Sin Pretextos - Epieza A Leer

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Sin Pretextos Final.

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Tenemos que llevar a tu papá a un hospital psiquiá-
trico”, fue una de las frases que más me han dolido
en la vida.
—No entiendo, ¿por qué?, ¿aquí no se tratan las adic-
ciones? —les pregunté.
—Sí, pero el señor Raúl ya tiene un daño cerebral muy serio
y ya no lo podemos atender aquí. Ha estado muy agresivo.
Mi papá bebió siempre y fuertísimo; no era bebedor
social de fines de semana, como mucha gente. Él to-
maba en serio. Me daba mucho miedo que muriera en
un accidente en una de sus borracheras. De chico no
tuve problemas, la pasábamos muy bien juntos, no sé si
era porque él no tomaba tanto todavía o porque yo no
me daba cuenta, pero después este problema se hizo
grande y él se hizo gigante (no importa que una persona
mida 1.65 metros y pese 59 kilos, cuando toma diario y
tú eres un niño, de verdad, lo ves como un gigante muy
amenazador).
El asunto es que independientemente de la enfer-
medad del alcoholismo y de muchos momentos difíciles
que vivimos, lo amé con todo mi corazón, siempre. Eso

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sí, cuando te dicen que la enfermedad de tu papá llegó al


nivel de un hospital psiquiátrico, todos los cables se des-
conectan.
Dos días antes de ese momento, me habían llamado
unos vecinos de él para decirme que pasara a verlo por-
que estaba actuando muy raro; nosotros vivíamos en la
colonia Avante, muy cerca de la estación del metro Tax-
queña y de Calzada de Tlalpan, en la Ciudad de México. En
esa época mi papá vivía solo en la casa, yo estaba graban-
do en Televisa San Ángel y les pedí que me lo pasaran por
teléfono. Cuando me contestó, me sorprendí muchísimo
por lo que me dijo:
—Yordito, ¿qué hacen estos bomberos en la casa?, ¿y
estas bailarinas?, ¿por qué hay tantas personas aquí?, ¿qué
pasa?, ¿vendiste la casa?
—No, papá, cómo crees que voy a vender la casa.
Le dije que me pasara a cualquiera de las personas
que tenía enfrente, con la esperanza de que alguien me
contestara y mi papá sólo estuviera abrumado o medio
confundido.
—Espérame —me dijo—. Señorita, le llama mi hijo…
En ese momento sentí mucho miedo, literal, es de las
pocas veces que recuerdo que me han temblado las pier-
nas; mientras tanto, por dentro rogaba que alguien me
contestara del otro lado, después de unos diez segundos,
mi papá me dijo: “Nadie quiere contestar.”
Salí corriendo del foro, me subí al coche y me dirigí a
su casa. No iba triste, iba enojado, con los dientes apre-
tados, agarrando muy fuerte el volante y manejando tan
rápido que no me fijé en nada ni en nadie en el camino.
Cuando llegué, la puerta de la casa estaba abierta. Entré
y vi a mi papá completamente solo mirando fijamente un
cuadro con un paisaje de mar que teníamos en la sala.

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—Papi, ¿qué haces?


—Viendo cómo suben y bajan las olas, ya sabes que me
encanta el mar.
Sentí que se me cortaba la respiración, volteé a ver sus
manos, estaba moviéndolas como si tuviera arena en una
mano y se la estuviera pasando de una mano a la otra.
—¿Qué haces con las manos? —le pregunté.
No me contestó y me desesperé tanto que le grité:
—¿Qué estás haciendo con las manos?
—Jugando con esta cadenita.
—¿Cuál?
—Ésta.
Pero no tenía nada en las manos. Me enojé tanto, que
le grité fuertísimo, “¡No hay ninguna cadenita, no tienes
nada!”, y le separé agresivamente las manos (pobrecito, él
no entendía nada).
Me sentí impotente, devastado, con rabia, no supe qué
otra cosa hacer, quería llorar, pero estaba tan enojado y
tan shockeado que no podía. Tenía esperanzas de que no
fuera real, pero lamentablemente sí lo fue.
Tomé su ropa y lo llevé a una clínica en adicciones lla-
mada Claider, mi hermana Heidi me alcanzó ahí y lo inter-
namos. Dos días después fue cuando nos dijeron que había
estado muy agresivo con las enfermeras y con los docto-
res, que necesitábamos llevarlo a un psiquiátrico. Él estaba
muy enojado con los doctores, pero cuando nos veía a mí y
a mi hermana era muy amoroso, muy tierno, como si fuera
un niño chiquito, y nos decía, “ya vámonos, mihijitos”.
—¿Cómo lo vamos a llevar al nuevo hospital? —les pre-
gunté a los doctores—. No va a querer, es más, no sé si
nosotros queremos que vaya.
Ellos nos explicaron que su nivel de alcoholismo había
dañado muchas neuronas, que el alcohol había afectado

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considerablemente su función cerebral y que era la única


opción si queríamos que estuviera mejor. Nos comenta-
ron que tendríamos que hacer una intervención, lo que
significa prácticamente que entre doctores y familiares
íbamos a convencerlo de intentar que fuera por su pro-
pio pie.
—¿Y si no quiere?
—No se preocupen, aquí afuera ya está una ambulan-
cia con su equipo y ellos nos van ayudar.
Vi a cinco hombres afuera que tenían una camisa de
fuerza en las manos. Creo que nunca en la vida había ima-
ginado un momento así y mucho menos lo pensé para mi
papá, para mi hermana y para mí.
La intervención fue un fracaso, mi papá se puso muy
agresivo, nuestras técnicas de convencimiento y todos
los argumentos de los doctores le hicieron los mandados
y nos mandó a todos a la fregada.
El director de la clínica dio la orden y los enfermeros
empezaron a tratar de someter a mi papá; nunca lo vi tan
agresivo y con más fuerza que en ese momento. No lo po-
dían controlar entre los cinco, mientras él gritaba mano-
teaba y les pegaba a todos con los puños cerrados. Heidi
y yo no podíamos más con esa situación. Cuando logra-
ron sujetarlo, mi papá empezó a llorar y a gritar al mismo
tiempo. Habían pasado más de veinte años desde la última
vez que lo había visto llorar. Lo sometieron y lo subieron a
la camioneta, cerraron la puerta. Él nos veía directo a los
ojos y nos suplicaba que lo ayudáramos. Cuando me subí a
mi coche para seguirlo, me solté a llorar como nunca, no
pude más. Sin duda, es uno de los momentos más tristes
que he pasado en mi vida.
Cuando llegamos a la Clínica Psiquiátrica San Rafael,
le hicieron pruebas y muchísimas preguntas, desde cómo

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se llamaba, hasta quiénes éramos nosotros. Lo peor de


todo es que muchas cuestiones no las pudo contestar.
He visto a gente que pierde todo su dinero y vive en
bancarrota, a personas que sufren por la muerte de un
familiar y pasan por un duelo fuertísimo, a gente que pier-
de sus pertenencias y vive en la calle, a personas que les
quitan la ropa y los desnudan para hacerlos sentir vulnera-
bles, pero cuando una persona pierde la razón, cuando al-
guien no sabe cómo se llama o quiénes son sus hijos, lo ha
perdido todo. Ver el cuerpo de una persona moviéndose,
pero saber que ella no está ahí, es algo muy duro. Nunca
había visto algo de ese nivel. La tristeza que sentimos mi
hermana y yo ese día es algo que no puedo explicar por
escrito.

En ese momento de mi vida tenía varios


problemas personales y las cosas en el trabajo
estaban bastante complicadas. Sé que hay
problemas mucho más fuertes que éste y
que cada uno tiene sus propios miedos y
diferentes infiernos pero, en ese momento,
esos eran los míos.

Recuerdo que me dolía en el alma ver a mi papá en un


entorno de pacientes con problemas psiquiátricos muy
avanzados, me preocupaba que perdiera la consciencia
de por vida, que se perdiera un día cualquiera en la calle;
me daba pavor que al ser yo una persona pública, una re-
vista de chismes se enterara y sacara la foto de mi papá
en la portada con una frase tipo: “El papá de Yordi Rosado
está en el manicomio por alcohólico”, acompañada de la
peor foto que pudieran encontrar de él. Ese pánico no era

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tanto por mí, yo estoy dizque acostumbrado a esto (digo


“dizque” porque no es real, siempre te duele todo lo que
dicen de ti), pero mi papá se hubiera sentido muy triste
de verse tan expuesto públicamente, él no era del medio
artístico y no tenía por qué pagar ese precio.
Sin embargo, de alguna manera salimos adelante con
toda esta situación. Me acuerdo que cuando me propu-
sieron lo del hospital psiquiátrico, yo dije: “Me muero si
mi papá llega a un manicomio”, y ¿sabes qué? Sólo hay un
problema con el que te mueres… y es cuando te mueres.
Ningún otro. La mayoría de los problemas tienen solución
y mejoría, y si alguna situación no tiene arreglo, existe una
manera de aprender a vivir con ella, de sobrellevarla y de
sacar provecho del problema. Sí, parece imposible, pero
se puede obtener un beneficio hasta de las peores cosas.
Está comprobado que:

• 95 por ciento de las cosas de las que te preocupas


jamás pasarán.
• No puedes regresar al pasado para volver a empezar,
pero sí puedes empezar ahora y cambiar el futuro.
• Cuando crees verdaderamente en algo, tu mente
encuentra la manera de lograrlo.
• Tus logros no te definen, te define lo que superas.
• Lo peor del miedo es que te derrota sin luchar y sin
intentarlo siquiera, haciéndose cada vez más gran-
de. No obstante, cuando lo enfrentas te das cuenta
de que era mucho más pequeño de lo que creías
y forja tu seguridad para enfrentar cualquier cosa
que venga.
• Todas las personas exitosas que hoy admiramos
empezaron con un objetivo firme, creyendo en
ellas más que en nadie más.

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• Está comprobado científi-


s
ogro
camente que los problemas Tus l efinen,
d
de salud, familia, abandono, no te efine lo
abuso, dinero, pareja, enfer- te d peras.
u
que s
medad, trabajo y muchísimos
etcéteras, sólo influyen 10 por
ciento del total del proble-
ma para lograr tu felicidad. Las crisis son la mejor
oportunidad para crecer, porque la vida te las pone
en frente para que hagas lo que jamás te hubieras
atrevido a hacer sola o solo, pero es lo que necesi-
tas para conseguir algo mejor.
• El éxito no se basa en hacer cosas fantásticas, sino
en tomar cada caída como un aprendizaje y seguir-
lo intentando hasta lograr tu propósito.

A sí que , ¡ sin pretextos! Tú puedes


cambiar el quiero por el puedo .

En este libro vas a encontrar un gran número de herra-


mientas, estrategias, consejos y estudios avalados por
los más grandes pensadores, empresarios, conferen-
cistas motivacionales, emprendedores, filósofos, tera-
peutas y líderes espirituales, así como lo que he podido
aprender en vivo y a veces muy en directo, en este casi
medio siglo de vida, lleno de altas y bajas, pero siempre
yendo hacia delante.
Toda esta información tiene el objetivo de mejorar
permanentemente la autoestima, de enfrentar los pro-
blemas y utilizarlos como escalones para seguir subien-
do; reconocer y creer en nuestras virtudes para estar

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en el lugar que de verdad debemos estar; ubicar y acep-


tar nuestros defectos para que nos sirvan de trampolín
y no de lastre; alcanzar esos objetivos que tenemos en
la cabeza, pero no en las manos, y en especial para dar-
nos cuenta de que podemos ser extremadamente felices
con lo que tenemos y con lo que somos, porque —te ten-
go una noticia— lo que eres es mucho más que suficiente
para ser… todo lo que quieres ser.

En conclusión, el propósito de este


libro es que vayas por más, que te
empoderes, que ubiques todos los
atributos con los que cuentas y no
has usado en muchos aspectos de tu
vida, que conozcas y experimentes
los alcances que en realidad tienes,
en fin, que seas tan grande como
puedes serlo.
Por cierto, mi papá estuvo cinco meses en el psiquiátrico.
Después de cinco recaídas y mucho dolor, un día se des-
pertó, nos la mentó a todos y jamás volvió a tomar una
gota de alcohol, así, sin terapias extras, ni cuidadores, ni
medicamentos. En ese momento de su vida sólo necesitó
creer en él.
Vivió once años más, durante los cuales me reconec-
té con él. Entendí la enfermedad, nos pedimos disculpas;
con mi hermana volvimos a ser una familia que perdimos
por más de veinte años. Nos reímos más que nunca, comi-
mos tacos como si no hubiera mañana, volvimos a meter-
nos al mar, nos abrazamos como jamás lo hicimos antes,

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platiqué de cosas y temas que nunca habíamos tocado y


se volvió mi ejemplo más grande.
Y, sabes qué, jamás se le olvidaron los nombres de mi
hermana y el mío, nunca se perdió en la calle, ninguna
revista de chismes se enteró, no perdió la conciencia y
no murió en ningún accidente. El 14 de noviembre del
2016 lo encontró la muerte, feliz en su cama, con su café
al lado y unos dulces del Mercado de Portales que le en-
cantaban.
Finalmente, 95 por ciento de mis preocupaciones ja-
más sucedieron.

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