Glosas Cardenalicias

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Juan Duchesne Winter

Glosas cardenalicias

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La primera novela de Juan Cárdenas se llama Zumbido (2010). El narrador y protagonista
de esta historia cautivante, como en otras novelas suyas que le siguen, aparenta emerger
de alguna conmoción síquica, trastornadora, que sin embargo no logra enloquecerle del
todo. No puede enloquecer porque no puede evitar que la idiogénesis le interrumpa la
locura. Cárdenas es uno de esos escritores que trabajan con lo que llamo idiogénesis,1
entre los que hallamos figuras como Dostoievski, Beckett, Pessoa, Felisberto Hernández y
Stanislav Lem, a quienes recordamos por la intensidad con que escrutan personajes,
entes, eventos y fenómenos intraducibles, incomunicables, sin significado, código ni
procedencia comprobable. Lo idiogénico parece no tener sentido en absoluto, pero no es
mero azar ni es puro caos, pues algo nos indica que responde a regímenes de causalidad
ilegibles desde nuestra noción demasiado humana del “sentido”. Si acaso lo idiogénico se
reserva un sentido, entonces su orden y sus códigos son indescifrables, ni la locura ni la
cordura pueden penetrar su arcano. El ente idiogénico, por tanto, no actúa según un
principio de locura, pero sí puede producir la locura en quienes intenten poseer su
secreto. La idiogénesis no tiene que ser atributo de un personaje específico, puede surgir
de una constelación de eventos o datos, como en algunas novelas de Stanislav Lem. Un
rumor, cosas inconexas que se escuchan, una cháchara inconsecuente, un débil zumbido,
pueden ser su más impactante avatar. Un zumbido idiota, inimputable, como el de la
novela de Cárdenas, es un buen ejemplo porque irradia, impregna y contagia todo para
incorporarlo a su precepto ignoto: “Lo que vino entonces fue sólo una sucesión de
estallidos, frotaciones, gritos, fricciones, crujidos, fonemas amputados, murmullos,
balbuceos, reverberaciones y, de vez en cuando, largos silencios en los que el zumbido
magnético de fondo se volvía como el rumor del océano en la distancia y se confundía con
el ruido del aguacero…”. Así se describe la “voz” monstruosa de la Santa Panchita con que
culmina Zumbido. Ese zumbido se desprende de una cinta grabada con los discursos de la
profeta, pero ya ha venido llegándole al protagonista desde el principio de su salida del
hospital, emanando no sólo de casetes, sino del ambiente que le rodea, abarcándolo todo
como un diluvio. Nos recuerda el zumbido ubicuo que acompaña a la novela de Jonathan
Franzen, Las correcciones; también el ruido de fondo incesante que alcanza a protagonizar

1
En mi ensayo “Idiota escritor” (Fugas incomunistas, San Juan: Ediciones Vértigo, 2005) apelo a la etimología
antigua griega del término “idiota”, la cual denotaba algo muy distinto a la disminución mental, oligofrenia,
ignorancia, estupidez o locura invocadas hoy día por esa palabra. El idiota, en esa etimología, es
simplemente alguien que habla una lengua ininteligible y cuya identidad (familia, tribu, nación) no es
verificable.
la novela Ruido Blanco, de Don DeLillo. Son zumbidos desangelados, sordos, emitidos por
el derrumbe postindustrial de extensos parajes norteamericanos, pero también remiten a
la omnipresente contaminación sonora muy concreta que produce la sociedad
agroindustrial contemporánea. En el ámbito latinoamericano recordamos el ruido de las
máquinas que finalmente subyuga al enigmático seductor de muñecas sexuales en Las
hortensias, de Felisberto Hernández. Se ha dicho que ese ruido de las máquinas en el
relato del uruguayo es el inconsciente. Sin embargo, cabe advertir que para el zumbido
idiogénico no hay adentro ni afuera; es una cosa tan penetrante como la radiación, pues lo
pone a vibrar todo, inclusive a la música misma, infundiéndole una sombra sonora
fantasmática, que a veces proviene del rasgado de la aguja sobre el vinilo en discos
antiguos, que le recodifica los tiempos y registros a la nota musical, como muestran las
espectrales piezas de The Caretaker (Leyland Kirby). Esa versatilidad del zumbido
idiogénico se evidencia no sólo en la primera novela de Cárdenas sino en las siguientes:
Los estratos (2013), Ornamento (2015), Tú y yo, una novelita rusa (2016) y El diablo de las
provincias (2017). Toca leerlas con ese rastreo o rasguño en mente. Mientras tanto,
enfoquemos su más reciente libro, Volver a comer del árbol de la ciencia (2018), donde el
autor colombiano nos ofrece un diverso espectro del zumbido en algunos relatos.

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El relato “Encomendar el alma” nos adelanta que se sucederán maniobras de sustracción,
es decir, de desaparición, de escamoteo, en esta colección, que evidencian la labor de la
represión aquí explorada. Dos amigos citadinos salen de excursión en auto por el campo.
Uno de ellos adolece de una resaca etílica, el otro simplemente desaparece. Pero ya desde
el principio ha ocurrido que… “Se nos atravesó un perro”. Se bajan a ver qué le pasó, pero
nada: “Se esfumó, dijo Renato, atolondrado entre la nube de polvo”. Más tarde es Renato
quien desaparece. Él es aficionado a los ovnis. Ha invitado al narrador al cerrillo de La
Tetilla, un paraje rural equivalente, al parecer, a lo que algunos llaman un “campo de
cielo”, donde se suele buscar meteoritos, señales de ovnis, pero él encuentra sobre todo
balas antiguas de la Guerra de los Mil Días y otras tantas violencias colombianas: es decir,
apariciones que son como desapariciones porque niegan “cualquier vaga noción de la
Historia”. Se recoge así el zumbido de un mito que cada vez desaparece mejor, que se
manifiesta cuando el narrador se duerme en el auto, vencido por la resaca, con el ruido de
la radio alimentando sueños anti-edípicos inenarrables, para luego despertar ante la
realidad de que su amigo ha desaparecido. La historia que se sustrae gracias a las propias
huellas que ella abandona al olvido, los ovnis que nunca aparecieron, pero es como si
hubieran desaparecido. La pareja campesina que no ve no oye, no sabe, pero que da
alimento y descanso al narrador perdido y lo pone sobre un camino (que… “brillaba con
luz propia. El señor lo dijo. Todo derechito”) presuntamente de vuelta a la ciudad.
Recordamos la fuga por un laberinto recto, de una sola vía, vislumbrada por Borges.

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La digresión es complemento de la sustracción en el relato “Volver a comer del árbol de la
ciencia”. Como cuando no se acaba de entrar o salir de una sintonía de onda y lo que
escuchamos son radiofrecuencias mezcladas, un zumbido así, pero sordo, es el que sutura
los cortes y digresiones de faits divers meditativos que se intercalan en la breve secuencia
narrativa en que el gerente de la United Fruit Company recibe confirmación de la masacre
que ha ordenado sin dar la orden. Los sondeos del narrador en torno a la gracia objetiva
de la marioneta desalmada pero animada de Heinrich von Kleist y la peregrina etimología
del nombre científico del banano (Musa paradisiaca), registran a contrario, exponiéndola
al escamotearla, la labor represiva del inconsciente social, histórico. Quisiera acotar al
lúcido comentario del narrador sobre las marionetas de von Kleist, que Raymond Ruyer
postula una conciencia primaria de la materia en general (siguiendo a Spinoza) que estaría
acompañada, a manera de un epifenómeno, por la conciencia secundaria, la cual
conocemos como psicología o conciencia humana. La ironía es que, desde ese ángulo, la
conciencia alienada producida por la labor de la represión, viene apañada a un estado de
no-consciencia, de olvido, que mimetiza parasitariamente a la conciencia primaria de la
materia —ese mimetismo parasitario es el de las marionetas, y el de los perpetradores de
la masacre bananera, todo lo cual queda disminuido, se redimensiona ante la soberanía
cósmica de Musa paradisiaca sobre Homo sapiens en la especulación del ingeniero hacia
el final del relato: “Imaginemos por un segundo, por un solo segundo, que las cosas
podrían ser totalmente al revés de lo que pensamos. Es decir, que no somos nosotros los
que nos aprovechamos del plátano, sino que es el plátano el que nos tiene a todos
esclavizados, trabajando para él, para su especie. Imaginemos por un segundo que toda
esta estructura de la Compañía, todo este esfuerzo, toda esta gente que trabaja para
nosotros, los barcos, las acciones, las inversiones, la publicidad, todo, todo, formara parte
de un plan para poner a los seres humanos a su servicio”. Aquí tenemos la oportunidad de
apuntar que el zumbido idiogénico no es ni “malo” ni “bueno”, que de pronto provee el
fondo pulsional que permite, como las ondas mixtas de radiofrecuencia fluyendo en el
espacio, sintonizar y suturar creativamente estos enunciados aparentemente inconexos y
explorar su amplio abanico de sentidos, entre ellos, el de las inquietantes alusiones a la
obra de Álvaro Cepeda Samudio.

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En “Los mayores fraudes espiritistas” los fait divers especulativos alcanzan una
desconexión tal vez desconcertante para algunos lectores, pero sirven más bien como
amplificadores de una memoria de la resistencia. Proveen el ruido, la irradiación de
sinsentido que relanza la memoria, sin “resetearla” (sin reestablecerla en el sentido
meramente factual, inerte, de la informática). Abre el relato la angustiante secuencia de
una familia colombiana que, ante continuas amenazas de parte de los usuales personeros
de la ultraderecha, con el agravante de que aún la escolta de protección asignada por el
gobierno es cómplice del terror, emprende una huida atravesando el país en el auto
familiar, saltando de hotel en hotel de mala muerte hasta que, justo cuando el teléfono
comienza a timbrar enloquecidamente en la última habitación en la que se han
guarecido… el “canal de recepción” del texto salta a una serie de reflexiones, memorias
cotidianas, de exilio, y sobre todo, una interesante pero exasperante excursión a los
orígenes del famoso ícono “La voz del amo” (el perro que escucha un fonógrafo),
emblemático de la industria radiofónica. El efecto logrado, para quien quiere leer, es que
la memoria del terror impregna la cotidianidad anecdótica encarnada en la persistencia
idiogénica de ese timbre de teléfono pavoroso sonando en el cuartucho de hotel donde la
familia se oculta y que continúa vibrando aún después de que el padre decide levantar el
auricular para recibir la terrorífica voz del amo, es decir, que el zumbido continúa
sordamente mas allá de todas las constataciones que pueda dar una narración factual o
testimonial, sin otra clausura posible que la ineludible labor de relanzar la memoria una y
otra vez.

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La arrechera que le moja la entrepierna a la protagonista es la radiación idiogénica que
conecta varias cosas en “Por la trocha”. Cuando la protagonista cabalga arrecha
(sexualmente excitada, en español colombiano) en su yegua camino a la casa del
muchacho llamado Johnnier que le cuida la finca, se dice: “Otra idea loca que se va
destilando: que esta maquinaria secreta del paisaje podría ser parte del sueño de otra
persona, las figuras, los arquetipos de un inconsciente ajeno. Que este paseo nocturno a
caballo podría ser la fantasía misógina de alguien más que en este momento duerme y me
sueña. Podría ser yo misma quien sueña. Podría ser yo misma otra persona, ahora mismo,
un hombre, por ejemplo, que inventa todas estas cosas en una pesadilla. Y entonces esta
yegua ya no sería una yegua sino mi pene.” Claro, aquí la fantasía se desdobla como la
actividad más realista del mundo. Es un momento del relato que se cruza con Las
hortensias, de Felisberto Hernández. ¿Por qué el amante de las hortensias sale a la calle
cuando la esposa empieza a destruirle todo el montaje? El seductor irredento de muñecas
sexuales, una vez su mujer comienza a “matarlas” a cuchilladas, se encamina como un
zombi hacia el ruido de las máquinas, es decir, hacia el mecanismo que mueve el
escenario de las fantasías. Hay que recalcar que el cuarto de máquinas no está en su
mente ni en su cuerpo, ni siquiera en su casa, sino en alguna zona indefinida del
vecindario, del paisaje (en este caso, urbano). El deseo siempre está afuera, siempre es
colectivo, es obra social, paisaje. El deseo es siempre deseo del otro, en el sentido tanto
acusativo como genitivo de la preposición “de”: comporta el acto de desear al otro, así
como el deseo que proviene del otro. A semejanza del amante de las hortensias la
protagonista de “En la trocha” sale en su yegua a buscar al muchacho que le cuida la finca,
para que también le quite la arrechera y, de paso, no puede evitar captar las máquinas
que hacen funcionar el paisaje del deseo. Pero Cárdenas da un primer paso más allá de
Hernández: el realismo en este caso traspasa el escenario mismo del relato para aludir a la
escena de la escritura misma del texto que nos ocupa, que obviamente es la escena del
autor implícito reconociendo que inventa y elabora el deseo que viene del personaje
femenino como elemento inseparable de su deseo del sujeto femenino. El protagonista de
Las hortensias es un burgués adicto al consumo suntuario de muñecas sexuales. Su
consumo de objetos del deseo es inseparable de su deseo sexual (construido como
fantasía de objetos). Su deseo es producto de la economía libidinal del inconsciente, ligada
íntimamente a la economía política del capitalismo, ligazón que sólo el modo de
producción capitalista ha llevado históricamente a un grado de fusión casi total. El deseo
es producto, en fin, de la economía libidinal capitalista. La dueña de la finca es una
profesional pequeñoburguesa adicta al consumo de la tierra como mercancía, adicción
inseparable del deseo del empleado rural (para los efectos, un potencial muñeco sexual
en la fantasía de ella): “¿Por qué compré esta finca? ¿Por qué me vengo para acá todos los
fines de semana, muchas veces sin ninguna compañía civilizada? Y esta arrechera tan
brava, ¿de dónde viene? La musculatura de la yegua mantiene la carga eléctrica viva entre
mis piernas. Ya voy, Johnnier, ya llego. Voy a llegar a tu puerta, voy a llamar, primero con
golpes suaves”. Cárdenas lleva el desocultamiento de las máquinas un segundo paso más
allá de Hernández en la medida en que muestra, en el desenlace sorprendente, como la
construcción de deseo como deseo del otro se desinfla cuando la protagonista se percata
de que el deseo de Johnnier se acaba de desvincular de la mercancía “finca” y de la
mercancía que es su fuerza de trabajo, pues él ha renunciado a ser “el muchacho que
cuida la finca”. Y todo, gracias a una arrechera enmarañada con el paisaje.

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El relato “Notas sonámbulas en torno a Felisberto Hernández” arma discretamente un
alegato por el mito materialista. Le sucede al concepto del mito algo semejante a la
noción de lo idiota, a saber, que en el uso ordinario denota una falencia insultante. En el
lenguaje ordinario, sea culto o popular, decir hoy día “mito” es como decir mentira, fake
news, y punto. Sin embargo, una serie escritores muy interesantes, entre ellos, Jorge Luis
Borges e Italo Calvino, conciben a toda la literatura y la filosofía como labor del mito, y
para Claude Lévi-Strauss el mito no sólo es una “ciencia de lo concreto” sino que es
fundamentalmente indistinguible del conocimiento científico en general, hasta el punto
de asegurar que su monumental investigación sobre el lenguaje del mito amerindio,
reunida en los cuatro volúmenes de sus Mitológicas, sostenidos sobre rigurosos principios
materialistas, constituyen un “mito sobre el mito”. El antropólogo Eduardo Viveiros de
Castro ha acuñado la palabra “mitofísica” para denotar operaciones del pensamiento
compartidas por el mito, la filosofía y las ciencias. En ese sentido, la brillante meditación
sobre la obra de Felisberto Hernández incluida en esta colección de relatos elabora un
mito del mito del fabulador uruguayo que, se puede decir, come “del árbol de la ciencia”.
Cárdenas elabora un mito del escritor idiogénico, un cuento sobre los cuentos del autor
más enigmático de la literatura moderna en lengua española, que a su vez se desdobla
como ensayo de crítica literaria. Ensayo, fabulación y rigor crítico se mezclan aquí de una
manera tan creativa y original, que podemos apostar a que esta pieza, para mayor honra,
no pasa la infame “peer review” (evaluación por los pares), bien llamada “double blind”
(doble ciega) que rige hoy día en las publicaciones académicas imitativas del modelo
anglo-europeo.
Las siguientes palabras resuenan con las Mitológicas de Lévi-Strauss: “El relato
siempre aparece como pura contingencia, como una marca de su propia desaparición,
como un vacío central alrededor del cual se desencadenan las fuerzas opuestas que van y
vienen. Y esto es algo que Felisberto me fue enseñando de a poquitos durante estos
veinte años de frecuentación mutua, casi en susurros, apelando a mi inconsciente óptico,
a mis dormidas facultades miméticas”. Son palabras que a su vez hacen camino propio al
abordar el inconsciente óptico como producto material de las relaciones tecnológicas y
sociales de producción. Con esa apertura de lente del mito felisbertiano Cárdenas
reconoce el carácter contradictorio, objetivo y material de la pulsión de goce elaborada
por su maestro, es decir, se hace cargo del hecho de que el deseo no es privativo del
sujeto individual sino producto social de la economía capitalista, y que es, en sí mismo
alienado y alienante, inherentemente contradictorio y dialéctico. Por eso Cárdenas,
aludiendo al fetichismo de la mercancía analizado por Marx, advierte, sobre la magia
fetichista de esos objetos subjetivados, y sujetos objetivados del autor uruguayo que tanto
nos intrigan: “Como ya hemos dicho, es una magia con un alto potencial de
desestabilización de la percepción, de la organización sensorial de los cuerpos y delas
jerarquías sociales: pero también es una pequeña maldición, frágil, fugaz, casi siempre
inocua, que muchas veces refuerza aquello que pretende poner patas arriba, un simpático
y colorido instrumento de dominación, una servidumbre reificada, como la de los dibujos
animados de Disney”. El zumbido idiogénico puede ser sordo, operar por sustracción de
elementos, recurso que, como hemos visto, Cárdenas suele emplear en sus narraciones.
Esa sustracción es la que moviliza el relato, es decir, aparentemente lo fragmenta y lo saca
de sí mismo para engranarlo con otros relatos, muchos de los cuales se nos aparecen
como fragmentos, digresiones o interrupciones. Esto es algo que se manifiesta a saciedad,
por ejemplo, en las constelaciones o redes de mitos armadas en las Mitológicas de Lévi-
Strauss. Un relato solo puede ser completado por otro relato, siempre es una digresión o
fragmento que continua en otro relato que se le engarza a manera de interrupción y
también de oposición o contradicción. El vacío que permite esa circulación contradictoria
se materializa en el registro idiogénico, cerrado al sentido, incomunicable, sin identidad
comprobable, que estéticas como la de Felisberto Hernández, y, como vemos, del propio
Cárdenas, colocan en un primer plano.

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