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Grado C Y D
TEMA 1 (viernes 17 abril): ¿POR QUÉ TENDRÍAMOS QUE HACER CASO A LAS RECOMENDACIONES DE LOS CIENTÍFICOS?
8)Establece recomendaciones: ¿Por qué tendríamos que hacer caso a los científicos?
Según National Geografhic (2020,04,22). La peste negra, la epidemia más mortífera. Recuperado de
https://historia.nationalgeographic.com.es/a/peste-negra-epidemia-mas-mortifera_6280
En 1348, una enfermedad terrible y desconocida se propagó por Europa, y en pocos años sembró la muerte y la
destrucción por todo el continente mediados del siglo XIV, entre 1346 y 1347, estalló la mayor epidemia
de peste de la historia de Europa, tan sólo comparable con la que asoló el continente en
tiempos del emperador Justiniano (siglos VI-VII). Desde entonces la peste negra se convirtió
en una inseparable compañera de viaje de la población europea, hasta su último brote a
principios del siglo XVIII. Sin embargo, el mal jamás se volvió a manifestar con la virulencia de
1346-1353, cuando impregnó la conciencia y la conducta de las gentes, lo que no es de extrañar. Por
entonces había otras enfermedades endémicas que azotaban constantemente a la población, como
la disentería, la gripe, el sarampión y la lepra, la más temida. Pero la peste tuvo un impacto
pavoroso: por un lado, era un huésped inesperado, desconocido y fatal, del cual se ignoraba
tanto su origen como su terapia; por otro lado, afectaba a todos, sin distinguir apenas entre
pobres y ricos. Quizá por esto último, porque afectaba a los mendigos, pero no se detenía ante los
reyes, tuvo tanto eco en las fuentes escritas, en las que encontramos descripciones tan exageradas
como apocalípticas.
Sobre el origen de las enfermedades contagiosas circulaban en la Edad Media explicaciones muy
diversas. Algunas, heredadas de la medicina clásica griega, atribuían el mal a los miasmas, es
decir, a la corrupción del aire provocada por la emanación de materia orgánica en
descomposición, la cual se transmitía al cuerpo humano a través de la respiración o por contacto
con la piel. Hubo quienes imaginaron que la peste podía tener un origen astrológico –ya fuese
la conjunción de determinados planetas, los eclipses o bien el paso de cometas– o bien geológico,
como producto de erupciones volcánicas y movimientos sísmicos que liberaban gases y efluvios
tóxicos.
Todos estos hechos se consideraban fenómenos sobrenaturales achacables a la cólera divina
por los pecados de la humanidad. DE LAS RATAS AL HOMBRE
Únicamente en el siglo XIX se superó la idea de un origen sobrenatural de la peste. El temor a un
posible contagio a escala planetaria de la epidemia, que entonces se había extendido por
amplias regiones de Asia, dio un fuerte impulso a la investigación científica, y fue así como los
impulso a la investigación científica, y fue así como los bacteriólogos Kitasato y Yersin, de forma
independiente pero casi al unísono, descubrieron que el origen de la peste era la bacteria yersinia
pestis, que afectaba a las ratas negras y a otros roedores y se transmitía a través de los parásitos
que vivían en esos animales, en especial las pulgas (chenopsylla cheopis), las cuales inoculaban el
bacilo a los humanos con su picadura.
La peste era, pues, una zoonosis, una enfermedad que pasa de los animales a los seres
humanos. El contagio era fácil porque ratas y humanos estaban presentes en graneros,
molinos y casas –lugares en donde se almacenaba o se transformaba el grano del que se
alimentan estos roedores–, circulaban por los mismos caminos y se trasladaban con los mismos
medios, como los barcos. La bacteria rondaba los hogares durante un período de entre 16 y 23
días antes de que se manifestaran los primeros síntomas de la enfermedad. Transcurrían entre
tres y cinco días más hasta que se produjeran las primeras muertes, y tal vez una semana más hasta
que la población no adquiría conciencia plena del problema en toda su dimensión.
La enfermedad se manifestaba en las ingles, axilas o cuello, con la inflamación de alguno de
los nódulos del sistema linfático acompañada de supuraciones y fiebres altas que provocaban
en los enfermos escalofríos, rampas y delirio; el ganglio linfático inflamado recibía el nombre de
bubón o carbunco, de donde proviene el término «peste bubónica».
La forma de la enfermedad más corriente era la peste bubónica primaria, pero había otras
variantes: la peste septicémica, en la cual el contagio pasaba a la sangre, lo que se
manifestaba en forma de visibles manchas oscuras en la piel –de ahí el nombre de «muerte
negra» que recibió la epidemia–, y la peste neumónica, que afectaba el aparato respiratorio y
provocaba una tos expectorante que podía dar lugar al contagio a través del aire. La peste
septicémica y la neumónica no dejaban supervivientes.
Los indicios sugieren que la plaga fue, ante todo, de peste bubónica primaria. La transmisión se
produjo a través de barcos y personas que transportaban los fatídicos agentes, las ratas y las pulgas
infectadas, entre las mercancías o en sus propios cuerpos, y de este modo propagaban la peste, sin
darse cuenta, allí donde llegaban. Las grandes ciudades comerciales eran los principales focos
de recepción. Desde ellas, la plaga se transmitía a los burgos y las villas cercanas, que, a su
vez, irradiaban el mal hacia otros núcleos de población próximos y hacia el campo circundante.
Al mismo tiempo, desde las grandes ciudades la epidemia se proyectaba hacia otros centros
mercantiles y manufactureros situados a gran distancia en lo que se conoce como «saltos
metastásicos», por los que la peste se propagaba a través de las rutas marítimas, fluviales y
terrestres del comercio internacional, así como por los caminos de peregrinación.
Estas ciudades, a su vez, se convertían en nuevos epicentros de propagación a escala regional e
internacional. La propagación por vía marítima podía alcanzar unos 40 kilómetros diarios,
mientras que por vía terrestre oscilaba entre 0,5 y 2 kilómetros, con tendencia a aminorar la
marcha en estaciones más frías o latitudes con temperaturas e índices de humedad más bajos. Ello
explica que muy pocas regiones se libraran de la plaga; tal vez, sólo Islandia y Finlandia.
A pesar de que muchos contemporáneos huían al campo cuando se detectaba la peste en las
ciudades (lo mejor, se decía, era huir pronto y volver tarde), en cierto modo las ciudades eran más
seguras, dado que el contagio era más lento porque las pulgas tenían más víctimas a las que atacar.
En efecto, se ha constatado que la progresión de las enfermedades infecciosas es más lenta
cuanto mayor es la densidad de población, y que la fuga contribuía a propagar enfermedad,
desde las muertes por hambre hasta el fallecimiento de niños y ancianos por abandono o falta de
cuidados.
Los brotes posteriores de la epidemia cortaron de raíz la recuperación demográfica de
Europa, que no se consolidó hasta casi una centuria más tarde, a mediados del siglo XV. Para
entonces eran perceptibles los efectos indirectos de aquella catástrofe. Durante los decenios que
siguieron a la gran epidemia de 1347-1353 se produjo un notorio incremento de los salarios, a causa
de la escasez de trabajadores. Hubo, también, una fuerte emigración del campo a las ciudades,
que recuperaron su dinamismo. En el campo, un parte de los campesinos pobres pudieron
acceder a tierras abandonadas, por lo que creció el número de campesinos con propiedades
medianas, lo que dio un nuevo impulso a la economía rural. Así, algunos autores sostienen que la
mortandad provocada por la peste pudo haber acelerado el arranque del Renacimiento y el inicio de
la «modernización» de Europa.