Carrion
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EDITOR
LA COMUNICACIÓN
EN MUTACIÓN
[REMIX DE DISCURSOS]
[ CONTENIDO ]
La reinvención de los discursos o cómo entender a LOS BÁRBAROS DEL SIGLO XXI
INTRODUCCIÓN...................................................................................................................................................................... 5
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Ecuador| Alonso, MARTÍN y Chavero, PALMIRA
HACIA UN DISCURSO DE CONSENSO ENTRE PODERES ................................................................................ 137
Remix I
LA CULTURA DIGITAL: EL NUEVO MUNDO ........................................................................................................ 187
Remix II
LA INFORMACIÓN EN LAS NUBES: DEL NEWSROOM AL CLOUDSROOM ........................................... 193
[España]
Jorge Carrión
[email protected]
Doctor en humanidades por la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, cuyo máster en creación
literaria dirige junto con José María Micó. Ha publicado, entre otros libros, los ensayos Viaje
contra espacio. Juan Goytisolo y W. G. Sebald (Iberoamericana, 2009), Teleshakespeare (edición
española en Errata Naturae de 2011, diversas ediciones latinoamericanas entre 2012 y 2015)
y Librerías (Finalista del Premio Anagrama de Ensayo, 2013); y las novelas Los muertos, Los
huérfanos y Los turistas (Galaxia Gutenberg, 2014-2015).
I. Fotógrafos de ficción
En los últimos segundos de Six Feet Under vemos una pared llena de fotografías.
En ellas se resumen todas las horas de ficción que hemos consumido, los mejores
momentos que hemos compartido con la familia Fisher y que ahora ya forman parte
de nuestra propia biografía (de esa dimensión paralela de nuestra propia biografía
que configuran todas las horas que hemos pasado en mundos de ficción).
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Me pregunto si el destino de las series no será el mural. Casi siempre aparecen
como lo contrario, como punto de partida. Sistemáticas y paulatinas ordenaciones
del caos que es la vida; procesos de comprensión. Así, la construcción de cada
temporada de The Wire avanza según una estructura lineal: en el primer capítulo se
comienza a construir el mural con las fotografías y los nombres de los sospechosos,
que se desarticula y se archiva cuando al fin se ha completado, en el capítulo final.
El modelo es tan importante que es citado, irónicamente, en el segundo episodio
de The Leftovers, cuando un personaje secundario ve el mural que ha empezado a
pergeñar el protagonista. También encontramos el mural supuestamente antitético: el
paranoico. Su epítome sería el de Claire en Homeland. Pero también ése, finalmente,
se revela válido, lúcido, ordenador. De modo que sí: el mural es el destino de toda
serie. Su simplificación, su traducción, su explicación, su regreso a un mundo en
que las imágenes todavía no habían conquistado tecnológicamente el movimiento
y podían ser dispuestas en un cuadro, en un lienzo, en un espacio acotado por un
marco y congelado en el tiempo.
Si el fotograma es la unidad mínima de significado del discurso audio-visual,
veamos –para seguir ensayando– cómo aparece la fotografía en el cine y las teleseries.
Dos son los modos principales: como imagen impresa, enmarcada o no, expuesta
en una pared o en las manos de un personaje; y como pura ejecución. Me refiero
a ese momento en que se detiene el fluir visual y la película o la serie nos revela su
expresión esencial, su mínima expresión, mediante la invocación de otro lenguaje,
el fotográfico, anterior al suyo –parte de su genética. Estamos acostumbrados a
situarnos en el ojo de un personaje mientras escuchamos el clic de una cámara. En
ese momento, la película o la serie vampiriza el teleobjetivo. Y la imagen deja de
moverse, convirtiéndose por un instante en fotografía. Se ha codificado esa ráfaga, a
menudo en blanco y negro: varias instantáneas encadenadas, sobre todo de sujetos
que son espiados por un ojo fisgón. Personas casi siempre bajo amenaza. La fotografía,
como equivalente del fotograma, sería el grado cero de la representación en un film
o una teleserie (incluso cuando vemos el primer plano de un dibujo o de un cuadro,
estamos en realidad viendo un fotograma que nos lo representa).
Hay varios personajes seriales fotógrafos de profesión. En Dirt tenemos a un
paparazzi esquizofrénico; en The West Wing, a un fotorreportero de guerra de quien
Donna Moss se enamora durante un viaje a Oriente Medio, harta de esperar a Josh
Lyman y el primer beso que llegará al fin. Pero nos vamos a centrar en un personaje
que no entiende la fotografía como un instrumento documental, sino como arte:
Claire Fisher, cuyas obras más significativas aparecen en el citado final de Six Feet
Under. Porque estamos partiendo desde la fotografía para acabar respondiendo, si es
posible, a la pregunta: ¿Son las series arte contemporáneo?
En la página web de HBO encontramos el portafolio de Claire. Otra sección
muestra los obituarios de todos los personajes centrales de la obra de Alan Ball, escritos
desde el futuro donde se instalan los minutos finales de la ficción; y en él leemos que
Claire expuso su obra en galerías de Nueva York y de Londres y que fue profesora de
la escuela Tisch de Artes de la Universidad de Nueva York. Su recorrido vital como
artista, por tanto, es clásico e institucional, porque ella misma estudió en una escuela
de arte durante la juventud a la que asistimos como telespectadores. En la lógica de la
serie, que es la de una búsqueda de una identidad artística desde la adolescencia hasta
la muerte, el camino sería el siguiente en términos de lenguaje artístico: fotografía
– escultura – instalación – collage – fotografía. Circular. Las fotos de Claire son en
realidad de Lara Porzak, fotógrafa de bodas de las estrellas. Y sus collages son obra de
David Meanix, quien se define a sí mismo como “fotoescultor” e incluye en su página
web tanto su obra personal como los encargos para HBO. Una segunda circularidad.
¿Qué son exactamente Porzak y Meanix en el esquema creativo de Six Feet Under?
Si sus obras, fuera del terreno de la ficción, son consideradas arte contemporáneo,
como puedan serlo las de Annie Leibovitz, ¿lo son también en el interior de una
teleserie? En otras palabras: si Claire Fischer no fuera un personaje creado por una
gran maquinaria creativa y comercial, sino un heterónimo de Porzak y Meanix, en
un proyecto comisariado por Nicolas Bourriaud para el MOMA, ¿esas fotografías,
collages e instalaciones podrían ser consideradas arte contemporáneo?
Al menos desde Duchamp somos conscientes de que el arte es también contextual.
Arthur C. Danto, en Después del fin del arte. El arte contemporáneo y el linde de la
historia, habla del tránsito en los años 70 entre el modern Art, que no precisa según
él de la filosofía, y el contemporary Art, que en cambio no se entiende sin ella. A su
juicio, el nuevo paradigma se caracteriza, además de por la importancia fundamental
del discurso filosófico y por tanto de la idea, por el hecho de que los artistas no se
rebelan contra el arte anterior (disponen de él como archivo, pero no pueden acceder
a su espíritu); por la autoconciencia; por la emancipación respecto a las categorías
de orden, belleza y materialidad; y por una determinada estructura de producción.
Esa última palabra es clave y remite a la cuestión del contexto. En el mundo de
Hollywood el arte puede ser comercial, mainstream. No existe la distinción entre
entretenimiento y arte porque todo el sistema se sostiene, precisamente, en el
concepto del arte del entretenimiento. Y éste no puede renunciar a la materia de
las series; ni a la belleza de los planos; ni a la ilusión de un orden que, en el espacio
doméstico, nos haga sentir a salvo del caos exterior.
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acerca con sus latas de sopa Campbell’s y otros proyectos la publicidad, la tipografía,
el diseño, el conceptualismo duchampiano y las artes contemporáneas. Tal vez sean
dos los grandes momentos de la teleserie a este respecto. Uno tiene que ver con un
cuadro de Rothko; el otro, con la emergencia de la performance.
Capítulo séptimo de la segunda temporada. La nueva adquisición de Bertram
Cooper despierta el interés de todos sus empleados, hasta el punto de que varios de
ellos aprovechan su ausencia para colarse en su despacho y poder mirar con atención
el cuadro expresionista y abstracto. Los comentarios ante la composición roja de
Rothko son bastante banales, excepto el de Ken Cosgrove, quien no en vano es un
talentoso escritor que por las convenciones sociales y los imperativos del mundo
empresarial renuncia a su vocación:
– Es como mirar algo muy profundo. Podrías caer en él.
Más tarde el propio Cooper recibe en su despacho a Harry Crane, el responsable
del departamento de televisión de la empresa, quien le acaba confesando que no
tiene ni idea de arte contemporáneo. Y Cooper, a su vez, le confiesa que a él sólo le
interesa como inversión económica.
El boom del expresionismo abstracto fue en los 50, de modo que tiene sentido
que en la década siguiente la transacción económica de esos lienzos sea común entre
la alta burguesía norteamericana. Para entonces la pintura se irá viendo inmersa en
la crisis que todavía la afecta, precisamente –en parte– porque el action painting de
Pollock mostró una vía de investigación interesante: el gesto, la danza, la música
(pintaba a ritmo de bebop) no sólo como caminos hacia la obra, sino como obras en
ellos mismos. Esa línea de las artes plásticas converge con la literaria de la Generación
Beat, cuyos recitales poéticos también son en sí mismos obras de arte dramático e
intervenciones políticas, artivismo. En el octavo capítulo de la primera temporada
encontramos una escena en que se observa el choque entre la cultura underground
y la oficial. Acompañado de su amiga hippie, Don llega a un bar en que se está
recitando poesía. Primero tenemos una lectura convencional: el escritor lee su texto
ante el público; pero después llega una auténtica performance: una chica recita un
poema, sin leerlo, acerca de un sueño erótico con Fidel Castro en una cama king
size del Hotel Waldorf Astoria, con Nikita Krushev mirando por la ventana. Viva la
revolución, dice en español en algún momento. Cuando termina, se quita el jersey y
muestra sus pechos al auditorio.
– Demasiado arte para mí –es la respuesta de Don antes de irse.
Es una respuesta irónica, pero también sintomática; y no sólo de su época, sino de
la difícil recepción de las propuestas contemporáneas por parte del público general
desde los 60 hasta ahora. La grandísima mayoría de los personajes seriales son
incapaces de valorar el arte contemporáneo (o de valorarlo sólo como dinero). Tras
una visita al museo de Santa Fe que expone las pinturas de Georgia O’Keefe, Jesse
Pinkman (Breaking Bad, 3x13) dice:
– No lo pillo. ¿Por qué alguien pintaría una puerta una y otra vez?
A Jesse le parece propio de un psicópata. Su pareja, en cambio, opina que cada
puerta es diferente porque es diferente cada vez que la miras, como fumar un
cigarrillo o hacer el amor.
Ni el intelectual ni el artista son figuras protagónicas en la mayor parte de la
serialidad televisiva. Probablemente se trate de una cuestión de empatía: el
espectador medio no se puede identificar con alguien cuya cultura sea muy superior
a la suya. Es interesante cómo ese límite se convierte, en realidad, en un desafío:
cómo desarrollar ideas complejas, cómo introducir temas y referencias culturales
en diálogos verosímiles de gente humilde, criminales, policías, abogados, médicos y
amas de casa de clase media.
La teleserialidad contemporánea se configura en los años 80 y 90, mediante obras
de referencia como Berlin Alexanderplatz (1980), de Rainer Weiner Fassbinder, Hill
Street Blues (1981-87), de Steven Bochco, Twin Peaks (1990-1991), de Mark Frost y
David Lynch, o The Kingdom (1994), de Lars von Trier. En ese corpus posible, pilar
de la tercera edad de oro, observamos cómo las series vampirizan todos los lenguajes
precedentes: la literatura, el cine, el teatro, al tiempo que reciclan el lenguaje propio.
Mientras que la pintura, la escultura, la escenografía, la música, el vestuario y otros
lenguajes expresivos tienen cabida naturalmente en lo serial –como lo tuvieron mucho
antes en la ópera–, es muy difícil incorporar esa idea que deviene fundamental del arte
contemporáneo a partir de Warhol (artista, por cierto, de lo serial). ¿Cómo traducir
el arte conceptual al arte del entretenimiento? ¿Cómo incorporar la performance
y la instalación en los procedimientos narrativos seriales? ¿Cómo hace verosímil la
presencia de arte sofisticado en entornos poblados por personajes que no pueden
entenderlo? Mi hipótesis es que ese proceso se llevó a cabo a través del crimen
entendido como performance y de la escena del crimen entendida como instalación.
No en vano fue en los mismos años 70 cuando se acuñó el término serial killer –
asesino en serie.
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tratar un caso de asesinato con elementos propios de un museo de arte. El realismo
a través del surrealismo.
Ese mismo vector, de hecho, recorre la relación de las series con los crímenes.
La gran mayoría de los reales no tienen sentido, no pueden ser comprendidos en
términos racionales: son causados por la desigualdad, la pobreza, la incultura, la
codicia, el menosprecio del valor de la vida. Pero los asesinos de A sangre fría de
Truman Capote apenas tienen lugar en la serialidad, que prefiere al psicópata porque
sí puede ser comprendido en términos freudianos, porque sí sigue un guion y tienen
un plan. Un orden. Las escenas del crimen reales son informes. Las que vemos en
las series, en cambio, han sido ordenadas por una mente criminal que –como ocurre
en los murales– somete el caos de lo real a una ordenación, a un sistema. La basura,
el detrito, el vertedero son substituidos por la mutilación planificada, el diseño, la
instalación. Por eso en las series de este cambio de siglo hemos pasado del psicópata
como outsider (el que vemos en películas como Henry, retrato de un asesino o Natural
Born Killers) al asesino en serie completamente insertado en la sociedad. Tal vez los
dos paradigmáticos sean Dexter y Hannibal, que significativamente trabajan ambos
para la policía.
La diferencia principal entre Dexter y Hannibal, que comparten origen literario,
aunque pueda parecer ética, es sobre todo de intención artística. Dexter es un
ejecutor, no hay creatividad en sus acciones homicidas, ni conciencia de artificio,
belleza u originalidad. Hannibal, en cambio, sí es un creador. No sólo eso, es uno de
los poquísimos personajes seriales de vasta cultura, erudito, sibarita, sofisticado (¿será
porque fue concebido en el siglo XX?). El storytelling, para Dexter, es una dimensión
técnica del oficio forense: los patrones de sangre, nos explica, cuentan historias.
Para él es un arte, el de la interpretación, que no debe concebirse como una de las
bellas artes. En el lado opuesto y oscuro, él como asesino sigue una ética férrea y su
protocolo, su ritual lo acercan al ámbito de lo sagrado, sin la distancia ni la ironía
propia del arte contemporáneo.
En muchos momentos la puesta en escena de su trabajo con la sangre recuerda
el expresionismo abstracto o las instalaciones artísticas como las de Beili Liu, que
construyen espacios con hilos rojos. Pero la instalación como tal es sobre todo ideada
y concretada por sus enemigos. Desde el primero, su hermano, en la temporada
inicial, quien como antagonista radical de Dexter licua, drena la sangre de sus víctimas,
y fragmenta sus cuerpos para recomponerlos en composiciones deshumanizadas y
geométricas; hasta los tableaux vivants bíblicos de la quinta temporada, que precisan
de la implicación del público para ser ejecutados (una policía tropieza con un cable
invisible, el mecanismo se pone en marcha, la víctima es ejecutada en directo: la
propia policía ha sido el público y el verdugo). Como ha escrito José Luis Molinuevo en
Guía de complejos: “Una psicopatía es mutada en ejercicio de arte como esteticismo
puro” (Molinuevo 30). Si en la novela negra clásica la sociología o el capitalismo
salvaje, por no hablar de las bajas pasiones, eran el trasfondo de los móviles de la
actividad criminal, en las series criminales protagonizadas por psicópatas ese espacio
se vacía, pierde interés narrativo, se imponen el mal absoluto y el arte por el arte.
Nadie en esa comisaría de Miami tiene el más mínimo interés cultural. Son
funcionarios apasionados por su trabajo, que no dedican ni una hora semanal al
“cultivo del espíritu”. En un nivel profundo, por tanto, podría decirse que Dexter
habla de la proscripción del arte de la esfera del interés general. O de cómo, para
que interese al espectador medio, tiene que metamorfosearse en crimen creativo.
Esa sublimación se hace aún más patente en Hannibal, porque en esa otra serie
sí hay una persona que ama la música clásica, dibuja o lee; pero no tiene ningún
interlocutor con quien compartir esos intereses. La construcción de la soledad es
radical: Dexter tiende lazos con su hermana o con su hijo, mientras que Hannibal
es un hombre brutal y conscientemente solo. El modo en que fuerza la conversación
sobre cultura con otras personas es la invitación a cenar. La gastronomía se presenta
como un puente, como una síntesis de conocimientos diversos, y como un modo
aceptado socialmente de aprendizaje, de sofisticación y de violencia, en el contexto
del canibalismo entendido como una práctica elitista, de vanguardia.
El arte contemporáneo aparece en Hannibal como en ninguna otra serie: el diseño
de interiores, la cocina, las escenas del crimen e incluso la música son vehículos
de exploración de la sensibilidad más avanzada del siglo XXI. En el comedor del
protagonista hay un jardín vertical, como los que en los 90 monumentalizó y transformó
en franquicia Patrick Blanc. Los platos que elabora son fruto de la colaboración, en
el mundo real, del chef José Andrés y de la estilista Janice Poon. En los asesinatos
se observan ecos de Damien Hirst (el cuerpo de una de las víctimas es laminado y
presentado en plataformas verticales, como si de alguno de los animales de Hirst
se tratara), del arte naif (por llamar de algún modo a la plastinación de Gunther
von Hagens y a su exposición en gira universal permanente Human Bodies, como
traducción mainstream de la estética de Hirst), del arte tribal americano (varias de
las imágenes emblemáticas de la obra tienen que ver con cuerpos dispuestos como
tótems, en mezcolanza con cornamentas, huesos y otros elementos habituales en
la artesanía primitiva) o de Spencer Tunick (uno de los asesinos construye collages
humanos, pegando los cuerpos desnudos y revelando, si se mira desde las alturas,
ese mismo impulso por la ordenación del caos natural que recorre este ensayo).
La música, por último, es obra de Brian Reitzell, compositor de la banda sonora de
varias películas de Sofia Coppola, quien firma una dimensión sónica de la obra, tan
poderosa como la de los diálogos o las imágenes, a través de una magistral alternancia
de disonancias, sintetizador, percusiones y música clásica (el repertorio es muy
variado y en él destacan “Las variaciones Goldberg” de Bach, que aparecen en varios
momentos, como el ritmo secreto de la serie). Reitzell trabaja los episodios como
piezas de arte sonoro: de los 43 minutos de cada uno, cerca de 40 poseen música,
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de modo que el conjunto suena en nuestras conciencias como una interminable y
lúcida pesadilla.
El escritor Sergio Chejfec evocó en un artículo titulado “Después del tiempo del
manuscrito” estas palabras del filósofo Boris Groys: “La instalación es para nuestro
tiempo lo que fue la novela para el siglo XIX. La novela fue una forma literaria que
incluyó a todas las demás formas literarias de aquel entonces; la instalación es una forma
del arte que incluye todas las demás formas de arte” (Chejfec 2013: 7). La metáfora
me parece adecuada para pensar las teleseries contemporáneas, que construyen un
artefacto narrativo a partir de la gran mayoría de lenguajes expresivos de nuestra
época. En ciertas narrativas sobre asesinos en serie, por tanto, la performance del
asesinato y la instalación de la escena del crimen estarían dentro de la gran instalación
que es toda serie con ambición artística.
Añade Chejfec (2103: 7): “yo diría que si existe la posibilidad de un realismo
en literatura alejado de sus propias convenciones ahora agotadas, ello pasa por la
idea de instalación en tanto que artefacto que muestre su propia artificiosidad y al
hacerlo conserve, más bien proteja, la materialidad externa de los objetos que exhibe
o descubre”. Esa distancia es intrínseca al modo en que las series se relacionan con
lo real; pero se exacerba en las de esta segunda década del siglo XXI, barrocas como
Breaking Bad, True Detective, Fargo o Hannibal, relatos marcados por el horror vacui,
que en cada plano dejan claro que su realismo es autoconsciente, lejano.
En 1996 Hal Foster publicó El retorno a lo real, una de cuyas tesis era que
hasta que no llega la neovanguardia no se activa la vanguardia (al tiempo que se
institucionaliza). Lo que llamé el giro manierista en Teleshakespeare (2011) se
puede entender en esos términos: hasta cuando en 2007 y 2008, respectivamente,
inician su emisión los depurados y esteticistas capítulos de Mad Men y Breaking
Bad, no comienza a imponerse la conciencia de la importancia clásica y canónica
de las grandes series precedentes de HBO (The Sopranos, The Wire, Deadwood…).
Foster habla de los ejes anticipación/reconstrucción y represión/repetición como
motores del devenir artístico contemporáneo. Defiende que la obra de vanguardia
no es “históricamente eficaz o plenamente significante en sus momentos iniciales”,
porque “es traumática –un agujero en el orden simbólico de su tiempo que no está
preparado para ella, que no puede recibirla, al menos no inmediatamente, al menos
no sin un cambio estructural” (Foster 1996: 34). El realismo de nuestra época es
necesariamente traumático. Por eso la telerrealidad sintoniza a la perfección con
la cultura de la terapia. Si la neovanguardia dejó de creer en la idea de ruptura, las
series serían un poderoso ejemplo de neovanguardia: “repensar la transgresión no
como una ruptura producida por una vanguardia heroica fuera del orden simbólico,
sino como una fractura producida por una vanguardia estratégica dentro del orden”
(Foster 1996: 160). Se trataría de cambiar la ruptura por la exposición: exponer la
crisis, su derrumbe, sus ruinas.
“De repente, en el arte avanzado de los años sesenta y setenta, la filosofía y el arte
convergían. De repente era así, y se necesitaban el uno al otro para autorreconocerse”,
escribe Danto (17). Inmediatamente después emergen lenguajes artísticos como el
cómic, el videojuego o las series de televisión que no necesitan del discurso filosófico
porque siguen ligados a la tradicional artesanía; y que crean su propio metadiscurso
en otras esferas de la cultura contemporánea que no pasan por la academia y las
editoriales de prestigio, como páginas web, redes sociales o editoriales especializadas
o underground. Ese nuevo contexto tal vez conduzca a la superación del paradigma
del arte, al menos en su formulación como contemporáneo de las últimas cuatro
décadas, y a su substitución por un paradigma menos rígido, menos codificado, que
podría ser el de la creatividad.
Referencias
Carrión, Jorge, Teleshakespeare (2011). Errata Naturae: Madrid.
Chejfec, Sergio, “Después del tiempo del manuscrito” (2013), Otra Parte, Buenos Aires, nº 29.
Danto, Arthur C. (1999), Después del fin del arte. El arte contemporáneo y el linde de la historia. Trad. de
Elena Neerman. Paidós: Barcelona.
Foster, Hal, El retorno de lo real. La vanguardia a finales de siglo (2001), Trad. de Alfredo Botos. Akal:
Madrid.
Molinuevo, José Luis (2011), Guía de complejos. Estética de teleseries. Archipiélagos: Salamanca.
Rodley, Chris (1997), Lynch on Lynch. Faber and Faber: Londres.
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