Ama, W. - Lo Mejor de Cada Una

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¿Puede

un viaje ayudarte a descubrir tus dones?

Esta vez, las amigas están lejos de la casa del árbol y tendrán que aprender a
ayudarse entre ellas. Vivirán nuevas aventuras y retos que les llevarán a
confiar en sus capacidades.

Gracias a todo lo que les sucede, descubren que los verdaderos tesoros los
llevamos en el interior.

Lectura de 8-9 a 11-12 años. Literatura Ficción. Libros para niñas y


niños .
W. Ama

Lo mejor de cada una

Ideas en la casa del árbol - 2

ePub r1.0

Titivillus 30.04.2020
Título original: Lo mejor de cada una

W. Ama, 2018

Editor digital: Titivillus

ePub base r2.1


Las aventuras de la serie

Ideas en la casa del árbol

están escritas para ti.

Disfruta de esta historia.

W. Ama
Capítulo 1

Viaje en avión

Gretta miró por la ventanilla. Un manto de nubes cubría el cielo de blanco. Le


parecieron de algodón, como esos dulces de azúcar que venden en las ferias.
Se imaginó paseando por las nubes, tan esponjosas y suaves, con los pies
descalzos.

Jugó a adivinar figuras. Así el tiempo pasaría más rápido. A veces las nubes
tenían formas muy curiosas, y Gretta vio un caballo, una flor, un libro.
Hubiera sido más entretenido si María hubiera jugado con ella, pero su amiga
dormía en el asiento de al lado y no parecía que fuera a despertarse.

Mientras tanto, Blanca, Paula y Celia charlaban sobre el campamento, en la


fila central del avión. Delante de ellas, Miss Wells leía una novela.

La profesora, de vez en cuando, cerraba el libro dejando el marcador entre


sus páginas y se levantaba del asiento. Caminaba por los pasillos y
preguntaba a los alumnos si necesitaban algo. Siempre sonriendo, con su
amabilidad característica, comprobaba que todos estaban bien.

En el asiento siguiente al de Miss Wells, un montón de rizos pelirrojos


sobresalían por encima del respaldo. Semejante cantidad de pelo pertenecía,
sin duda, a la profesora de apoyo. Una mujer joven que ese año había estado
haciendo prácticas en el colegio y se había ofrecido para acompañar a los
estudiantes en su viaje a Inglaterra.

A las cinco chicas, la profesora de apoyo les parecía muy simpática y les caía
muy bien.

—Tenemos mucha suerte de que haya venido, ¿no creéis? —preguntó Paula a
Celia y a Blanca, señalando con la barbilla el asiento donde estaba la
profesora de apoyo.

Su nombre era Ada, sin «h». Aunque a veces daban ganas de añadirle la «h»
porque parecía el hada buena de un cuento, un hada madrina.

Siempre estaba ahí cuando la necesitabas y tenía soluciones para todo. Como
cuando Celia tropezó en el recreo y se hizo mucho daño en el codo. Si no
hubiera sido porque Ada le curó enseguida, aquella terrible herida seguro que
se le hubiera infectado.

O como cuando a María se le olvidó el compás en casa y justo lo necesitaba


para el examen de Matemáticas. Ada, como por arte de magia, sacó un
compás de su bolso y se lo prestó, salvando a María de ese apuro.

—La verdad es que sí, es mi profesora favorita —dijo Celia recordando su


accidente en el recreo y el mimo con el que Ada la había atendido—. ¿Cuál es
vuestra profesora preferida?
—Pues… la verdad es que no me he parado a pensarlo. De lo que sí estoy
segura es que la preferida de Blanca es la de Lengua —afirmó Paula con total
seguridad—. Aunque, como se ha jubilado, no sé si la podemos contar como
maestra.

—Efectivamente, la señorita Blanch es mi favorita. A ver en sexto quién nos


da Lengua —suspiró Blanca pensando en su querida señorita del moño blanco
—. A lo mejor si se queda Ada podría darnos la asignatura. Eso te gustaría,
¿verdad, Celia?

Tener a Ada cerca te hacía sentir segura. Daba la sensación de que en


cualquier momento iba a sacar una varita mágica de su enorme bolso de
colores e iba a solucionar todos los problemas del mundo con solo agitarla en
el aire.

Su aspecto también era encantador. Su sonrisa estaba enmarcada por dos


círculos rosas, uno a cada lado de la cara, y su pelo era tan naranja como una
puesta de sol. Ciertamente, Ada parecía sacada de un cuento de hadas del
bosque. De hadas buenas y amables.

Gretta miró su reloj. Hacía hora y media que el avión había despegado y ya no
podía quedar mucho para el aterrizaje. Las nubes se abrían ahora, un poco, lo
suficiente como para dejar un hueco por donde ver un trozo de tierra a lo
lejos. Sí, debían estar a punto de volar sobre Inglaterra.

En breve, las azafatas pasarían a revisar si los pasajeros tenían los cinturones
de seguridad abrochados, si los asientos estaban en posición vertical, si la
bandeja extraíble estaba recogida. María debería despertarse para el
aterrizaje.

¡Qué emoción! Muy pronto todas estarían esperando sus maletas en el


aeropuerto de Heathrow y, guiadas por Miss Wells, se dirigirían al castillo
Birstone.

Una voz se escuchó por los altavoces anunciando que faltaba muy poco para
aterrizar. María se despertó y, medio gruñendo, preguntó si ya habían
llegado.

Gretta le indicó que iban a aterrizar.

—¿De verdad ya casi hemos llegado? ¡Qué rápido! —comentó la chica.

—Te has pasado más de medio viaje durmiendo como una marmota, ja, ja, ja
—dijo Gretta, divertida.

Ambas amigas rieron pero, de pronto, María comenzó a sentir algo en el


estómago, como si de repente se le hubiera hecho más pequeño. Era como si
algo se lo estuviera apretando.

Sin duda era el miedo haciendo de las suyas ahí dentro. Esta emoción era así,
le daba por habitar diferentes partes del cuerpo.
A veces se te ponía en las manos y te temblaban. Otras, el miedo se instalaba
en la mandíbula y tiritabas como si tuvieras frío, pero sin tenerlo. Y esta vez, a
María se le había colocado en el estómago y lo sentía muy pesado y encogido.

—Coge mi mano y, si tienes miedo, apriétala —le sugirió Gretta—. ¡Ay! Pero
tampoco te pases, me estás haciendo daño.

A María le daba bastante miedo el aterrizaje desde que un verano había ido a
Ibiza en avión con sus padres. Recordaba que, en el momento de aterrizar, el
avión había dado varios saltos por la pista como si fuera un saltamontes de
metal, y había pasado verdadero terror. Ahora ese recuerdo lo tenía presente
y no podía evitar pensar que iba a suceder lo mismo.

—Tú eres mucho más que el miedo que sientes —le dijo Gretta en un intento
de que superara su temor.

—Por favor, por favor, que aterricemos de una vez por todas —repetía María
sin escuchar a Gretta.

—¿Me escuchas? —preguntó Gretta colocando su cara a un palmo de la de


María.

—Perdona, perdona, estaba un poco distraída —respondió María medio


tartamudeando por el miedo—. ¿Qué me decías?

—Decía que tú eres mucho más que tu miedo —repitió la chica con la
esperanza de que su amiga se tranquilizara—. Además, en cuanto te des
cuenta de que no todos los aterrizajes son peligrosos, perderás el miedo, ya lo
verás.

—Ojalá sea como dices —murmuró María.

—Estoy segura de que este va ser un buen aterrizaje —afirmó Gretta que
sabía de dónde procedía el temor de su amiga—. El miedo sirve para avisar
del peligro y preparar el cuerpo para ponerse a salvo. Pero es solo eso: un
aviso. No significa que vaya a suceder lo que temes.

María seguía apretando la mano de Gretta.

—Sí, sí, lo entiendo, pero no es tan fácil. El miedo no se me pasa así como así
—dijo María con un hilillo de voz—. Intento pensar en cosas bonitas, como en
nuestros gatos y en la casa del árbol, pero ni por esas.

—Entonces haz esto: respira. —Gretta cogió aire por la nariz.

—Umm, Gretta, no sé si te das cuenta pero eso ya lo estoy haciendo —le


contestó María extrañada.

—Escucha. Tienes que sentir el aire entrando en tus pulmones. Te ayudará


poner las manos en tu tripa y notar que sube y se hace grande. —Gretta soltó
la mano de su amiga para poder colocarla en su tripa—. Cuando sueltes el
aire piensa que tu miedo se va junto con él.

María colocó ambas manos sobre su barriga y cogió todo el aire que pudo
llenando sus pulmones al máximo. Sus manos descansaban sobre su vientre
que parecía un globo hinchado. Luego, cuando expulsó el aire, se sintió
mucho mejor.

—Oye, pues un poco sí que funciona. Me siento algo más tranquila —sonrió
María—. Gracias, Gretta, no sé qué haría sin tus consejos.

—De nada, a mí me lo enseñó mi madre. Ella dice que lo hace cuando está en
un atasco y se pone nerviosa —recordó la chica.

Desde la ventanilla, Gretta vio que el avión atravesaba las nubes y se metía
dentro de ellas. Todo era blanco en ese momento. Cuando por fin las cruzó,
Gretta miró hacia abajo. Poco a poco iban apareciendo montañas, el contorno
de un río, casas diminutas, las copas de los árboles. Por así decirlo, iba
apareciendo el mundo a medida que el avión bajaba.

De pronto, se oyó el ruido de las ruedas del avión en contacto con la pista de
aterrizaje. Todos los pasajeros dieron un bote en el asiento. Los rizos de Ada
subieron y bajaron, un chillido salió de la boca de María, y un grupo de
personas aplaudieron: habían aterrizado.

¡Ya estaban en Londres!

—¿Ves, María? Esta vez el avión solo ha dado un bote —razonó Gretta—. No
me negarás que ha sido mejor que la vez que viajaste con tus padres a Ibiza.

—Sí, aunque no he podido evitar chillar —dijo María como tratando de


disculparse—. Espero que no se me haya oído mucho, qué corte.

—Por eso no te preocupes. Es otra forma de expulsar el miedo de tu cuerpo,


¿no te parece? —dijo Gretta guiñando un ojo a su amiga.

Ya en tierra firme, el avión rodó por la pista hasta colocarse en la posición


adecuada. Cuando paró, Blanca, Paula y Celia se apelotonaron alrededor de la
ventanilla de Gretta. Habían pasado todo el viaje en los asientos del centro,
desde donde no se veía nada de nada y ahora no querían perderse los
primeros paisajes de Londres.

—¡Es enorme! —exclamó Paula al ver el edificio de la terminal del aeropuerto.

Los alumnos tenían instrucciones de no bajarse del avión hasta que Miss
Wells lo dijese. Deberían esperar a que lo hicieran el resto de pasajeros y,
solo entonces, coger su equipaje de mano y seguir a la profesora.

Olivia, Isabella y Camila, como estrellas de cine acostumbradas a los viajes,


no se inmutaron lo más mínimo. Tampoco parecían muy emocionadas por
haber llegado. Únicamente se dedicaron a arreglar su imagen, eso sí parecía
importarles.

Sacaron los móviles de sus bolsos y los encendieron. Habían tenido que
apagarlos durante el viaje porque así lo requerían las normas de seguridad en
vuelo. Ahora, las tres oprimían los botones de encendido y esperaban, en
silencio, mirando la pantalla. No es que tuvieran que hacer ninguna llamada,
pero querían verse, así que usaron la cámara frontal del móvil como si fuera
un espejo.

Con el cacao de color se dieron un brillo rosado en los labios y con un peine
retocaron su pelo. Aprovecharon para salpicar su cabello con un poco de
purpurina. Se habían hecho un par de moños altos, a cada lado de sus
cabezas, con varios mechones de pelo cayendo sobre sus frentes, tal y como
Olivia había propuesto porque, según decía, era la última moda en peinados.

Entretanto, los demás hacían fila, impacientes por pisar suelo británico.
Cuando por fin pudieron bajar y tras pasar el control de seguridad donde
mostraron sus documentos, llegaron a la zona donde recogerían sus maletas.

La cinta de equipajes daba vueltas y vueltas mientras una compuerta se abría


e iba expulsando las maletas del vuelo Madrid-Barajas.

Antes, aún en el avión, Ada les había recordado que tenían que retrasar su
reloj una hora. Alguien hizo una broma de viajes en el tiempo, otra persona
exclamó que vivirían dos veces la misma hora y cosas por el estilo, pero todos
retrasaron su reloj.

Mientras esperaban a que saliera el equipaje, Ada miró dentro de su enorme


bolso. Movía su mano apartando cosas, en busca de algo que no aparecía.

De pronto sacó un pequeño palo de plástico dorado, y Blanca pensó que era
su varita mágica. Que la movería en el aire repitiendo un conjuro para que el
equipaje apareciera ya.

Sin embargo, la varita dorada resultó ser un sencillo palo selfie , que se podía
hacer más o menos largo según necesidad. Ada propuso que se hicieran la
primera foto de grupo mientras esperaban.

—One, two, three! Cheese! —dijo la profesora en voz alta.

Cuando los alumnos lo repitieron, varias personas se dieron la vuelta para


mirarlos, sonrientes.

El flash iluminó los rostros cansados, pero ilusionados, de los doce alumnos
que pasarían esos días juntos, y la fotografía quedaría como recuerdo de ese
viaje.

Al final, y aunque Miss Wells había ofrecido a quince alumnos que fueran al
campamento de Londres, tres personas, por diferentes motivos, no habían
podido ir y el grupo había quedado reducido a doce.
Ada miró en la pantalla la fotografía y pensó que sería una de las que
publicarían en la revista que iban a ir elaborando para dar a conocer el
campamento.

—¿Os gusta? —Ada mostró la imagen al grupo—. A mí me encanta. ¡Es


perfecta!

Los estudiantes rodearon a Ada para mirar la foto. La verdad es que habían
salido muy bien.

Blanca había resultado elegida como redactora jefa de la revista. Había


demostrado su capacidad para la escritura, no solo durante el curso, sacando
dieces en Lengua, sino también en un concurso de relatos que se celebraba,
cada año, en la ciudad donde las chicas vivían.

Cuando todos tuvieron las maletas en su poder, los alumnos se dirigieron a la


salida del aeropuerto. Miss Wells caminaba entusiasmada, mientras guiaba a
los estudiantes. Llevaba una maleta de ruedas que, al moverse y girar,
emitían un cri-cri y daba la sensación de que tenía una jaula de grillos dentro
de su equipaje. La profesora llevaba, además, un paquete rectangular,
perfectamente envuelto, en que se podía leer: «Muy frágil».

En ese bulto que la profesora llevaba bajo su brazo y sujetaba con la mano
por la parte inferior, viajaba el cuadro del elefante que Gretta le había
regalado.

También las cinco amigas llevaban, en sus respectivas maletas, algo más que
todo lo necesario para pasar el campamento. Seguramente, protegidos por
sus ropas para que no se estropearan durante el viaje, estaban los regalos de
la amiga invisible. Habían prometido dárselos la primera noche en el castillo.

¡Qué ganas tenían de abrir sus regalos!


Capítulo 2

James, el generoso

Alguien, en el exterior del aeropuerto, no perdía de vista a las personas que


iban saliendo del edificio de la terminal. Se le notaba impaciente y, de vez en
cuando, se ponía de puntillas y estiraba el cuello como si fuera un avestruz,
tratando de ver por encima de las cabezas y reconocer, entre la gente, al
grupo de estudiantes españoles.

James, algo impaciente, apretó una vez más su gorra con las dos manos. Los
cuadros marrones y azules se deformaron y la tela crujió, como quejándose,
pero el hombre no se dio cuenta: tenía toda la atención puesta en encontrar a
Miss Wells.

Siempre le producía mucha alegría y emoción volver a encontrarse con ella. Y


parecía como si la felicidad de volver a estar a su lado le pusiera un poco
nervioso.

Era la misma sensación que cuando se espera con muchas ganas un regalo y
se tiene prisa por tenerlo. Y es que la amistad es el mayor de los regalos, y
James y Miss Wells eran viejos amigos.

Cuando por fin la vio, James, queriendo dar buena impresión, se estiró un
poco la chaqueta del traje. Con una amplia sonrisa en la boca y una especie
de churro en la mano, forma que había adquirido la gorra de tanto apretarla,
se dispuso a ir a su encuentro.

Quiso ser amable y, tras cogerle la maleta, le preguntó que qué tal el viaje, si
necesitaba algo, que cómo se sentía. Luego, se colocó la gorra, que había
vuelto a su forma original tras alisarla varias veces. Lo hizo después de pasar
su mano por la calva para quitarse algunas gotas de lluvia: había comenzado
a llover.

A James no le importaba mojarse. De hecho era algo habitual en aquellas


tierras. Aun así pensó que Miss Wells podría haber perdido la costumbre de la
lluvia y sacó un paraguas. Lo abrió y cobijó en su interior a la profesora. Al
resto, les hizo una seña dejando caer su mano hacia adelante, como si
empujase el aire, indicándoles el lugar al cual debían dirigirse pues era dónde
tenía aparcado un autobús rojo de dos pisos.

James era un buen amigo de la familia Wells. Durante muchos años, le habían
confiado los temas más serios del castillo y nunca les había defraudado.

Siempre estaba dispuesto a hacerles cualquier favor, como llevar al médico a


los padres de Miss Wells en su coche antiguo, o hacerse cargo de la admisión
de visitas a la biblioteca del castillo. Cualquier otra tarea que pudiera surgir,
era realizada, con mucho gusto, por James.

En muestra de agradecimiento, los Wells le habían cedido unas habitaciones


del recinto medieval y el hombre se había instalado allí igual que si fuera su
casa de toda la vida. Sin duda, los padres de la profesora lo apreciaban y
querían tenerlo cerca.

James, aunque no era un chaval, mantenía el espíritu joven y le gustaba


contar chistes y hacer bromas. A su lado la risa estaba asegurada.

Había sido inventor y había viajado por todo el mundo tratando de vender sus
chismes. También sabía varios idiomas, entre los cuales estaba el lenguaje
que él llamaba «universal», es decir, el que todo el mundo entiende: la
sonrisa.

James solía decir que las llaves abren puertas, pero que las sonrisas abren
corazones. Eso era algo que había podido comprobar durante las décadas que
dedicó a viajar por el mundo.

De sus tiempos de inventor, aún conservaba, en un cobertizo del castillo,


varios artilugios que él mismo había fabricado. Latas de conserva que se
calentaban con la luz del sol, una máquina de hacer nieve, un globo terráqueo
del tamaño de una canica del que salía una melodía cada vez que giraba.

Un expendedor de buenos consejos y sabias frases, en el que había trabajado


varios años y que había tenido éxito mundial era el centro de atención de todo
aquel que visitaba el cobertizo. Además se podía seleccionar el idioma del
expendedor para que cualquier persona entendiera la frase o consejo que le
había tocado.

También tenía una estantería repleta de libros escritos con tinta invisible que
prometían contener historias increíbles, en cuyas tapas parecían moverse,
como si tuvieran vida propia, las ilustraciones y los títulos.

De sus viajes por el mundo, James se había traído lo mejor de cada cultura,
algún secreto y el corazón feliz.

Cuando Miss Wells le llamó por teléfono contándole que el día diez de agosto
le necesitaba en el aeropuerto de Heathrow, James hizo todo lo posible por
ayudar a su amiga. La profesora, bastante agobiada, pues no tenía mucho
tiempo para organizarse, le contó que llegaría a las once de la mañana con un
grupo de estudiantes, doce para ser exactos, y que necesitaba que les
recogiera para llevarles hasta el castillo. James la tranquilizó.

—Don’t worry, my dear. Trust me! —exclamó con energía, al otro lado del
teléfono, pidiéndole que confiara en él.

El hombre contactó con uno de sus amigos, uno de los tantos que tenía en
Londres. Su amigo le dejaría un autobús de dos pisos con las plazas
suficientes como para que cupieran todos los alumnos y sus equipajes.

James era una persona afortunada. Cuando pedía un favor, siempre aparecía
alguien dispuesto a hacérselo. Eso era lo normal para él.
El hombre, que era muy amable y servicial con todo el mundo, estaba
convencido de que las personas te tratan como tú las has tratado
anteriormente.

—Give to receive! It is my secret —aconsejaba a quien le preguntaba cómo


era posible que siempre tuviera a alguien dispuesto a ayudarle.

James aseguraba que para recibir había que dar, y además, hacerlo con
alegría. Ese era uno de los secretos que se trajo de sus viajes por el mundo. Y
aún había un secreto mayor que él mismo había comprobado: se suele recibir
más de lo que se da.

Antes de abrir la puerta del autobús, el generoso de James repartió entre los
alumnos una bolsita de bienvenida. Dentro había un pequeño bocadillo que
sería su escueta comida, una deliciosa chocolatina, una botella de agua y un
papel.

Le había llevado toda la tarde anterior rellenar las bolsas, hacer un lazo para
cerrarlas y colocar en su interior distintas frases fabricadas con su
expendedor de buenos consejos y sabias frases.

—¡Muchas gracias! —le dijo Celia a la que le chiflaba el chocolate.

—De nada, sé feliz este viaje —le contestó James en un español algo forzado.

Los estudiantes comieron en silencio, bueno, mejor dicho, devoraron la


comida. La verdad es que estaban hambrientos.

Cuando James abrió la puerta del autobús, un montón de alumnos se


agolparon en la entrada, tratando de entrar todos a la vez para coger los
mejores sitios: los asientos de atrás.

Hubo también revuelo por sentarse en los asientos de delante del piso de
arriba desde donde se tenían unas vistas privilegiadas.

Celia, Paula, Gretta, María y Blanca no habían estado nada rápidas por coger
los asientos de detrás, donde se hubieran podido sentar las cinco juntas y
tuvieron que sentarse como pudieron, en asientos de dos en dos. Una de ellas
se quedó sola.

—Si quieres siéntate tú aquí, con Paula —le ofreció Celia a Gretta que se
había quedado sin pareja de asiento.

—Gracias, Celia —respondió la chica—, pero no te preocupes por mí, estoy


bien así, tranquila. El viaje es corto y se me pasará en un abrir y cerrar de
ojos.

James sonreía mirando la felicidad que inundaba el autobús, pero como


debían ponerse en ruta enseguida, pidió un poco de orden y que cada uno se
sentase en un sitio.
En ese momento, alguien ocupó el asiento que quedaba libre junto a Gretta.

—Hola, Gretta, ¿te importa que me siente contigo? —preguntó Vicente


mientras se retiraba un mechón de pelo de la frente.

Vicente era un año mayor que Gretta. En septiembre iba a empezar primero
de la ESO y era el mejor jugador de baloncesto del equipo del colegio, gracias
a su altura y habilidad con la pelota. Paula lo conocía bien porque solían
coincidir en los entrenamientos.

—Claro, claro, siéntate aquí —le dijo la chica sin mucha intención de darle
conversación.

De repente Gretta se sintió observada y un cuchicheo le puso alerta: Olivia,


Camila e Isabella la estaban mirando con envidia, por lo que dedujo que
alguna de ellas estaba colada por Vicente.

¿Sería Olivia la que bebía los vientos por el chico? ¿Acaso era Isabella la que
pasaba la mayor envidia de su vida al ver que Vicente estaba sentado con
ella? ¿Era posible que Camila estuviera celosa al comprobar que el chico
había preferido ocupar el asiento junto a ella en lugar de ocupar el que
permanecía vacío a su lado?

Estos pensamientos le hicieron gracia y Gretta sonrió. Vicente, pensando que


le sonreía a él, le correspondió de la misma manera. Unos momentos un poco
incómodos se vivieron después, pues ni Gretta ni Vicente sabían de qué
hablar. Además «las brujas» no les quitaban ojo de encima, y esto a Gretta le
hacía sentirse algo molesta.

Por hacer algo, introdujo la mano en la bolsa y tocó un papel. Era el que
James había puesto dentro, junto con la chocolatina. El hombre les había
dicho que les entregaba una frase de sabiduría, «como alimento para el
alma».

—«Solo en silencio se pueden escuchar los corazones» —leyó la chica al


desplegar el papel.

—Qué frase más bonita —afirmó el chico, mientras asentía como si hubiera
comprendido todo el significado de aquellas palabras.

Gretta se quedó extrañada, nunca imaginó que a Vicente le pareciera bonita


una frase. Siempre le había parecido que pasaba de esas cosas, que era un
poco bruto. Estaba claro que había juzgado sus apariencias. Gretta pensó que
no le importaría conocerlo un poco mejor, incluso ser su amiga.

—¿Qué frase te ha tocado a ti? —preguntó Gretta.

Vicente sacó del bolsillo un papel y se lo entregó a Gretta. Parecía que ya la


había leído.

—Léelo en voz alta —pidió Vicente al tiempo que desdoblaba la nota.


—«Los verdaderos amigos aparecen cuando más solo te sientes» —leyó la
chica.

—Pues también es muy bonita —dijo Gretta mientras le devolvía el papel.

Las manos de ambos permanecieron por unos breves instantes sujetando el


papel con la frase de Vicente, uno de cada extremo. Era como si aquellas
frases les estuvieran tratando de decir algo que aún no podían comprender.
Algo que hablaba de una amistad sincera.

Olivia apretó los labios en señal de enfado, y casi se le saltan los moños de
pura envidia al ver que Gretta estaba hablando con Vicente con total
confianza. Entonces Gretta lo tuvo claro: era Olivia la que bebía los vientos
por Vicente.

El resto del trayecto, tanto Gretta como Vicente charlaron animados sobre el
verano y el colegio. El chico le iba contando cómo era sexto de primaria. Ese
curso tenía fama de ser un año duro y todos los alumnos lo temían. Vicente le
dijo que si estudiaba a diario estaba seguro de que sacaría muy buenas notas.

Paula les lanzó una bola hecha con el envoltorio de la chocolatina y acertó de
pleno en la cabeza de Vicente.

—¡Eh, Vicente! —llamó la atención del chico—. ¿Echaremos un partido de


baloncesto en el castillo? —preguntó Paula cuando el chico se dio la vuelta
dispuesto a enfadarse con quien le había tirado una bola de papel a la cabeza.

—¡Ey, Paula! Así que has sido tú. ¡Menuda puntería tienes! Apuesto lo que
quieras a que voy a ganar ese partido que propones —pronosticó el chico
mientras levantaba el pulgar.

—¡Eso habrá que verlo! Ja, ja, ja —exclamó Paula, divertida—. A ver si
llegamos pronto y buscamos la cancha de baloncesto.

El castillo estaba a unos pocos kilómetros en dirección norte desde el


aeropuerto y, tras atravesar bonitos paisajes, llegaron a un lugar donde las
aguas de un tranquilo lago reflejaban las nubes grises de tormenta.

—¿Has visto? El lago refleja el cielo en sus aguas —dijo Gretta.

—¡Mira! —Vicente señaló una construcción medieval—. Ese debe ser el


castillo, ¡es espectacular!

El autobús se llenaba de exclamaciones de admiración, y los ojos se abrían de


puro asombro. Majestuoso, el castillo reinaba en el tranquilo lugar, donde
daba la sensación de que el tiempo se había detenido.

Conforme el autobús se acercaba, Gretta podía ver más detalles: las ventanas
con cristaleras de colores, el musgo cubriendo las piedras del castillo, una
planta trepadora por la fachada principal como queriendo abrazar el muro.

—Parece un castillo de cuento —pensó la chica muy emocionada al ver las


altas torres y la enorme puerta.

Gretta cerró los ojos. Quería mantener en su memoria el castillo para luego
dibujarlo. En la maleta no había traído ni sus pinturas, ni sus lapiceros, ya que
hubieran ocupado mucho. Lo dibujaría en cuanto volviera del viaje.
Capítulo 3

Welcome!

La última maniobra para aparcar fue algo complicada: el autobús era muy alto
y había que evitar las ramas de los árboles para que no se rompieran.

James resopló y una gota de sudor cayó por su frente a causa del esfuerzo que
estaba haciendo. Giró el volante a la derecha, echó marcha atrás y, por fin,
inmovilizó el vehículo con el freno de mano.

—Well done! —exclamó Miss Wells tras la última maniobra.

Varios alumnos aplaudieron al habilidoso conductor. James se levantó de su


asiento, puso una mano sobre su abdomen y dobló el cuerpo hacia adelante.

—Thanks, thanks —dijo agradeciendo los aplausos con una reverencia.

Acostumbrado a conducir su coche antiguo, las nuevas dimensiones y la


altura del autobús no le resultaban conocidas. Aun así, tras varios intentos,
aparcó en la zona reservada a tal efecto, en uno de los laterales del castillo,
sin dañar los árboles ni ocasionar molestias.

Miss Wells dijo a los estudiantes que pronto alguien se haría cargo de sus
equipajes y que se los entregarían una vez hubieran hecho el reparto de las
habitaciones. Como cada maleta estaba marcada con el nombre y apellidos de
su dueño, no había riesgo de extravío ni confusión.

Al bajar del autobús, Gretta respiró profundamente.

—Me encanta este olor —dijo para sí, al reconocer el aroma de la tierra
mojada por la reciente lluvia mezclado con una fragancia de rosas.

Con el aroma a rosas, llegó hasta Gretta el recuerdo de la leyenda del jardín
del castillo Birstone.

La leyenda decía que a la primera dama que vivió en el castillo le encantaban


las rosas y se dedicaba a cuidar el jardín donde estas crecían junto a tréboles
de cuatro hojas. Cuando la dama enfermó, las rosas se marchitaron y solo
sobrevivieron los tréboles. En la actualidad, se creía que si los tréboles
dejaban de crecer, una fatalidad ocurriría a los habitantes del castillo. Por
este motivo, contaba la leyenda, había una persona encargada de cuidarlos. Y,
por lo visto, no lo hacía sola: se había visto la silueta de una dama acompañar
a esta persona, junto con un inexplicable olor a rosas.

Esa leyenda, junto a los rumores que iban de boca en boca en el colegio
referentes a que el castillo de Miss Wells tenía fantasmas, hicieron creer a las
chicas que el castillo tenía, al menos, el fantasma de la dama que cuidaba las
rosas.
Gretta recordó todo esto y también rememoró la tarde en que decidieron que
descubrirían si la leyenda tenía algo de cierto o era un simple cuento
inventado por alguien.

—Chicas, ¡qué bien huele! —anunció Celia al resto de amigas.

—Sí, es verdad. Es un olor como a rosas —remarcó Gretta la última palabra


para comprobar si alguna de sus amigas recordaba la leyenda.

Sin embargo, ninguna de ellas pareció darse cuenta de la relación entre el


olor a rosas y la leyenda. Parecía como si únicamente Gretta se acordara de
aquello.

Las demás andaban asombradas, con la boca abierta, maravilladas por la


belleza del castillo medieval.

Gretta quiso refrescar la memoria de sus amigas.

—A lo mejor ese olor a rosas tiene algo que ver con la leyenda del castillo —
propuso como dejándolo caer.

Los ojos de Blanca se abrieron de par en par.

—¡Oh, es verdad! —exclamó un poco asustada—, con tantas novedades se me


había olvidado.

Gretta respiró un poco más aliviada al comprobar que su amiga Blanca ya


recordaba, de nuevo, la leyenda.

—Tenemos mucho que averiguar —anunció Celia muy decidida—. No sé


vosotras pero yo no pienso irme de aquí sin saber qué hay de cierto en la
leyenda.

—Pero chicas, ¿en serio creéis que si los tréboles de cuatro hojas desaparecen
ocurrirá una desgracia a los habitantes del castillo? —no pudo evitar
preguntar Paula.

—Bueno, eso es lo que dice la leyenda. Y ahora los habitantes del castillo
somos nosotras, junto con los demás. Así que sería verdaderamente
interesante saber si es cierto o no —determinó María.

—Además, está el tema de los fantasmas. Si la leyenda es cierta, también


sería muy probable que en el castillo hubiera al menos un fantasma —
concluyó Gretta.

El ruido de varias palmadas sacó a las chicas de sus divagaciones. ¡Plas, plas,
plas!, sonaron las manos de Miss Wells una contra otra.

—Form a line, please! —exclamó la profesora para que formaran una fila.

En orden, los alumnos fueron entrando al castillo y se colocaron al pie de una


gran escalera, en cuyo centro, una alfombra roja parecía una enorme lengua,
una boca gigante haciéndoles la burla.

Al final de la escalera, una persona con un micrófono en la mano carraspeaba


para aclararse la voz mientras esperaba a que los alumnos estuvieran dentro.

Los pasos de los estudiantes sobre el suelo de mármol resonaban con eco y
parecía que en vez de doce, eran el doble. Las vidrieras de las ventanas
dejaban pasar la luz de la tarde. Al otro lado del cristal se adivinaba la silueta
de un búho, con un par de largas plumas sobresaliendo a cada lado de la
cabeza, como si fueran dos orejas.

Doña Anastasia, que era el ama de llaves, permanecía sujetando el micrófono


y se apoyaba, a cada rato, sobre el pasamanos de la escalera. Movía el dedo
índice en el aire, tratando de contar a los alumnos, y parecía que estaba
tocando las teclas de un piano imaginario. Como solía perder la cuenta, de vez
en cuando, tenía que volver a empezar.

Miss Wells le hizo un gesto indicándole que ya estaban dentro todos los
alumnos, y doña Anastasia dejó de mover el dedo en el aire.

La puerta se cerró sola cuando Blanca, que era la última, accedió. Esto le
causó cierto temor y tuvo que frotarse los ojos porque no se creía lo que veía.
¿Era posible que la puerta se hubiera cerrado sola? ¿Sería cosa de fantasmas?

—¿Has visto eso? —preguntó muy extrañada a Celia.

—¿El qué? —dudó Celia.

—La puerta se ha cerrado sin que nadie la empujara. Por lo menos, nadie que
veamos a simple vista —la chica señaló sus ojos.

Celia no le prestaba demasiada atención.

—Estoy empezando a tener miedo. —Blanca insistió, aquello le había dado


miedo pues había recordado los rumores que circulaban alrededor del castillo
—. Ya sabes lo que se cuenta en el colegio acerca de las apariciones en este
mismo lugar, ¿no?

—Vamos, vamos, ¿de verdad crees que ha sido obra de un fantasma? —le
preguntó Celia que había visto a doña Anastasia sacar de uno de sus bolsillos
un mando a distancia y oprimir el botón para cerrar la puerta—. Perdona que
me ría, ja, ja, ja, pero es que tú ¡flipas!

—Silence, please! —pidió Miss Wells algo molesta por el cuchicheo de las dos
chicas.

Anastasia apoyó el micrófono en una repisa y guardó en su bolsillo el mando a


distancia con el que había cerrado la puerta. Luego, cogió un cuaderno de
hojas amarillentas y tapas de piel marrón.
Visto desde abajo, a Gretta le pareció un cuaderno de hechizos y su gran
imaginación le hizo pensar que, tras abrir la libreta y encontrar el conjuro,
aquella mujer les convertiría en ranas y pasarían el verano croando en el
bonito lago que había visto desde el autobús. Sin embargo, nada de eso pasó.

Cuando la mujer encontró la página donde estaban escritos los nombres de


todos los participantes al campamento, cogió nuevamente el micrófono y se
puso las gafas para leer de cerca.

Los alumnos, al escuchar su nombre, levantaban la mano. De esta manera,


doña Anastasia supo que estaban todos. Entonces cerró el cuaderno y
comenzó a hablar.

—Welcome! —anunció mientras sonreía. Y continuó su discurso en castellano


—. La alegría de que hayáis depositado vuestra confianza en el equipo del
castillo nos llena de ilusión. Es un placer teneros en nuestras dependencias.

—¿Tú te enteras de algo? Esta señora habla muy raro. ¿Qué dice de
«dependencias»? ¿Qué son esas cosas? ¿Había que traerlas? Uf, a mí desde
luego no me las han metido en la maleta, de eso estoy segura —dijo en voz
baja Celia a Blanca dándole un pequeño codazo.

—Ahora tendría que ser yo la que me riera, ¿no? —le contestó Blanca que
estaba algo molesta por la respuesta que antes le había dado su amiga—. Con
«dependencias» se refiere a las habitaciones del lugar, a cada uno de los
espacios. Es como decir que es un placer tenernos en el castillo.

—Ah, ya entiendo. Pues vaya manera más rara de hablar —dijo Celia un poco
cortada.

—¡¡¡Chsss!!! —pidió silencio alguien desde algún lugar.

La voz de Anastasia llegaba clara desde arriba, pero el murmullo de las dos
chicas entorpecía la escucha.

Tras agradecerles su presencia, doña Anastasia pasó a explicar aspectos


prácticos del campamento. Horarios, zonas del castillo, costumbres, etc.

Miss Wells miró fijamente a James y este se sintió observado. Su amigo se


encogió de hombros y levantó las palmas de las manos hacia arriba como
diciendo ¿qué pasa?

A Miss Wells le hizo gracia el gesto y se tapó la sonrisa con una mano. Luego,
señaló algo. Entonces James levantó el pulgar. Había comprendido lo que
Miss Wells le indicaba: tenía que coger una caja que estaba al pie de la
escalera y que contenía unos folletos.

Mientras el cansancio de los alumnos se hacía visible (varias bocas se


abrieron y un suspiro se escuchó como un estruendo), James repartía la guía
del castillo. En el folleto había un plano para que los alumnos supieran dónde
estaban los dormitorios, las clases, el aula de estudio, los aseos, las escaleras,
el jardín, etc.

Las chicas miraron un rato el plano. Paula, que estaba impaciente por jugar el
partido con Vicente, buscaba la cancha de baloncesto. Blanca señaló con un
bolígrafo la biblioteca e intentó encontrar el camino que le llevaría a su
particular paraíso. Gretta buscaba en el plano el aula de arte, pensaba que tal
vez allí hubiera material para dibujar el castillo. Mientras tanto, Celia quería
encontrar a toda costa el aula de música, que se imaginaba llena de un
montón de fantásticos instrumentos. María sonrió al descubrir una habitación
destinada a representaciones de obras de teatro. Eso dedujo al ver un símbolo
de una cara sonriendo y otra triste.

¡Qué buena pinta tenía el castillo con todas esas dependencias dedicadas a las
aficiones de cada una de las amigas!

Sin embargo, ellas aún no lo sabían, pero una gran decepción les esperaba en
los dormitorios.
Capítulo 4

Confía en mí

El hecho de que los dormitorios solo tuvieran dos camas supuso un problema
para las cinco amigas. Su ilusión de dormir todas juntas se rompió en mil
pedazos cuando doña Anastasia les indicó que les dejaba un tiempo para que
escogieran pareja.

—Please, please, please —suplicaba María a Miss Wells pidiéndole que hiciera
una excepción.

Todas trataron de convencer a la profesora: con lo grande que era el castillo,


seguro que en algún lugar había una habitación donde cupieran todas.

Miss Wells les explicó que el problema no era que no hubiera espacio,
ciertamente el castillo era muy grande.

Lo malo era que si hacía una excepción con ellas, los demás alumnos también
podrían pedir un cambio de habitación, lo que supondría un gran
inconveniente para el orden del campamento.

—En eso tiene razón la profesora —asintió María comprensiva, aunque algo
fastidiada—. Seguramente Olivia, Isabella y Camila también se querrían poner
juntas.

—¡Ni las nombres! —exclamó Celia—. ¿Sabes que una de nosotras se va a


tener que poner en la habitación con una de ellas?

—¡¿Por qué?! —se preocupó Paula que no se había dado cuenta de que ambos
grupos eran impares, por lo que una chica de cada grupo quedaba suelta.

—Las matemáticas no fallan: haz el reparto —propuso Gretta.

—El resto son los chicos y son número par —apuntó María.

—Qué suerte tienen —murmuró Celia—, ni Vicente, ni Jorge, ni Lucas, ni


Miguel van a tener que aguantar a «las brujas» cerca. Creo que voy a tener
pesadillas.

Luego, se echó a llorar.

—Prefiero coger ahora mismo un avión de vuelta que estar con una de ellas
como compañera de habitación —determinó Celia al tiempo que sacaba un
pañuelo y se sonaba la nariz.

Gretta se puso a su lado e intentó tranquilizarla.

—Tampoco es tan grave, Celia, no te pongas así —trató de que la chica


reflexionara.
—Claro, para ti es muy fácil decirlo. —Celia se quitó las gafas para que no se
le mojaran con las lágrimas—. Contigo nunca se han metido, ni se han burlado
de ti.

—Bueno, Celia, no te preocupes, te entiendo —dijo al tiempo que miraba en


todas las direcciones buscando a Miss Wells.

—¿Dónde va? —preguntó Paula, mientras seguía con la vista a Gretta.

Los alumnos permanecían aún en el vestíbulo del castillo, al pie de la gran


escalera. Doña Anastasia les había dado unos minutos para que formaran
parejas y le dijeran a Miss Wells quiénes iban a compartir habitación.

La profesora iba de aquí para allí apuntando en una hoja los nombres y
asignando un número a cada pareja. Doña Anastasia les daría la llave, una vez
subieran las escaleras.

Gretta volvió con las demás, que seguían pensando una solución al problema
de las habitaciones.

—¡Solucionado! —exclamó con una sonrisa un poco forzada.

A la chica tampoco le hacía ninguna gracia tener que pasar esos días en la
misma habitación que una de «las brujas», pero prefería eso a ver tan triste a
Celia.

Gretta miró fijamente a su amiga.

—Confía en mí —le susurró—. Seré yo quien duerma con una de ellas, no te


preocupes.

—¿En serio has hecho esto por mí? ¿De verdad te has apuntado con una de
ellas? —dijo la chica, secándose las lágrimas.

Gretta vio la esperanza en los ojos de Celia.

—No te preocupes, haré todo lo posible por escaparme por las noches. Espero
que en tu habitación haya un hueco para mí. Prometo no cogerme toda la
almohada —dijo guiñándole un ojo.

—¡Oh, Gretta!, claro que confío en ti, eres una amiga estupenda —le confesó
Celia con lágrimas en los ojos, esta vez de la emoción.

—Todas te estamos agradecidas. Si no hubieras sido tú, cualquiera de


nosotras hubiera tenido que ocupar el lugar en esa habitación —reconoció
Blanca—. Pero creo que hubiera sido más justo que lo hubiéramos echado a
suertes.

—No tenemos tiempo —le aclaró Gretta—. No lo penséis más. Lo dicho:


espero poder escaparme por las noches. No soportaría los ronquidos de una
bruja.

—Ja, ja, ja —rieron todas a la vez.

—¿Ya sabes con quién te ha tocado? —preguntó Paula.

Miss Wells subía las escaleras por el centro pisando la alfombra roja. Llevaba
en las manos una lista con las parejas de habitación. Solo dos de esas
personas eran compañeras de cuarto a la fuerza, pero no quedaba otro
remedio. Tal vez el próximo año pudiera poner solución al tema de las
habitaciones, pero este año se le había echado el tiempo encima y en el
castillo las habitaciones de invitados estaban organizadas así, con un par de
camas y un par de pequeños armarios en cada estancia.

—Creo que falta muy poco para saberlo —dijo la chica cruzando los dedos.

—Atención —pidió doña Anastasia mientras un desagradable pitido salía por


el micrófono.

Los alumnos se taparon los oídos todos a la vez, debido al molesto estruendo.

—Uy, vaya ruido. En fin, cuando diga los nombres de las parejas de habitación
tenéis que subir aquí a recoger las llaves. Después, se os llevará hasta
vuestras alcobas —explicó doña Anastasia con un poco de prisa. Estaba
deseosa por finalizar esos trámites. Aún tenía que hacer muchas cosas para
luego poder ver tranquilamente una serie que la tenía enganchadísima y que
no se perdía por nada del mundo.

—Miguel y Lucas, habitación del ala norte, número 1. Vicente y Jorge,


habitación del ala sur, número 13. Paula y María, habitación del ala norte,
número 2. Celia y Blanca, habitación del ala sur, número 14. Camila e
Isabella, habitación del ala norte, número 3. Olivia y Gretta, habitación del ala
sur, número 16 —leyó todo lo rápido que pudo.

Olivia se adelantó a Gretta y se retocó los moños antes de subir por la


escalera. Sin querer, tropezó con la alfombra y Gretta, en un gesto instintivo,
acudió a sujetarla para que no cayera.

—Gracias, pero no hace falta que me ayudes. No soy una patosa que se va
cayendo a todas horas —le dijo Oliva que se había puesto colorada de solo
pensar que se caía y hacía el ridículo delante de Vicente.

La cosa no podía haber empezado peor, pensó Gretta. Y suspiró.


Capítulo 5

Las estrellas de la amistad

Tras acomodarse en las habitaciones y deshacer las maletas, llegó la hora de


cenar. El comedor estaba en la planta baja del castillo y se formó bastante
jaleo cuando los estudiantes bajaron todos a la vez por las escaleras,
retumbando los pasos a cada peldaño.

Doña Anastasia pidió un poco de orden y silencio, no era esa manera de


comportarse.

—Haced el favor de bajar despacio y en silencio. Más que niños parecéis


caballos. ¡Qué barbaridad! —se quejó mientras se tapaba los oídos con ambas
manos.

Al entrar en el comedor, el olor de los deliciosos platos daba la bienvenida al


grupo. Una larga mesa de madera, en la parte central, con un delicado mantel
de lino, guardaba varias fuentes de alimentos, jarras con agua y cestas con
diferentes tipos de pan. El conjunto quedaba iluminado por una enorme
lámpara que colgaba del techo, suspendida a escasos metros del mantel.
Aquella lámpara era una antigüedad y, a decir verdad, daba un poco de
miedo. De sus brazos salían varios candelabros y parecía un pulpo sujetando
un ramo de velas.

Los alumnos fueron colocándose a ambos lados de la mesa sin dejar de mirar
la enorme lámpara. La luz se reflejaba en las jarras de latón salpicando la
superficie de destellos. En el interior de los recipientes, varios hielos
chocaban con el metal cada vez que alguien se servía agua. Los platos tenían
el escudo del castillo y los cubiertos estaban marcados por una «W», muy
bonita, que representaba la inicial de la familia de los Wells.

Los cocineros del castillo habían preparado una cena de bienvenida


consistente en varias fuentes con verduras, carne y arroz con salsas,
colocadas en el centro de la mesa, todo para compartir. También había un
postre sorpresa: una fuente de chocolate donde los alumnos podrían bañar
sus piezas de fruta y un pastel de zanahorias, muy esponjoso, para acompañar
con un buen vaso de leche, si se quería.

—Llevas la boca manchada de chocolate —le dijo Gretta a Celia que había ido
tres veces hasta la fuente a bañar unos gajos de mandarina.

Celia se limpió.

—Estoy llenísima —aseguró dejando a un lado la servilleta y llevándose la


mano al estómago.

Todos tenían tanta hambre que terminaron de cenar muy pronto. Antes de
que se fueran, Miss Wells les recordó las instrucciones: era hora de descanso,
no debían correr los pasillos y, a las nueve, las luces se apagarían. Con los
estómagos llenos, los alumnos se fueron a sus habitaciones compartidas y se
dedicaron a descansar.

Al cabo de un rato, Paula y María, que compartían habitación, se hicieron una


seña: había llegado el momento. Con cuidado, giraron el pomo de la puerta,
miraron a los lados del pasillo y salieron.

—No hagas tanto ruido o nos descubrirán —susurró Paula a María.

Cuando las chicas abandonaron su habitación, el reloj de cuco había dado las
nueve. Un pajarillo de madera había salido y entrado de su casita en el reloj y
emitido un trino por cada hora marcada. A esa hora las luces debían estar
apagadas y todos los alumnos debían estar ya en sus camas, dispuestos a
dormir, tal y como había dicho Miss Wells.

Pero las chicas tenían otros planes. El pasillo que unía el ala norte con el ala
sur de la planta donde estaban los dormitorios estaba oscuro y en silencio, y
solo el rítmico uh-uh de un búho sonaba al otro lado de las ventanas, como si
anunciara un peligro o les indicara que tuvieran cuidado.

—Está muy oscuro —susurró María sujetándose al brazo de Paula—, tengo


miedo.

La moqueta del pasillo amortiguaba los pasos de las chicas. La luz bajo la
puerta de la habitación de Miss Wells delataba que la profesora seguía
despierta.

—Igual deberíamos esperar a que se durmiera. Si nos pilla fuera de la


habitación… —propuso María, que ya no sabía cómo sujetar un paquete para
que el papel no hiciera ruido.

—El reloj ha dado las nueve, nos están esperando en la habitación de Celia y
Blanca. Venga, vamos —dijo Paula tirando de la camiseta del pijama de María.

Como no veían nada, Paula encendió la linterna. La luz iluminó las paredes
donde varios retratos de los antepasados de la familia Wells miraban a las
chicas con rostro serio. María y Paula, al pasar, giraban la cabeza hacia otro
lado pues preferían no ver aquellas caras tan serias que parecía que les
estaban riñendo por haberse escapado de la habitación.

Por fin, tras doblar la esquina y continuar por otro pasillo, llegaron al ala sur.

—¿Cuál era el número de la habitación? —preguntó María, dudando si era el


14 o el 16—. No me gustaría nada que nos confundiéramos de dormitorio.

—Sin duda, es el número 14 —afirmó Paula—, como mi número de camiseta


en el equipo de baloncesto.

Paula tenía mucha facilidad para hacer este tipo de asociaciones y era una
verdadera máquina recordando datos.
Cuando encontraron la puerta con el número 14, hizo la señal acordada para
que les abrieran: colocó su linterna en la ranura de debajo de la puerta y
encendió y apagó cinco veces la linterna. Así, Blanca, que estaba pendiente de
cualquier ruido o señal, vería la luz colarse por la rendija. Entonces, y solo
entonces, abriría.

—Pasad, pasad —susurró Blanca.

En el centro de la habitación, Blanca y Celia se habían esmerado en colocar


las almohadas y varios cojines.

—Así se parecerá, un poco, a nuestra casa del árbol —había propuesto Celia,
algo nostálgica, recordando los cojines que ponían por el suelo en sus
reuniones.

—¿Ya estamos todas? —preguntó Paula, impaciente.

—Falta Gretta —contestó Blanca—. Es la que más difícil lo tiene para


escaparse.

En la habitación número 16, Olivia se cepillaba el pelo frente al espejo del


baño mientras Gretta, metida en su cama, se hacía la dormida. Sin darse
ninguna prisa por salir del aseo, Olivia canturreaba una cancioncilla de su
grupo favorito.

Mientras, en la habitación 14, el resto de amigas se impacientaban por la


llegada de Gretta.

—Ya son las nueve y diez —dijo Celia tras encender la luz de su reloj y
consultar la hora.

—Qué raro, la luz de la habitación de Gretta y Olivia estaba apagada —


observó Paula.

—Ya, bueno, pero si alguna de ellas está en el baño no la veríais —apuntó


Celia.

En la habitación de Gretta, Olivia salía del lavabo con su antifaz para dormir
puesto sobre la cabeza, a modo de diadema. Tras encender la luz, sin
importarle que con este gesto pudiera molestar a Gretta, llegó hasta su cama,
se quitó las zapatillas y la abrió retirando las sábanas. Una vez dentro, apagó
la luz con un interruptor que había al lado de su cama. Luego, se puso el
antifaz de tela de raso morado sobre los ojos y se colocó en posición de
dormir.

Gretta pensó que se le estaba haciendo tarde. Por la ventana, desde su cama,
veía el cielo. Se fijó en un grupo de estrellas que parecían lucir con más
fuerza y eso le hizo pensar en su grupo de amigas. Ellas también eran cinco.
Si unía sus destellos, aquellas estrellas formaban una «W».

La respiración de Olivia se hizo más fuerte y Gretta, con mucho cuidado, se


levantó de la cama y puso su cara cerca de la de Olivia: quería comprobar si
su compañera de habitación dormía. Así era. Cogió la linterna que tenía
escondida debajo de su almohada y, después, un paquete. Luego, salió de la
habitación cerrando la puerta muy despacio.

Antes de irse, había colocado la almohada dentro de la cama, tapada con las
sábanas, como si fuera una persona. De esta manera, si Olivia se despertaba
vería un bulto y pensaría que era ella. Tenían prohibido salir de las
habitaciones por la noche y Gretta estaba segura de que Olivia se chivaría en
caso de que la descubriera.

Gretta pasó por delante de la habitación número 15, que era la habitación de
Ada, y contuvo la respiración. Delante de la puerta 14, hizo las señas con la
linterna y Blanca se apresuró a abrir.

Como las puertas eran antiguas, un ligero crujido sonaba cada vez que se
abrían, por eso, Celia había puesto en los goznes un poco de crema hidratante
para amortiguar el roce y que no sonaran.

—Por fin estamos juntas —se alegró Celia, que había temido que esa reunión
no pudiera celebrarse.

—¡Sííí! —exclamó Paula emocionada.

—Chsss. —Blanca se puso un dedo sobre los labios—. No habléis tan fuerte,
Ada está en la habitación de al lado y podría oírnos.

Las chicas se abrazaron formando un círculo.

—¿Nos damos los regalos? ¡Estoy impaciente por saber si a mi amiga invisible
le gusta el regalo que compré! ¿Habré acertado? Espero que sí. —María no
paraba de hablar, había dejado a un lado todos sus miedos y se sentía a salvo
en la habitación de sus amigas.

Muy ilusionadas, colocaron los regalos en el centro de la habitación. Cada


paquete tenía una pegatina con el nombre de la destinataria, escrito a
ordenador, para que no reconocieran la letra de ninguna: no debían saber
quién había hecho cada regalo. Así era el juego.

María guardaba en su regazo una bolsita con cinco pequeños regalos, que no
había colocado en el centro.

—Cada cosa a su debido tiempo —le respondió a Paula cuando preguntó por
el contenido de la bolsa.

Las cinco amigas se lanzaron a coger el regalo con su nombre. Tuvieron que
desenvolverlos muy despacio, despegando el celo sin llegar a romper el
envoltorio para no hacer ruido, pues el papel hubiera crujido al romperlo.

Una linterna, colocada entre los cojines, iluminaba un poco la estancia, lo


suficiente para ver pero no ser descubiertas.
Gretta se llevó las dos manos a la boca para reprimir una exclamación de
alegría y tan solo le salió, de entre los dedos, un «¡qué bonitaaa!» al ver su
pequeña lámpara de lava a pilas. Al encender un interruptor, una luz salía del
interior de la lámpara y la lava, flotando, iba cambiando de color y de forma,
por lo que Gretta también podría jugar a imaginar formas con ese maravilloso
regalo de la amiga invisible. Estaba claro que la conocía muy bien y sabía que
todo lo que tuviera colores le chiflaba.

La siguiente en quedarse asombrada fue Blanca, tanto que casi le costó un


esfuerzo adicional leer lo que ponía en la tapa del libro. Al final, con voz
temblorosa de alegría, leyó «Diario de los deseos».

Seguramente en esas hojas sería donde la chica daría rienda suelta a su


pasión por la escritura y escribiría sus deseos.

—Una vez leí en un libro que el primer paso para que los deseos se cumplan
es escribirlos —recordó Blanca.

—Pero… digo yo que no bastará con escribirlos, ¿no? —se sorprendió María.

—Ja, ja, ja. No, claro, solo he dicho que es el primer paso. Aunque yo creo que
escribirlos es, en realidad, el segundo paso. El primero sería saber cuáles son
tus verdaderos deseos. Lo cual, a veces, no es nada sencillo —afirmó Blanca
recordando todas las veces que había dudado si quería una u otra cosa.

—Pues es verdad, yo a veces soy muy indecisa y al final me quedo sin nada —
acertó a decir María.

—¡Qué casualidad! —se extrañó Blanca—. Acabo de recordar la frase que


James puso en mi bolsita de bienvenida. ¿Recordáis el papel junto a la
chocolatina?

—Sí, estaba muy rica —contestó Celia—. ¿Qué decía tu chocolatina? Quiero
decir, ¿qué decía tu nota?

—«Un deseo verdadero se cumple cuando lo sientes en tu corazón» —dijo


Blanca.

Gretta, en ese momento, se acordó de su frase: «Solo en silencio se pueden


escuchar los corazones».

A lo mejor era verdad que si estabas en silencio podías escuchar los latidos de
tu corazón, tumtum, tumtum. Pero la frase no se refería a eso, sino más bien a
que cuando estás tú sola, en silencio, es cuando puedes pensar sin
interrupciones y así saber tus deseos. Eso era, al menos, lo que Gretta había
entendido. También se acordó de Vicente y recordó a Olivia loca de celos al
verlos juntos.

—Yo tengo que darme prisa, os recuerdo que en mi habitación una bruja
puede despertarse y coger la escoba —dijo Gretta medio en broma.
—Pues quédate aquí a dormir —propuso Blanca.

Celia sacó un libro de dentro del envoltorio, acercó la linterna hasta la


portada y leyó el título.

—¡Guau! Es justo lo que quería: «Todo tests» —dijo mientras pasaba las
páginas—. «Test de personalidad, ¿cómo eres? Test de la amistad, ¿qué tipo
de amiga eres? Test de ecología, ¿sabes cuidar el medio ambiente?».

Paula alucinó al ver su regalo, ¡era genial!

—¡Plastilina fluorescente que brilla en la oscuridad! —exclamó—. Hacía


tiempo que le había echado el ojo y estaba ahorrando para comprármela.
Ahora que la tengo, os advierto: preparaos para una lluvia de bolitas
luminosas, chicas.

Por último, María, que ya había abierto su regalo y lo sostenía entre sus
manos, habló.

—Lo primero que voy a meter en esta caja de los recuerdos es este momento
tan especial en el que estamos juntas, aunque lejos de nuestras casas —dijo
melancólica—. Sois las mejores amigas que jamás podría tener. Gracias a todo
lo que hicisteis por mí, ahora estamos en este campamento. Sois geniales.

Todas se emocionaron un poco. María, que había pasado los días previos al
viaje algo misteriosa y casi no había querido quedar con las chicas, les
confesó que, durante ese tiempo, había estado en la casa del árbol
preparando una sorpresa.

Cogió la bolsita que guardaba en su regazo y que no había colocado en el


centro, y entregó a cada una de sus amigas un regalo. Ella, a su vez, se quedó
con otro. Dentro había unas bonitas pulseras que María había hecho con
cintas y decorado con colgantes. Era muy habilidosa y le encantaba hacer
cosas de manera artesanal. Pero, lo mejor de todo, es que las pulseras de la
amistad estaban hechas con mucho cariño.


Capítulo 6

Fabricar un tesoro

—Desde luego, todas hemos dado en el clavo con los regalos —dijo María—,
está claro que nos conocemos a la perfección y sabemos los gustos de las
demás.

—Sí, así es. La amistad te hace conocer bien a tus amigas, saber cuáles son
sus virtudes y sus defectos. También a aceptarlas como son, con sus cosas
buenas y malas. Nadie es perfecto —concluyó Gretta.

En ese momento, María se acordó de la carta que Gretta le había escrito, la


que le dio en la fiesta de fin de curso. Ese día, María estaba muy triste y
pensaba que no tenía ninguna virtud, ni cualidad. Estaba convencida de que
no tenía nada bueno. Gracias a esa carta, María había descubierto que tenía
bastantes cosas buenas. La chica guardaba aquellas letras como un tesoro
muy valioso.

—Chicas, acabo de tener una idea —dijo de repente como si una bombilla se
hubiera encendido encima de su cabeza.

—Cuenta, cuenta —le pidió Blanca, impaciente.

—Ya que nos conocemos tan bien y como a veces se nos olvidan las cosas
buenas que tenemos, propongo que durante este campamento fabriquemos un
tesoro —propuso María, muy convencida.

La cara del resto de las chicas tan apenas se veía pues la débil luz de la
linterna no era suficiente para alumbrar más allá del centro de la habitación,
pero a buen seguro todas tenían un gesto de sorpresa.

—¿Cómo dices? ¿Fabricar un tesoro? —se extrañó Blanca—. No tengo nada de


oro para hacer monedas, ni tampoco sabría cómo hacerlas tan redondas e
iguales. Los trabajos manuales no son mi fuerte, ya lo sabes.

—Sí, eso, un tesoro, fabricarlo… —repitió Paula las palabras por ver si, al
decirlas, entendía un poco más la propuesta de María.

—No, no me refiero a ese tipo de tesoros —rio María—. Hay tesoros que no
son de oro y que solo brillan en el interior de las personas.

—Vaya, cada vez estoy más perdida. Por ejemplo, mi flauta es de metal y si le
da la luz brilla aunque no es de oro y, por supuesto, para mí es como un
tesoro —dijo Celia.

—¿Ves? Ahí has acertado: no todos los tesoros son de oro. Todas las personas
tenemos un brillo en nuestro interior que son nuestros dones y virtudes.
Aquello que nos caracteriza y que hacemos muy bien —explicó María.
—¡Ah, ya te entiendo! —exclamó Gretta que hasta ese momento había
permanecido atenta y en silencio.

—A mí me ayudó mucho recordarlos al leer la carta que Gretta me escribió y


que me dio este mismo verano, cuando tenía el disgusto por haber
suspendido. Ya sabéis que me sentía fatal, no solo conmigo misma sino
también con el mundo. Al recordar lo que hago bien, me di cuenta de que en
mi interior había cosas buenas y me sentí mejor para solucionar ese problema
—se sinceró María.

Gretta miró a su amiga y sonrió. Se acordaba muy bien de ese momento, en la


fiesta de fin de curso, cuando le entregó la carta que había rescatado de su
taquilla al ordenarla y limpiarla, y que había estado dentro del cuaderno de
Ciencias Naturales.

—Propongo fabricar ese tesoro: una carta donde nos digamos lo mejor de
cada una —concluyó María.

—Me parece una idea fantástica. ¡Sí, sí y sí! —asintió Paula mientras movía
las manos en un gesto como de aplauso, pero sin llegar a chocar una mano
con otra, pues debían mantenerse en silencio.

—A mí también me parece muy bien. De esta forma, cuando dudemos de


nuestras virtudes, leeremos la carta y volveremos a confiar en nosotras
mismas —apuntó Gretta.

Celia y Blanca también estuvieron de acuerdo. Lo de escribir era algo que a


Blanca le encantaba y ver que sus amigas iban a hacer algo que para ella era
más que una afición, le emocionaba.

—Bien, propongo que para que haya cierto orden y que al final cada una
tengamos nuestra hoja de dones, preparemos una carta para cada una.
Cogeremos cinco folios y escribiremos arriba nuestros nombres. Los
guardaremos en esta habitación, dentro del armario, lejos de miradas cotillas.
Poco a poco podremos ir escribiendo, cada una de nosotras, las virtudes de
las demás —propuso María.

—¿Qué os parece si cada día dedicamos unos minutos a escribir algo en esas
hojas? Por ejemplo, antes o después de las reuniones de cada noche —
continuó Blanca.

—Sí, sería como un ratito al día para pensar cosas buenas de las demás, o
para poner por escrito lo que durante el día hemos ido descubriendo —pensó
Celia en voz alta.

—Así, el último día del campamento, cada una podrá recoger su hoja de dones
y guardarse ese gran tesoro que habremos hecho entre todas —terminó de
decir María.

Unos pasos al otro lado de la puerta pusieron alerta a Paula que, en un acto
reflejo, apagó la linterna con rapidez. El corazón de las chicas latía rápido,
pensando que ese sonido de pasos se acercaba a la habitación.

El reloj de cuco dio la una y los pasos se alejaron, al tiempo que una puerta se
cerraba.

—¡Qué susto! Por un momento pensaba que Miss Wells nos había pillado y
que nos iba a caer una buena bronca —dijo Celia.

—Será mejor que nos vayamos ya a dormir —propuso Gretta—, es muy tarde.
Mañana que cada una traiga una hoja con su nombre. Comenzaremos así a
fabricar nuestros tesoros.
Capítulo 7

Recuerdos

Al final, Gretta se había quedado a dormir en la habitación de Celia y Blanca.


De ninguna manera quiso volver a la suya, con Olivia. Poco antes de darse las
buenas noches, colocó la lámpara de lava en la mesilla y se dedicó a ver la luz
de diferentes colores hasta que se quedó dormida.

El despertador de su reloj de muñeca sonó antes que el de las demás. Gretta


necesitaba más tiempo: debía regresar a su habitación. Así que, sin despertar
a sus amigas, se calzó y deshizo el camino que la noche anterior le había
llevado hasta la habitación número 14 del ala sur.

Por un lado, temía encontrarse con alguien, ¿qué excusa pondría si Ada o
Miss Wells la veían tan temprano caminando por los pasillos? Tal vez pudiera
decir que no tenía pasta de dientes y había ido a pedir a sus amigas porque
usaban la misma que ella… Por otro lado tenía miedo de que, al llegar a su
habitación, Olivia la estuviera esperando despierta y la amenazara con
chivarse. Podría incluso chantajearla e intentar tenerla todo el campamento a
sus órdenes.

—Eso —se dijo para sí Gretta—, jamás ocurrirá: prefiero mil veces que Miss
Wells me castigue que dejarme chantajear por nadie —determinó la chica
totalmente segura. No le iba a dar a Olivia ningún poder.

Gretta nunca se había dejado manipular por nadie, ese era parte de su
encanto. No iba a pasar por el aro de ser diferente a como era por el hecho de
agradar a los demás. Ni iba a permitir que Olivia le amargara la vida con
amenazas. Si llegaba a la habitación y Olivia se daba cuenta de que había
pasado la noche fuera y se quería chivar, que lo hiciera.

—Llegado el caso, preferiría el castigo de la profesora que las amenazas


constantes y los chantajes de Olivia —se dijo y se tranquilizó.

Cuando Gretta entró al dormitorio, Olivia roncaba como un león, así que la
chica retiró la almohada que había metido entre las sábanas y se fue a
duchar. Necesitaba despejarse. Entre unas cosas y otras, tan apenas había
logrado dormir cinco horas.

Ya en clase, Gretta tenía tanto sueño que los párpados le pesaban como
ladrillos. No paraba de bostezar. Todo el sueño del mundo se acumulaba en
sus ojos y veía la pizarra borrosa, como a través de una capa de niebla. A
ratos se abría los ojos con los dedos. Otras veces, los cerraba un ratito porque
no podía más y aunque trataba de hacer todo lo posible para que nada
delatara su cansancio, estaba segura de que tenía una cara de sueño digna de
espanto.

A duras penas apuntó en su cuaderno el significado de una palabra, mientras


Miss Wells escribía en la pizarra una larga frase en inglés.
El corazón que colgaba de la pulsera que se había colocado la noche anterior
en la mano derecha y que era un regalo de María, chocaba una y otra vez con
la mesa mientras escribía y hacía un armonioso ruido, como si alguien llamara
a una pequeña puerta, tic-tic-tic. Eso la ayudaba a despertarse pero, aun así,
Gretta decidió cambiársela de mano. En la izquierda, no chocaría contra el
pupitre y no se estropearía con el roce.

Quería que esa pulsera fuera para siempre, como la amistad que unía al
grupo. Al igual que el roce con la mesa podría estropear el adorno de metal,
los roces entre las amigas podían estropear su amistad y eso era algo que ni
ella ni ninguna otra querían. Por eso habían hecho un sencillo pacto al
colocarse las pulseras.

—La base de la amistad es la confianza —había dicho Blanca muy segura—.


Siempre estaremos las unas para las otras.

Al decir esto, las cinco chicas habían puesto sus manos juntas y
permanecieron un rato más así.

—En la verdadera amistad, es muy importante aceptar a las demás como son,
respetarlas —añadió Gretta.

—Y estar dispuestas a ayudar, como vosotras hicisteis conmigo —añadió


María muy emocionada.

—Confiar, ayudarse y aceptarse —repitieron juntas, llenando la noche de


promesas.

Ahora, en clase, Gretta, además de cansada por la falta de sueño, se sentía un


poco triste porque echaba de menos a sus padres. Hasta el miércoles no
estaba previsto recibir llamadas de los familiares.

Gretta se preguntó si sus padres estarían preocupados, al no saber nada de


ella, pero enseguida pensó que, seguramente, Miss Wells o Ada habrían
creado un grupo de padres para tenerlos al corriente de todo lo que iba
pasando en el campamento.

Si ella hubiera tenido móvil podría haberles puesto un mensaje de vez en


cuando. Sin embargo, no había llegado el momento de darles uno y eso que la
madre de Gretta estuvo a punto de comprárselo para el campamento pero,
tras hablarlo con el resto de los padres, decidieron que no: todos sabían que
en cuanto a una le compraran un móvil, al resto se lo iban a tener que
comprar también.

Gretta se rio un poco al recordar aquella conversación que tuvieron en la casa


del árbol relativa a los móviles.

—Pues yo no sé si querría tener uno, la verdad —dijo ese día Blanca—, la


gente camina por la calle mirando esas pantallitas, no me gustaría perderme
el paisaje ni los momentos para pensar, por no hablar del peligro que supone
no ver por dónde caminas, si cruzas la calle, por ejemplo.
—Uf, pues es verdad. Pero bueno, nadie nos obligaría a ir así, podríamos
hacer un uso normal, para llamadas, algún mensaje, cosas así —comentó
María.

—A mí seguro que se me olvidaría en cualquier lugar. Si a veces me olvido de


ponerme las gafas, ¡imaginaos el móvil! —aseguró Celia.

Ese día, este último comentario hizo reír al grupo, pues imaginaron a Celia
buscando las gafas mientras se ponía el móvil en los ojos.

Miss Wells llamó la atención de Gretta que en ese momento estaba mirando el
techo, metida en sus recuerdos, con la boca abierta, pensando en la casa del
árbol.

—Are you ok? —preguntó la profesora mientras Gretta daba un bote en su


silla y respondía una sucesión de «yes, yes, yes ».

Se escuchó en toda la clase un coro de risitas. Al resto del grupo les había
hecho gracia el saltito de Gretta.

Una vez volvió en sí, dejando a un lado los recuerdos, terminó de copiar la
frase de la pizarra y levantó la mano.

—May I go to the toilet, please? —preguntó.

Tenía la intención de lavarse un poco la cara, a ver si lograba despejarse.

—Yes, of course —contestó Miss Wells, pero le pidió que no tardara mucho
pues iba a explicar el plan para esa tarde.

Al pasar cerca de María y de Paula, se guiñaron un ojo como signo de


complicidad. Celia y Blanca, que no tenían la asignatura suspendida, estaban
en otra clase, con Ada.

Cuando llegó a los servicios, un murmullo procedente de uno de los baños la


puso alerta. Rápidamente y sin hacer ruido, se escondió en el baño de al lado.
Desde ahí y tratando de contener la respiración, escuchaba una voz conocida.

—¡No te lo vas a creer! ¡Ni te imaginas! Me ha pasado un auténtico desastre.


Jo, no se puede tener más mala suerte. ¡Me ha tocado en la habitación con
una de las niñitas! Con la que dibuja tan bien, sí, esa. Es horrible, huele toda
la habitación a pinturas y acuarelas —decía por teléfono Olivia—. Como mis
amigas y yo somos número impar, lo echamos a suertes y me tocó a mí.

Gretta estaba que se subía por las paredes, ¿cómo podía ser tan mentirosa?
No se había llevado las acuarelas ni las pinturas al viaje y la habitación a lo
único que olía era a la colonia de Olivia, que se echaba un litro cada vez que
se duchaba.

A Gretta le dieron ganas de salir de su escondite y de decirle un par de cosas


a Olivia, pero se dijo que lo más inteligente era esperar a oír toda la
conversación.

Con quién hablaba era algo que no llegó a enterarse pero sí pudo comprobar
lo que ya había intuido.

—Además, es súperpesada. El otro día convenció a Vicente para que se


sentara con ella. Debe estar súperpillada. Y claro, ya sabes que a Vicente le
gusto yo y, como es taaan educado y taaan majo, accedió. El pobre se tuvo
que poner al lado de esa chica rancia —seguía mintiendo Olivia.

Gretta se tapó la boca con las manos: casi le da un ataque de risa al escuchar
este último comentario. Esperó escondida a que Olivia acabara de hablar.
Antes de irse, Olivia se miró al espejo, peinó su coleta (cada día llevaba un
peinado diferente), y cuando comprobó que estaba monísima y que llevaba
bien colocada la camiseta se fue de allí dando un portazo.

Cuando Gretta regresó a clase, todavía le duraba la risa. Le hubiera gustado


contárselo a sus amigas, pero Miss Wells estaba explicando el plan del día.

Después de comer, irían a visitar la biblioteca. Más tarde, habían preparado


una estupenda yincana.

—¡Qué bien! —exclamó Gretta.

A la chica le encantaban las yincanas. La tarde se presentaba muy


entretenida.


Capítulo 8

Un lugar secreto

—Me encantaría poder leer todos estos libros —dijo Blanca en voz baja
pensando en la cantidad de horas de diversión y aventuras que se escondían
entre las páginas de aquellos volúmenes.

La famosa biblioteca del castillo Birstone era más grande de lo que Blanca
había imaginado. Tenía varios pasillos repletos de libros ordenados en
estanterías. Nunca en su vida había visto tantos juntos. El techo era tan alto
como el de una catedral y cuando la luz atravesaba las vidrieras de las
ventanas dejaba caprichosos colores en los lomos de los libros.

Blanca pasó su fino dedo por el lomo de un libro y, al levantarlo, pudo


observar que tenía una capa de polvo sobre la yema de su dedo. Se frotó el
dedo sucio contra la otra mano tratando de limpiárselo.

Unas letras que correspondían al título aparecieron debajo de la capa de


polvo. Lo leyó, pero no le sonaba. Deseó saber tanto inglés como para poder
devorar aquella biblioteca.

Blanca era una gran lectora, además de una excelente escritora, tal y como
demostró al ganar el concurso y como demostraría ayudando a Ada en la
redacción de la revista. Tan solo llevaban poco más de un día y Blanca había
apuntado, en una libreta que siempre llevaba en el bolsillo, un montón de
ideas para los artículos de la revista. Aunque aún le faltaba el nombre que le
pondrían a la publicación, no podía evitar ir tomando notas.

Doña Anastasia levantó un manojo de llaves y lo movió en el aire como


queriendo llamar la atención de los alumnos que miraban embelesados el
lugar.

—Tenéis cuarenta y cinco minutos, ni uno más —dijo mientras consultaba su


reloj—. Pasado ese tiempo tendréis que abandonar la biblioteca. Si queréis
tomar un libro en préstamo deberéis rellenar el formulario y entregármelo.

La mayoría de los alumnos, más que sacar un libro de la biblioteca, lo que


querían era ver todo aquel laberinto de estanterías, así que se dieron prisa
por subir las escaleras, armando cierto revuelo.

—¿Cuántas veces lo voy a tener que decir? ¡No arméis tanto jaleo!, parecéis
una estampida de los búfalos —se quejó la mujer volviendo a taparse los
oídos.

A Paula todo esto de los libros le daba un poco igual.

—¿Te gusta? —le dijo a Celia poniendo frente a ella una pequeña figura. La he
hecho con la plastilina fluorescente que me regaló la amiga invisible.
—Me encanta. ¿Es un duende? —preguntó Celia.

—Je, je, je, pues claro. Es el duende de la biblioteca —dijo Paula—. Mira,
debajo de su gorro tiene un libro —aseguró mientras amasaba otro trozo de
plastilina y le daba forma de libro.

—¡Qué chulo! Pero venga, vamos, solo disponemos de cuarenta y cinco


minutos para ver la biblioteca e intentar coger un libro —dijo Celia, muy
disciplinada.

—Está bieeen —protestó Paula siguiendo a su amiga por los pasillos.

Gretta, María y Blanca paseaban entre los libros como si estuvieran en un


jardín.

—Me encanta el olor de los libros, es tan especial —dijo Blanca abriendo uno
al azar y metiendo su nariz dentro.

Gretta se despidió de sus amigas.

—Chicas, yo os dejo. Voy a ver si encuentro libros sobre pintores británicos


famosos en la sección de «Arts » —anunció mientras se ponía de puntillas y
giraba la cabeza a uno y a otro lado queriendo saber dónde estaba esa
sección.

Gretta esperaba encontrar bellos libros donde admirar fotografías de cuadros.


Cuando por fin dio con la sección que estaba buscando, no supo por dónde
empezar: era muy grande, contaba con decenas de volúmenes dedicados a
pintores no solo británicos, sino de todo el mundo. Una enciclopedia los
reunía por orden alfabético. Gretta cogió el primer tomo y lo abrió.

Justo en ese momento, alguien, por detrás, le estiró del pelo. Al mirar a
derecha e izquierda no vio a nadie, pero pronto descubrió que se trataba de
Olivia.

—¿No saludas a tu compañera de habitación? —le dijo en tono de burla una


voz procedente de detrás.

—Ah, hola, Olivia, ¿se puede saber por qué me estiras del pelo? —le dijo
Gretta que no estaba dispuesta a que le hicieran daño ni se burlaran de ella.

—Grábate una cosa en la mente, niña —le advirtió levantando el dedo índice
—: si no quieres tener problemas, te prohíbo que hables con Vicente. —Olivia
estiró el cuello y arrugó los labios, parecía una tortuga indignada.

—¿Perdona? No sé quién te has creído que eres para decirme lo que puedo o
no puedo hacer. Yo hablaré con quien quiera —contestó Gretta sin darle al
asunto más importancia—. ¿Podrías dejarme en paz? Tengo poco tiempo y
mucho que mirar en estos libros.

—Estás avisada —amenazó Olivia.


—Solo los cobardes amenazan y manipulan, ¿lo sabes, Olivia? —dijo Gretta
mientras miraba los libros.

En ese momento, Vicente se acercó hasta la sección de «Arts ». Olivia lo vio a


lo lejos y pensó que venía hacia ella. No pudo contener una sonrisa.

Vicente miró hacia donde estaban las dos chicas y se acercó.

—Hola, Olivia —dijo el chico sin tan apenas mirarla, para, enseguida, dirigirse
a Gretta.

—¡Ey, hola Gretta! —le dijo a la que había sido su compañera de viaje en
autobús—. ¿Qué libro estás mirando?

Olivia se quedó perpleja: no se podía creer que Vicente tuviera por amiga a
Gretta.

—Es una enciclopedia de pintores de todo el mundo. Mira, tiene fotografías de


las obras más famosas. Son preciosas —respondió Gretta mientras miraba de
reojo a Olivia. No iba a permitir que nadie la chantajeara, ella era libre para
ser amiga de quien quisiera.

Gretta y Vicente conversaron un rato sobre pintores y sus obras. Tenían en


común el gusto por el arte. Gretta le contó que ella iba a clases de pintura en
una academia, y el chico reconoció que aunque tenía poco tiempo entre los
entrenamientos y los partidos de baloncesto, ir a clases de pintura era algo
que debería intentar hacer.

Mientras, la cara de Olivia se ponía roja de rabia y por no explotar allí mismo
se fue sin decir adiós, muy enfadada y con aires de superioridad, levantando
la barbilla y moviendo mucho los hombros al caminar.

Entretanto, Celia y Paula llegaron, a través de una escalera de caracol, al piso


más alto de toda la biblioteca.

Desde arriba se veía toda la biblioteca: las mesas de estudio con sus flexos,
las estanterías, la moqueta algo desgastada en el centro como consecuencia
del paso de las personas. También se veía la puerta de entrada y la zona de
recepción. Era en el mostrador donde doña Anastasia esperaba a que alguien
quisiera sacar un libro y, sobre todo, esperaba con su tablet encendida y los
auriculares ya puestos a que comenzara su serie preferida.

—¿Has visto eso? —señaló Paula un lugar detrás del mostrador de doña
Anastasia.

A unos pocos metros, había una puerta de madera de color caoba.

—¿A dónde llevará? —preguntó Celia intrigada.

—Ni idea, pero me gustaría descubrirlo —sonrió Paula al pensar en una


posible aventura.

—¿En serio? —se extrañó Celia—. Tiene pinta de ser el cuarto donde guardan
las escobas o un pequeño armario para guardar abrigos. O el típico almacén
de libros viejos.

Paula cogió a su amiga del brazo y la condujo escaleras abajo.

—Vamos, no tenemos tiempo que perder —anunció.

Celia le siguió un poco a regañadientes. Bajaron las escaleras y,


disimuladamente para que doña Anastasia no les viera, caminaron de
puntillas por detrás de ella. La moqueta roja silenciaba sus pasos pero, aun
así, no querían que la mujer las descubriera. Se supone que debían mirar
libros, no cotillear tras las puertas.

Doña Anastasia apoyó la tablet en un montón de libros y se acomodó en el


respaldo de la silla: su serie favorita estaba a punto de empezar. Durante la
media hora siguiente, la mujer estaría más pendiente del programa que de lo
que pasara en la biblioteca.

Celia se quedó mirando la puerta de madera. Era una puerta robusta y muy
bonita que, así de cerca, para nada parecía la de un armario ni la de un cuarto
de limpieza.

—Creo que tienes razón, Paula —afirmó Celia—. Esta puerta es demasiado
fuerte como para proteger unas simples escobas.

La madera del marco de la puerta estaba labrada con relieves de figuras.


Había hojas de plantas, racimos de uvas, espigas de trigo. Todo eran motivos
de la naturaleza. El pomo era dorado y tenía la forma de la cabeza de un ave.
Se podría decir que era la cabeza de un búho pues los ojos eran enormes y el
pico, más bien pequeño, tenía forma de triángulo. Cuando Paula giró el pomo,
la puerta se abrió.

—Corre, Celia, parece que estamos de suerte: la puerta no estaba cerrada con
llave —susurró Paula.

Sin dudarlo, Paula entró. Celia dudó si entrar o no, y se quedó, durante unos
instantes, con parte del cuerpo fuera: le daba bastante miedo aquel lugar.

Gracias a la luz que entraba del exterior, se adivinaban los peldaños de una
frágil escalera. Celia se armó de valor pues no quería dejar a su amiga sola.

—Corre, tenemos poco tiempo antes de que la serie termine —dijo Paula
animando a Celia.

Cuando cerraron la puerta, el lugar quedó bastante oscuro. Las chicas


tuvieron que bajar las escaleras sin luz, tocando con las manos las dos
paredes que, a ambos lados de la escalera, formaban un pasillo. Más abajo, la
oscuridad era total.
—Aquí huele a moho —dijo Celia estornudando.

Ambas amigas dieron un salto al notar que sobre sus cabezas había una
especie de tela de araña. Una tabla de madera crujió bajo los pies de Paula
que tropezó y cayó al suelo, haciéndose bastante daño en la rodilla. Temieron
que el suelo se rompiera bajo sus pies. No se veía nada, pero daba la
impresión de que el lugar estaba muy descuidado.

—¿Te has hecho daño? —preguntó Celia preocupada mientras ayudaba a


Paula a levantarse.

—Ay, sí, me duele bastante —dijo la chica apoyándose en el hombro de su


amiga.

—Vámonos. Este lugar no es seguro —dijo Celia.

Paula iba cojeando, pero aun así tuvo ánimo de sacar de su bolsillo la figura
de plastilina fluorescente, el duende de la biblioteca. Ambas chicas lo miraron
un momento, pues era lo único que podían ver allí abajo. Paula lo puso en alto
como si fuera una minúscula antorcha.

—Podríamos buscar un interruptor, estoy segura de que este lugar tiene luz —
propuso Paula que no quería irse sin haber descubierto qué había en el sótano
de la biblioteca.

Celia, sin embargo, lo tenía muy claro: quería irse de allí ya.

Pese a la cojera de Paula, el ascenso fue mejor que la bajada pues caminaban
hacia la luz que se colaba por debajo de la puerta iluminando algo los
peldaños.

Una vez arriba, abrieron la puerta un poco, tratando de no hacer nada de


ruido. Por suerte, doña Anastasia seguía mirando su tablet , como hipnotizada
por la serie.

—Escucha, Celia —dijo Paula muy seria olvidándose de su dolor de rodilla—,


tenemos que idear un plan para volver esta noche al sótano.

—La verdad, Paula, es que me da bastante miedo —le confesó Celia—. Como
has comprobado ese lugar no es nada seguro. Puede que haya incluso ratas.

—Tonterías, a mí las ratas no me dan miedo. Dime, Celia, con sinceridad, ¿no
sientes curiosidad por saber qué hay en esa habitación secreta? —le preguntó
Paula mirándola muy fijamente a los ojos.

Una tela de araña se había quedado pegada en una de las patillas de las gafas
de Celia, y Paula se la quitó disimuladamente.

—Pues, a decir verdad, no tengo ni pizca de curiosidad —dijo Celia siguiendo


con la mirada la mano de su amiga que se alejaba de sus gafas.
Paula tenía la sensación de que el lugar guardaba un secreto. Tenía esa
corazonada.

—Se lo contaremos a las demás y esta noche volveré con la linterna. Si


alguien me quiere acompañar, bien; si no, vendré yo sola —afirmó Paula muy
convencida.

—¿Has pensado qué pasará si vuelves esta noche y la puerta sí está cerrada
con llave? —le preguntó Celia.

—Ay, no seas negativa, deja de pensar que va a suceder lo peor —le dijo
mientras amasaba algo entre las manos.

El duende de plastilina fluorescente había perdido su gorro alargado y Paula


iba pensando en una manera de encontrar el camino en la oscuridad de la
noche.

—Entonces, ¿me acompañarás? —insistió Paula.

—Bueno, déjame que lo piense. A ver qué opinan las demás. Aún tenemos
toda la tarde por delante y nos espera una divertida yincana —respondió
Celia.
Capítulo 9

Tarde de juegos

Montones de rizos naranjas se movían con prisa de aquí para allí colocando
cosas, escondiendo papeles, marcando caminos. El verde del jardín
contrastaba con el naranja del pelo de Ada que se movía tan rápida como una
ardilla. En uno de los bancos había dejado su enorme bolso. Estaba claro que
le estorbaba ahora que tenía que esconder y colocar cosas para la yincana.

—Si quieres, yo puedo ayudarte —le propuso James sujetando la escalera que
Ada había apoyado en el tronco de un árbol.

—Gracias, pero ya casi he terminado de esconder la música entre las ramas


de este árbol —anunció misteriosa la mujer del pelo naranja que estaba
colgado unas figuras de cartón.

—Oh, la música de los árboles… —James recordó algo—. ¿Sabes que yo


fabriqué un globo terráqueo en miniatura del que salía música? Lo hice con
madera de pino.

—¡Qué maravilla! Me encantaría visitar tu «Museo de los inventos» —dijo Ada


dándole nombre al cobertizo donde James guardaba sus chismes—. Lo que no
sé es dónde está.

—Está algo oculto en la parte norte del bosque, no es fácil encontrarlo. Pero
no te preocupes, yo te llevo cuando quieras. Eres bienvenida —respondió
James quitándose la gorra y haciendo una reverencia.

—Muchas gracias, iré encantada. ¿Sabes? Junto con tu invitación, acabas de


darme una idea —sonrió Ada—. ¿Serías capaz de dibujar unos mapas?
Podríamos esconder algo en tu cobertizo.

—Claro, yo los dibujo, descuida —dijo James sacando de su bolsillo una libreta
destartalada y un lapicero minúsculo.

Ada se quedó sorprendida de que el hombre tuviera tan a mano papel y lápiz.
Ella hubiera tenido que rebuscar en su enorme bolso y aun así no tenía la
certeza de encontrar lo necesario. Su bolso era como un baúl desordenado.

—Los auténticos inventores siempre llevamos encima lo necesario para crear,


es decir, algo para dibujar y visualizar nuestras ideas —explicó James a la
joven.

—Bueno, además de la libreta, también tenéis una gran imaginación —rio Ada
y, al reír, los dos círculos rosas de sus mejillas subieron a la altura de los ojos.

Los alumnos comenzaron a llegar al jardín deseosos por comenzar la yincana.


Doña Anastasia encabezaba el grupo y llevaba en la mano un cubo de metal
del que sobresalían unas tijeras de podar, una azadilla y un pequeño rastrillo.
Estaba dispuesta a darse prisa en adecentar el jardín y cuidar las plantas,
como cada día.

—Aquí os quedáis con Ada. ¡Todos a jugar! James, por lo que veo, también se
ha unido a la yincana esa —dijo mientras dejaba el cubo en el suelo y se
remangaba la camisa.

—Hello, friends! —exclamó James levantando una mano y haciéndola chocar


con la de los alumnos.

—A ver, os voy a dar las instrucciones para este juego. Gracias a James he
introducido una pequeña sorpresa —dijo Ada apartándose los rizos de la cara.

El silencio se hizo en el grupo de alumnos que no querían perderse las


explicaciones de Ada.

—Por grupos tenéis que superar tres pruebas. El equipo ganador recibirá un
trofeo y será entrevistado para la revista del campamento —prosiguió Ada—.
Podéis formar los grupos como queráis, siempre que haya, al menos, dos.

Los alumnos empezaron a organizarse.

Paula, Gretta, María, Blanca y Celia tenían claro que irían todas juntas. Ada
les entregó una pegatina con el número 1.

El segundo grupo lo formaban las inseparables Olivia, Camila e Isabella, y se


les entregó la pegatina con el número 2.

Por último, el grupo formado por Miguel, Lucas, Vicente y Jorge, recibió el
número 3.

James repartió a cada equipo un sobre, que contenía una serie de pistas para
superar las tres pruebas, junto con el mapa que había dibujado en las hojas de
su libreta de inventor.

—Thank you —le dijo Gretta a James cuando le entregó el sobre para su
grupo.

La chica, muy impaciente, lo abrió y vio que dentro había tres cartulinas de
colores. Gretta las puso en forma de abanico y les dijo a las demás que
eligieran un color, para poder empezar la yincana.

Le encantaba que los colores tuvieran protagonismo en el juego. Paula le


quitó una de las cartulinas al azar, sin reparar en el color.

—Empecemos cuanto antes. ¡Vamos a ganar! —dijo muy segura mientras


movía en el aire la cartulina amarilla.

Paula se aclaró la voz, tosiendo un poco y pidió al resto que prestaran


atención.
—La prueba se llama «la música de los árboles» —anunció Paula.

—Oh, qué buena pinta tiene esta prueba —dijo Celia que era una enamorada
de todo lo relacionado con la música.

—¿Sigo leyendo? —preguntó Paula.

—¡Claro! No perdamos tiempo —dijo Gretta que sujetaba las otras dos
pruebas y el mapa.

—Parece que es un acertijo. Estad atentas, chicas —pidió Paula.

«La música de los árboles se escucha en lo alto de sus copas, donde los
pájaros hacen sus nidos, a salvo de los depredadores. Allí están las melodías
que el viento deposita en las hojas. La clave para solucionar esta prueba la
encontraréis al salir el sol».

—Pues… me parece muy difícil este acertijo —dijo María—. ¿Creéis que
tendremos que esperar a que salga el sol por la mañana para encontrar la
solución tal y como dice la última frase?

—Esperemos que no, se nos juntaría con el desayuno y ya sabéis que eso es
algo que no puedo perdonar —respondió Gretta pensando en los deliciosos
cruasanes con mantequilla de esa misma mañana.

—Con la madera de los árboles se fabrican multitud de instrumentos


musicales —dijo Celia pensativa.

—¿Multitud de instrumentos? ¿No podrías ser más precisa? ¿Qué


instrumentos se hacen con madera? —le preguntó Paula.

—Pues por ejemplo la guitarra, el violín, el ukelele. De todas formas, los


instrumentos pueden ser de cuerda, de percusión y de viento. No todos, pero
algunos de ellos están hechos con madera —contestó Celia sin pensarlo
mucho ya que la chica lo sabía al dedillo.

—Ajá, ¿has dicho instrumentos de viento? El acertijo dice algo del viento que
deposita las melodías en las hojas —recordó Paula.

—¿Creéis que las hojas podrían ser las partituras? —preguntó Blanca que era
una experta en metáforas.

—¡Sí, eso es! —dijo Paula emocionada pues se sentía más cerca de que el
grupo descubriera el significado del acertijo.

Celia iba pensando en la frase «la clave la encontraréis al salir el sol» y la iba
repitiendo a cada paso que daba, como tratando de encontrar un significado
oculto.

—Según el mapa, para resolver esta prueba tenemos que ir aquí, mirad. —
Gretta les mostró el dibujo—. Debemos caminar hacia el norte, justo donde
empieza el bosque.

—¡Vamos! Aquí ya no avanzaremos más —exclamó Paula—. Seguramente lo


que tenemos que encontrar está en un árbol, a juzgar por el acertijo.

—Sí, eso es, «en lo alto de las copas» —repitió Gretta.

Las chicas se dieron prisa por llegar hasta el bosque. El castillo iba quedando
atrás conforme seguían el sendero que les llevaría hasta el lugar donde
resolver el acertijo. Las nubes, grises como ratones, amenazan con tormenta.

—Vamos a darnos prisa, si llueve es mejor que no estemos cerca de ningún


árbol porque atraen los rayos —explicó María.

Una vez llegaron al bosque, se dieron cuenta que de uno de los árboles
colgaban partituras con diferentes notas musicales y algunas otras figuras de
cartón. Era eso lo que Ada había colocado cuando se refería a «la música de
los árboles».

—Reconozco las notas: do, re, mi, fa, sol… pero ¿qué son esas figuras? —
preguntó Paula.

—¡Claro! ¡Lo tengo! —exclamó Celia emocionada.

—Dinos, ¿qué es lo que tienes? —preguntó María sin entender la emoción de


su amiga.

—Mirad ese dibujo, el que tiene como una espiral —dijo Celia señalando con
el dedo una figura que colgaba de una cuerda.

—Ah, sí, me suena. La he visto alguna vez en clase de música, al principio del
pentagrama. Pero, la verdad, ni idea de cómo se llama —dijo Paula.

—¡Es la clave de sol! —exclamó Celia.

—¡Bien! Eso significa que no tendremos que esperar a que salga el sol para
resolver el acertijo, tal y como parecía por la frase «la clave la encontraréis al
salir el sol» —dijo Gretta.

—Y que podrás comerte tranquila tus deliciosos cruasanes —le guiñó un ojo
Celia, muy contenta de que sus conocimientos de música hubieran servido
para solucionar el acertijo.

—Bueno, entonces, vamos a subir al árbol para cogerla —propuso Blanca—.


Necesitamos una escalera.

—Mirad, ahí hay algo, entre los matorrales —señaló María.

—Qué amable es James, ha debido dejarla medio escondida para que la


encontremos —dijo Gretta al ver que de entre los arbustos sobresalía el metal
de una escalera.
Con mucho cuidado y entre todas colocaron la escalera al lado del árbol.
Paula se subió y, al subir el primer peldaño, notó un poco de dolor en su
rodilla, pero estaba tan concentrada en coger la figura que representaba una
clave de sol, que no se quejó.

Una vez en el suelo, volvieron a colocar la escalera en su sitio y, juntando las


manos, dijeron todas a la vez: ¡prueba superada!

Blanca, tan previsora como siempre, llevaba una pequeña mochila y se ofreció
para guardar la clave de sol que les daba la ventaja de un punto sobre el resto
de los grupos.

—¡Chicas, mirad esto! —se oyó la voz de María que se había adentrado un
poco en el bosque.

Alarmadas, el resto de amigas fueron corriendo hasta donde estaba María.

En el suelo, como un pequeño bosque en miniatura, varios tréboles de cuatro


hojas eran mecidos por el viento. Diez ojos los miraban sin creerse lo que
veían. Las amigas contaron las hojas de cada uno de ellos: cuatro hojas.
Asombradas, recordaron la leyenda.

—Ya tenemos algo claro: los tréboles de cuatro hojas existen —concluyó
Gretta—. Ahora estamos un poco más cerca de descubrir si la leyenda del
castillo de Birstone es un simple cuento o guarda algo de verdad.

Paula se frotó los ojos varias veces y se agachó para coger uno.

—Paula, ¿qué vas a hacer? Ni se te ocurra arrancarlo —se apresuró a decir


Gretta, que veía la mano de Paula rozar ya el pequeño tallo.

Paula retiró la mano y puso cara de decepción.

—Me gustaría llevarme uno de recuerdo. Lo meteré entre las páginas de un


libro y con el tiempo se secará —explicó Paula.

—Es mejor que no lo cojas, recuerda la leyenda —continuó Gretta—. Si los


tréboles de cuatro hojas desaparecen, una desgracia caerá sobre los
habitantes del castillo.

—Cierto —murmuró Blanca—, además no sabemos si solo hay estos pocos o


hay más en otros lugares. Será mejor dejarlos donde están.

—Haremos una marca con palos para saber el lugar exacto y poder verlos
cuando queramos, ¿te parece, Paula? —propuso Celia clavando dos ramitas en
el suelo, junto a los tréboles.

—Está bieeen —aceptó finalmente Paula—. Ahora deberíamos seguir con la


yincana, ¿no os parece?
Capítulo 10

El poder de las palabras

Gracias a la sorpresa de haber encontrado los tréboles de cuatro hojas, las


chicas siguieron con la yincana aún más motivadas. Esta vez fue Gretta la que
leyó en voz alta lo que estaba escrito en la cartulina azul.

—Atentas, chicas —pidió Gretta mientras se retiraba el flequillo de los ojos


para leer mejor.

«Hubo un tiempo en el que un duende escondió una caja en el bosque. La caja


contenía, ni más ni menos, que todo su enfado. Alguien había robado la
madera que, con mucho esfuerzo, había estado cortando para pasar el
invierno. El duende, lleno de ira, había chillado su rabia frente a la caja vacía.
Cuando terminó de depositar su gran enfado, cerró la tapa y se sintió aliviado.
Encerradas las palabras no podrían hacer daño a nadie, ni siquiera a él
mismo. Para que nadie pudiera ser herido por esas palabras de enfado,
escondió la caja. Nunca nadie la ha encontrado, pero el poder de las palabras
que hay en esa caja es muy grande como para que esté perdida. ¿Seréis
capaces de encontrar la caja de la ira?».

—Me encanta este cuento —dijo Blanca sonriendo.

—A mí eso de chillarle a una caja todo tu enfado y luego cerrarla me parece


una idea estupenda —dijo Gretta—. ¿No os ha pasado alguna vez que cuando
estáis enfadadas decís cosas que no sentís de verdad? Yo luego me siento
fatal porque me doy cuenta de que he hecho daño con las palabras.

—Sí… Yo a veces me he sentido así. Es como si un huracán de enfado se


llevara mi tranquilidad e invadiera el lugar en el que estoy —respondió Paula
acordándose de la última discusión que tuvo con su hermana.

Gretta continuó leyendo.

«Cuando encontréis la caja, deberéis escribir una carta al duende para que
sepa que su caja está en vuestras manos. La carta deberá estar bien
redactada y sin faltas de ortografía para superar esta prueba».

—¡Genial, Blanca! Esta prueba está hecha para ti —apuntó Paula.

—Gracias por confiar en mí, pero te recuerdo que antes debemos encontrar el
lugar donde está guardada la caja de la ira y… yo me oriento fatal —apuntó
Blanca.

—Gretta, tú tienes muy buena orientación —le dijo Paula mientras le


entregaba el mapa que James había dibujado.

Gretta miró el mapa. Enseguida pensó que si ella fuera un duende y tuviera
que guardar una caja llena de enfado lo haría en una cabaña del bosque, lejos
de alimañas. Así, su intuición condujo al grupo hasta una cabaña marcada en
el mapa.

Las chicas, guiadas por Gretta, entraron en el cobertizo. Una luz surgió del
techo sin que ellas tuvieran que dar a ningún interruptor y todas se
extrañaron un poco. Seguramente, James había instalado en la pared un
sensor de movimiento y este aparato había detectado su presencia.

El lugar estaba lleno de cosas. Estanterías con relojes, bolas del mundo de
diferentes tamaños, una miniatura del Sistema Solar, una rueda de alfarero,
varias macetas, cajas con tuercas, pilas de libros, trapos…

—Uf, esto va a ser como buscar una aguja en un pajar —dijo Blanca
desanimada al ver tantos chismes por todos los lados.

—¡Es el cobertizo de James! —se dio cuenta Gretta que miraba a su alrededor
girando sobre sí misma como si fuera una peonza.

—¡Es verdad! —exclamó Paula mientras miraba una extraña máquina—.


Mirad, eso debe ser el expendedor de buenos consejos y sabias frases. ¿Os
acordáis? El otro día James nos contó que fue un éxito mundial.

—¡No lo toques! A ver si vamos a romperlo sin querer —sugirió María.

—¿Por qué no usarlo? ¿Acaso no necesitamos un buen consejo para encontrar


la caja de la ira? —preguntó Paula que ya había presionado uno de los
botones del expendedor.

Las chicas esperaron a que del artilugio saliera algo, pero aquello no parecía
soltar consejo alguno.

—Yo creo que este chisme está roto —concluyó Blanca, decepcionada.

Un ruido de teclas de máquina de escribir comenzó a escucharse y por una


ranura lateral del expendedor apareció un papel.

Gretta estuvo rápida en cogerlo.

—¿Qué pone?, ¿qué pone? —Paula estaba impaciente.

—«En toda búsqueda hay valor» —leyó Gretta y se quedó pensativa—. ¿Creéis
que significa que seamos valientes?

—Eso parece, sí —dijo Blanca—. Busquemos en este lugar lo que más miedo
nos dé.

—A mí lo que más miedo da es esa figura —señaló María un horrible dragón


de porcelana con los dientes tan afilados como cuchillos.

Las chicas se acercaron al dragón. La verdad es que era terrorífico y a todas


se les puso la cara blanca del susto al verlo más de cerca. Sin embargo,
pronto cambiaron su expresión de temor: bajo sus garras había ¡una caja!

Con cuidado para que no se rompiera, Gretta y María levantaron el dragón


mientras Blanca cogía la caja.

—«Peligro: contiene gran cantidad de ira. No abrir bajo ningún concepto o un


gran enfado invadirá la habitación» —leyó Blanca la inscripción en la tapa de
la caja.

¡Era lo que buscaban!

—Ahora hay que escribir una carta —dijo María—. ¿Recordáis? Y sin faltas de
ortografía para pasar la prueba. Eso, para nuestro equipo y gracias a Blanca,
está chupado.

—Venga, Blanca, es tu turno. Demuestra de lo que eres capaz —la animó


Paula.

Blanca sacó de su mochila una libreta y buscó una hoja limpia. Antes de
empezar, comprobó que el bolígrafo funcionaba haciendo unos garabatos en
la última hoja del pequeño cuaderno.

—Mira, siéntate ahí, en ese escritorio. —María había encontrado un lugar


donde su amiga podría apoyar la libreta. De esta manera, la letra no le saldría
torcida.
Capítulo 11

Carrera de relevos

Cuando Blanca terminó de escribir la carta, lo cual le llevó tan solo unos
minutos, tal era su habilidad con las letras, la leyó en voz alta. Estaba muy
bien redactada y no había ni una sola falta de ortografía.

—Estoy segura de que pasamos la prueba —afirmó Paula.

Blanca, muy satisfecha, sacó la siguiente tarjeta. Esta vez era una prueba de
velocidad lo que el grupo debía superar.

«Debéis ir hasta el lugar marcado con una A en el mapa y hacer una carrera
de relevos. Para ganar hay que ser el equipo más rápido. El tiempo se medirá
con un cronómetro. Una de las condiciones es que el palo que os pasaréis de
mano en mano, no se caiga al suelo en ningún momento. Es una prueba de
equipo donde la rapidez de cada corredor es muy importante y donde la
confianza en el grupo es fundamental».

—Tú, Paula, eres una excelente deportista, así que contamos con esa ventaja
—dijo Celia, despreocupada.

Las amigas llegaron hasta el punto indicado en el mapa. Ada había marcado
un recorrido para la carrera de relevos. Una vez estuvieron preparadas, Ada
dio la salida con un silbato que llevaba colgando al cuello con una cuerda.

La primera en correr fue Blanca que llegó hasta Celia sin ningún problema.
Celia pudo hacer un buen tiempo hasta entregar el palo a María, a la cual casi
se le cae y a punto estuvieron de quedar descalificadas. María se lo entregó a
Gretta que iba contando el tiempo y temía que los demás grupos hicieran
mejor puntuación. Al llegar a Paula, todas respiraron tranquilas: se le daban
muy bien todos los deportes y estaban seguras de que haría un buen tiempo.
Sin embargo, cuando Paula se puso a correr sintió un gran dolor en la rodilla.

—¡Ay, qué dolor! —exclamó cojeando.

—Pero ¿qué le pasa? —preguntó Gretta intrigada.

Celia recordó, entonces, el momento en el que Paula tropezó en el sótano y


casi se cae. Su amiga se había quejado de un golpe en la rodilla.

—¡Oh, no! Creo que está lesionada, en la biblioteca casi se cae y se dio un
golpe muy fuerte en la rodilla —explicó Celia al resto.

Celia corrió hasta Paula y le cogió el testigo.

—Yo haré tu parte —le dijo.

Celia corrió como nunca había hecho en toda su vida, tenía que demostrar al
grupo que podían confiar en ella, que salvaría la prueba y lo haría por Paula.
Tras atravesar la meta, las chicas se fundieron en un abrazo. ¡Habían
conseguido terminar la carrera!

Cuando el resto de equipos acabó de hacer la prueba, las chicas se dieron


cuenta de que les había penalizado el hecho de que una corredora, Paula,
hubiera tenido que abandonar.

Sin embargo, al grupo de los chicos se les había caído el palo, con lo que
estaban descalificados. Por otro lado, el grupo de Olivia, Isabella y Camila
obtuvo una puntuación muy inferior, por lo que al final el punto de la carrera
de relevos fue a parar al grupo número 1.

—¡¡¡¡Bien!!! —exclamaron todas a la vez.

—¿Te duele un poco menos? —preguntó Celia a Paula poniéndole la mano


sobre la rodilla.

—Uf, no, aún me duele bastante —respondió Paula.

—Igual deberíamos ir a enfermería y que te venden la rodilla —propuso Celia.

—Gracias, Celia. No debes preocuparte —respondió Paula cojeando—,


enseguida se me pasará.

—Pero… estás cojeando, Paula —observó Gretta—. ¿Cuándo te has hecho


daño en la rodilla?

—Es un poco largo de contar —se excusó Paula que estaba impaciente por
saber qué grupo había resultado ganador de la yincana.

Ada se atusó los rizos y se quitó una pequeña hoja que había caído sobre su
camiseta blanca. Luego se colocó sobre la cabeza un enorme gorro de charol
rojo y se dispuso a dar el resultado final.

—Lo cierto es que los tres grupos lo habéis hecho muy bien —dijo mientras
miraba a los participantes—, pero el equipo que ha demostrado estar más
unido y que ha obtenido mejor puntuación ha sido el equipo número 1,
formado por María, Paula, Gretta, Celia y Blanca. ¡Enhorabuena, chicas!

Un estruendo de aplausos se oyó procedente del grupo de Vicente, mientras


que el grupo de Olivia se limitó a mirarlas con envidia, incapaces de
reconocer algo bueno en los demás, ni alegrarse de las victorias ajenas.

James, que se había ausentado un momento para grabar en su cobertizo los


nombres de las chicas en una placa, se acercó hasta el lugar donde estaba
Ada, que con aquel enorme gorro rojo parecía una seta gigante, y le entregó
el trofeo para el equipo ganador.

Ada les hizo entrega del premio.


—¡Qué emoción! Muchísimas gracias —dijo Paula que actuaba, esta vez, como
portavoz del grupo.

La joven sujetaba el trofeo: una copa dorada en cuya base se podían leer,
grabados, los nombres de las cinco amigas.

—Chicas, esta copa quedará muy bien en nuestra casa del árbol, ¿no creéis?
—propuso Blanca.

—Sí, ese será su sitio, allí debe estar —afirmó Celia.

—Además, siempre nos recordará este campamento. ¿Os imagináis cuando


seamos mayores y miremos la copa? —dijo Gretta que últimamente estaba
muy soñadora.

—Le pediré a mi padre que construya una pequeña vitrina para guardar el
trofeo. Seguro que le parece una idea estupenda —anunció María, muy
contenta.
Capítulo 12

Noche de descubrimientos

Las chicas cenaron con ganas unas salchichas con puré de patatas que, pese a
su aspecto, les estuvieron deliciosas. El día había sido muy intenso, y tenían
que reponer fuerzas, por lo que no escatimaron en cogerse dos postres cada
una: un pastel de manzana con chocolate por encima y una tarrina de helado
de menta.

Cuando acabaron de cenar, sin quedarse a charlar un rato en el patio, como


hacían el resto de alumnos, se fueron a la habitación de Celia y Blanca.

Sentían los estómagos llenos y comenzaban a tener mucho sueño. Celia


bostezó mientras se tumbaba en su cama y dejaba caer los zapatos al suelo.

—Buena idea —dijo Gretta tumbándose en la cama de al lado.

—Uf, hemos cenado demasiado —dijo Blanca dándose un ligero masaje en el


estómago.

—A ver, vamos a organizarnos —propuso María—, ahora mismo son las ocho.
Aún tenemos una hora hasta la hora de dormir.

—Mientras, podemos aprovechar el tiempo para ir escribiendo en las hojas de


los dones las cosas buenas de las otras —propuso Paula.

—Bueno, pero antes, cuéntanos lo de tu rodilla, me lo prometiste esta tarde —


le recordó Gretta.

Celia se puso muy seria, pues sabía que Paula no se iba a conformar con
contar lo sucedido en el misterioso sótano de la biblioteca, sino que iba a
pedir al resto de amigas que esa noche la excursión fuera hasta allí.

—Me caí al tropezar con una tabla suelta —comenzó a relatar Paula que se
había levantado de la cama y se había colocado en el centro de la habitación.

—Hay que mirar por dónde se va —apuntó María.

—Sí, es verdad, tienes toda la razón. Solo que… era imposible ver por dónde
iba cuando tropecé porque no había luz —respondió Paula que quería dar a su
relato un aire misterioso.

—¿No había luz? ¿Fue ayer cuando volvías a tu habitación a oscuras o qué?
¿Hay en los pasillos tablones sueltos? —preguntó Blanca muy intrigada.

—Nada de eso, me tropecé en cierto lugar de la biblioteca. Más


concretamente en una habitación secreta, tan secreta y oculta que ni la luz
llega —anunció Paula.
—¿Una habitación secreta? —se extrañó Gretta—. Yo no he visto ninguna
habitación.

—Claro, estabas demasiado ocupada mirando libros de arte y charlando —


quiso Paula chincharla un poco—. Veréis, Celia y yo decidimos subir hasta el
piso más alto. Una vez allí pudimos ver toda la biblioteca desde arriba y os
aseguro que desde las alturas se descubren cosas que no se ven a simple
vista. Por ejemplo una misteriosa puerta situada justo detrás de donde estaba
doña Anastasia. Así pues, decidimos investigar.

—Bueno, más bien lo decidiste tú —le corrigió Celia, que no quería verse
envuelta en la aventura.

—Tuvimos suerte de que justo en ese momento doña Anastasia estuviera


viendo su serie favorita, con los auriculares puestos. Así no nos vio abrir la
puerta, ni oyó nuestros pasos. Una vez allí dentro, la luz era muy débil, solo
contábamos con la claridad que se colaba por debajo de la puerta. Tuvimos
que bajar a tientas por las escaleras. Luego tropecé y me lastimé la rodilla —
concluyó Paula.

María, Gretta y Blanca la miraban con los ojos abiertos como platos. Todo el
sueño que tenían se les había pasado de golpe. No podían creer que la
biblioteca tuviera una habitación secreta y que las dos amigas hubieran sido
tan valientes como para adentrarse en ese lugar.

—Y, ¿nos lo contáis ahora? Estas cosas se cuentan antes —expuso María.

—Bueno, con lo de la yincana se nos pasó… —Paula quiso poner una excusa.

—Y, ¿no averiguasteis qué había en esa habitación? —preguntó Gretta.

—No. Pero si alguien me acompaña, iremos esta noche y lo descubriremos —


propuso Paula.

—¡Yo me apunto! —exclamó Gretta muy ilusionada.

—¿Sabes que hay telas de araña allí abajo? Yo no te recomiendo que vayas —
le advirtió Celia.

—Ja, ja, ja, tú lo que no quieres es venir —adivinó Paula por la respuesta de
Celia—. No hace falta que vayamos todas, alguna se debería quedar vigilando.

—Sí, cierto. Debe haber un equipo de vigilancia por si nos quedamos


atrapadas. —Gretta cruzó los dedos—. En ese caso, alguien debería venir a
rescatarnos.

—Bien, pues yo creo que podéis ir vosotras dos y las demás nos quedamos
vigilando —propuso Celia.

A todas les pareció buena idea.


—Chicas, ahora que cada una se vaya a su habitación. Nos reuniremos aquí
cuando Olivia se haya dormido —dijo Gretta.

¿Qué misterio guardaba el sótano?


Capítulo 13

Un antiguo diario

Esa noche, Olivia tardó poco en dormirse, y Gretta se marchó de su


habitación a las nueve y cuarto.

—Si a las diez y media no hemos regresado, id hasta la biblioteca a buscarnos


—pidió Paula, muy seria.

—Pero ¿cómo sabremos el camino? Quiero decir, tal vez pudiéramos


orientarnos hasta la biblioteca con el plano que nos dieron, pero ¿dónde está
el sótano? —preguntó María.

—Bueno, Celia lo sabe, ha estado allí. Pero de todas formas, venid conmigo
fuera un momento y os lo explicaré —pidió Paula.

Gretta cogió su linterna y comprobó que funcionaba encendiéndola y


apagándola un par de veces. A esa hora, la oscuridad reinaba en el castillo y
la chica sugirió llevar pilas de repuesto.

—Como quieras pero, de momento, las linternas no nos van a hacer mucha
falta —aclaró Paula desde el pasillo, en voz muy baja.

Cuando el resto de amigas salieron al pasillo, Paula les dijo que miraran hacia
arriba.

—Oh, ¿cómo lo has hecho? Parecen estrellas en el cielo —se emocionó Gretta
al ver que, en el techo, Paula había ido colocando trocitos de plastilina
fluorescente.

—Has debido de pegar buenos saltos, ¿eh? —admiró María.

—Ja, ja, ja. Sí, bueno, me he imaginado que eran canastas de baloncesto y que
tenía que encestar la plastilina en el techo —confesó Paula sin decir que le
había costado más de la cuenta por el dolor que sentía cada vez que saltaba.

—Silencio, chicas, no hablemos más aquí fuera o nos descubrirán —advirtió


Blanca.

Las amigas sabían que para encontrar el camino hasta la biblioteca, y de ahí
al sótano, solo debían seguir el camino de plastilina fluorescente que Paula
había colocado en el techo. Cuando regresaran, Paula se había comprometido
a despegar la plastilina. No había que dejar pistas.

Celia, Blanca y María se quedaron en la habitación un poco preocupadas. ¿Y


si Gretta y Paula se quedaban encerradas el sótano?

—Será mejor que dediquemos el tiempo a hacer algo o solo se nos ocurrirán
cosas dramáticas —propuso Celia dirigiéndose hasta su armario y sacando su
libro de «Todo test».

—¡Qué buena idea! Podríamos hacer uno —dijo Blanca que se había colocado
junto a Celia y miraba cómo pasaba las hojas buscando cuál hacer.

—¿No tiene un índice donde ponga todos los que hay? —María también se
había animado a jugar a los test.

—Propongo abrir el libro al azar y hacer el primero que salga —dijo Celia
cerrando los ojos y abriendo el libro por cualquier sitio.

—«Test de la amistad: ¿qué tipo de amiga eres?» —leyó Celia en voz baja—.
Vamos, coged un papel y un lápiz para apuntar las respuestas. Leeré las
preguntas y cada una que apunte su respuesta. Deberéis escoger la que más
se acerque a vuestra manera de ser o de actuar y apuntar en la hoja una «a»,
una «b» o una «c».

Mientras Celia, Blanca y María se entretenían jugando a los tests, no sin dejar
de mirar el reloj cada cierto tiempo para comprobar si eran las diez y media,
Gretta y Paula se adentraban en la oscuridad del castillo.

Tras caminar en silencio por los pasillos, llenos de retratos, candelabros y


objetos antiguos, llegaron hasta la puerta de la biblioteca. A partir de ahí, los
trozos de plastilina estaban pegados en la parte inferior de las paredes.
Ambas chicas se cogieron de la mano y siguieron los puntos de luz.

Gretta miró hacia los lados. El aspecto de la biblioteca por la noche era muy
distinto al que tenía ese mismo día por la mañana. Daba un poco de miedo.
Estaba todo tan quieto que cualquier ruido se escuchaba más de lo normal.

Esa noche hacía mucho viento y las nubes negras recorrían en el firmamento
con prisa. Varias ramas de los árboles chocaban contra el vidrio de los
grandes ventanales creando extrañas sombras. El ulular de un búho
sobresaltó a Gretta que abrazó a su amiga en un intento de espantar su
temor.

—Tranquila —susurró Paula—. Ya hemos llegado. Es aquí mismo. Cuando


abramos la puerta, deberemos encender una de las linternas y enfocar hacia
abajo.

—Muy bien, encenderé yo la mía —determinó Gretta palpando la linterna


dentro del bolsillo de su pijama.

Al oprimir el botón de encendido, un chorro de luz salió de la linterna de


Gretta e iluminó las escaleras. Los peldaños estaban bastante sucios, así como
las paredes a ambos lados. Las dos amigas bajaron. La luz iba cayendo sobre
los objetos y los muebles. Vieron que había una mesa redonda, cuatro sillas,
una cama, una maleta vieja, un perchero y una lámpara de pie.

—Qué lugar más extraño, parece deshabitado pero, a la vez, es como un


dormitorio —dijo Gretta—. Aunque no creo que nadie lo use, está todo lleno
de polvo.

En una esquina del lugar y un poco apartado del resto de mobiliario había
varias cajas de cartón con libros abandonados.

—Mira, esto parecen libros viejos —dijo Paula que también había encendido
su linterna y miraba por su cuenta la estancia.

La chica sopló sobre la tapa de lo que parecía un cuaderno y un montón de


polvo voló por los aires, dejando al descubierto unas letras: Margot W.

El nombre estaba escrito con muy buena caligrafía y tinta verde. La tapa tenía
también marcas de gotas, ya secas, como si sobre el cuaderno hubiera caído
lluvia.

Al abrirlo, Paula encontró que se trataba de un diario, fechado en 1870. En la


primera página, el dibujo de un trébol de cuatro hojas y de una rosa hicieron
palidecer a la chica.

Gretta no vio la cara de asombro de su amiga hasta que no estuvo a su lado.

—¡Gretta! ¡Ven, corre! ¡No te lo vas a creer! —exclamó Paula muy


emocionada por su hallazgo.

Gretta dejó sobre la mesa un sombrero antiguo, que no había podido evitar
probarse, del que colgaban varias plumas blancas como adorno y fue hasta
donde estaba Paula.

—¿Estás pensando lo mismo que yo? —dijo Gretta, en un susurro, al ver los
dibujos—. ¿Crees que este diario tiene algo que ver con la leyenda del castillo
Birstone?

—Mira la fecha: 1870. Desde luego podría ser de la mujer que cuidaba las
plantas y enfermó a causa de unas aguas en mal estado, ¿no te parece? —
propuso Paula.

—Eso lo sabremos cuando lo leamos. Nos llevará su tiempo porque,


obviamente, está escrito en inglés —expuso Gretta—. En cualquier caso no va
a ser aquí donde lo leamos. Tenemos que llevárnoslo.

—Perfecto, así lo haremos. Salgamos de aquí cuanto antes. Este olor a moho
me empieza a marear —dijo Paula iluminando las paredes mugrientas del
sótano y escondiendo el diario bajo su pijama.

No parecía que nadie fuera a echar en falta el diario de Margot.


Capítulo 14

El escondite

Gretta y Paula llegaron hasta la habitación con la lengua fuera. Habían oído
unos extraños ruidos y se habían echado a correr. Una vez recuperadas de la
carrera, mostraron al resto el hallazgo del diario.

—Es una auténtica antigüedad —dijo Blanca sin dejar de acariciar las tapas
del diario—. Mirad la fecha, está escrito en 1870.

Las cinco cabezas se juntaron para poder contemplar el diario. El dedo de


Blanca recorría la portada y notaba pequeños surcos en las partes donde las
marcas de agua habían erosionado la tapa. La tinta se había corrido un poco
en el último «8» de la fecha.

Blanca cogió el cuaderno y lo giró para mirar el grosor de su lomo.

—Habrá, por lo menos, unas cincuenta páginas —determinó—. ¿Cómo nos


vamos a organizar para traducirlo?

—No nos va a quedar más remedio que ocupar parte del tiempo libre de las
tardes —dijo Gretta—. Sin olvidarnos de seguir con las cartas de las virtudes.

—Tendremos que aprovechar el tiempo a tope —afirmó Blanca—. También


habrá que buscarle un buen escondite.

Se lo estaban pasando tan bien en el campamento que cada vez los días se les
hacían más cortos. Necesitaban más tiempo para poder hacer todo lo que
querían, que cada vez eran más cosas: fabricar el tesoro de las cualidades de
cada una, traducir el diario, jugar juntas a los test…

Tras pensar varios lugares donde esconder el diario, acordaron que lo


guardarían debajo de un montón de mantas que había en el armario de Celia,
metido dentro de una caja de zapatos que alguien había olvidado en la
habitación.

Antes de rendirse al sueño, les dio tiempo de apuntar algunas palabras


extraídas de las primeras páginas del diario, cuyo significado desconocían, y
llegaron a la conclusión de que necesitaban un diccionario, además de mucha
paciencia.

—Mañana mismo se lo pido a Miss Wells, contad con un buen diccionario —


anunció María.

Esa noche durmieron profundamente, el día había estado lleno de sorpresas, y


estaban agotadas.

Al día siguiente, Miss Wells estaba maravillada ante el cambio de actitud que
María tenía hacia la asignatura. No sabía el motivo pero, esa mañana, María
le estaba preguntando muchas dudas y el significado de un montón de
palabras. La chica mostraba mucho interés. Parecía que le habían entrado
muchas ganas de aprender el idioma, incluso le había pedido prestado el
diccionario para poder seguir avanzando en sus ratos libres.

Y es que, tanto María como el resto de las amigas tenían un diario que
traducir.

Las clases pasaron volando y pronto llegó el momento de las actividades


culturales. Tenían por delante la esperada visita al London Eye, así que
tuvieron que dejar para más tarde la traducción del diario.

Antes de salir de la habitación para dirigirse al aparcamiento donde el


autobús de James les esperaba, Celia abrió el armario. Quería comprobar que
el diario de Margot seguía allí.

—¿No crees que sería mejor que cerremos el armario con llave? —propuso
Blanca a su compañera de cuarto.

Celia giró la llave y la guardó debajo de la alfombra.


Capítulo 15

Desde las alturas

En la orilla sur del río Támesis, la majestuosa noria, también conocida como
«Rueda del milenio», giraba sin cesar llevando hasta las alturas a los
visitantes.

—He oído que es una de las norias más altas del mundo y que las vistas de la
ciudad son increíbles —dijo Paula mirando hacia arriba.

—Uy, pues a mí me va a dar miedo subir a esa noria tan alta, jamás había
visto una igual, ¿alguien se quedaría aquí abajo conmigo? —dijo María.

—No te preocupes, dicen que va muy despacio y estás dentro de una cabina
de cristal. No hay ningún peligro, créeme. —Gretta trató de convencerla.

La construcción llamaba la atención de todos los turistas y, los que no habían


sido previsores y no habían hecho la reserva, se veían obligados a guardar
una larga cola para poder subir. Ada había hecho la reserva para el grupo de
estudiantes, por lo que no tuvieron que esperar.

Antes de subir, la mujer del pelo rojo hizo otra foto de grupo para la revista
del campamento y Blanca sacó su libreta para ir tomando notas. Sabía que
tendría que redactar esa visita y no quería olvidarse de ningún detalle.

La especie de cápsula de cristal donde las chicas se subieron (María


finalmente también subió) tenía espacio como para unas veinticinco personas,
por lo que compartieron habitáculo con otro grupo de turistas.

María, que tenía vértigo, no soltaba el brazo de Paula. Solo imaginarse


mirando hacia abajo, le causaba bastante miedo.

—Si te agobias mucho puedes sentarte ahí —le dijo Paula señalando un banco
central que había dentro de la cabina.

Gretta estaba fascinada, se sentía un poco más cerca de esas nubes que
tantas veces había mirado y querido pisar con los pies descalzos. Podía ver,
desde arriba, el lomo de los pájaros sobrevolando el río, coches diminutos
cruzando el puente Westminster y una fila de árboles en las orillas como
pompones verdes decorando la ribera. Abajo, en las tranquilas aguas del
Támesis, un barco dejaba una estela, una línea recta a su paso. Todo parecía
en orden desde allí arriba.

—Mira, eso debe ser el Big Ben —le dijo Paula sacándola de sus ensoñaciones.

Gretta, siguiendo las indicaciones de Paula, miró la torre del reloj y trató de
leer la hora exacta.

Celia y Blanca estaban en el otro lado del habitáculo y se unieron a las chicas,
no sin antes animar a María a que dejase el banco y disfrutara de las
increíbles vistas.

—Venga, vamos, esto no es un parque como para que tengas que estar
sentada en ese banco —bromeó Celia—. Solo te faltan las palomas alrededor
pidiendo migas de pan.

—Muy graciosa, ¿eh? —respondió María levantándose.

A María le temblaban las piernas, pero se unió a Celia y Blanca para mirar el
paisaje. Notó una sensación parecida a cuando tuvo miedo en el avión y
recordó el truco de respirar profundamente para tranquilizarse. De esta
manera pudo admirar la ciudad de Londres desde las alturas.

A las chicas les supo a poco la media hora que duraba el viaje.

—Vaya, qué pena que se haya terminado ya, me volvería a subir otra vez —
dijo Gretta.

Mientras el grupo bajaba de la noria, Olivia, Isabella y Camila, que ya estaban


en tierra firme, se enseñaban los móviles las unas a las otras. No habían
parado de hacerse selfies y ahora tenían una buena colección de fotos.

Ese día habían tenido suerte y la temida niebla londinense no había hecho
acto de presencia, por lo que Ada había logrado hacer unas fotografías de la
ciudad dignas de revista de viajes.

Miss Wells había estado casi todo el tiempo con James y los chicos
contándoles cosas acerca de los edificios que podían divisarse desde allí
arriba, como el palacio Buckingham.

Cuando todo el grupo se reunió, Miss Wells propuso entrar en una tienda de
recuerdos. Esta idea fue acogida con gran entusiasmo.

—¡Sí, qué bien! ¡Me encantan los souvenirs ! —dijo Gretta.

Las chicas estaban ansiosas por mirarlo todo y recorrían las estanterías de la
tienda con los ojos. El comercio, aunque era más bien pequeño, tenía regalos
muy bonitos, así que aprovecharon para hacer algunas compras y conseguir
postales de Londres.

Gretta le compró a su hermano Luis una bola de nieve que contenía una
reproducción en miniatura del London Eye. Al moverla se llenaba de
purpurina y se iba depositando en el fondo, muy despacio. La chica se
propuso que cuando volviera a su casa iba a discutir menos con él, tal y como
su madre les decía.
Capítulo 16

Ayuda inesperada

Al regresar al castillo, los alumnos subieron a las habitaciones a dejar las


cosas. Aún faltaba un rato para la cena, y en los pasillos ya se respiraba el
aroma de los guisos que los cocineros les tenían preparados, como cada
noche.

Cuando Gretta llegó a su habitación, encontró a Olivia tumbada en la cama,


mirando el móvil. Seguramente estaba escribiendo mensajes o mirando las
fotos que se había hecho desde la noria.

Gretta le saludó pero solo obtuvo una especie de gruñido por respuesta.
Parecía que a Olivia le costaba ser amable. Si hubiera sido más agradable le
hubiera mostrado el precioso regalo que le había comprado a su hermano,
pero estaba claro que su compañera no quería saber nada de ella.

Gretta se preparó para irse con sus amigas.

Las chicas querían aprovechar el rato que tenían antes de la cena para
continuar con la traducción. Les había encantado la visita cultural, pero ni un
solo momento habían dejado de pensar en la historia que contenía el antiguo
diario.

—¡Oh, no! Mira —exclamó Paula señalando el techo del pasillo—. Con la
emoción de haber encontrado el diario se me olvidó despegar la plastilina del
techo.

María miraba a Paula sin saber qué decir. Esperaba que la chica propusiera
una solución.

—Toma, vete guardándola. —Paula saltó con todas sus fuerzas y le dio a
María el primer trozo.

Cuando llevaba tres, cayó al suelo. La rodilla le había fallado y la chica casi
lloraba de dolor.

—No podré despegar el resto. —Paula se quejaba como si eso le doliera más
que su pierna.

—Llamaré a Miss Wells. Seguro que te pueden llevar al médico para vendarte
la rodilla o recetarte algo —dijo María dirigiéndose hacia la habitación de la
profesora.

—¡No! Espera. Antes hay que despegar la plastilina fluorescente —le suplicó
Paula.

La chica logró sentarse en el suelo. Se sujetaba la rodilla con ambas manos


mientras pensaba a quién podían pedirle el favor de quitar del techo la
plastilina. Desde luego, esa persona debía ser alguien alto y de plena
confianza. Iban a tener que contarle el motivo por el cual Paula había
depositado en el techo la masa fluorescente si no quería quedar como una
boba que va por ahí pegando cosas en el techo.

—¡Vicente! —exclamó la chica.

María la miró extrañada.

—No te entiendo, ¿qué tiene que ver Vicente con todo esto? —preguntó.

—Dile a Gretta que hable con él y le pida el favor de despegar la masa del
techo. Ellos se llevan muy bien. Seguro que cuando le cuente la historia del
sótano y del diario no se lo dirá a nadie más. Es un chico en el que se puede
confiar —determinó Paula.

—¿Tú crees? —dudó María—. A mí me parece un poco bruto y que solo piensa
en el baloncesto. Al menos esa es la imagen que da.

—Hay que conocerlo un poco más en profundidad, como a todas las personas,
para saber cómo es de verdad. Solo te digo que podemos confiar en él,
créeme —aseguró Paula.

—Está bien, no tenemos muchas más opciones. Haré lo que dices —respondió
María mientras se alejaba por el pasillo.

María encontró a Gretta saliendo de su habitación y le dijo exactamente lo


que Paula le había pedido: que hablara con Vicente, que le pidiera ayuda para
retirar del techo la plastilina.

Cuando María, Gretta y Vicente llegaron hasta donde estaba Paula, la chica
había logrado levantarse del suelo y les esperaba de pie en el pasillo del ala
norte.

—¿Estás mejor, Paula? —preguntó Gretta, con cara de preocupación, nada


más verla.

Vicente también se interesó por la rodilla de Paula.

—Tranquilos, se me pasará, seguramente necesito un poco de reposo —dijo


Paula.

—Eso espero. Eres una de las mejores jugadoras de baloncesto. Bueno, la


mejor, diría yo —sonrió Vicente.

—Por cierto, ¿ya te han contado el misterio de la plastilina «voladora»? —dijo


Paula tratando de poner un poco de humor al asunto.

Como era de esperar, el chico les prometió guardar el secreto y se interesó


por la leyenda y el diario de Margot.
—Ja, ja, ja, sí, menudos saltos has debido dar para pegar eso ahí arriba —
respondió el chico—. Por cierto, qué gran aventura vuestra excursión al
sótano. Qué valientes habéis sido.

—Bueno, no es para tanto. Ah, por cierto, espero que no te importe dejar para
más adelante nuestro partido de baloncesto —le dijo la chica.

—No te preocupes, ya habrá otra ocasión —aseguró Vicente—, ahora lo


importante es que te recuperes de ese golpe. Miss Wells podrá darte una
pomada y en unos días ni te acordarás.

Camila e Isabella, desde la habitación número 3, se habían dedicado a espiar


al grupo desde detrás de la puerta. Aunque no habían logrado escuchar el
motivo de la caída de Paula en el sótano, ni nada acerca de la historia del
diario de Margot, sí les habían visto por el hueco de la cerradura a los cuatro
juntos hablando como en secreto y eso a Olivia no iba a gustarle nada de
nada.

Vicente les prometió que despegaría la plastilina esa misma noche. Sin
embargo, los vientos de la suerte no soplaban a su favor. Tampoco a favor de
su compañero de habitación.

Justo cuando estaba en la puerta de su habitación, escuchó un gran


estruendo. ¡¡¡Crash!!!

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Vicente nada más entrar, con el susto en el
cuerpo.

La ventana se había roto y una pelota volaba castillo abajo.

—Ha sido sin querer, estaba jugando y… —Jorge estaba avergonzado.

Pronto se escucharon los pasos de Miss Wells recorriendo el pasillo en


dirección a la habitación de los chicos. Cuando vio los cristales en el suelo, la
profesora se llevó una mano a la cabeza.

Vicente decidió esperar, no era ese el mejor momento para retirar la


plastilina. Después de lo sucedido, si alguien le descubría se iba a armar una
buena.
Capítulo 17

Como un boomerang

Al día siguiente, una prueba sorpresa de Inglés pilló desprevenidos a los


alumnos. La verdad es que nadie se lo esperaba y solo los que habían estado
atentos todos los días en clase y habían hecho a diario los deberes estaban
tranquilos.

Las chicas salieron bastante contentas del control, estaban seguras de que
habían aprobado. Cuando terminaron de poner en común las preguntas, se
hizo el silencio y las cinco bocas se abrieron a la vez, en un gran bostezo
conjunto. Habían pasado parte de la noche traduciendo el diario de Margot y
estaban agotadas.

Hasta la página diez, la extraña mujer relataba cosas de su sencilla y


acomodada vida en el castillo. Los paseos por los jardines con su dama de
compañía, las clases de costura, los largos días de lluvia en los que Margot
parecía feliz y no daba a entender que tuviera ninguna preocupación, salvo la
queja de un leve dolor de estómago, después de todas las cenas.

Aunque tenían mucho sueño, estaban deseosas de que llegara otra vez la
noche para continuar la traducción. Todas tenían la corazonada de que
Margot les daría pistas sobre la leyenda del castillo.

Gretta le pidió a María el diccionario.

—Anda, deja que me lo lleve. He apuntado algunas palabras en mi libreta —le


dijo mientras sujetaba el enorme volumen entre sus manos y pedía permiso a
María.

Gretta tenía mucha facilidad e interés por los idiomas, aprovecharía el rato
entre la cena y el momento de irse a la habitación 14 para avanzar en la
traducción.

Ya en la habitación y a la tenue luz de la lamparita de su mesilla, Gretta movía


las páginas del diccionario de aquí para allá buscando las palabras.

Cuando Olivia terminó de peinarse y lavarse los dientes, salió del baño
dispuesta a dormir. Fue en ese momento cuando Gretta apagó la luz y
abandonó la búsqueda de palabras en el diccionario: le interesaba que su
compañera se durmiera pronto para ir a la reunión nocturna con sus amigas.

Sin embargo, Olivia daba vueltas y más vueltas en la cama. No se podía


dormir. No encontraba la postura para conciliar el sueño y, a cada rato, el
ruido de las sábanas ponía alerta a Gretta: su compañera de habitación se
mantenía despierta.

Gretta consultó su reloj de pulsera. Al oprimir el botón lateral, la pantalla se


iluminó: eran las nueve y cuarenta. El resto de amigas llevaban un buen rato
esperándola, pero Gretta no podía irse aún. No mientras Olivia estuviera
despierta.

La compañera de habitación de Gretta estaba tan enfadada que no podía


pegar ojo. Sus amigas le habían contado el encuentro en el pasillo que, a
través de la cerradura de la puerta, habían descubierto. Ahora Olivia estaba
indignada. Pensar que Vicente prefería estar con ellas, tal y como en más de
una ocasión había demostrado, le hacía sentirse muy mal. ¿Qué era lo que
hacía tan especial a ese grupo de amigas? ¿No eran acaso ellas más
interesantes y sofisticadas?

También estaba un poco decepcionada con Isabella y Camila porque no


habían sido capaces de escuchar la conversación.

—¡Menudo par de bobas! —se decía para sí Olivia.

La cuestión es que Olivia empezaba a sentirse bastante sola en el


campamento y eso la ponía de muy mal genio. Un mal genio que, en el fondo,
escondía una gran tristeza.

Cuando el reloj de cuco dio las diez, alguien llamó a la puerta de la habitación
16.

Olivia se sobresaltó, pero pensó que era mejor hacerse la dormida y que fuera
Gretta la que se levantara a abrir. No tenía ninguna gana de levantarse.

Cuando Gretta abrió la puerta se encontró con Blanca.

—Estábamos preocupadas. ¿Te encuentras bien? —dijo la chica en un susurro.

—Chsss, calla, creo que Olivia acaba de dormirse justo ahora —dijo Gretta
mirando hacia la cama de su compañera de cuarto.

Gretta entornó un poco la puerta.

—Menudo susto me has dado, pensé que se iba a despertar cuando llamaste.
¿Por qué no has usado la linterna como siempre hacemos? —le recordó a su
amiga.

—¡Sí la usé! —replicó Blanca—, pero al ver que no reaccionabas llamé a la


puerta. A lo mejor no estabas mirando hacia aquí y por eso no viste la luz.

Ciertamente, Gretta estaba mirando el trozo de cielo que se veía por la


ventana, desde su cama. Las estrellas brillaban en el firmamento y, a ratos,
eran tapadas por las nubes.

—Es verdad, no estaba mirando la puerta. Escucha, Blanca, prométeme que


no volverás a hacerlo. Si por lo que sea no acudo a vuestra habitación, no
vengas a buscarme. A lo mejor es que, por la razón que sea, he visto que era
peligroso escaparme, ¿de acuerdo? —Gretta insistió.
—Prometido. Tengo que reconocer que ha sido un poco arriesgado —susurró
Blanca.

Gretta, con cuidado de no hacer ruido, caminó de puntillas hasta su cama,


colocó la almohada de tal manera que pareciera que había alguien dentro y se
fue con Blanca.

En la cama contigua, Olivia no se creía lo que acababa de presenciar: Gretta


se había escapado de la habitación. Muy enfadada, saltó de la cama, se quitó
el antifaz para dormir y abrió la puerta.

¿Quién había venido a buscarla? En la oscuridad del pasillo no pudo ver quién
acompañaba a Gretta y solo vio dos sombras que se alejaban.

En un gesto de rabia, tiró su antifaz al suelo y lo pisó varias veces. Su enfado


crecía más y más. Dentro del torbellino de su ira, solo podía pensar en cómo
darle su merecido a Gretta.

Una sonrisa extraña, torcida como una línea mal hecha, apareció en su rostro:
se chivaría. Le diría a Miss Wells que se había despertado de repente, se
inventaría que tenía un fuerte dolor de garganta, y que cuando quiso avisar a
su compañera de habitación para que la ayudara, se dio cuenta de que no
estaba.

Olivia se frotaba las manos una contra la otra como una maliciosa mosca a
punto de lanzarse a un plato de sopa. Aunque ni Olivia era una mosca, ni se
iba a lanzar a ninguna sopa: el movimiento de manos se debía a que estaba
imaginando el plan para acabar con Gretta. Debía darse prisa.

Cuando Olivia llegó a la habitación de Miss Wells llamó a la puerta con los
nudillos y se concentró en poner cara de dolor y preocupación. Decidió que se
iba a imaginar algo que le causara verdadero malestar interior, como por
ejemplo que había perdido el móvil.

La puerta de Miss Wells se abrió y la mujer apareció con un camisón hasta los
pies tan lleno de flores que parecía una pradera.

Olivia pensó que era horroroso y se llevó una mano a los ojos, en un intento
de tapar aquella visión, pero pronto se concentró en poner cara de
preocupación. Miss Wells la hizo pasar.

—Come in. Are you ok? —preguntó la profesora señalando el interior con la
cabeza para que entrara. Luego, se frotó los ojos y parpadeó varias veces para
terminar de despertarse.

El ruido de una puerta al cerrarse se escuchó en el pasillo.

Mientras, en la habitación 14, las cinco amigas abrían el diario de Margot


como quien abre un cofre del tesoro. El cuaderno olía a viejo y las tapas
estaban algo despegadas. Se notaba que había estado abandonado durante
mucho tiempo. Los ojos les brillaban de la ilusión, como las estrellas que
Gretta había visto en el cielo. Estaban ante la historia más emocionante jamás
leída.

—¿Has traído el diccionario? —preguntó María a Gretta.

La chica se llevó las manos a la cabeza.

—¡El diccionario! Lo dejé en mi mesilla —dijo Gretta, preocupada—. Iré a por


él. Enseguida vuelvo.

Fue cuestión de minutos que Olivia y Gretta no se cruzaran por los pasillos
del castillo.

Gretta abrió muy despacio la puerta de su habitación y se dirigió hasta su


cama. Había olvidado el diccionario en su mesilla de noche. Todo estaba a
oscuras, solo las estrellas dejaban, en el cristal de la ventana, destellos de luz.

Al atravesar la habitación, justo a la altura de la cama de Olivia, notó algo con


el pie y se agachó a cogerlo: era el antifaz de su compañera.

—Qué raro —no pudo evitar susurrar la chica cuando al palparlo descubrió
que era el antifaz—. ¿Se le habrá caído?

Gretta se acercó hasta la cama de Olivia con la intención de dejarle, sobre la


almohada, el antifaz. De esta manera su compañera lo encontraría fácilmente.
Sin embargo, ¡la cama estaba vacía!

—Tanto miedo que he tenido por ser descubierta y ahora resulta que Olivia se
escapa por las noches —pensó Gretta, un poco confundida—. Cuando se lo
cuente a las demás no se lo van a creer.

La voz de Miss Wells se escuchó procedente del pasillo y Gretta se metió


rápidamente en la cama. Los pasos parecían dirigirse hacia su habitación.

El pomo de la puerta giró y emitió un pequeño crujido antes de que la


profesora entrara, junto con Olivia. La chica iba hablando, muy acalorada.

—Y cuando me desperté para avisarle de que me dolía mucho la garganta, ¡vi


que no estaba en su cama! Luego fui al servicio y allí ¡tampoco estaba! —
decía Olivia con voz y cara de no haber roto nunca un plato.

Lo que no sabía la chica es que la situación se iba a volver en su contra, como


un boomerang que alguien lanza al aire y vuelve a manos de quien lo tiró. Y es
que, cuando se hace algo malo, normalmente, regresa a manos de quien lo
hace.

Cuando Miss Wells, que empezaba a ponerse muy seria ante la idea de que
una alumna se hubiera escapado de la habitación, encendió la luz, se quedó
de piedra. En la cama, junto a la ventana, Gretta dormía plácidamente.

La sonrisa de Olivia se esfumó y solo pudo abrir la boca ante el asombro de


ver a Gretta durmiendo en su cama.

—¡Prometo que hace un rato no estaba! —decía Olivia muy apurada,


pensando que Miss Wells creería que se lo había inventado todo.

Gretta fingió que roncaba. Solo pensaba en que a ninguna de sus amigas les
diera por venir a buscarla. Blanca se lo había prometido y ahora era muy
importante que cumpliera su palabra. Se tranquilizó: podía confiar en su
amiga.

—Gretta is sleeping! —Miss Wells abrió mucho los ojos.

Olivia no sabía qué hacer, ni qué decir. Era inútil seguir insistiendo en que
Gretta había abandonado la habitación cuando alguien la había venido a
buscar. Cualquiera que mirara su cara durmiendo pensaría que llevaba ya
varias horas soñando.

Gretta se desperezó y preguntó, como quien se acaba de despertar, que si era


ya la hora de levantarse.

La profesora le dijo que podía seguir durmiendo porque, sin duda, había
habido un malentendido. Esto lo dijo muy seria, mirando de reojo a Olivia.

Olivia, cabizbaja, miraba al suelo. Estaba abrumada y llena de vergüenza.

Miss Wells se fue de allí bastante alterada, con su camisón de flores


arrastrándolo por el suelo. Antes, citó a Olivia para la mañana siguiente. Le
iba a leer la cartilla: eso de mentir acerca de los actos ajenos estaba muy mal.
Las cosas no se iban a quedar así.

Había querido fastidiar a Gretta y, no solo había quedado en ridículo, sino que
se había fastidiado a sí misma.
Capítulo 18

Marionetas

A la mañana siguiente, en el desayuno, Gretta les contó a sus amigas todo lo


sucedido la noche anterior. Se habían quedado las últimas saboreando las
tostadas con mantequilla y mermelada de fresa mientras charlaban. Tenían
para ellas la enorme mesa del comedor y se sentían un poco como las reinas
del castillo en aquellas sillas tan grandes como tronos.

—¿Y cuando se fue Miss Wells no le dijiste que de qué iba intentando
chivarse? —preguntó Paula que estaba que no salía de su asombro.

—No, preferí hacer como que no me había enterado de nada. No sé si hice


bien o mal —reconoció Gretta haciendo maniobras con la cucharilla, pues
estaba intentando coger un trozo de tostada de dentro de la leche.

—Hiciste muy bien. Yo no me molestaría en hablar con una pared. Olivia no


escucha a nadie, salvo a ella misma, claro —dijo Celia.

—Creo que Olivia está muy celosa y, la verdad, no tiene por qué —dijo Gretta
limpiándose la boca.

—Pues hija, yo creo que es evidente, tiene envidia porque Vicente y tú sois
amigos —apuntó Blanca.

—Nada le impide a ella ser su amiga también. Si no fuera tan egoísta se daría
cuenta de que la amistad crece al compartirla —dijo Gretta al tiempo que
doblaba su servilleta.

—Chicas, no nos demoremos más, es hora de empezar las clases —les recordó
Blanca al escuchar que la campana sonaba en el comedor indicando que el
tiempo de desayunar había finalizado.

Las chicas empujaron las sillas, haciendo un poco de ruido.

—Hurry up, ladies! —exclamó un hombrecillo desde detrás de una escoba


indicándoles que se dieran prisa.

Todas tuvieron que mirar hacia abajo para verlo. Enseguida reconocieron a
Ern, el encargado de la limpieza del comedor.

—Bye, Ern, see you! —le dijo Gretta mientras movía la mano en el aire.

Casi corriendo, abandonaron el comedor. Atravesaron los pasillos llenos de


cuadros y de tapices antiguos.

Se sujetaron, al subir las escaleras, en los bellos pasamanos de madera.


Pensaban que ese mismo lugar había sido recorrido por Margot hacía cientos
de años.
En el pasillo que conducía a las clases, Gretta se quedó un momento mirando
un cuadro. Era, nada más y nada menos, que el cuadro del elefante que le
había regalado a Miss Wells.

—¡Qué recuerdos me trae! —Gretta se sintió contenta de verlo por fin


colgado.

—No te quedes ahí plantada o llegaremos tarde. —Paula le cogió del brazo y
tiró de ella.

Olivia se sentó sola en clase. No quería estar con nadie. Acababa de tener una
seria conversación con Miss Wells. La profesora le había dicho que, como
consecuencia de su mal comportamiento, no le quedaba más remedio que
castigarla: se perdería la visita al teatro de marionetas. Eso de inventarse
cosas de los demás para intentar que los expulsen del campamento estaba
muy mal.

Sin embargo, Olivia sabía que no era una invención. Gretta se había escapado
de verdad pero no tenía cómo demostrarlo. A partir de esa noche estaría muy
atenta a los movimientos de Gretta. De momento solo podía obedecer y
aceptar el castigo, pero confiaba en tener una oportunidad para vengarse.

—Buah, menudo rollo de tarde vais a pasar —les dijo a Isabella y Camila
cuando se despidieron de ella.

Las calles que llevaban hasta el teatro de marionetas estaban repletas de


tiendas de regalos, floristerías y varios puestos de comida. El olor a chocolate
que salía de uno de los establecimientos hizo suspirar a Gretta que recordó
las mañanas de domingo cuando su padre llevaba churros para acompañar el
chocolate caliente que su madre había preparado.

—Me encantaría tomarme una taza de chocolate —dijo la chica con la boca
hecha agua.

—Yo preferiría entrar en esta tienda —gritó Paula mientras pegaba su nariz al
vidrio de un escaparate, dejando en el cristal dos marcas de vapor a causa de
su respiración.

El modo en que el diario de Margot estaba cambiando a las chicas era


evidente: Paula se había parado en el escaparate de una tienda de
antigüedades y miraba cada objeto como si buscara algo. Le parecía que
cualquiera de las cosas que veía, una pluma de ave metida en un tintero, un
espejo de plata con un peine a juego, una muñeca de porcelana, podían haber
pertenecido a Margot.

Al ver una preciosa regadera antigua se acordó de que Margot cuidaba las
rosas del jardín y, según ponía en el diario, un día se había pinchado con una
espina y se había limpiado la herida con el agua de la regadera. También
ponía algo acerca de unas pequeñas plantas que crecían junto a las rosas, sus
flores preferidas. Las chicas estaban seguras de que se refería a los tréboles
de cuatro hojas, pero Margot no les daba este nombre sino que se refería a
ellos como los pequeños ramos para hadas, pues eran diminutos y crecían en
ramilletes.

Tras las páginas donde contaba esto, había algunas en blanco. Era como si
hubiera decidido escribirlas más tarde o como si no quisiera recordar ciertos
sucesos. Cuando continuaba su relato describía a un Lord inglés que fumaba
en pipa y paseaba todas las tardes con su perro canela por las afueras del
castillo. Eran relatos un tanto desordenados, pero a las chicas les servían
para hacerse una idea de la vida de aquella mujer.

La anciana que atendía la tienda de antigüedades vio la nariz de una chica


pegada al escaparate de su tienda y le dio un poco de risa. Al poco, cuatro
chicas más se arremolinaban alrededor de ella. Le gustó que prefirieran mirar
sus objetos antiguos en lugar de correr a mirar las tiendas de juguetes que
estaban justo en frente. Tras coger su bastón, se acercó hasta la puerta y, al
abrirla, una campana emitió un perezoso sonido. No solían ir muchos niños a
su tienda, así que las invitó a pasar.

—No, thanks, but we can’t go in —Gretta le dijo que no podían entrar. Era
muy consciente de que se perderían del grupo.

Ada no les quitaba ojo de encima y observaba al grupo de chicas a unos


metros de distancia. Se les notaba que estaban deseando entrar en esa tienda
que, además, tenía una muy buena pinta. Ada se acercó.

—Está bien, yo entraré con vosotras. Avisaremos a Miss Wells para que nos
esperen unos minutos —anunció Ada que, tras mirar su reloj, vio que tenían
algo de tiempo hasta que la función empezase.

—¡Muchas gracias, Ada! —Paula le dio un abrazo, muy efusiva. Tenía muchas
ganas de ver lo que esa tienda guardaba en su interior.

Una vez dentro, se entretuvieron mirándolo todo y sintieron que era como
estar un poco más cerca de la misteriosa dama del diario.

Blanca se animó a preguntar el precio de una pluma y un tintero con el que se


imaginó escribiendo cartas en papel pergamino. La dueña de la tienda, tras
ponerse un monóculo en el ojo y consultar unas notas, le dijo el precio.
Blanca, al oírlo, se quedó algo decepcionada, pues se dio cuenta de que no
tenía ahorros suficientes. Tal vez podía pedirlo por su cumpleaños, pero
entonces estaría ya muy lejos de Londres.

Celia, que había permanecido junto a su amiga y se había dado cuenta de su


frustración, tomó buena nota de los gustos de su amiga. Su cumpleaños era
en octubre y, tal vez, aquella señora tan entrañable contaba con una tienda
online desde donde podrían encargar la pluma.

—«Silver Dragonfly Antique Shop » —leyó Celia el nombre de la tienda en el


rótulo de la entrada—. Qué bonito nombre para una tienda de antigüedades.

Tendrían que buscar en internet y pedir ayuda a sus padres para encargar la
pluma.

—Pues sí, es un nombre precioso —le confirmó Gretta mientras traducía su


significado—: Tienda de Antigüedades Libélula de Plata.

La anciana se colocó una toquilla sobre los hombros. Era verano y no hacía
frío pero parecía que a aquella señora las despedidas la dejaban algo
destemplada. Con su mano blanca como el marfil les decía adiós, mientras
con la otra se sujetaba la toquilla a la altura del pecho donde descansaba el
broche de una libélula.

Como si de repente se hubiera acordado, la mujer dio un brinco y se dirigió a


la trastienda con pasos cortos. Allí cogió dos globos rojos, les ató una cuerda
y se dirigió a la calle. Tenía la intención de regalárselos. Seguro que a
aquellas muchachas tan agradables les encantaba el obsequio. Sin embargo,
al salir, las chicas ya no estaban. Abrió su mano y dejó que los globos volaran.
La anciana pensó en la libertad y sonrió. Tal vez, en algún momento, miraran
al cielo y los vieran pasar.

Las chicas iban por la calle comentando las cosas que habían visto en la
tienda, todo les había encantado. Ada les pidió que aceleraran el paso pues
quedaban pocos minutos para que la función de marionetas empezara. Aún
tenían varias calles que recorrer hasta la barca.

—¿Una barca? —preguntó María—. Yo pensaba que íbamos al teatro.

—Y así es —sonrió Ada—, este es un teatro muy muy especial.

Pronto llegaron hasta una orilla donde una barca alargada cubierta con una
tela a rayas les esperaba. Parecía como un pequeño circo sobre el agua.

Las chicas se acomodaron en la embarcación. El interior era de madera y


varios bancos se disponían en filas. Las luces se apagaron y, en el escenario,
aparecieron varios conejos de madera. Sujetos por unas cuerdas, alguien los
movía con mucha habilidad y daba la sensación de que tenían vida propia.

—¡Me encanta! ¿Os imagináis que construimos nuestro propio teatro de


marionetas en la casa del árbol? —propuso María.

—O un teatro de sombras —se animó Celia—, solo necesitamos un foco de luz


y una tela grande colgada en la pared. Luego, bien con nuestras manos o bien
con siluetas hechas de cartón podemos hacer el teatro de sombras.

—Oye, qué buenas ideas tenéis. Pero digo yo que además de todo eso hace
falta una historia que contar, ¿no os parece? —apuntó Blanca.

—Seguro que tú eres capaz de escribir una buena historia —dijo Gretta—. Tal
vez podríamos representar la historia de Margot.

—¡Oh! ¡Me encanta! —exclamó Blanca que ya estaba imaginando cómo


estructuraría el relato y había sacado su libreta para apuntar algunas ideas.
Isabella y Camila, en el autobús de regreso al castillo, sacaron sus móviles y
se hicieron una foto.

Luego la enviaron por WhatsApp a su amiga.

El móvil de Olivia sonó un par de veces y la chica corrió a ver el mensaje.

«Estamos volviendo ya, no te has perdido gran cosa» había escrito Camila en
el grupo, mintiendo, pues las dos chicas habían disfrutado mucho.

—Claro, quién quiere ver un teatrillo de muñecos de madera —pensó Olivia—,


¡menudo rollazo!

Olivia había pasado la tarde con doña Anastasia. Juntas habían ido a arreglar
el jardín, lo cual había dejado las manos de Olivia muy sucias, con trozos de
tierra entre las uñas, y ahora se las restregaba con un cepillo especial. Ponía
mucho esmero en aplicarse unas cremas, como si así espantara el trabajo de
campo que había tenido que realizar y que le parecía horroroso. Se había
aburrido como una ostra pero no pensaba reconocerlo ante nadie.

Ya por la noche, Olivia esperaba a que su compañera se volviera a escapar.


De esta forma podría ganarse de nuevo la confianza de Miss Wells. Se
imaginaba a la profesora pidiéndole disculpas por el injusto castigo y ella,
triunfante, le diría que no pasaba nada. Aunque, sinceramente, eso no era lo
que le importaba: solo quería fastidiar a Gretta.

Se metió en la cama después de peinarse y lavarse los dientes y fingió dormir.


De esta manera, pensó, Gretta se confiaría y saldría de la habitación.
Entonces, su plan habría funcionado.

Sin embargo, la que de verdad se dormiría, una vez hubiera terminado de


escribir lo que se llevaba entre manos, era Gretta: no pensaba jugársela otra
vez.

Las chicas, con gran pesar de su corazón, habían decidido que lo mejor era no
reunirse más. Quedaban ya muy pocos días para finalizar el campamento y no
querían estropearlo por nada del mundo. Si las pillaban, las castigarían y sus
padres se llevarían un gran disgusto.
Capítulo 19

Lo mejor de cada una

Antes de quedarse dormida, Gretta estuvo escribiendo. Intentó ponerse


cómoda doblando la almohada y apoyándola en la cabecera de la cama. De
esta manera, permanecía sentada sobre el colchón con las piernas dobladas y
podía sujetar una carpeta.

Las cinco amigas habían repartido los papeles para ir escribiendo lo mejor de
cada una. Poco a poco, fabricarían el tesoro de los dones. Terminarían antes
de que se acabase el campamento y se darían las cartas el último día. Se
habían prometido no leerlas hasta que cada una estuviera en su casa.

Lo cierto es que a Gretta no le costaba ningún esfuerzo encontrar cosas


buenas en las demás, ella pensaba que todas las personas tenían algo bueno.

En la parte de arriba de la hoja, el nombre de Paula le hizo pensar en la


última aventura que habían vivido juntas: su episodio en el sótano de la
biblioteca.

Se acordó del miedo que sintió al escuchar un extraño ruido y de cómo se


sintió protegida al agarrar el brazo de Paula. Su amiga, en todo momento,
estaba segura y tranquila. Y es que Paula era una de las personas más
valientes que conocía. Lo tenía muy claro, una de las cosas que admiraba de
su amiga era eso, su valor. También, que era una persona muy positiva y eso
hacía que el grupo no se viniera abajo en los momentos malos. Siempre
animaba a las demás a conseguir sus objetivos. Aseguraba que todo lo que
una se proponga, absolutamente todo, se puede conseguir entrenando una y
otra vez, tal y como ella hacía tirando a canasta. Paula siempre pensaba que
las cosas iban a salir bien y no perdía sus fuerzas pensando en lo malo.
Además, gracias a su valor habían podido descubrir el diario de Margot. Todo
esto lo fue escribiendo Gretta, con una amplia sonrisa en la boca y una bonita
letra.

Unas cuantas habitaciones más allá, en el ala norte del castillo, María se
rascaba la cabeza con la punta del bolígrafo y movía la boca a uno y a otro
lado: no encontraba la mejor manera de expresar lo bueno de Gretta y eso
que lo tenía bastante claro en su mente. Su amiga era de las que buscaba
soluciones y siempre tenía un consejo a mano con el que sacarte de un apuro.

Se acordaba del momento del aterrizaje y de cómo Gretta la tranquilizó


enseñándole un truco para dominar el miedo. Gretta, además, sabía
comprender a los demás y ponerse en el lugar de los otros. Era capaz de
saber cómo estaba otra persona con solo mirarle a los ojos. Ese era uno de
sus dones. Pero tenía otras virtudes, como la generosidad: se había ofrecido a
compartir habitación con Olivia, librando al resto de semejante fastidio.
También tenía las cosas muy claras y nunca se dejaba chantajear por nadie,
tal y como había demostrado cuando Olivia la amenazó si seguía hablando con
Vicente. La verdad es que Gretta era un buen ejemplo a seguir.
Blanca miraba tan de cerca la hoja de papel que parecía que se iba a meter
dentro. Escribía a menos de un palmo, haciendo la letra muy pequeña, pues
tenía muchas cosas que escribir. Las frases venían a su mente con una
facilidad tremenda. Aunque María ya tenía una carta escrita por Gretta,
aquella que le entregó en la fiesta de fin de curso, esta carta iba a ser
diferente, pondría otras cosas, tal vez más recientes. Y es que había mucho
que admirar en María. La chica siempre estaba dispuesta a hacerte un favor
y, aunque tenía sus miedos, se podría decir que era una persona muy valiente:
siempre acababa haciendo frente a sus temores y para eso hace falta tener
mucho valor. También le gustaba compartir con las demás sus cosas, como la
casa del árbol que su padre le había construido en el jardín y que se había
convertido en el refugio y centro de reunión de las amigas, logrando que el
grupo estuviera aún más unido.

Blanca admiraba la facilidad que María tenía para hacer manualidades, llenas
de bonitos detalles. Desde luego, eso era un don. No todo el mundo hubiera
sido capaz de hacer cinco preciosas pulseras de la amistad.

Paula escribía sobre Celia. Cuando no sabía cómo continuar, dibujaba una
pequeña pelota de baloncesto en una esquina de la hoja.

—La cuestión es no dejar el bolígrafo parado mucho rato —pensaba en voz


altala deportista.

Lo que más le llamaba la atención era la rapidez con que Celia tenía ideas
originales, como la de hacer el teatro de sombras en la casa del árbol.
Además, tenía mucho sentido del humor que utilizaba para animar a las
demás a superarse, como cuando había logrado que María se atreviera a
mirar las vistas, en el London Eye, haciendo una simple broma de bancos y
palomas. Sabía mucho de música y, gracias a ella, habían logrado ganar una
prueba de la yincana, la del complicado acertijo y la clave de sol. Luego, había
tenido la gran idea de marcar con dos palos el lugar donde habían encontrado
los tréboles de cuatro hojas.

En su habitación, Celia escribía tumbada en el suelo. Se había puestos los


auriculares y escuchaba música clásica en su MP3. Eso le ayudaba a
concentrarse. Así, al ritmo de los grandes maestros de la música, escribió que
el mayor don de Blanca era la escritura. El saber expresar mediante palabras
todo lo que se propusiera: historias, cuentos, sentimientos.

—La escritura y la música se parecen —pensó Celia—. Ambas son capaces de


expresar y emocionar.

Desde luego, solo había que leer los poemas que Blanca escribía para darse
cuenta de su capacidad de transmitir sentimientos. Su amiga también tenía
una gran capacidad de organización y era muy inteligente, lo cual se notaba
no solo en las excelentes notas que sacaba en el colegio sino en muchas otras
cosas más, como cuando ponía orden en el grupo.

Celia puso el punto final justo en el momento en que el reloj de cuco dio las
nueve. Se quitó los auriculares y se levantó del suelo.
—¿Sabes, en el fondo, qué es lo mejor de cada una? —Celia se dirigió hasta
Blanca, que en ese momento doblaba la hoja y la metía en un sobre.

—Bueno, pues eso es algo que está escrito en cada hoja de los dones, ¿no? —
respondió Blanca que no entendía muy bien lo que su compañera de
habitación quería decir.

—Sí, pero no. —Celia torció la cabeza, se empujó las gafas hasta el final de la
nariz y siguió hablando—. Lo mejor de cada una es que somos capaces de ver
lo bueno de las demás. ¿Te das cuenta? No todo el mundo es capaz de eso.
Capítulo 20

¿Quién era?

A Vicente le había encantado la salida del día anterior al teatro de


marionetas, aunque como era tan alto había estado un poco encogido en
aquellos bancos de la barca.

Al regresar, tenía la intención de quitar la plastilina del techo. Aún no había


podido hacerlo debido a que las cosas se habían puesto muy serias cuando
uno de los chicos había roto una ventana con una pelota. Aunque Jorge había
insistido en que era solamente su culpa, Miss Wells estaba enfadada y Vicente
decidió esperar un par de días en recolectar la plastilina, cuando todo
estuviera más calmado.

Paula miraba el techo todos los días para ver si ya de una vez su amigo la
había quitado.

Se impacientaba al pensar que alguien más vería la masa pegada, aunque,


ciertamente, nadie andaba mirando el techo, salvo ella.

Ese día, al volver del teatro de marionetas, justo antes de la cena, Vicente vio
que había llegado el momento, pues en el castillo las cosas estaban más
tranquilas.

Siguió el camino de puntos fluorescentes, saltando una y otra vez para


arrancarlos del techo y llegó hasta la biblioteca. Allí solo tuvo que recordar lo
que Gretta le había contado acerca de dónde estaba la habitación secreta y
seguir los puntos de luz para llegar justo detrás del mostrador de Anastasia.

Era la hora de cenar. A Vicente le rugía el estómago como si tuviera un león


dentro. Por un momento dudó si marcharse al comedor, pero la curiosidad le
pudo y decidió bajar hasta el sótano. Se daría prisa porque, de lo contrario, se
iba a quedar sin probar bocado.

Como no tenía linterna, tuvo que buscar el interruptor tocando todas las
paredes y llenándose las manos de un polvo casi negro. Cuando notó un
pequeño botón, lo presionó y una bombilla que colgaba del techo se encendió
y apagó varias veces. Parecía como si le diera pereza alumbrar aquella salita.
Vicente temió que la bombilla se fundiera. Se quedaría a oscuras y no podría
ver nada. Después de soltar un poco de humo, por el polvo acumulado, se hizo
la luz. Fue entonces cuando el chico buscó las cajas abandonadas. Según le
había contado Gretta, en una de esas cajas era donde habían encontrado el
diario de Margot.

El chico levantó varios cuadernos alargados y los abrió. Parecían libros de


cuentas. Sin embargo, entre aquellas páginas llenas de números y sumas,
encontró algo. Era la fotografía en blanco y negro de una mujer. ¿Quién era?
¿Sería Margot? Vicente le dio la vuelta y se acercó hasta la bombilla. Quería
ver mejor lo que ponía en el reverso.
—9 de noviembre de 1870 —leyó el joven en voz alta, aunque estaba solo.

Debajo de la fecha, había unas cuantas palabras más. Decidió que se la


entregaría a sus amigas. La guardó en el bolsillo trasero del pantalón, apagó
la luz y subió las escaleras. No aguantaba ni un minuto más sin echarse nada
al estómago, así que se marchó al comedor todo lo rápido que pudo.

Ya en la puerta, miró sus manos: estaban negras. Pasaría primero por los
servicios y se lavaría.

Dentro, en el comedor, las cinco amigas cenaban sin ninguna prisa: querían
quedarse solas allí, en aquella gran mesa y poder hablar un rato sobre sus
cosas.

Vicente entró secándose las dos manos en el pantalón vaquero y se sentó


junto a Paula.

—Qué tarde vienes a cenar. Ya casi todo el mundo ha terminado. De hecho,


tus amigos acaban de irse hace un momento —se extrañó Paula, al verlo
llegar.

Gretta se fijó en que Vicente iba un poco desaliñado, muy despeinado y con la
camiseta un poco sucia.

—Qué raro, ¿dónde se habrá metido? —pensó la chica.

Vicente se acercó aún más a Paula.

—No te lo vas a creer —le dijo muy misterioso en un susurro—. Por cierto,
toma, aquí tienes tu plastilina fluorescente.

—Muchísimas gracias. Pensé que se iba a quedar ahí arriba todo el tiempo.
Ahora ya vuelvo a tenerla toda. Pero, dime, ¿qué es eso que no me voy a
creer? —dijo Paula mientras recuperaba su plastilina y la amasaba.

Olivia no paraba de mirarles, mientras masticaba con lentitud el último trozo


de manzana para estar más rato en el comedor.

—Luego os lo cuento —propuso el chico al sentirse observado por Olivia.

—Oh, no, ¡cuéntamelo ahora! —insistió Paula—. ¿De qué se trata? Dame una
pista, al menos.

—Verás, he descubierto algo acerca de… —Vicente dejó la frase sin terminar.

Los ojos de Paula se abrieron de par en par.

—¿De verdad? —dijo Paula en un tono más alto.

—Creo que será mejor que os lo cuente mañana, ahora podrían oírnos.
Quedamos a las cuatro y media. —Vicente se metió un trozo de carne en la
boca.

—Vale, pero ¿dónde? —preguntó Paula.

—Junto al cobertizo de James —contestó una vez hubo tragado.

—Díselo a las demás —le pidió guardándose la manzana para más tarde y
levantándose de la mesa.

—Menuda rapidez. Tenías hambre, ¿eh? —dijo Gretta, asombrada.

Cuando Vicente terminó la cena, Olivia y su grupo de amigas salieron del


comedor.

Las cinco chicas, por fin, se quedaron solas.

Ern apareció dando saltitos con la escoba en la mano y una bayeta colgada de
su cinturón.

—Only five minutes, please —le pidió Gretta juntando las manos en un gesto
de súplica, para que les dejara cinco minutos.

—Ok, ok —contestó el hombrecillo marchándose de allí mientras movía la


cabeza a los lados un poco fastidiado de que siempre tardaran tanto.

—Chicas… —dijo Paula mirando alrededor para asegurarse de que estaban


solas—. Vicente acaba de decirme que ha descubierto algo.

—¡Cuenta! —exclamó Celia, muy impaciente.

—Me ha dicho que mañana, a las cuatro y media, nos lo contará. Hemos
quedado junto al cobertizo de James —informó Paula.
Capítulo 21

El laberinto de letras

El maullido de un gato hizo que Gretta se despertara. Había dormido tan


profundamente que cuando abrió los ojos no sabía dónde estaba. Por un
momento pensó que estaba en su casa, pero enseguida se dio cuenta de que
estaba en el castillo de Miss Wells y que había confundido a ese gato con el
suyo. ¡Ay, qué ganas tenía de acariciarlo!

Sin hacer ruido se levantó de la cama y abrió la ventana. Una ráfaga de viento
se coló en la habitación. Cuando Gretta miró hacia abajo, vio cómo un animal
jugaba con una pequeña pelota antes de esconderse entre los matorrales.
Seguramente era la pelota que Jorge llevaba buscando varios días.

Eran las siete de la mañana. Gretta cerró la ventana y volvió a su cama. Pensó
en Olivia y en lo difícil que era acercarse a ella. Seguro que tenía cosas
buenas, pero su compañera de habitación era tan insegura que no quería
arriesgarse a defraudar a nadie. Se protegía detrás de una coraza, de un
escudo de superioridad, y se estaba perdiendo un montón de amigas a las que
espantaba con esa actitud.

Los primeros pájaros de la mañana comenzaron a cantar y Gretta quiso


aprovechar el tiempo. Con la luz que ya comenzaba a entrar por la ventana y
ayudada por la linterna, cogió el diccionario.

Las chicas habían conseguido avanzar bastante en la traducción, pero el


diario, con sus relatos inacabados, parecía un laberinto de vivencias del que
solo se podía salir rellenando los silencios de Margot con lógica e
imaginación.

Habían llegado a la conclusión de que Margot era la dama de la leyenda del


castillo: le encantaban las rosas y, según contaba en el diario, junto a ellas
crecían tréboles de cuatro hojas, o como ella misma les llamaba: ramos de
hadas.

Hacia el final del diario se podía leer que las rosas se estaban marchitando.
Que por más que las podaban y regaban, los pétalos de las olorosas flores
caían al suelo junto con sus lágrimas. Margot se mostraba triste y
preocupada. Hablaba también de su frágil salud y de un viaje a un balneario
para tratar de recuperarse. Era evidente que Margot se fue del castillo por
estar enferma y que las rosas se marchitaron, tal y como decía la leyenda.

Pero ¿qué pasaba con los tréboles de cuatro hojas?, ¿por qué el inexplicable
olor a rosas que a veces se respiraba en el exterior del castillo?

Las preguntas sobrevolaban el diario como pájaros que no saben dónde


posarse: ¿de verdad sobrevivieron los tréboles?, ¿debía alguien cuidarlos para
que una fatalidad no ocurriera a los habitantes del castillo?
Esa tarde, las amigas habían quedado con Vicente. Antes, en la hora de la
biblioteca, hablaron de sus dudas. Se colocaron en una mesa del primer piso
que quedaba bastante alejada del resto para que nadie las escuchara.

—Chicas, esto se está complicando —dijo Blanca apoyando los codos en la


mesa y sujetándose la cabeza—. ¿Creéis que Margot dejó el diario sin acabar
porque le pasó algo malo? ¿Se marchitaron las rosas porque enfermó? ¿Es
verdad la leyenda? ¿Si los tréboles desaparecen ocurrirá una catástrofe a los
habitantes del castillo? ¿Ha pasado eso alguna vez?

—¡Uf, cuántas preguntas! —María se agobió un poco.

—A ver, pensemos un momento. —Paula trató de que se aclarasen las cosas—.


¿Quién cuida actualmente del jardín? Digo yo que quien lo cuide también se
encargará de los tréboles y sabrá algo de la leyenda.

—Lo cuida Anastasia, es lo que hace todas las tardes cuando coge el cubo y la
azadilla —respondió rápida Celia.

—¡Ajá! Le preguntaremos directamente si ha visto los tréboles, si los cuida,


incluso si sabe algo de la leyenda —propuso Gretta.

—Pues la tenemos ahí mismo. —Paula estiró el cuello y miró hacia abajo, justo
donde estaba la mujer, a través de la barandilla—. Vamos cuanto antes.

—Ahora no te hará caso, estará viendo su serie en la tablet , como todas las
tardes —recordó María.

Pero Paula, muy decidida, se levantó y antes de que ninguna se diera cuenta
ya se había plantado delante de doña Anastasia. Cuando la mujer vio a la
chica frente al mostrador, se quitó los auriculares y le dijo, un poco de mala
gana, que qué quería.

Paula no acertó a formular pregunta alguna, no sabía qué decir, no sabía


cómo empezar.

—La… la… leyenda —balbuceó.

—¿Qué dices? ¿Buscas un libro de leyendas? Chica, ¿y no puedes esperar?


Justo ahora el capítulo de mi serie favorita está en lo más emocionante —le
soltó Anastasia volviendo a colocarse los auriculares.

Paula seguía allí, de pie. No quería ningún libro de leyendas. No sabía cómo
empezar a hablar.

Gretta apareció por detrás de Paula y se unió a ella.

A regañadientes, doña Anastasia dejó los auriculares sobre el mostrador.

—Estáis hoy un poco… pesaditas, ¿no? —murmuró la mujer mientras


enrollaba el cable en una mano.
—Queremos preguntarte algo. —Gretta empezó a hablar—. Tú que cuidas las
plantas… ¿has encontrado tréboles de cuatro hojas?

La intención de Gretta al preguntarle esto era la de introducir, de alguna


manera, el tema de la leyenda del castillo Birstone.

La mujer levantó sus espesas cejas que parecían colas de comadrejas y varias
arrugas se le formaron en la frente.

—Pues, si os digo la verdad, no me dedico a contar las hojitas de los tréboles.


¡Ya lo que me faltaba! Con todo el trabajo que tengo. Aun así os puedo
asegurar que los tréboles de cuatro hojas no existen. ¡Ja!, menuda invención
—respondió moviendo mucho las manos como queriendo quitarse la incómoda
pregunta de encima.

Acto seguido, dio por concluida la conversación y se puso a ordenar papeles


mientras miraba de reojo a las chicas. Estas, muy desilusionadas, volvieron
con las demás.

—Menuda decepción. —Paula se dejó caer en la silla—. No ha soltado prenda


y encima ha dicho que los tréboles de cuatro hojas no existen, como para que
sepa algo de la leyenda.

—Yo creo que, o bien no sabe nada, o bien nos oculta información —concluyó
Gretta—. Yo la he notado un poco nerviosa al responder.

—Menos mal que nosotras sí sabemos que los tréboles de cuatro hojas
existen, aunque esto no signifique nada más que eso: que existen —dijo Paula.

—Bueno, te recuerdo que Margot los nombra en su diario. No somos las


únicas que los hemos visto —recordó María.

—Efectivamente, los tréboles de cuatro hojas existen. Ahora tenemos que


averiguar si es cierto que si los tréboles desaparecen una catástrofe caerá
sobre los habitantes del castillo, tal y como dice la leyenda —habló Blanca.

—Chicas, crucemos los dedos porque Vicente, con su descubrimiento, arroje


algo de luz a todo este asunto —apuntó Gretta.
Capítulo 22

Junto al cobertizo

De pie, junto al cobertizo de James, podía adivinarse la silueta de Vicente. Se


había puesto vaqueros y una fina sudadera azul y jugaba con las cuerdas de la
capucha mientras esperaba a las chicas. De vez en cuando se llevaba la mano
al bolsillo de detrás de su pantalón para comprobar que la fotografía seguía
allí.

Miró su reloj: las cuatro y cuarenta y dos. El joven comenzaba a


impacientarse, ¿y si se habían olvidado? Al escuchar unos pasos, se escondió
detrás del tronco de un árbol.

—Vaya, aquí no hay nadie. Os dije que nos diéramos prisa —dijo Paula
fastidiada al comprobar la hora y ver que Vicente no estaba.

El chico salió de detrás del árbol, como por arte de magia.

—¡Tachán! —Vicente abrió los brazos—, aquí estoy.

—¡Bien! Ya pensaba que te habías ido. Hemos tardado un poco más porque
queríamos asegurarnos de que nadie nos seguía… —se excusó Paula.

Vicente miró a ambos lados y, tras sacar la fotografía del bolsillo de su


pantalón, se la entregó a Gretta.

—La encontré en el sótano, dentro de unos libros de cuentas —dijo el chico—.


A ver qué opináis.

Una gran exclamación salió a la vez de la boca de las cinco amigas.

—¡¿Es Margot?! —exclamó Paula.

Las chicas miraron el retrato durante un largo rato. La fotografía era de una
mujer joven, muy elegante y guapa. Llevaba un sombrero muy bonito con
plumas blancas que caían por delante de su frente.

—Mirad el sombrero. —Gretta señaló la fotografía—. Paula no sé si te


acuerdas pero es justo el que me probé en el sótano, el que estaba en el
perchero.

—¡Cierto! Ahora lo recuerdo —se sorprendió Paula.

Cuando dieron la vuelta a la fotografía, descubrieron que estaba fechada el 9


de noviembre de 1870.

—Espera, ¿de qué me suena esa fecha? —Blanca trató de recordar—. ¿No es
el año en que está escrito el diario?
—¡Sííí! —se sorprendió Paula.

Debajo de la fecha, había unas palabras escritas.

—Es Margot, estoy totalmente segura. Esta es su letra —dijo Gretta siguiendo
con el dedo cada frase escrita en el reverso de la fotografía.

En la nota, le pedía a su dama de compañía que cuidara de sus plantas


mientras ella no estaba.

—Esto corrobora lo que ponía en el diario: que Margot se fue del castillo. La
explicación: estaba enferma y necesitaba un clima mejor para cuidar su salud.
Eso antes lo hacían mucho las personas adineradas —concluye Gretta.

—Entonces, si esta fotografía también estaba en el sótano, ¿sería ese lugar el


dormitorio de su dama de compañía? —piensa Celia—, no me gustaría nada
dormir ahí abajo.

—Seguramente lo era, sí y por lo que parece fue a ella a quien le encargaron


que cuidara de las pertenencias de Margot, que ya nunca regresó como se
deduce del diario inacabado —concluyó Gretta.

—Por lo que parece su dama de compañía guardó sus cosas en la habitación,


su diario, su maleta, su sombrero… tienes razón, Gretta —susurró Blanca con
tristeza.

—Pero seguimos sin saber si la desaparición de los tréboles de cuatro hojas


haría caer una catástrofe sobre los habitantes del castillo —piensa Gretta en
voz alta con la mano en la barbilla.

Vicente estaba maravillado de la rapidez con que las chicas eran capaces de
encajar las piezas del rompecabezas que parecía la historia de Margot y saber
también qué partes les quedaban por descubrir.

Aquel grupo de amigas era especial, estaba tan unido que todas ponían lo
mejor de cada una para resolver un misterio o un problema.

—Vamos a darnos prisa o perderemos el autobús. —Gretta comprobó su reloj.

—¡Cierto! No querría perderme la salida de hoy —dijo Vicente, un poco


despistado, como saliendo de sus pensamientos—. Creo que hoy tenemos
paseo por Picadilly Circus.

Una gran nube gris nubló el cielo y las primeras gotas de lluvia comenzaron a
caer.

James hizo sonar el claxon del autobús. Con la llave ya puesta en el contacto
estaba a punto de arrancar, pero no quería dejar sin salida cultural a los seis
alumnos que venían corriendo.

La primera en llegar al autobús fue Paula.


—¡Fiuuu!, por poco nos quedamos en tierra. —Gretta llegó un poco más tarde
—. Por cierto, Paula, ¡qué velocidad la tuya! Se nota que ya estás totalmente
recuperada de tu dolor de rodilla.

—Sí, menos mal, ya vuelvo a ser la que era —dijo la deportista muy feliz.
Capítulo 23

Tras las páginas en blanco

A Celia se le había metido el frío en el cuerpo durante el paseo por el Picadilly


Circus pues había llovido mucho. Tan apenas cenó y quiso irse pronto a su
habitación, se encontraba algo destemplada.

Una vez allí, tumbada en la cama, miraba el techo y pensaba en la historia de


Margot. No quería irse del campamento sin saber si la leyenda era cierta o
no. Tan solo les faltaba descubrir algo que demostrara que si los tréboles de
cuatro hojas se marchitaban una fatalidad ocurriría.

Quiso sentirse cerca de Margot y saltó de la cama. Levantó la alfombra para


coger la llave y abrió la puerta del armario. Debajo de las mantas, en una caja
de zapatos, estaba el diario. La chica fue pasando las hojas, mirando incluso
las que estaban vacías.

Ya no esperaba encontrar nada cuando, tras varias páginas en blanco,


encontró una hoja con la letra muy diferente a la de Margot. ¿Cómo era
posible que no hubieran visto esa página antes? Lo cierto es que la letra era
de trazo débil, nada que ver con las letras fuertes de Margot.

Celia pensó en ir a buscar a sus amigas, pero le pudo la curiosidad e intentó


traducir lo que ponía.

Al empezar a leer aquella parte del diario, las lágrimas comenzaron a rodar
por su cara.

«4 de febrero de 1873. Hace mucho tiempo que mi querida Margot ya no está.


Este invierno está siendo muy duro y las bajas temperaturas han causado que
los tréboles de cuatro hojas se hayan marchitado».

Al leer esto Celia no tuvo ninguna duda: estaba escrito por la dama de
compañía de Margot.

«Parece que todo es desolación y desastre. Miro por la ventana y todo está
cubierto por el frío. Están pasando cosas malas en el castillo. El otro día una
de las torres se vino abajo, toda una tragedia. Por eso, he cambiado mi bonita
habitación por una más segura, en un sótano. Espero que el invierno acabe
pronto y con él se marchen las desgracias. Echo de menos a Margot pero al
menos tengo su diario y sus cosas conmigo».

Celia no salía de su asombro, tenía ante sí la prueba de que la leyenda era


cierta: los tréboles de cuatro hojas se habían marchitado y una torre del
castillo se había caído.

Cuando el resto de las chicas entraron en la habitación se encontraron a Celia


secándose las lágrimas, con el diario entre las manos.
—¿Qué te pasa? —dijo Gretta muy alarmada al ver así a su amiga.

Celia extendió el diario abierto por la página escrita por la dama de compañía
de Margot.

—¡La leyenda es cierta! —exclamó Blanca al leer lo que ponía.

Las cinco amigas se abrazaron, sentían un poco de miedo pero también se


sentían muy satisfechas de sus hallazgos.

Ahora solo les quedaba pensar qué iban a hacer con el diario de Margot
cuando el campamento se acabase y ellas tuvieran que regresar.

Celia cerró el diario y lo abrazó con fuerza. Habían pasado tanto tiempo
traduciéndolo, les había hecho vivir tantas aventuras, que lo sentía un poco
parte de ella misma.

—Yo me lo llevaría en la maleta —afirmó Celia muy decidida—. Podríamos


guardarlo en la casa del árbol.

—Pero… no es nuestro. Además, ¿y si alguien se entera? —dijo Blanca que no


estaba de acuerdo en llevarse el diario con ellas.

—¿Quién crees que lo va a echar en falta? Lleva más de cien años ahí abajo,
olvidado… —dijo Celia con un poco de tristeza en su voz.

—Chicas, creo que estamos muy impresionadas por los últimos


descubrimientos acerca de Margot y de la leyenda —afirmó Gretta—,
deberíamos pensar con más detenimiento qué hacer con el diario. No tenemos
que tomar una decisión ahora mismo.

—Eso es verdad —corroboró Paula—. Será mejor no precipitarse. Tenemos


hasta el último día que pasemos en este castillo para pensar qué hacer.
Capítulo 24

Días de sol y tranquilidad

Los días siguientes, un magnífico sol acompañó las excursiones de las tardes.
Era bastante raro, pues lo normal en ese país era tener que estar sacando
cada dos por tres el paraguas, pero las chicas llevaban días sin usar sus
chubasqueros, cosa que Celia agradeció bastante pues la última vez casi le
cuesta un resfriado.

Después de los incidentes del cristal roto y la mentira de Olivia, los días
pasaron sin sobresaltos. Miss Wells fue recuperando la tranquilidad y la
confianza en los alumnos, que la adoraban.

Sin embargo, había quien pensaba que la profesora le tenía manía.

—Pues yo creo que a mí me tiene manía —dijo Olivia una tarde después de
comer.

—¿Y eso? ¿Por qué lo dices? —le preguntó Camila que no podía imaginar a la
dulce profesora de Inglés teniéndole ojeriza a nadie.

—Pues mira, no sé si te acuerdas pero a mí me castigó una tarde sin ir a la


salida cultural y a Jorge, que rompió el cristal con una pelotita, no le castigó.
—Olivia refrescó la memoria de su amiga—. Por lo visto se limitó a decirle que
no volviera a jugar en la habitación. ¿Te parece normal?

Isabella asintió con la cabeza no porque estuviera de acuerdo con Olivia,


simplemente porque no se atrevía a llevarle la contraria.

Sin embargo, Camila ya se estaba cansando de que Olivia no viera más allá de
sus narices, de que siempre se hiciera la incomprendida, así que no pudo
evitar comenzar a hablar.

—Bueno, yo no lo veo así —dijo la chica.

Olivia dio un respingo, alarmada. Sus amigas siempre le habían dado la razón
en todo.

—¿Cómo que no lo ves así? —Olivia se puso nerviosa.

—Verás, yo entiendo que Miss Wells no castigara a Jorge. Él no rompió el


cristal de la ventana queriendo. Fue, digamos, un accidente —trató de
explicar Camila.

—Y, dime, ¿cómo sabes que no lo hizo queriendo? —dijo Olivia que empezaba
a sentirse un poco acorralada—. Estás en la mente de los demás o qué.

—Nadie se dedica a romper cristales por diversión y menos Jorge —se animó
a decir Isabella.
—Tú, Olivia, por el contrario, a ojos de Miss Wells te inventaste que Gretta se
había escapado de la habitación. Y te castigó por mentir. —Camila siguió
hablando.

—Sí, me castigó injustamente por una cosa que no era mentira. —Olivia trató
de defenderse.

—A sus ojos, era mentira, ¿es que no quieres ver la diferencia? —preguntó
tratando de que su amiga entrara en razón y comprendiera que Miss Wells no
le tenía manía.

Al fin y al cabo, no le hacían ningún favor dándole la razón siempre. Olivia


debía empezar a abrir un poco los ojos y a darse cuenta de la verdad.

Olivia no dijo nada más, pero en el fondo entendía lo que Camila quería
decirle.

—¿Os apetece que escuchemos música? —propuso para cambiar de tema.

Mientras tanto, las cinco amigas habían ido a visitar los tréboles de cuatro
hojas que estaban marcados, en un lugar del bosque, con unos palitos.
Querían verlos por última vez. Quedaba muy poco para que el campamento
terminase y, de alguna manera, querían despedirse de esas extrañas y
pequeñas plantas.
Capítulo 25

Último día en el castillo

Gretta se sentó encima de su maleta para ver si así podía cerrar la


cremallera. Hizo varios intentos, pero era imposible. Empezó a plantearse que
igual debería sacar algo y pedirle a alguna de sus amigas que lo llevara en su
maleta. Aunque igual a las demás les sucedía lo mismo.

No sabía cómo pero, además de aventuras y de muchos momentos buenos,


había acumulado un montón de cosas durante el viaje.

Recordó qué cosas llevaba. La lámpara de lava que le había regalado la amiga
invisible y algunas cosas que había comprado.

—Aun así, no me parece para tanto: la esfera de cristal para mi hermano, una
mantita para Mufy y unos imanes para la nevera no deberían impedirme
cerrar la maleta. —Gretta hizo recuento de las cosas que llevaba—. Será, más
bien, que he metido la ropa toda de golpe, de manera desordenada, y por eso
la maleta no cierra.

—Uf, me está costando horrores meterlo todo aquí dentro —dijo en voz alta—.
Es como si la maleta hubiera encogido.

Por primera vez, Olivia se rio ante la ocurrencia de Gretta. Tal vez estuviera
de mejor humor porque el campamento acababa. La verdad es que los últimos
días la chica había estado bastante amargada y el castigo de Miss Wells, junto
con la charla que mantuvieron, debían estar haciendo efecto.

—¿Puedes ayudarme? —Gretta se atrevió a pedir ayuda a su compañera de


cuarto, aunque sin mucha esperanza.

Olivia se acercó hasta ella y apretó con fuerza una esquina de la maleta
mientras Gretta hacía fuerza también.

—Prueba ahora —le dijo Olivia.

Al ver que la cremallera por fin se cerraba, Gretta respiró aliviada.

—¡Por fin! Muchas gracias, Olivia, por ayudarme —le dijo sorprendida por la
actitud que su compañera de habitación había tenido.

Pero Olivia no contestó y siguió mascando chicle como si nada.

Lo cierto es que las maletas de los alumnos estaban a reventar. Las amigas
habían tenido grandes tentaciones de llevarse consigo el diario de Margot. A
Celia, a María y a Paula les hubiera encantado guardarlo, como un tesoro, en
la casa del árbol, pero finalmente lo dejaron en el castillo, Blanca y Gretta no
lo tenían tan claro. Al fin y al cabo ese diario no era de ellas. Decidieron que
para no levantar sospechas, lo mejor era devolverlo al sótano. Ese era su
lugar y allí debía permanecer.

Ahora que sus maletas estaban gordas como ballenas, se alegraban de no


habérselo llevado y se esmeraban en dejar las habitaciones ordenadas. Antes
de bajar al comedor, debían dejar las maletas listas. Al día siguiente por la
mañana solo tendrían tiempo para recoger el pijama y las cosas de aseo
personal en sus equipajes de mano.

En el castillo se intuía la inminente partida de los alumnos. Las puertas de los


dormitorios se abrían y cerraban con cierta rapidez y sin mucho orden. En los
pasillos alguien preguntaba a gritos si habían visto una chaqueta. Más allá
otra persona trataba de encontrar al dueño de un balón e incluso, alguien, de
regreso a su habitación, se secaba unas lagrimillas.

Mientras, la música de flautas y arpas se escuchaba en el comedor. Los


cocineros, vestidos con trajes medievales, iban de aquí para allá dejando
bandejas de canapés y deliciosos pastelitos. Habían decorado el lugar con
escudos, banderas y antorchas de plástico en cuyo interior una bombilla
asemejaba el movimiento del fuego haciendo que parecieran reales.

Miss Wells quería que el último día fuera muy especial y había preparado una
fiesta de despedida. Solo había puesto una condición: que se disfrazaran de la
época medieval. Como los alumnos no habían traído disfraces, la profesora les
había dejado coger lo que quisieran de unos antiguos baúles. Allí habían
encontrado multitud de prendas.

Ern estaba en su salsa y daba saltos de alegría: se había vestido de bufón y


eso le producía una extraña alegría. Llevaba unas mallas rosas y una enorme
camisa atada con una cuerda a la cintura. Su cabeza sostenía un gorro de
colores, en cuyas puntas, unos pequeños cascabeles sonaban cada vez que se
movía.

Las chicas, con sus indumentarias antiguas, paseaban mirando las fotografías
que Ada había colgado en las paredes mientras se tomaban un refresco.

—Ja, ja, ja, ¡esta la quiero tener! Es graciosísima —rio Gretta al ver una donde
aparecían las cinco haciendo un poco el payaso.

Era del día del teatro de marionetas. En la fotografía, estaban junto a la


barca, con los brazos en alto. Miss Wells aparecía por detrás, subida a una
caja de madera, haciendo como si manejara las cuerdas imaginarias que
sujetaban los brazos de las chicas.

—No te preocupes, se la pediré a Ada y haré una copia —le dijo Blanca—. En
septiembre voy a estar varios días en el colegio preparando la revista, así que
en cualquier momento se la pido.

—Ay, chicas, me da mucha pena que se termine el campamento, lo hemos


pasado tan bien… —María se puso un poco nostálgica.

—Y hemos aprendido un montón de inglés —recordó Celia pensando en todas


las horas que habían dedicado a traducir el diario de Margot—. Estoy segura
de que vais a sacar un diez en el examen de septiembre.

—Ups, casi se me olvida que tenemos un examen pendiente —reconoció María


—. ¿Qué día tenemos que ir al colegio para hacer la recuperación?

—Creo recordar que es el 14 de septiembre —dijo Gretta—. Ya quedaremos


para ir las tres juntas.

—Sí, ya quedaremos —dijo Paula sin ninguna ilusión.

Una lluvia de confetis de colores comenzó a caer del techo. Miss Wells había
colocado unas enormes bolsas, de las que ahora caían trocitos de papel, al
moverlas con un palo largo.

Las chicas abrieron los brazos dispuestas a bailar bajo esa lluvia de colores.
Se les notaba felices. Estas habían sido las mejores vacaciones de sus vidas.
Podían confiar las unas en las otras y saber que siempre, pasara lo que
pasara, el paraguas de su amistad las protegería de las cosas malas.

—Ahora que veo estos papeles de colores, me acuerdo de otros papeles,


mucho más grandes —dijo Blanca a las demás—. ¿Habéis traído las cartas de
los dones?

Guardadas dentro de sus bolsos, cada una traía una de las cartas. Las amigas
las intercambiaron, muy impacientes de recibir cada una la suya, aunque
sabían que hasta que no llegaran a sus casas no las podían leer. Habían
estado escribiendo las cualidades, las unas de las otras, para que nunca
olvidaran todos los tesoros que guardaban en su interior.

—Creo que este es el mayor regalo que podemos recibir —dijo María
sosteniendo el sobre en las palmas de sus manos—. El reconocer lo bueno de
los demás y decirlo, para que en los momentos malos, cuando nos sintamos
tristes recordemos nuestras cualidades.

Las amigas continuaron disfrutando de la fiesta. Un poco más lejos, estaba


Olivia con Isabella y Camila. Se las veía sonrientes y conversaban con el
grupo de los chicos, donde estaba Vicente.

—A lo mejor ya se ha dado cuenta de que puede ser su amiga —comentó


Gretta al ver al grupo—. Algo está cambiando en Olivia porque hasta me ha
ayudado a cerrar la maleta.

—¿En serio? ¿Olivia? No me lo puedo creer. Es muy raro. No te fíes, estará


tramando algo… —se extrañó Celia.

—Como lo oyes. Yo también me he quedado muy sorprendida —dijo Gretta.

—Ojalá se volviera un poco normal y dejase de ser tan egoísta. No sé cómo


sus amigas la aguantan —dijo Celia—. Por cierto, me gustó mucho lo que
dijiste el otro día.

—¿El qué? A veces hablo tanto que no me acuerdo de la mitad de las cosas, ja,
ja, ja —rio Gretta.

—Dijiste que la amistad crece al compartirla —le recordó Celia, sonriendo—.


Olivia debería empezar a darse cuenta de eso.

A las ocho, la música dejó de sonar y tanto Miss Wells como James y Ada
quisieron decir unas palabras, a las que se sumó doña Anastasia. Todos
estaban muy contentos con el campamento y esperaban poder tener unos
alumnos así el próximo verano. Salvo algunas cosas puntuales, en general,
Miss Wells estaba muy satisfecha. Le diría al profesor Lechuga que contara
con el campamento de Inglés el siguiente verano, ya que tanto había insistido
el profesor de Ciencias Naturales.

—Yo me apunto ya mismo para el próximo verano —comentó Paula, muy


entusiasmada.

—¡Y yo!, pero con la asignatura aprobada. —María guiñó un ojo a las demás.

Esa noche, Blanca, María, Paula, Celia y Gretta dormirían a pierna suelta. Al
día siguiente estarían en sus casas y aunque por un lado les daba pena que se
acabara el campamento, por otro lado tenían muchas ganas de ver a sus
padres y darles un gran abrazo. Tenían muchas cosas que contarles.

∞∞∞
W. AMA es una escritora que desarrolla su actividad literaria dentro de la
ficción infantil y juvenil.

En una entrevista comentaba:

Ahora os hablaré de mí, pero solo un poco. Porque creo que los autores
debemos permanecer en un segundo plano: las historias son las que cuentan .

Siempre digo que soy una escritora en un árbol. ¿Por qué? Pues porque las
buenas ideas no crecen en el suelo, hay que mirar arriba, bien alto, como las
chicas protagonistas de estos libros, que se reúnen en su casa del árbol .

Lo que me impulsó a escribir este tipo de novelas fue mi hija. Y os aseguro


que para mí fue todo un reto ¡y ahora mismo sigue siendo una gran
responsabilidad! Un día, mientras escribía lo que iba a ser una novela para
adultos, me dijo que a ella le gustaría que le escribiera libros. ¿Puede acaso
una madre escritora decir que no?

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