Ama, W. - Lo Mejor de Cada Una
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Esta vez, las amigas están lejos de la casa del árbol y tendrán que aprender a
ayudarse entre ellas. Vivirán nuevas aventuras y retos que les llevarán a
confiar en sus capacidades.
Gracias a todo lo que les sucede, descubren que los verdaderos tesoros los
llevamos en el interior.
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Titivillus 30.04.2020
Título original: Lo mejor de cada una
W. Ama, 2018
W. Ama
Capítulo 1
Viaje en avión
Jugó a adivinar figuras. Así el tiempo pasaría más rápido. A veces las nubes
tenían formas muy curiosas, y Gretta vio un caballo, una flor, un libro.
Hubiera sido más entretenido si María hubiera jugado con ella, pero su amiga
dormía en el asiento de al lado y no parecía que fuera a despertarse.
A las cinco chicas, la profesora de apoyo les parecía muy simpática y les caía
muy bien.
—Tenemos mucha suerte de que haya venido, ¿no creéis? —preguntó Paula a
Celia y a Blanca, señalando con la barbilla el asiento donde estaba la
profesora de apoyo.
Su nombre era Ada, sin «h». Aunque a veces daban ganas de añadirle la «h»
porque parecía el hada buena de un cuento, un hada madrina.
Siempre estaba ahí cuando la necesitabas y tenía soluciones para todo. Como
cuando Celia tropezó en el recreo y se hizo mucho daño en el codo. Si no
hubiera sido porque Ada le curó enseguida, aquella terrible herida seguro que
se le hubiera infectado.
Gretta miró su reloj. Hacía hora y media que el avión había despegado y ya no
podía quedar mucho para el aterrizaje. Las nubes se abrían ahora, un poco, lo
suficiente como para dejar un hueco por donde ver un trozo de tierra a lo
lejos. Sí, debían estar a punto de volar sobre Inglaterra.
En breve, las azafatas pasarían a revisar si los pasajeros tenían los cinturones
de seguridad abrochados, si los asientos estaban en posición vertical, si la
bandeja extraíble estaba recogida. María debería despertarse para el
aterrizaje.
Una voz se escuchó por los altavoces anunciando que faltaba muy poco para
aterrizar. María se despertó y, medio gruñendo, preguntó si ya habían
llegado.
—Te has pasado más de medio viaje durmiendo como una marmota, ja, ja, ja
—dijo Gretta, divertida.
Sin duda era el miedo haciendo de las suyas ahí dentro. Esta emoción era así,
le daba por habitar diferentes partes del cuerpo.
A veces se te ponía en las manos y te temblaban. Otras, el miedo se instalaba
en la mandíbula y tiritabas como si tuvieras frío, pero sin tenerlo. Y esta vez, a
María se le había colocado en el estómago y lo sentía muy pesado y encogido.
—Coge mi mano y, si tienes miedo, apriétala —le sugirió Gretta—. ¡Ay! Pero
tampoco te pases, me estás haciendo daño.
A María le daba bastante miedo el aterrizaje desde que un verano había ido a
Ibiza en avión con sus padres. Recordaba que, en el momento de aterrizar, el
avión había dado varios saltos por la pista como si fuera un saltamontes de
metal, y había pasado verdadero terror. Ahora ese recuerdo lo tenía presente
y no podía evitar pensar que iba a suceder lo mismo.
—Tú eres mucho más que el miedo que sientes —le dijo Gretta en un intento
de que superara su temor.
—Por favor, por favor, que aterricemos de una vez por todas —repetía María
sin escuchar a Gretta.
—Decía que tú eres mucho más que tu miedo —repitió la chica con la
esperanza de que su amiga se tranquilizara—. Además, en cuanto te des
cuenta de que no todos los aterrizajes son peligrosos, perderás el miedo, ya lo
verás.
—Estoy segura de que este va ser un buen aterrizaje —afirmó Gretta que
sabía de dónde procedía el temor de su amiga—. El miedo sirve para avisar
del peligro y preparar el cuerpo para ponerse a salvo. Pero es solo eso: un
aviso. No significa que vaya a suceder lo que temes.
—Sí, sí, lo entiendo, pero no es tan fácil. El miedo no se me pasa así como así
—dijo María con un hilillo de voz—. Intento pensar en cosas bonitas, como en
nuestros gatos y en la casa del árbol, pero ni por esas.
María colocó ambas manos sobre su barriga y cogió todo el aire que pudo
llenando sus pulmones al máximo. Sus manos descansaban sobre su vientre
que parecía un globo hinchado. Luego, cuando expulsó el aire, se sintió
mucho mejor.
—Oye, pues un poco sí que funciona. Me siento algo más tranquila —sonrió
María—. Gracias, Gretta, no sé qué haría sin tus consejos.
—De nada, a mí me lo enseñó mi madre. Ella dice que lo hace cuando está en
un atasco y se pone nerviosa —recordó la chica.
Desde la ventanilla, Gretta vio que el avión atravesaba las nubes y se metía
dentro de ellas. Todo era blanco en ese momento. Cuando por fin las cruzó,
Gretta miró hacia abajo. Poco a poco iban apareciendo montañas, el contorno
de un río, casas diminutas, las copas de los árboles. Por así decirlo, iba
apareciendo el mundo a medida que el avión bajaba.
De pronto, se oyó el ruido de las ruedas del avión en contacto con la pista de
aterrizaje. Todos los pasajeros dieron un bote en el asiento. Los rizos de Ada
subieron y bajaron, un chillido salió de la boca de María, y un grupo de
personas aplaudieron: habían aterrizado.
—¿Ves, María? Esta vez el avión solo ha dado un bote —razonó Gretta—. No
me negarás que ha sido mejor que la vez que viajaste con tus padres a Ibiza.
Los alumnos tenían instrucciones de no bajarse del avión hasta que Miss
Wells lo dijese. Deberían esperar a que lo hicieran el resto de pasajeros y,
solo entonces, coger su equipaje de mano y seguir a la profesora.
Sacaron los móviles de sus bolsos y los encendieron. Habían tenido que
apagarlos durante el viaje porque así lo requerían las normas de seguridad en
vuelo. Ahora, las tres oprimían los botones de encendido y esperaban, en
silencio, mirando la pantalla. No es que tuvieran que hacer ninguna llamada,
pero querían verse, así que usaron la cámara frontal del móvil como si fuera
un espejo.
Con el cacao de color se dieron un brillo rosado en los labios y con un peine
retocaron su pelo. Aprovecharon para salpicar su cabello con un poco de
purpurina. Se habían hecho un par de moños altos, a cada lado de sus
cabezas, con varios mechones de pelo cayendo sobre sus frentes, tal y como
Olivia había propuesto porque, según decía, era la última moda en peinados.
Entretanto, los demás hacían fila, impacientes por pisar suelo británico.
Cuando por fin pudieron bajar y tras pasar el control de seguridad donde
mostraron sus documentos, llegaron a la zona donde recogerían sus maletas.
Antes, aún en el avión, Ada les había recordado que tenían que retrasar su
reloj una hora. Alguien hizo una broma de viajes en el tiempo, otra persona
exclamó que vivirían dos veces la misma hora y cosas por el estilo, pero todos
retrasaron su reloj.
De pronto sacó un pequeño palo de plástico dorado, y Blanca pensó que era
su varita mágica. Que la movería en el aire repitiendo un conjuro para que el
equipaje apareciera ya.
Sin embargo, la varita dorada resultó ser un sencillo palo selfie , que se podía
hacer más o menos largo según necesidad. Ada propuso que se hicieran la
primera foto de grupo mientras esperaban.
El flash iluminó los rostros cansados, pero ilusionados, de los doce alumnos
que pasarían esos días juntos, y la fotografía quedaría como recuerdo de ese
viaje.
Al final, y aunque Miss Wells había ofrecido a quince alumnos que fueran al
campamento de Londres, tres personas, por diferentes motivos, no habían
podido ir y el grupo había quedado reducido a doce.
Ada miró en la pantalla la fotografía y pensó que sería una de las que
publicarían en la revista que iban a ir elaborando para dar a conocer el
campamento.
Los estudiantes rodearon a Ada para mirar la foto. La verdad es que habían
salido muy bien.
En ese bulto que la profesora llevaba bajo su brazo y sujetaba con la mano
por la parte inferior, viajaba el cuadro del elefante que Gretta le había
regalado.
También las cinco amigas llevaban, en sus respectivas maletas, algo más que
todo lo necesario para pasar el campamento. Seguramente, protegidos por
sus ropas para que no se estropearan durante el viaje, estaban los regalos de
la amiga invisible. Habían prometido dárselos la primera noche en el castillo.
James, el generoso
James, algo impaciente, apretó una vez más su gorra con las dos manos. Los
cuadros marrones y azules se deformaron y la tela crujió, como quejándose,
pero el hombre no se dio cuenta: tenía toda la atención puesta en encontrar a
Miss Wells.
Era la misma sensación que cuando se espera con muchas ganas un regalo y
se tiene prisa por tenerlo. Y es que la amistad es el mayor de los regalos, y
James y Miss Wells eran viejos amigos.
Cuando por fin la vio, James, queriendo dar buena impresión, se estiró un
poco la chaqueta del traje. Con una amplia sonrisa en la boca y una especie
de churro en la mano, forma que había adquirido la gorra de tanto apretarla,
se dispuso a ir a su encuentro.
Quiso ser amable y, tras cogerle la maleta, le preguntó que qué tal el viaje, si
necesitaba algo, que cómo se sentía. Luego, se colocó la gorra, que había
vuelto a su forma original tras alisarla varias veces. Lo hizo después de pasar
su mano por la calva para quitarse algunas gotas de lluvia: había comenzado
a llover.
James era un buen amigo de la familia Wells. Durante muchos años, le habían
confiado los temas más serios del castillo y nunca les había defraudado.
Había sido inventor y había viajado por todo el mundo tratando de vender sus
chismes. También sabía varios idiomas, entre los cuales estaba el lenguaje
que él llamaba «universal», es decir, el que todo el mundo entiende: la
sonrisa.
James solía decir que las llaves abren puertas, pero que las sonrisas abren
corazones. Eso era algo que había podido comprobar durante las décadas que
dedicó a viajar por el mundo.
También tenía una estantería repleta de libros escritos con tinta invisible que
prometían contener historias increíbles, en cuyas tapas parecían moverse,
como si tuvieran vida propia, las ilustraciones y los títulos.
De sus viajes por el mundo, James se había traído lo mejor de cada cultura,
algún secreto y el corazón feliz.
Cuando Miss Wells le llamó por teléfono contándole que el día diez de agosto
le necesitaba en el aeropuerto de Heathrow, James hizo todo lo posible por
ayudar a su amiga. La profesora, bastante agobiada, pues no tenía mucho
tiempo para organizarse, le contó que llegaría a las once de la mañana con un
grupo de estudiantes, doce para ser exactos, y que necesitaba que les
recogiera para llevarles hasta el castillo. James la tranquilizó.
—Don’t worry, my dear. Trust me! —exclamó con energía, al otro lado del
teléfono, pidiéndole que confiara en él.
El hombre contactó con uno de sus amigos, uno de los tantos que tenía en
Londres. Su amigo le dejaría un autobús de dos pisos con las plazas
suficientes como para que cupieran todos los alumnos y sus equipajes.
James era una persona afortunada. Cuando pedía un favor, siempre aparecía
alguien dispuesto a hacérselo. Eso era lo normal para él.
El hombre, que era muy amable y servicial con todo el mundo, estaba
convencido de que las personas te tratan como tú las has tratado
anteriormente.
James aseguraba que para recibir había que dar, y además, hacerlo con
alegría. Ese era uno de los secretos que se trajo de sus viajes por el mundo. Y
aún había un secreto mayor que él mismo había comprobado: se suele recibir
más de lo que se da.
Antes de abrir la puerta del autobús, el generoso de James repartió entre los
alumnos una bolsita de bienvenida. Dentro había un pequeño bocadillo que
sería su escueta comida, una deliciosa chocolatina, una botella de agua y un
papel.
Le había llevado toda la tarde anterior rellenar las bolsas, hacer un lazo para
cerrarlas y colocar en su interior distintas frases fabricadas con su
expendedor de buenos consejos y sabias frases.
—De nada, sé feliz este viaje —le contestó James en un español algo forzado.
Hubo también revuelo por sentarse en los asientos de delante del piso de
arriba desde donde se tenían unas vistas privilegiadas.
Celia, Paula, Gretta, María y Blanca no habían estado nada rápidas por coger
los asientos de detrás, donde se hubieran podido sentar las cinco juntas y
tuvieron que sentarse como pudieron, en asientos de dos en dos. Una de ellas
se quedó sola.
—Si quieres siéntate tú aquí, con Paula —le ofreció Celia a Gretta que se
había quedado sin pareja de asiento.
Vicente era un año mayor que Gretta. En septiembre iba a empezar primero
de la ESO y era el mejor jugador de baloncesto del equipo del colegio, gracias
a su altura y habilidad con la pelota. Paula lo conocía bien porque solían
coincidir en los entrenamientos.
—Claro, claro, siéntate aquí —le dijo la chica sin mucha intención de darle
conversación.
¿Sería Olivia la que bebía los vientos por el chico? ¿Acaso era Isabella la que
pasaba la mayor envidia de su vida al ver que Vicente estaba sentado con
ella? ¿Era posible que Camila estuviera celosa al comprobar que el chico
había preferido ocupar el asiento junto a ella en lugar de ocupar el que
permanecía vacío a su lado?
Por hacer algo, introdujo la mano en la bolsa y tocó un papel. Era el que
James había puesto dentro, junto con la chocolatina. El hombre les había
dicho que les entregaba una frase de sabiduría, «como alimento para el
alma».
—Qué frase más bonita —afirmó el chico, mientras asentía como si hubiera
comprendido todo el significado de aquellas palabras.
Olivia apretó los labios en señal de enfado, y casi se le saltan los moños de
pura envidia al ver que Gretta estaba hablando con Vicente con total
confianza. Entonces Gretta lo tuvo claro: era Olivia la que bebía los vientos
por Vicente.
El resto del trayecto, tanto Gretta como Vicente charlaron animados sobre el
verano y el colegio. El chico le iba contando cómo era sexto de primaria. Ese
curso tenía fama de ser un año duro y todos los alumnos lo temían. Vicente le
dijo que si estudiaba a diario estaba seguro de que sacaría muy buenas notas.
Paula les lanzó una bola hecha con el envoltorio de la chocolatina y acertó de
pleno en la cabeza de Vicente.
—¡Ey, Paula! Así que has sido tú. ¡Menuda puntería tienes! Apuesto lo que
quieras a que voy a ganar ese partido que propones —pronosticó el chico
mientras levantaba el pulgar.
—¡Eso habrá que verlo! Ja, ja, ja —exclamó Paula, divertida—. A ver si
llegamos pronto y buscamos la cancha de baloncesto.
Conforme el autobús se acercaba, Gretta podía ver más detalles: las ventanas
con cristaleras de colores, el musgo cubriendo las piedras del castillo, una
planta trepadora por la fachada principal como queriendo abrazar el muro.
Gretta cerró los ojos. Quería mantener en su memoria el castillo para luego
dibujarlo. En la maleta no había traído ni sus pinturas, ni sus lapiceros, ya que
hubieran ocupado mucho. Lo dibujaría en cuanto volviera del viaje.
Capítulo 3
Welcome!
La última maniobra para aparcar fue algo complicada: el autobús era muy alto
y había que evitar las ramas de los árboles para que no se rompieran.
James resopló y una gota de sudor cayó por su frente a causa del esfuerzo que
estaba haciendo. Giró el volante a la derecha, echó marcha atrás y, por fin,
inmovilizó el vehículo con el freno de mano.
Miss Wells dijo a los estudiantes que pronto alguien se haría cargo de sus
equipajes y que se los entregarían una vez hubieran hecho el reparto de las
habitaciones. Como cada maleta estaba marcada con el nombre y apellidos de
su dueño, no había riesgo de extravío ni confusión.
—Me encanta este olor —dijo para sí, al reconocer el aroma de la tierra
mojada por la reciente lluvia mezclado con una fragancia de rosas.
Con el aroma a rosas, llegó hasta Gretta el recuerdo de la leyenda del jardín
del castillo Birstone.
Esa leyenda, junto a los rumores que iban de boca en boca en el colegio
referentes a que el castillo de Miss Wells tenía fantasmas, hicieron creer a las
chicas que el castillo tenía, al menos, el fantasma de la dama que cuidaba las
rosas.
Gretta recordó todo esto y también rememoró la tarde en que decidieron que
descubrirían si la leyenda tenía algo de cierto o era un simple cuento
inventado por alguien.
—A lo mejor ese olor a rosas tiene algo que ver con la leyenda del castillo —
propuso como dejándolo caer.
—Pero chicas, ¿en serio creéis que si los tréboles de cuatro hojas desaparecen
ocurrirá una desgracia a los habitantes del castillo? —no pudo evitar
preguntar Paula.
—Bueno, eso es lo que dice la leyenda. Y ahora los habitantes del castillo
somos nosotras, junto con los demás. Así que sería verdaderamente
interesante saber si es cierto o no —determinó María.
El ruido de varias palmadas sacó a las chicas de sus divagaciones. ¡Plas, plas,
plas!, sonaron las manos de Miss Wells una contra otra.
—Form a line, please! —exclamó la profesora para que formaran una fila.
Los pasos de los estudiantes sobre el suelo de mármol resonaban con eco y
parecía que en vez de doce, eran el doble. Las vidrieras de las ventanas
dejaban pasar la luz de la tarde. Al otro lado del cristal se adivinaba la silueta
de un búho, con un par de largas plumas sobresaliendo a cada lado de la
cabeza, como si fueran dos orejas.
Miss Wells le hizo un gesto indicándole que ya estaban dentro todos los
alumnos, y doña Anastasia dejó de mover el dedo en el aire.
La puerta se cerró sola cuando Blanca, que era la última, accedió. Esto le
causó cierto temor y tuvo que frotarse los ojos porque no se creía lo que veía.
¿Era posible que la puerta se hubiera cerrado sola? ¿Sería cosa de fantasmas?
—La puerta se ha cerrado sin que nadie la empujara. Por lo menos, nadie que
veamos a simple vista —la chica señaló sus ojos.
—Vamos, vamos, ¿de verdad crees que ha sido obra de un fantasma? —le
preguntó Celia que había visto a doña Anastasia sacar de uno de sus bolsillos
un mando a distancia y oprimir el botón para cerrar la puerta—. Perdona que
me ría, ja, ja, ja, pero es que tú ¡flipas!
—Silence, please! —pidió Miss Wells algo molesta por el cuchicheo de las dos
chicas.
—¿Tú te enteras de algo? Esta señora habla muy raro. ¿Qué dice de
«dependencias»? ¿Qué son esas cosas? ¿Había que traerlas? Uf, a mí desde
luego no me las han metido en la maleta, de eso estoy segura —dijo en voz
baja Celia a Blanca dándole un pequeño codazo.
—Ahora tendría que ser yo la que me riera, ¿no? —le contestó Blanca que
estaba algo molesta por la respuesta que antes le había dado su amiga—. Con
«dependencias» se refiere a las habitaciones del lugar, a cada uno de los
espacios. Es como decir que es un placer tenernos en el castillo.
—Ah, ya entiendo. Pues vaya manera más rara de hablar —dijo Celia un poco
cortada.
La voz de Anastasia llegaba clara desde arriba, pero el murmullo de las dos
chicas entorpecía la escucha.
A Miss Wells le hizo gracia el gesto y se tapó la sonrisa con una mano. Luego,
señaló algo. Entonces James levantó el pulgar. Había comprendido lo que
Miss Wells le indicaba: tenía que coger una caja que estaba al pie de la
escalera y que contenía unos folletos.
Las chicas miraron un rato el plano. Paula, que estaba impaciente por jugar el
partido con Vicente, buscaba la cancha de baloncesto. Blanca señaló con un
bolígrafo la biblioteca e intentó encontrar el camino que le llevaría a su
particular paraíso. Gretta buscaba en el plano el aula de arte, pensaba que tal
vez allí hubiera material para dibujar el castillo. Mientras tanto, Celia quería
encontrar a toda costa el aula de música, que se imaginaba llena de un
montón de fantásticos instrumentos. María sonrió al descubrir una habitación
destinada a representaciones de obras de teatro. Eso dedujo al ver un símbolo
de una cara sonriendo y otra triste.
¡Qué buena pinta tenía el castillo con todas esas dependencias dedicadas a las
aficiones de cada una de las amigas!
Sin embargo, ellas aún no lo sabían, pero una gran decepción les esperaba en
los dormitorios.
Capítulo 4
Confía en mí
El hecho de que los dormitorios solo tuvieran dos camas supuso un problema
para las cinco amigas. Su ilusión de dormir todas juntas se rompió en mil
pedazos cuando doña Anastasia les indicó que les dejaba un tiempo para que
escogieran pareja.
—Please, please, please —suplicaba María a Miss Wells pidiéndole que hiciera
una excepción.
Miss Wells les explicó que el problema no era que no hubiera espacio,
ciertamente el castillo era muy grande.
Lo malo era que si hacía una excepción con ellas, los demás alumnos también
podrían pedir un cambio de habitación, lo que supondría un gran
inconveniente para el orden del campamento.
—En eso tiene razón la profesora —asintió María comprensiva, aunque algo
fastidiada—. Seguramente Olivia, Isabella y Camila también se querrían poner
juntas.
—¡¿Por qué?! —se preocupó Paula que no se había dado cuenta de que ambos
grupos eran impares, por lo que una chica de cada grupo quedaba suelta.
—El resto son los chicos y son número par —apuntó María.
—Prefiero coger ahora mismo un avión de vuelta que estar con una de ellas
como compañera de habitación —determinó Celia al tiempo que sacaba un
pañuelo y se sonaba la nariz.
La profesora iba de aquí para allí apuntando en una hoja los nombres y
asignando un número a cada pareja. Doña Anastasia les daría la llave, una vez
subieran las escaleras.
Gretta volvió con las demás, que seguían pensando una solución al problema
de las habitaciones.
A la chica tampoco le hacía ninguna gracia tener que pasar esos días en la
misma habitación que una de «las brujas», pero prefería eso a ver tan triste a
Celia.
—¿En serio has hecho esto por mí? ¿De verdad te has apuntado con una de
ellas? —dijo la chica, secándose las lágrimas.
—No te preocupes, haré todo lo posible por escaparme por las noches. Espero
que en tu habitación haya un hueco para mí. Prometo no cogerme toda la
almohada —dijo guiñándole un ojo.
—¡Oh, Gretta!, claro que confío en ti, eres una amiga estupenda —le confesó
Celia con lágrimas en los ojos, esta vez de la emoción.
Miss Wells subía las escaleras por el centro pisando la alfombra roja. Llevaba
en las manos una lista con las parejas de habitación. Solo dos de esas
personas eran compañeras de cuarto a la fuerza, pero no quedaba otro
remedio. Tal vez el próximo año pudiera poner solución al tema de las
habitaciones, pero este año se le había echado el tiempo encima y en el
castillo las habitaciones de invitados estaban organizadas así, con un par de
camas y un par de pequeños armarios en cada estancia.
—Creo que falta muy poco para saberlo —dijo la chica cruzando los dedos.
Los alumnos se taparon los oídos todos a la vez, debido al molesto estruendo.
—Uy, vaya ruido. En fin, cuando diga los nombres de las parejas de habitación
tenéis que subir aquí a recoger las llaves. Después, se os llevará hasta
vuestras alcobas —explicó doña Anastasia con un poco de prisa. Estaba
deseosa por finalizar esos trámites. Aún tenía que hacer muchas cosas para
luego poder ver tranquilamente una serie que la tenía enganchadísima y que
no se perdía por nada del mundo.
—Gracias, pero no hace falta que me ayudes. No soy una patosa que se va
cayendo a todas horas —le dijo Oliva que se había puesto colorada de solo
pensar que se caía y hacía el ridículo delante de Vicente.
Los alumnos fueron colocándose a ambos lados de la mesa sin dejar de mirar
la enorme lámpara. La luz se reflejaba en las jarras de latón salpicando la
superficie de destellos. En el interior de los recipientes, varios hielos
chocaban con el metal cada vez que alguien se servía agua. Los platos tenían
el escudo del castillo y los cubiertos estaban marcados por una «W», muy
bonita, que representaba la inicial de la familia de los Wells.
—Llevas la boca manchada de chocolate —le dijo Gretta a Celia que había ido
tres veces hasta la fuente a bañar unos gajos de mandarina.
Celia se limpió.
Todos tenían tanta hambre que terminaron de cenar muy pronto. Antes de
que se fueran, Miss Wells les recordó las instrucciones: era hora de descanso,
no debían correr los pasillos y, a las nueve, las luces se apagarían. Con los
estómagos llenos, los alumnos se fueron a sus habitaciones compartidas y se
dedicaron a descansar.
Cuando las chicas abandonaron su habitación, el reloj de cuco había dado las
nueve. Un pajarillo de madera había salido y entrado de su casita en el reloj y
emitido un trino por cada hora marcada. A esa hora las luces debían estar
apagadas y todos los alumnos debían estar ya en sus camas, dispuestos a
dormir, tal y como había dicho Miss Wells.
Pero las chicas tenían otros planes. El pasillo que unía el ala norte con el ala
sur de la planta donde estaban los dormitorios estaba oscuro y en silencio, y
solo el rítmico uh-uh de un búho sonaba al otro lado de las ventanas, como si
anunciara un peligro o les indicara que tuvieran cuidado.
La moqueta del pasillo amortiguaba los pasos de las chicas. La luz bajo la
puerta de la habitación de Miss Wells delataba que la profesora seguía
despierta.
—El reloj ha dado las nueve, nos están esperando en la habitación de Celia y
Blanca. Venga, vamos —dijo Paula tirando de la camiseta del pijama de María.
Como no veían nada, Paula encendió la linterna. La luz iluminó las paredes
donde varios retratos de los antepasados de la familia Wells miraban a las
chicas con rostro serio. María y Paula, al pasar, giraban la cabeza hacia otro
lado pues preferían no ver aquellas caras tan serias que parecía que les
estaban riñendo por haberse escapado de la habitación.
Por fin, tras doblar la esquina y continuar por otro pasillo, llegaron al ala sur.
Paula tenía mucha facilidad para hacer este tipo de asociaciones y era una
verdadera máquina recordando datos.
Cuando encontraron la puerta con el número 14, hizo la señal acordada para
que les abrieran: colocó su linterna en la ranura de debajo de la puerta y
encendió y apagó cinco veces la linterna. Así, Blanca, que estaba pendiente de
cualquier ruido o señal, vería la luz colarse por la rendija. Entonces, y solo
entonces, abriría.
—Así se parecerá, un poco, a nuestra casa del árbol —había propuesto Celia,
algo nostálgica, recordando los cojines que ponían por el suelo en sus
reuniones.
—Ya son las nueve y diez —dijo Celia tras encender la luz de su reloj y
consultar la hora.
En la habitación de Gretta, Olivia salía del lavabo con su antifaz para dormir
puesto sobre la cabeza, a modo de diadema. Tras encender la luz, sin
importarle que con este gesto pudiera molestar a Gretta, llegó hasta su cama,
se quitó las zapatillas y la abrió retirando las sábanas. Una vez dentro, apagó
la luz con un interruptor que había al lado de su cama. Luego, se puso el
antifaz de tela de raso morado sobre los ojos y se colocó en posición de
dormir.
Gretta pensó que se le estaba haciendo tarde. Por la ventana, desde su cama,
veía el cielo. Se fijó en un grupo de estrellas que parecían lucir con más
fuerza y eso le hizo pensar en su grupo de amigas. Ellas también eran cinco.
Si unía sus destellos, aquellas estrellas formaban una «W».
Antes de irse, había colocado la almohada dentro de la cama, tapada con las
sábanas, como si fuera una persona. De esta manera, si Olivia se despertaba
vería un bulto y pensaría que era ella. Tenían prohibido salir de las
habitaciones por la noche y Gretta estaba segura de que Olivia se chivaría en
caso de que la descubriera.
Gretta pasó por delante de la habitación número 15, que era la habitación de
Ada, y contuvo la respiración. Delante de la puerta 14, hizo las señas con la
linterna y Blanca se apresuró a abrir.
Como las puertas eran antiguas, un ligero crujido sonaba cada vez que se
abrían, por eso, Celia había puesto en los goznes un poco de crema hidratante
para amortiguar el roce y que no sonaran.
—Por fin estamos juntas —se alegró Celia, que había temido que esa reunión
no pudiera celebrarse.
—Chsss. —Blanca se puso un dedo sobre los labios—. No habléis tan fuerte,
Ada está en la habitación de al lado y podría oírnos.
—¿Nos damos los regalos? ¡Estoy impaciente por saber si a mi amiga invisible
le gusta el regalo que compré! ¿Habré acertado? Espero que sí. —María no
paraba de hablar, había dejado a un lado todos sus miedos y se sentía a salvo
en la habitación de sus amigas.
María guardaba en su regazo una bolsita con cinco pequeños regalos, que no
había colocado en el centro.
—Cada cosa a su debido tiempo —le respondió a Paula cuando preguntó por
el contenido de la bolsa.
Las cinco amigas se lanzaron a coger el regalo con su nombre. Tuvieron que
desenvolverlos muy despacio, despegando el celo sin llegar a romper el
envoltorio para no hacer ruido, pues el papel hubiera crujido al romperlo.
—Una vez leí en un libro que el primer paso para que los deseos se cumplan
es escribirlos —recordó Blanca.
—Pero… digo yo que no bastará con escribirlos, ¿no? —se sorprendió María.
—Ja, ja, ja. No, claro, solo he dicho que es el primer paso. Aunque yo creo que
escribirlos es, en realidad, el segundo paso. El primero sería saber cuáles son
tus verdaderos deseos. Lo cual, a veces, no es nada sencillo —afirmó Blanca
recordando todas las veces que había dudado si quería una u otra cosa.
—Pues es verdad, yo a veces soy muy indecisa y al final me quedo sin nada —
acertó a decir María.
—Sí, estaba muy rica —contestó Celia—. ¿Qué decía tu chocolatina? Quiero
decir, ¿qué decía tu nota?
A lo mejor era verdad que si estabas en silencio podías escuchar los latidos de
tu corazón, tumtum, tumtum. Pero la frase no se refería a eso, sino más bien a
que cuando estás tú sola, en silencio, es cuando puedes pensar sin
interrupciones y así saber tus deseos. Eso era, al menos, lo que Gretta había
entendido. También se acordó de Vicente y recordó a Olivia loca de celos al
verlos juntos.
—Yo tengo que darme prisa, os recuerdo que en mi habitación una bruja
puede despertarse y coger la escoba —dijo Gretta medio en broma.
—Pues quédate aquí a dormir —propuso Blanca.
—¡Guau! Es justo lo que quería: «Todo tests» —dijo mientras pasaba las
páginas—. «Test de personalidad, ¿cómo eres? Test de la amistad, ¿qué tipo
de amiga eres? Test de ecología, ¿sabes cuidar el medio ambiente?».
Por último, María, que ya había abierto su regalo y lo sostenía entre sus
manos, habló.
—Lo primero que voy a meter en esta caja de los recuerdos es este momento
tan especial en el que estamos juntas, aunque lejos de nuestras casas —dijo
melancólica—. Sois las mejores amigas que jamás podría tener. Gracias a todo
lo que hicisteis por mí, ahora estamos en este campamento. Sois geniales.
Todas se emocionaron un poco. María, que había pasado los días previos al
viaje algo misteriosa y casi no había querido quedar con las chicas, les
confesó que, durante ese tiempo, había estado en la casa del árbol
preparando una sorpresa.
Capítulo 6
Fabricar un tesoro
—Desde luego, todas hemos dado en el clavo con los regalos —dijo María—,
está claro que nos conocemos a la perfección y sabemos los gustos de las
demás.
—Sí, así es. La amistad te hace conocer bien a tus amigas, saber cuáles son
sus virtudes y sus defectos. También a aceptarlas como son, con sus cosas
buenas y malas. Nadie es perfecto —concluyó Gretta.
—Chicas, acabo de tener una idea —dijo de repente como si una bombilla se
hubiera encendido encima de su cabeza.
—Ya que nos conocemos tan bien y como a veces se nos olvidan las cosas
buenas que tenemos, propongo que durante este campamento fabriquemos un
tesoro —propuso María, muy convencida.
La cara del resto de las chicas tan apenas se veía pues la débil luz de la
linterna no era suficiente para alumbrar más allá del centro de la habitación,
pero a buen seguro todas tenían un gesto de sorpresa.
—Sí, eso, un tesoro, fabricarlo… —repitió Paula las palabras por ver si, al
decirlas, entendía un poco más la propuesta de María.
—No, no me refiero a ese tipo de tesoros —rio María—. Hay tesoros que no
son de oro y que solo brillan en el interior de las personas.
—Vaya, cada vez estoy más perdida. Por ejemplo, mi flauta es de metal y si le
da la luz brilla aunque no es de oro y, por supuesto, para mí es como un
tesoro —dijo Celia.
—¿Ves? Ahí has acertado: no todos los tesoros son de oro. Todas las personas
tenemos un brillo en nuestro interior que son nuestros dones y virtudes.
Aquello que nos caracteriza y que hacemos muy bien —explicó María.
—¡Ah, ya te entiendo! —exclamó Gretta que hasta ese momento había
permanecido atenta y en silencio.
—Propongo fabricar ese tesoro: una carta donde nos digamos lo mejor de
cada una —concluyó María.
—Me parece una idea fantástica. ¡Sí, sí y sí! —asintió Paula mientras movía
las manos en un gesto como de aplauso, pero sin llegar a chocar una mano
con otra, pues debían mantenerse en silencio.
—Bien, propongo que para que haya cierto orden y que al final cada una
tengamos nuestra hoja de dones, preparemos una carta para cada una.
Cogeremos cinco folios y escribiremos arriba nuestros nombres. Los
guardaremos en esta habitación, dentro del armario, lejos de miradas cotillas.
Poco a poco podremos ir escribiendo, cada una de nosotras, las virtudes de
las demás —propuso María.
—¿Qué os parece si cada día dedicamos unos minutos a escribir algo en esas
hojas? Por ejemplo, antes o después de las reuniones de cada noche —
continuó Blanca.
—Sí, sería como un ratito al día para pensar cosas buenas de las demás, o
para poner por escrito lo que durante el día hemos ido descubriendo —pensó
Celia en voz alta.
—Así, el último día del campamento, cada una podrá recoger su hoja de dones
y guardarse ese gran tesoro que habremos hecho entre todas —terminó de
decir María.
Unos pasos al otro lado de la puerta pusieron alerta a Paula que, en un acto
reflejo, apagó la linterna con rapidez. El corazón de las chicas latía rápido,
pensando que ese sonido de pasos se acercaba a la habitación.
El reloj de cuco dio la una y los pasos se alejaron, al tiempo que una puerta se
cerraba.
—¡Qué susto! Por un momento pensaba que Miss Wells nos había pillado y
que nos iba a caer una buena bronca —dijo Celia.
—Será mejor que nos vayamos ya a dormir —propuso Gretta—, es muy tarde.
Mañana que cada una traiga una hoja con su nombre. Comenzaremos así a
fabricar nuestros tesoros.
Capítulo 7
Recuerdos
Por un lado, temía encontrarse con alguien, ¿qué excusa pondría si Ada o
Miss Wells la veían tan temprano caminando por los pasillos? Tal vez pudiera
decir que no tenía pasta de dientes y había ido a pedir a sus amigas porque
usaban la misma que ella… Por otro lado tenía miedo de que, al llegar a su
habitación, Olivia la estuviera esperando despierta y la amenazara con
chivarse. Podría incluso chantajearla e intentar tenerla todo el campamento a
sus órdenes.
—Eso —se dijo para sí Gretta—, jamás ocurrirá: prefiero mil veces que Miss
Wells me castigue que dejarme chantajear por nadie —determinó la chica
totalmente segura. No le iba a dar a Olivia ningún poder.
Gretta nunca se había dejado manipular por nadie, ese era parte de su
encanto. No iba a pasar por el aro de ser diferente a como era por el hecho de
agradar a los demás. Ni iba a permitir que Olivia le amargara la vida con
amenazas. Si llegaba a la habitación y Olivia se daba cuenta de que había
pasado la noche fuera y se quería chivar, que lo hiciera.
Cuando Gretta entró al dormitorio, Olivia roncaba como un león, así que la
chica retiró la almohada que había metido entre las sábanas y se fue a
duchar. Necesitaba despejarse. Entre unas cosas y otras, tan apenas había
logrado dormir cinco horas.
Ya en clase, Gretta tenía tanto sueño que los párpados le pesaban como
ladrillos. No paraba de bostezar. Todo el sueño del mundo se acumulaba en
sus ojos y veía la pizarra borrosa, como a través de una capa de niebla. A
ratos se abría los ojos con los dedos. Otras veces, los cerraba un ratito porque
no podía más y aunque trataba de hacer todo lo posible para que nada
delatara su cansancio, estaba segura de que tenía una cara de sueño digna de
espanto.
Quería que esa pulsera fuera para siempre, como la amistad que unía al
grupo. Al igual que el roce con la mesa podría estropear el adorno de metal,
los roces entre las amigas podían estropear su amistad y eso era algo que ni
ella ni ninguna otra querían. Por eso habían hecho un sencillo pacto al
colocarse las pulseras.
Al decir esto, las cinco chicas habían puesto sus manos juntas y
permanecieron un rato más así.
—En la verdadera amistad, es muy importante aceptar a las demás como son,
respetarlas —añadió Gretta.
Ese día, este último comentario hizo reír al grupo, pues imaginaron a Celia
buscando las gafas mientras se ponía el móvil en los ojos.
Miss Wells llamó la atención de Gretta que en ese momento estaba mirando el
techo, metida en sus recuerdos, con la boca abierta, pensando en la casa del
árbol.
Se escuchó en toda la clase un coro de risitas. Al resto del grupo les había
hecho gracia el saltito de Gretta.
Una vez volvió en sí, dejando a un lado los recuerdos, terminó de copiar la
frase de la pizarra y levantó la mano.
—Yes, of course —contestó Miss Wells, pero le pidió que no tardara mucho
pues iba a explicar el plan para esa tarde.
Gretta estaba que se subía por las paredes, ¿cómo podía ser tan mentirosa?
No se había llevado las acuarelas ni las pinturas al viaje y la habitación a lo
único que olía era a la colonia de Olivia, que se echaba un litro cada vez que
se duchaba.
Con quién hablaba era algo que no llegó a enterarse pero sí pudo comprobar
lo que ya había intuido.
Gretta se tapó la boca con las manos: casi le da un ataque de risa al escuchar
este último comentario. Esperó escondida a que Olivia acabara de hablar.
Antes de irse, Olivia se miró al espejo, peinó su coleta (cada día llevaba un
peinado diferente), y cuando comprobó que estaba monísima y que llevaba
bien colocada la camiseta se fue de allí dando un portazo.
Capítulo 8
Un lugar secreto
—Me encantaría poder leer todos estos libros —dijo Blanca en voz baja
pensando en la cantidad de horas de diversión y aventuras que se escondían
entre las páginas de aquellos volúmenes.
La famosa biblioteca del castillo Birstone era más grande de lo que Blanca
había imaginado. Tenía varios pasillos repletos de libros ordenados en
estanterías. Nunca en su vida había visto tantos juntos. El techo era tan alto
como el de una catedral y cuando la luz atravesaba las vidrieras de las
ventanas dejaba caprichosos colores en los lomos de los libros.
Blanca era una gran lectora, además de una excelente escritora, tal y como
demostró al ganar el concurso y como demostraría ayudando a Ada en la
redacción de la revista. Tan solo llevaban poco más de un día y Blanca había
apuntado, en una libreta que siempre llevaba en el bolsillo, un montón de
ideas para los artículos de la revista. Aunque aún le faltaba el nombre que le
pondrían a la publicación, no podía evitar ir tomando notas.
—¿Cuántas veces lo voy a tener que decir? ¡No arméis tanto jaleo!, parecéis
una estampida de los búfalos —se quejó la mujer volviendo a taparse los
oídos.
—¿Te gusta? —le dijo a Celia poniendo frente a ella una pequeña figura. La he
hecho con la plastilina fluorescente que me regaló la amiga invisible.
—Me encanta. ¿Es un duende? —preguntó Celia.
—Je, je, je, pues claro. Es el duende de la biblioteca —dijo Paula—. Mira,
debajo de su gorro tiene un libro —aseguró mientras amasaba otro trozo de
plastilina y le daba forma de libro.
—Me encanta el olor de los libros, es tan especial —dijo Blanca abriendo uno
al azar y metiendo su nariz dentro.
Justo en ese momento, alguien, por detrás, le estiró del pelo. Al mirar a
derecha e izquierda no vio a nadie, pero pronto descubrió que se trataba de
Olivia.
—Ah, hola, Olivia, ¿se puede saber por qué me estiras del pelo? —le dijo
Gretta que no estaba dispuesta a que le hicieran daño ni se burlaran de ella.
—Grábate una cosa en la mente, niña —le advirtió levantando el dedo índice
—: si no quieres tener problemas, te prohíbo que hables con Vicente. —Olivia
estiró el cuello y arrugó los labios, parecía una tortuga indignada.
—¿Perdona? No sé quién te has creído que eres para decirme lo que puedo o
no puedo hacer. Yo hablaré con quien quiera —contestó Gretta sin darle al
asunto más importancia—. ¿Podrías dejarme en paz? Tengo poco tiempo y
mucho que mirar en estos libros.
—Hola, Olivia —dijo el chico sin tan apenas mirarla, para, enseguida, dirigirse
a Gretta.
—¡Ey, hola Gretta! —le dijo a la que había sido su compañera de viaje en
autobús—. ¿Qué libro estás mirando?
Olivia se quedó perpleja: no se podía creer que Vicente tuviera por amiga a
Gretta.
Mientras, la cara de Olivia se ponía roja de rabia y por no explotar allí mismo
se fue sin decir adiós, muy enfadada y con aires de superioridad, levantando
la barbilla y moviendo mucho los hombros al caminar.
Desde arriba se veía toda la biblioteca: las mesas de estudio con sus flexos,
las estanterías, la moqueta algo desgastada en el centro como consecuencia
del paso de las personas. También se veía la puerta de entrada y la zona de
recepción. Era en el mostrador donde doña Anastasia esperaba a que alguien
quisiera sacar un libro y, sobre todo, esperaba con su tablet encendida y los
auriculares ya puestos a que comenzara su serie preferida.
—¿Has visto eso? —señaló Paula un lugar detrás del mostrador de doña
Anastasia.
—¿En serio? —se extrañó Celia—. Tiene pinta de ser el cuarto donde guardan
las escobas o un pequeño armario para guardar abrigos. O el típico almacén
de libros viejos.
Celia se quedó mirando la puerta de madera. Era una puerta robusta y muy
bonita que, así de cerca, para nada parecía la de un armario ni la de un cuarto
de limpieza.
—Creo que tienes razón, Paula —afirmó Celia—. Esta puerta es demasiado
fuerte como para proteger unas simples escobas.
—Corre, Celia, parece que estamos de suerte: la puerta no estaba cerrada con
llave —susurró Paula.
Sin dudarlo, Paula entró. Celia dudó si entrar o no, y se quedó, durante unos
instantes, con parte del cuerpo fuera: le daba bastante miedo aquel lugar.
Gracias a la luz que entraba del exterior, se adivinaban los peldaños de una
frágil escalera. Celia se armó de valor pues no quería dejar a su amiga sola.
—Corre, tenemos poco tiempo antes de que la serie termine —dijo Paula
animando a Celia.
Ambas amigas dieron un salto al notar que sobre sus cabezas había una
especie de tela de araña. Una tabla de madera crujió bajo los pies de Paula
que tropezó y cayó al suelo, haciéndose bastante daño en la rodilla. Temieron
que el suelo se rompiera bajo sus pies. No se veía nada, pero daba la
impresión de que el lugar estaba muy descuidado.
Paula iba cojeando, pero aun así tuvo ánimo de sacar de su bolsillo la figura
de plastilina fluorescente, el duende de la biblioteca. Ambas chicas lo miraron
un momento, pues era lo único que podían ver allí abajo. Paula lo puso en alto
como si fuera una minúscula antorcha.
—Podríamos buscar un interruptor, estoy segura de que este lugar tiene luz —
propuso Paula que no quería irse sin haber descubierto qué había en el sótano
de la biblioteca.
Celia, sin embargo, lo tenía muy claro: quería irse de allí ya.
Pese a la cojera de Paula, el ascenso fue mejor que la bajada pues caminaban
hacia la luz que se colaba por debajo de la puerta iluminando algo los
peldaños.
—La verdad, Paula, es que me da bastante miedo —le confesó Celia—. Como
has comprobado ese lugar no es nada seguro. Puede que haya incluso ratas.
—Tonterías, a mí las ratas no me dan miedo. Dime, Celia, con sinceridad, ¿no
sientes curiosidad por saber qué hay en esa habitación secreta? —le preguntó
Paula mirándola muy fijamente a los ojos.
Una tela de araña se había quedado pegada en una de las patillas de las gafas
de Celia, y Paula se la quitó disimuladamente.
—¿Has pensado qué pasará si vuelves esta noche y la puerta sí está cerrada
con llave? —le preguntó Celia.
—Ay, no seas negativa, deja de pensar que va a suceder lo peor —le dijo
mientras amasaba algo entre las manos.
—Bueno, déjame que lo piense. A ver qué opinan las demás. Aún tenemos
toda la tarde por delante y nos espera una divertida yincana —respondió
Celia.
Capítulo 9
Tarde de juegos
Montones de rizos naranjas se movían con prisa de aquí para allí colocando
cosas, escondiendo papeles, marcando caminos. El verde del jardín
contrastaba con el naranja del pelo de Ada que se movía tan rápida como una
ardilla. En uno de los bancos había dejado su enorme bolso. Estaba claro que
le estorbaba ahora que tenía que esconder y colocar cosas para la yincana.
—Si quieres, yo puedo ayudarte —le propuso James sujetando la escalera que
Ada había apoyado en el tronco de un árbol.
—Está algo oculto en la parte norte del bosque, no es fácil encontrarlo. Pero
no te preocupes, yo te llevo cuando quieras. Eres bienvenida —respondió
James quitándose la gorra y haciendo una reverencia.
—Claro, yo los dibujo, descuida —dijo James sacando de su bolsillo una libreta
destartalada y un lapicero minúsculo.
Ada se quedó sorprendida de que el hombre tuviera tan a mano papel y lápiz.
Ella hubiera tenido que rebuscar en su enorme bolso y aun así no tenía la
certeza de encontrar lo necesario. Su bolso era como un baúl desordenado.
—Bueno, además de la libreta, también tenéis una gran imaginación —rio Ada
y, al reír, los dos círculos rosas de sus mejillas subieron a la altura de los ojos.
—Aquí os quedáis con Ada. ¡Todos a jugar! James, por lo que veo, también se
ha unido a la yincana esa —dijo mientras dejaba el cubo en el suelo y se
remangaba la camisa.
—A ver, os voy a dar las instrucciones para este juego. Gracias a James he
introducido una pequeña sorpresa —dijo Ada apartándose los rizos de la cara.
—Por grupos tenéis que superar tres pruebas. El equipo ganador recibirá un
trofeo y será entrevistado para la revista del campamento —prosiguió Ada—.
Podéis formar los grupos como queráis, siempre que haya, al menos, dos.
Paula, Gretta, María, Blanca y Celia tenían claro que irían todas juntas. Ada
les entregó una pegatina con el número 1.
Por último, el grupo formado por Miguel, Lucas, Vicente y Jorge, recibió el
número 3.
James repartió a cada equipo un sobre, que contenía una serie de pistas para
superar las tres pruebas, junto con el mapa que había dibujado en las hojas de
su libreta de inventor.
—Thank you —le dijo Gretta a James cuando le entregó el sobre para su
grupo.
La chica, muy impaciente, lo abrió y vio que dentro había tres cartulinas de
colores. Gretta las puso en forma de abanico y les dijo a las demás que
eligieran un color, para poder empezar la yincana.
—Oh, qué buena pinta tiene esta prueba —dijo Celia que era una enamorada
de todo lo relacionado con la música.
—¡Claro! No perdamos tiempo —dijo Gretta que sujetaba las otras dos
pruebas y el mapa.
«La música de los árboles se escucha en lo alto de sus copas, donde los
pájaros hacen sus nidos, a salvo de los depredadores. Allí están las melodías
que el viento deposita en las hojas. La clave para solucionar esta prueba la
encontraréis al salir el sol».
—Pues… me parece muy difícil este acertijo —dijo María—. ¿Creéis que
tendremos que esperar a que salga el sol por la mañana para encontrar la
solución tal y como dice la última frase?
—Esperemos que no, se nos juntaría con el desayuno y ya sabéis que eso es
algo que no puedo perdonar —respondió Gretta pensando en los deliciosos
cruasanes con mantequilla de esa misma mañana.
—Ajá, ¿has dicho instrumentos de viento? El acertijo dice algo del viento que
deposita las melodías en las hojas —recordó Paula.
—¿Creéis que las hojas podrían ser las partituras? —preguntó Blanca que era
una experta en metáforas.
—¡Sí, eso es! —dijo Paula emocionada pues se sentía más cerca de que el
grupo descubriera el significado del acertijo.
Celia iba pensando en la frase «la clave la encontraréis al salir el sol» y la iba
repitiendo a cada paso que daba, como tratando de encontrar un significado
oculto.
—Según el mapa, para resolver esta prueba tenemos que ir aquí, mirad. —
Gretta les mostró el dibujo—. Debemos caminar hacia el norte, justo donde
empieza el bosque.
Las chicas se dieron prisa por llegar hasta el bosque. El castillo iba quedando
atrás conforme seguían el sendero que les llevaría hasta el lugar donde
resolver el acertijo. Las nubes, grises como ratones, amenazan con tormenta.
Una vez llegaron al bosque, se dieron cuenta que de uno de los árboles
colgaban partituras con diferentes notas musicales y algunas otras figuras de
cartón. Era eso lo que Ada había colocado cuando se refería a «la música de
los árboles».
—Reconozco las notas: do, re, mi, fa, sol… pero ¿qué son esas figuras? —
preguntó Paula.
—Mirad ese dibujo, el que tiene como una espiral —dijo Celia señalando con
el dedo una figura que colgaba de una cuerda.
—Ah, sí, me suena. La he visto alguna vez en clase de música, al principio del
pentagrama. Pero, la verdad, ni idea de cómo se llama —dijo Paula.
—¡Bien! Eso significa que no tendremos que esperar a que salga el sol para
resolver el acertijo, tal y como parecía por la frase «la clave la encontraréis al
salir el sol» —dijo Gretta.
—Y que podrás comerte tranquila tus deliciosos cruasanes —le guiñó un ojo
Celia, muy contenta de que sus conocimientos de música hubieran servido
para solucionar el acertijo.
Blanca, tan previsora como siempre, llevaba una pequeña mochila y se ofreció
para guardar la clave de sol que les daba la ventaja de un punto sobre el resto
de los grupos.
—¡Chicas, mirad esto! —se oyó la voz de María que se había adentrado un
poco en el bosque.
—Ya tenemos algo claro: los tréboles de cuatro hojas existen —concluyó
Gretta—. Ahora estamos un poco más cerca de descubrir si la leyenda del
castillo de Birstone es un simple cuento o guarda algo de verdad.
Paula se frotó los ojos varias veces y se agachó para coger uno.
—Haremos una marca con palos para saber el lugar exacto y poder verlos
cuando queramos, ¿te parece, Paula? —propuso Celia clavando dos ramitas en
el suelo, junto a los tréboles.
«Cuando encontréis la caja, deberéis escribir una carta al duende para que
sepa que su caja está en vuestras manos. La carta deberá estar bien
redactada y sin faltas de ortografía para superar esta prueba».
—Gracias por confiar en mí, pero te recuerdo que antes debemos encontrar el
lugar donde está guardada la caja de la ira y… yo me oriento fatal —apuntó
Blanca.
Gretta miró el mapa. Enseguida pensó que si ella fuera un duende y tuviera
que guardar una caja llena de enfado lo haría en una cabaña del bosque, lejos
de alimañas. Así, su intuición condujo al grupo hasta una cabaña marcada en
el mapa.
Las chicas, guiadas por Gretta, entraron en el cobertizo. Una luz surgió del
techo sin que ellas tuvieran que dar a ningún interruptor y todas se
extrañaron un poco. Seguramente, James había instalado en la pared un
sensor de movimiento y este aparato había detectado su presencia.
El lugar estaba lleno de cosas. Estanterías con relojes, bolas del mundo de
diferentes tamaños, una miniatura del Sistema Solar, una rueda de alfarero,
varias macetas, cajas con tuercas, pilas de libros, trapos…
—Uf, esto va a ser como buscar una aguja en un pajar —dijo Blanca
desanimada al ver tantos chismes por todos los lados.
—¡Es el cobertizo de James! —se dio cuenta Gretta que miraba a su alrededor
girando sobre sí misma como si fuera una peonza.
Las chicas esperaron a que del artilugio saliera algo, pero aquello no parecía
soltar consejo alguno.
—Yo creo que este chisme está roto —concluyó Blanca, decepcionada.
—«En toda búsqueda hay valor» —leyó Gretta y se quedó pensativa—. ¿Creéis
que significa que seamos valientes?
—Eso parece, sí —dijo Blanca—. Busquemos en este lugar lo que más miedo
nos dé.
—Ahora hay que escribir una carta —dijo María—. ¿Recordáis? Y sin faltas de
ortografía para pasar la prueba. Eso, para nuestro equipo y gracias a Blanca,
está chupado.
Blanca sacó de su mochila una libreta y buscó una hoja limpia. Antes de
empezar, comprobó que el bolígrafo funcionaba haciendo unos garabatos en
la última hoja del pequeño cuaderno.
Carrera de relevos
Cuando Blanca terminó de escribir la carta, lo cual le llevó tan solo unos
minutos, tal era su habilidad con las letras, la leyó en voz alta. Estaba muy
bien redactada y no había ni una sola falta de ortografía.
Blanca, muy satisfecha, sacó la siguiente tarjeta. Esta vez era una prueba de
velocidad lo que el grupo debía superar.
«Debéis ir hasta el lugar marcado con una A en el mapa y hacer una carrera
de relevos. Para ganar hay que ser el equipo más rápido. El tiempo se medirá
con un cronómetro. Una de las condiciones es que el palo que os pasaréis de
mano en mano, no se caiga al suelo en ningún momento. Es una prueba de
equipo donde la rapidez de cada corredor es muy importante y donde la
confianza en el grupo es fundamental».
—Tú, Paula, eres una excelente deportista, así que contamos con esa ventaja
—dijo Celia, despreocupada.
Las amigas llegaron hasta el punto indicado en el mapa. Ada había marcado
un recorrido para la carrera de relevos. Una vez estuvieron preparadas, Ada
dio la salida con un silbato que llevaba colgando al cuello con una cuerda.
La primera en correr fue Blanca que llegó hasta Celia sin ningún problema.
Celia pudo hacer un buen tiempo hasta entregar el palo a María, a la cual casi
se le cae y a punto estuvieron de quedar descalificadas. María se lo entregó a
Gretta que iba contando el tiempo y temía que los demás grupos hicieran
mejor puntuación. Al llegar a Paula, todas respiraron tranquilas: se le daban
muy bien todos los deportes y estaban seguras de que haría un buen tiempo.
Sin embargo, cuando Paula se puso a correr sintió un gran dolor en la rodilla.
—¡Oh, no! Creo que está lesionada, en la biblioteca casi se cae y se dio un
golpe muy fuerte en la rodilla —explicó Celia al resto.
Celia corrió como nunca había hecho en toda su vida, tenía que demostrar al
grupo que podían confiar en ella, que salvaría la prueba y lo haría por Paula.
Tras atravesar la meta, las chicas se fundieron en un abrazo. ¡Habían
conseguido terminar la carrera!
Sin embargo, al grupo de los chicos se les había caído el palo, con lo que
estaban descalificados. Por otro lado, el grupo de Olivia, Isabella y Camila
obtuvo una puntuación muy inferior, por lo que al final el punto de la carrera
de relevos fue a parar al grupo número 1.
—Es un poco largo de contar —se excusó Paula que estaba impaciente por
saber qué grupo había resultado ganador de la yincana.
Ada se atusó los rizos y se quitó una pequeña hoja que había caído sobre su
camiseta blanca. Luego se colocó sobre la cabeza un enorme gorro de charol
rojo y se dispuso a dar el resultado final.
—Lo cierto es que los tres grupos lo habéis hecho muy bien —dijo mientras
miraba a los participantes—, pero el equipo que ha demostrado estar más
unido y que ha obtenido mejor puntuación ha sido el equipo número 1,
formado por María, Paula, Gretta, Celia y Blanca. ¡Enhorabuena, chicas!
La joven sujetaba el trofeo: una copa dorada en cuya base se podían leer,
grabados, los nombres de las cinco amigas.
—Chicas, esta copa quedará muy bien en nuestra casa del árbol, ¿no creéis?
—propuso Blanca.
—Le pediré a mi padre que construya una pequeña vitrina para guardar el
trofeo. Seguro que le parece una idea estupenda —anunció María, muy
contenta.
Capítulo 12
Noche de descubrimientos
Las chicas cenaron con ganas unas salchichas con puré de patatas que, pese a
su aspecto, les estuvieron deliciosas. El día había sido muy intenso, y tenían
que reponer fuerzas, por lo que no escatimaron en cogerse dos postres cada
una: un pastel de manzana con chocolate por encima y una tarrina de helado
de menta.
—A ver, vamos a organizarnos —propuso María—, ahora mismo son las ocho.
Aún tenemos una hora hasta la hora de dormir.
Celia se puso muy seria, pues sabía que Paula no se iba a conformar con
contar lo sucedido en el misterioso sótano de la biblioteca, sino que iba a
pedir al resto de amigas que esa noche la excursión fuera hasta allí.
—Me caí al tropezar con una tabla suelta —comenzó a relatar Paula que se
había levantado de la cama y se había colocado en el centro de la habitación.
—Sí, es verdad, tienes toda la razón. Solo que… era imposible ver por dónde
iba cuando tropecé porque no había luz —respondió Paula que quería dar a su
relato un aire misterioso.
—¿No había luz? ¿Fue ayer cuando volvías a tu habitación a oscuras o qué?
¿Hay en los pasillos tablones sueltos? —preguntó Blanca muy intrigada.
—Bueno, más bien lo decidiste tú —le corrigió Celia, que no quería verse
envuelta en la aventura.
María, Gretta y Blanca la miraban con los ojos abiertos como platos. Todo el
sueño que tenían se les había pasado de golpe. No podían creer que la
biblioteca tuviera una habitación secreta y que las dos amigas hubieran sido
tan valientes como para adentrarse en ese lugar.
—Y, ¿nos lo contáis ahora? Estas cosas se cuentan antes —expuso María.
—Bueno, con lo de la yincana se nos pasó… —Paula quiso poner una excusa.
—¿Sabes que hay telas de araña allí abajo? Yo no te recomiendo que vayas —
le advirtió Celia.
—Ja, ja, ja, tú lo que no quieres es venir —adivinó Paula por la respuesta de
Celia—. No hace falta que vayamos todas, alguna se debería quedar vigilando.
—Bien, pues yo creo que podéis ir vosotras dos y las demás nos quedamos
vigilando —propuso Celia.
Un antiguo diario
—Bueno, Celia lo sabe, ha estado allí. Pero de todas formas, venid conmigo
fuera un momento y os lo explicaré —pidió Paula.
—Como quieras pero, de momento, las linternas no nos van a hacer mucha
falta —aclaró Paula desde el pasillo, en voz muy baja.
Cuando el resto de amigas salieron al pasillo, Paula les dijo que miraran hacia
arriba.
—Oh, ¿cómo lo has hecho? Parecen estrellas en el cielo —se emocionó Gretta
al ver que, en el techo, Paula había ido colocando trocitos de plastilina
fluorescente.
—Ja, ja, ja. Sí, bueno, me he imaginado que eran canastas de baloncesto y que
tenía que encestar la plastilina en el techo —confesó Paula sin decir que le
había costado más de la cuenta por el dolor que sentía cada vez que saltaba.
Las amigas sabían que para encontrar el camino hasta la biblioteca, y de ahí
al sótano, solo debían seguir el camino de plastilina fluorescente que Paula
había colocado en el techo. Cuando regresaran, Paula se había comprometido
a despegar la plastilina. No había que dejar pistas.
—Será mejor que dediquemos el tiempo a hacer algo o solo se nos ocurrirán
cosas dramáticas —propuso Celia dirigiéndose hasta su armario y sacando su
libro de «Todo test».
—¡Qué buena idea! Podríamos hacer uno —dijo Blanca que se había colocado
junto a Celia y miraba cómo pasaba las hojas buscando cuál hacer.
—¿No tiene un índice donde ponga todos los que hay? —María también se
había animado a jugar a los test.
—Propongo abrir el libro al azar y hacer el primero que salga —dijo Celia
cerrando los ojos y abriendo el libro por cualquier sitio.
—«Test de la amistad: ¿qué tipo de amiga eres?» —leyó Celia en voz baja—.
Vamos, coged un papel y un lápiz para apuntar las respuestas. Leeré las
preguntas y cada una que apunte su respuesta. Deberéis escoger la que más
se acerque a vuestra manera de ser o de actuar y apuntar en la hoja una «a»,
una «b» o una «c».
Mientras Celia, Blanca y María se entretenían jugando a los tests, no sin dejar
de mirar el reloj cada cierto tiempo para comprobar si eran las diez y media,
Gretta y Paula se adentraban en la oscuridad del castillo.
Gretta miró hacia los lados. El aspecto de la biblioteca por la noche era muy
distinto al que tenía ese mismo día por la mañana. Daba un poco de miedo.
Estaba todo tan quieto que cualquier ruido se escuchaba más de lo normal.
Esa noche hacía mucho viento y las nubes negras recorrían en el firmamento
con prisa. Varias ramas de los árboles chocaban contra el vidrio de los
grandes ventanales creando extrañas sombras. El ulular de un búho
sobresaltó a Gretta que abrazó a su amiga en un intento de espantar su
temor.
En una esquina del lugar y un poco apartado del resto de mobiliario había
varias cajas de cartón con libros abandonados.
—Mira, esto parecen libros viejos —dijo Paula que también había encendido
su linterna y miraba por su cuenta la estancia.
El nombre estaba escrito con muy buena caligrafía y tinta verde. La tapa tenía
también marcas de gotas, ya secas, como si sobre el cuaderno hubiera caído
lluvia.
Gretta dejó sobre la mesa un sombrero antiguo, que no había podido evitar
probarse, del que colgaban varias plumas blancas como adorno y fue hasta
donde estaba Paula.
—¿Estás pensando lo mismo que yo? —dijo Gretta, en un susurro, al ver los
dibujos—. ¿Crees que este diario tiene algo que ver con la leyenda del castillo
Birstone?
—Mira la fecha: 1870. Desde luego podría ser de la mujer que cuidaba las
plantas y enfermó a causa de unas aguas en mal estado, ¿no te parece? —
propuso Paula.
—Perfecto, así lo haremos. Salgamos de aquí cuanto antes. Este olor a moho
me empieza a marear —dijo Paula iluminando las paredes mugrientas del
sótano y escondiendo el diario bajo su pijama.
El escondite
Gretta y Paula llegaron hasta la habitación con la lengua fuera. Habían oído
unos extraños ruidos y se habían echado a correr. Una vez recuperadas de la
carrera, mostraron al resto el hallazgo del diario.
—Es una auténtica antigüedad —dijo Blanca sin dejar de acariciar las tapas
del diario—. Mirad la fecha, está escrito en 1870.
—No nos va a quedar más remedio que ocupar parte del tiempo libre de las
tardes —dijo Gretta—. Sin olvidarnos de seguir con las cartas de las virtudes.
Se lo estaban pasando tan bien en el campamento que cada vez los días se les
hacían más cortos. Necesitaban más tiempo para poder hacer todo lo que
querían, que cada vez eran más cosas: fabricar el tesoro de las cualidades de
cada una, traducir el diario, jugar juntas a los test…
Al día siguiente, Miss Wells estaba maravillada ante el cambio de actitud que
María tenía hacia la asignatura. No sabía el motivo pero, esa mañana, María
le estaba preguntando muchas dudas y el significado de un montón de
palabras. La chica mostraba mucho interés. Parecía que le habían entrado
muchas ganas de aprender el idioma, incluso le había pedido prestado el
diccionario para poder seguir avanzando en sus ratos libres.
Y es que, tanto María como el resto de las amigas tenían un diario que
traducir.
—¿No crees que sería mejor que cerremos el armario con llave? —propuso
Blanca a su compañera de cuarto.
En la orilla sur del río Támesis, la majestuosa noria, también conocida como
«Rueda del milenio», giraba sin cesar llevando hasta las alturas a los
visitantes.
—He oído que es una de las norias más altas del mundo y que las vistas de la
ciudad son increíbles —dijo Paula mirando hacia arriba.
—Uy, pues a mí me va a dar miedo subir a esa noria tan alta, jamás había
visto una igual, ¿alguien se quedaría aquí abajo conmigo? —dijo María.
—No te preocupes, dicen que va muy despacio y estás dentro de una cabina
de cristal. No hay ningún peligro, créeme. —Gretta trató de convencerla.
Antes de subir, la mujer del pelo rojo hizo otra foto de grupo para la revista
del campamento y Blanca sacó su libreta para ir tomando notas. Sabía que
tendría que redactar esa visita y no quería olvidarse de ningún detalle.
—Si te agobias mucho puedes sentarte ahí —le dijo Paula señalando un banco
central que había dentro de la cabina.
Gretta estaba fascinada, se sentía un poco más cerca de esas nubes que
tantas veces había mirado y querido pisar con los pies descalzos. Podía ver,
desde arriba, el lomo de los pájaros sobrevolando el río, coches diminutos
cruzando el puente Westminster y una fila de árboles en las orillas como
pompones verdes decorando la ribera. Abajo, en las tranquilas aguas del
Támesis, un barco dejaba una estela, una línea recta a su paso. Todo parecía
en orden desde allí arriba.
—Mira, eso debe ser el Big Ben —le dijo Paula sacándola de sus ensoñaciones.
Gretta, siguiendo las indicaciones de Paula, miró la torre del reloj y trató de
leer la hora exacta.
Celia y Blanca estaban en el otro lado del habitáculo y se unieron a las chicas,
no sin antes animar a María a que dejase el banco y disfrutara de las
increíbles vistas.
—Venga, vamos, esto no es un parque como para que tengas que estar
sentada en ese banco —bromeó Celia—. Solo te faltan las palomas alrededor
pidiendo migas de pan.
A María le temblaban las piernas, pero se unió a Celia y Blanca para mirar el
paisaje. Notó una sensación parecida a cuando tuvo miedo en el avión y
recordó el truco de respirar profundamente para tranquilizarse. De esta
manera pudo admirar la ciudad de Londres desde las alturas.
A las chicas les supo a poco la media hora que duraba el viaje.
—Vaya, qué pena que se haya terminado ya, me volvería a subir otra vez —
dijo Gretta.
Ese día habían tenido suerte y la temida niebla londinense no había hecho
acto de presencia, por lo que Ada había logrado hacer unas fotografías de la
ciudad dignas de revista de viajes.
Miss Wells había estado casi todo el tiempo con James y los chicos
contándoles cosas acerca de los edificios que podían divisarse desde allí
arriba, como el palacio Buckingham.
Cuando todo el grupo se reunió, Miss Wells propuso entrar en una tienda de
recuerdos. Esta idea fue acogida con gran entusiasmo.
Las chicas estaban ansiosas por mirarlo todo y recorrían las estanterías de la
tienda con los ojos. El comercio, aunque era más bien pequeño, tenía regalos
muy bonitos, así que aprovecharon para hacer algunas compras y conseguir
postales de Londres.
Gretta le compró a su hermano Luis una bola de nieve que contenía una
reproducción en miniatura del London Eye. Al moverla se llenaba de
purpurina y se iba depositando en el fondo, muy despacio. La chica se
propuso que cuando volviera a su casa iba a discutir menos con él, tal y como
su madre les decía.
Capítulo 16
Ayuda inesperada
Gretta le saludó pero solo obtuvo una especie de gruñido por respuesta.
Parecía que a Olivia le costaba ser amable. Si hubiera sido más agradable le
hubiera mostrado el precioso regalo que le había comprado a su hermano,
pero estaba claro que su compañera no quería saber nada de ella.
Las chicas querían aprovechar el rato que tenían antes de la cena para
continuar con la traducción. Les había encantado la visita cultural, pero ni un
solo momento habían dejado de pensar en la historia que contenía el antiguo
diario.
—¡Oh, no! Mira —exclamó Paula señalando el techo del pasillo—. Con la
emoción de haber encontrado el diario se me olvidó despegar la plastilina del
techo.
María miraba a Paula sin saber qué decir. Esperaba que la chica propusiera
una solución.
—Toma, vete guardándola. —Paula saltó con todas sus fuerzas y le dio a
María el primer trozo.
Cuando llevaba tres, cayó al suelo. La rodilla le había fallado y la chica casi
lloraba de dolor.
—No podré despegar el resto. —Paula se quejaba como si eso le doliera más
que su pierna.
—Llamaré a Miss Wells. Seguro que te pueden llevar al médico para vendarte
la rodilla o recetarte algo —dijo María dirigiéndose hacia la habitación de la
profesora.
—¡No! Espera. Antes hay que despegar la plastilina fluorescente —le suplicó
Paula.
—No te entiendo, ¿qué tiene que ver Vicente con todo esto? —preguntó.
—Dile a Gretta que hable con él y le pida el favor de despegar la masa del
techo. Ellos se llevan muy bien. Seguro que cuando le cuente la historia del
sótano y del diario no se lo dirá a nadie más. Es un chico en el que se puede
confiar —determinó Paula.
—¿Tú crees? —dudó María—. A mí me parece un poco bruto y que solo piensa
en el baloncesto. Al menos esa es la imagen que da.
—Hay que conocerlo un poco más en profundidad, como a todas las personas,
para saber cómo es de verdad. Solo te digo que podemos confiar en él,
créeme —aseguró Paula.
—Está bien, no tenemos muchas más opciones. Haré lo que dices —respondió
María mientras se alejaba por el pasillo.
Cuando María, Gretta y Vicente llegaron hasta donde estaba Paula, la chica
había logrado levantarse del suelo y les esperaba de pie en el pasillo del ala
norte.
—Bueno, no es para tanto. Ah, por cierto, espero que no te importe dejar para
más adelante nuestro partido de baloncesto —le dijo la chica.
Vicente les prometió que despegaría la plastilina esa misma noche. Sin
embargo, los vientos de la suerte no soplaban a su favor. Tampoco a favor de
su compañero de habitación.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Vicente nada más entrar, con el susto en el
cuerpo.
Como un boomerang
Las chicas salieron bastante contentas del control, estaban seguras de que
habían aprobado. Cuando terminaron de poner en común las preguntas, se
hizo el silencio y las cinco bocas se abrieron a la vez, en un gran bostezo
conjunto. Habían pasado parte de la noche traduciendo el diario de Margot y
estaban agotadas.
Aunque tenían mucho sueño, estaban deseosas de que llegara otra vez la
noche para continuar la traducción. Todas tenían la corazonada de que
Margot les daría pistas sobre la leyenda del castillo.
Gretta tenía mucha facilidad e interés por los idiomas, aprovecharía el rato
entre la cena y el momento de irse a la habitación 14 para avanzar en la
traducción.
Cuando Olivia terminó de peinarse y lavarse los dientes, salió del baño
dispuesta a dormir. Fue en ese momento cuando Gretta apagó la luz y
abandonó la búsqueda de palabras en el diccionario: le interesaba que su
compañera se durmiera pronto para ir a la reunión nocturna con sus amigas.
Cuando el reloj de cuco dio las diez, alguien llamó a la puerta de la habitación
16.
Olivia se sobresaltó, pero pensó que era mejor hacerse la dormida y que fuera
Gretta la que se levantara a abrir. No tenía ninguna gana de levantarse.
—Chsss, calla, creo que Olivia acaba de dormirse justo ahora —dijo Gretta
mirando hacia la cama de su compañera de cuarto.
—Menudo susto me has dado, pensé que se iba a despertar cuando llamaste.
¿Por qué no has usado la linterna como siempre hacemos? —le recordó a su
amiga.
¿Quién había venido a buscarla? En la oscuridad del pasillo no pudo ver quién
acompañaba a Gretta y solo vio dos sombras que se alejaban.
Una sonrisa extraña, torcida como una línea mal hecha, apareció en su rostro:
se chivaría. Le diría a Miss Wells que se había despertado de repente, se
inventaría que tenía un fuerte dolor de garganta, y que cuando quiso avisar a
su compañera de habitación para que la ayudara, se dio cuenta de que no
estaba.
Olivia se frotaba las manos una contra la otra como una maliciosa mosca a
punto de lanzarse a un plato de sopa. Aunque ni Olivia era una mosca, ni se
iba a lanzar a ninguna sopa: el movimiento de manos se debía a que estaba
imaginando el plan para acabar con Gretta. Debía darse prisa.
Cuando Olivia llegó a la habitación de Miss Wells llamó a la puerta con los
nudillos y se concentró en poner cara de dolor y preocupación. Decidió que se
iba a imaginar algo que le causara verdadero malestar interior, como por
ejemplo que había perdido el móvil.
La puerta de Miss Wells se abrió y la mujer apareció con un camisón hasta los
pies tan lleno de flores que parecía una pradera.
Olivia pensó que era horroroso y se llevó una mano a los ojos, en un intento
de tapar aquella visión, pero pronto se concentró en poner cara de
preocupación. Miss Wells la hizo pasar.
—Come in. Are you ok? —preguntó la profesora señalando el interior con la
cabeza para que entrara. Luego, se frotó los ojos y parpadeó varias veces para
terminar de despertarse.
Fue cuestión de minutos que Olivia y Gretta no se cruzaran por los pasillos
del castillo.
—Qué raro —no pudo evitar susurrar la chica cuando al palparlo descubrió
que era el antifaz—. ¿Se le habrá caído?
—Tanto miedo que he tenido por ser descubierta y ahora resulta que Olivia se
escapa por las noches —pensó Gretta, un poco confundida—. Cuando se lo
cuente a las demás no se lo van a creer.
Cuando Miss Wells, que empezaba a ponerse muy seria ante la idea de que
una alumna se hubiera escapado de la habitación, encendió la luz, se quedó
de piedra. En la cama, junto a la ventana, Gretta dormía plácidamente.
Gretta fingió que roncaba. Solo pensaba en que a ninguna de sus amigas les
diera por venir a buscarla. Blanca se lo había prometido y ahora era muy
importante que cumpliera su palabra. Se tranquilizó: podía confiar en su
amiga.
Olivia no sabía qué hacer, ni qué decir. Era inútil seguir insistiendo en que
Gretta había abandonado la habitación cuando alguien la había venido a
buscar. Cualquiera que mirara su cara durmiendo pensaría que llevaba ya
varias horas soñando.
La profesora le dijo que podía seguir durmiendo porque, sin duda, había
habido un malentendido. Esto lo dijo muy seria, mirando de reojo a Olivia.
Había querido fastidiar a Gretta y, no solo había quedado en ridículo, sino que
se había fastidiado a sí misma.
Capítulo 18
Marionetas
—¿Y cuando se fue Miss Wells no le dijiste que de qué iba intentando
chivarse? —preguntó Paula que estaba que no salía de su asombro.
—Creo que Olivia está muy celosa y, la verdad, no tiene por qué —dijo Gretta
limpiándose la boca.
—Pues hija, yo creo que es evidente, tiene envidia porque Vicente y tú sois
amigos —apuntó Blanca.
—Nada le impide a ella ser su amiga también. Si no fuera tan egoísta se daría
cuenta de que la amistad crece al compartirla —dijo Gretta al tiempo que
doblaba su servilleta.
—Chicas, no nos demoremos más, es hora de empezar las clases —les recordó
Blanca al escuchar que la campana sonaba en el comedor indicando que el
tiempo de desayunar había finalizado.
Todas tuvieron que mirar hacia abajo para verlo. Enseguida reconocieron a
Ern, el encargado de la limpieza del comedor.
—Bye, Ern, see you! —le dijo Gretta mientras movía la mano en el aire.
—No te quedes ahí plantada o llegaremos tarde. —Paula le cogió del brazo y
tiró de ella.
Olivia se sentó sola en clase. No quería estar con nadie. Acababa de tener una
seria conversación con Miss Wells. La profesora le había dicho que, como
consecuencia de su mal comportamiento, no le quedaba más remedio que
castigarla: se perdería la visita al teatro de marionetas. Eso de inventarse
cosas de los demás para intentar que los expulsen del campamento estaba
muy mal.
Sin embargo, Olivia sabía que no era una invención. Gretta se había escapado
de verdad pero no tenía cómo demostrarlo. A partir de esa noche estaría muy
atenta a los movimientos de Gretta. De momento solo podía obedecer y
aceptar el castigo, pero confiaba en tener una oportunidad para vengarse.
—Buah, menudo rollo de tarde vais a pasar —les dijo a Isabella y Camila
cuando se despidieron de ella.
—Me encantaría tomarme una taza de chocolate —dijo la chica con la boca
hecha agua.
—Yo preferiría entrar en esta tienda —gritó Paula mientras pegaba su nariz al
vidrio de un escaparate, dejando en el cristal dos marcas de vapor a causa de
su respiración.
Al ver una preciosa regadera antigua se acordó de que Margot cuidaba las
rosas del jardín y, según ponía en el diario, un día se había pinchado con una
espina y se había limpiado la herida con el agua de la regadera. También
ponía algo acerca de unas pequeñas plantas que crecían junto a las rosas, sus
flores preferidas. Las chicas estaban seguras de que se refería a los tréboles
de cuatro hojas, pero Margot no les daba este nombre sino que se refería a
ellos como los pequeños ramos para hadas, pues eran diminutos y crecían en
ramilletes.
Tras las páginas donde contaba esto, había algunas en blanco. Era como si
hubiera decidido escribirlas más tarde o como si no quisiera recordar ciertos
sucesos. Cuando continuaba su relato describía a un Lord inglés que fumaba
en pipa y paseaba todas las tardes con su perro canela por las afueras del
castillo. Eran relatos un tanto desordenados, pero a las chicas les servían
para hacerse una idea de la vida de aquella mujer.
—No, thanks, but we can’t go in —Gretta le dijo que no podían entrar. Era
muy consciente de que se perderían del grupo.
—Está bien, yo entraré con vosotras. Avisaremos a Miss Wells para que nos
esperen unos minutos —anunció Ada que, tras mirar su reloj, vio que tenían
algo de tiempo hasta que la función empezase.
—¡Muchas gracias, Ada! —Paula le dio un abrazo, muy efusiva. Tenía muchas
ganas de ver lo que esa tienda guardaba en su interior.
Una vez dentro, se entretuvieron mirándolo todo y sintieron que era como
estar un poco más cerca de la misteriosa dama del diario.
Tendrían que buscar en internet y pedir ayuda a sus padres para encargar la
pluma.
La anciana se colocó una toquilla sobre los hombros. Era verano y no hacía
frío pero parecía que a aquella señora las despedidas la dejaban algo
destemplada. Con su mano blanca como el marfil les decía adiós, mientras
con la otra se sujetaba la toquilla a la altura del pecho donde descansaba el
broche de una libélula.
Las chicas iban por la calle comentando las cosas que habían visto en la
tienda, todo les había encantado. Ada les pidió que aceleraran el paso pues
quedaban pocos minutos para que la función de marionetas empezara. Aún
tenían varias calles que recorrer hasta la barca.
Pronto llegaron hasta una orilla donde una barca alargada cubierta con una
tela a rayas les esperaba. Parecía como un pequeño circo sobre el agua.
—Oye, qué buenas ideas tenéis. Pero digo yo que además de todo eso hace
falta una historia que contar, ¿no os parece? —apuntó Blanca.
—Seguro que tú eres capaz de escribir una buena historia —dijo Gretta—. Tal
vez podríamos representar la historia de Margot.
«Estamos volviendo ya, no te has perdido gran cosa» había escrito Camila en
el grupo, mintiendo, pues las dos chicas habían disfrutado mucho.
Olivia había pasado la tarde con doña Anastasia. Juntas habían ido a arreglar
el jardín, lo cual había dejado las manos de Olivia muy sucias, con trozos de
tierra entre las uñas, y ahora se las restregaba con un cepillo especial. Ponía
mucho esmero en aplicarse unas cremas, como si así espantara el trabajo de
campo que había tenido que realizar y que le parecía horroroso. Se había
aburrido como una ostra pero no pensaba reconocerlo ante nadie.
Las chicas, con gran pesar de su corazón, habían decidido que lo mejor era no
reunirse más. Quedaban ya muy pocos días para finalizar el campamento y no
querían estropearlo por nada del mundo. Si las pillaban, las castigarían y sus
padres se llevarían un gran disgusto.
Capítulo 19
Las cinco amigas habían repartido los papeles para ir escribiendo lo mejor de
cada una. Poco a poco, fabricarían el tesoro de los dones. Terminarían antes
de que se acabase el campamento y se darían las cartas el último día. Se
habían prometido no leerlas hasta que cada una estuviera en su casa.
Unas cuantas habitaciones más allá, en el ala norte del castillo, María se
rascaba la cabeza con la punta del bolígrafo y movía la boca a uno y a otro
lado: no encontraba la mejor manera de expresar lo bueno de Gretta y eso
que lo tenía bastante claro en su mente. Su amiga era de las que buscaba
soluciones y siempre tenía un consejo a mano con el que sacarte de un apuro.
Blanca admiraba la facilidad que María tenía para hacer manualidades, llenas
de bonitos detalles. Desde luego, eso era un don. No todo el mundo hubiera
sido capaz de hacer cinco preciosas pulseras de la amistad.
Paula escribía sobre Celia. Cuando no sabía cómo continuar, dibujaba una
pequeña pelota de baloncesto en una esquina de la hoja.
Lo que más le llamaba la atención era la rapidez con que Celia tenía ideas
originales, como la de hacer el teatro de sombras en la casa del árbol.
Además, tenía mucho sentido del humor que utilizaba para animar a las
demás a superarse, como cuando había logrado que María se atreviera a
mirar las vistas, en el London Eye, haciendo una simple broma de bancos y
palomas. Sabía mucho de música y, gracias a ella, habían logrado ganar una
prueba de la yincana, la del complicado acertijo y la clave de sol. Luego, había
tenido la gran idea de marcar con dos palos el lugar donde habían encontrado
los tréboles de cuatro hojas.
Desde luego, solo había que leer los poemas que Blanca escribía para darse
cuenta de su capacidad de transmitir sentimientos. Su amiga también tenía
una gran capacidad de organización y era muy inteligente, lo cual se notaba
no solo en las excelentes notas que sacaba en el colegio sino en muchas otras
cosas más, como cuando ponía orden en el grupo.
Celia puso el punto final justo en el momento en que el reloj de cuco dio las
nueve. Se quitó los auriculares y se levantó del suelo.
—¿Sabes, en el fondo, qué es lo mejor de cada una? —Celia se dirigió hasta
Blanca, que en ese momento doblaba la hoja y la metía en un sobre.
—Bueno, pues eso es algo que está escrito en cada hoja de los dones, ¿no? —
respondió Blanca que no entendía muy bien lo que su compañera de
habitación quería decir.
—Sí, pero no. —Celia torció la cabeza, se empujó las gafas hasta el final de la
nariz y siguió hablando—. Lo mejor de cada una es que somos capaces de ver
lo bueno de las demás. ¿Te das cuenta? No todo el mundo es capaz de eso.
Capítulo 20
¿Quién era?
Paula miraba el techo todos los días para ver si ya de una vez su amigo la
había quitado.
Ese día, al volver del teatro de marionetas, justo antes de la cena, Vicente vio
que había llegado el momento, pues en el castillo las cosas estaban más
tranquilas.
Como no tenía linterna, tuvo que buscar el interruptor tocando todas las
paredes y llenándose las manos de un polvo casi negro. Cuando notó un
pequeño botón, lo presionó y una bombilla que colgaba del techo se encendió
y apagó varias veces. Parecía como si le diera pereza alumbrar aquella salita.
Vicente temió que la bombilla se fundiera. Se quedaría a oscuras y no podría
ver nada. Después de soltar un poco de humo, por el polvo acumulado, se hizo
la luz. Fue entonces cuando el chico buscó las cajas abandonadas. Según le
había contado Gretta, en una de esas cajas era donde habían encontrado el
diario de Margot.
Ya en la puerta, miró sus manos: estaban negras. Pasaría primero por los
servicios y se lavaría.
Dentro, en el comedor, las cinco amigas cenaban sin ninguna prisa: querían
quedarse solas allí, en aquella gran mesa y poder hablar un rato sobre sus
cosas.
Gretta se fijó en que Vicente iba un poco desaliñado, muy despeinado y con la
camiseta un poco sucia.
—No te lo vas a creer —le dijo muy misterioso en un susurro—. Por cierto,
toma, aquí tienes tu plastilina fluorescente.
—Muchísimas gracias. Pensé que se iba a quedar ahí arriba todo el tiempo.
Ahora ya vuelvo a tenerla toda. Pero, dime, ¿qué es eso que no me voy a
creer? —dijo Paula mientras recuperaba su plastilina y la amasaba.
—Oh, no, ¡cuéntamelo ahora! —insistió Paula—. ¿De qué se trata? Dame una
pista, al menos.
—Verás, he descubierto algo acerca de… —Vicente dejó la frase sin terminar.
—Creo que será mejor que os lo cuente mañana, ahora podrían oírnos.
Quedamos a las cuatro y media. —Vicente se metió un trozo de carne en la
boca.
—Díselo a las demás —le pidió guardándose la manzana para más tarde y
levantándose de la mesa.
Ern apareció dando saltitos con la escoba en la mano y una bayeta colgada de
su cinturón.
—Only five minutes, please —le pidió Gretta juntando las manos en un gesto
de súplica, para que les dejara cinco minutos.
—Me ha dicho que mañana, a las cuatro y media, nos lo contará. Hemos
quedado junto al cobertizo de James —informó Paula.
Capítulo 21
El laberinto de letras
Sin hacer ruido se levantó de la cama y abrió la ventana. Una ráfaga de viento
se coló en la habitación. Cuando Gretta miró hacia abajo, vio cómo un animal
jugaba con una pequeña pelota antes de esconderse entre los matorrales.
Seguramente era la pelota que Jorge llevaba buscando varios días.
Eran las siete de la mañana. Gretta cerró la ventana y volvió a su cama. Pensó
en Olivia y en lo difícil que era acercarse a ella. Seguro que tenía cosas
buenas, pero su compañera de habitación era tan insegura que no quería
arriesgarse a defraudar a nadie. Se protegía detrás de una coraza, de un
escudo de superioridad, y se estaba perdiendo un montón de amigas a las que
espantaba con esa actitud.
Hacia el final del diario se podía leer que las rosas se estaban marchitando.
Que por más que las podaban y regaban, los pétalos de las olorosas flores
caían al suelo junto con sus lágrimas. Margot se mostraba triste y
preocupada. Hablaba también de su frágil salud y de un viaje a un balneario
para tratar de recuperarse. Era evidente que Margot se fue del castillo por
estar enferma y que las rosas se marchitaron, tal y como decía la leyenda.
Pero ¿qué pasaba con los tréboles de cuatro hojas?, ¿por qué el inexplicable
olor a rosas que a veces se respiraba en el exterior del castillo?
—Lo cuida Anastasia, es lo que hace todas las tardes cuando coge el cubo y la
azadilla —respondió rápida Celia.
—Pues la tenemos ahí mismo. —Paula estiró el cuello y miró hacia abajo, justo
donde estaba la mujer, a través de la barandilla—. Vamos cuanto antes.
—Ahora no te hará caso, estará viendo su serie en la tablet , como todas las
tardes —recordó María.
Pero Paula, muy decidida, se levantó y antes de que ninguna se diera cuenta
ya se había plantado delante de doña Anastasia. Cuando la mujer vio a la
chica frente al mostrador, se quitó los auriculares y le dijo, un poco de mala
gana, que qué quería.
Paula seguía allí, de pie. No quería ningún libro de leyendas. No sabía cómo
empezar a hablar.
La mujer levantó sus espesas cejas que parecían colas de comadrejas y varias
arrugas se le formaron en la frente.
—Yo creo que, o bien no sabe nada, o bien nos oculta información —concluyó
Gretta—. Yo la he notado un poco nerviosa al responder.
—Menos mal que nosotras sí sabemos que los tréboles de cuatro hojas
existen, aunque esto no signifique nada más que eso: que existen —dijo Paula.
Junto al cobertizo
—Vaya, aquí no hay nadie. Os dije que nos diéramos prisa —dijo Paula
fastidiada al comprobar la hora y ver que Vicente no estaba.
—¡Bien! Ya pensaba que te habías ido. Hemos tardado un poco más porque
queríamos asegurarnos de que nadie nos seguía… —se excusó Paula.
Las chicas miraron el retrato durante un largo rato. La fotografía era de una
mujer joven, muy elegante y guapa. Llevaba un sombrero muy bonito con
plumas blancas que caían por delante de su frente.
—Espera, ¿de qué me suena esa fecha? —Blanca trató de recordar—. ¿No es
el año en que está escrito el diario?
—¡Sííí! —se sorprendió Paula.
—Es Margot, estoy totalmente segura. Esta es su letra —dijo Gretta siguiendo
con el dedo cada frase escrita en el reverso de la fotografía.
—Esto corrobora lo que ponía en el diario: que Margot se fue del castillo. La
explicación: estaba enferma y necesitaba un clima mejor para cuidar su salud.
Eso antes lo hacían mucho las personas adineradas —concluye Gretta.
Vicente estaba maravillado de la rapidez con que las chicas eran capaces de
encajar las piezas del rompecabezas que parecía la historia de Margot y saber
también qué partes les quedaban por descubrir.
Aquel grupo de amigas era especial, estaba tan unido que todas ponían lo
mejor de cada una para resolver un misterio o un problema.
Una gran nube gris nubló el cielo y las primeras gotas de lluvia comenzaron a
caer.
James hizo sonar el claxon del autobús. Con la llave ya puesta en el contacto
estaba a punto de arrancar, pero no quería dejar sin salida cultural a los seis
alumnos que venían corriendo.
—Sí, menos mal, ya vuelvo a ser la que era —dijo la deportista muy feliz.
Capítulo 23
Al empezar a leer aquella parte del diario, las lágrimas comenzaron a rodar
por su cara.
Al leer esto Celia no tuvo ninguna duda: estaba escrito por la dama de
compañía de Margot.
«Parece que todo es desolación y desastre. Miro por la ventana y todo está
cubierto por el frío. Están pasando cosas malas en el castillo. El otro día una
de las torres se vino abajo, toda una tragedia. Por eso, he cambiado mi bonita
habitación por una más segura, en un sótano. Espero que el invierno acabe
pronto y con él se marchen las desgracias. Echo de menos a Margot pero al
menos tengo su diario y sus cosas conmigo».
Celia extendió el diario abierto por la página escrita por la dama de compañía
de Margot.
Ahora solo les quedaba pensar qué iban a hacer con el diario de Margot
cuando el campamento se acabase y ellas tuvieran que regresar.
Celia cerró el diario y lo abrazó con fuerza. Habían pasado tanto tiempo
traduciéndolo, les había hecho vivir tantas aventuras, que lo sentía un poco
parte de ella misma.
—¿Quién crees que lo va a echar en falta? Lleva más de cien años ahí abajo,
olvidado… —dijo Celia con un poco de tristeza en su voz.
Los días siguientes, un magnífico sol acompañó las excursiones de las tardes.
Era bastante raro, pues lo normal en ese país era tener que estar sacando
cada dos por tres el paraguas, pero las chicas llevaban días sin usar sus
chubasqueros, cosa que Celia agradeció bastante pues la última vez casi le
cuesta un resfriado.
Después de los incidentes del cristal roto y la mentira de Olivia, los días
pasaron sin sobresaltos. Miss Wells fue recuperando la tranquilidad y la
confianza en los alumnos, que la adoraban.
—Pues yo creo que a mí me tiene manía —dijo Olivia una tarde después de
comer.
—¿Y eso? ¿Por qué lo dices? —le preguntó Camila que no podía imaginar a la
dulce profesora de Inglés teniéndole ojeriza a nadie.
Sin embargo, Camila ya se estaba cansando de que Olivia no viera más allá de
sus narices, de que siempre se hiciera la incomprendida, así que no pudo
evitar comenzar a hablar.
Olivia dio un respingo, alarmada. Sus amigas siempre le habían dado la razón
en todo.
—Y, dime, ¿cómo sabes que no lo hizo queriendo? —dijo Olivia que empezaba
a sentirse un poco acorralada—. Estás en la mente de los demás o qué.
—Nadie se dedica a romper cristales por diversión y menos Jorge —se animó
a decir Isabella.
—Tú, Olivia, por el contrario, a ojos de Miss Wells te inventaste que Gretta se
había escapado de la habitación. Y te castigó por mentir. —Camila siguió
hablando.
—Sí, me castigó injustamente por una cosa que no era mentira. —Olivia trató
de defenderse.
—A sus ojos, era mentira, ¿es que no quieres ver la diferencia? —preguntó
tratando de que su amiga entrara en razón y comprendiera que Miss Wells no
le tenía manía.
Olivia no dijo nada más, pero en el fondo entendía lo que Camila quería
decirle.
Mientras tanto, las cinco amigas habían ido a visitar los tréboles de cuatro
hojas que estaban marcados, en un lugar del bosque, con unos palitos.
Querían verlos por última vez. Quedaba muy poco para que el campamento
terminase y, de alguna manera, querían despedirse de esas extrañas y
pequeñas plantas.
Capítulo 25
Recordó qué cosas llevaba. La lámpara de lava que le había regalado la amiga
invisible y algunas cosas que había comprado.
—Aun así, no me parece para tanto: la esfera de cristal para mi hermano, una
mantita para Mufy y unos imanes para la nevera no deberían impedirme
cerrar la maleta. —Gretta hizo recuento de las cosas que llevaba—. Será, más
bien, que he metido la ropa toda de golpe, de manera desordenada, y por eso
la maleta no cierra.
—Uf, me está costando horrores meterlo todo aquí dentro —dijo en voz alta—.
Es como si la maleta hubiera encogido.
Por primera vez, Olivia se rio ante la ocurrencia de Gretta. Tal vez estuviera
de mejor humor porque el campamento acababa. La verdad es que los últimos
días la chica había estado bastante amargada y el castigo de Miss Wells, junto
con la charla que mantuvieron, debían estar haciendo efecto.
Olivia se acercó hasta ella y apretó con fuerza una esquina de la maleta
mientras Gretta hacía fuerza también.
—¡Por fin! Muchas gracias, Olivia, por ayudarme —le dijo sorprendida por la
actitud que su compañera de habitación había tenido.
Lo cierto es que las maletas de los alumnos estaban a reventar. Las amigas
habían tenido grandes tentaciones de llevarse consigo el diario de Margot. A
Celia, a María y a Paula les hubiera encantado guardarlo, como un tesoro, en
la casa del árbol, pero finalmente lo dejaron en el castillo, Blanca y Gretta no
lo tenían tan claro. Al fin y al cabo ese diario no era de ellas. Decidieron que
para no levantar sospechas, lo mejor era devolverlo al sótano. Ese era su
lugar y allí debía permanecer.
Miss Wells quería que el último día fuera muy especial y había preparado una
fiesta de despedida. Solo había puesto una condición: que se disfrazaran de la
época medieval. Como los alumnos no habían traído disfraces, la profesora les
había dejado coger lo que quisieran de unos antiguos baúles. Allí habían
encontrado multitud de prendas.
Las chicas, con sus indumentarias antiguas, paseaban mirando las fotografías
que Ada había colgado en las paredes mientras se tomaban un refresco.
—Ja, ja, ja, ¡esta la quiero tener! Es graciosísima —rio Gretta al ver una donde
aparecían las cinco haciendo un poco el payaso.
—No te preocupes, se la pediré a Ada y haré una copia —le dijo Blanca—. En
septiembre voy a estar varios días en el colegio preparando la revista, así que
en cualquier momento se la pido.
Una lluvia de confetis de colores comenzó a caer del techo. Miss Wells había
colocado unas enormes bolsas, de las que ahora caían trocitos de papel, al
moverlas con un palo largo.
Las chicas abrieron los brazos dispuestas a bailar bajo esa lluvia de colores.
Se les notaba felices. Estas habían sido las mejores vacaciones de sus vidas.
Podían confiar las unas en las otras y saber que siempre, pasara lo que
pasara, el paraguas de su amistad las protegería de las cosas malas.
Guardadas dentro de sus bolsos, cada una traía una de las cartas. Las amigas
las intercambiaron, muy impacientes de recibir cada una la suya, aunque
sabían que hasta que no llegaran a sus casas no las podían leer. Habían
estado escribiendo las cualidades, las unas de las otras, para que nunca
olvidaran todos los tesoros que guardaban en su interior.
—Creo que este es el mayor regalo que podemos recibir —dijo María
sosteniendo el sobre en las palmas de sus manos—. El reconocer lo bueno de
los demás y decirlo, para que en los momentos malos, cuando nos sintamos
tristes recordemos nuestras cualidades.
—¿El qué? A veces hablo tanto que no me acuerdo de la mitad de las cosas, ja,
ja, ja —rio Gretta.
A las ocho, la música dejó de sonar y tanto Miss Wells como James y Ada
quisieron decir unas palabras, a las que se sumó doña Anastasia. Todos
estaban muy contentos con el campamento y esperaban poder tener unos
alumnos así el próximo verano. Salvo algunas cosas puntuales, en general,
Miss Wells estaba muy satisfecha. Le diría al profesor Lechuga que contara
con el campamento de Inglés el siguiente verano, ya que tanto había insistido
el profesor de Ciencias Naturales.
—¡Y yo!, pero con la asignatura aprobada. —María guiñó un ojo a las demás.
Esa noche, Blanca, María, Paula, Celia y Gretta dormirían a pierna suelta. Al
día siguiente estarían en sus casas y aunque por un lado les daba pena que se
acabara el campamento, por otro lado tenían muchas ganas de ver a sus
padres y darles un gran abrazo. Tenían muchas cosas que contarles.
∞∞∞
W. AMA es una escritora que desarrolla su actividad literaria dentro de la
ficción infantil y juvenil.
Ahora os hablaré de mí, pero solo un poco. Porque creo que los autores
debemos permanecer en un segundo plano: las historias son las que cuentan .
Siempre digo que soy una escritora en un árbol. ¿Por qué? Pues porque las
buenas ideas no crecen en el suelo, hay que mirar arriba, bien alto, como las
chicas protagonistas de estos libros, que se reúnen en su casa del árbol .