1 - Perrok Holmes 01 - Dos Detectives Y Medio
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@megustaleer
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Es un genio de la informática y la tecnología. Usa tabletas, ordenadores y
móviles con la misma facilidad con la que se hurga la nariz. Para él, la bruja
de su medio hermana es peor que un grano en el culo.
No se arruga ante nada. Dice lo que piensa sin cortarse un pelo y es tan
convincente que podría venderle una nevera a un esquimal. Adora los libros
de misterio y le apasionan los casos peligrosos.
Es capaz de comunicarse con sus amos y detectar sentimientos en los
humanos, algo que lo convierte en uno de los investigadores más eminentes
del mundo. Travieso —casi gamberro—, es un ligón pese a ser tan pequeñito.
Su mayor debilidad son las perras altas, a las que trata de seducir sin
excepción.
La furgoneta iba tan cargada que los bajos casi rozaban el suelo, y el motor,
apurado, hacía un ruido parecido a un abuelo con bronquitis.
—¡ESTOY AGOBIADA, NO PUEDO RESPIRAR! —se quejó Julia.
—¡NO HABER TRAÍDO TANTA BASURA! —le reprochó Diego,
señalando las varias cajas que ella había llenado con kilos de ropa y otros
objetos de dudosa utilidad.
El vehículo estaba completamente abarrotado, por lo que los dos nuevos
hermanos viajaban pegados el uno al otro en los asientos traseros, entre
muebles desmontados, cuadros, lámparas, maletas y otros objetos. Sí, se
estaban mudando.
—No puedo respirar porque apestas —contestó ella, picada—. Lo de la
ducha diaria, tú, como que no lo has pillado, ¿verdad?
—¡JULIA! —la regañó su padre, desde el asiento del copiloto—. ¡Trata
bien a tu hermano!
—No es mi hermano, es mi medio hermano.
—Pues trátalo medio bien al menos.
A Ana, que no era la madre de Julia, pero sí la madre de Diego, en lugar
de enfadarse, se le escapó la risa, y la tensión en el coche pareció rebajarse un
poco.
Juan suspiró y miró por la ventanilla. Desde que él y Ana habían decidido
casarse y juntar sus dos familias, había perdido un montón de pelo por culpa
de los nervios. Si seguía a ese ritmo, pronto parecería Mister Potato.
Ana, en cambio, lo llevaba mejor. Sus hijos no podían ni verse, eso era
cierto, pero ella confiaba en que las peleas entre los dos chicos fueran solo
una cuestión de «ADAPTACIÓN». Hizo girar el vehículo hacia la izquierda
y se detuvo frente a un bloque de pisos.
—¡AQUÍ ESTÁ! ¡NUESTRO NUEVO HOGAR! —proclamó.
Se encontraban en un agradable barrio residencial de las afueras, con el
típico parque lleno de niños, los tópicos perros marcando territorio en los
árboles y los clásicos comercios de toda la vida con nombres y apellidos en
lugar de marcas: Supermercado Fernández, Carnicería Sánchez, Mercería
Mary...
Tanto Diego como Julia se morían de ganas de ver el nuevo piso. Vivir
juntos les motivaba tan poco como un bufet libre de verduras hervidas, pero
cambiar de casa sí les hacía ilusión.
—Venga, descargamos la furgo y luego saldré a por un regalo para
vosotros dos —dijo Ana guiñándoles el ojo.
Tanto Diego como Julia se la quedaron mirando intrigados. ¿Un regalo?
Los dos sabían que no se habían portado bien para merecerlo. Seguro que era
una trampa.
—¿Qué es? —preguntaron al mismo tiempo.
—Algo que os encantará —prometió ella—, pero solo os lo podréis
quedar si aprendéis a llevaros mejor.
Ajá. Ahí estaba la trampa: un regalo para unirlos a todos. Los dos
hermanos se miraron, desconfiados. Mal empezamos...
Unos minutos más tarde, Julia y Diego entraban a toda velocidad por la
puerta tratando de llegar a las habitaciones uno antes que el otro. Todo el
mundo sabe que, desde tiempos inmemoriales, en caso de mudanza rige una
norma muy sencilla para repartir los cuartos: el primero que llega a uno se lo
queda. De un empujón, Julia apartó a Diego y consiguió adelantarlo. La chica
irrumpió en el dormitorio.
—¡MÍA! —exclamó Diego a sus espaldas.
—¡ES MÍA! —replicó ella—. ¡Yo he entrado primero!
—PERO ¡YO LO HE DICHO ANTES!
Una vez más, los hermanos se encararon, dispuestos a seguir con la pelea
o a empezar una nueva. En realidad, se peleaban tanto que no sabían dónde
acababa una y dónde empezaba la siguiente.
—Pobrecitos, no se han dado cuenta —dijo Ana.
Diego y Julia se giraron. Estaban tan liados discutiendo que ni habían
visto que sus padres les habían seguido hasta la habitación. Aquello no olía
nada bien.
—MIRAD A VUESTRO ALREDEDOR...
Los dos chicos observaron con detenimiento la habitación. Había dos
camas, dos escritorios, dos sillas y dos armarios. Pero solo una habitación.
Vale. Los números no cuadraban. No hacía falta ser Einstein para ver que
tenían un problema.
—OS TOCA COMPARTIR... —dijo finalmente Juan.
Ahí estaba, su sentencia de muerte.
Tanto Julia como Diego pusieron de golpe su mejor cara de asombro.
Diego no podía creer lo que oía.
—¿Cómo podéis ser tan crueles? —preguntó.
Julia se arrodilló en el suelo a los pies de Juan, con lágrimas en los ojos y
actitud suplicante.
—Castígame un año sin salir de casa, quítame internet, utiliza mi palo de
selfis como escobilla del váter, pero, por lo que más quieras, no me hagas
compartir habitación con este cerdo...
—Eres mi nuevo padre y te quiero mucho —intervino Diego, también
desesperado—, pero tu hija es una bruja... ¡ALEJA DE MÍ A ESTE
DEMONIO!
Aturdido, el padre se frotó la cara con ambas manos. Inspiró
profundamente y trató de hablar con calma.
—Todavía no os dais cuenta, pero tenéis muchas cosas en común, seguro.
Los hermanos lo miraron incrédulos. Juan echó un vistazo alrededor,
como intentando convencerse a sí mismo. De pronto vio una caja de libros
que confirmaba su teoría.
—Las novelas de misterio, por ejemplo —dijo levantando la caja,
esperanzado—. A los dos os encantan los libros de Sherlock Holmes y
Agatha Christie... ¡Y los dos sois suscriptores de la revista «Mystery Club»!
Los chicos se miraron con suspicacia. ¿Aquello era cierto? Lo era, aunque
ninguno de los dos lo supiera todavía. Tanto Julia como Diego devoraban las
novelas de misterio y eran fans incondicionales de la revista «Mystery Club»,
la publicación de la asociación de investigadores más importante del mundo.
Ambos estaban al día de las nuevas técnicas en investigación y soñaban con
formar parte de esa asociación en un futuro, aunque sabían que lograrlo era
prácticamente imposible. Mystery Club solo aceptaba a los mejores de los
mejores, mujeres y hombres perspicaces y valientes dispuestos a involucrarse
en los casos más peligrosos para hacer del mundo un lugar más justo.
—¡GUAU! ¡GUAU!
De repente, un perro irrumpió en el cuarto, moviendo sus orejas y
husmeando por todas partes. Los hermanos se quedaron quietos, sin poder
creérselo. Cuando terminó de inspeccionar la habitación, el animal se puso
firme y se quedó plantado delante de sus narices como si en esos momentos
estuviera examinándolos a ellos.
Ana se adelantó:
—Bienvenido a nuestra familia, CHUCHO —le dijo—. Te presento a
Diego y Julia, tus nuevos amos. A partir de ahora ellos cuidarán de ti.
La cara de los hermanos pasó del drama a la felicidad en cero coma.
Estaban tan emocionados que empezaron a hablar de golpe, pisándose el uno
al otro:
—¡MIL MILLONES DE GRACIAS, PAPÁ! ¡POR FIN, POR FIN,
POR FIN! —exclamó Julia.
—¡GRACIAS, GRACIAS, GRACIAS, MAMÁ! ¡ES LO QUE MÁS
QUERÍA! —gritó Diego.
—Fíjate, otra cosa que compartís —apuntó Juan, mirando a Ana, contento
de que su estrategia estuviera funcionando.
—Me alegra que os guste. Pero hay una condición —dijo la madre—: o
aprendéis a llevaros bien o devolveremos a Chucho a la perrera...
Tras la amenaza, sus padres los dejaron a solas con el perro. El animal
agitaba la cola con aspecto feliz y olisqueaba por aquí y por allá. Cuando
hubo explorado todo el territorio, el perrito volvió a sentarse en el suelo y los
miró a los ojos.
—Tengo pis. ¿Me lleváis al parque? —pidió.
Julia y Diego se quedaron blancos. Intercambiaron una mirada asustada.
—¿Ha... ha... HA HABLADO? —tartamudeó ella.
Diego se pellizcó con fuerza el brazo, pero no sirvió de nada.
La mansión del Coletas, como toda mansión de villano que se precie, era
inmensa y tenía un amplio jardín en la parte trasera, que al parecer era el
lugar de residencia del misterioso Juancho.
—Andando —ordenó el tipo hoscamente.
Cuando llegaron ante un profundo foso, cavado en el jardín, el Coletas
tiró fuerte de la correa de Perrock hasta levantarlo del suelo y lo sostuvo
sobre el agujero. El chucho pataleaba asustado.
—¡JUANCHO, LA COMIDA! —gritó el Coletas.
Al mirar al fondo del foso, Perrock vio dos lucecitas como las que
adornan los árboles de Navidad. Pero en realidad no eran dos lucecitas, sino
era el brillo de dos inmensos ojos amarillos que destacaban amenazantes en
medio de la oscuridad. Aquello no tenía buena pinta.
—Lleva dos días sin comer y seguro que le apetece perro vivo, digo bio...
Las dos lucecitas se movieron y Perrock distinguió claramente un largo
cuerpo cubierto de escamas verdes y una poderosa mandíbula con decenas de
afilados dientes. Juancho era un nombre raro para un cocodrilo, pero eso es lo
que era. Sintió que todo el pelo de su cuerpo se le erizaba por el miedo.
—Tienes dos opciones —le dijo el Coletas—. O te conviertes en el
almuerzo de Juancho o me ayudas a estafar a un anciano que tiene un montón
de dinero.
Perrock sabía que no iba a sentirse muy orgulloso de su decisión, pero
estaba tan aterrado que escogió la segunda opción. No había nacido para ser
un almuerzo.
Los medio hermanos habían encontrado un par de asientos en el autobús que
los llevaba de vuelta a casa. Diego, sentado al lado de la ventana, aporreaba
su móvil intentando averiguar la identidad del propietario del Ferrari que
había secuestrado a Perrock. Pese a ser un hábil hacker, especialista en
sortear códigos de seguridad, la tarea no resultaba nada fácil. Acceder a una
base de datos controlada por Zampadónuts y compañía no era tan
complicado. Lo chungo era hacerlo con la pesada de su hermana calentándole
la oreja.
—No vas a conseguirlo —insistía ella—. Tendremos que volver a la
comisaría. Esta vez con un cargamento de azúcar...
—¡CÁLLATE, QUE NO ME CONCENTRO! —exclamó él—. ¿TE
CREES QUE ESTO ES FÁCIL?
—Fácil no, es imposible —contestó ella—. Vas de hacker, pero no
entrarías en mi correo electrónico ni con la contraseña...
Diego resopló, harto de que su hermana lo chinchara todo el día.
—Eres un taladro —le dijo—. Cállate ya.
—¿Que me calle? —replicó ella—. Eso es lo que deberías haber hecho tú.
Solo un tonto podría decirle al policía que tenemos un perro que habla...
¡Siempre tengo que arreglar tus meteduras de pata! La próxima vez sería
mejor que...
Diego se colocó los cascos en los oídos y encendió su lista de
reproducción «CONCENTRACIÓN MÁXIMA». A su lado, Julia seguía
hablando, moviendo los labios y gesticulando. Parecía una azafata de avión.
Pero como Diego no la oía, consiguió, por fin, concentrarse en la tarea que lo
ocupaba.
»Firme aquí, venga —lo presionó—. Cada segundo que pasa sin firmar es
un segundo de sufrimiento para esos inocentes...
El anciano ciego pareció dudar un instante, pero al final cogió el
bolígrafo. Inspiró profundamente y lo acercó hacia la hoja de papel. Estaba a
punto de firmar cuando...
—¡No lo haga! —exclamó Perrock de repente—. ¡¡¡Este hombre es un
timador!!! Solo quiere su dinero para comprarse un yate y esmalte rosa...
Pero el hombre ni se inmutó. No podía entenderlo, ya que solo oía sus
ladridos. Así que se limitó a acariciar al perro fiel.
—PERRITO BONITO, TRANQUILO...
Perrock, sin saber qué hacer para evitar que firmara, echó mano de sus
recursos perrunos y le mordió la muñeca.
—¡AAAAAH! ¡ME HA MORDIDO!
El Coletas lo apartó de un golpe y le agarró bruscamente el hocico.
Perrock era demasiado pequeño para poder liberarse de las zarpas de su amo.
Arañó, mordió, pataleó..., pero John Smith era más fuerte y lo mantenía
inmovilizado.
—¡VAMOS, VIEJO, FIRME AHORA MISMO! —vociferó el Coletas,
cada vez más indignado.
El ciego se puso nervioso. Aquel era un tono de voz muy agresivo para
alguien que se dedica a procurar la paz en el mundo. Además ¿le había
llamado viejo? Dudó un instante, dejó el bolígrafo encima de la mesa y
finalmente agarró el maletín con ambas manos, presionándolo contra su
pecho.
—Tengo que pensarlo mejor. Lo siento.
El anciano se levantó de la silla y se alejó rápidamente, agitando el bastón
de un lado a otro para no tropezar con ninguna mesa.
John Smith temblaba de furia, con la vena de la sien marcada en la frente
y los ojos desorbitados. Se giró hacia Perrock. Estaba tan enojado que el
perro pensó que unos rayos láser saldrían de sus ojos y lo fulminarían.
Julia y Diego llevan tiempo dando la lata con lo de tener una mascota pero
por fin lo han conseguido. Se llama Perrock, Perrock Holmes, y no es un
chucho cualquiera... ¡tiene el poder de leer los pensamientos de todo aquel
que le rasque la barriga!
Estos son los hechos: si no encuentran a Perrock, se van a quedar sin perro...
¡y además les caerá una bronca legendaria!
Estas son las pistas: el secuestrador lleva coleta y las uñas pintadas... ¿no le
pegaría más un caniche?
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Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14