VARIOS Los Hititas

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Entrega

n.º 61 de la colección Cuadernos Historia 16 dedicado a los Hititas.

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AA. VV.

Los Hititas
Cuadernos Historia 16 - 061

ePub r1.0
Titivillus 14.12.2019

Página 3
Título original: Los Hititas
AA. VV., 1985

Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1

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Fragmento de una estatuilla representando a la Diosa de la Fecundidad,
realizada en el siglo XVIII a. de C. (Museo Arqueológico de Ankara).

Índice

LOS HITITAS

Los hititas

¿Quiénes fueron los hititas?


Por Antonio Blanco Freijeiro
De la Real Academia de la Historia.

Literatura, religión y mitología


Por Alberto Bernabé Pajar
Profesor de Filología Griega.
Universidad Complutense de Madrid.

Los pueblos del mar y los reinos neohititas

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Por Manuel Bendala Galán
Profesor de Arqueología.
Universidad Autónoma de Madrid

Bibliografía

Cronología comparada

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Los hititas

D E entre todas las civilizaciones presentes en el Asia anterior durante los períodos
iniciales de la Historia humana, la hitita ha sido tradicionalmente una de las
menos conocidas. Y, sin embargo, una consideración objetiva obliga a situarla junto a
las más importantes. Establecido sobre la mitad oriental de la gran península anatolia,
el pueblo hitita dirigiría su expansión hacia el sur, entrando para ello en pugna con los
poderes de primera magnitud de la época, como Babilonia y Asiria. Asimismo, en sus
momentos de mayor apogeo fue capaz de neutralizar la presencia que el Egipto
faraónico mantenía en la zona, y que hasta entonces no había podido ser cuestionada
de forma eficaz debido a la disgregación política dominante en la misma.
La civilización hitita presenta unos rasgos generales muy específicos, que si por
una parte la hacen semejante a sus vecinas, por otra aportan una gran originalidad.
Organizó, un Estado que en ningún momento poseyó la fuerza y cohesión internas
que definieron a los existentes en Mesopotamia. Pero, por el contrario, nunca estuvo
basado en las formas de absolutismo monárquico con que aquéllos se identificaron.
Sociedad dotada de estructuras legales muy concretas, la hitita tampoco alcanzaría en
las manifestaciones de sus poderes los grados de dureza represiva ejercida sobre la
población que mostraron Asiria o Babilonia.

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Imagen de la Diosa de la Fecundidad.

El Imperio hitita constituye, por otra parte, un acabado modelo de comunidad


asentada sobre una encrucijada geográfica, como consecuencia de lo cual basaría una
elevada proporción de sus actividades económicas en las tareas comerciales. Con
ello, al tiempo que particularmente se beneficiaba de los intercambios realizados,
servía como perfecto elemento transmisor de modos de vida y pensamiento
procedentes de espacios físicamente muy alejados entre sí. Por otra parte, los hititas,
que apoyaron su poderío en la sumisión de una serie de entidades menores y
tributarias, presentan uno de los más espectaculares e ilustrativos ejemplos del
proceso de ascenso, esplendor y decadencia de una civilización en un plazo de tiempo
relativamente breve.
El denominado país de los mil dioses demostraría, en otro sentido, una elevada
capacidad de asimilación de las creencias religiosas de los pueblos sobre los que
progresivamente iba imponiendo su dominio. Esto serviría para diferenciarlo de
forma neta de los demás pueblos con los que cronológicamente coexistió, en el
sentido de su intrínseca flexibilidad frente a la rigidez mesopotámica o egipcia. La

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civilización hitita se aproxima de esta forma —estableciendo las obvias salvedades—
a concepciones mentales más avanzadas, que habían de fructificar más adelante entre
los emprendedores fenicios, los geniales griegos o los expansivos romanos.
De ahí la importancia de acceder a su conocimiento, como elemento fundamental
que fue dentro del rico y complejo conjunto conocido como Creciente Fértil cuna de
la Historia del hombre. En las páginas que siguen, los estudios que integran el
presente Cuaderno tratan de forma prácticamente exhaustiva los aspectos más
destacables de esta civilización, por lo común ignorada en beneficio de otras que
tuvieron una mayor permanencia temporal. En primer lugar, el profesor Blanco
Freijeiro realiza un completo recorrido de carácter general a través de sus elementos
fundamentales, como respuesta al interrogante planteado por su misma naturaleza.

Diosa sentada, esculpida en marfil, hallada en Kültepe.


Siglo XVIII a. de C. (Museo Arqueológico de Ankara).

A continuación. Alberto Bernabé efectúa una aproximación en profundidad a


sectores de tanta importancia como la literatura, los usos y creencias religiosas y el

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mundo mitológico del pueblo hitita, de imprescindible conocimiento para la
comprensión de su evolución como comunidad humana organizada. Por último,
Manuel Bendala cierra el volumen con un trabajo acerca de los denominados reinos
neohititas. Fueron éstos los sucesores directos del Imperio, una vez cayó ante el
empuje de sus poderosos vecinos, en especial de los pueblos del mar, en su momento
decisores de los destinos del área más oriental del Mediterráneo.

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Escena central del relieve rupestre de Yazileikaya, siglo XIII a. de C.

¿Quiénes fueron los hititas?

Por Antonio Blanco Freijeiro


De la Real Academia de la Historia

L A reconstrucción de la historia de los hititas, en la medida en que esta tarea puede


considerarse realizada, se debe a un esfuerzo científico de apenas un siglo de
duración. Si a un erudito de comienzos del siglo XIX se le preguntase qué idea tenía él
de los hittim, como los llama el Antiguo Testamento, tal vez nos dijese, tras un rato
de cavilar, que eran uno de tantos pueblos en Palestina antes de que los israelitas se
adueñaran de la tierra de promisión. Pero ni las citas del Génesis ni las de Los Reyes
dejaban traslucir la importancia que un día habían tenido, y mucho menos barruntar
que habían forjado un Imperio que abarcaba la mayor parte de Asia Menor y de Siria,
Imperio cuya capital radicaba allá en las altas montañas de Capadocia, y que además
de eso su lengua oficial era un idioma indoeuropeo, como el griego o el latín.
El descubrimiento de este último aspecto tuvo una consecuencia negativa: la de
envolver la historia hitita en la nube de tópicos y prejuicios que rodeaban entonces, y

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aún rodean ahora, a esa palabra sacrosanta para muchos: los indoeuropeos, esto es,
los arios, los «elegidos».
En primer lugar, y sin disponer de ningún otro dato, los historiadores se
precipitaron a reconstruir la invasión desde Europa —los unos llevándola por los
Dardanelos, los otros por el Cáucaso— del altiplano anatólico por obra de aquel
pueblo joven, henchido de brío y sediento de gloria. En seguida, estos mismos
románticos historiadores tomaron pie en la legislación hitita y en instituciones como
la del panku, la asamblea de nobles cuyo consejo y autoridad recaba el rey a la hora
de dictar sus disposiciones, para atribuir a los hititas un derecho humanitario en
flagrante oposición a la ley del talión que daba la tónica al de los babilonios, por si no
fuese bastante un código penal limpio de los denigrantes castigos corporales previstos
en otras legislaciones como la de los asirios: en fin, un sistema de gobierno como el
de los macedonios o el de los comicios romanos, con el pueblo y el ejército como
sedes del poder soberano.

La base documental

Lo cierto es que la documentación escrita propiamente hitita (prescindiendo, por


ejemplo, del archivo egipcio de El Amarna) de que disponemos hasta el momento
presente se concentra en dos periodos separados por un vacío casi total de cuatro
siglos de duración. Al primero de ellos se refieren los documentos en lengua asiria de
los comerciantes de esta nacionalidad establecidos en Capadocia. Los más antiguos
han aparecido tan sólo en el karum de Kanish-Kültepe; los más recientes, en esta
misma localidad, pero también en Alisar y en la ciudad baja de Bogazkoy. Todos
ellos pertenecen a los siglos XIX y XVIII a. de C. en términos de «cronología corta».
El segundo período está informado por los archivos hititas de Bogazkoy, pero que
sólo en los edificios A y K han sido excavados con rigor científico. Todos ellos
corresponden al período de Büyükkale III, en que el palacio real estaba
experimentando una gran reforma. El que los documentos alcancen desde
Shubiluliuma I (en realidad, muy pocos de éste) hasta los últimos reyes pudiera hacer
creer en que el archivo se fue formando durante los siglos XIV y XIII a. de C.; pero ello
está por ver. Antes parece cierta la opinión formulada por Laroche, y refrendada por
Bittel, de que esos archivos sean resultado de la reorganización del Estado y del culto
llevada a cabo por Tudaliya IV. Por lo pronto, no cabe duda de que los edificios
A y K fueron levantados por el padre de este monarca, Hatussili III. Así pues, los
intereses que el archivo refleja pertenecen fundamentalmente al siglo XIII y quizá sólo
a su segunda mitad.

La formación del primer Estado

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Cuando los estudios y descubrimientos de F. Hrozny demostraron que los hititas
hablaban una lengua indoeuropea, el historiador Eduard Meyer, paladín de la
concepción romántica de los indoeuropeos, no podía ocultar su extrañeza ante el tipo
somático de los hititas representados en los bajorrelieves egipcios. Es notorio que los
artistas del país del Nilo empleaban un canon tan bello como convencional para
representar al hombre: pero ese canon lo reservaban para el egipcio o la egipcia, y a
la hora de representar extranjeros lo hacían con un rigor y una exactitud etnográfica
dignas de los cuadernos de trabajo de Caro Baroja. Pues bien, en los referidos
relieves, los hititas, con aquellas caras afiladas y narigudas, ofrecían el aspecto menos
ario que cupiese imaginar. «Singularität», exclamaba Meyer.

Dios de la guerra, según relieve de la puerta del rey, Bogazkoy, siglo XIV a. de C.
(dibujo según Akurgal).

Aun en el caso de que los antepasados de los hititas hubiesen irrumpido desde
fuera de Asia Menor, lo cierto es que no hay constancia del hecho en los documentos
hititas, lo que significa que no guardaban memoria del mismo. Es más, tampoco la

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hay, pese a lo mucho que se ha excavado, en los registros arqueológicos. Hombres de
tanta experiencia como K. Bittel no creen en que esta situación se modifique y que se
llegue a demostrar arqueológicamente la existencia de un cambio de población. Tal y
como hoy lo vemos, el proceso se perfila de este modo: el monarca de una sola
ciudad, con el modesto patrimonio de que dispone, logra imponer a otras su
autoridad. Le basta con el respaldo de un grupo de seguidores. En un país tan
accidentado como Asia Menor —de topografía diametralmente opuesta a
Mesopotamia o Egipto— no es difícil encontrar un refugio inexpugnable que sirva de
base de operaciones. Desde ese nido de águilas, combinando sus fuerzas con el
ejercicio de la diplomacia, se podían obtener entonces sorprendentes resultados. Más
difícil era en Siria o en Mesopotamia, y hay que ver lo que por entonces consiguió
Hammurabi desde la insignificante Babilonia heredada de sus mayores. Los archivos
de la ciudad de Mari han dado una correspondencia interesantísima entre reyezuelos
de la época. En sus cartas se ve y se palpa cómo se alían, rompen las alianzas, se
pelean, mienten, engañan, espían, sobornan, entablan vínculos familiares, y así se
pasan la vida intrigando y guerreando hasta que uno de ellos se encumbra sobre los
demás y los mete en cintura. Son jerifaltes que no suelen disponer de más fuerzas que
las de su ciudad o su clan, pero que obran maravillas tanto en el campo de batalla
como en el terreno diplomático. De ellos aprendieron los señores de Nesa y de
Kusara, que adoptaron la escritura cuneiforme al tiempo que echaban los cimientos
de su primer reino hitita.

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Bodas místicas en un vaso con relieve hallado en Bitik, siglo XVI a. C.
(Museo Arqueológico de Ankara).

Los textos de Bogazkoy acreditan que, además del hitita, se hablaban en la


Anatolia del segundo milenio a. de C. otras lenguas indoeuropeas —el lúvico, el
palaico—, amén de otras varias que no lo eran. ¿Por qué, entonces, adquirió aquélla
el rango supremoj Seguramente porque era la lengua de Anitta, el fundador del
antiguo reino y del clan de sus seguidores, tal vez un núcleo relativamente pequeño
como lo fue el de los latino-parlantes en el mapa lingüístico de la Italia prerromana.
Es de suponer que con el tiempo aquella lengua se difundiese entre otros grupos, pero
no podemos precisar hasta dónde llegó su extensión, pues toda la documentación
existente pertenece a la cancillería y a la correspondencia diplomática de los hombres
de gobierno. El hecho de que la propia capital del Imperio alternarse con otras
lenguas y lo comunes que eran los textos bilingües, hacen sospechar que el uso de
varios idiomas fuese aquí tan normal como en otras cortes orientales. Una elemental
cautela aconseja, en vista de ello, no dar por supuesto que la hegemonía de los hititas
acarreó la «indoeuropeización» de Asia Menor.
Planteada así la cuestión, hagámonos eco de un documento curiosísimo, tanto y
tan distinto de los del mismo género en la literatura mesopotámica que estuvo
considerado como invención fraudulenta de época posterior (por más que sea de esta
época la copia llegada a nosotros) hasta que las excavaciones de Kültepe
proporcionaron testimonios tales como una punta de lanza con la inscripción «Palacio

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del príncipe Anitta» en escritura paleoasiria, que convencieron a los incrédulos de
que Anitta había existido.

Territorio hitita en el Próximo Oriente. II milenio a. C.

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Ofrenda del rey Hatusili III ante el dios de la Tormenta, y de la reina, ante una diosa
(relieve rupestre de Firaktin, siglo XIII a. de C.).

Anitta y su padre, Pitana o Pitaka, rey de Kusara. Este último se había apropiado,
por el sistema antes descrito, una ciudad más importante que la suya, llamada Nesa
(tal vez la Kanish de los documentos asirios, actual Kültepe). El entonces rey de esta
ciudad fue depuesto, pero la población recibió un trato amistoso. Seguramente se
trataba de un clan muy afín al del conquistador, que, desde ahora, tendrá a gala
llamarse rey de Nesa y de Kusara. No deja de ser curioso que el principal enemigo de
este incipiente Estado se llame Hatti (la posterior Hattusa, capital del imperio hitita),
cabeza de una confederación contraria a Anitta. Aprovechando un momento de
debilidad de la ciudad rival, éste se apoderó de ella por sorpresa, y no conforme con
arrasarla, profirió una maldición tremenda contra aquel de sus descendientes que
consintiese en que la ciudad destruida volviese a resurgir. Los excavadores de
Bogazkoy en el siglo XX encontrarán, en efecto, una gruesa capa de carbones entre la
Hattusa primitiva y la que después, pese a la maldición de Anitta, seria edificada
sobre sus cenizas. Una estatua del dios Siusumi («Dios nuestro») que un rey de

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Zalpuva había confiscado en Nesa fue devuelta con todos los honores a su sede
originaria,

Estatua de bronce representando a un dios, hallada en Dovlek, siglo XVI a. de C.


(Museo Arqueológico de Ankara).

Una guerra más permite al monarca hitita anexionar a su reino el de Puruskanda,


cuyo rey le entrega el trono y el cetro de hierro (metal precioso en aquel entonces) y
recibe a cambio el derecho de residencia en la capital y de asiento en la cámara del
consejo real al lado de Anitta. Tal es la marcha ascendente de este monarca según su
propio relato. Los hechos debieron de ocurrir alrededor de 1780 a. de C., en tiempos
en que Asiria, gobernada por Ishmedagán, se ve obligada a interrumpir su presencia
en Capadocia definitivamente.

Hattusa y Hattusili

El documento bilingüe (hitita y acadio) hallado en Bogazkoy en 1957 aclara


muchos aspectos del cómo, el cuándo y el porqué aquel modesto y vetusto reino
paleohitita se convirtió en un Imperio de gran extensión territorial y en una primera
potencia en el mundo de entonces. Hattusili se apresura a proclamar que la sede de su

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gobierno se halla en Hattusa, o sea, en la actual Bogazkoy, por si su nombre
completo, Labarna Hattusili («el César de Hatussa»), no lo indicase con claridad
suficiente. Para que la vieja ciudad destruida y maldecida por Anitta se viese no sólo
reconstruida y rehabilitada, sino convertida en capital, algún mérito hubo de contraer.
En efecto, según se infiere del mismo documento, mientras Hattusili guerreaba en
Arzawa, al suroeste de Anatolia, los hurritas penetraron en el país a espaldas suyas y
se apoderaron de casi todo. Sólo la localidad de Hattusa permaneció al lado del rey.
Ello fue suficiente para que éste la considerase como el más firme baluarte de su
poder y trasladase a ella su residencia.
Pero las guerras en Asia Menor no proporcionaban botín de más valor que los
rebaños de bueyes y de ovejas citados en las referencias a campañas como las de
Arzawa: botín de cuatreros, ganancias de poca monta. Lo suculento se encontraba
más allá de las montañas del Tauro, en las ciudades de Siria y de Mesopotamia.
Veamos qué nos dice al respecto Hattusili:
Por aquel entonces se puso en movimiento. Como un león, vadeó el Gran Rey el
río Purán y se apoderó de la ciudad de Hashu, como un león con su zarpa. Polvo le
amontonó encima, y con sus riquezas llenó Hattusa. La plata y el oro no tenían
principio ni fin. El Dios del Tiempo, señor de armaruk, el Dios del Tiempo, señor de
Halap, Alatum, Adalur y Liluri, dos toros de plata, tres estatuas de plata y oro, todo
esto se lo ofreció a la diosa solar de Arinna. La hija de la diosa Alatum, Hepat, tres
estatuas de plata, dos estatuas de oro, yo la llevé al templo de Mezula.
Dos interesantes aspectos ofrece este relato: primero, el trasiego de objetos de
culto que desde las regiones más civilizadas del Próximo Oriente emprenden el
camino de Anatolia y que imprimirán en la religiosidad hitita dos de sus rasgos más
acusados: la propensión a adoptar la iconografía y el ritual extranjero, especialmente
de los hurritas, y la buena disposición a acoger en su panteón a cuantos dioses de
otros pueblos quepan en él. La expresión los mil dioses de los hititas llegará a hacerse
proverbial: dioses supeditados siempre, eso sí, al del Tiempo o de la Tempestad, de
Hatti, y a la Diosa Solar de Arinna. El otro aspecto que la crónica de Hattusili pone
de manifiesto es la movilidad y la potencia alcanzadas por el ejército hitita. No se
trata de escaramuzas entre cábilas montañescas, sino de un ataque en toda regla
contra algunos de los puntales más firmes del mundo civilizado. El que debiera ser el
más sólido de todos ellos, la Babilonia de los sucesores de Hammurabi, caerá más
tarde en manos de Mursili I (1550-1530 a. de C.), sin que a éste le moviera otro
objetivo que el de haber hecho de su conquista una cuestión de prestigio (y de botín).
La imagen divina más célebre de Mesopotamia, la estatua de Marduk del Esagila de
Babel, pasó a engrosar las colecciones de dioses reunidas por los hititas.

El ejército

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Los clanes de los kaska por el norte y las fuerzas de Arzawa por el oeste
obligaron desde el primer momento a los hititas a mantener en pie un ejército más
numeroso que la guardia de corps del rey y las tropas destinadas a salvaguardar el
orden interior en el país. Los documentos hablan de campamentos fortificados en
diversos puntos de éste, y de unidades puestas a disposición de monarcas de Estados
vasallos para refuerzo de sus propias tropas.
El ejército constaba de unidades de infantería y de otras de carros ligeros (de dos
ruedas de seis radios, en lugar de las macizas usuales hasta entonces y que se
siguieron empleando para el transporte pesado), en proporción de diez carros por
cada cien peones. La dotación de cada carro la formaban tres hombres, un auriga, un
escudero y un combatiente (arquero y lancero a un tiempo). La efectividad de los
carros dependía de la instrucción continua, tanto de los caballos como de los hombres
a quienes estaban confiados. Aleccionados en este arte de la caballería por los
especialistas mitannios, los hititas sabían que el rendimiento de aquel arma se
multiplicaba en el ataque por sorpresa. Ello imponía el desplazamiento nocturno y
silencioso, seguido del ataque repentino al amanecer. Más de una vez el rey hitita no
tendrá empacho en declarar que renunció a un combate al percatarse de que el
enemigo había detectado su presencia. Como puede comprenderse, la puesta a punto
de un ejército de carros que ha de moverse de noche por cualquier terreno y en el
mayor silencio posible, exigía el entrenamiento rigurosísimo que se refleja en el
tratado de hipología de Kikkuli, un mitannio experto en la materia. Nada se deja a la
improvisación, todo está meticulosamente reglamentado, desde los piensos hasta los
atalajes.

Puerta de las esfinges, en Alaca-Höyük, siglo XIV a. de C.

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Conjunto del barrio sacerdotal y cámaras del templo I de Bogazkoy, siglo XIII a. de C.

Pero el grueso del ejército lo formaban, sin embargo, los infantes. En este aspecto
no debemos dejarnos engañar por las representaciones egipcias de la batalla de
Kadesh, por muy relevante que fuera aquí la participación de los carros. Como
siempre, la infantería no sólo guerreaba, sino que ocupaba. Sus contingentes
procedían de tres ámbitos distintos: el de los súbditos del rey hitita, el de cada uno de
los reyes vasallos y el de los mercenarios a sueldo, en su mayor parte reclutados entre
los beduinos (ya en el Reino Antiguo existen tratados con los hapiru). Si un reino
vasallo no puede aportar el contingente de tropas a que está obligado —como en una
ocasión le ocurre a Ugarit bajo la amenaza de Asiria—, el rey hitita le conmuta la
obligación por una suma en metálico, en este caso de 50 libras de oro.

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Probable fragmento de diosa de la Fecundidad, trabajada en plomo y hallada en Kültepe, siglo XVIII a. de C.
(Museo Arqueológico de Ankara).

Antes de emprender la campaña, o el combate, los soldados reciben garantías de


una repartición equitativa entre ellos de todo el botín que se obtenga del enemigo:
ganado, esclavos, riquezas, etcétera. Esa y no otra será su soldada. Pero a veces la
garantía dicha no se da, y el soldado sólo va pendiente de lo que pueda rebañar. Esta
mala costumbre estuvo a punto de malograr el resultado inicial obtenido en la batalla
de Kadesh (hacia 1285 a. de C.), donde Muwatali puso coto a las aspiraciones de
Ramsés II al dominio absoluto de Siria. Mientras los hititas se ocupaban de saquear el
campamento del faraón, en vez de perseguir a las fuerzas de éste, se vieron
sorprendidos por un regimiento egipcio que logró evitar el descalabro de los suyos.
Tanto fue así, que Ramsés II pudo conmemorar el resultado en varios de sus
monumentos como si la victoria hubiese sido suya.

La realeza

Desde los tiempos más remotos, los jefes de Estado anatólicos, fuéranlo de una
Ciudad o de varias, se arrogan el titulo de rey o de gran rey. Entre los hititas el
primero se llamó Labarna, nombre que después sería adoptado por todos sus

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sucesores como los emperadores romanos el de César. En época imperial se antepone
al mismo el de «Sol», coronado por el disco solar alado, de origen egipcio, pero
empleado ya por los mitannios antes que por los hititas.
Desde sus comienzos, la realeza parece haber sido hereditaria. El rey elegía y
nombraba a su sucesor entre los miembros de su familia, pero podía reemplazar al
candidato por otro si el primero ponía de manifiesto su falta de aptitudes para asumir
el titulo de rey. La asamblea de nobles (panku), a cuya jurisdicción estaba sometida la
conducta del rey —e incluso el enjuiciamiento del mismo en caso de delito de sangre
—, ratificaba la elección del soberano. Sin embargo, cuando se puso de manifiesto
que en la práctica este sistema se prestaba a la conspiración y al asesinato, el rey
Telepinu dictó una ley sucesoria que establecía un orden fijo entre los príncipes y
princesas, comenzando por el hijo mayor del rey.
El monarca reconoce la existencia de los reyes de otros Estados, a los que se
dirige o alude como «hermano», y sólo cuando el de Asiria comenzó a hacer un
monopolio de la realeza, el de Hatti asumió también el título de Rey de la Totalidad
(Tudaliya IV).
Como los reyes el nombre de Labarna, así las reinas adoptaron todas el de
Tawananna, la esposa de aquél. Y lo mismo las prerrogativas, que eran muchas, desde
las de rango y atribuciones, que se mantenían aun después de la muerte del consorte,
hasta la muy sustanciosa de percibir tributos. Cuando la reina y el rey obraban en
buena armonía, no se producían fricciones entre sus políticas: de lo contrario, podían
derivarse conflictos e incluso actos violentos, como entre Mursili II y la viuda de
Shubiluliuma, a quien el primero llegó a acusar formalmente de brujería y de la
muerte de su esposo. La reina había de tolerar, sin embargo, que su esposo tuviese
otras mujeres, e incluso que los hijos de éstas figurasen entre los herederos oficiales
al trono.
Como monarca de un Estado feudal, el rey hitita otorga a los príncipes de su
familia (muy numerosos gracias a la poligamia que practican) la soberanía de
ciudades y de Estados vasallos. Esta tendencia al feudalismo, perceptible también
entre los mitannios, otra rama de los indoeuropeos, llegó al extremo de desgajar del
patrimonio real grandes extensiones de campos, prados, jardines y bosques para hacer
donación de los mismos a determinadas personas de quienes habían de heredarlos sus
hijos y descendientes. Estos vasallos se comprometían, por lo regular, a tener a
disposición del rey sus fuerzas militares, a entregarle a los desertores y traidores y a
rendirle un homenaje anual, acompañado en ciertos casos de un tributo.

Estructura social

Por debajo del rey y de la nobleza se encontraban dos poderosos grupos sociales,
el del personal de los templos y el de los funcionarios civiles y militares del Estado.
Estos últimos desempeñaban el mando de los ejércitos, la administración de la

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justicia y de las finanzas, las funciones diplomáticas, etcétera. Aunque educados para
lo que eran, no se observaba entre ellos una especialización muy rigurosa, de modo
que, por ejemplo, el gobernador militar de un distrito fronterizo podía simultanear los
deberes de su cargo con la administración del patrimonio real de aquella zona y ser al
mismo tiempo la máxima autoridad judicial y el responsable último del culto
religioso.

Diosa con un niño sobre las rodillas, procedente de Anatolia,


siglo XIV-XIII a. de C. (colección N. Schimmel, Nueva York).

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Dios hitita esculpido en oro, siglo XIV a. de C.
(Museo Británico, Londres).

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Vaso en forma de pato bicéfalo, procedente de Bogazkoy, siglo XIV a. de C.
(Museo Arqueológico de Ankara).

Es probable que existiesen ciudades santas como Arinna, administradas por


sacerdotes y exentas de muchas de las cargas y obligaciones que pesaban sobre sus
hermanas seculares. Desde luego los templos disponían de terrenos y de fincas de su
propiedad.
Las clases más estables de la población eran los artesanos y los comerciantes en
las ciudades, y los labriegos en el campo. Por el contrario, entre los pastores
menudeaban los grupos nómadas y seminómadas. Estos habitaban en tiendas y
eludían con mucha frecuencia la autoridad del rey por el sencillo procedimiento de
ausentarse de sus dominios cuando el hacerlo así podía reportarles ventaja.
Pero, por desgracia, no eran estos nómadas los únicos grupos móviles. Otros
había que se veían más o menos forzados a cambiar de residencia. Uno de ellos, el de
los deportados, llegó a tener mucha importancia en la corte, donde se veía cómo el
rey y la reina les asignaban cometidos diversos o los ponían a disposición de
organismos civiles y religiosos. Así la reina Puduhepa asignaba todos los años al
servicio de una divinidad de su devoción (ella misma era hija de un sacerdote de
Kizuwatna) cierto número de mujeres acompañadas de sus hijos, lo que significa que
la muerte o la separación forzosa las había privado de sus maridos. Afín a este

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personal era el de los muchos rehenes de noble o poderosa cuna entregados por los
jefes de Estados vecinos en prenda de lealtad hacia la corona hitita.
En sentido contrario al de esta afluencia de forasteros hacia la capital y sus
aledaños se movían los colonos hititas, destinados a ocupar el vacío dejado por los
deportados y exiliados. A aquéllos el gobernador del distrito les entregaba el ganado
y la simiente necesarios para desenvolverse en su nuevo hogar.
El palacio —y acaso también el templo— tiene facultades para exigir de
cualquier ciudadano libre medio día de trabajo personal no remunerado. Amén de
este tipo de prestación, el ciudadano está sujeto a entregas periódicas de ovejas, trigo,
paja y lana, así como a la requisa de un tronco de caballos.
La administración de las aldeas y de otras poblaciones que ignoraban el mando de
un solo hombre se hallaba en manos de grupos que los documentos denominan unas
veces los más ancianos y otras el consejo de notables. Con ellos negociaba el poder
central como únicos responsables de las comunidades respectivas. Los problemas que
la convivencia llevaba aparejados —robo de ganado: reses que huían del rebaño de
uno al de otro dueño (y que éste tenía derecho, si lo deseaba, a hacer trabajar un día
en beneficio propio); hurtos en los viñedos y en los huertos: fuego que por
negligencia se transmitía de una era a otra; usurpación de terreno por el
procedimiento de extender la sembradura más allá de las lindes propias;
manipulación con los mojones de deslinde…; los eternos pleitos de la vida aldeana
están ya bien presentes en la documentación de la época.

El problema de la escultura monumental hitita

Los hititas conocieron desde la época en que hacen sentir su presencia una
magnifica artesanía, tanto en cerámica como en metal precioso y en bronce: tenemos
que concederles también, aunque nos falten testigos, el mismo virtuosismo en el arte
de la carpintería que distingue a sus actuales descendientes, los turcos, por encima de
todos los demás pueblos. En estos campos están, pues, plenamente acreditados su
competencia y su buen gusto. Otra cosa es en lo figurativo y lo monumental, que
conforman el arte hitita de tiempos del Imperio. ¿Son sus manifestaciones tan
antiguas como aquellas otras? El hallazgo del hocico de un león de piedra que, según
T. Ozgüc, guardaba probablemente una puerta de la Kanish de principios del II
milenio nos obliga a admitir la posibilidad de una respuesta afirmativa, pero la
cuestión está por dilucidar.
Aunque el acervo monumental hitita sea relativamente parco, ofrece dos aspectos
impresionantes: una arquitectura ciclópea que nos ha legado en la muralla de
Bogazkoy, particularmente en su célebre poterna, una muestra de grandiosidad
comparable a la de sus hermanas y coetáneas micénicas, y una escultura rupestre que
ya dejaba estupefactos a los griegos, estupefactos e intrigados de no saber a quién

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atribuirla. Evidentemente, fue este uno de los fuertes de la plástica hitita, inspirada tal
vez. Por monumentos acadios que pudieron existir en Anatolia si es verdad lo que
sobre Sargón de Acad refiere el relato del Rey de la Batalla. El mismo arte fue
aplicado a las rocas estables que a los bloques arrancados de ellas e incorporados a
las puertas de ciudades y otros monumentos.
¿Cuándo y cómo comenzó todo esto?
Empecemos por decir que el arte hitita que poseemos, bien sea por tratarse de
representaciones de dioses o de seres asociados con ellos (leones, esfinges, toros,
águilas), bien de seres humanos que realizan actos de culto o asisten a los mismos,
pertenece todo él a la esfera del culto religioso. Ninguna de sus obras la podemos
datar con anterioridad al año 1400 a. de C., sin que ello signifique negar la posible
existencia de otras más antiguas, lo que sería una necia temeridad dado lo raro que ha
sido hasta ahora excavar en el mundo hitita por debajo de ese horizonte cronológico.
Sin embargo, en el estado actual de nuestros conocimientos, y por mucha ilusión
que nos haga atribuir al gran Shubiluluima (1370-1333), el relieve de la Puerta del
Rey de Hattusa y sus acompañantes, hemos de reconocer que aún en los sellos
personales de este monarca no hay otro motivo figurativo que el disco solar alado
superpuesto a su nombre. No menos cierto es el hecho de que figura de un rey hitita
no aparece ni en los sellos ni en los relieves rupestres hasta tiempos de Muwatali
(hacia 1300 a. de C.).
¿Será todo esto casualidad o es entonces cuando nace el arte hitita imperial que
sólo llegará a tener un siglo de existencia? He aquí una primera cuestión por zanjar.
Los llamados inventarios de culto, que con tanto celo han recopilado G. von
Brandenstein y Sedat Alp, encierran numerosas descripciones de las estatuas de los
templos del Imperio, que permiten hacerse una idea de cómo eran éstas, v. gr.: Dios
de la Tempestad. Estatua de bulto guarnecida de oro de un hombre sentado: tiene en
la diestra una hattalla (maza), en la izquierda el símbolo de la Salud, de oro. Está
sobre dos montañas que son estatuas de hombres, guarnecidas de plata, puestos de
pie. Debajo, un pedestal de plata. Más que de una estatua se trata, por tanto, de un
grupo de ellas, al modo como vemos a este mismo dios y a la diosa solar de Arinna
en el relieve principal del santuario rupestre de Yazilikaya. La tradición iconográfica
de estos grupos tan originales no se perdió a raíz de la disolución del Imperio hitita,
pero hasta ahora no tenemos ninguna muestra de la época antigua, ni sabemos cuándo
empezaron a fijarse los tipos, pues todos los relieves de Yazilikaya son del reinado de
Tudaliya IV, del tercer cuarto del siglo XIII.
Un campo, pues, en que falta mucho por aclarar.

Destrucción de Hattusa, disolución del Imperio

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Hacia el año 1200 a. de C., los registros arqueológicos señalan el fin de Hattusa y
de otras localidades, el cese de su gobierno y el retroceso general de todo el país
hacia un estadio cultural primitivo. El hecho suele atribuirse a un movimiento de
pueblos de vastas proporciones, que lo mismo se hace sentir en Grecia (destrucción
de Micenas, de Pilos, de Tirinto) que en el Levante asiático (invasión de Chipre, toma
de Ugarit). En el extremo sur de éste, el faraón Ramsés III logró detener a los
agresores cuando se disponían ya a franquear las puertas de Egipto (ca. 1190 a. de
C.). Nada se opuso a su avance desde Hatti —dice Ramsés en las inscripciones del
templo de Medinet Habu—: Kode, Carkemish, Arzawa, Alashiya quedaron
aniquiladas.

Estatua de la puerta de los leones, de Bogazkoy, siglo XIV-XIII a. de C.

¿Hasta qué punto esta invasión, que evidentemente asoló la Siria dominada
entonces por los hititas, afectó también a la altiplanicie anatólica? No es posible
determinarlo, porque en los documentos hititas no se halla la menor referencia, no ya

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a éstos que Ramsés III engloba en la denominación de Pueblos del Mar, sino a
ningún otro invasor de fuera, real o presunto, próximo o lejano.
Esto no quiere decir que en Hattusa no se tuviese conciencia del peligro. Al
contrario: esa conciencia existe, pero la causa que la determina es otra, y muy de
tomar en consideración, porque el Estado hitita poseía entonces unos servicios de
observación y espionaje a los que no hubiera escapado la noticia, tan fácil de detectar,
de unas hordas de bárbaros que se aproximasen a sus fronteras. Los temores que se
reflejan en los archivos de Hattusa apuntan en otras direcciones: defecciones de los
monarcas vasallos: ruptura de los tratados existentes por parte de Estados con los que
se tenían relaciones amistosas; intrigas y traiciones dentro de la propia corte: una
serie de fuerzas centrífugas contra las que se trató de luchar.
No era la primera vez que una cosa así ocurría. A fines del Reino Antiguo, el
Estado hitita había estado a punto de naufragar, pero el rey Telepinu había
conseguido salvar el trono y hacerse de nuevo con las riendas del poder. Esta vez no
fue así: esta vez las fuerzas disolventes se alzaron con el triunfo hasta tal punto, que
de los hititas de Anatolia no se conservará ni el recuerdo del nombre. Los griegos,
que tan bien conocieron el país, creían que allí, en Capadocia, había existido en
tiempos un temible Estado cuyo ejército estaba constituido por mujeres: las
amazonas.

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Literatura, religión y mitología

Por Alberto Bernabé Pajares


Profesor de Filología Griega. Universidad Complutense de Madrid

P ARA analizar desde una perspectiva adecuada tanto las creaciones literarias como
las creencias religiosas de los hititas, hemos de partir de la peculiar situación
histórica, geográfica y cultural de su Imperio. Los invasores indoeuropeos de la
península de Anatolia se impusieron sobre un grupo étnico de origen desconocido, los
háticos, que supieron conservar en todo momento frente a los conquistadores sus
propias tradiciones míticas y sus formas de culto. Los hititas, además, se mostraron
en todo momento muy receptivos a los influjos religiosos y literarios de sus vecinos,
los hurritas del Mittani, quienes, a su vez, les sirvieron de intermediarios de los
influjos de otras importantes culturas del Oriente Próximo, como la mesopotámica y
la ugarítica. Fundamentales en el desarrollo histórico de los hititas fueron asimismo
sus relaciones, unas veces amistosas, otras hostiles, con los egipcios. De todas estas
culturas, los hititas, pueblo eminentemente práctico, supieron lograr una síntesis
vigorosamente original.

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Vasija en forma de león que servía como vaso para libaciones,
procedente de Kültepe, siglo XIX a. de C. (Museo del Louvre, París).

La arqueología nos ha devuelto al cabo de milenios la voz de este pueblo que


había quedado olvidado casi completamente para la historia. Una cuantiosa cantidad
de tablillas de barro cocido escritas en caracteres cuneiformes nos han permitido, una
vez descifradas en 1915, ampliar extensamente nuestros conocimientos sobre la
cultura de los hititas. La temática de estos textos es muy varia. El grueso lo forman
los documentos históricos: crónicas, anales, cartas, tratados y edictos. Les siguen en
cantidad los que se ocupan de aspectos relacionados con el culto y las fiestas, así
como los que recogen minuciosamente los detalles de diversas prácticas rituales. Un
capitulo importante es asimismo el de los textos de carácter administrativo o técnico,
como son las donaciones reales, censos, instrucciones a funcionarios, así como un
curiosísimo tratado sobre la cría de caballos. De gran interés son igualmente los
textos legales, el llamado código y algunos procesos. El afán de los hititas por las
prácticas adivinatorias se refleja en la cantidad de tablillas dedicadas a los signos
astrales, los presagios, el comportamiento de los animales para la adivinación y otros
temas por el estilo. Por último, hemos. de citar los textos propiamente literarios: unos
que recogen narraciones mitológicas o legendarias de diversos orígenes y otros que
nos transmiten himnos a los dioses y plegarias. Es notable la carencia de muestras de

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lírica culta, si bien algunos indicios permiten postular la existencia de una lírica
popular oral.

Dios hitita representado en una estatuilla de oro


del siglo XIV a. de C. (Museo del Louvre, París).

Dioses estatales y locales

Los textos de tema religioso, complementados en su caso con las representaciones


figuradas, nos ofrecen un panorama bastante claro de la religión hitita, panorama que
no difiere demasiado del de cualquier religión antigua en el sentido de que no puede
hablarse propiamente de una religión homogénea en todo el país. Los hititas, como
era práctica común en la antigüedad, tendieron a respetar a las divinidades locales de
los territorios conquistados, en la creencia de que éstas tutelaban la región y era
preferible integrarlas en el conjunto del culto y propiciárselas. Resultado de esta
práctica es la existencia de una serie de centros religiosos locales, en cada uno de los

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cuales se rendía culto a un dios principal o a una pareja divina, rodeados de un gran
número de divinidades menores que reproducían a escala divina la estructura del
palacio. El dios principal es llamado, genéricamente, dios de la Tempestad. En los
centros de influjo hurrita recibe el nombre de Tesub, cuya esposa es Hebat,
habitualmente representada en compañía de un león. En los templos de origen hático,
el dios de la Tempestad, llamado Taru, desempeña un papel secundario frente a su
esposa Wurusemu, la diosa solar. Muy prestigioso, asimismo, era el centro cultural de
Nerik, presidido por un hijo del dios de la Tempestad, denominado Telipinu.
No obstante, el Estado no renunciaba a ejercer un cierto control sobre los cultos
locales. Por ello era el rey quien oficiaba como sacerdote en los actos religiosos más
importantes de los diversos centros. Su presencia en ellos era necesaria, ya que se le
consideraba intermediario entre la divinidad y los hombres. Tan necesaria, que nos
consta en los Anales de Mursili II que el soberano abandonó una campaña militar
contra el país de Kalasma para celebrar la fiesta de la diosa Lelwani.

Halcón en vuelo y animales tumbados esculpidos en marfil y procedentes de Acemhöyük,


siglo XVIII a. de C. (Museo Metropolitano de Nueva York).

Por otra parte, para evitar una multiplicación excesiva de las divinidades, los
escribas de palacio recogían en extensas listas las deidades locales y trataban de
asimilarlas en lo posible. Pero la mayor muestra del interés del Estado por controlar
la religión es la existencia de un panteón oficial, de una religión de Estado en torno a
la diosa solar de Arinna, esposa del llamado dios de la Tempestad de Hatti.
El culto empleaba a un sinnúmero de sacerdotes y servidores en los grandes
templos. Numerosos documentos nos describen las instrucciones dadas a estos
servidores, así como los complejos rituales de los grandes festivales religiosos, tanto
los estacionales como otros a los que se recurría ocasionalmente en situaciones de
emergencia. Con todo, los textos que nos revelan de forma más inmediata las
vivencias religiosas de los hititas y sus concepciones sobre la relación entre el

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hombre y la divinidad son las plegarias, de las que conservamos ejemplos en boca de
monarcas, así como otros debidos a particulares. La estructura de la plegaria hitita es
bastante fija, construida como está a semejanza de la babilonia: tras una invocación
introductoria, se alaba al dios en una especie de himno. Luego el orante recuerda con
detalle al dios sus buenas acciones pasadas y expone sus motivos de preocupación,
tras lo cual promete futuras donaciones, para acabar con una petición de prosperidad.
En las plegarias, como en ningún otro texto, se pone de manifiesto el pragmatismo
hitita en las relaciones entre hombre y dios, ya que llega a darse el caso de que el
orante trate de convencer racionalmente a la divinidad de las ventajas que comporta
beneficiario. Con todo, el diálogo entre hombre y dios alcanza en ocasiones tonos
íntimos y cálidos, como en la plegaria de Kantuzili: Desde que mi madre me dio a
luz, tú, dios mio, siempre cuidaste de mí. Tú, dios mio, eres mi refugio y mi amarra.
Tú, dios mio, me llevaste junto a hombres buenos. Tú, dios mio, me mostraste lo que
debía hacer en época de calamidad.

La voz de los monarcas

Los numerosos textos de carácter histórico y oficial, además de constituir nuestra


principal fuente de información acerca de los hechos de armas y las actuaciones
públicas de los soberanos, así como de la estructura política, económica y social del
Imperio, son en ocasiones un valioso testimonio del modo de ser sencillo y práctico
de los reyes y una visión directa y sincera de sus más íntimas preocupaciones, incluso
de sus vacilaciones y dudas. A diferencia de los crueles testimonios característicos de
los monarcas mesopotámicos o del proverbial triunfalismo de los faraones egipcios,
los anales de los reyes hititas no se ceban en las descripciones de cabezas cortadas,
enemigos torturados y ciudades arrasadas, ni insisten en ensalzar hasta lo inverosímil
la fuerza y la capacidad militar del soberano, sino suelen exponer de modo escueto
sus hechos y, en algunos casos especialmente significativos, dejan traslucir su gran
prudencia política. Así, por ejemplo, es de destacar la Proclamación de Telipinu,
monarca que reinó a fines del siglo XVI a. de C., después de un período
particularmente caótico del Imperio. Tras un sumario análisis de los acontecimientos
anteriores. Telipinu concluye que la salvación del reino sólo es posible si se mantiene
un orden legal estable y la concordia entre la familia real y sus súbditos. Para ello
elabora una precisa ley de sucesión, así como una serie de normas de conducta del
rey y de los nobles. Buena muestra de ellas puede ser la preceptiva sobre el delito de
sangre: Antes, en Hatusa, el delito de sangre se había hecho frecuente. Pero ahora
los dioses se han hecho cargo del asunto en relación con la familia real. (…) Ahora,
si un príncipe comete ese pecado, pague con su cabeza, pero no causaréis daño ni a
su casa ni a su hijo. Se ha pensado, aunque no demostrado, que fue precisamente este

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mismo monarca el inspirador de una primera redacción del interesantísimo código
legal hitita, inspirado en principios de racionalidad muy semejantes.

Dragones y dioses que desaparecen

Son de destacar, asimismo, por su excepcional conservación y por la cuidadosa


disposición que adopta la descripción de los hechos, los Anales de Mursili II. que
reinó en la segunda mitad del siglo XIV a. de C. y fue autor, asimismo, de algunas de
las más hermosas plegarias que se nos han conservado. Por último, cabe mencionar,
por su gran interés, un documento debido a Hatusili III, que ascendió al trono a
mediados del siglo XIII a. de C., como consecuencia de un golpe de Estado contra su
incapaz sobrino Urhi-Tesub. Consciente de la ilegalidad de su ascenso al trono,
Hatusili III compone una Apología en la que trata de demostrar que ha sido la
divinidad la que ha determinado sus acciones: La diosa, mi soberana, en todo me
tuvo de su mano, porque yo era un hombre concorde con la justicia divina, porque
ante los dioses yo me mostraba obediente y no hice jamás las malas acciones propias
del género humano. Tú, diosa, mi soberana, de todas me apartas siempre. En este
valioso documento, conservado además en excelente estado, Hatusili muestra una
rara capacidad de comprensión histórica y una notable inteligencia política.

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Dios de la Tormenta armado con lanza, según fragmento de una estela
procedente de Akçaköy, siglos XIV-XIII a. de C. (Museo Arqueológico de Ankara).

Otro extenso grupo de textos nos narran viejos mitos del fondo hático, asociados
siempre a ritos propiciatorios o a prácticas mágicas a las que se acudía, tanto en los
festivales públicos, celebrados para garantizar el ciclo regular de las estaciones y, por
ello, la normal fertilidad de los campos, como en circunstancias privadas, en las que
se requería la ayuda de un dios que parecía haber vuelto la espalda. Asociadas a los
rituales estacionales conocemos por un documento del siglo XIV a. de C. dos
versiones de la lucha contra el Dragón, personaje que simboliza la sequía, las fuerzas
oscuras del caos y de la muerte y que, si bien logra inicialmente vencer al dios de la
Tempestad, acaba por ser derrotado. Paralelos de este tema aparecen en culturas muy
separadas, como en la griega, representado en la lucha de Apolo contra la serpiente
délfica, o la china. La primera versión del mito nos narra cómo la victoria contra el
Dragón se logra merced a la diosa Inara, que, auxiliada por un mortal al que se une
sexualmente, logra emborrachar y atar al Dragón, facilitando así que el dios de la
Tempestad le dé muerte. La segunda versión dice así: El Dragón venció al dios de la

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Tempestad y le tomó el corazón y los ojos. Y el dios de la Tempestad pensó vengarse
de él. Tomó como esposa a la hija de un pobre. Ella le parió un hijo. Cuando éste
creció, eligió para el matrimonio a una hija del Dragón. El dios de la Tempestad le
va encargando a su hijo: «Cuando vayas a casa de tu prometida, pídeles mi corazón
y mis ojos». Cuando él fue, les pidió el corazón, y ellos se lo dieron. A poco, les pidió
los ojos, y ellos se los dieron. Los llevó al dios de la Tempestad, su padre, y el dios de
la Tempestad recuperó su corazón y sus ojos. Cuando restableció su figura de nuevo
a su condición primitiva, marchó de nuevo al mar, al combate. Y cuando entabló
combate, dejó vencido al Dragón.

Dibujos geométricos en un vaso procedente de Kültepe, siglo XVIII a. de C.


(Museo Arqueológico de Ankara).

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Vasos en forma de torres coronadas por águilas, procedentes de Bogazkoy,
siglo XVIII a. de C. (Museo Arqueológico de Ankara).

Como complemento de las prácticas mágicas destinadas a conseguir la


propiciación de un dios que parece hallarse enojado, se narraban múltiples versiones
de un mito en el que una divinidad —que frecuentemente es el dios Telipinu— se
irrita y desaparece, lo cual trae consigo notables desgracias para la humanidad. Así,
por ejemplo, en una de las versiones del mito, Telipinu se va al pantano y, como
consecuencia de ello: el grano, la espelta no medra. Y así las vacas, las ovejas y las
mujeres no quedan preñadas, y las que ya estaban preñadas, no paren. Las montañas
se secaron; los árboles se secaron y no echaban yemas. Los pastos se secaron. Los
manantiales se secaron. En la tierra sobrevino la escasez y los seres humanos y los
dioses perecían de hambre. Tras una serie de prácticas mágicas, el dios regresa y la
normalidad se restablece. Naturalmente se suponía que las prácticas mágicas
descritas, que habían servido en los tiempos míticos para hacer volver al dios,
servirían de nuevo para propiciarse a la divinidad en el caso para el que se la había
requerido.

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Una literatura de escribas

junto a estos ingenuos mitos anatolios, los archivos de los escribas de palacio
conservaban versiones de algunas de las obras maestras de las literaturas vecinas.
Estos textos no eran, como nuestras obras literarias, obras de creación destinadas a su
difusión entre un público lector. Los únicos que los controlaban eran los escribas
profesionales de palacio que, como parte de su entrenamiento, los copiaban o
traducían o, para ser más exactos, los adaptaban, pues el respeto a los originales brilla
siempre por su ausencia. Conocemos por estas traducciones una versión del poema
Gilgamés, importante porque, pese a su fragmentario estado de conservación, ha
servido para cubrir algunas lagunas de nuestra información sobre la obra original en
partes perdidas de la misma que sólo se han salvado en esta versión. Conservamos,
asimismo, un par de fragmentos muy breves de la versión hitita del Atrahasis, un
poema acadio sobre el diluvio, así como algunas muestras de mitos cananeos: uno,
sobre Asertu; con innegables paralelos con el tema bíblico de José y la mujer de
Putifar, y otro fragmento muy breve, que narra la violación de la diosa Istar por el
monte Pisaisa.

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Diosa Istar (Museo del Louvre).

La teogonía y el Canto de Ullikummi

Pero el influjo más notable sobre la literatura hitita lo ejerció el enigmático


pueblo hurrita, su vecino territorial. En esta literatura existía todo un ciclo de poemas
que giraba en torno a Kumarbi, el padre de los dioses, antaño detentador del poder
celeste y que, sustituido por Tesub, no se resigna a su papel secundario de dios
destronado. En el primer poema del ciclo, conservado en pésimo estado y con
grandes lagunas, y conocido por los nombres convencionales de El Reinado de los
Cielos o La Teogonía, se nos narra la genealogía de los dioses que fueron
sucediéndose en el reinado celeste de forma violenta, incluyendo en un caso la
castración. El esquema argumental presenta asombrosos puntos de contacto con La
Teogonía de Hesíodo, hecho que abrió una importante vía de investigación respecto a
los influjos de la literatura del Próximo Oriente sobre la griega arcaica. A este primer
poema, que terminaría verosímilmente con el triunfo final de Tesub y la implantación

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de un nuevo orden divino, le siguen otros cuya temática la constituyen los diversos
intentos de Kumarbi por hacerse con el poder celeste. En uno de ellos, Hedammu,
recientemente reconstruido, Kumarbi se une sexualmente a la hija del Mar y ambos
engendran a Hedammu, una sierpe cuya increíble voracidad sume a la humanidad en
el riesgo de morir de hambre. La diosa Istar, hermana de Tesub, seduce al monstruo,
vuelve soporíferas las aguas y logra sacarlo de ellas. El final, perdido, consagraría el
triunfo de Tesub.
Con todo, el poema más importante del ciclo y, sin duda, la creación más lograda
de la literatura hitita es el llamado Canto de Ullikummi, una reelaboración más
conseguida del tema de Hedammu. Obsesionado por su idea de vengarse de Tesub,
Kumarbi se une ahora a una gran roca. El resultado de esta unión es Ullikummi, un
monstruo de diorita, sordo y ciego, tremendo por su crecimiento constante, que
amenaza con cubrirlo todo:
Va creciendo la diorita y las poderosas aguas la van criando. En un día fue
creciendo una vara, pero en un mes fue creciendo una hanegada. Mas la piedra que
en su cabeza estaba golpeando mantenía abiertos sus ojos. Cuando se llegó al
quinceavo día, la piedra se había hecho grande. En el mar se irguió sobre sus
rodillas. (…) El mar le llegaba hasta el lugar del cinturón, como un traje. Como una
torre se va alzando la piedra y arriba, en el cielo, iba alcanzando a los templos y a
los aposentos de los dioses.
Istar intenta seducir al monstruo, igual que hiciera con Hedammu, pero
evidentemente la naturaleza de su antagonista no se presta a la seducción:
Istar comenzó a cantar una canción y dejó sus vestidos en tierra. (…) Desde el
mar surgió una gran ola, y la gran ola le va diciendo a Istar: «¿Delante de quién
estás cantando? ¿Delante de quién estás llenando tu boca de canciones? El hombre
es sordo y no te está oyendo, sus ojos están ciegos y no te está viendo. ¡No tiene
piedad! Vete, Istar, y busca a tu hermano, mientras éste todavía no se vuelva violento,
mientras el cráneo de su cabeza no se vuelva irresistible».
Sigue una batalla de setenta dioses contra el monstruo, que acaba en un fracaso.
Tesub acude entonces al reino del Agua Primordial, a ver al dios sabio, Ea. Cuando
éste decide visitar al trasunto del Atlas griego, a Upelluri, que sostiene el mundo
sobre sus fuertes hombros, descubre clavado en uno de ellos el extremo del monstruo
de piedra. Descubierto el punto flaco de Ullikummi, los dioses recurren al mítico
instrumento primigenio que sirviera en su día para separar al Cielo de la Tierra y con
él cortan la base del monstruo. También se nos ha perdido el final, pero lo verosímil
es que narrara un nuevo triunfo de Tesub sobre las intrigas de Kumarbi.
Esta épica de origen hurrita está escrita en una forma de verso rudimentario y
destaca frente al resto de la producción antes referida, vertida en una prosa ingenua
que recuerda la de los cuentos populares y que presta escasa atención a los recursos
estilísticos. Esa rudeza e ingenuidad, con todo, hacen atractivas estas muestras, en la

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mayoría de los casos conservadas con numerosas lagunas, de la creación literaria de
los hititas.

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Los pueblos del mar y los
reinos neohititas

Por Manuel Bendala Galán


Profesor de Arqueología. Universidad Autónoma de Madrid

T propia eternidad. Esta observación de Ortega nos lleva a la consideración de uno


vez es propio a toda civilización, como lo es a todo auténtico amor, creer en su
AL

de los aspectos más dramáticos de la Historia de la Humanidad. Desde el presente


observamos multitud de culturas que nacieron y se desarrollaron con un vigor, una
capacidad de acción, ante los que no cabía esperar un final que hiciera de ellas un
episodio de la Historia, recordadas o no en los textos, y apenas reconocibles en los
despojos de sus ciudades. Pero es la realidad que fenecieron por agotamiento de sí
mismas, o truncadas a mitad de camino por alguna grave peripecia. Este último es el
caso del Imperio Hitita, analizado en sus aspectos esenciales en los capítulos, previos
a éste, de A. Blanco y A. Bernabé.
Desde comienzos del siglo XII a. de C., la oscuridad y el silencio se adueñan de un
país hasta ese momento luminoso y que hizo oír su voz con una autoridad sólo
parangonable a la del faraón de Egipto. ¿Quién podía presagiar la catástrofe? Por
supuesto que los más ajenos al hundimiento que se avecina debieron ser los propios
hititas. En efecto, durante la centuria anterior se hallaban en la cumbre del poder
político y económico: habían salido airosos de un reto temible, el del poderoso faraón
Ramses II, quien arremetió contra los dominios hititas de Siria dispuesto a rehacer el
perfil hegemónico de su reino durante el siglo XV. Pero, tras la batalla de Kadesh,
hubo de volver a sus cuarteles quebrantado por el poderoso ejército de Muwatali,
aunque se negara a reconocer la derrota en los anales de la Historia oficial. Hatti
consolidó su dominio en el norte de Siria y acrecentó su poder económico algo
después con el control de Alashiya —Chipre—, la isla del cobre y enclave principal
para el comercio. Eran los tiempos de Tudhaliya IV (1250-1220), cuya estampa en los
relieves de Hazilikaya, abrazado por el dios Sarruma, da la imagen perfecta de un
reino feliz y confiado, aunque no faltaran, dentro y fuera, problemas que atender.
Todo, empero, había de ser súbitamente trastocado por una convulsión de pueblos
que sembró el caos en todo el Mediterráneo oriental. Los egipcios, únicos que
frenaron su desastrosa acometida, los llamaron «Pueblos de Mar», la vaga
denominación con que todavía aludimos al fenómeno, a falta de otra más precisa.

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El rey Sulumeli vierte una libación ante cuatro dioses, caliza procedente
de Malatya, siglos X-IX a. de C. (Museo Arqueológico de Ankara).

El fin del equilibrio

El siglo XIII fue un periodo de relativa prosperidad para los países del
Mediterráneo oriental, beneficiarios de un delicado equilibrio sostenido por el
contrapeso de las dos grandes potencias de la zona: Egipto y Hatti. La batalla de
Kadesh había sido una amenaza a ese estado de cosas, pero el resultado confirmó a
los hititas la posesión del peso adecuado para ocupar su plato de la balanza y
ratificaba la situación en el tratado que siguió, en 1269. Según él, Egipto confinaba
sus intereses a la región de Palestina y cada parte se comprometía a ayudar a la otra,
caso de ser atacados por un tercero. Pocos años después, Ramsés se casaba con la hija
de Hattusili III, el nuevo rey de los hititas. Quedaba, en suma, consolidado un grado
de estabilidad suficiente, que potenció el desarrollo del comercio y aumentó el
bienestar de algunos países que en él participaban. Sobre todo las ciudades de Chipre
y de la costa sirio-fenicia fueron protagonistas de una floreciente actividad
económica.
Pero el equilibrio sobre el que descansaba toda esta prosperidad era, como antes
decía, delicado y proclive a derrumbarse a poco que se alterara el juego de fuerzas
que lo sustentaba. Y falló precisamente del lado de los hititas. Habían levantado éstos
su Imperio en medio de presiones exteriores que iban desde las ejercidas por reinos
de la fortaleza y la agresividad de Asiria, hasta el acoso de pueblos periféricos como
los kaska, que sin constituir un Estado organizado, estaban siempre al acecho para
hacerse con el botín que las ciudades hititas podían proporcionarles. Se añade a todo
esto una creciente inestabilidad interna, aludida por A. Blanco en las páginas
anteriores, y el resultado será la ruina de todo el organismo político y económico
regido desde Hattusa. No se tienen datos suficientes para determinar con exactitud el
proceso de la crisis, de forma que aunque debió ser muy rápido, no todas las ciudades
hititas fueron destruidas simultáneamente. Lo cierto es que puso en marcha una

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cadena incontrolable de causas a efectos, por la que la estructura política, cultural y
humana hasta entonces existente en todo el Mediterráneo oriental se vino abajo como
un castillo de naipes. Ha defendido recientemente N. K. Sandars que el hundimiento
hitita dio una magnitud extraordinaria al fenómeno. Su solidez había sido un
poderoso dique de contención en una zona —el corazón de Anatolia— especialmente
afectada por mareas de gentes procedentes de todas partes. Rota la presa, las
consecuencias iban a ser imprevisibles. Civilizaciones brillantes y poderosas hasta
entonces —como Micenas y la propia Hatti— quedaron sumidas en una profunda
oscuridad. Cuando la luz vuelva a hacerse —recuperada la escritura que muchos
lugares perdieron, recobrado el hilo de los datos arqueológicos— el panorama que se
ofrece a nuestros ojos dibuja un mapa racial y cultural completamente nuevo en
regiones vastísimas: prácticamente todos los países ribereños del Mediterráneo, de
uno a otro extremo, fueron poblados por gentes distintas, con los cambios
consiguientes en las formas de vida y en las manifestaciones de su cultura.

Príncipe sirio-hitita
(Museo Arqueológico de Ankara).

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Emigrantes y piratas

¿Qué papel desempeñaron los «pueblos del mar»? Imposible dar respuesta
satisfactoria a esta pregunta, referida a uno de los problemas más vidriosos de la
Historia de las civilizaciones mediterráneas. La información que de ellos se tiene
procede fundamentalmente de relatos egipcios, acompañados de representaciones
relivarias de gran valor etnográfico —del Rameseum o de Medinet Abu— que
ilustran las campañas militares en las que aquellos pueblos intervinieron.
Investigaciones de carácter lingüístico, arqueológico o antropológico tratan de
recomponer la complicada maraña de acontecimientos, siguiendo la pista de lo que en
los monumentos egipcios se contiene. Según ellos, los «pueblos del mar» acosaron al
país del Nilo en dos ocasiones: en tiempos de Merneptah, aliados con los libios en su
guerra contra los egipcios (1220), y en el reinado de Ramsés III, hacia el año 1186.
La solidez política y militar de Egipto y su peculiar geografía la fueron barreras
infranqueables a aquellos pueblos; los efectos de su presencia fueron, sin embargo,
importantes en los territorios asiáticos que entraban en la órbita del poder del faraón.
Pero veamos ya de quiénes se trataba.

Fauna y flora en una placa de oro con incrustaciones de esmalte procedente


de Tell Halaf, siglo IX a. de C. (Museo Arqueológico de Estambul).

En los textos referidos a la guerra de los libios contra Merneptah se mencionan,


como aliados de los primeros, a los siguientes: shardana, lukka, meshwesh, teresh,
ekwesh y shekelesh. En el ataque realizado durante el gobierno de Ramsés III se habla
de los shardana, shekelesh, denyen (o danuna), teresh, peleset, tjeker y weshesh. Por

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otra parte, en la crónica egipcia de la batalla de Kadesh, tenemos alusiones a los
shardana, en aquel entonces aliados de los egipcios, y a los lukka y los dardany entre
los que lucharon del lado hitita.

Homenaje del rey Warpalawas a Tarhu, dios de la Vegetación y de los Elementos.


Relieve rupestre de Ivriz, siglo VII a. de C.

Desde el principio hay que salir al paso a la falsedad que en sí misma contiene la
denominación de «pueblos del mar», pues también se desplazaban por vía terrestre.
Cuáles fueron los focos originarios de todos estos pueblos y las rutas de sus
movimientos, es difícil de determinar. Los shardana aparecen primero como piratas,
luego como mercenarios integrantes del ejército egipcio en la batalla de Kadesh, y,
más tarde, otra vez en su condición de piratas. Hemos de imaginarlos como un pueblo
guerrero sin asiento fijo, que merodeaban por los dominios egipcios dispuestos
siempre a obtener botín y aprovechar los eventos de cualquier signo de los que
pudieran sacar tajada; algo así como ciertos pueblos bárbaros en relación con el
Imperio Romano. Procedían, tal vez, del norte de Siria y, tras ser rechazados por

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Ramsés III, pasaron a Chipre, y de aquí a Cerdeña, a la que dieron nombre. Son
claros los paralelos entre los shardana, representados en los relieves de Medinet Abu,
y ciertas figuritas sardas de bronce de los siglos VIII y VII a. de C., que representan a
dioses y guerreros con cascos de cuernos, corazas, espadas y escudos redondos.

Conjunto en basalto, 3.70 metros de altura procedente de Senzirli; rey sobre un pedestal formado por dos leones y
un hombre arrodillado. Siglos X-IX a. de C. (Museo Arqueológico de Estambul).

Los shekelesh, igual que los anteriores, emigraron también a Occidente y


desembarcaron en Sicilia, isla a la que, del mismo modo, dieron su nombre. No serán
mencionados, después de la guerra de Merneptah, los lukka y los ekwesh; estos
últimos plantean el problema de si se trata de los ahhiyawa citados en los textos
hititas, y, por tanto, si son identificables con los aqueos, los griegos micénicos. Es
posible que así fuera: que grupos de aqueos se vieran obligados a abandonar su tierra
integrándose en la colosal movilización de gentes que en esas fechas se registraba.
Los lukka procedían, quizá, del oeste de Anatolia, de donde pudieron partir también
los enigmáticos teresh o tursha. Se ha supuesto que alguna relación guardan éstos con

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los tirsenos o etruscos, quienes, según un relato de Heródoto (I. 94), emigraron desde
Lidia a la península itálica para salir de la penuria que padecían en su patria.
Recordemos, sólo de pasada, las teorías de Schulten acerca de la vinculación de
Tartessos con estos mismos tursha o tirsenos, de lo que se trató en el informe sobre
esta civilización incluido en el Cuaderno número 40. Qué haya de realidad en todas
estas hipótesis es una cuestión que sigue sin ser resuelta.

El rey de Karkemish, Araras y su hijo Kamanas esculpidos sobre basalto.


Siglo VIII a. de C. (Museo Arqueológico de Ankara).

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Esfinge alada y bicéfala procedente de Karkemish. Siglo IX a. de C.
(Museo Arqueológico de Ankara).

Los nuevos piratas de la época de Ramsés III —denyen o danuna, tjeker, peleset y
weshesh— que por tierra y por mar avanzaron hacia Egipto, ofrecen el aspecto de
campesinos desarraigados buscando tierras. En los relieves se muestran algunos,
conduciendo pesados carros de dos ruedas, tirados por cuatro bueyes, en los que
viajaban también las mujeres y los niños. Muchos se establecieron en la región de
Palestina o en su entorno inmediato, sobre todo los peleset, de quienes la región tomó
el nombre. Son éstos, por otra parte, los filisteos mencionados en la Biblia.
El confuso panorama que las fuentes egipcias testimonian es sólo la instantánea
parcial de un cuadro de dimensiones mucho más amplias. Numerosos ataques y
destrucciones se documentan en lugares que no tuvieron, frente al invasor, la fortuna
de Egipto. Chipre experimentó violentas destrucciones y la floreciente Ugarit quedó
arrasada por un gran incendio. Los habitantes de la ciudad micénica de Pilos huyeron
sin que los preparativos para la defensa que evidencia el análisis de sus tablillas
escritas surtieran el menor efecto. Troya fue asimismo devastada por gentes venidas
del otro lado de los Dardanelos. Digamos, entre paréntesis, que esta destrucción es

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posiblemente la recordada por Hornero, aunque atribuyéndola en la ficción poética a
los griegos micénicos.
¿Cuáles fueron las causas de este verdadero cataclismo humano? G.
A. Wainwright pensó que el epicentro de la gran movilización estuvo en Asia Menor,
pero lo más probable es que desde lugares más lejanos, tal vez en la Europa
continental, se iniciaran movimientos masivos de pueblos a cuyo empuje cedieron
otros, iniciándose así una cadena de desplazamientos dirigidos en todos los sentidos.
La penetración en nuestra Península de gentes procedente de Europa Central al filo
del año 1000 a. de C. puede ser un aspecto más del mismo fenómeno. En cuanto a sus
causas, desconocidas en el fondo, pudieron ser cambios climáticos o incrementos
demográficos, que obligaron a grupos nutridos de individuos a buscar nuevos solares
donde establecerse.

Los principados neohititas

Hundido el reino de Hatti, su civilización encontró un último refugio en la región


del Tauro y el norte de Siria, donde florecieron los principados neohititas hasta ser
absorbidos por el poder asirio, unos cinco siglos más tarde. La región, comprendida
entre el alto Eufrates y el Mediterráneo, era de un extraordinario interés económico,
sobre todo para el comercio. Durante el Imperio fueron enclaves importantes en la
zona las ciudades de Alepo y Karkemish, atentamente vigiladas por el rey.
Shubiluliuma, por ejemplo, las encomendó a dos de sus hijos. Sin duda, el control de
esos territorios era una de las bases fundamentales para la prosperidad del país, y de
ahí la contundente defensa que de ellos hicieron frente a las pretensiones de Egipto.
Varios reinos neohititas surgirán en torno a ciudades que viven ahora su momento de
esplendor: Malatya, Senzirli, Marash, Til Barsip, Tell Halaf; Karkemish, centro
importante durante el período anterior, será en éste la sede del principado más
poderoso.
La denominación de neohititas es sólo hasta cierto punto justificable, puesto que,
en realidad, lo genuinamente hitita había desaparecido para siempre. La herencia de
la etapa imperial es incuestionable en algunos extremos, como en el uso de la antigua
escritura jeroglífica, o en el titulo de Gran Rey que algunos reyezuelos mantuvieron
con menos oportunidad que petulancia. Más romanticismo que otra cosa se advierte
en la proliferación de nombres de reyes como Mursili o Shubiluliuma, con los que se
quería mantener vivo el recuerdo de la pasada grandeza. Pero en facetas más
sustanciales se descubre la profundidad del cambio, el peso mayor de lo nuevo sobre
lo viejo, más acusado conforme avanzaban los tiempos. En principio, la población
había sufrido una mutación considerable por la fusión entre hititas y hurritas, a los
que se sumaron oleadas crecientes de semitas arameos. De otro lado, la influencia
cultural de sus poderosos vecinos —los asirios a la cabeza— darán a sus creaciones
un sesgo distinto. Es precisamente en el terreno del arte donde más certeramente

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podemos efectuar el balance entre tradición y renovación, y contemplar, de paso, la
afloración más interesante de la personalidad de esos reinos neohititas.
En los dominios de la arquitectura destaca la consagración de un modelo de
edificio, inalterable en sus elementos esenciales, que conocemos por el nombre que
los asirios le atribuyeron: el bit-hilani. Consiste en la combinación de un amplio
pórtico, sostenido a menudo por pilares que descansan en basas esculturadas, que da
paso a una espaciosa estancia cuyo eje principal es paralelo al pórtico y a la fachada;
en torno a ella se sitúan habitaciones menores. Su acabada estructura consagraba una
tradición local, siria, remontable al segundo milenio, con lo cual tenemos ya un
señalado rasgo de independencia respecto de lo puramente hitita. Como ejemplo de
una estructura urbana relevante, destaquemos la de Senzirli; consta de una ciudadela
fuertemente encintada, dividida en espacios también fortificados, y rodeado por una
muralla doble en forma de circunferencia perfecta.

Dios de Enkomi, tallado en bronce


(Museo de Chipre).

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En la escultura, sea en bulto redondo o en relieve, encontramos la producción más
rica y variada de estos principados. Según quedó definido en los estudios de
E. Akurgal, se distingue con claridad una primera etapa tradicional, seguida de otra
asirizante a partir del 850 aproximadamente. Los influjos arameos serán un tercer
factor a tener en cuenta en la conformación de los nuevos estilos. La fidelidad a los
gustos anatólicos queda manifiesta particularmente en relieves rupestres que traen a
la memoria el impresionante conjunto de Yazilikaya. De entre las manifestaciones
que avalan la pervivencia de esta modalidad escultórica sobresalen el gigantesco
relieve de Ivriz, en él que el rey Warpalawas, desde la respetuosa distancia de su
menor tamaño, saluda ceremoniosamente a Tarhu, dios de la Vegetación y de los
Elementos. Su colosal imagen, de más de cuatro metros de altura, compite por la
fuerza que emana de su figura con los antecedentes de época imperial; su autor echó
mano de las formas convencionales que los asirios daban a la musculatura para
acentuar el poder físico, recurso afortunado a este propósito, y manifestación, a la
vez, de los signos de su tiempo.

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Estatuilla de un dios realizado en bronce hallada en Enkomi
(Museo de Chipre).

Otra herencia de la etapa anterior es el uso de ortostatos adornados con relieves.


Con el precedente de Alaka Hüyük, alcanzaron en este periodo una extraordinaria
difusión. Los de Malatya pasan por ser los más respetuosos con los modelos antiguos:
pero en la generalidad de los conocidos se observa el triunfo de tradiciones
iconográficas poco o nada dependientes de las hititas. Centenares de ortostatos
aparecidos en Tell Halaf constituyen un riquísimo muestrario figurativo. Este es su
principal valor, ya que, por lo demás, son relieves realizados con algo menos de
mediano esmero. El excavador de la ciudad, Barón Max von Oppenheim, veía en
ellos el testimonio de un arte arcaico y primitivo: Como en los dibujos paleolíticos de
los tiempos de las cavernas —dice—, los animales son mucho mejor comprendidos y
reproducidos que los hombres. Abundan, en efecto, las representaciones animales,
cuando no de seres fantásticos, híbridos de todas clases, descendientes del viejo
legado mesopotámico. Baste contemplar la orquesta de los animales, en la que, entre

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otros, un león tañe una cítara, para recordar las imágenes de la misma especie que
adornan un arpa hallada en las tumbas reales de Ur.

Ramsés III destruye a sus enemigos ante el dios Amón


(relieve del Gran Templo de Medinet Habu).

Mayor riqueza temática y calidad ofrecen los ortostatos recuperados en


Karkemish, abundantes también en monstruos de extraordinaria fantasía. Valga de
ejemplo la quimera del célebre «Muro del Heraldo». Escenas de batalla, en carros de
guerra, y hermosas composiciones procesionales, son las mejores muestras del estilo
asirizante. También de Karkemish proceden importantes esculturas de bulto redondo,
algunas correspondientes a un tipo muy difundido en el que la figura tiene una amplia
basa con leones de gran relieve, sujetos en ocasiones por una especie de genio
dominador de las fieras (depotes therón), de apariencia humana unas veces, y un
monstruo híbrido otras. La producción de los talleres locales determina estilos
provinciales bien diferenciados, que dan variedad y riqueza al conjunto de las
creaciones neohititias. La gama de posibilidades comprende desde la pulcritud propia

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de Karkemish, al desaliño, no privado de encanto, por otra parte, que muestran los
relieves de Karatepe.
El epílogo del arte neohitita va a ser la proyección de su peculiar modo de hacer
por todo el Mediterráneo en la difusión de la moda orientalizante. Los tejidos, la
cerámica, la producción plástica, se pueblan de las especies animales y los monstruos
que se habían multiplicado, a sus anchas, en los campos neohititas. Los vástagos de
esa fauna singular los vemos en la cerámica griega orientalizante —de Melos, de
Corinto y tantos otros lugares— y, en general, sus temas, junto con los de Urartu,
Fenicia y otros centros, van a ser fuente de inspiración para la renovación artística de
las culturas mediterráneas a partir de fines del siglo VIII. Observar este fenómeno
tiene especial interés para el análisis de nuestra propia protohistoria. El monumento
funerario aparecido hace pocos años en Pozo Moro (Albacete) muestra en sus leones
y, sobre todo, en sus enigmáticos relieves, el estilo y las tendencias iconográficas de
la producción neo-hitita. Por toda la Turdetania aparecen leones, cuyas formas
angulosas, la ferocidad de su aspecto y otros detalles los hermanan a los neohititas del
otro extremo del Mediterráneo.

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Bibliografía
Anónimo, Textos literarios hititas, Edición de A. Bernabé, Madrid, Editora Nacional,
1979.
Bittel, K., Los Hititas, en El Universo de las Formas, Madrid, Aguilar, 1976.
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Garraty, J. A., y Gay, P., El mundo antiguo, Barcelona, Bruguera, 1981.
Grimberg, C., El alba de la civilización, Barcelona, Daimón, 1982.
Petit, P., Historia de la Antigüedad, Barcelona, Labor, 1982.
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Starr, Ch. G., Historia del Mundo Antiguo, Madrid, Akal, 1974.
Tovar, A.: Rölling. V., y Gamer-Vallert, I., Historia del Antiguo Oriente, Barcelona,
Hora, S. A., 1984.
Vieyra, M., Las religiones de la Anatolia antigua, en Historia de las religiones,
Madrid, Siglo XXI, 1977.

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Cronología comparada

3500. Aparición de las muestras iniciales de escritura precuneiforme en


Mesopotamia.
3200. El rey Menes inicia la I Dinastía que precede al Antiguo Imperio de Egipto.
Unificación del poder monárquico en el país.
3000. La civilización cretense comienza a utilizar los metales, mientras que en la
Grecia continental se mantienen las formas neolíticas.
2900. Período Protodinástico en Sumer.
2800. La III Dinastía inaugura el Imperio Antiguo en Egipto, con capitalidad en
Menfis. Relaciones con la ciudad fenicia de Biblos.
2700. Fundación de la ciudad de Tiro en la costa de Fenicia.
2650. II Período Protodinástico en Sumer. Auge de las formas de vida urbana en
Mesopotamia.
2620. V Dinastía en Egipto. Construcción del gran conjunto de pirámides de Giza.
2480. V Dinastía en Egipto. Auge del arte de la escultura.
2350. Aumento del poderío de la ciudad de Troya, en la costa egea del Asia Menor.
2180. VI Dinastía en Egipto. Anarquía interna debido a las actividades de la
nobleza.
2135. La XI Dinastía establece la capitalidad en Tebas. Mentuhotep somete el Bajo
Egipto y logra la unificación total del país.
2050. Reinado de Ur-Nammu en Sumer. Los monarcas sumerios de la III Dinastía
de Ur unifican el territorio. Auge cultural.
2000. XII Dinastía en Egipto, tras la reorganización administrativa y el reparto de
tierras a los campesinos. Expansión comercial asiria en todo el Asia Anterior.
Esplendor arquitectónico en Creta.
1950. Hundimiento del Imperio de Ur, debido a los ataques del pueblo amorita.
Inicio de un periodo de inestabilidad generalizada de unos tres siglos de
duración.
1900. Traslado a Egipto del pueblo hebreo.
1830. Creación en Mesopotamia de un Estado amorita.
1800. Según la tradición bíblica, llegada de los hebreos a Egipto. Hundimiento del
Imperio faraónico en Asia.
1785. Dinastías egipcias XIII y XIV. que en menos de un siglo agrupan a cuarenta
monarcas. Tebas es la capital.
1730. El pueblo hicso invade el valle del Nilo. XV y XVI dinastías. Hammurabi
impone su poder en Mesopotamia y crea el Imperio Antiguo de Babilonia.
Profundas reformas legales y administrativas.

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1700. Labarna I inicia el Reino Antiguo hitita, que extiende sus dominios hacia el
sur. El pueblo aqueo irrumpe en la Argólida y destruye las ciudades
cretenses, que posteriormente son reedificadas.
1650. Expansión del poderío hitita a costa de sus vecinos. Creación del reino
hurrita de Mittani.
1580. Expulsión de los hicsos de Egipto. Inicio de un período de trastornos e
inestabilidad general.
1530. Mursill, rey hitita, saquea las ciudades de Babilonia y Alepo.
1500. El reinado de Telepinu cierra una etapa de desórdenes internos y reducción
territorial del Imperio hitita. Esplendor de la civilización minoica en Creta.
Los faraones atacan la tierra de Canaan.
1470. Los reyes hititas Zudabtas y Huzziyas, tributarlos de Egipto.
1450. Ascenso del poderío de Asiria en Mesopotamia, enfrentándose al de
Babilonia. Fin de la etapa de sumisión hitita a los egipcios.
1400. Éxodo del pueblo hebreo desde Egipto. El faraón Tutmés III crea el Imperio
egipcio de Asia. Destrucción definitiva de la civilización cretense.
1380. Fin del Reino Antiguo hitita y comienzos del Nuevo.
1370. Los hititas ocupan la ciudad de Damasco. El reinado de Suppiluliuma I
supone el resurgimiento del Imperio en su organización interna y expansión
territorial. Auge de las formas arquitectónicas del pueblo hitita. En Egipto,
reinado de Amenophis IV —Akhenaton—, que decide la reforma religiosa y
el reforzamiento del poder real.
1365. Assur-Uballit I. rey de Asiria, rescata a su país del sometimiento que
soportaba por parte del reino de Mitami.
1350. Renacimiento económico y cultural del Imperio Medio asirio. Auge de la
civilización de Micenas en la Grecia continental. Fortalecimiento del poder
del pueblo aqueo.
1345. Reinado del faraón Tuthankamen y retorno a las formas religiosas
tradicionales. Establecimiento definitivo en Palestina del pueblo hebreo.
1340. Inicio de contactos pacíficos entre el Imperio hitita y Egipto. Textos
religiosos de Ugarit en la costa de Siria.
1335. El rey Kurigalzu II mantiene en Babilonia una política de detención del
expansionismo asirio. Entre los hititas, reinado de Mursil II y redacción de
los Anales.
1320. Reinado de los monarcas de las XIX Dinastía en Egipto. Luchas entre el
poder real hitita y las tribus de las regiones montañosas de Anatolia.
1305. Reinado de Muwatalli, que mantiene conflictos bélicos con Egipto.
1300. Durante el reinado de Ramsés II, primer tratado entre hititas y egipcios.
1290. Fin del reinado de Muwatalli. Presencia hitita en Palestina. Actividad bélica
de los pueblos del mar.
1285. Alianza entre el Imperio hitita y Babiloma. Realización de pinturas rupestres.

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1275. Hattusili III accede al trono de los hititas, tras haber apartado del mismo a su
sobrino Urhi-Tesub. Inicio de un periodo de paz con sus vecinos ante el
ascenso del poderío asirio. Redacción de la Apología, texto religioso que
trata de legitimar al monarca.
1270. Matrimonio de Ramsés II con la hija de Hattusili, que sella una alianza entre
los dos países.
1250. Utilización del alfabeto fenicio. Muestras arquitectónicas en la ciudad de
Biblos. Reinado del hitita Tuthaliya IV.
1235. El rey asirio Tukulti-Ninurta I vence a Babilonia y se proclama monarca de
este país.
1230. Guerra y destrucción de Troya a manos de los griegos, según tradición
recogida por Hornero. Ataques contra Egipto de los pueblos del mar.
1220. Reinado del hitita Arnuwanda III. hasta
1205. Reparto entre hititas y egipcios de las influencias en el Medio Oriente.
1200. Asiria rechaza los repetidos ataques lanzados por los hititas. Los filisteos,
instalados en ellitoral de Palestina. Los arameos, en Siria.
1190. Decadencia del reino casita, que pierde el dominio de Asiria. Tras las
invasiones de los pueblos del mar, bajo el reinado de Suppiluliuma II, se
produce la definitiva decadencia del Imperio hitita.
1180. Presencia de los Estados neohititas, sucesores del Imperio.
1175. El pueblo dorio invade el territorio griego.
1150. Hundimiento del poderío casita, debido a la invasión de los elamitas.
1130. Reinado de Nabucodonosor I en Babilonia, quien vence a los elamitas y
ataca a Asiria.
1100. XXI Dinastía en Egipto, de origen tanita. Descenso general de las actividades
artísticas.
1050. Invasión y saqueo de Asiria por los arameos y los pueblos semitas.
1025. Anarquía generalizada en Egipto. Recuperación del poder sacerdotal y
disminución del correspondiente al monarca.
1000. Asiria ve reducido su territorio debido a la constante presión de los pueblos
vecinos. Reinados de David y Salomón entre los hebreos, y de Hiram en la
ciudad de Tiro.
900. Los reinos de Judá e Israel se organizan de forma independiente.

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