Libro Negro de Federico
Libro Negro de Federico
Libro Negro de Federico
I. Federico el Grande
1. Federico el hombre
2. Federico el nuevo Quevedo
3. Federico el defensor de España
4. Federico el rojo español
5. Federico el liberal
6. Ante qué estamos con Memoria del comunismo
II. ¿Comunismo hoy?
1. Ni justificar ni condenar, ni reír ni llorar: entender
2. ¿Comunismo en la universidad?
3. La confusión del progresismo y el pensamiento Alicia con el comunismo en la
que se mueve constantemente el autor
4. El fin del siglo soviético y la verdadera Transición
Conclusión
Bibliografía
I. Federico el Grande
1. Federico el hombre
Federico Jorge Jiménez Losantos nació en Orihuela del Tremedal (provincia de Teruel)
el 15 de septiembre de 1951. A los 10 años ganó una beca que le permitió hacer el
bachillerato con José Antonio Labordeta (1935-2010) y José Sanchís Sinisterra (Valencia,
1940). Empezó estudiando filosofía y letras en la Universidad de Zaragoza, pero en 1971 se
trasladó a la Universidad de Barcelona para especializarse en filología española y
doctorarse con una tesis sobre Vallen-Inclán. Después estudiaría psicoanálisis con el
introductor de Lacan en lengua española, Óscar Masotta (1930-1979), siendo uno de los
fundadores de la Biblioteca Freudiana de Barcelona. Entre 1978 y 1981 dirigió la
revista Diwan junto a Alberto Cardín (1948-1992) y Javier Rubio. En 1978 ganó el Premio
de Ensayo El Viejo Topo con La cultura española y el nacionalismo, aunque su editorial se
negó a publicar Lo que queda de España (1979). En 1979 publicó una edición crítica de la
obra del filósofo posmoderno François Lyotard (1924-1998).
El 21 de mayo de 1981 fue secuestrado por la banda terrorista separatista Terra Lliure.
Recibió un disparo en la rodilla por el terrorista Pere Bascompte (Manresa, 1957), y sería
abandonado cerca de Santa Coloma atado a un árbol, hasta que ese mismo día la policía lo
rescató. Tras vivir semejante aventura o más bien desventura (afortunadamente sin final
trágico), Federico decidió abandonar Cataluña.
Desde 1982 fue profesor de literatura en el Instituto Lope de Vega en Madrid. En 1994 la
editorial Planeta le otorgó el premio Espejo de España por su ensayo biográfico La última
salida de Manuel Azaña. Tras leer las obras de Pío Moa (Vigo, 1948), se desengañó con
Azaña (1880-1940).
Federico ha colaborado con periódicos de tirada nacional como El País, Diario
16, ABC y El Mundo. Desde 1998 es editor de la revista de pensamiento La Ilustración
Liberal.
Fue colaborador de Antena 3 Radio con Antonio Herrero (1955-1998), el que fue su gran
influencia radiofónica. También colaboró con Antena 3 Televisión dirigiendo el programa
cultural La Historia de los Judíos Españoles. También empezaría a ser colaborador de
la COPE, y tras el «antenicidio» de Antena 3 Radio por el Grupo Prisa se fue junto a José
María García (Madrid, 1943), Antonio Herrero y Luis Herrero (Castellón, 1955) a
la COPE. Al morirse Antonio Herrero en 1998, Luis Herrero le sustituyó en La Mañana y
Federico pasaría a presentar y dirigir el programa de tarde noche titulado La Linterna. Pero
en 2003 pasaría a presentar y dirigir La Mañana con uno de los mejores índices de
audiencia en la radio española. Estuvo en la emisora de la Conferencia Episcopal hasta
junio de 2009, cuando fue destituido por presiones de algunos dirigentes del PP y también
por presiones del Rey Juan Carlos (Roma, 1938). Entonces decidió fundar esRadio, emisora
asociada a Libertad Digital (periódico que empezó a funcionar en la red en el año 2000),
junto a César Vidal (Madrid, 1958) (que en la COPE presentaba y dirigía La Linterna) y
Luis Herrero (que tras un paso fugaz por el parlamento europeo, como eurodipitado del PP,
volvió a la radio).
Otras de sus publicaciones de nuestro protagonista fueron El adiós de Aznar (2004), De
la noche a la mañana (2006), en 2007 reeditó La ciudad que fue, Más España y más
Libertad (2008), una tetralogía de la Historia de España (2009-2010-2012) junto a César
Vidal, Los años perdidos de Mariano Rajoy (2015) y esta Memoria del comunismo (2018)
que por extenso aquí voy a criticar.
Federico ha sido uno de los grandes detractores de la infame versión oficial de los
atentados del 11 de marzo de 2004 en Madrid. Eso es de admirar. Libertad Digital ha
servido como medio de difusión de la trituración de la versión oficial del atentado más
cruento de la historia de España. Fundamentalmente ha sido la aportación de Luis del Pino
(Madrid, 1962) con libros, artículos, programas de radio y de televisión reveladores sobre el
asunto (reveladores de la patraña que supone la versión oficial, no ya sobre la auténtica
autoría de los atentados, que a día de hoy desconocemos, aunque por especular…). Yo
mismo he puesto mi granito de arena para desmontar semejante fraude y espectáculo
judicial en las páginas de El Catoblepas: http://nodulo.org/ec/2015/n157p01.htm.
Federico es una estrella de la radio, un auténtico crack de las ondas. Ante el micrófono
nuestro protagonista es un hacha y un fiera (en el buen sentido). Combina expresiones
castizas y populares con expresiones académicas y literarias. No deja títere con cabeza: a
veces con razón, otras sin razón y en otras lo que dice es discutible. Tiene un estilo
contundente pero simpático, ameno, irónico, satírico, crítico y a veces hipercrítico, lo cual
le ha costado hasta cuatro procesos judiciales por vulneración del derecho al honor y otros
dos por injurias. Aunque también la radio le ha dado premios como el del Micrófono de
Plata, el de Oro, el de la Academia Española de la Radio, el González Ruano, el del
Parlamento Europeo o el de Espejo de España. En 2009 la Fundación Denaes para la
defensa de la nación española, que por entonces presidía Santiago Abascal (Bilbao, 1976),
le otorgó el premio de «españoles ejemplares» al grupo Libertad Digital.
Federico es muy consciente de que la nación española es más importante que el PP, que
el PSOE, que Ciudadanos y que cualquier partido político.
Según palabras del propio Federico, da la sensación de que la leyenda negra contra el
comunismo no fue algo que preocupase fomentar a los franquistas. Por eso dice Federico
que los universitarios no sabían nada de comunismo (ahora todavía saben menos, y me
consta). «El franquismo había dejado de criticarlo como en la posguerra, aunque no de
perseguirlo, y no se molestaba en poner al día los datos del Gulag o promocionar los libros
de los disidentes del PCE. Y el antifranquismo, que era el partido, disimulaba. El gran
problema de imagen, siempre la imagen, fue la entrada de los tanques en Praga en 1968
para imponer el orden soviético al “socialismo con rostro humano” de Dubcek. Y también
vimos por televisión a jóvenes de nuestra edad, más heroicos que los franceses, plantando
cara a los tanques» (p. 24). ¿Y qué son las imágenes de los tanques soviéticos entrando en
Praga en 1968 comparado con las imágenes de los bombardeos estadounidenses
(capitalistas) sobre Vietnam?
En 1974 Federico iba a hacer la mili pero «por un afortunado vaivén burocrático» se
libró de la misma y su «superyó» se convenció convertir ese año en blanco «en rojo», esto
es, en «emplearlo en hacer política al servicio de España, viendo la mejor forma de servir al
pueblo, que era, sin duda, combatir sin uniforme a la dictadura» (p. 28).
Federico estuvo influenciado «por la rama más o menos estructuralista y con guiños al
psicoanálisis que representaba Louis Althusser… Yo descansaba del Pour Marx de
Althusser leyendo a Baran y Sweezy e incluso al trotskista Mandel. Luego volvía a la
escuela althusseriana, del francés Balibar, a los españoles Albiac, Crespo y Ramoneda, sin
olvidar a Poulantzas y Marta Harnecker… Por supuesto -vía París-librería Maspero-
conseguí y leí las Obras Escogidas de Lenin en la editorial Progreso de Moscú, los cuatro
tomitos de Mao, los Principios del leninismo de Stalin, Mi vida de Trotski, El
profeta desarmado, de Deutscher, la antología de Gramsci que publicó Solé Tura y sus
soberbias Cartas desde la cárcel. En fin, estudié» (pp. 28-29).
Federico se refiere al comunismo, en el contexto de la gente de su generación, como una
«teología de sustitución» (p. 15). Ya en La dictadura silenciosa (1993) afirmó que el
marxismo es sólo un «sustituto del evangelio» (p. 53). Según Federico, el comunismo es
«una doctrina filosófico-teológico-político-económica» (p. 249). Pero la teología sobra en
el comunismo, por mucha escatología que haya en su filosofía de la historia. De hecho el
marxismo profundizó aún más en el proceso de inversión teológica y, avanzando en esta
dirección, puso en marcha el proceso de trituración del Espíritu Absoluto que se postulaba
en el panlogismo hegeliano; y así abría el paso hacia un sistema materialista, aunque
impregnado de monismo, lo cual hizo que no fuese lo suficientemente crítico y
desembocase en un pensamiento dogmático como el del Diamat (una de las muchas causas
de la caída del bloque soviético, esto es, el Imperio Soviético y su esfera de influencia).
La voz de Dios dejó de preocuparle (directamente dejó de creer en ella) para preocuparse
por la voz del pueblo. Podríamos decir que Federico sufrió su particular proceso
de inversión teológica: «La fe perdida en el más allá se reencontraba en la Política del más
acá. Y como el franquismo ya no se llevaba ni entre los franquistas, se puso de moda lo
contrario, la música del enemigo, la simpatía por el diablo, los Rolling, el comunismo, El
Partido» (p. 21).
Federico militó en Organización Comunista de España (Bandera Roja), una organización
que se consideraba maoísta. También militó en el Partit Socialista Unificat de Catalunya
(PSUC). Durante la Transición militó en el Partido Socialista de Aragón, que no era el
PSOE de Aragón sino un partido perteneciente a la extinguida Federación de Partidos
Socialistas, el cual consiguió un diputado en las Cortes Constituyentes: Emilio Gastón
(1935-2018). En 1980 por presiones del PSOE y el Partido Socialista de Andalucía, que
lideraba Alejandro Rojas Marcos (Sevilla, 1940), Federico no pudo presentarse a las
elecciones autonómicas de Cataluña como número uno del Partido Socialista de Aragón.
No obstante estuvo en las listas del Partido Socialista de Andalucía, defendiendo los
derechos culturales y sociales de todos los españoles inmigrantes en Cataluña, ya que le
parecía insuficiente la defensa que hacían de éstos el PSOE-PSC y el PCE-PSUC. Pensaba
que estos partidos, al estar envenenados y contagiados por el separatismo catalán, habían
desprotegido a los obreros andaluces. El Partido Socialista de Andalucía sólo obtuvo dos
escaños, y esos dos diputados eran casi los únicos que pronunciaban su discurso en español
en el parlamento catalán. Esto le llevó a firmar el 25 de enero de 1981 el Manifiesto de los
2.300, que publicó Diario 16 bajo la dirección de Pedro J. Ramírez (Logroño, 1952), en el
que se defendía los derechos lingüísticos en Cataluña entre el español y el catalán.
5. Federico el liberal
Federico se autoproclama liberal. Aunque, eso sí, Federico al menos discrepa de «los
economistas “libertarios” de cátedra que parloteaban sobre un mercado sin Estado, o sea,
sin ley» (p. 670). Es decir, Federico no es anarcocapitalista o anarcoliberal, como pueda
serlo su compañero de Libertad Digital Juan Ramón Rallo (Benicarló, 1984), o el mentor
de éste: Jesús Huerta de Soto (Madrid, 1956). Las cosas del anarcocapitalismo las considera
Federico, y con toda la razón, como «frivolidades» (p. 670). Y un poco más abajo añade:
«Igualdad ante la ley, precisamente porque los liberales no somos anarquistas y
propugnamos la necesidad del Estado, pero con límites precisos y siempre dentro de una
legalidad cuya raíz moral e intemporal encuentran muchos en el derecho natural y el
derecho de gentes y cuyas normas -entendemos nosotros- deben estar al alcance de todos y
a todos servir por igual. Igualdad ante la ley, sí, porque los liberales aceptamos que los
humanos somos distintos, radicalmente desiguales, pero con el mismo derecho a “la
búsqueda de la felicidad”, es decir, a labrar nuestro propio destino sin que otros lo decidan
por nosotros. Por eso entendemos que la ley, respaldada por una fuerza proporcionada y
legítima, debería ser el ámbito natural de las relaciones humanas civilizadas. Y que cuando
las circunstancias requieran el uso de la violencia o incluso de la guerra contra los que
quieren atropellar la vida, la libertad y la propiedad de los ciudadanos, hasta el uso de la
fuerza debe estar siempre bajo la ley» (p. 673). Parece que nuestro autor no sólo es preso
del mito de la libertad (aun siendo crítico con el anarcoliberalismo o fundamentalismo de la
libertad) sino además del mito de la felicidad.
Es llamativo, se indigna nuestro autor, que existan manuales «impregnados de odio a la
libertad» (p. 73). Y yo me pregunto cómo diablos se puede odiar la libertad. Pues de
muchas maneras: es odiosa la libertad de políticos corruptos, es odiosa la libertad de
etarras, es odiosa la libertad de violadores y pederastas (y más odioso aún cuando el
«Gobierno de España» los pone en libertad, para encima reincidir, con objeto de encubrir
una amnistía de etarras, a los que simplemente habría que fusilar o al menos condenarlos a
cadena perpetua por alta traición). La libertad no es buena per se. Tal vez Federico se
refiera a que los autores de dichos manuales odian la libertad tal y como se entiende desde
el liberalismo. Pues, al parecer, para Federico la libertad es patrimonio exclusivo del
liberalismo, y por lo visto el que está contra el liberalismo está contra la libertad. Pero tal
libertad, tal y como se entiende, es metafísica, porque -como reconoce Federico- el
mercado nunca es libre sino que, en mayor o en menor grado, siempre está determinado por
el Estado o, más todavía, por la dialéctica de Estados (siempre codeterminada con
la dialéctica de clases). Dicha libertad es pensada por el locutor de Es la mañana como el
Bien absoluto, pero tal lindeza ni existe ni puede existir, pues se trata de una libertad
abstracta, propia de la nebulosa ideológica, que no puede materializarse y que sólo sirve
como justificación de los atropellos del capitalismo (de los capitalistas, que sólo pueden
manifestarse a través de la dialéctica de Estados, aunque siempre -insistimos- con
la codeterminación de la dialéctica de clases). Esa libertad a la que se refiere Federico, así
como el «proletariado universal» que se postulaba desde el comunismo, es algo, por usar
sus propias palabras, «Falso de toda falsedad» (p. 74). Es decir, la Realpolitik de
la dialéctica de Estados y la dialéctica de Imperios de la geopolítica en marcha
imposibilitan tanto los sueños escatológicos de los comunistas como el fundamentalismo
democrático de los liberales (en el sentido del fin de la historia de Fukuyama), así como la
formación de un «Estado totalitario».
Para Federico, maniqueísmo mediante, las posiciones liberales significan «el respeto a la
persona humana» (p. 96), con lo cual queda claro que las posiciones comunistas son la
absoluta falta de respeto a la misma, porque el comunismo es simplemente «la supresión de
la libertad» y «la negación de la democracia» (p. 424). «Evidentemente, porque en el
comunismo, salvo los comunistas, todos son desposeídos. Y en el capitalismo, dentro del
Estado de Derecho, todos son o pueden ser poseedores. El comunismo no acaba con la
propiedad: la roba y la convierte en botín de los enemigos de la propiedad de los demás. El
capitalismo, para defender la propiedad de cada uno, necesita proteger, mediante las leyes,
la propiedad de todos, así como su sagrado derecho a mantenerla y acrecentarla, según su
talento, su suerte o su capacidad» (pp. 625-626).
Federico se queja de que «los comunistas de hoy» pretenden ganar en la universidad «lo
que los comunistas de ayer perdieron en las trincheras» (p. 501). Pero esos comunistas de
hoy no son propiamente comunistas (porque, desde luego, no son revolucionarios), sino que
son intelectuales, es decir, como apuntó en su momento Gustavo Bueno, «los nuevos
impostores». O, cuando no, niñatos y niñatas cuyo historial revolucionario está lleno de
gloriosas campañas como asaltar una capilla y gritar «¡Arderéis como en el treintaiséis!».
Como si los incendios a las iglesias hubiesen sido en el 36 y no en el 31 (pero ese año les
estropeaba la rima). O gritar: «¡El Papa no nos deja comernos las almejas!». Como si el
Papa saliese debajo de la cama y gritase: «¡Niñas, no os comáis las almejas!».
Federico piensa que «la batalla contra el comunismo no está ganada» (p. 580). Pero
Federico es un ideólogo del anticomunismo en retrospectiva, porque cuando dice que, a día
de hoy, va contra el comunismo en realidad va contra otra cosa que es bien distinta (que es
la progresía). Pero al darle igual ocho que ochenta y confundir términos cree que aún
combate el comunismo, pero los nuevos partidos plantean nuevos problemas: «el vino
nuevo en odres nuevos» (Mt 9.17).
Según Federico «el comunismo después del comunismo» es esto: «el capital ya no está
en contra, sino dentro; las democracias no son enemigos, sino cómplices» (p. 581). ¿Y no
es esto algo muy parecido a la socialdemocracia de toda la vida? Nada nuevo bajo el Sol.
Aunque no del todo, porque si el comunismo después del comunismo no es el comunismo
sino otra cosa, también es cierto que el capitalismo después de la caída del comunismo es
otra cosa. ¿Acaso sería del todo disparatado afirmar que vivimos en una época no sólo
postcomunista sino también postcapitalista? Porque el capitalismo, así como pasó con el
comunismo realmente existente, está condenado a derrumbarse para dar paso a formas
diferentes de vida social, política e histórica. Todo lo que empieza acaba: ya sea el sistema
comunista, el sistema capitalista o el sistema solar. Aunque, como se ha dicho, «el
capitalismo moribundo se recuperaba tras la segunda guerra mundial y gracias a ella»
(Bueno, 1991: 86). Tal vez otra guerra mundial reactive al capitalismo (o tal vez no).
Afirma nuestro autor que, a diferencia de Lenin, Karl Kautsky (1854-1938) y los
socialdemócratas, «vienen del mundo del trabajo real» (p. 95) y atienden a los datos reales
y no se atienen a «utopías sangrientas» (p. 95). Pero tal vez lo utópico (precisamente por
incruento) es alcanzar logros favorables a la clase obrera (y a la sociedad en general) sin
que se rompa ni un solo cristal ni se derrame sangre. Aunque el pensamiento
socialdemócrata, en el apogeo de su imbecilidad (en sentido etimológico: Imbecillis,«sin
bastón»), no es tanto un pensamiento utópico sino, como ha señalado Gustavo Bueno,
un pensamiento Alicia: la chimenea calienta pero no quema, el género humano alcanzará
gradualmente su emancipación pero sin que haga falta luchas sanguinarias para alcanzarla.
4. El fin del siglo soviético y la verdadera Transición
Federico sostiene que «la propaganda comunista, e incluso la socialista, esgrimen, tras la
caída del Muro, el argumento de que todas las conquistas de la socialdemocracia se han
producido gracias al régimen bolchevique y a los gigantes y enanitos soviéticos que
procreó. Sucedió exactamente al revés: la evolución de la socialdemocracia en los países
más avanzados -Alemania, Francia, Gran Bretaña- permitió, mediante su integración
parlamentaria y su presencia social en todas las instituciones de la democracia liberal, desde
la prensa a la educación, además del ámbito tradicional del sindicato, grandes avances en
las condiciones de trabajo de la naciente sociedad industrial: derechos sociales, jornadas
más breves, limitación del trabajo infantil, dignificación del trabajo femenino, mutualidades
y seguros de enfermedad y retiro, y más importante acaso: la conciencia de que las masas
campesinas que llegaban a las grandes ciudades debían beneficiarse del aumento del nivel
de vida que su esfuerzo propiciaba» (pp. 94-95).
Esta peculiar vuelta del revés que lleva a cabo Federico no tiene en cuenta que tales
avances en las condiciones de trabajo, los derechos sociales, la reducción de la jornada
laboral, la abolición (y no simple «limitación») del trabajo infantil, seguro por enfermedad
y pensión, la misma remuneración por el mismo trabajo entre hombres y mujeres (esto se
consiguió por primera vez en 1935 en la Unión Soviética estalinista, pero Federico
naturalmente no dice nada: bien para que no se entere la servidumbre o bien, que será lo
más probable, porque lo desconoce); tales logros, decimos, fueron posibles por la existencia
de una plataforma (un Imperio) como la Unión Soviética que, en su ortograma generador,
hizo presión para que esto fuese posible. Precisamente, tras más de 25 años de la caída de
dicho Imperio, estos logros están cada vez más en crisis (y, al parecer, será la primera vez
que los hijos vivan peor que sus padres, aunque todo está por ver).
No obstante, sí es cierto que, de 1871 a 1917, la Realpolitik mostró la falsedad de la
teoría marxista de la caída de la tasa de ganancia y el creciente empobrecimiento de la clase
obrera que traería la explosión revolucionaria universal que pronosticaba. Como bien dice
Federico, la «profecía» (en realidad predicción) de la creciente pauperización del
proletariado y la caída tendencial de la tasa de ganancia «ya se había incumplido y
fracasado en vida de Marx» (p. 213). Luego tan falso es el mito de la revolución mundial y
el comunismo final que pronosticaba una Edad de Oro para el Género Humano como la
leyenda negra que demoniza a los comunistas.
Federico habla del primer siglo comunista (1917-2017), como si 1991 no hubiese pasado
por la historia. Cuando se habla en España de «Transición» eso es sólo un eufemismo de
continuidad en relación al régimen franquista (tan denostado por los fundamentalistas
democráticos que hoy imperan en nuestro país). La verdadera Transición, a nivel
geopolítico, se llevó a cabo a finales de los años 80 y principios de los 90, sin perjuicio de
que la actual potencia de la Rusia de Vladimir Putin (San Petersburgo, 1952) no ha salido
de la nada. Si podemos hablar de un siglo (1917-2017) es el siglo que va de Vladimir a
Vladimir, esto es, de Lenin a Putin (y no de Lenin a «Pablenín»). Pero ya no se puede
hablar solamente de comunismo, sino más bien, en general, de diferentes fases del Imperio
Ruso. Aunque por haber sido un agente del KGB (es decir, un chequista) para Federico
Putin es comunista (si lo es Turrión… cualquiera lo es, aunque Putin no sea «cualquiera»).
Yo sí que estoy de acuerdo con el historiador Richard Pipes (1923-2018) cuando afirmó
en Libertad Digital el 7 de noviembre de 2017, el día del centenario de la Revolución de
Octubre, lo siguiente: «El comunismo tiene historia, pero no tiene futuro». Federico afirma
que no puede estar más en desacuerdo y que su frase «muestra el irrefrenable afán
necrológico de los historiadores en hacer la autopsia de un cadáver sin comprobar si está
muerto. Y el comunismo no lo está. Si el mayor éxito del Diablo (o del Mal), es convencer
a la gente de que no existe, la supervivencia del comunismo, pese a ser el peor monstruo
político de todos los tiempos, con más de cien millones de víctimas, se basa en el acta de
defunción y el consiguiente indulto moral que como cadáver exquisito, infinitamente
investigable, le han extendido tantos historiadores» (p. 573). Pero Podemos es la prueba,
como ya lo era Izquierda Unida, de que, efectivamente, el comunismo tiene historia pero no
tiene futuro. De hecho en España el comunismo ha sido la historia de un fracaso.
Nosotros afirmamos que Karl Heinrich Marx (1818-1883) no es «perro muerto», pues
podemos darle la vuelta del revés (Umstilpüng). Pero esta vuelta del revés supone también
la trituración de muchas tesis del marxismo (marxismo-leninismo), como por ejemplo
la trituración de la escatología del fin de la «prehistoria» con el advenimiento, revolución
violenta mediante, del proletariado universal y la consecuente emancipación del hombre
por el hombre en el comunismo final, el cual no es que éste muerto, es que nunca llegó a
nacer y a día de hoy es sólo uno de los relatos y reliquias más metafísico del ideario
marxista-leninista, pues tal ideario tuvo que reestructurarse (dar la vuelta del revés en
el ejercicio de la Realpolitik) con la administración estalinista que, a través del «cerco
capitalista», tuvo que abandonar el único peso de la dialéctica de clases como motor de la
historia y atender a los asuntos corticales de la dialéctica de Estados, como se vio en la
Segunda Guerra Mundial o «Gran Guerra Patriótica». Y esto supuso la construcción de un
Imperio que se extendía desde Berlín hasta las islas Kuriles, el cual tuvo su distaxia en
1991 (siendo una crónica de una muerte anunciada).
Y ello significa que no vino el comunismo final sino el final del comunismo, el fin de
la quinta generación de izquierda definida (definida por el Estado, en este caso la Unión de
Repúblicas Socialistas Soviéticas que, en rigor, era un Imperio).
Tras la caída de la URSS los partidos comunistas perdieron el norte (y cabría decir que
también perdieron el sur, el este y el oeste) y se hicieron partidos socialdemócratas sin
ninguna pretensión revolucionaria y sin programa subversivo y en la práctica a favor
del statu quo capitalista (por mucho que se llenen la boca de hacer lo contrario). Y a un
cuarto de siglo de la caída del muro surgieron cosas como Podemos, que cuando no son
socialdemócratas blandurrios (al estilo del ZPerismo) son abiertamente filo-separatistas.
La leyenda negra retroanticomunista no es una leyenda negra tan útil como en los
tiempos de la Guerra Fría, cuando en rigor existían los Estados comunistas y un Imperio
comunista (o incluso dos Imperios, si aceptamos que China era un Imperio y lo sigue
siendo aunque ya no sea exactamente comunista y se haya reestructurado en otra cosa
difícil de determinar).
Federico se queja, y con razón, de «la ola historiográfica antifascista que nos invade» (p.
394), refiriéndose al antifranquismo retrospectivo que, indudablemente, invade la
historiografía y los medios de comunicación, por no hablar de los institutos y universidades
(donde los negrolegendarios conscientes cuentan con la complicidad de la estupidez de los
estudiantes). Pero asimismo también hay una historiografía anticomunista que también
copa los medios de comunicación y los centros de enseñanza donde, fundamentalismo
democrático ingenuo mediante, se demoniza a Lenin y todavía más a Stalin, y se interpreta
al comunismo como una ideología sectaria y una forma criminal de hacer política. Y entre
los muchos autores que a esto se dedican -es decir, a escribir libros negrolegendarios- está
nuestro querido Federico Jiménez Losantos. Y ya hemos sostenido que Memoria del
comunismo ni es un libro de historia ni de filosofía, es un libro de literatura
negrolegendaria; es por ello un libro de ficción, dadas sus descabelladas e histéricas
exageraciones, las cuales no se sostienen al ser tratadas con un mínimo de rigor y un
mínimo de honestidad intelectual (como aquí procuraré demostrar).
El autor cree que «el comunismo sigue siendo un buen negocio» (p. 41). Y yo me
pregunto que si es un negocio para quién lo es. ¿Para los autores negrolegendarios que
publican libros sobre el asunto en lo que se podría llamar «la industria del Gulag»? Porque,
por lo que se ve, la industria del Gulag es sinónimo de lucro. No conozco ningún libro
contranegrolegendario que sea un superventas (en lo que al comunismo se refiere). La gente
prefiere un cuentecito de buenos y malos hecho a medida de su vulgar inteligencia (que no
da para más).
Ya lo dijo muy bien Doña Emilia Pardo Bazán (1851-1921), en el caso de la leyenda
negra antiespañola, la cual, es, por cierto, la Leyenda Negra por antonomasia:
«Sábense de sobra en el extranjero nuestras desdichas, y aun no falta quien con
mengua de la equidad las exagere; sirva de ejemplo el libro reciente de M. Ives
Guyot, que podemos considerar como tipo de leyenda negra, reverso de la
dorada. La leyenda negra española es un espantajo para uso de los que
especialmente cultivan nuestra entera decadencia, y de los que buscan ejemplos
convincentes en apoyo de determinada tesis política… Nos acusa nuestra leyenda
negra de haber estrujado las colonias. Cualquiera que venga detrás las estrujará el
doble, sólo que con arte y maña… Y pues mi sinceridad me autoriza, tengo
derecho a afirmar que la contraleyenda española, la leyenda negra, divulgada por
esa asquerosa prensa amarilla, mancha e ignominia de la civilización en los
Estados Unidos, es mil veces más embustera que la leyenda dorada»{4}.
2. La naturaleza criminal del comunismo
Federico tiene una visión panchekista del comunismo: «La Cheka, el Terror, fue la
columna vertebral del régimen comunista, de todo régimen comunista desde 1917. La
Cheka masacró a los proletarios en nombre de la dictadura del proletariado; la Cheka
prohibió la huelga en nombre de los obreros; la Cheka robó al campesinado en nombre de
los campesinos; la Cheka violó a las mujeres en nombre de la liberación de la mujer, la
Cheka prohibió la prensa en nombre de la libertad de prensa; la Cheka hizo de la política el
peor delito y del delito legal la única política; la Cheka hizo desfilar al ejército como una
versión condecorada de sí misma; la Cheka, en fin, hizo de toda religión, miedo, y del
miedo la única religión» (p. 264). Asimismo, la dictadura del proletariado es vista como «el
despotismo más salvaje abatido sobre país alguno» (p. 329).
Afirma nuestro autor refiriéndose al socialismo francés: «En el debate del socialismo
francés, se comprueba que la fuerza del comunismo es alucinatoria. Pero no hay droga más
poderosa que la fe, lo que el viejo Catecismo católico definía así: “Fe es creer lo que no se
ve”. No veían, pero alucinaban. No a lo Lennon sino a lo Manson» (p. 134).
Federico interpreta el comunismo como «la mentira más duradera de la historia» (p. 37).
Pero éste, geopolíticamente desde plataformas estatales e imperiales, apenas duró 74 años
(China supo reestructurarse y se transformó en otra cosa, aunque el acento comunista lo
conserva). Tal «mentira» ha quedado desactivada políticamente. Sin embargo, el
cristianismo ha sido una mentira más duradera (como el judaísmo y el islam), y todavía
persevera en el ser con sus múltiples escisiones y avatares. Sobre la mentira del liberalismo
decir que, a día de hoy, existen los liberales (como Federico) pero no el liberalismo que,
efectivamente, es una mentira.
Afirma Federico: «No importa ni importó nunca la verdad -que se supo desde el
principio y desde el principio se rechazó- sobre la naturaleza genocida del comunismo en
Rusia» (p. 37). Y según nuestro autor, los líderes comunistas son «los mayores genocidas
de la historia de la humanidad» (p. 236). Aquí a Federico le decimos lo mismo que le
dijimos a Escohotado, esto es, que no hubo genocidio en Rusia (en la URSS), porque no se
ejecutaba a la gente por su condición racial o étnica, sino por su disidencia política (ya
fuese por quintacolumnista, sabotaje, traición o sedición, y no de modo gratuito sino por un
buen motivo, sin perjuicio de los atropellos que hubo). El hecho de acabar con la vida de
muchas personas no implica genocidio; pues genocidio, si atendemos a la etimología de la
palabra, significa matar a una serie de individuos por su condición racial o por pertenecer a
un determinado pueblo, esto es, el crimen sistemático y deliberado contra un pueblo o etnia
concretos; y los comunistas liquidaban a sus adversarios independientemente de
su nacionalidad étnica: daba igual que fuesen blancos, negros, amarillos, árabes, judíos,
latinos o chicanos: para la dictadura del proletariado eso era insignificante. En todo caso lo
que hubo fue clasismo (y no afirmamos que esto sea mejor o peor). Y tampoco hubo
totalitarismo porque un Estado totalitario es un imposible político, así como el monismo es
un imposible ontológico, y tan imposible como el progresismo escatológico del
izquierdismo más fundamentalista.
Así pues, llamar a Lenin (o a su sucesor) «genocida» es tan incorrecto (por muy
políticamente correcto que sea) como llamar a Franco «genocida» como hacen sociatas y
podemitas desde su fundamentalismo políticamente correcto y su ingenuidad o impostura
negrolegendaria (como también estaría fuera de lugar llamar «genocidas» a los
frentepopulistas de la Guerra Civil, por mucho Paracuellos que se quiera, porque aquello
fueron ejecuciones por cuestiones políticas y militares y no por cuestiones raciales).
Federico llega a hablar de «genocidio de católicos» (p. 470), haciendo referencia a los
crímenes contra sacerdotes y creyentes durante la Guerra Civil española (sobre todo en
Cataluña). Pero la expresión no es muy afortunada, porque católico significa universal, es
decir, puede ser católico un blanco, un negro, un amarillo, un mulato, un indio, &c.
(naturalmente en la España de la Guerra Civil casi todos eran blancos españoles). No se
trataba de matar a nadie por su condición racial sino por su condición religiosa. Federico
debería haberse inventado una palabra para referirse a tal atrocidad. Quizás «catolicidio»
hubiese sido la palabra correcta. Pero Federico da por buena la definición que da la corte
penal de Roma, que a nuestro juicio es una definición demasiado amplia y por ello mismo
confusa: «Aniquilación o exterminio sistemático y deliberado de un grupo social por
motivos raciales, políticos o religiosos» (p. 471). Pero tales crímenes no tuvieron su
motivación en cuestiones raciales sino políticas y religiosas (desde el «ateísmo militante»).
Federico pone como paralelismo actual de los bolcheviques a «los regímenes terroristas
islámicos como el ISIS» (p. 100). Y siguiendo a Bertrand Russell -que a su juicio en esto
«acierta de pleno» (a mi juicio falla de pleno)- afirma que comunismo e islamismo son
«religiones positivas» (p. 248). «Igual que hoy la “policía de costumbres” de los Estados
musulmanes -o de los barrios de las grandes ciudades europeas tomados por los islamistas-
vigila en la calle, las mezquitas, las escuelas, fábricas o medios de comunicación la
observancia de las suras del Corán, la sharia y las prédicas del mulá, en el primer Estado
totalitario de la Tierra, que fue el de Lenin, era fundamental obedecer “de corazón” el
evangelio político que lo regía todo» (p. 255).
Y con un par nuestro presentador asegura que Lenin es «EL AYATOLÁ ULIANOV» (p.
248), y los líderes comunistas son vistos como «sacerdotes o ayatolás de una verdad
revelada: nada menos que el sentido de la historia, es decir, el secreto de Dios. Marx y
Lenin se ven como Prometeo arrebatando la luz a los dioses, que es la Luz de la Ciencia,
para entregarla a los simples mortales, que arrastran ciegos su existencia sin comprender el
Gran Secreto: que el dinero, al que Marx llama Monsieur Le Capital, no es el medio más
fácil de llegar a las cosas sabiendo el precio para comprarlas, sino un astuto velo que oculta
la realidad de la cosa misma. ¿Y qué realidad? Mientras haya capitalismo no la podremos
conocer, ni la vida será vida. Mejor matar o morir» (p. 114). Se trata de «la Edad de Oro sin
oro, o sea sin dinero, donde cada uno viva como quiera, donde quiera y trabaje en lo que se
le antoje, si se le antoja. Esa utopía, que, como todas, es una ensoñación ante una realidad
difícil de entender o vivir, es lo que retorna con el leninismo. El socialismo utópico que se
vende como científico, el crecepelo social del Dr. Ulianov, que promete el paraíso a los
millones de jóvenes que salen de las trincheras como cadáveres morales» (p. 115).
Por fin puedo darle la razón a Federico, y que conste que lo estaba deseando; porque en
la escatología leninista que Lenin esboza, sobre todo en El Estado y la
revolución (probablemente su escrito más utópico, redactado entre agosto y septiembre de
1917 en su refugio finlandés tras los Días de Julio), el «socialismo científico» devino en un
socialismo utópico.
Tiene razón Federico cuando afirma que Lenin sitúa la historia entre dos utopías: «el
comunismo pasado que no existió nunca y el comunismo futuro, que nunca existirá… Por
supuesto, nunca existió esa famosa Edad de Oro, salvo en el magín de los poetas, tan a
menudo agobiados por las deudas; tampoco el matriarcado primitivo que asegura Engels
en El Origen de la familia, ni ningún comunismo pre-histórico, en el sentido literal del
término, salvo, quizás, el comunismo de Atapuerca, cuyo testamento yace en la Sima de los
Huesos: una horda primitiva de cazadores cerca del Burgos actual, un canibalismo sin
alfabeto, fuego, agricultura, ganadería, ciudades ni atascos, o sea, una versión salvaje de la
ensoñación urbanita que llama paraíso a un fin de semana rural» (pp. 246-247).
4. El Mal absoluto
Federico predica desde sus atalayas negrolegendarias y su Olimpo moral contra todo el
quehacer del comunismo, como si todo lo que éste hiciese (o, mejor dicho, hubiese hecho)
fuese malo per se. El locutor de esRadio acusa al comunismo de estar en permanente estado
de crimen contra la humanidad y ser la plaga y fuente no ya sólo de todos los males del
mundo sino de los peores. La culpa es siempre de los rojos, y el rojo del comunismo sólo
puede ser rojo de sangre. Ésta es una posición perezosa que, a su vez, da pereza refutar,
pero ¡qué remedio!
Si el comunista, según interpreta Federico, es «el consignatario del Bien total, absoluto,
intemporal» (p. 49), para él el comunista es consignatario del Mal total, absoluto,
intemporal. Y si una cosa queda clara en las 700 páginas de Memoria del comunismo es que
para su autor el comunismo es el Mal absoluto. Para Federico el comunismo no es más que
una aberración, el error por antonomasia, el mayor horror que ha dado de sí la historia, el
Mal por excelencia, el demonio de la geopolítica, en definitiva: una cosa ominosa. El
bolchevismo era sin duda «el Mal» (p. 314).
Federico se refiere a la doctrina bolchevique, siguiendo a Escohotado, como la «utopía
pobrista de Lenin» (p. 130), y sin dudarlo afirma que el bolchevismo es «la crueldad total»
(p. 220), el «humanicidio» (p. 346), una sucesión de crímenes horrendos; porque los
comunistas son «los peores hombres de la historia» (p. 347); porque eran «fabricantes de
miseria y peritos en terror» (p. 636); porque mataban a los contrarrevolucionarios como si
se tratasen de «insectos, a los que se aplasta y se olvida» (p. 550). En el momento en que
redactaba estas líneas -y no es broma sino pura casualidad- se posó un insecto en mi
pantalla y lo aplasté y al rato me olvidé. Pues, según el presidente de Libertad Digital, con
esa sangre fría acribillaban los malvados comunistas a los contrarrevolucionarios y a
aquellos que les venían en gana, viniese a cuento no, porque -como decía el menchevique
Yuli Mártov- el bolchevismo no fue otra cosa que una «verdugocracia» (p. 165).
Según Federico, «la Casa Lenin» «reinó sobre Rusia y su Imperio, mediante el terror más
desaforado, hasta 1991» (p. 292). Como si los 74 años de existencia de la Unión Soviética
hubiesen sido un todo continuo y homogéneo en el que no se desarrollaron diferentes fases;
como si al núcleo y cuerpo de la URSS no le hubiese correspondido un curso histórico en
el que se diferenciaron diferentes períodos. Para Federico los 74 años de la URSS fueron
Terror y nada más, como si los años 70 hubiesen sido iguales a los años 30, como si la
coyuntura nacional e internacional fuese idéntica en todas las épocas de su recorrido
histórico mientras perseveró en la eutaxia hasta que llegó su colapso distáxico.
Según el presentador de Es la mañana, la URSS fue un régimen «carcelario, ruinoso y
genocida» (p. 35), y sostiene que el llamado comunismo de guerra fue, en realidad, «el
único que hubo» (p. 230), y la gestión económica «una mezcla de ignorancia y crueldad»
(p. 271). Y así piensa que son todos los regímenes comunistas habidos y por haber. Y más
adelante sostiene: «El comunismo, inequívocamente definido por Lenin como una empresa
malvada que traerá alguna vez el Bien al mundo, es una religión satánica, seguramente más
actualizada que la del Evangelio» (p. 41), y también una «moderna religión caníbal» (p.
155). Al parecer, las tareas del bolchevismo se resumen en «crímenes de lesa libertad» (p.
87). El «socialismo real» se resume simplemente como «crueldad liberticida» (p. 145);
porque el comunismo no es otra cosa que «la culminación monstruosa, gigantesca, de todas
las tendencias liberticidas de la historia» (p. 636).
El comunismo es un crimen de «lesa ciudadanía» (p. 151), y «el sentido último de la
revolución comunista» es «el robo mediante el terror» (p. 154). «Por egoísmo, por uno
mismo, el ser humano es capaz de hacer muchas cosas malas. Por los demás, es capaz de
hacerlas todas. Para salvar su conciencia, salvando de paso a los demás, no vacila en
perpetrar atrocidades que, sin coartada política, le repugnarían» (p. 155). Los comunistas
son simplemente «ingenieros del desfalco y la hambruna capaces de arruinar cualquier
país» (p. 559). La URSS fue simplemente un «inmenso cementerio fabricado por Lenin y
Stalin» (p. 560). Luego para Federico la cuestión se resume así: «o crees en el comunismo
o te mato» (p. 246). Cosa que recuerda al Jesús más intolerante de los evangelios, cuya
cuestión puede resumirse así: «o crees en el cristianismo o vas al infierno». «Quien no está
conmigo está contra mí, y quien no recoge conmigo, dispersa» (Mt 12.30).
Federico se pregunta: «¿para qué es necesario el terror, que cuesta infinitas vidas y
mueve a las víctimas a resistir, en vez de esperar que la historia lo imponga?». El mismo
responde tan pancho a la pregunta: «Ni Marx ni Lenin lo explican. La razón es que les
gusta matar» (p. 604). Y llega a afirmar que los comunistas se dedicaron a «matar
deliberadamente de hambre a millones de personas, de su país y otros, para alcanzar el
paraíso de la raza superior comunista» (p. 620). Lo cual recuerda a Robert Conquest (1917-
2015), cuando afirmó que las hambrunas de Ucrania (lo que se dio a conocer como el
«Holodomor») fue «el único caso en la historia de un hambre provocada adrede por un
hombre» (Conquest, 1968: 36). Ese hombre era conocido como «Stalin», el hombre de
acero. La diferencia entre las tesis de Conquest y las tesis de Federico está en que el
primero, en el contexto de la lucha contra la URSS en la Guerra Fría, trabajaba a sueldo de
la CIA y sabía muy bien que lo que decía eran patrañas, y el segundo simplemente se cree
lo que dice.
Para Federico el comunismo es, en definitiva, «la peor lacra política que ha padecido la
humanidad» (p. 53). Afirma que los crímenes del comunismo se llevaron a cabo contra
seres humanos «por el simple hecho de haber nacido» (p. 57). O por puro sadismo, para
darse el gusto de satisfacer su retorcido gusto, porque Lenin y Stalin, al parecer, estaban
«provocando hambrunas y matando en masa a militares y civiles: matar, disfrutar
haciéndolo y aprovechar políticamente el terror» (p. 464). Los bolcheviques «disfrutaban
sádicamente de la Cheka, su máquina de matar» (p. 623), su «máquina de robar y matar»
(p. 263). El comunismo no es más que «la implacable máquina genocida de la hoz y el
martillo», y al ir contra la propiedad y en consecuencia contra la libertad «es la forma
moderna de esclavismo más atroz» (p. 624). El comunismo es sólo una «interminable fosa
de muerte y desolación» (p. 62). Como decía el entrañable Van Gaal: «Tú interpretación
siempre negativa. ¡Nunca positiva!»{5}.
El comunismo es meramente una serie de «vagos sociópatas que, con Marx como
referente, en cien años cien millones de muertos: Lenin, Trotski, Stalin, Mao, Pol Pot, el
Che, Fidel Castro, Abimael Guzmán…» (pp. 95-96). ¿Y cómo unos vagos van a hacer una
revolución? Nuestro autor insiste en que entre los líderes comunistas «ninguno de ellos
trabajó jamás» (p. 114). Como si estudiar las complejísimas condiciones materiales de la
sociedad de aquel presente, escribir artículos, libros y folletos (es decir, trabajar en la
prensa, como precisamente hace Federico) y hacer la revolución (lo que implica la lucha
armada, esto es, la guerra y su planificación, lo que en su vida ha hecho Federico, por muy
comunista que fuese en su juventud) no fuese un trabajo. Como si los comunistas fuesen
una panda de vagos y maleantes y delincuentes de poca monta, y encima unos sádicos
sedientos de sangre sólo por darse el gusto. Unos seres así nunca se habrían levantado
contra el Imperio de los zares, ni habrían vencido en una complejísima e internacionalizada
guerra civil, ni habrían levantado otro Imperio para hacerle frente a la imponente
maquinaria bélica del Tercer Reich, y ni mucho menos hubiese tenido tantos seguidores en
todo el mundo.
5. Lenin el Terrible
Federico le tiene especial inquina a Lenin. De hecho lo fundamental del libro consiste en
resaltar «la profunda maldad y la crueldad personal de Lenin» (p. 317). Su lema podría
ser Non placet Lenin. Después de éste, Lev Davidovich Trotski (1879-1940) es considerado
«el ser más fríamente malvado de todas las Rusias» (p. 160). Parece que a ambos les tiene
más inquina que a Stalin, aunque éste desde luego queda también retratado (o más bien
caricaturizado) como un demonio. Al parecer, Lenin se unió a Trotski (más bien fue Trotski
el que se unió a Lenin) por «la forja y disfrute del terror rojo» (p. 252).
Más que caer en la denominada falacia del hombre de paja, lo que hace Federico con
Lenin es caer en una especie de falacia del hombre-demonio, el hombre-psicópata, el
hombre-monstruo. Lenin es más malo que la quina, más malo que un dolor de muelas.
Federico es partidario de la perezosa tesis de echarle a Lenin la culpa de todos los males. Es
lo cómodo, ¡para qué marear la perdiz!
Lenin tenía como meta «alcanzar el poder absoluto» (p. 240) y a través de éste, piensa
Federico, el Mal absoluto. «Lo que caracteriza a Lenin como jefe de la Cheka y Gran
Maestre del Terror es su deliberada inmoralidad y su insaciabilidad criminal» (p. 256), y
«su terror era el Derecho» (p. 256). En una nota a D. I. Kurski decía Lenin: «La ley no
debería abolir el terror: prometerlo sería un engaño o una ilusión; debería ser concentrado y
legalizado desde el principio, claramente, sin escapatoria ni ornamentos» (p. 257).
Lenin es visto como «el tirano de los tiranos» (p. 648) que creó «el Imperio del Terror
comunista» (p. 36), «un agente del Imperio Alemán» que mataba de hambre a los suyos
sólo para darse el capricho, y exterminador de «todos los partidos políticos, sindicatos,
intelectuales, obreros y campesinos que no encajaban en sus planes tiránicos» (p. 37), y así
fue «el primero de los genocidas comunistas» (p. 237), porque el leninismo es sinónimo de
«guerracivilismo genocida» (p. 437) y Lenin un «ser eminentemente destructivo» (p. 270),
un sujeto malvadísimo que «se angustiaba cuando no se mataba lo suficiente» (p. 308). Los
cien años de comunismo fueron «bautizados con sangre rusa por Lenin» (p. 629). Lenin
sólo tenía una pasión: la revolución; pero se trataba de «una pasión siempre teñida de odio»
(p. 236). Y el motor de Lenin era «EL ODIO» (p. 186), «un odio salvaje, sin matices, como
rasgo principal de su carácter» (p. 187). Lo que Lenin hace (¿qué hacer?) es «coronar la
tarea de medio siglo de Terror» (p. 180). Asimismo, sostiene que Marx tuvo su éxito en
«asegurar científicamente el triunfo del odio» (p. 198).
Sostiene sin inmutarse que «todo lo hace Lenin. Trotski crea el ejército, el polaco
Dzerzhinski y el letón Latzis organizan la Cheka, pero el impulso criminal, inagotable en
sus reservas de odio, es siempre de Lenin. El lema “un buen comunista es un
buen chequista” se convierte en la prueba de fidelidad al nuevo régimen. El empeño
criminógeno contra la socialdemocracia que exhibe en forma de verbos y adjetivos en La
revolución proletaria y el renegado Kautski no sustituye como en cualquier escritor,
incluso político, al asesinato. Como todo sociópata, lo anuncia, lo disfruta y guarda como
trofeos algo que haya pertenecido a sus víctimas. Desde antes de 1905, primer intento de
toma del poder, Lenin muestra en las cartas y órdenes a su partido una auténtica obsesión
por la toma de rehenes. Esa costumbre de secuestrar y encarcelar a familiares, incluso
niños, de los que se oponen o podrían oponerse a su afán de poder absoluto es una de las
características del régimen soviético» (p. 126).
Como si Lenin fuese el demonio en el infierno y los demás meros diablillos que
obedecen a ciegas sus siniestras órdenes, porque «todo, absolutamente todo el totalitarismo
está en Lenin, en sus cinco años de poder, incluidos el racismo y la voluntad genocida que
él inauguró» (p. 305). Lenin es «un Tirano de tres cuernos -partido-gobierno-Estado- y una
cabeza, la del secretario general del PCUS, que mediante el terror implacable, absoluto, se
convierte en dueño de personas y cosas, vidas y haciendas, como el peor déspota de la
historia» (p. 669).
Según nuestro autor, hasta 1924 Lenin fue «el mayor asesino de masas de la Historia» (p.
167), «el mayor terrorista de Estado de la Historia» (p. 185), y el autor de la tiranía «más
criminal y duradera» (p. 184), y presidió «una inmensa carnicería» e inauguró «el más
inmenso cementerio de inocentes conocido hasta entonces» (p. 210). Lenin es retratado
como un sociópata que, en palabras del menchevique Yuli Mártov, «podía destruir el
sentido moral de la revolución» (p. 127). Por todo esto Lenin «buscó, como nadie antes, el
mal del pueblo» (p. 184), porque -al igual que Feliks Dzerzhinsky (1877-1926)- «era un ser
incapaz de compasión» (p. 411). «De la alimentación de los rusos, Lenin no se ocupó salvo
para empeorarla o, llegado el caso, eliminarla. Pero no hay noticia de un solo bolchevique
muerto de hambre» (p. 243). «A matar curas y burgueses: eso es Lenin y el leninismo» (p.
275). En resumen, los cinco años de poder leninista parten de un solo punto: «la infinita
capacidad de odio concentrada en Lenin» (p. 277).
Según Federico, Lenin sólo tenía una pasión: el Poder. «Una pasión destructiva, hecha de
odio, y alimentada por una melancolía, la ausencia en su vida cotidiana de la única mujer
con la que tuvo una relación intelectual, amorosa y sexual supuestamente satisfactoria,
Inusia Armand, con la que no se casó por razones de imagen; y un desengaño que Lenin
vivió y explicó como amoroso: el de Plejánov» (p. 233). «Lenin siempre fue cruel, carente
de empatía ante el sufrimiento ajeno, ayuno de escrúpulos y devoto del axioma “el fin
justifica los medios”. En Suiza, eso le había llevado, poco antes de su súbita resurrección
política de la mano de Alemania, a la marginación social y a perder amigos y contactos,
hasta los financieros, que lo veían como un loco amargado, empeñado en enfrentarse a todo
y a todos para lograr el poder. Lo mantuvo siempre, entre algodones, el círculo de sus
mujeres: la esposa devota, la amante alegre, su hermana Anna y, hasta que murió, su madre.
Según Potriesov, que lo conoció de cerca, solo su suegra mantenía una guerra constante y
cómica con él y era la única que no agachaba la cabeza» (p. 331).
Afirma Federico que, a su juicio, de la ruptura de Lenin con Guiorgui Plejánov (1856-
1918) salió una personalidad «volcada en ese afán de exterminio de masas, en última
instancia de todos» (p. 237). Un juicio absurdo, como si la represión en los primeros años
de la Rusia soviética, especialmente en la guerra civil, no hubiese estado condicionada por
circunstancias objetivas (muy difíciles de afrontar), sino por el rencor subjetivo de Lenin,
que quiso vengarse de Plejánov con el exterminio de millones de personas porque tenía una
enfermedad que «somatizaba sus disgustos ideológicos» (p. 237), porque «la enfermedad
de Vladimir Ilich Ulianov era Lenin» (p. 331). Eso es algo tan absurdo como decir que la
enfermedad de Jiménez Losantos es Federico.
El objetivo político de Lenin, asegura Federico, «no era solo apropiarse violentamente de
lo ajeno, sino la negación misma de lo ajeno y el disfrute que le produce, que desde el
instante en que llega al poder es el Doctor Muerte de la eugenesia de clase, el Mengele de
la eutanasia de masas, el Ángel Exterminador de todos los millones de rusos que sobraban
en la sociedad comunista» (p. 623).
Según Federico, la clave de las ansias de poder de Lenin está en lo que Sigmund Freud
(1856-1939) llamaba el «ideal del yo», que se manifiesta en forma de deseo ilimitado y
«omnipotencia infantil». Pero, a diferencia de Adolf Hitler (1889-1945), en el cual las
masas alemanas veían su ideal del yo, Lenin -sostiene Federico- nunca se ganó a las masas
y tuvo que someterlas por mediación del Terror. Como si Lenin hubiese sido un
superhombre con superpoderes (no ya un superhéroe sino un supervillano) y su partido
político no hubiese estado respaldado por una parte importante de la población, de ahí que
piense que el susodicho fue el creador del primer régimen comunista «con poder absoluto
sobre vidas y haciendas, sin atadura o limitación moral alguna» (p. 305). Alucina nuestro
locutor cuando afirma que los bolcheviques llevaron a cabo «la guerra civil contra su
pueblo» (p. 250), es decir, que le declararon la guerra «a todo el pueblo» (p. 263). Como si
buena parte de la población de lo que era el Imperio Ruso no se hubiese puesto de parte de
los bolcheviques en la guerra civil de 1918 a 1920 (de hecho un 25% de los votos a las
elecciones para la Asamblea Constituyente fueron para los bolcheviques). Por muy terrible
que hubiese sido Lenin, los bolcheviques, necesariamente, tuvieron que gozar del apoyo de
buena parte de las masas. Pensar lo contrario es pensar en la posibilidad de lo sobrenatural
y milagroso. De hecho ya lo decía Lenin en diciembre de 1917, cita que recoge el propio
Federico: «Si las masas no se alzan espontáneamente, no llegaremos a nada» (p. 263). Y de
hecho el propio Federico lo reconoce al informar de que en el verano de 1919, en la lucha
contra el ejército del general Denikin, los rojos disponían de «gran superioridad numérica»
(p. 284).
Federico argumenta como un moralista filisteo. Pero Lenin tiene bastante razón cuando
afirma (y Federico se lleva las manos a la cabeza): «No creemos en la moralidad eterna y
denunciamos lo ilusorio de los cuentos de hadas sobre la moralidad» (p. 256). ¿Pero es que
acaso es posible una moralidad eterna? ¿Es que eso no son cuentos de hadas?
Al menos Federico es consciente de que «el buen izquierdista de nuestro tiempo debe
amar al comunismo y odiar a Stalin, España es la fórmula para disfrutar de esa bipolaridad:
condenar al verdugo y defender su guillotina» (p. 432). Y más adelante reconoce que los
izquierdistas salvan a Lenin «achacándole todos los males del sistema comunista a la
desviación o degeneración de Stalin» (p. 571). Federico al menos niega la leyenda de que
«Lenin era el culto y leído y Stalin el zafio ignorante» (p. 345).
Y aquí está la leyenda negra contra Iósif Vissariónovich Dzhugashvili alias Stalin (1878-
1953), leyenda que ha calado de manera incontestable en la mentalidad de los izquierdistas
españoles y también de los comunistas (lo que queda de ellos, que es más bien una cosa
socialdemócrata, y cuando no explícitamente separatista). De lo que no se dan cuenta estos
izquierdistas (en general casi toda la progresía) es de que Stalin, que ni mucho menos era
un puritano de la ideología, tuvo que corregir buena parte del ideario marxista-leninista, y
tener más en cuenta de lo que se tuvo hasta entonces la dialéctica de Estados, lo que
suponía la bancarrota de la ideología de la revolución mundial y la inmersión de la URSS
en la Realpolitik de la dialéctica de Imperios de cara a la Segunda Guerra Mundial
(bautizada como «Gran Guerra Patriótica») y la consecuente Guerra Fría. Porque la fase
superior del comunismo estuvo en la victoria contra el Reich y en la construcción de
un Imperio generador, sin prejuicio de su distaxia tras sólo 74 años de existencia en los
complejísimos problemas de la geopolítica realmente existente. Aunque la actual Rusia de
Vladimir Putin (Leningrado, 1952) no ha salido de la nada y ahí está: en la primera línea de
los problemas geopolíticos actuales.
Estos «leninista» bien pensantes que consideran al estalinismo como una degeneración e
incluso como una aberración son presos de la mitología del pecado original. El Bien
supremo, el leninismo, es arrebatado al pueblo por la serpiente del estalinismo. «El Bien
Supremo perdido trae como contrapartida el Salvador- Reconstructor que viene a
proponernos algún tipo de medicina para retornar a los bienes praeternaturales primigenios.
Así, el gurú marxista nos propondrá acaso volver al Marx original (o Engels, Lenin, Stalin
o quien fuera) para dotarnos así de un “saber crítico” que nos libere del dogmatismo
soviético. La publicación de la MEGA2 está generando este tipo de “fundamentalismo
marxiano” consistente en volver a las fuentes como si en esas fuentes estuviera la clave
para explicar todos los problemas del capitalismo moderno y con ello todos los males que
nos envuelven. No se trata de negar la importantísima labor del equipo de la MEGA2 ni de
su importancia actual de Marx. Todo lo contrario. De lo que se trata es de negar que con
solo volver a estudiar a Marx desde fuentes originales podamos desprendernos de los
problemas con los que los descendientes políticos de Marx y sus contrincantes tuvieron que
lidiar. No nos alejamos mucho de la realidad si afirmamos que el marxismo actual ha
sufrido una “protestantización” creciente, entendiendo por tal la pérdida de la referencia a
la Tradición marxista-leninista, para volver a la sola Scriptura de los MEGA2 o las Werke.
Así, llegamos al idealismo más exultante cuando se analizan los problemas “desde las
coordenadas marxistas” al margen de la propia tradición marxista realmente existente. ¿Se
puede hablar, por ejemplo, todavía del fin de la familia sin contar con la experiencia
soviética? Quienes hablan de la traición del régimen soviético a los ideales emancipatorios
de la familia burguesa se olvidan de que el régimen soviético realmente intentó acabar con
la familia tradicional. Lo intentó pero no pudo y tuvo que rectificar pero no para volver a
una familia “del Antiguo Régimen” sino para configurar un modelo especial de familia, el
soviético, que han estudiado sociólogos, historiadores y filósofos. No se trata de que los
marxistas tengan que defender necesariamente ese modelo sino constatar que toda
discusión marxista al margen de los intentos marxistas efectivos acaban siendo el más puro
ejemplo de metodología idealista que pretende hablar al margen de los materiales realmente
existentes» (Esquinas, 2015: 65-66).
En la Universidad de Sevilla, en siete u ocho años (licenciatura, máster y doctorado),
conocí a varios individuos que decían que eran «comunistas» (en realidad eran progres o
directamente perroflautas), pero ni uno solo era estalinista, todos los que conocí eran
fervorosamente antiestalinistas. Los «leninistas» que denigran a Stalin suelen ser
trotskistas. Con uno de éstos me crucé un día por los pasillos de mi facultad y me dijo que
su organización (Izquierda Anticapistalista, hoy simplemente Anticapitalistas -o
«Anticapis»- integrados en Podemos, o no tan integrados) era una organización de
«marxistas revolucionarios»: «Somos trotskistas». Y yo sin inmutarme le dije que era
«estalinista». «¡Tú eres de los asesinos!», me increpó el prenda desde su Olimpo moral con
indignación retroantiestalinista negrolegendaria, como si Trotski hubiese sido un osito de
peluche. En realidad estos sujetos son marxistas nini: ni marxistas ni revolucionarios. Esta
clase de sujetos son puritanos de la ideología y se sitúan desde la estratosfera del Olimpo
moral y el filisteísmo del fundamentalismo democrático y no desde las complejidades de la
política real que trituran toda demagogia y toda utopía.
El único que conocí en la universidad que admiraba a Stalin era yo mismo, los demás
eran presos de la leyenda negra (tanto en el alumnado como en el profesorado). ¿Significa
eso que yo era más listo que los demás? No, simplemente estaba mejor informado en esa
cuestión; como los demás estaban mejor informados que yo en otras cuestiones. Así de
simple.
Como dice Rittersporn, «la mayor parte de las ideas corrientes sobre Stalin son
absolutamente falsas. Pero, decir esto es una empresa casi desesperada. Si afirmáis, incluso
tímidamente, ciertas verdades inalienables sobre la Unión Soviética de los años 30, os vais
a ver tildados de “estalinistas”. La propaganda burguesa ha inculcado una imagen falsa pero
extremadamente potente de Stalin, imagen que es casi imposible corregir, hasta tal punto
las emociones suben en el momento en que abordáis el tema. Los libros sobre las Purgas
escritos por los grandes especialistas occidentales como Conquest, Nove, Deutscher,
Schapiro y Fainsod, no valen nada, son superficiales y redactados menospreciando las
reglas más elementales que todo estudiante de historia aprende en el primer curso. De
hecho, estas obras están escritas para dar una apariencia académica y científica a la política
anticomunista de los medios dirigentes occidentales. Presentando bajo apariencias
científicas la defensa de los intereses y valores capitalistas y “a priori” ideológicas de la
gran burguesía» (citado por Martens, 1994: 74).
Según nuestro autor, «Lenin era de ideas fijas» (p. 316). Pero eso no es en absoluto
cierto, porque Lenin, como buen marxista, adaptaba sus ideas a las circunstancias, y por
ello tuvo que modificar sus tesis, aunque sin abandonar el marxismo (sin que le negamos
del todo ciertos tics dogmáticos e incluso, si se quiere, sectarios y fanáticos). Pero Lenin
jamás quiso matar el espíritu del marxismo con la letra del mismo. Y ahora vamos a ver
cómo Stalin profundizaba aún más en la corrección del marxismo-leninismo, para afrontar
con mayores garantías las complejas circunstancias. Pues se trataba no ya de corregir sobre
el papel, sino sobre el terreno de la política real.
Para Federico «el problema del comunismo es, simplemente, el comunismo» (p. 35). Lo
que quiere decir que el problema del comunismo no es el estalinismo, como sostienen los
puritanos de la ideología, sino el mismo comunismo que, a juicio de Federico, se mantiene
en esencia igual de Lenin a Stalin, puesto que «todo, desde el principio, está en Lenin» (p.
35). Según nuestro autor, Stalin continuó el «totalitarismo» que fundó Lenin «pero al que
no añade cualitativamente nada» (p. 305). Nuestro autor piensa que la diferencia entre
Lenin y Stalin es meramente cuantitativa. «Lo que diferencia a Stalin de Lenin es que tuvo
más poder para la misma política» (p. 40). «Nada hizo Stalin, una década más tarde, que no
hiciera antes Lenin. Apenas la fijación anticipada de cuotas de requisa de grano, que luego
se generalizaron en la URSS para todo: recaudar o fusilar» (p. 310). «Todo lo de Stalin» es
interpretado como «una continuación de la política de Lenin» (p. 391). Para nuestro autor
Stalin fue «el Lenin de turno» (p. 242) o simplemente «el Tirano Heredero» (p. 313); pero
Stalin fue mucho más que eso.
Tales afirmaciones son del todo incorrectas, porque el estalinismo supuso la vuelta del
revés del marxismo-leninismo en el ejercicio o momento tecnológico (no ya en
la representación, porque ideológicamente, en el momento nematológico, no se quería
reconocer ni presentar así, y de hecho tal reconocimiento abierto no hubiese sido lo más
prudente, aunque al fin y al cabo no hubo más remedio que modificar ciertas tesis del
leninismo). Es decir, el estalinismo tuvo que incorporar a sus expectativas la dialéctica de
Estados y abandonar la filosofía de la historia que hipostasiaba la dialéctica de clases con
la consecuente victoria del proletariado universal en la revolución mundial (cuyo epicentro
pasaría de Moscú a Berlín). De modo que los acontecimientos en la Realpolitik forzaron el
abandono del esquema escatológico de la revolución mundial que fue sustituido por
el ortograma de un Imperio generador cuya capital no sería desde luego Berlín sino
Moscú; de ahí que no se hablase de «revolución mundial» en los años de la Segunda Guerra
Mundial sino de «Gran Guerra Patriótica». De todos modos, la ekpirosis de la revolución
mundial y la supuesta, como consecuencia de la misma, palingenesia del comunismo final
era la trama normativa fundamental a partir de la cual el gobierno soviético ejecutaba su
política (geopolítica) efectiva. Del mismo modo que el Imperio Español se valía de la
cristiandad católica para la empresa de su ortograma de Imperio generador o los Estados
Unidos se valen de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y de la democracia
liberal parlamentaria para justificar su dominio y expansión urbi et orbi en un supuesto
«Fin de la Historia», como decía Francis Fukuyama (Chicago, 1952) cuando caía la Unión
Soviética (de hecho tal fin de la historia no fue otra cosa que el fin de la historia de la
Unión Soviética).
De modo que -como dice el mismo Federico- la concepción histórico-política de
sociedad comunista final en la que todos los antagonismos son suprimidos más que un
«socialismo utópico» era más propia de un «socialismo quimérico» (p. 246), puesto que
la Realpolitik de la dialéctica de Estados y la dialéctica de Imperios puso en evidencia la
patraña de la revolución mundial y el consecuente, como se presumía, comunismo final
(que vendría a ser una concepción análoga a la utopía fundamentalista científica del
conocimiento total de las cosas en donde no cabe el ignorabimus){6}. Ahora bien, la
revolución mundial era un mito intercalado con el mito del proletariado universal, que no
hay que reducir a la pasión de Lenin («su pasión verdadera») de «ser el amo del mundo» (p.
323). Porque finalmente lo que cuenta no son los finis operantis del sujeto
operatorio Vladimir Ilich Uliánov, sino los finis operis que concluyeron en la construcción
del Imperio Soviético (sin perjuicio de su ulterior distaxia o caída).
El estalinismo vino a corregir determinados elementos irracionales y mitológicos que
arrastraba el marxismo-leninismo, como el del «proletariado universal» y el «hombre
total», el cual se suponía como capaz de autocontrolar su evolución; con lo cual estaríamos
ante una tesis no sólo ucrónica sino también metafísica. El mito del proletariado universal
fue disuelto por la administración estalinista en el ejercicio de la política real que tuvo que
llevar a cabo, sin más remedio, por mantener la eutaxia de la URSS; y esto sin duda supuso
una reestructuración del leninismo, que es lo que desde el materialismo
filosófico llamamos vuelta del revés. La reestructuración -perestroika- que quiso llevar a
cabo Mijaíl Gorbachov (Stávropol, 1931) décadas después hizo que el sistema colapsase y
entrase en bancarrota, sin perjuicio de que ésta ya se venía incubando desde antes de
Gorbachov, aunque la administración de éste fue el colmo de la imprudencia política, por
no decir el apogeo de la estupidez política.
José Ramón Esquinas (Málaga, 1979) habla de «inversión estalinista», en la cual «los
conceptos dejan de ser el medio por los cuales los marxistas hablaban del proletariado para
suponer aquello mediante lo cual hablamos de la URSS. En otras palabras, la inversión
estalinista supone que hay que reinterpretar mucho del material soviético no desde las
coordenadas del “proletariado universal” sino desde la dialéctica de los Imperios que se
disputaban la hegemonía global durante la Guerra Fría. Y esto está claro ya desde las
famosas palabras del fiscal Vichinsky (“Ser internacionalista significa defender la Unión
Soviética”) hasta los textos de formación política de finales de los ochenta» (Esquinas,
2015: 256).
En la página 259 leemos: «Hitler siempre quiso exterminar a los judíos y Lenin siempre
quiso exterminar a todos los que no entraran en sus planes de crear una sociedad comunista,
bien porque se le opusieran, bien porque le estorbaban. Nada lo demuestra mejor que ver el
funcionamiento del modelo de las SS, la Cheka, que detrás de la Guardia Roja, modelo de
las SA, la que dio el cómodo Golpe de Octubre, siguió desde el principio el plan leninista
de dominio y exterminio de cualquier obstáculo a su proyecto totalitario».
Federico cita el poema del pastor protestante Martin Niemoller (1892-1984), «que en una
de sus mentiras más exitosas los comunistas suelen atribuir a Bertolt Brecht» (p. 147):
«Cuando los nazis vinieron a buscar a los comunistas, yo guardé silencio,/ porque yo no
era comunista./ Cuando encarcelaron a los socialdemócratas,/ guardé silencio/ porque no
era socialdemócrata./ Cuando vinieron a por los sindicalistas,/ no protesté/ porque yo no
era sindicalista./ Cuando vinieron a por los judíos,/ no pronuncié palabra,/ porque yo no
era judío./ Cuando finalmente vinieron a por mí,/ no había nadie que pudiera protestar»
(pp. 147-148).
Pues bien, Federico hace, de modo muy brillante, la siguiente paráfrasis: «Cuando los
bolcheviques tomaron el Palacio de Invierno y apresaron al Gobierno Provisional, los
social-revolucionarios o eseristas de izquierdas no protestaron, porque no pertenecían al
Gobierno Provisional. Cuando ilegalizaron al Partido Constitucional-Demócrata (Kadete),
no protestaron porque no eran liberales de derechas. Cuando prohibieron la libertad de
prensa, no protestaron porque sus periódicos, con los bolcheviques, podían circular.
Cuando prohibieron la huelga, no protestaron porque ellos no eran obreros capaces de
alzarse contra la revolución. Cuando Lenin creó la Cheka, la aceptaron porque a ellos no
iba a perseguirlos. Cuando Lenin empezó a encarcelar mencheviques, ellos callaron porque
no eran mencheviques. Cuando empezaron a perseguir social-revolucionarios de derechas,
ellos lo aceptaron porque eran de izquierdas. Y cuando, al fin, vinieron a por los eseristas
de izquierdas por denunciar el tratado de Brest-Litovsk, no había gobierno, asamblea,
prensa, sindicatos, mencheviques, kadetes, ni siquiera social-revolucionarios de derechas
que los defendieran» (p. 148).
El terror leninista es interpretado como «la eugenesia de masas o eugenesia de clase» (p.
150). Y así, todo truco retórico sirve a mayor gloria de la reductio ad Hitlerum. Si bien es
cierto que la eugenesia se incubó en países democráticos y liberales.
No obstante, Federico tiene el acierto de evitar la reductio ad Hitlerum en relación al
alzamiento nacional (del bando nacional) del 18 de julio de 1936: «Por supuesto que en
España no existía una amenaza fascista, ni fue fascista en su origen el alzamiento de
Franco, ni tuvo que ver con algún tipo de supremacismo racial al modo de Hitler o
estatalista a lo Mussolini» (p. 375). Que conste en acta que en esto tiene toda la razón
nuestro estimado periodista (y que también conste que siempre celebro sus aciertos y
razones).
2. La tríada comunismo, fascismo y nazismo
En la página 51 afirma que «el bolchevismo llega al poder en 1917, el fascismo en 1924
y el nazismo en 1934, y que los tres fenómenos políticos provocaron la mayor pérdida de
vidas humanas de la historia, no solo en el frente sino en la retaguardia, con millones de
víctimas inocentes, se niega de forma deliberada, cruel, indiferente a la memoria de esas
víctimas». Como si todos las victimas fuesen inocentes y sus muertes se hubiesen
provocado por pura maldad sin ton ni son y sin venir a cuento. Y como si el liberalismo no
hubiese derramado ni una gota de sangre y no hubiese provocado ninguna hambruna por el
mundo. Liberalismo bueno; comunismo, nazismo y fascismo (que en el fondo son la misma
cosa), malo. Esa es la visión de Federico: el maniqueo de Orihuela del Tremedal.
Así como fue un tópico de la propaganda soviética «que el nazismo y el fascismo fueron
modelos que adoptó el Estado capitalista para defenderse de la revolución socialista,
auténtica democracia real» (p. 616), también es un tópico, en este caso de la propaganda
capitalista, la ecualización entre comunismo, fascismo y nazismo. Ni siquiera sería correcto
aplicar la reductio ad Hitlerum al fascismo italiano.
Como se ha dicho, «No negamos las terribles confluencias que hubieron de tener lugar
entre las formas del nazismo y del estalinismo. Se trata de interpretar estas confluencias de
otro modo, como un episodio de la symploké de sistemas sociales y políticos enfrentados,
que caminan acaso en la misma dirección pero que llevan sentidos contrarios» (Bueno,
1978b).
3. Totalitarismo
Para Federico el comunismo no es propiamente una utopía, pues «Lenin halló un topos y
el ensueño comunista llegó a medio mundo» (p. 212). Lenin entiende el comunismo más
bien como una distopía y «una alucinación totalitaria» (pp. 433-434). Y el leninismo lo
entiende como «la autoridad omnímoda del Estado y la falta absoluta de libertad personal»
(p. 506), ya que el leninismo fue un «poder absoluto» (p. 231). A juicio de nuestro
presentador, el totalitarismo tiene en el comunismo su «más conseguido y duradero avatar»
(p. 629). Y, por lo visto, de tal totalitarismo, fascistas y nazis sólo son aprendices.
Afirma Federico que uno de los mejores libros que estudia «el leninismo como vástago
de Marx» (p. 193) es Lenin y el totalitarismo (libro malo) del chileno Mauricio Rojas
Mullor (Santiago de Chile, 1950), «respetado académico liberal» que «escribe para cumplir
con su deber moral de antiguo comunista» (p. 193), es decir, otro moralista filisteo
retroanticomunista negrolegendario. Un libro que ya en la portada puede verse la reductio
ad Hitlerum en la que está preso el autor (la portada es fácil de ver tecleando en Google).
Rojas, como ya hicieron Karl Popper (1902-1994) en 1945 y Zbigniew Brzezinski (1928-
2017) en 1956, ecualiza a comunismo, fascismo y nacionalsocialismo como «sistemas
totalitarios». El sistema totalitario es interpretado como aquel «donde se intenta la
destrucción sistemática de toda vida social independientemente del colectivo representado
por el Partido-Estado» (Rojas, 2012: 17). Se trataría, entonces, de «un sistema que aniquila
toda sociedad civil independiente y liquida cualquier espacio de libertad individual, ya sea
económico, social o cultural» (Rojas, 2012: 73). Se dice, además, que este sistema crea una
clase dominante dotada «de todos los mecanismos del poder total, particularmente un
aparato para ejercer el terror sobre toda la sociedad, un monopolio prácticamente absoluto
sobre la economía, la educación y los medios de comunicación, una ideología oficial (el
marxismo-leninismo [o, en su caso, el fascismo o el nacionalsocialismo]) y, finalmente, un
líder con poderes cada vez más ilimitados. Surge así un tipo de Estado que no solo no tolera
la independencia de los ciudadanos sino que exige su adhesión activa a una ideología o
visión del mundo que penetra completamente a la sociedad hasta convertirse en una especie
de seudorealidad que termina substituyendo a la realidad misma. Esto es lo que los teóricos
del nacionalsocialismo llamaron, acertadamente, Weltanschauungsstaat, es decir, Estado
ideológico o, más literalmente, “Estado de una visión del mundo”» (Rojas, 2012: 73-74).
Por ello, según Mauricio Rojas, el cual sigue sin criterio crítico las tesis de Hannah
Arendt (1906-1975) (cuyos trabajos eran un brindis a la CIA en plena Guerra Fría), el logro
más siniestro del sistema totalitario está en «su capacidad de contaminar el medio ambiente
mental de un pueblo hasta crear un desdoblamiento psíquico que debilita interiormente toda
voluntad de resistencia. Se trata de la esencia misma del Weltanschauungsstaat, ese Estado
cuya lucha fundamental es por el dominio absoluto de las mentes imponiendo
una Weltanschauung o “visión del mundo” que adquiere tal realidad que termina haciendo
que todo aquel que no la comparta o que simplemente la ponga en duda se convierta en un
perturbado mental no solo ante el mundo circundante sino, muchas veces, ante sí mismo»
(Rojas, 2012: 131). Cosa que, curiosamente, pasa en la era del fundamentalismo
democrático, en la que el que no es demócrata es señalado inmediatamente de ser un
«fascista», es decir, un sádico hijo de puta.
Como bien se ha dicho, «Si el poder se atribuye al todo -al Estado- y si se parte de la
hipótesis de que fuera del Estado total no queda nada de poder -salvo la impotencia-
entonces la historia del poder habrá de reducirse al proceso de la reproducción de esa
totalidad monótona que aplasta necesariamente a las partes a las cuales envuelve y cuyo
Orden constituye, como un momento necesario del Orden del Mundo. Pero si en lugar de
usar esta oposición (metafísica) entre el Todo y la Nada se acude a la oposición dialéctica
entre la parte (el Estado, en cuanto explotador, no es el todo, sino una parte o clase social,
dominadora de otras clases sociales) y la parte (que, por tanto, debe tener ya un poder: el
poder burgués contra el Estado feudal, el poder obrero contra el Estado capitalista) entonces
la historia política ya es lógicamente al menos posible. Porque las proporciones de esta
oposición entre las partes y las partes pueden ya cambiar, y han cambiado de hecho, según
un orden interno, que es el orden de la historia. La dialéctica de las partes frente a las partes
es la dialéctica del pluralismo: no existe un todo global, monista (la totalidad insoslayable
de la que habla Levy) que avanza implacable hacia un fin, bueno o malo» (Bueno, 1978b).
4. La cuestión judía
Nuestro presentador acusa a Marx de «redomado antisemita» (p. 198). Pero Marx no era
antisemita al estilo que insinúa Federico, sino en el sentido de ir contra el judaísmo,
religión tan delirante como el islamismo (aunque al menos no es proselitista); cosa que
reconoce el mismo Federico al escribir que Marx «pretendía que todos los judíos fueran
obligados a abandonar su religión» (p. 199). Es decir, se trataba de una cuestión religiosa, y
no de una cuestión racial al estilo nazi.
Federico además sostiene que Marx despreciaba a Ferdinand Lassalle (1825-1864) «por
ser judío y tener sangre negra» (p. 212). ¡Falso de todas todas! Porque Marx no despreciaba
a Lassalle, y menos aún por ser judío y de sangre negra. Y no lo despreciaba porque si así
fuese no hubiese atacado sus ideas. La tolerancia es el desprecio, y a Marx ciertas tesis de
Lassalle le resultaban sencillamente intolerables. Por eso en 1975, 11 años después de la
muerte de Lassalle, redactó la Crítica del programa de Gotha, programa que estaba
impregnado de lassallismo. Criticar no es despreciar, precisamente es justo lo contrario.
5. La cuestión polaca
Federico pone el grito en el cielo (como tantos otros, como también los progres)
haciendo referencia al pacto germano-soviético de no agresión de la madrugada del 23 al 24
de agosto de 1939: «¡como si nunca se hubiera repartido Polonia con Hitler!» (p. 129).
Merece la pena que nos paremos para matizar eso del reparto de Polonia entre nazis y
soviéticos, ya que Federico da por buenas sin más la versión oficial de los relatos
negrolegendarios, pero en rigor no hubo «trágico reparto nazi-soviético de Polonia» (p.
290).
Hay que tener en cuenta que el ataque a Polonia lo llevó a cabo la URSS dos semanas y
medias después de la invasión alemana: el 17 de septiembre de 1939. El casus
belli consistía en que la mayor parte de la población del este de Polonia (unos once
millones) era de etnia bielorrusa y ucraniana, pretendiéndose así que dicha masa no cayese
en manos nazis (aunque es cierto que casi la mitad de estos once millones eran polacos).
Antes, la URSS pidió a Polonia un pacto para introducir tropas del Ejército Rojo en
territorio polaco en caso de invasión alemana, pero Polonia no lo admitió al temer que si el
Ejército Rojo pisase terreno polaco después no lo abandonaría (lo mismo temió Franco
cuando Hitler le pidió introducir a la Wehrmacht en España para tomar Gibraltar,
acordándose de lo que ocurrió a principios del siglo XIX con la ocupación francesa bajo el
pretexto de tomar Portugal, tradicional y fiel aliado del Imperio Británico). Los polacos
prefirieron hacerle frente a los alemanes antes de pedirle ayuda a la Unión Soviética, y así
decían: «Con los alemanes arriesgamos nuestra libertad: con los rusos nuestra alma» (citado
por Lozano, 2011: 256).
Ya siete años antes, en 1932, la URSS firmó un pacto de no agresión con Polonia, que se
ratificó en 1934 (el mismo año que polacos y alemanes también firmarían un pacto de no
agresión). El pacto sería para diez años, el cual fue incumplido por los soviéticos el 17 de
septiembre de 1939 (aunque, en rigor, no se podía seguir cumpliendo porque ya no existía
el Estado polaco).
Como dice el mismo Federico, «¡Así se reescribe la historia!» (p. 129). Pues sí, así se
reescribe; porque si aparecen nuevos relatos o nuevas reliquias no hay más remedio que
revisar y criticar la historia que antes se escribió (por eso la historia es una cuestión que
concierne al presente, pues sólo desde el presente puede reconstruirse e interpretar
los fenómenos en función de los materiales que se disponga, esto es, de las
nuevas reliquias y los nuevos relatos que se van adquiriendo, así como la filosofía desde la
que se posiciona el historiador, pues el «espíritu de partido», ya sea en el ejercicio o en
la representación, es insoslayable y toda neutralidad es capciosa).
De todas maneras lo que a Federico le escandaliza es el pacto entre las dos potencias
«totalitarias», como también a los progres les escandaliza que los comunistas pactasen con
los nazis. Pero no se trataba de un pacto, digamos, pensado a nivel de dialéctica de
clases entre comunistas y nazis sino más bien un pacto (no olvidemos que de «no
agresión») pensado a nivel de dialéctica de Estados entre alemanes y soviéticos. Y en
geopolítica las alianzas son tan importantes como las propias fuerzas (aunque también en
la dialéctica de clases). Y si firmar un pacto con la Alemania hitleriana era firmar un pacto
con el diablo, otro tanto de lo mismo era pactar con británicos, franceses y americanos, ¿o
es que acaso éstas eran potencias divinas o angelicales, portadoras de la bondad pura,
absoluta e inmaculada? Pues no, porque en ese momento ambos Imperios estaban
explotado a sus colonias en buena parte del mundo.
Pero la URSS salió muy bien parada con ese «pacto» con el «diablo», pues con suma
prudencia lo fue continuamente violando al anexionarse Lituania el 3 de junio de 1940,
Letonia el 5 de junio y Estonia el día 6. Asimismo, el 25 de junio le exigió a Rumanía la
inmediata entrega de Besarabia y Bukovina del Norte. El 30 de diciembre atacó Finlandia,
obligando a esta nación a que le cediese importantes territorios en el Báltico, en el Océano
Ártico y en Carelia. Por otra parte, en marzo de 1941 apoyó el golpe de Estado antialemán
en Yugoslavia e hizo un pacto de Ayuda Mutua con el nuevo gobierno yugoslavo, gobierno
que había denunciado el pacto que el anterior gobierno había hecho con el Reich. «Stalin,
gran político, sabía -no podía no saberlo- que los territorios que él mismo se había
anexionado, quebrantando el Pacto Germano-Soviético, indicaban a Berlín con toda
claridad su tendencia expansionista hacia Occidente. Esos territorios constituían un glacis
de protección de la URSS, de manera que, en caso de guerra, la aviación alemana quedaría
muy alejada de los principales objetivos militares soviéticos. Por otra parte, el objetivo de
Stalin, es decir, que se desencadenara en Occidente una guerra entre democracias y
fascismos ya se había logrado, coadyuvando a ello, en buena parte, el Pacto Germano-
Soviético, auspiciado y propiciado por Stalin. El plan consistía en que democracias y
fascismos se desangraran mutuamente y luego Stalin llegaría en un pacífico paseo liberador
hasta Gibraltar, Noruega e Irlanda. Para tantear a Hitler, Stalin mandó a Molotoff a Berlín
en Noviembre de 1940 pidiendo carta blanca al Reich para ocupar el resto de Rumania,
Bulgaria, la Macedonia Griega incluyendo el puerto de Salónica y los Dardanelos»
(Bochaca, 1982: 148).
6. Reductio ad Bakunim
Afirma Federico que el anarquismo de Mijaíl Bakunin (1814-1876) tiene muy pocas
diferencias con el «socialismo científico» de Marx y Engels: «Ambos son enemigos de la
propiedad privada, del libre comercio, del pluralismo político, del sistema representativo a
través del Parlamento, de la legalidad y de las reformas sociales a través de cambios
legales, ambos desprecian la lucha pacífica por el poder y se burlan de la alternancia
democrática mediante el voto» (p. 168). Y más adelante sostiene: «la supuesta y radical
diferencia entre Marx y Bakunin es, a efectos políticos, vista desde la sociedad en su
conjunto y sobre todo lugar sus víctimas, realmente mínima» (p. 458). Y añade: «Los
“libertarios” de la CNT-FAI y los “científicos” del PCE-PSUC y el POUM, coinciden en lo
esencial: acabar con la libertad y la propiedad, asesinar a los “enemigos de clase”, destruir
la familia, la religión y la Iglesia -y de paso, casi todo el arte monumental en Europa-,
prohibir la Justicia independiente, hacer de la Escuela un predio estatal, y de los niños,
rehenes y propagandistas de la revolución. Lo que cada uno de los dos comunismos se
atribuye, que en el “libertario” es la libertad y en los marxistas-leninistas el orden
revolucionario, es mera propaganda: ambos aspiran a una dictadura que les permita a ellos
en exclusiva, incluyendo los de Marx a los de Bakunin o viceversa, robar sin límite y matar
sin tasa» (p. 458).
Pero si bien es cierto que hay semejanzas, las diferencias son profundísimas. Marx se
propuso liquidar los componentes anarquistas de la Internacional y dotarla de una potente
estructura jerárquica, cosa que Bakunin no podía aceptar de ninguna de las maneras.
Asimismo, si para Bakunin era inconcebible el fortalecimiento del Estado, para Marx era
imprescindible el fortalecimiento del Estado-nación (la nación política, despreciando las
«naciones sin historia»), para que así el proletariado se desarrollase y organizase sus
condiciones para la revolución comunista; es decir, si para Bakunin el Estado es un mal en
sí mismo, para Marx es un tránsito hacia el comunismo, lo que denominó «dictadura del
proletariado», de la que abominó Bakunin. Por tanto, Marx interpretaba la revolución
burguesa como eslabón necesario en la concatenación histórico-económica que
desembocaría en la revolución comunista universal.
Como escribió Bakunin a la redacción de La liberté de Bruselas tras su expulsión en el
Congreso de La Haya de 1872, «Nosotros no aceptamos -ni tan sólo como forma
revolucionaria transitoria- convenciones nacionales ni asambleas constituyentes, ni
tampoco las llamadas dictaduras revolucionarias, dado que estamos convencidos de que la
Revolución sólo es honesta, honrada y real en manos de las masas, pero que si se concentra
en manos de unas pocas personas gobernantes, se habrá de convertir inmediata e
inevitablemente en reacción… No cabe duda de que entre la política de Bismarck y la de
Marx existe una sensible diferencia, pero entre los marxianos y nosotros se abre un abismo.
Ellos son los hombres del gobierno y nosotros los anarquistas, ocurra lo que ocurra» (citado
por Enzensberger, 1999: 325-326).
Pero nuestro Federico se queda más con las semejanzas (abolición de la propiedad
privada) que con las diferencias, y por eso le da igual ocho que ochenta y una vez más cae
en la falacia del semejantismo. Es un caso flagrante de no hilar fino al no establecer
clasificaciones que aclaran y distingue el entendimiento. De las pocas diferencias que
Federico constata entre Marx y Bakunin es que el primero «suele mantener un cierto orden
dogmático» y el segundo «se le escapa a veces una especie de arcaísmo liberal a lo Herzen»
(p. 216).
Leyendo otros párrafos da la sensación de que Federico interpreta la rivalidad entre Marx
y Bakunim por el control de la Primera Internacional como una lucha de egos y no por
cuestiones ideológicas, tecnológicas o estratégicas. Y si bien no hay que negar la guerra de
egos que había entre ambos sujetos operatorios, eso no reduce la confrontación; pues ésta
va más allá de los finis operantis de los sujetos implicados, y lo que importa es la obra
objetiva que dejaron a la posteridad: sus finis operis.
Podemos tiene mucho, o más bien lo tiene todo, de lo que Pedro Insua (Vigo, 1973) ha
llamado «izquierda Imagine» (por la canción de John Lennon y su ridícula letra; en la que,
entre otras perlas, se dice «imagina que no hay países»).
2. Neocomunismo y populismo
Hay un apartado que nuestro autor lo titula «EL PELIGRO POPULISTA EN GENERAL
Y EL COMUNISTA EN PARTICULAR» (p. 46), con el que parece que está dando a
entender que el comunismo es una especie de populismo. El autor divide el populismo en
«tres modelos esenciales» (p. 46): el populismo que va contra la inmigración
(fundamentalmente de musulmanes), el que se rebela contra los medios de comunicación y
la formación de la opinión pública y se los apropia para la dictadura de lo políticamente
correcto y, por último, el populismo «que nace de la deslegitimación de la libertad, la
propiedad privada y la igualdad ante la ley, los tres principios del liberalismo contra los que
se alzó el comunismo, cuya primera y terrorífica manifestación fue el Estado Soviético
creado por Lenin» (p. 48). «En fin, hay populismos sindicalistas de izquierdas y populismos
nacionalistas de derechas. Lo que nunca veremos es un populismo liberal» (p. 677).
Frente a lo que vulgarmente se dice, sobre todo por políticos y periodistas, Podemos no
es un partido populista. Ya en el otoño de 2014 Turrión se impuso a Pablo Echenique (el
que hoy día es su «sicario número uno», como dice Federico con su habitual exageración)
alzándose con la secretaría general del partido e imponiendo una estructura vertical frente a
la estructura horizontal que defendían Echenique y los «Anticapitalistas», que hasta ese
momento era la vigente en la organización morada. De este modo Turrión hizo que
Podemos se alejase del procedimiento asambleario del 15M, en donde se decía que «otra
democracia es posible», y optó por el «centralismo democrático» en el que las pequeñas
células (los «círculos») se plegasen a los dictados del comité general, pues los círculos
suponían una amenaza de disolución del partido (aunque en Andalucía le están creciendo
los enanos con la rebeldía de Teresa Rodríguez y «El Kichi», que encima le afeó lo del
«casoplón» y además con razón). Y así Podemos se hizo un partido más de la partitocracia
coronada del Régimen del 78, un partido más de la casta.
Otra cosa es que Podemos sea populista por apostar por «los pueblos», es decir, por
hablar de una supuesta «plurinacionalidad» en la que están presos los pueblos por el
despotismo del Estado español. Estaríamos ante un populismo-separatismo. De hecho, el
«centralismo democrático» (tan caro en el marxismo-leninismo) que Turrión impuso en
Vistalegre I, desmarcándose del asamblearismo del 15M (lo que era propiamente
populismo), no sirve, sin embargo, para aplicarlo a la nación española, que Podemos
considera un «país de países», y por ello está a favor del llamado «derecho a decidir» (en
realidad privilegio de una parte a decidir por el todo) {7}. Pero de esto hablaremos en otro
apartado.
Como se ha dicho, «Podemos representa, sin duda, un caso de éxito político, un partido
centralista perfectamente acomodado a la tecnología y el control del presente mediático,
que supo aprovechar buena parte de la inconsistente “indignación” de los demócratas
acampados el 15M, hace cinco años, y que no ha necesitado recurrir a demasiadas asesorías
técnicas universitarias, pues quienes lo promueven son profesores e ideólogos con amplia
experiencia en dirigir procesos políticos, al margen de los desastrosos resultados obtenidos
y del incierto futuro inmediato que espera a naciones políticas como Venezuela, Ecuador o
Bolivia». Pero la formación morada «aunque represente sin duda un éxito como tal partido,
ya consolidado y homologable al resto de la casta partitocrática, no representa, por el
idealismo y la confusión de sus planteamientos, ninguna solución que pueda asegurar la
unidad de España, y no su descomposición en una “Europa” metafísica o en una
“Humanidad” inexistente» (Bueno Sánchez, 2016: 18-19).
3. Podemismo y postmarxismo
Podemos es visto, y se culpa de ello al «káiser Rajoy», como un «comunismo mediático»
(p. 234). Pero la posición de la formación morada se aproxima mucho al eurocomunismo
antisoviético de los años 70, y así lo exponía Turrión el 18 de enero de 2016 en una
entrevista por Skype a la Fundación CREA, de Chile. Le decía el líder podemita a la
entrevistadora Valentina Olivares: «Lo fundamental es que seamos capaces de empujar las
contradicciones del adversario, y estoy pensando en la socialdemocracia. Alexis [Tsipras]
lo tenía claro. Cuando gana las elecciones en Grecia, lo fundamental para las condiciones
de posibilidad de desarrollo del proyecto político de Syriza no era una alianza con Rusia y
no era una alianza con China, como soñaron algunos aprendices de brujo de la geopolítica.
La clave era que Francia cambiara de actitud respecto a Alemania, y la clave era que Italia
cambiara de actitud con respecto de Alemania. Lo fundamental de lo que está haciendo
Podemos en España es que nosotros podemos llevar a una posición al Partido Socialista en
la que tenga que rectificar de verdad porque no le quede más remedio. Porque, si no, se
pueden enfrentar a la desaparición. Por eso, yo insistía siempre en que es fundamental que
nosotros superemos al Partido Socialista para poder trabajar con el Partido Socialista. No
para hacerles desaparecer, porque es muy difícil que esas tradiciones políticas
desaparezcan. Pera para llevarles a una posición en la que ellos tengan que elegir
básicamente entre seguir colaborando con las fuerzas conservadoras, que siguen
comprometidas con una dinámica de austeridad y de acentuación de lo peor del
neoliberalismo [la condena de Pablo Manuel al neoliberalismo, como vemos, no es total,
sino solo parcial], o ponerse a trabajar en otra dirección pues, digamos, más
neokeynesiana. Sé que hablar de neokeynesianos, seguramente, parece que es hablar de
poco. Pero seguramente esas son las condiciones imprescindibles para que podamos pensar,
poco a poco, en que se produzcan avances sociales en una dirección que nos acerque a la
justicia social. Y eso en Europa es clave. No basta con que gane el Sinn Fein en Irlanda, no
basta con que gane Syriza en Grecia. Es necesario que seamos capaces de colocar a las
fuerzas de la antigua socialdemocracia en una posición, a ser posible, de subalternidad con
respecto a nosotros que hagan que gobiernen de otra manera. Que, de alguna forma,
cambien de bando» (citado por Armesilla, 2016: 139-140, los corchetes son de Armesilla)
{8}
. «Porque eso es todo a lo que aspira Podemos, a conseguir realizar aquel sueño
imposible de recuperar un PSOE prístino, inmaculado, “marxista” (ahora postmarxista),
que vuelva a ser de “izquierda”. Eso sí, forzado por un partido político nuevo, que lo
“someta” para que, desde su sometimiento, recapacite y vuelva a ser lo que supuestamente
fue. Iglesias II quiere recuperar, por la fuerza, el partido de Iglesias I, que nunca volverá
quizás, porque, realmente, nunca existió… Iglesias II conformó Podemos como el gran
experimento postmarxista, un partido superador y aniquilador del marxismo en España, que
profundizaría en la “democracia radical” que no puede ser otra cosa que liberalismo
político socialdemócrata con una dirección económica “neokeynesiana”. Lo que parece
pragmatismo político, no encierra sino, en verdad, socialfascismo. La absorción de IU-PCE
mediante un pacto electoral de cara a las nuevas elecciones generales de 2016, salvo que el
PCE se haga con el control de Podemos, no solo será una absorción de una estructura
institucional, sino también ideológica, en tanto que el marxismo, y el leninismo, en el PCE,
aunque existentes en algunos militantes, agrupaciones e ideólogos del Partido o cercanos a
él, no son nematología propia del partido que fundó José Díaz en 1921. Es decir, el Partido
Comunista de España se deja absorber por Podemos porque no es, en su ortograma
genérico, un partido comunista» (Armesilla, 2016: 140-141).
Por eso Turrión, como Alberto Garzón (Logroño, 1985), tiene de comunista lo que Lenin
y Stalin tenían de podemita; esto es, entre el cero y la nada. Porque el marxismo de
Podemos es un marxismo diluido en la posmodernidad, lo cual hace que el marxismo quede
neutralizado. De modo que el podemismo es un marxismo more postmodernum, es decir,
no es un marxismo; más bien es un totum revolutum de disparates demagógicos ad
nauseam. «No es casual, por otra parte, que desde mediados del siglo XX, la mayoría de
teorías e ideas legitimadas institucionalmente en el ámbito universitario hayan empezado a
conformarse en el mundo anglosajón, sobre todo en los Estados Unidos. Es desde el
Imperio Estadounidense desde donde estas teorías postmodernas izquierdistas han
empezado a fraguarse, y las izquierdas, definida e indefinidas, de Europa occidental, la
Oceanía angloparlante y de Iberoamérica, sobre todo desde la década de 1980, han tomado
estas influencias como las más importantes. No necesariamente han sido solo filósofos,
sociólogos o politólogos estadounidenses o británicos los padres de estas criaturas.
Podemos han sido influido por teóricos anglosajones muy importantes. La teoría del
sistema-mundo del sociólogo Inmanuel Wallerstein (1979, 1984, 1998) y las ideas de Noam
Chomsky sobre el poder político, los medios de comunicación de masas y el imperialismo
capitalista (1992, 1992), han tenido una influencia enorme en la cúpula de Somosaguas que
domina Podemos. Pero han sido el argentino Laclau y la belga Mouffé quienes han sido
decisivos en la conformación del partido en los últimos años» (Armesilla, 2016: 108).
Así pues, el podemismo es más bien un postmarxismo, para el cual «la política es la mera
construcción de grandes relatos. Una construcción que coincide con una época, aquí y
ahora, en que Kant aparece redivivo frente a Marx y contra Marx» (Armesilla, 2016: 134).
Y no digamos contra Lenin (y de Stalin mejor ni hablar, ya que los podemitas simpatizan
más con León Trotski).
Podemos es señalado por nuestro Federico como la «resurrección del más rancio
leninismo» (p. 517). Su líder, Pablo Manuel Iglesias Turrión (Madrid, 1978), es visto por
nuestro periodista como ni más ni menos que «la última reencarnación leninista en España»
(p. 152), «un líder totalmente leninista» (p. 586), «un comunista indudablemente rabioso»
(p. 587), aunque, eso sí, un «bolchevique con aire nazareno» (p. 587).
A Turrión le llama «Pablenín», como si éste fuese el nuevo «Lenin español»; cuando el
personaje no llega ni a Largo Caballero (1869-1946), y en todo caso se aproxima a «Corto
Zapatero». Y a su partido lo cataloga como «neocomunismo del siglo XXI» (p. 389),
cuando no llega ni a neosocialfascismo. Da la sensación de que para Federico Lenin no es
calvo sino que tiene coleta.
Dice Federico que Turrión «puede parecer tonto de puro vanidoso, pero no lo es» (p.
590). Bueno, algo de tonto sí tiene, sobre todo en sus miserias terciogenéricas, esto es, su
corrupción ideológica, la locura objetiva en la que está envuelto que, a kilómetros, hiede a
hispanofobia y leyenda negra. Turrión es víctima de la LOGSE, de la leyenda negra y del
antifranquismo retrospectivo más fanático y estúpido. Es el vivo retrato del izquierdista
fundamentalista nacido y criado en el Régimen del 78. Y además un cursi (sobre todo
cursi).
Así pues, cabría preguntarse: ¿Es Turrión más papista que el Papa? ¿O acaso el Papa es
más podemita que Turrión?
Pero Turrión y Federico deberían saber (y por lo que leo ni el uno ni el otro parecen
saberlo, tampoco lo supieron muchos comunistas españoles) que Lenin dijo al respecto
entre abril y junio de 1914 en «El derecho de las naciones a la autodeterminación»: «En la
Europa continental, de Occidente, la época de las revoluciones democráticas burguesas
abarca un lapso bastante determinado, aproximadamente de 1789 a 1871. Esta fue
precisamente la época de los movimientos nacionales y de la creación de los Estados
nacionales. Terminada esta época, Europa Occidental había cristalizado en un sistema de
Estados burgueses que, además, eran, como norma, Estados unidos en el aspecto nacional.
Por eso, buscar ahora el derecho de autodeterminación en los programas de los socialistas
de Europa Occidental significa no comprender el abecé del marxismo» (Lenin, 1914).
Los líderes y militantes de Podemos, así como muchos de sus simpatizantes y votantes,
«se caracterizan por negar la realidad de la Nación Española realmente existente (el
“Imagina que no ha países” de John Lennon se transmuta en “Imagina que no existe
España”, puesto que tras las visitas de Turrión a Grecia y otros lugares apoyando el
patriotismo parece que este lema sólo se aplica a la Nación Española); por el contrario, al
tiempo que niega la existencia de la Nación Española, muestra una especial simpatía por las
naciones fraccionarias que alientan los separatismos que buscan la destrucción de España,
tales como ETA o sus filiales, a quienes aplaude porque “van contra el sistema” (incluso a
adalides de la ETA como el recientemente excarcelado Arnaldo Otegui, les denomina como
“hombres de paz”… y dado que su posición inicial no ha sido la de los políticos sino la de
profesores, se mantienen en la cómoda indefinición política, nunca han sido una izquierda
políticamente definida respecto al Estado, sino una izquierda que o bien divaga en la línea
de los denominados “intelectuales”, o bien se identifica con el humanismo más difuso que
pide el buen trato de los presos de ETA, que considera a España una “cárcel de pueblos”,
manteniendo así una posición extravagante» (Rodríguez Pardo, 2016: 27-28).
Ante la pregunta que da título al libro sobre Podemos que Pentalfa editó en 2016
(Podemos. ¿Comunismo, populismo o socialfascismo?), creo que la opción para responder
a dicha pregunta no está en la misma; pues la respuesta es separatismo o, al menos, la
formación morada es el mejor «compañero de viaje» del separatismo (aunque también han
sido estupendos compañeros de viajes los diferentes inquilinos monclovitas). Y los autores
son plenamente conscientes de ello: «Podemos ha de considerarse no como un partido
nacional, sino como un pseudopartido, un conglomerado de confluencias entre varias sectas
separatistas que logra así hacer más bulto que un partido político de ámbito nacional; no
hay más que ver cómo en las elecciones generales del 20 D [de 2015], Podemos logró 42
diputados y Ciudadanos 40, pero las confluencias de los podemitas en lugares donde el
separatismo antiespañol está muy asentado, como Galicia, País Vasco, Valencia o Cataluña,
lograron cosechar nada menos que 27 diputados más que sumar, hasta alcanzar la cifra de
69, en virtud de la sobrerrepresentación parlamentaria que caracteriza a los partidos de
ámbito regional en la Nación Española» (Rodríguez Pardo, 2016: 37, corchetes míos).
A la vez que simpatizan con los separatistas, los miembros de Podemos están presos de
un europeísmo ingenuo. «El europeísmo de Podemos entiende que Europa es una unidad
conflictiva que puede transformarse mediante un efecto dominó político. Pero este
argumento es, realmente, tan ingenuo como el de los bolcheviques que pensaban que la
Revolución de Octubre de 1917 sería el capítulo inicial de la transformación revolucionaria
de Europa durante la Primera Guerra Mundial. Eso nunca ocurrió, entre otras cosas porque,
en realidad, los partidos comunistas nunca han sido facciones nacionales de un único
partido internacional. La humanidad es una totalidad isomérica, pero no es atributiva,
porque está dividida en clases y Estados, y nunca puede ir en una única dirección mientras
no esté unida por un gobierno universal que la totalice atributivamente, algo que no ocurrirá
salvo invasión extraterrestre o algún tipo de amenaza similar de posibles repercusiones
trascendentales por apocalípticas» (Armesilla, 2016: 142).
8. Podemos: la quintaesencia del Régimen del 78
Podemos, al igual que el PSOE e Izquierda Unida, también trata de presentarse como
«federalista», aunque no tengan muy claro qué es eso del federalismo (que en el fondo es
un separatismo cortés). «Sépanlo o no, el impulso para la configuración de una España
federal cuyas partes constitutivas coinciden a grandes rasgos con la España autonómica no
venía del Moscú, capital de un socialismo realmente existente, sino, muy al contrario, de
los Estados Unidos desde los que se pretendía frenar el comunismo fortalecido tras la
victoria en la II Guerra Mundial… Convencido de la existencia de esas realidades
nacionales nítidas y diferenciales -comunidades diferenciadas las llamó la Comisión
española del Congreso por la Libertad de la Cultura- Podemos ha tomado el relevo, lo sepa
o no, de aquellas iniciativas en las que tanto tuvo que ver la Iglesia católica tan vilipendiada
por algunos de los miembros más activos de este grupo -recuerde el lector el destape de
Rita Maestre en la capilla de la Universidad Complutense-. Si el anticomunismo es la
principal exigencia para llamar la atención a los servicios secretos norteamericanos, la
última frontera ideológica para participar en el Contubernio de Múnich que reclamaba a
partes iguales democracia y trato diferenciado a determinadas regiones españolas, la gran
mayoría de los participantes en esta oposición dirigida y financiada por los Estados Unidos
tenía una inequívoca fe católica que permitía aumentar el radio de sus acciones y contactar
con otros grupos vinculados a la fe cristiana como, por ejemplo, Pax Romana o el Opus
Dei. Una Iglesia que iría también transformándose según las directrices de la
encíclica Pacem in terris, pero que se ajustaría a las junturas naturales del modelo
autonomista-federalista hasta el punto de reclamar la iglesia “indígena”, vascoparlante y
pobre en las Vascongadas en cuyo seminario de Derio se elaboró una epístola en las que
pueden encontrarse, siendo generosos, enormes concomitancias con los objetivos
perseguidos por la ETA que se financiaba en esas herriko tabernas que hacían las delicias
de Iglesias [Turrión]… Podemos se caracteriza entre otros atributos, por su fideísmo
negrolegendario, rasgo que le obliga a considerar a España como un error histórico cuyas
nefastas consecuencias se pueden ver tanto en esa América que habla español en la que las
naciones debieran crecer exponencialmente al calor del indigenismo, como en una España
que no es más que una superestructura que la aleja de su verdad estructura plurinacional
gracias a la cual los españoles quedarían discriminados en cuanto a derechos y obligaciones
tras la realización de una nueva transición. Para tan distáxicos objetivos trabajan con
tenacidad Pablo Iglesias y los suyos, en coalición con la Izquierda Unida que desactivó al
PCE, razón por la cual cabe calificar a Podemos y sus aliados como unos genuinos
subproductos del régimen del 78, del cual son su quintaesencia» (Vélez, 2016: 82-84-87,
corchetes míos).
Separatismo y constitucionalismo no se oponen sino que más bien se conjugan. Es decir,
el separatismo ha sido posible por el constitucionalismo setentayochesco. La constitución
del 78 es condición de posibilidad del separatismo y de los «partidos» separatistas. La
constitución es madre del separatismo, y madre de Podemos. «Podemos es la conclusión
lógica del régimen del 78, aunque en ocasiones la conclusión lógica de todo régimen
político pueda llevar a acelerar su propia descomposición, si bien dicha descomposición ya
estaba delineándose desde los fundamentos mismos de su construcción. Esta
descomposición no tiene por qué implicar el final formal del régimen del 78 y de las
conexiones básicas de sus instituciones políticas y económicas de poder» (Armesilla, 2016:
91). «Podemos, a diferencia de lo que puedan pensar emic Iglesias II, e incluso también
algunos de sus amigos más acérrimos en el campo de la “derecha” española (Esperanza
Aguirre, Federico Jiménez Losantos, &c.; contraria sunt circa eadem), no es una fuerza de
ruptura con el régimen de 1978 y con el orden internacional vigente. Es decir, no es una
“verdad de producción” sino una “apariencia falaz” de ruptura de revolución o de “proceso
constituyente” expresión tan de moda ahora que evita hablar de revolución o de reforma
radical, y que tiene su origen en la idea de “poder constituyente” de uno de los autores
postmarxistas de cabecera de Iglesias II, el italiano Toni Negri» (Armesilla, 2016: 94).
Podemos es «el resumen catastrófico de todos los errores cometidos por ese régimen y
esa clase política… Podemos es una pesadilla, porque lejos de lo que la gente piensa, y
sobre todo lejos de lo que ellos pregonan, no es un partido o una opción ideológica que
surge desde fuera del sistema en crisis de descomposición: es su expresión más acabada,
algo así como su fase superior… es el fruto de su sistema educativo, de su universidad y de
las ideologías ahí gestadas durante el último cuarto de siglo, pero que se estructuraron
desciplinariamente a partir del 68, que poco tuvo ya que ver con el marxismo, o con el
materialismo o con la historia, pues con lo que en realidad tuvo que ver, y mucho, fueron la
imaginación (“la imaginación al poder” y la “licencia poética” para hablar de política, y
para hacerla), el hedonismo utópico y la crítica juvenil al poder y la autoridad (“prohibido
prohibir”, traducido luego en el “mandar obedeciendo” zapatista, precisamente. Podemos es
la realización política del hipismo del 68 previo paso, para ponerse al día, por el neo-
zapatismo, la antiglobalización y la socialdemocracia. Pacifismo, antipoder, asambleísmo,
anarquismo, exuberancia estética y retórica exaltada, ecologismo radical, liberación sexual
(“poliamor”), adolescencia rebelde y permanente (no ponerse corbata), ignorancia de la
historia, individualismo en estado puro, cólera psicológica reprimida convertida en
fundamento doctrinario (los indignados). Son como cátaros a albigenses medievales, que lo
quieren purificar todo… El diputado rastafari y los cursis -sobre todo cursis- y
autosatisfechos diputados con el bebé entre las manos en el Congreso de los Diputados no
fue otra cosa que la esperpéntica combinatoria de Bob Marley, Manu Chau, Blanca Nieves,
Shakira y el Subcomandante Marcos puestos en escena: el trabajo perfecto de
desestructuración ideológica de una sociedad trabajada con minuciosidad por el
neoliberalismo y la globalización. No señores, no se equivoquen: no estaban ese día, en el
Congreso, recuperando las grandes tradiciones socialistas europeas, o el legado intelectual
de ese gigante de todos los tiempos que fue Carlos Marx; ni el genio y la astucia estoica de
un Togliatti o de un Gramsci; o la reciedumbre de un Juan Negrín o de un Lázaro Cárdenas:
estaban recordándonos a Marley, a Shakira y el cretino de John Lennon juntos,
acompañados de la cursilería pacifista y ética de Saramago» (Carvallo, 2016: 158-164-
165).
La génesis y estructura de un partido como Podemos muestra el nivel de corrupción
ideológica y de locura objetiva al que ha llegado la sociedad española del Régimen del 78,
que con Podemos ha llegado a la totalización de las posibilidades de su proceso. Cada día
está más claro que nuestro presente en marcha se caracteriza por el imperio de la estupidez
más espantosa sin la menor macha de inteligencia. Ya lo dijo Gustavo Bueno el 15 de
septiembre de 2015 en su última entrevista, antes de morir con las botas puestas y el
pensamiento firme hasta el final: «En España tenemos el cerebro hecho polvo»{19}.
Por tanto, el comunismo sólo pudo ser más o menos viable desde la plataforma de un
Estado concreto que, para ser más exacto, era un Imperio (al menos etic desde nuestras
coordenadas, y no emic desde las coordenadas del marxismo-leninismo, que consideraba
despectivamente «imperialistas» a sus rivales capitalistas). Este Imperio era la Unión de
Repúblicas Socialistas Soviética. Y, a decir verdad, el comunismo sólo pudo propagarse
considerablemente a través de la dialéctica de Estados tras la victoria de la Unión Soviética
contra el Reich nacionalsocialista en la Segunda Guerra Mundial, mucho más que por
mediación de la dialéctica de clases en diferentes guerras civiles (aunque, como decimos,
algunos partidos comunistas triunfaron, cosa imposible sin la ayuda soviética).
Luego más que los diferentes partidos comunistas de las distintas naciones, fue el
Ejército Rojo el que, manu militari, implantó el comunismo en diferentes Estados
(fundamentalmente en Europa del Este, lo que el imperialista Churchill denominó «talón de
acero»). Según el comunista yugoslavo Milovan Djilas (1911-1995), al terminar la Segunda
Guerra Mundial Stalin afirmó que «Esta guerra no es como las del pasado; quienquiera que
ocupe un territorio también impone su propio sistema social en él. Cada uno impone su
sistema hasta donde lleguen sus tropas. No puede ser de otra forma» (citado por Service,
2010: 289-290).
Por tanto, tras las condiciones que se dieron tras la Segunda Guerra Mundial, no tenía
ningún sentido condenar a Stalin como traidor por no llevar a cabo los ideales de la
revolución mundial al preconizar el «socialismo en un sólo país», pues en dicho momento
el orden social soviético se extendía por Europa y Asia (de Berlín a las islas Kuriles),
rompiendo así el «cascaron nacional», siendo además instigador de diversas revoluciones
en diferentes países (China, Vietnam, Corea del Norte y Cuba). La revolución mundial fue
meramente intencional o literaria: era una revolución de papel, tal y como se planteaba en
tiempos de Lenin y tal y como la planteaba Trotski con su teoría de la revolución
permanente. El único modo de que la revolución mundial tuviese algo de efectividad y no
se quedase en mera retórica propagandística era mediante el avance cortical del Imperio
Soviético que se sustentaba en la doctrina del socialismo en un solo país. Por eso en 1931
Stalin llegaría a decir que «las cuestiones cardinales de la revolución rusa eran, al mismo
tiempo (y lo son ahora), cuestiones cardinales de la revolución mundial» (Stalin, 1977:
578). Se trataba, pues, del ortograma que denominamos imperialismo generador (con todas
nuestras reservas porque en toda generación hay necesariamente depredación). Es más, a
través del Imperio de la Unión Soviética, Rusia entró en la Historia Universal como nunca
antes, ni por asomo, lo había hecho.
Eso sí, todo ello, gracias a la herencia del Imperio zarista, como reconoció Molotov:
«Menos mal que los zares rusos conquistaron tantas tierras para nosotros por medio de la
guerra. Ello hace más fácil nuestra lucha contra el capitalismo» (citado por Montefiore,
2010: 547). Es decir, no mediante la palabrería de los profetas desarmados sino con un
Imperio armado se puede plantar cara al capitalismo, aunque a la larga este Imperio terminó
vencido tras el deshielo de la desestalinización y la imprudencia distáxica de
la perestroika (entre otras muchas cuestiones que hicieron inviable la eutaxia e inevitable
la distaxia del Imperio Soviético).
Queda claro, pues, que la dialéctica de Estados hace imposible (a la historia nos
remitimos) la unidad internacional del proletariado frente a la burguesía y la consecuente
paz perpetua que la victoria de esa utópica unión traería, paz que tampoco traería la unidad
de los diferentes Estados distribuidos por el planeta, porque los Estados (y los Imperios
o plataformas continentales) están siempre en dialéctica, como ya en 1821 sabía muy bien
Hegel pensando contra el panfilismo perpetuo de Kant: «La paz perpetua ha sido
presentada con frecuencia como un ideal al que los hombres deberán tender. Kant propuso
en ese sentido una federación de príncipes que ejerciera la función de árbitro en las
desavenencias entre los Estados, y la Santa Alianza tenía aproximadamente esa finalidad.
Pero el Estado es individuo y en la individualidad está contenida esencialmente la negación.
Por lo tanto, aunque se constituye una familia con diversos Estados, esta unión, en cuanto
individualidad, tendrá una nueva oposición y engendrará un enemigo» (Hegel, 1821: 478).
Es decir, las alianzas entre los diferentes Estados no se realizan por filantropía, sino para
unir fuerzas frente a otras alianzas, y «si una sociedad quiere hacer la guerra a otra y
emplear los medios más drásticos para someterla a su dominio, tiene derecho a intentarlo,
ya que, para hacer la guerra, le basta tener la voluntad de hacerla. Sobre la paz, en cambio,
nada puede decidir sin el asentamiento de la voluntad de la otra sociedad. De donde se
sigue que el derecho de guerra es propio de cada una de las sociedades, mientras que el
derecho de paz no es propio de una sola sociedad, sino de dos, al menos, que, precisamente
por eso, se llaman aliadas» (Espinosa, 1677: 116). Asimismo, «dos Estados se relacionan
entre sí como dos hombres en el estado natural» (Espinosa, 1677: 115); porque el derecho
natural quiere decir que cada cual tiene tanto derecho como poder, es decir, «el derecho
sólo se define por el poder» (Espinosa, 1677: 163); un derecho natural que, no obstante,
excluye los derechos humanos (los derechos del hombre burgués, por cierto). Y, como
sabía muy bien Marx, «Entre derechos iguales decide la fuerza» (Marx, 1867: 235), y «El
derecho no es más que el reconocimiento oficial del hecho» (Marx, 1847: 171). Lo demás
es la Ciudad de Dios de la comunión de los santos y de los ángeles o la Alianza de
Civilizaciones de los pensadores Alicia.
Federico se empeñó en escribir este libro fundamentalmente por una razón: «porque el
comunismo no ha desaparecido y porque está logrando borrar su memoria, que debería ser
la de sus víctimas» (p. 54). Nuestro autor está convencido de que lo «propio del
comunismo» «son sus cadáveres» (p. 584). Federico piensa que «la única forma
intelectualmente respetable de acercarse al comunismo es a través de sus víctimas. Hay
decenas, cientos de miles de libros sobre Rusia antes, durante y después del 1917. Tras el
centenario de octubre de 1917 serán millones. Los historiadores, sin excepción, no dejan de
decir que faltan muchos archivos por escrutar, muchos datos por conocer, muchos detalles
por estudiar. Y no dejan de publicarse informes que, como en el grupo “Memorial”
obedecen al principio moral de no dejar que caigan en el olvido tantos millones de víctimas
a las que durante su vida y aún después de muertas se les ha borrado hasta la existencia».
(p. 51). Pero Federico más que defender la memoria de las víctimas se dedica a calumniar a
los comunistas con sus tremendas exageraciones.
Federico piensa que Lenin y Stalin mataban «millones de personas inocentes por razones
políticas» (p. 57). ¿Todas eran inocentes? ¿No fue más de uno ejecutado por crímenes
horrendos? ¿Es que acaso Lenin y Stalin se dedicaban a matar de modo gratuito por mero
sadismo sin ningún tipo de razón y sentido? No parece ese el caso, según reconoce el
propio Federico al señalar las «razones políticas», y no por sinrazones apolíticas, por el
mero placer de hacer el mal. Pero nuestro autor cree en la existencia del Mal absoluto (en
política, no entramos ya en cuestiones éticas o morales) con la inocencia de un niño en
Papa Noel y los Reyes Magos. Pero veamos cómo se maneja con las cifras de los muertos,
porque ahí es donde se le ve el plumero negrolegendario: exagerar y omitir.
Además de negrolegendaria, esta tesis de los 100 millones de muertos por culpa del
gobierno comunista del Kremlin es pánfila y simplista a más no poder; pues se está en la
errónea visión de que el bloque comunista era un bloque homogéneo, macizo y compacto
en donde había sinalogía entre todos los regímenes y países comunistas. Pero
la Realpolitik mostró que las relaciones corticales entre los diferentes Estados comunistas
no fueron ni mucho menos armoniosas (o solidarias contra los Estados capitalistas). De
hecho fueron muy polémicas: el conflicto chino-soviético vendría a ser paradigmático, así
como el conflicto entre China y Vietnam tras la victoria de esta nación contra Estados
Unidos (y antes contra los Imperios de Japón y Francia). Para interpretar con un mínimo de
realismo político (materialismo político) el período de la Guerra Fría no hay que reducir tal
lucha como la lucha entre dos Imperios, pues la dialéctica de Estados entre los Estados
comunistas fue tan cruda como la lucha contra el Imperio Estadounidense (y desde luego
la dialéctica de Estados también se dio con crudeza entre los Estados capitalistas y también
entre los países «no alineados», los cuales, en realidad, fueron países «no solidarios»). A
todo esto hay que sumar la dialéctica de clases en cada país (fuese comunista, capitalista o
«no alineado»).
Casi llegando al final, Federico se pone a exagerar sin el menor sonrojo, por si lo dicho
en las anteriores páginas no era suficiente: «los efectos morales de esa renuncia han sido y
son incalculables, aunque sus efectos están bien a la vista: cien millones de personas
asesinadas y miles de millones medio muertos de hambre es el balance del comunismo» (p.
674). ¿Cien millones de personas asesinadas es algo que esté «bien a la vista»? ¿Es que
acaso cabe señalar con el dedo y decir: «Mira, cien millones de personas asesinadas»? ¡Son
cien millones deícticos! ¡Qué manera de señalar! A los 100 millones de muertos sólo cabría
llegar en todo caso de un modo constructivo y no perceptual. ¿También están a la vista esos
«miles de millones medio muertos de hambre»? Como si alguien señalase con el dedo y
dijese: «¡Fíjate, ahí va la famélica legión!». Pero esto ni Federico, ni nadie, puede verlo, y
en todo caso sólo puede creerlo. «Fe es creer lo que no se ve» (p. 134). ¿Y esas cien
millones de personas fueron asesinadas? ¿Es que acaso, la mayoría, no murió de hambre?
Ah, es cierto, esa es también una forma de asesinar, y está entre las más crueles por su lenta
agonía.
Sentencia nuestro presentador radiofónico: «Balance de la improvisación leninista a
partir de Marx: más de cien millones de muertos» (p. 212). Más de 100 millones de
muertos, es decir, «110 millones» «en países comunistas» (p. 55). Curiosamente la cifra de
110 millones de muertos fue la cifra que dio Alexander Solzhenitsyn (1918-2008) el 20 de
marzo de 1976 cuando fue entrevistado por el recientemente fallecido José María Iñigo
(1942-2018) en Televisión Española en el programa Directísimo (es decir, por televisión
formal, un sábado por la noche en directo para toda España en horario de máxima
audiencia, y por entonces sólo había un canal). Pero Solzhenitsyn afirmó que «110 millones
de rusos murieron víctimas del socialismo». Es decir, restringía la cifra a Rusia (o, supongo
que, en todo caso, a la URSS) y no a todos los «países comunistas», como sostiene
Federico siguiendo a Per Ahlmark y Rudolph Rummel. Lo cual es de risa, porque en ese
caso la URSS hubiese quedado muy despoblada, y eso no es lo que indican los índices
demográficos, que curiosamente iban en ascenso censo tras censo{21}. Nuestro Federico no
se atreve a tanto, aunque quizá le tiente igualar la apuesta. Habría que advertirle con el
consejo que dio Woody Allen en Misterioso asesinato en Manhattan: «No farolees a un
farolero». Aunque ya hemos visto que sí le tienta, pues en la página 46 se refiere a la URSS
como el «régimen de los cien millones de muertos». Y más adelante sostiene refiriéndose a
Lenin: «los cien millones de muertos del sistema creado por él» (p. 348). Pero Federico
habla de más de 100 millones en todos los países.
Una década después, en la época de Mijaíl Gorbachov, se diría que en la Segunda Guerra
Mundial en la URSS la Gran Guerra Patriótica acabó con la vida de 27 millones de
ciudadanos soviéticos (entre civiles y militares). Pero esta estadística también está
inventada y es fantasiosa, y fue una cifra que dio el historiador militar ruso y detractor de
Stalin Dimitri Volkogonov (1928-1995), que Federico cita varias veces en su libro (aunque
no sobre esta cuestión). Inmediatamente después de la guerra Stalin dijo que las bajas
soviéticas fueron de 7 millones, y posiblemente inflaría la cifra. Solzhenitsyn no sólo tiene
la poca vergüenza de inflar de manera considerable las cifras de bajas soviéticas en la
Segunda Guerra Mundial sino que además culpa al «sistema socialista» de las víctimas que
padeció la URSS a raíz de la invasión alemana, la cual supo rechazar y contraatacar con
contundencia hasta alzar la bandera soviética en el Reichstag.
En la entrevista el literato ruso también dejó perlas como: la crisis de Occidente «Es la
crisis del materialismo, que ha desechado el concepto de algo superior a nosotros». Es
decir, a su negrelegendarismo se suma su espiritualismo teísta.
Leyendo semejantes patrañas a uno le entran ganas de darle la razón a Juan Benet (1927-
1993) cuando dijo: «Yo creo firmemente que mientras existan gentes como Aleksandr
Solzhenitsyn perdurarán y deben perdurar los campos de concentración. Tal vez deberían
estar un poco mejor custodiados a fin de que personas como Aleksandr Solzhenitsyn, en
tanto no adquieran un poco de educación, no puedan salir a la calle». Y como dijo Arturo
Rubial en la revista Posible, en un artículo titulado «Soljenitsin Show», que cita el propio
Federico en la página 516, afirmaba: «Ese Soljenitsin es un Nobel por nada (…). Miente a
cada instante: ha perdido decididamente la brújula. Habrían debido hacer de manera que
Soljenitsin contase todo esto al estilo de music-hall, rodeado de lindas muchachas del
Ballet Set 96; este caballero tiene pasta de showman»{22}.
Solzhenitsyn es la referencia moral-filistea de los negrolegendarios. Uno de los
principales responsables de que los crímenes del comunismo se hayan exagerado en
progresión geométrica. Federico confiesa que Archipiélago Gulag «ha sido pieza
importante en la liquidación de mi ideología izquierdista» (p. 53), y es «el mayor homenaje
a los millones de víctimas del comunismo» (p. 125); de ahí que lo considere «el mejor libro
sobre el comunismo, porque habla con la verdad de los muertos» (p. 576). El problema está
en que el autor pone con su pluma más millones de la cuenta y tan pancho; de ahí que, a mi
juicio, se trate del peor libro sobre el comunismo porque habla con la mentira de los
muertos. Un libro en donde se dice que los campos de concentración «habían sido
inventados para el exterminio» (Solzhenitsyn, 1967: 13). Lo cual es falso, pues eran
campos de trabajo, como él mismo reconoce: «campos de trabajos forzados»
(Solzhenitsyn, 1967: 22). Aunque él mismo reconocía: «Yo tan sólo pude ver el
Archipiélago a través de una mirilla, no tuve una vista panorámica desde una torre de
observación». Y justifica su parcial visión con una metáfora: «también el sabor del mar
puede conocerse con un solo trago» (Solzhenitsyn, 1967: 13).
Sin embargo, el escritor ruso no tiene el récord, pues ese mérito hay que otorgárselo a un
tal Jean-Pierre Dujardin, el cual elaboró un estudio titulado Costo del comunismo: 150
millones de muertos. Se trata de un recuento basado exclusivamente en los soldados que
murieron en deportaciones o fueron sumariamente ejecutados. Sólo se basa en víctimas de
la NKVD y de las masivas represiones emprendidas por el Ejército Rojo soviético y el
ejército chino. El régimen de Tito en Yugoslavia queda excluido del estudio. Tampoco
entra en el recuento los soldados hechos prisioneros por los soviéticos, ni la gente que
desapareció para siempre en la URSS. Dujardin hacía el siguiente recuento:
1) Muertos en la URSS de 1917 a 1959 [Inspirándose el Solzhenitsyn] 66
2) Muertos en la URSS desde 1959 3.0
3) Muertos en China 63
4) Oficiales polacos de Katyn 10
5) Civiles alemanes víctimas de la ocupación rusa 2.9
6) Represiones de Berlín, Praga, Budapest 50
7) Muertos en Cambodge, 1975-78 3.0
8) Muertos en las agresiones contra Grecia, Malasia, Birmania, Corea, Filipinas, Viet-Nam, Cuba, África e
3.5
Hispanoamérica
En total no salen 150 millones de muertos, sino, calculadora en mano, salen 143.417.700
muertos. A Joaquín Bochaca (Barcelona, 1931) le salen 142.917.700. (Véase Bochaca,
1982: 277).
Los 100 millones de víctimas (o 110 millones, para el caso lo mismo nos da) son sólo
víctimas literarias, víctimas de ficción, víctimas de papel. Lo de los 100 millones de
muertos es pura sofistería, porque se parte de una premisa que carece absolutamente de
fundamento (de reliquias y relatos que lo prueben) y es aceptado sin crítica y sin reflexión,
es aceptado por puro fanatismo. En realidad, lo de los cien millones de muertos es más
falso que la mochila de Vallecas, más falso que el máster de Cristina Cifuentes, más falso
que la fidelidad y la honradez de Campechano, más falso que las promesas de Turrión o
Pedro Sánchez. El «muertómetro» (p. 347) de Federico parece escacharrado.
3. ¿62 millones de muertos sólo en la URSS?
Gracias a Izvestia, el 30 de octubre de 1997 «cientos de miles de rusos pudieron leer por
primera vez en su vida que la Unión Soviética, Estado bajo el que nacieron y se criaron, y
que fue el primero, el más poderoso y el modelo de una veintena larga de regímenes
comunistas en tres continentes, mató, sin contar las víctimas de la guerra civil ni las de la
Segunda Guerra Mundial, a 62 millones de personas. Más que todos los habitantes de
Francia, Italia o Gran Bretaña en la actualidad; más que todos los españoles, portugueses y
holandeses juntos; más que si asesinaran a todos los hombres y mujeres, ancianos y niños,
transeúntes y turistas del Estado de California y el de Nuevo México. Solo Stalin mandó
matar a 42 millones y medio de personas, el doble que Hitler y Mussolini. Según Izvestia,
el segundo puesto en esta liga del crimen al por mayor lo ostenta otro líder comunista, Mao
Zedong, que mató a 21 millones, casi cuatro veces más que el estrecho aliado de la URSS y
luego rival Chang Kai Chek. Detrás de Hitler, en quinto lugar, figura Vladimir Ilich
Ulianov, más conocido por Lenin, el fundador del Estado Soviético, de la Cheka y del
Gulag. El sexto es el comunista camboyano Pol Pot, que mató a más de dos millones de
camboyanos de una población que no llegaba a los ocho millones. Tito mató a un millón en
la antigua Yugoslavia. Mengistu mató a 725.000 en Etiopía. Ceaucescu mató a 435.000 en
Rumanía. Samora Machel mató a casi 200.000 en Mozambique. Otros regímenes
comunistas, como el coreano de los Kim o el cubano de los Castro, aún no han dejado de
matar» (p. 55-56).
La cifra de 62 millones entre 1917 y 1987 en la URSS (recordemos que son víctima por
represión y por hambre, no por la guerra civil ni la guerra mundial) es -como hemos visto-
de Solzhenitsyn, aunque éste habla de «66,7 millones de personas», entre 1917 y 1959, «sin
contar las pérdidas militares, sólo la erradicación del terrorismo, la represión, el hambre, la
elevada mortalidad en los campos de reclusión, y, por añadidura, el déficit por la baja
natalidad» (Solzhenitsyn, 1967: 16). Y a su vez Solzhenitsyn tomaba semejante cifra del
profesor emigrado ruso y «especialista en estadística» I. A. Kurgánov, del que también
toma la cifra de 110 millones de muertos (110,7 para ser exactos) si añadimos los muertos
por combate en la guerra civil y en la mundial. Y ante la cifra Solzhenitsyn se pregunta:
«¿quién no se quedaría atónito?» (Solzhenitsyn, 1967: 16). Eso digo yo. Pero fíjense lo que
dice a continuación: «Naturalmente, no garantizamos la veracidad de las cifras del profesor
Kurgánov, pero no tenemos otras oficiales. Cuando se publiquen las oficiales, los
especialistas podrán confrontarlas de un modo crítico. (Han aparecido ya algunas
investigaciones que utilizan las estadísticas soviéticas, ocultadas y fragmentarias, pero
continúa sin aclararse la terrible oscuridad acerca de cuántos perecieron allí.)»
(Solzhenitsyn, 1967: 17). O sea, que confiesa que no lo sabe.
Pero se trata de una cifra que a día de hoy nadie defiende (aunque sólo sea por decoro).
Una cifra que ya en 1968 rebajó Robert Conquest a 20 millones (aunque ésta es también
una cifra fantástica y además gratuita, ya que Conquest no disponía de medios para poderlo
saber, y con todo fue la cifra que tomaron los autores de El libro negro del comunismo en
1997, cuando ya se habían abierto muchos archivos soviéticos tras la caída del régimen y
pudieron hacerse estudios más rigurosos que bajaban notablemente las cifras). Pero
Federico sigue a ciega los 62 millones de Izvestia y tan tranquilo (y si hubiesen dado una
cifra más alta pues también se la creería). Y por si fuera poco afirma, como si se creyese
semejante cifra a pies juntillas con infinita ingenuidad: «Más que todos los habitantes de
Francia, Italia o Gran Bretaña en la actualidad; más que todos los españoles, portugueses y
holandeses juntos» (p. 55). Hay que tener fe, fe natural, fe negrolegendaria (aunque lo
negrolegendario, por extraordinario, roza lo sobrenatural o paranormal, y sería propio de
ser tratado en programas como Cuarto milenio; y no veo yo a Iker Jiménez invitando a
Federico como tertuliano de su mistérico programa, aunque sólo sea por una noche). Y que
conste que hay que decir a favor de Iker Jiménez que ha tenido la decencia de denunciar en
su programa la patraña de la versión oficial del 11M, versión que también conecta con la
milagroso y sobrenatural.
Más adelante afirma: «Casi la mitad de las víctimas de la URSS, en torno a 27 millones,
pasó por las innumerables prisiones del Gulag y murió en los campos helados de la
Vorkutá, el Volgolag o el osario inmenso del Canal del Báltico» (p. 59). ¿Y la otra mitad
dónde las mataron, en las chekas?
Más adelante señala que Stalin es el responsable de «40 millones de muertos tras las
purgas» (p. 405). ¿En la fabulosa cifra de 40 millones son todos purgados y ninguno de los
tales son muertos por las hambrunas? Porque en la página 55, como hemos visto, dice que
«Solo Stalin mandó matar a 42 millones». ¿Querrá decir nuestro autor que 40 millones
fueron purgados y 2 millones murieron de hambre? No lo parece. Entonces lo más probable
es que con «las purgas» quiere decir que son todos los muertos en total por la represión de
la administración estalinista (y no «Solo Stalin»), es decir, ya por fusilamiento, ya por
hambre, ya por frío, ya por calor o por lo que fuese pero por responsabilidad de los
estalinistas (a través de las chekas y de los gulags). Pero curiosamente rebaja la cifra que da
en la página 48 de 42 millones y la deja en 40 millones (suponemos que por el redondeo,
total 2 millones más 2 millones menos…). Pero por fusilamiento (por purgas en sentido
estricto) la cifra que sostienen casi todos los historiadores es la de 700.000, que se produjo
en el Gran Terror de los años 30 (la cifra oficial, del Kremlin, es de 681.692). El propio
Federico da esa cifra en la página 386, aunque dice que son «encarcelados o asesinados por
la NKVD». Otro historiador afirma que de 1930 a 1953 «la seguridad del Estado ejecutó a
unas 770.000 personas» (Overy, 1994: 109).
Afirma muy convencido nuestro autor: «hay una diferencia entre los bolcheviques y
todos los gobiernos o partidos que, antes que ellos y a lo largo de los siglos, han
perseguido, acosado y saqueado a un grupo social -judíos, negros, asiáticos, cristianos,
musulmanes, herejes, brujas o vampiros- y es que ellos, como cualquier secta fanática, no
se limitan a la estigmatización de una minoría, sino de la mayoría de la población. En rigor,
de toda la población, salvo ellos. Y, por la lógica de toda política sectaria, al final, se
persiguen y matan entre sí. Pero, en realidad, están aplicando la doctrina leninista, desde
el ¿Qué hacer? de 1905 a El Estado y la revolución de 1917, que se resume en la frase de
Lassalle repetida luego mil veces: “El partido se fortalece depurándose”» (p. 99). Todo esto
sería así si los 62 millones de muertos que sostiene Izvestia fuese una cantidad fiable, pero
como se trata de una cifra disparatada y además ridícula, pues…
Federico afirma que, a diferencia de los crímenes del nazismo, «No tenemos ni la
milésima parte de fotografías, películas, documentales y testimonios judiciales de los
millones de muertos por los comunistas que de los 20 millones asesinados por Hitler, en
especial los seis millones de judíos del Holocausto» (p. 60). Y sin embargo, renglones
abajo afirma que tales crímenes están «igualmente documentados» que los del nazismo. Y
también escribe: «Hay muchos testimonios anteriores a la Segunda Guerra Mundial sobre
las masacres de Lenin y Stalin. Hay innumerables denuncias de antiguos comunistas sobre
el Gulag antes, durante y después de la Guerra Civil española. Hay constancia escrita de los
crímenes bolcheviques en el momento mismo en que se produjeron. Desde el Informe
Secreto de Kruschev al XX Congreso del PCUS incluso existe el reconocimiento oficial de
los asesinatos cometidos bajo el régimen soviético. Llegó a planearse un gran monumento
para honrar la memoria de sus millones de víctimas anónimas, aunque la caída de Kruschev
relegó al olvido el proyecto. Sin embargo, en casi todo el mundo, ni política ni
periodísticamente se ha tratado a unas y otras víctimas por igual. Es quizás el peor
escándalo moral, pero también el mayor enigma intelectual del siglo XX. ¿Por qué ese
silencio? ¿Por qué desde 1917? ¿Por qué hasta hoy?» (p. 60).
¿A qué silencio se refiere Federico, cuando a día de hoy la leyenda negra antisoviética es
la ideología dominante en la historiografía y en los medios de comunicación, y por
supuesto en institutos y universidades? ¿De qué se queja el ex locutor de la COPE? ¿Y por
qué ese silencio de Federico, en sus 700 páginas, sobre los crímenes del capitalismo? Por el
maniqueísmo furibundo que profesa, aunque en ocasiones procure disimularlo.
Y en el apartado siguiente reconoce que sobre la URSS nuestros conocimientos son
difíciles dadas «sus vastas zonas de sombra, su niebla informativa. Lo más triste es que
incluso después de abierto el inmenso sarcófago estalinista, la historia de quienes perdieron
su vida construyéndolo seguirá siendo un secreto por el que nadie se interesará. Apenas una
abstracción de orden compasivo, como el breve recuerdo que al pie de la Muralla China o
de las Pirámides de Egipto dedicamos, si lo dedicamos, a los esclavos que las
construyeron» (pp. 61-62). Y termina reconociendo: «De lo más valioso, que son el nombre
y el número de las víctimas, no sabremos nada o casi nada. Así es la historia o la
arqueología de esta interminable fosa de muerte y desolación que se ha dado en llamar
Socialismo Real» (p. 62). Es decir, Federico reconoce que «no sabemos nada o casi nada»
del «número de las víctimas», y sin embargo no tiene ningún reparo en decir a la ligera,
siguiendo a Izvestia (que, a su vez, sigue a Solzhenitsyn), que el número de víctimas por
razones políticas (para él sinrazones) es de 62 millones (66 para el premio Nobel). Lo cual
quiere decir que, si a Stalin le responsabiliza de 42 millones de víctimas (y al parecer todas
estas son inocentes, ¡faltaría más!), faltan unos 20 millones, que tiene que atribuírselos a
Lenin (aunque unos pocos de millones se ejecutaron tras la muerte de Stalin). Pero hete
aquí que en la página 187 habla de «Siete millones de víctimas en solo cinco años
disfrutando del poder». Y en la página 222 deja también el mismo dato: «los siete de
Lenin» (y 13 millones de muertos tras la muerte de Stalin no se lo cree nadie, ni siquiera
Solzhenitsyn ni Federico). Parece que no le salen las cuentas al presentador de Es la
mañana (igual que no le salen las cuentas al historiador de las drogas, como puse en
evidencia en mi anterior artículo en El Catoblepas).
Federico sostiene que a la mayoría de los historiadores de la parte del mundo que no ha
padecido el comunismo «el Archipiélago Gulag de Soljenitsin les parece una referencia
“poco profesional”» (p. 51). Hombre, hablar de 66,7 millones de muertos desde luego que
es poco profesional; es de ser un impostor total y un caradura de mucho cuidado, lo que se
dice un jeta. A Solzhenitsyn, que fue auspiciado por Nikita Jruschov que continuaba con su
campaña antiestaliniana que empezó en febrero de 1956 en el XX Congreso del PCUS, le
dieron el Premio Nobel de literatura, es decir, de ficción (de hecho el subtítulo
de Archipiélago Gulag es Ensayo de investigación literaria). Un premio, dada la impostura
de este autor, tan meritorio como el Premio Nobel de la paz que se le otorgó a priori a
Barack Hussein Obama (Honolulu, 1961), que a posteriori dejó Oriente Medio hecho unos
zorros, aunque tal mérito también es de su secretaria de Estado Hilaria Clinton (Chicago,
1947); pero la academia sueca no le retiró el Nobel de la paz, lo que da una idea de la
corrupción ideológica que hay detrás de este tipo de premios e instituciones.
Federico afirma que en comparación con los crímenes de la Alemania nacionalsocialista,
los crímenes del régimen soviético fueron «cuantitativamente mucho mayor» (p. 146). Pero
Federico no tiene en cuenta que el territorio de la URSS era muy superior en extensión al
del Reich (así como la existencia del Tercer Reich se prolongó durante 12 años y la de la
URSS 74 años, y 46 años duraron las épocas de Lenin y Stalin que fue cuando se
cometieron la inmensa mayoría de los crímenes). Proporcionalmente la cantidad de
crímenes de ambos regímenes fue más o menos equivalente (como lo fue la de los Aliados,
aunque estos cometieron más crímenes por la simple razón de ser vencedores e imponer su
paz política y militarmente implantada: primero en la Segunda Guerra Mundial y después
en la Guerra Fría). No obstante, según El libro negro del comunismo, el terror nazi (es
decir, los crímenes por represión, no ya por guerra) dejó «unos 25 millones de personas
aproximadamente» (Courtois, 1997: 32). Y hay que tener en cuenta las víctimas del terror
rojo en la Unión Soviética las deja dicho libro en la cifra de 20 millones. (Véase Courtois,
1997: 19). Luego, según esto, los crímenes del nazismo fueron cuantitativamente superiores
a los de la URSS, y se llevaron a cabo en un territorio inferior a lo conquistado por la
URSS, que además duplicaba en habitantes a Alemania, y este pequeño detalle se lo ha
saltado a la torera nuestro estimado periodista, tan admirador de Courtois &cía; aunque no
da la cifra de 25 millones, pues en la página 60, sin dar referencias o fuentes, habla de «20
millones de asesinados por Hitler». Ahora bien, las cifras dadas por El libro negro del
comunismo son absolutamente fantásticas y por ello hiperbólicas, como las de nuestro
ilustre locutor.
No obstante todo hay que decirlo; y de hecho sería delito omitirlo, pues con razón sería
acusado de tirar de metodología negrolegendaria. Y que conste que esto me duele. Pues no
es Federico el único que se cree las cifras exageradas. Fíjese el lector lo que uno puede leer
en El fundamentalismo democrático de mi maestro Gustavo Bueno: «La dictadura del
proletariado que ensayó la Unión Soviética no solamente fracasó estrepitosamente, sino que
tuvo (al menos en cuanto “experimento”) costes excesivos, más de cincuenta millones de
asesinatos» (Bueno, 2010: 272). Es posible que Bueno tome la cifra del historiador inglés
Norman Davies. Yo le pido al «Comité Central» que se ha encomendado a reeditar las
obras completas de Gustavo Bueno que para la reedición de El fundamentalismo
democrático al menos redacten una nota a pie de página en la que se subsane el error.
Aunque no sé cómo diablos Bueno pudo escribir una cosa así. En fin.
4. Las hambrunas en la época de Lenin
Es curioso que Federico cite a Escohotado (y también a Richard Pipes) refiriéndose a la
hambruna que se prolongó de 1918 a 1921 (más o menos coincidiendo con los años de la
guerra civil) «cuya base es la inflación provocada por Lenin para destruir el valor del
dinero» (p. 125) y diga que sólo fueron «cinco millones de muertos» (p. 125); cuando
Escohotado, en el tomo tres de Los enemigos del comercio, infla las bajas de la hambruna a
la desproporcionada cifra de «unos treinta millones de personas» (Escohotado, 2017: 128).
Tal hambruna fue bautizada como «La Calamidad» (p. 315).
Precisamente 5 millones de muertos fue la cifra que yo mismo conseguí regatearle a
Escohotado en los Cursos de Verano de Santo Domingo de la Calzada en julio de 2017 (el
autor de Los enemigos del comercio decía que eran 30 millones, pero un servidor le pilló
con el carrito del helado). Es decir, que si Federico hubiese estado allí ¡¡se hubiese puesto
de mi parte!! ¿Se imaginan la escena? Porque Federico al menos es consciente de que el
tratado de Brest-Litovsk «entregaba un tercio de la población, del territorio y de la riqueza
de Rusia a los alemanes, además de comprometerse a gigantescas compensaciones, el
abastecimiento de las ciudades tomaba el aspecto de un cerco del campesinado, acérrimo
defensor de la propiedad, a las ciudades, que, empezando por Petrogrado y Moscú, estaban
en manos bolcheviques» (p. 276).
Yo me basé en El libro negro de la humanidad del necrometrista Matthew White, y con
todo le dije a Escohotado que si estuviese allí el señor White también se los regatearía,
porque seguramente serían menos. Y me parece que así es, pues le oí decir en una
conferencia a un autor negrolegendario, tan fervorosamente retroanticomunista como
Federico y Escohotado, que la cifra se quedaba en 2 millones, y no sólo por hambre sino
también por enfermedad{23}. Ese autor es ni más ni menos que César Vidal Manzanares, ex
compañero y ex amigo{24} de Federico en la COPE, en Libertad Digital y en esRadio y uno
de los traductores de El libro negro del comunismo. Vidal sostiene además que la
revolución en total (se refiere de lo que va de Octubre hasta el final de la guerra civil) costó
5 millones, entre los cuales incluye 2 millones de exiliados, lo que quiere decir que los
muertos sólo fueron 3 millones. Una cifra sorprendentemente baja viniendo de un autor
fervorosamente retroanticomunista, que triplica la que ofrece el citado necrometrista, el
cual apunta en su libro negro: «9 millones (un millón de soldados, cinco millones de
muertos a causa de la hambruna, y dos millones de muertos por enfermedades epidémicas;
el resto de los muertos son civiles del terror del estado, del fuego cruzado y de similares)»
(White, 2012: 505).
Más adelante señala Federico que de los 5 millones «casi treinta [fueron] afectados por el
hambre» (p. 318, corchetes míos); luego le tienta la cifra de 30 millones. Si, como dice
Escohotado, murieron 30 millones, entonces ¿cuántos fueron afectados por el hambre? ¿80
millones? ¿90 millones? ¿100 millones? ¿Toda Rusia salvo los bolcheviques, los nuevos
señores? ¿Y cómo un país inmenso prácticamente desnutrido pudo en sólo dos décadas
reforzarse y hacer frente y vencer de modo incontestable a la imponente maquinaria bélica
del Tercer Reich y sus aliados, que tampoco eran escasos?
Asimismo, Federico sostiene tan pancho que esos 5 millones Lenin los «dejó morir de
hambre» (p. 346), que la hambruna fue «deliberadamente provocada por Lenin» (p. 678),
tratándose de «la peor hambruna de la historia» (p. 223). Como si lo hubiese hecho por
puro capricho o por sadismo («el placer leninista de matar a los demás» [p. 426]) y no por
estar condicionado por causas objetivas, dado el conflicto de la guerra civil en que también
se hallaban los ejércitos extranjeros, los blancos, los verdes y los negros (que también
tuvieron algo que ver con la hambruna, como es natural, pues no toda la culpa ha de caer
sobre los bolcheviques). Es decir, la hambruna fue consecuencia de siete años de guerra
(mundial y civil aunque muy internacionalizada) combinada con una severa sequía que
padeció Rusia en 1921. No se puede culpar exclusivamente a los bolcheviques, como hacen
sin ningún rigor y pudor Escohotado y Federico, el cual señala que la culpa fue
exclusivamente de éstos «por la tardanza en reconocerla y la falta de colaboración del
gobierno» (p. 318). Culpar de tal hambruna exclusivamente a los bolcheviques por la
prohibición del «libre» mercado y el sistema de requisas es una tesis economicista.
También hay que tener en cuenta que sobre estas ruinas, en poco más de una década, los
bolcheviques construyeron un país industrializado con un moderno sector agrícola. Y así
los comunistas acabaron con la hambruna que eran recurrentes en el país de los zares. Esto
le debe escocer a Escoderico y Fedecohotado.
Hearts tenía fama de usar sus medios como instrumento político y por ser el mayor
promotor de la prensa amarilla. De hecho el magnate fue uno de los pioneros de la prensa
amarilla o sensacionalista, y lo que le preocupaba era vender periódicos en la mayor
cantidad posible sin que importase la veracidad y objetividad de las noticias publicadas.
Los periódicos de Hearts estaban cargados de lo que hoy, con anglófona pedantería, se
llaman «fake news». De hecho una de las máximas de Hearts era «I make news» (Hago
noticias). Es decir, manipulaba las noticias para que tuviesen más impacto y se vendiesen
mejor sus periódicos. Hearts era de esos periodistas que no permitía que la verdad le
destruyese un buen titular. También fue de los primeros en tomar seria consciencia de la
influencia de la prensa sobre la política.
Hearts había sido elegido miembro de la Cámara de los Representantes del Congreso de
los Estados Unidos entre 1903 y 1905, y sería reelegido para el período de 1905-1907.
Posteriormente no consiguió ser alcalde de Nueva York. Y volvería a fracasar en su intento
de ser elegido como gobernador del Estado de New York. Tras esto no interfirió
directamente en la política pero sí indirectamente injiriendo en la misma a través de sus
medios.
Entre sus méritos está la intervención de Estados Unidos en la guerra de Cuba contra
España en 1898. Junto al republicano judío de origen húngaro Joseph Pulitzer (1847-1911)
llevó a cabo la gran campaña de hispanofobia que supuso el colmo del amarillismo de la
prensa estadounidense con el montaje del ataque al acorazado Maine en La Habana el 15 de
febrero de 1898, que la prensa de Hearts y Pulitzer, junto al The Sun que y había fundado
Charles Dana (1819-1897) y el New York Herald que fundó James Gordon Bennett (1795-
1872), procuró aparentar que se trataba de una ataque de los españoles. Esto se presentó así
a la opinión pública antes de que las autoridades estadounidenses dijesen algo al respecto.
Tanto Hearts como Pulitzer ganarían su fama con la propaganda antiespañola que
desencadenó la guerra y el llamado Desastre español.
El periodista Ernest L. Meyer se refería a Hearts en los siguientes términos: «El señor
Hearts en su larga y poco honorable carrera ha inflamado los ánimos de los americanos
contra los españoles; de los americanos contra los japoneses; de los americanos contra los
filipinos; de los americanos contra los rusos, y en el curso de sus incendiarias campañas ha
impreso retorcidas mentiras, documentos inventados, historias de falsas atrocidades,
delirantes editoriales, ilustraciones y fotografías sensacionalistas y otros montajes para
conseguir sus jingoísticos fines» (citado por Roca Barea, 2016: 446).
Hearts comulgaba con los nazis en su decidido anticomunismo y simpatizaba con los
planes de éstos de invadir Ucrania (de hecho Hearts además de pronazi fue acusado de
xenófobo y de ser partidario de la «caza de brujas»). Hearts empezó a promover el bulo de
la hambruna/genocidio tras visitar la Alemania nazi en 1934. «Hearst estaba decidido a
matar de hambre a los soviets, aunque fuera con efectos retroactivos» (Tottle, 1987: 21).
Otra de las causas del mito del Holodomor está en que los alemanes querían impedir a
toda costa una alianza franco-soviética. El embajador francés en la URSS, Charles Alphand
(1907-1994), comentando la visita al país soviético del presidente Edouard Herriot (1872-
1957), escribía que «una de las partes más importantes de nuestra gira fue la visita de las
organizaciones soviéticas en Ucrania y Norte del Cáucaso, el centro mismo de territorios
donde, según las recientes campañas de prensa, reinaba una hambruna comparable a la de
1922». Y afirmaba que los europeos le habían advertido que los soviéticos «no le guiarán a
ese infierno de miseria» (citado por Vicens Bordes, 2013). No obstante, Alphand se reunió
con Viacheslav Skriabin alias Molotov (1890-1986), el cual suprimió un permiso que tenía
a fin de acompañar al embajador francés a Ucrania, donde el viaje «se desarrolló con
normalidad. Hemos atravesado de parte a parte, en ambos sentidos, en tren, este inmenso
campo de cereales de cultivos ininterrumpidos hasta donde alcanza la vista, de humus negro
y espeso, donde abonar resulta inútil. A 60 y 70 km. de las ciudades, hemos visitado
koljozes y un sovjoz, y volvemos de allí con la impresión muy nítida de la falsedad de las
noticias aireadas en la prensa y la convicción que yo esbozaba en mi correspondencia de
una campaña inspirada por Alemania y los rusos blancos deseosos de oponerse al
acercamiento franco-soviético» (citado por Vicens Bordes, 2013).
Tras la caída del Reich esta propaganda fue recogida por la CIA y el MI5 británico.
También el macartismo se sirvió del Holodomor y sus supuestos millones de muertos de
hambre para emprender su campaña de acoso a todo ciudadano estadounidense sospechoso
de simpatizar con el comunismo. Y Hearts encantado con el señor Joseph McCarthy (1908-
1957).
Hay que añadir que sí hubo hambrunas, pero no masivas y con millones de muertos
como dice la leyenda negra (o mito del Holodomor). Y estas hambrunas fueron provocadas
por sabotajes de los kulaks, que sacrificaban ganado y quemaban cosechas y almacenes.
También fueron provocadas por enfermedades y epidemias, y también por malas cosechas.
Asimismo contribuyó a ello las requisas para que se llevasen a cabo los planes de
exportación sobre la deuda externa que pesaba sobre la URSS.
A su vez, a la negación del Holodomor se la ha señalado como una campaña de
desinformación programada por el gobierno soviético. Según el historiador Edvard
Radzinsky (Moscú, 1936), Stalin «había logrado lo imposible: silenciar cualquier
conversación sobre el hambre... Mientras morían millones, la nación entonaba las loas a
la colectivización»{28}. Pero los éxitos de la colectivización fueron incontestables (como los
éxitos de la industrialización y de la militarización, como se mostró entre 1941 y 1945). De
hecho tras la colectivización Rusia dejó de padecer las cíclicas hambrunas que padecía el
país desde siglos (como pasaba en tantos lugares de la vieja y la nueva Europa). Es decir, la
colectivización no trajo el hambre sino más bien resolvió el problema secular del hambre
que arrastraba Rusia, sin perjuicio de que tuviese sus costes, como no podía ser de otro
modo. La colectivización hizo posible el traslado de suministros de materias primas a las
industrias urbanas. Por consiguiente, la colectivización hizo posible la industrialización, y
ésta la militarización o reestructuración del Ejército Rojo, y ésta la defensa del país, que no
es poco.
Para finalizar este apartado no me resisto a comentar cierto programa de televisión que se
subió el 15 de marzo de 2017 a Youtube{29}. José Javier Esparza (Valencia, 1963),
historiador y presentador de Intereconomía televisión (autor de varios libros de historia y
editor de un libro titulado El libro negro de la izquierda española, curiosamente casi nada
negrolegendario), presentó junto al historiador Fernando Paz (Madrid, 1966) un programa
de Tiempos modernos que titularon «Holodomor: Stalin mata de hambre».
Nada más empezar el programa Esparza aseguraba: «Hay un episodio en la historia del
siglo XX de una crueldad sin límites: el día que un dictador decidió matar de hambre
conscientemente a millones de sus conciudadanos. Eso fue lo que hizo Stalin con los
campesinos ucranianos en el llamado Holodomor: el Holocausto de los campesinos
ucranianos por hambre. Fue terrible». Fernando Paz afirma que en Ucrania hubo entre 3 y 4
millones de muertos, aunque reconoce que «no tenemos datos: son estimaciones de
valoraciones estadísticas». Y se cree la historia que Churchill cuenta en sus memorias
cuando se refiere a la conversación que mantuvo con Stalin en su visita a Moscú en agosto
de 1942 cuando, según el primer ministro, Stalin le confesaba que la colectivización le
había costado a la Unión Soviética 10 millones de muertos. Pero al señor Paz no le parece
suficiente y dice que fueron «12 millones de muertos». Una historia absurda porque Stalin,
al que Churchill reconocía su prudencia, nunca le hubiese dicho eso a Churchill aunque
fuese la verdad (y menos si la hubiese sido). Eso fue una licencia poética que sir Winston
Churchill se permitió en sus memorias, en pos de la propaganda y la leyenda negra contra
el país del «Telón de Acero». Y reconoce Don Fernando: «Esto está escrito en la época de
la Guerra Fría, sin duda ninguna, pero él asegura que fue una confesión hecha en aquel
momento en plena Segunda Guerra Mundial, en su primera visita a Moscú… ¡12 millones
de muertos: autoconfesión de Stalin». No, autoconfesión de Stalin no, sino invención de
Churchill, más dos millones de muertos que pone el señor Paz como propina. La cifra de 12
millones de muertos la dio Robert Conquest en El Gran Terror en 1968 en relación a todos
los muertos de hambres en toda la URSS (quizá por eso Don Fernando tuvo ese lapsus); y
Esparza también sigue a Conquest cuando éste decía que Stalin provocó la hambruna
«adrede». «Es absolutamente demencial», afirma Esparza. Así es. Es demencial creer que
lo que dice Churchill en sus memorias así sin más, sin sospechar que lo que escribía el líder
británico era pura propaganda demonizadora de los tiempos de la Guerra Fría y encima
salido de la pluma de uno de los políticos más anticomunistas y más imperialistas
(depredador).
Durante los 14 minutos que duró el programa se iban mostrando fotografías de los
muertos esqueléticos por las hambrunas, que como sabemos posiblemente son fotos de la
hambruna del Volga en 1921 y otras lanzadas en el Imperio Austro-Húngaro durante la
Gran Guerra y no de la Ucrania de 1932-1933. No se hizo ni una sola mención a la
propaganda nazi ni al tal William Rundolph Hearts, porque si lo hubiesen citado se les
hubiese ido al traste el programa, el cual fue un ejemplo de historiografía
basura y telebasura fabricada. No obstante, tengo que reconocer que otros programas
de Tiempos modernos son bastante mejores: muy informativos y muy útiles; pero cuando se
trata de algo relacionado con el comunismo a los de Intereconomía (como a los de Libertad
Digital) les entra el ataque de locura objetiva del retroanticomunismo negrolegendario.
6. Unas cifras más realistas
Ya que, como vemos, esto de inflar las cifras de los muertos que defienden los autores
negrolegendarios en sus relatos es una impostura indefendible en donde lo que se idealiza
es el Mal absoluto, voy a intentar triturar la fantasía tremendista negrolegendaria para
explicar y así entender los crímenes de los malos, porque decir que se trata del Mal
absoluto no es ninguna explicación (en todo caso eso es sólo la consolación del filisteo).
Frente al sensacionalismo negrolegendario de inflar las cifras a números millonarios, lo que
voy a hacer es plasmar unas cifras, digamos, materialistas. Es decir, pasemos ahora a
ofrecer una serie de cifras más realistas, no infladas por la propaganda o la leyenda negra,
las cuales nos permitirán entender mejor la política represiva de la Unión Soviética.
Nuestra principal fuente es Viktor Zemskov (1946-2015), historiador que tuvo acceso a
los archivos del Ministerio de Interior (MVD-MGB) y de la Policía del Estado (OGPU-
NKVD) de la era estalinista. Zemskov rebaja tanto el número de víctimas que eso le hace
prácticamente un desconocido, de hecho no lo invitaban a hablar por televisión, y hubo
contra él una especie de conspiración del silencio. No obstante, Zemskov no era comunista
ni estalinista ni nada por el estilo; no era un apologeta del comunismo, de hecho era un
crítico que afirmaba que en la URSS de Stalin «la gente sufrió; se pasaba hambre, se vivía
mal, &c.». «La represión no es posible en cualquier régimen comunista, sino sólo allí donde
hay un fuerte y cruel despotismo, como en la Rusia de Stalin o en la China de Mao. Una
represión como aquella ya no fue posible con Jrushov, Brezhnev o Deng Xiao Ping» {30}. La
actividad del NKVD «sobre todo en el periodo 1937-1938, fue extraordinariamente
monstruosa e inmoral, pero según la idea de los años 20-30 sobre las “leyes de la lucha de
clases” se consideraba moral todo lo que llevara a la más rápida liquidación del enemigo de
clase» (Zemskov, 2013). «Pero incluso desde las posiciones de estas “leyes de lucha de
clases” los resultados de la caza de los órganos del NKVD para los “enemigos ocultos”
eran casi una completa chapuza. Más tarde, durante la guerra, se aclaró: Decenas de miles
de personas, que experimentaban odio hacia el régimen estatal y social soviético, que
deseaban organizar una matanza masiva de comunistas y se convirtieron en cómplices
activos de los ocupantes fascistas, escaparon en 1937-1939 del arresto porque no habían
levantado ninguna sospecha en los órganos del NKVD sobre su “lealtad ideológica”. Para
decirlo de otra manera, a los que eran auténticos enemigos no les costó nada escapar de los
órganos. Al mismo tiempo el GULAG estaba repleto de gente leal al partido comunista y al
régimen soviético, que durante la guerra pidieron en sus cartas a distintas instancias que se
les permitiera el servicio de ir al frente y que les permitieran defender con las armas la
patria, las ideas de la revolución de octubre y el socialismo. El hecho de que el NKVD
(sobre todo durante la dirección de Yezhov) en general se dedicó no a la auténtica lucha de
clases sino a una imitación monstruosa de enormes dimensiones, quedó claro durante la
época de las rehabilitaciones masivas de las víctimas de la represión estalinista a mediados
de los 50 y después… en la segunda mitad de los años 30 entre los prisioneros especialistas
mucho de ellos eran trabajadores de las finanzas (contables y similares). Aquí hay un
intento del estado de meterles entre rejas, bajo forma de “enemigos del pueblo”, con el
objetivo de mantener mejor los secretos financieros (la privación del derecho a
comunicación escrita tenía el mismo objetivo). Esto es solo uno de los ejemplos de práctica
fanática de la represión de inocentes por el “interés del estado”» (Zemskov, 2013).
El artículo 58 del código penal soviético definía la represión política como una
«actividad contrarrevolucionaria y otros crímenes graves contra el Estado». Según
Zemskov, entre 1921 y 1953, en 32 años, fueron detenidas por «delitos
contrarrevolucionarios» 3,8 millones de personas, de las cuales fueron fusiladas 800.000 y
unos 600.000 murieron en prisión (este dato contrasta con los 18 millones de detenidos que
hablaba Robert Conquest en El Gran Terror). «En febrero de 1954 se preparó un informe
para N.S. Jruschov, firmado por el fiscal general de la URSS R. Rudenko, el ministro del
interior de la URSS S. Kruglov y el ministro de justicia de la URSS K. Gorshenin, en el que
se indicaba el número de condenados por delitos contrarrevolucionarios en el periodo desde
1921 al 1 de febrero de 1954. En todo este tiempo fueron condenados por Colegios del
OGPU, “troikas” del NKVD, Asambleas extraordinarias, Colegio Militar, tribunales y
tribunales militares 3 777 380, de ellos condenados a la pena máxima 642 980, a condena
de encierro en campos y cárceles para periodos de 25 años o menos 2 369 220 y a
confinamiento o deportación 765 180 personas. Se indicaba también que del número total
de arrestados por delitos contrarrevolucionarios, aproximadamente 2,9 millones de
personas fueron juzgados por Colegios del OGPU, “troikas del NKVD y Asambleas
extraordinarias (es decir por órganos extrajudiciales) otras 877 000 personas por tribunales,
tribunales militares, Colegios especiales y Colegios militares. En la actualidad, se decía en
el informe, en campos y prisiones hay arrestados que han sido condenados por delitos
contrarrevolucionarios 467 946 personas y además hay en destierro tras cumplir la pena 62
462 personas» (Zemskov, 2013). «Del total de presos muertos en campos del GULAG en
14 años (de 1934 a 1947) 526 841, o el 53,6%, murieron en 3 años (1941-1943) y el resto,
446 925 presos (46,4%) murieron en 11 años (1934-1940 y 1944-1947)» (Zemskov, 2013).
Recordemos que Federico afirma que «Casi la mitad de las víctimas de la URSS, en torno a
27 millones, pasó por las innumerables prisiones del Gulag y murió en los campos helados
de la Vorkutá, el Volgolag o el osario inmenso del Canal del Báltico» (p. 52). Ya podría
moderarse el señor Losantos y aprender de autores retroanticomunistas negrolegendarios
como Richard Overy que se moderan y sostienen que «En 1940 había 53 campos en los que
vivían 1,3 millones de presos» (Overy, 1994: 194).
Como le dijo Molotov al periodista Felix Chuyev, «no esperábamos a que nos
traicionaran, nosotros tomábamos la iniciativa y nos anticipábamos a ellos» {31}. Pero las
cifras no son tan tremendas y sensacionalistas como las que barajan los autores
negrolegendarios.
¿Cómo se reaccionó ante tal rebaja en las cifras mortuorias? El mismo Zemskov lo
comenta: «Lev Razgón, un conocido literato, polemizó conmigo. Defendía que en 1939
había más de 9 millones de presos en los campos, cuando los archivos evidenciaban 2
millones [insistimos en los 27 millones a los que se refiere Federico, los cuales, según
nuestro autor, murieron en los campos]. Se basaba en impresiones, pero tenía acceso a la
televisión, donde a mi no me invitaban. Más tarde comprendieron que yo tenía razón y se
callaron». Y sobre la reacción en Occidente comentaba: «El líder era Robert Conquest,
cuyas cifras de represaliados y muertos quintuplican la evidencia documental [¡y no
digamos las cifras de Solzhenitsyn!]. En general, la reacción de los historiadores fue de
reconocimiento. Hoy ya son mis cifras las que se barajan en las universidades» {32}. Me
consta que en España, al menos con la mayoría de profesores que he topado, siguen más a
Conquest o al inefable Solzhenitsyn que a Zemskov (que sencillamente lo desconocen,
como parece que lo desconoce el profesor de literatura Federico Jiménez Losantos).
Como digo, los datos de Zemskov contrastan con los 18 millones de detenidos y 8
millones de fusilados que estimaba Conquest en 1968, es decir, en plena Guerra Fría. Sobre
las fabulosas cifras de la Guerra Fría Zemskov comenta: «De lo que se trataba era de
desacreditar al adversario. La sovietología occidental afirmaba que 50 o 60 millones habían
sido víctimas de la represión, la colectivización, el hambre, &c. En 1976 Solzhenitsyn dijo
que entre 1917 y 1959 en la URSS habían muerto 110 millones de personas. Es difícil
comentar éstas tonterías. La realidad es que la población del país fue aumentando por
encima del 1%, superando el crecimiento demográfico de Inglaterra o Francia. En 1926 la
URSS tenía 147 millones de habitantes, en 1937 162 millones, y en 1939 170,5 millones.
Los censos son fiables, y sus cifras son incompatibles con matanzas de decenas de
millones»{33}.
Según Zemskov, «La estadística del Gulag es considerada por nuestros historiadores
como una de las mejores». Es decir, los dirigentes soviéticos eran conscientes de las
dimensiones de la represión e «Informaban regularmente a Stalin. Un solo caso de un preso
desaparecido en un naufragio o fugado, genera todo un dossier de documentos y
correspondencia»{34}.
Tras estudiar por primera vez los archivos secretos del Gulag y comprobar que las cifras
eran bastante más bajas de lo que todo el mundo creía y decía, Zemskov reconoce: «Al
principio me asombré. Luego comprendí rápidamente que en Occidente se habían engañado
mucho al respecto, pese a lo cual, todas las conclusiones acerca del carácter terrorista del
régimen, por la represión a la que sometió a la gente, mantenían toda su vigencia. Sobre
todo para que nada de eso vuelva a repetirse»{35}.
Y también comenta:
«De acuerdo con las Decisiones del Consejo de ministros de la URSS Nº 4293-
1703 de 20 de noviembre de 1948 y Nº 1065-376 de 13 de marzo de 1950, los
presos de todos los campos y colonias de trabajo recibían un sueldo por su
trabajo, el sueldo de su cargo reducido en un 30%, con los añadidos de los
premios y aumentos por el pago de trabajo establecidos para los trabajadores en
los sectores económicos equivalentes. Con objeto de aumentar la productividad
del trabajo y el interés de los presos utilizados en los trabajos en el sector de
defensa, extracción de oro, construcción de centrales eléctricas e industrias
petrolíferas, construcción de ferrocarriles, trabajos forestales o mineros, se les
aplicaba un sistema de redención de días de condena por superar las normas de
trabajo. En abril de 1954 este sistema se aplicaba en los campos y colonias a un
total de 737.800 presos (54,2% del total)… En los campos de trabajo había tres
regímenes de reclusión: severo, reforzado y general. En régimen severo estaban
los detenidos por bandidismo, robo con armas, asesinato premeditado, fuga del
lugar de reclusión y criminales reincidentes. Estaban bajo vigilancia reforzada, no
podían ser deportados, trabajaban preferentemente en trabajos físicos duros,
tenían las medidas de castigos más duras si rechazaban el trabajo o violaban el
régimen del campo. En régimen reforzado estaban los condenados por robo u
otros crímenes graves, ladrones reincidentes. Estos presos tampoco podían estar
en deportación y eran empleados principalmente en trabajos generales. El resto de
los presos de los campos, y los que estaban en colonias, se encontraban
en régimen general» (Zemskov, 2013).
Las cifras de muertos en los campos de trabajo también son dudosas: Harry Wu
(Shanghái, 1937) lo deja en 15 millones, Jean Louise Margolin (Francia, 1952) los sube a
20 millones, y Jung Chang y John Halliday a 27 millones; «pero estas cifras -afirma White-
se basan sobre todo en suposiciones, la de la población de los campos y la de los índices de
mortalidad anuales que han sido explotados a partir de pequeñas muestras anecdóticas.
Tantas conjeturas seguidas no pueden generar demasiada confianza. Siendo realistas, es
posible que el índice anual de mortalidad de la represión cotidiana no superara el índice de
mortalidad anual de los peores años, aquellos realmente malos de las primeras purgas
(¿entre uno y dos millones en cuatro años?) y de la Revolución Cultural (¿también entre
uno y dos millones en cuatro años?). Eso significa que deberíamos suponer bastante menos
de medio millón de muertos en cada año de poco movimiento en materia de muertes, lo que
nos daría, como mucho, 9 millones de muertes adicionales no vinculadas a los entre 1,5 y 5
millones de muertes ocurridas en el transcurso de los grandes movimientos a los que
hacemos referencia más arriba». Y concluye: «En resumen, la conjetura más acertada sería
la cifra de 30 millones de muertos por la hambruna, a los que hay que sumarle quizá unos 3
o 4 millones ejecutadas, masacradas, empujadas al suicidio o muertas en la cárcel en los
años de los grandes movimientos, y también tal vez el doble de esta cifra para abarcar las
purgas menores y los campos de la muerte, un total de alrededor de 40 millones» (White,
2012: 623-624).
Entre octubre de 1950 y octubre de 1951 Mao ordenó purgar todo resto del antiguo
régimen nacionalista, dando caza a «bandidos», «espías» y a cualquier aliado del régimen
anterior. Millones de presos fueron enviados a los laogai («campos de reforma por el
trabajo»). Cerca de 4 millones de funcionarios del anterior régimen fueron detenidos,
interrogados y brutalmente torturados y ejecutados.
En el Tibet, según informa El libro negro de la humanidad, de los 2.500 monasterios que
había en 1959 sólo quedaron 70 en 1961, y el número de monjes pasó de los 100.000 a los
7.000 individuos (solamente 10.000 de ellos consiguieron huir al extranjero). El total de la
población tibetana descendió de los 2,8 millones de habitantes en 1953 a 2,5 millones en
1964.
Lo que no parece que tengan en cuenta los autores negrolegendarios es que fue el
comunismo (el maoísmo, la sexta generación de izquierda definida) el que sacó a China del
«siglo de las humillaciones» (1842-1949), esto es, el período que va desde la Primera
Guerra del Opio, por la que millones de chinos fueron envenenados, hasta la revolución
encabezada por Mao: «una guerra de los Cien Años entre Asia y Occidente, cuyo punto de
inflexión se situó a principios del siglo XX» (Roberts, 2009: 307). Sobre el papel China no
era colonia de ningún Imperio occidental, pero en la práctica sí lo era. Asimismo, a
mediados de la década de 1870 tuvo que enfrentarse a varios alzamientos musulmanes por
el Oeste, a finales del siglo XIX a la invasión de Japón por el Este, y de nuevo tuvo que
hacer frente a una agresión nipona en las décadas de 1930 y 1940. Una vez que los
comunistas tomaron el poder, tuvieron que enfrentarse a un embargo que produjo una brutal
hambruna en el país, y gobierno y población tuvieron que afrontar el asedio y
estrangulamiento económico implantado por Estados Unidos, el nuevo Imperio guardián
del capitalismo «liberal» y «democrático» (tal vez habría que quitarle las comillas porque
eso es, en efecto, la democracia y el liberalismo realmente existentes; así como la Unión
Soviética y su entorno conformarían el «socialismo real»). Por si fuera poco, para mayor
desgracia 40 millones de personas fueron afectadas en 1949 por imponentes inundaciones
en gran parte del país (sólo falta que por esto también se responsabilice a los maoístas).
El gobierno de Estados Unidos se negaba a levantar el embargo, cosa que por fin haría en
1971, con motivo de la cercanía del presidente Richard Nixon (1913-1994) al país de la
Gran Muralla a fin de fomentar el conflicto chino-soviético, en solidaridad con China
contra la Unión Soviética. Finalmente el 1 de enero de 1979 Estados Unidos reconoció a
China, y ambos países pudieron restablecer sus relaciones en el poder diplomático (más allá
de la mera «diplomacia de ping-pong»), lo que supuso a los americanos romper las
relaciones diplomáticas con Taiwán. El año anterior la URSS rompió definitivamente sus
relaciones diplomáticas con China que venían siendo tensas de los años 60 con el conflicto
chino-soviético. China reestructuró su sistema: «un país dos sistemas» y evitó el colapso y
el derrumbe a diferencia de la Unión Soviética.
Desde que China salió del Siglo de las Humillaciones se ha colocado en los primeros
puestos de la economía mundial (y ya esté en el primer puesto). Ya Napoleón advirtió que
China era un gigante dormido al que convenía dejar en paz.
Como bien se ha dicho, «En realidad, las “conquistas sociales de la era de Mao” han sido
“extraordinarias”, conquistas que consiguieron una clara mejora de las condiciones
económicas, sociales y culturales, y un fuerte aumento de la “expectativa de vida” del
pueblo chino. Sin estos presupuestos no se puede comprender el prodigioso desarrollo
económico que a la postre liberó a cientos de millones de personas del hambre e incluso de
la muerte por inanición. Sin embargo, en la ideología dominante los papeles se
intercambian: el grupo dirigente que puso fin al siglo de las humillaciones se convierte en
una banda de criminales, mientras que los responsables de una tragedia que duró un siglo,
así como aquellos que con el embargo hicieron todo lo posible para prolongarla, aparecen
como campeones de la libertad y la civilización» (Losurdo, 2008: 334).
Si Federico acusa a los «comunistas» actuales de «ocultar el terror comunista» (p. 676),
yo, que no soy comunista sin comillas ni «comunista», puedo acusarle a él de ocultar el
terror capitalista (liberal, democrático y todo lo que se quiera). En las 700 páginas de su
obra no hay ni una sola mención a las masacres llevadas a cabo por los Estados capitalistas
(ni nada sobre las atrocidades de los reinos cristianos en la Edad Media; aunque también
hubo, por supuesto, masacres y esclavitud en los reinos musulmanes, y ni que decir tiene
durante el paganismo: tanto en Persia y Egipto como en Grecia y Roma). En tales páginas
es el comunismo (aunque también el nazismo) el responsable de todos los males del mundo
(como si tales regímenes hubiesen abierto la caja de Pandora de los crímenes horrendos y
éstos no hubiesen existido hasta que llegó el horroroso siglo XX, como si la violencia
extrema y la guerra total fuese algo nuevo bajo el Sol). Para Federico los únicos criminales
son los malos, y los buenos no comenten crímenes, porque los buenos son los «amigos del
comercio», que diría Escohotado.
Federico afirma sin rodeos, barriendo para casa, que la economía de mercado y la
democracia liberal ha demostrado «ser infinitamente mejores que el peor salvajismo
contemporáneo, el socialismo real de Lenin» (p. 43). «El comunista no es, no ha sido
nunca, inocente de lo que los comunistas han hecho en cualquier otro lugar del mundo» (p.
44). Y los liberales, desde luego, ¡solo faltaría!, son inocentes de las fechorías (¿cuáles?, se
preguntará Federico) del liberalismo en cualquier otro lugar del mundo. Y todo ello porque
el liberalismo es «muuuy buuueno», que diría Gallardón.
Para Federico todo «se reduce a reconocer o no que el comunismo roba y mata, en
magnitud desconocida en la historia de la humanidad. Y que robar y matar está mal. No
porque lo digan todos los códigos penales desde el de Hammurabi, sino porque es
absolutamente incompatible con la civilización» (p. 413). Como si la civilización se
hubiese construido no a base de guerras y atropellos, sino sin romper un solo cristal y sin
derramar ni una gota de sangre, como si hubiese sido una construcción a causa de actos
éticos y bondadosos. Pero la civilización se ha construido a base de guerras. De hecho, ya
sólo por la tecnología, las guerras de la civilización, especialmente las dos guerras
mundiales, han provocado muchísimas más muertes que las guerras de la barbarie; y, ni que
decir tiene, que las batallas o cacerías, como la de Caprina, de la época del salvajismo o del
«estado natural» del «hombre» primitivo. Pero, como decimos, las masacres y los crímenes
horrendos (aun siendo de carácter político) han existido desde siempre, en mayor o en
menor escala, pero no son un invento del comunismo o del nacionalsocialismo (tampoco
del liberalismo). No obstante, es indudable que la tecnología ha traído mayor sofisticación a
la hora de masacrar a los humanos. El colmo del refinamiento tecnológico es la bomba
atómica, lanzada por el Imperio liberal y democrático de Estados Unidos a la población
japonesa no sólo en una ocasión sino en dos ocasiones. ¡Uy si lo hubiese hecho la Unión
Soviética!
Federico llega a escribir: «Vamos, como si el comunismo no matara» (p. 236). Pero se le
podría reprochar por lo que escribe: «Vamos, como si el capitalismo no matara». Aunque,
¿qué sistema político no ha llegado a matar? Parece que para Federico eso es cosa exclusiva
del comunismo (y de su «espejo» nacionalsocialista). Pero sin el ejército y las guerras
hubiese sido imposible el capitalismo, del mismo modo que la URSS no hubiese sido
posible sin el Ejército Rojo. Parece mentira que se tenga que señalar algo que es de una
obviedad pasmosa que debería ser de perogrullo.
Aquí cito algunos versículos: «quien hubiera blasfemado contra el Espíritu santo, no
tiene perdón hasta la eternidad, al contrario, es reo de pecado eterno» (Mc 3.29); «quien
viene tras de mí -le hace decir el evangelista a Juan el Bautista- dejará limpia la era y
reunirá el trigo en el granero, pero la paja la quemará en un fuego inextinguible» (Mt 3.11-
12); «quien diga a su hermano: “racá” [estúpido], será acusado en el sanedrín; y quien diga
“loco”, será acusado en la gehena [infierno] del fuego» (Mt 5.22); «os digo que muchos
procedentes de oriente y occidente llegarán y serán sentados a la mesa junto a Abrahán,
Isaac y Jacob en el reino de los cielos, pero los hijos del reino serán arrojados a la tiniebla
exterior, allí estará el llanto y el rechinar de dientes» (Mt 8.11-12); «¡ay de vosotros los
ricos!, porque alejáis vuestro consuelo. ¡Ay de vosotros, los que ahora estáis saciados,
porque pasaréis hambre. ¡Ay, los que ahora reís!, porque sufriréis y lloraréis» (Lc 6.24-25);
«El que cree en el Hijo tiene vida eterna; el que no obedece al Hijo no verá la vida, sino que
la ira de Dios permanece con él» (Jn 3.36). ¿Deus est charitas? Dios ama a los suyos, y los
que no son suyos que se pudran en el infierno para el resto de la eternidad, porque el perdón
de Dios no es universal: «Pues muchos son los llamados, pero pocos los elegidos» (Mt
22.14). Pero, afortunadamente cabría decir, Dios es una paraidea y por ser contradictoria es
imposible y así ni existe ni puede existir. (Los versículos evangélicos están tomados de
Piñero, 2009).
De todos modos Federico no excluye el odio del cristianismo, como lo manifiesta en la
página 198: «El éxito de Marx fue asegurar científicamente el triunfo del odio. No fue el
primero: le precedían los profetas del Antiguo Testamento, el Nuevo y el Apocalipsis de
San Juan, junto a los sermones antisemitas de Lutero».
Ahora bien, tampoco hay que caer en una leyenda negra anticristiana, y ni mucho menos
en una leyenda negra anticatólica (muy ligada a la leyenda negra antiespañola). Entre 1817
y 1818 el sacerdote católico riojano Juan Antonio Llorente (1756-1823) publicó en su
exilio parisino Histoire critique de l’Inquisition espagnole, que se traduciría en 1822 al
español estando el propio Llorente en España al ser desterrado de Francia. Desde 1841
hasta el 4 de diciembre de 1808 Llorente calculó que fueron quemados vivas 31.912
personas, otras 17.659 fueron quemadas en efigie y fueron penitenciadas con penas graves
291.450. Llorente también añade judíos y moriscos, cuya expulsión fue inspirada por la
Inquisición. Es la cifra más grande que se conoce, y hablamos de 327 años de Inquisición.
En tres siglos de Santo Oficio la cifra, aun siendo la más inflada, sigue siendo ridícula, en
comparación a lo que enseguida vamos a estudiar. «Sin embargo, las cifras deben ser
matizadas, pues los cálculos de Llorente se hacen por medio de proyecciones de datos, es
decir, que tomando los números de un tribunal, en concreto el de Sevilla de inicios de la
puesta en funcionamiento del Santo Oficio -es decir, el momento más cruento de la
Inquisición- los aplica a otros tribunales. A este arbitrario proceder hemos de añadir que
Llorente emplea datos distorsionados, pues del cotejo de los suyos con los de la fuente de la
que dice tomarlos, la Historia de España del teólogo jesuita Juan de Mariana (1536-1624),
aparece una gran distancia, ya que Mariana habla de períodos de tiempo superiores al año,
referidos al conjunto de España. La falsificación de los datos de Mariana no fue la única,
pues hará lo propio con la obra de Andrés Bernáldez (h.1450-1513), cura de Los Palacios.
Los hinchados resultados de Llorente hicieron las delicias de la masonería, que lo protegió
en su exilio francés» (Vélez, 2014: 45). Aunque, comparado con Solzhenitsyn, Llorente es
un riguroso estadístico y un estudioso serio y digno de fiar.
Pero si desinflamos la cifra, según los estudios de Gustav Hennigsen (Dinamarca, 1934)
y Jaime Contreras (España, 1947), entre 1540 y 1700 hubo 44.674 causas abiertas por la
Inquisición, de las cuales sólo 1.346 personas fueron condenadas a la hoguera. (Véase Roca
Barea, 2016: 276). 1.346 ejecuciones es una cifra ridícula, si pensamos en los crímenes que
los buenos a perpetrado en otros lugares y tiempos lejanos, no tan lejanos y recientes. En
sus 356 años de existencia la Inquisición «ajustició en la hoguera a unos 2.000 judaizantes,
a los que han de sumarse cerca de 300 moriscos, 150 protestantes o iluminados, 130
acusados de sodomía o bestialismo junto a varias decenas de brujas. Cifras, en todo, caso,
muy alejadas de los cientos de miles de brujas y católicos eliminados en los países
protestantes» (Vélez, 2014: 45). «El propio Juderías nos ofrece datos como la quema en la
ciudad alemana de Bamberg de 600 personas, a las que hemos de sumar las 900 ajusticiadas
en Wurzburgo o las 500 de Suiza. Siguiendo de nuevo a juderías nos encontramos con el
hecho de que las muertes de brujas en Inglaterra fueron muy comunes, hasta el punto de
que antes de la llegada al trono de Jacobo I, fueron enviadas a la hoguera 17.000 personas
en Escocia y 40.000 en Inglaterra. Con el monarca en el poder, su ritmo de eliminación de
brujas se calcula en unas 500 anuales. Francia no le iría a la zaga a las tierras británicas,
como tampoco Flandes y el resto de países europeos» (Vélez, 2014: 60). En lo que se
refiere a las brujas quemadas en España, «según el Simposio Internacional sobre la
Inquisición realizado en el Vaticano en octubre de 1998, arroja un número: 49, que palidece
ante las decenas de miles ejecutadas en el resto de Europa, especialmente en la protestante»
(Vélez, 2014: 63).
En la España imperial afirma Stanley Payne (Texas, 1934): «Vale la pena señalar que el
número de herejes ejecutados en España en el siglo XVII es inferior a la cifra de personas,
tanto católicas como protestantes, que se mataron en Alemania durante la caza de brujas de
ese período. Solamente en la región suroeste de Alemania, 3.200 reos de hechicería fueron
condenados a muerte entre 1562 y 1684» (Payne, 1994: 60). Lo que ya era más que la
Inquisición en sus 356 años de historia.
3. El expolio y el genocidio de los británicos contra los irlandeses
La apología de la burguesía que hace Federico no tiene en cuenta que, en tiempos de
Marx, la defensa que se hacía de la propiedad privada no sólo privaba a los trabajadores de
la metrópolis de lo que ganaban con el sudor de su frente, sino además se explotaba a los
habitantes de las colonias, desde un ortograma que desde el materialismo
filosófico diagnosticamos como imperialismo depredador, cuyo prototipo era el Imperio
Británico, el Imperio capitalista por antonomasia, que Marx y Engels ponían como modelo
de sociedad capitalista en la vanguardia de la Historia Universal, en vísperas de la supuesta
batalla final que traería el socialismo y el consecuente comunismo final. El Imperio
Británico se caracterizaba por la imposición del proteccionismo en la metrópolis y del
librecambismo radical en las colonias, donde se produjeron imponentes hambrunas como
las de la India o las de Irlanda, con millones y millones de muertos. Y esto no es leyenda
negra ni propaganda, y vamos a ver por qué.
Vaya por delante que aquí no procuraré emprender una leyenda negra contra el Imperio
Británico (como tampoco lo haré después contra Estados Unidos). Con mayor o menor
acierto procuraré interpretar correctamente los datos históricos; aunque éstos, desde luego,
están sometidos a discusión. Pero no cabe duda de que el Imperio Británico, como ha
sabido ver Gustavo Bueno, es un Imperio depredador (frente a Estados Unidos que, con
reservas, lo diagnostica como Imperio generador). Y esto no quiere decir que haya una
leyenda negra contra tal Imperio, pues de hecho nunca la ha habido. «El hecho de que
Inglaterra nunca intentara expandirse por Europa Occidental explica que no haya sufrido el
acoso de una leyenda negra. Como no ha habido poder local que se sintiera amenazado, no
ha habido propaganda ni intelectuales que fabricasen las correspondientes justificaciones.
Con un buen criterio admirable, Inglaterra se ha limitado durante toda su historia a
combatir todo poder que amenazara con crecer y hacerse hegemónico en el continente, pero
jamás ha pretendido erigirse en ese poder ella misma. En 1936, Winston Churchill lo
explica estupendamente en una carta privada: “Durante cuatrocientos años la política
exterior de Inglaterra ha consistido en oponerse a la potencia más fuerte, más agresiva, más
dominante del Continente y, en particular, evitar que los Países Bajos cayesen en manos de
ella […]. Repárese en que la política de Inglaterra no tiene en cuenta qué nación es la que
busca la dominación de Europa. La cuestión no reside en si se trata de España, de la
Monarquía Francesa, el Imperio germánico o el régimen de Hitler. No tiene nada que ver
con gobernantes o naciones; se ocupa únicamente de quién es el tirano potencialmente más
fuerte y dominador”. Si Inglaterra hubiera intentado alguna vez esta hegemonía, habría
dejado alguna huella imperiófoba, pero no ha sido así. Los franceses, que sí lo hicieron,
dejaron un husmillo perfectamente reconocible. La fugaz aventura napoleónica generó de
manera inmediata un arranque propagandístico fenomenal. De hecho, la expresión “leyenda
negra” se puso de actualidad a finales del siglo XIX para referirse a Napoleón» (Roca
Barea, 2016: 409-410).
La proclamación de la monarquía constitucional inglesa de la Revolución Gloriosa de
1688 recrudeció la tiranía ejercida por los propietarios ingleses sobre los irlandeses.
Aunque ya de 1649 a 1652 el dictador y comandante del ejército parlamentario, Oliver
Cromwell (1599-1658), llevó a cabo una limpieza étnica de 400.000 irlandeses, según
estima El libro negro de la humanidad (White, 2012: 331). En agosto de 1649 Cromwell se
trasladó a Irlanda y prometió: «Sufrimiento y desolación, sangre y ruina… caerán sobre
ellos… y me regocijaré ejerciendo la máxima severidad contra ellos» (citado por White,
2012: 331). Cromwell era un puritano radical para él «no hay sino un rey, y es Cristo». Tras
defenestrar la corona Cromwell ocupó el mayor cargo político del país como lord Protector,
viviendo como un rey en el palacio de los Estuardos, designando a su hijo como sucesor.
En Irlanda la crueldad de Cromwell fue excesiva. Al tomar Drogheda, el gobernador de la
ciudad fue aporreado hasta morir con su propia pierna que era de madera y aquellos que se
refugiaron en las iglesias fueron quemados vivos. Los católicos irlandeses fueron
perseguidos y sus tierras entregadas a los protestantes. Cromwell era intolerante y
sanguinario con los católicos pero tolerante con las demás confesiones.
En 1798, tres años antes de la formación del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda, la
población irlandesa era de cuatro millones y medio aproximadamente, lo que suponía un
tercio del total de la población de las islas británicas que estaba privada de libertad
negativa; una cifra proporcionalmente superior a la de Estados Unidos, donde un quinto de
la población era esclava. «A ello, hay que añadir que los dominadores ingleses -antes y
después de la Revolución Gloriosa- tratan a los irlandeses, por un lado, del mismo modo en
que son tratados los pieles rojas: se les expropian sus tierras y se los diezma mediante
medidas más o menos drásticas; y por otro, se los trata igual que a los negros; de quienes
resulta oportuno utilizar el trabajo forzado. De aquí la oscilación entre prácticas de
esclavización y prácticas genocidas» (Losurdo, 2005: 123).
También el liberal francés Alexis Henri Charles de Clérel (el vizconde de Tocqueville)
(1805-1859) observaba la situación: «A decir verdad, no hay justicia en Irlanda. Casi todos
los magistrados del país están en guerra abierta con la población. En consecuencia, la
población no tiene ni tan siquiera la idea de una justicia pública» (citado por Losurdo,
2005: 122). En su visita a Irlanda Tocqueville describe la miseria de los habitantes de la isla
y hace una comparación entre Inglaterra e Irlanda: «Las dos aristocracias de las que he
hablado tienen el mismo origen, las mismas costumbres, casi las mismas leyes. Y, sin
embargo, una ha dado a los ingleses durante siglos uno de los mejores gobiernos del
mundo, la otra, a los irlandeses, uno de los más detestables que se pueda imaginar» (citado
por Losurdo, 2005: 176). Como decía Denis Diderot (1713-1784) en 1774, «el inglés,
enemigo de la tiranía en su patria, es el déspota más feroz, una vez que sale de ella» (citado
por Losurdo, 2005: 141). Pero con la industrialización, como vamos a ver, también fue
tirano en su tierra.
Según un historiador liberal anglo-irlandés del siglo XIX, William E. H. Lecky (1838-
1903), la finalidad de la legislación inglesa en Irlanda tenía como finalidad el expolio de la
propiedad y la industria de los irlandeses, y así «mantenerlos en condiciones de pobreza,
destruir en ellos cualquier germen de iniciativa empresarial, degradarlos al rango de una
casta servil que no abrigue nunca la esperanza de elevarse al nivel de sus opresores» (citado
por Losurdo, 2005: 122). Engels decía que en ningún país había visto tantos gendarmes
como en Irlanda.
En los siglos XVIII y XIX los irlandeses tuvieron en Australia su Siberia oficial, junto a
muchos radicales deportados a la isla-continente. A mediados del siglo XIX los crímenes
contra la población irlandesa eran justificados por sir Charles Edward Trevelyan (1807-
1886) -encargado por el gobierno de Londres de estar al tanto de la situación- como la
intervención de la «Providencia omnisciente» para solucionar el problema de la
superpoblación.
En la década de 1870 Jenny Marx (1844-1883), la hija mayor de Marx, escribió muchos
artículos en Francia denunciando el maltrato que los independentistas irlandeses sufrían en
las cárceles del Gobierno de Su Majestad. Estos artículos tuvieron su repercusión porque el
impacto fue tal que las autoridades inglesas se vieron forzadas a liberar a muchos patriotas
irlandeses. El día en que éstos fueron puestos en libertad hubo gran júbilo y celebración en
casa de los Marx.
Pero hete aquí que el heroico Temple fue duramente reprendido. El Economist, imbuido
en la perspectiva que denominamos imperialismo depredador, lo amonestó por enseñarle a
los indios que «es deber del gobierno mantenerlos con vida» (citado por White, 2012: 434).
A Temple se le acusó de malgastar el dinero público e inmiscuirse en el orden natural de las
cosas (he aquí el darwinismo social más puro y duro funcionando a toda máquina como
ideología del Imperio). Temple se sintió humillado y quiso enmendar la plana y la
oportunidad se le presentó en 1876 cuando dejaron de caer las lluvias monzónicas y se
perdieron las cosechas y el ganado. Temple se encargó de supervisar el operativo de ayuda
y demostró que podía mantenerse dentro del presupuesto y así prometió que «Todo ha de
subordinarse a la consideración económica de desembolsar la menor cantidad de dinero
necesaria para preservar la vida humana» (citado por White, 2012: 435). Esta actuación fue
del agrado del virrey de la India, Robert Bulwer-Lytton (1831-1891), el cual necesitaba
todo el efectivo del tesoro para poner en marcha la conquista de Afganistán, objetivo por el
que fue colocado como virrey de la India por el primer ministro del Gobierno de Su
Majestad Benjamin Disraeli (1804-1881). Con tal conquista la reina Victoria (1819-1901)
se convirtió en emperatriz de la India el 1 de enero de 1877, por lo que se celebró un
banquete para 68.000 dirigentes nativos que duró una semana.
Dirigentes nativos como los mughales siempre conservaban las cosechas de los años
buenos para compensarle con los años malos. Pero con la dominación británica las cosechas
de los años buenos se exportaban a Inglaterra. Así, en 1876 al destruirse las cosechas no
había reservas con la cual abastecer a la población, y la carencia hizo subir los precios por
las nubes estando fuera del alcance del bolsillo del indio corriente. Miles de hambrientos
fueron detenidos a las puertas de Bombay y Poona. Al sureste de la India, en Madrás (la
actual Chennai) la Policía expulsó a 25.000 hambrientos. La solución del gobierno imperial
consistió en trasladar a los hambrientos a campos de trabajos de canales y vías férreas a
cambio de comida, porque en aquella época «predominada la filosofía de que la ayuda
había de ser difícil de conseguir para evitar que los pobres se convirtiesen en dependientes
crónicos de las limosnas del gobierno. Los beneficiarios tenían que trabajar duro para
obtener su ración, cavando zanjas y partiendo piedras. Los campos sólo aceptaban a los que
se encontraban en buenas condiciones físicas y a los sanos para sus proyectos de obras
públicas, y solamente contrataban trabajadores procedentes de lugares que por lo menos
estuviesen a dieciséis kilómetros de distancia, con la idea de que una larga caminata
eliminaría a los enclenques. Centenares de miles fueron rechazados porque estaban
demasiado débiles para ser de alguna utilidad» (White, 2012: 436).
De 1896 a 1900 murieron de hambre 8,4 millones de individuos. Tras las hambrunas de
1876 el gobierno imperial fundó un Fondo para la Hambruna (con los ingresos de la India y
no de Gran Bretaña). Pero con todo, veinte años después las hambrunas volvieron. En 1896
no llegaron las lluvias monzónicas y la sequía destruyó la cosecha, subiendo
considerablemente el precio del cereal para desgracia del indio de a pie. Así describió el
panorama un metodista de Hyderabad: «La gente ya no tenía reservas ni de fuerza ni de
grano con las que contar, las deudas de la anterior hambruna todavía colgaban de sus
cuellos, era imposible conseguir dinero porque los prestamistas cerraban sus monederos
cuando no veían posibilidades de recuperar sus préstamos» (citado por White, 2012: 440).
Otro episodio catastrófico fue el de las hambrunas de Bengala en plena Segunda Guerra
Mundial. Tras la caída de Singapur, Churchill temía que los japoneses avanzasen por
Birmania atacando la frontera oriental de Bengala. De modo que decidió que se arrasase la
tierra en la Bengala oriental y en la costera. Esto sería uno de los factores que provocó la
hambruna.
A finales de marzo de 1942 el gobernador de la India, John Herbert (1895-1943), bajo las
órdenes de Churchill, emitió una directiva en la que se exigía que las existencias
excedentarias de arroz y otros alimentos fuesen retiradas o destruidas en toda Bengala.
El 16 de octubre de 1942 la costa oriental bengalí fue asolada por un ciclón, inundando
cuarenta millas de la costa, lo que hizo que se perdiese la cosecha de otoño. Los
campesinos tuvieron que aguantar con las sobras de la cosecha anterior. En mayo de 1943
la semilla que se sembró en invierno fue consumida por el calor. No obstante, el
economista premio Nobel Amartya Sen (Manikanj, 1933) indicó que Bengala no andaba
escasa de arroz en 1943, y que había más que en mayo de 1941. Esto, en parte, condicionó
a la lenta reacción del Gobierno de Su Majestad al desastre, cogiéndole por sorpresa las
hambrunas. Según Sen, hubo rumores que causaron el acaparamiento y la inflación de los
precios, a raíz de la urgencia demandada por la guerra, que hicieron que las partidas de
arroz fuesen una magnífica inversión. Y así, los precios se duplicaron en relación al año
anterior. Asimismo, el esfuerzo de guerra hizo que los sueldos se congelasen. Es decir, a
pesar de que Bengala disponía de arroz y otros granos, la gente no disponía de dinero para
costeárselo. Luego fue más bien por falta de dinero y no por falta de alimentos. La
hambruna cesó cuando se envió a Bengala un millón de toneladas de grano, lo que hizo que
se redujesen los precios.
Se desviaron miles de toneladas de arroz de Bengala para que fuesen alimentados los
soldados británicos. A su vez las autoridades británicas decidieron que era preferible que la
gente muriese en las aldeas a que se produjese el caos en las ciudades.
Cuando el secretario de Estado para la India, Leo Amery (1873-1955), propuso una
edición radiofónica para dar explicaciones de la política británica en la India, Churchill vetó
la iniciativa afirmando que tal emisión daría «demasiada importancia a la hambruna, dando
la impresión de que se pide perdón» (citado por Hastings, 2009: 1125). «Más que ningún
otro aspecto de su proceder a lo largo de la guerra, este despotismo reflejaba perfectamente
la visión decimonónica imperialista de Churchill en su juventud» (Hastings, 2009: 1125-
1126). El imperialismo decimonónico británico, es decir, el perfecto ejemplo
de imperialismo depredador desde las coordenadas del materialismo político.
Churchill le llegaría a escribir al virrey de la India Lord Wavell (1883-1950): «La
hambruna en Bengala es uno de los grandes desastres que haya sufrido pueblo alguno bajo
la ley británica. El daño sobre nuestra reputación en India es incalculable»{36}.
Comenta El libro negro de la humanidad: «Haciendo gala de su acostumbrada falta de
preocupación por el pueblo de la India, los británicos se negaron a interferir en el
vertiginoso ascenso de los precios de los alimentos que fijaba el mercado libre y dejaron
morir de hambre a los habitantes de Bengala. Al menos 1,5 millones de indios, tal vez
incluso entre 3 y 4 millones, murieron de hambre antes de que alguien empezara a
preocuparse. El primer ministro Winston Churchill se encogió de hombros y culpó de la
hambruna a los indígenas, por “reproducirse como conejos”» (White, 2012: 579). Ese era
Winston Churchill. Después le dedicaré unas palabras al tan laureado primer ministro.
¿Ustedes se imaginan que esto lo hubiese hecho el Imperio Español en América? ¡Uy si
lo hubiese hecho el Imperio Español! Entonces nos desayunábamos, almorzábamos,
merendábamos y cenábamos todos los días con el recuerdo de tales hambrunas: ¡qué
Memoria Histórica sería esa! Un caramelito para los enemigos de España. Ya le gustaría a
separatistas y podemitas que en América el Imperio Español hubiese tenido un
comportamiento semejante. De todos modos tampoco les hace falta, porque se creen la
leyenda negra a pies juntillas, y además están en disposición y encima quieren que hubiese
sido así. Pero ese no fue el caso del Imperio Español en América porque la leyenda negra es
un mito tenebroso; y sin embargo es éste, y no el Imperio Británico, el que padece una
leyenda negra (como también la padece, y la padeció mientras existió, la Unión Soviética,
donde se erradicó el hambre, así como el analfabetismo, como hizo en España el
franquismo, pese a quien le pese).
Como dijo Emilia Pardo Bazán el 18 de junio de 1900, «El Padre Las Casas, si viese a
los hambrientos de la India y a los infelices sioux, tendría que llorar para toda su vida»{37}.
Dice nuestro Federico: «El modo de matar de hambre a la burguesía -la real o la
imaginada por los Bolcheviques- en las grandes ciudades rusas fue el mismo que el de los
nazis a los judíos en el gueto de Varsovia: no podían salir ni trabajar y con cartillas de
alimentación mísera fueron muriendo lentamente: los viejos y niños primero» (p. 290). ¿Y
por qué Federico no pone como ejemplo las hambrunas de la India en la que murieron en
doscientos años 30 millones de personas en cuatro grandes hambrunas? «El hambre no es,
pues, un accidente, un precio, un problema para los leninistas. Es un arma para el control, el
exterminio, el ejercicio del poder» (p. 309). ¿Y de los británicos qué decimos? Ah, de éstos
sólo se puede decir -dirá el filisteo con su moralismo olímpico- que son «amigos del
comercio». Amigos del comercio y enemigos de los indios.
A todo esto hay que añadir el capitalismo explotador contra la propia población inglesa,
y no solo el proletariado inglés sino también los siervos de la gleba, los esclavos y los
vagabundos. Como se ha dicho, «La Gran Revolución desmontó el orden feudal, pero dio
paso a un orden social y económico todavía más injusto y cruel, el orden burgués, el de la
explotación capitalista sin límites, el orden que Marx analizó en su inmensa obra.» (Bueno,
2003: 149)
Y así describe Engels los «barrios feos» londinenses: «Primero hablemos de Londres y
del célebre barrio Ravenrookery (o sea, lugar habitado por cornejas), St. Giles, que por fin
ahora está dividido por dos anchas calles, y que debe ser destruido. Este barrio está situado
en medio de las partes más pobladas de la ciudad, circundado por calles anchas y
espléndidas, en las cuales pasea el gran mundo de Londres; muy cercano a Oxford Street y
Regent Street, Trafalgar Street y el mercado; cestos de verduras y fruta, naturalmente casas
altas, de tres o cuatro pisos, con calles estrechas y sucias, curvas, en las cuales el
movimiento es tan grande como en las principales calles de la ciudad, con la única
diferencia que en St. Giles se ven sólo personas de la clase obrera. En las calles está el
mercado; cestos de verdura y fruta, naturalmente todas de mala calidad, apenas
aprovechables, restringen aún más el paso, y de ellas, como de los puestos de los
vendedores de carne, emana un olor horrible. Las casas están habitadas desde el sótano
hasta el desván, sucias por fuera y por dentro, hasta el punto de que por su aspecto
parecería imposible que los hombres pudieran habitarla. Y todavía esto no es nada frente a
las habitaciones que se ven en los patios estrechos, y en las callejuelas dentro de las calles,
a las que se llega por pasajes cubierto entre las casas, y en las que la suciedad y el estado
ruinoso de las fábricas supera toda descripción; no se ve casi ningún vidrio en las ventanas,
las paredes están rotas, las puertas y las vidrieras destrozadas y arrancadas, las puertas
exteriores sostenidas por viejos herrajes o faltan del todo; aquí, en este barrio de ladrones,
las puertas no son de ningún modo necesarias, al no haber nada para robar. Montones de
suciedad y de ceniza se encuentran a cada caso, y todos los desechos líquidos echados en
las puertas se acumulan en fétidas cloacas. Aquí habitan los pobres entre los pobres, los
trabajadores peor pagados, con los ladrones; los explotadores y las víctimas de la
prostitución, ligados entre sí; en su mayor parte son irlandeses o descendientes de
irlandeses, que todavía no se han sumergido en la vorágine de la corrupción moral que los
rodea, pero que cada día descienden más bajo y pierden la fuerza de resistir a la influencia
desmoralizadora de la miseria, de la suciedad y de los compañeros disolutos» (Engels,
1845: 58-59).
Engels añade que «los 350.000 obreros de Manchester y sus suburbios habitan casi todos
en cottages malo, húmedos y sucios; que las calles de estos barrios están en el peor estado y
la mayor suciedad, sin ningún cuidado por la ventilación y dispuestas sólo con vistas a la
ganancia del constructor; en una palabra, podemos decir que en las habitaciones de los
obreros en Manchester no es posible ninguna limpieza, ninguna comodidad y tampoco
ningún confort; que en esas habitaciones sólo una raza no ya humana, degradada, enferma
del cuerpo, moral y físicamente rebajada al nivel de las bestias, puede sentirse feliz y a su
gusto» (Engels, 1845: 95).
Y sobre el mayor barrio obrero londinense situado al este de la torre, en Whitechapel y
Bethnal-Green, en donde se concentraba la masa principal de trabajadores londinense, decía
el predicador de San Felipe, en Bethnal-Green, J. Alston: «[La parroquia] encierra 1.400
casas, habitadas por 2.795 familias, cerca de 12.000 personas. El espacio habitado por esta
gran población es menor de 400 yards (1.200 pies) cuadradas, y con tal aglomeración nada
más común que un hombre, su mujer y cuatro o cinco hijos, y todavía también el padre y la
madre, habiten una misma pieza de diez o doce pies cuadrados, donde trabajan, comen y
duermen. Creo que, antes que el obispo de Londres reclamase la atención pública sobre esta
pobrísima parroquia, en el oeste de la ciudad se sabía tanto de esto como de la bárbara
Australia o de las islas del Pacífico. Y si nosotros, observando personalmente, nos damos
cuenta exacta de los sufrimientos de estos infelices, si observamos su podre alimento y los
vemos curvados bajo el peso de las enfermedades y de la falta de trabajo, encontraremos tal
cantidad de miseria y de privaciones que una nación como la nuestra debería de
avergonzarse de su existencia. He sido párroco de Huddersfield durante tres años, cuando
las fábricas andaban mal, pero no he visto jamás aquí un abandono tan completo de los
pobres como en Bethnal-Green. Ni un padre de familia, entre diez, tiene otro traje que el de
trabajo, como no sean guiñapos; algunos tienen, para cubrirse, nada más que dichas
vestimentas y, por lecho, una bolsa de paja o viruta» (citado por Engels, 1845: 61).
Por otra parte, en el mercado las mercancías de calidad abundan por la mañana, «pero
cuando los obreros llegan, lo mejor ha sido ya vendido, y aun cuando así no fuera,
probablemente no podrían comprarlo. Las papas compradas por los obreros son, en su
mayor parte, malas; las legumbres pasadas, el queso viejo y de mala calidad, el tocino
rancio, la carne flaca, vieja, dura, de animales viejos o enfermos, a menudo ya medio
podrida. Los vendedores son, en su mayoría, pequeños revendedores que compran las cosas
peores, que pueden revender así a poco precio, a causa de su mala calidad. Los obreros más
pobres deben usar aún alguna treta para poder tener con su escaso dinero el artículo que
desean comprar, aunque sea de mala calidad. Como las tierras deben cerrarse a mediodía
del sábado y el domingo permanecen cerradas, entre las 10 y las 12 del sábado se venden a
precio bajísimo todas aquellas mercancías que no se pueden conservar hasta el lunes. De
aquello, sin embargo, las diez o las nueve décimas partes no son ya utilizables el domingo a
la mañana, y esos artículos forman la comida dominical de la clase obrera más pobre»
(Engels, 1845: 100). Y tomando a sus adversarios por testimonio afirma que «Los
negociantes y fabricantes falsifican todos los alimentos de manera injustificable y sin
ningún miramiento por la salud de quienes deben consumirlos» (Engels, 1845: 101). «El
rico no es engañado porque puede pagar los precios elevados de las grandes tiendas, que
tienen que mantener su prestigio y que se perjudicarían mucho teniendo mercancías malas o
falsificadas; el rico está habituado a la buena comida y con su paladar delicado nota el
engaño fácilmente. Pero el pobre, el obrero, para quién un par de centavos cuenta mucho,
que por poco dinero debe adquirir muchas mercaderías, que no debe ni puede examinar
escrupulosamente la calidad, porque no tiene ocasión de educar su gusto, que recibe todas
las mercaderías falsificadas y a menudo envenenadas, acude a los pequeños comerciantes,
debe, tal vez, comprar a crédito, y estos negociantes, que a causa de su pequeño capital y
del mayor precio de compra no pueden vender de ningún modo a bajo precio, como los
grandes vendedores al menudeo, deben, por el bajo precio que exigen sus clientes y para
vencer la competencia de los otros, quieras o no, procurarse mercaderías falsificadas.
Además, si un importante vendedor minorista, que ha empeñado en su negocio, un gran
capital, se dejara atrapar como falsificador, estaría arruinado; ¿qué tiene que temer, en
cambio, un pequeño comerciante que provee de géneros a una sola calle, si se descubren
sus falsificaciones?... Pero no sólo en la calidad, sino también en la cantidad es engañado el
obrero inglés; los pequeños comerciantes tienen, en su mayor parte, pesas y medidas falsas;
y puede verse una increíble cantidad de condenas que se producen diariamente, según las
informaciones policiales por dichos delitos» (Engels, 1845: 102-103).
Engels no dice que todos los trabajadores londinenses viviesen en tal estado de
lamentable miseria, pero sí afirma que «miles de familias, honestas y diligentes, mucho más
honorables y decentes que todos los ricos de Londres, se encuentran en esta situación
indigna de hombres, y que cualquier proletario, sin excepción, sin que sea su culpa, y a
pesar de todas las privaciones, puede ser golpeado en igual forma… En Londres, cada
mañana se levantan cincuenta mil personas que no saben dónde podrán reposar la noche
siguiente. Los felices, entre ellos, que logran ahora un penny o dos, irán a uno de los
llamados albergues (lodginghouse) numerosísimos en todas las grandes ciudades, donde
encontrarán con su dinero un asilo. Pero ¡qué asilo! La casa está repleta de camas, de arriba
abajo: cuatro, seis lechos de una pieza, tantos como puedan entrar. En cada lecho se ubican
cuatro, cinco, seis personas a la par, cuantas puedan caber, enfermos y sanos, viejos y
jóvenes, hombres y mujeres, borrachos y hambrientos, todos amontonados, como vengan.
Hay discusiones, riñas, heridas; y si los compañeros de lecho están de acuerdo, es todavía
peor: se combinan robos, o se hacen cosas que nuestra lengua humana no puede reproducir
con palabras. ¿Y los que no pueden pagarse tal alojamiento? Duermen donde encuentran
lugar: en los pasajes, bajo arcadas, en un rincón cualquiera donde los propietarios y la
policía los dejan dormir en paz; algunos se van a las casas abiertas, aquí y allá, por la
beneficencia barata; otros duermen en los bancos de los parques, bajo las ventanas de la
reina Victoria» (Engels, 1845: 63).
Ya en 1839 escribía el comisionado por el Gobierno de Su Majestad, el liberal escocés y
enemigo del movimiento obrero J. C. Symons, sobre la situación en Glasgow:
«Los wynds de Glasgow encierran una población fluctuante de quince a veinte mil
personas. Este barrio de Glasgow consiste en calles estrechas y coutrs en medio de las
cuales se encuentra siempre un montón de basuras. Por muy repugnante que fuese el
aspecto exterior de estos lugares, todavía no estaba preparado para ver la miseria y suciedad
del interior. En algunas de aquellas piezas para dormir, que nosotros (el superintendente de
policía capitán Miller y Symons) visitamos de noche, encontramos un piso de seres
humanos extendidos sobre el suelo, a menudo de quince a veinte, algunos vestidos, otros
desnudos, hombres y mujeres en desorden. Su cama era un lecho de paja podrida, mezclada
con algunos andrajos. Poco o ningún mueble; lo único que daba a estas cuevas cierto
aspecto de habitación era un fuego encendido en la chimenea. El robo y la prostitución son
los principales medios de vida de esta gente. Nadie parece preocuparse de limpiar este
establo de Augias, este pandemónium, este cúmulo de delitos, suciedad y pestilencia, que
se encuentran en el centro de la segunda ciudad del reino. Un cuidadoso examen de los
barrios más bajos de las otras ciudades, no nos han presentado, nunca algo que fuese ni la
mitad de malo, ni por la intensidad de infección moral y física, ni por la densidad relativa
de la población. En estos barrios, la mayor parte de las casas han sido declaradas
inhabitables por el tribunal, pero precisamente éstas son las más pobladas, porque, según la
ley, no se puede cobrar por ellas ningún alquiler» (citado por Engels, 1845: 70-71).
Y antes, entre 1833 y 1835, en su viaje a Inglaterra por la zona industrial de Manchester,
el liberal francés Alexis Tocqueville describió el «laberinto infecto» y el «infierno» de las
miserables casuchas en las que vivían los obreros que eran como «el último asilo que puede
ocupar el hombre entre la miseria y la muerte. Sin embargo, los seres infelices que ocupan
tales cuchitriles suscitan la envidia de algunos de sus semejantes. Bajo sus miserables
moradas se halla una fila de cavernas a las que se accede a través de un corredor semi-
subterráneo. En cada uno de esos lugares húmedos y repugnantes se hacinan en barahúnda
doce o quince criaturas humanas» (citado por Losurdo, 2005: 193-194).
A todo esto hay que añadir los vicios del alcohol y las drogas, que envenenaron al pueblo
(y no digamos lo que el Imperio Británico hizo con tal sustancia en China). Según dijo lord
Ashley (1801-1885) en la sesión de la cámara baja del 28 de febrero de 1843, «la clase
obrera gasta cada año veinticinco millones de libras esterlinas en bebidas alcohólicas»
(citado por Engels, 1845: 162). Y continúa Engels: «Todos podemos fácilmente imaginar
las consecuencias: la destrucción del aspecto exterior de la persona, la ruina de la salud
física e intelectual y el relajamiento de todos los resortes de la familia. Las ligas de
templanza mucho han hecho, pero ¿qué efecto pueden tener 200 Teatotellers sobre millones
de obreros? Cuando el padre Mathew, apóstol irlandés de la templanza, viaja a través de las
ciudades inglesas, de treinta a sesenta mil obreros hacen promesa de no beber, pero a las
tres semanas la mayor parte ha olvidado sus votos. Si calculamos la masa de los que en los
últimos tres o cuatro años han hecho promesa de no beber, sobrepasa al número de la gente
que vive en las ciudades, y no se nota que el vicio de la bebida decrezca» (Engels, 1845:
162).
También tanto en los distritos fabriles como rurales el consumo de opio se extendió entre
los obreros adultos, y según los farmacéuticos era el artículo más solicitado, con las
consecuencias de que los lactantes se contraía y quedaban arrugados como ancianos.
«Véase cómo la India y China se vengan de Inglaterra» (Marx, 1867: 397).
Con todo esto, la situación en Inglaterra se basaba en que los obreros industriales,
condenados a vivir desde los nueve años hasta su muerte en la fábrica, al ser mutilados
física e intelectualmente, «son más esclavos que los negros de América, porque son más
ásperamente vigilados y además se pretende que vivan, piensen y sientan humanamente. En
verdad, sólo pueden sentir el odio más ardiente contra sus opresores y contra el orden de
cosas que los reduce a tal condición, que los degrada hasta el nivel de la máquina. Pero es
todavía mucho más infame, según dicen unánimemente los obreros, que haya un gran
número de fabricantes que, con la más inhumana dureza, hieran con penas en dinero a los
obreros, a fin de engrosar su ganancia con los centavos robados a los proletarios, privados
de toda fortuna» (Engels, 1845: 214).
«Es verdaderamente indignante la forma en que es tratada por la moderna sociedad la
masa de los pobres. Se la lleva a las grandes ciudades, donde respira un aire más malo que
en su lugar natal, se la exila en barrios que, por su construcción, están peor ventilados que
otros, les son negados todos los medios para la limpieza, se les quita el agua, mientras
solamente contra pago se colocan las cañerías, estando los ríos tan infestados, que ya no
pueden servir a los efectos de la limpieza; se la obliga a tirar en la calle todos los residuos y
desperdicios, el agua sucia y, a menudo, las más nauseabundas inmundicias y el estiércol, al
mismo tiempo que se le impiden todos los medios de actuar de otro modo; se la obliga, así,
a apestar sus propios barrios. Y todavía hay más. Todos los males imaginables caen sobre
la cabeza de los pobres. La población de la ciudad es, generalmente, ya demasiado densa,
de manera que en un solo local debe amontonarse mucha gente. No contentos con haber
corrompido la atmósfera de las calles, se encierran por docenas los individuos en una sola
habitación, de modo que el aire que respiran por la noche se vuelve completamente
sofocante. Se da a esta gran masa de obreros habitaciones húmedas, sótanos que desde
abajo, o desvanes que desde arriba, no son impermeables. Sus casas están hechas de modo
que el aire húmedo no puede ser eliminado. Se les dan trajes pésimos, harapientos o que
están por romperse; alimento malo, adulterado y difícilmente dirigible. Se expone a esta
multitud de pobres a los más bruscos cambios en el trato y a las más violentas vicisitudes
de angustias y esperanzas; se la cansa como al salvaje, no se la deja jamás en paz, en el
tranquilo goce de la vida. Se le sustraen todos los goces, excepto los del sexo y la bebida; al
mismo tiempo, se la debilita diariamente hasta el completo relajamiento de las fuerzas
físicas, y, en consecuencia, se excita de continuo hasta el más desenfrenado exceso en los
dos únicos placeres que le restan» (Engels, 1845: 131-132).
En las minas inglesas hacia 1860 morían un promedio semanal de 15 hombres. «Según el
informe sobre Coal Mines Accidents (6 de febrero de 1862), en el decenio 1852-1861
fueron muertos un total de 8.466. Pero este número es demasiado reducido, como lo dice el
propio informe, ya que durante los primeros años, cuando los inspectores acababan de ser
investidos y sus distritos eran demasiado grandes, hubo una gran cantidad de casos de
accidentes y casos fatales que ni siquiera se comunicaron. Precisamente la circunstancia de
que, a pesar de la aún grande matanza y del poder insuficiente y número exiguo de los
inspectores, la cantidad de accidentes haya disminuido en mucho desde que se instaurara la
inspección, demuestra la tendencia natural de la explotación capitalista. Este sacrificio de
vidas humanas se debe, en su mayor parte, a la sórdida avaricia de los propietarios de
minas, quienes a menudo sólo hacían cavar un solo pozo, por ejemplo, de modo que no sólo
había una ventilación eficaz, sino que tampoco quedaba una vía posible de escape en
cuanto dicho pozo quedase obstruido» (Marx, 1894: 88).
En 1866 el doctor Julian Hunter informando sobre viviendas atestadas londinense decía
que dos cosas son indudables: «la primera, que en Londres existen aproximadamente 20
grandes nucleamientos, compuestos cada uno de unas 10.000 personas, cuya miserable
condición -resultado, casi por entero, de sus malos alojamientos- supera todo lo que se haya
visto nunca en cualquier otra parte de Inglaterra; la segunda, que el hacinamiento y el
estado ruinoso de las cosas que componen esos nucleamientos son mucho peores que veinte
años atrás». Y sobre los niños de dichos nucleamientos afirma: «No sabemos cómo se
criaría a los niños antes de esta época de densa aglomeración de los pobres, y sería un
profeta audaz el que nos predijera qué conducta puede esperarse de niños que, bajo
circunstancias sin paralelo en este país, se educan actualmente para su práctica futura
como clases peligrosas, pasando media noche sentados con personas de todas las edades
[…], borrachas, obscenas y pendencieras» (citado por Marx, 1867: 646).
Ya William Gladstone (1809-1898) en la Cámara de los Comunes el 14 de febrero de
1843 dijo: «Uno de los rasgos más sombríos que presenta la situación social del país es que
mientras se registra una mengua en la capacidad popular de consumo y un aumento en las
privaciones y la miseria de la clase trabajadora, al mismo tiempo se verifica una
acumulación constante de riqueza en las clases superiores y un constante incremento de
capital» (citado por Marx, 1867: 639). Pero no era verdad que la pobreza de las masas
proletarias iba in crescendo y ello daría paso inevitablemente a un estallido revolucionario.
Como decía Samuel Laing (1810-1897), «En ningún otro terreno los derechos de las
personas han sido sacrificados tan abierta y desvergonzadamente al derecho de la propiedad
como en el caso de las condiciones habitacionales de la clase obrera. Toda gran ciudad es
un sitio consagrado a los sacrificios humanos, un altar en el que anualmente se inmola a
miles de personas al Moloc de la avaricia» (citado por Marx, 1867: 645).
El 21 de enero de 1853 Marx escribía para el New York Tribune: «Si alguna propiedad ha
sido alguna vez un auténtico robo, nunca lo ha sido más literalmente que en el caso de las
tierras de la aristocracia británica. Robo de propiedades eclesiásticas, robo de terrenos
comunales, fraudulenta transformación -acompañada de asesinatos- de propiedades
patriarcales y feudales en propiedades privadas… así son los títulos de propiedad de los
aristocráticos británicos» (Marx, 2013: 64).
Y el 1 de agosto de 1854 comentaba también para el New York Tribune: «La prieta y
estrecha esfera en que se mueven se debe hasta cierto punto al sistema social del que
forman parte. Si la nobleza rusa vive incómoda entre la opresión a que la somete el zar por
arriba y la espantosa esclavitud a la que ella somete a las masas por debajo, la clase media
inglesa esta embutida entre la aristocracia por un lado y las clases trabajadores por otro.
Desde la paz de 1815, siempre que ha querido actuar contra la aristocracia, la clase media
ha sostenido ante las clases trabajadores que sus quejas eran atribuibles al monopolio y al
privilegio de esa aristocracia. Así, la clase media consiguió que los trabajadores la
apoyasen en 1832 cuando deseaban la Ley de Reforma, pero, tras conseguir sus
aprobación por sus propios medios, se la han negado a la clase obrera -por ejemplo, en
1848 se opusieron a ella armados con porras de policía especiales-. A continuación, los
Aranceles del Grano se convirtieron en la nueva panacea de las clases trabajadoras. Esta
vez fue la aristocracia la que ganó la batalla, pero los “buenos tiempos” estaban por llegar,
hasta que el año pasado, como para impedir una política similar en el futuro, la aristocracia
se vio obligada a aceptar el impuesto de sucesiones de bienes inmuebles, tributo del que,
egoístamente, se venía eximiendo a sí misma desde 1793 mientras forzaba la aprobación
del impuesto de sucesión del patrimonio personal. Con esta especie de protesta se esfumó la
última oportunidad de timar a las clases trabajadoras diciéndoles que su dura suerte se debía
únicamente a la legislación aristocrática. Ahora los obreros han abierto los ojos y empiezan
a gritar: “¡Nuestro San Petersburgo está en Preston!”. En realidad, los ocho últimos meses
hemos sido testigos de un extraño espectáculo en la ciudad: un ejército estable de catorce
mil hombres y mujeres subsidiado por sindicatos y talleres de todos los rincones del Reino
Unido para que libre una gran batalla por el dominio social contra los capitalistas, y, por su
parte, a los capitalistas de Preston respaldados por los capitalistas de Lancashire» (Marx,
2013: 97-98).
El 7 de abril de 1857 escribía: «Los informes de los inspectores de fábricas prueban más
allá de toda duda que las infamias del sistema de factorías británico crecen con el
crecimiento del sistema; que las leyes aprobadas para poner freno a la cruel codicia de los
patrones son una impostura y una ilusión, redactadas de tal forma que frustran sus propios
fines y desbaratan los esfuerzos de los hombres encargados de velar por su aplicación; que
el antagonismo entre patronos y operarios está alcanzando el punto de no retorno de una
guerra social; que el número de niños menores de trece años absorbidos por este sistema se
incrementa en algunos sectores y el de mujeres en todos ellos; que, aunque se emplea el
mismo número de peones en proporción a los caballos de potencia de períodos anteriores,
hay menos en proporción con la maquinaria; que, en virtud de la economía de fuerzas, la
máquina de vapor permite emplear más maquinaria que hace diez años; que un gran
cantidad de trabajo se pierde hoy a causa del aumento de velocidad de la maquinaria y de
otras técnicas; y que los patrones se están llenando rápidamente los bolsillos» (Marx, 2013:
111).
Como dice Marx en El Capital, en este desolador escenario «Dante encontraría
sobrepujadas sus más crueles fantasías» (Marx, 1867: 247). «El inglés, versado en las
Sagradas Escrituras, sabía bien que el hombre al que la predestinación no ha elegido para
capitalista, terrateniente o beneficiario de una sinecura está obligado a ganarse el pan con el
sudor de su frente, pero no sabía que con su pan tenía que comer diariamente cierta
cantidad de sudor humano mezclado con secreciones forunculosas, telarañas, cucarachas
muertas y levadura alemana podrida, para no hablar del alumbre, la arenisca y otros
ingredientes minerales igualmente apetitosos» (Marx, 1867: 249).
En un discurso que pronunció el señor John Bright (1811-1889) en Birminghan el 13 de
diciembre de 1865, que se publicó el día después en el Morning Star, tras hablar de 5
millones de familias que en modo alguno estaban representadas en el parlamento del
Gobierno de Su Majestad, se decía: «Entre ellos hay en el Reino Unido un millón, o mejor
dicho más de un millón, que figuran en la desdichada lista de los paupers [indigentes]. Hay
otro millón que aún se mantiene apenas por encima del pauperismo, pero que está
permanentemente en peligro de convertirse asimismo en paupers. Su situación y sus
perspectivas no son más favorables. Contemplad ahora las ignorantes capas inferiores de
esta parte de la sociedad. Considerad su situación abyecta, su pobreza, sus padecimientos,
su total desesperanza. Incluso en los Estados Unidos, incluso en los estados sureños durante
el imperio de la esclavitud, todo negro creía aún que alguna vez le tocaría un año de
jubileo. Pero para esta gente, para esta masa de los estratos de nuestro país no existe -y
estoy aquí para decirlo- ni la creencia en mejoramiento alguno, ni siquiera la aspiración de
que ello ocurra. ¿Habéis leído últimamente en los diarios un suelto acerca de John Cross,
un jornalero agrícola de Dorsetshire? Trabajaba 6 días por semana, tenía un excelente
certificado extendido por su empleador, para quien había laborado durante 24 años por un
salario semanal de 8 chelines. John Cross debía mantener con este salario una familia de 7
hijos en su cabaña. Para procurarle calor a su mujer enfermiza y a su niño de pecho tomó
-legalmente hablando, creo que la robó- una valla de madera por valor de 6 peniques. Por
ese delito, los jueces de paz lo condenaron a 14 o 20 días de cárcel. Puedo deciros que
pueden hallarse en todo el país muchos miles de casos como el de John Cross, y
especialmente en el sur, y que su situación es tal que hasta el presente ni el investigador
más concienzudo ha estado en condiciones de resolver el misterio de cómo consiguen
mantener unidos cuerpo y alma. Y ahora echad una mirada a todo el país y contemplad esos
5 millones de familias y la situación desesperante de este estrato de las mismas. ¿No puede
decirse, en verdad, que la gran mayoría de la nación, excluida del sufragio, trabaja y brega
penosamente, día tras día, y casi no conoce reposo? Comparadla con la clase dominante
-aunque si lo hago yo, se me acusará de comunismo… pero comparad esa gran nación que
se mata trabajando y que carece del voto, con la parte que puede considerarse como las
clases dominantes. Observad su riqueza, su ostentación, su lujo. Observad su fatiga -pues
también entre ellos hay fatiga, pero se trata de la fatiga de la saciedad- y observad cómo
corren presurosos de un lado a otro, como si lo único que importara fuese descubrir nuevos
placeres» (citado por Marx, 1894: 660-661).
Otro asunto escandaloso era el de la explotación infantil. En la Inglaterra del siglo XVIII
cuando el taller automatizado daba sus primeros pasos, los niños era «obligados a trabajar a
golpes de látigo; se convirtieron en objeto de comercio y se hacían contratos con los
hospicios» (Marx, 1847: 248). Ya en el siglo XIX, «El informe de la comisión central
cuenta que los fabricantes comenzaban a ocupar a los niños a veces de cinco años,
frecuentemente de seis, más a menudo de siete, en la mayor parte, de ocho a nueve años;
que la duración del tiempo de trabajo era, diariamente, de 14 a 16 horas (fuera de las horas
libres para la comida), que los fabricantes dejaban que los capataces pagasen y maltratasen
a los niños, y que ellos también, con frecuencia, recurrían a las manos; se narra un caso en
que un fabricante escocés persiguió a un muchacho de dieciséis años que huiría, lo obligó a
trotar como un caballo, a correr ante él, golpeándolo continuamente con una fusta» (Engels,
1845: 186). «Los ingleses, que gustan de tomar la primera manifestación empírica de una
cosa por su causa, suelen considerar que el gran robo de niños que en los comienzos del
sistema fabril practicó el capital, a la manera de Herodes, en asilos y orfanatos -robo
mediante el cual se incorporó un material humano carente por entero de voluntad propia-,
fue la causa de las largas jornadas laborales en las fábricas. Así, por ejemplo, dice Fielden,
fabricante inglés él mismo: “Las largas jornadas laborales […], es evidente, tienen su
origen en la circunstancia de que se recibió un número tan grande de niños desvalidos,
procedentes de las distintas zonas del país, que los patrones no dependían ya de los obreros;
en la circunstancia de que una vez que establecieron la costumbre gracias al mísero material
humano que había obtenido de esa manera, la pudieron imponer a sus vecinos con la mayor
facilidad”» (Marx, 1867: 400-401). «El trabajo forzoso en beneficio del capitalista no sólo
usurpó el lugar de los juegos infantiles, sino también el del trabajo libre en la esfera
doméstica ejecutando dentro de límites decentes y para la familia misma» (Marx, 1867:
392).
Los niños pobres eran reclutados en las workhouses, las Casas de Trabajo, ya que la
Lancashire para sus fábricas de hilados y tejidos necesitaba dedos ágiles y pequeños. Estas
casas pertenecían a parroquias de Londres, Birmingham y otras ciudades. Miles de niños
vagabundos de entre siete y catorce años -como observó el reformador y benefactor social
John Fielden (1784-1849), que cita Marx- fueron enviados hacia el norte, donde el amo
(que no era otra cosa que un ladrón de niños) «se encargaba de vestir, alimentar y alojar a
sus aprendices en una casa ad hoc cercana a la fábrica. Durante el trabajo tenían vigilantes.
Los cabos de varas tenían interés en hacer pringar a estos niños, pues según la cantidad de
productos que sabían extraerles, su propia paga disminuía o aumentaba. La consecuencia
natural fueron los malos tratos… En muchos distritos fabriles, particularmente en
Lancashire, estos seres inocentes, sin amigos ni apoyos, que habían sido entregados a los
dueños de fábrica, fueron sometidos a las torturas más horrorosas. Agotados por el exceso
de trabajo… fueron azotados, encadenados, atormentados con los refinamientos más
estudiados. A menudo, cuando más fuerte le retorcía el hambre, el látigo les mantenía
trabajando» (citado por Suret-Canale, 2001: 44).
Según las estadísticas que manejaba Marx, en 1857 1 de cada 701 personas estaba loca.
Entre ellos, la condiciones de los locos indigentes eran infrahumanas: «Hablando en
general, habrá en Inglaterra pocos establos que, al lado de los pabellones de los locos de los
hospicios para pobres, no parezca tocadores de señora y en los que el trato que reciben los
cuadrúpedos no se pueda calificar de sentimental en comparación con el que se dispensa a
los locos pobres» (Marx, 2013: 120).
De 1850 a 1873 fue la época de bonanza económica que haría del Imperio Británico la
primera potencia mundial, es decir, el Imperio hegemónico en la política internacional
o Realpolitik, y también el Imperio capitalista por antonomasia, el sistema liberal realmente
existente. «Curiosamente, el apogeo del Imperio británico no acabó con el hambre ni limó
las enormes diferencias sociales, sino que más bien profundizó un rígido sistema clasista
que es característico de la sociedad británica» (Roca Barea, 2016: 405).
Sobre toda esta miseria Federico no se pronuncia mucho en su libro, como es natural en
un apologeta del capitalismo. Nuestro autor piensa que La situación de la clase obrera en
Inglaterra era «un prodigio de medias verdades guiadas por el propósito previo de
demostrar la miseria irremediable de los trabajadores. Engels le cuenta a Marx en 1844 la
razón última de su libro: “Ante el tribunal de la opinión pública acuso a las clases medias
inglesas de asesinato en masa, robo al por mayor y todos los delitos existentes”. Lo que se
dice un modelo de ecuanimidad científica [igualito que Solzhenitsyn]. Tanto Engels como
Marx usan datos oficiales de denuncias de irregularidades y anomalías en algunas empresas
que habían sido sancionadas o cerradas por incumplir la ley como si esa fuera la norma de
todas ellas, y no precisamente las excepciones sancionadas» (p. 213, corchetes míos). Aun
siendo cierto que la miseria de los obreros no fue in crescendo, sí es cierto que la miseria
descrita por Engels era bien real. Pero para Federico el escrito del joven Engels sólo es
«propaganda» (p. 213), la cual -según dice- se mantiene en la actualidad, lo cual valdría
tanto como decir que se trata de un caso de «leyenda negra» anticapitalista (o antibritánica).
«Visitando en 2015 el excelente Museo de la Industrialización de Manchester, pude ver
cómo los niños se jugaban la vida limpiando los bajos de las primeras máquinas
algodoneras. Pero ni una palabra sobre las leyes que prohibieron esa actividad o la
prohibición del trabajo infantil. Había -todavía hay- que demostrar que el capitalismo era
inhumano y no tiene remedio. Si lo tuviera, ¿para qué la revolución?» (p. 213).
Federico advierte que dos investigadores de Cambridge (no da los nombres)
«demostraron hace un siglo que buena parte de los datos de Engels y, por tanto, de Marx,
sobre la industria inglesa son parciales o están groseramente falsificados. Es igual. Se trata,
como sinceramente decía Engels, de provocar en las clases medias -aunque ni Marx ni
Engels aclarasen nunca qué es una clase- un sentimiento de culpa por la existencia del mal
en el mundo y la explotación del pobre. ¿Quién, ante tanta pena, no tendrá buenos
sentimientos o fingirá tenerlos?» (213).
6. Los bombardeos contra civiles
En 1937 llegó a decir Winston Churchill en la Cámara de los Comunes: «En mi opinión,
si en un conflicto igualado, uno de los bandos se dedica a intimidar y a matar a la población
civil, y el otro ataca con firmeza objetivos militares… la victoria recaerá en el bando… que
haya evitado el horror de hacer la guerra contra los débiles e indefensos» (citado por
Hastings, 2009: 1178). Pero a la hora de la verdad tuvo que aceptar otra visión de hacer la
guerra. De hecho los bombardeos fueron durante meses, incluso años, el único método que
emplearon los británicos para combatir a los alemanes, pues como estrategia ofensiva no
tenían nada más que aportar. Los bombardeos ponían de manifiesto ante el mundo que
Gran Bretaña no sólo estaba dispuesta a resistir sino también a atacar al enemigo (lo que
implicaba a su población civil). Ya en 1931, cuando la Sociedad de Naciones quiso prohibir
los bombardeos contra civiles, Gran Bretaña se negó y puso como pretexto que los
bombardeos eran un instrumento de control colonial contra cualquier intentona
independentista. Es decir, los bombardeos eran necesarios para la perseverancia
del Imperio depredador británico.
El primer bombardeo a la población civil se produjo el 11 de mayo de 1940 sobre la
ciudad alemana de Freiburgo, que era una ciudad totalmente alejada de las zonas de
operaciones militares, y además carecía de industrias vinculadas con la guerra. La Royal
Air Force (RAF) acabó con la vida de 53 civiles, incluyendo a 25 niños que jugaban en un
jardín, e hirió a otras 151 personas (datos que ofreció la Cruz Roja Norteamericana a través
del New York Times). El secretario del Ministerio del Aire de Gran Bretaña, J. M. Spaight
(1877-1968), se vanagloriaba de que fueron los británicos los primeros en llevar a cabo
bombardeos de civiles: «Empezamos a bombardear las ciudades alemanas antes de que el
enemigo procediera de igual forma contra las nuestras. Es, este, un hecho histórico que
debe ser públicamente admitido. Pero como teníamos dudas respecto al efecto psicológico
de la desviación propagandística de que habíamos sido nosotros quienes habíamos
empezado la ofensiva de bombardeos estratégicos, nos abstuvimos de dar la publicidad que
merecía a nuestra gran decisión del 11 de Mayo de 1940. Seguramente esto fue un error.
Era una espléndida decisión» (citado por Bochaca, 1982: 196).
Esto, como era de esperar, trajo represalias alemanas. Cuando los alemanes
bombardearon Londres por primera vez el 7 de septiembre de 1940 (tras varios bombardeos
de la RAF sobre ciudades alemanas) se armó un escándalo en la prensa internacional; y el
pueblo británico, que era reacio a la guerra, se apiñó junto a su gobierno. Comentaba J. M.
Spaight: «Hitler empezó a contestar contra los bombardeos a ciudades más de tres meses
después de que la R.A.F. los hubiera iniciado y siempre estuvo dispuesto, en cualquier
momento, a suspender esa clase de guerra. Desde luego, Hitler no quería que continuase el
mutuo bombardeo» (citado por Bochaca, 1982: 197). Eran los tiempos en que Hitler quería
firmar la paz con el Imperio Británico y emprender la gran alianza contra la Unión
Soviética.
El 25 de agosto de 1940, a causa de las bajas civiles por los bombardeos sobre Croydon,
Churchill ordenó al Mando de Bombarderos de la RAF que bombardease Berlín, a lo que
algunos altos oficiales de la RAF se negaron porque eso haría que los alemanes
respondiesen con más bombas contra los civiles británicos. Pero Churchill ignoró la
advertencia y contestó: «Han bombardeado Londres, de manera intencionada o no
intencionada, y el pueblo británico y Londres especialmente deben saber que podemos
devolver el golpe. Resultaría conveniente para la moral de todos nosotros» (citado por
Hastings, 2009: 482-483). «Los bombardeos provocaban montañas de escombros, borraban
del mapa monumentos históricos, mataban a miles de personas, causaban desperfectos en
las fábricas y ralentizaban la producción. Pero Churchill y sus colegas fueron viendo cada
vez con mayor claridad que el tejido industrial de Gran Bretaña era demasiado extenso para
resultar vulnerable a la destrucción desde el aire. Los bombardeos aéreos nunca llegaron a
amenazar la capacidad de continuar la guerra que pudiera tener Inglaterra. Los bombardeos
de ciudades, que unos años antes habían sido considerados por muchos estrategas un arma
potencialmente capaz de ganar cualquier conflicto bélico, se comprobó que no tenían unos
efectos tan exagerados, a menos que fueran llevados a cabo con unas bombas de un calibre
que la Luftwaffe no era capaz de lanzar (y durante muchos años tampoco lo sería la RAF)»
(Hastings, 2009: 529-531).
Lady Cynthia Colville (1884-1968) comentaría en un desayuno: «si pensáramos que ésta
es la vida corriente de los civiles, sería realmente infernal, pero si pensáramos que se trata
de un asedio, estaríamos desde luego ante uno de los más cómodos de la historia» (citada
por Hastings, 2009: 532).
Tras Dresde le tocaría a la ciudad de Chemnitz, sobre la que los servicios de información
ordenaron a las escuadrillas estadounidenses: «Esta noche, el objetivo será Chemnitz. Vais
allí para atacar a los refugiados que van llegando, tras el ataque a Dresde la noche pasada.
Vuestras razones para ir allí son de acabar con todos los refugiados que puedan haberse
escapado del fuego de Dresde. Llevareis el mismo cargamento de bombas, y si el ataque de
esta noche tiene el mismo éxito que el de la noche pasada, ya no volveréis a realizar
incursiones en el frente ruso» (citado por Bochaca, 1982: 201).
A Portal le ofendió el comentario. Churchill elaboró un nuevo informe algo más prosaico
que firmó el 1 de abril: «Me parece que ha llegado el momento de revisar la cuestión de los
llamados “bombardeos de zona” de las ciudades alemanas desde el punto de vista de
nuestros intereses…» (citado por Hastings, 2009: 2631).
Brendan Bracken (1901-1958), miembro del Gabinete de Guerra británico y jefe de fila
del Partido Conservador, llegaría a decir: «nuestros planes son: bombardear Alemania por
todos los medios a nuestro alcance; exterminar por el fuego y destruir sin piedad a los
pueblos responsables del desencadenamiento de esta guerra. He dicho y repito, sin piedad»
(citado por Bochaca, 1982: 198).
Como decía el editorial de uno de los periódicos más leídos en Estados Unidos: «Nadie
cree ya las habladurías de daños puramente industriales al referirse a las incursiones de
nuestra aviación y de la R.A.F. sobre Alemania. Cuando nuestros bombarderos toman el
vuelo, nuestros campesinos sacuden la cabeza y esperan que ello signifique la pronta
terminación de la guerra. Al fin y al cabo, es preferible que las matanzas tengan lugar en
Alemania» (citado por Bochaca, 1982: 198).
Como dijo tras la guerra el Comodoro del Aire Leslie MacLean, el Estado Mayor Aéreo
Inglés «se alejó de su antigua tradición, hasta el grado de abandonar los últimos restos de
humanidad y caballerosidad, a cambio de nada... pues el ataque terrorista aéreo fue un
fracaso, desde el punto de vista militar, ya que la nación sufrió bombardeos en escala nunca
antes imaginada no se doblegó bajo el terrible castigo» (citado por Bochaca, 1982: 201).
Churchill le escribía a su esposa confesándole que «mi corazón está afligido por las
historias que se cuentan acerca de mujeres y niños alemanes que, en columnas de más de
sesenta kilómetros de longitud, huyen en masa por las carreteras de su país hacia el oeste
ante el avance de los ejércitos. Estoy plenamente convencido de que se lo han buscado,
pero ello no implica que pueda quitármelo de la vista. Las miserias del mundo entero me
repugnan, y cada vez temo más que surjan nuevos conflictos a partir de los que ahora
estamos concluyendo con éxito» (citado por Hastings, 2009: 2897-2898). Lo decía uno de
los máximos responsables del tormento de esos niños y mujeres a causa de los criminales
bombardeos contra la población civil alemana (que él denominaba como «hunos»).
Así justificaba Churchill los bombardeos en sus memorias: «En plena vorágine de la
guerra aquél era el único medio de devolver los golpes. Naturalmente yo fui en último
término responsable… Pero luego dejé de estar seguro de la eficacia del empleo de los
métodos expeditivos» (citado por Hastings, 2009: 26-39). Hasta el Desembarco de
Normandía Churchill defendía que los bombardeos sobre las ciudades alemanas era algo
fundamental para derrotar al Reich.
En El libro negro de la humanidad White fija los muertos por los bombardeos a las
ciudades alemanas, siguiendo a John Keegan (1934-2012), en 593.000 personas, cayendo la
responsabilidad tanto en Gran Bretaña como en Estados Unidos. La Royal Aire Force
(RAF) denominaba los daños a la población con la cínica y eufemística terminología de
«daños colaterales».
Afirma nuestro Federico que todos los revisionistas tropiezan con Churchill, el cual se
empeñó en reconocer «la condición irremediablemente totalitaria, incompatible con las
democracias, del comunismo primero y del nacionalsocialismo después. Ni que decir tiene
que esos revisionistas suelen ser siempre de izquierdas» (p. 285). ¡Churchill! ¡El criminal
de Churchill! ¡El genocida de Churchill! ¡El racista de Churchill! ¡El imperialista
depredador de Churchill! ¡El hijo de la Gran Bretaña de Churchill! ¡El inútil de Churchill!
¡El carnicero de Gallípoli! ¡Aquél por el cual los «Tres Grandes» de Yalta fueron
nombrados los «Dos Grandes y Medios»! ¡El alucinado de la Operación «Impensable»! ¡El
que perdió unas elecciones ganando una guerra! Él mismo dijo que estaba «harto de
gobierno de coalición», y quería un gobierno exclusivamente conservador. Las urnas
hicieron que fuese exclusivamente laborista: es lo que tiene la democracia en la que los
votos no son depositados en las urnas a gusto de todos. El resultado de la guerra fue que el
Reino Unido dejó de ser un Imperio. En mayo de 1940 Churchill heredó un Imperio como
nunca vieron los siglos; pues bien, bastaron cinco años de guerra para que lo dilapidase
(obviamente no se le puede echar la culpa a un solo individuo, ni tampoco a todo un
gabinete).
El caso de Churchill es un caso de leyenda rosa o dorada, leyenda en la que Federico
también es preso, así como su inseparable colega Pedro J. Ramírez, que siempre que puede
se llena la boca con elogios hacia ese criminal de guerra de la pérfida Albión llamado
Winston Leonard Spencer Churchill, el cual se llenaba la boca diciendo: «Luchamos por la
libertad», esto es, la libertad del Imperio depredador británico, pero tal Imperio cayó. Ese
era Mr. Bloody Churchill: un imperialista que vio como se hundía su Imperio.
Las ciudades alemanas fueron, junto a las japonesas, las que mayormente sufrieron los
bombardeos, pero también los padecieron Roma, Milán y Venecia, cuyos barrios
residenciales fueron bombardeados; y también París, Bruselas, Amberes, Sofía, Bucarest y
el puerto de Le Havre.
En relación a los bombardeos a las ciudades japonesas también habría mucho que decir.
Las bombas atómicas contra Hiroshima y Nagasaky fueron el colofón de una aplastante
campaña aérea contra el pueblo japonés, la cual empezó a finales de 1944. Entre diciembre
de 1944 y agosto de 1945 los aviones estadounidenses lanzaron más de 41.000 toneladas de
bombas sobra la población japonesa. Según Joanna Bourke (Blenheim, 1963), estos
bombardeos causaron la muerte de 600.000 personas (sólo en Tokio acabaron con la vida
de 137.582 personas, sin contar a los miles y miles de heridos y los imponentes destrozos).
En febrero de 1945 el primer ministro Fumimaro Konoye (1891-1945) le exigió al
emperador Hirohito (1901-1989) que se rindiese a fin de salvar al país de una revolución
comunista. Por entonces un 51% de las casas de la isla de Japón fueron destruidas por los
bombarderos y un 13% fueron eliminadas para formar cortafuegos.
A día de hoy es bastante reconocida la tesis de que Estados Unidos previó con antelación
el ataque japonés a la flota americana en Pearl Harbor, que además fue provocado porque el
embargo petrolífero a Japón no dejó a éste otra opción. «Pero, una vez que el ataque se
produce, la guerra es liderada por Washington bajo la bandera de una indignación moral
desde luego hipócrita, a la luz de lo que ahora sabemos, pero igualmente criminal. No se
trata solamente de la destrucción de las ciudades. Piénsese en la mutilación de cadáveres e
incluso en la mutilación de los enemigos agonizantes para la obtención de trofeos y
recuerdos de la batalla, a menudo ostentados tranquila y orgullosamente. Es sobre todo
significativa la ideología que precede a estas prácticas: los japoneses son descritos como
“subhumanos”, recurriendo a una categoría central del discurso nazi. Y a este discurso nos
vemos de nuevo llevados cuando vemos a F.D. Roosevelt acariciar la idea de la
“castración” que debe ser infligida a los alemanes. Estos, con la guerra ya acabada, son
encerrados en campos de concentración donde, por puro sadismo o por puro espíritu de
venganza [más bien será esto último], son obligados a sufrir hambre, sed, privaciones y
humillaciones de todo tipo, mientras en toda la nación derrotada vaga el espectro del
hambre» (Losurdo, 2008: 292, corchetes míos).
Asimismo, los masivos bombardeos y el doble bombardeo atómico contra las ciudades
japonesas no era ya tanto para derrotar a Japón (que también) sino para cercar a la Unión
Soviética. Y de esto Stalin era muy consciente: «La guerra es una barbaridad, pero el
empleo de la bomba atómica es una superbarbaridad. Y no había necesidad de usarla.
¡Japón ya estaba condenado! El chantaje con la bomba atómica es la política americana»
(citado por Montefiore, 2010: 535). El mariscal Kiril Manetskov, comandante del primer
Grupo de Ejércitos del Extremo Oriente, sostuvo que las bombas nucleares fueron arrojadas
para intimidar a la Unión Soviética «y al mundo», y al ser lanzadas se mostró que «la élite
estadounidense ya estaba sopesando instaurar su dominio del mundo» (citado por Gellately,
2013: 218). Ya había avisado un año antes el general Leslie Groves (1896-1970), jefe del
Proyecto Manhattan, que reveló el secreto a un pequeño grupo de colaboradores durante
una cena: «Ustedes se habrán dado cuenta, naturalmente, de que la razón de ser del
proyecto es someter a los rusos» (citado por Santos, 2012: 593).
Dice nuestro Federico: «En realidad, lo propio del totalitarismo es definir al enemigo
como exterminable y otorgarse plena legitimidad para liquidar a sus enemigos. Y eso es lo
que hace Lenin e imitan sus continuadores en el siglo XX y XXI, unos con más ambición
universal, otros más localistas, pero todos dispuestos a matar a los que haga falta para
alcanzar el poder y eternizarse en él» (p. 306). Exactamente igual que hicieron y siguen
haciendo las potencias llamadas «liberales» y «democráticas». ¿Acaso no supuso un
exterminio los masivos bombardeos a las ciudades alemanas y japonesas? ¡Pues no! Éstos
sólo fueron «daños colaterales», que no se entere de otra cosa la servidumbre.
7. La guerra de Vietnam
Indochina era la parte más rica y hermosa del Imperio colonial francés. La
Administración colonial era criticada en la propia Francia por socialistas y comunistas y
desde 1920 se pensaba que la Komintern hacía lo posible por levantar una insurrección
antifrancesa que debilitase a Occidente, en la lucha contra el imperialismo. El Partido
Comunista de Vietnam no se fundaría hasta 1930 por Nguyen Sinh Cung, también conocido
como Nguyen Ai Quoc, pero que tendría fama mundial con el nombre de Ho Chí Minh
(1890-1969). Su capacidad de enfrentarse a la represión francesa hizo que liderase la
clandestinidad convirtiéndose en la fuerza autóctona más importante. Las autoridades
francesas asustaban a los indígenas con la amenaza comunista, y les hacían ver que el
dominio colonial era la única alternativa que liquidaría tal amenaza. Esto hizo que la
Administración colonial se debilitase. En 1945 el Viet Minh comunista se adelantó a los
nacionalistas prochinos y a los nacionalistas projaponeses y sorprendió a franceses,
japoneses y Aliados. «Francia había invertido en esta lucha el equivalente a la ayuda
recibida del Plan Marshall para su reconstrucción. Y esto para obtener la consolidación de
la RDVN [República Democrática de Vietnam del Norte] y el Viet Minh comunista, la
influencia china al norte y la estadounidense al sur» (Devillers, 1985: 17). Pero Vietnam
(como el resto de Indochina) tuvo que sufrir una guerra de treinta años para conseguir
finalmente su independencia.
En 1949 los chinos comunistas victoriosos de la guerra civil (se hizo realidad, pues, la
revolución china) llegaron a la frontera de Vietnam, lo que facilitó el rearme rebelde
indochino, cosa que los franceses obviamente querían evitar. En diciembre de 1953
paracaidistas franceses tomaron y fortificaron Dien Bien Phu (actual Laos), una de las
principales estaciones en la que los rebeldes se aprovisionaban. Los franceses tomaron Dien
Bien Phu con la intención de atraer a los rebeldes en un combate a campo abierto y obtener
así toda la ventaja. Pero hete aquí que el general rebelde Vo Nguyen Giap (1911-2013)
tomó la fortaleza y en marzo de 1954 70.000 soldados rebeldes más con el apoyo de
100.000 efectivos acorralaron a 15.000 soldados franceses en la ciudad hasta que al final se
rindieron, iniciándose en seguida las negociaciones de paz concediéndose la independencia
de la Indochina francesa en cuatro Estados: Laos, Camboya, el Vietnam comunista del
norte y el Vietnam no comunista del sur; aunque esta situación no dudaría demasiado.
Según estima El libro negro del capitalismo, que infla las cifras tan a gusto como El
libro negro del comunismo, la guerra francesa de Indochina o guerra de independencia de
Indochina (1945-1954) costó 1.200.000 muertos. En el artículo de Wikipedia de la «Guerra
de Indochina»{38} el número de bajas es sensiblemente inferior, estimando unos 92.900
milicianos franceses muertos en combate más unos 175.000 milicianos indochinos y unos
252.000 civiles muertos. El libro negro de la humanidad deja la cifra del total de muertos
en 393.000: con 93.000 soldados franceses y 20.700 civiles franceses, 18.700 aliados de los
indochinos, 26.700 nativos de las colonias indochinas, 15.200 indígenas de las colonias
africanas y 11.600 miembros de la Legión Extranjera. En cuanto a las bajas rebeldes,
soldados del Viet Minh, los números son confusos, como reconoce White, y puede que el
número fuese de 175.000, a lo que hay que añadir 125.000 civiles muertos. (Véase White,
2012: 603-606).
Una vez que los rebeldes indochinos se independizaron del imperialismo francés,
fundamentalmente liderados por los comunistas de Ho Chí Minh, las potencias capitalistas
no estaban dispuestas a consentir un nuevo Estado comunista sin que se rompiese un solo
cristal ni se derramase una sola gota de sangre. En 1963 el ya ex presidente Dwight
Eisenhower (1890-1969) confesaba que «nunca he hablado, en persona o por carta, con
ningún experto en asuntos indochinos que no estuviera convencido de que, si en la época de
la guerra se hubieran convocado elecciones, posiblemente el 80 por 100 de la población
hubieran votado por el comunista Ho Chi Minh» (citado por White, 2012: 659-660).
Las potencias occidentales consintieron a los comunistas liderados por Ho Chi Minh que
controlara la mitad norte desde Hanoi, instalándose en el sur una monarquía tradicional con
capital en Saigón, pero esta monarquía sería derrocada por el golpe de Estado militar que
instauró la República de Vietnam que no era otra cosa que la dictadura de la élite católica
que presidía Ngo Dinh Diem (1901-1963). En 1959 se fue incubando una revolución
comunista (el Viet Cong) que acabó con 1.200 funcionarios del gobierno de Vietnam del
Sur, más otros 4.000 que eliminaron en 1961 (pero estos funcionarios no eran peces gordos,
sino funcionarios de escasa importancia y gente de a pie). La revolución fue in crescendo y
llegó a transformarse en una guerra civil (como toda verdadera revolución comunista que se
precie), por lo que el gobierno sudvietnamita determinó el traslado en masa de los
campesinos leales y trasladarlos hacia aldeas estratégicas, y todo aquel que fuera visto fuera
de estas aldeas era considerado un rebelde y así era legalmente eliminado.
En 1963 los desencantados militares defenestraron a Diem, no sin antes consultar a la
CIA. El golpe de Estado contra Diem -que junto a su hermano el general Ngo Dinh Nhu
(1910-1963) fue fusilado- hizo que el gobierno fuese inestable y pasase por varios
gobernantes hasta que se estabilizó en 1967 bajo la presidencia de Nguyen Van Thieu
(1923-2001). En agosto de 1964 dos destructores de la armada de Estados Unidos fueron
atacados en el golpe de Tonkín por torpedos norvietnamitas, o tal vez por un banco de
peces (¿otro autogolpe a lo Maine o una especie de Pearl Harbor?). El senado
estadounidense autorizó a Lyndon Johnson (1908-1973) a que respondiese a la ofensa, pero
antes de responder se aseguró a que fuese reelegido en noviembre. Al informarse de que el
gobierno de Vietnam del Sur estaba a punto de caer en manos rebeldes, Johnson ordenó
bombardear Vietnam del Norte, y en abril de 1965 envió unidades de combate para que
realizasen operaciones ofensivas junto a soldados survietnamitas. En 1968 hasta medio
millón de soldados estadounidenses fueron enviados a la guerra, poco menos que los
670.000 soldados survietnamitas. El gobierno estadounidense estableció un sistema de
rotaciones en el que los soldados volverían a casa después de un año en el frente, lo cual
fue justamente criticado porque en ese caso los soldados no arriesgarían mucho y se
dedicarían a sobrevivir de la manera que pudiesen en vez de luchar por la victoria.
Tanto el Viet Cong como los norvietnamitas estaban siendo abastecidos por China y la
Unión Soviética, y aun así el armamento del que disponían era mucho menos
tecnológicamente avanzado que el estadounidense, por lo tanto tenían que recurrir al factor
sorpresa (a las guerrillas) para liquidar y desmoralizar a las tropas estadounidenses y
survietnamitas. De ahí a que los estadounidenses recurriesen a perfumar las mañanas de
napalm, dejando al descubierto a los guerrilleros Viet Cong (en torno a unas tres millones
de personas sufrieron los efectos del napalm). De modo que tuvieron que evacuar a zonas
libres de fuego incendiado por el napalm a millones de personas. Según El libro negro de
la humanidad, al llegar 1968 se evacuaron entre 5 y 17 millones de survietnamitas, y al no
haber civiles en zona de guerra las patrullas disparaban a todo lo que se moviese,
llevándose por delante a muchos campesinos que se resistían a abandonar sus tierras.
Estados Unidos prefirió hacer la guerra en el sur porque si atacaban el norte corrían el
riego de que China le declarase la guerra, y China ya era una potencia nuclear; por eso los
bombardeos contra el norte eran esporádicos y casi rituales, y no estaban dirigidos a
destruir el país y desmoralizar a la población, sino a objetivos muy concretos. Pese a todo,
las bombas caídas en Vietnam del Norte triplicaron las bombas arrojadas por Estados
Unidos en la Segunda Guerra Mundial y, según estima White, la falta de puntería de los
pilotos a la hora de disparar a esos objetivos concretos hizo que muriesen un total de 65.500
civiles a causa de los bombardeos. Al final de la guerra «Vietnam estaba sembrado por
cuarenta millones de cráteres de bombas. Indochina recibió catorce millones de toneladas
de proyectiles de toda índole. Y, sin embargo, pese a los abundantes medios desplegados
que hicieron de esa guerra colonial una de las más feroces de nuestro siglo, París y
Washington fracasaron estrepitosamente» (Devillers, 1985: 32).
Al final el ejército vietnamita del norte se impuso y tomó Saigón y Phrom Penh en abril
de 1975.
Según El libro negro del capitalismo, entre 1964 y 1973 los ejércitos estadounidenses y
sus aliados vietnamitas anticomunistas terminaron con la vida de 500.000 civiles y 200.000
militares sudvietnamitas, costando la vida también a 55.000 soldados estadounidenses (de
los 550.000 que combatieron). Todo esto sin contar a los heridos y lisiados de por vida, y
tampoco las represiones internas, las ejecuciones sumarias y otros atropellos. Según
también El libro negro del capitalismo, entre 1964 y 1973 en el Vietcong y el Vietnam del
Norte el número de muertos fue de 725.000. En total suman 1.480.000 muertos. Pero al
final del libro, en el recuento total de las víctimas del capitalismo en el siglo XX, el número
de muertos asciende a 2.000.000. Desde luego que no es muy coherente, como le pasa al
otro libro negrolegendario de signo contrario.
El libro negro de la humanidad estima el total de muertos en la guerra de Vietnam en 4,2
millones: 3,5 millones en Vietnam, 600.000 en Camboya y 62.000 en Laos (no se cuentan
las purgas de posguerra, que sin duda fueron terribles). La guerra le costó a Vietnam del
Norte 223.784 muertos (sin contar las ofensivas finales). En la guerra murieron 58.177
soldados estadounidenses. En abril de 1995 el gobierno de Hanoi hizo públicos sus cálculos
oficiales que daba (entre 1954 y 1975) 1,1 millones de soldados Viet Cong y
norvietnamitas muertos más 2 millones de civiles. En 2008 la OMS (Organización Mundial
de la Salud) calculó que durante la guerra murieron en Vietnam alrededor de 3,8 millones
de personas por muerte violenta.
Según el artículo «Guerra de Vietnam» {39} de la Wikipedia, el número de muertos en
combate fue de 1.366.053, a lo que hay que sumar 2.000.000 de civiles vietnamitas muertos
más 200.000 ó 300.000 camboyanos y 20.000 ó 200.000 laosianos civiles muertos. Lo que
en total serían unos 3.586.000 tirando por lo bajo, según esta fuente. En el conflicto
camboyano (1970-1975) se ha calculado, según indica El libro negro de la humanidad, que
murieron 600.000 personas y otras 62.000 lo hicieron en el conflicto de Laos.
Estas leyes de excepción eran capaces de detener a más de 40.000 personas en sólo dos
semanas, como se congratuló en noviembre de 1972 Hoang Duenha, consejero personal del
presidente Nguyen Van Thieu.
Nuestro Federico se lleva las manos a la cabeza con la invasión de Checoslovaquia por el
Ejército Rojo, pero nada dice de lo que por entonces hacían los capitalistas americanos en
Vietnam. Tapar Vietnam con Checoslovaquia es algo así como tapar el caso de los EREs
con el máster y las cremas de la señora Cifuentes.
Nosotros no vamos a omitir lo que pasó después, aunque como es natural sólo haremos
un breve comentario y daremos unos cuantos datos. Las purgas ideológicas de posguerra,
ya en el Vietnam unificado, costó la vida a 365.000 personas entre 1975 y 1992, recoge
White. Antes de la caída de Saigón, las tropas estadounidenses evacuaron a 175.600
vietnamitas (fundamentalmente funcionarios del gobierno, oficiales del ejército y niños
mestizos) que muy posiblemente hubiesen sido represaliados por los comunistas. El
gobierno comunista reeducó en campos de concentración especiales durante un mes
(aunque muchos permanecieron allí hasta 10 ó 15 años a la base de trabajo duros y mala
alimentación) a un gran número de survietnamitas sospechosos de estar americanizados.
Estos sospechosos eran funcionarios, maestros, antiguos oficiales, novias de soldados
estadounidenses y estudiantes. Según White, casi un millón de individuos fueron
reeducados en estos campos, donde posiblemente 65.000 fueron ejecutados y otros 100.000
murieron por abandono, por enfermedad o por trabajo excesivo. Así relata un testigo las
normas de los reeducadores: «Un teniente general intentó escapar del campo de
reeducación de Lang Song sobornando a uno de los guardias… su plan fue descubierto, le
pagaron un tiro en la pierna y lo capturaron. Al día siguiente fue enterrado vivo y murió al
cabo de cuatro días» (citado por White, 2012: 697). «En 1980, Phan Van Dong, entonces
primer ministro, admitió 200.000 reeducados en el Sur. Las estimaciones serias varían entre
500.000 y un millón (de una población de 20 millones de habitantes aproximadamente),
incluido un gran número de estudiantes, de intelectuales, de religiosos (sobre todo budistas,
a veces católicos), y de militantes políticos (entre ellos comunistas), entre los cuales
muchos habían simpatizado con el Frente Nacional de Liberación de Vietnam del Sur. Éste
se vuelve entonces simple tapadera del dominio de los comunistas procedentes del Norte,
que violan casi instantáneamente todas sus promesas de respetar la personalidad propia del
Sur. Como en 1954-1956, los compañeros de ruta y los camaradas de ayer son los
“rectificados” de hoy. A los prisioneros encerrados en unas estructuras especializadas, y
durante años, habría que añadir un número indeterminado pero importante de reeducados
“leves”, enclaustrados, durante unas cuantas semanas, en su lugar de trabajo o de
enseñanza. Observemos que en los peores momentos del régimen del Sur, los adversarios
de izquierda denunciaban el encarcelamiento de 200.000 personas…» (Margolin, 1997:
740-741). En 1992 una amnistía general cerró los campos.
Ante tal derrota de una superpotencia como Estados Unidos frente a un país como
Vietnam uno se pregunta si tal guerra sólo fue un montaje.
Dice Federico: «Sucede que entre los socialistas y los propios comunistas hay gente de
acrisolada honradez, estricta austeridad y franciscana bondad en la vida cotidiana. Es la
clase de personas -yo mismo la he conocido- a la que confías tus hijos sin vacilar, seguro de
que los cuidarán como propios. ¿Y cómo es posible que esas buenas personas, más
frecuentes siempre en la clandestinidad que en el poder, en la cárcel ajena que en el
ministerio propio, pero intrínsecamente buenas, sean arrastradas al robo, cuando no
robarían nunca, y al asesinato, cuando no son capaces de matar a una mosca?» (p. 155). Allí
donde pone «socialista» y «comunista» también cabría poner «capitalista» y «liberal».
En nombre del comunismo «la oveja se vuelve lobo y el lobo es masacrado por las
ovejas» (p. 155). ¿Y en nombre del liberalismo y la democracia acaso no? Por lo que hemos
visto hay que decir rotundamente que sí, esto es, que muchos liberales demócratas son
lobos disfrazados de ovejas que, en cuanto pueden (y no digo que sea de forma gratuita por
maldad absoluta) masacran a las ovejas: ya sea de modo fulminante a base de
espectaculares y gigantescos bombardeos, ya sea lentamente a base de hambre.
Se pregunta Federico: «Cómo seguir siendo rojo después del Gulag sin que se te caiga
la cara de vergüenza» (p. 502). Y me pregunto yo: ¿cómo, después de este repaso, se puede
seguir siendo liberal sin que se te caiga la cara de vergüenza? ¿Y cómo se puede seguir
siendo cristiano sin que se te caiga la cara de vergüenza? ¿Y cómo se puede seguir siendo
musulmán sin que se te caiga la cara de vergüenza? &c., &c.
No podemos prolongarnos más sobre esto. Pero hay muchos otros crímenes que hicieron
los buenos, los cuales si fueran escritos uno por uno, ni el mismo mundo albergaría los
libros escritos.
Conclusión
Las afirmaciones sobre «la naturaleza del comunismo» que sostiene Federico son escritas
(y pronunciadas, cuando las dice en la radio) con una seguridad pasmosa; como aquél que
dice que la suma de los cuadrados de los catetos es igual al cuadrado de la hipotenusa, esto
es, como si se tratase de una concatenación de identidades sintéticas desde la que se tiene el
completo conocimiento de la naturaleza del comunismo, como si lo suyo fuese un
retroanticomunismo científico; pues la verdad de la maldad del comunismo es una verdad
científica e incuestionable; es la Verdad absoluta del Mal absoluto.
El comunismo queda resumido como «una ideología criminal» (p. 529), y para el autor
fundamentalmente es eso y poco más. Y entiende que «la pareja inseparable de todo
régimen comunista» son «el terror y la mentira» (p. 542). Según nuestro periodista, en el
comunismo no hay ni un solo átomo de buena voluntad, pues se trata del Mal mismo hecho
política, tanto en la teoría como en la praxis: es la mala voluntad y la realización del Mal.
Los comunistas son definitivamente seres de vesánica crueldad.
Federico se dedica a acumular hechos de rapacidad al estilo de la Brevísima relación de
la destrucción de las Indias del padre Bartolomé de las Casas (1484-1566). Pone
consecutivamente todo lo malo y lo peor del comunismo, sin mencionar nada (y nada es
absolutamente nada) de lo bueno que pudo tener (que no fue poco), y encima lo malo lo
exagera. Su metodología es pura y simplemente metodología negrolegendaria: exagerar las
atrocidades y ningunear los éxitos. Y de paso no hace ninguna mención a las atrocidades de
los Estados denominados demócratas liberales, porque todo lo malo que en el mundo ha
sido y es sólo es obra del comunismo (aunque también del nazismo). Los capitalistas
liberales y demócratas son estupendos. Bien.
Afirma Federico que, desde el antifascismo y el antifranquismo, desde Stalin hasta hoy
se ha procurado «ocultar el terror comunista» (p. 676). Y yo afirmo que en sus 700 páginas
con tantos crímenes comunistas y tantos 100 millones de muertos nuestro autor ha ocultado
los crímenes de los buenos, y de ese modo le ha salido un maniqueo. Siguiendo a
Escohotado, Federico acepta la distinción maniquea amigos/enemigos del comercio, que
Don Antonio sustantifica al hacer la distinción entre sociedad comercial y sociedad clerical-
militar (que recuerda a la distinción popperiana sociedad abierta/sociedad cerrada, y
remontándonos aún más a la distinción agustiniana entre la Ciudad de Dios y la Ciudad
Terrena, y aún más a Mani: el Bien contra el Mal). Y así dice nuestro locutor que hay «dos
concepciones de la vida: la que disfruta con todo lo que da el comercio y la que condena
ese disfrute y el comercio que lo trae» (p. 629).
Estoy de acuerdo con Federico cuando afirma que «el comunismo es algo demasiado
grave para dejárselo solo a los historiadores» (p. 573). Efectivamente, sería demasiada
irresponsabilidad dejar el comunismo (así como la Unión Soviética) en manos exclusiva de
los historiadores, pues estamos ante un problema filosófico, ya que en tal estudio se
abordan y desbordan diferentes categorías. También estamos de acuerdo cuando sostiene
que «lo que más oscurece hoy la comprensión del comunismo es la plaga de langosta de los
historiadores especializados en él. No porque todos sean malos, sino porque son, en su
mayoría, una plaga vampírica, cuya oscura y aleteante bandada sume en la oscuridad lo que
debería iluminar» (p. 573). Y precisamente lo que oscurece el asunto es la leyenda negra en
la que está preso, y parece que con cadena perpetua, nuestro locutor favorito (como la
mayoría de los «historiadores»). «El peor gulag intelectual es el que algunos llevan dentro e
imponen a los demás» (p. 646). Y la peor leyenda negra «intelectual» es la que algunos
llevan dentro y quieren imponer a los demás. Porque Federico ha interiorizado la leyenda
negra retroanticomunista (como muchos progres han interiorizado la leyenda negra
retroantifranquista, y la leyenda negra antiespañola en general). Federico vive en ella,
respira en ella, se alimenta de ella, está imbuido hasta el tuétano de la misma; y no hay
quien le saque de ahí, y menos a estas alturas de su vida. La histeria e irritación
anticomunista de Federico le hace perder el juicio de cara a una crítica seria al comunismo.
Los árboles retroanticomunistas negrolegendarios le impiden ver el bosque o más bien la
tundra geopolítica que fue la Unión Soviética y el comunismo en general. Como le dijo a
Churchill el que fue embajador estadounidense en la Unión Soviética de 1936 a 1938,
Joseph E. Davies (1876-1958), «Por prejuicios antisoviéticos, no ven la verdad. O si la ven
no la reconocen»{42}.
Parafraseando el título del libro de María Elvira Roca Barea (El Borge, 1966), podríamos
retitular el libro de Federico como Marxistofobia y leyenda negra. O también, dado el éxito
editorial del libro, se podría retitular con el nombre de una editorial: Memoria del
comunismo, ¡vaya timo!
Federico se dedica a condenar hechos históricos (a través de sus relatos) como si ellos no
fuesen materiales para una ciencia sino para un tribunal, aunque más que una condena
jurídica se trata de una condena moral (igual que sociatas y podemitas hacen con el
franquismo).
En mi caso, como he procurado mostrar en esta larga crítica, no pretendo ser -como él
dice- una «aplastante máquina justificatoria» (p. 528). Mi posición, en la medida en que me
ha sido posible, ha procurado ir más allá del bien y del mal; y esto ya sé que no gustará «ni
a los hunos ni a los otros», que diría Unamuno. Pero es lo que hay. Y con tal actitud evito
padecer un patético complejo de Jesucristo que pretende juzgar a los vivos y a los muertos,
como si me situase desde un Olimpo moral (cosa propia del filisteo). Que los moralistas
filisteos se queden en el idealismo de la Ciudad de Dios que yo me quedo en Babilonia,
esto es, en el materialismo de la ciudad de los hombres. No obstante, ni por un momento he
querido eludir el «espíritu de partido», y he tomado partido -como en otras ocasiones- por
el sistema de Gustavo Bueno: el materialismo filosófico.
Afirma nuestro autor que «la quintaesencia del comunismo es no reconocer la realidad
jamás» (p. 142). Pues bien, tras este repaso, nosotros podemos decir que la quintaesencia de
las 700 páginas del libro negro de Federico es no reconocer la realidad del comunismo
jamás. La quintaesencia de la obra del director de Es la mañana es que su libro no es
propiamente un libro basado en la historia, sino en la calumniosa propaganda. El libro de
Federico es un libro de literatura, una leyenda: leyenda negra. Si Federico habla de
«negación de la realidad» de los comunistas, nosotros hablamos de «negación de la realidad
del comunismo» de Federico, al estar imbuido por la conciencia falsa de sus premisas y
postulados que engrana con metodología negrolegendaria exagerando y omitiendo que es
gerundio. Nuestro periodista se dedica a despotricar e hilvanar con hilos negrolegendarios
los párrafos de su libro, pues tiene mucha leyenda negra que decir.
Si Federico hubiese estudiado un poco más de filosofía posiblemente no hubiese llevado
a cabo una lectura tan maniquea del asunto (aunque conozco a muchos filósofos que sí la
hacen, por eso depende de la filosofía por la que uno se posicione). Si hubiese leído al
menos a Gustavo Bueno lo mismo no hubiese caído en semejantes simplezas. Al no tener
para nada en cuenta la vuelta del revés de Marx que Bueno ha publicado en varios libros y
artículos, Federico ha hecho una caricatura del comunismo, lo que propiamente no es una
crítica; porque criticar es clasificar, esto es, poner las cosas en su sitio, y con una caricatura
no se pone al objeto de estudio en su sitio, sino que se distorsiona y se lo saca de quicio. De
modo que en el libro negro de Federico el comunismo no queda retratado sino
caricariturizado y desquiciado.
Desde aquí quiero recomendarle a Federico que para su próximo libro sobre el
comunismo tenga más en cuenta la filosofía académica. Sería de su interés que retomase
sus estudios de filosofía y estudie historia de la filosofía. Pues desde que abandonó filosofía
y letras en Zaragoza para irse a Barcelona a estudiar filología española (no sé si eso puede
hacerse hoy en día en la ciudad condal, tal y como está el patio) parece que no se ha
preocupado más por la filosofía. Le recomendamos que vuelva a empezar desde el
principio: con los presocráticos. Que continúe con Sócrates, Platón y Aristóteles. Que
prosiga con los estoicos y los epicúreos. Después Plotino y San Agustín. También los
escolásticos: como Santo Tomás, Occam y Suárez (la Escuela de Salamanca parece que la
tiene bien estudiada). Después puede continuar con Descartes, Espinosa y Leibniz. Con
esto ya le puede meter mano a Kant, Fichte, Schelling y Hegel (al parecer los clásicos del
marxismo también los tiene bien estudiados). Puede continuar con Russell, Heidegger y
Sartre. Finalmente ya puede estudiar bien el materialismo filosófico de Gustavo Bueno. Es
una breve historia de la filosofía que le vendría muy bien a nuestro presentador favorito.
Asimismo podrá leer los ensayos donde Gustavo Bueno le ha dado la vuelta del revés al
marxismo y ha hecho una crítica del mismo (sin inquina ni negrolegendarieces). Puede leer
los artículos para la revista Sistema: «Sobre el significado de los “Grundrisse” en la
interpretación del marxismo» (1973){43}, «Los “Grundrisse” de Marx y la “Filosofía del
Espíritu objetivo” de Hegel» (1974){44}, Primer ensayo sobre las categorías de las
«categorías políticas» (Logroño, 1991){45}, y también el aclarador artículo en El
Catoblepas titulado «La vuelta del revés de Marx» (2008){46}. Asimismo haría muy bien
Federico en leer y estudiar atentamente varias obras de los discípulos de Bueno en relación
al tema del comunismo, empezando por La ciencia en la encrucijada de Pablo Huerga
Melcón (Pentalfa, Oviedo 1999). Siguiendo con la Tesis Doctoral de José Ramón Esquinas
Algaba: La idea de materia en el materialismo dialéctico (Universidad de Oviedo 2015). O
mismamente también puede estudiar, ya más puesto en la actualidad, el
libro Contra Žižek de Julen Robledo (Pentalfa Oviedo 2017). Y también puede estudiar,
aunque desde un enfoque procomunista, El marxismo y la cuestión nacional española de
Santiago Armesilla (El Viejo Topo, Barcelona 2017). Y con mucha modestia también le
pido, o le vuelvo a pedir, que lea mi Tesis Doctoral: Materialismo y espiritualismo. La
crítica del materialismo filosófico al marxismo-leninismo (Universidad de Sevilla 2018).
Aunque ni mucho menos he citado todas las obras del materialismo filosófico sobre el
comunismo. Al respecto Federico puede investigar en la red.
Asimismo también sería muy recomendable para nuestro periodista que complementase
sus estudios sobre el comunismo con bibliografía no negrolegendaria. Sobre Lenin o la
etapa leninista es más frecuente encontrar material no negrolegendario, pero sobre Stalin y
la etapa estalinista es mucho más complicado. Le recomiendo a Federico que lea los
fundamentales libros de Ludo Martens: Otra visión de Stalin (1994), Domenico
Losurdo: Stalin. Historia y crítica de una leyenda negra (2008) y Anselmo Santos: Stalin
el Grande (2012).
También le recomiendo el libro sobre Podemos que Pentalfa publicó en 2016
titulado Podemos. ¿Comunismo, populismo o socialfascismo?, que yo he utilizado, y que
muy bien me ha venido, para criticar (y no meramente insultar) a la formación de Pablo
Manuel Iglesias Turrión y sus secuaces.
Y que conste que todo esto lo digo sin soberbia y sin chuleo, ya que se lo digo con todo
mi cariño y toda mi sinceridad a una persona a la que, aunque no lo parezca, admiro y
además me simpatiza. De todos modos es posible que si Federico leyese esta crítica a su
libro, la crítica que yo escribo y que estoy apunto de finalizar, las opiniones que mantiene
en el mismo lejos de modificarse sustancialmente aún queden más reforzadas. Pero eso es
cosa suya.
Al menos, eso sí, hay que agradecer a Federico su claridad expositiva, ya que su libro, en
líneas generales, se lee bastante bien (a diferencia de otros autores, igual de
negrolegendarios que Federico, que escriben trilogías que podrían estar manifiestamente
mejor escritas; de hecho están horrorosamente mal escritas, dicha sea la verdad y con todos
los respetos). El libro de Federico es un libro bien escrito pero mal informado y
tremendamente exagerado. Aunque es divertido, sobre todo si se van tomando notas para
ponerle los puntos sobre las íes (como ha hecho aquí el menda). Tengo que confesar que
me lo he pasado bomba escribiendo esto, a pesar de lo siniestro y macabro que pueda sonar
con tal cantidad de muertos.
El anticomunismo, piensa nuestro autor, tiene «su razón moral», una razón que debe
compartir «toda persona que aspire a vivir en una civilización libre, debe compartirlo» (p.
583). El imperativo categórico de Federico sería: «Actúa como si el comunismo fuese el
Mal absoluto». Estamos ante otro de los tópicos de la obra: el moralismo filisteo al que se
refería Marx y que tanto recalcó Lenin. Aunque el 7 de junio de 2018 Federico llegaría a
decir en su programa, desentendiéndose del moralismo filisteo, cosa de la que me alegro un
montón: «Cuando el mal es brillante yo lo reconozco». Sí señor, mejor el maquiavelismo
que el maniqueísmo.
A medida que uno va leyendo y pasando las páginas del libro negro de Federico uno va
sintiendo una especie de entrañable simpatía por los comunistas. Y al terminar el libro a
uno le entran ganas de leerse las obras completas de Marx, Engels, Lenin, Stalin, Trotski y
Bujarin; a uno le entran ganas de afiliarse al Partido Comunista o al menos hacer apología
del comunismo (o como ya no existe tal partido pues refundarlo); a uno le entran ganas de
subir el puño y desgarrarse la garganta cantando la Internacional; a uno le entran ganas de
levantar barricadas y tomar el Palacio de Invierno (o, en nuestro país, el Congreso de los
Diputados, la Moncloa y la Zarzuela); a uno le entran ganas de repartirse Polonia con los
nazis (cosa que no fue así, pero en fin) y tomar después Alemania y subirse a lo alto del
Reichstag y ondear la bandera soviética y gritar «¡Viva el Comunismo, viva la Revolución
de Octubre, viva la Unión Soviética y viva la Revolución Mundial!».
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Notas
{1} https://www.youtube.com/watch?v=-uS6CuqxwKE. En 1:18.
{2} http://www.elmundo.es/cultura/literatura/2018/04/08/5ac93b23268e3ef5758b4636.ht
ml
{3} https://www.youtube.com/watch?v=2bIl4Uii5GI. Asimismo, puede leerse en la
Carta Magna de la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela nada más
empezar: «El pueblo de Venezuela, en ejercicio de sus poderes creadores e
invocando la protección de
Dios…». http://www.mpptaa.gob.ve/publicaciones/leyes-y-
reglamentos/constitucion-de-la-republica-bolivariana-de-venezuela.
{4} Emilia Pardo Bazán, «La España de ayer y la de hoy. (La muerte de una
leyenda)», http://www.filosofia.org/aut/001/1899epb4.htm.
{5} https://www.youtube.com/watch?v=Vswl5Js_EZ8
{6} He desarrollado esto en «contrafundamentalismo y fundamentalismo científico en el
Diamat», http://fgbueno.es/bas/pdf3/bas50b.pdf.
{7} En Denaes hice la siguiente pregunta: «Por qué el derecho a decidir no es
democrático»: http://www.nacionespanola.org/esp.php?articulo5418.
{8} https://www.youtube.com/watch?v=jUWk0C2watg.
{9} https://www.20minutos.es/opiniones/pablo-iglesias-hecor-illueca-tribuna-misa-
oficiaria-papa-francisco-2996635/
{10} http://www.fgbueno.es/bas/bas47a.htm.
{11} https://www.youtube.com/watch?v=6oQSGQDK_Ig.
{12} https://www.elespanol.com/opinion/20170923/248975401_0.html.
{13} http://www.rebelion.org/noticia.php?id=71850.
{14} Ya en Denaes he dejado constancia de ello en una pequeña trilogía: «Pablo Iglesias
II el Separador»: http://nacionespanola.org/esp.php?articulo5370. «Pablo Iglesias II
el impostor»: http://nacionespanola.org/esp.php?articulo5380. Y «Pablo Iglesias II
el Antiespañol»: http://www.nacionespanola.org/esp.php?articulo5385.
{15} http://www.elmundo.es/espana/2014/06/30/53b06a85e2704e2e3a8b4579.html.
{16} https://www.youtube.com/watch?v=kiULMhRME-4
{17} Véase, también en Denaes: «Nada nuevo sobre el Sol ni sobre la piel del
toro»: http://nacionespanola.org/esp.php?articulo5389.
{18} Bien podrían consultar también en Denaes: «Plurinacionalidad y nación de
naciones»: http://nacionespanola.org/esp.php?articulo5407.
{19} http://www.abc.es/cultura/cultural/20150914/abci-entrevista-gustavo-bueno-
201509141132.html.
{20} «La Revolución de Octubre en el Segundo período de
desórdenes», http://www.posmodernia.com/la-revolucion-de-octubre-en-el-
segundo-periodo-de-desordenes/.
{21} https://es.wikipedia.org/wiki/Demograf%C3%ADa_de_la_Uni%C3%B3n_Sovi
%C3%A9tica. https://es.wikipedia.org/wiki/Demograf%C3%ADa_de_Rusia.
{22} Véase Pío Moa en https://www.libertaddigital.com/opinion/ideas/un-autorretrato-
del-antifranquismo-1275320937.html.
{23} Véase a partir de 24:28 en https://www.youtube.com/watch?v=xc7JQKn6_8E
{24} Véase a partir de 8:19 en https://www.youtube.com/watch?v=X1wnPsMajQw
{25} https://es.wikipedia.org/wiki/Holodomor.
{26} https://es.wikipedia.org/wiki/Holodomor.
{27} http://www.rebelion.org/noticia.php?id=68973.
{28} https://es.wikipedia.org/wiki/Holodomor.
{29} https://www.youtube.com/watch?v=b2EkYO8nOzA.
{30} http://www.rebelion.org/noticia.php?id=68973.
{31} http://www.rebelion.org/noticia.php?id=68973.
{32} http://www.rebelion.org/noticia.php?id=68973.
{33} http://www.rebelion.org/noticia.php?id=68973.
{34} http://www.rebelion.org/noticia.php?id=68973.
{35} http://www.rebelion.org/noticia.php?id=68973.
{36} http://www.ipsnoticias.net/1997/08/india-el-holocausto-del-imperio-britanico-en-
bengala/.
{37} http://www.filosofia.org/ave/002/b030.htm.
{38} https://es.wikipedia.org/wiki/Guerra_de_Indochina.
{39} https://es.wikipedia.org/wiki/Guerra_de_Vietnam.
{40} Francisco Franco, «Carta de Franco contestando a la del presidente Lyndon B.
Johnson», http://www.generalisimofranco.com/vidas/francisco_franco/estadista.htm
. Corchetes míos.
{41} https://es.wikipedia.org/wiki/Guerra_de_Independencia_de_Argelia.
{42} Véase la Película Misión en Moscú, https://vimeo.com/182767468, en 1h:39m.
{43} http://fgbueno.es/gbm/gb73s2.htm.
{44} http://fgbueno.es/gbm/gb74s4.htm.
{45} http://www.fgbueno.es/gbm/gb91ccp.htm.
{46} http://nodulo.org/ec/2008/n076p02.htm.