Shakespeare

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Literatura Anglosajona Profesor: José Néstor Mevorás

SHAKESPEARE, WILLIAM

Stratford-on-Avon, 1564 - Stratford-on-Avon, 1616). Dramaturgo y poeta inglés, una de las figuras cumbres
de la literatura universal. Era hijo de John Shakespeare, que fue alcalde de Stratford-on-Avon en 1568, y su madre
pertenecía a la familia Arden, de elevado rango social. Antes de transcurridos seis meses de su apresurado
matrimonio con Anne Hathaway (1582) tuvo lugar el nacimiento de su hija Susanna. En 1585 nacieron los mellizos
Hamnet y Judith. De Shakespeare no se vuelve a tener noticias hasta siete años más tarde; en un texto atribuido a R.
Greene, que hoy se considera una superchería tramada por Henry Chettle, se alude a él como "Jack of all Trades" (es
decir, una especie de factótum), actor cuyas obras escénicas rivalizaban ya en éxito con las de Christopher Marlowe
y las de R. Greene. Las primeras producciones suyas que vieron la luz pública fueron los poemas narrativos Venus
and Adonis (1593) y The Rape of Lucrece (1594), ambos dedicados al joven duque de Southampton, y por esos
mismos años comenzó a componer sus célebres sonetos, que no se publicaron hasta 1609. Entre 1590 (quizás un
poco antes) y 1600, Shakespeare produjo para su compañía un promedio de dos obras dramáticas por año. A partir de
1600 mengua su genio creativo, aunque después de retirarse a Stratford (hacia 1610) siguió escribiendo para la
entonces denominada King's Company (compañía del rey). Poseedor de una apreciable fortuna, compró la mejor casa
de Stratford (New Place) e invirtió en Londres en bienes inmuebles. Su hija mayor, Susanna, se había casado en
1607 con el renombrado doctor en medicina John Hall, y Judith (la superviviente de los mellizos) contrajo
matrimonio en febrero de 1616 con el vecino Thomas Quiney, Poco antes de fallecer Shakespeare en abril de aquel
mismo año. Fueron sus compañeros en el escenario Heminge y Condell, quienes prepararon una recopilación de su
obra dramática, publicada en 1623 junto con una notable elegía firmada por su amigo y rival Ben Jonson. De esta
edición se excluyó Pericles, pieza de la que no localizaron texto adecuado, algunas otras obras escénicas escritas en
colaboración y toda la poesía no dramática. Cerca de la mitad de estas producciones habían visto la luz en ediciones
"in quarto" en vida del autor, y las mejores de ellas, impresas teniendo a la vista los manuscritos originales,
representan más fielmente lo que Shakespeare escribió que los textos incluidos en el "1623 Folio", el cual —a pesar
de su más cuidada impresión— adolece de cortes y de alteraciones sustanciales. Las siete primeras tentativas
dramáticas de Shakespeare poseen un carácter experimental. En The Comedy of Erros (La comedia de las
equivocaciones), 1592-94, se inspiró en Plauto, si bien complicó la intriga inicial y situó la farsa en un marco que
cabe calificar de romántico. En The Tamine of the Shrew (La fierecilla domada), 1593-94, la farsa argumental se
entrelaza con la comedia de intriga, insertándose la obra en una representación que tiene lugar en presencia de
Christopher Sly, el calderero borracho, A pesar de su absurdo remate, The Two Gentlemen of Verana (Los dos
caballeros de Verona), 1594-95, se halla más cerca de lo que será la futura comedia shakespeariana que las obras
anteriormente citadas. Se trata aquí de una comedia amorosa, de mayor complejidad en la psicología de sus
protagonistas, con intervención de dos "clowns" de carácter bondadoso, de una más elevada poesía, y en la que,
finalmente, se inserta la primera de las muchas heroínas que se disfrazan de hombre –disfraz que facilita el hecho de
que no existieran actrices en tiempos de Shakespeare- Titus Andronicus (1593-94) es una cruda pieza escénica
basada en el tema de la venganza, que se inspira en parte en el Thyestes de Séneca y en la historia de Filomela de
Ovidio. Su interés radica en la figura de Aarón, un moro algunos de cuyos rasgos inspiran los villanos y truhanes de
las obras de Marlowe. Las tres partes en que se divide el drama Henry VI (1589-91) constituyen una tentativa, no del
todo lograda, de forjar una unidad dramática a partir de unos deshilvanados sucesos históricos. Al morir Marlowe
(1593) Shakespeare no había alcanzado todavía la.perfección de éste en el dominio de la tragedia, pero en los
siguientes dramas históricos -Richard III (1592-93), Richard 11(1595-96)- siguió el ejemplo de Marlowe,
configurando los hechos históricos hasta lograr amoldarlos a la forma propiamente dramática. Romeo and Juliet
(1595) contiene la mejor poesía que nunca haya sido dado escuchar en la escena inglesa, y A Midsummer Night's
Dream (El sueño de mía noche de verano) 1595-96, junto con Love's Labour's Lost (Trabajo de amor perdido),
1594-95, son logros equiparables en calidad en cuanto comedias poéticas. En estas tres obras, Shakespeare habría
aprendido ya la fórmula para distinguir a un personaje de otro por su manera de hablar, y eso a pesar de utilizar el
verso. A partir de entonces, su manejo del verso en el drama adquirió tal naturalidad que para el auditorio los
personajes parecen más bien conversar entre sí que recitarse uno al otro. Antes de que concluyera el s. XVI,
Shakespeare puso término a la serie dramática que dedicó a la guerra de las Dos Rosas y a sus profundas
motivaciones. Henry IV (1597-98) es notable por el personaje célebre de sir John Falstaff el compañero e inductor
del príncipe Hal, que al final de la segunda parte de la obra debe abandonar su papel para que el príncipe pueda
convertirse en Enrique V, el rey guerrero, vencedor en Azincourt. Falstaff es quizá la mejor creación cómica del
genio de Shakespeare, aun cuando las obras en que aparece no sean precisamente de tal índole. A este mismo período
creativo pertenecen las obras maestras de la comedia que son The Merchant of Veníce (El mercader de Venecia),
1596-97, Much Ado aboui Nothing (Mucho ruido para nada), 1598-99, As You Like It (Como gustéis), 1599-1600, y
Twelfth Night (Noche de reyes), 1599-1600. En todas ellas se hace uso del disfraz, y en tres el eje del argumento gira
en tomo a la heroína disfrazada. Aunque no poseen el mismo carácter satírico y didáctico de las mejores piezas del
género, hay en todas un personaje "fuera de juego" o desplazado (p. ej., Shylock, el usurero Judío, o Malvolio, el
servidor puritano) que resulta frustrado, y todas acaban en múltiples matrimonios.

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Al mismo tiempo, Shakespeare se había consagrado al estudio de la traducción que de las Vidas de Plutarco
hizo North, y los resultados de estas lecturas, en punto a madurez y comprensión, rinden sus primeros frutos en
Julius Caesar (1600) y posteriormente en Timon of Athens (1605-08). Antony and Cleaopatra (1606-07) y
Coriolanus (1607-08). Shakespeare logró un éxito al distinguir tres períodos de la historia de Roma, al propio tiempo
que brindaba una lección política a su época.
En los primeros años del s. XVII escribió tres comedias serias, erróneamente denominadas "problem plays"
(piezas con problema), la mejor de las cuales es Mensure for Measure (Medida por medida), 1604-05, profundo
examen de la ley y de lo licencioso. del pecado y del perdón. Sin embargo, su principal creación en este periodo la
constituyen seis grandes tragedias. Hamlet (1600-01), refundición de una antigua pieza escénica, supone una nueva
modalidad de la tragedia de la venganza al plantearse el protagonista la duda de si matar al asesino de su progenitor
es una obligación inaplazable y solemne o bien un pecado mortal. La complejidad del carácter de Hamlet, príncipe
de Dinamarca, que se manifiesta a través de una serie de confrontaciones en el transcurso de la obra y en el agónico
carácter de sus soliloquios, no resulta menos evidente que la simple eficacia dramática mantenida escena tras escena,
desde la primera aparición del espectro hasta el duelo final con Laertes. Como con frecuencia ocurre en sus obras
más maduras, Shakespeare contrasta la conducta de su héroe con la de otros personajes que se encuentran en
parecida situación: Laertes, Fortinbras y Pyrrhus vengan todos ellos la muerte de sus respectivos padres sin ninguna
vacilación ni escrúpulo. De modo parecido, Othello (1602) presenta a tres celosos personajes -Rodrigo, Bianca,
lago— cuyos diferentes caracteres contrastan con el del celoso moro. En la acción principal, un blanco malvado
contagia a un noble personaje de color de la enfermedad de los celos. Sin embargo, no sólo se reviste a lago de unos
plausibles motivos psicológicos, sino que es también un hombre que disfruta en obrar el mal, una especie de
semidiablo en el que se encarna el misterio de la iniquidad. La obra se inspira en un cuento italiano de Cinthio. Para
componer la tercera tragedia, King Lear (El rey Lear), 1605, Shakespeare acudió a una antigua tragicomedia, pero
utilizó asimismo otras tres versiones de la misma historia, todas las cuales terminaban trágicamente con el suicidio
de Cordelia, y una historia paralela extraída de la Arcadia de Ph. Sidney que le proporcionó el esquema de la intriga
de Gloucester. La locura del rey Lear fue fruto de su imaginación, y sirve claramente de paralelo a la paradoja
consistente en que Gloucester ve con mayor claridad tras haberse quedado ciego. La pieza se sitúa en un mundo
dominado por el paganismo, lo cual permite al autor analizar la condición humana desasistida del consuelo de la
revelación divina. El bien y el mal se hallan representados en sus modos extremos: los detestables Goneril y Regan
contrastan con la bondadosa Cordelia, y el cruel Edmund con su agraviado hermano. Pocas obras dramáticas evocan
con tanta abundancia la piedad y el terror de que habla Aristóteles en su Poética. En Macbeth, (1605-06), la obra
siguiente, retornó Shakespeare a las Crónicas de Holinshed, fuente constante de su inspiración- El argumento poseía
particular interés para Jacobo I, ante el cual se representó la tragedia en 1606, y que había escrito un libelo sobre
demonología y al que se suponía descendiente de Banquo, una de las victimas de Macbeth. Shakespeare introdujo
asimismo algunas alusiones a la conjura para acabar con el rey y con el Parlamento, con objeto de subrayar la
relevancia del tema del regicidio. Con Macbeth, igual que con Othello, se pretende hacer ver al auditorio cómo un
hombre noble se ve inducido al crimen, y se invita a compartir su sufrimiento.
Tras componer dos piezas escénicas de tema romano, de igual maestría, aunque algunos críticos las
consideren limitadas por necesidades de la historia, Shakespeare volvió la espalda a este género, y en colaboración
con otros autores dramáticos cultivó la tragicomedia. Pericles (1608), nueva versión de la obra de otro dramaturgo,
introduce el tema del reencuentro de un hombre con la mujer y el hijo que creía muertos. En Cymbeline (1609-10) y
en The Winter's Tale (Cuento de invierno), 1610-11, las mujeres, a las que aparentemente han dado muerte sus
celosos maridos, perdonan al fin a éstos, y tanto en The Winter's Tale como en The Tempest (La tempestad), 1610-
12, se reconcilian los enemigos a través del matrimonio de sus hijos. El tema básico de todas estas obras es la
necesidad del perdón. A todos los héroes, potencialmente trágicos, se les da una segunda oportunidad.
La última obra de Shakespeare, Henry VIII (1612-13), según muchos críticos fue escrita en colaboración con
Fletcher. Aunque casi todas las obras de Shakespeare tienen defectos, mayormente de poca importancia, ningún
autor dramático ha creado tantos personajes memorables, ni siquiera los dramaturgos de! siglo de oro español
produjeron tantas grandes tragedias y comedias, y nadie ha superado la sublimidad de su mejor poesía.

Cómo Leer a Shakespeare

La idea del carácter occidental, del ser interior como agente moral, tiene muchas fuentes. Homero y Platón,
Aristóteles y Sófocles, la Biblia y San Agustín, Dante y Kant, y todo lo que quieran añadir. La personalidad, en
nuestro sentido, es una invención shakespeareana, y no es sólo la más grande originalidad de Shakespeare, sino
también la auténtica causa de su perpetua presencia. En la medida en que nosotros mismos valoramos y deploramos
nuestras propias personalidades, somos los herederos de Falstaff y de Hamlet, y de todas las otras personas que
atiborran el teatro de Shakespeare con lo que podemos llamar los colores del espíritu.

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El extraño poder de Shakespeare para transmitir la personalidad está quizá más allá de toda explicación.
¿Cómo es que sus personajes nos parecen tan reales y cómo pudo lograr esa ilusión de manera tan convincente? Las
consideraciones históricas (e historizadas) no han ayudado mucho a responder a estas cuestiones. Los ideales, tanto
sociales como individuales, eran tal vez más prevalentes en el mundo de Shakespeare que lo que son al parecer en el
nuestro. Leeds Barroll señala que los ideales del Renacimiento, ya sean cristianos, filosóficos u ocultos, tendían a
subrayar nuestra necesidad de adherir a algo personal que sin embargo era más grande que nosotros. Dios o un
espíritu. De ello se seguía cierta tensión o angustia, y Shakespeare se convirtió en el más alto maestro en la
explotación de ese vacío entre las personas y el ideal personal. ¿Se deduce de esta explicación su invención de lo que
reconocemos como "personalidad"? Percibimos sin duda la influencia de Shakespeare en su discípulo John Webster
cuando el Flaminio de Webster exclama, al morir, en El demonio blanco: Cuando miramos hacia el cielo
confundimos
Conocimiento con conocimiento. En Webster, incluso en sus mejores momentos, escuchamos las paradojas
de Shakespeare hábilmente repetidas, pero los hablantes no tienen ninguna individualidad. ¿Quién puede decirnos las
diferencias de personalidad, en El demonio blanco, entre Flaminio y Lodovico? Mirar hacia el cielo y confundir el
Conocimiento con el conocimiento no salva a Flaminio y a Lodovico de ser nombres en una página. Hamlet,
perpetuamente discutiendo consigo mismo, no parece deber su abrumadora personalidad a una confusión del
conocimiento personal y el ideal. Más bien Shakespeare nos da un Hamlet que es agente, más que efecto, de
resonantes revelaciones. Quedamos convencidos de la realidad superior de Hamlet porque Shakespeare ha hecho a
Hamlet más libre haciendo que sepa la verdad, una verdad demasiado intolerable para que la soportemos. Un público
shakespeareano es como los dioses en Homero: observamos y escuchamos y no tenemos la tentación de intervenir.
Pero también somos diferentes de la audiencia que constituyen los dioses de Homero; siendo mortales, también
nosotros confundimos el Conocimiento con el conocimiento. No podemos sacar, ni de la época de Shakespeare ni de
la nuestra, información que nos explique su capacidad de crear "formas más reales que los hombres vivos", como
dijo Shelley. Los dramaturgos rivales de Shakespeare estaban sujetos a las mismas discrepancias entre ideales de
amor, orden y eternidad que él, pero nos dieron cuando mucho elocuentes criaturas más que hombres y mujeres.
Leyendo a Shakespeare y viéndolo representado, no podemos saber si tenía tales o cuales creencias
extrapoéticas. G. K. Chesterton, maravilloso crítico literario, insistía en que Shakespeare fue un dramaturgo católico
y en que Hamlet es más ortodoxo que escéptico. Ambas afirmaciones me parecen muy improbables, pero no lo sé, ni
lo sabía tampoco Chesterton. Christopher Marlowe tenía sus ambigüedades y Ben Jonson sus ambivalencias, pero a
veces podemos aventurar conjeturas sobre sus posturas personales. Leyendo a Shakespeare puedo sacar en claro que
no le gustaban los abogados, que prefería beber a comer, y evidentemente que le atraían ambos sexos. Pero sin duda
no tengo ningún indicio sobre si favorecía al protestantismo o al catolicismo o a ninguno de los dos, y no sé si creía o
descreía en Dios o en la resurrección. Su política, como su religión, se me escapa, pero creo que era demasiado
cauteloso para tener la una o la otra. Le asustaban, sensatamente, las muchedumbres y los levantamientos, pero
también le asustaba la autoridad. Aspiraba a la nobleza, se arrepentía de haber sido actor y puede parecer que
valoraba El rapto de Lucrecia por encima de El rey Lear, juicio en el que sigue siendo escandalosamente único (con
la excepción, tal vez, de Tolstoi).
Chesterton y Anthony Burgess subrayan ambos la vitalidad de Shakespeare, y yo iría un poco más allá y
llamaría a Shakespeare vitalista, como su propio Falstaff. El vitalismo, que William Hazlitt llama "gusto", es quizá la
última clave de la capacidad sobrenatural de Shakespeare de dotar a sus personajes de personalidades y de estilos de
habla fuertemente personalizados. Me cuesta trabajo creer que Shakespeare prefiriera al Príncipe Hal sobre Falstaff,
como opina la mayoría de los críticos. Hal es un Maquiavelo; Falstaff, como el propio Ben Jonson (¿y como
Shakespeare?), está reventando de vida. Lo están también, por supuesto, los villanos asesinos de Shakespeare: Aarón
el Moro, Ricardo III, Iago, Edmundo, Macbeth. Lo están también los villanos cómicos: Shylock, Malvolio y Calibán.
La exuberancia, casi apocalíptica en su fervor, es tan marcada en Shakespeare como en Rabelais, Blake y Joyce.
El hombre Shakespeare, afable y astuto, no era más Falstaff que Hamlet, y sin embargo algo en sus lectores y
espectadores asocia perpetuamente al dramaturgo con ambas figuras. Sólo Cleopatra y los más robustos de los
villanos -Iago, Edmundo, Macbeth- quedan en nuestras memorias con la fuerza perdurable de la desfachatez de
Falstaff y la intensidad intelectual de Hamlet.
Para leer las obras de Shakespeare, y hasta cierto punto para asistir a sus representaciones, el procedimiento
simplemente sensato es sumergirse en el texto y en sus hablantes, y permitir que la comprensión se expanda desde lo
que uno lee, oye y ve hacia cualquier contexto que se presente como pertinente. Tal fue el procedimiento desde los
tiempos del doctor Johnson y David Garrick, de William Hazlitt y Edmund Kean, a través de la época de A. C.
Bradley y Henry Irving, de G. Wilson Knight y John Gielgud. Desgraciadamente, por sensata y hasta "natural" que
fuera esta manera, hoy está fuera de moda y ha sido sustituida por una contextualización impuesta arbitraria e
ideológicamente. En el "Shakespeare francés" (como lo llamaré de ahora en adelante), el procedimiento consiste en
empezar con una postura política completamente propia, bien alejada de las obras de Shakespeare, y localizar luego
algún trocito marginal de la historia social del Renacimiento inglés que parezca apoyar esa postura. Con ese
fragmento social en la mano, se abalanza uno desde afuera sobre la pobre comedia, y se encuentran algunas

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conexiones, establecidas como sea, entre ese supuesto hecho social y las obras de Shakespeare. Me alegraría
persuadirme de que estoy parodiando las operaciones de los profesores y directores de lo que yo llamo
"Resentimiento" -esos críticos que valoran la teoría más que la propia literatura-, pero he hecho una simple reseña de
lo que sucede, en el aula o en el escenario.
Sustituyendo el nombre de "Jesús" por el de "Shakespeare", se me ocurre citar a William Blake: “Seguro
estoy de que ese Shakespeare no es mío. Sea yo inglés o sea yo judío.
Lo inadecuado del "Shakespeare francés" no es precisamente que no sea el "Shakespeare inglés", no digamos
ya el Shakespeare judío, cristiano o islámico: más simplemente es que no es Shakespeare, el cual no encaja
fácilmente en los "archivos" de Foucault y cuyas energías no eran primariamente "sociales". Puede uno meter
absolutamente cualquier cosa en Shakespeare y las obras lo iluminarán mucho más de lo que quedarán iluminadas
por lo que uno ha metido. Sin embargo los resentidos profesionales insisten en que la actitud estética es ella misma
una ideología. No estoy muy de acuerdo, y en este libro yo sólo meto la estética (en el lenguaje de Walter Pater y de
Oscar Wilde) en Shakespeare. O más bien él la trae a mí, puesto que Shakespeare educó a Pater, a Wilde, y a todos
nosotros en estética, que, como observó Pater, es un asunto de percepciones y sensaciones. Shakespeare nos enseña
qué percibir y cómo percibirlo, y nos instruye también sobre cómo y qué sentir y después experimentarlo como
sensación. Buscando como buscaba ensancharnos, no en cuanto ciudadanos o en cuanto cristianos sino en cuanto
conciencias, Shakespeare superó a todos sus preceptores como hombre de espectáculo. Nuestros resentidos, que
pueden describirse también (sin maldad) como chalados del género-y-el-poder, no se sienten muy conmovidos por
las obras de teatro como espectáculo.
Aunque a G. K. Chesterton le gustaba pensar que Shakespeare fue un católico, por lo menos en espíritu, era
demasiado buen crítico para localizar en la cristiandad el universalismo de Shakespeare. Podemos aprender de eso a
no configurar a Shakespeare según nuestra política cultural. Comparando a Shakespeare con Dante, Chesterton
subraya la amplitud de Dante cuando trata del amor cristiano y la libertad cristiana, mientras que Shakespeare "era un
pagano, en la medida en que está en su punto más alto cuando describe grandes espíritus encadenados". Esas
"cadenas" manifiestamente no son políticas. Nos devuelven al universalismo, ante todo a Hamlet, el más grande de
todos los espíritus, pensando en su camino hacia la verdad, por la cual perece. El uso final de Shakespeare es dejar
que nos enseñe a pensar demasiado bien en cualquier verdad que podamos soportar sin perecer.
Por Harold Bloom

Sobre Shakespeare, La Invención de lo Humano

Antes de Shakespeare, el personaje literario cambia poco; se representa a las mujeres y a los hombres
envejeciendo y muriendo, pero no cambiando porque su relación consigo mismos, más que con los dioses o con
Dios, haya cambiado. En Shakespeare, los personajes se desarrollan más que se despliegan, y se desarrollan porque
se conciben de nuevo a sí mismos. A veces esto sucede porque se escuchan hablar, a sí mismos o mutuamente.
Espiarse a sí mismos hablando es su camino real hacia la individuación, y ningún otro escritor, antes o después de
Shakespeare, ha logrado tan bien el casi milagro de crear voces extremadamente diferentes aunque coherentes
consigo mismas para sus ciento y pico personajes principales y varios cientos de personales menores claramente
distinguibles.
Cuanto más lee y pondera uno las obras de Shakespeare, más comprende uno que la actitud adecuada ante
ellas es la del pasmo. Cómo pudo existir no lo sé, y después de dos décadas de dar clases casi exclusivamente sobre
él, el enigma me parece insoluble. Este libro, aunque espera ser útil para otras personas, es una declaración personal,
la expresión de una larga pasión (aunque sin duda no única) y la culminación de toda una vida de trabajo leyendo y
escribiendo y enseñando en torno a lo que sigo llamando tercamente literatura imaginativa. La "bardolatría", la
adoración de Shakespeare, debería ser una religión secular más aún de lo que ya es. Las obras de teatro siguen siendo
el límite exterior del logro humano: estéticamente, cognitivamente, en cierto modo moralmente, incluso
espiritualmente. Se ciernen más allá del límite del alcance humano, no podemos ponernos a su altura. Shakespeare
seguirá explicándonos, que es el principal argumento de este libro. Este argumento lo he repetido exhaustivamente,
porque a muchos les parecerá extraño.
Ofrezco una interpretación bastante abarcadora de las obras de teatro de Shakespeare, dirigida a los lectores
y aficionados al teatro comunes. Aunque hay críticos shakespeareanos vivos que admiro (y en los que abrevo, con
sus nombres), me siento desalentado ante gran parte de lo que hoy se presenta como lecturas de Shakespeare,
académicas o periodísticas. Esencialmente, trato de proseguir una tradición interpretativa que incluye a Samuel
Johnson, William Hazlitt, A. C. Bradley y Harold Goddard, una tradición que hoy está en gran parte fuera de moda.
Los personajes de Shakespeare son papeles para actores, y son también mucho más que eso: su influencia en la vida
ha sido casi tan enorme como su efecto en la literatura postshakespeareana. Ningún autor del mundo compite con
Shakespeare en la creación aparente de la personalidad, y digo "aparente" aquí con cierta renuencia. Catalogar los
mayores dones de Shakespeare es casi un absurdo: ¿Dónde empezar, dónde terminar? Escribió la mejor prosa y la

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mejor poesía en inglés, o tal vez en cualquier lengua occidental. Esto es inseparable de su fuerza cognitiva; pensó de
manera más abarcadora y original que ningún otro escritor. Es asombroso que un tercer logro supere a éstos, y sin
embargo comparto la tradición johnsoniana al alegar, casi cuatro siglos después de Shakespeare, que fue más allá de
todo precedente (incluso de Chaucer) e inventó lo humano tal como seguimos conociéndolo. Una manera más
conservadora de afirmar esto me parecería una lectura débil y equivocada de Shakespeare: podría argumentar que la
originalidad de Shakespeare estuvo en la representación de la cognición, la personalidad, el carácter. Pero hay un
elemento que rebosa de las comedias, un exceso más allá de la representación, que está más cerca de esa metáfora
que llamamos "creación". Los personajes dominantes de Shakespeare -Falstaff, Hamlet, Rosalinda, lago, Lear,
Macbeth, Cleopatra entre ellos- son extraordinarios ejemplos no sólo de cómo el sentido comienza más que se repite,
sino también de cómo vienen al ser nuevos modos de conciencia.
Podemos resistirnos a reconocer hasta qué punto era literaria nuestra cultura, particularmente ahora que
tantos de nuestros proveedores institucionales de literatura coinciden en proclamar alegremente su muerte. Un
número sustancial de norteamericanos que creen adorar a Dios adoran en realidad a tres principales personajes
literarios: el Yahweh del Escritor J (el más antiguo autor del Génesis, Éxodo, Números), el Jesús del Evangelio de
Marcos, y el Alá del Corán. No sugiero que los sustituyamos por la adoración de Hamlet, pero Hamlet es el único
rival secular de sus más grandes precursores en personalidad. Su efecto total sobre la cultura mundial es incalculable.
Después de Jesús, Hamlet es la figura más citada en la conciencia occidental; nadie le reza, pero tampoco nadie lo
rehuye mucho tiempo. (No se le puede reducir a un papel para un actor; tendríamos que empezar por hablar, de todos
modos, de "papeles para actores", puesto que hay más Hamlets que actores para interpretarlos.) Más que familiar y
sin embargo siempre desconocido, el enigma de Hamlet es emblemático del enigma mayor del propio Shakespeare:
una visión que lo es todo y no es nada, una persona que fue (según Borges) todos y ninguno, un arte tan infinito que
nos contiene, y seguirá conteniendo a los que probablemente vendrán después de nosotros.
Con la mayor parte de las obras de teatro, he tratado de ser tan directo como lo permitían las rarezas de mi
propia conciencia; dentro de los límites de una franca preferencia por los personajes antes que por la acción, y de una
insistencia en lo que llamo "ir al primer plano" mejor que el "ir al trasfondo" de los historicistas viejos y nuevos. La
sección final, "Ir al primer plano", pretende ser leída en relación con cualquiera de las obras de teatro
indiferentemente, y podría haberse impreso en cualquier parte de este libro. No puedo afirmar que soy directo en lo
que respecta a las dos partes de Enrique iv, donde me he centrado obsesivamente en Falstaff, el dios mortal de mis
imaginaciones. Al escribir sobre Hamlet, he experimentado con el uso de un procedimiento cíclico, tratando de los
misterios de la obra y de sus protagonistas mediante un constante regreso a mi hipótesis (siguiendo al difunto Peter
Alexander) de que el propio Shakespeare joven, y no Thomas Kyd, escribió la primitiva versión de Hamlet que
existió más de una década antes del Hamlet que conocemos. En El rey Lear, he rastreado la fortuna de las cuatro
figuras más perturbadoras ?el Bufón, Edmundo, Edgar y el propio Lear a fin de rastrear la tragedia de ésta que es la
más trágica de las tragedias.
Hamlet, mentor de Freud, anda por ahí provocando que todos aquellos con quienes se encuentra se revelen a
sí mismos, mientras que el príncipe (como Freud) esquiva a sus biógrafos. Lo que Hamlet ejerce sobre los personajes
de su entorno es un epítome del efecto de las obras de Shakespeare sobre sus críticos. He luchado hasta el límite de
mis capacidades por hablar de Shakespeare y no de mí, pero estoy seguro de que las obras han inundado mi
conciencia, y de que las obras me leen a mí mejor de lo que yo las leo. Una vez escribí que Falstaff no aceptaría que
nosotros le fastidiáramos, si se dignara representarnos. Eso se aplica también a los iguales de Falstaff, ya sean
benignos como Rosalinda y Edgar, pavorosamente malignos como lago y Edmundo, o claramente más allá de
nosotros, como Hamlet, Macbeth y Cleopatra. Unos impulsos que no podemos dominar nos viven nuestra vida, y
unas obras que no podemos resistir nos la leen. Tenemos que ejercitarnos y leer a Shakespeare tan tenazmente como
podamos, sabiendo a la vez que sus obras nos leerán más enérgicamente aún. Nos leen definitivamente.

Harold Bloom

ROMEO Y JULIETA

Tragedia en cinco actos, en verso y prosa, escrita en 1591, aproximadamente, y publicada por vez primera
seis años mas tarde- El origen del tema fue una leyenda sienesa que Masuccio Salernitano (siglo XV) utilizó como
argumento en sus Narraciones. Antes de Shakespeare el tema fue recreado por Luigi da Porto, Lope de Vega
(Castelvines y Monteses), Mateo Bandello, etc. De este último bebió Shakespeare la trama, aunque no fue el primero
en llevarla a las tablas; Willlam Painter y Arthur Brooke habían trabajado sobre la leyenda a mediados del siglo XVI.
Los Montecchi y los Cappelletti, las dos familias principales de Verona, se hallan enfrentadas desde antaño. Romeo
Montecchi, el vastago de la familia, asiste disfrazado a una fiesta de los Capuletos, para ver a Rosalina, de la que
cree hallarse enamorado; descubre entonces que es de Julieta de quien lo está; durante la fiesta, ambos se confiesan
inflamados de amor mutuo; y, poco después. Romeo obtiene el consentimiento de la joven para realizar un

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matrimonio secreto. Al día siguiente se casan con la ayuda de Fray Lorenzo. Poco después un incidente encrespa a
las familias; Romeo, en defensa de un amigo, se niega a batirse con Tebaldo, miembro de la familia de Julieta, en
razón a su parentesco. Pero en la discusión. Romeo facilita la muerte de su amigo, al pretender detener la pelea.
Arrastrado a la lucha por este incidente. Romeo mata a Tebaldo Capuleto. Huye a Mantua tras pasar la noche con
Julieta, que es ofrecida en matrimonio por su padre al conde de París. Fray Lorenzo interviene para realizar un ardid
que dará al traste con las intenciones del padre de Julieta y permitirá a los enamorados realizar sus sueños de
felicidad. Aconseja a Julieta aceptar la imposición de su padre y tomar un narcótico que la hará parecer muerta
durante cuarenta y ocho horas; Fray Lorenzo avisará a Romeo que la sacará del sepulcro al despertar y se la llevará
consigo a Mantua; pero el mensaje en que se advierte el ardid no llega a manos de Romeo a tiempo, porque es
detenido el fraile que lo llevaba, sospechoso de contagio. Al enamorado le llega sólo la noticia de la muerte de
Julieta. Tras comprar un poderoso veneno se dirige al mausoleo para ver por última vez a su amada; halla en la
entrada al conde de París, al que mata en duelo, y, tras besar la lívida faz de Julieta, apura el veneno que ha
comprado. En ese momento vuelve Julieta a la vida y encuentra a Romeo muerto con la copa en las manos. Dándose
cuenta de lo sucedido, se apuñala, según relatan el fraile —que llegó tarde para impedirlo— y los pajes del conde de
París. Ante la desgracia que asola a ambas familias, los jefes Capuleto y Montangues se reconcilian.
Romeo y Julieta ha sido calificada como tragedia novelesca; en ella Shakespeare comienza a separarse de sus
iguales y a subir la cima de su gran genio. Todavía sin hondas reflexiones, Shakespeare es apasionado y audaz en las
personas de sus jóvenes amantes, y sólo hay un indicio de frivolidad en el carácter de Mercurio, el amigo de Romeo
muerto. Del primer grupo de dramas de juventud. Romeo y Julieta es sin duda alguna el mejor por su riqueza de
metáforas, que aprovecha los convencionalismos de la poesía cortesana, por el patetismo del desenlace, por la
angustia que sabe dejar en el corazón del espectador.
Otros elementos de la pieza sorprendieron y conmovieron a los románticos que, fascinados, hicieron de la
pareja el ideal del amor.

HAMLET

Tragedia en cinco actos en verso y prosa, escrita y estrenada hacia 1600 y publicada en 1603 por vez
primera. Shakespeare había leído la historia de Hamlet en las Histoires tragiques de F. de BeIleforest, que a su vez la
había tomado de Saxo Grammaticus en La gesta de los daneses, de principios del siglo XIII. El dramaturgo introduce
algunas variantes en la historia de Belleforest, como, por ejemplo, que el príncipe de Dinamarca conoce la muerte de
su padre al comenzar la narración y que no muere en su intento de venganza. También se basó el dramaturgo en una
primera versión de Hamlet que se ha perdido y que probablemente apareció en las tablas a finales de la decada del
ochenta. Las diferencias entre las situaciones y los modos de ser del personaje son claves y se deben a los autores
que manipulan al protagonista a su antojo para dar, a través de él, su visión del mundo. El espectro del rey de
Dinamarca, que había sido asesinado, se aparece ante su hijo, Hamlet, y le exige venganza contra el rey usurpador,
su hermano Claudio, que se ha casado con la reina viuda, sin respetar las costumbres. La tarea de Hamlet es difícil,
dado su carácter irresoluto; comienza el príncipe de Dinamarca por fingirse loco para ocultar sus designios. Su
amada Ofelia es la primera en notar el cambio operado en el alma de su amado. Hamlet aprovecha una compañía de
actores ambulantes para preparar una representación especial que se llevará a cabo en la corte. El argumento de la
comedia ilustra extrañamente las condiciones en que el ex-rey ha muerto y la ascensión al trono del nuevo monarca.
Durante la representación, Hamlet observa el nerviosismo del rey; se da cuenta de que el espectro de su padre era
real, que había dicho la verdad. La reina, su madre, se halla también profundamente turbada y llama a Hamlet para
reprocharle su comportamiento. Entre madre e hijo estalla una agria discusión que prueba la culpabilidad de la reina.
Se ordena el exilio y la muerte de Hamlet, pero el plan se malogra; después de breve ausencia, el príncipe retorna y
se entera de que Ofelia, que por la pena había perdido la razón, ha muerto arrojándose al Támesis. Laertes, su
hermano, exige la vida de Hamlet. El rey prepara un torneo, aparentemente amistoso, entre los dos. Heridos ambos
de muerte, Hamlet se entera de la trampa del rey, al que atraviesa con su espada. En cuanto a la reina, ingiere por
error una bebida envenenada que el rey había preparado para Hamlet.
Hasta aquí el aparato externo de Hamlet, la acción que sólo sirve para encubrir un significado trascendente,
que los críticos se han afanado siempre por traducir a palabras inteligibles. Hamlet tiene la grandeza de Prometeo, no
tan gigantesco, pero más hombre. Espantoso ser completo en lo incompleto. [Serlo todo y no ser nadal Es príncipe y
demagogo, sagaz y extravagante, profundo y frívolo, hombre y neutro. No tiene fe en el cetro, se burla del trono,
tiene por camarada a un estudiante, dialoga con los transeúntes, argumenta con el primero que llega, comprende al
pueblo, desprecia al populacho, odia la fuerza, duda del éxito, interroga a las tinieblas y tutea al misterio. Da a los
demás enfermedades que él no tiene: su fingida locura contagia a su amada con locura verdadera. Se familiariza con
los espectros y con los cómicos. Se chancea empuñando el hacha de Orestes. Diserta sobre literatura, recita versos,
hace crítica de teatro, juega con cráneos humanos en un cementerio, aterra a su madre, venga a su padre y termina
con un gigantesco signo de interrogación, el temeroso drama de la vida y de la muerte. Primero espanta y después

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desconcierta. Jamás se ha pensado en algo tan abrumador. Es el parricida diciendo: "¿Y yo qué sé?" La palabra
parricida nos obliga a preguntarnos si Hamlet lo es. Sí y no. Se limita a amenazar a su madre, pero su amenaza es tan
feroz que la madre tiembla- "Tu palabra es un puñal... ¿Qué vas a hacer? ¿Quieres asesinarme?
¡Socorro... socorro!" Y cuando ella muere, Hamlet, sin dolerse en lo más mínimo, hiere a su tío y usurpador con esta
trágica frase: "¡Sigue a mÍ madre!" Hamlet es esta cosa siniestra: "el parricidio posible", según frase de Víctor Hugo.
"Si en lugar del frío Norte tuviera, como Orestes, en las venas la ardiente sangre del Mediodía, mataría en realidad a
su madre." Todavía no se ha indicado por los críticos una de las causas probables de la fingida locura de Hamlet. Se
ha dicho: "Hamlet se finge loco para ocultar su pensamiento, como hizo Bruto," Y en efecto, la imbecilidad aparente
es arma ingeniosísima para ocultar un gran designio. El supuesto idiota puede observar con entera libertad. Pero el
caso de Bruto no es igual al de Hamlet. Éste se finge loco para su seguridad personal. Bruto oculta su proyecto y
Hamlet su persona. Dadas las costumbres de las trágicas cortes de la época, Hamlet corre peligro desde el momento
en que sepa, por la revelación del espectro, el crimen del monarca. Hamlet se hace declarar loco, como hizo
Heracliano en la antigua Roma, y se finge tonto como Hugolino. Lo que no obsta para que Claudio intente por dos
veces librarse de él durante el drama, con el hacha y el puñal, y con el veneno en el desenlace.
El drama Hamlet es de una severidad aterradora para el espíritu humano: hasta la verdad está en él
inficcionada de dudas; lo sincero engaña. Nada tan colosal ni tan sutil. En ese drama el hombre es un mundo, y el
mundo nada. El mismo Hamlet, en plena vida, no está seguro de existir. En esta tragedia, que es también una
filosofía, todo flota y duda, se aplaza, oscila, se descompone, se dispersa y se disipa. En ella el pensamiento es nube,
la voluntad, vapor, la resolución, crepúsculo; la acción se vuelve en sentido inverso y la rosa de los vientos dirige a
los hombres. ¡Confusa y vertiginosa obra en donde se descubre el fondo de las cosas!, el pensamiento oscila entre el
espectáculo que le ofrece el cadáver del rey y el enterramiento de Yorick, el bufón, y en el cual la monarquía tiene
por representación un fantasma y la alegría un cráneo. No existe figura alguna creada por los poetas —a no ser el
Fausto— que penetre y atormente tanto como ésa. La duda aconsejada por un fantasma: tal es Hamlet. El padre,
después de muerto, habla a su hijo, pero no le convence. ¿Qué hará? Ni el mismo lo sabe. Crispa los puños y después
desfallece. En su interior, las conjeturas, los sistemas, las monstruosas apariencias, los recuerdos sangrientos, la
veneración al espectro, el odio, la ternura, el ansia de la acción y del reposo, su padre, su madre y sus encontrados
deberes, forman espantosa y profunda tempestad. La lívida duda se apodera de su espíritu, y Shakespeare hace casi
visible la grandiosa palidez de aquella alma. Sin embargo, la otra mitad de Hamlet se compone de ira, de furia, de
ultrajes, de sarcasmos a Ofelia, de maldiciones a su madre y de insultos a sí mismo. Conversa con los sepultureros
riendo, después coge a Alertes por los cabellos y le arroja a la fosa de Ofelia y patea furiosamente sobre su ataúd.
Estocadas a Polonio, padre de Ofelia; estocadas a Laertes; estocadas a Claudio. En ciertos momentos parece que se
abre su inacción, su melancolía, y que de la abertura salen truenos. La clásica hamletología del siglo XIX se dedicaba
exclusivamente a indagar quién era verdaderamente Hamlet, y renegaba de Shakespeare por haber escrito una obra
maestra desordenada, inconsecuente y horriblemente mal construida. El rasgo común de los estudios modernos sobre
Hamlet, es, sin embargo, su punto de vista teatral Así, Jan Kott dice: "Hamlet no es un tratado de filosofía, ni de
moral, ni de psicología, Hamlet es teatro." Para este critico polaco, para enfrentarse a la pieza de Shakespeare hay
que comenzar por Fortinbrás, un Joven príncipe noruego de quien no sabemos nada, porque Shakespeare no lo dice.
¿Qué debe representar? ¿El ciego destino, lo absurdo del mundo o la victoria de la justicia? Apenas aparece en el
mismo texto del drama sólo dos veces, la primera en el acto IV cuando se dirige a Polonia con sus ejércitos, y la
segunda cuando ya lo encuentra todo hecho, después de la matanza final y exclama: "Llevaos estos cadáveres. Ahora
yo seré vuestro rey." Pero se habla del Joven Fortinbrás con mucha frecuencia; a su padre lo mató en duelo el padre
de Hamlet. El espectador se pierde al seguir el destino del joven noruego. Por el diálogo nos enteramos de que quiere
batirse contra Dinamarca; luego se pelea con los polacos por un trozo de la orilla del mar que no vale ni cinco
ducados, y finalmente aparece en Elsinor, para decir la última palabra de este sangriento drama. En todos los nuevos
análisis de Hamlet (H. Granville-Barker, F. Ferguson, J. París), el personaje de Fortinbrás ocupa el primer plano. En
las interpretaciones estructurales, Hamlet es un drama de las situaciones análogas, un sistema de espejos en los
cuales el mismo problema se refleja a su vez de manera trágica, patética, irónica y grotesca; tres hijos que
sucesivamente pierden a sus padres, la locura de Hamlet y la locura de Ofelia. En las interpretaciones más históricas,
Hamlet es un drama del poder y de la herencia. En el primer caso, Fortinbrás es uno de los "sosias" del príncipe de
Dinamarca; en el caso segundo, es el heredero del trono, aquel que rompió la cadena de crímenes y venganzas, el que
restableció el orden del reino danés. Hamlet es una esponja. Mientras no se le sofistique ni se represente como a
fuese una antigualla, absorbe de un golpe todo nuestro tiempo contemporáneo. Es la más extraña de todas las obras
que jamás fueron escritas; justamente por sus lagunas, por sus imprecisiones, Hamlet es un gran guión para el teatro
moderno, en el cual cada personaje debe representar un papel más o menos trágico y cruel y que contiene frases
magníficas.
En Hamlet se barajan muchos problemas de neta raíz actual; política, fuerza y moralidad, debate sobre la
unidad de la teoría y de la práctica, sobre la finalidad suprema y el sentido de la vida; hay una tragedia amorosa,
familiar, estatal, filosófica, escatológica y metafísica. Hay de todo. Y, además, contiene un sobrecogedor estudio
psicológico, un argumento sangriento, un duelo, una gran carnicería. Se puede escoger a voluntad; de ahí que haya

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habido en los últimos años tantas interpretaciones de este personaje, que ha subido a las tablas en frac y en mallas de
circo, en coraza medieval y en trajes renacentistas, con barba de joven existencialista y con la sesuda calva
conservadora. Pero el traje no tiene importancia; lo que importa en esta obra genial en el mundo contemporáneo, es
llegar a través del texto del dramaturgo a la experiencia actual, a la inquietud y a la sensibilidad del espectador que
participa de los problemas cotidianos del mundo. Desde este punto de vista, Hamlet puede expresar situaciones de
hoy, como han demostrado algunas representaciones famosas, la de Cracovia de 1956 y. 1959» la. de Nancy de 1963
—donde los personajes hablaban sobre las noticias del día con un periódico en la mano sin apartarse por ello del
texto shakespearíano.

MARCOS SALAS

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