Los Justicieros Sociedad Anonima Silver Kane
Los Justicieros Sociedad Anonima Silver Kane
Los Justicieros Sociedad Anonima Silver Kane
KANE
—¡FUEGO!
¡BLAAAAAAM!
Su ayudante barbotó:
Por entre los cascotes y las nubes de humo se movieron como fantasmas. El
que mandaba el grupo ordenó:
—¡Pronto¡¡La caja!
—¡Riley!
Los fajos de los billetes estaban intactos. Varias manos ansiosas se tendieron
hacia ellos.
—¡Aprisa! ¡Aprisa!
—¡Los caballos!
Tuvieron que pasar por encima de los cuerpos de los dos guardianes muertos.
Los habían apuñalado en silencio antes de iniciar el robo. Uno de los
asaltantes tropezó.
Las bolsas con el dinero fueron sólidamente sujetadas a las sillas. Medio
minuto después los cinco hombres ya estaban galopando en dirección a la
llanura.
—¡Los han apuñalado! ¡Esos malditos hijos de perra los han matado por la
espalda!
Los ayudantes del sheriff de Wichita rodearon el lugar. Su actividad era febril,
aunque se daban cuenta de que el golpe había estado perfectamente
calculado y ellos llegaban tarde. Con sus lámparas fueron iluminando las
calles adyacentes.
—¡Sheriff! ¡Aquí!
—¿Qué pasa?
—¡Han huido en esa dirección! ¡Veo las huellas de al menos cinco caballos!
¡Pues seguidlas Jim y tú! ¡Id marcando en todos los ranchos del camino la
dirección que lleváis! No entabléis pelea porque lo único que quiero es que no
se pierda el rastro. Yo reuniré mientras tanto unos cuantos voluntarios.
Por la noche todo se guardaba en la caja fuerte, y la caja fuerte había sido
convenientemente limpiada. Donovan, el dueño del Banco, que fue uno de los
primeros en llegar, estuvo a punto se sufrir un desmayo.
—No. Todos eran normales. Además, apenas hemos podido verlos. Daba la
sensación de que lo tenían todo previsto y habían calculado cada movimiento.
Varios hombres jóvenes fueron en busca de sus caballos. Otros no tan jóvenes
dudaron un momento y al fin optaron por seguirlos. Quince minutos después
el grupo de voluntarios emprendía la persecución, fiándose de los dos jinetes
que habían salido primero y que les irían marcando el camino.
Jim y Mac, los dos jinetes que habían partido en primer lugar, siguieron las
huellas durante media hora. Pronto se dieron cuenta de que los fugitivos
llevaban buenos caballos y de que no iba a ser fácil atraparlos.
No se dieron cuenta hasta el último momento de hasta qué punto estaba bien
preparado todo. No pensaron que alguien podría estar cubriendo la huida de
los salteadores.
Fue Mac el que distinguió confusamente a los dos tiradores sitúados tras unas
rocas.
Masculló:
—¡Allí!
Ah... Y los restos de una botella. Pero ésta estaba vacía, de modo que ninguno
de los beneméritos ciudadanos de Wichita pudo aprovecharla.
* * *
—Me estoy acordando del atraco de hace quince días. Fue en San Antonio de
Texas. Los salteadores, que también eran cinco y también se cubrían la cara
con pañuelos negros, se llevaron cien mil dólares como quien dice ante las
narices de toda la ciudad. Nadie ha podido echarles el guante.
—¿Y por qué cree que han sido los mismos? Cinco hombres con pañuelos
negros pueden encontrarse en todas partes. No debe dar importancia a ese
detalle.
—Yo creo que son más listos que nosotros, sheriff, y que lo tenían todo muy
bien preparado. No les capturaremos.
—Sheriff...
Hubo una lividez repentina en los dos hombres que acababan de recibir la
noticia. El sheriff balbució:
—No es posible... Eran dos buenos rastreadores. ¿Es que han caído en una
trampa?
Balbució:
—¿Lo ve? Son los mismos hombres que se llevaron cien mil dólares en San
Antonio de Texas. Ya sabía yo que no daríamos con ellos jamás.
—Pero eso no significa la ruina total para usted, Donovan —dijo el sheriff
tímidamente, intentando alentarle—. Usted tiene otros negocios...
—Se han llevado trescientos mil. Nada menos que trescientos mil había en la
caja fuerte. Estaban perfectamente informados y han obrado sobre seguro.
Tengo otros negocios, por supuesto, pero si no recupero ese dinero me
hundiré para siempre.
Vestía muy bien, pese a llevar ropas de viaje. Se notaba que era un caballero.
Su cinto canana estaba adornado con monedas de oro que valían una pequeña
fortuna.
Segunda, que sabía defender el cinturón —una tentación muy fuerte para los
ladrones— con la velocidad de su revólver.
Saludó:
—Barton...
—He pasado casualmente por aquí, amigo Donovan, porque me dirijo al norte,
y acabo de enterarme de lo que ha sucedido. Toda la ciudad está
conmocionada.
—Me han arruinado —dijo el banquero con voz plañidera—. Nada menos que
trescientos mil dólares han volado de mi caja fuerte.
—¿Qué grupo?
—Es el destino el que le ha traído aquí. Nunca creí tener tanta suerte.
—Usted y su grupo pueden dar con esos hijos de perra. Son cinco asesinos.
Estoy seguro de que se trata de los mismos que también asaltaron un Banco
en San Antonio de Texas. No confío ni en los sheriffs, ni en los federales, ni en
los voluntarios ni en nadie. Sólo ustedes pueden tener éxito en una misión así.
Se lo suplico, Barton: no me deje abandonado en una situación como ésta.
Hable con sus compañeros y persigan a esos forajidos.
Era el clásico ejemplar del hombre fuerte, decidido, rico, que conoce la vida y
que sabe luchar por ella. No llegaba a los treinta años. Sus sólidos puños y su
rostro curtido por el sol indicaban una constante vida al aire libre, a pesar de
todo el dinero que tenía.
Hombres jóvenes, fuertes, que tenían medios propios de fortuna y que podían
dedicarse por tanto a la a veces imposible tarea de administrar justicia.
—No sé si mis amigos querrán. En todo caso hay que reconocer que tiene
usted algo a su favor, Donovan.
—Todos están cerca. El grupo entero ha pasado por la ciudad por una sola
razón: queremos comprar aquí cerca un rancho que nos sirva de cuartel
general. Hemos de ver varias propiedades.
Los dos hombres salieron tras saludar al sheriff. Donovan se sentía ansioso.
Atravesaron un par de calles y entraron en el mejor hotel de Wichita.
Cinco hombres habían alquilado todo un piso para ellos. Se notaba que
nadaban en oro. Hasta el propio banquero Donovan, cuando los vio, se sintió
instintivamente inferior.
Todos eran clientes de los mejores Bancos del país. Todos eran jóvenes y
fuertes. Todos respiraban ese aire de los que nadan en la salud y en la
abundancia.
Pero no se dedicaban a la vida de los placeres que tan fácil les hubiera sido.
—Estos son los hombres de mi grupo, señor Donovan. No crea que nos
dejamos conocer por todo el mundo, pero usted es un caso aparte dada la
amistad que nos une. Le presento a Mike, a Brent, a Kendall y a Tower.
—Cierto. En esta ciudad no se habla de otra cosa. ¿Y qué piensa hacer, señor
Donovan?
—¿Por qué?
—Dimos una fianza de treinta mil. Vamos a perderla si no decimos algo acerca
de la opción de compra.
—Les doy los treinta mil por adelantado —dijo Donovan—. No discutamos
más.
—No se trata de dinero. Sabe perfectamente que tenemos más que usted. Se
trata de que no queremos dejarle en la estacada, ¿Qué pasará si fracasamos?
—En ese caso —dijo el propio Barton—, creo que aceptamos todos, amigo
Donovan. Y voy a decirle algo más: esos buitres no escaparán. Cuente con sus
cabezas...
«Los buitres», como les habían llamado en aquella reunión de Wichita, podían
mirar el porvenir con optimismo. No sólo habían desorientado a sus
perseguidores, sino que tenían vía libre para salir del Estado, Y nada se
interponía entre ellos y la libertad y la riqueza.
—¡Adelante!
—¡Yupiiiíiii!
Bordearon la colina.
La verdad fue que ni por un momento pensaron tampoco que alguien pudiera
estar sobre su pista.
Desde lo alto de la colina, los cinco hombres que estaban apostados allí
oyeron ambas cosas: la armónica y la canción. Barton miró a sus compañeros
y dijo:
—¿Qué os parece?
—Preparados...
—¡Fuego!
No le sirvió de nada.
Todo aquello había durado apenas un cuarto de minuto. Los cinco justicieros
soltaron sus rifles y se levantaron sin prisas para ver a los muertos.
—Claro que no —dijo Mike con una mueca—. Nunca viene mal un poco de
propaganda...
* * *
Aquel hombre que estaba tranquilamente sentado en una butaca del casino de
Dallas tomó el periódico y lo hojeó de una manera maquinal y distraída.
LOS JUSTICIEROS.
LO HAN OCULTADO.
REALIZAN INVESTIGACIONES
Milton, uno de los directivos del casino, se acercó a él. Señaló el periódico, el
Texas Star, que acababa de dejar sobre la mesa.
—No es fácil. Viajan continuamente. Yo creo que cuando adquieran más fama
les llamarán desde todos los pueblos de los Estados Unidos. Son insuperables.
—Oh, no crea que son unos pistoleros... Al contrario, todos son millonarios.
Tienen tanto dinero que son amigos de casi todos los banqueros y grandes
terratenientes del país. Pero en lugar de estarse en sus posesiones pasándose
la gran vida, han decidido correr aventuras. Forman un grupo
entrañablemente unido y que se dedica a perseguir a todos los delincuentes
que los sheriffs no alcanzan.
—Lo fastidioso —dijo— es que no haya aparecido el dinero. Seguro que los
atracadores lo escondieron en algún sitio, pero el hallarlo es cuestión de
paciencia. Ya verá cómo aparece. Y a propósito. Lane...
—¿Qué?
—¿Qué hay?
—Gordon va a salir.
—Pues vamos...
Los dos hombres se dirigieron hacia la cárcel del condado, que no estaba
lejos. Cuando llegaron ante ella, las puertas se abrían para dar paso a un
joven de unos veinte años, llevando en las manos un hatillo de ropa.
—Como quiera.
—Es la primera vez que un presidiario sonríe a un fiscal —dijo éste—. Aunque,
bien mirado, Gordon, ni yo soy un fiscal ni tú eres un presidiario.
—Lo siento, señor Lane. De verdad que lo siento. Y quiero darle las gracias
porque sé que estoy en la calle a causa de usted.
—Bah, olvídalo.
—Tuve que meterte entre rejas porque las pruebas eran demasiado
concluyentes, Gordon, y porque tú habías cometido de verdad aquel delito.
Pero siempre he tenido fe en ti. Un hombre no puede estar podrido a los
veinte años.
—¿Cuál?
—No sé; cualquiera de ellas. Siempre hay gente que está preparando grandes
golpes en Texas.
Y le tendió la mano.
—Todo consiste en que sepas resistir esas ofertas, Gordon —añadió—. Tú eres
muy joven y puedes rehacer tu vida, pero si vuelves a rodar pendiente abajo
ya no te levantarás. Un nuevo atraco y quizá te metieran en la jaula para todo
el tiempo que te quede de tener la piel sobre los huesos.
Gordon balbució:
Gordon, a quien se podía conocer fácilmente por sus cabellos rubios, se los
había teñido de negro para despistar. También se había dejado bigote, lo cual
le daba un aspecto mucho más maduro del que en realidad tenía.
Gordon le ayudó.
Patrick susurró:
—Todo preparado.
—Claro que sí. Fred lleva dos noches trabajando debajo del porche. Nos ha
dado la señal de que todo está listo.
Gordon se pasó una mano por la frente que estaba perlada de gotitas de
sudor.
—Pero, ¿por qué? ¿A qué vienen esas idioteces ahora? ¿No estás convencido
de que es el mejor golpe que se ha dado jamás en Texas?
—Por eso lo he hecho. Este ha de ser el golpe que termine con todos los
golpes.
—Es que...
Así llegaron a las cercanías del Banco Russell, que era el que se disponían a
asaltar.
Loman tenía seis caballos preparados dentro de un almacén sin que nadie lo
sospechara. Le bastaba derribar la puerta y salir al galope con ellos.
Pero pensaba que era el último golpe, la última ocasión que le deparaba el
destino.
—¡Abajo!
El mismo le tapó mientras Gordon se colaba como una rata debajo del porche.
En aquellos momentos el guardián ya debía estar muerto, porque todo se
produjo sin ninguna dificultad. El joven llegó gateando hasta el hueco.
—Nadie.
—¡Pues arriba!
Los dos empujaron e hicieron saltar las tablas del suelo del Banco. Un
momento después estaban en el interior sin haber hecho apenas ruido. Vieron
la caja fuerte donde tenía que trabajar Gordon.
Colocó la nitro con paciencia y con habilidad. Su trabajo duró más de media
hora. Imaginó que los demás estaban reventando de impaciencia en el
exterior, pero aquella clase de trabajos no podían improvisarse.
¡BLAAAAAAAAM!
Con los ojos entornados, Gordon miró ansiosamente a través del humo que se
había desprendido de la caja.
¡No podía fracasar! ¡Lo había calculado todo perfectamente! ¡El suyo era un
trabajo de artista!
Tiró de la manivela.
—¡Aprisa! ¡Aprisa!
Para obrar con más rapidez metieron los billetes en tres sacos y luego se
deslizaron hacia fuera por el hueco. Los hombres que aguardaban en el
exterior estaban ya abriendo fuego contra los curiosos que llegaban atraídos
por la explosión.
Patrick aulló:
Todos los que aguantaban allí, cortando el paso a los pistoleros, pensaban que
éstos no podrían escapar porque no tenían caballos a la vista. Ahora se dieron
cuenta de que todo estaba preparado hasta en sus menores detalles. La
brusca irrupción de los seis corceles en la calle les pareció a muchos una
alucinación.
Los demás les envolvieron como una cortina protectora. Fred saltó sobre la
silla desde uno de los tejados sin dejar de disparar. Inmediatamente la calle
se llenó de polvo.
Alguien gruñó:
—¿Hay pasta?
—¡Arriba!
—¡Vamos!
—¡Los alcanzaremos!
—¡Malditos puercos!
—¡Hijos de hiena!
—¡Cabritos!
Los caballos saltaban en todas direcciones al ser montados por sus jinetes.
Nadie lo entendía.
—Mirad.
Nadie podía cazar a los fugitivos con tan gran desventaja y además entre las
sombras de la noche.
—Lo han preparado bien esos malditos... Nadie dará con ellos. Estamos ante
el atraco más hábil de los últimos diez años...
Para Russell, el presidente del consejo de administración del Banco asaltado,
aquello representaba casi la ruina total. Se encontraba en una situación muy
parecida a la de Donovan, con la diferencia de que éste, al menos había
podido ver los cadáveres de sus enemigos, mientras que a él se le escapaban
entre las manos.
Porque estaba seguro de que nunca darían con los fugitivos empleando los
sistemas normales. Sólo se les podría atrapar si actuaban los hombres más
listos, los hombres con más vista de todo el Oeste.
Como todos los lectores recuerdan sin duda, Brent era uno de los Justicieros.
Estaba con un hombre alto, joven, y que llevaba un revólver del 45 al cinto.
—Ya lo sabe, Truman —dijo—. Tendrá cinco mil para usted si descubre el
paradero de los billetes.
—¿Quieres un anticipo?
—Oh, no... Son ustedes lo bastante conocidos en todo el país para que me fie
de su palabra.
—No me dirá usted, Brent, que los Justicieros contratan detectives para que
les saquen las castañas del fuego.
—¿Un éxito?¡No me diga! Matamos a los salteadores, pero eso es bien poca
cosa. El dinero no fue hallado.
Russell carraspeó.
—¿Qué voy a pensar? La cosa está clara. Esos tipos tenían un escondite para
el dinero, y ya lo habían depositado allí cuando nosotros les cortamos el paso.
Lo que no sé de ningún modo es de qué sitio se trata. Por eso hemos
contratado a Truman, que es un hábil rastreador a fin de que dé con el dinero.
Estamos seguros de que no puede encontrarse lejos del lugar donde cazamos
a aquellos forajidos.
—Donovan nos confió un asunto que hemos resuelto a medias. Nos dio
también una buena cantidad por el trabajo. No podemos conformarnos con la
muerte de aquellos tipos; hay que encontrar el dinero también, y eso sin que
el señor Donovan tenga que desembolsar ni un dólar más.
—Ha sido una feliz casualidad el que usted haya llegado, Brent.
—Tenía que resolver unos asuntos. ¿Pero qué quiere decir?
—El Banco era el soporte de todos ellos, y si tengo que cerrar ventanillas los
demás negocios se hundirán.
—Busquen a esos esbirros como buscaron a los del atraco de Wichita. Acaben
con ellos.
—Pero ustedes pueden dar con ellos a pesar de todo. Se lo ruego, Brent.
Mire...
—Es ese caso me resignaré, pero sé que ustedes no fracasarán. Estoy seguro.
Brent no dirigió ni una mirada al cheque, pero al fin hizo un gesto afirmativo.
—Veré lo que puedo conseguir. De todos modos esta vez, amigo mío, nos ha
pescado en fuera de juego. No le doy demasiadas esperanzas...
Fue el mismo Brent el que señaló la llanura que se extendía delante de sus
ojos.
—Ahí vienen.
—Y no sospechan nada...
—Pues hay que estar preparados. Ellos son seis y nosotros cinco, de modo que
la ventaja está en la sorpresa.
—No fallaremos.
—Aquí...
Fueron distribuidos los rifles que disparaban balas blindadas, y que ellos sólo
empleaban en trabajos muy especiales. Con las armas a punto. Los Justicieros
esperaron a que sus enemigos se acercaran más.
—¡Ahora!
Las armas crepitaron al unísono. Fue una descarga cerrada que hizo caer a
tres de los hombres.
Los otros se dieron cuenta de que habían caído en una trampa mortal.
Intentaron volver grupas.
—¡Nos están acribillando!
—¡Atrás!
El que chillaba era un joven que había sido el último en caer de su caballo.
Le atravesaron de lleno.
—¿Por qué ha vuelto usted. Lane? Creí que estaba en su rancho y que no
quería asistir a un juicio nunca más.
Ahora sus ropas vaqueras estaban bastante usadas, lo cual indicaba que
trabajaba en las tareas del rancho.
—He venido sólo para un entierro —dijo—. Hoy dan sepultura a un amigo mío.
El juez bizqueó.
—Salió porque usted le ayudó. Lane. Y quiero decirle que hizo muy mal al
confiar en él. Ese tipo era basura, carne de presidio. Salió de la cárcel, llegó a
la primera esquina y ya se metió en otro lío.
—Lo sé, pero eso no evita que sienta su muerte. Gordon no era malo, sino un
hombre carente de voluntad.
—Ya no soy fiscal, no lo olvide. Vuelvo a ser dueño de uno de los ranchos más
pobres de la comarca.
—Hum...
El cuerpo de Gordon había sido trasladado allí porque el joven siempre vivió
cerca de la ciudad. Los otros pistoleros muertos habían sido llevados a
distintos lugares. Lo que quedaba de Gordon estaba cubierto con una sábana
sobre una fría losa de mármol.
Lane alzó la sábana.
Respiró.
El guantazo había sido tan solemne, tan sonoro que por poco le deja K.O.
Parecía mentira que aquel golpe se lo hubiera atizado una mujer.
Porque en efecto, había sido una mujer la que le dedicó aquel saludo. Y por
poco le dedica otro.
Susurró:
—¿Por qué?...
Ella se echó a llorar de pronto. Toda la fuerza que había tenido para golpear a
Lane se derrumbó. Hundió la cabeza y tuvo que apoyarse en otra de las
lúgubres mesas, que por suerte estaba vacía.
Menuda mujer...
Nunca había visto una hembra igual en Texas, y es que allí abundaban las
señoras con gancho.
Iba vestida muy sencillamente, pero eso no le quitaba un ápice de belleza. Los
sencillos vestidos que llevaba se amoldaban a sus curvas potentes, poderosas,
plenas. La belleza de sus ojos negros no se veía empañada a pesar de sus
lágrimas.
—Hijo de perra.
Lane se aguantó un momento.
—Usted es Lane.
—¿Regenerarse? ¿No sabía acaso que ya le esperaban para que tomara parte
en un golpe? ¿Acaso no sabía que mi hermano era un ser sin voluntad?
—Mire.
Y salió de allí. Comprendía muy bien el dolor de la muchacha y sabía que era
mejor dejarla sola. De todos modos esperó fuera para la ceremonia del
entierro.
Sólo cuando el entierro hubo terminado la chica se volvió hacia él. Las líneas
esculturales de su cuerpo se recortaron a la luz incierta del atardecer. Sus
ojos llamearon por última vez, como si también se despidieran de la vida.
Y dio media vuelta para dirigirse al ayuntamiento de Dallas. Era allí donde se
celebraba la reunión en honor a los Justicieros.
* * *
Los cinco se encontraban allí. Vestían con cierto descuido, pero se notaba a
distancia que eran gente rica. Se movían con desenvoltura en aquella reunión
mientras bebían champaña de California y hablaban animadamente con unos
y con otros.
Se conocían vagamente.
Se acercó a él y susurró:
—Tengo un rancho muy pobre y prefiero hacerlo subir. Más que las oficinas,
me gustan el aire libre y la tierra.
—Eso lo comprendo muy bien. Vea nuestro caso, por ejemplo. Todos tenemos
propiedades en las que podríamos vivir tranquilamente y, sin embargo,
preferimos la emoción y la aventura. Ya debe saber que dimos con los
pistoleros que habían atracado el Banco Russell, en la ciudad de Clarkville.
—Y eso que usted es un hombre con experiencia. ¿Qué cree? ¿Que debimos
intentar hacerlos prisioneros?
—A los veinte años es cuando se dispara mejor, señor Lane. Usted debería
saberlo.
—Tiene razón. Sin embargo, este asunto me ha dejado un mal sabor de boca
terrible, ¿sabe? No puedo evitarlo.
—No se puede andar con remilgos. ¿O cree que es la justicia del Oeste?
—Extraño, ¿verdad?
—Sólo es extraño en cierto modo, porque el asunto tiene una explicación muy
clara: esos tipos dieron con un escondite seguro que no hemos podido
localizar todavía Pero trabajamos en eso, porque si no se descubre el dinero
nuestra misión habrá fracasado en parte.
No era por nada. Él sabía bien lo que era la ley en el Oeste y sabía que si
Gordon se equivocó era justo que pagase. Pero le costaba estrechar la mano
de los que habían disparado balas blindadas contra él, sin darle ninguna
oportunidad.
Lane anduvo por las calles hacia el amarradero donde había dejado su
caballo.
—Monumental, ¿eh?
—¿Mil doscientos?
—Tú inténtalo. Todo es cuestión de empezar a ofrecer. Dile que una vez al
otro lado de la frontera podrá ganar hasta quinientos a la semana. Y no lo
olvides. ¡Mujeres honradas no las hay! ¡Sólo las hay más caras y más
baratas!...
Quedó el otro, que aún no se había fijado en la presencia de Lane. Este sintió
por un momento la casi irrefrenable tentación de partirle la boca de un
puñetazo.
Reconocía que la situación de Hada era difícil. Una mujer demasiado bonita y
sin dinero sería presa codiciada por toda clase de tipos como los que
acababan de hablar. Y además se daba otra circunstancia lamentable con ella:
no podría encontrar trabajo.
Hay que reconocer que Lane estaba lleno de buena voluntad. No pensaba
violentar a nadie.
Pero sin embargo, inició así la aventura más dramática de su vida. Empezó
entonces para él algo en lo que no hubiera querido ni soñar.
Mientras dejaba descansar a su caballo, Lane leyó por cuarta o quinta vez el
papel que le habían enviado desde la prisión de Dallas. Era un papel sellado y
con la firma del alcaide, o sea que tenía valor oficial. Decía:
»En total reunió mil quinientos dólares que pidió le fueran depositados en la
Banca Russell de la ciudad de Clarkville. La razón que dio fue que pensaba
establecerse en aquella ciudad.
»V. Bentham. »
Con Gordon se estaba dando una situación muy poco normal, una situación
casi cómica: en parte podía decirse que Gordon había robado su propio
dinero. Seguro que cuando le propusieron el robo de Clarkville él dijo que
aquello era el colmo, porque mil quinientos dólares de los que pensaba
obtener ya eran suyos. Pero la seguridad de obtener cien mil o más, debió
ceder pensando que mil quinientos machacantes poco importaba al fin y al
cabo.
El hecho del robo no anulaba la legitimidad con que Gordon poseía aquel
dinero.
Por lo tanto Lane había tomado una decisión que además rimaba muy bien
con su carácter aventurero.
Buscaría el producto del robo y, una vez lo obtuviese, separaría mil quinientos
dólares para entregárselos a Hada. Ella no podría negarse. Y con mil
quinientos dólares en la mano no tendría por qué escuchar las proposiciones
que sin duda le harían un sinnúmero de granujas.
¿Soledad...?
¿Entonces qué era aquel ruido metálico? ¿Por qué Lane tuvo la sensación de
que acababan de montar un rifle a su espalda?
—No sé quién es, pero seguro que está usted metiendo la pata, amigo. Baje su
petardo.
—Vuélvase.
Lane hizo girar su caballo, pero manteniendo las manos bien visibles para que
el otro no tuviera malos pensamientos.
Y entonces se encontró cara a cara con un hombre al que creía recordar. Era
un tipo relativamente bien vestido, que llevaba un sombrero casi nuevo, un
caballo magnífico y una escopeta de dos cañones.
El hombre susurró:
—¿Qué pasa?
—Claro que no soy ninguna de las dos cosas. Soy un detective y me llamo
Truman.
—Diablos, ya decía yo... Usted es el hombre el cual los Justicieros han
encargado que encontrase el botín de los atracadores muertos.
—Sí.
A pesar del tono seco del otro. Lane siguió sonriendo amablemente.
—Yo soy el ex fiscal de Dallas —dijo—. Creo que no tenemos nada que temer
el uno del otro. ¿Por qué no baja esa escoba?
Pues está claro. Mil quinientos dólares pertenecían a uno de los muertos, y yo
quiero recuperarlos. Por lo tanto busco también el botín. Esa es la razón de
que le haya dicho que los dos buscamos lo mismo. Truman.
—Olvídese de eso.
¿Pero qué fue lo que le hizo pensar que se había equivocado? ¿Qué fue lo que
le hizo leer su propia sentencia de muerte en los ojos inflexibles de Truman?
La única ventaja de Lane fue que ahora había podido bajar las manos. Tenía la
derecha tan cerca de la funda que le bastó un solo y seco movimiento para
tirar a través de ella. Todo ocurrió en un parpadeo, con la velocidad del
pensamiento.
Lane barbotó:
Lane murmuró:
—Está fuera.
—Entonces le daré el parte mañana. Ahora decidme en qué sitio vivía Truman
para depositar allí el cadáver.
—En aquella casa.
Le señalaron una que no se hallaba lejos. Tenía una gran entrada lateral que
sin duda daba a la cuadra.
—Gracias.
Quizá Truman había vivido con su madre. O con alguna hermana. ¿Quién les
explicaba a unas personas así que no había tenido más remedio que matarle?
Y de pronto pestañeó.
Abrió la boca.
La chica dijo:
Pocas mujeres había visto tan tentadoras como aquélla, tan sensuales, tan
llenas de un encanto vital.
«¡ALTOOOOO!»
Ella musitó:
—Aquí... la tiene.
Lane sintió que se le secaba la boca a pesar de toda su experiencia. Con voz
helada confesó:
—Ya lo he visto por la ventana —dijo la mujer con la mayor tranquilidad del
mundo.
Se acabó de encajar la otra liga sobre la media negra y se bajó la falda con
toda tranquilidad.
Nunca había visto una mujer con unas piernas tan bonitas y con una cara tan
dura.
—Usted... ¿era la hermanita del difunto? —musitó.
—¿Su esposa?
—Ah... Su amiguita.
—¿Cómo lo sabe?
—Pues sí, algo relacionado con los Justicieros. Dijo que había mucho dinero
de por medio.
—Nada menos que dos atracos con cerca de un millón de dólares entre los
dos —musitó Lane.
—No hace falta que hagas pucheros, preciosa. Ya no te oye. Y además no iba a
ganar un millón de dólares.
—Lane.
—Así te mueras.
—Así te entierren.
—Y tú un truhán.
Y ella enseñó los dientes regulares, sanos y brillantes en una sonrisa que era
a la vez ingenua y pérfida.
—Pues... no creo.
Era una mujer bien digna de estudio aquella tal Kitty (Kit para los amigos).
—Ni idea.
—Era hombre de pocas palabras. Le costaba tanto hablar como escupir cien
dólares para los caprichos de una.
—Sólo mencionó a los Justicieros y dijo que era el asunto de su vida, pero
nada más.
—Sí, en Clarkville.
—¿Sabrán algo allí?
—¿Una amiguita?
—No todas las chicas son honradas como yo y fieles hasta la muerte.
—No...
—¡Pues entonces! Le he sido fiel hasta la muerte. ¿Qué más quería el tío
bestia?
—¿Cómo se llama?
—Evelyn.
—Creo que Evelyn le acompañaba por la zona de las minas últimamente. Era
posible que buscasen algo, como tú dices. Quizá eso no signifique nada, pero
tenlo en cuenta.
—Perdone —dijo—. Creí que el camino era el que seguía aquella muchacha.
Y se largó hacia el otro lado. La chica que acababa de ver estaba aún mejor
que Kitty. El que su camino no coincidiese con el que llevaba al cementerio
era una verdadera lástima.
* * *
Un día más tarde. Lane se presentó en Clarkville, la ciudad donde había sido
atracado el Banco de Russell. Un simple paseo por la calle principal le bastó
para encontrar la casa que buscaba.
Vio una sala de espera con unas cuantas sillas y unos periódicos atrasados
sobre una mesa. Todo aquello tenía aspecto de no haber recibido a un cliente
desde el año del nacimiento de George Washington. El ambiente era
destartalado y hasta sórdido. No parecía que Truman hubiera tenido
demasiada suerte en los negocios.
Al fondo de aquella sala había otra puerta pintada de gris. Lane la empujó.
—Sí. ¿Y usted?
—¿Y si no lo fuera?
—¿Cómo lo sabe?
—No se comenta otra cosa por ahí —dijo Lane mientras tomaba posiciones
para seguir teniendo una buena perspectiva de las piernas de la chica—. Por
eso lo sé. Y a propósito. Oiga, Evelyn...
—Me temo que el señor Truman tenga que dejar su trabajo por una
temporada.
Ella no se alteró.
Tenía las piernas de diosa, pero la cara era de esfinge. No movía ni un sólo
músculo.
—No sabe cuánto lo siento. Tendré que tomar algunas medidas con relación a
este despacho, ya que no hay razón para que yo lo siga ocupando. ¿Quiere
darme aquel libro que tiene a su derecha, señor Lane?
Pensó que ya se estaba metiendo en demasiados líos por culpa de los mil
quinientos dólares que en teoría pertenecían a Gordon.
Evelyn seguía teniendo los ojos quietos e inexpresivos como los de una
esfinge.
Pero ella estaba tan asombrada como Lane por haber fallado aquel tiro
seguro. Cuando apretó el gatillo de nuevo, el joven ya había salido de su
mortal inacción. Saltó hacia la pared y el segundo plomo le rozó la pierna.
Evelyn podía ejercitar con él una especie de mortífero tiro al blanco. De modo
que todas las energías de Lane se concentraron en el salto que dio a
continuación, tratando de llegar hasta la ventana.
Menos mal que estaba en una planta baja porque de lo contrario, el saltar
como saltó, quizá se hubiera desnucado.
Pero Evelyn ya no asomó por allí. Después de haber fallado tres disparos no
quería repetir. Lane fue a correr hacia la ventana con el «Colt» en la derecha
no para matarla, sino para impedir su huida y hacerla hablar.
Una de sus piernas falló de pronto. Con un gesto de dolor, Lane se dio cuenta
de que la sangre corría por ella.
—Todo por mil quinientos dólares que encima no son míos —barbotó Lane.
—Ha huido —dijo—. Esa casa tiene una puerta trasera y ella, al parecer,
dispone de un buen caballo. Ya no he podido ver más que una nube de polvo
en la esquina.
—Me temo que no, matasanos. Dentro de media hora más valdrá que vaya
directamente a casa del sepulturero.
—Está bien... ¡Pero qué sacrificada es esta profesión, maldita sea! ¡Ni
estudiar puede uno! A ver, tiéndase en esa mesa.
—¿En qué sitio se hospeda? Porque va a tener que quedarse aquí al menos
veinticuatro horas, amigo.
—¿Es necesario?
—No hay otro remedio. Hasta mañana no podrá andar un poco bien.
Por la mirada que dirigió a Lane, se adivinó que le hubiera gustado mucho
más que el que le tomara las medidas fuera éste, en lugar de tomárselas el
médico.
Pero no sabía hasta qué punto había tenido razón aquel tipo. En efecto, iba a
descansar en paz.
Abrió la puerta.
Fue el sexto sentido de Lane lo que le salvó. Vio aquel reflejo metálico en el
interior. Instantáneamente dejó que la pierna que ya le estaba fallando le
fallara del todo.
Cayó de bruces al suelo mientras veía el fogonazo como si brotara del interior
mismo de sus ojos. La bala le rozó los cabellos y atravesó el centro de la
puerta.
Otra vez se sintió indefenso. Otra vez sintió que las alas del misterio rozaban
su rostro. No entendía absolutamente nada excepto una cosa: que iba a morir.
Una pata de aquella mesa evitó que la nueva bala le alcanzara. El plomo la
convirtió en astillas y la mesa bailó grotescamente a punto de volcarse.
Y de nuevo tuvo que dar las gracias al cielo por haber estado en la planta
baja, porque de lo contrario se rompe la crisma. No había podido preocuparse
de la caída, ni de la postura ni de nada: sólo de saltar a tiempo.
El alguacil gruñó:
—Ya ve, amigo —dijo modestamente Lañe—, Llevo una mañana muy movida.
—Tengo la sensación de que ella es más lista que usted, alguacil, pero se le
puede perdonar. Estoy seguro de que usted me acaba de salvar la vida sin
saberlo.
—Al hombre que me ha tiroteado ahí dentro debe conocerlo usted. Por eso no
se ha atrevido a asomarse y dar la cara cuando tan fácil le hubiera sido
volarme la cabeza.
El otro carraspeó:
—¿Y quién ha querido matarle ahora, Lane? ¿En qué clase de lío está metido?
—El que ha querido matarme es alguien que ha oído cómo una enfermera me
encargaba una habitación en el hotel. Le ha bastado oír el número para
colarse de rondón y esperarme allí. Por lo tanto el dueño del hotel puede
saber qué personas había en el vestíbulo en aquel momento. Acompáñeme.
—Es posible.
Parpadeó confusamente.
El alguacil barbotó:
—¿Para qué?
—¿Le acompaño?
El alguacil se rascó la nuca mientras Lane se dirigía hacia el fondo del pasillo.
—No. A causa de usted. Quiero estar lejos la próxima vez que salte por una
ventana.
Se tendió en la cama.
¿Quién era aquella mujer que también quería matarle, aunque fuese de otra
manera distinta?
—Seas quien seas, no estoy para trotes, preciosa. ¡Socorro!... La voz pastosa
de Kitty (Kit para los amigos) susurró:
Pobre tío.
—Estaba escrito que esta mañana tenías que morir, macho. Total, diñarla de
una manera u otra, ¿qué te importa?...
No podía decirse, ni mucho menos, que un par de horas más tarde Lane
estuviera en plena forma. Pero al menos seguía vivo y tenía una persona con
quien hablar.
—No es difícil. Todas las habitaciones están abiertas cuando no las ocupa
nadie.
—Kit... —susurró.
—¿Qué, pichón?
—Entonces quizá hayas visto salir a alguien. Quizá hayas visto salir a un
hombre que debía tener mucha prisa.
—¿Pero lo conocías?...
—¿Dónde?
—No estoy segura; eso es lo malo. Pero es cierto que lo he visto antes en
algún sitio.
—Kit —musitó—, trata de definirme cómo era ese tipo. Quizá yo lo conozco
también. Dime cómo era y habrás resuelto el misterio de muchas muertes.
—Pues déjame suelta media hora. Quiero hacer una comprobación, una cosa
de rutina que no significa ningún peligro. Cuando vuelva podré decirte con
seguridad si el hombre que he visto es el mismo que yo imagino.
—¡Qué curvas! ¡Qué boquita de piñón! ¡Qué orejitas! ¡Qué caída de ojos!
Kitty susurró:
Kitty (Kit para los amigos) se dirigió a una cierta oficina de la ciudad.
Era una comprobación muy sencilla la que quería hacer. Sólo si trataba de
entrar en un determinado despacho y ver a un determinado hombre. Como
éste recibía bastantes visitas al cabo del día, no le extrañaba recibir una visita
más.
—¡Kitty!
Se trataba de la «pájara».
La secretaria de Truman.
—Está bien. Pero no puedo entretenerme porque tengo cosas importantes que
hacer. Yo no pierdo el tiempo con pelanduscas como tú.
Evelyn no contestó.
No lo entendía.
No acababa de entenderlo.
Quiso lanzar al aire toda su angustia, todo su pánico, todo su miedo a morir.
Pero ya no pudo.
La fuerza irresistible torció su cuello como si fuera una caña. Evelyn, con los
ojos brillantes de odio, contempló el espectáculo mientras susurraba:
No podía chillar porque la manaza apretada contra su boca. Pero jamás había
sentido tanto pánico. Jamás el horror había entrado tan hasta el fondo de su
sangre, dejándola indefensa, dejándola transida por su propio miedo.
Era espantoso.
Nunca los ojos de aquellos hombres del Oeste habían visto un espectáculo tan
inhumano. No entendían, además, quién podía haber hecho aquello. Se
necesitaba no sólo una fuerza inconmensurable, sino además un salvajismo
que ningún hombre de los que ellos conocían hubiera podido tener.
El aguacil barbotó:
—Le he avisado porque el hotelero me ha dicho que esa chica estaba con
usted. Lane. No entiendo lo que ha sucedido. Cuando alguien me ha avisado
de que se oían gritos como de lucha en esa casa, he entrado y me he
encontrado ante el espectáculo. Le juro que estoy mareado... Nunca había
visto nada igual.
—Así es, amigo. Y ahora dígame usted qué salvaje ha podido ser capaz de una
cosa así. Y qué fuerza hace falta para un «trabajo» de esa clase.
Menos mal que el viento fresco le dio en la cara, porque estaba aturdido.
Maquinalmente preguntó:
—Pues Kitty no debió entrar allí por casualidad. Seguro que alguien la llamó.
—¿Quién?
La atravesó para encontrarse con unos ojos helados, pero sin embargo,
infinitamente tentadores y bonitos. Unos ojos que ya conocía.
—¿Por qué me has seguido? —musitó él—. ¿Qué quieres? ¿Atizarme otra vez
porque aún me crees responsable de la muerte de tu hermano?
Ella entornó un momento los párpados. Lane pensó que quizá nunca había
visto una mujer como ella. Pensaba que era la chica más «cañón» de Dallas.
Pero enseguida aquel pensamiento fue oscurecido por el recuerdo de la otra,
de la que a pocos pasos estaba muerta.
—No, no he venido por eso —dijo ella—. Te he seguido porque en cierto modo
quería pedirte perdón.
—¿Perdón a mí?...
—Ya te dije que no lo era, pero no por eso me debe pedir perdón nadie. Aquel
guantazo ya está olvidado.
—Olvídalo. Las cosas se han complicado demasiado para que se meta en ellas
una chica tan bonita como tú.
—También de eso quería hablarte, Lane. Antes, mientras paseaba por esta
calle buscándote, he visto algo.
—¿Qué?
—A esa pobre chica de ahí dentro la ha llamado una mujer.
—¿Quién? Descríbemela, por favor. No puedes imaginar hasta qué punto eso
tiene importancia, Lorena.
—¿Queeeeé?
Ella dijo:
—Mira.
Sin duda se trataba del anuncio de algún espectáculo, porque el vestido que
Evelyn llevaba era evidentemente un vestido de artista. Desgraciadamente, al
estar el cartel roto por la mitad, sólo podía leerse parte de las frases.
MADAME EVELYN
FASCINANTE ESPEC...
¡NO SE LO PIER...
Las frases, pues, estaban sin terminar porque continuaban en el otro lado del
cartel que Lane no tenía. Tampoco se veía lo que estaba dibujado en aquel
otro lado desaparecido del cartel, porque Evelyn estaba en la parte izquierda,
¿qué había en la derecha?
Aunque algunas frases podían reconstruirse, otras no. Por ejemplo «La única
mujer del mundo que...» ¿Qué era lo que hacía Evelyn? O esta otra: «Usted se
estremecerá viéndola en...» ¿Dónde había que ver a Evelyn?
Susurró:
—¿Dónde has encontrado esto, Lorena?
—Gracias —dijo—. Creo que esto me servirá de gran ayuda. Imagino que
Evelyn se metió en esa casa desocupada e hizo entrar a Kitty con cualquier
pretexto, puesto que ambas se conocían. En cierto modo trabajaban para el
mismo hombre, un detective privado llamado Truman y que ya está muerto.
Eso fue lo que sucedió sin duda, pero en cambio Evelyn no pudo tener fuerza
para descuartizar prácticamente a Kitty. Eso es algo tan espantoso que no
puedo concebirlo siquiera.
Y ahora vete, Lorena —bisbeó—. Gracias por haberme seguido hasta aquí,
pero no corras ya más peligros. Yo seguiré sólo en este maldito asunto.
Y volvió la espalda.
Sí. Estaba seguro de que volverían a verse. ¿O quizá no? ¿Quizá aquella
preciosa muñeca se metería en un lío mortal como se había metido Kitty?
Porque estaba seguro de que ella no cejaría. De que trataría de llegar hasta el
fondo de aquel asunto.
Pero hizo un esfuerzo para borrar aquellos pensamientos. Cerró los ojos.
Lane volvió al hotel caminando con ayuda de su bastón. Sus facciones
sombrías presagiaban tormenta. Había algo en todo aquello que entendía
cada vez menos, y eso hacía que estuviera dispuesto a llegar hasta el fin
costase lo que costase.
Pero ahora ya no lo hacía por eso. Ahora ya había una serie de muertes que
vengar.
—De acuerdo... No puedo correr los cien metros lisos, pero montado a caballo
soy un hombre como otro cualquiera.
—¿Por qué no espera hasta mañana para demostrarlo? Estoy seguro de que
ahora tiene algo de fiebre.
Lane sabía que era cierto. Las sienes le zumbaban. Cerró los ojos y dijo por
entre sus dientes apretados.
—No es que se haya reído de usted, alguacil. Lo único que ha hecho ha sido
despistarle. Después de intentar matarme, ella ha vuelto a la ciudad mientras
usted la perseguía por otro sitio.
El alguacil no contestó.
Por si acaso, se puso el revólver bajo la almohada y cerró la puerta con llave.
Cualquiera que tratase de matarle otra vez sería bien recibido.
—Claro que conozco esa firma y ese nombre. Pero aquí dice que le pagarán
veinte mil dólares.
—No.
—Supongo que debía tener dificultades económicas. Me dijo que tuviera
paciencia porque andaba un poco corto de fondos. Yo esperé, naturalmente,
porque se trata de una persona de toda solvencia, pero al final empecé a
ponerme nervioso y le amenacé con denunciarle.
—Pues eso no fue lo que me dijo. Y la carta constituye una prueba: me pide
disculpas por no haberme pagado antes.
Apenas aquel hombre había desaparecido cuando brillaron los ojos del
representante de la ley.
¿No era la propia Evelyn la que acababa de meterse en aquel callejón? ¿No
era la extraña mujer la que trataba de huir?
Y vio aquella cara encima de la suya. Vio aquellos ojos. De su boca escapó un
chillido de terror que no llegó a brotar.
Pero el suyo era uno de esos sueños de los que se despierta en el Más Allá. El
crujido de sus propios huesos le pareció como si llegara desde el otro mundo.
También perdió el sentido y también fue una suerte para él. Porque su cintura
se partió bruscamente en dos pedazos.
Un espectáculo que hubiese mareado a cualquiera esperaba a Lane cuando, a
la mañana siguiente le despertaron en su habitación del hotel. Aunque ya no
era fiscal de Dallas seguían considerándole allí una autoridad y por esos le
llamaron. Cuando ya bastante mejor de su pierna herida, se dirigió hacia el
callejón.
Los restos descuartizados del alguacil yacían aquí y allá como si los hubiera
triturado una máquina.
Era la misma espantosa muerte de Kitty. Pero ahora el misterioso asesino aún
se había ensañado más. Se trataba de una auténtica carnicería.
Un tipo que apenas podía sostenerse en pie a causa del susto balbució:.
Lane dio media vuelta. Se encontró entonces con los ojos del dueño del hotel.
Este susurró:
—Señor Lane...
—¿Qué pasa?
—No lo sé, señor Lane, pero desde hace un par de días, todos los muertos de
la ciudad tienen alguna relación con usted. Por eso he venido a decírselo.
En cierto modo era un alivio. Así podía dejar de ver el cuerpo destrozado del
alguacil.
—Hay algo más, señor Lane —dijo el hotelero—. Alguien le vio entrar anoche
en la oficina del alguacil.
—Por lo tanto puede haber alguna relación entre las dos muertes... ¡Maldita
sea! ¡Y pensar que todo esto lo hago por mil quinientos dólares que encima no
son míos...!
—¿Por qué?
* * *
—Docenas de personas tienen mis tarjetas de visita puesto que soy un hombre
importante —dijo—. Eso no tiene nada que ver. Seguro que yo ni conocía a
ese tipo.
—Yo no tengo deudas, amigo —masculló—. Soy millonario. En todo caso las
deudas las tendrá usted, piojoso.
Lane no se inmutó ante el insulto. Con las facciones impasibles de antes dijo:
—Me está usted insultando, Lane. Voy a hacer que le echen de aquí como a un
perro.
Ahora sí que las facciones de Brent se volvieron lívidas. Sus manos asieron
con tanta fuerza el borde de la mesa que por un momento quedaron sin
sangre.
—Está loco, muchacho —dijo con voz ronca—. De tanto romper ventanas con
la cabeza se ha vuelto loco.
—¿Cómo sabe que rompo ventanas con la cabeza, señor Brent? —preguntó
fríamente Lane.
—¿No será que lo sabe porque usted mismo me vio saltar cuando intentó
matarme en la habitación número cinco del hotel?
El ser personas «respetables» y con algún dinero depositado aquí y allá, tiene
esas ventajas.
Sus labios ya ni siquiera eran rojos. Estaban tan apretados que formaban en
su rostro una línea blanca.
—Puesto que habían marcado a los atracadores una ruta segura para que
huyeran, nada tan fácil como interceptarles, como tenderles una encerrona en
un sitio fijado de antemano. Los liquidaban sin dejar ni uno, es decir, los
asesinaban a mansalva y luego se quedaban el dinero. La explicación oficial
era que, en el momento de ser interceptados, los atracadores no llevaban el
botín encima.
—Cada vez está más loco. Lane, No sé por qué tengo paciencia y le escucho.
—Me escucha porque sabe que digo la verdad. Y al mismo tiempo está
buscando un sistema cómodo para matarme, pero va a ser inútil, Brent.
Seguramente se ha dado ya cuenta de que le estoy apuntando por debajo de
la mesa.
Lane tenía la derecha puesta sobre la culata del revólver. Y le bastaba girar
un poco la funda y apretar el gatillo para enviar contra el vientre de su
antagonista un par de moscardones de plomo.
Con las facciones tan tranquilas como si aquélla fuera la conversación de una
mesa de juego, continuó:
—Me doy cuenta de que fue una maniobra hábil solamente. Una coartada
para demostrar eso: la buena fe que tenían. Truman era en realidad uno de
sus colaboradores y trató de matarme a mí al ver que husmeaba cerca del
sitio donde el dinero está oculto. Porque yo estoy completamente seguro de
que esos dólares se encuentran en la vieja zona de las minas.
—He sido fiscal de Dallas y entiendo un poco de esas cosas, Brent. Más vale
que se entregue. Será juzgado legalmente.
Brent no se movió.
Al quitarse las gafas oscuras que llevaba se advertía que tenía unos ojos de
halcón. Como si hubiera estado oyendo la conversación desde detrás de la
puerta apareció en el instante preciso, apuntando con un «Winchester» a la
cabeza de Lane.
Lane susurró:
—No hay nadie inofensivo a mi lado —dijo Brent con voz ronca—. Y los
Justicieros mucho menos. Suelta tu petardo, piojoso fiscal de Dallas. Mañana
te harán un entierro al que van a asistir hasta los niños de las escuelas...
El llamado Charles fue a apretar el gatillo. En sus ojos flotaba una lucecita de
placer.
El tío se quedó sin luz cuando aquel revólver se apoyó en su nuca y una voz
dijo con todo cariño:
* * *
Al hombre se le cayó el rifle de las manos. Estaba tan asustado que ni siquiera
trató de luchar. Lanzó un grito mientras Brent quedaba con las manos
alzadas, sin haber tocado aún el revólver.
—No sabía que tuviera un ayudante, Lane —dijo con voz que destilaba odio.
Lane susurró:
—Ni yo tampoco...
Brent se revolvió como una fiera acosada. La derecha, que hasta entonces
había estado como suspendida en el aire, voló hacia el cajón central de la
mesa.
Lane tuvo el tiempo justo para evitar el balazo. Giró con la rapidez del rayo
mientras sacaba el «Colt».
Disparó unas décimas de segundo antes que Brent, quien ya tenía el revólver
en la mano. La bala del Justiciero se perdió en el borde de la mesa mientras la
de Lane le atravesaba el corazón.
Lane susurró:
—Si no llega a ser por ti ahora estaría listo, Lorena. Nunca podré pagártelo.
—¿Cómo?
—Sé que haces todo esto para conseguir mil quinientos dólares que son míos.
Lane musitó:
—No lo sé —dijo él—, pero la cosa no está demasiado bien. Si la bala de ese
tipo me llega a alcanzar en la otra pierna, me tienes que llevar en brazos...
Lane, en efecto, no se hacía demasiadas ilusiones. Sabía que él estaba solo y
que tenía en cambio a cuatro enemigos delante, cuatro asesinos profesionales
que no le perdonarían jamás.
Mientras abandonaban el despacho tras dejar allí los dos cuerpos, Lorena
musitó:
—Muy sencillo: en todas las estafas hay que empezar poniendo un cebo, y
ellos lo pusieron. Organizaron un golpe en Abilene a cargo de dos bandidos
llamados Samuels y Climent. Después los capturaron, cosa que en realidad
era muy difícil para ellos, y los ahorcaron en público sin darles tiempo para
hablar. Es decir, hicieron un escarmiento sonado. Los dólares fueron
devueltos a su dueño y éste se deshizo en elogios para los Justicieros. Su fama
llegó a todas partes. Así no es extraño que, en Wichita, el banquero Donovan
les encargara recuperar su oro. Y que en Clarkville el banquero Russell
hiciera lo mismo.
—Comprendo, Lane.
—Ahora quedan cuatro más. Y lo peor es que no sé de qué modo voy a luchar
contra ellos.
Y miró a la muchacha. Hubo, de pronto, una suave ternura en sus ojos. Hubo
algo distinto, algo que los ojos de Lane quizá no habían tenido jamás.
—Y ahora lárgate de aquí, golfa. Vete al otro lado de Texas, mujer cañón. Deja
que me trinquen a mí solo.
Ella no sé movió.
Más de una cara había roto por menos motivo. Y Lane era testigo de lo bien
que ella pegaba. Pero esta vez se limitó a hacer, al cabo de unos instantes, un
gesto negativo con la cabeza.
—No olvides que tú nunca sabrás seguir el rastro de Evelyn. Evelyn es una
mujer y hace falta que otra mujer dé con sus huellas. Hay mil detalles que a
mí no me escaparán inadvertidos y a ti sí. Puedo encontrarla con mucha más
facilidad que tú.
—¿Has olvidado una cosa? —musitó—. ¿Has olvidado cómo murió la pobre
Kitty?
—No tengo miedo. Y además yo seré más lista que ella, Lane, puesto que Kitty
no desconfiaba. En cambio yo, cuando vea a Evelyn, sabré que acabo de ver al
mismísimo demonio.
Y añadió:
Lane musitó:
—Pues verás: según todos los síntomas, en el cementerio municipal, entrando
a mano derecha...
* * *
Lane no sabía dónde estaban los otros cuatro Justicieros. En la inmensa Texas
las posibilidades de dar con ellos eran verdaderamente muy remotas, y sin
embargo, necesitaba cazarlos antes de que supieran lo ocurrido a Brent y se
pusieran en guardia.
Durante dos días enteros patrulló por la comarca buscando un rastro. Pero no
lo hizo al azar, sino eligiendo una zona concreta: la de las minas abandonadas
en cuyas cercanías trató de clavarle una bala el detective Truman.
Fue al nacer el tercer día cuando el joven se convenció de que había vuelto a
confiar demasiado en sus fuerzas.
Vio aparecer a los diez jinetes por encima de la loma cuando el sol apenas
empezaba a disipar las sombras. Los diez jinetes llevaban rifles y venían
abiertos en abanico. Pero si eso fuera poco, tres más venían por el lado
opuesto, cortándole la retirada.
Allí estaba la respuesta de los Justicieros. Venían a por él, pero no solos. No
les bastaba la ventaja de ser cuatro contra uno, sino que además habían
alquilado a nueve asesinos profesionales. Las posibilidades que tenía Lane de
presentar batalla eran nulas.
Eso significaba que no podía usarlo. Lo tenían acorralado y sin más defensa
que el tronco de un árbol.
El momento no era tan malo, después de todo. Y él sabía por qué. Cinco
minutos más tarde hubiera sido mucho peor. En el momento en que los jinetes
decidieron atacarle, él no había retirado aún la alambrada.
Hay que hacer constar que Lane había vivido muchos años en la pradera y
conocía todo lo que un hombre le puede ocurrir en ella. Para dormir algo
tranquilo, había tendido en torno a su vivac, a la altura de los cascos de los
caballos, finos cables de acero que quedaban sujetos a unas estacas y que
materialmente cubría la hierba. Cualquiera que tropezase en ellos durante la
noche producía un sonido vibrante capaz de despertar a Lane.
Y eso iba a suceder ahora. Los atacantes no sabían que les estaba reservada
una sorpresa.
Lane se agazapó tras el tronco. Hizo fuego sin poder apuntar apenas.
Todo iba viento en popa para los atacantes, a pesar de haber sufrido una baja,
y todo siguió yendo viento en popa hasta que los cascos de los caballos
tropezaron con el cable.
Ocho hombres nada menos habían salido disparados de sus sillas y estaban
dando vueltas de campana en el aire. Sólo uno quedó montado el haber
podido frenar a tiempo.
Los otros ocho se estaban incorporando, pero al caer habían soltado sus rifles.
Para actuar con más rapidez echaron mano a sus revólveres inmediatamente.
Lane no perdió el tiempo. Su rifle cargaba nueve balas y por lo tanto aún le
quedaban siete. Con una serenidad glacial empezó a disparar contra los
enemigos que tenía apenas veinte pasos.
Cuando acabó las siete balas, cinco hombres yacían para siempre en la
hierba. Tres más tuvieron tiempo de mover sus revólveres y enviar plomo
contra él.
Lane se pegó al suelo. Las balas arañaron materialmente su cara. Como ya no
tenía tiempo de recargar el rifle, sacó el «Colt».
Pero otra vez las cosas se ponían feas para él. Tenía tres enemigos delante y
tres detrás. Porque los que habían quedado en reserva, a distancia, pensando
sólo en cortarle la huida, se dieron cuenta de que las cosas iban mal e
iniciaron también el ataque.
Se sintió perdido.
Los tres jinetes que atacaban por detrás eran los más peligrosos, puesto que
venían con rifles y él sólo tenía un revólver. Para hacerles frente no le
quedaba más solución que iniciar una maniobra desesperada.
Una bala había alcanzado a su caballo que yacía en tierra y con las patas casi
sobre el tronco. Lane saltó en fracciones de segundo hacia el vientre del
animal, quedando entre el árbol y el caballo, en una especie de hueco que,
por el momento, le protegía contra los disparos de los dos bandos.
En ese momento sus enemigos hubieran podido acabar con él caso de tener
un poco más de serenidad. Les habría bastado detenerse y apuntar para hacer
blanco.
Lane apoyó el cañón del revólver en el codo izquierdo y disparó contra los
jinetes. El saber que estaba perdido le daba una mortal serenidad. No tenía
nervios, no tenía incluso ninguna prisa por acabar. Apuntó cuidadosamente y
derribó a los dos hombres que estaban más cerca. El tercero volvió grupas.
En aquel momento le acometió el terror al pensar que jamás llegaría hasta su
enemigo.
¡Era Kendall!
Los dos se unieron en un abrazo mortal mientras rodaban por tierra. Lane
intentaba por todos los medios neutralizar el revólver de su enemigo, que éste
quería poner en línea de tiro.
Sonó un disparo.
Este abrió los brazos y cayó hacia atrás. Kendall lanzó un grito de triunfo
mientras se disponía a recuperar el «Colt».
Los dos saltaron hacia el «Colt» y los dos llegaron a sujetarlo en parte. El
duelo febril, ansioso, se decidió a favor de aquel que tenía los dedos más
fuertes.
Kendall quedó espantosamente quieto, con los ojos muy a abiertos, clavados
en el vacío.
Lane susurró:
—No deja de tener gracia. Todo el mundo seguirá pensando que erais unas
personas respetables, casi unos héroes de Texas... ¿Quién me va a creer si
digo la verdad?...
Le pareció que era Lorena la que venía hacia allí, jinete en un corcel negro.
—Ya ves. Estos amigos han venido a saludarme y hemos celebrado una fiesta.
—Pues puede que el golpe final no me lo hayan dado, pero golpes de otra
clase me han atizado bastantes. Lo único del cuerpo que no me duele son las
uñas. Si en este momento soplas un poco fuerte me tumbas.
—Sí, pero no conocían bien el terreno y han obrado con exceso de confianza.
Esa ha sido mi suerte.
—No me creerían.
—¿Entonces dejarás esos muertos ahí? ¿Qué harás? ¿Que la gente piense que
se han matado entre ellos?
—Sí, eso será lo que la gente piense. Que los Justicieros han tenido un
encuentro con unos bandidos y han podido liquidarlos a todos, aun a costa de
perder ellos también la vida. En fin, que han caído como unos héroes. No deja
de tener gracia.
—Pero de un modo u otro han pagado sus culpas, Lane. El asunto que ha
conmovido a todo Texas está resuelto.
Lorena sonrió.
—Quizás yo te pueda ayudar. Lane.
—¿Tú?...
—Te dije que una mujer podía encontrar más fácilmente la pista de otra. Pues
bien, creo que he dado con el escondite de Evelyn.
El hizo un gesto de decisión mientras señalaba los caballos sin jinete que
ahora merodeaban por la llanura.
—De acuerdo, Lane, pero me temo que no puedas resistir mucho. Te vuelve a
fallar la pierna y tienes una rozadura en la cadera.
Andando como pudo se dirigió a uno de los caballos y montó de un salto en él.
Pensó: «Estoy hecho polvo. Si ahora un par de viejas solteronas me
persiguieran no podría escapar...»
Y siguió galopando tan tranquilo. No quiso pensar que quizá Evelyn no estaba
sola en la vieja zona de las minas.
Y, en efecto, no lo estaba.
* * *
Lorena señaló la colina de tierra caliza, que estaba perforada por numerosas
galerías, y dijo:
—Es allí.
Lane susurró:
Sólo se oía el susurro del viento y el monótono «tac tac» de los cascos de su
caballo.
Lane se apeó a la entrada de la mina. Esta era en realidad una galería que
descendía suavemente hacia las entrañas de la colina. Todo su interior estaba
sumido en la más absoluta oscuridad.
Andaba a tientas sin ver nada. Y de pronto sus dedos rozaron los perfiles de
un hachón sujeto a la pared.
Entonces entendió lo que significaba aquel cartel del que sólo había visto la
mitad.
¡La fiera la seguía adonde ella ordenaba! ¡Y podía esconderse con la misma
facilidad que un hombre!
Lane recordó entonces que no llevaba revólver. No podía defenderse con nada
excepto con la antorcha. La tendió hacia la cara del gorila mientras éste
alzaba un rugido que se oyó en la mina entera.
Pero Lorena, que estaba fuera, no lo oyó. Lane se dio cuenta de que sólo
podría confiar en sus propias fuerzas que apenas eran nada ante la energía
arrolladora de aquel monstruo.
Logró frenarlo un momento con la antorcha, pero eso duró poco. De pronto
los ojos de Lane se desencajaron. Casi no podía creer en lo que estaba
sucediendo.
¡Las enormes manos del gorila sujetaban la llama! ¡Tiraba de la antorcha para
arrancársela de las manos!
Lane pensó otra vez: «Y todo por mil quinientos cochinos dólares que encima
no son míos».
Resbaló lentamente entre ellos hasta quedar en las zarpas del gorila. Este la
arrojó al suelo con un gesto de desprecio que casi parecía humano y clavó sus
ojillos en Lane.
Disparó al mentón de la fiera dos terribles ganchos que hubieran acabado con
un hombre, pero que al mastodonte no le produjeron más efecto que las
picaduras de un mosquito. Lanzó un gruñido y, con los ojos inyectados en
sangre, se abalanzó de nuevo hacia Lane.
Este pudo esquivarle haciendo una finta rápida que hasta su columna
vertebral crujió. La cara del gorila se estrelló contra la pared y pareció
quedar empotrado en ella.
Lane decidió atacar. Hay una cosa que las fieras no perdonan: el miedo. Si era
él quien atacaba, quizá lograría desconcertar a su gigantesco enemigo,
aunque no por eso confiaba en cambiar el resultado de la lucha.
¡CHASK!
El golpe había sido tan terrible que hasta el puño de Lane se acababa de
partir. Pero el gorila tampoco vaciló, a pesar de que sus ojos se enturbiaron
un poco más.
Volvió a la carga.
Tal vez así él tendría tiempo para huir. Era su única esperanza.
Pero las cosas cambiaron en cinco segundos tan sólo. El gorila cayó al lado de
la antorcha que quemaba en el suelo. Las llamas prendieron en su pelaje.
Desde el fondo oyó entonces Lane la voz de Evelyn. Una voz ronca, ansiosa,
que ordenaba:
Lane sintió en los huesos el frío de la muerte, a pesar de que el fin de sus días
amenazaba con ser bastante «cálido».
Vio los ojos sanguinolientos que giraban. La escena era alucinante ahora.
Todo el pelaje de la bestia ardía como una antorcha.
Frenéticamente, furiosamente, con una rabia que estaba más allá de este
mundo, empezó a lanzarse contra las viejas paredes con la intención de
apagar las llamas que le envolvían. Pero sus golpes eran tan fuertes, tan
brutales, que los andamiajes medio podridos cedieron. Un par de vigas se
hundieron entre una nube de polvo. Se oyó un sonido subterráneo, brutal,
profundo, alucinante, que parecía el preludio de un terremoto.
Pero Lane oyó algo más alucinante aún. Oyó el último, el desesperado, el
inútil grito de Evelyn:
—¡NOOOOOO!...
El estrépito del derrumbamiento lo ahogó todo.
El propio Lane, que había corrido a toda la velocidad posible, quedó con
medio cuerpo atrapado en el interior. De no ser por la ayuda de Lorena, que
acudió a toda prisa a rescatarle, no hubiera podido salir nunca de allí.
Cuando pudo librarse del polvo y recuperarse un poco. Lane contó en pocas
palabras lo sucedido. Muy pocas palabras, desde luego, porque tenía la boca
pegada al paladar y apenas podía moverla.
—Sí. Y sólo una suerte ha tenido: su muerte ha tenido que ser forzosamente
muy rápida.
—No te preocupes. Cuando diga dónde está, los banqueros que lo perdieron
cambiarán la colina de sitio si hace falta. Me apuesto doble contra sencillo a
que lo sacan antes de un mes.
Y añadió:
Lane susurró:
—¿Por qué?
Musitó:
—Mil ochocientos dólares... Tienes razón. Maldita sea, por ese dinero ha
empezado todo. Pero yo creí que al menos ibas a perdonármelos...
Lane pidió:
FIN