Mary Ruefle-Sobre Los Comienzos
Mary Ruefle-Sobre Los Comienzos
Mary Ruefle-Sobre Los Comienzos
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importantes que pueden aprender: si tenés una idea para escribir
un poema, una cuadrícula exacta de intenciones, estás yendo por el
camino equivocado, un callejón sin salida, te encontrás frente a un
precipicio al que todavía no subiste. Es una lección que sólo puede
aprenderse por ensayo y error.
He aquí algo muy interesante (para mí), algo que pueden usar en una
de esas fiestas en las que tienen que estar todo el tiempo de pie,
cuando todo el mundo esté cansado de escuchar que los esquimales
tienen un millón tres mil doscientas noventa y cinco palabras para
referirse a la nieve. Es lo que Pound aprendió de Ernest Fenollosa:
algunos idiomas –el inglés, entre ellos– están construidos de tal
manera que cada persona en realidad sólo dice una oración en toda
su vida. La oración comienza con tus primeras palabras, mientras
gateás por la cocina, y termina con tus últimas palabras, antes de
subirte al coche fúnebre, o en un geriátrico, con la enfermera de la
noche vagamente a mano. O, si tienen suerte, las escucha alguien
que los conoce y los quiere y que va a lamentar escuchar el final de
esa oración.
Cuando le conté al Sr. Angel sobre la oración que dura la vida entera,
me respondió: “¡Qué montón de puntos y comas!”. Tiene toda la
razón; la oración sería inmanejable y torpe y parecería la novela de
un erudito, pero la próxima vez que usen un punto y coma (que, por
cierto, es el signo de puntuación menos usado de toda la poesía)
deberían detenerse para agradecer que existe esta cosita, inventada
por un ser humano –un italiano, de hecho–, que nos permite continuar
y seguir conectando discursos que, por lo demás, parecen no tener
nada que ver.
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Se podría decir que un poema es un punto y coma, un punto y coma
viviente, lo que conecta el primer verso al último, el acto de mantener
unido aquello que, librado a su naturaleza, volaría desperdigado.
Entre el primer verso y el último existe –un poema– y si no fuera por
la intervención del poema, el primer y el último verso de un poema
no se hablarían.
Les voy a decir lo que te extraño: extraño ver una película y que al
final baje rodando una palabra enorme por la pantalla: FIN. Extraño
terminar una novela y que en la última página, a prudente distancia de
las últimas palabras de la última oración, en letras oscuras estuviera
escrito FIN.
Nunca leí en mi vida un poema que terminara con la palabra FIN. ¿Por
qué? No sé. Tal vez la brevedad de los poemas en comparación con
las novelas nos dé la sensación de que no hubo un gran despliegue
de energía, ninguna maratón digna de tender una cinta sobre la línea
de llegada. Pero un día encontré un poema mío que había escrito
a mano con mucho cuidado en sexto grado, y a pie de página, en
tinta china, hermosamente separado del cuerpo principal del texto,
la palabra FIN. Y me di cuenta de que los chicos con gran frecuencia
señalan el final porque en efecto para ellos es un gran logro haber
escrito algo, y no tienen idea de la cantidad de cuentos y poemas
que ya se escribieron; conocen algunos, por supuesto, pero aún no
descubrieron en qué medida no son las únicas personas que habitan
el planeta. Y entonces firman sus poemas y cuentos como reyes. Lo
cual es algo maravilloso.
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Roland Barthes sugiere que hay tres formas de terminar cualquier tipo
de texto: el final se queda con la última palabra o el final es mudo o el
final ejecuta una pirueta, hace algo inesperadamente incongruente.
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para ponerlo en otros términos, asimismo familiares, una experiencia
es gratificante en la medida en que las expectativas que se suscitan
también se satisfacen.”
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Emily Dickinson. Una mujer que todo el mundo pensaba que vivía
encerrada, enclaustrada en su casa, habló como si hubiera estado
afuera, explorando la tierra, toda la vida, y al fin fuera el momento de
entrar. Y lo era.
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