Palería
Palería
Palería
Los llamados "paleros" son poderosos sacerdotes de otra religión parecida, pero
diferente a la santería, llamada Palo Mayombe. Se dedican a la magia y adivinación.
Ellos canalizan el poder de espíritus de la naturaleza y otras fuerzas ancestrales
poderosas, para propósitos espirituales, con sacrificios y ofrendas.
Algunos paleros eligen trabajar con el Nfumbes (espíritus luminosos) y otros con Ndoki
(espíritus oscuros).
Los espiritistas o consultores espirituales es otra religión basada en la comunicación con
las entidades y los espíritus y se trabaja frente a altares usando tabacos, bebidas
espirituosas, velas, cordones, amuletos, etc. Solo hacen limpiezas, curan y abren
caminos.
En Cuba, poco se habla de los paleros, pero todos los respetan. Son hombres y mujeres
que se iniciaron en una religión que mezcla creencias africanas, hechizos y embrujos.
Su poder reside en un pacto con un muerto –su propio muerto– que habita en un caldero
que representa todo un mundo a través de sangre de animales, trozos de plantas y restos
humanos. Rubén Darío Higuera habló con varios paleros y presenció una ceremonia de
rayamiento, la iniciación a este mundo al que la gente acude para resolver cualquier tipo
de problema.
Es una mañana de enero, del 2019, José Valiente está en el cobertizo de la casa
hablando con dos personas más. Viste una camiseta esqueleto con una ciudad
encendida, impresa en la tela negra, y una bermuda de color rosado. En sus manos
sostiene un perro muerto con una herida en el cuello. Alguien que pasa cerca mira el
animal y se queja.
José Valiente se ríe y entra a la casa; a quienes vamos detrás nos dice:
–Ayer lo maté y ahora lo estoy disecando. Lo maté porque voy a hacer una brujería para
unos americanos. Estoy esperando que vengan para prenderle candela y hacer una
ceremonia.
José Valiente tiene setenta y dos años. Nació en Holguín pero se crió y vive en La
Habana, en el barrio El Vedado. Lleva sesenta y cinco practicando la regla conga o palo
monte y es uno de los brujos más buscados por extranjeros y cubanos por la efectividad
de sus hechizos y la rapidez de los resultados. La casa en la que vive es pequeña. En la
entrada hay unos muebles rojos y un cuarto en el que se encuentra su altar personal:
varios tipos de ngangas o fundamentos, palos de monte, hierros, animales sacrificados y
otros disecados. También hay un muñeco de madera y una personificación de Siete
Rayos, una de las deidades del palo.
"Las ngangas deben alimentarse constantemente, algunas veces con sangre de paloma o
de otros animales y otras con miel. Sin embargo, una nganga carece totalmente de
sentido sin la presencia de un muerto: lo que le da vida, lo que le da valor, fuerza y
poder es el nfumbe, un muerto con el que el palero hace un pacto y que hace presencia
en el caldero por medio de sus restos".
Las ngangas deben alimentarse constantemente, algunas veces con sangre de paloma o
de otros animales y otras con miel. Sin embargo, una nganga carece totalmente de
sentido sin la presencia de un muerto: lo que le da vida, lo que le da valor, fuerza y
poder es el nfumbe, un muerto con el que el palero hace un pacto y que hace presencia
en el caldero por medio de sus restos: partes de huesos humanos que también están allí.
Para alcanzar los poderes superiores, el palero debe ser atento y servicial con el muerto
y darle aquellas cosas que le gustaban en vida: comida, bebida, fiestas y toques de
tambor. A veces los paleros premian al muerto sacrificándole animales costosos, y otras
lo castigan tapando la prenda con una tela de color negro.
Conseguir los restos humanos es, en gran medida, lo que le ha dado a la palería un aura
de terror. “Muerto nunca falta…”, le dijeron a Lydia Cabrera, una de las grandes
etnólogas y escritoras cubanas del siglo XX, mientras hacía su libro El monte. “Por dos
pesos se consigue muerto. ¿No ve que los sepultureros hacen mucho negocio? Ellos
mismos lo sacan de la tierra y usted les paga lo que sea”.
Pero los mismos paleros no se ponen de acuerdo en este punto: El tata Héctor, un
ngangulero de Cienfuegos, dice que es importante establecer una relación con el muerto
para que la nganga funcione bien: “Todos los muertos no sirven; si vas al cementerio
buscas tumbas abandonadas, enterrados por su familia que lo dejaron ahí, que nadie lo
visita, entonces tú vas allí y le das todas las cosas que su familia no le llevó, sus flores,
su café… lo vas criando, es como una persona que vas a criar, le llevas sangre humana,
sacrificarle animales para levantar ese muerto, porque no es llevarse los huesos, sino
llevarte el espíritu y entonces te llevas los huesos con vida. Los primeros días que
montas la prenda es catastrófico, porque te manda y se impone, y tienes tú que
imponerte: tú lo sacaste del cementerio para que haga lo que tú digas”.
–Este es mi asentamiento; míralo, no tengas miedo. Es mi altar personal –me dice José
Valiente al entrar en su casa.
Luce una sonrisa jactancioso y me ordena que me siente al lado izquierdo de la puerta.
Al lado derecho, bajo el otro mueble, ha puesto al perro muerto. Se irgue en el sillón y
alza los hombros, con la mirada puesta en su altar. Tras hablarme de su vida como
brujo, me afirma con orgullo que tiene más de cuatro mil ahijados.
–Mira, en realidad son cuatro ramas que hay en la palería: el palo monte, el palo
mayombe, el palo kimbisa y el palo briyumba. De esas ramas hay dos, que son palo
monte y palo mayombe, que trabajan noventa y nueve cosas malas y una buena. Las
otras dos, que son briyumba y kimbisa, trabajan noventa y nueve buenas y una mala.
Nosotros, dentro del briyumba congo tenemos nuestras ngangas que son cristianas;
también tenemos ngangas diablo, pero el noventa y nueve por ciento son cristianas. Solo
los jueves santos hacemos una ceremonia a centella, al diablo, ahí practicamos al cien
por cien el mal y hacemos puras hechicerías fuertes.
José Valiente me muestra una culebra muerta que ha disecado. La mantiene un rato en
las manos y luego la abandona sobre un mueble.
–Acá mucha gente encuentra a la palería más sucia que otras religiones. Mira no más el
perro que maté. Y acá tengo un majá y una lechuza que sacrifiqué y disequé. En el palo
trabajas con tu muerto y le ordenas: tú lo mandas a cumplir y él te tiene que obedecer,
porque si no lo hace te mete en tremendos líos. Uno convierte ese cadáver en un perro
de prenda para trabajar: él hace lo que le ordeno. Si alguien me está fastidiando, yo le
ordeno que lo fastidie y no lo dejo descansar hasta que cumpla con mi orden.
Va hasta la nevera y saca una botella de ron blanco. Se sirve un trago y enciende un
cigarrillo para seguir conversando, pero un grupo de personas llega a visitarlo. Mientras
las atiende me dice que entre a su habitación para que vea un documental que le
hicieron hace más de una década. En el televisor aparecen imágenes de un hombre
golpeando a otro con un manojo de yerbas, varios grupos de personas bailando y
cantando a ritmo de tambores y diciendo oraciones en lengua ritual.
Al cabo de una media hora, José Valiente se acerca y se detiene a mirar la pantalla. Allí
está él, mucho más joven, haciendo un rito.
Abre la nevera y busca de nuevo la botella para servirles más ron a sus visitantes. Antes
de retirarse, agrega:
–Tú eres un hombre fuerte, a ti no te pueden hacer mal. Si vas al cementerio no te
quedas en el cementerio, si vas a un hospital no te quedas en el hospital. Vas a vivir
muchos años.
Al terminar el documental, José Valiente vuelve con una alegría mayor a la que tenía,
me ofrece un trago y me dice:
***
Lissania tiene treinta y cuatro años, nació en el municipio San Luis, en la Provincia de
Santiago, pero vive en La Habana desde hace quince. Sus primeros acercamientos con
la palería empezaron en Santiago, la provincia en la que, según ella, está más asentada
la regla conga o palo monte; pero su vida activa como creyente inició en La Habana, al
poco tiempo de establecerse en la capital, cuando conoció a tata Andrés, un mulato alto
y disfónico que le presentaron a su llegada por recomendación de algún familiar. Fue
con él, tras seguir sus consejos y cuidados, que la muchacha se afirmó en la religión y se
hizo su ahijada.
Estamos en la cafetería del hotel Habana Libre, donde nos hemos puesto cita para hablar
por primera vez. Son las cuatro de la tarde y Lissania se peina y se despeina el pelo
oscuro mientras me habla de su vida. Tiene los ojos claros y todo el tiempo está
sonriente. Ante unas preguntas concretas que le hago sobre la palería, ella prefiere
guardar silencio o desviar la conversación hacia otros temas: su vida, sus sueños y las
ganas de conocer otros lugares. El sol amenaza en los ojos y en la cara; sobre la mesa un
camarero sirve limonada helada que ella toma con deleite y sorbo a sorbo Lissania
empieza a explayarse en historias sobre las situaciones que ha vivido en la palería.
Una noche –marzo del 2009–, Lissania llegó tarde a su casa. Marianela, su vecina, la
esperaba para increparla y seguir con las amenazas que desde hacía un mes le hacía para
que se alejara de Pedro, su hijo, y le dejara de hacer brujerías. Lissania no entendía lo
que decía, nunca se había valido de ritos o hechizos para retener a Pedro, que ni siquiera
era su novio, pero sí un muy buen amigo. Para ella, la actitud de Marianela no era más
que la de una mamá celosa, y por eso decidió no prestarle atención.
–A ver si aprendes a obedecer, niña, tú eres una comemielda; deja en paz al muchacho.
Suéltalo.
Agarrada del pelo intentó defenderse como pudo. Entre los empujones y los golpes que
las dos se daban, fueron separadas por algunos de los jugadores del solar, que sin mucha
sorpresa –estaban acostumbrados al ruido y a los gritos– les dijeron que se
tranquilizaran.
–Yo me dije: “Ay, no más. Si sigo como si no pasara ná, esa mujer me amarga la
existencia”. Y hablé con tata para que me ayudara a encontrar la solución –me cuenta
Lissania–. Él dijo que tocaba consultar, que esperara; hasta que un día me vio tan
cansada y triste luego de un robo que me hizo esa señora y un golpe que me dio, porque
la señora siguió con sus amenazas tres veces más, que me dijo: “Ya consulté, hija.
Vamos a hacerle el trabajo”.
Veinte y un días después, se reunieron. El rumor era leve, pero inequívoco: un rezo en
la lengua ritual que es una mezcla de kikongo –lengua bantú–, con bozal –el español
que fue hablado por los esclavos– y español cubano actual. Poco a poco el rumor se
hizo más fuerte y retumbó en el lugar, dejando escuchar la voz gruesa y entrecortada del
tata, que invocaba a Inzambi, dios del palo. Tras su clamor, un coro de voces femeninas
se escuchaba, encontrándose con la voz del anciano en perfecta correspondencia. Los
cantos se prolongaban mientras el hombre encendía la vela, desde el suelo, frente a un
árbol. La invocación a Inzambi se sostuvo durante el tiempo en que el tata cavó un
hueco en la tierra, delante de la vela.
Además de las cuatro mujeres que cantaban situadas a la derecha, un grupo de cinco
hombres, también ahijados de Andrés, miraba la escena desde el otro lado. Era una
noche clara y todos estaban descalzos. El tata silenció durante un instante sin mirar a
nadie, concentrado en un nuevo clamor que solicitaba el favor y la presencia de Lucero
Mundo –entidad equivalente al demonio– mientras levantaba con sus manos un gallo de
plumas rojas y negras hacia el firmamento, y lo ofrecía como sacrificio. Entonces las
maldiciones empezaron: el nombre completo de Marianela fue pronunciado varias veces
tras unas maldiciones dichas en el lenguaje ritual. Una, dos veces, tres, ya que cada una
de las maldiciones vinculaba a la mujer trabajada con una fuerza mágica o divinidad. El
coro repetía veloz el nombre de la persona mientras el tata seguía maldiciendo y
empezaba a pedir que todo estuviera a favor suyo.
"Para los paleros los árboles son sagrados, sobre todo la ceiba, la palma real y la
siguaraya: todos ellos están en el umbral entre lo humano y lo sobrenatural".
Todo ocurría frente a un árbol porque para los paleros los árboles son sagrados, sobre
todo la ceiba, la palma real y la siguaraya: todos ellos están en el umbral entre lo
humano y lo sobrenatural.
Con un puñal y sin callarse un solo momento, el padrino atravesó el pescuezo del gallo.
Después regó con la sangre del animal las raíces del árbol sagrado. El coro, incansable y
veloz, no dejaba de repetir el nombre completo de la persona. El gallo fue enterrado sin
que cesara la maledicencia y una vez la tierra cubrió el cuerpo del animal, el padrino se
dirigió al tronco del árbol e hizo un minúsculo orificio por donde introdujo un papel con
el nombre de la mujer. Siguieron los cantos, siguió la voz profiriendo maldiciones y
luego, con la vela encendida, recorrieron el lugar a manera de procesión.
–Descansa, que esa negra ya no te la vela más –le dijo el tata a Lissania.
–La gente tiene que entender que el palo es bueno, pero si te hacen mal, ahí está tu
muerto que te defiende –me explica tata Andrés una noche en la que La Habana está fría
e inhóspita como cajón de muerto. Su modo de hablar es enrevesado y en su mirada el
blanco de sus ojos es de color amarillo–. Si te quieren trabajar, el muerto te lo dice y
entonces hay que trabajar también; pero esa no es la función de esta religión, la función
es ayudar al prójimo, ayudarlo a solucionar sus problemas de salud, de trabajo o sus
situaciones sociales. Hay mucho brujo malo que le gusta dañar y usa el palo para su
maldad, pero el muerto tarde o temprano se la cobra y se vira el trabajo, porque no
consultó con el muerto y porque no es bueno hacer el mal.
Pero el testimonio de otros paleros puede no estar de acuerdo con lo que dice tata
Andrés. Es el caso del ngangulero José, palero de Santiago de Cuba que hizo parte del
documental Le morts du palo monte, y que afirma sin recelo: “No. no. Un palero nunca
dice que no. Qué consecuencias vas a tener. Ninguna. La que sea. Eso es una cosa que
ya tú pactaste. Porque a la vez que tú juras al palo, juras al diablo. No juras a Cristo.
No cualquier persona que elige pertenecer al palo puede hacerlo. Si una persona va a
iniciarse será sometida a varios meses de seguimiento en su comportamiento y
conducta, y antes de rayarlo se hace una consulta previa para ver si el muerto aprueba el
paso que la persona va a dar. Si el palero y su nfumbe conceden el permiso, se organiza
una ceremonia de rayamiento, un ritual en el que por medio de algunas incisiones en el
cuerpo, el recién iniciado en la palería hace un pacto de sangre con Nzambi, el dios del
palo; con los muertos y con los mpungos, los espíritus de la naturaleza. También,
durante la ceremonia, el iniciado les jura lealtad y obediencia a su padrino y a su
munanzo, la casa-templo en la que nació.
Una hora después, Lissania y Yulexi caminan por una calle derruida en el municipio de
El Cotorro hasta llegar a la casa-templo del tata Andrés, donde se llevará a cabo la
ceremonia. Los saludos son escuetos y rápidos. Lissania entra con el padrino y luego de
veinte minutos aparecen de nuevo para permitirnos la entrada. La consulta al muerto ha
dicho que sí: es posible entrar.
No hay muebles, no hay cuadros. Todo es oscuro, todo es gris. Da la sensación de una
casa abandonada y muerta que algún tiempo atrás tuvo vida. Un recipiente con agua y
yerbas es ofrecido para que sea esparcido en las manos y brazos como preámbulo al
canto que el tata inicia. Luego él se dirige a un altar en el que hay un caldero –la
prenda– y de este extrae hojas y palos. Prepara un líquido ayudado por sus ahijados y de
esta manera inicia el rito. En torno a la prenda hay varias piedras y montones de tierra
sobre las que reposan dos muñecos y una calavera. Además hay botellas, recipientes y
otros calderos conocidos como macutos, construidos solo con fibras vegetales.
No hay espacio para el silencio. La voz del tata canta una frase que el coro repite, a
veces en lengua ritual, otras veces mezclada con español. Una y otra vez,
invariablemente, hasta el final. Entonces ocurre el rayamiento: el tata toma una cuchilla
y le hace incisiones a Yulexi en el dorso de la mano, en el antebrazo y en la parte trasera
de las piernas; también en el pecho, los omóplatos y la frente. La sangre que sale es
recogida en una taza pequeña porque más adelante se mezclará con el líquido que hay
en el caldero.
El tata hace que Yulexi repita oraciones y frases que sellan el pacto y compromiso con
el muerto, con los espíritus y desde luego con Inzambi; también hace un compromiso de
lealtad y unión con los demás ahijados y con el tata. El pacto se sella con varios golpes
–tres, cuatro– que le dan a Yulexi en la espalda con un machete. Hay dolor y hay quejas,
pero también hay valor y resistencia porque el dolor físico otorga prestigio, ascendencia
y respeto entre los demás religiosos. Al fin y al cabo se trata de una fiesta: del
nacimiento de un nuevo creyente.
Durante todo este tiempo no se ha dejado de cantar. Y aunque ya es otro el canto, el
ritmo se mantiene: el tata canta y el coro repite.
Si me mandan yo va
Si me mandan yo va
Cosa buena yo va
Cosa buena yo va
El tata entonces le quita la venda de los ojos a Yulexi justo frente a la prenda y otra
persona sostiene una vela encendida frente a sus ojos. En ese momento le dan a beber
un poco de su sangre con el líquido extraído de la nganga.
Madre nganga yo va
Madre nganga yo va
Luego de añadir lo que queda en el caldero, el tata y los demás ahijados rocían
aguardiente sobre el cuerpo del iniciado.
Con mi muerto yo va
Con mi muerto yo va
–De ahora en adelante gánate las bendiciones del muerto. Hazlo con obediencia, atiende
lo que se te dice y no desobedezcas. Y sé humilde: si no eres humilde, el muerto no te
dará grandeza.
***
–¿Cómo se hace el pacto con el nfumbe? –le pregunto al tata Andrés unos meses
después.
–Ay, chico. De eso es mejor no hablar porque la gente siempre cree en cosas que no
tienen nada que ver con la verdad –responde el tata con una voz que parece
desvanecerse entre jadeos, como si la respiración se le cortara para darles paso a los
veloces movimientos de sus ojos que parece que buscaran algo en cada cosa y en cada
lugar–. Pero para que entiendas un poco: el muerto y el tata han pactado antes de morir.
No es que tú vayas al cementerio y saques de una tumba lo primero que encontraste, así
no es. Si has pactado con él, entonces va a ser fácil que lo tengas en la nganga, porque él
te ayuda. Y tú has pactado con él porque él sabe que es lo mejor, porque así puede
seguir viviendo en la prenda. Lo que tienes que entender es que la relación que existe
entre el ngangulero con su prenda va más allá de lo normal, es una relación muy íntima
en donde la prenda vale más que cualquier cosa en la tierra: más que la riqueza o que
cualquier placer, porque la prenda es vida.
Durante todo el tiempo que ha pasado desde que Yulexi fue rayado, el tata ha vigilado
constantemente su conducta. Si él llega a incumplir o a desobedecer las normas del palo,
el tata le llamará la atención y si fuera necesario lo castigaría públicamente en un ritual
que consiste en acostarlo frente a su nganga para darle veinte planazos con un machete,
“porque con la casa en la que nació no se juega”. Si, por el contrario, su conducta es
ejemplar, cuando se cumpla un año del rayamiento, Yulexi podrá recibir su propia
nganga –hija del fundamento del tata Andrés– y un cuchillo consagrado para hacer
sacrificios.
Ese día, Yulexi buscará su propio muerto y pactará con él para empezar a oficiar como
un tata en la mayor rama de la brujería cubana.