Claudio El Dios y Su Esposa Mes - Robert Graves
Claudio El Dios y Su Esposa Mes - Robert Graves
Claudio El Dios y Su Esposa Mes - Robert Graves
Le Libros
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Mi madre y y o no supimos del regreso de Herodes a Italia hasta que un día nos
llegó una apresurada nota de él, en la que decía que venía a visitarnos, y
agregaba misteriosamente que contaba con nuestra ay uda para superar una gran
crisis.
—Si lo que necesita es dinero —dije a mi madre—, la respuesta es que no
tenemos ninguno.
Y en verdad no teníamos y a dinero para malgastar en esa ocasión, como he
explicado en mi libro anterior. Pero mi madre dijo:
—Es mezquino hablar de ese modo, Claudio. Siempre has sido un patán. Si
Herodes necesita dinero porque se encuentra en dificultades tenemos que
encontrarlo de una u otra manera. Se lo debo a la memoria de su madre muerta,
Berenice. A despecho de sus extrañas costumbres religiosas, Berenice fue una de
mis mejores amigas. ¡Y tan espléndida administradora de la casa!
Hacía unos siete años que mi madre no veía a Herodes, y lo echaba mucho
de menos. Pero él había sido un corresponsal asiduo, le escribía acerca de cada
uno de su problemas, y en forma tan divertida, que parecían las aventuras más
deliciosas que pudiese encontrarse en cualquier libro de historias griegas, en lugar
de verdaderos problemas. Quizá la carta más alegre de todas fue la que escribió
desde Edom, poco después de partir de Roma, en la que nos contaba cómo su
dulce, querida y tonta esposa Cy pros lo había disuadido de su salto desde las
almenas de la fortaleza. « Y tuvo mucha razón —terminaba—. Era una torre
altísima» . Una carta reciente, también escrita desde Edom, era del mismo tenor.
La había escrito mientras esperaba el dinero de Acre. Habló de su vergüenza de
haber caído moral-mente tan bajo como para robar el camello de un mercader
persa. Pero, sin embargo, la vergüenza se había convertido muy pronto en un
sentimiento de virtud por haber hecho al dueño un servicio tan importante, y a que
el animal era en apariencia la sede permanente de siete espíritus malignos, cada
uno peor que el otro. El mercader debía de haberse sentido incomparablemente
aliviado al despertar una mañana y encontrar que su precioso tesoro había
desaparecido, montura, bridas y todo. Fue el viaje más aterrador a través del
desierto sirio, y a que el camello hizo lo posible para matarlo en cada lecho seco
de un arroy o o en cada paso estrecho al que llegaban, e incluso se acercaba
sigilosamente a él por la noche para pisotear su cuerpo dormido. Volvió a
escribirnos desde Alejandría para decirnos que había dejado en libertad al
animal en Edom, pero que éste lo persiguió, con una maligna expresión en los
ojos, hasta la costa. « Te juro, nobilísima y sapiente Antonia, mi primer amiga y
mi más generosa benefactora, que el terror de ese espantoso camello, antes que
el miedo a mis acreedores, fue lo que me sostuvo ante el gobernador en Antedón.
Estoy seguro de que habría insistido en compartir mi celda de prisión, si me
hubiese dejado arrestar» . Había una posdata: « Mis primos de Edom se
mostraron extraordinariamente hospitalarios, pero no debo permitirte que te
quedes con la impresión de que fueron extravagantes. Llevan la economía hasta
el punto de que sólo se ponen ropa limpia en tres ocasiones: cuando se casan,
cuando mueren y cuando asaltan a una caravana que les proporciona ropa limpia
libre de cargo. En todo Edom no existe un solo batanero» . Como es natural,
Herodes arrojaba la luz más favorable posible sobre su pendencia o
malentendido, como la llamaba, con Placeo. Se culpaba por su irreflexividad, y
alababa a Placeo como hombre dueño de un sentido del honor demasiado
elevado, si ello era posible; por cierto demasiado elevado para el pueblo al que
gobernaba: éste lo consideraba como un excéntrico.
Herodes nos contó luego las partes de sus relatos que había omitido en sus
cartas, sin ocultar nada, o prácticamente nada, porque sabía que ésa era la mejor
forma de comportarse con mi madre. Y la encantó especialmente —si bien, por
supuesto, ella fingió sentirse escandalizada—, con la historia de su secuestro de
los soldados y de sus tentativas de impresionar al alabarca. También describió su
viaje desde Alejandría en una peligrosa tormenta, cuando todos, salvo él mismo
y el capitán, según dijo, estuvieron postrados por el mareo, cinco días y sus
respectivas noches. El capitán se pasó todo el tiempo llorando y rezando, y dejó
que Herodes gobernase el navío por sí solo.
Luego continuó el relato:
—Al cabo, cuando, de pie en el castillo de proa de nuestro valiente barco, que
ahora había dejado de cabecear y rolar, y ajeno a las alabanzas y
agradecimientos de la ahora convaleciente tripulación, vi la bahía de Nápoles,
resplandeciente ante mí, con sus costas repletas de hermosos templos y casas, y
con el poderoso Vesubio irguiéndose encima, lanzando nubes de humo como un
fogón doméstico, confieso que lloré. Me di cuenta que llegaba al hogar, a mi
primera y más querida patria. Pensé en todos mis amados amigos romanos, de
quienes me había separado tanto tiempo antes, y en especial en ti, sapientísima y
hermosa y noble Antonia, y en ti también, Claudio, por supuesto, y en lo felices
que nos sentiríamos de volver a saludarnos. Pero primero, eso era claro, tenía
que establecerme decentemente. Habría sido inadecuado que me presentase a tu
puerta como un mendigo o un cliente pobre, para pedir ay uda. En cuanto
desembarcamos e hice efectiva la letra del alabarca, que era sobre un banco de
Nápoles, escribí en el acto al emperador, a Capri, pidiéndole que me concediese
el privilegio de una audiencia. La concedió graciosamente, diciendo que se sentía
encantado de saber de mi regreso a salvo, y al día siguiente tuvimos la
conversación más estimulante. Lamento tener que decir que me sentí obligado —
porque al principio se mostró de un humor más bien lúgubre— a divertirlo con
algunas historias asiáticas, y por cierto no heriré vuestra modestia repitiéndolas
aquí. Pero y a sabéis lo que sucede con el emperador: es una mentalidad
ingeniosa y muy liberal en sus gustos. Bien, cuando le narré un relato
particularmente característico, en ese estilo, me dijo: « Herodes, eres un hombre
de carácter igual que el mío. Quiero que aceptes un nombramiento de gran
responsabilidad: que seas el preceptor de mi único nieto, Tiberio Gemelo, a quien
tengo aquí conmigo. Como amigo íntimo de su padre fallecido, estoy seguro de
que no te negarás, y confío en que el chico hará buenas migas contigo. Siento
tener que decir que es un jovencito melancólico y hosco, que necesita un
compañero de más edad, vivaz y de corazón abierto, a quien poder tomar como
modelo» .
» Esa noche me quedé en Capri y a la mañana siguiente el emperador y y o
éramos los mejores amigos; había hecho caso omiso del consejo de sus médicos,
y bebido conmigo toda la noche. Pensé que mi buena suerte estaba restablecida
por fin, cuando de pronto se cortó sin más ni más el pelo de cabello del cual
pendía desde hacía tanto tiempo la espada de Damocles sobre mi desdichada
cabeza. Llegó una carta para el emperador, del idiota del gobernador de
Antedón, informando que me había entregado una orden de arresto por falta de
pago de doce mil piezas de oro, deuda contraída por mí con el Tesoro, y que y o
« había eludido el arresto por medio de una estratagema, y escapado,
secuestrando a dos hombres de su guarnición, que no habían regresado aún y que
probablemente fueron asesinados» . Aseguré al emperador que los soldados
estaban con vida, que se habían introducido en mi barco sin mi conocimiento, y
que, además, no se me entregó ningún mandamiento de arresto. Quizá los
mandaron a entregármelo, dije, pero decidieran pasar sus vacaciones en Egipto.
Sea como fuere los encontré ocultos en la bodega, cuando estábamos a mitad de
camino a Alejandría. Le aseguré al emperador que en Alejandría los había
devuelto en el acto a Edom, para que fuesen castigados.
—Herodes Agripa —dijo mi madre con severidad—, ésa fue una mentira
deliberada, y me siento muy avergonzada de ti.
—No tan avergonzado como y o me he sentido desde entonces, querida
Antonia —dijo Herodes—. ¿Cuántas veces me has dicho que la honestidad es la
mejor política? Pero en el Oriente todos mienten y, por supuesto, uno descuenta
las nueve décimas partes de lo que oy e, y espera que sus interlocutores hagan lo
mismo. En ese momento me había olvidado que me encontraba de vuelta en un
país en que se considera deshonroso desviarse de la verdad estricta, aunque sólo
sea en el canto de una uña.
—¿Te crey ó el emperador? —pregunté.
—Así lo espero, con todo mi corazón —respondió Herodes—. Me preguntó:
« ¿Pero y qué hay de la deuda?» . Le dije que era un préstamo que se me había
concedido en la forma adecuada, y con buena garantía, en dinero de la lista civil,
y que si se había librado un mandamiento para mi arresto, debía de ser por
intervención de ese traidor de Sey ano. Hablaría con el tesorero en el acto y
arreglaría el asunto con él. Pero el emperador dijo: « Herodes, a menos de que
esa deuda sea pagada dentro de una semana, no serás el preceptor de mi nieto» .
Ya sabéis cuán estricto es él en cuanto a las deudas con la lista civil. Y y o dije, en
tono tan negligente como pude, que estaba seguro de pagarla en el término de
tres días. Pero mi corazón era como un trozo de plomo. De modo que
inmediatamente te escribí, mi querida benefactora, pensando que quizá…
Mi madre volvió a decir:
—Estuvo muy, pero muy mal de tu parte, Herodes, decirle al emperador
semejantes mentiras.
—Lo sé, lo sé —dijo Herodes, fingiendo un profundo arrepentimiento—. Si tú
hubieses estado en mi lugar, sin duda habrías dicho la verdad. Pero a mí me faltó
valor. Y, como digo, estos siete años en el Oriente, lejos de ti, han embotado
grandemente mi sensibilidad y moral.
—Claudio —dijo mi madre con repentina decisión—, ¿cómo podemos
conseguir doce mil piezas piezas de oro lo antes posible? ¿Qué hay de esa carta
que recibiste de Aristóbulo esta mañana?
Esa mañana, por coincidencia, había recibido una carta de Aristóbulo en
donde me pedía que invirtiese algún dinero en su nombre, en propiedades
territoriales, que en ese momento estaban baratas, debido a la escasez de
moneda. Me adjuntaba una letra bancaria por diez mil. Mi madre le habló a
Herodes al respecto.
—¡Aristóbulo! —exclamó Herodes—. ¿Cómo consiguió él reunir diez mil?
Ese individuo carente de principios debe de haber utilizado su influencia con
Placeo para aceptar sobornos de los nativos.
—En ese caso, considero —dijo mi madre— que se comportó vilmente
contigo al delatarte a mi viejo amigo Placeo al decirle que los hombres de
Damasco te enviaban un regalo por haber defendido tan bien su causa. Tenía
mejor opinión de Aristóbulo. Y ahora será justo que esas diez mil piezas de oro
sean utilizadas como un préstamo temporario —temporario, fíjate bien, Herodes
— para ay udarte a salir del paso. No habrá dificultad alguna en cuanto a los dos
mil restantes, ¿no es cierto, Claudio?
—Olvidas que Herodes tiene todavía ocho mil del alabarca, madre. A menos
de que y a los hay a gastado. Si le entregamos el dinero de Aristóbulo, será más
rico que nosotros.
Herodes recibió la advertencia de que debía saldar la deuda en el plazo de
tres meses, sin tardanza, porque de lo contrario y o sería culpable de violación de
un depósito fiduciario. El asunto no me agradaba en lo más mínimo, pero lo
prefería a hipotecar nuestra casa en el Monte Palatino para conseguir el dinero,
cosa que habría sido la única alternativa posible. Sin embargo, todo resultó
inesperadamente bien. No sólo se confirmó el nombramiento de Herodes como
preceptor de Gemelo, en cuanto hubo pagado los doce mil a la lista civil, sino que
también me devolvió todo el monto del préstamo de Aristóbulo, dos días antes de
que venciese el plazo, y, además de eso, una antigua deuda de cinco mil que
jamás habíamos esperado volver a ver. Porque Herodes, como preceptor de
Gemelo, comenzó a frecuentar la compañía de Calígula, a quien Tiberio, que
ahora tenía 75 años de edad, había aceptado como hijo y que era su presunto
heredero. Tiberio mantenía a Calígula muy corto de dinero, y Herodes, después
de conquistar la confianza de Calígula por medio de algunos magníficos
banquetes, hermosos regalos y cosas por el estilo, se convirtió en su agente para
la consecución de grandes sumas en préstamos, en el may or secreto, de hombres
adinerados que querían granjearse el favor del nuevo emperador. Porque no se
esperaba que Tiberio viviese mucho tiempo más. Cuando la confianza de
Calígula en Herodes quedó de tal modo demostrada y se convirtió en
conocimiento corriente en los círculos financieros, le resultó fácil pedir dinero
prestado en su propio nombre, así como en el de Calígula. Sus deudas impagadas
de siete años antes habían quedado saldadas en su may or parte por muerte de sus
acreedores, porque las filas de los hombres de dinero habían quedado muy
raleadas debido a los juicios por traición emprendidos por Tiberio bajo Sey ano, y
bajo Macro, su sucesor, continuaba el mismo proceso destructor. En cuanto al
resto de sus deudas, Herodes estaba tranquilo: nadie se atrevería a enjuiciar a un
hombre tan altamente ubicado en el favor de la corte. Me devolvió parte con un
préstamo de cuarenta mil piezas de oro que había negociado con un liberto de
Tiberio, un individuo que, cuando esclavo, fue uno de los guardianes de Druso, el
hermano may or de Calígula, cuando se le hizo morir de hambre en las
mazmorras del palacio. Desde su liberación se había enriquecido inmensamente
gracias al tráfico de esclavos de primera clase —compraba esclavos enfermos,
baratos, y les devolvía la salud en un hospital que él mismo regentaba—, y temía
que cuando Calígula llegase a ser emperador se vengara de él por los malos
tratos a que había sometido a Druso. Pero Herodes se comprometió a ablandar a
Calígula en su favor.
De modo que la estrella de Herodes se tornaba cada vez más fulgente, y
solucionó varios asuntos en Oriente a su entera satisfacción. Por ejemplo,
escribió a algunos amigos de Edom y Judea —y todos aquéllos a quienes ahora
escribía en tono amistoso se sentían grandemente halagados— y les preguntó si
podían proporcionarle alguna evidencia detallada de mala administración contra
el gobernador que trató de arrestarlo en Antedón. Reunió una cantidad bastante
imponente de pruebas en ese sentido, y las resumió en una carta presuntamente
enviada por los principales ciudadanos de Antedón, que luego envió a Capri. El
gobernador perdió su puesto. Herodes pagó su deuda de dracmas áticas al
vendedor de trigo de Acre, menos el doble de la cantidad que le dedujo
injustificadamente del dinero que le envió a Edom, y explicó que esas cinco mil
dracmas que retenía en su poder representaban una suma que el vendedor de
trigo había tomado en préstamo a la princesa Cy pros, unos años antes, sin
devolverla jamás. En cuanto a Placeo, Herodes no hizo tentativa alguna de
vengarse de él, por no enemistarse con mi madre, y Placeo murió pocos años
después. A Aristóbulo había decidido perdonarlo magnánimamente, sabiendo que
debía de sentirse, no sólo avergonzado de sí mismo, sino molesto por su falta de
previsión, demostrada al hostilizar a un hermano que ahora era tan poderoso.
Aristóbulo podía prestar gran utilidad una vez que fuera adecuadamente
purificado en espíritu. Herodes también se vengó de Poncio Pilatos, de quien
había emanado la orden de su arresto en Antedón, y para ello estimuló a algunos
amigos de Samaria a que protestasen ante el nuevo gobernador de Siria, mi
amigo Vitelio, en cuanto a la forma brutal en que Pilatos manejaba las
perturbaciones civiles de allí y para que lo acusasen de haber aceptado soborno.
Se ordenó a Pilatos que viajase a Roma para responder de tales acusaciones ante
Tiberio.
Un hermoso día de primavera, cuando Calígula y Herodes viajaban juntos en
una carroza abierta, por la campiña cercana a Roma, Herodes dijo alegremente:
—Creo que y a es hora de que el antiguo guerrero reciba su espada de
madera. —Se refería a Tiberio, y la antigua espada de madera era el símbolo
honorable de licenciamiento que los espadachines agotados reciben en la liza. Y
agregó—: Y si quieres perdonarme lo que parecería sospechosamente una
adulación, mi querido amigo, mi opinión honrada es que tú podrías hacer un
mejor papel en el juego de los juegos del que él hizo jamás.
Calígula se sintió encantado, pero por desgracia el cochero de Herodes
escuchó la observación, la entendió y la guardó en la memoria. El conocimiento
de que tenía poderes para arruinar a su amo estimuló a este individuo de cabeza
de chorlito a intentar una cantidad de impertinencias hacia él, que, durante un
tiempo y por casualidad, pasaron inadvertidas. Pero finalmente se le metió en la
cabeza la idea de robar algunas bellísimas mantas bordadas del carruaje y
venderlas a otro cochero cuy o amo vivía a cierta distancia de Roma. Informó
que se habían arruinado por accidente, por las filtraciones de una barrica de
alquitrán a través de los tablones del altillo de la caballeriza, y Herodes se
conformó con creerlo. Pero un día en que por casualidad hacía un paseo con el
caballero a cuy o cochero habían sido vendidas, las descubrió envolviéndole las
rodillas. De ese modo salió a la luz el robo. El cochero del caballero advirtió al
ladrón y éste huy ó en el acto, para eludir el castigo. Su intención primitiva había
sido la de hacer frente a Herodes, si lo descubrían, con la amenaza de revelar al
emperador lo que había escuchado. Pero perdió el valor cuando llegó el
momento oportuno, y a que se dio cuenta muy pronto de que Herodes era muy
capaz de matarlo si trataba de extorsionarlo, y de presentar testigos en el sentido
de que el golpe había sido dado en defensa propia. El cochero era una de esas
personas cuy os pensamientos embrollados envuelven a todos en dificultades, y a
ellas mismas antes que a nadie.
Herodes conocía los probables refugios del individuo en Roma y, sin darse
cuenta qué era lo que había en juego, pidió a los funcionarios de la ciudad que lo
arrestasen. Lo encontraron y lo llevaron ante el tribunal, acusado de robo, pero el
nombre reclamó su privilegio de liberto de apelar ante el emperador, en lugar de
ser sentenciado sumariamente. Y agregó:
—Tengo que decirle algo al emperador, que se refiere a su seguridad
personal. Es lo que escuché en una ocasión en que guiaba una carroza por el
camino de Capua.
El magistrado no tuvo otra alternativa que enviarlo, bajo escolta armada, a
Capri.
Por lo que y a he dicho en cuanto al carácter de mi tío Tiberio, se podrá
adivinar qué actitud mostró cuando ley ó el informe del magistrado. Si bien
advirtió que el cochero debía haber escuchado alguna conversación pérfida de
Herodes, no quería todavía saber con precisión de qué se trataba. Era evidente
que Herodes no pertenecía al tipo de hombres que hacen afirmaciones peligrosas
al alcance del oído de un cochero. De modo que mantuvo a éste en la cárcel, sin
interrogarlo, y dio órdenes al joven Gemelo, ahora de diez años de edad, de
vigilar atentamente a su preceptor, y de informarle acerca de toda palabra o
acción de éste que pareciera tener algún significado traicionero. Entre tanto
Herodes se mostró ansioso ante la demora de Tiberio en interrogar al cochero, y
conversó respecto del asunto con Calígula. Decidieron que nada había sido dicho
por Herodes, en la ocasión a que el cochero en apariencia se refería, que no
pudiera ser explicado. Si el propio Herodes insistía en una investigación, Tiberio
se mostraría más inclinado a aceptar literalmente lo de la « espada de madera» .
Porque Herodes diría que habían estado hablando de Patas Amarillas, un famoso
espadachín que se había retirado desde entonces, y que no hacía más que
felicitar a Calígula por sus habilidades de esgrimista.
Herodes advirtió entonces que Gemelo se comportaba en forma muy
sospechosa, que fisgoneaba y aparecía en sus habitaciones en los momentos más
extraños. Le resultó claro que Tiberio lo había puesto a vigilarlo. De modo que se
presentó una vez más ante mi madre y le explicó todo el caso, rogándole que
insistiese en el juicio del cochero en su favor. La excusa era de que quería ver al
hombre castigado por su robo y por su ingratitud, y a que Herodes le había
concedido voluntariamente su libertad el año anterior. No había que decir nada en
cuanto a las revelaciones que el hombre intentaba hacer. Mi madre hizo lo que
Herodes quería, escribió a Tiberio, y, luego de la habitual demora prolongada,
recibió una carta. Se encuentra ahora en mi poder, de modo que puedo citar las
palabras exactas. Por primera vez Tiberio iba directamente al grano.
« Si este cochero quiere acusar a Herodes Agripa falsamente de alguna
afirmación pérfida, a fin de encubrir sus propias fechorías, y a ha sufrido lo
suficiente por su locura, con su largo encierro en mis celdas no muy hospitalarias
de Miseno. Pensaba soltarlo después de advertirle contra toda tentativa de apelar
a mí en el futuro, cuando fuese sentenciado en algún tribunal inferior por algún
delito trivial, como una ratería, por ejemplo. Soy demasiado viejo y estoy
demasiado atareado como para molestarme con apelaciones tan frívolas. Pero si
me obligas a investigar el caso, y resulta que en realidad se hizo una afirmación
traicionera, Herodes lamentará haber provocado el asunto, porque su deseo de
ver castigado a su cochero con severidad habrá atraído sobre él mismo un castigo
severo» .
Esta carta hizo que Herodes se sintiera tanto más ansioso de hacer juzgar al
hombre, y en su propia presencia. Silas, que había llegado a Roma, quiso
disuadirle de ello, aplicando el proverbio: « No te entrometas con Camarina» .
(Cerca de Camarina, en Sicilia, había unos pantanos pestilentes, que los habitantes
drenaban por motivos higiénicos. Esto expuso a la ciudad al ataque; fue capturada
y destruida). Pero Herodes no quiso escuchar a Silas; el anciano se había vuelto
muy aburrido después de cinco años de prosperidad ininterrumpida. Muy pronto
se enteró de que Tiberio, que se encontraba en Capri, había dado órdenes de que
la enorme casa de campo de Miseno, aquélla en la cual murió más tarde, fuese
preparada para recibirlo. De inmediato dispuso ir hacia allá él mismo, con
Gemelo, como invitado de Calígula, que tenía una casa de campo cercana, en
Bauli; y en compañía de mi madre, quien como se recordará era abuela de
Calígula y Gemelo. Bauli está muy cerca de Miseno, en la costa norte de la bahía
de Nápoles, de modo que nada era más natural que el hecho de que todo el grupo
fuese a presentar sus respetos en el momento de la llegada. Tiberio los invitó a
todos a cenar al día siguiente. La prisión en que el cochero languidecía estaba
muy cerca, de modo que Herodes convenció a mi madre de que pidiese a
Tiberio, en presencia de todos, que solucionara el caso esa misma tarde. Yo
también había sido invitado a Bauli, pero decliné la invitación porque ni mi tío ni
mi madre mostraban mucha paciencia en mi compañía. Pero me enteré de todo
el asunto por varias personas que estuvieron presentes. Fue una magnífica cena,
sólo arruinada por la gran escasez de vino. Tiberio seguía ahora el consejo de sus
médicos y se abstenía por completo de la bebida, de modo que, por cautela,
nadie pidió que su copa fuese vuelta a llenar después de vaciarla. Y los
camareros tampoco se ofrecieron a hacerlo. La falta de vino siempre ponía a
Tiberio de mal humor, pero, ello no obstante, mi madre presentó audazmente el
tema del cochero. Tiberio la interrumpió, como por casualidad, iniciando un
nuevo tema de conversación, y ella no volvió a hacer otra tentativa hasta después
de la cena, cuando todo el grupo salió a pasear bajo los árboles que rodeaban la
pista de carreras local. Tiberio no caminaba; era trasportado en una litera, y mi
madre, que se había vuelto muy vivaz en su vejez, caminaba a su lado.
—Tiberio —dijo—, ¿puedo hablarte acerca de ese cochero? Creo que y a es
hora de que este caso se solucione, y todos nos sentiremos más tranquilos, creo, si
tuvieses la bondad de solucionarlo hoy, de una vez por todas. La prisión está ahí
cerca, y podemos terminar con eso en pocos minutos.
—Antonia —respondió Tiberio—, acuérdate de que he hecho una insinuación
de que se dejasen las cosas como están, pero si insistes haré lo que me pides. —
Luego llamó a Herodes, que caminaba detrás, con Calígula y Gemelo y dijo—:
Ahora voy a interrogar a tu cochero, Herodes Agripa, por insistencia de mi
cuñada, la señora Antonia, pero pongo a los dioses por testigo de que lo que hago
no lo hago por mi propia inclinación, sino porque se me obliga a ello.
Herodes le agradeció profundamente por su condescendencia. Luego Tiberio
llamó a Macro, quien también se encontraba presente, y le ordenó que le llevase
ante él, de inmediato, al cochero para enjuiciarlo.
Parece que Tiberio había intercambiado unas palabras en privado con
Gemelo, la noche anterior. (Calígula, uno o dos años después, obligó a Gemelo a
hacerle un relato de esa entrevista). Tiberio le preguntó a Gemelo si tenía algo de
que informarle contra su preceptor, y Gemelo le respondió que no había
escuchado ninguna palabra desleal ni presenciado acción desleal alguna. Pero
que en esos días veía muy poco a Herodes, porque éste estaba siempre con
Calígula, y dejaba a Gemelo que estudiara por su cuenta, en lugar de instruirlo
personalmente. Luego Tiberio interrogó al joven en cuanto a préstamos, acerca
de si Herodes y Calígula habían discutido alguna vez sobre un préstamo, en su
presencia. Gemelo pensó un rato y luego respondió que en una ocasión Calígula
le preguntó a Herodes algo acerca de un préstamo P.O.T., y Herodes le
respondió: « Te lo diré después, porque las paredes tienen oídos» . Tiberio adivinó
inmediatamente qué quería decir P.O.T. Sin duda se refería a un préstamo
negociado por Herodes, en nombre de Calígula, que sería pagadero post obitum
Tiberii, es decir, después de la muerte de Tiberio. De modo que Tiberio despidió
a Gemelo y le dijo que un préstamo P.O.T. no era asunto de importancia, y que
ahora tenía la máxima confianza en Herodes. Pero en seguida envió a un liberto
confidencial a la cárcel, quien ordenó al cochero, en nombre del emperador, que
revelase cuál era la afirmación de Herodes que había escuchado. El cochero
repitió las palabras exactas de Herodes y el liberto las trasmitió a Tiberio. Éste
pensó durante un rato y luego envió al liberto de vuelta a la cárcel, con órdenes
en cuanto a lo que el cochero debía decir cuando se lo llevase a juicio. El liberto
le hizo aprender de memoria las palabras exactas y repetirlas, y luego le dio a
entender que si las decía correctamente sería puesto en libertad y recibiría una
recompensa en dinero.
De modo que el juicio se llevó a cabo en la pista de carreras. El cochero fue
interrogado por Tiberio, acerca de si se declaraba culpable de haber robado las
mantas del carruaje. Respondió que no era culpable, y a que Herodes se las había
regalado, pero que luego se arrepintió de su generosidad. En este momento
Herodes trató de interrumpir el interrogatorio con exclamaciones de disgusto ante
la ingratitud y mendacidad del hombre, pero Tiberio le rogó que guardase
silencio y preguntó al cochero:
—¿Qué otra cosa tienes que decir en tu defensa?
—Y aunque hubiese robado esas mantas —replicó el cochero—, cosa que no
hice, habría sido un acto excusable, porque mi amo es un traidor. Una tarde, poco
antes de mi arresto, conducía la carroza en dirección a Capua, con tu nieto, el
príncipe, y mi amo Herodes Agripa, sentados detrás de mí. Mi amo dijo: « ¡Si
llegara el día en que ese viejo guerrero muera finalmente y tú fueras nombrado
su sucesor en la monarquía! Porque entonces el joven Gemelo no será obstáculo
para ti. Resultará muy fácil librarse de él y pronto todos serán felices, y y o más
que nadie» .
Herodes se sintió tan desconcertado por esta declaración, que por el momento
no se le ocurrió nada que decir, salvo que era absolutamente falso. Tiberio
interrogó a Calígula y éste, que era un gran cobarde, miró con ansiedad a
Herodes para recibir alguna orientación de él, pero no obtuvo ninguna, de modo
que dijo con precipitación que si Herodes había pronunciado semejante frase, él
no la escuchó. Recordaba el paseo en la carroza, y que había sido un día muy
ventoso. Si hubiese escuchado palabras tan pérfidas, por supuesto que no las
habría pasado por alto, sino que las hubiera trasmitido de inmediato a su
emperador. Calígula era muy desleal para con sus amigos, cuando su propia vida
estaba en peligro, y siempre se aferraba a la menor palabra de Tiberio, tanto,
que se decía de él que nunca hubo mejor esclavo para peor amo. Pero Herodes
habló con audacia:
—Si tu hijo, que estaba sentado a mi lado, no oy ó las traiciones de que se me
acusa, —y nadie tiene oídos más agudos que él para escuchar traiciones contra ti
—, entonces es indudable que el cochero no puede haberlas escuchado, sentado
como estaba de espaldas a mí.
Pero Tiberio y a había tomado su decisión. Dijo brevemente a Macro:
—Pon los grilletes a ese hombre —y luego a los portadores de su litera—:
Sigamos.
Se alejaron, dejando a Herodes, Antonia, Macro, Calígula, Gemelo y los
demás, mirándose unos a otros, con duda y asombro. Macro no entendió a quién
debía esposar, de modo que cuando Tiberio, después de haber sido llevado a todo
lo largo de la pista de carreras, regresó a la escena del juicio, donde todo el grupo
se encontraba aún como los había dejado, Macro le preguntó:
—Perdóname, César, ¿pero a cuál de estos hombres debo arrestar?
Tiberio señaló a Herodes y dijo:
—Me refiero a este hombre.
Pero Macro, que tenía gran respeto por Herodes y que abrigaba la esperanza
de quebrar quizá la resolución de Tiberio fingiendo haber entendido mal,
preguntó una vez más:
—Sin duda no te refieres a Herodes Agripa, César.
—No me refiero a ningún otro —gruñó Tiberio. Herodes se precipitó hacia
adelante y casi cay ó de hinojos ante Tiberio. No se atrevió a hacerlo del todo
porque conocía el desagrado de Tiberio cuando se lo trataba como a un monarca
oriental. Pero tendió los brazos en forma suplicante y protestó que era el más leal
sirviente de Tiberio, absolutamente incapaz de admitir siquiera el menor
pensamiento traicionero, y menos aun de pronunciarlo. Comenzó a hablar con
elocuencia de su amistad para con el hijo muerto de Tiberio (víctima como él
mismo de infundadas acusaciones de traición), cuy a irreparable muerte jamás
había cesado de llorar, y del extraordinario honor que Tiberio le había hecho al
designarlo preceptor de su nieto. Pero Tiberio lo contempló con esa mirada fría y
torcida que tenía, y bufó:
—Puedes hacer ese discurso en tu defensa, mi noble Sócrates, cuando fije la
fecha de tu juicio. —Y luego le dijo a Macro:— Llévatelo a la cárcel. Puede usar
las cadenas que ha dejado mi honesto cochero.
Herodes no volvió a pronunciar otra palabra, salvo para agradecer a mi
madre por sus esfuerzos generosos pero inútiles en su favor. Fue llevado a la
cárcel con las muñecas esposadas a la espalda. Se trataba de un lugar donde eran
encerrados los ilusos ciudadanos romanos que apelaban a Tiberio por sentencias
de tribunales inferiores. Las celdas eran pequeñas e insalubres, se les daba
pésimos alimentos y nada de ropa de cama, y debían esperar hasta que Tiberio
encontrase tiempo para juzgar sus casos. Algunos de ellos habían pasado allí
muchos años.
IV
Cuando Herodes era conducido hacia las puertas de la prisión vio a un esclavo
griego de Calígula esperando allí. El esclavo parecía sin aliento, como si hubiese
llegado corriendo, y llevaba un cántaro de agua en la mano. Herodes supuso que
Calígula lo había mandado allí como señal de que todavía seguía siendo su amigo,
pero que no podía declarar abiertamente su amistad por temor a ofender a
Tiberio.
—Taumasto —llamó—, por amor de Dios, dame un trago de agua.
Hacía mucho calor para septiembre y, como y a he dicho, en la cena se había
bebido muy poco vino. El joven se adelantó prestamente, como si hubiese sido
encargado de ese servicio; Herodes, grandemente tranquilizado, se llevó el
cántaro a los labios y bebió casi todo el contenido. Porque contenía vino, no agua.
Dijo al esclavo:
—Te has ganado la gratitud de un prisionero por esta bebida, y te prometo que
cuando esté otra vez en libertad te pagaré bien por ello. Veré a tu amo, que por
cierto no es un hombre que abandone a sus amigos, y le haré que te conceda la
libertad en cuanto hay a conseguido la mía, y luego te emplearé en un puesto de
confianza, en mi casa.
Herodes pudo cumplir su promesa y Taumasto eventualmente se convirtió en
su principal administrador. Todavía vive, en la época en que escribo esto, al
servicio del hijo de Herodes, aunque el propio Herodes y a ha muerto.
Cuando conducían a Herodes al cuerpo de la prisión era la hora de los
ejercicios, pero había una regla estricta en el sentido de que los prisioneros no
debían conversar entre sí sin permiso previo de los guardianes. Cada grupo de
cinco prisioneros tenía un guardián que vigilaba hasta el menor movimiento que
hacían. La llegada de Herodes provocó una gran conmoción entre estos hombres
aburridos e indiferentes, porque la visión de un príncipe oriental ataviado con una
túnica de verdadera púrpura de Tiro era algo que no se había presenciado allí
hasta entonces. Sin embargo él no los saludó, sino que se quedó contemplando los
distantes techos de la casa de campo de Tiberio, como si pudiese leer en ellos
algún mensaje acerca de cuál sería su suerte.
Entre los prisioneros había un anciano caudillo germano, cuy a historia, según
parece, era la que sigue. Había sido oficial de auxiliares germanos a las órdenes
de Varo, cuando Roma todavía retenía la provincia del otro lado del Rin, y recibió
la ciudadanía romana en reconocimiento de sus servicios en el combate. Cuando
Varo fue traicioneramente atacado en una emboscada y su ejército diezmado
por el famoso Hermann, este jefe, si bien no había servido en el ejército de
Hermann (o por lo menos así lo afirmaba) ni le había prestado ay uda alguna en
sus planes, no tomó medida alguna para demostrar su continuada lealtad a Roma,
sino que se convirtió en el jefe de su aldea ancestral. Durante las guerras libradas
por mi hermano Germánico, abandonó la aldea con su familia y se retiró tierra
adentro, y sólo regresó cuando Germánico fue llamado a Roma y el peligro
parecía haber pasado. Entonces tuvo la mala suerte de ser capturado por los
romanos en una de las incursiones en que éstos cruzaban el río, de vez en cuando,
para mantener a sus hombres en buen estado combatiente y para recordar a los
germanos que algún día la provincia volvería a ser nuestra. El general romano lo
habría matado a azotes por desertor, pero el hombre protestó que jamás había
mostrado deslealtad alguna a Roma, y ejerció su derecho de ciudadano romano
de apelar al emperador. (Pero en el intervalo había olvidado todo su latín de
campaña). Este hombre pidió a su guardián, que entendía un poco de germano,
que le dijese quién era ese joven melancólico y hermoso que se encontraba de
pie bajo un árbol. El guardián contestó que era un judío, un hombre de gran
importancia en su país. El germano pidió permiso para hablar a Herodes,
diciendo que nunca había conocido en su vida a un hombre de la raza judía, pero
que entendía que los judíos no eran en modo alguno inferiores en inteligencia o
valentía a los germanos; se podían aprender muchas cosas de un judío. Agregó
que también él era un hombre de gran importancia en su propio país.
—Este lugar está convirtiéndose en una universidad —dijo el guardián,
sonriendo—; si los dos caballeros extranjeros tienen interés en hablar de filosofía,
haré lo mejor que pueda para actuar como intérprete. Pero no esperes mucho de
mi germano.
Ahora bien, mientras Herodes se encontraba de pie bajo el árbol, con la
cabeza cubierta con su manto, para que los curiosos prisioneros y guardianes no
vieran sus lágrimas, sucedió una cosa extraña. Un búho encaramado en las
ramas, sobre su cabeza, había dejado caer un poco de excremento sobre él. Es
muy raro que un búho aparezca a la luz del día, pero sólo el germano advirtió la
acción del ave, porque todos los demás estaban atareados contemplando al propio
Herodes.
El germano, hablando por intermedio del guardián, saludó a Herodes
cortésmente y comenzó declarando que tenía algo importante que decir. Herodes
se descubrió el rostro cuando el guardián comenzó a hablar, y replicó con interés
que era todo atención. Por el momento esperaba un mensaje de Calígula, y no
advirtió que el guardián no era más que el intérprete de uno de los prisioneros. El
guardián dijo:
—Perdóname, señor, pero este caballero germano quiere saber si te has dado
cuenta de que un búho acaba de dejar caer excrementos sobre tu manto. Yo
actúo como intérprete de este caballero germano. Es un ciudadano romano, pero
su latín se ha enmohecido un poco en este clima húmedo que tenemos.
Esto hizo que Herodes sonriese a pesar de su aflicción. Sabía que como los
prisioneros no tienen nada que hacer, se pasan gran parte del tiempo haciéndose
bromas pesadas los unos a los otros, y que a veces los guardianes, igualmente
aburridos con sus obligaciones, los ay udan. De modo que no levantó la vista hacia
el árbol ni examinó su manto para ver si el hombre se burlaba de él. Replicó con
tono de broma:
—Cosas más extrañas que ésas me han sucedido, amigo. Hace poco un
flamenco entró volando por la ventana de mi habitación, puso un huevo en uno de
mis zapatos y volvió a salir volando. Mi esposa se sintió muy intranquila. Si
hubiese sido un gorrión, o un tordo, o incluso una lechuza, no habría vuelto a
pensar en el incidente. Pero un flamenco…
El germano no sabía qué era un flamenco, de modo que hizo caso omiso de la
respuesta y continuó:
—¿Sabes qué significa cuando un ave deja caer sus excrementos sobre tu
cabeza u hombro? En mi país siempre se toma como un signo de muy buena
suerte. Y que un pájaro tan sagrado como el búho hay a hecho esto, y se hay a
abstenido de lanzar ningún grito de mal augurio, debería ser para ti un signo de la
may or alegría y esperanza. Los hombres de Chaucia sabemos todo lo que se
puede saber acerca de los búhos. El búho es nuestro tótem y da su nombre a
nuestra nación. Si tú fueses de Chaucia, te diría que el Dios Mannus ha enviado
este pájaro como una señal de que, de resultas de tu encarcelamiento, que será
muy breve, serás elevado a un puesto de la más alta dignidad en tu propio país.
Pero me dicen que eres judío. ¿Puedo preguntar, señor, el nombre del dios de tu
país?
Herodes, que todavía no estaba seguro de si la sinceridad del germano era
verdadera o fingida, respondió, verazmente:
—El nombre de nuestro dios es demasiado sagrado para ser pronunciado. Los
judíos estamos obligados a referirnos a él por medio de perífrasis, e incluso por
perífrasis de perífrasis.
El germano decidió que Herodes estaba burlándose de él, y dijo:
—Por favor, no pienses que digo esto en la esperanza de obtener alguna
recompensa de tu parte. Pero al ver que el ave hacía lo que hizo me sentí
impulsado a felicitarte por el augurio. Y ahora tengo otra cosa más que decirte,
porque soy un augur bien conocido en mi país. La próxima vez que veas a esta
ave, aunque sea en el momento de tu más alta prosperidad, y cuando la veas
posarse cerca de ti y comenzar a lanzar gritos, entonces sabrás que tus días de
dicha han terminado, y que los que te queden por vivir no serán may ores que la
cantidad de gritos que lance el búho. ¡Pero ojalá que ese día tarde en llegar!
Herodes había recobrado su ánimo para entonces y respondió al germano:
—Creo, anciano, que dices las tonterías más encantadoras que hay a
escuchado desde mi regreso a Italia. Tienes mi más sincero agradecimiento por
tratar de alegrarme, y si alguna vez salgo libre de este lugar, veré qué puedo
hacer para liberarte a ti también. Si eres tan buena compañía sin cadenas como
encadenado, pasaremos algunas noches agradables juntos, bebiendo y contando
cuentos graciosos.
El germano se fue indignado.
Entre tanto Tiberio había dado repentina orden a sus criados de reunir sus
cosas, y volvió a Capri esa misma tarde. Supongo que tenía miedo de que mi
madre tratase de convencerlo de que pusiera en libertad a Herodes y de que le
fuese difícil rehusarse, y a que estaba tan en deuda con ella por el asunto de
Sey ano y Livila. Como mi madre se dio cuenta de que no podía hacer nada por
Herodes ahora, aparte quizá de procurar que la vida de la cárcel le resultase tan
leve como fuera posible, le pidió a Macro que la ay udase lo más que pudiera en
eso. Macro contestó que si conseguía para Herodes un tratamiento más
considerado que el de los otros prisioneros, se vería sin duda en dificultades con
Tiberio. Mi madre contestó:
—Excepción hecha de proporcionarle ay uda para huir, haz todo lo que
puedas por él, te lo ruego, y si Tiberio llega a enterarse de ello y se enoja, te
prometo soportar todo el peso de su desagrado.
Le disgustaba encontrarse en situación de tener que pedirle favores a Macro,
cuy o padre había sido uno de los esclavos de nuestra familia. Pero sentía gran
preocupación personal por Herodes y habría hecho cualquier cosa por él en ese
momento. Macro se sintió halagado con sus súplicas y prometió elegir para
Herodes un guardián que le mostrase todas las consideraciones del caso, y
también designar como gobernador de la prisión a un capitán a quien ella conocía
personalmente. Más que eso, dispuso que Herodes comiese con el gobernador, y
que se le permitiera visitar diariamente los baños locales, bajo escolta. Dijo que
si los libertos de Herodes querían llevarle alimentos y ropa de cama abrigada —
porque y a se acercaba el invierno—, cuidaría de que no surgiese dificultad
alguna en ese sentido, pero que los libertos deberían decirle al portero que esos
artículos eran para uso del gobernador. De modo que la experiencia de Herodes
en la cárcel no fue demasiado penosa, si bien estaba encadenado a la pared con
una pesada cadena de hierro, cada vez que su guardián no se encontraba a su
lado. Pero se preocupó mucho en cuanto a lo que pudiera sucederle a Cy pros y a
sus hijos, porque no se le permitía tener noticias del mundo exterior. Si bien no
tuvo la satisfacción de decirle a Herodes que habría debido hacer caso de su
consejo (acerca de no meterse con el pantano de Camarina), Silas cuidó de que
los libertos llevasen al prisionero sus alimentos y otras necesidades en forma
puntual y discreta. E hizo por él todo lo que le fue posible. A la postre él mismo
fue arrestado por tratar de introducir clandestinamente una carta en la cárcel,
pero fue liberado después de recibir una seria advertencia.
A principios del año siguiente, Tiberio decidió abandonar Capri para ir a
Roma, y dijo a Macro que enviase a todos los prisioneros allí, porque tenía la
intención de solucionar sus casos una vez que hubiera llegado. Herodes y todos
los demás fueron sacados, por lo tanto, de Miseno, y debieron marchar, por
etapas, a los cuarteles de detención del campamento de guardias, situado en las
afueras de la ciudad. Se recordará que Tiberio regresó cuando se encontraba a la
vista de las murallas de la ciudad, debido a un augurio infortunado, la muerte de
su dragón favorito sin alas. Volvió deprisa a Capri, pero pescó un resfriado y no
llegó más allá de Miseno. También se recordará que cuando se creía que estaba
muerto y Calígula y a se pavoneaba por el salón de la casa de campo, mostrando
su anillo de sello en medio de una multitud de cortesanos admiradores, el anciano
salió de su coma y pidió comida a gritos. Pero la noticia de su muerte y de la
sucesión de Calígula habían llegado y a a Roma por correo. El liberto de Herodes,
el que le había llevado el dinero de Acre, encontró por casualidad al correo en las
afueras de la ciudad, y el hombre le gritó la noticia mientras continuaba
galopando. El liberto corrió al campamento, entró en los cuarteles de detención y,
corriendo excitado hacia Herodes, gritó en hebreo:
—El León ha muerto.
Herodes lo interrogó en el mismo idioma, y pareció tan extraordinariamente
encantado, que el gobernador se acercó y exigió que se le dijese qué noticia
había traído el liberto. Eso era una violación de las reglas de la cárcel, dijo, y no
debía volver a ocurrir. Herodes explicó que no era nada, sólo el nacimiento de un
heredero de uno de sus parientes de Edom. Pero el gobernador dejó claramente
establecido que insistía en conocer la verdad, de modo que Herodes le dijo al
cabo:
—El emperador ha muerto.
El gobernador, que para ese entonces estaba en buenos términos con
Herodes, preguntó al liberto si estaba seguro de que la noticia era cierta. El liberto
contestó que la había escuchado directamente de labios de un correo imperial. El
gobernador quitó las cadenas de Herodes con sus propias manos, y dijo:
—Debemos celebrar esto, Herodes Agripa, amigo mío, con el mejor vino
que hay a en el campamento.
Se encontraban comiendo juntos, alegres, y Herodes, del mejor talante, le
decía al gobernador qué buen sujeto lo consideraba, y cuán amablemente se
había portado con él, y cuán dichosos serían todos ahora que Calígula era
emperador, cuando llegó la noticia de que Tiberio, en fin de cuentas, no había
muerto. Esto alarmó mucho al gobernador. Decidió que Herodes había dispuesto
que le trajeran ese falso mensaje nada más que para verlo en dificultades.
—De vuelta a tus cadenas ahora mismo —gritó, colérico—. Y no esperes que
jamás vuelva a creerte nada.
De modo que Herodes tuvo que levantarse de la mesa y volver, lúgubre, a su
celda. Pero como se recordará, Macro no permitió que Tiberio gozase de ese
nuevo lapso de vida, sino que entró en la alcoba imperial y lo ahogó con una
almohada. Otra vez llegaron las noticias de que Tiberio había muerto, pero en
esta ocasión eran ciertas. Sin embargo, el gobernador mantuvo a Herodes
encadenado toda la noche. No quería correr riesgo alguno.
Calígula quiso poner en libertad a Herodes en el acto, pero, cosa curiosa, fue
mi madre quien le impidió hacerlo. Se encontraba en Baias, cerca de Miseno. Le
dijo que hasta que hubiese terminado el funeral de Tiberio sería indecente liberar
a nadie que hubiese sido encarcelado por él bajo la acusación de traición. Sería
mucho mejor si Herodes, aunque se le permitiera regresar a su casa de Roma, se
quedaba durante un tiempo bajo arresto. Así se hizo. Herodes volvió a su casa,
pero todavía tenía a su guardián consigo, y debía usar la ropa carcelaria. Cuando
terminó el luto oficial por Tiberio, Calígula envió a Herodes un mensaje
diciéndole que se afeitase y pusiese ropa limpia, y que fuera a cenar con él al día
siguiente al palacio. Los problemas de Herodes parecían haber terminado por fin.
Creo que no he mencionado la muerte, tres años antes de esto, de Filipo, el tío
de Herodes. Dejó una viuda, Salomé, la hija de Herodías, considerada la mujer
más hermosa del Cercano Oriente. Cuando la noticia de la muerte de Filipo llegó
a Roma, Herodes habló de inmediato con el liberto que gozaba de la máxima
confianza de Tiberio en lo referente a cuestiones orientales, y lo convenció de
que hiciese algo en su favor. El liberto debía recordar a Tiberio que Filipo no
había dejado hijos, y tenía que sugerirle que su tetrarquía de Bashán no debía ser
entregada a ningún otro miembro de la familia de Herodes, sino anexada, con
fines administrativos, a la provincia de Siria. El liberto no debía recordar en modo
alguno a Tiberio el monto de las rentas reales de la tetrarquía, que sumaba unas
ciento sesenta mil piezas de oro anuales. Si Tiberio seguía su consejo y le
ordenaba que escribiese una carta informando al gobernador de Siria de que la
tetrarquía quedaría ahora bajo su jurisdicción, él debía agregar subrepticiamente
una posdata en el sentido de que las rentas reales tenían que acumularse hasta
que se designara sucesor de Filipo. Herodes reservaba a Bashán y sus rentas para
su propio uso. De modo que sucedió que cuando, en la cena a que había invitado
a Herodes, Calígula lo recompensó agradecidamente por sus sufrimientos
concediéndole la tetrarquía, completa, con rentas y todo, con el título de rey por
añadidura. Herodes se encontró en bonísima posición. Calígula pidió también la
cadena que Herodes había usado en la prisión, y le dio una réplica exacta de la
misma, eslabón por eslabón, del más puro oro. Unos días después, Herodes, que
no se había olvidado de obtener la libertad del viejo germano y de hacer que el
cochero fuese condenado por perjurio, despojado de su libertad y azotado casi
hasta morir, partió gozosamente hacia Oriente, para hacerse cargo de su nuevo
reino.
Cy pros lo acompañó, más gozosa aún que él. Durante el encarcelamiento de
Herodes tenía un aspecto enfermizo y desdichado, porque era la esposa más leal
del mundo y se negó incluso a comer algo mejor que las raciones carcelarias
que recibía su esposo. Permaneció en la casa del hermano menor de Herodes,
Herodes Polión.
La feliz pareja, pues, Herodes y Cy pros, reunida una vez más, y
acompañada como de costumbre por Silas, partió a Egipto, camino de Bashán.
Desembarcaron en Alejandría, para presentar sus respetos al alabarca. Herodes
tenía la intención de entrar en la ciudad con la menor ostentación posible, y a que
no deseaba ser motivo de disturbios entre los griegos y los judíos. Pero estos
últimos se alborozaron ante la visita de un rey judío, y de uno tan altamente
situado en el favor del emperador. Salieron a recibirlo en el muelle, muchos
millares de ellos, con vestimenta de fiesta, exclamando: « ¡Hosanna, hosanna!»
y entonando canciones de alborozo, y de tal manera lo escoltaron hasta su barrio
de la ciudad, que se denomina el Delta. Herodes hizo lo posible para calmar el
entusiasmo popular, pero Cy pros encontró tan delicioso el contraste entre esta
llegada a Alejandría y la anterior, que, para no desairarla, Herodes pasó por alto
muchas extravagancias. Los griegos de Alejandría se mostraron coléricos y
furiosos. Ataviaron con vestiduras fingidamente reales a un conocido idiota de la
ciudad, o más bien a un fingido idiota de nombre Baba, que solía mendigar en las
plazas principales y provocaba risas y obtenía monedas de cobre con sus
pay asadas. Proporcionaron a este Baba una grotesca guardia de soldados
armados con espadas de salchichas, escudos de piel de cerdo y cascos de cabeza
de cerdo, y lo hicieron desfilar a través de « el Delta» . La multitud gritaba
« ¡Marin, Marin!» , que significa « ¡rey, rey !» . Hicieron una demostración a las
puertas de la casa del alabarca, y otra frente a la casa de su hermano Filón.
Herodes visitó a dos de los principales griegos y les presentó una protesta. Sólo
dijo: « No olvidaré el espectáculo de este día, y creo que alguna vez tendrán que
lamentarlo» .
De Alejandría, Herodes y Cy pros continuaron su viaje hacia el puerto de
Jaffa. De Jaffa fueron a Jerusalén, a visitar a sus hijos y a permanecer dentro de
los límites del templo como invitados del Sumo Sacerdote, con quien era
conveniente para Herodes llegar a un acuerdo. Creó una excelente impresión
dedicando su cadena de hierro al dios judío, colgándola de la pared del Templo
del Tesoro. Luego pasaron a través de Samaria y las fronteras de Galilea, pero
sin enviar ningún mensaje de cumplido a Antipas y Herodías, y así llegaron a su
nuevo hogar de Cesárea Filipos, la encantadora ciudad construida por Filipo,
como capital, en la ladera meridional del monte Hermón. Allí recogieron las
rentas acumuladas desde la muerte de Filipo. Salomé, la viuda de Filipo, trató de
conquistar a Herodes e intentó con él sus artes más cautivadoras, pero todo fue
inútil. Herodes le dijo: « Por cierto que eres muy bien parecida y muy graciosa,
pero tienes que recordar el proverbio: “Múdate a la nueva casa, pero llévate
contigo el viejo hogar”. La única reina posible de Bashán es mi querida Cy pros» .
Podrá imaginarse que cuando Herodías se enteró de la buena suerte de
Herodes enloqueció de celos. Cy pros era ahora reina, en tanto que ella no era
más que la esposa de un simple tetrarca. Trató de hacer que Antipas sintiese lo
mismo que ella, pero Antipas, un anciano indolente, se sentía perfectamente
satisfecho con su puesto; si bien no era más que un tetrarca, era un tetrarca muy
rico y le importaba muy poco qué título o títulos tuviese. Herodías lo llamó sujeto
lamentable. ¿Cómo podía esperar que siguiese respetándolo?
—Pensar —dijo— que mi hermano Herodes Agripa, que llegó aquí no hace
mucho como refugiado carente de dinero, que dependía de tu caridad y que
luego te insultó groseramente y huy ó a Siria, y que fue expulsado de Siria por
corrupción y casi arrestado en Antedón por deudas, y que luego fue a Roma,
donde se lo encarceló por traición al emperador… pensar que un hombre con
semejantes antecedentes, un manirroto que ha dejado una huella de deudas
impagadas dondequiera ha ido, es ahora el rey y está en situación de insultarnos.
Es insoportable. Insisto en que vay as a Roma en el acto y obligues al nuevo
emperador a concederte por lo menos honores iguales a los de Herodes.
—Mi querida Herodías —respondió Antipas—, no hablas con sensatez, acá
estamos muy bien, ¿sabes?, y si tratásemos de mejorar nuestra posición podría
traernos mala suerte. Roma no ha sido nunca un lugar seguro para visitar desde
que murió Augusto.
—No volveré a hablarte ni a acostarme contigo —dijo Herodías—, a menos
de que me des tu palabra de que irás.
Herodes se enteró de esta escena por uno de sus agentes en la corte de
Antipas. Y cuando poco después éste partió hacia Roma, envió a Calígula una
carta, por navío veloz, ofreciendo al capitán una gran recompensa si llegaba a
Roma antes que Antipas. El capitán cargó todas las velas que pudo, y consiguió
ganar el dinero. Cuando Antipas se presentó ante Calígula, éste tenía y a la carta
de Herodes en la mano. La carta le decía que mientras estuvo en Jerusalén,
Herodes se había enterado de graves acusaciones contra su tío Herodes Antipas,
a las que al principio no dio crédito pero que después una investigación confirmó.
No sólo su tío se había dedicado a una pérfida correspondencia con Sey ano en la
época en que éste y Livila conspiraban para usurpar la monarquía —eso era cosa
antigua—, sino que últimamente había intercambiado correspondencia con el rey
de Partia, planeando organizar con su ay uda una amplia rebelión contra Roma en
el Cercano Oriente. El rey de Partia se había comprometido a entregarle
Samaria, Judea y el propio reino de Herodes, Bashán, como recompensa por su
deslealtad. Como prueba de su acusación Herodes mencionaba que Antipas tenía
setenta mil armaduras completas en la armería de su palacio. ¿Cuál podía ser el
significado de estos preparativos secretos para la guerra? El ejército permanente
de su tío contaba con sólo unos pocos cientos de hombres, una simple guardia de
honor. Resultaba indudable que las armaduras no eran para armar a tropas
romanas.
Herodes era astuto, sabía perfectamente bien que Antipas no tenía intención
bélica alguna, y que sólo su afición a las exhibiciones lo había llevado a llenar su
armería de esa manera. Las rentas de Galilea y Gilead eran ricas, y si bien
Antipas era tacaño en su hospitalidad, gustaba de gastar dinero en objetos
costosos. Coleccionaban estatuas, cuadros y muebles taraceados. Pero Herodes
sabía que esta explicación no se le ocurriría a Calígula, a quien a menudo había
hablado de la avaricia de Antipas. De modo que cuando llegó a palacio y saludó
a Calígula, éste le devolvió el saludo con frialdad y le preguntó:
—¿Es cierto, tetrarca, que tienes setenta mil armaduras en la armería de tu
palacio?
Antipas se sobresaltó y no pudo negarlo, porque Herodes había tenido buen
cuidado de no exagerar. Masculló algo acerca de que las armaduras estaban
destinadas a su propio placer personal.
—Esta audiencia ha terminado —dijo Calígula—. No digas excusas tontas.
Mañana pensaré qué debo hacer contigo.
Antipas tuvo que retirarse, avergonzado y ansioso.
Esa noche, durante la cena, Calígula me preguntó:
—¿Dónde naciste tú, tío Claudio?
—En Ly on —respondí.
—Un lugar insalubre, ¿no es cierto? —preguntó Calígula, haciendo girar una
copa de vino, dorada, entre los dedos.
—Sí —contesté—. Tiene la reputación de ser uno de los lugares más
insalubres de tus dominios. Considero que el clima de Ly on es el culpable de
haberme condenado, cuando todavía era niño, a mi actual vida inútil e inactiva.
—Sí, creo que en una ocasión te oí decirlo —dijo Calígula—. Enviaremos a
Antipas allí. El cambio de clima podrá hacerle bien. En Galilea hay demasiado
sol para un hombre de su carácter.
Al día siguiente Calígula le dijo a Antipas que debía considerarse degradado
de su rango de tetrarca, y que en Ostia había un barco esperándolo para llevarlo
al exilio, a Ly on. Antipas tomó la cosa con filosofía —el exilio era mejor que la
muerte—, y diré en su favor que, hasta donde y o sé, jamás dirigió a Herodías,
quien lo acompañó desde Galilea, una palabra de reproche. Calígula le escribió a
Herodes agradeciéndole su oportuna advertencia, y concediéndole la tetrarquía y
las rentas de Antipas, era en reconocimiento de su lealtad. Pero sabiendo que
Herodías era la hermana de Herodes, le dijo que, por aprecio a su hermana, le
permitiría quedarse con toda propiedad que le perteneciera, y volver a Galilea, si
lo deseaba, para vivir bajo su protección. Herodías era demasiado orgullosa para
aceptar esto, y le respondió a Calígula que Antipas siempre le había tratado muy
bien, y que no lo abandonaría en la hora de su necesidad. Comenzó un largo
discurso destinado a ablandar el corazón de Calígula, pero éste la interrumpió.
Herodías y Antipas zarparon juntos para Ly on a la mañana siguiente. Jamás
volvieron a Palestina.
Herodes replicó en términos del más ilimitado agradecimiento por el regalo
de Calígula. Calígula me mostró la carta. « ¡Pero qué hombre —escribía Herodes
— setenta mil armaduras y todas para su placer personal! ¡Dos por día, durante
casi cien años! Pero parece una lástima condenar a un hombre así a que se pudra
en Ly on. Tendrían que enviarlo a invadir Germania por sí sólo. Mi padre siempre
decía que la única manera de hacer frente a los germanos era la de
exterminarlos, y aquí tienes a tu servicio al perfecto exterminador: tan ávido de
combatir, que acumula setenta mil armaduras, todas hechas a la medida» . Nos
reímos mucho con la carta. Herodes terminaba diciendo que volvería en el acto a
Roma para agradecer a Calígula verbalmente. La pluma y el papel no eran
suficientes para expresar lo que sentía. Haría de su hermano Aristóbulo el
regente temporario de Galilea y Gilead, con Silas para vigilarlo con atención, y a
su hermano menor, Herodes Polión, regente temporario de Bashán.
Volvió a Roma con Cy pros, y pagó a sus acreedores hasta el último centavo
de sus deudas, y a todas partes donde iba decía que no pensaba volver a pedir
prestado. Durante el primer año del reinado de Calígula no tuvo dificultad digna
de mención. Incluso cuando Calígula riñó con mi madre por el asesinato de
Gemelo —asesinato del cual puede tenerse la seguridad de que Herodes no lo
había disuadido activamente—, de modo que como he descrito en mi historia
anterior ella se vio obligada a suicidarse, Herodes estuvo tan seguro de la
confianza de Calígula en su lealtad, que casi fue el único de los amigos de ella
que se puso luto y concurrió a su funeral. Sintió muy agudamente la muerte de
mi madre, según creo, pero la forma en que se lo dijo a Calígula fue:
—Sería un desdichado desagradecido si no dejase de presentar mis respetos
al espíritu de mi benefactora. El hecho de que tú le mostrases tu desagrado ante
su entrometimiento en un asunto que no le concernía debe de haber afectado a la
señora Antonia con la pena y la vergüenza más profundas. Si y o sintiese que
había ganado tu desagrado por alguna conducta similar —pero por supuesto que
la comparación es absurda—, haría sin duda lo que ha hecho ella. Mi luto es un
tributo a su valentía por el hecho de haber abandonado un mundo moderno, que
ha convertido a gente como ella en gente antigua.
Calígula aceptó esto y dijo:
—No, Herodes, has hecho bien. El daño me lo causó ella a mí, no a ti.
Pero cuando perdió por completo el juicio, de resultas de su enfermedad, y
declaró su divinidad y comenzó a cortar las cabezas de las estatuas de los dioses
y a sustituirlas por la propia, Herodes se mostró ansioso. Como gobernador de
muchos millares de judíos, preveía problemas. Los primeros signos reales de
estos problemas llegaron de Alejandría, donde sus enemigos, los griegos, instaron
al gobernador de Egipto a que insistiese en la erección de las estatuas del
emperador en las sinagogas judías, lo mismo que en los templos griegos, y a la
utilización por los judíos, lo mismo que por los griegos, del divino nombre de
Calígula en los juramentos. El gobernador de Egipto había sido enemigo de
Agripina y también partidario de Tiberio Gemelo, y decidió que la mejor forma
de demostrar su lealtad a Calígula consistía en poner en vigor el edicto imperial,
que, en rigor de verdad, sólo estaba destinado a los griegos de la ciudad. Cuando
los judíos se negaron a jurar por el nombre de Calígula o a admitir sus estatuas
dentro de las sinagogas, el gobernador publicó un decreto declarando que todos
los judíos de la ciudad eran extranjeros e intrusos. Los alejandrinos se sintieron
jubilosos e iniciaron un pogrom contra los judíos, expulsando a los ricos de otras
partes de la ciudad, donde vivían lujosamente, al lado de griegos y romanos, y
llevándolos hasta las atestadas y estrechas callejuelas de « el Delta» . Más de
cuatrocientas casas de mercaderes fueron saqueadas, y sus dueños asesinados o
mutilados. Los sobrevivientes recibieron incontables insultos. Las pérdidas en
vidas y los daños a las propiedades fueron tan cuantiosos, que los griegos
quisieron justificar su acción enviando una embajada a Calígula, en Roma,
explicando que la negativa de los judíos a adorar a su majestad había irritado de
tal modo a los ciudadanos griegos más jóvenes y menos disciplinados, que éstos
tomaron la justicia por sus propias manos. Los judíos enviaron una
contraembajada, dirigida por el hermano del alabarca, cierto Filón, distinguido
judío que gozaba de la reputación de ser el mejor filósofo de Egipto. Cuando
Filón liego a Roma, como es natural, visitó a Herodes, con quien estaba
emparentado por matrimonio. Porque Herodes, después de pagar al alabarca las
ocho mil piezas de oro, junto con un interés del diez por ciento sobre dos años —
para gran turbación del alabarca, porque como judío no podía aceptar
legalmente intereses sobre un préstamo a otro judío—, mostró además su gratitud
casando a Berenice, su hija may or sobreviviente, con el hijo may or del
alabarca. Filón pidió a Herodes que interviniese en su favor ante Calígula, pero
Herodes dijo que prefería no tener nada que ver con la embajada. Si los
acontecimientos tomaban un sesgo grave, haría lo posible para mitigar la cólera
del emperador, que sin duda sería severa… Y eso era todo lo que podía decir por
el momento.
Calígula escuchó afablemente a la embajada griega, pero despidió a los
judíos con airadas amenazas, como Herodes había previsto, y les dijo que no
quería volver a oír en el futuro nada referente a las promesas que Augusto les
había hecho en materia de tolerancia religiosa. Augusto, gritó, estaba muerto
desde hacía tiempo, y sus edictos estaban fuera de moda y eran absurdos.
—Yo soy vuestro dios, y no tendréis más dioses que y o.
Filón se volvió hacia los otros embajadores y les dijo en arameo:
—Me alegro de que hay amos venido, porque estas palabras son un desafío
deliberado al Dios viviente, y ahora podemos estar seguros de que este tonto
perecerá miserablemente.
Por suerte ninguno de los cortesanos entendía el arameo.
Calígula envió una carta al gobernador de Egipto informándole que los
griegos habían cumplido con su deber al protestar enérgicamente contra la
deslealtad de los judíos, y que si éstos insistían en su actual desobediencia, iría él
mismo con un ejército y los exterminaría.
Entretanto, ordenó que el alabarca y todos los otros funcionarios de la colonia
judía fuesen encarcelados. Explicó que a no ser por el parentesco del alabarca
con su amigo Herodes Agripa, los habría hecho matar, a él y a su hermano Filón.
La única satisfacción que Herodes pudo dar a los judíos de Alejandría fue la de
que reemplazase al gobernador de Egipto. Convenció a Calígula de que lo
arrestara con motivo de su anterior enemistad hacia Agripina —que era, por
supuesto, la madre de Calígula— y de que lo desterrase a una pequeña isla
griega.
Luego Herodes le dijo a Calígula, quien ahora se encontraba corto de fondos:
« Veré qué puedo hacer en Palestina para conseguir algún dinero para tu erario.
Mi hermano Aristóbulo me informa de que el tragafuego de mi tío Antipas era
aún más rico de lo que suponíamos. Ahora que has iniciado tus conquistas
británica y germana —de paso, y si alguna vez te encuentras en Ly on, por favor,
dales mis saludos a Antipas y Herodías—, Roma nos parecerá muy lúgubre a los
que nos quedamos aquí. Sería una buena oportunidad para que y o me ausentase
y volviera a visitar mi reino. Pero en cuanto me entere que estás de vuelta,
volveré, también de prisa, y espero que te sientas satisfecho con mis esfuerzos en
tu favor» . El hecho era que desde Palestina le habían llegado a Herodes noticias
sumamente inquietantes. Partió hacia el este un día después del fijado por
Calígula para su absurda expedición militar, aunque en verdad pasó casi un año
antes de que Calígula partiese.
Éste había dado orden de que su estatua fuese colocada en el santuario del
templo de Jerusalén, una cámara secreta interior donde se supone que el dios de
los judíos mora en su arcón de cedro, y que sólo es visitada una vez al año por el
Sumo Sacerdote. También dio orden posterior de que la estatua fuese sacada del
santuario en los días de festival público y adorada en el patio exterior, por la
congregación reunida, judíos y no judíos. O bien no conocía, o bien no le
importaba el intenso respeto religioso que los judíos tienen hacia su dios. Cuando
se ley ó la proclama en Jerusalén, por el nuevo gobernador de Judea enviado para
reemplazar a Poncio Pilatos (quien, de paso, se había suicidado al llegar a
Roma), hubo escenas de tan extraordinarios motines, que el gobernador se vio
obligado a refugiarse en su campamento, fuera de la ciudad, donde soportó algo
muy similar a un asedio. Las noticias le llegaron a Calígula en Ly on. Se enfureció
y envió una carta al nuevo gobernador de Siria, que había reemplazado a mi
amigo Vitelio, ordenándole reunir una fuerza de auxiliares sirios, y con éstos y los
dos regimientos romanos a sus órdenes, marchar a Judea y poner en vigor el
edicto, a punta de espada. El nombre de este gobernador era Publio Petronio, un
soldado romano de la antigua escuela. No perdió tiempo alguno en obedecer las
órdenes de Calígula, por lo menos en lo referente a sus preparativos para la
expedición, y marchó hacia Acre. Allí escribió una carta al Sumo Sacerdote y a
los principales notables judíos, informándoles de sus instrucciones y de su
disposición a ponerlas en práctica. Entre tanto Herodes había tomado parte en el
juego, si bien se mantenía lo más posible en segundo plano. Aconsejó
secretamente al Sumo Sacerdote en cuanto a la mejor medida a tomar. Por
sugestión suy a, el gobernador de Judea y su guarnición fueron enviados bajo
salvoconducto a Petronio, en Acre. Los siguió una delegación de unos diez mil
judíos principales, que llegaron con una súplica contra la violación que se
intentaba hacer del templo. No llegaban con intenciones bélicas, declararon, pero
ello no obstante preferían morir antes que permitir esta terrible injuria a su tierra
ancestral, que inmediatamente sería destruida por una maldición y no se
recuperaría jamás. Dijeron que debían su fidelidad política a Roma y que no
habría quejas contra ellos por deslealtad o por no pagar sus impuestos, pero que
su principal lealtad era para con el Dios de sus Padres, que siempre los había
protegido en el pasado (mientras obedecieron sus ley es) y que les había
prohibido estrictamente la adoración de cualquier otro dios en su dominio.
—No estoy capacitado para hablar en materia de religión —respondió
Petronio—. Podrá ser como decís, o podrá no ser así. Mi propia fidelidad al
emperador no está dividida en mitades políticas o religiosas. Es una lealtad
incuestionable. Soy su servidor y obedeceré sus órdenes, suceda lo que
sucediere.
—Nosotros somos los fieles servidores de nuestro Señor Dios, y
obedeceremos sus órdenes suceda lo que sucediere —contestaron ellos.
De modo que se produjo un estancamiento en la situación. Petronio avanzó
entonces hacia Galilea. Por consejo de Herodes, no se cometió acto hostil alguno
contra él, pero, si bien era tiempo de la cosecha de otoño, los campos se dejaron
sin arar, y todos iban de luto, con la cabeza cubierta de cenizas. El comercio y la
industria se detuvieron. Una nueva delegación salió al paso de Petronio en
Cesárea (la Cesárea de Samaria), encabezada por Aristóbulo, el hermano de
Herodes, y una vez más se le dijo que los judíos no tenían intenciones bélicas,
pero que si insistía en llevar a la práctica el edicto imperial ningún judío temeroso
de dios tendría y a más interés en la vida, y la tierra quedaría arruinada. Esto puso
a Petronio en un aprieto. Quiso pedir a Herodes consejo o ay uda, pero éste,
advirtiendo la inseguridad de su propia posición, había partido y a hacia Roma.
Qué podía hacer un soldado como Petronio, un hombre que siempre se había
mostrado pronto a enfrentar al más feroz enemigo alineado en formación de
batalla o atacándolo desde una emboscada, con alaridos, cuando estos venerables
ancianos se presentaban y le tendían el cuello diciéndole: « No ofrecemos
resistencia, somos leales tributarios de Roma, pero nuestro deber religioso es para
con el Dios de nuestros Padres, por cuy as ley es hemos vivido desde nuestro
nacimiento. Mátanos, si te place, porque no podemos permitir que nuestro Dios
sea blasfemado y seguir viviendo» .
Les hizo un discurso sincero, les dijo que su deber de romano era cumplir con
el juramento de fidelidad que había hecho al emperador, y obedecerlo en todo
sentido. Y ellos y a podían ver que con las fuerzas armadas a su disposición estaba
en perfectas condiciones de cumplir las órdenes que había recibido. No obstante,
los elogió por su firmeza y por su abstención de acto alguno de violencia. Confesó
que en su condición oficial de gobernador de Siria sabía en qué consistía su deber,
y sin embargo, como hombre humano y razonable, le resultaba casi imposible
hacer lo que se le había encomendado. No sería un acto romano matar a
ancianos inermes sólo porque insistían en adorar a su dios ancestral. Dijo que
volvería a escribir a Calígula y presentaría el caso de ellos en la forma más
favorable posible. Era más que probable que Calígula lo recompensase con la
muerte, pero si, por medio del sacrificio de su propia vida, podía salvar las vidas
de tantos millares de provincianos industriosos e inofensivos, estaba dispuesto a
hacerlo. Los instó a reanimarse y a esperar lo mejor. Lo primero que había que
hacer una vez escrita la carta, cosa que haría esa misma mañana, era que ellos
continuasen cultivando su tierra. Si dejaban de hacerlo, sobrevendría el hambre,
y luego el bandidaje y la peste, y las cosas empeorarían mucho más de lo que
estaban ahora. Sucedió que en el momento en que hablaba aparecieron de pronto
por el oeste, nubes de tormenta, y cay ó un fuerte aguacero. Las lluvias comunes
de otoño no habían caído ese año, y y a había pasado la estación de las mismas.
De modo que eso fue considerado como un augurio de extraordinaria buena
suerte, y las multitudes de judíos quejumbrosos se dispersaron, entonando
canciones de alabanza y alegría. La lluvia continuó cay endo, y muy pronto toda
la tierra revivió.
Petronio mantuvo su palabra. Escribió a Calígula informándole acerca de la
obstinación de los judíos, rogándole que reconsiderase su decisión. Dijo que los
judíos se habían mostrado perfectamente respetuosos hacia su emperador, pero
que insistían en que caería una terrible maldición sobre su tierra si se erguía una
estatua cualesquiera en el templo, incluso la de su glorioso emperador. Se refería
prolongadamente a su negativa a cultivar la tierra, y sugería que ahora se
presentaban sólo dos alternativas: la primera, erigir la estatua y sentenciar el país
a la ruina, cosa que significaría una inmediata pérdida de rentas. La segunda,
volver atrás en la decisión imperial y conquistar la imperecedera gratitud de un
noble pueblo. Rogaba al emperador que, por lo menos, postergara la instalación
de la estatua hasta después de la cosecha.
Pero antes de que esta carta llegase a Roma, Herodes Agripa y a se había
puesto a trabajar en favor del dios judío. Calígula y él se saludaron con gran
afecto, después de su larga separación, y Herodes llevaba consigo grandes
arcones de oro y joy as y otros objetos preciosos. Algunos provenían de su propio
tesoro, otros del de Antipas, y el resto, según creo, formaba parte de una ofrenda
hecha a él por los judíos de Alejandría. Herodes invitó a Calígula al más lujoso
banquete que jamás se hubiese ofrecido en la ciudad: sirvieron increíbles
manjares, incluso cinco grandes pasteles completamente llenos de lenguas de
alondras, pescados maravillosamente delicados traídos en tanques desde la India,
y, como asado, un animal parecido a un elefante joven, pero velludo y no
perteneciente a ninguna especie conocida: se lo había encontrado incrustado en el
hielo de algún lago helado del Cáucaso, y se lo había llevado allí, envuelto en
nieve, vía Armenia, Antioquía y Rodas. Calígula se asombró ante la
magnificencia de la mesa y admitió que jamás habría tenido ingenio suficiente
para proporcionar semejante espectáculo, incluso aunque hubiera podido
permitírselo. La bebida fue tan notable como la comida, y Calígula se mostró tan
animado a medida que transcurría la cena, y despreció de tal modo su propia
generosidad hacia Herodes en el pasado, como algo apenas digno de mención,
que prometió concederle todo lo que estuviese en sus manos otorgar.
—Pídeme cualquier cosa, mi queridísimo Herodes —dijo—, y será tuy o. —
Repitió—: Absolutamente todo. Juro por mi propia divinidad que te lo concederé.
Herodes protestó que no había ofrecido ese banquete en la esperanza de
conquistar favor alguno de Calígula. Dijo que éste había hecho y a tanto por él,
como príncipe cualesquiera del mundo habría podido hacer por cualquier sujeto
o aliado suy o en todo el panorama de la historia o la tradición. Dijo que estaba
mucho más que contento; no quería absolutamente nada, aparte de que se le
permitiese mostrar su gratitud de alguna manera. Pero Calígula, mientras se
servía vino de una jarra de cristal, continuaba insistiendo: ¿No quería algo
especial, cualquier cosa? ¿Algún nuevo reino en Oriente? ¿Calcis, quizás, o Iturea?
Pues lo tendría con sólo pedirlo.
—Graciosísimo y magnánimo y divino César —dijo Herodes—, repito que
no quiero nada para mí. Lo único que puedo ansiar es el privilegio de servirte.
Pero y a me has adivinado los pensamientos. Nada escapa a tus miradas
sorprendentemente rápidas y penetrantes. En verdad existe algo que quiero
pedirte, pero como presente que sólo servirá para beneficiarte directamente a ti.
Mi compensación será indirecta: la gloria de haber sido tu consejero.
Esto excitó la curiosidad de Calígula.
—No temas hablar, querido Herodes —dijo—. ¿Acaso no he jurado que te lo
concederé, y no soy un dios de mi palabra?
—En ese caso, mi único deseo —dijo Herodes— es que no pienses y a en
instalar tu estatua en el templo de Jerusalén.
Siguió un prolongado silencio. Yo estuve presente en ese histórico banquete y
no recuerdo haberme sentido jamás tan incómodo o excitado en mi vida, como
cuando esperaba el resultado de la audacia de Herodes. ¿Qué haría Calígula?
Había jurado por su propia dignidad conceder el pedido, en presencia de muchos
testigos. Y sin embargo, ¿cómo podía volver sobre su resolución de humillar a ese
dios de los judíos, el único de los dioses del mundo que continuaba oponiéndosele?
Al cabo Calígula habló. Dijo con voz suave, casi suplicante, como si contase
con Herodes para ay udarlo a salir de ese dilema:
—No entiendo, mi queridísimo Herodes. ¿En qué forma supones que la
concesión de este pedido me beneficiará?
Herodes había estudiado todo el asunto en detalle antes de sentarse a la mesa.
Replicó, con aparente sinceridad:
—Porque, César, colocar tu sagrada estatua en el templo de Jerusalén no
redundará en tu propia gloria. ¡Oh, muy por el contrario! ¿Tienes conciencia de
la naturaleza de la estatua que ahora se guarda en el santuario más íntimo del
templo, y de los ritos que se realizan en él en los días santos? ¿No? Entonces
escucha y entenderás en el acto que lo que consideras como una perversa
obstinación de mis correligionarios no es más que un leal deseo de no injuriar a tu
Majestad. El dios de los judíos, César, era un individuo extraordinario. Ha sido
descrito como un antidiós. Tiene una aversión arraigada a las estatuas, en
especial a las de porte majestuoso y digna artesanía como las de los dioses
griegos. A fin de simbolizar su odio hacia otras divinidades, ha ordenado la
erección, en ese santuario íntimo, de la estatua de un enorme, tosco y ridículo
Asno. Tiene largas orejas, enormes dientes, gigantescos genitales, y todos los días
santos los sacerdotes insultan a esta estatua con los más viles cánticos y la
salpican de los más repugnantes excrementos y desperdicios, y luego la pasean
en un carruaje por todo el patio interior, para que la congregación toda la insulte
de manera similar. De modo que todo el templo apesta como las Grandes
Cloacas. Es una ceremonia secreta. No se admite a ella ninguna persona que no
sea judía, y a los propios judíos no se les permite hablar de ella, so pena de una
maldición. Además, se avergüenzan de ella. Ahora lo entiendes todo, ¿no es
cierto? Los principales judíos temen que si tu estatua fuese erigida en el templo,
ello provocaría los más profundos malentendidos; que, en su ridículo fanatismo
religioso, la gente del pueblo la sometería a las más graves indignidades pensando
a la vez honrarte con su celo; pero, como digo, la delicadeza natural y el sagrado
silencio que deben guardar les ha impedido explicar a tu amigo Petronio por qué
prefirieron morir antes que permitirle que ponga en práctica tus órdenes. Es una
suerte que y o esté aquí para decirte lo que ellos no pueden. Yo soy sólo judío por
parte de madre, de modo que quizá eso me libre de la maldición. De cualquier
manera, estoy dispuesto a correr el riesgo por ti.
Calígula se tragó todo esto con perfecta credulidad, e incluso quedó
convencido a medias por la gravedad de Herodes. Lo único que dijo fue:
—Si los tontos hubiesen sido tan francos conmigo como tú, mi queridísimo
Herodes, nos habríamos ahorrado todos estos problemas. ¿Te parece que Petronio
habrá ejecutado mis órdenes?
—Por tu bien, espero que no lo hay a hecho —explicó Herodes.
De modo que Calígula escribió a Petronio una breve carta: « Si y a has puesto
mi estatua en el templo, como lo ordené, déjala, pero cuida de que los ritos sean
atentamente supervisados por soldados romanos. De lo contrario, desbanda tu
ejército y olvídate del asunto. Por consejo del rey Herodes Agripa, he llegado a
la conclusión de que el templo en cuestión es un lugar muy inadecuado para la
instalación de mi sagrada estatua» .
Esta carta se cruzó con la que había escrito Petronio. Calígula se enfureció de
que Petronio se atreviese a escribir como lo hacía, intentando hacerlo cambiar de
opinión por puro sentido de humanidad. Contestó: « Ya que pareces valorar los
sobornos de los judíos más altamente que mi voluntad Imperial, te aconsejo que
te mates en seguida y en forma indolora, antes de que haga contigo un ejemplo
tal, que horrorice a todas las épocas futuras» .
Pero sucedió que la segunda carta de Calígula llegó tarde: el barco perdió su
palo may or entre Rodas y Chipre, y quedó incapacitado para navegar durante
varios días, de modo que la noticia de la muerte de Calígula llegó primero a
Cesárea. Petronio casi abrazó el judaísmo, tan aliviado se sintió.
Esto termina con la primera parte de la historia de Herodes Agripa, pero se
conocerá el resto de la misma a medida que continúe narrando la mía propia.
V
De modo que nos encontramos de vuelta en el punto en que era paseado en torno
al gran patio del palacio, sobre los hombros de dos cabos de la guardia, con el
batallón de germanos apiñándose en mi derredor y dedicando sus azagay as a mi
servicio. Eventualmente conseguí que los cabos me depositasen en el suelo y que
cuatro germanos fuesen a buscar mi litera. La trajeron y subí a ella. Me dijeron
que habían decidido llevarme al campamento de la guardia, situado al otro lado
de la ciudad, donde estaría protegido de posibles tentativas de asesinato. Yo
comenzaba a protestar otra vez, cuando vi un resplandor de color en la parte
posterior de la muchedumbre. Un brazo revestido de tela color púrpura se agitaba
en un singular movimiento circular, que me trajo recuerdos de mi época de
estudiante. Dije a los soldados: « Creo ver al rey Herodes Agripa. Si quiere
hablar conmigo, déjenlo pasar en el acto» .
Cuando Calígula fue asesinado, Herodes no estaba muy lejos. Nos siguió
fuera del teatro, pero fue llevado aparte por uno de los conspiradores, quien
fingió que quería que hablase con Calígula acerca de cierto favor. De modo que
Herodes no presenció el asesinato. Si lo conozco tan bien como creo, estoy
seguro de que le habría salvado la vida a Calígula por medio de una u otra treta, y
luego, cuando se encontró con el cadáver, demostró su gratitud por los favores
pasados, en términos nada inciertos. Lo abrazó, ensangrentado como estaba, y lo
llevó tiernamente en sus propios brazos al palacio, donde lo depositó en la cama
imperial. Incluso mandó a buscar cirujanos, como si Calígula no estuviese de
veras muerto, y tuviera alguna posibilidad de recuperarse. Luego abandonó el
palacio por otra puerta y llegó corriendo al teatro, donde instó a Mnester, el actor,
a pronunciar su famoso discurso, aquél con que tranquilizó a los excitados
germanos y les impidió diezmar al público en venganza por la muerte de su amo.
Luego volvió a precipitarse hacia el palacio. Cuando se enteró allí de lo que me
había ocurrido, salió audazmente al patio, para ver si podía serme de alguna
utilidad. Debo admitir que la visión de la sonrisa de Herodes —una comisura de
los labios hacia arriba, la otra hacia abajo—, me estimuló considerablemente.
Sus primeras palabras fueron:
—Felicitaciones, César, por tu elección. Que goces durante mucho tiempo de
los grandes honores que estos valientes soldados te han concedido, ¡y ojalá tenga
y o la gloria de ser tu primer aliado!
Los soldados lanzaron ruidosos vítores. Luego, acercándose más a mí y
apretándome con fuerza la mano, comenzó a hablar en fenicio, idioma con el
cual sabía que y o estaba familiarizado debido a mis investigaciones de la historia
de Cartago, pero que ninguno de los soldados entendería. No me dio oportunidad
alguna de interrumpirlo.
—Escúchame, Claudio. Sé lo que sientes. Sé que no quieres en realidad ser
emperador, pero por todos nosotros, lo mismo que por ti, no seas tonto. No
permitas que se te escape lo que los dioses te han dado por su propia voluntad.
Adivino lo que piensas. Tienes alguna tonta idea de entregar tu poder al Senado
en cuanto los soldados te suelten. Eso sería una locura; sería la señal para la
guerra civil. Los senadores son un hato de ovejas, pero hay entre ellos tres o
cuatro lobos que están dispuestos, en cuanto renuncies a tu poder, a luchar por él
entre sí. Para empezar, ahí está Asiático, por no mencionar a Vinicio. Los dos
están en la conspiración, de modo que es probable que hagan algo desesperado
por temor a ser ejecutados. Vinicio y a se considera un César debido a su
matrimonio con tu sobrina Lesbia. Él la hará volver de su destierro, y entre
ambos formarán una combinación muy fuerte. Si no es Asiático o Vinicio, será
algún otro, probablemente Viniciano. Eres el único emperador evidente para
Roma, y tendrás a los ejércitos tras de ti. Si no aceptas la responsabilidad por
culpa de algún absurdo prejuicio, eso significará la ruina de todos. Es lo único que
tengo que decirte. ¡Piénsalo, y mantén el espíritu en alto! —Luego se volvió y
gritó a los soldados—: Romanos, también os felicito a vosotros. No habríais
podido hacer una elección más sabia. Vuestro nuevo emperador es valiente,
generoso, culto y justo. Podéis confiar en él tan completamente como confiasteis
en su glorioso hermano Germánico. No os dejéis engañar por el Senado o por
ninguno de vuestros coroneles. Defended al emperador Claudio y él os defenderá
a vosotros. El lugar más seguro para él está en vuestro campamento. Acabo de
aconsejarle que os pague bien por vuestra lealtad.
Con estas palabras, desapareció.
Me llevaron en mi litera hacia un campamento, al trote. En cuanto uno de los
portadores daba señales de flaquear, su lugar era ocupado por otro. Los
germanos corrían delante, gritando. Yo estaba como atontado, sereno, pero
jamás me sentí tan terriblemente desdichado en toda mi vida. Ahora que
Herodes había desaparecido, las perspectivas volvían a parecer desesperanzadas.
Acabábamos de llegar a la Vía Sacra, al pie del Palatino, cuando varios
mensajeros llegaron corriendo por ella para interceptarnos, y protestaron contra
mi usurpación de la monarquía. Los mensajeros eran dos « Protectores del
Pueblo» . (Este puesto era una supervivencia de mediados de la república,
cuando los Protectores defendían los derechos del pueblo contra las usurpaciones
tiránicas de la nobleza. Sus personas eran inviolables y, si bien no pretendían tener
poder legislativo alguno, habían arrancado a los nobles el derecho a vetar
cualesquier acto del Senado que no les agradase. Pero Augusto y sus dos
sucesores imperiales también adoptaron el título de « Protectores del Pueblo» ,
con sus prerrogativas, de modo que, los verdaderos, si bien se los siguió eligiendo
y cumplieron ciertas funciones bajo las órdenes imperiales, habían perdido su
importancia primitiva). Parecía claro que el Senado había elegido a estos
mensajeros, no sólo como señal de que toda Roma estaba detrás de ellos en su
protesta, sino también por su inviolabilidad personal, que los protegería de
cualquier hostilidad por parte de mis hombres. Estos protectores, a quien y o
personalmente no conocía, no se comportaron con una valentía notable cuando
nos detuvimos a parlamentar con ellos, y tampoco se atrevieron a pronunciar el
severo mensaje que después me enteré que se les había confiado. Me llamaron
« César» , título al cual entonces no tenía derecho, y a que no era miembro de la
casa Julia. Y dijeron con suma humildad:
—Nos perdonarás, César, pero el Senado agradecería muchísimo que
concurrieses de inmediato. Estamos ansiosos por conocer tus intenciones.
Yo estaba dispuesto a ir, pero los guardias no lo permitieron. Sólo sentían
desprecio por el Senado, y ahora que habían elegido por sí mismos un
emperador, no estaban dispuestos a perderlo de vista, y sí a resistir toda tentativa
por parte del Senado, y a fuese de restablecer la república o de designar a un
emperador rival. Surgieron coléricos gritos de « Idos, ¿oís?» . « Decidle al Senado
que se meta en sus asuntos y nosotros nos ocuparemos de los nuestros» . « No
permitiremos que nuestro emperador también sea asesinado» . Yo me asomé por
la ventanilla de mi litera, y dije:
—Por favor, ofreced mis respetos más cumplidos al Senado e informadle que
por el momento no estoy en condiciones de cumplir su graciosa invitación. Tengo
otra anterior. Los sargentos, cabos y soldados de la guardia de palacio me llevan
a gozar de su hospitalidad en el campamento de la guardia. Mi vida no valdrá
nada si insulto a estos abnegados soldados.
Por lo tanto volvimos a partir. « ¡Qué lengua tiene nuestro emperador!» ,
rugieron. Cuando llegamos al campamento fui saludado con may or entusiasmo
que nunca. La división de la guardia estaba compuesta por unos doce mil
hombres de infantería, aparte de la caballería anexa. No sólo eran los cabos y los
sargentos quienes aclamaban ahora al emperador, sino también los capitanes y
los coroneles. Hice lo posible para que cesaran en sus aclamaciones, a la vez que
les agradecía su buena voluntad. Les dije que no podía consentir en ser su nuevo
emperador hasta que hubiese sido designado como tal por el Senado, en cuy as
manos descansaba la elección. Fui llevado al cuartel general, donde se me trató
con una deferencia a la que no estaba acostumbrado, pero era virtualmente un
prisionero.
En cuanto a los asesinos, cuando estuvieron seguros de que Calígula estaba
muerto, y escaparon de los germanos perseguidores, y de los servidores y
custodios personales de Calígula, que llegaron gritando con clamores de
venganza, corrieron a la casa de Vinicio, que no estaba lejos de la plaza del
mercado. Allí aguardaban los coroneles de los tres batallones de la ciudad, que
eran las únicas tropas regulares acantonadas en Roma, aparte de los custodios y
de la Guardia Imperial. Estos coroneles no habían tomado parte activa en la
conspiración, pero prometieron poner sus fuerzas a disposición del Senado en
cuanto Calígula estuviese muerto y la república restaurada. Casio insistió
entonces en que alguien debía ir en el acto a matar a Cesonia y a mí. Estábamos
demasiado estrechamente vinculados con Calígula para permitirnos sobrevivirlo.
Un coronel llamado Lupo se ofreció voluntariamente para la tarea. Era cuñado
del comandante de la guardia. Llegó a palacio, y atravesando, espada en mano,
muchas habitaciones desiertas, llegó por fin al dormitorio imperial, donde se
encontraba el cadáver de Calígula, ensangrentado y espantoso, tal como Herodes
lo había dejado. Pero Cesonia se hallaba ahora sentada en la cama, con la cabeza
sobre su regazo, y la pequeña Drusila, hija única de Calígula, de rodillas a su
lado. Cuando entró Lupo, Cesonia gemía:
—Esposo, esposo, habrías debido escuchar mi consejo.
Cuando vio la espada de Lupo, lo miró ansiosamente a la cara, y supo que
estaba condenada. Le tendió el cuello.
—Un golpe limpio —dijo—. No hagas un trabajo chapucero como hicieron
los otros asesinos.
Cesonia no era una cobarde. El hombre lanzó el golpe y la cabeza cay ó.
Luego tomó a la chiquilla que se precipitó hacia él, mordiéndolo y arañándolo.
La sostuvo de los pies y le golpeó la cabeza contra una columna de mármol,
reventándosela. Siempre resulta desagradable enterarse de la muerte de un niño,
pero el lector debe aceptar mi palabra de que si él hubiese conocido a la pequeña
Drusila, la favorita de su padre, habría ansiado también hacer lo que hizo Lupo.
Desde entonces hubo muchas discusiones en cuanto al significado de las
palabras de Cesonia al cadáver, que por cierto fueron ambiguas. Algunos dicen
que Calígula habría debido escuchar ciertos consejos que le dio en cuanto a la
necesidad de matar a Casio, de cuy as intenciones ella sospechaba, antes de que
él tuviese tiempo de ponerlas en práctica. Los que lo explican de este modo son
los que culpan a Cesonia por la locura de Calígula, diciendo que fue la primera
que le quitó el juicio al darle a beber el filtro que la unió a ella de modo tan
absoluto. Otros sostienen, y debo decir que estoy de acuerdo con ellos, que quiso
decir que había aconsejado a Calígula que mitigase lo que a él le agradaba
denominar su « inconmovible rigor» y se comportase más como un mortal
humano y sensato.
Lupo partió luego en mi búsqueda, para completar su tarea. Pero para ese
entonces acababan de escucharse los gritos de « Viva el emperador Claudio» . Se
quedó en la puerta del salón donde se realizaba la reunión, pero cuando vio cuán
popular me había vuelto, perdió el valor y se alejó sigilosamente.
En la plaza del Mercado, la muchedumbre excitada no podía decidir si debía
aclamar a los asesinos hasta enronquecer, o aullar hasta enronquecer en
demanda de su sangre. Circulaba el rumor de que Calígula no había sido
asesinado, y que todo el asunto era un fraude, impuesto por él mismo. Y que sólo
esperaba que expresasen alegría ante su muerte, antes de comenzar una matanza
general. Eso era lo que había querido decir, se afirmaba, con su promesa de
presentar esa noche un nuevo espectáculo intitulado Muerte, destrucción y los
misterios del infierno. Predominó la cautela, y y a habían comenzado a gritar
lealmente: « ¡Buscad a los asesinos! ¡Vengad la muerte de nuestro glorioso
César!» , cuando Asiático, un ex cónsul de figura imponente, que había gozado de
la may or confianza de Calígula, ascendió a la Plataforma de las Oraciones y
exclamó:
—¿Buscáis a los asesinos? También y o. Quiero felicitarlos. Lo único que
lamento es no haber podido asestarle y o también un golpe. Calígula era una vil
criatura, y ellos actuaron noblemente al asesinarlo. ¡No seáis idiotas, hombres de
Roma! ¡Todos vosotros odiasteis a Calígula, y ahora que está muerto respirad otra
vez con libertad! ¡Volved otra vez a vuestros hogares y celebrad su muerte con
vino y canciones!
Tres o cuatro compañías de tropas de la ciudad estaban cerca, y Asiático les
dijo:
—Contamos con vosotros, soldados, para mantener el orden. El Senado es
supremo una vez más. Otra vez somos república. Obedeced sus órdenes y os doy
mi palabra de que cada uno de vosotros será considerablemente más rico para
cuando las cosas se hay an normalizado. No debe haber saqueos ni motines. Todo
delito contra vidas o propiedades será castigado con la muerte.
De modo que el pueblo cambió de música en el acto, y comenzó a dar vivas
a los asesinos, el Senado y al propio Asiático.
De la casa de Vinicio, aquellos conspiradores que eran senadores se dirigían
al Senado, donde los cónsules habían convocado rápidamente una reunión,
cuando Lupo llegó corriendo del Palatino, con la noticia de que los guardias me
habían aclamado emperador y me llevaban a su campamento. Entonces me
enviaron un mensaje amenazador, por los dos Protectores del Pueblo, a quienes
montaron en caballos del cuerpo de caballería, con la orden de que me
alcanzaran. Debían entregar el mensaje como si proviniese del Senado en sesión.
Ya he relatado cómo, cuando llegó el momento, la amenaza perdió gran parte de
su fuerza. Los otros conspiradores, los oficiales de la guardia, encabezados por
Casio, se apoderaron entonces de la ciudadela del monte Capitolino, y dejaron en
ella a uno de los batallones de la ciudad.
Me habría gustado ser testigo ocular de la histórica reunión del Senado, a la
que acudieron no sólo todos los senadores, sino también una gran cantidad de
caballeros y otros que no tenían nada que hacer allí. En cuanto se conoció la
noticia de la captura de la ciudadela, todos abandonaron el Senado y se dirigieron
al templo de Júpiter, cercano, considerándolo un lugar más seguro. Pero la
excusa que dieron fue la de que la designación oficial del Senado era « el edificio
Juliano» , y de que los hombres libres no debían reunirse en un lugar dedicado a
la dinastía de cuy a tiranía acababan de escapar tan dichosamente. Cuando
estuvieron cómodamente ubicados allí, todos comenzaron a hablar a la vez.
Algunos senadores dijeron que la memoria de los Césares debía ser eliminada
por completo, sus estatuas rotas y sus templos destruidos. Pero los cónsules se
pusieron de pie y rogaron que se estableciera un poco de orden.
—Una cosa por vez, señores —dijeron—. Una cosa por vez.
Llamaron a un senador llamado Sencio y le pidieron que hiciese un discurso,
porque era un hombre que siempre tenía uno en la punta de la lengua, un orador
enérgico y persuasivo. Tenían la esperanza de que en cuanto alguien comenzase
a hablar en forma adecuada, en lugar de intercambiar gritos y discusiones y
felicitaciones con los vecinos, el Senado volvería a dedicarse a sus asuntos.
Sencio habló.
—Señores —dijo—. ¡Esto es casi increíble! ¡Os dais cuenta de que somos
finalmente libres, que y a no somos esclavos sometidos a la locura de un tirano!
Oh, confío en que vuestros corazones palpiten tan enérgica y orgullosamente
como el mío, aunque nadie podría atreverse a profetizar cuánto tiempo durará
esta bendita situación. Por lo menos, gocémosla mientras podamos, y seamos
dichosos. Han pasado y a casi diez años desde que fue posible anunciar, en esta
misma y gloriosa ciudad, « somos libres» . De modo que, por supuesto, ni
vosotros ni y o podemos recordar qué se sintió, en aquellos tiempos, al pronunciar
tan espléndidas palabras, pero por cierto que en este momento mi alma está tan
alborozada, que me resulta imposible describirlo. Cuán felices los ancianos
decrépitos que al final de una larga vida de esclavitud pueden exhalar su último
aliento, hoy, con esa dulce frase en los labios: « ¡Somos libres!» . ¡Cuán
instructivo además, para los jóvenes, para quienes la libertad no es más que un
nombre, saber qué significa ese nombre cuando escuchan el alegre grito
universal: « somos libres» ! Pero, señores y caballeros, debo recordar que sólo la
virtud puede conservar la libertad. La maldad de la tiranía consiste en que
desalienta a la virtud. La tiranía enseña la adulación y los bajos temores. Bajo
una tiranía somos pajas en el viento del capricho. El primero de nuestros tiranos
fue Julio César. Desde su reinado no ha habido desdicha alguna que no hay amos
experimentado. Porque se produjo una continua declinación, desde Julio, en la
calidad de los emperadores que fueron elegidos para gobernarnos. Cada uno
nombró como sucesor a un hombre un poco peor que él. Estos emperadores
odiaron la virtud con odio maligno. ¡El peor de ellos fue este Cay o Calígula! —
ojalá su espíritu sufra tormentos—, el enemigo de los hombres y los dioses. En
cuanto un tirano perjudica a un hombre, se sospecha que este hombre alberga
resentimientos contra él, aunque no dé señales de ello. Se fabrica una acusación
criminal contra él, y se le condena sin esperanzas de absolución. Eso le sucedió a
mi propio cuñado, un caballero dignísimo y honorable. Pero ahora, repito, somos
libres. Ahora somos responsables los unos ante los otros. Una vez más es éste un
Senado de palabra franca y de discusión franca. Confesémoslo: hemos sido
cobardes, hemos vivido como esclavos, nos hemos enterado de intolerables
calamidades que asolaron a nuestros vecinos, pero en la medida que ellas no
golpearon sobre nosotros mantuvimos nuestro silencio. Señores, decretemos los
máximos honores que esté en nuestro poder conceder a los tiranicidas; en
especial a Casio Querea, quien ha sido el principal motor de todo este estallido
heroico. Su nombre debe ser más glorioso aún que el de Bruto, quien asesinó a
Julio César, o el de su tocay o Casio, quien estuvo al lado de ese Bruto y también
asestó un golpe. Porque Bruto y Casio iniciaron con su acción una guerra civil
que hundió al país en la más profunda degradación y desdicha. En tanto que la
acción de Casio Querea no puede conducir a esa calamidad. Como un verdadero
romano él se ha puesto a disposición del Senado y nos ha hecho el presente de
esa preciosa libertad que durante tanto, ah, tanto tiempo, nos fue negada.
Este pueril discurso fue aplaudido estruendosamente. Quién sabe por qué,
nadie consideró que Sencio había sido uno de los más notables aduladores de
Calígula, y que se había ganado el sobrenombre de « El faldero» . Pero el
senador sentado junto a él advirtió de pronto que llevaba en el dedo un anillo de
oro, con una enorme cabeza de Calígula montada sobre un camafeo, hecho con
vidrios de colores. Este senador era otro ex faldero de Calígula, pero ansioso de
superarlo en virtud republicana, arrebató el anillo del dedo de Sencio y lo arrojó
al suelo. Todos se unieron a él para pisotearlo y hacerlo trizas. Esta enérgica
escena fue interrumpida por la llegada de Casio Querea. Iba acompañado por
Aquila, « El Tigre» , otros dos oficiales de la guardia que se habían contado entre
los asesinos y Lupo. Al entrar al Senado, Casio no dirigió una sola palabra a los
atestados bancos de vociferantes senadores y caballeros, sino que se acercó a los
dos cónsules y los saludó:
—¿Cuál es la contraseña de hoy ? —preguntó. El jubiloso Senado sintió que
ése era el momento culminante de su vida. Bajo la república, los cónsules eran
comandantes en jefe conjuntos de las fuerzas, a menos de que fuesen designados
por un dictador que tuviese precedencia sobre ellos. Pero hacía ahora más de
ochenta años que no daban el santo y seña del día. El cónsul de may or edad, otro
de los de la raza de falderos, se infló y contestó:
—El santo y seña, coronel, es libertad.
Pasaron diez minutos antes de que los vítores hubiesen disminuido lo bastante
como para que se pudiera escuchar la voz del cónsul. Éste se puso de pie, con
cierta agitación, para anunciar que habían vuelto los mensajeros que me
enviaron en nombre del Senado: los mensajeros informaron que me resultaba
imposible obedecer a la citación, y que expliqué que los guardias me llevaban
por la fuerza a su campamento. Esta noticia causó consternación y confusión
entre las filas de escaños, y a continuación se produjo un enconado debate, cuy a
conclusión fue la de que mi amigo Vitelio sugirió que se enviase a buscar al rey
Herodes Agripa. Como Herodes era ajeno a todo eso, pero estaba en estrecho
contacto con las corrientes políticas de Roma, y como era un hombre de gran
reputación, tanto en Occidente como en Oriente, quizá pudiese darles algún
consejo adecuado. Alguien apoy ó a Vitelio y señaló que se sabía que Herodes
tenía una fuerte influencia sobre mí, que era respetado por los guardias
imperiales, y que al mismo tiempo siempre había mostrado buena disposición
hacia el Senado, en el cual tenía numerosos amigos personales. De modo que se
envió un mensajero a rogar a Herodes que concurriese lo antes posible. Creo que
Herodes había arreglado las cosas de modo que se le invitase, pero no puedo
estar seguro. Por lo menos no se mostró demasiado dispuesto a ir, ni demasiado
remiso a cumplir con la invitación. Envió a un criado al piso bajo, desde el
dormitorio en que se encontraba, para decirle al mensajero que estaría listo en
pocos minutos, pero que en ese momento debía perdonársele porque no estaba
vestido. Pronto bajó oliendo muy fuertemente a un peculiar perfume oriental
llamado pachulí, que era motivo de bromas permanentes en palacio. Se suponía
que causaba un efecto irresistible sobre Cy pros. Cada vez que Calígula lo olía en
Herodes, solía husmear ruidosamente y decir: « ¡Herodes, viejo coqueto! ¡Qué
bien anuncias tus secretos maritales!» . Entiéndase que Herodes no quería que se
supiera que había pasado tanto tiempo en el monte Palatino, porque de lo
contrario se sospecharía que había tomado partido. En rigor, abandonó el palacio
disfrazado de sirviente, mezclado a la muchedumbre de la plaza del Mercado, y
acababa de llegar a la casa cuando recibió el mensaje. Usó el perfume como
coartada, y parece que se la aceptó. Cuando llegó al templo, los cónsules le
explicaron la situación y él fingió mostrarse sorprendido al enterarse de que y o
había sido aclamado emperador, a la vez que hacía una prolongada protesta en
cuanto a su absoluta neutralidad en materia de política de la ciudad. No era más
que un rey aliado, y el amigo de confianza de Roma, y tal seguiría siendo, con
permiso del Senado, cualesquiera fuese el gobierno.
—No obstante —dijo—, como parecéis tener necesidad de mi consejo, estoy
dispuesto a hablar con franqueza. La forma republicana de gobierno, me parece,
es en ciertas circunstancias una cosa estimable. Lo mismo diría de una
monarquía benigna. En mi opinión, nadie puede hacer un pronunciamiento rígido
en el sentido de que una forma de gobierno es esencialmente mejor que otra. Lo
adecuado de cada forma depende del temperamento de pueblo, de la capacidad
del gobernante o gobernantes, de la extensión geográfica del Estado, etc. Sólo
puede establecerse una regla general, y es la siguiente: ningún hombre sensato
daría esto (y aquí hizo chasquear despectivamente los dedos) por gobierno
alguno, y a sea democrático, plutocrático, aristocrático o autocrático, que no
cuente con el leal respaldo de las fuerzas armadas del Estado en que pretende
gobernar. Y por lo tanto, señores, antes de que empiece a ofrecer algún consejo
práctico, debo formularles una pregunta. Mi pregunta es: ¿Tienen ustedes el
apoy o del ejército?
Vinicio se puso de pie de un salto para contestarle.
—Rey Herodes —gritó—, los batallones de la ciudad son leales hasta el
último hombre. Ya ves a los tres coroneles aquí, entre nosotros, esta noche.
Tenemos además gran acopio de armas y vastas cantidades de dinero con el cual
pagar a toda otra fuerza que necesitemos reunir. Hay muchos de nosotros, aquí
presentes, que podrían formar una doble compañía de tropas con sus propios
esclavos, y que les entregarían gustosamente la libertad si se comprometiesen a
luchar por la república.
Herodes se cubrió ostentosamente la boca para que viesen que trataba de no
reír.
—Mi querido señor Vinicio —dijo—, mi consejo es: ¡No lo intenten! ¿Qué
clase de lucha creen ustedes que los porteros y panaderos y servidores de casas
de baño podrían presentar contra los guardias, las mejores tropas del imperio?
Menciono a los guardias, porque si ellos hubiesen estado de parte de ustedes, sin
duda me lo habrían dicho. Si les parece que pueden convertir a un esclavo en un
soldado por el solo hecho de atarle un peto al cuerpo, ponerle una lanza en la
mano, colgarle una espada de la cintura y decirle: « Vamos, ve a luchar, hijo
mío» , bien, lo repito, ¡no lo intenten! —Y luego volvió a dirigirse al Senado en su
conjunto—: Señores —dijo—, me dicen que los guardias han aclamado como
emperador a mi amigo Tiberio Claudio Druso Nerón Germánico, el ex cónsul,
pero sin solicitar primero el consentimiento de ustedes. Y y o entiendo que los
guardias han mostrado alguna vacilación en permitirle obedecer la citación de
este Senado. Pero también entiendo que el mensaje que se le envió no emanaba
de ustedes como cuerpo, sino de un grupo extraoficial de dos o tres senadores; y
que sólo un pequeño grupo de soldados excitados —sin oficiales entre ellos—
acompañaba a Tiberio Claudio cuando se le entregó dicho mensaje. Quizá si se le
enviase ahora otra delegación, con adecuada autoridad, los oficiales del
campamento de guardias le aconsejarían tratarla con el respeto que se merecen
y frenarían el espíritu festivo de los hombres que se encuentran a sus órdenes.
Sugiero que se vuelva a enviar a los mismos dos Protectores del Pueblo, y estoy
dispuesto, si lo desean, a acompañarles y agregar mi voz a la de ellos, en forma
completamente desinteresada, por supuesto. Creo que tengo suficiente influencia
sobre mi amigo Tiberio Claudio, a quien conozco desde la infancia —estudiamos
con el mismo venerable preceptor—, y suficiente amistad con los oficiales del
campamento —soy un frecuente invitado a la mesa de su comedor—, y por
cierto que, permítanme que les asegure, señores, que tengo la bastante ansiedad
por gozar de la buena opinión de ustedes como para estar en condiciones de
solucionar el asunto a satisfacción de todas las partes concernientes.
De modo que a eso de las cuatro de la tarde, mientras comía mi demorado
almuerzo en el comedor de los coroneles del campamento de guardias, vigilado
silenciosa, atenta pero respetuosamente, por mis compañeros, en cada uno de los
movimientos que hacía, llegó un capitán con la noticia de que acababa de
aparecer una delegación del Senado, y que el rey Herodes Agripa, que también
estaba con ella, deseaba hablarme en privado previamente.
—Traed al rey Herodes aquí —dijo el coronel—. Es nuestro amigo.
Muy pronto entró Herodes. Saludó a cada uno de los coroneles por su
nombre, palmeó a uno o dos de ellos, y luego se acercó y me hizo la reverencia
más formal.
—¿Puedo hablarte en privado, César? —preguntó, sonriendo.
Me desconcerté al oírme llamar César y le pedí que me llamase por mi
nombre.
—Bien, si tú no eres César, entonces no sé quién lo es —contestó Herodes, y
todos los presentes rieron con él. Se volvió—. Mis valientes amigos —dijo—, os
felicito, pero si hubierais estado presentes en la reunión del Senado, esta tarde,
realmente habríais escuchado algo digno de risa. Nunca en mi vida he visto
semejante muchedumbre de entusiastas infatuados. ¿Sabéis qué creen? Creen
que van a iniciar una guerra civil, y los desafían a un combate frontal, sin nadie
que los ay ude, aparte de los batallones de la ciudad, y quizás uno o dos custodios,
y sus propios esclavos, disfrazados de soldados, a las órdenes de esgrimistas del
anfiteatro. Bonito, ¿eh? En rigor de verdad, lo que he venido a decirle al
emperador puedo decirlo delante de todos vosotros. Le envían ahora una
delegación de Protectores del Pueblo, porque, ¿sabéis?, no hay uno solo de ellos
que se atreva a venir personalmente. Se pedirá al emperador que se someta a la
autoridad del Senado, y si no lo hace, pues entonces le obligarán. ¿Qué os parece
eso? He venido con ellos después de prometer al Senado que ofrecería al
emperador unas pocas palabras de consejo desinteresado. Pienso cumplir con mi
promesa. —Se volvió otra vez bruscamente y me habló a mí—: César, mi
consejo es que seas enérgico con ellos. Pisotea a los gusanos y mira cómo se
retuercen.
—Amigo mío, rey Herodes —contesté con rigidez—, pareces olvidar que soy
un romano, y que incluso los poderes de un emperador dependen
constitucionalmente de la voluntad del Senado. Si el Senado me envía un mensaje
que pueda contestar con cortesía y sumisión, no dejaré de hacerlo.
—Como quieras —contestó Herodes con un encogimiento de hombros—,
pero no te tratarán mejor por eso. Constitucionalmente, ¿eh? Por supuesto, debo
inclinarme ante tu superior autoridad de anticuario, ¿pero acaso la palabra
« constitución» tiene algún sentido práctico en la actualidad?
Luego se dejó entrar a los dos protectores. Repitieron lo que el Senado les
había ordenado que dijesen, en dúo mecánico y poco persuasivo. Se deseaba que
y o no hiciese nada por la violencia, sino que me sometiera sin may ores
vacilaciones al poder del Senado. Se me recordaban los peligros que ellos y y o
habíamos eludido bajo el último emperador, y se me rogaba que no cometiese
acto alguno que pudiera ser causa de nuevos desastres públicos. La frase en
cuanto a los peligros que ellos y y o habíamos eludido bajo Calígula fue repetida
tres veces en total, porque primero uno de ellos cometió un error, y el otro acudió
en su ay uda, y luego el primero volvió a decirla. Repliqué, un tanto
malhumorado:
—Sí, ese verso es conocido, según creo —y cité los versos homéricos que
aparecen con tanta frecuencia en la Odisea: Alegres del peligro de la muerte
haber escapado, casi por nada, más afortunados que nuestros camaradas.
Herodes se mostró encantado. Recitó cómicamente:
—Más afortunados que nuestros camaradas. —Y luego susurró a los
coroneles—: De eso se trata. Lo único que en verdad les importa es su sucio
pellejo.
Los Protectores del Pueblo se confundieron y continuaron parloteando,
repitiendo su mensaje como un par de gansos. Si y o abandonaba el poder
supremo que se me había concedido en forma inconstitucional, dijeron, el
Senado prometía votarme los más grandes honores que un pueblo libre pudiese
otorgar. Pero debía colocarme siempre sin reservas en manos del Senado. Por el
contrario, si actuaba de manera irreflexiva e insistía en mi negativa de concurrir
al Senado, las Fuerzas Armadas de la ciudad serían enviadas contra mí, y una vez
capturado, no debía esperar piedad alguna.
Los coroneles se apiñaron en torno a los dos protectores, con miradas y
murmullos tan amenazadores, que éstos explicaron de prisa que no hacían otra
cosa que repetir lo que el Senado les había ordenado que dijesen, y que
personalmente deseaban asegurarme que era la única persona adecuada, en su
opinión, para gobernar el imperio. Nos rogaron que recordásemos que en su
condición de embajadores del Senado y de Protectores del Pueblo sus personas
eran inviolables y que no debíamos someterlos a indignidades. Luego agregaron:
—Y los cónsules, en privado, nos dieron un segundo mensaje, que debíamos
entregarte en caso de que el primero no te agradara.
Me pregunté cuál sería ese segundo mensaje.
—César —contestaron—, se nos ordenó que te dijésemos que si quieres la
monarquía, debes aceptarla como otorgada por el Senado, y no como un don de
los guardias.
Eso me arrancó una carcajada; era la primera vez que sonreía siquiera,
desde el asesinato de Calígula. Pregunté:
—¿Es eso todo? ¿O hay un tercer mensaje para el caso de que no me agrade
el segundo?
—No, no queda nada más, César —respondieron con humildad.
—Bien —dije, todavía muy divertido—, decidle al Senado que no lo culpo por
no querer otro emperador. El último carecía del don de granjearse la simpatía de
su pueblo. Pero por otra parte, los guardias imperiales insisten en nombrarme su
emperador, y los oficiales y a me han jurado lealtad y me han obligado a
aceptar, y entonces, ¿qué puedo hacer? Podéis transmitir al Senado mis
respetuosos cumplidos y decirle que no haré nada inconstitucional —aquí miré a
Herodes con desafío—, y que puede confiar que no lo engañaré. Reconozco su
autoridad, pero al mismo tiempo debo recordarle que no estoy en condiciones de
oponerme a los deseos de mis asesores militares.
De modo que los protectores fueron despedidos y se alejaron muy contentos
por quedar con vida. Herodes dijo:
—Eso estuvo muy bien, pero habrías hecho mejor si hubieses hablado con
firmeza, como te sugerí. No haces más que demorar las cosas.
Cuando se fue Herodes, los coroneles me dijeron que esperaban que pagase a
cada hombre de la guardia 150 piezas de oro como dádiva por mi accesión al
trono, y 500 piezas de oro a cada uno de los capitanes. En cuanto a lo que debía
pagar a los coroneles, podía fijar y o mismo la suma.
—¿Estaría bien 10.000 piezas para cada uno? —bromeé. Convinimos en
2.000, y luego me pidieron que nombrase a uno de ellos en lugar del comandante
de Calígula, que había participado en la conspiración, y que ahora, en apariencia,
asistía a la reunión del Senado.
—Podéis elegir el que os parezca —dije, indiferente.
Entonces eligieron al coronel de más edad, que se llamaba Rufrio Polio.
Luego tuve que salir y hacer el anuncio de las dádivas en piezas de oro, desde la
plataforma del tribunal, y recibir los juramentos de fidelidad de cada compañía
de soldados por turno. También se me pidió que anunciase que los mismo regalos
serían pagados a los regimientos acantonados en el Rin, en los Balcanes, en Siria,
en África y en todas las demás partes del imperio. Yo me sentía tanto más
dispuesto a hacerlo, porque sabía que la paga estaba atrasada en todas partes,
salvo entre las tropas del Rin, a las que Calígula había pagado con el dinero
robado a los franceses. El juramento de fidelidad llevó horas enteras, porque
cada hombre tenía que repetirlo, y había 12.000, y luego llegaron los custodios de
la ciudad al campamento e insistieron en hacer lo propio, y después los
marineros de la Armada Imperial, que vinieron desde Ostia. El asunto parecía
interminable.
Cuando el Senado recibió mi mensaje, suspendió las sesiones hasta la
medianoche. La moción de descanso fue hecha por Sencio y apoy ada por el
senador que le había sacado el anillo del dedo. En cuanto se votó, volvieron
precipitadamente a sus casas, donde reunieron unas pocas pertenencias y
salieron de la ciudad, rumbo a sus fincas de campo. Se daban cuenta de lo
inseguro de su situación. Llegó la noche y el Senado se reunió. ¡Con qué magra
asistencia! Apenas cien miembros estaban presentes, e incluso éstos se
mostraban presa de pánico. Estaban presentes los oficiales de los batallones de la
ciudad, y en cuanto se inició la sesión pidieron al Senado, a bocajarro, que les
diese un emperador. Era la única esperanza para la ciudad.
Herodes tenía mucha razón; el hombre que primero se ofreció como
emperador fue Vinicio. Parecía tener algunos partidarios, incluso su ratonil primo
Viniciano, pero no muchos, y fue desairado por los cónsules. Éstos ni siquiera
presentaron la moción de que se le ofreciera la monarquía. Como también había
previsto Herodes, Asiático se ofreció entonces como candidato, pero Vinicio se
puso de pie y preguntó si alguno de los presentes tomaba en serio la sugestión.
Luego estalló una disputa y se intercambiaron algunos golpes. Vinicio salió con la
nariz ensangrentada y tuvo que acostarse hasta que cesó la hemorragia. Los
cónsules tuvieron dificultades para restablecer el orden. Luego llegó la noticia de
que los custodios y los marineros se habían unido a los guardias del campamento,
y también los esgrimistas (hace un rato me olvidé de mencionar a los
esgrimistas). De modo que Vinicio y Asiático retiraron sus candidaturas. Nadie
más se presentó. La reunión terminó con pequeños grupos hablando
ansiosamente, en cuchicheos. Al alba entraron Casio Querea, Aquila, Lupo y « El
Tigre» . Casio trató de hablar. Comenzó refiriéndose a la espléndida restauración
de la república. Al escuchar esto hubo coléricos gritos de los oficiales de los
batallones de la ciudad.
—Olvídate de la república, Casio. Acabamos de decidir tener un emperador,
y si los cónsules no nos dan uno en seguida, y uno que sea bueno, no nos volverán
a ver. Nos iremos al campamento y nos uniremos a Claudio.
Uno de los cónsules dijo con nerviosismo, mirando a Casio en busca de
apoy o:
—No, no estamos de acuerdo todavía en cuanto a la designación de un
emperador. Nuestra última resolución —aceptada por unanimidad— fue la de
que la república estaba restaurada. Casio no mató a Calígula nada más que para
cambiar de emperador, ¿no es cierto, Casio?, sino porque quería devolvernos
nuestras antiguas libertades.
Casio se puso de pie de un salto, pálido de pasión, y exclamó:
—Romanos, y o me niego a tolerar otro emperador. Si se designara otro
emperador, no vacilaría en hacer con él lo que hice con Cay o Calígula.
—No digas tonterías —le dijeron los oficiales de la ciudad—. Un emperador
no tiene nada de malo, si es un buen emperador. Todos estuvimos bien con
Augusto.
—Yo os daré un buen emperador —dijo Casio—, pues, si me prometéis traer
el santo y seña de él. Os daré a Eutiquio. —Se recordará que Eutiquio era uno de
los « Exploradores» de Calígula. Era el mejor conductor de cuadrigas de Roma,
y en el circo conducía para el grupo Verde Puerro. Casio les recordaba con eso
las faenas que Calígula había obligado a las tropas de la ciudad a hacer para él,
tales como construir edificios para sus caballos de carreras y limpiarlos cuando
se los utilizaba, bajo la arrogante y atareada supervisión de Eutiquio—. Supongo
que gozarán arrodillándose ante él y limpiando la mugre del piso de la
caballeriza, a la orden del conductor de cuadrigas favorito de un emperador.
Uno de los coroneles se burló:
—Hablas mucho, Casio, pero de cualquier manera tienes miedo a Claudio.
Admítelo.
—¿Yo tengo miedo a Claudio? —gritó Casio—. Si el Senado me ordenase que
fuera al campamento y trajera su cabeza de vuelta, lo haría en seguida. No
puedo entenderlo. Me sorprende que después de haber sido gobernados durante
cuatro años por un loco, estén dispuestos a entregar el gobierno a un idiota.
Pero Casio no pudo convencer a los oficiales. Abandonaron el Senado sin
decir otra palabra, reunieron a sus hombres en la Plaza del Mercado, bajo los
estandartes de las compañías, y se dirigieron al campamento para rendirme
homenaje. El Senado, o lo que quedaba de él, estaba ahora solo y sin protección.
Se me dijo que todos comenzaron a reprochar al vecino, y desapareció toda
ficción de devoción a la tambaleante causa republicana. Si uno solo de ellos se
hubiera mostrado valiente habría sido distinto; me hubiera sentido menos
avergonzado de mi país. Hacía tiempo que sospechaba de la veracidad de
algunas de las heroicas ley endas de la antigua Roma que relataba el historiador
Livio. Y al enterarme de esta escena del Senado comencé incluso a tener dudas
en cuanto a mi pasaje favorito, el que describe la fortaleza de espíritu de los
senadores antiguos, después del desastre del río Alia, cuando los celtas avanzaban
sobre la ciudad y había desaparecido toda esperanza de defender las murallas.
Livio narra que los jóvenes de edad militar, con sus esposas e hijos, se retiraron a
la ciudadela, después de acumular armas y provisiones, y resolvieron defenderse
allí hasta el último momento, pero los ancianos, que sólo podían ser un estorbo
para los asediados, se quedaron a esperar la muerte, ataviados con sus túnicas
senatoriales y sentados en sus sillones, en los pórticos de sus casas, con las varas
de marfil, símbolos de su condición, firmemente aferradas. Cuando y o era un
niño, el anciano Atenodoro me hizo memorizar todo esto, y jamás lo he olvidado:
Desde luego Livio era un magnífico escritor. Escribía para convencer a los
hombres de la importancia de la virtud, y utilizaba para ello sus inspiradores
aunque poco históricos relatos de la grandeza de Roma en épocas pasadas. Pero
no, no había tenido gran éxito en sus persuasiones, reflexioné.
Ahora reñían también Casio, Lupo y el Tigre. Este último juraba que prefería
suicidarse antes que consentir en saludarme como emperador y ver el retorno de
la esclavitud.
—No lo dices en serio —dijo Casio—. Y todavía no es tiempo de hablar de
esa manera.
—¿Tú también, Casio Querea? —replicó El Tigre, colérico—. ¿Piensas
abandonarnos ahora? Amas tu vida, según creo. Afirmas que planeaste todo el
asesinato, ¿pero quién asestó el primer golpe, tú o y o?
—Yo —replicó Casio en el acto—. Y se lo asesté de frente, no por atrás. En
cuanto a amar mi vida, ¿quién sino un tonto dejaría de amarla? Por cierto que no
pienso entregarla innecesariamente. Si hubiese seguido el ejemplo de Varo, aquel
día del bosque de Teutoburgo, hace más de treinta años… si me hubiese matado
porque toda esperanza parecía desaparecida, ¿quién habría traído de vuelta a los
ochenta sobrevivientes y mantenido a los germanos a ray a hasta que llegó
Tiberio con su ejército de refresco? No, ese día amé la vida. Y ahora es muy
posible que Claudio decida, a fin de cuentas, entregar la monarquía. Su respuesta
fue muy coherente con semejante decisión. Es lo bastante idiota como para
cualquier cosa, y tan nervioso como un gato. Hasta que no sepa decididamente
que no piensa hacerlo, continuaré viviendo.
Para ese entonces, el Senado se había disuelto y Casio, El Tigre y Lupo se
quedaron discutiendo en el vestíbulo desierto. Cuando Casio miró en torno y vio
que se encontraban solos, estalló en una carcajada:
—Es absurdo que nosotros, nada menos, riñamos —dijo—. Tigre, vamos a
desay unar. ¡Tú también, Lupo! ¡Vamos, Lupo!
Yo también estaba desay unando, después de apenas una hora más o menos
de sueño ininterrumpido, cuando me informaron que los cónsules y los fanáticos
senadores republicanos que habían concurrido a la reunión de medianoche se
encontraban ahora en el campamento para presentarme sus respetos y
ofrecerme sus felicitaciones. Los coroneles mostraron su satisfacción con un
irónico « Han venido demasiado temprano; que esperen» . La falta de sueño me
había vuelto irritable. Dije que, por mi parte, no estaba de humor para recibirlos;
me gustaban los hombres que se aferraban valientemente a sus opiniones. Traté
de apartar a los senadores de mis pensamientos, y continué con mi desay uno.
Pero Herodes, que parecía estar en todas partes al mismo tiempo, en esos dos
días fatídicos, les salvó la vida. Los germanos, que estaban ebrios y pendencieros,
habían tomado sus azagay as y estaban a punto de matarlos, y los senadores
cay eron de rodillas, clamando piedad. Los guardias no hicieron tentativa alguna
de entrometerse. Herodes tuvo que utilizar mi nombre para hacer que los
germanos volviesen a sus cabales. Llegó al cuarto del desay uno en cuanto puso a
salvo a los senadores, y dijo con voz burlona:
—Perdóname, César, pero no esperaba que tomases tan en serio mi consejo
de aplastar al Senado. Debes tratar a estos pobres individuos con un poco más de
bondad. Si les sucede algo malo, ¿dónde piensas sacar un grupo tan
maravillosamente sumiso?
Cada vez se me hacía más difícil sostener mis convicciones republicanas.
¡Qué situación de farsa: y o, el único verdadero antimonárquico, obligado a
actuar como monarca! Por consejo de Herodes, convoqué al Senado para que se
presentase en palacio. Los oficiales no pusieron dificultad alguna en cuanto a
permitirme salir del campamento. Toda la división de la guardia me acompañó
como escolta, nueve batallones delante y tres a la retaguardia, seguidos por el
resto de mis tropas, con la guardia de palacio a la vanguardia. Luego sucedió un
incidente molesto. Casio y El Tigre, después de desay unar, se incorporaron al
desfile y se pusieron a la cabeza de la guardia de palacio, con Lupo entre ellos.
Yo no sabía nada de esto, porque la vanguardia estaba muy lejos de mi litera. La
guardia de palacio, acostumbrada a obedecer a Casio y El Tigre, llegó a la
conclusión de que éstos actuaban a las órdenes de Rufrio, el nuevo comandante
de la guardia, aunque en rigor de verdad Rufrio había enviado a los dos un
mensaje informándoles de que estaban despojados de su comando. Los
espectadores se sintieron desconcertados, y cuando entendieron que los dos
hombres actuaban en deliberada desobediencia de las órdenes, convirtieron el
asunto en un escándalo. Uno de los Protectores del Pueblo llegó corriendo al
costado de la columna para informarme de lo que sucedía. Yo no supe qué hacer
ni decir. Pero no podía permitir que esta bravuconada pasase desapercibida:
desafiaban la orden de Rufrio y también mi autoridad.
Cuando llegamos a palacio pedí a Herodes, Vitelio, Rufrio y Mesalina (que
me saludaron con el may or placer) que se reuniesen conmigo en el acto, a fin de
discutir qué medida debía tomar. Las tropas estaban formadas fuera del palacio,
con Casio, Lupo y El Tigre todavía con ellos, hablando entre sí en tono elevado y
confiado, pero esquivados por todos los otros oficiales. Inicié la consulta haciendo
notar que si bien Calígula había sido mi sobrino, y aunque había prometido a su
padre, mi querido hermano Germánico, cuidarlo y protegerlo, no tenía deseos de
censurar a Casio por el asesinato. Calígula había provocado su asesinato de mil
maneras. También dije que Casio tenía antecedentes militares sin parangón con
ningún otro oficial del ejército, y que si llegaba a enterarme de que había
asestado el golpe por motivos tan elevados como, por ejemplo, los que animaron
al segundo Bruto, estaba dispuesto a perdonarle. ¿Pero cuáles habían sido en
verdad sus motivos?
Rufrio fue el primero en hablar.
—Casio dice que asestó el golpe en nombre de la libertad, pero el hecho es
que lo que le estimuló a hacerlo fue un agravio a su propia dignidad: la constante
burla a que le sometía Calígula al entregarle contraseñas cómicas e indecentes.
—Si se hubiese visto abrumado por un repentino y enérgico resentimiento —
dijo Vitelio—, se habría podido encontrar alguna excusa para él, pero la
conspiración fue planeada durante meses. El asesinato fue a sangre fría.
—¿Y acaso olvidas que no fue un asesinato común —dijo Mesalina—, sino la
violación de su más solemne juramento de lealtad incuestionada a su emperador?
Por eso no tiene derecho alguno a que se le permita seguir viviendo. Si fuese un
hombre honrado, y a se habría precipitado sobre su propia espada.
—Y olvidas que Casio envió a Lupo a asesinarte a ti, y también a Mesalina —
dijo Herodes—. Si lo dejas en libertad, la ciudad llegará a la conclusión de que le
tienes miedo.
Mandé buscar a Casio y le dije:
—Casio Querea, eres un hombre acostumbrado a obedecer órdenes. Ahora
soy tu comandante en jefe, te guste o no. Y debes obedecer mis órdenes, te
gusten o no. Mi decisión es la siguiente: si hubieras hecho lo que hizo Bruto, si
hubieses matado a un tirano por el bien común, aunque lo amaras personalmente,
te habría aplaudido, si bien hubiera esperado que murieses por tu propia mano,
y a que con ese acto habrías violado tu solemne juramento de fidelidad. Pero
planeaste el asesinato (y lo pusiste en práctica con audacia, cuando otros no
quisieron hacerlo) debido a un resentimiento personal. Y esos motivos no pueden
merecer mi elogio. Más aún, entiendo que con ninguna otra autoridad sino la tuy a
enviaste a Lupo a asesinar a la señora Cesonia y a mi esposa Mesalina, y
también a mí, si podía encontrarme. Y por ese motivo no te concederé el
privilegio del suicidio. Te haré ejecutar como a un criminal común. Me apena
tener que hacerlo, créeme. Me has llamado idiota ante el Senado y has dicho a
tus amigos que no merezco piedad alguna de sus espadas. Puede que tengas
razón. Pero tonto o no, quiero rendir tributo ahora a tus grandes servicios a Roma.
Fuiste tú quien salvó los puentes del Rin después de la derrota de Varo, y en una
ocasión mi querido hermano te recomendó a mí en una carta, en la que te
describía como el mejor soldado que jamás sirvió a sus órdenes. Sólo desearía
que esta historia pudiera tener un final más feliz. No tengo nada más que decir.
Adiós.
Casio saludó sin una palabra y marchó hacia la muerte. También di orden de
que se ejecutara a Lupo. Era un día muy frío, y Lupo, que se había quitado la
capa militar para que no se manchase de sangre, comenzó a estremecerse y a
quejarse del frío. Casio se avergonzó de Lupo, y le dijo, en tono de reproche:
—Un lobo no debe quejarse nunca del frío. —Lupo es el equivalente latino de
lobo. Pero Lupo sollozaba y pareció no escucharlo. Casio le preguntó al soldado
que debía actuar de verdugo si había tenido alguna práctica anterior en ese oficio.
—No —contestó el soldado—. Pero en la vida civil fui carnicero.
Casio rió y dijo:
—Eso está bien. Y ahora, ¿quieres hacer el favor de usar mi propia espada?
Es aquella con la cual maté a Calígula.
Fue despachado de un solo golpe. Lupo no tuvo tanta suerte; cuando se le
ordenó que ofreciese el cuello, lo hizo con timidez y luego respingó ante el golpe,
que le dio en la frente. El verdugo tuvo que golpear varias veces antes de poder
terminar con él. En cuanto al El Tigre, Aquila, Vinicio y los demás asesinos, no
me vengué de ellos. Se beneficiaron con la amnistía que, a la llegada del Senado
a palacio, proclamé de inmediato para todas las palabras pronunciadas y los
hechos llevados a cabo ese día y el anterior. Me comprometí a devolver a Aquila
y El Tigre sus puestos de mando, siempre que prestasen el juramento de lealtad.
Pero al ex comandante de la guardia le asigné otro puesto, porque Rufrio era un
hombre demasiado bueno en ese sentido. Aquí debo rendir tributo a El Tigre,
como hombre de palabra. Juró a Casio y Lupo que prefería morir antes de
saludarme como emperador, y ahora que ellos habían sido ejecutados sentía una
deuda de honor para con sus espíritus. Se mató valientemente antes de que se
encendiera la pira funeraria de sus amigos, y su cadáver fue quemado con el de
ellos.
VI
Había tantas cosas que hacer para limpiar el embrollo dejado por Calígula —casi
cuatro años de desgobierno—, que todavía ahora me da vueltas la cabeza de sólo
pensar en ello. En verdad, el principal argumento con que me justifiqué por no
haber hecho lo que quería, a saber, entregar la monarquía en cuanto hubiese
terminado la excitación despertada por el asesinato de Calígula, era el hecho de
que el embrollo fuese tan completo: no conocía a nadie en Roma, aparte de mí
mismo, que pudiera tener la paciencia, aunque contase con la autoridad, para
emprender la dura e ingrata tarea que exigía el proceso de limpieza. No podía,
con la conciencia tranquila, entregar la responsabilidad a los cónsules. Éstos,
incluso los mejores, son incapaces de planificar un programa de reconstrucción
gradual, para ser realizado en cinco o diez años. No pueden pensar más allá de
sus doce meses de funciones. O bien tratan de conseguir resultados espléndidos e
inmediatos, imponiendo las cosas con demasiada rapidez, o bien no hacen
absolutamente nada. Era tarea para un dictador designado para un par de años.
Incluso si se pudiese encontrar un dictador con las cualidades apropiadas, ¿se
podía confiar en que no consolidase su posición adoptando el nombre de César y
convirtiéndose en un déspota?
Recordé con resentimiento el comienzo maravillosamente limpio que había
tenido Calígula: un tesoro privado y un erario público repletos, consejeros
capaces y dignos de confianza, la buena voluntad de toda la nación, y ahora la
mejor elección entre muchos males era la de permanecer y o mismo en el
poder, por lo menos por un tiempo, en la esperanza de ser reemplazado lo antes
posible. Me tenía más confianza a mí de la que podía tener a otro. Me
consideraba capaz de concentrarme en la labor que me esperaba, e impondría
algún orden en las cosas antes de demostrar que mis principios republicanos eran
verdaderos principios, y no simples palabras, como en el caso de Sencio y otros
hombres de su tipo. Entretanto, seguiría siendo tan poco emperador como fuera
posible. Pero en el acto surgió el problema de los títulos que permitiría que se me
votasen temporariamente. Sin títulos que implicasen la necesaria autoridad para
actuar, nadie puede ir muy lejos. Aceptaría lo que fuese necesario y encontraría
ay udantes en alguna parte, mejor entre los escribientes griegos y entre los
emprendedores hombres de negocios de la ciudad, que entre los miembros del
Senado. Hay un buen proverbio latino. « Ollera olla legit» , que significa « el
caldero encuentra sus propias hierbas» . Ya me las arreglaría.
El Senado quiso votarme todos los títulos honoríficos que alguna vez tuvieron
mis predecesores, nada más que para demostrarme cuán a fondo lamentaba su
fervor republicano. Yo rechacé todos los que pude. Acepté el nombre de César,
al cual, de paso, tenía derecho porque tenía la sangre de los Césares, a través de
mi abuela Octavia, la hermana de Augusto, y porque no quedaba ningún
verdadero César. Lo acepté a causa del prestigio de que gozaba el nombre entre
pueblos extranjeros como los armenios, los partos, los germanos y los
marroquíes. Si ellos hubiesen creído que era un usurpador que fundaba una nueva
dinastía, se habrían visto estimulados a provocar disturbios en la frontera.
También acepté el título de Protector del Pueblo. Hacía inviolable mi persona y
me daba derecho a vetar los decretos del Senado. Esta inviolabilidad de mi
persona me era importante porque me permitía anular todas las ley es y edictos
que impusieran penalidades por traición contra el emperador, y sin él no habría
estado razonablemente a salvo de un asesinato. Pero rechacé el título de Padre de
la Patria, rechacé el título de Augusto, ridiculicé la tentativa de votarme honores
divinos, e incluso le dije al Senado que no quería que se me denominase
« emperador» . Éste, señalé, era, desde tiempos antiguos, un título de distinción
conquistado por servicios exitosos en el campo de batalla; no significaba
simplemente el comando supremo de los ejércitos. Augusto había sido aclamado
emperador debido a sus victorias en Accio y en otras partes. Mi tío Tiberio había
sido uno de los generales romanos más exitosos de toda nuestra historia. A mi
predecesor Calígula se le permitió llamarse emperador por ambición juvenil,
pero incluso él sintió que le correspondía conquistar el título en el campo de
batalla. De ahí su expedición a través del Rin y su ataque contra las aguas del
canal británico. Sus expediciones militares, a pesar de que fueron incruentas,
eran simbólicas de su comprensión de la responsabilidad que el título de
emperador llevaba consigo. « Un día, señores —les escribí—, podría parecerme
necesario salir al campo de batalla a la cabeza de mis ejércitos, y si los dioses
me acompañan, conquistaré el título, que me enorgulleceré de llevar, pero hasta
entonces debo pedirles que no me llamen con él, por respeto a los capaces
generales del pasado que se lo ganaron en realidad» .
Se sintieron tan encantados con esta carta mía, que me votaron una estatua de
oro —no, fueron tres estatuas de oro—, pero y o veté la moción por dos motivos.
Uno, que no había hecho nada para conquistar ese honor. El otro, que se trataba
de una extravagancia. Sin embargo les permití votarme tres estatuas que debían
ser colocadas en lugares destacados de la ciudad, pero la más costosa debía ser
de plata, y no de plata sólida, sino una estatua hueca, llena de y eso. Las otras dos
serían de bronce y mármol respectivamente. Acepté estas tres estatuas porque
Roma estaba tan llena de ellas, que dos o tres más no importaban, y además me
interesaba posar para mi escultura, ante un escultor realmente bueno, ahora que
los mejores escultores del mundo se encontraban a mi servicio.
El Senado también decidió deshonrar a Calígula por todos los medios a su
alcance. Votó que el día de su asesinato fuese convertido en festival de acción
nacional de gracias. Una vez más interpuse mi veto y, aparte de anular los edictos
de Calígula en cuanto al culto religioso que debía hacerse ante él y la diosa
Pantea, que era el nombre que dio a mi pobre sobrina Drusila a quien asesinó, no
adopté otra acción contra su memoria. El silencio en su rededor era la mejor
política. Herodes me recordó que Calígula no había inferido deshonor alguno a la
memoria de Tiberio, si bien tenía buenos motivos para odiarlo. Simplemente, se
abstuvo de deificarlo, y dejó inconcluso el arco de honor que se le había votado.
—¿Pero qué haré con todas las estatuas de Calígula? —pregunté.
—Muy sencillo —respondió—. Haz que los guardianes de la ciudad las
reúnan todas a las dos de mañana, cuando todos están dormidos, y las traigan
aquí, a palacio. Cuando Roma despierte, encontrará los nichos y pedestales
desocupados, o quizá llenos otra vez con las estatuas que originariamente se
quitaron para poner las otras.
Seguí el consejo de Herodes. Las estatuas eran de dos tipos: las de dioses
extranjeros cuy as cabezas él había eliminado y reemplazado con la propia; y las
que había hecho de sí mismo, todas en metales preciosos. A las primeras les
devolví lo mejor posible su condición original; las otras las destrocé y fundí, y
con los metales acuñé nuevas monedas. La gran estatua de oro que había
colocado en su templo proporcionó, una vez fundida, casi un millón de piezas de
oro. Creo que no he hablado de esta estatua, a la que todos los días sus sacerdotes
—uno de los cuales, para mi vergüenza, había sido y o también— revestían con
un atavío similar al que llevaba él. No sólo teníamos que cubrirla con el traje
militar o civil común, con sus insignias especiales de rango imperial, sino que en
los días en que se creía Venus o Minerva o Júpiter, o la Buena Diosa, teníamos
que ataviarla, adecuadamente, con las distintas insignias divinas.
Complacía a mi vanidad que mi cabeza apareciese en las monedas, pero era
un placer que muchos ciudadanos prominentes habían gozado bajo la república,
de modo que no es posible censurarme por eso. Los retratos sobre las monedas
resultan siempre desalentadores, porque son ejecutados de perfil. Nadie está
familiarizado con su propio perfil, y resulta un choque, cuando uno lo ve en un
retrato, descubrir que en realidad tiene mucho parecido con la gente que se
encuentra al lado. Por la cara de frente, debido a la familiaridad que hay con ella
gracias a los espejos, se siente cierta tolerancia, incluso afecto. Pero debo decir
que cuando vi por primera vez el modelo de la pieza de oro que los acuñadores
hacían de mi cabeza, me encolericé y pregunté si se trataba de una caricatura.
Mi cabeza pequeña, con su cara preocupada, encaramada sobre un largo cuello,
y la nuez sobresaliendo casi como una segunda barbilla, me escandalizaron. Pero
Mesalina dijo:
—No, querido mío, ése es verdaderamente tu aspecto. En rigor, apareces
más hermoso de lo que eres.
—¿Puedes amar de veras a un hombre así? —pregunté.
Ella juró que no había otra cara más amada en el mundo. Entonces traté de
acostumbrarme a la moneda.
Además de las estatuas de Calígula, buena parte de sus enormes derroches
estaba representada por objetos de oro y plata del palacio, y de otras partes, que
también podían ser convertidos en dinero. Por ejemplo, picaportes y marcos de
ventanas de oro, y los muebles de plata y oro de su templo. Me apoderé de todo
ello. Limpié el palacio de arriba abajo. En la alcoba de Calígula encontré el
arcón de venenos que había pertenecido a Livia, y que Calígula utilizó con
asiduidad, enviando regalos de dulces envenenados a los hombres que habían
testado en su favor, y vertiendo a veces veneno en los platos de los invitados a las
cenas, después de distraer su atención por medio de diversiones preparadas de
antemano. (Confesó que experimentaba el máximo placer cuando los veía morir
por envenenamiento de arsénico). Me llevé todo el arcón a Ostia, el primer día
tranquilo de primavera y, luego de remar estuario adentro en una de las barcazas
de placer de Calígula, lo arrojé por la borda, a dos kilómetros de la costa. Uno o
dos minutos después, millares de peces muertos subieron flotando a la superficie.
Yo no había dicho a los marineros qué contenía el arcón, y algunos de ellos se
apoderaron de los peces que flotaban cerca, con la intención de llevárselos a casa
para comérselos, pero lo impedí, prohibiéndoles que lo hicieran, so pena de
muerte.
Bajo la almohada de Calígula encontré dos famosos libros, en uno de los
cuales había pintada una espada ensangrentada y en el otro una daga
ensangrentada. Calígula era seguido siempre por un liberto que portaba estos dos
libros, y si oía decir algo acerca de alguien que por casualidad le desagradaba,
solía decirle al liberto: « Protógenes, escribe el nombre de ese individuo bajo la
daga» , o « Escribe su nombre bajo la espada» . La espada era para los
destinados a la ejecución, la daga para aquéllos a quienes se invitaba a suicidarse.
Los últimos nombres del libro de la daga eran los de Vinicio, Asiático, Casio
Querea y Tiberio Claudio… y o. Quemé los libros en un brasero, con mis propias
manos. Y a Protógenes lo hice ajusticiar. No sólo porque odiaba el aspecto de ese
individuo de rostro torvo y mentalidad sanguinaria, que siempre me había tratado
con insufrible insolencia, sino porque ahora tenía pruebas de que había
amenazado a senadores y caballeros con escribir sus nombres en el libro, a
menos de que se le pagasen grandes sumas de dinero. La memoria de Calígula
era tan mala para esa época, que Protógenes habría podido muy bien
convencerlo de que las inscripciones eran de él.
Cuando enjuicié a Protógenes insistió en que jamás había pronunciado
semejantes amenazas, y que nunca puso mi nombre en el libro, a no ser por
orden de Calígula. Esto planteó el problema de la autoridad suficiente para la
ejecución de un hombre. Habría sido muy fácil que uno de mis coroneles me
informase falsamente una mañana: « Fulano de tal fue ejecutado al alba, de
acuerdo con tus órdenes de ay er» .
Si y o no sabía nada del asunto, sería sólo su palabra contra la mía, en el
sentido de que y o había emitido esas órdenes. Y como siempre estoy dispuesto a
admitirlo, mi memoria no es de las mejores. De modo que introduje la práctica,
iniciada por Augusto y Livia, de confiar de inmediato todas las decisiones y
órdenes al papel. A menos que uno de mis subordinados pudiese presentar una
orden, firmada por mí, para alguna enérgica acción disciplinaria que se hubiese
llevado a cabo, o para algún importante compromiso financiero o innovación de
procedimientos que hubiese puesto en práctica, semejante acción no debía ser
considerada como autorizada por mí, y si y o la desaprobaba, ellos debían cargar
con la culpa. A la postre, esta práctica, que también fue adoptada por mis
principales ministros en el trato con sus subordinados, se convirtió en algo tan
normal, que apenas se escuchaba una palabra en las oficinas de gobierno durante
las horas de trabajo, a no ser en las consultas entre los jefes de departamento o
en las visitas de funcionarios de la ciudad. Todos los servidores de palacio
llevaban consigo una tablilla de cera, por si era necesaria para escribir en ella
alguna orden especial. Se advirtió a todos los postulantes a puestos, concesiones,
favores, indulgencias o qué sé y o, que presentasen un documento antes de entrar
a palacio, en el que debía constar exactamente qué querían y por qué. Y en muy
raras ocasiones se les permitía argumentar su caso por medio de súplicas o
discusiones verbales. Esto ahorraba tiempo, pero conquistó a mis ministros una
inmerecida reputación de arrogancia.
Ahora hablaré de mis ministros. Durante los reinados de Tiberio y Calígula, la
verdadera dirección de los asuntos había caído cada vez más en manos de
libertos imperiales, originariamente adiestrados en el trabajo de secretariado por
mi abuela Livia. Los cónsules y magistrados de la ciudad, si bien eran
autoridades independientes que sólo respondían ante el Senado por el
cumplimiento correcto de sus deberes, habían llegado a depender de los consejos
que estos secretarios les daban en nombre del emperador, en especial cuando se
trataba de complicados documentos vinculados con asuntos legales y financieros.
Se les mostraba dónde debían poner sus sellos o firmar sus nombres; los
documentos siempre eran preparados para ellos, y pocas veces se molestaban en
enterarse del contenido de los mismos. En la may oría de los casos, sus firmas
eran una simple formalidad, y no conocían absolutamente nada acerca de los
detalles administrativos, en comparación con lo que sabían los secretarios.
Además, éstos habían desarrollado un nuevo tipo de escritura, lleno de
abreviaturas y jeroglíficos y letras rápidamente dibujadas, que nadie sino ellos
podía leer. Sabía que era imposible esperar un cambio repentino en esta relación
entre el secretariado y el resto del mundo, de modo que por el momento fortalecí
los poderes del secretariado, en lugar de debilitarlos, confirmando las
designaciones de los libertos de Calígula que demostraban alguna capacidad. Por
ejemplo, retuve a Calisto, que había sido secretario del tesoro privado y del
erario público, que Calígula trataba como una especie de tesoro privado. Estaba
enterado de la conspiración contra Calígula, pero no había tomado parte activa en
ella. Me contó una larga historia acerca de que en fecha reciente Calígula le
había dado órdenes de envenenar mi comida, pero que se había negado
noblemente a hacerlo. Yo no la creí. En primer lugar, Calígula jamás le habría
dado tal orden, sino que hubiera administrado el veneno con sus propias manos,
como de costumbre. Y en segundo lugar, si lo hubiese hecho, Calisto jamás se
habría atrevido a desobedecer. Pero lo dejé pasar porque él parecía querer
continuar con sus deberes en el Tesoro, y porque era el único hombre que en
verdad entendía todos los detalles de la actual situación financiera. Lo estimulé
diciéndole que creía que había trabajado notablemente bien al mantener a
Calígula provisto de dinero durante tanto tiempo, y que contaba con él para que
en adelante utilizara sus áureos poderes adivinatorios para la salvación de Roma,
y no para su destrucción. Sus responsabilidades también se extendían en la
dirección de la encuesta judicial acerca de todos los problemas financieros
públicos. Retuve a Mirón como secretario legal y a Pósides como mi tesorero
militar, y puse a Harpócrates a cargo de todos los asuntos relacionados con los
Juegos y Entretenimientos. Y Anfeo llevaba la Lista de Ciudadanos. Mirón tenía
también la tarea de acompañarme cada vez que salía en público, de examinar los
mensajes y peticiones que se me entregaban, elegir los importantes e inmediatos,
separándolos de la acostumbrada lluvia de impertinencias e importunidades. Mis
otros principales ministros eran Palas, a quien puse al frente de mi tesoro privado;
su hermano Félix, a quien nombré mi secretario de Asuntos Exteriores; Calón, al
que nombré Superintendente de Depósitos, y su hijo Narciso, a quien designé
secretario en jefe para los Asuntos Internos y la correspondencia privada. Polibio
era mi secretario religioso —porque y o era el Sumo Pontífice— y también me
ay udaba en mi tarea histórica, si alguna vez conseguía tiempo para ella. Los
últimos cinco eran mis propios libertos. Durante mi época de bancarrota me
había visto obligado a despedirlos de mis servicios, y encontraron muy
rápidamente trabajos de escribientes en palacio. De modo que estaban iniciados
en los Misterios del Secretariado e incluso habían aprendido a escribir en forma
ilegible. Les di a todos habitaciones en el palacio nuevo, expulsando de él a la
caterva de esgrimistas, conductores de cuadrigas, lacay os, actores,
prestidigitadores y otros que Calígula había instalado allí. Por sobre todas las
cosas, hice del palacio un lugar para el trabajo gubernamental. Yo vivía en el
palacio viejo, y en estilo muy modesto, siguiendo el ejemplo de Augusto. Para
los banquetes importantes y las visitas de los príncipes extranjeros, usaba las
habitaciones de Calígula en el palacio nuevo, donde también Mesalina tenía un
ala para su propio uso.
Cuando entregué sus nombramientos a mis ministros, les expliqué que quería
que actuasen tanto como les fuera posible por iniciativa propia; no se podía
esperar de mí que los dirigiese en todo, incluso aunque hubiese tenido más
experiencia de la poseída. No me encontraba en la posición de Augusto, que,
cuando asumió el dominio de los asuntos públicos, no sólo era joven y activo, sino
que además tenía a sus órdenes un cuerpo de asesores capaces, hombres de
distinción pública: Mecenas, Agripa, Polio, para nombrar sólo a tres. Les dije que
debían hacerlo lo mejor que pudiesen, y que cada vez que se vieran frente a una
dificultad debían consultar Las transacciones romanas del dios Augusto, la gran
obra memorial publicada por Livia durante el reinado de Tiberio, y atenerse
estrechamente a las formas y precedentes que encontrasen en ella. Si ocurrían
casos en que no se pudiese encontrar precedente alguno en esa obra invalorable,
debían, por supuesto, consultarme. Pero confiaba en que me ahorrarían todo el
trabajo innecesario. « Sed audaces —dije—, pero no demasiado» .
Le confesé a Mesalina, que me había ay udado en esas designaciones
imperiales, que el filo de mi fervor republicano comenzaba a embotarse. Todos
los días sentía cada vez más simpatía y respeto por Augusto. Y respeto por mi
abuela Livia, también, a pesar de mi antipatía personal hacia ella. Por cierto que
tenía una mente maravillosamente metódica y si, antes de restablecer la
república, podía y o hacer que el sistema gubernamental funcionase apenas la
mitad de bien de lo que había funcionado con ella y Augusto, me sentiría
sumamente satisfecho. Mesalina, sonriente, se ofreció a desempeñar el papel de
Livia para la ocasión, si y o desempeñaba el de Augusto. « Absit omen» ,
exclamé, escupiéndome el pecho para propiciar a la buena suerte. Ella respondió
que, bromas aparte, tenía algo del talento de Livia para reconocer el carácter de
la gente y decidir que nombramientos podían serles adecuados. Si quería
concederle mano libre, actuaría en mi nombre, en todas las cuestiones sociales,
aliviándome de todos los problemas relacionados con mi puesto de director de
Moral Pública. Yo estaba profundamente enamorado de Mesalina, como se sabe,
y en materia de elegir mis ministros había descubierto que su juicio era certero,
pero vacilaba en permitirle enfrentar una responsabilidad tan grande como ésa.
Me rogó que le permitiese darme una muestra más grande de su capacidad.
Sugirió que podíamos revisar juntos la lista nominal de la orden senatorial. Me
diría cuáles eran los nombres que, en su opinión, debían continuar en dicha lista.
Pedí la lista y comenzamos a estudiarla. Debo confesar que me sentí asombrado
ante su detallado conocimiento del talento, el carácter, la historia privada y
pública de los primeros veinte senadores que aparecían en ella. Cada vez que me
encontré en condiciones de confirmar sus afirmaciones, descubrí que el
conocimiento de ella era tan exacto, que tuve que conceder lo que me pedía. Sólo
consulté mis propias inclinaciones en unos pocos casos dudosos, donde a ella no le
importaba mucho si el nombre se mantenía en la lista o se lo eliminaba. Después
de hacer investigaciones por intermedio de Calisto, en cuanto a la capacidad
financiera de ciertos miembros, y de decidir en cuanto a sus calificaciones
mentales y morales, eliminamos un tercio de los nombres y llenamos las
vacantes con los mejores caballeros disponibles y con ex senadores eliminados
de la lista por Calígula, por motivos frívolos. Una de mis propias selecciones para
la eliminación fue la de Sencio. Sentía la necesidad de librarme de él, no sólo por
su tonto discurso en el Senado, y por su cobardía posterior, sino porque era uno de
los dos senadores que me habían acompañado a palacio en el momento del
asesinato de Calígula, para abandonarme luego. El otro, de paso, era Vitelio, pero
me aseguró que había salido corriendo nada más que para buscar a Mesalina y
ponerla a salvo, en la esperanza de que Sencio se quedase a cuidarme. De modo
que lo perdoné. Hice de Vitelio mi reemplazante para el caso de alguna
enfermedad, o por si me sucedía algo peor. Sea como fuere, me libré de Sencio.
El motivo que di para su degradación fue el de que no había aparecido en la
reunión del Senado que y o convoqué en palacio, al haber huido de Roma a su
finca de campo, sin informar a los cónsules de que se ausentaría. No volvió
durante varios días, y de ese modo no pudo beneficiarse con la amnistía. Otro
senador importante que degradé fue el caballo Incitato, de Calígula, que tres años
más tarde debía convertirse en cónsul. Escribí al Senado que no tenía queja
alguna contra la moral privada de ese senador, ni contra su capacidad para las
tareas que hasta entonces se le habían asignado, pero que no poseía y a las
necesarias calificaciones financieras. Porque había reducido la pensión que le
fue concedida por Calígula a las raciones diarias de un caballo del cuerpo de
caballería; luego despedí a sus criados y lo ubiqué en una caballeriza común,
donde el pesebre era de madera, no de marfil, y las paredes estaban encaladas,
no cubiertas de frescos. Pero no lo separé de su esposa, la y egua Penélope. Eso
habría sido injusto.
Herodes me ponía constantemente en guardia contra algún asesinato,
diciéndome que nuestras revisiones de las Listas de Senadores y las posteriores
revisiones que habíamos hecho en la Lista de Caballeros, me habían granjeado
muchos enemigos. Una amnistía estaba muy bien, dijo, pero la generosidad no
debía ser demasiado unilateral. Vinicio y Asiático, según él, y a decían
cínicamente que las nuevas escobas barren bien, que Tiberio y Calígula también
habían iniciado sus reinados con una ficción de benevolencia y rectitud, y que y o
probablemente terminaría convirtiéndome en un déspota tan furioso como
cualquiera de ellos. Herodes me aconsejó que no entrase en el Senado durante
algún tiempo y que después tomara todas las medidas posibles contra un
asesinato. Esto me alarmó. Era difícil decidir qué medidas resultarían suficientes,
de modo que no entré en el Senado durante todo un mes. Para entonces se me
había ocurrido y a la medida apropiada. Pedí y se me concedió el permiso de
penetrar en el Senado con una escolta armada consistente en cuatro coroneles de
la guardia, y Rufrio, el comandante de los guardias. Incluso incorporé a Rufrio en
la Lista de Senadores, si bien no tenía las adecuadas calificaciones financieras, y
el Senado, por petición mía, le dio permiso para hablar y votar cada vez que
entrase en mi compañía. Por consejo de Mesalina, además, todos los que
llegaban a mi presencia, en palacio o en otra parte, eran primero registrados para
ver si llevaban armas ocultas; incluso las mujeres y los niños. No me agradaba la
idea de que se registrase a las mujeres, pero Mesalina insistió, y y o consentí, a
condición de que el registro fuese hecho por sus libertas y no por mis soldados.
Mesalina también insistió en que durante los banquetes hubiese soldados armados
a mi lado. En la época de Augusto esto había sido considerado una práctica
despótica, y y o me avergonzaba de verlos alineados contra las paredes, pero no
podía correr riesgo alguno.
Trabajé intensamente para restablecer el respeto del Senado por sí mismo.
Para la elección de nuevos miembros, Mesalina y y o poníamos tanto cuidado en
nuestras investigaciones en cuanto a su historia familiar como en cuanto a su
capacidad personal. Por petición de los miembros más antiguos de la orden
senatorial, si bien por propia idea, prometí no elegir a nadie que no pudiese contar
con cuatro descendientes, por la vía masculina, de un ciudadano romano.
Mantuve esta promesa. La única excepción aparente que hice fue en el caso de
Félix, mi secretario de Relaciones Exteriores, a quien años después tuve ocasión
de investir de la dignidad senatorial. Era un hermano menor de mi liberto Palas,
y había nacido después de que su padre obtuvo la libertad. De modo que jamás
fue esclavo, como lo había sido Palas. Pero ni siquiera en ese caso quebré mi
promesa al Senado: pedí a un miembro de la casa Claudia —no a un verdadero
Claudio, sino a un miembro de una familia de adherentes de la Claudia
(originariamente inmigrantes a la ciudad desde Campania), que habían recibido
la ciudadanía, y a quienes se permitió adoptar el nombre de Claudio—, que
adoptase a Félix como hijo. De modo que ahora Félix, por lo menos en teoría,
tenía las cuatro líneas de ascendencia necesaria. Pero hubo celosos murmullos de
los miembros del Senado cuando lo presenté. Alguien dijo:
—César, estas cosas no se hacían en época de nuestros antepasados.
—No creo, señor —repliqué, colérico—, que tengas derecho a hablar de esta
manera. Tu propia familia no es tan noble, que digamos. Me he enterado de que
vendían leña en la calle, en la época de mi tatarabuelo, y sé, además, que daban
de menos en el peso.
—Es mentira —gritó el senador—. Todos ellos fueron honestos taberneros.
El Senado rió hasta que el hombre se vio obligado a sentarse. Pero y o me
sentí impulsado a decir algo más.
—Cuando fue nombrado censor, hace más de trescientos años, mi antepasado
Claudio el Ciego, vencedor de los etruscos y samnitas, y el primer autor romano
de alguna distinción, admitió a los hijos de libertos en el Senado, como acabo de
hacer y o. Numerosos miembros de esta casa deben su presencia aquí, hoy, a esta
innovación de mi antepasado. ¿Querrían ellos renunciar?
El Senado recibió entonces a Félix calurosamente.
Entre los caballeros había muchos ricos ociosos, como los hubo, por supuesto,
en época de Augusto. Pero y o no seguí el ejemplo de éste de permitirles que
continuasen ociosos. Hice saber que todo hombre que eludiese las obligaciones
públicas, cuando se le pidiera que las aceptara, sería expulsado de la orden. En
tres o cuatro casos cumplí mi palabra.
Entre los papeles que encontré en palacio, en el arca privada de Calígula,
estaban los que se referían a los juicios y muertes, bajo Tiberio, de mi sobrino
Druso y Nerón, y de su madre Agripina. Calígula había fingido quemarlo todo al
comienzo de su reinado, como un gesto magnánimo, pero en realidad no lo hizo,
y los testigos contra mis sobrinos y cuñada, y los senadores que habían votado
por la muerte de ellos, vivieron en constante terror por su venganza. Yo revisé
con cuidado los papeles y llamé ante mí a todos los que habían sobrevivido, de
entre los hombres mencionados como complicados en esos asesinatos judiciales.
El documento que se relacionaba con cada uno de los hombres le era leído en mi
presencia, y luego se le entregaba en sus propias manos, para que lo quemase en
un fuego que había ante él. Puedo mencionar aquí los expedientes cifrados
acerca de las vidas privadas de prominentes ciudadanos, que Tiberio había
tomado de manos de Livia, después de la muerte de Augusto, pero que no pudo
leer. Más tarde y o conseguí descifrarlos, pero se referían a acontecimientos que
para entonces estaban tan fuera de época que mi interés en leerlos era más
histórico que político.
Las dos tareas más importantes que se presentaron entonces fueron la gradual
reorganización de las finanzas del Estado y la abolición de los más ofensivos
decretos de Calígula. Pero ninguna de las dos podía ser emprendida de prisa.
Mantuve una larga conferencia con Calisto y Palas, acerca de las finanzas,
inmediatamente después de ser designado. Herodes también se encontraba
presente, porque quizás él sabía más que ningún otro hombre viviente en cuanto a
conseguir préstamos y saldar deudas. El primer problema que se presentó fue el
de cómo conseguir dinero para los gastos inmediatos. Convinimos en solucionar
eso, como y a he explicado, fundiendo las estatuas, las placas y adornos de oro de
palacio, y los muebles de oro del templo de Calígula. Herodes sugirió que debía
incrementarse la cantidad así realizada, pidiendo prestado, en nombre de Júpiter
Capitolino, a otros dioses cuy os tesoros habían aumentado en el curso de los
últimos cien años, más o menos, con inútiles y espectaculares ofrendas votivas en
metales preciosos. Todas esas eran, en su may or parte, donaciones de las
personas que querían llamar la atención hacia sí mismas, como exitosos hombres
públicos, y no se hacían por un verdadero espíritu de piedad. Por ejemplo, un
mercader, después de un exitoso viaje comercial a Oriente, regalaba al dios
Mercurio un cuerno de la abundancia, dorado, o un soldado triunfante regalaba a
Marte un escudo de oro, o un abogado de éxito regalaba a Apolo un trípode
dorado. Es claro que Apolo no podía utilizar doscientos o trescientos trípodes de
oro y de plata. Si su padre Júpiter estaba en aprietos, sin duda se sentiría
encantado de prestarle unos pocos. De modo que fundí y acuñé todas las
ofrendas votivas de que pude apoderarme sin ofender a las familias de los
donantes ni destruir obras de valor histórico artístico. Porque un préstamo a
Júpiter era lo mismo que un préstamo al Tesoro. Convinimos en esa conferencia
que también debían obtenerse préstamos de los banqueros. Les prometeríamos
un interés atray ente. Pero Herodes dijo que lo más importante era restablecer la
confianza pública y de ese modo volver a poner en circulación el dinero que
había sido atesorado por hombres de negocios nerviosos. Declaró que si bien era
necesaria una política de grandes economías, no había que llevarla muy lejos.
Podía ser interpretada como mezquindad.
« Cada vez que me quedaba corto de dinero —dijo—, en mis épocas de
necesidad, me dedicaba a gastar todo el dinero que tenía, invirtiéndolo en adornos
personales: anillos, capas y hermosos zapatos nuevos. Esto hacía subir mi crédito
y me permitía volver a pedir prestado. Te aconsejo que hagas lo mismo. Un poco
de pan de oro, por ejemplo, sirve para mucho. Supongamos que enviases un par
de joy eros a dorar las metas del Circo; esto haría que todo el mundo se sintiese
muy próspero y no te costaría más de cincuenta o cien piezas de oro. Esta
mañana se me ocurrió otra idea, mientras contemplaba las grandes planchas de
mármol de Sicilia que son llevadas colina arriba para recubrir el interior del
templo de Calígula. Supongo que no pensarás seguir trabajando en ese templo,
¿no es cierto? Y bien, ¿por qué no usarlas para cubrir la barrera de piedra
arenisca del Circo? Es un hermoso mármol, y sin duda causará una tremenda
sensación» .
Herodes era siempre un hombre de ideas. Yo deseaba mantenerlo siempre a
mi lado, pero me dijo que no podía quedarse. Tenía un reino que gobernar. Le
dije que si se quedaba en Roma sólo unos meses más, y o haría su reino tan
grande como había sido el de su abuelo Herodes.
Convinimos en pedir esos préstamos para el Tesoro, y convinimos en abolir,
al principio, sólo los impuestos más extraordinarios creados por Calígula, como
por ejemplo, los impuestos sobre los ingresos de los burdeles, sobre las ventas de
los buhoneros y sobre el contenido de los urinarios públicos, los grandes
recipientes colocados en las esquinas de las calles, que los bataneros solían
llevarse cuando el líquido llegaba a cierto nivel, para utilizar el contenido en la
limpieza de ropa. En mi decreto que abolía estos impuestos prometía que en
cuanto ingresase suficiente dinero, aboliría también otros.
VII
Pronto descubrí que era muy popular. Entre los edictos de Calígula que anulé se
encontraban los relativos a su propio culto religioso y a sus edictos de traición, y
los que eliminaban ciertos privilegios del Senado y el Pueblo. Decreté que la
palabra « traición» carecería de significado. No sólo la traición escrita no sería
considerada como un delito criminal, sino que tampoco lo serían los actos
abiertos. En este sentido fui mucho más liberal que Augusto. Mi decreto abrió las
puertas de las cárceles a cientos de ciudadanos de todos los grados. Pero por
consejo de Mesalina, mantuve a todos bajo arresto en suspenso hasta que quedé
convencido de que la acusación de traición no incluía otros crímenes de
naturaleza grave. Porque la acusación de traición era con frecuencia no más que
una formalidad para el arresto: el delito podía ser asesinato, falsificación, o
cualquier otro. Estos casos no eran tales que pudiese dejarlos en mano de
magistrados comunes. Me sentía obligado a investigarlos y o mismo. Iba todos los
días a la Plaza del Mercado, y allí, frente al templo de Hércules, juzgaba los
casos durante toda la mañana, junto con un grupo de colegas senadores. Ningún
emperador había admitido a colegas en su tribunal, durante una cantidad de años,
desde que Tiberio fue a Capri. También hacía visitas por sorpresa a otros
tribunales, y siempre ocupaba mi lugar allí, en el estrado de asesores del juez
presidente. Mi conocimiento de los precedentes legales era muy defectuoso.
Jamás había seguido el curso ordinario de honores que todos los nobles romanos
siguen, elevándose gradualmente de rango en rango, desde el de magistrado de
tercer clase hasta el de cónsul, con intervalos de servicio militar en el exterior. Y
salvo los últimos tres años, había vivido fuera de Roma durante mucho tiempo, y
pocas veces visitaba los tribunales. De modo que tenía que basarme en mi
ingenio innato, y no en los precedentes legales, y luchar durante todo el tiempo
contra las tretas de los abogados que, basándose en mi ignorancia, trataban de
enmarañarme en sus redes legales. Todos los días, cuando llegaba a la plaza del
Mercado desde el palacio, pasaba ante un edificio estucado, en el frente del cual
se leía, en enormes letras:
Fundada y Dirigida por el más Sabio y Elocuente Orador y Jurista,
Telegonio Macario, de esta Ciudad y de la Ciudad de Atenas.
Eso venía tan al caso, y había sido dicho tan correctamente, que perdoné al
poeta-abogado por llamarme tonto de remate, y en la reunión siguiente del
Senado enmendé la ley Popea-Papia. La cólera más terrible a que recuerdo
haber cedido en el tribunal fue provocada por un funcionario cuy o deber
consistía en citar a los testigos y cuidar de que llegasen con puntualidad. Había
tenido una audiencia por un caso de fraude, pero me vi obligado a postergarlo,
por falta de pruebas, y a que el principal testigo había huido al África para evitar
ser acusado de complicidad en el mismo. Cuando el caso volvió a ser presentado,
llamé a ese testigo pero no estaba en el tribunal. Pregunté al funcionario si el
hombre había sido debidamente citado para que concurriese.
—Oh, sí, por cierto, César.
—¿Y entonces por qué no está aquí?
—Desdichadamente no puede concurrir.
—No existe excusa alguna para la no concurrencia, salvo una enfermedad
tan grave que no pueda ser traído al tribunal sin peligro para su vida.
—Estoy muy de acuerdo, César. No, el testigo no está enfermo ahora. Ha
estado muy enfermo, según tengo entendido, pero eso y a terminó.
—¿Y entonces qué le pasa?
—Fue mordido por un león, según se me informa, y después se le gangrenó la
herida.
—Es extraño que se hay a recuperado —dije.
—No se recuperó —sonrió el individuo—. Está muerto. Creo que la muerte
puede ser una excusa para la no comparecencia. —Todos rieron.
Me enfurecí de tal manera, que le arrojé mi tablilla de escribir, le quité la
ciudadanía y lo desterré al África.
—Ve a cazar leones —le grité—, y espero que te mutilen como se debe, y
ojalá que se te gangrenen todas las heridas.
Pero seis meses después lo perdoné y le volví a dar su puesto. No volvió a
hacer bromas a mi costa.
En este momento es justo mencionar la cólera más terrible de que jamás
hay a sido objeto en el tribunal. Un joven noble fue acusado de actos antinaturales
contra mujeres. Las verdaderas acusadoras eran las integrantes del Gremio de
Prostitutas, una organización extraoficial, pero bien dirigida, que protegía a sus
integrantes, con bastante eficacia, del abuso de traficantes y rufianes. Las
prostitutas no podían presentar una acusación por sí mismas contra un noble, de
modo que fueron a ver a un hombre a quien también aquél le había hecho una
mala jugada en una ocasión, y que quería vengarse de él —las prostitutas lo
saben todo—; le ofrecieron proporcionarle pruebas si presentaba la acusación: en
los tribunales una prostituta era testigo hábil. Antes de que el caso se presentara,
envié un mensaje a mi amiga Calpurnia, la hermosa prostituta joven que había
vivido conmigo antes de que me casase con Mesalina, y que me había sido tan
fiel y tan tierna en mi desgracia. Le pedí que entrevistara a las mujeres que iban
a declarar y que descubriese si el noble había abusado realmente de ellas en la
forma en que se pretendía, o si ellas habían sido sobornadas por la persona que
presentaba la acusación. Calpurnia me hizo saber, uno o dos días después, que el
noble se había comportado en realidad en forma brutal y desagradable, y que las
mujeres que se habían quejado al gremio eran muchachas decentes, una de las
cuales era su amiga personal.
Yo abrí el caso, recibí declaraciones juradas (rechazando la objeción del
abogado de la defensa, en el sentido de que los juramentos de las prostitutas eran
proverbial y realmente sin valor) e hice que esto fuese registrado por escrito por
el escribiente del tribunal. Cuando una de las muchachas repitió una frase grosera
y vulgar que el acusado le había dirigido el escribiente preguntó:
—¿Anoto esto también, César?
Y y o respondí:
—¿Por qué no?
El joven noble se mostró tan furioso, que hizo precisamente lo que y o había
hecho con el funcionario de tribunal que se burló de mí: me arrojó la tablilla de
escribir a la cabeza, pero en tanto que y o no acerté, la puntería de él fue buena.
El borde filoso de la tablilla me hirió la mejilla y me hizo sangrar. Pero lo único
que dije fue:
—Me alegro de ver, señor, que todavía te queda alguna vergüenza.
Lo declaré culpable y anoté su delito al lado de su nombre, en la Lista, cosa
que lo descalificaba para cualesquiera candidatura a un puesto público. Pero era
pariente por matrimonio de Asiático, quien algunos meses después me pidió que
borrase la anotación, porque su joven pariente se había reformado últimamente.
—La borraré, para complacerte —respondí—, pero seguirá visible.
Asiático repitió más tarde esta frase mía, ante sus amigos, como prueba de
mi estupidez. No podía entender, supongo, que una reputación, como solía decir
mi madre, es como un plato de loza. « El plato de loza está resquebrajado; la
reputación es dañada por una sentencia criminal. El plato es remendado luego y
se torna “un plato casi nuevo”. La reputación es reparada por un perdón oficial.
Un plato remendado o una reputación enmendada son mejores que un plato
resquebrajado o una reputación dañada. Pero un plato que jamás se ha quebrado
y una reputación que nunca ha sido dañada, son mejores aún» .
Un maestro siempre parece un individuo rarísimo para sus alumnos. Tiene
ciertas frases habituales que ellos llegan a advertir y que les provocan risa cada
vez que las usa. Todos tienen frases habituales o giros del lenguaje, pero si no
ocupan un puesto de autoridad —como un maestro, un capitán del ejército o un
juez—, nadie las advierte mucho. Nadie las advertía en mi caso hasta que me
convertí en emperador, pero luego, por supuesto, se hicieron enormemente
famosas. Yo sólo tenía que decir en el tribunal: « Ni malicia ni favor alguno
(volviéndome hacia mi secretario legal, después de resumir un caso)» . « Está
bien dicho, ¿no es cierto?» , o « Una vez que he tomado una decisión, el asunto
queda como asegurado con un clavo» , o citar el antiguo dístico: «Lo que hizo el
muy tuno, / eso se le hará. Y es justo», o pronunciar el juramento familiar: « ¡Diez
mil furias y serpientes!» , y una gran risotada surgía a mi alrededor, como si
hubiese pronunciado el más absurdo solecismo imaginable, o el epigrama más
exquisitamente ingenioso.
En el transcurso de mi primer año en los tribunales debo de haber cometido
cientos de ridículos errores, pero solucioné los casos y en ocasiones me sorprendí
a mí mismo con mi propio brillo. Recuerdo que una vez hubo un caso en que uno
de los testigos de la defensa, una mujer, negó tener relación alguna con el
acusado, de quien la parte acusadora afirmaba que era realmente el hijo de ella.
Cuando le dije que le aceptaba la palabra, y que en mi calidad de Sumo Pontífice
los uniría de inmediato en matrimonio, ella se asustó de tal modo ante la
perspectiva de que la obligasen a cometer un incesto, que se confesó culpable de
perjurio. Dijo que había ocultado su relación a fin de parecer una testigo
imparcial. Eso me granjeó una gran reputación, que perdí casi en el acto, en un
caso en que la acusación de traición encubría una de falsificación. El prisionero
era un liberto de uno de los libertos de Calígula, y no había circunstancias
atenuantes para su delito. Había falsificado el testamento de su amo, antes de la
muerte de éste —no se pudo demostrar si era culpable o no de su muerte—, y
dejado a su amante y sus hijos en el abandono más absoluto. Me encolericé
muchísimo con este hombre, cuando escuché su historia, y decidí infligirle la
pena máxima. La defensa fue muy débil; no negó la acusación, no hizo más que
presentar una cantidad de desatinos al estilo de Telegonio. La hora de mi
almuerzo había quedado y a muy atrás y hacía y a seis horas seguidas que me
encontraba en el tribunal. Un delicioso aroma de comida llegó flotando hasta mi
nariz, desde el comedor de los Sacerdotes de Marte, situado muy cerca. Ellos
comen mejor que ninguna otra fraternidad sacerdotal. Marte jamás carece de
víctimas para el sacrificio. Me sentí débil de hambre. Le dije al principal
magistrado que estaba sentado a mi lado:
—Por favor, ocúpate de este caso e impón el máximo castigo, a menos de
que la defensa tenga mejores pruebas que ofrecer que las que ha ofrecido hasta
ahora.
—¿Quieres decir de veras el máximo castigo? —preguntó.
—Sí, en verdad, sea cual fuere. El hombre no merece piedad alguna.
—Tus órdenes serán obedecidas, César —contestó.
Me trajeron la litera y me uní a los sacerdotes en su almuerzo. Esa tarde,
cuando regresé, descubrí que al acusado le habían cortado las manos,
colgándoselas al cuello. Ése era el castigo prescrito por Calígula para las
falsificaciones, y hasta entonces no había sido eliminado del código penal. Todos
pensaron que y o había actuado con suma crueldad, porque el juez dijo al tribunal
que la sentencia era mía, no de él. Sin embargo, la culpa no era mía.
Hice regresar a todos los exiliados que habían sido desterrados por acusación
de traición, pero sólo después de pedir el permiso del Senado. Entre ellos se
encontraban mis sobrinas Agripinila y Lesbia, que habían sido enviadas a una isla
situada frente a la costa de África. Por mi parte, si bien no habría permitido que
se quedaran allí, tampoco las habría invitado a volver a Roma. Ambas se habían
portado con suma insolencia hacia mí, no sé si adrede o no, y sus otros adulterios
habían sido motivo de escándalo público. Fue Mesalina quien intercedió por ellas
ante mí. Advierto ahora que esto le proporcionaba una deliciosa sensación de
poder. Agripinila y Lesbia siempre la habían tratado con gran altanería, y cuando
se les dijo que se las llamaba a Roma como resultado de la generosidad de ella,
se verían obligadas a humillarse ante Mesalina. Pero en esa época sólo creí que
lo hacía por bondad de corazón. De modo que mis sobrinas volvieron y descubrí
que el exilio no les había quebrado en modo alguno el espíritu, si bien su delicada
piel había quedado lamentablemente tostada por el sol de África. Por orden de
Calígula, tuvieron que ganarse la vida en la isla, zambulléndose en el mar para
pescar esponjas. Pero el único comentario que Agripinila hizo respecto de sus
experiencias fue el de que no había derrochado su tiempo. « Me he convertido en
una nadadora de primera. Si alguien quiere matarme alguna vez, será mejor que
no intente hacerlo ahogándome» .
Decidieron sacar el mejor partido del color asombrosamente semejante al de
las muchachas esclavas que ostentaban en el rostro, cuello y brazos, e indujeron
a algunas de sus nobles amigas a adoptar el atezado como moda. El jugo de nogal
se convirtió en una loción favorita. Pero las íntimas de Mesalina mantuvieron su
natural tez rosada y blanca, y se referían despectivamente al grupo de atezados,
llamándolos los « pescadores de esponjas» . El agradecimiento de Lesbia a
Mesalina fue muy superficial, y a mí casi ni me agradeció. Se mostró
positivamente desagradable: « Nos hiciste esperar diez días más de lo necesario
—dijo—, y el barco que nos enviaste a buscarnos estaba lleno de ratas» .
Agripinila fue más prudente; nos hizo a los dos muy graciosos discursos de
gratitud.
Confirmé la monarquía de Herodes sobre Bashán, Galilea y Gilead, y le
agregué la de Judea, Samaria y Edom, de modo que su dominio era ahora tan
grande como el de su abuelo. Redondeé la región del norte agregándole Abilene,
que había formado parte de Siria. Él y y o nos unimos en liga solemne,
confirmada por juramentos en el Mercado, en presencia de una enorme
multitud, y por el sacrificio ritual de un cerdo, antigua ceremonia revivida para la
ocasión. También le conferí la dignidad honoraria de cónsul romano, que jamás
se había otorgado a un hombre de su raza. Era el signo de que en la reciente crisis
el Senado le había pedido consejo, y a que no encontró a un romano activo capaz
de pensamiento claro e imparcial. Por pedido de Herodes, también entregué el
pequeño reino de Calcis a su hermano menor, Herodes Polión. Calcis estaba al
este del Orontes, cerca de Antioquía. No pidió nada para Aristóbulo, de modo que
éste no recibió nada. También puse gustosamente en libertad a Alejandro el
alabarca y a su hermano Filón, que todavía se encontraban encarcelados en
Alejandría. Ya que estoy en el tema, podría mencionar que cuando murió el hijo
del alabarca, con quien Herodes había casado a su hija Berenice, ésta se casó
luego con su tío Herodes Polión. Confirmé a Petronio en su gobernación de Siria
y le envié una carta personal de felicitación por su sensata conducta en el asunto
de la estatua.
Seguí el consejo de Herodes en cuanto a las losas de mármol que estaban
destinadas a revestir el interior del templo de Calígula. Ofrecieron muy buen
aspecto en el circo. Luego tuve que decidir qué debía hacer con el edificio
mismo, que era bastante bonito incluso cuando se lo despojó de los adornos
preciosos. Se me ocurrió que sería justo para con los dioses gemelos, Castor y
Pólux —una disculpa decente por el insulto que Calígula les había hecho al
convertir su templo en un simple pórtico del propio—, ofrecerlo como un anexo
del de ellos. Calígula había abierto una brecha en la pared, detrás de las dos
estatuas, para constituir la entrada principal de su templo, de modo que, por así
decirlo, ellos se habían convertido en sus porteros. No había más remedio que
volver a consagrar el edificio. Fijé un día propicio para la ceremonia y conquisté
la aprobación de los dioses por medio del augurio, porque establecemos esta
distinción entre el augurio y la consagración: la consagración se efectúa por la
voluntad del hombre, pero primero el augurio debe denotar el consentimiento
voluntario de la deidad en cuestión. Elegí el día 15 de julio, día en que los
caballeros romanos salen, coronados de guirnaldas de oliva, para honrar a los
Gemelos en magnífica procesión ecuestre. Desde el templo de Marte, cabalgan a
través de las principales calles de la ciudad, vuelven al templo de los Gemelos, y
allí ofrecen sacrificios. La ceremonia es una conmemoración de la batalla del
lago Regilo, que se libró ese mismo día, hace 300 años. Castor y Pólux llegaron
en persona, a caballo, en ay uda de un ejército romano que se defendía
desesperadamente en la costa del lago, contra una fuerza superior de latinos. Y
desde entonces han sido adoptados como los patronos especiales de los
Caballeros.
Realicé los servicios en el pequeño tabernáculo dedicado a ese propósito, en
la cima del monte Capitolino. Invoqué a los dioses, y, después de hacer cálculos,
señalé el sector adecuado de los cielos en el cual debía hacer mis observaciones,
es decir, la parte en que se encontraba entonces la constelación de los Gemelos.
Apenas lo había hecho cuando escuché un leve crujido en el cielo y apareció el
signo esperado. Era un par de cisnes volando desde la dirección que y o había
establecido, y el ruido de sus alas se hacía cada vez más fuerte, a medida que se
acercaban. Sabía que debían ser Castor y Pólux en persona, disfrazados, porque,
como se sabrá, ellos y su hermana Helena fueron empollados del mismo huevo
de y ema triple que puso Leda después de haber sido cortejada por Júpiter en
forma de cisne. Las aves pasaron sobre su templo y se perdieron muy pronto a lo
lejos.
Me adelantaré un poco al orden de los acontecimientos y describiré el
festival. Comenzó con una ceremonia lustral. Los sacerdotes y nuestros
ay udantes realizamos una solemne procesión en torno al edificio, llevando ramas
de laurel que mojábamos en recipientes de agua consagrada y agitábamos,
salpicando gotas al marchar. Yo me había preocupado de enviar a buscar agua
del lago Regilo, donde Castor y Pólux, de paso, tenían otro templo. En la
invocación mencioné la procedencia del agua. También quemamos azufre y
aguas aromáticas para ahuy entar a los malos espíritus, y se tocó música de flauta
para ahogar el sonido de cualquier palabra de mal augurio que pudiese
pronunciarse. Esta ceremonia lustral tornaba sagrado todo lo que existiese dentro
de los límites en que hubiéramos caminado, en los cuales se encontraba el nuevo
templo. Tapiamos la brecha; y o coloqué la primera piedra. Luego realicé el
sacrificio. Había elegido la combinación de víctimas que sabía agradaría más a
los dioses: para cada uno de ellos un buey, un cordero y un cerdo, todos puros y
todos gemelos. Castor y Pólux no son deidades importantes; son semidioses que,
debido a su ascendencia mixta, pasan días alternados en el cielo y en el Mundo
Inferior. Al realizar el sacrificio a los espíritus de los héroes, se tiende la cabeza
de la víctima hacia abajo, pero en el sacrificio a los dioses hay que tenderla
hacia arriba, de modo que al efectuar el sacrificio a los Gemelos seguí una
antigua práctica que había caído en desuso durante muchos años, de estirar
alternativamente una cabeza hacia arriba y otra hacia abajo. Pocas veces he
visto entrañas más propicias. El Senado me había votado la vestimenta triunfal
para la ocasión; la excusa era una pequeña campaña que había concluido
recientemente en Marruecos, donde se produjeron disturbios después del
asesinato del rey, mi primo Tolomeo, por Calígula. Yo no tenía responsabilidad
alguna por la expedición de Marruecos, y si bien ahora era costumbre que al
comandante en jefe se le votase el derecho de utilizar atavíos triunfales al final
de cada campaña, aunque jamás hubiese salido de la ciudad, y o no habría
aceptado jamás los honores a no ser por una consideración. Decidí que resultaría
extraño que un comandante en jefe dedicase un templo a los únicos dos
semidioses griegos que habían luchado jamás por Roma, con una vestimenta que
era una confesión de que jamás había dirigido un verdadero ejército. Pero sólo
utilicé mi capa y corona triunfal durante la ceremonia misma. En los otros cinco
días del festival me puse mi túnica común, de senador, con el borde púrpura.
Los primeros tres días fueron dedicados a representaciones teatrales en el
teatro de Pompey o, que volví a dedicar para la ocasión. El escenario y parte de
la sala se habían incendiado durante el reinado de Tiberio, pero fueron
reconstruidos por él y vueltos a dedicar a Pompey o. Sin embargo, a Calígula no
le gustaba ver el título de Pompey o, « El Grande» , en la inscripción, y se dedicó
el teatro a sí mismo. Yo se lo devolví a Pompey o, si bien puse una inscripción en
el escenario, concediéndole a Tiberio el mérito de su restauración después del
incendio y a mí el de esta rededicación a Pompey o. Es el único edificio público
en que he dejado que aparezca mi nombre.
Jamás me agradó la práctica, totalmente antiromana, que surgió a finales del
reinado de Augusto, de que los hombres y mujeres de rango apareciesen en el
escenario para exhibir sus talentos histriónicos y coribánticos. No sé por qué
Augusto no lo impidió con más severidad de lo que lo hizo. Supongo que fue
porque no existía ley alguna contra la práctica, y porque Augusto era tolerante
con las innovaciones griegas. A su sucesor Tiberio le desagradaba el teatro,
fuesen cuales fueren los actores, y lo consideraba una gran pérdida de tiempo, y
un estímulo para el vicio y la locura. Pero Calígula no sólo volvió a llamar a los
actores profesionales a quienes Tiberio había desterrado de la ciudad, sino que
estimuló fuertemente a los aficionados nobles a trabajar como actores, y a
menudo se presentaba él mismo en el escenario. La principal indecencia de la
innovación residía para mí en la total incapacidad de los aficionados nobles. Los
romanos no son actores natos. En Grecia los hombres y las mujeres de rango
participan en los espectáculos teatrales con toda naturalidad, y jamás dejan de
hacer un papel honorable. Pero jamás he visto a un aficionado romano que
sirviese para nada. Roma sólo ha producido un gran actor, Roscio, pero éste
conquistó su extraordinaria perfección en el arte por los extraordinarios trabajos
que se tomó para lograrlo. Nunca hizo en el escenario un solo gesto o movimiento
que no hubiese ensay ado con cuidado de antemano una y otra vez, hasta que
pareciera una acción natural. Ningún otro romano ha tenido jamás la paciencia
para convertirse en un griego. De modo que en esta ocasión envié un mensaje
especial a todos los nobles que habían aparecido en escena durante el reinado de
Calígula, ordenándoles, so pena de incurrir en mi desagrado, que pusiesen en
escena dos obras y un interludio que había elegido para ellos. No los ay udaría
ningún actor profesional, dije. Al mismo tiempo llamé a Harpócrates, mi
secretario de Juegos, y le dije que deseaba que reuniera el mejor reparto de
actores profesionales que pudiese encontrar en Roma, a fin de que, en el segundo
día del festival, demostrasen cómo debía ser en realidad un actor. Presentarían el
mismo programa, pero esto lo mantuve en secreto. Mi pequeña lección resultó
maravillosamente bien. Las representaciones del primer día fueron lamentables.
Unos gestos tan duros y entradas y salidas tan torpes, unos papeles tan
mascullados y torturados, una falta tal de gravedad en la tragedia y de
humorismo en la comedia, que el público muy pronto se impacientó y comenzó
a torcer y remover los pies, y a conversar. Pero al día siguiente la compañía
profesional actuó en forma tan brillante, que desde entonces ningún hombre o
mujer de rango se ha atrevido a aparecer en el escenario público.
Al tercer día el espectáculo principal fue la danza pírrica de las espadas, la
danza nativa de las ciudades griegas del Asia Menor. Fue ejecutada por los hijos
de los notables de esas ciudades, a quienes Calígula había mandado buscar so
pretexto de que bailaran para él. En realidad quería tenerlos como rehenes de la
buena conducta de sus padres, mientras él visitaba el Asia Menor y reunía dinero
por medio de sus habituales métodos extorsivos. Al enterarse de su llegada a
palacio, Calígula fue a inspeccionarlos, y estaba a punto de hacerlos ensay ar una
canción que habían aprendido en su honor, cuando Casio Querea se acercó a
pedir el santo y seña. Y ésa fue la señal de su, asesinato. De modo que ahora los
jóvenes bailaron con may or alegría y habilidad, al enterarse del destino a que
habían escapado, y me dedicaron una canción de agradecimiento cuando
terminaron. Yo los recompensé a todos con la ciudadanía romana y los hice
volver a sus hogares unos días después, cargados de regalos.
Los espectáculos del cuarto y quinto día se desarrollaron en el Circo, que
estaba hermosísimo, con sus metas doradas y sus barreras de mármol, y en los
anfiteatros. Presentamos doce carreras de cuadrigas y una de camellos, que era
una novedad divertida. También matamos trescientos osos y trescientos leones en
los anfiteatros, y exhibimos una gran lucha a espada. Los osos y los leones habían
sido traídos por Calígula desde el África, antes de su muerte, y acababan de
llegar. Yo le dije a la gente con franqueza: « Éste es el último gran espectáculo de
animales que se presenciará durante un tiempo. Esperaré a que los precios
desciendan, antes de comprar otros. Los comerciantes africanos los han llevado a
un tope absurdo. Si no pueden volver a bajarlos, tendrán que llevar su mercancía
a otro mercado… pero creo que les resultará difícil» .
Esto despertó el sentido comercial de la gente, que me vitoreó, agradecida.
Ése fue, entonces, el fin del festival, aparte de un enorme banquete que ofrecí
luego en palacio, a la nobleza y sus esposas, y también a ciertos representantes
del pueblo. Se sirvió a más de dos mil personas, no hubo manjares
extraordinarios, pero fue una comida bien planeada, con buen vino y excelentes
asados, y no escuché quejas en cuanto a la ausencia de pasteles de lengua de
alondra o de antílopes en aspic o tortillas de huevos de avestruz.
VIII
Pronto llegué a una conclusión en cuanto a los combates a espada y las cacerías
de fieras salvajes. Primero, en cuanto a estas últimas, me había enterado de un
deporte que se practicaba en Tesalia, que poseía la doble ventaja de ser excitante
como espectáculo y además barato. De modo que lo presenté en Roma como
alternativa de las habituales cacerías de leopardos y leones. Se llevaba a cabo
con toros salvajes de mediana edad. Los hombres de Tesalia solían excitar al toro
clavándole pequeños dardos en la piel, cuando salía del corral en que estaba
prisionero… no lo bastante como para herirlo, sino sólo para irritarlo. El animal
se precipitaba para atacarlos y entonces ellos saltaban ágilmente fuera de su
alcance. Estaban desarmados. A veces solían engañarlo sosteniendo telas de
colores delante de su cuerpo. El toro embestía las telas y ellos las retiraban en el
último momento, sin apartarse del lugar. El toro siempre se precipitaba sobre la
tela en movimiento. O en el momento de la embestida saltaban hacia adelante y
caían al otro lado, o bien se paraban sobre sus ancas un momento, antes de volver
a pisar el suelo. El toro comenzaba a cansarse gradualmente, y ellos realizaban
hazañas cada vez más audaces. Había un hombre que podía quedarse de espaldas
al toro, agachándose, con la cabeza entre las piernas, y luego, cuando el animal
atacaba, realizar un salto mortal en el aire y aterrizar sobre el lomo del animal.
Era un espectáculo común ver a un hombre cabalgar alrededor de la liza
haciendo equilibrio sobre el lomo del animal. Si éste no se cansaba rápidamente,
lo hacían galopar en torno al redondel sentándose sobre él como si fuese un
caballo, sosteniendo un cuerno con la mano izquierda y retorciéndole la cola con
la derecha. Cuando estaba lo bastante fatigado, el ejecutante luchaba con él,
tomándolo de ambos cuernos y haciéndolo caer lentamente al suelo. A veces
aferraba la oreja del toro entre los dientes para ay udarse en la tarea. Era un
deporte muy interesante, y con frecuencia el toro atrapaba y mataba al hombre
que se tomaba libertades demasiado grandes con él. La baratura del deporte
consistía en los precios razonables exigidos por los hombres de Tesalia, que eran
simples campesinos, y en la supervivencia del toro para otro espectáculo. Los
toros inteligentes, que aprendían a eludir las trampas que se les tendían y no se
dejaban dominar se convirtieron muy pronto en grandes favoritos populares.
Había uno llamado Rojizo, que a su manera era tan famoso como el caballo
Incitato. Mató a diez de sus torturadores en otros tantos festivales. La
muchedumbre llegó a preferir estas corridas de toros a todos los otros
espectáculos, salvo la lucha a espada.
Y en cuanto a los gladiadores, decidí reclutarlos principalmente entre los
esclavos que durante el reinado de Calígula y Tiberio habían declarado contra sus
amos en juicios por traición, provocando de tal modo la muerte de éstos. Los dos
crímenes que más abomino son el parricidio y la traición. Para el parricidio, en
verdad, he vuelto a introducir el antiguo castigo: el criminal es azotado hasta que
sangra, y luego se lo mete en un saco junto con un gallo, un perro y una víbora,
que representan la codicia, la desvergüenza y la ingratitud, y por último se lo
arroja al mar. Considero que la traición de los esclavos hacia sus amos es
también una especie de parricidio, de modo que siempre los he hecho luchar
hasta que uno de los combatientes queda muerto o herido de gravedad. Y nunca
les concedo perdón, sino que los vuelvo a hacer luchar en los Juegos siguientes, y
así de seguido, hasta que mueren o quedan completamente incapacitados. En una
o dos ocasiones sucedió que uno de ellos fingió estar mortalmente herido, cuando
sólo había recibido una herida leve, y se retorció en la arena como si no pudiese
continuar. Si y o descubría que fingía, siempre daba orden de que se la cortase la
garganta.
Creo que el populacho gozaba aún más con las diversiones que y o ofrecía que
con las de Calígula, porque las presenciaba con mucha menos frecuencia.
Calígula tenía tal pasión por las carreras de cuadrigas y las cacerías de animales
feroces, que casi todos los días encontraba una excusa para una fiesta. Esto era
un gran derroche del tiempo público, y el espectador se cansaba muy pronto,
antes que él. Eliminé del calendario 150 fiestas introducidas por Calígula. Otra
decisión que tomé fue la de establecer una reglamentación en cuanto a las
repeticiones. Existía la costumbre de que si se había cometido un error en las
ceremonias de un festival, aunque sólo se tratase de uno muy pequeño, en el
último día, todo el asunto tenía que volver a empezar. En el reinado de Calígula
las repeticiones se habían convertido en una verdadera farsa. Los nobles a
quienes obligaba a celebrar juegos en su honor, a su propia costa, sabían que
jamás podrían librarse con una sola ejecución. Siempre se las arreglaba para
encontrar algún defecto en la ceremonia, cuando todo había terminado, y los
obligaba a repetirla, dos, tres, cuatro, cinco y hasta diez veces, de modo que
aprendieron a apaciguarlo normalmente cometiendo un error intencional de toda
evidencia, el último día, con lo que conquistaban el favor de repetir el
espectáculo una sola vez. Mi edicto declaraba que si algún festival tenía que ser
repetido, la repetición no ocuparía más de un solo día, y si se cometía luego otro
error, allí terminaba todo. De resultas de ello no se cometió ningún otro error. Se
veía que y o no los estimulaba. También ordené que no se realizasen
celebraciones públicas en mi cumpleaños, ni se ofrecieran espectáculos de
combate a espada en mi honor. Era erróneo, dije, que se sacrificase la vida de
hombres, aunque fuesen espadachines, en un intento de comprar el favor de los
dioses Infernales hacia un hombre viviente.
Sin embargo, para que no se me acusara de regatear los placeres de la
ciudad, a veces solía proclamar de pronto, una mañana, que por la tarde se
realizarían juegos en el cercado del Campo de Marte. Explicaba que no había
motivos particulares para los juegos, salvo que era un buen día para llevarlos a
cabo, y que, como no se habían hecho preparativos especiales, saldría lo que
saliese. Los denominaba Sportula, o Juegos a lo que Salgan. Duraban una sola
tarde.
Acabo de mencionar mi odio hacia los esclavos que traicionaban a sus amos,
pero me di cuenta de que si los amos no exhibían una actitud adecuadamente
paternal hacia los esclavos, no podía esperarse que éstos tuviesen un sentido del
deber filial para con sus amos. Los esclavos, en fin de cuentas, son seres
humanos. Los protegí por medio de ley es acerca de las cuales ofreceré un
ejemplo. El liberto adinerado a quien Herodes había pedido dinero en una
ocasión para pagar a mi madre y a mí mismo, había ampliado grandemente su
hospital para esclavos enfermos, que ahora se encontraba situado en la isla de
Esculapio, en el Tíber. Anunció que estaba dispuesto a comprar esclavos en
cualquier estado, a fin de curarlos, pero prometía la primera opción para la
compra a los ex dueños, a un precio no superior al triple del original. Sus métodos
de curación eran muy rigurosos, para no decir inhumanos. Trataba a los esclavos
enfermos como a otras tantas reses de ganado. Pero su negocio era amplio y
provechoso, porque la may oría de los amos no se molestaban en cuidar a sus
esclavos enfermos, por no distraer a los esclavos comunes de sus obligaciones, y
porque si los primeros sufrían dolores, habrían mantenido despiertos a todos, de
noche, con sus gemidos. Preferían venderlos en cuanto resultaba claro que la
enfermedad resultaría larga y tediosa. En esto, por supuesto, seguían los
mezquinos preceptos económicos de Catón el Censor. Pero y o puse fin a la
práctica. Emití un edicto en el sentido de que todo esclavo enfermo que hubiese
sido vendido al dueño de un hospital recibiría, al curarse, su libertad, y no
volvería al servicio de su amo, en tanto que éste tendría que devolver el dinero de
la compra al dueño del hospital. Por lo tanto, si un esclavo caía enfermo, el amo
se veía obligado a curarlo en su casa o a pagarle su curación. En este último caso,
quedaba libre al curarse, como los esclavos y a vendidos al dueño del hospital, y
como éstos, se esperaba que pagase una ofrenda de agradecimiento al hospital,
en proporción de la mitad del dinero ganado durante los tres años siguientes. Si a
algún amo se le ocurría matar al esclavo en lugar de curarlo en su casa o
enviarlo al hospital, era culpable de asesinato. Luego inspeccioné en persona el
hospital de la isla y di órdenes al administrador en cuanto a las evidentes mejoras
que debía introducir en materia de comodidades, dieta e higiene.
Si bien, como digo, eliminé ciento cincuenta de los festivales de Calígula del
calendario, admito que creé tres nuevos festivales, cada uno con una duración de
tres días. Dos eran en honor de mis padres. Hice que éstos cay esen en sus
cumpleaños, postergando para fechas vacantes dos festivales menores que
coincidían con ellos. Ordené que se cantasen endechas en memoria de mis
padres, y ofrecí banquetes funerarios de mi propio peculio. Las victorias de mi
padre en Germania y a habían sido honradas con un arco en la Vía Apia, y con el
título hereditario de Germánico, que era el sobrenombre del cual y o más me
enorgullecía. Pero me pareció que su memoria debía ser recordada también de
esa manera. A mi madre se le’ habían concedido importantes honores por
Calígula, incluso el título de « Augusta» , pero cuando riñó con ella y la obligó a
suicidarse, se los quitó vilmente. Escribió cartas al Senado acusándola de traición
hacia él, de impiedad hacia otros dioses, de una vida de malicia y avaricia, y del
agasajo en su casa de adivinas y astrólogos, en desafiante desobediencia a las
ley es. Antes de poder devolverle decentemente a mi madre el título de
« Augusta» , tenía que volver a afirmar ante el Senado que había sido
completamente inocente de las acusaciones; que, si bien era de temperamento
empecinado, era también muy piadosa, y, aunque ahorrativa, muy generosa, y
que jamás tuvo malicia hacia nadie y jamás consultó a un adivino o astrólogo en
toda su vida. Presenté a los testigos necesarios. Entre ellos se encontraba Briséis,
la encargada del guardarropas de mi madre, que había sido esclava mía hasta
que le ofrecí su libertad en la vejez. En cumplimiento de una promesa hecha uno
o dos años antes a Briséis, la presenté al Senado de la siguiente manera:
—Señores, esta anciana fue otrora una fiel esclava mía, y por su vida de
trabajo al servicio de la familia Claudia —primero como doncella para todo de
mi abuela Livia, y luego de mi madre Antonia, cuy o cabello solía peinar—, la
recompensé recientemente con su libertad. Algunas personas, incluso miembros
de mi propia casa, han sugerido que en realidad fue la esclava de mi madre.
Aprovecho esta oportunidad para tachar de mentira maliciosa cualquier sugestión
por el estilo. Nació como esclava de mi padre, cuando éste era un niño. A la
muerte de él la heredó mi hermano; y luego la heredé y o. No ha tenido otros
amos o amas. Podéis depositar la máxima confianza en su testimonio.
Los senadores se asombraron ante lo caluroso de mis palabras, pero las
aplaudieron en la esperanza de complacerme, y en verdad me sentí complacido
porque para la anciana Briséis este fue el momento más glorioso de su vida, y el
aplauso parecía destinado tanto a ella como a mí. Rompió a llorar, y sus
incoherentes tributos al carácter de mi madre fueron apenas audibles. Murió unos
días después, en una espléndida habitación de palacio, y le ofrecí un lujosísimo
funeral.
Los títulos robados a mi madre le fueron devueltos, y en los grandes Juegos
circenses su carroza fue incluida en la procesión sagrada, lo mismo que la de mi
pobre cuñada Agripina. El tercer festival que creé fue en honor de mi abuelo
Marco Antonio. Había sido uno de los más brillantes generales romanos, y
conquistó muchas victorias notables en Oriente. Su único error consistió en reñir
con Augusto después de una larga amistad con él, y en perder la batalla de
Accio. No entendía por qué la victoria de mi tío abuelo Augusto debía continuarse
celebrando a expensas de mi abuelo. No llegué hasta el punto de deificar a este
último, y a que sus muchos defectos lo habían descalificado para el ingreso al
Olimpo, pero el festival era un tributo a sus cualidades de soldado y satisfacía a
los descendientes de aquellos soldados romanos que habían tenido la mala suerte
de elegir el bando perdedor en Accio.
Tampoco olvidé a mi hermano Germánico. No instituí festival alguno en su
honor, porque en cierto modo sentía que su espíritu no lo aprobaría. Era el
hombre más modesto y abnegado de su rango y capacidad que jamás hay a
conocido. Pero hice algo con que tenía la seguridad de complacerlo. En Nápoles
se realizaba un festival (ésta era una colonia griega), y en las competencias
efectuadas allí cada cinco años, para la elección de la mejor comedia griega,
presenté una que había escrito Germánico y que encontré entre sus papeles,
después de su muerte. Se denominaba Los embajadores, y estaba escrita con
considerable gracia e ingenio al estilo de Aristófanes. El argumento relataba que
dos hermanos griegos, uno de los cuales era comandante de las fuerzas de su
ciudad en la guerra contra Persia, y el otro un mercenario al servicio de los
persas, llegaron por casualidad al mismo tiempo, como embajadores, a la corte
de un reino neutral, en el que cada uno de ellos pidió al rey su colaboración
militar. Reconocí reminiscencias cómicas de las recriminaciones que en una
ocasión se habían intercambiado los dos caudillos queruscos, Flavio y Hermann,
hermanos que combatían en bandos contrarios de la guerra germana que siguió a
la muerte de Augusto. El final cómico de la obra consistía en el hecho de que el
tonto rey, convencido por los dos hermanos, enviaba su infantería para ay udar a
los persas y su caballería para ay udar a los griegos. Esta comedia conquistó el
premio, por el voto unánime de los jueces. Podrá sugerirse que aquí se mostró
cierto favoritismo, no sólo por la extraordinaria popularidad de Germánico
durante su vida, entre todos los que entraron en contacto con él, sino porque
sabían que era y o, el emperador, quien presentaba la obra. Pero no cabe duda de
que fue, con mucho, la mejor obra que se presentó a disputar el premio, y que
fue muy aplaudida durante su ejecución. Recordando que en su visita a Atenas,
Alejandría y otras famosas ciudades griegas, Germánico había usado una
vestimenta griega, y o hice lo mismo en el festival de Nápoles. Me puse una capa
y botas altas, para asistir a los espectáculos musicales y dramáticos, y un manto
púrpura y una corona de oro en las pruebas gimnásticas. El premio de
Germánico era un trípode de bronce. El juez quiso votarle un trípode de oro,
como honor especial, pero y o me negué y lo rechacé, considerando que era una
extravagancia. El bronce era el metal acostumbrado para el trípode de premio.
Lo dediqué en su honor en el templo local de Apolo.
Sólo me quedaba ahora cumplir con la promesa que le había hecho a mi
abuela Livia. Le había dado mi palabra de honor de utilizar toda la influencia de
que dispusiera a fin de obtener el consentimiento del Senado para su deificación.
No había cambiado de opinión en cuanto a lo implacable e inescrupuloso de los
métodos que utilizó para lograr el dominio del imperio y mantenerlo en sus
manos durante unos 65 años. Pero, como he hecho observar hace un momento,
mi admiración por sus capacidades organizativas aumentaba día tras día. No
hubo oposición alguna en el Senado, salvo la de Viniciano, el primo de Vinicio,
quien desempeñaba el mismo papel que había representado Galo veintisiete años
antes, cuando Tiberio propuso la deificación de Augusto. Viniciano se puso de pie
para preguntar cuáles eran los argumentos en que me basaba para hacer este
pedido sin precedentes, y qué señal me había concedido el cielo para indicar que
Livia Augusta debía ser recibida por los Inmortales como su asociada
permanente. Mi respuesta estaba pronta. Le dije que no mucho antes de su
muerte, mi abuela, impulsada sin duda por una inspiración divina, había llamado
por separado primero a mi sobrino Calígula y luego a mí mismo, para
informarnos en secreto, a cada uno por vez, que algún día llegaríamos a ser
emperadores. En compensación por esta seguridad, nos hizo jurar que haríamos
todo lo posible para deificarla cuando llegase nuestra monarquía, señalando que
había representado un papel tan importante como Augusto en la gran tarea de
reforma que ambos emprendieron juntos después de las guerras civiles, y que
era muy injusto que Augusto gozara de la bienaventuranza eterna en las
mansiones celestiales, en tanto que ella descendía a las tétricas moradas del
infierno, para ser juzgada por Eaco, y perderse luego, para siempre, entre las
incontables huestes de insignificantes y silenciosas sombras. Calígula, les dije, era
sólo un jovencito en la época en que hizo esa promesa, y tenía dos hermanos
may ores vivos, de modo que resultaba notable que Livia supiese que el
emperador sería él y no ellos, porque no exigió la misma promesa a los
hermanos may ores. De cualquier manera, Calígula había hecho esa promesa,
pero la violó cuando llegó a emperador, y si Viniciano necesitaba una señal
segura de los sentimientos de los dioses en este asunto, estaba en libertad de
encontrarla en las sangrientas circunstancias de la muerte de Calígula.
Luego me volví para dirigirme al Senado en su conjunto.
—Señores —dije—, no soy y o quien debe decidir si mi abuela Livia Augusta
es digna de deificación nacional por vuestros votos, o si no lo es. Sólo puedo
repetir que le juré, por mi propia cabeza, que si alguna vez llegaba a ser
emperador —acontecimiento que parecía improbable y absurdo, aunque ella
estaba segura de que se realizaría—, haría lo posible para convenceos de que era
preciso elevarla al cielo, donde se encontraría una vez más al lado de su fiel
esposo, que ahora, después de Júpiter Capitolino, es la más venerada de todas
nuestras deidades. Si me negáis el pedido hoy, lo repetiré todos los años por esta
misma época, hasta que me lo concedáis. Mientras viva, y mientras tenga
privilegios para hablarles desde este banco. —Llegué al final del discursito que
había preparado, pero me sentí impulsado a continuar hablando en forma
improvisada.— Y realmente pienso, señores, que deberíais considerar los
sentimientos de Augusto en este sentido. Durante más de cincuenta años él y
Livia trabajaron juntos, todos y cada uno de los días de sus vidas. Hubo muy
pocas cosas que él hiciera sin el consentimiento y el consejo de ella, y si alguna
vez actuó por su propia iniciativa, no puede decirse que siempre actuara con
prudencia o que obtuviera un gran éxito en tales empresas. Sí, cada vez que se vio
frente a un problema que ponía a prueba su capacidad de juicio, solicitó siempre
la ay uda de Livia. No llegaré a decir que mi abuela carecía de los defectos que
siempre acompañan a las extraordinarias cualidades de que estaba dotada. Quizá
y o los conozca más que ningún otro de los presentes. Para empezar, era
completamente cruel. La crueldad es un grave defecto humano, imperdonable
cuando se combina con el libertinaje, la codicia, la pereza y el desorden. Pero
cuando se combina con una ilimitada energía y un rígido sentido del orden y de
la decencia pública, la crueldad adquiere un carácter en todo sentido distinto. Se
convierte en un atributo divino. No hay muchos dioses, en verdad, que la posean
en tan gran medida como la posey ó mi abuela. Además, tenía una voluntad
realmente olímpica en su inflexibilidad, y si bien jamás perdonó a miembro
alguno de su propia casa que dejase de demostrar la devoción a sus obligaciones
que ella esperaba de él, o que crease un escándalo público por su forma disipada
de vida, tampoco, es precioso recordarlo, escatimó sus propias energías. ¡Cómo
trabajó! Trajinando día y noche, amplió esos sesenta y cinco años de gobierno,
hasta convertirlos en ciento treinta. Pronto llegó a identificar su propia voluntad
con la de Roma, y todos los que se le opusieran eran traidores para ella, incluso el
propio Augusto. Y Augusto, con ocasionales desviaciones, entendió la justicia de
esa identificación, y si bien, hablando en términos oficiales, ella no era más que
su consejera extraoficial, en las cartas privadas que le dirigió reconoció una y
mil veces que dependía por completo de su divina sabiduría. Sí, usó la palabra
« divina» , Viniciano. Y esto y o lo considero una prueba concluy ente. Y tienes la
edad suficiente para recordar que cada vez que se separaba temporalmente de
ella, Augusto no era en modo alguno el hombre que era en su compañía. Y podrá
argumentarse que su actual tarea en el cielo, de vigilar el destino del pueblo
romano, se ha tornado muy dificultosa por la ausencia de su anterior ay udante.
Por cierto que Roma no ha florecido desde su muerte, ni siquiera en forma
aproximadamente tan próspera como durante su vida con la excepción de los
años en que mi abuela Livia gobernó a través de su hijo, el emperador Tiberio.
¿Y se os ha ocurrido, señores, que Augusto es casi la única deidad masculina del
cielo que carece de consorte? Cuando Hércules ascendió al cielo, recibió en el
acto una esposa, la diosa Hebe.
—¿Y qué me dices de Apolo? —interrumpió Viniciano—. Jamás oí decir que
Apolo estuviese casado. Ése me parece un argumento muy cojo.
El cónsul llamó a Viniciano al orden. Era evidente que la palabra « cojo»
tenía una intención ofensiva. Pero y o estaba acostumbrado a los insultos y
respondí con serenidad:
—Siempre he entendido que el dios Apolo permanece soltero, o bien porque
es incapaz de elegir entre las nueve Musas, o bien porque no puede permitirse
ofender a ocho de ellas eligiendo a la novena como esposa. Y es inmortalmente
joven, lo mismo que ellas, y puede darse el lujo de posponer su elección por
tiempo indefinido, porque todas están enamoradas de él, como dice el poeta
Cómo se Llame. Pero quizás Augusto lo convenza eventualmente de que cumpla
su deber con el Olimpo, aceptando a una de las nueve en honorable matrimonio,
y creando una gran familia… « con tanta rapidez como tarda un espárrago en
hervir» .
Viniciano se vio obligado a guardar silencio, en medio del estallido de risas
que siguió, porque « con tanta rapidez como tarda un espárrago en hervir» era
una de las expresiones favoritas de Augusto. Tenía varias otras: « Con tanta
facilidad como se acuclilla un perro» , « Hay más de una forma de matar a un
gato» , y « Ocúpate de tus asuntos, que y o me ocuparé de los míos» , y « Me
ocuparé de que esto se haga para las calendas griegas» (cosa que, por supuesto,
significa nunca), y « La rodilla está más cerca que el tobillo» (lo que significa
que el primer deber de uno se relaciona con los asuntos que le afectan
personalmente). Y si alguno trataba de contradecirlo con algún problema de
erudición literaria, solía decir: « Puede que rábano no sepa griego, pero y o sí lo
sé» . Cada vez que instaba a alguien a soportar con paciencia una situación
desagradable, solía decir: « Conformémonos con este Catón» . Por lo que he
hablado de Catón, ese hombre virtuoso, se entenderá con facilidad qué es lo que
quería decir con esa frase. Ahora me sorprendía y o utilizando a menudo esas
frases de Augusto; supongo que era porque había aceptado adoptar su nombre y
posición. La más útil era la que usaba cuando pronunciaba un discurso y se
perdía en una frase, cosa que a mí me sucede constantemente, porque tengo
inclinación, cada vez que hago un discurso improvisado, y también en los escritos
históricos, cuando no me vigilo con atención, a complicarme en largas frases
ambiciosas y ahora lo vuelvo a hacer, como se verá. Sin embargo, el caso es que
Augusto, cada vez que se veía en un embrollo, solía cortar el nudo gordiano,
como Alejandro, diciendo: « Me faltan las palabras, señores. Nada que pudiese
decir igualaría en profundidad mis sentimientos acerca de este asunto» . Y y o me
aprendí la frase de memoria, y a cada rato la convertía en mi tabla de salvación.
Solía levantar las manos, cerrar los ojos y declamar: « Me faltan las palabras,
señores. Nada que pudiese decir igualaría en profundidad mis sentimientos
acerca del asunto» . Luego hacía una pausa de unos segundos y reanudaba el hilo
de mi argumentación.
Deificamos a Livia sin más demoras y le dedicamos una estatua que debía
ser colocada al lado de la de Augusto, en su templo. En la ceremonia de
deificación, los hijos menores de las familias nobles ofrecieron un espectáculo de
la fingida lucha entre jinetes que llamábamos el Juego de Troy a. También le
votamos una carroza que debía ser tirada por elefantes en la procesión, durante
los juegos circenses, honor que sólo compartía con Augusto. Las vírgenes
vestales recibieron órdenes de ofrecerle sacrificios en sus templos, y así como al
prestar juramento legal todos los romanos utilizaban el nombre de Augusto, así,
en adelante, todas las mujeres romanas deberían usar el nombre de mi abuela.
Bien, había cumplido mi promesa.
Ahora todo estaba bastante tranquilo en Roma. El dinero entraba en
abundancia y pude abolir más impuestos. Mis secretarios dirigían sus
departamentos a mi satisfacción; Mesalina estaba ocupada revisando la lista de
ciudadanos romanos. Descubrió que gran cantidad de libertos se describían a sí
mismos como ciudadanos romanos y exigían privilegios a los cuales no tenían
derecho. Decidimos castigarlos a todos con el máximo rigor, confiscarles las
propiedades y volverlos a convertir en esclavos, para que trabajasen como
basureros o picapedreros de la ciudad. Confiaba tan completamente en Mesalina,
que le permití usar un sello duplicado para todas las cartas y todas las decisiones
que tomase, en mi nombre, en estas cuestiones. Para tranquilizar aún más a
Roma, disolví los clubs. Los custodios no habían podido hacer frente a las
numerosas bandas de jóvenes alborotadores que recientemente se habían
formado según el modelo de los « exploradores» de Calfgula, y que solían
mantener despiertos de noche a los honrados ciudadanos con sus escandalosas
actividades. En rigor, habían existido tales clubs en Roma durante los últimos cien
años o más, y eran una institución introducida desde Grecia. En Atenas, Corinto y
otras ciudades griegas los miembros de clubs eran todos jóvenes de buena
familia; lo mismo sucedió en Roma hasta el reinado de Calígula, que estableció la
moda de admitir a actores, esgrimistas profesionales, conductores de cuadrigas,
músicos y otros individuos por el estilo. El resultado fue el aumento de los
escándalos y las desvergüenzas, grandes daños a la propiedad —estos individuos
a veces pegaban fuego a las casas— y muchos perjuicios a personas inofensivas
que por casualidad andaban de noche, tarde, por la calle, quizás en busca de un
médico o una partera, o en alguna otra diligencia urgente por el estilo. Publiqué
una orden disolviendo los clubs, pero como sabía que esto en sí mismo no sería
suficiente para terminar con el engorro, tomé la única medida efectiva que en
ese momento era posible: prohibí el uso de edificio alguno como club, so pena de
una multa ruinosa, y convertí en ilegal la venta de carne cocida y otros alimentos
preparados para el consumo en el lugar en que se la cocinaba. Amplié esta orden
de modo que incluy ese la venta de bebidas. Después de la caída del sol no se
podía consumir bebida alguna en bares o tabernas. Porque principalmente el
hecho de reunirse en el salón de un club a beber y comer es lo que estimulaba a
los jóvenes, cuando empezaban a sentirse alegres, a salir al aire fresco de la
noche y entonar canciones obscenas, molestar a los transeúntes y desafiar a los
custodios a riñas y carreras. Si se los obligaba a cenar en sus casas, era difícil que
esas cosas se produjeran.
Mi previsión resultó eficaz y agradó a la gran masa de la gente. Ahora, cada
vez que salía era saludado con entusiasmo. Los ciudadanos jamás habían
saludado a Tiberio con tanta cordialidad, ni a Calígula, salvo en los primeros
meses de su reinado, cuando era todo generosidad y afabilidad. Pero no me di
cuenta de cuánto se me quería y cuán aparentemente importante para Roma era
la conservación de mi vida hasta que un día corrió por la ciudad un rumor que
afirmaba que había caído en una emboscada, camino de Ostia, tendida por un
grupo de senadores y sus esclavos, quienes habrían terminado asesinándome.
Toda la ciudad comenzó a lamentarse en la forma más lúgubre, a retorcerse las
manos y a enjugarse los ojos; todo el mundo se sentaba en los umbrales a gemir.
Pero aquéllos cuy a indignación era superior a su pena, corrieron a la plaza del
Mercado, gritaron que los guardias eran traidores y el Senado un hato de
parricidas. Hubo vigorosas amenazas de venganza y hasta conversaciones sobre
quemar el Senado. El rumor no tenía el menor fundamento, aparte de que y o en
verdad había ido a los muelles de Ostia, esa tarde, a inspeccionar las instalaciones
para la descarga de trigo (me habían informado que por mal tiempo se perdía
una buena cantidad de trigo entre el barco y la costa, y quería ver cómo podía
evitarse tal cosa. Pocas ciudades grandes tenían sobre sí la maldición de un
puerto tan poco útil como el de Ostia. Cuando soplaba el viento con fuerza, desde
el oeste, y grandes olas barrían el estuario, los barcos cargueros tenían que
permanecer anclados durante semanas enteras, sin poder descargar su
cargamento). Supongo que el rumor fue difundido por los banqueros, aunque no
pude tener prueba de ello. Era una treta para crear una repentina demanda de
dinero. Era de conocimiento de todos que si y o moría se producirían de
inmediato conmociones civiles, con sanguinarios combates en las calles entre los
partidarios de candidatos rivales a la monarquía. Los banqueros, conscientes de
este nerviosismo, previeron que los dueños de propiedades que no quisiesen verse
envueltos en tales desórdenes saldrían precipitadamente de Roma en cuanto se
anunciase mi muerte. Y habría una carrera a los bancos para ofrecer tierras y
casas a cambio de cualquier cantidad de oro disponible, a un precio muy inferior
al valor verdadero de las propiedades. Esto fue lo que sucedió en realidad, pero
una vez más, Herodes salvó la situación. Fue a ver a Mesalina e insistió en que
publicase una orden inmediata, en mi nombre, para el cierre de los bancos hasta
nuevo aviso. Así se hizo, pero el pánico no cesó hasta que recibí en Ostia la
noticia de lo que sucedía en la ciudad y envié a cuatro o cinco miembros de mi
personal —hombres honrados, cuy a palabra podía ser aceptada por los
ciudadanos—, a toda velocidad, al Mercado, para que apareciesen en la
Plataforma de las Oraciones, como testigos de que todo el asunto era un invento,
hecho por algún enemigo del Estado para satisfacer sus propios fines tortuosos.
Las instalaciones para la descarga de trigo en Ostia eran inadecuadas. En
verdad, todo el problema del abastecimiento de trigo era dificilísimo. Calígula
había dejado los graneros públicos tan vacíos como el Tesoro Público. Sólo
convenciendo a los vendedores de trigo de que pusiesen en peligro los barcos de
su propiedad, tray endo cargamentos incluso con mal tiempo, conseguí solucionar
el problema esa temporada. Es claro que tuve que compensarlos cuantiosamente
por sus pérdidas en barcos, tripulaciones y cereales. Decidí solucionar el asunto
de una vez por todas, convirtiendo a Ostia en un puerto seguro, incluso con los
peores temporales, y mandé llamar ingenieros para que examinasen el lugar y
trazasen un esbozo.
Mi primer problema verdadero surgió en Egipto. Calígula había dado a los
griegos de Alejandría el permiso tácito de castigar a los judíos de Alejandría,
como les pareciese conveniente, por su negativa a adorar su Digna Persona. A los
griegos no se les permitía portar armas por las calles —ésa era una prerrogativa
romana—, pero llevaban a cabo incontables actos de violencia física. Los judíos,
muchos de los cuales eran arrendadores de granjas y por lo tanto muy poco
populares para los ciudadanos griegos más pobres y menos ahorrativos, se veían
expuestos todos los días a humillaciones y peligros. Como eran menos numerosos
que los griegos, no podían ofrecer una resistencia adecuada, y sus dirigentes se
encontraban en la cárcel. Se lo hicieron saber a sus compatriotas de Palestina,
Siria e incluso Partia, haciéndoles conocer la penosa situación en que se
encontraban y pidiéndoles que enviasen ay uda secreta en forma de hombres,
dinero y municiones de guerra. Un levantamiento armado era su única
esperanza. La ay uda llegó en abundancia, y la rebelión judía estaba planeada
para el día de la llegada de Calígula a Egipto, cuando la población griega se
apiñaría, con vestimenta festiva, para saludarlo en el muelle, y toda la guarnición
romana se encontraría allí como guardia de honor, dejando la ciudad indefensa.
La noticia de la muerte de Calígula hizo estallar la rebelión antes de su momento
prefijado, en forma ineficaz y tibia. Pero el gobernador de Egipto se alarmó y
me envió un inmediato pedido de refuerzos. En la propia Alejandría había muy
pocas tropas. Pero al día siguiente recibió una carta que y o le había escrito una
quincena antes, en la que le anunciaba mi elevación a la monarquía y ordenaba
la libertad del alabarca, con los otros ancianos judíos, y también la supresión de
los decretos religiosos de Calígula, y de su orden que castigaba a los judíos, hasta
el momento en que pudiese informar al gobernador de la derogación completa
de los mismos. Los judíos se mostraron jubilosos, e incluso los que hasta entonces
no habían participado en el alzamiento, sintieron que gozaban de mi favor
imperial y que podían vengarse de los griegos con impunidad. Mataron una
buena cantidad de los más persistentes antijudíos. Entretanto, y o contesté al
gobernador de Egipto, ordenándole que pusiese fin a los disturbios, si era
necesario por medio de la fuerza armada, a la vez que le decía que, en vista de la
carta que para entonces debía de haber recibido de mí, y de los efectos sedantes
que la misma había sin duda producido, no consideraba necesario enviar
refuerzos. Le dije que era posible que los judíos hubiesen actuado así debido a
una intensa provocación y que esperaba que, como eran hombres sensatos, no
continuarían las hostilidades, ahora que sabían que sus agravios estaban a punto
de ser corregidos.
Esto tuvo el efecto de terminar con los disturbios, y unos días después, luego
de consultar con el Senado, cancelé definitivamente los decretos de Calígula y
devolví a los judíos todos los privilegios de que habían gozado bajo Augusto. Pero
muchos de los judíos jóvenes ardían aún con la sensación de las injusticias
pasadas y marchaban por las calles de Alejandría llevando carteles que decían:
« Ahora nuestros perseguidores deben perder sus derechos cívicos» , cosa que
era absurda, e « iguales derechos para todos los judíos en todos los rincones del
imperio» , cosa que no era tan absurda. Publiqué un edicto que decía lo siguiente:
Para entonces mis ingenieros habían terminado el informe que les ordené que
redactaran en cuanto a la posibilidad de convertir a Ostia en un puerto seguro
para el invierno. El informe era a primera vista desalentador. En apariencia
hacían falta diez años y diez millones de piezas de oro. Pero recordé que el
trabajo realizado una vez duraría para siempre, y que el peligro de una escasez
de trigo no volvería a presentarse nunca, o por lo menos mientras tuviésemos en
nuestras manos a Egipto y el África. Me parecía una empresa digna de la
estatura de Roma. En primer lugar, habría que excavar una considerable
extensión de terreno, y construir fuertes paredes de contención, de hormigón, a
ambos lados de la excavación, antes de que se pudiese hacer entrar el mar a fin
de formar el puerto interior. Este puerto, a su vez, debía ser protegido por dos
enormes malecones asentados en las aguas más profundas, a ambos lados de la
entrada del puerto, con una isla entre sus extremidades, de modo que actuasen
como rompeolas cuando el viento soplara desde el oeste y grandes olas llegaran
precipitándose sobre la boca del Tíber. En esa isla se proponían construir un faro
semejante al famoso de Alejandría, para orientar a los barcos hacia la entrada,
por oscura y tormentosa que fuese la noche. La isla y los malecones formarían
el puerto exterior.
Cuando los ingenieros me trajeron sus planos dijeron:
—Hemos hecho lo que nos dijiste, César, pero, está claro, el costo será
prohibitivo.
—Os pedí un plan y un cálculo —respondí, con cierta sequedad—, y habéis
tenido la bondad de proporcionarme ambas cosas, por lo cual os quedo
agradecido. Pero no os he empleado como consejeros financieros, y os
agradeceré que no os toméis esas atribuciones.
—Pero Calisto, tu tesorero público… —comenzó a decir uno de ellos.
—Sí, por supuesto —le interrumpí—, Calisto os ha estado hablando. Es muy
cuidadoso con los dineros públicos, y es justo que lo sea. Pero las economías
pueden ser llevadas demasiado lejos. Ésta es una cosa de la máxima
importancia. Además, no me sorprendería enterarme de que los vendedores de
trigo son los que os han persuadido para que enviéis este informe desalentador.
Cuanto más escaso sea el trigo, más ricos se vuelven ellos. Rezan para que el
tiempo empeore cada vez más, y medran con la miseria de los pobres.
—Oh, César —exclamaron virtuosamente a coro—, ¿acaso crees que
podríamos aceptar sobornos de los vendedores de trigo?
Pero y o me di cuenta de que mi disparo había dado en el blanco.
—La palabra fue persuadido, no sobornado. No os acuséis innecesariamente.
Y ahora escuchadme. Estoy decidido a llevar a cabo este plan, sea cual fuere su
costo. Metéoslo en la cabeza. Y os diré otra cosa: no llevará tanto tiempo ni
costará tanto dinero como parecéis pensar. Dentro de tres días vosotros y y o
analizaremos el problema más a fondo.
Por una insinuación que me hizo mi secretario Polibio, consulté los archivos
de palacio y allí, por supuesto, encontré un plan detallado preparado por los
ingenieros de Julio César, unos noventa años antes, para las mismas obras. El plan
era casi idéntico al que acababa de hacerse, pero el tiempo y el costo calculados,
para mi alegría, eran de sólo cuatro años y cuatro millones de piezas de oro.
Teniendo en cuenta el leve aumento en el costo de los materiales y del trabajo,
era posible realizar la tarea con sólo la mitad de lo que mis propios ingenieros
habían calculado, y en cuatro años en lugar de diez. En cierto sentido, el antiguo
plan (¡abandonado por demasiado costoso!) era mejor que el nuevo, si bien
omitía la isla. Estudié ambos planes con atención, comparando sus puntos de
diferencia. Y luego visité Ostia en persona, en compañía de Vitelio, que sabe
mucho de ingeniería, para asegurarme de que no se habían producido
importantes cambios físicos, desde la época de Julio, en el lugar en que se
pensaba instalar el puerto. Cuando se reunió la conferencia, tenía tantas
informaciones a mi disposición, que a los ingenieros les resultó imposible
engañarme; por ejemplo, subestimando la cantidad de tierra que cien hombres
podían desplazar desde este punto a aquel otro en un solo día, o sugiriendo que las
excavaciones implicarían el corte de tantos miles de metros cuadrados en la roca
viva. Ahora sabía sobre el asunto casi tanto como ellos. No les dije cómo llegué a
saberlo; permití que supusieran que había aprendido ingeniería en el curso de mis
estudios históricos, y que un par de visitas a Ostia me habían bastado para
dominar todo el problema y extraer mis propias conclusiones. Aproveché la gran
impresión que de tal modo les causé, diciéndoles que si se producía alguna
tentativa de hacer más lento el trabajo, una vez que se hubiese iniciado, o si
surgía alguna falta de entusiasmo, los enviaría a todos al mundo infernal a fin de
que le construy esen a Caronte un nuevo rompeolas en la laguna Estigia. Tendrían
todos los obreros que necesitaban, hasta treinta mil, y mil capataces militares,
con los materiales, herramientas y trasportes necesarios. Pero debían empezar
las obras.
Luego llamé a Calisto y le dije lo que había decidido. Cuando levantó las
manos y volvió los ojos, hacia arriba, en un gesto de desesperación, le exigí que
dejase de hacer dramas.
—Pero César, ¿de dónde saldrá el dinero? —baló como una oveja.
—De los vendedores de trigo, tonto —le respondí—. Dame los nombres de los
principales miembros de la Asociación de Vendedores de Trigo, y y o me
ocuparé de que consigamos todo lo que nos hace falta.
En el término de una hora tenía ante mí a seis de los más ricos vendedores de
trigo de la ciudad. Los asusté.
—Mis ingenieros me informan que vosotros, caballeros, estuvisteis
sobornándolos para que enviasen un informe desfavorable acerca del plan de
Ostia. Considero que ese asunto es de la máxima gravedad. Es una conspiración
contra la vida de nuestros conciudadanos. Merecéis ser arrojados a los animales
feroces.
Negaron la acusación con lágrimas y juramentos, y me rogaron que les
hiciese saber en qué forma podían demostrarme su lealtad.
Eso era muy sencillo: quería un préstamo inmediato de un millón de piezas de
oro para los trabajos de Ostia, que devolvería en cuanto la situación financiera lo
justificase.
Dijeron que todas sus fortunas juntas no sumaban esa cifra. Yo sabía que no
era así. Les di un mes de plazo para reunir el dinero, y les previne que si para
entonces no lo conseguían, serían todos desterrados al mar Negro, o más lejos
aun.
—Y recordad —dije— que cuando este puerto sea construido será mi puerto.
Si queréis usarlo tendréis que solicitar mi permiso. Os aconsejo que os pongáis de
mi parte.
El dinero fue pagado en el término de cinco días, y las obras de Ostia
comenzaron en el acto con la construcción de refugios para los obreros y la
distribución de tareas. En ocasiones de esta naturaleza, debo admitir que resultaba
muy agradable ser un monarca; poder realizar cosas importantes aplastando las
estúpidas oposiciones con una sola palabra autoritaria. Pero tenía que recordarme
a cada rato el peligro de ejercer mis prerrogativas imperiales de tal modo que
retardara el eventual restablecimiento de una república. Hice lo posible para
estimular la libertad de palabra y el espíritu cívico, y para evitar trasformar mis
caprichos personales en ley es que toda Roma debía obedecer. Lo gracioso era
que la libertad de palabra, el espíritu cívico y el idealismo republicano parecían
formar parte de mis caprichos personales. Y si bien al principio me obligué a
permanecer accesible a todo el mundo, a fin de eludir la apariencia de una
altanería monárquica, y de hablar en forma amistosa y familiar con todos mis
conciudadanos, pronto tuve que comportarme de forma más distante. No tanto
porque no tuviese tiempo que dedicar para continuas charlas amistosas con todos
los que me visitaban en palacio; al contrario, era que mis conciudadanos, con
muy pocas excepciones, abusaban desvergonzadamente de mis buenos
sentimientos hacia ellos. Respondían a mi familiaridad con una altanera cortesía
irónica, como si dijesen: « No puedes engañarnos para que te seamos leales» , o
con una risueña insolencia, como si dijesen: « ¿Por qué no te comportas como un
verdadero emperador?» , o con una buena camaradería absolutamente falsa,
como si dijesen: « Si a Su Majestad le agrada condescender, y espera que
nosotros condescendamos de acuerdo con su humor, vea cuán graciosamente lo
hacemos. Pero si se le ocurre fruncir el ceño, volveremos a caer de rodillas» .
Hablando del puerto, Vitelio me dijo:
—Un republicano jamás puede tener la esperanza de realizar obras públicas
en tan gran escala como un monarca. Las más grandes construcciones del
mundo son obras de rey es o reinos. Las murallas y los jardines colgantes de
Babilonia. El Mausoleo de Halicarnaso. Las Pirámides. Nunca has estado en
Egipto, ¿no es cierto? Yo estuve acantonado allí, de joven, cuando era soldado, y
¡dioses, esas pirámides! Es imposible expresar con palabras la aplastante
sensación de terror con que abruman a todos los que las contemplan. Primero se
oy e hablar de ellas en el hogar, de niño, y uno pregunta: « ¿Qué son las
pirámides?» , y la respuesta es: « Enormes tumbas de piedra de Egipto, de forma
triangulas, sin adorno alguno, cubiertas nada más que de estuco blanco» . Eso no
parece muy interesante o impresionante. Solamente hace que « gigantesco» no
sea más que un edificio grande con el cual uno está familiarizado: digamos el
templo de Augusto, o la basílica Juliana. Y luego, al visitar Egipto, una las ve
desde lejos, a través del desierto, pequeñas marcas blancas como tiendas, y se
dice: « ¡Vay a, por supuesto que eso no es digno de hacer tanta alharaca!» . ¡Pero
por el cielo, estar de pie junto a ellas una hora más tarde y contemplarlas! Te
digo, César, que son increíbles e imposiblemente gigantescas. Le hace sentirse a
uno físicamente enfermo, el sólo pensar que han sido construidas por manos
humanas. La primera visión de los Alpes no es nada en comparación. Tan
blancas, lisas, inflexiblemente inmortales. Un tan terrible monumento de la
inspiración humana…
—Y de la estupidez y la tiranía y la crueldad —interrumpí—. El rey Queops,
que construy ó la gran pirámide, arruinó su rico país, lo desangró y lo dejó
jadeando. Y todo para complacer su absurda vanidad y quizá para impresionar a
los dioses con su poderío sobrehumano. ¿Y qué utilidad práctica tiene esta
pirámide? ¿Acaso la de ser una tumba para albergar el cadáver de Queops para
toda la eternidad? Y sin embargo he leído que este sepulcro absurdamente
impresionante está vacío desde hace tiempo. Los rey es Pastores invasores
descubrieron la entrada secreta, saquearon la cámara interior e hicieron una
fogata con la orgullosa momia de Queops.
Vitelio sonrió.
—No has visto la Gran Pirámide, o no hablarías de esa manera. Su vacío la
torna tanto más majestuosa. Y en cuanto a su utilidad, pues la tiene, y muy
importante. Su pináculo sirve como señal de orientación para los campesinos
egipcios, cuando desciende la creciente anual del Nilo y deben marcar sus
campos en el mar de fango fértil.
—Una columna alta habría tenido la misma utilidad —dije—, y dos columnas
altas, una en cada orilla del Nilo, habrían sido mejores aún. Y el costo hubiese
sido mucho más pequeño. Queops estaba loco, como Calígula. Aunque en
apariencia tenía una locura más asentada que Calígula, que siempre hacía las
cosas a empujones. La gran ciudad que Calígula planeó, para dominar el gran
paso del San Bernardo, en los Alpes, jamás habría llegado a concretarse, aunque
hubiese vivido hasta los cien años.
Vitelio estuvo de acuerdo.
—Era un grajo. Cuando más próximo estuvo de construir una pirámide fue
cuando construy ó ese descomunal barco y robó el gran obelisco rojo de
Alejandría. Un grajo y un mono.
—Sin embargo recuerdo que en una ocasión adoraste a ese grajo y mono
como si fuese un dios.
—Y recuerdo con agradecimiento que el consejo y el ejemplo provinieron
de ti.
—Que el cielo nos perdone a ambos —dije. Nos encontrábamos fuera del
templo del Júpiter Capitolino, que habíamos estado purificando ritualmente,
debido a la reciente aparición, en el techo, de un ave de mal agüero. ¡Era un
búho del tipo de los que denominamos « incendiarios» , porque predicen la
destrucción por el fuego de cualesquiera edificio en el cual se posan! Señalé
hacia el otro lado del valle con el dedo.
—¿Ves eso? Eso es parte del máximo monumento que jamás se ha
construido, y aunque monarcas como Augusto y Tiberio lo han acrecentado y
mantenido en buen estado, lo construy ó un pueblo libre. Y no me cabe duda de
que durará tanto tiempo como las pirámides, además de haber resultado
infinitamente más útil para la humanidad.
—No entiendo qué quieres decir. Parece que estuvieras señalando el palacio.
—Te estoy señalando la Vía Apia —contesté con solemnidad—. Se la
comenzó a construir durante la censoría de mi gran antecesor Appio Claudio el
Ciego. El Camino Romano es el más grande monumento que jamás se hay a
levantado a la libertad humana por un pueblo noble y generoso. Atraviesa
montañas, ciénagas y ríos. Es ancho, recto y firme. Une ciudad con ciudad y
nación con nación. Tiene decenas de miles de kilómetros de largo, y siempre está
atestado de agradecidos viajeros. En tanto que la Gran Pirámide, de unas cuantas
decenas de metros de ancho y de alto, atemoriza a los espectadores y los obliga a
guardar silencio, si bien que no es más que la tumba saqueada de un cadáver
innoble y un monumento a la opresión y a la desgracia, de modo que sin duda, al
contemplarla todavía puede escucharse el restallar del látigo del capataz y los
chillidos y gemidos de los pobres trabajadores afanándose por colocar un
enorme bloque de piedra en posición… —pero en este impremeditado acceso de
elocuencia había olvidado el comienzo de la frase. Me interrumpí, sintiéndome
tonto, y Vitelio tuvo que acudir en mi rescate. Levantó las manos, cerró los ojos y
declamó:
—Me faltan las palabras, señores. Nada que pudiese decir sería igual a la
profundidad de mis sentimientos en este asunto.
Ambos reímos a carcajadas. Vitelio era uno de los pocos amigos que me
trataba con el tipo adecuado de familiaridad. Jamás supe si era auténtica o
artificial, pero si era artificial, resultaba una imitación tan buena, que y o la
aceptaba por lo que parecía valer. Quizá nunca la habría puesto en duda, si su
antigua adoración por Calígula no hubiese sido en apariencia tan buena como la
que me manifestaba, y si no hubiera sido por el asunto de la sandalia de
Mesalina. En seguida hablaré de esto.
Vitelio subía una escalera de palacio, un día de verano, en compañía de
Mesalina, acompañado por mí, cuando Mesalina dijo:
—Un minuto, por favor, he perdido la sandalia.
Vitelio se volvió rápidamente y la recogió, entregándosela con una profunda
reverencia. Mesalina se sintió encantada. Dijo, sonriendo:
—Claudio, ¿no te sentirás celoso si confiero la orden de la Sandalia Enjoy ada
a este bravo soldado, nuestro querido amigo Vitelio? Es realmente galante y
cortés.
—¿Pero no necesitas la sandalia, querida?
—No, es más fresco ir descalza en un día como éste. Y además tengo
veintenas de pares.
De modo que Vitelio tomó la sandalia, la besó y se la guardó en el bolsillo de
la túnica, donde la tenía continuamente. La sacaba para besarla una vez más
cuando, en sentimentales conversaciones privadas conmigo, se refería a la
belleza, la inteligencia, la riqueza de Mesalina, y a mi extraordinaria buena suerte
por ser su esposo. Escuchar alabanzas de Mesalina me llenaba de una sensación
cálida y a veces me arrancaba lágrimas a los ojos. Me sorprendía
constantemente ver que tuviera tanto aprecio por un individuo cojo, pedante y
tartamudo como y o, y sin embargo, me decía, nadie podía pretender que se
hubiese casado conmigo por motivos mercenarios. En esa época me encontraba
en bancarrota, y en cuanto a la posibilidad de que alguna vez llegase a ser
emperador, es indudable que jamás se le ocurrió.
El puerto de Ostia no fue en modo alguno mi única gran obra pública. El
verso que la Sibila de Cuma recitó cuando la visité en una ocasión, disfrazado,
diez años antes de llegar a ser emperador, profetizaba que y o daría a Roma
« agua y pan de invierno» . El pan de invierno era una referencia a Ostia, pero el
agua se refería a los dos grandes acueductos que construí. Las profecías son algo
curioso. Se hace quizá una profecía cuando uno es un chico, y uno le presta gran
atención continuamente, pero luego cae una bruma y uno se olvida de ella, hasta
que de pronto la bruma se aclara y la profecía se cumple. Sólo cuando mis
acueductos quedaron terminados y consagrados, y cuando quedó terminado
también el puerto, recordé el verso de la Sibila. Sin embargo supongo que estuvo
continuamente en mis pensamientos, como si fuese el susurro de Dios que me
ordenaba emprender esos grandes proy ectos.
Mis acueductos eran absolutamente necesarios; la provisión de agua existente
no era en modo alguno suficiente para las necesidades de la ciudad, aunque era
may or que la de cualesquiera ciudad del mundo. A los romanos nos encanta el
agua fresca. Roma es una ciudad de baños y estanques y fuentes. El hecho es
que, si bien Roma estaba servida por no menos de siete acueductos, los hombres
de dinero habían logrado llevarse la may or parte del agua pública para su propio
uso, obteniendo permiso para conectar los depósitos privados con las tuberías
principales —sus piscinas de natación necesitaban agua fresca todos los días, y
sus grandes jardines tenían que ser regados—, de modo que gran parte de los
ciudadanos más pobres se veían reducidos en el verano a beber y cocinar con el
agua del Tíber, que era sumamente insalubre. Coccio Nerva, el virtuoso anciano
a quien mi tío mantenía junto a sí como su genio bueno, y que eventualmente
llegó a suicidarse… este Nerva, pues, a quien Tiberio había nombrado inspector
de acueductos, le aconsejó que mostrara su magnanimidad entregando a la
ciudad una provisión de agua digna de su grandeza. Y le recordó que su
predecesor Appio Claudio el Ciego había conquistado fama eterna llevando el
Agua Appia a Roma, desde doce kilómetros de distancia, por el primer acueducto
de la ciudad. Tiberio decidió hacer lo que Nerva le aconsejó, pero postergó el
proy ecto, y volvió a postergarlo una y otra vez, como era su costumbre, hasta la
muerte de Nerva. Entonces sintió remordimientos y envió a sus ingenieros a
descubrir fuentes adecuadas, de acuerdo con las reglas establecidas por el
famoso Vitruvio. Tales fuentes deben manar enérgicamente todo el año, y dar
agua clara y limpia, y no deben incrustar las tuberías, y tienen que tener una
elevación tal, que permita la caída necesaria para dar al canal del acueducto su
inclinación adecuada, y el agua debe entrar en el depósito final a una altura
suficiente para permitir su distribución, por medio de tuberías, a las casas más
altas de Roma. Los ingenieros tuvieron que buscar mucho antes de descubrir un
agua que respondiese a todas esas exigencias. Finalmente la encontraron en las
colinas del sureste de la ciudad. Dos copiosas y excelentes fuentes, llamadas la
fuente Azul y la fuente Curcia, cerca de la piedra que señalaba los sesenta
kilómetros de la carretera Sublacencia. Se las podía considerar como una sola.
Después estaba la corriente del Nuevo Anio, que podía hacerse brotar en el
kilómetro sesenta y siete del mismo camino, pero al otro lado. Tendría que ser
trasportada por un segundo acueducto, y recogería otra corriente, la Herculina,
frente a la fuente Azul. Informaron que el agua de esta fuente llenaba todas las
condiciones necesarias, y que no había otra fuente más cercana que así lo
hiciera. Tiberio hizo que se trazaran planos para los dos acueductos, y pidió
cálculos. Pero decidió en el acto que no podía emprender la obra, y poco después
murió.
Inmediatamente después de su acceso al trono, Calígula, para demostrar que
era de naturaleza más generosa y de más espíritu público que Tiberio, comenzó a
trabajar en los planos de éste, que eran detallados y buenos. Tuvo un buen
comienzo, pero cuando su Tesoro quedó vacío no continuó, y, sacando a sus
obreros de las partes más difíciles (los grandes puentes abovedados, arco tras
arco en hilera, que llevaban el agua a través de valles y de terrenos bajos), los
puso a trabajar en los niveles más bajos, donde el canal corría en torno a las
laderas de las colinas o directamente a través de las llanuras. Todavía podía
jactarse de rápidos avances en términos de kilómetros, y los gastos eran
insignificantes. Algunos de los arcos que dejó de construir habrían debido ser de
más de treinta metros de altura. El primer acueducto, llamado después el Agua
Claudia, tendría más de setenta y cuatro kilómetros de largo, de los cuales quince
corrían sobre arcos. El segundo, llamado el Nuevo Anio, tendría casi 95
kilómetros de largo, y unos 25 kilómetros corrían sobre arcos. Cuando Calígula
riñó con el pueblo de Roma, en la ocasión en que la gente provocó disturbios en el
anfiteatro y lo hizo huir, aterrorizado, fuera de la ciudad, convirtió su pendencia
en una excusa para abandonar todo el trabajo de los acueductos. Sacó a los
obreros y los dedicó a otras tareas, tales como la de construir su templo y limpiar
el terreno en Ancio (su lugar natal) para la construcción de una nueva capital.
De modo que la tarea cay ó sobre mí, y me pareció de primera importancia;
debía reanudarla allí donde Calígula la había abandonado, si bien ello significaría
tener que concentrarme en los tramos más difíciles. Si uno se pregunta por qué el
Nuevo Anio, si bien recoge las aguas de la corriente Herculina, cerca del
comienzo de las Aguas Claudias, tenía que describir un gran circuito en lugar de
correr a lo largo de los mismos arcos, la respuesta es que el Nuevo Anio
empezaba a un nivel mucho más elevado y habría tenido una corriente
demasiado veloz si se lo hubiese hecho descender de inmediato hacia las Aguas
Claudias. Vitruvio recomienda una inclinación de 15 centímetros sobre cien
metros, y la altura del Nuevo Anio no permitía que se lo uniese a las Aguas
Claudias, ni siquiera en una hilera más elevada de arcos, hasta llegar muy cerca
de la ciudad, después de haber recorrido veinte kilómetros más. A fin de
mantener limpia el agua, había una superficie cubierta en el canal, con agujeros
de ventilación a intervalos, para impedir los estallidos. También había, con alguna
frecuencia, depósitos grandes, a través de los cuales pasaba el agua dejando sus
sedimentos atrás. Estos depósitos eran también útiles para fines de irrigación, y se
justificaban suficientemente por sí mismos al permitir a los terratenientes vecinos
cultivar tierras que de otro modo habrían sido eriales.
Las obras llevaron nueve años hasta su terminación, pero no hubo tropiezos. Y
cuando quedaron terminadas fueron una de las principales maravillas de Roma.
Las dos aguas entraban a la ciudad por la Puerta Prenestina, la Nuevo Anio
arriba, la Claudia abajo, donde se había construido un enorme arco doble que
cruzaba dos carreteras principales. La parte terminal era una gran torre desde la
cual se distribuía el agua a 92 torres menores. Había y a 160 de esas pequeñas
torres de agua en Roma, pero mis dos acueductos duplicaron la provisión real de
aguas. Mi inspector de acueductos calculaba ahora que el aflujo de agua a Roma
era igual a un torrente de nueve metros de ancho por uno ochenta de
profundidad, que fluy ese a la velocidad de treinta kilómetros por hora. Los
expertos y la gente común convinieron que la mía era el agua de mejor calidad,
salvo la que traía el Agua Marciana, el más importante de los acueductos
existentes, que servía a cuatro quintas partes de las torres y existía desde hacía
170 años.
Yo me mostré muy estricto en cuanto al robo de agua por personas
irresponsables. Los principales robos en los antiguos días, antes de que Agripa
emprendiese la tarea de reparar todos los sistemas de acueductos —construy ó
otros dos nuevos, uno principalmente, bajo tierra, en la orilla izquierda del Tíber
—, se realizaba perforando en forma deliberada la tubería principal, o
sobornando a las personas encargadas del cuidado del acueducto para que así lo
hicieran, y haciendo que el daño pareciese accidental. Había una ley que daba a
la gente el derecho a utilizar el agua que saliese de las filtraciones. Esta práctica
había vuelto a reiniciarse últimamente. Reorganicé el cuerpo de los trabajadores
de los acueductos y di órdenes de que todas las filtraciones debían ser reparadas
de inmediato. Pero también había otro tipo de robos. Existían tuberías que iban
desde la principal hasta las torres de agua privadas construidas por suscripción
común de familias o clanes adinerados. Estas tuberías eran de plomo, de tamaño
reglamentario, de modo que no pudiesen trasportar de la tubería principal más
agua de la que podía correr por el tubo en su posición horizontal normal. Pero si
se ampliaba el tubo haciendo pasar a través de él una estaca —el plomo es un
metal muy dúctil—, y si se lo inclinaba un poco más de la horizontal, se obtenía
un flujo de agua mucho may or. A veces las familias más desvergonzadas o
poderosas instalaban sus propias tuberías. Yo decidí terminar con eso. Hice que
las tuberías fuesen hechas de bronce y llevasen un sello oficial, dispuse la tubería
principal de modo que no pudiese ser inclinada sin quebrarla, y ordené que mis
inspectores visitasen regularmente las torres de agua para ver que no se tocase
nada en ellas.
Podría mencionar aquí la última de mis tres grandes empresas de ingeniería,
el drenado del lago Fucino. Este lago, que está a unos 97 kilómetros al éste de
Roma, bajo los montes Albanos, rodeado de pantanos, tiene unos 32 kilómetros de
largo y 15 de ancho, aunque no muy grande profundidad. El proy ecto de
drenarlo se había discutido durante mucho tiempo. Los habitantes de esa parte del
país, a quienes denominamos marsianos, peticionaron en una ocasión a Augusto
en ese sentido, pero después de pensarlo mucho, él rechazó el pedido, basándose
en el argumento de que la tarea era demasiado complicada y que los resultados
posibles no la justificaban. Ahora se volvió a plantear el problema y un grupo de
ricos terratenientes se presentó ante mí y se ofreció a pagar las dos terceras
partes de los gastos del drenaje, y y o me comprometí a realizarlo. Pidieron en
compensación concesiones de las tierras que ganaría a los pantanos y al lago
mismo, cuando éste fuese drenado. Rechacé este ofrecimiento, porque se me
ocurrió que si estaban dispuestos a pagar tanto por las tierras reclamadas, era
quizá porque valían mucho más. El problema parecía muy sencillo. Sólo había
que trazar un canal de cinco kilómetros de largo a través de una colina, en la
extremidad suroeste del lago, permitiendo de tal modo que el agua escapase
hacia el río Liris, que corría en el lado opuesto del monte. Decidí iniciar los
trabajos en el acto.
La labor comenzó en el primer año de mi monarquía, pero pronto fue
evidente que Augusto había tenido razón al no iniciarla. El trabajo y los gastos de
atravesar el monte eran infinitamente may ores de lo que mis ingenieros habían
calculado. Tropezaron con enormes masas de roca viva, que tuvieron que ser
horadadas trozo a trozo, y los escombros llevados a lo largo del canal. Y hubo
problemas con fuentes de la colina que estallaban de continuo y obstaculizaban
los trabajos. A fin de terminarlo tuve que poner muy pronto a treinta mil hombres
a trabajar constantemente. Pero me negué a considerarme derrotado; no me
gustaba abandonar una tarea. El canal fue completado hace pocos días, después
de tres años de trabajo. Pronto daré la señal para la apertura de las esclusas, a fin
de que salga el agua del lago.
XII
Un día, antes de que Herodes partiese de Roma, sugirió que debía ver a un
médico griego verdaderamente bueno para que me revisara; señaló cuán
importante era para Roma que y o gozara de buena salud. Últimamente había
mostrado signos de gran fatiga, dijo, por los extraordinarios horarios de trabajo.
Si no abreviaba esos horarios o me ponía en situación que me permitiese soportar
mejor la tensión, no podía abrigar esperanzas de vivir mucho tiempo más. Me
irrité y le dije que ningún médico griego había podido curarme de joven, si bien
consulté a muchos. Y le aseguré que no sólo era demasiado tarde para hacer
nada en cuanto a mis enfermedades, sino que me había acostumbrado a ellas y
las consideraba una parte integral de mí mismo. Y de que de cualquier manera
los médicos griegos no me gustaban. Herodes sonrió.
—Ésta es la primera vez en mi vida que oigo que estás de acuerdo con el
viejo Catón. Recuerdo ese Comentario sobre medicina que escribió para su hijo,
prohibiéndole consultar jamás a un médico griego. Recomendaba las oraciones,
el buen sentido y las hojas de col. Todo eso era bastante bueno para cualquier
enfermedad física común, decía. Y bien, en la actualidad se rezan muchas
oraciones en Roma por tu salud, tantas como para convertirte en un verdadero
atleta, si las oraciones fuesen suficientes. Y el buen sentido es la marca de
nacimiento de todos los romanos. ¿Es posible, César, que hay as olvidado las hojas
de col?
Yo me agité, irritado, en mi diván.
—Y bien, ¿a qué médico me recomiendas? Veré a uno solo, para
complacerte, pero no más. ¿Qué me dices de Largo? Es ahora el médico de
palacio. Mesalina dice que es muy listo.
—Si Largo hubiese conocido una cura para tus dolencias, te la habría ofrecido
voluntariamente hace tiempo. Es inútil consultarlo. Si consientes en consultar a
uno solo, tendrás que hacerlo con Jenofonte de Cos.
—¿Qué, el viejo cirujano de campaña de mi padre?
—No, su hijo. Estuvo con tu hermano Germánico en su última campaña,
como recordarás. Luego fue a practicar a Antioquía. Allí tuvo un éxito enorme y
hace poco llegó a Roma. Usa el lema del gran Asclépiades: cura rápidamente,
con seguridad, y en forma agradable. Nada de violentas purgas ni eméticos. A mí
me curó una violenta fiebre con un destilado de hojas de un arbusto de flores
purpúreas llamado acónito y luego me restableció en general con consejos sobre
la alimentación, y demás. Me dijo que no bebiera tanto, y qué especias debía
evitar. Utiliza solamente la dieta, el ejercicio, el masaje, y unos sencillos
remedios botánicos. Y además, es un maravilloso cirujano cuando hace falta.
Sabe exactamente dónde se encuentra cada nervio, hueso, músculo y tendón. Me
dijo que aprendió anatomía de tu hermano.
—Germánico no era un anatomista.
—No, pero era un matador de germanos. Jenofonte aprendió sus
conocimientos en el campo de batalla; Germánico le proporcionaba los sujetos.
Ningún cirujano puede aprender anatomía en Italia o Grecia. O bien tienen que ir
a Alejandría, en donde no les molesta mutilar los cadáveres, o seguir las huellas
de un ejército conquistador.
—¿Y te parece que vendrá si lo llamo?
—¿Qué médico no vendría? ¿Olvidas acaso quién eres? Pero por supuesto, si
te curas tendrás que pagarle bien. Le gusta el dinero. ¿A qué griego no le agrada?
—Si me cura.
Mandé llamar a Jenofonte. Me gustó en seguida, porque su interés profesional
en mí como caso le hizo olvidar que y o era emperador y que tenía poder de vida
y muerte sobre él. Era un hombre de unos cincuenta años de edad. Después de
sus reverencias y cumplidos formales, habló seca y lacónicamente, y se atuvo
estrictamente a la cuestión.
—Tu pulso; gracias. Tu lengua; gracias. Perdóname —me volvió los párpados
hacia arriba—. Los ojos, un tanto inflamados, pero eso se puede curar. Te daré
una loción para lavarlos. Leve retracción de los párpados. Ponte de pie, por favor.
Sí, parálisis infantil. Eso no se puede curar, por supuesto, es demasiado tarde. Se
habría podido hacer antes de que dejaras de crecer.
—En esa época tú mismo eras un niño, Jenofonte —sonreí.
Pareció no escucharme.
—¿Naciste prematuramente? ¿Sí? Lo sospechaba. ¿Malaria también?
—Malaria, sarampión, colitis, escrófula, erisipela. Todo el batallón contesta
« presente» , Jenofonte, salvo la epilepsia, las enfermedades venéreas y la
megalomanía.
Consintió en sonreír brevemente.
—¡Desnúdate! —ordenó. Me desnudé—. Comes demasiado y bebes
demasiado. Debes terminar con eso. Debes hacerte el propósito de no levantarte
jamás de la mesa sin un deseo insatisfecho de un poco más de comida. Sí, la
pierna izquierda muy debilitada. Es inútil prescribir ejercicios. Tendremos que
arreglárnoslas con el masaje. Puedes volver a vestirte.
Me formuló unas pocas preguntas más íntimas, y siempre en forma que
demostraba que conocía la respuesta y que no hacía más que confirmarla por mi
boca, por rutina.
—Por supuesto, de noche babeas sobre la almohada. —Convine, con
vergüenza, en que así era—: ¿Accesos de cólera repentina? ¿Contracciones
involuntarias de los músculos faciales? ¿Balbuceas cuando te sientes turbado?
¿Debilidad ocasional de la vejiga? ¿Accesos de afasia? ¿Rigidez de los músculos,
de modo que a menudo te despiertas con el cuerpo frío y envarado, incluso en
noches tibias? —Hasta me habló de las cosas con las cuales soñaba. Pregunté,
asombrado:
—¿Puedes también interpretarlas, Jonofonte? Eso debería ser fácil.
—Sí —respondió en forma negligente—, pero hay una ley contra eso. Y bien,
César; te quedan todavía muchos años por vivir, si quieres vivirlos. Trabajas
demasiado, pero supongo que no podré impedírtelo. Te recomiendo que leas lo
menos posible. La fatiga de que te quejas se debe en gran medida a un trabajo
excesivo de la vista. Haz que tus secretarios te lean todo lo que sea posible.
Escribe tan poco como puedas. Descansa una hora después de tu comida
principal; no te precipites a los tribunales en cuanto hay as devorado tu postre.
Debes encontrar veinte minutos para un masaje dos veces por día. Buscarás un
masajista experto. Los únicos masajistas expertos de Roma son esclavos míos. El
mejor es Carmes; le daré instrucciones especiales para tu caso. Si violas mis
reglas no debes esperar una cura completa, si bien la medicina que te recetaré te
hará mucho bien. Por ejemplo, las violentas contracciones del estómago, de que
te quejas, la pasión cardiaca, como la llamamos: si olvidas tus masajes y comes
una comida pesada deprisa, cuando te encuentras en un estado de excitación
nerviosa por cualquier cosa, las contracciones reaparecerán, con toda seguridad,
a pesar de mi medicina. Pero sigue mis instrucciones y serás un hombre sano.
—¿Qué es ese remedio? ¿Es difícil conseguirlo? ¿Tendré que mandar a
buscarlo a Egipto o a la India?
Jenofonte se permitió una risita cascada.
—No, ni siquiera más lejos que al erial más cercano. Pertenezco a la escuela
de medicina de Cos; en rigor soy nativo de Cos, descendiente del propio
Esculapio. En Cos clasificamos las enfermedades por sus remedios, que son en su
may or parte las hierbas que, si se las come en grandes cantidades, producen
precisamente los síntomas que curan cuando se las ingiere en cantidades
moderadas. De tal manera, si un chico humedece su cama después de la edad de
tres o cuatro años, y si muestra ciertos síntomas de cretinismo vinculados con el
humedecimiento de la cama, decimos: « ese chico tiene la enfermedad del
amargón» . El amargón, comido en grandes cantidades, produce esos síntomas, y
una decocción de amargón los cura. Cuando entré en esta habitación y advertí los
movimientos convulsivos de tu cabeza y el temblor de tu mano, y el leve
tartamudeo de tu saludo, juntamente con el tono más bien áspero de tu voz,
entendí tu caso en el acto. « Un típico caso de brionia —me dije—. Brionia,
masaje, dieta» .
—¿Qué, la brionia común?
—La misma. Te escribiré una receta para su preparación.
—¿Y las oraciones?
—¿Qué oraciones?
—¿No prescribes oraciones especiales para utilizar cuando se toma la
medicina? Todos los otros médicos que trataron de curarme me dieron siempre
oraciones especiales para repetir mientras mezclaba y tomaba la medicina.
Respondió con tono un tanto rígido:
—Sugiero, César, que como Sumo Pontífice y autor de una historia de los
orígenes religiosos de Roma, estás mejor equipado que y o mismo para entender
el aspecto teúrgico de la curación.
Pude ver que era un ateo, como tantos griegos, de modo que no insistí en el
asunto, y con eso terminó la entrevista. Me pidió que lo perdonase porque tenía
pacientes esperándolo en su sala de consultas.
Y bien, la brionia me curó. Por primera vez en mi vida supe qué era sentirse
verdaderamente bien. Seguí el consejo de Jenofonte al pie de la letra, y desde
entonces apenas he tenido un día de enfermedad. Por supuesto, sigo siendo cojo
y de vez en cuando tartamudeo y muevo la cabeza por costumbre, por vieja
costumbre, cuando me excito. Pero mi afasia ha desaparecido, apenas me
tiembla la mano, y todavía, a la edad de sesenta y cuatro años, puedo trabajar
catorce horas diarias, si es necesario, sin sentirme completamente agotado al
final. La pasión cardíaca ha vuelto de vez en cuando, pero sólo en las
circunstancias contra las cuales Jenofonte me advirtió.
Puede tenerse la seguridad de que le pagué bien por mi brionia. Lo convencí
de que viniese a vivir en palacio, como colega de Largo. Éste era un buen
médico, a su manera, y había escrito varios libros sobre temas médicos. Al
principio Jenofonte no quiso venir. Había conseguido una buena cantidad de
clientes durante los pocos meses de su estancia en Roma; valoraba a su clientela
ahora en tres mil piezas de oro anuales. Le ofrecí seis mil —el salario de Largo
era de sólo tres mil—, y cuando vaciló le dije: « Jenofonte, tienes que venir.
Insisto, y cuando me hay as mantenido vivo y en buena salud durante 15 años, el
gobernador de Cos recibirá una carta oficial informándole de que la isla en que
aprendiste medicina quedará excusada en adelante de enviar su contingente
militar y de pagar tributo al gobierno imperial» .
De modo que aceptó. Si se quiere saber a quién dirigía mi liberto sus
oraciones cuando mezclaba mis medicinas, y a quién dirigía y o las mías cuando
las bebía, pues a la diosa Carna, una antigua diosa sabina a quien los Claudios
hemos cultivado desde la época de Appio Claudio, de Regilo. La medicina bebida
y mezclada sin oraciones me habría parecido tan infortunada e inútil como una
boda celebrada sin invitados, sacrificio o música. Antes de que se me olvide,
debo registrar dos valiosos consejos respecto de la salud, que aprendí de
Jenofonte. Solía decir: « Es un tonto el hombre que antepone los buenos modales
a la salud. Si te molestan los gases, no los retengas. El estómago sufre mucho con
ellos. En una ocasión conocí a un hombre que casi llegó a matarse por retener los
gases. Y si por uno u otro motivo no puedes abandonar la habitación —digamos
que estás sacrificando o hablando ante el Senado—, no temas eructar o expeler
los gases donde te encuentres. Es mejor que los que se encuentran a tu lado
sufran un pequeño inconveniente, y no que tú te perjudiques en forma
permanente. Y además, cuando estés resfriado no te suenes a cada rato la nariz.
Eso no hace más que aumentar el flujo y el derrame mucoso, e inflama las
delicadas membranas de la nariz. Déjalo que fluy a, no te suenes» .
Siempre he seguido los consejos de Jenofonte, por lo menos en cuanto a
sonarme la nariz. Mis resfriados no duran tanto como antes. Es claro que pronto
se burlaron de mí los caricaturistas y los satíricos, por tener siempre colgando de
la nariz hilos de moco, ¿pero qué me importaba eso? Mesalina me dijo que le
parecía muy sensato que me cuidase. Si y o muriera de pronto o cay ese
seriamente enfermo, ¿qué sería de la ciudad, y del imperio, para no hablar de
ella misma y de nuestro hijito? Un día me dijo:
—Comienzo a arrepentirme de mi buen corazón.
—¿Quieres decir que en fin de cuentas tendríamos que haber dejado a mi
sobrina Lesbia en el exilio?
Asintió.
—¿Cómo adivinaste que me refería a eso? Y ahora dime, querido, ¿a qué va
Lesbia tan a menudo a tus habitaciones de palacio, cuando y o no estoy cerca?
¿De qué habla? ¿Y por qué no me informas cuando viene? Ya ves que es inútil
tratar de tener secretos conmigo.
Sonreí tranquilizadoramente, pero me sentí un tanto embarazado.
—No hay nada secreto en ese sentido, absolutamente nada. Recordarás que
hace un mes más o menos le devolví el resto de la finca que Calígula le había
arrebatado. La de Calabria, que tú y y o decidimos no devolverle hasta que
viésemos cómo se comportaban ella y Vinicio. Bien, como te dije, cuando se la
devolví estalló en lágrimas y me dijo cuán ingrata había sido y que ahora
pensaba cambiar su modo de vivir, y que dominaría su estúpido orgullo.
—Muy emocionante, te lo juro, pero ésta es la primera vez que me entero de
una escena tan dramática.
—Sin embargo recuerdo haberte contado todo, una mañana, durante el
desay uno.
—Debes de haberlo soñado. Y bien, ¿cómo fue? Es mejor tarde que nunca.
Cuando le devolviste las fincas pensé que era extraño que la recompensaras por
su insolencia hacia mí. Pero no dije nada. Era cosa tuy a, no mía.
—Esto no puedo entenderlo. Habría jurado que te lo dije. Mi memoria tiene a
veces las lagunas más extraordinarias. Lo siento muchísimo, queridísima,
queridísima. Bien, le devolví la finca nada más que porque dijo que había ido a
verte y te había ofrecido la disculpa más sincera, y que tú dijiste: « Te perdono,
Lesbia, vé y dile a Claudio que te perdono» .
—¡Oh. qué mentira descarada! Jamás vino a verme. ¿Estás seguro de que
dijo eso? ¿O la memoria te traiciona otra vez?
—No, estoy seguro. De lo contrario no le habría devuelto las fincas.
—¿Conoces la fórmula legal en cuanto a las declaraciones? « Falso en una
cosa, falso en todo» . Eso le viene bien a Lesbia, pero todavía no me has dicho
por qué te visita. ¿Qué es lo que trata de sacarte?
—Nada, por lo que y o sé. Viene de vez en cuando, para una visita amistosa,
para repetirme cuán agradecida se siente y para preguntarme si puede serme de
alguna utilidad. Nunca se queda lo suficiente como para estorbarme, y siempre
me pregunta por ti. Cuando le digo que estás trabajando, dice que no se le
ocurriría molestarte, y que se disculpa por molestarme a mí. Ay er me dijo que
creía que todavía abrigabas cierta suspicacia hacia ella. Le dije que no me
parecía así. Parlotea un poco acerca de diversas cosas, durante unos minutos, me
besa como una buena sobrina y se va. Sus visitas me gustan mucho, pero estaba
convencido de que te las había mencionado.
—Nunca. Esa mujer es una serpiente. Creo que conozco su plan. Se insinuará
en tu confianza —como una buena sobrina, por supuesto—, y luego comenzará a
calumniarme. Al principio en una forma indirecta, con insinuaciones, y luego en
forma más directa a medida que se sienta más audaz. Probablemente inventara
una maravillosa historia en cuanto a la doble vida que hago. Dirá que a espaldas
tuy as hago una vida de libertinaje, con esgrimistas, actores, jóvenes cortejantes
y demás. Tú la creerás, por supuesto, como un buen tío. ¡Oh Dios, qué perversas
son las mujeres! Creo que y a ha empezado. ¿No es así?
—Por supuesto que no. No se lo permitiría, no creería a nadie que me dijese
que me eres infiel en los hechos o de palabra. No lo creería, incluso aunque me
lo dijeses tú misma con tus propios labios. Ahí tienes, ¿estás satisfecha?
—Perdóname, querido, por ser tan celosa. Es mi naturaleza. Me molesta que
tengas amistades con otras mujeres a mis espaldas, aunque sean parientas. No
confío en ninguna mujer que se quede a solas contigo. Eres tan ingenuo… Me
ocuparé de averiguar qué treta ponzoñosa tiene planeada Lesbia. Pero no quiero
que sepa que sospecho de ella. Prométeme que no le dejarás saber que la hemos
sorprendido en una mentira, hasta que tenga una acusación más grave contra
ella.
Se lo prometí. Le dije a Mesalina que no creía ahora en el cambio de
carácter de Lesbia y que le informaría de todas las observaciones que me hiciese
durante nuestras conversaciones. Esto la satisfizo, y dijo que ahora podría
continuar su trabajo con la mente más tranquila. Repetí fielmente a Mesalina
todas las observaciones de Lesbia; me parecían de poca importancia, pero
Mesalina encontraba algún significado en algunas de ellas. Percibió en especial
un sentido en una frase que —para mí— era perfectamente inofensiva, y en la
que Lesbia se refería a un senador llamado Séneca. Séneca era un magistrado de
segundo orden, y en una ocasión había incurrido en el desagrado celoso de
Calígula por la elocuencia con que dirigió un caso en el Senado. Es indudable que
entonces habría perdido la cabeza, a no ser por mí. Le hice el servicio de
despreciar sus habilidades oratorias diciéndole a Calígula:
—¿Elocuente? Séneca no es elocuente. Es nada más que un hombre bien
educado, y tiene una memoria prodigiosa. Su padre compiló esas Controversias y
Persuasivas, ejercicios escolares de oratoria sobre casos imaginarios. Cosas de
niño. Escribió mucho más, pero no se ha publicado. Séneca parece haber
aprendido todo eso de memoria. Ahora posee una llave retórica que encaja en
cualquier cerradura. No se trata de elocuencia. No hay nada detrás de eso. Ni
siquiera un enérgico carácter personal. Te diré lo que es: es como arena sin cal.
No puedes construir con eso una verdadera elocuencia.
Calígula repitió mis propias palabras como su juicio respecto de Séneca.
—Ejercicios escolares, declamaciones pueriles, tomadas de los trabajos
inéditos de su padre. Arena sin cal.
Por lo tanto, se le permitió a Séneca seguir viviendo.
Ahora Mesalina me preguntó:
—¿Estás seguro de que ella se esforzó en elogiar a Séneca como hombre
honesto y carente de ambiciones? ¿No mencionaste tú primero su nombre?
—No.
—Entonces puedes estar seguro de que Séneca es su amante. Sabía desde
hacía mucho tiempo que tenía un amante secreto, pero oculta tan bien sus
huellas, que no pude saber si se trataba de Séneca o de Viniciano, el primo de su
esposo, o de ese otro individuo Asinio Galo, el nieto de Polio. Todos viven en la
misma calle.
Diez días después me dijo que ahora tenía pruebas concretas del adulterio
existente entre Lesbia y Séneca, durante la reciente ausencia de Roma de
Vinicio, el esposo de Lesbia. Trajo testigos que juraban haber visto a Séneca salir
de la casa a horas avanzadas de la noche, disfrazado; que lo siguieron a la casa de
Lesbia, en la que entró por una puerta lateral. Que vieron encenderse una luz, de
pronto, en la ventana de la habitación de Lesbia, para apagarse en seguida; y que
tres o cuatro horas después vieron a Séneca salir, y volver a su casa, todavía
disfrazado.
Era claro que no se podía permitir que Lesbia continuase en Roma. Era mi
sobrina, y por lo tanto una importante figura pública. Ya había sido desterrada en
una ocasión, acusada de adulterio, y y o la llamé a Roma con la seguridad que en
el futuro se comportaría de forma más discreta. Esperaba que todos los
miembros de mi familia dieran a la ciudad el ejemplo de altas normas morales.
Séneca también tendría que ser desterrado. Era un hombre casado, y un senador,
y aunque Lesbia era una mujer hermosa sospeché que para un hombre del
carácter de Séneca, la ambición era un motivo más enérgico para el adulterio
que la pasión sexual. Ella era una descendiente directa de Augusto, de Livia y de
Marco Antonio, una hija de Germánico, una hermana de un extinto emperador,
una sobrina del actual. En tanto que él no era más que el hijo de un adinerado
gramático provinciano y había nacido en España. Quién sabe por qué, no quise
entrevistar y o mismo a Lesbia, de modo que le pedí a Mesalina que lo hiciese.
Estaba seguro de que ella tenía más motivos de resentimiento que y o, y que
quería volver a demostrarle su agradecimiento y cuánto lamentaba haberle dado
motivo para un leve acceso de celos. Aceptó gustosa la tarea de sermonear a
Lesbia por su ingratitud y de hacerle conocer su sentencia, que consistía en el
destierro a Reggio, en el sur de Italia, la ciudad en que su abuela Julia había
muerto, también exiliada por el mismo delito. Más tarde Mesalina me informó
que Lesbia le había hablado en forma muy insolente, pero que al cabo admitió el
adulterio con Séneca, diciendo que su cuerpo le pertenecía y que podía hacer lo
que quisiese. Al informársele que sería desterrada, estalló en apasionadas
amenazas. Dijo:
—Una mañana los servidores de palacio entrarán en la alcoba imperial y los
encontrarán a ambos con la garganta cortada. ¿Cómo les parece que mi esposo y
su familia tomarán este insulto?
—No son más que palabras, querida —le dije—. No la tomes en serio,
aunque quizá será mejor que vigilemos con cuidado a Vinicio y a su partido.
La noche en que Lesbia partió rumbo a Reggio, hacia el alba, Mesalina y y o
fuimos despertados por un repentino grito y forcejeos en el corredor, frente a
nuestra puerta, unos violentos estornudos y gritos de « ¡Atrápenlo! ¡Asesino!
¡Asesino! ¡Atrápenlo!» . Salté fuera de la cama, con el corazón palpitante por la
emoción, y tomé un taburete como arma de defensa, gritándole a Mesalina que
se pusiese detrás de mí. Pero mi valentía no fue puesta a prueba. Se trataba de un
solo hombre, y y a había sido desarmado. Ordené a los guardias que estuviesen
alertas durante el resto de la noche y volví a acostarme, aunque me llevó algún
tiempo dormirme de nuevo. Mesalina tuvo que ser consolada durante mucho
tiempo. Parecía ofuscada, casi al borde de la demencia, reía y lloraba
alternativamente.
—Esto es cosa de Lesbia —sollozó—. Estoy segura.
Cuando llegó la mañana dije que me trajesen al presunto asesino. Confesó ser
un liberto de Lesbia. Pero había llegado disfrazado con la librea de palacio. Era
un griego de Siria y su historia era grotesca. Dijo que no había tenido la intención
de asesinarme. Todo era culpa de él, por haber repetido las palabras erróneas al
terminar el Misterio.
—¿Qué misterio? —pregunté.
—No puedo decírtelo, César. Sólo revelaré lo que me atrevo a decirte. Se
trata del más sagrado de todos los Misterios sagrados. Fui iniciado en él la noche
pasada. Sucedió bajo tierra. Cierta ave fue sacrificada y y o bebí su sangre.
Aparecieron dos espíritus de elevada estatura, de rostro resplandeciente, y me
dieron una daga y un pimentero, explicándome qué significaban esos
instrumentos. Me vendaron los ojos, me ataviaron con una nueva vestimenta y
me dijeron que mantuviese un silencio absoluto. Repitieron palabras mágicas y
me dijeron que los siguiese al Infierno. Me condujeron de un lado a otro, me
hicieron subir y bajar escaleras, me llevaron por calles y calles y a través de
jardines, describiendo muchas extrañas visiones a medida que avanzábamos.
Entramos en un bote y pagamos al botero. Era el propio Caronte. Luego
desembarcamos en el Infierno. Me lo mostraron todo. Los espíritus de mis
antepasados me hablaron. Oí ladrar a Cerbero. Al cabo me quitaron las vendas
de los ojos y me susurraron: « Ahora estás en los Salones del Dios de la Muerte.
Oculta esta daga en tu túnica. Sigue este corredor hacia la derecha, sube las
escaleras del final y luego dobla a la izquierda por un segundo corredor. Si algún
centinela te detiene dale el santo y seña. El santo y seña es “Destino”. El Dios de
la Muerte y su Diosa están dormidos en la habitación del extremo. A su puerta
hay otros dos centinelas vigilando. No son como los demás. No conocemos su
santo y seña. Acércate a ellos, entre las sombras, y arrójales de pronto el
contenido de este pimentero sagrado a los ojos. Luego abre con audacia la puerta
y mata al Dios y a la Diosa. Si tienes éxito en esta empresa, vivirás para siempre
en regiones de perpetua bienaventuranza y serás considerado más grande que
Hércules, más grande que Prometeo, más grande que el propio Júpiter. La
Muerte y a no existirá. Pero mientras avanzas debes repetirte una y otra vez las
palabras del mismo encantamiento que hemos usado para traerte hasta ahora a
salvo. Si no lo haces, toda nuestra guía habrá sido en vano. El encantamiento se
quebrará y te encontrarás en un lugar completamente distinto» . Yo me sentí
asustado. Supongo que debo de haber cometido un error en las palabras del
hechizo, porque cuando eché la mano hacia atrás para arrojar el pimentero me
encontré de pronto aquí, en Roma, en tu palacio imperial, luchando con los
guardias, ante la puerta de tu dormitorio. Había fracasado. La Muerte sigue
reinando. Algún día un alma más audaz, más serena, deberá asestar ese golpe.
—Los cómplices de Lesbia son astutos —susurró Mesalina—. ¡Qué plan
perfecto!
—¿Quién te inició? —pregunté al hombre.
No quiso contestarme, ni siquiera bajo tortura, y no pude obtener mucha
información de los guardias de la puerta principal, que eran hombres
recientemente incorporados. Dijeron que lo habían dejado pasar porque llevaba
puesta la librea de palacio y conocía la contraseña correcta. No pude
censurarlos. Había llegado a la puerta en compañía de otros dos hombres,
también con librea de palacio, quienes le desearon buenas noches y se alejaron.
Me sentí inclinado a creer en el relato del hombre, pero éste insistió en su
negativa a decir quiénes habían patrocinado su iniciación en estos presuntos
misterios. Cuando le aseguré, con tono de simpatía, que no podían haber sido
verdaderos misterios, sino una complicada broma, y que por lo tanto su
juramento no lo comprometía a nada, se encolerizó y me habló con suma
grosería. Entonces tuvo que ser ejecutado. Y después de un prolongado debate
conmigo mismo convine con Mesalina que en bien de la seguridad pública
también había que ejecutar a Lesbia. La hice ir a buscar por un destacamento de
caballería de la guardia, y al día siguiente me trajeron su cabeza, en prueba de
que estaba muerta. Me resultó muy doloroso tener que ejecutar a una hija de mi
querido hermano Germánico, después de haber jurado, ante su lecho de muerte,
amar y proteger a todos sus hijos como si fueran propios. Pero me consolé con el
pensamiento de que él habría actuado igual que y o, si se hubiese encontrado en
mi lugar. Siempre anteponía la obligación pública a los sentimientos personales.
En cuanto a Séneca, le dije al Senado que a menos que conociese un buen
motivo para lo contrario, deseaba que votase su destierro a Córcega. Por lo tanto
lo desterraron, concediéndole treinta horas para abandonar Roma y treinta días
para salir de Italia. Séneca no era popular entre los senadores. Mientras vivió en
Córcega tuvo abundantes oportunidades de practicar la filosofía de los estoicos, a
la cual se había convertido por una palabra casual mía, pronunciada una vez en
elogio de ellos. Las adulaciones de que era capaz el individuo resultaban
realmente repugnantes. Uno o dos años más tarde, cuando mi secretario Polibio
perdió un hermano a quien quería mucho, Séneca, que sólo conocía a Polibio
superficialmente y a su hermano en modo alguno, le envió, desde Córcega, una
larga carta, redactada con cuidado, que al mismo tiempo hizo publicar en la
ciudad bajo el título de Consuelo para Polibio. El consuelo adoptó la forma de
reprochar con delicadeza a Polibio por ceder a su pena personal ante la muerte
de su hermano, mientras y o, César, vivía y gozaba de buena salud y continuaba
mostrándole mis favores principescos.
SALUD.
Este Barbilo era un astrólogo de peso, en cuy os poderes Mesalina tenía una fe
absoluta, y debo admitir que era un individuo sumamente listo, que sólo iba a la
zaga del gran Trasilo en la exactitud de sus pronósticos. Había estudiado en la
India y entre los caldeos. Su fervor por Alejandría se debía a la hospitalidad que
los principales hombres de la ciudad le mostraron cuando se vio obligado,
muchos años antes, a partir de Roma, porque Tiberio había desterrado de Italia a
todos los astrólogos y adivinos, con la excepción de su favorito Trasilo.
Uno o dos meses después recibí una carta de Herodes, en la que me felicitaba
formalmente por mis victorias, por el nacimiento de mi hijo y por haber
conquistado el título de emperador por mis victorias en Alemania. Incluía su
habitual carta personal:
¡Qué gran guerrero eres, Tití, por cierto! No tienes más que aplicar
la pluma al papel y ordenar una campaña, ¡y en el acto ondulan las
banderas, las espadas salen de sus vainas, las cabezas ruedan por el
pasto, las ciudades y los templos quedan envueltos en llamas! ¡Qué
terrible destrucción causarías si algún día montases sobre un elefante y
salieses en persona al campo de batalla! Recuerdo que tu querida madre
habló una vez de ti, con no muchas esperanzas, como del futuro
conquistador de la isla de Bretaña. ¿Por qué no? Por mi parte, no deseo
triunfos militares. La paz y la seguridad son lo único que pido. Estoy
ocupado poniendo a mi dominio en situación de defenderse de una
posible invasión de los partos. Cy pros y y o estamos muy dichosos y
bien, lo mismo que los niños. Están aprendiendo a ser buenos judíos. Lo
hacen mucho mejor que y o, porque son más jóvenes. De paso, no me
gusta Vibio Marso, tu nuevo gobernador de Siria. Temo que él y y o
reñiremos un día de éstos, muy pronto, si no se mete en sus propias
cosas. Lamenté mucho que el período de Petronio hubiese terminado.
Era un buen sujeto. El pobre Silas sigue encarcelado. Sin embargo le he
dado la celda más agradable posible, y le concedí materiales para
escribir, como vía de escape para sus sentimientos contra mi ingratitud.
Nada de pergamino o de papel, por supuesto, sino sólo una tablilla de
cera, de modo que cuando llega al final de una queja, tiene que borrarla
antes de empezar con la siguiente.
Eres muy popular aquí, entre los judíos, y las severas frases de tu
carta a los alejandrinos no fueron echadas en saco roto. Los judíos son
rápidos para leer entre líneas. Por mi antiguo amigo Alejandro el
alabarca he sabido que circularon varias copias en los distintos barrios de
Alejandría, para ser exhibidas, con el siguiente endoso del prefecto de la
ciudad:
EL BANDIDO
TITÍ
Quince nobles o ex nobles rebeldes fueron ejecutados, pero sólo uno de ellos
era senador, cierto Junco, magistrado de primer rango, y lo obligué a renunciar a
su puesto antes de ejecutarlo. Los otros senadores se habían suicidado antes de
ser arrestados. Contrariamente a la costumbre habitual, no confisqué las
propiedades de los rebeldes ejecutados, sino que dejé que sus herederos las
recibiesen como si se hubiesen suicidado decentemente. En tres o cuatro casos,
en verdad, cuando las propiedades estaban muy cargadas de deudas —cosa que
probablemente era la razón de su participación en la rebelión—, llegué a hacer a
los herederos regalos de dinero. Se ha dicho que Narciso aceptó sobornos para
ocultar pruebas de culpabilidad contra ciertos rebeldes. Por cierto que ésta es una
invención. Yo mismo dirigí las investigaciones preliminares, con ay uda de
Polibio, y tomé declaraciones. Narciso no tuvo oportunidad alguna de ocultar
pruebas. Pero Mesalina tuvo acceso a los papeles y puede haber destruido alguno
de ellos. No puedo decir si lo hizo o no. Pero ni Narciso ni Polibio los manejaron,
como no fuese en mi presencia. También se ha dicho que libertos y ciudadanos
fueron torturados en un intento de arrancarles pruebas. Esto también es falso.
Algunos esclavos fueron puestos sobre el potro, pero no para obligarlos a dar
pruebas contra sus amos, sino sólo para hacer que declarasen contra ciertos
libertos a quienes se sospechaba de perjurio. El origen del informe de que torturé
a libertos y ciudadanos debe encontrarse quizás en el caso de algunos de los
esclavos de Viniciano, a quien éste concedió la libertad cuando vio que la rebelión
había fracasado, para impedirles que declarasen contra él bajo torturas. Predató
su libertad, en el acta de manumisión, en doce meses. Éste era un procedimiento
ilegal, o por lo menos los hombres estaban todavía en condiciones de ser
examinados bajo tortura, según una ley promulgada bajo el reinado de Tiberio,
para impedir este tipo de evasión. Uno de los ciudadanos fue presuntamente
torturado cuando se descubrió que no tenía derecho alguno a ser considerado
como tal. Junco protestó en su juicio de que se le había maltratado groseramente
en la cárcel. Apareció envuelto en vendajes, con grandes heridas en la cara, pero
Rufrio declaró que era una mentira lisa y llana: las heridas se debían a que se
había resistido durante el arresto: saltó por la ventana de su dormitorio en Bríndisi,
y trató de pasar a través de un seto de espinos. Dos capitanes de la guardia
confirmaron eso.
Pero Junco se vengó de Rufrio.
« Si debo morir, Rufrio —dijo—, entonces te llevaré conmigo. —Luego se
volvió hacia mí—: Tu digno comandante de la guardia te odia y te desprecia
tanto como y o. Peto y y o lo entrevistamos, en nombre de Viniciano, para
preguntarle si a la llegada de las fuerzas de Dalmacia pondría a los guardias de
nuestra parte. Se comprometió a hacerlo, pero sólo con la condición de que él,
Escriboniano y Viniciano se repartiesen el imperio. Niégalo, Rufrio, si te
atreves» .
Arresté a Rufrio en el acto. Al principio trató de reírse de la acusación, pero
Peto, uno de los caballeros rebeldes que aguardaban su juicio, respaldó la
declaración de Junco, y al cabo aquél se derrumbó y pidió piedad. Le concedí la
merced de ser su propio verdugo. También unas cuantas mujeres fueron
ejecutadas. No entendía por qué el sexo de una mujer debería protegerla de su
castigo, si había sido culpable de fomentar una rebelión, y en especial una mujer
que no se había casado con un hombre según las formalidades estrictas del
matrimonio, sino que había mantenido su independencia y sus propiedades, y por
lo tanto no podía alegar que se la había obligado. Se las llevó al patíbulo
encadenadas, lo mismo que a sus esposos, y en conjunto mostraron mucha más
valentía frente a la muerte. Una mujer, Arria, esposa de Peto pero amiga íntima
de Mesalina, casada según las formalidades estrictas, habría podido conquistar sin
duda mi perdón si se hubiese atrevido a pedirlo. Pero no, prefirió morir con Peto.
Éste, como recompensa por sus declaraciones en el caso de Rufrio, recibió
permiso para suicidarse antes de recibir una acusación formal. Era un cobarde y
no logró reunir fuerzas suficientes para precipitarse sobre su espada. Arria se la
arrebató y se la clavó entre sus propias costillas.
« Mira, Peto —dijo antes de morir—, no duele» .
La persona más distinguida que murió por complicidad con esta rebelión fue
mi sobrina Julia (Helena la Glotona). Me alegré de tener una buena excusa para
librarme de ella. Fue ella quien traicionó a su esposo, mi pobre sobrino Nerón,
ante Sey ano, y quien lo hizo desterrar a la isla en que murió. Después Tiberio le
demostró su desprecio entregándola en matrimonio a Blando, un vulgar caballero
sin familia. Helena estaba celosa de la belleza de Mesalina, lo mismo que de su
poder. Había perdido gran parte de su propia belleza debido a su pasión por la
comida y a su indolencia, y se había puesto excesivamente robusta. Pero
Viniciano era uno de esos sencillos hombres ratoniles que tienen el mismo amor
por las mujeres de encantos abundantes que los ratones tienen por los zapatos
grandes. Y si hubiese llegado a ser emperador, como era su intención, sabiendo
que era superior a Rufrio y Escriboniano juntos, Helena la Glotona se habría
convertido en su emperatriz. Viniciano la traicionó ante Mesalina como prueba de
su lealtad hacia nosotros.
XV
Bretaña está situada al norte, pero su clima, aunque muy húmedo, no es tan frío
como sería de esperar. Adecuadamente drenado, el país sería muy fructífero.
Los habitantes aborígenes, un pueblo pequeño, de cabello negro, fueron
desposeídos por la época de la fundación de Roma, por una invasión de los celtas
del sureste. Algunos todavía se conservan independientes en pequeños caseríos de
montañas o ciénagas inaccesibles. Los demás se convirtieron en siervos y
mezclaron su sangre a la de los conquistadores. Uso la palabra « celtas» en el
sentido más general, para denotar a las muchas naciones que aparecieron en
Europa en el trascurso de los últimos siglos, en avance hacia el oeste desde
alguna remota región ubicada al norte de las montañas de la India. Algunas
autoridades sostienen que salieron de esa región, no por amor al vagabundeo o
por presión de tribus más fuertes sobre sus fronteras, sino por una lenta catástrofe
natural a gran escala, por la desecación gradual de inmensas extensiones de
tierras fértiles que hasta entonces los mantuvieron. Entre esos celtas, si se quiere
que la palabra tenga alguna significación verdadera, debo incluir no sólo a la
may oría de los habitantes de Francia —pero los aquitanios son aborígenes
ibéricos— y a las muchas naciones de Germania y los Balcanes, sino también a
los griegos aqueos, que se establecieron durante un tiempo en el valle del
Danubio superior antes de dirigirse rumbo al sur, hacia Grecia. Sí, los griegos son
relativamente recién llegados a Grecia. Desplazaron a los pelasgos nativos, que
derivaron su cultura de Creta, y trajeron nuevos dioses consigo, siendo Apolo el
principal de ellos. Esto sucedió no mucho antes de la guerra de Troy a. Los
griegos dorios llegaron más tarde aún: ochenta años después de la guerra de
Troy a. Otros celtas de la misma raza invadieron Francia e Italia más o menos
por la misma época, y el idioma latino deriva de su habla. También entonces se
produjo la primera invasión céltica de Bretaña. Estos celtas, cuy o lenguaje es
afín al latín primitivo, eran llamados goidelos; eran una raza de elevada estatura,
cabellos claros, miembros largos, jactanciosos, excitable pero noble, dotada en
todas las artes, incluso en el trabajo del metal, los tejidos, la música y la poesía.
Todavía sobreviven, en Bretaña del norte, en el mismo estado de civilización que
los versos de Homero inmortalizaron para los griegos, ahora tan cambiados.
Cuatrocientos o quinientos años después apareció otra nación céltica en
Europa septentrional: las tribus que llamamos gálatas. Invadieron Macedonia
después de la muerte de Alejandro, y cruzaron hacia el Asia Menor, ocupando la
región que ahora se llama Galacia. También entraron en la Italia del norte, donde
quebraron el poder de los etruscos, y llegaron hasta Roma, donde nos derrotaron
en Alia e incendiaron nuestra ciudad. Esta misma nación ocupó la may or parte
de Francia, si bien sus predecesores se mantuvieron en el centro, el noroeste y el
sureste. Estos gálatas eran también un pueblo dotado. Si bien inferiores en artes a
los celtas primitivos, están más unidos en espíritu y son mejores combatientes.
Son de mediana estatura, cabellos castaños o negros, barbilla redondeada y nariz
recta. Por la época del desastre de Alia algunas tribus de esta nación invadieron
Bretaña por la vía de Kent, el distrito sureste de la isla, y obligaron a los goidelos
a abrirse en abanico ante ellos, de modo que ahora sólo se los encuentra —a no
ser como siervos— en el norte de Bretaña y en la isla vecina de Irlanda. Los
gálatas que invadieron Bretaña fueron conocidos con el nombre de britanos, u
hombres pintados, porque usaban marcas de casta, de tinte azul, en su cara y
cuerpo, y han dado su nombre a toda la isla. Pero 200 años más tarde llegó una
tercera raza de celtas que avanzaron por el Rin, desde la Europa central. Eran el
pueblo al que llamamos belgas, los mismos que ahora están establecidos a lo
largo de la costa del Canal y a los que se conoce como los mejores combatientes
de Francia. Son una raza mixta, afín a los gálatas, pero con sangre germana en
sus venas. Tienen cabellos claros, barbilla grande y nariz aguileña. Invadieron
Bretaña por Kent y se establecieron en toda la parte sur de la isla, con la
excepción del extremo suroeste, que todavía estaba ocupado por los britones y
sus siervos goidelos. Los belgas se mantuvieron en estrecho contacto con sus
compatriotas del otro lado del Canal (uno de sus rey es gobernó los territorios
situados a ambos lados de las aguas), comerciaron con ellos constantemente e
incluso les enviaron ay uda armada en sus guerras contra Julio César, lo mismo
que en el suroeste los britones comerciaban con sus compatriotas, los gálatas del
Loira, y les enviaban ay uda.
Esto en cuanto a las razas de Bretaña. Y ahora hablemos de la historia de su
contacto con el poder de Roma. La primera invasión de Bretaña fue llevada a
cabo por Julio César hace 108 años. Había encontrado a numerosos britones
combatiendo en las filas de sus enemigos, los belgas y los gálatas del Loira, y se
le ocurrió que ahora había que enseñarle a la isla a respetar el poder de Roma.
No podía abrigar la esperanza de mantener pacificada a Francia mientras
Bretaña siguiese siendo un refugio seguro para sus enemigos más empecinados y
un punto de partida para las tentativas de recuperar la independencia de su país.
Además, por motivos políticos, quería lograr una notable victoria militar para
contrarrestar las victorias de su colega Pompey o. Sus victorias en España y
Francia habían sido una respuesta a las de Pompey o en Siria y Palestina, y una
campaña en la distante Bretaña podía superar las hazañas de Pompey o entre las
remotas naciones del Cáucaso. En último término, necesitaba dinero. Los
comerciantes del Loira y los del Canal parecían prosperar en sus relaciones con
Bretaña, y Julio quería el mercado para sí, luego de cobrar un fuerte tributo a los
isleños. Sabía que en Bretaña había oro, porque las piezas de oro de allí
circulaban libremente en Francia. (De paso, era una moneda interesante. El
modelo original era la moneda primitiva de Filipo de Macedonia, que había
llegado a Bretaña por el Danubio y el Rin, pero el diseño se había borrado de tal
manera con el trascurso del tiempo, que de los dos caballos de la carroza sólo
quedaba uno, en tanto que el conductor y la carroza misma se habían convertido
en un simple perfil. De la cabeza de Apolo, coronada de laurel, sólo quedaba el
laurel). En rigor, Bretaña no es particularmente rica en oro, y si bien las minas de
estaño del suroeste fueron otrora de importancia —los cartagineses comerciaron
con ellas— y todavía funcionan, la principal provisión de estaño de Roma
proviene ahora de las islas estañíferas frente a la costa de Galicia. En Bretaña
hay plata, y cobre y plomo, y existen importantes explotaciones de hierro en la
costa sureste, y perlas de agua dulce, de buena calidad, aunque pequeñas y sin
comparación con la variedad oriental. No hay ámbar, aparte del lanzado a la
play a por las mareas —viene del Báltico—, pero sí un muy buen azabache, y
otras valiosas mercancías de exportación, entre ellas esclavos, pieles, lana, lino,
animales domésticos, bronces esmaltados, tinte azul, cestos de mimbre y
cereales. Lo que más le interesaba a Julio era el oro y los esclavos, aunque sabía
que los esclavos que conseguiría en la isla no eran de una calidad muy
especialmente elevada, porque las mujeres no son en modo alguno seductoras y
tienen un temperamento feroz, en tanto que los hombres, que son excelentes
cocheros, sólo están adaptados para los más rudos trabajos de campo. No podía
esperar encontrar entre ellos cocineros, joy eros, músicos, barberos, secretarios o
cortesanos consumados. El precio promedio que obtendría por ellos en Roma no
sería superior a cuarenta piezas de oro.
Invadió dos veces Bretaña por el sudeste, lo mismo que habían hecho a su vez
los goidelos, britanos y belgas. En la primera ocasión los britones le disputaron
calurosamente el desembargo y combatieron con brío, de manera que, aparte de
algunos rehenes que tomó a los hombres de Kent, logró muy poca cosa, salvo un
avance de unos quince kilómetros tierra adentro. Pero en la segunda ocasión,
aprovechando sus experiencias, desembarcó con un gran ejército de veinte mil
hombres, cuando en la primera invasión sólo había llevado 10.000. Marchó desde
Sandwich, una punta cercana a la costa francesa, a lo largo de la orilla
meridional del estuario del Támesis, forzando primero el paso del río Stour y
luego el del Támesis, cerca de Londres. Se dirigía al territorio de los
catuvelaunios, una tribu belga cuy o rey se había convertido en el jefe de varios
rey ezuelos del sur y el este de la isla; su ciudad capital era Wheathampstead, a
unos cuarenta kilómetros al nordeste de Londres. Cuando digo « ciudad» no me
refiero, por supuesto, a una ciudad en el sentido greco-romano, sino a un gran
caserío de chozas de barro y paja, y unas pocas chozas de piedra sin desbastar.
Este rey Casivelauno fue el que organizó la resistencia contra Julio, pero
descubrió que si bien su caballería y sus carros de guerra eran superiores a la
caballería francesa que Julio había llevado consigo, su infantería no podía
competir contra la infantería romana. Decidió que su mejor táctica consistía en
prescindir por completo de la infantería, y con la caballería y los carros de
guerra impedir que el ejército romano se desplegara. Julio descubrió que no
podía enviar grupos forrajeadores, salvo en unidades compactas y con apoy o de
la caballería. Los carros británicos habían perfeccionado la técnica de sorprender
y aislar a los rezagados y grupos pequeños. Mientras el ejército romano
permaneciera formado en columnas de marcha, el daño que pudiera infligir
incendiando trigales y villorios no era de may or importancia, y los britones
tenían tiempo de sobra para llevar sus mujeres, niños y ganado a un lugar seguro.
Pero una vez que se encontró al otro lado del Támesis, Julio tuvo el apoy o de
algunos tribeños que recientemente habían sido derrotados por sus enemigos, los
catuvelaunios. Eran los trinovantes, que vivían al noroeste de Londres, con
Colchester como su capital. Un príncipe exilado de los trinovantes, cuy o padre
había sido muerto por Casivelauno, había pedido protección a Julio en Francia,
antes de que comenzara la expedición, y se había comprometido, si Julio invadía
el territorio de los catuvelaunios, a levantar toda la costa este en su apoy o.
Cumplió con su compromiso, y Julio contó entonces con una base segura en
territorio trinovante. Después de reavituallarse allí, reanudó su marcha sobre
Wheathampstead.
Casivelauno sabía que ahora tenía pocas esperanzas de victoria, a menos de
que, por medio de alguna diversión, pudiera obligar a Julio a volver sobre sus
pasos. Envió un urgente mensaje a sus súbditos aliados, los hombres de Kent,
pidiéndoles que se levantasen en masa y atacasen el campamento de base de
Julio. Éste y a había sido detenido, poco después de desembarcar, por la noticia de
que una tormenta había hecho naufragar algunos de sus trasportes, que olvidó de
encallar en la bahía y dejó anclados. Se vio obligado a volver desde el Stour y
necesitó diez días para reparar los daños, cosa que proporcionó a los britones la
oportunidad de reocupar y fortificar las posiciones que aquél había capturado con
alguna dificultad. Si los hombres de Kent consentían en atacar el campamento de
base, que estaba defendido sólo por dos mil hombres y trescientos de caballería,
y si lograban capturarlo y apoderarse de la flota, entonces Julio quedaría
atrapado y la isla toda se levantaría contra los romanos… Los propios trinovantes
abandonarían a sus nuevos aliados. Los hombres de Kent atacaron en masa el
campamento de base, pero fueron rechazados con fuertes pérdidas. Al enterarse
de la noticia de esta derrota, los aliados de Casivelauno que no lo habían hecho
aún enviaron embajadas de paz a Julio. Pero éste marchaba ahora sobre
Wheathampstead, ciudad a la que tomó por medio de un ataque simultáneo sobre
dos de sus frentes. Esta fortaleza era un gran anillo de obras de tierra, protegido
por bosques y grandes zanjones y empalizadas, y era considerada inexpugnable.
Servía como lugar de refugio para todos los miembros de la tribu que eran
demasiado viejos o demasiado jóvenes para combatir. Se capturaron en ella
inmensas cantidades de ganado y cientos de prisioneros. Si bien su ejército no
había sido derrotado aún, Casivelauno se vio obligado a pedir la paz. Julio le
concedió condiciones sencillas, porque y a no quedaba mucho del verano y
porque estaba ansioso por volver a Francia, donde amenazaba con estallar una
rebelión. A los catuvelaunios se les pidió que entregasen a ciertos hombres y
mujeres principales como rehenes, que pagasen un tributo anual en oro al pueblo
romano y que prometiesen no molestar a los trinovantes. Por lo tanto Casivelauno
pagó a Julio una cuota del tributo y le entregó los rehenes, lo mismo que hicieron
los rey es de las demás tribus, salvo los trinovantes y sus aliados de la costa este,
que habían ofrecido ay uda voluntariamente a Julio. Éste regresó a Francia con
sus prisioneros y con todo el ganado que no pudo vender barato a los trinovantes
para ahorrarse el trabajo de ponerlo a salvo al otro lado del canal.
La rebelión estalló en Francia dos años después, y Julio estuvo tan ocupado
aplastándola, que no pudo disponer de hombres para una tercera expedición a
Bretaña, aunque Casivelauno había dejado de pagar el tributo en cuanto le
llegaron noticias de la rebelión, y aunque envió ay uda a los insurgentes de
Francia. Poco después de esto estalló la guerra civil, y si bien cuando terminó
ésta se planteó de vez en cuando el problema de la invasión a Bretaña, siempre
hubo buenos motivos para posponerla, por lo general perturbaciones en la
frontera del Rin. Nunca se pudo contar con fuerzas suficientes. Eventualmente
Augusto decidió no ampliar los límites del imperio más allá del canal. Se dedicó,
por el contrario, a civilizar a Francia, las provincias del Rin y las partes de
Germania capturadas por mi padre al otro lado del Rin. Cuando perdió a
Germania, después de la rebelión del Rin, estuvo aún menos dispuesto a agregar
Bretaña a sus preocupaciones. En una carta a mi abuela Livia, fechada en el año
de mi nacimiento, opinaba que hasta que los franceses estuviesen preparados
para la ciudadanía romana y hasta que se pudiese confiar en que no se rebelarían
en ausencia de una parte del ejército romano de defensa, no estaría
políticamente justificada una invasión de Bretaña:
Pero también opino, mi queridísima Livia, que Bretaña tiene que ser
eventualmente convertida en una provincia de frontera. Es poco seguro
permitir que una isla tan cercana a Francia y habitada por una población
tan feroz y numerosa, se mantenga independiente. Mirando hacia el
futuro, puedo ver a Bretaña convertida en una nación tan civilizada como
lo es hoy Francia del sur. Y pienso que los isleños, que son racialmente
afines a nosotros, llegarán a ser mucho mejores romanos de lo que
jamás hemos conseguido hacer de los germanos, que a pesar de su
aparente docilidad y disposición a aprender nuestras artes, me parecen
de mentalidad más ajena a la nuestra que los moros o los judíos. No
puedo explicar mis sentimientos, como no sea diciendo que han sido
demasiado rápidos para aprender; y y a conoces el proverbio: « Quien
aprende pronto olvida pronto» . Podrás pensar que es una tontería que
escriba sobre los británicos como si y a fuesen romanos, pero resulta
interesante especular acerca del futuro. No hablo de lo que suceda
dentro de veinte años, o aun dentro de cincuenta años, pero concediendo
a los franceses cincuenta años para estar listos para la ciudadanía y
veinte años, más o menos, para la total suby ugación de Bretaña, quizá
dentro de cien años Italia esté estrechamente unida al archipiélago
británico y (no sonrías) nobles británicos ocupen escaños en el Senado
romano. Entretanto debemos continuar con nuestra política de
penetración comercial. Ese rey Cimbelino, que ahora se ha convertido
en el jefe de la may or parte de la isla, concede una generosa bienvenida
a los comerciantes romano-franceses, e incluso a los médicos griegos,
en especial oculistas, porque los británicos parecen sufrir mucho de
oftalmía, debido a los pantanos del país. Y sus monederos romanos le
acuñan hermosas monedas de plata —la moneda de oro sigue siendo
bárbara—, y está en contacto amistoso con nuestros gobernadores de
Francia. El comercio británico ha aumentado grandemente en los
últimos años. Se me dice que en la corte de Cimbelino en Colchester se
habla tanto latín como británico.
Mi estudio de los comentarios de Julio César sobre sus dos campañas británicas
me aclaró que si las condiciones no habían cambiado considerablemente desde
sus tiempos, era posible derrotar a los britanos en cualquier encuentro con sólo
una leve modificación en nuestras tácticas de lucha. Pero habría que emplear
fuerzas considerables. Es un gran error empezar una campaña con sólo un par de
regimientos, permitir que los vapuleen en una tentativa de hacerlos cumplir el
trabajo de cuatro, y luego mandar a pedir refuerzos, concediendo de tal modo al
enemigo un momento de respiro. Es mejor comenzar con una fuerza tan
imponente como se pueda reunir, y golpear tan duramente como sea posible.
Los infantes británicos están armados de espadones y pequeños escudos de
cuero. Hombre por hombre, son iguales e incluso superiores a los romanos, pero
su valor combativo disminuy e con su número, en tanto que el nuestro aumenta.
En el choque de un combate una compañía de guerreros británicos no tiene
posibilidad alguna contra una fuerza igual de romanos disciplinados. La jabalina
romana, la espada corta y el largo escudo, con sus aletas para entrelazarlo a los
escudos vecinos, constituy en un equipo ideal para la lucha cuerpo a cuerpo. Si el
apiñamiento del combate es tal que no permite blandir el espadón libremente, y
si el entrelazamiento de los escudos enemigos impide asestar golpes laterales con
el montante, entonces éste resulta muy poco útil, y el pequeño escudo es una
protección insuficiente contra las jabalinas.
Los nobles británicos luchan desde carros de guerra, como los héroes griegos
de Troy a y como los primitivos jefes latinos. Es claro que ahora el carro ha
desaparecido de la guerra civilizada y sólo se mantiene como un emblema de
alto rango militar o de victoria. Esto es así porque la caballería lo ha
reemplazado, y a que la raza de los caballos ha mejorado considerablemente. En
Bretaña hay muy pocos caballos adecuados para la caballería montada. Los
carros británicos son tirados por pequeños ponies fuertes, altamente adiestrados.
Pueden ser detenidos en seco incluso cuando corren colina abajo, a gran
velocidad, y pueden dar una media vuelta en un santiamén. Cada carro es una
unidad combatiente en sí misma. El conductor y comandante es el noble, que
lleva a dos soldados consigo en el carro, y dos o más corredores, armados de
cuchillos, que corren al lado de los ponies. Los combatientes corren a menudo a
lo largo de la vara o se mantienen de pie en la crucera. Los corredores tratan de
desjarretar a los caballos de los carros enemigos. Una columna de carros que
avance a toda velocidad quiebra por lo general una línea de infantería por el
sencillo expediente de precipitarse directamente sobre ella. Pero si la línea
parece dispuesta a mantenerse firme, la columna de carros gira y pasa ante ella,
y los combatientes arrojan sus lanzas al pasar, y luego se vuelven por el otro lado
y descargan otra lluvia de lanzas por la retaguardia. Cuando esta maniobra ha
sido repetida varias veces, los conductores de los carros se retiran a un lugar
seguro y los combatientes, desmontando y ay udados por los refuerzos de
infantería, conducen a éstos a un ataque final. Si este ataque fracasa, los carros
entran de nuevo en funciones y libran una acción de retaguardia. El carro
británico combina en verdad, como lo hizo notar Julio, la celeridad de la
caballería con la estabilidad de la infantería. Como es natural, los escuadrones de
carros son partidarios de las tácticas envolventes. Como es también natural, los
británicos sufren del defecto común de los combatientes indisciplinados: se lanzan
al saqueo antes de haber destruido el cuerpo principal del enemigo.
Yo tenía que idear un nuevo plan táctico para hacer frente a los carros
británicos. La caballería francesa de Julio no había sabido contenerlos; quizás
habría debido imitar al enemigo y usarla en conjunción con la infantería ligera.
Pero y o estaba seguro de ganar todos los encuentros de infantería.
Decidí que la fuerza más grande de que podía disponer el imperio para la
expedición serían cuatro regimientos regulares de infantería y cuatro regimientos
de auxiliares, junto con mil hombres de caballería. Después de consultar con mis
comandantes de ejército, retiré tres regimientos del Rin —el Segundo, el
Vigésimo y el Decimocuarto— y uno del Danubio, el Noveno. Confié el mando
de la expedición a Galba, con Geta como Caballerizo May or, y la planeé para
mediados de abril. Pero hubo considerables demoras en la construcción de los
barcos, y cuando éstos estuvieron listos Galba cay ó enfermo y decidí esperar a
que se recuperase. Para mediados de julio Galba seguía muy débil y, aunque lo
lamenté, decidí que no podía seguir esperando. Entregué el mando a un veterano
que tenía la reputación de ser el táctico más inteligente y uno de los hombres más
valientes del ejército, Aulo Plaucio, un pariente lejano de mi primera esposa,
Urgulanila. Era un hombre de cincuenta y tantos años de edad y había sido
cónsul durante catorce. Los soldados de edad lo recordaban como a un
comandante popular del Decimocuarto, cuando estuvo a las órdenes de mi
hermano. Fue a Maguncia, a tomar el mando de los regimientos destinados a la
expedición. La demora causada por la enfermedad de Galba resultó tanto peor
cuanto que la noticia de la inminente invasión, que había sido mantenida en
secreto hasta abril, cruzó el canal, y ahora Caractato y Togodumno estaban
atareados, preparando posiciones defensivas. El Noveno regimiento había llegado
a Ly on desde el Danubio, un tiempo antes, y dos regimientos de auxiliares
franceses y uno de suizos se encontraban también allí, desde hacía tiempo, bajo
las armas. Envié a Aulo la orden de llevar los regimientos del Rin a Boulogne,
recoger de paso un regimiento de auxiliares de Batavia —los bátavos son una
tribu germana que vive en una isla, en la boca del Rin— y cruzar el canal en los
trasportes que encontraría esperándolo allí. Las fuerzas de Ly on llegarían
simultáneamente a Boulogne. Pero surgió una dificultad inesperada. No se pudo
convencer a los regimientos del Rin de que se pusieran en marcha. Dijeron
abiertamente que estaban muy bien allí, y que consideraban la expedición a
Bretaña como una empresa peligrosa e inútil. Afirmaron que las defensas del Rin
quedarían seriamente debilitadas con su ausencia —aunque y o había aumentado
la guarnición reforzando las grandes fuerzas de auxiliares franceses con los
regimientos restantes y formando un regimiento nuevo, el Vigesimosegundo— y
que la invasión de Bretaña era contraria a los deseos del dios Augusto, que había
fijado para siempre los límites del imperio en el Rin y el canal.
Yo me encontraba en Ly on para entonces —mediados de julio— y habría ido
al Rin en persona para convencer a los hombres de que cumplieran con su deber,
pero también aparecían signos de inquietud en el Noveno regimiento y entre los
franceses, de forma que envié a Narciso, que se hallaba conmigo, como mi
representante. En realidad fue una tontería, pero mi suerte de tonto proporcionó
un final feliz. No me había dado cuenta de lo impopular que era Narciso. Por lo
general se creía que y o seguía sus consejos en todos los asuntos y que me llevaba
de la nariz. Al llegar al campamento de Maguncia Narciso saludó a Aulo con
cierta negligencia y le pidió que hiciese formar a los hombres ante la plataforma
del tribunal. Cuando esto se hizo, trepó a la plataforma, hinchó el pecho y
comenzó el siguiente discurso:
—En el nombre de nuestro emperador. Tiberio Claudio César Augusto
Germánico. Soldados, se os ha ordenado que marchéis a Boulogne, para
embarcaros allí rumbo a Bretaña. Os habéis quejado y habéis puesto dificultades.
Esto está mal. Es una violación del juramento al emperador. Si el emperador
ordena una expedición, se espera de vosotros que obedezcáis y no protestéis. He
venido aquí para haceros recobrar la sensatez…
Narciso no hablaba como un mensajero, sino como si fuese el propio
emperador. Como es natural, esto tuvo un efecto irritante sobre los soldados.
Hubo gritos de « ¡Bájate de ese tribunal, lacay o griego!» y « No queremos oír lo
que tú tengas que decirnos» .
Pero Narciso tenía muy buena opinión de sí y se lanzó en torrentes de
oratoria henchida de reproches.
—Sí —dijo—, no soy más que un griego, y apenas un liberto, pero parece
que conozco mis deberes mejor que vosotros, los ciudadanos romanos.
De pronto alguien gritó Io Saturnalia, y toda la irritación desapareció en una
gran risotada Io Saturnalia es el grito que estalla en el Festival de los Inocentes,
que se celebra todos los años en honor del dios Saturno. Durante el festival todo
está patas para arriba. Todos tienen licencia para decir y hacer lo que les plazca.
Los esclavos se ponen las ropas de sus amos y les dan órdenes como si los
esclavos fuesen éstos. El noble es rebajado y el esclavo ennoblecido. Todos
repitieron entonces el grito « Io Saturnalia, Io Saturnalia, el liberto es hoy
emperador» . Los hombres rompieron filas y comenzó un absurdo motín de
chistes y bromas pesadas al cual se incorporaron primero los capitanes, luego
uno o dos oficiales superiores y finalmente el propio Aulo Plaucio, por motivos
estratégicos. Aulio se vistió como una mujer de campamento y corrió de un lado
a otro con una cuchilla de cocina. Cuatro o cinco sargentos treparon al tribunal y
fingieron ser rivales por el amor de Narciso. Éste se desconcertó y rompió a
llorar.
—¡Canallas! —gritó Aulo con voz de falsete, acudiendo en su salvación
cuchillo en ristre—. ¡Dejad a mi pobre esposo en paz! ¡Es un hombre digno,
respetable! —Los expulsó de la plataforma y abrazó a Narciso, susurrándole
mientras tanto al oído—: Deja esto en mis manos, Narciso. Son como chicos.
¡Sígueles la corriente y después podrás hacer lo que quieras con ellos! —Tomó a
Narciso de la mano y lo arrastró hacia adelante, diciendo—: Mi pobre esposo no
se siente bien, ¿sabéis? No está acostumbrado al vino del campamento y a sus
rudos modales. Pero se sentirá bien después de una noche en cama conmigo, ¿no
es cierto, muñeco? —Cogió a Narciso de la oreja—. ¡Escúchame, esposo! Esta
Maguncia es un lugar tosco. Aquí los ratones roen hierro y los gallos tocan la
diana con pequeñas trompetas de plata y las avispas llevan jabalinas en la
cintura.
Narciso fingió estar asustado… y lo estaba. Pero pronto se olvidaron de él.
Había otros juegos más interesantes. Cuando la diversión comenzaba a disminuir,
Aulo volvió a ponerse su capa de general, llamó a un trompa y le dijo que tocara
atención. Uno o dos minutos después se había restablecido el orden, y Aulo
levantó la mano para exigir silencio y pronunció un discurso:
—Hombres, hemos tenido nuestra diversión del día de Inocentes, y nos gustó,
y ahora la trompeta la ha terminado. Volvamos entonces al trabajo y la
disciplina. Mañana interrogaré los auspicios, y si son favorables tenéis que estar
preparados para levantar campamento. Tenemos que ir a Boulogne, nos guste o
no. Es nuestro deber. Y de Boulogne tenemos que ir a Bretaña, nos guste o no. Es
nuestro deber. Y cuando lleguemos allí, libraremos un gran combate, nos guste o
no. Es nuestro deber. Y los británicos recibirán la peor tunda de su vida, les guste
o no. Es la mala suerte de ellos. ¡Viva el emperador! —Este discurso salvó la
situación, y no hubo y a más problemas. Narciso pudo abandonar el campamento
sin nuevas heridas a su dignidad.
Diez días después, el primero de agosto, mi cumpleaños, zarpó la fuerza
expedicionaria. Aulo había convenido conmigo en que sería mejor enviar las
tropas en tres divisiones, con intervalos de dos o tres horas, porque el desembarco
de una división concentraría a todas las fuerzas británicas en ese punto, y las otras
podían recorrer la costa hasta algún punto indefenso y desembarcar sin
oposición. Pero resultó que ni siquiera la primera división encontró resistencia
alguna al desembarcar, porque había llegado a Bretaña la noticia de que las
tropas del Rin se habían negado a marchar, y porque además se creía que la
estación estaba demasiado avanzada para que intentáramos nada ese año. El
único suceso digno de mención en el cruce fue el repentino viento que se levantó
e hizo retroceder a la primera división contra la segunda. Pero entonces se
produjo un presagio afortunado, un relámpago de luz que cruzó del este al oeste,
que era la dirección en que viajaban, de modo que todos los que no estaban
incapacitados por el mareo se reanimaron y el desembarco fue hecho con
humor de victoria. La tarea de Aulo consistía en ocupar toda la parte sur del
territorio, trazando su frontera estratégica entre el río Severn, al oeste de la gran
bahía, y el Wash, al este, con lo que abarcaba el conjunto de los dominios
anteriores de Cimbelino, constituy éndolos en una nueva provincia romana. Pero
debía conceder los habituales privilegios de súbditos aliados a todas las tribus que
ofrecieran voluntariamente su sometimiento a Roma. Como era una guerra de
conquista, y no una simple expedición punitiva, era preciso mostrar la may or
magnanimidad a los conquistados… siempre que no la confundieran con
debilidad. Las propiedades no debían ser destruidas inútilmente, ni las mujeres
violadas, ni los niños y los ancianos asesinados. Tenía que decir a sus hombres:
« El emperador quiere prisioneros, no cadáveres. Y como vosotros quedaréis
permanentemente acantonados en el país, su consejo es que provoquéis tan pocos
daños como os sea posible. Los pájaros prudentes no ensucian sus propios nidos,
ni siquiera los nidos capturados a otros pájaros» .
Su principal objetivo era Colchester, la ciudad capital de los catuvelaunios.
Cuando fuese capturada, era indudable que los icenios de la costa este irían a
ofrecerle su alianza, ¡y entonces podría sentar una base más sólida para la
conquista del centro y el suroeste de la isla! Le dije que si sus bajas llegaban a
ser más de un par de miles de muertos o incapacitados antes del aplastamiento de
la resistencia principal del enemigo, o si parecía haber alguna duda en cuanto al
resultado de la campaña antes de que llegara el invierno, debía enviarme un
mensaje de inmediato y y o acudiría en su ay uda con mis reservas. El mensaje
sería retransmitido a través de Francia e Italia por medio de señales con
hogueras, y si los hombres encargados de ello mantenían los ojos abiertos, y o
recibiría sin duda las noticias, en Roma, pocas horas después de que el mensaje
partiese de Boulogne. Las reservas que llevaría incluirían ocho batallones de la
guardia, toda la caballería de la guardia, cuatro compañías de lanceros númidas
y tres compañías de honderos baleares. Estarían acampados en Ly on, listos para
partir.
Yo pensaba permanecer en Ly on con esas reservas, pero me vi obligado a
regresar a Roma. Vitelio, que actuaba como mi reemplazante, me escribió que el
trabajo le resultaba increíblemente difícil, que y a estaba atrasado en dos meses
con sus tareas judiciales y que tenía motivos para sospechar que mi secretario
legal, My ron, no era tan honrado como ambos suponíamos. Al mismo tiempo me
llegó una carta muy desagradable de Marso, que me hizo sentir que no debía
estar ausente de Roma un día más de lo que pudiese evitar. La carta de Marso
decía:
Herodes Agripa se vuelve más religioso cada día que pasa. Les dice
a sus viejos amigos que sólo juega a ser judío estricto por motivos
políticos, y que en secreto continúa adorando a los dioses romanos. Pero
y o sé que eso no es cierto. Es extraordinariamente concienzudo en sus
observancias. El hijo del alabarca, Tiberio Alejandro, que ha
abandonado la fe judía, para vergüenza y pena de su familia, me dice
que el otro día, mientras se encontraba en Jerusalén, llevó a Herodes a
un lado y le susurró:
—Entiendo que tienes un cocinero árabe que es realmente una
maravilla para rellenar y asar un lechón. ¿Tendrás la bondad de
invitarme a cenar una noche?
Herodes se puso escarlata y masculló que su cocinero estaba
enfermo. La verdad es que lo despidió hace tiempo. Tiberio Alejandro
tiene otra historia rara en relación con Herodes. Habrás oído hablar de
aquella ocasión cómica en que visitó Alejandría con una guardia de
corps de dos soldados a quienes había secuestrado para impedirles que le
entregaran una orden de arresto, y en que pidió dinero prestado al
alabarca. Parece que después el alabarca fue a ver a Filón, ese erudito
hermano suy o que trata de conciliar la filosofía griega con las escrituras
judías, y le dijo:
—Probablemente he sido un tonto, hermano Filón, pero acabo de
prestarle a Herodes Agripa una gran suma de dinero, con garantías más
bien dudosas. En compensación me prometió proteger nuestros intereses
en Roma, y juró ante dios Todopoderoso amar y proteger a Su pueblo,
en cuanto esté dentro de sus posibilidades, y obedecer Sus ley es.
—¿De dónde salió de pronto este Herodes Agripa? —preguntó Filón
—. Creía que estaba en Antioquía.
—De Edom —respondió el alabarca—, ataviado con una capa de
púrpura —púrpura de Bozrah— y caminando con el porte de un rey. No
puedo dejar de creer que a despecho de sus anteriores locuras y
vicisitudes está destinado a representar un gran papel en nuestra historia
nacional. Es un hombre de notable talento. Y ahora que se ha
comprometido decididamente…
Filón se puso de pronto muy serio y comenzó a citar al gran profeta
Isaías: « ¿Quién es el que viene de Edom, con vestiduras teñidas en
Bozrah? ¿Quién es ése de glorioso aspecto, que viaja en el esplendor de
sus fuerzas?… He estado solo en el lagar, y no había nadie del pueblo
conmigo. Pero el día de la venganza está en mi corazón, y el año de mi
Redimido ha llegado» . Filón está convencido desde hace tiempo de que
el Mesías está próximo. Ha escrito varios volúmenes al respecto. Basa
sus argumentos en el texto de Números relativo a la estrella de Jacob, y
lo concilia con muchos otros textos de los Profetas. Está loco, pobre
hombre. Y ahora que Herodes se ha vuelto tan poderoso y que ha
mantenido su promesa en cuanto, a la observancia de la Ley con tanta
fidelidad, y que ha prestado tantos servicios a los judíos de Alejandría,
Filón está convencido de que Herodes es el Mesías. Lo que finalmente lo
decidió fue el descubrimiento de que la familia de Herodes, aunque
edomita, desciende de un hijo de Zedekías, el último rey de Judea antes
del Cautiverio. (Este Zedekías consiguió sacar de la ciudad a su hijo
recién nacido y llevarlo a salvo a casa de unos amigos de Edom, antes
de que Nabucodonosor capturase la ciudad). Herodes parece haber sido
convencido por Filón de que en realidad es el Mesías y de que está
destinado, no a redimir a los judíos del y ugo del extranjero, sino a unir a
todos los Hijos de Sem en un gran imperio espiritual, bajo el gobierno del
Señor de las Huestes. Ésta es la única explicación posible para sus
recientes actividades políticas, que, debo confesarlo, me hacen sentirme
muy nerviosa en cuanto al futuro. En verdad parece haber demasiada
religión en el aire. Es una mala señal.
Me recuerda de lo que dijiste cuando hicimos decapitar a ese idiota
de Juan el Bautista: « El fanatismo religioso es la peor forma de
insania» .
Creo que he dicho demasiado pero puedo confiar, querida madre,
que no permitirás que la historia se difunda. Quema esto cuando lo hay as
leído.
En Richborough nos sentimos ansiosos por conocer las últimas noticias de Aulo, y
descubrí que acababa de llegar un despacho de él. Informaba que los britanos
habían efectuado dos ataques, uno de día y el otro de noche, contra el
campamento que él había fortificado al norte de Londres, pero que los rechazó
con algunas pérdidas. Pero todos los días parecían llegar nuevos refuerzos
enemigos, incluso desde Gales del sur. Y los hombres de Kent que se retiraron a
la zona boscosa habían enviado a Caractato un mensaje en el que le decían que
en cuanto Aulo se viese obligado a retirarse abandonarían los bosques y lo
separarían de su base. Hablé con unos hombres gravemente heridos a quienes
Aulo había evacuado a la base, y todos convinieron en que la infantería británica
no era de temer, pero que sus carros parecían estar en todas partes al mismo
tiempo, y que eran tan numerosos, que impedían que cualquier fuerza menor de
doscientos o trescientos infantes se separase del grueso del ejército.
Mi columna se preparaba ahora para su avance. Los elefantes acarreaban
grandes bultos de jabalinas de repuesto y de otras municiones de guerra. Pero
ciertas curiosas máquinas colocadas sobre el lomo de los camellos me intrigaron.
—Una invención de tu predecesor imperial, César —me explicó Pósides—.
Me tomé la libertad de hacer que construy eran seis en Ly on, cuando estuvimos
allí en julio, y las hice enviar a Boulogne. Son una especie de máquinas de sitio
para usar contra tribus incivilizadas.
—No sabía que el extinto emperador fuese responsable de ninguna invención
militar.
—Creo, César, que encontrarás que este tipo de máquina es sumamente
eficaz, en especial junto con una cuerda liviana. Me he tomado la libertad de
traer varios cientos de metros de cuerda liviana en rollos.
Pósides sonreía ampliamente y pude ver que tenía algún plan astuto que me
mantenía en secreto. Entonces le dije:
—Jerjes el Grande tenía un ministro de guerra llamado Hermotimo, un
eunuco como tú, y cada vez que se le permitía a Hermotimo solucionar por su
cuenta un problema táctico, como por ejemplo la reducción de una ciudad
inexpugnable o el cruce de un río invadeable, sin botes, el problema quedaba
siempre solucionado. Pero si Jerjes o algún otro trataba de entrometerse con
consejos o sugestiones, Hermotimo solía decir que el problema se había vuelto
demasiado complicado para él y pedía que lo excusaran. Tú eres un segundo
Hermotimo, y para congraciarme con la suerte te dejaré con tus propias
artimañas. Tu previsión en el caso del barco-obelisco te ha ganado mi confianza.
Entiende que espero grandes cosas de tus camellos y sus cargas. Si me
desilusionas me desagradará mucho, y probablemente te arrojaré a las panteras
del anfiteatro, cuando volvamos.
—¿Y si te ay udo a conquistar la victoria? —respondió, siempre sonriendo.
—Entonces te condecoraré con los más altos honores que esté en mi poder
concederte y que no sean inadecuados para tu condición. Te daré la medalla de
la Lanza sin Punta. ¿Has ocultado alguna otra novedad en el equipaje? Esos
camellos y elefantes y lanceros negros del África sugieren un espectáculo en el
Campo de Marte antes que una expedición seria.
—No, César, no mucho más. Pero creo que los britanos presenciarán un buen
espectáculo antes de que hay amos terminado, y podremos cobrar el dinero de
las entradas cuando ese espectáculo hay a acabado.
Marchamos desde Richborough y no encontramos oposición. El cruce de los
ríos estaba vigilado por destacamentos del Decimocuarto enviados por Aulo para
ese fin. Cuando pasábamos se unían a nosotros. No vi a un solo britano enemigo
entre Richborough y Londres, donde Aulo y y o unimos nuestras fuerzas el cinco
de septiembre. Creo que se sintió tan encantado de verme como y o a él. Lo
primero que le pregunté fue si la tropa estaba de buen ánimo. Me respondió que
sí, y que sólo les había prometido la mitad de las fuerzas que y o llevaba conmigo,
y que no había mencionado los elefantes, de modo que nuestras verdaderas
fuerzas constituirían una sorpresa para ellos. Le pregunté dónde se esperaba que
el enemigo ofreciese combate, y me mostró un mapa en relieve que había
hecho, con arcilla, de la región situada entre Londres y Colchester. Señaló un
lugar situado a unos treinta kilómetros de la carretera Londres-Colchester —no
una carretera en el sentido romano, por supuesto—, que Caractato había estado
atareado fortificando y que casi sin duda sería el lugar de la próxima batalla. Se
trataba de una elevación boscosa llamada Brentwood Hill, que curvaba la
carretera en una gran herradura, en cada extremo de la cual había un gran fuerte
con empalizadas, y otros más en el centro. El camino corría hacia el nordeste. El
flanco izquierdo del enemigo, más allá de la elevación, estaba protegido por
tierras pantanosas, y un profundo arroy o, llamado Weald Brook, formaba una
barrera defendible al frente. En el flanco izquierdo la elevación giraba hacia el
norte y continuaba a lo largo de cinco o seis kilómetros, pero los árboles y los
espinos y las zarzas crecían tan densos, que Aulo pensaba que sería inútil tratar de
tomar ese flanco enviando una fuerza de soldados que se abrieran paso por entre
la vegetación. Como el único acceso factible a Colchester era por esa carretera,
y como y o quería enfrentar a las principales fuerzas enemigas lo antes posible,
estudié con sumo cuidado el problema táctico involucrado. Prisioneros y
desertores proporcionaron informaciones exactas en cuanto a las defensas del
bosque, que parecían muy bien planeadas. No me parecía buena la idea de un
ataque frontal. Si marchábamos contra el fuerte central sin reducir primero los
otros dos, nos veríamos expuestos a intensos ataques desde ambos flancos. Pero
atacar primero a los otros dos tampoco parecía ser muy útil. Porque si
lográbamos tomarlos, con gran costo para nosotros, ello significaría que
tendríamos que abrirnos paso combatiendo a través de otras empalizadas, dentro
del bosque, cada una de las cuales tendría que ser tomada por separado.
En un consejo de guerra que Aulo y y o convocamos con todos los generales
de estado may or y todos los comandantes de regimiento, todos convinieron en
que era inevitable un ataque frontal contra el fuerte central, y que debíamos estar
preparados a sufrir fuertes pérdidas. Era una desgracia que las laderas delanteras
de la elevación, entre el bosque y el arroy o, fuesen admirablemente adecuadas
para las maniobras con los carros. Aulo recomendó un ataque en masa con una
formación en diamante. La cabeza del diamante estaría compuesta de un solo
regimiento que avanzaría en dos oleadas, cada oleada con soldados de a ocho en
fondo. Luego seguirían dos regimientos marchando a la par, en la misma
formación que el precedente; después tres regimientos marchando a la par. Ésta
sería la parte más ancha de la formación, y en ella irían los elefantes, como
protección para cada flanco. Luego dos regimientos más y finalmente uno. La
caballería y el resto de la infantería serían mantenidos en reserva. Aulo explicó
que este diamante proporcionaba protección contra los ataques desde el flanco:
no se podía lanzar ningún ataque contra el ataque del primer regimiento sin atraer
las jabalinas de la segunda línea, ni sobre esta segunda sin atraer las de la tercera,
porque todas las líneas se superponían las unas a las otras. La tercera línea estaba
protegida por los elefantes. Si se hacía un fuerte ataque con carros desde un
flanco de retaguardia, los regimientos que estuviesen allí podrían girar, para
protegerse mutuamente.
Mis comentarios respecto de este diamante fueron: que se trataba de una
hermosa formación y que se la había utilizado con éxito en tales y cuales batallas
—las mencioné— de la época republicana, pero que los britanos eran tan
superiores a nosotros en número, que una vez que hubiésemos avanzado hacia el
centro de la herradura podrían atacarnos desde otros lados al mismo tiempo, con
fuerzas que no podríamos rechazar sin desorganizarnos. Era indudable que el
frente del diamante quedaría separado de la retaguardia. También dije, con suma
energía, que no estaba dispuesto a sufrir ni la décima parte de las bajas que se
había calculado que nos costaría el ataque frontal. Vespasiano intervino con el
antiguo proverbio de que no se podía hacer una tortilla sin romper los huevos, y
preguntó con alguna impaciencia si me proponía reducir mis pérdidas y regresar
a Francia, y en ese caso, durante cuánto tiempo esperaba conservar el respeto de
los ejércitos.
—Hay muchas maneras de matar a un gato —repliqué—, aparte de la de
golpearlo con una cuchara de cuerno, porque eso puede terminar con la rotura de
la cuchara.
Discutieron conmigo, con el tono superior de los veteranos, tratando de
impresionarme con términos técnicos militares, como si y o fuese un ignorante.
—Caballeros —estallé, furioso—, como solía decir el dios Augusto: « Es
posible que un rábano no sepa griego, pero y o sí» . Hace cuarenta años que
vengo estudiando problemas de táctica, y en ese sentido vosotros no podéis
enseñarme nada. Conozco todos los movimientos y aperturas convencionales y
no convencionales del juego del ajedrez humano. Pero entended que no estoy en
libertad de jugar el juego como queréis vosotros. Como Padre de la Patria estoy
ahora en deuda con mis hijos: me niego a derrochar tres mil o cuatro mil vidas
suy as en un ataque de ese tipo. Ni mi padre Druso ni mi hermano Germánico
habrían soñado siquiera en hacer un ataque frontal contra una posición tan fuerte
como ésta.
—¿Y qué habrían hecho tus nobles parientes, César —preguntó Geta, quizá
con cierta ironía—, en un caso de este tipo?
—Habrían buscado un rodeo.
—Pero aquí no hay rodeos, César. Eso y a ha quedado establecido.
—Digo que lo habrían buscado.
—El flanco izquierdo del enemigo —dijo Craso Frugi— está custodiado por el
rey Garza, y el derecho por la reina Espino. Se jactan de eso, según los
prisioneros.
—¿Quién es ese rey Garza? —pregunté.
—El Señor de los Pantanos. Es un primo, en su mitología, de la Diosa de la
Batalla. Ésta se aparece con el disfraz de un cuervo y se posa en las puntas de las
lanzas. Luego empuja a los vencidos hacia los pantanos y su primo el rey Garza
los devora. La reina Espino es una virgen que se viste de blanco en primavera y
ay uda a los soldados en el combate defendiendo sus empalizadas con sus púas.
Derriban árboles espinosos, ¿sabes?, y los apilan con las espinas hacia afuera,
uniendo los troncos entre sí. Eso constituy e un temible obstáculo. Pero la reina
Espino defiende el flanco derecho sin el derribamiento artificial de árboles.
Nuestros exploradores están seguros de que todo el bosque es una maraña tan
espantosa, que resulta imposible atravesarlo en ningún punto.
—Sí, César —dijo Aulo—, me temo que debemos decidir ese ataque frontal.
—Pósides —dije de pronto—, ¿alguna vez fuiste soldado?
—Nunca, César.
—Entonces somos dos, por suerte. Supongamos ahora que quiero hacer lo
imposible y llevar a nuestra caballería a través del flanco derecho del enemigo, a
través de esa impenetrable maraña de espinos, ¿podrías tú comprometerte a
llevar a los guardias por la izquierda, a través de ese pantano impracticable?
—Me has dado el flanco más fácil, César —respondió Pósides—. Ocurre que
hay una senda a través de la ciénaga. Habrá que atravesarla en fila de a uno,
pero la senda existe. Ay er me encontré en Londres con un hombre, un oculista
español viajero, que viaja por el país curando a la gente de oftalmía de pantano.
Ahora está en el campamento, y dice que conoce muy bien las ciénagas y la
senda, que usa para evitar la puerta de portazgo de la colina. Desde la muerte de
Cimbelino han cobrado un portazgo fijo, pero un viajero tiene que pagar de
acuerdo con la cantidad de dinero que lleve en el morral, y este oculista se cansó
de que lo despellejaran. Por la mañana temprano siempre hay una bruma sobre
el fangal, y él toma por la senda y logra deslizarse sin que lo vean. Dice que una
vez que se la encuentra es fácil seguirla. Sale a unos ochocientos metros más allá
de la elevación, en el comienzo de un bosque de pinos. Es probable que los
britanos tengan una guardia apostada allá —Caractato es un general cuidadoso—,
pero creo que ahora puedo comprometerme a desalojarlos y a llevar al otro lado
del pantano a tantos hombres como quieran seguirme.
Explicó su estratagema, que y o aprobé, aunque muchos de los generales
enarcaron las cejas. Y luego expliqué mi plan para forzar el otro flanco, que en
realidad era muy sencillo. En la concentración general sobre la formación en
diamante se había pasado por alto un hecho importante: que los elefantes indios
son capaces de pasar a través de la más densa espesura imaginable, y que no son
detenidos por los espinos ni las zarzas. Pero a fin de no contar dos veces la
mismas cosas, no hablaré más sobre el consejo de guerra y lo que se decidió en
él. Me dedicaré a la narración de la batalla, que se llevó a cabo en Brentwood el
siete de septiembre, fecha que ha sido memorable para mí desde hace tiempo
como el día en que mi hermano Germánico derrotó a Hermann en el Weser. Si
hubiese vivido ahora tendría sólo cincuenta y ocho años de edad, o sea que no
sería may or que Aulo.
Salimos de Londres por el camino de Colchester. Las guerrillas británicas
mantuvieron ocupada a nuestra vanguardia, pero no hubo una seria resistencia
hasta que llegamos a Romford, una aldea situada a once kilómetros de
Brentwood, donde encontramos que el vado del río Rom estaba fuertemente
defendido. El enemigo nos retuvo allí toda una mañana, a un costo, para él, de
doscientos muertos y cien prisioneros. Nosotros sólo perdimos cincuenta, pero
dos de ellos eran capitanes y uno comandante de batallón, de modo que en cierto
sentido los britanos salieron ganando con el cambio. Esa tarde vimos la sierra de
Brentwood y acampamos para pasar la noche a este lado del arroy o, que
utilizamos como barrera de defensa.
Consulté los auspicios. Siempre se los consulta antes de la batalla, y para ello
se da a las gallinas sagradas trozos de torta de legumbres y se observa cómo los
comen. El mejor augurio posible es cuando las gallinas —en cuanto el sacerdote
abre la puerta de la jaula— se precipitan sin un cacareo y sin batir las alas, y
comen tan vorazmente que del pico les caen grandes trozos. Si se puede escuchar
el sonido de éstos al caer al suelo, ello profetiza la derrota total del enemigo. Y en
efecto, se nos concedió este augurio, el mejor de todos. El sacerdote no se mostró
a las aves sino que, oculto conmigo detrás de jaula, abrió de pronto la puerta en el
momento mismo en que y o les arrojaba la torta. Salieron precipitadamente, sin
un solo cacareo, y casi despedazaron la torta, dispersando los trozos en una forma
que nos encantó.
Yo había preparado lo que me pareció un discurso adecuado. Era un tanto
reminiscente del estilo de Livio, pero me pareció que la importancia histórica de
la ocasión lo justificaba. Decía:
Había compuesto varios parágrafos más en esta misma vena elevada, pero,
cosa extraña, no pronuncié una sola palabra del discurso. Cuando subí a la
plataforma del tribunal y los capitanes gritaron al unísono: « ¡Salud, César
Augusto, Padre de nuestra Patria, nuestro emperador!» , y los soldados repitieron
el grito con atronador aplauso, casi me derrumbé. El bonito discurso se me fue de
la cabeza y sólo pude extender la mano hacia ellos y, con los ojos arrasados de
lágrimas, barbotar:
—Está bien, muchachos. Las gallinas dicen que todo irá bien, y les hemos
preparado una gran sorpresa y les daremos tal paliza que no la olvidarán
mientras vivan… No me refiero a las gallinas, sino a los británicos. —Tremendas
carcajadas, a las que me pareció mejor incorporarme, como si el chiste hubiese
sido intencional—. Dejad de reíros de mí, muchachos —exclamé—. ¿No os
acordáis de lo que le sucedió al chiquillo negro del cuento egipcio, que se rió de
su padre cuanto éste dijo la oración de la tarde confundiéndola con la de la
mañana? Se lo comió el cocodrilo; de manera que tengan cuidado. Bien, y a estoy
convirtiéndome en un viejo, pero éste es el momento más orgulloso de mi vida, y
ojalá mi pobre hermano Germánico estuviese aquí para compartirlo conmigo.
¿Alguno de vosotros se acuerda de mi gran hermano? No muchos, quizá, porque
murió hace veinticuatro años. Pero todos habéis oído hablar de él como del más
grande general que tuvo Roma. Mañana es el aniversario de la magnífica derrota
que infligió a Hermann, el caudillo germano, y quiero que lo celebréis
dignamente. El santo y seña de esta noche es ¡Germánico!, y el grito de guerra
mañana será ¡Germánico!, y creo que si gritáis el nombre con bastante fuerza, lo
escuchará en el Mundo Inferior y sabrá que lo recuerdan los regimientos que
amó y dirigió tan bien. Le hará olvidar el desdichado destino que tuvo… Murió
envenenado, en la cama, como sabéis. El Vigésimo regimiento tendrá el honor de
encabezar el ataque; Germánico siempre dijo que si bien en el cuartel el
Vigésimo era el regimiento más insubordinado, más borracho y más pendenciero
de todo el ejército regular, en el campo de batalla eran leones. Hombres del
Segundo y el Decimocuarto: Germánico os llamó la Columna Vertebral del
Ejército. Vuestro deber mañana será el de sostener a los aliados franceses, que
actuarán como las costillas del ejército. El noveno vendrá el último, porque
Germánico solía decir que el Noveno era el regimiento más lento del ejército,
pero también el más seguro. A los guardias se les asigna una tarea especial.
Cuando no están de servicio lo pasan mejor que nadie y tienen la mejor paga, de
forma que es justo que las demás tropas les den la tarea más peligrosa y
desagradable. Esto es todo lo que tengo que decir por ahora. ¡Sed buenos
muchachos, dormid bien y conquistad mañana la gratitud de vuestro padre!
Me ovacionaron hasta enronquecer, y entonces supe que Polión tenía razón y
que Livio se había equivocado. Un buen general no puede pronunciar un discurso
estudiado en vísperas de un combate, aunque y a lo tenga preparado, porque sus
labios dirán inevitablemente lo que el corazón le dicte. Un efecto de este discurso
—que según se convendrá parece pobrísimo en comparación con el otro— fue el
de que, desde que lo pronuncié, el Noveno ha sido conocido familiarmente, no
como el « Noveno Español» (su título completo), sino como el « Noveno
Caracol» . También el Vigésimo, cuy o título completo es « El Conquistador
Vigésimo de Valeriano» , es conocido por los otros regimientos con el mote de
« Leones Borrachos» , y cuando un hombre del Decimocuarto saluda a uno del
Segundo se espera que lo hagan llamándose « Camarada Columna Vertebral» . A
los auxiliares franceses se los denomina ahora « Las Costillas» .
Una leve bruma cay ó sobre el campamento, pero poco después de
medianoche salió la luna, cosa que resultaba muy útil. Si el tiempo hubiese estado
nublado, no habríamos podido atravesar los pantanos. Dormí hasta medianoche y
luego Pósides me despertó y me entregó una vela y una llameante rama de pino
de la hoguera del campamento. Encendí la vela con la rama y recé a la ninfa
Egeria. Es una diosa de la Profecía, y en los tiempos antiguos el buen rey Numa
solía consultarla en todas las ocasiones. Era la primera vez que llevaba a cabo esa
ceremonia de familia, pero mi hermano Germánico y mi tío Tiberio y mi padre
y mi abuelo y mi bisabuelo y todos los antepasados suy os la habían efectuado un
día antes de un combate. Y si estaban predestinados a lograr la victoria, la ninfa
les daba invariablemente la misma señal favorable. Aunque fuese la noche más
tranquila que se pudiera imaginar, en cuanto se habían pronunciado las últimas
palabras de la oración, la luz se apagaba de pronto, como si la vela hubiese sido
despabilada por dos dedos.
Nunca estuve seguro de si debía creer en ese misterio o no. Me parecía que
quizá se debiera a causas naturales: un golpe de viento, un defecto en el pábilo o
incluso un suspiro involuntario por parte del oficiante. No se podía esperar que la
ninfa Egeria abandonara su bosque natal junto al lago Nemi y volara en
cualquier momento a Germania o a España del Norte o al Tirol —los países en
los que, según se dice, ha tenido la bondad de ofrecer el signo acostumbrado—,
obedeciendo el rezo de un Claudio. Por lo tanto coloqué la vela encendida en el
extremo más lejano de mi tienda, protegida de cualquier ráfaga de viento que
pudiera entrar por la abertura, y luego, alejándome diez pasos, le hablé a Egeria
con tono solemne. Fue una oración breve, en dialecto sabino. El texto había sido
groseramente mutilado por la tradición oral, porque el sabino, que había sido el
idioma patricio primitivo, había caído en desuso, en Roma, desde hacía tiempo.
Pero y o lo estudié en el curso de mis estudios históricos y pude recitar la oración
en algo parecido a su forma primitiva. Y en efecto, apenas había pronunciado la
última palabra cuando la vela se apagó de pronto, mientras la miraba. De
inmediato volví a encenderla, para ver si se trataba de un defecto del pábilo, o si
Pósides había manipulado la cera. Pero no, volvió a arder vivamente y continuó
ardiendo hasta que el pábilo cay ó en un charquito de cera no may or que una
moneda pequeña. Ésta es una de las poquísimas experiencias místicas auténticas
que me han sucedido en una larga vida. No poseo grandes dones para eso. Por
otra parte, mi hermano Germánico era constantemente obsesionado por visiones
y apariciones. En una u otra ocasión se había encontrado con la may oría de los
semidioses, ninfas y monstruos celebrados por los profetas, y en su visita a
Troy a, cuando era gobernador de Asia, se le concedió una espléndida visión de la
diosa Cibeles, que adoraban nuestros antepasados troy anos.
XX
El rey de Calcis,
El rey de Iturea,
El rey de Adiabene,
El rey de Osroene,
El rey de Armenia Menor,
El rey de Ponto y Cilicia,
El rey de Comageno y
El posible rey de Partia.
Continué mis reformas en Roma, haciendo en especial todo lo posible para crear
un sentido de responsabilidad pública en mis subordinados. Nombré a
funcionarios del Tesoro a quienes había estado educando, e hice que sus
nombramientos tuvieran tres años de duración. Eliminé de la orden senatorial al
gobernador de España del sur, porque no pudo levantar las acusaciones
presentadas contra él por las tropas que servían en Marruecos, en el sentido de
que las había despojado de la mitad de sus raciones de cereales. También se
presentaron contra él otras acusaciones de fraude, y tuvo que pagar cien mil
piezas de oro. Fue a visitar a sus amigos y trató de conquistar sus simpatías
diciéndoles que las acusaciones habían sido fraguadas por Pósides y Palas, a
quienes ofendió al recordarles que habían nacido esclavos. Pero obtuvo muy
poca simpatía. Una mañana temprano ese gobernador llevó todos los muebles de
su casa, en trescientos carros cargados de piezas excepcionalmente valiosas, al
lugar de subastas públicas. Esto provocó mucha excitación, porque poseía una
colección de vasos corintios sin rival. Todos los comerciantes y conocedores se
apiñaron alrededor del lugar de subasta, lamiéndose los labios y buscando un
negocio.
« El pobre Umbonio está liquidado —dijeron—. Ahora es nuestra oportunidad
de conseguir baratas las cosas que se negó a vender cuando le hicimos
ofrecimientos verdaderamente interesantes» .
Pero se llevaron una desilusión. Cuando la lanza fue clavada en el suelo, para
significar que se había iniciado una subasta pública, lo único que su dueño vendió
fue su túnica de senador. Luego hizo quitar la lanza, para demostrar que la subasta
había terminado, y esa noche, a la medianoche, cuando se permitió que los
carros volviesen a circular por las calles, se llevó todas sus cosas de vuelta a casa.
Simplemente había querido demostrar que tenía todavía dinero de sobra y que
podía vivir con comodidad como un ciudadano privado. Pero y o no permití que
el insulto pasase así como así. Ese año impuse un elevado tributo a los jarrones
corintios, tributo que él no pudo eludir porque había exhibido en público su
colección, y hasta hecho una lista de la misma en el tablero de subasta.
Ésa fue la época en que comencé a estudiar de cerca el problema de las
religiones y los cultos. Todos los años llegaban nuevos dioses extranjeros a Roma,
para servir las necesidades de los inmigrantes, y en general y o no me oponía a
ello. Por ejemplo, una colonia de 400 mercaderes árabes y sus familias, de
Yemen, que se habían establecido en Ostia, construy ó allí un templo a sus dioses
de tribu. Era un culto tranquilo, que no implicaba sacrificios humanos u otros
escándalos. Pero me opuse a la competencia desordenada entre cultos religiosos
cuy os misioneros y sacerdotes iban de casa en casa, en busca de conversos y
modelaban su persuasivo vocabulario de acuerdo con la técnica del subastador, el
alcahuete de burdel o el astrólogo griego vagabundo. El descubrimiento de que la
religión es una mercancía vendible como el aceite, los higos o los esclavos fue
hecho en Roma a fines de la época republicana, y hubo que tomar medidas para
terminar con ese tráfico, aunque sin gran éxito. Después de nuestra conquista de
Grecia, cuando la filosofía griega se difundió en Roma, hubo una notable
disminución en las creencias religiosas. Si bien los filósofos no negaban lo divino,
lo convertían en una abstracción tan remota, que gente tan práctica como los
romanos comenzó a afirmar: « Está bien, los dioses son infinitamente poderosos
y sabios, pero también infinitamente remotos. Merecen nuestro respeto y los
honraremos devotamente en templos y sacrificios. Pero es evidente que nos
equivocamos al pensar que son presencias inmediatas, y que se molestarían en
matar a los pecadores individuales o en castigar a toda la ciudad por el delito de
un hombre, o en presentarse con apariencias de mortales. Hemos estado
confundiendo la ficción poética con la realidad prosaica. Debemos corregir
nuestras opiniones» .
Esta confesión creó un vacío, para el ciudadano común, entre él y aquellos
remotos ideales de (por ejemplo). Poder, Inteligencia, Belleza y Castidad, en los
cuales habían convertido los filósofos a Júpiter, Mercurio, Venus y Diana. Hacían
falta algunos seres intermediarios. A dicho vacío acudieron nuevos personajes
divinos o semidivinos. Eran en su may or parte dioses extranjeros, con
personalidades muy definidas, acerca de los cuales no se podía filosofar con
facilidad. Se los podía invocar por medio de encantamientos, y entonces
adquirían formas humanas visibles. Podían aparecer en medio de un círculo de
devotos y conversar familiarmente con cada miembro del culto. En ocasiones
incluso tenían relaciones sexuales con feligresas. En el reinado de mi tío Tiberio
hubo un famoso escándalo. Un rico caballero estaba enamorado de una
respetable mujer casada de la nobleza. Trató de sobornarla para que se acostase
con él y llegó a ofrecerle dos mil quinientas piezas de oro por una sola noche.
Ella se negó, indignada, y después de eso ni siquiera quiso responder a su saludo
cuando se encontraban en la calle. Él se enteró de que ella era una devota de Isis,
que tenía un templo en Roma, y sobornó a los sacerdotes de la diosa, con
quinientas piezas de oro, para que le dijesen que el dios Anubis estaba enamorado
de ella y quería que lo visitase. La mujer se sintió grandemente complacida con
el mensaje y fue al templo en la noche ordenada por Anubis, y allí, en el lugar
más sagrado, en el diván mismo del dios, el caballero, disfrazado de dios, gozó de
ella hasta la mañana. La tonta mujer no pudo contener la dicha, y habló a su
esposo y amigos del señalado honor que se le había hecho. La may oría de ellos
la crey eron. Tres días más tarde se encontró con el caballero en la calle, y como
de costumbre trató de pasar junto a él sin saludarlo. Él le cerró el paso, y
tomándola familiarmente del brazo le dijo:
—Querida mía, me ahorraste dos mil piezas de oro. Una mujer ahorrativa
como tú tendría que avergonzarse de dilapidar el dinero. Personalmente, los
nombres no me importan mucho. En apariencia te molesta el mío y adoras el de
Anubis. De modo que la otra noche tuve que ser Anubis. Pero el placer fue tan
grande como si hubiese usado mi propio nombre. Y ahora, adiós. He tenido lo
que quería y estoy satisfecho.
Jamás hubo una mujer tan anonadada y horrorizada. Corrió a su casa y le
contó al esposo cómo se la había engañado y abusado de ella, y juró que si no
era vengada de inmediato se suicidaría de vergüenza. El esposo, senador, fue a
ver a Tiberio, y éste, que tenía alta opinión de él, hizo destruir el templo de Isis,
crucificar a su sacerdote y arrojar la imagen de la diosa al Tíber. Pero el
caballero le dijo audazmente:
—Tú conoces el poder del amor. Nada puede resistírsele. Y lo que he hecho
tiene que ser una advertencia para todas las mujeres respetables, de que no
abracen religiones extrañas, sino que se atengan a los buenos y viejos dioses
romanos.
De modo que sólo se le desterró por unos pocos años, y luego el esposo,
después que su dicha quedó arruinada por este asunto, comenzó una campaña
contra todos los charlatanes religiosos. Presentó acusaciones contra cuatro
misioneros judíos, que habían convertido a una noble de la familia Julia a su fe,
afirmando que la habían convencido de que enviara ofrendas votivas de oro y
telas de púrpura al templo de Jerusalén, para luego vender estos regalos en su
propio beneficio. Tiberio consideró culpables a los hombres y los crucificó.
Como advertencia contra prácticas similares, desterró a todos los judíos de Roma
a Cerdeña. Había cuatro mil y la mitad de ellos murieron de fiebre en el término
de unos pocos meses, después de llegar a Cerdeña. Calígula permitió que los
judíos volvieran.
Se recordará también que Tiberio había expulsado a todos los adivinos y
pretendidos astrólogos de Italia. Era una curiosa mezcla de ateísmo y
superstición, de credulidad y escepticismo. En una ocasión dijo, en un banquete,
que consideraba inútil el culto de los dioses, en vista de la existencia de las
estrellas. Creía en la predestinación. Su expulsión de los astrólogos se debió quizás
al hecho de que deseaba gozar del monopolio de las predicciones, porque Trasilo
se quedó con él. No advirtió que si bien las estrellas pueden no decir mentiras, los
astrólogos, aún los mejores, no son dignos de confianza en cuanto a leer sus
mensajes con correcta perfección, o en cuanto a informar con perfecta
franqueza acerca de lo que han leído.
Yo no soy escéptico ni particularmente supersticioso. Prefiero las antiguas
formas y ceremonias, y tengo una creencia heredada en los antiguos dioses
romanos, que me niego a someter a ningún análisis filosófico. Creo que cada
nación debe tener un dios a su manera (siempre que se trate de una manera
civilizada) y no adoptar ociosamente deidades superfluas. Como Sumo Sacerdote
de Augusto, he tenido que aceptarlo como dios. Y a fin de cuentas el semidiós
Rómulo fue sólo un pobre pastor romano, para empezar, y probablemente estuvo
mucho menos dotado y fue menos industrioso que Augusto. Si y o hubiese sido
contemporáneo de Rómulo, es probable que me hubiese reído de la idea de que
se le rindiese culto divino. Pero la divinidad, a fin de cuentas, es una cuestión de
hecho, y no un asunto de opinión. En general, si un hombre es adorado como un
dios, pues es un dios. Y si un dios deja de ser adorado, y a no es nada. Mientras
Calígula fue adorado y se crey ó en él como en un dios, fue un ser sobrenatural. A
Casio Querea le resultó casi imposible matarlo porque existía en torno a él cierta
aureola divina, resultado del culto que le ofrecían los corazones más sencillos, y
los conspiradores lo sintieron en sí mismos y vacilaron. Quizá no habrían podido
hacerlo nunca, si Calígula no se hubiese maldecido a sí mismo con una divina
premonición de su asesinato.
Augusto es adorado ahora, con auténtica devoción, por millones de personas.
Yo mismo le rezo con casi tanta confianza como la que pongo en Marte o Venus.
Pero establezco una clara distinción entre el Augusto histórico, de cuy as
debilidades y desdichas estoy bien informado, y el dios Augusto, objeto de
adoración pública, que ha alcanzado el poder de deidad. Quiero decir que no
puedo desaprobar de manera demasiado enérgica la asunción de poderes divinos
por un mortal. Pues si en verdad éste consigue que los hombres lo adoren, y si
ellos lo adoran auténticamente, y si no hay augurios u otras señales de desagrado
celestial en el momento de su deificación… bueno, pues entonces es un dios, y se
lo acepta como tal. Pero el culto de Augusto como deidad importante de Roma
jamás habría sido posible si no hubiese sido por ese abismo que los filósofos
habían abierto entre el hombre común y los dioses tradicionales. Para el
ciudadano romano común, Augusto llenó muy bien la brecha. Fue recordado
como un noble y gracioso gobernante que quizá hay a ofrecido pruebas mucho
más concretas de su cariño por la ciudad y el imperio que los propios dioses
olímpicos.
Pero el culto de Augusto resultaba más bien una forma de conveniencia
política, en lugar de satisfacer las necesidades emocionales de las personas con
tendencias religiosas, que preferían recurrir a Isis o Serapis o Imoutes para
obtener la seguridad, en los misterios de estos dioses, de que el « dios» era algo
más que un remoto ideal de perfección o que la gloria conmemorada de un
héroe muerto. Para ofrecer una alternativa a estos cultos egipcios —en mi
opinión no desempeñaban un papel muy saludable en nuestra civilización greco-
romana—, logré que nuestra comisión permanente de Religiones Extranjeras en
Roma, la Junta de los Quince, me permitiese popularizar misterios de naturaleza
más adecuada. Por ejemplo, el culto de Cibeles, la diosa adorada por nuestros
antepasados troy anos, y por lo tanto conveniente para nuestras modalidades
religiosas, había sido introducido en Roma unos 250 años antes, en obediencia a
un oráculo. Pero sus misterios eran realizados en privado por sacerdotes eunucos
de Frigia, porque no se permitía que ningún ciudadano romano se castrase en
honor de la diosa. Yo cambié todo eso. El Sumo Sacerdote de Cibeles tenía que
ser ahora un caballero romano, si bien no eunuco, y los ciudadanos de buena
posición podían incorporarse a su culto. También traté de introducir los misterios
de Eleusis en Roma, desde Grecia. Casi no necesito describir este famoso festival
ático en honor de la diosa Démeter y de su hija Perséfone, porque mientras el
griego sobreviva como idioma, todos lo conocerán. Pero la naturaleza de los
misterios mismos, de los cuales el festival no es más que la pompa exterior, no es
en modo alguno una cuestión de conocimiento general, y me gustaría mucho
hablar algo de ellos, pero debido a un juramento que hice en una ocasión, por
desgracia no puedo hacerlo. Me conformaré con decir que se relacionan con la
revelación de la vida en un mundo por venir, donde la dicha será conquistada por
una vida virtuosa vivida como mortal. Al introducirlos en Roma, donde limité la
participación en ellos a los senadores, caballeros y ciudadanos de fortuna, tenía la
esperanza de complementar el culto formal de los dioses comunes con una
obligación a la virtud sentida desde adentro, no impuesta por ley es o edictos. Por
desgracia mi tentativa fracasó. En los principales altares religiosos se emitieron
oráculos desfavorables, incluso en el de Apolo de Delfos, previniéndome de las
terribles consecuencia de mi « trasplante de Eleusis a Roma» . ¿Será impío
sugerir que los dioses griegos se combinaban para proteger el tráfico de
peregrinos que era ahora la principal fuente de ingresos de su país?
Publiqué un edicto prohibiendo la asistencia de ciudadanos romanos a las
sinagogas judías y expulsé de la ciudad a una buena cantidad de los más
enérgicos misioneros judíos. Escribí a Herodes para hablarle de mi actitud. Me
contestó que había hecho muy bien, y que él aplicaría el mismo principio o, más
bien, el contrario, en su propio dominio: prohibiría que los profesores griegos de
filosofía dieran clases en ciudades judías, y a todos los judíos que concurriesen
los excluiría de los cultos del templo. Ni Herodes ni y o hicimos comentario
alguno, en nuestras cartas, respecto de los acontecimientos de Armenia o Partía,
pero lo que sucedió fue lo siguiente. Yo había enviado al rey Mitrídates a
Antioquía, donde Marso lo recibió con honores y lo envió a Armenia con dos
batallones regulares, un tren de sitio y seis batallones de auxiliares greco-sirios.
Llegó allí en marzo. El gobernador de Partía marchó contra él y fue derrotado.
Esto no significaba que Mitrídates quedase de inmediato en posesión indiscutida
de su reino. Cotis, rey de Armenia Menor, envió ay uda armada al gobernador de
Partía, y si bien su expedición fue también derrotada, las guarniciones panas de
muchas fortalezas se negaron a rendirse y las máquinas de sitio romanas tuvieron
que reducirlas una por una. Pero el hermano de Mitrídates, rey de Georgia,
realizó su prometida invasión desde el norte y, para julio los dos habían reunido
sus fuerzas en el río Aras y capturado a Mufarguin, Ardesh y Erzerum, las tres
ciudades principales de Armenia.
En Partía, Bardanes reunió muy pronto un importante ejército, al cual los
rey es de Osroene y Adiabene contribuy eron con contingentes, y marchó contra
su hermano Gotarzes, cuy a corte se encontraba entonces en la ciudad de
Ecbatana, en el país de los medos. En un repentino ataque por sorpresa a la
cabeza de un cuerpo de dromedarios —recorrió casi 500 kilómetros en dos días
—, Bardanes expulsó a Gotarzes, presa de pánico, del trono, y pronto recibió el
homenaje de todos los reinos y ciudades sometidos del imperio parto. La única
excepción fue la ciudad de Seleucia, situada sobre el rio Tigris, que, luego de
rebelarse unos siete años antes, había mantenido obstinadamente su
independencia desde entonces. Fue para nosotros una gran suerte que Seleucia se
negara a reconocer la soberanía de Bardanes, porque éste consideró como un
deber sitiarla y capturarla antes de dedicar su atención a asuntos más
importantes, y Seleucia, con sus enormes murallas, no era un lugar fácil de
capturar. Si bien Bardanes retuvo a Ctesi-fón, la ciudad de la orilla opuesta del
Tigris, no dominaba el río mismo, y la fuerte flota seléucida pudo introducir
abastecimientos en la ciudad, comprados a tribus árabes amigas de la costa oeste
del golfo de Persia. De modo que derrochó un tiempo precioso en el Tigris, y
Gotarzes, que había escapado a Bojara, reunió allí un nuevo ejército. Él sitio de
Seleucia continuó desde diciembre hasta abril, fecha en que Bardanes, enterado
de las nuevas actividades de Gotarzes, lo levantó y marchó hacia el norte, a lo
largo de mil seiscientos kilómetros, a través de Parda propiamente dicha, hasta la
provincia de Bactriana, donde eventualmente se encontró con Gotarzes. Las
fuerzas de Bardanes estaban mejor equipadas y eran un tanto may ores que las
de su hermano, pero el resultado de la batalla inminente era dudoso, y Bardanes
vio que incluso aunque triunfase sería probablemente una victoria pírrica…
perdería más hombres de los que podía permitirse. De modo que cuando a último
momento Gotarzes le ofreció pactar con él, aceptó. Como resultado de su
conferencia. Gotarzes hizo una cesión formal de sus derechos al trono, y en
compensación Bardanes le perdonó la vida, le entregó propiedades en las costas
meridionales del mar Caspio y una pensión anual digna de su rango. Entre tanto
el rey de Adiabane y otros gobernantes vecinos ejercían presión sobre Seleucia
para que se rindiese. Y a mediados de julio, en Antioquía, Marso sabía que
Bardanes era ahora el rey indiscutido de Parda, y que se dirigía hacia el oeste
con un enorme ejército. Inmediatamente me informó de ello, y también de otras
noticias inquietantes, a saber, que fingiendo haber sido insultado y amenazado por
los regimientos griegos estacionados en Cesárea, Herodes los había desarmado y
puesto a trabajar en la construcción de carreteras y en la reparación de las
defensas de la ciudad. Y eso no era todo. Había habido ejercicios secretos en el
desierto de grandes cuerpos de voluntarios judíos, bajo las órdenes de miembros
de la guardia de corps de Herodes. Marso escribía: « Dentro de tres meses el
destino del imperio romano en Oriente quedará decidido en uno u otro sentido» .
Hice todo lo que pude, dadas las circunstancias. Despaché una orden
inmediata a los gobernantes orientales, para que movilizasen todas las fuerzas
disponibles. También envié una división de la flota a Egipto, para aplastar el
levantamiento judío que esperaba en Alejandría, y otra a Marso, en Antioquía.
Movilicé fuerzas en Italia y el Tirol, pero nadie, aparte de Marso, y o mismo y mi
ministro de relaciones exteriores, Félix, en quien me veía obligado a confiar
porque escribía mis cartas, estaban enterados de las tremendas nubes de
tormenta que soplaban desde el este. Y fuimos los únicos tres que lo supieron
jamás, porque, por un extraordinario capricho del destino, la tormenta jamás
estalló.
No tengo el temperamento dramático de mi hermano Germánico. No soy
más que un historiador, y sin duda la may oría de la gente me considera, en
general, aburrido y prosaico, pero he llegado a un punto de mi relato en que el
registro de los hechos desnudos, sin la ay uda de embellecimientos oratorios, debe
provocar el asombro de mis lectores tan fuertemente como me lo provocó a mí
en esa época. Permítaseme narrar primero de qué humor tan exaltado llegó el
rey Herodes Agripa de Jerusalén a Cesárea para el festival que se había
preparado allí, en honor de mi cumpleaños. Abrigaba en sí un orgullo secreto tan
grande, que casi lo asfixiaba. Los cimientos del gran edificio que durante tanto
tiempo había soñado construir, el imperio de Oriente, estaban, al cabo, grande y
firmemente asentados. Ahora sólo necesitaba pronunciar las palabras, y las
murallas (éstas son las palabras que usó para decírselo a su reina Cy pros)
« ascenderán blancas y espléndidas, en el cielo azul oscuro, el techo de cristal se
cerrará sobre ellas y encantadores jardines y frescas columnatas y estanques de
lirios lo rodearán, extendiéndose hasta donde la mirada embelesada pueda
alcanzar a ver» . Adentro todo sería berilos y ópalos y zafiros y sardónice y oro
puro, y en el poderoso Salón del Juicio ardería un trono de diamantes, el trono del
Mesías, a quien los hombres hasta entonces habían conocido con el nombre de
Herodes Agripa.
Ya se había revelado, en secreto, al Sumo Sacerdote y al Sanhedrín, y todos
habíanse inclinado de hinojos ante él y glorificado a dios, y reconocido en él al
Mesías profetizado. Ahora se revelaría en público, ante la nación judía y ante
todo el mundo. Pronunciaría su palabra: « El Día de la Liberación está cerca, dijo
el Ungido del Señor. Quebremos el y ugo de los Impíos» . Los judíos se
levantarían como un solo hombre y librarían las fronteras de Israel de todos los
extranjeros e infieles. Había ahora doscientos mil judíos adiestrados en el uso de
armas, nada más que en los dominios de Herodes, y miles más en el Egipto, Siria
y el Oriente. Y los judíos, cuando luchan en nombre de su Dios, como lo ha
demostrado la historia de los macabeos, son heroicos hasta el punto de la locura.
Nunca se conoció una raza más disciplinada. Tampoco faltaban armas y
armaduras. A las setenta mil armaduras que encontró en el tesoro de Antipas,
Herodes agregó doscientas mil más, aparte de las que había tomado a los griegos.
Las fortificaciones de Jerusalén no estaban completas, pero en menos de seis
meses la ciudad sería inexpugnable. Incluso después de mis órdenes de cesar los
trabajos, Herodes continuó excavando en secreto grandes depósitos subterráneos,
debajo del templo, y trazando largos túneles debajo de las paredes, hasta puntos
situados más de un kilómetro y medio hacia afuera, de modo que si alguna vez
quedaba sitiada, la guarnición pudiese realizar salidas por sorpresa y atacar al
regimiento sitiador desde la retaguardia.
Había concluido una alianza secreta, contra Roma, con todos los reinos y
ciudades vecinos, a cientos de kilómetros a la redonda. Sólo Tiro y Sindón, en
Fenicia, habían rechazado sus proposiciones, y esto le inquietaba, porque los
fenicios eran un pueblo marinero y su flota era necesaria para mantener sus
costas. Pero ahora también estas ciudades se habían unido a él. Una delegación
conjunta de ambas ciudades visitó a su chambelán Blasto, para decirle
humildemente que, frente a la necesidad de elegir entre las naciones romana o
judía como enemigas, habían elegido el mal menor, y estaban ahora allí
solicitando la amistad y el perdón de su amo real. Blasto les informó de las
condiciones de Herodes, que eventualmente aceptaron. Ese día ofrecerían su
sumisión formal. Las condiciones de Herodes eran las de que renunciaran a
Astarté y sus otras deidades, y aceptasen la circuncisión y juraran perpetua
obediencia al dios de Israel, y a Herodes el Ungido, su representante en la tierra.
¡Con ese acto simbólico iniciaría Herodes su reinado de Gloria! Subiría a su
trono, resonarían Ios cuernos de carneros, y ordenaría a sus soldados que
llevasen ante él la estatua del dios Augusto, instalada en la plaza del Mercado de
la ciudad, y mi propia estatua, que estaba al lado de ella (llevando ese día una
guirnalda nueva en honor de mi cumpleaños), y diría a la multitud: « Así dijo el
Ungido del Señor: haced pedazos todas las imágenes grabadas que se encuentren
en mis costas, pulverizadlas. Porque soy un dios celoso» .
Luego, con un martillo, destrozaría la estatua de Augusto y la mía, nos
decapitaría y nos arrancaría los miembros. El pueblo lanzaría un enorme grito de
júbilo, y él volvería a exclamar: « Así dijo el Ungido del Señor: ¡Oh hijos míos,
hijos de Sem, primogénitos de mi sirviente Noé, limpiad esta tierra de los
extranjeros y los infieles, y que las habitaciones de Jafet sean vuestra presa,
porque la hora de vuestra liberación está cerca!» .
La noticia recorrería el país como un incendio: « El Ungido se ha manifestado
y ha destrozado las imágenes de los Césares. Regocijaos en el Señor.
Deshonremos los templos de los paganos, y capturemos a nuestros enemigos» .
Los judíos se enterarían de ello en Alejandría, se levantarían en número de
trescientos mil, y se apoderarían de la ciudad, diezmando a nuestra pequeña
guarnición de allí. Bardanes se enteraría de ello en Nínive y marcharía sobre
Antioquía; y los rey es de Comageo, Armenia Menor y Ponto unirían sus fuerzas
con él en las fronteras de Armenia. Marso, con sus tres batallones regulares y sus
dos regimientos de greco-sirios, sería arrollado. Más aun, Bardanes se había
comprometido, por un juramento hecho en el templo, ante el Sumo Sacerdote, en
el sentido de que si con la ay uda de Herodes conquistaba el trono de su hermano
(como ahora lo había hecho), reconocería públicamente su deuda a Herodes
enviándole a todos los judíos que pudiesen ser hallados en el imperio parto, junto
con sus familias, ganados y posesiones y juraría eterna amistad al pueblo judío.
Las ovejas dispersas de Israel volverían por fin al rebaño. Serían tantas, en
número, como las arenas de la play a. Ocuparían las ciudades de las cuales
habrían expulsado a los extranjeros o infieles, y serían un pueblo santo, unido,
como en los días de Moisés, pero gobernado por uno más grande que Moisés, uno
más glorioso que Salomón, el Amado, el Ungido del Señor.
El festival en pretendido honor de mi cumpleaños debía realizarse en el
anfiteatro de Cesárea, y los gladiadores y las cuadrigas estaban y a listas para los
espectáculos que Herodes en realidad nunca pretendió que se llevaran a cabo. El
público estaba compuesto en parte de greco-sirios, y en parte de judíos.
Ocupaban distintos lugares en el anfiteatro. El trono de Herodes se encontraba
entre sus propios súbditos, y al lado de él había siempre asientos reservados para
visitantes distinguidos. No había romanos presentes, todos se hallaban en
Antioquía, celebrando mi cumpleaños bajo la presidencia de Marso. Pero había
embajadores de Arabia, y el rey de Iturea, y la delegación de Tiro y Sidón, y la
madre y los hijos del rey de Adiabene y Herodes Polión con su familia. Los
espectadores estaban protegidos contra el feroz sol de agosto por grandes toldos
de lona blanca, pero sobre trono de Herodes, hecho de plata e incrustado de
turquesas, los doseles eran de seda púrpura.
El público entró a raudales, a la espera de la llegada de Herodes. Resonaron
trompetas, y de pronto apareció en la entrada sur con su conejo, y avanzó
majestuosamente a través de la liza. Todo el público se puso de pie. Llevaba una
túnica real de tejido de plata, trabajada con redondeles de plata bruñida que
chispeaban al sol tan vivamente, que era imposible mirarlo. En la cabeza llevaba
una diadema de oro que refulgía de diamantes y en la mano una resplandeciente
espada de plata. Al lado de él, Cy pros caminaba envuelta en púrpuras reales, y
detrás de ella iban sus encantadoras hijitas, ataviadas con seda blanca bordada de
arabescos, con una orla de púrpura y oro. Herodes mantenía la cabeza en alto
mientras caminaba, y sonrió a sus súbditos. Llegó a su trono y ascendió a él. El
rey Herodes Polión, los embajadores de Arabia y el rey de Iturea abandonaron
sus asientos y se acercaron a los escalones del trono para saludarlo. Le hablaron
en hebreo:
—¡Oh rey, vive eternamente!
Pero para los hombres de Tiro y Sidón esto no era suficiente. Se vieron
obligados a presentar reparaciones por su forma descortés de tratarlo en el
pasado. Cay eron de hinojos ante él.
El jefe de los hombres de Tiro rogó, en tono de la más profunda humildad:
—Sé piadoso con nosotros, gran rey, nos arrepentimos de nuestra ingratitud.
Y el jefe de los hombres de Sidón:
—Hasta ahora te hemos reverenciado como hombre, pero ahora tenemos
que reconocer que eres superior a la naturaleza mortal.
—Te perdonamos, Sidón —respondió Herodes.
—Es la voz de un dios, no de un hombre —exclamó el de Tiro.
—Tiro, estás perdonada —respondió Herodes.
Levantó la mano para dar la señal de que soplasen los cuernos de carnero,
pero de pronto la volvió a dejar caer. Porque desde la puerta había entrado
volando un pájaro, y aleteaba de un lado al otro sobre la arena. La gente lo
observó, y lanzó gritos de sorpresa:
—¡Mira, un búho, un búho cegado por la luz del sol!
El búho se posó en una cuerda, sobre el hombro izquierdo de Herodes. Éste se
volvió y lo contempló. Entonces recordó el juramento que había hecho en
Alejandría, trece años antes, en presencia de Alejandro el Alabarca y de Cy pros
y de sus hijos, el juramento de honrar al dios viviente y de cumplir sus ley es en
la medida de sus fuerzas, la maldición que había pedido para sí si alguna vez
blasfemaba voluntariamente por dureza de corazón.
El primero y más grande mandamiento de dios, emitido por Moisés era:
« NO TENDRÁS OTROS DIOSES QUE YO» , pero cuando el hombre de Tiro lo
llamó dios, ¿se había rasgado Herodes la ropa y caído de cara al suelo para
detener la celosa cólera del cielo? No, había sonreído al blasfemo, diciéndole:
« Tiro, estás perdonada» , y la gente que lo rodeaba había recogido el grito: « Un
dios, no un hombre» . El búho lo miraba a la cara. Herodes palideció. El búho
ululó cinco veces y luego aleteó, voló sobre las hileras de asientos y luego
desapareció más allá.
Herodes le dijo a Cy pros:
—El búho que me visitó en el patio de la cárcel de Miseno… el mismo búho
—y entonces un temible gemido salió de sus labios, y le gritó débilmente a
Helcías, su caballerizo Real, sucesor de Silas—: Sácame de aquí. Estoy enfermo.
Que mi hermano el rey de Calcis se haga cargo de la presidencia de los Juegos.
Cy pros apretó a Herodes contra sí:
—Herodes, mi rey y esposo, ¿por qué gimes? ¿Qué te duele?
Herodes contestó, en un espantoso susurro:
—Los gusanos y a están en mi carne.
Lo sacaron. Los cuernos de carneros jamás resonaron. No llevaron las
estatuas para ser despedazadas. Los soldados judíos apostados fuera del teatro,
dispuestos a entrar a una señal de Herodes y comenzar la matanza de los griegos,
permanecieron en sus puestos. Los Juegos terminaron antes de haber empezado.
La multitud judía lanzó un gran gemido y lamento, se rasgó las ropas y se echó
polvo en la cabeza. Circuló el rumor de que Herodes agonizaba. Se encontraba en
medio de terribles dolores, pero llamó a su hermano Herodes y a Helcías y a
Taumasto, y al hijo del Sumo Sacerdote a su lecho de palacio, y les dijo:
« Amigos míos, todo ha terminado. Dentro de cinco días estaré muerto. Tengo
más suerte en ese sentido que mi abuelo Herodes: él vivió dieciocho meses
después de que el dolor se clavó en él. No tengo quejas que hacer, ha sido una
buena vida. Sólo puedo culparme a mí mismo de lo que ha caído sobre mí.
Durante seis días fui saludado por los ancianos de Israel como el Ungido del
Señor. Y al séptimo día permití que Su Nombre fuese blasfemado sin reproches
de mi parte. Si bien mi voluntad era ampliar Su Reino hasta los confines del
mundo y purificarlo y traer de vuelta las tribus perdidas y adorarlo en todos los
días de mi vida, sin embargo, por ese único pecado fue rechazado mi antepasado
David, por su pecado contra Uriah el hitita. Ahora los judíos tendrán que esperar
otra era, hasta que llegue un Redentor más santo, para cumplir lo que y o he
resultado indigno de hacer. Decidles a los rey es confederados que la piedra de
arco ha caído en tierra, y que la nación judía no puede prestarles ahora ninguna
ay uda. Decidles que y o, Herodes, estoy muriéndome y que les pido que no
hagan la guerra contra Roma sin mí, porque sin mí son un barco sin timón, una
lanza sin punta, un arco quebrado. Helcías, cuida de que no se haga violencia
alguna contra los griegos. Pide la devolución de las armas que han sido
distribuidas secretamente a los judíos y deposítalas en la armería de Cesárea
Filipo, dejándolas bajo fuerte custodia. Devuelve a los griegos sus armas y que se
dediquen a sus ocupaciones de siempre. Mi criado Taumasto, cuida de que mis
deudas sean pagadas completamente. Mi hermano Herodes, trata de que mi
querida esposa Cy pros y mis hijas Drusila y Mariamna no sufran ningún daño, y
sobre todo, persuade a la nación de que no cometa locura alguna. Saluda a los
judíos de Alejandría en mi nombre, y pídeles que me perdonen por haberles
ofrecido tan elevadas esperanzas para luego desilusionarlos tan por completo.
idos ahora, y que Dios sea con vosotros» .
Los judíos se pusieron cilicio y se postraron, por decenas de millares, en torno
al palacio, incluso con ese terrible calor. Agripa los vio desde las ventanas de la
habitación del piso alto donde se encontraba su cama, y rompió a llorar por ellos.
« Pobres judíos —dijo—. Han esperado mil años, ahora deben esperar mil más,
quizá dos mil, antes de que llegue el día de la gloria. Ésta ha sido una falsa aurora;
y o me engañé y los engañé» .
Pidió papel y pluma y me escribió una carta cuando todavía tenía fuerzas
para sostener la pluma. Tengo la carta aquí, ante mí, con las otras que me
escribió, y es lamentable comparar la caligrafía. Las otras, audaz y
decididamente escritas, línea tras línea, regulares como los peldaños de una
escalinata, y ésta garrapateada, cada una de las letras quebrada y torcida por el
dolor, como en las confesiones escritas por criminales después de haber sido
puestos en el potro o azotados por el gato de nueve colas. Es breve:
EL BANDIDO
La muerte de Herodes sucedió hace diez años, a contar desde hoy, y relataré, lo
más brevemente que pueda, lo que sucedió en Oriente desde entonces. Aunque el
Oriente tendrá ahora muy poco interés para mis lectores, me siento obligado a no
dejar hilos sueltos en mis relatos. En cuanto se enteró de la muerte de Herodes,
Marso cay ó sobre Cesárea y restableció el orden allí y en Samaria. Designó un
gobernador de emergencia para los dominios de Herodes; se trataba de Fado, un
caballero romano que tenía grandes intereses mercantiles en Palestina y estaba
casado con una mujer judía. Yo firmé el nombramiento, y Fado actuó con la
necesaria firmeza. Las armas que fueron distribuidas a los judíos no habían sido
devueltas todavía a Helcías; los hombres de Gilead retuvieron las suy as para
usarlas contra sus vecinos del este, los árabes de Rabboth Ammon. También hubo
muchas armas no devueltas por judíos y galileos, y se formaron entonces bandas
de ladrones que causaron grandes daños al país. Pero Fado, con la ay uda de
Helcías y del rey Herodes Polión, que estaban ansiosos por demostrar su lealtad,
arrestaron a los principales hombres de Gilead, desarmaron a sus seguidores y
luego persiguieron a las bandas de ladrones una a una.
Los rey es confederados de Ponto, Comageno, Armenia Menor e Iturea
siguieron el consejo que Herodes les había enviado por intermedio de su
hermano y demostraron su lealtad a Roma excusándose ante Bardanes por no
marchar a su encuentro en las fronteras de Armenia. Pero Bardanes siguió su
avance hacia el oeste; estaba decidido a recuperar Armenia. Marso le envió
desde Antioquía una severa advertencia, en el sentido de que la guerra contra
Armenia significaría la guerra contra Roma. Entonces el rey de Adiabene le dijo
a Bardanes que no se incorporaría a la expedición, porque sus hijos se
encontraban en Jerusalén y serían apresados como rehenes por los romanos.
Bardanes le declaró la guerra, y estaba a punto de invadir su territorio cuando se
enteró de que Gotarzes había reunido otro ejército y que tenía nuevamente
pretensiones respecto del imperio. Volvió a marchar, y esta vez la batalla entre
los hermanos se libró empecinadamente en las orillas del río Carinda, cerca de la
costa meridional del mar Caspio. Gotarzes fue derrotado y huy ó al país de los
dahianos, que se encuentra a unos 650 kilómetros al este. Bardanes lo persiguió,
pero después de derrotar a los dahianos no logró convencer a su ejército
victorioso de que siguiese avanzando, porque había pasado más allá de los límites
del imperio parto. Regresó al año siguiente, y estaba a punto de invadir Adiabene
cuando fue asesinado por sus nobles; éstos lo atrajeron a una emboscada cuando
se encontraba de caza. Yo me sentí aliviado cuando quedó eliminado, porque era
un hombre de gran talento y extraordinaria energía.
Entre tanto el período de funciones de Marso había terminado y me alegré de
tenerlo de vuelta en Roma, como consejero. Envié a Casio Longino a ocupar su
lugar. Era un célebre jurista, a quien con frecuencia he consultado en difíciles
problemas legales, y ex cuñado de mi sobrina Drusila. Cuando la noticia de la
muerte de Bardanes llegó a Roma, Marso no se sorprendió. Parece ser que tuvo
algo que ver con la conspiración. Me aconsejó que enviara como pretendiente al
trono de Partia a Meherdates, el hijo de un ex rey de Partia, que era mantenido
como rehén en Roma desde hacía mucho tiempo. Dijo que podía afirmar que los
nobles que habían matado a Bardanes se mostrarían partidarios de Meherdates.
Pero Gotarzes volvió a aparecer con un ejército de dahianos, y los asesinos de
Bardanes se vieron obligados a rendirle homenaje, de modo que Meherdates tuvo
que permanecer en Roma hasta que se presentara una oportunidad más
favorable para enviarlo al este. Marso consideraba que dicha oportunidad se
presentaría muy pronto. Gotarzes era cruel, caprichoso y cobarde, y no
conservaría durante mucho tiempo la lealtad de sus nobles. Tuvo razón. Dos años
después llegó una embajada secreta de varios notables del imperio parto, entre
ellos el rey de Adiabene, para pedirme que les enviara a Meherdates. Consentí
en hacerlo, y elogié los méritos de éste. En presencia de los embajadores le
advertí que no debía convertirse en un tirano, sino considerarse simplemente
como el principal magistrado y a su pueblo como sus conciudadanos. La justicia
y la clemencia no habían sido jamás hasta entonces practicadas por un rey parto.
Lo envié a Antioquía. Casio Longino lo escoltó hasta el río Eufrates, y allí le dijo
que avanzase hacia Partia en el acto, porque el trono era suy o si actuaba con
velocidad y valentía. Pero el rey de Osroene, un pretendido aliado que en secreto
era partidario de Gotarzes, detuvo adrede a Meherdates en su corte, con lujosos
entretenimientos y cacerías, y luego le aconsejó que fuese por Armenia, en
lugar de arriesgarse en una marcha directa a través de Mesopotamia.
Meherdates siguió este mal consejo, que dio a Gotarzes tiempo para realizar
preparativos, y perdió varios meses llevando su ejército a través de las mesetas
nevadas de Armenia. Al salir de Armenia marchó por el Tigris y capturó a
Nínive y otras ciudades importantes. El rey de Adiabene le dio la bienvenida a su
llegada a la frontera, pero de inmediato se dio cuenta de que era un hombre débil
y decidió abandonar su causa a la primera oportunidad. De modo que cuando los
ejércitos de Gotarzes y Meherdates se encontraron en combate, este último fue
abandonado de pronto por los rey es de Osroene y Adiabene. Luchó con valentía
y casi estuvo a punto de triunfar, porque Gotarzes era un comandante tan
cobarde, que sus generales tuvieron que encadenarlo a un árbol para impedir que
huy era. A la postre Meherdates fue capturado y el valiente Gotarzes lo envió de
vuelta a Casio, a modo de burla, con las orejas cortadas. Poco después Gotarzes
murió. Y los acontecimientos más recientes desarrollados en Partía no
interesarán sin duda a mis lectores más de lo que me han interesado a mí, que en
verdad es muy poco.
Mitrídates mantuvo su trono armenio durante algunos años, pero al cabo fue
muerto por uno de sus sobrinos, el hijo de su hermano, el rey de Georgia. Se trata
de una curiosa historia. El rey de Georgia había gobernado durante cuarenta
años, y su hijo may or se cansó de esperar que muriera y le dejase el trono.
Conociendo el carácter de su hijo, y temiendo por su propia vida, el rey le
aconsejó que se apoderase del trono de Armenia, que era un reino más grande y
rico que Georgia. El hijo aceptó. El rey entonces fingió reñir con él, y el hijo
huy ó a Armenia para ponerse bajo la protección de Mitrídates, quien lo recibió
bondadosamente y le dio su hija en matrimonio. De inmediato comenzó a
intrigar contra su benefactor. Volvió a Georgia, fingió reconciliarse con su padre,
que luego riñó con Mitrídates y dio a su hijo el mando de un ejército invasor. El
coronel romano que actuaba como asesor político de Mitrídates propuso una
conferencia entre éste y su y erno, y Mitrídates convino concurrir a ella. Fue
traicioneramente capturado por tropas georgianas, en el momento en que estaba
a punto de sellar su pacto de sangre, y ahogado con mantas. Cuando el
gobernador de Siria se enteró de este acto espantoso, llamó a un consejo de su
estado may or para decidir si Mitrídates debía ser vengado por una expedición
punitiva contra su asesino, quien ahora reinaba en su lugar. Pero la opinión
general parecía ser que cuanto más traicionera y sanguinaria fuera la conducta
de los rey es orientales en nuestra frontera, mejor era para nosotros —la
seguridad del imperio romano descansaba sobre la desconfianza mutua de
nuestros vecinos—, y que no había que hacer nada. Pero el gobernador, para
demostrar que no aceptaba el asesinato, envió una carta formal al rey de
Georgia, ordenándole que retirase sus fuerzas y llamase a su hijo. Cuando los
partos se enteraron de esta carta, consideraron que era una buena oportunidad
para reconquistar Armenia. Y por lo tanto la invadieron y el nuevo rey huy ó, y
luego ellos tuvieron que abandonar la expedición porque era un invierno
cruelísimo, y perdieron una gran cantidad de hombres de resultas del frío y las
enfermedades, de modo que el rey regresó… ¿Pero para qué continuar la
historia? Todas las historias orientales son el mismo ir y venir sin sentido, a menos
que alguna vez —pero tan pocas que casi parece nunca— surja un dirigente que
proporcione sentido y dirección al flujo y reflujo. Herodes Agripa era uno de
esos dirigentes, pero murió antes de poder dar pruebas concretas de su genio. En
cuanto a las esperanzas judías de un Mesías, fueron otra vez encendidas por
cierto Teúdas, mago de Gilead, que reunió a una gran cantidad de seguidores
durante la gobernación de Fado y les dijo que lo siguieran hasta el río Jordán,
porque lo separaría como había hecho en una ocasión el profeta Elisha, y los
conduciría, con los pies secos, a apoderarse de Jerusalén. Fado envió una tropa de
caballería, atacó al fanático grupo, capturó a Teúdas y le cortó la cabeza. (No ha
habido luego pretendientes al título, si bien es verdad que la secta acerca de la
cual me escribió Herodes, los seguidores de Josué ben Josef, o Jesús, parece
haber hecho considerables progresos en épocas recientes, aun en Roma. La
esposa de Aulo Plaucio fue acusada ante mí de haber concurrido a uno de los
ágapes, pero Aulo se encontraba en Bretaña, y y o acallé el asunto para no
mortificarlo). Y la tarea de Fado fue dificultada por un fracaso de la cosecha en
Palestina. Se descubrió que el Tesoro de Herodes estaba casi vacío (y no es
extraño, por la forma en que gastaba su dinero), de modo que no hubo medio
alguno de aliviar el hambre comprando cereales en Egipto. Pero organizó una
comisión de ay uda entre los judíos, y se encontró dinero para que pudiesen pasar
el invierno. Pero luego la cosecha volvió a fracasar, y si no hubiese sido por la
reina madre de Adiabene, que entregó todos sus tesoros para la compra de
cereales en Egipto, cientos de miles de judíos habrían muerto. Los judíos
consideraron el hambre como la venganza de Dios sobre toda la nación por el
pecado de Herodes. El segundo fracaso de la cosecha fue en verdad no tanto
culpa del tiempo como de los campesinos judíos. Éstos se encontraban tan
desanimados, que en lugar de sembrar las simientes que les había proporcionado
el sucesor de Fado (el hijo de Alejandro el Alabarca, que había abandonado el
judaísmo), se las comieron o incluso las dejaron brotar en los sacos. Los judíos
son una raza extraordinaria. Bajo la gobernación de cierto Cumano, que vino
luego, hubo grandes perturbaciones. Me temo que Cumano no fuera una gran
elección, y sus funciones comenzaron con un gran desastre. Siguiendo el
precedente romano, había apostado un batallón de regulares en los patios del
templo, para mantener el orden durante la gran fiesta judía de Pascua, y uno de
los soldados, que tenía cierto resentimiento contra los judíos, se abrió las bragas
durante la parte más sagrada del festival y dejó a la vista sus partes pudendas,
para que fuesen contempladas por los feligreses, mientras gritaba: « ¡Eh, judíos,
mirad aquí! Aquí hay algo digno de verse» .
Eso inició un motín, y Cumano fue acusado por los judíos de haber ordenado
al soldado que hiciese esa exhibición provocativa y tonta. Como es natural, se
disgustó, le gritó a la multitud que se callase y continuara con su festival en forma
ordenada. Pero los judíos se tornaron cada vez más amenazadores. A Cumano le
pareció que un solo batallón no era suficiente, dadas las circunstancias, y para
aterrorizar a la multitud envió a buscar toda la guarnición. Cosa que en mi opinión
fue un grave error de juicio. Las calles de Jerusalén son muy estrechas y
tortuosas y estaban atestadas de enormes cantidades de judíos que habían
llegado, como de costumbre, de todo el mundo, para celebrar el festival.
Entonces surgió el grito: « ¡Llegan los soldados! ¡Corred para salvar la vida!» .
Todos corrieron para salvar la vida. Y si alguien tropezaba o caía era
pisoteado; en las esquinas de las calles, donde se encontraban dos torrentes de
fugitivos, la presión era tan grande desde atrás, que miles de hombres murieron
aplastados. Los soldados ni siquiera desenvainaron las espadas, y sin embargo no
menos de veinte mil judíos murieron en el pánico. El desastre fue tan abrumador,
que el día final del festival no se celebró. Luego, cuando la multitud se dispersaba
rumbo a sus hogares, un grupo de hombres de Galilea encontró a uno de mis
administradores egipcios, que viajaba de Alejandría a Acre para reunir cierto
dinero que se me adeudaba. Al mismo tiempo se dedicaba a algunos negocios
personales y los galileos lo despojaron de un valiosísimo cofrecito de joy as.
Cuando Cumano se enteró de esto, tomó represalias en las aldeas más cercanas a
la escena del robo (en las fronteras de Samaria y Judea), haciendo caso omiso de
que los ladrones eran indudablemente galileos por su acento, y que sólo estaban
de paso. Envió un grupo de soldados a saquear las aldeas y arrestar a los
principales ciudadanos. Y al saquear las casas, uno de los soldados encontró un
ejemplar de las Ley es de Moisés. Lo agitó sobre su cabeza y luego comenzó a
leer una obscena parodia de las Sagradas Escrituras. Los judíos aullaron de
horror ante la blasfemia y quisieron quitarle el pergamino. Pero él se alejó
riendo, rasgando el pergamino en pedazos y dispersándolos tras de sí. La
indignación fue tan grande, que cuando Cumano se enteró de los hechos, se vio
obligado a matar al soldado, como advertencia a sus camaradas y señal de buena
voluntad hacia los judíos.
Unos meses después algunos galileos viajaron a Jerusalén, para otro festival,
y los habitantes de una aldea samaritana no los dejaron pasar debido a los
disturbios anteriores. Los galileos insistieron en pasar, y en la lucha que siguió
hubo varios muertos. Los sobrevivientes fueron a pedir satisfacciones a Cumano,
pero éste no les dio ninguna, y les dijo que los samaritanos tenían perfecto
derecho a impedirles pasar por la aldea. ¿Por qué no habían ido a campo
traviesa? Los galileos llamaron a un famoso bandido en su ay uda y se vengaron
de los samaritanos saqueando sus aldeas. Cumano llamó a los samaritanos y los
armó, y con cuatro batallones de la guarnición de Samaria atacó a los incursores
galileos, y mató o capturó a una gran cantidad de ellos. Más tarde una delegación
de samaritanos fue a ver al gobernador de Siria y le pidió satisfacciones contra
otro grupo de galileos a quienes acusaban de haber incendiado sus aldeas. El
gobernador fue a Samaria decidido a terminar con este asunto de una vez por
todas. Hizo crucificar a los galileos capturados y luego estudió cuidadosamente el
origen de los disturbios. Descubrió que los galileos tenían derecho de paso a
través de Samaria y que Cumano habría debido castigar a los samaritanos por las
perturbaciones en lugar de ay udarlos, y que su acción al tomar represalias sobre
las aldeas de Judea y Samaria por un robo cometido por galileos era
injustificada. Y más aun, que la violación primitiva del orden, la indecente
actuación del soldado durante el festival de Pascua, había sido tolerada por el
coronel del batallón, quien rió a carcajadas y dijo que si a los judíos no les
gustaba el espectáculo no estaban obligados a presenciarlo. Un cuidadoso
examen de las pruebas decidió también que las aldeas habían sido quemadas por
los propios samaritanos, y que la compensación que pedían eran muchas veces
superior al valor de las propiedades destruidas. Antes de iniciar el fuego, todos los
objetos de valor habían sido cuidadosamente sacados de las casas. De modo que
envió a Cumano, el coronel, los litigantes samaritanos y una cantidad de testigos
judíos a Roma, donde y o los juzgué. Las pruebas eran contradictorias, pero
eventualmente llegué a la misma conclusión que el gobernador. Exilé a Cumano
en el mar Negro, ordené que los litigantes samaritanos fuesen ejecutados como
embusteros e incendiarios, e hice que el coronel que se había reído fuese llevado
de vuelta a Jerusalén para ser paseado por las calles de la ciudad y execrado en
público, y que luego fuese ejecutado en la escena de su crimen, porque
consideraba como un crimen que un oficial, cuy o deber es mantener el orden en
un festival religioso, inflame deliberadamente los sentimientos populares y
provoque la muerte de veinte mil personas inocentes.
Después de eliminar a Cumano recordé el consejo de Herodes y envié a
Félix como gobernador. Eso fue hace tres años, y todavía está allí, con
dificultades, porque el país se encuentra en un estado de suma perturbación,
asolado por bandidos. Se ha casado con la más joven de las hijas de Herodes;
ésta estuvo casada antes con el rey de Homs, pero lo abandonó. La otra hija se
casó con el hijo de Helcías. Herodes Polión ha muerto, y el joven Agripa, que
gobernó en Calcis durante cuatro años después de la muerte de su tío, ha sido
nombrado ahora, por mí, rey de Bashán.
En Alejandría hubo nuevas perturbaciones, hace tres años, y gran cantidad de
muertes. Investigué el caso en Roma y descubrí que los griegos habían vuelto a
provocar a los judíos, interrumpiendo sus ceremonias religiosas. Los castigué de
acuerdo con ello.
Esto, entonces, por lo que respecta al Oriente, y quizás ahora sea conveniente
terminar mi relato de los acontecimientos en otras partes del imperio, a fin de
poder concentrarme en mi historia principal, que ahora se centra en Roma.
Más o menos por la misma época en que los partos pedían un rey en Roma,
los queruscos, la gran confederación germana sobre la cual había gobernado
Hermann, hacían lo propio. Hermann había sido asesinado por miembros de su
propia familia, por tratar de reinar sobre un pueblo libre en forma despótica, y
luego estalló una pendencia entre sus dos principales asesinos, sus sobrinos, que
condujo a una prolongada guerra civil, y finalmente a la extinción de toda la casa
real querusca, con una sola excepción. La excepción era Itálico, el hijo de Flavio,
hermano de Hermann. Flavio permaneció leal a Roma en la época en que
Hermann tendió una traicionera emboscada y diezmó los tres regimientos de
Varo, pero fue muerto por Hermann en un combate, unos años después, mientras
servía a las órdenes de mi hermano Germánico. Itálico nació en Roma y fue
incorporado a la Noble Orden de los Caballeros, como su padre. Era un joven
hermoso y dotado, y había recibido una buena educación romana, pero
previendo que algún día pudiese ocupar el trono querusco insistí en que
aprendiese el uso de las armas germanas, así como de las romanas, y en que
estudiase su idioma natal y sus ley es con gran atención. Miembros de mi guardia
de Corps fueron sus instructores. También le enseñaron a beber cerveza: un
príncipe germano que no sabe beber jarro tras jarro con sus thengs es
considerado un hombre sin carácter.
Entonces llegó una delegación querusca a Roma para pedir que Itálico fuese
su nuevo rey. Crearon un gran alboroto en el teatro, en la primera tarde de su
llegada. Ninguno de ellos había estado nunca en Roma. Me visitaron en palacio y
se les dijo que me encontraba en el teatro, de modo que me siguieron allí. En ese
momento se representaba una comedia de Plauto, El hombre truculento, y todos
escuchaban con la máxima atención. Se les indicaron sus asientos públicos, que
no eran muy buenos, porque estaban ubicados muy arriba, y casi no se
escuchaba lo que se decía en el escenario. Cuando se sentaron miraron en torno
y comenzaron a preguntar en voz alta:
—¿Éstos son asientos honorables?
Los ujieres les aseguraron, en cuchicheos, que lo eran.
—¿Dónde se sienta César? ¿Cuáles son sus thengs principales? —preguntaron.
Los acomodadores señalaron la platea.
—Allí está César. Pero sólo se sienta allí porque es un poco sordo. Los asientos
en que están ustedes son realmente los más honorables. Cuanto más altos, más
honorables.
—¿Quiénes son esos hombres de piel oscura y gorros enjoy ados, que están
sentados muy cerca de César?
—Ésos son embajadores de Partía.
—¿Qué es Partía?
—Un gran imperio de Oriente.
—¿Por qué están sentados allí? ¿No son honorables? ¿Es a causa de su color?
—Oh, no, son muy honorables —dijeron los acomodadores—. Pero por
favor, no hablen tan fuerte.
—¿Y entonces por qué están sentados en asientos tan humildes? —insistieron
los germanos.
—¡Silencio, silencio! ¡Silencio, bárbaros, no podemos escuchar! —y otras
protestas similares de la multitud.
—En homenaje a César —mintieron los acomodadores—. Juran que si la
sordera de César lo obliga a ocupar un asiento tan humilde, ellos no tendrán la
presunción de sentarse más arriba.
—¿Y esperas que un miserable grupo de negros nos supere en cortesía? —
gritaron los germanos, indignados—. ¡Vamos, hermanos, bajemos!
La obra tuvo que ser interrumpida durante cinco minutos, mientras se abrían
paso por entre los asientos y se instalaban, triunfalmente, entre las vírgenes
vestales. Bien, no lo hicieron por molestar, y los saludé tan honorablemente como
se merecían, y esa noche, en la cena, acepté darles el rey que pedían. Por
supuesto, me alegré de poder hacerlo. Envié a Itálico a través del Rin, con una
admonición que contrastaba extrañamente con la que había dado a Meherdates
antes de enviarlo al otro lado del Eufrates. Porque los partos y los queruscos son
dos razas muy disímiles, supongo, tanto como cualesquiera que se pueda
encontrar en el mundo. Mis palabras a Itálico fueron las siguientes: « Itálico,
recuerda que eres llamado a gobernar sobre una nación libre. Has sido educado
como romano y estás acostumbrado a la disciplina romana. Ten cuidado de no
esperar otro tanto de tus tribus, ni exigirles lo que un magistrado o general
romanos esperarían de sus subordinados. A los germanos se los puede convencer,
pero no obligar. Si un comandante romano le dice a un subordinado militar:
“Toma tantos hombres, ve a tal o cual lugar y levanta murallas de tantos pasos de
longitud, espesor y altura”, el coronel le contesta: “« Muy bien, general”. Y se va
sin discusiones, y la muralla queda levantada en el término de veinticuatro horas.
Pero a un querusco no puedes hablarle de esa manera. Querrán saber
exactamente por qué quieres levantar la muralla, y contra quién, ¿y no sería
mejor enviar a algún otro, de menos importancia, para ejecutar esta tarea poco
honorable —las murallas son un signo de cobardía, argumentará—, y qué regalos
le concederás si consiente, por su propia voluntad, en cumplir con tu sugestión? El
arte de gobernar a tus compatriotas, mi amigo Itálico, consiste en no darles
jamás una orden directa, sino en expresar tus deseos con claridad, disfrazándolos
de simples consejos de política estatal. Que tus thengs piensen que están
haciéndote un favor, y que por lo tanto se honran a sí mismos, al cumplir con
estos deseos por su libre voluntad. Si es preciso realizar una tarea desagradable o
ingrata, conviértela en una cuestión de rivalidad entre los thengs que tendrán el
honor de llevarla a cabo, y no dejes jamás de recompensar con brazaletes de oro
y armas los servicios que en Roma serían considerados como obligaciones de
rutina. Pero sobre todo, sé paciente y no pierdas jamás los estribos» .
Y así se fue, con grandes esperanzas, como se había ido Meherdates, y fue
recibido por la may oría de los thengs, que sabían que no tenían oportunidad
alguna de ocupar el trono vacante y que se sentían los más aptos de todos los
pretendientes nativos. Itálico no conocía las entretelas de la política doméstica
querusca, y se podía contar con él para que se comportase con razonable
imparcialidad. Pero había una minoría de hombres que se consideraban dignos
del trono y que olvidaron por un tiempo sus rencillas para unirse contra Itálico.
Esperaban que éste haría muy pronto un embrollo de la tarea de gobernar,
debido a su ignorancia. Pero los desilusionó, gobernando notablemente bien.
Entonces visitaron en secreto a los jefes de tribus aliadas, para tratar de
enemistarlos con el intruso romano.
« La antigua libertad de Germania ha desaparecido —se lamentaron—, y el
poder de Roma triunfa. ¿No hay ningún querusco nativo digno del trono, para que
el hijo de Flavio, el espía y traidor, deba usurparlo?»
Gracias a esto reunieron un gran ejército patriota. Pero los partidarios de
Itálico declararon que éste no había usurpado el trono, sino que le había sido
ofrecido con el consentimiento de la may oría de la tribu. Y que era el único
príncipe real que quedaba, y que si bien había nacido en Italia, conocía, por
haberlos estudiado concienzudamente, el idioma, las costumbres y las armas
germanas, y que gobernaba con suma justicia. Que su padre Flavio, lejos de ser
un traidor, había jurado, por el contrario, amistad con los romanos, juramento
aprobado por toda la nación, incluso por su hermano Hermann, y que, a
diferencia de Hermano, no había violado el juramento. En cuanto a la antigua
libertad de los germanos, eso era una hipocresía: los hombres que la
mencionaban no vacilarían en destruir la nación por medio de renovadas guerras
civiles.
En una gran batalla librada entre Itálico y sus rivales, aquél salió victorioso, y
su victoria fue tan completa, que pronto se olvidó de mi consejo y se impacientó,
y dejo de acomodarse a la independencia y vanidad germanas. Comenzó a dar
órdenes a sus thengs. Éstos lo expulsaron en el acto. Luego fue repuesto en el
trono por la ay uda armada de una tribu vecina, y vuelto a expulsar. Yo no hice
intento alguno de intervenir. En el oeste como en el este, la seguridad del imperio
romano reposa principalmente en las disensiones de nuestros vecinos. En la
época en que escribo esto, Itálico es rey otra vez, pero es grandemente odiado, si
bien ha librado una guerra con éxito contra los chatias.
Para ese entonces hubo disturbios más al norte. El gobernador de la provincia
del Rin Inferior murió de pronto, y el enemigo reinició sus incursiones a través
del río. Tenían un dirigente capaz, del mismo tipo que el númida Tacfarinas, quien
había provocado tantos problemas bajo Tiberio. Como Tacfarinas, era un
desertor de nuestros regimientos auxiliares, y había adquirido un considerable
conocimiento de nuestras tácticas. Se llamaba Ganasco, era un frigio y realizaba
sus operaciones en gran escala. Capturó gran cantidad de trasportes fluviales
livianos y se convirtió en pirata en las costas de Flandes y Brabante. El nuevo
gobernador que designé se llamaba Corbulo, y era un hombre por el cual y o no
tenía un gran aprecio personal, pero cuy o talento utilicé con agradecimiento. En
una ocasión Tiberio lo había nombrado Comisionado de Carreteras, y él pronto
envió un severo informe acerca de los fraudes a que se dedicaban los contratistas
y de la negligencia de los magistrados provinciales cuy a tarea consistía en cuidar
que las carreteras estuviesen en buen estado. Tiberio, actuando sobre la base del
informe, cobró a los acusados fuertes multas. Las multas no guardaban
proporción alguna con la culpabilidad de los hombres, porque los magistrados
anteriores eran quienes habían permitido que las carreteras se arruinasen, y esos
contratistas sólo fueron empleados para reparar los peores lugares. Cuando
Calígula reemplazó a Tiberio y comenzó a sentir la necesidad de dinero, entre
otras tretas y artimañas, volvió a sacar a la luz el informe de Corbulo y multó a
todos los magistrados y contratistas provinciales anteriores, en la misma escala
en que habían sido multados los otros por Tiberio. Cuando y o reemplacé a
Calígula, devolví estas multas, conservando sólo lo que se necesitaba para reparar
las carreteras: una quinta parte de la cantidad total. Es claro que Calígula no había
usado el dinero para reparar las carreteras, y tampoco lo había hecho Tiberio, y
los caminos se encontraban en peor estado que nunca. Yo los reparé, e introduje
reglamentaciones especiales de tránsito, limitando el uso de los coches
particulares pesados en los caminos de campo. Estos coches hacían mucho más
daño que los carros que traían mercancías a Roma, y no me pareció correcto
que las provincias debieran pagar por el lujo y los placeres de algunos ociosos
hombres de dinero. Si los ricos caballeros romanos querían visitar sus fincas
campestres, que usasen literas, o viajasen a caballo.
Pero estaba hablando de Corbulo. Lo conocía como a un hombre de gran
severidad y precisión, y la guarnición de la Provincia Inferior necesitaba un
ordenador que restableciese allí la disciplina. El gobernador que había muerto era
demasiado complaciente. La llegada de Corbulo a su cuartel de Colonia recordó,
la de Galba a Maguncia. (Galba era ahora mi gobernador de África). Ordenó
que un soldado fuese azotado porque lo encontró inadecuadamente vestido,
cuando cumplía deberes de centinela en el campamento. El hombre estaba sin
afeitar, hacía por lo menos un mes que no se cortaba el cabello y su capa militar
tenía un fantástico color amarillo, en lugar del reglamentario castaño rojizo. No
mucho después de esto, Corbulo ejecutó a otros dos por « abandonar sus armas
frente al enemigo» : estaban cavando una trinchera y habían dejado sus espadas
en sus tiendas. Esto asustó a las tropas, pero las obligó a ser eficientes otra vez, y
cuando Corbulo se lanzó al campo de batalla contra Ganasco y demostró que era
además un general capaz, así como un estricto disciplinario, hicieron todo lo que
podía esperarse de ellos. Los soldados, o por lo menos los soldados viejos,
siempre prefieren un general digno de confianza, por severo que sea, a un
general incompetente, por más humano que éste fuere.
Corbulo preparó barcos de guerra, persiguió y hundió la flota pirata de
Ganasco y luego se dirigió costa arriba y obligó a los frigios a entregar rehenes y
jurar fidelidad a Roma. Redactó para ellos una constitución basada en el modelo
romano, y construy ó y guarneció una fortaleza en su territorio. Todo esto estaba
muy bien, pero en lugar de detenerse allí, Corbulo se internó en el país de los
chaucios may ores, que no habían participado en las incursiones. Se enteró de que
Ganasco se había refugiado en un altar chaucio y envió una tropa de caballería
para perseguirlo y matarlo. Esto era un insulto para los hombres de Chaucia, y
después de asesinar a Ganasco la misma tropa se dirigió a Ems y allí, en
Emsbuhren, presentó al consejo tribal de los chaucios las exigencias de Corbulo,
de inmediata sumisión y pago de un fuerte tributo anual.
Corbulo me informó de sus acciones y y o me enfurecí terriblemente con él.
Había hecho muy bien en librarse de Ganasco, pero reñir con los chaucios era un
asunto completamente distinto. No teníamos tropas suficientes para dedicarlas a
una guerra; y si los hombres de Chaucia May or pedían ay uda a los de Chaucia
Menor, y los frigios volvían a rebelarse, necesitaría encontrar fuertes refuerzos
en alguna parte, cosa que no era posible debido a nuestros compromisos en
Bretaña. Le ordené que volviese a cruzar el Rin en el acto.
Corbulo recibió mis órdenes antes de que los hombres de Chaucia hubiesen
tenido tiempo de contestar su ultimátum. Se encolerizó conmigo, crey endo que
y o sentía celos de cualquier general que se atreviese a competir con mis hazañas
militares. Recordó a su estado may or que a Geta no se le habían concedido
adecuados honores por su magnífica conquista de Marruecos y la captura de
Salabo; y dijo que, si bien y o había hecho ahora que resultase legal que los
generales que no fueran de la familia real festejaran el triunfo, en la práctica,
según parecía, a nadie, aparte de mí mismo, se le permitía dirigir una campaña
por la cual semejantes triunfos pudiesen ser legalmente concedidos. Mis
pretensiones antidespóticas eran una simple ficción: en realidad era tan gran
tirano como Calígula, pero lo ocultaba mejor. También dijo que retractarse de las
amenazas que había hecho en mi nombre significaría una disminución del
prestigio romano, y que nuestros aliados se reirían de él, lo mismo que nuestras
propias tropas. Pero esto no fue más que un discurso colérico a su estado may or;
lo único que dijo a sus tropas, cuando tocó la señal de retirada general, fue:
« Hombres, César Augusto nos ordena que volvamos a cruzar el Rin. Todavía no
sabemos por qué ha llegado a esta decisión, y no podemos ponerla en discusión,
si bien confieso que y o, por mi parte, me siento grandemente desilusionado.
¡Cuán dichosos fueron los generales romanos que dirigieron nuestro ejército en
épocas antiguas!» .
Pero se le concedieron ornamentos triunfales y y o también le escribí una
carta personal, disculpándole de las airadas acusaciones que, le dije, había hecho
contra mí, según estaba enterado. Le escribí que si él se había enojado, pues
también me había enojado y o al enterarme de su provocación contra los
chaucios; y aunque no era justo que me acusase de motivos de envidia, me
censuraba a mí mismo por haberle enviado un despacho tan lacónico, en lugar de
explicarle en detalle los motivos que tuve para ordenarle que se retirase. A
continuación le expliqué más motivos. Me escribió una hermosa disculpa,
retirando las acusaciones de despotismo y celos, y creo que ahora nos
entendemos. Para mantener sus tropas ocupadas y no permitirles ocio alguno
durante el cual pudieran reírse de él, las hizo trabajar en un canal de 27
kilómetros, entre el Meuse y el Rin, a fin de llevar las ocasionales inundaciones
del mar hacia esa región llana.
Desde entonces no hubo otros acontecimientos de importancia que registrar
en Germania, salvo, hace cuatro años, otra incursión de los chaucios. Cruzaron el
Rin con grandes fuerzas, una noche, a pocos kilómetros al norte de Maguncia. El
comandante de la Provincia Superior era Secundo, el cónsul que se había portado
con indecisión cuando y o me convertí en emperador. También se suponía que era
el mejor poeta romano viviente. Personalmente, tengo muy poco aprecio por los
poetas modernos, y menos aun por los de la época de Augusto. Su poesía no me
parece sincera. Para mí Cátulo fue el último de los verdaderos poetas. Puede que
la poesía y la libertad vay an juntas, y que bajo una monarquía la verdadera
poesía muera y lo mejor que pueda esperarse sea una bella retórica y notables
ejercicios métricos. Por mi parte cambiaría todos los doce libros de La Eneida,
de Virgilio, por un solo libro de Los Anales de Enio. Enio, que vivió en los más
grandes días republicanos de Roma y que contó con el gran Escipión como su
amigo personal, fue lo que y o llamaría un verdadero poeta. Virgilio no fue otra
cosa que un notable versificador. Compárese a los dos cuando escriben acerca de
una batalla; Enio escribe como el soldado que fue (se elevó de las filas hasta
llegar a capitán), Virgilio como un culto espectador desde una colina distante.
Virgilio tomó mucho prestado de Enio. Algunos dicen que superó el tosco genio
de éste, gracias a su culta felicidad de frase y ritmo. Pero es una tontería. Es
como la fábula de Esopo, del rey ezuelo y el águila. E incluso aunque uno pueda
dedicarse a analizar bellezas aisladas, ¿dónde se encontrará en Virgilio un pasaje
que iguale en sencilla grandeza estos versos de Enio?:
Creo que debo de haber sido el primer gobernante, desde la creación del
mundo, que hay a emitido una proclama de esta especie. Y tuvo muy buen
efecto, si bien, por supuesto, la gente del campo no entendió palabras como
« longitudinal» y « latitudinal» . El eclipse ocurrió exactamente tal como se había
previsto, y el festival se llevó a cabo como de costumbre, aunque se ofrecieron
sacrificios especiales a Diana, como diosa de la luna, y a Apolo, como dios del
sol.
Gocé de perfecta salud durante todo el año siguiente, nadie trató de
asesinarme, y la única revolución que se intentó terminó en forma ignominiosa
para su principal promotor. Éste era Asinio Gallo, nieto de Asinio Polio e hijo de
la primera esposa de Tiberio, Vipsania, y de Galo, con quien luego se casó, y a
quien Tiberio odiaba tanto que al cabo lo hizo morir lentamente de hambre.
Resulta curioso lo adecuados que son los nombres de algunas personas. Gallus
significa gallo, y Asinus significa burro, y Asinio era el más absoluto burro-gallo,
por su jactanciosidad y estupidez, que pudiese encontrarse en un mes de
búsqueda por toda Italia. ¡Imagínense: no había reunido tropas ni fondos para su
revolución, sino que creía que la fuerza de su personalidad, respaldada por la
nobleza de su nacimiento, le conquistarían inmediatos partidarios!
Un día apareció en la Plataforma de los Discursos, en la plaza del Mercado, y
comenzó a perorar ante la multitud que muy pronto se reunió, describiéndole los
males de la tiranía, analizando el asesinato de su padre por Tiberio, y diciendo
cuan necesario era desarraigar de Roma a la familia de César y entregar la
monarquía a quien fuese digno de ella. Por sus misteriosas insinuaciones la
muchedumbre entendió que se refería a sí mismo, y comenzó a reír y aplaudir.
Era un pésimo orador y el hombre más feo del Senado; no tenía más de 1,45 de
estatura, hombros caídos, una cara larga, cabellos rojizos y una minúscula
naricita roja y brillante (sufría de indigestión), y sin embargo se consideraba un
Hércules y un Adonis. Creo que no hubo una sola persona en la plaza del
Mercado que lo tomase en serio, y empezaron a circular todo tipo de bromas
como: « Asinus in tegulis» y « Asinus ad lyram» y « Ex Gallo lac et ova» . (Un
burro sobre las baldosas del tejado es una expresión proverbial para describir
cualquier repentina aparición grotesca, y un burro tocando la lira representa una
ejecución absurdamente incompetente, y la leche de gallo y los huevos de gallo
representan esperanzas carentes de sentido). Pero continuaron aplaudiendo todas
las frases para ver qué absurdo vendría después. Y en efecto, cuando terminó su
discurso trató de conducir a todo el populacho a palacio, para deponerme. Lo
siguieron en larga columna, de a ocho en fondo, hasta llegar a veinte pasos de la
puerta exterior de palacio, y de pronto se detuvieron y lo dejaron avanzar solo,
cosa que hizo. Los centinelas de la puerta le permitieron pasar sin interrogarlo,
porque era un senador, y avanzó en los terrenos de palacio durante un trecho,
lanzando amenazas contra mí, antes de advertir que estaba solo. (Las
muchedumbres pueden ser a veces muy ingeniosas y crueles, así como muy
estúpidas y cobardes). Pronto fue arrestado, y si bien todo el asunto era tan
ridículo, y o no podía pasarlo por alto. Lo desterré, pero no más lejos de Sicilia,
donde tenía fincas de su familia.
« Vete a cacarear en tu propio estercolero, o a rebuznar en tu propio abrojal,
como prefieras, pero no quiero oírte» , dije al hombrecito feo y excitable.
El puerto de Ostia no estaba terminado, ni con mucho, y y a me había costado
seis millones de piezas de oro. La may or dificultad técnica residía ahora en la
construcción de la isla entre las extremidades de los dos grandes malecones, y
quizá no se me quiera creer, pero la solucioné y o. Se recordará el gran barco-
obelisco de Calígula que llevó los elefantes y camellos a Bretaña y los trajo de
vuelta. El barco estaba otra vez en Ostia, y había sido usado dos veces, desde
entonces, para viajes a Egipto, a traer mármoles de colores para el templo de
Venus en Sicilia. Pero el capitán me dijo que y a no navegaba muy bien, y que no
quería arriesgarse a hacer otro viaje con él. De modo que una noche, mientras
permanecía despierto, se me ocurrió que sería una buena idea llenarlo de piedras
y hundirlo como cimiento para la isla. Pero rechacé la idea, porque sólo
podríamos llenarlo de piedras hasta la cuarta parte antes de que el agua llegase a
las bordas, y cuando se pudriese se disgregaría en pedazos. Entonces pensé: « ¡Si
tuviésemos una cabeza de Gorgona a mano, para convertirlo en una enorme roca
sólida!» . Y esa tonta fantasía, del tipo de las que a menudo me cruzan por el
pensamiento cuando estoy demasiado cansado, dio nacimiento a una idea
realmente brillante: ¿Por qué no llenar el barco hasta donde se pudiera con polvo
de cemento, que es relativamente liviano, y luego cerrar las escotillas, hundirlo y
dejar que el cemento fraguara bajo el agua? Eran aproximadamente las dos de
la mañana cuando se me ocurrió esta idea, di unas palmadas para llamar a un
liberto, y lo envié en el acto a buscar al ingeniero en jefe. Una hora después éste
llegó desde el otro lado de la ciudad, con gran prisa y temblando con violencia.
Sin duda esperaba ser ejecutado por alguna negligencia. Le pregunté, excitado, si
mi idea era practicable, y me sentí grandemente desilusionado al enterarme de
que el cemento no fraguaría satisfactoriamente en el agua del mar. Pero le
concedí diez días para que encontrara algún medio para que fraguara.
« Diez días —repetí con solemnidad—, o si no…»
Era una amenaza, pero si hubiese fracasado le habría explicado mi bromita,
que era « O si no tendremos que abandonar la idea» . El temor le hizo aguzar el
ingenio, y luego de ocho días de frenéticas experimentaciones, inventó un polvo
de cemento que fraguaba como piedra cuando entraba en contacto con el agua
del mar. Era una mezcla de polvo común de cemento, de las canteras de Cuma,
con un tipo especial de polvo de las colinas, de las vecindades de Puteoli, y las
formas de ese obelisco-barco están ahora eternizadas en la más dura piedra
imaginable, en la boca del puerto de Ostia. Hemos construido una isla sobre él,
utilizando grandes piedras y el mismo cemento. Y hay un alto faro en la isla, con
una luz de trementina, que brilla todas las noches en su cúspide. Hay reflectores
de acero bruñido, en la máscara del faro, que duplican la luz del fuego y la
envían al estuario en un haz continuado. Se necesitaron diez años para terminar el
puerto, que costó doce millones de piezas de oro. Y todavía hay hombres
trabajando para mejorar el canal. Pero es un gran tesoro para la ciudad, y
mientras dominemos los mares, jamás nos moriremos de hambre.
Ahora todo parecía ir bien para mí y Roma. El país estaba próspero y
contento, y nuestros ejércitos triunfaban en todas partes. Aulo consolidaba mis
conquistas en Bretaña por medio de una serie de brillantes victorias sobre las
tribus belgas todavía, no sometidas en el sur y el suroeste; las observancias
religiosas se ejecutaban regular y puntualmente; no había inquietudes ni siquiera
en los barrios más pobres de la ciudad. Conseguí ponerme al día en mi trabajo en
los tribunales, y encontré medios de disminuir la cantidad de casos. Mi salud era
buena, Mesalina estaba más encantadora que nunca. Mis hijos crecían fuertes y
sanos, y el pequeño Británico mostraba la extraordinaria precocidad que (si bien
lo confieso, me pasó a mí por alto), ha sido siempre una característica de la
familia Claudia. Lo único que me molestaba ahora era una invisible barrera que
existía entre el Senado y y o, y que no me era posible derribar. Todo lo que podía
hacer, en cuanto a rendir tributo a la orden senatorial, en especial a los cónsules
en funciones y a los magistrados de primera clase, lo hice, pero siempre me
encontraba con una mezcla de obsequiosidad y suspicacia, que me resultaba
difícil de explicar y de encarar. Decidí revivir el antiguo oficio de Censor, que
había sido incorporado a la Dirección de moral del Imperio, y en este puesto de
características populares reformar una vez más el Senado y eliminar todos los
miembros inútiles y obstruccionistas. Hice circular en el Senado una advertencia
por la que se pedía que todos los miembros considerasen sus propias
circunstancias y decidiesen si todavía estaban calificados para servir bien a
Roma en su papel de senadores; si decidían que no estaban calificados, y a sea
porque no pudiesen permitírselo, o porque no se sentían suficientemente dotados,
podían renunciar. Insinué que los que no renunciaran serían deshonrosamente
expulsados y apresuré las cosas enviando notificaciones privadas a aquéllos a
quienes me proponía expulsar si no renunciaban. De tal modo aligeré la orden en
unos cien nombres, y los que quedaron fueron recompensados por mí con la
concesión del rango patricio a sus familias. Esta ampliación del círculo de los
patricios tuvo la ventaja de proporcionar más candidatos a las órdenes superiores
del sacerdocio y de conceder una may or amplitud para la selección de novios y
novias a los miembros de las familias patricias sobrevivientes. Porque las cuatro
creaciones patricias sucesivas de Rómulo, Lucio Bruto, Julio César y Augusto
habían quedado prácticamente extinguidas. Cualquiera hubiese creído que cuanto
más rica y poderosa la familia, más rápida y poderosamente procrearía. Pero
esto nunca ha sucedido en Roma.
Pero ni siquiera esta purificación del Estado produjo un efecto apreciable.
Los debates seguían siendo una simple farsa. En una ocasión, durante mi cuarto
consulado, cuando presenté una medida en cuanto a ciertas reformas judiciales,
el Senado se mostró tan indiferente, que me vi obligado a hablar con la máxima
claridad: « Si aprobáis honradamente estas proposiciones, señores, hacedme la
bondad de decirlo en el acto y con sencillez. Pero si no las aprobáis, entonces
sugerid enmiendas, pero hacedlo aquí y ahora. Y si necesitáis tiempo para
meditar, tomáoslo, pero no olvidéis que debéis tener vuestras opiniones listas para
ser emitidas en el día fijado para el debate. No es en modo alguno adecuado a la
dignidad del Senado que el cónsul electo repita las frases exactas de los cónsules
como su propia opinión y que cada uno, cuando le llegue el turno, diga
simplemente “Estoy de acuerdo con eso” y ninguna otra cosa más y que luego
cuando el Senado hay a suspendido las sesiones, las minutas digan: “Se produjo un
debate…”» .
Entre otras señales de respeto al Senado, incorporé a Grecia y Macedonia a
la lista de provincias senatoriales; mi tío Tiberio las había convertido en
provincias imperiales. Y devolví al Senado el derecho de acuñar monedas de
cobre para circular en las provincias, como en la época de Augusto. No hay nada
que imponga tanto respeto por la soberanía como las monedas: las de oro y plata
tenían acuñada mi cabeza, porque a fin de cuentas y o era el emperador y el
hombre responsable de la may or parte del gobierno; pero las familiares « S.C.»
del Senado volvieron a aparecer en el cobre, y la moneda de cobre es a la vez la
más antigua, la más útil y, cuantitativamente, la más importante.
La causa inmediata de mi decisión de purgar al Senado fue el alarmante caso
de Asiático. Un día Mesalina vino a verme y me dijo:
—¿Recuerdas que el año pasado te pregunté si no había algo más en el fondo
de la renuncia de Asiático al consulado, aparte del motivo que dio: que el pueblo
estaba celoso y sospechaba de él porque era su segundo período de consulado?
—Sí, no me pareció motivo suficiente.
—Bien, te diré algo que habría debido decirte hace mucho tiempo. Asiático
ha estado violentamente enamorado, durante algún tiempo, de la esposa de
Cornelio Escipión. ¿Qué opinas de eso?
—Oh, sí, Popea, una mujer bien parecida, de nariz recta y una forma audaz
de mirar a los hombres. ¿Y qué piensa ella de eso? Asiático no es un individuo
bien parecido como Escipión. Es calvo y más bien obeso, pero, por supuesto, es
el hombre más rico de Roma, ¡y qué jardines maravillosos tiene!
—Popea, me temo, se ha comprometido totalmente con Asiático. Bien, te lo
diré, es mejor ser franca. Popea vino a verme algún tiempo —sabes qué buenas
amigas somos, o más bien, solíamos ser—, y me dijo: « Queridísima Mesalina,
quiero pedirte un gran favor. Prométeme que no le dirás a nadie lo que te he
pedido» . Por supuesto, se lo prometí. Entonces me dijo: « Estoy enamorada de
Valerio Asiático y no sé qué hacer. Mi esposo es terriblemente celoso, y si se
enterara me mataría. Y lo malo es que estoy casada con él en la forma más
estricta y y a sabes cuan difícil es conseguir un divorcio con un casamiento
estricto, si al marido se le ocurre poner obstáculos. Para empezar, eso significa
que una pierde los hijos. ¿Te parece que podrías hacer algo para ay udarme?
¿Podrías pedirle al emperador que me concediese el divorcio, a fin de que
Asiático y y o pudiéramos casarnos?» .
—Espero que no le hay as dicho que había alguna posibilidad de que y o
aceptase. De veras, estas mujeres…
—No, no, queridísimo, por el contrario, le dije que si jamás volvía a
mencionar el asunto, intentaría, por nuestra amistad, olvidar lo que había oído,
pero que si me enteraba me llegaba apenas un susurro de algo inconveniente en
las relaciones entre ella y Asiático, iría a verte en el acto.
—Muy bien, me alegro de que le hay as dicho eso.
—Poco después Asiático renunció, ¿y recuerdas que entonces pidió al Senado
permiso para visitar sus fincas de Francia?
—Sí, y estuvo ausente mucho tiempo. Tratando de olvidar a Popea, supongo.
En el sur de Francia hay muchas mujeres bonitas.
—No lo creas. He estado averiguando algunas cosas respecto de Asiático. Lo
primero es que últimamente ha entregado grandes cantidades de regalos en
dinero a los capitanes y sargentos y abanderados de la guardia. Dice que lo hace
por gratitud a la lealtad de ellos para contigo. ¿Te parece aceptable eso?
—Bien, tiene demasiado dinero y no sabe qué hacer con él.
—No seas ridículo; nadie tiene tanto dinero que no sepa qué hacer con él.
Luego, lo segundo, que él y Popea siguen encontrándose con regularidad, cada
vez que el pobre Escipión está fuera de la ciudad, y pasan la noche juntos.
—¿Dónde se encuentran?
—En la casa de los hermanos Petra; son primos de ella. Lo tercero es que
Sosibio me dijo el otro día que le parecía imprudente que hubieras permitido que
Asiático hiciera una visita tan prolongada a sus propiedades de Francia. Cuando le
pregunté qué quería decir, me mostró una carta de un amigo suy o, de Vienne: el
amigo escribía que Asiático había pasado en realidad muy poco tiempo en sus
fincas, que fue a visitar a las personas más influy entes de la provincia e incluso
hizo una gira por el Rin, donde mostró gran generosidad a los oficiales de la
guarnición. Luego, por supuesto, te hago recordar que Asiático nació en Vienne;
y Sosibio dice…
—Llama a Sosibio en seguida.
Sosibio era el hombre que había elegido como instructor de Británico, de
modo que podrán imaginar que tenía la máxima confianza en su juicio. Era un
griego de Alejandría, pero hacía tiempo que se había interesado en el estudio de
los primitivos autores latinos y era la principal autoridad en cuanto a los textos de
Enio. Estaba tan a sus anchas en lo referente al período republicano, que conocía
mucho mejor que ningún historiador romano, incluso y o mismo, que consideré
que sería una constante inspiración para mi hijito. Sosibio apareció, y cuando le
interrogué contestó con suma franqueza. Sí, creía que Asiático era ambicioso y
capaz de planear una revolución. ¿Acaso no se había presentado una vez como
candidato a la monarquía, en oposición a mí?
—Olvidas, Sosibio —dije—, que esos dos días han sido borrados de los
registros de la ciudad por una amnistía.
—Pero Asiático estuvo en la conspiración contra tu sobrino, el extinto
emperador, e incluso se jactó de ello en la plaza del Mercado. Cuando un hombre
como ése renuncia a su consulado sin motivos válidos y se va a Francia, donde
y a tiene grandes influencias, y allí trata de ampliar esas influencias distribuy endo
dinero, y sin duda dice que se vio obligado a renunciar a su consulado debido a
tus celos, o porque discutió contigo por los derechos de sus compatriotas
franceses…
—Es perfectamente claro —dijo Mesalina—. Le prometió a Popea casarse
con ella, y la única forma en que puede hacerlo es librándose de ti y de mí.
Recibirá permiso para irse otra vez a Francia, y allí iniciará su revuelta con los
regimientos nativos, y luego incorporará a los regimientos del Rin. Y los guardias
estarán tan dispuestos a aclamarlo emperador como lo estuvieron de aclamarte a
ti. Significará otras doscientas piezas de oro para cada uno de ellos.
—¿Quién más crees que está en la conjura?
—Averiguamos todo lo relacionado con los hermanos Petra. A ese abogado
Suilio se le acaba de pedir que se encargue de la defensa de un caso en su
nombre. Y es uno de mis mejores agentes secretos. Si hay algo contra ellos,
aparte de que han ofrecido un dormitorio a Popea y Asiático, Suilio lo descubrirá,
puedes estar seguro de ello.
—No me gusta el espionaje; tampoco me gusta Suilio.
—Tenemos que defendernos, y Suilio es la herramienta más práctica que
tengo a mano.
De modo que mandamos llamar a Suilio, y una semana más tarde presentó
su informe, que confirmó la sospecha de Mesalina. Era indudable que los
hermanos Petra estaban en la conspiración. El may or de ellos había hecho
circular en privado una visión que se le apareció una mañana temprano, en un
duermevela, y que los astrólogos interpretaron en una forma alarmante. En la
visión, mi cabeza estaba seccionada en el cuello y coronada de hojas de vid
blancas. La interpretación era que moriría violentamente al final del otoño. El
hijo menor había estado actuando como intermediario de Asiático con los
guardias, de los cuales era coronel. Vinculados en apariencia con Asiático y los
hermanos Petra había dos antiguos amigos míos, Pedo Pompey o, que solía a
menudo jugar a los dados conmigo de noche, y Asario, tío materno de mi y erno,
el joven Pompey o, quien también tenía libre acceso a palacio. Suilio sugirió que
éstos habían recibido naturalmente la tarea de asesinarme durante un amistoso
partido de dados. Después estaban las dos sobrinas de Asario, las hermanas
Tristonia, que tenían relaciones adúlteras con los hermanos Petra.
No había más remedio: decidí golpear antes que cilios. Envié a mi
comandante de la guardia, Crispino, con una compañía de guardias cuy a lealtad
parecía fuera de discusión, a la casa de Asario en Baias, y allí arrestaron a
Asiático. Lo esposaron y engrillaron, y lo trajeron ante mí, en palacio. Para
hacer las cosas bien habría debido acusarlo ante el Senado, pero no podía estar
seguro de la amplitud que tenía la conspiración. Era posible que hubiese una
demostración en su favor, y no deseaba que tal cosa ocurriese. Lo juzgué en mi
propio estudio, en presencia de Mesalina, Vitelio, Crispino, el joven Pompey o y
mis secretarios principales. Suilio actuó como fiscal público, y y o pensé, cuando
Asiático le hizo frente, que si alguna vez la culpabilidad estuvo escrita en las
facciones de un hombre estaba escrita en las de Asiático. Pero debo decir que
Crispino no le había advertido de cuáles eran las acusaciones contra él —y o ni
siquiera se lo dije a Crispino—, y hay muy pocos hombres que, cuando son
arrestados de repente, sean capaces de enfrentar a sus jueces con una absoluta
serenidad de conciencia. Así exactamente me sentí y o, en una ocasión, cuando
fui arrestado por orden de Calígula, acusado de refrendar un testamento
falsificado. Suilio era en verdad un acusador terrible e implacable. Tenía un
rostro delgado, helado, cabellos blancos, ojos negros y un largo índice que
hurgaba y amenazaba como una espada. Comenzó con una larga lluvia de
cumplidos y bromas que todos reconocimos como el preludio para una espantosa
tormenta de cólera e invectivas. Primero preguntó a Asiático, en tono
fingidamente amistoso, qué se propuso exactamente cuando volvió a visitar sus
fincas francesas… ¿fue antes de la vendimia? ¿Y qué opinaba de las condiciones
agrícolas de las vecindades de Vienne, y cómo podía compararlas con las del
valle del Rin…?
« Pero no te molestes en contestar a mis preguntas —dijo—. En realidad no
quiero saber qué altura llega a alcanzar la cebada de Vienne, o cuan fuerte es el
cacareo de los gallos, lo mismo que tampoco tú deseabas saberlo» .
Y luego en cuanto a sus regalos a sus guardias. ¡Cuán leal se había mostrado
Asiático! ¿Pero no existía quizás el peligro de que un militar un poco simplón
entendiese mal esos regalos?
Asiático comenzaba a sentir ansiedad y a respirar jadeando. Suilio se acercó
unos pasos más a él, como un cazador de animales salvajes en la liza, alguna de
cuy as flechas, disparadas desde lejos, han dado en el blanco. Se acerca cada vez
más porque el animal está herido, y blande la lanza de caza.
—Y pensar que alguna vez te consideré mi amigo, que cené en tu mesa, que
me dejé engañar por tus maneras afables, tu noble ascendencia, el favor y
confianza que conquistaste falsamente de nuestro gracioso emperador y de todos
los ciudadanos honrados. ¡Eres un animal, una sucia bestia, un sátiro! Turbio
corruptor de los corazones leales y los cuerpos viriles de los ciudadanos a cuy o
cuidado están confiados la sagrada persona de nuestro César, la seguridad de la
nación, el bienestar del mundo. ¿Dónde estuviste la noche del cumpleaños del
emperador, que no pudiste concurrir al banquete al que habías sido invitado?
Enfermo, ¿no es cierto? Muy enfermo, sin duda. Pronto presentaré al tribunal una
selección de tus compañeros de invalidez, jóvenes soldados de la guardia, que se
contagiaron de ti, porquería.
Hubo mucho más por el estilo. Asiático había palidecido por completo, y
grandes gotas de sudor le perlaban la frente. La cadena tintineó cuando se las
enjugó. Las reglas del tribunal le prohibían responder una palabra hasta que le
llegase el momento de hacer su defensa, pero al cabo estalló:
—¡Pregúntales a tus propios hijos, Suilio! Admitirán que soy un hombre.
Fue llamado al orden. Suilio continuó hablando del adulterio de Asiático con
Popea, pero puso muy poco énfasis en esto, como si fuese el punto más débil del
caso, aunque en realidad era el más fuerte. De tal modo logró que Asiático
hiciese un rechazo de todos los cargos en general. Si Asiático hubiese sido
prudente habría admitido el adulterio y negado las otras acusaciones. Pero lo
negó todo, de modo que su culpabilidad parecía demostrada. Suilio llamó a sus
testigos, en su may oría soldados. Al principal testigo, un joven recluta del sur de
Italia, se le pidió que identificara a Asiático. Supongo que se le había enseñado a
que lo reconociera por su calva, porque eligió a Palas como el hombre que tan
antinaturalmente había abusado de él. Estallaron grandes carcajadas. Se sabía
que Palas compartía conmigo un odio real contra este tipo de vicios, y, además,
todos sabían que había actuado como anfitrión durante mi banquete de
cumpleaños. Pero reflexioné que los testigos pueden tener mala memoria para
los rostros —y o mismo la tengo—, y que las otras acusaciones no quedaban
refutadas por el hecho de no haber podido identificar a Asiático. Mas cuando le
pedí a Asiático que, respondiera a las acusaciones de Suilio punto por punto, lo
hico en forma más suave. Así lo hizo, pero no logró explicar a satisfacción sus
movimientos en Francia, y por cierto que cometió perjurio en relación con el
asunto de Popea. Consideré que no estaba demostrada la acusación de corrupción
a los guardias. Los soldados declararon de manera formal, pomposa, que sugería
que habían aprendido el texto del testimonio de memoria, previamente, y cuando
los interrogué no hicieron otra cosa que repetir las mismas evidencias. Pero por
lo demás, nunca he oído a un hombre de la guardia atestiguar con otro tono; todo
lo ensay an. Ordené que salieran todos de la habitación, menos Vitelio, el joven
Pompey o y Palas —Mesalina había estallado en lágrimas, y salido a la carrera
unos minutos antes—, y les dije que no sentenciaría a Asiático sin obtener
primero la aprobación de ellos. Vitelio dijo que, francamente, parecía no haber
dudas razonables en cuanto a la culpabilidad de Asiático, pero que se sentía tan
escandalizado y apenado como y o. Asiático era un viejo amigo suy o; había sido
un favorito de mi madre Antonia, que utilizó su influencia en la corte para
encumbrarlos a ambos. Además, tuvo una carrera muy distinguida y jamás
regateó sus esfuerzos cuando los deberes patrióticos lo llamaban. Fue uno de los
primeros que acudieron a Bretaña conmigo, y si bien no llegó a tiempo para el
combate, la culpa la tuvo la tormenta, y no ninguna cobardía por su parte. De
modo que si ahora había enloquecido y traicionado su propio pasado, no sería
demostrar mucha clemencia permitir que fuese su propio verdugo. Por supuesto
que, en términos estrictos, merecía ser arrojado desde la cima de la roca
Tarpey a y que su cadáver fuese arrastrado con un gancho clavado en la boca y
arrojado al Tíber. Vitelio también me dijo que Asiático había confesado
prácticamente su culpabilidad al enviarle un mensaje en cuanto fue arrestado,
pidiéndole, en nombre de su antigua amistad, que obtuviese su absolución, o, si las
cosas llegaban a lo peor, el permiso para suicidarse. Vitelio agregó: « Sabía que le
concederías un juicio justo; nunca has dejado de concedérselo a nadie, y
entonces, ¿cómo podría esperarse que mi intercesión lo ay udara? Si es culpable,
pues tiene que ser declarado culpable; o si es inocente, será absuelto» .
El joven Pompey o protestó que no había que mostrar clemencia alguna con
Asiático. Pero quizá pensaba en su propia seguridad. Asario y las hermanas
Tristonia, sus parientes, habían sido mencionadas como cómplices de Asiático, y
él quería demostrar su propia lealtad.
Envié a Asiático un mensaje para informarle que suspendía el juicio por
veinticuatro horas, y que mientras tanto quedaba libertado de sus grilletes. Sin
duda entendería el mensaje. Mientras tanto Mesalina corrió a ver a Popea para
decirle que Asiático estaba a punto de ser condenado, y le aconsejó que
impidiese su propio juicio y ejecución por medio de un suicidio inmediato. Yo no
supe nada de esto.
Asiático murió con bastante valentía; pasó su último día solucionando sus
asuntos, comiendo y bebiendo como de costumbre, y paseando por los jardines
de Lúculo —como todavía se los llamaba—, dando órdenes a los jardineros en
cuanto a los árboles y flores y estanques de peces. Cuando descubrió que habían
colocado su pira funeraria cerca de una hermosa avenida de carpes, se indignó y
multó al liberto responsable por elegir ese lugar, con una cuarta parte de su paga.
—¿No te diste cuenta, idiota, que la brisa llevaría las llamas al follaje de esos
hermosos árboles antiguos y arruinaría todo el aspecto de los jardines?
Sus últimas palabras a su familia, antes de que el cirujano le seccionara una
arteria de la pierna y lo dejara desangrarse hasta morir en un baño tibio, fueron:
—Adiós, mis queridos amigos, habría sido menos ignominioso morir por
causa de los negros artificios de Tiberio o la furia de Calígula, en lugar de caer
ahora, sacrificado ante la imbécil credulidad de Claudio, traicionado por la mujer
que amé y por el amigo en quien confié.
Porque ahora estaba convencido de que Popea y Vitelio habían tramado el
proceso.
Pocos días después le pedí a Escipión que cenara conmigo y le pregunté por
la salud de su esposa, como una forma diplomática de indicarle que si todavía
amaba a Popea y estaba dispuesto a perdonarla no tomaría y o medida alguna en
el asunto.
—Ha muerto, César —respondió, y comenzó a sollozar con la cabeza entre
las manos.
La familia de Asiático, los Valeriano, para demostrar que no querían
relacionarse con las palabras traicioneras de aquél, se vieron obligados entonces
a regalar a Mesalina los jardines de Lúculo, como una ofrenda de paz; aunque,
por supuesto, y o no lo sospeché entonces, éstos fueron la verdadera causa de la
muerte de Asiático. Juzgué a los hermanos Petra y los hice ejecutar, y las
hermanas Tristonia se suicidaron luego. En cuanto a Asario, parece que firmé su
sentencia de muerte, pero no lo recuerdo. Cuando le dije a Palas que lo
presentase para el juicio, me informó que y a había sido ejecutado y me mostró
el mandamiento, que por cierto no estaba falsificado. La única explicación que
puedo ofrecer es la de que Mesalina, o posiblemente Polibio, quien era su
instrumento, deslizaran la sentencia de muerte entre otros documentos sin
importancia que y o tenía que firmar, y que la firmé sin leerla. Ahora sé que este
tipo de jugarreta me la hacían constantemente; que se aprovechaban de lo mal
que volvía a andar mi vista (tanto, que había tenido que dejar de leer con luz
artificial), a fin de leer como informes y cartas oficiales para mi firma,
improvisaciones que no correspondían en modo alguno a los documentos escritos.
Por esa época Vinicio murió envenenado. Unos años más tarde me enteré
que se había negado a acostarse con Mesalina y que el veneno fue administrado
por ella. Por cierto que murió al día siguiente de cenar en palacio. Es muy
posible que la historia sea cierta; de modo que ahora Vinicio, Viniciano y
Asiático, los tres hombres que se habían ofrecido como emperadores en mi
lugar, estaban todos muertos, y sus muertes parecían serme imputables. Sin
embargo, y o tenía la conciencia limpia en ese sentido; era indudable que
Viniciano y Asiático eran traidores, y Vinicio, según me pareció, había muerto de
resultas de un accidente. Pero el Senado y el Pueblo conocían a Mesalina mejor
que y o, y me odiaban a causa de ella. Ésa era la barrera invisible que existía
entre ellos y y o, y nadie tuvo la valentía de derribarla.
A consecuencia de un enérgico discurso que pronuncié sobre Asiático, en una
sesión en que a Sosibio y Crispino se les votaron regalos en dinero por sus
servicios, el Senado me concedió voluntariamente el poder de dar a sus
miembros permiso para abandonar Italia con cualquier pretexto.
XXVI
Mi hija Antonia estaba casada desde hacía unos años con Pompey o el joven,
pero hasta entonces no habían tenido hijos. Una noche la visité en su casa, en
ausencia de Pompey o, y pensé que parecía desconsolada y aburrida. Sí, admitió,
estaba aburrida, y muy aburrida, y más que aburrida. De modo que le sugerí que
se sentiría mucho más dichosa si tuviese un hijo, y le dije que creía que era su
deber, como mujer joven y sana, con criados y dinero, no tener sólo un hijo sino
varios. Con una familia numerosa jamás podría quejarse de aburrimiento. Se
encolerizó, y dijo:
—Padre, sólo un tonto podría esperar que brotase un trigal allí donde no se
han echado simientes. No culpes al suelo, culpa al granjero. El granjero siembra
sal, no semilla.
Y para mi asombro me explicó que el matrimonio jamás se había
consumado. Y no sólo eso, sino que mi y erno la había usado en la forma más
ruin posible. Le pregunté por qué no me había hablado de esto antes, y me
respondió que no pensaba que y o fuese a creerla, porque en realidad jamás la
había amado, por lo menos como amé a sus hermanastros. Y que Pompey o se
había jactado ante ella de que ahora tenía conmigo tan buenas relaciones, que
podía obligarme a hacer cualquier cosa y a creer cualquier cosa que me dijese.
¿Y qué posibilidades tenía ella entonces? Además existiría la vergüenza de tener
que declarar ante un tribunal, y revelar las horribles cosas que él le había hecho,
y eso no podría soportarlo.
Me enojé, como se habría enojado cualquier padre, y le aseguré que la
quería muchísimo, y que principalmente por ella había tratado a Pompey o con
tanto respeto y confianza. Juré por mi honor que si sólo la mitad de lo que me
había dicho era cierto, me vengaría de inmediato contra el pillastre. Y que su
modestia no sufriría ninguna mengua, el asunto jamás llegaría a los tribunales.
¿De qué serviría ser emperador si no podía utilizar los privilegios de mi posición,
de vez en cuando, para buenos motivos privados, como leve compensación de las
responsabilidades y trabajos y fatigas que el puesto implicaba? ¿Y a qué hora se
esperaba que volviera Pompey o?
—Llegará a casa más o menos para la medianoche —dijo Antonia,
entristecida—, y a la una estará en su habitación. Antes beberá unos tragos. Hay
nueve probabilidades contra diez de que se lleve a ese desagradable Licidas a la
cama con él. Lo compró en la subasta de Asiático, por veinte mil piezas de oro, y
desde entonces no ha tenido ojos para nadie. En cierta medida, ello ha
representado un gran alivio para mí, de modo que ahora sabes cuan mal deben
haber estado las cosas cuando digo que prefiero infinitamente que se acueste con
Licidas y no conmigo. Sí, otrora estuve enamorada de Pompey o; el amor es una
cosa extraña, ¿no es cierto?
—Muy bien entonces, mi pobre, pobre Antonia. Cuando Pompey o esté en su
habitación y se disponga a pasar la noche, enciende un par de lámparas de aceite
y ponías en el alféizar de la ventana de esta habitación, a modo de señal. Y deja
el resto en mis manos.
Puso las lámparas de petróleo en el alféizar de la ventana, una hora antes del
alba, y luego hizo que el portero abriera la puerta del frente. Yo me encontraba
allí. Hice entrar en la casa, conmigo, a Geta y a un par de sargentos de la
guardia, y los envié arriba mientras esperaba en el vestíbulo, abajo, con Antonia.
Ella había hecho salir a todos los criados, salvo al portero, que había sido esclavo
mío de niño. Lloró un poco, y nos estrechamos las manos mientras
escuchábamos con ansiedad para ver si percibíamos el ruido de gritos y
forcejeos en el dormitorio. No se escuchó un solo sonido, y pronto Geta bajó con
los sargentos e informó que mis órdenes habían sido obedecidas. Pompey o y el
esclavo Licidas habían sido muertos con un solo golpe de jabalina.
Ésa fue la primera vez que utilicé mi poder de emperador para vengar un
daño personal. Pero si no hubiese sido emperador habría sentido lo mismo y
hubiera hecho lo que estuviese en mis manos para destruir a Pompey o. Y aunque
la ley que penaba las ofensas contra natura había caído en desuso desde hacía
muchos años, porque ningún jurado parecía dispuesto a condenar a los acusados,
legalmente Pompey o merecía morir. Mi única falta consistió en que lo ejecuté
sumariamente, pero ésa era la forma más limpia de tratarlo. Cuando un
jardinero encuentra un insecto comiéndose el corazón de una de sus mejores
rosas, no lo lleva al tribunal, ante un jurado de los jardineros. Lo aplasta allí
mismo, entre los dedos. Unos meses después casé a Antonia con Fausto,
descendiente del dictador Sila, un hombre modesto, capaz y trabajador, que
resultó ser un excelente y erno. Hace dos años fue cónsul. Tuvieron un hijo, un
niño, pero era muy débil y murió; Antonia no ha podido tener otro, debido al
daño que le causó una partera negligente en el momento del parto. Poco después
de esto ejecuté a Polibio, que ahora era mi ministro de Artes, porque Mesalina
me proporcionó pruebas de que vendía ciudadanías en su propio beneficio. Fue
para mí un gran golpe cuando descubrí que Polibio había estado jugando
conmigo. Lo había adiestrado en mi servicio desde niño y confié en él siempre,
implícitamente. Acababa de ay udarme a terminar la autobiografía oficial que el
Senado me pidió que escribiese para los archivos nacionales. En rigor lo trataba
en forma tan familiar que un día, cuando él y y o nos paseábamos por los
terrenos de palacio, discutiendo no sé qué problema de la antigüedad, no lo
despedí cuando se acercaron dos cónsules a ofrecerme sus acostumbrados
saludos matinales. Esto les ofendió en su dignidad, pero si y o no era demasiado
orgulloso para caminar junto a Polibio y escuchar sus opiniones, ¿por qué habrían
de serlo ellos? Le permití las más grandes libertades y nunca supe que abusara de
ellas, si bien en una ocasión se mostró demasiado libre con su lengua, en el teatro.
Representaban una comedia de Menandro, y un actor acababa de pronunciar el
verso: « Un flagelador próspero no es tolerable» .
Alguien, entre bambalinas, rió significativamente al escuchar esto. Debe
haber sido Mnester. Sea como fuere, todos se volvieron y contemplaron a Polibio,
quien como mi ministro de Artes tenía la tarea de mantener el orden entre los
actores. Si un actor demostraba demasiada independencia, Polibio se ocupaba en
mi nombre de que fuera severamente azotado.
Polibio respondió a gritos:
—Sí, y Menandro dice en su Tesalia: « Los que otrora fueron cabreros hoy
tienen poderes reales» .
Ése fue un golpe contra Mnester, que había comenzado su vida como cabrero
en Tesalia, y a quien ahora se conocía como el principal amante de Mesalina.
Yo no lo sabía entonces, pero Mesalina había tenido relaciones sexuales
también con Polibio, y éste fue lo bastante estúpido como para sentir celos de
Mnester. De modo que ella se libró de él, como y a he contado. Mis otros libertos
tomaron la muerte de Polibio como una afrenta contra ellos; habían formado una
confraternidad muy sólida, se protegían los unos a los otros con lealtad, y jamás
competían por mi favor o mostraban celos los unos de los otros. Polibio no había
dicho nada en su defensa, y a que no quería, según supongo, incriminar a sus
compañeros de hermandad, muchos de los cuales habían estado implicados en el
mismo deshonroso tráfico de ciudadanías.
En cuanto a Mnester, sucedió que en varias ocasiones, cuando estaba
comprometido a bailar, no se presentó a hacerlo. Por lo general esto provocaba
alborotos en el teatro. Yo debo de haber sido muy estúpido; aunque su ausencia
siempre coincidía con un dolor de cabeza de Mesalina, que también le impedía
concurrir, jamás se me ocurrió extraer la conclusión evidente. En varias
ocasiones tuve que disculparme ante el público y comprometerme a que eso no
volviese a ocurrir. En una ocasión dije:
—Señores, no pueden acusarme de ocultarlo en palacio.
Esta observación provocó exagerada risotada. Todos, aparte de y o mismo,
sabían dónde estaba Mnester. Cuando llegaba a Palacio, Mesalina solía mandar a
buscarme, y la encontraba en la cama, en una habitación sumida en penumbra,
con una tela húmeda sobre los ojos. Entonces me decía con voz débil:
—Qué, querido mío, ¿quieres decir que Mnester volvió a dejar de presentarse
en el espectáculo? Entonces, a fin de cuentas, no me he perdido nada. He estado
echada aquí, ardiendo de envidia. En una ocasión me levanté y comencé a
vestirme para ir, pero el dolor fue tan espantoso, que tuve que volver a
acostarme. ¿La obra fue muy aburrida sin él?
—De veras, debemos insistir en que cumpla con sus compromisos —respondí
y o—. No es posible tratar a la ciudad de este modo, una y otra vez.
—No sé —suspiraba Mesalina—. Es un hombre muy nervioso, el pobre, igual
que una mujer. Los grandes artistas siempre son así. Le vienen dolores de cabeza
por cualquier cosa, según me dicen. Si hoy se ha sentido nada más que la décima
parte de enfermo que y o, sería una enorme crueldad insistir en que bailara. Y
por cierto que no finge. Adora su trabajo y le apena mucho cuando no puede
cumplir con su público. Déjame ahora, querido; quiero dormir, si puedo.
Entonces y o me iba de puntillas, y no volvía a decir otra cosa de Mnester
hasta que otra vez sucedía lo mismo. Jamás tuve gran opinión de Mnester, sin
embargo, al contrario de la may oría de la gente. Ha sido comparado con el gran
actor Roscio, quien bajo la república llegó a tal eminencia en su profesión, que se
convirtió en un fenómeno de excelencia artística. La gente, y esto es más bien
absurdo, sigue llamando « un verdadero Roscio» a un arquitecto inteligente, a un
historiador erudito o incluso a un pugilista capaz. Mnester no era un Roscio, a no
ser en ese sentido muy amplio. Admito que y o jamás había visto actuar a Roscio.
Ahora no hay nadie con vida que lo hay a visto. Cuando hablamos de él debemos
depender del veredicto de nuestros bisabuelos, y todos convienen en que el
principal objetivo de Roscio, cuando actuaba, era el de « mantenerse en el
papel» . Y que lo que Roscio quisiera ser, un noble rey, un astuto alcahuete, un
soldado jactancioso, un simple pay aso, lo era con toda naturalidad, sin
afectaciones. En tanto que Mnester era una masa de amaneramientos, de
amaneramientos muy encantadores y graciosos, por supuesto, pero en último
sentido no era un actor, sino un individuo bien parecido, con un par de piernas
hermosas y talento para la improvisación coreográfica.
Entonces regresó Aulo Plaucio, después de cuatro años al frente de las tropas
en Bretaña, y tuve el placer de convencer al Senado de que le concediese un
triunfo. Sin embargo no fue un triunfo completo, como me habría gustado, sino
un triunfó menor u ovación. Si los servicios de un general son demasiado grandes
como para ser recompensados simplemente con ornamentos triunfales y sin
embargo, por algún motivo técnico, no lo han hecho merecedor de un triunfo
completo, se le concede ese tipo menor de triunfo. Por ejemplo, si la guerra no
ha quedado terminada por completo, o si no ha habido suficiente derramamiento
de sangre, o si el enemigo no es considerado un enemigo digno, como hace
tiempo, después de la derrota de los esclavos que se rebelaron a las órdenes de
Espartaco, aunque es verdad que Espartaco dio a nuestros ejércitos más dolores
de cabeza que muchas grandes naciones extranjeras. En el caso de Aulo Plaucio,
la objeción consistía en que sus conquistas no eran lo bastante seguras como para
permitirle retirar sus tropas. Y por lo tanto, en lugar de en cuadriga entró en la
ciudad a caballo, llevando una corona de mirto, y no una de laurel, y sin cetro en
la mano. El Senado no encabezó la procesión, no hubo cuerpos de trompeteros, y
cuando terminó la procesión Aulo sacrificó un carnero y no un toro. Pero en
todos los otros sentidos los detalles fueron los mismos que en un triunfo completo,
y para demostrar que no eran celos míos los que le habían impedido conquistar el
mismo honor que y o, salí a su encuentro cuando bajaba por la Vía Sacra, le
ofrecí mis felicitaciones y le permití cabalgar a mi derecha (el puesto más
honorable), y y o mismo le sostuve cuando subió de rodillas por la escalinata del
Capitolio. También actué como su anfitrión en el banquete, y cuando éste terminó
volví a colocarlo a mi derecha, cuando lo llevamos a su casa, a la luz de las
antorchas.
Aulo se mostró muy agradecido por esto, pero aún más agradecido, según
me dijo en privado, por haber acallado el escándalo de su esposa y el ágape
cristiano (los adictos de esa secta judía eran llamados ahora cristianos), y por
haberla dejado a su cargo. Dijo que cuando una mujer se separa inevitablemente
de su esposo (su salud no le había permitido ir a Bretaña), puede llegar a sentirse
sola, y entonces le pasan extrañas fantasías por la cabeza y resulta fácil presa de
los charlatanes religiosos, en especial de los de tipo judío y egipcio. Pero era una
buena mujer y una buena esposa, y él confiaba en que pronto se curaría de estas
tonterías. Tenía razón. Dos años más tarde arresté a todos los principales
cristianos de Roma, junto con todos los misioneros judíos ortodoxos, y los expulsé
del país, y la esposa de Aulo me fue de gran ay uda para encontrarlos a todos.
El principal atractivo emocional del cristianismo consistía en que ese Josué, o
Jesús, según se decía, se había levantado de entre los muertos, como ningún
hombre había hecho hasta entonces, salvo en las ley endas. Después de ser
crucificado, visitó a sus amigos, en apariencia sin haber sufrido nada con su
experiencia, y comió y bebió para demostrar que no era una visión, y luego
ascendió al cielo en una llamarada de gloria. Y por lo demás no había prueba
alguna de que todo eso fuese verdad, porque en realidad, después de la
crucifixión se había producido un temblor de tierra que desplazó una pesada
piedra de la boca de la tumba donde se había colocado el cadáver. Los guardias
huy eron, presa de pánico, y cuando regresaron el cadáver había desaparecido.
Era evidente que alguien lo había robado. En cuanto una historia como ésta
comienza a circular en Oriente, es difícil detenerla, y habría sido indigno
argumentar contra su absurdo en un edicto público. Pero publiqué una enérgica
orden en Galilea, donde los cristianos eran más numerosos, según la cual la
violación de las tumbas era convertida en un delito capital. Pero no debo perder
más tiempo en relación con estos ridículos cristianos; tengo que continuar con mi
relato.
Debo hablar de tres letras que agregué al alfabeto romano, y de los grandes
Juegos Seculares que celebré, y del Censo de ciudadanos romanos que realicé, y
de mi resurrección de las antiguas artes religiosas de la adivinación, que para
entonces habían caído en el olvido, y de varios importantes edictos y ley es que
presente para que el Senado promulgase. Pero quizá será mejor terminar
brevemente mi relato de Bretaña, ahora que Aulo Plaucio ha vuelto al hogar. Lo
que sucedió allí luego no interesará mucho a mis lectores. Envié a cierto Ostorio
a ocupar el lugar de Aulo, y tuvo grandes dificultades. Plaucio había completado
la conquista de la llanura de Bretaña del sur, pero como digo, las tribus
montañesas de Gales y los belicosos hombres de las tierras centrales del norte
insistían en hacer incursiones dentro de las fronteras de la nueva provincia.
Caractato se había casado con la hija del rey de Gales del sur, y dirigía su
ejército en persona. Cuando llegó Ostorio, anunció que desarmaría a todos los
británicos de cuy a lealtad sospechase. De tal modo quedaría en libertad de enviar
sus fuerzas principales contra las tribus que habitaban más allá de la frontera,
dejando sólo pequeñas guarniciones a sus espaldas. Este anuncio fue recibido en
general con gran resentimiento y los icenios, que eran libres aliados nuestros,
entendieron que la norma del desarme se aplicaría también a ellos. Esto provocó
un repentino levantamiento, y en Colchester Ostorio se encontró amenazado por
un gran ejército de tribus del noreste, sin un solo regimiento regular a mano.
Todos se encontraban en el centro o en el lejano oeste de la isla, y sólo tenía
consigo a franceses y bátavos. Decidió correr el riesgo de una batalla inmediata
y resultó victorioso. La confederación icenia pidió la paz y se le concedió en
términos leves, y luego Ostorio llevó sus ejércitos regulares hacia el norte,
anexionó todas las tierras del centro y se detuvo en las fronteras de los brigantios.
Los brigantios son una salvaje y poderosa federación de tribus que ocupan el
norte de la isla, hasta su punta más estrecha. Más allá de ellos, la salvaje tierra
montañosa que vuelve a extenderse, inexplorada y terrible, a lo largo de otros
cientos de kilómetros, es habitada por esos espantosos pelirrojos, los goidels.
Ostorio llevó a cabo una expedición contra el río Dee, al oeste, y saqueó el valle
de ese río, que fluy e hacia el norte hasta el mar de Irlanda, cuando se enteró de
que los brigantios avanzaban a sus espaldas. Se volvió y derrotó a una fuerza
considerable de éstos, capturó a varios cientos de hombres, incluso a nobles de
primera fila y a un hijo del rey. El rey de los brigantios se comprometió a diez
años de paz honorable, si se le devolvían los prisioneros, y Ostorio lo aceptó, pero
mantuvo al príncipe y a cinco nobles como rehenes, con el título de huéspedes.
Entonces quedó en libertad para llevar a cabo operaciones en las colinas de
Gales, contra Caractato. Utilizó tres de sus cuatro regimientos regulares, dejando
uno de ellos en Caerleon, sobre el Usk, y dos en Shrewsbury, sobre el Severn. El
resto de la isla sólo quedó guarnecido por auxiliares, con la excepción del
Noveno, acantonado en Lincoln, y de una colonia de veteranos cuy o plazo bajo
banderas había expirado, en Colchester, donde se les concedieron tierras, ganado
y cautivos para trabajar para ellos. Esta colonia fue el primer municipio romano
en Bretaña, y y o envié una carta sancionando la fundación, en el lugar, de un
templo al dios Augusto.
Ostorio necesitó tres años para someter a Gales del sur y el centro. Caractato
era un enemigo valiente, y cuando se vio obligado a ascender hacia el norte de
Gales con el resto de su ejército, consiguió encender a las tribus de allí con su
propia valentía. Pero eventualmente Ostorio lo derrotó en el último combate, en
el cual también él tuvo grandes pérdidas, y capturó a su esposa, su hija, un
cuñado y dos de sus sobrinos en el campamento británico. El propio Caractato se
abrió paso combatiendo hacia el nordeste, en una desesperada acción de
retaguardia, y apareció unos días después en la corte de la reina de los brigantios
(su padre, el rey, había muerto y ella era la única sobreviviente de la casa real,
aparte del príncipe que se encontraba en manos de Ostorio como rehén, de modo
que la nombraron reina). La instó a que continuara la guerra, pero ella no era una
tonta. Lo hizo encadenar y lo envió a Ostorio como prueba de su lealtad al
juramento que su padre había hecho. En recompensa Ostorio le envió los nobles
rehenes, con uno de los cuales ella se casó. Ejecutó a su hermano el príncipe,
porque se sabía que había demostrado cobardía en el campo de batalla, a
diferencia de su nuevo esposo, que sólo fue capturado después de recibir siete
heridas y eliminar a cinco soldados romanos. Esta reina, cuy o nombre es
Cartimandua, había demostrado ser una fidelísima aliada. Riñó con su esposo
porque éste dijo que no se consideraba obligado por el juramento del viejo rey a
mantener la paz con nosotros. No pudo convencer a los brigantios de que nos
hiciesen la guerra, de modo que bajó a Gales del sur e inició allí una nueva
rebelión. Nuestra guarnición de Caerleon fue repentinamente atacada por una
gran fuerza. Los enemigos fueron derrotados, pero entre nuestras pérdidas se
encontraban un comandante de batallón y ocho capitanes del Segundo. No
mucho después de esto, dos batallones de auxiliares franceses, que forrajeaban,
fueron sorprendidos y aniquilados. Ostorio, agotado por tres años de incesantes
luchas, se tomó muy a pecho estos reveses; cay ó enfermo y murió, el pobre,
aunque le habría sido de algún consuelo saber que antes de ello le fueron
concedidos ornamentos triunfales. Esto fue hace dos años. Envié a un general
llamado Didio para hacerse cargo de la provincia, pero mientras se encontraba
en camino el Decimocuarto fue derrotado en un combate y tuvo que retirarse de
su campamento, dejando prisioneros en manos del enemigo.
El esposo de Cartimandua abandonó entonces Gales del sur y atacó a la
propia Cartimandua, quien se había ganado su resentimiento al hacer ejecutar a
dos de sus hermanos que intrigaban contra ella. Cartimandua pidió ay uda a Didio,
y éste le envió cuatro batallones del Noveno y dos de bátavos. Con ellos y con sus
propias fuerzas derrotó a su esposo, lo capturó y le hizo jurar vasallaje a él y
amistad a los romanos; luego le perdonó, y reinan ahora juntos, en apariencia
con gran amistad. Desde entonces no ha habido incursiones en la frontera.
Entretanto Didio estableció el orden en Gales del sur.
Permítaseme, entonces, que abandone ahora mi provincia de Bretaña, que
nos ha costado tantos hombres y dinero y que hasta ahora ha dado tan pocos
frutos, a no ser en términos de gloría. Pero considero la ocupación como una
buena inversión para Roma, a la larga, y si tratamos a los nativos con justicia y
buena fe, se convertirán en aliados y, eventualmente, en valiosos ciudadanos. Las
riquezas de un país no residen sólo en los cereales, los metales y el ganado. Lo
que más necesita el imperio son hombres, y si puede aumentar sus recursos por
medio de la anexión de un país en el que existe una raza honrada, bélica e
industriosa, ello constituy e mejor adquisición que cualquier isla de especias de la
India o cualquier territorio aurífero del Asia central. La fe que la reina
Cartimandua y sus hombres han demostrado, y la valentía del rey Caractato en
la adversidad, son los augurios más dichosos posibles para el futuro. Caractato fue
llevado a Roma, y y o decreté un día de asueto general para celebrar su llegada.
Toda la ciudad salió a contemplarlo. La división de la guardia desfiló fuera del
campamento, y y o me senté en una plataforma de tribunal levantada para la
ocasión ante las puertas del campamento. Sonaron las trompetas y a la distancia
apareció una pequeña procesión avanzando hacia mí. Primero llegó un
destacamento de soldados capturados luego los thengs de la casa de Caractato,
luego carros repletos de arreos y collares y armas —no sólo del propio
Caractato, sino de todo lo que había conquistado en las guerras con sus vecinos,
capturado en el campamento de Cefn Carnedd—; luego la esposa, la hija, el
cuñado y los sobrinos de Caractato, y finalmente éste mismo, con la cabeza bien
alta, y sin mirar ni a la derecha ni a la izquierda, hasta que llegó a mi plataforma.
Allí efectuó una digna reverencia y pidió permiso para hablarme. Le concedí el
permiso y me habló en forma franca y noble, y en un latín tan notablemente
fluido, que casi le tuve envidia. Soy muy mal orador, y siempre me embrollo en
las frases que pronuncio.
—César, me ves aquí encadenado, ante ti, pidiendo por mi vida, después de
haber resistido las armas de tu país durante siete largos años. Fácilmente habría
podido resistir otros siete años más si no hubiese confiado en que la reina
Cartimandua respetaría el sagrado derecho de los huéspedes de nuestra isla. En
Bretaña, cuando un hombre pide hospitalidad en una casa, se le da la sal y el pan
y el vino, y el anfitrión se hace entonces responsable de la vida de su huésped
con la propia. En una ocasión un hombre se refugio en la corte de mi padre
Cimbelino y, después de haber comido su sal, se reveló como el asesino de mi
abuelo. Pero mi padre dijo: « Eres mi invitado, no puedo hacerte daño» . Al
encadenarme y enviarme aquí, la reina Cartimandua hizo más para honrarte a ti
como su aliado, que para honrarse a sí misma como reina de los brigantios. Hago
confesión voluntaria de mis faltas. La carta que mi hermano Togodumno te envió
y que y o le pedí que te enviara, fue tan tonta como descortés. Entonces éramos
jóvenes y orgullosos, y confiando en habladurías, subestimamos el poderío de tus
ejércitos romanos, la lealtad de tus generales y tus propias grandes cualidades
como comandante. Si y o hubiese igualado la gloria de mi linaje y de mis propias
hazañas con una conveniente moderación en la prosperidad, sin duda habría
entrado en esta ciudad como amigo y no como cautivo. Y tú no habrías
desdeñado recibirme como a un monarca, como a un hijo de mi padre
Cimbelino, a quien tu dios Augusto honró como a un aliado, y jefe, como él, de
muchas tribus conquistadas. Por mi prolongada resistencia contra ti, una vez que
descubrí que estabas dispuesto a conquistar mi reino y el reino de mis aliados, no
tengo disculpas que ofrecer. Contaba con hombres y armas, carros y caballos y
tesoros. ¿Te extraña que no me sintiese dispuesto a separarme de ellos? Los
romanos tienen la intención de llevar su dominio a todo el género humano, pero
de ello no se sigue que todo el género humano acepte de inmediato ese dominio.
Primero tiene que demostrar su derecho a gobernar, y demostrarlo con la
espada. La guerra entre nosotros ha sido una guerra larga, César, y tus ejércitos
me han perseguido de tribu en tribu, de fortaleza en fortaleza, y y o les he
cobrado un severo tributo. Pero ahora he sido capturado y la victoria es tuy a,
finalmente. Si me hubiese rendido a tu teniente Aulo Plaucio, en el primer
encuentro en el Medway, habría sido un enemigo indigno de ese nombre, y Aulo
Plaucio no hubiese tenido que enviarte a buscar y tú jamás habrías celebrado tu
merecido triunfo. Por lo tanto, respeta a tu enemigo, ahora que está humillado,
concédele la vida, y tu noble clemencia jamás será olvidado, ni por tu propio país
ni por el mío. Bretaña reverenciará la clemencia del vencedor, si Roma aprueba
la valentía del vencido.
Llamé a Aulo.
—Por mi parte estoy dispuesto a dejar en libertad a este valiente rehén.
Restablecerlo en su trono en Bretaña sería considerado en todas partes como una
debilidad, de modo que no puedo hacerlo. Pero estoy dispuesto a permitirle que
permanezca aquí, en Roma, como huésped de la ciudad, con una pensión
adecuada a sus necesidades, y también liberar a su familia y a los thengs de su
casa. ¿Qué dices?
—César —respondió Aulo—, Caractato ha demostrado ser un enemigo
valiente. No ha torturado ni ejecutado prisioneros, ni envenenado pozos; ha
luchado limpiamente y mantenido sus convicciones. Si lo pones en libertad me
enorgulleceré de estrecharle la mano y ofrecerle mi amistad.
Puse en libertad a Caractato. Éste me agradeció con gravedad:
—Deseo para todos los ciudadanos romanos un corazón como el tuy o.
Esa noche él y su familia cenaron en palacio. Aulo también estuvo presente,
y los viejos veteranos volvimos a librar la batalla de Brentwood, mientras el vino
circulaba. Le dije a Caractato cuan cerca estuvimos de encontrarnos en un
conflicto personal. Él rió y dijo:
—¡Si lo hubiese sabido! Pero si todavía estás ansioso por luchar, soy tu
hombre. ¿Mañana por la mañana, en el campo de Marte, tú en tu y egua y y o a
pie? La disparidad de nuestras edades hará que eso sea justo.
Desde entonces otra afirmación suy a se ha vuelto famosa:
—No puedo entender, señores, cómo gobernantes de una ciudad tan gloriosa
como ésta, con casas como riscos de mármol, con tiendas como tesoros reales,
con templos como los sueños de que hablan nuestros druidas cuando vuelven de
sus visitas mágicas al Reino de la Muerte, pueden albergar en sus corazones la
codicia de nuestras pobres chozas isleñas.
XXVII
Para señalar el comienzo de cada nuevo ciclo o edad de los hombres, se celebran
en Roma juegos expiatorios, llamados Tarentinos o Seculares. Adquieren la
forma de un festival de tres días y tres noches, en honor de Plutón y Proserpina,
los dioses del Mundo Inferior. Los historiadores convienen en que estos juegos
fueron establecidos formalmente, por primera vez, por Publícola, un Valeriano,
en el año 250 después de la fundación de Roma… que fue también el año en que
los Claudios llegaron a Roma desde el país sabino. Pero fueron celebrados 110
años antes como ritual de familia de los Valerio, de acuerdo con un oráculo del
Apolo de Delfos. Publícola juró que serían ejecutados al comienzo de cada
nuevo ciclo, desde entonces, mientras la ciudad se mantuviese en pie. Desde su
época hubo cinco celebraciones, pero a intervalos irregulares, debido a
diferencias de opinión en cuanto al momento en que debía comenzar cada nuevo
ciclo. A veces se ha considerado que el ciclo es el ciclo natural de tiempo de
ciento diez años, que es el antiguo método etrusco de cálculo, y a veces como el
ciclo civil romano de cien años, y en ocasiones los Juegos se celebraron cuando
resultó evidente que no sobrevivía nadie que hubiese participado en la
celebración anterior. La más reciente celebración, en tiempos de la república,
fue en el año 607 a contar de la fundación de la ciudad, y la única celebración
que se realizó desde entonces fue la de Augusto, en el año 736. El año de la
celebración de Augusto no podía ser justificado como indicativo del centésimo, o
el centésimo décimo año de la celebración anterior, ni como indicativo de la
muerte del último hombre que había participado en ella. Tampoco se lo podía
considerar como una fecha estimada por cálculo desde la época de Publícola,
contando en plazos de cien o ciento diez años. Augusto, o más bien la Junta de
Quince, sus consejeros religiosos, se basaban, para sus cálculos, en una supuesta
primera celebración de sus Juegos en el año 97 a contar de la fundación de la
ciudad. Admito que en mi historia de las reformas religiosas he aceptado esta
fecha como la correcta, pero sólo porque el hecho de criticarlo en este punto
importantísimo me habría creado serios problemas con mi abuela Livia. El hecho
es que sus cálculos eran incorrectos (para no entrar en el asunto en detalle),
incluso aunque la primera celebración se hubiese realizado cuando él dijo que se
realizó, cosa que no era así. Yo tomé como punto de partida para el cálculo el
festival de Publícola, con ciclos naturales de ciento diez años (porque es
indudable que esto era lo que significaba un ciclo para Público), hasta llegar al
año 690 a contar de la fundación de la ciudad. En esa fecha habría debido
realizarse la última celebración, y luego, la siguiente, en el año 800, fecha a que
acabamos de llegar en este relato, es decir, el séptimo año de mi reinado.
Ahora bien, cada ciclo tiene cierto carácter fatal, que le es
proporcionado por los acontecimientos del año inaugural. El primer AÑO 46
año del ciclo anterior había sido señalado por el nacimiento de d. de C.
Augusto, la muerte de Mitrídates el Grande, la victoria de Pompey o
sobre los fenicios y su captura de Jerusalén, la infructífera tentativa
de Catilina de llevar a cabo una revolución popular y la asunción por César de su
Sumo Sacerdocio. ¿Será necesario señalar la importancia de cada uno de estos
acontecimientos? ¿Que para el ciclo siguiente nuestras armas estaban destinadas
a lograr grandes triunfos en el exterior, y que el imperio se ampliaría
grandemente, las libertades populares quedarían suprimidas y los Césares serían
los mediadores de los dioses? Mis intenciones eran expiar los pecados y los delitos
de ese antiguo ciclo, e inaugurar uno nuevo con solemnes sacrificios, porque en
ese año soñaba con completar mi labor de reforma. Luego entregaría el gobierno
de una nación, ahora próspera y bien organizada, al Senado y al Pueblo, a los
cuales le había sido durante tanto tiempo arrebatado.
Tenía elaborado todo el plan en detalle. Resultaba claro que el gobierno por el
Senado, bajo cónsules elegidos anualmente, ofrecía grandes desventajas. El
período de un solo año no era lo bastante prolongado. Y el ejército no deseaba
que su comandante en jefe cambiara constantemente. Mi plan, en pocas
palabras, consistía en regalar a la nación la Lista Civil, salvo la parte de la misma
que fuese necesaria para mantenerme como ciudadano privado, y las tierras
imperiales, incluso Egipto, e introducir una ley que estipulase un cambio de
gobierno cada cinco años. Los ex cónsules del período quinquenal anterior, junto
con ciertos representantes del Pueblo y de los Caballeros, formarían un gabinete
para aconsejar y colaborar con uno de ellos —elegido por suertes religiosas y
conocido con el título de Cónsul en Jefe— en el gobierno del país. Cada miembro
del gabinete sería responsable ante el cónsul en jefe por un departamento
correspondiente a los que y o había establecido con la dirección de mis libertos, o
por el gobierno de una de las provincias de frontera. Los cónsules del año
actuarían como un vínculo entre el cónsul en jefe y el Senado, y ejecutarían sus
obligaciones habituales de jueces de apelación. Los Protectores del Pueblo
actuarían como vínculo entre el cónsul en jefe y el Pueblo. Los cónsules serían
elegidos en la orden senatorial, por elección popular, y en los casos de
emergencia natural se recurriría a un plebiscito. Se me habían ocurrido una
cantidad de ingeniosas salvaguardias para esta constitución, y me felicitaba de
que fuese un modelo funcional. Mis libertos seguirían siendo funcionarios
permanentes, encargados del personal de escribientes, y el nuevo gobierno se
beneficiaría con sus consejos. De tal modo, se conservarían las mejores
características del gobierno monárquico, sin perjuicios para la libertad
republicana. Y para mantener al ejército satisfecho incluiría en la nueva
constitución una medida que estableciera una compensación en dinero, que sería
pagada cada cinco años en proporción del éxito de nuestras armas en el exterior
y del aumento de las riquezas en el país. Las gobernaciones de las provincias
serían distribuidas entre caballeros que hubiesen ascendido a altos puestos en el
ejército, y entre los senadores.
Por el momento no le hablé a nadie de mis planes, sino que continué
trabajando alborozado. Estaba convencido de que en cuanto demostrara, por
medio de una renuncia voluntaria a la monarquía, que mis intenciones jamás
habían sido tiránicas y que las ejecuciones sumarias que ordené fueron
prácticamente obligatorias, se me perdonarían todos los errores de menor
cuantía, en vista de la gran labor de reformas que había cumplido, y que todas las
sospechas quedarían olvidadas. Me dije: « Augusto siempre dijo que renunciaría
y restablecería la república, pero nunca lo hizo a causa de Livia. Y Tiberio,
siempre dijo lo mismo, pero nunca lo hizo porque temía el odio que había
conquistado con su crueldad y tiranía. Pero y o voy a renunciar realmente; no
hay nada que me lo impida. Mi conciencia está clara, y Mesalina no es Livia» .
Los Juegos Seculares se celebraron, no en el verano, como en
ocasiones anteriores, sino el 21 de abril, festival de los Pastores, AÑO 47
porque era en ese día cuando Rómulo y sus pastores fundaron Roma, d. de C.
800 años antes, seguí el ejemplo de Augusto, en el sentido de no
hacer que los dioses del Mundo Inferior fuesen las únicas deidades
festejadas, aunque el Tarento, una grieta volcánica del campo de Marte, que era
un lugar tradicional para las celebraciones y del cual se decía que era una de las
entradas al Infierno, fue convertido en un teatro temporal e iluminado con luces
de colores, y se erigió en el centro del Festival. Unos meses antes había enviado
heraldos a convocar a todos los ciudadanos (con la antigua fórmula) a un
espectáculo « que nadie ahora con vida ha presenciado jamás, y que nadie ahora
con vida volverá a ver» . Esto provocó algunas burlas, porque la celebración de
Augusto, 64 años antes, era recordada por gran cantidad de ancianos y ancianas,
algunos de los cuales, incluso habían participado en ella. Pero era la antigua
fórmula, y estaba justificada por el hecho de que la celebración de Augusto no se
había llevado a cabo en el momento correcto.
En la mañana del primer día, la Junta de Quince distribuy ó a todos los
ciudadanos libres, desde la escalinata del templo de Júpiter, en el monte
Capitolino, y del de Apolo, en el Palatino, antorchas, azufre y betún, los
instrumentos de la purificación. También trigo, cebada y habas, parte para servir
como ofrenda a las Parcas, y parte para ser entregada como pago a los actores
que participasen en el festival. A la mañana temprano se habían ofrecido
sacrificios, simultáneamente, en todos los principales templos de Roma, a Júpiter,
Neptuno, Juno, Minerva, Venus, Apolo, Mercurio, Ceres, Vulcano, Marte, Diana,
Vesta, Hércules, Augusto, Latona, las Parcas, y a Plutón y Proserpina. Pero el
principal acontecimiento del día era el sacrificio de un toro blanco a Júpiter y de
una vaca blanca a Juno en el Capitolio y se esperaba que todos concurriesen.
Luego fuimos en procesión al teatro de Tarento y entonamos coros en honor de
Apolo y Diana. La tarde fue ocupada con carreras de cuadrigas y cacerías de
animales salvajes y luchas a espada en el circo y en los anfiteatros, y juegos
escénicos en honor de Apolo en el teatro de Pompey o.
Esa noche, a las nueve, después de quemar grandes cantidades de azufre y de
salpicar con aguas sagradas, en consagración de todo el Campo de Marte,
sacrifiqué tres terneros a las Parcas en tres altares subterráneos construidos en la
orilla del Tíber, en tanto que una muchedumbre de ciudadanos que me
acompañaba agitaba sus antorchas encendidas, ofrecía su trigo, su cebada y sus
habas, y cantaba un himno de arrepentimiento por los errores pasados. La sangre
de los corderos fue salpicada en los altares, y sus cadáveres quemados. En el
teatro de Tarento se entonaron entonces más himnos, y la parte expiatoria del
festival trascurrió con una apropiada solemnidad. Luego se representaron
escenas de la ley enda romana, incluso un ballet ilustrativo de la lucha entre los
tres hermanos Horacios y los tres hermanos Curiacios, que según se decía había
ocurrido muy cerca del día de la primera celebración de los Juegos por la
familia Valerio.
Al día siguiente las matronas más nobles de Roma, encabezadas por
Mesalina, se reunieron en el Capitolio y efectuaron súplicas a Juno. Los Juegos
continuaron como el día anterior; trescientos leones y cien osos fueron muertos
en el anfiteatro, para no hablar de los toros y de numerosos gladiadores. Esa
noche sacrifiqué un cerdo y un lechón negro a la Madre Tierra. El último día se
entonaron himnos griegos y latinos, en coro, en el santuario de Apolo, por
trescientos hermosos jóvenes y doncellas, y se sacrificaron buey es blancos.
Apolo era honrado de esta manera porque su oráculo había ordenado
primitivamente la institución del festival. Los himnos eran para implorar la
protección de Apolo, de su hermana Diana, de su madre Latona, de su padre
Júpiter, para todas las ciudades, pueblos y magistrados de todo el imperio. Uno de
ellos era la famosa obra de Horacio, compuesta en honor de Apolo y Diana, que
no tenía que ser puesta al día, como se hubiera supuesto. En rigor, uno de los
versos del himno era más adecuado que cuando fue compuesto por primera vez:
Movida por la solemne voz de la oración,
ambas deidades harán de Roma su gran preocupación.
Benignas alejarán los cuidados
de hambres y pestes y llantos y guerras.
A Roma y a César librarán de ellos,
para descargarlos sobre
el británico enemigo…
ALEJANDRO, ALABARCA
AÑO 48 D. C.
Vay a, no tengas tanta prisa por irte corriendo con tu divorcio, Mnester podría
darte unas cuantas lecciones privadas de actuación escénica.
—Ahora soy mi propia dueña, y si no tienes cuidado me casaré con Mnester.
Se suponía que Silio era el noble más guapo de Roma, y hacía tiempo que
Mesalina se sentía fascinada por él. Pero Silio no era en modo alguno una víctima
fácil de su pasión. En primer lugar, era un hombre virtuoso, o por lo menos se
enorgullecía de su virtud. Además estaba casado con una mujer noble de la
familia Silano, una hermana de la primera esposa de Calígula, y finalmente, si
bien Mesalina lo atraía físicamente, y ello en el más alto grado, estaba enterado
de la indiscriminada generosidad con que había concedido sus favores a nobles,
gente del’ pueblo, gladiadores, actores, soldados de la guardia, e incluso a uno de
los embajadores de Partia, y no sé consideraba especialmente honrado por el
hecho de que se le pidiese que se incorporara al numeroso grupo. De modo que
ella tuvo que echar sus anzuelos con gran astucia. La primera dificultad residía en
convencerlo de que la visitase en privado. Lo invitó varias veces, pero él se
excusó. A la postre lo consiguió por medio del comandante de los Custodios, un ex
amante suy o, quien invitó a Silio a cenar y luego lo hizo pasar a una habitación
donde ella lo esperaba con cena para dos. Una vez que estuvo allí y a no pudo
escaparse, y ella era lista. No habló de amor al principio, ¡sólo habló de política
revolucionaria! Le recordó a su padre asesinado y le preguntó si podía soportar el
hecho de que el sobrino del asesino, un tirano aún más sanguinario, apretase cada
vez más el y ugo de la esclavitud sobre el cuello de un pueblo otrora libre. (Ese
tirano era y o mismo, por si no me reconocen). Luego le dijo que su vida corría
peligro, porque me había hecho constantes reproches por no haber restablecido la
república, y por mis crueles asesinatos de hombres y mujeres inocentes. Dijo,
además, que y o despreciaba su belleza y prefería a criadas y prostitutas
comunes, y que sólo me había sido infiel en venganza por mi desprecio. Su
promiscuidad era el resultado de una extrema desesperación y soledad. Él, Silio,
era el único hombre que conocía lo bastante virtuoso para ay udarla en la tarea a
la que ahora había dedicado su vida: el restablecimiento de la república.
¿Perdonaría la inocente treta que había empleado para atraerlo a esa habitación?
Francamente, no puedo censurar a Silio por dejarse engañar. Ella me engañó
día tras día durante nueve años. Recuérdese que era muy hermosa y, además,
puede suponerse también que había puesto alguna droga en el vino de Silio. Como
es natural, éste trató de consolarla, y antes de que pudiera darse cuenta de lo que
sucedía, estaban echados el uno en brazos del otro, en el diván, mezclando la
palabra « amor» y « libertad» con besos y suspiros. Ella le dijo que sólo ahora
sabía lo que significaba el verdadero amor, y él le juró que con su ay uda
restablecería la república en la primera oportunidad, y ella le juró permanecer
eternamente fiel a su amor si se divorciaba de su esposa, quien, según se sabía, le
era secretamente infiel, y además era estéril. —Silio no debía permitir que su
familia se extinguiera—, etc., etc. Lo había pescado, y de inmediato utilizó todas
sus artes contra él.
Pero Silio era tan cauteloso como virtuoso, y no se sintió lo bastante fuerte
como para iniciar una revuelta armada. Se divorció de su esposa, pero le dijo a
Mesalina, que pensándolo bien, sería mejor que esperara a que y o muriera para
restablecer la república. Entonces se casaría con ella y adoptaría a Británico, y
esto haría que la ciudad y el ejército lo considerasen como su dirigente natural.
Mesalina vio que tendría que actuar por sí misma. Por lo tanto utilizó conmigo la
treta de la profecía, tal como la he descrito, y Silio (si lo que después me dijo era
verdad) no sabía nada acerca del divorcio, hasta que ella fue a verlo con el
documento, sin explicarle cómo lo había conseguido, y le dijo, gozosa, que ahora
podrían casarse y vivir felices para siempre, pero que no debía decírselo a nadie
hasta que ella le concediera permiso.
En Roma todos se asombraron ante la noticia del divorcio de Mesalina, en
especial porque parecía que a mí no me importaba. Continué mostrándole tanto
respeto como antes, o incluso más, y ella prosiguió su labor política en palacio.
Pero todos los días visitaba a Silio en su casa, abiertamente, con todo un cortejo.
Cuando le sugerí que estaba llevando la broma demasiado lejos, me dijo que le
resultaba un tanto difícil conseguir que se casara con ella.
—Me temo que sospecha que hay alguna trampa en todo esto, y se muestra
muy cortés y reservado, ¡pero por debajo hierve de pasión por mí, el animal!
Después de unos días me informó, alborozada, que Silio había consentido y se
casaría con ella el 10 de diciembre. Me pidió que oficiara de Sumo Pontífice,
para divertirme. « ¿No será encantador contemplar su rostro desconcertado
cuando descubra que ha sido engañado?»
Para entonces y o había comenzado a arrepentirme de todo el asunto, en
especial de esta broma pesada contra Silio, aunque volvió a insultarme en el
Senado con otra interrupción descarada. Decidí que no habría debido tomar la
profecía en serio, y que sólo lo hice porque estaba semidormido cuando Mesalina
me habló de ella. Y si la profecía era realmente cierta, ¿cómo era posible
eludirla por medio de un matrimonio fingido? Se me ocurrió que ningún
matrimonio es reconocido como tal por la ley hasta que se ha consumado
físicamente. Traté de convencer a Mesalina de que abandonase todo el plan, pero
me dijo que y o tenía celos de Silio, y que le parecía que estaba perdiendo el
sentido del humor y convirtiéndome en un tonto aguafiestas pedante.
La mañana del 5 de septiembre fui a Ostia, para inaugurar allí un enorme
granero nuevo. Le había dicho a Mesalina que no volvería hasta la mañana
siguiente. Ella dijo que quería ir también, y se dispuso que fuéramos juntos. Pero
en el último momento tuvo uno de sus famosos dolores de cabeza y se vio
obligada a quedarse. Me sentí desilusionado, pero era demasiado tarde para
cambiar de plan, y a que se había preparado una recepción cívica para mí en
Ostia y y o había prometido realizar un sacrificio en el templo de Augusto. Desde
la ocasión en que perdí los estribos con la gente de Ostia por no haberme recibido
de manera adecuada, tuve sumo cuidado en no volver a herir sus sentimientos.
Esa tarde, temprano, cuando entraba en el templo para realizar el sacrificio,
Euodo, uno de mis libertos, me entregó una nota. El deber de Euodo consistía en
protegerme de inoportunas peticiones del público. Todas las notas le eran
entregadas a él. Si las consideraba frívolas o tontas o indignas de mi atención, no
me molestaba con ellas. Es sorprendente la cantidad de pamplinas que la gente
escribe en las peticiones. Euodo dijo:
—Perdóname, César, pero no puedo leer esto. Una mujer me la entregó.
¿Quizá pueda molestarte para que la leas?
Para mi sorpresa, estaba escrita en etrusco, un lenguaje extinguido que sólo
conocen cuatro o cinco personas vivientes, y decía: « Grandes peligros para
Roma y para ti. Ven a mi casa en el acto. No pierdas un instante» .
Me intrigó y sobresaltó. ¿Por qué en etrusco? ¿La casa de quién? ¿Qué
peligro? Y pasaron uno o dos minutos antes de que entendiera. Debía de ser de
Calpurnia, la muchacha —se recordará— que había vivido conmigo antes de que
me casara con Mesalina. Yo me divertí enseñándole el etrusco, mientras
compilaba mi historia de Etruria. Es probable que Calpurnia me hubiese enviado
la nota en etrusco, no sólo porque resultaría ininteligible para cualquiera que no
fuese y o, sino porque además sabría que provenía de ella. Le pregunté a Euodo:
—¿Viste a la mujer?
Dijo que parecía una egipcia, y que tenía la frente con marcas de viruela,
pero que en otros sentidos era muy bien parecida. Reconocí a Cleopatra, la
amiga de Calpurnia que compartía la casa con ella.
Tenía que ir a los muelles inmediatamente después del sacrificio, y no podía
postergar el compromiso. Se pensaría que me interesaba más visitar a un par de
prostitutas que dedicarme a los asuntos imperiales. Y sin embargo sabía que
Calpurnia no pertenecía a la clase de personas que podía enviar un mensaje
ocioso, y mientras continuaba con el sacrificio decidí que debía enterarme a toda
costa, de lo que ella tenía que decirme. Quizá pudiera fingirme enfermo. Por
fortuna el dios Augusto vino en mi ay uda: las entrañas del carnero que le
sacrifiqué fueron las más poco propicias que jamás hay a visto. Parecía un
magnífico animal, pero su interior estaba tan podrido como un queso viejo. Me
era claramente imposible llevar a cabo ningún asunto público ese día, y menos
uno tan serio como la inauguración del granero más gigantesco del mundo, como
era ése. De modo que me excusé y todos convinieron en que mi decisión era la
más adecuada. Fui a mi propia casa de campo e hice saber que descansaría allí
durante el resto del día, pero que me alegraría asistir al banquete a que había sido
invitado esa noche, siempre que no tuviese carácter oficial. Luego hice llevar mi
litera a la entrada trasera de la casa, y pronto me trasportaron en ella, con las
cortinas corridas, a la hermosa casa de Calpurnia, situada en una colina, en las
afueras de la ciudad.
Calpurnia me saludó con una mirada de preocupación tan ansiosa, que supe
en el acto que había sucedido algo muy grave.
—¡Dímelo en seguida! —le dije—. ¿Qué sucede?
Ella rompió a llorar. Jamás la había visto llorar antes, salvo, una vez, en la
famosa ocasión en que tuve que ir a palacio a medianoche, por orden de
Calígula, y ella crey ó que iba a mi ejecución. Era una muchacha serena, sin los
modales y las tretas de las prostitutas comunes, y « tan recta como una espada
romana» , según afirma el proverbio.
—¿Prometes escucharme? Pero no querrás creerme. Querrás hacerme
torturar y azotar. Yo tampoco quisiera decírtelo, pero nadie se atreve, de modo
que es preciso que lo haga. Les prometí a Narciso y a Palas que te lo diría. En
otros tiempos fueron buenos amigos míos, cuando todos éramos pobres. Dijeron
que no les creerías ni a ellos ni a nadie, pero y o les afirmé que me parecía que
me creerías a mí, porque en una ocasión te demostré que era tu verdadera
amiga, cuando estuviste en aprietos. Te entregué todos mis ahorros, ¿no es cierto?
Jamás fui codiciosa, ni celosa, ni deshonesta, ¿no es verdad?
—Calpurnia, en mi vida sólo he conocido a tres mujeres realmente buenas, y
te diré sus nombres: una fue Cy pros, una princesa judía; otra fue la anciana
Briséis, la criada de mi madre, y la tercera eres tú. Y ahora dime lo que tienes
que decirme.
—Has omitido a Mesalina.
—A Mesalina ni siquiera hay que mencionarla. Muy bien, entonces, cuatro
mujeres realmente buenas. Y no pienses que insulto a Mesalina vinculándola a
una princesa oriental, a una liberta griega y a una prostituta de Padua. El tipo de
bondad a que me refiero no es la prerrogativa de…
—Si pusiste a Mesalina en la lista, omíteme a mí —dijo ella con voz
entrecortada.
—¿Modesta, Calpurnia? No necesitas serlo, lo digo en serio.
—No, modesta no.
—Entonces, no entiendo.
Calpurnia dijo, lenta y dolorosamente:
—Lamento tener que hacerte daño, Claudio, pero digo la verdad. Quiero
decir que si Cy pros hubiese sido una típica princesa de la familia de Herodes; si
hubiese sido sanguinaria y ambiciosa e inescrupulosa y carente de frenos
morales; y si Briséis hubiera sido una típica criada… si hubiese sido una ladrona
y una mujer de pensamientos viles, y vaga, y astuta para encubrir sus huellas; y
si tu Calpurnia hubiera sido una prostituta típica… si hubiese sido vana, codiciosa,
promiscua y avara, y si hubiera usado mi belleza como el medio para dominar y
arruinar a los hombres… y si ahora tú quisieras hacer una lista de los tres peores
tipos de mujeres que conocieras y nos eligieses a nosotras como ejemplos
convenientes…
—¿Entonces qué? ¿Qué quieres decir? Hablas con tanta lentitud…
—Entonces, Claudio, tendrías razón en unir a Mesalina a la lista y decirme:
« A Mesalina ni siquiera hay que mencionarla» .
—¿Estoy loco y o, o lo estás tú?
—Yo no.
—¿Y entonces qué quieres decir? ¿Qué ha hecho mi pobre Mesalina para ser
atacada de esta manera tan violenta y extraordinaria? No creo que tú y y o
sigamos siendo amigos mucho tiempo, Calpurnia.
—¿Saliste de la ciudad esta mañana a las siete?
—Sí. ¿Qué tiene que ver?
—Yo me fui a las diez. Había estado allí con Cleopatra, haciendo algunas
compras. Estuve presente durante la boda. Una hora curiosa del día para una
boda, ¿no es cierto? Se divertían en grande. Todos borrachos; maravilloso
espectáculo. Toda la casa adornada con hojas de vid y hiedra, y enormes
racimos de uva, y cubas de Vino y lagares. El festival de la vendimia; ésa era la
supuesta celebración.
—¿Qué boda? Habla con sensatez.
—La boda de Mesalina con Silio. ¿No fuiste invitado? Ella estaba allí, bailando
y agitando un tirso en la cuba de vino más grande que pudo encontrar, ataviada
con una corta túnica blanca, manchada de vino, y con uno de los pechos al aire,
y el cabello suelto. Sin embargo, parecía casi decente, en comparación con las
otras mujeres. Las otras sólo tenían puestas pieles de leopardo, porque eran
bacantes. Silio era Baco. Estaba coronado con hojas de hiedra y llevaba puestos
coturnos; parecía incluso más borracho que Mesalina. Movía continuamente la
cabeza, al compás de la música, y sonreía como un imbécil.
—Pero… pero… —dije estúpidamente—. La boda es el 10. Yo oficiaré en
ella.
—Se las arreglan perfectamente sin ti. De modo que fui a ver a Narciso, a
palacio, y cuando me vio me dijo: « Gracias a Dios que estás aquí, Calpurnia.
Eres la única a quien creerá» . Y Palas…
—No lo creo. Me niego a creerlo.
Calpurnia dio una palmada.
—¡Cleopatra, Narciso! —Éstos entraron y cay eron a mis pies—. ¿Es cierto lo
de la boda?
Admitieron que era cierto.
—Pero y o sé de qué se trata —dije con tono débil—, no es una boda
verdadera, amigos. Es una especie de broma que Mesalina y y o hemos
planeado. No se acostará con él al final de la ceremonia. Todo esto es muy
inocente.
—Silio la agarró —dijo Narciso— y le arrancó la túnica, y comenzó a
besarle el cuerpo, en presencia de todos los demás, y ella chilló y rió, y entonces
él se la llevó a la cámara nupcial, y se quedaron allí casi una hora, antes de
volver a salir para beber un poco más y seguir bailando. Eso no es inocente,
César, sin duda.
—Y a menos que actúes de inmediato, César —dijo Calpurnia—, Silio será el
amo de Roma. Todos lo que me he encontrado me dijeron que Mesalina y Silio
han jurado por sus propias cabezas restablecer la república, y que tienen a todo el
Senado tras de sí, y a la may or parte de los guardias.
—Tengo que saber algo más —dije—, no sé si reír o llorar. No sé si echar oro
en sus regazos o azotarles hasta que se les vean los huesos.
Me contaron mucho más, pero Narciso sólo quiso hablar a condición de que
le perdonase por ocultarle los crímenes de Mesalina durante tanto tiempo. Dice
que cuando tuvo conocimiento de ellos por primera vez, y o le parecí feliz en mi
inocencia, y decidió ahorrarme el dolor de la desilusión, mientras Mesalina no
hiciese nada que pusiese en peligro mi vida o la seguridad del país. Abrigaba la
esperanza de que ella se corrigiera, o bien de que y o me enterase por mi propia
cuenta de lo que hacía. Pero a medida que transcurría el tiempo y la conducta de
Mesalina se hacía cada vez más desvergonzada, le resultó más y más difícil
decírmelo. En rigor no podía creer que y o no supiese para entonces lo que sabían
toda Roma, y todas las provincias, y nuestros enemigos del otro lado de la
frontera. En el transcurso de nueve años parecía imposible que no me hubiese
enterado de las orgías de ella, que eran asombrosas por su descaro.
Cleopatra me contó la historia más horrible y ridícula. Durante mi ausencia
en Bretaña, Mesalina lanzó un desafío al Gremio de Prostitutas, para que le
enviasen una representante que compitiera con ella en palacio, a fin de ver cuál
de las dos agotaba a más cortejantes en el curso de una noche. El Gremio mandó
a una famosa siciliana llamada Escila, bautizada con el nombre del remolino del
estrecho de Messina. Cuando llegó el alba, Escila se vio obligada a confesarse
derrotada con el vigésimoquinto amante, pero Mesalina continuó, por
bravuconada, hasta que el sol estuvo muy alto en el cielo. Y lo peor era que la
may or parte de la nobleza fue invitada a asistir a la prueba, y muchos hombres
participaron en ella; y Mesalina convenció a tres o cuatro mujeres para que
compitiesen también.
Yo permanecí llorando, con la cabeza entre las manos, tal como había hecho
Augusto, unos cincuenta años antes, cuando sus nietos Cay o y Lucio le contaron
lo mismo acerca de Julia, su madre, y con las mismas palabras de Augusto dije
que jamás había oído nada ni abrigado la más leve sospecha de que Mesalina no
fuese la mujer más casta de Roma. Y como Augusto, tuve la intención de
encerrarme en una habitación y no ver a nadie durante varios días. Pero no me
lo permitieron. Dos versos de una comedia musical que la compañía de Mnester
había representado unos días antes, no me acuerdo el nombre ahora, me
martilleaban absurdamente el cerebro:
Le dije a Narciso:
—En los primeros Juegos que presencié (actuaba entonces como presidente
junto con mi hermano Germánico). —Juegos en honor de mi padre, ¿sabes?—, vi
cómo a un esgrimista español le cortaban el brazo del escudo, desde el hombro.
Estaba cerca de mí, y le vi el rostro. Qué expresión tan estúpida cuando vio lo
que había sucedido; y todo el anfiteatro lanzó una enorme carcajada. A mí me
pareció gracioso, que Dios me perdone.
XXIX
Estoy casi al final de mi larga historia. Hace y a cinco años que me he casado
con Agripinila, pero han sido cinco años relativamente sin incidentes, y no
escribiré acerca de ellos con gran detalle. He dejado que Agripinila y mis
libertos me gobernaran. He abierto y cerrado la boca, y hecho gestos con los
brazos, como las pequeñas marionetas articuladas que hacen en Sicilia. Pero la
voz no ha sido mía, sino el gesto. Debo decir que Agripinila ha resultado ser una
gobernante notablemente capaz, del tipo tiránico. Cuando entra en una habitación
donde están reunidos algunos notables, y mira con frialdad en su derredor, todos
se estremecen y se muestran atentos y tratan de complacerla. Ya no necesita
fingir afecto hacia mí. Muy pronto le hice notar que me había casado con ella
por motivos puramente políticos y que en el sentido físico me era desagradable.
Fui muy franco al respecto. Le expliqué:
—El hecho es que me cansé de ser emperador. Quería que alguien hiciera
ese trabajo en mi lugar. Me casé contigo, no por tu corazón, sino por tu cabeza. Se
necesita una mujer para dirigir un imperio como éste. No hay motivos para que
finjamos devoción amorosa el uno hacia el otro.
—Eso me conviene —me respondió—. No eres el tipo de amante con que
una mujer sueña.
—Y tú no eres y a lo que eras hace veintidós años, querida mía, o cuando
fuiste novia por primera vez. Aun así durarás un tiempo más, si continúas con ese
masaje facial diario y esos baños de leche. Vitelio finge que te considera la
mujer más hermosa de Roma.
—Quizá tú también dures, si no exasperas a la gente de la cual dependes.
—Sí, hemos sobrevivido al resto de nuestra familia —convine—. No sé cómo
lo hemos hecho. Creo que debíamos felicitarnos en lugar de reñir.
—Tú siempre comienzas la riña —replicó ella—, porque tratas de ser lo que
llamas « sincero» .
Agripinila no podía entenderme. Pronto descubrió que era innecesario
adularme o engañarme o amedrentarme, si quería que las cosas se hiciesen a su
manera. Aceptaba sus sugestiones en casi todos los casos. Apenas pudo creer en
su suerte cuando consentí en desposar a Lucio con Octavia; sabía lo que y o
pensaba realmente de Lucio. No pudo entender por qué acepté. Se sintió lo
bastante audaz como para seguir adelante y sugirió que debía adoptarlo como
hijo. Pero ésa era y a mi intención. Primero dejé que Palas me sondeara al
respecto. Se mostró lleno de tacto. Comenzó a hablar cariñosamente de mi
hermano Germánico, y de su adopción por mi tío Tiberio, a pedido de Augusto, si
bien Tiberio tenía un hijo propio, Castor. Siguió hablando del notable amor
fraternal que había surgido entre Germánico y Castor, y de la generosidad que
Castor demostró a la viuda e hijos de Germánico. En el acto supe qué quería
Palas, y convine en que dos hijos amantes son mejores que uno.
—Pero recuerda —dije— que allí no termina el asunto. Germánico y Castor
fueron asesinados, y mi tío Tiberio, en su vejez, como sería mi caso, nombró a
otro par de amantes hermanos, Calígula y Gemelo, como sus herederos
conjuntos. Calígula tuvo la ventaja de ser el may or. Cuando el anciano murió,
Calígula se apoderó de la monarquía y mató a Gemelo.
Esto hizo que Palas guardara silencio durante un rato. Cuando intentó un
enfoque un tanto distinto, y me dijo esta vez qué grandes amigos habían llegado a
ser Lucio y Británico, y o le respondí, como si no viniera al caso:
—¿Sabes que la familia Claudia ha mantenido su descendencia directa en la
línea masculina, sin adopciones, desde Appio Claudio, hace cinco siglos? No hay
en Roma otra familia que pueda jactarse de lo mismo.
—Sí, César —respondió Palas—. La tradición de la familia Claudia es una de
las cosas menos plásticas, en un mundo notablemente plástico. Pero, como tú
señalas con gran sabiduría todas las cosas están sometidas a cambio.
—Escucha, Palas, ¿por qué te andas por las ramas? Díle a Agripinila que si
desea que adopte a su hijo como mi heredero conjunto, con Británico, estoy
dispuesto a hacerlo. En cuanto a la plasticidad, me he vuelto muy blando en mi
vejez. Puedes moldearme en tus manos, y llenarme con lo que quieras, como si
fuese masa para pastel, y hornearme y convertirme en un pastelillo imperial.
Adopté a Lucio. Ahora se llama Nerón; hace poco lo casé con Octavia, a
quien primero había permitido que Vitelio adoptase como su hija, para evitar el
delito técnico de incesto.
El año pasado, el año del matrimonio de Nerón, fue señalado por un fracaso
mundial de las cosechas[4] , que prácticamente agotó nuestros graneros. Este año,
si bien el puerto de Ostia ha quedado terminado, un fuerte viento noreste que
sopló durante semanas enteras impidió que las flotas cerealeras del Egipto y el
África llegasen a nuestras costas. La cosecha italiana prometía ser buena, pero
todavía no estaba lista para ser segada, y en un momento sólo quedaron cereales
para apenas un par de semanas en los graneros públicos, si bien había hecho lo
posible por llenarlos. Me vi obligado a reducir las raciones de trigo hasta el nivel
más bajo posible. Entonces como si no estuviese haciendo y no hubiese hecho
siempre todo lo posible por tener bien alimentados a mis conciudadanos (la
construcción del muelle, por ejemplo, frente al desaliento general, y la
organización de la provisión cotidiana de hortalizas frescas), se me vio de pronto
como un enemigo público. Se me acusó de provocar el hambre adrede en la
ciudad. La muchedumbre aullaba y me gritaba cada vez que aparecía en
público, y en una o dos ocasiones me apedreó, y me arrojó fango y mendrugos.
En una oportunidad escapé por poco de ser gravemente herido en la plaza del
Mercado. Mis guardias fueron atacados por una multitud de doscientas o
trescientas personas, que les quebró las varillas simbólicas de su oficio en las
espaldas. Conseguí introducirme a salvo en palacio, por una puertecilla no muy
lejana, desde la cual un pequeño grupo de guardias armados salió corriendo en
mi auxilio. En otra época me habría tomado esto muy a pecho. Entonces no hice
más que sonreír. « Ranas —pensé—, se están volviendo muy traviesas» .
Nerón se puso su túnica viril al año siguiente de la adopción. Permití que el
Senado le votase el privilegio de convertirse en cónsul a la edad de veinte años,
de modo que a los dieciséis y a era cónsul electo. Le concedí una vestimenta
triunfal honoraria y lo nombré jefe de los cadetes, como Augusto había
nombrado a sus nietos Cay o y Lucio. Además, en las fiestas latinas, cuando los
cónsules y otros magistrados salían de la ciudad, lo nombraba Custodio de la
Ciudad, como Augusto había hecho también con sus nietos para proporcionarles
el primer regusto de la magistratura. Existía la costumbre de no presentar casos
importantes ante el Custodio de la Ciudad, a la espera del regreso de los
verdaderos magistrados. Pero Nerón juzgó una serie de complicados casos que
habrían puesto a prueba el juicio de los más expertos funcionarios legales de la
ciudad, y ofreció dictámenes notablemente agudos. Esto le conquistó la
admiración popular, pero a mí me resultó clarísimo, en cuanto me enteré de ello,
que todo el asunto había sido manejado por Séneca. No quiero decir que los casos
no fuesen auténticos, sino que Séneca los había manipulado con cuidado, de
antemano, y convenido con los abogados en cuanto a los puntos que deberían
destacar en sus discursos, para luego adiestrar a Nerón en el interrogatorio de los
testigos, en el resumen y el veredicto.
Británico no había llegado todavía a la may oría de edad. Yo lo mantenía
alejado de la compañía de los muchachos de su edad y rango, tanto como me
era posible. Sólo se encontraba con ellos bajo la vigilancia de sus preceptores. No
quería que pescara la infección imperial, a la que a propósito sometí a Nerón.
Hice circular la información de que era epiléptico. La adulación pública se
concentraba ahora por completo en Nerón. Agripinila se mostraba encantada.
Pensó que y o odiaba a Británico a causa de su madre.
Hubo grandes motines por la venta de pan. Fueron en todo sentido
innecesarios, y según Narciso, que odiaba a Agripinila (y para mi sorpresa
descubrí que y o lo alentaba en ese sentido) habían sido instigados por ella.
Cuando sucedieron y o sufría de un enfriamiento, y Agripinila entró en mi
habitación y me sugirió que emitiese un edicto para tranquilizar al populacho.
Quería que dijese que no estaba enfermo de gravedad, y que incluso si mi
enfermedad tomase un giro grave y y o muriera, Nerón era ahora capaz de
dirigir los asuntos públicos, bajo su guía. Me reí en su cara.
—Me estás pidiendo que firme mi propia sentencia de muerte, querida mía.
Vamos, pues, dame la pluma, la firmaré. ¿Cuándo se hará el funeral?
—Si no quieres firmarla —dijo ella—, no lo hagas. No te obligo.
—Muy bien, pues, no la firmaré —repliqué—. Investigaré esos motines por el
asunto del pan y veré quién los inició.
Salió de la habitación, encolerizada. Yo la llamé.
—Estaba bromeando. ¡Por supuesto que firmare! De paso, ¿le ha enseñado
y a Séneca a Nerón su oración funeraria? ¿O todavía no? Me gustaría escucharla
primero, si no os molesta.
Vitelio murió de un ataque de parálisis. Un senador que o bien estaba
borracho o loco, no puedo decir bien cuál de las dos cosas, lo acusó ante el
Senado de pretender la monarquía. La acusación parece haber sido dirigida
contra Agripinila, pero, como es natural, nadie se atrevió a respaldarlo, a pesar
de lo que se la odiaba, de modo que el acusador fue proscrito. Sin embargo,
Vitelio se tomó el asunto a pecho, y sufrió el ataque poco después. Lo visité
cuando agonizaba. Le era imposible mover un dedo, pero hablaba con suma
sensatez. Le hice la pregunta que siempre quise hacerle:
—Vitelio, en una época mejor habrías sido uno de los hombres más virtuosos.
¿Cómo fue, entonces, que tu recta naturaleza adquirió esa especie de joroba
permanente, por hacer continuamente el cortesano?
—Era inevitable bajo una monarquía —respondió—, por benévolo que fuese
el monarca. Las antiguas virtudes desaparecen. La independencia y la franqueza
y a casi no existen; la complaciente anticipación de los deseos del monarca es
entonces la may or de las virtudes. O bien hay que ser un buen monarca como tú,
o un buen cortesano como y o… O un emperador o un idiota.
—¿Quieres decir que la gente que sigue siendo virtuosa como en los tiempos
antiguos debe sucumbir inevitablemente en tiempos como éstos? —le pregunté.
—El perro de Femón tenía razón. —Eso fue lo último que dijo, antes de caer
en coma, del cual jamás se recuperó.
No pude sentirme tranquilo hasta que busqué la referencia en la biblioteca.
Parece que Femón el filósofo tenía un perrito a quien adiestraba para ir a la
carnicería todos los días y traer un trozo de carne en una cesta. Esta virtuosa
criatura, que jamás se atrevía a tocar la carne hasta que Femón le daba permiso,
fue atacada un día por una jauría de perros mestizos, que le quitaron la cesta de
la boca y comenzaron a destrozar la carne y a devorarla. Femón, que
contemplaba la escena desde una ventana vio que el perro meditaba un instante.
Era indudable que no podía rescatar la carne; los otros perros lo habrían matado.
De modo que se metió entre ellos y comió tanta carne como pudo. En rigor,
comió casi más que los otros perros, porque era más valiente y listo.
El Senado honró a Vitelio con un funeral público y una estatua en la plaza del
Mercado. La inscripción que hay en ella dice:
Tengo que hablar sobre el lago Fucino. Había perdido todo verdadero interés
para entonces, pero un día Narciso, que estaba encargado de los trabajos, me
dijo que los contratistas informaban que por fin se había practicado el canal hasta
el otro lado de la montaña.
Sólo teníamos que levantar las compuertas y dejar que el agua saliera, y todo
el lago se convertiría en tierra seca. ¡Trece años y treinta mil hombres
trabajando constantemente!
« Esto tenemos que celebrarlo, Narciso» , dije.
Dispuse una fingida batalla naval, pero en gran escala. Julio César fue el
primero en introducir este tipo de espectáculos en Roma, exactamente cien años
antes. Excavó un enorme pozo en el Campo de Marte, que inundó con aguas del
Tíber, y dispuso que ocho barcos, llamados la flota de Tiro, lucharan contra otros,
llamados la flota egipcia. Intervinieron unos dos mil combatientes, sin contar los
remeros. Cuando y o tenía ocho años de edad, el anciano Augusto ofreció un
espectáculo similar, en una cuenca permanente, al otro lado del Tíber, que medía
320 metros por 540, con bancos de piedra en derredor, como si fuese un
anfiteatro. Para entonces había doce barcos por bando, llamados los atenienses y
los persas. Tres mil hombres participaron en la batalla. Mi espectáculo del lago
Fucino dejaría pequeños a los dos anteriores. Ya para entonces no me importaban
las economías. Por primera vez presentaría un espectáculo magnífico. Las flotas
de Julio y Augusto habían estado compuestas por embarcaciones ligeras, pero y o
di órdenes de que se construy esen 24 barcos de guerra, de tres filas de remeros
cada uno, y veintiséis barcos menores. Abrí las puertas de las cárceles y saqué
de ellas mil novecientos criminales, de buena contextura física, para que
combatieran al mando de famosos esgrimistas profesionales. Las dos flotas,
consistentes cada una en veinticinco barcos, serían conocidas como las flotas de
Rodas y Sicilia. Las colinas que rodeaban al lago presentarían un magnífico
anfiteatro natural. Y aunque se hallaba muy lejos de Roma estaba seguro de que
atraería mucho público, por lo menos a doscientas mil personas. Hice saber, por
medio de una circular oficial, que debían llevar consigo sus propios alimentos, en
cestas. Pero mil novecientos criminales armados son una fuerza peligrosa para
manejar. Tuve que llevar allí a muchos hombres de la división de la guardia y
acantonar a parte de ellos en la costa y al resto en balsas unidas entre sí, a través
del lago. La línea de balsas formaba un semicírculo que constituía una verdadera
hoy a naval en el extremo suroeste del lago, donde disminuía hasta la punta donde
se había cavado el canal. Todo el lago habría sido demasiado grande; tenía unas
doscientas millas cuadradas. En las balsas los guardias tenían catapultas
preparadas para hundir a cualquier barco que tratase de embestir la línea y huir.
Por fin llegó el gran día. Proclamé diez días de asueto público. Y la cantidad de
espectadores se acercaba más a los quinientos mil que a los doscientos mil.
Vinieron de toda Italia, y debo decir que fue una reunión maravillosa, bien
educada y vestida. Para impedir el apiñamiento dividí la costa del lago en lo que
llamé colonias, y puse a cada una de las colonias al mando de un magistrado. Los
magistrados tenían que tomar medidas para asegurar la comida comunal, la
sanidad, etc. Construí un gran hospital de campaña, con tela de lona, para los
sobrevivientes y heridos de la batalla y para los accidentes en la costa. En ese
hospital nacieron quince niños, y todos ellos recibieron el nombre adicional de
Fucino o Fucina.
Todo estaba listo a las diez de la mañana del día de la lucha. Las flotas estaban
tripuladas, y se acercaron remando, en líneas paralelas, hasta donde se
encontraba el presidente, es decir, y o mismo, sentado en un alto trono, ataviado
con una armadura dorada, con una capa de púrpura sobre ella. Mi trono se
hallaba en el punto en que la costa se encorvaba hacia el lago y proporcionaba la
visión más amplia. Agripinila estaba sentada a mi lado, en otro trono, con un
largo manto de tela de oro. Las dos naves almirantes se acercaron a nosotros. La
tripulación gritó:
—Salud, César. Te saludamos, a la sombra de la Muerte.
Se suponía que y o debía asentir con gravedad, pero esa mañana me sentía de
humor alegre y respondí:
—Lo mismo os digo.
Los pillastres pretendieron entender que esto era un perdón general para todos
ellos.
—¡Viva César! —gritaron, jubilosos. En ese momento no entendí qué querían
decir. Las tropas pasaron ante mí, vitoreándome, y luego los sicilianos formaron
al oeste y los de Rodas al este. La señal para el combate fue dada por un tritón
mecánico, de plata, que de pronto apareció, desde el fondo del lago, cuando y o
oprimí una palanca y soplé en una trompeta de oro. Esto provocó una enorme
excitación entre el público. Las flotas se encontraron y la expectativa creció. Y
entonces… ¿qué piensan que sucedió entonces? ¡Se cruzaron y siguieron de largo,
vitoreándome y felicitándose la una a la otra! Me encolericé de veras. Salté del
trono y corrí hacia la costa gritando y maldiciendo:
—¿Para qué créis que hos he reunido aquí, granujas, escoria, rebeldes,
bastardos? ¿Para que os beséis y lancéis gritos de lealtad? Eso habríais podido
hacerlo muy bien en el patio de la cárcel. ¿Por qué no peleáis? Tenéis miedo,
¿eh? ¿Queréis que los entregue a los animales feroces? ¡Escuchad, si no peleáis
ahora, por Dios, haré que los guardias monten un espectáculo! Haré que hundan
todos los barcos con sus máquinas de sitio y que maten a todos los hombres que
lleguen nadando a la orilla.
Como les he dicho, mis piernas han sido siempre débiles y una es más corta
que la otra, y no estoy acostumbrado a usarlas mucho, y ahora soy muy viejo y
más bien obeso, y además de todo esto llevaba un coselete demasiado pesado y
el terreno era desparejo, de modo que pueden imaginarse qué figura hice
entonces… trastabillando, con frecuentes caídas, gritando a voz en cuello, con mi
voz no muy melodiosa, enrojecido y tartamudeando de ira. Sin embargo
conseguí hacerlos luchar, y los espectadores me aclamaron con un: « ¡Bien
hecho, César! ¡Muy bien dirigido!» .
Recobré mi buen humor y me uní a las carcajadas contra mí mismo. La
expresión asesina de la cara de Agripinila fue algo digno de verse.
—Patán —masculló mientras y o volvía a trepar a mi trono—. Patán estúpido.
¿No tienes dignidad? ¿Cómo puedes esperar que el pueblo te respete?
—Pues por supuesto —respondí con cortesía—, por ser tu esposo, querida, y
suegro de Nerón.
Las flotas chocaron. No describiré la batalla en detalle. Pero ambos bandos
lucharon espléndidamente. Los sicilianos embistieron y hundieron a nueve de los
grandes barcos de Rodas, perdiendo tres de los propios, y luego acorralaron a los
demás, empujándolos hacia donde estábamos sentados, y los abordaron uno a
uno. Los hombres de Rodas los rechazaron una y otra vez, y los puentes estaban
resbaladizos de sangre, pero al cabo fueron derrotados y para las tres de la tarde
la bandera siciliana fue izada en el último barco. Mi hospital de campaña estaba
repleto. Casi cinco mil heridos fueron llevados a la costa. Perdoné a los demás,
salvo a los sobrevivientes de tres barcos de Rodas, que no habían luchado como
debían antes de ser embestidos, y a seis de los barcos sicilianos más ligeros, que
habían eludido con persistencia el combate. Tres mil hombres murieron o se
ahogaron. Cuando y o era joven no podía soportar la visión del derramamiento de
sangre. Ahora no me importaba; tanto me interesó la lucha.
Antes de dejar salir el agua fuera del lago, pensé que sería mejor
convencerme de que el canal era lo bastante profundo como para contenerla.
Envié a alguien para que hiciese cuidadosos sondeos en el centro del lago.
Informó que el canal tendría que ser excavado por lo menos un metro más
profundamente, si no queríamos quedar con un lago que tuviese la cuarta parte
del tamaño del actual. De modo que todo el espectáculo había sido derrochado.
Agripinila culpó a Narciso y lo acusó de fraude. Narciso acusó a los ingenieros,
quienes, según dijo, debían de haber sido sobornados por los contratistas para que
enviaran un falso informe en cuanto a la profundidad del lago, y protestó porque
Agripinila se mostraba muy injusta con él.
Reí; no tenía importancia. Habíamos presenciado un espectáculo
agradabilísimo, y el canal podía tener su profundidad adecuada en un plazo de un
par de meses. Nadie tenía la culpa, dije. Quizás el fondo del lago se había
hundido naturalmente. De modo que todos volvimos a casa, y cuatro meses
después regresamos. En esa ocasión no tenía suficientes criminales disponibles
para una batalla naval, y no quería repetir el espectáculo a escala menor, de
modo que se me ocurrió otra idea. Construí un largo y ancho puente de pontones
a través del extremo del lago, y dispuse que dos fuerzas de dos batallones por
bando, llamados los etruscos y los samnitas, apropiadamente vestidos y armados,
lucharan sobre él. Marcharon el uno hacia el otro a lo largo del puente, con el
acompañamiento de una música marcial, y chocaron en el centro, donde el
puente tenía unos cien metros de ancho, enzarzándose en una vigorosa batalla.
Los samnitas se apoderaron dos veces del campo de batalla, pero los
contraataques etruscos los obligaron a retroceder, y eventualmente, los samnitas
huy eron a la desbandada, sufriendo grandes pérdidas, atravesados algunos por las
lanzas etruscas de cabeza de bronce, o despedazados por las hachas de combate
etruscas, de dos filos, algunos arrojados al agua. Mis órdenes eran que no se
debía permitir a ningún combatiente llegar nadando hasta la costa. Si caía al
agua, debía ahogarse o volver a trepar al puente. Los etruscos quedaron
victoriosos y erigieron un trofeo. Concedí la libertad a todos los vencedores, y
también a algunos samnitas que habían combatido bien.
Luego, llegó por fin el momento de dejar salir el agua del lago. Cerca de las
compuertas se había levantado un enorme comedor de madera, y las mesas
estaban tendidas con un magnífico almuerzo para mí y el Senado, para los
familiares de los senadores, para algunos caballeros destacados, con sus
familiares, y para todos los principales oficiales de la guardia. Almorzaríamos
con el agradable sonido del agua al salir del lago.
—¿Estás seguro de que ahora el canal tiene la profundidad suficiente?
—Sí, César. Yo mismo he realizado los sondeos.
Por lo tanto fui hasta las compuertas, realicé un sacrificio, mascullé una o dos
oraciones —entre ellas una disculpa a la ninfa del lago, a quien le pedí que
actuase como deidad guardiana de los campesinos que roturarían la tierra
recuperada— y finalmente comencé a ay udar en la manivela, junto a la cual
había apostado un grupo de germanos, y di la orden:
—¡Abrid!
Subieron las compuertas y el agua entró estrepitosamente en el canal. Se
elevó una inmensa exclamación. Miramos un par de minutos y luego le dije a
Narciso:
—Felicitaciones, mi querido Narciso. Tres años de trabajo y treinta mil…
Fui interrumpido por un rugido como un trueno, seguido por un aullido general
de alarma.
—¿Qué es eso? —exclamé.
Me tomó del brazo sin ceremonias y casi me arrastró colina arriba.
—¡Date prisa! —gritó—. ¡Más rápido, más rápido!
Miré para ver qué sucedía, y una enorme muralla de aguas blancas y
parduzcas, no podría decir de cuántos metros de altura, similar a la que todos los
años sube por el río Severn en Bretaña, rugía canal arriba. ¡Canal arriba, fíjense!
Pasó un rato antes de que me diese cuenta de lo que había sucedido. La repentina
acometida de las aguas había desbordado el canal unos cientos de metros más
abajo, formando un enorme lago en los pliegues de la colina. Dentro de ese lago,
con sus cimientos minados por el agua, se derrumbó toda una colina, cientos de
miles de toneladas de roca, expulsando el agua con una fuerza tremenda.
Todos, menos unos pocos, logramos ponernos a salvo, si bien con las piernas
mojadas… sólo unas veinte personas se ahogaron. Pero el comedor quedó hecho
trizas, y las mesas y divanes y los alimentos y las guirnaldas fueron arrastrados
hacia el lago. ¡Oh, cuán irritada estaba Agripinila! Le gritó a Narciso, le dijo que
lo había arreglado todo adrede, para ocultar el hecho de que el canal todavía no
era lo bastante profundo, y lo acusó de meterse millones del dinero público en sus
propios bolsillos, y el cielo sabe de qué otras cosas más.
Narciso, cuy os nervios estaban destrozados para entonces, perdió también los
estribos y le preguntó a Agripinila quién se creía que era: ¿la reina Semíramis?
¿O la diosa Juno? ¿O la comandante en jefe de los ejércitos romanos?
—¡No metas tus patas en este pastel! —le gritó.
Todo eso me pareció una enorme broma.
—La discusión no nos devolverá nuestro almuerzo —dije.
Me sentí más divertido que nunca cuando los ingenieros dijeron que se
necesitarían dos años más para abrir un nuevo pasaje a través de la obstrucción.
—Creo que no viviré para exhibir otra lucha en estas aguas —dije con
gravedad. Quién sabe por qué, todo el asunto me parecía maravillosamente
simbólico. Trabajo inútil, como todos los trabajos que había realizado en los
primeros años de mi monarquía, regalos inmerecidos para un Senado y un
pueblo que no los merecían. La violencia de la ola me proporcionó un
sentimiento de la más profunda satisfacción. Me gustó más que todas las batallas
navales y el combate en el puente.
Agripinila se quejó de que un precioso juego de fuentes de oro de palacio
había sido arrebatado por la ola, y que sólo se habían recuperado unas pocas
piezas; las otras se encontraban en el fondo de lago.
« Pues no hay por qué preocuparse de eso —me burlé—. ¡Escucha! Quítate
esas hermosas ropas resplandecientes que llevas puestas —cuidaré de que
Narciso no las robe, y haré que los guardias contengan a la multitud—, y podrás
ofrecernos un espectáculo especial de buceo desde la compuerta. A todos les
gustará tremendamente. Nada les agrada más que el descubrimiento de que sus
gobernantes son humanos en fin de cuentas… pero querida mía, ¿por qué no?
¿Por qué no habrías de hacerlo? Vamos, no te encolerices. Si puedes zambullirte
para pescar esponjas, también puedes hacerlo para recuperar las fuentes de oro.
Mira, ése debe ser uno de tus tesoros, ése que brilla ahí, en el agua, y es muy
fácil alcanzarlo. ¡Allí, donde arrojo este guijarro!»
Para consolar a Agripinila por sus pérdidas le hice, unos días más tarde, un
valiosísimo regalo: un ruiseñor blanco como la nieve, el primero que se
encontraba de ese color. Narciso, como disculpa por su grosería, le regaló un
mirlo parlante. El mirlo hablaba casi tan bien como un loro, y el ruiseñor blanco
cantaba casi tan bien como el de la especie parda común. Agripinila no pudo
ocultar su placer al recibir estos pájaros. Mi familia, de paso, siempre ha
mostrado cierta debilidad por los animalitos. Ahí estaba Augusto, con su perro
guardián, Tifón; Tiberio, con su dragón sin alas; Calígula, con el caballo Incitato.
Mi hermana Livila tenía un tití ladrón y travieso; mi hermano Germánico, una
ardilla negra, y mi madre Antonia una enorme carpa. Este pez respondía a su
nombre, que era « Leviatán» , y salía nadando de su cubil, entre los lirios
acuáticos del estanque, y permitía que mi madre lo alimentara y le hiciera
cosquillas. Era un regalo de Herodes Agripa, quien le había colocado un par de
pequeños aretes enjoy ados en las branquias. Mi madre solía afirmar que cuando
abría y cerraba la boca era porque le hablaba, y que ella lo entendía. Yo nunca
tuve un animal doméstico. Siempre he sentido que en estos casos uno da más de
lo que recibe, y que esté tentado a creer que la criatura es al mismo tiempo más
afectuosa y sagaz de lo que en verdad es.
XXXII
Y no mucho después de esto firmó su testamento, con los sellos de todos los
magistrados principales. Luego de lo cual, antes de que pudiese seguir adelante,
se lo impidió y obstaculizó Agripinila, a quien todos los que eran cómplices suy os
y la aconsejaban, si bien eran delatores, la acusaron, además de éste, de muchos
otros crímenes. Y en verdad, todos aceptan que fue muerto por el veneno, pero
en cuanto a quién se lo administró, y qué veneno fue, hay algunas discrepancias.
Algunos escriben que mientras participaba en una fiesta del castillo del Capitolio,
con los sacerdotes, le fue administrado por Haloto, su eunuco probador de
comidas; otros afirman que en una comida, en su propio hogar, y por la propia
Agripinila, quien le ofreció un hongo envenenado, sabiendo que esos manjares le
gustaban muchísimo. En cuanto a los accidentes que siguieron después de eso, los
informes varían. Algunos dicen que inmediatamente después de recibir el veneno
quedó sin habla, y continuó toda la noche en dolorosos tormentos, hasta morir un
poco antes del día. Otros afirman que al principio cay ó dormido, y luego,
mientras la carne del hongo fluía y flotaba de un lado al otro dentro de su cuerpo,
lo vomitó todo. Pero en cuanto a si el veneno que se le administró después fue
incluido en un potaje espeso (haciendo ver que tenía necesidad de volver a
alimentarse, y a que había quedado con el estómago vacío), o si se le administró
por medio de una enema, fingiendo que se lo creía recargado de alimentos y
repleto, a fin de que pudiese ser aliviado por ese tipo de digestión y purificación,
ello es incierto. Su muerte fue mantenida en secreto durante un tiempo, hasta que
quedaron arregladas todas las cosas en lo referente a su sucesor. Y luego se
hicieron votos en su favor, y también se llevaron actores cómicos al lugar, como
si todavía estuviera enfermo, en apariencia para solazarlo y deleitarlo, como si
tuviese una enorme ansia de tales diversiones. Murió tres días antes de los Idus de
octubre, cuando Asinio Marcelo y Acilio Aviola eran cónsules, en el año 64 de su
edad, y en el decimocuarto de su imperio. Su funeral se llevó a cabo con
solemne pompa y una procesión de magistrados, y fue canonizado santo en el
cielo[5] , honor que, eliminado y abolido por Nerón, recobró después gracias a
Vespasiano.
Hubo signos especiales que presagiaron y pronosticaron su muerte; a saber, la
aparición de una estrella velluda que llaman cometa; también que el monumento
de su padre Druso fue herido por el ray o, y el hecho de que en el mismo año
habían muerto la may or parte de magistrados de todo tipo. Pero él mismo no
parece haber ignorado que su fin se aproximaba, ni haber tratado de eludirlo, lo
que puede entenderse por una buena cantidad de elementos y demostraciones.
Porque en la ordenación de sus cónsules no designó a ninguno de ellos para más
de un mes, plazo en el cual murió, y además en el Senado, la última vez que
presidió la sesión, después de una larga y sincera exhortación a la concordia
entre sus hijos, recomendó humildemente su juventud a los miembros de la
honorable casa; y en su última sesión judicial en el tribunal pronunció una o dos
veces, abiertamente, que había llegado y a al fin de su mortalidad, a pesar de que
los que lo escucharon se lamentaron de oír semejantes palabras, y rezaron a los
dioses para que no resultaran ciertas.
SUETONIO, Claudio
II
Aquí debo asentar lo que sucedió en el cielo en el decimotercer día de este año,
el año que nos ha hecho penetrar en una nueva era tan gloriosa. Ni malicia ni
favor para nadie. Está bien, ¿no es cierto? Si alguien me pregunta cómo obtengo
mi información, bueno, en primer lugar, si no quiero contestar, no contestaré.
¿Quién me obligará a hacerlo? Soy un hombre libre, ¿no es cierto? Fui liberado el
día en que murió un conocidísimo personaje, el hombre que hizo cierto el
proverbio « o nacer emperador, o idiota» . Sin embargo, si decido contestar diré
lo primero que me surja a los labios. ¿Acaso los historiadores se ven obligados
alguna vez a presentar testigos al tribunal, para jurar que han dicho la verdad?
Aun así, si me fuese necesario llamar a alguien, llamaría al hombre que vio el
alma de Drusila camino del cielo; jurará que vio a Claudio tomar el mismo
camino, « con paso vacilante» (como dice el poeta). Ese hombre no puede dejar
de observar todo lo que sucede en el cielo; es el Custodio de la Vía Apia, que, por
supuesto, es el camino que tomaron Augusto y Tiberio cuando fueron a unirse a
los dioses. Si se le pregunta en privado, dirá la misma historia, pero no hablará
cuando hay a mucha gente cerca. Es que desde que juró ante el Senado que había
visto a Drusila subir al cielo, y nadie crey ó la noticia, que por cierto era
demasiado buena como para ser verdadera, ha jurado solemnemente no volver a
contar nada de lo que ha visto… ni siquiera aunque vea asesinar a un hombre en
la plaza del Mercado. Pero lo que él me contó y o ahora lo repito, y buena suerte
para él.
Quizá se entenderá mejor si digo con claridad que el mes era el de octubre, y
el día el decimotercero. Sin embargo no puedo ser exacto en cuanto a la hora —
no se puede esperar acuerdo entre los filósofos, lo mismo que no se puede
esperar que lo hay a entre los relojes, pero fue entre las doce del mediodía y la
una de la tarde—. Tus colegas, los bardos, no conformes con describir la aurora
y la puesta del sol, se excitan también en relación con la mitad del día. ¿Por qué
haces caso omiso de una hora tan poética? Muy bien, entonces:
Apolo había hablado, pero Láquesis, que sabía cuándo un nombre era
hermoso, continuó hilando e hilando, y concedió muchos años de más a NERÓN
como su regalo personal.
En cuanto a Claudio, le dice a todos:
Su recitado fue audaz y animado, pero sea como fuere tenía muy poca
confianza en sí mismo y temía el « golpe del tonto» , según se dice. Pero cuando
Claudio se vio frente a frente con un gran héroe como Hércules, cambio de tono
y comenzó a darse cuenta de que lo que decía allí no tenía la misma fuerza que
en Roma. Que un gallo, en rigor, vale más en su propio estercolero. De modo que
esto fue lo que dijo, o por lo menos lo que se entendió que había dicho:
—Oh Hércules, el más valiente de todos los dioses; había abrigado la
esperanza de que estuvieras de mi parte, y cuando los dioses, tus compañeros,
llamaran a alguien para que hablase en mi favor, tú serías la persona que
nombraría. Y en realidad me conoces muy bien, ¿no es cierto? Piensa un
instante. Soy el hombre que juzgó casos jurídicos frente a tu templo, día tras día,
incluso en julio y agosto, los meses más calurosos del año. Ya sabes qué
momentos más desdichados pasé allí escuchando a los abogados que hablaban y
hablaban, día y noche. Si tú te hubieras encontrado entre ellos, aunque eres el
más fuerte entre los fuertes, estoy seguro de que hubieses preferido volver a
limpiar los establos de Augías. Y pienso que he drenado más aguas que tú. Pero
como quiero…
[Aquí faltan algunas páginas. Un grupo de dioses hablan entre si, y
ahora se dirigen a Hércules; éste ha presentado por la fuerza a Claudio, a
quien ha consentido en defender, en el Senado celestial…]
Séneca se vio obligado a suicidarse en el año 65, por orden de Nerón. Sobrevivió
a la mayoría de los otros personajes de esta historia. Británico fue envenenado en
el año 55. Palas, Burrho, Domina, los Silano que habían sobrevivido, Octavia,
Antonia, Fausto Sila… todos tuvieron una muerte violenta. Agripinila perdió su
ascendiente sobre Nerón luego de los dos primeros años del reinado de éste, pero
lo recuperó al cabo de un tiempo permitiéndole cometer incesto con ella. Luego
trató de asesinarla haciéndola embarcar en un barco podrido, que se abrió en dos
a considerable distancia de la costa. Pero ella nadó hasta la orilla. Al cabo envió
soldados a matarla. Agripinila murió valientemente, ordenándoles que la
apuñalaran en el vientre que en una ocasión albergó a un hijo tan monstruoso.
Cuando Nerón fue declarado enemigo público en el año 68, por el Senado, y fue
muerto por un criado, a petición propia, no quedó nadie de la familia imperial para
sucederle. En el año 69, un año de anarquía y guerra civil, hubo cuatro
emperadores sucesivos, a saber: Galba, Otón Aulo, Vitelio y Vespasiano.
Vespasiano gobernó con benevolencia y fundó la dinastía Flavia. Nunca se
restableció la república.
ROBERT GRAVES (Wimbledon, Londres, 24 de julio de 1895 - Dey á, 7 de
diciembre de 1985). Escritor, poeta y traductor inglés, es conocido
principalmente por su vasta obra histórica, aunque también su poesía alcanzó
numerosos reconocimientos.
Graves estudió en importantes instituciones como el Kings College o St. Johns
antes de incorporarse a filas durante la Primera Guerra Mundial, conflicto que
marcó su producción literaria, sobre todo la poética, siendo uno de los llamados
poetas de la guerra. Herido de gravedad, Graves volvió a Inglaterra en 1916.
Tras la guerra Graves dio clases en Egipto y vivió a caballo entre varios países y
Londres hasta que decidió instalarse en Mallorca con su mujer, donde, tras unos
primeros libros de crítica literaria, comenzó a publicar novela histórica. De este
periodo son algunas de sus obras más conocidas como Yo, Claudio o Belisarius.
Tras la Guerra Civil, que Graves pasó en EEUU e Inglaterra, llegó un periodo en
el que vieron la luz Rey Jesús o La diosa blanca, entre otras grandes novelas
históricas en las que el autor británico completó su abanico de obras dedicadas a
la antigüedad y los mitos griegos, romanos e incluso celtas.
Graves murió en Deià, Mallorca, a los 90 años.
Notas
[1] Después emperador (año 69).- R. G. <<
[2] Después emperador (69-79).- R.G. <<
[3] Después emperador Nerón. - R. G. <<
[4] Véase Actos XI. - R. G. <<
[5] Es decir, oficialmente deificado. - R. G. <<
[6] Un impopular gobernador de Augusto. - R. G. <<
[7] El manuscrito dice sormea, que carece de sentido. Y algunos editores
sugieren soror mea, pero Augusto, cuy o estilo se reproduce aquí, no habría
podido decir: « Mi hermana puede no saber griego pero y o sí» . Su única
hermana era la culta Octavia. Sugiero la alternativa mejor y más sencilla de
surmea, que es el rábano egipcio, utilizado por los romanos como emético. - R. G.
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