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Erotismo 2

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Francesco Alberoni incursiona en el misterioso territorio del

erotismo, hasta ahora un ámbito reservado al psicoanálisis y


la sexología, y descubre que, en realidad, ha sido un terreno
explorado por los más grandes escritores y filósofos, en el
que encontraron una gran variedad de experiencias como la
seducción y el sueño o la conquista y el abandono. Parecía
imposible hallar un hilo conductor, un orden en este bullir
de emociones y sensaciones, pero Alberoni avanza seguro
en este laberinto de lo erótico por el que nos guía y nos
conduce al progresivo crecimiento de la atracción erótica,
pasando por el enamoramiento, los celos, la conquista, el
abandono y otras manifestaciones de la amistad erótica.
Nos hace reconocer aquello que suponíamos inconfesable;
permite comprendernos y comprender a los demás; nos
proporciona un nuevo lenguaje para un aspecto esencial de
nuestra vida. El erotismo es uno de los libros más
importantes y exitosos de Francesco Alberoni y el que junto
a La amistad y Enamoramiento y amor completa la trilogía
de sus exploraciones sobre las relaciones humanas. Un libro
que profundiza en las diferentes modalidades de relación
amorosa y que sienta las bases para su más reciente Sexo y
amor.
Francesco Alberoni

El erotismo

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mandius 27.08.18

Título original: L’erotismo Francesco Alberoni, 1986

Traducción: Beatriz E. Anastasi de Lonné Editor digital:


mandius

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Prólogo Este libro no se propone describir las numerosas


formas de la conducta erótica presentes en nuestra
sociedad. Tampoco intenta estudiar las diferencias que
existen entre las diversas culturas. Sobre este tema hay
gran cantidad de estudios sexológicos, y éste no es un
manual de sexología.

Su objetivo es llevar al lector a preguntarse: ¿Cómo soy yo?


¿Hasta qué punto me resguardan las descripciones que aquí
aparecen dadas por la fantasía, los sueños y los temores de
los hombres y de las mujeres?

Nadie podrá identificarse completamente con el tipo ideal


que se presenta, y es lógico que así sea. El tipo ideal es una
generalización, mientras que cada individuo es único,
diferente e inconfundible.

El objetivo de este libro no es describir el mundo, sino dar


un instrumento de instropección y de conocimiento de sí
mismo. Su estructura literaria no ha sido concebida para
conducir al lector al conocimiento de lo externo, sino de lo
interno.

Además, estoy convencido de que las diferencias entre


hombres y mujeres no son de naturaleza biológica, sino
culturales e históricas, distintas de una sociedad y de una
época a otra, y destinadas a desaparecer rápidamente en
occidente.

Así, destacando minuciosamente las diferencias, las


incomprensiones y las malas interpretaciones, he tratado de
profundizar en el espíritu humano, con el convencimiento de
que esto, en lo profundo, ha sido siempre igual — tanto en
los hombres como en las mujeres— a través de siglos y
milenios.

Esta perspectiva aparece clara considerando El erotismo no


como una obra aislada, sino como parte de una trilogía con
los otros libros Enamoramiento y amor y La amistad.

Milán, enero de 1987

LAS DIFERENCIAS
1
El erotismo se presenta bajo el signo de la diferencia. Una
diferencia dramática, violenta, exagerada y misteriosa. Esta
idea surge cuando observamos atentamente un quiosco.[1]
Ahí, en un rincón, algo apartada, algo escondida,
encontramos la pornografía hard core. Al lado y más a la
vista, los libros pornográficos del Olympia Press. Después,
en exhibición, las revistas eróticas como Playboy y
Penthouse. Es el rincón dedicado al erotismo masculino. Son
publicaciones que las mujeres no compran, no miran y que
les provocan una sensación de malestar, desprecio o
irritación.

En el rincón opuesto del quiosco encontramos las


publicaciones que sólo las mujeres compran y leen. [2] La
literatura rosa, las novelas de la editorial Harlequin, los
libros de Delly, de Liala o de Cartland. La imaginación
femenina crea otros mitos, se alimenta con otras imágenes
y otros hechos fantásticos. En el sector del erotismo
femenino encontramos también revistas que publican el
correo sentimental, las historias amorosas de las estrellas o
actores populares, las secciones de modas, maquillaje y
gimnasia, del hogar, de las fiestas mundanas. El interés de
las mujeres por las cremas, los perfumes, las sedas y las
pieles tiene un significado más erótico que social.

Sir Francis Galton, primo de Darwin, demostró, en el siglo


pasado, que las mujeres tienen una sensibilidad táctil muy
superior a la de los hombres.[3]

Havelock Ellis[4] decía en sus trabajos que las mujeres


poseen un extraordinario erotismo cutáneo. Beatriz Faust,[5]
retomando estas observaciones, sostiene la teoría de que
los perfumes, la ropa interior delicada, los corsés, los
tacones altos, constituyen en su totalidad un conjunto de
estímulos con una fortísima carga autoerótica. Y los
moralistas, que son hombres, se ocuparon siempre de las
zonas erógenas individuadas por el ojo

masculino: los senos, las nalgas, el pubis. Pero nunca se


ocuparon de la piel porque no se les pasó por la cabeza que
precisamente la piel fuera la zona erógena femenina por
excelencia. La industria cosmética, con sus lociones,
masajes, perfumes, bálsamos y baños, está destinada a
este erotismo: le proporciona los productos. Al parecer,
eróticamente las mujeres son también mucho más sensibles
que los hombres al ritmo, a la música, a los sonidos. En
general, el erotismo masculino es más visual, más genital.
El femenino, más táctil, muscular y auditivo, más ligado a
los olores, la piel y el contacto.[6]

Hoy, estas diferencias se minimizan, muy a menudo,


diciendo que obedecen a la división milenaria del trabajo
entre los sexos y en especial, a la dominación masculina. De
acuerdo con esta teoría, las diferencias entre ambos sexos
expresan las multiplicaciones que cada uno de ellos ha
sufrido debido a esta dominación. El hombre, ocupado en el
trabajo, en la vida social, es activo, tiene puesta la mirada
en los resultados, se imagina independiente, libre de
sentimientos, dotado de una potencia sexual indefinida e
insatisfecha.

La mujer, encerrada en la casa, se imagina frágil, débil,


necesitada de apoyo emotivo que el hombre le dé. Por ello
se ocupa de su cuerpo, de su cutis, de su belleza. Pero se
trataría de vestigios del pasado, destinados a desaparecer.

Casi todos los autores que escriben sobre estos temas


proponen, pues, recetas para superar este estado
provisional de cosas, para eliminar las diferencias que
subsisten. No las estudian, no las toman en serio. Se
esfuerzan por demostrar que son absurdas.

Pero, ¿es justo proceder de este modo? Sin duda, las


diferencias entre hombres y mujeres son el sedimento de
milenios de historia y opresión. Sólo hace algunas décadas
que están cambiando las relaciones entre ambos sexos.

Aquello que hoy nos parece natural y perenne dejará de


existir algún día. Al estudiar el erotismo no describimos un
estado, sino un proceso. Es la primera vez en la historia de
la humanidad que mujeres y hombres se observan a fondo
para comprenderse. Para comprender deben identificarse
con el otro, asumir su rol. Esto se observa con mucha
facilidad en la vestimenta, donde apareció el unisex, donde
las mujeres tomaron los modelos masculinos (chaquetas,
pantalones) y los hombres los femeninos (blusones,
cosméticos).

La posibilidad de erotismo, su aparición en Occidente es el


resultado de este descubrimiento, del juego del intercambio
de roles mediante el cual cada

uno penetra en las fantasías eróticas de otro y le cede las


suyas. Precisamente por esto se hace importante que nos
detengamos en las diferencias, en aquello que cada sexo
tiene de específico, de peculiar.

Por otra parte, nada desaparece sin dejar huellas. La vida


sexual emotiva, amorosa y erótica de las mujeres y de los
hombres de los próximos años será, por cierto, distinta, pero
no totalmente diferente con respecto a la actual. El devenir
es siempre una síntesis entre lo antiguo y lo nuevo. Los
arquetipos que se registran en nuestra cultura,[7] las
figuras que ordenan el aprendizaje, serán reelaborados, no
destruidos. No nos podemos liberar de la diferencia entre
hombre y mujer como si sólo fuesen ilusiones. El punto de
partida no puede ser un exorcismo.

En este momento de la historia, las mujeres y los hombres


buscan aquello que los une, superando las diferencias. Sin
embargo, tienen sensibilidades distintas, deseos distintos,
fantasías distintas.

A menudo cada uno imagina al otro diferente de lo que en


realidad es y pretende cosas que ese otro no le puede dar.
El erotismo se nos presenta bajo el signo del equívoco y de
la contradicción. No obstante, los encuentros se producen,
la atracción recíproca existe, el enamoramiento existe.
¿Cómo es posible? ¿Cuál es el camino que lleva de las
diferencias al entendimiento, al hechizo del amor? Este es el
argumento del presente libro.
2
1. La pornografía es una figura de la imaginación masculina.
Es la satisfacción alucinante de deseos, necesidades,
aspiraciones, miedos propios de este sexo. Exigencias y
miedos históricos, antiguos, pero que aún hoy existen y
están activos.

Las mujeres no tienen mayor interés en mirar la fotografía


de un hombre desnudo. Por lo general, esto no las excita
sexualmente. A un reportero de la televisión que le
preguntaba qué tipo de imagen del hombre consideraba ella
más excitante, Barbara Cartland le respondía:
“Completamente vestido, y de ser posible con uniforme”.
Los hombres, en cambio, se excitan ante la desnudez de la
mujer y fantasean que tienen relaciones sexuales con ella.
En una época, antes de que se legalizara la pornografía,
circulaban fotografías, dibujos, que los hombres, en secreto,
se pasaban de mano en mano. Los peluqueros tenían la
costumbre de regalar a sus clientes pequeños calendarios
perfumados con reproducciones de mujeres ligeras de
ropas. Era poquísimo, casi nada comparado con la
avalancha de estímulos que hay ahora, pero lo suficiente
para provocar excitación. Hasta las estatuas o las
reproducciones de estatuas desnudas de la antigüedad han
servido siempre a los muchachos como material
pornográfico para masturbarse.

También se puede provocar la excitación con el relato y más


recientemente, con el cine. Pascal Bruckner y Alain
Finkielkraut[1] han descrito muy bien las características del
relato erótico masculino. La pornografía, señalan, es una
sucesión de actos sexuales, sin que haya una historia. Los
protagonistas masculinos no deben hacer nada. Pasean por
la calle y una mujer predispuesta los arrastra a la cama. En
la oficina, una secretaria se desnuda y sin decir palabra
comienza a hacerle una fellatio. La

pornografía hace ostentación de un universo fabuloso “en el


que ya no es necesario seducir para conseguir, en el que la
concupiscencia jamás corre el riesgo de ser reprimida ni
rechazada, en el que el momento del deseo se confunde
con el de la satisfacción, ignorando con soberbia la figura
del Opositor… La relación sexual no es el resultado de una
maduración, de una espera o de un trabajo. Es un regalo, no
un salario… Los héroes pornográficos están milagrosamente
dispensados de tener que conquistar, de perderse en
preludios amorosos: basta con una mirada y las mujeres se
desnudan y están disponibles; no hay necesidad alguna de
hacer presentaciones, de intercambiar saludos, ningún
preámbulo…”. [2] Las mujeres desean al hombre aun antes
de que éste piense en tomar la iniciativa.

En la pornografía (masculina) se imagina a las mujeres


como seres poseídos por el sexo, empujadas por un impulso
irresistible a arrojarse sobre el pene masculino, es decir, tal
como los hombres, en su fantasía, se comportan frente a
ellas. La pornografía imagina a las mujeres dotadas de los
mismos impulsos que los hombres, les atribuye sus mismos
deseos y las mismas fantasías. Imagina, además, que
ambos deseos siempre se encuentran.

Dos personas cualesquiera, en un momento cualquiera,


desean lo mismo una de otra. No hay demanda y oferta. No
hay intercambio. Todos lo dan todo y reciben todo. El deseo
está siempre vivo y siempre satisfecho. Es Eldorado, el país
de la jauja, esa fantasía en la que el hambriento veía correr
ríos de leche, vino y miel, árboles que en lugar de frutas
estaban cargados de pollos asados y de embutidos. Soñaba
con la satisfacción instantánea de su apetito sin necesidad
de penurias, de trabajo, sin la pesadilla de la carestía. Y a
pesar de la abundancia ilimitada imaginaba un hambre
siempre latente, famélico, el hambre de la miseria.

En este universo imaginario no hay cabida para ningún otro


sentimiento, para ninguna otra relación. La imaginación
erótica masculina pura se desembaraza de todo aquello que
la entorpece. Lo vemos muy bien incluso en los grandes
escritores. Por ejemplo, leyendo a Henry Miller.[3] También
para Miller el erotismo es siempre una relación inesperada,
fácil, desenfrenada, con una mujer a la que nunca se ha
visto o a la que se ha visto apenas. Es perfecto la primera y
última vez. De la mujer sólo interesa el sexo, nada más.

Si Miller agrega algún detalle —es intelectual, es voraz, es


tímida, es

reservada— se refiere siempre al sexo. Tampoco describe el


cuerpo. No nos dice si es morena, rubia o pecosa. Lo único
que menciona es la raza: por lo general, judía o negra, y
también su comportamiento durante el acto sexual: ávido,
desenfrenado. También para Miller todas las mujeres se nos
brindan.

Todas, absolutamente todas, y de un modo simplísimo y


enseguida. Nunca hay un obstáculo, nunca un rechazo. Y se
nos brindan no porque se fascinen con alguna cualidad del
hombre, sino porque están deseosas de sexo. El hombre las
toca y ellas caen en el desenfreno. Es un gesto mágico que
no admite excepciones, una potencia irresistible. Todas se
excitan, sienten deseos, se humedecen, son insaciables. Es
el encuentro del macho con la perra en celo. La razón, la
cortesía, la educación, son frágiles barreras que ante el
simple contacto desaparecen en un instante.
Hay una conexión entre estas fantasías y la prostitución. La
prostituta, con su cuerpo real, es la encarnación de la mujer
hambrienta de sexo, representada por la pornografía. La
prostituta “llama” al cliente. No espera que éste vaya hacia
ella, que la invite o la seduzca. Es ella quien toma la
iniciativa. Le hace ojitos, le hace una sonrisa alusiva, una
señal de entendimiento con la cabeza. Cuando pasa a su
lado le dice: ¡qué guapo eres!

¡qué apuesto! Lo invita a seguirla. Hace todo aquello que,


en realidad, ninguna mujer hace. La mujer espera la
iniciativa masculina. Aunque tenga la intención de seducir,
no invita abiertamente. Espera que el otro interprete el
gesto de llamada, que comprenda. La prostituta, en cambio,
seduce al hombre del modo que el hombre quisiera poder
seducir a la mujer: con una simple ostentación del cuerpo,
incitándola, prometiéndole placeres extraordinarios.

La prostituta actúa como la protagonista de las novelas


pornográficas masculinas. Se comporta, en la realidad,
como se comportan, en la pantalla, las actrices del filme
hard core. Realiza la fantasía del hombre de ser seducido
por una mujer hambrienta de su pene. El no deberá hacer
nada.

Permanecerá pasivo por completo. Le bastara expresar sus


deseos para verlos satisfechos. Y todo esto ocurrirá, no en la
fantasía, sino en la vida real.

Pero la relación con la prostituta no deja de ser un viaje


hacia lo imaginario. Porque la prostituta no experimenta el
interés erótico que exhibe.

Finge. Finge para ganar. Es una actriz y quiere que se le


pague por todo lo que hace. Se adecua a las fantasías
sexuales masculinas, acepta sus ritmos,
acepta los deseos eróticos del hombre aunque le sean
ajenos, aunque no le importen. Pero lo hace por un tiempo
limitado y después de pactar un precio.

Pornografía y prostitución nos demuestran que hay una


región del erotismo masculino que es totalmente ajena a la
mujer. Que no le interesa.

Que ella sólo acepta haciéndose pagar, es decir, como una


actividad abiertamente no erótica, profesional.

2. Pasemos ahora al otro lado del quiosco, ahí donde


encontramos las novelas rosas. Estas son una manifestación
típica del erotismo femenino, al igual que la pornografía es
una manifestación típica del erotismo masculino.

El género rosa, que corresponde al inglés romance, se


desarrolló de manera independiente en todos los países de
Occidente. Pensamos en el enorme éxito comercial
alcanzado por la italiana Liala, los franceses Delly y la
angloamericana Barbara Cartland. Cartland sola vendió más
de cuatrocientos millones de ejemplares de sus libros. Por
otra parte, nada más que la editorial Harlequin, en 1980,
vendió 188 millones de ejemplares en los Estados Unidos,
veinticinco millones en Francia y casi veinte millones de
ejemplares en Italia. Esta literatura está destinada
exclusivamente a las mujeres y no despierta interés alguno
entre los hombres. La estructura de la novela rosa fue
ampliamente estudiada[4] y todas las investigaciones
demuestran que tienen pocas variantes. La historia principal
se puede esquematizar de este modo:

En un cierto punto, esta mujer encuentra a un hombre


extraordinario. Que es el predestinado, el elegido, se lo
comprende enseguida: no queda duda. Es alto, fuerte,
seguro de sí. A menudo tiene ojos de acero, grises, fríos,
distantes. La mujer se siente turbada ante él porque le
parece encantador e inabordable a un tiempo. Es
demasiado guapo, demasiado rico, demasiado conocido,
demasiado rodeado y adorado por las otras mujeres como
para que ella pueda esperar que la mire.

Sin embargo, el milagro se produce. Este ser lejano, salvaje,


infiel, indomable, superior, la mira, se ocupa de ella. Ya
estamos en el centro de la situación erótica. Se produce lo
improbable, lo inaudito. La mujer siente un estremecimiento
de excitación, está trastornada. Quisiera creer que él se

interesa realmente por ella pero tiene miedo hasta de


pensarlo. Ese hombre es un seductor, un don Juan, es
portador de una fuerza peligrosa.

Por eso desconfía, se le resiste. En general, a esta altura


aparece una rival.

Una mujer desprejuiciada, de costumbres livianas, maestra


en el arte de la seducción. Sobre este tema, la historia tiene
múltiples variantes. Puede ocurrir, por ejemplo, que la rival
parta con el hombre y después le mande, desde Acapulco,
la participación de la boda. La presencia de la rival, su éxito
y la increíble lejanía del héroe hacen que la heroína se
convenza de haber perdido, se desespere, pierda el control
y huya.

Pero el hombre, en lugar de irse, insiste, vuelve a invitarla.


Es dulce, afectuoso, apasionado. Ahora la heroína se
enamora de este ser fuerte y gentil, de este aventurero
delicado, de este don Juan que sólo se ocupa de ella. Pero
no sabe si la ama de verdad. Es más, está convencida de
que no la ama, de que sólo se trata de una simpatía, de
amistad o de una aventura. Por lo tanto, se retrae una vez
más, se protege, hace una escena, se va. Esto le crea
problemas al hombre quien —como sólo se comprenderá al
final— está, en cambio, verdadera y profundamente
enamorado.

Existe, pues, un doble malentendido. Ambos están


enamorados, pero ambos piensan que no son
correspondidos. La historia transcurre como en una novela
policial. El problema de la mujer consiste en saber si, a
pesar de las apariencias, el hombre la ama o no. Dije a
pesar de las apariencias porque éstas son increíblemente
contradictorias. El se comporta con ella de manera cruel. La
salva, pero después la insulta, la echa. Ella llega a enterarse
de que él está casado con una mujer bellísima y
desprejuiciada. O bien él la abandona en medio de la selva.
Puede ocurrir incluso que ella lo encuentre en la cama con
la rival. O que descubra los vestidos de la otra en su
armario.

Según las leyes de la novela policial, todo atestigua su


culpa.

Al final, la solución: no era culpable. Nunca se había


interesado por la rival ni se había casado. La había
abandonado a ella en la jungla, pero sólo para poder
salvarla. Estaba, sí, en la cama con una mujer, pero porque
lo habían herido y la mujer, simplemente, se inclinaba sobre
él. En cuanto a los vestidos en el armario, estaban ahí desde
hacía años. Todo aquello que en la vida real sería una
mentira descarada, demuestra ser verdadero. El hombre, en
realidad, no obstante las apariencias contradictorias, nunca
fue culpable. Sólo

hubo dificultades externas, casualidad o quizá, un equívoco,


un malentendido, una ilusión.
Esta es una historia típica, tal vez la más frecuente. Helen
Hazel,[5] sin embargo, demostró que hasta las novelas en
las que la heroína es violada, vendida como esclava,
obligada a la prostitución, están dentro del esquema
general de la conquista del verdadero amor. En la novela
rosa las peripecias son los malentendidos y las dudas. En las
otras son adversidades reales, físicas, que la heroína debe
superar.

Este erotismo poco tiene que ver con el sexo. Puede haber
relaciones sexuales. Sobre todo en la literatura más
reciente, la heroína hace el amor con desesperación. Pero
las emociones profundas, lo que es específicamente erótico
en estos relatos no es la relación sexual. Es la debilidad, el
sobresalto.

Es la turbación de los celos. Es el enamoramiento que no se


busca y que oprime el corazón, que hace sufrir, que hace
desesperar. El erotismo se enciende cuando esta mujer
cualquiera, que nada tiene que dar, siente sobre sí la
mirada y el interés del hombre. Cuando sucede lo increíble,
como en el mito de la Cenicienta o en el de todos los débiles
a quienes todo les es concedido por gracia. El erotismo
también es angustia, miedo de no ser amada. Hay que
sentirse buscada, buscada y una vez más, buscada. Es
rechazo, es decir, no con la esperanza ansiosa de que el
amado regrese a pesar de ese no. El erotismo arde en esta
tensión, en esta duda continua, continuamente defraudada
y continuamente renaciente: ¿le gusto? ¿me desea?

¿me ama?

Hasta obras que parecen alejadísimas de la literatura rosa


están sujetas a esta regla inexorable, por ejemplo, la de
Jackie Collins o la de Erica Jong.
3. La pornografía masculina y las novelas rosas siempre
tuvieron algo en común. En el primer caso, hay una mujer
bellísima que en la vida real no nos miraría siquiera, nos
rechazaría o desearía que la invitáramos a un viaje a Tahití o
a los hoteles de lujo, a los restaurantes más refinados.
Después, nos pediría que la desposáramos. En la
pornografía, en cambio, es inquieta, diligente, dispuesta. Por
otro lado hay un hombre guapísimo, famoso, lleno de
millones que en la vida real no miraría siquiera a una mujer,
pero que le

manda, en cambio, cientos y cientos de cartas de amor,


ramos de rosas, hace locuras y le pide que se case con él. Si
se le rehúsan, insiste, si lo rechazan, espera. Dos cosas
increíbles e imposibles, pero igualmente excitantes para
ambos sexos e igualmente incomprensibles para el sexo
opuesto.

Hay otra coincidencia sutil entre ambos géneros. En el


erotismo rosa, la heroína que se enamora no tiene
obligaciones, no tiene ataduras. O no es casada, o es
divorciada o, a veces, ya está casada con el hombre que
ama. Por eso no tiene dilemas. No tropieza con obstáculos
internos para el logro de su amor. Los obstáculos son
siempre y sólo externos. El no comprende; la amiga-
enemiga se lo lleva. También él o es libre, o es divorciado o
no tiene a nadie que le interese de verdad. Si corresponde
al amor no tiene dudas, no siente arrepentimientos. Para
ella el único interrogante es: “¿me ama y me amará?” Y
para él: “¿la amo y la amaré?”. No se admite el dilema. No
se admite el compromiso. O todo es sí, o todo es no.

Los dos géneros representan la satisfacción inmediata de un


deseo, eliminando la realidad embarazosa. La pornografía
masculina elimina la resistencia femenina, la necesidad del
galanteo, la súplica femenina de amor.
Las novelas rosas eliminan, por su parte, los impedimentos,
las dudas, las responsabilidades. La heroína nunca le roba el
marido a una esposa fiel, nunca deja al novio o al marido
que la ama, no tiene problemas con los hijos, nunca debe
afrontar el compromiso de la condición de amante. Los dos
son siempre libres, sufren la desilusión de un amor anterior,
van en busca de una nueva vida, no hacen mal a nadie. Las
verdaderas dificultades no existen, ya desaparecieron.

EL SUEÑO DE LA MUJER
3
1. En los hombres, en general, después del acto sexual
decae el interés por la mujer. Es un fenómeno que tiene
muchos grados, muchos matices.

Apenas si se nota en el hombre enamorado que estrecha


fuerte entre sus brazos a la amada, como si no se quisiera
separar nunca de ella. Llega al máximo en la relación con la
prostituta porque en este caso el deseo desaparece de
inmediato y el hombre querría estar de nuevo vestido, fuera
de la habitación, fuera del hotel, alejado. Están además las
situaciones intermedias en las cuales el hombre pierde el
interés momentáneamente.

Después, poco a poco, renace en él el deseo sexual y con


éste la ternura, el deseo de estar junto a la mujer, de
acariciarla, mirarla, hacer de nuevo el amor. En un
encuentro amoroso el hombre prefiere hablar, leer, jugar
antes del acto sexual y terminar el encuentro con el éxtasis
amoroso. Después se va contento, satisfecho, enriquecido.
Para él, éste es el momento más oportuno, más bello para
la separación. Es como dejar una novela policial cuando se
revela quién es el culpable. Lo que sigue puede ser útil,
interesante, pero ya no es esencial. O como cuando, tras un
largo esfuerzo, se resuelve un problema difícil. La
demostración más cuidadosa, la construcción de la relación,
pueden venir más adelante. El grito de Arquímedes,
“Eureka”, expresa este estado de plenitud feliz, que es
también el deseo de moverse, de salir, de correr.

La mujer interpreta esta conducta como rechazo, como


desinterés. Se siente tratada como el alimento pregustado
que hace enloquecer antes de comerlo pero que luego,
cuando uno se ha saciado, provoca disgusto. Pero ella no es
un alimento, es una persona El hombre, primero la
cortejaba, la adulaba, la deseaba. No quería sólo su cuerpo,
sus piernas, sus senos, su sexo.

Quería sentir su deseo, admiraba su inteligencia. Deseaba


hablar con ella, conocer su historia, entrar en su vida, hacer
proyectos. Después del orgasmo

—o de unos cuantos orgasmos— es como si ella, como


persona, desapareciera y sólo quedase un cuerpo
rechazado.

Esta experiencia de ser tratada como un cuerpo (rechazado)


se retrotrae.

La mujer se ve llevada a pensar que el hombre, en realidad,


sólo quería descargar la tensión, que el interés por ella
como mujer, en su integridad, no existió tampoco antes. Era
sólo para poder satisfacer el deseo sexual que él hablaba,
que escuchaba. El encuentro intelectual y emotivo, la
intimidad, sólo eran el medio para lograr un fin. Porque si él
la hubiese deseado de verdad como persona, hubiera
seguido deseándola. Satisfecho el impulso sexual, hubiera
permanecido feliz a su lado, la hubiera acariciado, hubiera
estado atento a su perfume, no se hubiera ido. De todos
modos, no habría partido antes de que ella estuviera
cansada.

El deseo de la mujer de permanecer junto al hombre


después de su orgasmo (o sus orgasmos) es mucho más
intenso cuando la mujer está enamorada. Pero siempre
existe, con la condición de que el hombre le guste.

Porque el orgasmo de la mujer es más prolongado pero,


sobre todo, porque siente la necesidad de ser deseada, de
gustar de manera continuada, duradera.
El alejamiento del hombre la lastima, interrumpe esta
continuidad. Puesto que el deseo, el placer se manifiesta en
la mujer como necesidad de continuidad, la interrupción
sólo puede significar desinterés, rechazo.

Nos encontramos frente a una diversa estructura temporal


de los dos sexos. Hay una preferencia profunda de lo
femenino por lo continuo y una preferencia profunda de lo
masculino por lo discontinuo. [1] Cuando las mujeres dicen
que a ellas les gusta la ternura, los mimos e incluso que los
prefieren al acto sexual, no se refieren sólo al aspecto táctil,
cenestésico de la experiencia. Señalan la necesidad de
atención amorosa continuada, de interés continuado hacia
su persona. La preeminencia de lo táctil no es sino la
manifestación de esta preeminencia más profunda de lo
continuo.

El contraste continuidad-discontinuidad es el eje alrededor


del cual gira la diferencia femenino-masculino. Lo
encontraremos siempre, a lo largo de este libro, en todos los
comentarios, hasta en los modos de pensar o describir la
experiencia subjetiva. Para la mujer, los distintos estados
emocionales están

menos separados que en el hombre. Para la mujer, la


ternura y la dulzura limitan con el erotismo, se insertan en
él armoniosamente. Para el hombre, mucho menos. La
mujer vive como erótica tanto la emoción provocada por el
contacto del cuerpo del niño como la provocada por el
contacto del cuerpo del amante. Algunas veces querría
tener a su lado a los dos juntos, en la cama. Para el hombre
son experiencias distintas por completo. Incluso la
diferencia entre amistad y amor es menos pronunciada en
la mujer. Dorothy Tennov señaló que las mujeres confunden
la infatuación erótica y el enamoramiento con mayor
facilidad. [2] El hombre, por su parte, tiende a acentuar las
diferencias, a separar las distintas emociones.[3]

De ahí surge una curiosa consecuencia. El hombre, al


experimentar emociones distintas, no comparables, no tiene
necesidad de cambiar rápidamente su orientación
emocional. No debe pasar del amor al rechazo, del no al sí y
viceversa. La mujer, en cambio, precisamente porque se
mueve entre emociones similares, cuando debe establecer
una diferencia lo hace en términos de aceptación o de
rechazo, de sí o de no. Tiende a emitir un juicio de valor, no
de calidad. Por eso, a veces, parece más discontinua que el
hombre. Porque antes amaba, sentía ternura, erotismo,
amistad, admiración y después, cuando se sucede el
rechazo, no siente nada más. Todas las emociones, al no
estar diferenciadas, se derrumban a un tiempo. La
discontinuidad se presenta como todo o nada.

2. Esta naturaleza continua, en el tiempo y en el espacio,


aparece con claridad en la excitación sexual femenina y en
la diversa naturaleza de su orgasmo. Porque si es cierto que
la mujer puede tener orgasmos similares a los masculinos,
[4] su experiencia global es completamente diferente. No se
localiza en un punto, no apunta a una meta y no se agota
en un acto.

La continuidad del erotismo femenino genera en el hombre


una fuerte atracción y, al mismo tiempo, inquietud. El
hombre, de hecho, percibe la continuidad como intensidad,
el deseo de proximidad como deseo de orgasmo, el
erotismo difuso, cutáneo, muscular, como pasión
desbordante, incontenible. Pascal Bruckner y Alain
Finkielkraut pusieron de manifiesto esta emoción masculina
cuando dijeron: “Los espasmos de la amada no
tienen la certeza rudimentaria del semen viril; son el rostro
contraído que, bajo el efecto de una devastación
insostenible, ya no me ve, la cara que no puedo abarcar con
una mirada como durante el sueño, la piel incandescente
que se me adhiere o se me escapa, el vertiginoso ballet de
piernas, brazos, besos, que me estrecha, me rechaza, se
exaspera con mi contacto, aumenta si me alejo, me habla
de mil cosas que no comprendo y me repite sólo esto: no
estoy donde estás tú, pierdo los sentidos cuando tú no te
estremeces, de mí no tendrás ni visión clara ni percepción
neta porque no soy nada en los términos en que tú puedes
comprenderlo…” .[5] Y prosiguen: “Por lo que sabemos, una
sola música se acerca o equivale al goce femenino, la
música oriental, en general mal tolerada en Occidente
debido a su estructura repetitiva, obsesionante…” .[6] Y
más adelante: “Orgasmos, pues, en plural, que nunca
vuelven del mismo modo, como un relato que yuxtapone en
un mosaico barroco muchos comienzos, muchos finales,
muchas intrigas y linearidad, principio de desorganización
permanente frente a una carne que sólo espera, siempre,
zozobras idénticas… Pero ha gozado en el sentido de que su
excitación terminó, goza y es un goce que circula siempre
sin resolverse, sin reabsorberse… Su única exigencia es:
ensalzad todas las partes, la boca y el sexo, el útero y la
vulva, la oreja y el ano, la rodilla y el fino tejido de los
párpados… Estad en todas partes con tal de que este
goce… no sea ya de ninguna parte”. [7]

Bruckner y Finkielkraut, después de intuir la naturaleza


continua de la excitación femenina, casi sienten vergüenza
de la simplicidad masculina.

Como si ésta sólo fuese una modalidad empobrecida y


burda de la otra. En cambio, la organización sexual
masculina es estructuralmente distinta. Porque tiene
crescendos y tiempos, produce el alejamiento de la
sexualidad femenina. La excita y la frustra a la vez. Pero la
frustración, por su lado, produce deseo. Sí, es cierto, la
mujer pierde los sentidos ahí donde el hombre no la
encuentra, reacciona ahí donde ni él ni ella esperan una
respuesta. Pero también es cierto que la indiferencia del
hombre, que se aleja para mirar y ver, obliga a la mujer a
enfocar al hombre como un objeto y a enfocarse también a
sí misma. El erotismo no es la anulación total, perdida en sí,
fragmentación sin fin. Es un proceso dialéctico, entre
continuo y discontinuo.

3. Simone de Beauvoir escribió páginas ardientes en cuanto


a la necesidad de la mujer de tener junto a sí, físicamente,
al amado. “La ausencia

—dice— es siempre una tortura… aun sentado a su lado,


mientras lee o escribe, él la abandona, la traiciona. Ella odia
su sueño”. [8] Beauvoir y las feministas explican esta
conducta por el hecho de que la mujer debido a su
condición social, está obligada a la pasividad. Sólo el
hombre es activo. La mujer trata entonces, por medio del
amor, de abarcar la actividad del hombre para poder estar
en su mundo. Busca la fusión con el hombre para poder salir
de su imperfección. Cuando él se va, cuando la deja, se
siente perdida.

Porque sin él, ella no es nada. Pero este estado de cosas,


según Beauvoir, está destinado a desaparecer cuando
también la mujer conquiste su autonomía y su actividad.
Entonces, aun cuando el hombre esté lejos, ya no se sentirá
vacía.

Es cierto, la condición histórica de la mujer tiene gravitación


notable en su reacción excesiva ante el desinterés del
hombre. Una mujer con actividad propia, con voluntad
propia, con profesión propia, no se siente aniquilada si su
amado duerme o sale de viaje. Pero la necesidad de
intimidad, de cercanía, de continuidad no desaparece.
Después de hacer el amor, la mujer mira con dulzura a su
amado adormecido. Lo siente tierno, indefenso. Los rasgos
de su rostro ya no están tensos, se han serenado como los
de un adolescente o un niño. Todo esto es muy bello para la
mujer que ama. El sueño le da una sensación de cercanía,
de intimidad, como si lo tuviese en brazos o dentro de sí. El
sueño es una consecuencia conmovedora de su amor. La
mujer sólo siente el sueño como un rechazo cuando no ama
a su hombre, cuando no lo soporta. Por eso, Beauvoir se
equivoca en su descripción. Por otro lado, también la mujer
activa, la mujer que conoce el éxito, que no teme al mundo,
tiene una sensación de contrariedad cuando advierte que su
hombre está distraído, lejano. No es el sueño que separa, es
el desinterés. Pensar en otra cosa, escapar aunque sea con
la mente. Porque también ella desea, también ella tiene
necesidad de su presencia amorosa continua, de la
continuidad de su interés.

Existe una estrecha vinculación entre el erotismo táctil,


muscular, entre la capacidad de sentir los olores, los
perfumes, los sonidos y el placer de ser

deseada de un modo continuo, amada de modo continuo. El


tacto significa cercanía y lo mismo el olor. La mujer quiere
sentir la presencia física de su hombre, sentir sus manos
sobre su piel, sentir la fuerza dulce y acogedora de su
abrazo, sentir su olor, sentir la mezcla de sus olores que se
transforma en perfume. Quiere escuchar su voz profunda
que la llama. Quiere sentir la aspereza de su vello, el peso
de su cuerpo, la fuerza delicada de su mano, el leve
contacto de entendimiento entre sus dedos, el roce furtivo
que renueva la declaración de amor, infinitamente mejor
que las palabras.
Quiere sentir en ella su mirada apasionada y asombrada
cuando se pone un vestido nuevo y, al mismo tiempo,
experimenta el estremecimiento de sus pezones con el
contacto de la tela liviana. Sentir su deseo cuando camina y
sentir que ese deseo está marcado por el mórbido
movimiento de sus caderas.

Quiere sentir el olor de su ropa, el olor de su cuerpo


masculino, el vaho excitante de su perfume de mujer y la
mezcla de ambos que es mezcla de emociones.

Todo esto ocurre mientras hay continuidad. Continuidad de


ternura, caricias, palabras, penetración, susurro. Inmenso
mar en el que las sensaciones se suceden como las olas, se
confunden una con otra.

Continuidad en la metamorfosis. Continuidad de los


cuerpos, de la epidermis, de los músculos, de los olores, de
los pasos, de las sombras al atardecer, de los rostros.
Continuidad del deseo, de la atención, de la excitación, del
interés, de la ternura, de la pasión, del cariño. Es, pues,
deseo de estar juntos, de con-vivir, de participar en las
mismas experiencias, de ver las mismas cosas, la misma
luna, las mismas nubes, el mismo mar, respirar el mismo
aire, tener la misma vida.
4
1. El erotismo femenino tiene una segunda raíz de la que se
habla menos y de mala gana. Una raíz que no es personal,
individual, sino colectiva. Entre las publicaciones que las
mujeres prefieren leer, junto a las novelas rosas y las
secciones de modas y belleza, están las historias de las
estrellas. Los hombres no se interesan por la vida privada de
las estrellas, no participan en sus historias de amor. A ellos
les interesa la actriz, la cantante, su actuación, pero no lo
que son en su vida diaria, terminado el espectáculo, en la
casa con el marido o sus amantes. A la mujer, en cambio,
esto es lo que le interesa. El

“divismo” es, pues, un fenómeno femenino. Es el producto,


por un lado, del espectáculo; por el otro, de los periódicos
que hablan de la vida privada del actor o del cantante. La
estrella es objeto predilecto del chismorreo colectivo.

[1]

Las mujeres llegan a identificarse con los personajes del


espectáculo como si fuesen sus conocidos, sus vecinos.
Sienten por ellos amor, deseos, antipatías reales. Cuando
las adolescentes comienzan a interesarse por la música y
hace eclosión en ellas el fanatismo por un cantante, se trata
de un amor verdadero, de una pasión verdadera. Este
fenómeno existía también en el pasado, con el melodrama y
el teatro. Pasó a ser un fenómeno de masas con Rodolfo
Valentino y se repitió en nuestra época a raíz del éxito de
cantantes como Elvis Presley.[2] Millares de adolescentes
gritaban, lloraban, se desmayaban, pedían besarlo, querían
tocarlo, ser tocadas, querían ser poseídas por él. La
situación de entusiasmo colectivo, orgiástico, sonoro, no
debe ocultar el hecho de que cada una de estas
adolescentes deseaba al cantante para sí y que si hubiese
podido, habría ido a la cama con él, habría hecho cualquier
cosa por él. Pero existe una actitud similar incluso fuera del

espectáculo, fuera de la excitación colectiva. Las “fans” del


astro siguen amando y deseando a su ídolo durante años.[3]

No existe nada parecido en el mundo masculino. El


muchacho puede adorar a una cantante, hasta sentirse
excitado por ella y desearla. Pero es muy difícil que
enloquezca hasta despreciar a todas las demás mujeres. La
chica deslumbrada por un astro, en cambio, sólo lo ve a él y
los hombres comunes le parecen carentes en absoluto de
valor, insignificantes. Y lo mismo ocurre con respecto a los
personajes que poseen el poder, en particular con los
líderes carismáticos. El hombre adora al líder, pero su amor
carece por completo de erotismo. En la mujer, la relación
con el líder llega, con facilidad, a ser erótica. En todos los
movimientos colectivos, antiguos y modernos, alrededor del
líder ha habido siempre una corte de mujeres sexualmente
disponibles. Las italianas deseaban a Mussolini, las
alemanas a Hitler, las rusas a Stalin y las americanas a
Roosevelt o a John Fitzgerald Kennedy. En todos los cultos,
en todas las sectas, en todas las religiones, el santón, el
sacerdote, el gurú, el predicador o el profeta están siempre
rodeados de un grupo de mujeres ansiosas de contacto, de
amor, de sexualidad. Cabe observar, además, que en este
caso, los hombres de la secta no están celosos y la
preferencia de las mujeres por el elegido no hace que se
sientan disminuidos.

Estamos ante una diferencia fundamental entre el erotismo


masculino y el femenino. Las formas del cuerpo, la belleza
física, el encanto, la capacidad de seducción fomentan el
erotismo masculino. No lo hacen el éxito social, el
reconocimiento social, el poder. Si un hombre cuelga en su
habitación la fotografía de Marilyn Monroe desnuda es
porque se trata de una mujer desnuda bellísima, más aún,
de la más bella del mundo. Junto a ella puede, entonces,
colgar las fotografías de otras bellas mujeres desnudas y, en
algunos casos, excitarse todavía más. Si un hombre tiene
que elegir entre hacer el amor con una actriz famosa pero
fea y una deliciosa chica desconocida, no dudará en elegir a
la segunda. Porque hace su elección con criterios eróticos
personales. En la mujer es distinto. Milan Kundera dice:

“Las mujeres no buscan a los hombres hermosos. Las


mujeres buscan a los hombres que han tenido mujeres
hermosas” .[4] El erotismo femenino siente profundamente
la influencia del éxito, del reconocimiento social, del
aplauso,

del rol. El hombre quiere hacer el amor con una mujer bella
y sensual. La mujer quiere hacer el amor con un astro, con
una figura destacada, con aquel a quien las otras mujeres
aman, con aquel que es el eje de la sociedad.

Esta diferencia se traslada también a las conductas


cotidianas. En las revistas masculinas, como Penthouse o
Playboy, las mujeres que aparecen no resultan interesantes
por su status social, que ni siquiera se menciona. Que esos
senos sean de la presidenta de la General Motors o de su
secretaria es totalmente irrelevante. En las revistas
femeninas, en cambio, se señala siempre el status del
personaje presentado. En Vogue Uomo la mujer quiere
encontrar hombres célebres, importantes, no gente
cualquiera.

Este aspecto del erotismo femenino entra en la tendencia


de la mujer a la contigüidad-continuidad. En el hombre hay
separación entre eros y política, entre sexualidad y poder.
En la mujer hay continuidad. La proximidad física, el
contacto táctil, sensorial, erótico constituyen un medio para
estar dentro de la sociedad, dentro del grupo, en su centro.

Las feministas lo han explicado aduciendo que quien tuvo el


poder fue siempre el hombre. La mujer, dicen, a lo largo de
los milenios, aprendió a rodear de erotismo la protección del
poderoso. Pero esta situación está destinada a desaparecer
con la igualdad entre los sexos. Es probable, pero no será un
proceso rápido. Porque estamos frente a algo tan antiguo
como la humanidad. En los mamíferos superiores la hembra
se aparea con el macho que se deshace de los rivales y
domina el territorio. De este modo, se asegura el apreciado
patrimonio cromosómico. En la especie humana, la hembra
debe, además, preservar su vida y la de sus hijos pequeños
frente al hambre, a los enemigos, a las dificultades
imprevisibles. Por eso, después de haber atraído al guerrero,
al jefe, para tener su semen, siente la necesidad de
retenerlo, de formar con él la familia. El guerrero no se debe
ir, se debe quedar para defender la casa, la comunidad.
Debe, pues, ser capaz de amar, debe poseer una naturaleza
social, comunitaria. La síntesis de estas diferentes
exigencias es el héroe: fuerte y apasionado, afortunado y
leal, responsable frente a los compromisos asumidos y a las
obligaciones de la comunidad, inexorable con los enemigos
y dulce con la amada.

En esta situación inicial, para tener el máximo de


probabilidades de recibir un patrimonio genético valioso y
poder conservarlo, había que

permanecer junto al jefe, junto al eje de la comunidad. Sólo


cuando la comunidad se reduce a la pareja, como en la
familia monogámica moderna, la mujer siente la necesidad
de estar atada a un hombre común.
2. El hecho de que el hombre sueñe con tener relaciones
con varias mujeres distintas y la mujer con el amor
verdadero y definitivo y con la absoluta fidelidad a ese único
hombre, no vuelve polígamo al hombre ni monógama a la
mujer.

En realidad, las múltiples fantasías amorosas de la mujer


nos demuestran con claridad que siempre está en busca del
elegido. Si elabora fantasías es porque lo que posee no la
satisface del todo. Las historias amorosas que ella vive “por
poder” en las novelas rosas, son tan adúlteras como las
masturbaciones solitarias del hombre frente a las
fotografías pornográficas. El hombre sueña con muchas
mujeres distintas; la mujer, con muchos amores
apasionados con sólo un hombre absolutamente
extraordinario.

Si el hombre ama la variedad y la mujer, en cambio, piensa


en un amor para siempre, en realidad ambos, en ese
momento, buscan aquello que es eróticamente excitante.
Uno en un cuerpo sensual, otra en una relación amorosa con
el héroe.

La mujer es, en verdad, muy posesiva, tenaz, fiel al hombre,


persigue una relación más duradera. Pero también ella, en
cada oportunidad, mira a su interlocutor y se pregunta: este
hombre, ¿no es mejor que el que tengo? No sólo
físicamente, por el pecho, los brazos, las caderas, las
piernas, sino también por su encanto, por su virtud
masculina. Se trata de una impresión compleja en la que
entran el modo de moverse, los olores. También entra un
gesto, un uniforme, las botas. Es una impresión que puede
tener la mujer incluso al planchar una camisa. Pero la
masculinidad está hecha también de riqueza, de poder, de
sobresalir entre los demás, de ser deseado por las otras
mujeres. La masculinidad es un atributo físico y social, es
una mirada y un gesto de orden, es un modo de hablar y un
automóvil deportivo, es un olor y una superioridad.

En su forma benévola, dulce, la masculinidad se presenta en


el arquetipo del príncipe azul. En su forma terrorífica, está
representada por la fiera.

Vimos ya que en las novelas rosas el héroe es gélido,


distante, tiene un aspecto temible, un rostro duro. Es, pues,
un guerrero, un pirata, un aventurero. Son imágenes y
símbolos de una masculinidad bárbara, terrible con los
enemigos, pero además significa protección de la
comunidad, seguridad, defensa. En la célebre fábula La
bella y la bestia, escrita por Madame Le Prince de
Beaumont,[5] la bestia es el hombre que tiene apetitos
viciosos y desenfrenados, que es violento y cruel. Que es
terrible y peligroso.

Pero que puede, no obstante, ser amansado y transformado


por el amor. La bestia cesa entonces de ser amenazadora y
se vuelve dulce, protectora.

La literatura rosa satisface también esta necesidad


profunda, da una respuesta al miedo que el héroe provoca.
Tomaré como ejemplo una novela de Rebecca Flanders,
Studdenly Love. [6] Aquí la heroína es una mujer no
demasiado joven y farmacéutica. No tiene amistades, vive
aislada. No es bella. Un día encuentra a un hombre
extraordinario. Es un actor célebre, y también campeón
automovilístico. Es millonario, soltero, inteligente, gentil.

Es sincero y leal. Le hace la corte sin tregua, durante años.


Pero ella, aterrada, dice que no, se defiende. Cuando en
Indianápolis, en una carrera peligrosa, queda herido de
muerte, ella huye porque ese tipo de vida le da miedo. Pero
él, por milagro, sobrevive. Durante meses y meses le
escribe cartas apasionadas. Le manda ramos de rosas rojas
y le suplica que se case con él.

Ella no aceptará hasta que él deje el cine, las carreras, su


vida fastuosa para dedicarse sólo a ella. En este libro
aparece acentuado, deformado, llevado al extremo, el
miedo a la fiera. La mujer quiere ser adorada aunque diga
siempre que no, aunque no conceda nada y pretenda, por el
contrario, todo.

Permanece inmóvil, pasiva y no tiene paz hasta que el héroe


no se transforma también él en un hombre común. La fiera
se tiene que domesticar, el rey se tiene que humillar, el
guerrero se debe transformar en manso cordero. Sólo
entonces será, por fin, aceptado.

3. Aquello que la joven siente por el cantante, aquello que la


mujer siente por el gran actor, ¿es enamoramiento? Es, sin
duda, una pasión erótica que se asemeja a las etapas
iniciales del enamoramiento. Es, con seguridad, una forma
de amor, de adoración, de dedicación que se asemeja a la
que

encontramos en el enamoramiento. Y existe, sin embargo,


una gran diferencia que por lo general no se capta. En el
enamoramiento el valor de la persona se revela con
independencia de los valores sociales, del éxito, de la gloria.
El enamoramiento es la revelación de que esa persona
común, que nada tiene de diferente con respecto a los
demás, es, para nosotros, una individualidad única e
insustituible, dotada de un valor absoluto. Si el
enamoramiento dependiera tan sólo de las cualidades
sociales y reconocidas de las personas, todos los hombres
se enamorarían única y exclusivamente de las mujeres
bellísimas, y las mujeres, única y exclusivamente de los
hombres poderosos o de los famosos. Cosa que no ocurre.
Existe ahí, por lo tanto, una oposición entre la atracción
erótica por el líder y por la estrella, que se dirige a un objeto
reconocido por todos, y el enamoramiento que elige la
individualidad por lo que es en sí. El enamoramiento
revierte los valores sociales, ama inclusive la pequeñez, los
dolores, las debilidades, los defectos, la fragilidad del
amado. Ama su pobreza, su infortunio. Ama lo que él es,
dejando a un lado y descartando la opinión del mundo. El
amor por el líder o la estrella se inclina, por el contrario,
ante la opinión colectiva.

Y, sin embargo, en la mujer coexisten ambos tipos de amor


y de erotismo.

Toda mujer busca siempre, en el ser amado, al héroe.

4. Cuando la mujer logra entrar en la intimidad del ídolo y


vivir con él, sufre, casi siempre, una profunda desilusión.
Porque creía conocerlo y sólo conocía, en cambio, la puesta
en escena pública, las fantasías colectivas orquestadas por
sus agentes. Por otra parte, el hombre famoso, el político
poderoso, el astro amado por millones de mujeres
desconfía, a su vez, de este tipo de amor. ¿A quién ama, en
realidad, esta mujer? ¿Ama su éxito, su gloria o su persona?
Sucede un poco como en el caso de la rica heredera o del
millonario, que nunca saben si se los ama por lo que son o
por su dinero. Por eso, en estas relaciones existe siempre un
elemento ambiguo. En las novelas rosas, donde está en
juego el componente colectivo del erotismo femenino, la
mujer se pregunta si el interés del héroe por ella es
anónimo o personalizado.

Si ella es una del montón o la elegida.

Muchas de las conductas crueles, cínicas, de los grandes


hombres y los
grandes astros se pueden interpretar como producto de la
frustración de una necesidad individual de amor sincero y
profundo. Porque las mujeres que los rodean y que disputan
con desesperación por tocarlos, tan pronto son admitidas en
la intimidad del amor, les reprochan ser como son e inician
una lucha salvaje contra las rivales.

5. El equivalente femenino del poder es la gran belleza.


También en ella se oculta una terrible carga competitiva. A
menudo, las mujeres pudieron observar con estupor e
inquietud que los hombres parecen tener temor, miedo de
la belleza femenina. La mujer bellísima despierta el deseo,
pero también desconfianza y temor. Muchos hombres
inteligentes, capaces, apuestos y hasta encantadores, se
casan, con frecuencia, con mujeres feúchas o escasamente
agradables. Muchas veces en su vida han tenido un ligero
contacto con la Belleza, pero se mantuvieron a la distancia.
Es como si hubieran comprendido que no era para ellos.
Hasta que su propio gusto se modificó y aprendieron a
desear algo más modesto, más a su alcance.

La observación objetiva y libre de prejuicios de la realidad


nos demuestra que sólo algunas categorías de hombres
tienen mujeres bellísimas: los líderes carismáticos, los
millonarios, los astros, los grandes actores, los grandes
directores artísticos y los gangsters.

Es inexorable que a la Belleza, a la gran belleza le atraiga el


poder y es inexorable que el poder tienda a monopolizarla.
Esta atadura profunda, ancestral, pero siempre viva y
siempre renovada vuelve prudentes a los hombres
comunes. Porque saben que la belleza femenina necesita de
la competencia, de la lucha, es una apuesta en el juego de
los poderosos. En el poema de Goethe, cuando Fausto
encuentra a la Belleza, Elena, está obligado a conquistar
Esparta y a derrotar en la guerra a Menelao. Y el coro se lo
augura diciéndole que quien pretende a la más bella debe
estar siempre dispuesto a defenderla con las armas. [7]
5
1. La seducción femenina tiende a producir una emoción
erótica indeleble, aun cuando se sabe que sólo se trata de
un encuentro, de una aventura; aun cuando se sabe que el
hombre es inalcanzable.

La seducción femenina pone en movimiento en el hombre la


excitación erótica, genera en él el deseo, lo enciende como
se enciende una antorcha.

Pero su última meta no es el acto sexual. Quiere provocar el


enamoramiento del hombre, despertar en él un deseo que
se renueve, como una congoja, una nostalgia, para siempre.
La seducción es encantamiento, tiene que despertar el
deseo y fijarlo en él.

Por eso, la invitación sexual debe ser, a un tiempo, rechazo,


obstáculo. La invitación presurosa para consumar la
satisfacción sexual no es encantamiento. Porque acepta el
fin, el olvido, el desinterés. La propuesta que dice:
“hagamos el amor y después te olvidaré” es obscena.

El encantamiento, es decir lo erótico, es lo contrario de lo


obsceno. Para hacer desear el sexo basta muy poco. Basta
con levantar un poco la falda, dejar entrever los senos,
basta con apretarse contra el hombre, con rozarle el sexo,
susurrarle que se lo desea y el hombre se enardece, está
listo para hacer el amor.

La seducción femenina, en cambio, quiere algo más. Quiere


hacerse recordar, hacerse desear después. La seducción
femenina actúa siempre en presente, pero mira al futuro.
Se ha dicho que la mujer, todas las mujeres, esperan al
príncipe azul que las despierte. Esto es falso, al par que
verdadero. Pone todo su empeño en embellecerse para que
el príncipe azul la mire y la desee. Y la encuentre tan bella
que no la deje más. Es su estupenda belleza adormecida la
que lo

fascina, lo detiene, lo distrae de su camino. El iba por su


camino, no veía, no sentía, no deseaba. La fábula dice que
la bella se despierta con el beso del príncipe. Pero también
el príncipe sólo comienza a ver y a sentir en presencia de la
bella. Ella es quien espera para mostrarle una belleza que él
no conocía y hacerle sentir el deseo y la pasión.

2. El hombre, cuando piensa en la conquista, tiene in mente


la relación sexual. La mujer, la emoción erótica que haga
que se la recuerde y se la desee para siempre. Este deseo
de incidir en el ánimo del hombre está acompañado, sobre
todo en las mujeres jóvenes, por el temor de verse
envueltas en una relación demasiado comprometida y no
grata. La mujer tiende al erotismo continuo, pero no en el
sentido de querer transformar una relación continua cada
encuentro. Quiere dejar una huella permanente pero, a un
tiempo, sustraerse. Algunas mujeres hacen cualquier cosa
por fascinar al hombre y tan pronto advierten que han
triunfado, se retiran, a veces hasta huyen.

Porque no desean una relación amorosa concreta, sino


despertar un deseo, un amor. Saber que este amor dura,
que no se extingue, saber que el hombre piensa en ellas y
seguirá pensando en ellas durante años.

La estupenda novela que mejor expone este deseo


femenino de ser amada y recordada es La princesa de
Clèves,[1] una obra francesa del siglo XVIII.
La joven princesa, que sólo tiene dieciséis años, encuentra
al duque de Nemours. Es guapísimo, encantador, el más
famoso don Juan de Francia; ninguna mujer se le resistió
jamás. Pero la princesa se le resiste y él, precisamente por
esa resistencia, termina por enamorarse de ella. A esta
altura, la joven se ve frente a una opción dramática. Está
enamorada, lo desea con desesperación pero sabe que si se
entrega pasará a ser la última de sus conquistas, sólo eso.
Esta es la ley de la sociedad de la corte donde vive. Si
desea, en cambio, ser amada por él, amada para siempre,
debe eludirlo definitivamente, para que él nunca pueda
tenerla. Y esto es lo que hace la princesa, retirándose a un
convento.

3. El deseo de continuidad de la mujer se manifiesta de


muchas maneras.

La mujer aprecia los actos que significan la continuidad del


interés. Una llamada telefónica, un cumplido, flores. En
general, la mujer ama la conversación amorosa, las caricias,
los abrazos. Interrumpir y volver a empezar. Va siempre en
busca del entendimiento amoroso, íntimo, sereno, dulce, del
idilio. No sólo de cuando en cuando, en los intervalos
robados a otras actividades, sino durante larguísimos
períodos, como en una eterna luna de miel.

Desde luego que la mujer que desempeña una actividad


profesional, que se siente realizada en el trabajo, que tiene
siempre muy poco tiempo y muchas cosas por hacer,
termina por asumir, con respecto al tiempo, una actitud
masculina. Pero en lo más íntimo también ella desea poder
abandonarse a una dulzura prolongada, de la que está
desterrada la tiranía del reloj. Como cuando se deja
acariciar por el sol en la playa, al borde del mar.
Porque le gusta estar bronceada y ser deseable, pero
también porque el sol es como un amante dulcísimo y
tierno.

Probablemente, por este motivo las mujeres desean, en el


hombre, una erección prolongada. Porque quiere decir que
el hombre se ha excitado con su belleza, que la desea de
modo duradero, continuo. Porque el abrazo amoroso y el
éxtasis de la fusión duran largo tiempo, horas y horas, y no
los lastiman la interrupción ni la discontinuidad. Los
hombres imaginan que la mujer adora su pene erecto, el
dios Príapo. En realidad, lo que desean es la permanencia
del interés amoroso, de la dulzura, del abandono, de la
pasión.

Estos son los alimentos que nutren su erotismo, su placer.


La eyaculación precoz es irritante no en sí, sino porque es
indicio del desinterés masculino y del estado de agitación,
frustración y apatía en que este problema sume al hombre.

Si la mujer no se siente deseada, amada, su esfuerzo


renovado de seducción sufre una decepción y tiene
entonces una sensación de vacío, de inutilidad, de
desesperación. Le parece que ya no existe. Y reacciona con
cólera. Esto ocurre con frecuencia en el matrimonio o en la
convivencia. La mujer imagina que al vivir junto al amado
realizará la continuidad del erotismo. Piensa que la
discontinuidad en la conducta del hombre depende de
hechos externos, de dificultades materiales o de
compromisos laborales. No logra entender que sea
congénita a su masculinidad. Es decir que sea la forma

que toma su deseo. Al vivir siempre juntos —piensa— estos


impedimentos se podrán superar. Al dormir en la misma
cama, tomar el desayuno juntos por la mañana, comer en la
misma mesa, charlar entre ellos por la tarde, habrá todo el
tiempo necesario para realizar la continuidad erótica. Se
imagina que el tiempo que pasan juntos es un tiempo
erótico, lleno, compacto, un tiempo amoroso. La plenitud,
que en el hombre se realiza mediante el esplendor del
encuentro, se busca aquí prolongando el encuentro,
colmando eróticamente toda su duración, rodeando de
erotismo la continuidad temporal.

4. En la interpretación masculina del erotismo lo que cuenta


es, en cambio, el esplendor del encuentro sexual. El
encuentro erótico, para el hombre, es un tiempo luminoso,
sustraído a la vida corriente. Por eso tiene un principio y un
fin. El sabe que retomará a la vida cotidiana. El encuentro
luminoso es como un espacio liberado y liberador, una
experiencia regenerante de la que sale enriquecido,
reforzado, feliz, realizado. Regresa por eso al mundo, más
seguro, más fuerte. Hasta en el enamoramiento apasionado,
la relación amorosa sigue siendo una secuencia de
encuentros luminosos.

Además, el hombre experimenta con mayor frecuencia que


la mujer el instante de eternidad. No es un intervalo
efímero. Es un estado sumamente especial, ajeno al tiempo.
Cuando el instante de eternidad se desvanece, reaparece el
tiempo. Pero el valor del instante de eternidad es superior al
tiempo. Su recuerdo (nostalgia) hace que el tiempo sólo
parezca un obstáculo, una caída, una distracción de nuestra
verdadera naturaleza, que es vivir en la eternidad. Igual que
en la experiencia del místico, para quien Dios se revela en
gotas de eternidad.

El hombre enamorado tiene, a veces, una sensación de


profunda tristeza al pensar que el momento divino que vive
está destinado a desaparecer, a caer en el tiempo. Mira
entonces el cielo azul, las plantas o las piedras, sabiendo
que esa perfección es la eternidad. Como máximo le será
concedido recordar aquella experiencia divina. Pero será
igual que una imagen descolorida.

A diferencia del instante de eternidad, el encuentro


luminoso es un fragmento de tiempo, un oasis de
experiencia al que se puede recordar como

una vicisitud, al que se puede modificar en la fantasía.

5. Como es natural, también el hombre enamorado seguirá


pensando en la amada durante la separación. Algunas
veces sentirá un deseo lacerante.

Imagina haberla perdido, siente una dolorosa nostalgia. Pero


en general, cuando la saluda, aunque esté conmovido, se
siente lleno de vida. El encuentro luminoso lo toma más
audaz. Al partir está seguro de volver a encontrarla y sólo
busca merecer su amor. El recuerdo de ella vive en su
corazón y le da ímpetu, coraje. Cuando hace alguna cosa
piensa en ella.

Siente que está dentro de sí, que le hace compañía, lo


anima, lo regocija. En el hombre, el recuerdo colma la
discontinuidad de la presencia.

Cuando el hombre no está enamorado, el deseo de volver a


ver a esa mujer dependerá de la belleza del encuentro. Si el
encuentro fue luminoso, deseará encontrarla otra vez. Y si
el milagro se repite, encontrarla de nuevo.

Si el encuentro fracasa, si se insinúan problemas, si


aparecen rencores, si irrumpe la cotidianeidad amarga, su
deseo de volver a esa mujer disminuye.

Porque por profunda, luminosa, estática que haya sido la


experiencia erótica, no basta para construir una relación
permanente. Sólo la impronta milagrosa del enamoramiento
crea lo irreversible. A eso tiende la seducción femenina,
pero el enamoramiento profundo es una eventualidad rara,
improbable. Por lo demás, la mujer no sabe reconocerlo con
seguridad. Tiende a confundir el enamoramiento con la
continuidad temporal física, lo que es válido para ella pero
no para el hombre. Trata entonces de obtenerlo con
exigencias, o redoblando la seducción erótica. Pero al actuar
de este modo se ve obligada a repetir su esfuerzo y cada
vez se siente más insegura. La seducción femenina tiene
que renovarse para exorcizar la discontinuidad que hay en
el hombre.

6. La fascinación del hombre, por lo regular, tiene una vida


limitada. Esto es para la mujer una fuente perenne de
desilusiones, de reproches. Los hombres que no son
prisioneros del amor, que no se arrojan con pasión a la
aventura, les parecen fríos, inhumanos, crueles. En el mito
masculino, por el contrario, el héroe resiste a la fascinación.
Ulises no obedece a las sirenas,

abandona a Circe, deja a Calipso y a Nausica. Ruggero huye


del castillo de Alcina. Por ello, el hechizo se debe repetir.

El hombre se aleja. Se aleja inmediatamente después del


acto sexual. Se adormece, se va. En su vagabundeo puede
ser seducido por otra mujer, caer en otro hechizo. En el
Orlando Furioso esto le ocurre hasta al más enamorado de
los amantes, hasta al más puro de los héroes. Siempre, en
algún lugar, hay una fuente del olvido o del amor. La mujer,
por eso, vela por el amado, sea su marido o su amante. No
hay nada maternal en ello. Es una reacción primordial que
pertenece por completo a la seducción y al erotismo de la
seducción. La mujer cuida al amor y trata de mantenerlo
vivo en ella y en su hombre. Trata de no quebrar nunca ese
hilo lábil que es la atracción erótica.
La mujer es artífice de una continua transfiguración de sí y
de su casa.

Quiere que haya siempre algo nuevo, agradable, para sí y


para el amado.

Algo que le haga exclamar: ¡Qué lindo, qué bien, qué


maravilla! Causar emociones siempre. Todos los días, todos
los días del año, una emoción.

Regenerar el deseo en el mismo hombre. Ese hombre que


quisiera olvidarlo, o lo olvida.

La mujer, cuando inicia una relación amorosa que le


interesa, pone una energía increíble en preparar la casa, en
hacerla atractiva, confortable, de manera que su hombre
encuentre ahí la felicidad y la vida. Si no tiene casa propia,
se la hará prestar, inventará otros métodos. La casa, el nido
es, de todos modos, una de sus preocupaciones
fundamentales. Es, en verdad, una extensión de sí misma,
de su cuerpo. Como su ropa, como la sábana floreada sobre
la cama, como el cortinado en la ventana, como los colores
de las paredes, las plantas y las flores de que se rodea. La
preparación de la casa forma parte integrante del acto de
atraer y seducir. Las revistas de decoración de interiores
tienen tanto contenido erótico como las de modas y las
dedicadas a la belleza y el maquillaje.

Desde el punto de vista erótico, el ambiente adecuado


(femenino) tiene mucha importancia para el hombre. No
debemos confundir las fantasías masculinas con su
conducta real. Aun cuando al fantasear o recordar piense
sobre todo en el cuerpo, en la práctica lo excitan y los
fascinan la ropa, el perfume, la atmósfera de la casa
femenina. Se dice que el hombre sólo piensa
en quitar la ropa. Pero para quitarla tiene que existir. Hasta
el strip-tease presupone la ropa y su erotismo. Hay, por
último, un tipo de ropa que no se puede quitar. El nido, la
casa están ahí, alrededor, y son también “ropa”. El cuerpo
femenino desnudo está siempre colocado dentro de una
corola florecida, seductora, perfumada.

El nido no está hecho sólo de objetos, telas, colores,


atmósfera, luces.

También está hecho de hospitalidad. También la hospitalidad


es revelación.

Las geishas japonesas, sobre todo, han dado aliciente a la


sensibilidad masculina con la hospitalidad. En este aspecto,
dan el máximo de placer recibiendo, valorizando,
interesando al hombre, haciendo que se convierta en parte
esencial de una estructura poética. También la cortesana
occidental tiene una linda casa y es maestra en el arte de
recibir. La prostituta de la calle carece en absoluto de esta
cualidad. Pero, por otro lado, ésta no pretende retener al
hombre, la cortesana sí. La cortesana quiere renovar el
hechizo que seduce al hombre, tenerlo atado.

7. El lado negativo de la seducción femenina es el temor de


no poseer encanto, de no poder causar la emoción
profunda, indeleble, de la que hemos hablado. En este
punto, las mujeres son muy diferentes. Algunas, desde muy
jóvenes, están seguras de su capacidad de seducción,
orgullosas del poder erótico que ejercen sobre el hombre.
Otras, en cambio, son inseguras. Quizá, porque se rehúsan
a asumir el rol femenino no quieran llegar a ser mujeres
fatales. No puedo, en esta instancia, abordar el problema de
la construcción del rol femenino. Me limito a observar que
cuando la mujer está insegura de sí, de su capacidad de
seducción, tiende a acentuar aún más su necesidad de
continuidad. Permanecerá atada a su hombre de un modo
casi obsesivo y temerá aún más perderlo. Por él estará
dispuesta a renunciar a todas las oportunidades de la vida,
a su carrera y hasta a tener un hijo. Hay mujeres de
muchísimo valor que, por este motivo, han seguido atadas a
hombres mediocres, sacrificándose por ellos. Y esto a pesar
de sus convicciones políticas e ideológicas. Les ha sucedido
esto hasta a algunas feministas recalcitrantes.
6
1. A la mujer la atrae el hombre capaz de emociones
violentas, de amor apasionado. La atrae el hombre capaz de
sentir y querer, el hombre que sabe lanzarse a la aventura
amorosa con decisión, con coraje. Este deseo es el
equivalente exacto de la fantasía de seducción. La mujer
desea provocar una emoción erótica indeleble en todo
hombre, aun cuando después sólo se dé a quien lo merece,
sólo a quien es capaz de responder de manera adecuada.

A menudo, las mujeres tienen la impresión de que los


hombres son incapaces de amar de modo apasionado, de
abandonarse con ímpetu a los propios deseos. Preocupados,
absorbidos por la profesión, por el cálculo económico,
aterrados ante la nueva igualdad de la mujer, atemorizados
incluso por la belleza femenina, están poco disponibles para
todo aquello que de heroico y riesgoso hay en el amor y en
el erotismo. En los países de tradición hispánica existe una
expresión, machismo, para referirse al hombre tradicional
jactancioso, que desprecia a la mujer, que alardea de una
increíble e imaginaria potencia sexual, pero que se
preocupa ante todo por los demás hombres cuya
competencia teme y con los cuales se confronta sin cesar.
[1]

Este tipo de hombre realiza acciones peligrosas para


demostrar su coraje físico. Para que todos lo admiren. Pero,
en realidad, no se interesa por la mujer y por consiguiente
no es capaz de afrontar, con coraje, la aventura del amor
erótico con sus riesgos. Se avergüenza de admitir que
también él tiene necesidad de afecto, que teme la soledad,
que la mujer le hace falta.
En su fuero interno, tanto los hombres como las mujeres
tienen una necesidad desesperada de lo extraordinario. De
todo aquello que excede de la vida cotidiana con su
trivialidad, su monotonía, su falta de sentido. En el curso de
la historia, los hombres buscaron, de muchas maneras, el
contacto

con lo Absoluto. Lo buscaron en la religión, en la guerra, en


el rito, en la aventura. La mujer, durante milenios y
milenios, tuvo que vivir en el ambiente estrecho de la
familia y de la casa. Y en este campo se desarrolló su
necesidad de trascendencia y de utopía. Es verdad que
participó apasionadamente en los nuevos cultos y fundó
sectas religiosas. En tiempos más recientes su energía
creativa se volcó hacia la invención artística, científica,
literaria. Pero la impronta que le dejaron milenios de
relaciones familiares no desapareció. De ahí su necesidad
desesperada de redimir lo cotidiano, de abrir la puerta que
conduce a una región diferente del ser, donde todas las
cosas gritan su alegría de vivir. Donde todo aquello que está
vivo realiza a fondo su naturaleza. Donde las emociones son
luces deslumbrantes y el erotismo un canto exaltado, un
contacto duradero con lo ideal y con la esencia última de las
cosas.

Por eso la mujer desea encontrar al hombre que sepa


responder a su requerimiento de grandes emociones y se
siente atraída por personalidades fuertes, magnéticas.
Aunque después se desilusione, porque con frecuencia estos
hombres sólo se sienten atraídos por el éxito y el poder.
Tienen una enorme energía interior, pero es muy poca la
que pueden convertir en erotismo y amor. La seducción
femenina trata entonces de evocar, de liberar hasta donde
sea posible esta fuerza aprisionada, sofocada, comprimida.
El esfuerzo que realiza la mujer para llegar a esta liberación
llega al máximo cuando se trata del hombre por el cual ha
optado, del elegido, de aquel a quien ama.

Todavía hoy, cuando la mujer está, por fin, libre del peso de
la cotidianeidad doméstica y de la condición servil, su
empeño por rehacer todo a nuevo, por transfigurar lo
existente, se concentra, ante todo, en su hombre.

Antes de cambiar, antes de buscar en otro lugar, antes de


rendirse, trata de provocar la explosión de la riqueza que
cree aprisionada en el ser que ama.

La protesta femenina de la década de 1970 fue también un


intento de sacudir a los hombres, de revelarles la riqueza de
los sentimientos amorosos.

2. Las mujeres, al igual que los hombres o quizá mejor que


ellos, saben que el proceso del enamoramiento tiene algo
de ineluctable. Cuando existe,

son muy pocas las fuerzas que logran apagarlo. Cuando se


termina, no hay potencia capaz de hacerlo resurgir. Si un
hombre deja de estar enamorado, ni las artes más
sofisticadas de la seducción podrán reconquistar su amor,
hacerlo brotar como el primer día. Y las mujeres lo saben.
Pero aunque lo sepan, les cuesta admitirlo y se comportan y
hablan corno si ello fuese posible. Esto se debe también al
hecho de que, acostumbradas a buscar la continuidad en
todo, a negar las diferencias, se inclinan a confundir la
infatuación erótica, el deseo fuerte, con el enamoramiento
apasionado. El hombre sabe distinguir muy bien si lo que
siente es deseo sexual o amor. En la mujer, las dos
experiencias están más esfumadas. Por ello, si logran
encender otra vez en su hombre la pasión erótica, si logran
que las mire con interés, si logran mantenerlo a su lado,
tratan de convencerse de que él las ama. La necesidad de
que se las corteje, se las ame, se las desee, las lleva a dar
por buena una forma de amor que no es enamoramiento.
Saben que no es enamoramiento pero prefieren no pensar
en ello, no analizarlo, aceptarlo como es.

No es inusual en las mujeres que entre el hombre que aman


y el hombre que las ama, terminen por elegir al que las
ama. Al riesgo de amar prefieren la certeza de ser amadas.
Pero también a esto lo llaman amor. En alguna conversación
dirán que aman a su hombre, que están enamoradas de él y
que el otro (el gran amor verdadero) no era sino un
“devaneo”. O hasta se autoconvencerán de que él no las
amaba realmente, que no había nada que hacer.

3. Es difícil para una mujer aceptar la idea de no poder


conquistar al hombre que desea o no poder retener al que
posee. Porque la seducción femenina tiene dos caras. En la
mujer se da también el aspecto colectivo del erotismo, que
se presenta como conquista, manipulación, dominio. Hasta
existen dos imágenes que son el arquetipo de la seducción
femenina. La Bella Durmiente, Blancanieves, la Cenicienta,
donde la belleza fascina al hombre.

Este se enamora y la mujer parte con él. La segunda


imagen es la de la maga

—Circe, Alcina— que retiene al hombre mediante un


hechizo. El mito nos dice que Blancanieves o la Bella
Durmiente están enamoradas del príncipe.

Circe, en cambio, no está enamorada de Ulises. Lo quiere,


es cierto, pero está dispuesta a tenerlo prisionero contra su
voluntad. Alcina embruja a Ruggero para impedirle que
combata contra los sarracenos de quienes ella es aliada.[2]

Este tipo de seducción está emparentado con el filtro, el


engaño, la manipulación, el poder. Su objetivo no es el amor
sino el dominio. Quiere tener atado al hombre, obligarlo a
hacer lo que quiere. Para cumplir su objetivo hace uso
indistinto de todos los sentimientos: la excitación erótica, la
adulación, la mentira, el chantaje. Para tener éxito, este tipo
de seducción requiere indiferencia emotiva y una frialdad
incompatibles con un amor apasionado. La mujer que actúa
de este modo vencerá si su objetivo es el matrimonio, el
dinero, el éxito o el prestigio social. Pero si su objetivo es el
amor, cuando gane la batalla advertirá que no sabe si el
hombre la ama de verdad. Llegará a sentirse insegura. La
psicóloga Ellen Hartmann sostiene que las mujeres muy
emprendedoras y activas, que tomaron la iniciativa de la
conquista, tienen después dudas con respecto a la relación.
Y el hombre, a su vez, está perturbado, inquieto. Si la
manipulación avanza y se transforma en chantaje emocional
llega, inclusive, a tener la sensación de ser un prisionero.

En el mito, la maga nunca está segura del amor del héroe. Y


tiene razón, porque el héroe se rebela al cautiverio y logra
siempre derrotarla. Ulises obliga a Circe a liberar a sus
compañeros; la flota de Alcina es destruida.

Estas dos caras de la seducción femenina, tan distintas


desde el punto de vista emocional y lógico, en la realidad se
acercan, se sobreponen, se alternan, al menos en algunos
momentos. Una relación que comienza con hechizo positivo,
puede proseguir por años mediante un juego sutil de
manipulaciones y una sabia instrumentación de las
debilidades y sensaciones de culpa del otro.[3]

Al contrario de lo que ocurre con las mujeres, los hombres


no confían demasiado en su capacidad de seducción.
Pensemos en la Carmen de Mérimée. Don José, enamorado,
pide a Carmen que vuelva con él. En realidad no hace nada,
se limita a pedírselo, a suplicarle. Le manifiesta su amor, le
recuerda el pasado. Pero no juega sucio, no se enmascara,
no se transforma, no crea una representación, no la
“seduce”. Claro está que en otras historias el héroe, no
amado, se aleja, se hace rico, poderoso y regresa,
transfigurado, para conquistar y humillar a la mujer.
Tenemos el ejemplo de

El gran Gatsby. [4] Pero estas historias están integramente


colocadas en lo discontinuo. El hombre sufre una
metamorfosis. Pasa a ser otro y es de este otro que la mujer
se enamora. Este tipo de fantasía es masculino. La mujer
sólo puede actuar así por venganza.

4. La seducción no es sólo invitación. Porque la mujer dice


que no al pedido impersonal del hombre. Quiere que la
sexualidad apunte a su persona.

El no tiende a excluir el aspecto anónimo del erotismo


masculino para llevarlo por otro rumbo. También en este
caso, se-ducir, desviar.

El no, el límite, tiene sin embargo otro significado. La mujer


ha encendido el deseo en el hombre, pero para lograrlo ha
tenido que implicarse, convertirse en presa, invitar al otro a
ser un cazador. Si consigue despertar su pasión, si la
seducción triunfa, entonces también ella se excita, también
ella, a veces, se deja envolver en el juego de la seducción.
En este caso siente la necesidad absoluta de saber si ha
despertado realmente la pasión, si ha provocado realmente
la emoción. Si el hombre no insiste, si renuncia, quiere decir
que la emoción no era intensa. O que el hombre no sabe
aceptarla, no sabe quererla, no es valiente.

Igual significado tiene la conducta femenina cuando se


dedica a colocar al hombre en una situación embarazosa
con preguntas impertinentes o con miradas indulgentes. O
cuando le dice frases ingenuas y ofensivas a un tiempo
—“¿Necesitas permiso para salir por la noche?”— que ponen
al hombre en posición infantil. O despreciativas: “Nunca
hubiera imaginado que eras tan débil”. O después del
rechazo brusco, total, el gesto conciliante de invitación, el
gorjeo argentino de la voz que renueva la disposición y la
lisonja. Llamar y retraerse, elogiar y subestimar, poner en
dificultades, hacer que el otro se sienta infantil, como
cuando varias mujeres ríen entre ellas. Los hombres que
hacen comentarios entre ellos sobre una mujer que pasa,
también la subestiman. Porque están distantes, porque no
hay interacción real. A solas, al seducir, no lo harían jamás.
La mujer sí. Pero lo hace porque en la inercia del hombre ve
algo de estupidez, se irrita ante su pasividad porque él no
se echa a correr, no se ofrece, entusiasta, apasionado, libre,
totalmente disponible.

La mujer necesita que el hombre la busque. La burla quiere


acicatear la dignidad del hombre, su orgullo. Lo empuja a
actuar con el estímulo del desafío, para que demuestre su
valentía. La burla es también una prueba.

Porque si el hombre no reacciona, o si se repliega en sí


mismo, o se humilla, quiere decir que no tiene energía y no
tiene coraje y la mujer siente desprecio por él. Este
desprecio anula el interés erótico por el hombre. La
seducción fracasó porque el objeto no merecía ser seducido.
No valía nada.

5. Hay una extraña contradicción en la mujer. Quiere a un


hombre fuerte físicamente y teme su fuerza en la relación
erótica. Esta es una de las razones que llevan a la mujer a
preferir al hombre vestido (el encanto de los uniformes),
hasta que haya tomado su cuerpo en totalidad. La ropa
esconde la rudeza física, pero deja traslucir la fuerza y, por
consiguiente, la sensación de seguridad que esa fuerza
suscita.
El primer paso que da la mujer hacia el hombre obedece al
deseo vehemente de refugiarse en sus brazos. La caída de
las barreras psicológicas y físicas en la mujer dependen del
modo como el hombre la abraza. En el abrazo percibe si
aceptará su cuerpo desnudo en todo momento y no sólo
durante la relación sexual. Durante la relación sexual es
más fácil aceptarlo.

El cuerpo del hombre se hace más muelle, se hace fuerte y


flexible. Se hace liviano, más proclive a dejarse traspasar
por las sensaciones, por las emociones. Por medio de la piel,
se puede comunicar con la psique. El cuerpo femenino lo
puede penetrar. Es una paradoja porque la mujer le tiene
miedo y, al mismo tiempo, quiere traspasarlo con las
emociones, como un estremecimiento. Como si se hubiese
transformado en un cuerpo fluido.

Quizá la mujer, al no poder hacerlo físicamente, lo hace con


la mente, con el calor de la piel, con la vibración del cuerpo.

Pero si el hombre la aferra de manera posesiva, brutal,


como se aferra un objeto, la mujer lo percibe como una
violencia física y psíquica. Se siente impotente. Tiene
miedo. Es la misma sensación que se agudiza en la violencia
sexual, en el estupro. Una sensación de sofocación, de
ahogo. Esta sensación de aniquilamiento, de aplastamiento
y de ahogo, lleva a la muerte a algunas mujeres violadas
por muchos hombres.

La fuerza física del hombre atrae y aterroriza a la mujer. Su


aspecto rudo e imponente puede ser maravilloso pero
también espeluznante. Por eso algunas mujeres prefieren a
los hombres enjutos, frágiles físicamente. Para no tener
miedo de su fuerza, porque pueden tratarlos como a un
niño, tanto desde el punto de vista físico como psíquico.
Son, casi siempre, las mujeres que quieren abusar del
hombre también en otros terrenos de la existencia.

La aceptación del cuerpo del hombre, su idealización hasta


en los aspectos groseros, es el primer signo del amor. Del
mismo modo, el desamor o la falta de amor la lleva a
rechazarlo, primero de manera velada, sutil, ambigua.
Después, abiertamente. En efecto, la mujer, cuando no ama
más a un hombre, pone en evidencia todos sus aspectos
grotescos, animalescos. Le reprocha sus ronquidos cuando
duerme, su modo de caminar cuando anda dando vueltas
por la casa, cuando rompe todo, cuando cambia todo de
sitio.

Le irrita su ambiente-cuerpo. Su olor se vuelve acre,


insoportable. Las sábanas ya no están impregnadas de “su”
perfume. Están impregnandas del olor acre, animalesco, del
hombre-intruso.

Para la mujer, el aspecto animalesco es difícil de olvidar. A


tal punto que muchas de ellas, en la playa, a menudo ven a
los hombres como si fueran monos. Es común, entre las
mujeres, decir con expresión desgraciada: “Los hombres
desnudos no son lindos, no son un lindo espectáculo”. Si
somos objetivos, esto es cierto en parte, pero la brutalidad
física es lo que los hace parecer más feos a los ojos de la
mujer. A la mujer le ocurre lo contrario con los hijos. Para la
madre los hijos son siempre lindos, aunque sean gordos o
poco agraciados. Nunca admitirá que son feos y se
encolerizará si alguien se lo hace notar. A menudo se
confunde esta actitud con el “amor maternal”. En realidad,
la mujer no admite que pueda hacer echado al mundo un
ser feo. Si admitiese la fealdad de su hijo, debería admitir
que una parte de ella es aberrante. Lo sabe, pero no lo
admite. Por ello, hace lo contrario de lo que haría con su
hombre. Lo ahoga con sus actitudes aprensivas, posesivas,
“exceso de afecto”, se dice. En realidad querría llevarlo de
nuevo en el útero, ocultarlo. En cierto modo, matarlo.

La mujer, cuando ama, supera este aspecto inquietante del


cuerpo del hombre, viendo la parte positiva. Porque si ama
al hombre, ama también su cuerpo y lo ama como al suyo
propio, que nunca es repugnante. Para algunas

mujeres su cuerpo, aun cuando la vejez haya hecho sus


estragos, es agradable, cálido, mórbido y tortuosamente
hospitalario. Nos alberga y nos acoge.

La mujer acepta, pues, el cuerpo del hombre poco apoco, de


modo paulatino, por medio del amor. El hombre amado ya
no es, entonces, el ave de rapiña que se ha apoderado de
su cuerpo, que se ha alimentado con él y que, satisfecho,
duerme. Es como un niño que se entrega al sueño como se
entrega al amor, por efecto de su amor. Ella deja de ser
presa para ser cazadora. Tiene el orgullo de la Diana que
arrojó su flecha y mira ahora a su víctima inerte, y está
orgullosa, complacida. Duerme entonces junto a ese cuerpo
que ahora es dulce y protector, inocente. El cuerpo del
hombre amado ya no está separado. Ella yace, acurrucada,
entre sus brazos y respira su aliento. Su aliento es como el
aire, indispensable. Sus olores se han fundido, constituyen
un único olor, un único perfume. Siente el perfume en sus
fosas nasales, segura de estar en paz con la vida. Tocarlo es
entonces tocar una zona maravillosa, quieta. Es la
seguridad de lo continuo, de lo permanente.

De la eternidad.

EL SUENO DEL HOMBRE


7
1. El gran sueño de la seducción femenina es la continuidad
en el amor.

En el centro del erotismo masculino encontramos, en


cambio, la discontinuidad en el placer sexual. Es evidente
que en el erotismo femenino está también presente el
placer. Pero la relación amorosa antecede al placer, que
encuentra su nobleza en la generosidad del amor. El placer
del amor es intrínsecamente moral. El placer es don,
entrega, altruismo. El amor tiende a producir la fusión de
dos individuos. Por eso, cada uno de ellos trasciende su Yo
empírico, su mezquindad egoísta. Hasta la locura de amor
posee dignidad social.

El enamorado perdido es como el converso que abandona la


casa, los hijos, todo, por su fe. O como el terrorista que
quita la vida, pero por razones ideales.[1] El placer no tiene
esta dignidad ética. El erotismo masculino, tal como se
presenta en las fantasías examinadas, es precisamente lo
contrario de la ética. Esta obliga a considerar al otro ser
humano como fin y nunca como medio. El objeto del deseo
erótico masculino es, en cambio, un medio, como el
alimento, como el agua, como el lecho para quien quiere
dormir. Todo aquello que sirve para satisfacer una necesidad
es un medio. En el erotismo masculino, hasta la reciprocidad
es egoísta. Se desea el placer de la mujer para llegar al
propio placer.

Sólo el placer del otro, por lo que es en sí y antes de que


llegue a ser un medio para mi placer, se puede registrar
como amor y virtud. El erotismo masculino no tiene esta
dignidad que no le ha sido concedida y que tampoco él se
concede. El erotismo masculino es ansia egoísta de goce. Si
un hombre casado siente una atracción erótica por una
mujer y hace el amor con ella, no para vivir con ella, no para
construir una nueva familia ni para realizar un

gran amor, sino única y exclusivamente porque le gusta


hacer el amor, no tiene atenuantes. Se tolera el placer en
quien no tiene compromisos ni obligaciones, en quien nada
ha pactado. El placer se vive siempre fuera de las
instituciones, más allá de la permanencia y del pacto, como
una flaqueza, una degradación, una disolución. Es seguir la
ley de la menor resistencia, la que elude la opción y toma
aquello que puede de modo irreflexivo.

Es quedar a merced de la atracción, de la seducción del


objeto. [2] El sujeto se pierde en el objeto, está embrujado
por él y quebrado. De ahí que sea locura, disociación,
pérdida del centro que resiste al objeto y se le impone. El
hombre erótico está poseído por el deseo, corre tras todas
las cosas, como el mono que no sabe fijarse un fin y ordenar
los medios para llegar a ese fin. En el lenguaje corriente se
dice que cedió a los “halagos de la carne”, que se “dejó
llevar”. Es como el vértigo del juego. Y, de hecho, este
erotismo es tan peligroso como el juego de azar, como la
carrera de automóviles, a tal punto que tarde o temprano,
pero ineludiblemente, se produce la catástrofe. Es más, el
juego sólo puede terminar así, con la catástrofe. El jugador
no lo abandona hasta que pierde todo, hasta que se arruina.
La inconsistencia moral del erotismo emerge violentamente
de las páginas de Henry Miller y del escritor italiano
Vitaliano Brancati.

Esta característica del erotismo no es exclusiva de la


tradición judeocristiana. Las recientes investigaciones de
Michel Foucault demostraron que, según la concepción
griega, los afrodisíacos se basan en una energía que tiende
al exceso. Pero hay que hacer un uso moderado de estas
fuerzas y ello sólo es posible si se es capaz de oponerse a
ellas, de resistirlas. “Lo que al parecer de los griegos
constituye la negatividad por excelencia… es la pasividad
frente a los placeres”. [3]

Pero, sin embargo, es impresionante encontrar la estrecha


relación existente entre las fantasías eróticas masculinas
occidentales y las de algunos testimonios orientales. Por
ejemplo, en el célebre libro del chino Li Yü, Il tappeto da
preghiera di carne. [4] También en este libro aparece el
tema de la

“irresistibilidad” sexual del hombre. Las mujeres se sienten


fascinadas, subyugadas por su potencia viril, se convierten
en esclavas de su miembro extraordinario, ya no pueden
prescindir de él. Esto ocurre, tanto en el caso del joven
Clérigo de la Primera Velada, como en el del probo Ch’üan.
El

primero, frente a la primera mujer, logra hacerse irresistible


porque es experto en el arte erótico. Pero luego, cuando
quiere competir con el probo Ch’üan por la posesión de
Aroma, descubre que es inferior desde el punto de vista
físico. Se hace construir entonces un miembro enorme. Y así
cautiva a Aroma y toma inocuas a todas las demás mujeres
celosas o envidiosas.

Cuando está en peligro seduce a aquella que lo amenaza.


Las mujeres nunca logran resistir el placer que estos
hombres superdotados pueden darles.

Enloquecen de deseo, parecen drogadas. El


acostumbramiento a la droga se produce enseguida, en la
primer experiencia. Una vez probado el extraordinario pene
masculino, ya no pueden prescindir de él.
La diferencia con la pornografía occidental consiste en que
en esta última no hace falta ninguna habilidad, ninguna
dote natural. No hace falta un supermiembro ni un
sofisticado conocimiento sexual. Cualquiera está en
condiciones de excitar a una mujer ávida de sexo, en
cualquier momento, porque está ya drogada. De todos
modos, en los dos casos todo se reduce al sexo o al cuerpo.
La gente no hace otra cosa y no habla de otra cosa. Es un
largo discurso sobre el erotismo, sin interferencias. Nunca
hay penas de amor sino, cuando mucho, sufrimientos de
abstinencia. También en las publicaciones chinas el erotismo
tiene características inmorales. En Il tappeto da preghiera di
carne el protagonista falta a sus deberes, lleva a la ruina y a
la muerte a las mujeres que lo aman. En Ching P’ing Mei hay
inclusive un asesino. Los dos amantes, Hsi-Mei y Loto d’Oro,
buscan el placer por cualquier medio. La mujer es malvada
con todos, mata cruelmente al marido.

El desenfreno del erotismo (no se habla nunca de


enamoramiento) supera, hace mal también a Hsi-Mei a
quien, al final, cuando ya está enfermo, la mujer le da
cantáridas para excitarlo sexualmente, hasta que muere.
Otra característica constante es el peligro. Quien se entrega
a los placeres lo hace siempre con un riesgo muy alto. En el
libro de Li Yü, el peligro consiste en ser descubierto por un
marido o por otra mujer. En el libro Ching P’ing Mei, en ser
descubierto como homicida.

2. En este aspecto, la fantasía erótica masculina se opone a


la femenina.

Si ésta busca la continuidad, la intimidad y la vida en


común, aquélla se

esfuerza por excluir el amor, el compromiso, los deberes e


incluso la vida social. También en el libro de Li Yü, que
acabamos de citar, los niños, los padres, los quehaceres, las
ceremonias, todas las preocupaciones se mantienen
alejadas de la vida erótica. Las mujeres procuran mantener
atado a su hombre, pero él hace cualquier cosa por
conservar su caprichosa libertad.

Hay algo en las fantasías eróticas masculinas que es


antitético del compromiso, de la responsabilidad. Las
mujeres que en estos últimos años representaron el ideal
erótico masculino tenían una característica común: no crear
ataduras ni responsabilidad. Marilyn Monroe no es una
heroína romántica. Parece decir: Aquí estoy, simple,
ingenua, frágil, excitable. Haz lo que quieras. Yo no te pido
nada, ni matrimonio, ni continuidad, ni compromiso, ni
dinero. No me doy cuenta siquiera de lo que me haces, de
su significado sexual. En la película Cuando la mujer está de
vacaciones, Marilyn se ofrece incesantemente, pero no lo
advierte.

La mujer que encarna la fantasía erótica no responsabiliza al


hombre de su deseo. No pide compensaciones éticas por el
placer. Si te gusto —este es su mensaje— aquí estoy,
tómame. Si quieres irte, de mi no esperes problemas, ni
reproches, ni exigencias, ni chantaje, ni quejas. No
pretenderé engatusarte con los hijos, la madre, el padre o
los hermanos. No necesito tu dinero. No soy celosa, no
tengo rencor. Y por último, si quisieras volver, estaré lista
para ti.

Sofía Loren y Gina Lollobrigida no se insertaron en este


esquema. Por eso, a pesar de ser bellísimas, no llegaron a
ser símbolos eróticos. Llegó a serlo Brigitte Bardot. En este
caso, la imagen es la de una adolescente sin ambiciones, a
la deriva. En ella, el signo de no peligrosidad es, en alguna
medida, el desorden, el descuido. Está vestida con
negligencia, sus cabellos están teñidos sólo en parte.
Indican una categoría social inferior. Es una muchacha fácil,
a la que se puede dejar sin consecuencias.

Falta de consecuencias, interrupción de la relación causa-


efecto. El tiempo como yuxtaposición de instantes
separados, sin conexión entre uno y otro, es lo contrario del
tiempo de la moral y de la ley que recuerda y no olvida. Es
la negación del impulso biológico que lleva al hombre a
detenerse para ocuparse de la mujer y de los hijos. En el
erotismo masculino hay un componente anárquico,
antisocial, una inquietud de libertad que a los

hombres les cuesta admitir. Con frecuencia el hombre


traiciona a su propia mujer, a su amante, no porque se
interese por otra mujer. Ni siquiera por el gusto de la
conquista o la aventura. La traiciona para ser libre, para
poder eludir su vigilancia, para sentirse fuera de su
posesividad amorosa, de su control. Hasta la mentira y el
disimulo se deben ver desde esta perspectiva, como recinto
que resguarda una zona secreta y personal a la que ni
siquiera el más grande amor tiene el derecho de entrar, de
indagar. El erotismo, en esta zona protegida por amores y
deberes, tiene el sabor de la libertad caprichosa y sin
frenos. El sabor de la irresponsabilidad.

3. La ética, al igual que el amor, es obligación, compromiso,


continuidad.

La libertad del erotismo masculino pretende, por el


contrario, rechazar lo que le desagrada, le ofende, le irrita.
Quiere tener siempre el derecho de poder elegir, elogiar,
recompensar a quien le procura placer y poder apartar,
poner a un lado a quien no se lo procura. Y si en esa
persona hay algo que le gusta, tener el derecho de
conseguirlo. Pero aislado del resto. De ahí el intento de
separar la suma concreta de la persona, con toda su
complejidad y unidad, en muchas partes. Porque también
una persona mala, peligrosa, innoble, puede ser atractiva
sexualmente. Y entonces el hombre desea separar este
aspecto de los demás. Poner entre paréntesis, hasta donde
sea posible, sus aspectos odiosos y valorizar, llevar a un
primer plano, los positivos.

Desde luego que también la mujer hace una operación


similar. Pero más en el terreno del interés social y
económico. Una mujer puede resolver ir a cenar con un
hombre porque es importante, también puede casarse por
dinero. Entonces pone entre paréntesis las cualidades
desagradables, en aras de un beneficio social. Pero casi
nunca en aras de un beneficio erótico. Es raro que busque
en un hombre la prestación sexual y que sólo desee eso.

Erica Jong, en el libro Paracadute e baci[5] trata de


comportarse de ese modo con sus amantes ocasionales,
pero no lo consigue y siente rabia, odio. En la mujer, por lo
general, lo único que excita su erotismo es la simpatía
global de una persona. Es cierto que a veces puede también
sentirse atraída por una cualidad erótica extraordinaria. Un
célebre hombre de estado francés tenía un gran éxito entre
las damas de París porque poseía un pene superdotado.
Pero

lo que atraía a esas señoras era más bien la curiosidad, la


rivalidad con otras mujeres, el hecho de que fuese el
presidente. Se trataba, pues, de una apreciación dictada por
el interés social y no de algo que la mujer elige por su
cuenta. Por más bello, musculoso o viril que sea el cuerpo
del hombre, para la mujer es igualmente erótico el clamor
del público, el delirio del teatro y hasta un lujoso yate.

4. Otra manifestación del erotismo discontinuo (masculino)


es el refugio, el castillo, la gruta de carne, por analogía con
El tappeto da preghiera di carne, de Li Yü. En los brazos de
su amada, el hombre está lejos de todo el estrépito del
mundo. Se consuela de todas las injusticias olvidándolas,
cura sus heridas. El erotismo se convierte en una isla en la
que se puede vivir una vida que de otro modo no se podría
vivir. Desde el punto de vista masculino, la cosa es muy
simple. Basta con que dos personas quieran hacerlo. No
hace falta ni el estado naciente, ni la atracción, sólo la
buena disposición. Si están de acuerdo pueden, por pocas
horas al menos, crear un hechizo entre ellos dos solos y
construir un jardín de rosas lejos del mundo. Pueden
después volver a él o no. ¿Qué nombre darle? Le di el
nombre de encuentro cuando esto ocurría entre dos amigos.
[6] Pero se necesita una expresión especial para señalar
esta interrupción temporaria erótica, este hechizo a plazo
fijo, esta ausencia del mundo, esta fusión momentánea que
se realiza en el abrazo, en el acto sexual. Acto es demasiado
poco; relación, demasiado. La unidad elemental de este
erotismo es un intervalo, un interludio luminoso.

El erotismo presupone la ausencia de preocupaciones en


compañía de la persona con quien se mantiene una
relación. Si hay problemas, compromisos externos
desagradables, se requiere un acto positivo de alejamiento,
de liberación. La zona liberada e iluminada puede entonces
llenarse de erotismo.

No es un espacio vacío, es un espacio vaciado. En él cada


uno puede concentrarse exclusivamente en el placer erótico
y en su perfección. Como en la meditación.

La concentración meditabunda, el erotismo como


meditación (Il tappeto da preghiera di carne), es tanto más
agradable cuanto más nos libera de la frustración, de la
esterilidad y de la tristeza que puede apoderarse de
nosotros.
A esta dimensión pertenecen los amantes.

El tiempo pasado con el amante debe ser un tiempo libre de


cualquier preocupación, extraordinario. El tiempo de la
felicidad, el tiempo de la paz.

Un tiempo separado, destacado de la cotidianeidad. Con un


principio y un fin.

(Salvo el estado naciente que es el principio de algo


totalmente nuevo y no tiene fin. El enamoramiento no
quiere tener fin.) El amante existe simultáneamente con
una relación institucional. Constituye otra dimensión en la
cual nos refugiamos y de la cual retomamos a lo cotidiano.
La dimensión de lo cotidiano es aquello de que se habla y
que es sabido. Es el lugar de las obligaciones
institucionales. Es lo oficial, aquello que por fuerza existe, el
deber del que se pueden enumerar los detalles, analizar las
tareas. La dimensión del amante es lo apartado, lo doble, lo
paralelo. Esta dimensión es más serena precisamente
porque su tiempo es medido, la relación con el mundo es
parcial. Todo va bien con el amante porque en ese tiempo
no hay interferencias, sólo perfección erótica. El tiempo
medido y separado es gobernable, como una fiesta, como
una representación teatral, como unas vacaciones, como un
baile. Es el único tiempo durante el cual es posible el idilio.
Mucha gente imagina el enamoramiento como idilio. Pero no
es cierto.

El enamoramiento es también inquietud, tormento. El idilio


sólo es posible durante períodos limitados: al principio,
cuando todavía no se produjo la revelación de la pasión ni el
dilema, o bien más adelante, cuando se establece una
norma, un código para las relaciones internas y con el
mundo. El idilio no es el fruto natural de la atracción, sino el
resultado de una dirección artística.
A veces, a la figura del amante la eligen entre los dos, a
veces, uno solo.

El otro se adapta a este rol de mala gana. A veces los dos


están enamorados, pero uno de ellos quiere conservar el rol
del amante para evitar que el amor invada toda la
existencia y cree una nueva cotidianeidad. O para evitar la
obligación de elegir. El rey de Inglaterra, Eduardo, al
principio hubiese querido mantener oculta o parcialmente
oculta, su relación con Wally Simpson. Por cierto que su
ambiente, la corte, era de esta opinión. Se alegraban de que
Wally Simpson fuera casada porque eso significaba que no
aspiraba a casarse con el rey. Pero ella pidió el divorcio y
quiso hospedarse en Balmoral. No aceptaba que se la
“confinara” a la posición de amante.

Quería el matrimonio. Es decir, llegar a ser reina de


Inglaterra. El mundo político y la opinión pública no podían,
sin embargo, admitirlo. Puesto frente al dilema de casarse
con la mujer amada o renunciar al trono, Eduardo decidió
abdicar.

También hay relaciones entre amantes que pueden durar


años y años, hasta toda la vida. Sobre todo, cuando ambos
son casados. No se encuentran con frecuencia y en el
encuentro no introducen ningún elemento cotidiano,
perturbador. Son diligentes, gentiles, sólo se interesan por
darse placer.

Actúan como dos cómplices y cada uno da lo mejor de sí


mismo. Porque se la confina al erotismo, esta relación
asume un carácter ligero, no comprometido.

Aun cuando con el tiempo se desarrolle un afecto sincero y


profundo, y algunas veces, el amor.
No hay amante sin que haya límites. Límite de tiempo, de
legalidad, de presentabilidad. No hay amante sin que haya
secreto. Cuando una relación es manifiesta, pública, cambia
de naturaleza, pasa a ser un matrimonio aun cuando no se
le dé este nombre.

El amante pertenece a la búsqueda de la relación no


ambivalente, que se encuentra sustrayéndola al medio,
cercándola.

Esta manera de evitar, eludir y engañar al mundo está


emparentada con el modo en que la secta judía Dönhmeh
resistía y se oponía al mundo musulmán: disimulando. Sus
adeptos se comportaban como musulmanes pero, en
secreto, practicaban el culto judío. Tenían los testimonios
del Talmud escritos en pequeños libros del tamaño de un
dedil. Los Dönhmeh no ganaban prosélitos. No querían
expandirse. Sólo querían sobrevivir. [7]

El erotismo al que aludimos no se propone como modelo, no


se erige en norma moral. Su libertad es negativa, se
defiende de una intrusión. En esta situación es más
apropiado disimular que combatir. El conflicto es un
esclarecimiento. La opción tiende al todo, al unicum. Este
erotismo, en cambio, es siempre parte, limitación. Sabe que
es sumamente vulnerable. Es como el círculo mágico del
exorcismo y del sacrificio. Una simple línea trazada por
tierra, que debe proteger de todo aquello que sea impuro,
contaminante, intruso, profano. Milan Kundera expresa muy
bien este sentimiento atribuyéndolo a un personaje
femenino, Sabina, en el libro La insoportable levedad del
ser. Su amante, Franz, está obsesionado por la

necesidad de vivir en la verdad. Por eso, un día le confiesa a


su mujer Marie-Claude su relación con Sabina. “Sabina se
sentía como si Franz hubiera forzado la puerta de su
intimidad. Como si de pronto se hubiera asomado la cabeza
de Marie-Claude, la cabeza de Anne Marie, la cabeza del
pintor Alan, la cabeza del escultor…, la cabeza de todas las
personas que ella conocía en Ginebra. Contra su voluntad,
se convertiría en la rival de una mujer que no le interesaba
en absoluto. Franz se divorciaría y ella ocuparía un lugar, a
su lado, en la amplia cama matrimonial. Todos observarían
de cerca o de lejos, y ella se vería obligada a representar su
papel delante de todos… El amor, cuando se hace público,
se convierte en una carga. Con solo pensar en ello, Sabina
se encorvaba bajo esa carga” .[8]

5. El milagro de la relación erótica masculina es el de la


confianza total y el abandono que sólo tienden al placer, sin
ninguna obligación, compromiso o coerción. En esto no
difiere en nada de la amistad. Pero el modo de obtener la
paz erótica no es la profundización intelectual, la confianza,
la revelación típica de la amistad. Es, en todo caso, el
encierro, el silencio, la moderación, la discreción. Sólo la
enorme discreción en todos los demás ámbitos permite el
desenfreno erótico porque ahí no interviene nada que pueda
contaminarlo.

Es un error pensar en el erotismo masculino como rebelión.


[9] Esto es propio de los movimientos y, por lo tanto, del
enamoramiento. El amor se siente perfecto, ejemplar. Por
eso tiende a manifestarse, a gritar su belleza, a expresarse
en actos públicos, en las relaciones sociales. Los
enamorados no se apartan, no se esconden, se muestran,
se toman de la mano. También el hombre, cuando está
enamorado, actúa así. Pero en su ánimo tiene absoluta
conciencia de la sociabilidad, la ejemplaridad, la
mundanería llevan a los individuos a salir de sí mismos. Los
coloca en el escenario donde representan. Y la
representación es siempre servicio. Siempre está destinada
a los demás, no a uno mismo.
El erotismo femenino tiende a abrirse al mundo, a salir al
sol, a andar entre la gente. La mujer sueña con hacer el
amor bajo el cielo estrellado, a la orilla del mar, en el
bosque, donde la naturaleza es más bella. La mujer se
excita eróticamente cuando camina con su hombre, las
manos unidas, por una

plaza o cuando entra, tomada de su brazo, a una fiesta. Lo


mismo le ocurre al hombre si la mujer que tiene es linda o
cuando está enamorado. También él siente orgullo. El
hombre, incluso, puede jactarse, más que la mujer, de una
conquista. Y sin embargo, en el fondo, su erotismo se
expresa con mayor plenitud en los ambientes cerrados. Hay,
en el hombre, un componente erótico muy fuerte que
desprecia lo exterior y valoriza lo interior. En este erotismo
no hay expectativa de reconocimiento, de triunfo social, de
gloria.

Por el contrario, de la autonomía, de la independencia, de la


autarquía: prescindo. La victoria consiste en prescindir, en
crear el microcosmos.

Triunfé en el mundo porque opuse mi mundo, de igual a


igual, de soberano a soberano. Conquisté mi libertad de la
opresión, defendí mis confines. Nadie pudo entrar, por eso
vencí. No debo esperar ningún reconocimiento porque no
dependo de ellos. Rechacé todos los ataques. Salvé a mi
patria y a mi reino.

6. Y sin embargo, también el libro de Li Yü termina con el


arrepentimiento, con el abandono del erotismo. Se
considera la vida erótica como un período de error. Y sin
ninguna influencia judeocristiana. ¿Por qué siempre se
presenta al erotismo masculino como un ejemplo de vida
depravada, que no se debe seguir? ¿Es un ardid hipócrita
para engañar a la censura o hay algo más profundo? El
significado es más profundo. Quiero decir que este erotismo
es, sí, parte importantísima de la vida, pero no la agota, no
puede ser tomado como esencia de la vida. El erotismo
permite escapar de la contingencia, refugiarse en la
felicidad, anular el tiempo. Pero no recuperar la
contingencia, dominar el tiempo. El erotismo es un refugio
con relación al mundo exterior. Cuando lo olvida, es
absolutamente perfecto.

No tiende a imponer su proyecto de vida, dominándolo. No


tiende a decir lo que fue, lo que es y lo que será. Por eso, al
final de la vida, el erotismo tiene que ceder el paso a
aquello que domina al tiempo: a la sociedad, al amor, a
Dios, a Buda.
8
1. Para el hombre, seducir no significa provocar una
emoción erótica indeleble, significa ir a la cama juntos,
hacer el amor. Pero esto no quiere decir que al hombre no le
guste el juego de la seducción en sí, la seducción sin objeto,
como puro deseo de encontrar y de suscitar placer. Es más,
esta necesidad de galanteo es muy fuerte en el hombre y si
se siente inhibido, disminuye, casi siempre, su capacidad de
excitación erótica a la que sustituye una penosa sensación
de frustración y depresión. Lo notamos en los grupos de
muchachos adolescentes, cuando uno de ellos le hace la
corte a una chica y los demás se burlan de él. Pasado algún
tiempo, el muchacho se toma inhibido, tímido y hasta
miedoso. Lo vemos, a veces, en las relaciones
matrimoniales cuando la mujer le prohíbe al marido mirar a
las demás mujeres y si lo hace, lo agrede. El hombre tiene la
impresión de sufrir una verdadera mutilación de su libertad,
experimenta una sensación de que se le coarta su voluntad,
que se lo aprisiona. Algo similar a la sensación que
experimenta la mujer a quien se le prohíbe ocuparse de su
cuerpo, embellecerse para agradar. Como ya dijimos, todo
hombre siente, intensamente, dentro de sí, el derecho de
buscar a la mujer, y la mujer, el de ser buscada y elegir.
Esto, con independencia de un fin sexual explícito.

Pero el sentido último del galanteo masculino, la fantasía


que va más allá del juego, es hacer el amor. Y cuando del
galanteo surge un encuentro erótico, esta fantasía se
transforma en deseo. Poder hacer el amor es para el
hombre el punto de llegada, la conclusión. Si una mujer
acepta la relación erótica, pero le rehúsa la sexualidad, le
rehúsa lo esencial. El afecto, la intimidad, las caricias no le
bastan, no le pueden bastar. En las profundidades del
espíritu masculino, en su mentalidad, se arraiga la idea de
que si una

mujer le concede su sexualidad, le concede todo su ser. Por


eso el hombre que hizo el amor con una mujer dice que la
conquistó. Por eso, cuando los jóvenes chismorrean, hacen
ostentación de las conquistas hechas. Muchas mujeres
conseguidas son como muchos aviones abatidos, como
muchas victorias ganadas.

Para la mujer, en cambio, las cosas no son así. La mujer


puede decidir entregarse sexualmente y dejarse envolver
con muy distinto ímpetu. A veces muy poco, otras un poco
más, otras mucho o muchísimo. El caso límite es el de la
prostituta que se entrega sin dar nada y simboliza su
resistencia no besando nunca al hombre en la boca. Aquello
que para el hombre es un acto discontinuo: o sí o no, acto
sexual o nada, para la mujer es una sucesión de aberturas,
como una serie de puertas a las que ella quita el cerrojo
sólo para el hombre que, a sus ojos, lo merece. Por ello la
mujer se siente profundamente ofendida cuando el hombre
que hizo el amor con ella la considera una conquista y la
trata como si hubiera pasado a ser de su posesión.

2. A los ojos del hombre, la mujer vestida está distante,


defendida. La ropa y el maquillaje tienen siempre un doble
significado: invitación y obstáculo. Dos fuerzas que se
pueden dosificar de muy distinto modo. En algunos casos la
mujer acentuará la invitación si ese hombre le agrada, si
quiere atraerlo. Pero el hombre tiene grandes dificultades
para descifrarla. Ya vimos que, en su yo íntimo, la mayor
parte de los hombres tienen miedo de la belleza femenina.
Se sienten atraídos por ella, pero le temen. La mujer que se
embellece más para agradar puede, con ello, dar al hombre
la impresión de ser más inaccesible aún. Además, en la
fantasía erótica masculina la vestimenta, cuanto más
elegante, más refinada, más lujosa, más femenina es,
simboliza una diferencia, una distancia, un obstáculo, una
prueba.

Seducir quiere decir revertir esta situación. Seducir quiere


decir que esa bella desconocida, la secretaria irreprochable
detrás de su escritorio, la gran señora con tapado de piel o
vestido de noche, se transforma, de pronto, en una amante
apasionada. El hombre, en el fondo, no cree en su
capacidad de seducción. Para él la seducción es siempre un
milagro. Cuando llega, cuando la mujer se desnuda es
porque ella lo ha decidido y él no puede menos que

sentirse enajenado, feliz. Hasta el don Juan más cínico se


emociona cuando una mujer desconocida le brinda una
intimidad que pocos instantes antes era inimaginable. La
seducción, para el hombre, nunca es motivo de triunfo sino
de asombro. Nunca le produce una sensación de
superioridad, sino de reconocimiento.

Nada hay más sorprendente para el hombre que la


transformación de la mujer que se entrega. [1] De pronto,
cuando no se lo espera, la desconocida se comporta con él
como si hubiese madurado un largo conocimiento, una
profunda confianza íntima. Como si fuese su amante de
mucho tiempo, como si estuviese enamorada. Y este es el
motivo por el cual los hombres, sobre todo en el pasado,
creían ser hechiceros. El hombre no sabe que la mujer lo
estudió, lo puso a prueba, se abrió lentamente. Y aun ahora,
cuando se entrega sexualmente, no se da por entero. El
hombre, que ignora esta progresión silenciosa, típicamente
femenina, se inclina a pensar en una gran pasión cuando ve
que la mujer está a su disposición sin reservas, cuando ve
tanta avidez de su cuerpo, de su esperma, de sus olores,
tanto desenfreno impúdico.
La experiencia de esa metamorfosis inesperada y
maravillosa deja en el hombre una impresión intensa, un
recuerdo indeleble. El don Juan, en definitiva, busca
precisamente esta emoción. Quiere renovarla sin cesar,
experimentar cada vez el éxtasis de lo increíble. Para
lograrla debe, sin embargo, colocarse en una situación
antagónica con respecto a la pasión que la provocó. Debe
impedir que la oleada erótica de la mujer lo envuelva, lo ate
y llegue a ser continuidad. Porque si llega a ser continuidad,
el estupor de la seducción se acaba.

Por eso, también el hombre quiere, en el fondo, provocar


una emoción irresistible, ser amado, ser enteramente
deseado. También el hombre busca en la mujer una pasión
erótica sin frenos. Los símbolos de la seducción femenina
prometen este delirio emotivo y sensual. El hombre quiere
la oleada emocional de la mujer. Pero, al mismo tiempo, hay
en él una necesidad de discontinuidad. La mujer debe
entonces alejarse para que él la pueda encontrar de nuevo.
Debe volver a ser elegante, “bien vestida”, distante para
que él pueda reencontrar a la desconocida. La mujer sabe
todas estas cosas.

Vimos, en efecto, al hablar de la seducción femenina, que la


mujer cambia

continuamente para mantener el interés erótico de su


hombre. Dijimos también en ese momento que la emoción
provocada por la belleza femenina nunca es duradera, que
el hombre se aleja, por lo que la mujer tiene que renovar su
hechizo. La mujer, pues, está obligada siempre, de alguna
manera, a hacer uso del arte de la seducción, aun cuando
querría ser sólo “ella misma”, ser sólo la “bella durmiente”.
Y esto, de vez en cuando, le pesa.
3. Para el hombre es muy difícil comprender si la
metamorfosis de la mujer es sincera o simulada, si es
producto del amor o artificio de la seducción. Hasta la
prostituta, una vez pactado el precio, simula interés,
admiración, excitación erótica. El hecho de que no lo bese
en la boca no le dice nada al hombre. Para él la mujer, si
elogia su cuerpo, si grita de placer, si le hace comprender
que nunca ha visto un miembro viril más hermoso, si le besa
el sexo, está eróticamente excitada. La verdadera
prostituta, la cortesana, sabe muy bien estas cosas. ¿Cómo
puede el hombre distinguirlas del amor, de la pasión?

Por otra parte, el hombre desea también interrumpir el flujo


emocional, la continuidad erótica, y la cortesana lo logra a
la perfección. Porque conoce sus deseos. Sabe que no desea
que se lo ahogue con afecto, con atenciones, que se lo
retenga. El resultado es un hecho paradójico. El hombre es
especialmente sensible al encanto de la mujer que hace uso
racional de las artes de la seducción. La bella durmiente
tiene motivos para temer el poder del hechizo. El peligro y
las ansias de que hablan las novelas rosas son
perfectamente justificadas.

Otro hecho paradójico es que el hombre, cuando la mujer se


le entrega con demasiada facilidad y sin freno alguno, tiene
la impresión de que lo hace por cálculo, por algún motivo.
En otras palabras, que actúa como una prostituta. La
expresión despectiva “es una puta”, quiere decir, en
definitiva, que finge, que engaña, que usa su sexualidad con
fines no eróticos. No olvidemos que para el hombre, el
placer sexual es un fin en sí. La idea de que se lo use para
otros fines lo perturba. La idea de que la excitación erótica
pueda ser simulada lo inquieta. Porque él no puede hacerlo,
porque en él la erección es la prueba que no se puede
falsificar.
El hombre puede equivocarse también en cuanto al deseo
femenino de continuidad. La mujer desea estar con el
hombre que ama o que le agrada.

Desea viajar con él, ver las cosas que él ve. Desea que la
admiren con él en las fiestas, mostrarse en público. Todo
esto forma parte de su erotismo espontáneo. Mientras que
el hombre, cuando la mujer le pide estas cosas, tiene la
impresión de que no le interesa el erotismo, sino la
mundanería.

También aquí asoma la imagen de la cortesana que da su


sexo porque quiere algo más. Su verdadera intención está
en otra parte. Esta dificultad del hombre para comprender si
la mujer actúa por amor o por cálculo genera en la mujer
una sensación de desaliento.

4. El hombre, en sus fantasías, desea a todas las mujeres,


querría hacer el amor con todas. Siente, dentro de él, un
deseo sexual inagotable. Renaciente.

Desea, como en la pornografía y en la prostitución, mujeres


que se le ofrezcan siempre. En cambio, en la realidad,
cuando la mujer se le ofrece con insistencia, cuando la
mujer quiere hacer el amor con él intensamente, siempre su
interés decae y él se retrae, se siente impotente. Si la mujer
toma realmente la iniciativa, si la mujer realmente desea
una sexualidad excepcional, si la mujer se comporta
realmente como él la imagina en la pornografía, entonces él
es quien se encierra, él es quien tiene miedo. El hombre,
habituado a pedir, acostumbrado a construir su vida
fantástica en base a sus pedidos, cuando los roles se
invierten no sabe decir que no. Y

entonces su organismo es el que se rehúsa. No puede


entonces llegar a la erección o no puede ya eyacular. Por
eso las mujeres dicen que, en realidad, el hombre tiene
miedo de la sexualidad femenina y tiene necesidad del
afianzamiento continuo y patético de su virilidad.

El hombre, con su sexualidad discontinua, con su tendencia


a identificar el erotismo con el orgasmo o, al menos, con la
penetración, no puede adherir puntualmente a un erotismo
difuso, amoroso, cutáneo, oloroso, táctil, en el que los
orgasmos se suceden sin cesar y el abrazo erótico parece
durar sin límite. El hombre sueña con hacer el amor, no con
estar en un continuo estado de orgasmo. Aun cuando
después permanezca días enteros abrazado a su amada,
aun cuando pase la noche haciendo el amor con ella, para él
el

tiempo estará constituido por otros tantos principios. Y cada


vez será como si encontrase a esa mujer por primera vez,
como si la desnudase por primera vez, como si la viese
desnuda por primera vez, maravillado por el milagro de la
seducción como la primera vez. La discontinuidad masculina
vive esta ilusión del comienzo, de la sorpresa, de lo diverso,
del descubrimiento. Por ello tiene horror de aquello que le
parece una repetición, una costumbre, un gesto obligado. El
requerimiento sexual femenino lo asusta y destruye su
erotismo porque tiene el rostro de la cotidianeidad, de la
repetición, del deber.

La seducción femenina —ya lo vimos— es una creación


continua del hechizo de lo nuevo. Y por este motivo
despierta el deseo masculino. Si la mujer pide sexo como
continuidad y repetición, produce en el hombre un profundo
movimiento de desinterés y de rechazo que se transforma
en impotencia. Del mismo modo que la frigidez femenina
aparece cuando falta la seducción por parte del hombre, la
impotencia masculina es síntoma de que falta la seducción
por parte de la mujer.
9
1. De una relación amorosa, el hombre sólo logra conservar
el recuerdo nítido de algunos momentos eróticos. Y para
hacerlo anula, pone entre paréntesis, la historia de la
relación, las emociones complejas y aísla la parte erótica, la
elabora, le da vida propia y con sus fantasía se inserta en
ella. Es como si de una película de amor con escenas de
desenfreno erótico-amorosas, sólo éstas se cortaran para
hacer con ellas un montaje fuera de contexto. Al aislarlas,
puede poner de manifiesto y recordar sólo la parte que para
él es la más bella, la más agradable, la más triunfal de la
experiencia. Tiende inclusive a olvidar las fases emotivas
más importantes del proceso de la relación, para recordar
con una fuerza impresionante algunos momentos, algunos
detalles eróticos, como si éstos fueran el símbolo, el núcleo
de la relación. El fenómeno es similar a los “recuerdos
encubridores” descubiertos por el psicoanálisis freudiano.
Pero a diferencia de éstos, el recuerdo erótico no es una
reelaboración imaginaria. Es real por completo. Pero es
igualmente muy determinado simbólicamente y posee una
extraordinaria fuerza evocativa. Estos recuerdos masculinos
son, casi siempre, visuales y a menudo rememoran el
comienzo de la relación erótica, el momento en que la mujer
se entrega, el instante extraordinario de la “metamorfosis”.
Mientras que el recuerdo de la mujer no se limita al acto
sexual, no está constituido sólo por un detalle visual, sino
que evoca, más bien, una emoción compleja, un
acontecimiento.

En la película de Fellini La ciudad de las mujeres, el señor


Cazzoni tiene una galería de retratos de mujeres donde han
quedado registrados sus gritos, su respiración agitada, los
suspiros, las frases entrecortadas de su orgasmo amoroso.
Es una galería de trofeos en la que la mujer no puede dejar
de

reconocerse aunque no lo quiera. El la obliga a admitir que


ella era la que gritaba “amor mío, dámelo, dámelo”. A pesar
de que en este momento querría olvidar todo lo que
sucedió, porque lo siente como una debilidad, una flaqueza.
Para ello querría recuperar ese fragmento como querría
recuperar las fotografías cuando un amor llega a su fin. Pero
el señor Cazzoni sólo quiere recordar eso y le impone su
voluntad. En la ciudad feminista la fantasía masculina ha
llegado a ser una pesadilla.

Vimos antes que el personaje femenino más erótico es


aquel que no plantea problemas ni responsabilidades: la
mujer boba, que no comprende siquiera su fuerza seductora
y no recuerda. Ahora sabemos que el hombre, mientras
elaboraba aquella fantasía conocía el peso emotivo de la
realidad. Al igual que conoce la historia real de su vida,
aunque sólo quiera recordar una parte. Sabe que había un
obstáculo, que había resistencia, que había también amor.
Pero en la construcción fantástica, trata todo aquello como
potencias dominadas sobre las que triunfa la libertad
soberana del vencedor. Es como el saqueo después de la
conquista de una ciudad. El guerrero victorioso profana todo
lo que encuentra, entra a todas partes, sin encontrar jamás
resistencia alguna, ni interna ni externa.

2. ¿Tienen Sade y el sadismo algo que ver con esta


experiencia?

Bataille[1] dio mucha importancia a Sade cuando definió el


erotismo como la presencia de la vida dentro de la muerte o
de la muerte dentro de la vida. Para Bataille, en la vida
existen dos fuerzas. Una que tiende a la individuación y el
individuo quiere sobrevivir. La otra que tiende a la fusión y,
por consiguiente, a la descomposición del individuo, a su
muerte. Esta segunda fuerza es la violencia. En el erotismo,
ambas entran en acción. El individuo quiere seguir siendo él
mismo y, no obstante, fundirse con el otro. Pero la fusión, en
el fondo, es destrucción, violencia, muerte. Sade, según
Bataille, no ha hecho sino exacerbar este polo dialéctico del
erotismo. El erotismo, pues, es siempre transgresión,
violencia, profanación, voluntad de anularse y de anular.

Esta posición de Bataille tuvo mucho éxito pero no es


sostenible. No porque sea truculenta o porque exprese la
concepción de la sexualidad como pecado, sino porque
reúne cosas heterogéneas. Por ejemplo, la excitación

colectiva de la multitud y de la orgía, el orgasmo sexual, el


trance hipnótico y, en fin, el éxtasis de los enamorados.
Demasiadas cosas. La fusión amorosa del enamoramiento
—por ejemplo— no es en modo alguno la anulación de los
individuos en lo indistinto. Es más bien, la aparición de algo
completamente nuevo en lo que los dos individuos se han
transfigurado. Es una mutación que llega al mundo y trata
de realizarse en él. La pareja de enamorados es una
formación social dotada de inmensa energía. Observa
críticamente su pasado y proyecta su futuro. Genera valores
últimos, fines últimos. Fortalece y no debilita la voluntad. El
estado naciente nada tiene que ver con la descomposición
de la muerte. Es un renacimiento. Es el surgimiento de una
nueva forma de vida, capaz de esperar y de querer.

La embriaguez estática de la orgía es algo completamente


diferente.

Durante la excitación colectiva los individuos ya no se


reconocen, no conservan su inconfundible unicidad. Es lo
contrario del enamoramiento. Por otro lado, cuando la orgía
termina, cada uno vuelve a ser como antes, un individuo
aislado.

En la excitación colectiva de la multitud los individuos están


más anulados aún. En la orgía se buscan, se encuentran,
tratan de procurarse placer. En la multitud sólo están juntos,
amalgamados, vociferantes. Sus mentes están alteradas,
han perdido la capacidad de juzgar y, en realidad, ya no
piensan. Se dejan arrastrar por las emociones, por un
slogan. Seres tan retrógrados marchan todos juntos,
rítmicamente, y se convierten en una masa.

¿Por qué, entonces, confundir este estado idiota con la


lúcida tensión del amor?

Distinta también es la situación del trance hipnótico.[2] Aquí


las características de la multitud se exaltan. Dentro de un
espacio definido y por un tiempo determinado, los
individuos pierden su individualidad y se sienten poseídos
por una fuerza que es a un tiempo profundamente suya y
trascendente, una fuerza divina. La experiencia estática
tiene un principio y un fin y cada uno, al concluir el rito,
reencuentra su personalidad fortalecida y enriquecida.

3. Sin la formación de una colectividad y por lo tanto, sin


deberes, sin

responsabilidades, sin las obligaciones que el amor


conlleva, el erotismo se disipa por completo en el acto
porque es placer puro. Inútil como el juego, no conduce a
nada. Quien no esté dispuesto a tomarlo como un fin en sí
enloquecerá, porque nunca podrá justificarlo. Es como
arrojar piedras al agua y mirar las ondas que se forman. No
es profundo ni es sublime. No es heroico. No proviene de las
cosas y no las domina. Se yuxtapone a ellas, aparece junto
a ellas. Puede ser una sonrisa o una mueca.
Su inmoralidad deriva del enfrentamiento con las
obligaciones sociales, con las responsabilidades del trabajo.
En este punto Bataille tiene razón.

También la tiene cuando dice que este erotismo profana,


viola la belleza. Pero no por maldad. Lo hace por
indiferencia, porque quiere su placer. Y así choca
frontalmente con la otra fuente del erotismo, la que
describimos como más característica de la mujer. El
erotismo que brota del amor, que tiende a la continuidad,
que quiere ser para siempre, que produce un proyecto de
vida.

No existe una sola raíz del erotismo. Hay dos. Una que se
arraiga más profundamente en las mujeres y la otra, en los
hombres. La primera tiende a crear la comunidad de vida, la
unidad del amor. La segunda, en cambio, no tiene un
proyecto, recoge fragmentos. No es justo afirmar que una es
superior a la otra o que, en el futuro, una prevalecerá
definitivamente sobre la otra.

Pero sí es muy importante saber diferenciarlas.

El erotismo de que habla Bataille pertenece al filón


masculino. Sade lleva al extremo, hasta la temeridad, la
tendencia a la fragmentación y a la irresponsabilidad, típica
del polo masculino del erotismo. Sade utiliza imágenes
crueles, de tortura, de muerte, profanación,
descuartizamiento, como símbolos de un proceso emotivo y
mental de separación. Al leerlo, se tiene la impresión de
que, en realidad, las víctimas no sufren. Debemos tener
presente que la agresividad no produce placer sino cuando
está dirigida a un objeto odiado. Si hacemos daño a quien
amamos, sufrimos. El principio del placer sólo funciona con
la condición de que la descarga de amor o de odio apunte al
objeto adecuado, que no equivoque el blanco.[3] Sade no es
un guerrero que se deleite sobre el cuerpo del enemigo
sacrificado. En sus libros no hay enemigos, tampoco hay
odio. No hay más que violencia gratuita, física y moral, que
se complace en serlo y que no causa sufrimiento. Esto
significa que el acto es puramente simbólico. Que aquello
que se hiere y se

viola no es, de hecho, un cuerpo sino algo distinto. De


acuerdo con este análisis, este “algo distinto” es una
relación estructurada. Es la relación amorosa y, en especial,
la forma específica del erotismo femenino.

4. Quienes leyeron la Histoire d’O, de Pauline Réage,[4]


tuvieron, casi todos, la impresión de que la había escrito un
hombre. Porque es una fantasía

—o mito— típicamente masculino, producto auténtico de


una sociedad en la que entre hombres y mujeres hay un
abismo. Hasta hace poco tiempo, los dos sexos estuvieron
separados. Cada uno de ellos tenía sus propias obligaciones,
problemas, dramas, fantasías diferentes. En esa sociedad
los hombres imaginaban y deseaban una mujer sin deseos
sexuales, sin erotismo.

Psíquicamente asexuada, frágil y pasiva. Sólo el hombre


deseaba el sexo. Lo deseaba continua y obsesivamente. La
mujer decía no, siempre y únicamente no. Para concretar su
deseo, el hombre tenía que obligarla a hacer algo que ella,
por sí sola, ni siquiera hubiera podido imaginar.

El hombre, para vencer, tenía dos caminos. El primero era la


seducción.

Seducir significa doblegar la voluntad reticente de la mujer


para dar el sí, para querer su deseo. El mayor poder de
seducción es el amor. La mujer ama con un amor espiritual
y por amor está dispuesta a hacer cualquier cosa.
Como O, que acepta ir a Roissy, desnudarse, andar a gatas,
dejar que le abran las piernas y después, permitir que todos
la posean.

El otro camino era la violencia, el estupro. En la Histoire d’O


se ejercen las dos coerciones, se pasa sin cesar de una a
otra.

En esta fantasía los hombres son nobles, aristocráticos,


guerreros, y las mujeres, botín de guerra cuya voluntad ha
sido totalmente quebrantada y gracias a ello se pueden
convertir en objetos eróticos.

La mujer, antes de ser violentada psíquica y físicamente, no


es, en realidad, un objeto erótico. Es una madre, una
hermana, una nodriza, una novia. Siempre vestida, siempre
austera, siempre púdica, siempre casta. La liberación que
produce el desenfreno erótico llega profanando estas
figuras, suprimiéndolas, haciendo surgir la animalidad. El
erotismo sólo aparece destruyendo los demás roles, las
otras ligazones sociales de que la mujer es portadora y
símbolo.

Por eso, la violencia del sadismo no se desata contra las


personas, los cuerpos, sino contra los símbolos, los roles.
Este es el motivo por el que las mujeres, después de haber
sido azotadas, encadenadas, vejadas de todas las maneras
posibles, están siempre bellas, frescas, con la piel suave e
intacta. El erotismo sádico no toca los cuerpos. Los cuerpos
no son sino el símbolo de algo más: las instituciones
matrimoniales y familiares, los lazos amorosos continuos del
erotismo femenino que el erotismo masculino arrolla.

El hecho de que este libro siga teniendo vigencia en la


actualidad, demuestra que el erotismo necesita aún
rebelarse para encontrar su expresión.
En otras palabras, que todavía vivimos en una época de
barbarie. Pero sería un error pensar que todo esto esté a
punto de desaparecer. Detrás y más allá de los símbolos
institucionales y desexualizados, se mantiene intacto el
enfrentamiento entre el erotismo masculino y el femenino,
entre el erotismo como fragmento y el erotismo como
continuidad amorosa. El componente sádico del erotismo
nace de la violencia de su lucha interna, de la dialéctica
entre sus dos polaridades.
10
1. ¿Por qué el estupro es tan traumático? Porque en ese
espacio la sexualidad masculina como deseo impersonal,
discontinuo, irresponsable, choca frontalmente con el deseo
femenino. El hombre no comprende la naturaleza del
trauma. Imagina, en su fantasía, que si diez mujeres lo
poseyeran, lo clavaran al suelo, lo obligaran a hacer lo que
quieren, él no sentiría la menor turbación. En la realidad no
sería así, pero lo es en lo imaginario. El estupro, para el
hombre, es una fantasía erótica positiva. Para la mujer,
negativa. Sobre todo, el hombre no comprende que el
estupro pueda ser traumático para una prostituta. Pero
también las prostitutas se sienten ofendidas por el estupro.
Hasta para ellas es intolerable que se las tome contra su
voluntad. La prostituta se entrega, hace cualquier cosa con
cualquiera, pero ella es quien decide. Lo hace por necesidad
económica, por avidez, pero la acción de abrir las piernas es
suya. Es un acto motivado, con miras a obtener un
beneficio. En verdad, es “o la bolsa o la vida”. Por eso, darse
sexualmente es como entregar todo el dinero que se tiene.
Darse es algo tan precioso como el dinero. Darse es ceder la
riqueza. Sin embargo, físicamente nada se pierde.

¿Qué es, entonces, lo que se pierde? ¿Qué es lo que se le


roba a la víctima del estupro? Su libertad de decidir, de
elegir. Si la obligan a darse es porque ella no quiere darse.

El hombre, en su fantasía, imagina ser pasivo. Está siempre


dispuesto a darse. La mujer, en cambio, tiene la necesidad
absoluta de elegir entre el sí y el no. Su fuerza es el derecho
de no darse, de decir que no. Este derecho ha pasado a
integrar su identidad social. Es ella quien al darse —o no
darse—
decide su suerte, tiene el poder de la autodeterminación, es
un ser humano.

La vagina está cerrada, no se ve, tiene que abrirse. Sólo un


acto de

voluntad, hace que se abra. Mientras que el pene no


necesita de la voluntad.

La erección es involuntaria. Darse quiere decir querer. Para


el hombre, tener una erección, desear, no significa querer.
En el lenguaje corriente y vulgar se dice que la mujer “la
da”. “A él se la daba”, “Dámela”, “Te la doy”. Y sin embargo,
desde el punto de vista físico, la vagina recibe. [1] ¿Por qué
se dice, entonces, que “la da”? Pero la vagina no da. Es la
mujer quien da la vagina.

“La da” quiere decir libertad de dar y de no dar según su


voluntad, como se da dinero, un beso, algo nuestro que
tiene valor. Se da como compensación, para obtener algo, o
como dádiva.

En el estupro la mujer no es libre de dar o no dar: la toman.


Pero sólo la mujer puede decir “tómame”. Si no lo dice, si no
se abre, sólo puede ser vulnerada. El estupro es la
vulneración de la voluntad. El hombre no puede sufrir esta
violación de la voluntad de su sexo. Desde luego que
también es posible obligar al hombre a hacer algo
sexualmente desagradable. Por ejemplo, obligarlo a
cometer sodomía. Pero en ese caso sólo siente repugnancia,
asco, dolor, humillación.

En el hombre, la erección es involuntaria. No se puede


obligar a un hombre a tener una erección y una relación
sexual activa con alguien —
hombre o mujer— que no le guste, que rechace. En el
hombre, la única situación equivalente al estupro la
encontramos fuera del campo erótico. Por ejemplo cuando
está en juego alguna creencia ideológica. Como cuando se
obliga a un cristiano a escupir un crucifijo. Aquí uno está
obligado a rechazar, despreciar, desacralizar aquello que se
considera el valor supremo, la fuente de todo valor. Está
forzado a querer aquello que la voluntad no debería jamás
querer, so pena de perderse, de condenarse. No hay nada
similar en el acto sexual.

La conciencia no existe sino cuando analizamos la relación y


no el acto.

También en el hombre se puede violentar la voluntad.


Teniéndolo cerca, aprisionándolo, no dejándolo partir. O sea,
reteniéndolo como a un prisionero o a un niño. En el
hombre, el deseo de poder seguir a la mujer que quiere, es
el equivalente femenino de la posibilidad de entregarse sólo
al hombre que quiere. El ejercicio de la voluntad es el
mismo. Pero el punto de partida es diferente: el hombre
tiene que pedir, a la mujer se le pide. El hombre debe ser
libre de pedir, la mujer, de elegir.

2. Pero hay un segundo motivo. El hombre es físicamente


más fuerte que la mujer. Tiene músculos más fuertes, una
estructura ósea más robusta, es, en general, más alto. Fue,
durante siglos, cazador y guerrero. Y por eso es más
agresivo. Ama la competitividad, la lucha, los deportes
violentos. Es verdad que a la mujer le atrae el cuerpo del
hombre, su fuerza, pero, al mismo tiempo, le dan miedo.

Cuando el hombre la aferra con fuerza, con brutalidad, se


siente a merced de él. Su mano es como una garra de la
que no logra sustraerse, que le hace mal. Su abrazo le quita
la respiración, la sofoca. La violencia del hombre evoca un
antiguo temor, primordial, arraigado en lo más profundo del
ánimo femenino. Desencadena un pánico biológico que
hasta puede llevar a la muerte.

Pero algo de este miedo frente a la fuerza y a la violencia


del hombre sigue existiendo en todo momento. Por eso, la
gentileza es tan importante para la mujer. La gentileza del
gesto indica la gentileza del espíritu, significa que no hay
que temer. Que esa fuerza, esa violencia no están dirigidas
contra ella. Por eso la mujer tiene tanta necesidad de amor,
porque sólo el amor —y sobre todo el amor hecho de
ternura— aleja para siempre el fantasma de la violencia. Ese
cuerpo masculino, grande y fuerte, ya no es peligroso y la
mujer puede encontrar en él un refugio seguro. La mujer
desea que el hombre la abrace, pero el abrazo debe ser
acogedor, protector, amoroso.

3. Cuando intentamos abordar a alguien, causamos siempre


una ruptura, una alteración. Bruckner y Finkielkraut dicen:
“Hay que justificar y, de ser posible, borrar la ilegalidad. Soy
mi propio agente y, como el representante que debe evitar
que le cierren la puerta en la cara antes de ofrecer su
mercancía, tengo que desplegar una gran astucia para
transformar instantáneamente la muerte del otro en
sonrisa, y su retraimiento en curiosidad” .[2]

Sucede esto cuando partimos de nuestro deseo, cuando


queremos satisfacer una necesidad. Por el contrario, cuando
partimos del deseo del otro, por ejemplo cuando le
advertimos de un peligro, no debemos disculpamos.

Tampoco cuando nos asombra algo que, por instinto,


sabemos que también a él puede interesarle y se lo
decimos. Supongamos que vemos caer un meteorito, un
deslumbrante disco luminoso en el cielo. No pedimos
disculpas, lo mostramos y basta. La excusa es válida
porque, en realidad, perseguimos un fin, tenemos una
necesidad. Porque debemos llevar (seducir) al otro a
aceptar esta necesidad, hacerle hacer aquello que no
desea.

Esa es la razón de la excusa. Me disculpo porque doy a


conocer mi deseo y no tengo ningún derecho de darlo a
conocer si no logro provocar el deseo del otro. El que toma
la iniciativa, después de la excusa, debe decir enseguida
algo que haga desear la conversación, que despierte interés
por lo que vendrá.

Algo que involucre o suscite inmediatamente el interés del


otro, su curiosidad, su necesidad de saber. Que lo
entretenga. Si no consigue hacerlo no podrá continuar la
relación. Será un importuno y nada más.

Esto es aplicable a todas las relaciones, aun cuando no esté


en juego el erotismo. Pero si está en juego, en particular
cuando el hombre aborda a la mujer, entonces ambos saben
qué quiere él realmente. Entre él y ella está su deseo
sexual. En todos lo demás casos, después de las excusas
adecuadas, se puede manifestar una necesidad. Podemos
pedir “por favor” que se satisfaga nuestro deseo. Pero si un
hombre le pide “por favor” a una mujer que haga el amor
con él, sólo consigue un no. La mujer, para entregarse, debe
estar excitada, sentirse atraída. También puede hacerlo por
amistad, para tranquilizar al marido, al novio. Hasta puede
hacerlo por dinero. Pero la entrega es siempre un acto de
voluntad y tiene necesidad de una justificación.

La necesidad o el deseo del hombre no son una justificación.


Es más, el hombre que pide “por favor” que hagan el amor
con él causa disgusto. La mujer se da cuenta de que ese
hombre podría pedir lo mismo a cualquier otra.
Comprende que la toma como un medio para aliviar su
deseo y no como un fin.

A la mujer le repugna ser el medio para aliviar el deseo. El


hombre se enorgullecería. Sueña con que una mujer le diga
“por favor, haz el amor conmigo, tengo ganas, unas ganas
locas. Hace un mes que no hago el amor”.

El hombre se alegraría aunque la mujer no se dirigiera a él


personalmente, como individuo único, sino como aquel que
puede darle placer, disminuir su tensión. La mujer, en
cambio siente repugnancia. Cuando el hombre no la

desea a ella como individuo, con amor, con admiración y


cuando no la excita con el misterio o con la seducción, ese
deseo le da asco. De ahí nace el exhibicionismo masculino.
El hombre, para excitar, muestra la erección de sus
genitales y la mujer grita.

Pero el grito no es únicamente disgusto, es además miedo.


Miedo de la violencia. Te necesito ¡entrégate! Te necesito
¡por eso te exijo! A lo largo de los siglos la mujer aprendió a
temer la necesidad masculina. Por este motivo obliga al
hombre a controlar su deseo, a preocuparse por lo que a
ella, como mujer, le interesa y agrada.

El hombre, si quiere despertar interés, debe disimular su


deseo. No puede exhibir su deseo sexual. La mujer no lo
quiere. Todos los hombres le demuestran su deseo. Ella está
preparada, sí, para estimularlo, para gustar. Lo da por
descontado. Espera que el hombre logre ocultarlo. Prefiere
que sea capaz de hacerse agradable, de hacerse desear. Por
otra parte, sabe ya que el hombre así lo desea. Todos
quieren ser agradables, aparecer como individuos únicos,
inconfundibles, deseables por sus cualidades personales,
por su absoluta especificidad, por su diferencia. Ella, como
mujer, ya lo ha hecho.

Se ha vuelto interesante, deseable, con el cuidado de su


cuerpo, con el maquillaje, los vestidos, la postura de las
piernas, la mirada. Al hombre que la aborda le incumbe,
pues, la misión de agradar en ese momento, de representar
el papel adecuado. La mujer ya salió en escena. Y a provocó
el deseo del hombre. Ahora le toca a él.

También se establece una relación de este tipo entre la


mujer y el hombre cuando éste es algún personaje famoso,
alguna figura del espectáculo, un político o un cantante
célebre. En estos casos él ya salió a escena, ya se hizo
deseable. Esta vez, por consiguiente, es su interlocutora
quien tiene la obligación de mostrarse interesante, suscitar
su interés, convertirse a sus ojos en una persona diferente
de las demás.

4. El erotismo femenino tiene necesidad de períodos dulces,


de cambios paulatinos, casi invisibles. El hombre lo quiere
todo y enseguida. La mujer, de a poco. El deseo del hombre,
en cuanto aparece, espontáneamente, es siempre una
intrusión apresurada, violenta. La mujer enamorada,
después de

diez, veinte años, sigue deseando que su hombre le


prodigue aquellas atenciones, aquellos cuidados, aquella
dulzura que ella deseaba el primer día.

Por eso, la necesidad de gentileza, de graduación, el ritual


de admisión no se pueden explicar únicamente por el
miedo. Es una exigencia más profunda, consustanciada con
el erotismo femenino, con su naturaleza continua. El ritual
de admisión, las caricias, el abrazo tierno y fuerte son
distintas maneras de reducir al mínimo la discontinuidad.
Las reglas que la mujer impuso al hombre para hacerle la
corte exigen que éste oculte, vele su deseo. Que se disculpe
por la intrusión. Que sea atento, divertido. Que al hacerle la
corte demuestre que no es rudo sino amable y que está
emocionalmente dispuesto. Que está preparado para
aceptar la libre decisión de la mujer y para respetar su
voluntad. Que sólo se valga de recursos para se-ducir la
voluntad, no para forzarla. La mujer quiere que se la
seduzca, se la excite, pero siguiendo sus tiempos, sus
ritmos, de modo armonioso. Quiere estar rodeada de
emociones. Esto es lo que hace el gran seductor. El seductor
se instala en el corazón del espíritu femenino, se le adhiere,
se funde con él hasta desaparecer.

El gran seductor, el que “encanta” a las mujeres y libera su


erotismo, les habla como lo haría una mujer. Digo “habla”
porque la clave reside precisamente en las palabras y en el
modo en que se las dice.

La mujer teme la violencia del hombre. El gran seductor


puede tener un aspecto fuerte, viril, pero habla con un tono
tranquilizador, persuasivo, seguro. Tiene la seguridad del
padre y la sabiduría de la madre. Dice aquello que sólo una
mujer sería capaz de decir. Habla del cuerpo femenino con
la delicadeza de la mujer.[3] Cuenta y evoca sensaciones
que sólo la mujer conoce y sabe contar. El gran seductor
tiene paciencia, le da tiempo para prepararse, para
fantasear, para fascinarse, para excitarse, para dejarse
llevar.

Jamás demuestra su deseo, su urgencia. El gran seductor


siempre sabe retirarse, dar un paso atrás, postergar su
necesidad. A cada instante hace a la mujer la promesa que
toda mujer espera: no te pido que cambies, no te fuerzo, no
quiero nada para mí.
El gran seductor inspira la misma confianza que los padres,
es alegre y entusiasta como la amiga adolescente, cómplice
como el espejo. Hace que la mujer se sienta como se siente
frente al espejo, cuando se admira, cuando se

descubre, cuando fantasea. La hace caer en adoración ante


su propia belleza y su propio encanto. Saca a la luz su
fantasías más secretas, la ayuda a crear otras. El seductor
conoce y se ha interiorizado de las fantasías femeninas
(igual que la cortesana se ha interiorizado de las fantasías
masculinas). La toca como la tocaría una amiga. La acaricia
y la excita con la naturalidad con que lo haría ella misma.
Su voz es convincente, hipnótica, cadenciosa. Le pide que
se relaje y lo escuche. Que acepte las alabanzas, las
caricias, las palabras susurradas. Le sugiere lo que ella
misma querría pensar para excitarse, para humedecerse. Le
hace aflorar deseos impúdicos, pero como si ella los quisiera
(y por eso no se rebela). Cuando se entrega, ni siquiera
sabe por qué lo ha hecho. ¡Tan natural ha sido!

El inexperto, en cambio, es tímido, desmañado. La mujer lo


siente diferente, siente su necesidad como una amenaza y
tiene miedo de ella. La mujer tiene miedo del tímido. Porque
el tímido es portador de una necesidad sin palabras, una
necesidad explosiva, incapaz de llegar a ser una necesidad
del otro. La necesidad del tímido es una necesidad desnuda,
violenta. La mujer percibe inclusive, en el tímido, la
violencia que él ejerce contra sí mismo, contra su deseo, la
violencia de la represión. Percibe, pues, una doble violencia:
la del deseo y la de la represión. El tartamudeo del tímido se
lo revela. El gran seductor está en el extremo opuesto. Hace
suya la necesidad de la mujer, se identifica con ella. Su voz
hipnótica saca a luz su deseo, sus fantasías, disuelve sus
miedos y la lleva a hacer aquello que él le hizo imaginar.
El erotismo es una fantasía de identificación con las partes
eróticas del cuerpo. Es necesario hablar de ellas,
comentarlas, hacer conocer lo que está oculto. La
pornografía es obscena porque lo hace del modo
equivocado y en el momento equivocado, como el
maleducado y el torpe. Hasta el cumplido erótico ocasional
es a menudo obsceno. Pero lo que en un momento se
considera obscenidad, en otro es un cumplido. La confianza
erótica —que surge muy rápido, como un acto de
hipnotismo, como un lenguaje común—

permite transformar la obscenidad en invitación. La


obscenidad es una invitación rechazada Si se la acepta, el
mismo discurso nos permite presentamos a nosotros
mismos y al otro del modo más excitante. Por eso, lo erótico
es una pornografía personal. Es un texto en el cual los
protagonistas

somos nosotros mismos y en el cual ambos nos


reconocemos.

El gran seductor sólo es tal si sabe conducir el juego hasta


el fin. Aun cuando deje a la mujer, debe dejarle un buen
recuerdo de sí. Pero muy pocos están a la altura de los
acontecimientos. Satisfecho su deseo, la mayor parte de los
hombres destruyen el encanto y la mujer sale de su
ensueño sola.

Entonces siente cólera con ella misma porque se dejó llevar,


se entregó a quien no lo merecía. La mujer no perdona sino
a aquel que no se comporta como un saqueador. De lo
contrario, se siente defraudada. Es frecuente, pues, que
mientras el hombre tiene una sensación de libertad y de
éxito, la mujer viva una experiencia de pérdida, una
desilusión. Como si le hubiesen sustraído algo, como si se
hubiera dejado engañar. Tiene, entonces, una sensación de
rencor frente a él y frente a sí misma. Los hombres no
comprenden, por lo regular, por qué las mujeres se sienten
tan atraídas por los granujas. Dicho en otras palabras, por
qué son tan intolerantes con ellos y tan indulgentes con el
gran seductor.
11
1. Para el hombre, la relación sexual es algo importante y
tiene verdadera necesidad de ella. Ninguna forma de
erotismo cutáneo, muscular, cenestésico, ningún tipo de
intimidad amorosa, ninguna ternura del tipo maternal
pueden sustituirla y disminuir su urgencia. Para el hombre,
renunciar totalmente al sexo es tan difícil como renunciar a
comer o beber. Las dificultades con que tropezaban los
ascetas y los anacoretas cristianos no provenían del hambre
ni de la sed, sino de las fantasías eróticas continuas,
obsesionantes. Para el hombre la castidad, aun temporaria,
es muy penosa y éste es el motivo por el cual, para
imponerla, se recurrió al bárbaro método de la castración.
La mujer no tiene este tipo de necesidades. Si no encuentra
al hombre que le agrada, prefiere no tener relaciones
sexuales, aunque sea durante meses, durante años. Como
dijo Kinsey,[1] las mujeres se casan porque quieren una
relación afectiva larga y estable con una sola persona,
porque quieren una casa, quieren hijos, quieren bienestar
material y seguridad. También a los hombres les interesan
estas cosas, pero son muy pocos los que estarían
dispuestos a casarse si no estuvieran seguros de poder
hacer el amor. Para el hombre, la relación sexual —el sexo—
en el matrimonio, en la convivencia, en la vida, es una
necesidad cotidiana.

La experiencia sexual es importante para el hombre aun


cuando se trate de una relación ocasional, hasta con una
prostituta. Ya vimos, al principio, que la prostituta satisface
determinadas fantasías eróticas masculinas. No debe
asombramos, pues, que la experiencia con ella pueda tener
un significado. Casi todas las investigaciones demuestran
que hasta en los países donde se produjo la revolución
sexual, los hombres siguen corriendo detrás de las
prostitutas. Esto se justifica aduciendo alguna incapacidad o
defecto de

la mujer o la amante. En realidad, el encuentro erótico puro,


separado de responsabilidades y consecuencias, juzgado
por lo que es en sí, con una mujer nueva, diferente, sigue
teniendo un significado para la imaginación masculina. La
mujer, al entregarse, le produce una fuerte emoción. No es
exacto que el sentimiento dominante sea el orgullo de
haber logrado seducirla o de haber logrado humillarla
pagándole. Es cierto que estas cosas existen, pero no tienen
la importancia de la emoción erótica a la que me estoy
refiriendo. Al pasar el tiempo, en efecto, ya no recordará el
galanteo. Ya no recordará el pago. Ni tampoco la historia.
Sólo recordará el acto erótico en sí.

Es increíble la capacidad de memoria erótica que tiene el


hombre. Es tan elevada como la que tiene la mujer para las
relaciones sentimentales. A distancia de años y de décadas,
el recuerdo erótico masculino está presente con la misma
nitidez de siempre. Es exactamente como si en ese
momento pasara por esa experiencia. El hombre se
masturba evocando y elaborando fragmentos de
experiencias.

Algunas feministas han criticado esta conducta


considerándola negativa, desdeñosa, agresiva. [2] Pero
estas fantasías masculinas no tienen nada en absoluto de
agresivo. Es la mujer quien las vive de este modo, porque
tiene la impresión de que la mutilan, que ponen entre
paréntesis una parte de ella, porque se elaboran sin que
intervenga su voluntad. Sobre todo, porque aíslan un
fragmento del tiempo continuo. Hacen revivir un momento
discontinuo, arrancado de la trama continua del hecho
acaecido. Para el hombre, por el contrario, la fantasía es
agradable, amistosa, serena.

El encuentro amoroso, si es feliz, si es emocionante, si va


acompañado de la revelación de la belleza femenina,
produce en él una sensación de reconocimiento, de
simpatía. Y esto es lo que recuerda, lo que se activa en la
fantasía. La intimidad, la fusión, la alianza, el momento en
el cual él vio en ella la fuente de su gozo, la belleza. No la
belleza de un vestido en sí, sino la belleza del cuerpo que se
cubre con ese vestido, la belleza de las telas, el perfume, el
gesto de invitación, el abrazo, el estremecimiento, la
sonrisa, la mano que busca. Todo aquello que la mujer puso
en su seducción se encuentra intacto en el recuerdo
masculino. Aunque no haya conseguido provocar la emoción
continua del amor, consiguió, sí, algo indeleble en la
discontinuidad. La imaginación visual reactiva cada detalle
del encuentro en

todo su esplendor y el hombre lo revivirá, incluso muchos


años después, hasta el orgasmo.

Pero estas fantasías, para poder surgir, requieren una


conexión, por sutil que esta sea, con la realidad. Además, la
fantasía es siempre fantasía de complicidad. Por ello, si la
mujer lo rechazó, el hombre queda turbado.

Porque en la fantasía reaparece el rechazo y la interrumpe.


La mujer lo sabe y, si quiere herir al hombre, deja en su
mente la impronta del rechazo, de un no humillante.

2. Cuando en el hombre se extingue la pasión por una


mujer, esto se traduce en un total desinterés. En la mujer,
en un rechazo. La mujer que se cansa de un hombre no
desea verlo más en la casa, no soporta que le hable. El
hombre que se cansa de una mujer se limita a ignorarla. Si
ella no interviene en su vida, mantiene, de buen grado,
relaciones amistosas.

Si la mujer se enamora de otro hombre, ya no soporta al


primero. Lo echa, y si lo retiene, es para hacerlo sufrir, para
torturarlo, porque a su juicio es culpable de haberla
desilusionado. La mujer hace reproches al hombre que no le
agrada y quiere anular su presencia. Trata de destruir toda
huella del pasado. Porque para ella la continuidad de la
relación es lo importante.

Mientras que cuando lo importante es el instante del placer,


se conserva el recuerdo. El hombre sabe que un día
cualquiera podría renacer en él el deseo.

Por eso las mujeres sienten celos de las ex amantes o de las


ex esposas del hombre. Porque aunque sólo sea en la
fantasía, él podría desearlas todavía.

Sin embargo, las mujeres se equivocan cuando piensan que


el hombre recuerda la relación amorosa, la angustia del
enamoramiento. En esto es igual a ellas. Si recuerda las
emociones del enamoramiento, quiere decir que todavía
está enamorado. Quien no está enamorado no recuerda
más la experiencia amorosa, no puede hacerla revivir. La
memoria masculina es memoria del encuentro erótico y de
lo que en aquel momento se relacionaba con el erotismo.
Todo el resto se anula. Sobre todo los sentimientos.

Precisamente porque recuerda aquello que es un fragmento


discontinuo, separado del tiempo, el hombre acepta su
pasado erótico y mantiene una buena relación con las
mujeres de su vida. En su filme Ocho y medio, Fellini

imagina que todas las mujeres que lo atrajeron


eróticamente, o a quienes él amó, se reúnen en una gran
fiesta. La ex esposa y la prostituta que, de niño, había visto
bailar en la playa; la mujer a la que sólo encontró una vez y
aquella con quien pasó la vida. Es difícil que una mujer
pueda soñar algo semejante.

Esta característica está ligada a la discontinuidad. De la


persona amada el hombre tiende a olvidar todo aquello que
fue sufrimiento, todo aquello que fue conflicto, atropello.
Conserva únicamente el recuerdo de algunos momentos
eróticos.

A la mujer, cuando ya no ama, la ofende esta fragmentación


de su persona. Le repugna que recuerden cómo hacía el
amor, cómo gritaba de placer, cómo balanceaba sobre el
sexo del hombre y eso porque ahora ese hombre no le
agrada, no le interesa y no se acostaría con él por nada en
el mundo. No quiere recordarlo y no lo recuerda.

Nos encontramos, así, frente a una paradoja. El hombre se


aleja con mayor facilidad, no desea prolongar el abrazo
erótico, a veces se cansa, quiere irse. Pero al mismo tiempo
recuerda, de modo indeleble, aquella experiencia que
parecía tan superficial. Podrá volver a ella en múltiples
ocasiones, reviviéndola con la misma intensidad. La mujer,
que había tenido la impresión de que se la descuidaba como
a un simple objeto impersonal, no sabe que se la recordará
hasta en los menores detalles y que, durante toda la vida,
aquel hombre pensará en ella con placer, porque puede
reevocarla en el esplendor del momento erótico. No se
evocan sus proyectos, sus sentimientos, sus pasiones, sus
ansias. El hombre recuerda de ella el erotismo. Pero en el
erotismo entran sus vacilaciones, su impulso, sus arrebatos,
su ingenuidad, su dulzura, su pudor o su impudicia. Es ella
la que sigue viva: una parte inconfundiblemente auténtica
de su personalidad.
Pero la mujer desea la continuidad. No sabe soportar la
separación.

Querría un encuentro sin final, una perpetuidad. Para


alcanzarla exige una convivencia que se figura saturada de
erotismo amoroso. Pero cuando esta convivencia pasa a ser
la vida diaria, la decepciona. Se irrita entonces, se
encoleriza. Se refugia en la fantasía. Y al mismo tiempo, se
venga con gestos cotidianos que irritan al hombre y lo
exasperan. Como conoce sus gustos y sus deseos lo ataca
sin cesar, lo agobia. Es el ritual del odio en el que pone el

mismo empeño que había puesto en el del amor.

Cuando llega a romper la relación, su ruptura es total. Del


mismo modo que antes quería la continuidad absoluta,
quiere ahora la discontinuidad absoluta. Antes era la
perpetuidad de lo positivo. Ahora, la perpetuidad de lo
negativo. Aquello que antes se deseaba, se suprime ahora
brutalmente de la vida, de la memoria. A partir de ese
momento la mujer ya no será capaz de evocar, en todo su
esplendor, los encuentros eróticos tal como lo hace el
hombre. Si lo hace es porque todavía se siente atraída por
aquel hombre o porque todavía lucha para separarse de él.
El recuerdo sólo puede aparecer en forma de deseo
acongojante de volver a empezar. O también como rechazo,
disgusto, venganza.

La mujer desea un tiempo erótico continuo. Si lo interrumpe,


crea una discontinuidad radical. Como no puede realizar el
tiempo erótico continuo, renuncia a él, se precipita hacia la
discontinuidad, pero esto nada tiene ya de erótico. Y si inicia
una nueva relación erótica, ésta se caracterizará por un
volver a empezar del tiempo. Es una nueva era.
Cuando el hombre se enamora, también en él está presente
un fenómeno de esta índole. Entonces, también para él el
pasado pierde valor y su erotismo tiende a tomarse
continuo. Pero en la mujer, la fractura con el pasado se
produce hasta cuando no hay enamoramiento. Su erotismo
exige siempre la unidad temporal. Paradójicamente, esta
unidad sólo puede concretarse a costa de una continuidad
más radical.

El esquema temporal de la vida erótica, constituida por una


sucesión de relaciones monogámicas en las que se
intercalan etapas promiscuas de búsqueda, fue impuesto
principalmente por la mujer. En los Estados Unidos de
América el cine de Hollywood proporcionó una anticipación
de este modelo. Desde hace varias décadas las estrellas de
Hollywood llevan una vida que se caracteriza por la
secuencia matrimonio-divorcio-nuevo matrimonio-nuevo
divorcio, etcétera. El star system adoptó ese modelo para
que el público —sobre todo el público femenino— aceptara
como moral la anarquía erótica del mundo del espectáculo.
Es la apariencia formal de aquello que de por sí hubiera sido
promiscuidad.

Con la liberalización sexual y la emancipación femenina, ese


esquema resultó de un valor incalculable para dominar las
tendencias promiscuas de la

década de 1960, y a partir del feminismo, se afirmó como


modelo dominante.
12
1. El verdadero erotismo sólo es posible cuando cada sexo
trata de comprender al otro, logra ponerse en su lugar y
hacer propias sus fantasías.

Por eso, en Occidente, el erotismo sólo comienza ahora.


Salvo pocas excepciones, hasta la década de 1960 los dos
sexos desempeñaban roles distintos y rígidos. El cambio se
produjo primero en el plano económico y material. Cuando
con el desarrollo económico aumentó la instrucción
femenina, disminuyó la natalidad y se incrementó la
automatización de las tareas domésticas. La rebelión estalló
primero entre los adolescentes que abatieron la división
tradicional de roles, las distancias, incluso físicas, entre
hombres y mujeres. Los adolescentes se agruparon en
grandes movimientos y en grandes fiestas colectivas, y
encontraron ídolos y mitos comunes.

Después, al proseguir la transformación, hizo su aparición el


feminismo que cuestionó fundamentalmente el
ordenamiento de los roles masculino y femenino en su
conjunto. A partir de ese momento, ambos sexos
comenzaron a estudiarse y a conocerse. En un primer
tiempo, cada sexo trató de imponer al otro su modelo. Las
feministas, por ejemplo, invitaron al hombre a ser como la
mujer. Pero, al mismo tiempo, adoptaban modelos
masculinos. Esta es una larga y fascinante historia, de la
que sólo recordaré algunos momentos literarios.

Uno de los temas recurrentes en la literatura femenina es el


deseo de poder reaccionar, eróticamente, como el hombre,
separando la sexualidad y el amor. En su excelente libro Una
espía en la casa del amor, Anaïs Nin dice:
“Ella abrió los ojos para contemplar la felicidad penetrante
de su liberación: era libre, libre como el hombre de gozar sin
amor. Sin la pasión en el corazón había logrado gozar con
un extraño, como un hombre. Recordó entonces lo

que había oído decir a los hombres: ‘Después me quería ir.’


Miró al extraño, tendido desnudo a su lado y lo vio como a
una estatua que no quería volver a tocar… y en ella hizo
eclosión algo semejante a la rabia, a la nostalgia, algo así
como el deseo de recuperar esa dádiva que había hecho de
su persona, de borrar toda huella. De alejarlo de su cuerpo.
Quería separarse de él de modo rápido y conciso,
desenmarañar y separar aquello que por un instante había
estado fusionado: los suspiros, la piel, los humores y los
perfumes de sus cuerpos”. [1]

En el preciso momento en que Anaïs Nin nos dice que


alcanzó la libertad masculina del placer sin amor, nos da
una descripción exclusiva, profunda y radicalmente
femenina. Cuando el hombre se separa, como vimos, se
siente feliz, ligero. La mujer que tuvo una relación sexual sin
amor siente, en cambio, que la han defraudado, robado,
engañado. Quiere recuperar lo que dio. Siente el deseo de
desatar lo que estuvo unido de modo tan impropio y
ofensivo.

También Erica Jong en sus dos libros, Paura di volare[*] y


Come salvarsi la vita, fantaseó continuamente con el sexo
sin complicaciones, el acto sexual igual al del hombre. En el
último, Paracadute e baci, esta búsqueda llega a ser
obsesiva. La protagonista de la novela, Isadora, abandonada
por su joven marido, se lanza a una serie de aventuras
sexuales, como corresponde a una divorciada de la Nueva
York de 1984. Pero aunque diga que está excitada, se tiene
la impresión de que experimenta, sobre todo, rabia y cólera.
“Cuerpos desconocidos, penes extraños. Isadora no tolera
pasar toda la noche con ellos.

Querría que el hombre de turno fuese sacado de su cama,


como por arte de magia, a las tres de la mañana y por eso
no permite que ninguno, pero ninguno, permanezca con ella
hasta el día siguiente. Ha llegado inclusive a echar hombres
de su casa a las tres de la mañana…”[2] “Y ¿qué ha
aprendido Isadora sobre esos husos mágicos, en este
período de su vida? Aprendió que muy pocos saben
transmitir magia y ni siquiera olvido, salvo por pocos
instantes. Aprendió que a veces no sólo el príncipe no llega,
sino que a menudo, cuando llega, no logra una erección.
Aprendió que los sexos varían muchísimo… Algunos son
rosados, otros rojos, otros amarillos o marrones o negros.
Algunos están cubiertos de venas como mapas lunares,
otros son lisos como cerditos de mazapán rosado. Algunos
gotean antes de chorrear, otros se

rehúsan a chorrear del todo. Pero a pesar de todas estas


diferencias, hay algo que no cambia: no se puede amar un
sexo si no se ama a su propietario. ”[3]

Así se desarrolla todo el libro de Jong, como una continua


orgía de sexo repulsivo, de hombres repugnantes. El libro es
un grito continuo de rabia en la búsqueda del hombre ideal,
joven, apuesto, al cual amar apasionadamente y por el cual
hacerse amar. Según el libro, al final lo encuentra. Pero no
es totalmente cierto. El enamoramiento, en los libros de
Jong, no existe jamás.

Anaïs Nin se ponía en juego en el amor. Se identificaba en


cada nuevo amante. Con el primero, el hermosísimo
alemán, revivía el encanto de Wagner y de Sigfrido. Con
John, el guerrero, la atracción de la guerra y la muerte. Con
Mambo, las islas tropicales, la música afroamericana. Cada
vez una nueva encarnación, hasta vivir una miríada de
vidas. Pero al final, después de múltiples identificaciones
eróticas, advierte que se está desintegrando. Lo comprende
al mirar los cuadros de Jai. Sus figuras estallaban y se
fragmentaban en constelaciones, como un rompecabezas
desparramado,
cuyos
pedazos
caen
tan
dispersos
que
parecen

irrecuperables.” [4] En el intento de ser como el hombre, de


conquistar la libertad del hombre, va tan lejos que su yo se
disuelve. Pero es porque Anaïs Nin debe identificarse a
fondo cada vez, debe poner en juego una parte esencial de
sí. Y esto es femenino, no masculino. Y sin embargo Anaïs
Nin comprende bien al hombre, lo ha estudiado
intencionalmente para escribir sus narraciones
pornográficas. Fue amiga íntima de Henry Miller y de
Lawrence Durrell, ha estado cerca de los más grandes
escritores de su época.

2. La única que logró describir un erotismo a un tiempo


masculino y femenino es Emmanuelle Arsan. En las partes
más felices de sus libros, en general unas pocas páginas,
consigue realizar, desde el punto de vista femenino, la obra
maestra de Lawrence[5] hizo desde el punto de vista
masculino: sentir el mundo con la sensibilidad del otro sexo
y, al mismo tiempo, volverlo comprensible para el propio.

En el libro de Emmanuelle, [6] Arsan nos presenta una serie


de emociones eróticas típicamente femeninas. Desde el
principio, al entrar en la lujosa cabina de primera clase, la
mujer “siente una dulzura casi física al pensar en

todas las atenciones de que ha sido objeto”. Cuando entra


su compañero de viaje lo evalúa en los detalles, aprecia su
elegancia y el agradable olor del cuero de su portafolios.
Igual que en la novela rosa clásica, Emmanuelle tiene
después un arrebato de celos cuando ve a la azafata
arrimarse a un pasajero.

Todo en ella es seducción. “Las rodillas de Emmanuelle


están desnudas bajo la luz dorada que sale de los difusores.
La falda las ha dejado al descubierto y los ojos del hombre
no las abandonan… sabe cómo perturban… Muy pronto los
párpados se cierran y Emmanuelle se ve a sí misma no ya
desnuda en parte, sino toda, abandonada a la tentación de
esta contemplación frente a la cual sabe que quedará, una
vez más, sin defensas. ”[7] Emmanuelle se ofrece al hombre
que está a su lado sin que él la corteje, sin una sola palabra.
Nunca hay de por medio un sentimiento, sino la intención
de que vaya más allá del placer inmediato. Y sin embargo,
ese encuentro casual es fuente de un placer extraordinario
y las experiencias descritas, hasta en sus mínimos
pormenores, son las de una mujer. Le gusta tener entre sus
manos el pene del hombre.

“Los dedos apretados de Emmanuelle subían y bajaban


cada vez menos tímidos a medida que la caricia se
prolongaba a lo largo de la gruesa vena hinchada, en la
curva del falo… el bálano, duplicando su volumen, parecía a
cada momento a punto de estallar” [8] El ritmo del hombre
es su ritmo. El placer del hombre, su placer. “Emmanuelle
recibió con extraña sensación, sobre los brazos, sobre el
vientre desnudo, en sus senos, en la boca, en los cabellos,
los largos chorros blancos y olorosos que del miembro
satisfecho al fin, se volcaban.” [9] O a continuación: “El
hombre se mantuvo lo más hondo posible en su vagina,
unido a ella, en el cuello de su matriz, en el centro de su
espasmo. Emmanuelle conserva la imaginación suficiente
como para gozar en su pensamiento con esa sustancia
viscosa, aspirada por la abertura oblonga de su útero, activa
y golosa como una boca.” [10] Fantasías femeninas, sin
duda, pero construidas sobre el cuerpo, sobre el sexo
masculino, acompasadas a su ritmo.

El erotismo de Emmanuelle es promiscuo. Con el hombre del


avión, con Marie-Anne, con el marido. En cada ocasión y de
un modo total, incondicional, está dispuesta a dar y a recibir
placer. Está siempre fascinada por la belleza de los
hombres, de las mujeres, de los niños. Ahí donde descubre
la belleza de los cuerpos, de los gestos, de las miradas. Esto
nos

recuerda el erotismo masculino para el cual las mujeres


siempre se imaginan bellísimas, perfectas. Es masculina
también su completa indiferencia erótica ante la situación
social, la jerarquía, el prestigio, la fama de los hombres que
encuentra.

En el mundo de Emmanuelle nunca existe el menor titubeo


por empezar.

Nadie tiene miedo ni timidez, nadie siente vergüenza, nadie


se defiende del contacto con la otra persona. Y siempre
recibe la compensación inmediata.

También esto es masculino. Pero Emmanuelle tiene una


sensibilidad lesbiana.

Está enamorada de Marie-Anne, igual que está enamorada


del marido.

Cuando llega la hermosísima Bee se enamora: “Le parecía


que había llegado hasta esta comarca, al fin del mundo,
sólo para encontrarla. Y la había reconocido enseguida, a la
primera mirada dirigida a aquella que desde siempre había
esperado… Por primera vez desde que era muy pequeña,
corrían por su rostro lágrimas verdaderas, lágrimas
abundantes…”[11]

En su mundo hay cabida también para los amores


profundos, duraderos, para el marido y para aquellos a
quienes ella llama maridos, para los amores superficiales,
para los amantes. Pero también para los amigos, los hijos,
los niños.[12]
Ninguno busca ni la exclusividad sexual ni el dominio. No
hay sentimiento de culpa, no hay enemigos. El erotismo
persigue a todos, jóvenes y viejos, hombres y mujeres,
adultos y niños. Nunca hay disgusto o rechazo.

Nunca hay hastío. Nunca hay demasiada proximidad o


demasiada distancia.

En términos generales, Arsan nos ofrece una fantasía


bisexual en la que el erotismo se confunde con cualquier
otra forma de amor y la promiscuidad convive, sin
problemas, con sentimientos profundos. Nos ofrece una
utopía.

PROMISCUIDAD
13
1. En múltiples ocasiones, a lo largo de la historia, aparece
el tema de la promiscuidad: como promiscuidad originaria,
que antecede a la organización social y familiar, o bien
como promiscuidad utópica, como superación definitiva de
la exclusividad y de la posesividad del individuo. Durante la
década de 1960 la promiscuidad fue el ideal más o menos
manifiesto de la revolución sexual. Ya vimos que, en sus
fantasías, los hombres desean hacer el amor con muchas
mujeres y sin demasiadas complicaciones sentimentales.

En el concepto corriente, la promiscuidad es un desarrollo,


un exceso, un desborde de este tipo de deseo masculino. En
realidad, la promiscuidad es siempre un producto colectivo,
la manifestación de la preeminencia de la comunidad sobre
el individuo y la pareja.

Lo podemos observar abiertamente en la orgía. En la orgía,


son abolidos por un tiempo los vínculos del amor y de la
exclusividad interpersonal. Todos están a disposición de
todos. Cesa la posibilidad de expresar una preferencia
erótica, un rechazo. Si bien todos pueden obtener el sí de
todos, también deben decir siempre que sí. Sólo de este
modo se puede concretar el comunismo erótico: “cada
individuo da sobre la base de sus necesidades”. La orgía
sólo es posible porque se suprimen temporariamente todas
nuestras ideosincrasias, nuestras preferencias, nuestros
afectos, nuestros celos, nuestro disgusto.

En el mundo del erotismo también está presente lo


negativo, la repugnancia. La repugnancia que nos inspira
una persona a quien vemos por primera vez, por la calle, o
una persona a quien conocemos. El final de la atracción
erótica se presenta como repugnancia. La repugnancia es
tan inmediata como la atracción y como ella se acrecienta.
No se puede

comparar, en modo alguno, con la amistad-enemistad. Se


puede escribir un libro sobre la amistad sin hablar de la
enemistad. Pero no se puede escribir un libro sobre el
erotismo sin comentar o describir la repugnancia. En la
orgía hay que suprimir la repugnancia. La situación
orgiástica no es un estado originario que se interrumpe
después con el proceso de individuación y opción. Es una
institución en sí, una forma específica de sociedad en la que
se realiza —a plazo fijo— el comunismo erótico.

La orgía está íntimamente ligada con la fiesta.[1] Es ésta


una institución en la cual se suspenden las reglas de la vida
diaria y se produce un estado de excitación colectiva. Todo
con un principio y un fin prefijados. Con un ritual de entrada
y un ritual de salida. Por lo regular, también la orgía se
desarrolla dentro de una fiesta: en el pasado, dentro de las
grandes fiestas rituales, de las que sobrevivieron el
Carnaval de Río, el Oktober Fest de Monaco. Pero hasta en
las fiestas privadas, la mayoría de las veces la orgía se
prevé con anticipación y tiene un principio y un fin.

En el curso de la historia siempre hubo movimientos


religiosos que confirieron un significado especial al estado
orgiástico. En los movimientos y en los cultos dionisíacos[2]
la orgía asumía el significado de la fusión de los creyentes
con el dios. En muchos otros movimientos[3] aparecieron
situaciones de una promiscuidad entusiasta y orgiástica.
Probablemente esto se explica por el hecho de que todos los
movimientos, en su fase inicial, en su estado naciente,
generan una fuerte inclinación a la fusión, a la hermandad y
al comunismo. Es frecuente que en esta fase se pongan en
común los bienes materiales. Sin embargo, en algunos de
ellos, el imperativo comunista se extiende a la sexualidad.
La orgía pasa entonces a ser el momento ritual que
simboliza esta comunidad de los cuerpos, esta anulación del
individuo, con sus limitaciones y sus egoísmos. Por
consiguiente, al comienzo de casi todos los movimientos
existe una tendencia a la promiscuidad, tal vez de manera
negativa, como una prohibición de tener sentimientos
eróticos privados, de apartarse de la comunidad y formar
una pareja.

2. El tema del amor libre estaba ampliamente difundido en


los círculos anárquicos europeos del siglo XIX. Fourier, sobre
todo, es quien le da mayor

importancia, en su Armonía, al amor libre sin impedimentos.


[4] También la Armonía de Fourier es una hipóstasis del
estado naciente, la fantasía de perpetuar, en forma de
institución, el amor extraordinario de los comienzos.

Imagina colectividades de entusiastas, donde todos los


sentimientos y todas las percepciones se exaltan y no
pierden vigencia con el correr de los años.

En Armonía se alienta la práctica del amor colectivo. Fourier


piensa que la relación de pareja es egoísta. El matrimonio,
aunque no esté prohibido, se convertirá por eso en una
institución secundaria. Los hijos serán educados por la
comunidad. Las parejas se podrán reunir de a dos para
formar un cuarteto erótico. O bien de a tres, de a cuatro,
formando sextetos u octetos a los que él llama orquestas
pasionales. La reunión de una cantidad superior de hombres
y mujeres dará origen a la orgía, que es la verdadera forma
de comunión colectiva, de fusión amorosa.

Fourier se preocupa por que todos puedan disfrutar de la


riqueza amorosa.
Las personas más hermosas deberán dar su amor a las feas,
los jóvenes a los viejos. Todos deberán ser educados desde
su infancia para desarrollar su erotismo. Armonía es, pues,
una sociedad de voluptuosidad ilimitada para todos.

Los movimientos que querían realizar el comunismo erótico


fueron muchos, sobre todo en los Estados Unidos de
América. En 1826, Frances Wright fundó Nashoba, una
comunidad agrícola cerca de Menphis. Alrededor de 1840
llegaron a los Estados Unidos seguidores de Fourier que
dieron origen a algunas comunidades eróticas. La
experiencia más duradera fue la iniciada en Oneida, cerca
de Nueva York, por John Humphrey Noyes, que duró unos
treinta años.

En nuestro siglo hubo una segunda oleada de movimientos


utópicos durante la década de 1960. El proceso sobrevino
en el marco de un proceso más amplio de liberación sexual.
Lo demostró con acierto Gay Talese al describir el
nacimiento de Playboy, de la pornografía hard core y de las
múltiples comunidades utópicas que practicaban la
promiscuidad. Por ejemplo, la fundada por Víctor Branco en
California, la comunidad agrícola de Lama en Nuevo México,
la comuna Hippy de Oz, la de Twin Oaks, la comuna
anárquica de Red Clover y la reichiana de Bryn Athin.
También en Europa surgieron, durante el mismo período,
muchísimas comunidades con

diferentes grados de promiscuidad erótica.

Gracias a Talese nos quedó una documentación más


pormenorizada de la ideología y la práctica de la comunidad
de Sandstone, fundada por John Williamson. [5] Se inició
como promiscuidad entre parejas de conocidos para
desarrollarse luego como comunidad terapéutica y utópica
merced a la llegada de intelectuales y sexólogos como Alex
Comfort En Sandstone se celebraban todas las noches
orgías con función liberadora. Veamos una descripción:
“Después de descender por la escalera cubierta por una
alfombra roja, los visitantes entraban a un amplio local en
penumbras, donde sobre los almohadones diseminados por
el suelo e iluminados por el reflejo de las llamas de la
chimenea, se entreveían rostros envueltos en las sombras,
miembros entrelazados, senos abundantes, dedos como
garras, glúteos en movimiento, espaldas sudadas y
hombros, pezones, ombligos, largos cabellos rubios
esparcidos sobre los almohadones, gruesos brazos oscuros
que mórbidos, y hasta candorosos, sostenían la cabeza de
una mujer que iba y venía sobre el falo erecto. Suspiros,
gritos de éxtasis, torbellinos de carne unidos en la cópula,
risas, murmullos, la música transmitida por los equipos de
audio” .[6] Pero, ¿quién iba a Sandstone? Parejas deseosas
de salir del tedio del lecho conyugal, mujeres divorciadas y
no preparadas aún para un nuevo matrimonio, mujeres
llenas de energía erótica que temían abordar a un hombre
por la calle, feministas como Sally Binford y sexólogos como
Alex Comfort.

3. ¿Se debe considerar la promiscuidad orgiástica como una


manifestación de las fantasías eróticas masculinas, como un
intento de realizar un exceso de sexo sin amor? No. La
tendencia a entrar en el estado naciente de los movimientos
nada tiene que ver con la masculinidad o la femineidad.
Incluso los fenómenos colectivos más superficiales, como el
trance y la tendencia a la fusión de grupo, son atributos
generales del sistema nervioso central humano y no de un
solo sexo. La situación orgiástica es una forma bastante
especial del erotismo, común a ambos sexos, que sólo se
realiza cuando el grupo anula la separación de los
individuos.
Es muy importante distinguir el estado naciente de los
movimientos de

fenómenos más superficiales como la multitud, la fiesta y el


trance. En general, los sociólogos y los psicólogos sociales
los confunden.[7] Esto ocurre porque en los movimientos
históricos concretos aparecen mezclados.

El estado naciente —como veremos en un próximo capítulo


— es consecuencia de un profundo cambio interior de los
individuos. Los individuos sufren una conversión y confluyen
en un grupo social dotado de una enorme solidaridad. Todos
los miembros que lo componen viven una experiencia de
hermandad, de igualdad, de unanimidad. Se aman de
verdad.

Por eso, en determinadas circunstancias, dan poca


importancia a las uniones privilegiadas entre amigos o entre
amantes. No es que las desprecien. Al contrario, por lo
general el estado naciente es muy respetuoso de las
preferencias y afectos de sus miembros. Pero tiende a dar
mayor importancia a los fines del grupo. En el estado
naciente hay una espera vibrante de acontecimientos
extraordinarios y por ello las pasiones individuales se
reabsorben en la colectiva. Dos enamorados, absorbidos por
el estado naciente del grupo, entran en él como una unidad,
actúan como un individuo único. En cambio, a aquel que
entra solo, lo domina el eros difuso del grupo, el
entusiasmo. Esta experiencia de solidaridad, amor y
hermandad no se traduce de por sí en actos eróticos. Pero
pueden sobrevenir bajo un determinado impulso ideológico.
Las comunidades utópicas de Fourier, las anárquicas, al
igual que muchas “comunas” surgidas a partir de 1968, [8]
son casos de elaboración ideológica del estado naciente en
sentido panerótico. El comunismo, siempre presente,
avanza hasta el comunismo erótico, hasta la fusión
fisicoerótica.

En comparación con el estado naciente, la multitud, la


fiesta, la orgía y el trance son mucho más superficiales. [9]
Para desenredar estos fenómenos no se necesita un cambio
interior, una opción irreparable. Basta un grupo hospitalario,
un ambiente adecuado, una atmósfera social excitada y el
ejemplo. Cualquier persona que se inserte en un grupo de la
manera apropiada tiene grandes probabilidades de dejarse
implicar en la excitación erótica colectiva. Ni más ni menos
que lo que ocurre en los fenómenos de contagio de la
multitud, en un espectáculo deportivo o en una
manifestación de masas. Muchos fenómenos de los
descritos por Talese son de esta índole.

Las personas ingresan a una organización por los motivos


más dispares y

después se dejan arrastrar por la embriaguez erótica


colectiva. La mayoría de las veces la orgía constituye una
experiencia separada, algo que se yuxtapone a las demás
experiencias eróticas, pero que no intenta sustituirlas.

Entre ambos tipos de fenómenos, por un lado el estado


naciente y por el otro la multitud, la fiesta, la orgía y el
trance, hay una relación sociológica precisa. Sólo el primero
funda el movimiento, lo pone en acción, crea la energía para
constituir la comunidad utópica. Pero el estado naciente es
un fenómeno temporario. El movimiento no permanece por
mucho tiempo en estado fluido. En un cierto punto pasa a
ser una institución, define sus normas, sus rituales. Y
entonces se favorecen los estados artificiales de excitación
colectiva, las fiestas, los rituales, las danzas, los estados de
trance.
Todo esto sirve para atraer a un nuevo público y conservar,
en los antiguos fieles, la impresión de una continuidad del
estado naciente, de una perenne revitalización del tiempo
divino de los orígenes. Poco a poco, el impulso
revolucionario y utópico del estado naciente se aplaca y
queda la práctica del encuentro erótico, carente de toda
energía creativa, reducido a espectáculo o, incluso, a
prostitución.
14
1. También las mujeres participan en estos procesos
colectivos y por lo regular lo hacen con un componente
erótico mucho más alto. Vimos que el erotismo femenino es
del tipo continuo y tiende a evitar las diferenciaciones
cualitativas. Poco importa que el movimiento sea político,
religioso o cultural. Para la mujer, participar significa
igualmente sentir, entrar en contacto, amar, vivir
eróticamente. Y éste es el motivo por el que aún hoy, en los
movimientos colectivos, encontramos líderes carismáticos
—políticos, santones, gurús, intelectuales— rodeados por un
harén potencial de mujeres hechizadas y eróticamente
disponibles. En algunos casos el líder y sus secuaces
directos monopolizan a todas las mujeres lindas de la
comunidad.

Este fenómeno no ha cambiado a lo largo de los siglos.


Existía en el movimiento del espíritu libre en Bohemia,[1]
entre los franquistas, [2] en la comunidad de Oneida y
existe en la empresa Playboy de Hugh Hefner, en la secta
de Ron Hubbard y en la de Bagwan Shree Rajneesh.

En el tercer capítulo vimos que hay dos tipos de erotismo


femenino, uno individual y uno colectivo. En el primer caso,
la mujer sólo busca el amor de un hombre, es monógama y,
por lo general, es posesiva y celosa. En el otro caso, se
abandona al grupo que la arrastra a su centro y, por lo
tanto, a la unión física y mística con el líder. Y entonces está
dispuesta a formar parte de un harén, a compartir el amor
del líder con otras mujeres con tal de poder estar cerca de
él y poder unirse a él.

En la situación colectiva, el hombre sigue deseando muchas


mujeres; la mujer, un hombre único. Aun cuando acepte a
las otras mujeres del líder, tiende a acercársele lo más
posible, hasta excluir a las demás y ser la única.

En todo harén hay siempre una gran rivalidad entre las


mujeres que luchan

por monopolizar los favores del marido. No difiere de cuanto


ocurría en las cortes con respecto al rey.

2. Los aspectos individual y colectivo del erotismo femenino


son tan distintos que dejan una sensación de desconcierto.
Al hablar de la exclusividad femenina, Simone de Beauvoir
acota: “El hombre enamorado es autoritario, pero una vez
que obtiene lo que quiere, queda satisfecho, en tanto que
para la devoción llena de pretensiones de la mujer, no hay
límites… Para la mujer, la ausencia del amado siempre es
una tortura… Desde el momento en que pone sus ojos en
alguna otra cosa que no sea ella, la decepciona; todo lo que
él ve lo aleja de ella… Su tiranía es insaciable… es como el
guardia de la cárcel”. Y prosigue:

“Siempre se siente en peligro. No hay una gran distancia


entre la traición, la ausencia y la infidelidad. Desde el
momento en que no se siente amada como es debido se
pone celosa… se irrita si la mirada del amado se vuelve por
un instante hacia una extraña… Los celos son, para la
mujer, una tortura insensata porque es un cuestionamiento
radical del amor: si la traición es real, o hay que renunciar a
hacer del amor una religión o hay que renunciar a ese
amor”. [3]

La mujer tiende a colocarse siempre en términos de todo o


nada. En la tradición norteamericana, hasta la más ligera
infidelidad era razón suficiente para un divorcio. En el libro
Mariti e no, Jackie Collins[4] nos presenta una mujer
bellísima e independiente, que descubre al marido haciendo
el amor con otra. Se siente desdeñada por eso, pero más
aún porque el marido le mintió. La mentira significa que a
pesar de las promesas, seguirá siendo un mujeriego.
Decide, entonces, divorciarse y busca otro hombre. Da con
un famoso actor y se va a vivir con él a Los Angeles. Pero
también éste tiene el mismo vicio del ex marido. Lo deja y
se siente atraída por un escritor famoso y encantador. Por
desgracia, le gustan las muchachas. Y por lo demás, muy
jóvenes. Deja entonces de creer en el amor y se dedica al
feminismo militante. En muchísimos libros de autoras
contemporáneas, mujeres y hombres no pueden amarse
porque las mujeres buscan un ideal que ningún hombre
realiza. Es, por otra parte, el mismo tema de la película de
Von Trotta

o de Fassbinder. Los hombres no están a la altura de los


valores femeninos.

La mujer es capaz de un amor elevadísimo, nobilísimo, total.


El hombre, no.

Por esa razón la mujer se ve obligada a dejar, uno tras otro,


a todos los hombres que le gustan, porque no saben amarla
del modo que ella cree necesario.

¿Por qué, en la pareja, la mujer es tan posesiva? ¿Por qué si


su amante o su marido hacen el amor con otra hace tanta
alharaca, se divorcia? ¿Por qué no lo comparte, en una
moderada bigamia? ¿Por qué, en fin, esta misma mujer
celosísima acepta, después, formar parte de un harén y ya
no siente celos, no siente nada?

Sólo se puede encontrar una explicación si se tiene presente


que la plena satisfacción emotiva y erótica se puede realizar
tanto en el nivel de pareja cuanto en el colectivo. Pareja y
comunidad son dos colectividades autosuficientes. La pareja
sólo es completa si en ella participan ambos componentes.
Basta con que uno solo se vaya, para que desaparezca. En
la pareja ningún individuo es sustituible, ambos son
indispensables. Esta es la razón de ser de la monogamia, de
la exclusividad.

Por el contrario, en grupos más amplios y en especial en las


comunidades utópicas la identidad colectiva no se pierde
por la defección de uno o varios de sus miembros. El grupo,
la comunidad, tiene una existencia que va más allá del
individuo. Quien logra identificarse con él ya no tiene
necesidad de ningún individuo en particular. Con una única
excepción: el líder. Porque el líder es el símbolo de la
comunidad, de su unidad y de su permanencia. El líder es a
un tiempo individual y colectivo. En la unión con él, toda
otra relación deja de ser esencial.

En la pareja no hay un centro, no hay un líder. Ambos


individuos están por completo a merced de la voluntad del
otro. Si la mujer aspira a la unio mistica con la colectividad,
cuando forma pareja debe quererla con ese único hombre y
tiene necesidad de su presencia continua. La mujer quiere
ser parte de un todo y el todo, en la pareja, se forma sólo
con ese otro individuo. Pero si se pone en acción un
movimiento, una secta, una fe, una experiencia colectiva
cualquiera, sea artística, teatral, religiosa o política, la mujer
querrá entonces fusionarse con el centro, es decir con el
líder, hasta físicamente. Y si en el centro hay una mujer
sentirá una atracción erótica por ella, con el

cuerpo, con los genitales, con los senos, con la piel. Dionisos
no es únicamente hombre.

La mujer acepta la poligamia y la promiscuidad con la


condición de que esto ocurra en una comunidad con un alto
grado de fusión, de entusiasmo, de participación. La fusión
con el centro la fascina de modo irresistible. El líder es el
centro, el héroe es el centro, el actor famoso es el centro.
Todas las novelas rosas, cuando nos hablan de un héroe,
recurren a esta dimensión colectiva del erotismo femenino.

Si la colectividad se disuelve, si el centro desaparece,


vuelve a asomar la dimensión estrictamente individual.
Cuando en 1870 las cosas empezaron a andar mal en la
comunidad de Oneida, las mujeres, que antes pertenecían a
todos y tenían hijos con todos (pero sobre todo con el jefe),
comenzaron a querer matrimonios individuales. El grupo ya
no les proporcionaba el abrazo, el amor, la seguridad
económica, la certidumbre del futuro, cosas éstas que a
partir de ese momento se las podía proporcionar mejor el
matrimonio individual. Entonces aquellas mismas mujeres,
que habían sido felices en el harén del santón, se tomaron
monógamas. En lugar de la fusión con el todo social por
medio de su líder, buscaron la fusión con un compañero
único.

Pero también la pareja debía ser un todo. Por ello debía


excluir completamente aquella promiscuidad que antes era
obligatoria. Fuera del harén, alejada del hombre-dios, la
esposa se volvía exclusiva, celosa, no toleraba infidelidades.
Se dedicaba por entero al marido y pretendía de él una
dedicación total.

No hay, por lo tanto, un esquema único, hay dos esquemas


intercambiables: uno individual, el otro colectivo. La misma
chica que —si pudiese— se precipitaría a compartir la cama
con su actor preferido, no soporta que su boy friend mire a
otra mujer.

El affaire de Hugh Hefner con Barbi Benton en Los Angeles,


y Karen Cristy en Chicago,[5] nos presenta un caso en el
que la poligamia deja de ser aceptable si se prometió una
relación privilegiada de pareja. Hefner hubiera podido dejar
a las dos mujeres junto a las otras, en el harén de Chicago.
Lo habrían aceptado y habrían considerado un honor que se
las llamase a dividir el lecho del gran jefe, el divino Hugh
Hefner, una vez cada tanto. Pero éste, primero con una y
después con la otra, se había comportado como

monógamo. A cada una de ellas le había dicho: tú eres la


mejor, sólo a ti te amo. Una vez adquirido este logro, se lo
consideró irrenunciable. Cada una se sintió reina y comenzó
un ataque mortal contra la otra para ser la única esposa. La
posición de concubina, de favorita, de esposa, son status.
Algunos de estos status se pueden compartir, mientras que
otros son exclusivos. A esta última categoría pertenecen los
roles de rey o reina, de primera esposa en la poligamia y de
mujer monógama en la pareja. Hefner había creado un rol
exclusivo. Ninguna de las dos mujeres quisieron ya
abandonarlo. Sólo reencontró la paz dejando a ambas y
volviendo al antiguo esquema poligámico, sin hacer más
excepciones.

3. En el ámbito de los fenómenos colectivos podemos


encontrar la explicación del encanto de don Juan. Don Juan
es un hombre al que las mujeres no se pueden resistir. Sin
embargo, no debemos confundir a don Juan con el Gran
Seductor. El Gran Seductor conoce el arte de conquistar a
las mujeres, sabe cómo seducirlas. Don Juan, en cambio, las
conquista a todas, aun sin hacer nada: las atrae con su sola
presencia. El mecanismo es tan elemental que resulta
incomprensible y da la sensación de ser mágico. Colette nos
comunica esta sensación: “(Las mujeres) lo señalaban: es
todo cuanto puedo decir. Cuando se trataba de él
adoptaban enseguida un aire de sonámbulas y se hubieran
lastimado contra él como contra un mueble, al punto de dar
la sensación de que no lo veían. Fueron esas mujeres
quienes me lo señalaron y sin ellas no le hubiera dado su
verdadero nombre, ‘Don Juan’

[6]… Entre Damien y las mujeres no había rastros de


diplomacia. Se trataba, en todo caso, de una cuestión de
‘palabra mágica’” .[7] Comenzamos a comprender qué es
esta “palabra mágica” si recordamos que el mito y la figura
de don Juan pertenecen a los siglos XVII y XVIII. Son tiempos
aristocráticos, dominados por la vida cortesana, las
habladurías y la fama. La palabra mágica es la fama que en
aquella época podía ser tanto militar como erótica.

En el mundo moderno, el equivalente del don Juan es el


playboy, el hombre rico, famoso, deslumbrante que pasa su
tiempo conquistando a las mujeres, y las mujeres lo buscan
atraídas por él como las mariposas por la

luz. Hugh Hefner comprendió el secreto. Hizo de sí mismo el


perfecto playboy, el don Juan absoluto. En su revista, mes a
mes, exhibió desnudas a todas las mujeres que hacían el
amor con él. Por ello millones de norteamericanos lo
envidiaron, por ello millones de mujeres estuvieron
dispuestas a meterse en su cama y aparecer en su revista.
Pero sería un error pensar que aquello que las atraía era
únicamente la especulación del éxito cinematográfico. El
incentivo es el mismo que actuaba en los tiempos de la
princesa de Clèves, del duque de Nemours[8] o del vizconde
de Valmont:[9] la fama, la irresistible atracción del
campeón, del mejor, del vencedor que genera la vorágine
colectiva. La fama es la “palabra mágica” que busca
Colette. La fama que anuncia, que llama, que da valor, que
vuelve irresistible a quien la posee y se transmite a la mujer
que se une con él. Pero no en secreto, sino en público, aun
cuando hacerlo sea peligroso. Aun cuando el riesgo, el
escándalo pueda ser mortal.
15
1. Hay un tipo de promiscuidad que no se realiza en la orgía,
en la confusión de los cuerpos, sino que consiste en el
rechazo de un objeto único de amor, en la facilidad para
pasar de uno a otro, en las relaciones sexuales con varias
personas. A diferencia del primero, este tipo de
promiscuidad sexual tiene más que ver con el sexo
masculino. En efecto, lo encontramos con mucha mayor
frecuencia en los homosexuales hombres. En las lesbianas,
en cambio, los afectos son mucho más estables y hay
mayor posesividad y exclusividad.[1]

Michel Foucault dice, en una entrevista, que la promiscuidad


de la homosexualidad masculina es el resultado de la
represión de la homosexualidad y, en particular, del
galanteo.[2] No se ha podido desarrollar una cultura del
galanteo —señala— porque había necesidad de esconder y
urgencia de concluir. Sin embargo, esta promiscuidad no
existe entre las lesbianas. No tienen cinco o seis relaciones
sexuales por día con diferentes parejas, ni centenares de
parejas diferentes en un año. Larry David Nachman afirma
en este sentido: “Hay buenos motivos para creer que la
cantidad legendaria de las conquistas de don Juan haya sido
alcanzada de hecho por jóvenes homosexuales hombres” .
[3]

Se tiene la impresión de que, en la homosexualidad, cada


sexo lleva al extremo algunas de las propias fantasías
eróticas más específicas. En los hombres el erotismo
inmediato, sin galanteo, como en la pornografía, como con
la prostituta. En la mujer, el afecto tenaz, la exclusividad
monogámica.
Pero si la explicación que da Foucault de la promiscuidad es
inconsistente, su entrevista nos indica un camino más
prometedor. La conciencia homosexual —comenta— incluye
la conciencia de ser miembros

de un grupo social particular. Este asumió la forma “de


afiliación a una suerte de sociedad secreta o de
participación en una raza maldita o de pertenencia a un
sector de la humanidad, privilegiado y perseguido a la vez”.
Por otro lado, debemos recordar la célebre definición que
dio Roland Barthes: “Una diosa, una figura para invocar, una
vía de intercesión”. Es una imagen del mundo religioso y en
términos sociológicos, del colectivo. Quizás es aquí donde
se busca el significado de la promiscuidad, como modalidad
de la hermandad erótica dentro de una comunidad dotada
de valor.

Es probable que en el pasado no haya sido así. Pero en los


tiempos modernos los homosexuales hombres constituyen
una comunidad a la cual se entra por revelación o por
iniciación. En el ensayo de Paul Robinson, Caro Paul,[4] un
profesor guía a un alumno para que reconozca la propia
homosexualidad. El alumno le dice que se enamoró del
compañero del dormitorio y que sufrió una desilusión muy
grave. El maestro le explica que cometió un error al buscar
enseguida el amor. En efecto, en el mundo gay el sexo está
antes que el amor. La estructura de la vida gay exige dejar a
un lado el romanticismo, frecuentar algunos bares, tener
experiencias eróticas casi impersonales. Por eso, el alumno
debe primero reconocer en sí mismo la vocación, el
“llamamiento” homosexual. Después, cuando está seguro
de ello, debe ingresar a la vida gay aceptando sus reglas de
promiscuidad. Sólo al final podrá realizar también alguna
experiencia de amor individual, romántico.
Estas observaciones nos traen el recuerdo vigoroso de los
procesos colectivos. El llamamiento, el recibimiento, los
bienes compartidos caracterizan estas comunidades
utópicas. Es posible que la promiscuidad gay no sea sino
una de las formas del comunismo utópico. Un comunismo
pedido por una comunidad sin jerarquías y sin otro fin que
dar y recibir erotismo. Por cierto que en esta comunidad se
pueden trabar amistades exclusivas. Pero más adelante, y
sin chocar demasiado con las reglas de hermandad. Y

evidentemente,

también
es
posible
el
enamoramiento

exclusivo,

monogámico. Pero en este caso la pareja tiene que


protegerse del comunismo de grupo.

George Steiner dice que los grandes matemáticos, los


grandes metafísicos, los forjadores del contrapunto no
fueron, en general,

homosexuales. Y recuerda la expresión “prácticas solitarias”


para indicar su actividad de investigación solitaria. Por el
contrario, en el mundo literario e intelectual abundan los
gay. [5] Y también éste es un mundo agitado por
movimientos sociales, donde surgen comunidades
culturales, grupos que se contraponen a la sociedad
existente, a la que se considera cotidiana, trivial.

En el ensayo sobre Whitman, Calvin Bedient[6] subraya la


dimensión erótica difundida, colectiva, de su poesía y el
llamamiento al amor de la vida vivida entre camaradas.

Si la promiscuidad homosexual masculina es una


manifestación del eros colectivo, del comunismo utópico del
movimiento, se comprende su presencia en la koinè griega
y en los ejércitos. A diferencia de lo que ocurre en la
relación heterosexual, el primer lugar lo ocupa la solidaridad
colectiva con sus derechos y obligaciones y después, sólo
después, se perfilan las individualidades, las grandes
amistades, hasta llegar a la exclusividad amorosa del
enamoramiento.

En lo que se refiere al lesbianismo, su naturaleza de


movimiento es igualmente fuerte. Una parte del feminismo
se ha convertido en un movimiento lesbiano tout court. Pero
aquí el comunismo utópico no se realizó en la promiscuidad
sexual orgásmica, del tipo masculino, porque el erotismo
femenino es básicamente distinto y no se pone en común
aquello que no se desea. La hermandad lesbiana se
desarrolló más bien en forma de intimidad amorosa de
pequeños grupos y de valoración de sus cualidades
extraordinarias y ejemplares. Al hablar de una comunidad
de Berlín, una mujer señala: “La ternura, la atención que
cada una de ellas dedica a las demás puede incluso
reemplazar una relación amorosa. Se tiene la impresión de
que nuestros sentimientos y nuestras sensaciones se
cimentan unos en otros. Por eso es difícil trazar un límite
entre aquello que pertenece a la amistad y aquello que
pertenece al sexo, o más exactamente al cuerpo.

Tenemos entre nosotros una ternura corporal… Esta ternura


me permitió vivir cuatro años sin tener relación de amor con
una mujer. No sufría por ello. Era una dulzura
continuamente presente”. [7]

En el movimiento lesbiano, cuando hay una figura


dominante, una líder indiscutida, no se constituye una
estructura de harén, sino sólo una primacía afectiva,
maternal de la jefa con respecto a las demás mujeres.
Mientras el

jefe hombre siente placer de ser el único que mantiene


relaciones sexuales con muchas mujeres, la mujer no lo
siente. El movimiento se estructura entonces en forma de
pequeñas comunidades del tipo descrito o de parejas
monogámicas.

Pero tampoco en la homosexualidad masculina la


promiscuidad produce el modelo harén. No hay una
tendencia a buscar eróticamente al único, al líder, al centro.
El deseo de variedad erótica lleva al comunismo erótico, al
compromiso de ofrecerse a todos para que todos se nos
ofrezcan.

Como vimos en el capítulo precedente, muchas formaciones


colectivas intentaron un comunismo erótico. En algunos
movimientos se puso en práctica la revolución sexual de las
décadas de 1960 y 1970. La pornografía misma, a partir de
Playboy, se difundió en nombre de la liberación sexual como
promesa de una humanidad más serena, más feliz.
Muchísimas comunidades, sectas o escuelas
psicoterapéuticas contemporáneas son formaciones
colectivas con una gran permisividad erótica. Pero tanto en
el pasado como en el presente, casi todas estas
comunidades tuvieron corta vida.

Duraban hasta que había un líder hombre que les daba una
estructura de harén y después se desintegraban.

Aquello que las comunidades utópicas heterosexuales no


consiguieron, lo consiguieron en cambio los movimientos
homosexuales, sin necesidad de un gran aparato ideológico.
En las décadas de 1960 y 1970 nació un modo de vida gay,
barrios gay, una solidaridad gay como práctica de vida,
como utopía operante. Esta forma de vida pareció a sus
adeptos un ideal para proponer también a los demás.

Hoy en día la comunidad gay sufre una amenaza que ningún


factor social podía provocar. Nuestra sociedad tiende a
reducir la natalidad y las responsabilidades familiares, a
facilitar todas las relaciones, a hacerlas más veloces, a
mezclar erotismo y trabajo, erotismo e inteligencia, valores
éstos que son comunes en la comunidad gay. La amenaza
vino de la difusión del SIDA que se contagia precisamente
por la promiscuidad y cuestiona, por consiguiente, el valor
utópico salvador de esa promiscuidad Hasta que no se
encuentre un fármaco capaz de descubrirlo, el SIDA
constituye una amenaza al núcleo mismo del comunismo
erótico y corre el riesgo de echar por tierra todo el
andamiaje social que en él se construyó.

2. En las grandes ciudades, sobre todo en las


norteamericanas, surgió otra forma de promiscuidad
heterosexual. Está constituida por las personas solas (
singles) que no viven con nadie, que tienen una profesión (y
a veces muchos divorcios en su haber), lugares de reunión
propios, bares, discotecas, en los que, al igual que los gay,
están seguras de encontrar a otra persona libre como ellos.

Este ejemplo parece estar en abierta contradicción con


nuestra tesis de que la promiscuidad sólo es posible dentro
de una comunidad donde existe un fuerte vínculo solidario.
Entre los gay, este vínculo se estableció cuando se los
discriminaba y hasta se los perseguía. Incluso como
comunidad utópica tuvieron que defenderse siempre de una
sociedad hostil. A primera vista, el caso de las personas
solas es completamente diferente, pero no es así. Hasta
hace veinte años la sociedad norteamericana era una
sociedad de parejas. El individuo solo, el soltero, el
divorciado, la soltera, la separada no eran bien vistos. Antes
bien, se les temía, no se les miraba con buenos ojos, no
eran invitados a una cena o a una reunión. Su propia
existencia constituía una amenaza para las parejas oficiales.
La sociedad, por consiguiente, les prescribía que debían
casarse o volver a casarse en el menor plazo posible.

Pero, ¿dónde buscar un nuevo cónyuge en una sociedad


formada exclusivamente por parejas? Sólo cabían dos
alternativas. O sacarle el marido a la esposa de otro, o
casarse entre ellos.

La sociedad norteamericana controló siempre sus tensiones


internas mediante el mecanismo del aislamiento, es decir,
clasificando a las personas por grupo étnico, profesional,
condición social y pidiéndoles asociarse entre ellos. La
ciudad norteamericana está dividida en áreas sociales
segregadas: los barrios negros, los portorriqueños, los
italianos, la zona universitaria, los barrios gay y así
sucesivamente. Por eso, también las personas solas fueron
empujadas a reunirse entre ellas para contraer matrimonio
dentro de ese grupo, sin perturbar la paz de la familia.

Con la revolución sexual y la crisis de la familia aumentaron


los separados, los divorciados, los que preferían vivir solos
para ser más libres y no tener obligaciones. Aunque
superiores en cantidad, en la actualidad ya no se teme tanto
como en el pasado a las personas sueltas. Hasta hay quien
prevé

que en el futuro la sociedad estará formada esencialmente


por personas sueltas. Pero la forma de su organización lleva
aún la impronta de la época en la que se las discriminaba y
obligaba a permanecer entre ellos. En las grandes ciudades
constituyen una comunidad con sus propias normas de
conducta.

Tienen sus propios lugares de reunión, adonde uno va


sabiendo que se lo abordará para un encuentro erótico y
sabiendo que se debe comportar según determinadas reglas
de etiqueta. En esta comunidad las reglas sexuales sufrieron
una gran influencia del modelo de la promiscuidad
homosexual masculina.

En las ciudades europeas, y en particular en Italia, el


mecanismo de la segregación nunca funcionó. Existen
comunidades gay, pero no hay barrios exclusivamente gay
ni barrios exclusivamente negros o portorriqueños. En el
pasado los separados y divorciados eran muy pocos,
mientras que los solteros y solteras nunca fueron
considerados como un peligro para las parejas casadas y
nunca fueron discriminados. Unos y otros vivieron siempre
junto con el resto de la gente. Por eso no desarrollaron un
espíritu de grupo tan fuerte. Además, la ética eroticosexual
de las personas sueltas nunca llego a ser tan permisiva
como en los Estados Unidos. Esto no significa que la moral
sexual europea sea más rígida. Es, por cierto, menos
uniforme. En los Estados Unidos una persona suelta está
obligada a adecuarse a las normas permisivas del grupo del
cual forma parte, debe aceptar su nivel de promiscuidad. En
Europa no. Puede decidir cambiar de cama todas las noches
o quedarse solo hasta que encuentre a la persona que ame.
Entre estos dos extremos se encuentran todos los grados
intermedios. Además, una persona no casada o divorciada o
soltera puede cambiar su conducta: ser un tiempo de un
modo y después de otro. No hay presión social alguna que
la obligue a adecuarse a un modelo.

También en la comunidad de las personas sueltas, la


propagación del SIDA está difundiendo el pánico y
provocando una profunda confusión cultural, sobre todo en
los Estados Unidos. Sobre todo donde el hecho de ser una
persona suelta, libre sexualmente, dentro de una
comunidad promiscua significa pertenecer a la élite que
prefigura el mañana. Significa enseñar el camino a los
demás, la senda que conduce a la felicidad y a la liberación.
La enfermedad que se difunde por medio de la
promiscuidad mina las raíces de

esta creencia ideológica, transforma en un peligro el


instrumento fundamental de la redención, destruye la
solidaridad de la comunidad. El recién llegado ya no es un
hermano a quien conocer sexualmente y a quien iniciar en
el júbilo de la libertad, es un peligro potencial, un enemigo.
Y aquellos que eran los líderes del grupo, el centro
intelectual y erótico del movimiento, corren el riesgo de
aparecer, sin más, como la máxima fuente de contagio, los
grandes apestados a los que hay que evitar con horror.
16
La sociedad norteamericana, con el andar del tiempo, se
volvió cada vez más voluntarista. El voluntarismo no es una
filosofía, es un modo de pensar, un principio lógico que
encontramos en casi todos los productos de la cultura
estadounidense. Parte del presupuesto de que la gente
siempre puede definir con claridad aquello que desea,
motivo por el cual queda sólo un problema y es cómo
obtenerlo. En el voluntarismo el fin no es un problema, sólo
el medio es un problema.

La idea central del voluntarismo proviene de la economía


capitalista. En el mundo económico el fin es claro:
maximizar el beneficio. No se puede tomar en consideración
ningún otro fin, sería irracional. Por doquier es válida la
regla del costo-utilidad. Esto es posible porque existe una
medida común del valor: el dinero. Es el dinero el que toma
comparables objetos, servicios, prestaciones, placeres
heterogéneos. Si se quiere aplicar el principio de la
maximización, la primera cosa, lo indispensable que hay
que hacer es establecer el fin. En economía el fin está dado.
La sociedad norteamericana aplicó este tipo de categorías
económicas en todos los ámbitos vitales. Hasta en las
relaciones interpersonales, hasta en el erotismo, hasta en
los sentimientos. Por eso, el imperativo categórico de la
sociedad norteamericana, el que está detrás de toda acción,
de todo pensamiento, de toda opción es: ¡fija el fin,
establece qué es lo que quieres! Una vez establecido el fin,
prepara los medios organizativos más aptos para lograrlo.

Apliquemos el principio a los homosexuales. ¿Qué desean


los homosexuales? Hacer el amor con otros homosexuales.
Muy bien. Entonces, que se reúnan entre ellos. Que vayan a
vivir al mismo barrio y así podrán hacer el amor hasta que
quieran. ¿Qué desean, en cambio, las parejas

casadas? Que ni los solteros ni los divorciados las


amenacen. Por ello, los dejan fuera de su ambiente, no los
invitan a sus reuniones. ¿Qué desean, por último, las
personas que no han formado pareja? Encontrarse, buscar
el alma gemela o bien, hacer el amor. Que se reúnan
entonces con otras personas sueltas y hagan todas esas
cosas. Habrá algunos bares donde buscar la compañera de
una noche, otros donde encontrar el alma gemela. Como en
un supermercado grande, inmenso. Basta con saber qué se
quiere. Se va a la sección indicada y se busca la mejor
marca y al precio más conveniente.

Esto es voluntarismo: determinar en cada oportunidad,


desde el comienzo, qué es lo que se quiere. ¿Quieres ser
gay, casado o solo? ¿Quieres una historia romántica o una
experiencia orgiástica? ¿Quieres ser monógamo o polígamo?
Aclarado lo que quieres, buscarás tu grupo, leerás los libros
instructivos adecuados, [1] y podrás alcanzar el resultado.

En el polo opuesto al voluntarismo norteamericano está la


concepción europea, según la cual nunca conocemos bien
nuestros fines. Porque tenemos deseos en conflicto,
pasiones divergentes. El verdadero problema surge, pues, al
comienzo. ¿Quieres ser homosexual? Ve a vivir, entonces, a
una comunidad gay, dice el voluntarismo. Pero uno se
puede sentir homosexual y, a pesar de ello, no aceptar el
modo de vida gay. Puede gustarle el barrio donde vive, el
medio humano y social antiguo, formal, rico de su ciudad.

Puede desear la compañía de amigos casados, de mujeres,


el estímulo de sus diferencias, puede detestar la
promiscuidad. ¿Por qué tiene que encerrarse en un gueto y
aceptar las reglas gay? Sí, él se siente homosexual, pero
vivir como un gay, estar obsesionado por el erotismo, no es
el único fin de su vida.

Tiene otros a los cuales no quiere renunciar. El fin no es algo


pacífico, evidente. El fin es un problema. [2]

No se preconciben los fines antes de las acciones. Se


revelan en el curso de las acciones. No son un a priori con
respecto al cual todo el resto es un medio. Se nos
presentan. Podemos partir buscando una aventura erótica
sin ninguna implicación emotiva. Hasta podemos, en un
momento dado de nuestra vida, decidir que ya no queremos
saber nada del amor, pero comprender después,
asombrados, que la simple sexualidad, la repetición de
encuentros nuevos y superficiales nos decepciona, nos deja
en el corazón una sensación de vacío. Es que tenemos
necesidad de vínculos profundos, de

sueños y de amor. O bien, lo contrario. Estamos casados,


queremos a nuestro marido o a nuestra mujer, pero
tenemos, en el fondo de nuestro corazón, una inquietud que
nos hace buscar, en cada persona que encontramos, aquel
o aquella que cambiará nuestra vida. Pero ¡ay de nosotros si
tratamos de definir con un test a esta persona ideal! ¡Ay de
nosotros si nos proponemos encontrarla en un año y
casamos enseguida con esa persona! ¡Ay de nosotros si
empeñamos nuestra voluntad para realizar ese sueño
extraordinario con un método racional! Porque aquello era
un sueño. Nuestra razón no conoce las raíces de aquel
sueño, las misteriosas necesidades de nuestro corazón. El
test nada nos puede decir acerca de aquel que buscamos. Si
perseguimos ese sueño, la voluntad se condena a no
encontrar nada.

De acuerdo con esta concepción de la existencia, los seres


humanos no se conocen, no saben con exactitud lo que
quieren. Si deciden maximizar algo, deben efectuar una
opción arbitraria entre muchas cosas equivalentes. En el
mundo de los afectos no se puede aplicar el cálculo de los
costos-utilidades.

Porque las utilidades no son conmensurables y no se


pueden comparar.

No existe, por eso, una técnica de las relaciones afectivas.


No existe siquiera un arte sino, como máximo, un
conocimiento, una sapiencia que ayuda a comprender y a
comprendemos, que ayuda a escuchar y a escuchamos.

Por ese motivo la reflexión europea sobre el amor[3]


encontró su expresión en las paradojas. La paradoja nace
cuando se quiere aplicar al mundo de las cualidades un
orden lógico que le es ajeno. Se dice, así, que el amor es
ciego porque no vemos más los defectos de la persona
amada. Pero, al mismo tiempo, ve más que los otros porque
nota cualidades y bellezas que los demás no captan. De
esta manera, el amor es conquista pero, al mismo tiempo,
sumisión. El amor es egoísmo, un egoísmo desenfrenado y,
sin embargo, es también dedicación total. El amor es
respeto, pero no se detiene ante el no del amado. Es pavor
pero también coraje, es prisión pero también es libertad,
enfermedad pero también salud, felicidad pero también
martirio.

El amor es un continuo interrogante, pero es también una


recelosa expectativa.
17
1. Cada yo está dividido, es el producto de muchas
promesas, cada una de ellas incompatible, en sus
consecuencias, con las demás. Permanecer fiel a una
promesa, con toda la intensidad del momento en que se la
hace, implica una mutilación de la existencia, una enorme
absorción de energías, una vigilancia continua. Prometer es
empeñar el futuro, subordinado a una exigencia que hay
que reconstruir continuamente. Requiere introducir el futuro
dentro de aquello que se decidió. Tener un hijo es una
promesa. Toda la cadena de consecuencias y de
compromisos no se revela sino al crecer.

También la vida en común es una promesa porque lleva a


asumir las relaciones de la otra persona como obligaciones.
Esas relaciones se descubren poco a poco, del mismo modo
que se descubren sus necesidades, sus deseos, todo aquello
que la relación, en cada ocasión, llegará a ser y querrá.

Las obligaciones de hoy son el precipitado de aquello que


en el pasado se quiso, pero lo mismo ocurre con buena
parte de los placeres. Terminamos de encontrar placer en
aquello que hacemos. Puesto que no es posible que todo
aquello que nos gustó siga gustándonos ahora, esto
significa que aprendimos a encontrar placer. Quiere decir
que aprendimos a decir que sí a la sociedad que nos
pregunta sin cesar: ¿por qué no experimentas placer si lo
has querido?

El hombre contemporáneo ha tratado por todos los medios


de sustraerse a este control. Pero la sociedad es memoriosa.
Sólo el anonimato permite el olvido, permite al yo
permanecer dividido. El yo reconoce su laceración interna
sólo cuando otro se la recuerda. Todos nosotros podríamos
llevar vidas paralelas si los demás no nos trajeran continuos
recuerdos. La norma no existe para el individuo aislado.[1]
Es el resultado exclusivo de la presión

social. Es la memoria de los demás la que nos impone la


síntesis de nuestro yo. Es frente al recuerdo de los demás
que debemos poner en juego nuestra coherencia. Solos,
olvidaremos las promesas del mismo modo que olvidamos
nuestras deudas.

En el erotismo hay un elemento de rebelión contra este


estado de cosas.

Lo vimos sobre todo en el erotismo masculino que tiende a


rechazar el deber, los compromisos y hasta las
implicaciones a largo plazo del amor. Pero también en la
mujer, también en el deseo femenino de amor se oculta la
necesidad de que este amor sea siempre libre, siempre
recreado y que no se reduzca jamás al deber de amar,
recuerdo de un compromiso de amor que existió en el
pasado y que ya no siente. El amor es ligazón y
dependencia recíproca, pero en libertad. La promesa, la
moralidad pura de la promesa, por el contrario, no admite la
libertad de cambiar. Lo que se prometió debe seguir siendo
válido para siempre. Si te comprometiste a amar, debes
amar.

Tampoco el erotismo femenino, el erotismo del amor puede,


pues, aceptar la promesa como una fuerza obligatoria y por
ende tiende a rebelarse contra la memoria social. El
erotismo —también el erotismo femenino— es novedad,
revelación y misterio.

Nada de lo que observamos, recordamos y necesitamos


contiene misterio alguno. El misterio es una posibilidad
desmesurada, es ir más allá de todo lo conocido, de todo lo
que los demás nos recuerdan. La cotidianeidad es social.

Es un pensamiento ajeno que se nos impone diciéndose


nuestro, o porque lo quisimos o porque es consecuencia de
aquello que quisimos. Es la alienación de nosotros mismos
que se nos restituye como algo natural. Pero es siempre una
conducta ajena que nos penetra, que marcha junto a
nosotros y nos obliga a marchar junto a ella. El erotismo
siente horror por la cotidianeidad social.

Tiende a rebelarse o a sustraérsele.

El erotismo tiene, dentro de sí, en lo más hondo, una


aspiración al “aquí y ahora”, aun si cree ser continuo, aun si
cree ser eterno. La libertad es el derecho de querer lo
eterno ahora.

Cuando está seguro de sí, como en el enamoramiento


rebelde y ejemplar, desafía la cotidianeidad, reniega del
pasado, rechaza las exigencias, se proclama más allá del
bien y del mal. Cuando no tiene la fuerza del
enamoramiento, busca la soledad, se sustrae, sustrae algo
de sí mismo como

defensa. Busca lugares separados, como las celdas de los


monjes. ¿Para qué necesitarían celdas los monjes sino para
defenderse de los demás monjes? El erotismo busca ante
todo los silencios, el secreto interior, la intimidad. Busca el
olvido. El mundo moderno necesita de estos silencios, de
estos olvidos, de estas evasiones. El mundo moderno
necesita estar ausente para estar vivo.

Pero, ¿qué es lo que se sustrae? ¿Qué hay que sustraer?


Nuestra necesidad de ser más de lo que somos, más de
aquello que se nos concedió. Esto no puede ser únicamente
pasado, promesa, porque también es siempre llegada,
epifanía, apertura, novedad, libertad, revelación. La
cotidianeidad es el llamamiento de los hombres, pero
nosotros esperamos también el llamamiento de los dioses.

2. ¿Qué es lo que ayer impulsaba a una persona que tiene


marido o mujer, o hijos, a buscar una relación fuera de ellos,
cuando la cosa implicaba un riesgo gravísimo? El adulterio
era un pecado mortal y se castigaba hasta con la muerte.
Hasta la época de las sulfamidas y los antibióticos, la sífilis y
la gonorrea eran enfermedades terribles. Hoy el miedo
vuelve con el contagio sexual del SIDA. ¿Por qué, no
obstante estos peligros tan graves, la gente, los hombres y
mujeres, buscan encuentros eróticos? ¿Qué es lo que los
empuja a arriesgarse tan seriamente? Imaginamos que el
origen pueda ser algún motivo grave, una profunda
insatisfacción del matrimonio o un gran amor apasionado.
No es cierto. No es el amor insensato o heroico lo que los
hace actuar, no es la desesperación. Es un motivo más fútil,
un placer menor, algo que podríamos llamar insignificante.
Es esta obstinación irracional, esta oscura raíz, este impulso
misterioso que sugestionó a Freud al punto de hacerle
colocar la sexualidad en el origen de todas las cosas. Porque
le pareció la fuerza más difícil de disciplinar, de canalizar,
de dominar de una vez por todas. No porque tenga
motivaciones elevadas sino porque carece de motivaciones.
Es su capacidad para eludir lo que la hace indomable.

Pero Freud no dio en el blanco. La sexualidad, en el animal,


es una fuerza previsible, cotidiana. Sólo cuando en el ser
humano se convierte en erotismo, se transforma en una
potencia excitante que desafía el peligro. Sólo en el ser
humano se convierte en algo desmedido porque la alimenta
una fantasía

inagotable.
Todos nosotros deseamos una vida intensa. Deseamos
grandes glorias y grandes deseos. Todos nosotros deseamos
nuevos encuentros. Ver nuevos países. Esperamos siempre
algo exultante y maravilloso. Deseamos desear con mayor
intensidad y satisfacer deseos más intensos. Lo que nos
caracteriza como seres humanos es la tendencia continua a
trascendemos.

Nuestros fines no están dados como los de los animales, se


nos revelan.

Conocer es conocer nuestros fines. La búsqueda de los fines


es nuestra naturaleza más profunda.

No es la sexualidad la causa de las zozobras de la


naturaleza humana. La sexualidad es sólo el terreno en el
cual se manifiesta esta inquietud trascendente. Lo divino o
lo demoníaco, al irrumpir en la sexualidad, la transforman
en erotismo porque nos dejan entrever lo maravilloso, lo
extraordinario, lo emocionante, lo sublime. O bien,
únicamente lo diverso, lo desconocido, el desafío.

3. La inquietud del erotismo es la inquietud del


conocimiento. La verdad es siempre aquello que no se sabe,
aquello que antes no era notorio, que no había sido dicho.
Es lo inusual, lo insólito. Es, pues, todo aquello realmente
personal, nuestro, sólo nuestro. La verdad es siempre un
descubrimiento nuestro, muy personal.

La verdad es personal. Por eso no podemos aceptar por


debilidad lo que dicen los demás. Para llegar a la verdad
tenemos que resistir siempre. Para llegar a la verdad existe
siempre un momento en el que debemos rechazar lo que se
nos dice. Hasta cuando estamos aprendiendo y decimos:
“Es así, tenía razón él, es verdad”, hay una verdad porque la
redescubrimos nosotros, porque la asimilamos nosotros,
porque la aislamos nosotros, porque la reconocimos
nosotros. Lo demás es lo evidente, lo que ya se dijo, lo que
ya se sabía, lo repetido, aquello que nada agrega y distrae.
Esto es especialmente exacto en la zona de los
sentimientos, del erotismo, del amor, de la voluntad.

Si la verdad es personal, la voluntad debe reconocer su


meta. La meta es como un perfume. Debe percibirlo entre
muchos. Es como un color. Debe vislumbrarlo entre los mil
colores del mundo.

4. Pero si la verdad es personal, si la voluntad es personal,


si la revelación es como reconocer un perfume entre otros
mil, también el erotismo más intenso debe estar
estrechamente ligado a la persona. Muchos consideran que
el extremo del erotismo es la promiscuidad orgiástica. Es
una ilusión. Desde luego que el erotismo también es posible
en la promiscuidad con diferentes personas. Pero cien
personas son menos concretas, están menos vivas, son
menos intensas que las diferentes apariciones de una
misma persona.

En la vida de los individuos hay largas etapas de búsqueda,


salpicada de encuentros con gente distinta. Hasta las
películas que vemos y los libros que leemos son contactos
eróticos, experiencias en la multiplicidad. Después, en otras
etapas de la vida, esta multiplicidad busca su unidad y sólo
puede encontrarla en una persona. Esta se transforma
entonces en todas las demás, es su síntesis y su
trascendencia. En el enamoramiento, este fenómeno asume
su mayor intensidad. El enamoramiento se alimenta de la
multiplicidad. Pero hasta la experiencia de la unidad En la
promiscuidad no se podría llegar al erotismo sin haber
tenido, al menos una vez en la vida, una relación
extraordinaria individual.
Sólo la relación individual es capaz de producir la
identificación con los demás individuos y logra hacer de
ellos objetos eróticos. No los vemos, a menos que nuestros
ojos hayan aprendido a mirar mediante alguna experiencia,
extraordinaria y exultante, un individuo en especial. Si nos
falta esta experiencia, nos falta la capacidad de ver lo
individual, lo extraordinario individual que hay en todos. El
objeto del interés erótico es el individuo y nada más que el
individuo. También en la promiscuidad nos atraen los
detalles individuales, los ojos, los senos, las manos, la
espalda. Deseamos tocar, ver, abrazar a una persona y
después a otra, sin que ellas se confundan en lo más
mínimo. Queremos tener a las dos precisamente porque son
distintas. En este interés erótico extendido captamos los
detalles y nos agradan justamente los detalles de aquel
individuo nuevo e inconfundible.

Cada individuo es diferente y queremos esta diferencia.

Si no se produce esta revelación de la profundidad


individual, los demás son cuerpos amorfos, amontonados.
Sus ojos no brillan y sus bocas no sonríen. Todo se disuelve
en la multiplicidad indiferenciada.

5. En el erotismo hay y habrá siempre una oscura dialéctica


entre pluralidad y unidad, entre promiscuidad y unicidad. La
unicidad exige la multiplicidad, tiene necesidad de la
multiplicidad para enriquecerse. Si se convierte en
repetición, costumbre, deber, disciplina, el erotismo muere,
se transforma en hastío, en disgusto. Sin la multiplicidad,
sin las posibilidades, sin la seducción, sin el exceso, no
puede haber erotismo. Por ello, las mujeres desean agradar
a todos los hombres, necesitan ser deseadas por todos para
poder optar por el elegido. Esta es la razón por la cual los
hombres se embelesan ante la belleza que descubren en
cada mujer y queman tener todas las mujeres del mundo.
Pero esta misma belleza no se revela sino con el tiempo,
con el análisis profundo de la relación con esa única
persona.

La multiplicidad es el alimento, la linfa, la sangre del


erotismo. Y para ambos sexos. Pero el triunfo del erotismo,
su expansión soberana, la erotización del mundo, sólo
sobreviene cuando la infinidad de multiplicidades se
concentra en una persona, como los mil estímulos visibles
en el centro de la retina.

La persona pasa entonces a ser una y múltiple a un tiempo.


Es ella misma y todo lo demás. Cada cosa se encierra en
ella y la excede. Este es el milagro del amor erótico. En el
amor erótico todo el universo se reduce a una sola persona
y la trasciende. Y cada detalle de esa persona nos
conmueve y nos exalta. Todo es estupendo en la persona
amada, lo que fue y lo que es. Todo, una mirada o una
palabra, el movimiento de los labios, el arqueo de las cejas,
la mirada pensativa. Todo se toma precioso para nosotros.
Hasta la ausencia, hasta el lugar en donde nuestro amado
se detuvo. Todas las cualidades de una persona, todos los
pormenores de su cuerpo, todos los gestos que puede
hacer, las palabras que puede decir, las posiciones que
puede adoptar, los lugares en que puede estar, los
recuerdos que puede evocar son otras tantas series infinitas
que convergen. El amor es un viaje perenne por esta
infinitud, pasando de estupor en estupor.

En la persona amada se concentran todas las demás


personas del mundo.

Todos los recuerdos, todas las impresiones, aun fugaces, de


aquello que en el pasado deseamos. Nuestro amado es la
síntesis de todos los encuentros, todas
las estrellas, todas las fotografías, todos los sueños, todos
los amantes, todos los deseos, todas las mujeres y todos los
hombres con que podemos identificamos, con que podemos
soñar. Ningún tiempo podrá agotar jamás esta riqueza.
Ninguna multiplicidad concreta se podrá comparar jamás
con esta infinidad de posibilidades, con esta plenitud de los
amores.

OBJETOS DE AMOR
18
En las mujeres, el erotismo se fusiona con el amor. Es así en
la intención de seducir y lo es hasta en los movimientos
colectivos, como en el amor por el astro o el líder. En el
hombre, en cambio, puede haber excitación erótica sin
sentir la necesidad de un compromiso amoroso. ¿Qué
significa todo esto?

¿Que la mujer es la única que ama? ¿Que sólo ella se


enamora y tiene atado al hombre sexualmente? ¿Que en la
relación hombre-mujer existe siempre —

y únicamente— un intercambio de sexualidad en lugar de


amor? No.

Sabemos que también los hombres saben amar. Sabemos,


con absoluta certeza, que también los hombres se
enamoran. Y en este caso desean esa cercanía, esa ternura,
esa continuidad que describimos como típicamente
femenina. También el hombre necesita amor y estabilidad
afectiva. En el hombre, el deseo sexual sólo logra separarse
del amor con la condición de que tenga, en otros aspectos,
una gran seguridad emocional. La imagen del hombre duro,
frío, absorbido por el trabajo e insaciable de sexo es una
vulgar fantasía, sin ningún equivalente en la realidad.
¿Debemos, entonces, llegar a la conclusión de que el
hombre, a veces, se comporta como lo hacen las mujeres en
toda ocasión, siempre? De acuerdo con esta interpretación,
la mujer sería capaz de permanecer en un estado continuo
de enamoramiento. El hombre, por el contrario, no podría
vivir esta experiencia sino ocasionalmente, de cuando en
cuando. Pero tampoco esta tesis, aunque sugestiva, es
sostenible. La experiencia enseña que también la mujer sólo
se enamora de tanto en tanto. No está continuamente
enamorada. Hay largos períodos durante los cuales no lo
está.[1] Puede vivir con un hombre al que quiere, pero que
no la hace vibrar de pasión. La diferencia entre el erotismo
femenino y el masculino reside en el hecho de que la mujer
no experimenta

placer sexual si el hombre no le agrada en su totalidad, si


no lo ama con pasión. Pero esto no significa que encuentre
realmente esta pasión. Por otro lado, también el hombre se
enamora y sigue enamorado durante largos períodos. En
este estado, su modo de sentir, su experiencia es muy
similar a la de la mujer enamorada. Pero no porque se haya
ajustado al modelo de la mujer, porque la haya imitado o
adquirido la capacidad de amar. Ambos, al enamorarse, se
vuelven diferentes de lo que eran antes y más parecidos
entre sí.

Para salir de este laberinto de preguntas sin respuesta,


debemos abandonar por un tiempo el erotismo en su
sentido estricto y planteamos otro problema. ¿Cuáles son
los mecanismos mediante los cuales nos unimos, de manera
estable, a otra persona? ¿Qué es lo que nos lleva a sentir
afecto, amor, a querer a otra persona de modo duradero?
Formulada así la pregunta, se ve enseguida que el
enamoramiento no es el único camino que lleva al amor. Si
queremos respetar el significado de las palabras, no
podemos decir que

“estamos enamorados” de nuestro padre o de nuestra


madre. Podremos decir que “estamos enamorados” para
subrayar el aspecto pasional de nuestro amor. Pero no es
correcto decir que estamos enamorados de ellos. No,
nuestro amor existía ya cuando éramos lactantes, cuando
éramos niños, adolescentes. Distinto, increíblemente
distinto en cada época. Y sin embargo, distinto también del
amor doloroso y deslumbrante que sentimos, adultos, al
enamoramos. Queremos, amamos a nuestros hermanos o
hermanas, pero nunca nos enamoramos de ellos. Ni siquiera
la madre se ha enamorado nunca de su hijo. Porque es
como si el amor por él preexistiera en ella y esperara sólo
una voz que le dijera: “tu hijo es éste”, para volcarlo sobre
el niño. El enamoramiento, en cambio, se abre camino con
esfuerzo en nuestra mente y en nuestro corazón. Aparece y
desaparece. Es incierto. Pregunta siempre, obsesivamente:
“¿Lo amo? ¿Me ama?”.

También es diferente el amor de la amistad. Se establece de


a poco, con los encuentros en los que sentimos que el otro,
con su experiencia vital, nos enriquece. Nos ayuda a ser
nosotros mismos. El amigo nos da confianza. Pero no
necesitamos estar siempre con él. Sabemos que está, que
está de nuestro lado, que siempre está dispuesto a venir en
nuestra ayuda. El tiempo y la distancia no cuentan.

Padre, madre, hermanos, hermanas, amigos, hijos, marido,


esposa, amante, todos ellos son nuestros objetos estables
de amor. En términos de psicoanálisis, son aquellos en
quienes hicimos grandes catexias afectivas.

Pero los mecanismos mediante los cuales se hizo esta


catexia no son los mismos. ¿Cuáles son, entonces?

En los capítulos que siguen explicaremos tres de ellos. El


primero se basa en la satisfacción de nuestras necesidades
y deseos, en el placer y el desplacer que nos provoca la
relación con otra persona. Si alguien nos procura placer, en
especial placer erótico, tenderemos a volver a esta persona,
a estar más tiempo con ella y a volver una vez más. El
placer refuerza la unión, la frustración la debilita. Este
mecanismo es el origen de los reflejos condicionados del
aprendizaje y corresponde a la ley del efecto de Thorndike.
Los psicólogos conductistas y los utilitaristas explican así
todas las relaciones emocionales.

El segundo mecanismo fue menos estudiado y es, por


cierto, menos conocido. Consiste en el hecho de que sólo de
tiempo en tiempo se nos presenta con claridad la
importancia de las personas. Aparece sobre todo cuando
hay una amenaza externa o cuando tenemos que optar
entre dos alternativas. Cuando corremos el peligro de una
pérdida. Para dar un ejemplo simple e intuitivo,
comprendemos la importancia de la salud cuando nos
enfermamos, la importancia de nuestra ciudad o de
nuestros amigos, cuando debemos emigrar. Nuestros
objetos de amor más estables se nos presentan de este
modo y fueron elegidos, queridos y defendidos contra una
amenaza.

El último mecanismo, el específico del enamoramiento, es el


estado naciente. No hay que confundirlo con los dos
primeros porque su estructura es totalmente diferente.

Estos mecanismos están presentes tanto en los hombres


como en las mujeres. No existe una modalidad femenina y
una modalidad masculina de aprendizaje, pérdida o
enamoramiento. Sin embargo, estos mecanismos operan de
modo diferente en los diferentes sexos, y veremos cómo.
19
1. Ocupémonos ahora del mecanismo basado en el placer.
Intuitivamente es el más fácil, el más lógico, el más
racional. En síntesis, esto significa que, en definitiva,
nosotros nos encariñamos con las personas que nos tratan
bien, que nos dan felicidad, mientras evitamos y hasta
odiamos a quienes nos tratan mal. La relación fundamental
del niño con la madre es de este tipo. Antes del nacimiento,
porque se nutre y recibe vida de la placenta. Después,
porque la madre es quien interpreta sus necesidades y las
satisface.

El psicoanálisis, en general, tiende a explicar la fijación de la


libido como resultado de su satisfacción. Las grandes
satisfacciones, los placeres intensos nos ligan a las personas
que nos los procuraron. Se produce así la transformación de
la libido narcisista en libido objetal. El yo es como una
ameba que saca sus seudopodios y se detiene ahí donde
encuentra alimento y placer.

El placer sexual, señala Freud, es el más fuerte de los


placeres. Por eso está en condiciones de crear las ligazones
más fuertes. Si alguien nos da un gran placer erótico,
trataremos de encontrarlo de nuevo, una y otra vez. Toda
experiencia positiva, todo éxtasis alcanzado, fortalece
nuestra necesidad del otra Cuando la experiencia del placer
renovado es bilateral, se establecerá entre ambas personas
un vínculo duradero, capaz de resistir incluso graves
frustraciones.

Agreguemos que el ser humano es racional. Por ello es


capaz de buscar activamente a quien le procura placer y
comportarse del modo adecuado con él. Si yo, al estar con
una persona, sentí un gran placer, trataré de gustarle, de
hacerla feliz. Además, si esa persona me interesa, haré lo
necesario para evitar cualquier situación desagradable
buscando, en cada ocasión, el

encuentro perfecto. Perfecto no sólo para mí, sino también


para ella, porque deseo que ella me desee y quiera volver a
mí. De este modo, dos personas que tuvieron encuentros
placenteros pueden establecer entre sí una unión cada vez
más firme.

En este modelo se ve la relación amorosa como un


desarrollo de la relación erótica, como el resultado de todas
sus experiencias positivas, el residuo sólido del placer que
se experimentó. Gracias a la inteligencia y al aprendizaje, el
amor bilateral se puede lograr por medio del erotismo y la
satisfacción recíproca. El arte erótico se pone, así, al
servicio del arte de amar y constituye uno de sus capítulos,
uno de sus instrumentos.

El lector reconocerá sin dificultad, en este modelo


explicativo, el mínimo común denominador de la
psicoterapia contemporánea que se propone mejorar
nuestras relaciones afectivas. Además, reconocerá aquí el
presupuesto implícito de los manuales estadounidenses
sobre “cómo actuar”, puesto que éstos constituyen la
vulgarización y la popularización de la psicoterapia. Se
invita al sujeto a aplicar, por sí solo, las normas básicas
descubiertas por los psicólogos, que, después, se reducen a
una: realizar el placer recíproco y, en consecuencia, un
amor estable.

No obstante su lógica, no obstante el crédito universal de


que goza, esta teoría de amor es falsa. No explica nada. Si
se aplica a fondo lleva a conclusiones absurdas. Lleva, por
ejemplo, a la conclusión de que las personas más
inteligentes y más cultas deberían tener una vida más feliz
que las más simples. Cuando en realidad no hay ninguna
relación entre cultura y felicidad amorosa, entre
conocimiento psicológico y estabilidad de la pareja.

Tampoco hay relación entre desarrollo de la instrucción y


capacidad de amar.

No es sólo entre los pobres y los ignorantes que las familias


se destruyen, las parejas se divorcian y las relaciones entre
los sexos son difíciles. Esto significa que las reglas y recetas
psicológicas no tienen poder alguno sobre la situación.
También ellas forman parte de esa situación.

2. Volvamos sobre la afirmación de Freud de que el placer


erótico es el más fuerte de los placeres. Es verdad. Veamos
ahora la segunda afirmación: la persona que descubre
alguien que le da un gran placer erótico, tratará de

encontrarlo de nuevo, una y otra vez. Toda experiencia


positiva, todo éxtasis alcanzado fortalece la relación. Esto
no es cierto. La persona se puede hastiar, cosa que ocurre
en ambos sexos, pero en los hombres el fenómeno es
muchísimo más frecuente. La vida diaria, la erotización del
tiempo, que tanto agrada a la mujer, produce a menudo en
el hombre un efecto que desalienta el erotismo. Todos los
encuentros eróticos fueron felices, muy placenteros, pero en
lugar de fortalecer la relación han creado un hábito.

Recordemos además que el hombre disocia la evaluación


erótica y la evaluación global de las personas. Un hombre
puede desear con desesperación a una mujer, adorar su
cuerpo y no querer vivir con ella, mientras se encuentra
bien con otra que, eróticamente, no le dice nada. El hombre
puede experimentar una enorme atracción erótica por una
mujer de la que no se fía, de la que se avergüenza. En el
libro de Philip Roth, Il lamento di Portnoy, [1] el protagonista
se siente atraído por una mujer bellísima, Langur, a quien
sin embargo desprecia. Esta mujer tiene una sexualidad
desbordante, un cuerpo extraordinario, todos la miran y la
desean, todos se la envidian. Pero es demasiado ignorante,
viste con excesiva vulgaridad, es demasiado provocativa.
Ella le es fiel, lo quiere, pero él no logra encariñarse en
modo alguno.

Un hombre puede tener un affaire plenamente satisfactorio


desde el punto de vista erótico que termina luego, frente al
primer obstáculo, casi por descuido. Cuando dos personas
dicen que se encuentran únicamente en la cama, para
hacer el amor, significa que tienen muy poco en común o
que su relación esta por llegar a su fin.

Desde este punto de vista, es impresionante observar la


diferencia existente entre el erotismo (masculino) y la
amistad. La amistad, al igual que el erotismo, se establece
por medio de encuentros, tiene una estructura
amalgamada. En la amistad, el encuentro siempre es una
revelación, el descubrimiento de algo de nosotros mismos y
del mundo gracias al otro.

Cada encuentro deja una reserva de simpatía, de confianza,


de afecto. La vez siguiente tenemos la sensación de haber
dejado al amigo poco antes, de reanudar el diálogo
interrumpido. Cada partícula de tiempo se agrega a las
otras partículas de tiempo y cuantos más son los
encuentros, más se fortalece la amistad, el vínculo pasa a
ser más sólido, la confianza más profunda. [2]

En el erotismo (masculino) no se produce este milagro. No


se vive cada nuevo encuentro como la continuación del
precedente, sino como algo totalmente nuevo, como una
nueva experiencia, una nueva prueba. El encuentro erótico
puede salir bien o salir mal y se lo juzga en cada ocasión.
En la amistad no emitimos un juicio sobre el encuentro. Si
algo se malogró, si hubo alguna incomprensión, no lo
tomamos en cuenta, lo borramos de la lista. Habrá una
próxima vez. La amistad no quiere juzgar, es paciente. La
intensidad de la amistad no es el producto de la suma
algebraica del juicio emitido en cada una de las ocasiones
en que los amigos se encontraron. Es, sí, la suma de los
encuentros positivos. En el erotismo (masculino), por el
contrario, cada encuentro se juzga de modo independiente,
se valora olvidando el pasado. Si ya hay amor, ocurre como
en la amistad: las desilusiones no cuentan. Pero si no hay
amor, si el amor debe nacer precisamente de los encuentros
eróticos, todo se cuestiona y siempre, porque algunas
desilusiones bastan para causar irritación y disgusto en la
misma medida en que interrumpe la relación. En la amistad,
la felicidad del pasado cuenta de un modo más que
proporcional; en el erotismo (masculino), menos que
proporcional.

3. ¿No hay, entonces, posibilidad alguna de que en el


hombre, de una relación erótica feliz nazca una relación
duradera, una unión sólida? La posibilidad existe, pero
depende de que se realice un tipo especial de experiencia.
El hombre sólo se unirá a la mujer cuando en su relación
tenga la experiencia de un erotismo creciente.

El perro reacciona al mismo estímulo, reacciona a la misma


carne. El hombre, no. El mismo estímulo, en un momento
dado, produce acostumbramiento. En la especie humana,
todos los estímulos funcionan como estímulos
condicionados, necesitan un refuerzo. El placer no puede ser
la repetición del placer pasado. La repetición del pasado no
es sino tedio. La vida tiene horror de la repetición.

No es posible la unión amorosa si no hay alguna forma de


futuro. El futuro más simple, el que se puede experimentar
directamente en el presente, es algo más. Más que ayer,
más que lo que hubiésemos imaginado hace sólo

una hora. Algo más quiere decir más allá, movimiento,


crecimiento. En ese caso el encuentro pasa a ser la
revelación de que ha ocurrido algo inesperado y mejor. La
experiencia vital adquiere una dirección. Va de lo peor a lo
mejor, crece, se enriquece y enriquece. También en el
erotismo masculino, cuando desaparece esta diferencia
positiva, cuando desaparece la expectativa de lo mejor,
cuando desaparece toda posibilidad de futuro, la unión
erótica se interrumpe, incluso en el presente, cae en el “me
gustó”, como una cosa terminada, muerta.

Los hombres, pues, para mantener vivo el encuentro


recurren a fantasías eróticas. Imaginan que hacen el amor
con otra mujer, una mujer de su pasado, de quien recuerdan
algún gesto, palabra o imagen. O bien, que es su mujer
quien hace el amor con otro hombre de su pasado con el
cual se identifican.

La última etapa de esta prótesis erótica es la película


pornográfica en la cual el hombre busca la excitación en lo
que hacen los demás, los que no son como él.

4. Es difícil, en cambio, que la mujer que ha tenido muchos


encuentros eróticos felices con un hombre, advierta de
buenas aprimeras que ya no le gusta. Para la mujer, cada
encuentro está ligado con el pasado. La mujer tiene en
cuenta la experiencia anterior. Si la relación continúa, es
porque cada encuentro ha logrado insertarse en los
encuentros pasados, porque ha representado su desarrollo
armónico.

El hombre concibe la experiencia sexual como una


zambullida desde el trampolín de una piscina. Y si la mujer
se le entrega sexualmente, tiene la impresión de que
también ella se ha “zambullido”, se abandonó a él por
entero. Pero no es así. La mujer nunca se da eróticamente
en un solo momento. Su entrega es siempre gradual.
Examina al hombre a distancia.

Desde la primera mirada tiene sensaciones favorables o


negativas. Sólo se deja abordar cuando el desconocido le
causa buena impresión, cuando lo presiente y le interesa.
Pero no es sino la primera etapa. Incluso en el encuentro
sexual, la mujer sólo da una pequeña parte de sí, la más
externa. El acceso a su parte más íntima, el alma, siempre
es gradual.

Si para el hombre utilizamos la alegoría de la zambullida, en


el caso de la

mujer debemos imaginar más bien una casa. La mujer está


dentro, el hombre fuera. El hombre se aproxima y su modo
de acercarse, sus gestos, su manera de llamar a la puerta,
provocan en la mujer impresiones, sensaciones, opiniones
con respecto a él. Y sobre la base de aquellos gestos, de
aquellas emociones, ella decidirá si le abre la puerta o no.
Pero aunque abra la puerta, lo obliga a hacer antesala.
Observa entonces cómo deja el sobretodo, sus cosas, mira
sus manos, su peinado, siente su fragancia. Son emociones
corpóreas, pero también evaluaciones, juicios. Sólo si el
hombre supera estas pruebas, la mujer le abrirá la puerta
interior, lo admitirá en la parte más personal, más íntima de
la casa. Se abrirá, le entregará algo más, para utilizar la
misma expresión que antes. Pero en la nueva habitación
continuará su minuciosa observación, su evaluación acerca
de lo que él es, lo que puede dar, lo que ambos son y
pueden ser juntos. La relación de la mujer con el hombre es
una secuencia de impresiones, emociones, evaluaciones y
sucesivas aperturas de su persona. Esta gradualidad existe
hasta en la mujer enamorada.

Wilhelm Steckel[3] demostró ampliamente, hace ya algunos


años, que cuando la mujer no se siente estimada,
apreciada, amada, se encierra, se vuelve frígida.
Investigaciones más recientes confirmaron su punto de
vista.

La mujer, para abrirse, para abandonarse, para liberar su


erotismo más profundo, debe tener confianza.[4]

En El amante de Lady Chatterley, la primera vez que la


mujer hace el amor con el guardabosques, está casi como
en sueños, sin sentir nada. El está feliz, pleno; ella no. Sólo
la vez siguiente comienza a abrirse: “En el fondo de su ser
sintió palpitar algo nuevo. Surgir una nueva desnudez. Y
casi tuvo miedo. Hubiera querido que no la acariciase así
cuando la penetró… esperó más… quería mantenerse
separada… Para una mujer que permanecía ajena al acto,
ese movimiento de los glúteos del hombre era, por cierto,
una cosa muy ridícula” .[5] Y sólo lentamente, encuentro
tras encuentro, llega al placer total, a la fusión amorosa con
el hombre que ahora aprecia, estima y con el cual quiere
vivir.

Aquellos que para el hombre son encuentros eróticos


discontinuos, juzgados independientemente uno de otro, en
la mujer son, en cambio, etapas en cada una de las cuales
ha exigido al hombre que supere una prueba, que

trasponga un umbral.

En el hombre, algo más es lo que se manifiesta en el


encuentro erótico como estupor por haber encontrado
aquello que no se esperaba. Pero para la mujer, ese algo
más no es sino aquello que ella dio de más de sí misma. Es
otra puerta abierta a su interioridad, a su intimidad. Lo que
para él es sorprendente, para ella es opción, decisión. Ese
algo más que él encuentra hoy, en este encuentro, es el
resultado del juicio que la vez anterior la mujer emitió sobre
él, el resultado del fragmento de amor que nació entonces y
se transformó luego en deliciosa acogida.

Cuando el hombre advierte que el encuentro erótico no fue


logrado, es, en general, porque la mujer se encerró en sí
misma. La mujer tuvo una incertidumbre, una vacilación,
tuvo la sensación —justa o equivocada, no importa— de que
el hombre no era gentil, era grosero. Por eso se cerró, para
reflexionar, para analizar, por miedo, por desinterés. El
hombre difícilmente llega a comprender y reconstruir el
proceso emotivo de la mujer. Pero capta, al instante, la
caída del nivel erótico. A menudo, después de dos o tres de
estas experiencias decepcionantes, abandona. Para él no se
produjo algo más.

Pero, si lo pensamos bien, lo mismo había ocurrido con la


mujer.

Anticipadamente. Es como si en lugar de hacerlo pasar lo


hubiese dejado haciendo antesala una, dos, tres veces.
Porque no se sentía preparada, porque no lo sentía a su
altura, porque no lo creía digno. Es ella la que no admitió
algo más y ésta es la razón por la cual él no lo encontró.

Mujer y hombre son, por lo tanto, sumamente diferentes,


pero la estructura de su experiencia se complementa. Ese
algo más que el hombre busca cada vez y sin lo cual no se
fortalece la relación no es, con frecuencia, sino una apertura
ulterior de la mujer, una revelación ulterior de sí, una etapa
de su erotismo.
5. Esta ley es válida incluso cuando de improviso, del modo
más inesperado, dos personas advierten —y se asombran
por ello— que se gustan, que se sienten atraídas
recíprocamente y se quieren. Las manos se tocan, las
piernas se rozan. A veces basta con una mirada, con una
intensa mirada intercambiada, para comprender. Pero es
importante que no se tenga la

intención de seducir. Si está de por medio esta intención, si


se deja entrever el esfuerzo y la voluntad de seducir,
aparece también la manipulación, la malignidad y todo es
distinto. Pero no es a esto a lo que me refiero. Hablo del
descubrimiento inesperado de que las defensas no son
necesarias, de la aparición imprevista de un entendimiento,
del nacimiento espontáneo, irrisorio, de una complicidad. Y
se necesita también un obstáculo, algo que impida que esta
atracción se convierta enseguida en un abrazo sexual febril.

Hay que mantenerse en tensión para que el corazón y la


mente se agranden, para estar dispuestos a lo
sorprendente. El obstáculo puede ser interno o externo.
Puede ser un momento de timidez, una vacilación, una
demora en comprender que permite dejar todo en suspenso
entre lo posible y lo existente, y esto produce una vibración,
una agitación. La alquimia usaba esta expresión, agitación,
para indicar la atracción entre los elementos, el estado de
excitación de uno de ellos en presencia del otro, que daba
origen a la reacción.

Es el instante milagroso de la revelación del deseo


recíproco, cuando no hay necesidad de ceremonias, rituales
ni excusas (nadie debe pedir excusas por existir, ser, hablar,
desear). Se deja sin efecto todo el andamiaje social que
separa a ambos sexos y los deseos recíprocos se
manifiestan uno a otro, fuera del mundo de las
prohibiciones, fuera de lo existente y de su opacidad.
Crean una zona franca que los separa de los demás, los
hace cómplices, los pone del mismo lado. En ese momento
la mujer comparte la inmoralidad del erotismo masculino
porque su deseo se coloca más allá del tiempo, más allá de
la continuidad. Desea ese hombre y no otro. No para el
futuro, para el mañana, sino ahora, ya, enseguida, y lo
demás no le importa. El tiempo del encuentro está, pues,
separado, desconectado de la trama de lo que ocurría ayer
y ocurrirá mañana, es un instante, una burbuja de tiempo
que después se desvanecerá pero no podrá ser destruida.

Lo que esta experiencia tiene de específico es su


elevadísima energía interna, que le permite perdurar en la
memoria y poner en movimiento la acción. Pero por otra
parte todo esto, aun siendo perfecto, es incompleto.

Porque se trata siempre de algo que se vislumbra, nunca de


algo que se logra.

Aunque los dos tengan la posibilidad de apartarse, aunque


tengan una relación sexual, ambos tienden a encontrarse de
nuevo. Al encuentro puede,

así, seguir otro encuentro y hasta es posible que nazca una


relación erótica o, en algunos casos, el enamoramiento.
Pero también podría suceder que no hubiese más
encuentros, o que en la ocasión siguiente ya no se
produjera la vibración. La compleja situación de deseo y
obstáculo —con esas emociones: la expectativa, la
revelación— no se produce en su totalidad. Basta la falta de
un elemento para que todo el conjunto resulte diferente. La
persona que nos parecía encantadora nos parece ahora
torpe y trivial. Ya no es la de antes, no tiene la misma
seguridad. Otros pensamientos pasan por su mente. Sabe
demasiado o demasiado poco. Estructuró deseos o puso
límites demasiado grandes. El algo más no se realizó.
6. La unión amorosa, para cualquiera de los dos sexos, sólo
nace por lo tanto, de un erotismo hecho de revelación,
descubrimiento, manifestación, activación de
potencialidades latentes, dormidas, no utilizadas. En el
hombre, es asombroso. El erotismo masculino grita lo bello
y lo extraordinario del encuentro, grita su placer. Alaba y
exalta a su compañera y se exalta a sí mismo. El erotismo
femenino está impregnado de evaluaciones, expectativas,
preparativos y juicios, de acercamientos lentos, de
conocimiento, de apertura y de descubrimiento.

El algo más es el conocimiento de aspectos y dimensiones


de nosotros mismos que nos eran ignotos, es la gnosis.
Cada encuentro sucesivo con la misma persona es, pues, un
paso adelante en el camino del conocimiento, es una
profundización. De nosotros, de nuestra naturaleza, de
aquello que somos y podemos ser. No es una revelación que
tenemos desde un principio, sino una trayectoria epifánica.
[6] El segundo encuentro produce una nueva emoción, un
nuevo asombro. Y lo mismo ocurre con el tercero, el cuarto,
el enésimo. Sólo el conocimiento, el saber tiene esta
posibilidad de crecer incesantemente, sin repetirse, sin
agotarse.
20
1. El segundo mecanismo capaz de crear uniones sólidas es
el de la pérdida. [1] Vimos que el primer mecanismo se
funda en muchos encuentros eróticos emocionantes en los
que se produce una vibración que revela algo de nosotros
mismos y de la otra persona: aquello que llamamos algo
más.

El segundo mecanismo, en cambio, no nace de una


experiencia erótica y no es de por sí erótico. Interviene en el
erotismo porque es un factor fundamental para la
elaboración y elección de nuestros objetos de amor.

A menudo queremos cosas opuestas, otras, ni siquiera


sabemos bien lo que queremos. No sabemos lo que en
verdad nos interesa ni qué es lo que tiene valor o es
esencial. Hay una diferencia entre desear y sentir la
necesidad de una cosa. Entre tener necesidad de algo y no
poder prescindir de ello. Pero hay momentos en los que
comprendemos —estamos obligados a comprender

— que una persona dada es esencial para nosotros. Porque


sin ella, todas las demás cosas pierden también su valor.
Esencial es todo aquello que da valor a las demás cosas.
Esencial es el fin último, al cual está subordinado todo el
resto que pasa a ser un medio.

No podemos conocer nuestros fines últimos, los objetos


finales de nuestro deseo y de nuestro amor, haciendo una
suma algebraica del placer y del desplacer que nos dieron.
Estos balances los hacemos para justificar ante nosotros
mismos el apego a una persona o a la decisión de dejarla.
La suma algebraica de placeres y dolores nos dice, en
términos de comparación, qué es lo mejor y qué lo peor. En
tanto que el fin último es algo absoluto. No se nos presenta
como residuo sino como diferencia abismal. No es el
producto de una reflexión intelectual. Se nos revela de
manera brutal e imprevista.

Veamos un ejemplo. Durante un paseo a la montaña, nos


damos cuenta de

que se nos perdió el niño. ¿Dónde fue? ¿Qué le ocurrió? De


pronto el niño pasa a ser lo más importante de todo. Todo el
resto se debe subordinar a su búsqueda. El niño, que antes
existía junto con otras cosas, adquiere una condición
ontológica superior. Y con él, el mundo, que antes era algo
que no contaba, un trasfondo para nuestras acciones, se
convierte ahora en aquello que nos esconde ese niño, en un
espacio desconocido en el que debemos buscarlo. Pero no
sabemos dónde. El mundo se ha tomado amenazante y está
ahí, terrible y real. Nuestra búsqueda asume un carácter
desesperado porque debemos arrancar al niño de la fuerza
de lo negativo. Y es desesperada, además, porque nuestra
vida ha pasado ahora a ser un medio. El objeto que
buscamos ha pasado a ser más importante que nosotros.

Lo que se descubre en una situación de pérdida se vive


como preexistente. En ese momento yo advierto que el niño
era esencial para mí desde antes, que lo amaba desde
antes. Es, pues, la revelación de algo que era esencial con
anterioridad, pero no estaba presente y no era consciente.
Ese algo nos revela todo lo que ya hubiéramos debido saber
y habíamos olvidado.

En este punto hay que hacer un esfuerzo de imaginación.


Pensemos en la madre aun antes de que nazca su hijo. Ya lo
espera, ya lo desea. Pero él todavía no está. Podría no
nacer, no ser. Si nace será porque ella lo quiso, lo arrancó a
las fuerzas de lo negativo. Aun antes del nacimiento la
madre salvó ya muchas veces a su hijo de la nada,
queriéndolo. Después del nacimiento el proceso se repite.
Por la noche, cuando lo mira ansiosa y tiene miedo de que
ya no respire. O cuando tiene fiebre y se siente mal y llora.
También entonces ella lucha contra la potencia de lo
negativo, poniendo a su hijo como fin último, como objeto
estable y total de amor. En otras palabras, el objeto, que en
la pérdida se reconoce como objeto de amor, surgió
precisamente por el proceso de pérdida. Amamos de
manera estable aquello que sustrajimos a la pérdida
poniéndolo como fin último.

Este mecanismo es sumamente importante aun cuando, en


general, no se lo reconoce. La psicología conductista cree
únicamente en el fortalecimiento provocado por el placer-
desplacer. El psicoanálisis es receloso con respecto al
mecanismo de la pérdida porque ve en él un estado
patológico. Desde nuestra perspectiva, en cambio, el ansia
no es patológica. Es la reacción vital de un organismo
inteligente. Es la modalidad con que nos fijamos fines

últimos y conocemos, así, aquello que realmente cuenta


para nosotros. Sólo aquello que se ha querido con
desesperación y en múltiples ocasiones llega a ser un objeto
estable de amor. No es únicamente el producto de su
capacidad de damos placer, sino también el resultado de
nuestra voluntad y nuestra pasión.

2. Puesto que hemos dejado bien en claro este concepto,


volvamos ahora a las dos formas, femenina y masculina, del
erotismo. Por un lado, el deseo de continuidad, de
proximidad, de intimidad, la necesidad de sentirse
continuamente buscada, amada, deseada. El placer de estar
abrazados, de vivir juntos, de suspirar juntos. Por el otro, lo
discontinuo, que tiene necesidad de intervalos, de variedad.
Que prefiere imaginarse sin obligaciones de amor, libre de
disolver las uniones recién formadas. ¿Qué sucede,
entonces, si una persona del primer tipo encuentra otra del
segundo?

Vivirá la interrupción como pérdida, como amenaza de


pérdida. No es necesario imaginar que la persona está
enamorada. Basta su forma específica de deseo. Después
del largo abrazo sensual, después del delirio y el éxtasis, el
otro se levanta, se aleja. Esto es suficiente para provocar
una sensación de pérdida y por ende para formularse la
pregunta: ¿Debo retenerlo o no?

¿Merece o no merece que yo lo retenga? No hay elemento


alguno para decidir. La mujer puede hacer lo que quiera.
Pero si se decide por sí, por retenerlo, deberá entonces,
aunque sea por un instante, reconocer en su fuero íntimo
que para ella es absolutamente deseable.

No se trata de enamoramiento. El tipo de vínculo creado


mediante el mecanismo de la pérdida es muchísimo más
débil. Esto lo saben, intuitivamente, todas las mujeres.
Como su vida erótica se basa más en los mecanismos de la
pérdida (reaccionar por celos, dar celos, etcétera),
desconfían de su eficacia en el tiempo. Pero, por lo regular,
no consiguen sustraérsele. Cuando quieren poseer un
hombre están dispuestas a arriesgarse, a plantear la
alternativa. O me amas o no me amas. O yo o la otra. Al
provocar la crisis de la pérdida se colocan en situación de
desear desesperadamente al hombre, lo miran como si
fuera la última vez. Sienten un amor que se alimenta
precisamente de la gravedad y de lo irreparable de la

opción. Pero, sobre todo, ponen en marcha un proceso


idéntico en el hombre, que puesto frente a la catástrofe de
la pérdida descubre el valor de aquello que se le escapa y
siente rebrotar en él un amor que creía terminado. Se arroja
entonces en los brazos de la mujer, se cree enamorado,
decide vivir con ella.

Pero en realidad no es así. Es el caso del marido cansado de


su matrimonio que sueña con su libertad o tiene una
amante. Fantasea con que su mujer se vaya, no la soporta
más. Y sin embargo, el día en que ella decide dejarlo,
advierte que en verdad ella era la única que le interesaba,
que él amaba que

“todavía estaba enamorado”.

El mecanismo de la pérdida opera inclusive de modo


espontáneo cuando el otro se va de veras. El ejemplo más
típico es el de la mujer que se da cuenta de amar a su
marido sólo cuando éste le dice que está enamorado de
otra. Entonces, de pronto, él vuelve a ser lo más importante,
el centro de su vida. Y ella lucha desesperadamente por no
perderlo. A menudo, este mecanismo mantiene unidos a dos
cónyuges durante toda la vida. Ahí, el enamoramiento nada
tiene que ver.

Esta amalgama emocional se confunde frecuentemente con


la costumbre.

En realidad, en el género humano, la costumbre, es decir el


condicionamiento puro, no es una fuerza que ata. Más allá
del condicionamiento está el temor de la pérdida, el
esfuerzo por retener al objeto que, de esta manera, se
convierte en objeto de deseo.

El mecanismo de la pérdida es la causa de muchos divorcios


seguidos de un nuevo matrimonio. Ante la perspectiva de
perder a su amante, el sujeto tiene la sensación de estar
locamente enamorado. Rompe entonces con el pasado, se
divorcia y se casa con la persona de quien se “enamoró”.
Pero se trata de una ilusión, no es enamoramiento. Después
de unos meses de vida en común, ambos descubren con
horror que no tienen nada que decirse. La fusión del
enamoramiento no existió, no llegará jamás. Unidos, se ven
forzados a reconocer una realidad cada vez más evidente:
son dos extraños.

3. El temor de la pérdida, contrariamente a lo que en


general se cree, no revela un sentimiento preexistente.
Antes bien, hace surgir un nuevo sentimiento. Su aparición
puede ser tan imprevista y violenta que da la

impresión de ser un verdadero enamoramiento. Al igual que


en el enamoramiento se experimenta la sensación de ver
las cosas con otros ojos, de saber con certeza aquello que
tiene valor, sin confundirlo ya con aquello que no lo tiene.
Pero si se observa con atención, se ve que en la pérdida la
inversión libidinal se efectúa de a poco, después de crisis y
actos de readaptación sucesivos. La mujer no advierte que
el hombre le interesa hasta que él se aleja, hasta que mira a
otra, hasta que ella lo espera y él demora. El deseo se abre
camino en forma de celos, una comezón de celos que luego
desaparece pero deja sus huellas.

También los hombres sienten celos pero piensan que no los


sienten. No los necesitan para sus fantasías eróticas.
Mientras que en las fantasías eróticas femeninas, los celos
casi siempre están presentes. En la literatura rosa, desde el
principio hace su aparición la rival seductora,
desprejuiciada, temible. Y en la relación entre las dos
mujeres existen celos mutuos. Los celos cumplen el rol de
una estratagema crucial de la seducción. Se valen de ella la
rival y la protagonista con respecto al hombre deseado y
éste con respecto a ambas mujeres. Los celos son un
dispositivo esencial del deseo.
En estas novelas, ligado a los celos, aparece el mecanismo
del abandono.

A veces la mujer lo hace conscientemente, para dar celos.


Pero más a menudo es un acto impulsivo, un estallido de
ira, una crisis en la que se le confunden las ideas y le faltan
las palabras. El resultado es una ruptura que ella cree
definitiva, irreparable, pero que tiene el gran poder de
provocar el deseo. El descubrimiento del amor sobreviene
así, de crisis en crisis, con uniones y separaciones seguidas
de nuevos acercamientos, cada vez más intensos, hasta la
apoteosis final, en que las dudas desaparecen y la certeza y
la continuidad las sustituyen.

Estas vicisitudes, analizadas de modo superficial, se pueden


considerar como típicas del enamoramiento. En realidad, en
la novela rosa nunca se da la revelación del amor
inesperado ni el amor a primera vista. Nada los empuja,
contra su voluntad, a mirarse, a buscarse. No cometen
locuras. No viajan durante toda la noche en su automóvil
para estar, por la mañana temprano, frente a la casa del
amado. No se embriagan, no gritan, no lloran.

No escriben poesías, no hablan el lenguaje del mito, no


desean que el tiempo desaparezca y el instante se
transforme en eternidad. Sin embargo, en la vida

real los enamorados hacen todo eso. La revelación del


enamoramiento es como un resplandor enceguecedor que
doblega la voluntad y llena el corazón de júbilo infinito. Aun
cuando no sepa en qué va a terminar su amor, el
enamorado es feliz. No quiere renunciar a este estado
extraordinario y divino.

Aun cuando llore.


21
1. La simple ausencia no produce celos. [1] Más aún, para
ambos sexos es sumamente importante saborear de
antemano el encuentro. No la incertidumbre ni la duda, pero
sí todo aquello que casi con seguridad ocurrirá. Es una
excitación hecha de fantasías. Cabe preguntarse, inclusive,
si éstas no son más placenteras que el mismo encuentro. La
vida erótica se puede construir, en gran medida, con
fantasías gratas. Antes del encuentro.

Durante días, semanas, meses. Y después del encuentro. En


algunos casos, inmediatamente después, por la noche, a la
mañana siguiente. Revivir y sentir el placer. Ninguna otra
experiencia se presta tanto para una pregustación de esta
índole. Ni siquiera el éxito, el triunfo, porque en este caso la
espera no puede tener el mismo grado de certeza que en el
encuentro erótico. El éxito se saborea sobre todo después.
En cambio, el erotismo se puede saborear con igual
intensidad antes.

En el hombre la pregustación puede provocar un estado de


excitación ilusorio y continuado que sólo termina con el
orgasmo. En la mujer el encuentro erótico tiende a
insertarse en una tensión continua en la que la espera es un
punto, un momento. Lo erótico es inseparable de su
preparación y de lo que sigue.

La existencia de la pregustación explica el placer de la


espera y de los preparativos. Se ha hecho notar muchas
veces que las mujeres esperan. Es, se dice, consecuencia de
su posición inferior, subalterna. Se ven obligadas a esperar
al marido, al amante infiel, al hombre que fija la hora de la
cita, que hace su comodidad. La mujer, además se prepara.
Es una preparación increíblemente más larga que la del
hombre porque elige el vestido, el maquillaje. A veces esta
larga preparación es inútil; el hombre no comprende.

De ahí la sensación de frustración, de desilusión. Pero


cuando se siente deseada, cuando imagina que también él
está ansioso por la espera, prepararse es excitante y
emocionante. Es un acto erótico, forma parte integrante del
encuentro erótico y la mujer saborea ese placer.

2. Si una persona amada parte, emigra o muere, sentimos el


dolor de la separación, pensamos siempre en ella, nos
desesperamos, lloramos, pero estos no son celos. Para que
haya celos se requiere la presencia de una tercera persona,
se requiere que nuestro amado, aunque sea
momentáneamente, prefiera esa tercera persona.

El amor erótico es siempre una elección. Es nuestra opción


como individuos aislados en medio de la masa anónima de
los demás. Incluso en los animales el galanteo es una
opción, una preferencia, aun momentánea.

Incluso la prostituta, aunque vaya con todos, cuando se


dedica a un cliente tiene la sensación de que sólo se
interesa por él. La necesidad de ser elegidos, preferidos, de
absorber toda la atención, aunque sea por poco tiempo, no
es una peculiaridad del amor erótico. Exigimos esa atención
del médico, del abogado, del empleado bancario que está
detrás de la ventanilla. En el amor erótico pretendemos,
además, que este interés no sea profesional, que no sea el
resultado de un deber, que nazca de una elección personal
hecha con libertad, sin tomar en cuenta las obligaciones
sociales hacia la otra persona.

En el fuero íntimo del ser humano, quizás en todo ser


viviente, está latente la necesidad de ser preferidos. Es fácil
observarlo en los celos entre animales y entre niños. Al niño
le cuesta aceptar que la madre se ocupe de los hermanos,
de los más pequeños. De todos modos, siempre necesita
que, de tanto en tanto, la madre se preocupe sólo por él,
que por un momento lo trate

“como si” fuese hijo único. Quiere tener la sensación de que


le es esencial, como ella es esencial para él. Todo niño, en el
fondo de su corazón, cree o espera ser el predilecto. Por
otro lado, toda madre ama de manera total a cada uno de
sus hijos y cada uno de ellos tiene la misma importancia
para ella. En cada hijo ama una entidad individual,
específica, absolutamente única e inconfundible. Sin
embargo, no hay simetría, porque la madre necesita a todos
sus hijos, mientras que cada uno de éstos necesita de ella,
pero podría

prescindir de los demás. Los celos infantiles se manifiestan


como agresividad hacia los hermanos para alejarlos, para
aniquilarlos. Es una conducta similar a la del animal que
defiende su territorio. Decimos, en estos casos, que el niño
es “celoso”, pero los celos no se refieren al objeto de amor
sino al rival.

El niño está celoso de los hermanos, del padre. No está


celoso de la madre.

Los celos hacen su aparición en la vida como rivalidad con


un tercero para apoderarse de modo exclusivo del amor de
alguien, o para no perder su exclusividad. Nos encontramos,
pues, en el marco de la situación de pérdida.

Se sustrae al objeto de amor de una fuerza amenazante,


que no es anónima, impersonal, sino personal. Por otra
parte, el amor, el interés no son cosas que se puedan
obtener sin consentimiento. El rival no constituye una
amenaza si nuestro amado no lo acepta. La amenaza viene
de afuera, sí, pero también de la persona amada. En los
celos tenemos miedo de que la persona amada prefiera el
otro a nosotros. Debemos defender a nuestro objeto de
amor no sólo de la fuerza de lo negativo, porque él también
es cómplice de esta fuerza, él también es esta fuerza por
cuanto elige al otro y no nos quiere, se sustrae a nuestro
amor. En los celos, la agresividad apunta también, por ende,
a la persona amada. Por eso decimos que estamos celosos
de aquel a quien amamos.

Los celos del rival —es decir la agresividad contra el rival—


son la forma más simple y primordial de los celos. Los celos
de la persona amada aparecen más tarde, cuando
queremos ser amados libremente, preferidos libremente.

Entonces los celos se toman ambivalentes. El sufrimiento de


los celos es el sufrimiento característico de la ambivalencia.

3. En el enamoramiento bilateral y profundo hay poco


espacio para los celos porque hay poco espacio para la
ambivalencia. El enamoramiento obedece a una especie de
escisión de la experiencia. Por un lado lo existente, las cosas
como son, triviales o mezquinas y del otro, nuestro amor,
glorioso, perfecto. Los celos no se pueden infiltrar en esa
perfección.[2] Si aparecen son como una pesadilla por que
nos arrojan al mundo cotidiano, gélido y carente de
esperanza.

Cuando estamos profundamente enamorados, estamos


convencidos

también de que la otra persona está inclinada a


corresponder nuestro amor porque ésa es su naturaleza.
Aunque nos diga que no, seguimos creyendo que si nos
conociera de verdad, si siguiera su recóndita vocación, no
podría menos que amarnos. Si mira a otro, si nos dice que
no nos ama, en realidad se engaña a sí misma aunque no lo
sepa, se condena a la infelicidad.

Tenemos una continua necesidad del reconocimiento ajeno


para ganar nuestra propia estima. Por esta razón tenemos
absoluta necesidad del reconocimiento de aquel a quien
amamos, de aquel que tiene valor. Los celos son el
desprecio de uno mismo. Pero en el enamoramiento,
aunque tengamos absoluta necesidad del amado, estamos
convencidos de haber intuido su afinidad con nosotros. Por
eso, si no nos quiere nos desesperamos, pero no nos
destruimos moralmente. Porque sabemos que se equivoca,
que no sabe lo que hace. Al dejamos a nosotros, se condena
a sí mismo, se encamina hacia su propia ruina.

En el enamoramiento, los celos sólo aparecen cuando esta


certeza entra en crisis. Es decir, cuando perdemos la fe para
comprender al otro y comprendemos nosotros; cuando
caemos desde la región dorada del amor glorioso hasta el
infierno de la contingencia, en donde rigen otras leyes y
desapareció el orden justo.

En el libro Lolita de Nabokov, el protagonista, H. H., ama con


desesperación a Lolita sin ser correspondido porque ella es
una niña, le gustan las revistas, las películas, los otros
muchachos. En este amor desesperado siente unos celos
demenciales, tiene miedo de que cualquiera se la lleve,
hasta que ocurre justamente lo que temía, por obra de un
comediógrafo de Hollywood, una figura disoluta, rodeado de
un harén.

También en este caso él sigue pensando que Lolita fue


víctima de un engaño, que no sabía lo que hacía. Al matar al
comediógrafo, H. H. cree realizar un acto de justicia, afirma
las razones del amor auténtico en contra de la infatuación
de la estrella y su ceguera.[3]
4. A menudo se confunden los celos con la envidia. Y sin
embargo la estructura elemental de la envidia es muy
diferente. Quizás el escritor que mejor comprendió la
envidia fue René Girard.[4] Girard señala que el ser

humano es mimético, es decir, que se coloca en el lugar del


otro y desea lo que el otro desea. Los niños, según Girard,
aprenden lo que es deseable mediante la identificación con
los padres y con sus contemporáneos. El deseo no aparece
si no hay otra persona que quiera algo. En el famoso libro
de Mark Twain, Tom Sawyer tiene que pintar una
empalizada. Pasa un compañero y se burla de él. Pero Tom
reacciona fingiendo estar muy entretenido con el trabajo.
Inmediatamente el otro quiero hacerlo también él.

Tom se lo permite pero haciéndose pagar. Uno tras otro,


todos los niños del pueblo lo llenan de regalos para poder
probar también ellos.

Girard, aplicando este mecanismo a la situación erótica,


explica el complejo de Edipo de este modo: el niño está
identificado con el padre y como éste quiere a la madre
para sí, el niño quiere lo mismo. No se requiere frustración
alguna para explicar el conflicto. El padre más dulce y más
afectuoso genera, fuera de él, otro sí mismo que quiere
exactamente sus mismas cosas y que, por lo tanto, está
condenado a entrar en conflicto con él.

La envidia mimética es tanto más fuerte cuanto más fuerte


es la identificación. Los celos, según Girard, no son sino una
forma de envidia.

Estamos celosos de la persona que amamos porque, para


amarla, necesitamos que sea poseída por otro. Necesitamos
que otro la quiera, la posea. Sólo así se pone en movimiento
nuestro deseo: envidiando al otro. Debemos, pues, luchar
contra él, tratar de destruirlo. Pero en el mismo momento en
que el adversario desaparece o desaparece su deseo, se
desvanece también el nuestro porque sólo era un reflejo del
suyo.

Los mecanismos de la envidia mimética no tienen la


importancia que les atribuye Girard, pero desempeñan un
rol significativo en las relaciones eróticas. Desde luego que
no pueden explicar el enamoramiento, pero explican
algunas infatuaciones eróticas violentas en situaciones
competitivas.

Explican por qué nos apegamos y deseamos con locura a


una persona cuando ésta nos deja por otro. En este caso no
es únicamente la pérdida la que activa nuestro deseo, sino
además la identificación con el otro, el deseo del otro que
actúa en nosotros.

5. Los mecanismos miméticos no siempre generan celos, a


veces los

hacen desaparecer. Sin duda, hay hombres que se excitan


ante la sola idea de que su mujer sea poseída por otro. En el
libro Un amore, de Dino Buzzati,[5]

el protagonista se enamora de una prostituta y la desea


tanto más cuanto ella hace el amor con otros hombres.
Cuando al final la mujer espera una criatura y se queda con
él, su amor desaparece. Hay muchísimos casos de hombres
que inter cambian las parejas no tanto para tener una
experiencia con una mujer nueva, sino por que los excita la
idea de que la mujer que tienen hace el amor con un
tercero. [6] Con mucha frecuencia el hombre, durante el
acto sexual, tiene fantasías en las que se identifica con otro.
A menudo con un ex amante de la mujer o con alguien de
quien ella le ha hablado. Imagina que los ve mientras hacen
el amor y después, insensiblemente, ocupa el lugar de ese
hombre. Esto ocurre tanto con mujeres que le son
indiferentes cuanto con aquella de quien está enamorado.

Se puede inclusive formular la hipótesis de que los celos


aparecen sólo cuando no se puede efectuar esta sustitución,
es decir, cuando en la realidad no se puede alejar al rival,
sino que él es quien vence.

Estas conductas y fantasías son más comunes en los


hombres que en las mujeres. Es probable que sea porque
para ellos la relación sexual tiene una menor carga de
significado amoroso. La mujer no se excita al imaginar a su
hombre mientras hace el amor con otra mujer, porque
atribuye al sexo un interés amoroso que hace sonar la
alarma de los celos. Si hace el amor así —

piensa— es porque no me ama a mí sino a ella. No me


quiere a mí sino a ella.

En general, también el intercambio de parejas se hace por


iniciativa masculina. [7] Las mujeres se adaptan, pero hay
que convencerlas. Sin embargo, en la mayoría de los casos
se resisten porque no experimentan ningún placer viendo a
su hombre que hace el amor con otra mujer, aunque
después se las desee con más intensidad.

6. Hay gente, pues, cuyo erotismo se alimenta de los celos.


Pensar que el propio hombre o la propia mujer están en
otros brazos no los hace felices pero, al mismo tiempo,
aumenta su deseo y su placer. Un segundo tipo de personas
coexiste, en cambio, con sus celos. Están celosos, sufren,
pero consiguen soportar este sufrimiento. Se lamentan,
luchan, pero el interés por

su objeto de amor subsiste. Hay, por último, personas que


no soportan los celos de ninguna manera y que cuando los
sienten piensan enseguida en dejar a quien las hace sufrir y
lo hacen con absoluta determinación.

Las personas a las que se considera celosas nunca


pertenecen a este último tipo —en realidad celosísimo—
sino al segundo. Estas se abandonan a sus celos, luchan
contra ellos, se desesperan, pero de algún modo los
soportan. Las otras, en cambio, no parecen celosas porque
destruyen, en cuanto nace, cualquier relación que pueda
suscitar en ellas ese sentimiento.

Cuando conocen a alguien nuevo, lo primero que hacen es


evaluar con sumo cuidado su credibilidad, basándose en la
historia de su vida, en particularidades de conducta aun
insignificantes, confrontando las versiones de un mismo
hecho dadas en dos momentos distintos. Por lo regular, esta
evaluación es definitiva. Se almacena en su inconsciente y
reaparece en forma de absoluta certeza cuando algo
sucede. Entonces rompen relaciones sin melancolía porque,
en realidad, nunca creyeron en la posibilidad de seguir
adelante. En caso de enamorarse a primera vista son
celosísimas desde el principio al fin y hasta que elaboran su
evaluación, a partir de lo cual, o interrumpen la relación o la
continúan confiadas, sin la menor sombra de celos porque
saben que nada tienen que temer.

7. En la mujer, los celos están ligados con el deseo del


hombre. Mientras percibe que el deseo del hombre es
intenso, exclusivo, no es celosa, puede tener únicamente
sospechas. Puede pensar que el hombre tiene alguna
aventura sin importancia. Pero cuando intuye por los gestos,
por el calor del abrazo, por la intensidad del acto erótico
que el deseo no es el mismo de antes, comienza entonces,
en silencio, a ser celosa. En su fuero íntimo la mujer imagina
que el hombre tiene un deseo erótico constante, inmutable.
Si siente que este deseo merma piensa, instintivamente,
que se ha volcado en otro objeto, que ha entrado en escena
otra mujer.

En la imaginación femenina el deseo del hombre es como


una cuerda tensa sobre la cual caminan juntos. Basta con
que la tensión de la cuerda afloje, aunque sea un instante,
para que ella se sienta en peligro y sea presa del pánico.
Reacciona por instinto, se embellece, vuelve a ser gentil y

seductora. Si el peligro real aumenta, si el hombre se aleja,


sus celos —que son el terror de precipitarse al abismo— se
transforman en una fuerza, en una energía atroz. En esta
situación la mujer suele entablar una lucha salvaje. Está
dispuesta a todo, desencadena su erotismo sin frenos, sin
pudor, renuncia inclusive a su dignidad con tal de mantener
unida aquella cuerda tensa, reducida ya a un hilo.

Luego, más allá de un determinado umbral, actúan dentro


de ella mecanismos más profundos, destructivos y
autodestructivos, desde el deseo de venganza hasta el
cansancio y la renuncia. Entonces, en silencio, retrocede,
trata de ponerse a salvo y, lentamente, deja deslizar la
cuerda hacia el abismo.
22
1. Para comprender qué es el enamoramiento debemos
pensar en los procesos creativos. Arthur Koestler, en su libro
L’atto della creazione, dice:

“Cuando la vida nos plantea un problema, lo enfrentamos


de acuerdo con un código de reglas que en el pasado nos
permitieron resolver problemas análogos… Pero la novedad
puede llegar a un punto tal… un nivel de tal complejidad,
que tome imposible la solución con las reglas del juego
aplicadas en situaciones anteriores. Cuando esto ocurre
decimos que la situación está bloqueada… La situación
bloqueada aumenta la tensión de un deseo frustrado… Una
vez agotados todos los intentos por resolver el problema
con los métodos tradicionales, el pensamiento da vueltas
sin sentido en el molde bloqueado como un ratón en una
jaula. Después el molde parece quebrarse y hacen su
aparición pruebas reunidas al azar, acompañadas de
momentos de nerviosismo y ataques de desesperación…
Hasta que la casualidad, o la intuición, proporcionan una
conexión con un molde por completo distinto y los dos
moldes se funden en uno solo… El acto creativo…

mezcla, combina, sintetiza hechos, ideas, conocimientos,


técnicas ya existentes” .[1]

El enamoramiento es algo que sucede en el individuo, es un


cambio de estado del individuo. El objeto amado puede no
intervenir para nada, hasta puede no saber nada de lo que
ocurre. En el enamoramiento, al principio, la reciprocidad no
existe y puede no existir tampoco después. Podemos
enamoramos de una persona que nunca se dignó miramos.
El enamoramiento es la solución individual de un problema
vital insoluble. Es la respuesta creativa individual cuando
todas las demás soluciones habituales, tradicionales,
fracasaron. Por eso, tenemos que dudar

de la gente que sigue un orden establecido. Primero riñen,


se divorcian y enseguida se enamoran. Este es un esquema
social, una regla. El enamoramiento, al contrario, es un
hecho creativo y por ende revierte las reglas, encuentra la
solución donde antes jamás la hubiera buscado. El
enamoramiento es siempre inesperado, aparece por
revelación. Igual que la solución de un problema insoluble y
obsesionante.[2]

Pero ¿cuál es el problema que el enamoramiento soluciona?


Se puede definir como sigue. Nosotros, seres humanos,
necesitamos desde la infancia objetos de amor y absolutos
totales. La madre, Dios, la patria, son entidades de este
tipo. Existe en nosotros la tendencia a unimos con algo que
nos trascienda completamente. Los psicoanalistas dicen que
este algo es el recuerdo de la experiencia de la vida en el
líquido amniótico. Los religiosos dicen que es el deseo de
Dios. Los biólogos, que es el impulso de la evolución. No
tiene importancia. Subsiste la tendencia a trascender lo
existente y a buscar el paraíso, la tierra prometida, Dios, la
bienaventuranza beatificante.

Pero todos los objetos concretos de amor son limitados y, a


menudo, se toman opresivos y frustrantes. Es más, cuanto
más importantes son, mayor es su posibilidad de
decepcionamos. Si algo no nos interesa mucho, tampoco es
mucho el mal que puede hacemos. Si por el contrario es
esencial para nosotros, su desatención nos hiere. De ahí la
ambivalencia. Es inevitable que terminemos por
experimentar sentimientos agresivos hacia la persona que
más amamos. La ambivalencia es confusión, desorden.
Tratamos de atenuarla idealizando nuestros objetos de
amor, cargando sobre nuestros hombros la culpa de lo que
ocurre y atribuyéndosela a causas externas. El marido se
siente en falta si su mujer está triste. La mujer trata de
justificar, con el cansancio, el trabajo y las preocupaciones,
el malhumor del marido. En psicoanálisis, todos los
mecanismos mediante los cuales cargamos con la culpa de
aquello que no anda bien en nuestro objeto de amor se
llaman depresivos. Todos aquellos mediante los cuales
descargamos la responsabilidad en alguna causa externa se
llaman persecutivos.

Nuestro objeto de amor (marido, mujer, amante, hijos,


partido, Iglesia, todo aquello con lo que nos identificamos y
que amamos) son siempre, por lo tanto, una construcción
ideal, el producto de una elaboración. Los colocamos

en un mito personal, reelaborado continuamente,


recompuesto para reducir las tensiones, para disminuir el
nivel de ambivalencia. Pero este trabajo incesante de
reparación, de ajuste, de compromisos prácticos y
revisiones ideales, en algunos casos puede fracasar.
Durante la vida cambiamos y entonces aquello que antes
nos convenía ya no nos basta. Nuevas experiencias hacen
nacer en nosotros nuevas necesidades. Después de haber
alcanzado la meta, asoman en nosotros todos los deseos a
los que habíamos tenido que renunciar. Y en un mundo en
constante cambio, también las personas que amamos se
modifican, se vuelven distintas, quieren otras cosas.

Por esta razón las relaciones de pareja se deterioran. Por


esta razón la gente rompe con los viejos amigos, se
divorcia, riñe con los hijos. O bien sigue fingiendo que todo
está como antes, cuando en realidad todo ha cambiado
profundamente. Sigue representando una comedia en la
que no se sabe más qué es verdad y qué es falso. Ni
siquiera sabe ya qué es lo que quiere.

Esta es la situación de desorden, de entropía, en la que


tanto los mecanismos depresivos cuanto los persecutivos
fracasan, no logran ya idealizar los objetos de amor. El
problema es insoluble por los mecanismos tradicionales.
Estos entran en sobrecarga. Los sustituye una sensación de
desesperación, de fracaso. Los impulsos vitales no saben
adonde dirigirse.

Vagan al azar. Buscan nuevos caminos. El individuo tiene la


experiencia de una gran potencialidad vital malgastada.
Tiene la impresión de que sólo los demás son felices. Los ve
reír, divertirse y siente una envidia angustiante. Es como si
sus deseos recónditos no fuesen ya capaces de revelársele
de manera directa. Los percibe en los demás. En el desierto
de la ambivalencia y del desorden percibe, en el mundo,
deseos y pasiones desmedidas, felicidades que le están
vedadas. Es así como se encuentran a menudo los
adolescentes.

Llenos de vida, pero incapaces de dar a esta vida sus


objetos y sus metas.

La solución de este problema es siempre la redefinición de


uno mismo y del mundo. Puede ser una conversión religiosa.
De improviso se da cuenta de que ninguna de las cosas que
lo hacían sufrir valen nada. Que la vida que llevaba era
errada. En la nueva secta, en la nueva Iglesia, todo se toma
simple y claro.

Pero puede ser también una conversión política. También


aquí encuentra lo esencial y subordina el resto a lo que
realmente vale más. Puede, en fin, ser
el enamoramiento. Entonces su meta última toma la forma
de una persona porque a través de ella entrevé todo aquello
que es deseable y la perfección de su ser.

El momento en que el viejo mundo, desordenado y


ambivalente, pierde valor y aparece la nueva solución es el
estado naciente.

2. Para ilustrar en qué consiste el estado naciente usaremos


tres figuras.

En la primera figura hemos representado el campo psíquico


en condición de equilibrio. S es el sujeto. Los signos +
indican las cargas positivas (de amor) que ese sujeto tiene,
y los signos - las cargas negativas, es decir, la agresividad.
Hay además un importante objeto de amor A positivo. Del
otro lado de la figura hay un objeto persecutivo B,
completamente saturado de catexias agresivas. Esta es la
situación de equilibrio porque seguimos teniendo estima de
nosotros mismos, consideramos perfectos nuestros objetos
de amor y odiosos a nuestros enemigos.

Pasemos ahora a la segunda figura. En ella representamos


la situación de desorden o entropía. Hay, también, dos
flechas que indican los mecanismos.
La flecha depresión muestra el mecanismo que toma la
agresividad dirigida al objeto de amor y la lleva hacia
nosotros, transformándola en sentimiento de culpa. El otro
mecanismo, que corresponde a la flecha de proyección,
proyecta la agresividad sobre el objeto persecutivo. A partir
de aquí ninguno

de los dos mecanismos logra controlar la ambivalencia. Los


objetos de amor han sido invadidos por la agresividad, y los
persecutivos, por el eros.

Esta es la sobrecarga depresiva, la situación que precede al


estado naciente. El estado naciente la elimina gracias a una
solución creativa extraordinaria. Consiste en la
recombinación de los elementos de campo de un modo
nuevo. Por medio de esta reestructuración aparece un
nuevo objeto de amor, no ambivalente y con el cual el
sujeto se siente fusionado. El proceso se puede representar
de esta manera:
Como se puede observar, el nuevo objeto de amor no
ambivalente se destaca como una figura sobre un fondo
formado por los objetos de amor del pasado. No los borra,
les resta valor, los toma contingentes.

La experiencia específica del estado naciente se caracteriza


por un desdoblamiento entre dos planos, dos niveles. Uno
es el de la realidad, lo que debe ser, el placer, el amor, la
fusión. El otro es el de la existencia pobre, contradictoria e
infeliz de la división.

En el estado naciente el objeto absoluto de amor no es un


objeto entre los demás. La persona amada no es, entonces,
una persona cualquiera dotada de cualidades
extraordinarias, sublimes. Es una persona empírica pero
también y simultáneamente, el camino hacia la perfección,
hacia lo absoluto.
3. Hasta aquí hemos descrito el estado naciente como algo
que sucede en una sola persona. Estas tres figuras
representan el campo psíquico de un solo individuo, de
aquel que se enamora. El otro, la persona amada, el objeto
de amor, es amado con independencia de su propio deseo,
de su respuesta.

Podemos ahora comprender en toda su verdad el abismo


que separa el proceso de enamoramiento de aquellos que
describimos antes y sobre todo, del primero.

¿Cómo es posible, entonces, que el ser amado nos ame a su


vez? Es necesario que un proceso análogo al descrito se
realice también en el otro y que ambos se reconozcan. El
enamoramiento recíproco es el reconocimiento de dos
personas que entran al estado naciente y reestructuran el
propio campo a partir del otro. Es necesario, por
consiguiente, que también el otro esté en una situación de
sobrecarga, de entropía y que pueda entrar al estado
naciente. En general, el proceso de estado naciente se inicia
en uno de los dos y lo desencadena en el segundo
rompiendo su estado de equilibrio inestable.

El estado naciente tiene la formidable capacidad de


comunicarse. Es una fuerza de seducción extraordinaria que
se apodera de su objeto y lo arrastra tras de sí. Dante decía:
“Amor ch’a nullo amato amar perdona” [*]

El enamoramiento recíproco no es, pues, el reconocimiento


de dos personas en condiciones normales, con sus
cualidades definidas. Es el reconocimiento de dos personas
en un estado extraordinario, el estado naciente. Dos
personas que entrevén el fin de la separación del sujeto con
respecto al objeto, el éxtasis absoluto, la perfección. Por
eso, el uno para el otro son, por un lado, seres de carne y
hueso con nombre, apellido y domicilio, con necesidades y
debilidades; por el otro, son fuerzas trascendentes, a través
de las cuales pasa la vida en su integralidad. Por el mismo
motivo están próximos y lejanos al mismo tiempo.
Fusionados y separados. Porque el amor existe en cada uno
de ellos con independencia de la existencia empírica del
otro. Cada uno tuvo la revelación por su propia cuenta. Cada
uno pretende conocer la esencia del otro mejor de lo que
ese otro pueda conocerla. Como dice Lou Salomé: “En el
fondo, al amante no le interesa cómo es en verdad el
amado… le basta con saber que el otro lo hace
milagrosamente feliz. De qué modo no lo sabe. Cada uno de
ellos sigue siendo un misterio para el otro” .[3] Es así
porque en el estado naciente son, a un tiempo, seres
empíricos y trascendentes, algo que existe y algo que
deviene, fragmentos de la fuerza creativa de la vida.

4. En el enamoramiento se genera un intenso impulso hacia


la fusión de ambos individuos, pero el enamoramiento no es
una simple fusión. Las personalidades empíricas, como ya
vimos, no desaparecen. Por lo demás, los dos enamorados
no se conocen, ni siquiera saben si están realmente
enamorados. Y sobre todo, ninguno de los dos sabe si el
otro lo ama. En el enamoramiento, la reciprocidad necesita
ser afianzada.

El enamoramiento es un proceso en el que los dos se ven


forzados a cambiar y en el que los dos se resisten al cambio.
No se debe confundir en absoluto el enamoramiento con el
idilio. El idilio es un momento de armonía, de paz que
existe, sí, en el enamoramiento, pero nunca dura mucho.
Por el mismo motivo el enamoramiento no es un estado
permanente de éxtasis. Es también duda, búsqueda,
tormento.

No puedo reiterar en detalle, en este libro, el paso del


estado naciente del amor, el enamoramiento, al amor
estable entre dos personas que aprendieron a conocerse, a
respetarse, a vivir juntos, es decir a la institución. Remito al
lector a todo lo dicho en Innamoramento e amore. Sólo
puedo poner en guardia al lector contra la identificación del
enamoramiento con el mito del amor romántico[4]
desarrollado por la cultura estadounidense contemporánea.

El amor romántico se describe como un estado de continua


felicidad sin conflictos, una especie de fusión
misticoamorosa monogámica. La cultura de masa, y en
particular el cine de Hollywood, colmó las fantasías
femeninas de fusión total y continua con el amado. Pero, en
la realidad, también ella se resiste intensamente a llegar a
ser como el hombre quiere que sea. También la mujer lucha,
en el enamoramiento, para afirmar los deseos, las fantasías
y esperanzas que alimentó a lo largo de su vida. Y no hay
razón alguna para que éstas coincidan con las del hombre
amado. Por eso, las dos voluntades pueden chocar
violentamente en lo que he llamado puntos de no retomo.
[5] La imagen de una mujer que ama de un modo total e
incondicional, que se deja invadir por el eros, por el estupor
amoroso, forma parte de la idealización.
23
1. ¿Cómo nos damos cuenta de que aquello que
experimentamos es un verdadero enamoramiento y no una
infatuación? ¿Cómo nos damos cuenta de que nuestro
deseo no obedece al temor de perder? Y, por último, ¿qué
características tiene el erotismo del enamoramiento con
respecto a todas las demás formas de erotismo que hemos
descrito?

En el capítulo precedente dijimos que el enamoramiento es


la solución de una situación bloqueada, la sobrecarga
depresiva. Esta palabra puede dar lugar a ambigüedades.
La expresión “depresiva” da idea de tristeza, de depresión.
Pero no es así. Sobrecarga depresiva significa que los
mismos mecanismos depresivos ya no funcionan, que están
precisamente con sobrecarga. El enamoramiento nace de
un gran impulso vital que no logra realizarse en la situación
dada y rehúsa la depresión. La rehúsa cuando hemos
cambiado mientras que nuestro medio sigue siendo igual.
Entonces nuestras fuerzas vitales tienden a rebelarse.
Nosotros, conscientemente, tratamos de conservar nuestras
viejas relaciones, nuestros viejos objetos de amor y nos
atribuimos la responsabilidad del malestar que sentimos y
que provocamos en los demás, hasta que encontramos una
nueva solución global. El enamoramiento es una de estas
soluciones. Por ello es más fácil que nos enamoremos
cuando tenemos éxito, porque se abren ante nosotros
nuevos caminos. Pero podemos enamoramos también
cuando nos sentimos portadores de una energía creativa
que los demás no reconocen. O también cuando vamos a
trabajar al exterior. En este caso, si nos enamoramos de
alguna persona de ese nuevo país, nos resulta más fácil
integramos al nuevo ambiente y dejar atrás nuestro pasado.
Pero éste no es un acto voluntario. Es un proceso
inconsciente. Cuando

estamos por enamoramos no nos damos cuenta. Sentimos


una gran energía vital dentro de nosotros, pero al mismo
tiempo una sensación de malestar, de impotencia. No
percibimos el deseo en nosotros mismos, lo vemos ante los
demás. Advertimos que el mundo está lleno de gente viva,
feliz y les tenemos envidia. Querríamos ser como ellos y no
lo somos, querríamos ser felices y no lo somos. Todo esto
ocurre porque luchamos contra nuestros deseos profundos y
buscamos aquello que pueda satisfacerlos. Contrariamente
a lo que sostienen Proust y Girard, la envidia no es la causa
del enamoramiento, es uno de sus síntomas. [1]

Otro síntoma es la aparición abrasadora del deseo de algo


que ignoramos, o la esperanza de encontrar a alguien que
siempre hemos esperado pero ignoramos quién es. En
ocasiones, al subir a un tren, al pasear por la calle, al entrar
a un salón lleno de gente, tenemos por una fracción
infinitesimal de tiempo, la sensación o la esperanza de que
ahí hay alguien para nosotros. A menudo, en la fase que
precede al enamoramiento, los sueños están cargados de
evocaciones y presagios. Y hasta en la vida diaria tenemos
la impresión de que se dan coincidencias insólitas,
misteriosas. Por momentos, nuestras creencias más firmes
nos parecen carentes de significado y nos sentimos más
cerca de los rebeldes. Experimentamos una atracción
imprevista por quien se jugó la vida por un ideal o por un
valor. A veces basta una música para conmovemos, para
hacemos llorar. El llanto, en el hombre, es casi siempre un
síntoma cierto de un amor que nace.

2. Antes de enamoramos de la persona definitiva, hacemos


muchos intentos de enamoramos, muchas exploraciones. El
estado naciente se enciende por un instante, inicia una
reestructuración del campo. Pero no todo está dispuesto, la
persona no es la indicada. Estas exploraciones se presentan
como infatuaciones inesperadas que pueden ser muy
intensas. Hay quienes permanecen mucho tiempo en este
estado y dicen entonces que se enamoran continuamente.
Otros tienen la impresión de estar enamorados al mismo
tiempo de diferentes personas. En realidad todavía no hay
enamoramiento.

Cuando aparece, la relación con la persona pasa a ser


exclusiva, total. Si se quiere apartar la imagen amada,
vuelve, se impone. Y simultáneamente se

manifiestan todas las demás características inconfundibles


del estado naciente.

En primer término el estupor, porque el mundo habitual se


toma extraño.

Algunas veces se tiene una experiencia de felicidad y


liberación, hay un grito de rebelión. Otras se tiene una
sensación casi de tristeza porque las cosas a las que
estuvimos tan ligados nos parecen carentes de valor,
frágiles, contingentes. El estado naciente es muerte-
renacimiento y por ende, nos acerca terriblemente a la
muerte. El hecho de que la literatura amorosa hable con
tanta frecuencia de muerte no es un juego macabro o un
signo de neurosis, sino un síntoma de que el
enamoramiento se cuestiona el significado de la vida. Nos
planteamos seriamente la duda metafísica:

¿quiénes somos? ¿por qué estamos aquí? ¿qué valor tiene


nuestra vida?

Nuestra existencia ya no se nos presenta como algo natural,


que es así porque el mundo anda así. Se nos presenta como
una aventura en la que estamos envueltos y podemos
aceptar o rechazar. Nuestro pasado nos viene a la mente y
todo lo juzgamos. El estado naciente es también el día del
juicio y a menudo su condena es inapelable.

Mientras se desarrolla nuestro amor nos sentimos libres,


pero al mismo tiempo es como si nuestra libertad sólo se
pudiera realizar haciendo aquello para lo que fuimos
llamados, realizando nuestro destino. El estado naciente
aproxima con naturalidad categorías que la lógica abstracta
considera incompatibles. Como la libertad y el destino, la
plenitud de vida y la cercanía de la muerte, el altruismo
total y el egoísmo total, la fuerza y la debilidad, el júbilo y la
angustia, el tormento y el éxtasis.

Se establece lentamente en nuestra conciencia una división


entre aquello que es verdaderamente importante y aquello
que es accesorio. En la vida diaria todo nos parece esencial,
hasta las cosas más tontas. Pero en el estado naciente
comprendemos cuán inútiles y cuán vanas son muchas
preocupaciones. Al menos si las comparamos con aquello
que para nosotros se está convirtiendo en el bien máximo,
en el sentido mismo de la vida.

Más allá de posibilidades y obstáculos, la vida nos parece


intensa y extraordinaria. Hasta en la persona más hastiada
el amor es como un despertar. El mundo revela ser
asombroso. Quien experimentó este estado no soporta ya
volver a vivir en la opacidad del pasado.

Cuando comprendemos que amamos a una persona, ésta


no es sólo bella y deseable. Es la vía, la única vía para
penetrar en este mundo nuevo, para acceder a esta vida
más intensa. Es con ella, en presencia de ella que
encontramos el punto de contacto con el origen último de
las cosas, con la naturaleza, con el cosmos, con lo absoluto.
Nuestro lenguaje se vuelve entonces inadecuado para
expresar esta realidad interior. Descubrimos
espontáneamente el lenguaje del presagio, la poesía y el
mito.

El estado naciente no es jamás llegar. Es vislumbrar como el


caso de Moisés, el más grande de los profetas, a quien sólo
le fue concedido ver la tierra prometida, sin tocarla. Por ello,
también la persona amada está infinitamente cerca de
nosotros, pero infinitamente distante. Entre todas las
demás, es la persona que nos es más querida. Pero su
proximidad tiene también el poder de trastornarnos. No sólo
en nuestra mente. La emoción del enamoramiento atrapa el
cuerpo, el estómago, los músculos, la piel, todo el
organismo hasta la última célula. Esta misma persona es
portadora de una fuerza extraordinaria que nos asombra,
que nos parece increíble. Como un sueño que podría
desvanecerse.

Cuando se produce el enamoramiento, el sistema adquiere


una gran estabilidad. La única alternativa que se nos
concede es regresar, entre lágrimas, a nuestro viejo mundo.
El enamoramiento no se puede apagar, no se puede
modificar, no se puede transferir a otra persona. Dura
siempre un largo tiempo, aunque los dos enamorados no se
quieran, aunque no se comprendan, aunque riñan, aunque
se dejen.

La fuerza del estado naciente es una fuerza redentora que


todo lo transfigura. De la persona amada, amamos también
los defectos, las imperfecciones, los órganos internos, los
riñones, el hígado, el bazo. La persona verdaderamente
enamorada quisiera acariciarlos, besarlos como hace con
los labios, los senos, el sexo. Es errado hablar de
idealización. Es una transustanciación, una redención de
aquello que de costumbre se considera inferior. Lo que está
oculto sale a la luz, se coloca en el mismo plano que lo
noble, lo admirado por la sociedad.

Esta fuerza redentora sólo se extingue con el tiempo. Sólo


se extingue cuando hay algo que se le resiste por todos los
medios, a diario y siempre. No basta un acto puntual, se
necesita tiempo, el cansancio de la inutilidad, la

desesperación de la indiferencia, de la inercia. El amor


termina con una desilusión prolongada, repetida, cotidiana e
incesante. Tiene necesidad de esta cotidianeidad para
consumirse, igual que un hierro que se desgasta tanto que
ya no puede presionar el cubo de la rueda y lo deja caer.

3. Podemos ahora explicar por qué razón la infatuación


erótica por una primera figura no es enamoramiento. El
enamoramiento, como vimos, es una revelación, es el
descubrimiento del valor de ese individuo único e
inconfundible. Un valor que antes nadie veía y que se revela
a los ojos enamorados. En tanto que la estrella, el personaje
famoso ya es conocido y admirado. El milagro del
enamoramiento reside precisamente en el hecho de que
descubre el valor de una persona contra los valores
socialmente reconocidos.

Por eso es una fuerza revolucionaria. En el Orlando Furioso


Angélica ignora al rey y a los príncipes enamorados de ella.
También a Orlando, el más famoso, el invencible. Angélica
se enamora de un simple soldado sin importancia, Medoro.
Desde el punto de vista social es un escándalo.

Orlando, al descubrirlo, no soporta la revelación y


enloquece.

Pero hay un motivo más sutil aún. Al hablar del aspecto


colectivo del erotismo femenino, dijimos que la mujer se
siente atraída por el “centro”. Lo que la fascina
eróticamente no es un solo individuo concreto, sino su
centralidad. En el enamoramiento, la persona que amamos
es única e inconfundible, nadie puede sustituirla. En la
infatuación erótica, en cambio, la persona que nos gusta
puede ser sustituida por otra de la misma categoría.

Un hombre puede ser presa de infatuación erótica por una


mujer. No puede prescindir de ella. Pero si la experiencia se
restringe al plano erótico, cuando encuentra otra
igualmente bella, encantadora, deseable, abandonará a la
primera y seguirá a la segunda.

Las personas con la misma categoría erótica son


intercambiables.

También los ídolos son intercambiables. La mujer que siente


una infatuación erótica por un ídolo está dispuesta siempre
a reemplazarlo con otro de la misma categoría o de
categoría erótica más elevada. En la película de Woody
Alien La rosa púrpura de El Cairo, el ama de casa se
“enamora” del

explorador que sale en la pantalla. Cuando llega después el


actor de carne y hueso, también se “enamora” de él. En el
momento en que uno y otro se van, la pobre mujer
decepcionada regresa a la sala cinematográfica donde se
produjo el milagro. En la nueva película, está Fred Astaire
bailando con Ginger Rogers. La mujer queda enseguida
fascinada y olvida sus anteriores amores por el nuevo. Este
ejemplo nos demuestra, con toda claridad, que no se trata
de enamoramiento sino de infatuación erótica. La mujer
cree estar enamorada de una persona única e inconfundible
cuando en realidad sus objetos eróticos son, todos,
instantáneamente sustituibles por otro de igual categoría.
Tras las apariencias del amor, el erotismo femenino nos
presenta así su lado frívolo, ligero, comparable a la
sexualidad masculina.

En su libro Love and Limerence, Dorothy Tennov confunde


este tipo de experiencias con el verdadero enamoramiento.
Desde las primeras páginas, al tratar el caso de Terry, dice:
“Terry está siempre enamorada de alguien. El sexto año
tuvo un camote con Smith Adam, el chico más popular de la
escuela… Más adelante hubo otros que se sucedieron sin
descanso, al punto que el dolor de un amor desaparecía con
la llegada del nuevo” .[2] Señalé la expresión “el chico más
popular de la escuela” porque significa que Smith Adam era
la pequeña luminaria local, adorado por todas las chicas.
Más típico aún es el caso de Cynthia, enamorada de Paul
McCartney, un ídolo rock a quien nunca había visto. [3]

Distinta es la situación de la mujer que se convierte a una fe


y gracias a esa conversión se enamora del jefe (o gurú, o
profeta). En este caso estamos frente a un estado naciente.
El amor apasionado, total, de la mujer por el profeta es todo
uno con su conversión. María Magdalena, ¿estaba
enamorada de Jesucristo? La definición que dimos del
enamoramiento nos permite decir que sí, agregando, sin
embargo, que es un enamoramiento unilateral.

Hay en este tipo de enamoramiento algo desesperado y


heroico.

Desesperado porque el enamoramiento aspira a la


reciprocidad, quiere llegar a ser un movimiento colectivo de
dos. En el movimiento, en la secta, en cambio, hay
muchísimos fieles, muchísimas mujeres. El jefe tiene una
relación asimétrica con sus seguidores. Todos son
sustituibles, intercambiables, menos él. No obstante, es
también un amor heroico porque el movimiento exige una
dedicación total y sacrificios que un solo individuo
enamorado nunca tendría el coraje de pedir. Por ello, con
bastante frecuencia las exigencias del grupo y del jefe van
más allá de los puntos de no retomo, piden que se realicen
acciones que están en franca oposición con las creencias
morales, con los valores de la persona. En este caso, el
secuaz obedece, pero su sentido moral, su capacidad de
elegir el bien y el mal se destruyen. Es la servidumbre
moral,[4] que transforma al secuaz en un esclavo y en un
sicario en potencia. En las pequeñas sectas se producen en
tomo del gurú los mismos fenómenos que, en una escala
incomparablemente más amplia, caracterizaron al
estalinismo y al nazismo. Las mujeres son las víctimas más
frecuentes de esta fascinación amorosa y esta esclavitud.

4. En el enamoramiento, el erotismo va acompañado de una


sensación inconfundible de recelo. El enamoramiento
permite acceder al máximo del erotismo pero, al mismo
tiempo, deja entrever la superación. El cuerpo, la belleza, el
placer sexual, los besos, el contacto de la piel, todo aquello
que en el erotismo es realización, satisfacción, placer, en el
enamoramiento constituyen el medio para algo más, para ir
más allá, hacia la esencia de la persona amada, hacia un
valor inefable. Son una trayectoria, un camino, un medio.

Una relación comienza a veces como una aventura, como


una intensa y excitante experiencia erótica. Puede seguir así
mucho tiempo porque ambos amantes encuentran cada uno
de ellos en el otro ese algo más que los atrae.

Pero si en un momento dado uno de los dos o incluso los


dos se enamoran, se produce un cambio profundo. El gesto
erótico seguro, triunfal, pasa a ser vacilante. El deseo sexual
deja lugar a una emoción total, al estremecimiento del
cuerpo, a las ganas de llorar, a la conmoción. La otra
persona, que está ahora más cerca de nosotros, se
convierte en otra más deseable y más lejana.
La miramos y nos parece mirarla por primera vez. En cada
ocasión es como si fuera la primera vez. Nos parece que
sólo hemos conocido de ella el aspecto más superficial.
Creíamos haber visto todo y no habíamos visto nada.

Su cuerpo, sus manos y sus ojos nos hablan de una infinitud


desconocida.

Mientras estamos con ella, mientras la estrechamos en


nuestros brazos, mientras hacemos el amor con ella
superamos este abismo. Pero apenas nos

hemos ido o se ha ido ella, apenas nos alejamos es como si


temiésemos extraviar el camino para reencontrarla.
Tenemos entonces necesidad de verla, tocarla, hablarle,
escuchar que nos dice “te amo”.

Pero no se trata de celos. Es miedo de perder el sentido de


nuestra vida, de la vida en general. El amor nos revela la
infinita complejidad, la infinita riqueza de la otra persona.
Porque percibimos en ella todo aquello que fue, hasta en
sus menores detalles, todo aquello que es ahora, que
hubiera podido ser y será. El amor nos revela las infinitas
posibilidades de que está formado el individuo, su total
improbabilidad y, por consiguiente, el milagro de nuestro
encuentro. El estupor es, en el amor, conciencia de esta
precariedad total del ser, pero es, a un tiempo, conciencia
de que el ser es real y lo queremos. De ahí nuestro deseo de
retenerlo, estrecharlo, estar unidos, fusionamos.

Este deseo frenético asume a menudo la forma del deseo de


estar juntos, de vivir juntos, casamos, vivir en el mismo
sitio. Es la modalidad más simple, institucional y social de
dar estabilidad a lo improbable. Pero con frecuencia es
también una modalidad ilusoria. Porque en realidad,
estamos enamorados no de una persona empírica sino de
una fuerza trascendente, una puerta hacia lo absoluto. El
deseo de la persona amada es el deseo de ese absoluto
vislumbrado pero inalcanzable. Al hacer el amor, tratamos
de colmar esta distancia, de alcanzar la totalidad y
fundirnos permanentemente con ella.

Los enamorados tienen la sensación precisa de que hacer el


amor es algo sagrado, un gesto religioso,[5] como la unión
del cielo y la tierra. La idea del matrimonio como
sacramento no es sino la transcripción ideológica,
institucional, de esta experiencia profunda y primordial de
los amantes enamorados. En el estado naciente del amor el
individuo se siente fundido con el cosmos, con la naturaleza.
Es el microcosmos que realiza en sí al macrocosmos.

En el enamoramiento profundo, hasta los lugares del amor y


los días de la revelación del amor se cargan de un
significado divino y los dos enamorados construyen entre
ambos una geografía sacra del mundo, un calendario
litúrgico. Este calendario les recuerda y los obliga a recordar
los momentos en los cuales fueron lo bastante afortunados
como para entrever la esencia última, infinitamente
precaria, improbable e infinitamente admirable de la

vida.
24
1. Existe también una forma de amor que nace, poco a
poco, del erotismo y de la amistad. Un amor que no aparece
como una explosión inicial única entre dos desconocidos,
sino después que dos personas se encuentran antes en el
delicado terreno de la estima y la confianza mutua. Asoma
luego el deseo erótico, como ocurre casi siempre en un
encuentro entre hombres y mujeres.

El erotismo, al principio no es sino un aditamento o un


deseo de conocer mejor al otro. En efecto, sólo la intimidad
erótica revela aspectos desconocidos y profundos de una
persona. La confianza de la amistad permite un abandono
sereno. No hay representación alguna, necesidad alguna de
seducir, de mostrar.

Estamos frente a un nuevo tipo de relación, hasta aquí


excepcional Los hombres y las mujeres vivían separados. Su
encuentro tenía que superar múltiples barreras y por eso,
en el mejor de los casos, asumía la forma explosiva del
enamoramiento. La liberación de las mujeres, su
independencia económica, las llevó a ese nivel de igualdad
que hace posible la amistad. El erotismo que se abre camino
en una relación de amistad es, por definición, bilateral. Cada
uno, respetuoso de la libertad del otro, se esfuerza
espontáneamente por darle lo que a su juicio le puede
causar placer.

En la amistad, el erotismo se desarrolla con el tiempo y es,


simultáneamente, revelación e inteligencia. El erotismo no
es simple impulso, sexualidad, fantasía. Es atención,
preparación, aprendizaje. Los valores de la amistad limpian
nuestra alma de todo aquello que es exclusivo, egoísta y
mezquino. Este tipo de erotismo necesita de sentimientos,
atención, conocimiento y respeto adecuados. Necesita del
deseo de obtener placer y del deseo de dar placer al otro.
Es un intercambio en el que cada uno comprende

y hace suyas las fantasías eróticas del otro y se adapta


espontáneamente a ellas. De esta manera, en la relación,
ambos crecen y se conocen cada vez más a sí mismos,
mientras conocen cada vez mejor al otro.

En el enamoramiento inicial, deslumbrante, aterrador, los


enamorados no se conocen. Sus realidades empíricas se les
revelan paulatinamente como resistencia de la materia y de
lo existente frente a los deseos del estado naciente. Reviste
el aspecto dramático de los puntos de no retomo. Algo que
no se debe pedir so pena de ruina total. Mientras que en la
relación amorosa que nace de la amistad, existe ya una
afinidad electiva y existe ya ese respeto por la libertad del
otro, ese reconocimiento del límite que en el amor explosivo
se debe encontrar con dolor y tormento. La amistad deja al
hombre sus fantasías de libertad, o sea de poder interrumpir
la relación cuando quiera.

Y da a la mujer la seguridad de una continuidad de afectos,


la defiende del miedo de la pérdida.

El amor que nace así no es, pues, algo que irrumpe con
fuerza al comienzo para luego deteriorarse, aunque sea con
gran lentitud. Es un proceso contrario a la edificación, lenta
o rápida, siempre difícil, a menudo precaria, de aquello que
es lo mejor. Su resultado es una construcción. Es errado
pensar en un proyecto y en su realización gradual y
racional. En el mundo de las relaciones, la relación buena
(perfecta, mejor) se va delineando en el curso mismo del
proceso. Se la reconoce cuando se la vive. Si es buena, si
estoy complacido, ambos estamos contentos. Tampoco es
necesario querer la perfección. Basta con reconocer lo
mejor entre lo peor, saber aquello que agrada, evaluar,
saber evaluar y decir: sí, esto es lo que quiero, lo quiero así
y no de otro modo. Por ello, la Gestalt no parece del todo
perfecta al principio y ni siquiera se la imagina como en el
proyecto-meta del voluntarismo. Se la reconoce por el modo
de construirse. La perfección se reconoce por el modo de
realizarse. Es la trayectoria epifánica a la que alude Rosa
Giannetta Trevico. [1] Ni al comienzo ni al final hay una
situación perfecta, sino el reconocimiento de una condición
extraordinaria que crece y se adquiere por medio de la
templanza (límite) y la prudencia, es decir, la virtud.

La amistad erótica es difícil, porque la amistad tiene una


estructura amalgamada. No tiene necesidad de que el
amigo esté cerca, en contacto físico. No es exclusiva y se
preocupa esencialmente por el placer del amigo,

sin que interese quién se lo dio. Por esta razón, insertar el


erotismo en la amistad es más fácil para el hombre, porque
el erotismo masculino es discontinuo y no quiere oír hablar
del mañana. La mujer debe hacer suya esta fantasía
amorosa, aceptar la autonomía del erotismo masculino.

El resultado es que en la amistad amorosa la mujer, con


frecuencia, cumple un rol diferente al del hombre. Ella
representa el polo estable, permanente, exclusivo, y el
hombre, el polo discontinuo, arriesgado. Como es natural,
los roles se pueden invertir, pero la primera situación es la
más común.

2. La amistad, amorosa es también posible cuando uno de


los dos está enamorado y el otro no. En este caso, el
primero ama con pasión, tiene un erotismo sacro. El otro, en
cambio, se siente sobre todo amado, adorado. En un
sistema voluntarista, en el que ambos deben decir “la
verdad”, esta situación no podría durar. Planteado el dilema
“o me amas o no me amas”, la relación tendría que
terminar. Pero el terreno de la amistad admite que prosiga.
Ser amigo significa admitir la diversidad, tolerar la
eliminación de uno de los deseos recíprocos. Significa, ante
todo, no plantear disyuntivas, dilemas, apremios.

De este modo, la persona que no está enamorada y se


siente amada no hace preguntas. Acepta el placer del amor
del otro, acepta inclusive su adoración. El enamorado, por
su parte, no se siente obligado a decidir. Siente la amistad
del otro como un refugio seguro. No será abandonado sin
una palabra. Sabe que el otro tiene afecto sincero por él.
Sabe que es leal. Se abandona a su propia pasión y es feliz
si advierte que el otro siente un placer erótico y enloquece
de deseo por él.

Este tipo de amor asimétrico produce, por lo general, un


inmenso erotismo recíproco, con la condición de que la
persona enamorada no plantee alternativas absolutas, sino
que se contente con el amor que se le da y tome el erotismo
como suficiente prueba de amor.

Pero si aquel que ama quiere, en cambio, tener la certeza


del enamoramiento del otro y lo busca por medio de
pruebas de amor, si quiere el monopolio del tiempo, si
quiere transformar en cotidianeidad aquello que

para el otro es erotismo extraordinario, es inevitable que el


equilibrio se rompa. La palabra desencadena el dilema y el
sufrimiento. Por lo general, después de la ruptura no
sobrevive siquiera la amistad que antes existía.

La amistad erótica se rige, pues, por las normas de la


amistad: es discontinua, extraordinaria, libre. Sólo puede
existir si el enamoramiento se le rinde, aun cuando se le
resista dulcemente. El enamoramiento sólo le ofrece un
marco de expresión discontinuo. Pero le asegura también
algo precioso.

La duración. Porque también la amistad se piensa para


siempre. El libertinaje erótico, la “burbuja de tiempo”, la
“vibración”, puede también encontrar en ella su destino. Por
medio de este erotismo una persona enamorada puede vivir
las emociones eróticas más intensas junto al objeto de su
amor, aunque el otro no esté enamorado como ella. El
erotismo tiene un orden propio de perfección que une a los
seres humanos mediante el deseo de encontrar una
felicidad más grande aún. A la filigrana de encuentros de la
amistad se agrega la filigrana de los períodos
deslumbrantes, de las revelaciones eróticas y esto tiende,
de por sí, a crear una relación duradera.

3. Es fácil intuir que en una relación de esta índole, el


enamoramiento de uno se transmite, casi con seguridad, al
otro. El estado naciente no surge del erotismo ni surge de la
amistad. Pero al pasar los meses o los años, cada hombre y
cada mujer se ven forzados a renovarse interiormente, a
reestructurar su campo vital y por consiguiente a producir
un estado naciente.

En una relación así, en la que uno de los dos ya está


enamorado y la relación erótica es feliz, el nuevo estado
naciente se inclina a reconocerse en el de la persona ya
enamorada. El enamoramiento es un hecho imprevisto e
imprevisible. Nace por cuenta propia, de las necesidades
interiores profundas.

Nadie ha buscado a nadie. Pero una relación de amistad


amorosa, en la cual se busca el erotismo como una
perfección, constituye el campo propicio para el
reconocimiento. El día en que aparece, la persona que está
a punto de enamorarse verá, antes que nada, los ojos de la
persona enamorada.

El enamoramiento que surge de una situación de amistad


profunda es siempre revelación y el amigo o la amiga
aparecen, de improviso, rodeados de ese misterio que sólo
el enamoramiento sabe descubrir en los seres

humanos. Este enamoramiento es en absoluto idéntico, en


su estructura y en las características de la experiencia, a
aquel que nace entre dos desconocidos.

Y sin embargo la amistad, la larga y serena amistad, le


confiere algo muy valioso, tan valioso como el estado
naciente. Porque el enamoramiento no es un acto, es un
proceso. Es una sucesión de revelaciones y dudas, una
sucesión de angustias y pruebas. El enamoramiento, para
convertirse en amor, debe conocer también lo que la otra
persona es empíricamente. Podemos enamorarnos de
alguien que después resulta diferente de aquello que
imaginábamos, que nos desilusiona, nos decepciona. Todo
esto se descubre con el tiempo, por medio de experiencias y
pruebas. ¿Cómo hacemos para saber que el otro nos ama?
¿Que el otro no miente? Formulamos preguntas, pedimos
pruebas y el otro nos las pide. Sólo así el amor llega a ser
conocimiento real y no sueño. El amor, para durar, debe
también llegar a ser confianza, estima.

El amor que surge de la amistad ha recorrido ya una etapa


de este camino.

Conocemos a nuestro amigo, sus limitaciones y también sus


virtudes. Y sobre todo, tenemos confianza en él, en su
lealtad. Si no fuera así no hubiera llegado a ser nuestro
amigo. La amistad tiene una sustancia moral. Es con estos
conocimientos, con estas silenciosas certezas morales que
el amor naciente puede contar. El amor es turbación, temor,
conmoción, llanto, deseo indescriptible de tener a nuestro
amado en nuestro interior. Pero junto a estos sentimientos,
cruzados con ellos, la amistad inserta otros: la fe, la
confianza mutua y el respeto de la libertad. El
enamoramiento que nace de la amistad es, en
consecuencia, más límpido y más sereno.

CONTRADICCIONES
25
1. A todos nosotros se nos enseña: seduce, sé deseable
eróticamente, seduce más que nadie, seduce a todos. Se
nos enseña al mismo tiempo: sé fiel, desea a ese solo
hombre, a esa sola mujer. Hasta el marido o el amante
quieren que su mujer sea seductora, bella, deseada por
todos. Toda mujer quiere que su marido, su amante, sea el
más apuesto, el más deseable. Quiere que las otras mujeres
lo deseen. El deseo de los demás es parte de nuestro
erotismo, lo alimenta. Pero después, tanto el hombre como
la mujer quieren tener al objeto amado sólo para ellos. De
este modo, compiten con todos, porque a todos se los invita
a desear aquello que ellos desean.

Para ser deseable hay que desear. La mujer no se puede


convertir en una seductora si no quiere seducir, aunque más
no fuera como juego. El hombre al que se invita a ser
seductor, mirará y seducirá a otras mujeres. En realidad,
para gustar tiene que traicionar, al menos en la fantasía. Un
hombre que no desea a las demás mujeres, que no las mira,
que no advierte siquiera su existencia no puede ser
seductor. Las otras mujeres perciben de inmediato su falta
de disponibilidad erótica. Puede estar vestido del modo más
refinado, ser rico y gentil, no encenderá siquiera una chispa
de verdadero erotismo.

Porque tendrá una mirada distraída, ausente. Porque sus


palabras serán carentes de verdad, muertas. Si la mujer
quiere el monopolio absoluto de un hombre que gusta con
locura a las demás mujeres, quiere una contradicción.

Por consiguiente, sólo podrá tener o un hombre que guste a


las demás mujeres y que entonces las mira, o bien un
hombre obligado a pensar obsesivamente sólo en ella y que
sea entonces muy poco interesante para las demás.

La mujer estará siempre indecisa entre estos dos extremos,


oscilando de

uno a otro. A veces empujará a su hombre a ser deseable,


otras, lo retendrá celosa junto a sí. El hombre, por su lado,
movido a ser deseable y por ende, a desear a otras mujeres,
comprenderá enseguida que, o no debe hacerlo, o debe
mirarlas lo mismo y mentir. Sólo existen dos soluciones: la
represión o la mentira.

Por otra parte, también la mujer debe ser a un tiempo


deseable y fiel. Pero para ser deseable tiene que despertar
las fantasías masculinas, tiene que dar a los demás
hombres la sensación de poder ser una fácil presa. Por eso,
también ella está frente a dos alternativas. O traiciona,
aunque sea en la fantasía, a su hombre o bien termina por
insensibilizarse y por afearse. Su alternativa no es, pues,
totalmente diferente.

La contradicción intrínseca del erotismo sólo deja abiertos


dos caminos: el de la represión o el del engaño. Y de hecho,
en el mundo hay dos culturas eróticas distintas por
completo. La primera se construye en base al registro de la
verdad y la represión. La segunda, en base al registro de lo
imaginario y del engaño.

Entre los múltiples libros norteamericanos sobre el amor, el


enamoramiento, el sexo, el erotismo, no hay una sola
página dedicada a la mentira, al ocultamiento, a la omisión,
al silencio o al engaño. Dondequiera, siempre y en todos los
casos se sugiere, se recomienda, se impone decir la verdad,
toda la verdad, sin esconder nada. La religión de la verdad
no es nueva por cierto. En los países católicos el confesor
tenía la obligación de extraer del alma del penitente hasta
los pecados más recónditos. Los ejercicios espirituales
enseñaban a tomar nota de los mínimos deseos sexuales
para discutirlos con el director espiritual. No había rincón
alguno, ni el más pequeño rincón del alma, al que se
pudiera considerar privado, a salvo de miradas indiscretas.
Porque la mirada del sacerdote se equiparaba a la mirada
de Dios. El psicoanálisis generó otra religión de la verdad al
hacer coincidir la mentira con la enfermedad. En efecto,
¿cómo se forma el síntoma? Callando, no diciendo ni a sí
mismo ni a los demás lo que se piensa y se quiere. Este
deseo será así inconsciente y desde el inconsciente (como
desde el infierno de la religión) se insinuará en la vida
consciente trastornándola, destruyéndola. No queda,
entonces, otra solución que recordar aquello que se olvidó,
decir aquello que no se dijo, confesar aquello que no se

confesó.

Igual que en la religión, también en el psicoanálisis se debe


hacer la confesión a un individuo en especial, al
psicoanalista. La confesión queda así, de algún modo, en
privado, en secreto. Los sacerdotes, en aquellos países
donde existe el sacramento de la confesión, están obligados
a guardar estrictamente el secreto del confesionario. Los
psicoanalistas, el secreto profesional.

Pero al generalizarse el psicoanálisis, la fuerza terapéutica


de la verdad se generalizó, a su vez, y se extendió a todas
las demás relaciones sociales. Los estadounidenses, sobre
todo, hicieron de la verdad un arte de relación interpersonal.
Se convencieron de que las relaciones interpersonales
llegarán a ser tanto más armónicas cuanto más sinceras
sean.
Como es evidente, este postulado no se hizo extensivo a
todos los campos. No se les ocurrió, por ejemplo, ampliarlo
a las transacciones económicas o a la política exterior. La
economía sigue siendo un sector en el que todos tienen el
derecho de mantener en reserva sus propios asuntos. Una
empresa no tiene que comentar a diestra y siniestra cuáles
son sus proyectos, no tiene que distribuir sus inventos
patentados entre los competidores. Está autorizada a
guardar el secreto en todos los niveles que crea
conveniente.

Fuera del área económica, en cambio, y en particular en las


relaciones eróticas y amorosas, se introdujo la norma de la
verdad total. Hasta se puede hablar de una religión de la
verdad que llegó al momento culminante con la teoría de la
intimidad. Según la formulación de Lilian B. Rubin, la
intimidad es el deseo de conocer cada pormenor de la vida
del otro y la capacidad de comunicarle los propios.[1] Esta
capacidad, según la autora, estaría muy difundida entre las
mujeres y sería muy reducida entre los hombres.

La religión de la intimidad y de la verdad total es


inconcebible sin una concepción voluntarista de la vida. Si
todos dicen todo, hasta los pensamientos más efímeros,
deben también comunicarse las cosas más desagradables,
incluso el odio, el desprecio, el deseo de matar.

Esto es factible porque en una cultura voluntarista la cólera,


la irritación, la agresividad y el malhumor se consideran
trastornos posibles de eliminar, síntomas perfectamente
corregibles. Quien tiene esos sentimientos irá a ver un
psicoanalista y éste lo invitará, como primera medida, a
discutirlos con el

otro para esclarecer la causa. Para la cultura voluntarista,


dado un sentimiento cualquiera, siempre existe alguna
técnica capaz de modificarlo en el sentido que se quiere.
Siempre existe alguna técnica capaz de transformar el
desplacer en placer, el odio en amor, el disgusto en
atracción. En un sistema cultural voluntarista los
sentimientos son objeto de voluntad. Mediante técnicas
adecuadas se los debe transformar en fines a realizar. Hasta
la autenticidad del deseo se pone como fin. En una cultura
voluntarista vale el imperativo: aprende a ser auténtico, a
ser espontáneo. [2]

En una cultura voluntarista y en la que predomina la religión


de la verdad, la contradicción del erotismo no tiene solución
sino por medio de la represión. Si alguien quiere seguir
seduciendo se debe divorciar, vivir solo y entonces la moral
le permitirá tener relaciones sexuales con quien quiera. Es
más, puesto que forma parte de la comunidad de los solos,
estará obligado a hacerlo continuamente. Pero debe
renunciar a una unión estable. Si desea una unión estable,
en cambio, debe renunciar a ser un individuo solo y por
consiguiente también a la seducción.

Una sociedad voluntarista no puede ser una sociedad con


una fuerte carga erótica. Y eso porque es una sociedad de
todo o nada. Si el erotismo conlleva, en su estructura, una
contradicción, la sociedad que trata de anularla y negarla,
de hacerla desaparecer, está forzada a crear dos morales,
redoblando la represión. La antigua sociedad puritana era
coherente. No decía: seduce a la mayor cantidad posible de
hombres y mujeres. Por eso no debía imponer fidelidad a
unos y promiscuidad a otros. Menos aún se debía preocupar
por la mentira.

2. Hay un solo caso, en medio de todos los demás, en el


cual el imperativo de la seducción no es contradictorio. Es el
enamoramiento. En ese estado, la mujer enamorada querrá
ser bella, la más bella del mundo para gustarle a aquel que,
a sus ojos, es el más bello del mundo. Y el hombre
enamorado querrá gustar a todos, a todas las demás
mujeres para regalar este placera su mujer. Igual que un
rey, que es amado por todas las mujeres de su reino y
puede tenerlas a todas, pero renuncia a este poder como un
homenaje a la única que compendia ensí a todas las demás:
la elegida.

En el estado naciente del amor, tanto los hombres como las


mujeres están animados por una energía extraordinaria. El
mundo les parece luminoso, lleno de vida. Se sienten en
contacto con una energía inmensa, desbordante.

Es como una fuente que trasciende sus personas. El amado


o la amada se identifican con esta fuente, son la fuente
misma. Por esta razón no son comparables a ninguna otra
criatura existente. Incorporan la trascendencia.

Por eso se supera la contradicción. Porque cuanto más


desea el hombre a las demás mujeres, más se acerca, en
realidad, a ella sola. Y aunque mire a las demás, aunque sus
ojos brillen de placer y deseo, es a ella a quien ve en las
demás. El hombre, en el estado naciente del amor, es
seductor. Da a las otras mujeres la sensación de estar
hechizado. Es vibrante, apasionado, lánguido, pasional.
Ninguna de esas otras advierte que todo esto no les está
destinado, porque también esto es para ella. El hombre
apasionado tiene una mirada abrasadora. Se detiene en el
rostro, en los senos de esas otras mujeres, las hace vibrar
de verdad. Pero después de poseerlas, las pasa por alto. Se
detuvo en ellas mientras su femineidad le recordaba a la
amada, mientras encamaban un elemento de ella. Y toda
mujer, por su condición de mujer, tiene algo de esa amada.
Por eso el hombre enamorado ama a todas, porque la ama
únicamente a ella. Las quiere a todas porque la quiere sólo
a ella. Igual que el poeta que canta y despierta los
sentimientos de todos, aun cuando su canto esté dirigido a
una sola persona que, quizá, ni siquiera lo escucha.

Lo mismo sucede con la mujer en el estado naciente del


amor. Entra al mundo para gustar, deslumbrante. Es como si
quisiese seducir el aire, el agua, las plantas y el sol. Seducir
significa despertar a la felicidad a todas las cosas, hacerlas
exultar por su amor, tomarlas acogedoras para su amado.
Ya no hay engaño ni ficción porque el canto es abierto, solar.

Y entonces ya no hay secretos entre ellos. Ya no hay zonas


protegidas para custodiar celosamente. Ambos sienten la
necesidad de decirse todo para entrelazar sus vidas
pasadas, para fusionar sus deseos. Para conocer en qué son
diferentes y amar esta diferencia, hacerla propia. En el
estado naciente desaparecen las aporías. El que ama es a
un tiempo totalmente libre y esclavo. El que ama es
totalmente altruista y egoísta porque quiere el objeto de
amor todo para sí. Por eso seduce a todos para seducir sólo
al ser amado.

En el estado naciente del amor, el enamoramiento, el


enamorado se identifica

con el cosmos y al cantar la belleza del cosmos, canta la


belleza del ser amado. Al agradar al cosmos, le agrada a él.

Pero la contradicción desaparece única y exclusivamente en


el estado naciente. Cuando el estado naciente termina y lo
sustituye la elección, es decir la institución, sólo se puede
ser de uno u otro modo. Y cuanto más nos alejamos del
fuego ardiente del estado naciente, la relación se vuelve
más normal, cotidiana, regulada por lo útil, por la
conveniencia personal. Y las obligaciones sociales y las
contradicciones se vuelven más incompatibles.
En el régimen voluntarista las contradicciones estallan con
toda su fuerza y no admiten mediaciones porque los
sentimientos son queridos, es decir, son única y
exclusivamente institución. En el régimen voluntarista uno
sólo es completamente libre si puede amar aquello que
decidió amar. Pero esto es absolutamente lo contrario del
enamoramiento, en el cual aquel que ama sólo se siente
libre si sigue su vocación, su llamamieno, su destino. Por
eso, en un sistema voluntarista, la orden: “¡adelante!
¡seduce!” se contradice con la otra orden: “¡ámame sólo a
mí!” Porque son órdenes dadas a la voluntad.

Y sin embargo, es precisamente la experiencia exultante del


enamoramiento la que se cuestiona para justificar la religión
de la verdad. En efecto —dicen los sacerdotes de esta
religión—, aquellos que se aman realmente, las personas
enamoradas, se dicen la verdad. Si no lo hacen, quiere decir
que este amor no es completo. Quienes se aman, si quieren
una relación perfecta, sincera, deben pues decir la verdad.

Este silogismo es el ejemplo típico de transformación


voluntarista de los sentimientos. El hecho de decirse la
verdad, la confesión recíproca, se vive en el estado naciente
del amor como una necesidad interior y un acto soberano
de libertad. El estado naciente no reconoce en su interior
obligación alguna.

O, mejor dicho, todo es obligación porque todo es placer.


Porque la obligación coincide con el impulso, con la pasión.
La gente dice la verdad porque le gusta, porque en ella se
realiza. No porque sea una obligación o un fin. El estado
naciente no obedece a nadie. En el estado naciente, pues, y
esto es paradójico, los enamorados podrían muy bien
mentirse y nada cambiaría.
De hecho, algunas veces se mienten y después se confiesan
la mentira. O, por el contrario, callan. Y es lo mismo.

El sistema voluntarista toma el enamoramiento, identifica


en él alguna

cualidad, la robustece, hace de ella una virtud y si la


encuentra en otra relación, concluye entonces que en ésta
hay enamoramiento. Dos cónyuges, por el simple hecho de
decirse la verdad, tendrían que estar “más enamorados”
que dos que no se la dicen.

3. Aun cuando quiere realizar un estado de enamoramiento


perfecto, el sistema voluntarista lo destruye siempre. Aun
cuando quiere realizar la verdad continua, el sistema
voluntarista genera la mentira continua porque sólo puede
enseñar a fingir que hay enamoramiento, a ponerlo en
escena. El enamoramiento es un estado inestable por
naturaleza, que tiende a convertirse en institución o bien
acostumbramiento. El momento entusiasta y creativo está
limitado en el tiempo. El voluntarista se encuentra entonces
frente a este dilema: ¿qué debe hacer cuando la pasión se
apaga, cuando el hechizo pasa a ser cotidianeidad?
¿Confesarlo y divorciarse después porque comprendió que
ya no ama total, apasionada y locamente? ¿O ir al
psicoanalista para curarse, para reencontrar la pasión
perdida?

En el primer caso, las parejas se desintegrarían enseguida.


Y como el enamoramiento es un acontecimiento
excepcional en su conjunto, la sociedad terminaría por estar
formada casi únicamente por gente divorciada por no haber
logrado realizar la felicidad del amor.

Queda el otro camino: aprender a estar continuamente


enamorados, esforzarse por estarlo, fingir que se lo está. Al
advertir que no se aman o que no se aman lo suficiente, las
parejas aplicarán las técnicas adecuadas para realizar el
enamoramiento modelo, prescrito. Hay miles de manuales
terapéuticos que enseñan a amarse de manera madura,
profunda, o bien romántica. La gente los lee y los aplica
hasta que ya no puede más, hasta que le dan deseos de
gritar de cansancio, de náusea. Y entonces se divorcia, pero
teniendo muy en claro el fin que persigue: iniciar una nueva
experiencia amorosa eternamente feliz. Pero como a
menudo también ésta decae, debe volver una vez más a la
tarea, la dura tarea de estar enamorada.

Admitido, pues, que al comienzo estas parejas estuvieron


enamoradas —

cosa que en realidad no es absolutamente cierta—, aquello


que se llama felicidad o amor o “estar enamorados”, en una
sociedad voluntarista es

producto del esfuerzo voluntario. Es una representación. La


sociedad voluntarista quiere toda la verdad, pero después
se ve obligada a representar un estado de enamoramiento
que no existe. Sólo tiene éxito cuando logra autoengañarse
por completo, es decir, cuando logra mentirse hasta tal
punto que ya no sabe que miente, hasta el enceguecimiento
total. El arte de amar es un curso de representación teatral
al final del cual uno ya no sabe qué está representando.

El erotismo no es posible si no se elude este imperativo


totalitario. Y debe eludirlo incluso en el estado
extraordinario del enamoramiento, rechazando las reglas,
las imposiciones, los criterios, los tests, los juicios que
provienen del exterior. El erotismo está hecho de palabras y
silencios, de aperturas y secretos, de energía y
agotamiento. Tiene sus ritmos propios como toda cosa
viviente, como la respiración, y se marchita bajo el frío
dominio del pensamiento y del acicate de la voluntad.
26
1. En el erotismo se produce un conflicto entre
espontaneidad y artificio, entre amor y seducción. Tanto las
mujeres como los hombres aprenden muy pronto, a veces
desde la infancia, que el amor puro, desinteresado y sincero
no basta para despertar el interés del amado. Los
adolescentes se dan cuenta de que con su amor, sus
anhelos y sus vacilaciones llegan inclusive a fastidiar a la
chica de quien están enamorados. El enamoramiento los
hace tímidos, respetuosos. Porque adoramos al ser amado y
no tenemos siquiera el coraje de rozarlo con la mano. Si nos
dice que no, nos paralizamos, no logramos superar esa
resistencia, transformar el no en un sí. Muy a menudo, el
joven enamorado verá que su chica prefiere a alguien más
brillante, más popular, capaz de hacerle reír, divertirle,
alguien que tenga un automóvil de lujo o sea campeón de
algún deporte. Con frecuencia se trata de alguien que no la
ama pero que conoce las técnicas de la seducción. Después
de una experiencia así, el muchacho tratará de aprender
también él a tratar a las mujeres del modo adecuado. No las
exasperará con su timidez y sus falsos pudores, no perderá
su aplomo cuando la chica le dé a entender que lo rechaza.
Aprenderá a descifrar el lenguaje de la invitación femenina.
Pero tendrá la sensación de que las mujeres no saben
apreciar el amor verdadero, en tanto que la fascinación de
la riqueza y el cinismo del seductor las sensibilizan y las
dejan inermes.

Las mujeres tienen una experiencia similar pero muchísimo


más intensa.

Para ellas el amor, el amor sincero, puro y total es mucho


más importante.
Forma parte integrante de sus fantasías eróticas. No pueden
satisfacer su deseo sexual con un hombre cualquiera, con
un orgasmo cualquiera.

Comprenden, aun mejor que los hombres, a qué punto son


importantes la

apariencia, el encanto, la capacidad de hacerse ver, admirar


y desear. Ven que los hombres más inteligentes y más
fuertes quedan, en realidad, inermes frente a las
zalamerías, a las provocaciones y a los halagos de mujeres
mediocres y desprejuiciadas. La chica enamorada se da
cuenta, aterrada, de que el hombre al que ama desea una
prostituta vestida de manera vistosa o se deja embaucar,
atrapar, manipular por una mujer que no lo ama en absoluto
y lo quiere sólo para jugar con él. Y él no comprende cuán
elementales e infantiles son los trucos de que la mujer se
vale. Son juegos que ella domina, que cualquier niña conoce
y el hombre, en cambio, no. Por eso cree que él es a un
tiempo fuerte y estúpido, incauto, débil y también ávido
como un animal salvaje.

En el fuero íntimo de la mujer hay un temor angustiante de


que el amor verdadero, sincero, simple, no baste, porque el
hombre sólo es sensible al artificio, a la manipulación
femenina. A lo largo de su vida, la mujer se encontrará,
cada vez, frente al dilema: ¿qué camino seguir? ¿el ingenuo
de los sentimientos sinceros, o el otro de la manipulación?

Este dilema es una constante en las novelas rosas. La


heroína está enamorada, quiere de veras, es sincera. La
rival, no. La rival quiere al hombre por orgullo, por capricho,
para casarse con él y emplea todas las artes de la
seducción. Y el hombre no lo advierte. Toma aquello que es
artificio por una acción sincera, aquello que es el resultado
de largos cálculos por espontaneidad improvisada. El
problema que plantea la novela rosa, desde el principio, es
dramático. Quien sabe seducir vence siempre, porque el
hombre no sabe distinguir entre sinceridad y engaño. No
sabe escapar a las maniobras de una mujer inteligente y
desprejuiciada.

Recordemos que el significado del encuentro erótico varía


con los sexos.

Para la mujer es difícil comprender que al hombre lo atrae el


encuentro sexual sin implicaciones emotivas. La rival que se
lo lleva en realidad, sólo lo lleva a la cama. Pero ella lo vive
como una pérdida total porque para ella ir a la cama y amar
son una misma cosa. Sabe que hay una diferencia, pero lo
sabe por medio de la reflexión, de la inteligencia, no por
instinto ni por sentimiento. Vive el éxito erótico de la rival
como un éxito amoroso tout court. La novela rosa respeta
esta fantasía. El amado nunca hará el amor con la rival.
Nunca, ni siquiera una vez.

2. La persona enamorada queda paralizada por su mismo


amor, es tímida, incapaz de valerse de las artes seductoras
que conoce. El amor verdadero desarma. Además, en ese
momento quiere, con desesperación, seducir a la persona
amada. La mujer, en especial, sabe que una rival puede
llevarse al amado. Actúa entonces con inteligencia. Estudia
sus gustos, estudia sus movimientos, hace como si se
encontrara “casualmente” en su camino, peinada
“casualmente” como piensa que a él le gusta. Pero a pesar
de estos cálculos, de esta puesta en escena, se ha
enamorado de verdad y será sumamente vulnerable. Si lo
ve hablar con otra mujer, si él tiene una mínima distracción,
será presa de una crisis de abatimiento.

La mujer enamorada hace un uso muy torpe de las artes de


la seducción.
Lo único que logra sin dificultad es embellecerse, ser
agradable, dulce. Por otra parte, tampoco quiere hacer más
porque el verdadero amor exige que el otro elija libremente.
De las dos figuras ideales, la bella durmiente y la maga, la
mujer enamorada se identifica con la primera. Querría
esperar, los ojos cerrados, inmóvil, el beso del amado y
partir con él. Este deseo de pasividad, esta inseguridad
hace que la mujer enamorada asista impasible a la peligrosa
proximidad de la rival, tal como le ocurría cuando era niña,
sin poder hacer nada, sin poder siquiera poner en guardia a
su amado. ¿Qué decirle, en realidad? “¿Cuídate de esa, de
sus intrigas?” El hombre no le creería, la acusaría de estar
celosa. Una vieja leyenda a la que se alude en la película
Una bruja en el paraíso, con James Stewart y Kim Novak,
dice que la bruja no se puede enamorar. Si se enamora
pierde sus poderes. La maga Circe, la maga Alcina fabrican
un hechizo infalible que hará del héroe un prisionero.

Pero pueden hacerlo porque no están enamoradas.

3. Hay un segundo motivo por el cual, en la mujer, el


conflicto entre el deseo de ser amada por lo que es en sí y
la necesidad de manipulación es muy violento. Vimos ya
que su erotismo se mueve entre dos polaridades, una
individual y otra colectiva. En la colectiva, la mujer se siente
atraída por el hombre que está en el centro de la
colectividad. Sobre todo cuando hay una interacción directa
y concreta: el actor en el escenario, el ídolo de rock, el

cantante, el gurú, el líder carismático en todas sus formas.


En todos estos casos, la mujer no hace una elección
personal. Se deja arrastrar por la tendencia colectiva. Desea
eróticamente aquello que todos —y en especial las mujeres
— admiran, aman, adoran.
Pasividad y actividad coinciden, en parte, con esta polaridad
individual-colectiva. El ídolo, el líder, el héroe son deseados
por muchas. Para tenerlo hay que emerger de la masa
anónima, hacerse ver y notar. Hay que acercarse a él,
llamar su atención. La bella durmiente, en la situación
colectiva, no tiene posibilidad alguna de ser vista. El
príncipe no pasa a caballo, está quieto en su trono y delante
de él está la masa de los súbditos que lo ovacionan. Aquel
que desee hacerse notar y apreciar como individuo, deberá
crear una diferencia entre él y los demás. Deberá destacar
su diferencia como un valor.

Hay una íntima ligazón entre la raíz colectiva del erotismo


femenino y la seducción como manipulación e intriga. Todo
lo que es colectivo está inextricablemente ligado con el
poder y la lucha por el poder. En las cortes, en las
sociedades aristocráticas, como ocurría en la Francia del
siglo XVIII, la seducción era un poderoso medio de
afirmación social, de prestigio y hasta de rebelión. Una de la
obras más fascinantes sobre seducción es la que escribió en
aquella época Pierre A.- F. Choderlos de Lacios: Les liaisons
dangereuses.

[1] Los protagonistas son dos “libertinos”, una mujer, la


marquesa de Merteuil, y un hombre, el vizconde de
Valmont. Dedican su tiempo a la manipulación de los
sentimientos de los demás para esclavizarlos o llevarlos a la
ruina. Saben usar los juegos psicológicos más refinados
para hacer que los otros se enamoren de ellos y aprovechan
el poder del amor. Lo hacen con fines turbios, para vengarse
de alguien o simplemente porque hicieron una apuesta y la
sociedad cortesana podrá reír a espaldas del ingenuo que se
dejó trampear.

Para triunfar el seductor no puede tener sentimientos


sinceros, debe fingir siempre. Este tipo de juego es
particularmente difícil para la mujer que tiende a seducir y
mantener, al mismo tiempo, su reputación de dama
irreprochable, virtuosa. En una carta al vizconde de
Valmont, la marquesa de Merteuil le dice: “Mi primera
preocupación fue ganar únicamente la admiración de los
hombres que no me agradaban. Me eran más útiles para
conseguir los honores de la mujer que sabe resistir;
mientras tanto, me abandonaba sin

miedo al amante preferido. Y como a éste, con el pretexto


de mi simulada timidez, nunca le prometí acompañarme en
sociedad, todos los ojos estaban siempre fijos en el amante
desafortunado”. [2] De los amantes afortunados, para que
no fueran peligrosos, descubría siempre algún secreto para
poder amenazarlos y chantajearlos. A todos los convencía
de que el suyo había sido su único amor y se mostraba
escandalizada ante la sola idea de que alguien pudiese
dudar de su palabra. Todo esto requería una férrea disciplina
interior:

“Si senda algún desagrado —agrega—, me ingeniaba para


asumir un aire sereno y alegre; llevé mi celo hasta a
provocarme dolores voluntarios para tratar, entretanto, de
asumir la expresión del placer. Puse el mismo cuidado y
mayor empeño en reprimir los síntomas de una felicidad
inesperada. De este modo logré ese dominio absoluto sobre
mi fisonomía, con el que a veces tanto os he asombrado…”.
[3] Y concluye con todo orgullo: “Si alguna que otra vez he
sabido, de acuerdo con mis gustos, ligar a mí, o rechazar,
estos tiranos destronados convertidos en mis esclavos…
hubierais debido por fuerza concluir que, nacida para
vengar a mi sexo y dominar al vuestro, había sabido antes
inventar métodos desconocidos” .[4]

4. El mundo aristocrático del siglo XVIII desapareció. Ningún


hombre pierde su reputación si una mujer lo rechaza,
ninguna mujer se arruina socialmente si se entrega a un
libertino. Pero los mecanismos de la seducción y la
manipulación, el análisis frío de los sentimientos de los
demás para comprender sus acciones y actuar sobre esos
sentimientos todavía existe.

Menos cínico, menos cruel y hasta más oculto. Pero la


mirada atenta sabe reconocerlo en las murmuraciones. Este
análisis sigue siendo, no obstante el feminismo y la mayor
igualdad, uno de los instrumentos femeninos de lucha y de
defensa. Los hombres se sorprenden cuando escuchan a las
mujeres hablar de la vida privada de amigos y conocidos
comunes. De éstos, ellos sólo conocen, en general, la
conducta profesional. Las mujeres, en cambio, conocen con
exactitud la conducta íntima. Saben que Fulano tiene una
amante, saben cuándo se encontraron, dónde se
encontraron, cómo ella lo buscó, qué vestido llevaba la
primera vez que se vieron, dónde comieron, qué gaffes
cometieron él o ella. Y estos conocimientos son ya para el
hombre algo

sorprendente. Pero lo que lo deja realmente atónito es la


sagacidad con que describen todas estas relaciones: las
intenciones de él, las intenciones de ella y sus maniobras,
los cálculos que había hecho, los errores que cometió, cómo
los corrigió.

Hay mujeres capaces de describir así la vida amorosa de


toda una ciudad.

Algunas de estas especialistas de las habladurías, como Elsa


Maxwell, llegaron a ser famosas en todo el mundo. Pero son
muchas las escritoras que en sus novelas reconstruyen los
ambientes sociales de modo parecido.
Pensemos en Jackie Collins en Hollywood Wives. [5] Frente a
este análisis implacable, los sentimientos más nobles
aparentan ser ingenuidades, los hombres más famosos
demuestran ser débiles, torpes e impotentes y, de todos
modos, víctimas siempre de mujeres astutas que venían
preparando, de algún tiempo atrás, la red en la que los
harían caer. Para las murmuraciones, todos son
manipuladores o manipulados. La vida erótica y sentimental
de los seres humanos se convierte en un museo del horror.

Las habladurías dan siempre la sensación de promiscuidad.


En realidad, las mujeres que conocen los amores y las
actividades sexuales de todos, que escuchan las
confidencias de todos, viven, en definitiva, dentro de una
gran comunidad erótica promiscua, en medio de una
promiscuidad oculta e hipócrita que ellas condenan, pero de
la que no pueden evitar ser cómplices.

5. La novela rosa está en el extremo opuesto de las


habladurías. En la novela rosa la manipulación no satisface.
La rival —que seduce y manipula sin prejuicios— gana cien
batallas pero, al final, pierde la guerra. La novela rosa, como
vimos, no describe el proceso de enamoramiento, sino las
angustias, los temores de la mujer frente al amor. La trama
demuestra que estos temores son inexistentes, que se
pueden vencer.

En un mundo en el que todo es manipulación, la persona


enamorada de verdad, que quiere la felicidad del ser
amado, que no acepta mentir y no sabe hacerlo, pierde. En
la novela rosa no. Aquí la mujer se puede identificar con la
enamorada que no seduce, que no sabe seducir, no quiere
seducir y está, por eso, a merced de la rival y de la
incomprensión del hombre. Una situación sumamente
angustiosa, hasta paralizante. En la novela rosa esta
angustia aparece en la crisis en que la mujer querría hablar,
explicarse, poner al hombre sobre aviso, pero pierde el
control, le faltan las palabras, huye. No pelea, renuncia a la
lucha.

La novela rosa describe, pues, una situación amorosa


competitiva en que la mujer renuncia a competir y no
obstante vence. El amor logra prevalecer por sí solo, sin
palabras, sin artificios, por su sola fuerza interior,
derrotando a la seducción y la intriga.

La novela rosa es la representación del dilema de la mujer,


la doble contradicción imperativa que la hiere: utilizar la
astucia, no utilizarla. Al final gana la no astucia. Gana la
buena fe, la simplicidad, el silencio, el bien. Pero no es una
victoria fácil. Durante todo el libro la astucia lleva las de
ganar. La situación no cesa nunca de ser peligrosa. Al elegir
el camino de la no astucia, la mujer se encuentra siempre
ante el abismo de la pérdida.

La novela rosa hace, pues, una advertencia moral. Hace


falta un gran coraje para ser sinceros, para resistir a la
tentación de la manipulación, el chantaje y el poder. Pero
para encontrar el verdadero amor hace falta un corazón
puro. El peligro es inmenso, pero el premio es sublime.
27
1. En el hombre no existe el dilema de la seducción que
caracteriza a la mujer. En el hombre hay una tensión entre
amor y sexualidad, fidelidad y promiscuidad,
responsabilidad y juego.

El hombre tiene una intensa necesidad de amor, de


seguridad emotiva. Si no la tiene, siente angustia y su
deseo erótico desaparece. No obstante, siempre es muy
difícil para él canalizar todo su erotismo en una sola
persona, aunque la quiera, aunque la necesite y hasta
cuando esté profundamente enamorado de ella. La
separación, siempre posible, entre sexualidad y amor lo
coloca con frecuencia en una situación sin salida.

Daré un ejemplo. A menudo, la presencia de los hijos en el


hogar mata, en el hombre, un determinado tipo de erotismo
insensato, característico de los enamorados y de los
amantes. Lo mata porque debe frenarse, ocultarse, lo obliga
a fijar horarios, a callar. Porque no puede desahogarse, no
puede constituir en el espacio doméstico el exceso
dionisíaco, el paraíso clamoroso, la fusión total y exclusiva
con la mujer sin que nadie se entrometa. El erotismo
masculino es discontinuo, pero durante el intervalo
luminoso es total, no admite contaminación. La convivencia
diaria, la educación, los horarios, la formalidad, las miradas
indiscretas, todo esto destruye la zona separada, la
vibración y el misterio. Destruye sobre todo la distancia, la
diferencia, aquello que hace que para el hombre el erotismo
sea erotismo y no otra cosa.

En la mujer, esta exigencia de separación, de especificidad


es mucho menor. Afecto, ternura, emotividad y erotismo son
una misma cosa. La mujer tiene la sensación de que estos
distintos sentimientos no se contraponen sino que se
fortalecen recíprocamente. Para muchas mujeres el
embarazo es un

enriquecimiento de amor al marido. Esperan que éste


admire la nueva belleza que adquiere durante la gestación y
si no ocurre así, sufren. Para muchas mujeres el nacimiento
del hijo completa su amor. Algunas sólo se sienten
plenamente enamoradas cuando son también madres. [1]
Todo se desarrolla en el registro de la continuidad, del
acrecentamiento. Para demostrar al marido un amor más
grande, la madre encuentra natural llevar al niño a la cama,
acariciarlo, estrecharlo en su seno. Espera, además, que el
marido al despertar sea gentil, que se acuerde de mandarle
ramos de flores. No se le ocurre siquiera que el marido
hubiera deseado otro tipo de erotismo, dedicado
exclusivamente a él. También al marido lo emociona el
contacto con el cuerpo tierno del niño, pero esta emoción no
tiene relación alguna, semejanza alguna con el deseo que él
siente por su cuerpo de mujer excitado, por las
contracciones de su vientre, de su pelvis. Pero la relación
con la mujer, con el niño, acrecienta en él otra forma de
amor. Es un amor compenetrado de deberes y
responsabilidades, algo que el macho de la especie humana
aprendió en los millones de años de su humanización
cuando como cazador y guerrero tenía que defender el
territorio y con él a la mujer y los hijos inermes y débiles.

Es un amor que se asemeja al amor maternal, pero no tiene


sus valencias sensoriales, táctiles, cenestésicas y, sobre
todo, nada tiene de erótico. Es un amor atento, hecho de
cuidados y miramientos, pero ocultos. Es un amor que se
manifiesta en las acciones, no en las caricias. Es un amor
que se expresa en la defensa frente a los peligros externos y
cuyo símbolo más apropiado es el del centinela que hace la
guardia durante la noche. Por esta razón, la distancia no
afecta en lo más mínimo este amor que no necesita de la
proximidad física, del contacto. Este tipo de amor crece
continuamente al pasar los años del matrimonio, crece con
el nacimiento de los hijos, crece con la vida en común. Es un
amor consolidado por los recuerdos compartidos, por la
lucha común contra la adversidad. Está forjado por la
intimidad intelectual y espiritual, por el hábito al diálogo. De
este modo, la mujer llega a ser para el hombre su otra
“mitad”, como se decía antes.

Y sin embargo, este amor tan verdadero, tan profundo,


puede no ser erótico en absoluto. El hombre puede
encontrarse así con que ama profundamente a una persona,
alguien que le es indispensable pero por quien

no siente atracción alguna o por quien, incluso, siente


repulsión. Puede entonces hacer el amor con todas las
demás mujeres del mundo menos con ella, o bien lo hace
porque se lo impone, por obligación. Cuando sale o cuando
viaja no puede menos que comparar a su mujer con las
demás y cuanto más mira a éstas, más fea le parece la suya
y se avergüenza por ello.

Pero esto no significa en lo más mínimo que esté en juego la


estima, el reconocimiento, el afecto. Puede seguir
apreciando las extraordinarias cualidades intelectuales y
morales de su mujer, su generosidad, su espíritu de
sacrificio, su coraje. Puede considerar muy valiosos sus
consejos y viajar a gusto con ella. Pero ante todo, no querría
hacerle daño alguno y sufre por su propia indiferencia, se
crea un sentimiento de culpa.

Este conjunto de sentimientos pertenecen, sí, a la esfera del


amor. Ese hombre puede decir que ama a esa mujer. Pero
eróticamente es una extraña para él, no puede ya satisfacer
su necesidad de erotismo. Una necesidad que se mantiene
intacta como el hambre, como la sed y lo lastima.

Las mujeres no experimentan este tipo de sufrimiento. Para


ellas, erotismo y amor son gemelos. Si pierden todo interés
erótico por el marido es porque, en realidad, ya no lo aman.
Entonces no desean verlo. Si lo aman, en cambio, siguen
esperando de él algún gesto romántico, una caricia, un
abrazo, una atención amorosa que para ellas es erotismo.
Mientras que para el hombre, el erotismo es otra cosa. La
hidalguía no es erotismo, como no lo son jamás las flores, ni
las gentilezas ni las caricias. Para el hombre, el erotismo es
una región que existe de por sí, esplendente y tormentosa,
siempre deseada y siempre fugaz, que aparece y
desaparece continuamente, como un espejismo.

El drama específico del hombre consiste, pues, en amar a


una persona y desear a otra y sentir esto como culpa. Culpa
que no se puede expiar, pecado original que trata de
reparar aumentando sus responsabilidades, sus cuidados y
sus deberes. Pero es inútil, porque no es esto lo que se le
pide, sino la unión de dos cosas que en él se dividen
caprichosamente. Este conflicto es la causa de la
autodisciplina que los hombres se impusieron siempre
desde la antigüedad. La causa del dominio de sí, de la
represión sexual que siempre consideraron meritoria. Lo
señalamos antes y lo reiteramos ahora: en la mujer,
erotismo y moral son compatibles, en el hombre no.

2. Wilhelm Steckel[2] demostró ya a principios de siglo que


la mujer se vuelve frígida cuando siente que no es amada,
que no se la aprecia, que no es objeto de atención. Cuando
tiene la sensación de no gustar, de ser rechazada.

También el hombre necesita que se estimule su erotismo,


necesita que la mujer lo desee y lo valore sexualmente. Pero
su deseo disminuye con la repetición y pretende el aliciente
de la variedad. Esta es una regla general que todo hombre
está dispuesto a negar para dar gusto a la mujer amada,
pero que es real. Hasta con la mujer de quien está
enamorado, locamente enamorado, el hombre necesita a
veces tener fantasías eróticas en las que aparecen otras
mujeres o en las que ella hace el amor con otro. En el
enamoramiento estas fantasías tienen un significado: hacer
converger en la amada recuerdos, emociones distintas,
concentrar en ella una energía erótica radicada en otro
lugar. De este modo ella se transforma en todas las mujeres
del mundo y al mismo tiempo, él se transforma en todos los
hombres que ella tuvo.

De ahí surge una consecuencia que nada tiene de


insignificante. Si la mujer, durante el matrimonio o durante
la convivencia amorosa, se siente amada con ternura y
gentileza, si se siente rodeada de atenciones, está
satisfecha eróticamente. Más aún, su erotismo se
acrecienta. Pero estos mismos estímulos no excitan al
hombre. Por el contrario, un mundo hecho de ternura, de
cuidados, de amorosa exclusividad, de mesurada
costumbre, puede llegar a ser, para él, una verdadera cárcel
que mata todo su erotismo hasta la náusea, hasta la
impotencia. Si la causa más frecuente de la frigidez
femenina es la insensibilidad y la brutalidad masculina, una
causa frecuente de la impotencia masculina es la
posesividad amorosa de la mujer.

3. El drama específico del hombre se manifiesta en forma de


sentimiento de culpa. Cuando una mujer decide tener una
relación erótica con otro hombre no tiene, en general,
sentimiento de culpa, porque si lo hace, quiere decir que
siente una atracción emocional, que siente o empieza a
sentir un poco de amor. Si después la relación se convierte
en una unión eroticoamorosa más profunda, quiere
entonces a ese otro hombre todo para sí y no soporta ya las
ataduras anteriores. Si está casada, se quiere divorciar y

después del divorcio trata de reducir al mínimo los


contactos con el ex marido. De todos modos, no tiene
sentimiento de culpa respecto de él.

El hombre en cambio, tiene sentimiento de culpa del


principio al fin. Al principio, porque aun cuando para él el
encuentro erótico esté limitado al aspecto sexual y no tenga
implicaciones emotivas, sabe que para su mujer no es así.
Sabe que para ella su conducta es una traición amorosa.
Aunque la mujer no dé mayor importancia a la relación
sexual y tenga necesidad, sobre todo, de ternura, afecto,
galanterías, caricias, abrazos, no quiere sin embargo que él
tenga relaciones sexuales con otras. Aunque el sexo no le
interese, quiere tener la exclusividad, el monopolio. Por eso
él tiene la sensación de defraudarla, de hacerla sufrir. Su
manera de actuar está en total contradicción con su
vocación moral que lo lleva a asumir la responsabilidad del
bienestar de las personas que ama. Pero en este caso, la
única manera de tranquilizar a su mujer es no actuar, no
hacer nada, renunciar a sus deseos. Si los satisface, tiene
sentimiento de culpa.

Más grave aún es el sentimiento de culpa cuando su


relación pasa a ser amorosa. En la mujer el amor se
autolegitima. Su moral le dice: si amas a alguien, ve con él.
En el hombre, al contrario, el erotismo pertenece al campo
del placer. Su moral le dice: sé fiel a los pactos, ocúpate de
aquellos que dependen de ti, no hagas sufrir a los que te
aman y tú amas. Sólo el enamoramiento produce en el
hombre una autolegitimación parcial. Es como una
explosión que revierte las reglas morales corrientes. Siente,
en su interior, que tiene el derecho de obedecer al amor.
Pero inclusive en este caso la otra moral, la moral de la
responsabilidad, sigue actuando. Por ello, el hombre
enamorado no dejará de preocuparse por la persona que
deja, se siente responsable de su sufrimiento. Es siempre la
nueva mujer quien lo empuja a dejar a la otra. Es siempre la
nueva mujer quien le explica que tiene el derecho de
hacerlo, más aún, que tiene la obligación, porque si se
queda con la otra sin amarla no puede hacerle más que
daño.

Es errado ver en esta actitud una particular rivalidad


femenina frente al propio sexo. La mujer piensa,
simplemente, que si se ama a alguien, no se debe amar sino
a ese alguien y que no hay otros compromisos éticos que
respetar. Al irse con aquel que ama, la mujer respetó todos
sus compromisos morales. El hombre, durante miles y miles
de años, aprendió en cambio que

su primer obligación es hacia la comunidad, la familia, la


esposa y los hijos y que el erotismo es otra cosa. Otra cosa
que puede conseguir con la esposa o con las concubinas o
las esclavas. Otra cosa que puede conseguir con la guerra y
el saqueo. Pero nada de esto debe interferir en sus
obligaciones primordiales que no son eróticas.

Cuando las mujeres dicen que los hombres son más


vacilantes, inseguros y dubitativos que ellas en las cosas del
amor, dicen la verdad. Ellas están por el sí o por el no, sin
posiciones intermedias. Pero para el hombre, este modo de
pensar ha sido durante siglos absolutamente inmoral e
irresponsable. Hace poco tiempo que con la desaparición del
patriarcado, con la independencia femenina, la disminución
de la natalidad y la asistencia social se van atenuando las
cargas tradicionales de la responsabilidad masculina. Lo que
queda es un hábito mental, un tipo de sensibilidad moral
que ya no tiene justificación objetiva. Por esta razón el
modelo femenino tiende a prevalecer cada vez más y el
hombre vive ahora su incertidumbre, su indecisión, no ya
como una virtud sino como una debilidad culpable. Una vez
más paradójicamente, como sentimiento de culpa. Por otro
lado, también en la mujer hay una inercia de viejos
comportamientos. Siente una atracción erótica por el
hombre fuerte, creíble, que inspira confianza y en cuyos
brazos se puede refugiar. El héroe sabe vencer los
obstáculos externos e internos, es dueño de sus emociones.
Si ama, ama intensamente, cuida su amor hasta el
sacrificio, hasta el heroísmo. El “verdadero hombre” no se
enamora de la primera belleza que encuentra, no huye con
la primera bailarina de piernas irresistibles. La mujer espera
que el hombre, después de elegirla a ella, sepa resistir a la
pasión que le despiertan las otras. Si cede es débil,
irresponsable e inmoral.

Hay un solo personaje que se sustrae a esta obsesión moral


femenina: el ídolo, el cantante, el actor famoso idolatrado
por las multitudes, adorado por todas las mujeres que lo
conocen. Porque en este caso se pone en acción el otro
componente del erotismo femenino, el colectivo, que
renuncia a la exclusividad. El mundo del espectáculo es el
gran templo de este tipo de erotismo y el modelo que
siguen los hombres de estas últimas generaciones.

Mientras hasta la década de 1950 las grandes figuras de


Hollywood se atenían, al menos desde el punto de vista
formal, a un tipo de moralidad

sexual convencional, hoy en día todos los nuevos ídolos se


presentan como transgresores. Primero los Beatles, después
los Rolling Stones y así sucesivamente, las primeras figuras
no se casan nunca, están rodeados de un harén a menudo
bisexual, toman drogas, rehuyen todas las obligaciones y
responsabilidades del hombre común casado. Las primeras
figuras de ahora representan, para todos los hombres que
con ellos se identifican, una fantasía de liberación de las
responsabilidades. En las mujeres provocan una atracción
erótica directa. En los hombres, en cambio, producen un
efecto euforizante porque muestran una modalidad erótica
libre por completo del sentimiento de culpa y apreciada, no
obstante, por el otro sexo. Constituyen, pues, un modelo
ideal que muchos sueñan con poder realizar algún día.
Llegar, gracias al éxito y más allá del bien y del mal, a la
región del arbitrio absoluto.

CONVERGENCIAS
28
1. Hay individuos dotados de una gran carga erótica.
Individuos para quienes el erotismo es un elemento esencial
de la vida sin el cual se extinguen, como si les faltase el aire
o el alimento. Otros, en cambio, casi parecen no tenerlo, lo
que no significa que no tengan intereses, pero es como si
carecieran de este tipo especial de sensibilidad vital. Pero
en la mayor parte de los casos, el erotismo no es constante,
tiene grandes variaciones. No me refiero a ese poco de
interés erótico que siempre se puede despertar con un
estímulo suficiente. Me refiero al gran erotismo, al erotismo
como hecho central de la existencia, que le da sentido. En
estos individuos la riqueza erótica se manifiesta sólo en
algunos momentos de la vida, en un determinado período
de la adolescencia, por ejemplo, pero sobre todo cuando se
enamoran. Son las épocas del eros extraordinario, las
estaciones del amor.

Después, pasado el gran amor y la pasión, el erotismo pasa


inadvertido en medio de otros intereses.

Los resultados de todas las investigaciones sobre la


sexualidad humana, a partir del famoso informe Kinsey,
demuestran que el tiempo que se dedica a la actividad
amorosa es sumamente breve. Todos los sexólogos
confirman que son muy pocas las personas que encuentran
el tiempo y tienen ganas de hacer el amor durante horas y
horas con la persona que aman. Son pocas las que, después
del acto sexual, en lugar de estar cansadas, aburridas o
tristes, se sienten felices, renovadas y serenas. En síntesis,
la mayoría de la gente está de acuerdo con el adagio latino
que dice, Post coitum animo triste. Michel Foucault
demostró en sus últimas investigaciones, que esta
concepción se remonta a la medicina griega y romana,
según la cual en la relación sexual hay una pérdida de
fuerzas vitales. Esta idea fue retomada luego por el

cristianismo y subsistió hasta hace pocas décadas, cuando a


los chicos que se masturbaban se les pronosticaban las
enfermedades más espantosas.

Esta concepción no existe en la medicina oriental. Según el


taoísmo, las relaciones sexuales intensas y frecuentes (más
aún si se tienen con parejas distintas) aumentan las fuerzas
vitales y prolongan la vida. Esto porque el hombre se
enriquece con el principio femenino Yin y la mujer con el
principio masculino Yang. Pero también en el taoísmo
subsiste el temor del empobrecimiento. Cada sexo debe
tratar de obtener del otro el máximo del principio
complementario, dando el mínimo de sí. En la práctica
taoísta, se invita al hombre a reducir la eyaculación y,
llegado a una cierta edad, a suspenderla.

Sólo cuando aparece el enamoramiento individual, cuando


una persona llega a ser única e insustituible, se trastoca por
completo este planteo defensivo, depredador y ávido. En
ese caso ambos se desean, tienen necesidad de verse,
tocarse, abrazarse, besarse, hacer el amor, entregarse por
entero. Las personas enamoradas —hombre o mujer, poco
importa— cuando están separadas sienten disminuir en
ellas la energía vital. Es como si su organismo, sus células,
tuvieran necesidad del contacto físico del otro.

Aparecen síntomas de depresión. Pierden el apetito y el


sueño.

Por la mañana, cuando despiertan, antes que nada sienten


la dolorosa falta del cuerpo amado junto al suyo. Y no
pueden retomar el sueño si no imaginan que lo ven, lo
abrazan y lo toman de la mano. Cuando por fin lo
reencuentran y se estrechan contra él, es como si su
organismo se recargara de energía vital. Como si del otro
recibiesen un fluido vivificante que les da nuevas fuerzas.

Cuando se hace el amor intensa y desesperadamente, el


cuerpo se carga como una batería eléctrica, se hace cada
vez más vivo, cada vez más fuerte.

Lo que el amado nos da, sus besos, su piel, su líquido, es


alimento que nos fortalece al punto de que nos sentimos de
nuevo fuertes y capaces de levantarnos, trabajar y partir, y
hasta de afrontar una separación. Después, pasado algún
tiempo, es como si la energía acumulada se descargase.

Sentimos entonces una fatiga, un peso, una debilidad


amarga. Necesitamos de nuevo aquella boca y aquella piel,
aquel cuerpo, el único que nos puede transmitir la energía
que se disipa, el único en el mundo que la posee.

En esta situación, pensar que hacer el amor nos debilita es


un absurdo.

Sólo haciendo el amor, dándonos por entero, encontramos


de nuevo nuestra fuerza. Nuestro amado es nuestro
sustento, es el aire que respiramos.

Nosotros, el suyo. El acto de amor, el modo en que al


colmarlo nos colmamos.

Las personas dotadas de una gran carga erótica viven así su


sexualidad.

Más dan, más reciben. Este erotismo generoso, si bien está


íntimamente ligado con el enamoramiento y la pasión, se
puede presentar, en algunos casos, con una característica
ligera, alegre, sensual. No necesita estar fijo en un objeto, lo
excitan nuevas formas, nuevos cuerpos, la novedad. Se
apoya en la gran excitabilidad de todos los sentidos, la
vista, el oído, el olfato, pero también el tacto, la sensibilidad
muscular, cutánea. Responde a los menores estímulos, a las
señales más débiles. Descifra el más leve intento de
seducción, lo distingue aunque esté oculto y le responde sin
demora. Por eso hace brotar el erotismo a su alrededor,
porque lo reconoce, le da su sonrisa, su impulso, su
seguridad y su energía. La gente así ama la vida, ama el
placer en todas sus manifestaciones. Si se trata de un
hombre, encuentra algo bello y excitante en todas las
mujeres. Si se trata de una mujer, identifica enseguida al
hombre que le gusta y se regocija si puede hacerse desear
enseguida. El hombre rodea a la mujer con su deseo hasta
hacerla vibrar. La mujer se abandona al placer de la
seducción y de ser seducida.

Pero el erotismo, para desarrollarse por completo, necesita


en general de un objeto único en el cual descubrir todas las
posibilidades. No es indispensable que al comienzo haya
enamoramiento. Este tipo de erotismo no tiene que ser, por
fuerza, demasiado fiel. Pero no responde a todos los
estímulos. No tiene los sentidos siempre alerta y dispuestos
a captar la más leve señal de seducción. Es más, lo común
es que reaccione poco hasta parecer torpe. Su fuerza reside
en la concentración. Cuando elige un objeto, cuando lo ve,
cuando lo separa de la masa informe de los demás objetos,
se concentra en él. Sólo entonces sus sentidos se
despiertan. Aquellas sensaciones que el primer tipo de
erotismo recogía del mundo, este erotismo las encuentra en
una única persona de la que descubre todos los aspectos,
matices, olores y sabores. Descubre las infinitas formas
posibles y todos los indicios en un torbellino de fantasías
que se concentran todas en un mismo
punto. Igual que los rayos del sol en una lente, hasta que la
temperatura se eleve al máximo y las vibraciones y los
sentimientos alcancen el clímax de la sensualidad y la
fusión.

2. El erotismo es una forma de interés por otras personas.


Es generosidad intelectual y emocional, capacidad de darse,
de dedicarse y abandonarse. El gran erotismo es lo opuesto
de la avaricia, la mezquindad y la prudencia.

Naturalmente puede haber generosidad sin erotismo.


Pensemos en las mujeres con fuerte componente maternal,
capaces de una dedicación total a otra persona, olvidándose
de sí mismas. Y sin embargo, esta dedicación puede tener
poco o nada de erotismo. Se ocupa de todas las
necesidades del amado: alimento, vestimenta,
distracciones. Vela por él, lo cuida, lo guía como podría
guiarlo una madre. Hasta llega a simular excitación erótica
como en el libro de Colette en el que una mujer enamorada,
pero totalmente frígida, finge un orgasmo que no siente y
su grito es como un canto agudo que hace feliz a su joven
amante. [1] Pero el verdadero erotismo implica también un
compromiso de sí, del propio placer. Es a un tiempo
altruismo y egoísmo, una síntesis de ambos.

Más alejado aún del erotismo, existe ese amor por los
demás, por todos los demás, al que el cristianismo llama
“caridad”. En la caridad, el amor no se limita al hijo o al
amado, los excede. Aquellos que son capaces de este
altruismo ya no sienten los propios dolores y
preocupaciones o bien los consideran de poca importancia.
Participan del dolor ajeno, sufren con los demás y se
dedican íntegramente a eliminarlo. No piensan para nada en
el propio placer y el erotismo está entonces infinitamente
lejos de su pensamiento. Pero se asemejan más a las
personas capaces de un gran erotismo que las personas
avaras, ávidas, frías, cerradas y egoístas.

Hay una estrecha relación entre la mística occidental,


cristiana e islámica y el amor apasionado. La poesía de Ibn
Al Djabari[2] es a la vez religiosa y erótica. El gran poema
de Rumi[3] es un canto dulcísimo de amor y esperanza, de
nostalgia y fe. También de la poesía italiana de Dante y
Petrarca trasciende el ímpetu amoroso por la mujer y por la
divinidad. [4] En los orígenes de la mística germana
encontramos el movimiento erótico-

religioso de las beguinas[4a] y también en la relación entre


San Francisco y Santa Clara hay un fuerte componente
amoroso. En muchos santos cristianos, de San Francisco a
Santa Teresa de Avila, hay una dedicación altruista, un amor
divino y una carga pasional. Uno de los cantos erótico-
amorosos más bellos forma parte del texto canónico de la
Biblia: el Cántico de los cánticos.

Este ímpetu altruista llega a ser erótico cuando pasa por el


cuerpo, el propio y el de la otra persona, y busca en el
cuerpo el placer para sí, para el otro, hasta desbordar, hasta
buscar el placer para los demás. La poesía amorosa y
erótica está destinada a provocar amor y placer erótico
fuera de uno, en el mundo. Esto es válido para cualquier
expresión artística.

Encontramos pruebas de ello en la escultura y en la pintura


de la antigüedad.

El artista, fascinado por la mujer que amaba, la


transfiguraba en una madonna y la hacía bella y adorable a
los ojos de todos.

En los tiempos modernos este proceso se extendió al cine y


a la fotografía. Fue Von Sternberg quien vio en Marlene
Dietrich un encanto erótico que quizás ella ignoraba poseer.
Lo vio porque estaba enamorado de ella y logró potenciarlo,
objetivarlo y transmitirlo hasta despertar en los demás, en
todos los demás, la misma pasión que él sentía. Uno de los
mayores mitos eróticos de este siglo, Brigitte Bardot, es el
resultado del amor y la pasión de Roger Vadim. Vadim era
un simple fotógrafo, asistente de Allegret y estaba
enamorado de la Bardot. Como fotógrafo, estaba
acostumbrado a ver y a identificar la belleza. Tenía un
concepto estético del cuerpo de la mujer. En la Bardot vio la
belleza y la transmitió a los demás.

A esta altura se hace necesaria una aclaración. Los hombres


se sienten fascinados por la belleza femenina. Pero la ven
con ojo erótico, no estético.

No pueden analizarla. O tienen de ella una visión de


conjunto o los atrae algún detalle del cuerpo. La mirada
erótica es fetichista. Por eso, cuando un hombre ve a una
mujer desnuda cree que lo ha visto todo. “La vi desnuda”,
dice, y piensa que ya no tiene nada que descubrir. La mujer,
en cambio, mira a otra mujer únicamente con ojo estético.
Advierte que tiene los huesos menudos, los hombros
anchos, la cintura fina, las caderas redondas, las piernas
perfectas. Se da cuenta si tiene pestañas largas. Si su
espalda es derecha y grácil, si sus glúteos son redondos y si
tiene hoyuelos. Si tiene la piel sedosa, sin vello, ambarina. O
si por el contrario tiene la cintura grande,

las caderas anchas y los muslos gordos. La mujer aprende


muy pronto a entrever en la adolescente a la mujer madura.
El hombre no. Cuando está excitado eróticamente no ve los
defectos. Los ve más adelante pero de modo confuso y
hasta pueden provocarle repulsión o indiferencia. Si está
enamorado, en cambio, valoriza todo aquello que la mujer
amada es, porque transfigura la realidad.
Sólo aquel que tiene una formación artística como el
fotógrafo, el director teatral o cinematográfico, el pintor,
sabe ver y analizar la belleza que —al menos en una época
dada— es igual para todos. Vadim tenía esta capacidad.

Vio que la chica de quien estaba enamorado era bella en


sentido universal.

Pero su belleza era todavía un material en bruto. El ensueño


tenía que darle vida. La persona enamorada tiende a
transformar a la persona amada para que sea aún más
deseable. Las mujeres les compran ropa nueva a sus
hombres y los hombres influyen, con su gusto erótico, en la
manera de vestir de sus mujeres. Porque cada uno quiere
gustar al otro y está dispuesto a adaptarse a su gusto.
Vadim proyectó en la joven todos sus sueños, sus fantasías
eróticas, sus delirios y la ayudó a realizarlos. Le dijo cómo
vestir, cómo hablar y mirar, cómo moverse y sentarse,
cómo consentir y cómo rehusarse. El personaje que aparece
en Et Dieu créa la femme es el producto de este sueño
amoroso. En el cine muestra a la mujer tal como él la
imaginó para hacerla infinitamente deseable. Su genio le
había hecho ver lo que la gente de su época deseaba, lo
que estaba esperando. El filme realiza, en carne y hueso,
este sueño colectivo. Y así nace el mito.[5]

3. A veces, las mujeres reprochan a los hombres que no


sepan comprender sus sentimientos, que no sepan descifrar
los impulsos más sutiles del alma, que no los sepan
describir. Cuando la mujer abraza a su hombre es como si
quisiera atravesar el cuerpo para abrazar la esencia íntima.
La mujer busca esta “intimidad” hasta con las palabras, las
palabras usadas para describir, descubrir y descifrar. El
hombre, en cambio se siente fascinado por la forma del
cuerpo, la mirada, algún detalle visual al que da el nombre
de belleza. La mujer lo sabe y lo acepta, al punto que se
embellece para gustarle, pero le parece que este modo de
conquistarlo es más frívolo y superficial.

Hay ocasiones, sin embargo, en que esto no es así. Son las


ocasiones en que la visión, en el hombre, es mucho más
que una simple observación porque tiene la facultad de
transfigurar la realidad cotidiana o de ver más allá.

Ocasiones en que el hombre, fascinado, ve una realidad


maravillosa.

Muchos investigadores hicieron experimentos con distintos


tipos de drogas, pero casi todos llegaron a la misma
conclusión: hay un modo de ver la realidad completamente
diferente. Quisiera citar aquí un pasaje del libro de Aldous
Huxley: “Es… Istigkeit: ¿no era ésta la palabra que a Meister
Eckhart le gustaba usar? Esencia. El Ser de la filosofía
platónica, sólo que Platón incurrió en el error de separar el
ser del devenir. (Es)… un ramo de flores brillantes de luz
interior que palpitaban bajo la presión del significado del
que estaban saturadas. (Es)… la transitoriedad que era sin
embargo vida eterna, el perpetuo debilitamiento que era, al
mismo tiempo, puro Ser… Palabras como Gracia y
Transfiguración me vinieron a la mente” .[6] No es una
experiencia descriptible con las palabras cotidianas, sino
únicamente por medio de símbolos y mitos, tal como el
mismo Platón lo había hecho.

Esta experiencia se presenta muy a menudo en el hombre


enamorado o trastornado por el hechizo femenino. Ya hablé
de este tema en relación con el instante de eternidad. La
forma percibida por el hombre se acerca, pues,
extraordinariamente a la forma que la mujer llama alma y
que ella alcanza por medio de otros estímulos, fragancias,
olores, sonidos, sensaciones y palabras. Y sin embargo es
forma, y sin embargo es belleza. En ambos casos se capta
una esencia que es a la vez fuente de estupor y meta.
29
1. El erotismo es una forma de conocimiento, el
conocimiento del cuerpo, de nuestro cuerpo, del cuerpo del
otro, un conocimiento que se adquiere por medio del
cuerpo. Nuestro cuerpo se convierte en un objeto erótico
cuando queremos gustar a los demás. Es su deseo el que
pone en movimiento nuestro conocimiento. Las religiones
ascéticas que combaten el erotismo ocultan el cuerpo,
impiden que la gente se ocupe de él, lo descuidan, no lo
lavan. Y

entonces los sentidos se debilitan: el tacto, la sensibilidad


cenestésica, el olfato. No sólo los miembros de la religión
ascética sino también los ambientes y locales en donde
viven, la ornamentación, los refectorios y conventos se
caracterizan por lo descoloridos, por el mal gusto y por el
mal olor. En Europa, los aristócratas, los comerciantes y las
autoridades del clero fueron los creadores de un espacio
para la belleza, la vida refinada, la poesía, la pintura, la
ornamentación colorida, los perfumes, la curiosidad, el
estudio de la naturaleza y el cuerpo humano y la medicina.
El renacimiento italiano, que dio origen al mundo moderno,
es el descubrimiento del cuerpo, de su armonía y su belleza.

Existe también el conocimiento por medio del cuerpo. Todos


nosotros, cuando nos ponemos en contacto con otra
persona, sentimos la profunda influencia de sus expresiones
corporales. En primer lugar, percibimos el lenguaje no
verbal de su cuerpo. Pero las mujeres son más conscientes
de ello. El primer aspecto que la mujer explora y percibe del
cuerpo del hombre es el olor que exhala, que para ella es
decisivo. A menudo, según ese olor, resuelve seguir
viéndolo o por el contrario, evitarlo porque le resulta
desagradable, le produce náuseas. El olor se percibe a
distancia, basta con estar a su lado en el tren, el avión o el
automóvil, en el restaurante, en un

salón o un ascensor. Más decisivo aún es el aliento del


hombre, porque si el olor se puede modificar con aromas y
perfumes, el aliento no. La mujer, casi por instinto, hace de
todo para sentirlo. Algunas veces, adrede, se acerca lo más
posible como por ejemplo cuando trata de acomodarle la
corbata. Los hombres aprecian este gesto, este tipo de
atención de la mujer.

El olor del cuerpo y el aliento son una condición sine qua


non para que la relación prosiga. Si el olor es agradable
puede continuar. La mujer experta sabe también, por el olor
del cuerpo y por el aliento, intuir el olor del sexo. El sexo del
hombre, inclusive después de una ducha, conserva siempre
un olor particular, individual, siempre masculino. La relación
entre cuerpos y olores es una sapiencia que poseen los
creadores de perfumes. El arte de crear perfumes es un arte
erótico. Nace del profundo conocimiento de la psique de la
mujer y de la metamorfosis del olor natural del cuerpo de la
mujer, mezclado con el perfume. Un mismo perfume asume
una fragancia distinta en cada mujer. Los creadores de
perfumes son grandes cultores del cuerpo femenino. Los
conocimientos sobre el perfume masculino, en cambio,
están aún en sus comienzos. Quizá porque las mujeres no
se han propuesto todavía crear perfumes masculinos o
quizá porque muchas de ellas prefieren el natural.

Averiguado el olor, la mujer pasa a los sabores. Este acto


cognoscitivo necesita una iniciación erótica, el beso. En el
hombre, al contrario, la exploración comienza con el beso,
porque antes no logra percibir el olor de la mujer, sino sólo
su perfume artificial. Al besarla siente el aliento y a veces su
reacción es de asco. Pero el hombre no atribuye a esta
impresión igual importancia que la mujer. Si está excitado
eróticamente, de hecho, deja de sentir el olor desagradable.
En el hombre, el olor del aliento no es sino un obstáculo,
nunca una barrera infranqueable.

Para la mujer el sabor de la boca es tan decisivo como los


olores o más aún. El beso es un modo de comenzar a
ofrecer algo del propio cuerpo y de tomar algo del otro. Es
comenzar a absorber el cuerpo del hombre. La mujer
experta comprende el carácter del hombre por su modo de
besar, por detalles insignificantes. Comprende por ejemplo,
si es él quien quiere dirigir el curso de la vida o si lo deja en
manos de ella. Comprende si el hombre, durante el acto
sexual, es capaz de resistir, de postergar el propio orgasmo
o si tiene una

eyaculación precoz. Si es generoso o si quiere todo el placer


para sí. Por el beso, la mujer sabe descubrir muchas otras
peculiaridades del hombre, por ejemplo, si es inteligente y
sensible. Lo descubre pero lo guarda para sí, no lo dice.
Sobre todo, no lo dirá nunca a quien no podría
comprenderlo. Es un saber antiguo, una iniciación que se
podría considerar obscena, que requiere complicidad,
reserva. Una mujer nunca hablará de estas cosas con una
joven que no haya estado enamorada. Del mismo modo que
no hablaría nunca de erotismo con un muchacho. Si quiere
transmitirle su saber, hará el amor con él.

Por el conocimiento del cuerpo del hombre la mujer sabe


también evaluar a las otras mujeres. Al sentir hablar a una
mujer, al observar sus mínimos comportamientos, sabe si
está enamorada o no. Sabe si el suyo es un gran amor
verdadero o únicamente una sensación de posesión, de
protección o de prevaricación.
La otra etapa es el conocimiento del cuerpo del hombre
usando su propio cuerpo. Para explorar al hombre, la mujer
usa su propio cuerpo más que la razón. Se fía más de sus
sensaciones que del razonamiento o de aquello que él le
dice. Para la mujer siempre es más importante lo que el
hombre hace por ella, sus gestos, que lo que le dice o
promete. Cuenta más un abrazo, la manera de vibrar y
suspirar, el calor de la piel, su vacilación, su abandono, que
las palabras “te amo”. La mujer piensa que es más
auténtico y se fía más de un “te amo” dicho con el cuerpo,
en un momento cualquiera, que de un “te amo” dicho por la
mente con las palabras. Las palabras son ambiguas y son
un instrumento, ella lo sabe bien. Las pulsiones del cuerpo
son auténticas.

Las palabras son controlables, el cuerpo no, porque siempre


transmite algo de lo que siente, sobre todo cuando está
cansado o cuando el hombre está triste.

Hasta la mujer más incauta, incluso la que es incapaz de


amar y de darse, tiene en este aspecto una sabiduría
natural superior a la del hombre. En este terreno, la mujer
más simple supera el hombre más sensible y culto. La
mujer, en definitiva, usa su cuerpo para conocer el del
hombre, para llegar a la psique del hombre y con frecuencia
a aquella parte de la psique del hombre que él mismo no
conoce.

Durante los miles de años en que estuvo confinada en la


casa y aplastada por el poder masculino, la mujer aprendió
además a usar esta sabiduría con

un objetivo: vencer al hombre, dominarlo y hacerle hacer lo


que ella quiere.
Aun hoy, en las relaciones profesionales, sobre todo cuando
está en juego algo esencial, la mujer no se limita a ceder su
cuerpo, el objeto maldito, porque el hombre lo desee. Lo
utiliza para conocer al otro. Le es fácil, si así lo quiere, hacer
el amor con él. Entonces el hombre se siente orgulloso de su
conquista pero ella, valiéndose de esa relación, sabe de él
algo que él mismo no conoce. Logra sacar a la luz una parte
oscura de su carácter. En una relación profesional o con un
superior, logra comprender sus debilidades, sus miedos, sus
reticencias, las razones de su agresividad y de actitudes que
antes se le escapaban. Logra comprender sus deseos y sus
mecanismos de defensa y defenderse de ellos. En ocasiones
descubre también cualidades ocultas, virtudes que sólo se
revelan por medio del cuerpo.

Este tipo de conocimiento es el que utilizan las mujeres


frente al hombre con quien viven, pero de quien ya no están
enamoradas u odian. Lo utilizan para controlar sus
reacciones, para dominarlo, para destruir la confianza que él
se tiene. También la mujer lo hace más con el cuerpo que
con las palabras.

Por ejemplo, alternando el deseo y el rechazo. Un día está


elegante y otro desaliñada, una día apasionada y otro
indiferente. Un día su cuerpo vibra y al otro es de hielo. De
esta manera crea en la mente del hombre ese desconcierto
que el hombre sólo puede crear con la palabra, prometiendo
y faltando después al compromiso, diciendo y no haciendo.
Pero si el hombre se comporta de este modo es, desde el
punto de vista social, inmoral. Además, se contradice con
sus valores éticos que le imponen respetar la palabra dada
y ser coherente. Usando su cuerpo y la volubilidad de su
cuerpo la mujer se sustrae a toda crítica moral. El cuerpo no
es la razón —se dice a sí misma y a los demás—, reacciona
por instinto. Por lo tanto, no se le puede achacar nada, no
es culpable. Encontramos otra vez la sobrecarga moral
típica del hombre de esta época y de la que hablamos in
extenso.

Esta importancia extraordinaria del cuerpo femenino para


juzgar, conocer y controlar hace vulnerable, al mismo
tiempo, esta fuerza que posee. Porque también los
hombres, a lo largo de los siglos, aprendieron el modo de
frenar este poder. No renunciando a la mujer, ni al acto
sexual porque es demasiado importante, pero reduciendo
los tiempos del contacto, la duración del encuentro,
recuperando, inmediatamente después, su autonomía. El
medio de

que el hombre dispone para hacerse inasequible es la


discontinuidad. La volubilidad del erotismo masculino es un
subterfugio, un artificio para sustraerse al juicio. La mujer
controlará todas sus reacciones con exagerada atención,
pero él no se dejará alcanzar, como el niño que se hace la
rabona a la escuela para que no lo interroguen.

2. El hombre no tiene ese conocimiento de su cuerpo y del


cuerpo femenino. El gran seductor sabe intuir, por la
manera en que la mujer se acerca, lo mira, responde a su
mirada, se sienta o cruza las piernas, si está disponible para
él. El gran seductor conoce todos los puntos eróticos de la
psique y del cuerpo de la mujer y sabe cómo tocarlos y
cómo provocar sus reacciones. Pero en general, no le
interesan las profundidades de su alma. Le interesa hacer el
amor con ella. Su conocimiento es un instrumento para
llegar a ese fin. Para alcanzar la capacidad femenina de
conocer por medio del cuerpo, tiene que existir una
necesidad antigua, ancestral de conocer. Para realizar sus
deseos, para defenderse del poder masculino, la mujer tuvo
que escudriñar cada gesto del hombre-amo, cada uno de
sus ímpetus involuntarios, sin traicionarse durante su
permanente acechanza.
Los homosexuales son los únicos que desarrollan una
capacidad análoga.

En los homosexuales, principalmente en los hombres, el


erotismo está más íntimamente ligado con la
profesionalidad, el éxito y el poder. Entre ellos son
frecuentes las relaciones similares a la de la mujer con el
hombre poderoso, que puede asegurarle un trabajo, una
carrera o incluso la riqueza. En el mundo intelectual, el
conocimiento del cuerpo y a través del cuerpo llega a ser
una modalidad para conocer íntimamente el modo de
pensar y la sensibilidad del otro y para captar aspectos de
su personalidad que de otra manera serían inaccesibles.
Cualidades y matices que el heterosexual está condenado a
ignorar. Una de las razones por las cuales los homosexuales
tienden a formar una comunidad es esta capacidad de
conocerse, este intimidad exclusiva, este conocimiento de la
iniciación, reservado a los adeptos.

3. La mujer conserva, en cada momento de su relación


amorosa, la capacidad de percibir y evaluar. El hombre, al
contrario, cuando está excitado eróticamente, pierde
inclusive ese poco de agudeza que posee. Está dominado
por una sola emoción y ya no está en condiciones de decir
si una mujer es bella o fea, gruesa o delgada, con grandes
senos o con senos apenas formados. Las mujeres se
sorprenden al saber que su hombre hizo el amor con una
mujer que, a su juicio, es feísima y hasta repugnante. Pero
en la excitación erótica, el hombre aprecia todo tal como es.
Cuando después desaparece la excitación, también
desaparece, de improviso, la sensación de belleza. Para
algunos hombres es como despertarse de un sueño. Se
encuentran junto a un cuerpo extraño, diferente del de
ellos, increíblemente pequeño o increíblemente enorme y se
quedan mudos de asombro.
Cuando el hombre está enamorado, e impulsado por una
atracción erótica momentánea hace el amor con otra mujer,
se siente luego asqueado y le cuesta mucho liberarse de
esta sensación desagradable. En la mujer esto ocurre con
menos facilidad porque ella hace antes su evaluación. Se da
cuenta antes si ese hombre le gusta o no. Si está
enamorada es raro que se deje envolver por un hombre
cualquiera. Por eso no siente repulsión. El hombre, por el
contrario, no sopesa nada y después su elección lo deja
atónito. Pero el estupor no da experiencia. El estupor es
consecuencia de la ignorancia y el olvido. La próxima vez se
comportará del mismo modo.

La mujer, en cambio, cuando hace una evaluación errada y


se entrega a alguien que luego le repugna, es presa de la ira
y siente asco por sí misma. Es su propio cuerpo que
reacciona. “En ese momento una horrible repulsión se
apoderó de Tamina, se levantó de la silla y corrió hacia el
water y el estómago se le subía hasta la garganta, se
agachó frente a la taza, vomitó, el cuerpo se le retorcía
como si estuviese llorando y veía delante de sus ojos los
huevos, el pito y los pelos de aquel muchacho y sentía el
olor agrio de su boca, sentía el contacto de sus muslos en
su trasero y se le pasó por la cabeza que ya no era capaz de
acordarse del sexo y los pelos de su marido, que la memoria
del asco es por lo tanto mayor que la memoria de la ternura
(¡ay, Dios mío, sí, la memoria del asco es mayor que la
memoria de la ternura!) y

que en su pobre cabeza no quedaría más que este pobre


muchacho al que le huele la boca y vomitaba y se retorcía y
vomitaba” .[1]

Por fortuna, en el hombre —por fortuna en relación con la


complementariedad de los sexos—, el asco nunca es más
fuerte que la ternura. Tampoco es más fuerte que el deseo.
Porque el hombre no tiene buena memoria para el asco,
sino sólo para el placer erótico. De cualquier experiencia
erótica, inclusive de aquella en que se había admirado de
estar junto a una mujer fea, y de aquella en que había
tenido una sensación de asco, su memoria, pasado mucho
tiempo, logra siempre extraer algún aspecto excitante,
algún detalle inquietante o atrayente, algo capaz de
generar un nuevo deseo.
30
1. En el hombre, el erotismo está íntimamente ligado con la
belleza del cuerpo femenino. Esto no quiere decir que el
hombre sólo se excite con las mujeres bellas, sino que
logrará siempre encontrar belleza en la mujer, en cualquier
mujer. Su ojo erótico detectará la belleza en sus gestos, en
el modo de cruzar las piernas, en la sonrisa, los ojos, la
curva de las caderas. En la redondez de los hombros, en la
cavidad de la ingle, en el realce del monte de Venus o en el
color de la piel, el reflejo de los cabellos, las sombras y la
variación de las luces por la noche o por la mañana. Para el
hombre, la belleza erótica del cuerpo de la mujer es como la
naturaleza o el mundo, una fuente de admiración continua.
Lo hechiza, lo embelesa. Por eso, las tapas de las revistas
están llenas de mujeres desnudas. Por eso, en los Estados
Unidos, los hombres pagan por ver a las go go girls bailar
sin cesar frente a ellos. Por eso los espectáculos musicales
de la televisión están llenos de bailarinas lindísimas vestidas
de strass y plumas, pero dejando ver siempre el cuerpo
desnudo que aparece-desaparece, se entrevé, se imagina.
El hombre necesita ver el cuerpo femenino, absorber su
belleza, del mismo modo que la mujer necesita la atención,
la admiración y la galantería del hombre.

Para el hombre, el desarrollo de una relación amorosa


coincide con el descubrimiento, progresivo y maravilloso, de
la belleza de esa mujer en particular, de su mujer. La belleza
no aparece completa de una sola vez. Los hombres se
impresionan al ver una linda mujer, se dan vuelta en la
calle. Pero esto les sucede también a las mujeres. Es más,
las mujeres son mucho más capaces de apreciar el aspecto
estético de la belleza femenina, captan esa inmensa fuerza
de atracción. Están orgullosas cuando se sienten bellas y
tienen una pizca de celos cuando ven a otra más linda y
más elegante.

La admiración del hombre por la mujer bella a la que ve


ocasionalmente es, en general, efímera. La mirada erótica
se deja excitar con facilidad, pero es igualmente voluble. La
mayoría de las veces los hombres no se impresionan
profundamente por la belleza particular de una mujer, no se
conmueven. Le hacen cumplidos, sí, pero porque les agrada
un vestido o les parece original un peinado o porque la
mujer es atractiva.

Pero al llevar adelante la relación erótica, el hombre


encuentra en la mujer el aturdimiento que produce la
belleza. De pronto ve todo aquello que antes no había visto.
Es una conmoción poética que le provoca un grito de
admiración y agradecimiento. En el amor, el milagro se
repite una segunda vez, luego una tercera y luego en cada
encuentro. Siempre hay un nuevo detalle, siempre la
desconcertante experiencia de la perfección. También la
mujer experimenta esta emoción cuando mira a su hombre,
pero la experiencia del hombre es más violenta. Se asemeja
a la admiración agradecida de la madre que mira encantada
a su hijo de dos años. Y de hecho, entre los hombres, la
belleza de la mujer amada se asemejó siempre a la de los
niños, les suscita la misma ternura hasta que les causa una
sensación de angustia.

2. También la mujer necesita tiempo para conocer a su


hombre, para entregarse a él. En el enamoramiento
inesperado se siente atraída por un hombre, quiere estar
con él pero, al mismo tiempo, está aturdida. Aturdida por
sus propias sensaciones. Es como si ese hombre hubiese
derribado la puerta de su casa y hubiese entrado por la
fuerza, sin que se lo esperara, pero bien recibido. Ella le
está agradecida, pero no lo conduce a las múltiples
estancias en que se dividen su cuerpo y su alma.
Permanece con él en un solo aposento, vive una situación
de encantamiento pero, para ir más allá, para revelar las
potencialidades de su cuerpo, necesita tiempo. Algunas
veces finge que en su casa hay pocos aposentos aun
cuando querría llevarlo a todos, aun cuando ni siquiera ella
sepa cuántos hay. Para proseguir este viaje la mujer intenta
aferrar el mínimo latido del cuerpo del hombre, la menor
pulsión. Participa de todos sus matices antes, durante y
después del acto sexual. El hombre —lo vimos antes— se
asombra por la metamorfosis de la

mujer, primero vestida, distante, apartada y luego


abandonada, desnuda y temblorosa. La mujer se asombra
por la metamorfosis del sexo del hombre.

Es pequeño y después crece hasta llegar a ser enorme,


hasta que ya no se recuerda su estado inicial. Pero cuando
es pequeño no consigue, nunca, fijar en la memoria la forma
que tiene cuando está erecto. Este olvido, este estupor de la
metamorfosis la lleva a acariciarlo, acariciarlo de nuevo.
Nunca se sacia

—si ama a su hombre— de realizar el milagro. El estupor


que le provoca la metamorfosis se convierte en una
sensación de desfallecimiento, de ahogo, cuando el artífice
de la erección es su boca. Porque lo siente crecer bajo sus
labios, bajo su lengua. Es el estupor de la creación porque
ella es artífice de la metamorfosis de la materia. Este
estupor no merma, al menos mientras está enamorada.

La mujer no sólo se asombra por el misterio de la erección,


sino por su deseo de besar el cuerpo del amado, por
adentro y por afuera. Querría besar todos sus órganos,
navegar en sus líquidos, sentir el fluido calor de su cuerpo,
sentir su olor. Ocultarse en un rincón. Y lo milagroso es que
el cuerpo del amado se ofrece, se pone en sus manos, en
sus brazos y no se limita a introducirse entre sus muslos y a
penetrarla con rapidez y con rabia, sino que la aplasta con
su esternón sin dejarla respirar. ¡Tan ansioso está por llegar
al orgasmo!

Esto ocurre porque en este caso ella se convierte en el


objeto que hay que aferrar, el objeto maldito, la vagina que
brindará la posibilidad de llegar al placer y que se
abandonará apenas alcanzado el fin. El hombre no sabe que
cuanto más la aferra con fuerza, cuanto más se arroja sobre
ella con violencia y más persigue el objeto maldito, más
rígida se vuelve ella. Su cuerpo entonces, se pone tenso
para defenderse. La mente se retrae, la vagina se cierra, se
contrae y se siente vulnerada. Odia entonces al hombre y a
su fuerza, su modo de arrancar para tomar, su voluntad de
extorsionarla para obtener placer sin saber darlo. Odia a ese
hombre, pero también se odia a sí misma por haber
aceptado una relación que no desea. A veces, para superar
su cólera y su náusea, se exige a sí misma no sentir
repulsión ni repugnancia por ese cuerpo que le desagrada y
lo deja hacer. Acepta en una actitud pasiva, esperando que
todo termine pronto. Para acelerar el coito está dispuesta
inclusive a hacerle caricias, a decirle palabras sugestivas
con tal de que

termine y no quiera recomenzar.

Pero todo es diferente, infinitamente diferente si ama y es


amada y él le responde. Se realiza entonces aquello que
siempre busca: que los cuerpos se confundan
armónicamente. En la armonía el hombre no la toma con
fuerza ni con rabia. No la aplasta con su peso. Está atento a
su fragilidad. No la sofoca y sin embargo la estrecha contra
él. Se recuesta sobre ella, es como si su cuerpo se volviese
mórbido, los gestos flexibles y ella una flor delicada y
generosa. Entonces le parece que los brazos del amado y su
cuerpo están formados por una sustancia sólida y fluida a
un tiempo. Esta fluidez del cuerpo del hombre le permite
relajarse, ofrecerse, hacer vibrar su cuerpo, aferrándose a él
sin forzarlo.

Mientras el cuerpo del hombre pasa de estados de gran


energía a un profundo relajamiento después del orgasmo, la
mujer vibra entre dos polaridades diferentes. La primera de
inmensa energía e inmensa fuerza, inclusive física. La
segunda, en cambio, consiste en un estado de infinita
debilidad o fragilidad que le da miedo y al mismo tiempo la
atrae. Porque sabe que puede entonces dar al amado lo
máximo, su don más hermoso.

Cuando se abandona es como si todo su sexo, que ella


siente como formado por tres segmentos separados por
muros divisorios, se convirtiese en un único y largo corredor
constituido, no ya por sustancia flexible, sino por esencias
fluidas. Es el equivalente de la eyaculación masculina en la
que también el hombre se disuelve en un fluido. Pero en el
hombre esto dura un instante, mientras que en la mujer
este fluido parece separarse de la psique, libre de
estremecimientos, en un estado de orgasmo continuo. Y la
mente no logra dar la orden, el impulso nervioso para que
los tres corredores vuelvan a separarse y las puertas a
cerrarse. Lo que toma frágil y vulnerable el cuerpo es el
estado de excitación, de vibración fusionada en que se
desliza. La mujer desea que el amado la abrace porque se
siente naufragar. Pero quiere que los brazos del amado sean
suaves como el agua. Tiene la sensación de navegar en el
aire con la psique: percibe su propio cuerpo como separado
de sí y ya no tiene su control. Un cuerpo que yace en
sustancias líquidas como si también él fuese líquido. Es una
emoción-desfallecimiento como la de estar sobre una
cuerda tensa, como si a cada instante pudiese caer en el
abismo y dejar su cuerpo en la cuerda. Es salir de sí, es el
éxtasis, el enajenamiento, pero también una

manera de abrazar el alma del amado, de conocerla en su


esencia, porque en ese momento también él está tan
profundamente comprometido en sus emociones que no
puede mentir. Ningún lenguaje es tan sincero como el
lenguaje del cuerpo enamorado.

3. Hay momentos fundamentales en el nivel de la


experiencia, el conocimiento y la relación, en los que el
hombre es capaz de comprender y entrever la naturaleza
del erotismo femenino. Son momentos en los que capta en
la mujer que ama una universalidad, una esencia distinta de
la suya, pero que se le hace transparente. Pletórico de
erotismo femenino, puede advertir la femineidad en su
absoluta diversidad y especificidad, no como una idea
abstracta, sino como cuerpo, como sensaciones, como
emoción. Capta la naturaleza del abrazo femenino, del
deseo femenino, de su amor y se siente maravillado y
conmovido. No usa más, entonces, ni siquiera mentalmente,
la palabra “mujer”, sino aquella más específica, “hembra”,
porque percibe el valor. Valor es la diferencia insustituible,
única y preciada. Siente que entre sus brazos está la mujer-
hembra que lo ama. Comprende su amor erótico a través de
la piel sedosa, tensa, vibrante que se adhiere a su cuerpo.
Lo comprende en la delicadeza infinita de los senos que lo
rozan y lo acarician.

Lo siente en la vagina que se abre como una orquídea que


se cubre de rocío cuando la penetra. Siente el útero que
avanza y abre su boca para encontrar la boca del bálano
como en un beso y quiere acogerlo. Siente como si la
femineidad fuera una sucesión de puertas que se abren
para él. Que se abren para acogerlo en la parte más
profunda de sí, más última y más amorosa. Que ese modo
de abrirse es un recibimiento de amor más intenso, más
total. Ve entonces y comprende el significado del rostro
acalorado, de los labios fríos y de ese cuerpo que
permanece abrazado y no se separaría jamás, de esa piel
que se sobresalta y se agita apenas la tocan y sabe que
ésta es la forma corpórea del amor femenino por él.

4. Hay además momentos en los que el hombre, al mirar el


cuerpo de la mujer que ama, con frecuencia sólo un detalle,
como los hombros o la curva

de los senos o la forma de la boca o de los ojos, querría


detener el tiempo.

Querría que aquella belleza divina, aquella perfección, no


tuviese que desaparecer nunca. No hay ningún mito, ni en
Oriente ni en Occidente, que describa este deseo de belleza
y eternidad. En Oriente, los místicos tienden a trascender el
deseo y hasta la belleza. En Occidente, la beatitud
beatificante única se buscó siempre en Dios. Goethe señaló
inclusive la necesidad continua de trascendencia que tiene
el ser humano, que hace que nunca pueda decir: “tiempo,
detente, eres hermoso”. Muchos, como Lacan, al escribir
sobre el enamoramiento y el amor, insistieron en el hecho
de que el amor es siempre “todavía no”. Pero esta
experiencia existe y es probable que constituya el máximo
de la felicidad erótica. Porque ya no es pasión, no es deseo
de otra cosa, no es expectativa. El objeto del deseo está
entre nuestros brazos o ante nuestros ojos. Vemos y
sentimos la perfección del instante.

Debería, pues, existir algún mito en el que el ser humano


pidiera a Zeus la satisfacción de este deseo: “Zeus, haz que
todo siga así, sin cambiar en nada, para siempre. Que por la
eternidad pueda yo contemplar esta angustiante belleza.
Angustiante por su precariedad, porque en un instante se
esfumará en el tiempo. Mi deseo es que no se esfume. No
quiero ver nada sino esto, experimentar otro sentimiento
que no sea éste. Esta es la eternidad que te pido, ésta es la
beatitud que te imploro me des”.

También la mujer vive este tipo de experiencia, que no es


visual como en el hombre. No será un detalle del cuerpo lo
que la fascine. Pero sí una sensación táctil, un abrazo, un
olor, un sonido, una mirada de amor. A menudo, cuando la
mujer dice que no es necesaria la relación sexual para vivir
el amor del modo más profundo, se refiere a este tipo de
experiencia que es más intensa que el más intenso de los
orgasmos, que llena el corazón y la mente. “Quisiera que no
te fueses nunca —dice—, quisiera tenerte junto a mí para
siempre”. En estas frases femeninas la necesidad que tiene
la mujer de continuidad y contigüidad se asemeja al deseo
del hombre de detener el tiempo. Hasta puede suceder que
ambas experiencias sean una misma cosa y sólo las
palabras sean distintas. En el hombre como en la mujer, el
erotismo, en estos instantes de eternidad, va más allá del
sexo. El sexo es siempre una acción y está siempre en el
tiempo. La aspiración última, el lugar último del encuentro
erótico es la contemplación beatífica, fuera del tiempo.
31
¿Podemos sacar alguna conclusión genérica?

El erotismo femenino, de por sí, tiende a una estructura


continua, cíclica, eternamente recurrente, como la música
oriental que no tiene principio ni fin.

O como el jazz, constituido por múltiples variaciones, pero


sin ningún cambio brusco, radical, y sin la aparición de una
diversidad absoluta. El erotismo masculino, en cambio,
tiende a la discontinuidad, a la revelación de lo diferente, de
lo totalmente nuevo. El hombre, con cada mujer, se
asombra y se fascina por la diversidad. En la playa, las mil
mujeres que pasan delante de él en ropa de baño, altas o
pequeñas, delgadas o redondas, con senos prominentes o
puntudos, con el vientre musculoso o mórbido, todas
pueden despertar su interés y su deseo. Precisamente por
esas diferencias que le permiten adivinar un placer
diferente, no experimentado. Toda mujer, todo encuentro es
para el hombre una revelación. En su fuero íntimo espera
que se le revele algo totalmente nuevo.

Y sin embargo, estos dos erotismos tan diferentes se


pueden conjugar. El gran erotismo, el verdadero, sólo se
presenta cuando este milagro se realiza.

Cuando cada uno hace exactamente lo que le gusta y está


haciendo, no obstante, lo que le gusta al otro. Es un error
concebir el erotismo como una forma de intercambio, en la
que cada uno concede algo al otro para obtener de él
aquello que le agrada. El arte erótico no es el arte de dar
placer para recibir otro en cambio. El erotismo sublime es la
expansión del propio erotismo y, a un tiempo, la
identificación con el erotismo del otro y la capacidad de
tomarlo para sí.

Cada una de las formas del erotismo, por sí sola, es


incompleta.

Abandonada a sí misma, llevada a las últimas


consecuencias, se empobrece

hasta desaparecer. Si la mujer se abandona por entero al


instinto, pierde la capacidad de separar el erotismo sexual
de las otras formas de placer completamente diferentes y
pierde, por ende, la capacidad erótica en su verdadero
significado. Lo mismo ocurre con el hombre. El don Juan,
que busca con obsesión en cada mujer lo diferente, no logra
saborear el placer profundo.

El gran erotismo, el verdadero, es aquel que un hombre y


una mujer realizan en la relación eroticoamorosa individual.
Cada uno de ellos hace su aporte único e insustituible. La
mujer la continuidad, la unión estable, el contacto, el
tiempo. El hombre la necesidad de lo diferente, lo nuevo, la
revelación. La mujer, la búsqueda de la perfección en la
fusión; el hombre, la búsqueda de la perfección en el
descubrimiento, en la diversificación. Si estas dos fuerzas se
unen se produce la continuidad, pero continuamente
espaciada e interrumpida. La continuidad, para existir, debe
reiniciarse, retomar los hilos, aceptar la renovación. Se
produce también la diversidad, pero hay que encontrarla en
la misma persona, gracias a la multiplicación de las
capacidades sensoriales, perceptivas e intelectuales.

La mujer, entonces, no se abandona únicamente al ritmo


monótono y obsesivo de la musicalidad erótica sino que se
identifica con el hombre, comparte las exigencias, se
comporta como él. Mira el cuerpo del hombre como él mira
el suyo. Sin avergonzarse ya, admira los detalles de su
cuerpo como él admira los suyos, hace suya esa admiración
visual del hombre. Pero lo hace en los tiempos femeninos,
largos, repetidos. Lo hace con la riqueza de la facultad
sensorial femenina para los olores y los sabores, para los
colores y los sonidos. La mujer que ama eróticamente
puede pasar horas acurrucada contra el cuerpo de su
hombre, escuchando los latidos del corazón, la respiración,
el ronquido. Puede permanecer horas mirándolo,
acariciándolo, estudiando su piel, respirando su olor. El
despertar del hombre, su actividad, perturba esta paz, pero
al mismo tiempo pone de nuevo en marcha la acción.

El está de nuevo disponible, su miembro se endurece entre


sus dedos. Ella lo acaricia, siente que se agranda. Y sabe
que este prodigio es obra suya, que la erección del hombre
no es algo involuntario, que es ella quien la provocó. Y

cuando lo tiene dentro de sí y lo recibe del mismo modo y lo


mantiene en el mismo estado de deseo, el placer que siente
es entonces su placer de mujer

plena del sexo de su hombre y también el placer de su


hombre porque ella es el artífice de la erección. Y sabe que
a él le gusta tener el miembro grande, erecto. Y esta
erección prolongada, interminable, no es sino su erotismo
femenino, continuo, que ella le transmitió. Y es su erotismo
femenino, continuo, lo que lleva a su hombre a desear un
amor que nunca termine, nunca. Pero es el hombre quien la
estremece de asombro cuando repentinamente cambia de
posición, se aleja, la mira fascinado, le abre con dulzura los
pequeños labios y después, siempre esperado y siempre
inesperado, la invade y le impone su ritmo, se lo exige y
una vez más repentinamente la inunda.
El verdadero erotismo sólo es posible entre un único hombre
y una única mujer que llevan al extremo aquello que de
específico tiene el propio sexo y el del otro. Se produce
entonces la secuencia continua de revelaciones. Se produce
entonces la aparición interminable de lo nuevo. Aquello que
en un capítulo anterior llamamos el algo más. La mujer, por
sí sola, no encontraría jamás ese algo más, sino únicamente
un éxtasis continuo, cíclico, recurrente.

El hombre, por sí solo, no encontraría jamás ese algo más,


sino únicamente la diversidad. El algo más es la revelación
de lo nuevo en lo continuo, en aquello que ya es. Lo nuevo
se convierte entonces en un agregado, un enriquecimiento.
Sólo aquello que existe, aquello que tiene duración y
continuidad puede aumentar, llegar a ser más grande. Pero
únicamente aquello que es discontinuo se puede comparar,
confrontar y recordar. La unión de lo continuo y lo
discontinuo crea la identidad y, por consiguiente, la
posibilidad de crecimiento, la tendencia a lo alto, a la
perfección.
Francesco Alberoni (Borgonovo Val Tidone, Piacenza, Italia,
31 de diciembre de 1929) es un sociólogo, periodista y
catedrático de Sociología.

Fue miembro del Consejo de Administración y consejero


decano, ejerciendo el cargo de presidente de la RAI, la
televisión nacional italiana, en el período 2002-2005.
Alberoni estudió en el Instituto Científico y luego se trasladó
a Pavia para estudiar Medicina. Fue allí donde entabló
amistad con fray Agostino Gemelli (fundador de la
Universidad Católica) quien lo animó a dirigir sus estudios
hacia el campo del comportamiento social. Su carrera
académica comprende los siguientes cargos: Profesor
colaborador de Psicología en la Universidad Católica de
Milán en 1960. Titular de Sociología en 1961 y luego
catedrático de Sociología en la Universidad Católica de
Milán en 1964. Miembro de la Comisión Binacional de la
Fundación Olivetti-Ford Foundation Social Science Research
Council. Rector de la Universidad de Trento (Italia) de 1968 a
1970. Catedrático en la Universidad de Losanna y en la
Universidad de Catania, para luego regresar en 1978 a la
Universidad Estatal de Milán. Fundador de la Universidad
Libre de Lengua y Comunicación de Milán (IULM), de la que
fue rector de 1998 a 2001. Miembro del Consejo de
Administración de Cinecittà, holding del polo

cinematográfico de Roma (2002-2005). Presidente del


Centro Experimental de Cinematografía desde 2002.

Notas

[1] Se ha tomado el ejemplo de la experiencia italiana. Los


quioscos, en las calles, venden diarios, semanarios y libros.
No son comentes, en cambio, los sex-shop. <<

[2] Helen Hazel: Endless Rapture. Rape Rooance and the


Female Imagination, Nueva York, Charles Scribner’s Sons,
1983. Antes que ella, John Money sostuvo la teoría de que
las revistas True Confessions y True Love son la verdadera
pornografía femenina; véase “Pornography in the Home”, en
J. Zubin y J. Money, Contemporary Sexual Behaviour, Critical
Issues in 1970's, Baltimore, The John Hopkins University
Press, 1973. <<

[3] Francis Galton: The Relative Sensibility of Men and


Women at the Nape of Neck, Nature, 1984, 50: 40-2. <<

[4] Havelock Ellis: Sex and the Marriage, Londres,


Greenwood Press, 1977.

<<

[5] Beatrice Faust: Women Sex and Pornography, Nueva


York, Penguin Books, 1981. <<
[6] Ibídem. Véase también: Susan Brownmiller: Femininity,
Nueva York, Fawcett Columbine, 1985. <<

[7] En la psicología jungiana se llama anima a la parte


femenina del hombre y animus a la parte masculina de la
mujer. Véase Carl Gustav Jung: L’ Io e l’inconscio en Obras,
vol. VII, Turín, Boringhieri, 1983. [Hay versión castellana: El
yo y el inconsciente, Barcelona, Miracle, 1976, 6a ed.] <<

[1] Pascal Bruckner y Alain Finkielkraut: Il nuovo disordine


amoroso, trad.

ital., Milán, Garzanti, 1979. [Hay versión castellana: El


nuevo desorden amoroso, Barcelona, Anagrama, 1981, 2a
ed.] <<

[2] Ibídem, págs. 57-58. <<

[3] Véase, en especial, Opus pistorum, trad. ital., Milán,


Feltrinelli, 1984. <<

[4] En italiano tenemos el análisis de María Pia Pozzato: “Il


romanzo rosa”, Expresso Strumenti, Milán, Editori Europei
Associati, 1982. Véase además Susan Koppelman Comillon:
Image of Women in Fiction, Bowling Green, Ohio, Bowling
Green University Popular Press, 1976; Nina Baym: Women’s
Fiction, Ithaca, Cornell University Press, 1978; Marilyn
French: The Women’s Room, Nueva York, Summit Books,
1975; Jeanne Cressanges: Tutto quello che le donne non
hanno detto, trad. ital., Milán, Rizzoli, 1983, págs. 71-95. <<

[5] Helen Hazel: Endless Rapture, op. cit. <<

[1] La explicación más razonable del fenómeno es la


propuesta por Lillian B. Rubin, en Intimate Strangers, Nueva
York, Harper Colophon, 1983. Rubin recuerda que la mujer, a
diferencia del hombre, no se debe diferenciar de su objeto
prioritario de amor y de identificación, que es la madre. Esta
experiencia la lleva a experimentar, incluso después, una
sensación de continuidad con las personas que ama. Tiende
a la fusión y, a veces, a la confusión con el amado. Véase
también sobre este tema, aunque con menor precisión: E.
Newmann: La psicología del femminile, trad. ital., Roma,
Astrolabio, 1975 y Silvia di Lorenzo: La donna e la sua
ombra, Milán, Emme Edizzioni, 1980. <<

[2] Dorothy Tennov: Love and Limerence, Nueva York, Stein


and Day, 1979.

<<

[3] La confusión femenina, en contraste con el orden, con el


logos masculino, es un mito antiquísimo. En la mitología
babilónica “Ti Amat” es el vientre primordial, eternamente
joven y fecundo… es la confusión del pantano en el que
vapores infectos, aguas dulces y aguas saladas se mezclan
y confunden.

No posee equilibrio alguno, genera en su propio seno toda


clase de criaturas monstruosas, anormales, infernales,
rebeldes. De ahí la necesidad de que las fuerzas masculinas
pongan orden. Marduk, dios de los vientos y de la lluvia, la
hace entonces prisionera. Gabriella Buzzatti: L’immagine
intollerabile, I labirinti dell’Eros. Actas del coloquio de
Florencia, 27/28 de octubre de 1984, Milán, Libreria delle
donne.

La psicología junguiana identificó, mejor que la freudiana, la


tensión intrínseca del erotismo femenino. Es un ejemplo
Afrodita, quien tiende a la fusión, a la participación mística
con el hombre. Otro es Artemisa, la virgen, que lo rechaza y
vive por sí misma. Véase Silvia Di Lorenzo: La donna e la
sua ombra, op. cit. <<
[4] William H. Masters y Virginia E. Johnson: L’atto sessuale
nell’uomo e nella donna, trad. ital., Milán, Feltrinelli, 1967.
<<

[5] Pascal Bruckner y Alain Finkielkraut: op. cit. , pág. 136.


<<

[6] Ibídem, pág. 139. <<

[7] Ibídem, págs. 140, 144. <<

[8] Simone de Beauvoir: Il secondo sesso, trad. ital., Milán, Il


Saggiatore, 1961, pág. 756. [Hay versión castellana: El
segundo sexo, en Obras escogidas, t. 2, Madrid, Aguilar,
1977.] <<

[1] Francesco Alberoni: L’élite senza potere, Milán,


Bompiani, 1973. <<

[2] Albert Goldman: Elvis Presley, trad. ital., Milán,


Mondadori, 1981. <<

[3] Sobre la atracción amoroso-ética de las estrellas véase


Edgar Morin: I divi, trad. ital., Milán, Garzanti, 1977. <<

[4] Milan Kundera: Il libro del riso e dell’oblio, trad. ital.,


Milán, Bompiani, 1985, pág. 16. [Hay versión castellana: El
libro de la risa y el olvido, Barcelona, Seix Barral, 1984, 2a
ed.] <<

[5] Véase también el análisis hecho por Bruno Bettelheim: Il


mondo incantato, trad. ital., Milán, Feltrinelli, 1977. <<

[6] Rebecca Flanders: Suddenly Love, Trad. ital., Benvenuta


nel mio mondo, Milán, Harlequin, Mondadori, 1984. <<
[7] J. W. Goethe: Fausto, trad. ital., Milán, Mondadori, 1970.
Faust II, acto tercero, pág. 833. [Versión castellana: EDAF,
Madrid, 1980] <<

[1] Madame de La Fayette: La princepessa di Clèves, trad.


ital., Turín, Einaudi, 1974. <<

[1] Véase Joseph-Vincent Marqués: No es natural. Valencia,


Editorial Prometeo, 1980; ¿Qué hace el poder en tu cama? ,
Barcelona, El viejo topo, 1981. <<

[2] Ludovico Ariosto: L’Orlando furioso, Milán, Garzanti,


1974, Canto X. <<

[3] En la literatura amorosa italiana, el personaje que vive el


drama de la maga enamorada es Armida, enemiga de los
cristianos y enamorada de Reinaldo.

Torquato Tasso: La Gerusalemme liberata, Milán, Garzanti,


1974. <<

[4] Francis Scott Fitzgerald: Il grande Gatsby, ed. ital., Milán,


Mondadori, 1984. [Hay versión castellana: El gran Gatsby,
Madrid, Alfaguara, 1983.] El mismo tema aparece en Emily
Bronté: Cime tempestose, Roma, Edizioni Cassini, 1972.
[Hay versión castellana: Cumbres borrascosas, Barcelona,
Sopena, 1982.] <<

[1] Nicolás Luhman demostró que sólo en el siglo XIX se


produjo la aceptación social del amor-pasión. <<

[2] Jean Baudrillard: Della seduzione, trad. ital., Bolonia,


Cappelli, 1980; Le strategie falali, trad. ital., Milán,
Feltrinelli, 1984. <<

[3] Michel Foucault: L’uso dei piaceri, trad. ital., Milán,


Feltrinelli, 1984, pág.
90. <<

[4] Li Yü: Il tappeto da preghiera di carne, trad. ital., Milán,


Bompiani, 1973.

<<

[5] Erica Jong: Paracadute e baci, trad. ital., Milán, Bompiani,


1984. <<

[6] Francesco Alberoni: La amicizia, Milán, Garzanti, 1983,


págs. 16-20. [Hay versión castellana: La amistad, Barcelona,
Gedisa, 1985.] <<

[7] Véase Gershom Scholem, “The Crypto-Jewish Sect of the


Dönhmeh”, en Messianic Idea in Judaism, Nueva York,
Schocken Books, 1971, págs. 142-166. <<

[8] Milán Kundera: L’Insostenibile leggerezza dell’essere,


trad. ital., Milán, Adelphi, 1985, pág. 121. [Hay versión
castellana: La insoportable levedad del ser, Barcelona,
Tusquets, 1985.] <<

[9] Como sostiene Georges Bataille: L’erotismo, trad. ital.,


Milán, Mondadori, 1969. [Hay versión castellana: El
erotismo, Barcelona, Tusquets, 1979.] <<

[1] Lo advirtió María Pia Pozzato al estudiar la novela rosa,


pero sin comprender que éste no es un punto de vista
femenino, sino masculino. La mujer quiere provocar esta
emoción y este desconcierto. María Pia Pozzato: op. cit. ,
pág. 63. <<

[1] Georges Bataille: L’erotismo, op. cit. <<

[2] Georges Lapassade: Saggio sulla trance, trad. ital.,


Milán, Feltrinelli, 1980. <<
[3] Este modelo teórico fue expuesto por Francesco Alberoni
en Movimento e instituzione, Bolonia, Il Mulino, 1981, cap.
IV, págs. 123-145. <<

[4] Pauline Réage: Histoire d’O, trad. ital., Milán, Bompiani,


1984. <<

[1] Elisabetta Leslie Leonelli: Al di là delle labbra, Milán,


1984. <<

[2] Pascal Bruckner y Alain Finlielkraut: Il nuovo disordine


amoroso, op. cit. , pág. 263. <<

[3] La explicación más conveniente es la de Lillian B. Rubin.


Puesto que el primer objeto de amor de la mujer es la
madre, el hombre le inspira siempre la sensación de ser un
extraño, y debe superarla. En la mujer, dice Rubin, la
transacción interna siempre debe ser triangular: ella misma-
una mujer-el hombre. El seductor se comporta como una
mujer y tiende un puente entre la femineidad y la
masculinidad. Véase Lillian B. Rubin: Intimate Strangers, op.
cit. , págs. 57-6. <<

[1] C. A. Kinsey: ll comportamento sessuale dell’uomo,


Milán, Bompiani, 1950. <<

[2] Susan Griffin: Pornography and Silence, Nueva York,


Harper Colophon Books, 1982. <<

[1] Anaïs Nin: Una spia nella casa dell’amore, trad. ital.,
Milán, Bompiani, 1979, pág. 58. [Hay versión castellana:
Una espía en la casa del amor, Barcelona, Aymá.] <<

[*] Hay versión castellana: Miedo de volar, Buenos Aires,


Sudamericana. [T.]

<<
[2] Erica Jong: Paracadute e baci, op. cit. , pág. 121. <<

[3] Ibídem, pág. 158. <<

[4] Anaïs Nin: op. cit. , pág. 127. <<

[5] David Herbert Lawrence: Figlio e amanti, trad. ital.,


Milán, Garzanti, 1968. [Hay versión castellana: Hijos y
amantes, Madrid, Alianza, 1981.]

Donne innamorate, trad. ital., Turín, Einaudi, 1957. [V. cast.:


Mujeres enamoradas, Madrid, Alianza, 1980.] L’amante di
Lady Chatterley, trad.

ital., Milán, Mondadori, 1970. [V. cast.: El amante de Lady


Chatterley, Madrid, Alianza, 1979.] <<

[6] Emmanuelle Arsan: Emmanuelle, La lesione dell’uomo,


trad. ital., Milán, Bompiani, 1979. <<

[7] Ibídem, pág. 15. <<

[8] Ibídem, pág. 21. <<

[9] Ibídem, pág. 21. <<

[10] Ibídem. , pág. 30. <<

[11] Ibídem. , pág. 105. <<

[12] Emmanuelle Arsan: I figli di Emmanuelle, trad. ital.,


Milán, Bompiani, 1980. <<

[1] Quien tuvo el mérito de esclarecer este punto fue


principalmente la escuela sociológica francesa, desde René
Bastide: Sogno, trance, follia, trad. ital., Milán, Jaca Books,
1974, hasta Georges Bataille: L’erotismo, op. cit. , Georges
Lapassade: Saggio sulla trance, trad. ital., Milán, Feltrinelli,
1980.

En particular, Michel Maffesoli en L’ombre de Dionysos,


París, Méridien anthropos, 1982, trató de encontrar en el
estado de excitación orgiástico-dionisíaca el origen de la
creatividad social. El error de todos estos autores consiste
en confundir un estado de exaltación y de fusión efímera
con el estado naciente del que hablaremos en el capítulo 22
de este libro. <<

[2] Véase H. Jeanmaire: Dionysos, Histoire du culte de


Bacchus, París, Payot, 1951. Según nuestra interpretación,
el movimiento dionisíaco fue realmente un nuevo culto
religioso del cual participaban también las mujeres y que
dio alguna importancia a la orgía sacra. Sin embargo, en él
confluyeron también fenómenos religiosoculturales más
antiguos, que explican el carácter violento del sacrificio. <<

[3] Véanse los múltiples ejemplos que da Norman Colin, en I


fanatici del apocalisse, trad. ital., Milán, Comunidad, 1976.
Véase también Ronald A. Knox: Illuminati e carismatici, trad.
ital., Bolonia, Il Mulino, 1970. Sobre los fenómenos de la
promiscuidad orgiástica en el franquismo véase Gershom
Scholem: Sabbatai Sevi the Mystical Messiah, Princeton,
Princeton University Press, 1973. <<

[4] Véase Charles Fourier: Vers la liberté en amour, París,


Gallimard, 1975.

<<

[5] Gay Talese: La donna d’altri, trad. ital., Milán, Mondadori,


1980. <<

[6] Ibídem, pág. 300. <<


[7] Ya señalé que esta confusión es común entre los
sociólogos de la escuela francesa como Roger Bastide,
Georges Bataille, Georges Lapassade, Michel Maffesoli.
Todos ellos advierten que existe una diferencia entre la fase
inicial de los movimientos, el cambio profundo en la mente
y en el corazón y el culto ritualista, pero no identifican un
proceso especial como el estado naciente. <<

[8] Véase Donata y Grazia Francescato: Famiglia aperta: la


comune, Milán, Feltrinelli, 1974. <<

[9] Hay también muchas obras de la escuela francesa sobre


la multitud y sobre la psicología de la multitud, en las que
por lo general se ponen de manifiesto las conductas
fanáticas e irracionales. Desde Gustave Le Bon: La
psicología delle folle, trad. ital., Milán, Longanesi, 1970,
hasta el reciente libro de Serge Moscovici: L’âge des Foules,
París, Fayard, 1984, que repite poco más o menos las
observaciones de Le Bon. Angela Mucchi Faina publicó una
reseña de este filón sociológico: L’abbraccio del la folla,
Bolonia, Il Mulino, 1984, sin que ello signifique que
comprenda el problema planteado por Bastide, Bataille,
Lapassade y Maffesoli e ignorando por completo el aspecto
creativo de los movimientos. <<

[1] Sylvia L. Thrupp: Millenian Dream in Action, Nueva York,


Shocken Books, 1970. <<

[2] Gershom Scholem: “Redemption through Sin”, en The


Messianic Idea in Judaism, op. cit. , págs. 78-141. <<

[3] Simone de Beauvoir, Il secondo sesso, op. cit. , pág. 756.


<<

[4] Jackie Collins: Mariti e no, trad. ital., Milán, Sonzoggno,


1984. <<
[5] Véase Gay Talese: La donna d’altri, op. cit. , págs. 411-
416. <<

[6] Colette, Il puro e l’impuro, trad. ital., Milán, Adelphi,


1980, pág. 37. <<

[7] Ibídem, pág. 39. <<

[8] Madame de La Fayette, La princesa de Clèves, op. cit.


<<

[9] Pierre A.- F. Choderlos de Lacios, Le relazioni pericolose,


trad. ital., Milán, Garzanti, 1977. <<

[1] Havelock Ellis había observado antes este fenómeno


(véase op. cit.) que fue confirmado en investigaciones más
recientes. Jean Cavailhes, Pierre Dutey: Rapport Gay, París,
Persona, 1984. <<

[2] “Scelta sessuale, atto sessuale: intervista a Michel


Foucault”, a cargo de James O’Higgins, en AA. VV.,
Omosessualità, trad. ital., Milán, Feltrinelli, 1984, pág. 24.
<<

[3] L. D. Nachman: “Genet: dandy di piû profondi abissi”, en


AA. VV., Omosessualità, op. cit. , pág. 169. <<

[4] Paul Robinson: “Caro Paul”, en AA. VV., Omosessualità,


op. cit. pág. 40.

<<

[5] George Steiner: “Al posto di una prefazione”, en AA. VV.,


Omosessualità, op. cit. , pág. 17. <<

[6] Calvin Bedient: “Walt Whitman: soverchiato”, en AA. VV.,


Omosessualilà, op. cit. , pág. 147. <<
[7] Evelyne Le Garrec: des femmes qui s’aiment, París,
Seuil, 1984, pág. 231.

<<

[1] Un manual típico de esta índole es el de Marie Edwards y


Eleanor Hoover: The Challenge of being single, Nueva York,
New American Library, 1975.

<<

[2] Dice Salvatore Veca: “de este modo, los seres humanos,
en el aspecto positivo, parecen ser actores caracterizados
principalmente, no por tener un fin dado, sino por poder
tener fines en general”. En Quiestioni di giustizia, Parma,
Pratiche ed., 1985, pág. 92. <<

[3] La obra más completa sobre este tema es la de Nitlas


Luhmann, ya citada, trad. ital., L’amore come passione.
Acerca de las paradojas, véanse en particular, las págs. 56-
72. <<

[1] Salvatore Veca recuerda la solución de Saúl Kripke a la


paradoja de Wittgenstein: “Cuando decimos que alguien
sigue una norma, nos referimos a ese alguien como
miembro de una comunidad en una experiencia”. En:
Ragioni e pratiche, en prensa. <<

[1] Dorothy Tennov dice: “Los hombres, como son capaces


de tener un orgasmo sexual (fuera de la relación
emocional), son más capaces para distinguir el
enamoramiento de la (simple) atracción sexual. Las
mujeres, al contrario, pueden sentirse más inclinadas a
interpretar su excitación erótica como un aspecto del
enamoramiento”. Love and Limerence, op. cit. , pág.
222. No obstante, Tennov sostiene explícitamente que la
experiencia del enamoramiento es idéntica en ambos sexos.
Véase el capítulo “Sex differences and sex roles”, en Love
and Limerence, op. cit. , págs. 214-240.

<<

[1] Philip Roth: Il lamento di Portnoy, trad. ital., Milán,


Bompiani, 1967. <<

[2] Francesco Alberoni: L’amicizia, op, cit. <<

[3] William Steckel: La donna frigida, Roma, Astrolabio,


1906. <<

[4] Lilian B. Rubin: Intimate Stranger, op. cit. págs. 114-118.


<<

[5] D. H. Lawrence: L’amante di lady Chatterley, trad. ital.,


op. cit. , pág. 190.

<<

[6] Rosa Giannetta Trevico: Tempo mitico e tempo


quotidiano, ILUM, pro manuscripto, 1985. <<

[1] En mi libro Le ragioni del bene e del male, Milán,


Garzanti, 1981, expuse el mecanismo de la pérdida en el
marco de la teoría general de los movimientos y de las
instituciones. [Hay versión castellana: Las razones del bien
y del mal, Barcelona, Gedisa, 1983.] <<

[1] Sobre este tema, véase Gordon Clanton, Lynn G. Smith:


Gelosia, trad.

ital., Roma, Savelli, 1978. <<


[2] Las investigaciones empíricas en este campo no son
prueba porque identifican enamoramiento y amor
romántico, enamoramiento y dependencia.

De todos modos, Ellen Berscheid y Jack Frei observaron


experimentalmente que “aquellos que viven en plenitud un
período de amor tienen, al parecer, una fuerte sensación de
dependencia sin ser necesariamente victimas de una gran
inseguridad”. Véase “L’amore romántico e la gelosia
sessuale”, en Gordon Clanton, Lynn G. Smith: Gelosia, op.
cit. , pág. 68. <<

[3] Vladimir Nabokov: Lolita, trad. ital., Milán, Mondadori,


1959. <<

[4] René Girard: Mensonge romantique et vérité


romanesque, París, Grasset, 1962. La violenza e il sacro,
trad. ital., Milán, Adelphi, 1972. <<

[5] Dino Buzzati: Un amore, Milán, Mondadori, 1963. <<

[6] Renata Pisu: Maschio e brutto, Milán, Bompiani, 1976.


<<

[7] Véase Brian G. Gilmartin, “La gelosia fra gli swingers”, en


Gordon Clanton, Lynn Smith: Gelosia, op. cit. , págs. 113-
119. <<

[1] Arthur Koestler: L’atto de la creazione, trad. ital., Roma,


Ubaldini, 1975, pág. 110. <<

[2] Véase Francesco Alberoni: Innamoramento e amore,


Milán, Garzanti, 1979 y el interesante libro de Dorothy
Tennov: Lo ve and Limerence al que ya nos hemos referido.
<<

[*] La divina comedia. Canto V. [T.] <<


[3] Lou Andreas Salomé: La materia erotica, trad. ital.,
Roma, Editori Riuniti, 1985, pág. 26. Sobre lo incognoscible
del ser amado véase Roland Barthes: Frammenti di un
discorso amoroso, trad. ital., Turín, Einaudi, 1978, y Alain
Finkielkraut: La sagesse de l’amour, París, Gallimard, 1984.
<<

[4] La literatura psicológica sobre el amor romántico en los


Estados Unidos es interminable. Para un aggiornamento
hasta 1969 véase Rubin Isaac Michael: The Social
Psychology of Romantic Love, University Microfilm
International, Ann Arbor, Michigan, E.E.U.U. Poco tiempo
atrás algunas feministas atacaron violentamente el estado
amoroso, como reacción ante la idealización que de él se
había hecho. Véase por ejemplo, Penelope Russianoff: Who
do I think I am Nothing Without a Man? , Nueva York,
Bantam Books, 1982; Sonya Friedman: Men are just
Desserts, Nueva York, Warmer Books, 1983.

<<

[5] Francesco Alberoni: innamoramento e amore, op. cit. ,


págs. 81-89. <<

[1] René Girard: Mesonge romantique et vérité romanesque,


op. cit. <<

[2] Dorothy Tennov: Love and Limerence, op. cit. , pág. 47.
<<

[3] Ibídem, págs. 83-84. <<

[4] El fenómeno de la esclavitud moral se funda en el


empleo de algunos mecanismos que se presentan con
notable frecuencia en los movimientos sociales y que se
utilizan sistemáticamente en la edificación del totalitarismo.
Véase, en detalle: F. Alberoni: Movimento e instituzione, op.
cit. , pág. 249.

<<

[5] La relación entre enamoramiento o amor-pasión mística


fue puesto de manifiesto por Denis De Rougemont en su
famoso ensayo L’amore e l’occidente, trad. ital., Milán,
Rizzoli, 1973. De Rougemont observó que la poesía de amor
occidental sufrió la influencia de la mística árabe. El
verdadero objeto de amor es entonces Dios, inalcanzable
para una criatura terrenal. Por ello, el enamoramiento es
una ilusión y, al mismo tiempo, algo blasfemo. El católico De
Rougemont sugiere en su lugar el ágape, el amor
comunitario. En realidad, el amor místico por Dios no es sino
una de las formas en las cuales se manifiesta el estado
naciente. Hay otras y entre éstas, también el
enamoramiento. <<

[1] Rosa Gianneta Trevico: Tempo mitico e tempo


quotidiano, op. cit. <<

[1] Lilian B. Rubin: Intimate Strangers, op. cit. , pág. 75. <<

[2] Paul Watzlawick en Instruzioni per rendersi infelici, trad.


ital., Milán, Feltrinelli, 1983, se burla, con mucha gracia, de
la mentalidad voluntarista sin darse cuenta de que en ella
se basa toda la cultura psiquiátrica y psicológica
estadounidense contemporánea. <<

[1] Pierre A.- F. Choderlos de Laclos: trad. ital., Le relazione


pericolose, op.

cit. <<

[2] Ibídem, pág. 171. <<


[3] Ibídem, pág. 167. <<

[4] Ibídem, pág. 166. <<

[5] Jackie Collins: Le signore di Hollywood, trad. ital., Milán,


Sonzogno, 1984. <<

[1] Hay un cuento muy entretenido de Patricia Highsmith:


“La fattrice”, en Piccole storie de misoginia, trad. ital., Milán,
La Tartaruga, 1984, págs. 39-49, donde la mujer expresa
toda su femineidad haciendo hijos, hasta que el marido
termina por enloquecer. <<

[2] William Steckel: La donna frigida, op. cit. <<

[1] Colette: Il puro e l’impuro, op. cit. <<

[2] Véase la antología de René Khawam: Propos d’Amour


des Mystiques Musulmans, París, Edition de l’Orante, 1960,
págs. 150-159. <<

[3] Rumi (Mawlawi Jalal ad Din): Poesie mistiche, trad. ital.,


Milán, Rizzoli, 1983. <<

[4] Herbert Grundmann: Movimenti religiosi nel medioevo,


trad. ital., Bolonia, Il Mulino, 1974. <<

[*] Miembros de algunas comunidades surgidas en el siglo


XIII en Alemania, Países Bajos y Francia que hacían vida
religiosa pero no constituían una orden monástica. [T.] <<

[5] Véase Milena Gahanelli y Alessandro Mattirolo: Brigitte


Bardot, Roma, Cremese Editore, 1983, y en particular, Rosa
Giannetta Trevico: Regina ma non ancora un mito, “Il
Giorno”, 6 de setiembre de 1985. <<
[6] Aldous Huxley: Le porte della percezione, trad. ital.,
Milán, Mondadori, 1958, págs. 18-19. En su experimento,
Huxley usa mescalina. Pero otros investigadores obtuvieron
resultados análogos con drogas totalmente diferentes como
el LSD. Véase, por ejemplo, George Leonard: The End of Sex,
Nueva York, Bantam Books, 1983, págs. 78-80. <<

[1] Milán Kundera: Il libro del riso e dell’oblio, op. cit., pág.
125 [Versión castellana El libro de la risa y el olvido,
Barcelona, Seix Barral, 2a ed. 1984, trad. del checo por
Femando de Valenzuela, pág. 169.] <<

 
Document Outline
El erotismo
Prólogo
Las diferencias
Capítulo 1
Capítulo 2
El sueño de la mujer
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
El sueño del hombre
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Promiscuidad
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Objetos de amor
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Contradicciones
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Convergencias
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Autor
Notas
Table of Contents
El erotismo
Prólogo
Las diferencias
Capítulo 1
Capítulo 2
El sueño de la mujer
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
El sueño del hombre
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Promiscuidad
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Objetos de amor
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Contradicciones
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Convergencias
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
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