a Liorna,
Speranza debió de meditar que, en cuanto a seriedad, opresión y revolución
estaban a la misma altura en Italia.
Entretanto, Garibaldi se había enzarzado en una serie de disgustos.
Durante todo el mes de octubre esperó cartas de Como en respuesta a las
suyas, suplicantes e insistentes. Pero después de las banderas, de Como no
había llegado nada más. Intentó entonces distraerse con la acción y se puso
a escribir proclamas. Lanzó una a los veteranos del ejército sardo para
atraerlos a sus filas; otra al pueblo napolitano («… Nosotros hemos
combatido como combaten los italianos cuando están unidos, y vosotros no
estabais… Pero esta vez estaréis con nosotros, con la voluntad y con el
brazo…»), una tercera a los municipios de la Romaña, y una cuarta a los
soldados pontificios, instándoles a desertar.
En Turín se alarmaron. Cavour se esforzaba en mantener tranquilas las
aguas de la diplomacia europea mientras los Gobiernos de la Liga central
preparaban los plebiscitos que iban a consagrar la anexión al Piamonte.
También Inglaterra, que veía con buenos ojos la operación, recomendaba
prudencia y discreción. Fanti recibió la orden de refrenar a aquel loco que
parecía ir a lanzarlo todo por el aire; pero no era fácil. Las relaciones entre
ambos generales se hicieron tensas. Fanti negó el alistamiento a los
Cazadores de los Alpes que acudían desde la Lombardía y que,
naturalmente, no reconocían a otro jefe que Garibaldi. Y como éste no se
daba por enterado, se dio a los oficiales la orden de no obedecerle.
Por último, intervino el rey personalmente, llamando a Garibaldi. Le
dijo que de buena gana lo liberaría de Fanti, pero de todas maneras le rogó
que, pasara lo que pasase, no rebasara los confines de los Estados
pontificios. Por primera vez, Garibaldi le mostró rostro ceñudo. Le dijo que
ya estaba comprometido a correr en ayuda de las ciudades que se rebelaran
contra el Papa. El rey, asustado, llamó a Fanti y le ordenó que se aprestara a
dejar el puesto a Garibaldi de manera que, si algo ocurría, toda la
responsabilidad recayera sobre él.
En ese momento llegó Speranza a Bolonia para informar al general de
su misión. Cuenta ella misma que Garibaldi la recibió como si volviera de
un viaje de placer.
—Bien —le dijo—. Aquí estamos otra vez. —Y añadió como la cosa
más natural del mundo—: Dudé si volvería a veros, porque después de que
hubisteis partido supe que un falso afiliado me había tendido una trampa en
la que caí demasiado fácilmente. Más tarde me aseguraron también que se
habían desembarazado de vos como de tantas otras víctimas de la venganza
borbónica. Menos mal que salisteis con vida, querida Speranza. En
adelante, figuraréis entre los más valerosos y tendréis, más que ningún otro,
el derecho a llevar la camisa roja.
Speranza lo miraba asombrada. Después empezó a contarle sus
desventuras, pero a la mitad de su relato se calló. Se había dado cuenta de
que el general la oía sin escucharla, abstraído en otros pensamientos.
Permaneció algunos días en Bolonia. Después, viendo que Garibaldi ni
siquiera se daba cuenta de su presencia, decidió volver a Roma. El general
la invitó a una breve cena de despedida. Pero, como de costumbre, lo esperó
en vano; y, por último, se acostó sin haber cenado. Poco después, tres
señores llamaron a su puerta; habían sabido que el general estaba allí y
deseaban hablar con él. Irritada, Speranza se vistió de nuevo y los llevó al
lugar en que estaba segura de encontrarlo; en un lecho del «Hotel Brun».
Y allí estaba, sumido en la lectura de periódicos. Sin buscar siquiera una
palabra de excusa, le preguntó brutalmente si una visita a semejantes horas
era en interés de Italia. Speranza salió sin contestar. Tras la puerta oyó
gritar:
—¡Escribidme, escribidme desde donde estéis!
Ésta era la urbanidad de Garibaldi con las mujeres cuando ya no le
interesaban.

Poco después el rey lo llamó a Turín para rogarle que «se retirara
durante algunos meses». Garibaldi respondió con una carta a Fanti en la que
presentaba su dimisión, que fue acogida por todos con un suspiro de alivio.
«General, los irregulares e indecorosos procedimientos seguidos por V. S.
con respecto a mí, me impulsan a alejarme del servicio militar, por lo que
pido ser dispensado del ejercicio de los cargos para los que plugo a V. S.
nombrarme». El rey quedó tan satisfecho que le envió dos regalos: un fusil
de caza y el nombramiento de ayudante de campo suyo, con el grado de
teniente general. Garibaldi aceptó el fusil, pero rechazó el nombramiento
porque —escribió al rey— le habría quitado la «libertad de acción». Qué
era lo que pensaba hacer con esa libertad es algo que aparece en la
proclama que, recién llegado a Génova, lanzó a los italianos para
anunciarles su renuncia y aguijonearlos a «preparar oro y hierro». De nuevo
lo llamó el rey para proponerle otra misión: la organización de la Guardia
Nacional de Lombardía. Pero ya Garibaldi había optado por otro puesto que
le ofrecía Brofferio: el de presidente de la Nazione Armata que se proponía
como programa la formación de un ejército de dos millones de italianos
(que reclutarían quién sabe dónde y armarían Dios sabe cómo) y la
concentración de todos los sacerdotes de la península en las lagunas
pontinas, a fin de trabajar en su saneamiento.
Estos propósitos de aficionados, de revista estudiantil anticlerical,
suscitaron por doquier tales entusiasmos por Garibaldi y tales
demostraciones contra Cavour —que, naturalmente, había prohibido la
«Nación Armada»—, que el Ministerio de Turín tuvo que dimitir. Garibaldi
protestó ruidosamente reverdeciendo su slogan preferido: «Para que los
italianos nos pongamos de acuerdo se necesita el látigo». Naturalmente, se
entendía que la distribución de los golpes le correspondía a él.
Por fortuna, para distraerlo de sus tentaciones de cisma, el 28 de
noviembre le llegó, desde Como, una carta que concluía con estas increíbles
palabras:
«Te amo. Hazme tuya».
Salió inmediatamente, sin avisar siquiera a los amigos, a quienes
escribió durante el viaje un billete en el que aludía vagamente a la «nueva
fase» que iba a iniciarse en su existencia. Estaba tan emocionado que,
llegado a Fino Mornasco, no se atrevió a presentarse inmediatamente en la
casa Raimondi y se hizo preceder de un mensaje:

¡Adorable Giuseppina! Dos sentimientos me combaten y atormentan de


manera inconcebible: el amor y el deber. Os amo con toda mi alma y daría
lo que me queda de esta desgarrada vida por ser vuestro un solo
momento… ¡Pero mi deber me impide ser vuestro! ¡Me impide haceros mía
a vos, a quien idolatro! He aquí la voz del deber: tengo en la isla una mujer
plebeya y de esa mujer tengo una hija: éste sería el menor obstáculo,
porque ya no puedo amarla y no deberé unirme a ella nunca. Uniéndome a
vos, bellísima muchacha, renegaría de aquel carácter abnegado que me
proporciona parte de una popularidad que aprecio y que puede serme útil
en provecho de la patria cuando los asuntos italianos me llamen de nuevo a
conducir soldados: y entonces se diría de Garibaldi: ha atado la fortuna…
y se ha apartado del pueblo al que tantas veces se ufanaba de servir hasta
la muerte. Que soy pobre, vuestro nombre angélico y generoso me lo ha
perdonado ya mil veces; pero que tengo una edad demasiado alejada de la
vuestra, que mi salud no es demasiado firme, esto es un poderoso obstáculo
que no debo conceder que pase por alto vuestra indulgente simpatía.
Dentro de poco, tal vez ya no apto para ser compañero de tan florida
belleza, quedaré reducido a simple tirano. A vivir una vida desesperada.
Porque…, ciertamente, no podré soportar vuestra falta de afecto…
¡Respondedme en seguida! Me encuentro en un estado… que no puedo
esperar. ¡No os enfadéis, por Dios! ¡No os encolericéis con quien os dedica
todo el culto de su amor! Permitid que me aleje de vos con vuestra estima,
con vuestra amistad y la conciencia de haber cumplido con mi deber.
Vuestro para toda la vida y como sea…

El 4 de diciembre galopaba junto a ella, cuando el caballo se le


encabritó y dio con la rodilla contra el muro de una casa. Se le fracturó la
rótula. Pero Garibaldi, en presencia de Giuseppina, se sintió obligado a
permanecer en la silla y dominar al animal. Éste lo arrastró a un establo y
estuvo a punto de romperle el cráneo contra las vigas, salió con más furia,
golpeó de nuevo a su jinete contra el timón de un carro; después, contra un
montón de piedras y, por último, contra unos chopos. Hasta que el general,
viéndose perdido, se arrojó al suelo, pero cuidando bien el estilo, es decir,
consiguiendo quedar en pie a pesar de la rótula fracturada.
Tuvo que permanecer dieciocho días en cama. Naturalmente, en casa
del marqués, con Giuseppina como enfermera.
Ignoramos lo ocurrido en esos dieciocho días. Sólo en un fragmento de
sus Memorias, destinado a permanecer en secreto, Garibaldi hace una
alusión, pero vaga: «No podía, desde luego, encontrar un sitio más apto y
querido para sanar una herida (fuera cual fuese) que la casa del marqués
Raimondi; y la aparición de la muchacha amada en mi habitación (lo que no
hubiera ocurrido de estar sano) me hacía olvidar todo mal. Además, la
mujer es una verdadera providencia a la cabecera del hombre enfermo; por
bueno que sea un hombre, no puede igualar la exquisitez de los cuidados
femeninos. ¿Y qué será cuando dichos cuidados los dispensa una mano
queridísima?».
Nada más. Pero no se requiere mucho esfuerzo para comprender que,
además de ponerle en condiciones la rótula, la «mano queridísima»
consiguió liberarlo también de los dos temores que le obsesionaban: el de
acabar cornudo y el de perder la popularidad.
Se prometieron —pero en secreto— y decidieron casarse el 15 de enero,
fecha postergada después al 19 y por fin al 24.

Por el momento, la noticia no trascendió; entre otras cosas, porque la


opinión pública y los periódicos estaban distraídos por otros
acontecimientos. En Turín, el Gobierno Rattazzi-La Marmora, que había
sucedido al de Cavour, se hallaba en crisis a causa de la dimisión del
ministro de Instrucción Pública, Gabrio Casati. Éste había escrito a Giulini:
«El rey irá a Milán la próxima semana. ¿Querías, si me mandara
acompañarlo, que me presentara en Milán como uno de los verdugos de mi
país?».
Habíamos llegado, pues, a esto: que, de aparecer en Milán en compañía
de Víctor Manuel, se pasaba por «verdugo» o al menos por colaboracionista
y se perdía todo respeto: tales eran las antipatías desencadenadas contra los
piamonteses, acusados de portarse como un ejército de ocupación tras haber
monopolizado los mejores puestos.
Por si fuera poco, había empezado a circular la voz de que Niza y
Saboya iban a ser cedidas a Francia. Se murmuraba ya hacía tiempo sobre
los acuerdos de Plombières; pero ahora la cosa adquiría consistencia porque
los de Turín estimaban necesaria la contrapartida que ofrecer a Napoleón
para hacerle tragar la anexión al Piamonte de Emilia y Toscana, donde ya se
estaban preparando los plebiscitos.
Eran hechos importantes que no dejaban mucho margen a episodios
galantes. Pero el silencio de Garibaldi frente a esos grandes
acontecimientos, y especialmente al de Niza, que le tocaba de cerca, fue
observado y llenó de curiosidad a Jos periódicos, que enviaron a algún
«enviado especial» a informarse a Fino Mornasco.
La primera indiscreción sobre el noviazgo clandestino y la boda
inminente apareció en la Gazzetta di Milano. Pero inmediatamente,
L’Opinione de Turín la desmintió, probablemente a petición del mismo
Garibaldi o de alguien muy próximo a él: «Estamos autorizados a declarar
que la noticia es falsa y carece en absoluto de fundamento». Pero la
Gazzetta volvió a confirmarla, basándose en «informaciones privadas de
parientes de cierto marqués R***». Il Diritto escribió: «Vivir para ver».
Con la esperanza de ver —o tal vez a propósito para ver—, un grupo de
obreros milaneses se dirigió a Fino para expresar al general sus buenos
deseos de «felicidad doméstica». El general quedó conmovido porque vio
en ello la prueba de que aquel matrimonio de altos vuelos no menguaría su
popularidad; pero no se comprometió: «Hijo del pueblo —contestó— y
dedicado a servirle por toda la vida, me enorgullezco siempre que me llega
de él una palabra de simpatía. Vosotros tenéis fe en mí, hombres de las
Cinco Jornadas, y yo la tengo en vosotros».
De regreso a Milán, los obreros difundieron la voz de que era verdad. Y,
de periódico en periódico, la noticia llegó a Roma, donde Speranza la leyó
en el Gallignani. Ya había olfateado algo desde el día en que Garibaldi le
rogara la restitución de las Memorias «para continuarlas». Se las envió y al
poco supo que estaban en manos de Dumas, que en aquel momento estaba
allí, en Roma. Escribió al novelista francés solicitándole una cita para
explicarle que el manuscrito pertenecía ya a los editores Hoffmann y
Campe, con quienes el general la había autorizado a tomar solemne
compromiso.
—Pasaré por su casa a las cuatro —contestó Dumas.
Pero a las cuatro estaba ya lejos de Roma, de donde la policía papal lo
había desalojado, en parte porque era amigo de Garibaldi, en parte porque
habían descubierto que su «secretario» era una moza menor de edad,
disfrazada de hombre. En tan grata compañía, el novelista se hallaba en
camino hacia Fino Mornasco, adonde llegó el día 23, víspera de la boda,
que no podía tener un testigo más indiscreto.
Las nupcias se celebraron en el oratorio de la villa y fueron padrinos el
gobernador de Como, Lorenzo Valerio, y el conde Giulio Porro
Lambertenghi. La ceremonia fue muy sencilla y estrictamente privada. Al
salir, y ya en la puerta de la pequeña iglesia, un desconocido le puso en la
mano un billete. El general lo leyó y palideció. Y en cuanto estuvo a solas
con Giuseppina le preguntó si era verdad que se hallaba encinta.
Turbadísima, Giuseppina no contestó ni sí ni no. Y entonces Garibaldi,
ciego de ira, blandió una silla, gritando:
—¡Sois una zorra!
Tampoco a esto contestó Giuseppina. Pero, recordando que también era
una marquesa, replicó con sosiego:
—Creí haberme sacrificado por un héroe, pero no sois más que un
soldadote brutal.
Separáronse allí mismo. Cinco minutos después del fatal «sí» ya no
volvieron a verse más. Guerzoni, que nos ha dejado este relato, añade que
Garibaldi dejó inmediatamente Fino Mornasco para regresar a Caprera. No
es verdad. Permaneció aún tres días en la casa del suegro y de la repudiada
esposa, que probablemente fue encerrada con llave en su habitación. E
ignoramos cómo el general se las hubo con el marqués y qué se dijeron.
Sólo sabemos que al día siguiente, 25 de enero, envió a Milán un proyecto
de lotería para aumentar los fondos de la suscripción «Un millón de
fusiles», lanzada en setiembre del año anterior.

¿Qué había sucedido?


Es posible que la verdad absoluta se sepa en 1968, cuando pueda
publicarse el memorial de Giuseppina, que lo dejó a su hija Nina Nancini
con la promesa de mantenerlo secreto durante cincuenta años a partir de su
muerte. Giuseppina falleció en 1918 y el manuscrito está celosamente
custodiado en el archivo del Estado de Mantua. Pero ¿será la verdad
«verdadera» esta de la interesada?
En todo caso, podemos hacer ya observaciones bastante exactas.
Que el día de su boda con Garibaldi Giuseppina estuviera encinta,
aparece innegablemente documentado en una carta suya fechada en el
«Hôtel du Parc», de Lugano, el 6 de agosto de 1860, dirigida a Bernardo
Caroli. Es ésta:

Gentilísimo señor: Perdone que me atreva a dirigirle estas breves


líneas; culpe tan sólo a mi imaginación. Desde que dejé a su hermano para
venir a Lugano, reconciliada con mi familia, en la que confié tener un
apoyo, escribí a Gigio varias veces, dirigiendo mis cartas a Berlín, desde
donde hasta ahora no he tenido respuesta alguna. Ahora, inquieta como
debo estar, hallándome en un estado que a todos debo ocultar [según los
cálculos debía estar por lo menos en el octavo mes], pero que usted conoce
muy bien, ruego a su bondad quiera informarme en dos líneas de dónde se
encuentra su hermano. Espero que no me negará este favor, que pido como
una gracia. Ya que mi padre no pensó en mí más que de palabra, al menos
le ruego me deje la certeza de que Gigio me ama aún, o si me persuadió de
venir a Lugano sólo para deshacerse de mí, lo que no creeré aunque todos
me lo repitan. Sufro mucho; tenga compasión de mi y deme la dirección de
su hermano. Cuente con todo mi agradecimiento y créame…
P. S.: No crea que deseo escribir a Gigio para volver a su lado; según
las apariencias, yo misma hice el mal y ahora me toca sufrir la pena. No
deseo otra cosa que la certeza de ser aún amada por el padre del ser que
llevo en mi seno.

Este Gigio Caroli se llamaba en realidad Luigi y era el más renombrado


mujeriego de Lombardía. Era alto, elegante, de cabello castaño, con bigote,
tenía veinticinco años y ninguna necesidad de trabajar, porque ya habían
trabajado por él el abuelo, el padre, los hermanos, que llegaron hasta el
Japón —como los Camozzi— para importar a Bérgamo capullos de seda.
Nacido para gastar, más aún, para dilapidar, Gigio había ido a Hungría,
de donde regresó con un «tiro de cuatro caballos» y una legión de criados
transilvanos con sus trajes regionales. En Mónaco había perdido una fortuna
en la mesa de juego. De España tuvo que huir para no verse obligado a
casarse con una castellana seducida por él.
De regreso a Milán en 1859, conoció a Giuseppina en el «Café de la
Sinceridad», adonde él iba cada día, haciéndose acompañar por sus mozos
de cuadra con librea blanca y botones de oro. Se enamoraron al instante.
Giuseppina sólo tenía dieciocho años, pero ya había hecho sus primeras
armas. Es decir, en cuanto a moralidad eran tal para cual.
Pero no fue ese dudoso pasado de la muchacha lo que motivó el veto de
los Caroli cuando Gigio se declaró dispuesto a casarse con ella. Tampoco en
su casa la regla era muy severa. Su madre, Anna Benedetta Cattaneo, había
vivido mucho tiempo con Pietro Carissimi, antes de casarse con él. Una vez
viuda, hubo de apresurar sus segundas nupcias con Ludovico Caroli para
legitimar al primogénito que iba a nacer, Bernardo, el destinatario de la
dolorida carta de Giuseppina. Pero éstas eran cosas casi normales en la alta
sociedad de aquel tiempo, a la que nuestra fantasía ha atribuido rigores
espartanos.
Giuseppina no era «matrimoniable» por razones de dote. Además de ser
hija ilegítima del marqués Raimondi, su padre, antaño riquísimo, no poseía
ahora más que tres villas. Aunque hubiera heredado las tres, sería una
miseria en comparación con el patrimonio de los Caroli de quien dependía
Gigio, de profesión desocupado. Pero la renuncia a la boda no interrumpió
las relaciones. Y todos lo sabían menos Garibaldi, a quien nadie abrió los
ojos. ¿Por discreción? ¿Por caballerosidad? ¿Por compasión?
Acerca de la identidad de aquel que en el último momento se decidió a
denunciar al general el cepo en que había caído, corrieron diversas voces.
Alguien dice que fue Speranza, que le envió aquel billete que, por
desgracia, llegó demasiado tarde a su destino. Pero es falso, con toda
seguridad. Speranza nada sabía de Giuseppina, y semejante gesto no
entraba en su estilo. También se murmuró que habría sido el mismo Caroli
—Gigio— que, presa de remordimiento y de celos, escribió a Giuseppina,
pero el mensaje cayó en las manos del novio. Pero seis años después
Garibaldi lo desmiente en una carta a Crispí, que dice: «Un día después de
la boda fui informado por un primo de la joven, el mayor Rovelli, que ella
tenía relaciones con otro hombre, y la dejé». Por desgracia, en esta
afirmación hay al menos una inexactitud: un día después de la boda,
cuando en realidad ocurrió el mismo día, pocos minutos después de la
ceremonia.
Sin embargo, Rovelli sigue siendo el que cuenta con mayores
probabilidades, incluso por el testimonio del gobernador Valerio en una
carta a Cavour: «… Un marqués Rovelli, primo de la esposa y presente en
el matrimonio, decía de la señorita Raimondi horrores que ponía por
escrito…». Queda por saber el porqué de esa tardía denuncia. Díjose
entonces que Rovelli estaba enamorado de Giuseppina y actuó por
venganza. Pero también él ha dejado un memorial que su último
descendiente, Enzo Rovelli, tiene aún bajo llave, en espera de que primero
salga el de Raimondi-Mancini.
Parece que el delator se reconoce como tal, pero afirma haber actuado
con buena intención, para apartar a Garibaldi de las murmuraciones y del
ridículo.
No lo consiguió, porque habladurías y carcajadas las hubo por toda
Italia. Más que nadie se divirtió Víctor Manuel, aunque era el menos
calificado para bromear sobre semejantes temas. En aquellos momentos, el
soberano quería casarse con «la bella Rosina», hija de un «tambor mayor»,
y un día recibió a Cavour cuando tenía a la chica sobre sus rodillas. El
primer ministro le había dicho que Rosina le engañaba. Pero también
Cavour tenía sus líos con la Ronzani. En resumen: de los cuatro «Padres de
la Patria», tres —mientras la patria estaba forjándose— estaban muy
atareados en burlarse el uno del otro.
Pero Garibaldi, objeto de mofa por parte de la clase alta, fue
compadecido por la gente sencilla, que se sintió partícipe de su infortunio.
Así, mientras el marqués Raimondi se disponía a exiliar a Giuseppina a
Suiza, Bernardo Caroli, temeroso de cualquier venganza del «populacho»,
envió a Gigio a Alemania, a olvidar y, sobre todo, a hacerse olvidar. No le
transmitió el encargo de la desdichada; pero Gigio escribió a la joven por
propia cuenta:

Querida Giuseppina: Ten paciencia. Vendré pronto. Volveremos a ser


los de antes. Pero no vengas aquí, por favor. Sabes cuál es mi carácter. Si
vinieses, seria imposible amarte. Piensa. Reflexiona. Te lo juro: si vienes,
perderás el tiempo, no me verás. No quiero que se hable más de este
asunto. ¿Has entendido? Tuyo afectísimo,
GIGIO.

Unos meses después, cuando supo que Garibaldi había partido en la


expedición de Sicilia, Gigio escribió a la familia que también él quería
«combatir y morir» para redimirse. Y más tarde ordenó a su administrador,
Carlos Cerce, que entregara a Garibaldi veinte mil liras (cifra colosal en
aquellos tiempos) para la prosecución de su empresa. Pero Garibaldi
rechazó el dinero. El despreocupado joven vagó por Europa durante tres
años, venciendo en amor y perdiendo en el juego. Hasta que se alistó en la
Legión Italiana de Francesco Nullo, compatricio suyo de Bérgamo, no
menos desaprensivo que él, pero valiente garibaldino, que ahora acudía a
Varsovia para ayudar a los polacos levantados en armas contra el zar. Nullo
cayó combatiendo valerosamente, mientras Gigio fue hecho prisionero y
deportado a Siberia. Pagó sus pasadas frivolidades con años de frío, de
hambre, de privaciones, pero aun en medio de tanta miseria siguió jugando
a las cartas. Hasta que, precisamente por una pelea en el juego, en 1864, un
compañero suyo de condena lo mató golpeándole la cabeza con sus
cadenas.
CAPÍTULO XV

LOS «MIL».

El 12 de marzo se celebraron los plebiscitos en Toscana y Emilia y en


ambas regiones la anexión al Piamonte obtuvo casi la unanimidad de votos.
Austria y el Papa protestaron, pero Napoleón calló; Cavour, otra vez en el
poder y con los hilos de su política en la mano, lo había conquistado,
cediéndole bajo cuerda Niza y la Saboya, donde para el 15 de abril se
disponía otro plebiscito.
Garibaldi tuvo noticia de todo ello y de modo oficial en vísperas de su
boda con Giuseppina, y no parece que quedara muy impresionado. Limitóse
a enviar a Türr ante el rey, para tener una confirmación. Y el rey respondió:
—Decid al general que no es sólo Niza, sino también la Saboya.
Decidle también que, si abandono la patria de mis abuelos, con más
facilidad puede abandonar su patria, en la que sólo ha nacido.
Sucedió después lo que ya sabemos; y Garibaldi, para sustraerse a los
chismes y comentarios suscitados por su infortunio sentimental, volvió a su
guarida de Caprera. Sin embargo, el 2 de abril estaba en Turín para la
inauguración del nuevo Parlamento, donde había no ya solamente
representantes piamonteses, sino también lombardos, emilianos y toscanos.
La ocasión era solemne, los ánimos estaban conmovidos y los aplausos
atronaron cuando el rey, en su discurso de apertura, dijo que Italia se dirigía
con paso firme a convertirse en la «Italia de los italianos».
Garibaldi pidió la palabra inmediatamente después del soberano, pero se
lo impidió el procedimiento oficial y tuvo que dejarlo para el día 12.
Durante aquellos días dio vueltas de un lado a otro, sombrío y furioso entre
los diputados, tratando de levantar oposiciones a la «venta de Niza». Pero
podemos preguntarnos si era Niza el verdadero motivo de su mal humor, o
si no era, más bien, un pretexto para desahogarlo. Nadie le hizo caso y hasta
Bixio y Crispí le aconsejaron que lo dejara, ya que Niza había sido
irremediablemente cedida, y que, en cambio, volviera los ojos a Sicilia,
donde —así decían ellos— había estallado la revuelta.
Tales noticias le dejaron perplejo. Acerca de esa revuelta siciliana le
había escrito también, pocos días antes, Rosolino Pilo, invitándole a
sostenerla con una expedición a la isla; pero él había respondido que la
empresa no parecía tener perspectivas de éxito. Tras la conversación con
Bixio y Crispí volvió a pensarlo. Escribió a Giuseppe Finzi, presidente de
un comité para la recogida de un millón de fusiles, invitándole a allegar
fondos, armas y municiones; envió a Bixio a ver a Fauché, administrador de
la compañía de navegación Rubattino, a fin de explorar si estaba dispuesto a
proporcionarle, llegado el caso, un par de naves para el transporte de tropas.
Y, por último, fue personalmente al rey a pedirle la brigada Bérgamo. El
soberano lo acogió, como siempre, amistosamente; le dijo que «en
principio» estaba de acuerdo; pero pidió dos días para reflexionar, es decir,
para preguntar su parecer a Cavour.
Y Cavour contestó que no.
El 12 de abril, Garibaldi se levantó a hablar en el Parlamento. Estaba
negro. Pero en su discurso planteó la cuestión de Niza en un terreno
estrictamente jurídico, para demostrar que la cesión de la ciudad era
contraria al artículo 5.º del Estatuto. Era evidente que Garibaldi hablaba con
palabras ajenas, escritas quién sabe por qué profesor o abogado. Cavour,
que no se esperaba aquella disquisición, replicó con cierto embarazo que,
con Estatuto o sin él, Milán, Bolonia y Florencia representaban algo más
que Niza.
Garibaldi pidió de nuevo la palabra y esta vez pronunció un discurso
completamente suyo, vehemente, embrollado y lleno de errores históricos y
sintácticos, que dejó en la consternación a sus más fieles amigos. Oyendo o
adivinando su desaprobación, Garibaldi apostrofó personalmente a alguno,
como Poerio, que reaccionó. El gran discurso de oposición concluyo en una
disputa de comadres de la que salieron triunfantes Cavour y el Gobierno.
Aquella misma tarde se acercó a Garibaldi un inglés, un tal Laurence
Oliphant, que se decía enviado por los italianos de Niza para organizar con
él un golpe de mano en la ciudad y desbaratar el plebiscito que debía
celebrarse tres días después. Este Oliphant no era más que un aventurero y
lo llevaba escrito en la cara con letras tan grandes y claras que hasta
Garibaldi lo comprendió. Pero le dijo que sí por despecho contra el rey,
contra Cavour, contra el Parlamento, contra sus amigos y quizá, sobre todo,
contra Giuseppina. Y allí mismo se puso en camino con él rumbo a Génova.
Por fortuna, lo pensó mejor en Génova, o alguien (¿Bixio? ¿Medici?
¿Bertani?) que corrió tras él se lo hizo meditar. El hecho es que en vez de
marchar hacia Niza escribió al municipio de Chiavari que aceptaba la
ciudadanía que le había ofrecido. «Pero no pienso con esto —añadía—
dejar de ser ciudadano de Niza. No reconozco a poder alguno de la tierra la
facultad de enajenar la nacionalidad de un pueblo independiente: y protesto
contra la violencia hecha a Niza…, reservándome para mí y mis
descendientes el derecho de reivindicar mi país natal…».
Acababa de sellar la carta cuando llegaron de Niza los resultados del
plebiscito: de 25 933 votantes, 25 743 habían sido oui a Francia.
El 23 dimitió de su puesto de diputado y el 25 escribía: «Todo me
aplasta contra el suelo. Mi alma está llena de luto. ¿Qué debo hacer?
¿Abandonar este ambiente que me sofoca y me repugna hasta la náusea? Lo
haré pronto, muy pronto, para respirar más libre, como un prisionero que
por fin vuelve a ver la luz de Dios…».
Exactamente diez días después partiría para la más gloriosa de sus
aventuras. Pero en aquel instante ni siquiera tenía de ello la más remota
sospecha.

Como solía decir Mazzini, Garibaldi era más un gran ejecutor que un
fraguador de empresas. Y, de hecho, también la de los «Mil» fue el
resultado de una conjura de la que es probable que él nunca se haya dado
cuenta.
Los ambientes revolucionarios y extremistas italianos veían con tristeza
que Italia estaba forjándose sin su concurso. El ejército piamontés y la
diplomacia de Cavour habían aglutinado ya, en nombre de la Casa de
Saboya, las más ricas y progresivas regiones de la península: Piamonte,
Cerdeña, Liguria, Lombardía, Toscana y los ducados centrales. Quedaban
por anexionar sólo los Estados pontificios, el reino de las Dos Sicilias y
Venecia, y era evidente que para ello Cavour sólo esperaba una favorable
coyuntura internacional. Si lo lograba, el juego estaba hecho. Eliminaría del
panorama político italiano a aquel Partido de Acción radical y republicano
que se había propuesto, aunque fuera en medio de equivocaciones y líos de
todas clases, tomar la iniciativa del Risorgimento y darle un contenido
popular. Garibaldi era el único hombre que, poniéndose al frente de ese
movimiento, podía asegurarle el desquite.
El general había rehusado durante todo el mes de abril. Comprendía, por
muy ingenuo que fuera, que la revolución siciliana, de la que Crispí y La
Masa le hablaban con fervor como de un gigantesco e irreversible
fenómeno, era, ya que no un puro invento, sí una gran exageración. Aun sin
exteriorizarlo, no se fiaba de las poblaciones meridionales. Había visto que
no se habían movido ni por Bentivegna, ni por Pisacane, ni por los
hermanos Bandiera. Y no deseaba terminar como ellos. Pero, al mismo
tiempo, no quería mostrarse temeroso y vacilante.
Su conducta fue bastante ambigua. Por una parte, dejó que Crispi y
Bixio preparasen la expedición y, por otra, siguió trapisondeando con el
Gobierno para obtener un reaseguro. Pero del Gobierno no obtuvo nada.
Cavour era contrario a la empresa, la combatió hasta el último instante y se
negó a proporcionarle, además de hombres y medios, las habituales lettere
di marca. Pero todo aquel batiburrillo hizo nacer en la opinión pública y en
muchos de los mismos voluntarios la convicción de que el Gobierno, bajo
cuerda, estaba de su lado, por más que por necesidades políticas y
diplomáticas tuviera que fingir lo contrario.
En determinado momento, el propio Garibaldi fue víctima del equívoco
que él mismo había creado. Cuando tal vez pensaba poder retirarse aún, la
Sociedad Nacional puso a su disposición mil fusiles, el coronel Colt envió
desde América cien de sus famosas pistolas, los arsenales Ansaldo le
abrieron su almacén de municiones, Bixio llegó a un acuerdo con la
compañía Rubattino para el alquiler del Piemonte y del Lombardo, que
transportarían a los voluntarios reunidos ya en Génova y que estaban
ansiosos de embarcar, y Rosolino Pilo partió como avanzadilla al interior de
Sicilia para llevar la gran noticia de la inminente llegada de Garibaldi. No
quedaba nada por hacer: o decidirse, o confesar que tenía miedo.
Durante la noche del 5 al 6 de mayo, según se había convenido con los
Rubattino, Nino Bixio y Benedetto Castiglia, que debían asumir el mando,
embarcaron con algunos escuadristas, despertaron a los marineros que
dormían a pierna suelta, ignorantes de lo que se tramaba, y les plantearon
este dilema: o abandonar la nave o zarpar con ellos a Sicilia. Sabiendo que
con ellos iba Garibaldi, los marineros decidieron patrióticamente zarpar.
Las dos naves eran viejas y estaban en malas condiciones. Para poner en
movimiento sus palas, perdieron seis horas; y Garibaldi, que esperaba en
Quarto, dio muestras de nerviosismo. Cuando estuvo en la cubierta del
Piemonte, preguntó a alguien:
—¿Cuántos somos?
—Con los marineros, somos más de mil —le respondieron.
—¡Vaya! ¡Cuánta gente! —exclamó Garibaldi.
Para ser exactos, eran 1089: más de la mitad, estudiantes que aún no
habían cumplido los veinte años. El más joven tenía once; el más viejo,
setenta, y había luchado con Napoleón I.
Estaban representados todos los uniformes y vestidos. Sirtori llevaba
sombrero de copa y balandrán negro; Crispí, un stiffelius[11] estrecho y liso;
un tal Calona, siciliano, llevaba un sombrero a lo Rubens, con una pluma de
avestruz. Había también un canónigo, Bianchi, que seguía siendo sacerdote
de la cintura para arriba, porque de la cintura para abajo llevaba pantalón de
soldado. Estaba un jovencito pálido, de quien se decía que era poeta y de
quien sólo se conocía el nombre: Hipólito Nievo[12]. Y Giorgio Manin, el
hijo de Daniele. Y Menotti, el hijo del general. E incluso una mujer, la
amante de Crespi, que no hacía más que jugar a las cartas con el sacerdote
apóstata Gusmaroli.
La navegación fue difícil, a causa de un fuerte siroco y los continuos
retrasos del Lombardo que, a las órdenes de Bixio, arrancaba mal detrás del
Piemonte.
Los voluntarios, pálidos y débiles a consecuencia del mareo, vomitaban
a más y mejor. Garibaldi fumaba un cigarro puro tras otro. Apenas hubo
embarcado, se puso su acostumbrado uniforme con el poncho blanco sobre
la camisa roja, el sombrero de fieltro y el pañuelo de seda al cuello.
Frente a Telamone hizo echar las anclas e izar en el palo mayor la
bandera sabaudia. Después, mandó decir al comandante del puerto que
abriera el almacén de municiones y se las entregara, asegurándole que
actuaba en nombre del rey, por más que, oficialmente, el soberano no
pudiera poner su firma al pie de una orden escrita. El comandante lo creyó,
pero también lo creyeron algunos voluntarios, que habían embarcado
convencidos de hacerlo en nombre de Mazzini y de la República, con lo que
no quisieron seguir adelante.
Garibaldi dirigió mal la deserción y aquella noche, durante la cena,
vomitó improperios sobre Mazzini.
Los dos barcos volvieron a hacerse a la mar, proa a Cerdeña. Garibaldi
no había decidido aún en qué punto de Sicilia iba a desembarcar, y
entretanto, con aquella desviación, quería eludir la flota napolitana, que en
aquel momento, con toda seguridad, había sido informada de su salida y
debía de cruzar a lo largo de las costas isleñas. Si embargo, no parecía muy
preocupado por ese hecho. Como de costumbre, ahora que la suerte estaba
echada, había recuperado su buen humor y la confianza en su buena
estrella, confianza que nunca lo abandonó. Al día siguiente, Bandi lo
sorprendió en su camarote, con las gafas puestas, componiendo un himno
en un pedazo de papel amarillento. Se lo leyó:

Mi tierra pisotea el extranjero,


mata mis rebaños —y mi honor
quiere robarme—, pero queda un hierro,
un arma para herirle el corazón.
¿No te cansas de ultrajes y de yugo,
de cobardes lisonjas y de engaños?
¡Esta tierra ya no produce héroes:
solamente tiranos y lacayos!
—Quisiera que se pusiese música a estos versos —dijo el general—;
pero me gustaría una música vivaz, que enardeciera a la gente, a la manera
de la Marsellesa; en una palabra, una música que glosara la idea de un
ataque a la bayoneta…
Bandi, que desafinaba bastante, intentó cantar aquellos versos con
algunos compases de Hernani, pero el general torció el gesto. Probó
entonces con Norma y resultó mejor. Garibaldi le ordenó que regresara a
cubierta y formara un coro de voluntarios, pero no fue posible. Desafinaban
todos. Algunos empezaron a mofarse del himno, introduciendo en él el aire
de la Bella Gigugín. Garibaldi se enfadó.
Aquella noche, el Lombardo perdió contacto con el Piemonte y las dos
naves emplearon varias horas en restablecerlo. Pero a la mañana siguiente
estaban ya a la vista de las Egades, y Garibaldi y Castiglia calcularon que
en seis horas de navegación llegarían a las costas sicilianas. Crespi y
algunos compañeros suyos parecían sombríos: aquel día, 11 de mayo, era
viernes. Dijeron que no podía comenzarse ninguna empresa en viernes.
Pero Garibaldi no creía en el mal de ojo. Con el telescopio escrutaba el
escollo de Maretino, que entonces era una penitenciaría.
—Allí está el pobre Nicoreta —murmuró; y se secó una lágrima.
Pocas horas después, rebasada Favignana, apareció el puerto de
Marsala. Pero se presentaron también dos vapores y una fragata de vela. Y
eso fue lo que decidió a Garibaldi a desembarcar en aquel punto, el único
que podía alcanzar antes de que las naves borbónicas le cortaran el paso.
Los sicilianos estaban convencidos de que no lo conseguirían, y
aconsejaron virar hasta que llegara la noche. Garibaldi los hizo callar
imperiosamente. Había calculado que, aunque fuera con sólo unos minutos
de ventaja, llegaría antes él; y así fue. Los voluntarios estaban todos en
cubierta con los fusiles al hombro y por una vez se abstenían de alborotar.
Garibaldi, con su poncho plegado a los hombros y el cigarro puro entre los
dientes, estaba tranquilo y siguió estándolo incluso cuando Castiglia le
indicó que en el puerto había otras dos naves. Aunque no enarbolaban
bandera alguna, por la silueta se veía que una era inglesa; pero ¿y la otra?
Garibaldi hizo disponer a sus hombres en cuadro, prestos al abordaje
contra aquel misterioso barco, caso de que fuera enemigo. Pero en aquel
momento un brick británico se destacó del puerto y les salió al encuentro.
Garibaldi puso proa hacia él y, llegando al alcance de la voz, preguntó de
qué nacionalidad eran las dos naves fondeadas.
—Nave inglesa —respondieron del brick, que siguió adelante. Pero era
una respuesta en singular, que dejaba en pie el misterio sobre la otra
embarcación.
Castiglia propuso adueñarse de un barco de pesca que navegaba a
escasa distancia y que serviría, ya que no para otra cosa, al menos para el
desembarco. Garibaldi fue del mismo parecer. La tripulación estaba
compuesta por ocho hombres que casi se desmayaron de miedo al ver
venírseles encima al Lombardo, y no quisieron dar informaciones ni
siquiera a los voluntarios paisanos suyos. Dijeron que nada sabían y que no
querían líos.
Por fin, poco después, todo se aclaró. Las naves eran inglesas las dos: el
Argus y el Intrepid, que hacían escala en Marsala para proteger a la
reducida colonia de compatriotas que desde tiempos inmemoriales ejercían
el monopolio de los vinos locales. Poco antes habían tenido que habérselas
con las autoridades borbónicas, que los habían desarmado, y por eso
pidieron ayuda a su flota. Ésta fue la primera de las muchas circunstancias
favorables que facilitaron la temeraria empresa de Garibaldi.
El Lombardo y el Piemonte se adelantaron en veinte minutos a la
corbeta napolitana Stromboli, que los perseguía de cerca, y se acercaron
prudentemente al Intrepid. El Piemonte llegó al muelle, Türr desembarcó
con cincuenta hombres, según las órdenes de Garibaldi, y, un poco por las
buenas, un poco por las malas, indujo a las barcas de remos que había allí
atracadas a que cooperaran en el desembarco. Pero el Lombardo encalló y la
situación, de pronto, se hizo crítica. Con grandes voces, Garibaldi hizo
maniobrar las barcas hacia la nave, pero el Stromboli ya estaba a tiro. ¿Por
qué no disparó?
Al parecer, porque no estaba seguro de que aquellas naves no fueran
sardas. Las camisas rojas hacían parecer a los garibaldinos soldados
ingleses. Y, de hecho, el comandante envió un mensaje al del Intrepid para
enterarse de si aquellos hombres que estaban desembarcando eran suyos.
Sin apresurarse, el Intrepid respondió que no eran hombres suyos, pero que
muchos de los suyos estaban en tierra, mezclados con los que
desembarcaban. Lo que equivalía a decir: «¡Cuidado con disparar!».
Mientras así conversaban napolitanos e ingleses, el Lombardo iba
desalojándose rápidamente de sus hombres. Cuando hasta Bixio estuvo en
el muelle, Garibaldi se dio un golpe con la mano en la frente.
—¡Me olvidaba lo mejor! ¡Volvamos al Piemonte! —dijo.
Siguiéronle en la lancha, sin comprenderlo, Castiglia, Rossi y Bandi. El
general subió con ellos a la nave, descendió con ellos bajo cubierta y abrió
los escapes de la máquina, con objeto de que se inundara la bodega.
Después, de nuevo en la lancha, exclamó:
—¡Al Lombardo!
Sus compañeros palidecieron porque el Lombardo estaba ya a menos de
un kilómetro de Stromboli, pero no osaron replicar. Bajo los cañones y los
arcabuces borbónicos, Garibaldi repitió, con toda calma, la misma
operación, y en la lancha se trasladó de nuevo a tierra, donde el pequeño
ejército estaba ya formado en espera de órdenes. Sólo entonces, cuando ya
era completamente inútil, los napolitanos se decidieron a disparar un
cañonazo. La granada pasó por encima de las cabezas de los Mil y cayó a
sus espaldas, sin estallar. Un voluntario la cogió y la llevó al general,
diciendo:
—¡Tengo el honor de presentaros el primer disparo!
Garibaldi ordenó a todos que se diseminaran y echaran cuerpo a tierra.
Pero obedecieron pocos. Con itálica e inútil fanfarronería, la mayoría siguió
en pie, en corro, e intercambiando jubilosos saludos con los ingleses, que
volvían a bordo de sus naves y reían como locos. De los de Marsala no se
veía ni la sombra. El que no había podido escapar se había encerrado en su
casa. Sólo un fraile se acercó a ofrecer sus servicios, diciendo que estaba de
la parte del pueblo. Lo que no se sabía era de qué parte estaba el pueblo.
Garibaldi le rogó que acompañara a Bandi ante el cónsul de Cerdeña.
Quería que éste declarara propiedad nacional del Piamonte las dos naves
que quedaban a merced del enemigo, que no acababan de hundirse.
Garibaldi tenía, desde luego, un extraño concepto del Derecho
Internacional.
Ahora que estaban seguros de que en el Piemonte y en el Lombardo no
quedaba nadie, los borbónicos se decidieron a atacar al abordaje. Subieron a
los barcos con gran griterío, arriaron las banderas y trataron de remolcar las
naves. Con el Piemonte pudieron hacerlo; pero el Lombardo, encallado, no
se movió y siguió hundiéndose lentamente.
—¡Hemos quemado nuestras naves! —dijo riendo Garibaldi, que había
seguido la escena con el anteojo. Ahora no le quedaba otra opción que
vencer o morir.
Los napolitanos tenían en Sicilia, además del total dominio del mar, un
ejército de 25 000 hombres bajo el mando del general Landi, un anciano de
setenta años, que telegrafió inmediatamente a Nápoles para pedir refuerzos.
Pero en el trono de Nápoles ya no estaba Fernando, llamado «el rey
Bomba», que sabía actuar con mano fuerte. Estaba su hijo Francisco II,
cuyo carácter se parecía más al de su madre, la piadosa y soñadora Cristina
de Saboya.
No era, en absoluto, un ser vacío, como muchos creyeron. Pero era un
tímido reprimido, carente de calor humano y de fantasía. Su situación no
era fácil, ni siquiera dentro de su familia. Su madrina, María Teresa de
Austria, lo consideraba un liberal, y organizaba conjuras reaccionarias
contra él. Su mujer, María Sofía de Baviera, era una cabeza vacía que le
proporcionaba abundantes apuros con sus ligerezas. Entre sus tíos, el conde
de Siracusa, marido de una Saboya, lo impulsaba a una alianza con Víctor
Manuel; el conde de Aquila quería lanzarlo por el camino de las reformas
sociales, y el conde de Trani quería realizar una política por su propia
cuenta.
Primero, Francisco se confió completamente a Filangieri, príncipe de
Satriano y duque de Taormina, nombrándolo primer ministro.
Filangieri era el más prestigioso de sus súbditos. Era oficial de
Napoleón y pacificador de Sicilia, un hombre sensato y de carácter, pero
tenía ya setenta y cinco años. Aceptó el poder porque le gustaba y lo ejerció
con autoridad. («Antes teníamos un rey que quería hacer de ministro; ahora
tenemos un ministro que quiere hacer de rey», decían en Nápoles). Pero
después de la derrota de Austria en 1859 y bajo el huracán unitario y
propiamontés que embestía también al reino de Nápoles, realizó un gesto
importante y quizá patriótico, pero que después resultó ser intempestivo:
despidió a casi todos los mercenarios suizos que constituían el núcleo del
Ejército borbónico.
Presintiendo la tormenta, en marzo de 1860 Filangieri se retiró, siendo
sustituido por un octogenario, el príncipe de Cassaro, un caballero de
opiniones moderadas que desde hacía años vivía en el campo, lejos de los
acontecimientos y de los hombres. Tal vez para sentirse menos viejo,
nombró ministro de la Guerra a uno de noventa años, el general Winspeare.
Y rodeado de esta gerontocracia el pobre Francisco, llamado Franceschiello
(«Francisquillo»), afrontó aquel terrible y decisivo año.
El palacio real era una madriguera de intrigas en la que los diplomáticos
extranjeros maquinaban como querían. Los austríacos obedecían a María
Teresa y a su círculo de encallecidos reaccionarios guiados por Nunziante y
por el duque de Sangro. Napoleón III incitaba al rey a la ocupación de
Roma y los Estados pontificios, para poder lavarse las manos él mismo
dejando al Papa bajo una buena custodia frente a los manejos de Víctor
Manuel y Cavour. Éste, a través de su ministro Villamarina, trataba de
atraer a los Borbones a una alianza nacional, para sustraerlos
definitivamente a la influencia austríaca y someterlos a la voluntad del
Piamonte. Sin decirlo expresamente, da a entender que, de otra manera, un
Garibaldi cualquiera podía prender fuego al polvorín. Y no hay duda de
que, aun desautorizándola públicamente y negándole toda ayuda, Cavour
dejó madurar la empresa de los Mil para tenerla suspendida como espada de
Damocles sobre la cabeza de Francisco II. El 3 de abril, mientras Crespi y
Bixio preparaban ya la expedición, el conde de Siracusa había escrito a su
sobrino, desde luego, por instigación de Turín, que no había tiempo que
perder: o los Borbones se asociaban a la formación de la unidad italiana, o
la historia acabaría por apearlos de su caballo. Pero el destinatario de esa
carta no fue sólo el rey. Por Nápoles circularon muchas copias, que hicieron
sensación.
Los acontecimientos se habían precipitado a un ritmo muy rápido y
coherente para poder poner en duda que era la mano de Cavour quien los
guiaba. El día 7, los exiliados napolitanos y sicilianos en Turín, dirigidos
por Crespi y La Farina, proclamaron la anexión del reino de Nápoles al
Piamonte. Inmediatamente después, Víctor Manuel escribía al «querido
primo». Francisco de Borbón, proponiéndole una alianza con la división de
Italia en un reino del Norte y un reino del Sur, fraternalmente amigos y
solidarios. Era un ultimátum y fue rechazado. Sólo a esto se debió que el
almirante Persano, que a la sazón mandaba la flota sarda, no encontrara las
dos naves de los Mil y no pudiera detenerlas.
Cuando llegó a Nápoles la noticia de que Garibaldi había salido de
Quarto, nadie dudó de que sería acompañado y protegido, aunque a cierta
distancia. Y tal vez fuera ésa la causa de que los almirantes napolitanos se
portaran de una manera tan insensata.
Garibaldi, que ignoraba todos estos manejos de tramoya, tomó aquellas
afortunadas coincidencias como un regalo de la suerte y se convenció aún
más de que era el hombre del destino.

Al atardecer, las naves borbónicas se alejaron sin volver a intentar nada


contra los invasores, que, tras haber saqueado las mantas de un convento de
capuchinos, pernoctaron en las casas de Marsala. Al amanecer del siguiente
día, Garibaldi, que había dormido casi vestido, se confortó con una taza de
café (porque era capaz de renunciar a todo menos a aquello; de hecho, el
café y el azúcar eran las únicas provisiones a las que, antes de partir,
atendió personalmente), convocó al jefe de Estado Mayor, Sirtori, y al
ayudante de campo Türr, y después, a caballo, pasó revista a las tropas que
se habían reunido en la plaza. Ya se había tranquilizado, y le hacía
compañía (también a caballo) el cónsul inglés Collins, que quiso saludar a
los expedicionarios llamándolos «bravos jóvenes». La tropa se había
incrementado con catorce sicilianos, a los que Garibaldi liberó de la prisión
local, y que, según decían, pensaban comerse de un solo bocado a
Franceschiello y a sus esbirros.
El general había decidido marchar contra Salemi. Missori abría la
marcha con sus «guías». Tras él iba Mosto con los carabinieri genoveses.
Después, las siete compañías mandadas respectivamente por Bixio, Orsini,
Stocco, La Masa, Anfossi, Carini y Cairoli.
Mientras cabalgaba, Garibaldi se volvía de vez en cuando a mirar su
pequeño ejército, y decía a Bandi:
—Dentro de pocos días, cada compañía será un batallón y después un
regimiento.
Pero de esa multiplicación no había indicios por el momento. Al
contrario, en una de las etapas acudieron a decir al general que los catorce
voluntarios de Marsala se habían largado, llevándose consigo los preciosos
fusiles con los que los habían armado. Tampoco había noticias de Rosolino
Pilo y de Corrao, que habían precedido a los Mil en Sicilia para reanimar la
revolución y facilitar el desembarco. Los únicos que les salieron al
encuentro para unirse a los legionarios fueron el barón de Sant’Anna, con
una pequeña escolta personal, y un fraile, Pantaleo, al que no desanimó la
mala acogida que le hicieron los voluntarios, y quiso ver al general, que en
seguida simpatizó con él porque parecía más un bandido que un fraile, y lo
nombró capellán. Pero el absentismo de la población empezaba a
preocuparle, hasta el punto que decidió enviar a La Masa para que reclutara
gente en el interior, no sabemos si por la confianza que tenía en sus
cualidades de organizador o por liberarse de aquel vanidoso fanfarrón que
ponía nerviosos a todos con sus bravatas.
Pero en Salemi las cosas empezaron a cambiar. El marqués de Torrealta
abrió su casa al general y su Estado Mayor, y la gente no huyó del pueblo,
como había ocurrido en Marsala, por miedo a comprometerse. Al contrario,
los lugareños, curiosos, se agrupaban en torno a Garibaldi. No dieron
señales de ponerse de su parte, pero tampoco se mostraron hostiles. Al día
siguiente llegó a caballo un tal señor Coppola, rico hacendado del lugar,
seguido de cerca por doscientos campesinos, unos armados de chopos y
otros de bastones, los cuales solicitaron el honor de compartir con los Mil el
bautismo de fuego. La noticia se propagó inmediatamente por toda la
comarca. Coppola era un «caballero» que gozaba de fama de persona
sensata y prudente; no se hubiera puesto de parte de Garibaldi de no haber
estado seguro de su victoria.
Por lo demás, ya no había que aguardar mucho para ver cómo se
desarrollaban las cosas. El general Landi se acercaba a una velocidad
compatible con sus años. Para recorrer los cincuenta kilómetros que separan
a Palermo de Calatafimi empleó seis días. Y ahora disponía a sus tres mil
hombres sobre un declive del terreno entre dos colinas, cerca de Segesta.
Al amanecer del 15 de mayo, los legionarios oyeron a Garibaldi que,
mientras se vestía, cantaba a voz en cuello la romanza de Gemma di Vergy:

Aquella suave imagen


apacigua mi espíritu, y parece…

Había llovido toda la noche, pero ahora el tiempo era espléndido. El


general llamó a Bandi y, tomando el café, le dijo que copiara en limpio y en
debida forma tres proclamas al pueblo. En la primera se declaraba
«Dictador»; en la segunda instituía la «Guardia Nacional» y en la tercera
abolía la Orden de los Jesuitas. Después se las hizo leer y mandó que la
totalidad de los textos fuera encabezada con el título de «Italia y Víctor
Manuel».
La población contempló en silencio a las tropas que formaban en
columna detrás del general, jinete en un brioso caballo morcillo y llevando
el acostumbrado poncho a la sudamericana. Hubo aplausos.
Ambos Ejércitos entraron en contacto hacia el mediodía. El general
Landi, que se consideraba un maestro de la guerra psicológica, cuando vio a
los garibaldinos asomarse a la cima de las colinas de enfrente, ordenó que
sus tropas realizaran movimientos en orden cerrado.
—¡Voto al chápiro! —exclamó Garibaldi, que los seguía con el anteojo
—. ¡Qué bien maniobran! ¡Realmente son magníficas tropas!
Y siguió fumando su cigarro puro.
Después, la fanfarria borbónica entonó sus himnos. Sonaba
estupendamente.
Garibaldi llamó al «corneta». Sólo tenía uno, pero le dijo que metiera en
su instrumento todo el aire que tuviese en su cuerpo. Tras aquel intercambio
de mensajes canoros, el general dio la orden de batalla. Eran siempre las
mismas disposiciones. Nadie debía hacer fuego a distancia. El fusil no era
más que la empuñadura de una bayoneta. En la guerra vence quien quiere
vencer, etcétera.
Los napolitanos empezaron a avanzar disparando desordenadamente y
gritando hasta quedarse sin aliento:
—¡Allá vamos, allá vamos, desgraciados, carroñosos, bellacos!
Garibaldi seguía repitiendo sus órdenes de no disparar, de esperar, de no
moverse, cuando Carlo Mosto saltó en pie, gritando:
—¡Atrás, canallas!
Al mismo tiempo, Francisco Nullo surgió a caballo de detrás de un seto
y, con el sable desenvainado, gritó:
—¡Adelante, a la bayoneta!
Y desde entonces, es decir, desde el mismo comienzo, Garibaldi perdió
todo control de la batalla, que nadie ha conseguido contar nunca, por la
simple razón de que no tuvo ni pies ni cabeza, y se resolvió en una
polvareda de ataques y contraataques aislados y de desesperados encuentros
cuerpo a cuerpo. En determinado momento, las cosas se pusieron de tal
modo que hasta el intrépido Bixio aconsejó a Garibaldi que ordenara la
retirada.
—¿Adónde? ¡Aquí se forja a Italia o se muere! —respondió el general.
Y parece que ésa frase la pronunció de veras.
Después ocurrió lo increíble. Los napolitanos, con su superioridad
numérica, estaban a punto de aplastar al enemigo, cuando fue Landi quien
mandó tocar a retirada. Parece que debió de quedar escaso de municiones,
porque no había previsto una resistencia tan encarnizada por parte de los
desharrapados, bellacos y carroñosos.
Garibaldi dijo más tarde que debía la victoria a sus malos fusiles, que
habían obligado a sus hombres a atacar a la bayoneta. De hecho, al final del
encuentro, que había durado tres horas, combatieron incluso a pedradas.
Todo se había desarrollado a la buena de Dios, y quizá Landi era menos
responsable que su afortunado adversario. Pero Garibaldi había
comprendido una cosa, más y mejor que él: que aquella primera batalla era
decisiva. Haya pronunciado o no la famosa frase, ésta correspondía a la
situación. La derrota le hubiera echado encima a toda Sicilia, que estaba a la
expectativa; y el pequeño ejército, desbandado y errabundo por las
montañas del interior, hubiera sido aniquilado por la población, aliada como
siempre al vencedor.
En cambio, aquella noche se encendieron en las colinas circundantes las
hogueras que, de altura en altura, propagaron la gran noticia por toda la isla.
Y de los cuatro puntos cardinales empezaron a confluir sobre Calatafimi
bandas de «mozos» armados como Dios les daba a entender. En poco
tiempo fueron casi tres mil y nadie ha contado nunca cuántos otros, en el
interior, empuñaron sus carabinas para exterminar aquí y allá a los esbirros
borbónicos y a las pequeñas guarniciones diseminadas por aquellos campos.

En Nápoles perdieron la cabeza. El rey llamó de nuevo a Filangieri, a


quien se atribuían dotes taumatúrgicas; y Filangieri aconsejó confiar el
mando de la isla al general Lanza, que era siciliano y que fue enviado a
Palermo con órdenes contradictorias. El rey quería que mantuviera en sus
manos la ciudad a toda costa, pero Filangieri le había aconsejado bajo
cuerda que la evacuara, concentrando sus tropas en las plazas fuertes de
Castellammare, Mesina y Agrigento.
Lanza había sido en sus tiempos un bravo soldado, pero ahora tenía
también setenta años y la atmósfera de Palermo no era, desde luego, lo más
adecuado para reavivar sus extinguidos ardores. En la ciudad se hablaba de
Garibaldi como de una fuerza invencible. Todos ignoraban que, en cambio,
se hallaba en medio de graves dificultades. La victoria le había costado
cara, había perdido a muchos hombres y sobre los supervivientes el cielo
abría cataratas de lluvia. Para sustraerse al acecho enemigo, caminaban de
noche por escabrosos senderos de montaña, donde muchas veces no
encontraban qué comer. Muchos estaban enfermos y todos cansados. Otra
batalla campal como la de Calatafimi hubiera sido probablemente su fin.
Pero Lanza no se movía. Para inducirlo a la acción, el rey le envió a sus
talones al general Nunziante. Entonces, mandó contra el enemigo que
avanzaba al coronel suizo Von Mechel con tres mil hombres. Garibaldi lo
engañó hábilmente evitando el encuentro de frente y fingiendo retirarse
hacia Corleone, adonde envió solamente una pequeña patrulla, en cuya
persecución se lanzó Von Mechel. El general, con el grueso de sus tropas,
reanudó la marcha hacia Palermo, donde Lanza seguía perdiendo tiempo.
El 26 de mayo, tres oficiales de la ilota inglesa desembarcados en
Misilmeri recibieron un mensaje de Garibaldi que los invitaba a encontrarse
con él en un viñedo a pocos pasos del pueblo, donde se había acuartelado.
Emocionadísimos, se precipitaron allá y quedaron seducidos por aquel
barbudo de modales sencillos que les ofreció un cesto de frambuesas y un
vaso de vino, y les habló, en su propio idioma, de la amistad entre Italia e
Inglaterra. También fueron a entrevistarse con él dos oficiales americanos,
que le regalaron una pistola; y después, el coronel húngaro Eber,
corresponsal del Times, que le dio un informe muy detallado y de buen
profesional acerca del plan dispuesto por Lanza para defender la ciudad, un
plan en el que había un agujero: la Porta Termini, desguarnecida. Garibaldi,
por gratitud, alistó con su grado de coronel a Eber, que terminó la campaña
con el grado de general de brigada.
Pero la conquista de Palermo, donde quedaban aún dieciocho mil
hombres, parecía imposible. Garibaldi intentó establecer relación con los
comités revolucionarios de la ciudad, que le enviaron mensajeros; pero,
como no estaban de acuerdo, su insurrección fracasó. El general recurrió
entonces a sus viejas astucias sudamericanas. Hizo encender hogueras de
campamento en las colinas circundantes, para hacer creer que contaba con
una fuerza muy superior a la que realmente tenía y, sobre todo, para
provocar la duda acerca del punto por el que atacaría.
Con su ejército concentrado en las fortalezas del palacio real, Lanza
seguía esperando. Cuando el ministro de la Policía, Maniscalco, y algunos
oficiales acudieron a decirle que el enemigo estaba a punto de entrar en la
ciudad por la parte de Gibilrossa, respondió:
—¡Bombardearé!
Al día siguiente, 27, Garibaldi se presentó ante la Porta Termini, cuya
frágil barricada fue cogida al asalto y fácilmente demolida por Bixio. Los
legionarios no encontraron más que a una población en fiesta que presenció
el paso del general, aclamándolo a lo largo de la calle que hoy lleva
precisamente su nombre. Lanza lo dejó entrar tranquilamente; después
mantuvo su promesa, ordenando a las baterías de los fuertes y a las de la
flota que bombardearan la ciudad.
Dos horas duró el bombardeo, que amontonó bastantes ruinas, mató a
algunos inocentes y exasperó el odio de Palermo contra los napolitanos y su
rey. Entretanto, los garibaldinos ocuparon los puntos estratégicos. Y al día
siguiente, 28, el mundo supo con asombro que lo que el mismo Cavour
había definido, hablando con Nigra, como una «acción de locos», había
terminado con un fulgurante triunfo.
Lanza, aunque conservaba intacto su ejército, no vio otra salida que un
armisticio; pero pidió que lo negociara el almirante inglés Mundy, porque,
dijo en perfecto estilo borbónico, un general de Su Majestad no podía
rebajarse a establecer un acuerdo con un bandido. Mundy respondió que él
no tenía título alguno para llevar a cabo aquel cometido y que, a lo sumo,
podía poner a su disposición su propia nave para un encuentro entre las
partes contratantes, siempre y cuando se efectuara en pie de igualdad. Al
día siguiente, Lanza envió a dos generales suyos, Letizia y Chrétien, a
conversar con «Su Excelencia Garibaldi».
Éste, que era capaz de ciertas astucias, no mostró ninguna ansia de
llegar a un acuerdo, aunque le era más necesario que útil, porque no tenía
más municiones y sabía que Von Mechel estaba de vuelta. Por último,
condescendió, como por un gesto de clemencia, a una tregua hasta la noche
del día 31, aprovechando este período de tiempo para requisar todos los
almacenes militares y cerrar las puertas de la ciudad a las tropas de Von
Mechel.
El general Letizia y el coronel Buonopane zarparon rumbo a Nápoles
para informar al rey del acuerdo a que se había llegado y pedir nuevas
instrucciones. Para justificar la derrota hicieron una aterradora descripción
de Palermo en revuelta y aconsejaron la evacuación de la ciudad, que ya
muchos consideraban inevitable. Y, aunque de mala gana, el rey dio su
consentimiento.
De regreso a Palermo, el día 6 firmaron la capitulación de veinte mil
hombres derrotados sin haber combatido. Lanza aceptó todas las
condiciones impuestas por el «bandido», pero reclamó, en itálico estilo, que
a su Ejército se le rindieran «los honores de las armas». Frente a los
garibaldinos en actitud de presenten armas, y por una vez disciplinados,
cabalgó a la cabeza de sus tropas, como si el vencedor fuera él. Un
soldadito le gritó desde las filas:
—¡Excelencia! ¡Mire cuántos somos…! Y, con perdón, ¿tenemos que
escapar?
—¡Cállate, borrachín! —respondió Su Excelencia.
Sentíase tranquilo. Ya había escrito una larga carta al rey en la que se
demostraba que todo lo ocurrido no podía menos de suceder así. La culpa
era de Von Mechel, que había dejado escapar a Garibaldi y no había vuelto
una vez firmado el armisticio. Ni siquiera esto era verdad. Von Mechel
había vuelto antes: pidió, suplicó y reclamó, descargando puñetazos sobre la
mesa, que le permitieran atacar. Lanza respondió amenazándole con
arrestarlo por insubordinación. Pero esto no podían saberlo en Nápoles.
Sin embargo, no le permitieron desembarcar. El rey le obligó a tomar
tierra en Ischia para someterse a un Consejo de Guerra que, por fortuna para
el encausado, no tuvo tiempo de juzgarlo. Y el viejo general se consoló
casándose de nuevo.

En su larga carrera de guerrillero, Garibaldi había ocupado diversas


tierras y provincias, pero nunca había gobernado ninguna. Ahora le tocaba
hacerlo; y todos, incluidos muchos de sus amigos, temían que cometiera
quién sabe qué tonterías. Pero los hechos demostraron que ese pesimismo
era infundado.
Habíase instalado en el palacio real, cuyo fausto, sin embargo, no se le
subió a la cabeza. Cuando el general Letizia y el coronel Buonopane
acudieron a ponerse de acuerdo con él para el armisticio, vieron que
ocupaba el más modesto de los apartamentos, solamente de tres estancias.
El dictador los acogió afablemente, sentado en una pequeña butaca, con una
silla entre las piernas, en la que había cigarros puros partidos por la mitad y
hojas. Con un pequeño cuchillo pelaba una naranja, algunos de cuyos gajos
atravesó con la punta y los ofreció a sus visitantes, tras haberles rogado que
se sentaran a su lado. En el momento de su máximo triunfo, mientras el
nombre de Garibaldi resonaba en todas las bocas de Europa y ponía en
conmoción a todas las cancillerías, él seguía siendo el hombre simple y
rústico que siempre había sido.
En Sicilia, la situación era extremadamente compleja. La famosa
revolución que Crispi y La Masa le habían ensalzado para impulsarlo a
aquella empresa, era bastante distinta de lo que él había imaginado (o le
habían hecho imaginar) y nada tenía de unitaria y nacional. Sus verdaderos
componentes eran el odio a los napolitanos, la aspiración a la autonomía y
la jacquerie de los campesinos contra los señores. A la llegada de Garibaldi,
el pueblo no se había sublevado. Pero después de la batalla de Calatafimi,
en las ciudades y pequeños pueblos del interior, se había linchado
sumariamente a los borbónicos y a sus colaboradores indígenas; más aún,
en algún sitio, en los caminos por los que debía pasar Garibaldi, los
cadáveres fueron metidos en hornos, a fin de detener su putrefacción y
poder mostrárselos al general. Pero en otros lugares, el blanco de la furia
popular fueron los «caballeros», es decir, los propietarios. En la repentina
disolución del Estado, a la falta de fuerzas del orden que pudieran dominar
la situación, la cuestión social se mezclaba a la política. Las masas
sicilianas no querían a Italia ni a Víctor Manuel; querían las tierras y las
ocupaban.
Pero ese estado de anarquía acabó por favorecer a Garibaldi, porque,
hasta aquellos que le eran más hostiles, por fidelidad a los Borbones o por
ideología conservadora, comprendieron entonces que sólo él podía
restablecer un cierto orden. Y quienes más rápidamente se convirtieron a
esta idea fueron los sacerdotes y los frailes. Fray Pantaleo no fue el único
que salió con entusiasmo al encuentro de los Mil. Tras la batalla de
Calatafimi, los muertos garibaldinos fueron piadosamente enterrados por
los frailes de Alcamo, después de una misa solemne y una oración en la que
se invocó la ayuda de Dios para los liberadores y se instigó al pueblo a una
poco cristiana venganza contra el tirano. En Palermo, otro fraile, que se
llamaba Garibaldi y era de Génova, se unió al general, lo llamó «querido
pariente» y se convirtió en uno de los más feroces apaleadores de esbirros
borbónicos.
También en estos episodios había seguramente, más que patriotismo,
resentimiento social, porque el clero bajo no vivía mucho mejor que los
campesinos pobres. Pero en Palermo hasta el arzobispo acudió a rendir
homenaje al dictador. Y éste se lo devolvió el día de santa Rosalía,
presentándose en la catedral y yendo a sentarse en el trono real con su
camisa roja y el sable desenvainado. Tal vez haya sido el único gesto de un
cierto sosegado tono que llegó a realizar. Debió de aconsejárselo Crispí, su
consejero político, como simbólica reivindicación del legado apostólico que
los gobernantes de Sicilia habían ejercido siempre. Esas cosas Garibaldi no
podía saberlas. Y resulta difícil decir si se daba cuenta del cerrado juego
político que se desarrollaba en torno a él. Tal vez no. Y quizá fue
precisamente por eso que llegó al fin. Intentemos resumirlo brevemente.
El fulgurante éxito de Garibaldi sorprendió a Cavour, completamente
impreparado: no sólo no lo había creído, sino que ni siquiera lo deseaba.
Este hombre, que en la hagiografía del Risorgimento pasa por ser el creador
y artífice de la unidad italiana, y que ciertamente ha quedado como uno de
los más grandes estadistas de todos los tiempos, en el fondo no amaba a
Italia, por lo menos a la Italia de la Maremma para abajo; concebía la
unidad, siquiera por el momento, como una confederación de Estados bajo
el leadership del Piamonte, desconfiaba especialmente de Roma,
presintiendo en ella la dolce vita, y, en privado, expresaba su deseo de que
Nápoles y Sicilia permanecieran como estaban, bajo un Gobierno borbónico
aliado y tributario de Turín. La unificación, tal como la estaba haciendo
Garibaldi, olía a su nariz a República, a Mazzini y a radicalismo: tres cosas
que execraba de todo corazón.
Por más que, ya todo consumado, se haya tratado de demostrar que
ayudaba bajo cuerda la expedición de los Mil, la verdad es que se opuso a
ella, llegando a ordenar que se la detuviera «a toda costa». No se cumplió
esa orden únicamente porque la posición de Cavour en aquel momento era
demasiado débil para que pudiera desafiar el triunfante mito de Garibaldi.
Había salido malparado del asunto de Niza y Saboya: la opinión pública se
negaba a reconocer que ambas habían sido ampliamente compensadas con
la anexión de la Toscana y de los ducados centrales, y se obstinaba en ver
en aquella operación un «innoble baratillo». En el Parlamento se apoyaba
en una mayoría incierta, que dependía ahora de ciertas elecciones
complementarias que, en aquel clima, era imposible saber cuál sería su
resultado. Además, estaba el rey, que, sin disimularlo, no apreciaba a su
primer ministro, del que se sentía despreciado, y no disimulaba sus
preferencias por un Ricasoli o un Rattazzi.
Fueron éstos, en general, los motivos que le impidieron actuar contra
Garibaldi. Pero semejante inacción no fue un golpe de genio, como después
han dicho los historiadores. Mientras Garibaldi zarpaba, Cavour esperó que
la flota borbónica lo detuviera, y, después, que el Ejército lo arrojara de
nuevo al mar. Seguía creyendo que había que construir a Italia con la
diplomacia, no con la guerra y con los caudillos sudamericanos. Y se las
arregló de manera que, entre los Mil, no había, o casi no había,
piamonteses.
Sólo el 29 de mayo, cuando llegó a Turín la noticia de que Palermo
había sido ocupada, Cavour cambió radicalmente su actitud, mostrándose
entusiasta de la victoria, haciendo hábilmente circular la voz de que él la
había facilitado, y disponiéndose a acaparar los frutos. Llamó
inmediatamente a Medici y le dio tres mil voluntarios y dos naves para
acudir en ayuda del vencedor. Pero al mismo tiempo expidió a Palermo a su
amigo siciliano La Farina con la misión de vigilar a Garibaldi y a Crispí, y
preparar el terreno para un plebiscito que consagrara la anexión de Sicilia al
Piamonte, poniendo así fin a lo que él seguía considerando «una aventura».
Por desgracia, había elegido mal a su hombre. La Farina era lenguaraz y
vanidoso, no gozaba de crédito alguno entre sus paisanos, y Garibaldi y
Crispí le detestaban. Llegó a Palermo con un buque de guerra, para dar a
entender a todos que llevaba una importante misión oficial; pidió (¡por
supuesto!) un puesto en el Gobierno provisional de Garibaldi, instituido por
éste bajo la presidencia de Crispi, y, no habiéndolo obtenido, fundó un
periódico cuyo programa estaba ya implícito en el título: L’Annessione.
Garibaldi no era en absoluto contrario a la anexión. Su consigna seguía
siendo la adoptada en el momento del desembarco en Marsala: «Italia y
Víctor Manuel». Pero no quería llegar inmediatamente al cumplimiento de
la misma porque consideraba a Sicilia no como una meta, sino como el
trampolín de lanzamiento de sus empresas, que habían de concluir con la
conquista de Nápoles, de Roma y de Venecia, es decir, en la definitiva e
irrevocable realización de la unidad nacional. Si entregaba inmediatamente
la isla al Piamonte, perdía su base y toda posibilidad de iniciativa
autónoma.
Para afirmarle en esta convicción estaba Crispí, su codictador, el
hombre que más influyó en él durante ese período y que representó su
cerebro político. Crispi era menos grande de lo que él creía ser, pero menos
pequeño de lo que Cavour creía. Había en él un Clemençeau en miniatura.
Abogado y periodista, procedía de las filas mazzinianas y radicales y, como
todos los hombres destinados a terminar siendo reaccionarios, había
comenzado en las barricadas de 1849. Toda su vida había sido una sucesión
de órdenes de detención, de expulsiones y de exilios. Por último, se refugió
en Londres, donde respaldó a Mazzini en su acción contra los Saboya,
Cavour y la guerra de 1859. Pero no era hombre como para actuar de
«segundo» de ningún otro; y cuando le preguntaron si era mazziniano o
garibaldino, respondió: «Yo soy Crispi». Después de la paz de Villafranca,
provisto de un falso pasaporte americano, volvió a Sicilia, desafiando la
horca, para reorganizar allí los comités de acción revolucionaria. Y, con su
ardorosa fantasía, llegó a creer que realmente existía una revolución en
Sicilia. Fue él quien, con Bixio, venció los titubeos de Garibaldi y en aquel
momento había superado ya todos los prejuicios republicanos. Cuando
Mazzini y Bertani, que habían esperado que Crispi arrastrara al general al
propio bando, le reprocharon haberse quedado con él bajo la bandera de los
Saboya, Crispi respondió: «¡Queremos a Italia y la tendremos!». El
jacobino había empezado a convertirse a la razón de Estado, de la que
estaba destinado a ser, a lo largo de su carrera, un gruñón, dogmático y
hasta obtuso sacerdote. Pero, aun queriendo firmemente la unidad bajo
Víctor Manuel, Crispi era decididamente contrario a Cavour y a La Farina
acerca del modo de llegar a esa unidad, es decir, de la llamada «política de
la alcachofa», según la cual Italia debía forjarse gradualmente, reuniendo
una provincia tras otra. «Éste —decía Crispí— no es el medio de construir a
Italia; es sólo el medio de engrandecer al Piamonte». Y no se equivocaba
del todo.
El choque definitivo entre Crispi y La Farina ocurrió a finales de junio,
cuando el enviado de Cavour consiguió con sus maniobras inducir al
Consejo Comunal de Palermo a pedir a Garibaldi la anexión al Piamonte.
Garibaldi respondió (y, desde luego, era Crispi quien hablaba por él) que
había venido a unificar a Italia, no a conquistar Sicilia. Cavour se dio cuenta
de que La Farina estaba a punto, con sus errores, de empujar a Garibaldi en
brazos de Mazzini, que había regresado en secreto a Génova y, a través de
Bertani, se mantenía en contacto con Crispi.

Dejando a Crispi la misión de desenredar aquella maraña demasiado


complicada para él, Garibaldi sólo pensaba en la guerra. Medici había
llegado con sus tres mil voluntarios y ocho mil carabinas «Enfield».
Habíase formado una pequeña Legión extranjera, sobre todo con húngaros,
polacos y franceses, medio idealistas, medio aventureros, que iban llegando
de diversas partes. Con las bandas de los «mozos», Forbes consiguió que
aquel reducido y variopinto ejército se elevara a unos diez mil hombres, un
número al que nunca había llegado Garibaldi. Acudían a Palermo los más
extraños y pintorescos personajes de Europa. Pero el más extraño y
pintoresco de todos era Alejandro Dumas.
Tras haber mantenido larga correspondencia con él con motivo de las
Memorias, Dumas se encontró por primera vez con Garibaldi en Turín, seis
meses antes. Según su relato, en el que hay que asignar a la fantasía del
individuo la parte que realmente le corresponde, Dumas había encontrado
abierta la puerta del general y entrado por ella.
—General —le preguntó a boca de jarro—, ¿qué hora es?
—Las once —respondió Garibaldi, sin saber quién era aquel extraño
interlocutor.
—¿De qué día y de qué mes?
—Miércoles, 4 de enero.
—Bien, general; conservadlo en la memoria. El 4 de enero de 1860, a
las once de la mañana, yo, Alejandro Dumas, os auguro que dentro de un
año seréis dictador.
Y el hercúleo francés estrechó en su pecho a Garibaldi en un amplio
abrazo.
Cuando la expedición de los Mil zarpó de Quarto, Dumas estaba
haciendo un crucero por el Mediterráneo, en su pequeña embarcación
Emma, mandada por una muchacha de dieciséis años, vestida de almirante.
Naturalmente, puso en seguida proa a Palermo. Y una hermosa mañana,
vestido todo él de blanco, como un vendedor de helados, y con un sombrero
de paja adornado con plumas blancas, rojas y azules, se presentó al general
en compañía de su entorchada menor. A sus sesenta años, Dumas resultaba
aún arrebatador. En la mesa comió como un buey, bebió copiosamente,
atronó a todos con relatos de aventuras ciertamente imaginarias, cantó el
Magnificat y propuso a Garibaldi, que, naturalmente, aceptó entusiasmado,
hacerle de embajador ante los jefes de Estado extranjeros, a fin de allanarle
cualquier dificultad diplomática. Contó después en sus libros haber
desempeñado un papel decisivo en la prosecución de la aventura
garibaldina, haber disipado en Turín las desconfianzas de Cavour, haber
organizado oficinas de reclutamiento en Génova, haber sembrado el pánico
en el ánimo de Liborio Romano, ministro del Interior en Nápoles, y haber
organizado en Salerno una insurrección que la historia nunca ha registrado.
También escribió que gastó cincuenta mil francos en suministrar armas y
municiones a Garibaldi, cantidad que en aquellos tiempos constituía el
presupuesto militar de un Estado. Pero sobre esto último tenemos el
testimonio de Bandi, que cuenta que, efectivamente, tras la comida en el
palacio real, Dumas invitó a los presentes a seguirle al Emma, donde se
proponía entregarles un valioso cargamento. Eran ocho grandes sables de
caballería y doce viejas carabinas. Pero Dumas prestó otra contribución a la
victoria de su Héroe. No se sabe dónde ni cómo, consiguió procurarse
piezas de tela roja y transformó el Emma en una fábrica de confección de
camisas. Las malas lenguas decían que escogía con gran cuidado a las
costureras, descartando a todas las que tuvieran más de dieciocho años.
También había llegado la condesa Della Torre; llevaba un sombrero del
que colgaban abundantes plumas, una camisa blanca a la manera rusa,
pantalones, botas con espuelas y un sable demasiado largo que arrastraba
por tierra. Ningún memorialista ha dejado alusión alguna, que sepamos, a
sus relaciones con Garibaldi durante este período.
Pero no todo en aquella situación tenía sabor de vaudeville. Los
borbónicos mantenían aún las plazas fuertes de Milazzo y Mesina, haciendo
pesar la amenaza de una reconquista; en el interior de la isla reinaba el caos,
y La Farina, con sus intrigas, había logrado excluir a Crispi del Gobierno,
que había pasado ahora a las manos de Torrearsa. Garibaldi no quiso o no
supo impedirlo. Tenía una idea «gaullista» —avant la lettre— de sus
poderes dictatoriales: los consideraba como los de un árbitro que está por
encima de las disputas políticas, y no había querido inmiscuirse en el juego
de los partidos que por obra (y actividades bajo cuerda) de La Farina se
había desarrollado a favor del cavouriano y anexionista. Tal vez pensaba
también que, imponiendo a Crispi autoritariamente, habría afianzado las
sospechas que Turín seguía abrigando con respecto a él. Sabía tener
bastantes enemigos en el Gobierno de Cavour, especialmente Fanti y Farini,
a quienes no deseaba proporcionar más argumentos.
Pero a finales de julio ocurrió un incidente que lo hirió profundamente.
El almirante Persano, que mandaba la escuadra piamontesa en Palermo y
que había recibido de Cavour la orden de tratar a Garibaldi con mucho
tacto, tuvo noticias de la llegada de dos peligrosos espías borbónicos,
Griscelli y Totti, y los denunció al dictador. Éste los hizo arrestar y, en los
interrogatorios, resultó que se trataba, efectivamente, de dos espías, pero
que habían cambiado de amo últimamente y ahora trabajaban para Cavour.
Éste, en realidad, siempre tuvo el vicio de servirse de agentes múltiples que
trabajaban con los mismos fines, sin saber nada el uno del otro, porque el
conde desconfiaba de todos. Ambos sicofantes confesaron que tenían la
orden de ponerse en contacto con La Farina. Y al día siguiente, el Giornale
Officiale apareció con esta noticia:
«Por orden especial del Dictador, han sido expulsados de la isla los
señores Giuseppe La Farina, Giacomo Griscelli y Pasquale Totti. Los
señores Griscelli y Totti, corsos de nacimiento, son de esos individuos que
hallan manera de alistarse en las oficinas de todas las policías del
continente. Los tres expulsados se hallaban en Palermo, conspirando contra
el actual orden de cosas…».
El escándalo fue enorme. La Farina, patriota a ultranza, presidente de la
Sociedad Nacional, hombre de confianza de Cavour y considerado el deus
ex machina de la situación, era tratado a la manera de un vulgar espía y
expulsado como un criminal común. A la sazón, Cavour había ya decidido
deshacerse de él y sustituirlo por Depretis, hombre mucho más hábil y
prudente. Pero pensaba realizar la operación con tacto y cautela, sin dar su
mano a torcer ante quienes siempre le echaron en cara la elección de La
Farina para tan delicada misión. La ocurrencia de Garibaldi lo ponía en una
situación muy embarazosa y, sobre todo, le hizo temer que el dictador,
cediendo a la ira, rompiera sus relaciones con el Piamonte y actuara por
propia cuenta, es decir, por inspiración de Mazzini, de Bertani y de todo el
partido radical.
Pero Garibaldi se mostró mucho más razonable y sensato de lo que el
conde y sus ministros creían. El nuevo Gobierno se formó con liberales
moderados de probada fe monárquica. Y, dejándolo bajo la dirección de
Crispi, a quien la victoria no arrebató el sentido común, el general se
dispuso a limpiar la isla de las últimas guarniciones borbónicas.
Dividido su pequeño ejército en tres brigadas, envió una contra Catania,
al mando de Türr; la otra, mandada por Bixio, sobre Agrigento; la tercera,
de Medici, que era la mejor organizada y equipada, recibió la misión más
difícil: desalojar a los últimos diez mil napolitanos de la fortaleza de
Mesina.
Éstos, para cortar el camino de Medici, mandaron contra él a cinco mil
hombres al mando del coronel Bosco, un soldadote fanfarrón, pero valiente,
que había conocido personalmente a Garibaldi durante las negociaciones
para el armisticio y no le había ocultado sus ansias de desquite. Se encerró
en Milazzo y, por una carta hallada a una mujer que debía llevarla al
comandante de Mesina para solicitar un ataque por la espalda a los
legionarios, supieron éstos que el fogoso coronel se prometía entrar de allí a
pocos días en Palermo «en el caballo de Medici».
No era fácil la misión de los tres mil garibaldinos contra los cinco mil
napolitanos apoyados por la artillería de las naves fondeadas. Además, ni
siquiera tenían un cañón. Garibaldi llegó el día del ataque, 20 de julio, pero
dejó el mando a Medici. Sin embargo, se halló metido de lleno en la pelea y
corrió el riesgo de dejar en ella la vida cuando los húsares de Bosco
cargaron al galope tendido. La descripción hecha del episodio constituye
una de las oleografías del Risorgimento. Garibaldi, se cuenta, inmovilizó,
aferrándolo por el freno, el caballo del comandante de los húsares y le gritó:
—¡Ríndete, perro!
Tras lo cual se habría desembarazado a puñaladas de un sargento que se
había abalanzado sobre él.
Fue una victoria pírrica, porque las pérdidas de los garibaldinos —
seiscientos cincuenta hombres, entre muertos y heridos— fueron casi el
doble de las borbónicas. Pero fue una victoria, porque Bosco hubo de
retirarse. Garibaldi no podía perder, y lo sabía. Había dado a sus oficiales la
orden de no enseñar a sus reclutas la media vuelta ni el paso atrás, ni
siquiera en los ejercicios de orden cerrado en plazas de armas.
Agostino Depretis llegó precisamente al día siguiente de la batalla de
Milazzo. Desembarcó del vapor correo, no de una nave de guerra, como su
predecesor, y corrió inmediatamente a visitar a Crispi y al dictador.
Depretis tenía ya entonces todos los méritos y todos los defectos que
más tarde harían de él uno de los más discutidos protagonistas de la política
italiana. Era, como se diría hoy, «abierto a la izquierda», pero en excelentes
relaciones con la derecha. Era amigo de todos: de Víctor Manuel y de
Mazzini, de Garibaldi y de Cavour, de Crispi y de La Farina. Necesitó
muchísimos años de gobierno para crearse, por fin, adversarios, que
descubrieron en él una total ausencia de escrúpulos y un completo cinismo
en lo tocante a ideas políticas y principios morales. Pero ésta era la
caricatura, no el retrato de sus defectos. Era hombre sagaz, de gran tacto,
muy prudente, de una notable capacidad administrativa y dotado de
extraordinarias cualidades de maniobrero. No poseía un gran carácter, pero
no es cierto que fuera «falso e infiel», como lo describió Hudson a Lord
Russell. De todos modos, habiendo de convivir con hombres como
Garibaldi y Crispi, hasta esa falta de temperamento le resultó útil. Su
misión no eran fácil. Debía reparar las torpezas de La Farina, especialmente
en el restablecimiento de las buenas relaciones entre el general y el
Gobierno piamontés, y poner un poco de paz entre los partidos sicilianos,
que seguían desgarrándose. Asumió el cargo de codictador, ejercido en los
primeros tiempos por Crispi, pero a éste le confió una misión más difícil y
delicada: la de ministro del Interior. Sólo una cosa no logró: persuadir a
Garibaldi de que se conformara con la conquista siciliana y renunciara a
llevarla adelante, más allá del estrecho de Mesina.
Medici había llegado ya a Mesina y estipulado con el general Clary,
comandante de la plaza, una especie de convenio por el cual los legionarios
ocuparían la ciudad sin realizar gestos hostiles contra los borbónicos que
permanecieran tranquilos en su ciudadela. De ahí se infiere hasta qué punto
había llegado el descorazonamiento que se había apoderado del Ejército
napolitano. Los soldados asistieron impávidos a los preparativos que el
general estaba realizando, a la luz del día, para la travesía del estrecho y el
desembarco en la otra orilla. Y aquí comienza uno de los mayores misterios
del Risorgimento.
Garibaldi instaló su cuartel general en el Faro, donde a finales de julio
los legionarios vieron llegar a un señor, cuyo nombre y cuyos cargos se
desconocían. Pero corrió la voz de que se trataba del conde Litta, portador
de una carta personal del rey, en la que éste exhortaba al general, siempre
que el Borbón evacuara sus tropas de Sicilia y concediera a la isla el
derecho de elegir el Gobierno que quisiera, a no insistir en su acción contra
el reino de las Dos Sicilias.
Garibaldi habría respondido a esta carta con otra, de la que existen unas
cinco versiones, aunque poco diferentes entre sí. Reiteraba solemnemente
su afectuosa devoción al soberano, se comprometía a proseguir en su
nombre la propia empresa, pero reiteraba también enérgicamente que debía
llevar a cabo esa empresa debido a los compromisos adquiridos ya con los
patriotas napolitanos que, en caso contrario, quedarían abandonados a sí
mismos.
Pero en 1909, en los archivos de la Casa Real, se descubrió la minuta de
otra carta del rey que decía exactamente lo contrario de la que en su tiempo
fue publicada; es decir, que Garibaldi se diera prisa en seguir adelante y en
derrocar a los Borbones del trono de Nápoles: su rey lo sostendría en
cualquier circunstancia.
Todo es posible, dados los caracteres de los personajes. Es posible que
el rey hubiera escrito las dos cartas: la primera, contra la prosecución de la
empresa, por imposición de Cavour y del Gabinete, que temían las
repercusiones internacionales del ataque garibaldino al continente y
desconfiaban aún de la lealtad monárquica de Garibaldi; la segunda, para la
prosecución de la empresa, sin que lo supiera el conde, contra quien Víctor
Manuel seguía conspirando. Pero hasta es posible que hubiera escrito ambas
cartas de acuerdo con Cavour, a fin de tener «la pieza de apoyo» para
cualquier eventualidad: en caso de fracaso, para demostrar que el Piamonte
nada tenía que ver con la empresa; en caso de victoria, para demostrar que
el Piamonte la había favorecido e impulsado. Y, por último, es incluso
posible que la segunda carta haya sido fabricada después, para enriquecer a
la Casa de Saboya, a los ojos del país y de la Historia, con un mérito que no
le corresponde.
Todas estas ambigüedades estremecerían de indignación si no se
tuvieran presentes las dificultades en que se debatía el Piamonte. Cavour
estaba luchando a brazo partido con las exigencias más contradictorias.
«Soy como el marinero —escribió en una carta confidencial a la señora
De Gircourt— que en medio de la tempestad jura y hace voto de abandonar
el mar para siempre». Por una parte, tenía que tranquilizar a la Italia
moderada y conservadora, que no quería aventuras y que, sobre todo, era la
que proporcionaba la mayoría parlamentaria en la que su mismo Gobierno
se fundaba; por otra parte, debía arrebatar la iniciativa a la Italia radical y
revolucionaria, adelantándosele y haciéndola suya. Por una parte, debía
persuadir a Francia de que el único medio que había para impedir que
Garibaldi remontara la bota de la península y trastornara los Estados
pontificios era arrebatarle Sicilia anexionándola al Piamonte; por otra parte,
había que convencer a Inglaterra de que el mejor sistema para liberar a
Italia del vasallaje francés era hacerle más concesiones. Es posible que él
mismo no supiera qué corriente seguir. Tenía muchos hilos en su mano, en
espera de que los acontecimientos le sugirieran cuál sería mejor manejar.
Más que el responsable, era la víctima de todos aquellos equívocos entre los
cuales nacía esta Italia que, de palabra, pretendía obrar por sí misma, pero
después, en los hechos, necesitaba de todos. Sin embargo, había algunas
«constantes» en la acción de Cavour. Seguía creyendo que el apoyo francés
era el más útil y seguro, que las soluciones diplomáticas eran mejores que
las militares y que, a la anexión del reino borbónico, era preferible, por el
momento, una alianza, que hubiera dado posibilidad a la «Italia
piamontesa», pues así la concebía, de establecerse en un nuevo
ordenamiento territorial, legislativo y económico. Temía la tumultuosa
irrupción en el nuevo Estado saboyano de las provincias meridionales, a las
que conocía poco pero de las que desconfiaba mucho.
El verdadero motivo de la popularidad de Garibaldi era el hecho de que
se mantenía ajeno a todas estas maquinaciones. La opinión pública italiana,
aunque no estuviera al corriente de las maniobras realizadas bajo cuerda, las
olfateaba, y comprendía que Garibaldi no estaba contaminado por ellas.
Proseguía, como siempre, su acción, sin detenerse a pensar en los efectos
políticos que de esa acción pudiera resultar.
Alguien sostiene que fue inducido a error por Persano, acerca de los
sentimientos del rey y de Cavour con respecto a él. El almirante era un
hombre sin carácter, como lo demostró después la continuación de su
desastrosa carrera. Y, con tal de complacer al general, quizás alimentó
demasiado en él la confiada convicción de que, sobre todo, el rey, por
razones diplomáticas, fingía desaprobar el desembarco en Calabria. Pero
aun sin esta ilusión, Garibaldi hubiera seguido adelante. Se daba cuenta de
que el Ejército y el Estado borbónico se hallaban en descomposición y que
sólo había que vencer un obstáculo: el desembarco.
Era un obstáculo duro porque, naturalmente, patrullaban por el estrecho
naves de guerra borbónicas, a las que Garibaldi sólo podía oponer el Tukeri,
bastante maltrecho. Por lo demás, no tenía más que barcas y gabarras
capturadas aquí y allá. Sin embargo, en la noche del 8 de agosto consiguió
pasar a trescientos hombres, mandados por Missori, con lo que se dispuso
de una cabeza de puente en Calabria. Inmediatamente después, el Tukeri fue
enviado hasta Castellammare Di Stabia, para intentar adueñarse, mediante
un golpe de mano pirático, de una nave borbónica. Pero la intentona,
absurda, desde luego, resultó fallida.
La situación era delicada. El Faro, donde estaba acampado el Ejército
garibaldino, era una región palúdica, carente de agua potable; y la inacción,
a la que no estaban acostumbrados, desmoralizaba a los hombres, ya
debilitados por la fiebre. En la otra parte del estrecho, Missori podía ser
aplastado de un momento a otro. Por primera vez en su vida, Garibaldi se
enfrentaba con problemas que ya no eran de táctica, sino de estrategia, y los
resolvió a su manera.
Había permanecido en contacto epistolar con Bertani, el hombre de
confianza de Mazzini, que nunca había perdido la esperanza de atraerlo a
las filas del movimiento republicano y revolucionario; durante todo aquel
período, Bertani reclutó por su propia cuenta un pequeño ejército de
verdaderos republicanos. Garibaldi le ordenó atacar desde el Norte a los
Estados pontificios. Pero Cavour, que hasta entonces había seguido el
juego, ordenó disolver las compañías porque estaba dispuesto a todo menos
a ponerse en abierta oposición con Napoleón, que seguía ejerciendo su alto
patrocinio sobre Roma y mantenía allí una guarnición.
Para llevar adelante esa empresa, Garibaldi partió de incógnito de
Sicilia, rumbo a Cerdeña, desafiando a las patrullas de las naves borbónicas;
pero llegó demasiado tarde: la iniciativa había fracasado ya. Volvió
inmediatamente atrás y decidió actuar por propia cuenta.
Entretanto, había logrado procurarse dos buques de transporte: el
Franklin y el Turín. La noche del 19 de agosto, embarcó en el primero con
mil doscientos hombres, tomando personalmente el mando; el Turín, con
otros tres mil, debía seguirle a las órdenes de Bixio. Confiaban en la
oscuridad, que demostró ser un excelente aliado. Pero cuando llegaron a la
bahía de Melito, elegida para poner pie en tierra, Bixio, quizás a causa de su
carácter impetuoso e impaciente, hizo marchar el buque a toda máquina y
encalló en los bancos de arena.
—¡Y van dos! —exclamó Garibaldi—. ¡En Marsala ya nos ocurrió lo
mismo!
Entre el temeroso estupor de sus hombres, ordenó hacer marcha atrás y
regresar al Faro en busca de ayuda para desencallar la nave. Aquello ya no
era audacia; era inconsciencia. De hecho, poco después, el Franklin se
encontraba ya entre dos naves borbónicas, el Aquila y el Fulminante.
Garibaldi dio la orden de izar en el palo mayor la bandera americana; y no
se sabe si los borbónicos lo creyeron o fingieron creerlo. En todo caso, no
dispararon ni siquiera cuando, aprovechando sus vacilaciones, vieron al
Franklin volver a toda máquina hacia la costa calabresa. Tal vez se habían
dado cuenta de que a bordo ya no estaban los viejos enemigos, sino los
nuevos amos. Más tarde vieron al Turín embarrancado y lo cañonearon.
Con las lanchas, Bixio y los suyos habían tomado tierra. Garibaldi los
alcanzó poco después.
El pequeño ejército se puso en seguida en camino hacia los montes,
donde ya se hallaba Missori, que en vano había intentado instigar a la
revuelta a las poblaciones y que pocas horas más tarde se reunió con sus
compañeros. Todo resultó de una facilidad elemental. Entre Reggio y
Monteleone había más de quince mil soldados borbónicos, pero mandados
por oficiales que sólo aguardaban una ocasión para rendirse. Para defender
a Reggio, el coronel Dusmet cometió un acto de insubordinación con
respecto al general Gallotti, que había dado la orden de no disparar. Gallotti,
aunque parapetado en un castillo inexpugnable, se rindió sin intentar
siquiera una salida para unirse al general Briganti, que venía en su ayuda.
Éste, a su vez, se negó a seguir, dando tal espectáculo de cobardía que sus
mismos soldados se sublevaron y lo lincharon.
Garibaldi era, sin duda alguna, un bravo general, especialmente para la
guerrilla, al frente de hombres valerosos y decididos. Había tenido mucha
suerte en Marsala y dado muestras de gran valor en Calatafimi. Pero desde
entonces su empresa no volvió a encontrar obstáculos, porque el enemigo
contra el que luchaba se hallaba en plena descomposición, y el ejemplo
venía de lo alto, no de abajo: soldados y marineros se comportaron mejor
que sus oficiales; en muchas ocasiones pidieron luchar. Y, por último,
descorazonados, arrojaron las armas y se volvieron a sus casas, sin prestar
oído a las invitaciones de los garibaldinos que los llamaban bajo sus
banderas. Bandi cuenta que Garibaldi, al verlos, decía: «¡Lástima!
¡Lástima!», y deploraba su falta de patriotismo que, vista desde la otra
parte, no era más que lealtad a su rey. Pero en Italia, la «parte» para ver y
juzgar las cosas ha sido siempre muy discutida, como es sabido. Cuando, al
cabo de pocos días, se reunió en Nápoles el Consejo de Guerra para juzgar a
los comandantes de las dos naves que habían dejado pasar al Franklin por el
estrecho de Mesina, los oficiales fueron absueltos y, en cambio, se condenó
a la tripulación, que, exasperada por la traición de aquéllos, se había
sublevado y los había encerrado en la bodega.
Esta traición se incubaba en la misma Casa Real. El conde de Siracusa
había enviado al rey (y, naturalmente, hecho circular en numerosas copias)
una segunda carta para invitarlo a llamar en su ayuda a Víctor Manuel.
Estaba redactada en términos de alto patriotismo, y Persano escribió que
hacía gran honor al italianismo del príncipe. Pero lo hubiera hecho mucho
más si el príncipe no hubiese recibido de Cavour un abundante estipendio.
El príncipe de Capua se había alejado hacía tiempo de todo aquel mundo y
vivía en Suiza o en Francia, con su esposa morganática inglesa. El conde de
Aquila estaba organizando un golpe de Estado, tal vez con la buena
intención de llevar al Gobierno a hombres más enérgicos y competentes,
como el general Ulloa. Pero la conjura fue denunciada al rey por el ministro
de la Policía, Liborio Romano, como una verdadera intentona de adueñarse
del trono. El rey respondió que el único trono al que su tío podía aspirar era
el del Brasil, por conducto de su esposa, que era una princesa Braganza, y
se negó a sancionarlo. Prefirió alejarlo, como a elemento turbulento,
confiándole una vaga misión diplomática en Londres.
El pobre y joven soberano, que era mucho mejor de lo que nos han
dicho los historiadores italianos, estaba solo. Su Gobierno —escribió más
tarde De Cesare— tenía miedo de todos, sin lograr amedrentar a nadie. El
mismo don Liborio, que tan celoso se mostraba, ya en aquellos momentos
estaba en contacto con Cavour, por mediación de Persano; y, por sugerencia
de Cavour, aconsejó al rey que abandonara Nápoles para evitar una guerra
civil. Después, no contento con un doble juego, lo hizo triple, yendo a
entrevistarse a escondidas con Dumas, llegado al puerto con su Emma, y
encargándole que hiciera saber a Garibaldi que él estaba a su disposición
para impedir, hasta su llegada, que los aliados de Cavour se adueñaran del
poder, impidiéndole convertirse en dictador, como lo había sido en Palermo.
Sin embargo, le urgía que actuara sin tardanza. Dumas se consideró dichoso
de poder meter las manos y la nariz en aquel complicado asunto, que
parecía que ni pintado para una de sus novelas.
Poco antes, Francisco había hecho un nuevo intento, el último, ante
Filangieri, yendo a entrevistarse personalmente con él en Sorrento. El viejo,
informado en el último instante de la llegada del monarca, se metió en cama
sin tiempo para desnudarse y se inventó un jadeante ronquido para
demostrar que estaba muy enfermo. A la manera napolitana, la tragedia
asumía verdaderos tonos de farsa.
El 3 de setiembre, el Gobierno Pianell presentó la dimisión. En vano
buscó el rey un sucesor: uno tras otro, el príncipe Ischitella y Pietro Ulloa
declinaron el encargo. Se celebró un Consejo de Guerra que aprobó por
mayoría la intención del soberano de salir de Nápoles y retirarse tras una
línea de fortificaciones entre Gaeta y Capua. Sólo el general Carascosa
objetó que si el rey abandonaba la ciudad ya no regresaría a ella. Pero
Francisco ya lo sabía.
Aquel día salió con su esposa, sin escolta, a dar una vuelta por la
ciudad. Procuraba mostrarse a todos sereno y confiado, y lo consiguió. Los
viandantes lo saludaron respetuosamente, quitándose el sombrero, pero
nadie gritó un viva. Harold Acton cuenta que los dos soberanos se
detuvieron a mirar a algunos obreros dedicados a quitar de la fachada de la
farmacia real las lises del escudo borbónico. El farmacéutico, conocido
reaccionario, preparaba ya su propia coartada. María Sofía rió alegremente;
Francisco, con una mueca. Cuando regresaron a palacio ya no encontraron
más que a la servidumbre. De la Corte, hasta pocos días antes tan numerosa
y pródiga en reverencias y besamanos, ya no quedaba nadie.
Partieron al día siguiente, 6 de setiembre, sin ninguna pompa,
desfilando de incógnito por las calles de Nápoles, tapizadas ya con los
manifiestos que reproducían el mensaje de adiós del rey a su pueblo. En las
carrozas, no habían cargado más que los llamados «efectos personales» y
algún pequeño objeto sentimental. No sólo las colecciones de arte y hasta la
platería, sino también la cuenta bancaria del rey —once millones de
ducados— fueron dejados a disposición de los sucesores. Todos los
representantes diplomáticos —excepto el piamontés, el francés y el inglés
— acudieron a saludar al soberano. Pero de sus cortesanos sólo había uno,
el marqués Imperiali. Francisco quedó tan asombrado y conmovido, que allí
mismo le confirió la Orden de San Fernando. En cambio, los criados
estaban todos arrodillados y llorosos.
En aquel momento había sido ya cursado un telegrama «al invencible
general Garibaldi, dictador de las Dos Sicilias», de parte de Liborio
Romano, ministro del Interior y de la Policía, en el que se hablaba —ni que
decir tiene— de «Italia redenta» y de «indefectibles destinos».
Garibaldi había anunciado su llegada a Nápoles para el día siguiente, 7
de setiembre, y cumplió su palabra. Llegó desde Salerno, en tren, como es
de regla en las revoluciones italianas, con poca escolta. Desde la tarde
anterior, Liborio Romano había movilizado sus fuerzas, que no eran los
esbirros y soldados de la Guardia Nacional, sino los jefes de la
«camorra[13]», de los que siempre había sido alto protector, para hacer
«oceánica» y «vibrante» la aglomeración de pueblo ante la estación y a lo
largo del trayecto hasta el palacio real.
Lo organizó tan bien que él mismo fue víctima de su propio celo. La
muchedumbre reunida fue tal, en efecto, que cuando el Libertador salió de
su compartimento, don Liborio no pudo acercársele y su mensaje de
bienvenida se perdió entre los gritos del gentío. Fue el principio del fin de
su carrera, que algunos años después fue resumida así en una lápida
dedicada por los napolitanos a su memoria:

DESDE HACE XXIV AÑOS,


OH LIBORIO ROMANO,
LA HISTORIA
PENDE INDECISA SOBRE TU NOMBRE.
POSTRER MINISTRO
DEL VACILANTE BORBÓN DE NÁPOLES,
SEÑALABAS A TU REY EL EXILIO
Y ABRÍAS EL PALACIO REAL AL DICTADOR
INERME.
CUSTODIO DE LAS AUTONOMÍAS REGIONALES
Y PREGONERO DE UNA ITALIA FEDERADA
ACEPTABAS LA UNIDAD,
SIN PROTESTA, SIN CONDICIONES,
Y DEL VIEJO AL NUEVO PRINCIPADO PASABAS
COMO SI TE INFORMARAN DOS ALMAS Y DOS
LEYES MORALES.
PERO LAS VENCIDAS INSIDIAS CORTESANAS,
LA SALVADA INTEGRIDAD PÚBLICA
Y EL DERECHO INTERNACIONAL
QUE DE CIUDAD EN CIUDAD BUSCABA A ROMA,
ATESTIGUAN
QUE TUS PROPIOS PECADOS
FUERON EL DESTINO DE LA PATRIA.
Esta lápida demuestra que, a diferencia de los piamonteses —que
hicieron a Italia sin entender nada de ella—, los napolitanos, que nada
hicieron por ella, la entendieron muy bien.

Garibaldi desfiló en carroza entre aclamaciones. En el palacio real,


Mariano de Ayala lo abrazó y le ofreció el saludo de Nápoles y de toda
Italia. Garibaldi expresó el deseo de rendir inmediatamente homenaje al
sepulcro de san Genaro, como si hubiera ido a Nápoles exclusivamente a
cumplir ese voto. Lo llevaron en triunfo a la catedral, donde fray Pantaleo,
con un gran pistolón al cinto, celebró un Te Deum e improvisó un sermón
en el que Garibaldi era presentado como la reencarnación de Jesucristo. El
general lo escuchó sin ruborizarse.
Al día siguiente era la fiesta de Piedigrotta, y Garibaldi fue a
arrodillarse al santuario de la Virgen que lleva ese nombre, como siempre
hicieran los Borbones. Pronunció un breve discurso a la gloria de la fe de
Cristo, suscitó, como de costumbre, un diluvio de aplausos y por la noche
hizo su aparición en un palco del Teatro San Carlo, desde el que lanzó el
grito de «¡Viva Víctor Manuel!», que resonó inmediatamente en toda la
sala. Como la noche anterior, masas de gente permanecieron hasta muy
tarde bajo su balcón, y un garibaldino tuvo que asomarse para explicar con
gestos que el general dormía y pedir que se hiciera un poco de silencio.
En pocos días, casi todo su ejército se concentró en Nápoles, pero no se
incrementó con nuevos reclutas. A pesar de la activa campaña
desencadenada en discursos y periódicos por Nunziante y De Ayala para
demostrar a oficiales y soldados que el enrolamiento en las filas de
Garibaldi era no sólo un deber patriótico, sino también un buen negocio,
porque garantizaba un suelo más elevado y una carrera más rápida, se
presentaron sólo unas docenas de aspirantes. En cambio, con un simple
decreto, Garibaldi había confiscado toda la flota en nombre de Víctor
Manuel, que nunca había tenido una tan potente y bien equipada. Pero el
decreto era superfluo, porque Persano ya se la había anexionado por
espontáneo consentimiento de cada comandante.
Con todo, el gesto de Garibaldi resultaba revelador de sus ideas e
intenciones. Estaba ya decidido a marchar contra el Papa, para cuya
empresa la flota le sería Utilísima; estaba seguro de que el rey, frente a la
triunfal rapidez con que se iba realizando la unidad nacional, lo secundaría,
aun contra la voluntad de Cavour. Estaba persuadido de haber ganado ya la
partida para el conde, y hay que añadir que Víctor Manuel hizo lo posible
para hacérselo creer. El rey llegó a decir a algunos amigos —y tal vez con
absoluta sinceridad— que prefería Garibaldi a Cavour, no sólo como
hombre, sino también como Primer Ministro.
Pero es posible que precisamente por eso Cavour hubiera considerado
llegado el momento de poner con el rey las cartas boca arriba. El 8 de
setiembre recibió de Persano un telegrama bastante alarmista en el que se
decía que Garibaldi escupía sobre su nombre y se disponía a marchar sobre
Roma aun a costa de colocarse frente a Napoleón. No era verdad. Pero
alguien asegura que semejante mentira fue solicitada por el mismo Primer
Ministro, que en todo caso se sirvió de ella muy bien. Fue junto con Farini a
ver al rey, le mostró el telegrama y —según contó después él mismo— dijo
al soberano que estaba dispuesto a abandonar el Gobierno si Su Majestad
consideraba que había que ir de acuerdo a toda costa con Garibaldi y los
radicales. (Cavour decía siempre «Garibaldi y los radicales», porque
procuraba confundir al uno con los otros. Y mentía, aunque tal vez de buena
fe).
Víctor Manuel se encontró a disgusto. Pero el miedo a Cavour era en él
mayor que el cariño a Garibaldi. Así, volvió a confirmar su confianza en el
Primer Ministro y declaró explícitamente que, si fuera necesario, se
opondría al general hasta con la fuerza.
Pero no hay que reducir este conflicto a una simple maraña de
rivalidades y resentimientos personales. Cavour se daba cuenta de que se
avecinaba la crisis suprema y conclusiva del Risorgimento. Había que
decidir de una vez para siempre si éste iba a tener lugar bajo el sino y con
las fuerzas tradicionales de la monarquía sabaudia, o por los caminos de la
revolución popular que, a su parecer, no podía ser más que de sello
mazziniano y republicano. Con el Estado de las Dos Sicilias, Garibaldi
poseía a la sazón un territorio grande y populoso, casi como el del rey. Si
seguía venciendo y avanzando, si llegaba a Roma, estaría en condiciones de
imponer su propia ley: la ley de las barricadas y del pueblo en armas, la ley
de las tropas irregulares.
Por desgracia, Cavour entendía mejor las situaciones que a los hombres.
Era verdad que el Risorgimento iba cobrando forma en medio de una gran
confusión, medio conservador, medio revolucionario, en parte con el rey y
en parte contra el rey, medio en camisa y medio en uniforme; y era también
cierto que ese equívoco iba a tener deletéreas repercusiones sobre la Italia
del mañana. Pero donde el ministro se equivocaba era en creer que
Garibaldi estuviera irrevocablemente al lado de los radicales y de la
revolución y que su adhesión al rey y a la causa piamontesa fuera sólo una
ficción oportunista. Sobrevaloraba la doblez del general, que no tenía
ninguna y que moralmente era mucho mejor que él. Y en esto entraba en
juego ciertamente la instintiva antipatía del aristócrata piamontés,
conservador hasta en su patriotismo, contra el plebeyo demagogo, ingenuo
pero honesto y sincero en su fidelidad a Víctor Manuel. Quizá tuvo también
malos informadores y consejeros —comenzando por La Farina y Persano
—, y ni siquiera se rindió a la evidencia de ciertos hechos. Lo mismo en
Sicilia que en Nápoles, Garibaldi no perdió ocasión de repetir que actuaba
en nombre y por cuenta del rey, y sólo se había rodeado de moderados que
trabajaban en pro de la anexión. Pero Cavour había decidido ya que había
que liberarse de él, y escogido los medios para hacerlo: precipitar el
plebiscito en Sicilia, a fin de quitar a Garibaldi la base de su poder político
y militar y detener el avance hacia el Norte, acudiendo con el ejército
regular a la línea del Volturno, a través de los Estados de la Iglesia.

En cuanto se dio cuenta de los manejos de Cavour en Palermo,


Garibaldi escribió una carta al rey, pidiéndole que despidiera a Cavour y
Farini. Al hacer eso, estaba convencido de que el rey se lo agradecería, y así
se lo dijo a Bixio. Pero esa carta, tras el telegrama de Persano, sirvió a
Cavour para demostrar a Víctor Manuel que era imposible colaborar con
semejante hombre. Y llegaron órdenes enviadas a Depretis para que
apresurara el plebiscito.
Depretis se encontró en una situación difícil, incluso para un astuto
maniobrero como él. Había sido nombrado dictador para hallar un punto de
equilibrio y de acuerdo entre Cavour y Garibaldi. Hasta el momento lo
había logrado —un poco a las buenas—, pero las nuevas instrucciones le
hacían imposible el juego. Corrió a Nápoles con Crispi y Nicotera para
intentar persuadir a Garibaldi de que aceptara la anexión, pero no lo
consiguió y abandonó su puesto para regresar a Turín. Representaba el
último lazo de unión entre Cavour y Garibaldi.
Por un instante hubo el peligro —o la esperanza— de que Garibaldi
renegara de modo clamoroso y definitivo de la causa del Piamonte y de los
Saboya y se pusiera al frente de sus viejos compañeros radicales, llegados
en masa a Nápoles. Estaban allí los dos santones del federalismo, Cattaneo
y Ferrari; estaba Jessie White, casada ahora con el ferviente republicano
Alberto Mario, también presente; estaban Saliceti y Saffi; y estaba, sobre
todo, el dinámico y eficiente Bertani, el único a quien Garibaldi había dado
un puesto en el Gobierno, nombrándolo secretario. El general sabía que
Bertani era un hombre de Mazzini y por eso desconfiaba de él. Pero
experimentaba también su ascendiente, sobre todo en aquel momento de
furor contra Cavour y de decepción con respecto al rey, que no sólo no
había despedido a su Primer Ministro, sino que había respondido a su carta
con otra dilatoria y evasiva.
Mas precisamente en ese momento llegó una noticia que Garibaldi
saludó con júbilo, como si se tratara de un éxito personal: el ejército
piamontés había atravesado los confines de los Estados pontificios y
marchaba hacia el Volturno. Estaba claro —pensó el general— que el rey se
había impuesto a Cavour y pensaba reunirse con los Camisas rojas y
avanzar con ellos sobre Roma, dejando a un lado finalmente todos los
cálculos políticos y diplomáticos de aquel «lacayo de Napoleón» que era su
Primer Ministro.
Pero las cosas se presentaban de distinto modo. La iniciativa pertenecía
a Cavour, que había logrado convencer a Napoleón de que la única manera
de salvar al Papa, el orden y la influencia francesa en Italia era detener en el
Volturno a Garibaldi, que estaba de acuerdo con el Gobierno inglés para
llevar la revolución a la misma Roma. Para llegar desde la Toscana al
Volturno había que atravesar, ciertamente, los Estados pontificios, pero se
evitaría pasar por Roma, que quedaría salvada. Napoleón lo creyó, o fingió
creerlo. Faites vite!, dicen que respondió: «¡Hacedlo pronto!». Y Cavour lo
hizo sin demora. Envió a las Marcas un ejército de dieciocho mil hombres
mandados por Cialdini, que en Castelfidardo dio cuenta de los del Papa con
gran facilidad.
Garibaldi lanzó una proclama invitando a todos los italianos aptos para
las armas a que acudieran voluntarios bajo sus banderas para marchar, con
él y con el rey, sobre Roma. Tras lo cual, corrió a Palermo para nombrar al
nuevo dictador, Mordini, en el puesto de Depretis. A su regreso, le esperaba
una amarga sorpresa: uno de sus mejores lugartenientes, el general Türr,
había emprendido un ataque por iniciativa propia en el sector de Caiazzo,
resultando derrotado. El general se precipitó a aquel lugar y, con riesgo de
la propia vida, consiguió taponar la brecha que los borbónicos habían
abierto en sus filas. Pero los cavourianos, sus periódicos y su propaganda
hincharon de tal modo y tan desmedidamente aquel fracaso, que hasta el
ingenuo Garibaldi empezó a darse cuenta de que la ofensiva piamontesa se
dirigía, quizá, más contra él mismo que contra los Borbones y el Papa.
Precisamente en aquel momento llegaba también a Nápoles Mazzini,
tras un período de vida clandestina entre Génova y Florencia, para escapar a
la policía piamontesa que lo buscaba con ahínco. Cavour lo supo en seguida
y se convenció, o fingió convencerse, de que lo había llamado Garibaldi, lo
que a su parecer era una nueva prueba de que aquel alborotador de pueblos
trataba de imprimir un giro republicano a su empresa de liberación.
Sin embargo, la verdad es que Mazzini y Garibaldi se vieron una sola
vez en Nápoles, se abrazaron, pero no llegaron a un acuerdo. Por lo demás,
Mazzini había ido sin esperanza alguna. Amargado y prematuramente
envejecido, en los últimos tiempos de Londres se abstuvo incluso de
polemizar en los periódicos contra el rey y contra Cavour. Llegó a Nápoles
a la chita callando, sólo para ver cómo iban las cosas. Su amigo Asproni
escribió de él: «En vez de alentar ideas republicanas, frena las
intemperancias de los impacientes y predica que hay que subordinar todos
los pensamientos a la unidad». Y su enemigo, Maxime du Camp: «Debo
decir que, en Nápoles, fue admirable por su abnegación».
Muy discretamente, por mediación de Bandi, había hecho saber a
Garibaldi su presencia. Bandi refiere que Garibaldi contestó: «Decid a
Mazzini que lo acogeré como un hermano debe acoger a un hermano».
Nadie asistió a la conversación. Pero cuando Bandi volvió a acompañar a la
puerta a Mazzini, le pareció que era menos «hermano» que cuando había
entrado. El viejo apóstol republicano le dijo:
—Me gusta veros cerca del general y que él os tenga gran confianza.
Tratad de convencerlo de que no se deje coger en la trampa de Cavour y de
Napoleón…
Más tarde, a propósito de Garibaldi, escribió a sus amigas Stansfeld y
Venturi: «La debilidad de aquel hombre tiene algo de fabuloso… Hasta
Bertani está a punto de ser sacrificado por él a los moderados».
De estas alusiones no es difícil colegir lo que debió decir Mazzini y qué
pudo contestar Garibaldi. Algunos días después, el 27, cuando el juego de
Cavour era evidente hasta a los ojos de los más desprevenidos, Garibaldi
daba la bienvenida «a nuestros hermanos del ejército italiano, mandado por
el bravo general Cialdini» en un decreto que, por primera vez, no llevaba ya
el visto bueno de Bertani. Cavour seguía actuando con tal despreocupación
contra el general, que hasta Napoleón III le aconsejó no hacer de él un
mártir, y Palmerston no ocultó su indignación por el hecho de que un
hombre como aquél fuera tratado más como enemigo que como aliado.
Hasta el sencillo pueblo napolitano barruntó que las cosas iban mal para
Garibaldi y que el verdadero amo era Cavour; e inmediatamente se puso a
la altura de las circunstancias con una manifestación de ultrancismo
piamontés y monárquico bajo las ventanas de Mazzini, al que abucheó e
injurió.
—¡Muera Mazzini! —gritaban—. ¡Viva la unidad italiana!
Mazzini, que estaba allí con Nicotera y Bandi, movió la cabeza con
amargura y se quitó de los labios el habitual cigarro puro, para mirar el
anillo con la marca de fábrica: Cavour.
—¿Oís? —dijo—. Viva la unidad italiana y muera yo, que por haber
soñado en esa unidad antes que nadie fui tachado de loco.
Otra demostración fue contra Dumas, la cual tendía directamente a
señalar a Garibaldi, su protector. Dumas había cometido en Nápoles tres
errores: había fundado un periódico, se había hecho nombrar director de
Bellas Artes, quitando el puesto a todos los que lo ambicionaban, y había
renunciado al sueldo, creando el más peligroso de los «precedentes». Por si
fuera poco, se instaló en el palacio real con su «mocita» disfrazada de
almirante y cada noche presidía la conversación y la cena con toda su corte.
Naturalmente, se le atacó en nombre de la patria ultrajada por su presencia:
—¡Fuera el extranjero!
Dumas, que estaba brindando por la unidad italiana y que a su manera
había colaborado a ella, observó melancólicamente:
—Estaba acostumbrado a la ingratitud de Francia, pero no me la
esperaba de Italia… —Y añadió con filosofía—: ¡Bah! Hasta los
napolitanos son como los demás. Pedir gratitud a un pueblo es como querer
que los lobos se conviertan en herbívoros. A mí, la unidad italiana no me ha
costado más que tiempo y dinero…
Pero, si atendemos a las murmuraciones de ciertos compatriotas suyos,
Dumas había compensado ampliamente aquella pérdida de tiempo y dinero
revendiendo poco a poco, por mediación de su criado, un cargamento de
armas por el cual Bertani le pagó medio millón de ducados.
Amargado y disgustado de la política, Garibaldi fue a buscar consuelo
entre sus voluntarios en el Volturno, y lo encontró.
El 30 de setiembre, por algunos desertores del campo borbónico, supo
que el enemigo, envalentonado por el éxito parcial de Caiazzo, estaba a
punto de desencadenar una ofensiva a gran escala con el evidente propósito
de reconquistar Nápoles antes de ser cogido, a su vez, por la espalda, por el
ejército piamontés que descendía desde el Norte sin hallar obstáculos. Por
primera vez en su vida, Garibaldi debía afrontar una batalla de posiciones,
basada más en la estrategia y en la táctica que en el valor y la
improvisación, cosa de la que todos lo consideraban incapaz. Además, la
arrostraba en condiciones de clara inferioridad en hombres y pertrechos.
Eran uno contra dos, tenía pocos cañones y los hospitales estaban llenos de
hombres atacados de malaria. También la moral andaba baja; todos se daban
cuenta ya de que la inminente llegada de los piamonteses esfumaba el sueño
de la gloriosa marcha sobre Roma.
Al amanecer del 1.º de octubre, los borbónicos atacaron con grandes
fuerzas y con la máxima decisión, dando el ejemplo de su rey y de sus dos
hermanos, el conde de Trani y el conde de Casería que, aun cuando poco
amantes de la guerra, tenían un cierto respeto de sí mismos y de su honor.
El combate duró dos días y se desarrolló con suerte alterna. Garibaldi lo
siguió como pudo, es decir, moviéndose a caballo de uno a otro de los
puntos más expuestos. Más tarde se dijo que el mérito de la victoria no era
suyo, sino de Sirtori, Medici y Cosenz, que habían preparado el «plan». Es
posible que Garibaldi se hubiera ocupado poco del «plan». Pero su
presencia, su prestigio y la fascinación que ejercía fueron decisivos en
ciertos momentos de crisis. Una situación casi desesperada fue resuelta
personalmente por Bixio. Y una pequeña ayuda la dieron a los camisas rojas
ciertos artilleros ingleses que, desembarcados de sus naves, acudieron
voluntariamente a echar una mano a las piezas garibaldinas. Al final,
setecientos muertos quedaron en el campo de batalla. La mayoría,
garibaldinos. Pero los borbónicos habían dejado en manos del enemigo dos
mil prisioneros y perdido toda esperanza de regresar como triunfadores a
Nápoles. La suerte estaba definitivamente echada.
Pero había habido otro episodio. Precisamente en aquellos días
desembarcaba en Nápoles un primer contingente de soldados piamonteses,
unos trescientos en total. No habían ido al frente porque carecían de
permiso. No obstante, acudieron en lo más encarnizado de la batalla y
media docena de ellos quedó en el campo.
Esta modesta aportación de las fuerzas regulares fue pregonada al son
de trompeta por la prensa cavouriana y piamontesa como un factor decisivo
en aquella batalla de Volturno que, para dicha prensa, no pasaba de ser una
escaramuza. Lo cierto es que fue uno de los más importantes hechos de
armas del Risorgimento; desde luego, el más importante en la carrera de
Garibaldi. Demostró que el peripatético guerrillero de escuela sudamericana
sabía salir adelante en una guerra de maniobra, y que de sus indisciplinados
voluntarios había conseguido organizar cuadros y crear un Estado Mayor
bastante serios y capaces. Por algo los Sirtori, Türr, Cosenz y Medici, una
vez incorporados al ejército regular, hicieron mejor papel que los generales
salidos de la Academia y de la Escuela de Guerra de Turín.
Los desarrollos políticos emponzoñaron a Garibaldi la alegría de este
éxito. En Turín, Cavour había salido victorioso de su batalla. El Parlamento
le otorgó la confianza por una abrumadora mayoría; su diplomacia actuó de
tal manera que hasta las potencias más católicas y conservadoras
permanecieron impasibles ante la invasión de los Estados pontificios por
parte de Cialdini; la opinión pública italiana, moldeada por una hábil
campaña de prensa, pedía a grandes voces que se restableciera el orden en
el Sur, lo que significaba la anexión inmediata de las Dos Sicilias y el
alejamiento de Garibaldi; y hasta el rey estaba de parte de Cavour, sobre
todo desde que el Primer Ministro consiguiera atraerse, a fuerza de
generosos dones, a la bella Rosina, que hasta entonces, por odio a Cavour,
había apoyado a Garibaldi. Bertani, de regreso a Turín, escribía desde allí a
Cattaneo que, para la gente, Garibaldi era ya sinónimo de «traidor» y de
«rebelde».
El 3 de octubre, Víctor Manuel llegó a Ancona para ponerse al frente de
las «tropas victoriosas». En aquel momento, ni él mismo sabía bien si había
que hacer marchar a esas tropas victoriosas contra el ejército borbónico,
metido ya en una trampa entre Gaeta y Capua, o contra Garibaldi. El
general Fanti, que lo acompañaba, hizo esta pregunta telegráficamente a
Cavour. Pero tampoco Cavour había tomado ninguna decisión: todo
dependía de lo que decidiera Garibaldi. Que, por su parte, no había decidido
nada.
De la batalla que tenía lugar en torno a él y en su nombre, era más la
prenda que el protagonista. Formalmente, ejercía aún el cargo de dictador
de las Dos Sicilias; pero, de hecho, el poder político estaba en manos de los
dos prodictadores: el de Palermo, Mordini; y el de Nápoles, Pallavicino.
Eran dos auténticos caballeros, pero de diversa formación y tendencia.
Mordini, procedente del campo toscano, aunque sustancialmente moderado
y hombre de orden, debía su puesto únicamente a Garibaldi y sólo a él era
fiel. Pallavicino, aristócrata lombardo, había sido propuesto por Garibaldi y
nombrado por Cavour con la misión —igual a la que recibió Depretis— de
mantener las difíciles relaciones entre ambos hombres.
Mordini, instalado en Palermo en el instante en que se imponía la
facción de La Farina favorable a la anexión inmediata, había logrado
mantenerla a raya, haciendo prevalecer la tesis de que, antes que un
plebiscito, se necesitaba una asamblea constituyente; y así salvaba,
demorándola, la dictadura de Garibaldi. Pallavicino, aun sin traicionar al
general, trataba de llevarlo a aceptar la tesis de Cavour, que se inclinaba,
naturalmente, por el inmediato plebiscito.
Pero en esta lucha había también un tercer hombre, Crispi, que, aun sin
ostentar más cargos —excepto uno, un tanto platónico y un poco ridículo,
de ministro de Asuntos Exteriores de Nápoles—, era el verdadero consejero
político de Garibaldi. Ya no era el Crispi radical y de las barricadas de sus
años jóvenes; pero era aún aquel que había perdido su puesto a causa de las
intrigas de La Farina, en Palermo, y como buen siciliano, no era propenso a
olvidarlo. El «hecho personal» reforzaba su convicción política: es decir,
que también en Nápoles había que instituir una Asamblea Constituyente
para prolongar con ella los poderes del dictador hasta la liquidación de las
fuerzas borbónicas y la marcha sobre Roma.
Garibaldi vacilaba, como solía ocurrirle cuando no se trataba de asaltos
a la bayoneta. Cuando Crispi le decía que, aceptando el plebiscito y la
inmediata anexión, se daba por vencido ante Cavour, enrojecía de cólera,
descargaba puñetazos sobre la mesa y se pronunciaba por la Constituyente.
Pero cuando Pallavicino le insinuaba que la Constituyente quería decir
obediencia al rey, que ni siquiera hubiese podido entrar en Nápoles sin que
un plebiscito lo llamara, renacía en él el hombre de las «patentes de corso»
y el tímido súbdito se convertía en el audaz soldado.
Otras influencias moderadoras actuaban sobre el ánimo del general,
predispuesto ya a la obediencia por una mezcla de temor y de personal
afecto al rey: las de sus lugartenientes. Türr mantenía ya secreta
correspondencia con Cavour, que le había prometido el paso a los cuadros
del ejército regular. Türr era húngaro, y aunque había peleado con los
Habsburgo conservaba el respeto reverencial a la monarquía. Pero también
los demás, aunque todos procedentes de las filas republicanas, aspiraban a
insertarse en el orden militar piamontés, como de hecho ocurrió.
Garibaldi no se confiaba a ellos, pero los escuchaba, aunque sin
medirlos a todos por el mismo patrón. Por ejemplo, tenía cierta debilidad
por Bixio, pero pocas veces solicitaba su parecer. En algún asunto político
en el que Bixio se tomó la libertad de expresar una opinión, el general le
respondió:
—Callaos, Bixio, éstas no son cosas para vos…
Y Bixio calló, porque este guerrillero impulsivo, de un valor a toda
prueba, implacable con el enemigo y a veces hasta sanguinario, ante su
general se convertía en una gallina mojada. Lo triste era, por desgracia, que
las cosas que no eran para Bixio tampoco lo eran para Garibaldi.
En cambio, Sirtori gozaba de su confianza, aunque no de su simpatía.
Era un exsacerdote que había perdido la fe o, mejor dicho, la había
transferido de Dios a la patria; pero seguía siendo un ascético. Siempre en
lucha con el agotamiento nervioso, se preparaba a las batallas como en otros
tiempos se preparara a las misas, ayunando y meditando. Era un hombre
melancólico, taciturno, turbado y físicamente débil; entregado a su
sacerdocio de soldado, nunca participó del tumultuoso ambiente legionario,
permaneciendo siempre un poco distante y alejado de él. Donde él aparecía,
extinguíanse las risas y se cerraban las bocas. Pero los oídos se mantenían
aguzados porque sus palabras —las raras veces que decía alguna— eran
sustanciales.
Cosenz era el técnico de las batallas y siguió siéndolo, meritoriamente y
con pleno derecho, en el ejército regular. Este meridional flemático,
silencioso y un poco adusto, consideraba la guerra una ciencia exacta y sus
legionarios decían riendo que habría preferido una derrota razonada a una
victoria casual. Sólo Dios sabe cómo un hombre así pudo nacer en una
provincia borbónica y liarse después con un improvisador como Garibaldi.
El más completo era Medici, el único que tuteaba al general y gozaba de
su absoluta confianza. Mandaba la mejor División, la de los voluntarios
lombardos; su bravura no era inferior a la de Bixio, pero estaba regida por
la voluntad e informada por algo que le faltaba a Bixio: la autoridad. La
ejercía incluso sobre Garibaldi. Y aunque ninguna crónica lo haya
registrado, no hay duda de que al menos a él le consultó el general en el
momento de la decisión entre obediencia o desobediencia. Ni siquiera
hemos de preguntarnos en qué sentido se pronunció Medici. El grado de
general en el ejército regular y el título de marqués del Vascello que se le
confirieron a este ferviente exrepublicano, amigo y discípulo personal de
Mazzini, hablan con suficiente claridad: más que el reconocimiento de sus
servicios de valeroso soldado, tales títulos fueron la recompensa de su
rápida conversión a la causa saboyana.

El 6 de octubre, Garibaldi dijo a Crispi, que había ido a verle a Caserta,


que quería una asamblea electiva, es decir, que deseaba seguir siendo
dictador. El día 7 dijo a Pallavicino que era mejor apresurar el plebiscito y
fijó la fecha, el 21. Los periódicos publicaron inmediatamente la noticia:
ésta llegó a Palermo, y Mordini vio en ella negada y aniquilada toda su
obra. El día 8, Crispi volvió a Caserta y el general le dijo que era para la
asamblea. Aunque garibaldino a ultranza, L’Indipendente, el periódico
dirigido por Dumas, escribió que quien iba a Caserta volvía con la respuesta
que le resultaba más grata. Pero mientras el péndulo del general oscilaba de
esta manera, otros dos mil regulares piamonteses desembarcaban en
Nápoles y las primeras vanguardias de Víctor Manuel entraban en las
provincias napolitanas, a espaldas de los borbónicos. Los tiempos
apremiaban, y Cavour, desde Turín, urgía con sus telegramas: quería el
plebiscito, y en seguida.
El día 11, Garibaldi convocó a Pallavicino, Crispi, Cattaneo, Parisi,
Calvino, Caranti y Alberto Mario para llegar a una decisión que ya se daba
por descontada, pero cuya responsabilidad no quería asumir. Pallavicino
expuso su punto de vista: una asamblea en Nápoles, y Palermo reanimaría
las fuerzas centrífugas y autonomistas, haciendo incluso incierto el
plebiscito para la anexión: un retraso podía provocar una guerra civil. Esta
alusión puso furioso a Garibaldi, que se lanzó a una requisitoria contra el
Gobierno que Cavour le había impuesto. Era clara la alusión a Pallavicino,
que presentó la dimisión con toda dignidad, pero no sin aludir, vuelto a
Crispi:
—Es éste quien provoca nuestras discordias. Sin él, Italia estaría hecha.
Con él no se hará más…
—El señor Crispi —prorrumpió Garibaldi— es el mejor de mis amigos,
un hombre de corazón y desinteresado.
Al día siguiente volvió a Nápoles, reunió el Consejo de ministros, les
hizo una tremenda escena y los ministros presentaron en masa la dimisión,
dejándolo sin Gobierno. Crispi lo animó a aprovechar la ocasión para
gobernar, por fin, como dictador de veras. Y Garibaldi lo probó. Hizo
arrestar al jefe de la policía, acusándolo de manejos cavourianos y de azuzar
a los manifestantes contra el orden constituido; pero fue incapaz de lograr
un compromiso entre Pallavicino y Crispi, cuya disputa amenazaba con
irrumpir en la calle. Intentó encontrar un punto de acuerdo entre los dos en
una dramática reunión celebrada el día 13 entre los principales exponentes
de ambas partes, la radical y la moderada. El primero en hablar fue Saliceti;
el segundo, Cattaneo. Enfrentáronse con violencia, en el terreno jurídico.
Garibaldi se perdió en medio de sus «distingos» y llamó en su ayuda a Türr,
para que le aconsejara como amigo y como soldado.
A fin de mantenerse mejor en contacto con Cavour, Türr habitaba en la
misma casa de Pallavicino y había solicitado de los diversos jefes de la
Guardia Nacional una petición al dictador para que restaurara el orden en
Nápoles, poniendo en marcha el decreto de plebiscito. La mostró al general,
que quedó muy impresionado.
—Si éste es el deseo del pueblo napolitano, habrá que satisfacerlo —
dijo.
Así, Pallavicino venció y se ganó el collar de la Annunziata. Türr se
convirtió en general efectivo. Y Garibaldi —escribió Il Pungolo—,
rebelándose a aquellos amigos suyos radicales que querían hacer de él un
Cromwell, se quedó en Garibaldi.
Cavour, como de costumbre, correspondió muy mal a la postura
razonable y a la disciplina del general al elegir a sus sucesores en el
Mediodía entre las personas que más lo detestaban y a quienes él más
aborrecía. Para Sicilia, nombró a Montezemolo, Cordova y a aquel La
Farina a quien Garibaldi había expulsado. Para Nápoles, a Farini y Fanti.
Tal desaire pareció excesivo al mismo rey, quien pidió que se enviara a
Sicilia a Valerio. Pero Cavour respondió amenazándolo con la dimisión,
hasta tal punto estaba empeñado en provocar y agraviar al general. Ni podía
haber otros motivos para insistir, porque, sobre todo por La Farina y
Cordova, no sentía demasiada estima. Garibaldi eludió la afrenta en la carta
que escribió al rey para congratularse por los éxitos (realmente alcanzados
con poco esfuerzo) que su ejército estaba logrando en los Estados
pontificios. Y el rey respondió con una proclama en la que se nota la mano
de Farini y en la que se afirma que Italia nunca se sometería «a una facción
dispuesta a sacrificar el próximo triunfo nacional a las quimeras y a su
ambicioso fanatismo».
La alusión a Garibaldi era clara y grosera. Pero el general no reaccionó.
Mientras Farini escribía con fanfarronería a Cavour: «Se dice que quieren
proclamar la Constituyente. Que lo prueben: haré un 2 de diciembre el 26
de octubre», Garibaldi trataba de hacer entrar en razón a sus amigos
radicales y elevar el nivel moral de sus tropas. El momento era penoso. En
espera del plebiscito, de la llegada del rey y de la transmisión de poderes a
los funcionarios de Cavour, nadie quería tomar decisiones y todo el
Mediodía quedó prácticamente abandonado a sí mismo. Fue entonces
cuando comenzaron, sobre todo en Calabria, bajo el signo de la
contrarrevolución borbónica, los primeros masivos episodios de
bandidismo.

El plebiscito se celebró, con toda normalidad, el día 21, lo mismo en la


región napolitana que en Sicilia, y el resultado fue una abrumadora mayoría
de «sí». Pero los mismos electores no sabían sino muy vagamente a qué
habían dicho sí. Maxime du Camp, testigo ocular, cuenta que la gente se
preguntaba: «¿Qué es esta Italia unida? ¿Qué significa?». Y por las calles
aclamaban a Garibaldi, ignorando que con aquel «sí» le habían dado
prácticamente un «no».
Esperábase al rey de un momento al otro, pero éste demoró la marcha a
propósito, puesto que no deseaba presentarse en Nápoles sin un éxito
militar que no lo hiciera perder prestigio ante el vencedor de Calatafimi, de
Milazzo y del Volturno. El día 25, Garibaldi decidió salir a su encuentro
para rendirle homenaje. Atravesó el río con parte de su ejército; y, protegido
el flanco por las tropas de Medici, subió por Pignataro, Calvi y Zumi hasta
el bosque de Caianello, donde pernoctó. Todavía hoy hay tres municipios
—Caianello, Vairano y Teano— que se disputan el honor del histórico
acontecimiento. Parece, sin embargo, que ocurrió en Taverna Catena, en el
de Vairano.
Eran las siete de la mañana del 26 de octubre y el sol acababa de
alzarse. Garibaldi, que descansaba con los suyos bajo un árbol, oyó las
trompetas de la fanfarria real y montó a caballo. Iba vestido como de
costumbre, con la camisa roja y el poncho sobre los hombros. Pero en vez
de llevar el pañuelo enrollado al cuello, como solía, le descendía, bajo el
pequeño sombrero de fieltro, en dos bandas que se anudaba en la garganta.
Tras él formaron una columna, también a caballo, Missori, Canzio, Abba,
Alberto Mario, Mosto, Cariolati, Fazzari y Carissimi.
Con el rey, en uniforme de campaña, estaban Fanti, Farini y algunos
oficiales. Garibaldi aguijoneó el caballo y fue a su encuentro, quitándose el
sombrero, pero no el pañuelo.
—¡Saludo al primer rey de Italia! —gritó.
—¡Saludo a mi mejor amigo! —habría respondido el rey.
Pero, según algunos, se limitó a responder:
—¡Gracias!
El general se puso a la izquierda del soberano y cabalgó con él hasta la
entrada de Teano. Al parecer, nada más se dijeron, pero algún historiador ha
escrito que Garibaldi solicitó del rey el honor de participar con sus hombres
en el ataque a las últimas líneas de resistencia borbónica. El rey declinó
secamente: los garibaldinos —dijo— eran tropas cansadas; ahora les tocaba
a los piamonteses. Alguien observó también una expresión de melancolía en
el rostro del general y de gran embarazo en el del soberano. Como quiera
que sea, aquel trayecto de carretera fue el único en el que los capotes azules
de los piamonteses y las camisas rojas de los garibaldinos se mezclaron y
caminaron unos junto a otros. Al entrar en Teano, el rey preguntó a
Garibaldi si quería desayunar con él. Garibaldi respondió, mintiendo, que
ya había comido, y los dos se separaron. Poco después, el general se detuvo
ante la iglesieta de una aldea, pidió pan y queso y se puso a comer sentado
en la escalinata. Los demás lo rodearon y consumaron aquel frugal
almuerzo en silencio, sin atreverse a hacer preguntas.
El bombardeo de Capua empezó el l.º de noviembre, pero Garibaldi se
negó a tomar parte personalmente en él.
—No quiero que me llamen bombardeador —dijo, abandonando la
línea. Después, moviendo la cabeza, añadió—: ¡Pobre rey! ¡Ya veréis qué
cosas le obligarán a hacer…!
Y en realidad le obligaban a hacer una cosa muy fea, porque su artillería
causaba más daño y más víctimas entre la población de Capua que entre las
guarniciones. Pero se necesitaba una victoria a toda costa y ésta llegó al día
siguiente, cuando la ciudad capituló y sus diez mil defensores se rindieron.
Ahora el rey podía entrar en Nápoles al frente de tropas bien o mal
victoriosas.
Llegó en carroza, el día 7. Garibaldi, sabiendo que con él estaba
también Farini, no quería esperarlo. Pero cedió al consejo de quienes, sobre
todo Türr, le hacían notar que su ausencia hubiera echado una sombra sobre
el nuevo régimen y dañado a su popularidad. Subió en carroza junto al
soberano para desfilar a su lado por las calles de la ciudad en fiesta. Y al día
siguiente le envió los resultados del plebiscito y los plenos poderes,
ofreciéndose a seguir ejerciéndolos mientras fuera necesario, si su
influencia personal podía ser útil en aquel delicado período. Pero el rey
contestó que antes debía consultarlo con Farini; ésta era la manera, y la más
desairada, de decir no. Más tarde, conversando con Persano, Garibaldi le
dijo:
—Con los hombres se hace como con las naranjas: una vez exprimido
su zumo hasta la última gota, se tira la cáscara.
El rey intentó hacerle aceptar una ostentosa recompensa en forma de
grado de general, de un título de duque, de un castillo y una pensión.
Garibaldi rehusó.
—Vine aquí para hacer a Italia, no una carrera —dijo.
Sólo pidió al rey que le concediera el gran honor de asistir a la revista
de despedida con que pensaba despedirse de sus Camisas Rojas. El rey así
lo prometió, pero después no mantuvo su promesa, por intervención de
Farini, desde luego, que se ufanaba en público y en privado de no haber
estrechado nunca la mano de Garibaldi, ni haberle dirigido la palabra.
Víctor Manuel ni siquiera hizo pública una Orden del día en agradecimiento
a los voluntarios. Dejó que el general La Rocca redactara una nota con unas
cuantas palabras convencionales y que él mismo la firmara.
Garibaldi, solo, saludó en silencio a sus voluntarios, porque Farini había
prohibido el Himno de Garibaldi. Y aquella última noche fue a alojarse al
«Hotel de Inglaterra», a donde acudieron a saludarle los pocos amigos que
le quedaban. Abrazó con afecto a Mordini, su prodictador de Palermo. Pero
a Pallavicino, que había sido condecorado con el collar de la Annunziata, le
dijo con desprecio:
—¡Vergüenza para vos, un prisionero del Spielberg, a quien creí
superior a esa chuchería!
El marqués dio tal respingo que el collar, mal sujeto, se cayó al suelo.
—¡Recogedlo! —ordenó el general, volviéndole la espalda.
También acudió, a escondidas, Mazzini, impelido por su eterna
esperanza de recuperar para la causa republicana y radical a aquel
«desviacionista» decepcionado. Hablaron de la manera de derribar a Cavour
y de reanudar la lucha por Venecia. Garibaldi dijo que volverían a hablar de
ello en la primavera de 1861, como había prometido en su proclama a los
voluntarios. Pero en seguida añadió que se necesitaba al rey al frente de
quinientos mil hombres. Y Mazzini se fue, desanimado.
El rey, es decir, Farini en su nombre, prohibió al Giornale Officiale
publicar la noticia de la partida de Garibaldi. Sólo L’Indipendente de
Dumas dio cuenta de la marcha, enumerando las cosas que el general se
llevaba consigo: un saquito de simientes, algunos botes de café y azúcar, un
paquete de bacalao y una caja de macarrones. Embarcó a la chita callando y,
de las personalidades piamontesas, sólo Persano acudió a despedirle.
La estrechez de espíritu de Víctor Manuel, el rencor de Cavour y la
mezquindad de Farini le habían hecho, en el fondo, un enorme servicio. En
comparación con semejantes hombrecillos, Garibaldi parecía, sin serlo, un
gigante.
QUINTA PARTE

EL PADRE DE LA PATRIA (1861-1882).


CAPÍTULO XVI

SARNICO

«En Caprera, Garibaldi es como un muchacho en vacaciones. Parece


haber olvidado que ha dado la libertad a diez millones de italianos, no habla
de política y ha declarado tajantemente que ya no quiere ser miembro del
Parlamento», escribía en enero de 1861 Jessie White Mario, que había ido a
verlo. Y así gustaba a todos imaginarse al héroe: modesto en medio de tanta
gloria, sencillo y llano.
Pero la realidad era otra. Cada viernes, en el pequeño muelle de la isla,
el «correo» dejaba nutridos grupos de visitantes. Llegaban viejos amigos,
conmilitones, admiradores a quienes les bastaba una firma en el álbum de
autógrafos; pero llegaban también socialistas rusas, filántropas inglesas,
emancipadoras americanas, diputaciones patrióticas, políticos, portadores
de programas incendiarios, emisarios ocultos de Mazzini, agentes secretos
del rey, caravanas de emigrados vénetos, trentinos, istrianos, romanos,
proscritos húngaros, polacos, españoles, griegos, alemanes, rusos, servios,
valacos. Garibaldi los recibía a todos, escuchaba a todos y a todos les
repetía:
—¡Hasta la primavera…! ¡Hasta la primavera…!
Tal vez al salir de Nápoles estaba decidido a retirarse en su Caprera con
los pocos fieles que le habían seguido: Stagnetti, Gusmaroli, Basso,
Frusciante y Canzio, que poco después se casaría con Teresita y sería su
yerno. Había vuelto a sus costumbres rústicas y a sus pasatiempos
predilectos: la caza, la pesca y la apicultura. Pero después, en los escollos
de la isla, empezó a romper la ola de retorno de la gloria. Guerzoni, que
nunca se mostró tierno con Garibaldi v sobre él emitió juicios perspicaces y
poco lisonjeros, escribía ahora que el poema de sus gestas llenaba la tierra y
que ninguna empresa, en todo el mundo, había parecido más maravillosa
que la suya. Un ministro de los Estados Unidos refería en Washington que
Garibaldi era «una de las grandes potencias de Europa». Y Lady
Shaftesbury imploró al Héroe que le enviara un mechón de su cabello. El
Héroe respondió que no tenía más porque hasta el pelo se lo habían
saqueado: había que esperar a que creciera. Y entonces Cavour, que
naturalmente hacía vigilar la correspondencia y era capaz de toda clase de
perfidias, envió a Londres una gran cantidad de cabellos autenticados con la
firma (falsa) de Garibaldi, para que fueran cuidadosamente distribuidos
entre los fieles.
Era lógico, y por lo menos humano, que todo eso provocara una
reacción en el ánimo del Héroe, sobre todo después de las humillaciones y
ofensas que tan gratuitamente le infirieran en Nápoles. Tal vez no se daba
cuenta de que, más que a sus éxitos militares, debía toda aquella
popularidad a la ingratitud del rey y de Cavour. Y en vez de seguir
tranquilamente en su retiro, vio en todo ello la gran ocasión de volver a la
palestra.
—¡En primavera vuelve el buen tiempo! —repetía a sus amigos.
Y al duque de Sutherland, que fue a visitarlo en enero, le expuso con
profusión de detalles sus planes para desencadenar una revolución desde
Mantua al Bosforo y hacer saltar por los aires el Imperio de los Habsburgo
y el otomano al mismo tiempo. Verdad es que, en cambio, pocos días
después escribía a Mazzini que no tenía proyecto alguno. Pero mentía por
desconfianza hacia el Apóstol, que una vez más había intentado enfrentarlo
con el rey.
«No pienso como vos acerca de Víctor Manuel —le contestó Garibaldi
—. Tiene la funesta educación de los príncipes y no conoce como nosotros
la escuela del mundo; pero es bueno el eje y la palanca que buscaba la Italia
de Maquiavelo y Dante. Debemos inspirarle una confianza ilimitada; creo
que es el modo de apartarlo de las malas hierbas que lo rodean y que sólo se
sostienen por la desconfianza hacia nosotros que saben inspirar al rey.
Además, nunca he entendido otra República que el bien de mi país, que
tiene el sistema de gobierno querido por la mayoría, y tengo conciencia de
no haber encontrado en el mundo, hasta ahora, un hombre más republicano
que yo…».
Como se ve, las ideas políticas de Garibaldi seguían siendo bastante
confusas; pero en un punto, es decir, en dos, eran muy precisas: el rey era el
rey, esto es, el único con títulos suficientes para dar «cartas de crédito» a
quien quisiera hacer algo por Italia.
El segundo punto era que, para hacer grande a la patria había que
liberarla de la política, que era una cosa «sucia y zorruna» como escribió a
Camozzi, y del Parlamento, que era un «conventículo de vendidos y
charlatanes».
También estas opiniones, flameadas en cartas y mensajes a los amigos,
contribuyeron mucho a la popularidad de Garibaldi en medio de una
opinión pública a la que, desde luego, no ha sido Guglielmo Giannini quien
ha enseñado qué es el qualunquismo.

Fiel a estas premisas, el 27 de enero había escrito a los electores del


primer colegio de Nápoles que no aceptaba la candidatura a diputado que le
habían ofrecido: «Mi puesto no está en los escaños del Parlamento. Espero
aquí la llamada a nuevas empresas».
Pero en marzo se volvió atrás.
El 14 de ese mes había sido proclamado el nuevo reino de Italia. En la
Cámara se sentaban 443 diputados, con aplastante mayoría del centro-
derecha de Cavour. Fueron enviados allí por un cuerpo electoral
restringidísimo, ya que sólo el dos por ciento de los ciudadanos tenía
derecho al voto. Inmensa era la tarea con la que debía enfrentarse ese
Parlamento. Tenía que unificar ocho sistemas métricos y monetarios,
legislativos y administrativos. Debía crear un mercado único nacional,
aboliendo los aranceles internos. Estaba el problema de los ferrocarriles,
escasísimos en el Sur e inexistentes en Sicilia. Existía el del analfabetismo,
que afectaba a noventa meridionales y cuarenta septentrionales de cada
cien. Había el bandidismo, complejo fenómeno entre legitimista y social. Y
había que llenar las cajas vacías del Estado. Pero todo esto, según la
mayoría, era secundario frente a la cuestión romana.
El día 18, Pío IX había confirmado la condena de todo lo ocurrido en
Italia, es decir, de su unidad nacional. El 27, Cavour contestó, repitiendo su
gran principio: «Una Iglesia libre en un Estado libre», que quería decir:
anexión de Roma con todas las garantías de independencia para la Iglesia.
Tras lo cual había que afrontar el problema del trato que debería darse a los
voluntarios garibaldinos.
Fue entonces cuando Garibaldi decidió intervenir en la «sucia y
zorruna» política, participando en el «conventículo». Volvió a telegrafiar a
los electores de Nápoles, que entretanto lo habían elegido a pesar de su
negativa, para decirles que aceptaba la investidura, y zarpó para Génova.
Pero antes, en el muelle de Caprera, declaró ante una representación obrera
venida a rendirle homenaje:
—El rey está rodeado de gente sin corazón, sin patriotismo, de hombres
que han creado un dualismo entre el ejército regular y los voluntarios. Esas
personas indignas han sembrado discordias y odios, han dispuesto a ambas
fuerzas una contra otra, enfrentando a los elementos que hubieran debido
avanzar conjuntamente a la liberación de Venecia y Roma. Pero, lo repito,
el rey está engañado. Muchos de los individuos que componen el
Parlamento no responden dignamente a la esperanza de la nación.
El eco de estas palabras llegó a Turín al mismo tiempo que la noticia de
la inminente arribada de Garibaldi, lo que suscitó indignación y un cierto
pánico. Sobre todo los de la izquierda —Crispi, Bertani, Rattazzi, etc.—
estaban consternados: tenían gran confianza en Garibaldi en el campo de
batalla, pero no lo echaban de menos y prescindían de él de buena gana en
los escaños parlamentarios. Los del centro-derecha estaban furiosos y
pretendían que el insolente fuera convocado por la autoridad para responder
de sus palabras, consideradas ofensivas para la asamblea y para el rey.
Garibaldi no entró, irrumpió en la sala con su camisa roja, su poncho
gris sobre los hombros y el sombrero en la mano, acompañado por dos
fidelísimos, Macchi y Zuppetta, con aire de quien va a afrontar, no una
discusión, sino una batalla. Una tempestad de aplausos lo saludó desde los
escaños de la izquierda, y un murmullo de estupor y de sarcasmo partió
desde los de la derecha. Hablaron Ricasoli y Fanti. Después, el presidente
dio la palabra a Garibaldi.
Contra lo que podía esperarse, sus palabras fueron comedidas.
Agradeció a Ricasoli que hubiera suscitado la cuestión de los voluntarios y
cantó un himno a la concordia. Pero mirando a Cavour, añadió:
—Pregunto a los representantes de la nación si, como hombre, podré
estrechar la mano de quien me ha hecho extranjero en Italia.
Cavour se contuvo y el presidente consiguió, a fuerza de campanillazos,
aplacar el pandemónium que se había desencadenado. Pero Garibaldi siguió
impertérrito acusando al Primer Ministro de haber tratado de provocar una
guerra fratricida contra los Camisas Rojas. Una nueva tempestad estalló
entonces y esta vez contribuyó a ella el mismo Cavour, incapaz de
contenerse, hasta que la sesión fue interrumpida durante un cuarto de hora.
Pasado el intervalo, Garibaldi volvió a la carga, esta vez contra Fanti,
que replicó. Hablaba, como de costumbre, con ampulosidad, perdiéndose en
períodos demasiado largos cuya sintaxis extraviaba.
Sus amigos se enfurecían al verle echar a perder sus bazas. Tanto, que
en un determinado momento Bixio se puso en pie de un salto y pidió la
palabra.
—Me alzo en nombre de Italia y de la concordia —dijo.
Y todos, dejando escapar un suspiro de alivio, gritaron:
—¡Bravo!
Bixio pronunció un discurso que, a fuerza de querer ser conciliador,
resultó ambiguo como el de Marco Antonio después del asesinato de César.
Se refirió continuamente a la patria, en nombre de la cual pidió que se
olvidara lo ocurrido y se lo sepultara bajo un abrazo general. Cavour le
contestó dándole las gracias, asociándose a su propuesta, recordando a
todos que había sostenido a Garibaldi en 1859 y prometiendo tratar bien a
los voluntarios, cuya conducta alabó aunque concluyendo, por último, que
no era útil mantenerlos bajo las armas en tiempo de paz.
Garibaldi se declaró «totalmente insatisfecho». Dijo que no podía
hablarse de paz mientras los austríacos acamparan a orillas del Mincio y los
franceses mantuvieran una guarnición en Roma. En cuanto a lo de 1859,
añadió:
—Ésta es una historia dolorosa. Cuando llegué a Turín, se necesitaban
voluntarios, pero a mí no me daban más que tullidos y tarados…
Una frase que debió de llenar de orgullo a los supervivientes de aquella
campaña.
Y la disputa se reanudó con más aspereza que nunca, hasta que Cavour
concluyó en tono compungido:
—Entre el general y yo hay un hecho que nos separa: yo he creído
cumplir con mi deber aconsejando al rey la cesión de Niza…
Cuatro días después, el 22 de abril La Perseveranza publicó una carta
de Cialdini a Garibaldi:

Desde que os conocí fui vuestro amigo, y lo fui cuando serlo y decirlo
era mal visto por muchos… Ahora, vuestras palabras en la Cámara me han
traído un penosísimo y completo desengaño. No sois el hombre que yo
creía, no sois el Garibaldi a quien amé. Ya no soy vuestro amigo y, de un
modo franco y abierto, me paso a las filas de vuestros adversarios políticos.
Osáis colocaros al nivel del rey, hablándole con la afectada familiaridad de
un camarada. Hacéis caso omiso de los usos presentándoos en la Cámara
vestido de manera extrañísima…

Garibaldi contestó:

General: También yo fui amigo y admirador de vuestras gestas. Hoy


seré lo que vos queréis, sin pretender, desde luego, descender a justificarme
de cuanto insinuáis en vuestra carta, de indecoroso por mi parte con
respecto al rey y al Ejército; asistido en todo esto por mi conciencia de
soldado y ciudadano italiano. Acerca de mi modo de vestir, usaré el mismo
hasta que se me diga que ya no estoy en un país libre donde cada uno viste
como quiere…

Seguía diciendo que no fue él quien ordenara a sus soldados en el


Volturno que dispararan contra el Ejército regular, sino que alguien había
mandado al Ejército «combatir la revolución personificada por Garibaldi».
Y concluía que estaba dispuesto a dar satisfacciones a quien se considerase
ofendido por su modo de proceder.
¿Duelo?
Parecía inevitable. Pero intervino el rey, que exigió una reconciliación,
no sólo entre los dos generales, que se dieron la mano en casa de la
marquesa Pallavicino, sino también entre Garibaldi y Cavour, que fueron
convocados al palacio real. Los periódicos se apresuraron a dar la noticia de
que ambos habían hecho las paces; pero Garibaldi escribió aquella misma
noche a Guerzoni: «No he estrechado la mano de Cavour».

El 1.º de mayo estaba otra vez en Caprera, pero Italia no lo miraba como
a un Cincinato, sino como a un Camilo. Cuando se lo dijeron, el general
respondió sonriendo que, si aludían al Camilo romano, nada tenía que
objetar; lo importante era que no lo confundieran con el piamontés[14]. En
aquel día de fiesta, a los fieles de siempre se habían unido Bixio, Medici,
Crispi, Missori, Sacchi, Calvino y otros. Se bebió a la salud de Canzio y
Teresita, que iban a casarse; y se cantó a coro un nuevo himno escrito por
Ermanno Jezzi:

Lo quiere Garibaldi.
¡Juramos, juramos!
De Roma y Venecia
ya la hora sonó.

Seguían llegando a Caprera visitantes de todas las partes del mundo, a la


caza de «recuerdos» y autógrafos. Una señora inglesa halló a un bracero
vestido de general piamontés. Sorprendida, le preguntó cómo había
obtenido aquel uniforme, y el jornalero le contestó que se lo había regalado
Garibaldi. Inmediatamente se lo compró. Todos reían al oír que los burros
recibían como nombres los de Pío IX, Farini, Luis Napoleón, etcétera,
mientras que a los caballos, zoología de alcurnia, se les bautizaba Marsala,
Calatafimi, Volturno, y se les devolvía al estado salvaje. Sobre todo, desde
Inglaterra llegaban testimonios de incondicional admiración. En Brighton,
diecisiete mil personas cotizaron un penique por cabeza a fin de mandarle
un regalo. Otro obsequio se le hizo en la persona de un jardinero, Webster,
para que pusiera su competencia a disposición del Héroe.
Esta especie de «culto a la personalidad», que a veces comentó Mazzini,
pero sólo a media voz, con una ironía en la que tal vez había un poco de
envidia, se le hubiera subido a la cabeza a quien no hubiera tenido las
reservas de simplicidad y honradez que poseía Garibaldi. De todos modos,
ello le indujo a creer que nada le sería imposible y le hizo acariciar
absurdos sueños de palingenesia universal. La idea de guiar a un millón de
hombres a la liberación, no sólo de Roma y Venecia, sino de Hungría,
Croacia y Polonia, no le parecía del todo absurda; hasta tal punto que, con
su habitual presunción, envió emisarios a Constantinopla para tantear el
terreno con vistas a la nueva cruzada. Hablaba abiertamente de desembarcar
en Albania para atravesar los Balcanes hasta Varsovia.
El 6 de junio le llegó la noticia de la muerte de Cavour. El primer
ministro había sucumbido a un súbito ataque de trombosis y de nada
valieron las sangrías que se le practicaron, casi hasta la última gota de
sangre. Estaba enfermo desde hacía tiempo; en vez de reposar y cuidarse,
seguía quitando horas de sueño para dedicarlas al trabajo, y sus nervios, ya
débiles, fueron sometidos a dura prueba desde el choque con Garibaldi. Él
mismo lo había confesado algunos días después a sus amigos:
—El golpe ha sido grave —dijo— porque he tenido que ocultar la
herida…
El despreocupado y ambiguo jugador era tal vez más sensible de lo que
él quería admitir; y, en ciertos momentos, había reconocido que, por más
que tuviera que frenarle el paso y tratarlo con dureza en alguna ocasión,
Garibaldi había sido un factor valioso para la realización de la unidad
nacional. Garibaldi nunca dijo lo mismo de él, lo que no se debía a falta de
generosidad y sinceridad, sino al hecho de que, a diferencia del astuto
piamontés, no sabía distinguir entre el hombre y el político. Al finalizar en
la Cámara, el famoso choque con el general, Cavour había dicho que lo que
los separaba irrevocablemente y los enemistaba era la cuestión de Niza.
Pero esto sólo hasta cierto punto era verdad. Aun sin lo de Niza, habrían
disputado, porque representaban dos concepciones opuestas e
irreconciliables del Risorgimento. Cavour era un tramposo y un mentiroso,
pero se consideraba con derecho a serlo, lo que Garibaldi no hubiera
admitido nunca.
Se sirvió de todo para alcanzar sus objetivos, incluso de la revolución, a
la que aborrecía, pero de cuyo pretexto necesitaba para llevar a cabo su obra
unificadora. La ingratitud para con quienes colaboraban con él, más que un
derecho le parecía un deber.
No era un italiano, y ésta fue una de las razones de su incomprensión
con respecto a Garibaldi, que lo era, en cambio, al mil por ciento, a pesar de
los descubrimientos genealógicos de los heraldistas alemanes. Era un
hombre de Estado más del Setecientos que del Ochocientos, atento
únicamente a los intereses del Estado al que servía y, tal vez, más que a los
del Estado, a los de la dinastía. Para él, Italia era sólo una conquista del
Piamonte; no la amaba; incluso hablaba mal su lengua. Arrollado
fácilmente por las pasiones de su vida privada, que nada tuvo de ejemplar,
era frío y altivo en la pública, en la que no veía ni amigos ni enemigos, sino
sólo marionetas de cuyos hilos le correspondía tirar. Quizá le sorprendió la
animosidad de Garibaldi para con él; pensaba que había entendido el juego
y se atenía a él. Y de haber muerto Garibaldi antes que él, estamos seguros
de que hubiera tomado parte en sus funerales y pronunciado, sin esfuerzo ni
hipocresía, un nobilísimo discurso en reconocimiento de sus méritos. En
cambio, Garibaldi no quiso reconocer nunca los de Cavour, pues ni siquiera
envió un telegrama. Tal vez nunca, ni a posteriori, se dio cuenta de que si
Cavour hubiera vivido, hubiese impedido que él, Garibaldi, realizara las
tonterías a las que, en cambio, lo empujó Rattazzi, sucesor de Cavour.

A finales de agosto, el presidente de los Estados Unidos, Lincoln, le


ofreció el mando de un Ejército en la guerra civil contra los esclavistas del
Sur. Garibaldi vaciló. Envió al coronel Trecchi al rey para saber qué
pensaba éste. Dijo después que lo había hecho por escrúpulo de lealtad y
deferencia; pero, en realidad, con la esperanza de que el rey le prohibiera
aceptar y le confiara entonces algún otro cargo en la patria. Pero el soberano
contestó que podía irse. Garibaldi sufrió un desengaño, pero no se decidió.
Pidió a Lincoln el mando, no de un Cuerpo de Ejército, sino de todo el
Ejército nordista, mientras de todas partes de Italia le llegaban súplicas para
que se quedara. Tal vez fue ésa la gran ocasión perdida por Garibaldi. El
Héroe de Dos Mundos estaba cortado más a la medida del Nuevo que del
Viejo; y no podemos menos de preguntarnos qué hubiera llegado a ser en
los Estados Unidos de haber aceptado la invitación. Con sus ideas simples,
con su desconfianza hacia la política y la diplomacia, parecía el hombre
hecho a propósito para la América pionera, ingenua y ruda de hace cien
años.
Y hoy Hollywood seguiría dándonos hornadas de films western
dedicados a sus gestas. En Garibaldi había la madera de un Buffalo Bill.

A finales de setiembre volvió a aparecer Speranza. Llegó a Caprera sin


anunciarse, junto con Missori, Nullo y otros fieles.
—¡Oh! —exclamó el general al verla otra vez—. ¿Qué viento favorable
os trae por aquí?
—Las Memorias —respondió Speranza.
Garibaldi pareció turbado.
—Sí, he escrito algo —farfulló—, pero he decidido no publicarlo
mientras viva.
No era verdad y Speranza lo sabía. Olvidado de los compromisos
establecidos con ella, el general había contraído otros con Dumas, que no
era hombre capaz de renunciar a ello, especialmente cuando estaba a punto
de sumirse en una vorágine de deudas. Dumas era el único colaborador de
Garibaldi en Nápoles que había conseguido liquidaciones en regla del
Gobierno piamontés. Le había enviado una nota de gastos de 83 690 liras,
cantidad que le fue pagada hasta el último céntimo. Después pidió otras
7743, y, por último, había propuesto escribir una historia de los Borbones
de Nápoles para mostrar a toda Europa su desgobierno…, con tal que le
anticiparan cuatro mil ducados. Pero los acreedores ni siquiera le dejaban ni
el tiempo preciso para embolsarse todas esas prebendas.
Pero Speranza, como buena alemana que era, no daba su brazo a torcer.
Garibaldi consintió en darle a leer lo poco que había escrito. Speranza se
retiró con el cartapacio a la habitación de Teresa, pero al poco tiempo
irrumpió allí Canzio, que le dijo de no muy buenas maneras:
—¿Quiere comer?
Fue una comida más bien fría. Speranza conoció a Ricciotti, a quien
nunca había visto, porque de niño se había adueñado de él la señora
Roberts, que se lo había llevado y educado en Londres, donde hasta había
olvidado el italiano.
El día de su partida, Speranza entregó al general los honorarios
recibidos de Hoffmann y Campe por las Memorias y una caja de puros.
—Usted siempre me hace regalos —murmuró el general, confuso—, y
yo no hago nada por merecerlos.
—Deme el manuscrito.
—¡No! —replicó secamente Garibaldi.
Poco antes del embarco, Canzio se acercó a ella y le confió que el
general quería conservar aquel manuscrito para sus hijos porque, pobre
como era, no tenía otra cosa que dejarles. Speranza se conmovió y no
insistió más. Entonces, Garibaldi acudió a saludarla al embarcadero y se
separaron afectuosamente.
Otra visita importante fue la que le hizo Lassalle, con su amiga y cliente
la condesa Hatzfeld. El gran socialista alemán, amigo-enemigo de Marx,
tenía un gran proyecto que someter a Garibaldi: una marcha sobre Venecia
sincronizada con revoluciones en Berlín, Viena, Budapest, Varsovia y
Belgrado. Lassalle era un tribuno irresistible, que tenía el pequeño defecto
de dar por hechas las cosas que a él le gustaba que se hicieran. Garibaldi lo
escuchó y respondió que lo pensaría. Pero aquel Lassalle, a su nariz, hedía a
Mazzini.
El 15 de diciembre se reunieron en Génova aquellos Comités de
Abastecimiento para Roma y Venecia, cuya presidencia aceptara en enero.
Lo habían llamado a Turín, seguramente para impedir que fuera a Génova,
y el rey le dijo:
—Dentro de poco voy al Sur y organizaré los voluntarios. Ya verá, ya
verá. Usted, entretanto, vuelva a Caprera.
Garibaldi volvió inmediatamente a Caprera y allí supo que el problema
debatido en la reunión del Comité había sido: «¿Deben o no deben los
obreros ocuparse de política?». Garibaldi, en otro tiempo, había expresado
decididamente su opinión: «Los obreros no deben ocuparse de política».
Pero en Génova no habían tenido en cuenta su pensamiento y así prevalecía
la tesis radical, es decir, la de Mazzini, que afirmaba que los obreros no sólo
debían ocuparse de política, sino ser uno de sus elementos decisivos.
Furioso, Garibaldi envió su dimisión.
—Entre dos propuestas, lucha siempre por la que no es la mía —
comentó Mazzini.
Desde Nápoles, el Apostol había regresado a Londres, convencido de
que la Italia nacida de todo aquel embrollo de camisas rojas y capotes
turquí, de diplomacia bajo cuerda y de efímeras barricadas, se parecía más a
la de Maquiavelo que a la de Dante.
—Pero mi constelación —añadía— es la del Can, y su destino es ladrar
sin que nadie le haga caso.
Su salud declinaba. Fumaba un cigarro puro tras otro y nunca tenía
apetito. Las malas comidas que le preparaba la dueña de casa las escondía
bajo su capa y las distribuía entre los mendigos de la calle. Muy pálido, el
color de su tez se había tornado terroso y la vista se le debilitaba; pero no
quería oír hablar de médicos ni de medicinas. Además, no hubiera sabido
cómo pagarlos.
En cambio, después de lo que le había dicho el rey, Garibaldi piafaba.
Pero no contó con el nuevo presidente del Consejo, Bettino Ricasoli,
llamado «el barón de hierro», que, por supuesto, también conspiraba, como
el rey, pero en sentido diametralmente opuesto. Ricasoli no quería guerras,
no quería aventuras, no quería historias. Pensaba que Italia debía tomarse
un poco de descanso al «pie de casa», para llevar a cabo ciertas reformas
fundamentales de las que era la agraria la que más le apasionaba. «¡La
agricultura me parece un apostolado!», decía. Cuando el senador Plezza le
contó que Garibaldi quería «marchar» a toda costa, preguntó fastidiado:
—Pero ¿adonde?
—A cualquier parte —respondió Plezza.
Ricasoli pensó un momento en aquello y después encargó al senador
que fuese a Caprera para proponer al general la presidencia del «tiro al
blanco»: lo que como sucedáneo de una marcha era bastante modesto. Pero
Garibaldi lo aceptó igualmente, pensando tal vez que, una vez puesto un
fusil en manos de los italianos, podría inducírseles a disparar contra lo que
fuera. Nigra, desde París, enviaba inquietantes informes, de los que era fácil
comprender que entre Napoleón y Víctor Manuel había relaciones que
escapaban al control de la diplomacia del Estado.
—Se preparan grandes acontecimientos —había dicho misteriosamente
el rey a su primer ministro—. Si no es en primavera, será en otoño; ni usted
ni yo podemos impedirlos…
La pasión de aquel monarca por las conspiraciones era insaciable. Hasta
mantenía correspondencia secreta con Mazzini.
Molesto, el barón escribió a Nigra que manifestara claramente al
emperador que dejara de una vez de «empujar a Italia por el camino de las
locuras». Naturalmente, el emperador se lo contó inmediatamente a Víctor
Manuel y éste despidió al primer ministro reemplazándolo por Rattazzi.

Garibaldi llegó a Turín precisamente el día 4 de marzo de 1862, en que


el nuevo Gobierno se presentaba a las Cámaras, y la Gazzetta publicó que
había exhortado a los diputados amigos suyos a respaldar al Ministerio.
Rattazzi lo recibió el día 8 y le dijo que había llegado la hora: se
«marchaba». Se «marchaba», de acuerdo con Napoleón, contra Austria; y a
él, Garibaldi, se le confiaba el encargo de tomar la iniciativa, partiendo de
las costas dálmatas o de Grecia, en dirección a Hungría. Tendría todo lo
necesario: armas y un millón de liras.
Al día siguiente, Garibaldi se hallaba en Genova para presidir la
asamblea de los Comités de Abastecimiento y de las asociaciones unitarias.
Había olvidado la disputa con los mazzinianos, la dimisión y todo lo demás.
Ya no era momento para disquisiciones ideológicas acerca de la
competencia política de los obreros. Dijo que «había que formar el fascio
romano de todas las fuerzas». Sumergidos «por las cataratas de su
elocuencia», como después dijo Guerzoni, los reunidos decidieron fundir
Comités y Asociaciones en una «Sociedad Emancipadora». Y la asamblea
se disolvió al grito de «¡Roma y Venecia!».
Durante días, en la Prensa se sucedieron noticias que pusieron en
sobresalto a la opinión pública, y no sólo a la italiana. En la casa del
senador Plezza, donde Garibaldi se alojaba, todo era ir y venir de ministros,
diputados y generales. Se le invitaba muy a menudo a almorzar en el
palacio real. El Gobierno le había consentido reclutar dos batallones de
carabinieri móviles, que serían puestos a las órdenes de su hijo Menotti.
¿Qué iba a pensar la gente? Naturalmente, pensó que todos estaban de
acuerdo, especialmente cuando vio a los principales protagonistas, el rey y
el general, marchar con perfecto sincronismo, el uno a Nápoles y el otro a
Lombardía.
El viaje de Garibaldi no tenía nada de «privado». Escoltado por
numeroso cortejo de partidarios y lugartenientes, viajó en trenes especiales,
puestos a su disposición por el Gobierno. Los alcaldes salían a su
encuentro, los municipios le daban hospitalidad, los prefectos le invitaban a
comer, el Ejército le aclamaba y presentaba armas, los excombatientes
garibaldinos, con sus camisas rojas, lo escoltaban y montaban la guardia a
su puerta; damas de alcurnia y mujeres del pueblo entraban en su habitación
dispuestas a todo; los alféizares se tapizaban con banderas, las campanas
repicaban y los balcones se abrían de par en par. Cuando el general se
asomaba a uno de ellos, las muchedumbres gritaban: «¡Roma y Venecia!», y
él respondía: «Sí, ¡Roma y Venecia!».
En Milán necesitó una hora para llegar desde la estación al
Ayuntamiento, desde cuyo balcón arengó «al pueblo de las cinco jornadas,
capaz de veinticinco», y recomendó la Carabina, la Carabina, la Carabina.
Fue a visitar a Manzoni, quien casi se echó a sus pies, exclamando:
—¡Soy yo quien debe rendiros homenaje, yo, que me siento tan
pequeño ante el último de los Mil, y más aún en presencia de su jefe!
Guerzoni, uno de los pocos italianos con la cabeza sobre los hombros,
escribió que Garibaldi no comprendía en absoluto «todo lo que de retórico,
de melodramático y carnavalesco se escondía, por vieja ley hereditaria, en
las venas de sus conciudadanos». Al verles jurar por la espada y por la cruz
en las plazas y en iglesias, se persuadió de que todos enloquecían por morir
por Roma y Venecia.

El 5 de mayo era el aniversario de la partida de los Mil de Quarto.


Garibaldi se hallaba en Trescore, en casa de su viejo amigo Gabriele
Camozzi. Para aquella celebración se le unieron los delegados de la
«Emancipadora». Entre éstos se hallaba Alberto Mario, que echó un jarro
de agua fría sobre el entusiasmo general diciendo a Garibaldi que estuviera
en guardia contra los de Turín, que deseaban encaminarlo a Grecia y
Hungría sólo para librarse de él.
—¡Usted, Mario, es un mazziniano! —gritó Garibaldi, furioso.
—Ni mazziniano, ni garibaldino —replicó el otro—. Pienso con mi
propia cabeza.
—¡Y ése es el mal! —concluyó el general.
La noticia de que estaba abierto el alistamiento para el ataque a Austria,
era ya de dominio público y llegó hasta Napoleón, donde el rey pasaba el
tiempo de fiesta en fiesta. Preocupado, el soberano envió a Trescore al
general Sainfront. Pero al día siguiente, 13 de mayo, estallaba la bomba. En
Génova, unos atracadores habían desvalijado el Banco Paradi y huido con
el producto del robo a bordo de una nave. Dio la casualidad de que la nave
o tartana era la alquilada en secreto por el coronel Cattabene a nombre de
Garibaldi. Alcanzada por la policía, la tartana fue registrada, y entre los
diversos papeles se encontró el plan de acción preparado por Garibaldi para
el ataque al Tirol, que debía comenzar el día 29.
Esta vez, el Gobierno se vio obligado a actuar. El día 14, las prefecturas
de Brescia y Bérgamo recibieron la orden de detener a los voluntarios,
mientras las tropas regulares cerraban los pasos del Tonale, el Stelvio y el
Caffaro. En Sarnico, Francisco Nullo era arrestado con Roberto Ambiveri,
que sólo por casualidad se hallaba con él. Los dos fueron trasladados a
Brescia; y en vano protestaba Ambiveri: «¡Estos piamonteses de la mierda!
¡Pues sí que estamos bien gobernados! El rey se va de caza a ciento
cincuenta kilómetros de Turín, mientras su servidumbre, o, mejor dicho, la
servidumbre de Napoleón, está intentando crear el pretexto para condenar a
alguno de los arrestados…». Pero se habían practicado otros muchos
arrestos.
Furioso, como solía ponerse cuando veía sorprendida su buena fe,
Garibaldi salió de Trescore, se precipitó a Bérgamo, conminó al prefecto a
enviar un telegrama a Turín para exigir la inmediata libertad de los
detenidos, y abrió de par en par el balcón. Camozzi tuvo que emplearse a
fondo para impedir que orador y oyentes realizaran cualquier gesto
irreparable.
Pero las pasiones estaban ya desatadas. El 14 por la noche, una pequeña
multitud se congregó ante la cárcel para pedir la libertad de Nullo. Del
interior de la prisión no salió nadie. Entonces, los manifestantes se
trasladaron a la Prefectura, pero ya en grupos más reducidos, porque llovía
a cántaros. A sus gritos, alguien, desde una ventana, respondió que el
prefecto estaba en el teatro. Fueron al teatro, pero como el prefecto no
estaba regresaron a la cárcel y reanudaron sus gritos. De pronto, se abrió el
portal y una descarga de fusilería se abatió sobre los manifestantes. Tres
muertos y un herido grave quedaron en el suelo.
Al día siguiente, Italia estaba en llamas. En todas las ciudades se
sucedieron interminables manifestaciones. En el Parlamento y en la Prensa
se encendieron violentas polémicas que una vez más enfrentaron a la Italia
moderada y a la radical. En la Perseverarza, Romualdo Bonfadini
calificaba de «americana» la conducta de Garibaldi (aunque debiera decir
«sudamericana») y pedía la detención del general. Apareció un opúsculo
con el título de «¿Garibaldi o la ley?». Pero la calle estaba con Garibaldi
contra la ley. Una circular de Rattazzi a los prefectos llevó la desorientación
al colmo: «El Gobierno —decía— cree tener justos motivos para considerar
inexistente cualquier participación del ilustre general en semejante
empresa». ¿Quería eso decir que Rattazzi estaba a favor de Garibaldi,
contra la ley?
Rattazzi no estaba con Garibaldi, pero tampoco podía quitarle la razón,
dados los compromisos adquiridos con él. El nuevo primer ministro no
poseía ni la habilidad de Cavour, que sabía manejar la revolución sin quedar
implicado en ella, ni el carácter de Ricasoli, que sabía decirle que no.
Ambiguo y sinuoso, servil para con el rey y temeroso ante la opinión
pública, Rattazzi había quedado prisionero de su propio juego. Nunca se ha
sabido si en las conversaciones de marzo dio carta blanca a Garibaldi. Tal
vez no le dijo con claridad hasta dónde podía llegar, quizá con la secreta
esperanza de que el general lo entendiera por sí mismo y no hiciese nada
que comprometiera al Gobierno. Lo que quiere decir que no debía tener
gran conocimiento de los hombres.
Garibaldi apareció en Turín el 2 de junio y, como para el día siguiente
estaba convocado el Parlamento, todos esperaban que interviniera en la
sesión con una de sus acostumbradas escenas. En lugar de ello, mandó una
carta en la que daba de los hechos de Sarnico y Brescia la siguiente versión:
Los «muchachos» se habían empeñado en que él, Garibaldi, intentara un
golpe de mano contra Austria y de todas partes habían acudido en tomo a él.
Los invitó a volverse a sus casas, pero ellos no quisieron oír hablar de eso.
Entonces los reunió en Trescore, para un ejercicio de tiro al blanco. Y como
para tirar se necesitaban fusiles, los «muchachos» se pusieron a reunir
algunos. Pero sólo para el tiro al blanco. «Nada más falso que el suponer
que se trataba de un intento de invasión del Tirol». Su grito —concluía la
carta— era siempre: «¡Víctor Manuel, y ay del que altere la idea
salvadora!».
En esta carta sólo la última frase era de Garibaldi. Lo demás, y se
notaba a la legua, era de la cosecha de Rattazzi. Los diputados de la
oposición lo dijeron sin miramientos, originando un alboroto. Para
calmarlo, se levantó Bixio, el de siempre, el hombre de los «remiendos».
—El ministro —dijo— no sabe en absoluto lo que puede tener en su
mente el general. O, mejor dicho, si ha sabido algo, se ha negado a expresar
su adhesión.
Rattazzi, a trancas y barrancas, obtuvo de nuevo la confianza de la
Cámara y seis días después ordenó que se pusiera en libertad a Nullo y a los
demás detenidos.
«¿Quién entiende algo? —Escribía Locatelli en la Gazzetta di Bérgamo
—. Garibaldi niega decididamente la existencia de una expedición contra el
Tirol, y eso nos parece un buen hallazgo para arreglar como sea posible
cualquier escándalo. Hagamos también nosotros un acto de fe, neguemos
incluso haber escuchado con nuestros propios oídos las particulares
disposiciones de la expedición y los nombres de los designados para la
primera acción, haber visto los mapas…».
En espera de que pasara la borrasca, Garibaldi se había retirado a la paz
de la villa «Cairoli», en Belgirate, y no quería ver a nadie. Sólo recibió a
Speranza, que acudió en seguida. Aquella apasionada y obstinada mujer le
pidió de nuevo sus Memorias. Y una vez más Garibaldi se las negó; pero,
tal vez para consolarla, la puso al corriente de la empresa que meditaba, y
Speranza fue una de las dos únicas personas a las que se confió. La otra fue
el rey, con quien se entrevistó a escondidas; pero nadie ha sabido nunca qué
consejos o qué órdenes recibió.
Quizá presintiendo algo, Rattazzi lo llamó a Turín y la discusión entre
los dos degeneró en altercado. El primer ministro reprochó al general el
haberle metido en una serie de líos con sus imprudencias. Había tenido que
dar cuenta del millón prometido a Garibaldi, inventando que lo había hecho
para estimular la emigración. Y con los embajadores extranjeros tuvo que
admitir que trataba de suscitar una revuelta en los Balcanes y que sólo más
tarde se había dado cuenta de que «aquellos locos» querían marchar sobre
Venecia. Por su parte, Garibaldi echó en cara al primer ministro su
ambigüedad. Y no se equivocaba.
El 25 de junio estaba en Caprera con Menotti y un grupo de fieles, entre
ellos Missori y Guerzoni. Permanecieron allí el tiempo estrictamente
necesario para preparar el equipaje más imprescindible y después
embarcaron rumbo a Palermo. Guerzoni escribió: «Ninguno de los que,
invitados por él, lo acompañaron desde Caprera a Palermo supo nunca de
sus labios ni adonde iba, ni por qué». Y a quien se atrevió a preguntárselo,
Garibaldi respondió:
—Vamos a lo desconocido; después, ocurrirá lo que tenga que ocurrir.
CAPÍTULO XVII

ASPROMONTE

El entusiasmo que la reaparición de Garibaldi despertó en Sicilia hizo


palidecer, en el recuerdo, el de Lombardía. Parecía haber vuelto a los
buenos tiempos de la gloriosa expedición, incluso porque en los puestos de
mando había aún algunos compadres de entonces: Pallavicino en funciones
de prefecto y Medici en las de comandante de la Guardia Nacional.
También estaban en Palermo otros huéspedes de consideración, los hijos del
rey, pero fueron olvidados en seguida. La ciudad estaba a los pies de
Garibaldi y pendiente de sus labios.
Aquellos labios permanecieron cerrados algunos días y nadie lograba
saber qué había ido a hacer el general allá abajo. Más tarde escribió en los
Fragmentos a lápiz (que no forman parte de las Memorias) que había ido
allí para disipar el peligro de un movimiento autonomista, que nadie había
observado.
Pero el 15 de julio hubo una parada de la Guardia Nacional en el Foro
Itálico y Garibaldi asistió a ella en el puesto de honor, entre el alcalde y el
prefecto. De pronto, se levantó y, a las aclamaciones que le tributaba la
muchedumbre, respondió:
—Pueblo de Palermo: El dueño de Francia, el traidor del 2 de
diciembre, el que derramó la sangre de los hermanos de París, ocupa Roma
con el pretexto de proteger la persona del Papa, de tutelar la religión, el
Catolicismo. ¡Mentira! ¡Mentira! Lo mueve la concupiscencia, el afán de
rapiña, la sed infame de Imperio; es el primero en fomentar el bandidismo.
Se ha puesto a la cabeza de bergantes y asesinos. ¡Pueblo de las Vísperas!
[15] ¡Pueblo de 1860! ¡Napoleón tiene que salir de Roma! ¡Si es necesario,
que haya unas nuevas Vísperas!
La invectiva, tal vez improvisada allí mismo, provocó una inmensa
ovación en Palermo y una inmensa consternación en Turín. Ante el
tumultuoso Parlamento, Rattazzi negó, tergiversó, contradijo, deploró las
palabras insensatas, censuró abiertamente a Pallavicino, que las había
escuchado sin reaccionar, y lo sustituyó por otro prefecto. Pero Garibaldi ya
estaba «lanzado» y nadie podía detenerlo. Con el poncho en bandolera,
inició su peregrinación a través de los «santos lugares» de su gloria:
Alcamo, Calatafimi, Corleone. En Marsala, «tierra de feliz augurio», invitó
a los presentes a ir con él hasta Roma. Y los presentes, que dos años antes
no lo habían seguido ni hasta Palermo, respondieron:
—¡O Roma, o muerte!
Este grito que, desgraciadamente, estaba destinado a resonar en otras
ocasiones de la historia de Italia, produjo un tremendo efecto en el orador,
que lo convirtió en estribillo de todos sus discursos sucesivos. Fray
Pantaleo, que, naturalmente, había corrido al instante a su lado, se adueñó a
su vez del grito e hizo de él un sucedáneo del Ite missa est. En todas las
iglesias de los pueblos por los que pasaba, el fraile guerrillero oficiaba con
el pistolón al cinto, en presencia del general, que repetía a coro con los
fieles:
—¡O Roma, o muerte!
Siguió una catarata de discursos, interpolados de proclamas. Proclamas
a todos, a los sicilianos, a los romanos, a los italianos, hasta a «las gentes
eslavas bajo la dominación austríaca y otomana», que nada tenían que ver
con sus objetivos. Pero ¿quién sabe?, quizás en aquel momento Garibaldi
no había decidido aún sobre qué marchar; y también los Balcanes podían
ser una meta.
Entretanto, de todas partes afluían voluntarios a Palermo, los cuales
desfilaban ante las tropas regulares, que los saludaban con camaradería. Las
autoridades no sabían si debían considerarlos amigos o enemigos. El nuevo
prefecto, De Ferrari, hizo fijar manifiestos en los que se decía que el
Gobierno desaprobaba al general; pero los viandantes los arrancaban ante
los mismos ojos de la policía, que fingía no ver nada. Todos estaban
convencidos de que, como en 1860, se trataba de la acostumbrada ficción:
la revolución «radiodirigida» por el rey, que la ayuda bajo cuerda fingiendo
desautorizarla.
El 1.º de agosto, Garibaldi habló, en Ficuzza, a sus tres mil voluntarios:
—De nuevo nos reúne hoy la santa causa de nuestro país; y hoy otra
vez, sin preguntar qué hay que hacer, adonde se va, cuál será la recompensa
de nuestros esfuerzos, habéis acudido con la sonrisa en los labios, con el
gozo en vuestro semblante, al festín de las batallas, desafiando a los
poderosos dominadores extranjeros y depositando la chispa divina del
consuelo en el alma de nuestros hermanos esclavos… Fatiga,
incomodidades, peligros, son mis promesas acostumbradas.
El día 3, proclama de Víctor Manuel:
«En el momento en que toda Europa rinde homenaje al buen sentido de
la nación y reconoce sus derechos, causa dolor a mi corazón el que jóvenes
inexpertos e ilusos, olvidando sus deberes y la gratitud debida a nuestros
mejores aliados, conviertan en señal de guerra el nombre de Roma, ese
nombre al que tienden concordes los votos y esfuerzos comunes… La
responsabilidad y el rigor de las leyes caerán sobre quienes no escuchen mis
palabras…».
Pero es sabido que Italia es el país de los pillos. Y nadie se resignó a no
serlo tanto como para creer que el rey y Garibaldi pelearan en serio. «¿Qué
clase de italianos hubieran sido, de haberlo hecho?» Además, el mismo
Garibaldi era el primero en excluir que hubiera tal disputa, y seguramente
tenía sus buenas razones. Medici le suplicó:
—Ponte la mano en el corazón; piensa en Italia, piensa en todo lo que
milagrosamente se ha hecho. No te obstines en ese camino, que conduce
inevitablemente a la guerra civil…
Otros amigos acudieron a disuadirle. Cucchi y Türr vinieron de parte
del rey. Kossuth y Klapka le escribieron que traicionando la causa de la
revolución balcánica, destruía con sus manos su propia gloria. También
hicieron acto de presencia los diputados Calvino, Mordini y Fabrizi. De
regreso, al pasar por Nápoles, se encontraron con el La Marmora de
siempre, que manejaba con demasiada facilidad las esposas y los arrestó.
«He arrestado a los diputados. ¿Los fusilo?», telegrafió a Rattazzi.
«Póngalos en libertad y presénteles sus excusas», respondió Rattazzi.
No hubo medio de detenerlo. El 20 de agosto se hallaba en Catania, tras
una marcha a través de la isla, que reforzó en él la convicción de que el rey
estaba de su parte. Encontró columnas del Ejército regular, que le intimaron
al alto y después cambiaron de carretera para dejarle libre el paso. Cuando
no tenía víveres, se los proporcionaba el «enemigo». Todos sabían o creían
saber que Garibaldi poseía un «talismán»: una hojita metida en un estuche
de metal atado con un cordón de seda blanca. Nadie lo había visto nunca ni
sabía qué era lo que estaba escrito en aquella hojita, porque Garibaldi nunca
tuvo que enseñarla. Pero todos sabían que tenía tal «talismán» y todos
imaginaban que se lo había dado el rey.
Catania acogió a Garibaldi en camisón, porque eran las dos de la
madrugada cuando el general entró en la ciudad. De todos modos, las
campanas repicaron y la ciudad fue presa del delirio. En el puerto había
algunas naves de guerra, pero sus jefes habían recibido de Turín esta orden
concreta: «Actuad según las circunstancias, pero teniendo siempre presente
el bien de vuestro rey y del país». Quedaba por entender en qué consistía
ese bien. El almirante Albini consultó a sus subalternos. Uno de éstos
declaró haber visto el «talismán». ¿Era tal vez en bien del rey y del país que
los hombres de Garibaldi avanzaran en una flotilla de barcas a remo, al
abordaje de dos embarcaciones fondeadas en el puerto, una con bandera
francesa, la otra italiana, y se adueñaran de ellas entre gritos de júbilo?
Albini ordenó a sus hombres que volvieran la mirada y los cañones a otra
parte. Y quizá, si Garibaldi hubiera llegado a Roma, esa orden le hubiese
valido al almirante Albini un ascenso y una medalla. Pero Garibaldi no
llegó, y el almirante tuvo que cargar, con la dimisión de su puesto, con la
responsabilidad de la fallida intervención. ¿Quién ha dicho que Italia ha
perdido al crecer? Ha sido siempre como nosotros la conocemos.

A las cuatro de la mañana del 25 de agosto, los dos buques


desembarcaron a dos mil voluntarios en las costas calabresas, entre Melito y
el cabo de Armi, más o menos en el mismo lugar que la otra vez. Una nave
los bombardeó, como entonces; pero ahora era piamontesa, no borbónica.
Desde luego, se trataba de una ficción destinada a los diplomáticos.
Garibaldi hizo formar a sus hombres en columna hacia Reggio, destacando
una avanzadilla. Todos estaban seguros de hacer una revolución a la
italiana, es decir, en connivencia con los carabinieri.
Pero de pronto oyeron una descarga de fusilería. Detuviéronse
sorprendidos. ¿Qué sucedía? Un destacamento de soldados regulares había
salido a su encuentro: hasta ahí, nada de anormal. Lo mismo había sucedido
en Sicilia. Pero éstos dispararon. Y cuando los garibaldinos gritaron que no
querían luchar contra ellos, que eran amigos, italianos, que si Roma,
etcétera, los regulares insistieron en sus descargas. No quedaba elección: o
contraatacar, lo que hubiera sido el comienzo de una guerra civil, o evitar el
choque, retirándose al interior, a la altiplanicie de Aspromonte. Garibaldi, el
hombre de las «patentes de corso», eligió sin vacilar la segunda alternativa.
Fue una desviación dura. Llovía a cántaros sobre aquellos hombres
enfrentados bruscamente a una realidad que no habían previsto y tan
propensos al desánimo como lo habían sido al entusiasmo. Carecían de
víveres y la agreste y calcinada comarca no los ofrecía. No sabían adonde
iban. Ni siquiera lo sabía Garibaldi, que se había confiado a los guías. La
población era escasa y hostil, formada de pastores que veían en aquellos
hombres a unos bandidos y temían por sus rebaños. Y hasta los guías
resultaron enemigos. En vez de conducir a la columna directamente a la
casita forestal de Aspromonte, para lo que hubieran bastado diez horas de
marcha, les hicieron dar vueltas durante cuatro días y cuatro noches.
La casita, habían dicho, era un lugar de aprovisionamiento. Pero los
voluntarios la encontraron vacía. Garibaldi contó sus hombres: los dos mil
se habían reducido a quinientos. Los otros se habían diseminado en busca
de patatas, único recurso de aquella tierra yerma, y la mayoría ya no volvió.
También Garibaldi comió patatas medio crudas, porque no hubo medio de
hacer que ardiera la leña empapada de agua. Su rostro estaba sombrío como
nunca, y ninguno de los presentes vio colgar de su cuello el cordón de seda
blanca del que debía pender el estuche de metal con el «talismán».
El choque con las tropas regulares tuvo lugar la mañana del 29 de
agosto. Eran unos 3500 bersaglieri y Garibaldi los vio a lo lejos.
Mandó que los suyos se detuvieran en el lindero del bosque, hacia las
alturas, pero con la orden precisa de no disparar, sucediera lo que sucediese.
Estaba convencido de que, una vez frente a él, aquellos soldados se
arrodillarían y se unirían a los voluntarios para marchar, todos juntos, hacia
Roma. Por eso se puso delante, bien a la vista, con su camisa roja, su
poncho gris, la mano derecha en el pomo del sable y la izquierda apoyada
en el costado.
Los bersaglieri seguían avanzando en abanico. Estaban a quinientos
metros, a trescientos, a cien: ahora veían perfectamente a Garibaldi, no
podían confundirlo con ningún otro; pero seguían avanzando. El momento
era terrible. De pronto, resonó una trompeta y los bersaglieri, en efecto, se
arrodillaron delante de Garibaldi, pero fue para apuntar hacia él las
carabinas y disparar.
Una bala le hirió en el muslo izquierdo, pero él se volvió a los suyos y
repitió la orden:
—¡No disparéis!
Otra bala le alcanzó el pie derecho. Garibaldi hizo un gesto de dolor,
pero dio un paso adelante, entre el silbido de los proyectiles.
—¡General! —gritó Enrico Cairoli, corriendo hacia él.
—¡No es nada! —respondió, intentando avanzar aún; pero se desplomó.
Lo trasladaron al pie de un árbol, mientras las descargas de fusilería
iban en aumento.
—¡Salid gritando viva Italia! —ordenó.
Pero el grito no hizo efecto alguno. Los bersaglieri lo sofocaron con sus
descargas y entonces dispararon también los garibaldinos.
El combate duró unos diez minutos, que bastaron para dejar sobre el
campo doce muertos —cinco garibaldinos y siete regulares— y treinta y
cuatro heridos: catorce regulares y veinte garibaldinos. Después, todos se
reunieron en torno al árbol bajo el cual yacía Garibaldi con medio
«toscano» entre los dientes. Tres médicos de su columna, Ripari, Basile y
Albanese, estaban examinando sus heridas. Los regulares obsequiaron con
cigarrillos a los garibaldinos y los garibaldinos ofrecieron a los regulares los
fósforos encendidos. Se reconocían «paisanos» y empezaron a entrecruzarse
dialectos.
Por último, llegó a la carrera un oficial real, el teniente Rotando, que,
sin descabalgar ni percibir el ridículo de las propias palabras en aquella
situación, intimó al general a rendirse. Furioso, Garibaldi respondió:
—Hace treinta años que sé lo que es la guerra y bastante mejor que vos.
¡Aprended, al menos, que los parlamentarios no se presentan de esa
manera!
Y, volviéndose a sus oficiales, ordenó:
—¡Desarmadlo!
El vencedor Rotondo se dejó arrancar de la mano el sable, y quién sabe
a qué ridículo hubiera llegado de no presentarse en aquel momento el
coronel Pallavicino. Éste descabalgó, se descubrió e inclinándose hacia el
herido le intimó a la rendición, pero en voz baja y al oído. Garibaldi,
satisfecho, asintió.
La bajada a Sicilia, la noche del 29 al 30, fue penosa. El general iba
tendido sobre unas rudimentarias parihuelas y cubierto con varios capotes.
Fumaba un cigarro puro tras otro, mientras un oficial le echaba agua fría en
las heridas. Precedían al cortejo algunos hombres portadores de hachones
encendidos. A medianoche se detuvieron en la cabaña del pastor Vincenzo,
que en 1860 había ayudado a Garibaldi. El herido bebió caldo de cabra y
descansó unas horas. El tiempo había mejorado y el sol lanzaba sus dardos
en un cielo limpio de nubes. Para proteger de sus efectos al general, los
portadores le colocaron en la cabeza una sombrilla hecha con ramas de
laurel. Aquello parecía la procesión del Corpus.
Garibaldi había pedido a Pallavicino que se le embarcara en una nave
inglesa y el coronel respondió evasivo: «Ya veremos».
Pero cuando estuvieron cerca del mar, Garibaldi observó que lo
esperaba la fragata a vapor, piamontesa, Duca di Genova, y se irritó.
Pallavicino alzó los hombros: respondió que obedecía órdenes y que no
podía hacer otra cosa.
Mientras lo llevaban a bordo, Garibaldi vio, erguido sobre el puente de
una nave próxima, con la mano derecha en el puño de la espada, en actitud
victoriosa, al comandante de aquella gloriosa expedición, el general
Cialdini. Éste no saludó a su enemigo, herido y vencido. Ni siquiera se
quitó de la boca el cigarrillo. Decididamente, los generales del Piamonte
vencían pocas veces; pero, en compensación, vencían mal.

«Y ahora, ¿qué hacemos con él?», se preguntaba, el 30 de agosto,


Romualdo Bonfadini, a propósito de Garibaldi, desembarcado en la Spezia
y encerrado en el fuerte Varignano.
Pero, con más angustia que él, se lo preguntaban el rey y Rattazzi, que
no tenían la conciencia tranquila con respecto al prisionero. El rey podía
afirmar vigorosamente no haber entregado nunca al rebelde «talismán»
alguno. Pero en privado debía reconocer que «hasta cierto punto» el general
había seguido órdenes suyas. Dónde, cuándo y cómo Garibaldi superó ese
«cierto punto», no ha podido ser concretado por la Historia. Pero tal vez se
trataba de un «punto» a la italiana, que había que fijar a posteriori, en vez
de a priori. En cuanto a Rattazzi, había tratado de imitar a Cavour,
amordazando a Garibaldi para convencer a Napoleón de que era mejor dejar
que entraran en Roma las tropas piamontesas e impedir así el acceso de
aquel loco a la ciudad. Sólo que para hacer el juego de Cavour se necesitaba
a Cavour. No bastaba Rattazzi.
Entretanto, Italia era una pura consternación y el fuerte de Varignano
parecía haberse convertido en el santuario de la Virgen de Loreto, tal era la
continua peregrinación de admiradores del Héroe, de sus amigos y, sobre
todo, de sus amigas. Hasta acudió su legítima consorte, Giuseppina
Raimondi, pero no fue recibida.
En cambio, sí fue bien acogida Speranza, que supo la noticia en
Londres, adonde había ido para presentar un informe al Congreso
internacional para la protección de animales, y se había trasladado
inmediatamente a Italia. Encontró a su amigo en una triste celda en el ala de
los condenados a trabajos forzados. El comandante de la prisión, Ansaldo,
era muy cortés con él, pero no podía proporcionarle una mesa, ni una silla,
ni sábanas, ni ropa interior, porque no lo tenía. El fuerte estaba vigilado por
un regimiento entero mandado por Eugenio de Santarosa, hijo de Santorre,
el conspirador de 1821. Speranza alquiló una casa enfrente y cada día iba a
visitar al prisionero para llevarle los platos que ella misma preparaba. Al
verla pasar, la gente decía:
—Es la cocinera de Garibaldi.
Un comisario de policía la seguía de cerca. Un día le dijo que fuera con
él ante el prefecto.
Veintitrés cirujanos se turnaron alrededor del lecho del general para
examinar sus heridas. La del muslo estaba ya restañando. Pero, en cambio,
preocupaba la del pie. La bala se había introducido en el tobillo y no había
modo de extraerla. Todos hurgaban con el bisturí. Garibaldi apretaba los
dientes y decía: «Cortad, si es necesario», pero no se lamentaba.
La Prensa de toda Europa tenía noticias de mítines, de manifestaciones
y suscripciones a favor de Garibaldi. En Leipzig, en París, en Estocolmo, en
Londres, se sucedían los llamamientos para que se liberara al Héroe. «Si
Napoleón está cansado de reinar y de vivir, le basta con tocar un solo
cabello de Garibaldi», escribió el Daily News. El cónsul americano,
Canisius, acudió a ofrecerle de nuevo el mando de un Ejército contra los
esclavistas del Sur. Garibaldi contestó que, en cuanto estuviera libre y
curado, correría a defender su patria americana (porque esa manía de ser
ciudadano americano nadie logró quitársela de la cabeza). Los admiradores
ingleses le enviaron, a sus expensas, a un especialista, Partridge, para
visitarlo. Lord Palmerston le mandó un lecho plegable. Una muchedumbre
suplicante acampaba bajo los muros del fuerte, en la esperanza de conseguir
algún objeto como recuerdo. Una gasa empapada en sangre del Héroe fue
pagada a peso de oro. Y Dios sabe cuántas se vendieron con unas manchas
de sangre de pollo o de cualquier otro animal.
En los círculos conservadores y militares de Turín se discutía, en
cambio, quién debía procesar y condenar a Garibaldi: ¿el Senado o el
Consejo de Guerra? Pero al rey le rondaban otras ideas por la cabeza. Su
hija María Pía iba a casarse con el rey de Portugal. Excelente ocasión para
decretar una buena amnistía. La Marmora y Cialdini se enfurecían al oír tal
palabra. Habían tomado muy en serio el choque de Aspromonte, al que, en
sus informes, transformaron en una gran batalla: tan grande y decisiva
como para justificar las setenta y seis medallas al valor militar distribuidas
entre los participantes en ella, amén del ascenso «por méritos especiales»
del coronel Pallavicini.
Con todo, el rey permaneció firme en sus propósitos. Acababa de recibir
un mensaje de Napoleón en el que daba su placet a la amnistía y hasta la
solicitaba. Dijo:
—Que cumpla el Ministerio su deber; yo cumplo el mío.
Y firmó el decreto.
A Garibaldi se le informó el 5 de octubre.
—¡La amnistía se concede a los culpables! —contestó, enojado, a quien
le llevaba la noticia; y volvió la cabeza a otra parte.
El día 11 le devolvieron la espada. Pero no pudo abandonar el fuerte
antes del 22, cuando, a la «chita callando», lo trasladaron al «Hotel Milán»,
de La Spezia. Allí se realizó una gran consulta de veinte cirujanos, con la
participación del gran especialista francés Nélaton, que declaró innecesaria
la amputación. Se decidió llevar al herido a Pisa, de clima más suave,
adonde Speranza lo siguió con sus recetas de cocina. Durante algún tiempo
no la dejaron entrar en el «Hotel de las Tres Doncellas», en el que habían
alojado al general. Desanimada, decidió regresar a Roma, pero en Liorna le
notificaron que el Papa la había desterrado y fue enviada a Pisa, donde, con
gran sorpresa suya, le permitieron libre acceso a la habitación de Garibaldi.
—Yo os llevaré a Roma —le dijo el general, sin explicarle en absoluto
por qué no había querido recibirla antes—. Entraréis en ella a mi lado.
El 23 de noviembre, ochenta y siete días después de su herida, fue
extraída la bala del tobillo de Garibaldi. El profesor Zanetti, de Florencia,
logró cogerla con sus pinzas. Garibaldi mordía un pañuelo para no gritar y
apretaba en la suya la mano de Jessie White Mario. Asistían los médicos
Ripari, Basile y Albanese. Estaba pálido y sudaba por el dolor, pero no se
lamentó.
—Ya está —masculló, cuando notó que el proyectil salía de la herida.
Alguien lanzó la noticia desde la ventana y las campanas de Pisa
repicaron.
El 20 de diciembre, en la cama plegable enviada por Palmerston, lo
trasladaron al Sardegna, camino de Caprera.
«Mas para tener derecho a decir toda la verdad —resume Guerzoni—,
primero hay que saber decirla a los pueblos. Sarnico y Aspromonte fueron,
en gran parte, obra de los italianos. Sírveles de disculpa el que el mágico
capitán los embrujó con su hechizo, el Gobierno los confundió con sus
vacilaciones, el bando revolucionario los sorprendió con sus audacias; y no
es menos verdad que si Garibaldi no hubiese encontrado desde el principio
tanto apoyo en forma de aplausos, promesas y ofrecimientos, nunca hubiera
podido pensar, y mucho menos poner en marcha esas dos temerarias
empresas…».
CAPÍTULO XVIII

BEZZECCA

En sus Memorias, Garibaldi liquidó el cuatrienio 1862-1866 con estas


palabras: «Vida inerte e inútil». Realmente, para él no hubo grandes
acontecimientos. Hasta el 6 de enero de 1863, tuvo que permanecer en
cama, porque la herida del pie supuraba aún. El día 6 intentó levantarse, con
la ayuda de las muletas, pero no lo consiguió y tuvo que conformarse con la
silla de ruedas, con la que se hacía llevar a tomar el aire y el sol. Fue una
convalecencia larga y dolorosa. Sólo en junio pudo intentar de nuevo lo de
las muletas. Y hasta Navidad no estuvo en condiciones de servirse
solamente de un bastón. En resumen: necesitó un año entero para reponerse.
Lo pasó escribiendo y dictando: cartas, recuerdos, pero sobre todo
proclamas. Dirigió tres a los polacos, que el 18 de enero se habían
levantado en armas contra los rusos; una al pueblo inglés, para que se
pusiera al frente de una cruzada de liberación de los pueblos eslavos; una a
toda Europa; otra a los soldados del Ejército ruso para que desertaran; otra a
los obreros franceses, para que se rebelaran contra Napoleón y abandonaran
la causa del Papa. Las proclamas eran el género literario en el que más le
gustaba ejercitarse, porque se prestaban a un estilo oratorio y retórico, con
fáciles alusiones a la historia, sobre la que se guiaba teniendo pocas ideas
pero confusas.
Los sufrimientos físicos no lo abatían. Aunque el pie tardaba en curar y
alguno de sus fieles se mostraba bastante escéptico acerca de la posibilidad
de que volviera a ser el hombre de antes, Garibaldi consideraba aquel
forzado descanso como completamente provisional y seguía manteniéndose
en estrecho contacto con los jefes europeos de la revolución. Con los
polacos, que acudieron a visitarlo, llegó a establecer un vasto plan de ataque
a Rusia, desde Constantinopla, a través de Rumania, Besarabia, Podolia y
Galitzia.
¿Creía en ello sinceramente o lo hacía por aferrarse a la ilusión de ser
aún el Hombre del Destino, el depositario de una misión que había que
llevar a cabo? No lo sabemos. Como quiera que fuere, no vaciló en mandar
a Menotti con un vapor en cuya bodega se escondía todo el pequeño arsenal
de Caprera, incluido un pequeño cañón; y a propósito de esta empresa
mantuvo nutrida correspondencia con Herzen.
Se rebelaba contra los médicos y sus cuidados; no quería ser tratado
como un enfermo. En la isla, ahora no había mujeres. Teresita, esposa de
Canzio, vivía en Génova con su marido y venía a ver a su padre sólo entre
un parto y otro (tuvo dieciocho). Battistina Ravello estaba «confinada» en
Niza, con la niña que le había dado: Anita. Y es ésta una de las páginas más
curiosas de Garibaldi que, tras haber expresado tantas veces la intención de
casarse con aquella pobre muchacha cuando ésta se hallaba encinta, aceptó
después en silencio el que parientes y amigos, coaligados contra ella, la
alejaran de la isla. Le mandaba —es decir, hacía que le mandaran— una
pequeña cantidad mensual: pero no se interesaba por su suerte ni por la de
su hija. La vida afectiva del Héroe estaba llena de contradicciones. Era
como si para amar a alguien necesitara tenerlo delante. En cuanto el objeto
de su amor se alejaba, parecía olvidarse enteramente de él. En resumidas
cuentas, se había ocupado de sus tres primeros hijos, solamente entre una
empresa y otra, en Montevideo y en Niza. Les dedicaba sus jornadas, los
llevaba a paseo y los instruía, aunque fuera a su modo. Pero si se iba a la
guerra o al destierro, podía estar años enteros sin sentir nostalgia alguna de
ellos. Menotti, Ricciotti y Teresita habían sido educados, prácticamente,
primero por mamá Rosa y después por los esposos Deidery, a los que
Garibaldi escribía raras veces en demanda de noticias. Después, Ricciotti
fue incluso «cedido» a Emma Roberts, que se lo llevó a Londres. A pesar
de todo eso, la leyenda popular ha aureolado de romanticismo su amor por
la primera esposa, Anita, cuando la verdad es que Garibaldi aceptó la
viudez con bastante desenfado y se consoló pronto. Garibaldi no se
convirtió en buen marido y padre hasta su vejez, con su tercera esposa y los
dos hijos, Clelia y Manlio, que ella le dio.
Pero en 1863, ese momento aún no había llegado; y a pesar del pie,
seguía considerándose hombre, no de familia, sino del destino: dispuesto a
llevar a cabo planes revolucionarios y a preparar imposibles cruzadas contra
los Habsburgo, los zares y los sultanes.
En setiembre acudió a visitarlo Speranza, alarmada por una noticia que
afirmaba que Garibaldi estaba muy enfermo. Viajó en el vapor con una
señora israelita angloitaliana, Sarah Nathan, portadora de un importante
mensaje de Mazzini al Héroe. Las dos visitantes lo vieron llegar a su
encuentro, apoyándose en dos muletas, pero vivaz, descansado y fresco
como nunca lo había estado. Cuenta Speranza que Sarah Nathan ofreció a
Garibaldi treinta mil francos para que participara en un atentado contra
Napoleón, preparado para el 4 de enero de 1864, y que Garibaldi reaccionó
con vehemente indignación gritando:
—¡Italia se hará, pero no con el puñal del traidor!
Y se lanzó a una requisitoria contra Mazzini y su cínico maquiavelismo.
La fantasía de Speranza debe haber añadido o quitado algo a este
episodio, porque éste armoniza bastante mal con la afectuosa carta que
pocos días después escribió el Héroe al exiliado de Londres, alabando su
«inquebrantable firmeza…, que más se exalta cuando más evidentemente se
elevan los miserables pigmeos que se imponen para dirigir los destinos de
nuestro país».
El último gesto de Garibaldi en aquel año 1863 fue su dimisión como
diputado. Trató de explicar sus motivos en varias cartas dirigidas a los
periódicos; pero éstos fueron secuestrados. Entonces, hizo imprimir un
manifiesto y lo mandó a Nápoles para que lo fijaran en las paredes. Decía lo
de siempre: que no podía permanecer en un Parlamento que había aprobado
la cesión de Niza, y ahora —añadía— estaba tratando a Sicilia como tierra
conquistada. «De todas maneras, me encontraréis siempre con el pueblo en
armas, en el camino de Roma y Venecia. Adiós».

En 1864 fue a Inglaterra.


Nadie ha podido aclarar con exactitud qué fines perseguía con este
viaje; y quizá ni él mismo los sabía. Había recibido ya muchas invitaciones
desde Londres, donde se había constituido incluso un comité para festejar al
Héroe. Pero éste esperaba un homenaje, formal, de parte del Gobierno de
Palmerston, que vacilaba en comprometerse. Garibaldi seguía siendo un
cabecilla rebelde que suscitaba desconfianza, no sólo entre las potencias
conservadoras europeas, sino en el mismo Gobierno italiano.
Entonces el comité envió a Caprera, en calidad de embajadores, a los
esposos Chambers, de Liverpool: él, un respetable y pacífico tory; ella, una
mujer madura dotada de escasos atractivos, pero una exaltada activista.
Plantó sus reales en la casa del Héroe, entró en su alcoba y le quitó el sueño
y la paz, con la plena aprobación del marido, satisfecho de haber
descargado sobre otro el peso de aquella molesta consorte. Es posible que,
al fin, Garibaldi aceptara por cansancio. Al saberlo, Lord Palmerston se
alarmó; y para evitar que la llegada del incómodo huésped acarreara algún
disgusto al Gobierno, decidió asumir la paternidad de la invitación,
haciendo publicar en el Daíly Telegraph una nota que decía que el general
había aceptado la hospitalidad inglesa porque necesitaba de un cambio de
aires para restablecer su salud.
La Italia oficial quedó sorprendida ante la noticia de que Garibaldi había
partido de Caprera; grande fue la alarma, porque durante un par de días
siguió ignorándose en qué nave había embarcado y adonde se dirigía;
bajaron los valores de Bolsa, y entre las diversas prefecturas y autoridades
locales hubo un nutrido cruce de afanosos telegramas. En un archivo de
Bérgamo, en el que los historiadores aún no han hurgado, existe un manojo
de tales mensajes que atestiguan el ansia febril que cruzó todo el país.
¿Adónde iba a «marchar» ahora Garibaldi? ¿Otra vez sobre Roma? ¿Sobre
Venecia? ¿O sobre la Dalmacia? ¿O sobre Constantinopla? Prefectos y
generales preguntaban al ministro del Interior, Peruzzi: «¿Qué debemos
hacer si desembarca?». Y el Primer Ministro, Marco Minghetti, respondía
personalmente: «Actuar enérgicamente, de acuerdo con la ley». El prefecto
de Liorna objetó: «Pero Garibaldi es diputado: ¿puedo arrestarlo?». Y
Peruzzi: «Si alborota, sí, como perturbador del orden público». El
comandante de la base de Nápoles pidió incluso un buque de guerra para
oponerse por la fuerza a un eventual desembarco. Tal era el terror que
suscitaba aquel hombre cojo e inerme.
En realidad, Garibaldi no había querido hacer nada clandestino.
Embarcó en el vapor La Valletta, de la «Peninsular Oriental Company» que,
en su ruta de Marsella a Malta, había desviado el rumbo hasta Caprera.
Naturalmente, estaban con él los Chambers, los hijos Menotti y Ricciotti, el
médico de cabecera Basile, Basso y Guerzoni como secretario e historiador.
Garibaldi invitó también a Speranza a que le siguiera, pero ella ya había
aprendido en qué consistía la hospitalidad de aquel extraño hombre, y
declinó el honor.
En Malta, los viajeros descendieron de La Valletta y embarcaron en el
Ripon, en ruta hacia Southampton. A Guerzoni, que le preguntaba por los
motivos de aquel viaje, respondió el general que debía servir para asegurar
el apoyo inglés a la liberación de Grecia, de Polonia y de Venecia: lo que
más o menos significaba una guerra, al mismo tiempo, contra Turquía,
Rusia y Austria. En cambio, otra vez dijo que quería aprovechar el conflicto
del Schleswig-Holstein para promover una cruzada antialemana a favor de
Dinamarca. Con otros habló vagamente de una reunión «en la cumbre» del
revolucionarismo europeo. Pero quizá la respuesta más sincera la dio al
declarar genéricamente que «de una cosa nace otra cosa». Porque ésta era,
en el fondo, la verdadera regla por la que se guiaba Garibaldi, hombre
alérgico como el que más a los programas y planes preestablecidos.
El Ripon llegó a Southampton un domingo. Llovía a cántaros. Pero una
muchedumbre entusiasta llenaba el muelle, las campanas tocaban a rebato,
las naves en el puerto estaban empavesadas y toda la ciudad aparecía
engalanada con banderas inglesas e italianas.
Grande y sincera era la simpatía de Inglaterra por Garibaldi. En las
pastelerías de Londres se vendían «galletas Garibaldi». Por las calles, las
señoras vestían «blusas Garibaldi». Hasta había un jabón de barba
«Garibaldi», que, como es sabido, no se afeitaba. Muchas cosas contribuían
a hacer popular al Héroe italiano en aquellas latitudes, entre ellas la
admiración ingenua y orgullosa del pueblo sencillo que veía en él a uno de
los suyos encumbrado a los fastos de la Gloria, y el melodramático hechizo
del bandido bueno y caballeresco, del Robin Hood latino, que daba tanto
«color» y encandilaba a las mujeres. Estaba también el entusiasmo por el
adalid de los grandes ideales, de los que Inglaterra se consideraba
depositaría: los de la libertad y la democracia. Pero había, asimismo, los
supuestos políticos: Garibaldi era el enemigo de Napoleón y del Papa, las
dos bestias negras de los ingleses.
Erguido en el puente, Garibaldi agitó el sombrero, respondiendo a los
gritos de la muchedumbre. Bajo el abrigo gris se veía la camisa roja. Una
sola persona, en medio de toda aquella gente desatada, lo miraba con ojos
poco benévolos, sin insinuar un gesto de saludo: era Rosas, el dictador
argentino, contra quien había combatido durante tantos años y que,
derrocado, había ido a refugiarse en Inglaterra.
En cuanto atracó el barco, subieron a bordo del Ripon el duque de
Sutherland, el señor Seely y Negretti, los tres del comité. Garibaldi les dejó
una nota que inmediatamente fue enviada a los periódicos y publicada por
éstos. Decía: «Queridos amigos, deseo no recibir demostraciones políticas.
Especialmente os ruego que no deis motivo para tumultos». Cuando
Palmerston leyó la nota, emitió un suspiro de alivio: Garibaldi sabía
portarse como un huésped educado. Pero los obreros no quedaron muy
satisfechos y organizaron un mitin para protestar contra quienes querían
«monopolizar al Héroe».
Éste, en realidad, había sido prácticamente secuestrado por el diputado
Seely en su casa de la isla de Wight. Pero pronto recibió las visitas de los
exponentes del Orden y del Desorden. Acudió Gladstone, ministro de
Hacienda. Acudieron Herzen y Mazzini. También se presentó Tennyson,
que era, al mismo tiempo, una especie de Carducci y de Píndaro de
Inglaterra y que le declamó su famosa oda La carga de los Seiscientos.
Garibaldi lo escuchó, no entendió gran cosa y correspondió recitando su
pasaje preferido de Fóscolo:

… Una roca
que distinga los míos de los infinitos
huesos que por tierra y por mar siembra la muerte…
Tennyson lo escuchó, a su vez, y no entendió nada. Y de regreso a su
casa, escribió: «¡Qué noble ser humano…! Sus maneras son de una
simplicidad como nunca he visto en los hombres de estas islas, ni entre
todos los hombres». Después, lo pensó mejor y añadió: «Tiene la divina
estupidez del héroe».
El Héroe, en un velero que puso a su disposición el almirante de
Portsmouth, asistió a unos ejercicios de tiro de toda la escuadra, organizada
a propósito para él.

El 11 de abril, medio millón de londinenses se apretujaron ante la


estación de Londres, a la que, en un tren especial, llegó Garibaldi a las dos
y media de la tarde. Su carroza empleó seis horas para llegar a la casa del
duque de Sutherland. Herzen escribió que por primera vez veía una fiesta
inglesa que se desarrollaba sin la participación de borrachos ni rateros.
También Mack Smith dijo que se había tratado de un acontecimiento
«extraordinario y memorable».
Pero no todos fueron del mismo parecer. Carlos Marx, que en el fondo
despreciaba a Garibaldi, la llamó «una deplorable bufonada». La reina
Victoria dijo que se avergonzaba de tales locuras, y Disraeli se negó a ir a
estrechar la mano a aquel «pirata». Como siempre, los grandes
revolucionarios comunistas y los grandes reaccionarios estaban totalmente
de acuerdo.
Fue un desfile soberbio. Lo encabezaban seis bandas de música. Venía
después (no sé por qué) la corporación de zapateros. A continuación, diez
banderas con la inscripción: «Bien venido, Garibaldi». Después, la
«Sociedad de la Templanza». Y las carrozas de los «notables»… Un cortejo
que no acababa nunca y que, además, tenía que abrirse camino entre dos
masas de gentío que a cada momento lo obstruían para detener la carroza de
Garibaldi, para tocarlo, estrecharle la mano, besarlo.
Hasta las siete y media de la tarde no llegó el coche a la casa del duque.
Al pie de la escalera aguardaba la duquesa ante una hilera de damas y
caballeros. Era hermosa, joven, delicada, de piel blanquísima y vestía un
magnífico traje de noche. Garibaldi estaba ennegrecido por el humo del tren
y sudaba, lo que le hacía aún más «bandido» de lo acostumbrado.
Fue huésped de aquella casa principesca durante once días, hasta el 22
de abril; su estancia fue una ininterrumpida serie de ceremonias,
recepciones y fiestas, como ningún extranjero recibiera nunca en Inglaterra.
El día 12 por la mañana escuchó las frases de homenaje que le dirigían los
habitantes del distrito; después asistió a una comida en casa de la duquesa
madre de Sutherland, donde se reunieron en torno a él Lord Granville, Lord
Russell, el duque y la duquesa de Argyl, Gladstone y su esposa, el conde y
la condesa de Clarendon, mientras la banda de las «Life Guards»
interpretaba una y otra vez su himno. Por la noche, banquete, recepción,
discursos. Al día siguiente, visita oficial al arsenal de Woolwich, donde los
obreros empujaron con sus brazos la carroza, exactamente como había
sucedido en 1860 en Palermo y Nápoles. Por la noche, otro banquete de
cuarenta cubiertos: Garibaldi, sentado en una especie de trono, vio desfilar
ante sí a la flor y nata de la aristocracia de Inglaterra y de Escocia. A la
noche siguiente, gran gala en el «Covent Garden», donde el general, cuando
entró, fue literalmente cubierto de flores. Fue una verdadera competición.
Garibaldi se había convertido en elemento obligado en cualquier casa que
quisiera conservar su categoría social y política. El futuro Eduardo VII,
haciendo caso omiso de las opiniones de su madre la reina, se precipitó a
Londres exclusivamente para verlo. La campeona del no conformismo,
Florence Nightingale, que ya había mantenido correspondencia con él,
solicitó una visita. Los sofisticados y engreídos estudiantes de Eton
quisieron tenerlo entre ellos y lo acogieron con tres salvas de aplausos, el
máximo honor. En una solemne ceremonia en el Guild-hall, lo proclamaron
civis britannicus, ciudadano inglés.
Garibaldi se dejaba guiar dócilmente por su anfitrión en aquella
sucesión de fiestas y ceremonias tan poco acordes con su naturaleza, y
todos alababan su actitud, sencilla y llena de dignidad al mismo tiempo.
Este hombre espontáneo sabía ser, llegado el caso, un buen actor. Acogía
los homenajes como si estuviera habituado a ellos, tuvo palabras corteses
para todos y hasta fingió apreciar la alambicada cocina británica, él, que
sólo se alimentaba de bacalao, tomates crudos, habas y queso. Una sola vez
sembró un poco de temor en torno a sí cuando, rodeado de un grupo de
duquesas y condesas, sacó del bolsillo su puro toscano y envolvió a sus
interlocutoras en una nube de humo acre que por poco las hace
desvanecerse. Con todo, fuera cual fuere la hora en que lo dejaban ir a
dormir, a las seis de la mañana siguiente ya estaba en pie y se hacía él
mismo el café, porque el que le hacía llevar el duque no le gustaba.
Como hombre sencillo que era, no se daba cuenta de que lo tenían
constantemente sumergido en aquella atmósfera de oficialidad, no tanto
para solemnizar su visita cuanto para alejarlo de los ambientes
revolucionarios y de las tentaciones populacheras y de manifestación
callejera. Pero el 16 de abril, que era un sábado, se dirigió a un concierto
organizado por los italianos en el Palacio de Cristal. Y la música que lo
acogió fue la del himno, entonado a coro por todos los presentes:

Oh Garibaldi, nuestro salvador,


contigo iremos al campo del honor.

Al día siguiente por la mañana llegó muy temprano el doctor Fergusson,


médico de la reina. El general no lo había llamado en absoluto, puesto que
se encontraba muy bien; pero el doctor le hizo una visita, lo encontró
cansado y le ordenó absoluto reposo.
Garibaldi no comprendió; y como era domingo —día vacío— se fue por
la tarde a comer a casa de Herzen, que le había preparado un encuentro con
la «crema» del revolucionarismo europeo, con Mazzini a la cabeza.
Guerzoni, que se encontraba allí, nos ha dejado el patético relato de la
escena. Mazzini brindó «a la libertad de los pueblos y a aquel que por sus
acciones es su viva encarnación: Giuseppe Garibaldi»; éste, a su vez,
levantó la copa en honor de Mazzini, «mi maestro, el único hombre que
velaba cuando todo el mundo dormía».
La comida se desarrolló en un ambiente de gran amistad. Pero en un
determinado momento la conversación recayó sobre la religión del deber, y
Mazzini dijo:
—Un ateo no puede tener el sentido del deber.
—¿Entonces, qué decir de mí? —replicó Garibaldi, frunciendo el ceño
—. Yo soy ateo. ¿Es que me falta el sentido del deber?
—¡Oh, vos! —dijo Mazzini con tono burlón—. Vos lo habéis bebido
con la leche materna.
Y parecía un cumplido.
Al día siguiente, el doctor Fergusson hizo saber a los periodistas (que se
apresuraron a publicarlo) que «el general Garibaldi admitía estar cansado».
Sorprendido, y no logrando comprender por qué motivo tenía que estar
cansado a toda costa, Garibaldi llamó a Basile, hizo que le reconociera y
mandó a los periódicos, con ruego de publicación, un diagnóstico
completamente favorable. ¡Santa ingenuidad!
Una nutrida correspondencia unía en aquel momento a Turín y Londres.
Sobre la mesa de Minghetti y de Peruzzi se amontonaban las cartas de
agentes secretos en Inglaterra: «… Mazzini propuso a Garibaldi la
presidencia de la Liga de todas las naciones oprimidas, que se está
formando en Londres por medio de los más influyentes representantes de
las diversas emigraciones que cuentan con los respectivos comités
revolucionarios, a condición de que Garibaldi tome la iniciativa mediante
una insurrección del Véneto y la ausencia del Gobierno italiano… Una Liga
poderosa, muy extendida, capitaneada por Garibaldi como generalísimo de
todas las fuerzas revolucionarias de Europa. El proyecto, vastísimo e
imponente, fue acogido por Garibaldi sin rechazarlo ni aceptarlo
formalmente. Ha pedido una “memoria” exacta de todas las fuerzas y de los
medios que esos elementos podrían proporcionar. Protestó que mientras
estuviera en suelo inglés no faltaría a la consideración debida a la
hospitalidad… En las cartas a sus amigos, Mazzini confiesa que Garibaldi,
más ahora que antes, es el árbitro de la posición política de Europa, que tras
los éxitos obtenidos en Inglaterra su poderosa individualidad se ha
agigantado y que el hombre es necesario…».
Otra carta, de Gualterio, prefecto de Génova, que hacía tiempo tenía la
misión de vigilar al general: «El modo en que hasta ahora se adapta a los
salones y convites me hace creer más verdadero lo que muchas veces he
pensado, es decir, que un título de duque y una pensión concedida por el
Parlamento, que aseguraran a un tiempo la fortuna de sus hijos y
garantizaran que el capital no fuera consumido por las arpías que lo rodean,
harían innocuo a este hombre…».
Desde luego, esas cartas fueron mostradas también al rey; pero éste,
como de costumbre, había organizado ya un servicio de información por
cuenta propia, sin que lo supieran sus ministros, confiado al señor Porcelli,
enviado con toda urgencia para que siguiera de cerca al Héroe. Porcelli se
presentó a Garibaldi y, en nombre del rey, le preguntó si se encontraba con
ánimos para organizar una revolución en la Galitzia. El general contestó que
lo pensaría. Pero al cabo de cuatro días le anunciaron la visita del general
Klapka, a quien el rey y Porcelli habían designado precisamente como jefe
de la revolución. Garibaldi se convenció entonces de que se trataba de una
cosa seria y respondió afirmativamente, a condición de que se actuara aquel
mismo año.
Nunca se ha sabido con exactitud cuál era el objetivo del rey haciendo
que se ofrecieran tales proposiciones a Garibaldi mientras se hallaba en
Londres. Puede suponerse, de manera simplista, que, preocupado y un poco
celoso por la acogida del Héroe en Inglaterra y la repercusión entusiasta que
todo ello suscitaba en Italia (donde, como es sabido, uno llega a ser
«alguien» sólo cuando es «conocido en el extranjero»), quisiera
comprometerlo a los ojos de sus anfitriones, que, naturalmente, estaban
informados de aquellos manejos. Pero lo cierto es que en aquel momento
Víctor Manuel estaba, efectivamente, conspirando para provocar alguna
revolución en Europa oriental, que proporcionara un trono a su segundo
hijo el duque de Aosta. Y a este propósito, mantenía correspondencia
incluso con Mazzini, que se inclinaba por los Balcanes, mientras el rey
pensaba más en la Galitzia. Por lo tanto, es probable que Porcelli presentara
el proyecto sobre la Galitzia a Garibaldi a fin de sustraerlo a la conjura
balcánica de Mazzini.

Para hacerle comprender que estaba cansado, el mismo jefe del


Gobierno, Palmerston, lo invitó a cenar y mantuvo con él una conversación
privada. Hablaron de Venecia y Palmerston le recomendó, vagamente, que
no precipitara las cosas. En tono polémico, Garibaldi respondió que,
dondequiera que algunos hombres vivieran sometidos a esclavitud, no se
corría el riesgo de precipitar nada. Palmerston se dio cuenta en seguida de
que con aquel individuo no había nada que hacer; y como arreciaban las
protestas de los moderados contra aquel viento de locura garibaldina que
seguía soplando en toda Inglaterra y cuyos ecos aparecían cada vez más
desfavorables en Viena, París y San Petersburgo, se decidió a confiar a
Gladstone la delicada misión de decir al general que tal vez el clima de
Caprera iría mejor a su salud.
Gladstone llevó a cabo su misión con el mayor tacto. Pero en un
determinado momento debió darse cuenta de que, para hablar con
Garibaldi, había que dejar a un lado el tacto y decirle las cosas con
franqueza.
Garibaldi mostró la acostumbrada reacción del hombre sorprendido en
su buena fe. Levantóse de un salto y dijo:
—¡Me voy mañana mismo!
Gladstone y Palmerston se llevaron las manos a la cabeza. Cierto que la
reina se mostraría satisfecha. Cierto también que todos los católicos de
Inglaterra entonarían un Te Deum de gracias, ya que estaban furiosos contra
«aquel representante de la revolución socialista en Italia y de unas teorías
que no necesito describir», como había declarado el obispo Manning. Pero
el noventa por ciento de la población, y especialmente las clases
trabajadoras, que ya refunfuñaban contra el «secuestro» de Garibaldi
perpetrado por los del Gobierno y la aristocracia, organizarían quién sabe
qué alboroto al enterarse de aquella partida repentina, y lanzarían Dios sabe
qué acusaciones contra los gobernantes y la Corte.
Pero la diplomacia de Gladstone no consiguió inducir a Garibaldi a una
retirada lenta y gradual. Hubo que recurrir a la de las duquesas de
Sutherland —la madre y la nuera—, que invitaron al general a descansar
tres días en Clifden Park, principesca villa en los alrededores de
Maidenhead. Cuando, para dirigirse allí, Garibaldi salió de Londres —era el
22 de abril—, una inmensa muchedumbre trató de retenerlo, gritando: «¡No
os vayáis, general, no os vayáis!».
En toda la ciudad se celebraron mítines contra el Gobierno, y la
acusación de haber hecho huir a Garibaldi resonó incluso en el Parlamento,
donde Palmerston y Gladstone se defendieron diciendo que no era culpa
suya, sino del «mal estado de salud del general».
Antes de partir para Clifden Park, fue a arrodillarse ante la tumba de su
idolatrado Fóscolo, en Chiswich. Y la última visita que hizo antes de salir
de Inglaterra fue a su viejo compañero de armas Peard, en Cornualles.
Todas las estaciones de la risueña comarca estaban llenas de gente que
dormía a la intemperie para no perder el tren de Garibaldi y la ocasión de
aclamarlo.
Antes de embarcar en el Ondine, el velero del duque, Garibaldi dejó una
declaración oficial en la que agradecía a Inglaterra y a su Gobierno la
generosa hospitalidad que se le había ofrecido y alababa el orden y la
libertad que había encontrado en todas partes. Pero escribió a los amigos:
«Me obligan a dejar Inglaterra».
Durante la travesía, el perspicaz Guerzoni escribió:
«Garibaldi aprendió inmediatamente el papel de huésped satisfecho, de
comensal complaciente, de héroe ceremonioso, que se le imponía con tanta
cortesía, y dejó también aquella vez que la vieja fortuna decidiera por él.
Sus huéspedes, por otra parte, lo ensordecieron primero con aplausos, lo
colmaron de banquetes, lo llenaron de regalos, lo acribillaron de brindis, de
frases, de poemas, lo llevaron de un lado a otro, adonde a ellos les plugo,
exhibiéndolo en todos los palcos, en todas las ferias y exposiciones, como
el fenómeno viviente y la great attraction de última moda; después, cuando
estuvieron saturados y hartos de él, le rogaron cortésmente que se fuera y él
se fue. De aquel viaje, en realidad, Garibaldi recogió honores como ningún
otro hombre alcanzó en aquel país: pero no recibió un fruto sustancial, una
ayuda aunque fuera indirecta, un beneficio siquiera remoto. Ayudar a
Polonia, levantar al Véneto, emprender una rápida guerra contra Austria,
con dinero, armas y naves ingleses: tales fueron los tres objetivos ocultos,
vagos aún en cuanto a los medios, firmes en cuanto a la intención, que lo
impulsaron a aquella fatigosa peregrinación; y ahora sabemos bien que no
consiguió ninguno de tales objetivos. Garibaldi lo obtuvo todo del pueblo
inglés; todo menos lo que más estimaba en su corazón».
Pero Guerzoni escribía bajo el dolor de la desilusión por el fracasado
acuerdo entre Garibaldi y Mazzini, que se quedó en brindis y palabras. En
realidad, el general nada había obtenido del pueblo inglés, no sólo porque
este pueblo no podía darle —seamos justos— con qué ayudar a Polonia,
levantar el Véneto, armar una flota contra Austria, etcétera, sino también
porque no parece que Garibaldi hubiera pedido ninguna de esas cosas. «Los
tres objetivos ocultos» que, según Guerzoni, perseguía, siguieron ocultos a
todos, quizás incluso al mismo Garibaldi, el hombre que decía: «Una cosa
nace de otra cosa».

La conjura que se desarrolló tras el regreso de Garibaldi puede ser


descrita y reconstruida casi día a día, en todos sus detalles, por los
«informes confidenciales» y las «minutas» de los ministros, existentes en el
archivo bergamasco al que ya hemos aludido. Ignoramos cómo fueron a
parar allí. Parece ser que los llevó a casa de Camozzi el secretario general
del Ministerio del Interior, Silvio Spaventa, un día que fue huésped de
aquél. Tal vez pretendía destruirlos, pero después no tuvo el valor de
hacerlo y acabó por dejárselos a sus amigos, en una gran cartera. Muerto
Spaventa, el conde Gamba, notario de los Camozzi, rebuscó entre aquellos
papeles, comprendió su importancia y empleó años y más años en
ordenarlos cronológicamente, enriqueciendo con ellos su ya importante
colección de documentos históricos.
Del examen de este material resulta evidente que Garibaldi se
encontraba ya bajo el control de tres servicios de información, que se hacían
la guerra entre sí. Mazzini, que seguía esperando apartar al general de las
influencias saboyanas y hacer de él la bandera de su «partido de acción»
republicano y revolucionario, tenía cerca de él a Guerzoni, que le informaba
minuciosamente de todo. El rey mantenía contacto con él y lo vigilaba a
través de Porcelli. El Gobierno, a través del prefecto Gualterio, encontró su
agente en Canzio, marido de Teresita y yerno del Héroe.
Canzio pidió un sueldo. «Acabará pidiendo tres o cuatro mil francos —
escribía, el 13 de mayo, Gualterio a Peruzzi—. Naturalmente, no me
considero autorizado, pero te prevengo de ello, añadiéndote que en todo
caso sería útil dárselos a plazos, a fin de que se tenga una garantía de sus
servicios. Entretanto, como ha llegado al punto de ofrecer él mismo
sostener conmigo la correspondencia en lenguaje convencional, incluso por
telégrafo, en el caso de que algo urgente lo exigiera, te agradecería me
indicaras a alguien en la Maddalena que, llegado el caso, pudiera recibir y
transmitir los telegramas, y que aparentemente no perteneciera al Gobierno.
Naturalmente, no puedo exigir que Canzio se ponga en relación con un
brigadier de carabinieri». De hecho, de pocos días después es una carta de
Canzio desde Caprera, que dice: «Acuérdate de 8.1.11.21.14.1.14.21
siempre mis letras de cambio; también ésta; de otra manera, seré
19.11.23.4.21.14.24.23 y 16. 17.19.23.18. 23.14.1.24.23». Que, descifrada
según la «clave» acordada con Gualterio, quería decir: «Acuérdate de
romper siempre mis cartas; también ésta; de otro modo, seré descubierto y
quedaré deshonrado».
Como les ocurre a menudo a los espías, Canzio puso en el cumplimiento
de sus deberes la conciencia que le había faltado al asumirlos. En cuanto
llegó a Caprera, envió un informe para dar cuenta a Gualterio de que en
tomo al general no existía un ambiente favorable a Mazzini. La famosa
historia de los brindis de Londres había sido pura invención de Guerzoni —
aseguraba Canzio—, pues Garibaldi nunca había pronunciado la palabra
«Maestro». Y los hombres que están en derredor del general en la isla —
añadía— no hacen más que maldecir el nombre de Mazzini y de sus dos
sicofantes, Guerzoni y Bertani. De este último, todos están convencidos que
cuando fue a ver al general herido en el Varignano y propuso cortarle el pie,
lo hizo con la esperanza de dejar al herido definitivamente inválido. Más
aún, Frusciante llega a sostener que Bertani quería vender el pie de
Garibaldi. Y tiene colgado a la cabecera de su cama un dibujo que
representa a Bertani ahorcado y, debajo, escritos todos los motivos que se le
imputan y que van del hurto a la cobardía y la traición.
A Minghetti y Peruzzi les satisfacía plenamente esta envenenada
polémica entre garibaldinos y mazzinianos. Pero no les preocupaba menos
la serie de misteriosas relaciones entre el general y el rey, quien no los
ponía en absoluto al corriente de lo que tramaba. Así, pues, Canzio recibió
la orden de vigilar las idas y venidas de Porcelli, que sólo durante el mes de
mayo visitó cuatro veces a Garibaldi. Pero no pudo hacer otra cosa que
señalar llegadas y partidas; y sólo dedujo, de la cordialidad con que el
Héroe recibía a su huésped, que sus relaciones con el rey eran muy cálidas y
afectuosas, mucho más que las relaciones con Mazzini. Pero él mismo
ignoraba el contenido de las secretísimas conversaciones entre ambos
hombres, que era éste: el rey confiaba, sin duda, al general la empresa de
Galitzia, vía Constantinopla. Contaría con un millón de liras y todas las
armas necesarias. Garibaldi había aceptado y convocado en Ischia una
reunión de jefes garibaldinos.
Canzio señaló en seguida la inminente salida para Ischia. Pero dijo que
el general iba allí a causa del reumatismo que por entonces le atormentaba
mucho. El embarque estaba fijado para el 17 de junio, en el Ondine, que el
duque de Sutherland puso a disposición del general. Pero antes hubo en la
isla algunas novedades. En un repentino gesto de moralidad, Garibaldi
expulsó a Stagnetti que, aun teniendo su familia en América, habíase unido
a una mujer de la Maddalena y le había hecho una caterva de hijos.
Después, llegó Guerzoni y entonces Canzio amenazó con volverse con
Teresita. Pero Garibaldi lo retuvo.
—A Stefano —le dijo— no lo he llamado. Ha venido él. Además, tiene
en sus manos mi correspondencia y tiene que ponerla en orden. Pronto, ya
lo veréis.
Canzio lo refirió todo detalladamente a Gualterio, sintiendo «náuseas»
(¡precisamente él!) por la «desvergüenza» de Guerzoni.
El día 17, cuando el Ondine llegó a Caprera para que embarcara el
general y su séquito, de nuevo la ansiedad se adueñó del Gobierno, como
había ocurrido cuando se marchó a Inglaterra. Aunque por los informes de
Canzio sabía perfectamente adonde iba Garibaldi, se fiaban de ello hasta
cierto punto. ¿Y si durante el viaje cambiaba de parecer y desembarcaba en
Cerdeña, o en Palermo, o en Nápoles? Todas las prefecturas fueron puestas
de nuevo en estado de alarma, pero esta vez duró menos, porque al día
siguiente el Ondine ancló con toda normalidad en el golfo de Ischia.
Ahora se trataba de descubrir qué decidía Garibaldi, es decir, cuáles
eran los objetivos de su nueva «marcha», ya que en Turín, en resumidas
cuentas, no creían en el compromiso asumido acerca de Constantinopla y la
Galitzia. El inspector de policía Manzi se apresuró a alquilar, para sus tres
informadores, un piso en la misma casa Zavota en la que el general había
asentado sus reales. Pero los enviados se dieron cuenta inmediatamente de
que la dificultad del «servicio» no consistía en la falta de noticias, sino en el
exceso de ellas. Todos, de hecho, acudían de todas partes de Italia a visitar
al general, clavado por la artritis en su lecho; y todos, al salir de su
habitación, daban en voz alta una versión distinta de la de sus intenciones:
algunos aseguraban que Garibaldi estaba decidido a marchar sobre Venecia,
como quería y recomendaba el Exiliado de Londres; otros decían que su
idea seguía siendo la de ir contra Roma. Pero los del séquito juraban que
estaba de acuerdo con el rey para una expedición a Hungría (ya no a
Galitzia).
El 2 de julio tuvo lugar una reunión plenaria en la habitación del
general, que duró desde las nueve a mediodía. La decisión final fue: Roma.
Los mazzinianos puros hubieran preferido Venecia, pero Roma bastaba
también para arrancar a Garibaldi de las manos del rey y del Gobierno y
llevarlo de nuevo a las filas del partido de acción. Pero cuando todo parecía
concluido, el general enunció una reserva: dijo que si Francia, como parecía
por las últimas noticias, llegaba a un «entendimiento cordial» con Inglaterra
para alinearse definitivamente contra la Santa Alianza reaccionaria, habría
que cambiar el objetivo de la «marcha». Todos salieron refunfuñando contra
el duque de Sutherland, considerado instigador de aquella maniobra. Pero
Garibaldi pensaba efectivamente en Roma. Más aún: había elaborado un
plan para entrar en la ciudad por sorpresa a través de una antigua
alcantarilla que, partiendo de las cercanías de Ostia, desembocaba cerca del
Vaticano; y había enviado a Ceccarelli a explorarla. Pero, mientras
Ceccarelli cumplía tal encargo, ya Garibaldi había cambiado de opinión y
volvía a hablar de Venecia. Los mazzinianos exultaron, pero el general
concretó que el camino a Venecia era el que pasaba por Constantinopla. Y
dijo que no se requerían muchos hombres: bastaban treinta.
Los informadores —entre los que esta vez no se hallaba Canzio, que se
había quedado en Caprera— contaron puntualmente todos estos propósitos
y proyectos a Turín, creando al fin una tal confusión y alboroto que Peruzzi
decidió enviar una nave de guerra. Pero no menos alboroto y confusión
reinaba entre los dirigentes del partido de acción. Mazzini, desde Londres,
escribía a uno de ellos: «No logro entender cómo se sigue conspirando
dentro de las conspiraciones. Si el rey estaba de acuerdo con Garibaldi, ¿por
qué no prevenirme desde el momento que estaba de acuerdo también
conmigo y los tres tendíamos al mismo objetivo, es decir, a organizar un
movimiento en la Galitzia para arrastrar después al Véneto? ¿Es que uno de
nosotros era engañado, o tal vez los dos al mismo tiempo?».
Un día, en el vaporcito que navegaba rumbo a Ischia se encontraron: de
una parte, Porcelli, el hombre del rey; de la otra, los dirigentes del partido
de acción, capitaneados por Guerzoni y Mordini. Se miraban como el perro
y el gato, sin dirigirse la palabra. Desembarcaron todos a la misma vez, y
todos fueron a la casa Zavota a ver a Garibaldi. Porcelli fue recibido el
primero. Al finalizar, el general apareció en el umbral, con el rostro ceñudo,
y dijo a los de la acción que ya no se partía, que la empresa había fracasado
y que cada uno podía volverse a su casa.
Aquello fue como el fin del mundo. Guerzoni calificó a Porcelli de
«embajador de alcoba del rey». Porcelli le envió sus padrinos, y en el duelo
Guerzoni resultó herido en una mejilla y una mano. Cuatro días después, el
órgano del partido de acción, Il Diritto, publicó una especie de proclama en
la que algunos «infrascritos» no mejor identificados denunciaban el intento
de desviar hacia países extranjeros las mejores fuerzas revolucionarias
italianas, calificando este hecho de alta traición.
Garibaldi despidió a Guerzoni, aunque éste juraba y perjuraba no ser el
autor de aquel escrito. El rey caballero, al verse descubierto, renunció por
un momento a sus maquinaciones y prometió a sus ministros que en
adelante sería un poco más caballero. Y Garibaldi, cuyo reúma se había
agudizado, se hizo llevar en una silla de manos hasta la nave Zuavo di
Palestro, que el 18 lo condujo de nuevo a Caprera.

Y volvieron a empezar los «servicios» de Canzio.


«Garibaldi —escribía— está fuera de sí. Está convencido de haber sido
engañado y burlado por Mazzini y Bertani. Basta nombrarle a Guerzoni
para que monte en cólera. No quiere hablar más de política, ni intervenir en
ella. Hasta está convencido de que fueron los del partido de acción quienes
le robaron una bolsa con un precioso documento: el manuscrito en el que se
explicaba por qué había aceptado el nombramiento de Gran Oriente de
ambas masonerías: la de rito italiano y la de rito escocés. Lo había hecho
porque pensaba agrupar a través de ellas a todas las fuerzas vivas de la
nación para poder disponer de ellas en el momento y con los fines debidos.
Pero ahora ha presentado la dimisión para estar en condiciones de poder
desmentir ese documento, si llega a salir a la luz. Conversando con Menotti
acerca de los mazzinianos, le ha dicho: “No me hables de esa mísera gente;
por desgracia sé lo que vale y por ellos me encuentro en este estado”.
Mazzini, después de Ischia, no le ha escrito más. Su última carta era
agridulce y terminaba con estas palabras: “Os abrazo como hermano; haced
otro tanto. Acabemos”. Ha acogido fríamente a Mordini y lo ha despedido
en seguida. Sigue hablando con respeto del rey, sin rencor. Pero —añade
Canzio— Caprera es “una residencia incómoda”. Sólo se come carne y
caldo de cabra y no hay dinero. El mismo general vive en tal estrechez que
piensa reanudar su carrera de capitán de navío…».
Llegó setiembre y Napoleón se comprometió a retirar en el plazo de dos
años su guarnición de Roma; Italia prometió no aprovechar esa
circunstancia para anexionársela a la fuerza y dio una garantía trasladando
la capital a Florencia. El país exultó: no porque Napoleón se iba de Roma,
sino porque la capitalidad abandonaba a Turín, lo que entusiasmó sobre
todo a milaneses y napolitanos.
Garibaldi estaba inmerso en la correspondencia amorosa. Desde
Inglaterra le llegaban cartas apasionadas. Mary Seely: «… Fui a ver otra
vez, llena de emoción, vuestro pequeño lecho. Me hallaba contemplándolo
cuando me di cuenta de que en la cabecera estaba el pañuelo que habéis
usado… ¡Ah, decidme que me lo dais! Desde que salisteis de Inglaterra, ha
dejado de interesarme todo lo que no está relacionado con vos… Si no
habéis estado en una habitación, no tengo interés en entrar en ella. Si
vuestro retrato no está en un álbum, ni me preocupo de mirarlo. Si la gente
no habla de vos, preferiría que guardara silencio…». La duquesa madre de
Sutherland (cincuenta y ocho años): «¡Cuánto me gustaría teneros aquí!
Todos mis pensamientos, todas mis ideas vuelan a Caprera…». La duquesa
nuera, Anna (veintiséis años): «Os amo con un amor que durará siempre…
¿Mantendréis la promesa que me hicisteis de leer el Nuevo Testamento?».
Ignoramos realmente cómo pudo Garibaldi —que rondaba ya los
sesenta y había quedado extenuado por todos aquellos recibimientos y
ceremonias— dejar aquel puñado de recuerdos. De todas maneras, con sus
dueñas de casa había saldado bien las cuentas; con los maridos, un poco
menos.
Llegó también Speranza. Pero esta vez no pidió las Memorias. Pidió que
Garibaldi le confiara a la pequeña Anita, a la que Battistina Ravello, en
Niza, criaba mal, sin darle siquiera instrucción. Garibaldi escribió a la pobre
mujer que entregara la niña a Speranza. Pero Battistina se negó. «Conozco
demasiado la malevolencia de esta mujer», comentó él, no sabemos con
cuánta exactitud, y sin mostrarse demasiado desilusionado.

Por fin, 1865 fue un año que empezó sin conspiraciones.


«En Caprera hay cuarenta o cuarenta y cinco personas, treinta obreros y
quince entre familiares y huéspedes. Hay ciento cuarenta vacas, doscientas
ochenta cabras, cien ovejas. Dan leche y lana. En total, Caprera da una renta
de tres mil liras. Se vive de la caza y de la pesca. No falta el vino: llega de
todas partes. Lo mismo las cajas de pasta, arroz, azúcar, café. A la mesa del
general se sientan habitualmente quince personas. Los más jóvenes entre los
obreros de Caprera se ejercitan en el tiro al blanco y en la esgrima. Los
mejores son Menotti, Ricciotti y Canzio. Teresita atiende a los quehaceres
domésticos, da el grano a los pollos, vigila la cocina, trabaja en el jardín y
por las noches toca el clavicordio. Va a caballo con botas altas y vestidos
sucintos, y con frecuencia va a la caza del ciervo y del jabalí en la Gallura».
Esta descripción se debe a una nueva recluta femenina, Elisabetta von
Streikelberg, pintora, escultora, poetisa, compositora y también alemana y,
por lo tanto, precisa. Se presentó a Garibaldi diciéndole que quería hacerle
un busto.
—Me aburre esta persecución de fotógrafos, pintores, escultores.
Preferiría hacer una jornada de camino a tener que posar una sola vez —
respondió Garibaldi. Pero después miró mejor a la muchacha y añadió—:
Bueno, para vos estoy dispuesto a posar.
Elisabetta logró no sólo hacerle posar, sino también hacerle hablar. El
general le dijo que, desde su regreso de América, no había vuelto a ser feliz.
Los italianos no eran lo que él había soñado: se ignoraban entre sí y cada
uno quería hacer su propia voluntad.
—Pero los jóvenes han respondido —dijo Elisabetta.
—¡Ah, señorita! ¡También vos lo creéis! —exclamó el Héroe.
A la mesa del comedor, que era muy larga, cada día había que añadir
algún cubierto. Estaba la princesa Oppen Schilden, propietaria del castillo
de Carlo Felice en la Maddalena, con una señorita de compañía. Estaba el
conde polaco Manke. Y el duque de Sutherland (sin la duquesa). Estaban
también dos oficiales americanos del ejército nordista. Por lo demás,
quienquiera que llegase podía compartir la comida, que siempre era
sencilla, pero abundante. En su simplicidad, Garibaldi tenía cierto estilo de
patriarca antiguo.
Plantugli era un guapo mozo, siempre de buen humor, diligente y
servicial. Preparaba el agua y el yeso para Elisabetta y, mientras ella
modelaba, declamaba poesías para entretener a la artista y al impaciente
general. Elisabetta se enamoró de él; pero al jovencito, terminada su labor,
resultaba imposible encontrarlo: subía al Tigellone para convivir, según
decía, con las ovejas en los pastos.
Una tarde hubo concurso de tiro al blanco. Los blancos eran siluetas que
representaban soldados austríacos y franceses, alineados en tres hileras
escalonadas: una para las carabinas pesadas, otra para las ligeras y una
tercera para las pistolas. Garibaldi, como presidente nacional de tiro al
blanco, atribuía mucha importancia a ese ejercicio y lo iniciaba
solemnemente con el primer disparo; una vez terminado, distribuía premios
a los vencedores. Elisabetta fue invitada a participar y tuvo suerte. Pero en
aquel momento irrumpió, a lomos de un potro sin silla, una pastorcilla de
formas bastante opulentas, con un sombrero de anchas alas, botines a la
polaca y carabina a la bandolera.
—¡Cómo! —gritó—. ¿Estáis tirando al blanco sin mí?
—Ya te hemos avisado con el primer disparo —respondió Garibaldi.
—¿Y tú cómo estás? —le preguntó la moza.
—¿No lo ves? —repuso Garibaldi.
La muchacha lo inspeccionó.
—Sí, sí. Estás bien y me alegro. —Después, vio a Elisabetta y preguntó
—: Y ésta, ¿quién es?
Se lo dijeron.
—Entonces, es mi hermana —dijo la joven; y corrió a abrazarla.
Garibaldi la invitó al tiro. La muchacha se quitó el sombrero, apuntó la
carabina y plantó la bala precisamente bajo la tetilla izquierda de un
soldado austríaco, en la mismísima diana.
Sonaron fuertes aplausos y el general entregó el premio al vencedor: un
puñal.
Algunos días después, Teresita invitó a Elisabetta a hacer una visita a la
pastora, que se llamaba Fiorina. Se adentraron por las pendientes del
Tigellone. Y allá arriba, bajo un sauce, vieron a Plantugli y la muchacha
que hacían el amor, dichosos, sin pudor ni conciencia de pecado alguno. Ni
se preocuparon en absoluto por la llegada de las dos mujeres. Dijeron que
eran novios. Elisabetta preguntó cuándo pensaban casarse.
—Ya está hecho —respondió ingenuamente Fiorina.
Ésta es la pequeña crónica que la Streikelberg nos ha dejado de un
Pellegrinaggio a Caprera, único documento que poseemos de la vida en la
isla aquel año de 1865.

En 1866 se presentó la gran ocasión para el rescate de Venecia, pero no


de la manera como Garibaldi había esperado que ocurriera: por una
generosa iniciativa revolucionaria. Fueron la «política zorruna» y la
execrada diplomacia las que prepararon, como de costumbre, la
«combinación» en la que pudieran insertarse los intereses italianos. En
Berlín, el Canciller de Hierro Otto von Bismarck, mucho más de hierro de
lo que pudiera serlo el barón italiano Ricasoli, consideró llegado el
momento de arrancar de las manos de Austria la primacía en el mundo
germano y sustituirla por la prusiana. Un aliado como Italia, que
comprometiera parte de las fuerzas enemigas, venía bien. El 6 de marzo
llegaron a Florencia, nueva capital del reino, las concretas propuestas de
Bismarck.
Austria, al conocer tales noticias, quiso curarse en salud, ofreciendo
inmediatamente y gratis el Véneto a Italia, a condición de que ésta
renunciara a la alianza. Pero Italia, más que el Véneto, quería la guerra: una
guerra, naturalmente, victoriosa y gloriosa, que liberase al país de aquel
vago complejo de inferioridad que lo afligía por el modo en que se había
realizado la unidad nacional. Lombardía había sido un regalo de Napoleón;
los Estados centrales, Toscana y la Romaña, se habían anexionado por su
cuenta y riesgo, sin una revolución ni una batalla; el resto había sido un
regalo de Garibaldi. Más que con sangre y victorias, el Risorgimento estaba
abonado con maniobras y componendas. Había que darle una legitimación
guerrera, un blasón heroico.
En los últimos tiempos, se aumentaron los impuestos precisamente para
acrecentar el armamento. El nuevo presidente del Consejo, La Marmora —
el de las esposas fáciles para inmovilizar a sus rivales— tenía, como buen
general piamontés, ideas equivocadas pero claras. Estaba convencido de
que la fuerza de un país radicaba únicamente en el volumen de sus efectivos
militares, en la calidad de las fortalezas y en el calibre de los cañones. Para
lograr este objetivo había gastado cientos de millones y ahora no quería
dejarlos improductivos. El rey, que anhelaba la gloria en el campo de batalla
y se consideraba un gran estratega, abundaba en esta opinión. Ambos
rechazaron las proposiciones austríacas y el 8 de abril concluyeron con
Prusia un tratado ofensivo y defensivo, aun cuando se negaron a coordinar
la maniobra del Ejército italiano con la del prusiano, pues veían en ello
quién sabe qué menoscabo del propio prestigio. Nuestros generales estaban
convencidos de que no tenían nada que aprender de Von Moltke.
Garibaldi, en Caprera, esperaba que lo llamasen, pero nadie lo hacía.
El 13 de marzo, los trabajadores de los astilleros de Génova le
ofrecieron el cargo de presidente de su asociación (tenía ya docenas de
cargos semejantes). Garibaldi les escribió: «Os renuevo mi aceptación. Será
el día más bello para Italia y para mí (si llego a verlo) aquel en que el
obrero llegue a cumplir los destinos de la patria, que no quieren y no
pueden cumplir las castas privilegiadas».
Transcurrió el mes de abril y las «castas», a pesar de sus solicitaciones,
permanecieron mudas. Por fortuna, Garibaldi tenía ahora un pasatiempo con
el que distraerse. Para cambiar, Teresita había quedado encinta de un tercer
hijo y el general se preocupaba de procurarle una nodriza. Envió a Achille
Fazzari a buscar una en Asti. «Pero que sea fea —le dijo—; porque con
todos aquellos varones solos, en Caprera, forzados a la abstinencia a causa
de la susceptible virtud de las mujeres sardas, una nodriza hermosa podía
ser peligrosa».
Fazzari se atuvo a lo mandado. Francesca Armosino tenía formas
redondas, pero un rostro decididamente ingrato y las piernas cortas y sin
gracia. Procedía de una familia campesina, había traído al mundo un hijo
sin tener marido y tuvo que emigrar a Turín para servir en la pensión
Vauchet, donde la encontró Fazzari. Garibaldi, en cuanto supo la historia,
siguió la pista del seductor —que era un carabinieri— e intentó conseguir
que regularizara su situación. Pero el carabinieri respondió que ni por
pienso, porque sólo los estudiantes que solían ir a visitarla sabían cómo se
había portado Francesca en la pensión Vauchet. Entonces, el general, que
tenía ciertos puntillos de moralista, intentó obligar a su camarero Maurizio
a casarse con la nodriza, pero también el camarero se negó.
Llegó así cierto día de primavera. Eran las dos de la tarde y hacía calor;
y Garibaldi, para que nadie lo molestara, fue a echarse a la fresca sombra de
la cabaña de la Fontanaccia. Yaciendo sobre un montón de paja, con los
vestidos sueltos, estaba la fea Francesca. Y mirándola bien, en aquella tarde
cargada de bochorno, a Garibaldi no le pareció tan fea.

En la segunda semana de mayo, las «castas» respondieron por fin con


una carta de Pettinengo, ministro de la Guerra, en la que se le anunciaba la
constitución, por orden del rey, de un Cuerpo de voluntarios mandado por
Garibaldi, que sería llamado en el momento oportuno. Este Cuerpo,
concretaba una segunda carta, operaría en la costa dálmata.
Era precisamente lo que Garibaldi quería: un mando y un teatro de
operaciones autónomos y lejanos, que le permitieran una completa libertad
de iniciativa. Pero, por desgracia, era también lo que no quería La
Marmora, que había dejado a Ricasoli la jefatura del Gobierno para asumir
la del Estado Mayor. La Marmora solía decir que «para vigilar a veinte mil
garibaldinos se necesitaban cuarenta mil soldados regulares», y se proponía
controlarlos estrechamente. Para ello, en vez de enviarlos a Dalmacia, los
destinó al Tirol, convencido de que entre aquellas montañas no habría
ocasiones para que nadie se pasara de la raya. Garibaldi tragó saliva, pero
hizo algunas peticiones. Quería, dijo, un escuadrón de caballería, un
batallón de bersaglieri, algunas piezas de artillería, alguna nave en el lago
de Garda para intentar un desembarco a espaldas de Verona y, por último,
algunos oficiales de su confianza: su hijo Menotti, Bixio, los que le habían
seguido en Aspromonte y, ¿quién sabe por qué?, pedía también al general
que precisamente en Aspromonte le intimara a la rendición: Pallavicini. Y
que el uniforme de los voluntarios fuera la camisa roja.
Le concedieron lo de la camisa roja. También le concedieron que se
llevara consigo a Menotti. Pero en lo demás se dio de narices con el muro
de siempre. No le dieron los cañones «porque los voluntarios pueden
perderlos». Le negaron los oficiales de Aspromonte, porque no se fiaban de
ellos. Se volvía a empezar como en el 1859.
Pero, como en el 1859, Garibaldi no se dejó desanimar. Salió de Caprera
el 10 de junio, embarcó en el Piemonte y acudió a Como, a Monza, a
Varese, a Bérgamo, donde los voluntarios se iban reuniendo. El desorden
era grande. Para imponer disciplina ya no estaban Türr, Missori, Cosenz,
definitivamente incorporados al ejército regular. Uniformes y armamento
eran como para llevarse las manos a la cabeza. Faltaban los correajes y
escaseaban los calzones y las polainas. En vez de las carabinas modernas
prometidas, sólo había grandes fusiles de pistón. Pero en cambio estaba aún
Garibaldi con su inalterable y contagioso entusiasmo.
—¡No eran diferentes los Mille! —rugió desde el balcón—. Que os den
un fusil, a vosotros, que lleváis, el uno un gorro, el otro un sombrero de
copa, el de más allá un pañuelo blanco a la cabeza: ¡que os den un fusil y
veremos si sabéis disparar!
Promulgó una especie de decálogo que contenía consignas de este
género: «Quien dé señales de miedo, debe ser tratado a puntapiés… Las
pérdidas más graves se sufren cuando se huye; en cambio, los valientes
vencen siempre y mueren pocos… Los hombres de todos los grados deben
bañarse con frecuencia en el lago…». Seguía siendo la habitual pedagogía
militar del pobre Anzani y de la guerrilla sudamericana. La contraseña fue:
«Haced el águila», es decir, ocupad las alturas.
Desgraciadamente, las alturas estaban ya ocupadas por los Kaiserjaeger,
magnífica tropa alpina espléndidamente equipada. Sin embargo, en cinco
días de enconados combates, los harapientos consiguieron arrancar de sus
manos el monte Suelto y el puente sobre el Caffaro, a fuerza de golpes de
mano poco espectaculares, pero duros y sangrientos. Estaban a punto de
llegar a los Alpes Giudicarie y la carretera de Tiento, cuando el 25 de junio
llegó este telegrama de La Marmora: «Derrota irreparable, retirada a la otra
orilla del Oglio, salvad a la heroica Brescia y la Alta Lombardía».
¿Qué había sucedido?
Como de costumbre, había sucedido que los generales italianos, La
Marmora y Cialdini, que compartían el mando, no contentos con actuar
independientemente de los alemanes, lo hicieron, además, autónomamente,
saboteándose entre sí en vez de ayudarse y colaborar. La disposición de las
líneas que establecieron para la lucha, largas y discontinuas, favoreció a las
fuerzas austríacas que, aun cuando fueran en número la mitad de las
italianas, quedaban en cambio agrupadas en el Cuadrilátero y, por lo tanto,
podían presionar masivamente en el punto que les interesara.
Les bastó un pequeño éxito en Custoza para que todo nuestro
dispositivo se viniera abajo. Los mandos perdieron la cabeza y ochenta mil
italianos se retiraron cincuenta kilómetros sin que ni siquiera los
persiguiesen los cuarenta mil austríacos, dejando al descubierto toda la
Lombardía y sembrando el terreno, no de muertos y heridos, sino de armas
abandonadas y de depósitos de suministros.
Garibaldi no saltó de alegría ante aquellas noticias, como
probablemente lo hubiera hecho La Marmora si el derrotado hubiese sido
Garibaldi. Llamó a sus vanguardias del Tirol, donde ya habían penetrado, y
concentró sus diez mil voluntarios en Lonato, al sur del Garda, para cerrar
el paso a los austríacos en el caso de que se propusieran avanzar hacia
Brescia. Pero los austríacos no avanzaron y Garibaldi volvió a tomar la
iniciativa en el Suello y el Caffaro, animando así a sus hombres a borrar la
vergüenza de Custoza.
Fue una serie de asaltos a la manera de Calatafimi, y Garibaldi, para
resolverlos, tuvo que entrar personalmente en combate más de una vez,
hasta que una bala le hirió en lo alto del muslo izquierdo. La herida no era
grave, pero le impedía caminar y montar a caballo. El enemigo, enardecido,
pasó al contraataque. El 3 de julio intentó reconquistar el Suello, pero fue
sangrientamente rechazado en un ataque a la bayoneta.
Aquel mismo día, Von Moltke, con una maniobra de estilo napoleónico,
atrapaba en Sadowa al ejército austríaco y lo aniquilaba, decidiendo la
suerte de la guerra con un único encuentro. En cambio, sus aliados italianos
no tenían otros éxitos de que enorgullecerse que los de Garibaldi.
Aguijoneados por él, los pobres voluntarios, sin cartucheras ni capotes,
seguían «haciendo de águilas», conquistando una altura tras otra a punta de
bayoneta. El general, herido, los seguía en una carroza. Quería llegar a
Trento antes de que estallara la paz, que barruntaba ya próxima. El 16, el
general Khun sorprendió a la vanguardia de Nicotera, que había avanzado
demasiado. Garibaldi llegó a tiempo con su carroza para salvarlo,
bombardeó el fuerte austríaco de Ampola con baterías llevadas hasta allí a
hombros y, con ayuda de cuerdas, lo obligó a rendirse y entró en Bezzecca.
Pero aquella fatigosa victoria, que había costado la sangre de 2382
voluntarios, no suscitó entusiasmo alguno en aquella Italia desmoralizada
después de la derrota de Custoza, de la catástrofe de la escuadra en Lissa,
donde la flota italiana, con sus doce acorazados al mando del almirante
Persano, se había dejado derrotar por la austríaca, de sólo siete acorazados.
Fue el último episodio de aquella desdichada e inútil guerra, hecha sólo
para dar pretextos a la incurable retórica guerrera de los italianos, bastante
escasa de material, que en cambio nos había llevado a la más hiriente
humillación. Sólo Garibaldi salía airoso de tanta desgracia. Iba a marchar
sobre Trento cuando le llegó otro telegrama de La Marmora, el
menospreciador de los voluntarios: «Consideraciones políticas exigen
imperiosamente la conclusión de un armisticio, para el que se requiere que
todas nuestras fuerzas se retiren del Tirol, por orden del rey. Por lo tanto,
usted tomará las disposiciones necesarias a fin de que para las cuatro de la
mañana de pasado mañana, 11 de agosto, las tropas que de usted dependen
hayan abandonado las fronteras del Tirol». Pocas horas después, Garibaldi
contestó: «Recibido el despacho. Obedezco».
Dicen que durante aquellas breves horas en el ánimo del general se
desencadenó la tempestad; y que, antes de obedecer, tuvo la tentación de
desobedecer. Jessie White, que, naturalmente, había acudido, escribió: «He
visto romper espadas, destrozar bayonetas; a muchos tirarse por tierra,
revolcarse en los terrones todavía empapados con la sangre de sus
hermanos».
Igual que había pasado en el caso de Lombardía, Austria cedió el
Véneto a Napoleón, para que a su vez lo entregara a Italia, como limosna a
un enemigo vencido. Y fue la penúltima humillación. La postrera fue el
espectáculo que ofrecieron al mundo los generales italianos que
inmediatamente comenzaron a acusarse mutuamente, tratando cada uno de
echar sobre el otro la responsabilidad de la derrota. Pagó por todos Persano,
a quien el Senado —reunido en Alto Tribunal de Justicia— arrancó los
galones.
Garibaldi regresó a Caprera. Más que las derrotas del ejército, al que no
podía estimar, le amargaba profundamente, y le desilusionaba, la actitud de
los campesinos vénetos y trentinos que no habían disparado un solo tiro de
fusil contra los austríacos, ni siquiera cuando los vieron derrotados. Así,
pues, ¿había combatido durante toda su vida por la libertad y la
independencia nacional de un pueblo que, en el fondo, no deseaba ni la una
ni la otra?
En Caprera lo aguardaba Francesca con el vientre abultado. Garibaldi
iba a ser padre el mismo año en que cumplía los sesenta de edad.
CAPÍTULO XIX

MENTANA

«¡Italianos, a las urnas!».


Este grito era nuevo en el repertorio garibaldino y estaba en abierta
contradicción con todo lo que siempre había pensado y dicho de la «política
zorruna», del Parlamento y del Gobierno. Pero a comienzos de aquel año
1867, el Ministerio Ricasoli había disuelto las Cámaras y convocado nuevas
elecciones, y los amigos de la izquierda habían acudido al Héroe.
Pero quizás hubo otra razón que lo impulsaba a aceptar la candidatura.
Garibaldi iba a cumplir sesenta años, y no los disimulaba. Nunca se
recuperó de la herida de Aspromonte. La inmovilidad fue deletérea para su
organismo y, sobre todo, se había aprovechado de ella el corrosivo
artritismo. Aunque oponía una resistencia estoica a los sufrimientos físicos
y no se lamentaba nunca, su rostro descarnado y pálido lo denunciaba. El
envejecimiento fue repentino. El cabello iba escaseando, la barba había
encanecido y la mirada tenía menos brillo. Seguía despertándose muy
pronto por la mañana, pero a menudo se levantaba tarde, porque le costaba
esfuerzo.
Pero no quería reconocerse acabado, al menos mientras quedara por
arreglar la cuestión de Roma; y la campaña electoral le pareció el modo más
eficaz para volver a proponerla en la orden del día y al mismo tiempo para
templar de nuevo en ella las propias energías ya declinantes. Era un general
que buscaba la acción para alejar los «límites de edad» y el paso a la
reserva.
En la segunda mitad de febrero, los esposos Jessie y Alberto Mario lo
vieron aparecer sin previo aviso en su casa de Florencia.
—Tenemos que hablar de muchas cosas —dijo.
Habló, ante todo, de Clelia, la niña de la que le hiciera padre Francesca
Armosino pocos días antes. Apenas había tenido tiempo, antes de partir, de
levantarla en sus brazos, meterla en una tina de agua fría y plantar en su
honor un pino que todavía da sombra a la casa de Caprera. Dijo también
que quería dar el nombre de la pequeña como título a una novela que
pensaba escribir. Y se mostraba tan entusiasmado como si Clelia fuera su
primer hijo.
Abordaron después los temas políticos; Alberto Mario le dijo que los
venecianos lo esperaban para recibir en triunfo al héroe de Bezzecca.
—Aún estarán más deseosos de que la bandera tricolor ondee sobre el
Capitolio —respondió el general.
Y esto de la bandera tricolor sobre el Capitolio fue el slogan de la
campaña electoral de Garibaldi. Después de la «Convención de setiembre»
(1864), Francia se había comprometido a retirar en dos años sus
guarniciones de Roma, a condición de que Italia renunciara a atacar su
territorio y diera garantía de ello fijando su capital en Florencia.
Efectivamente, las tropas francesas fueron evacuadas en diciembre de 1866,
pero en lugar de ellas se organizó un ejército pontificio formado por
«voluntarios católicos», entre los cuales —¡qué casualidad!— se hallaban
los más esclarecidos apellidos de la aristocracia francesa. Formaban la
llamada «Legión de Antibes», del nombre de la ciudad donde fue
constituida.
De este modo, Napoleón, para seguir siendo el dueño de Roma y
protector del Papa, eludió la Convención que, además, proporcionaba
también a los italianos una escapatoria para hacer lo mismo. Realmente, el
acuerdo excluía un ataque del exterior, pero no un golpe desde el interior. Y
era sobre éste que pugnaban los radicales del partido de acción,
convencidos de que «la vergüenza de Custoza y de Lissa» sólo podía ser
redimida por un gran movimiento popular que, partiendo de Roma, se
extendiera a toda Italia, proponiendo de nuevo una solución republicana y
democrática al problema de la unidad nacional.
«¡Italianos, a las urnas! —gritaba Garibaldi desde los balcones de las
ciudades italianas—. En Italia hay que asegurar la libertad amenazada y
puesta en peligro por el clericalismo y sus cómplices. En la nueva Cámara
no deben tener voto los partidarios de los proyectos liberticidas, ni los
satélites de las caídas dinastías, solidarias todas ellas del Imperio y del
Papado…».
De las plazas subía el cálido aliento de aquellos entusiasmos que los
italianos no regatean nunca a ninguna retórica y que siempre acaba
embrollando a los mismos embrollones que los suscitan. Garibaldi no era
un embrollón. Creía en lo que decía, y decía cosas terribles. El Papado era
«la negación de Dios», una «pestilente institución» y un «nido de víboras».
Trató de dar fundamento jurídico a sus tesis antipontificias, declarando que
el único poder legal en Roma era el que la Asamblea republicana de 1849 le
confiara a él, Giuseppe Garibaldi, y que el Papa había usurpado
ilícitamente.
Los aplausos que estallaban en aquellas tempestuosas asambleas se le
subieron a la cabeza. Atacó a la Iglesia incluso en el terreno teológico; pero
salió de los conflictos, con santo Tomás y san Agustín, mucho peor librado
de lo que saliera de sus disputas con los generales sudamericanos y
borbónicos. Puso en discusión el Evangelio, del que daba una interpretación
a su manera, basada en la razón y el progreso. Lanzó un nuevo Verbo, en
competencia con el de Jesús; y cuando en la Romaña algunos insensatos le
presentaron a sus pequeñuelos para que los bautizara, lo hizo con la mayor
seriedad, sin experimentar el menor sentimiento del ridículo y sin suscitarlo
entre aquellas pobres gentes embriagadas sólo de palabras.
En nombre de Napoleón, el ministro francés en Florencia presentó sus
quejas a Rattazzi, que había vuelto a la presidencia del Consejo; Rattazzi
dio garantías de que el alborotapueblos sólo se desahogaría con discursos y
que no podía impedírselos, dado el estado de debilidad en que se hallaba el
Gobierno tras las decepciones de 1866. Garibaldi lo supo, y en una arenga
pública calificó a Rattazzi de «esbirro del Papa», reunió en Vinci a su
Estado Mayor y envió a Cucchi a Roma para organizar allí la insurrección,
a Menotti al Mediodía y a Acerbi a la frontera umbro-toscana para reclutar
voluntarios. Y en Siena anunció:
—Cuando refresque el tiempo nos pondremos en marcha.

Pasó en esa frenética actividad oratoria toda la primavera y todo el


verano. Pero el 9 de setiembre llegó a Ginebra para tomar parte en la
inauguración del Congreso Internacional de la Paz, al que había sido
invitado.
Contaba, sin duda, con aprovechar la ocasión para exponer de nuevo a
la opinión democrática europea el problema de Roma. Suiza era un país
protestante que no podía sentir simpatías por el Papa, y entre los
congresistas estaba la flor y nata del progresismo mundial, de Bakunin a
Quinet y Leroux. Pero las cosas se pusieron bastante mal desde el principio.
Garibaldi debía haber llegado a Villeneuve en vapor y en pleno día, lo que
hubiera facilitado una de las acostumbradas y entusiastas acogidas a las que
ya se había habituado. Pero, por una maniobra francesa, el vapor no partió y
el héroe llegó en tren a una hora intempestiva.
En Ginebra las cosas fueron mejor. Le esperaban salvas de cañones, un
coche de cuatro caballos precedido por dos guardias, aplausos del pueblo,
un alojamiento principesco en el palacio Fazy y, por último, el
nombramiento de presidente honorario del Congreso. Por desgracia, no se
contentó con todo eso y quiso presentar una moción personal. Mientras la
redactaba, Jessie se le acercó.
—Quien regrese conmigo debe estar listo para el miércoles día dieciséis
—le dijo el general.
—¿Listo para qué?
—Para ir a Roma.
—¿Pero no estamos en Ginebra para escuchar discursos a favor de la
paz?
Garibaldi puso el dedo sobre el artículo 8 de su moción y leyó:
«El esclavo sólo tiene derecho a hacer la guerra al tirano: es el único
caso en que la guerra está permitida».
La moción no contenía sólo ese pasaje. Decía que la guerra entre las
naciones es imposible porque son hermanas y que los litigios entre ellas
serían resueltos por el Congreso, en el que todo pueblo tenía derecho a
participar; sólo el Papado quedaba excluido por ser «la más nociva de todas
las sectas», y su misión de tutela sobre la religión de Dios era asumida por
el Congreso, que se comprometía a defenderla y propagarla en nombre de la
verdad y de la razón.
Garibaldi leyó este texto en medio de un silencio estupefacto. Pero no
perdió tiempo en discutirlo. Aquel año, el otoño era precoz y el «fresco» se
acercaba. Cuando cruzó de nuevo la frontera italiana, todos sabían lo que
iba a hacer porque, como de costumbre, no se había preocupado por guardar
el secreto. Pero las autoridades no pensaron en detenerlo; o al menos no se
ha probado. Sólo algunos amigos procuraron disuadirle —entre ellos, Cristi
—, aunque a título personal. El general le contestó que estuviera tranquilo,
porque estaba seguro de lo que quería: «unos cuantos disparos al aire»
bastarían para prender el incendio revolucionario en Roma.
Es muy probable que el rey y Rattazzi pensaran lo mismo, quizá
fundados en pésimas informaciones de sus agentes en la urbe. Como quiera
que fuere, ésta es la única hipótesis que puede justificar en parte, o al menos
explicar, su pasividad, que aquí y allá limitaba incluso en la connivencia.
Muchos de los fusiles con los que se armaban los garibaldinos eran
directamente proporcionados por los depósitos del Ejército. Las
concentraciones de voluntarios se realizaban en pleno día y el telégrafo
transmitía sin clave alguna las órdenes del general a sus lugartenientes:
Menotti, desde Terni, y Acerbi desde Orvieto avancen sobre Monterotondo;
Nicotera, desde el Aquila, y Salomone desde Pontecorvo, avancen sobre
Velletri; Canzio prepare una expedición marítima para un desembarco entre
Montalto y Corneto.
La noche del 24 de setiembre, Garibaldi se hallaba en Sinalunga,
huésped del ingeniero Angelini. Como de costumbre, habíase acostado
pronto y estaba a punto de dormirse cuando un teniente de carabinieri se
presentó con una orden de detención contra él y contra Basso y Del
Vecchio, que lo acompañaban. La casa había sido rodeada. A los tres
prisioneros se les hizo subir a un tren que ni siquiera se detuvo en Florencia
y sólo lo hizo en Pistoya, donde Basso y Del Vecchio fueron puestos en
libertad. Garibaldi pasó a Del Vecchio a escondidas una hojita en la que
había redactado a lápiz una de sus acostumbradas proclamas: «Los romanos
tienen el derecho de los esclavos —decía—: alzarse contra sus tiranos, los
sacerdotes. Los italianos tienen el deber de ayudarlos y espero que lo hagan
a pesar de la prisión de cincuenta Garibaldis. ¡Adelante, pues, en vuestras
decisiones, romanos e italianos! El mundo entero os contempla, y vosotros,
realizada vuestra obra, marcharéis con la frente alta y diréis a las naciones:
os hemos abierto el camino de la fraternidad, os lo hemos desembarazado
de su más abominable enemigo: el Papado». El tren volvió a ponerse en
marcha y se detuvo en Alessandria, en cuya fortaleza el general fue
encerrado.
¿Qué había inspirado al rey y a Rattazzi la adopción de esta «manera
fuerte», que tanto contrastaba con la benevolencia mostrada hasta aquel
momento?
Todavía no lo sabemos de manera concreta. El Gobierno había
simpatizado con Garibaldi hasta tal punto que, bajo cuerda, había llegado a
financiar a un excombatiente romano, un tal Ghirelli, para que organizara
una «Legión romana». Pero Ghirelli, llegado a Orte, desvalijó la casa de
Correos, impuso un tributo de veinticinco mil francos y cortó la vía férrea.
Es posible que esa contrariedad contribuyera a turbar la confianza de
Rattazzi en el ímpetu revolucionario de los romanos, cuya insurrección era
indispensable para arrebatar a Napoleón el pretexto para intervenir. Pero
también es posible que hubiera contribuido aún más el rumor que por
entonces comenzaba a extenderse (ignoramos por obra de quién) acerca de
un acuerdo secreto entre Mazzini y Garibaldi para una solución republicana
de la cuestión romana. Ésa había sido la pesadilla del rey desde mucho
tiempo atrás; la pesadilla también de sus ministros, para quienes el
verdadero enemigo nunca había sido Austria, ni Francia, ni el Papa, sino la
revolución.
Como quiera que fuese, Garibaldi reaccionó con una violencia que
demuestra que no se esperaba ni poco ni mucho ser detenido. En
Alessandria, los soldados que debían custodiarlo lo acogieron con gritos de
«¡A Roma!», a los que el general contestó con una soflama contra el Papa.
Al día siguiente acudió a visitarlo Jessie White que le llevó la famosa
bañera de goma de la que el general ya no podía prescindir. Se despidió de
él y salió con un paquete de cartas dirigidas a todo el mundo, incluso a los
Estados Unidos e Inglaterra, cuya protección invocaba. Aseguraba que no
podía seguir siendo ciudadano de un país como Italia.
Por su parte, en Italia tenían lugar manifestaciones de protesta en calles
y plazas de todas las ciudades; los prefectos denunciaban en sus telegramas
la grave amenaza para el orden público que representaban tales
demostraciones y, naturalmente, «declinaban toda responsabilidad».
Rattazzi se apresuró a enviar cerca del prisionero al general Pescetto,
ministro de Marina, para «tratar» de su liberación: se le conduciría de nuevo
a Caprera, pero a condición de que prometiera bajo palabra de honor
quedarse allí. Aunque después de doce horas de discusión las
conversaciones fracasaron, Garibaldi fue enviado de todos modos a su isla,
escoltado por nueve buques de guerra. A bordo del Esploratore, en el que lo
habían embarcado, escribió a Crispi: «… Tras un maduro examen de la
situación, veo un solo medio de ponerle remedio a satisfacción de la nación
y del Gobierno. Invadir a Roma con el Ejército italiano, y en seguida…».
A pesar de sus estallidos de cólera, no creía haber sido confinado en
serio. Hasta tal punto que, el 2 de octubre, telegrafió a Crispi: «Mándeme
un vapor que me lleve al continente». Embarazado, el viejo amigo, que
también lo era de Rattazzi, le respondió que tuviera paciencia.
Pero con las noticias que llegaban de los Estados pontificios resultaba
difícil tener paciencia. Cumpliendo las órdenes recibidas de su padre,
Menotti había penetrado en ellos el 7 de octubre y ocupado Nerola y
Montelibretti, mientras Acerbi se instalaba en Torre Alfina, y Nicotera, con
800 hombres, en Vallecorsa. Las tropas del Papa se rendían en todas partes,
pero en Roma no había estallado la revolución.
Por el Diario y el epistolario de Crispi se comprende que la
consternación reinara en los círculos gubernativos; no por los fáciles éxitos
de los voluntarios garibaldinos, sino por la falta de insurrección «desde
dentro». Y de esto puede deducirse el plan de Rattazzi, que poco más o
menos debía ser el siguiente: tener confinado a Garibaldi para demostrar a
Europa que, aun sin él y sus «provocaciones», el pueblo romano estaba
decidido a unirse a Italia. Para ello, tras el arresto del general, había dejado
que Menotti y los demás lugartenientes prosiguieran sus preparativos, y
hasta los había ayudado bajo cuerda. Es posible que en aquel momento
hubiese querido detenerlos, pero era ya demasiado tarde.
En Caprera, Garibaldi temblaba. «Entre Roma y yo —escribió en una
proclama— existe hace tiempo un pacto solemne, y a cualquier precio
mantendré mi promesa y estaré con vosotros». Pero los buques de guerra
navegaban en torno a la isla que, por si fuera poco, se hallaba en cuarentena
a causa de una epidemia de cólera. El 8 de octubre intentó embarcar en el
correo de la Maddalena, pero el Sesia cerró la salida al vaporcillo, hizo
subir a bordo al fugitivo y lo condujo de nuevo a Caprera. Esta vez el
bloqueo iba en serio. No obstante, Jessie logró forzarlo y llevó al continente
un afligido mensaje del prisionero: «¡Interesad al mundo para que no me
dejen en esta cárcel…!». El mensaje fue llevado a Crispi, que se encogió de
hombros.
Pero a la sazón Canzio estaba ya en acción: había partido el 8 de
octubre desde Liorna con una barcaza de pesca. Desembarcó en el islote de
Santa María y corrió a la casa de los Collins para que avisaran al general su
llegada. Garibaldi le envió a Basso y Teresita a fin de disponer con él la
cita. Las naves de guerra vieron que los dos embarcaban en el Principe di
Piemonte, la pequeña embarcación que hacía el servicio de Caprera, y
dispararon. En pie bajo los cañonazos, que aún debían de ser unas salvas de
pólvora, la hija de Anita gritó que querían «vengarse en las mujeres de la
derrota sufrida en Lissa». Y caballerescamente el cañoneo cesó de pronto.
Al atardecer, Garibaldi, con la barba teñida de negro, descendió a la
playa. Sus vigilantes creían haber secuestrado todas sus embarcaciones,
pero no habían visto una tan pequeña que una mata de lentisco había
bastado para ocultarla. En cuanto se hizo noche cerrada, la sacó y la lanzó
al mar. Los buques de guerra estaban a unos cien metros, dispuestos
horizontalmente en fila ininterrumpida. El fugitivo pasó sin ser visto,
remando con un solo remo. Oyó las voces de los marineros en cubierta y
tuvo miedo de que una ola un poco fuerte lo lanzara contra el casco de uno
de los buques.
Cuando llegó a la Maddalena, en la orilla estaban los guardias.
Dificultado por la artritis y por la herida, para Garibaldi no fue fácil
maniobrar entre escollos y matorrales. Pero llegó a la casa de los Collins,
donde lo esperaba Susini. Con él y después con Cuneo y Basso, en parte por
mar y en parte a lomos de cabalgadura, pasó a Cerdeña, atravesó la Gallura
y dos días después estaba a bordo de la barcaza de Canzio rumbo a
Montecristo y Liorna.

La huida de Caprera suscitó en la Prensa europea casi la misma


sensación que la fuga de Elba de Napoleón. Había en ella una mezcla de
aventura, de romanticismo y de «novela policíaca» que actuaba sobre la
fantasía de la gente, entre otras cosas, porque a todos los cogió
desprevenidos. El último telegrama del comandante de la flota que montaba
la guardia frente a Caprera decía: «Sin novedad; el general sigue
enfurruñado en su casa». Y la misiva llegaba precisamente en el momento
en que el general, asomándose a un balcón en la plaza de Santa María
Novella, en Florencia, recibía los delirantes aplausos de una muchedumbre
atónita y entusiasta.
Una vez desembarcado en Liorna, nadie se atrevió a detenerlo. Por lo
demás, ya no había quien pudiera asumir semejante responsabilidad, porque
el Gobierno de Rattazzi había dimitido y el de Menabrea no estaba aún
formado. Ahora gritaba a la gente de la plaza: «… ¡No os contéis!
¡Disparad aunque seáis pocos! ¡La inercia es la ruina!». La orden de
detención fue firmada cuando ya había salido en tren hacia Rieti y fue
precedida de un telegrama de Crispi, que lo alcanzó en Passo Corese:
«Pasad inmediatamente la frontera. Dada orden de detención del general.
Llegan los carabinieri». Llegaban realmente, con retraso bien calculado,
para detener a Garibaldi; pero a su regreso, caso de haber vuelto derrotado.
El rey lo confió a media voz al ministro británico Paget, diciéndole que si
su ejército hubiera sido lo bastante fuerte, habría sostenido al general
rebelde contra los franceses; pero, como era débil, se decidiría a sostener a
los franceses contra el general rebelde. Al menos, naturalmente, que éste
venciera.
En la Ciudad Eterna se hallaba en aquel momento el historiador alemán
Gregorovius, que en carta a un amigo dio testimonio de los propósitos de
los romanos de lanzarse a la calle. Desgraciadamente, añade, precisamente
en el instante escogido, estalló un aguacero y la revolución se quedó
encerrada en casa para no coger un resfriado. Los pocos intentos que se
hicieron para que estallara se debieron a algunos garibaldinos que habían
penetrado del exterior, y casi todos ellos fracasaron. Cucchi intentó
adueñarse del Capitolio con un golpe de mano, pero fue rechazado.
Guerzoni, que intentaba introducir en la ciudad un cargamento de armas,
fue sorprendido en Porta San Paolo. Sólo Monti y Tognetti lograron hacer
volar un pabellón del cuartel Serristori: el ruido fue enorme, pero el
resultado escaso, porque la tropa no estaba allí, ya que había salido a una
misión de vigilancia. Sólo en Villa Glori hubo el acostumbrado episodio
«heroico» que suele hacer de contrapunto a las derrotas italianas
haciéndolas patéticas: al frente de setenta y cinco garibaldinos que durante
la noche habían penetrado hasta allí, cayó Enrico Cairoli junto con Antonio
Mantovani. Se desplomó entre los brazos de su hermano Giovanni, que
moriría al cabo de dos años a causa de las heridas recibidas en aquella
acción. Así, de los cinco hermanos, todos garibaldinos, sólo quedaría
Benedetto, futuro presidente del Consejo. Porque en Italia hay también
familias así.
Antes de que ocurrieran y fallaran esos intentos, Garibaldi había
anunciado a sus tropas que Roma se hallaba en plena revuelta. Pero, más
que a sus tropas, lo anunciaba seguramente a la opinión europea, a fin de
que detuviera una intervención de Napoleón. Por desgracia, era ya
demasiado tarde: las tropas francesas de refuerzo habían embarcado ya en
Marsella y el general Manabrea —por fin en el poder— indujo al rey a
firmar una proclama desautorizando la empresa, y a dar orden al general
Ricotti para que «actuara eventualmente de acuerdo con las tropas
francesas». Por supuesto, «eventualmente»: en este adverbio está ya toda
Italia.
A la cabeza de sus siete mil hombres, Garibaldi marchaba, entretanto,
sobre Roma, con tres columnas: Acerbi a la derecha, Nicotera a la izquierda
y Menotti al centro. Sabía que no eran suficientes hombres para el asalto a
la ciudad; pero estaba seguro de que, al verlos aparecer sobre las colinas
que rodean a la urbe, la población se alzaría en armas. Para ello había que
apoderarse de Monterotondo, a pesar de las murallas y de la artillería que la
guarnecía. El asalto fracasó. Garibaldi, que esta vez no podía dirigirlo
personalmente a causa de sus achaques, se dio cuenta de que sus tropas ya
no eran las de Calatafimi y el Volturno. La lluvia de aquellos días, el fango
y el escaso rancho habían bastado para desmoralizar a aquellos hombres.
Desmoralizado también él, por primera vez, e inmovilizado por el reúma, se
hizo llevar a un convento y durmió aquella noche dentro de un
confesonario. Al día siguiente, 26, Canzio intentó un nuevo asalto mediante
una estratagema: procuróse una bala de azufre y prendió fuego, por
sorpresa, a las puertas de la población. Los voluntarios penetraron en medio
de nubes amarillas y malolientes que los ocultaban a los de dentro;
Garibaldi expresó su júbilo en una enésima proclama: «¡Voluntarios
italianos! Grecia tuvo su Leónidas, la Roma antigua sus Fabios, y la Italia
moderna sus Cairoli, con la diferencia de que con Leónidas y Fabio los
héroes fueron trescientos; con Cairoli, setenta…».
Pero ni siquiera el éxito bastó a reanimar en el pueblo romano el
sagrado ardor revolucionario. La ciudad permaneció tranquila incluso
cuando algunas patrullas de «camisas rojas» se asomaron sobre el Monte
Sacro; y en vano Garibaldi hizo encender por la noche hogueras en las
alturas.
El día 30, los primeros soldados franceses comenzaron a desembarcar
en Civitavecchia, mientras disminuían los efectivos de Garibaldi. Y puesto
que en Roma nada sucedía y, por lo tanto, era imposible instaurar una
república, los mazzinianos se retiraban también. Pero se retiraban
igualmente los monárquicos, tras la desautorización de la empresa hecha
por el rey. Nicotera desapareció, dejando el mando a Orsini.
Quizá Garibaldi se dio cuenta de que iba al encuentro de un desastre,
pero su propio mito le impidió evitarlo con una oportuna retirada. El 2 de
noviembre decidió concentrar sus tropas en Tívoli para tener los Apeninos a
sus espaldas y encontrar salida en ellos en caso de derrota, y dio la orden de
abandonar Monterotondo al amanecer. El desorden y la indisciplina que
reinaban en las filas provocaron un retraso de siete horas, que resultó fatal.
Los voluntarios fueron alcanzados en Mentana por nueve mil soldados
franceses y del Papa, mandados por el general Kanzler. Fue un breve
choque en el que Garibaldi creyó haber vencido con el acostumbrado ataque
a la bayoneta, frente al cual retrocedió Kanzler. Pero estaban llegando otras
tropas francesas desde Civitavecchia, armadas con los nuevos fusiles
Chassepot.
Esta vez fueron los «camisas rojas» quienes retrocedieron, y en vano
Garibaldi intentó detenerlos.
—¡Venid a morir conmigo! —gritó desesperado—. ¿Es que tenéis
miedo de morir conmigo?
Estaba claro que lo que deseaba era eso precisamente: morir allí, bajo
las murallas de Roma. Pero Canzio sujetó el freno del caballo y lo retuvo.
—¿Por quién quiere hacerse matar, general? ¿Por quién?
Por si todo ello fuera poco, escaseaban las municiones.
El general derrotado tuvo que resignarse a seguir a sus hombres en
retirada, tras haber dejado en el campo 150 muertos y 1600 prisioneros en
manos del enemigo. El general francés De Failly telegrafió a París que los
Chassepot habían hecho «maravillas» y todos tuvieron interés en creerlo;
Francia, para prestigiar de nuevo a su industria pesada, bastante
desacreditada en los últimos años; Italia, para agenciarse una atenuante a la
derrota, que la hiciera menos amarga a su orgullo. Pero los Chassepot
habían demostrado ser unos pésimos artilugios: se atascaban, se
recalentaban demasiado y muy pronto tuvieron que ser sustituidos.
Apenas pasada la frontera, Garibaldi telegrafió que pusieran a su
disposición un vapor que lo condujera de nuevo a Caprera y subió a un tren:
evidentemente, se sentía impune. Pero en Figline Valdarno, el coronel de
los carabinieri, Camosso, subió al convoy para arrestarlo. Por toda
respuesta, el general descendió a la sala de espera a tomar una taza de
caldo. Lo sorbió lentamente, como si no oyera las palabras del coronel, que
le rogaba que subiera de nuevo al tren. Al final tuvieron que llevárselo en
brazos, a lo que él no opuso resistencia.
Encerrado de nuevo en el fuerte del Varignano, pidió «reparaciones» y
envió un llamamiento al cónsul de los Estados Unidos. Pero nadie le
respondió y durante tres semanas tuvo que permanecer prisionero. El 21 de
noviembre, Gualterio, que a la sazón era ministro del Interior, telegrafió
desde Florencia al subprefecto de La Spezia: «Descifre por sí mismo. Haga
que el coronel Camosso, reservadamente, ponga por escrito una declaración
en la que diga que en su presencia el general ha dicho que Rattazzi declaró:
“En marcha, que a la primera descarga de fusilería os seguirá el ejército”. Si
dijera alguna otra cosa referente a armas y municiones que se le hayan dado
en Caprera, declárelo igualmente. Y me envían la declaración a mí
reservadamente».
Evidentemente, Menabrea estaba interesado en liquidar a Rattazzi y
expulsar al Papa. Pero Garibaldi no declaró nada.
Gualterio envió también al Varignano a la señora Elvira Lavagnolo,
hermana del oficial garibaldino Bidischini, que trató de explicar al
prisionero qué hermoso hubiera sido un viaje a Egipto para ver las
pirámides.
—¡Qué pirámides de Egipto ni qué…! —replicó Garibaldi.
Lo supo el rey y ordenó a Menabrea:
—Póngase a disposición de Garibaldi una nave para que pueda dirigirse
a Caprera; en cambio, que vaya a Egipto ese ministro.
Asi, a finales de noviembre, Garibaldi volvió a su casa, cansado, viejo y
desilusionado como nunca. Desahogó la propia amargura en algunas cartas
a los amigos, en las que habló abiertamente de «traición». Lo habían
traicionado todos, dijo. No sólo el rey, vendiéndolo a Francia, sino también
Mazzini que, por envidia, había instigado a los voluntarios a desertar.
No era verdad. Mazzini no había sido favorable a la empresa de 1867,
como no lo fue a la de 1862, porque seguía creyendo que, sólo liberándose
por sí mismos, los romanos podrían proclamar la República. Pero Garilbaldi
ya no estaba en condiciones de ver objetivamente las cosas. Y ello nos
induce a creer que, si bien había habido algo de ambiguo en la actitud de
Rattazzi (y así había sido realmente), la fantasía de Garibaldi añadió mucho
más, aunque lo hiciera ingenuamente.
Como quiera que fuere, desde este momento Garibaldi se sintió solo y
víctima de todos. Lo demostró así en sus Memorias, en las que casi silenció
sus fracasos de Aspromonte y de Mentana, para extenderse en tono de
polémica en los fracasos de los piamonteses en Custoza y Lissa.
CAPÍTULO XX

LA ÚLTIMA AVENTURA

Pero a esos motivos de soledad espiritual y políticos se unieron otros,


sentimentales y domésticos.
Francesca le hacía despiadadamente el vacío en derredor de él, para
llenarlo todo con la presencia de su propia tribu. A Frusciante lo habían
alejado ya. Uno tras otro, le siguieron Basso, Pastoris y Fazzari. Riccioti
estaba en Australia. Menotti y Canzio fueron distanciando cada vez más sus
visitas. Y la casa de Caprera, antaño tan liberalmente abierta a cualquier
huésped de paso, ahora ya no tenía disponibles ni lechos ni puestos en la
mesa, porque todos estaban ocupados por parientes de la exnodriza de Asti.
Primero llegaron los padres, que se instalaron de modo casi permanente.
Después el hermano, Pedro, que para justificar su presencia allí asumió las
funciones de secretario general. Más tarde le tocó el turno a la hermana,
Lina, con su marido Vincenzo Bianchi, que allí trajeron al mundo a dos
hijos, los cuales permanecieron en la isla con el padre cuando Lina murió.
Nada hizo Garibaldi para oponerse al masivo cambio de la guardia en
torno a él, de lo cual debió de sufrir en silencio. Este hombre sediento de
batallas y valerosísimo frente al enemigo, buscaba la paz en casa y había
sido siempre débil con todas las mujeres. Pero ahora lo era aún más a causa
de sus achaques. Dependía de Francesca, que le servía con devoción. Pero
después se hacía pagar con el monopolio sobre la vida íntima y afectiva del
general.
Garibaldi buscó evasión y consuelo poniéndose a escribir novelas. La
primera fue: Clelia, o el gobierno de los curas; constaba de 474 páginas, 76
capítulos, un apéndice y un epílogo, y comienza con la siguiente
presentación de la protagonista:
«¡Qué hermosa era la perla del Transtíber! Las trenzas oscuras,
abundantísimas, ¡y los ojos…! Su brillo hería como un rayo a quien se
atrevía a mirarla. A los dieciséis años, su porte era majestuoso como el de
una matrona antigua. ¡Oh!, Rafael hubiera encontrado en Clelia todas las
gracias de su muchacha ideal junto con la viril robustez de la homónima
heroína que se precipita en el Tíber para huir del campo de Porsena. ¡Oh, sí!
¡También era bella esta Clelia! ¿Y quién podía contemplarla sin sentir arder
en su alma la viva llama que salía de sus luces? Pero ¿y las Eminencias?
Estas sierpes de la ciudad santa, cuyos matones, con las artes más viles de
corrupción, buscaban pasto para la liviandad de sus amos, ¿no sabían acaso
que semejante tesoro vivía en el recinto de Roma? Lo sabían, y uno de
ellos, más que los otros, agonizaba hacía tiempo por hacer suya aquella
beldad que descendía de los viejos quirites…».
La novela es un hormiguero de personajes y en cada página crepitan las
invectivas: contra los franceses, contra los mazzinianos, contra los
moderados, pero sobre todo contra los sacerdotes, «espumarajos del
infierno», entre los que sobresale un hijo de un Papa Farnesio que «violó a
un obispo de Fano de quien se había enamorado». En la página 66, el autor,
asaltado por la duda de si se habría mostrado un poco excesivo, advierte:
«¡Si mi pluma se moja muy a menudo en la hiel y abandona ciertas
cortesías y hiere con agudo punzón, con el terrible puñal del carbonario,
abundante materia tengo donde clavarlo!».
Garibaldi confesaba que se había puesto a escribir sobre todo para ganar
algo de dinero, del que tenía urgente necesidad (o tal vez de esa urgencia le
había persuadido Francesca) y, además, «para conversar con la juventud
italiana acerca de los hechos realizados por ella y de la sacrosanta
obligación de realizar el resto, aludiendo, con la conciencia de la verdad, a
las torpezas de los gobernantes y de los sacerdotes».
Speranza, en cuanto supo lo de la novela, corrió a Caprera para
asegurársela y para concretar de una vez para siempre el porvenir de Anita,
la hija que Garibaldi tuvo de Battistina Ravello, la cual seguía negándose a
cederla a nadie. Esta vez tuvo éxito en ambas empresas. Tuvo a Clelia y
tuvo a Anita, aunque ésta, que ya tenía nueve años, cuando llegó el
momento de embarcar, se echó a tierra presa de convulsiones y hubo que
llevarla en volandas a la nave, donde la emprendió con la pobre Speranza a
bofetones y arañazos. Speranza consiguió llevarla hasta Winterthur, en
Suiza, donde a su costa la confió a los cuidados de la señorita Meier, una
institutriz que, con todos sus diplomas y experiencia, declaró más tarde que
nunca había tenido que habérselas con una criatura tan salvaje.
En cambio, el libro fue más difícil de colocar. Leídas las primeras
páginas, hasta los editores más entusiastas de Garibaldi —y más
convencidos de que su nombre aseguraba la venta— declinaban la oferta. Y
en octubre, Speranza volvió a Caprera, mortificada, con el manuscrito en la
maleta. Garibaldi, que ya había comenzado otro, Cantoni il voluntario, se
quedó de una pieza; después se consoló:
«Si se juzga así a mis producciones literarias —dijo—, las dejaré a un
lado con los demás escritos míos; serán mi legado para mis hijos y sólo
después de mi muerte tendrán valor».
Speranza estuvo poco tiempo: también para ella debía resultar poco
respirable el aire de Caprera. En el momento de marchar, Garibaldi le dio
algunas cartas, rogándole que las echara en algún buzón en el continente,
porque el correo de Caprera estaba vigilado. Pero quiso informarla del
contenido. Era una invitación a la Prensa para que hiciera saber que, de
cumplirse la pena de muerte dictada en Roma contra los dinamiteros Monti
y Tognetti, que habían volado el cuartel Serristori, en cada ciudad de Italia
dos sacerdotes pagarían con sus vidas la de aquéllos.
Estas cartas nunca llegaron a su destino. Terminaron en manos de la
policía, que aguardaba a Speranza en Liorna y registró sus maletas. Monti y
Tognetti fueron ajusticiados el 24 de noviembre y ningún sacerdote pagó
con su vida la de los terroristas.
Desde hacía algún tiempo, su anticlericalismo asumía un carácter
incluso obsesivo y, además de sus novelas, no hay proclama pública ni carta
privada en la que no aparezcan esos temas. Por lo demás, suscitaban amplio
eco entre un público como el italiano, timorato e irreligioso, conformista y
anárquico, tragacuras, pero no laico, que veía en Garibaldi una especie de
papa a la inversa y sobre el cual volcó sus atávicas gazmoñerías.
Comenzaron a circular estampas que lo presentaban crucificado, con el
alma saliéndole del cuerpo para volar al cielo. Hasta se redactó una plegaria
que decía, a la manera de un Paternoster: «En los cuarteles y en los campos
de batalla se hará tu voluntad. Danos nuestras municiones cotidianas. No
nos induzcas en la tentación de contar el número de los enemigos. Pero
líbranos de austríacos y de curas». Un catecismo contenía pasajes como
éstos: «¿Qué se obtiene al vencer? La visión de Garibaldi en persona y toda
clase de placeres sin dolor… ¿Cuáles son las tres personas distintas de
Garibaldi? Padre de la nación, hijo del pueblo, espíritu de la libertad…».
Nada nos induce a creer que haya sido el mismo Garibaldi quien
inventara semejantes estupideces, y ni siquiera que les haya dado su
imprimatur. Mas, por desgracia, nada nos demuestra tampoco que las
desaprobara; no se sonrojó de vergüenza ni tampoco sonrió ante ellas. Tales
tonterías dan testimonio, al mismo tiempo, de la falta de humorismo de
Garibaldi y del nivel mental del pueblo bajo italiano.
Francesca estaba otra vez encinta, y en 1869 le dio una segunda niña,
que fue llamada Rosa, el nombre de la madre del Héroe y de la hijita muerta
en Montevideo. Al anunciarlo a Speranza, que a la sazón se había
trasladado a Creta, él mismo experimentó un poco de vergüenza: «Es hora
de acabar de una vez, ¿verdad? Tanto más cuanto que estoy envejeciendo a
ojos vistas».

Así era: envejecía a ojos vistas y había días en los que ni siquiera podía
levantarse a causa de los dolores que le punzaban los huesos. Pero ni en
medio de tales pruebas renunciaba al baño. Había hecho instalar en su
habitación una especie de caseta de madera con un asiento. De la cubierta,
que se cerraba sobre él, sólo salía la cabeza; debajo, un hornillo de petróleo
le hacía transpirar abundantemente. Cuando estaba bañado en sudor, salía
de aquel artilugio para meterse en una tinaja, donde Francesca le echaba
encima un cubo de agua helada. Después lo envolvía en una toalla, le
frotaba vigorosamente y volvía a meterlo en la cama, bien arropado. No
fueron los médicos (a quienes nunca consultaba) quienes le prescribieron
aquel tratamiento que atestigua, sobre todo, la solidez de sus coronarias.
Siempre había creído en la virtud milagrosa del agua helada y siguió
recurriendo a ella aun cuando la edad y la artritis la hacían seguramente
desaconsejable. Francesca le cortaba las uñas, la barba, el cabello y no
tiraba nada. En este afecto por las reliquias había al mismo tiempo afecto y
cálculo: la campesina piamontesa sabía que un mechón de cabellos de
Garibaldi tenía un valor comercial. En las conversaciones más íntimas
nunca lo llamaba Giuseppe ni Peppino, sino «general». Y también en esto
había a la vez humildad y orgullo.
Garibaldi escribía en la cama. Le habían regalado una mesa a propósito,
con la tabla inclinada, que le llegaba hasta debajo de la barbilla. Un
pisapapeles fijo le retenía las hojas. Fatigosamente, las llenaba con una
indecisa letra a lápiz, que después repasaba con la pluma. A medida que
terminaba un capítulo, lo guardaba cuidadosamente bajo una tira de papel.
Pero cuando se encontraba mejor se levantaba temprano, bebía un vaso
de agua y al cabo de un rato pedía una tacita de café. Si realmente se
encontraba en forma, volvíale el buen humor y lo desahogaba cantando, con
la música del Questa o quella per me pari sono, de Rigoletto, una canción
inventada por él:

Te han vendido, oh mi Niza querida:


el favor satisface a los tontos,
pero el día en que hundido el tirano
con los siervos Italia estará,
cuando lave su innoble vergüenza,
nuestros hijos preguntarán a la historia
quién, escrita la infamia en los votos,
sancionó el chanchullo nefando…

Con los años, el timbre tenoril de su voz se había abaritonado, pero


seguía siendo suave y agradable. Ni siquiera el largo ejercicio del mando se
lo había endurecido.
Seguía vistiendo la camisa roja, y los pantalones eran los que se había
cosido él mismo, mientras se lo permitiera la artritis, con el dedal y la
gruesa aguja usada por los marineros para coser las velas. Pero no tenía
botones porque no sabía hacer ojales y en vez de aquéllos había puesto una
cinta. Si el día era bueno y la artritis no le mortificaba, ensillaba su vieja
Marsala (ya tan vieja como él) y a lomos del cuadrúpedo daba la vuelta a la
finca, deteniéndose incluso a podar los olivos. Sólo cuando Marsala murió
se resignó a ir a pie definitivamente. La desaparición del animal le afligió
mucho. Hasta el último momento intentó mantenerlo en vida y, no sabiendo
a qué recurrir, abrió una sandía, le vació la pulpa, llenó el cuenco de vino de
Marsala y se lo dio a beber a la pobre bestia con la esperanza de que, siendo
un animal siciliano, encontrara de nuevo sus fuerzas vitales con aquel vino
de su propia tierra. De hecho, Marsala se reanimó momentáneamente, pero
sólo a consecuencia de la «turca». Después, con un prolongado relincho,
exhaló el último suspiro.
Su dieta, aun ahora que estaba enfermo, seguía siendo la de siempre,
sencilla y sana. Siempre había comido con frugalidad: sus únicos excesos
los hacía en la época de las habas; durante meses enteros, junto con el queso
de oveja, constituían su plato favorito y único. Otras golosinas eran el
potaje a la genovesa con ajilimoje, el bacalao y la merluza seca. Pocas
veces comía carne. Pero cuando lo hacía, la mandaba cocer a la
sudamericana, colocando un buen pedazo crudo sobre las brasas, rascando
la tenue corteza tostada y volviéndolo a poner en el fuego tras haberse
comido la capa renegrida. Pero la mayoría de las veces se conformaba con
aceitunas saladas y un tomate cortado en rajas y condimentado con albahaca
y anchoas. Bebía sólo medio vaso de vino aguado en cada comida. En
cambio, seguía gustándole el mate, que se preparaba él mismo y después
sorbía con la bombilla, durante el invierno; en verano aplacaba la sed con la
horchata que Francesca le preparaba con almendras de la finca.
Curiosamente, ahora empezaba a dar señales de avaricia: por ejemplo,
vigilaba puntillosamente la preparación de la ensalada, porque siempre
temía que gastaran demasiado aceite; y había desterrado el azúcar,
sustituyéndolo con miel de sus colmenas. Sin embargo, todo hace pensar
que fue Francesca quien le contagió su tacañería campesina, haciéndole
creer que el hambre llamaba a sus puertas para empujarlo a pedir aquel
subsidio que el Gobierno tantas veces le propusiera y que él siempre había
rechazado con desdén. Francesca había prescindido también de manteles y
servilletas, asegurando que se echaban a perder al lavarlos, y la mesa era
preparada con hojas de periódico.
Pero ésas eran renuncias que a Garibaldi no le costaban demasiado.

A principios de 1870 llegó a Caprera la noticia de que se había dictado


orden de arresto contra Ricciotti, que había regresado de Australia para
ocuparse del proyecto de un túnel entre Mesina y Reggio Calabria. Pero en
torno a Ricciotti había, al parecer, sospechas de conspiración.
—Chiquillerías mazzinianas —comentó Garibaldi. Y añadió con rabia
—: Si llego a saber que han metido en la cárcel a Ricciotti, beberé un vaso
de vino a la salud de quienes lo hayan capturado.
A tal punto había llegado su odio contra Mazzini, aquel «hombre
infalible que no tolera observaciones de nadie…, que habla siempre del
pueblo sin conocerlo». Por su parte, el maestro le correspondía, llamándolo
«un ignorante con cara leonina y estúpida». La ruptura entre los dos estaba
consumada. Garibaldi, aun aprovechando todo pretexto para reiterar su
aversión a la «política zorruna», seguía interviniendo en ella con cartas a los
amigos, a los periódicos y hasta a los pueblos. Escribió a Anton Giulio
Barrili, para Il Telegrafo, de Liorna; a Enrico Bignani, para La Plebe, de
Lodi, y a los españoles que habían derribado la monarquía e instaurado la
República. Ya no le quedaba más que la pluma para permanecer en la
brecha, para atraer la atención, para recordar a todos que aún existía
Garibaldi. De Londres llegó una buena noticia: un editor inglés había
aceptado por fin la Clelia y la había traducido e impreso con el título de The
Rule of the Monk. El ejemplo animó a un editor italiano, Rechiedei. Pero el
éxito fue escaso en ambos países, lo que, desde luego, no debe
maravillarnos. También esto reavivó en él el temor a haber sido olvidado y
atizó sus celos hacia Mazzini. El 28 de octubre, aniversario de Mentana,
escribió a Canzio: «El infalible profeta que casi murió por la expedición de
los Mil y triunfó en Mentana, marcha hoy con la visera en alto y no se da
cuenta, en su desmesurada ambición de general en jefe, que sigue siendo un
obstáculo para la unificación de esta desdichada patria. Nada escribo para
no alegrar a los enemigos de Italia, pero, con el tiempo, escribiré sobre este
único republicano para quien Dante, Maquiavelo, etc., no son más que unos
berzotas…».
Hay que tener en cuenta semejante estado de ánimo para comprender
dos cosas que, de otra manera, resultarían inexplicables: su frialdad ante la
anexión de Roma y su participación en ayuda de Francia.

En 1870, Prusia declaró la guerra a Napoleón, cuyos ejércitos fueron


rápidamente vencidos en Sedán por el de Von Moltke. El Gobierno italiano
aprovechó la coyuntura para trasladar inmediatamente su capital a Roma,
arrebatándosela al Papa, que había quedado sin protector. La empresa,
desde luego, no era como para suscitar entusiasmos, y ni siquiera los más
ingeniosos artificios retóricos podían hacer pasar la «brecha de Porta Pia»
por un glorioso hecho de armas. Italia ponía el último ladrillo al edificio de
su unidad nacional, de la que quedaban excluidas sólo Trento y Trieste, bajo
cuerda y aprovechándose de la debilidad de otros. Mas, para un patriota
como Garibaldi, que por dos veces había marchado sobre Roma solitario y
que se había propuesto como fin supremo devolverla a Italia, arrojando de
ella a los sacerdotes, el acontecimiento debía parecer sensacional.
Desgraciadamente, se llevó a cabo sin su participación. Y aquel «padre de
la patria» no soportaba que su hija creciera y no necesitara de él.
En cuanto a los móviles que lo llevaron a Francia, no deben buscarse,
desde luego, en sentimientos de amor hacia aquel país. Es verdad que sus
antipatías se dirigían sobre todo a Napoleón y a su régimen liberticida y
clericalizante, caídos bajo las palizas prusianas. Pero alimentaba también
antipatías para los franceses en general, tras las experiencias en
Sudamérica, donde siempre le fueron hostiles, y tras la hiriente decepción
de Mentana. Su hija Clelia recordaba haberle oído recitar, cada vez que se
hablaba de ellos, los versos del Misogallo de Alfieri:

Gira, volta, son francesi,


piú ti pesi e men ti danno.[16]
Y, sin embargo, a la noticia de que los alemanes avanzaban hacia París y
que Gambetta había decretado la movilización general para convertir a
Francia en un inmenso campo de batalla, le telegrafió:
—Pongo a vuestro servicio lo que queda de mí. Disponed.
Dijo a los amigos que lo hacía por la causa de la justicia y de la
Humanidad. Y es posible que, en efecto, eso lo impulsara, amén de su
innata propensión a los bellos gestos en favor de los débiles y vencidos.
Porque en este Héroe salgariano había también una pizca de Don Quijote;
más aún: fue esto precisamente lo que le impidió ser un aventurero
cualquiera. Pero, más que otra cosa, lo que le dictó aquel telegrama fue el
deseo de volver a la brecha, de ser otra vez Garibaldi.
Padecía uno de sus acostumbrados ataques de artritismo cuando, el 4 de
octubre, llegó a Caprera el coronel Bordone, un oficial francés que había
estado con él en Sicilia. Pero arrojó al suelo las muletas cuando le oyó decir
que Crémieux, ministro de Defensa Nacional, había dicho:
—¡Ah, aquel excelente Garibaldi! ¡Qué efecto produciría si pudiéramos
traerlo a París!
Media flota italiana seguía montando la guardia en torno a Caprera;
pero tal vez en aquella ocasión aflojó la vigilancia, porque para eludirla no
fue necesario apelar a las estratagemas del año 1867: que el alborotapueblos
fuera a alborotar a Francia. Al Gobierno italiano, eso le importaba poco;
más aún, no le parecía verdad tanta belleza.
La acogida en Marsella fue triunfal y a tono con el temperamento
sanguíneo y festivo de aquella ciudad. Pero Crémieux, como si hubiera
olvidado todo lo dicho a Bordone (si en realidad se lo había dicho), gimió,
llevándose las manos a la cabeza:
—¡Dios mío…, llega! ¡Lo que nos faltaba…!
En Tours lo aguardaba Gambetta, que había llegado desde París en
globo aerostático, como un héroe de Julio Verne, y que, tras haberle dado
las gracias por sus buenas intenciones, le invitó a ir a Chambéry (adonde los
alemanes quizá no llegarían nunca) para asumir allí el mando de trescientos
voluntarios.
Ciego de ira, Garibaldi descargó un puñetazo sobre la mesa.
Piamonteses, italianos o franceses, ¿eran todos iguales los hombres
políticos? En una carta de tono violento y solemne, manifestó a Gambetta
que al día siguiente volvería a Caprera. Es probable que Gambetta, como
los demás hombres de su Gobierno, no deseara otra cosa. Pero se hallaba
frente a él en el mismo embarazo en que se habían encontrado Víctor
Manuel, Cavour, Ricasoli, Rattazzi y Menabrea. Sabía que a los ojos de las
masas, también en Francia era Garibaldi una bandera de la que no podía
prescindirse. Y le rogó que fuera a verle.
—Si el señor Gambetta desea verme —replicó Garibaldi—, que venga
mañana a mi casa; pero temprano, porque pienso salir a las ocho.
Al día siguiente, antes de las ocho, Gambetta se presentó. Llevaba en el
bolsillo el nombramiento de Garibaldi como «comandante de todos los
Cuerpos francos de los Vosgos, desde Estrasburgo a París», además de una
brigada de guardias móviles.
Qué eran, y cuántos efectivos, las tropas de ese Ejército de nombre
altisonante, lo vio Garibaldi en Dôle, donde se concentraron para impedir el
paso del Jura y de la región lionesa a los cuarenta mil alemanes del general
Werder. En total eran unos cuatro mil hombres: pintoresca, babélica e
inquietante mezcla de franceses, españoles, polacos, griegos, argelinos y
apátridas de los más inciertos pelajes y procedencias. Estaban los
francotiradores del Ródano, de Gante y del Isere; los «Alsacianos de París»,
los «Exploradores de Gray», la «Compañía de Colmar y de Orán», los
«Hijos perdidos de París», los «Guerrilleros de Oriente», el «Batallón de la
Igualdad de Marsella», los «Voluntarios de la Muerte y del Desquite».
Aparecían camuflados de todas las maneras posibles, militares, bergantes,
heroicos, burgueses, y armados con todas las armas, de la Tabatiére al
Chassepot, de la Remington a la carabina suiza, del novísimo Spencer rifle
al chopo de pistón, al garrote y la hacheta; el idealista junto al preso común.
En el caos, todos los países son Italia. Y la Francia de Gambetta lo era a tal
punto que, cuando llegó el batallón de voluntarios italianos mandados por
Ricciotti, Canzio y Tanara, casi parecieron, por su orden y disciplina,
verdaderos soldados prusianos.
Pero Garibaldi estaba acostumbrado a aquella clase de tropa, muy apta
para el tipo de guerra que pensaba hacer y que, por lo demás, era la única
que podía llevar a cabo. Por lo tanto, no debe asombrar el que, aun sin
querer exagerar la importancia de sus éxitos, que fueron modestos y de poca
importancia en el conjunto de la campaña, haya sido el único general, del
lado francés, que los tuviera. En el golpe de mano y en la emboscada, valía
mucho más que los generales del Imperio.
Los alemanes no lograban aferrar a aquellos fantasmales lansquenetes
que atraían a los bosques a sus patrullas de ulanos y les daban muerte. Más
tarde, sus profesores de táctica y estrategia cometieron el error de
subestimar el desgaste a que Garibaldi sometió a las tropas de Moltke y de
no reflexionar bastante sobre el hecho. Hubieran podido deducir lecciones
útiles para la Segunda Guerra Mundial de setenta años después. Porque el
caudillo de Niza fue el verdadero antecesor del maquis que, como es
sabido, nunca obtiene victorias decisivas, pero siempre deja en tela de juicio
las del enemigo.
En Autun no perdió ocasión de caer en algún error político. Ignorando
que se hallaba en una ciudad clerical y bonapartista, requisó diecisiete
conventos y dos seminarios para alojar en ellos a sus bravucones
soldadotes, putañeros y blasfemos, y declaró públicamente que Napoleón
era «el más estúpido de los tiranos». Los ciudadanos se indignaron y el
señor Reyras, severo magistrado, escribió que Garibaldi era un cómplice de
Bismarck y sus hombres «una mesnada de vándalos, bandidos, malandrines,
miserables, hienas a la búsqueda de cadáveres, que paralizan la defensa de
Autun, no van más que a la caza de galones, han costado en un mes un
millón cincuenta mil francos y llevan una dolce vita (¡Vaya! ¡Desde
entonces!), participando en inconfesables tráficos en las fronteras».
Es posible que algo de verdad hubiera en esa descripción. Pero nada de
ello quita el que en Châtillon-sur-Seine, la 4.ª Brigada, al mando de
Ricciotti, sorprendiera a un fuerte Cuerpo de Infantería prusiana, dejara
fuera de combate a doscientos hombres e hiciera prisioneros a ciento
sesenta y siete, trece de ellos oficiales, a los que Garibaldi entregó a los
franceses, encomendándolos a su generosidad. Convencido de que tenía que
habérselas con un enemigo mucho más numeroso, Werder lanzó contra él a
veinte mil hombres, debilitando así la guarnición de Dijon. Garibaldi
concibió entonces el temerario proyecto de atacar por sorpresa la ciudad.
Eran uno contra cuatro y sin artillería, pero, en cambio, tenían un himno,
que Garibaldi había compuesto personalmente en francés y que decía:

Aux armes! Aux armes! Aux armes!


L’étranger veut nous envahir.
Aux armes! Aux armes! Aux armes!
Nous saurons le punir.

Atacaron durante la noche del 25 al 26 de noviembre y, naturalmente, y


a pesar del himno, fueron rechazados. Pero cuando los prusianos intentaron
a su vez atacar Autun, hubieron de retirarse también.
Llegó el invierno, cayó la nieve y un ataque de artritismo inmovilizó en
el lecho a Garibaldi, que engañó el tiempo escribiendo cartas a casa. A
Francesca le envió una medicina para las dos niñas; a Teresita, la hija de
Anita, relatos de batallas. La resistencia francesa se extinguía. La última
esperanza del Gobierno republicano era el Ejército reunido a toda prisa por
el general Bourbaky en el Loira. Para no encontrarse cercados, los alemanes
(en vista de que Bourbaky marchaba sobre Dijon) abandonaron la ciudad y
Garibaldi recibió el encargo de ocuparla y defenderla, mientras Bourbaky se
dirigía a Belfort. Pero los prusianos volvieron pronto contra Dijon, a fin de
estrechar el cerco en torno a aquel último ejército francés.
La mañana del 21 de enero, el general Manteuffel atacó la ciudad por
dos lados, y Garibaldi, por primera vez desde que se hallaba en Francia,
montó a caballo para dirigir personalmente la batalla, que duró tres días y
fue dura y sangrienta. En ella cayeron los mejores garibaldinos: Imbriani,
Perla, Cavallotti, Pastoris, Bassi, Gnecco, Settignani, Leonardi, Valdata,
Cerruti, Ricci, Canova y el exgeneral polaco Bossack. Se combatió a tan
corta distancia que pudo oírse a Garibaldi gritar repetidas veces a sus
artilleros.
—¡No disparéis! ¡No disparéis! ¡Son los vuestros!
Rechazados, los prusianos intentaron de nuevo el asalto al día siguiente,
avanzando hacia el castillo de Pouilly, punto clave de la defensa,
guarnecido con las brigadas de Ricciotti y Canzio. Por tres veces lograron
ocuparlo y por tres veces fueron expulsados de él tras impetuosos ataques a
la bayoneta. El último fue tan violento que la retirada de los prusianos se
convirtió en una fuga y uno de sus regimientos, el 61.º de Pomerania, dejó
la propia bandera en manos de Ricciotti. Fue la única bandera que el
Ejército de Moltke perdió en aquella guerra, y aún se conserva en el Museo
de los Inválidos, en París. Cuando lo supo Bismarck montó en cólera.
—He de tener en mis manos a ese Garibaldi —rugió—, porque deseo
pasearlo por las calles de Berlín con un cartel sobre el pecho que diga:
«Ésta es la gratitud de Italia».
Pero sus generales no consiguieron entregárselo. Quebrantaron el
ejército de Bourbaky, que intentó suicidarse, y no dejaron a Francia otra
alternativa que la rendición. El armisticio fue firmado el 29 de enero, pero
excluía a los beligerantes del Jura y de la Costa de Oro, que, a fin de
cuentas, no eran más que Garibaldi y sus hombres, ya que el general
Clinchant, sucesor de Bourbaky, estaba camino de Suiza con los restos de
su ejército.
Dejando el caballo, Garibaldi llevó a su pequeño ejército a través de las
redes del cerco, dejando a Menotti la misión de cubrirle las espaldas. No
capituló, no dejó en manos alemanas ni un prisionero ni un herido. El viejo
guerrillero marchaba al frente de sus soldados, apoyándose torpemente en el
bastón y tocando en el bolsillo una carta recibida unos días antes. Era de
Francesca, y decía:

Queridísimo general:
Mi dolor es que, desde el día de tu partida, nuestra querida Rosa
buscaba a cada momento a papá, acordándose mucho de ti. El 28 de
noviembre comenzó con la tosferina, la más fuerte que he visto en mi vida;
pero Rosa, tan bella como valerosa, consiguió soportarla.
Cuando creí que ya había dejado de toser, se le desarrolló una fiebre
gástrica infecciosa. El día de Navidad recibí tu telegrama e
inmediatamente la misma noche cogí el jarabe que me decías y se lo di, y al
mismo tiempo se lo dije al médico de La Maddalena. Pero a causa del mal
tiempo no podía venir hasta cuatro o cinco días después, de manera que
Rosina se vio atormentada por dicha fiebre sin conocer un momento de
tregua.
Asediada en este lugar por el mal tiempo, puedes imaginar mi dolor. Le
di santonina, coralina, untura de aceite y manzanilla en el pecho, aceite de
oliva bueno, por la boca, caldo de gallina todos los días y emplastos de
semillas de lino sobre el vientre para quitarle un poco la inflamación,
porque la fiebre que tenía no era soportable para una niña de dieciocho
meses menos ocho días.
Por fin, el día 26 llegó el médico de la Maddalena y me ordenó muchas
cosas. Pero en seguida dijo que sería imposible curarla.
Le dije que no reparara en gastos, porque lo importante era que curara
a nuestra querida Rosa. Siguió visitándola todos los días, pero nada pudo
hacer por nuestra pequeña. El último día del año, hacia las ocho de la
tarde, empezaron las convulsiones, que duraron toda la noche.
A medianoche le cesaron durante cinco minutos; llamó a papá y mamá
y le di tres besos. Después empezaron otra vez las convulsiones,
acompañadas de fiebre muy alta que le duró hasta el primero de año a las
ocho de la tarde. A esta hora le vino un fortísimo ataque de tos y con esas
fuertes convulsiones quedó sofocada. Murió en mis brazos…

Cuando llegó esa carta, Garibaldi ya estaba enterado de la muerte de su


hijita. Le había telegrafiado la noticia el alcalde de La Maddalena,
quejándose de que Francesca se hubiera negado a entregarle el cadáver para
enterrarlo, según disponía la ley, en el cementerio de la cabeza de partido.
La mujer se atrincheró en la casa y entre las tablillas de la persiana apuntó
el fusil contra el alcalde y el sepulturero, que hubieron de retirarse. Se
empeñaba en retener en casa el ataúd hasta el regreso del marido, para
enterrarlo cuando él estuviera en Caprera, y así lo hizo. Rosa inauguró el
pequeño cementerio de los Garibaldi, donde después fueron enterrados el
Héroe, Anita, Teresita, Manlio, Francesca y, por último, Clelia, sin que las
autoridades sanitarias lo autorizaran.
Después de la retirada, Garibaldi fue elegido diputado por seis
departamentos franceses. La Asamblea se reunió en Burdeos y el presidente
leyó una carta de Garibaldi, que decía:

Como último deber para con la República, he venido a Burdeos, donde


tienen su sede los representantes de la nación, pero renuncio al
nombramiento con que se me ha honrado…

Pero cuando la sesión ya se había cerrado, se levantó a pedir la palabra.


Llevaba la camisa roja, el poncho echado sobre los hombros y un gorro en
la cabeza.
—¡Fuera el sombrero! —gritó un diputado.
Pero Garibaldi mantuvo el gorro en su sitio. El gesto fue considerado
provocativo y, de hecho, provocó protestas e invectivas y muchos
abandonaron la sala. Molesto, el presidente, que era el viejo conde Benoit
d’Azy, preguntó al importuno qué tenía que decir, dado que la sesión estaba
ya cerrada.
—¡Qué cerrada ni que…! —gritaron desde las tribunas del público—.
¡Habla, Garibaldi, habla!
Pero Garibaldi miraba al presidente, esperando el permiso.
—¿Qué es esto? —dijo Thiers, riendo entre dientes.
—Esto es Garibaldi —gritaron desde las tribunas—. ¡Que vale más que
todos vosotros juntos!
Garibaldi no habló y probablemente obró bien. Su sola aparición había
bastado para crear también en Francia una fisura entre lo que hoy se
llamaría el «país legal» y el «pueblo real». Cuando salió a la calle, la
muchedumbre lo aclamó.
—¡No nos dejes! ¡No nos dejes! —gritaron.
Y uno parecía encontrarse en una ciudad italiana.
Pero Garibaldi marchó a Marsella, donde embarcaría rumbo a Caprera.
La ciudad, que ya a su llegada lo acogió triunfalmente, le hizo objeto de una
memorable despedida. Y tres semanas después, Víctor Hugo, en la
Asamblea de Burdeos, se hizo portavoz del sentimiento popular francés:
—Nadie se levantó para defender a esta Francia que tantas veces había
tomado en sus manos la causa de la civilización: ni un rey, ni un Estado.
Sólo un hombre…
De los bancos de la derecha se elevaron gritos e improperios, pero Hugo
prosiguió:
—Entre todos los generales que combatieron por Francia, Garibaldi es
el único que no ha sido vencido. Hace tres semanas os negasteis a
escucharlo. Hoy os negáis a escucharme a mí. Iré a hablar más lejos…
Y se marchó a un voluntario exilio.
En realidad, al impedirle hablar, esto es, decir quién sabe qué
barbaridades, el conde Benoit d’Azy había hecho un gran servicio a
Garibaldi. Así todo terminó felizmente. Por enredador y confuso que fuera,
siempre quedó por encima de aquella Asamblea, cuyo burdo y mezquino
patriotismo fue sólo superado por el de ciertos patriotas italianos que
escribieron que Francia había sobrevivido solamente gracias a Garibaldi, a
quien calificaron como un estratega más grande que Moltke.
De Garibaldi a Bartali[17], los rencores entre Francia e Italia se
alimentan desde hace más de un siglo con material como éste.
CAPÍTULO XXI

EL LARGO CREPÚSCULO

«Oblíguese al más batallador de los caudillos, al más infatigable de los


caballeros andantes a entrar en la piel del apóstol elocuente o del polemista
gacetillero, transfórmese al hombre de acción en hombre de palabra y se
tendrá la razón más íntima y verdadera de las contradicciones, los errores,
los defectos que oscurecen del modo más lóbrego este último período de la
vida de Garibaldi», escribió Guerzoni. En realidad, nadie obligaba a
Garibaldi a hacerse escritor, sino su desesperada voluntad de sobrevivir.
Inundaba a Italia de artículos, de cartas, de proclamas, y cada una de esas
intervenciones suyas provocaban forzosamente reacciones. Hasta algunos
de sus amigos más fieles, como Giuseppe Petroni y Maurizio Quadrio, se
vieron obligados a replicar duramente a sus embrollos ideológicos, el uno
en Roma del Popolo y el otro en Unitá.
El Héroe respondió a Petroni con una interminable carta en la que
asuntos personales aparecían mezclados con confusos fragmentos de
utopías sansimonianas, de reformismo socialista, de exasperado
nacionalismo y, al mismo tiempo, de internacionalismo pacifista. Elementos
todos que vuelven a aparecer en el Testamento Político, que redactó al
término de aquel año, como resumen de su pensamiento:

«1). A mis hijos, a mis amigos y a cuantos comparten mis opiniones,


lego: mi amor a la libertad y a la verdad; mi odio a la mentira y a la tiranía.
»2). Como en los últimos instantes de la criatura humana, el sacerdote,
aprovechando el estado de descaecimiento en que se halla el moribundo y la
confusión que a menudo sucede a ese estado, se aventura y procura poner
en práctica cualquier torpe estratagema, y con la impostura de que es
maestro, propaga el rumor de que el difunto cumplió con sus deberes de
católico arrepintiéndose de sus creencias pasadas, yo, para salir al paso de
estas maniobras, declaro que, hallándome en pleno uso de razón, no quiero
aceptar en ningún momento el ministerio odioso, maléfico y perverso de un
sacerdote, al que considero enemigo del género humano y de Italia en
particular. Y que creo que sólo en estado de demencia o de crasa ignorancia
puede un individuo encomendarse a un descendiente de Torquemada.

»3). Después de mi muerte, recomiendo a mis hijos y amigos que


quemen mi cadáver (creo tener el derecho de poder disponer de él, puesto
que toda mi vida he propugnado el derecho del hombre) y que recojan un
poco de mis cenizas en una botella de vidrio que colocarán bajo el enebro
(de Fenicia) favorito, a la izquierda del camino que conduce al lavadero.

»4). Espero ver realizada la unificación italiana, pero si no tuviera tanta


fortuna recomiendo a mis compatriotas que consideren a los sedicentes
“puros republicanos”, con su exclusivismo, poco mejores que los
moderados y los curas, como nocivos para Italia.

»5). Por pésimo que fuere el Gobierno italiano, si no se presenta la


oportunidad de derribarlo fácilmente, creo que es mejor atenerse al gran
concepto de Dante: forjar a Italia incluso con el diablo.

»6). Adaptarse a la propia condición, es decir: cuando se tiene diez,


gastar nueve; porque si teniendo diez se gasta veinte, la ruina es segura y, en
consecuencia, hay que venderse o suicidarse. Esta máxima está comprobada
por la experiencia y tenemos buenas pruebas en este nuestro infeliz país en
el que la mitad de la nación se vende para hacer de esbirro a la otra mitad.
»7). Si puede y es dueña de sí misma, Italia debe proclamarse
republicana, pero no confiar su suerte a quinientos doctores que, tras
haberla aturdido con charlatanerías, la llevarán a la ruina. En cambio,
escoged al más honesto de los italianos y nombradlo dictador temporal, con
el mismo poder que tenían los Fabios y Cincinatos. El sistema dictatorial
durará hasta que la nación italiana esté más educada para la libertad y su
existencia no se vea amenazada por vecinos poderosos. Entonces, la
dictadura cederá el puesto a un regular Gobierno republicano».

El 10 de marzo de 1872 murió Mazzini, en Pisa, en la casa de Pellegrino


Rosselli, el yerno de Sarah Nathan.
Después de Mentana se había establecido en Lugano. De allí volvió con
frecuencia a Italia, especialmente a Génova. Entraba con documentación
falsa, a nombre de Brown, y un sombrero de ala baja sobre los ojos para no
ser reconocido; durante el trayecto de la estación a su casa encontraba a
cada paso a hombres armados y con tabardo, pero no sabía si eran policías
que lo vigilaban o secuaces que lo protegían. Nunca dejó de conspirar.
Hasta intentó hacerlo con Bismarck, que durante cierto tiempo se divirtió
dándole cuerda. En la primavera de 1870, confió a un amigo el propósito de
trasladarse a Palermo para organizar allí una insurrección republicana. Y
para variar, el amigo era un espía. Apenas hubo puesto el pie en Sicilia, el
apóstol fue arrestado y conducido a Gaeta, por obra de Giacomo Medici
(¡su Medici!), prefecto de la ciudad.
Los amigos le enviaron cigarros puros marca «Cavour», libros de
lectura (Shakespeare, Byron, Taine) y papel para escribir. El prisionero
compuso sus Cartas al Concilio Ecuménico, luchando contra un invencible
cansancio del que no conseguía liberarse. A través de las troneras veía el
cielo, y un día escribió: «Las estrellas brillan con esa luz que no se ve más
que entre nosotros. Las amo como a hermanas».
Lo liberaron pocos días antes de la conquista de Roma, que él definió
como «otra profanación monárquica». Era condenadamente pobre y se
hallaba desoladamente solo, en abierta polémica con los dos nuevos astros
del firmamento político europeo, Marx y Bakunin, y también con los
conservadores, a quienes recordaba que aquellos dos falsos profetas
«representan, sin embargo, desviada, estropeada, deformada por culpa
vuestra en gran parte, una idea: la ascensión providencial, inevitable, de los
hombres del trabajo. La humillación es el fruto necesario de la indiferencia
que las clases medias sienten por las reformas sociales».
Nadie le hacía caso. Los italianos lo consideraban «antipático», un
extranjero nacido entre ellos por error, y no se equivocaban, porque en Italia
es extranjero, efectivamente, quien tenga una rigurosa conciencia moral y
una concepción trágica de la vida como de un deber que hay que cumplir y
de una misión que realizar. Al final, lo reconoció él mismo. «¿E Italia? ¿La
Italia de mis sueños? ¿La Italia que he predicado? ¿La Italia que he soñado?
¿No es más que un fantasma? ¿Una parodia?». Pero en el lecho de muerte
rechazó esa desesperada duda y dijo a los pocos amigos que se habían
reunido en torno a él: «Amad celosamente a esta pobre patria nuestra,
llamada a altos destinos».
La Italia oficial no pestañeó ni pronunció una palabra ante la
desaparición del hombre que había intentado dar al Risorgimento lo que
más le faltaba: seriedad. Pero tampoco Garibaldi halló un acento de
emoción. Más aún: cuando el cadáver estaba aún tibio, escribió a una amiga
de Mazzini:

Muy gentil señora:


¿Así, pues, ha muerto con remordimientos vuestro ángel? Lo siento,
porque, a pesar del mal que él, y más aún sus amigos, han hecho, no a mí,
sino a la causa que juntos hemos servido, o creído servir, yo, tolerante por
naturaleza, no odiaba a Mazzini. Lo que voy a decir será predicar en
desierto, porque cuando una mujer se crea un ángel es difícil que pueda
encontrarlo culpable. Pero, decidme, señora: ¿por qué Mazzini siempre ha
recriminado mi obra, desde Milán en 1848 a Francia en 1871? En 1848, en
Lugano, su jefe de Estado Mayor, Medici, cuando yo proponía volver al
territorio lombardo, invitado a esa operación por el coronel Luini, suizo,
que prometía cooperar a ella, Medici, entonces jefe de Estado Mayor de
Mazzini y su portavoz, me respondía: «¡Nosotros lo haremos mejor!». No
quiero entrar en detalles acerca de todas las contrariedades recibidas de su
parte y de sus amigos. En Roma, en 1849. En Génova, en 1854. En las
campañas de 1859 y 1860, de 1862 y 1867, donde por culpa suya y de sus
amigos desertaron de mis filas tres mil jóvenes, tal vez de los mejores, en
los campos de batalla de Monterotondo y de Mentana, con el pretexto de ir
a levantar barricadas que nunca se levantaron y de proclamar repúblicas
que nunca fueron proclamadas. ¿Y por qué atacar la más gloriosa empresa
hecha por italianos en los tiempos modernos, como fue la de Francia…?

Pero, muerto Mazzini, quedaba la «mazzinería», y también en polémica


con ésta Garibaldi procedió a una revisión general de sus Memorias,
eliminando o minimizando todos los episodios que resultaban favorables al
apóstol, e incluso su primer encuentro con él. Pero cayeron también otros
muchos capítulos de su vida: los entusiasmos sansimonianos, la fuga de
Italia, las aventuras sudamericanas. En la nueva edición aparecían
descoloridas las figuras de Rossetti y de Anzani que habían tenido, sobre
todo el segundo, tan gran influencia sobre él. Y desaparecieron casi del todo
el encuentro con Anita, la batalla de San Antonio, el episodio del cocinero
que cargaba los fusiles durante el combate del barracón; es decir, todo
aquello que no se prestaba a la épica.
A estas Memorias revisadas y corregidas, es decir, con más lagunas que
antes, convencionales y hagiográficas, más que las ediciones precedentes,
que ya lo eran bastante, precisamente el día de su sesenta y cinco
cumpleaños puso un prefacio en el que, entre otras cosas, decía de su propia
vida: «Vida tempestuosa, compuesta de bien y de mal, como creo que
ocurre con la mayor parte de las gentes. Conciencia de haber buscado
siempre el bien, para mí y para mis semejantes. Y si alguna vez hice el mal,
lo hice involuntariamente…».
Es el pasaje más sincero de todo un libro que parece elaborado
solamente para hacer de pedestal al monumento de Garibaldi. Pero no era
vanidad. Garibaldi creía con absoluta buena fe que los libros servían sólo
para eso.
A comienzos del otoño, Francesca se dio cuenta de que estaba otra vez
encinta, y el 23 de abril de 1873 nació un niño al que se le dio el nombre
romano de Manlio. Garibaldi exultaba de gozo, al que tal vez se mezclaba
un poco de orgullo por aquella nueva prueba de su virilidad. Sus otros hijos
venían raras veces a Caprera, y si es verdad que en la guerra le habían dado
muchas satisfacciones, también lo es que en tiempos de paz no le causaban
más que dolores de cabeza. Menotti, en Roma, se había metido en la
construcción, pero entendía poco, había hecho mal sus cálculos y estaba a
punto de naufragar en deudas. Ricciotti había regresado a Londres, donde
llevaba una vida que llenaba de consternación a los amigos y admiradores
de Garibaldi. Algunos de éstos fueron a Caprera para inducir al Héroe a
llamar al orden al jovenzuelo. Pero el Héroe reaccionaba como buen padre
italiano: por el momento, mostrábase dolorido ante el relato de tantas
calaveradas; pero después terminaba divirtiéndose y casi enorgulleciéndose
de ellas. Ricciotti había vendido la Estrella de los Mil, banderas, reliquias,
objetos diversos y hasta el sable de su padre. Pero las mujeres caían en sus
brazos, seducidas por su aureola de aventuras y por el apellido que llevaba.
Por fin, el viejo le escribió, pero más con indulgencia que con severidad.
Sabía que los cachorros de aquella primera nidada eran ya hombres y no
volverían a Caprera más que para las fiestas, entre otras razones porque la
acogida que les dispensaba Francesca no era de las más estimulantes.
En el gran frío de la vejez, Clelia le había devuelto ya el calor del afecto
paterno, hasta el punto de que solía dormir en su propio lecho. Pero hubo de
ceder el sitio a Manlio, que tenía el privilegio de ser varón. Por él, papá
Garibaldi hizo la más dolorosa y difícil de las renuncias, el cigarro puro,
cuando observó que el nene no toleraba el olor y vomitaba, cosa que no nos
extraña porque los puros que fumaba incesantemente Garibaldi eran los
«toscanos».
Pero nada de eso impidió que prosiguiera su febril actividad epistolar en
la que, junto a los grandes problemas ideológicos, enfrentábase también con
los prácticos y actuales. Escribió a los amigos de la Sociedad Democrática
de Finale Emilia, para que se hicieran promotores de una desecación de las
tierras del Po, que ya por entonces se desmandaba de vez en cuando, rompía
los cauces e inundaba los campos. «No se remedia nada —escribía— con
ayudas particulares y suscripciones. Una vez pasado el peligro, volveremos
a empezar; y las inundaciones que pueden producirse aún en diversas
épocas no harán más que aumentar el número de desventurados». ¡Quién
sabe qué diría si, abriendo de nuevo los ojos, a casi cien años de distancia,
viera que nos hallamos aún en las suscripciones de socorro después del
siniestro!
Escribió también a Bismarck, sin saber que al hacerlo seguía las huellas
de Mazzini: «Príncipe: Habéis realizado grandes cosas en el mundo.
Culminad hoy vuestra brillantísima carrera con la iniciativa de un arbitraje
mundial. Alemania, Inglaterra, Italia, Suiza, pueden muy bien servir de
núcleo en torno al cual se reúnan Suecia, Dinamarca, Holanda, Bélgica,
Grecia y después Francia, España, Rusia, Austria y América. En Ginebra,
sede del arbitraje, debiera haber delegados de cada Estado. 1) Guerra
imposible entre las naciones; 2) Todo litigio entre ellas debe ser juzgado por
un arbitraje mundial. Con tal resultado, mereceríais la gratitud universal».
Bismarck era aquel mismo que apenas veinte meses antes quería hacer
desfilar a Garibaldi en una jaula por las calles de Berlín. Pero Garibaldi ya
no lo recordaba. Entre una y otra de estas cartas en pro del progreso y la paz
universal, preparaba las armas y las municiones para la liberación de las
tierras aún irredentas. En todos los países la industria pesada estaba ya en
marcha y sobre todo Alemania fabricaba cañones de gran calibre. Garibaldi
hacía fundir el plomo en un gran caldero delante de la casa, en la era; la
pequeña Clelia, con un cazo, lo derramaba en los moldes, y con tales
proyectiles Garibaldi pensaba volver a hacer algún día la guerra contra
Austria. Era el ejemplo de aquel artesano militar con el que los italianos
debían alimentar su incurable retórica que un día desembocaría en los
«ocho millones de bayonetas».
Mas por este lado las perspectivas eran oscuras. Había vuelto al
Gobierno Minghetti, el hombre de la «Convención de setiembre», el
«traidor» del 67, el símbolo —escribió Garibaldi— de la reacción
monárquico-clerical.
Manlio echó su primer dientecito y el padre, dichoso, le dio el mote de
Bell’uomo, que le quedó para siempre. Pero, como contrapeso de esas
alegrías, estaban las preocupaciones financieras, que tal vez Francesca supo
subrayar hábilmente, para empujarlo a aceptar el famoso subsidio. Para
sustraerse a tal cosa, que le parecía un deshonor, Garibaldi vendió el yate
que le regalaron sus admiradores ingleses, por el que consiguió ochenta mil
liras. Para aquellos tiempos y para un hombre frugal como él, era casi la
riqueza. Pero, ingenuo y desprevenido como siempre, confió la suma (para
que la depositara en Génova) a su viejo compañero de armas Antonio Bo,
que nunca llegó a Génova, porque prefirió escapar con su peculio a
América, parece ser que con la complicidad de Ricciotti. Fue un duro golpe
para el Héroe. No sólo para sus finanzas, sino también para su confianza en
los hombres, especialmente en aquellos que habían participado en sus
batallas. Una vez más hubo de convencerse de que un héroe puede ser
también un fullero. Viose obligado a solicitar un empréstito al Banco de
Nápoles, que se lo concedió, pero no sin que mediara una hipoteca sobre la
isla, que desde entonces se convirtió en la pesadilla de Garibaldi y más aún
de Francesca.
En Italia, los periódicos olfatearon algo de esas desventuras y mandaron
a Caprera «enviados especiales» para indagar. Y ellos se extendieron en
patéticas descripciones del Héroe que «cada mañana, apoyándose en el
bastón y a veces incluso en las muletas, empujaba un carrito lleno de
melones para ganarse cinco liras».
Los periódicos reproducían esas corresponsalías bajo títulos como: «En
Caprera falta el pan. Garibaldi, en la miseria más negra. ¡Italianos,
ayudemos a Garibaldi!». La impresión fue enorme en todo el país; los
Consejos municipales de todas las ciudades comenzaron a votar pensiones y
donativos al Héroe, hasta que el ministro Cantelli hubo de recordarles que
eso era ilegal, porque «conceder recompensas nacionales era misión del
Estado».
Una más profunda encuesta realizada por el Gobierno probó que en
realidad las cosas no eran tan dramáticas. A pesar de la presencia en
Caprera de toda la familia Armosino, ascendientes, colaterales y hasta la
Felicetta, fruto de los primeros amores de Francesca, la producción de la
granja bastaba para satisfacer las necesidades de todos. Además, Francesca
tenía rentas por cuenta propia. Procedían del comercio de vinos con un
paisano suyo, Vincenzo Gola, que transportaba la mercancía al continente
sin pagar fletes, porque la compañía naviera «Rubattino» se encargaba
gratuitamente de ello, ni otra alcabala estatal; y por el comercio del ganado,
que ella administraba como cosa propia y que consistía en un centenar de
cabezas de bovino y en trescientas de ovino. Y el fruto de ese comercio lo
había colocado, sin decir nada a su «querido general», en pequeños chalets
en Ardenza y en granjas en la comarca de Asti. Por lo demás, eran
precauciones legítimas: Francesca no era la esposa de Garibaldi, vinculado
aún al matrimonio con Giuseppina Raimondi. Y, por lo tanto, debía prevenir
con tiempo el propio futuro y el de sus hijos. Y, de hecho, lo prevenía bien.
El 27 de noviembre de 1874, la Gazzetta Ufficiale publicó la siguiente
ley:
«En testimonio de reconocimiento de la nación italiana a la gloriosa
contribución prestada por el general Garibaldi a la gran obra de su unidad e
independencia, el Gobierno del Rey queda autorizado a inscribir en el gran
libro de la Deuda Pública del Estado una renta de cincuenta mil liras
anuales del Consolidado cinco por ciento, con validez desde el l.º de enero
de 1875, a favor de Giuseppe Garibaldi, a quien se asigna, además, a partir
de la misma fecha, una pensión anual vitalicia de otras tantas cincuenta mil
liras».
Ignoramos si Francesca luchó, y hasta qué punto, para inducirle a
aceptar aquella «Donación Nacional», como se la llamó. Pero Garibaldi, por
aquella vez, resistió y rechazó la oferta. «Hubiera perdido el sueño —
escribió a Menotti—, habría sentido en las muñecas el frío de las esposas,
las manos calientes de sangre, y cada vez que llegaran a mí noticias de
despilfarros gubernamentales y de públicas miserias, hubiera tenido que
cubrirme la cara por la vergüenza… Que este Gobierno se busque
cómplices en otra parte».
Fue un gesto de verdadero Garibaldi; tanto más admirable cuanto que
aunque Francesca no lo fuera, él era pobre de solemnidad, o, al menos, creía
serlo. En cambio, quizá para aplacar a su parsimoniosa y previsora
compañera, que probablemente no había justificado en absoluto su
renuncia, había escrito a Crispi que hiciera lo posible para obtener de él el
divorcio de la Raimondi. «Estoy dispuesto a hacerme protestante, e incluso
turco, si con eso consigo dar mi apellido a mis hijos Manlio y Clelia». Pero
estaba convencido de que el rey hubiera podido, con un decreto, librarlo de
aquel matrimonio que, por lo demás, no había sido consumado.
Entretanto, para ayudarlo, amigos y admiradores promovieron una
empresa editorial para la publicación de su nuevo libro, I Mille («Los Mil»),
cuya venta fue garantizada por pública suscripción. Garibaldi recibió en
concepto de derechos de autor once mil trescientas sesenta liras, y la obra
fue, para aquellos tiempos, un best seller. Pero los promotores le ocultaron
que, de doce mil seiscientas cuarenta tarjetas enviadas a los «notables» de
toda Italia, quedaron sin suscribir más de ocho mil. Italia estaba más
dispuesta a indignarse y a conmoverse por la pobreza del Héroe que a
ponerle remedio.
«Los Mil» era, por desgracia, una novela; y empezaba así:
«¡Oh Mil! En estos tiempos de vergonzosas miserias —conviene
recordároslo—, el alma se siente elevada pensando en vosotros, vuelta a
vosotros cuando, cansada de contemplar ladrones y podredumbre, pensando
que no todos —porque la mayor parte de vosotros ha sembrado sus huesos
por todos los campos de batalla italianos—, no todos, pero aún bastantes
para representar al glorioso grupo restante —residuo glorioso y envidiado
—, dispuesto siempre a probar a nuestros vanidosos detractores que no
todos son traidores y cobardes, no todos desvergonzados sacerdotes del
vientre en esta tierra dominadora y sierva…»[18].
El libro discurre de divagación en divagación, mezclando con rara
sintaxis e insegura puntuación, crónica, fantasía e invectivas, hasta que
entran en escena los «pérfidos», guiados (ni que decir tiene) por el jesuíta
monseñor Corvo, que quiere hacer suya a la inmaculada virgen Marzia. Y
desde ese momento, historia y pornografía avanzan cogidas del brazo en un
hormiguero de personajes y en un fárrago de aventuras hasta la liberación
de Marzia por obra de un bandido generoso y patriota, Talarico, que tiene
como segundo jefe de su banda a una noble dama romana que se ha dado al
bandidaje para escapar de las apetencias de ciertos purpurados de la Curia.
Esta señora descubre en Marzia a su propia hija, fruto de un estupro sufrido
por parte de monseñor Corvo que, al oír aquella revelación, se vuelve loco,
es encerrado en un manicomio y, cuando ve pasar bajo su ventana el féretro
de las dos pobres mujeres —que entretanto han muerto por trauma psíquico
— se precipita en el vacío.
«Menos mal —se consuela el autor, a manera de happy end— que no
cayó sobre ningún viandante, rompiéndose el cráneo sobre el pavimento de
la calle».

En 1875 volvió a Roma.


Rechazada la «Donación Nacional», quedaba por resolver el problema
financiero, y Garibaldi, al principio, acarició la idea de abrir en Caprera
unas canteras de granito. En esta idea andaba de por medio Menotti, que ya
había iniciado negociaciones con el Banco de Italia para la construcción de
una nueva y grandiosa sede en la vía Nazionale. Una fachada de «granito de
Caprera» no hubiese estado nada mal. Pero el Gobierno opuso su negativa a
la apertura de canteras en aquella isla que iba a ser incorporada a las
fortificaciones costeras del golfo de la Maddalena. Esta negativa atizó de
nuevo los furores de Garibaldi contra la «política zorruna» que dilapidaba
las riquezas del país en absurdos preparativos bélicos. «Economía,
economía —escribió—; Italia necesita trabajos de paz, no armamentos…».
Y se embarcó en el vapor que llevaba a Civitavecchia. Después de todo, era
diputado, porque en las elecciones del año anterior lo habían reelegido.
No había estado en Roma desde el famoso 3 de junio de 1849, cuando
salió de la Porta San Giovanni al frente de sus diezmadas tropas y Anita
cabalgaba junto a él. El frío y la humedad del invierno —era febrero— le
agudizaban el artritismo y durante la travesía pasó las penas del infierno. En
Civitavecchia fue ardua empresa meterlo en el tren; y peor aún resultó
sacarlo del vagón en la estación Termini. Una inmensa muchedumbre, la
que se había encerrado en sus casas en 1867, cuando Garibaldi apareció en
Monterotondo y Mentana, lo esperaba, lo aclamó, lo condujo en brazos
hasta la carroza en la que con mucha dificultad hubo que acomodarlo, y lo
acompañó hasta el «Hotel Costanzi», en la vía de San Nicola de Tolentino,
donde para él se abrió de par en par el consabido balcón. El Héroe se asomó
a él para pronunciar el más breve discurso de su vida. Con la camisa roja, el
poncho cruzado sobre el pecho y el gorro en la cabeza, dijo:
—¡Romanos, comportaos seriamente!
En los días siguientes fue a la Cámara para prestar juramento y recibió a
sus viejos lugartenientes —Medici, Cosenz, Dezza, Türr—, ahora generales
del Ejército real. Después vino la visita al rey, que lo acogió
afectuosamente. Garibaldi aprovechó la ocasión para pedirle una
intervención resolutiva en la cuestión de su matrimonio con la Raimondi,
que le impedía legitimar a sus dos últimos hijos.
—De muy buena gana, querido general —le respondió el rey— os
ayudaría a legitimar a los vuestros, como quisiera hacer con mis amigos.
Pero las leyes son iguales para todos y yo no puedo cambiarlas para uno o
para otro.
Sin embargo, se separaron como buenos amigos. Al contrario de lo que
muchos habían temido a la noticia de su llegada, Garibaldi se abstuvo de
gestos y discursos provocativos y se mostró incluso dócil y sumiso como
nunca. Aceptó de buena gana instalarse con Francesca, Manlio y Clelia en
«Villa Casalini», fuera de la Porta Pia, y llevó la vida de un diputado
cualquiera, participando en bastantes sesiones y tomando la palabra de vez
en cuando, pero no para entregarse a sus acostumbradas peroratas
incendiarias. Una vez, pidió que el Gobierno italiano se erigiera en
promotor de la «absoluta abolición de las guerras entre las naciones», y en
otra ocasión patrocinó conspicuos presupuestos para la construcción de
grandes acorazados.
El motivo de esta adecuación era que Garibaldi necesitaba el apoyo
ministerial para llevar adelante el gran proyecto que meditaba desde hacía
tiempo y que habría resuelto todos sus problemas: el de ganar un poco de
dinero y el de volver a la escena política como protagonista, la desecación
del campo romano con la desviación del Tíber al sur de la ciudad y la
construcción de un gran puerto en Fiumicino. Tenía ya el plano en el
bolsillo; más aún: los proyectos diseñados por los ingenieros Molini y
Castellani. Y a través de sus amistades esparcidas por el mundo, había
lanzado llamamientos a media Europa para movilizar técnicos y capitales.
Naturalmente, no dejaba de figurar en ellos una pizca de su acostumbrada
retórica, asignando a Roma la misión mundial de hacer de «cuna de la
unión de los pueblos».
Alguien se movió. Desde Londres vino un tal Wilkinson, tras el cual
ignoramos qué grupos financieros podía haber. Wilkinson estudió el
ambicioso proyecto que preveía en Fiumicino un puerto de dos millones de
metros cuadrados de extensión. Dijo que se necesitaban cien millones, pero
se comprometió a encontrarlos en Inglaterra si el Estado italiano
garantizaba una amortización en treinta años con un interés del 5 por ciento.
Garibaldi estaba entusiasmado: parecíale que el puerto ya había llegado a
puerto. Pero el ingeniero Ferrucci, inspector jefe del Ministerio, rechazó la
propuesta: dijo que en Fiumicino no podía construirse nada a causa de la
insegura consistencia del suelo.
Garibaldi dejó a un lado a Wilkinson, sin explicarle siquiera el motivo,
y confió la redacción de un nuevo proyecto a Landi. Wilkinson pasó una
factura de gastos de 800 libras esterlinas, pero ignoramos si se le pagaron.
Landi redactó un proyecto mucho más modesto, que preveía un gasto total
de sesenta millones y que fue presentado al Parlamento con el visto bueno
del jefe del Gobierno, Minghetti. Fue aprobado lo mismo en la Cámara que
en el Senado, y de nuevo Garibaldi creyó que el puerto había llegado a
puerto. Mas para que pudiera llegar, había que encontrar en el presupuesto
estatal los sesenta millones.
A la espera de que la suma apareciera por algún lado, Garibaldi recurrió
al tribunal civil para la anulación del matrimonio con Giuseppina. Sus
abogados eran de fama: Mancini y Crispi. Y esgrimían sólidos argumentos.
Sostenían que el matrimonio nunca había sido válido porque había sido
contraído por la Raimondi sin el consentimiento del tutor, según prescribía
la ley para los hijos adulterinos. En segundo lugar, el matrimonio no había
sido consumado. Y, por último, la esposa se hallaba en las condiciones
previstas por el artículo 58 del Código Civil austríaco, entonces vigente en
aquellas regiones, es decir, estaba encinta por mano (digámoslo así) de un
tercero.
Así, entre el Parlamento y el tribunal, que parecían competir en
aplazamientos y remisiones, pasaron mayo, junio y julio; Roma se hundió
en el estío subtropical y Garibaldi en su artritismo, agudizado por el
bochorno. Estaba cansado y sentía náuseas por aquel ir y venir «de
comisiones que nombran subcomisiones», y a algún amigo confió su
sospecha de que estaban burlándose de él.
Otras preocupaciones de orden doméstico venían a sumarse a las
anteriores. Desde Atenas, adonde Speranza la había llevado para su
instrucción, Anita escribió a su padre una carta desesperada en la que
contaba que Speranza la golpeaba, la tenía encerrada en casa, le impedía
hablar con nadie y hasta escribir a su padre. Hasta tal punto —añadía— que
estaba escribiéndole a escondidas, contando, para llevar la carta al buzón,
con la complacencia de un carpintero que trabajaba en el patio adyacente a
su casa. Sin duda eran mentiras de bulto, pero Francesca fingió tomarlas en
serio. Siempre había sentido celos de Speranza, que seguía viniendo de vez
en cuando a Caprera, sospechaba que, con la excusa de Anita, quería
llevarse al «querido general» e insinuaba que estaba maltratando a la niña
para vengarse del padre que no había querido casarse con ella. Desde luego,
Garibaldi no creyó aquella historia pueril y absurda. Pero, en vista de que la
chiquilla no quería estar con su bienhechora, envió a Menotti a Atenas para
que la recogiera.
Anita volvió conducida por su hermanastro. Tenía ya dieciséis años y
parece que era bastante atractiva, aunque huraña y bravia como su madre
Battistina. Su padre la acogió con brusquedad y la retuvo en Frascati,
adonde todos se habían trasladado para huir del calor y donde ella se
enamoró de Antonio, el hermano de Francesca, que también había ido a
Roma.
Poco después, la familia regresó a Caprera para acabar las vacaciones.
Y allí Anita fue atacada por una insolación que en pocas horas derivó en
meningitis y le causó la muerte. Su padre, que nunca había mostrado
ternura hacia ella, sintió entonces remordimientos y los desahogó en una
especie de carta a la pobre muerta, que fue enterrada junto a Rosa.
Para consolarlo llegó una noticia: el proyecto de Fiumicino había
atraído la atención de un financiero de fama internacional, Luis Schanzer, y
dos importantes sociedades de París estaban movilizando a las cuatro
mayores bancas de Europa: Rothschild, Rope, Baring y Torlonia.
Garibaldi decidió regresar a Roma.
Aquel año de 1876, algo grave había ocurrido en Roma: en lugar de la
derecha, habíase instalado en el Gobierno la izquierda, capitaneada por
Agostino Depretis. La Italia prudente y moderada contuvo el aliento: a sus
ojos, la izquierda no podía ser más que la antesala de las barricadas y la
revolución. Pero Garibaldi exultó ante el fausto acontecimiento y de la
izquierda aceptó lo que había rechazado de la derecha: la Donación
Nacional. Desde luego, Francesca no debió ser ajena a esta decisión. Pero él
se sintió como humillado por esa especie de abdicación —y en cierto
sentido lo era—, y para hacérsela perdonar dijo a los amigos que había
aceptado aquel dinero para «participar en provecho de Roma en la defensa
de los trabajos del Tíber». En cambio, procedió inmediatamente al reparto
de las cincuenta mil liras de la renta anual: veinte mil irían a parar a manos
de Menotti para salvarlo de la bancarrota, cinco mil a Ricciotti, que
entretanto se había trasladado a Australia, cuatro mil a Teresita, dos mil a
Francesca, dos mil a Clelia y dos mil a Manlio; otras diez mil iban a una
compañía de seguros, a favor de los dos últimos hijos que, al llegar a sus
veintiún años de edad, recibirían cien mil liras. Para sí, retuvo sólo cinco
mil liras que, naturalmente, fueron a redondear las economías de Francesca,
si no sirvieron para pagar las deudas de Ricciotti.
Pero el Tíber quedó donde estaba. Una a una, las grandes sociedades
bancarias se retiraron del asunto de Fiumicino, que nunca ha llevado
fortuna a nadie. Pero lo peor para Garibaldi fue que el Gobierno también se
quedó donde estaba, es decir, donde las derechas lo habían dejado. Una vez
en su poltrona ministerial, Depretis y sus compañeros ya no fueron tan
fácilmente distinguibles de los Minghetti que los habían precedido; las
grandes reformas predicadas por ellos en los bancos de la oposición
encallaron en los arenales del inmovilismo, y Garibaldi empezó a hablar de
nuevo de «política zorruna» y de la necesidad de una dictadura. A quien le
objetaba que la dictadura mataría la libertad, respondía que no había que
confundir a un dictador con un tirano: bastaba elegir a un hombre honesto y
darle plenos poderes durante sólo dos años, como hacían en Ja antigua
Roma. No decía que ese hombre honesto debía llamarse Garibaldi. Pero lo
pensaba.
Y como nadie parecía compartir esa opinión suya, volvió de nuevo a
Caprera.
CAPÍTULO XXII

EL ÚLTIMO DEBER

En 1878 murió Víctor Manuel, y así, de los cuatro Padres de la Patria,


sólo quedó Garibaldi. Amigos y admiradores seguían acudiendo en
peregrinación a Caprera, pero se encontraban con un hombre cansado y
distraído, que sólo de vez en cuando recordaba ser el Héroe de Dos
Mundos. La política ya apenas le interesaba e intervenía en ella raras veces
con cartas a los amigos o artículos de periódicos para repetir siempre lo
mismo: que los hombres de gobierno parecían apostar a ver quién
gobernaba peor, que había que proscribir la guerra, que para educar a los
italianos para la libertad se requería un dictador, etc. En realidad, la única
preocupación que lo abrumaba era la anulación del matrimonio. Tenía
miedo a morir y que sus hijos quedaran como «hijos de la criada», como se
decía en las parroquias y salones de Italia; y así, amontonaba cartas y más
cartas en las mesas de Mancini y Crispi para que reaccionaran frente a las
lentitudes del tribunal, que no se decidía a pronunciar un veredicto. El año
anterior había hecho una donación fiduciaria de Caprera a su amigo
Giuseppe Guarnieri, para impedir que la isla fuera a parar a manos de la
Raimondi. En caso de anulación del matrimonio, Guarnieri la restituiría. Y
por una vez al menos escogió bien a su hombre. También había tomado
precauciones para sí mismo, para lo cual dio estas disposiciones al doctor
G. B. Prandina:
«En el camino que desde esta casa lleva hacia el mar, a la distancia de
unos trescientos pasos a la izquierda, hay una depresión del terreno limitada
por un muro. En aquel paraje se formará una pira de leña de dos metros, con
lentisco, mirto y otras ramas aromáticas. Sobre la pira, habrá que poner una
camilla de hierro y, sobre ésta, la caja descubierta con los restos de la
camisa roja. Un puñado de cenizas será conservado en una urna cualquiera
y colocada en el sepulcro de mis hijas Rosa y Anita».
De pronto, en la primavera de 1879, a pesar de la estación todavía
lluviosa y fría, el parecer de los médicos y los ruegos de Menotti, decidió
volver a Roma. Estaba de buen humor y parecía reanimado. Con Francesca,
Clelia y Manlio se embarcó en el Sardegna, que Rubattino le envió ex
profeso. La tempestad era cada vez más violenta, pero Garibaldi quiso
gobernar por sí mismo la nave. «Tenía ateridas las piernas —cuenta una
excelente testigo, la Parodi—, encorvado el torso, macilento el rostro y
encogidas de tal manera las manos que apenas podía llevar la derecha al
gorro para hacer una señal de saludo». Y, sin embargo, a pesar de su estado,
dirigió perfectamente la ruta, charlando alegremente con los marineros.
Lo que tan eufórico lo ponía era la noticia de las pruebas recogidas por
Achille Fazzari contra Giuseppina Raimondi; Fazzari había ido a Como a
hablar con el marqués Pietro Rovelli, el presunto autor de la famosa carta
anónima; después, a través de un tal Camporini, se puso en contacto con
Stella Arrighi, excamarera en casa Raimondi. Ésta contó que Giuseppina
había abortado entre agosto y setiembre de 1860, en una villa cerca de
Geronico, siendo asistida por el doctor Bulgheroni y la comadrona
Panighetti, ambos ya muertos. Además, un tal Giuseppe Sanvittore,
exmensajero de casa Raimondi, se declaró dispuesto a declarar que «el
Caroli tenía la costumbre de dirigirse a Milán casi todas las noches, a las
once, a casa de la señora Giuseppina, que lo esperaba en una habitación de
la torre de su villa, habitación que tenía buen cuidado de que estuviera
caldeada y en la que siempre había preparada una cena. Los billetes de
Caroli llegaban furtivamente a la señora Giuseppina por mediación de los
criados, que los colocaban bajo la servilleta de la misma. Uno de esos
billetes fue recibido por la señora Giuseppina el mismo día del matrimonio
con el general».
Con este dossier en la mano, Fazzari trató de inducir a Giuseppina a
reconocer su gravidez en la época de la boda. Pero de nuevo se negó ella, de
manera que tal circunstancia quedaba por probar, puesto que las dos únicas
personas que podían atestiguarlo —el médico y la comadrona— habían
muerto. En cambio, Giuseppina manifestó estar dispuesta a declarar que
«nunca había estado en contacto con Garibaldi y que no se había acostado
con él ni una hora» y su tutor, el abogado Gatti, redactó el siguiente
atestado:
«La infrascrita, aunque considere que hubiera podido defenderse de las
acusaciones expuestas por el general Garibaldi en su acta de citación con la
que demanda a los Tribunales de Roma la anulación del matrimonio entre
ella y dicho general, se abstiene de hacerlo. Y esto porque tal anulación
estaba en sus propios deseos y porque haciéndolo así sabe que tranquiliza el
ánimo de un hombre al que los italianos deben tanta gratitud».
Con estos documentos que probaban la no consumación del
matrimonio, Garibaldi se sentía seguro del veredicto que Crispi y Mancini
consideraban inminente. Entretanto, Medici vino a decirle que el nuevo rey,
Humberto, iría a visitarlo allí, en la casa de Menotti, donde se había
instalado, en via Vittoria. Garibaldi quedó conmovido por tanta premura y
cinco días después devolvió la visita en el Quirinal. El joven rey, con la
cabeza descubierta, lo esperó en el patio, junto con Medici, no quiso que se
levantara del coupé en el que estaba tendido, porque se dio cuenta de que le
hubiera costado gran esfuerzo, y conversó afablemente con él.
Nada de eso impidió que el viejo Héroe aceptara la presidencia de la
Liga de la democracia en la que se habían agrupado todos los
antimonárquicos, radicales, unitarios, federalistas, republicanos
evolucionistas y republicanos insurreccionalistas. Pero no lo hizo contra el
rey; lo hizo para hacer rabiar a la «mazzinería», que quería adueñarse de
aquella asociación.
Por fin, el 6 de julio, el tribunal dictó sentencia: la demanda de
anulación era rechazada; la esposa legítima de Garibaldi seguía siendo
Giuseppina Raimondi.

Regresó, furioso, a Caprera y en seguida inundó a Italia de cartas de


protesta contra «el nudo inicuo», que lo era de verdad y que constituía la
vergüenza de nuestras leyes y de nuestra magistratura. Igual que había
pedido una intervención a Víctor Manuel, suplicó ahora otra a Humberto,
pero obtuvo la misma negativa, y no podía ser de otro modo, por más que
Garibaldi no lo entendiera y se encolerizara. Se dirigió a Benedetto Cairoli,
su querido Benedetto, que a la sazón ocupaba el puesto de Depretis. Pero
tampoco él pudo hacer nada. Entonces, no sabemos si en una crisis de
desánimo o en un arranque de astucia (uno de los poquísimos de su vida, si
lo fue) anunció públicamente que iba a escribir a su amigo Víctor Hugo
para que le obtuviera la ciudadanía francesa, como «oriundo» de Niza.
Esta noticia provocó en la Prensa italiana una tremenda sensación. ¡Se
obligaba al más heroico de los italianos, al más italiano de los héroes, a
hacerse francés! De pronto, el «nudo inicuo» se convirtió en cuestión
nacional; y hasta la magistratura, con la habilidad que siempre la ha
distinguido en adaptar el rigor jurídico a los oportunismos políticos, se
dispuso a la revisión de la sentencia ante el tribunal de apelación. El sutil
Pasquale Stanislao Mancini proporcionó el pretexto, poniendo a la luz del
día un artículo del código austríaco —vigente cuando Garibaldi contrajo
aquellas nupcias— que contemplaba la nulidad del matrimonio «rato y no
consumado». Muchos años se habían necesitado para que el tribunal dijera
que no. Bastaron pocas semanas para conseguir que el tribunal de apelación
dijera que sí.
El 14 de enero de 1880, el matrimonio con la Raimondi fue declarado
«no realizado» y el día 26, el alcalde de Maddalena, Bargone, acudió a
Caprera con su faja tricolor para celebrar el de Giuseppe Garibaldi,
«agricultor», con Francesca Armosino, «sus labores». Testigos: Fazzari,
Frusciante, Sgarallino y Variani. Festejaron a los dos esposos Menotti, con
su mujer Italia Bidischini, Teresita con su marido Stefano Canzio, los
padres de Francesca, sus hermanos Antonio, Giacomo y Pietro, su hermana
Lina con su marido Vincenzo Bianchi, Clelia y Manlio, que ahora tenía
siete años. En su silla de ruedas, de la que apenas se levantaba, Garibaldi
estaba contento. Se conmovió y lloró. A la una, todos se sentaron a la mesa.
Comieron cordero lechal asado, menos el esposo, que sólo comió lentejas.
Después de la comida, acompañada al piano por una sobrina de Canzio,
Teresita cantó algunas romanzas. Todos invitaron con grades voces al recién
casado para que hiciera lo mismo, y Garibaldi, accediendo, entonó:
Oh pescador del mar, venid a pescar aquí,
la bella está en la barca y la barca va a marchar…

De aquel acontecimiento se habló durante bastante tiempo en la Prensa


italiana, donde aparecieron artículos evocadores, poco caballerescos para
Giuseppina. Ésta, que iba a casarse con Ludovico Mancini, declaró por
enésima vez que nunca había estado encinta y un abogado suyo se sacó de
la manga una carta del primo Rovelli, fechada el 13 de junio, que decía así:

Señora: Os escribo precipitadamente y en un estado de febril


conmoción. Tal vez la Providencia me conceda una entrevista con usted,
que deseo tanto como la vida de mis hijos. Le ruego con ardientes lágrimas
que me conceda hablar después de veinte años. Fui y sigo siendo el mejor,
el más sincero amigo de la casa Raimondi. Es una infamia de las
circunstancias el que se me haya creído el causante de sus desgracias; soy
inocente. Un día, usted será la primera en hacerme justicia y espero que se
me devolverá la estima y la verdadera amistad de toda su noble familia.
Pero no debo hablar de mí mismo; no tengo que defenderme. Usted debe
imitar a la primera mujer de Napoleón I. Será una heroína e Italia y el
mundo entero echará coronas a sus pies. Debe salvar a Garibaldi de una
próxima desgracia; cueste lo que cueste, este hombre tiene la idea fija de
que no puede legitimar a los hijos de su debilidad; es posible que su mente
esté embrujada; por cuanto haya de más sagrado para usted en este
mundo, sálvelo, escúcheme; un día bendecirá esta entrevista que me inspira
el corazón. A su gran corazón apelo; opóngase a la fría mente, si ésta no
aprueba; escúcheme, escúcheme. Le abriré mi corazón, sabrá entera la
verdad. Usted nada sabe de los grandes secretos; ahora los conocerá.

Los grandes secretos no salieron a la luz y aún esperan a ser revelados.

Aplacadas sus ansias domésticas y financieras, Garibaldi había


reanudado su actividad epistolar y periodística, descendiendo a polemizar
con el alma de Mazzini y anticipando un nuevo y vasto proyecto fluvial.
Tras haberlo intentado inútilmente con el Tíber, quería ahora desviar el Po,
a fin de hacerlo pasar por Milán. Al envejecer, le había entrado la manía de
cambiar de lecho a los ríos. El artritismo lo tenía clavado en su silla de
ruedas, con sufrimientos a veces atroces. No cedía a esos padecimientos
físicos, pero se había vuelto emotivo y lloraba por cualquier cosa. Lo único
de que se lamentaba —ahora que tenía que estar encerrado en casa— era no
ver el mar, porque una roca ante su ventana se lo impedía. Francesca, sin
que él lo supiera, la hizo arrasar y para su 73 cumpleaños le preparó la
sorpresa. He aquí el relato que, muchos años después, ella misma hizo de
aquella escena a Ugo Ojetti:
«… Hice traer de Liorna un lecho de hierro con su mosquitero y una
hermosa lámpara, sillas nuevas y una butaca. También hice traer unos
tiestos de gardenias, la flor que él más amaba. Entretanto, en La Maddalena,
los pescadores —que habían formado una banda de música— vinieron a
pedirme permiso para nombrar a Manlio su presidente y a solicitar que les
regalase una bandera; el tricolor podía coserlo, pero sin escudo, pues era
muy dificultoso. Al mismo tiempo que la tricolor para la banda, cosí otras
banderas para adornar su nueva estancia. Y llegó el 4 de julio. “Ahora,
déjame hacer a mí”, le dije a mi marido. Lo vestí, le di ánimos y lo senté en
su silla de ruedas. Naturalmente, yo sola, con mis brazos. Entonces era
fuerte. Y desde que nos conocimos nadie ha tocado a mi marido. Yo sola lo
levantaba, lo cambiaba, lo ponía en el baño, lo llevaba en la silla… Lo
llevaba hacia atrás, tirando de la silla y mirándolo a él, que se sentía feliz…
Atravesamos el comedor y la otra habitación. Abrí con un hombro la puerta
de la habitación nueva, que estaba inundada de sol, imagínese usted, en
pleno julio y con las ventanas de par en par… Él, por el momento, no dijo
palabra. Miraba el lecho, las ventanas, la puerta, la lámpara, las banderitas,
las gardenias en flor. Entonces, a una señal de Manlio, la banda de La
Maddalena, que estaba fuera bajo el pino, ejecutó el himno. Y mi marido
empezó a llorar, a llorar, y me besaba las manos y me atraía para besarme la
cara y besaba a los chicos y volvía a llorar. Repetía: “Dad las gracias a
mamá, dad las gracias a mamá”. Durante un cuarto de hora no conseguí
calmarlo».
La forma de gratitud que a Francesca más le hubiera gustado consistía
en que la llevara a San Damiano d’Asti para mostrarse a sus paisanos del
brazo de su querido general. Debía haber en ese deseo un poco del aguijón
del desquite contra las murmuraciones de las que ciertamente debió de ser
objeto durante el tiempo en que había estado encinta sin marido. Y ahora,
he aquí que tenía por marido al hombre más importante de Italia.
La ocasión se presentó en setiembre, cuando llegó un telegrama de
Génova con la noticia de que Canzio había sido arrestado por haber
flameado una bandera con unas letras que decían «Círculo Republicano».
Como protesta, Garibaldi envió su dimisión como diputado y se hizo
trasladar en el primer barco que zarpaba para el continente. Era Il Forte, un
desvencijado remolcador de ruedas, que acudió a recogerlo a Caprera.
Tuvieron que subirlo a bordo con la silla, pero el incidente de su yerno, en
vez de abatirlo, parecía reanimarlo moralmente. En el remolcador había
siete veteranos del 1860, con los que el Héroe pasó el tiempo recordando
«aquellos días». Como de costumbre, lo acompañaban Francesca, Clelia y
Manlio.
En Génova, la acogida fue entusiasta; Garibaldi declaró que, de haber
habido un campo de batalla por allí cerca, estaría dispuesto a hacerse llevar
aunque fuera en un cajón. Por el momento, se conformó con que lo
condujeran a la cárcel de Sant’Andrea para abrazar a Stefano, que pocos
días después fue puesto en libertad.
El 23 de octubre siguió viaje hacia San Damiano, donde Francesca tuvo
su anhelado desquite. Hubo fiestas, discursos y bebida en abundancia. Sólo
el párroco se mantuvo distante, y en un sermón en la iglesia puso en guardia
a su grey contra el peligro de ser desviados por «ciertas personas».
Y ya que se hallaba por aquella latitudes, también Milán quiso su ración
de Garibaldi y lo invitó a participar en la conmemoración de Mentana y a la
inauguración del consabido monumento.
Su entrada en la capital lombarda fue un espectáculo patético. Entre dos
masas de gente —en la que el entusiasmo dio paso muy pronto a la
compasión—, el Héroe pasó tendido sobre un lecho en una gran carroza que
marchaba lentamente: blanca la barba, cerúleo el rostro e inmóviles las
facciones, las manos inertes ocultas en un pañuelo, la cabeza cubierta con
un gorro dorado y plateado y todo el cuerpo envuelto en una especie de
capa pontifical.
—El par Sant-Ambroeus[19] —murmuró alguien.
Todos querían visitarlo. Acudió también Guerzoni, que le dijo que
estaba escribiendo la vida de Garibaldi. El Héroe frunció el ceño en un
gesto de desconfianza.
Gracias —le dijo—, lo harás bien. Pero ¡cuántas cosas hay difíciles de
entender! Por ejemplo, ¿sabes quién se nos llevó la gente de Monterotondo,
la víspera de Mentana? Fueron los mazzinianos.
Hablaba con gran fatiga, porque la lengua se le trabucaba en la boca.
Guerzoni hubiera querido responder que se equivocaba, que aquello era
sólo una idea fija suya; pero comprendió que era inútil. Al despedirse, hizo
el ademán de ir a darle la mano; pero el Héroe se le adelantó:
—No puedo darte la mano —le dijo—. Dame un beso.
Guerzoni se inclinó sobre el rostro de cera. Y fue la última vez que se
vieron.

Pero tampoco se rindió tras el regreso a Caprera. Ni hubo algún


acontecimiento político de cierta importancia en el que no se sintiera
obligado a intervenir. Lo que más provocó su cólera fue la anexión de
Túnez a Francia. Volvió a agobiar con cartas a los periódicos. «Lavar la
bandera italiana arrastrada en el fango en Marsella y romper el tratado con
el bey de Túnez: sólo así los italianos podrán confraternizar de nuevo con
los franceses… Nuestros vecinos, de Poniente a Levante, deben saber que
han terminado los tiempos de su veraneo en el Bel Paese. Y si los cabrones
tienen miedo, los italianos no están dispuestos a tolerar ultrajes». En
realidad, Francia había ofrecido a Italia el dominio de Túnez e Italia lo
había rechazado. El litigio no tenía sentido alguno y sólo la retórica
nacionalista acabó por darle uno. A juzgar por lo que decía la nuestra, no
había sido Francia quien en 1859 contribuyera a hacer a Italia, alineándose
con el Piamonte frente a Austria, sino que había sido Italia la que, en 1870,
había salvado a Francia, con Garibaldi, en Dijon.
La participación en esos furores patrióticos parecía dar nuevo vigor al
Héroe. En torno a él, y más jóvenes que él, morían sus viejos compañeros y
secuaces: Malenchini, el jefe de los voluntarios liorneses; la Masa, el
petimetre vanidoso y fanfarrón; Pepoli, Arese, el doctor Zanetti, que le
había extraído del pie la bala de Aspromonte… Pero él seguía mirando
adelante y tal vez acariciaba en secreto la absurda esperanza de hacerse
llevar dentro de un arcón al campo de la última batalla.
Al acercarse el invierno, los médicos aconsejaron al Héroe que
escogiera un clima más benigno. Pero Garibaldi no quería ni oír hablar de
eso. Cada mañana, Manlio empujaba su silla de ruedas hasta la orilla del
mar y el viejo le contaba, repitiéndose hasta el infinito, las aventuras de Río
Grande y el Mar del Plata. Un día, Jas ruedas se deslizaron por una cuesta
demasiado pendiente, el enfermo cayó, se dio con la cabeza en las piedras y
perdió el sentido. Se recobró casi inmediatamente, pero le sobrevino una
bronquitis. Su fuerte fibra resistió también a esto, pero Menotti acudió
desde Roma y lo sedujo con una propuesta agradable: la participación en el
sexto centenario de las «Vísperas Sicilianas» de 1282, que sería la respuesta
más entonada con el retórico estilo italiano a la ocupación francesa de
Túnez. Promotor de la conmemoración era Crispi, francófobo a
machamartillo. La fecha estaba aún lejana: en primavera. Pero Garibaldi
podría esperarla en Posilipo, en la villa Salsa que su propietario inglés, Mac
Lean, ponía a su disposición.
El 20 de enero, el Esploratore fue a Caprera a recoger al Héroe, cuyo
lecho fue levantado a bordo mediante una grúa. Al día siguiente, la nave
ancló ante la villa, entre numerosísimas barquitas atestadas de gentes en
fiesta. Era triste para Garibaldi, al cabo de veintidós años, volver a aquellos
lugares y en aquel estado. Los napolitanos casi no lo reconocieron y
muchos aseguraron que aquél no era Garibaldi. El alcalde, conde Giusso,
recomendó a la población que ahorrara al Héroe «excitaciones derivadas de
las visitas y conversaciones que, aunque muy estimadas en su corazón,
perjudicarían gravemente a su salud». Por una vez, la población se mostró
disciplinada y hasta creó en tomo a la mansión de Garibaldi una zona de
silencio.
Fue una temporada tranquila. Todas las mañanas, el viejo se hacía llevar
en su carroza a la gran terraza; doña Francesca (pues ahora la llamaban así)
le protegía del sol, y Clelia y Manlio le hacían compañía. Contemplaba el
mar, Ischia, Procida; y aquel sol y el reposo le devolvieron el vigor. El 19
de marzo, día de San José, la rada ante la villa se vio abarrotada de
embarcaciones empavesadas, de las que partió una aclamación como sólo
del corazón de Nápoles pueden salir. Garibaldi, con infinito trabajo,
consiguió levantar la mano para dar las gracias.
Con aquella pizca de salud le había vuelto al cuerpo el furor polémico
contra Francia. El día 9 había escrito a Leo Taxil una carta incluso injuriosa,
que al día siguiente publicó Il Piccolo de De Zerbi: «… Vuestros famosos
generales, que se han dejado enjaular por los prusianos en los vagones de
ganado, en los que fueron conducidos a Alemania, tras haber abandonado y
dejado en manos del enemigo a un millón de valerosos soldados, esos
mismos generales hacen hoy baladronadas contra las débiles e inocentes
poblaciones tunecinas…». Y a un ministro que fue a visitarlo le espetó que,
si el Gobierno italiano reconocía el tratado del Bardo (que sancionaba la
anexión de Túnez a Francia) «me haré arrastrar aquí, a la ribera de Chiaia o
a Toledo[20] y escupiré en la cara a la fuerza de orden público o a los
centinelas del ejército hasta que uno me mate a bayonetazos…».
«Si tales cosas decía en Nápoles, quién sabe lo que era capaz de decir en
Palermo con motivo de la conmemoración de las “Vísperas”», pensaba,
aterrado, Depretis. Por medio del prefecto Sanseverino, que cada día iba a
visitar al Héroe en compañía de algún médico, trató de aconsejarle que no
hiciera aquel viaje. Pero no hubo modo de convencerlo. Garibaldi había
tomado su decisión, y el día 24 partió, no por mar, sino en tren, contra el
parecer de todos, para recorrer a la inversa el triunfal itinerario calabrés de
1860. No había más que un remedio y Depretis se acogió a él: hizo circular
por toda Sicilia la voz de que Garibaldi se encontraba al límite de sus
fuerzas y que para no cansarlo había que ahorrarle hasta los aplausos.
En Palermo, una enorme muchedumbre lo acogió en silencio, como a un
cadáver, y en silencio lo acompañó hasta la villa de la Colonella que le
había sido destinada. Y quizá fue como reacción a este papel de difunto que
se le asignara, por lo que lanzó a los palermitanos una violenta proclama.
Pero en lugar de emprenderla con Francia, esta vez la emprendía con el
Papa, que, a decir verdad, bien poco tenía que ver con las «Vísperas»: «El
apoyo de todas las tiranías, el corruptor de las gentes establecidas a la orilla
derecha del Tíber, pone el bozal a sus negros cachorros para la adulteración
del sufragio universal, después de estar dispuesto a vender a Italia por
centésima vez».
El viaje había sido desastroso para su salud, hasta el punto de que
durante dos semanas no pudo poner el pie fuera de la villa. Sólo durante los
últimos días lo llevaron un poco a una parte y a otra. Vio la iglesieta del
Espíritu Santo, donde seiscientos años antes se iniciara la matanza de los
franceses que se habían atrevido a poner sus manos sobre una mujer; y fue a
contemplar con los ojos velados en lágrimas la altura de Gibilrossa, en la
que, hacía años, había dicho a Bixio: «¡Nino, mañana en Palermo!», y
donde ahora iba a levantarse un monumento a cuya inauguración él ya no
podría asistir.
El 16 de abril, el Colombo lo llevó de nuevo a Caprera. A los
palermitanos, que querían retenerlo en su ciudad, les dijo que tenía que
marchar porque «había que cumplir un último deber».
Le quedaban sólo cuarenta y cuatro días de vida.
CAPÍTULO XXIII

UN PUÑADO DE CENIZA

El 1.º de junio, el doctor Cappelletti, médico de a bordo del Cariddi,


anclado en aguas de la Maddalena, fue urgentemente llamado a la cabecera
de Garibaldi, que respiraba con gran dificultad: el catarro bronquial le
obstruía el pecho. El médico no se dio a conocer como tal, porque Garibaldi
no deseaba galenos en torno a sí; pero, en cuanto le echó una ojeada, dijo a
Francesca y a Menotti, que velaban al enfermo, que la cosa era grave y que
había que llamar urgentemente al doctor Albanese, de Palermo. Se le envió
un telegrama, pero antes de que éste llegara a su destino, el enfermo fue
atacado de parálisis en la faringe. Pidió una pluma y con mano temblorosa
escribió un codicilo al testamento ya redactado: «Mi hijo Menotti, protutor
de mis hijos menores, conservará sobre esta posesión mía autoridad igual a
la de Manlio, aun terminada la tutela; pero no los herederos de Menotti».
Además de Albanese, habíase advertido a Canzio y Ricciotti. Pero
ninguno llegó a tiempo. Jadeando y sin poder tragar ni una gota de agua,
pero con plena conciencia, el Héroe pasó así toda la noche y casi todo el día
siguiente. Miraba el mar a través de la ventana que le regalara Francesca.
En el alféizar vio dos currucas y murmuró: «Tal vez son las almas de
nuestras niñas». Después, se tocó la frente con la mano y susurró: «Sudo»,
y preguntó dónde estaba Manlio y qué hora era. Eran las seis y veinte de la
tarde, pero seguramente él no lo oyó. Sombra y silencio habían descendido
sobre él. Francesca aseguró más tarde que sus últimas palabras habían sido:
«Muero con el dolor de no ver redimidas a Trento y Trieste».
En un abrir y cerrar de ojos, el telégrafo llevó la noticia a la otra parte
del mar; y el Gobierno, el Parlamento, las provincias y los municipios
emprendieron una competición de estatuas, de lápidas, de dedicatorias de
calles y plazas. Un río de discursos se derramó sobre Italia; una oleada de
banderas enlutadas la sumergió. Se habló de un mausoleo que había de
erigirse sobre el Janículo o en el Capitolio —y hasta en el Panteón—, tras
un cortejo fúnebre a través de todo el Tirreno, escoltado por la totalidad de
la flota en pleno y con los príncipes de la sangre a bordo.
Pero el testamento, abierto entretanto en Caprera, cortó por lo sano. En
su artículo 12, disponía: «Mi cadáver será quemado con leña de Caprera en
el dicho lugar indicado por mí con una barra de hierro; un poco de ceniza
será guardada en una urna de granito y colocada en la tumba de mis niñas,
bajo la acacia allí existente. Mi cadáver irá revestido con la camisa roja, la
cabecera del féretro o camilla de hierro apoyada en el muro hacia el Norte,
con el rostro descubierto y los pies hacia la barra de hierro. Los pies del
féretro o camilla irán asegurados con cadenas de hierro, lo mismo que mi
cabeza. No se participará mi muerte al alcalde ni a ninguna otra persona,
hasta después de terminada la cremación».
Una violenta polémica se inflamó en los periódicos y por primera vez se
vio a los moderados de parte de Garibaldi para pedir que se respetara su
última voluntad, mientras los radicales reclamaban a grandes voces que se
celebrara un funeral solemne y un magnífico entierro en Roma. También
intervino Crispi:
—En Caprera —dijo— no hay lo necesario para la cremación y se corre
el peligro de que las cenizas del Héroe queden confundidas con las de la
leña.
—¡A Roma! ¡A Roma! —se gritaba por todas partes.
En torno al cadáver se reunió un consejo de familia: Francesca, Menotti,
Canzio, Teresita, Albanese, Crispi, Alberto Mario y Fazzari. Sólo Francesca
y Fazzari se manifestaron partidarios de que se cumpliese literalmente los
deseos del difunto. Los demás se pronunciaron por el embalsamamiento
«para no ofender los sentimientos religiosos del pueblo», pero se dividieron
en cuanto al lugar de la sepultura. Mientras, el cadáver empezaba a
descomponerse y la batalla en los periódicos iba subiendo de tono. Por fin,
se decidieron por Caprera y se anunció la ceremonia para el 8 de junio, pero
fue menos solemne de lo previsto.
Junto a algunos ministros, intervinieron los presidentes de la Cámara y
del Senado, un pequeño grupo de veteranos y los representantes de unas
trescientas asociaciones con sus respectivas banderas, entre las que ondeaba
la de los Mil. Había compañías de tropa con sus bandas de música. Y en la
rada de La Maddalena, el Cariddi y el Washington saludaron con sus
cañones y salvas al féretro, que a las tres y cuarenta minutos de la tarde fue
trasladado a hombros al pequeño cementerio familiar Sin embargo, la
mayor parte de los asistentes habían quedado a bordo de las naves de
transporte, atemorizados por el mal tiempo reinante. Entre ellos se
encontraban algunas Excelencias y hasta una Alteza, el duque Tommaso di
Savoia.
A las cinco, el temporal se abatió sobre la isla y puso bruscamente
término al funeral, dispersando el cortejo. Quinientas personas
permanecieron toda la noche y todo el día 9 bloqueadas en Caprera,
apretujados en la casa del Héroe, en los graneros y en los establos. Noticias
alarmantes circulaban entre ellos acerca de tumultos que habían estallado en
la península. Pero nada grave había sucedido, excepto alguna manifestación
contra los sacerdotes, alguna refriega con los carabinieri y un cierto
número de hurtos. En el Capitolio, en ocasión del descubrimiento de un
busto a Garibaldi, el honorable Bovio había dicho:
—¿Quién ha muerto? ¿Una población? ¿Un reino? No. ¿César, Tomás,
Dante? No. Ha muerto el verbo, la energía de la soberanía de la nación.
Ahora, el sentido del mundo es ceniza…

Así, con el viático de esta oratoria, Garibaldi entró inmediatamente en la


leyenda y allí perdió toda medida humana. La exaltación de que fue objeto
hizo a este hombre, que tenía todas las características para convertirse en el
más popular y cordial protagonista del Risorgimento, el pésimo servicio de
convertirlo en un personaje mítico y casi desconocido. El culto a la
personalidad halló en él su primera encarnación nacional y cualquier intento
de reducirlo a sus verdaderas dimensiones fue considerado impío. Se ha
requerido todo un siglo y una saludable derrota para desmontar ciertos
arreos y situar de nuevo a los hombres y las cosas bajo una luz más
verdadera.
La mágica sugestión que Garibaldi ejerció sobre las muchedumbres
italianas debíase tal vez más a sus defectos que a sus cualidades. Tenía un
concepto oleográfico de la historia y a oleografía redujo los capítulos en los
que le tocó hacer de protagonista. Era un hombre simple, generoso, valiente
y honesto. Pero, desde luego, no era el demiurgo que las gentes vieron en él.
Cuanto en las cosas italianas, y especialmente en las militares, ha habido
siempre de «escuadrista», es decir, de improvisado, teatral, fanfarrón y
chapucero, es posible que hubiera existido sin él. Pero Garibaldi le dio aval
y blasón. Los voluntarios, los arditi, los marciatori[21] sobre Fiume y sobre
Roma, son todos hijos suyos. E hijos suyos son, pero sin su candor y
desinterés, hasta la última guerra, los Graziani y los Bergonzoli. La
insoportable y nefasta retórica de los «ocho millones de bayonetas» y de la
«infantería reina de las batallas», nace de su repertorio. Y a su ejemplo se
acerca la latente e indestructible tentación italiana de la «mano fuerte», del
«puño de hierro», cuya urgencia predicaba él mismo en una gran confusión
de instancias democráticas y autoritarias. El «aquí se necesita un hombre»
lo inventó Garibaldi, que, de todos los hombres que sucesivamente «hemos
necesitado» fue, desde luego, el mejor, aunque por desgracia abrió el
camino a los demás. Si trajo a Italia un modo de ser, militar y político,
sudamericano, o si no hizo más que despertarlo, resulta difícil de decir. Pero
sí podemos asegurar con certeza que no tuvo muchas ocasiones de dudar si
entre Italia y Sudamérica había diferencias esenciales.
A quien no esté ciego se le presenta como cosa clara que el
Risorgimento también se hubiera llevado a cabo sin Garibaldi, aunque con
algunas variantes en el horario. Pero no hay duda de que él llevó al
movimiento irredentista un aliento popular que ni el Piamonte con su
ejército y su diplomacia, ni Mazzini con su aristocrático rigor ideológico,
hubieran suscitado nunca. Verdad es que tampoco hubo mucho elemento del
«pueblo» en las filas garibaldinas. Pero sí hubo siempre mucho en las calles
para aclamarlo. Y si la lucha por la unidad nacional acabó adquiriendo un
sentido hasta para los oídos y los cerebros de las desheredadas masas
italianas, ello fue mérito de Garibaldi, el más característico y pintoresco
representante de cierto folklore italiano, la maschera[22], más acorde con el
gusto de las muchedumbres.
En la desesperada necesidad de héroes que tenía la Italia del siglo XIX,
es justo que el primer puesto y el pedestal más alto le haya tocado a él.
INDRO MONTANELLI (Fucecchio, Florencia, Italia, 22 de abril de 1909 -
Milán, Italia, 22 de julio de 2001). Es considerado como uno de los más
grandes periodistas y escritores italianos. Toda su vida estuvo marcada por
la lucha frente a cualquier forma de totalitarismo, haciendo gala de un
acertadísimo análisis político tanto de la derecha como de la izquierda.
MARCO NOZZA (Caprino Bergamasco, 28 de noviembre de 1926 - Milán,
14 de mayo de 1999) fue un periodista y ensayista italiano.
Marco Nozza se graduó en Literatura Moderna en la Universidad Católica
del Sagrado Corazón en Milán en 1948. Durante seis años fue profesor de
historia, enseñando en el colegio Celana. Destaca escribiendo poemas y
Andrea Spada lo llama a trabajar como reportero en L’Eco di Bergamo en
1954, donde permanecerá hasta 1962. En ese año publicó, junto con Indro
Montanelli, para Rizzoli una biografía de Giuseppe Garibaldi, que
rápidamente se convirtió en un éxito de ventas. Continúa escribiendo el
libro Mazzini Giuseppe contumace, otro libro sobre un tema histórico.
Notas
[1] Los sepulcros, poema de Hugo Fóscolo. (N. del T.) <<
[2] Tragedia de enorme influencia en su tiempo. (N. del T.) <<
[3]Encargado, en las iglesias, de custodiar y administrar los llamados
«fondos de fábrica». (N. del T.) <<
[4]
Alusión a las squadre o escuadras fascistas, grupos de vindicadores más
o menos facinerosos que aterrorizaron a la población italiana en diversas
épocas del régimen mussoliniano. (N. del T.) <<
[5]La exclamación de Garibaldi: Vergine, devi essere mia!, tiene un sentido
concreto de admirada ingenuidad, romántica, difícil de verter al castellano
con el término «doncella»; el más directo, «virgen» tiene la dificultad de su
aplicación concreta a María o de su doble sentido, con el que en seguida
juega Montanelli, pero que en esta línea no tiene aún lugar. (N. del T.) <<
[6]
Célebres almacenes extendidos hoy por las principales ciudades italianas.
(N. del T.) <<
[7]Alusión al personaje principal de la comedia Las desventuras de Monsú
Travet, de Vittorio Bersezio (1828-1900). Tal personaje era un empleadillo
simple y vanidoso. (N. del T.) <<
[8]Héctor Parri. Escritor y militar italiano de la segunda mitad del siglo XIX.
Es autor de varios libros y colaboró en muchos diarios y revistas. (N. del T.)
<<
[9] Danza y tonada popular romana. (N. del T.) <<
[10] Alusión al personaje principal —una poetisa italiana— de Corinna, o
Italia, novela de Madame de Staël. (N. del T.) <<
[11] Especie de levita. (N. del T.) <<
[12]Que escribiría magníficas páginas sobre estos y otros hechos del
Risorgimento italiano. (N. del T.) <<
[13]La «camorra» napolitana es una «institución» de delincuencia semejante
a la célebre «mafia» siciliana. (N. del T.) <<
[14] El piamontés era Camilo Cavour. (N. del T.) <<
[15]
Vísperas sicilianas, que fueron el comienzo, en 1282, de la sublevación
contra la casa de Anjou, reinante en Sicilia. (N. del T.) <<
[16]«Por más vueltas que les des, son franceses; menos te dan cuanto más
los pesas». He preferido dejar en su original el expresivo versillo alfieriano,
proverbial en Italia. (N. del T.) <<
[17]El célebre ciclista italiano, varias veces ganador del «Tour de France».
(N. del T.) <<
[18]Habrá comprendido el lector que con este galimatías recoge el autor —y
yo procuro transcribirlo con la mayor fidelidad— un ejemplo del «estilo»
garibaldino. (N. del T.) <<
[19] «Parece san Ambrosio», en dialecto. (N. del T.) <<
[20] Entonces, la calle principal de Nápoles. (N. del T.) <<
[21]Alusiones a los arditi o valientes de D’Annunzio y Mussolini en sus
marchas sobre Fiume, Trieste y Roma. Las frases entre comillas en este
párrafo son del repertorio fascista mussoliniano, al que el autor alude en
todo este párrafo. (N. del T.) <<
[22]Las maschere son, en esta alusión, las populares figuras de la «Comedia
del Arte» italiana. (N. del T.) <<

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