Garibaldi Indro Montanelli
Garibaldi Indro Montanelli
Garibaldi Indro Montanelli
Garibaldi
ePub r1.0
Titivillus 09.05.2020
Título original: Garibaldi
Indro Montanelli y Marco Nozza, 1962
Traducción: Francisco J. Alcantara
Retoque de cubierta: Titivillus
INDRO MONTANELLI
MARCO NOZZA
PRIMERA PARTE
EL APRENDIZ (1807-1835).
CAPÍTULO PRIMERO
NIZA, 1807
También Niza —igual que Peppino— iba creciendo. Cada vez llegaban
más extranjeros, a pesar de la acogida nada grata. Con todo, el ritmo de la
vida seguía siendo provinciano y somnoliento. Voluntariamente escasos
eran los contactos con Francia. El puente sobre el Var, que unía la ciudad de
Marsella —considerada como guarida de republicanos tragacuras—, seguía
siendo de madera y crujía tanto que, cuando debía pasar por él un personaje
de respeto, los aduaneros sardos se hacían la señal de la cruz. No había
vibración alguna de progreso, ni intercambios intelectuales, ni ardores de
reformas. El periódico local se titulaba Affiches et avis divers, lo imprimía
François Cougnet y salía los viernes, con sólo noticias oficiales y órdenes
de la Prefectura. Replegada en sí misma, con una geografía que la excluía
de Italia y una política que la alejaba de Francia, Niza desarrolló solamente
un «color local». Rosalinde Rancher, que, a pesar del nombre, era varón, se
convirtió en su poeta y cantó la disputa entre sacristanes y fabriqueros o
mayordomos de fábrica[3], tejiendo con ello las alabanzas de la cocina y sus
especialidades: el stockfish, la raiola y la pissaladiere. Las fiestas populares
se desarrollaron en marcos suntuosos. Las procesiones se echaban a perder.
Y todo marchaba muy bien, especialmente para los propietarios de
hoteles y restaurantes. Mas para un adolescente como Peppino, nutrido —
aunque fuera de modo bastante enmarañado— de historia romana y de
poesía épica, eso era poco. Como todos los muchachos, no sabía con
precisión qué quería, pero lo quería en seguida; y Niza, aquella Niza
turística y folklórica, no podía dárselo. Así, una buena mañana se citó en el
puerto con tres amigos —César Parodi, Rafael de Andreis y Celestino
Bermond—, se adueñaron de una barca de pesca, dieron al viento sus velas
y enderezaron el timón hacia Levante, tal vez para llegar a Génova, o quizá
para ir un poco más allá. Esto ocurría en 1819. A la sazón, Peppino tenía
doce años.
Pero alguien los había visto e informó al «patrón». Domenico, quien
expidió inmediatamente a un amigo suyo en persecución de los fugitivos.
Éstos fueron alcanzados a la altura de Mónaco y conducidos de nuevo, por
las buenas o por las malas, a sus propias casas; y creemos que esta vez la
acogida dispensada al «mimado» no debió ser demasiado tierna, ni siquiera
por parte de mamá Rosa. Pero ¿cuál no sería, tras la humillación y tal vez
los tirones de orejas, la ira de Peppino al saber que el espía había sido un
sacerdote? Cimas, siempre tenía que darse de narices con curas: primero el
pedagogo, ahora el sicofante… La cosa empezaba a oler ya a persecución.
Finalmente, dos años después —en 1821— sucedió algo, hasta en Niza.
El 19 de marzo llegó la noticia de que rey Víctor Manuel I había
abdicado a favor de Carlos Alberto, que había concedido una Constitución.
El pueblo de Niza se lanzó a la calle para manifestar un entusiasmo tal
vez más ruidoso que sincero, e intimó a la banda de música de los
Cazadores a que tocara el Himno real. El comandante mostró cierta
perplejidad: la petición le parecía singularmente subversiva. Por otra parte,
lo que le pedían no era la Marsellesa, sino el Himno real. Y eso para
celebrar un gesto del rey. Además, ¿es que el día anterior no se había visto
al comandante de la plaza, Annibale di Saluzzo, de los condes de
Menusiglio, no sólo dejar la iniciativa a los «revoltosos» que, por lo demás,
no se habían rebelado contra nadie, sino fraternizar con ellos y hasta
ofrecerles una comida?
La banda de música sonó. Y el pueblo, contento, se puso a aplaudir.
Al día siguiente, otra comida, digno contrapunto de una libertad ganada
tan fácilmente, en la gran sala de la Filarmónica. Estaban todos, incluidos
los turistas ingleses, que se emborracharon como carreteros y entre los
vapores del alcohol empezaron a imprecar contra Víctor Manuel I, los curas
y la reacción. Ninguno de los presentes sabía que Víctor Manuel I estaba
también en Niza. Había llegado por la noche, de riguroso incógnito, y ahora
celebraba consejo con el comandante de la provincia, general Antonio de
Bres; con el prefecto, conde Alessandro Crotti di Castigliola; con el
comandante de los Cazadores-guardias, caballero Stefano di Candía, y con
el obispo, monseñor Giovanni Battista d’Istria. Todos estaban consternados
por los «terribles» acontecimientos de la mañana, con aquel pueblo en la
calle, que saludaba como un fausto suceso la Constitución, y con aquel jefe
de la banda de música que se había asociado a la plebe entonando el Himno
real. ¡A qué punto habíamos llegado! Pero ¿quién era el responsable? El
conde de Menusiglio no podía haber dado la orden, puesto que no se
hallaba en su puesto. Había acudido al paso de Tenda para recibir a Su
Majestad. Así, pues, las responsabilidades caían fatalmente sobre su
suplente: el caballero Hilario Saint-Pierre, conde de Neubourg.
Pero éste, llamado con urgencia, en vez de disculparse, preguntó qué
debería haber hecho, dependiendo, como dependía, de un inmediato
superior que se había solidarizado con la «revuelta», que había sido íntimo
amigo de Paulina Borghese, escudero de Napoleón, coronel del tercer
regimiento de la Guardia Imperial, barón del Imperio de Bonaparte, Cruz de
la Legión de Honor francesa y, en resumidas cuentas, reunía en su persona
todos los méritos de la Revolución.
Pero el general Annibale di Saluzzo se ganó inmediatamente otro
mérito: durante una semana larga hizo la guardia al fugitivo rey, encerrado
en el palacio del gobernador y bastante asustado por peligros inexistentes.
Y al fin lo «liberó», canalizando el furor libertario del buen pueblo nizardo
mediante una bella fiesta un tanto carnavalesca, cuyo número de atracción
fue la llegada al puerto de un batel todo cubierto de flores y empavesado, al
que un grupo de pescadores, entre cantos y danzas, arrastró por las calles de
la ciudad, precedidos de muchachas vestidas de blanco y seguidos de un
carnero adornado con una guirnalda de rosas rojas.
Al término de la manifestación, la entusiasta muchedumbre dispuso en
la plaza mesas, sillas, vituallas y bebidas. Y cuando Su Majestad,
completamente tranquilizado a la vista de aquel espectáculo, apareció en el
balcón, fue acogido con estruendosos aplausos.
Entretanto, el señor obispo había convocado a todos a otro Te Deum en
acción de gracias por el enésimo heureux changement.
CAPÍTULO II
EL CREYENTE DE TAGANROG
CLEOMBROTO
ADIÓS, EUROPA
Con tales afanes y pensamientos, llegó por fin a Niza, procurando entrar
en la oscuridad tan flojamente iluminada por las sesenta y tres linternas
cívicas, y guardándose bien de llamar a la puerta de su casa: en parte porque
temía que estuviera vigilada y en parte porque imaginaba la acogida.
Pidió, pues, refugio a una tía suya que por poco se desmaya al verlo. En
la ciudad se estaba ya al corriente de las acusaciones que pesaban sobre la
cabeza de Peppino, y la pobre mujer debía pensar que para aquellas horas
ya había sido detenido y fusilado. No obstante, lo hospedó y, echándose
encima un chal, corrió a informar a mamá Rosa y al «patrón». Domenico,
suplicándoles que acudieran a ver a su hijo, pues tendría que marcharse
poco después.
El «patrón». Domenico, en vez de mostrarse contento porque Peppino
estuviera aún con vida (aunque seguramente lo estaba en el fondo), se dejó
llevar por todas las furias y comenzó a vociferar que a aquél ya no lo
consideraba hijo suyo. En vano mamá Rosa se arrojó a sus pies, pidiéndole
que fuera a ver a los superiores, mientras ella acudía a retener a Peppino,
para obtener el perdón. Inconmovible, el viejo y timorato caballero, que
siempre permaneció fiel al orden constituido, replicó que dieran todos las
gracias a Dios de que no acudiera, en cambio, a los gendarmes a denunciar
la presencia del delincuente en la ciudad. Y no se movió de allí, ignoramos
con qué esfuerzos sobre los propios sentimientos paternos.
El encuentro entre la madre y el hijo huido, acosado por peligros que
comprometían para siempre su regreso, debió de ser patético. «¿Por qué lo
has hecho, hijo mío…? ¿Por qué lo has hecho?», le preguntaría, llorando, la
pobre mujer. Y esperemos que Peppino no le contestara: «Por Mazzini»,
porque en aquel momento su madre no lo habría reconocido. Pero tal vez
Mazzini se le había ido ya de la cabeza; ya no era Cleombroto, era un pobre
muchacho amenazado de muerte y con el corazón henchido de angustia,
entre los brazos de aquella madre con el rostro bañado en lágrimas y
surcado de arrugas por su causa. Cuando, pasadas algunas horas, se dijeron
adiós en el umbral de la casa (había que partir antes del amanecer), los dos
creyeron que era para siempre.
Pero volvieron a verse, unos quince años después.
En Marsella, adonde llegó unos días después, la primera cosa que vio
fue su propio nombre impreso con grandes caracteres en la primera página
del Peuple souverain, el periódico local, que publicaba la noticia de la pena
que le imponía en rebeldía el tribunal militar de Génova. Era la condena «a
muerte ignominiosa», es decir, fusilamiento por la espalda, reservada a los
«bandidos de la primera lista». Experimentó un cierto orgullo. Para bien o
para mal, se había convertido en un hombre público, un personaje, un
protagonista. Sin embargo, aleccionado por la reciente experiencia, pensó
que sería mejor adoptar otro nombre. Y como tenía hambre, eligió como
conjuro el de Pane, añadiéndole el de Borel, en recuerdo de un insurrecto
francés de Saboya, capturado y fusilado por los gendarmes piamonteses.
Por supuesto, se puso inmediatamente a trabajar con el fin de entrar en
contacto con los compatriotas afiliados a la Joven Italia, no sólo por razones
políticas, sino también para hallar un empleo con el que ir tirando. No le fue
difícil, porque Marsella estaba llena de exiliados italianos. Y por ellos supo
que el Maestro, en vez de dar una explicación del fracaso revolucionario,
había descargado toda la responsabilidad sobre Ramorino y los
organizadores del Piamonte y Liguria, es decir, sobre los diversos Garibaldi
que hubieran debido amotinarse y no lo habían hecho.
Se estremeció de rabia y así empezó, entre él y Mazzini, aquella
pequeña guerra fría de chismes, habladurías, ceños y recíprocas acusaciones
que jalonaría todo el Risorgimento y que, desde luego, ya había dejado
presagiar el primer encuentro. En los lugares de reunión de los exiliados a
los que acudía con frecuencia, Pane Borel reaccionaba con vivacidad a las
palabras de indignación y desprecio pronunciadas por el Maestro:
«¡Increíble! Los conjurados faltaron en el instante preciso de la rebelión.
¡Que Dios los fulmine a todos y a mí primero!».
Menos mal —pensaría Pane Borel— que añadía aquel «a mí primero».
Porque, si los confabulados habían faltado, ¿qué había hecho Mazzini,
personalmente, para que no faltaran? ¿Dónde estaba en el famoso instante
de la «rebelión»? ¿Por qué no se había dejado ver? La emprendía ahora con
Ramorino porque, la noche en que debía prender la chispa, había
desaparecido de su casa y nadie lo había visto más. Es posible que ésa haya
sido también una de las causas del fracaso. Pero ¿quién dio a Ramorino el
mando de las operaciones militares? Y de nada valían las razones que ahora
él, Mazzini, aducía: que siempre había desconfiado de Ramorino, pero que
hubo de soportarlo por imposición de los polacos, que lo tenían en gran
estima desde que había combatido con ellos en Polonia y que ahora
intervendrían codo a codo con los italianos a condición de que Ramorino
los mandara. Menos aún podía darse crédito al hecho de que, columbrado el
fracaso, el Maestro hubiera querido suicidarse, y andaba contando por todas
partes que había buscado el veneno, sin encontrarlo. ¡Vaya, vaya! Los
únicos venenos que cuentan son los que se ingieren de verdad y en dosis
tales que no permiten en modo alguno salir del atolladero.
Lo demás son bufonadas.
Son las polémicas que se encandilan en todos los refugios de todos los
exiliados en cualquier época y país; y que hacen tan estéril y vacía su
existencia. En los primeros tiempos, Peppino participó activamente en ellas,
pero después se cansó. Con harta frecuencia se detenían en el terreno
ideológico en el que él, el practicón, se hallaba incómodo; además, de
aquellas reuniones se salía siempre con más apetito del que se llevaba al
entrar. Pane necesitaba ante todo pan. Bien o mal, conseguía agenciárselo
porque, aunque litigando, los exiliados se ayudaban entre sí. Pero era una
lucha que lo humillaba y debía comenzar cada día, prestando el propio
trabajo aquí y allí, a menudo en los menesteres más mortificantes.
Un día, el capitán del Unione, Gazan, le ofreció un puesto de «segundo»
en su barco. Peppino aceptó sin vacilar, en parte porque aquél era su oficio
y en parte por salir de aquella guarida de maledicencias y diatribas inútiles.
Subió a bordo pensando tal vez que el paréntesis político había
terminado, que nada había que hacer ya por Italia y por la revolución y que
había llegado el momento de sentar la cabeza. Cumplió bien con sus
obligaciones, como buen marinero que era. Y de hecho, desde entonces
halló siempre empleo, incluso en otras naves, no francesas. Mandó un
bergantín turco y después una fragata del bey de Túnez, que le ofreció un
puesto estable en la flota que estaba organizando. Hubiera aceptado de no
haberle susurrado alguien al oído que Francia, que acababa de anexionarse
Argelia, no tardaría en apropiarse también de Túnez. ¿Acaso quería
convertirse en enemigo de Luis Felipe, como ya lo era de Carlos Alberto?
Poco después, en Marsella se declaró una epidemia de cólera. Moría
mucha gente, también mucha abandonaba la ciudad, y no se hallaba a nadie
que cuidara de los enfermos, por miedo al contagio. Pane Borel se ofreció
voluntario y durante algunas semanas vistió en el hospital la camisa con el
capuchón del «benévolo», como entonces se llamaba a los enfermeros.
Le fue bien. Y le pareció naturalísimo que así ocurriera. También en
aquello, como en todas las improvisaciones de su vida, actuó con la
tranquila confianza en la propia invulnerabilidad.
En cuanto acabó con aquel cometido voluntario se le presentó la ocasión
que quizás esperaba hacía tiempo: un capitán de Nantes, Beauregard, le
ofreció el puesto de «segundo» en el bergantín Nautonier, que zarpaba para
Río de Janeiro.
Hacía tiempo que Peppino pensaba en América, pero en la del Norte,
donde pensaba reunirse con Angelo, que ya se había establecido allí hacía
algunos años. Pero no vaciló: también la del Sur era América.
Cuenta que, en el momento de atravesar el estrecho de Gibraltar, envió
un conmovido adiós a la vieja Europa: a la madre, al padre, a los hermanos,
a los amigos, a Niza, a Marsella… y tal vez también a Mazzini.
El exiliado político se había convertido en un emigrante común.
SEGUNDA PARTE
EL «CAUDILLO» (1836-1848).
CAPÍTULO V
… Una piedra
que distinga los míos de los infinitos
huesos que en tierra y mar siembra la muerte…
ANITA
Años después, cuando Dumas leyó este pasaje, aún manuscrito y sacado
de las Memorias, hizo observar a Garibaldi que no le parecía bastante claro
y detallado. A lo que Garibaldi respondió con un suspiro:
—Tiene que quedar así.
En realidad, las cosas se desarrollaron de un modo bastante distinto.
Anita no era doncella cuando se encontró con Garibaldi, puesto que se
había casado seis años antes con un pescador de Laguna, Manuel José
Duarte. Tampoco era de aquel lugar. Era de Morrinhos, cerca de Tubarao, y
a los catorce años ya había dado que hablar, apagando sobre la cara de un
carretero el puro que éste llevaba en su boca mientras miraba a la muchacha
con unos ojos que a ella le parecieron ofensivos para el propio pudor. A raíz
de ese episodio, su padre Bento Ribeiro de Silva, llamado Bentón, trasladó
la familia a la Laguna, donde al cabo de poco tiempo murió, seguido a poca
distancia por los tres hijos varones. Quedó la viuda, María Antonia de
Jesús, con tres niñas: Manuela, Felicidad y Anita. La casucha en que
habitaban, donde cada día había que resolver el problema del sustento, se
llamó «La casa de las tres niñas».
Anita era la más hermosa, pero también, por su carácter huraño, la más
difícil de manejar. Rechazó un buen partido, el sargento Juan Gonçalves
Padilha, y se casó con Duarte, pescador sin un céntimo. Pero fue una
desilusión. Además de no tener un céntimo, Manuel José era beaturrón,
ordenancista y timorato. Cuando en Laguna empezó a soplar un poco de
vientecillo revolucionario, se puso de la parte del orden constituido y en su
casa canturreaba la cantinela de los «leales»:
Cuando Garibaldi
toca la corneta,
todos sus soldados
comen la polenta.
¡Arriba, muchachos,
que las cuatro son,
viene Garibaldi
con su batallón!
«¡GARIBALDI, PARTE!».
Cuando Garibaldi partió con sus tres naves, el comentario de las gentes
fue: «Ya sale la flotilla suicida».
Y muchos atribuyeron la empresa —tan desesperada parecía— a una
astucia del ministro de la Guerra, Vidal, que, teniendo cierta ojeriza a
aquellas tres embarcaciones que tanto dinero costaban sin prestar ningún
servicio, había decidido dárselas como pasto a Brown con su comandante
italiano y sus tripulaciones casi íntegramente formadas por extranjeros.
Nada nos autoriza a estimar verdadera esta versión. Pero si lo fue, el
ministro Vidal debió de quedar bastante escaldado cuando, a finales de
aquel junio de 1842, recibió este mensaje de Garibaldi: «A las diez del día
veintiséis he forzado el paso de Martín García. Nuestros hombres han dado
pruebas de comprender que luchan por la causa de la Humanidad». Tenía
buen cuidado de recordarle de qué causa se trataba.
Ignoramos cómo discurrieron realmente los acontecimientos. Brown,
exoficial de la Marina británica, era un discípulo de Nelson, un almirante
con todas las de la ley. De baja estatura, enjuto y ágil, a pesar de su edad,
lleno de tics y sumamente astuto, sabía perfectamente su oficio. Por lo
tanto, nos extrañaría muchísimo que se hubiera dejado sorprender. Es más
probable que dejara pasar a Garibaldi para cortarle después todo contacto
con la base y bloquearlo con las fuerzas propias, bastante superiores. Sabía
adónde iban aquellos desesperados: sus espías de Montevideo le habían
informado de que a bordo iba también guías (o, como se decía allí,
prácticos) del río Uruguay. Evidentemente, era ese río el que pensaban
remontar y, por lo tanto, allí podría bloquearlo fácilmente.
Así, pues, se puso a sus espaldas sin demasiada prisa, pero ya a la
mañana siguiente lo avistó. A causa de su peso, la Constitución había
encallado, y las otras dos naves se esforzaban en desencallarla, aligerándola
del peso de sus dieciocho cañones. Los hombres de Brown comenzaron a
alborotar llenos de júbilo y a injuriar al adversario, porque también entre
ellos había —¡no faltaba más!— muchos italianos. Pero precisamente en
ese momento, también la Belgrano, «nave almirante» argentina, encalló,
mientras un banco de niebla se extendía entre las dos escuadras.
A la mañana siguiente, cuando la Belgrano pudo moverse de nuevo y la
visibilidad era normal, Garibaldi había desaparecido del horizonte. Brown
remontó el Uruguay y sólo tras haber avanzado por este río durante tres días
con sus noches, supo que el enemigo había remontado el Paraná. Descendió
a toda velocidad por el río equivocado, se adentró en el otro y el 15 de
agosto, en Caballu-Cuatiá, se encontró de manos a boca con la escuadra
garibaldina.
Ésta se había detenido a causa de un súbito descenso del nivel de las
aguas, pero entretanto Garibaldi había visto reforzados sus efectivos con la
llegada de tres lanchones enviados a los aliados por los insurrectos de
Corrientes y mandados por el teniente coronel Villegas. La desproporción
todavía era grande. Contra las tres naves y los tres lanchones de Garibaldi
avanzaban los tres lanchones y las siete naves de Brown.
La batalla comenzó al día siguiente, 16 de agosto, duró hasta la tarde del
17 y terminó con un desastre para Garibaldi. En la noche entre la primera y
la segunda fase, Villegas intentó persuadir al italiano de que tomara las de
Villadiego; y como el italiano se negó a hacerlo, lo hizo él. Al amanecer, el
combate se reanudó con gran violencia. Las tres naves uruguayas estaban
acribilladas por los cañonazos argentinos y llenas de muertos y heridos.
Cuando ya no tuvo ni un solo proyectil, Garibaldi ordenó a los
supervivientes que bajaran a las bodegas, cogieran las barricas de
aguardiente, rociaran con él las toldas y prendieran fuego; pero en vez de
rociar las toldas con el aguardiente se rociaron las gargantas, y al cabo de
pocos minutos el que no estaba muerto o herido estaba borracho. «Eran
verdaderos canallas sin freno», escribirá Garibaldi de aquellos cuyo celo
por la causa de la Humanidad tanto encomiara poco antes. «Habían sido
expulsados de los ejércitos de toda la tierra a causa de diversos delitos, y
muchos, por homicidio». Pero se trataba de justificar la decisión que la
tarde del 17 tomó de abandonarlos a bordo, tras haber prendido fuego a las
santabárbaras.
«Fue muy doloroso hallarse en la necesidad imperiosa de abandonar a
aquellos valientes y desventurados hombres a las llamas». Una vez muertos,
los «canallas» se convertían en «valientes». Pero es posible que no hubiera
podido actuar de otra manera.
La noticia de la batalla llegó a las dos capitales —Montevideo y Buenos
Aires— bastantes días después, y cada una de ellas la interpretó como una
victoria. Entretanto, Garibaldi, que se había convertido de nuevo en
combatiente de tierra firme, esperaba reanudar la lucha. Una serie de
órdenes y contraórdenes le llegaron en Corrientes, donde fue acogido con
entusiasmo, hasta el punto de que se organizaron bailes en su honor.
Corrientes estaba llena de hermosas muchachas que ardían de patriótica
admiración por el héroe, y Anita estaba lejos con sus celos y sus pistolas.
Por último, a finales de noviembre, el jefe del Estado Mayor de los
ejércitos aliados (es decir, del Uruguay y Entremos) le confió el mando de
otra escuadra, en San Francisco. Pero cuando estaba a punto de zarpar le
llegó la orden de prender fuego a las naves. ¡Diablos! ¿Es que lo habían
tomado por un pirómano?
No, no lo habían tomado por un pirómano. Sólo que había que impedir
que las naves cayeran en manos del enemigo, dueño de todo el Paraná
después de la derrota sufrida por Rivera en Arroyo Grande. Oribe se había
tomado su venganza.
Garibaldi regresó a pie a Montevideo. La ciudad estaba en estado de
asedio. Al trente del ejército se hallaba el general Paz, y Pacheco y Obes
había tomado el puesto de Vidal. Eran gentes decididas y dispuestas a todo,
y siguieron siéndolo cuando poco después (febrero de 1843) el ejército de
Oribe apareció en las alturas que rodeaban a la capital.
Esta vez, hasta los extranjeros, que hasta entonces se habían mostrado
vacilantes ante el hecho de abrazar la causa uruguaya, sintieron que ésta era
su propia causa, la de su libertad, de sus negocios, de su comercio. Los
franceses dieron el ejemplo, constituyéndose en Legión al canto de la
Marsellesa. ¿Podían quedarse atrás los italianos? Decidieron que no, que no
podían, pero pusieron una condición, la habitual condición de los italianos:
la pensión.
Y en seguida especificaron: tanto por la participación, tanto más tanto
en caso de herida, tanto más tanto más tanto en caso de «invalidez
permanente». Ya estaba allí toda la puntillosa casuística que aflige las
posguerras nacionales.
Al día siguiente apareció en El Constitucional esta carta al director:
UN SÚBDITO SARDO.
EL «DUCE» (1848-1849).
CAPÍTULO VIII
LA CAMPAÑA DE LOMBARDÍA
LA DEFENSA DE ROMA
Como todas las marchas sobre Roma, también ésta se llevó a cabo en
tren: es decir, dados los tiempos, en diligencia. Garibaldi, que precedió a
sus hombres, fue acogido en el umbral del Círculo Popular por
Ciceruacchio, que le declamó sus versos:
MUERTE DE ANITA
EL CONQUISTADOR (1850-1861).
CAPÍTULO XI
DE TÚNEZ A CAPRERA
En Túnez, el Bey ni siquiera los dejó desembarcar, hasta tal punto le era
sospechoso el nombre de Garibaldi, y los envió atrás con la misma nave.
Detuviéronse en la Maddalena, por consejo de Leggero, que era del
lugar; pero detrás de ellos bajaron cuarenta gendarmes con la misión de
vigilarlos. Garibaldi fue huésped del alcalde Susini, padre de un legionario,
y por primera vez en su vida saboreó el placer de un completo reposo. Fue a
cazar, jugó a los bolos y se hubiera sentido completamente feliz de quedarse
allí. Pero los gobernantes de Turín habían perdido el sueño, y al cabo de un
mes le enviaron el bergantín Colombo en ruta hacia Gibraltar. Los tres
compañeros y el perro lo siguieron a bordo.
En Gibraltar se repitió la misma historia de Túnez. El gobernador inglés
les permitió desembarcar, pero a condición de que se marcharan de nuevo
en la primera nave que pasara rumbo a Inglaterra o hacia América.
Garibaldi contestó que no deseaba ir a América ni a Inglaterra; el
gobernador propuso Tánger, donde el cónsul piamontés, Carpenetti,
probablemente por sugerencia de su Gobierno, se manifestaba dispuesto a
hospedarlos.
Garibaldi llegó a Tánger con Leggero, Coccelli y Guerello: Teggia
prefirió marcharse por su propia cuenta. Carpenetti se mostró un anfitrión
generoso y discreto, por más que después Garibaldi en sus Memorias
manifestó poca gratitud, deformando incluso su nombre en Carpeneto (pero
esto le sucedió también con otros muchos: tenía alergia a los nombres).
Presentó al exiliado a su colega inglés, Murray, del que se hizo gran amigo.
Cazadores apasionados los dos, fraternizaron en muchas correrías por los
contrafuertes del Rif, en busca de perdices.
El resto del tiempo Garibaldi lo pasaba fabricando cepos para los
animales, velas, instrumentos de pesca y cigarros. Le gustaba hacérselo
todo por sí mismo, porque, hasta que la artritis se las deformó, tenía unas
manos ágiles y rápidas. A menudo se quedaba fuera incluso las noches, y
dormía bajo algún olivo, en parte, por amor a la soledad, en parte, por
nostalgia de los tiempos de guerra y de campamento. «Aquí, entre los
turcos, puedo vivir con tranquilidad», escribió a un amigo.
Pero esa misma tranquilidad empezó a pesarle con el paso de los meses.
Un día se decidió: tomó un papel, una pluma y un tintero, y escribió a
Pacheco, el viejo amigo uruguayo: ¿no había nada que hacer para Garibaldi,
allá, en Montevideo?
La carta no tuvo respuesta.
Otro día volvió a sus manos la hoja escrita en San Dalmazio: «Llegado
desde Rieti en los últimos días de abril…». Pero lo asaltaron diversas
dudas. Los acontecimientos de la República Romana eran demasiado
recientes y todavía candentes: si los contaba podía suscitar polémicas con
mucha gente, especialmente con Mazzini. Decidió empezar de más atrás, de
Sudamérica, de Río Grande, de Montevideo. Escribió a un primo suyo
abogado, Augusto Garibaldi, y al amigo Francesco Carpaneto, proponiendo
la publicación de sus Memorias, a cuya redacción se puso inmediatamente
de buena gana. Los dos respondieron que era negocio seguro y que mandara
en seguida lo que tuviera preparado.
El 30 de mayo de 1850, Garibaldi envió las pocas páginas que
trabajosamente había redactado acerca de sus aventuras en el Nuevo
Mundo, junto con un retrato suyo y una carta en la que confesaba que la
caza y la pesca le dejaban poco tiempo para dedicarse a escribir. Los dos
respondieron solicitando con impaciencia otro material e invitándole «a no
regatear ensanchamientos», esto es, a soltarse el pelo un poco más, sobre
todo en lo relativo a los acontecimientos de 1848-1849. Pero Garibaldi no
tenía deseo alguno de soltarse el pelo; más aún: no tenía ninguna gana de
escribir. Es decir, la tenía en teoría, y toda su vida fue amargada por la
ambición fallida de llegar a ser un gran escritor. Pero, en la práctica, la
combinación de coordenadas y subordinadas, la puntuación y la
conjugación de subjuntivos y condicionales le acarreaban continuos
quebraderos de cabeza e invencibles cansancios.
Envió aún a sus dos corresponsales páginas sueltas, una o dos cada vez,
en las que advierte la fatiga y el aburrimiento (que, desgraciadamente, se
contagian al lector) que debió de costarle redactarlas entre tantas dudas de
sintaxis, con el trasero dolorido de tanto estar sentado y las piernas
entumecidas. Además, demostraba no recordar bien las cosas, tal vez
porque había realizado tantas, y confundía fechas y nombres de
protagonistas. Un día, cansado, cortó por lo sano escribiendo a los dos:
«Haced de las Memorias lo que os parezca».
Pero esa carta llegó a Italia con un sello que ya no era el de Tánger.
Procedía de Liverpool, donde había hecho escala la nave que lo conducía a
Norteamérica.
Cansado de aguardar una «chispa» que no estallaba, Garibaldi había
decidido probar fortuna en aquellas latitudes.
El 30 de junio de aquel año 1850, el New York Tribune apareció con esta
noticia: «Esta mañana ha llegado de Liverpool la nave Waterloo, a bordo de
la cual viaja Garibaldi, el hombre de fama mundial, el héroe de Montevideo
y defensor de Roma. Será acogido por cuantos lo conocen como se debe a
su carácter caballeresco y a sus servicios a favor de la libertad».
Los tres mil italianos de Nueva York estaban en realidad muy atareados
para tributarle una solemne y clamorosa bienvenida. Hallábanse entre ellos
el general Avezzana, que había regresado allí tras la caída de Roma; Quirico
Filopanti, que fue secretario de la gloriosa República; Foresti, superviviente
del Spielberg, el florentino Menucci y muchos otros. Organizaron un gran
cortejo con banda de música que atravesaría la ciudad y en el que
participarían exiliados franceses y alemanes, conocidos allí con el nombre
de red republicans, es decir, «republicanos rojos». Y fue precisamente la
presencia de éstos lo que indujo a las autoridades a prohibir la
manifestación.
El mismo Garibaldi, por su parte, hizo saber que aquello no le gustaba
mucho. Había embarcado de mala gana. Tuvo que dejar a Murray el pobre
Guerello, que inmediatamente murió del dolor.
Y en el viaje, como ahora le sucedía siempre que se adentraba en el mar,
fue aquejado de una crisis que ya no era de reumatismo, sino de artritis
aguda. Hasta el punto de que tuvieron que desembarcarlo —«como un
baúl», escribirá él mismo— en Staten Island.
A los compatriotas que acudieron a su cabecera les dijo que había ido
allí sólo para trabajar y rehacer su vida, no para dar espectáculos y provocar
desórdenes.
Aunque decepcionado, el comité de festejos decidió agasajarlo
igualmente, organizando un gran banquete en «Monteverde’s», en la
Barclay Street, en el que Garibaldi, aún enfermo, no participó. Tanta
discreción y modestia gustaron a las autoridades americanas, que hallaron
muy favorable a Garibaldi el paralelo con Kossuth, el héroe húngaro por el
que habían tenido que gastar veintitrés mil dólares sólo en champaña,
madeira y jerez, y que ahora vivía, a expensas de ellos, en un lujoso
apartamento.
Pero otro visitante se había precipitado a él en Staten Island: el editor y
escritor Theodore Dwight, autor de dos libros sobre Italia, empeñado en
monopolizar los recuerdos de uno de los más grandes aventureros del siglo.
Garibaldi fue tentado desde el principio por la propuesta, entre otras
razones, porque tenía que resolver el problema del sustento y Dwight
prometía un montón de dinero, y le entregó la copia del manuscrito ya
enviado a su primo y a Carpaneto. Pero después puso el veto al uno y a los
otros. «Estoy decidido a no escribir nada —dijo a los primeros— sobre
nuestros últimos hechos en Italia, porque, no debiendo escribir más que la
verdad, tendría que decir cosas que ensombrecerían la fama de ciertos
hombres…». Era evidente la alusión a Mazzini, a quien Augusto y
Carpaneto habían manifestado ingenuamente su intención de enviarle las
Memorias para que las publicara en Londres.
Así, los dos manuscritos yacieron, el uno en un cajón de Dwight, que
obtuvo el permiso de publicarlo en 1859; el otro, en casa del bergamasco
Camozzi, a quien lo había confiado Carpaneto y del que lo recibió de nuevo
Garibaldi el mismo año, para entregárselo a Elpis Melena, en el mundo,
Esperanza von Schwartz.
Sin embargo, aún quedaba por resolver el problema del sustento. Al
embarcarse, la primera intención de Garibaldi fue encontrar un puesto de
capitán en la Marina Mercante de los Estados Unidos. Pero como antes
debía obtener la nacionalidad, la pidió al poco tiempo. Nunca la obtuvo,
porque se olvidó de cumplir los otros requisitos; no obstante, al cabo de
algunos meses recibió el pasaporte, que podía haberle sido concedido
incluso antes, y eso le persuadió de que se había convertido en «ciudadano
americano», cosa de la que tanto se ufanó después. Los italianos iniciaron
una suscripción para procurarle una nave, pero no lograron reunir más de
treinta mil liras, que apenas bastaban para adquirir una lancha.
Garibaldi vivía como un huésped de profesión, como siempre le había
sucedido, engañando el tiempo con la caza y la pesca en Long Island.
También allí seguía siendo el hombre rústico que siempre fuera, sin lograr
identificarse con la ciudad, y sin intentarlo siquiera. Iba a dormir a la hora
de las gallinas, se levantaba con el sol, cansaba su cuerpo, necesitado de
movimiento, con largos vagabundeos por las calles y procuraba tener
ocupadas las impacientes manos con los habituales pequeños trabajos.
Cuando el florentino Menucci le propuso ir a trabajar a su fábrica de velas,
aceptó entusiasmado. Así, como escribiría después, «alojamiento y comida»
estaban asegurados, además de un pequeño margen que regularmente envió
a mamá Rosa para el mantenimiento de los niños. Menucci era un patrono
adorable: pagaba el salario a Garibaldi hasta cuando éste, cansado de cirios,
volvía a sus pasiones favoritas de la caza y la pesca.
Así pasaron los últimos meses de 1850 y los primeros de 1851. En abril
obtuvo el pasaporte y con él el suspirado puesto de capitán a bordo del
Prometeus, que había de zarpar rumbo a América Central.
En aquella circunstancia, adoptó de nuevo su viejo seudónimo de
Roberto Pane.
ESPERANZA
EL 1859
GIUSEPPINA
G. GARIBALDI.
Esta vez, la respuesta no se hizo esperar. No, no era necesario que fuera
a Bolonia. Le enviaría a una persona de confianza para ponerla al corriente
de todo.
Speranza esperó, convencida de que iba a llegar Medici, o Bixio, o
Deidery. En cambio, se le presentó una rubita vestida de negro, de unos
treinta y cinco años de edad, de modales un tanto zafios y descarados y con
su buena «carta credencial» escrita de puño y letra de Garibaldi: «Speranza
mía, la portadora es una sincera amiga de Italia v encargada de mi parte de
comunicaros un proyecto. Podéis confiaros enteramente a ella».
Speranza leyó, miró a la rubita y al cabo de un rato preguntó de qué se
trataba. Pero la otra contestó que nada sabía, que sólo se sentía contenta por
ponerse al servicio de la «Corinna[10] de nuestros días». Siguió otro
silencio. Después, la rubita sacó por fin, con ademán misterioso, una hoja
cogida con un alfiler a un pliegue de su saya, y la entregó a Speranza.
Estaba escrita, también de puño y letra de Garibaldi: «Ir a Mesina,
encontrar al cónsul inglés, ponerse de acuerdo con el comité, ponerlo en
relación conmigo y con el comité de Palermo. ¡Prudencia! Pero ir
valerosamente al objetivo, porque la Causa tendrá un feliz éxito».
Era bello, pero bastante vago. ¿Acerca de qué debía ponerse de acuerdo
con el comité?
La rubita seguía protestando que nada sabía. Pero, después de otra
pausa, sacó de la saya otro billetito, escrito también por el general:
«Speranza mía: Confío plenamente en vuestra alma angélica. La misión que
os encargo es santa, pero muy peligrosa».
La cosa era cada vez más bonita, pero también más vaga. Speranza
había entendido y ahora aguardaba. Y he aquí que salía a la luz, de la
misma saya, un cuarto mensaje, esta vez más detallado. Era una proclama
de Garibaldi al pueblo siciliano incitándolo a la insurrección. Al pie estaban
los nombres de los cinco conjurados a los que debía entregarla. El pliego
pasó de la saya de la rubita a la de Speranza y las dos mujeres salieron para
Liorna donde, el 8 de octubre, embarcaron en el Vaticano rumbo a Sicilia.
La historia no ha explicado claramente qué contenía ese pliego,
trastienda de mala novela por entregas. Sólo ha puesto de manifiesto con
qué ligereza y puerilidad y con cuánta improvisación se conspiraba
entonces en Italia. La rubita puede haber sido, indudablemente, una sincera
amiga de Italia, pero lo era aún más de los varones que se encontraba en el
camino. Primero puso los ojos en el comandante de la nave. Y en Nápoles
languideció incluso tras el príncipe Colonna, que había acudido al puerto a
recibir a Speranza, ensalzando ante su compañera no sólo su cualidad de
gran patriota, sino también de gran amante.
Speranza siguió intrépidamente sola, desembarcó en Mesina y se
presentó al cónsul inglés, Richardson, que, al oír que venía de parte de
Garibaldi, estalló en improperios, llamándolo «bandido» y «payaso». Pocas
horas después, Speranza era arrestada por la policía borbónica y puesta bajo
vigilancia. Pero la custodia fue confiada a un carcelero italiano que,
mediante una buena propina, descuidó la vigilancia hasta el punto de dejar
que la prisionera se evadiese. En la nave que la conducía de nuevo a Liorna,
Speranza debió de meditar que, en cuanto a seriedad, opresión y revolución
estaban a la misma altura en Italia.
Entretanto, Garibaldi se había enzarzado en una serie de disgustos.
Durante todo el mes de octubre esperó cartas de Como en respuesta a las
suyas, suplicantes e insistentes. Pero después de las banderas, de Como no
había llegado nada más. Intentó entonces distraerse con la acción y se puso
a escribir proclamas. Lanzó una a los veteranos del ejército sardo para
atraerlos a sus filas; otra al pueblo napolitano («… Nosotros hemos
combatido como combaten los italianos cuando están unidos, y vosotros no
estabais… Pero esta vez estaréis con nosotros, con la voluntad y con el
brazo…»), una tercera a los municipios de la Romaña, y una cuarta a los
soldados pontificios, instándoles a desertar.
En Turín se alarmaron. Cavour se esforzaba en mantener tranquilas las
aguas de la diplomacia europea mientras los Gobiernos de la Liga central
preparaban los plebiscitos que iban a consagrar la anexión al Piamonte.
También Inglaterra, que veía con buenos ojos la operación, recomendaba
prudencia y discreción. Fanti recibió la orden de refrenar a aquel loco que
parecía ir a lanzarlo todo por el aire; pero no era fácil. Las relaciones entre
ambos generales se hicieron tensas. Fanti negó el alistamiento a los
Cazadores de los Alpes que acudían desde la Lombardía y que,
naturalmente, no reconocían a otro jefe que Garibaldi. Y como éste no se
daba por enterado, se dio a los oficiales la orden de no obedecerle.
Por último, intervino el rey personalmente, llamando a Garibaldi. Le
dijo que de buena gana lo liberaría de Fanti, pero de todas maneras le rogó
que, pasara lo que pasase, no rebasara los confines de los Estados
pontificios. Por primera vez, Garibaldi le mostró rostro ceñudo. Le dijo que
ya estaba comprometido a correr en ayuda de las ciudades que se rebelaran
contra el Papa. El rey, asustado, llamó a Fanti y le ordenó que se aprestara a
dejar el puesto a Garibaldi de manera que, si algo ocurría, toda la
responsabilidad recayera sobre él.
En ese momento llegó Speranza a Bolonia para informar al general de
su misión. Cuenta ella misma que Garibaldi la recibió como si volviera de
un viaje de placer.
—Bien —le dijo—. Aquí estamos otra vez. —Y añadió como la cosa
más natural del mundo—: Dudé si volvería a veros, porque después de que
hubisteis partido supe que un falso afiliado me había tendido una trampa en
la que caí demasiado fácilmente. Más tarde me aseguraron también que se
habían desembarazado de vos como de tantas otras víctimas de la venganza
borbónica. Menos mal que salisteis con vida, querida Speranza. En
adelante, figuraréis entre los más valerosos y tendréis, más que ningún otro,
el derecho a llevar la camisa roja.
Speranza lo miraba asombrada. Después empezó a contarle sus
desventuras, pero a la mitad de su relato se calló. Se había dado cuenta de
que el general la oía sin escucharla, abstraído en otros pensamientos.
Permaneció algunos días en Bolonia. Después, viendo que Garibaldi ni
siquiera se daba cuenta de su presencia, decidió volver a Roma. El general
la invitó a una breve cena de despedida. Pero, como de costumbre, lo esperó
en vano; y, por último, se acostó sin haber cenado. Poco después, tres
señores llamaron a su puerta; habían sabido que el general estaba allí y
deseaban hablar con él. Irritada, Speranza se vistió de nuevo y los llevó al
lugar en que estaba segura de encontrarlo; en un lecho del «Hotel Brun».
Y allí estaba, sumido en la lectura de periódicos. Sin buscar siquiera una
palabra de excusa, le preguntó brutalmente si una visita a semejantes horas
era en interés de Italia. Speranza salió sin contestar. Tras la puerta oyó
gritar:
—¡Escribidme, escribidme desde donde estéis!
Ésta era la urbanidad de Garibaldi con las mujeres cuando ya no le
interesaban.
Poco después el rey lo llamó a Turín para rogarle que «se retirara
durante algunos meses». Garibaldi respondió con una carta a Fanti en la que
presentaba su dimisión, que fue acogida por todos con un suspiro de alivio.
«General, los irregulares e indecorosos procedimientos seguidos por V. S.
con respecto a mí, me impulsan a alejarme del servicio militar, por lo que
pido ser dispensado del ejercicio de los cargos para los que plugo a V. S.
nombrarme». El rey quedó tan satisfecho que le envió dos regalos: un fusil
de caza y el nombramiento de ayudante de campo suyo, con el grado de
teniente general. Garibaldi aceptó el fusil, pero rechazó el nombramiento
porque —escribió al rey— le habría quitado la «libertad de acción». Qué
era lo que pensaba hacer con esa libertad es algo que aparece en la
proclama que, recién llegado a Génova, lanzó a los italianos para
anunciarles su renuncia y aguijonearlos a «preparar oro y hierro». De nuevo
lo llamó el rey para proponerle otra misión: la organización de la Guardia
Nacional de Lombardía. Pero ya Garibaldi había optado por otro puesto que
le ofrecía Brofferio: el de presidente de la Nazione Armata que se proponía
como programa la formación de un ejército de dos millones de italianos
(que reclutarían quién sabe dónde y armarían Dios sabe cómo) y la
concentración de todos los sacerdotes de la península en las lagunas
pontinas, a fin de trabajar en su saneamiento.
Estos propósitos de aficionados, de revista estudiantil anticlerical,
suscitaron por doquier tales entusiasmos por Garibaldi y tales
demostraciones contra Cavour —que, naturalmente, había prohibido la
«Nación Armada»—, que el Ministerio de Turín tuvo que dimitir. Garibaldi
protestó ruidosamente reverdeciendo su slogan preferido: «Para que los
italianos nos pongamos de acuerdo se necesita el látigo». Naturalmente, se
entendía que la distribución de los golpes le correspondía a él.
Por fortuna, para distraerlo de sus tentaciones de cisma, el 28 de
noviembre le llegó, desde Como, una carta que concluía con estas increíbles
palabras:
«Te amo. Hazme tuya».
Salió inmediatamente, sin avisar siquiera a los amigos, a quienes
escribió durante el viaje un billete en el que aludía vagamente a la «nueva
fase» que iba a iniciarse en su existencia. Estaba tan emocionado que,
llegado a Fino Mornasco, no se atrevió a presentarse inmediatamente en la
casa Raimondi y se hizo preceder de un mensaje:
LOS «MIL».
Como solía decir Mazzini, Garibaldi era más un gran ejecutor que un
fraguador de empresas. Y, de hecho, también la de los «Mil» fue el
resultado de una conjura de la que es probable que él nunca se haya dado
cuenta.
Los ambientes revolucionarios y extremistas italianos veían con tristeza
que Italia estaba forjándose sin su concurso. El ejército piamontés y la
diplomacia de Cavour habían aglutinado ya, en nombre de la Casa de
Saboya, las más ricas y progresivas regiones de la península: Piamonte,
Cerdeña, Liguria, Lombardía, Toscana y los ducados centrales. Quedaban
por anexionar sólo los Estados pontificios, el reino de las Dos Sicilias y
Venecia, y era evidente que para ello Cavour sólo esperaba una favorable
coyuntura internacional. Si lo lograba, el juego estaba hecho. Eliminaría del
panorama político italiano a aquel Partido de Acción radical y republicano
que se había propuesto, aunque fuera en medio de equivocaciones y líos de
todas clases, tomar la iniciativa del Risorgimento y darle un contenido
popular. Garibaldi era el único hombre que, poniéndose al frente de ese
movimiento, podía asegurarle el desquite.
El general había rehusado durante todo el mes de abril. Comprendía, por
muy ingenuo que fuera, que la revolución siciliana, de la que Crispí y La
Masa le hablaban con fervor como de un gigantesco e irreversible
fenómeno, era, ya que no un puro invento, sí una gran exageración. Aun sin
exteriorizarlo, no se fiaba de las poblaciones meridionales. Había visto que
no se habían movido ni por Bentivegna, ni por Pisacane, ni por los
hermanos Bandiera. Y no deseaba terminar como ellos. Pero, al mismo
tiempo, no quería mostrarse temeroso y vacilante.
Su conducta fue bastante ambigua. Por una parte, dejó que Crispi y
Bixio preparasen la expedición y, por otra, siguió trapisondeando con el
Gobierno para obtener un reaseguro. Pero del Gobierno no obtuvo nada.
Cavour era contrario a la empresa, la combatió hasta el último instante y se
negó a proporcionarle, además de hombres y medios, las habituales lettere
di marca. Pero todo aquel batiburrillo hizo nacer en la opinión pública y en
muchos de los mismos voluntarios la convicción de que el Gobierno, bajo
cuerda, estaba de su lado, por más que por necesidades políticas y
diplomáticas tuviera que fingir lo contrario.
En determinado momento, el propio Garibaldi fue víctima del equívoco
que él mismo había creado. Cuando tal vez pensaba poder retirarse aún, la
Sociedad Nacional puso a su disposición mil fusiles, el coronel Colt envió
desde América cien de sus famosas pistolas, los arsenales Ansaldo le
abrieron su almacén de municiones, Bixio llegó a un acuerdo con la
compañía Rubattino para el alquiler del Piemonte y del Lombardo, que
transportarían a los voluntarios reunidos ya en Génova y que estaban
ansiosos de embarcar, y Rosolino Pilo partió como avanzadilla al interior de
Sicilia para llevar la gran noticia de la inminente llegada de Garibaldi. No
quedaba nada por hacer: o decidirse, o confesar que tenía miedo.
Durante la noche del 5 al 6 de mayo, según se había convenido con los
Rubattino, Nino Bixio y Benedetto Castiglia, que debían asumir el mando,
embarcaron con algunos escuadristas, despertaron a los marineros que
dormían a pierna suelta, ignorantes de lo que se tramaba, y les plantearon
este dilema: o abandonar la nave o zarpar con ellos a Sicilia. Sabiendo que
con ellos iba Garibaldi, los marineros decidieron patrióticamente zarpar.
Las dos naves eran viejas y estaban en malas condiciones. Para poner en
movimiento sus palas, perdieron seis horas; y Garibaldi, que esperaba en
Quarto, dio muestras de nerviosismo. Cuando estuvo en la cubierta del
Piemonte, preguntó a alguien:
—¿Cuántos somos?
—Con los marineros, somos más de mil —le respondieron.
—¡Vaya! ¡Cuánta gente! —exclamó Garibaldi.
Para ser exactos, eran 1089: más de la mitad, estudiantes que aún no
habían cumplido los veinte años. El más joven tenía once; el más viejo,
setenta, y había luchado con Napoleón I.
Estaban representados todos los uniformes y vestidos. Sirtori llevaba
sombrero de copa y balandrán negro; Crispí, un stiffelius[11] estrecho y liso;
un tal Calona, siciliano, llevaba un sombrero a lo Rubens, con una pluma de
avestruz. Había también un canónigo, Bianchi, que seguía siendo sacerdote
de la cintura para arriba, porque de la cintura para abajo llevaba pantalón de
soldado. Estaba un jovencito pálido, de quien se decía que era poeta y de
quien sólo se conocía el nombre: Hipólito Nievo[12]. Y Giorgio Manin, el
hijo de Daniele. Y Menotti, el hijo del general. E incluso una mujer, la
amante de Crespi, que no hacía más que jugar a las cartas con el sacerdote
apóstata Gusmaroli.
La navegación fue difícil, a causa de un fuerte siroco y los continuos
retrasos del Lombardo que, a las órdenes de Bixio, arrancaba mal detrás del
Piemonte.
Los voluntarios, pálidos y débiles a consecuencia del mareo, vomitaban
a más y mejor. Garibaldi fumaba un cigarro puro tras otro. Apenas hubo
embarcado, se puso su acostumbrado uniforme con el poncho blanco sobre
la camisa roja, el sombrero de fieltro y el pañuelo de seda al cuello.
Frente a Telamone hizo echar las anclas e izar en el palo mayor la
bandera sabaudia. Después, mandó decir al comandante del puerto que
abriera el almacén de municiones y se las entregara, asegurándole que
actuaba en nombre del rey, por más que, oficialmente, el soberano no
pudiera poner su firma al pie de una orden escrita. El comandante lo creyó,
pero también lo creyeron algunos voluntarios, que habían embarcado
convencidos de hacerlo en nombre de Mazzini y de la República, con lo que
no quisieron seguir adelante.
Garibaldi dirigió mal la deserción y aquella noche, durante la cena,
vomitó improperios sobre Mazzini.
Los dos barcos volvieron a hacerse a la mar, proa a Cerdeña. Garibaldi
no había decidido aún en qué punto de Sicilia iba a desembarcar, y
entretanto, con aquella desviación, quería eludir la flota napolitana, que en
aquel momento, con toda seguridad, había sido informada de su salida y
debía de cruzar a lo largo de las costas isleñas. Si embargo, no parecía muy
preocupado por ese hecho. Como de costumbre, ahora que la suerte estaba
echada, había recuperado su buen humor y la confianza en su buena
estrella, confianza que nunca lo abandonó. Al día siguiente, Bandi lo
sorprendió en su camarote, con las gafas puestas, componiendo un himno
en un pedazo de papel amarillento. Se lo leyó:
SARNICO
Desde que os conocí fui vuestro amigo, y lo fui cuando serlo y decirlo
era mal visto por muchos… Ahora, vuestras palabras en la Cámara me han
traído un penosísimo y completo desengaño. No sois el hombre que yo
creía, no sois el Garibaldi a quien amé. Ya no soy vuestro amigo y, de un
modo franco y abierto, me paso a las filas de vuestros adversarios políticos.
Osáis colocaros al nivel del rey, hablándole con la afectada familiaridad de
un camarada. Hacéis caso omiso de los usos presentándoos en la Cámara
vestido de manera extrañísima…
Garibaldi contestó:
El 1.º de mayo estaba otra vez en Caprera, pero Italia no lo miraba como
a un Cincinato, sino como a un Camilo. Cuando se lo dijeron, el general
respondió sonriendo que, si aludían al Camilo romano, nada tenía que
objetar; lo importante era que no lo confundieran con el piamontés[14]. En
aquel día de fiesta, a los fieles de siempre se habían unido Bixio, Medici,
Crispi, Missori, Sacchi, Calvino y otros. Se bebió a la salud de Canzio y
Teresita, que iban a casarse; y se cantó a coro un nuevo himno escrito por
Ermanno Jezzi:
Lo quiere Garibaldi.
¡Juramos, juramos!
De Roma y Venecia
ya la hora sonó.
ASPROMONTE
BEZZECCA
… Una roca
que distinga los míos de los infinitos
huesos que por tierra y por mar siembra la muerte…
Tennyson lo escuchó, a su vez, y no entendió nada. Y de regreso a su
casa, escribió: «¡Qué noble ser humano…! Sus maneras son de una
simplicidad como nunca he visto en los hombres de estas islas, ni entre
todos los hombres». Después, lo pensó mejor y añadió: «Tiene la divina
estupidez del héroe».
El Héroe, en un velero que puso a su disposición el almirante de
Portsmouth, asistió a unos ejercicios de tiro de toda la escuadra, organizada
a propósito para él.
MENTANA
LA ÚLTIMA AVENTURA
Así era: envejecía a ojos vistas y había días en los que ni siquiera podía
levantarse a causa de los dolores que le punzaban los huesos. Pero ni en
medio de tales pruebas renunciaba al baño. Había hecho instalar en su
habitación una especie de caseta de madera con un asiento. De la cubierta,
que se cerraba sobre él, sólo salía la cabeza; debajo, un hornillo de petróleo
le hacía transpirar abundantemente. Cuando estaba bañado en sudor, salía
de aquel artilugio para meterse en una tinaja, donde Francesca le echaba
encima un cubo de agua helada. Después lo envolvía en una toalla, le
frotaba vigorosamente y volvía a meterlo en la cama, bien arropado. No
fueron los médicos (a quienes nunca consultaba) quienes le prescribieron
aquel tratamiento que atestigua, sobre todo, la solidez de sus coronarias.
Siempre había creído en la virtud milagrosa del agua helada y siguió
recurriendo a ella aun cuando la edad y la artritis la hacían seguramente
desaconsejable. Francesca le cortaba las uñas, la barba, el cabello y no
tiraba nada. En este afecto por las reliquias había al mismo tiempo afecto y
cálculo: la campesina piamontesa sabía que un mechón de cabellos de
Garibaldi tenía un valor comercial. En las conversaciones más íntimas
nunca lo llamaba Giuseppe ni Peppino, sino «general». Y también en esto
había a la vez humildad y orgullo.
Garibaldi escribía en la cama. Le habían regalado una mesa a propósito,
con la tabla inclinada, que le llegaba hasta debajo de la barbilla. Un
pisapapeles fijo le retenía las hojas. Fatigosamente, las llenaba con una
indecisa letra a lápiz, que después repasaba con la pluma. A medida que
terminaba un capítulo, lo guardaba cuidadosamente bajo una tira de papel.
Pero cuando se encontraba mejor se levantaba temprano, bebía un vaso
de agua y al cabo de un rato pedía una tacita de café. Si realmente se
encontraba en forma, volvíale el buen humor y lo desahogaba cantando, con
la música del Questa o quella per me pari sono, de Rigoletto, una canción
inventada por él:
Queridísimo general:
Mi dolor es que, desde el día de tu partida, nuestra querida Rosa
buscaba a cada momento a papá, acordándose mucho de ti. El 28 de
noviembre comenzó con la tosferina, la más fuerte que he visto en mi vida;
pero Rosa, tan bella como valerosa, consiguió soportarla.
Cuando creí que ya había dejado de toser, se le desarrolló una fiebre
gástrica infecciosa. El día de Navidad recibí tu telegrama e
inmediatamente la misma noche cogí el jarabe que me decías y se lo di, y al
mismo tiempo se lo dije al médico de La Maddalena. Pero a causa del mal
tiempo no podía venir hasta cuatro o cinco días después, de manera que
Rosina se vio atormentada por dicha fiebre sin conocer un momento de
tregua.
Asediada en este lugar por el mal tiempo, puedes imaginar mi dolor. Le
di santonina, coralina, untura de aceite y manzanilla en el pecho, aceite de
oliva bueno, por la boca, caldo de gallina todos los días y emplastos de
semillas de lino sobre el vientre para quitarle un poco la inflamación,
porque la fiebre que tenía no era soportable para una niña de dieciocho
meses menos ocho días.
Por fin, el día 26 llegó el médico de la Maddalena y me ordenó muchas
cosas. Pero en seguida dijo que sería imposible curarla.
Le dije que no reparara en gastos, porque lo importante era que curara
a nuestra querida Rosa. Siguió visitándola todos los días, pero nada pudo
hacer por nuestra pequeña. El último día del año, hacia las ocho de la
tarde, empezaron las convulsiones, que duraron toda la noche.
A medianoche le cesaron durante cinco minutos; llamó a papá y mamá
y le di tres besos. Después empezaron otra vez las convulsiones,
acompañadas de fiebre muy alta que le duró hasta el primero de año a las
ocho de la tarde. A esta hora le vino un fortísimo ataque de tos y con esas
fuertes convulsiones quedó sofocada. Murió en mis brazos…
EL LARGO CREPÚSCULO
EL ÚLTIMO DEBER
UN PUÑADO DE CENIZA