Mary Ruefle-Sobre Los Comienzos

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Sobre los comienzos

En la vida, el número de comienzos es exactamente


igual al número de finales: todavía nadie comenzó
una vida que no vaya a terminar.

En la poesía, el número de comienzos supera en


tal medida el número de finales que no podemos
siquiera imaginárnoslo. No todos los poemas se
terminan: uno se abandona, otro se prende fuego y
se lo lleva el viento, lo cual podría ser un final, pero
es el final de un poema sin fin.

Paul Valéry, el poeta y pensador francés, dijo que


ningún poema se termina y que todos los poemas
simplemente se abandonan. Estas palabras también
se le atribuyen a Stéphane Mallarmé, pero el
comienzo de una cita siempre es algo brumoso.

Paul Valéry también describió su percepción de


los primeros versos de manera tan vívida, y en mi
opinión tan precisa, que nunca la olvidé: el primer
verso de un poema, dijo, es como encontrar una
fruta en el suelo, una fruta caída que nunca habías
visto, y la tarea del poeta es crear el árbol del que
podría caer una fruta como ésa.

En el principio era la Palabra. La civilización occidental


descansa sobre estas palabras. Y sin embargo, hay
un grupo de pensadores alegres que creen que
en el principio era el Acto. Que nada es capaz de
preceder a la acción: no hay respiración previa a la
acción, ni pensamiento previo a la acción, ni amor omnipresente que
sea previo a un acto de algún tipo.

Yo creo que el poema es un acto de la mente. Pienso que es más


fácil hablar del final de un poema que hablar sobre el comienzo.
Porque el poema termina en la página, pero comienza fuera de la
página,  comienza en la mente. La mente actúa, la mente manifiesta
la voluntad de un poema, a menudo contra nuestra voluntad; de
alguna manera ocurre, de alguna manera se escribe un poema en
medio de una fiesta caótica por algún feriado en donde acaba de
acabarse el hielo, y es en tu casa.

Un acto de la mente. Instar, hacer ocurrir, manifestar. Por decisión del


Congreso. Un estado de verdadera existencia en vez de posibilidad.
¡Y a los poetas les encanta la posibilidad! Les encanta asombrarse
y explorar. ¡Qué difícil destino! Pero el poema, sin importar cuán
lleno esté de posibilidad, tiene que existir. Tiene que conducirse,
comportarse. La forma de actuar de un poema define su carácter
individual. Un poema de Glandolyn Blue no suena como un poema
de Timothy Sure. Hacer de cuenta, fingir, imitar. Eso también, y
siempre, porque la conciencia de sí es su propia pretensión, y lo
ha sido desde el comienzo; la mente humana es capaz de un gran
teatro elástico. Como lo formuló el poeta Ralph Angel: “El poema
es una interpretación de cosas teatrales muy bizarras.” Las cosas
teatrales tan bizarras que suceden a nuestro alrededor todos los
días de nuestras vidas; un animal de puro instinto, Johnny Ferret,
tiene drama en sus acciones, pero no teatro; el teatro exige trazar un
círculo alrededor de la acción y observarla desde afuera del círculo;
en otras palabras, la conciencia de sí es teatro.

Todos saben que si le preguntan a un poeta cómo empiezan sus


poemas, la respuesta   es siempre la misma: una frase, un verso,
un trozo de lenguaje, una imagen, algo que vieron, escucharon,
presenciaron o imaginaron. Y la lección es siempre la misma,
y los poetas jóvenes reconocen que es una de las lecciones más

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importantes que pueden aprender: si tenés una idea para escribir
un poema, una cuadrícula exacta de intenciones, estás yendo por el
camino equivocado, un callejón sin salida, te encontrás frente a un
precipicio al que todavía no subiste. Es una lección que sólo puede
aprenderse por ensayo y error.

Creo que muchos buenos poetas comienzan con ideas, pero si le


dicen esto a demasiada gente, o si lo dicen demasiado alto, los van
a malinterpretar.

He aquí algo muy interesante (para mí), algo que pueden usar en una
de esas fiestas en las que tienen que estar todo el tiempo de pie,
cuando todo el mundo esté cansado de escuchar que los esquimales
tienen un millón tres mil doscientas noventa y cinco palabras para
referirse a la nieve. Es lo que Pound aprendió de Ernest Fenollosa:
algunos idiomas –el inglés, entre ellos– están construidos de tal
manera que cada persona en realidad sólo dice una oración en toda
su vida.  La oración comienza con tus primeras palabras, mientras
gateás por la cocina, y termina con tus últimas palabras, antes de
subirte al coche fúnebre, o en un geriátrico, con la enfermera de la
noche vagamente a mano. O, si tienen suerte, las escucha alguien
que los conoce y los quiere y que va a lamentar escuchar el final de
esa oración.

Cuando le conté al Sr. Angel sobre la oración que dura la vida entera,
me respondió: “¡Qué montón de puntos y comas!”. Tiene toda la
razón; la oración sería inmanejable y torpe y parecería la novela de
un erudito, pero la próxima vez que usen un punto y coma (que, por
cierto, es el signo de puntuación menos usado de toda la poesía)
deberían detenerse para agradecer que existe esta cosita, inventada
por un ser humano –un italiano, de hecho–, que nos permite continuar
y seguir conectando discursos que, por lo demás, parecen no tener
nada que ver.

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Se podría decir que un poema es un punto y coma, un punto y coma
viviente, lo que conecta el primer verso al último, el acto de mantener
unido aquello que, librado a su naturaleza, volaría desperdigado.
Entre el primer verso y el último existe –un poema– y si no fuera por
la intervención del poema, el primer y el último verso de un poema
no se hablarían.

No se hablarían. Porque los versos de un poema se hablan entre sí,


no ustedes a ellos ni ellos a ustedes.

Les voy a decir lo que te extraño:  extraño ver una película y que al
final baje rodando una palabra enorme por la pantalla: FIN. Extraño
terminar una novela y que en la última página, a prudente distancia de
las últimas palabras de la última oración, en letras oscuras estuviera
escrito FIN.

Tenía su propio morbo. No pasaba por alto la palabra, la leía, aunque


fuera en silencio, con muchas sensaciones: una sensación de llenura,
de satisfacción, y una sensación de pérdida, la tristeza de haber
terminado el libro.

Nunca leí en mi vida un poema que terminara con la palabra FIN. ¿Por
qué? No sé. Tal vez la brevedad de los poemas en comparación con
las novelas nos dé la sensación de que no hubo un gran despliegue
de energía, ninguna maratón digna de tender una cinta sobre la línea
de llegada. Pero un día encontré un poema mío que había escrito
a mano con mucho cuidado en sexto grado, y a pie de página, en
tinta china, hermosamente separado del cuerpo principal del texto,
la palabra FIN. Y me di cuenta de que los chicos con gran frecuencia
señalan el final porque en efecto para ellos es un gran logro haber
escrito algo, y no tienen idea de la cantidad de cuentos y poemas
que ya se escribieron; conocen algunos, por supuesto, pero aún no
descubrieron en qué medida no son las únicas personas que habitan
el planeta. Y entonces firman sus poemas y cuentos como reyes. Lo
cual es algo maravilloso.

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Roland Barthes sugiere que hay tres formas de terminar cualquier tipo
de texto: el final se queda con la última palabra o el final es mudo o el
final ejecuta una pirueta, hace algo inesperadamente incongruente.

Gaston Bachelard dice algo sumamente sucinto y asombroso:


comenzamos admirados y al final organizamos nuestra desilusión.
El momento de admiración es la experiencia de algo sin filtrar, vital y
fresco –también podría ser terror– y el momento de organización es
tanto el comienzo de la desilusión como su dignificación; lo mínimo
que podemos hacer es dignificar el saber adquirido, la pérdida de un
poco de vitalidad a causa de la familiarización, admirando no la cosa
en sí misma sino cómo podemos organizarla, ¿qué les parece?

Me temo que no hay vuelta que darle. Es lo único inevitable. Y si


lo creen, están concediendo que en el principio era el acto, no la
palabra.

El pintor Cy Twombly cita a John Crowe Ransom, en un pedazo de


papel: “No se puede privar a la imagen de una frescura primordial a
las que las ideas nunca pueden aspirar”.

Algo fácil y apropiado de decir para un pintor.   Cy Twombly usa


texto en algunos de sus dibujos y pinturas, por lo general poesía,
por lo general Dante. Muchos hombres y mujeres escribieron largos
ensayos y conferencias sobre las ideas que ven expresadas en la
obra de Twombly.

La frase de Bachelard dice simplemente esto: los orígenes (comienzos)


tienen consecuencias (finales).

Barbara Herrnstein Smith, en su libro Poetic Closure: A Study of


How Poems End, dice lo siguiente: “Tal vez lo único que podamos
decir, y quizá esto también sea demasiado, es que en todas nuestras
experiencias parecieran haber involucrados varios grados o estados
de tensión, y que los más gratificantes son aquellos en los que las
tensiones que se crean, sean cuales fueren, también se resuelven. O,

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para ponerlo en otros términos, asimismo familiares, una experiencia
es gratificante en la medida en que las expectativas que se suscitan
también se satisfacen.”

Pero no conozco ningún libro sobre cómo comienzan los poemas.


¿Cómo se puede rastrear el origen si no hay forma ni contorno que
lo preceda y que se pueda rastrear? Es lo mismo que rastrear el
momento del Big Bang: podemos volver a un nanosegundo antes
del comienzo, antes de que, con un estallido, el universo empezara
a ser, pero no podemos volver al comienzo exacto porque eso sería
anterior al conocimiento, y no podemos “conocer” nada antes de que
el “conocimiento” en sí mismo naciera.

Hojeé algunos libros, y leí cientos de primeros y últimos versos, de


distintas épocas, distintas culturas, distintas corrientes estéticas,
y descubrí que los primeros versos son notablemente parecidos,
e incluso se repiten, y que los últimos versos son notablemente
parecidos, e incluso se repiten. Por supuesto, en todos los casos
siguen siendo notablemente diferentes, porque las palabras
pertenecen a poemas por completo diferentes. Y comencé a darme
cuenta, al leer estos primeros y últimos versos, que no sólo son los
primeros y últimos versos de la oración que dura toda la vida que
cada uno dice, sino también los primeros y los últimos versos de
ese largo fragmento de lenguaje que nos llega de otros, a quienes
escuchamos.  Y en la mejor de las vidas posibles, ese comienzo y ese
final son el mismo: en poema tras poema me encontré con palabras
que señalan la primera cosa hecha de lenguaje que escuchamos
cuando somos chicos, repetida noche tras noche, como un estribillo:
Te quiero. Estoy acá con vos. No tengas miedo.  Andá a dormir ahora.
Y me encontré con palabras que señalan la última cosa hecha de
lenguaje que tenemos la esperanza de escuchar en el mundo: Te
quiero. Estoy acá con vos. No tengas miedo.  Andá a dormir ahora.

Se está poniendo húmedo y ya tengo que entrar. Se levanta la niebla


del recuerdo. Algunas de las últimas palabras (en una carta) de

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Emily Dickinson. Una mujer que todo el mundo pensaba que vivía
encerrada, enclaustrada en su casa, habló como si hubiera estado
afuera, explorando la tierra, toda la vida, y al fin fuera el momento de
entrar. Y lo era.

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