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KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer
TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam
Página 1 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Simply Sinful (2008) ARGUMENTO: Todo deseo explorado… Un año atrás, durante un fin de semana prohibido, Helene Delorna y se encontró atrapada con un desconocido. Osado, viril y experto en las artes eróti cas, Phillip Ross abrió los ojos de Helene a un mundo de placeres sexuales cuya ex istencia desconocía. Helene, ahora propietaria del burdel más exclusivo de Londres, nunca olvidó la dicha carnal que compartió con Phillip… y no ha encontrado otro hombre que pueda satisfacer las insaciables ansias que despertó en su interior… Toda fanta sía cumplida… Cuando Philip regresa inesperadamente a la vida de Helene, la atracción física que comparten es demasiado fuerte como para resistirse a ella. Ahora, mient ras exploran sus fantasías y las llevan a nuevas alturas, Helene descubre que sus sentimientos por Phillip son más profundos que los que sentiría por un simple amante… SOBRE LA AUTORA: Kate Pearce nació en una gran familia de niñas en Inglaterra, y pasó gran parte de su infancia viviendo muy feliz en un mundo de ensueño. A pesar de haber sido una rebe lde y haber dicho que ella realmente no necesitaba "seguir el programa", se grad uó en la Universidad de Gales con un grado de honores en historia. Después de la gra duación, la vida real intervino y acabó trabajando en finanzas ¡Que no era la opción más p rofesional para un aspirante a escritor! El traslado a los EE.UU (California) fi nalmente le permitió cumplir su sueño y sentarse a escribir una novela. Sus novelas, son de tipo romántico erótico. Además de ser una lectora voraz, Kate ama hacer equita ción con su familia, en los parques regionales del Norte de California. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 2 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer CAPÍTULO 01 Dover, enero 1801. ―Señor, si usted se acerca más a la señora, terminará adentro de su ves tido, en lugar de limitarse a babear sobre ella. ¿Puedo sugerir que se aleje? La m irada de Helene voló hacia el caballero que hablaba suavemente sentado frente a el la en el coche lleno de gente. Al menos, ella suponía que era un caballero. Su car a estaba oscurecida por el ala de su sombrero de tres picos, pero su arrastrado tono de voz y elegancia, a pesar de la ropa un poco sucia, proclamaba su condición de alta posición en la vida. El cura gordo sentado a su lado se enderezó abruptamen te y retiró la mano de su muslo. Su rostro regordete se ruborizó mientras luchaba pa ra inclinarse hacia adelante. ―Soy un siervo de Dios, muchacho. ¿Cómo te atreves a imp licar que estaba haciéndole algo inadecuado a la señora? ―Yo no estoy insinuando nada, señor. Estoy constatando un hecho. Aléjese de ella, o lo arrojaré por la ventana más ce rcana. Helene se estremeció al contemplar el paisaje cubierto de nieve afuera del coche. Nadie en su sano juicio podría optar por estar fuera hoy. El cura haría mejor en mantener sus largas manos sobre sí mismo. Ella sonrió. Si el hombre no hubiera i ntervenido, ella había planeado usar la clavija de tres pulgadas de su sombrero de color rosa sobre los carnosos dedos del cura. Era un arma sorprendentemente efe ctiva. Miró de reojo a su insólito salvador, captó el indicio de una sonrisa y asintió c on la cabeza a cambio. ―Merci, monsieur. Se tocó el ala de su sombrero con un dedo e nguantado. ―No tiene por qué, ma'am. Su acento inglés sostenía un indicio de lugares ext ranjeros, de secretos por explorar, de misterio. Los otros pasajeros en el desta rtalado coche se perdieron en el fondo cuando Helene se centró en el hombre frente a ella. Estaba cómodamente sentado, un codo apoyado contra un lado del oscilante coche, la otra mano metida en el bolsillo de su abrigo. A su lado, el cura carra speaba ruidosamente su disgusto, pero sus manos se quedaron en su regazo, visibl emente dobladas alrededor de un desgastado libro de oraciones. Helene cerró los oj os mientras el cansancio se apoderaba de ella. Había estado viajando durante tres días y aún no había llegado a su destino y a la tentadora perspectiva de un nuevo futu ro. Ella tocó el deslustrado relicario de plata en su garganta. Las imágenes de su f amilia, de Margarita y del pasado, amenazaban con apoderarse de ella. Tenía que te ner éxito en Londres. Era la única manera de darle sentido a su vida. El aire en el interior del coche era rancio y fétido, pero nadie se quejaba. Afuera, el viento a ullaba a través de los campos estériles. La lluvia azotaba TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 3 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer contra las ventanas, ocasionalmente rechinaba cuando caía en forma de granizo. Hel ene movió los pies fríos y golpeó contra algo duro. El caballero sentado frente a ella , tenía las piernas estiradas hasta que las puntas de sus botas estaban tocando su s pies. Estudió el cuero reluciente, preguntándose dónde estaba su ayuda de cámara, inca paz de creer que un hombre tan elegante limpiase sus propias botas. Un grito aho gado del chofer y el toque de la bocina hizo sentarse a Helene. ¿Se debía a una para da, o el cochero había decidido no seguir adelante en condiciones tan horribles? A pretó los puños y sintió el tirón del viejo cuero de cabritilla sobre sus nudillos. Quería dejar el pasado detrás de ella y seguir adelante. Otro retraso repentinamente par ecía insoportable. El chofer redujo la velocidad y luego se detuvo. Una puerta se abrió bruscamente, y una ráfaga de aire helado se deslizó a través de la rancia atmósfera. El cochero se bajó el pañuelo envuelto alrededor de la mitad inferior de su cara. ―To dos afuera, damas y caballeros. Tenemos que cambiar los caballos de nuevo. Tiene n tiempo para un trago rápido y algo de comer antes de seguir… si seguimos. Helene e speró hasta que los otros cinco pasajeros desembarcaran antes de deslizarse por el asiento y anclarse a sí misma contra el marco de la puerta, lista para saltar. Ca si chirrió cuando una mano ahuecó su codo. ―Permítame, ma'am. Ella miró directamente a la cara del joven que se había sentado frente a ella. Sus ojos eran de un pálido marrón a vellana que casi igualaban el color bronceado de su piel. ¿Era realmente inglés o de un país totalmente diferente? ―Gracias, señor. Ella agachó la cabeza para evitar tanto una ráfaga de nieve como la intensidad de su mirada. ¿Por qué estaba siendo tan servic ial? ¿Qué quería? Helene se reprendió por su desconfianza al instante. A pesar de que te nía motivos para saber que la mayoría de los hombres eran hijos de puta, no debería ju zgar a un extraño simplemente por querer ayudarla. Él la sostuvo de la mano mientras se dirigían a la pequeña y pintoresca posada, sólo liberándola cuando entraron en el es trecho pasillo. Helene se alejó para colocarse la capucha de la capa y su sombrero , y arreglar sus cabellos, que estaban en completo desorden. Era consciente de s u compañero esperando detrás de ella, aparentemente inconsciente del parloteo de los pasajeros que se arremolinaban a su alrededor. Con extraña renuencia, se volvió hac ia él. No había ningún lugar para ir, salvo de nuevo hacia la puerta principal o entra r con él a la ruidosa cantina más allá. Él hizo una profunda reverencia, sombrero en man o. ―¿Puedo ser tan atrevido como para presentarme? Soy Philip Ross. Reconocido oveja negra y segundo hijo de un insignificante barón, con limitaciones, pero con la te ntadora esperanza de un título real algún día. Se enderezó, con una sonrisa en los labio s, como si quisiera que ella supiera que él bromeaba. Ella supuso que tenía unos vei nte años, no mucho mayor que ella. Su cabello castaño oscuro estaba atado en su nuca con un lazo negro. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 4 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Bajo su pesada capa, llevaba un grueso abrigo sencillo, pantalones negros, y un chaleco a juego. Helene hizo una reverencia a cambio. ―Yo soy Madame Helene Delorn ay. Su mirada recorrió su conservador vestido marrón. ―Delaney, ¿eh? ¿Su marido es irlandés ―Mi marido ha muerto, señor, y, no, no era irlandés. Es Delornay. El nombre viene de la ciudad de Lorme en la provincia de Livernoi. Él hizo una mueca. ―Por supuesto, us ted es francesa. He estado fuera de Inglaterra durante tanto tiempo que mi oído pa ra los acentos, evidentemente, ha desaparecido. ―No tiene importancia, señor. Ella l e sonrió. Había practicado las mentiras tantas veces que llegaban con facilidad a su s labios. Para su sorpresa, él frunció el ceño. ―Sólo puedo pedir disculpas por su pérdida, también, ma'am, y expresar mi pesar por ser tan insensato como para recordarlo. El la se encogió de hombros mientras él hacía un gesto hacia la cantina llena y le ofrecía su brazo. ―Él murió hace más de un año. Estoy acostumbrada a estar sola. Hizo una pausa pa ra mirar hacia abajo a ella. ―Si se me permite el atrevimiento, parece un poco jov en para haber estado casada y viuda. Helene enjugó delicadamente su nariz con un p añuelo de encajes. ―Tengo dieciocho años. Mi esposo era mucho mayor que yo. Nos casamo s hace menos de dos años. ―Aún así, usted no debe haber sido más que una niña. Helene levan las cejas. ―Yo tenía la edad suficiente, señor, para saber exactamente lo que estaba h aciendo. ―Realmente. ―Él le sostuvo la mirada, un escéptico cuestionamiento en sus ojos color avellana. ―Estoy seguro de que tiene usted razón, ma'am. Sacó una silla para ell a y luego se sentó enfrente, sus manos cruzadas sobre la rústica mesa entre ellos, s u oscura cabeza inclinada hacia ella. A pesar del bullicio a su alrededor, podía oír cada palabra que él decía con gran facilidad. ―Gracias por ayudarme en el coche. Miró p or encima del hombro al cura gordo, que se sentó solo a beber una jarra de cerveza en el rincón. ―Ese hombre debería estar avergonzado de sí mismo. ―¿Por qué? ―¡Porque él se de usted! Ella miró su cara enrojecida. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 5 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer ―Él simplemente actuó como la mayoría de los hombres cuando ven a una mujer que viaja so la. ―¿Está sugiriendo que esto le ha sucedido antes? Helene sofocó una risa amarga. Él era , obviamente, un inocente que todavía creía en el honor y en el código de un caballero . ¿Por qué tenía que ser ella quien lo desengañe de sus nociones idealistas? ―Las mujeres que viajan solas, especialmente las viudas, son vistas como un blanco legítimo. Él f runció el ceño. ―¿Debido a que son vulnerables sin un hombre? Ella le sostuvo la mirada, demasiado cansada para llevarle la corriente durante más tiempo a su ignorancia. ―D ebido a que como ya han tenido antes a un hombre entonces deben desear a otro en su cama. Él parpadeó. ―Yo no había pensado en eso. Helene bebió un sorbo de café tibio que una apurada criada colocó delante de ella. ―¿No es por eso por lo que decidió salir en d efensa a mi causa en el coche? ¿No esperaba beneficiarse con mi eterna gratitud? S u expresión cambió, se volvió tan frío como el clima exterior. Bajo su encanto, vislumbró la férrea voluntad del hombre que llegaría a ser. ―¿Usted cree que podría tomar ventaja co n usted de esta manera? Helene levantó las cejas. ―¿Por qué no? Se puso de pie y se incl inó. ―Le pido perdón, ma'am. Me voy a retirar de su presencia sólo por si acaso me olvid o de mí mismo y la obligo a ir a la cama antes de volver al coche. Su ceremoniosa indignación podría haber sido divertida si Helene no hubiera estado tan cansada o ta n segura de que él quería decir cada palabra. Ella tomó una lenta respiración. ―Lo siento. Él ya había dado media vuelta y no dejó de moverse, incluso después de su suave disculp a. Terminó su café, se estremeció ante el horrible sabor, y resolvió centrar sus pensami entos en Londres. Helene vaciló el tiempo suficiente en la entrada del coche hasta que la puerta se cerró golpeándole el trasero y la empujó hacia adelante. Su solitari o compañero de viaje no hizo ningún intento para ayudarla a recuperar el equilibrio cuando el coche se tambaleó en su camino. Ella se acomodó a sí misma y a sus pertenenc ias en el asiento frente a Philip Ross. ¿Dónde estaba todo el mundo? ¿Todos habían decid ido que era demasiado peligroso continuar el camino hacia Londres y se quedaron en la posada? Ella intentó una sonrisa a su silencioso acompañante. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 6 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer ―Parece que somos las únicas dos personas lo suficientemente desesperadas como para viajar con una tormenta de nieve para llegar a nuestro destino. Él la miró, todo el buen humor había desaparecido de su rostro. ―¿Se supone que le responda? Helene frunció el ceño. ―Si así lo desea. Él miró a su alrededor. ―Pero estamos solos. ¿No tiene miedo que tentara forzarla o algo así? Helene se enderezó. ―Sr. Ross, me disculpé por mis comentar ios. Estaba cansada y quizás un poco cautelosa. ―¿Un poco? Ella le sostuvo la mirada. ―T al vez tenga una buena razón para ser cautelosa, monsieur, pero le he dado el bene ficio de la duda. Él se encogió de hombros, un fluido movimiento. ―Tal vez tenga razón. He estado fuera de Inglaterra durante cinco años. He olvidado algunas de las nocio nes más extrañamente peculiares sobre las mujeres que viajan solas. Su aspecto de es tar hastiado del mundo, a pesar de su obvia juventud, hizo a Helene querer reírse. Ella sintió que se relajaba. ―Yo no conozco este país tampoco, monsieur. Esta es mi p rimera visita. Él sonrió, sus dientes blancos contrastando con su piel bronceada. ―Ent onces, ¿tal vez debemos perdonarnos y empezar de nuevo? Ella le devolvió la sonrisa, agradecida por el indulto, contenta de haber encontrado a alguien a partir de q uien pudiera tener un útil conocimiento. ―Me gustaría eso. Su sonrisa murió y él se inclinó hacia delante, su expresión resuelta. ―¿Y si yo le dijera, con espíritu honesto y amigab le, que usted tiene motivos para no fiarse de mí? ―¿Monsieur? ―Que como la mayoría de los hombres, la deseo, y que estaría encantado si su gratitud se expande a una noche e n mi cama. A pesar de su amplia experiencia con los hombres, Helene simplemente lo miró fijamente. Se humedeció los labios. ―Me gustaría darle las gracias por su honest idad y cortésmente declinar. Él se reclinó hacia atrás, la escasa luz de la lámpara iluminó los perfectos ángulos de su rostro. ―¿Usted no lo siente, entonces? ¿Esta atracción entre nosotros? ―En realidad no. La lujuria es usualmente un problema masculino, creo. Él le tomó la mano y la apretó con fuerza. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 7 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer ―Lujuria es quizá una palabra demasiado áspera. Prefiero llamarlo una atracción inmediat a, un deseo de conocerla mejor, una… ―Una oportunidad de tener sexo conmigo. Ella fu e deliberadamente contundente, curiosa por ver cómo iba a reaccionar a su uso del lenguaje grosero. ¿Se retiraría? Para su sorpresa, parte de ella esperaba que no lo hiciera. Él la miró, su pulgar masajeando la palma de su mano a través de su guante de sgastado. ―Usted es muy directa. ―He tenido que serlo. Ella intentó retirar la mano, p ero él la retuvo. ―Entonces, quizá, pueda ser igualmente franco. Te deseo. Deseo desli zar mis manos por tu glorioso cabello rubio y oírte gritar de placer mientras me c orro profundamente dentro de ti. ―Hizo una pausa para llevar su mano a los labios y besar sus dedos. ―¿Estoy siendo demasiado honesto para ti ahora? Helene se dio cue nta que estaba sacudiendo la cabeza. Su cuerpo se agitaba con sus palabras, las imágenes se implantaron en su mente con la claridad del cristal. ¿Cuánto tiempo había pa sado desde que había sentido la piel de un hombre joven contra la suya, un hombre sano, un hombre que la deseara? ―Valoro la honestidad, ―susurró. Él tiró de su muñeca, arra trándola a través del estrecho espacio para sentarla a su lado. ―Yo también. Le desaboto nó el guante y besó la suave piel de la parte inferior de la muñeca. Se estremeció como su lengua dio golpecitos por encima de su vena. Nunca se había sentido así con un ho mbre antes, esta sensación de ilícito calor y emoción, el pensamiento de que ella podría tenerlo si quería, en lugar de simplemente ser tomada o vendida o forzada. Él le qu itó el guante, besó el camino alrededor de sus dedos, y jaló su pulgar dentro de su bo ca antes de soltarlo con un suave pop. ―Te deseo, pero nunca tomaría lo que no es of recido libremente. ―Entiendo. ―Mon Dieu, ¿esta voz entrecortada era suya? Se aclaró la g arganta. ―Es lamentable, entonces, que los dos tengamos tanta prisa por llegar a l a ciudad. Él suspiró, su expresión repentinamente distante. ―Ah, sí, Londres y mi futuro. Casi me había olvidado. ―¿No desea ir a Londres? ―No tengo otra opción. Mi deber para con mi familia lo exige. ―Se encogió de hombros, el gesto tan elocuente como el de cualq uier otro francés. ―He sido traído todo el camino de regreso desde la India para salva r el nombre de la familia. ―Yo no tengo familia. Él soltó un gruñido. ―Dichosa de ti. Ella cruzó las manos sobre el regazo. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 8 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer ―Créame, no es fácil estar sola en el mundo. Usted debe estar agradecido de que su fam ilia se preocupa por usted y lo quiere de vuelta. ―Ellos no se preocupan por mí. Soy la oveja negra oficial, me enviaron al extranjero para que hiciera algo de mí mis mo cuando todo lo demás falló. ―Levantó la vista, debe haber visto su expresión de asombro , y se rió. ―Es una tradición en Inglaterra entre las clases altas. ―¿Obligar a sus hijos a cumplir con su deber? ―Obligar a sus hijos a obedecer y sacrificar todo por la g loria del nombre de la familia. Su amargura la sorprendió, y le tocó la manga, ansio sa para cambiar de tema. ―Me voy a Londres para comenzar una nueva vida. ―Y yo voy a Londres para vivir la vida de mi hermano. ―No entiendo. Él se retiró, ubicando un bra zo a lo largo de la parte posterior del asiento. ―Mi hermano mayor murió, y tengo qu e casarme en su lugar. ―¿Casarse con una mujer que ni siquiera ha visto antes? ―Oh no, la he visto. Creció con nuestra familia. ―Su sonrisa era desagradable. ―Mi padre es s u tutor. Anne tiene una diminuta pequeña fortuna, ya ves, y la vaga esperanza de u n título. Mi padre se resiste a perder su riqueza, ya que ha estado viviendo de lo s ingresos de sus posesiones durante años. ―Pobre chica. Philip se puso tenso. ―¿Y qué sob re pobre de mí? Helene estudió su rostro indignado. ―En verdad, lo siento por los dos, pero usted aún podría reclamar. Ella no tiene esa opción. Suspiró. ―Supongo que tienes ra zón. He estado tan ocupado sintiendo lástima de mí mismo que he olvidado lo triste que debe estar. ―¿Ella ama a su hermano? ―¿William? Lo dudo. ―Su sonrisa volvió a aparecer. ―S lla mostró alguna preferencia por alguno de los dos, probablemente era por mí. Helen e le palmeó la mano. ―Entonces usted tiene la capacidad de complacerla y hacer que s u matrimonio sea feliz. Su rostro se deprimió. ―Pero no quiero estar contento y casa rme con alguien que realmente no conozco. Quiero mucho más. ―Le sostuvo la mirada. ―Qu iero conocer a alguien en un baile, enamorarme instantáneamente, y ser terriblemen te rechazado de manera que deba deambular por toda Europa en busca de un nuevo a mor. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 9 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer ―¿Mientras toma muestras de una sucesión de damas dispuestas a lo largo del camino, su pongo? Philip sonrió. ―Quizás eso sería parte de mi recuperación. Helene se echó a reír y é regañadientes, la imitó. Ella no podía creer que estuviera bromeando con él, flirteando incluso. Dentro de los estrechos confines del coche, se sintió más libre de lo que n unca antes se había sentido. ¿Qué le habría hecho tener esa confianza en el futuro? ¿Soñar on cosas como el amor o la felicidad verdadera? Su sonrisa se atenuó. ―Pero no voy a tener ninguna de esas cosas. Mi destino es inamovible, y no puedo escapar de él. Helene dejó escapar el aliento. Tal vez ella no era la única cuya vida no seguiría un camino de felicidad. Al menos, su futuro estaba finalmente en sus propias manos, su destino era suyo para hacerlo. ―Lo siento, señor. Le apretó la mano. ―No tanto como lo siento yo, créeme. ―Se aclaró la garganta. ―¿Y qué hay de ti? ¿Por qué viajas a Londres? ne lo consideró. ¿Cuánto debería revelar? Era obvio que la consideraba una señora, y ella estaba disfrutando demasiado de la experiencia como para destrozar sus ilusiones . ―Me voy a reunir con mis administradores para considerar mi futuro. Una verdad a medias, pero lo suficiente, esperaba, como para contentarlo. Él la fulminó con la m irada. ―No dejes que nadie te obligue a otro matrimonio. ―Puedo asegurarle que no su cederá. ―Bueno, pase lo que pase, asegúrate de que está bien provisto. Helene luchó para o cultar una sonrisa. ―Ahora habla como mi abuelo. Se inclinó hacia ella y le rozó el la bio inferior con la punta de su dedo enguantado. ―Como he dicho, no me siento part icularmente como un abuelo hacia ti. Ella tragó saliva cuando su cálido aroma especi ado llenó su nariz. ―Ya hemos acordado que nuestros asuntos en Londres nos impiden e xplorar cualquiera de nuestras fantasías. Su pulgar frotó su labio. ―No recuerdo haber dicho eso. Me gustaría saber algunas de tus fantasías, especialmente si me incluyen a mí, desnudo en tu cama. Ella lo visualizó allí, todo elástica elegancia y largos miem bros enredados, y se preguntó si su piel estaba bronceada por todas partes. Se inc linó hacia ella y le mordió la oreja. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 10 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer ―Aprendí mucho en la India. ―¿Sobre comercio y contrataciones? Sus labios rozaron su mej illa. ―Sobre sexo, sobre cómo complacer a una mujer hasta que ella grite. ―¿Por el dolor ? Él se rió entre dientes, su aliento cálido cerca de su oído. ―No del todo. Más cerca del asis, creo. Helene ladeó la cabeza lejos de él para poder verle la cara. ―La mayoría de los hombres no son conocidos por ser amantes considerados. ―En Europa, tal vez. Pe ro en la India, es un requisito, y he estudiado duro para llegar a ser competent e. A pesar de su cinismo, su arrogancia era casi imposible de resistir. Su cuerp o se agitó ante el pensamiento de tenerle sobre ella, dentro de ella, poseyéndola. C on un sobresalto, parpadeó y se alejó. ¿No tenía ningún sentido común en absoluto? ¿Abriénd e piernas al primer hombre que mostraba interés? ¿Dónde estaba toda su recién descubiert a dignidad y su promesa de no permitir volver a depender de la buena voluntad de un hombre nuevamente? Se enderezó el sombrero y arriesgó una mirada a Philip. Sus o jos avellana tenían los párpados caídos, su erección era evidente, incluso a través de la gruesa tela de sus pantalones. ―Estoy segura de que su nueva esposa apreciará sus ha bilidades, señor. ―Estoy seguro de que tú las apreciarías más. ―¿Qué quiere decir? ―Helene calor de sus mejillas. ¿Él se había dado cuenta de que ella no era lo que aparentaba? Él la miró sorprendido por su tono glacial. ―Sólo que me parece que nos entenderíamos muc ho mejor juntos en la cama. Mi futura esposa es virgen y es improbable que desee explorar el tipo de satisfacción sexual que ahora anhelo. ―Usted puede enseñarle todo lo que necesita saber. Él le tomó la barbilla. ―Prefiero mucho más enseñarte a ti. Helene cerró los ojos cuando él se inclinó más cerca, y su mundo bruscamente se volvió patas par a arriba. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 11 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer CAPÍTULO 02 —¡Maldición! Philip Ross juró cuando el transporte se tambaleó hacia un lado, se salió por na pendiente, y finalmente se detuvo traqueteando. Desde su posición, adivinó que el cuerpo del chofer ahora se encontraba tendido de costado. Su cuerpo estaba enci ma de Madame Helene Delornay. Con un gruñido, él apoyó sus brazos contra el asiento y se apalancó para levantarse de ella. —¿Estás bien? Ella le miró, su cara un pálido borrón e a oscuridad. —No estoy segura de si puedo moverme. Parecía débil, su respiración llegand o en cortos jadeos. Philip le tomó la mano y sintió el aleteo irregular del pulso en la muñeca. —Eso es probablemente porque te dejé sin aliento. —Él sonrió alentadoramente. — tienes que concentrarte en respirar por un momento mientras escucho. Él estiró la ca beza y se quedó mirando el contorno de la puerta por encima de él. Sólo podía esperar qu e el cochero y los caballos salieran ilesos y que puedan venir al rescate antes de que más nieve siguiera cayendo y quedaran enterrados definitivamente. Por encim a de ellos, los caballos relinchaban, los arneses tintineaban, y alguien gritaba órdenes. ¿Qué tan lejos habían caído? ¿Eran incluso visibles desde la carretera? Intentó l ntarse, acuñando sus pies contra el asiento, y tironeó, la puerta estaba bloqueada. Se negaba a funcionar, y él maldijo en voz baja. —¿Cree usted que vamos a salir de aquí? Él deslizó su mirada hacia abajo a Helene. Sus brazos estaban envueltos alrededor d e sí misma, y estaba temblando con tanta fuerza que sus dientes rechinaban. Frunció el ceño. —¿Estás herida, madame? Ella se estremeció y apartó la mirada. Él manipuló el cier la puerta de nuevo, ahora con más violencia. —Si no puedo abrir la puerta, saltaré po r la ventana y podremos salir por ahí. Ella se rió, el sonido descontrolado y alto, como una tormenta recogida en el mar. —Imagina haber vivido a través de una revolución sangrienta y luego morir en un estúpido accidente de carro. Tal vez hay un Dios v engativo después de todo. Un golpe en el otro lado de la portezuela del coche lo s alvó a Philip de responder. —¿Está usted bien, señor? —Estamos bien, aunque la puerta está scada. —Atrás, entonces. Philip se agachó junto a Helena mientras una fornida bota se estrelló atravesando la ventanilla del coche, enviando astillas de madera y crista l TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 12 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer cayendo sobre ellos. Arrastró a Helene contra él, escudándola contra lo peor de la sit uación, dándole la protección de sus anchas espaldas. La sombría cara del cochero bajó la mirada hacia él. —¿La dama puede moverse? Philip asintió y maniobró en torno a sí mismo has a que pudo aferrar a Madame Delornay alrededor de su moldeada cintura. Con todas sus fuerzas, él la levantó hacia el cochero corpulento, quien la agarró por los brazo s y tiró de ella a través de la estrecha abertura. Philip la impulsó desde abajo, gana ndo un vistazo de los volantes de su enagua por su trabajo, y la siguió. El chofer fue más que su salvador. Dos de las ruedas habían estallado de sus llantas e hicier on caer en un ángulo extraño al cuerpo del carro. Philip levantó la mirada hacia las n uevas marcas de huellas donde el chofer había serpenteado y dejó escapar el aliento. Tuvieron suerte de haberse detenido donde lo hicieron. Por debajo de ellos había un arroyo cubierto de hielo y rocas dentadas. —Pasamos por una pequeña posada cerca de media milla atrás del camino, señor. Usted y la señora pueden buscar refugio allí par a pasar la noche. —Gracias. Philip se estremeció mientras seguía a Madame Delornay y a l cochero hacia arriba de la orilla resbaladiza. Le temblaban las manos, ya sea por el frío o por el shock y no le importaba adivinarlo. La nieve en la parte supe rior del terraplén estaba pisoteada y embarrada, las huellas de los enormes caball os ya estaban cubriéndose con nieve fresca. El cochero titubeó junto a los caballos. Philip le hizo un gesto con la mano. —Usted necesita ocuparse del ganado. Yo me e ncargo de la señora. —Sí, señor. Gracias. Sólo tiene que seguir nuestros pasos por la coli na, y estará seguro de encontrar la posada. Philip lo observó saltar sobre el lomo d e uno de los caballos y tomar las riendas del otro. Se volvió a su silenciosa comp añera y le ofreció el brazo. —¿Madame? Ella metió su mano enguantada en el hueco de su bra zo y mantuvo el ritmo con su paso lento. Él se dirigió hacia el lado menos embarrado del camino que discurría junto a un bosquecillo de árboles. Después de enfrentarse co n el desastre, sus sentidos parecían más vivos, más conscientes, de todo lo que lo rod eaba. Bajó la vista a su rostro y vio que algo de color había vuelto a sus mejillas. Los copos de nieve flotaban por ráfagas fundiéndose en su piel. —Parece que todos nue stros planes han salido mal. Ella hizo una mueca. —Al menos no hemos muerto allí. Le apretó la mano. —¿Tenías miedo de eso? Hubiera sido muy poco probable. Su aliento se em pañó delante de su rostro cuando se volvió a mirarlo. —He aprendido que las cosas menos probables ocurren todo el tiempo. Estudió sus ojos azules, vio las sombras en ello s, y dejó de caminar. Tocó su temblorosa rosada boca con la punta de su dedo enguant ado. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 13 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer —¿Como ahora, quieres decir? —¿Señor? Ella levantó la barbilla para mirarlo, con expresión pleja. —Estamos atrapados juntos hasta la mañana, nadie sabe donde estamos como para poder venir y encontrarnos. ¿No te parece interesante? Ella continuó mirándole y ento nces sonrió. La belleza de eso hizo parpadear a Philip. —No había pensado en eso. Por primera vez en mi vida, soy absolutamente libre. Él deslizó su mano alrededor de su cuello y bajó su cara para encontrar la de ella. —¿Libre para compartir mi cama? ¿Libre para permitirme estar dentro de ti? —Incluso mientras su polla se expandía, su corazón parecía aminorarse a medida que ella lo consideraba. —Oui. —Eso es sí, ¿no? —preguntó él, nte moviéndose demasiado lentamente para sus crecientes necesidades. —Dime que es sí. Sus labios le respondieron, su boca suave y feroz contra la suya, su aliento flu yendo dentro de él. Él gimió y lamió la línea de sus labios, buscando aceptación, y volvió ruñir cuando le dejó entrar en la calidez de la caverna de su boca. Ella le devolvió e l beso, su lengua enredándose con la suya, hasta que él la jaló apretándola contra sí. Con un gruñido, él abrió su abrigo y presionó toda la longitud del cuerpo de ella contra el suyo. Ella era mucho más baja que él, y su engrosada polla se frotaba contra el dur o contorno de su vestido. Sin romper el beso, la levantó hasta que su eje se reunió con las suaves formas entre sus piernas. Después de cinco meses de casi completo c elibato en un velero, estaba demasiado listo para correrse. Su mano hizo un puño e n su cabello, casi desprendiéndole el sombrero. Se presionó en contra de ella, desea ndo poder simplemente levantarle la falda y follársela allí mismo, en la nieve. Pero ella no era una puta del muelle, ella era una señora que él honraría. Usando toda su resolución, Philip la bajó al suelo. Sus labios estaban hinchados, sus ojos azules s uavizados por el deseo. Él se aclaró la garganta. ―Deberíamos ir hasta la posada. Ella v olvió a sonreír. ―Sin duda sería más cómodo. Le acarició un rizo rebelde del rostro. ―Para efinitivamente. En este momento, no me importa nada más que no sea conseguir estar dentro de ti. Su sonrisa vaciló y ella le tocó la mejilla. ―Entonces tal vez deberíamos darnos prisa. Mon Dieu, él era hermoso, sus castaños ojos llenos de lujuria, sus me jillas teñidas de rojo por el rubor de su deseo y el cruel azote del viento. Ella le deseaba, su energía, su fuerza vital, y su cuerpo. En su inquietante vida, había aprendido a saborear los fugaces momentos de placer y mantenerlos cerca. Después d el horrible choque del accidente del carro, su noche juntos sería un recuerdo perf ecto para llevar con ella a su nueva vida. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 14 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Helene lo tomó del brazo y, riendo, se deslizaron y se dirigieron abajo, hacia la posada ubicada en la curva de la carretera. El humo brotaba de las chimeneas, y el olor del fresco estiércol y de los caballos se levantaba para saludarlos, mient ras caminaban pesadamente a través del patio empedrado. Una ráfaga de aire caliente con aroma a cerveza les dio la bienvenida en la cantina. Helene se estremeció cuan do Philip la arrastró más cerca contra su lado. Una delgada mujer, con cabello entre cano apareció en la puerta y se inclinó en una reverencia. Philip se aclaró la gargant a. ―Buenas tardes, señora. Soy el señor Philip Ross. Necesito una habitación para mí y mi esposa. ¿Tiene algo disponible? ―Claro que sí, señor. Yo soy la señora Gannon. Escuché sobr el accidente de carro del cochero; qué cosas tan terribles suceden. ¿Están bien usted y la señora, señor? Helene hizo un rápido asentimiento con la cabeza y una sonrisa en la dirección de la propietaria y luego bajó la vista nuevamente. En sus ropas raídas y botas remendadas, ella apenas podía ver la parte de la esposa de un caballero. E staba segura que la señora Gannon se daría cuenta incluso si Philip no lo hacía. ―Les tr aeré una bandeja con algo de cenar enseguida. Eso es todo lo que necesitarán esta no che después de la conmoción que han tenido. ―La señora Gannon continuaba hablando mientr as comenzaba a subir por las escaleras. ―Sólo pongan la ropa mojada en la puerta, y la tendré lista para ustedes en la mañana. Mi marido va a tratar de recuperar su equ ipaje del coche. ―Lo haremos. Gracias, señora Gannon. Helene se encontró empujada con firmeza dentro de la habitación mientras Philips cerraba la puerta detrás de él. Momen tos después, la llave giró en la cerradura, y él la tomó en sus brazos. Hizo llover beso s por toda su cara y cuello mientras trataba de desatar el sombrero y le quitaba su capa. Sus dedos estaban congelados y torpes contra su piel caliente. ―Dios, te necesito. ―Él la giró hasta que su espalda estaba en contra de la puerta. ―Necesito est ar de ti ahora mismo. Ella no lo impidió, sus manos trabajaron por igual de afanos amente para quitarle el sombrero y la ropa. Antes de que pudiera comenzar con su chaleco, sus frías manos estaban debajo de sus pesadas faldas, y abriéndole los mus los, levantándola contra la puerta. Siguió besándola, incluso mientras ella trabajaba en los botones de sus pantalones. Ella nunca se había sentido así antes, este calor, esta desesperada necesidad de tener un hombre dentro de ella ahora mismo antes de que la fría realidad tomase el control. Sus dedos helados ahondaron entre sus p liegues, frotando y acariciando dentro de la repentinamente íntima humedad. Segund os después, la corona de su polla apretaba contra su entrada, y jadeó ante la súbita p resión. Aquí estaba la verdad, aquí estaba la gruesa evidencia física de su lujuria. ¿Sería diferente esta vez porque ella lo quería? Él se detuvo, sus manos rígidas en los muslo s, respiraba entrecortadamente, sus caderas apenas moviéndose. Él apoyó la frente cont ra la de ella. ―Llévame al interior, por favor, toma todo de mí. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 15 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Helene deliberadamente relajó sus músculos y él se deslizó hacia el interior. Sus apasio nados gemidos la hicieron humedecerse aún más. Él ahuecó sus nalgas y empujó duro, presioná dola contra la implacable puerta con cada empuje hacia adelante. Se agarró a su mu sculoso culo con sus tacones y se abandonó a su ritmo, su goce, su necesidad de el la. ―Córrete conmigo. Él cambió el ángulo de sus empujes, ejerciendo presión sobre su capul o más sensible, construyendo su deseo junto con el suyo. Ella se tensó y se aferró a él con un salvaje abandono que nunca se había permitido a sí misma sentir antes. Pero e sta era su noche, su oportunidad robada para experimentar algo totalmente para e lla, y tenía la intención de disfrutar de cada minuto de ella. Su ritmo vaciló, entonc es se hizo más rápido y más frenético hasta que ella ya no tuvo ningún control sobre sus m ovimientos, sólo podía sostenerse y experimentar la furia y el frenesí con él. ―Dios, me e stoy corriendo. Él comenzó a retirarse, pero ella lo abrazó más estrechamente. La fuerza de su propio clímax apretaba su polla llevándola más allá del sentido común, más allá de l azón y la cautela. Él logró retirarse, su semilla seguía drenando como una cálida y húmeda orriente hacia abajo sobre su vientre y muslos. Con un gemido, él hundió la cabeza e n su hombro y apretó los dientes sobre su piel. Helene cerró los ojos y disfrutó de la sensación de su peso desplomado sobre ella. Su corazón latía contra el suyo, el sonid o tan audible como su respiración. Los botones de plata de su chaleco presionaban en su suave carne. Él lamió su cuello y retrocedió. ―Lo siento. Eso fue apenas una lamen table demostración de mis presuntas habilidades, ¿verdad? Voy a tratar de hacerlo me jor la próxima vez. Él le liberó las nalgas y le permitió pararse deslizándola hasta el su elo. Sus piernas temblaban mientras ella trataba de enderezarse, y tuvo que agar rarse a él para mantener el equilibrio. Con una sonrisa, la levantó y la depositó en l a silla más cercana al fuego. Ella le miraba fijamente mientras él se quitaba su cha leco y se sacaba su camisa sobre su cabeza. Su pecho estaba tan bronceado como s u cara, sus pezones marrones eran visibles a través de la pequeña llovizna de oscuro vello. Era delgado, sus músculos bien definidos y su estómago plano. Con una sonris a, él tiró de sus botas y se quitó los pantalones y la ropa interior permaneciendo des nudo delante de ella. Una suave palpitación se asentó entre sus piernas mientras ell a lo miraba. Un hombre tan guapo, su polla ya gruesa y llena para ella. Sin apar tar los ojos de él, se quitó la pañoleta de encaje de alrededor de sus hombros y la de jó caer al suelo. Con un gemido, él se acercó sobre una rodilla, su mirada fija en el bulto superior de sus pechos. ―Déjame ayudarte, madame, déjame verte. Ella se estremec ió mientras él quitaba las horquillas que sostenían su corpiño y falda juntos, sus dedos hábiles y seguros mientras trabajaba. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 16 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer ―Puedes llamarme Helene, si lo deseas. Su lenta sonrisa fue íntima. ―Y tú puedes llamarm e Philips, siempre y cuando lo digas con esa encantadora manera francesa. Ella s e encogió de hombros, dejando que el corpiño de su vestido caiga. ―Es la única manera qu e sé decirlo. Sus manos se deslizaron alrededor de su cintura y la instó a seguir. S e puso de pie y le permitió desprenderse de sus empapadas faldas y enaguas, dejándol a con las medias mojadas, el corsé, y una camisa de lino. Se sentó sobre los talones y la contempló. ―Eres hermosa, Helene. Una parte de ella odiaba que él dijera eso, el inevitable comentario estaría seguido por la posesión de un hombre de su cuerpo. Cu ando era más joven, había fantaseado con ser fea, preguntándose si su vida hubiera sid o diferente. A medida que maduraba, se dio cuenta que su belleza era un arma más p ara ser usada a su discreción. Y, sin embargo, creía en Philips. Podía verlo en sus oj os y a través de la reverencia de su toque. ―Levanta la pierna. Él le tomó el talón y colo có el pie sobre el brazo de la silla, desplazando su camisa, dejándola abierta a su mirada. Para su sorpresa, él no respondió de inmediato metiendo algo dentro de ella, sino que continuó deslizando la húmeda media sucia hacia abajo por su pierna. Su co ncentración la excitaba, la hacía moverse en el asiento. La besó en la rodilla y luego en el tobillo mientras la media se unía a la creciente pila de ropa en el suelo. Sin preguntar, él puso su pie izquierdo sobre el otro brazo de la silla y trabajó la media hacia debajo de su carne fría. Ella estudió su cabeza inclinada, el alto arco de sus pómulos y sus largas pestañas. Acarició su cabello atado y disfrutó de la sedosa sensación contra sus dedos. Él se estremeció y dejó que la media cayera al suelo, su bo ca descendió y besó su camino a lo largo de la línea de su muslo hasta su sexo. ―Hueles a mí, pero no lo suficiente. Nunca será suficiente. ―Lamió su clítoris, la punta de su len gua tan directa como un dedo. ―Antes del final de la noche, estarás cubierta con mi semen, mi olor, mi sudor, hasta que te olvides de todos los demás. Incluso mientra s su cuerpo se regocijaba con sus palabras posesivas, la mente de Helene las con sideraba cuidadosamente. ¿Podría realmente ser capaz de hacerla olvidarse de sí misma? ¿Hacerla pensar sólo en él? Dios, esperaba eso. Sus encuentros sexuales en el pasado no tenían nada de qué enorgullecerse. Daría una vida entera para olvidarlos. Era una e xperiencia novedosa tener a un hombre que intentara complacerla en lugar de uno esperando que ella lo entretenga. Su lengua se arremolinó alrededor de su clítoris, sumergiéndose en sus pliegues regordetes, y separando los hinchados labios de su s exo. Podía oler su especiado aroma mezclado con el suyo propio. Abierta a él de esta manera, sólo podía permitir su toque. Ella contuvo el aliento cuando sus dedos sigu ieron el camino de su boca, agregando presión, provocando, explorando hasta que el la se retorcía contra él, sus dedos enredándose en su largo cabello. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 17 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Él levantó la cabeza para sonreírla, el débil rastro de su barba brillaba con su humedad , sus labios hinchados. ―Estás muy silenciosa. ―Estoy demasiado ocupada disfrutando de mí misma para hablar. ¿Sin duda esto es un elogio a tu habilidad? ―Pero quiero oírte gr itando y suplicando, ¿recuerdas? Una de las cosas que aprendí en la India es que la mayoría de los hombres no tienen idea de lo que esconde una mujer entre sus pierna s. ―Él la sonrió. ―Aparte de lo obvio, por supuesto. ―Eso es realmente cierto. Él se inclin acia adelante y curvó su lengua en torno a su clítoris. ―Una de las mujeres indias que me instruyó en las artes sexuales me dijo que las mujeres no sólo tienen un sabor s imilar al de las ostras, sino que tienen una perla oculta entre sus pliegues reg ordetes, también. Helene jadeó cuando trazó un círculo alrededor de su clítoris y luego lo golpeteó con la lengua. ―Una vez que entendí eso, fui mucho más capaz de complacer a un a amante. Encorvó su dedo hacia arriba y hacia delante y succionó su clítoris al mismo tiempo. Atrapada entre las dos presiones firmemente, se tambaleó al borde de un b rusco clímax. Un gemido se escapó de ella mientras se estremecía de placer, apretando su cabeza para mantenerlo allí. Él luchó para liberarse y salió de ella sonriéndola. ―Y ent nces ella me enseñó cómo hacer eso. Mucho mejor, pero voy a esperar para obtener más. ―¿Y t ritarás también? Su expresión se intensificó. ―Tengo la intención. Es imposible volverte sa vaje sin tomarme a mí allí también. Ella le dirigió una sonrisa de superioridad, conscie nte de su pene presionando en el interior de sus muslos, dejando un rastro de líqu ido presemimal sobre su piel. Él frunció el ceño. ―¿Qué? ―¿Nunca te has preguntado si algun las mujeres que llevas a la cama fingió experimentar el éxtasis? Él se arrodilló y comen zó a desabrocharle el corsé. ―Yo lo sabría. Su tono confiado la divirtió. ―No lo harías. ―S dos pasó sobre sus pechos llenos, burlando sus pezones mientras le quitaba el corsé y la camisa. ―Vamos a ver eso. Quédate ahí. Él reunió toda la ropa y se dirigió a la puerta dándole una hermosa vista de sus delgadas nalgas y largas piernas. Helene se mant uvo en la silla, su cuerpo abierto a él, sus pezones ya apretados y anticipándose pa ra su toque. Cuando regresó, se sentó sobre sus rodillas frente a ella de nuevo y su spiró. ―Parece que tengo mucho que demostrarte acerca de mis habilidades amatorias. ¿T odas las mujeres francesas son tan exigentes? TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 18 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Ella se encontró sonriéndole. ¿Cuándo tener sexo alguna vez la había divertido? ¿Estas brom s joviales y amorosas burlas, eran... conexión? Él se arrodilló entre sus piernas, ahu ecando sus pechos, y cuidadosamente tocaba sus pezones con el pulgar. Situada co mo estaba, justo en el borde de la silla, su velludo estómago se frotaba contra su húmedo sexo con cada respiración irregular que ella tomaba. Él se inclinó acercándose a e lla y dejó que sus labios rozasen su carne. Ella se puso tensa mientras giraba su pezón con la lengua y luego lo absorbía dentro de su boca. Helene cerró los ojos. Él tenía tanta delicadeza complaciéndola, estaba tan dispuesto a regocijarla. Ella dejó que su cuerpo se deslizase contra el de él mientras succionaba cada seno por turnos, t an húmeda y caliente ahora que le deseaba de nuevo. Su polla se alargó y acomodó por sí misma entre sus muslos abiertos, la punta de su eje moviéndose entre los hinchados labios de coño, tirando su prepucio hacia abajo para exponer la gruesa, púrpura cor ona húmeda. Ella trató de levantar las caderas para engullir la corona, pero no lo c onsiguió. Él levantó la cabeza, sus ojos castaños estrechados por la pasión. ―Todavía no, H ne. No he terminado contigo. Ella cogió el lazo negro y lo desató, dejando que su ca bello se instalase alrededor de sus hombros. Un hombre tan hermoso. Tan inocente de muchas maneras. Los recuerdos de todos los rostros que habían llegado antes qu e él intentaron burlarse. Con toda su resolución, empujó esas imágenes atrás y se concentró en la textura del cabello de Philips y el tirón de su boca sobre su pecho. Su mano se curvó sobre su cadera y luego hacia adentro para deslizarse entre sus caliente s cuerpos. Ella se estremeció cuando él delicadamente acarició su clítoris en círculos con la punta de su dedo, haciéndola tensarse en su contra. Besó el espacio entre sus pe chos y luego el tierno abultamiento de su vientre antes de enterrar su cara de n uevo entre sus piernas. Ella ya estaba inflamada por sus atenciones, y su carne cedió instantáneamente a la presión de sus labios y dedos. El placer la atravesó, la hiz o jadear y gritar su nombre, él se rió suavemente en contra de su sexo y la condujo aún más lejos a lo largo de un desconocido camino de regocijo. Su enfoque se redujo al juego de sus dedos, su boca y las exquisitas sensaciones desplegándose dentro d e ella. Llegó a su clímax una vez más, desesperada ahora por sentirlo en su interior. ―P or favor, Philips, te deseo. ―Ella casi no podía creer sus propias palabras. ¿Alguna v ez le había rogado a un hombre que la follase, queriendo decir eso? Cuando ella ab rió los ojos, él sostenía su llorosa polla en una mano, su pulgar masajeando la gruesa carne de su eje. Guió a su polla entre sus piernas hasta que la corona estuvo den tro de ella y se detuvo. Helene se lamió los labios mientras él la observaba. ―Como ha s dicho, ¿cómo voy a saber si realmente te corres por mí cuando esté dentro de ti? Ella bajó la mirada hacia su polla, silenciosamente urgiéndolo a seguir. Ella quiso llora r cuando se retiró hasta que apenas estuvo en su interior. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 19 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer ―¿Cómo voy a saberlo, Helene? ―¿Por qué voy a gritar tu nombre? Su sonrisa era a la vez tie na y llena de anticipación sexual. ―¿Pero tú podrías fingir hacer eso, no? ―Él acarició su ado clítoris hasta que ella se estremeció. ―¿Cómo, Helene? Ella simplemente lo miró fijamen e, su boca seca, su cuerpo ubicado en el borde de lo desconocido. Su sonrisa des apareció y fue reemplazada por una impactante cruda mirada. ―Porque en tu interior, te sentiré apretarme y soltarme la polla como un puño, haciendo casi imposible para mí salir a tiempo, cuando me corra. Con un impulso rápido, él la llenó y ella le complac ió, culminando con una fuerza que la cegó para todo menos para su cuerpo y su respue sta a él. Él arqueó su espalda y se mordió con fuerza su labio inferior mientras ella co nvulsionaba a su alrededor, su eje una gruesa inquebrantable presencia en su int erior. ―Todavía no estoy seguro de haber tenido ese derecho. Helene cerró los ojos mie ntras sus dedos jugaban con sus pezones, transformándolos en apretados capullos se nsibles. Ella tragó saliva. ―Confía en mí, lo sabes. Si experimento un poco más de placer, creo que moriré. ―¿No es así como los franceses lo llaman de todos modos? Le petit mort . La besó suavemente y comenzó a mover sus caderas con superficiales empujes ascende ntes que la hacían jadear. Se agarró a su musculoso antebrazo y clavó sus uñas profundam ente cuando otra oleada de satisfacción se estrelló sobre ella. Él se retiró, y su semen inundó su vientre y se juntó en la silla debajo de ella. La besó en la garganta y se sentó sobre los talones, respirando con dificultad. ―La próxima vez, quiero quedarme d entro de ti más tiempo. ―Acariciaba su ahora flácida polla. ―Maldición, me gustaría que hub ese una forma de obtener satisfacción sin tener que retirarme. ―Su mirada era direct a. ―Quiero mi semilla en ti. ―No tienes que hacerlo. ―Inquieta, Helene contó los días desd e su último período mensual. ―Tengo algo en mi equipaje que puede ayudar… si alguna vez llega. Él se apartó de ella, su expresión precavida. ―¿Tienes condones de piel de oveja? ―¿ no es lo que usan los hombres para protegerse contra las enfermedades? Yo tengo algo para que me proteja a mí. A pesar de los nervios repentinos en el estómago, el la enfrentó su mirada. ¿Él se había dado cuenta de que ella no era lo que parecía? Ella od iaba el pensamiento de que él pudiera alejarse de ella disgustado. Tenía que haber a lgo que pudiera decir. —Los hijos de mi marido de su primer matrimonio no querían di luir su herencia. Mi parte de viuda dependía de asegurarme de que eso no suceda. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 20 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Mon Dieu, otra mentira, pero ¿qué otra cosa podía decir? Su sentido de la felicidad y del bienestar la abandonaron. Philips se puso en pie y se desperezó antes de mirar hacia ella. —Lo siento. —¿Por qué? —Helene pasó los brazos alrededor de sus rodillas y se etiró más atrás en la silla, deseosa de evitar su mirada penetrante. —Por hacer suposici ones acerca de tu carácter cuando apenas te conozco. Por traer al mundo exterior a nuestro refugio. —Se pasó la mano por el pelo. — Este es nuestro momento lejos de la realidad. La única vez que realmente podremos ser nosotros mismos, y tenía que arrui narlo. Ella encontró su apasionada mirada, sorprendida de que él sintiera lo mismo q ue ella y que tuviera la capacidad de expresar su anhelo en palabras tan elocuen tes. —Nunca somos realmente libres. Sus hombros cayeron. —Lo sé, pero quería que fuera d iferente para nosotros esta noche. Helene se levantó y se acercó a él. Su semilla pega da en sus muslos y su olor cubriéndola. Ella ya le debía mucho. Le acarició la espalda y rodeó su cintura con sus brazos. —Si esto es un sueño fuera del tiempo, entonces no sotros hacemos las reglas, ¿oui? —Supongo que sí. Frotó su mejilla contra su piel calien te. —¿Entonces, tal vez simplemente debemos disfrutar del otro? Él suspiró. —Me gustaría es . Ella se puso en puntas de pie para besar su deliciosa boca. —A mí también. Él deslizó un a mano dentro de sus cabellos y profundizó el beso hasta que su polla golpeaba con tra su vientre de nuevo. Helene sintió una temblorosa respuesta en su sexo. Tener un joven amante tan vigoroso era una revelación. Él cerró sus dedos en su pelo. —Vamos a la cama. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 21 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer CAPÍTULO 03 Philips dio las gracias a la criada, cerró la puerta, y volvió a la cama, equilibran do la bandeja de la cena en sus manos. Los tazones de humeante caldo de carne, p an fresco y crujiente, la cerveza y el pastel de manzana alegraron su corazón. La comida en el barco era común y corriente en el mejor de los casos, incomible o en mal estado en el peor. Y aunque le habían encantado las especias de la India, era un placer estar en casa para las cosas más simples de la vida. Se detuvo al lado d e la cama y miró a Helene, que dormitaba bajo el muy arrugado cobertor. Su cabello rubio estaba enredado, su piel un delicado rosa fuerte por la aspereza de su ba rba sin afeitar. A pesar de su desarreglo, le recordaba a las figurillas de porc elana sobre la repisa de la chimenea de su madre. Se habían acoplado durante toda la noche en todas las posiciones imaginables y encontraron una cercanía que hasta ahora él había evitado tener en su vida. El cuerpo de ella ansiaba el suyo con una i ntensidad que lo humillaba. Incluso mientras la estudiaba, su polla se levantaba por la anticipación. Con un gemido, puso la bandeja sobre una pequeña mesa y se met ió entre las sábanas. Le hizo cosquillas a Helene detrás de la oreja. ―¿Tienes hambre? ―¿Po i? Siempre. Él se rió entre dientes. ―No esta vez. Quise decir de comida. Su nariz se retorció cuando ella captó la esencia del banquete preparado para ellos. Ella bostezó. Philips se inclinó para acomodar las almohadas y tirar de ella para ubicarla en u na posición sentada. Sus pechos quedaron a la vista sobre la parte superior del co bertor y él observó las rosadas puntas. Su polla creció aún más. Helene se apartó el cabell de los ojos y aceptó la jarra de cerveza que le entregó. Se estremeció mientras bebía y luego apoyó la taza. ―La cerveza inglesa es muy diluida. ¿Cómo puedes preferirla al vin o? Philips brindó con su taza. ―¿Porque soy inglés? Su sonrisa hizo que se le oprimiese el corazón, le daban ganas de cubrirla con su cuerpo y protegerla de todo mal. Había algo frágil debajo de su asombrosa belleza que lo llamaba a un nivel primitivo. ―¿En qué parte de Londres vas a vivir, Helene? La pregunta se le escapó antes de que cons iderara las implicaciones. Se maldijo por ser un tonto cuando su cara se convirt ió en precavida. ¿Por qué no podía aceptar el aquí y ahora? ¿Por qué tenía que echarlo a pe Terminó su cerveza, se sirvió otro vaso, y luego equilibró la bandeja de comida sobre sus rodillas. ―Come, debes tener hambre. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 22 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Para su sorpresa, ella le tomó la palabra, comiendo con una seria minuciosidad que le hizo preguntarse si la comida siempre habría estado a disposición de ella. La id ea de ella deseando cualquier cosa lo ponía curiosamente furioso. Enfocó su mirada e n sus manos, esperando que ella no viera su vulnerable expresión. Con una suave ma ldición, rodeó su muñeca izquierda con su índice y pulgar, haciéndole caer el pan. Dio vue lta su brazo para exponer las rugosas marcas de la parte interna. ―¿Quién te lastimó? ―¿Por qué lo preguntas? Ella estaba silenciosa, su respiración tan superficial que él se pre guntaba si iba a desmayarse. La apretó la carne, sintió los pequeños huesos flexionars e y sucumbir por debajo de la piel de porcelana. ―He visto las cicatrices de las e sposas sobre la piel antes. Ella suspiró. ―Mi familia se vio envuelta en la revolución . Estuve prisionera por un tiempo. Philips se limitó a mirar fijamente mientras se aferraba firmemente a las espantosas imágenes que su simple declaración dejaban ent rever. A pesar de su exilio en la India, sabía de sobra los horrores que habían acom pañado a la Revolución Francesa. Helene tiró de su agarre y envolvió ambas manos sobre s u pecho. Ella se retrajo a un lugar privado que él sintió que nunca le sería permitido poder entrar. Tomó una respiración entrecortada.―No quiero hablar de ello. Sobreviví y quiero seguir con mi vida. Philips asintió con la cabeza. Ella sólo tenía dieciocho años . Él podría quejarse, pero ¿cómo había sido su corta vida, en comparación con la gratifican e y mimada existencia de él? Se sentía demasiado inadecuado como para preguntar sobr e el sufrimiento reflejado en sus hermosos ojos. Tomó su cerveza. ―Entonces aquí está tu vida. Ella lo miró, su expresión aún distante y cautelosa. Él se estiró, le dio nuevament e su jarra de cerveza, y alzó las cejas. Para su intenso alivio, ella logró una trémul a sonrisa. Su corazón se suavizó, se derritió, y fue a parar a sus pies. ―Por la vida, ―di jo, levantando la taza. Philips le devolvió la sonrisa y volvió su atención hacia su p lato, razonando que si él podía llenar la boca con comida, era menos probable que di jera algo estúpido. Y tan pronto como Helene terminara de comer, él la mostraría exact amente hasta qué punto estaba dispuesto a quitar el dolor de su mirada. Mucho más ta rde, cuando la habitación era una secuencia de sombras y distorsionadas lúgubres for mas, Helene se agitó en su sueño. La vieja cama de plumas se hundió en el medio y les hizo un nido perfecto. Detrás de ella, Philips yacía sobre su lado, una mano hundida entre las piernas de ella, la otra ahuecando su pecho. Su casi erecto pene acom odado entre sus nalgas. Se sentía más a gusto con él que con cualquier otro hombre. Su profunda apreciación hacia ella era evidente en todo lo que hacía. Adoraba a su cue rpo, TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 23 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer libremente compartía el suyo con ella, y ella se exaltaba en cada nueva sensación. ¿Si le hubiera conocido en su vida anterior en un baile o en alguna otra ocasión soci al, le habría sentido de esta manera? ¿Esta instantánea conexión y fuerte atracción sexual ? Había cambiado tanto que ya no confiaba en sí misma. La amarga experiencia había sus tituido a sus antiguos sueños románticos. Nada era nunca tan bueno como parecía, y sin embargo allí estaba ella, rodeada por los brazos de un hombre y en paz por primer a vez en años. Sonrió en la oscuridad. Su aroma la cubría ahora, el exótico olor de las especias y de su simiente tan familiar como su propia crema. ¿Alguna vez se había pe rmitido yacer entrelazada con un hombre sin querer deshacerse de los recuerdos fís icos de otro encuentro sexual no deseado? ―Estás despierta. Lentamente abrió los ojos cuando Philips le frotó la nuca. ―Supongo que sí. Él se rió entre dientes, el sonido apaga do contra la nuca de su cuello. ―Me estaba imaginando que estaba de vuelta en el b arco. Me desperté porque nada se movía. ―El viaje a la India es muy largo, ¿n'est ce pas ? ―Sí, cinco o seis meses aproximadamente. ―Él apretó su pecho. ―Y, sin pasajeras mujeres c n quienes coquetear. ¿Te imaginas eso? ―No puedo imaginar cómo sobreviviste sin sexo d urante tanto tiempo. Él se rió de nuevo, el sonido somnoliento e íntimo. ―Hubo algunos mét odos… poco convencionales que exploré, debo añadir. Ella ubicó su mano sobre la de él mien tras él, lentamente acariciaba su pezón. ―¿Por ejemplo? ―Eres una descarada picarona, mada me. Tengo miedo de escandalizarte. Ella casi se rió. ―No creo que eso sea posible. Él suspiró y se acomodó contra ella, su aliento cálido sobre su mejilla. ―Desde mi primer día a bordo del barco, uno de los hombres que servían en las cabinas de pasajeros me dejó claro que si yo estaba interesado en un encuentro sexual, él estaría feliz de hac erlo. Philips le besó el hombro. ―Yo, por supuesto, rechacé cortésmente su ofrecimiento, diciéndole que no tenía ningún interés en los hombres. Pero a medida que avanzaba el vi aje y mi mano era el único medio para satisfacerme, empecé a ver su propuesta con un a luz diferente. Helene arqueó la espalda contra la creciente hinchazón de la polla de Philips, sintió la humedad de su líquido preseminal empapando su piel. ―Me encontré a mí mismo demorándome en mi camarote para verle realizar las tareas más simples. Me en cantaba la forma en que él disponía la ropa blanca, la estrechez de los pantalones s obre su culo mientras hacía mi cama. Era un hombre guapo, también, con largo pelo ne gro y un arete de oro en cada oreja. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 24 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer ―Una mañana, después de unos tres meses de viaje, me encontré con él en uno de los estrech os pasillos entre las habitaciones y la cocina. Un balanceo del barco me lanzó con tra él, y él me sostuvo por mis brazos. Yo no di un paso atrás. Dejé que mi cuerpo le pr esionara contra la pared, sentí su erecta polla apretándose contra la mía. Helene se e stremeció cuando la punta del dedo pulgar de Philips se abrió camino dentro de su an o. ―Cuando él me lamió los labios, casi me corrí en mis pantalones... ―¿Y cómo te hizo sent eso? Él gimió y se meció contra ella, su pre-semen haciendo que su polla se deslizase fácilmente entre sus nalgas. ―Duro, cachondo, y desesperado, si realmente quieres sa ber. Dos días después de eso, deliberadamente me encontré de nuevo con él afuera de la p equeña bodega. Él me empujó dentro de la habitación y se puso de rodillas. Antes de que pudiera hablar, tenía mi polla en su boca y pronto mi semilla estaba bombeando hac ia debajo de su garganta. Helene deslizó su pierna arriba del muslo de Philips y a ncló su pie sobre la cadera, dejando su sexo abierto a sus indagadores dedos, su c ulo listo para la primera penetración de su polla. Él presionó contra ella, se retiró, y luego regresó, su polla ahora untada en aceite y pre-semen. ―Dios, le permití hacerme eso cada noche en mi camarote, mis manos en su pelo, manteniéndolo en mi contra, asegurándome de que tomara cada gota de mi semen. ―Él gimió y onduló sus caderas contra el la. ―Y entonces él me ofreció su culo y me mostró cómo lubricar mi polla para lograr intro ducirme en su interior. Y Dios me perdone, lo tomé sobre sus manos y rodillas, sob re mi mesa, en mi cama... Helene cerró los ojos mientras él se abría paso dentro de el la. Ella llegó a su clímax casi inmediatamente, las imágenes eróticas de Philips folland o a un hombre desconocido con toda la concentración y finura que le había dado a ell a flotaba en su mente. ―Me hubiera gustado verlos juntos. Él le mordió el hombro. ―A mí me hubiera gustado eso, también, siempre y cuando tú estuvieras desnuda y tan excitada que lograras correrte con nosotros. ―¿Y tú le diste las mismas libertades? Profundame nte dentro de ella, la polla de Philips se retorció y se hinchó cuando él dio otro lar go y lento empuje. ―Lo tomé en mi boca... disfruté eso. Él la agarró por las caderas mient ras bombeaba con fuerza contra sus nalgas, su aliento caliente y agitado en su c uello, los dedos clavándose en su carne mientras se corría. Sus palabras finales fue ron susurradas en voz tan baja que ellas casi se las perdió. ―Estaba dispuesto a dej ar que me follase, pero el viaje estaba terminando, y él tuvo que salir para otras tareas. ―Te sorprendiste por tu lujuria hacia este hombre. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 25 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Se movió detrás de ella. ―Al principio me sentí horrorizado, pero luego no sentí vergüenza, sólo una profunda necesidad de ser follado, de ser tomado, aunque fuera por otro h ombre. Ensoñadoramente, Helene consideró sus palabras. Aquí había un hombre que podría ent ender que el amor venía con diferentes disfraces. Un hombre que podría amarla a pesa r de su pasado. Se alejó de él hasta el borde de la cama. ¿Qué demonios estaba pensando? Tenía una nueva vida para planificar, un nuevo futuro. Lo último que necesitaba era arrojarse en los brazos de Philips Ross y rogarle que la mantenga allí para siemp re. ¿No había aprendido nada? ―¿Helene? ¿Te he disgustado con mi historia? Ella abrió los o os y se centró en la suave luz de las velas que parpadeaban al lado de la cama. Od iaba la oscuridad, y siempre insistía en dejar una luz. Significaba que los rostro s de los que la habían follado eran demasiado memorables. Pero por lo menos ahuyen taba a los decadentes fantasmas de los que ya no podían follarla para nada. ―No esto y conmocionada, Philips. En verdad, he encontrado tu historia excitante. Es raro encontrar a un inglés con semejantes liberales puntos de vista en lo que se refie re al sexo. Él se echó a reír. ―Tal vez debería comenzar un nuevo tipo de club de caballer os para instruir a mis colegas ingleses en las artes eróticas. ¿Qué piensas? Ella le m iró por un momento mientras sus palabras se arremolinaban alrededor de su cabeza. La encantaría estar a cargo de dicho establecimiento. Para mostrarle a los hombres cómo las mujeres deberían ser tratadas en la cama, cómo explorar los placeres sensual es que Philips le había revelado. ―¿Helene? Ella parpadeó y reenfocó su rostro. ―¿Estás seg e que no te ofendí? Pareces distante. Él se incorporó sobre un codo para estudiarla. S u cabello caía alrededor de su cara, suavizando las duras, claras líneas de sus pómulo s. Ella suspiró. ―Estaba pensando sobre el mañana. ―Acordamos no pensar demasiado. Helen e hizo una mueca. ―Lo sé, pero es difícil. He disfrutado este tiempo contigo, ―hizo un g esto abarcando el dormitorio desordenado, ―de este espacio y este idilio. Él se arra stró hacia ella, su expresión resuelta, sus ojos avellanas al mismo nivel que los su yos. ―Nuestro tiempo no ha terminado, madame. Tengo muchos más placeres para darte a ntes de la mañana. ―Deslizó sus rodillas entre los muslos de ella, abriéndolos de par en par, y empujó su polla profundamente. Helene gimió cuando su exquisitamente sensibl e sexo absorbió su gruesa plenitud. ―Prometí hacerte gritar, Helene, y soy un hombre d e palabra. Ella se estiró para sostenerse de sus hombros, pero él arrastró sus manos s obre su cabeza y las sostuvo allí mientras bombeaba dentro de ella. Ella sólo podía mo verse con él, verle tomarla y hacerla suya. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 26 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Su expresión era salvaje, su intención de poseerla demasiado evidente para una mujer de su experiencia. Por primera vez en su vida, se permitió imaginar cómo sería ser am ada tan completamente Él se retiró, avanzó lentamente sobre su cuerpo, y le deslizó la p olla en su boca, gimiendo cuando ella lo llevó profundo hasta su garganta. ―Dios, me encanta cómo me chupas la polla. Ella se echó hacia atrás y utilizó la punta de la leng ua para atormentar la ranura de la palpitante corona, arremolinó la lengua alreded or de la cabeza hasta hacerlo gritar. Con un gruñido, él se alejó y se arrodilló entre s us muslos, hundiendo su eje nuevamente dentro de su coño con largos y duros empuje s. Su orgasmo la tomó por sorpresa, enviándola dentro de un espiral de éxtasis con una brusquedad que lo hizo a Philips correrse también. Apenas se las arregló para retir arse a tiempo, y su caliente esperma se derramó sobre su vientre. Él continuaba mant eniéndola cerca, sus caderas aún moviéndose con el ritmo del amor. Helena se mordió los labios cuando su peso ahora familiar cayó sobre ella. Él le estaba recordando que in cluso el éxtasis de su amor era una alegría demasiado breve en una vida que podría ter minar mañana. Ella había perdido a demasiada de la gente que había amado alguna vez co mo para creer que tal perfección pudiera durar. Sus dedos se enredaron en su húmedo cabello, y luchó por contener las lágrimas. Por primera vez en años, se encontró rezando , pero si su oración era por el perdón por haberse atrevido a la esperanza, o por un milagro, no lo podía decir. Philips arriesgó una sonrisa cautelosa a Helene sobre l a cafetera. Ella era todo tranquila amabilidad, pero algo había cambiado. Algo ind efinible pero vital se había deslizado de entre sus manos durante las frías misterio sas horas de la madrugada mientras dormían. Un nudo de tensión se formó en sus entrañas mientras la estudiaba. No podía soportar estar apartado de ella. La revelación lo de jó congelado por la sorpresa, su taza quedó a mitad de camino hacia su boca. Ella se había puesto sus ropas otra vez. La remendada y gastada ropa de una mujer de clas e baja. Dejó la taza. No le importaba. Estaba dispuesto a comprarle cualquier cosa que ella deseara. ―¿Quieres un poco más de café, Philips? ―No, gracias. Abruptamente se p uso de pie y comenzó a pasearse por la habitación. Helene apoyó la cafetera y lo obser vó cautelosamente, una pequeña mueca arrugaba su frente. Él se volvió para encararla. ―No puedo pasar por eso. ―¿Por qué? ―El matrimonio con Anne, meterme totalmente en los zapat os de mi hermano muerto. ―Díselo a tu padre cuando lo veas. Tal vez tú le juzgas mal y él entenderá. Philips luchó contra un escalofrío. ―Él nunca va a entender. Para él, el deb hacia su familia es casi tan importante como el deber hacia el rey y Dios. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 27 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Se mordió el labio. ―No sé cómo ayudarte, mon ami. Le sostuvo la mirada. ―Sí, lo sabes. Cás conmigo. Ella parpadeó rápidamente, su rostro pálido cuando lo miró fijamente. ―Yo... No puedo hacer eso. ―¿Por qué no? ―La ira se levantó, desplazando el miedo. La estaba proponi endo matrimonio, maldita ella, ¿por qué ella no estaba sonriendo? ―Prometo ser un buen marido. ―Ese no es el punto. Apenas me conoces, no somos de la misma clase social , o incluso de la misma nacionalidad. Él acechó de nuevo a la mesa y se inclinó sobre ella. ―Te conozco. Ella lo miró de nuevo, con sus hermosos rasgos serenos. Su boca s e arqueó hacia arriba en una esquina y alimentó su incomprensible rabia. ―Philips, tú co noces mi cuerpo. El sexo no construye un matrimonio. Él se quedó mirándola, su respira ción agitada. ―Te quiero, tú me quieres. ¿No es eso suficiente? ―No para mí. Él retrocedió si ella acabara de golpearlo. ―¿Yo no soy lo suficientemente bueno para ti? ¿Quién te es tá esperando en Londres, el rey? El dolor atravesó su cara, y se aferró a los brazos d e la silla más fuertemente. ―Eso no es lo que quise decir. Eres joven, tienes un mun do entero por descubrir. Si quieres evitar tu matrimonio con Anne, sólo dile a tu padre la verdad. No es necesario fingir estar enamorado de mí sólo para conseguir un a manera de escapar. Él la miró por encima del hombro. ―Ella no es mi Anne. Su fría lógica lo rebasó, lo redujo a un furioso niño impotente. Se alejó paseándose por el piso otra vez. ¿Cómo se atrevía a rechazarlo? ―Podemos ir a Gretna Green, casarnos allí. ―¿Y cómo nos entaremos cuando tu padre te corte los ingresos? Se volvió de nuevo para mirarla, su rabia disminuyendo mientras estudiaba su hermoso rostro. ―Creo que podría amarte, Helene. Ella se puso de pie tan violentamente que su taza de café cayó al suelo y s e rompió. ―¡No tienes derecho a hacerme esto! ―¿De qué demonios estás hablando? Ella golpeó uño contra su propio pecho. ―Tengo planes, tengo una nueva vida esperándome. No puedo lidiar con esto, esto... ―¿La estupidez? ¿Mi enamoramiento de ti es estúpido? ―¡Yo no he di ho eso! ―Ella cerró brevemente los ojos como si no pudiera soportar mirarlo. ―No puede s amarme. No lo permitiré. Él le sostuvo su angustiada mirada, sonriéndole con tristez a. ―¿Crees que tengo una opción en el asunto? ―Todos tenemos opciones. Las tuyas son lo suficientemente claras. Vete a casa con tu familia, cásate con esa supuesta chica, y olvídate de mí. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 28 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Su garganta le dolía, y dio un vacilante paso hacia ella. ―No puedo hacer eso. Te qu iero a ti y sólo a ti. No me importan tus antecedentes o el hecho de que seas una viuda. Sólo quiero casarme contigo. Ella se mordió el labio con tanta fuerza que lo hizo sangrar. ―No puedes. ―¿Por qué no? Sé que te intereso. ―Puso su mano sobre su corazón, itando el gesto de ella. ―Lo sé aquí. Dime qué puedo hacer para hacer que las cosas func ionen para nosotros. Ella se estremeció violentamente y levantó el mentón. ―Yo no soy lo que piensas. Philips tomó una respiración irregular. ―Eres la mujer que amo. ―Soy una p uta. Él abrió la boca para responder y sacudió la cabeza cuando las palabras finalment e se le escaparon. ―Es cierto. He compartido la cama con más hombres de los que te p uedas imaginar. Pasé dos años en la Bastilla1 al servicio de los guardias y dos años c omo amante de un hombre mayor. Soy una puta. Él todavía no podía hablar, su garganta e staba demasiado apretada. Ella se sentó de nuevo, sus rasgos tranquilos, sólo un lig ero temblor en sus manos cruzadas mostraban algún indicio de agitación interna. ―¿Estás su giriendo que lo que compartimos fue una farsa, una mentira? ¿Que yo era sólo otro cl iente para ti? Ella inclinó la cabeza menos que media pulgada. La rabia burbujeaba y hervía en su interior otra vez, él tomó su abrigo y su sombrero. ―Madame, tú eres buena en la cama, pero no de esa manera. Sé cuando una mujer está fingiendo y tú... tú no lo hiciste. Ella arqueó las cejas, y él tomó su mentón entre sus duros dedos. ―No necesitaste fingir conmigo. Dilo. Ella tragó saliva, su lengua humedeciendo sus labios. ―Tal ve z no soy sólo una puta, sino también una actriz brillante. Él miró dentro de sus ojos az ules mientras el dolor en su corazón amenazaba con llenar su pecho entero y luego treparse por su garganta. ―Mientes. Si decides fingir que nosotros no significamos nada para el otro, hazlo a tu manera. Pero yo sé la verdad. Yo te conozco. Ella r evoloteó sus pestañas, ocultando su expresión. En un movimiento salvaje, los dedos de él se curvaron alrededor de su cuello. El pulso en la curva de su garganta golpeab a como un animal atrapado. Con todo su autocontrol, él la soltó y dio un paso atrás, h undió la mano en el bolsillo de su gabán, y sacó su cartera. ―¿Cuánto? ―¿Qué quieres decir? surró. La Bastilla o Bastilla de San Antonio fue una fortaleza que protegía el costado or iental de la ciudad de París. Durante varios siglos cumplió un papel fundamental en la defensa de la ciudad, pero con el paso del tiempo perdió su importancia estratégi ca y se convirtió en prisión estatal. Estaba ubicada en el lugar que actualmente ocu pa la Plaza de la Bastilla. (N. de T.) 1 TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 29 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Él tintineó su cartera. ―¿Cuánto te debo por nuestra noche juntos? ―Ella apartó la mirada. es una puta profesional, seguramente tienes una tarifa regular? ―¡Va chez le diable, Philips! Se metió la cartera nuevamente en el bolsillo con dedos temblorosos y es peró hasta que ella volvió a mirarlo. La mezcla de desolación e ira en sus ojos probab lemente se reflejaban en los suyos. ―Ya ves, no puedes cobrarme, ¿verdad? Porque sab es que hemos compartido más que una transacción comercial o una extinción de la lujuri a. Compartimos nuestras almas. ―Se puso el sombrero. Ella retrocedió alejándose de él co mo si esperara un golpe. La tristeza se comió a su ira. ―Es una pena que no te atrev as a confiar en mí. Espero que un día te des cuenta de lo que permitiste escapar de entre tus manos, y espero que te sientas tan vacía y miserable como yo estoy hoy. Buen día, madame. Ella no habló, ni siquiera lo miró mientras se dirigía hacia la puerta , arrastrando su medio equipaje con él. Él cerró la puerta y se apoyó contra ella. Su me nte se negaba a funcionar correctamente mientras se esforzaba por darle sentido al silencio detrás de él. Los pensamientos caían de manera irregular a través de su ment e. Debía alquilar un caballo, llegar a Londres lo antes posible, y casarse con qui en su padre quería. Cerró los ojos. ¿Cuál era el punto en hacer cualquier otra cosa? Hel ene podía pensar que él era un tonto romántico, pero él conocía al amor cuando lo encontra ba. También sospechaba que era poco probable que él incluso satisfaga sus gustos otr a vez. Helene contuvo la respiración cuando la puerta se cerró detrás de Philips y su equipaje. En el repentino silencio, clavó los ojos en la parte posterior de la pue rta. ¿Estaba todavía ahí afuera? ¿Qué estaba esperando? ¿Que ella le rogase que volviera? H bía herido su orgullo, eso era todo, nada más. Él simplemente se había sentido molesto c uando ella había ignorado su ridícula propuesta de matrimonio. Un gemido escapó de sus labios firmemente apretados. Mon Dieu, le dolía respirar. En su alma, sabía que él qu iso decir cada palabra. Parte de ella tenía ganas de correr tras él, para caer en su s brazos y encontrar la felicidad. Pero no podía arriesgarse, no podía permitir ser usada y desechada otra vez cuando él se diera cuenta de su error. Y su familia se aseguraría de que él se diera cuenta del colosal error que ella era. Lentamente se p uso de pie y se inclinó como una mujer de edad avanzada por el dolor de su partida , por el dolor de negársele. Las imágenes de su rostro cuando ella le dijo lo que er a, la sorpresa que había tratado de ocultar, su caballerosa oferta de amarla de to dos modos. Ella no se merecía ese amor, ella ya estaba más allá de la redención. Todos q uienes realmente la habían amado estaban muertos. Las lágrimas caían por sus mejillas mientras se arrastró de vuelta a la cama y hundió su cara en las sábanas. Todavía podía ol erlo, su olor tan familiar como el suyo ahora. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 30 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Londres tendría que esperar hasta que el próximo coche de pasajeros apareciera. Había gente que dependía de su éxito. Ella necesitaba llorar de nuevo, para recuperar sus fuerzas y tratar, si era posible, de olvidar que Philip Ross había existido. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 31 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer CAPÍTULO 04 Una última vez, Helene comprobó la dirección en la maltratada pieza de pergamino apret ada en su mano enguantada. ¿Era esta imponente casa en St. James Square realmente la residencia del vizconde Harcourt-DeVere? Parecía demasiado grande para una fami lia. La última vez que había visto al vizconde, él había estado andrajoso y esposado, tr atando de evitar una paliza de los guardias de la Bastilla. Acusado de espiar pa ra los ingleses, escapar era su única opción, y Helene había estado contenta de ayudar le. Se tragó las náuseas repentinas y subió los escalones, lo que le daba una elevada vista de la plaza y el jardín abandonado en el centro. Los árboles de la zona centra l carecían de hojas y estaban congelados por las heladas. Un gran llamador de latón con forma de campana de iglesia surgió delante de su rostro. Tomó todas sus fuerzas para levantarlo y lo dejó caer. Casi se estaba volviendo y bajando por las escaler as cuando la puerta se abrió bruscamente. ―¿La puedo ayudar, señora? El hombre que ella supuso que era el mayordomo estaba vestido con un sombrío negro que contrastaba fu ertemente con la blancura de su peluca y sus delgados labios pálidos. Helene levan tó el mentón. ―Necesito hablar con el vizconde. ¿Está en casa? El mayordomo la miró durante un buen rato. ―¿Tiene una cita, señora? ―No, pero el vizconde me dijo que si alguna vez visitaba Londres, lo buscase inmediatamente. ―Le ofreció el trozo de pergamino. ―Me di o su dirección y me dijo que le trajera esto. El mayordomo tomó el pergamino, se inc linó y abrió la puerta. ―¿Tal vez a usted no la importaría esperar en la pequeña salita de star mientras yo averiguo por el paradero del vizconde? Helene estaba demasiado agradecida de que no le hubiera cerrado la puerta en las narices como para preoc uparse por su menos-que-entusiasta recepción. Siguió al mayordomo a través del ensombr ecido vestíbulo de mármol y entró a una habitación mirando hacia el frente de la casa. E l calor de una diminuta chimenea la abrazó cuando entró en la sala con paneles de ro ble. Se quitó los guantes y sostuvo sus manos cerca de las llamas. Un reloj sonaba fuerte sobre la alta repisa de la chimenea, eventualmente rechinando y resollan do encontrando el punto que significaba el cuarto de hora. Helene paseaba por la sala, sus nervios demasiado alterados como para permitirse sentarse. ―¿Madame? Ella se volvió para encontrar al mayordomo en la puerta. ―El vizconde la verá ahora. ―Gracia s. Helene reunió su valor y siguió al mayordomo por otro largo corredor en penumbras hasta unas imponentes puertas dobles. Un lacayo abrió las puertas para revelar a un hombre sentado en un opulento escritorio, una pluma de ave TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 32 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer sostenida en su mano como si él estuviera a punto de escribir algo. Su cabello era casi gris, su rostro aristocrático, y su mirada contenía un toque de cautela. ―¿Madame Delornay? ―El vizconde se puso de pie y se inclinó, sus ojos grises plata fijos en s u rostro. ―Me disculpo por no poder ubicar su nombre. Tal vez usted pueda recordar me dónde nos conocimos. Helene le ofreció una profunda, respetuosa reverencia. ―Milord , usted podría recordarme mejor como Helene. Él dejó caer la pluma de ave, y dos manch as de color tiñeron sus mejillas. Tomó el pequeño trozo de pergamino de su escritorio y lo releyó. ―¡Dios mío!, ¿Helene de la Bastilla?, ¿Has llevado esto contigo durante todos stos años? Para su sorpresa, él rodeó el escritorio, tomó su mano, y la llevó a sus labios . ―La mujer que me salvó la vida. ¿Cómo te iba a olvidar? Ella intentó un encogimiento de hombros. ―Difícilmente sea así, milord. Yo sólo lo ayudé a escapar de su celda. Él se rió e e dientes. ―Y si no lo hubieses hecho, yo no habría llegado muy lejos, ¿verdad? Ella e ncontró su mirada y le sonrió. ―Simplemente estoy contenta de que haya sobrevivido, seño r. Su expresión se suavizó. ―Yo estoy más sorprendido de que tú lo hicieras, querida. Tu e spantosa existencia en la prisión no era favorable para sobrevivir. Ella sintió el c alor en sus mejillas al recordar siendo acariciada por uno de los guardias de la prisión, mientras encadenaban al vizconde a la pared y lo golpeaban. —Me las arreglé para encontrar una salida. No me siento orgullosa de cómo lo hice, pero en verdad, no tuve otra opción. Él utilizó sus dedos para levantarle la barbilla y mirarla a los ojos. —Estás viva, ma petite. Nunca lamentes eso. Él ubicó su mano sobre su brazo y la llevó hasta el fuego, donde dos grandes sillones de orejas enfrentaban a unas reco nfortantes llamas. La ayudó a sentarse en un asiento y se dirigió hacia la puerta pa ra hablar con el lacayo apostado afuera. —Por favor, ponte cómoda, Helene. Pareces c ansada. He ordenado un poco de té para nosotros, mientras escucho el resto de tu h istoria. Helene apretó las manos en su regazo para que dejen de temblar. El vizcon de parecía ser un hombre honorable. Pero, ¿cuánto de su historia necesitaba revelar pa ra ganarse su apoyo? En el calor de su huida, él le había prometido cualquier cosa q ue su corazón pudiera desear. Luchó una amarga sonrisa. Pero también lo hizo Philips, y eso seguramente no había terminado bien. El vizconde volvió y se acomodó en la silla frente a ella. Su mirada recorrió su oscuro vestido y las negras cintas de seda d e su sombrero. —Sólo han pasado tres años desde la última vez que te vi. ¿Estás casada, ent nces, mi querida, o Dios no lo quiera, eres viuda? TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 33 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer —Nada de eso, señor. Decidí que sería más seguro viajar a Inglaterra vestida de luto que c omo una mujer soltera. No es que su disfraz le había ayudado mucho. Ciertamente no había disuadido a Philip Ross o protegido a que su corazón se rompiera. Ella tomó una profunda estabilizadora respiración. —Tenía la esperanza de que usted pueda ayudarme a empezar de nuevo aquí en Inglaterra. No tengo ningún deseo de continuar la vida qu e me he visto obligada a vivir. El vizconde alargó la mano y le acarició la rodilla. —Puedo asegurarte que no sucederá. En los últimos años, he conocido a varios caballeros que se beneficiaron con tu ayuda en la Bastilla. Estoy seguro de que estarán tan interesados en saber cómo has sobrevivido como yo. Helene consiguió esbozar una sonr isa. —Como he dicho, señor, sólo fui una pequeña parte de la gestión. Su agradecimiento en realidad concierne a quienes arriesgaron sus vidas para llevarlo a la costa. El vizconde se inclinó hacia delante, con una expresión amable. —Ellos eran adultos que conocían el riesgo de su participación. Tú eras sólo una niña. —En realidad no, señor. Dejé er una niña cuando fui separada de mi familia. —Perdón por preguntar esto, pero ¿todos e llos han fallecido? Helene tragó saliva. —Sí. Los vi siendo llevados uno a uno a sus m uertes. — Se encogió de hombros. —Mi padre pensó que me había salvado de ese destino. A ve ces deseé que él me hubiera permitido morir con ellos, en lugar de venderme a los gu ardias para que me utilizaran a su antojo. El vizconde emitió un sonido ahogado, s e puso de pie y comenzó a pasearse por la habitación. Helene se puso tensa cuando él s e volvió para enfrentarla, sus penetrantes ojos plateados fijos en su rostro. —Pido disculpas, ma petite. El pensamiento de ti soportando tal existencia y aún así arrie sgando tanto por completos desconocidos me dan ganas de encontrar a los guardias de la Bastilla y estrangularlos con mis propias manos. —Pero yo quería morir, señor. Parecía una manera perfecta para lograr mi objetivo. —Sin embargo, has sobrevivido y aquí estás. —Sí, aquí estoy. Él asintió lentamente. Hubo un golpe en la puerta, y un lacay ntró provisto de una gran bandeja de plata. Una criada le siguió con otra bandeja ll ena de exquisiteces. El estómago de Helene refunfuñó, y se sintió ruborizarse. —Espero que tengas hambre, mi querida. Mi cocinera estará muy decepcionada si por lo menos no pruebas sus tortas y pasteles. Él le sirvió una taza de té y le entregó un plato lleno de comida. Helene lo consideró dudosamente. Desde la abrupta partida de Philips, h abía experimentado una gran dificultad para mantener los alimentos en absoluto. Co n un murmullo de agradecimiento, apoyó el plato en su regazo y dio un sorbo a su té, permitiendo que el calor de la bebida se asentase en su estómago. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 34 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer El vizconde se sentó y se sirvió una selección de pasteles antes de volver su atención n uevamente a Helene. —¿Me dirás cómo escapaste de la Bastilla? — La franqueza en su conduct a le recordó a Helena de Philips. ¿Todos los aristócratas ingleses estaban tan acostum brados a ser obedecidos que asumían que todas sus preguntas iban ser contestadas c on rapidez y honestidad? —Como he dicho, señor, no estoy orgullosa de lo que hice, p ero a la vez, no pude ver ninguna otra línea de acción posible para mí. Su sonrisa est aba llena de recuerdos sombríos. —¿Crees que te condenaré? He experimentado los horrores de tu existencia por sólo unos días. En tu lugar, creo que habría hecho cualquier cos a para escapar. Helene se sintió animada por el inesperado flujo de simpatía. —Poco de spués de que usted se marchó, me di cuenta que estaba embarazada, y estaba, francame nte, aterrorizada. —No es de extrañarse cuando sólo tenías quince años y estabas sola, mi querida. —Hizo una pausa para servirse más té. —¿Tenías alguna idea de quién era el padre d niño? Ella se mordió el labio. —No tenía ni idea. Yo... no tenía elección en cuanto a quién acostaba conmigo, o a cuántos... —Su mano temblaba tanto que el té se derramó sobre el lado de la taza, escaldando sus dedos. El vizconde se inclinó, tomó la taza de ella, y la puso sobre la mesita auxiliar. —Siento traer recuerdos tan desagradables par a ti. Si esto es demasiado difícil, podemos dejarlo en el pasado. —No, señor. —Ella leva ntó la mirada para encontrarse con la suya. —Me gustaría compartir mi historia con alg uien que pueda entenderla, alguien que no me vaya a juzgar. Él le entregó su pañuelo y se sentó. —Entonces, por favor continúa. —También me di cuenta que si los guardias se ent eraban que estaba embarazada, mi hijo era poco probable que sobreviviera. —Helene respiró hondo. —Así que decidí buscar un hombre que pudiera sacarme de la cárcel para siem pre. —Una sabia decisión. Sólo deseo haber estado allí para ayudarte. —Gracias, señor, pero estoy contenta de haber escapado. Su ligera sonrisa la hacía sentirse un poco mejo r. —Uno de los envejecidos abogados del nuevo régimen estaba bastante interesado en mí, así que coqueteé con él y le persuadí para que me comprase a los guardias. —Y tuviste é o. —Sí. También le convencí para llevarle a la cama conmigo, y fingí que el niño era suyo. a sonrisa del vizconde no contenía ningún indicio de condena, sólo mordaz aprobación. —Sólo puedo aplaudir tu ingenio. ¿No se casó contigo, sin embargo? TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 35 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer —Desafortunadamente, tenía una mujer, pero era lo suficientemente rico como para est ablecerme en mi propio apartamento y ocuparse de cuidar de mí durante mi embarazo. —Una buena elección, entonces. —Sí, aparte del hecho de que él no me permitiría quedarme c n el bebé. El vizconde se congeló. —¿Qué fue del niño? —Mi hija fue enviada a un convento l l que cuida niños huérfanos y abandonados. Mi amante accedió a pagar su mantenimiento hasta que haya cumplido la edad mínima para contraer matrimonio o conseguir empleo . El vizconde suspiró. —Supongo que, dadas las circunstancias, eso fue lo mejor que podías esperar. Helene trató de sonreír. —Aunque no sé quién es su padre, Marguerite sigue iendo mi hija. No se me permitió verla después de que la alejaron de mí. Escribía al con vento una vez al mes para preguntar por su salud, y ellos tenían la amabilidad suf iciente como para responderme con la más escueta información. Por lo que yo sé, ella e stá creciendo. Arriesgó una mirada directa al vizconde. —Tenía la esperanza de tenerla c onmigo en Inglaterra, pero ahora no estoy tan segura. Él frunció el ceño y puso su taz a y plato vacío en la bandeja. —¿Por qué no? Estoy seguro de que podemos arreglar algo. —H izo un gesto a su plato intacto. —Ahora, por favor come. Estás demasiado pálida. Helen e bajó la mirada hacia las delicias amontonados en el plato y trató de tragar. —Mis di sculpas, señor, pero me siento un poco mareada. —Apoyó una mano sobre su boca cuando s u visión se oscureció y un ensordecedor sonido retumbó en su cabeza. Lo último que recor daba era el rostro preocupado del vizconde mientras ella se deslizaba débilmente a l suelo. Helene fue llevada a un salón muy femenino decorado en tonos suaves de am arillos y verdes. Sobre su cabeza, una mujer daba órdenes a un número indistinto de personas que daban vueltas alrededor del cuarto. Le pareció oír la profunda voz del vizconde y se esforzó por ver su cara. Una suave mano sobre su frente le impidió mov erse demasiado. Sus pies estaban apoyados sobre un cojín en el otro extremo del ac ogedor sillón reclinable y un chal con aroma a lavanda se envolvía a su alrededor. —¿Se siente mejor ahora, madame? Helene abrió totalmente los ojos y vio la cara de una mujer excepcionalmente hermosa que suponía debía ser la esposa del vizconde. Luchó por sentarse. —Me siento mucho mejor ahora. Pido disculpas por comportarme de manera inadecuada. La vizcondesa le sonrió. —No creo que se haya desmayado deliberadamente, madame. Sólo estoy contenta de que mi marido haya tenido el aplomo para llevarte hasta mí. Helene miró a su alrededor y vio al vizconde en la puerta. Él hizo una rever encia y se acercó. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 36 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer —Pido disculpas por no haberme dado cuenta de lo agotada que estabas. Forzándote a v olver a contar una historia tan desgarradora inmediatamente después de tu llegada no estuvo bien de mi parte. —Estoy absolutamente bien, señor, y tal vez debería irme a ntes de que le cause cualquier otro aprieto. —No podía creer que el vizconde la había llevado hasta su esposa. Ella difícilmente era el tipo de compañía que una noble dama de la alta sociedad esperaría entretener en su salón privado. La vizcondesa frunció el ceño y se puso de pie, alisando los pliegues de su vestido de seda. —¿Seguramente Mad ame Delornay se quedará con nosotros, querido? Es lo mínimo que podemos hacer por el la, ya que salvó tu vida. —Por supuesto que sí. No podría permitir cualquier otra cosa. —S e inclinó de nuevo hacia Helene. —Por favor, madame, acepta ser nuestra huésped de hon or, al menos por esta noche. Tengo la intención de reunir a algunos de tus amigos aquí mañana para discutir tus planes para el futuro. Helene estaba demasiado cansada para discutir. En su prisa por llegar al vizconde, no había hecho los arreglos pa ra quedarse en Londres y llevaba todas sus posesiones en su gran bolso de viaje. Titubeando, se volvió de nuevo hacia la vizcondesa y la encontró sonriendo y asinti endo con la cabeza. —Estaría encantada de que te quedaras. Mis hijos están en el coleg io en este momento, así que agradecería alguna compañía. Helene se encontró devolviéndole u a débil sonrisa. —Gracias. Eso sería maravilloso. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 37 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer CAPÍTULO 05 Cuando Helene se despertó a la mañana siguiente, tenía una sensación de irrealidad. Se e scabulló de la enorme cama y se acercó a la ventana para mirar a través de las cortina s. El luminoso y soleado dormitorio donde había sido ubicada estaba en el mismo pi so que la suite de la vizcondesa y daba a un jardín privado y a las caballerizas d e la parte posterior de la casa. La tranquilidad del lugar le recordaba a la cas a donde se había criado en el campo cerca de Versalles. Casi se había olvidado de cómo se sentía vivir en el lujo, despertarse sin miedo, con la sensación de que nada mal o podría pasar en su mundo, siempre y cuando sus padres la quisieran. Un golpe en la puerta la hizo deslizarse de nuevo bajo las sábanas. La puerta se abrió para dar entrada a una doncella vestida con un uniforme azul y blanco a cuadros, una band eja equilibrada en sus manos. —Buenos días, madame. Soy Betty. —Buenos días. —Cautelosamen te, Helene le devolvió una alegre sonrisa a la criada. —Le he traído un poco de chocol ate caliente y agua caliente para lavarse. — Puso la bandeja en una mesa al lado d e la enorme cama y quitó la tapa. —Su señoría le pregunta si podría encontrarse con él desp del desayuno en su estudio, pero dijo que usted debe tomarse su tiempo. Helene siguió con la mirada a la criada mientras ella se movía rápidamente por la habitación, a briendo las cortinas y vertiendo agua en un tazón de porcelana decorado con rosas haciendo juego con la jarra de agua. La expresión de la muchacha era tan abierta y alegre que hizo a Helene sentirse vieja, y sin embargo probablemente tenían una e dad similar. —¿Le gustaría un baño, madame? —Eso estaría bien. Helene miró con curiosidad m tras abría otra puerta y desaparecía en el interior. Después de un rato, el olor de la s rosas y los vestigios de vapor se filtraron a través de la habitación. Betty asomó l a cabeza por la puerta. —No demorará mucho tiempo, madame. Ya había arreglado todo par a que el agua esté caliente. ―Gracias, ―Helene respondió mientas alcanzaba su chocolate caliente y con mucho cuidado tomaba un sorbo. El estómago hizo una lenta revolución, y se apresuró a apoyar la taza de nuevo. ―Su señoría pensó que le gustaría tomar prestado lgo de su ropa, ya que su equipaje se ha retrasado. La colocaré sobre la cama mien tras usted se baña, madame. ¿Qué equipaje? Helene apreció la inventiva de la vizcondesa y se bajó de la cama. Se aferró a las rosadas cortinas de seda de la cama cuando una oleada de náuseas la atravesó. ―¿Está usted bien, madame? TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 38 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Helene abrió los ojos para ver a la doncella mirándola ansiosamente. Por un segundo, ella luchó para recordar las palabras inglesas que necesitaba. ―Estoy bien. Gracias por tu ayuda. Tomaré mi baño ahora. El salón de desayuno estaba desierto, por lo que Helene fue capaz de comer la tostada seca y el endulzado té que su estómago exigía sin que nadie hiciera comentarios. Después de la tercera taza, se sentía mejor y empezó a apreciar la intimidad de la pequeña sala con paneles. Retratos de familia y cuadr os de paisajes adornan las paredes, incluido uno de dos idénticos muchachos gemelo s que ella adivinaba que eran los hijos ausentes del vizconde. Una pila de periódi cos cuidadosamente doblados estaban colocados en la esquina del aparador junto a l tostador de pan. Los dedos de Helene tenían ganas de tomar uno. Muchos hombres, incluyendo a su anterior protector, consideraban que la lectura sobre la actual sangrienta coyuntura política era demasiado perjudicial para la frágil mente de las mujeres. Helene siempre había odiado esa actitud y había leído todo lo que pudo conseg uir. Después de una rápida mirada por la habitación, cogió el Times de Londres y se puso a leer. El reloj de la repisa de la chimenea marcó la media hora, y levantó la vist a. La mayoría de los platos en el aparador habían sido quitados, y no se había dado cu enta. Cuando dobló cuidadosamente el papel en su forma original sobre su regazo, u n nombre del todo-demasiado-familiar le llamó la atención. Empezó a leer la estrecha c olumna en la sección de anuncios de sociedad. Cuando terminó la lectura, el papel se deslizó entre sus repentinamente nerviosos dedos. Así que Philip Ross se había casado con la elección de esposa de su padre, después de todo... ¿Su rechazo cruel lo había em pujado a tomar una decisión tan crucial? ¿O simplemente se arrepintió de su momento de locura con ella en el momento en que se reunió con su familia? Sin duda, con la s eguridad de la aprobación de su familia, él estaba de rodillas dando gracias a Dios por su afortunado escape. Su última esperanza, su última fantasía romántica, se marchitó y murió y fue reemplazada por una latente ira. A pesar de echar a Philips, todavía se sentía traicionada. Había negado sus sentimientos hacia él y lo dejó irse por todas las razones correctas. ¿Philips había justificado su apresurado cambio de opinión recordánd ose a sí mismo que ella le había dicho que se fuera? ¿Esto lo haría sentirse mejor acerc a de su abrupto matrimonio? Inestablemente, se secó una lágrima de la mejilla. No ha bía lugar para los sentimientos ahora. Tenía que ser valiente y dejar sus tontas ide as de ser rescatada tras ella. Philips sólo se había comportado como la mayoría de los hombres en su vida: tomó lo que se le ofreció y se fue. ¿Por qué ella no debería hacer lo mismo? Helene cogió el periódico, lo dobló cuidadosamente, y se puso de pie, los puños cerrados a los costados. Cualquier cosa que el vizconde se ofreciera a hacer por ella, era imperativo que ella fuera dueña de sí misma. Pero, ¿qué habilidades tenía para abrirse paso en el mundo? Había logrado sobrevivir a TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 39 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer través del infierno de la Bastilla, había aprendido cómo halagar a los hombres y hacer los felices en la cama. Tal vez esas muy denigradas habilidades podrían salvarla a hora. Ya era hora que ella cambiara las tornas y utilizara sus habilidades para sí misma. El tenue resplandor de una extravagante idea surgió en su mente mientras e lla recorría el camino hacia el estudio del vizconde. Tal vez tenía algo que agradec er a Philips, después de todo. Este era definitivamente el momento para discutir s u futuro con el vizconde Harcourt-DeVere y averiguar exactamente cuán agradecido él tenía intención de ser. Para su sorpresa, había varios hombres reunidos en el despacho del vizconde, y todos ellos se levantaron y le sonrieron. El vizconde rodeó su es critorio y la condujo a una silla en el centro de la habitación. ―Mi querida, no est oy seguro de que recuerdes a estos caballeros, pero permíteme presentártelos. Helene se centró en el más joven de los hombres y asintió con la cabeza. ―Reconozco al duque d e Diable Delamere. ¿Cómo está, milord? El duque inclinó la cabeza; su hermoso rostro aún t enía las huellas de su sufrimiento. ―Estoy bien, madame. ―¿Y su hija? ―Ella está bien tambi ―Su sonrisa era torcida. ―Extraña a su hermano, pero... Helene le sostuvo la mirada. ―P ido disculpas, señor. Me hubiese gustado poder salvar a su hijo también. Se enderezó e hizo una reverencia. ―Madame, no hay necesidad de disculparse. Usted arriesgó más que lo que la mayoría de las personas incluso harían para advertirme acerca de los reto rcidos planes de mi esposa. ―Cerró la brecha entre ellos y le besó la mano. ―Le debo mi vida y mi cordura. ―Merci, señor. ―Los ojos de Helene se llenaron de lágrimas. ―Ojalá hubie a podido hacer más. Él liberó su mano y dio un paso atrás en las sombras, claramente no dispuesto a mostrar ninguna emoción en un lugar público. El hombre de edad avanzada parado junto a él se aclaró la garganta. ―Madame Delornay, nosotros en realidad no nos hemos visto antes. Soy Lord Derek Knowles. Usted salvó a mi esposa, Angelique. ¿La recuerda? Helene casi se sintió aliviada de alejarse del duque y permitirle un poc o de privacidad. ―Por supuesto, señor. ―Angelique casi había muerto de una fiebre durant e su permanencia en la Bastilla. Helene estaba encantada de saber que ella había m ejorado. ―¿Ella está bien? La cara de Lord Derek se iluminó. ―Lo está. ―Buscó a tientas en terior de su chaqueta y le entregó a Helene su enorme reloj de oro. ―Tengo un retrat o de ella encargado justo este año. Helene abrió el delicado broche de oro y estudió e l retrato en miniatura de la mujer en el interior del estuche. Angelique llevaba un vestido rojo, su cabello prematuramente blanco dispuesto en formales trenzas apretadas en su TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 40 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer cabeza. Su sonrisa era impresionante. El artista había captado su inimputable espíri tu, la fuerza que la ayudó a sobrevivir en la Bastilla y al horror de la muerte in minente. Helene le devolvió el reloj de oro. ―Gracias por mostrarme esto. Su mujer p arece estar mucho mejor de salud de lo que yo la recordaba. ―Desde luego. Ella no era más que piel y huesos cuando volvió. ―Lord Derek sonrió con benevolencia. ―Cuando uste d esté instalada, mi querida, estoy seguro de que ella insistirá en visitarla por sí m isma. Nunca se ha olvidado de usted, y sé que ella celebrará su escape. Helene miró al tercer hombre, que estaba apoyado en el escritorio, sus brazos cruzados mientra s la observaba. Algo sobre su largo, delgado cuerpo parecía familiar, pero no podía recordar exactamente cuándo se habían conocido. Él hizo una reverencia. ―¿Madame? Yo soy L ord George Grant. Ella le sonrió. ―Casi no lo reconozco sin la barba y el cabello la rgo. La diversión animó su sonrisa y brilló en sus ojos castaños. ―La vida de un espía nunc es fácil, madame, especialmente de un espía capturado. Yo no estaba en mi mejor for ma cuando nos conocimos. ―Yo tampoco, señor. Él le sostuvo la mirada, sus ojos castaños seguros. ―Pero ambos sobrevivimos para ver al otro, más bonito un día, ¿verdad? El vizco nde se rió entre dientes. ―Tú seguramente no eres bonito, George, y madame Delornay si empre fue hermosa para mí. ―Ella era un ángel. Helene descubrió que no podía apartar la mi rada de los ojos de Lord Grant. Él la entendía, todos ellos lo hacían. Ellos sabían lo q ue ella había sido, y aún así seguían viendo lo mejor de ella. Las lágrimas pinchaban en l a garganta. ―Todos ustedes son muy amables, señores. Sólo hice lo que era necesario. ―Ha s hecho mucho más que eso. ―El vizconde miró a su alrededor. ―Y ahora es nuestra oportun idad para asegurarnos de que nunca te falte nada en tu vida. ―Él se inclinó hacia dela nte. ―Hemos acordado comprarte una casa en cualquier parte del país que prefieras y darte un estipendio anual que se incrementará cuando sea necesario. Helene tomó una profunda respiración y permitió que el silencio se estableciera a su alrededor. ¿Tendría el coraje de proponer su patético plan a los poderosos hombres que la rodeaban? ¿Y si pensaban que se había vuelto loca y se negaban a ayudarla del todo? ¿Realmente va lía la pena el riesgo? ―Es más de lo que esperaba, caballeros, mucho más. Supuse que pod rían ayudarme a encontrar un empleo, no que me ofrecerían un futuro asegurado. El vi zconde enarcó las cejas. ―Eres demasiado modesta, mi querida. Has salvado nuestras v idas y las vidas de aquellos a quienes amamos. ¿Cómo podríamos ofrecerte nada menos? T endrás suficiente dinero para vivir cómodamente el resto de tu vida. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 41 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Helene contemplaba las manos, que estaban retorciéndose en su regazo. ¿Podría alguna v ez establecerse en este país extranjero y fingir ser lo que no era? ¿Podría alguna can tidad de dinero lo suficientemente grande hacerla olvidarse del abuso de su cuer po y de la destrucción de su inocencia? Pensó en Philip Ross, en las manos de él sobre su piel, demostrándole que hacer el amor no había sido un trabajo o algo que debía so portar. Él también le había enseñado que había poder en el acto sexual de una mujer. Su es candalosa idea cobró vida otra vez en su cerebro. ¿Podría usar ese conocimiento para c ambiar su vida? ¿Tenía la determinación de tomar su pasado y, finalmente, darle un sen tido? ―¿Madame? ¿Te sientes bien? Levantó la vista hacia el vizconde y vio la preocupación en sus ojos. ―Estoy bien, señor. Sólo estaba contemplando mi futuro y cómo debería respon der a su generosa oferta. ―No estarás pensando en rechazarnos, ¿verdad? ―Oh, no, señor. ―El a juntó coraje. ―Estaba pensando que tal vez sería más interesante si nos involucráramos j untos en un negocio en su lugar. ―¿Un negocio? ¿Qué tipo de negocio? ―Lord George Grant pr eguntó. Helene vaciló de nuevo, y el vizconde le sonrió. ―Mi querida, sea lo que sea, po r favor díganos. Difícilmente estemos propensos a objetar o a ser sorprendidos por c ualquier sugerencia que pueda hacernos. ―No estoy muy segura de los detalles, sin embargo, milord. ―Helene cerró los ojos. Tal vez sería mejor simplemente decirlo sin p ensarlo. ―Creo que involucrará las artes eróticas carnales. El vizconde enarcó las cejas . ―¿Las artes eróticas carnales? ―Sí, señor. Recientemente conocí a un hombre que me record los ingleses no son conocidos por sus habilidades para darles placer a sus pare jas. ―Es verdad, madame, pero no veo cómo… ―Me gustaría ofrecer a los clientes más exigente un lugar para aprender estas artes, mejorar sus habilidades para hacer el amor, y para que exploren nuevas posibilidades sexuales. ―Helene sonrió cautelosamente a todos ellos. ―Me gustaría ser dueña de una casa del placer cómo esa. El vizconde frunció e l ceño. ―Mi querida, como hemos dicho, no hay necesidad de que tú… disculpa mi franqueza… te prostituyas de nuevo. ―No sería prostitución, señor. Yo estaría ofreciendo un servicio muy costoso y discreto para una cantidad limitada de clientes. ―Un burdel exclusiv o, entonces, pero todavía no veo… Helene siguió hablando mientras la idea tomaba forma aún más en su mente. ―No, señor, más que un club privado, como un club de caballeros, don de cada miembro tiene que ser aprobado y pagar una cuota anual. ―¿Pero por qué alguien querría hacer eso cuando se puede ir a un millar de burdeles y pagar casi nada? TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 42 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer ―Porque nosotros estaríamos ofreciendo algo único. Ofreceremos a nuestros miembros la oportunidad de participar en cualquier fantasía sexual que pueden imaginar o ver a otros explorar sus propias fantasías. ―Oh, yo pregunto, ―Lord Derek Knowles se aclaró l a garganta. ―¿Estás segura de que no preferirías una bonita casita en el campo? ―Creo que deberíamos permitir que Madame Delornay haga cualquier cosa que le guste condenada mente mucho. ―El duque de Diable Delamere repentinamente se enderezó y puso mala car a a los otros hombres en la sala. ―Si esta es la vida que elige, voy a apoyar su d ecisión. Por lo menos ella estará controlando su propio destino. ―Gracias, señor. ―Helene inclinó la cabeza al duque. ―Es un placer, madame, ¿y podría decir que su premisa me int riga a nivel personal también? ―Hubo un malvado destello en los pálidos ojos plateados del duque. ―Creo que bien podría convertirme en su primer... miembro. ―Después de mí, Del amere. ―El vizconde se puso de pie. ―Hay un montón de detalles que resolver, pero no t engo problema con que Madame Delornay haga exactamente lo que le plazca. ―Miró a los otros dos hombres, quienes asintieron con la cabeza. ―Sugiero que establezcamos u na asociación, dándole a Madame Delornay el cuarenta por ciento de la empresa, el re sto será compartido entre nosotros cuatro. ―Sonrió a Helene. ―Y como esta señorita es, obv iamente, tan tenaz como hermosa, también le ofrecemos la posibilidad de recomprar nuestras acciones de la empresa cuando se convierta en un éxito. ¿Estamos todos de a cuerdo? Un coro de acuerdo respondió a su pregunta, y Helene cerró brevemente los oj os, mientras una ola de gratitud la envolvía. Ella ya no creía en Dios… ¿cómo podría despué e toda la destrucción que había presenciado? Pero sí creía en el destino y en la fuerza de su propia voluntad. Si lograra tener éxito en esto, ella nunca pediría nada más. Er a extraño que la erótica manera de hacer el amor de Philip Ross le hubiera dado la v isión de una idea. Ante el pensamiento de Philips, recordó problemas más urgentes. ―Apre cio su fe en mí, señores, y les prometo que no los voy a defraudar. ―Respiró hondo. ―Pero hay un tema que implica que tendré que dejar nuestros planes en suspenso durante u n año. ―Suspiró. ―También significa que no seré capaz de tener a mi hija para que viva conm go todavía. La sonrisa del vizconde se atenuó. ―¿Madame? Helene se levantó y se enfrentó a llos. ―Estoy embarazada. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 43 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer CAPÍTULO 06 Diciembre de 1819. Dieciocho años más tarde... Helene se deslizó de la cama, con cuida do de no molestar al joven que yacía repantingado en las sábanas de seda. Lord Thoma s Roebuck había estado demasiado borracho para desempeñarse la noche anterior. En re alidad, él se había corrido, pero no en el lugar apropiado y no ofreciéndole a Helene el menor atisbo de placer. Ella suspiró mientras recorría sus deliciosas nalgas desn udas. Prometían tanto y sin embargo, fueron una decepción. Sin duda, él se olvidaría de su fracaso y se jactaría de su conquista hasta que sus amigos se cansaran de escuc harlo o hasta que encontrase a otra mujer dispuesta a aguantar sus insuficiencia s. Estaba cansada de instruir a jóvenes en las artes eróticas y había empezado a aprec iar su cama para ella sola. Se dirigió a su camerino y contempló el cielo gris plomo afuera de su ventana. El invierno estaba acercándose. Era el momento que menos le gustaba del año. La vista de los troncos desnudos de los árboles y la crudeza impla cable de la tierra la hacía pensar en la muerte y en el pasado. Con un movimiento de cabeza, se puso un liviano corsé y un viejo vestido de encaje que podía atarse el la misma. Sentada en su tocador, ignoró su pálido reflejo en el espejo y rápidamente a condicionó su cabello. El gran reloj en el pasillo principal dio las seis, haciend o eco en todo el espacio vacío mientras ella caminaba por las escaleras de nuevo h acia el sótano. En la cocina, la señora Dubois ya estaba despierta y trabajando duro . Dos criadas estaban ocupadas preparando las frutas y hortalizas compradas fres cas en el mercado esa mañana. El aroma del café recién hecho y cruasanes flotaba en la cocina para tentar a los sentidos de Helene. ―Bonjour, madame Dubois. ―Bonjour, mad ame. Comment-allez-vous?2 ―Je suis bien, madame, et vous?3 ―Bien aussi.4 Madame Dubo is acomodó un mantel encima de la mesa de pino escrupulosamente limpia y le indicó a Helene que se sentase. En cuestión de segundos, la boca de Helene estaba llena de chocolate caliente y de la cubierta mantecosa de las migas de croissant. Ella s uspiró y bebió un sorbo de su café. Madame Dubois hacía los mejores croissants de Londre s y se aseguraba de que Helene tuviera algunos para el desayuno todos los días. Co n los años, Helene había empleado una gran cantidad de emigrados franceses que habían huido de los sucesivos regímenes del otro lado del canal. Madame Dubois había estado con ella durante mucho tiempo, y Helene esperaba que nunca la abandonara. 2 3 4 Buenos días, señora. ¿Cómo está? (N. de. T.) Muy bien, señora. ¿Y usted? (N. de. T.) Bien, bién. (N. de. T.) Página 44 TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Levantándose de la banqueta, Helene murmuró su agradecimiento, puso su taza y plato en el fregadero, y tomó su delantal del gancho. Dudaba que cualquiera de sus clien tes aristocráticos la reconocieran con este deslucido atuendo. Cada mañana le gustab a hacer un balance de su negocio de arriba a abajo. Si algunos de sus empleados pensaban que ella era un poco excéntrica, ninguno de ellos se atrevía a decírselo en l a cara. Tenía claro que era responsable de cada pequeño detalle, y el éxito estaba en los detalles. Había aprendido bien esa lección durante los últimos dieciocho años. Respi ró hondo y subió cuatro escalones para volver a la parte superior de la casa, debajo del ático, donde estaban situadas las más pequeñas y más privadas habitaciones. Aquí, don de los techos eran bajos y los pasillos estrechos, el olor del sexo y del humo d e los puros pesaba en el aire. Helene comprobó cuatro de las pequeñas habitaciones ínt imas y luego se dirigió a la zona más pública. Por una vez no había nadie durmiendo en e l suelo, o, peor aún, encadenado a la pared. Helene frunció el ceño. Además, parecía que t odo el equipamiento había sido colocado en su lugar. Látigos, mordazas, cadenas, másca ras y las correas de cuero, todos colgaban en sus espacios asignados en las pare des pintadas de negro. Helene se levantó la falda para evitar una mancha oscura en el suelo. Había manchas de sangre y otros fluidos corporales en los lisos tablone s de madera, pero eso era de esperarse. Los clientes a los que les gustaba hacer se daño mutuamente, o dañarse a sí mismos, se sentirían decepcionados en sus juegos de l a noche, si un poco de sangre no estuviera derramada. A los criados que limpiaba n el piso superior se les pagaba salarios más altos a fin de garantizar su total d iscreción en cuanto a qué y con quién se encontraban en estas habitaciones. A ningún fut uro Primer Ministro o Lord del Consejo le gustaría que se diera a conocer que a él l e gustaba ser dominado por una mujer, atado, o follado por un hombre. Helene ent ró en el segundo cuarto y encontró a uno de los criados ya limpiando. ―Buenos días, Mich ael. ―Buenos días, Madame. ―Hizo una reverencia, la cara enrojecida. Ella notó que su ca misa no estaba metida dentro del pantalón y que su uniforme estaba desgreñado. ―Pensé qu e debía empezar por las habitaciones, madame, ya que estuve aquí hasta muy tarde ano che y todo eso. Helene estudió su expresión. ―¿Lo disfrutaste? Él encontró su mirada sin ve güenza. ―Sí, señora, lo hice. ―Entonces todo está bien. Gracias por tus esfuerzos, pero no lvides buscar algo para comer y descansar antes de tu próximo turno. Él sonrió y cogió u n látigo ensangrentado que alguien había dejado debajo de una silla. ―Lo haré. ¿Y, Madame? Gracias por darme la oportunidad de trabajar en este piso. Me siento muy en cas a aquí. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 45 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Helene inclinó la cabeza. ―Me complace oír eso, Michael, pero recuerda, aunque eres un empleado aquí, nadie puede obligarte a hacer algo que no quieras. ―Sí, madame. Michae l se pasó la lengua por los labios ligeramente rugosos y bajó su mirada hacia el látig o. Acarició las trenzas de cuero y se estremeció, una ensoñadora sonrisa en su rostro. Helene le dejó con sus tareas. Ella tenía un talento para detectar los particulares intereses sexuales tanto de los clientes que pagaban como de su personal de ser vicio, y había sentido la curiosidad de Michael sobre los actos sexuales más extremo s desde el principio de su empleo. Volvió sobre su camino y bajó las escaleras, cont rolando el polvo de las barandas mientras descendía. Michael se sentía feliz y también lo eran la mayoría de sus clientes. En su establecimiento, ellos tenían completa pr ivacidad para dejarse tentar como lo desearan con otros adultos condescendientes . Ella nunca contrataba prostitutas de ninguno de los dos sexos de las calles, n i nada tan vulgar como el dinero se intercambiaba de manos entre sus clientes y su personal. Todos los que trabajaban para ella tenían una recomendación personal, y cada cliente estaba obligado a mantener las normas de la casa o su membrecía era revocada. Hizo una pausa para examinar el salón más grande en el tercer piso. La may oría de las habitaciones principales de este pasillo eran para fantasías privadas o relaciones sexuales más íntimas. Estos eran distintos de los cuartos más públicos de la planta de abajo, donde casi todo podía suceder y que por lo general sucedía. Esas ha bitaciones estaban equipadas para los voyeurs y exhibicionistas. Las de esta pla nta eran para los conocedores de la pasión sexual y el deseo erótico. Helene ajustó un a cortina color damasco en su lugar y ató la cinta. No es que ella juzgara a cualq uiera de las preferencias expresadas por sus clientes. No era su lugar formar un a opinión; ella simplemente proveía las más eróticas y exóticas experiencias sexuales que la mayoría de los ricos pudieran desear. Helene suspiró mientras caminaba a través de las habitaciones, acomodando una silla, moviendo un arreglo floral a una mesa di ferente, recogiendo un chal de seda y máscara perdidos. ¿Cuándo la alegría por sus logro s se había convertido en tristeza? Había logrado su objetivo. Era en parte dueña y adm inistradora de la casa del placer más discreta y exitosa de la ciudad de Londres. Su lista de espera era de tres largos años, y la calidad de miembro era más difícil de obtener que los vales para Almack's5 o la admisión para White's6. Almack’s: Fue uno de los primero clubes en Londres que daba la bienvenida a hombre s y mujeres a la vez. Tenían exclusivismo en los bailes de las noches de los miércol es, permitiendo la entrada sólo a aquéllos que habían logrado comprar el vale anual. N o tenerlo podría significar simplemente que uno no había sido admitido. Perderlo sig nificaría perder también su categoría en la sociedad Londinense. (N. de. T.) 6 White’s: Es un club de caballeros de Londres. Originalmente se estableció para vender choco late caliente, un bien escaso y caro en ese momento. Estas "casas de chocolate" fueron consideradas como focos de disidencia por Carlos II, pero muchos se pusie ron de moda y se convirtieron en respetables clubes para caballeros. (N. de. T.) 5 TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 46 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Se detuvo en el pasillo y escuchó el silencio a su alrededor. La casa estaba delib eradamente diseñada para encubrir el ruido y crear un sentido de intimidad para su s clientes. Esta mañana se sentía demasiado tranquila y también vacía. Helene se agarró de uno de los marcos de las puertas hasta que sus dedos se pusieron blancos. ¿Qué pasa ba con ella? Parecía cansada y de mal humor como su viejo amigo Peter Howard. ¿Él esta ba en lo cierto? ¿Llegaba un momento en que todo hombre y mujer se daban cuenta de que todas la oportunidades y placeres sexuales en el mundo no compensaban esa s oledad, esa cama vacía, sea falta de compañía? Él ciertamente había reducido sus visitas a su establecimiento desde que había encontrado el amor. ―¡Por el amor de Dios, Helene! En un esfuerzo por recuperarse a sí misma, dijo las palabras en voz alta. Estas s e hundieron rápidamente en el mortal silencio de las paredes y de la gruesa alfomb ra rosa. ―No estoy sola. ¡Y puedo tener a cualquier hombre en Londres con un chasqui do de mis dedos! ―Helene evidenció el arrebato y se acercó hasta el tramo principal. ―Me niego a convertirme en el tipo de mujer que camina por los pasillos hablando co n ella misma. ―Pero estás hablando contigo misma. Helene se quedó sin aliento y miró hac ia abajo en la penumbra de la apertura de la escalera. Lord George Grant le sonr ió desde el circular hall de entrada dos pisos por debajo. Su negro cabello estaba azotado por el viento, sus mejillas rojas por el frío, y sus ojos marrones insinu aban travesuras. A los cuarenta y cinco años, todavía era un hombre muy atractivo. H elene se inclinó sobre la baranda, la mano en su corazón. ―Miserable, me sorprendiste. ¡No me di cuenta que alguien estaba allí! ―Ella comenzó a bajar las escaleras, ofreciéndo le las manos a él. ―¡Ni siquiera sabía que estabas de vuelta en Londres! ¿Cómo estás, mon a Lord George tomó ambas manos entre las suyas y las besó. ―Estoy bien, gracias, ocupad o con toda esta absurda diplomacia con Francia, pero contento de estar en casa p or unas semanas. Ella enlazó su brazo con el de él y le llevó hacia la parte posterior de la casa. ―Ven y conversa conmigo mientras contesto mi correspondencia… es decir, si tienes tiempo. ―Ella dudó. ―¿Ya has ido a casa a ver a tu familia? ―¿A mi amada esposa, quieres decir? ―Se encogió de hombros. ―Hasta donde sé, Julia aún está muy ocupada follando a Lord Lambdon. Dudo que ella estuviera contenta de verme a las seis y media de la mañana. Helene le palmeó la mano. ―Estoy segura de que tu hija agradecería tu compañía, in embargo. Lord George se echó sobre una silla y la miró. ―Maldita sea, Helene, tú no e res mi conciencia. Por supuesto que iré a ver a Amanda. Ella es la única razón por la que continúo casado. ―La miró bajo sus largas pestañas. ―Por supuesto, si tú quisieras casa te conmigo, yo estaría saltando de esta silla y golpeando la puerta de la oficina de mi abogado en un segundo. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 47 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer ―No tengo intención de casarme con nadie. Él suspiró. ―Lo sé, pero eso no me hace perder la esperanzas. Helene trató de no sonreír mientras llamaba para algunos refrigerios y luego se sentó en su impecable escritorio. Su agenda de cuero yacía sobre el libro d e registros. Lo abrió en la fecha correcta y leyó a través de la ya larga lista de tar eas que necesitaba culminar antes de que el día terminara. Una anotación en la página siguiente le llamó la atención. Mañana era el cumpleaños dieciocho de los gemelos. Les h abía enviado una importante suma de dinero y su carta habitual llena de mentiras. Con un suspiro, cerró el libro y volvió a concentrarse en Lord George. De todos los fundadores originales, George era el que tenía más que ver con el funcionamiento del día a día del negocio. Él trataba con el banco y transmitía los informes mensuales de H elene a los demás socios, que ya no querían asistir a las reuniones. Era uno de los pocos hombres en Londres con el que no se había acostado y en quien realmente depo sitaba su confianza. Desde Philip Ross, había aprendido a no dormir nunca con homb res que realmente la gustaran. La amistad era demasiado preciosa como para mezcl arla con las incertidumbres del sexo. Un golpe en la puerta no sólo trajo el té, sin o también el correo de la mañana. Helene sonrió cuando Oliver, su nuevo lacayo, logró no derramar el té ni hacer caer las cartas. Él había estado con ellos por sólo un par de s emanas, pero ya estaba empezando a subir de peso y a recuperar su confianza. Uno de los otros empleados lo había encontrado muerto de hambre y golpeado en la call e después de ser expulsado de un burdel que aprovisionaban hombres, y se lo había ll evado a Helene. George aceptó una taza de té y bebió, su expresión pensativa. Helene ord enaba su correo, haciendo una pausa cuando algo llamó su interés. ―Hay una carta de Su dbury Corte. ¿No es la casa de Lord Derek? ―Sí, lo es. ―George se incorporó. ―Me pregunto q quiere la vieja cabra. Helene frunció el ceño, rompió el sello de cera negro, y examinó la única hoja. Se llevó la mano a la mejilla. ―Mon Dieu, esto es horrible. ―¿Qué? ―Es del a ado de Lord Derek. ―Helene miró a George. ―Ambos están muertos por la viruela. Lord Dere k murió rápidamente. Angelique parecía haberse recuperado, pero sucumbió a una infección e n los pulmones. ―Se las arregló para pasarle la carta. ―Aquí, léelo por ti mismo. Lord Der ek siempre había sido un firme defensor de ella. Su esposa había sido amiga de Helen e. Imágenes de la vibrante mujer que había ayudado a rescatar de la Bastilla llenaro n su mente. A pesar de las severas reglas de la sociedad, Angelique había insistid o en reclamar a Helene como su amiga. Habían pasado muchas horas juntas hablando e n su lengua materna, compartiendo secretos y recuerdos felices. A la mayoría de la s mujeres no solían gustarles Helene. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 48 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer ―Parece que toda la casa cogió la viruela por la nueva criada de la cocina. ―Lord Geor ge dio un suspiro de fastidio. ―Hubiera pensado que habían experimentado la vacuna d e Jenner. Helene se secó las lágrimas en sus mejillas. ―Lord Derek fue siempre un poco escéptico con la ciencia, ¿no? Prefería confiar en Dios. ―Ella tragó saliva. ―Por lo menos están juntos. Al menos ninguno de los dos se quedó solo guardando luto. George estud ió la carta. ―Parece que fueron enterrados con cierta precipitación también. ―No es que yo hubiera sido bienvenida en el funeral de todos modos. ―Helena trató de sonreír. ―Pero m e hubiera gustado haberles rendido mis respetos. Tal vez podamos ir a visitar su s tumbas. Me gustaría decirles adiós correctamente. Él encontró su mirada, su expresión se ria. ―Por supuesto que iremos. Me encantaría acompañarte. ―Frunció el ceño. ―Me pregunto qu eredará sus bienes y su título. No tuvieron hijos, y él es el presunto heredero de su tío, el conde de Swansford. ―No puedo creer que estés teniendo pensamientos tan mercen arios en un día tan terrible. ―No estoy siendo mercenario, Helene. ―Él arrojó la carta. ―A enos que Lord Derek te haya legado su participación en su testamento, el que hered e los bienes heredará el quince por ciento de tu negocio. Helene apoyó la carta en s u escritorio y la alisó con los dedos. ―No había pensado en eso. He tenido la intención de pedirle a Lord Derek que me revenda su participación durante años, pero siempre p arecía tan emocionado de estar involucrado en algo tan escandaloso. George terminó s u té y dejó la taza. ―Yo no me preocuparía por eso. Sigues siendo propietaria del setent a por ciento del negocio, así que pase lo que pase, tienes el control de los inter eses. Helene lo inmovilizó con una aguda mirada. ―Sería incluso más propio si me permiti eras comprar tu parte como el duque de Diable Delamere y el vizconde Harcourt-De Vere han hecho. Su rostro se ensombreció. ―Ellos no necesitan los ingresos que gener a este lugar. Yo sí. Los ex caballerosos y diplomáticos espías no son muy bien pagados , ya sabes. ―Lo sé y te pido disculpas. ―Ella suspiró. ―Supongo que sólo tendré que contact a los abogados y discretamente comprar las acciones a través de ellos. George se p uso de pie y se estiró. ―Eso podría tomar un tiempo, mi querida. Una herencia tan comp leja no será gestionada de la noche a la mañana. ―Me doy cuenta de eso, pero probablem ente será más fácil tratar con un abogado que con el nuevo heredero. George se rió entre dientes. ―Seguramente será una de las herencias más inusuales que un hombre pueda rec ibir. Un título y la participación en un burdel. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 49 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer ―No es un burdel, George. Él le guiñó un ojo mientras se dirigía hacia la puerta. ―Lo sé. Y ora me voy a tomar el desayuno con mi hija y a alejarla de sus clases por unas h oras antes de caer en mi cama solo. Helene asintió con la cabeza. ―Si hay un servici o conmemorativo que se celebre en Londres por Angelique y Lord Derek, ¿quieres aco mpañarme allí? Hizo una reverencia. ―Si mi esposa no espera mi escolta, y de alguna ma nera dudo que ella lo haga, estoy a tu servicio. Helene esperó hasta que la puerta se cerró detrás de él antes de descansar su ahora dolorida cabeza en sus manos. A vec es, George todavía la sorprendía. Su carencia de angustia por un hombre y su esposa que él había conocido durante casi veinte años parecía fría. En los últimos meses, desde qu su esposa había tomado un amante, él parecía incluso aún más distante y cortante. Era com o si al cortar sus emociones con su esposa, él había terminado con toda la delicadez a dentro de él también. Helene se tomó un momento para copiar la dirección de los abogad os Knowles y dejó la carta a un lado. Ella siguió ordenando su correo, haciendo a un lado la última revista Ackermann para leerla más tarde. Debajo de un folleto sobre una cura milagrosa para la calvicie, descubrió una delgada carta con una letra fam iliar. La firma garabateada en la esquina de la carta era demasiado difícil de lee r, y el sello rojo era completamente desconocido. Ella desplegó la hoja y miró de ce rca la escritura. Querida mamá, te escribo para informarte que me he casado. Por f avor, no interfieras. Tu hija, Marguerite, Señora de Justin Lockwood. Helene se qu edó mirando la nota hasta que las palabras se borronearon delante de sus ojos. ¿Qué, e n nombre de Dios, había hecho Marguerite? Ella era sólo una niña. Helene arrugó la carta en su puño. No, ya no era una niña. Ella tenía veintiún años. Lo suficientemente mayor co mo para fugarse con un novio. Lo bastante para engañar a su madre y evadir a las m onjas que se suponía que cuidaban de ella. Era culpa de Helene. Ella debería haber i nsistido en que Marguerite viniera a vivir a Inglaterra tan pronto había terminado sus estudios, no haberle permitido quedarse para enseñar. Helene se levantó y empezó a pasearse por el pequeño espacio, sus manos abrazando su pecho. Ella debería salir para Francia de inmediato, averiguar dónde su hija mayor se había ido, y obtener la anulación del matrimonio. Se detuvo. El nombre del hombre que se había casado con Ma rguerite le sonaba tanto inglés como vagamente familiar. Cogió el pergamino arrugado y lo releyó. Lord Justin Lockwood. Una imagen de un hombre de cabello oscuro con una cara bonita se formó en su cabeza. ¿Alguna vez había visitado la casa del placer? Helene entró en la trastienda de su oficina donde guardaba sus registros y sacó algu nos de los amplios libros de cuero de la cartera de clientes hasta que encontró la etiqueta L-M. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 50 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Limpiando el polvo de la superficie, arrastró el enorme volumen sobre su escritori o y comenzó su búsqueda. ―Ah, sí, aquí está. Su dedo se posó sobre su nombre. No era un mie o habitual, pero había sido admitido en calidad de invitado en varias ocasiones po r el Sr. Harry Jones. Era lamentable que sólo hubiera sido un invitado. Si hubiera sido un miembro, habría mucha más información íntima sobre él y sus preferencias sexuales . Helena trató de imaginar a su amigo, el Sr. Harry, quien, ella sabía, había servido en el ejército durante las campañas napoleónicas en España. Una repentina imagen bien de finida de los dos hombres sentados muy juntos en uno de los salones llegó a Helene , y cerró de golpe el libro. Tenía que llegar a Marguerite. Lord Justin Lockwood no era el tipo de hombre que alguna vez se casara. Parecía demasiado interesado en su mejor amigo. Una repentina conmoción afuera de su puerta la hizo mirar hacia arri ba. Judd, su mayordomo, abrió la puerta. ―Pido disculpas, madame, pero estas dos per sonas insistieron en que quieren verla. Con una sensación de consternación, Helene m iró los decididos rostros del muchacho y de la muchacha que habían pasado sobre su m ayordomo. ¿Cómo diablos la habían encontrado? El joven sonrió sin humor e hizo una rever encia. ―Bonjour. ¿No vas a desearnos un feliz cumpleaños, mamá? TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 51 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer CAPÍTULO 07 ―No es vuestro cumpleaños hasta mañana. La respuesta de Helene fue automática. Tomó una pr ofunda respiración para estabilizarse. ―Christian, Lisette, ¿qué estáis haciendo aquí? Se s pone que estabais en la escuela. Se inclinó hacia atrás y se aferró al borde del escri torio, desesperada por sentir algo sólido detrás de ella. Algo para sostenerse después de la serie de impactos que había sufrido esa misma mañana. Christian compartió una ráp ida mirada cómplice con su hermana. ―Decidimos que ya no era necesario ir a la escue la. Utilizamos el dinero que nos enviaste por nuestro cumpleaños para venir y visi tarte en su lugar. Christian volvió a sonreír, pero su sonrisa no era para tranquili zarla. Cogió la mano de su hermana y la guió a una de las sillas frente al escritori o. Helene luchó para recuperar su habitual compostura. Si Christian tenía la intención de que al sorprenderla apareciendo de un modo tan inesperado, ella aceptaría cual quier cosa que él sugiriera, él tendría una batalla en sus manos. ―Repito, ¿qué estáis haci o aquí? ―¿No lo sabes, mamá? ―Si lo supiera, ¿por qué lo estaría preguntando? Christian asi n la cabeza, sus ojos castaños se estrecharon mientras la estudiaba. ―Dejando de lad o el hecho de que nos has mentido durante años sobre tu ocupación y de que has estad o negándonos el permiso para visitarte en Inglaterra… Helene levantó su mentón. ―No debo j ustificarme ante ti por mis acciones. Hice lo que era mejor para todos nosotros. ―Mejor para ti, quieres decir. Helene liberó su agarre sobre el escritorio y se sen tó detrás de él, necesitando una barrera entre ella y sus hijos. Era fácil para Christia n pararse aquí y condenarla, demasiado fácil para él juzgarla y marcar sus carencias. Dios, ella hacía eso consigo misma todos los días de todos modos, no necesitaba su a yuda. Disimuladamente, ávidamente, estudió a su hijo. La longitud de sus piernas y s u estatura las heredó de su padre. Sus facciones y el color del cabello, de ella. ―M e niego a discutir contigo nada de esto hasta que me digas exactamente por qué dec idisteis cruzar el canal y encontrarme. Christian se sentó junto a Lisette y tomó su mano enguantada. Lisette era casi tan alta como su hermano gemelo, su cabello u n tono más oscuro, sus ojos un suave dorado avellana que a Helena le hacía recordar a Philips. ―Se trata de Marguerite. ―He recibido esto de ella hoy. ―Helene encontró la c arta que justo había estado leyendo y se la mostró a los gemelos. ―Al parecer se ha ca sado. ¿Sabíais de esto? TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 52 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer ―Por supuesto que sí. Ella dejó una carta para las monjas, y ellas vinieron a informar nos. ―Lisette se inclinó hacia delante, su mirada tan condenatoria como la de su her mano. ―Supusimos que se había fugado con su novio, pero nos preguntamos si se tratab a de alguna confabulación de las tuyas. ―¿Y es por eso que estáis aquí? ¿Para acusarme de a guna otra… mala acción? ―Helene se frotó la frente, donde un dolor de cabeza amenazaba. ―E ncuentro que vuestra capacidad para creer lo peor de mí es muy deprimente. ―El hombr e que se casó con Marguerite es un noble inglés. Creíamos que podrías haberlo enviado a París para encontrarse con ella. ―La mirada de Christian vagó por la habitación, su curi osidad casi palpable. ―Desde que terminó su educación y coqueteaba con la idea de toma r los votos, ha estado ayudando a las monjas a enseñar al resto de nosotros. ―Ya lo sé. Es la única razón por la que le permití permanecer en la escuela y no volver a Ingla terra como yo quería. ―¿Tú querías a Marguerite y a nosotros no? Helene suspiró. ―Marguerit s mayor que vosotros. Quería que vosotros dos completarais vuestra educación antes d e tomar alguna decisión sobre vuestro futuro. Christian siguió hablando como si Hele ne no hubiese hablado. ―Lisette y yo notamos un cambio en ella hace unas semanas. Estaba muy distraída, pero no como si estuviera asustada, más como que ella estaba e n su propio pequeño mundo. Entonces dejó de presentarse para las lecciones totalment e. ―¿Os dijo que se iba? Lisette se encogió de hombros. ―La última vez que la vi, me dijo que no me preocupara y que ella iba a ser muy feliz. Al día siguiente se había ido. Helene alisó el cuero que cubría el macizo libro frente a ella. ―Ciertamente no envié a Justin Lockwood a Francia. Estaba revisando mis registros para ver si era un cli ente de aquí, y di con su nombre como invitado. Pero él no sabe de mi conexión con Mar guerite. ¿Y por qué diablos iba yo a querer animar a mi propia hija a fugarse? ―¿Para al iviarte de una de tus cargas? ―dijo Christian. Helene se mordió el labio para evitar una respuesta apresurada. Los gemelos tenían derecho a sus reproches. Había permiti do a otros criarlos y nunca había sido una madre adecuada para ellos. Ella siempre trataba de recordar eso cuando la trataban con tanto desprecio. A veces era difíc il. Hoy, era casi imposible. ―Tenía la intención de partir a Francia hoy y encontrar a vuestra hermana. ―Helene se levantó. ―Si deseáis acompañarme, disfrutaría de vuestra compa Lisette sonrió por primera vez. ―Nosotros no vamos a ninguna parte. ―¿Perdón? Christian se levantó, también, y la miró. ―Hemos decidido quedarnos y disfrutar de las vistas de Lon dres. Estoy seguro de que nos permitirás vivir aquí contigo, ¿verdad, mamá? TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 53 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer ―Pero yo voy a ir a Francia para buscar a Marguerite. Christian se encogió de hombro s. ―Vamos a estar aquí cuando regreses. ―Él miró su sencillo vestido. ―¿Eres el ama de llav así como la encargada de atender el burdel? Helene le miró fijamente a los ojos, esp erando que él pudiera ver la ira construyéndose en los suyos. Para su alivio, él fue e l primero en apartar la mirada. Abrió el cajón de su escritorio y eligió entre las lla ves perfectamente etiquetadas. ―Tengo algunas suites de huéspedes en la otra casa. S ois bienvenidos para permanecer allí durante la noche. Mañana voy a encargar a algui en de mi personal para que os ubique en un hotel decente y encuentre una señora de compañía para ti, Lisette. Christian frunció el ceño. ―¿Qué quieres decir con la otra casa osotros queremos quedarnos aquí, no en un hotel. Helene se dirigió hacia la puerta, con la cabeza bien alta. ―A pesar de las apariencias, esta casa en realidad son do s edificios constituidos en uno solo. La parte trasera es en realidad la casa ub icada justo detrás de nosotros. Ella asintió con tranquilidad a Judd, quien había perm anecido en el pasillo, y bajó por la escalera al sótano. No esperó para ver si los gem elos la seguían. El olor de carne de cerdo asada de la cocina le hizo sentir náuseas . ―Esta área une a las dos casas. Hoy podéis comer en la cocina o ser servidos en vues tras habitaciones. ―Pasó la puerta de la cocina, se movió hacia un pequeño patio oscuro que estaba iluminado por lámparas de aceite, y abrió otra puerta en la parte trasera del edificio. ―Las habitaciones de invitados están arriba de los dos tramos de esca leras. Mi apartamento privado se encuentra en el nivel más bajo. También tenéis vuestr a propia entrada privada en el frente de esta casa, que está frente a Barrington S quare. Hizo una pausa en la parte superior de la escalera, en el ancho pasillo a lfombrado de color crema. ―Voy a asumir que deseáis estar en habitaciones contiguas. ―Helene revisó su llavero, abrió las dos puertas, y entró en la segunda habitación. Hizo una pausa para encender el fuego y abrir las pesadas cortinas azules antes de gi rar alrededor de los gemelos. ―¿Tenéis algún equipaje? Christian se encogió de hombros. ―Un persona de la compañía naviera lo hará llegar más tarde. Para satisfacción de Helene, su enérgica actitud sin evasivas lo había dejado obviamente indeciso de cómo proceder. No tenía intención de discutir con él o con Lisette sobre su imprevista llegada. Christi an no sabía que ella había aprendido a sacar lo mejor de una mala situación mucho ante s de que él naciera. Su búsqueda de Marguerite era mucho más importante que el interca mbio de insultos con los gemelos. Unas pocas semanas desenfrenadas en Londres y luego esperaba que estuvieran dispuestos a volver a Francia nuevamente, o al men os a comprometerse en un nuevo régimen de vida. A pesar de sus recelos, ella TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 54 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer había planeado invitarlos a que la visitaran en algún momento de este año. Bueno, ese momento había llegado, y una vez que haya resuelto los problemas más acuciantes de M arguerite, estaba más que lista para hacerle frente a los gemelos. ―¿No vas a gritarno s? Lisette se inclinó hacia el fuego, sus delgadas manos extendidas hacia las llam as, su cautelosa mirada sobre su madre. ―¿Por qué iba yo a gastar mi aliento? Estáis aquí, ¿no? ―Helene abrió las puertas que conectaban las dos suites y encendió el fuego en la otra habitación también. ―Tal vez después que encuentre a Marguerite, ella deseará visitar me también, y tendré a toda mi familia junta. Christian se echó a reír, y el sonido chil lón reverberó en la sala. ―No mientas, mamá. Todos sabemos que tú no tienes un hueso mater nal en tu cuerpo. Helene regresó a la puerta. ―Tú no conoces nada de mí, Christian. Y es a fue mi elección, no la tuya. Ella le sostuvo la mirada. ―Tal vez ha llegado el mom ento de que haya honestidad entre nosotros. Tal vez vuestra visita nos permitirá h acer algo fuera de los lazos que nos atan juntos. Christian se trasladó para parar se al lado de su hermana. ―¿Tal vez nos tiene sin cuidado lo que tú quieres? Helene lo s enfrentó y de repente sintió envidia de su cercanía. ―Entonces, ¿por qué vinisteis aquí? te hemos dicho, para asegurarnos de que ayudes a Marguerite. ―Si Marguerite desea ser ayudada, la ayudaré. ―¿Qué quieres decir con si ella desea? ―Ella tiene veintiún años a edad suficiente para casarse sin mi permiso. ―Helene se encogió de hombros. ―Si está r ealmente decidida en seguir por este camino, hay poco que yo pueda hacer para im pedirle que elija a su propio marido. ―Así que lo que realmente quieres decir es que no harás nada en absoluto. Helene estudió los enojados rasgos de su hijo. ―Tú deliberad amente me malinterpretas. Pero te prometo que si Marguerite quiere terminar con su precipitado matrimonio, voy a hacer que suceda. Su burla fue como una bofetad a en la cara. ―Como si tuvieras el poder para ayudar a alguien. Helene levantó las c ejas. ―Sin embargo, viniste por mi ayuda… recuerda eso. Él la miró fijamente, su expresión tan desafiante como la suya propia. Helene le dio la espalda y caminó hacia la pu erta. ―Todavía me gustaría saber cómo averiguasteis exactamente donde vivo. Dudo que hay a sido la casualidad lo que os trajo hasta aquí. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 55 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Lisette se quitó el sombrero. ―Hemos recibido una carta de alguien que decía ser tu am igo. ―Mi amigo. ―Helene ignoró la enojada mirada que Christian le otorgó a su hermana y se concentró en Lisette. ―¿Qué dijo exactamente? ―Que regenteabas un burdel en Mayfair y q ue eras una reconocida puta. ―¿Y vosotros habéis optado por creerle? Lisette se rubori zó. ―Pero él tenía razón, ¿no? Dios que dolor. Era su culpa por haberles mentido, pero en s propia defensa, había esperado poder ahorrarles la dura realidad de su vida. ―No te ngo tiempo para explicaros todo ahora, pero ciertamente no soy una puta, y esto no es un burdel. ―Sostuvo la mirada de Lisette. ―¿Realmente parece eso para ti? ―Nunca h e estado en un burdel antes, mamá. ―Lisette endureció sus labios. ―Pero tú nos has mentido . Cuando nos visitabas, decías que eras un ama de llaves y que no nos podía mantener contigo porque tu empleador odiaba a los niños. Christian soltó un bufido. ―No podía ma ntenernos con ella porque estaba demasiado ocupada con todos sus hombres. ―Eso sim plemente no es verdad. Yo estaba ocupada construyendo mi negocio, y, sí, no es el tipo de lugar donde a cualquier mujer le gustaría criar a sus hijos. ―Helene le tend ió las manos en un gesto conciliador. ―Quería que tuvierais la seguridad de un hogar d ecente, la ventaja de una excelente educación, y la oportunidad de crecer con vues tra hermana. ―No tenías que mentirnos, ―murmuró Christian, las manos hundidas en sus bol sillos, la boca doblada hacia abajo en las comisuras mientras daba patadas hacie ndo rechinar una baldosa. ―Lo hice, Christian. Vosotros erais sólo niños. Tenía intención de explicaros todo cuando os visitara esta Navidad, como hice con Marguerite. ―¿Marg uerite sabe lo que realmente eres? ―Frunció el ceño. ―Probablemente por eso se escapó. Y y o no creo que tú tuvieras la intención de decirnos nada, sólo lo dices para hacernos s entir culpables por haber venido aquí. Helene le sostuvo la mirada. ―Le dije a Margu erite la verdad cuando cumplió dieciocho años. Dudo que haya esperado tres años para d ecidir huir a causa de lo que dije. ―¿Por qué no nos dijo, entonces? ―Porque yo le pedí qu e no lo hiciera. Algunas cosas son mejores oírlas de su fuente natural, ¿no te parec e? En caso contrario, podría ser malinterpretado. El autor de esa carta, obviament e, deseó causar problemas entre nosotros. Y parece que lo ha logrado. Incluso Chri stian tuvo la gracia de apartar la mirada de ella. Se alegraba de que él tuviera e sa gran parte de conciencia. Los hombres de dieciocho años no eran reconocidos por aceptar que podrían haber actuado con demasiada TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 56 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer precipitación. Incluso mientras ella sonreía con calma a los gemelos, la mente de He lene trabajaba furiosamente. ¿Quién podría haber enviado esa carta? Casi nadie sabía de la existencia de los gemelos, y mucho menos dónde iban a la escuela. Satisfecha de que ella había hecho al menos que los gemelos pensaran en sus acciones, Helene as intió con la cabeza y abrió la puerta. ―Voy a enviar una criada para que os ayude a in stalaros y os muestre la cocina principal, si deseáis comer allí. Mañana os trasladare is a un hotel. ―Inmovilizó a los gemelos con su mirada más dura. ―Si me entero de que ha béis entrado en la casa del placer o habéis participado de alguna manera en mi negoc io antes de mi regreso, voy a instruir a mi mayordomo que os ponga en el primer barco de vuelta a Francia. Sin excepciones, sin excusas. ¿Estamos claros con eso? Lisette la confrontó. ―¿Por qué diablos íbamos a querer ver el funcionamiento de un burdel ? ―Exactamente, mi querida. ¿Por qué? Cuando regrese de Francia, prometo sentarme y di scutir todos estos temas con vosotros. Ninguno de los gemelos parecía convencido, por lo que Helene hizo una reverencia y cerró la puerta detrás de ella. Sus pasos se desaceleraron al llegar al rellano. ¿Quién exactamente la había traicionado con los g emelos? ¿Estaban mintiendo? ¿Marguerite les había dado la información antes de fugarse? Eso podría explicar la coincidencia de su llegada con la partida de Marguerite. He lene se quedó con la mirada vacía frente al retrato de un joven caballero caído en la pared de enfrente. Era cierto que le había dicho a los gemelos que era el ama de l laves de un importante político y que no podía tenerlos con ella. Nunca había esperado verse obligada a defenderse de su engaño. Había asumido lo que les diría a los melliz os cuando estuvieran listos para escucharla, como hizo con Marguerite. Pero ello s no eran tan dóciles como su hija mayor. Nunca había entendido muy bien por qué, a pe sar de sus mejores esfuerzos, parecía no gustarle mucho a los gemelos. Tal vez había intentado con demasiado empeño compensar a Marguerite de las terribles circunstan cias de su nacimiento, que olvidó demostrarle su amor a los gemelos. Había asumido q ue ellos sabían cuánto los amaba, pero obviamente ese no era el caso. Y como gemelos , su cercanía parecía haberla excluirlo desde el principio. Casi se volvió para exigir les más respuestas, pero su necesidad de llegar a Marguerite era más fuerte. La apar ición de los gemelos y todas las preguntas en torno a eso tendrían que esperar hasta que regresara. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 57 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer CAPÍTULO 08 ―¿Qué quieres decir con que no pudiste encontrarla? ―Christian... Helene suspiró al desenr edar las cintas manchadas de sal de su sombrero y lo colocó sobre la mesa del vestíb ulo. Judd la ayudó a quitarse el abrigo, chaqueta, y guantes, se inclinó respetuosam ente y se retiró al sótano. Se volvió hacia la parte posterior de la casa y se dirigió a su oficina, Christian sobre sus talones. No había ni rastro de Lisette, una pequeña misericordia por la que Helene estaba profundamente agradecida. Ni bien se sentó, Judd reapareció con una taza de chocolate caliente, que la colocó a su lado. Ella l e sonrió. ―Gracias, Judd. ―Usted es bienvenida, madame. La cocinera pidió que le diga qu e vaya a visitarla a la cocina tan pronto como haya terminado con su trabajo. Le preocupa que usted no haya estado comiendo correctamente. Christian murmuró algo en voz baja mientras Judd, guiñándole un ojo a Helene, le acarició la mano. Helene tomó un sorbo de la bebida caliente y casi gimió por el deliciosamente dulce sabor. ―¿Vas a decirme lo que pasó o no? Helene miró a su hijo, que se paseaba por la alfombra, de lante de su escritorio, sus manos cruzadas en la espalda. ―Marguerite y su nuevo m arido aparentemente están viajando por Europa. ―¿Dónde exactamente? ―No tengo ni idea. No dejaron un itinerario detallado al personal del hotel. Christian se sentó con un g olpe seco. ―Tal vez debería ir tras ellos yo mí mismo. ―Eres bienvenido a intentarlo. ¿Alg una vez conociste a Lord Justin Lockwood? Frunció el ceño. ―Creo que los vi juntos cam inando en el recinto del convento un día, pero cuando le pregunté a Marguerite quién e ra el hombre, ella negó haber estado allí. Helene acunó la taza de chocolate caliente en sus manos, disfrutando de la calidez que se filtraba por su piel fría. ―No es pro pio de Marguerite ser reservada. Christian soltó un bufido. ―¿Cómo lo sabes? Conoces tan to sobre ella como de mí o Lisette. Helene dejó la taza. ―Christian, estoy cansada. He estado viajando durante más de una semana. La última cosa que necesito es ser ataca da en el momento en que atravieso la puerta. ―¿Qué vamos a hacer ahora? Helene luchaba por ignorar tanto su rudeza como su negativa a reconocer lo mucho que ella había tratado de encontrar a Marguerite. Se levantó agotada, presionando la punta de sus dedos en el escritorio para contrarrestar el movimiento de vaivén de un barco ine xistente, y se dirigió hacia la puerta. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 58 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer ―Tengo… amigos que, con un poco de tiempo, serían capaces de localizar a Marguerite si ella de verdad está en Europa. ―Amigos. ―La expresión de Christian era escéptica. ―No creo que el tipo de conocidos que tienes, mamá, fueran capaces de ayudarnos en absoluto . Se detuvo junto a él. ―Sólo porque tú encuentras divertido desacreditarme y menospreci arme, Christian, no asumas que los demás también lo hacen. Conozco a varios jefes de Estado y dirigentes de gobierno desde antes que tú tuvieras pelos en la cabeza. Él arqueó las cejas. ―Nunca me di cuenta que la prostitución pudiera ser una profesión tan exaltada. ¿Eres la querida del rey? ―No soy la querida de nadie más que de mí misma. ―Con la mayor de las dificultades, se obligó a abrir las manos. ―Buenas tardes. Tal vez t e veré en la cena esta noche. ―Él la miró, una perpleja mirada en sus ojos que no la tra nquilizó. Era como si él quisiera que ella lo pelee, para demostrarle que él no le imp ortaba en absoluto. A pesar de conocerlo poco, parecía que Christian era tan tenaz como ella cuando se trataba de perseguir sus objetivos. Dudaba que él estuviera d ispuesto a salir de su casa hasta que no tuviera mejores noticias de su media he rmana. La desesperación la sacudió mientras tomaba las escaleras de vuelta a su apar tamento. Le había dicho la verdad a Christian. Marguerite había dejado París y se diri gía hacia Italia con su nuevo esposo. Ninguna cantidad de oro o amenazas habían logr ado obtener mejor información o aclarar algo. Marguerite se había ido, y no había nada que Helene pudiera hacer, salvo cobrarse unos pocos favores de algunos de sus c lientes más influyentes, y entonces, sentarse y esperar. En la intimidad de su apa rtamento, Helene se dejó caer en una mullida silla junto al fuego y se cubrió la car a con las manos. Por lo menos Marguerite no estaba sola. Al final de cuentas, la joven pareja había pagado sus facturas y se habían marchado con estilo. Marguerite no tendría que enfrentarse a los extremos que debió encarar Helene. Tal vez incluso fuera feliz a pesar de los inicios secretos de su matrimonio. Helene se quedó mira ndo las llamas mientras se imaginaba el cabello oscuro de su hija mayor, sus del icados rasgos, y la pálida piel oliva. Marguerite significaba mucho para ella, una hermosa niña sana que la había salvado de los horrores de la Bastilla. Un atisbo de esperanza que había ayudado a Helene a sobrevivir. Había sido difícil dejar a Marguer ite al cuidado de los demás. Helene había justificado su decisión diciéndose a sí misma qu e Marguerite estaría más segura en Francia que con ella. Los disturbios de los años tr anscurridos desde los nacimientos de sus hijos habían provocado que sacarlos del c onvento fuera casi imposible. Había lamentado la necesidad de esa elección todos los días desde entonces, y ahora se sentía aún más tonta. ¿Había alguna parte del mundo que fu ra segura? Helene cerró los ojos y se permitió llorar. Cuatro horas más tarde, estudió s u reflejo en el gran espejo del público salón principal. Había optado por usar seda az ul, uno de sus colores favoritos, con la TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 59 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer esperanza de que pudieran disminuir las líneas de cansancio evidenciadas en su pie l y las sombras bajo los ojos. Diamantes brillaban en sus orejas, alrededor de s u cuello, y en los tacones de sus zapatos. Esta noche necesitaba lucir cada pulg ada como la propietaria de un club exclusivo en lugar de la angustiada madre de una novia fugitiva. ―Helene, estás de vuelta. ―Se volvió para encontrar a George inclinánd ose delante de ella. Su inspección fue minuciosa y terminó en su cara. ―Te ves cansada . Ella suspiró. ―Acabo de pasar una hora tratando de crear la ilusión de que tengo vei nticinco años otra vez, y tú lo arruinaste con una sola frase. ―Ubicó su mano sobre su b razo y le permitió llevarla a la mesa del buffet. ―He estado muy ocupada. ―Judd dijo q ue tuviste que ir a Francia. ―¿Judd te dijo eso? ―¿Por qué? ¿Tenía la intención de ser un s o? ―George hizo una pausa mientras le alcanzaba un vaso de vino blanco. ―Seguimos si endo amigos, ¿no? ―Por supuesto que lo somos. ―Ella le miró. ―¿Él también te habló de mis h ―No. Eso lo mantuvo para sí mismo. ¿Tienes huéspedes? ―Los gemelos llegaron, exigiendo qu e encuentre a su hermana. ―Ah, entonces ese es el motivo por el que fuiste a Franc ia. Para encontrar a Marguerite y reincorporar a los gemelos en la escuela. ―Él le d io un apretón a sus dedos. ―No es de extrañar que estés cansada. Eso debe haber sido tod a una odisea. ―Peor de lo que piensas. Los gemelos aún están aquí, y Marguerite se ha fu gado para casarse. ―Dios mío, ―dijo George. ―¿Sabes con quién se casó? ―Algún colega inglés emente. ―Bueno, entonces supongo que la dejabas seguir su camino. No hay necesidad de interferir si la chica ha conseguido por sí misma un título. Helene dio un paso atrás de manera de poder mirar a George a la cara. La expresión de él era tranquila, y no estaba sonriendo. ―No estoy contenta con eso, George. De hecho, quería pedirte a yuda. Él inclinó la cabeza, sus ojos instantáneamente se llenaron de preocupación. ―Por su puesto. ¿Qué puedo hacer por ti? ―Tú tienes contactos en todas las embajadas de Europa. Estaría muy agradecida si pudiera averiguar dónde exactamente Marguerite y su esposo , un tal Lord Justin Lockwood, por fin se establecieron. ―¿Crees que podrían permanece r en el extranjero? ―¿Tú no lo harías? Su sonrisa era relajada. ―Por supuesto. De hecho, y o probablemente no regresaría hasta tener a mi hijo y heredero en mis brazos para ablandar los corazones de mis padres. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 60 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Helene se estremeció. ―No tengo ningún deseo de ser abuela todavía. Me gustaría saber que está segura y bien. ―¿Has decidido no correr tras ella, entonces? Helene se encogió de h ombros y puso su copa de vino sobre la mesa del buffet. ―Si puedo averiguar exacta mente donde piensa permanecer, voy a ir a hasta ella entonces. ―Una sabia decisión. Si ella siente que tú estás decidida a encontrarla, podría mantenerse en movimiento. Y o sin duda voy a hacer algunas preguntas discretas para ti en las diferentes emb ajadas. ―Gracias, George. ―Ella le apretó el brazo. ―Tú eres una de las muy pocas personas que saben que tengo hijos. Te agradezco tu ayuda. Él le besó los dedos y luego su p alma. ―Es difícil creer que tengas la edad suficiente como para tener una hija en ab soluto, y mucho menos dos. ―Desafortunadamente, me parece muy creíble en este moment o. Te veré más tarde, George. Tengo que ir y relacionarme. Ella liberó su mano y caminó hacia el salón principal decorado en tonos rojos y dorados, donde una retahíla de ge nte había comenzado a fluir a través de la puerta doble. Mientras caminaba, asentía co n la cabeza a los que la saludaban y a algunos de los hombres más jóvenes que besaba n sus dedos. Parecía que en su ausencia, todo había estado bien. Su personal estaba bien entrenado, y Judd supervisó todo a la perfección. ―Madame Helene. Una voz familia r y una sonrisa aún más familiar la hizo detenerse. Un hombre salió de la presión de per sonas e hizo una reverencia. Su cabello dorado brillaba a la luz de las velas, s u abrigo negro y ropa blanca tenían un corte impecable. Helene le tendió la mano. ―Gid eon, ¿cómo estás? ―Muy bien y también lo está Antonia. ―Miró alrededor de la rápidamente at habitación. ―Ella está aquí en alguna parte. Le diré que venga a saludarte más tarde. ―Le h señas a un alto caballero de pie junto a la puerta. ―Hay alguien que me gustaría que conozcas. Mi padre me pidió si podía traerlo como mi invitado. La hospitalaria sonri sa de Helene se congeló en sus labios cuando el hombre caminó hacia ella. El ruido y la vibración desaparecieron, dejándola en un aterrador vacío de pura emoción. Cuando su s miradas se encontraron, ella no estaba segura si estaba ofendida o aliviada po r la falta total de reconocimiento en su mirada. ―Este es el Sr. Philip Ross. ―Gideo n sonrió. ―Él hace poco heredó algún elegante nuevo título, pero para mí vergüenza, no pued ordar exactamente cuál es. Helene se humedeció los labios con la lengua. ―Sr. Ross, es muy bienvenido. ―Madame. Le tomó la mano fría, la envolvió dentro de la suya, y rozó sus labios sobre su piel con ceremoniosa, desganada corrección. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 61 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer ―¿Se quedará en Londres un tiempo largo, señor? ―Eso depende. Tengo algunos negocios que a tender. No estoy seguro de cuánto tiempo llevará. Con algo de suerte no mucho tiempo , oró Helene. Las Parcas estaban definitivamente conspirando en su contra. Gracias a Dios, los gemelos no estaban presentes. Ella frenéticamente chequeaba a la mult itud. Podrían entrar a hurtadillas en el salón repleto, sin que ella se diera cuenta . ―¿Madame? Se obligó a que su atención volviera a Philips Ross, notó por primera vez que é usaba los oscuros colores sombríos del duelo y que su rostro estaba huraño y serio. En contraste con la melena de su juventud, su cabello ahora lo llevaba atrozmen te corto, acentuando los ángulos duros de sus pómulos. ¿Lo habría reconocido si Gideon n o lo hubiera presentado por su nombre? Tenía poco o ningún parecido con el elegante hombre risueño que recordaba de dieciocho años antes. Ella logró una sonrisa. ―Le pido p erdón, monsieur. ¿Le apetece un refresco? ―No, gracias. Helene captó la divertida y espe culativa mirada de Gideon. Él probablemente nunca la había visto tan distraída antes. Se obligó a formar otra sonrisa. ―Fue un placer conocerlo, señor. Espero que disfruten de la noche. Gideon, estaba desilusionado. ―Pero, madame, le prometí a Philips que como mi invitado, usted le acompañaría a un recorrido personal por las instalaciones . ―¿Sí? ―Helene lo miró entrecerrando los ojos. ―Estoy segura que el Sr. Ross preferiría pa su noche con usted. ―Por el contrario, señora. ¿Quién mejor para mostrarme los alrededo res que la mujer que creó un establecimiento tan inusual? Helene recorrió con la mir ada tajantemente a Philip Ross, quien aparentaba estar sonriendo a pesar de la d espectiva mordedura de sus palabras. Ella hizo una reverencia y levantó la barbill a. ―Me encantaría mostrarle el lugar, señor. Gideon tiene razón. Estoy extremadamente or gullosa de esta casa del placer. Él puso la mano de ella sobre su manga y asintió co n la cabeza hacia Gideon. ―Gracias por la presentación. Tal vez te veré mañana en White´s. Gideon se inclinó y le guiñó un ojo a Helene. ―La presentación fue un placer. Madame Hele ne tiene un lugar muy especial en mis afectos. ―Ya lo creo. No cabía duda del sarcas mo en la voz de Philips esta vez. Gideon levantó las cejas. ―Conocí a mi esposa aquí. Es toy seguro de que madame te contará todos los detalles. ―Estoy seguro que lo hará. Gid eon giró y se dirigió hacia la puerta, donde un hombre más joven lo estaba esperando. Helene escondió una sonrisa mientras Gideon le daba al joven un beso en los labios . Lanzó una rápida mirada hacia Philip. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 62 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer ―Esa es la esposa de Gideon. A veces le gusta vestirse como un hombre. Philips ni siquiera parpadeó, en todo caso, su mirada se hizo aún más fría. ―Y ellos se conocieron aq uí. Qué... interesante. ―Sí, fue muy romántico. ―Voy a tomar su palabra sobre eso. Helene l llevó hacia el otro extremo del salón para que pudiera ver la habitación completa. A su derecha, un grupo de jóvenes mujeres y hombres estaban ocupados con un juego de cartas que exigía quitarse diversas prendas de su ropa. Gritos y risas se levanta ban de la mesa mientras una de las mujeres lentamente se bajaba las medias y la lanzaba junto con su liga de seda sobre la pila cada vez mayor de la ropa. ―Estas son las habitaciones más públicas. Mis clientes pueden disfrutar de una serie de ent retenimientos, participar de actos sexuales grupales, y divertirse sin tener que preocuparse. ―Puedo ver eso. El tono de Philips era pobremente alentador, su rost ro, aún menos. Helene fingió una sonrisa. ―¿Lo desaprueba, señor? ―Por supuesto que lo desa ruebo. Tal comportamiento es poco apropiado en público, ¿verdad? ―Depende de cómo se def ina “público”, señor. Este es un club privado. La gente paga para pertenecer al mismo y por los privilegios que se les ofrece. ―El privilegio de comportarse como tontos e n celo. Helene se encogió de hombros. ―No hay nada de malo en eso, ¿verdad? A veces to dos necesitamos ser imprudentes. ―Si usted insiste, madame. La mirada mordaz que l e dio provocó algo feroz y lento en su pecho. ¿Cómo se atrevía a pararse allí y juzgarla a ella y a sus clientes? Levantó la vista hacia él, un desafío en su mirada. ―Tal vez deb ería irse ahora, señor. Esto es sólo el comienzo de la insensatez. No me gustaría ocasio narle una conmoción. Un músculo tembló en su mejilla. ―Dudo que lo haga. Por favor, muéstr ame más. ―Si usted insiste, monsieur. Ella lo condujo de nuevo a través de los grandes salones públicos, asegurándose de que él obtuviera una buena vista de los malabarista s desnudos y de la exótica mujer de piel oscura que interpretaba la danza de los s iete velos. Él no decía nada y su rostro no delataba ninguna emoción. ¿Qué le había pasado ara convertirlo en una aburrida imagen de un hombre? En el pasillo más allá de los d os salones, Helene se detuvo. ―Más allá de las zonas públicas se encuentran habitaciones más aisladas. ―Hizo un gesto hacia la línea de puertas. ―En esta planta, podemos contem plar las fantasías sexuales más populares. ―¿Cómo hace para decidir cuáles son? TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 63 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Su tranquila pregunta la sorprendió, y ella alzó la vista y encontró la suya mirándola f ijamente. ―Con los años, ciertas situaciones han sido solicitadas por nuestros clien tes muchas veces. Guardo una lista de las favoritas. Cuando la gente deja de dis frutar de una situación en particular, simplemente cambio el tema y presento otro de nuestra lista. ―Qué eficiente. ―Esto es un negocio, señor. ¿Por qué estaba tan decidida impresionarlo? No sólo se había olvidado de ella, sino que él estaba viendo a sus log ros con un desprecio absoluto. ¿Qué había esperado encontrar aquí? ¿No le había dicho Gideo exactamente lo que ella proporcionaba? Bien, si ella no podía impresionarlo, se a seguraría de sorprenderlo directamente hasta sus conservadores, chapados a la anti gua -sin duda eclesiásticos- dedos de los pies. ―¿Le gustaría entrar en una de las habit aciones? Era un deliberado desafío, y esperó por su respuesta con una tranquila sonr isa. ―¿Por qué no? ―Tal vez le gustaría elegir en qué habitación entrar. Los temas están en puertas. Él la miró. ―Prefiero que usted elija. Usted es la experta. Al azar, Helene s eñaló a la tercera puerta de la izquierda. La placa en la puerta decía CIEGOS OSTENTOS OS. ―Entraremos aquí, ¿de acuerdo? Él la siguió dentro de la oscura habitación y se sentó a lado. Ella enfocó su atención en el centro de la sala, donde un hombre desnudo acei tado estaba siendo atado en un escenario pintado de negro. Un angosto pañuelo blan co de seda cubría sus ojos. Cuando las manos del hombre habían sido aseguradas por e ncima de su cabeza y sus tobillos trabados en su lugar, un suspiro colectivo de aprobación femenina se hizo eco alrededor de la habitación. Helene escondió una sonris a cuando una de las mujeres del público se deslizó hacia delante y empezó a tocar al h ombre. Pronto, un mar de mujeres lo rodearon, chupando y lamiendo su piel, besándo lo en la boca, acariciando su erecta polla. A su lado, Philip Ross se movió en su asiento. ¿El cuadro erótico lo excitaba o lo disgustaba? Helene no podía decirlo en la semioscuridad, todo lo que ella podía sentir era el calor y la tensión que irradiab a de él. Arriesgó una mirada a su perfil y vio que su mirada estaba fija en la escen a, su boca una línea dura. Él se estremeció cuando una de las mujeres cayó de rodillas y tomó la polla del hombre dentro de su boca. ―Me niego a ver tal… Se puso de pie y se movió a ciegas hacia la puerta. Helene lo siguió lo más tranquilamente que pudo. Lo en contró más adelante en el desierto pasillo, su espalda contra la pared, sus manos ap retadas a los costados. ―¿Monsieur? ¿Se siente mal? TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 64 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Levantó la cabeza para mirarla a los ojos, y ella experimentó un momento de completo terror. ―¿Cómo debería estar sintiéndome después de verme obligado a experimentar un compo tamiento tan abrumador? ―No estoy muy segura de qué encontró tan abrumador, señor. Todo el mundo parecía estar disfrutando inmensamente. ―Con la excepción de ese pobre hombre , acosado por esas prostitutas. Helene le permitió ver su sonrisa. ―Ese “pobre hombre” h a estado esperando un mes por esta experiencia. ―¿Está usted tratando de decirme que q uería ser utilizado de esta manera? Ella se encogió de hombros. ―Esta es una casa de p lacer, señor. Si esa es su idea de placer, entonces yo sólo puedo ofrecerle la oport unidad de disfrutarlo. ―Ah, entonces esas arpías son pagadas para fingir que disfrut an de él. ―No, en absoluto. Todo lo que se ofrece aquí es una opción. Nadie está obligado a hacer nada. Él soltó un bufido. ―No puedo creer que ninguna mujer respetable elegiría comportarse de esa manera. Helene lo tomó del brazo y lo guió hasta el otro extremo del pasillo, donde había menos posibilidades de que sean escuchados. Él se volvió para mirar a través de la estrecha ventana, sus hombros firmes y su espalda tiesa. Hel ene estudió su rígida imagen. ―Tal vez se sorprenda de lo que quiere una mujer respeta ble. Casi todas las mujeres en esa habitación son damas con títulos. ―Ella lo miró desde debajo de sus pestañas. ―Sólo puedo pedirle disculpas. Tal vez he elegido una habitac ión que su esposa hubiera preferido más que usted. ―Mi esposa nunca se rebajaría a tal c onducta lasciva. ―¿Tal vez debería traerla aquí y ver si eso es cierto? Puede que se sor prenda. Él dio la vuelta para enfrentarla más plenamente. ―Mi esposa está muerta. Pero p uedo asegurarle que una exhibición tan erótica la habría abrumado enormemente. ¡Pobrecit o!. Esto tomó toda la voluntad de Helene para no decir las palabras en voz alta. S i la esposa de Philips de hecho había sido una dama, no era de extrañarse que él se vi era tan reprimido e infeliz. Ella respiró hondo. ―Le pido disculpas de nuevo, señor. N o debería haber mencionado a su esposa. ―¿Por qué no? Estoy seguro de que has estado pen sando en ella todos estos años. ―¿Perdón? Philips se encogió de hombros. ―Tú sabes quién so intentes mentirme. ―Por supuesto que sí, monsieur. ―Helene hizo una pausa para ordena r sus defensas. ―Pensé que usted se había olvidado de mí, y dudaba en recordarle de mi e xistencia. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 65 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Su sonrisa fue casi una mueca. ―¿Cómo podría olvidarte? No has cambiado en absoluto. Hel ene se tocó la cara. ―Eso difícilmente sea cierto. Ya no tengo dieciocho años. Su risa f ue áspera. ―Gracias a Dios por eso. ―No estoy muy segura de lo que quiere decir. Por c ierto, estoy feliz de ya no tener dieciocho años. Tomo decisiones mucho más intelige ntes de lo que lo hacía entonces. ―Ella tragó saliva. ―Lamento sinceramente mis comentar ios acerca de su esposa. No tenía intención de causarle dolor. ―No tenías intención de cau sarme dolor. Sus tendenciosas palabras flotaban en el aire entre ellos, haciéndola regresar a las noches que habían compartido, la sensación de su piel contra la de e lla, su risa y los placeres de sus intercambios sexuales. ¿Le había hecho daño? Helene centró su atención en su sencilla corbata blanca para evitar mirarlo a la cara. ―¿Por q ué está usted aquí, señor? ―Porque Lord Gideon Harcourt me trajo y porque me he preguntado a menudo si la infame Madame Helene, posiblemente, podrías ser tú. ―¿Tengo mala fama? H izo una reverencia. ―Eres famosa por ser la mujer que puede tener cinco hombres po r noche y todavía buscar otro para el desayuno. Una mujer que sólo tiene que mirar a un hombre para ponerle de rodillas y hacerle olvidar cualquier cosa menos a ell a. ―Si eso fuera cierto, yo de hecho sería una mujer increíble. Pero he aprendido a nu nca prestarle atención a los chismes. ―Ella trató de reír. ―Y ahora que me ha visto, ¿qué v hacer? Le levantó la barbilla con el dedo. ―¿Seguramente eso depende de ti? ―No entiend o. Él inclinó la cabeza hasta que su boca se reunió con la de ella y le delineó los labi os con su lengua. Antes de que ella pudiera protestar, él la besó, apoyándola contra l a pared mientras saqueaba su boca. Ella respondió desde algún profundo lugar dentro de ella mientras los recuerdos de su textura y sabor la inundaban, tomándola con l a guardia baja y metiéndola en un mundo de pura sensación. Ella aplanó sus manos contr a los acanalados paneles de madera para impedirse tocarlo. No podía detener su rea cción ante el beso, que era tan inmediata y caliente como la de él. Su cuerpo la aco rralaba contra la pared desde las rodillas al cuello, su pene estaba duro contra su estómago. Cuando él retrocedió, ella hubiera tropezado si él no la hubiera tomado de l brazo y empujado contra la pared. Observó cómo él sacaba su pañuelo y deliberadamente se limpiaba la roja mancha que su color de labios había dejado en su boca. ―¿Me dijist e que no se le paga a nadie para participar de una actividad sexual en tu establ ecimiento? TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 66 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Incapaz de hablar, Helene se limitó a asentir. Él guardó el pañuelo en su bolsillo. ―Enton ces, tal vez tú puedas ubicarme en tu, sin duda ya llena, lista para esta noche. U na ensordecedora sensación destruyó el sentido común de Helene. Ella se adelantó y le di o una dura bofetada en la mejilla. ―También te he dicho que todo el mundo aquí puede e legir si participar de actos sexuales o no. ―Ella hizo una reverencia. ―Buenas noche s, señor Ross. Él se encogió de hombros. ―Avísame cuando cambies de opinión. Estoy seguro q e te quedarás sin hombres pronto. ―Yo no dormiría contigo ni si fueras el último hombre sobre la tierra. Sus cejas se levantaron. ¿Es eso un desafío? Tú deberías pensarlo mejor antes de arrojar el guante de esa manera. ―Buenas noches, señor Ross. Helene recogió sus faldas y se alejó de él, dirigiéndose a las áreas privadas de la casa. Quería aguantar el cinismo y la aversión de su cara pero se negaba a darle esa satisfacción. ¿Cómo se a trevía a aparecer e insinuar que ella era de algún modo responsable de la forma en q ue él se había marchado? ¿Si alguien tenía una queja que hacer sobre los resultados de s u noche juntos, seguramente era ella? Mon Dieu, los gemelos... Ella se tocó sus la bios con los dedos, recordó su beso posesivo, y se estremeció. A pesar de su irritac ión, si él la hubiera besado durante un poco más de tiempo, habría entrelazado sus brazo s alrededor de su cuello y lo habría mantenido cerca. Eso habría sido un error enorm e. Con los gemelos permaneciendo en la casa y la desaparición de Marguerite, ella estaba demasiado vulnerable para hacerle frente a Philip Ross en este momento. C on un poco de suerte él había visto lo que quería y ahora la dejaría en paz. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 67 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer CAPÍTULO 09 Philip Ross contemplaba los restos de su desayuno y se quedó mirando afuera de la ventana cubierta de suciedad de la casa de Hans Street que había alquilado tempora lmente. Ayer por la noche no había salido bien. Él había reconocido a Helene antes de que Gideon los presentara y había pasado un montón de tiempo componiendo sus rasgos en una expresión de educado desinterés antes de enfrentarla. Helene no había tenido la misma ventaja. Él había visto la sorpresa en sus ojos cuando habían sido presentados, lo disfrutó incluso, a pesar de que ella la había enmascarado rápidamente. Estaba sor prendido por el calor del resentimiento que se estremeció a través suyo cuando la vi o en su elemento, presidiendo su "casa del placer", un elegante nombre para un b urdel si alguna vez había oído uno. ¿Cómo se atrevía a estar tan radiante cuando él estaba. .? Implacablemente empujó sus autocompasivos pensamientos atrás. Terminó su café y cogió l a cafetera para servirse más. ¿Cómo diablos se había mantenido tan hermosa? Su polla había respondido incluso antes de que él tomara un aliento para hablar con ella. Él gruñó y e mpujó una mano a través de su cabello. Demasiados años desde que la había conocido, tant os recuerdos que habían comenzado a inundarlo tan pronto como había olido su aroma úni co a lavanda y rosas. Por lo menos ahora era lo suficientemente adulto como para no permitir que su polla lo llevase por mal camino. Helene le había enseñado esa le cción muy bien. Pero él la había besado, y el beso, aunque pretendía ser un insulto, se había convertido en algo mucho más potente y agradable. Ella se había sentido perfecta debajo de sus manos, su cuerpo tibio y flexible, su boca deliciosamente pecamin osa y acogedora. Pero por otro lado, ella era una puta experimentada. Bebió más café, haciendo una mueca ante el amargo sedimento. Probablemente ella pensaba que había sido la última vez que lo vería, pero no tenía ni idea. Se levantó de la mesa y fue a bu scar su sombrero y guantes. Madame Helene, o cualquiera sea su condenado nombre actualmente, estaba por tener otra sorpresa. Philip no se sorprendió de que Helene lo hiciera esperar una buena media hora antes de que accediera a verlo. En verd ad, se había preguntado si ella lo vería en absoluto y si eventualmente no tendría que tratar de negocios con ella a través de su abogado. Era mucho más agradable verle l a cara cuando le contara la situación. Se detuvo en la puerta abierta ante su mira da sorprendida. Su oficina era tan formal como la suya propia, sin adornos femen inos ni volantes para distraerla. Estaba sentada detrás de un enorme escritorio or denado, su rubio cabello recogido en un riguroso rodete en la parte posterior de su cabeza, su vestido verde de cuello alto y recatado como el de una institutri z. Un pequeño par de gafas adornaban la punta de su nariz, pero se las quitó cuando lo vio. Ella no se puso de pie. ―Madame. ―Él hizo una reverencia. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 68 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer ―Sr. Ross. ―Su tono era helado. ―¿Qué puedo hacer por usted? Él se tomó su tiempo acomodánd n la silla frente a su escritorio. Ella golpeaba el extremo de su pluma mientras esperaba que volviera su atención hacia ella. ―¿Ha venido a pedir disculpas? Él la miró p arpadeando. ―¿Qué? Ella se inclinó hacia adelante. ―¿Ha venido a disculparse por su desastr sa actuación de anoche? ―No era consciente de que me había comportado desastrosamente. ―Usted me insultó y vapuleó. ―Yo no te vapulee, y tú me devolviste el beso de buena gana. El color inundó sus mejillas. ―Simplemente le permití besarme porque usted no me dio otra opción. ―Mentirosa. ―Él la favoreció con una sonrisa perezosa, luego frunció el ceño c do ella se puso de pie. ―Si ya ha terminado de insultarme, señor, puede marcharse. ―Pe ro yo ni siquiera he comenzado. Ella suspiró y aplanó sus manos sobre el escritorio. ―¿Qué desea, señor Ross? Del bolsillo de su abrigo, él sacó los documentos que su abogado e había dado. ―No estoy seguro de si recuerdas que Gideon Harcourt mencionó anoche que he conseguido un título. Ella permaneció de pie, su expresión desalentadora. ―¿Se supone que debo estar impresionada? Abrió los documentos y los alisó bajo sus dedos. ―Desde l uego que deberías estar interesada. Ahora soy Lord Philip Knowles. Tuvo la satisfa cción de notar al color abandonar su cara y de verla hundirse de nuevo en su silla . ―¿Usted es el heredero de Lord Derek Knowles? ―Eso es correcto, lo que significa que soy también el presunto heredero del conde de Swansford. ―¿Espera que lo felicite? Se encogió de hombros. ―En realidad no. Estoy más interesado en su reacción frente a un ci erto fajo de papeles que mi abogado me entregó concernientes a su negocio. ―Arrojó los papeles sobre su escritorio y esperó hasta que ella los tomara. ―Tómate tu tiempo par a leerlos. Estoy seguro de que estarás de acuerdo en que son auténticos. Ella lo miró, una mano aplanada sobre los documentos. ―Sé que son auténticos. Yo conocía a Lord Derek y a su esposa muy bien. ―¿Tú conocías a su esposa? ―Se echó a reír. ―¿Y cómo reaccionó ant d con su marido? Ella le sostuvo la mirada. ―Ella estaba feliz por mí. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 69 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Algo en sus ojos lo hacía sentirse avergonzado de sus implícitas conjeturas. Él hizo c aso omiso de la incómoda sensación y volvió a la cuestión que los ocupaba. ―Lo que me inte resa es cómo un caballero respetable como Lord Derek terminó siendo dueño del quince p or ciento de una casa de putas. ―No es una casa de putas. Es un club privado. ―Helen e levantó la barbilla al mirarlo. ―¿Y cómo eso puede ser un asunto de su incumbencia? ―Pue do imaginarlo, sin embargo. ¿Cuántos hombres tuviste que seducir para conseguir lo q ue querías, Helene? Su sonrisa era tan sagaz y fría como la de él. ―Yo sólo necesité cuatro hombres agradecidos para tener éxito. Eso fue suficiente. ―¿Sólo cuatro? Qué admirable. ¿Lo recompensaste a todos de una sola vez o por separado? ―Una vez más, eso no es de su incumbencia. ―Y si me hubiera quedado contigo, no habrías tenido necesidad de ningu no de esos otros hombres, ¿verdad? Ella lo miró entonces, su mirada desdeñosa. ―Tú no te h abrías quedado mucho tiempo, Philips. Habrías corrido de regreso a tu familia en la primera oportunidad. Sus dedos se apretaron en el brazo de la silla. ―Nunca lo sab remos, ¿verdad? No me diste la oportunidad. ―Te casaste menos de una semana después de que me dejaste. Yo difícilmente diría que se puede avalar tu constancia. La ira se enroscó a través de él. ―¿Cómo te atreves a implicar el terreno moral cuando eres la única optó por regresar a prostituirse? Ella dio un respingo como si la hubiera golpead o. ―Hice lo que pensé que era mejor para los dos. ―Respiró hondo. ―Ahora, ¿deseas hablar so re tu herencia o remover viejas heridas? ―No tengo heridas. Ella lo miró de nuevo. ―Si usted lo dice, Sr. Ross. ―Es milord. Ella se mordió el labio inferior hasta que él pu do ver una mancha de sangre. ―Me gustaría comprarte las acciones. ―¿Qué pasa si no quiero vender? Ella frunció el ceño. ―¿Por qué diablos ibas a desear mantenerlas? ―Porque, al pare er, me dan una aceptable suma de dinero cada trimestre. Los aristócratas necesitan dinero en efectivo. Ella juntó sus manos y las apretó con tal fuerza que él podía ver l a blancura de sus delgados huesos. ―Estoy dispuesta a pagar el doble de su valor. ―P ero no estoy dispuesto a venderlas a ningún precio. ―¿Por qué? En verdad, no estaba muy seguro exactamente de lo que pensaba hacer. Estaba mucho más interesado en saber cóm o Helene intentaría manejarse con TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 70 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer él. La vista de su nombre en los documentos legales le había proporcionado su primer a chispa de interés desde la muerte de su esposa hacía más de un año. ―Eso no es de tu inc umbencia. ―Se encogió de hombros. ―Tal vez pueda ayudarte a ser más respetable. Converti r este lugar en un centro de cultura y aprendizaje. ―Es un centro de cultura y apr endizaje sexual, y no tengo ninguna intención de tomar ningún consejo tuyo en absolu to, ―le espetó ella. Él arqueó las cejas. Casi estaba empezando a disfrutar. ―No tienes el ección. Si yo insisto en que me niegas mi derecho legal para entrometerme en tu ne gocio, te llevaré a los tribunales. Su sonrisa era infinitamente superior. ―No creo que vayas a hacer eso. Piensa en tu, sin dudas, intachable reputación. ¿Qué clase de h ombre desearía estar asociado a un negocio de este tipo? ―¿Pero si lo cambio en algo más respetable...? Helene se puso de pie. ―No voy a permitir que me hagas esto. Él se r ecostó en su asiento, mirando hacia ella. ―¿Cómo vas a detenerme? ―Tengo la intención de ha lar con los demás accionistas. Entre nosotros, estoy segura de que podemos llegar a hacerte entrar en razón. ―Por supuesto, los demás accionistas. Me había olvidado de el los. ―Philips se puso en pie. ―Tal vez deberías hacer eso y entonces podemos tener otr a discusión. Pero simplemente te advierto: yo no voy a vender. ―¿Por qué me odias tanto? Por un instante su compostura la abandonó, y él vio la angustia en sus ojos. Él metió l as manos en sus bolsillos y centró su mirada en su escritorio. ―No hay necesidad de ser tan melodramática. Yo no te odio. Esto es sólo una decisión de negocios. ―Se siente muy personal para mí. ―Ella tomó un rápido aliento. ―¿Estás todavía tratando de castigarme o acceder a tu propuesta de matrimonio? ―¿Realmente lo propuse? ―Él fingió una sonrisa. ―Me había olvidado de eso. No puedo creer que fuera tan estúpido. ―Si eras estúpido, entonce s seguramente deberías estar agradecido conmigo por declinar tu generosa oferta en lugar de sacar a colación viejos agravios y amenazarme. Ella exploró su cara como s i tratara de ver al hombre que había conocido una vez. Pero él sabía que era inútil. Ese hombre había muerto hacía mucho tiempo en el vacío sin fin de su matrimonio. ―Como he d icho, esto no es personal. ―Se enfrentó a ella. ―Tengo el quince por ciento de tu nego cio, y tengo derecho a opinar sobre la forma en que se debe ejecutar. ―Tú no tienes derecho a nada. Su momento de debilidad había pasado. La mujer que lo enfrentaba a hora era imponente en su desprecio. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 71 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer ―Como he dicho, madame, eso lo veremos, ¿verdad? ―Hizo una reverencia y recuperó los doc umentos de su escritorio. ―Buenos días. Estoy seguro de que estaremos en contacto. Él la dejó con una sonrisa condescendiente que desapareció en el momento en que llegó a l a calle. Dentro de su coche, miraba fijamente por la ventana. Su condenada conci encia lo pinchaba. Helene no se merecía este trato. Ella, obviamente, había logrado tener éxito sin él. ¿Era eso lo que lo molestaba? ¿Que ella era feliz y él no? ¿Alguna vez abía sido feliz desde que la había dejado en aquella posada? Cerró los ojos. Eso daba a entender la clase de miserable en que se había convertido. Sería mejor para todos ellos si vendía las acciones y regresaba al campo. Con su nuevo rango y obligacion es sociales, no era como si él no tuviera mucho que hacer. Sus hijos también podrían a preciar una visita. Ellos aún tenían que instalarse cómodamente en su nuevo hogar. Los extrañaba mucho más de lo que había previsto. Helene despertó sus sentidos, le hizo sen tir emociones que durante mucho tiempo había creído enterradas y perdidas. Su furios a respuesta hacia él, el poder que ejercía sobre ella, lo hacía sentirse vivo. Incluso mientras pensaba en irse, se dio cuenta de que no podía. Helene Delornay había echa do su hechizo sobre él otra vez, y no había nada que pudiera hacer al respecto. ¿Por q ué? Helene se desplomó nuevamente en su silla cuando Philips cerró la puerta detrás de él. Se cubrió los ojos con sus temblorosas manos y se concentró en su respiración. Philip Ross era el dueño del quince por ciento de su negocio, y no tenía intención de vender le las acciones a ella. Se sentía tan impotente como cuando tenía dieciocho años y Phi lips se había cruzado en su camino e irrevocablemente cambió el curso de su vida. ¿Por qué estaba haciéndole esto? Parecía estar disfrutándolo. ¿Realmente se había convertido en el tipo de hombre que mantenía los agravios muy cerca de su corazón como para espera r toda una vida el momento de la venganza? ¿Su rechazo realmente le había amargado t anto la vida? A pesar de su reputación, ella nunca se había visto a sí misma como el t ipo de mujer que un hombre nunca pudiera olvidar. Más allá de su exceso de moralidad , Philips parecía manejarse notablemente bien con las normas de la mayoría de la gen te. Helene lentamente abrió los ojos. ¿Iba a permitirle arrebatarla el control de el la otra vez? Pensaba que tenía todo el poder, pero él no tenía idea de lo mucho que ha bía luchado para llegar a donde estaba o de lo que estaba dispuesta a hacer para m antenerlo alejado de ella. A pesar de sus diferencias, ella tenía que considerar a los gemelos también. Dios no quiera que ellos alguna vez averiguaran sobre Philip s. Tenía que encontrar una manera de hacer que él se alejase. Hablaría con los demás acc ionistas hoy y vería si había alguna forma legal de recomprar las acciones de Philip s. De alguna manera lo dudaba. El acuerdo original se había basado en la alta opin ión que los hombres tenían de ella, no en el evidente desdén de Philip Ross. Sonrió para sus adentros. Si no TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 72 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer encontraba una manera legal para deshacerse de Philips, tenía algunas ideas intere santes por su cuenta. Se palmeó su desordenado cabello en su lugar y se dirigió al p asillo. No podía sentarse a esperar que el desastre la encontrara. Sería mejor ir a ver al vizconde Harcourt-DeVere de inmediato. ―Desafortunadamente, no creo que hay a algo que podamos hacer, Helene. Como has dicho, el acuerdo se hizo entre amigo s que deseaban lo mejor para ti. No hicimos ninguna previsión sobre accionistas ho stiles. ―El vizconde Harcourt-DeVere suspiró. ―Derek fue un tonto al no cederte las ac ciones a ti. Le dije que lo hiciera en innumerables ocasiones. Helene sólo pudo as entir con la cabeza. Se volvió hacia George, que estaba sentado en la esquina del escritorio del vizconde, con los brazos cruzados. ―¿Puedes pensar en algo, George? N egó con la cabeza. ―Voy a tener que leer sobre el contrato de nuevo, pero creo que e l vizconde está en lo cierto. Helene les frunció el ceño a los dos y reanudó la caminata por la roja alfombra turca. Para su consternación, el duque de Diable Delamere es taba en Francia y no pudo asistir a la improvisada reunión. Aunque dada su arrogan te naturaleza, tal vez fuera lo mejor. Philip Ross podría verse obligado a enfrent ar un duelo. A pesar de la diluida luz del sol y del estrepitoso fuego, el estud io se sentía frío, y ella se estremeció. ―Tiene que haber algo. No puedo permitir que es te hombre se meta otra vez en mi vida. ―¿Se meta otra vez en tu vida? ―Preguntó George, con una expresión llena de interés. ―¿Ya conocías al nuevo Lord Knowles? Helene lo miró de ala gana. ―Lo he conocido antes. ―¿En la Casa del Placer? Miró a George. Nunca le había co ntado a nadie la identidad del padre de los gemelos, y no tenía ninguna intención de divulgarlo ahora. ―Debe de haber sido allí. Difícilmente pude haberlo conocido en Alm ack’s. George levantó las manos. ―No hay necesidad de atacarme a mí. Estoy de tu lado, ¿re cuerdas? No quiero que este idiota se interponga y arruine nuestro negocio tampo co. Helene respiró hondo. ―Lo siento, George. Estoy muy preocupada por lo que vaya a suceder. El vizconde se aclaró la garganta. ―Sólo puedo pedir disculpas por haberlo e nviado a la Casa del Placer a conocerte. No tenía ni idea que él intentaría crear prob lemas. Tú aún controlas la gran mayoría del negocio, Helene. A pesar de sus amenazas, es poco lo que el hombre puede hacer realmente sin tener que llevarte a la corte . ―Dijo que estaba dispuesto a hacerlo si era necesario. ―Me aseguraré de que eso no s uceda, querida. A pesar de mis problemas de salud, todavía tengo una gran influenc ia en los círculos jurídicos, y el duque de Diable Delamere tiene aún más. ―El vizconde vo lvió a tocar la campana de la TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 73 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer servidumbre. ―También voy a citar al nuevo Lord Knowles para reunirse aquí conmigo y p onerlo al tanto de algunos asuntos. Helene se dejó caer en una silla. —Eso es muy am able de tu parte, pero no estoy segura de que haya una gran diferencia. —Podrías sor prenderte, Helene. Puedo hacer su transición a la nobleza más fácil o mucho más difícil, d ependiendo de las acciones que decida tomar. —Te agradezco la ayuda. —Helene se puso de pie y se acercó al escritorio. De cerca, podía ver las líneas de tensión en el rostr o del vizconde, las muestras de la enfermedad en su piel cetrina. —Pero debes prom eterme no sobre fatigarte por mi culpa. Él le acarició la mano, la suya tan frágil aho ra que ella podía ver las delicadas curva de los huesos en su interior. —Siempre es un placer poder ayudarte, mi querida. Helene vaciló mientras él le sonreía mirándola a l os ojos. —¿No tendrías ninguna objeción si yo intentara hacerlo cambiar de opinión por mí m sma, verdad? Sus cejas se levantaron, y por un momento ella vio en su mirada un destello de la perversa personalidad que tenía en su juventud. —Siempre y cuando no mates al hombre, no tengo objeciones en absoluto. Ella se inclinó y besó su ahuecada mejilla delgada como un papel. — Difícilmente llegue a eso. Pero no puedo sentarme y permitirle destruir todo lo que he hecho por mí misma. —Bien por ti, Helene. —George aplaudió. —No creo que él vaya a estar enterado de lo que le espera. Helene sonrió verd aderamente por primera vez en ese día. —Todo lo que espero es que pronto esté regresan do a su nueva casa en Sudbury Court tan rápido como el caballo pueda llevarlo. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 74 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer CAPÍTULO 10 0 Philip Ross cuidadosamente anudó su corbata y la prendió en su lugar con un único alfi ler de perla. Jones, su ayuda de cámara, le entregó un chaleco de color pardo y su a brigo negro favorito. —Vaya, milord. Se ve muy bien. Philips consiguió una sonrisa d e agradecimiento. Lucía como lo que era: un hombre que se dirigía hacia los cuarenta años y que había permitido que los demás chuparan toda la alegría de su vida. Sabía que H elene se había visto sorprendida por su aspecto austero. ¿Cuándo había dejado de sonreír y de disfrutar de la vida? ¿Cuando había sido la última vez que se rió a carcajadas? Su e sposa no había incentivado la risa. En su cada vez más delicado estado de salud, ell a había encontrado aún la risa de sus hijos demasiado difícil de soportar. Después de to do, ellos le habían arruinado la vida, ¿no? Él había odiado eso, había odiado que los obli garan a arrastrarse por la casa como ratones asustados por temor a disgustarla. Su boca hizo una mueca. Tal como una amable tirana, dirigiendo la casa desde su lecho de enferma, pero una tirana, no obstante. Sin embargo, esta noche un tembl or de anticipada emoción corría por sus venas. Helene le había pedido encontrarse con ella en la casa de placer, y él estaba más que dispuesto a satisfacerla. En verdad, no había dejado de pensar en la habitación donde ella lo había llevado. Los eufóricos ge midos del hombre recibiendo placer se habían grabado en su cerebro, poniéndolo duro, húmedo, y necesitado, algo que no le había sucedido en años. Deslizó la funda con los p apeles y una bolsa de monedas en el bolsillo de su abrigo. En algún lugar, profund amente dentro de su alma, se dio cuenta de que Helene podría ofrecerle su última opo rtunidad de vivir de nuevo. La pregunta era, ¿qué le propondría ella, y cuán alto sería el precio? Helene comprobó el salón público, complacida de ver que todo parecía estar func ionando perfectamente. Su personal no sólo tenía un buen salario, sino que estaba bi en entrenado. A pesar de la naturaleza de los espectáculos que se ofrecían, rara vez habían tenido problemas con los invitados. La oportunidad de satisfacer sus más sal vajes fantasías sexuales, asociado al temor de ser borrado de la lista de miembros , hacía que la mayoría de la gente se comportara correctamente. Debajo de su aparent e calma, Helene se dio cuenta de que estaba nerviosa. En un arranque de gallardía, George se había ofrecido a invitar a los gemelos a pasar una semana de vacaciones en su casa en Brighton. Helene había estado feliz de aceptar en nombre de los gem elos y, a pesar de sus protestas, los había despachado muy temprano por la mañana. T enía una semana de relativa paz para tratar con Philip Ross, a menos que recibiera noticias de Marguerite, por supuesto. —Madame. Se volvió para encontrar a Philips d etrás de ella. El solemne corte y estilo de su ropa oscura daba un sombrío toque al exuberante salón de color escarlata y TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 75 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer oro. Olía a madera de sándalo y brandy, su rostro bien afeitado, su expresión tan hosc a como siempre. A pesar de su falta de entusiasmo, o quizá debido a eso, Helene se dio cuenta que esperaba con interés el reto de vencerlo. ¿Cuánto tiempo había pasado de sde que un hombre se le había resistido, y cuánto tiempo desde que había estado realme nte interesada en doblegar a un hombre a su voluntad? Ella sonrió lentamente y per mitió que su mirada experimentada viajase por su delgado y largo cuerpo. A diferen cia de muchos hombres de su edad, él no había sucumbido a la viruela o al excesivo c onsumo de alimentos o alcohol. Recordó la sensación de su cuerpo presionando contra el suyo, la sensación de su maravillosa fortaleza y sus poderosos músculos. Si ella tuviera que recurrir a follarlo para salirse con la suya, ciertamente no sería una dificultad. —¿Estás especulando cuánto tiempo voy a resistir en tu cama? Helene parpadeó y volvió su mirada a la de Philips. —¿Cómo lo has adivinado? —Por la lasciva mirada en tu cara. Ella alzó las cejas. —¿No te gusta ser admirado? Él se encogió de hombros, el gesto casi torpe. —Hay poco que admirar. Soy simplemente un terrateniente. Helene le apr etó la parte superior del brazo como si probara su fuerza. —Un terrateniente que pro bablemente ayuda a recoger la cosecha, hace juegos de caza, y pasea a los perros . —Hago esas cosas. —Y ese es el motivo por el que admirarte valga la pena. No creo que haya una pulgada de grasa en tu cuerpo. Él dio un paso fuera de su alcance, su boca una tensa línea recta, —¿Qué quieres, Helene? Ella agitó sus pestañas hacia él. —Sólo contigo. —¿Aquí? —Su amplio gesto abarcó el salón que se había rápidamente llenado. —En mi a, si lo prefieres. Él hizo una reverencia y ella puso la mano sobre su brazo y le permitió conducirla a la relativa paz y tranquilidad de la parte trasera de la ca sa. En el denso silencio, el roce de su sedoso vestido con volantes color crema y de la enagua sencilla sonaba alto. Ella no tenía idea de cómo iba a reaccionar él a su propuesta, pero descubrió que se sentía revigorizada por el pensamiento de hacerl o. Él no era un malcriado joven aristócrata dispuesto a hacer cualquier cosa que ell a le pidiera. Era casi refrescante tener un desafío. Helene ocupó el asiento detrás de l escritorio y esperó a que Philips se sentara. —Tengo una propuesta para ti. Su son risa era irritada. —No te voy a vender las acciones. Ella le devolvió una sonrisa ll ena de dulzura. —Estaba pensando más en términos de una apuesta. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 76 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer —¿Una apuesta? —Se sentó ligeramente más hacia adelante, sus manos entrelazadas, los codos apoyados en sus rodillas. —¿Entre nosotros? —Así es. —Ella alzó las cejas. —¿Está por deba u recientemente descubierta dignidad apostar? —Eso depende de la apuesta y de los términos. Ella vio la chispa de interés en sus ojos castaños que no pudo ocultar. Sus esperanzas crecieron. Por debajo de ese endurecido, glacial exterior, sin duda p ermanecía alguna chispa del arrogante aventurero. —Quiero que pases los próximos trein ta días trabajando conmigo en la casa del placer. Si te vas antes de que ese período de tiempo termine, las acciones son mías. —Y si llevo a cabo esta espantosa tarea, ¿e speras que te dé las acciones de todos modos? Dudo que estés ofreciendo darme las tu yas. —Se echó a reír. — Parece que los términos son todos para tu ventaja. —No, milord. Si ompletas tus treinta días aquí, no te llevaré a los tribunales para recuperar la poses ión de las acciones, y te permitiré seguir siendo un socio silencioso bajo mis muy p articulares condiciones. Su expresión se ensombreció. —No tienes los recursos para lle varme a los tribunales. ¿Quién te escucharía de todos modos? Helene sostuvo en alto un a lista de nombres. —Casi todos los jueces de Londres, la mitad de la Cámara de los Lores, y no pocos de nuestros actuales miembros del Parlamento son efectivamente miembros corrientes aquí. Estoy segura que no verían con buenos ojos un caso que po dría resultar en el cierre de uno de sus clubes favoritos. Se hizo un silencio cua ndo Philips miró la lista y luego a ella. Ella mantuvo su respiración lenta y consta nte, su expresión apacible. —¿Qué es exactamente lo que tendría que hacer en la casa del p lacer? Helene se encogió de hombros, decidida a no mostrar ningún signo de triunfo a nte su aparente claudicación en caso de que él se arrepienta. —Al principio me acompañaría s para aprender cómo funciona la casa. Si demuestras que eres capaz, incluso podría permitirte hacerte cargo de vez en cuando. —Lo haces sonar como si yo fuera incapa z de realizar tus así llamadas responsabilidades. —Fingió dar un suspiro. —Aunque, puede que tengas razón. No estoy seguro de si me atrevería a follarme a todos los hombres . —Tal vez podrías follar con todas las mujeres en lugar de eso. Es probable que lo disfruten. —Helene puso la lista nuevamente en el cajón cerrado con llave. —Y yo no fo llo con todo el mundo. Sólo con los que me interesan o necesitan instrucción en las artes eróticas. —Lo que es la mayor parte de la aristocracia inglesa. Ella le sonrió, y él casi le devolvió la sonrisa antes de convertir su diversión en un ceño fruncido. —Hay más en juego en este establecimiento que el sexo. Apenas tengo tiempo para compar tir mi cama con nadie en estos días. Tener un asistente para compartir mis cargas podría ser divertido. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 77 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer —Así que quieres que yo actúe como un criado no remunerado durante los próximos treinta días en tu burdel. —No es un burdel, bueno básicamente, sí. —Y a cambio, no me llevarás a l s tribunales. Ella asintió y él lentamente sacudió su cabeza. —Las probabilidades siguen pareciendo inclinadas a tu favor. —¿De qué manera? —Tienes la oportunidad de decirme qué hacer durante treinta días. —Puedo mostrarte que tu inversión vale la pena y la forma de proceder si deseas participar en el futuro. ¿Qué diablos tiene de malo eso? —Todo. Él se puso de pie y empezó a pasearse por la alfombra tramada, sus manos en la espal da. Helene se puso rígida mientras él giraba por delante de su escritorio. —Si acepto, quiero algo de ti. —¿Qué, milord? —Tu cuerpo por esas treinta noches, de esa manera ten dré alguna compensación por mi duro trabajo. Helene se lamió los labios mientras se im aginaba a ella y a Philips entrelazados, desnudos en su cama. —Como ya he dicho, m i cuerpo no está en venta. —No te estoy ofreciendo dinero por ello. —Deseas utilizarme , sin embargo. —De la misma manera que tú deseas utilizarme por treinta días. Sus mira das se encontraron, y ninguno de ellos parecía capaz de mirar hacia otro lado. —¿Y si me niego? —Entonces no voy a aceptar tus términos, y estaremos de nuevo donde empeza mos. Treinta días acostándose con Philip Ross... ¿Él aún seguiría haciendo el amor con aque salvaje abandono? De alguna manera Helene lo dudaba. ¿Podría ella inflamar su lujur ia, hacer que él la anhelase tanto como había hecho dieciocho años atrás? ¿Ella incluso qu ería? Era una exitosa mujer por mérito propio, madre de tres hijos que todavía tenía que proteger a pesar de ellos mismos. —Si acepto, debes prometerme no lastimarme. —¿Por q ué te lastimaría? —Regresó a su asiento y se sentó, una pierna cruzada sobre la otra. —Porq e a pesar de lo que dices, todavía siento que estás enojado conmigo. Su sonrisa era desdeñosa. —Te equivocas. Si estoy enojado de algún modo, es porque me has puesto en e sta ridícula situación. Cuando su temperamento comenzó a aumentar, Helene se puso de p ie y se movió para pararse frente a él, las manos en sus caderas. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 78 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer —La situación la originaste tú mismo, milord. Si fueras un verdadero caballero, sólo ten drías que renunciar a tu interés en este lugar y marcharte. —Entonces, tal vez no soy un caballero. —Él envolvió su brazo alrededor de su cintura y tiró de ella en su regazo. Ella se estremeció cuando la besó a su manera desde su hombro hasta su cuello. —Y cua ndo esté en tu cama, seré el único hombre en ella. —¿Estás diciendo que no puedo tener otro amantes? —Helene reprimió un suspiro cuando sus dientes se asentaron sobre el pulso en la base de la garganta. —Me parece justo, ¿no? Tienes toda mi atención durante tre inta días y yo consigo la tuya. Ella lo espoleó con su codo con toda su fuerza y se deslizó de su regazo. No trató de detenerla, simplemente esperó a que volviera a arreg lar el corpiño de su vestido. —Tus pezones están duros. —Hace frío aquí. Él arqueó las ceja ene eso que ver con el hecho de que tú estés excitada? Helene recuperó su chal de cach emira de la silla detrás del escritorio y se lo puso sobre los hombros. —¿Estamos de a cuerdo, entonces? Tú pasas tus próximos treinta días conmigo, y yo paso las próximas tre inta noches contigo. Él lentamente se puso de pie, la mirada fija en sus pechos. —¿Y q ué pasa si no me presento todos los días? —Entonces, nuestro acuerdo queda sin efecto, y me das tus acciones. Ella esperó impacientemente hasta que él asintió con la cabeza . —Estoy de acuerdo con tus términos, madame. En treinta días, después de que ambos comp letemos nuestra parte del acuerdo, podemos discutir la situación nuevamente. —Sonrió. —T al vez para entonces tú estés tan enamorada de mi cuerpo y de mi visión para los negoc ios que decidas hacer mi participación permanente. —Como he dicho, si insistes en ma ntener las acciones, vamos a negociar los términos de tu participación secundaria en mi negocio. —Ella lo miró furiosa. — Por favor, no esperes que entregue el control de todo por lo que he trabajado. —Madame, quédate tranquila, no me atrevería a asumir na da sobre ti. Helene trató de no apretar los dientes. Si lo hacía a su manera, él se ha bría ido mucho antes. Ella le ofreció una reverencia formal y le tendió la mano. —¿Tal vez deberíamos comenzar inmediatamente y continuar nuestro recorrido por la casa? Phi lips besó su mano y la puso sobre su manga, su expresión inquietante. — ¿Qué más hay? Supus que ya había visto lo peor. Helene le lanzó una mirada de soslayo mientras mentalme nte revisaba el horario de los entretenimientos de la tarde. ¿Dónde debería llevarlo p rimero? ¿Cuáles lo sorprenderían más? TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 79 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Philips intentó evitar mirar a las tres sexys mujeres desnudas retorciéndose en los grandes cojines de seda detrás de las mesas del buffet. Estaban comiendo uvas mora das y bebiendo vino tinto, mientras se complacían entre sí. Era difícil no mirar. A su derecha, varios hombres se habían reunido para observarlas y comentar la actuación. Mirar a las mujeres no lo excitaba particularmente, a pesar que tal flagrante y pública demostración de su sexualidad lo hacía. Se sentía como un hombre que había vivido comiendo pan y agua durante veinte años y de repente le ofrecían toda la comida exóti ca que pudiera querer. Una parte de él deseaba comer glotonamente; la parte más sana sabía que dicho exceso, probablemente lo mataría. —¿Milord? Volvió su atención de nuevo a elene, que había estado explicando las repercusiones financieras de proporcionar e se tipo de buffet de lujo todas las noches. Se puso rígido cuando notó el toque de d iversión maliciosa en su rostro. ¿Cómo se atrevía a disfrutar de su desconcierto? Ella n o tenía la menor idea de lo difícil que sus deberes maritales habían sido. Percibió el e co de sus propios pensamientos. Por supuesto, ella no tenía ni idea. Ella no podía s aber que el sexo se había convertido en algo que debía evitarse, algo tan ajeno a su naturaleza que por años había luchado incluso para mantener una erección. —¿Monsieur? La diversión en los ojos azules de Helene había desvanecido, reemplazada por la preocup ación. Philips respiró hondo, y su olor invadió sus fosas nasales, una sutil mezcla de lavanda y rosas. —¿Continuamos? El buffet parece ser más que adecuado. —Por supuesto, m ilord. Quiero llevarte al siguiente piso ahora. Echó un vistazo a las puertas dobl es abiertas. —¿Realmente hay más? —Hay dos plantas más que están abiertas a los clientes y o a sus invitados, a menos que yo personalmente los apruebe. Él apartó la mirada de una de las mujeres desnudas, que le hacía señas a él, y la fijó en la escalera. Un alto y bien construido lacayo parado en el pilar de la escalera asintió con la cabeza h acia ellos cuando pasaron. —Buenas noches, Madame. El pecoso hombre pelirrojo tenía un acento irlandés. —Buenas noches, Sean. Me gustaría presentarte a Lord Knowles. A pa rtir de ahora, él tiene entrada a todas las partes del establecimiento, incluidas las escaleras. Sean se quedó mirando a Philips por un largo momento, como si quisi era memorizar su cara y luego asintió. —Sí, madame. Le diré a mi hermano. Helene asintió c on la cabeza. —¿Alguna dificultad esta noche? —Ninguna, madame. Helene sonrió amablement e mientras él inclinaba su cabeza. Philips se encontró asintiendo con la cabeza tamb ién. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 80 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer —¿Sean está ubicado aquí para evitar que personas no autorizadas puedan subir las escale ras? —De hecho así es. Su hermano Liam está un poco más allá de la pared. Philip observó la otra figura descomunal y sólo podía admirar la seguridad de Helene. No muchos hombre s se las arreglarían con los dos hermanos irlandeses sin una pelea. Llegaron al se gundo tramo de las escaleras, y Philips miró a su alrededor con curiosidad. El pas illo se parecía mucho al de abajo. Revestimiento blanco, gruesa alfombra rosa, y u na notable ausencia de ruido. Más puertas se abrieron, y el salón del final parecía más pequeño. ―Esta planta es para nuestros clientes más exigentes. Por lo general, reserva n una habitación por adelantado con peticiones concretas acerca de los artículos que desean hallar aquí. ―¿Por ejemplo? Helene sonrió. ―Tal vez sería mejor si te mostrara una e las habitaciones que ya está preparada. Philips se encontró con que estaba conteni endo la respiración mientras ella lentamente abría una puerta con el número diez sobre ella. Para su sorpresa, la habitación parecía bastante normal. La leña estaba lista a la luz de la chimenea, la cama estaba cubierta de sábanas de seda color crema, y el resto de la decoración parecía bastante normal. Se encogió de hombros. ―Todo parece p erfectamente decoroso para mí. ―Es decoroso. ―Helene se dirigió a la cama, y él la siguió, regañadientes admiró el vaivén de sus caderas y la forma en que su vestido de seda de lineaba la larga línea de su muslo cada vez que daba un paso. Ella tomó un artículo qu e había sido colocado sobre la sedosa colcha y se lo mostró. ―¿Por qué estas personas pedi rían cuerdas doradas? ―Philips tragó saliva, su garganta seca de repente. ―¿Para atarse? H elene permitió que las finas cuerdas doradas se balanceen en su mano. Philips no p odía apartar los ojos de ellas. Se imaginó estar atado a la cama o a la pared como e l hombre que había visto el día anterior, permitiendo que se ejecutaran actos sexual es sobre él, sin tener la posibilidad de negarse. Su polla se retorció y se sacudió en sus pantalones. ―¿Qué pasa si una persona no desea ser atada? ―Entonces, probablemente no solicitarían estas cosas, ¿no crees? Helene puso las cuerdas nuevamente sobre la cama y cuidadosamente las enderezó antes de trasladarse a uno de los grandes armar ios pintados en color crema, contra la pared del fondo. Abrió las puertas, y Phili ps luchó por respirar. En el interior del armario había una selección de látigos, azotad ores, esposas y otros elementos que no deseaba identificar. ―Por supuesto, si se a burren con la atmósfera elegida, tienen un montón de otros juguetes para elegir. Se lamió los labios secos cuando los recuerdos de su tiempo en la India lo inundaron, recuerdos que creía haber olvidado. El olor de las especias y el TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 81 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer sexo, su cuerpo aceitado retorciéndose entre dos mujeres, mientras ellas complacían su polla y su boca... Se volvió hacia la puerta. ―¿Todas las habitaciones de esta plan ta son como ésta? ―La mayoría. Hay dos salones públicos, también, para que los clientes se reúnan si lo desean. También hay una red de mirillas y estrechos pasajes entre las habitaciones para aquellos que simplemente les gusta observar. ―¿Y tú permites esto? E lla se encogió de hombros, el gesto ocasionó que la abultada manga de su vestido azu l se deslice sobre su hombro. ―La elección la hacen las personas en las habitaciones . Ellos deciden si abren las mirillas o no. Philips la miró fijamente. Si él hubiera sabido de este lugar durante los largos años de su estéril matrimonio, ¿habría venido a quí dejándose tentar a sí mismo? Él habría evitado explorar sus opciones sexuales debido a su miedo de lo que Anne pudiera hacerles a los niños si oyera cualquier chisme ac erca de él. La idea de ver a otras parejas follando en vez de participar podría habe r salvado su cordura. Él se encogió de hombros. ―No puedo decir que nada de esto me ex cite especialmente. Helene cerró las puertas del armario y vaciló, su mano sobre el ornamentado revestimiento de madera. ―Hay otra habitación especial, pero no estoy se gura de que tú la apreciaras. ―Creí que accediste a mostrarme todo. Ella suspiró. ―Sí, pero .. ―Muéstrame. ―Él se dirigió hacia la salida y abrió la puerta. ―No soy un niño que necesi r protegido. Ella lo siguió afuera de la habitación y se dirigió hacia el otro extremo del pasillo. Al final del corredor, una puerta verde decía PRIVADO. Él intentó abrirl a y la encontró cerrada con llave. Helene pasó junto a él, su olor abrumando sus ya ex citados sentidos. ―No es esta. Esta conduce por las escaleras al personal y a las habitaciones de servicio. Toda persona que trabaja aquí tiene una llave. Te voy a dar una mañana. ―Hizo un gesto hacia su izquierda. ―Esta es la puerta a la que me refe ría. Philips estudió la puerta. Parecía exactamente igual que todas los demás. En una pe queña placa blanca se leía TODO LO QUE DESEES. ―¿Qué hay de especial en esta habitación? He ene se apoyó contra la pared y alzó su delicada barbilla para mirarlo a la cara. ―Es d iferente porque es un lugar para expresar tus más profundos deseos sexuales. ―¿No es s uficiente el resto de esta obscena casa? TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 82 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer ―Para algunas personas, no. En la intimidad de esta habitación, puedes compartir un secreto deseo sexual que podría no ser aceptable para tu amante, o tu esposa, o in cluso tal vez para ti mismo. ― ¿Y entonces? ―Entonces la casa del placer tratará de sati sfacer tu requerimiento en el anonimato de esta oscura habitación. Probablemente n unca podrías conocer la identidad de la persona que te prestó el servicio. Es una ma nera de poner en práctica una nueva faceta de tu personalidad sexual en un ambient e seguro y discreto. Philips se cruzó de brazos y se recostó contra la otra pared. ―Si go sin entender por qué alguien que paga para disfrutar de este lujurioso lugar re pentinamente se sentiría tan tímido como para expresar sus deseos sexuales abiertame nte. ―Tal vez solo desean intentar algo una sola vez o experimentarlo sin herir a un ser querido. ―Ella sonrió. ―O tal vez se trata de algo que no es considerado absolu tamente respetable. ―¿Cómo qué? Ella se encogió de hombros. ―¿Besar a un miembro de tu mism exo? ¿Probar el juego anal? Él simplemente se quedó mirándola mientras toda su sangre ab andonaba su cerebro para dirigirse a su polla. ―Esas cosas son inmorales. ―¿Y? ―Tú eres un a inmoral, perversa mujer. Ella ni siquiera parpadeó. ―Sí, supongo que lo soy. Él se end erezó alejándose de la pared. ―Preferiría ver el resto de la casa del placer mañana. Ella dirigió su mirada a sus abultados pantalones, y él luchó contra el impulso de agarrarl e la mano y presionarla contra su palpitante polla. ―Entonces, ¿tal vez te gustaría ac ompañarme a mi suite privada? TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 83 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer CAPÍTULO 11 1 Helene vio una serie de contradictorias emociones fluyendo en el rostro de Phili ps. A pesar de su excitación, él obviamente no era la clase de hombre que se dejaba llevar por su polla. De hecho, parecía luchar contra cualquier señal de que él era un hombre normal de sangre caliente. Por primera vez, Helene consideró su matrimonio. ¿Había sido feliz? ¿Su descontento con el sexo se debía a que había estado tan enamorado de su esposa que no podía soportar la idea de tocar a otra mujer? Sus habituales i nstintos sobre los hombres parecían haberla abandonado. ―Milord, ¿deseas acompañarme? Él a sintió y se volvió bruscamente sobre sus talones. Ella tocó su brazo y él se estremeció. ―N necesitamos volver a pasar por los salones. Podemos utilizar la escalera de ser vicio, es mucho más rápido. Ella sentía el calor de su inestable respiración en la expue sta nuca de su cuello mientras abría la puerta. ¿Lo había empujado demasiado lejos? Y ¿cóm o reaccionaría si lo hubiera hecho? No lo había visto desde hacía dieciocho años y apena s lo había conocido incluso entonces. La siguió hacia debajo de la empinada escalera sin alfombrar, la estéril decoración un marcado contraste con el lujo de la casa de l placer. Ella siempre amaba escaparse a este mundo, el lugar donde su duro trab ajo y la organización hacía que todo suceda. Finalmente llegaron a su suite. Ella mu rmuró un simpático saludo al lacayo que se encontraba afuera de su puerta y despidió a su doncella del interior. Dejó la puerta abierta para Philips y él la siguió adentro. ¿Qué generaría en él su íntimo santuario, el lugar que era sólo de ella? La gama de colore era neutral. Una armoniosa mezcla de blanca crema y oro en un estilo simple que la calmaba al final de sus días agitados. Él se detuvo en el centro de la habitación, sus puños a los costados. ―Esto no es lo que yo esperaba en absoluto. ―¿No? Ella dejó su chal sobre una silla y se quitó sus zapatos de tacón alto, dándole a los dedos de los pies un poco del alivio que tanto necesitaban. ―Me imaginé que sería más... ―¿Burdo, de mal gusto y pagano? Él frunció el ceño. ―Iba a decir colorido, pero cualquiera de esas palab ras que mencionaste irían bien. Ah, así que a pesar de su rabiosa erección, él iba a pon erse convencional otra vez. De alguna manera esto hacía mucho más fácil para Helene tr atar con él. Ella caminó hasta él, lo observó ponerse tenso como si fuera a escapar. ―¿Podr desatar mi vestido por mí? No puedo acceder a los lazos. ―Ella le dio la espalda y se quedó quieta. Al cabo de sólo un momento él inició la tarea. Sus dedos temblaban como los de una virgen cada vez que rozaban la carne que iban revelando. Helene luch aba con una sonrisa. Lo que sea que le había TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 84 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer sucedido en el pasado, su futuro sexual estaba con ella… al menos por los próximos t reinta días. ―Ya está hecho. ―Merci. Ella lentamente se volvió hacia él permitiendo que el orpiño de su vestido cayera hasta la cintura. Su caliente mirada siguió el descendie nte deslizamiento de la seda. Con una deliberada oscilación, Helene permitió que el vestido cayera sobre la gruesa alfombra y salió de él. No era particularmente vanido sa, pero sabía que tenía buen aspecto para su edad, su piel firme, sus pechos grande s y redondos, su trasero rígido. Philips pasó la lengua por sus labios mientras ella arrastraba las manos por el corsé y suspiraba. Sus pechos estaban casi totalmente expuestos y se levantaban por el desplazamiento de su camisa luciendo como si f ueran ahuecados por las manos de un hombre. La camisa por debajo de su corsé era d e fino lino y no hacía mucho por ocultar su piel o el rubio vello en la unión de sus muslos. Azules ligas sostenían las medias justo por encima de la rodilla. Ella de jó escapar el aliento con exagerado cuidado. ―No me gusta usar corsé. Son demasiado re strictivos. ―Ella tiraba de las cintas. ―Los hombres no saben lo afortunados que son al no tener que seguir estas modas absurdas. Sin hablar, Philip la hizo girar y desató el corsé, dejándolo caer al suelo. Helene salió de él, se apartó de Philips, y se d rigió al tocador. Se sentó, levantó los brazos y comenzó a quitar las horquillas de su c abello. En los últimos años, muchas mujeres habían adoptado estilos más cortos y moderno s, pero Helene pensaba que la mayoría de los hombres prefería una mujer que tuviera el cabello largo. Ella observó en el espejo cuando Philips dio dos pasos vacilante s hacia ella. Incluso si él no se había dado cuenta todavía, cada vez que él regresaba a su lado estaba admitiendo su interés sexual y sus necesidades. Ella cogió su cepill o con reverso de plata. ―¿Te gustaría cepillar mi cabello para mí? ―¿Por qué? Ella lo miró ncima del hombro. ―Porque mi doncella se ha ido, y es difícil ver los enredos en la parte posterior cuando lo hago yo misma. Le tendió la mano, y ella le dio el cepil lo. Le gustaba tener el pelo peinado. La hacía sentirse como una niña otra vez, le h acía recordar a su madre con una visión más agradable que los últimos recuerdos de sus día s en la Bastilla. ―Mmm... Eso es bueno. Philips todavía no hablaba. Su mirada estaba dirigida hacia abajo, sus manos firmes mientras separaba los mechones y cuidado samente los cepillaba desde la raíz hasta las puntas. Trató de captar su mirada en e l espejo. ―Eres bueno en esto. ¿Cepillabas el cabello de tu esposa? Él se quedó inmóvil, l as cerdas del cepillo atascadas en su pelo, sacudiendo su cabeza hacia atrás. Ah, las cosas habían ido definitivamente mal entre él y su esposa. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 85 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer ―No ―Apoyó el cepillo en el tocador y puso las manos sobre sus hombros. ―Ahora basta de esta farsa. Quiero que mes chupes la polla. Ella encontró su mirada fija llena de ira en el espejo. ―Si no me quitas las manos de encima, voy a gritar. ―Estoy seguro de que tu lacayo te oyó gritar antes. Apuesto a que él no irrumpe aquí cada vez que ti enes sexo. Ella le sostuvo la mirada. ―Quita tus manos de mí, o averiguarás cómo él conoce la diferencia. Jem es un campeón de boxeo. Puedo asegurarte que el encuentro no s erá agradable. ―Tú me pediste que te acompañase a tu suite. ―La soltó y dio un paso atrás, iendo las manos en los bolsillos. Helene giró sobre el taburete para enfrentarlo. ―E so es cierto, pero no estuve de acuerdo en tocarte, ¿verdad? Un toque de furioso r ojo ruborizó sus mejillas. ―Me debes treinta noches de sexo. Helene dejó que su mano s e deslizase desde su garganta hasta la hinchazón de sus pechos, y jugó con la cinta de encaje de su camisa. Su caliente mirada seguía sus dedos. ―Tu primer día es mañana. ¿Y las noches siguen a los días, n'est-ce pas? ―Entonces ¿por qué me trajiste aquí? Ella abrió ampliamente los ojos hacia él. ―Simplemente te pedí que me escoltases a mi suite, ¿no? U n músculo golpeó en su mejilla y él hizo una reverencia. ―Sólo puedo pedir disculpas por m i error, madame. Tiene que perdonarme. Un chico de provincia como yo no se da cu enta que cuando una experimentada mujer que dirige un prostíbulo invita a un hombr e a su dormitorio y él la ayuda a sacarse la mayor parte de su ropa, ella en reali dad no se está ofreciendo para tener sexo con él. Ella le ofreció su más entusiasta sonr isa y juntó sus manos sobre sus pechos. ―Eso es exactamente correcto, milord. Estoy tan contenta de que vea su error. La miró y se dirigió a la puerta. ―Seguiré mi camino, entonces. Ella esperó hasta que él estuvo a punto de llegar a la puerta. ―¿Milord? ―¿Qué pa ahora? ―Se volvió de mala gana mientras ella se ponía de pie. ―¿Podrías tal vez abrir el ca de al lado de mi cama y sacar las cosas que tiene adentro? Él exhaló lentamente. ―¿Por qué no puedes hacerlo por ti misma? ―Pero tú estás más cerca, milord. ―Ella agitó sus pesta acia él. ―No es necesario que me las alcances. Sólo tienes que colocarlas sobre la cam a. ―Oh, ¡Por el amor de Dios...! Él abrió el cajón con tal fuerza que el contenido terminó n la alfombra. Helene siguió sonriendo mientras él se inclinaba para recoger todo. S u libro erótico de posiciones sexuales había caído abierto, por lo que él no podía dejar d e ver lo que ella leía antes de irse a la cama. Su grueso diletto jaspeado en colo r rosa parecía delicado en sus grandes manos. Lo imaginó utilizándolo con ella y encon tró la idea extrañamente excitante. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 86 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer ―Sólo déjalos sobre la cama, milord. ―Él obedeció, su rostro impasible, sus manos firmes. E la le lanzó un beso en el aire. ―Buenas noches, y recuerda que estaré esperando verte a las seis de la mañana. Encuéntrame en la cocina. ―Buenas noches, madame, y buena lib eración. Sus palabras finales fueron murmuradas en voz baja mientras se dirigía haci a la puerta y la cerraba de golpe detrás de él. Helene dejó escapar el aliento. Atorme ntarlo era un juego peligroso, pero necesitaba poner a prueba sus límites, encontr ar sus debilidades, y trabajar en ellos para ahuyentarlo. Había aprendido una cosa : su matrimonio había sido dificultoso. Se reprendió por la pequeña punzada de satisfa cción que le dio ese pensamiento. Con un suspiro, se acercó a la cama y cogió el libro para estudiar la complicada posición sexual representada en la lámina. Qué lástima que involucraba a dos mujeres. Philips nunca estaría de acuerdo con eso. En el pasado, si sus intereses no hubieran cambiado, él habría estado más interesado en hombres. He lene cerró el libro con un chasquido. Eso era definitivamente algo a considerar en su campaña para sacarlo del poder de su negocio. Mañana por la noche le pertenecía a Philips. ¿Cómo iba a pagarle él por sus deliberados intentos de irritarlo? La anticipa ción se incrementó en ella y sonrió. Al menos no podía quejarse de estar aburriéndose. Phi lips se escapó por el pasillo y luego se dio cuenta de que no tenía idea de adónde ir después. Su polla y sus pelotas dolían tanto que quería gritar. Maldita Helene por jug ar con él, y maldito el ridículo acuerdo que había hecho. Él simplemente debería haberla p uesto sobre su espalda y follarla en el momento en que se había metido en su habit ación. ―¿Puedo ayudarlo, señor? Clavó la mirada en el rostro de Sean, el lacayo irlandés qu había conocido antes. ―Estoy bien, gracias, pero sigo sintiéndome un poco inseguro ac erca de la distribución de la casa. ¿Cómo llego a una de las mirillas del segundo nive l? Madame iba a mostrármelas, pero tuvo que retirarse. No hubo atisbo de sorpresa en la mirada de Sean ni ningún indicio de condena. ―Eso es fácil, señor. Tome la escaler a de servicio hasta el siguiente piso, y busque una puerta blanca en el medio de l pasillo que no tiene asignado un número. Ahí es donde se entra a los pasajes, señor. ―Gracias, Sean. ―Usted es bienvenido, señor. Tenga una buena noche. Philips encontró su camino por las escaleras y salió al pasillo en silencio, su corazón palpitaba con f uerza, su polla ahora dolorosamente llena. Después de un rápido vistazo alrededor, a brió la puerta sin marcas y entró. A pesar de sus temores, el estrecho pasillo estab a bien iluminado y era lo suficientemente alto como para permanecer en posición ve rtical. También se dio cuenta que por encima de cada mirilla estaba el número de la correspondiente habitación al otro lado. Qué eficiente, justo como Helene. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 87 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Visualizó su cremosa piel, el momento en que había revelado el corsé y las duras punta s rosadas de sus pezones empujaron a través del encaje. A pesar de todos sus años se parados, aún la quería. Con un gemido ahogado, hizo su camino a lo largo de la miril la marcada con el número diez. Estaba abierta y se inclinó hacia adelante, tratando de adaptarse a la nueva visión de la sala y a las dos personas sobre la cama. Las cuerdas doradas ataban a una mujer desnuda de cabello oscuro a la cama por las m uñecas y los tobillos, sus piernas abiertas ampliamente. Un hombre vestido de eleg ante traje de noche color gris estaba de pie por encima de ella, sus manos engua ntadas estaban ocupadas acariciando su carne mientras ella se retorcía en contra d e las cuerdas. Philips tragó saliva cuando el hombre cambió de postura, permitiéndole a Philips una excelente vista del sexo de la mujer. Philips apoyó su frente contra la pared y abrió sus pantalones. Su camisa y ropa interior estaban empapadas con el líquido preseminal, sus bolas hinchadas y apretadas contra la base de su conges tionado miembro. El hombre de la habitación también se desabrochó los pantalones y se arrodilló entre las piernas de la mujer. Philip contuvo la respiración cuando el hom bre metió las manos bajo las nalgas de la mujer y comenzó a follarla. Philips trabajó su propia polla al ritmo de ellos, emparejando los gruñidos y gemidos del hombre c on los suyos. Después de unos diez golpes duros, Philips se corrió. El hombre en la cama seguía moviéndose, levantando a la mujer con sus empujes, sus nalgas tensionándos e y relajándose con cada movimiento hacia adelante. A pesar de haber llegado, Phil ips mantuvo su mano alrededor de su polla y siguió mirando. ¿Lo habían oído indirectamen te compartiendo su placer? ¿El pensamiento de que alguien los observaba los excita ría? O tal vez no les importaba, demasiado absortos con el otro como para darse cu enta de nada que no sean los placeres de la carne. El hombre gruñó, se quedó inmóvil, y se desplomó sobre la mujer atada. Besó el lado de su cuello y le acarició la oreja, mi entras se estremecía y se retorcía contra ella. Lentamente Philips retiró la mano de s u pantalón y sacó su pañuelo para limpiar la evidencia de su solitaria pasión de sus ded os. ¿Tan patético era? Reduciéndose a observar a una pareja de completos extraños para l legar a la liberación sexual. No era de extrañar que Helene lo encontrara tan divert ido. Con su vasta experiencia sexual, su humillante falta de práctica debía ser dema siado obvia. Philips sacó el pañuelo de la parte delantera de sus pantalones y se li mpió a grandes rasgos. A pesar de sus esfuerzos, sus húmedos pantalones de piel de a nte se adherirían a su eje, mostrándoles a todos los otros huéspedes de la casa del pl acer exactamente cómo él había disfrutado por sí mismo. No es que le importara lo que pe nsaran de él. Sólo le importaba que le había permitido a Helene incrementar sus pasion es sexuales a una altura tal que tenía que encontrar la liberación o moriría. Mientras abotonaba sus pantalones y lentamente se enderezaba, no pudo resistir dar un últi mo vistazo por la mirilla. El hombre estaba atado a la cama ahora, su polla ya e recta, y la mujer a horcajadas sobre su pecho. Philip sintió TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 88 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer una punzada de respuesta en su propio eje y se obligó a alejarse. Haberse complaci do a sí mismo una vez mostraba una grave falta de autodisciplina. Dos veces lo haría tan depravado como los otros que acudían aquí para follar. Cuando seguía su camino de regreso hacia la puerta, pensó en Helene. Se preguntó si ella estaba leyendo su lib idinoso libro y complaciéndose a sí misma con el monstruoso dildo. Su polla se endur eció inmediatamente. Maldición, estaba empezando a sentirse como en sus quince años ot ra vez, siempre erguido, aterrorizado de que sus padres y compañeros de clase se d ieran cuenta y se rieran de él. A pesar de la abrupta naturaleza de su destitución d e Inglaterra ese mismo año, se había sentido casi aliviado cuando su padre lo había en viado al extranjero. Al menos en la India había sido capaz de entender y tratar co n su floreciente sexualidad. Hizo una pausa para reajustar sus pantalones húmedos. El apostaría a que era el único hombre saliendo de la casa del placer con una polla aún dura. Helene no estaría feliz por eso en absoluto. Estampó la mano contra el pane l y empujó la ancha puerta de salida, sin tener mucho cuidado por si alguien lo veía . ¿Cómo se atrevía ella a sentirse tan cómoda con su descarada naturaleza sexual? ¿Sin dud a ella debería tener cierta vergüenza o remordimientos por el camino que había elegido ? Philips se consoló con la idea de que su noche siguiente la pasaría en la cama de Helene. Quizás era el momento de devolverle la pelota a ella, atarla a la cama y h acer lo que quisiera con ella. Sonrió ante el lascivo pensamiento mientras bajaba la escalera principal y esperaba a un lacayo para recuperar su sombrero y guante s. El adornado reloj sonó una vez y él hizo una mueca. Tenía sólo cinco horas antes de l a hora en que Helene esperaba volver a verlo, y él ya estaba agotado. Todavía tenía ca rtas que escribir para explicar su continua ausencia de la finca y a sus hijos. Tomó su sombrero del mayordomo y salió a la ligera llovizna. Su casa alquilada no es taba lejos de la casa del placer, por lo que decidió a caminar. Por extraño que pare zca, la idea de reaparecer para ganar una apuesta contra Helene era mucho más vigo rizante que profundizar en la compleja administración de su nuevo rango. Tenía toda una vida para familiarizarse con Sudbury Court y sus inquilinos, y sólo treinta días con Helene para aclarar... Se detuvo en la acera para mirar a ambos lados y lue go tomó un acceso directo a través de la plaza. ¿Qué tenía que resolver con Helene? ¿Una mu er de su pasado, una mujer tan alejada de la sociedad, que ser visto en su compañía iba a exponerlo a la clase de chismes e insinuaciones que había luchado tan duro p ara evitar durante su matrimonio? La lluvia suave caía sobre su rostro y se lamió lo s labios. Él se había perdido en algún lugar. Después de su despreocupada existencia en la India y su fin de semana con Helene, algo había salido terriblemente mal. ¿Era un tonto al creer que podía ser rescatado? Se puso el sombrero en la cabeza. Treinta días con Helene era la oportunidad perfecta para descubrirlo. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 89 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer CAPÍTULO 12 2 Philips consultó su reloj de bolsillo cuando bajó ruidosamente los resbaladizos esca lones de piedra en el sótano de la casa de Helene. La puerta exterior estaba entre abierta, de manera que él se abrió paso más allá de las cestas apiladas con productos fr escos y de las cinco gallinas vivas que estaban en una frágil jaula de alambre. No había previsto que su viaje tomaría tanto tiempo. Para su sorpresa, incluso a esta temprana hora de la mañana, las calles habían estado apiñadas con comerciantes, agricu ltores, lecheros, y diversos niños corriendo hacia Dios sabe dónde. El estrecho pasi llo contenía un hoyo de carbón, una puerta rotulada SÓTANO, un lavadero, y otra puerta , que él abrió. Una ráfaga de aire caliente mezclado con el delicioso aroma del pan lo golpeó en la cara y aspiró lentamente. ―Ah, ahí estás, Philips. Parpadeó y miró alrededor enorme espacio atestado. ¿Desde cuándo le había dado permiso a Helene para llamarlo p or su nombre de pila? Una mujer rotunda, quien él supuso que debería ser la cocinera , montaba guardia sobre el fogón. Dos criadas barrían el piso y una tercera estaba s entada en la mesa de pino. Miró de nuevo a la mujer sentada a la mesa. Era difícil p ara Philips reconocerla sin los vestidos modernos ni la popularidad de unas poca s horas antes. El pelo rubio de Helene estaba cubierto por una simple cofia atad a con un lazo. Sus anteojos ubicados firmemente en la nariz. Incluso reconoció que su vestido estaba por lo menos diez años pasado de moda. ―¿Madame Helene? Ella asintió con la cabeza e hizo un gesto para que se una a ella. Se quitó el sombrero y los g uantes y los puso en el banco junto a él antes de tomar asiento frente a ella. Las manos de Helene asieron un grueso tazón de loza lleno de chocolate, a su lado había un plato con los restos de un croissant de chocolate. ―¿Quieres algo para desayunar , Philips? ―Si tenemos tiempo, madame, llegué retrasado, y no quisiera hacerla esper ar. Ella se encogió de hombros y bebió un sorbo de su chocolate. ―Yo no he terminado t odavía. Se volvió para hablar con la cocinera en un fluido francés. Él observó, fascinado, como su lengua salía rápidamente para lamer una gota de chocolate de su labio infer ior. Sólo por eso, ya estaba duro otra vez, deseando que su boca lamiera otras cos as, pensando en la noche que compartirían juntos si sobrevivía a su primer día. La coc inera colocó un croissant frente a él, junto con un tazón de chocolate. Le sonrió a la c ocinera, quien no le devolvió la sonrisa. ―Muchas gracias. Helene observaba mientras él tomaba un bocado del caliente bizcocho hojaldrado y masticaba lentamente. ―Madam e Dubois elabora los mejores croissants de Inglaterra. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 90 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Él asintió con la cabeza, demasiado absorto en la comida como para preocuparse por s us modales. Otro croissant apareció, y también lo comió. Para cuando terminó, Helene est aba de pie y con un delantal atado en la cintura. Philips se levantó también, y puso su tazón y plato en el fregadero. Ella lo miró. ―¿Estás listo? Se encogió de hombros. ―Tan sto como podría estar. ―Bon, entonces comencemos. La siguió a una salida diferente, qu e los llevó a la parte principal del edificio. Ella comenzó a subir las escaleras, y él la siguió, haciendo una pausa para recobrar el aliento mientras se movían inexorab lemente hacia arriba. En el rellano final ella se detuvo, esperándolo para que la alcanzara. Él se esforzó para respirar con normalidad. ―¿Qué exactamente estamos haciendo, y por qué estás vestida como una criada? Ella lo miró seriamente, sus ojos azules eno rmes detrás de sus gafas. ―Me gusta recorrer todas las habitaciones de la casa del p lacer cada mañana. Me da una idea de cómo van las cosas y lo que hay que mejorar. ―¿Hace s esto todos los días? ―Por supuesto. ―¿Y por qué te vistes así? ―La mayoría de mis cliente ven a los criados, a menos que quieran algo, así que para todos los efectos, puedo seguir siendo invisible si me ocurre de toparme con alguien. Y, en ocasiones, p uedo discretamente ayudar a cualquier cliente que se ha olvidado de irse. ―Hizo un a pausa y puso su mano sobre su brazo. ―No te mostré la tercera planta ayer por la n oche. Es el más extremo de los pisos y no para los débiles de corazón. Tal vez deberías esperar aquí. Él intencionadamente le quitó los dedos de su manga. ―Como ya te he dicho, madame, quiero ver todo lo que este lugar tiene para ofrecer, no sólo las partes que consideres apropiadas. Soy perfectamente capaz de manejar cualquier cosa que tú te atrevas a mostrarme. Ella suspiró. ―Entonces, si quieres acompañarme, debo contar con tu palabra de honor que nada de lo que veas o escuches en este piso nunca s erá divulgado a ninguna persona ajena a este establecimiento. Él intentó ver su rostro con más claridad en la oscuridad y fracasó. ¿Qué diablos estaba ella escondiéndole? Se le hizo un nudo en el estómago, si era por el miedo o por la anticipación no podía decir lo. ―Te doy mi palabra. Helene abrió la puerta y entró a un estrecho pasillo revestido con puertas pintadas de negro. Candelabros recubrían las paredes irregulares; había cera roja derramada y endurecida en el rústico piso de madera. ―¿Qué hay en estas habit aciones? ―susurró. ―Los más extremos placeres sexuales o tu peor pesadilla, dependiendo de lo que seas. ―¿Podemos mirar? TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 91 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Helene le dirigió una mirada reflexiva. ―Estamos aquí para asegurarnos de que todo está funcionando sin problemas en nuestro negocio, ¿no? Es nuestra responsabilidad aseg urarnos de que todo esté en su lugar. ―Ella abrió lentamente la primera puerta. Philip s se acercó para ver más de cerca y luego retrocedió. ―Dios mío, ¿eso es un potro de tortur ? Helene se movió a través del pequeño espacio y abrió las oscuras cortinas y la ventana . Un hilo de luz iluminó la cama deshecha, rojas sábanas de seda enredadas alrededor de un látigo de mango largo. El olor crudo a sangre y sexo le hizo sentir náuseas a Philips. Las cadenas que colgaban de la parte superior del potro de tormento de madera se balanceaban suavemente por la corriente de aire. Helene caminó de regre so hacia él. ―El personal de limpieza ordenará la cama y limpiará y guardará cualquiera de los juguetes con los que los clientes hayan jugado. Yo sólo examino las habitacio nes cada mañana para asegurarme de que nadie se haya quedado encadenado o atado a los potros o las camas. Philips se aferró al marco de la puerta. ―¿Cómo puedes ser tan p ragmática acerca de tales actos inhumanos? ―Hizo un gesto hacia el potro. ―Alguien, ev identemente, ha sido víctima de violencia, y sin embargo no sólo lo permites en tus instalaciones, sino que también parece que lo respaldas. ―Se alejó de la puerta. ―No te entiendo. Ella lo siguió al pasillo y lo dejó echando humos mientras revisaba metódica mente las otras tres habitaciones, escribiendo notas mientras seguía. Cuando cerró l a cuarta puerta, él la agarró del codo. ―¿Vas a responderme? ―¿Qué quieres que te diga? Ya has juzgado y condenado. ¿Por qué no te vas y te salvas a ti mismo de cualquier cont aminación posterior? ―Quiero saber por qué permites esto. ―Porque hay algunos hombres y mujeres que ansían tales excesos en su vida. Algunos de ellos sólo pueden funcionar sexualmente si son sumisos o si pueden dominar a otra persona. ¿Seguro que ya sabe s esto? Estuviste en un internado, ¿no? ―Pero esto se supone que es una casa de plac er, no de dolor. Ella le sostuvo la mirada, sus ojos tranquilos y firmes. ―Pero lo que es doloroso para ti podría ser placentero para otro. Debes recordar que aquí na die está obligado a hacer lo que no quiera. ―Encuentro eso difícil de creer. ¿Cuántos de t us empleados se ven obligados a actos indecentes, porque temen ser despedidos? ―Ni nguno, hasta donde yo sé. Y si tienes dudas, por favor pregúntales a ellos. Son libr es de decir que no a cualquier persona aquí. ―¿Incluso a ti? Sus ojos azules despedían f uego. ―Yo no me acuesto con mi personal. ―Aparte de mí, quieres decir. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 92 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Ella se apartó de él, su expresión fría. ―Eso es una desafortunada consecuencia de nuestra apuesta y no tiene nada que ver con la manera en que normalmente me comporto en mi negocio. Él hizo una muy elaborada reverencia. ―Si usted insiste, madame. Se vol vió para mirarlo. ―Lo hago, milord. Ahora, si has terminado de sermonearme, ¿tal vez p odríamos continuar? ―Por supuesto, madame. La siguió por el corto pasillo a un espacio más grande y abierto y se detuvo bruscamente. Las paredes estaban pintadas de neg ro y cubiertas con una impensable muestra de azotadores, látigos, cadenas, máscaras y demás degradante parafernalia. Tragó saliva cuando su mirada recorrió la habitación. L as dos camas estaban vacías, el piso debajo de sus pies pegajoso con sustancias qu e no le interesaba examinar. Helene se movió delante de él, recogiendo látigos y jugue tes desparramados y reubicándolos a su legítimo lugar en la pared. Repentinamente se enderezó, sus manos en las caderas. ―¡Anthony, no tú otra vez! Ella desapareció dentro de la segunda habitación, y Philip cautelosamente la siguió. Ella estaba en el rincón ar rodillándose en el suelo, sus faldas desparramadas en torno a ella mientras le mur muraba a alguien o a algo delante de ella. Un masculino gemido de respuesta lo h izo moverse hacia delante para mirar por encima de su hombro. Un hombre yacía en e l suelo, su cabeza en el regazo de Helene, sus ojos cerrados, la cara magullada. Helene estaba ocupada quitando las cadenas de sus muñecas mientras le hablaba en voz baja en un fluido francés. Se volvió para mirar a Philips. ―¿Puedes encontrar su rop a? Debe estar cerca. Philips dio una rápida mirada a la habitación y vio un montón de prendas de vestir descuidadamente arrojadas en el asiento de una silla de madera . Cogió las prendas, notando el fino lino y el exquisito corte de los pantalones. Este no era un criado herido, sino un caballero. Le alcanzó la pila a Helene. El j oven estaba sentado ahora, con una expresión afligida, su hinchada boca tenía una me dia sonrisa. Philips dejó caer la ropa al suelo y se quedó atrás mientras Helene ayuda ba al hombre a ponerse la camisa por su cabeza y a entrar en sus pantalones. Ell a siguió hablando con él, su tono afectuoso y maternal, su expresión preocupada. Por f in el hombre se levantó y se estiró. ―Estoy bien, madame. De verdad. Sólo me quedé dormido . Philips se aclaró la garganta. ―¿Alguien lo lastimó? Anthony lo miró con curiosidad. ―¿Po ué lo pregunta? ―Porque creo que madame subestima la cantidad de coerción que se produ ce en un lugar como éste. No puedo creer que un joven caballero como usted, estuvi era dispuesto a participar en tales perversiones. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 93 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer La débil sonrisa de Anthony desapareció. ―Entonces, permítame aclararlo, señor. No fui for zado, y voluntariamente, más aún, felizmente, me involucro en la perversión. ¿Está usted s atisfecho ahora? ―Hizo una reverencia hacia Philips y besó la mano de Helene. ―Gracias por despertarme. Nos vemos esta noche. Philip vio salir al joven y se volvió para encontrar a Helene mirándolo. ―¿Estás satisfecho ahora? ―¿Que no fue obligado? ―Se encogió ombros. ―No puedo seguir creyendo lo que él niega, ¿no? Helene cogió las esposas que había n atado las muñecas de Anthony y las puso sobre el respaldo de una silla. ―En verdad , me preocupa. Lo encuentro aquí muy a menudo. Estoy empezando a preguntarme por q ué busca una manera tan dolorosa para desahogarse. Philips la miró fijamente. ―¿Me estás d iciendo que tengo razón? ―No. Sólo que Anthony está buscando las cosas equivocadas por l as razones equivocadas y eso no terminará bien. ―Razón de más para cerrar este nivel de la casa. ―¿Es eso lo que harías si fueras el dueño de este lugar? ―Absolutamente. ―Y entonc s ¿dónde iría la gente como Anthony? Probablemente a algún lugar donde nadie cuide de el los, donde podrían ser maltratados o asesinados. ¿Es eso mejor? Philips trató de reuni r sus argumentos, pero le resultaba difícil hacerlo cuando Helene lo enfrentaba co n su magnífico, indignante buen corazón. Miró alrededor de la habitación hacia los látigos descartados, olió la sangre y el fuerte aroma a sexo. ―No puedo ver el placer aquí. H elene se paró delante de él y lentamente lo apoyó contra la pared. ―¿Estás seguro de eso? L agarró sus muñecas con ambas manos. ―Imagínate estar desnudo y esposado a esta pared. I magina que tus ojos están vendados y no sabes quién te tocará, cómo van a tocarte, y si te gustará o no. Se estremeció cuando ella se puso de puntillas y lo besó en la barbil la. ―Imagina las manos sobre tu piel, poniéndote duro, haciéndote querer… ―No me gustaría.. eso. ―Tragó saliva mientras su polla se congestionaba. ―¿Estás seguro, Philips? ―Dios, su oz era tan seductora. ―¿Cómo puedes decir eso a menos que lo hayas intentado? Obligó a s us ojos a abrirse y la empujó hacia atrás cuando sus recuerdos amenazaron con abruma rlo. ―Puedo asegurarte que no disfrutaría el sexo con dolor. Ella lo estudió, su expre sión tranquila. ―Tal vez debería explicar que es una condición de nuestro acuerdo que ex perimentes todo lo que la casa del placer tiene para ofrecer. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 94 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer ―No estuve de acuerdo con eso. Ella levantó la barbilla. ―¿Estás demasiado asustado? Por s upuesto que lo estaba y, por Dios, él tenía todo el derecho a estarlo. ¿Qué en el infier no podía decirle a ella para liberarse de este tema? No había manera que él pudiera pe rmitirle a un extraño someterlo sexualmente. No podía decirle que… no podía dejarla sabe r que él temía perder el control sexual más de lo que temía perder su vida. Enfocó su aten ción en su rostro, negándose a mirar los diabólicos instrumentos de placer a su alrede dor. ―¿Y si fuera yo? Tragó saliva. ―¿Perdón? ―¿Y si sólo fuera yo quien jugara contigo? ―S ran agudos, como si ella pudiera ver a través de su miedo. ―¿Por qué debería haber alguna diferencia? ―¿Por qué podrías confiar en que no te lastimaría? ―No se puede confiar en nadi para que no te haga daño. ―Eso es cierto. Tal vez discutiremos tu participación aquí cu ando tengamos más tiempo. ―Ella se apartó de él y ubicó las esposas en un gancho de la par ed. ―Tenemos que continuar. Philips permaneció junto a la pared, su respiración irregu lar, su mente luchando por lidiar con los recuerdos que ella le había obligado a r ememorar. ¿Por qué había dejado de presionarlo? ¿Se había dado cuenta de la profundidad de su aversión? No era de extrañarse, él no lo había escondido exactamente muy bien. Helen e dio una última mirada por la habitación, escribió otra nota en su libro, y regresó al rellano. En silencio, Philips la siguió, sus botas haciendo un ahuecado eco en los escalones de madera mientras se apresuraba a alcanzarla. La más familiar exuberan cia del piso de abajo era casi reconfortante después de la crudeza del de arriba. Hasta el aire olía mejor, más fresco, menos cargado de sufrimiento y sexo. Helene ya estaba dirigiéndose al primero de los salones pequeños, acomodando las cosas, recog iendo ropa perdida, abriendo ventanas y cortinas. Philips la observaba, asombrad o por la destreza de su toque y la fluidez de sus movimientos. Tan diferente a l a anfitriona indiferente de la noche anterior. ¿Cuál era la verdadera Helene? Él ya no estaba muy seguro. Después que terminaron con el último de los salones públicos, Hele ne lo esperaba en la parte inferior de la escalera principal, un fajo de billete s en la mano. El reloj golpeó ocho veces. Philips no podía creer que ya había pasado d os horas en la casa del placer. Ella lo miró. ―Es hora de encontrarnos con el resto del personal. Por favor ven conmigo. Ella se dirigió hacia la parte posterior de l a casa, y Philips la siguió obedientemente, sintiéndose similar a cuando le ordenaba n seguir a su institutriz. Helene abrió una puerta y fue recibida por un coro de " buenos días". Para sorpresa de Philips, había al menos cincuenta personas en la habi tación, TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 95 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer incluyendo el mayordomo, la cocinera, y las criadas de la cocina. Philips intentó deslizarse discretamente detrás de Helene, pero ella lo tomó del codo. ―Este es el Sr. Philips. Él me acompañará en la casa del placer durante el próximo mes. Si tiene pregun tas o tareas para ustedes, por favor ayúdenlo con lo mejor de sus habilidades. Él as intió con la cabeza ante los saludos murmurados y se recostó contra la pared, por un a vez feliz de permitirle a Helene ser el centro de la escena. Ella consultó sus n otas y se aclaró la garganta. ―Hay varias áreas que necesitan ser limpiadas con más dete nimiento, en particular, el tercer nivel. ¿Estamos escasos de personal? Judd, el m ayordomo, se puso de pie. ―Sí, madame. Dos de nuestros lacayos regulares están lejos c uidando a parientes enfermos. ―¿Sabemos cuándo van a regresar? ―No lo puedo decir, madam e. Helene suspiró y se quitó las gafas. ―Por favor, asegúrate de que reciban su salario y algo extra para ayudar con las facturas del médico. Si alguien está dispuesto a tr abajar arriba durante el tiempo que sea necesario, le ofreceré una bonificación. Var ias manos se levantaron, y ella asintió. ―Por favor, vean al señor Judd si están interes ados, y gracias. Philips casi se olvidó de su incomodidad mientras escuchaba a Hel ene alternativamente alabar y reprender gentilmente a su personal. Había esperado que fuera más exigente, más parecida a la típica madame de un burdel insistiendo en qu e sus trabajadores incrementasen sus ingresos, pero ella no era así en absoluto. S u personal parecía apreciarla también. Mirando uno por uno a cada rostro, no había vis to ningún signo de descontento o de cualquier murmullo susurrado. Todo el mundo pa recía feliz de trabajar para ella. No tenía ningún sentido. Su esposa había tenido terri bles problemas manejando el personal de su casa, pero eso podría haber sido porque ella era demasiado difícil de complacer. Cuando la reunión terminó, siguió a Helene de regreso a su oficina y esperó a que ella se sentara en su escritorio y trasladara el contenido de sus notas a su libro diario. ―¿Cómo es esto que no esperas que tu pers onal cree oportunidades de hacer dinero para ti? Ella lo miró. ―¿Qué quieres decir? Él se sentó, cruzó las piernas y se recostó en el asiento. ―Estoy seguro que lo sabes. La mayo ría de los burdeles ofrecen “servicios extras” por un precio. Ella suspiró. ―Ya te he dich o. Esto no es un burdel. Todos los servicios sexuales que mis clientes desean se les proporcionan a cambio de nada. ―Eso es lo que dices, pero en realidad nada es gratis, ¿verdad? TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 96 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Su sonrisa era complaciente, lo que le irritaba enormemente. ―Eso es cierto. Mis m iembros pagan una cuota significativa para disfrutar de todas las actividades qu e ofrecemos. Él arqueó las cejas. ―¿Cómo de significativa? ―Hay un derecho de entrada de tr inta y cinco guineas 7 y una suscripción anual de veinte guineas. Philips la miró fi jamente. ―¿Hablas en serio? ¡Cuesta sólo veinte guineas convertirse en miembro de White´s, y su suscripción anual es de once guineas! Ella miró interesada. ―¿Es así? Me sorprende q ue cobren tan poco. ―¿Y cuántos miembros tienes actualmente? Ella se encogió de hombros. ―Alrededor de ciento cincuenta, creo. Puedo mostrarte las cuentas del año pasado, s i estás interesado en verlas. Mentalmente Philips trató de calcular la cantidad de i ngresos que Helene estaba generando con su negocio. Después de ver la cantidad dep ositada en su nueva cuenta bancaria el mes pasado, debería haber adivinado que lo estaba haciendo bastante bien. Las cifras lo marearon. Ella ciertamente no neces itaba a un hombre para que la apoyase en absoluto. ―Lo has hecho muy bien por ti m isma. Ella arqueó una ceja. ―Haces que suene como un insulto. ―Pues no puedes esperar que aplauda que obtengas dinero con tales perversiones, ¿verdad? Su sonrisa era tr anquila. ―Gano dinero satisfaciendo las fantasías de los aristócratas ricos. No son ne cesariamente mis perversiones. ―Pero tú las proporcionas. ―Ofrezco un servicio único. Mi s clientes confían en mi discreción, mis precios altos mantienen el club pequeño y dis creto, y ofrezco todo lo que un hombre o una mujer pueda desear. ¿Qué hay de malo en eso? Philips se puso de pie. ―Nada, si no tienes moral. Helene se puso de pie, ta mbién, sus mejillas ruborizadas. ―Tengo moral. Esto es un negocio, no una declaración de mis creencias. ―Le agitó su dedo en la cara. ―Y también le ofrezco a mi personal la o portunidad de disfrutar de sus fantasías sexuales. No te olvides de eso. Él hizo una reverencia. ―Por supuesto, me había olvidado de lo humanitaria que eres. Los ricos pagan por el placer de los pobres también… qué liberal de tu parte. La guinea era una moneda de oro que se utilizaba en Gran Bretaña, equivale a 21 ch elines. la guinea como moneda desapareció físicamente, quedando dentro del uso popul ar su valor de una libra y un chelín. (N. de. T.) 7 TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 97 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Ella lo miró, sus pechos subiendo y bajando con cada agitada respiración. ―Se me había o lvidado lo mojigato en que te habías convertido. ¿Qué pasó con el hombre que aprendió acto s eróticos poco cristianos en la India? ―Murió, madame, junto con su juventud el día que se casó. ―Se dirigió hacia la puerta, desesperado por alejarse de ella antes de decir algo más incriminatorio. ―Voy a estar en la cocina, si me necesitas. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 98 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer CAPÍTULO 13 3 Helene miró la hora, era más de medianoche y los salones estaban repletos con sus cl ientes. Pese a la incómoda presencia de Philips a su lado toda la noche, las cosas habían salido bastante bien. Había aprovechado la oportunidad para coquetear descar adamente con todos los hombres que se le acercaron, sólo para ver profundizarse el ceño de Philips. Cuando lo enfrentó con los dudosos placeres del tercer piso esa maña na, había pensado que él iba a salir corriendo. Pero él había conseguido mantenerse firm e. A pesar que una parte de ella estaba decepcionada, había provocado su curiosida d. Por debajo de ese duro exterior había un hombre que había sufrido. Algo profundo dentro de ella respondía a eso y quería ayudarlo. ¿Qué había ocurrido para que tuviera tan to miedo de perder su control sexual? ¿Cómo exactamente había sido su matrimonio? Ella le sopló un último prolongado beso al joven Lord Blake y se giró hacia Philips, que e staba frunciéndole el ceño. ―¿Estás listo para irte? ―Bostezó detrás de su abanico. ―Creo q y bastante cansada. Él hizo una reverencia y le tomó la mano. ―Entonces, deberíamos desp edirnos. ―Caminó hacia la puerta principal y la miró. ―¿Estamos retirándonos juntos esta no he? Ella le sonrió. ―Por supuesto. Yo no rompo mis promesas. Llegaron a su habitación, y cerró la puerta detrás de él, su expresión inescrutable. Helene se volvió para encararl o, dándose cuenta de que estaba un poco nerviosa, aunque también excitada. ―¿Qué deseas de mí, milord? ―Te quiero desnuda. ―Por supuesto, milord. ―Ella se quitó sus blandos zapatos de cabritilla y le dio la espalda. ―¿Podrías desatarlo? Él obedeció, sus dedos constantes y ágiles mientras desataba tanto la blusa como el corsé. Ella los empujó hacia abajo sobre sus caderas y salió de su enagua interior. ―Siéntate en la silla y quítate las med ias. Ella alzó las cejas. ―¿Mi camisa también? ―Sólo las medias. Se tomó su tiempo rodando delicada media de seda hacia abajo sobre su pantorrilla y colocándola sobre su toc ador. Philips se retiró hasta la puerta, sus brazos cruzados, su mirada fija en su s piernas. Terminó con la segunda media y la puso junto con la primera. ―¿Y ahora, mil ord? ¿Le gustaría que lo desvista? Él sacudió la cabeza y caminó hacia ella. ―No, gracias, adame. Ahora quiero que te sientes a un lado de la cama. ―¿Así? Helene se acomodó en el borde de la cama ancha, sus piernas ligeramente separadas, sus manos apoyadas so bre las sábanas de raso color crema. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 99 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Él se acercó aún más. ―Abre las piernas más amplias y tira hacia arriba tu camisa. Quiero v rte. Ella le sostuvo la mirada, consciente de que él estaba intentando tratarla co mo a un objeto, hacer algo placentero de algo por lo que debería sentirse avergonz ada. No tenía idea de que ella lo estaba disfrutando inmensamente. Hacía mucho tiemp o que ningún hombre le había dicho lo que ella tenía qué hacer. ―¿Así? Se levantó lentament camisa y sintió el aire frío contra su carne más tierna. Sus pezones se endurecieron m ientras él seguía mirando su sexo. ―Tócate. ―¿Dónde, milord? Hizo un gesto entre sus pierna sabes dónde. Quiero verte deslizar tus dedos profundamente. Tócate y frota tu brote; hazte correr. ―Y ¿qué vas a hacer mientras yo... me divierto? ―Mirar. Ella ahuecó sus pec hos, frotó con los pulgares sobre sus ya doloridos pezones. ―¿Deseas que yo me toque a quí también, señor? ―Sí. Ella deslizó una mano hacia abajo sobre su estómago y dio golpecit sobre su clítoris ya hinchado. Philips soltó el aire, un puño se cerraba y aflojaba a su lado. Ella lo observaba mientras continuaba su lenta exploración, permitiéndole v er su disfrute, negándose a permitirle degradar la experiencia. ―Pon tus dedos en tu interior. Él se acercó más mientras ella se penetraba con dos dedos entrelazados. Ell a gimió cuando su crema facilitó su propio camino, oliendo su propio deseo, y escuch ando la resbaladiza humedad con cada sutil movimiento. ―Pellizca tus pezones, más fu erte. Su voz se había vuelto ronca. Sus ajustados pantalones estaban ahora abultad os, y su erección empujaba en el grueso raso. Ella lo miró a través de sus pestañas. ―¿No q ieres ayudar, milord? ―Yo quiero... quiero que te corras. Ella aumentó el empuje de sus dedos, usó el dedo pulgar sobre su clítoris, y sintió construirse su clímax. Arqueó la espalda y puso los pies en alto sobre la cama para darle una perfecta visión de s u sexo. ―Me estoy corriendo para ti. Ella cerró los ojos y contuvo el aliento mientr as su coño se apretaba alrededor de sus dedos y oía su gemido de respuesta mientras se retorcía contra el placer. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que ella había concentrado toda su atención en sí misma y no sobre algún hombre estúpido? Cuando abrió los ojos, él s guía de pie frente a ella. ―¿Quieres que yo chupe tu polla ahora? TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 100 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Se estremeció y se obligó a apartar la mirada de ella. ―No necesito nada de ti. ―¿Está segu o, milord? ―Lentamente retiró los dedos de su coño y se los llevó a la boca, utilizó la pu nta de su lengua para limpiarlos. ―Porque yo estoy más que dispuesta a servirte. Es parte de nuestro acuerdo, ¿no? ―Yo no te necesito. Ella se bajó de la cama y se paró del ante de él. ―¿Por qué estás negándote la liberación? ¿Piensas que eso te hace mejor que yo? mbre de verdad debe ser capaz de resistir la tentación carnal. ―Un hombre estúpido, ta l vez. Lo que te ofrezco es parte de nuestro acuerdo. ¿Por qué, después de insistir en pasar las noches conmigo, te niegas lo que es tuyo para disfrutar? Él la miró fijam ente, su boca una severa línea. El fulgor sexual de Helene empezó a desvanecerse. ―Tal vez empiezo a entenderte. ¿Me pediste estas treinta noches, simplemente para impe dirme tener sexo con alguien? ―Tal vez lo hice. Ella le sonrió mientras su ira rápidam ente reemplazaba al deseo. ―Entonces estarás decepcionado. ―Ella señaló hacia la cama. ―Pue o complacerme yo misma muy adecuadamente, como lo acabas de ver, y no siento ver güenza por ello. Él hizo una mueca mientras ella estiraba la mano y daba un manotazo en la parte delantera de sus pantalones. ―Tú eres el único con una inconveniente erec ción. Si no soy lo suficientemente buena para tocarte la polla, ve y diviértete en l a casa del placer. Estoy segura que encontrarás allí a alguien que te complacerá. ―No ne cesito que nadie me toque. Ella giró sobre sus talones y se metió en la cama. ―Eso es cierto. Tienes una mano, ¿no? ¿O es demasiado pecaminoso también? La masturbación está mal vista en muchos círculos, creo que incluso ofrecen artilugios para detener a los hombres de intentarlo. ―Probablemente conoces todo acerca de eso, ¿verdad? ―se burló él. ―N , porque aquí en la casa del placer, el sexo es visto como una parte natural y her mosa de la vida, no es algo de lo que avergonzarse o temer. Tú eres el que tiene e l problema, no yo. ―Helene dio puñetazos en la almohada, tomó su libro del cajón al lado de la cama, e ignoró a Philips. Él se aclaró la garganta. ―Me voy ahora. ―Bon. ―Voy a esta de regreso mañana. ―No te molestes. Ella se encogió de hombros ante él, negándose a encon trarse con su mirada. Él era verdaderamente un hombre convencional. ¿Por qué había siqui era TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 101 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer considerado que él podría ser un amante interesante? Obviamente él había permitido amarg arse la vida hasta tal extremo que ya no tenía capacidad para gozar sexualmente. E lla podía no tener sexo durante treinta días si eso significaba el final de la parti cipación de Philip Ross en su negocio. ―No me voy a rendir, Helene. Voy a estar aquí p or los próximos veintinueve días como lo prometí. Ella lo miró entonces. ―¿Esperas pasar el siguiente mes en la casa del placer más extrema de Londres, sin sucumbir a tus des eos ni una sola vez? ―Yo... no estoy seguro. Ella hizo un gesto despidiéndolo. ―Veremo s, ¿verdad? Ahora vete. Tengo un libro que leer. ―Helene... ―¿No te has ido todavía? Perma neció junto a la puerta, una mano en el marco. ―Sigues siendo la mujer más hermosa que he visto. Buenas noches. Cerró la puerta sin hacer ruido, y Helene se quedó mirando los paneles de color crema. ¡Cómo se atrevía a piropearla de esa manera! Hacía mucho más difícil tenerle antipatía. ¿Qué haría él ahora? ¿Iría a casa o, finalmente, enfrentaría a s nios? Detrás de él, la puerta vibró como si Helene hubiera tirado algo contra ella. Ph ilips trató de sonreír. Al menos ella había esperado hasta que el cerrara la puerta. R etrocedió hasta la escalera de servicio principal y se encontró incapaz de seguir ad elante. Allí estaba otra vez en la misma situación que la noche anterior, desesperad o por la liberación. Y esta vez sólo podía culparse a sí mismo. Clavó la mirada en la oscu ridad de la escalera. Observar el clímax de Helene había sido insoportable. Había inte ntado humillarla, manteniendo su distancia, pero había fallado. El gozo de su prop ia sexualidad, simplemente le hizo sentirse como un recipiente vacío, inútil. Dios, hubiera querido rasgar sus pantalones y meter su pene profundamente dentro de el la, hacerla correrse una y otra vez hasta que ella gritara su nombre. Ahuecó sus t estículos y gruñó ante la pesada opresión. Helene tenía razón. Si encontraba alguna posibil dad de superar su pasado y tomar el control de su futuro sexual, necesitaba la c asa de placer. Necesitaba un lugar donde pudiera recuperar la alegría del sexo, qu e había sido drásticamente reducida por su matrimonio. Con un suspiro, cerró los ojos y permitió que su pasado lo abrumara. Imágenes de la India, su viaje a casa, y su en cuentro con Helene inundaron su mente. ¿Cuál había sido su deseo más erótico entonces? ¿Qué bía anhelado que estuviera completamente prohibido? Recordó el lacayo del barco, la boca del hombre cerrándose alrededor de su polla. Notó la dureza de la pared a su es palda, los gritos gozosos y murmullos de los clientes de Helene incluso a través d e las puertas pesadas. Sabía dónde tenía que ir y lo que tenía que hacer. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 102 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Un minuto después, la puerta en el segundo nivel con la leyenda TODO LO QUE DESEAS estaba delante de él. Con las manos temblorosas, Philips la abrió y se encontró en un pequeño espacio completamente oscuro. Ni siquiera podía ver su propia mano, así que s e quedó cerca de la puerta. ―¿Cuál es su deseo? La voz era muy suave, Philips apenas lo oyó. Tragó saliva. ¿Podría seguir con todo esto? ¿Podría salvar algo de su pasado para ayud r a redescubrirse a sí mismo? ―Quiero un hombre... un hombre que me chupe la polla. Sus palabras sonaron tan fuerte e impactantes en el reducido espacio que casi de seó poder retirarlas. ―Por supuesto, señor. Podemos dar cabida a su deseo dentro de lo s próximos diez minutos. Por favor, pase a la sala a su izquierda. Titubeando, Phi lips extendió su mano izquierda, sintió la jamba de una puerta, y se dirigió hacia ell a. El segundo espacio se sentía más grande que el primero, a pesar de que todavía no p odía ver más de un pie a su alrededor. La espera parecía interminable, su incremento e n el ritmo cardíaco se reflejaba en el urgente latido de su polla. Cada tenso segu ndo de tiempo lo llevaba más cerca de escabullirse, de renegar de su apuesta e int entar hacer una vida con sus hijos muy lejos de Londres y de los placeres de Hel ene Delornay. Pero, ¿podría irse por sí mismo? Lo había intentado antes y no había funcion ado. Una lánguida silueta blanca, el clic del pestillo de una puerta, y cayó nuevame nte dentro de la oscuridad volviendo su atención al presente. Dio un salto cuando unos dedos callosos rozaron su muslo y comenzaron a desabotonar sus pantalones. Hizo un puño con sus manos a los costados cuando su polla se estremeció y derramó pres emen, empapando su ropa interior mientras el hombre lentamente exponía su polla. ―Di os... ―Sus caderas se sacudieron hacia adelante cuando su eje se vio envuelto en u na caliente y húmeda boca. Se olvidó de pensar cuando el hombre empezó a chupar, metió l a mano en el grueso pelo del hombre para sostenerlo justo donde lo quería. Después d e veinte golpes desesperados, se estaba corriendo duro, follando la boca del hom bre con toda su fuerza, metiendo su polla tan profundo como podía mientras espasmo tras espasmo de semilla se disparaba de él. ―Dios... lo siento. Trató de retroceder, pero sintió los dientes del hombre cerrarse suavemente alrededor de la base de su ahora flácido miembro y se quedó inmóvil. Chupadas más pequeñas ahora, una lengua encrespán ose sobre la corona de su polla, sondeando la hendidura, bordeando la cabeza, bu ceando hacia abajo hasta chupar sus bolas y acariciar la sensible piel entre el culo y su eje. Su polla creció y llenó la boca del otro hombre nuevamente. Sólo entonc es el hombre lo liberó. Besó la corona y lamió el líquido acumulado. ―Puedes llamarme Adan . ¿Puedo usar mis manos sobre ti también? La voz era culta, la de un caballero, no e l sirviente que Philips inconscientemente había esperado. Podría haber conocido a es te hombre en TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 103 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer alguna reunión social, podría encontrarse con él incluso y nunca saberlo. Inexplicable mente, su polla creció aún más ante esa idea. ―Sí. Adan besó la polla de Philips de nuevo, aciéndola girar alrededor de su boca mientras ahuecaba las bolas de Philips. ―Ah... eso es... Philip cerró los ojos cuando el gozo lo hizo estremecerse. La boca de Ad an era fuerte, casi brutal, las manos y largos dedos acariciaban las nalgas y lo s muslos de Philips, invitándolo a conducir su polla más profundamente dentro de la boca de Adan. Philips trató de detener los empujes. ―No quiero hacerte daño. La respue sta de Adan fue tomarlo más profundo, chuparlo más duro, clavar sus dedos en las nal gas de Philips y obligarlo a bombear tan rápido como pudiera. Su segundo clímax pare cía no terminar, todo su cuerpo convulsionó de placer mientras él se corría en la boca d e este hombre desconocido. ―Gracias. Adan liberó su polla y le dio un último beso. ―El p lacer fue todo mío. Philips se aclaró la garganta. ―¿Qué pasa con tus necesidades? ―Esta ha itación es para los deseos secretos, ¿verdad? A ti te gusta tener la boca de un homb re sobre ti. A mí me gusta tener un hombre en mi boca. Estamos a mano. Adan metió la polla de Philips de nuevo en su ropa interior y abotonó sus pantalones. ―Si quieres verme de nuevo aquí, yo estaría más que dispuesto a servirte. Pregunta por mi nombre. Philips no tuvo oportunidad de responder antes que Adan saliera de la habitación, cerrando la puerta detrás de él. Philips tomó una profunda respiración. Sus piernas aún s eguían temblando, todo su cuerpo aliviado por la efusión de su semilla, con la sensa ción de que había liberado mucho más que eso. Se sentía más en paz consigo mismo de lo que lo había hecho en años, a pesar de que ante los ojos de la mayoría de la gente él había p ermitido un acto inmoral. Pero Helene y todos los clientes de la casa del placer no lo condenarían. Ellos entenderían su necesidad de redescubrirse a sí mismo. Se vol vió hacia la puerta e hizo su camino de regreso a la sala principal, casi chocando con una pareja besándose contra la puerta de servicio. Las piernas de la mujer es taban envueltas alrededor de los muslos del hombre. Philips los pasó bordeándolos y tomó el pasillo de vuelta hacia el salón principal y luego a la silenciosa y cálida co cina para recoger su sombrero y sus guantes. ¿Qué pensaría Helene de su aventura? Se p uso el sombrero. Probablemente ella ya sabía lo que había hecho. Nada en la casa del placer se le escapaba. Dio una nostálgica mirada por última vez a las escaleras que conducían a la parte trasera de la casa. Una parte de él quería volver con Helene y t omarla en la TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 104 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer cama. Sus experiencias pasadas lo obligaban a pensar en lo que había hecho antes d e que él se enredara más profundamente en las redes de Helene. Tal vez no tendría que decirle o explicarle nada a ella. Si Helene realmente creyera que todos los homb res y mujeres tienen derecho a experimentar con el sexo hasta que encuentren sus propios placeres, ella sería capaz de aceptarlo tal como era. Se dio cuenta de qu e estaba sonriendo. Sería interesante ver si ella vivía bajo sus propias reglas. Muc ha gente no lo hacía. ―Me pidió que le chupase la polla. ―¿Eso es todo? El capitán David Gr y se encogió de hombros y luego le sonrió. ―Fue suficiente para mí. Lo disfruté enormement e. Helene había sido levantada de la cama por Judd para encargarse de una solicitu d inesperada de Philips en la habitación de los deseos. Ella había requerido a uno d e sus clientes favoritos, el Capitán Gray, para satisfacer las necesidades de Phil ips y había esperado ansiosamente en su sala de estar para oír cómo habían ido las cosas . Sonrió al joven capitán de la Marina. ―Me alegro de que lo hayas disfrutado. ¿Él lo hizo ? ―Se corrió dos veces en mi boca, así que supongo que sí. ―La sonrisa del capitán Gray se izo más vacilante. ―No le di mi nombre real, pero me ofrecí a chuparle la polla en cua lquier momento que él quisiera. Helene le apretó el brazo. ―Estoy contenta de oír eso. Y no es necesario que me informes de nuevo si te lo pide otra vez. Respeto tu pri vacidad. ―Gracias, madame. Espero que él vuelva. ―Suspiró. ―Pero eso está en las manos de é no en las mías. ―Me gustaría poder darte una respuesta, David, pero yo también estoy ins egura con respecto a lo que verdaderamente desea. ―Ella lo besó en la mejilla suavem ente. ―Ambos tendremos que esperar para ver qué pasa, ¿no es verdad? David se inclinó y le besó la mano. ―Gracias por pensar en mí, madame. Le prometo mi total discreción en es te asunto. Se despidió, y Helene apagó las velas y regresó a la cama. A ella le hubier a encantado ver a Philips con David, sabía que él no habría sido capaz de superarlo co n su presencia en absoluto. Ella se reclinó sobre las almohadas y deslizó la mano en tre sus piernas. ¿Este era el alcance de su identidad sexual? ¿Él ya no podría funcionar con una mujer en absoluto? Si era así, estaría desilusionada. A pesar de su necesid ad de deshacerse de él, sonrió lentamente a medida que se imaginaba a Philips follándo la. Los próximos veintinueve días podrían resultar muy interesantes.... TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 105 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer CAPÍTULO 14 4 ―Por lo tanto tengo un expediente individual para cada cliente, sus gustos y disgu stos sexuales, el número de veces que visitaron la casa, sus peticiones especiales ... Philips, ¿estás escuchando? ―Helene miró a Philips, que estaba sentado junto a ella en su escritorio. Él la miró fijamente durante un largo momento. ―¿Perdón? Ella dejó su plu a. ―Te pregunté si estabas escuchándome. ¿Cómo esperas informarte sobre la casa del placer si ni siquiera me puedes prestar atención durante cinco minutos? ―Escuché lo que diji ste. ―Lo dudo. ―Has dicho que tienes un archivo sobre todos los miembros del club. ¿Ti enes uno sobre mí? ―Todavía no. ¿Te gustaría uno? Su sonrisa se mostró indiferente. ―Estoy uro de que ya tienes un montón de información para poner allí. Ella inhaló. ―Has estado aq uí sólo cinco días, Philips. No has hecho nada particularmente emocionante. Él también habí tenido derecho a cinco noches en su cama, sin embargo desde su segunda noche ju ntos, él la había acompañado a su habitación, había besado su mano y se había marchado. Ell sabía a ciencia cierta que él no había hecho uso de ninguna de las posibilidades de p lacer de la casa, tampoco. Él arqueó las cejas. ―¿Te he decepcionado? ―No he dicho eso. ―El a sonrió con amabilidad. ―Un hombre de tu edad, probablemente necesita su descanso. Un músculo tembló en su mandíbula mientras la miraba. Helene continuó mirándolo inocenteme nte. No tenía ningún deseo de compartir sus preocupaciones con él. Si quería rechazar lo s placeres de su cama, era un tonto y no valía la pena preocuparse. Otra de sus ex periencias con Adan la habría convencido de que él realmente prefería hombres, o la in moralidad del lugar lo había abrumado y él había decidido retirarse de nuevo. ―No te estás tomando en serio nuestro trato. Él frunció el ceño. ―Paso todo el día contigo. ¿Qué más qu ? ―¿Qué pasa con las noches? Se encogió de hombros. ―Te llevo a tu habitación todas las noc es y me cercioro que te metas segura en tu cama. ¿Qué más quieres? ―Nada en absoluto, mi lord. No podría estar más feliz. Su sonrisa fue lenta y estaba llena de satisfacción m asculina. ―Quieres que me quede, ¿no? Quieres que te folle. Helene cerró de golpe el l ibro y puso su pluma en el cajón superior. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 106 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer ―Quiero que cumplas con todas las partes de nuestro trato y que me escoltes a la a pertura del nuevo salón en el piso público esta noche. Me gustaría la opinión de un homb re. ―Si eso es lo que realmente quieres, que lo dudo, por supuesto que lo haré. ―Se le vantó y se acercó a la ventana, una mano frotando la parte posterior de su cuello. ―Vo y a tomar una cena temprana en la cocina con madame Dubois y estaré listo para cua ndo me desees. Helene miró su desprotegida cabeza. Ella mantenía la calma, sólo un poc o. No estaba acostumbrada a que sus amantes masculinos hablaran con ella de esa manera. Se había acostumbrado a ser adorada. Una sonrisa torció sus labios. Él realmen te estaba demostrando ser un hombre exasperante. ―Quiero estar allí para la primera exposición, ¿alrededor de las ocho, entonces? Se volvió para mirarla. ―Ocho en punto. Fi el a su palabra, Philips estaba esperándola afuera del nuevo salón. Se había cambiado con su ropa de noche y parecía más adusto, el abrigo negro y los pantalones blancos eran una combinación perfecta para las austeras líneas de su rostro. Helene se había p uesto uno de sus más atrevidos vestidos, una confección en color crema y encaje que apenas contenía sus pechos y se aferraban a la silueta de sus piernas. Su mirada p arpadeó sobre ella y se asentó en la sombra entre sus pechos. ―Si llegaras a estornuda r, ¿no se caerá tu canesú hacia abajo? ―Por supuesto que no. Quedará agarrado a mis pezone s. ―Helene pasó su dedo a lo largo del hueco y de las curvas del encaje para ilustra r el punto. ―Es poco probable que estornude aquí de todos modos. ―Espero que no. ―Señaló a a puerta. ―No se ha puesto la leyenda sobre la placa. Helene abrió la puerta y entró. ―S e hará si la habitación se considera un éxito esta noche. Vamos a encontrar nuestros a sientos. Eligió un asiento en la parte trasera justo a la derecha de la puerta, y Philips se unió a ella. Para su deleite, el espacio ya estaba lleno. El centro de la escena estaba ocupado por una gran cama cubierta con sábanas de raso rojo. Phil ips le dio un codazo. ―¿No son las sábanas un poco demasiado llamativas? Seguramente n o deseas crear la imagen de un burdel. Ella lo miró sorprendida. ―La piel se ve mejo r en contraste con el rojo. Pero si realmente no nos gusta el efecto, se puede c ambiar. Un hombre de pelo rubio apareció vestido sólo con la camisa y los pantalones . Colocó una vela al lado de la cama y comenzó a quitarse la camisa. Una mujer lo si guió, cubierta sólo con un delgado camisón. Cuidadosamente colocó la vela en el otro lad o de la cama y se acercó junto al hombre. Él comenzó a besarla, sus manos vagando sobr e sus nalgas y cintura mientras ella se retorcía en su contra. Un hombre de cabell o oscuro apareció y se unió a ellos, besando a la mujer también, jalando el camisón por encima de su cabeza para exponer sus pequeños senos y el vello oscuro entre sus mu slos. Helene sonrió cuando los TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 107 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer dos hombres se centraron en la mujer, sus bocas sobre sus pechos, sus labios, y su coño. Esto era exactamente lo que ella había pedido, algo elegante y sensual, alg o que condujera a un momento culminante. La mujer ayudó a los hombres a quitarse l a ropa, y pronto los tres se tumbaron entrelazados sobre la cama. Helene miró a Ph ilips. Parecía absorto, su atención fija en la erótica demostración frente a él. Desde lue go, no parecía un hombre que quisiera irse. La mujer yacía tendida sobre la espalda, sus piernas abiertas. El hombre rubio a su derecha lamía su sexo, y el hombre de cabello oscuro succionaba sus pechos. Helene sintió su propio cuerpo responder a l a lujuriosa escena; sus pezones duros, y la crema inundando su sexo. Pegó un salto cuando Philips le cubrió la mano con la suya y la apretó con fuerza. Sobre la cama, el segundo hombre se deslizaba hasta el coño de la mujer, su lengua se enredaba c on la del otro hombre, sus dedos entrelazados mientras se hundían repetidamente de ntro del sexo de la mujer. Incluso a través de su excitación, Helene observaba con u n ojo conocedor que ambos hombres tenían sus cuerpos ubicados en un ángulo para perm itir que la audiencia tuviera la mejor vista de la mujer. Los espectadores murmu raron ante el reconocimiento cuando la mujer cogió las pollas de los dos hombres y comenzó a frotarlas. Uno de los hombres gimió, y el otro lo besó de lleno en la boca antes de volver su atención al clítoris de la mujer. ―Un verdadero menage a trois, ent onces. ―El susurro de Philips apenas agitó el aire junto a su oído. ―Muchas de las mujer es aquí están fascinadas por la idea de dos hombres juntos. Este escenario les permi te observar y luego decidir si desean participar. ―¿Hasta dónde llegarán? ―Tan lejos como cada parte involucrada desee. Los límites están por lo general acordados antes de co menzar, aunque a veces no se cumplen. Algunos podrían decidir detenerse ahora, otr as mujeres podrían querer tener sexo con los dos hombres. Algunos incluso podrían pr eferir ver a los hombres teniendo sexo y no participar en absoluto. ―Una interesan te habitación con muchas variadas opciones, entonces. ―Como puedes ver. Ella sonrió en la oscuridad cuando el hombre rubio se arrodilló entre los muslos de la mujer y l a penetró con su grueso eje. El hombre de cabello oscuro se movió sobre la cama y co locó su pene en la boca de la mujer. Repentinamente, Philips se levantó y tiró de ella con él, su mano dura en su codo. Nadie en la audiencia pareció darse cuenta de su a brupta salida cuando la mujer abrió la boca para aceptar la llorosa polla del homb re. En el pasillo, Philips besó a Helene, una mano alrededor de la parte posterior de su cuello para mantenerla cerca. Ella le devolvió el beso, su cuerpo ya estaba listo para el camino de la pasión, su seductor aroma tan familiar ahora como el s uyo propio. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 108 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Cuando finalmente liberó su boca, fue sólo para tirar de su mano, arrastrarla por el pasillo y bajar las escaleras hacia su suite. Él se movió tan rápido que ella estaba jadeando en el momento en que cerró la puerta detrás de él. Ella retrocedió hasta que qu edó de pie junto a su cama. Él se quitó la chaqueta y el chaleco y los arrojó al suelo. Sus ojos estaban brillando, su boca rígida. ¿Qué había pasado para cambiar su actitud re lajada? ¿Qué cosa particular lo había perturbado? Desesperada, Helene trató de repensar sobre la interpretación que acababan de presenciar. ―¿Odias este cuarto también? Él la miró fijamente, mientras sus manos se trasladaban a su propia garganta. ―Mi noche de bo das fue un desastre. Traté de ser amable, intenté no asustarla, pero Anne estaba inc onsolable. En verdad, estaba tan histérica, que ni siquiera traté de cumplir con mis obligaciones maritales. Apenas me alejé de su lado la escuché llorar toda la maldit a noche. Helene luchaba por comprender su brusco cambio de tema mientras él tiraba de su corbata sin desabrocharle el alfiler, arrancándola de su garganta y arrojándo la al suelo. ―Durante tres meses toleré su llanto y desmayos y su negativa a permiti rme quitar algunas de sus prendas de vestir o de la mías. Desesperado, incluso acc edí a llevarla de regreso a la casa de campo de mis padres, donde me prometió que es taría mucho más dispuesta a aceptarme en su cama. Dio dos pasos hacia delante y se d ejó caer pesadamente en una de las delicadas sillas francesas de Helene. La silla crujía y gemía mientras se quitaba las botas y las medias. ―Cuando la noche designada finalmente llegó, fue, por supuesto, un completo desastre. ―Su sonrisa no contenía cal idez. ―Nunca he visto tanta sangre derramarse de una mujer. Ella gritaba y luchaba con sus uñas contra mí, pero esta vez no me detuve. Estaba decidido a tenerla. Y aún así, puse mi mayor esfuerzo para no hacerle daño, traté de ser suave dentro de ella, m antuve mis empujes superficiales y controlados, manteniendo mi peso por encima, pero igual ella gritaba y se desmayó. Helene lo observaba mientras se levantaba de la silla y se movía más cerca de donde estaba ella. ¿Dirigiría su ira contra ella, o es taba simplemente vinculando sus palabras y sus recuerdos? Ella era la que había qu erido que pierda sus inhibiciones. Tal vez debería haber sido más cuidadosa. Se desa brochó los pantalones, metió su mano en ellos, y sacó los faldones de su camisa. ―Por su puesto, me mantuve alejado de ella después de que fue corriendo pegando alaridos a mi madre. No he vivido con mi familia por casi cinco años. Estaban dispuestos a c reer en su palabra sobre la mía. Dios, toda la casa me trataba como si yo fuera un monstruo incivilizado. ¿Qué otra cosa podía hacer? Él tocó el hombro de Helene. ―Date la v elta. ―La desató con manos ásperas y ágiles y la giró de nuevo para que lo enfrentara. Sus dedos se movían en el pelo de ella, y éste cayó sobre sus hombros; las horquillas eng arzadas cayeron al suelo. ―Quítate el resto. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 109 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Helene no discutió mientras él se quitaba la camisa y salía de sus pantalones. Estaba magníficamente erecto, su polla ya brillaba con líquido preseminal. ―Tres meses más tard e, Anne me dijo que estaba embarazada y que, como yo había consumado mi odiosa tar ea, no tenía necesidad de compartir su cama otra vez hasta después de que naciera el bebé. ―Se encogió de hombros. ―No es que estuviéramos compartiendo una cama de todos modo s. Alargó la mano y ahuecó los pechos de Helene; sus pulgares raspando sobre sus pez ones, poniéndolos instantáneamente duros. ―No podía follar con nadie más en la casa de mis padres, y de todos modos, cuando encontraba una chica dispuesta en el barrio, m i esposa siempre lo descubría y comenzaba una escena digna de una farsa de Drury L ane 8. Por lo tanto, me terminé familiarizando con la mano y mi imaginación. ―Su boca se retorció hacia arriba en una esquina. ―Las imágenes eran todos tuyas, a pesar que y o había jurado que nunca más pensaría en ti otra vez. Ella tuvo que alejar la cabeza c uando sus dientes rasparon su cuello. Su proceder era excitante. ¿Sabía él que ella an helaba cada franqueza, cada caricia que la daba de tal manera que no le diera ot ra opción más que doblegarse? Se estremeció cuando él mordió su oreja y la guió hacia la ca a, con la mirada aún distante y claramente hostil. ―Dos años más tarde, tuve a mi esposa una vez más, y ella concibió a nuestra hija. Después de eso, me evitó completamente. ―Él l levantó sobre la cama y se inclinó sobre ella, su caliente polla húmeda presionando c ontra su vientre. ―¿Te das cuenta que tuve más sexo contigo durante ese único fin de sem ana salvaje que el que tuve con mi esposa en diecisiete años? Helene se lamió los la bios. ―¿Eso seguramente no es mi culpa, no, monsieur? Tomó su polla alrededor de la ba se y lo frotó contra su clítoris hasta que ella gimió. ―No he dicho que lo fuera. Empujó s u longitud entera profundamente, y Helene jadeó. Ella trató de llevar sus rodillas h acia arriba, pero su peso la mantenía clavada en la cama. Lentamente retiró su polla y la miró antes de presionar con fuerza y profundo, una vez más. ―Al principio traté de no pensar en ti cuando me masturbaba, pero después de un tiempo, te convertiste e n la única cosa con la que quería fantasear, la única cosa que no estaba manchada por asociación con mi familia. ―Salió de nuevo, la llenó con todo el grosor de la longitud d e su polla con otro suave empuje interminable. ―Te imaginaba debajo de mí, pidiéndome que te follara, incluso cuando te había tomado fuerte y rápido, me rogabas que te ll enase con mi polla. Él la miró, respirando agitadamente, su ritmo cardíaco audible. ―Y a hora voy a hacerte gritar de verdad. El Drury Lane es el teatro más antiguo de los escenarios ingleses. Aún sigue abierto y en funcionamiento. (N. de. T.) 8 TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 110 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Helene gimió cuando él deslizó las manos debajo de sus rodillas y puso sus pies sobre los hombros. Ella no podía detener la profundidad de su penetración o su peso bajand o sobre su hueso púbico. Tenía los ojos abiertos mientras bombeaba en ella, cada emp uje la llenaba completamente, forzándola a correrse una y otra vez. No se detuvo n i siquiera cuando ella gritó su nombre, su rostro contorsionado por la agonía de la lujuria mientras se mecía dentro de ella. Lo agarró de sus antebrazos y se sostuvo m ientras él continuaba machacando, decidida a observarlo en el más íntimo de los moment os, para ver su expresión cuando llegara a su clímax en su interior. Él empezó a gemir c on cada golpe, sus músculos temblaban debajo de su piel, su polla creciendo imposi blemente grande dentro de ella. Él llegó a su clímax con un rugido que la llevó con él. Tu vo que cerrar los ojos entonces para aferrarse al exquisito momento, para permit ir que su cuerpo prolongase los espasmos en el placer, para apretar y sacar hast a la última gota de su semen de su interior. Con un gemido, se desplomó sobre ella, presionándola contra la cama, el rostro hundido en su cuello. Helene se quedó inmóvil, permitiéndole este momento de posesión, su mente ya está ocupada revisando la intriga nte historia de su matrimonio. Estaba segura de que había más heridas por descubrir, más engaños, ¿pero Philips se daría cuenta por él mismo? Se apalancó para alejarse de ella un poco. ―Me disculpo. Debería haber salido. El resplandor sexual de Helene fue abru ptamente extinguido. Le empujó por los hombros, y él, obedientemente rodó sobre su esp alda. ―Tu disculpa llega un poco demasiado tarde y con un poco de autosatisfacción. Probablemente asumes que porque soy una puta, no importa si me quedo embarazada. Se volvió para mirarla y frunció el ceño. ―Quise decir lo que dije. Debería haberme retir ado. Eso fue todo. ¿Por qué hacer un drama de esto? Ella se apartó de él hasta que estuv o sentada al otro lado de la cama y jaló la sábana para cubrirse los pechos. ―Tú también, probablemente, supones que una puta sabría cómo deshacerse de un posible incómodo reco rdatorio de tu pasión. ―Helene, ¿qué en nombre de Dios te está pasando? ―Philips se sentó y miró. ―Si supuse alguna de esas cosas, me disculpo. Si hay consecuencias con mis ac ciones, esperaría que me lo dijeras y cumpliré con mis obligaciones. ―No habrá “consecuenc ias”, como tú lo llamas. Ya no puedo tener hijos. ―Ella tragó saliva. ―Supongo que lo cons iderarías como una bendición para mi elegida profesión. Philips levantó las manos. ―¿Qué qu es que te diga? Si estoy de acuerdo contigo, te ofenderías. Si no, es probable que te ofendas también. Helene lo miró fijamente. Parte de ella quería lanzarle esa pompo sa declaración acerca de sus obligaciones de vuelta a su garganta y revelarle las TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 111 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer obligaciones que él ya tenía con ella. El resto de ella simplemente lo quería dejar ir . Ella alzó las cejas. ―¿Ya terminaste? ―¿Qué? ―¿Ya terminaste conmigo? Me has tenido, ¿no que irte ahora? Su expresión se oscureció. ―Helene, deja de actuar como una pobre puta subyugada. Ella se quedó con la boca abierta. ―¿Cómo me has llamado? Se encontró con su m irada de frente. ―No pienso en ti como una puta. Nunca lo hice, así que no pretendas serlo. ―Mentiroso. ―Helene... ―Suspiró. ―Quiero follarte otra vez. ¿Por qué estás haciendo tan difícil? Se arrastró hacia ella, y ella trató de no mirar los músculos de sus muslo s y la tensa llanura de su estómago, donde su medio erecto pene alardeaba de sí mism o. ―Me prometiste tus noches. No un rollo rápido sobre la ropa de cama. ―A tu edad, yo no esperaba que tuvieras la resistencia para más de una vez. Él sonrió y se estiró haci a abajo para acariciar la dureza cada vez más grande entre los muslos. ―Pero entonce s tú no sabías de cuánto tiempo tenía yo que compensar, ¿verdad? Luchó por encontrar las pa abras para ponerlo a distancia de nuevo, aún cuando su cuerpo anhelaba y se prepar aba para su toque. ―¿Estás sugiriendo en serio que después de tu segundo hijo, no has te nido relaciones sexuales? Se encogió de hombros. ―No con mi esposa. Llegamos a un ac uerdo que yo podía tener una amante si me comprometía a nunca tocarla de nuevo. He e ncontrado a una viuda en la ciudad a veinte millas de distancia, que estaba cont enta de compartir mi cama de vez en cuando. Fue suficiente. A pesar de sí misma, H elene sentía cierta simpatía por Philips, condenado a un matrimonio sin amor, sin se xo mientras ella... mientras que ella había por lo menos disfrutado de su escandal osa vida. ―¿Qué edad tiene tu hija? ―Emily tiene quince años. ―¿Y tu hijo mayor? ―¿Mi hijo, d? Él tiene diecisiete años. No era mucho más joven que los gemelos. ¿Richard tendría algu na similitud con su padre o con Christian? Su ira contra Philips murió tan rápidamen te como había surgido. Él no sabía nada de los gemelos, por lo que sus comentarios ace rca de su fertilidad no fueron tomados como algo personal. Tenía que recordar eso. Si esperaba persuadir a Philips para que renunciase a sus acciones, tenía que cum plir con su parte del trato. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 112 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Con un suspiro, soltó la sábana y le dirigió a Philips su sonrisa más seductora. ―¿Te gusta que te chupase la polla? Él la miró durante un largo momento, la sospecha en sus oj os claramente en guerra con el aumento de su lujuria. ―Si me prometes no morderla. Helene se inclinó y lamió la corona. ―Eso puedo prometerlo. No me gustaría privarme a mí misma de este placer. Philips gimió cuando ella lo lamió otra vez. ―Gracias a Dios por eso. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 113 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer CAPÍTULO 15 5 Helene se sentó en su escritorio mordiendo el final de su pluma. Había pasado una se mana desde que Philips había aceptado su oferta, y no había logrado ahuyentarlo. En realidad, había llegado a ser tan familiar para ella como el resto de su personal e igualmente eficiente. En este momento, él estaba en la cocina discutiendo la cal idad del vino ofrecido con Judd y madame Dubois. Su apetito sexual no conocía fron teras tampoco. A pesar de su edad, estaba tan ansioso por follar como cualquiera de los jóvenes Lords que habían compartido su cama en el pasado. La diferencia era que a él le gustaba ser el amo en la cama, mientras que los jóvenes pimpollos de la nobleza la habían permitido a ella dictar cada movimiento sexual. Helene se dio cu enta que estaba sonriendo. A ella le gustaba su rudeza, su fogosidad, y la forma en que trataba de dominarla. Sin duda, era una alteración de todas las costumbres . Si no tenía cuidado, iba a extrañarlo cuando los treinta días terminaran... Una conm oción en el pasillo interrumpió sus pensamientos, y miró hacia la puerta. Mon Dieu, lo s gemelos deberían haber regresado. ¿Cómo diablos iba a mantenerlos alejados de Philip s? No era como si ella pudiera esperar endosárselos a George por otras tres semana s. Se puso de pie cuando el ruido se hizo más fuerte. ¿Podría Philips siquiera reconoc er a sus propios hijos? Como la mayoría de los hombres, seguramente no estaría busca ndo reconocer a sus antiguos bastardos. La puerta se abrió, y George y los gemelos entraron en la habitación. George lucía inusualmente disgustado, su sombrero torcid o, su inmaculada camisa arrugada. Christian lucía su habitual auto-desdén, pero Lise tte había tomado un poco de color en sus mejillas. ―Tus hijos insistieron en partir a alguna intempestiva hora de esta mañana y viajar a toda velocidad para llegar aq uí. Así que aquí están. ―George hizo una reverencia en la dirección de Helene. ―Me voy a do r por una semana. Te veré cuando me despierte. Helene le lanzó un beso mientras retr ocedía apresuradamente para salir de la habitación. Los gemelos no se molestaron en decir adiós. Helene invocó una brillante sonrisa. ―Bonjour, Christian, bonjour, Lisett e. ¿Disfrutasteis de vuestra visita a Brighton? Lisette realmente le sonrió. ―Lo disfr uté, mamá. El paisaje era hermoso, y pudimos ver toda la gente elegante paseando por las calles durante las tardes. Lord George fue un excelente anfitrión. ―No, no lo f ue, ―Christian interrumpió. ―Él lo fue. Tú sólo te has enojado porque no te permitió jugar nirte a los jóvenes más salvajes en sus fiestas escandalosas. ―¿Y qué puedes saber tú sobre eso, Señorita Cara-Remilgada? TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 114 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Helene se apresuró a interrumpir. Incluso con su breve conocimiento de los gemelos , se había dado cuenta de que ellos podían aguijonearse mutuamente durante horas si no se los distraía. ―Me alegro de que hayan disfrutado de su estancia. ¿Qué les gustaría h acer ahora? Christian frunció el ceño. ―No estamos dispuestos a volver a Francia, si e so es lo que quieres decir. No hemos visto casi nada de Londres todavía. ―Eso es cie rto. He arreglado con una nueva compañía que os guiará por los alrededores la semana q ue viene. ―Se anticipó a Christian con un decisivo gesto de la mano. ―Podéis quedaros en las suites de huéspedes aquí todo el tiempo que permanezcáis en la casa del placer. N o voy a insistir en que regreséis al hotel si me prometéis portaros bien. La sonrisa de Lisette se desvaneció. ―¿No puedes dedicar algunas horas para sacarnos por ti mism a? Helene la miró fijamente. ―Yo... supuse que no veríais con agrado mi compañía. ―¿Había l l las señales? ¿Sus hijos estaban tratando de llegar a ella? ―Nosotros no la queremos con nosotros, Lisette. Ella podría estropearlo. Helene se volvió a Christian. ―¿Cómo haría so? ―Porque eres una puta de mala reputación. No quiero que a Lisette se la coman co n los ojos los tipos de hombres con los que tú te relacionas. Helene suspiró y volvió a sentarse. ―No soy una puta. No soy considerada completamente respetable, pero a menos que tengas aspiraciones de ser aceptado por la alta sociedad, ser visto en mi compañía difícilmente pueda perjudicarte. Christian se encogió de hombros, ruborizad o. ―Todo el mundo sabe quién eres. Diriges un burdel famoso, por el amor de Dios. ―No dirijo un burdel. Mis clientes pagan una gran cantidad de dinero para disfrutar de las relaciones sexuales de su elección en la privacidad de este club. No empleo putas profesionales, y no hay intercambio de dinero. ―Inmovilizó a Christian con su mirada más dura. ―Todavía me gustaría saber quién te dijo que soy una puta. ―A mí me gusta aber por qué nos mentiste durante todos estos años. Helene respiró hondo. Los gemelos eran casi adultos. Tal vez finalmente entenderían sus motivos. A pesar de su preoc upación, con Marguerite al menos una vez ya había tenido que tratar de explicar lo q ue había hecho. ―Mentí porque no quería que os avergonzarais de mí. Christian levantó las c jas, recordándole forzosamente a su padre con toda su arrogancia. ―¿Avergonzarnos? ―Yo e ra soltera y estaba a punto de embarcarme en un nuevo negocio. No tenía idea de si tendría éxito o no. Pensé que lo mejor sería que fuerais cuidados en un lugar seguro. ―Ar riesgó una mirada a los gemelos y los encontró a los dos escuchando atentamente. ―En l os primeros años, también se hizo cada vez más difícil ir a Francia debido al continuo c aos de la revolución TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 115 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer y el crecimiento de Napoleón. Consideré intentar traeros conmigo, pero al final, rea lmente pensé que las monjas tenían una mejor oportunidad de protegeros. ―¿Alguna vez vis itaste el convento de monjas, mamá? ―dijo Lisette. ―Sabes que lo hice. Trataba de ir p or lo menos una vez al año. ―Pero realmente nunca lo viste. Tú sólo veías las partes que l as monjas te permitían ver. ―¿Estás sugiriendo que fuisteis maltratados? Lisette se movió en su asiento. ―No maltratados, no, pero las monjas cuidaban de un montón de niños, y nosotros sólo éramos dos de muchos. Fuimos separados también. Helene tragó saliva. ¿Era es o cierto? ―Hice lo que pensé que era mejor para vosotros en ese momento. Estaba trab ajando veinte horas al día para conseguir la casa de placer que veis. Incluso si o s hubierais quedado conmigo, nunca hubiera tenido el tiempo de cuidaros. Christi an tomó la mano de su hermana. ―No, mamá, hiciste lo que era mejor para ti misma. Eso es lo que siempre has hecho. Nos abandonaste a nosotros y a Marguerite para tu p ropio egoísta beneficio. Ella encontró su dura mirada y recordó lo convencida que había estado de que sus decisiones eran las correctas. Reconoció ese mismo fulgor de det erminación en los ojos avellanas de su hijo. ―Tenía dieciocho años cuando tomé esa decisión Christian. La misma edad que tú tienes ahora. ¿De verdad crees que cada decisión que tomas es la correcta? ―Por supuesto que sí o sino no las tomaría. Ella sonrió vacilante. ―Esa es la ventaja de envejecer. Ya no estoy tan segura de haber hecho la elección correcta cuando tenía tu edad. ―Pero lo hiciste. ―Y tengo que vivir con eso. ―Ella le so stuvo la mirada, tratando de mostrar el amor en sus ojos, pero él apartó la vista. ―De la misma manera en que tú tendrás que vivir con las decisiones que tomes ahora. ―Resp iró hondo. ―Y antes que preguntes, no he tenido noticias de Marguerite todavía. Se oyó u n golpe suave en la puerta abierta, y Philip se asomó ―¿La molesto, madame? Ella reunió toda su compostura y consiguió esbozar una sonrisa. ―De ninguna manera, milord. Estába mos terminando. ―Se volvió hacia los gemelos y habló en un fluido francés. ―Podemos contin uar con esta conversación más tarde. Después de vuestro largo viaje, probablemente nec esitáis comer. ¿Por qué no vais a la cocina y veis a madame Dubois? Estoy segura de qu e ella puede prepararos una deliciosa comida. Christian lucía perturbado. ―No soy un niño. No me digas qué hacer. ―Miró a Philips, que esperaba pacientemente en la puerta. ―¿Q ién es ese, tu último amante? Se ve un poco viejo en realidad. Escuché que te gustan l os jóvenes. ―Os veré más tarde, Christian, Lisette. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 116 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Los gemelos salieron, Lisette luciendo tan molesta como su hermano. Helene se vo lvió a Philips y rezó para que su francés no sea tan bueno como el suyo. ¿Cuánto habría ent ndido de la conversación, y peor, que podría haber escuchado? Philips estudió el rubor de la cara de Helene. Se veía realmente molesta, algo que no había creído posible has ta que había empezado a despojarse de sus capas de absoluta compostura para revela r a la mujer apasionada de su interior. Su francés era excelente, pero la velocida d en que lo habló y el dialecto local le habían impedido entender cada palabra. Sin embargo, él estaba convencido de que había comprendido la esencia de la conversación. ―A sí que él piensa que soy demasiado viejo, ¿verdad? Para su asombro, Helene simplemente lo miró fijamente, sus dedos unidos delante de ella, sus labios apretados en una línea dura. Él tomó asiento frente a su escritorio y continuó estudiándola. Verla vulnerab le lo hacía sentir incómodo de maneras que él se negaba a examinar. ¿Qué le había dicho el oven para molestarla tanto? ¿Era un amante del pasado? El pensamiento hizo que la ira se agite en el estómago. ―Él es joven. ―Helene se humedeció los labios. Philips se enc ogió de hombros, perturbado por su instantánea irritación debido a que ella defienda a l joven. ―Es un estúpido arrogante. Todos los hombres lo son a esa edad. ¿Quién es y quién es la chica? El silencio se extendió entre ellos hasta que él estaba a punto de abr ir la boca para repetir su indudablemente grosera pregunta. ―Son mis hijos. Él se to mó su tiempo para digerir esa simple declaración. Durante la breve visión que había teni do de los dos jóvenes, había visto que eran rubios, franceses, y con tendencia a dis cutir, muy parecidos a Helene, de hecho. ―Pensé que habías dicho que no podías tener hij os. Ella finalmente le devolvió la mirada. ―He dicho que ya no podía tener hijos. Desp ués de que los gemelos nacieron, no he podido concebir de nuevo. ―Ah, eso lo explica ría todo, entonces. Ella guardó silencio de nuevo, y por primera vez él se lo permitió. Él giraba su reloj de bolsillo ociosamente entre los dedos mientras consideraba su s opciones. ¿Realmente quería los detalles de su vida amorosa después de que ella lo h abía dejado? Descubrió que no. La idea de su cuerpo siendo poseído por otro hombre era demasiado difícil de manejar. Empujó ese pensamiento atrás aún más rápido. ¿Por qué deberí tarle, después de todo? Estaría aquí sólo por los próximos veintitrés días, y él había teni cientes enredos emocionales con su fallecida esposa como para que le duraran tod a la vida. ―Judd y yo hemos decidido probar un nuevo proveedor de vinos. Ella parp adeó. ―¿Perdón? ―Dije que Judd y yo hemos decidido probar un nuevo proveedor de vinos. Cre o que has permanecido con los hermanos La Tour por razones de lealtad, no económic as. ―Los he conocido por años. Fui una de sus primeros clientes. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 117 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer ―Son uno de los principales comerciantes de vino en Londres ahora. Sinceramente no pienso que te sigan necesitando, y, de acuerdo con Judd, la calidad de sus prod uctos ha ido disminuyendo en el último año. ―Tal vez están teniendo un momento difícil par a conseguir los mejores vinos debido a la guerra. Philips se sentía aliviado de ve r algo de color volviendo al rostro de Helene a medida que su interés en la conver sación crecía. ―¿Dónde crees que tienen su lealtad, con uno de sus mejores clientes? No lo creo. Ellos no merecen tu cuenta. Ella levantó la barbilla. ―Yo tomo la decisión fina l sobre nuestros proveedores, no tú. ―Ya no. Pronto tendrás un socio a considerar, ¿recu erdas? Ella se puso rígida. Ah, ahí estaba el fuego, la determinación para vencerlo. Él sonrió deliberadamente condescendiente. ―Ya le dije a los hermanos La Tour que quere mos hacer negocios por otra lado. Vamos a ver cómo reaccionan a eso y tomaremos un a decisión. ―No tenías derecho a hacer eso. ―Helene se levantó. ―Deberías haberme consultad rimero. ―Te estoy consultando. ―Philips se levantó también, y se movió junto a ella. Desli zó su brazo alrededor de su cintura y la atrajo hacia sí. ―Sólo estoy esperando que estés de acuerdo conmigo. La besó y condujo su lengua profundamente, necesitando poseerl a, para recordarle de su ya profundo vínculo sexual. Ella arrancó su boca lejos de l a de él. ―No creo que puedas usar el sexo para conseguir lo que quieres de mí. Él sonrió. ― es eso lo que tú haces? ¿No me toleras en tu cama porque tengo algo que tú quieres? L e miró a los ojos. ―Hago mucho más que tolerarte. Volvió a besarla, capturó su labio infer ior entre sus dientes y lo mordió lentamente. ―¿Estás segura de eso? ―No finjo mi placer. ¿ tú? ―Yo seguramente no puedo hacer eso. La evidencia de mi deseo te llena y te pone tan húmeda que deslizarme dentro de ti la vez siguiente se hace mucho más fácil. Le t omó la mano y la colocó sobre su erección. ―Mi deseo por ti algunas veces puede ser inop ortuno también. Ella trató de salir de sus brazos. ―Definitivamente inoportuno. Tengo que ir a reunirme con los hermanos La Tours y asegurarles que no tengo ninguna i ntención de abandonar mis negocios con ellos. Él la mantuvo cerca, besó la larga línea d e su garganta hasta que ella temblaba en sus brazos. El olor de su excitación se m ezcló con su perfume y su polla creció aún más. ―Espera hasta mañana. Veamos cuál es su res sta primero. Si vas corriendo a ellos ahora, te verán débil e indecisa. ―Y tú te verás en ridículo por intervenir sin haber sido invitado. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 118 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Se encogió de hombros. ―Difícilmente me preocupe por eso. Judd estuvo de acuerdo con m i decisión… ve a hablar con él. ―La besó de nuevo. ―Por lo menos haz eso. Esta vez, cuando lla trató de escapar, él la soltó e hizo una reverencia. ―¿Quieres acompañarme al teatro es a noche? Ella se detuvo, la mano apretada contra su pecho, sus ojos aún cautelosos . ―¿Por qué? ―¿Por qué me gustaría llevarte? ―¿Estás seguro que deseas ser visto con una co ta? La mordacidad detrás de sus palabras difícilmente podría escapársele. ¿Acaso su hijo l a desaprobaba a ella y a su estilo de vida? ¿Eso le dolería? Se imaginó cómo se sentiría s i su hijo lo odiara. ―Creo que mi reputación puede soportarlo. ¿Qué tal la tuya? Seguram ente yo soy un hombre de avanzada edad por el que no tienes nada que temer. Su s onrisa tardó en llegar, pero cuando apareció fue impresionante. Ella se hundió en una profunda reverencia. ―Entonces, estaría encantada, milord. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 119 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer CAPÍTULO 16 6 Después de reunirse con los gemelos de nuevo y de intentar calmar sus irritados se ntimientos, Helene estaba muy contenta de salir de la casa del placer por unas h oras. Rara vez salía debido a la dedicación absoluta por su trabajo. Tener a Philips alrededor la había ayudado a darse cuenta de que necesitaba un verdadero asistent e para compartir algunas de sus cargas. Judd era un excelente representante, per o carecía de intuición sobre las personas. Estudió su vestido color limón pálido en el esp ejo. Era uno de sus favoritos. Su ropa interior de seda estaba cubierta por una fina malla adornada con pequeñas perlas. Colocó un collar de perlas alrededor de su cuello y una pulsera para completar el conjunto. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que había ido al teatro? Muchos más años de los que quería contar. Había renunciado a asistir después de que varios de sus escoltas se habían resentido porque otros hombres venían a presentarle sus respetos. Ese era el problema con los jóvenes, eran insoportabl emente celosos. Después de una de esas ocasiones, que había terminado casi en una lu cha de espadas en la madrugada, Helene había decidido quedarse en casa. Philip la encontró en el gran vestíbulo de la casa del placer vestido con sus habituales color es austeros, marrón oscuro y blanco esta vez, aunque un diamante brillaba en su co rbata. Él se inclinó y la ayudó con su capa. ―Te ves hermosa, madame. ―Gracias, milord. Le permitió llevarla afuera, al vivificante aire congelado, hasta donde su coche los esperaba. La acomodó en el asiento y se sentó frente a ella, sus emociones ocultas debajo de un leve ceño fruncido. Cuando ellos tenían sexo, a ella le encantaba ver e se ceño desaparecer, para observar la sensualidad que luchaba por liberarse de su pasado y surgir para tomar el mando. Su resistencia era notable, las profundidad es de sus relaciones sexuales hasta el momento desconocidas. Él captó su mirada fija sobre él y profundizó aún más su ceño. ―¿Qué pasa? Ella arqueó las cejas. ―¿No tengo permi e? Él hizo una mueca. ―¿Por qué querrías hacerlo? No soy nada extraordinario. Su falta de confianza permanente la sorprendía. En su egoísmo, su esposa le había hecho mucho daño. ―C reo que eres extraordinario. ―¿Por la resistencia que tengo contigo? Ella sonrió. ―Es ci erto que la mayoría de los hombres no logran estar a la altura de mis exigentes ne cesidades. ―Eso no era lo que quería decir. Eres una de las mujeres más exasperantes q ue he conocido. ―La miró reflexivamente. ―Cada vez que pienso que te entiendo, me sorp rendes. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 120 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer ―¿No es así como debe ser? ―No, y no estoy seguro de que me guste. ―¿Por qué no puedes simp ente catalogarme como una prostituta y mandarme al diablo? ―Seguro que eso facilit aría las cosas. ―Se removió en su asiento. ―Creo que mi principal problema es que en el momento en que te veo, la mitad de mi sangre se desvía directamente a mi ingle. Nu nca me ha gustado dejarme llevar por mi polla. ―Apenas es mi culpa si sucede eso. Deberías intentar lograr un mayor autocontrol. El carruaje se detuvo, y Helene jun tó sus faldas para descender. Philips salió y dio la vuelta para ayudarla a bajar. E lla tomó su mano, se quedó boquiabierta cuando él le dio un brusco tirón y la empujó con f uerza contra su cuerpo. La erección le rozó el estómago. ―¿Y qué si me falta autocontrol? E la sonrió dulcemente y lo empujó en el pecho. ―Entonces, tal vez tendré que ser muy cuid adosa. El teatro estaba lleno de gente cuando se abrieron paso hacia la escalera principal que conducía a los pisos superiores. Helene trató de ignorar tanto a las miradas de admiración de los hombres como a la deliberada indiferencia de algunas de sus mujeres. No era como si fuera nuevo para ella, la belleza tenía sus propias particulares ventajas y desventajas. No estaba muy segura de por qué le desagrada ba a muchas de las damas. Nunca había dormido con hombres casados, y les enseñaba a los más jóvenes cómo complacer mejor a las mujeres. En su opinión, la alta sociedad debe ría estar agradecida con ella, no desaprobarla. Pero entonces, como su casa del pl acer era un secreto guardado discretamente, tal vez las mujeres simplemente creían que era una cortesana de alto nivel. Ciertamente lo parecía. Se negó a permitirse m olestarse, así que sonrió y saludó a sus conocidos cuando Philips la instaló en su palco . ―¿Conoces a todo el mundo aquí? ―No a todo el mundo. ―Su abrupta pregunta hizo que lo mi rara. ―No he ido al teatro durante varios años, y nunca asisto a eventos sociales. N o me consideran adecuada. ―Y sin embargo, la alta sociedad es feliz de que les pro porciones los servicios sexuales que requieren. Ella se encogió de hombros. ―¿Sientes lástima por mí? Por favor, no lo hagas. No tengo ningún interés de bailar en Almack's. Él ocupó el asiento a su lado y comenzó a estudiar el programa en su mano. ―A pesar de qu e eres una paria, anticipo que vamos a estar inundados de visitas en el interval o. Ella le obsequió su mejor sonrisa. ―Si no deseas ser visto conmigo, lo entenderé. S iéntete libre de irte. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 121 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Él frunció el ceño. ―Te he escoltado a este maldito lugar. No voy a irme a ninguna parte . ―La entregó el programa. ―Es Mozart. ¿Te gusta? ―Por supuesto que sí. ―Estudió la hoja de damente. ―Così fan tutte9 es una de mis favoritas. ―Ella sonrió con dulzura. ―Y tan apropi ado para una mujer sin moral como yo. ¿Has elegido esta ópera en particular para rem arcar ese punto? Philips soltó un bufido. ―Desafortunadamente, no tengo el poder par a decirle al teatro lo que se debe representar en una noche cualquiera. ―Le arrancó la parte posterior del programa de la mano. ―Ni siquiera sé de qué estás hablando. ―La óper es sobre dos hermanas y sus amantes. Los amantes están de acuerdo en hacer una ap uesta para simular cortejar a la novia del otro y así demostrar que todas las muje res son básicamente infieles. ―¿Por qué molestarse en apostar por algo que ya ha sido pr obado? ―¿Crees que todas las mujeres son incapaces de ser fieles? Y ¿qué pasa con los ho mbres? Se encogió de hombros. ―Es diferente para un hombre. Se espera que él tire una cana al aire antes de sentar cabeza. Helene le clavó una mirada terminante. ―Usted, señor, tiene un espantoso doble discurso. Si los hombres pueden “tirarse una cana al aire”, ¿por qué no pueden hacerlo las mujeres? ―Porque un hombre tiene derecho a saber que no hay manzanas podridas en su matrimonio. Helene miró hacia la sala y observó e l teatro. La discusión, obviamente perturbaba a Philips en algún nivel fundamental, y no quería estropear la noche antes de haberla empezado. ¿Qué demonios había hecho su e sposa con él? Sospechaba que no había oído ni la mitad. Era cada vez más difícil fingir qu e no la preocupaban los motivos subyacentes de sus problemas y quería ayudarlo a r esolverlos. Para disimular su incomodidad, se centró en las masas que hervían debajo de ella. El olor de la carne sin lavar, perfume barato, humo de pipa, y alcohol creaba una mezcla embriagadora. Las botellas de vidrio atrapaban las luces de l as velas y la arrojaban de nuevo para rebotar sobre los diamantes y piedras prec iosas de los asistentes más adinerados sentados arriba. La orquesta tocó unos fuerte s acordes, y algunas de las luces fueron apagadas por los lacayos que asistían. El rugido de la conversación se atenuaba ligeramente a medida que las personas dirigía n su atención al escenario. Helene se echó hacia atrás y se dispuso a divertirse. La mús ica era uno de sus verdaderos placeres, aunque nunca había aprendido a tocar ningún instrumento correctamente. Mucho más tarde, estaba tan absorta en la música que la m ano de Philips sobre su muslo la hizo saltar. Él había colocado su lujosa silla tan cerca de ella Così fan tutte ossia La scuola degli amanti (Así hacen todas o La escuela de los ama ntes) es una ópera bufa en dos actos, compuesta por Wolfgang Amadeus Mozart. (N. d e. T.) 9 TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 122 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer que ya no había ningún espacio entre ellas. Sus dedos se deslizaron hacia arriba de su brazo y se posaron en la nuca de su cuello. Él se acercó hasta que su boca casi l e rozó la oreja. ―¿Te acuerdas de esa inconveniente falta de autocontrol que discutimo s? Ella asintió con la cabeza mientras él acariciaba con su dedo a lo largo de la líne a de su mandíbula. ―Ha vuelto con una venganza y necesito satisfacerla en este momen to. ―Sssh. Trató de demostrar que estaba demasiado interesada en la música como para q uerer tener algo que ver con él. Su boca bajó por su cuello y se asentó sobre el pulso en la base de su garganta. El delicado lamido de su lengua trajo todos sus sent idos a la vida. ―Estoy pensando en cuando te corres debajo de mí, Helene. Cómo tu cuer po aprieta alrededor de mi polla y chupa hasta la última gota de mi semilla. Ella se estremeció cuando la punta de su lengua trazó un perezoso camino hacia atrás de su oreja. La música aumentó a su alrededor, haciendo cada pequeña sensación más intensa, más e quisita y más profundamente personal. ―También estoy pensando en tenerte justo antes d el intervalo de manera que cuando todos tus amigos lleguen, me verán follándote, te observarán correrte para mí, sabiendo que eres sólo mía. ―No soy tu posesión. ―¿No lo eres? para hacer a un lado la sensual bruma que la envolvía. ―No le pertenezco a ningún homb re, y nunca lo haré. Él le mordió el lóbulo de la oreja, y ella estuvo instantáneamente mo jada, sus pezones doloridos por ser tocados, su sexo floreciendo para él. ―¿Qué pasa con el padre de tus hijos? ¿No le perteneces? Dios, ella hubiera querido, pero había te nido que dejarlo ir… ¿no? Helene cerró los ojos y se alejó de él, su respiración irregular. Ella había olvidado lo tenaz que podría ser y lo bien que leía sus emociones. ¿Estaba di spuesta a decirle la verdad sobre los gemelos? Podría servir a su propósito y alejar lo para siempre, pero ¿valía la pena las inevitables consecuencias para sus ya hosti les hijos? Anhelaba encontrar un poco de paz con ellos, un término medio en el que al menos pudieran ser amables con el otro. Agregar a Philips a la ecuación sería co mo lanzar un hierro encendido dentro de una tina de aceite. Se incorporó levemente y llevó la silla más lejos de él hasta que estuvo en las sombras de la parte trasera del palco. Tendría que decírselo en algún momento, pero todavía no, no mientras estuvier a encadenado a su lado. La belleza de la música, combinada con su repentino estall ido de emoción, le provocó ganas de llorar. Se reclinó en su asiento y se quedó sin alie nto cuando Philips trasladó su silla también. Él deslizó la mano detrás de su cabeza y se inclinó sobre ella. ―No me alejes. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 123 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Su boca cubrió la de ella, exigiendo la entrada. Ella se lo permitió, cualquier cosa para que dejase de hablar, cualquier cosa para detener su confesión de su más dolor oso e íntimo secreto. Él gimió cuando su lengua se reunió con la suya en un duelo feroz y deslizó su otro brazo alrededor de su cintura para ahuecarle su pecho. Ella se e ntregó al momento erótico, a la caricia de su lengua, sus dedos enguantados empujaro n la falda y se deslizaron en su interior. El pulgar sobre su clítoris se movía a ri tmo con los empujes de su dedo y la tuvo alcanzando un rápido clímax. Sus dedos se c lavaron en el fino tejido de su chaqueta mientras levantaba sus caderas contra s u palma forrada con cuero de cabritilla. Se apartó de ella cuando un estallido de aplausos se mezcló con los silbidos y abucheos que estallaban a través del teatro. E lla lo miró, se dio cuenta de que su respiración estaba tan acelerada como la de ell a, que sus pantalones de raso blanco estaban esforzándose por contener su erección. Él besó su boca hinchada e inclinó la cabeza. ―Terminaremos esto más tarde. Por la sonrisa satisfecha en su rostro, ella se dio una idea de cómo debería lucir, aturdida, sati sfecha... la evidencia de la posesión de un hombre. Ella arregló su cabello y se ali só el vestido. No podía lograr que sus amigos y conocidos no notaran su excitación, pe ro se negaba a dejarlos verla con el aspecto de una ramera común. Se oyó un golpe en la puerta, y Peter Howard y Lord George Grant entraron. Helene sonrió brillanteme nte. ―Buenas noches, mis amigos. ¿Están disfrutando de la ópera? Los dos hombres le besa ron la mano y asintieron con la cabeza hacia Philips, que había tomado una posición detrás de su silla, probablemente para esconder su erección. Su mano descansaba pesa damente sobre su hombro como una demostración de propiedad. ―Helene, ¿no vas a present arnos? ―dijo George. Helene miró a Philips. ―Si lo deseas. ¿Me permites presentarte a Lo rd George Grant y al Sr. Peter Howard? Caballeros, éste es el Sr. Philip Ross. ―En r ealidad, querida, soy Lord Philips Knowles ahora. George parpadeó una sorprendida, especulativa mirada hacia ella y luego volvió su atención a Philips. ―Felicitaciones por su nuevo título, milord. Conocía a su predecesor, Lord Derek, bastante bien. ―¿En se rio? ―el tono de Philips no invitaba a confidencias. ―Desafortunadamente, yo no. Nue stras familias no se llevaban bien en absoluto. La conexión era frágil, y mi ascenso a la nobleza fue muy inesperado. Mientras George y Philips se miraban, Peter gu iñó un ojo a Helene y se sentó a su lado. ―Gracias por ayudar a Anthony a salir esta sem ana. Helene suspiró. ―Estoy preocupada por él, Peter. No me gustan los juegos en los q ue se involucra ni la gente con la que se asocia. ―Ni a mí, pero ¿qué podemos hacer? ―Nada , a menos que quieras contárselo a Valentín y dejar que él lo maneje. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 124 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Peter se estremeció. ―No le desearía ese destino ni a mi peor enemigo, ni hablar de An thony. Ya es bastante difícil para él tener a Val como hermano sin crear mayores ten siones. ―Estoy de acuerdo, por lo que voy a tratar de supervisar sus actividades e n la casa del placer e intervenir si es necesario. ―Voy a hacer lo mismo, y voy a intentar también hacerlo entrar en razones, no es que me escuche, por supuesto. He lene le palmeó la mano, consciente de que George y Philips habían dejado de hablar y ambos la estaban mirando. Ella convocó a una sonrisa. ―La ópera es maravillosa. No pu edo recordar por qué he dejado de asistir. Debería averiguar sobre el alquiler de un palco. Peter se levantó, su pelo rubio brillando a la luz de las velas. ―Valentín ya tiene uno. Voy a mencionar tu interés con él. Estoy seguro que estaría encantado de pe rmitirte ocupar el suyo. ―Él asintió con la cabeza a los dos hombres. ―Fue un placer enc ontrarte, pero debo regresar a mi asiento. ―Hizo un gesto hacia la puerta, que fue rápidamente atestada de gente, y le sopló un beso a Helene. ―Apenas me echarás de menos en la aglomeración. ―Au revoir, Peter. ―Helene besó sus dedos y le tiró un beso en el air e. ―Dale mis saludos a Abigail. Ella miró expectante a George, pero él parecía decidido a mantenerse firme, su mirada sospechosamente fija en Philips. Ella suspiró. ¿Él iba a hacerlo difícil? A veces parecía creer que era su deber poner a sus pretendientes a distancia. En el pasado esto la habría divertido, pero no creía que Philips se lo t omaba bien en absoluto. Philips hizo una mueca mientras Helene se dejaba devorar por sus visitantes. En verdad, estaba sorprendido por la variedad de espectador es que habían decidido invadir su palco. Había asumido que serían todos hombres jóvenes. A pesar de que obviamente había unos cuantos jóvenes enamorados, muchos de los visi tantes eran parejas vestidas elegantemente. Todo el mundo parecía encantado de ver a Helene y feliz de su reconocimiento. Sus prejuicios en contra de su supuesto estilo de vida estaban empezando a desaparecer cuando la realidad frente a él le d emostraba su distorsionado punto de vista. ―Así pues, milord, ¿cuánto tiempo hace que co noce a madame Delornay? Él se apartó de su contemplación de Helene para encontrar a Lo rd George Grant que seguía a su lado. Estudió la sombría expresión en el rostro del homb re mientras decidía cómo enmarcar su respuesta. ―La conozco desde hace varios años. ―Así me ha dicho. De hecho, soy uno de los fideicomisarios originales de la casa del pla cer. ―Su sonrisa parecía forzada. ―Usted, por supuesto, es ahora un accionista también. ―Y a lo sé. ―¿Y qué piensa usted hacer con sus acciones? Philips levantó las cejas y dejó que u mirada despectiva hable por sí misma. El color machó las mejillas de Lord George. ―M e disculpo. Eso no es asunto mío. ―Trató de reír. ―Como uno de los más antiguos amigos de H lene, he TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 125 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer sido acusado de ser sobre-protector algunas veces. No me gusta verla ponerse en una posición tan vulnerable. ―¿Helene vulnerable? ―¿Usted no la ve de esa manera? ―Lord Geo ge hizo una pausa. ―Perdóneme, pero seguramente cualquier mujer que sobrevivió a lo qu e ella tuvo que enfrentar es digna de elogio, no de condena. ―No la estoy condenan do. Estoy seguro de que podría sobrevivir a cualquier cosa si se lo propone. Es un a mujer muy fuerte y decidida. ―Habla usted como si la desaprobara. Cuando la cono cí en la Bastilla, me vi obligado a confiar en su fuerza para salvar mi vida. Tal vez por eso la vemos de manera diferente. Philip provocó su sonrisa más despectiva. ―D e hecho no puedo decir que ella haya salvado mi vida. Complicado, tal vez, pero eso es lo que hacen las mujeres, ¿no? Lord George parpadeó. ―Supongo que sí. La multitud que rodeaba a Helene se diluyó cuando la campana de alarma sonó indicando que a los cinco minutos finalizaba el intervalo. Philip frunció el ceño. ¿Lord George realmente se iría, o estaba pensando unirse a su encuentro por esta noche? La veta sobre-pr otectora de Lord George y sus deliberadas insinuaciones acerca de lo bien que co nocía a Helene estaban comenzando a molestarlo. Él conocía a Helene. La había conocido d esde el primer momento en que se encontraron. Philips encontró que quería a Helene p ara sí mismo, para continuar con su juego sexual, y simplemente por el placer de s u compañía. No había visto nada en su forma de actuar que indicase que ella anhelara d espués a cualquiera de los hombres que habían abarrotado el palco, incluyendo a Lord George. A pesar de sus intentos de distanciarse de él, él la entendía sexualmente, sa bía exactamente cómo excitarla sin ni siquiera pensar en eso. Sospechaba que después d e todos sus años de acostarse con hombres más jóvenes, le resultaba desconcertante enf rentarse con un hombre que sabía lo que quería. Sin embargo, ella lo conocía, también, ¿ve rdad? Sabía lo que él ansiaba y le había ofrecido los medios para disfrutarlo. Pensó en Adan, en ese cuarto secreto, en cómo él ansiaba explorar ese aspecto de su naturalez a de nuevo. Estudió a Helene, quien estaba riéndose con Lord George. Su expresión no c ontenía ningún indicio de anhelo o deseo, ningún indicio de la pasión que él podía desperta en ella con un simple toque. Se removió en su asiento y miró el reloj. ¿Se iría alguna vez Lord George? ―Será mejor que me vaya, Helene. Te veré mañana. Lord George saludó y fin almente salió, dejando a Helene a solas con Philips. Ella lo miró mientras él se desli zaba en la silla vacía a su lado. ―¿Por qué estás frunciendo el ceño? ―Me gusta fruncir el ―Él hizo un gesto abarcando el palco que había quedado vacío. ―¿Cómo soportas pacientement odas esas tonterías de adulación y servilismo? ―¿Es así como lo viste tú? ¿Qué me gustaba s centro de atención? TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 126 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Él la miró fijamente. ―Eso no es lo que quise decir. No lo puedes evitar, ¿verdad? Tu be lleza atrae las miradas. Debe ser algo como una carga. ―Qué perspicaz de tu parte ha ber notado eso. ―Ella suspiró. ―Cuando era más joven, solía rezar para que Dios me hiciera más común y corriente. Con el tiempo me di cuenta de que la belleza tiene sus propi as recompensas, y decidí aprovecharlas para mi propio beneficio. Él miró hacia el bull icioso teatro. ―Lord George me dijo que te conoció en la Bastilla y que le salvaste la vida. ―¿De verdad? ―¿Es cierto? ―¿Que nos conocimos en la Bastilla? Oui. ―¿Erais prision La orquesta comenzó a tocar y la oscuridad llenó el íntimo espacio entre ellos. El ol or a ginebra y a cera quemada flotaba hacia arriba desde las masas apiñadas debajo . Ella casi sentía como si estuvieran encerrados en la intimidad de su cama, segur os detrás de las cortinas, susurrándose secretos el uno con el otro. ―Yo no era estric tamente una prisionera en ese momento. George sí. Había sido atrapado espiando para los ingleses e iba a ser ejecutado. ―¿Por qué no eras una prisionera más? ―Yo era la puta de los guardias. ―¿Por qué? Ella se encogió de hombros, y su hombro rozó el de él. ―Mi fami estaba muerta. Era la única manera de sobrevivir. Él tomó sus manos, calmando sus inq uietos dedos entre los suyos. ―¿Cómo fue que fuiste la única que sobrevivió? ―Porque era bo ita. Porque los guardias estaban preparados para llevarles la corriente a mi pad re que ofreció mi vida a cambio de la utilización de mi cuerpo. ―¿Cuántos años tenías? ―¿Im Apretó el agarre en sus manos. ―¿Cuántos años tenías? ―Casi catorce años. ―Más pequeña de l hija ahora... Dios. No me extraña que veas a tu belleza como una maldición. ―Es extraño , ¿no? Al principio deseé que mi padre me hubiera permitido morir con él. Le odiaba po r obligarme a vivir así. ―Ella intentó retirar los dedos y Philips lentamente los libe ró. ―Pero pronto me di cuenta que mi deseo de vivir era más fuerte incluso de lo que m e había imaginado y que la belleza tenía sus beneficios después de todo. Ella tomó una l enta respiración. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que había hablado sobre el pasado? TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 127 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer ―De todos modos, me las arreglé para liberar a George de su celda y contacté a algunos de los espías británicos para que lo ayudaran a llegar a la costa y lograr la liber tad. ―Haces que parezca tan simple. Dudo que lo haya sido. Ella se encogió de hombro s. ―Yo era una niña. Ninguno de los guardias creían que tuviera la habilidad de hacer otra cosa que no fuera... ―Para su sorpresa, se dio cuenta que no podía continuar, n o podía revivir los horrores sin que ellos la abrumaran, especialmente en compañía de Philips. Se puso de pie torpemente e hizo caer la silla. ―Tengo dolor de cabeza. ¿No s podemos ir? ―Por supuesto, madame. ―Philips se puso de pie también, su rostro aún en l as sombras, su voz tan tranquila como si hubieran estado hablando del tiempo. ―Voy a ir a buscar tu abrigo. Se volvió sin ver hacia el escenario, donde los amantes seguían cantando en perfecta armonía, y se estremeció. Incluso la perfección de la música no lograba calmarla. Revelarle su pasado a Philips la hizo sentirse vulnerable, y ella odiaba eso. ¿Se había vuelto tan experta en ocultar sus secretos que ella se había desconectado de su verdadero yo? Cerró los ojos. ¿Y qué le había pasado a George par a compartir sus primeros recuerdos de ella con Philips? ¿No se dio cuenta de que p odía ponerla en peligro? ―¿Madame? Philips le tocó el hombro y luego la envolvió en su cap a, sus manos tan gentiles que le provocaron ganas de llorar de nuevo. ―Merci. Para su sorpresa, él fue a abrir la puerta del palco sin decir nada. Ella se puso la c apa sobre la cabeza y se apresuró hacia él. Él la detuvo con una mano sobre su hombro. ―Helene, me alegro de que tu padre haya intentado salvarte. Se obligó a mirarlo. ―¿Por qué? ―Porque como el padre que soy, puedo entender que él haya hecho cualquier cosa pa ra mantener a su hija con vida. ―¿Incluso condenándola a vivir como una puta? ―susurró. Él rqueó las cejas. ―Incluso eso si eso significaba que ella viviera. ―Él siguió el rastro de una lágrima sobre su mejilla. ―¿Todavía lo odias, entonces? Ella lo miró fijamente. ―No, p r supuesto que no. Él no respondió, pero su atención permaneció sobre ella. ―Mi coche debe estar listo ahora. ¿Nos vamos? Mientras ellos se alejaban del frente del teatro, Helene disimuladamente se secó los ojos. La capacidad de Philips para ver la encru cijada de su padre la TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 128 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer había sacudido. Él le hizo comprender que ella no lo había perdonado en absoluto. Pese a los intentos de Philips de entablar una conversación, la indeseada revelación la mantuvo en silencio y apagada el resto del corto viaje. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 129 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer CAPÍTULO 17 7 Philips miró a Helene cuando pasó junto a él para entrar en su suite. Ella no le había h ablado en todo el viaje a casa, pero él no creía que estuviera sufriendo un dolor de cabeza. Las revelaciones sobre su pasado lo habían conmovido profundamente. Esto en cuanto a la imagen que tenía de ella como una puta sin corazón. Deseó no haberle pe rmitido a Lord George Grant molestarlo de tal manera como para querer insistir e n interrogar a Helene. Esperó a que ella se quitara la capa y la arrojara sobre el respaldo de una silla. Philips miró su perfil. ¿Querría que él la consolara? Para su so rpresa, él lo deseaba mucho. Sería fácil cruzar el pequeño espacio entre ellos, tomarla en sus brazos y hacerle el amor toda la noche. Él tenía la edad suficiente para sabe r que no podía cambiar el pasado, pero seguía creyendo que podía ofrecerle algún consuel o. Dio un paso hacia ella y luego se detuvo cuando ella giró y le obsequió una deslu mbrante falsa sonrisa. ―¿Estás bien, Helene? ―Por supuesto que sí. ¿Por qué no iba a estarl Ella caminó despacio hacia él, balanceando las caderas, sus senos empujando hacia af uera. Su polla se despertó y él resistió el deseo de reacomodarla. Ella pasó el dedo hac ia abajo por los botones de plata de su chaleco hasta que llegó a la cintura de su s pantalones. Se estremeció cuando ahuecó su crecida erección. ―Helene... Ella se dejó cae r de rodillas con tanta gracia que le recordó a un cisne. Sus dedos trabajaron en el broche de sus pantalones hasta que quedó abierto para revelar su ropa interior. Su polla ya estaba tratando de escapar de los confines del fino lino. Él gimió cuan do ella lamió su eje a través de la tela, haciéndolo humedecer instantáneamente. Él curvó s s dedos en la parte trasera de su cráneo, mientras su sentido común trataba de lucha r contra las estridentes demandas de su polla. ―No tienes que hacer esto. Ella se quedó inmóvil y lo miró. ―¿Hacer qué? ―Actuar como una prostituta para mí. El color inundó illas. ―Simplemente me estoy divirtiendo y espero poder excitarte. Se inclinó hacia delante, la tomó por los hombros y la puso de nuevo sobre sus pies. ―No, no lo estás h aciendo. Ella le sostuvo la mirada, la ira y la tristeza luchaban una guerra en sus ojos azules. ―¿No te estoy complaciendo? Él suspiró. Era increíblemente duro ser honor able cuando estaba tan deseoso de arrastrarla a la cama y follarla hasta el aman ecer. Pero él había aprendido TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 130 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer sus lecciones sexuales demasiado bien como para permitirse ser utilizado por alg uien que sufría una crisis emocional. Le dio un beso en la frente. ―Helene, no estoy seguro de que pueda darte lo que quieres esta noche. ―Hizo una pausa para abotona r sus pantalones. ―Ni siquiera estoy seguro de si sabes lo que quieres. ―Te quiero a ti. ―No, tú quieres demostrarte algo a ti misma, y yo nunca he disfrutado jugando e se tipo de juegos. La irritación brillaba en sus ojos. ―No sé de lo que estás hablando. ―E ntonces vete a la cama y te veré por la mañana. ―¿Y qué vas a hacer ahora? ¿Ir y buscar a a guien que no quiera jugar juegos? ―Su sonrisa desdeñosa no estaba diseñada para tranqu ilizarlo. ―Buena suerte con eso en esta casa. ―¿No se supone que este lugar proporcion a todo lo que deseo? ―Hizo una reverencia y se volvió hacia la puerta. ―Entonces, si l o deseo, estoy seguro de que voy a encontrarlo. ―Philips... ―¿Madame? ―Si hay algo más que desees aquí en lugar de mí, no te lo negaría. Philips hizo una pausa. Así que ella sabía acerca de lo que había sucedido en la habitación de los deseos. ―Te deseo, lo sabes, p ero no cuando estás con este estado de ánimo. ―Se volvió de nuevo para encararla. ―Y cualq uier cosa que yo desee seguramente es un asunto mío. Ella le sostuvo la mirada sin pestañear. ―Como he dicho, estoy feliz de que explores todo lo que te interese. ―Qué am able de tu parte y cuán increíblemente condescendiente. ―Dio dos pasos hacia ella. ―Cuan do vine aquí, lo único que quería era llevarte a la cama y follarte hasta que todo lo que pudieras pensar fuera follarme otra vez. Ella se mordió con fuerza el labio in ferior como si quisiera detener las palabras. Él hizo una reverencia muy elaborada . ―Ahora, me voy a ir, siguiendo tus órdenes, a encontrar a alguien que realmente me desee. Su expresión cambió, se hizo más suave. ―Philips, lo siento, no quise… ―Buenas noch s, madame. ―No permitió que terminara, temeroso de que de alguna manera ella socavar a su capacidad para irse. ¿Cómo diablos se trataba con mujeres que no podían decidirse sobre lo que querían? Se apartó de él. ―Buenas noches, entonces. Vaciló una vez más y lueg se vio obligado a salir. ¿Estaba ella más sacudida por sus confidencias con él de lo que él se había dado cuenta? ¿Por eso lo estaba alejando? Su conciencia le recordó que él la había rechazado primero, pero había una buena razón. Ella no tenía que jugar a la pro stituta con él para disimular lo que sentía, él la conocía demasiado bien. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 131 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Suponía que muy poca gente conocía su pasado. ¿Era un buen momento para asegurarle que él nunca compartiría sus secretos con nadie? Arriesgó otra mirada hacia la puerta e h izo una mueca. Tal vez no. Siguió subiendo las escaleras hacia la parte principal de la casa del placer, asintió con la cabeza a los corpulentos hermanos irlandeses haciendo guardia en la escalera, y se dirigió a la habitación de los deseos. Se que dó mirando la puerta durante un buen rato. ¿Estaba utilizando su hipócrita ira contra Helene para justificar su caída en las perversiones? Frunció el ceño. Maldita sea, ell a había estado feliz de dejarlo explorar su sexualidad, ¿por qué no habría de hacerlo? E staba caliente como el infierno, y necesitaba un poco de alivio. Helene no tenía n ingún derecho sobre él. Tenía todo el derecho de follar con cualquiera o a quién él deseas e. Empujó la puerta y se encontró en la ya familiar oscuridad. ―¿Qué desea? ―Adan. Quiero a Adan. ―Por favor, pase a su izquierda, y él estará con usted enseguida. Philips soltó el aire y se abrió paso dentro de la enigmática oscuridad. Independientemente de Helen e, si alguna vez quisiera ser íntegro de nuevo, para poder funcionar como un ser h umano normal, tenía que superar los fantasmas de su pasado. Tenía que ponerse de acu erdo con lo que había hecho con él. Se frotó su pene, que había estado semi-erecto toda la noche y ahora latía como un dolor de muelas. Parecía que no podía olvidarse de Hele ne después de todo. Ella había triunfado a pesar de su pasado, ¿no? Enfrentó horrores se xuales mucho peores que él y sobrevivió. Su mano se calmó sobre su eje. ¿Vería a través de después de todo? ¿Reconocería a un tipo sufrido y quería ayudarlo? La puerta a su derec ha se abrió brevemente, y Philips se enderezó. ―Buenas noches, señor. ―Buenas noches, Adan . ―¿En qué puedo servirle? Philips cerró brevemente los ojos. ―Me gustaría que me chupes la polla y luego... me gustaría chupar la tuya. ―¿Está seguro de que eso es lo que quiere, señor? Philips se estremeció cuando Adan se acercó y ahuecó su mandíbula. ―Necesito hacer e to. Lo necesito para ver si encuentro algún placer en esto. Adan dejó escapar el ali ento. Olía a mar y a la vigorizante frescura de un día ventoso. ―Si lo complace, señor, podemos recostarnos en la cama y darnos placer mutuamente, al mismo tiempo. ―No sa bía que eso era posible. Adan se rió entre dientes, el sonido sorprendentemente norm al considerando las circunstancias. ―De hecho lo es, y es más agradable también. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 132 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Philips lo siguió ciegamente hasta un rincón de la habitación, donde captó su primera vi sión de una estrecha cama blanca iluminada por una sola vela. Vaciló cuando Adan des abotonó ambos pantalones. ―No quiero que me mantengas presionado. Adan hizo una paus a, sus dedos rozaron la esforzada polla de Philips. ―Podemos ponernos de costado, o puedes estar encima mío. ―De costado, entonces. Adan se subió a la cama, y Philips l o siguió, invirtiendo su sentido para que su cabeza quedase a la altura de las rod illas de Adan. Se estremeció cuando Adan acarició su polla. ―Me alegro de que hayas pr eguntado por mí. Me gustó tenerte en mi boca. Fue suficiente para que Philips empuja ra los pantalones de Adan para exponer su polla, que también estaba dura y lista. Philips gimió cuando la boca de Adan se lo tragó todo, y se entregó al placer. Cerró los ojos y tentativamente lamió la polla de Adan, sintió el cuerpo entero de Adan tensa rse y arquearse hacia él. Abrió la boca y tomó el eje de Adan profundamente, gimió al se ntir la presión incrementarse sobre su propia polla e igualó sus succiones a las de Adan hasta que finalmente se corrieron juntos. Era extraño sentir el semen de un h ombre en su garganta otra vez. Tan diferente a su último encuentro, cuando él se había alejado a rastras y vomitado para purificar su cuerpo de ese vil abuso. Esta ve z tragó con gusto, con entusiasmo, incluso. Un horror menos para atormentar sus su eños. Un nuevo recuerdo para reemplazar el anterior. ¿Era eso lo que Helene había hech o? ¿Sustituir cada horror con un nuevo encuentro donde ella tenía el control? Dios, él esperaba que sí por su bien. Esto lo ayudaba a entenderla mucho más. Se dio cuenta de que Adan estaba hablando. ―¿Está bien, señor? ―Sí, lo estoy. Esto estuvo… bueno. ―Me ale dan acarició el muslo de Philips, pasó un dedo hacia abajo entre las nalgas de Phili ps haciendo círculos sobre el agujero de su culo. ―Quería tocarte aquí, pero no tenía perm iso. Philips retiró suavemente la mano de Adan. ―No estoy seguro de que esté listo par a eso. Adan suspiró. ―Entiendo. ―Hizo una pausa. ―Te permitiría tomarme de esa manera. ―No stoy seguro de que esté listo para eso, tampoco. Philips rodó hacia una posición senta da y se puso a acomodar su ropa. Adan hizo lo mismo. ―¿Puedo hacerle una pregunta pe rsonal, señor? ―Puedes preguntar, pero no puedo garantizar que obtengas una respuest a. ―¿Usted fue forzado? ¿Algún hombre lo tomó sin su consentimiento? TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 133 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Philip se quedó mirando a sus pies y luchó contra los recuerdos. Adan le tocó la rodil la. ―Está bien, señor. Mi primer encuentro sexual con un hombre no fue mi elección tampo co. ―Y sin embargo, aquí estás, confiando en que no te maltrataré. Eres un hombre más vali ente que yo. ―Este encuentro es mi elección. Puedo alejarme de usted cuando quiera. Philips se levantó y fingió reacomodar su corbata. ―¿Y qué pasaría si no pudieras escapar? pasaría si te vieras obligado por los lazos del matrimonio y temerías por la segurid ad de tus hijos, si te vas? El silencio llenó la sala cuando Adan se puso de pie. ―L e pido disculpas por molestarlo, señor, y espero que considere preguntar por mí otra vez. Buenas noches. Antes de que Philips pudiera responder, Adan dio un paso at rás en las sombras y desapareció a través de la otra puerta. Philips clavó los ojos en l a oscuridad y maldijo en voz baja. Su cuerpo zumbaba con satisfacción sexual, aunq ue sus pensamientos eran caóticos. ¿Podría entender las elecciones que Adan y Helene h abían hecho para redescubrir su propia identidad sexual? ¿Podría aprender algo de ello s después de todo? Maldita sea, si no podía hablarlo con Adan, la única otra persona q ue podría entenderlo era Helene. Buscó a tientas su camino hacia la puerta más cercana y salió, utilizó la escalera de servicio para ir nuevamente al apartamento de Helen e. El lacayo de turno se limitó a asentir cuando Philips cuidadosamente abrió la pue rta. Un candelabro completamente iluminado era suficiente luz para que él viese qu e Helene estaba en la cama. Avanzó a través de la gruesa alfombra y se quedó mirándola. Ella inmediatamente abrió los ojos. ―¿Philips? Él se arrodilló junto a la cama, tomó su man entre las suyas y la besó. Lentamente respiró su aroma a lavanda y cerró los ojos. ―Mi esposa no era tan inocente como parecía. Helene le apretó la mano. ―Me preguntaba sobr e eso. Levantó la vista hacia ella. ―Eres una mujer astuta. Yo era un tonto. Ella me mintió sobre su virginidad y su salud durante años. ―¿Pero por qué? ―Porque ya tenía un am e antes de nuestro matrimonio y estaba aterrada de que me enterase y los separas e para siempre. ―Recuerdo que me dijiste que ella mintió para mantenerte fuera de su cama durante meses hasta que la llevaste a casa. ¿Era ahí donde estaba su amante? ―Sí. Yo sospecho que él fue quien le dijo que tenía que acostarse conmigo por lo menos un a vez para disipar mis sospechas. ―Se estremeció. ―En ese momento, yo estaba muy agrad ecido como para preocuparme por sus motivos. Sólo quería sexo. ―¿Y ella concibió a tu hijo en esa única ocasión? Él sonrió. ―Lo sé. Suena sospechoso. Cuando por fin me di cuenta de o que estaba pasando, me pregunté si ella había venido deliberadamente a mí en ese TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 134 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer momento en particular para ocultar un embarazo ya avanzado. Pero mi hijo nació des pués de lo esperado, en lugar de antes, así que tengo que asumir que él podría ser mío. Me han dicho que tiene un gran parecido a mí. ―¿Y tu hija? Philips tragó saliva. ―No, no es que ella nunca lo sepa o que yo llegara a tratarla de manera diferente. Helene s e sentó, sus brazos envueltos alrededor de sus rodillas. ―¿Cómo te has enterado? ―Fui a la habitación de mi mujer tarde una noche para discutir con ella acerca de su tratam iento con nuestro hijo. Desafortunadamente, me encontré con ella y su amante folla ndo. ―Él trató de tragar, no lo consiguió. ―Mi esposa estaba tan aterrorizada, lo único que podía hacer era llorar, pero su amante... él fue mucho más rápido para reaccionar. ―¿Qué hi ? ―Él me derribó. Cuando volví en mí, estaba atado a la cama. Me obligó a verlo follarse a i esposa y entonces él… ―cerró los ojos― …me hizo tomar su polla en mi boca y luego me foll h, Philips... ―Helene se inclinó hacia adelante y tomó su rostro entre las manos. ―Qué hor rible para ti. ―Ese no fue el final. Él sabía que mi esposa era muy querida por mi fam ilia, y me amenazó con hacer que ella les diría que él era mi amante y que ella estaba viviendo aterrada de mí. Él pensaba que ella sería capaz de convencerlos para mantene rme alejado, no sólo de ella, sino también de mi hijo y de cualquier otro niño que tuv iéramos. La miró a Helene a los ojos ―No podía abandonar a mi hijo. No podía permitir que estuviera bajo la influencia de ese monstruo pervertido, ¿no? ―No, no podías. ―Le tocó la cara. ―Hiciste lo que tenías que hacer para salvar a tu hijo. ―Y padecer un matrimonio del infierno a causa de eso. ―Pero sobreviviste, ¿no? ―Apenas. Cuando Anne se embarazó por segunda vez y trató de persuadirme para que volviera a su cama, me negué. Le ofr ecí un trato. Reconocería al niño y le permitiría mantener a su amante si ella nunca esp eraba que la tocara de nuevo. En verdad, la salud de Anne se había deteriorado gra vemente en ese momento. Hasta mi madre me instó a que no obligara a mi renuente es posa quien temía un nuevo embarazo. ―Él hizo una mueca. ―Yo estaba más que dispuesto a com placerla. ―¿Qué pasó con su amante? ¿Siguió al lado de ella? Philips hizo una mueca. ―Él se Estaba empleado como jardinero en la finca. Así es como se conocieron. No podía des pedirlo por temor a que recurriera al chantaje. Me mantenía ocupado en las haciend as de mi padre, supervisando el bienestar de mis hijos cuando su madre estuvo de masiado frágil para ocuparse de ellos, y permaneciendo lo más lejos posible de ella. ―Dudó. ―Ni siquiera estoy seguro de por qué te estoy contando esto. No se lo TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 135 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer he dicho a nadie antes. ―Se encogió de hombros. ―Tal vez sea una noche de confidencias . Helene lo besó y envolvió sus brazos alrededor de su cuello. ―Ven a la cama. Él hizo u na mueca. ―No me he lavado y he estado con… Ella lo interrumpió con otro beso y lo atr ajo hacia la cama. ―Ven a la cama. Con un suspiro, él la permitió que le quitara la ro pa y lo cubriera con las sábanas y con las exuberantes curvas de su cuerpo. Le emp ujó sobre su espalda y se sentó a horcajadas sobre él, el húmedo calor de su sexo contra su estómago. Le besó otra vez y luego besó el camino hacia abajo de su cuello y usó la punta de la lengua sobre sus pezones. ―Helene... No tienes que hacer esto. Se dio cuenta que sus palabras eran un eco de su anterior conversación. Las quiso decir e sta vez, también, pero Helene estaba diferente, su reacción hacia él era por sí misma, n o había ningún artificio. Él gimió cuando su boca viajó más abajo, se sumergió en su omblig en el grueso vello de su ingle. Su polla se levantó a su encuentro, deseosa de se r tocada, de estar rodeada por la cálida humedad de la caverna de su boca. Ella la mió la corona, su lengua encrespándose a su alrededor hasta que él creció aún más. Tan dife ente a Adan pero igualmente erótico. El líquido preseminal corrió hacia abajo por su e je, y ella lo lamió también. Sus caderas se levantaron, tratando de persuadirla para que tome más de él, para que lo tomara profundo y duro, para que lo chupara hasta s ecarlo. ―Dios... Él gimió cuando ella se lo tragó profundo en su garganta y lo mantuvo a llí. Con una mano temblorosa, él se extendió para acariciarle el cabello, para sostene rla justo donde la necesitaba, en el oscuro centro de su deseo. Ella comenzó a chu par, largo y duro haciendo que su dispuesta carne rápidamente se pusiera aún más dura y más grande. Plantó los pies en la cama de manera que podía levantar las caderas con cada golpe. Helene ahuecó sus bolas, frotándolas contra la base de su pene para que rozaron sus labios fruncidos. Sus dedos lo acariciaban desde el culo hasta su ej e y rodeaban sus bolas en un patrón de éxtasis sin fin. Su pulgar se demoró en su arru gado agujero, presionó y se retiró a un ritmo tentador que lo volvía loco. ―Sí, tócame ahí. zlo. Helene lo succionó más duro, y él cerró los ojos para apreciar las sensaciones más pl enamente. Su pulgar se deslizó dentro de él, yendo más lejos con cada golpe, creando u na nueva sensación de primaria necesidad hasta que estuvo dispuesto a suplicar par a que ella nunca se detuviera. ―Por favor... ―Se escuchó a sí mismo rogando, pero por qué é no podía decirlo, mientras todas las sensaciones físicas se fusionaban en una condu ctora necesidad de correrse tan fuerte y tan rápido como pudiera. Llegó a su clímax, s intió su semen disparándose en un interminable chorro caliente en la garganta de Hel ene. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 136 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Cuando terminó, temblando, la atrajo en sus brazos y la tiró sobre él. La besó en la mej illa y acarició su garganta. Ella suspiró y lo besó de nuevo, relajada como un gatito a pesar de su falta de satisfacción. Él lentamente abrió los ojos y alzó la vista hacia las cortinas color crema de la cama. ―¿Helene? ―susurró. ―¿Mmm? ―Cuando él me forzó... ―¿El Anne? ―Estaba duro. ―¿Y? ―Incluso aunque él me sodomizaba, yo estaba lo suficientemente du ro como para correrme por él. Helene se estableció sobre un codo y lo miró. Su largo c abello rubio le hacía cosquillas en la cara. ―No puedes controlar todo, Philips. Alg unas veces yo me corría cuando estaba con un hombre que me estaba utilizando. Eso no significa que te haya gustado. Él la miró fijamente. ―¿Estás segura? ¿Eso no me hace tan pervertido como él? ―¿Porque tu cuerpo reaccionó como debía al sexo? Todos estamos diseñado para procrear, n'est-cepas? Nuestro creador intentó hacer de eso una experiencia agradable, a pesar de nosotros. ¿Por qué más seguiríamos haciéndolo? Philip frunció el ceño onfiar en la palabra de una francesa que era demasiado pragmática sobre la mecánica del amor. ―No lo había pensado así. ―Entonces, piensa en eso ahora, mientras duermes. In cluso mientras luchaba por hacer eso, su cuerpo lo traicionó y lo envió en una espir al hacia abajo dentro de una bendecida inconsciencia. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 137 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer CAPÍTULO 18 8 ―Tengo algunas noticias para ti. ―¿Acerca de Marguerite? Helene dejó caer la pluma y lev antó la vista hacia George, la esperanza luchando con el miedo en su pecho. George sonrió mientras se quitaba el sombrero y los guantes y los arrojaba sobre su escr itorio. ―Es una buena noticia, creo. Ella y su marido fueron vistos en Calais ayer , comprando pasajes para Dover. ―¿Ella está viniendo a Inglaterra? Tal vez querrá encont rarse conmigo aquí. George encogió de hombros y se sentó. ―Eso no lo sé. Ella ni siquiera sabe tu dirección real, ¿verdad? Helene se levantó y se paseó por toda la longitud de la sala. ―Sí, la sabe. Se lo conté todo cuando cumplió los dieciocho años, incluyendo mi dir ección real por si alguna vez necesitaba ponerse en contacto conmigo. ―Apretó los dedo s en su sien en un intento por calmar el repentino latido. ―Me he preguntado si mi s revelaciones hicieron que ella se comporte de manera tan inusual y saliera cor riendo. George lo consideró. ―Puedes haberla sorprendido, pero dudo que ella haya re accionado huyendo con el primer hombre que le pidió que se casara con él. ―No conoces a Marguerite. Es una especie de romántica. ―Helene suspiró. ―Tal vez pensó que estando cas ada se protegería de un contacto posterior conmigo. George se rió entre dientes. ―Ento nces no te conoce muy bien, ¿verdad? Apostaría que moverás cielo y tierra para traerla de vuelta. ―Eso es cierto, George. ―Ella le palmeó el hombro. ―Realmente aprecio tu ayu da. ―¿Quieres ir a Dover o esperar hasta que tengamos más información? Puedo hacerla seg uir para ti. No es como si estuvieran tratando de ocultarse. Helene hizo una pau sa. ―Quiero ir a Dover. Al menos puedo preguntar en las posadas si ellos se quedar on allí. ―Ella suspiró. ―Pero, ¿cómo puedo ir contigo cuando estoy comprometida a permanece aquí con Philips? La mirada George era aguda. ―Tenía la intención de preguntarte sobre eso. ¿Qué demonios estabas haciendo con él en el teatro? ¿Pensé que odiabas las salidas so ciales? ―Eso no es realmente cierto. Sólo odiaba ser escoltada por tontos hombres jóve nes. Él frunció el ceño. ―Si me lo hubieras pedido, yo te hubiera llevado… ¿o soy demasiado tonto también? Ella retiró la mano de su hombro. ―Por supuesto que no lo eres, pero es tás casado y ya sabes cómo me siento acerca de eso. ―Lo sé, y eso sigue irritándome. ―Georg se puso de pie. ―¿Y disfrutaste de tu noche? TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 138 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer ―Desde luego que disfruté de la ópera. Mi compañero se comportó bastante adecuadamente, ta mbién. ―Has sucumbido a sus encantos ocultos, ¿verdad? Helene frunció el ceño. ―No tienes n cesidad de usar ese tono conmigo. Yo no soy tu esposa. Se puso rígido. ―Eso estuvo f uera de lugar. ―Lo siento, George, pero no tengo tiempo para lidiar con tus proble mas con Philips. Tengo que encontrar a Marguerite. Él la miró fijamente, su rostro i nexpresivo. ―Si me permites el atrevimiento, ¿por qué estás “comprometida” con Philip Ross? Helene se enfocó en guardar su pluma y el libro diario, no deseando encontrar la m irada de George. Sabía que él no tomaría sus revelaciones demasiado bien y decidió ir al grano con la verdad. ―Estábamos en un punto muerto sobre la cuestión de las acciones, así que hice un trato con él. Él tiene que sobrevivir treinta días trabajando conmigo e n la casa del placer. Si falla, tiene que cederme las acciones. George lo consid eró, su boca una línea dura. ―¿Y no se te ocurrió informarme de tus planes? Yo soy tu soci o también. ―Todo sucedió muy rápidamente, George, cuando tú estabas en Brighton. ―Cuidando e tus hijos. Helene oró por la paciencia. ―Sí, y te lo agradezco más de lo que lo puedo expresar. Se volvió bruscamente hacia la puerta. ―Ah, aquí está el señor Ross. Tal vez deb erías contarle tus noticias, dado que ahora está tan cerca. ―Hizo una reverencia. ―Desaf ortunadamente, no puedo acompañarlos de todos modos. Tengo una reunión con el banco. Envíame un mensaje si me necesitas. Philips inclinó la cabeza una escasa pulgada mi entras George asentía bruscamente con la cabeza y se deslizaba pasando junto a él. S u inquisitiva mirada se reunió con la de Helene. ―¿Qué noticia es esa? Helene se sentó. ―¿D has estado? Son casi las diez. Sus cejas se levantaron. ―Ya te dije. El Vizconde H arcourt-DeVere me pidió que me reuniera con él en su casa. ―Ah, sí, me había olvidado. La miró atentamente mientras se acomodaba en la silla que George acababa de abandonar . ―El vizconde me contó algo muy interesante sobre los comienzos de la casa del plac er. ―¿En serio? ―Helene se enredó con los temas restantes sobre su escritorio mientras t rataba de pensar en una manera de decirle a Philips que necesitaba ir a Dover, s in despertar sus sospechas. ―Me dijo que Lord George no fue a la única persona que a yudaste a rescatar de la Bastilla. De hecho, me dijo que fuiste muy valiente. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 139 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer ―Escasamente eso. ―Ella trató de sonreír. ―Él es propenso a exagerar mi importancia. Le sos uvo la mirada. ―Sinceramente lo dudo. De hecho, tu negocio fue financiado por algu nas de esas personas agradecidas. ¿Por qué me permitiste pensar que habías dormido con ellos para adquirir la casa del placer? ―No lo hice, Philips. Eso fue enteramente tu insinuación. ―Pero me dejaste creerla. ―No tengo que justificarme con cada hombre que conozco. ―¿Aprecias ser considerada como una puta, entonces? Ella se encogió de ho mbros. ―Para la mayoría de la gente, siempre voy a ser una puta, independientemente de mis motivos. Los que se molestan en conocerme saben la verdad. ―Lo que es una h ipótesis increíblemente arrogante. Sus ojos brillaban mientras seguía mirándola fijament e. ¿Por qué estaba tan enojado? Ella realmente no tenía tiempo para esto. Necesitaba e ncontrar a Marguerite. ―Philips, ¿hay alguna razón para esta conversación? ―¿Qué diablos se pone que significa eso? ―No estoy segura de por qué estás molesto, pero realmente no t engo tiempo para discutirlo. Su expresión era ahora ensordecedora, recordándole nota blemente a la expresión anterior de George. ―Tenía la intención de expresarte mi admirac ión por ti y ofrecerte mis disculpas por mis estúpidas suposiciones. Pero, por favor , no me permitas hacerte perder tu valioso tiempo. Helene cerró de golpe la mano s obre el escritorio. ―¿Por favor puedes escucharme? Él la miró atentamente. ―Pensé que lo es aba haciendo. Tú eres la que parece estar teniendo dificultades para concentrarse. ―Tengo que ir a Dover. ―¿Cuándo? ―Tan pronto como lo pueda arreglar. Él se puso de pie. ―P o llevarte en mi carruaje. Ella se mordió el labio. ―¿No podrías sólo prestarme tu carruaj e y quedarte aquí? ―No. ―Su sonrisa era deliberadamente confrontadora. ―Se supone que de bo ser tu sombra, ¿recuerdas? Y desde luego no te confiaría mis caballos. ―Se supone q ue debes aprender acerca de la casa del placer. Tal vez deberías quedarte y tomar el mando por unos días. ―No, gracias. Prefiero ir contigo. Ella lo miró frustrada. Él ni siquiera se inmutó, simplemente seguía de pie allí, perdiendo aún más su precioso tiempo. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 140 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer ―Ven conmigo si es lo que quieres. ―Helene sacudió la cabeza mientras se apresuraba ha cia la puerta. ―Iré a buscar mi sombrero y chaqueta y me encontraré contigo en la sala . Todavía estaba lloviznando cuando se pusieron en marcha. Por suerte se había puest o su chaqueta más cálida y sus botas forradas de piel. Philips también le había cubierto con una gruesa manta sus rodillas y levantó el techo del carruaje para que les pr oporcionara una cierta protección. Para su sorpresa, él era sumamente confiable con las riendas, incluso en el enloquecedor tráfico de Londres. Él la miró cuando finalmen te abandonaron el caos de la ciudad y se dirigieron hacia las áreas más abiertas de Dover Road. La lluvia caía desde el ala de su sombrero en un patrón constante hacia sus rodillas. Ella había dejado una nota apresurada para los gemelos y su señora de compañía y envió otra a George para pedirle que transmitiera cualquier nueva información a la posada Mermaid en Dover, donde esperaba alojarse. ―¿Estás bien, Helene? ―Sí, gracias . ―Ella trató de sonreír. ―Te agradezco tu ayuda. Él resopló, su aguda mirada ya de vuelta sus caballos y la carretera. ―No es que lo haya notado. ―Estoy muy agradecida. No p ediste más detalles, solo tomaste mi palabra de que necesitaba ir. ―Todavía estoy espe rando una explicación. Sólo estaba concentrado en salir de la ciudad antes de pedirl a. Ella suspiró. ―¿Tengo que decirte todo? ―Él no respondió de inmediato mientras sus manos enguantadas se movían con las riendas para dirigir a los caballos alrededor de un bache grande. Ella miró hacia el gris cielo nublado. ―¿Podrías por lo menos esperar hast a que llegamos a Dover? ―Puedo esperar ese tiempo. Helene dejó escapar el aliento. S i no había rastros de Marguerite y su esposo en Dover, no tendría que decirle nada a Philips en absoluto. Le lanzó una rápida mirada, bien, tal vez debería, pero por lo m enos podía decidir exactamente que decir para poder escapar. El sol apareció breveme nte a través de las nubes amontonadas, iluminando la crudeza del paisaje de princi pios del invierno. No podía dejar de recordar su último viaje con Philips, el accide nte de coche que había cambiado su vida, su apasionado encuentro en la posada neva da. Soltó una renuente carcajada repentina. ―Esperemos que no nieve. ―¿Te preocupa queda rte atrapada en otra posada conmigo? ―No, esta vez no estaría tan asustada. ―¿Estabas as ustada de mí? ―No de ti. ―Ella se acercó más cuando el carrocín se inclinó hacia la derecha captó un leve indicio de humo de cigarro y sándalo, sintió los músculos de sus brazos te nsionarse debajo de la chaqueta mientras luchaba con las riendas. ―Tenía miedo de cómo me hiciste sentir. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 141 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer ―Creo que yo sentí lo mismo, ―dijo lentamente. ―Ninguno de nosotros estaba preparado par a hacerle frente una pasión de tal magnitud a esa edad, ¿no? Se mordió el labio. ―Siempr e he creído que una persona tiene que ser fiel a las elecciones que hace, pero a v eces me gustaría haber sabido entonces lo que sé ahora. ―¿Y qué es eso? ―Que las grandes pa iones no aparecen muy a menudo. Ella guardó silencio mientras se acercaban a una b arrera de peaje, esperó mientras Philips arrojaba unas monedas al portero, y sigui eron su camino. La lluvia cesó y el sol brillante luchaba a través de las nubes que quedaban. Él utilizó su látigo sobre sus caballos, aumentando el ritmo, haciendo que H elene buscara un asidero más seguro. Él la miró. ―Ponte cómoda, madame. Todavía tenemos un argo camino por recorrer. Era de noche cuando los caballos resonaron en la adoqu inada caballeriza del patio de la Posada Mermaid. Los dientes de Helene castañetea ban y sus pies se sentían como bloques de hielo. Aparte de la nariz roja, Philips se veía notablemente bien. Saltó del carruaje con toda la agilidad de un hombre que había estado dando un paseo en el parque en lugar de un viaje demoledor-dehuesos d e ochenta millas. Él no se molestó en ayudar a Helene a bajar del carrocín. Simplement e la levantó, caminó hacia la puerta, la pateó para abrirla, y la depositó sobre la rasg ada alfombra del interior. ―¡Casero! Su imperioso grito rebotó en los bajos techos de yeso y perforó a través de la cabeza de Helene. Ella le miró mientras se dirigía al exte rior para conversar con el mozo de cuadra. El carruaje fue alejado, y en ese mom ento Philips se reunió con ella, el propietario estaba inclinándose hacia ellos dos. Helene abrió la boca, sólo para ser anticipada por Philips. ―Necesitamos una habitación para la noche. ¿Nos puede acomodar? ―Sí, por supuesto, señor. Por favor, síganme por acá. elene subió desganadamente la estrecha escalera, y le permitió al casero introducirl a dentro de una encantadora habitación que daba hacia el frente de la casa. El pro pietario encendió el fuego y conversó con Philips sobre el clima mientras prometía una buena cena antes de que la hora hubiera terminado. Con un suspiro, ella se quitó el sombrero y los guantes y se hundió en la silla más cercana. Presionó una mano sobre su dolorida cabeza. Philips le dirigió una mirada penetrante. ―Buen hombre, tal vez usted podría también proveer un ladrillo caliente para los pies de mi mujer y quizás algo para su dolor de cabeza. Finalmente el propietario dejó de hablar y salió por l a puerta, prometiendo todo tipo de delicias en un abrir y cerrar de ojos. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 142 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Helene suspiró agradecida cuando finalmente dejó la habitación. Philips se quitó el somb rero, abrigo y guantes y levantó las manos hacia el fuego. Después de un momento, fu e a arrodillarse junto a su silla. ―¿Estás bien? Ella esbozó una sonrisa forzada. ―Voy a e star bien una vez que me quede quieta por un rato. Nunca he sido una buena viaje ra. Él le acarició la mano. ―Lo siento si viajamos muy rápido. Supuse que querías llegar l o más rápidamente posible. ―Así es y te agradezco por tus esfuerzos. ―Arrugó la nariz. ―Aun por estos días no estoy acostumbrada a tener a un hombre para dirigir los prepara tivos de mi viaje. ―¿Esperabas que me sentara y te dejara hacerte cargo? Ella estudió su expresión ofendida. ―Supongo que no. No me parece que seas el tipo de hombre que alguna vez se sentiría cómodo con una mujer diciéndole qué hacer. ―¿Decepcionada? ―De ningú o. Tú eres mucho más que un desafío. ―Me alegro de oírlo. ―Se puso de pie cuando alguien ll mó a la puerta. La abrió para admitir a una lozana joven doncella. ―Buenas noches, señor , señora. ―Sonrió a Helene. ―Tengo un ladrillo caliente para sus pies y una tisana de hi erbas de la patrona, quién dice que debe tomarla mientras está caliente. ―Gracias. ¿Sabe s si ha llegado algún mensaje? ―Voy a comprobar, señora. ―Hizo una reverencia. ―Si hay alg uno se lo traeré con su cena. Helene hizo una mueca a Philips, que cerró la puerta d etrás de la criada. ―Me imagino que si George me dejó un mensaje, tendrá mi propio nombr e. Tal vez no deberías haberle dicho al propietario que estamos casados. Philips s e encogió de hombros. ―Estoy seguro de que podemos pensar en una explicación plausible . ―Estoy segura de que puedes. ―Tomó un sorbo de su tisana y aspiró el calmante aroma de la miel y la manzanilla. ―He escuchado a muchos hombres casados dar excusas por a parentar olvidarse que tenían una mujer. Algunos de ellos eran incluso muy imagina tivos. ―No te preocupes, entonces. Sólo dime la mejor y déjame a mí. Helene cerró brevemen te sus ojos y su dolor de cabeza comenzó a aliviarse. ―Si George me ha dejado un men saje, puede ser que necesite salir después de cenar. ―¿Seguramente podrás esperar hasta mañana? Es demasiado tarde para deambular por las calles de un reconocido puerto. ―N o te pedí que me acompañes. Él se quedó inmóvil. ―¿No pensarás que te permitiría salir sin ? ―No es un asunto acerca de lo que tú me “permites”. No soy tu esposa, ¿recuerdas? TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 143 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer ―Pero eres una mujer vulnerable. ―Soy muy capaz de cuidar de mí misma. Un golpe en la puerta los interrumpió. Philips se levantó para abrir la puerta. ―Aún no hemos terminado esta discusión, Helene. Ella sonrió con dulzura. ―Sí, terminamos. La criada que había traí o la tisana colocó una gran bandeja cubierta sobre el aparador y se volvió hacia Hel ene. ―Hubo un mensaje para una señora de cabello rubio. ¿Podría ser usted? Helene asintió con la cabeza alentadoramente mientras Philips fingía inspeccionar los humeantes p latos de comida sobre la bandeja. ―Aquí tiene, entonces. ―Gracias. Helene tomó la nota s ellada y la metió dentro de su retículo. La criada se balanceó en otra reverencia y qu itó la tapa de los alimentos. El suculento olor de cordero asado y pollo llenaron la habitación. Para su sorpresa, Helene se dio cuenta de que tenía hambre. ―Voy a trae r algunos otros platos y un poco de buen queso y oporto también, señor. ―Esta vez la c riada se dirigió a Philips. ―Eso sería excelente. Helene permitió que Philips le sirvier a un plato de comida y se la llevó a la silla más cercana al fuego. Ella equilibró el plato precariamente sobre sus rodillas mientras Philips se unía a ella. Durante un tiempo, estuvieron en silencio mientras ambos comían. Helene no había conseguido co mer mucho, pero su estómago estaba definitivamente más estable. Philips seguía comiend o, bajando su comida con grandes cantidades de un buen vino tinto. Ella deslizó su s dedos en su retículo y tocó la nota. ―¿No la vas a abrir? Estuvo a punto de saltar cua ndo él fijó su mirada en ella. ―Supongo que debería. Si tenemos suerte, podría llegar a se r una pérdida de tiempo. Él descartó los platos y se recostó en su silla, sus ojos avell ana pensativos. ―Aún no me has dicho a qué o a quién estamos persiguiendo. ―Esperaba no ha cerlo. ―Abrió el sello de la carta y rápidamente repasó con la mirada el contenido. ―Ah... ―¿Y bien? ―Ella está aquí. ―¿Quién es? ―Mi hija. ―Pensé que tu hija estaba instalada segur a en Londres. ¿Qué pasó? ¿Se escapó? ―Esta es mi hija mayor. La sorpresa flameaba en sus oj s. ―¿Exactamente cuántos hijos tienes? ―Tres, milord, eso es todo. Mi hija mayor se casó h ace poco, y necesito hablar con ella. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 144 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer ―¿Cuánto tiempo hace que se casó? ―¿Por qué importaría eso? ―Porque he vivido en tu casa du de una semana, y ninguna mujer ha hecho referencia a una boda. Debe de ser algo inaudito. El calor floreció en las mejillas de Helene. ―Ella es mayor de edad. Su d ecisión de casarse fue su propio asunto. ―¿Qué edad tiene? ―Veintiuno. ―Vio la profunda per lejidad en su cara y se resignó a dar más explicaciones. ―¿Tuviste un hijo cuando tenías q uince años? ―Oui. ―¿Antes de que siquiera me conocieras? Helene inclinó la cabeza. Philips se inclinó hacia delante en su asiento y enlazó sus manos entre las rodillas. ―¿Tengo q ue asumir que ella se casó sin tu consentimiento?. ―Frunció el ceño. ―¿Se casó imprudenteme ? ―Depende del punto de vista. A los ojos de la mayoría de la gente, ha hecho muy bi en. Creo que su marido es un par del reino. Sus cejas se levantaron. ―Sin embargo, no estás contenta. ―Yo... soy su madre. Me gustaría hablar con ella para asegurarme d e que todo está bien y que ella no fue forzada o no estuvo bajo coerción de ninguna manera. ―¿Por qué piensas eso? Helene se puso de pie y se dirigió a la ventana que daba a la calle. ―Porque tengo un vago recuerdo del hombre con el que se casó en la casa del placer. ―¿Asumes que cualquiera que haya estado allí de alguna manera es sospechos o? Ella se volvió hacia él. ―Por supuesto que no. Me gustaría ver a mi hija y tranquiliz arme de que todo está bien. Se puso de pie y la miró. ―Entonces, salgamos de aquí. ―Tú no v enes conmigo. ―Entonces, tú no vas. ―Philip Ross, no tienes derechos para darme órdenes. Él se encogió de hombros. ―Tengo todo el derecho. Ninguna dama bajo mi protección sale sola de noche. Es demasiado peligroso. Ella golpeó el suelo con sus pies. ―¡Yo no soy una dama! ―¿Quieres que te confundan con una prostituta de nuevo? Porque si sales so la, estoy seguro de que eso es lo que sucederá. Le miró mientras él se movía para bloque ar su salida apoyándose contra la puerta. Sus dedos se morían de ganas de coger las tenazas del fuego y golpearlo duro en la cabeza. ―Si vienes conmigo, esperas afuer a. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 145 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Él hizo una reverencia. ―Esperaré afuera de la habitación en la que entres. Me niego a c omprometerme más que eso. ―¿Te niegas a comprometerte? ―Helene cogió su sombrero y lo puso en su cabeza. ―Eres una persona comportándose como un completo matón. ―Tómalo o déjalo, He ene. Le miró por un largo, intenso momento, imaginando su cuerpo inerte tendido so bre el fogón. ―Muy bien. Marguerite y su marido se alojan en la Posada Royal Dover. ―¿En Royal Dover? ―Hizo una pausa mientras se encogía de hombros en su abrigo. ―Ese es el mejor alojamiento en la ciudad. Difícilmente suena como si ella estuviera ansiosa por evitar que la encuentres. ―Como he dicho, es mayor de edad. No puedo simplemen te hacerla regresar. Helene ató las cintas de su gorro y cogió su chaqueta. Philips la arrancó de sus manos y la ayudó a ponérsela. La besó en la garganta, haciéndola estreme cerse. ―Estoy seguro que todo irá bien. ―Para ti es fácil decirlo, ―murmuró mientras tomaba sus guantes. Él mantuvo la puerta abierta para ella. ―Eso es cierto, pero te entiend o, Helene. Tengo mis propios hijos. Más de los que sabes. Helene mantuvo ese amarg o pensamiento para sí misma mientras bajaba las escaleras y salía a la oscuridad poc o acogedora de la noche. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 146 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer CAPÍTULO 19 9 Cuando entraron en la posada Royal Dover, Helene estaba casi agradecida por el a ire autoritario de Philips y la inmediata expectativa de ser atendidos. En muy p oco tiempo, se encontraba dentro en una sala de estar privada a la espera de Mar guerite, mientras que Philips estaba discretamente haciendo guardia en la puerta . Helene se pasó los largos minutos de espera en un infructuoso intento de poner e n orden sus argumentos para Marguerite. Pero nada parecía ayudarla. ¿Qué diablos podía d ecir? Su relación era demasiado frágil para arriesgarse a decir una cosa equivocada. La puerta se abrió y Helene se dio la vuelta para hacer frente a Marguerite. Iba vestida con un moderno vestido de seda azul de corte bajo que hacía juego con sus ojos. Su pelo oscuro estaba retirado de su cara y sostenido alto sobre su cabeza . Dos rizos rozaban sus mejillas de tono oliva. En estatura, Marguerite se aseme jaba a Helene, pero sus colores eran todos de ella misma. Parecía tan aprehensiva como Helene se sentía. ―Mamá. ¿Algo está mal? Helene intentó una sonrisa. ―No, querida. Sól ría desearte felicidades y asegurarme de que todo está bien contigo. Marguerite se d etuvo junto a la puerta como si esperara una emboscada. ―¿Cómo supiste que estaba en D over? Helene se encogió de hombros. ―Un amigo mío me dijo que tú y tu marido habían reserv ado un pasaje para Inglaterra. Marguerite frunció el ceño. ―¿Estás diciendo que me hiciste seguir? ―¿Cómo podría hacer eso? No estoy trabajando para el gobierno, ni soy adinerada . ―Pero tienes muchos clientes que te pueden ayudar. Helene suspiró. ―Eso es cierto y confieso, quería saber cuándo regresaras a Inglaterra. ―¿Por qué? ―Marguerite se juntó el n o chal de seda más cerca de sus pechos. ―Ya te dije que estaba a salvo, y te pedí que me dejaras en paz. ―Lo sé. ―Helene se sentó e hizo un gesto al asiento frente a ella. ―¿Qui res sentarte un momento para que podamos hablar? Marguerite miró vacilante a la pu erta. ―Tengo que volver pronto. Justin está viniendo para cenar conmigo. Helene resp iró hondo. ―¿Estás bien? ―Estoy bien, mamá. ―Ella sonrió radiantemente. ―Estoy enamorada. ¿ el mejor sentimiento del mundo? ―Lo es, querida mía. ―Helene no pudo evitar devolverl e la sonrisa. ―Estoy contenta de ver que eres feliz. ―¿Cómo no voy a serlo? Justin me ha ce sentir como la mujer más preciosa del mundo. Dice que me adora. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 147 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer ―Entonces eres de hecho una mujer con suerte. Marguerite suspiró, su expresión feliz. ―L o sé. Y lo que es aún mejor es que le he contado todo sobre mi vida, y que no le imp orta que sea ilegítima. ―¿Le has hablado de mí? ―Él sabe quién eres. En verdad, él piensa q muy divertido que tú seas mi madre. También parece pensar que es por eso que nosotr os nos sentimos juntos tan bien. Helene no estaba segura de que le gustara cómo so naba eso. ¿Justin Lockwood pensaba que Marguerite tenía la misma gama de tolerancias sexuales que su madre? ¿Por eso se había casado con ella? Marguerite se sentó en el a siento al lado de Helene. ―Lo siento por no decirte que iba a casarme. Todo sucedió muy rápidamente. Conocí a Justin en el pueblo mientras estaba realizando algunos rec ados para las monjas. Su caballo había perdido una herradura, y él estaba teniendo a lgunos problemas para conseguir que alguien entendiera su terrible francés. Helene consiguió sonreír. ―No es mi intención entrometerme en tu matrimonio, querida mía. No deb es tener miedo de eso. Marguerite la miró con una expresión aliviada. ―Estoy muy conte nta de escuchar eso. Esta es una oportunidad maravillosa para mí de compartir mi v ida con un hombre al que respeto y amo. No había señales de tensión en las palabras de Marguerite. No había asomo de coacción. Era obvio que no tenía necesidad de ser resca tada después de todo. A pesar de sus dudas, Helene tenía que creer que todo saldría bi en. Tomó la mano de Marguerite. ―¿Vas a escribirme? ―Por supuesto, mamá. Y cuando estemos establecidos, podemos encontrarnos con mayor regularidad. ―Me gustaría eso. Margueri te vaciló. ―No pienses que soy ingrata por todo lo que has hecho por mí. Sé lo difícil que fue para ti después de que yo naciera. ―Ojalá hubiera hecho más. Me hubiera gustado hab erte mantenido conmigo a pesar de todo. Marguerite la miró seria. ―Hiciste lo mejor, ¿no? Me mantuviste viva, me diste una educación y oportunidades que a ti se te nega ron. ¿Qué más podría querer cualquier niño? ―Tal vez quieras hacerles a Christian y a Liset e esa pregunta. ―Helene suspiró. ―Todavía me odian. ¿Sabías que han aparecido en Inglaterra ―¿Los gemelos? ¿Cómo supieron dónde vives? Helene observó a Marguerite atentamente. ―¿Tú n ijiste? ―Por supuesto que no lo hice. Lo prometí. ―Marguerite sonrió. ―Eso es tan típico de ellos. Cuando era más joven, te odié por un tiempo también. Luego tuviste el coraje de venir a mí y contarme la verdad. Ahora me siento orgullosa de ser tu hija. Una lágr ima resbaló por la mejilla de Helene. Justo cuando decidió dejar a su hija tomar sus propias decisiones y estar feliz por ella, Marguerite le había dado TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 148 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer el regalo más grande de todos, el perdón. ¿Había alguna cosa más dulce que eso para una ma dre? ―Muchas gracias, Marguerite. ―Helene abrazó a Marguerite muy fuerte. ―Realmente des eo que seas feliz. Por un momento, ninguna de los dos habló, sólo se sostenían una con la otra en un integral, contundente abrazo. ―Je t'aime, mamá, ―susurró Marguerite. ―Je t' aime, aussi.10 ―Voy a escribirte. Te lo prometo. ―Yo también te escribiré. Marguerite ro mpió el abrazo, se limpió las mejillas, y se levantó de un salto. ―Tengo que irme ahora. Justin y Harry estarán esperando por mí. Helene también se levantó, su sonrisa murió. ―¿El . Harry Jones está viajando con vosotros? Marguerite asintió con la cabeza, haciendo que sus bucles se balanceasen mientras abría la puerta. ―Sí, ¿no es maravilloso? Realme nte ha animado tanto nuestro espíritu como nuestro viaje a través de Europa. No esto y segura de lo que haremos con nosotros mismos cuando él tenga que irse a casa. Co n un último beso, Marguerite saltó ágilmente hacia arriba de las escaleras, su oscuro vestido de raso rápidamente se mezcló con la oscuridad. Helene reprimió el impulso de hacerla regresar, para advertirle, ¿pero qué? Las parejas casadas a menudo llevaban a otras personas a lo largo de sus lunas de miel. Si Justin Lockwood realmente h abía querido decir sus votos matrimoniales, no era como si Sir Harry representara una amenaza para Marguerite. Ella se dirigió a la puerta y encontró su camino bloque ado por Philips. ―¿A dónde vas? Le miró, preguntándose si sus dudas eran transparentes en su cara mientras él apretaba su agarre. ―¿Qué pasa? ¿Algo está mal? ―No estoy segura. ―Era resistir el impulso de subir las escaleras detrás de Marguerite y rogarle que vue lva a casa, pero ella no tenía otra opción. ―¿Me puedes llevar de vuelta a la posada? ―Por supuesto. ―La tomó del brazo y la guió hacia la parte posterior de la posada. ―He oído ru mores de un combate de boxeo en una de las tabernas del muelle. Si es cierto, te ndremos que verlo a nuestro paso. Afuera, las calles estrechas y empedradas pare cían estar llenas de hombres de todas las edades y clases intentando encontrar el sitio que se rumoreaba para la pelea. El entusiasmo generaba un escalofrío de peli gro en Helene, la sensación de que la violencia podría estallar en cualquier momento . Philip la atrajo hacia su lado y la mantuvo en el borde interior de la pasarel a. 10 Te amo, también. (N. de. T.) Página 149 TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Un rugido y el estrépito de cristales rotos por delante de ellos enviaron más ondas de energía pulsando a través de la multitud. Philip maldijo cuando una banda de mari neros empezó a correr por el centro de la aglomerada multitud, obligando a todos l os demás a hacerse a un lado. Helene jadeó cuando Philips fue golpeado contra ella, empujándola contra el arco de la ventana de una sombrerería. ―Lo siento, Helene. ¿Estás bi en? Ella contuvo la respiración mientras la multitud surgía alrededor de ellos. Le r ecordaba la captura de su familia durante la revolución, la sensación de estar atrap ada en algo que no podía controlar. La multitud se había apiñado sobre el carro de sus padres, obligándolo a estrellarse sobre un lado, y los arrastraron hacia fuera co mo sacrificados animales para aplacar su sed de sangre. ―¡Condenado sea el infierno! ―Philip la cogió por la cintura y la atrajo de nuevo a la relativa seguridad de un callejón entre dos de las tiendas. La multitud rugió pasando junto a ellos como un p oderoso río en una inundación, imparable e indiferente por el daño causado a su paso. ―H elene, di algo. Ella miró la preocupada cara de Philips, vio su férrea determinación d e protegerla reflejada en sus ojos avellana. Alargó una mano temblorosa y le tocó su mejilla, desesperada por algo que la conecte con el presente, para llevar sus p ensamientos lejos de los horrores del pasado. ―Helene... Ella esbozó una sonrisa tem blorosa. ―Estoy bien ahora. Por un momento, temí estar de nuevo en Francia durante e l terrorismo. ―Dios, ni siquiera pensé en eso. Juro que no dejaré que nadie te haga daño . Ella se puso de puntillas y lo besó en la boca. ―Lo sé. ―Lo besó de nuevo, esta vez más d ro, mordiendo su labio inferior. Él no necesitaba otra invitación para devolverle el beso, su cuerpo presionando el de ella contra la irregular pared de piedra mien tras le devoraba la boca. Ella deslizó la mano entre ellos y ahuecó sus bolas. Él gruñó y se alejó de ella. ―No aquí. No es seguro. Estamos casi en Mermaid. Helene lo apretó una vez más y luego lo dejó ir. Le habría permitido tomarla justo allí contra la pared, pero descubrió que su miedo de ser descubierta por la multitud era aún mayor. Philips ag arró la mano y encabezó la salida del callejón. ―La mayoría de la multitud ha desaparecido . Vamos. La arrastró con fuerza de la mano y echó a andar hacia abajo por la calle. Helene apenas tuvo tiempo de agarrar en un puño sus faldas para evitar tropezar y estaba agradecida de llevar botas de suela plana para caminar. Su respiración se h izo irregular, pero siguió corriendo cuando el letrero de la Posada Mermaid aparec ió a la vista. Philip la arrastró hacia el pasillo y arriba de las escaleras, cerran do la puerta del dormitorio de un golpe detrás de él. Todavía luchando por respirar, e lla le TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 150 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer enfrentó, le sostuvo la mirada, le hizo ver la lujuria en sus ojos. Él se apoyó contra la puerta, su respiración tan trabajosa como la suya. Un músculo se movía en su mejil la mientras la miraba fijamente. ―¿Vas a decirme qué pasó? Ella negó con la cabeza. ―¿No cr que tengo derecho a una explicación? Se concentró en los duros planos de su cara, l e necesitaba tocándola tan desesperadamente que todo su cuerpo empezó a temblar. ―Quie ro que me folles. Su expresión se endureció. ―¿Es eso todo lo que soy para ti? ¿Alguien pa ra follar? ―¿No es eso lo que yo soy para ti? ―Tú eres más que eso, y lo sabes. ―¿Porque te tiendo? Él se quitó el abrigo y el sombrero, y los arrojó sobre una silla. ―¿Estás sugirien o que no? Eres la primera mujer a la que le he hablado sobre mi esposa y su aman te. Ella se encogió de hombros. ―Soy una puta. Se supone que seamos buenas para escu char. ―Eres una mentirosa. Ella se alimentaba de su ira, alentándola, avivándola aún más a lto. ―¿Cómo es eso? Avanzó hacia ella. ―Usas el sexo para ocultar tus verdaderos sentimien tos y conviertes a los hombres en tontos babosos. Ella sacudió la cabeza. ―Y tú eres t an experto en sexo. ―Tengo la experiencia suficiente para saber la verdad cuando l a veo. Ella bajó la mirada mientras luchaba por asimilar lo que él había dicho. ¡Cómo se a trevía a tratar de decirle por qué ella hacía algo en absoluto! ―Así que no me quieres fol lar. Sus dedos se deslizaron por debajo de su barbilla, obligándola a levantar la cabeza hasta que sus ojos se encontraron. ―Por supuesto que sí, pero esta noche será b ajo mis términos, no los tuyos. Tengo la intención de hacerte el amor hasta que me r uegues que me detenga. ―Ningún hombre jamás ha logrado satisfacerme toda la noche. ―Ento nces, esta noche será la primera vez para ti, ¿no? Sus fríos labios se cerraron sobre los de ella, y contuvo el aliento mientras su lengua le llenaba la boca. Sus man os trabajaban sobre los botones y cintas de su vestido y su corsé, rasgando y desg arrando cuando no podía tener acceso lo suficientemente rápido. Con una maldición entr e dientes, la hizo retroceder hasta la cama y la sentó en el borde. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 151 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Utilizó sus anchos hombros para empujarle las piernas separándolas y deslizó dos dedos dentro de ella, utilizando el pulgar para su clítoris. Helene gemía mientras él incli nó la cabeza y añadió el tormento de su lengua y dientes sobre su húmedo, hinchado sexo. Ella levantó las caderas, buscando los placeres de su penetrante lengua, sintió que su cuerpo se preparaba para el clímax. Él se retiró, su boca y barbilla brillantes co n su crema, su expresión salvaje. Ella trató de no retorcerse y rogar para que él la d ejara terminar mientras la despojaba de su vestido, dejándola en medias de seda y ligas. ―Este cuerpo tan hermoso, Helene. Tan fácil para un hombre perderse a sí mismo en él y en ti. Deslizó un dedo dentro de ella, observando mientras lo deslizaba haci a adentro y hacia afuera. El suave sonido de succión de la humedad la excitaba aún más . Con la otra mano ahuecaba su pecho, utilizando su pulgar para llevar a su pezón hasta un duro punto doloroso. Ella estaba temblando, sus nervios tensos, anticip ando su próxima caricia, necesitándola más de lo que necesitaba respirar. La besó, su le ngua recubriéndose de sus jugos, la que ansiosamente bebía a lengüetadas. ―Vas a tomar m i polla en tu boca y ponerme duro ahora. Quiero que lo hagas rápido, como un hombr e. ―¿Cómo Adan? ―Sí, como Adan. Para su disgusto, él no parecía sorprendido por su conocimi o de sus actividades sexuales. ¿Había llegado a un acuerdo con sus necesidades, ento nces? ¿Se había dado cuenta de lo que realmente deseaba? La ayudó a bajar de la cama y lentamente se desabrochó los pantalones. Su eje ya tenso bajo su ropa interior. S e estremeció mientras tiraba su ropa hacia abajo para revelar su polla. ―Hazlo. Hele ne se puso de rodillas a sus pies enfundados en botas y lamió la chorreante corona de su pene. Su mano se cerró en su pelo. ―Tómalo todo. Ella abrió la boca más grande, y c on un avance de sus caderas, él metió a su polla entre sus labios. Ella tuvo poco ti empo para prepararse cuando él comenzó a empujar más profundo con cada dura embestida. No es que le importara. Había querido estar abrumada y dominada, que no le permit ieran pensar en otra cosa que en el placer de él. Y él lo sabía. A pesar de su irritac ión, él aún sabía lo que ella quería y estaba más que dispuesto a dárselo. ―Detente ahora. edó quieta mientas él cuidadosamente alejaba su eje de su boca y se sentaba pesadame nte en la silla más cercana. Él palmeó sus rodillas. ―Ven aquí. ―No soy tu perro. ―Lo eres, n embargo, por la necesidad de mi polla. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 152 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Él no sonrió, sólo siguió mirándola fijamente. Con un suspiro, ella accedió. La levantó sob su regazo, los muslos a ahorcajadas sobre los suyos, el suave cuero de gamuza so bre su piel desnuda. Su húmedo eje acuñado entre ellos. Sus dedos y pulgares se cerr aron alrededor de sus pezones y pellizcaron duro, haciéndola gemir. ―¿Quieres mi polla ? ―Si quieres hacerme el amor hasta que me desmaye, entonces yo diría que es necesar io. Apretó sus pezones de nuevo, inclinó la cabeza para el tocar las puntas expuesta s con su lengua y luego sus dientes. Ella no podía dejar de retorcerse para acerca rse más a él, su ya hinchado clítoris frotando contra la raíz de su eje. ―¿La quieres, Hele e? Trató de sacudirse las olas del intenso deseo estremeciéndose a través de ella, par a encontrar una respuesta ingeniosa, pero no pudo. Él tocó sus pezones nuevamente ti rando de las puntas hasta que dolieron. Ella se retorció contra él otra vez, hasta l os gruesos vellos de su ingle eran un tormento contra su clítoris. ―Sí. Él la consideró, s us ojos entrecerrados, su exuberante boca curvada hacia arriba en una esquina. ―Di me exactamente lo que quieres. Helene cerró los ojos mientras él ponía sus manos alred edor de su cintura y tiraba de ella más atrás sobre sus muslos, alejándola de su polla . Él deslizó la mano entre sus muslos abiertos y frotó la palma contra su sexo. ―Sin dud a estás lo suficientemente mojada, así que dime lo que quieres. Su tono era sobradam ente autoritario como para molestarla, pero ella estaba demasiado necesitada de alivio como para discutir sobre eso ahora. Ella suspiró. ―Quiero tu polla dentro mío. ―¿Sól mi polla? Ella parpadeó. ―¿Qué más hay? ―Todo lo que quiero, ¿verdad? ―Estiró el brazo y r cepillo de pelo, midió la longitud del mango en contra de su polla. ―Por ejemplo, e sto funcionaría bien. Helene simplemente lo miró mientras su frecuencia cardíaca aumen taba. Por debajo de ese duro exterior, realmente era un hombre excepcionalmente sensual. Mantuvo su expresión neutra, su voz aún más. ―¿Quieres que yo lo use en ti? Sus c ejas se levantaron. ―¿Qué? Ella tocó las cerdas, acarició los dedos de él por encima del ma go. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 153 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer ―Puedo pegarte con él. ―Ella lo observó cuidadosamente a través de sus pestañas bajas. ―O a tar el mango e insertarlo en tu culo. ―Su polla se sacudió, derramando más líquido prese minal en una súbita corriente resbaladiza. ―Tal vez ahora que has tenido a Adan, eso es realmente lo que prefieres. ―No he tenido a Adan. No estoy seguro de que yo pu diera llegar a intimar con un hombre. ―Ah, ya veo. Permites que él te de placer y tú n o le das nada a cambio, todo un caballero. Le sostuvo la mirada y sonrió lentament e. ―Yo no diría eso. Ella lo miró, intentando imaginárselo dándole placer a un hombre, y e ncontró la imagen no sólo creíble, sino altamente excitante. ―Tal vez me permitas observ ar la próxima vez. ―Tal vez. ―Pasó suavemente sus dedos sobre el cepillo para el cabello . ―Pero por ahora, vamos a concentrarnos en ti. Antes de que pudiera pronunciar ot ra palabra, él la volteó sobre su regazo. El pelo la caía sobre su rostro mientras ell a luchaba por enderezarse a sí misma, pero él era demasiado fuerte. Ella se estremec ió cuando la mano se aplanó sobre sus nalgas. ―Los chismes de la cocina insisten en qu e nunca has experimentado los placeres de la planta superior por ti misma. ¿Es eso cierto? Helene dejó de moverse y se quedó quieta, intentando recuperar el aliento. Se puso rígida cuando Philips acarició su carne con el lado plano de madera de su ce pillo. ―Responde a la pregunta, Helene. ―Si estás preguntando si nunca he permitido qu e un hombre me domine, entonces estás en lo cierto. ―¿Y por qué es eso? ―Creo que es obvio . ―¿Tienes miedo de que podrías disfrutarlo demasiado? ―No seas absurdo. Ya he tenido ba stante de ser forzada por los hombres como para que me dure toda la vida. ―Yo no t engo intención de forzarte. ―Entonces, ¿por qué no me dejas sentarme? ―Ella se movió en otr intento por liberarse y sintió la hinchazón de su polla sacudiéndose contra su cadera . ―Porque quiero jugar con las deliciosas curvas de tu culo, por supuesto. ―Movió el c epillo alrededor, deslizó su otra mano entre sus piernas, y ahuecó su sexo. ―Me dijist e que querías ser follada toda la noche. ¿No confías en mí para hacer eso? Helene abrió lo s ojos y se quedó mirando el raído dibujo de la alfombra roja junto a la chimenea. ¿Qué quería ella? ¿Y realmente podía confiar en él lo suficiente como para saber que no la la stimaría? ―¿Helene? TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 154 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Ella se sacudió cuando él golpeó el cepillo cinco veces contra su nalga derecha y lueg o contra la izquierda, sintiendo el calor acumulándose en su ingle. Cada pequeño gol pe del cepillo la empujaba más contra la mano de Philips, que ahuecaba su ya excit ado sexo. Lo hizo de nuevo, más duro esta vez, luego se detuvo para acariciar sus pechos y tiró fuerte de sus pezones. El calor se agrupó en su sexo, y ella se estrem eció cuando volvió su atención a sus nalgas, alternando de izquierda a derecha. Una in sinuación de dolor que titiló en su mente se transformó en desenfrenado deseo. Ella in tuía que estaba a punto del clímax sin que él la penetrara incluso y empujó descaradamen te en contra de su mano. Con una maldición entre dientes, él dejó caer el cepillo, la agarró por la cintura, y la enderezó. Ella gritó cuando su mundo giró, y él la empaló sobre su polla en un demandante empuje. Ella se corrió duro, mordiéndole la boca mientras él trataba de besarla, luchando contra su férreo agarre sobre sus caderas que la sos tenía sobre él. Sombríamente Philips se contuvo, permitiéndole pulsar y retorcerse alred edor de su polla hasta que ella colapsó contra su hombro. Rezó para no correrse inad vertidamente él mismo mientras la levantaba y la volvía a colocar sobre su regazo. ―¿Qué e stás haciendo? Helene parecía aturdida y muy diferente de sí misma. Eso le gustaba. ―Lo que yo quiero. Tomó el cepillo una vez más, estudiando su ahora ligeramente enrojeci do culo. Había pasado algún tiempo en la planta superior observando a los clientes r ealizar actos sexuales escandalosos. Ver a alguien siendo azotado lo ponía duro co mo el infierno. Por Dios, estaba duro ahora, tan ansioso de follar a Helene que le dolía respirar. Con mucho cuidado, rozó el lado de cerdas del cepillo sobre su pi el, disfrutando de la manera en que ella se estremecía con el toque sutil. Ella co ntuvo el aliento cuando él aplicó un poco de presión a la figura del ocho que estaba h aciendo a través de ambas nalgas. Deslizó un dedo dentro de su ancho pasaje mojado y lo enroscó alrededor para probar ese punto especialmente sensible. Helene le obli gaba a entrar de nuevo, sus agudos chillidos un canto de sirena para su hipersen sible polla. Sabía que no podía esperar más. Con un áspero gruñido, la levantó, la apoyó co a la pared más cercana, y empujó su polla a casa. Ella no paraba de correrse mientra s él golpeaba en ella, sus talones clavados en sus nalgas mientras lo mantenía profu ndo, tomando cada centímetro de él. Él empezó a gruñir con cada largo empuje, sintiendo su semen reuniéndose en sus bolas y abrirse paso hasta su eje. ―Helene... Sólo pudo gemi r su nombre cuando se corrió en su interior, su semilla llenándola mientras ella lle gaba a su clímax con él, exprimiendo hasta la última TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 155 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer gota de su todavía palpitante eje. No hubo ninguna delicadeza, ni sexo gentil, est o era sexo en su más potente y cruda forma. La forma en que debía ser entre ellos, l a forma en que siempre había sido y siempre lo sería. Él no se molestó en salir, sólo la l levó hasta la cama y cayó sobre ella envolviéndola en sus brazos. Cuando abrió los ojos, ella lo miraba fijamente, su expresión beligerante. Él suspiró. ―¿Qué está mal ahora? ―No ste la oportunidad de decidir si yo quería que me azotaras o no. ―Lo querías. Gritaste tan alto cuando te corriste que pensé que me quedaría permanentemente sordo. ―Eres un patán engreído. Se apalancó sobre un codo para mirarla apropiadamente. Sus pezones er an apretados capullos rojos, y sus vientres estaban unidos con una combinación de su semilla y el sudor de ambos. Él amaba la forma en que olían juntos. Experimentalm ente, movió sus caderas, la oyó morder un jadeo. ―¿Necesitas más, madame? ―Su pene se endur ció ante el pensamiento de tenerla una vez más. Ubicó sus caderas contra su coño otra ve z, deslizó la mano entre ellos para localizar su clítoris, encontrándolo resbaladizo c on su semen y muy sensible a su toque. ―Por supuesto que sí. Eres insaciable, ¿verdad? Se deslizó fuera de ella y besó su camino hacia abajo de su vientre y a través de sus vellos rubios. Utilizó la punta de la lengua para excitar su clítoris hasta que ell a se retorció contra él, y luego inició un lento viaje hasta los labios de su coño y la resbaladiza apertura. Estaba tan abierta para él ahora que él podía meter cuatro dedos sin que ella se sintiera muy apretada. Ella se corrió repentinamente contra su bo ca, y él le insertó su lengua profundamente en su interior para sentir sus músculos ap retarse, disfrutando de la precipitación de su crema. Consideró que si realmente tenía la intención de satisfacerla toda la noche, él necesitaba controlarse a sí mismo y da rle placer a ella de tantas maneras como pudiera concebir para evitar que su pol la se debilitase. Se arrodilló para mirarla. Yacía repantingada sobre la cama, sus p iernas ampliamente abiertas, sus senos pesados, sus ojos azules dulcificados por el deseo. No era de extrañarse que todos los hombres de Londres quisieran estar e n su posición. Apenas podía culparlos. Helena de Troya resucitada11. No era extraño qu e los hombres pelearan por ella. Si ella le pertenecería a él, él lucharía por ella tamb ién. Helene lo observaba mientras él pasaba la mano por su polla y la alejaba de su estómago. Él le sostuvo la mirada, contento de que a ella le gustara mirarlo, ansios o por llevarla a ese jadeante estridente nivel de perfección sexual una vez más. Des eaba trepar por la cama y poner su polla entre sus perfectos labios, pero no est aba dispuesto a correrse de nuevo todavía. A veces conocida como Helena de Troya o Helena de Esparta, es un personaje de la mitología griega. Era considerada hija de Zeus y pretendida por muchos héroes debid o a su gran belleza. Fue seducida o raptada por Paris, príncipe de Troya, lo que o riginó una guerra. (N. de. T.) 11 TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 156 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Se bajó de la cama y recuperó el cepillo. Se lo mostró a ella antes de cubrirlo con su espesa crema y su semilla, y lo deslizó dentro de ella. Sus caderas corcoveaban m ientras él lo trabajaba hacia adentro y hacia afuera de su follable coño mojado. Inc linó su cabeza, delicadamente apretó los dientes sobre su clítoris, y esperó hasta que e lla llegara a su clímax una vez más antes de liberarla. Ociosamente se arrodilló de nu evo y acarició su bonito clítoris hinchado, juntó su semilla sobre su dedo, y se dirig ió a su culo. Había un montón de velas en la habitación, y el aceite era fácil de consegui r. Siempre había querido utilizar dos consoladores en una mujer al mismo tiempo. M ientras él trabajaba su coño y su culo, ella podría darle placer a su polla con la boc a. Si él quería durar toda la noche, este era definitivamente el momento de ser más cr eativo. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 157 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer CAPÍTULO 20 Helene yacía débilmente repantingada sobre el cuerpo de Philips, con la mejilla apre tada contra su pecho y el brazo alrededor de su cintura. Su corazón latía estable, cóm odamente, junto con el de ella. Débiles rayos de luces grises penetraban por las c arcomidas cortinas de la cama a medio abrir. Los pájaros estaban cantando, y el es truendo de las ruedas del carro sobre el empedrado de abajo hacían que las ventana s con forma de diamantes vibraran. Ella giró levemente la cabeza para besarle los pezones, y él gimió. —Dios, Helene, eres realmente insaciable. Ella sonrió contra su pec ho. En realidad, estaba agotada y completamente satisfecha, pero no estaba segur a de querer que Philips lo supiera todavía. Él le acarició la oreja con su nariz y la mordió suavemente. —Como ya he satisfecho tu lujuria, ahora ¿vas a contarme lo que pasó con Marguerite? Helene mantuvo los ojos cerrados. —Ella estaba preocupaba de que y o intente interferir en su matrimonio. —Fuiste para interferir. Helene suspiró. —Lo sé, pero ella estaba tan feliz, no me atreví a echarlo todo a perder únicamente por sosp echas no probadas y por mis instintos. —Por lo que he visto y oído, tus instintos so n generalmente correctos. ¿Qué es exactamente lo que te preocupa? —El esposo de Margue rite, Lord Justin Lockwood. —No creo que jamás lo haya conocido. ¿Es popular por ser u n hombre violento o un borracho? —No que yo sepa. —Ella rodó sobre su espalda y miró hac ia el techo bajo con vigas de madera. —Es más una cuestión de dónde residen sus gustos s exuales. Philip frunció el ceño. —¿Crees que es un pervertido? —No, sólo que él podría pref la compañía de hombres. —Entonces, ¿por qué se molestó en casarse? —La mayoría de los hombr n sus gustos lo hacen. Es la única manera de evitar rumores sobre sus inclinacione s y actividades sexuales. A menudo, se sienten obligados, por razones familiares , de proveer el próximo heredero. —¿Tienes pruebas de los gustos de su marido? Helene se volvió para suavizar un mechón de cabello hacia atrás de la cara de Philips. —Si las tuviera, ¿crees que habría dejado a Marguerite con él? Simplemente le he visto con el mismo hombre en varias ocasiones en la casa de placer. Philips se levantó sobre un codo y la consideró, sus ojos avellana entrecerrados. —¿Haciendo qué? —Nada de particular , sentados muy estrechamente. —¿No en una cama, entonces? TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 158 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer —Ganó, como ya he dicho, es sólo una sensación que tengo de que son más que amigos. Él exte dió la mano y trazó el contorno de su boca con un perezoso dedo. — Ahora Lockwood está c asado, tal vez la amistad alcanzará su conclusión natural. Helene le sostuvo la mira da. —Eso es lo que esperaba hasta que Marguerite dijo que Sir Harry los había acompaña do en su luna de miel también. Philips levantó las cejas. —Bueno, maldita sea. —Desde lu ego. Pero no hay nada que pueda hacer a menos que ella me pida ayuda, ¿verdad? —No, nada. —La acarició la mejilla. —Es endiabladamente difícil ser padres, ¿no? —No tienes ni i ea. Sólo espera a que tus hijos alcance los veinte años. —Le besó los dedos errantes. —Por lo menos Marguerite no me culpa de todos sus males, como hacen los gemelos. Ano che incluso me agradeció por educarla. —Y eso significa mucho para ti, ¿no? Trató de reír. —Nunca me he perdonado a mí misma por permitir que otros cuidaran de mis hijos cuan do estaban creciendo. —Pero tú eras sólo una niña también, y seguramente no podrías haberle permitido vivir contigo en un burdel. Ella golpeó una mano contra su boca. —No es u n burdel. —Su lengua le hizo cosquillas en la palma, y ella la alejó rápidamente. —Lo sé, pero fuiste inteligente en no tenerlos contigo. La mayoría de los padres de clase alta envían a sus hijos al cuidado de nodrizas, niñeras, e internados. Casi nunca vi a mi madre cuando yo estaba creciendo, y no me hizo ningún daño. Ella estudió su rost ro relajado, no vio ningún indicio de condena en su mirada, y lo besó en la boca. —Gra cias. —¿Por qué? —Por hacerme el amor toda la noche y por comprenderme. —No afirmaría que t entiendo en absoluto, eres una mujer. Pero te conozco. —¿En el sentido bíblico? Él la a garró, la hizo rodar sobre su espalda, y empujó la rodilla entre sus muslos. —Definiti vamente, y la noche no ha terminado todavía. Helene se aferró a sus brazos cuando él s e ubicó sobre ella. —No tienes que probarte a ti mismo nunca más. Eres definitivamente el mejor amante que he tenido. La corona de su polla empujó contra su hinchado se xo y se deslizó una pulgada. Él gruñó y lentamente meció sus caderas, cada movimiento lo p resionaba más en su interior. —Dios, te sientes tan apretada como una virgen. ¿Estás sen sible? —Por supuesto que sí. Puedo ser insaciable, pero sigo siendo humana. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 159 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer —Tómame una vez más. Ya sé eso. —Sus bolas se apretaron contra sus nalgas mientras se desl izaba todo el camino hasta su centro. —Te prometí satisfacerte toda la noche, y no l legó la mañana todavía. Helene cerró los ojos y se relajó, permitiendo a Philips dirigir s us movimientos y jugar con ella a su antojo. Él se tomó su tiempo, sus movimientos l entos y sin prisas en comparación con los primeros acoplamientos feroces de la noc he. El calor envolvió el vientre de Helene y fluía más abajo de su sexo. Él cambió de posi ción, deslizó las manos debajo de sus nalgas, y continuó sus largos empujes regulares. Ella no había esperado llegar al clímax, casi se sorprendió cuando el placer se estre lló una y otra vez a través de ella, haciéndola estremecerse y aferrarse a Philips. Su boca cubrió la de ella mientras seguía empujando, más rápido ahora, cada movimiento sag az y superficial. Se quedó inmóvil sobre ella y se corrió en largos chorros drenando s u semilla profundamente dentro de su útero. —Espero que estés satisfecha ahora, Helene . —La voz de Philips era un mismísimo hilo. —O bien un buen hombre moriría gratuitamente . Con un suspiro, ella tomó su peso sobre ella, envolvió sus brazos y piernas a su a lrededor, y se fue quedando dormida. Su último pensamiento fue que se alegraba de no tener que montar a caballo todo el camino de regreso a Londres, en su lugar p odría relajarse en el relativo lujo del carruaje. Para cuando llegaron a Londres e sa noche, Helene lamentó completamente la necesidad de tener que salir de su cama de la posada. Algunas veces durante el viaje, Philips le había proporcionado su re gazo para recostase y el soporte de su cuerpo, pero aún estaba dolorida. Tal vez r ealmente se estaba haciendo demasiado vieja para disfrutar de tales prolongadas y excitantes actividades sexuales. Sofocó una sonrisa en el hombro de Philips al r ecordar algunos de los detalles de su encuentro amoroso. Bueno, quizá no del todo todavía. Philips le acarició la mano enguantada. —Ya casi llegamos, Helene. ¿Quieres que vaya contigo, o debería aprovechar esta oportunidad para ir a ver si mi personal me ha abandonado y mi casa aún sigue en pie? A regañadientes, Helene se enderezó. —Sí, vet e a casa, y te veré por la mañana. Realmente necesitaba tiempo para considerar su vi aje, para entender por qué le había permitido tratarla como él deseaba. Por qué se sentía tan segura confiando en él. Él arqueó las cejas hacia ella. —¿Estoy siendo despedido? Ella ató las cintas de su gorro y lo ubicó nuevamente en el centro de su cabeza. —¿Por qué sue nas tan molesto? Hubiera imaginado que estarías agradecido por una noche en tu pro pia cama. —¿Crees que no estoy listo para otra noche como la anterior? —Helene simplem ente lo miró hasta que la esquina de su boca se arqueó en una renuente sonrisa. —Tal v ez tengas razón. —Él le dio un codazo en el costado. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 160 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer —No hay necesidad de poner excusas, mi amor. Si no puedes soportar la idea de ser dominada otra vez, lo entiendo. Helene abrió la boca y luego la volvió a cerrar. No iba a permitir que este exasperante hombre obtenga lo mejor de ella. Sonrió con du lzura. —Tienes razón, necesito dormir. Él se rió entre dientes. —Siempre voy a sospechar c uando sonríes de esa manera y estás de acuerdo conmigo. El carruaje se inclinó peligro samente hacia un lado cuando Philip maniobró alrededor de una curva cerrada y amin oró el paso de los caballos. Una vez más giró hábilmente y estaban en la elegante manzan a de casas donde se ubicaba la de Helene. Uno de los lacayos ubicados en la puer ta principal salió corriendo para detener a los caballos, mientras Philips se agac haba para ayudarla a bajar del carruaje. La situó sobre las baldosas con un movimi ento fácil y se mantuvo junto a ella, sus manos firmemente alrededor de su cintura . —¿Segura de que no deseas que entre? Ella le sonrió. —Realmente estoy muy cansada. —Ento nces te veré en la mañana. —La besó en la frente, la soltó, hizo una reverencia, y volvió d ntro del carruaje. Lo observó alejarse, su forma impecable mientras llegaba a la e squina. Con un suspiro, caminó hasta la escalera de la casa, todos los músculos de s u cuerpo protestando. Un buen baño caliente, el sueño de una noche tranquila y estaría más que lista para hacerle frente a Philips por la mañana. Judd la encontró en la par te superior de la escalera, su cara regordeta nerviosa. —Bienvenida de nuevo, mada me. Espero que su viaje haya sido un éxito. —Lo fue. Gracias, Judd. —Se dio cuenta de que todavía no parecía muy contento. —¿Hay algo que deseas decirme? Se aclaró la garganta al cerrar la puerta detrás de ellos. —Bueno, en realidad, madame, hay un par de cosa s que han pasado, yo diría, un poco extrañas. —¿Los gemelos están bien? Helene se quitó el ombrero y el abrigo, y Judd se los entregó a un criado. Por la expresión determinada de su cara, supo que no podría meterse en su cama durante bastante tiempo. —Ellos e stán muy bien, madame, y felizmente instalados en las suites de invitados con la s eñora Smith-Porterhouse. Helene se dirigió a su estudio, Judd a su lado. Se detuvo c uando vio a una mujer modernamente vestida paseando en el pasillo afuera de su p uerta. —¿Este es uno de esos pequeños problemas que has mencionado, Judd? —De hecho, mad ame. Sólo puedo pedir disculpas. La mujer entró en la casa de manera fraudulenta e i nsistió en esperar para hablar con usted. Helene estableció una sonrisa en su cara y avanzó hacia la mujer más joven. —Buenas noches. ¿Puedo ayudarle? TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 161 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer La mujer giró para mirar a Helene, su mirada desdeñosa, su tono aún más. —Estoy esperando para hablar con Madame Delornay, no con una de sus criadas. Helene levantó la barb illa y dejó que un silencio se asiente entre ellas antes de hablar. —Yo soy Madame D elornay. ¿En qué puedo ayudarle? —¡Usted no puede ser! He oído que esa bruja tiene casi cu arenta años, y usted, —señaló frenéticamente a Helene, —usted es demasiado joven y hermosa ara ser ella. Helene apretó los dientes, envió a Judd por un poco de té, e hizo pasar a su invitada no deseada en su estudio. Se sentó y esperó hasta que la mujer se acom odara puntillosamente en la silla frente a ella. —Me temo que no puedo ayudarla si no sé quién es. —Soy la esposa de Lord George Grant, Julia, aunque usted ya debe sabe r eso. Helene se encogió de hombros. —¿Por qué debería saberlo? Usted es obviamente muy su perior en rango a mí, y no compartimos el mismo grupo de conocidos. —A pesar de que aparentemente compartimos a mi marido. —No estoy muy segura de entenderla. Julia l evantó la cabeza y miró a Helene a través de las contenidas lágrimas brillando en sus oj os. —Usted está durmiendo con mi marido. ¿Es eso suficientemente claro para usted? —Pero eso no es cierto. Nunca duermo con hombres casados, y sin duda nunca he dormido con George. Le considero uno de mis más antiguos y más queridos amigos. —Como si una mujer como usted me diría la verdad de todos modos, —se burló Julia. —Sólo vine a advertir le que si usted sigue con su plan de casarse con él, no voy a quedarme tranquilame nte. Voy a luchar por los derechos de mi hija también. Helene levantó las cejas. —No t engo planes para casarme con nadie. No necesito un marido o un protector, y soy solvente por derecho propio. ¿Por qué diablos iba yo a optar por renunciar a todo es o por un hombre? Un indicio de incertidumbre se evidenció en los ojos castaños de Ju lia. — George dijo que usted quiere casarse con él. —Entonces, George está equivocado. P erdóneme, ¿tal vez él simplemente gritó una cosa sin sentido cuando estaban peleando? Lo s hombres suelen hacer amenazas vacías cuando se enfurecen. —George y yo nunca pelea mos. —Entonces usted tiene mis felicitaciones. Nunca he conocido a una pareja casa da que no tengan desacuerdos ocasionales. Se oyó un golpe en la puerta cuando Judd regresó con el té y una selección de pasteles. Helene se tomó su tiempo para verter el humeante líquido mientras su cansado cerebro se revolvía para tratar con la iracunda esposa de George. No era la primera vez que había sido abordada por una mujer cel osa, TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 162 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer pero nunca era agradable. Julia se negó a tocar el té, tal vez pensó que podría estar en venenado. Helene dejó la taza vacía. —Le puedo asegurar, milady, que no tengo ninguna intención de casarme con George. Julia la miró. —Usted miente. Veo que cometí un error a l apelar a su mejor naturaleza. Una mujer como usted, evidentemente, no tiene un a. Helene se levantó y cruzó la habitación para abrir la puerta. —Cuando haya terminado de insultarme en mi propia casa, ¿tal vez le gustaría retirarse? —Voy a irme cuando te nga su palabra de que no intentará seducir a George para alejarlo de mí. La ira surg ió a través de las ya maltratadas defensas de Helene mientras miraba a la mujer más jo ven. —Si yo lo hubiese querido, podría haberlo tenido en cualquier momento de los últi mos dieciocho años. ¿Por qué de repente cambiaría de opinión ahora? —¿Porque está envejecie perdiendo sus encantos? —¿Y porque secretamente anhelo ser la esposa de un noble? —He lene sonrió. —He rechazado propuestas de boda de cada nivel de la nobleza. ¿Por qué diab los iba yo a conformarme con el cuarto hijo de un duque? Julia parecía haberse que dado sin cosas para decir. Su mirada permanecía fija en Helene como si estuviera d esesperada por negar la verdad de las palabras de Helene. —Una última palabra de adv ertencia, milady. Tal vez si usted tuviera un mejor cuidado de su matrimonio, no necesitaría tratar de justificar su adulterio atacándome por mis supuestas indiscre ciones con su marido. Julia arrolló hacia Helene, sus mejillas rojas, su respiración irregular. — ¿Cómo se atreve a hablarme así? —¿Cómo se atreve a irrumpir en mi casa y trat e como a una fregona? Para la sorpresa de Helene, la cara de Julia se encogió. —Uste d no entiende. Yo sólo lo hice para que él notara mi presencia otra vez. Ahora que l a he visto, me doy cuenta de que yo nunca podría competir. —Qué tontería absoluta. —Helene suspiró y miró a los ojos de la otra mujer. —Por favor, créame, no tengo intención de apr opiarme de su marido, y desde luego lo regañaré por trastornarla a usted de esta man era. Julia la tomó de la mano. —Oh, por favor. No le diga nada. Estaría tan enojado co nmigo si se enterara que he estado en este lugar tan horrible y pecaminoso. —Si yo no hablo con él, usted debe olvidar esta ridícula idea de que quiero casarme con él. —L o intentaré. —La única razón por la que George viene aquí es para ayudarme con mis cuentas . Como accionista del negocio, está obligado a asegurarse de que está funcionando bi en y que su ingreso está protegido. —Ella sonrió. —Y yo no estaría tan segura de que Georg e no la nota. Estuvo extremadamente molesto cuando se enteró de que usted había teni do un amante. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 163 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer —¿De verdad? —Y él ama a su hija. Dudo que haga cualquier cosa que la molestara. Julia d ejó escapar un tembloroso suspiro. —Eso es cierto. Tal vez no todo está perdido después de todo. Helene le dio unas palmaditas en el hombro. —Bueno, entonces ¿por qué no deja que Judd la acompañe a su carruaje o que le pida un coche de alquiler? Julia asin tió dócilmente. —Mi coche se encuentra en Barrington Square. No me tomará más que un momen to para caminar alrededor de la esquina. Helene hizo una reverencia y permitió a J udd el honor de escoltar a la esposa de George Grant fuera de las instalaciones. Se sentó en la silla más cercana y gimió cuando su dolor de cabeza regresó. ¿Qué diablos h bía estado haciendo George? ¿Cómo se atrevía a arrastrarla en sus peleas conyugales? Le había prometido a Julia no decírselo directamente, pero en realidad tenía la intención d e aclararle a él, una vez más, que el matrimonio estaba completamente fuera de la cu estión. Se mordió el labio. ¿Había sido demasiado dura con la mujer? Tener que defenders e de acusaciones tan ridículas había agotado lo último de sus muy mermadas fuerzas. Po r esta razón, ella nunca se acostaba con hombres casados. Era demasiado complicado cuando los sentimientos de otras personas estaban involucrados. Con un suspiro, se puso de pie y se dirigió a su apartamento privado. Sería extraño dormir sola después de sus noches con Philips. Se había acostumbrado a él en su cama de una manera que nunca había experimentado con un hombre. Se detuvo junto a la cocina, oyó las risas de los gemelos silenciadas detrás de la pesada puerta. ¿Debería entrar y decirles buen as noches? Sin duda, si la vieran, su risa instantáneamente sería sustituida por res entimiento. Los gemelos podían esperar para escuchar sobre Marguerite hasta la mañan a. Saludó con la cabeza al lacayo que se encontraba afuera de su suite y entró. Las frescas flores del invernadero del Vizconde de Harcourt-DeVere endulzaban el air e, y un fuego ardía fulgurante de la chimenea. Durante un largo momento, Helene es tudió las llamas mientras reconocía una verdad fundamental: tendría que decirle a Phil ips sobre los gemelos. Se merecía saber que él era su padre. No era como si ella qui siera algo de él a cambio. También era muy consciente de los desconocidos maliciosos "amigos" que habían escrito a los gemelos revelando su dirección y su supuesta prof esión. Si esa persona tenía acceso a ese tipo de información privada, ¿tal vez también sup iera quién era el padre de los gemelos? Otro pensamiento aún más desagradable se apode ró de ella. Como heredero de Lord Derek, ¿Philips tendría acceso a cualquier correspon dencia privada entre ella y Angelique que mencionara a los gemelos y su paradero ? Ciertamente era posible. Tal vez Philips ya había averiguado que él era el padre d e los gemelos y por razones desconocidas para Helene estaba manteniendo esa info rmación para sí mismo. Helene se frotó su dolorida sien y decidió llevar todos sus probl emas a la cama. Al menos de esa manera podría ser capaz de dormir entre sus preocu paciones. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 164 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer CAPÍTULO 21 Philips llegó a la casa del placer justo cuando el reloj de la cocina declaraba la s seis. Había dormido bien, tranquilizó a su personal de que no estaba muerto, ni ha bía sido perseguido por cobradores de deudas, ni arrollado por la tristeza, y resp ondió a todas sus cartas pendientes. Su cama había parecido vacía sin Helene en ella, y había extrañado el simple placer de su mordaz compañía más de lo que había anticipado. Se quitó la capa y el sombrero y las colgó en el oscuro pasillo. Las revelaciones de He lene sobre Marguerite junto con la erótica noche que habían compartido parecían haber complicado su relación aún más. Helene era la única mujer que había conocido que parecía co prenderlo instintivamente y, sobre todo, aceptarlo como era. ¿Qué diablos iba a hace r con él mismo cuando los treinta días llegaran a su fin? Estaría a la deriva una vez más, a menos que Helene cumpliera su promesa y le permitiera de algún modo participa r en los asuntos de negocios de la casa del placer. Se dio cuenta de que le gust aría eso. No es que él no tuviera nuevas responsabilidades por las que preocuparse y posiblemente aún más en el futuro si el conde de Swansford muriera sin un hijo. Len tamente abrió la puerta de la cocina y la encontró sorprendentemente llena de gente. Todo el personal de cocina estaba ocupado puliendo los cubiertos bajo la direcc ión de Judd. Los gemelos de Helene estaban sentados a la mesa comiendo los famosos croissants de Madame Dubois. Hizo una pausa para mirarlos, sonriendo indulgente mente cuando el muchacho bromeó a su hermana ocultándole la taza de chocolate calien te que madame había colocado también sobre la mesa. Le recordó observar a sus propios hijos en la mesa del desayuno. Philips se obligó a respirar. Era igual que ver a s us hijos en la mesa del desayuno. Se volvió bruscamente hacia su izquierda y chocó c on Helene. ―Bonjour, Philips. Dios, no podía hablar con ella ahora. Con una pronunci ada inclinación de cabeza, se dirigió torpemente a través de la sala hacia la bodega y bajó ruidosamente por la escalera dentro de la bienvenida oscuridad. ―¡Maldición! Cogió l a primera botella que su mano alcanzó y la lanzó contra la pared de ladrillos. El cr istal se hizo añicos con un estrépito satisfactorio, y el fuerte olor del brandy agu ijoneó sus sentidos. No se molestó en encender una vela, sólo buscó su camino hacia la p ared más cercana y se sentó, las rodillas dobladas contra su pecho, su cabeza entre las manos. Después de un momento, se las arregló para controlar su respiración y abrir los ojos, no es que él pudiera ver mucho. Y en verdad bien podría haber sido ciego. Se había visto desorientado por los colores rubios de los gemelos y por su propia deliberada decisión de ignorar cualquier descendiente que Helene hubiera creado c on otro hombre. ¿Y qué hombre sensato iba por ahí buscando averiguar si él había engendrad o algún bastardo, de todos modos? TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 165 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Pero al menos debería haberlo considerado. Habían sido jóvenes e impetuosos, y a pesar de sus esfuerzos, él evidentemente había conseguido dejarla embarazada. Apretó las ro dillas aún con más fuerza. ¿Por qué diablos no se lo había dicho entonces o ahora? ―¿Philip Miró hacia arriba, vio el destello de luz de las velas bajar por las escaleras y l a distorsionada sombra de la mujer en la pared. Se protegió los ojos cuando Helene giró lentamente alrededor tratando de encontrarlo. ―Philips, ¿estás bien? ¿Te caíste? Él t vía no podía hablar, siendo consciente de una bola cada vez mayor de ira estableciéndo se en algún lugar entre su pecho y su estómago. Se arrodilló junto a él, la suave museli na de su vestido rozaba sobre sus dedos y su perfume floral reemplazaba el ácido o lor penetrante del vino embotellado. El ángulo de la luz de las velas mantenía a sus rostros en la sombra, lo que era una especie de alivio. Ella le tocó el brazo, y él se apartó. Esto en cuanto a conocerla. Esto en cuanto a su extraña creencia de que compartían un alma común. Él respiró hondo, lo que era difícil cuando todo lo que podía asp rar era su familiar esencia seductora. ―¿Cuántos años tienen? ―¿Los… gemelos? ―Sí. ―Acaban r los dieciocho años. Se tomó su tiempo para asumir eso, concluyendo que ellos eran realmente quienes él pensaba que eran. Otra mujer que le mentía acerca de sus propio s hijos. ¿Lo tomaba por tonto al igual que lo había hecho su esposa? ―¿Por qué no me lo di jiste? Su brusca inhalación sonó fuerte en los resonantes confines de la bodega. ―¿Quién t e lo dijo? Él frunció el ceño en la oscuridad. ¿Por qué ella sonaba tan a la defensiva? Él ra el que había sido engañado… de nuevo. ―Nadie tenía que decírmelo. Lo resolví por mí mism r qué importa? ―Porque he puesto todo el empeño para mantener a los gemelos lejos de t i. Tontamente esperaba que estuvieras demasiado ocupado por otras cosas como par a preocuparte por algo que sucedió hace tanto tiempo. ―Demasiado ocupado follando co n su madre, quieres decir. Ella no respondió. Él disfrutó el apresurado sonido de su r espiración y el sutil temblor de sus extremidades, cuando estuvo a punto de tocarl o. ―Sé que no me creerás, pero tenía la intención de decírtelo. ―¿Cuándo? ¿En mi lecho de m TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 166 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer ―Después que los treinta días terminaran. No quería usar una pieza tan importante y pers onal de información para que te fueras. Maldición, ¿cómo se atrevía ella a sonar tan razon able y tan vulnerable, al mismo tiempo? Quería lastimarla tanto como ella lo lasti mó a él, que se sintiera tan traicionada como se sentía él. ―Eso es muy equitativo de tu p arte. ¿Tal vez no se te ocurrió que yo podría ser capaz de manejar una discusión acerca de mis propios hijos sin sufrir un ataque de furia? Ella vaciló de nuevo, como tra tando de elegir sus palabras con sumo cuidado. ―No estaba segura de que quisieras saber que había más niños. ―¿Porque son bastardos? Ya estoy acostumbrado a tener que lidia r con eso a causa de mi esposa y su amante. Y si te hubieras casado conmigo la p rimera vez que nos conocimos, no serían bastardos, ¿verdad? ―Eso es injusto. ―Pero es la verdad, ¿no? ―No supe que estaba embarazada hasta después que me dejaste. ―Tú fuiste quie n hizo que me fuera. ―Me parece recordar que estabas más que dispuesto a irte después de que te dije que era una puta. ―Eso es una mentira. El silencio cayó entre ellos o tra vez, y Philip cerró los ojos para evitar mirar el perfecto perfil de Helene. E lla se sentó a su lado, con la espalda contra la pared, las rodillas hasta la barb illa. ―Cuando llegué a Londres, tenía toda la intención de pedirle al vizconde Harcourt- DeVere que me ayudase a encontrarte para que por lo menos pudiera decirte que es taba embarazada. No es que yo esperara que te casases conmigo ni nada, sabía que n o era de la clase adecuada para eso, pero por lo menos quería que lo supieses. ―Pero no me lo dijiste. Ella suspiró. ―¿Cómo podría hacerlo cuando leí en el periódico que ya es as casado? Philips miró en la oscuridad, tratando de reconstruir la secuencia de e ventos que él con tanto esfuerzo había intentado olvidar. ―No tenía elección. ¿Pensaste que lo hice por despecho? Después de que te dejé en la posada y regresé a la ciudad, pasé va rios días bebiendo y yendo de putas esforzándome en olvidarte. En el momento en que me presenté ante mi padre, estaba decidido a decirle que se fuera al diablo. Desaf ortunadamente, me amenazó con desheredarme, y eso me hizo recobrar mis sentidos. Él intentó reír. ―Tenías razón sobre mí. Era un cobarde. No me podía imaginar viviendo mi vida n toda la costosa parafernalia a la que me había acostumbrado. También amenazó con cas ar a Anne con un notorio libertino envejecido, y no pude permitir eso tampoco. A sí que nos casamos con una licencia especial al día siguiente. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 167 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Él se estremeció cuando sus dedos lo rozaron. Él la tomó de su mano fría y la sostuvo apre tada. ―Incluso si hubiera sabido que estaba embarazada, Philips, yo igual te hubie ra alejado. ―Lo sé. ―Él apretó sus dedos con fuerza. ―No estoy seguro de si me hubiera ido, sin embargo. ―No habrías tenido elección al final. Tu padre estaba determinado en que debías casarte con Anne. ―Y si yo hubiera querido mantenerte a ti y a los mellizos, hubiera tenido que casarme con Anne para reclamar su herencia. Qué ironía. Ella se m ovió a su lado, y sus faldas hicieron parpadear las velas. ―Los gemelos estuvieron b ien cuidados. El vizconde Harcourt-DeVere se ocupó de que ellos fueran alojados en el mismo colegio privado que mi hija mayor, Marguerite. Echaba de menos verlos crecer, pero al menos sabía que ellos estaban a salvo. ―Por supuesto, no fuiste capa z de mantenerlos contigo, ¿verdad? ―Me hubiera gustado tenerlos a todos, pero, por d esgracia, mi estilo de vida no lo permitía. Como he dicho, ciertamente no podía tene rlos en una casa de placer, aunque fuera exclusiva. Podía oír el dolor en carne viva detrás de su débil tono de voz y se dio cuenta que él no era la única persona que había s ufrido. El caliente resplandor de la ira dentro de él cedió. A medida que él iba creci endo, más se daba cuenta de que la vida no era negra y blanca, que había muchos mati ces de grises en el medio. Las decisiones de Helene acerca de los gemelos tenían p oco que ver con el deliberado engaño de su esposa y su consiguiente falta de interés por los resultados de su adulterio. ―Algunas mujeres simplemente renuncian a sus hijos en los hospitales para niños abandonados. Ella suspiró. ―No podría haber hecho eso . Nunca supe quién fue el hombre en la Bastilla que engendró a Marguerite, pero ella seguía siendo mi hija. Y los gemelos eran doblemente especiales, porque me record aban a ti. Tragó saliva. ―Si hubieras venido a mí, incluso después de haberme casado, te hubiera ayudado, sustentado, establecido en tu propia casa... ―Lo sé, pero ¿qué hubiera pasado conmigo entonces? Estaría en deuda contigo para todo, a tu entera disposic ión, simplemente existiendo entre los momentos en que pudiera arrebatarte de tu es posa. Después que mi anciano amante francés murió, juré que nunca volvería a ser una mujer mantenida otra vez. Él pensó en eso. Permitiendo que su mente considerara las palab ras, incluso se dio cuenta que podía aceptar su lógica, a pesar de su dolor. ―¿Y tu vida ha sido mejor sin mí? ―Mi vida ha sido diferente. He alcanzado un nivel de independ encia y de éxito que muy pocas mujeres consiguen. Tengo tres hijos saludables y su ficiente dinero ahorrado para saber que nunca tendré que depender de nadie para na da en mi vejez. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 168 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer ―Eso es ciertamente un logro. —Le soltó la mano. Ella tenía razón. No lo necesitaba en abs oluto. ―¿Los gemelos saben que soy su padre? ―No, no les he dicho. Supuse que no te ha bría hecho gracia si decidieran de pronto buscarte y confrontarte. Philips se puso de pie y sacudió sus pantalones. ―¿Vas a decírselo ahora? Helene cogió la vela y se levan tó también, protegiendo la llama con el hueco de su mano. ―Esa es tu decisión, ¿verdad? ―¿M ejas pensar en ello? ―Por supuesto. Sé que esto ha sido una desagradable sorpresa pa ra ti. ―Una conmoción, sin duda. ―¿Por qué estaban siendo tan amables y razonables entre sí ¿Qué había sucedido con su deseo de estrangularla por haberlo engañado? Se había desvanec ido, empujado a un segundo plano por el sentimiento del dolor compartido. Se enc aminó hacia la escalera, consciente de ella siguiéndolo. ―Philips... lo siento. Dio me dia vuelta, vio su rostro iluminado por la luz por primera vez, las lágrimas brill ando en sus mejillas. ―¿Tú lo sientes? Tú tuviste que afrontar la carga de llevar a mis hijos sola. No tienes que disculparte conmigo. Empezó a subir las escaleras y salió dentro del estrecho fregadero. La puerta de la cocina estaba abierta, y no había n i rastro de los gemelos, una cosa pequeña por la que, en su actual estado de desor den, estaba profundamente agradecido. Dudaba que pudiera hacerles frente ahora s in delatar algunos de sus caóticos sentimientos. Ya había conjeturado que ellos no e ran tontos. El aroma del café tostado capturó sus sentidos, y él entró en la cocina. Mad ame Dubois asintió con la cabeza hacia él mientras él mismo se servía un poco de café y un a rebanada de pan recién horneado. Para su alivio, su estómago estaba restablecido y se dio cuenta de que era capaz de funcionar de nuevo. Helene no lo había seguido a la cocina. Se preguntó dónde había ido. Dudaba que ella dejara que su agonizante int ercambio de confidencias la afectaran tanto como lo habían afectado a él, pero ella había estado llorando... Philips dejó la taza y se dirigió a la oficina de Helene. No estaba allí, así que empezó a subir las escaleras de la parte trasera y se abrió camino a través de todos los pisos de la casa del placer. ¿Dónde en nombre de Dios se había ido ? Sólo había un lugar que le quedaba mirar. Llamó a la puerta de su suite privada y se sorprendió cuando ella le dijo que entrara. La encontró sentada en el suelo, rodead a de montones de cartas. ―Helene, ¿estás bien? Ella asintió con la cabeza mientras junta ba algunos de los montones de cartas y las colocaba en una de las cestas de la c ocina. Él no se estaba engañado por su conducta serena, había aprendido que eso oculta ba mucho más. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 169 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer ―Quería darte esto. Están todas las cartas que he recibido de las monjas sobre los gem elos desde que fueron alojados en el convento. ―Se alisó una de las desvanecidas cin tas. ―Mantuve a los gemelos conmigo durante su primer año... Después de eso tuve que a lejarlos. Philip se quedó mirando la canasta, casi temeroso de tomarla. Helene lo miraba de cerca. ―Por supuesto, si no deseas leer acerca de ellos, lo entenderé... C ogió el cesto, sorprendido por el peso, y se dio cuenta que estaba sosteniendo tod a una vida de amor. ―Gracias. Prometo que te las devolveré cuando haya terminado. El la sonrió. ―No hay necesidad. ―Apretó el puño contra su pecho. ―Creo que las tengo todas en la memoria. Estudió su rostro, saboreando la fuerza por debajo de la frágil exquisit a belleza. La fuerza que había asegurado que sus hijos sobrevivieran hasta la edad adulta a pesar de las probabilidades en su contra. Lamentó no haber podido ver su cuerpo hinchado con su semilla... Con un sobresalto, se dio cuenta que quería lig arla a él de la forma más primitiva y posesiva que un hombre pudiera. Ella alzó las ce jas. ―¿Por qué me estás mirando? Se las arregló para encogerse de hombros. ―¿Porque eres he sa? ―¿Y tú recién te has dado cuenta de eso? Ella recogió el resto de las cartas, las puso de nuevo en su caja, y las guardó bajo llave en el cajón de su mesita de noche. Su aplomo seguía encantándolo y confundiéndolo, alternadamente. ―Me di cuenta de eso la pri mera vez que nos conocimos, ¿no te acuerdas? Ella se encogió de hombros. ―Fue hace muc ho tiempo. Difícilmente pueda lograr recordar exactamente lo que sucedió. Avanzó hacia ella y la atrajo a sus brazos, quería que su atención estuviese completamente centr ada en él, quería ver esa famosa belleza helada disolverse para revelar su deseo por él y sólo por él. ―¿No te acuerdas que estuve tan duro como una roca durante todo el viaj e en el coche, que en lo único en que podía pensar era en tirarte de las faldas haci a arriba y follarte delante de los otros pasajeros? ―No recuerdo nada de eso. En r ealidad, te portaste como un perfecto caballero. ―Hasta que te apoyé contra una pare d y te tomé. Él adaptó sus acciones a sus palabras y la maniobró contra la pared más cerca na, empujando sus faldas hasta la cintura. En este momento particular, necesitab a estar dentro de ella más que nada. Desabrochó rápidamente los botones de su pantalón p ara revelar su ansiosa polla y la levantó por encima de él. Le sostuvo la mirada mie ntras lentamente la bajaba sobre su eje, gimiendo mientras cada gruesa pulgada e ra encerrada por su apretado húmedo pasaje. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 170 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Ella se agarró a sus hombros y clavó los talones de sus lujosas zapatillas en su cul o. Con un gemido, él cambió su agarre y la permitió moverse sobre él hasta que no pudo s oportarlo más. Tomó el control de sus caderas, presionándola hacia abajo sobre su esfo rzada polla y empujó hacia arriba, creando un rápido y demoledor ritmo que los condu jo a ambos hacia el clímax. Helene llegó primero, gimiendo su nombre, y él la siguió inm ediatamente, su polla palpitando incesantemente mientras ella lo ordeñaba. Él se ret iró y la dejó deslizarse hasta el piso, apretándola contra la pared con su peso. ―Todavía me pongo duro cada vez que te veo, Helene. ―Y yo todavía te dejo apoyarme contra las paredes y tomarme a tu manera. Una curiosa sensación de paz invadió sus miembros, y él luchó contra un fuerte deseo de tomarla de nuevo sobre la cama y olvidarse de to dos sus problemas por la alegría de hacer el amor. En las dos semanas desde que ha bía vuelto a verla, su vida había cambiado de manera extraordinaria. Sea lo que sea que pasase entre ellos, él nunca la olvidaría. La besó en la parte superior de la cabe za. ―Si quieres quedarte aquí y descansar, haré la inspección por ti. Ella empujó su pecho . ―No soy una inválida, Philips. Soy muy capaz de seguir mi rutina habitual, a pesar de tus atenciones. Él sonrió ante su tono serio. ¿Cómo podía ella emerger de sus encuentr os amorosos con renovado vigor mientras él se sentía como para tomar una larga siest a de lujo? ―Tal vez yo me quede aquí y descanse en tu lugar. Ella le clavó una mirada con sus hermosos ojos azules. ―No lo harás. Me vas a acompañar. ―¿Aún tienes esperanzas de erme encadenado en el piso superior, entonces? ―Me gustaría eso. ―Su mirada se volvió es peculativa. ―¿Ya estás listo para someterte a mí? A pesar de su reciente actividad, su p olla tembló y comenzó a engrosarse. ―¿Al igual que lo estás tú de someterte a mí? Ella se m ió el exuberante labio inferior, y su eje creció aún más. ―Parece que te gusta cuando te a zoto con tu propio cepillo para el cabello. Su color se intensificó, y giró hacia su vestidor. ―Estaré lista en un momento. Tal vez podrías arreglar tu traje. Bajó la vista a sus pantalones desabrochados, vio la corona de su pene empujando a través de lo s faldones de su camisa mojada, y sonrió. ―Como he dicho, no necesito ninguno de eso s instrumentos de tortura de fantasía para ponerme duro, al igual que tú. Ella no re spondió, pero lo hizo golpeando la puerta. Philips sonrió, caminó hacia la puerta y ll amó. ―Voy a esperarte en las escaleras. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 171 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Cogió el cesto de las cartas y salió, asombrado de que pudiera encontrar a Helene in creíblemente seductora y profundamente conmovedora, al mismo tiempo. Su descubrimi ento de la identidad de los mellizos lo había conmocionado profundamente y, sin em bargo, parecía que su atracción hacia Helene seguía siendo muy fuerte, si no más fuerte. Se detuvo en el fregadero para ocultar las cartas debajo de su capa y siguió hast a la parte superior de la casa. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 172 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer CAPÍTULO 22 ―¿Algo está mal, mamá? Helene saltó al darse cuenta que Lisette la estaba mirando expectan temente de nuevo. ¿Sobre qué diablos habían estado hablando? Se suponía que debía estar di sfrutando de la compañía de su hija durante el almuerzo, no mirando al vacío preocupad a por Philips. Quedaban menos de siete días para que terminase su acuerdo, y no es taba más cerca de saber lo que él iba a decidir de lo que había estado al principio. S abía cómo la veía él ahora, ¿pero después de eso? ¿Podría realmente trabajar con él después ―Lo siento, Lisette, no terminé de oír lo que dijiste. Lisette dio un largo suspiro i ntolerante. ―Me estaba preguntando si querrías ir de compras conmigo esta tarde, dad o que Christian estará ocupado con las carreras. ―Me encantaría eso, mi querida. ¿Dónde ex actamente deseas ir? ―A Bond Street y a todos los lugares más modernos para observar a las multitudes. ― El entusiasmo de Lisette se desvaneció, y ella se mordió el labio . ―Si te sientes cómoda con eso, mamá, por supuesto. Helene intentó mirarla alentadorame nte. ―¿Por qué no iba a estarlo? Llevaremos a la señora Smith-Porterhouse con nosotras t ambién. Estoy segura de que lo disfrutará. Lisette jugueteó con el encaje del manguito de su nuevo vestido azul de muselina. ―Christian dice que no debo salir en público contigo, porque eres una famosa fille de joie12. ―Y si te aseguro que está equivocad o, ¿me creerás? ―Helene dio unas palmaditas en la mano de su hija. ―Me gustaría salir cont igo. Tímidamente, Lisette encontró su mirada. ―Me gustaría eso también. Helene sonrió a su ija. ―¿Ves? No soy exactamente el ogro que a Christian le gustaría que sea. Realmente deseo empezar de nuevo y ser una mejor madre para ti. Lisette se movió incómoda en s u asiento. ―Es difícil saber qué creer de todos modos. Christian dice que no podemos c onfiar en ti porque nos mentiste durante años. ―Sé que os mentí, Lisette, pero no tengo intención de engañaros por más tiempo. Es verdad que soy la dueña y administro esta casa de placer, pero no es un burdel. Y realmente no he sido una mujer mantenida des de que me fui de Francia hace dieciocho años. ―La carta decía que habías tenido más amante s que cualquier otra mujer en Londres. ―Lisette se levantó y se trasladó para mirar po r la ventana que daba al jardín trasero. ―¿Es eso cierto? Helene se quedó mirando la esp alda de su hija. Tal vez esta era una buena oportunidad para ser honesta con Lis ette sin la interferencia de Christian. ―Pude haber tenido algunos pocos amantes a lo largo de los años, pero eso 12 Fille de joie: Ramera. (N. de. T.) Página 173 TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer fue por elección. Nadie me pagó o me obligó. Yo simplemente disfruto del sexo. Lisette se dio vuelta, la mano sobre su boca, sus ojos enormes. ―Mamá, ¡qué cosas dices! ¡Las dam as no deben caer en ese tipo de cosas sin la santidad del matrimonio! ―¿Es eso lo qu e las monjas te enseñaron? ―Helene reprimió una sonrisa. ―Tal vez debí haber confiado tu e ducación a una escuela menos espiritual. Me sorprende que estés tan conmocionada. Lo s franceses suelen ser conocidos por su espíritu práctico sobre las cuestiones del a mor. Lisette hizo un mundano gesto desdeñoso con la mano. ―Las monjas no sabían nada. Las chicas aprendimos un montón de cosas del personal de la cocina y de las novela s que eran introducidas de contrabando. Helene se puso de pie y se alisó la falda. ―Un día, cuando encuentres al hombre adecuado, entenderás sobre el amor. ―¿Tú alguna vez t encontraste con el hombre adecuado, mamá? Una imagen de Philips pasó por la mente d e Helene. ―Mi vida ha sido muy diferente a la tuya. No fui capaz de hacer las mism as elecciones que podrás hacer tú. ―¿Quieres decir que encontraste al hombre adecuado y lo perdiste? Helene sonrió. ―Supongo que sí, aunque a veces el destino puede jugarte a lgunos trucos. Si tienes suerte, a veces puedes cruzarte con un ser amado más de u na vez. ―Allí, había admitido sus duraderos sentimientos hacia Philips para sí misma, au nque nunca tuviera la intención de admitirlos en su presencia. Él lo disfrutaría demas iado. ―¿Cómo Lord George? Helene se quedó inmóvil. ―¿Qué pasa con él? ―Sólo que Lord George e había conocido cuando eras muy joven y que te había amado desde entonces. Helene c onsiguió esbozar una sonrisa. ―Lord George quiso decir algo diferente, creo. Hemos s ido amigos durante mucho tiempo, lo considero como un hermano. ―No creo que eso se a lo que él quería decir en absoluto. Helene estudió la expresión especulativa de Lisett e. A pesar de su juventud, su hija era muy observadora y un sagaz juez de la per sonalidad. ―Está casado, lo sabes, y tiene una hija. ―Lo sé. ―Lisette suspiró de felicidad. ensé que tal vez eso era lo que quisiste decir cuando dijiste que a veces las cosa s no funcionan la primera vez pero que podrían hacerlo en el futuro. Helene abrió la puerta de la habitación e hizo pasar a Lisette adelante de ella. ―No tengo ningún des eo de casarme con George. En realidad, no tengo ningún deseo de casarme con nadie. Ahora ve y encuentra a la señora SmithPorterhouse, toma tu abrigo, y encuéntrate co nmigo en la sala lo más rápidamente posible. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 174 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Lisette desapareció en un remolino de faldas de muselina, y Helene dio órdenes a Jud d para que encontrase un coche de alquiler para hacer un viaje relativamente cor to a la ciudad. Ella se apresuró a regresar a su suite para ponerse el sombrero y la chaqueta y para cambiarse con sus resistentes botas de montaña. Sonaba como si necesitara tener otra charla con George. No podía decirles a sus hijos que estaba suspirando por él, cuando existía la muy auténtica posibilidad de que ella estuviera s uspirando por otra persona. Los gemelos eran lo suficientemente cautelosos con e lla como para quererlo complicar aún más. Se detuvo a atarse los cordones cuando un pensamiento verdaderamente horrible se le ocurrió. Debido a las insinuaciones de G eorge acerca de la relación con ella, ¿los gemelos ahora suponían que él era su padre? Y ¿qué diablos pasaría si Philips decidiera decir la verdad? Helene se estremeció mientra s se dirigía al pasillo principal. Philips estaba afuera atendiendo a los comercia ntes de vino, así que al menos no tendría que preocuparse por él en las próximas horas. Él había prometido regresar antes de que la multitud de la noche llegara. Sólo podía esp erar que él no cate demasiado vino y fuera realmente capaz de ser útil. Tendría que en frentar a George, pero no estaba muy segura de cómo. Desde la llegada de Philips, se había hecho difícil hablar con George. Toda la facilidad de su relación parecía haber desaparecido. En realidad, estaba preocupada de que su obsesión por ella se hubie ra salido de control. Tal vez sería mejor consultarlo con el vizconde Harcourt-DeV ere y ver si podría intervenir o hablar con George en su lugar. ―Buenas tardes, mada me. Judd abrió la puerta y se inclinó ante ella. Al menos había dejado de llover. Ella esperaba con ansias su salida de compras con Lisette, sin Christian. Estaba res ultando mucho más difícil para ella llegar a él que a su hija, quien al menos le dio e l beneficio de su atención cuando Helene intentó explicar su pasado. Christian, por supuesto, por ser varón, odiaba la idea de que su madre tuviera un pensamiento sex ual, y mucho menos una serie de amantes. Pero quería que dejara de burlarse de ell a y de ser tan condescendiente. La tentación de sacudirlo hasta hacerle tambalear los dientes se hacía cada vez más difícil de resistir. ―Estamos listas, Maman. Lisette a pareció, vestida con un encantador vestido abultado, chaqueta y un sombrero a jueg o forrado de raso blanco. La señora Smith-Porterhouse llevaba su habitual capa mar rón castaño, que hacía juego con su tipo de ojos marrones y su pelo. Sonrió al ver a Hel ene. ―Buenas tardes, Helene. ―Buenas tardes, Sylvia. ¿Mi hija se comporta correctament e en estos días? ―Lo hace, en efecto. Disfruto de su compañía casi tanto como de la suya . Helene se había encontrado con Sylvia y su marido en la casa del placer varios año s antes. Sylvia había seguido visitando tanto a Helene como a la TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 175 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer casa del placer desde la muerte de su marido. Había estado encantada de aceptar la solicitud de Helene para actuar como acompañante de Lisette, declarando que estab a tan aburrida de ser una viuda respetable que estaba a punto de gritar. Con un gesto satisfecho, Helene tomó la mano de Lisette y se dirigió hacia la puerta del ca rruaje. Por lo menos ir de compras aliviaría a su mente de sus problemas durante a lgún tiempo. Tarde en la noche, Helene se sentó frente a Philips en la cocina, ambos compenetrados en los libros de contabilidad. El resto del personal hacía tiempo q ue se había ido a la cama. A medida que sus discusiones se habían vuelto más candentes , Philips había descartado la chaqueta y se había arremangado la camisa como si se p reparara para dar puñetazos. ―Helene, todo lo que estoy diciendo es que sólo porque ha s hecho algo de una forma durante los últimos dieciocho años no significa que no pue da ser mejorado. Ella miró fijamente a sus ojos color avellana, consciente de que podría haber un punto, pero reacia a conceder nada. Philips maldijo entre dientes. ―Por Dios, mujer, no estoy tratando de arruinar tu negocio, estoy tratando de mej orarlo. Tengo una participación en tu éxito, ¿recuerdas? ―¿Cómo podría olvidarlo? ―le espet de que pudiera detenerse. Él deslizó una mano en su pelo. ―Uno de tus defectos más irri tantes es que siempre piensas que tienes razón. Helene abrió los ojos muy grandes. ―¿Uno de mis defectos irritantes? ¿Y tú eres mucho mejor? La puerta de la cocina se abrió c on un estruendo, y Christian irrumpió ―Esto no es efectivo, ya sabes. ―¿Qué cosa? ―Helene p eguntó con toda la calma que pudo. ―Tratar de poner a Lisette en mi contra comprándole sus cosas. ―No tengo ningún interés de ponerla en tu contra. Nosotras simplemente pas amos algún tiempo juntas. Lo siento si te sientes amenazado por eso. Era conscient e de Philips sentado frente a ella. Su intensa mirada con interés fija en la cara de Christian. Christian se encogió de hombros. ―No tengo ninguna necesidad de preocu parme por eso. No hay forma de que puedas comprar su amor. Helene se puso de pie . Por primera vez en su vida, no tenía ningún deseo de permanecer tranquila. Quizás Ch ristian nunca llegara a interesarse por ella. Estaba cansada de luchar contra él p or cada migaja de aprobación, por cada sonrisa o por el simple reconocimiento de s u derecho a existir. ―Soy muy consciente de eso. Ahora, ¿hay cualquier otra cosa que quieras decirme o has terminado? Tengo trabajo que hacer. ―Siempre lo tienes, ¿no? El trabajo ha sido siempre la cosa más importante en tu vida. Lisette necesita rec ordar eso antes de empezar a decirme lo agradable y amable que eres. Me dan gana s de vomitar. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 176 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Helene desvió la cara, pasó junto a Philips, que se había puesto de pie y corrió hacia l a puerta. Ya era bastante malo cuando Christian era grosero con ella en privado, aún peor cuando le hablaba así delante de Philips. No podía soportar que Philips vier a lo mal que había manejado su relación con su hijo. Philips miró la espalda de Helene cuando ella se escapó de la cocina. No pudo dejar de notar que Christian la obser vó también, la expresión de su joven rostro apuesto una combinación de disgusto y descon cierto. Una inesperada ira floreció en el pecho de Philips. ¿Cómo se atrevía Christian a comportarse de esa manera con su madre? Antes de que pudiera detenerse, comenzó a hablar. ―Siéntate. Christian lo miró y se burló abiertamente. ―¿Me está hablando a mí? ―Di te sientes. ―Prefiero estar de pie. Philips se encogió de hombros. ―Entonces de pie. N o hay ninguna diferencia para mí. ―No tienes derecho a decirme qué hacer, ―murmuró Christi an mientras su ceño fruncido se profundizaba. ―Creo que es el deber de todo hombre a dulto reprender a un joven tonto cuando él le está faltando el respeto a su madre. ―El la no merece mi respeto. ¿Usted sabe lo qué es? ―Philips miró Christian. ―Oh sí, por supues o que sí. Es el último de su interminable lista de amantes. ―También soy su amigo, y sig o manteniendo que cualquier hombre que hable así de su madre merece ser azotado. ―¿Por decir la verdad? ―¿Qué verdad es esa? ―Que mi madre es una famosa puta. Philip sonrió. ―El a es realmente famosa, pero no por ser una prostituta. Es conocida por ser la du eña de la más exclusiva casa del placer privada de Londres. ―Eso significa la misma co sa. ―No, en absoluto. Christian se alejó de él, sus hombros rígidos, sus manos crispadas a su lado. ―Ella tiene amantes. ―¿Por qué no habría de tenerlos? ―¡Porque ella es mi madre orque ella me dijo que era un ama de llaves y me mintió durante años. ―Ella mintió para protegerte. Christian se encorvó de hombros. ―Ahora suena como ella. Si yo no hubier a leído la carta sobre su vida real, yo… ―¿Todavía la amarías? Christian dio la vuelta. ―No unca la he amado. Ella nos abandonó, cualesquiera que sean las razones, y no se pu ede cambiar eso. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 177 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer ―Casi difícilmente os abandonó. No fuisteis arrojados a un montón de basura, dejados mor irse de hambre en la cuneta, o llevados a la casa de los niños abandonados, el des tino de la mayoría de los hijos bastardos. Tú y tus hermanas fuisteis costosamente a tendidos y educados en un lugar seguro y en un ambiente agradable, un ambiente q ue tu madre trabajó duro para pagar. ―Con su trasero. ―¿Y quién te da el derecho de juzgar la? Nunca has tenido un hijo. No tienes idea de lo que un buen padre puede hacer para mantener a un niño vivo. Philips volvió a sentarse en la mesa de pino. No tenía ni idea de quién había desengañado al niño sobre su madre, pero era lo suficientemente s abio para darse cuenta de lo pasmoso que debería haber sido. ―¿Tu madre nunca habló cont igo acerca de su vida antes de venir a Inglaterra? ―¿Por qué iba a hacerlo? Comenzó pros tituyéndose lo suficientemente joven como para tener a Marguerite cuando tenía sólo qu ince años. Dudo que haya mucho más que contar. Philips consideró al joven frente a él. T al vez esta historia no debería contarla él, pero dudaba que Christian permitiera al guna vez que Helene se acercase lo suficiente como para decirle la verdad. —Tu mad re y toda su familia fueron detenidos en la Bastilla durante algunas de las peor es atrocidades de la Revolución. —¿Y qué? —Entonces tu abuelo, en un esfuerzo por salvar a l menos a uno de su familia de la guillotina, hizo un trato con los guardias de la prisión. Christian se quedó inmóvil, su mano en la puerta de la cocina, y lentament e miró sobre su hombro. —¿Qué clase de trato? —Les dio a tu madre para que la usasen como quisieran. Supongo que ella era tan hermosa entonces como ahora. Los guardias es tuvieron de acuerdo con el trato y tu madre fue obligada, no sólo a observar al re sto de su familia morir, sino a someterse a cualquier cosa que esos monstruos ex igieran de ella. Tenía apenas catorce años. Miró a Christian, quien estaba tragando co nvulsivamente. —Puedes imaginarte lo que ellos querían de ella. Y lo soportó durante c asi dos terribles años. Por supuesto, siendo como es tu madre, ella no se limitó a d arse por vencida. Usó sus habilidades para ayudar a varios presos a escapar de la Bastilla y huyó a Inglaterra. Christian intentó un indiferente encogimiento de hombr os. —¿Ella te dijo eso, supongo? ¿Y tú le creíste? —No, ella no me dijo casi nada. En verda , me dejó asumir que ella había usado su cuerpo para establecer este impresionante n egocio y no los fondos de los agradecidos aristócratas que había ayudado a salvar. —Ph ilips se inclinó hacia delante. —Tu madre no es el tipo de mujer que comprende su pr opio valor, y ciertamente no hace público la cantidad de personas que ayudó a rescat ar. —¿Por qué no? TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 178 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer —Porque ella no cree que haya hecho nada particularmente extraordinario. Philips p ermitió que el silencio se impusiera entre ellos. Él se sentía reacio a trabajar en el punto en el caso de que Christian empezara a ponerse a la defensiva. —Si dudas de mi historia, puedo darte los nombres de al menos dos respetables caballeros que pueden contarte más. —Eso no será necesario. —Christian empujó la puerta y se fue. Philip s suspiró mientras su hijo mayor daba un portazo saliendo de la habitación de una ma nera que le recordaba mucho a su madre. ¿Él había ayudado u obstaculizado la causa de Helene? Era difícil de juzgar todavía, pero por lo menos Christian lo había escuchado, aunque renuentemente. Philips recogió los libros de contabilidad y fue en busca d e Helene. A causa de la interrupción de Christian, no había tenido tiempo de expresa r sus otras consideraciones acerca del estado de los libros. Si iba a inmiscuirs e, bien podría terminar el trabajo. Encontró a Helene en su estudio, mirando al vacío. Su expresión era tensa, sus manos entrelazadas en un nudo. Desplomó los libros sobr e su escritorio y cerró la puerta. —¿Por qué le permites hablarte de esa manera? —¿Qué? —A jo, ¿por qué le permite que te trate tan irrespetuosamente? —No lo sé. —Le miró, sus ojos a ules perturbados, sus hombros ya caídos como derrotados. —¡Si alguien más te hablara así, ya le habrías cortado la lengua! Ella suspiró. —No es tan sencillo. —¿Porque le tienes mie do? —No le tengo miedo. Es que nuestra relación es... complicada. Philips la miró. —Él te trata como a una puta. Helene dio un respingo como si la hubiera golpeado. —¿Y decir le que no soy una puta cuando dirijo una casa de placer mejoraría las cosas? —Por lo menos deberías decirle la verdad sobre tu vida. —Philips, casi no puede soportar es tar en la misma habitación conmigo, y mucho menos compartir confidencias. Él respiró h ondo. —Tal vez deberías encontrar el momento para decírselo. Sigues diciendo que te ar repientes de tu relación en el pasado con los gemelos, y luego te niegas a corregi rlo. No es como que seas una cobarde. Se puso de pie, con las mejillas sonrosada s. —¡No soy cobarde! Se encogió de hombros. —Lo eres, pero creo que puedo entender por q ué. No tengo ninguna intención de contarles a mis hijos acerca de la decepción que rod ea a sus nacimientos. Mi único temor es que alguien se lo diga. ¿Es eso lo que pasó co n los gemelos? Christian mencionó una carta. Helene se estremeció y se abrazó a sí misma . —Alguien les envió una carta contándoles la “verdad” acerca de mi supuesta profesión y le dio mi dirección TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 179 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer real. Yo no tenía expectativas de que los gemelos vinieran aquí este verano. Tenía la intención de ir al convento a pasar la Navidad, contarles la verdadera historia, y enfrentar las repercusiones desde allí. —¿Sabes quién envió la carta? —No, no lo sé. He pe do en eso sin parar, y todavía no tengo ni idea de quién querría hacerme eso. Estudió su postura derrotada, reprimió el deseo de arrastrarla a sus brazos y prometerle que todo saldría bien. —No te preocupes por Christian. Le regañé aclarándole un par de cosas. —¿Hiciste qué? Él frunció el ceño. —Simplemente le dije que no tenía derecho a hablarte co fueras una ramera, y le expliqué por qué. —¿Cómo te atreves a intervenir? —Ella se movió e orno a su escritorio para mirarlo. —Hice lo que pensé que era correcto. —¿Sin consultarm e primero? —Como tú misma has dicho, se está haciendo difícil para ti comunicarte con Ch ristian. Yo simplemente traté de hacer las cosas más fáciles. Ella sacudió la cabeza, co mo si las palabras estuvieran más allá de ella, y luego le dio un golpe en el pecho. —¿Cómo te sentirías si me acercara a tus hijos y les explicara algunas verdades a ellos ? El resentimiento y la creciente ira abarrotándose a través de su sentido de justic ia. —No puedes comparar las dos situaciones. —Realmente puedo. Ambas podrían ser igual mente ejemplos de arbitraria e innecesaria interferencia. —No del todo. Soy el pad re de Christian. Tenía las manos apretadas en puños. —Te has enterado de eso hace meno s de una semana, ¿y crees que te da el derecho de intervenir? —Sí. —Tienes que ganarte e se derecho, Philips. No puedes simplemente regresar y hacerte cargo después de hab er sido un padre ausente durante dieciocho años. —Su sonrisa era sombría cuando se rec lutó detrás de su escritorio y se sentó. —¿Seguramente eso depende de mí? Tengo algo de exp riencia. Tengo dos hijos de mi matrimonio. —¿Estás sugiriendo que serías un mejor padre que yo? Él frunció el ceño. —No estoy sugiriendo eso en absoluto. Simplemente decidí que C hristian necesitaba oír la verdad por una vez, en lugar de ser mimado y consentido por ti porque tienes miedo de tener una conversación honesta con él. —¡Soy muy capaz de tener esa conversación! Ya he hecho las paces con Marguerite y he empezado el pro ceso con Lisette. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 180 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer —Pero es más difícil con Christian, ¿no? ¿Eso es porque él es un hombre? —¿Qué diablos quie ir? Philip cruzó la habitación hasta la puerta. Estaba demasiado enojado para discut ir sobre la contabilidad con Helene ahora. —Saca tus propias conclusiones. Te has pasado toda tu vida usando tu belleza para deslumbrar al sexo masculino, para qu e no se entrometan en tu vida real, para evitar que llegasen a conocerte. Pero n o puedes hacer eso con Christian, ¿verdad? No puedes seducir a tu propio hijo. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 181 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer CAPÍTULO 23 En la tenue luz de la madrugada, mientras hacía su recorrido a través de las habitac iones del último piso de la casa del placer, Helene dio una patada a una fusta ens angrentada que yacía en su camino. No tenía la energía o la paciencia para detenerse y recogerla. Su personal debería estar haciendo eso. Miró alrededor de las habitacion es desordenadas. ¿Dónde estaba todo el mundo? Un gemido le llamó la atención, y se dirig ió hacia el último de los salones. Uno de sus más difíciles y exigentes clientes, Lord M inshom, estaba parado detrás de un hombre desnudo doblado sobre una de las sillas de cuero, sus caderas bombeando, una mano alrededor de la polla del otro hombre. Él frunció el ceño hacia ella y Helene suspiró. No era de extrañarse que no estuviera nad ie de la limpieza. Lord Minshom no era el tipo de hombre que apreciara ser inter rumpido. En realidad, después de su última discusión con Philips, no estaba en un esta do de ánimo para confrontarlo. Se retiró en silencio a través de las habitaciones haci a la escalera de servicio. ¿Cómo se atrevía Philips a insinuarla que ella no podía manej ar a su propio hijo? ¿Y cómo se atrevía a sugerir que ella deliberadamente había seducid o a cada hombre que conoció? Estaba bastante lejos de la magnificencia con él y había pasado los últimos dos días evitándole todo lo posible. Él aún compartía su cama, pero cuan o ella fingía dormir, él no la molestaba. Se mordió el labio mientras bajaba las escal eras. Eso le molestaba más de lo que podría haberse imaginado. Estaba acostumbrada a que él le hiciera el amor, a que la envolviera en sus brazos y la sostuviera toda la noche. Nunca se había sentido tan segura como lo hacía con Philips. Es cierto qu e tenían discusiones, pero siempre había creído que en el fondo habían empezado a confia r en el otro. Pero después de su desacuerdo sobre Christian, Philips se había distan ciado emocionalmente de ella. A pesar de su determinación de no pedir perdón, su ale jamiento igualmente le dolía. Judd apareció en la parte inferior de la escalera, su cara redonda mirando hacia arriba en la oscuridad. ―¿Madame? Una nota acaba de llega r para usted. Dice “urgente”. Helene pensó inmediatamente en mil cosas que podrían estar mal y corrió las escaleras hacia abajo para encontrar a Judd. Arrancó la nota de lo s dedos extendidos y giró hacia la luz que surgía de uno de los grandes ventanales d e la parte delantera de la casa. Reconoció la letra distintiva de Marguerite y abr ió el sello. Mamá, te necesito. Estoy en el Hotel Grillons. Helene releyó los garabato s casi ilegibles varias veces para intentar darle un mejor sentido a esto. El pa pel cayó de entre sus dedos repentinamente nerviosos, y dio la vuelta para encontr ar a Judd aún observándola. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 182 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer ―Tengo que salir. Búscame un choche de alquiler. ―Madame, ¿está bien? ¿Quiere que llame a L rd George o al Sr. Philips? ―No, por favor dile a cualquiera que pregunte que esto y fuera de las instalaciones y que estaré de vuelta tan pronto como pueda. Helene corrió hacia su estudio para recoger su bolso y para recuperar el sombrero que había dejado allí la noche anterior. No tenía tiempo de cambiarse el viejo vestido que us aba para hacer sus rondas matinales ni para reorganizar su cabello. Marguerite l a necesitaba, y no había tiempo que perder. El recepcionista del Grillons le dio a Helene otra mirada condescendiente y suspiró. ―Señora, por última vez, realmente no cre o que nadie que esté alojándose en este refinado establecimiento pudiera ser un "ami go o pariente” suyo. ¿Está segura de tener la dirección correcta? Helene levantó la barbil la y estudió al joven hasta que él empezó a ruborizarse. ―Si no me dice qué habitación está upando mi hija, la esposa de Justin Lockwood, me aseguraré de que usted ya no sea empleado aquí ni en cualquier otro de los hoteles más distinguidos de Londres. El jo ven se recuperó. ―¿Y cómo una mujer de su clase lograría eso? Helene miró a su alrededor al vestíbulo lleno de gente. Tenía que haber algún cliente de ella por aquí. Ah, sí, el hombr e perfecto. Su mirada se posó en un anciano leyendo un periódico. Se acercó al hombre y le dio un golpecito en el hombro. ―¡Buen Dios, Madame Delornay! Qué placer. Helene s onrió y señaló al funesto secretario. ―Lord Crenshaw, ¿sería tan amable de decirle a este j ven que yo soy una mujer muy respetable? Lord Crenshaw se puso de pie, su colori do semblante oscureciéndose mientras fulminaba con la mirada al empleado. Después de un rápido vistazo alrededor del vestíbulo, él se unió con Helene en el escritorio. ―¿Hay a gún problema, Madame Delornay? Helene agitó las pestañas hacia él. ―No estoy segura, Lord Crenshaw. El secretario parece creer que estoy en el hotel equivocado. ―¿Por qué demon ios iba a pensar eso? ―No tengo ni idea. ¿Tal vez usted podría dar fe de mi persona, m ilord? Lord Crenshaw le frunció el ceño al empleado. ―Por supuesto que puedo. Qué idea r idícula. ¡Madame Delornay es una de las mejores y más honradas mujeres que he conocido ! ―Pido disculpas, milord. Madame, encontraré el número de esa habitación para usted de inmediato y alguien que la acompañe. Helene sonrió con dulzura. ―No hay necesidad. Enc ontraré el camino por mí misma. ―Dejó caer una reverencia ante Lord Crenshaw. ―Gracias, mi lord. Él le guiñó un ojo. ―Encantado de ayudar, mi querida. Helene escuchó el número que el empleado le dio y se dirigió a las escaleras. Las observaciones de Philips sobre e l uso de su belleza para conseguir lo que quería de los hombres resonó en su cabeza, seguidas por una oleada de ira. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 183 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer ¿Qué otra cosa se suponía que debería hacer cuando llevaba todas las de perder? Llamó a la puerta de Marguerite y esperó, entonces volvió a llamar más fuerte antes de finalment e probar el picaporte. La puerta se abrió, y Marguerite estaba parada allí. Su rostr o estaba ceniciento, y el cabello suelto caía en gruesas ondas oscuras alrededor d e su cara. Miró a su madre y comenzó a llorar. ―Mamá, estoy tan contenta de que estés aquí. Justin está muerto. Philips inmovilizó a Judd con una mirada acusadora. ―¿Dónde dijo que iba Madame Helene? ―N o lo dijo, señor. Ella se limitó a decir que volvería tan pronto como hubiera terminad o con sus asuntos. Judd salió y Philips se dejó caer en la silla de Helene. Hizo tam borilear los dedos sobre el papel secante y se quedó mirando la mesa vacía. ¿Helene ha bía roto los términos de su trato, desapareciendo sin él? ¿O él era el único que tenía que manecer en la casa del placer durante los treinta días? Sospechaba que esa era la verdad y que ni siquiera podría utilizar ese argumento para iniciar una pelea con ella cuando volviera. Y por Dios, estaba buscando pelea. En cierto modo, sería un alivio romper el trato, para alejarse de la situación cada vez más tensa e ignorar l os sentimientos que despertaba en él. Pero estaba el asunto de las cuentas y la co mplicación sobre los gemelos para aclarar antes de irse. Gruñó. Ahora estaba tratando de engañarse a sí mismo. No tenía ninguna intención de irse en absoluto. ―Ah, buenos días. speraba encontrar a Helene aquí. Le pido perdón. Philips levantó la vista para ver a G eorge Grant asomando en la puerta. ―Buenos días, Grant. Judd me informó que Helene ha desaparecido en una misteriosa misión. ―¿En serio? ¿Me pregunto qué puede ser? ―George entr n la habitación y tomó el asiento de enfrente a Philips. ―Tal vez ella tiene un nuevo amante. Philips fingió una sonrisa, negándose a darle la satisfacción a George de verl o tan molesto como se sentía. Helene le pertenecía a él por los próximos días. Después de e o era otra historia. ―Pero tal vez no. Me he dado cuenta, en los últimos tiempos, qu e parece estar reduciendo sus actividades amorosas. ―George asintió astutamente con la cabeza. ―Sí, posiblemente se ha dado cuenta que necesita centrar sus considerable s habilidades en un solo hombre. Philips no hizo ningún comentario. Si George esta ba intentando socavar para obtener información sobre su relación con Helene, debería h acer un intento mucho mejor que eso. George sacó un cigarrillo y le ofreció uno a Ph ilips, quien se negó. ―Dado que estamos solos, Sr. Ross, ¿tal vez podría ofrecerle un co nsejo? TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 184 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer ―¿Sobre qué? ―Lidiar con Helene Delornay. ―No creo que necesite un consejo suyo, señor. La onrisa de George se hizo más profunda. ―La conozco desde hace dieciocho años. Me gusta ría creer que he captado algunas pautas de cómo piensa. Philips simplemente lo miró, e narcando las cejas hasta que George suspiró. ―Mire, estoy tratando de ayudarlo. He v isto a muchos hombres ponerse tontos por Helene, y puedo ver por qué. Ella es herm osa, inteligente y tiene la capacidad de atraer a los hombres como abejas a la m iel, pero puede ser cruel. ―Estoy seguro de eso. George pareció aliviado. ―¿Usted ha not ado eso de ella? La mayoría de los hombres nunca ven más allá de su belleza el acero p or debajo. ―Él se estremeció. ―La he visto descartar a hombres como pañuelos usados y pasa r al siguiente sin pensar en las consecuencias. Philips se sentó y cruzó las piernas en los tobillos. ―Para un hombre que se considera a sí mismo un leal amigo de Helen e, no pinta un cuadro bonito. George se encontró con su mirada. ―Estoy tratando de s er honesto con usted, Ross. Ella ha confiado en mí sobre lo que realmente tiene la intención de hacer con las acciones que usted actualmente posee. ―¿De verdad? ―Creo que usted debe saber que incluso si se queda durante los treinta días asignados, en e l momento en que el acuerdo llegue a su fin, ella va a usar todas las armas nece sarias para conseguir esas acciones de usted. ―¿Qué tipo de armas? George se encogió de hombros. ―¿El chantaje, tal vez? Esa es su favorita. ―Ella se encontrará con muy poco co n lo que chantajearme. He llevado una vida ejemplar. George vaciló. ―Pido disculpas por tener que repetir esto, pero Helene me dijo que tiene declaraciones juradas de sus criados y de uno de sus clientes constatando que usted ha realizado actos sexuales ilícitos con otro hombre en este local. Philips se quedó inmóvil. ―¿Perdón? ―¿No que ella documenta todo? ¿Por qué cree usted que este lugar es tan exitoso? Helene c onoce más sobre las depravaciones sexuales de la alta sociedad que nadie en Inglat erra. ―Suspiró. ―Estoy casi seguro de que ella está reforzando sus ingresos ejecutando a lguna extorsión menor indirectamente. Philips aflojó lentamente las manos. ―¿Y qué tiene t odo esto que ver conmigo? Aún dudo que intente chantajearme. George se inclinó hacia adelante, su expresión sincera. ―Si usted me vende sus acciones, no tendría que preoc uparse por eso. Yo tendría una mayor participación en el negocio, y sería capaz de det ener las otras actividades ilegales de Helene y tal vez restringir su influencia global al mínimo. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 185 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer ―Incluso con mis acciones, usted todavía poseería sólo un treinta por ciento del negocio . ―No por mucho tiempo. ―No entiendo. George sonrió. ―No divulgue este tema, pero Helene ha aceptado casarse conmigo una vez que mi divorcio termine. Yo sería el dueño de t odas las acciones entonces. ―Mis felicitaciones. Philips reunió todos sus mejores es fuerzos para permanecer en su silla y no dar un salto hacia adelante del escrito rio y estrangular a George Grant. La traición era un trago amargo y ésta muy sentida . Él se puso de pie y se inclinó. ―Gracias por su honestidad. Parece que debería aprovec har la ausencia de Helene e ir a hablar con mi abogado sobre las acciones. Georg e también se puso de pie, con una expresión triste y preocupada. ―Le pido disculpas si le he dado una fea idea acerca de la personalidad de Helene. Ella no tiene la c ulpa de su helado corazón. Tiene muchas razones para tratar mal a los hombres. Phi lips se limitó a asentir cuando George partió, silbando alegremente. Después de una re spiración profunda, Philip cogió una pluma y escribió dos notas. Una era para Helene, la que dejó sobre su escritorio. La segunda la selló y fue en busca de Judd. ―Tengo qu e salir por un corto tiempo, Judd. Pero voy a estar de vuelta para la cena. Dele mis disculpas a madame. ―Le tendió la nota. ―¿Y puede asegurarse de que esta nota se le entregue al hombre que responde al nombre de Adan? Creo que lo puede encontrar en la habitación de los deseos. Philips se puso el sombrero y los guantes y salió po r la puerta, decidido a hacer lo que debería haber hecho mucho antes de que esta m aldita estúpida farsa hubiera incluso comenzado. ―¿Qué significa que Justin está muerto? M arguerite giró indiferentemente otra vez dentro de su habitación y se hundió en una si lla junto al exiguo fuego. ―Le dispararon. ―¿Bandoleros o ladrones? Helene se sentó en e l brazo de la silla y sostuvo la mano fría de su hija entre las suyas. Un temblor convulsivo atravesó a Marguerite. ―No, su amigo, el Sr. Harry. ―¿Qué diablos pasó? Margueri e suspiró y tomó su pañuelo. ―No estoy muy segura. Oí a Justin y a Harry discutiendo una n oche, cuando todavía estábamos en Dover, y Harry salió furioso. ―¿Sabes por qué estaban dis utiendo? TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 186 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Marguerite hundió la cara en el pañuelo. ―Por mí. Harry parecía creer que Justin estaba pa sando demasiado tiempo conmigo y no el suficiente para participar en actividades más varoniles. ―Pero vosotros os acababais de casar. Por supuesto, su atención debía ce ntrarse en ti. ―Eso es lo que Justin dijo cuando le pregunté acerca de la repentina partida de Harry. Me dijo que no me preocupara y que Harry estaría de vuelta. Pero no volvió, y Justin decidió que debíamos venir a Londres para encontrarlo y exigir un a explicación. ―Marguerite suspiró. ―Así que vinimos aquí, y hace dos noches Justin fue a s club para encontrarse con Harry, y él no regresó a casa por mí. Ayer por la mañana, un hombre que nunca había visto antes golpeó a mi puerta para decirme que Justin había si do asesinado en un duelo por su mejor amigo. ―Ella negó con la cabeza. ―No lo quería cre er e insistí en que me llevara a ver el cuerpo de Justin. Helene cayó sobre sus rodi llas y envolvió sus brazos alrededor de la forma encorvada de Marguerite y suaveme nte la meció. ―Está bien, cariño. Está bien. ―No, no lo está, mamá, porque el hombre estaba o cierto, Justin está muerto. ―Ahogó un sollozo. ―Y lo peor es que no lo trajeron de nue vo conmigo, sino que lo llevaron a la casa de su familia. Sus padres ya habían dec idido que yo no era un partido apto para su hijo, y ahora se niegan a dejar que lo vea. Helene cerró los ojos y abrazó a Marguerite aún más. ―Si quieres verlo, lo arregla ré, no tengas miedo de eso. También me aseguraré de que la familia Lockwood te trate c on el respeto que te mereces. ―Probablemente me culpan por su muerte. Helene sostu vo a Marguerite por los hombros, lejos de ella. ―No, él eligió batirse a duelo. Tú no ti enes nada que ver con eso. ―Pero si no me hubiera casado, Harry no habría luchado co n él. ―El Sr. Harry habría tenido celos de cualquiera que se casara con Justin. ¿Seguram ente te diste cuenta de eso? Marguerite la miró, el rubor en sus mejillas aumentó. ―No estoy segura de lo que quieres decir. Helene estudió la angustiada expresión de su hija y se dio cuenta de que no estaba dispuesta a perturbar aún más la paz de Margue rite, añadiendo la potencial duplicidad sexual a la tragedia. Ella palmeó los hombro s de Marguerite y se levantó. ―No te preocupes, querida. Sólo recuerda que tú no tienes la culpa. Le pediré al vizconde Harcourt-DeVere si puede arreglar para que vayas a ver el cuerpo de Justin y para que se encargue de todos los demás asuntos del fun eral y de la herencia de tu marido. Marguerite la miró. ―¿Cómo puedes pensar en esos asu ntos prácticos cuando mi corazón se está rompiendo? TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 187 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer ―Porque alguien tiene que hacerlo. ―Helene empezó a recoger la ropa de Marguerite y el resto del equipaje y de sus cosas dentro de una de las maletas vacías. ―¿Quieres llev arte las cosas de Justin o dejarlas aquí? ―A veces, mamá, creo que Christian tiene razón y que tu corazón realmente está hecho de piedra. Helene dejó caer el par de botas que llevaba en el maletero. ―Marguerite, si quieres que me siente y llore contigo, lo haré, pero preferiría tenerte segura y en casa conmigo antes de hacer eso. Margueri te se puso de pie, todavía limpiándose las lágrimas que corrían por sus mejillas. ―Voy a i r contigo, entonces. ―Miró alrededor de la habitación del hotel. ―No hay nada que quede aquí para mí de todos modos. Helene continuó empacando mientras Marguerite lograba pon erse el sombrero, la capa y las botas. Llamó a una criada y le dio las órdenes para que llevaran el equipaje a un coche alquilado. Mientras esperaba, hizo todo lo p osible por consolar a Marguerite, que parecía incapaz de reaccionar. Helene suspiró. ¿Por qué siempre la culpaban por ser práctica en un momento de crisis? Si todo el mun do simplemente se sentara y llorara, nada sería hecho. Las explosiones emocionales eran un lujo que nunca había sido capaz de permitirse. Cuando el coche llegó, ayudó a una llorosa Marguerite a entrar y la llevó a su casa. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 188 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer CAPÍTULO 24 Helene guió a Marguerite por las escaleras del sótano y entró en la cocina. No se sorp rendió al encontrar a los gemelos y a la señora Smith-Porterhouse allí. A pesar de sus mejores esfuerzos para mantenerlos ocupados, los gemelos parecían gravitar hacia su casa en cada oportunidad. ―Marguerite, ¿eres tú? ―Lisette se puso de pie y corrió alred edor de la mesa, seguida rápidamente por Christian. Helene dio un paso atrás para pe rmitir que los gemelos abrazaran a su hermana. Marguerite comenzó a sollozar de nu evo, y Lisette la abrazó fuerte. Helene se preguntó con tristeza si ella incluso era necesaria para la comodidad de Marguerite dado que sus hermanos estaban allí. El verlos juntos la hizo sentir como una extraña otra vez. ―¿Mamá? Helene esbozó una sonrisa cuando Marguerite se volvió hacia ella. ―¿Oui? ―¿Puedo ir a descansar por un rato? ―Por sup esto, querida. Te llevaré yo misma. ―No hay necesidad, mamá, ―dijo Lisette, su brazo sob re los hombros de su hermana mayor. ―Marguerite puede compartir mi habitación. ―Si eso es lo que quieres, Marguerite. ―Helene asintió con la cabeza a sus hijas. ―Tal vez ve ndrás a verme en mi estudio cuando te sientas mejor. Marguerite se estiró para apret arle la mano. ―Gracias por ir por mí. Helene se encogió de hombros. ―Soy tu madre. ¿Qué otr cosa podría hacer? Lisette llevó a Marguerite hacia las escaleras, charlando todo e l tiempo. Christian rondaba en la puerta y luego se aclaró la garganta. Sorprendid a, Helene levantó la vista. ―Gracias. Ella trató de sonreír. ―¿Por qué? ―Por encontrar a Ma ite. Yo... no creí que lo harías. Helene luchó con una repentina urgencia de ponerse a llorar. ―Yo no hice nada, Marguerite me encontró. Ahora, si me perdonas. Christian no se movió. ―Mamá... ¿es cierto lo que el Sr. Ross dijo? ―Como no tengo idea de lo que di jo, apenas puedo responder. ―Acerca de la Bastilla... sobre tu familia. Helene cer ró brevemente los ojos. No quería tener este debate ahora, tan cerca de enterarse de la terrible tragedia de Marguerite. ―Te dijo la verdad. Ahora, realmente tengo qu e volver al trabajo. Hay muchos arreglos que deben hacerse en nombre de tu herma na. Christian dio un paso atrás, con el rostro tan repentinamente sincero como el suyo. ―Si te he angustiado, me disculpo. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 189 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Se obligó a mirarlo a los ojos. ―No, no lo hagas. Todo sucedió hace mucho tiempo, y yo rara vez pienso en eso. Rezó porque él no pudiera ver a través de esa mentira, espera ba que nunca se diera cuenta de que a pesar de sus mejores esfuerzos, había permit ido que esos eventos dictasen y distorsionasen su vida entera. Christian le obse quió una sonrisa inesperada. ―Voy a ir a ver a Marguerite, entonces. Helene asintió co n la cabeza, incapaz de hablar, y lo observó salir. Cuando la puerta se cerró, ella siguió el ejemplo de Philips y se dirigió al oscuro rincón de la bodega. Por lo menos allí podía bajar la guardia y sollozar para satisfacer a su corazón. Ese había sido siem pre su procedimiento. Sobrevivir a la crisis y luego derrumbarse discretamente e n privado. Se secó los ojos con el pañuelo y se sonó la nariz. Por lo menos Marguerite estaba a salvo. Helene haría todo lo que estuviera a su alcance para asegurarse d e que su hija recibiera sus derechos de viuda. No le importaba lo que la familia Lockwood dijera. Esa era una forma en que podría asegurarse de que Marguerite nun ca necesitara nada otra vez. Y Christian había hablado con ella voluntariamente. I ncluso le había dado las gracias por ayudar a Marguerite. Tal vez debería agradecerl e a Philips a final de cuentas. Lo que sea que le hubiera dicho a Christian era evidente que lo había afectado. Esto le hacía parecer a Philips como un mejor padre que ella después de todo. Dios, todo era un desastre. Estaba cansada de tener que mostrar una aparente calma al mundo, cuando en su interior tenía ganas de llorar. La tentación de apoyarse en Philips le atraía, pero todavía estaba asustada. ¿Tendría el c oraje de confiar en él? Con un suspiro, Helene se puso de pie. Su momento de debil idad había terminado, y ahora tenía que seguir adelante. Su negocio no funcionaba po r sí mismo, y en cuestión de horas, necesitaba convertirse en la brillante y fantástic a anfitriona que la alta sociedad esperaba ver en sus salones. Iba a ser difícil f ingir que era una mujer radiante esta noche cuando lo único que quería era quedarse con Marguerite y simplemente ser su madre. Volvió a subir las escaleras y se dirig ió a su estudio. Alguien había encendido un fuego en la chimenea, y un montón de carta s estaban ubicadas sobre su escritorio. Una nota con la ya familiar letra de Phi lips le llamó la atención, y frunció el ceño. Se suponía que debería estar en la casa del p acer. ¿Dónde había estado cuando todo el drama familiar estaba teniendo lugar? Recorrió la nota con la vista. ¿Negocios urgentes con su abogado? Teniendo en cuenta las ho ras en que trabajaba, suponía que era difícil para él encontrarse con el hombre sin in vitarlo a la casa del placer, y podía ver que nunca lo había hecho. Sería mejor que Ph ilips estuviera de vuelta pronto, sin embargo, o su acuerdo definitivamente habría terminado. Helene se quedó mirando la pila de cartas sin abrir. No había nada más par a ella que hacer, salvo ocuparse de los asuntos del día, comenzar a ayudar a Margu erite, y esperar que Philips Ross no abusase de su confianza. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 190 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer ―Buenas noches, querida. Helene levantó la vista para encontrar a George, vestido co n su ropa de noche, sonriéndole. ―George, ¿qué hora es? Sacó su reloj de bolsillo. ―Son cas las siete. ¿No te vestirás para cenar esta noche? Helene se quitó las gafas y se frotó los ojos. ―No puedo creer que sea tan tarde. Hoy tuve mucho que hacer para ponerme al día. ¿Has visto a Philips? ―¿Ross? Sí, estaba en la cocina cuando pasé, charlando con J dd. ¿Quieres que vaya a buscarlo? ―No, prefiero hablar contigo, George. Parece que p asaron años desde que tuvimos la oportunidad de charlar. ―Qué cosa más agradable me dice s. ―George sonrió y se sentó. Helene lo miró detenidamente, se dio cuenta que tenía la opo rtunidad perfecta para desengañarlo de algunas de sus ideas más extravagantes. ―¿Cómo están tu mujer y Amanda? Su sonrisa se desvaneció. ―Ambas están bien. ¿Por qué lo preguntas? ―Por ue he oído un rumor de que tu esposa se había deshecho de su amante y que se reconci liaron. ―¿Quién te dijo eso? Helene sonrió alegremente. ―Oh, sabes cómo es esto, la gente m dice cosas todo el tiempo. Rara vez les creo. ―Entonces, no creas este disparate. Es cierto que mi esposa ha descartado a su amante, pero las cosas no han cambia do entre nosotros en absoluto. ―Eso es una lástima, George. Me gustaría que fueras fel iz. Él la miró fijamente. ―Sabes lo que me haría feliz. Cásate conmigo. ―Sabes que eso no v a suceder. Eres uno de mis más viejos amigos. Tengo una regla desde incluso antes de conocerte que no me acuesto con los hombres que me gustan. Él se levantó y comen zó a pasearse por la alfombra, todo el buen humor filtrado de su cara. ―Parece que P hilip Ross te gusta lo suficiente y sin embargo lo dejas follarte. ―Esa es una sit uación completamente diferente. Y además no es asunto tuyo. George se volvió. ―¿Sabías que e gusta follar hombres? ―Sé que los gustos sexuales de mis clientes son su asunto. N o estoy aquí para juzgar a nadie. Aunque mantenía su tono ligero, su mente estaba tr abajando furiosamente. ¿Cómo se había enterado George de lo que Philip había estado haci endo en la casa del placer, tanto con ella como con Adan? Debería haber estado hus meando o leyendo sus archivos privados, ninguna de estas acciones hablaban de un hombre racional. ―Philip Ross no es un cliente, sin embargo, ¿verdad? TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 191 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Helene se levantó y caminó hacia la chimenea como para calentarse las manos. Cuando George comenzó a pasearse de nuevo, tomó la oportunidad de hacer sonar la campana de la servidumbre mientras estaba de espaldas. ―Philips tiene la misma cantidad de a cciones que tú. Considero que es un miembro del club tanto como tú. George se pasó la mano por el pelo. ―Si somos iguales, ¿por qué no follas conmigo? ―¡George, estás casado! Yo no duermo con hombres casados. Lo sabes. ―Pero una vez más, haces una excepción para R oss. Me dijo que te conoce desde hace años, por lo que debes de haberlo tenido cua ndo estaba casado. ―Lo conocí poco antes de que se casara y no lo volví a ver hasta ha ce unas semanas cuando se presentó aquí con Gideon Harcourt. George la miró, una expre sión sorprendida en su rostro. ―¿Exactamente cuánto tiempo hace que lo conoces? ―Eso no es asunto tuyo. ―Los débiles sonidos de pasos en el pasillo reforzaron su valor. ―Todo l o que deseo que entiendas, George, es que nunca me casaré contigo. ―Lo harás después que mi divorcio se haga evidente. ―¿Qué divorcio? Él arqueó las cejas. ―¿No te lo dije? Voy a orciarme de mi esposa por adulterio. Cuando quede libre, podremos contraer matri monio. Helene sacudió la cabeza. ―Pero yo no quiero casarme contigo. Se detuvo frent e a ella, una sonrisa indulgente en su rostro. ―No seas tonta, querida. Por supues to que sí. Helene abrió la boca para responder y luego la cerró otra vez cuando alguie n llamó a la puerta. Después de una cautelosa mirada a George, dijo ―Adelante. Philips asomó la cabeza por la puerta. ―¿Estás preparada para algunos visitantes? ―Su sonrisa se atenuó cuando vio a George. ―O tal vez debería decirles que vuelvan más tarde. ―No, por fa vor adelante. George y yo hemos terminado nuestra conversación de todos modos. Geo rge se inclinó y le besó la mano. ―No hemos terminado realmente, pero entiendo que ten gas mucho que pensar, mi querida. Helene miró a Philips, cuya expresión se había enfri ado al observar a George. Él abrió ampliamente la puerta, y Marguerite y los gemelos entraron. Para alivio de Helene, Marguerite se veía un poco más tranquila, aunque t enía círculos oscuros debajo de sus ojos y sus labios en carne viva. ―Mamá, sólo quería dec rte que he decidido ir a cenar con los gemelos y la Sra. Smith- Porterhouse y lu ego me iré a la cama. ¿Puede esperar hasta mañana nuestro asunto? ―Por supuesto, querida . ―Helene sonrió alentadoramente a su hija. ―Ya le he enviado un mensaje al vizconde H arcourt-DeVere, y él está dispuesto a TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 192 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer ayudarnos a tratar con la familia Lockwood. Podremos hablar sobre lo que quieres hacer mañana y tomar nuestras decisiones a partir de allí. Helene se dio cuenta de que Marguerite estaba estudiando a George con gran interés. ―Te pido disculpas, Marg uerite. No te he presentado a Lord George Grant antes, ¿verdad? Lord George, permíte me presentarte a mi hija mayor, la esposa de Justin Lockwood. A pesar de que Mar guerite se estremeció por el título, hizo una reverencia y asintió con la cabeza hacia George. ―En realidad, mamá, nosotros ya nos habíamos encontrado, a pesar de que no co nocía su nombre. ―Sonrió a George. ―Él visitó el convento de monjas justo antes de que yo m fuera. Pensé que estaba buscando una escuela para colocar a sus hijos. Helene fru nció el ceño. ―¿Estás segura? ―Se volvió hacia George. ―¿Por qué no me dijiste que habías v mandía13? George se encogió de hombros. ―Estuve allí por asuntos diplomáticos, y me detuve a visitar algunas escuelas potenciales para Amanda. Fue pura casualidad que me detuviera en el lugar donde tus hijos iban a la escuela. Philips habló desde la pu erta abierta, la que estaba bloqueada con su cuerpo. ―Nunca he sido muy creyente e n las coincidencias o en las casualidades. ―Miró a Christian. ―¿Todavía tienes esa carta? Christian asintió y metió la mano en el bolsillo de su chaqueta. Helene apenas respi raba mientras él sacaba un muy plegado y arrugado pedazo de pergamino. ―No pude tira rla. Lo intenté, pero... ―Entendemos. ―Philips asintió con la cabeza hacia Helene. ―Échale n vistazo. Alargó la mano para tomar la carta con dedos temblorosos y reconoció la l etra al instante. ―George, ¿por qué escribiste esto? George se sonrojó y metió las manos e n los bolsillos. ―Maldición, Helene, ¡sabes por qué! ―¿Por qué querías que mis hijos me odi a de eso! Porque yo te amo, y quería llamar tu atención. ―¿Diciéndoles a mis hijos que soy una puta? ―Helene, no seas tonta, eso no es así. Recientemente me di cuenta de que la razón por la que no quieres casarte conmigo es debido a la casa del placer. Dec idí que si tus hijos te necesitaban, podrías encontrar a alguien más para dirigir el l ugar mientras disfrutabas de un muy merecido tiempo con ellos. 13 Normandía: provincia al norte de Francia. (N. de. T.) Página 193 TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Helene se dejó caer pesadamente en una silla junto al fuego. ―Decidiste que necesita ba convertirme en una mejor madre y una mujer de negocios menos obsesionada. ―Exac tamente. Sé lo difícil que fue para ti renunciar a los niños durante tantos años. Pensé qu e esto podría ser una manera de traerlos de vuelta a ti. ―¿Contándoles acerca de mi vida “real” para que no tuvieran más opción que tratar de encontrarme y expresarme su disgus to? George asintió con la cabeza. ―Sé que suena ridículo, pero funcionó, ¿no? Tienes a todo tus hijos alrededor tuyo ahora. Helene se encontró con su mirada. ―Y tú ciertamente t ienes mis manos ocupadas tratando de cuidar de ellos, ¿no? Christian lanzó una mirad a inquieta hacia Helene ―Yo no sabía quién envió la carta. Fue entregada en la escuela e n mano. ―Está bien, Christian, ―dijo Philip desde la puerta. ―Tu madre nunca creería que h ayas conspirado con George para engañarla. ―Él le sonrió al chico y luego a Helene. ―Georg e tiene razón en una cosa. Estás haciendo un excelente trabajo cuidando de tus hijos , Helene. Pero tal vez sea hora de que se retiren de este debate. Christian pare cía como si quisiera protestar, pero Marguerite tomó la mano de él y de Lisette y los atrajo hacia la puerta. ―Vamos a estar en la cocina si nos necesitas, mamá. ―Muchas gr acias, Marguerite. La seca intervención de Philips llamó la atención de Helene debido a su expresión. Él no sonreía, y su atención estaba centrada en George. Dios, ¿qué estaba p nsando? ¿Podría él creer que haya sido una tonta? Philips cerró la puerta detrás de los ge melos y se recostó contra ella. ―No creo que George sea del todo honesto contigo, He lene. La cabeza de George giró bruscamente. ―Y yo no creo que sea asunto suyo, Ross. Helene lo entiende, ¿no? Lo hice por amor. Philip se echó a reír. ―Si crees eso, creerás cualquier cosa. Helene trató de mantener la calma en su voz. No apreciaba ser deba tida por dos hombres. ―¿Qué estás tratando de decir, Philips? ―Si George realmente te amar a, no se hubiera comportado así. Les envió a tus hijos una carta que no sólo revelaba tu dirección, sino que además te llamaba puta. ¿Qué clase de hombre hace eso a la mujer que afirma amar? George miró a Philips. ―Un hombre que lo ha intentado todo. Un homb re que ha esperado pacientemente el día en que la mujer decida rectificar su direc ción y establecerse. —¿Y cree que Helene es tan estúpida como para creer eso? La cara de George se ruborizó. —No crea que porque ella comparte su cama, Helene estará de acuer do con usted. Me ha dicho muchas veces que los hombres con los que folla son tan estúpidos como ovejas. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 194 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer —¿Yo no soy estúpido, ¿verdad? —Philips se volvió hacia ella. —No, no lo eres, —replicó Hel orge frunció el ceño. —Estoy de acuerdo contigo, Helene. Ross es cualquier cosa menos tonto. De hecho, él ya decidió venderme sus acciones a mí y dejar libre mi camino. Hel ene miró a Philips. —¿Es eso cierto? Él se encogió de hombros. —Hoy visité a mi abogado. He e se levantó. —Incluso si Philips te vende sus acciones, yo aún poseería el setenta por ciento restante de la empresa. —Pero cuando te cases con él, él lo tendrá todo, ¿no? Helen e bloqueó miradas con Philips. —No tengo intención de casarme con él. Philip sonrió. —¿Le h dicho eso a él? Helene se volvió lentamente para mirar a George. —Muchas veces. Al igu al que tú, no entiendo bien por qué de repente insiste en casarse conmigo ahora. —Yo c reo que sí, —murmuró Philips. George se sentó y hundió la cabeza entre las manos. —No lo es uches. Ross es igual a todos los otros tontos en tu vida que te han abandonado y engañado. ¡Por el amor de Dios, incluso se folla a otros hombres! —No me importa con quién folla. Él tiene todo el derecho de encontrar y disfrutar de lo que le agrada. George levantó la cabeza, su mirada suplicante. —Helene... hemos sido amigos durante dieciocho años. Tienes que creerme. Te amo, y quiero que te cases conmigo. Me doy cuenta de que mi forma de actuar pudo haber sido un poco prepotente, pero ha lo grado su objetivo. Ahora eres libre para amarme, y eso es todo lo que quiero. —Ade más de una participación en el control de mi negocio. —Eso no es verdad. Yo nunca impe diría que lleves adelante este negocio como mejor te parezca. Sólo esperaba que con tu familia ahora alrededor tuyo, me permitieras compartir la carga. Philip se ec hó a reír. —Eso no es lo que me sugirió. —Ross, si no se calla, lo voy a obligar a hacerlo . Philips se encogió de hombros. —Lo dudo. ―Se volvió hacia Helene. —¿Te acuerdas de aquell noche en la cocina cuando estábamos revisando los libros de contabilidad? —¿Cuando Ch ristian entró y nos interrumpió? —Sí, esa. Nuestra conversación terminó en una discusión, y pude compartir mis preocupaciones contigo acerca de los libros. Helene se apoyó e n la parte posterior de la silla y se agarró firmemente. George se quedó en su asien to, con la cabeza hacia abajo mientras Philips continuaba. —Primero noté las discrep ancias cuando decidí cambiar de proveedores de vinos. Sospeché que los hermanos La T our te estaban engañando, pero en una TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 195 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer investigación más a fondo, me di cuenta que no era ese el caso. El dinero desaparecía incluso antes de llegar a los bolsillos de los comerciantes de vino. George se m ovió en su asiento sin decir nada. —Empecé a notar otras discrepancias más recientes. Pa gos extras a algunos de tus clientes, pequeñas cantidades tal vez, pero sumadas re presentan una suma considerable cada mes. Helene asintió con la cabeza. —No soy estúpi da, Philips. Me di cuenta de que algo andaba mal, pero con toda la agitación recie nte por aquí, no pude discutir mis preocupaciones con los directivos del banco. Ph ilips asintió con la cabeza hacia George. —Creo que el repentino deseo de George de casarse contigo se origina más en su temor a ser expuesto como un tramposo y, posi blemente, como un chantajista que en cualquier concepto de amor. George se puso de pie y señaló con un dedo tembloroso a Philips. —¡Yo la amo, hijo de puta! ¿Cómo se atrev a sugerir otra cosa? —Estoy seguro que sí, pero su idea del amor no se parece a la mía o, sospecho, a la de Helene. Helene ignoró a Philips y caminó hacia George. Le tocó el brazo. —¿Qué está ocurriendo, George? Su rostro se encogió ante su tono suave. —Dios, lo entiendes, ¿verdad? Ella le apretó el hombro. —Lo haré cuando me lo expliques. Él suspiró, el desesperado sonido estremeció todo su cuerpo. —Tengo deudas, deudas de juego, qu e necesito pagar. Helene frunció el ceño. —Nunca me hubiera imaginado que eres un juga dor. Por cierto, no juegas aquí. George se soltó de su mano y empezó a pasearse de nue vo. —He hecho algunas inversiones imprudentes con los años y gastado todos mis ahorr os y la herencia de mi mujer. Necesitaba el dinero para mantener a mi familia. —Pe ro ¿por qué no me pediste ayuda? —¿Pedirle a la mujer que admiro más que a nadie en el mun do que me ayude? ¿Admitir que había hecho el ridículo y casi arruinado a mi familia? P arecía más fácil manipular un poco los libros. Philips soltó un bufido. —¿Es más fácil roba un amigo que pedir su ayuda? George se dio la vuelta. —No lo entendería. ¿Cuándo ha est ado necesitado de algo? La sonrisa de Philips era desoladora. —He necesitado mucha s cosas en mi vida, algunas más que otras. —Su mirada se encontró con la de Helene. —Per o también he aprendido que no puedes obligar a alguien a que te ame o a que acepte tu amor. Helene le devolvió la mirada, incapaz de apartar los ojos del dolor de l os suyos. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 196 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer George gruñó. —Maldición, ¿él es el padre de tus gemelos, no? Yo nunca habría tenido una op unidad de casarme contigo después de que él apareció, ¿verdad? Philips ignoró a George, to da su atención sobre Helene. —¿Qué quieres hacer con él? —¿Con George? —Ella suspiró. —No l ez tengo que hablar con los otros administradores y ver si me ayudarán a resolver sus dificultades financieras. George se aclaró la garganta. —¿Tienes la intención de ayu darlo, a pesar de todo lo que ha hecho? —Por supuesto. Sigue siendo mi amigo. Geor ge bajó la cabeza entre sus manos y sus hombros comenzaron a temblar. —No merezco es to. Helene se arrodilló delante de él y le dio unas palmaditas en la rodilla. Él se af erró a sus dedos y los mantuvo apretados. —Pero lo tendrás. Una vez que las preocupaci ones sobre tus deudas y el sustento de tu familia se hayan aclarado, todo será dif erente. —Miró a Philips. —¿Lo escoltarás de vuelta a casa? —Si eso es lo que quieres. Ella sintió con la cabeza. —Dudo que vaya a hacer ninguna tontería, ¿verdad, George? Tu hija, Amanda, te necesita, y sospecho que tu mujer también lo hace. George se puso lent amente de pie, sus ojos inyectados en sangre, la boca una delgada línea. —Te voy a p agar, Helene. Te lo prometo, aunque me lleve toda una vida. —No te preocupes por e so ahora, George. Sólo tienes que ir a casa y descansar un poco. Él asintió y se volvió obedientemente hacia la puerta, donde lo esperaba Judd. Ella esperaba que él estuv iera bien. A pesar de sus actos, era difícil dejar de cuidar a un hombre que había s ido una constante en su vida durante tanto tiempo. Philips esperó hasta que George pasó junto a él y luego se volvió hacia Helene. —Voy a asegurarme que George llegue a c asa y volver aquí tan pronto como pueda. Helene se encogió de hombros con indiferenc ia. —No hay necesidad de que vuelvas. —Maldita sea, Helene, ¿por qué haces esto? ¿Por qué c nstantemente me alejas? Ella sintió el caliente aguijón de las lágrimas sobre su cara e intentó parpadearlas lejos. —Porque tengo miedo de desintegrarme por completo, mie do de que me veas de esta manera. Dio un paso apresurado hacia ella. —¿Por qué? TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 197 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Ella sacudió la cabeza y logró estabilizarse apoyando una mano sobre su escritorio. —P orque tengo que ser fuerte. Tengo que ser fuerte para todos. —No para mí. Puedes ser lo que quieras para mí. Soy muy capaz de resistir un par de lágrimas. —Y tal vez eso es lo que más me asusta. Él dejó de moverse. —¿Que yo vaya a utilizar tu debilidad en cont ra tuyo, que vaya a subyugarte y debilite tus fuerzas? —Su sonrisa era amarga. —Hele ne, nadie puede hacerte eso, salvo tú misma. Yo no pretendo poseerte. —Entonces, ¿por qué ofreciste venderle tus acciones a George? Su expresión se ensombreció. —Si realmente crees que yo lo hubiera hecho, no tenemos nada más que decirnos. No hay una oport unidad en el infierno de que tú puedas confiar en mí alguna vez con tu corazón, si ni siquiera puedes confiar en mí con tu negocio. —Se inclinó bruscamente. —Volveré mañana para despedirme del personal. Voy a tratar de mantenerme lejos de tu camino. Helene s entía dificultad para respirar, para formular las palabras que los liberarían de la maraña que ella había creado, pero ya era demasiado tarde. Philips ya se había ido. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 198 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer CAPÍTULO 25 Philips había sido tan confiable como su palabra. Helene no lo había visto en todo e l día. Había diseñado su recorrido por la casa del placer de manera de no cruzarse con ella en absoluto. Resistió el impulso de ir a encontrarlo de nuevo y volvió a su es critorio. Otro montón de correspondencia cubría la superficie, exigiendo su atención. Ella también necesitaba encargarse de eso. Durante su noche de insomnio, se había da do cuenta de que no creía que Philips le hubiera vendido sus acciones a George. Pr obablemente lo había utilizado como un señuelo para conseguir que George expusiera s us verdaderos planes hacia ella y su negocio. Eso era mucho más acorde a Philips q ue tramar algo detrás de su espalda. Pero, ¿cómo diablos iba a conseguir que la creyer a? Él, evidentemente, había decidido que ella era incapaz de confiar en nadie. Sus p ensamientos giraban alrededor de una interminable espiral. Ella no quería que se f uera. Ella quería que se quedase. Con un suspiro, abrió la primera carta y trató de le er, pero las palabras se mantenían rebotando por toda la página. Cuando se las arreg ló para leer una, no le encontró sentido. Buscó sus gafas y lo intentó de nuevo. —Maman. ¿P demos hablar contigo? Levantó la cabeza y se encontró a los gemelos en la puerta, su s expresiones reservadas. —Por supuesto. ¿Marguerite está bien? —Está durmiendo, —dijo Lise te. —Y mucho más tranquila ahora. —Me alegro de oír eso. Tomará mucho tiempo para que supe re esta terrible tragedia, y todos tendremos que ayudarla. Christian se cruzó de b razos y estaba cabizbajo contra la pared. —¿Vas a enviarnos de vuelta a Francia? —No, a menos que deseéis volver. Él miró a Lisette. —Nosotros preferimos quedarnos aquí... cont igo, quiero decir. Nos gustaría aprender sobre el negocio. Helene sonrió por primera vez en el día. —Los dos sois muy jóvenes para estar involucrados en esto, pero en poc os años seguramente me podríais ayudar si todavía lo deseáis. —Fingió reordenar las cartas obre su escritorio. —Espero que paséis los próximos años completando vuestra educación y d isfrutando de los placeres de Londres. La Sra. Smith-Porterhouse ha accedido a q uedarse como tu acompañante durante todo el tiempo que quieras, Lisette. Lisette s onrío feliz a su madre y luego a Christian. —¿Ves? Te dije que estaría contenta de que q uisiéramos quedarnos. —Su expresión se ensombreció. —El Sr. Ross nos contó sobre lo que pas on Lord George. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 199 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer —¿Él lo hizo? Eso fue muy amable de su parte. —Lo siento si Lord George te lastimó, mamá. P ro el señor Ross dijo que tú no estás enamorada de Lord George y que todo estaba en su mente. ¿Es eso cierto? —Sí, el Sr Ross está en lo cierto, como siempre. Lisette compart ió otra inquieta mirada con su hermano. Helene se preguntó si ella había sonado tan am arga como se sentía. —¿No te gusta él? —¿El Sr. Ross? Me gusta bastante. ¿Por qué? —Porque después de que Marguerite se tomó el láudano, ella dijo algo gracioso. —¿Qué dijo? —Que cu o ella parpadea muy rápido, Christian y yo nos parecemos al Sr. Ross. Helene miró a los expectantes rostros de los gemelos y trató de mantener su expresión bajo control . —Tal vez deberíais estar teniendo esta conversación con el Sr. Ross en lugar de conm igo. Christian frunció el ceño. —¿Qué significa eso? —Significa que el Sr. Ross es la única rsona que puede responderos. Él está aquí hoy. ¿Por qué no le preguntáis? —¿Crees que le mo ría? —¿Por qué habría de hacerlo? Christian cogió la mano de Lisette. —Vamos a ir a pregunt e, entonces. Tiene razón mamá, ¿qué es lo peor que puede hacernos? Helene los observó irse , sus manos aún entrelazadas, y rezó por haber hecho lo correcto. Esperaba que Phili ps también lo hiciera. Volvió al correo sobre su escritorio y abrió otra carta. Querid a señora Delornay, Nuestro cliente, Lord Philips Knowles, nos ha instruido para in formarle que las acciones de su casa del placer, las cuales estaban incluidas en la herencia del difunto Lord Derek Knowles, volverán a usted a partir del día de ho y. Estaríamos muy agradecidos si pudiera venir a nuestras oficinas y firmar los do cumentos finales para completar esta transferencia a su nombre. Le saluda atenta mente, Fotheringay, Smallwood y Smith, abogados. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 200 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Helene se quedó mirando la carta, notando que tenía fecha del día anterior y que Phili ps había dispuesto la transferencia antes del altercado con George. Las lágrimas pin charon sus ojos. Tenía muchas razones para estar disgustado por su falta de confia nza. Había hecho todo lo posible para demostrarle que estaba segura y amada, y ell a todavía seguía desconfiando de él y dejándolo afuera. Puso la carta sobre la mesa y la aplanó con sus dedos. ¿Qué diablos iba a hacer? Por primera vez en su vida, si de ver dad quería algo, iba a tener que correr un riesgo. La decisión de Philips de hablarl e a los gemelos sobre él, era totalmente de él. Su decisión sobre la manera de demostr arle que ella había llegado a amarlo y a depender de él, era totalmente suya. Se que dó mirando la carta. ¿Cuándo Philips había llegado a ser tan importante para ella? ¿O había estado siempre allí en el fondo de su mente, el amante perfecto, al que el resto d e sus muchos amantes no llegaban a estar a la altura? Un ideal, por cierto, pero la realidad, con su dolorosamente adquirida experiencia, su erótica sensualidad, y su verdadero espíritu de contradicción, era aún mejor. Después de una profunda respira ción, Helene tocó la campana de la servidumbre y Judd apareció. —Buenos días, señora. ¿Qué hacer por usted? —¿Puedes averiguar si el señor Philips tiene la intención de quedarse aquí esta noche? Judd frunció el ceño. —Creo que sí, madame. Él mencionó algo sobre ver al Adan. ¿Desea que le pregunte a él o que lo averigüe de una manera más sutil? Helene son rió. —Preferiría saberlo sin que él lo supiera, si entiendes lo que quiero decir. —Perfect amente, señora. Veré qué puedo hacer. En el momento en que la noche llegó, Helene estaba fuera de sí por sus nervios y se sentía absolutamente incapaz de enfrentar a los vi sitantes regulares de los salones. Para colmo de males, los gemelos habían desapar ecido toda la tarde, al igual que Philips. Por el bien de ellos, esperaba que, i ncluso si su relación con Philips no funcionaba, los gemelos tuvieran algo semejan te a una relación con él. Merecían ser felices, aunque ella había perdido ese derecho po r sí misma. Este era el momento para decidir si tenía la fuerza para permitirle a Ph ilip Ross alejarse de ella. No, era peor que eso. Tenía que encontrar la fuerza pa ra aceptarlo y pedirle que se quede. A los dieciocho años, su elección había parecido irrevocable, pero ahora lo conocía de otra manera. No iba a cometer el error de ap artar al amor de nuevo. Se había convertido en un hombre que ella podía respetar. Un hombre que no tenía miedo de decirle que estaba equivocada, incluso cuando sabía qu e ella se enojaría. Ella no podía utilizar su belleza para conseguir lo que quería de él tampoco. Él esperaba mucho más de ella que eso. Judd llamó a su puerta cuando el relo j dio las nueve, y se inclinó. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 201 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer —¿Madame? El Sr. Philip se encuentra en el salón principal, y los gemelos están segurame nte instalados con la Sra. Smith-Porterhouse en la casa contigua. La Srta. Margu erite ha comido una cena ligera y se retiró a la cama. ¿Hay algo más en lo que pueda a yudarle? —Gracias, Judd. El anciano hizo una profunda reverencia. —Por nada, señora. D ebe saber que yo haría cualquier cosa por usted. —Gracias. —Las desacostumbradas lágrima s amenazaban y Helene trató de sonreír. El rostro de Judd se suavizó. —Madame, usted nos ha salvado a muchos de nosotros de las alcantarillas, de los más atroces prostíbulo s y de la guillotina. Le debemos mucho, y usted toma muy poco a cambio. —Él le palmeó el hombro. —A todos nos gusta mucho el Sr. Philip, simplemente recuerde eso. Ella lo miró sorprendida y él le guiñó un ojo. —Él es el primer hombre que alguna vez se ha atre ido a regañarla y vivió para contarlo. Es obvio desde el principio que a usted le im porta él. Helene no podía hacer nada más que asentir y ponerse en marcha por la escale ra tras él. Era fácil olvidar que en una casa tan pequeña como esta, nada era privado o sagrado. Y tal vez así era como debía ser. Había creado su propia familia a su alred edor en los últimos años, sin siquiera darse cuenta. Ella omitió los salones principal es y se dirigió a la sala de los deseos, y se detuvo en la puerta para tomar coraj e. Tenía que hacer esto. Tenía que bajar la guardia, ofrecerse a sí misma a Philips, y rogarle que se quedase. Después de los sutiles pasteles del pasillo, la repentina densa oscuridad la desorientó. —¿Cuál es su deseo? Helene cerró los ojos. Si ella decía es o, todos en la casa del placer sabrían exactamente lo que quería. Aunque, a juzgar p or su conversación con Judd, tal vez ya lo sabían. Respiró hondo. —Quiero a Philip Ross. Philips se paseaba por la sala principal, mirando a la puerta cada vez que algui en entraba. Había pasado la tarde con los gemelos de Helene, sus gemelos ahora, y había admitido que él era su padre. Lisette había estado tímida pero encantada, Christia n un poco más cauteloso. Pero incluso él se había acercado cuando Philips describió su n uevo asentamiento en el país y la calidad de la carne de sus caballos, y les ofrec ió una invitación a ellos para que lo visitasen. Desde su ascensión al título, se estaba mudando de los vecinos que lo habían conocido íntimamente en Sudbury Court, a la ca sa principal del anterior Lord Knowles. Si llevara a los gemelos con él desde el p rincipio, nadie se TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 202 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer enteraría de nada. Tendría que preguntarles a los gemelos exactamente si ellos querían hacer pública su relación antes de tomar cualquier otra decisión. Frunció el ceño. No serí fácil compensar todo el tiempo que había perdido, pero tenía la intención de cumplir co n su deber así fuera apreciado por ellos o no. Su obligación para con su madre era o tra cosa. Cuando George le había explicado sus diferentes planes para controlar a Helene, Philips apenas pudo contener su rabia ante semejante traición. No era de e xtrañarse que Helene sintiera que cada hombre en su vida tomaba ventaja de ella y que tenía que mantenerse firme por sí misma. Esto también había sido una revelación. Helen e no necesitaba ser domesticada o poseída, necesitaba ser apreciada y amada por ex actamente lo que era, una mujer asombrosa. Y él era definitivamente el hombre que podía hacerlo. Él la conocía. Siempre la había conocido, y, sin embargo él había cometido p ticamente el mismo error que todos los otros hombres en su vida, había tratado de sobreprotegerla y controlarla. En realidad, ella no lo necesitaba a él ni a cualqu ier otro hombre, pero esperaba por Dios que ella lo quisiera tener a su alrededo r de todos modos. —Señor, ¿usted está esperando a Adan? Philips se dio la vuelta y se en frentó a un hombre alto de unos treinta años que llevaba un uniforme naval. Su pelo rubio recogido con una ceñida cinta negra, y su piel estaba levemente bronceada, h aciendo que sus ojos azules reflejen todos los colores del mar. —¿Es usted Adan? —Lo s oy. —El hombre hizo una reverencia. —También soy el capitán David Gray, un oficial de la Marina. Philips le tendió la mano. —Estoy encantado de conocerte. La sonrisa de Dav id fue sorprendentemente dulce. —¿En serio? Philips se movió hacia un rincón del gran sa lón donde tendrían más privacidad antes de responderle. —Tú me diste mucho placer. ¿Por qué iba yo a querer admitir eso? —Te agradezco el cumplido. Muchos hombres son reacio s a admitir que el placer puede surgir en las más peculiares de las circunstancias . Ahora, ¿qué puedo hacer por ti? Tu nota parecía urgente. Philips admiró la capacidad d e David para pasar de un amante a un militar profesional en una sola frase. —En re alidad, el problema inicial ha desaparecido. Fui amenazado por un chantaje a cau sa de mi implicación contigo. —¿Chantaje? Philips observó la ira fluir a través del rostro de David y florecer en sus mejillas. Este hombre no había tomado parte en los pla nes de George más de lo que lo había hecho Helene. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 203 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer —Esa amenaza ha terminado, pero espero que puedas ayudarme con otro problema que t engo para enfrentar esta noche. David hizo una reverencia. —Estaría encantado de est ar a tu servicio. ¿Qué puedo hacer por ti? Philip sonrió. —Quiero que me ates. La boca d e David se abrió y él parpadeó con fuerza. Antes de que pudiera decir algo, Judd apare ció tomando el codo de Philips, su rostro enrojeció. —¿Sr Philips? Madame no vendrá a los salones esta noche. —¿Por qué diablos no? ¡La necesito! No me digas que ha salido. Judd le dirigió una sonrisa. —No, señor, mejor aún. Ella entró a la habitación de los deseos, y reguntó… por usted. Philip sonrió a Judd y a David como si su caballo favorito acabara de ganar el Derby14. —Entonces tendremos que cambiar un poco nuestros planes, per o creo que todavía podemos hacerlos funcionar. Judd, adelántate y reserva la habitac ión para nosotros. David, después de que me hayas atado, puedes ir a buscar a Helene . —Pase a la habitación a su izquierda, y vamos a cumplir con su deseo. Helene hizo su camino hacia la aún más oscura puerta sintiéndola como un área relativamente pequeña. Des pués de lo que parecieron horas, oyó una puerta que se abría en el lado opuesto de la habitación y el sonido de una suave respiración. —¿Madame? Su corazón se estremeció casi ha ta detenerse. Esa no era la voz de Philips. Oh Dios, tal vez no la quería después de todo. —¿Madame Delornay? ¿Quieres venir conmigo por favor? Ella abrió los ojos para enc ontrar al capitán David Gray justo delante de ella, una sonrisa en su rostro. Sea lo que sea lo que estaba pasando, tenía que seguir adelante. David le tendió la mano , y ella la tomó. Se detuvo junto a la puerta. —Un momento, madame. Soltó su mano y di o un paso detrás de ella. La siguiente cosa que ella supo, fue que deslizó una venda sobre sus ojos. Le tomó las manos y la condujo lentamente por el pasillo. Ella sa bía que estaban usando la escalera de servicio, por el sonido hueco de los pasos s obre la superficie sin alfombrar. Permitió que la ayudara a desplazarse hacia otra puerta, a lo largo de un corto pasillo frío, y luego esperó cuando él se detuvo de nu evo. 14 Derby: carrera usualmente restringida a caballos de tres años. (N. de. T.) Página 204 TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer —Por favor entra, madame. Dio un paso hacia adelante, esperando mientras David le quitaba la venda, y se encontró mirando a Philips. Una vela negra iluminada la peq ueña habitación de la planta superior de la casa del placer. Philips estaba desnudo, excepto por una fina capa de aceite, y sus muñecas estaban esposadas por encima d e su cabeza a un marco de madera. Sus tobillos estaban encadenados entre sí, pero no fijados a la estructura. Helene lo miró fijamente, embebiéndose ante la vista de sus ensombrecidos músculos, la delicada curva de sus caderas y el empuje de su ere cto pene en el oscuro vello de su ingle. —Te prometí que intentaría todo lo que casa d el placer tuviera para ofrecer. —Philips inclinó la cabeza. —Así que aquí estoy, amarrado para tu placer. Helene se lamió los labios. —No tenías que hacer esto por mí, Philips. Y o... —Sí, creo que sí. —Le cortó su vacilante intento de hablar. —Quiero que entiendas que oy tuyo para hacer lo que quieras conmigo y que confío en que no me lastimarás. Ella estuvo a punto de dar patadas en el suelo. —¡Eso es lo que yo debería estar diciéndote a ti! Soy yo la que ha demostrado una total falta de confianza, no tú. Su sonrisa era dulce. —Tal vez ambos hemos sido culpables. Pero aquí estoy, dispuesto para ser utilizado como tú quieras. Helene se retorcía las manos. —Quiero creer en ti... pero e s tan difícil para mí tener fe en alguien que no sea yo misma. —Entonces, inténtalo. Uti lízame, fíjate si puedes hacerme rogar, entiende que haré lo que tú me pidas. Helene res piró hondo. —Yo debería estar encadenada allí. Quiero demostrarte que puedes confiar en mí. —Entonces, confía en ti misma con mi cuerpo. Y, si lo deseas, más tarde cambiaremos los lugares y voy a hacerte rogar. Ella le sostuvo la mirada, vio la tranquila a ceptación de su vulnerabilidad en sus ojos color avellana, y asintió lentamente. ¿Real mente importaba cuál de ellos estaba preparado para dar ese paso fundamental cuand o el resultado final les traería a ambos tanta felicidad? Detrás de ella, David Gray todavía estaba apoyado contra la puerta, su entusiasmada mirada concentrada en am bos. Ella dio media vuelta para mirarlo. —Me gustaría ver a David chuparte la polla. La expresión de Philips sutilmente se relajó como si intuyera su completo acatamien to. —Ese es el motivo por el que solicité su ayuda esta noche. Helene sonrió a David. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 205 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer —¿Harás eso por mí? —Por supuesto, madame. Será un placer. Caminó hacia Philips y cayó sobr rodillas. Philips respiró hondo, mostrando los apretados músculos planos de su abdo men. —¿Cómo te gustaría que lo chupe, madame? ¿Duro o rápido, suave o brusco? Helene consid ró el delgado torso de Philips, la ya húmeda corona de su polla empujando hacia Davi d, como deseosa de ser tragada entera. —Duro, creo, y definitivamente brusco. Los músculos de la garganta de Philips trabajaron cuando David lo tomó en su boca. Dios, Helene lo estaba mirando, y eso lo ponía tan duro que quería correrse inmediatament e, y con la succión que David estaba usando, iba a correrse rápido de todos modos. G imió y empujó sus caderas en el movimiento, enviando su polla tan profundo como pudo . Los dientes de David le rozaron el eje, enviándolo dentro de un frenesí de lujuria aún más intenso. Abrió los ojos y vio la parte superior de la cabeza de David y a Hel ene con la vista clavada en él. La dejó ver su necesidad, su inminente falta de cont rol, y su alegría de compartirlo con ella. Se corrió duro con grandes olas de estrem ecimiento, arqueando la espalda para meter tanto de sí mismo dentro de la boca de David y en su garganta como él pudiera tomar. ¿Le habría gustado a Helene lo que vio? ¿E sto haría que ella le quisiera? David liberó la polla de Philips y se echó hacia atrás, limpiándose la boca. Miró a Philips. —¿Te gustó eso? —¿No lo notaste? Se inclinó hacia adel y lamió la polla de Philips de nuevo. —Más importante, ¿te gustó eso, madame? —Sí. —La resp de Helene era suave e íntima, pero su expresión era feliz. —¿Te gustaría que Philips te c hupe a ti, ahora? David se puso de pie y palmeó sus abultados pantalones. —No, madam e. Creo que el resto de sus esfuerzos te pertenecen a ti esta noche. —Le guiñó un ojo. —Y probablemente por el resto de su vida. Philips, abrió su boca para hablar, pero Helene fue más rápida. —Creo que todavía te necesitará ocasionalmente, David, si estás disp esto. Me encantaría veros juntos de nuevo. David levantó las cejas y miró a Philips, q uien asintió con la cabeza y dijo: —Definitivamente. —Entonces me voy a mantener a vue stra disposición. —David hizo un guiño y se inclinó. —Buenas noches a los dos, y espero qu e sobreviváis. Cuando la puerta se cerró detrás de David, Philips esperó para ver lo qué H elene intentaría hacer a continuación. Ella se acercó a él y comenzó a quitarse el vestido de raso marrón. Su garganta se secó cuando ella reveló un apretado corsé de raso negro, medias negras, ligas y zapatos de tacón alto. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 206 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Sus exuberantes pechos casi se salían de las superficiales copas, revelando sus pe zones apretados a través del suave encaje negro. La observó caminando hasta el rack de látigos y de los otros juguetes sexuales, su cuerpo entero se tensó por la expect ativa. Eligió una fusta y volvió a él. Se estremeció mientras arrastraba la punta del láti go sobre su pecho y luego sobre sus pezones hasta que fueron dos duros puntos do loridos por la sensación. —¿Has dejado que David te folle? —No. Él casi se olvidó de respir r cuando ella movió la fusta más abajo e hizo círculos en su ombligo. El aceite con el que David lo había cubierto ahora brillaba sobre el cuero negro. —¿Por qué no? —Porque no estoy listo para ser tomado por un hombre de esa manera. Corrió la fusta por enci ma de su polla, la frotó contra la mojada corona hasta que el cuero se humedeció aún más y creó una fricción adicional en contra de su rápidamente expandida carne. —¿Y si te pido que lo tomes ahora? Él cerró los ojos mientras ella deslizaba la fusta sobre sus hu evos y por la piel suave detrás de ellos. —Entonces lo haría. Se sacudió cuando ella se inclinó para besar la punta de su polla. —¿Qué pasa si yo te follo en su lugar? Repentin amente era difícil respirar, así que se concentró en eso mientras ella continuaba ator mentando a su polla y pelotas con la fusta de cuero mojada ahora. —No entiendo lo que quieres decir. Ella se echó a reír y sacudió ligeramente la fusta contra su muslo. —Has visto lo que pasa aquí en la planta superior. Sabrás que existe más de una forma d e tomar a un hombre. Él se puso tenso cuando ella lo rodeó, consciente de que lo est aba estudiando. No podía dejar de apretar las mejillas de su culo cuando las tocó li geramente con el látigo. La parte superior de la fusta dio un golpe entre sus nalg as. —Hay mujeres que se atan una correa con una polla falsa para tomar a los hombr es que les gusta ser utilizados de esa manera. ¿Las has visto? —Sí. —Él gimió cuando la fus a se deslizó más abajo y dio un golpecito a sus bolas desde la parte trasera. —Y luego están las pollas falsas o consoladores que imitan la misma sensación de plenitud, p ero sin el movimiento excesivo. Tanto los hombres como las mujeres pueden usarla s. —La fusta quedó inmóvil. —¿Cuál preferirías tú? Dios, ella esperaba que él elija. Philip los dientes. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 207 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer —Lo que tú quieras, Helene, yo lo haré. Dejó caer la fusta y regresó a los armarios y abrió un cajón. Lo llevó hasta la cama para que él pudiera ver el contenido. Ya sabía lo que c ontenía de sus visitas diarias a los pisos. Pollas de todas las longitudes, anchur as, colores, sustancias: cuero, piedra, vidrio y madera, todo artesanalmente con feccionado para el placer. Su pene se puso aún más duro sólo con mirarlos. ¿Cuál elegiría, cómo se iba a sentir permitiéndole rellenar su culo completamente? Él ahogó un gemido m ientras ella ponderaba cada objeto, acariciándolos con sus dedos, sopesándolos en un a mano, hasta que finalmente tomó una decisión. Tomó una gruesa polla tallada en mader a que se acercaba a la longitud de su propio pene cuando estaba erecto. ―¿Vas a toma r esto por mí? Él asintió con la cabeza, incapaz de hablar mientras se reforzaba a sí mi smo para la intrusión. Helene sonrió por primera vez, y se dio cuenta de que se esta ba divirtiendo, estaba confiando en que él lo disfrutara también. ―Es grande, ―atinó a mur murar. Ella acarició la polla de madera, llevándola a su lado para compararla con la suya. ―Casi igual a la tuya. Creo que te gustará. Ella desapareció detrás de él otra vez, y él percibió un toque de aroma a limón y especias y sintió la frialdad del aceite entr e sus nalgas. Su mano se deslizó sobre su cadera y agarró su polla de la base. La ap retó y relajó hasta que él se olvidó de lo que vendría por el placer de su mano sobre él. S había olvidado hasta que ella facilitó un dedo lubricado dentro de él y luego otro. T rató de ignorar la extraña invasión, con tanto éxito que él casi terminó acostumbrándose a o, dándole la bienvenida a cada juego sutil que estiraba su carne. Tres dedos ahor a y la presión se incrementó. Su respiración se hizo dificultosa. Ya no sabía cuánto tiemp o había pasado desde que ella estaba trabajando en él, abriéndolo, y calmándolo con suav es besos sobre su espalda. Oh Dios, ahora no eran más sus dedos, esta era la dura presión del falo de madera. Pero ya era demasiado tarde para rechazarlo mientras e lla trabajaba su polla en un frenesí. Se sentía como si su miembro viril se hubiera ampliado para llenar su culo también. El inflexible dolor, la abarrotada sensación s e convirtió en una punzada de pura lujuria cuando ella sondeó más profundo y encontró al go en su interior que respondió entusiasmada y desesperadamente a las demandas de la polla de madera. ―Helene... Quería verla, pero a su vez quería que ella nunca deje de hacer lo que fuera que estaba haciendo, porque nunca se había sentido tan excit ado antes en su vida. ―Espera, ―ella susurró. Estuvo a punto de llorar cuando ella dejó de tocarlo, empujando sus caderas ciegamente en señal de protesta hasta que ella r eapareció sobre sus rodillas delante de él, tomó su polla en su boca, y continuó desliza ndo el falo hacia adentro y hacia afuera con la otra mano. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 208 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer ―Dios, Helene, quiero correrme justo en tu garganta ahora mismo, ―gruñó – No te detengas. Ella lo chupó más fuerte, y todo se convirtió en un torbellino de sonidos y sensacione s, llevándolo a una tormenta de éxtasis que no podía rebatir. Su semen explotó dentro de la boca de ella cuando le empujó el falo de madera en el momento final, dejándolo j adeando y gimiendo, y gritando su nombre. Cuando pudo volver a respirar, la miró. Tenía la mejilla apretada contra su muslo, y sus brazos estaban flojos alrededor d e sus caderas. ―Helene, sabes que te amo. ―Ella besó la suave piel por encima del hues o de su cadera. ―No quiero controlarte. Creo que lo hice, pero me di cuenta que es o no es lo que necesitas en absoluto. Ella se sentó y lo miró con una expresión cuidad osa. ―Soy muy capaz de cuidar de mí misma. ―Eso es cierto, pero me gustaría ser el tipo de hombre que puedas respetar, un hombre que te respeta. Alguien con quien compa rtir tus cargas y apoyarte, no ser una más de ellas. Ella le sonrió. ―Hay algo que has olvidado. ―¿Qué cosa? ―Necesito a alguien que entienda de dónde vengo. Alguien que me con ozca. Le sostuvo la mirada. ―Yo te conozco, amor. Algunas veces no estoy de acuerd o contigo, pero siempre voy a tratar de comprenderte y amarte de todos modos. ―Sí. ―su surró ella, con los ojos llenos de lágrimas. ―Si sólo yo hubiera confiado en mí misma todo s estos años y hubiera ido contigo... ―Yo te hubiera defraudado, y tú hubieras termina do resentida conmigo. Prefiero mucho más tenerte ahora, como el hombre que soy hoy en día en lugar del joven tonto que fui entonces. ―Hizo una pausa. ―Y en verdad, ¿no te sientes orgullosa de la mujer en la que te has convertido? Helene se limpió una lág rima de la mejilla y se quedó mirando a Philips. Tenía razón, maldita sea, como sucedía progresivamente por estos días. Ella se puso de pie. ―¿Crees que podríamos continuar con esta conversación sin que estés encadenado? ―Me gustaría eso. Ella liberó las esposas de sus tobillos y luego se puso de puntillas para intentarlo con las que estaban al rededor de sus muñecas. ―Tienes que prometerme, Philips, que aún serás obediente cuando las restricciones se suelten. ―Demasiado tarde, mi amor. Nunca te prometí nada. Ella gritó cuando él quedó libre y la agarró por la cintura apretándola fuertemente contra su pecho desnudo. ―¿Sabes que has estado en mi cabeza y en mi corazón por los últimos dieci ocho años? TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 209 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Ella le tocó la mejilla. ―Tú has estado en mí también. Ninguno de mis otros amantes jamás e tuvo a tu altura. Él la movió, ubicando a su palpitante sexo en línea con su rápidamente expandida erección. ―Eso es bueno, porque no los echarás en falta, entonces. Ella abr ió mucho los ojos hacia él. ―¿Qué quieres decir? La llevó hasta la cama envuelta en seda ne ra y la dejó caer en el centro, sujetándola con su cuerpo antes de que ella pudiera protestar. Agarró sus manos y las llevó sobre su cabeza. Antes de que ella pudiera o ponerse, oyó el clic metálico mientras él le encadenaba las muñecas juntas. ―¡Philips! ―Has cho que podría hacerte rogar, ¿no? Él la giró sobre su estómago y deslizó varias almohadas ebajo para que su espalda se arqueara, su trasero levantado y disponible para él. Ella contuvo el aliento mientras él palmeaba sus nalgas y luego se estiró sobre ella para investigar la colección de consoladores en el cajón. ―Algo bonito y grueso para tu culo, me parece. Helene trató de relajarse mientras el aceite corría entre sus na lgas, seguido de la apremiante presión de un grueso consolador de cuero contra su pasaje trasero. Ella gimió mientras el consolador se deslizaba lentamente a casa. Gimió más cuando Philips la levantó aún más arriba y deslizó su polla en su coño. Estaba ta xcitada por observarlo que se corrió instantáneamente, su cuerpo retorciéndose bajo la doble penetración, el movimiento de sus dedos sobre su clítoris, sus dientes mordiénd ole el hombro. No tenía sentido sentirse forzada o tener miedo. Sólo el deseo de com placerlo y complacerse a sí misma de cualquier forma sexual que se les ocurriese. Cuando ella llegó a su clímax de nuevo, él se retiró y la dio la vuelta sobre su espalda . Mientras la miraba, sus ojos castaños estaban llenos de lujuria y determinación. ―No más amantes para ti, Lady Knowles. ―¡Yo no estuve de acuerdo en convertirme en tu esp osa! Empujó su polla profundamente dentro de ella y se quedó quieto. ―Pero lo harás. Pie nsa en nuestros hijos. Trató de escaparse contorneándose debajo de él, pero era imposi ble. ―¡No quiero! ¡Estoy de acuerdo en no tener otros amantes si desistes de esta idea ridícula de que nos casaremos! Estiró la mano entre ellos y sin mucha precisión tocó su clítoris con los dedos, enviándola por encima del borde de un mar de placer. Ella r esurgió para encontrarlo sonriéndole. ―No voy a renunciar a esa idea ridícula, Helene. C ompartiremos a nuestros hijos, y de vez en cuando tú vas a aceptar mis consejos so bre la casa del placer, así que ¿por qué no deberíamos casamos? TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 210 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Ella contuvo la respiración. ―¿No quieres que abandone eso? Él frunció el ceño. ―¿Por qué h hacerlo? Haces más dinero por año que lo que hacía mi antigua hacienda. Me di cuenta d e que George estaba en lo cierto en algo. Si me caso contigo, todo va a ser mío. E lla lo miró fijamente, con los pechos aplastados contra su pecho, sus piernas ampl iamente abiertas por sus caderas y la profunda penetración palpitante de su polla. ―Nunca me casaré contigo si tomas el control de mi negocio. Te mataré primero. ―Esa es mi Helene. Él sonrió y se inclinó para succionar duro sobre sus pechos. Ella gimió mient ras él mecía sus caderas, enviando temblores de regocijo a través de su cuerpo entero. Ella no podía mantener un pensamiento coherente, y mucho menos un argumento enter o. Todo lo que él había hecho era besarla y ella simplemente se debilitó. Levantó la cab eza y la besó en los labios. ―Podemos tener una boda tranquila con todos los asisten tes guardando el secreto. ―¡No nos vamos a casar! ―Su sonrisa era lasciva y llena de p romesas sexuales. ―Philip Ross, detente, ahora mismo. ―¿Detener qué? ―De distraerme con el sexo. Se inclinó para besarle la nariz y rastreó sus labios sobre los de ella. ―Pero he aprendido de una experta. ―Philips... La besó de nuevo, esta vez más profundamente, su pene todavía enterrado profundamente dentro de ella, su corazón latía con fuerza y rápido junto al suyo. ―Está bien, pararé, pero tienes que prometerme que considerarás tod o lo que he dicho. Helene lo miró a los ojos. No viendo nada que temer y todo por considerar. Con un suspiro, ella lo besó. ―Tendría que ser muy privado. Su sonrisa fue lenta y llena de presumida satisfacción masculina. ―¿Nuestra boda? Eso ciertamente se puede arreglar. Ella le agarró por los hombros, todavía no dispuesta a admitirlo co mpletamente en caso de que él pensara que había ganado. ―Pero todavía quiero pensar en e llo. Él deslizó sus brazos debajo de sus rodillas y las levantó sobre ella. ―Eres una mu jer sensata. He esperado dieciocho años para llegar hasta aquí. Estoy seguro de que puedo esperar un poco más. TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 211 KATE PEARCE Simplemente Desvergonzados 3° de la Serie La Casa del Placer Helene jadeó cuando él comenzó a empujar más rápido y más duro. Lo que sea que había pasado ella le habían dado una segunda oportunidad y tenía la intención de disfrutar de cada glorioso segundo de ella. FIN TRADUCIDO por JORGELINA – Corregido por Sonyam Página 212