Dom Xxx. To. B. Impar., Desesperada Esperanza

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DOM xxx. TO. B. IMPAR.

Desesperada esperanza: el grito de la oración.


Sabemos por los Evangelios que Bartimeo se encontraba al lado del
camino, ciego sin remedio, sin fe ni esperanza en ayuda humana y
reducido a mendigar para ganar su vida, sin esperar realmente en la
caridad,sino en la clase de caridad que consiste en arrojar unas monedas a
alguien a quien ni siquiera has mirado. Y un día este hombre, que ya ha
abandonado la esperanza, que estaba sentado sobre el polvo en su
ceguera total, oyó hablar del hombre, un nuevo profeta que estaba
haciendo milagros por Tierra Santa. Si hubiera tenido ojos probablemente
habría echado a correr por el país hasta encontrarle, pero no podía seguir
los movimientos de aquel hacedor de maravillas. Así que permaneció
donde estaba y la existencia de uno, que posiblemente podía curarle,
debió acrecentar su desesperación, agudizarla. Y un día percibió el paso de
una multitud, una multitud que no se parecía a otras multitudes.
Probablemente, como todos los ciegos, había desarrollado el sentido de la
audición y una sensibilidad más fina que la nuestra, porque preguntó:
«¿Quién pasa por aquí?» Y le dijeron: «Jesús de Nazaret». Y entonces se
puso de pie en un acceso de extrema desesperación y de extrema
esperanza. Extrema esperanza, porque Cristo estaba a su alcance, pero al
fondo, latente, la desesperación porque en unos pocos pasos podía estar
al lado de Bartimeo y unos pocos pasos más podían apartarle de él y
probablemente no volvería a cruzarse en su camino nunca más. Y movido
por aquella desesperada esperanza empezó a gritar y clamar: «Jesús, hijo
de David, ten piedad de mí». Fue una perfecta profesión de fe. Y en aquel
momento, como su desesperación era tan grande, pudo sacar de sí tan
atrevida esperanza de ser curado, salvado, recuperado.
Y Cristo le oyó. Hay un grado de desesperación que está fundido a la total
y perfecta esperanza. Este es el punto en el cual, por habernos introducido
en nosotros mismos, estaremos en disposición de orar; y entonces «Señor,
ten misericordia» es bastante. No necesitamos hacer ninguno de los
elaborados discursos que se encuentran en manuales de oración.
Es bastante exclamar simplemente en medio de la desesperación:
«¡Socorro!» y seréis escuchados. A menudo no encontramos suficiente
intensidad en nuestra oración, suficiente convicción, suficiente fe, porque
nuestra desesperación no es bastante profunda. Queremos a Dios,
además de muchas otras cosas que tenemos, queremos su ayuda, pero
simultáneamente tratamos de hallar apoyo en cualquier sitio, y
guardamos a Dios en la reserva como nuestro último cartucho. Nos
dirigimos a los príncipes y a los hijos de los hombres y decimos: «Oh, Dios,
dales la fuerza para que me ayuden». Pocas veces dejamos de lado a los
príncipes y a los hijos de los hombres y decimos: «No voy a pedir ayuda a
nadie, prefiero Tu ayuda». Si nuestra desesperación viene de suficiente
profundidad, si lo que pedimos y por lo que clamamos es tan esencial que
contiene todas las necesidades de nuestra vida, entonces encontraremos
palabras de oración y seremos capaces de alcanzar el centro de la oración
y encontrarnos con Dios.
Y ahora, algo más sobre la confusión en torno nuestro. El tema lo suscita
también Bartimaeus. El gritaba, ¿pero qué dice el Evangelio que hacían los
que estaban alrededor? Trataban de hacerle callar, y podemos ver a la
piadosa gente que veía correctamente, tenía unas buenas piernas y buena
salud, en torno a Cristo, hablando de elevados temas, el Reino que ha de
venir, los misterios de las Sagradas Escrituras, volviéndose a Bartimeo y
diciéndole: «Bueno, ¿no te puedes callar? Tu vista, tu vista, ¿qué importa
eso cuando hablas con Dios? Bartimeo era como alguien que se sale del
orden para pedir a Dios algo que necesita desesperadamente mientras
alguna ceremonia se está celebrando, y rompe la armonía de los actos. Se
le arrojará inmediatamente del lugar. Se le hará callar. Pero el Evangelio
dice también que, a pesar de toda esa gente que le quería hacer callar, él
insistía porque se trataba de algo que le importaba mucho. Cuanto más le
imponían silencio, más chillaba.
Antony Bloom.
Hoy también se quiere callar al cristiano en el mundo. No sólo el cristiano
empieza a callarse porque encuentra a sus propias voces interiores que le
dicen: no grites más, sino que hoy también quieren callar la voz por la cual
nosotros hablamos y bendecimos y clamamos a Dios. Estamos en un
mundo que quiere callar la voz que llama a Dios porque Dios no existe.
Porque Dios es un enemigo de la humanidad. Porque no conviene que
haya un Dios en medio de la humanidad, en medio de la sociedad.
Pero este hombre se abre paso con un grito que va derribando cada una
de esas exhortaciones a no gritar más. Va derribando los muros y su grito
se abre paso a través de toda la multitud que quiere callarlo. Toda la
realidad que quiere callar la voz de su clamor interior, de su grito interior,
de su oración, es derribada porque su fe es inquebrantable. Si hay algo
que deslumbra en el acontecimiento del ciego Bartimeo es su fe
inquebrantable. Porque es insistente, porque horada la piedra hasta
quebrarla. Porque se abre paso ante todas las dificultades y porque grita
con el nombre auténtico, verdadero y Jesús no lo calla. Sabía de Jesús.
Está dispuesto a ir hasta el fin del mundo.
Este es el discípulo que está en el lugar oscuro y sabe ante quién está. No
ve a Dios, pero cree en él. Por eso el milagro es solo fe.
En un evangelista que no se pierde detalle y color y va dando pinceladas
como Marcos, qué extraño resulta y qué impactante que no diga: y
entonces extendió la mano y dijo… o hizo barro con su saliva y lo ungió…
no, nada de eso… ¿Qué quieres que haga por ti? Con su sola presencia.
Qué quieres que haga. Señor, que yo vea.
Que sea así como es tu fe. Tu fe que clamó mi nombre. Tu fe que sabía
que Yo estaba ante ti como tú estás ante mí. Cuando el ciego está ante
Jesús no lo ve. Cuando está allí después del salto, lleno de una especie de
exasperación nerviosa -la expresión que usa la Escritura para decir que tiró
el manto, no era simplemente para expresar que lo arrojó para las
monedas en las penumbras de su mendicidad, no, es una expresión usada
para decir: es un brinco nervioso, ansioso- de pronto se puso de pie y
estaba delante de Jesús sin verlo. Eso es la oración: es estar ante Jesús sin
verlo.
Ustedes lo aman sin haberlo visto y creen en El aunque de momento no lo
vean y se alegran con un gozo indecible seguros de alcanzar el término de
esa fe que es la salvación, seguros de alcanzar lo que él gritaba y pedía. El
ciego pegó el salto y estaba ante el Señor que lo llamaba. Qué quieres que
haga. Tú me llamas a mí y yo te he llamado a ti. Estamos juntos, Nos
hemos llamado mutuamente. Eso es la oración. El llamarse mutuamente
de Dios y del hombre. Tú me llamas, yo te llamo y los dos nos
encontramos. Qué quieres ahora. Yo quiero ver. Quiero ver. Que ocurra
como crees.
El ciego ve por primera vez a Jesús. Por primera vez. Lo había nombrado
sin haberlo visto. Y ahora de pronto lo veía. Pero lo veía en la fe, no veía
más que lo que veía la muchedumbre o cualquier apóstol lo podía ver.
Dónde te perdiste Bartimeo cuando entraron a Jerusalén. Dónde te
perdiste en la muchedumbre. Dónde te perdiste cuando el Señor era
juzgado. Dónde te perdiste en el camino de la Cruz. Dónde te perdiste
cuando el Señor fue crucificado. No sabemos. En algún lugar estaba
Bartimeo. Seguramente estabas. Porque el Evangelio dice que desde ese
instante lo seguiste por el camino. Ya no estabas al borde del camino.
Estabas en el camino. En el camino. Siguiendo el camino. Eso es la oración.
Es sentirse de pronto convocado, llamado, escuchado. Cuando uno reza
con confianza es escuchado. Y cuando uno percibe y cree que es
escuchado, se siente llamado por su nombre. Ven, levántate. El te llama. El
te busca primero.
Toda la espiritualidad oriental acuñó en base a este texto, el corazón de
toda su piedad, de toda su fe, que es la oración del nombre de Jesús:
Señor, hijo de Dios, ten piedad de mí. Yo estoy ante ti. Sin verte. La
oración es estar sin verte, como diría Santa Teresa: la oración es estar en
un cuarto a oscuras, sabiendo que hay alguien, sólo por intuición, porque
nos lo han dicho, pero sin poder verlo ni tocarlo. Pero sabiendo que está.
Que está. Que es Presencia. Sálvame, socórreme, ayúdame, consuélame,
aconséjame, alégrame.

DE LA APUESTA CIEGA A LA FE VIDENTE


CIEGOS somos de nacimiento para las cosas de Dios. Nacemos en la invidencia, tanto de
Dios como de ese mundo entero que en el Credo confesamos justamente bajo este nombre:
el mundo “invisible”. Lo mismo da que provengamos de piadosísima familia, bautizados al
octavo día, o de pagana cuna: ciega, negrísimamente ciega es nuestra condición para
percibir la contante y sonante realidad espiritual.
Nacemos ciegos mas no sordos. Por eso desde niños desarrollamos al extremo la capacidad
auditiva. Sabemos escuchar. Y desde niños aprendimos a inclinar el oído sobre mil voces.
Voces que nos cuentan historias familiares o relatan viajes y describen comarcas que nos
acostumbramos a saber de oídas, “sin verlas todavía” como dice el Apóstol.
También nos han hablado de Dios. Y con mayor o menor connaturalidad, hemos generado
el hábito de acoger el relato, el testimonio ajeno y tenerlo por cierto. Padres o abuelos,
catequistas o curas, libros, magisterio papal, y por debajo de todo ello: la Voz misma de
Dios contando en la Escritura lo que ningún ojo vio ni puede —en principio— siquiera osar
ver.
Cada madrugada —desde hace más de veinte años— inclino mi oído ante Su Palabra, Su
Evangelio, Sus enseñanzas. Oigo, acojo y asiento. “Si Tú lo dices, Señor mío, así ha de ser.”
Acaricio al tacto —como el ciego deletrea su braile— Sus palabras: Sus mil palabras. Y
“sin verlas todavía” las asumo como verdaderas.
Ojalá escuchen hoy Su Voz, ansía y anhela el salmista. Yo puedo decir —y seguramente
ustedes también— que he alcanzado sobradamente esta expectativa hebrea. He oído y todo
mi ser se ha inclinado —en reverencia y sumisión— sobre esta Palabra que he tenido por
cierta. Confío ciegamente (a veces con más vehemencia que otras) que sea cierto todo
cuanto escucho de Su Voz. Me explican que eso es tener fe, y les creo. Fides ex auditu: la
Fe nace de la audición.
Y así, Señor, llega tu Voz a mi mente, que cristaliza al instante cada una de tus palabras
oídas, en conceptos, en ideas, en doctrina. La voz “Dios”, la voz “Señor”, la voz “Verdad”,
“Amor”, “Misericordia”, “Salvación” y tantas más. Una por una, han ingresado —cual
líquidos y sonoros hilos de agua— por los sinuosos senderos de la escucha para catalizarse
en mi interior en marmóreas ideas que suelo denominar “mi Fe”; el famoso depósito de mi
Fe.
Ciertamente: he oído hablar a Ti y de Ti, Señor, y he dado crédito a lo escuchado. Y vivo, al
borde del camino, de esas convicciones, de esa Fe: mezcla peculiar de apuesta y sospecha,
de anhelo y certeza. Y hasta me he contentado con esta Fe, que considero —aun en la
incomodidad del no-ver— muy robusta y llevadera.
Pues cuando se nos enseña que la fe nace de la audición, no reparamos mucho en el verbo
nacer y terminamos acostumbrándonos a que la fe sea, sin más, la adhesión a esta audición,
sin visos de crecimiento alguno.
Si es factible diagnosticar una suerte de enanismo o infantilismo en la Fe es justamente por
este estancamiento en la fase naciente. No solemos andar el camino del “escucha Israel” de
Yahvé al “vengan y vean” de Jesús.
Esta Fe, aunque muy sólida, depende en toda su firmeza del trabajoso sostenimiento de mi
voluntad. Es una Fe ardua justamente porque no descansa en la evidencia y sobrevive a
fuerza de fuerza: del férreo y constante acto de confianza en que las cosas sean realmente
como me las contaron, como las he asumido “de oídas”.
El común de los cristianos vivimos así nuestra Fe: con constancia y esfuerzo, sin poder
distraer este apolíneo “soporte voluntario”, dado que las convicciones no son autoportantes,
no se sostienen por sí mismas. Literalmente las “sostenemos” sobre nuestros hombros como
Atlas sostiene el mundo. No como el Niño Jesús juega con el redondo orbe sobre la palma
de su grácil y diminuta Mano.
La Fe que sólo vive de la escucha es esta Fe trabajosa. Una Fe forzada constantemente a
renovar con empeño su confianza en el testimonio ajeno. Y a su vez, laboriosa, porque lo
creído le llega a su interior sin figura, sin sangre, sin color. Y suya es la ardua labor por
conservar todos esos desnudos y gélidos conceptos en estado fresco, evitando con temor y
temblor la posible descomposición. No hay Shabbat para el condenado a una Fe que sólo
escucha. No hay domingo para el ciego creyente.
Por eso, el creyente —nacido a la fe por la escucha y crecido en la Fe por la férrea adhesión
de la voluntad— el séptimo día, en la madurez de esa misma Fe, debe poder creer sin
empeño; descansar de su “apuesta” ante la visual de la evidencia. Se da una genuina
“percepción” dirá Benedicto en la Spe Salvi comentando la Carta a los Hebreos. Ya no se
tratará de perseverar firmes en la convicción de lo que no vemos, sino persuadidos por una
percepción de la sustancia misma de nuestra Fe que nos muestra su objeto.
Y si la indagatoria del mundo insiste en pedirnos apologéticas explicaciones, una y otra vez,
como el informe del Ciego de hoy, uno ha de volver a narrar con recurrencia el simplísimo
acontecimiento: no sé dónde está ni sé cómo lo ha hecho; sólo atestiguo que yo lo sostenía,
pero ahora lo sé.
Hoy, cuando en el aleteo nocturno del alma, inclino mi oído hacia tu Palabra, Señor mío, mi
oído te ve.
Tu Palabra, de ser un eco sonoro que alude a lejanas voces, se ha tornado el impacto
inmediato de tu Presencia.
Tu Palabra, de ser un inventariado cúmulo de gélidos conceptos, se ha vuelto una presencia
ígnea y viviente. El frío mármol ha mutado en pulso vibrante.
No te veo con los ojos; pero Tú los has untado provocando el milagro más inaudito: mi oído
ve.
Ahora, cada madrugada —en este Octavo día inaugurado— mi mente reposa; se le exime de
las labores hermenéuticas y críticas y de las renovaciones contractuales de depósitos de
confianza.
Cada mañana, mi oído se inclina sobre el vasto campo dorado de tu Palabra, y demorado
allí mismo, aguardo el recurrente milagro de aurora: que la divina Saliva del Logos,
mezclada con la tinta y polvo de la grafía humana, se aplique cual húmeda compresa sobre
mi ciega mente y ésta Te vea, oh Señor y Dios mío. Sin más, Te vea.
Y pueda con Job decirte: yo había oído hablar de Ti, mas ahora te han visto mis ojos. Pues
verte —y verte verme— es todo mi alimento.
DdJ 3.IV.2011

La ceguera espiritual o mirar con el ojo de Dios.


"Jesús le preguntó: "¿Qué quieres que haga por ti?". El le respondió: "Maestro, que yo
pueda ver". San Marcos 10,51
“Pecó Adán en el paraíso, y escondióse de la cara de Dios. Cuando tenía el corazón y la
conciencia puros, gozábase de la presencia divina; mas, en cuanto el pecado lastimó su ojo
interior, comenzó a espantarle la divina luz y se acogió a las tinieblas y a las espesuras del
bosque, huyendo de la Verdad y apeteciendo las sombras”. San Agustín
“El orante que procura hacer de su vista un pulido instrumento contemplativo ha de
someterla a un empeñado proceso de purificación. Las famosas “pascuas del ver” (me
verán, no me verán, me volverán a ver, como escala el Señor).
El cardenal Spidlik -ese agudo teólogo del Oriente cristiano- ha relevado este proceso
siguiendo la más pura tradición espiritual. Los maestros del alma han enseñado que al
hombre le atañen tres visiones: la sensible, la intelectual y la espiritual. Y que si bien se
trata de una escala, cada peldaño no sólo supone el anterior, sino que lo incluye. Todo
atascamiento en el ascenso deja al alma enana. Tanto la mirada superficial, que no ve más
que lo material, como la mirada intelectual, que no supera el mundo de los conceptos,
ambas se anquilosan en idolatría. En cambio, la espiritual mira todo -superficies, esencia y
el mundo divino -con una visual pneumatizada que lo abarca y lo comprende todo.
Acentuar la integración -más que la superación- es la distinción crucial para nuestro tópico.
Pues sólo cuando el hombre -horizonte anfibio de dos mundos- integra en su unificada
visual cortezas y pétalos a principados y potestades… se despierta ese mundo mágico
materio-espiritual.
Como anota san Simeón el Nuevo Teólogo:
ya no es el mero hombre el que mira sensiblemente lo sensible, sino que, vuelto algo más
que un mero hombre, contempla espiritualmente las cosas sensibles.

El transfigurado mira “con el ojo de Dios” dirá san Máximo el Confesor; “los ojos de la
Paloma”, dirá san Gregorio de Nisa. Sólo en virtud de este ojo divino, remata san Cirilo de
Alejandría,
despierta en el hombre un logos poético escondido
con que contemplar lo invisible en lo visible”. Diego de Jesús. Mito, Plegaria y Misterio.

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