Identidad de Genero

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DESARROLLO DE LA IDENTIDAD DE GÉNERO DESDE UNA PERSPECTIVA PSICO-SOCIO-

CULTURAL: UN RECORRIDO CONCEPTUAL


Tania Esmeralda Rocha Sánchez
Universidad Nacional Autonóma de México, DF

Conceptuación y Estudio de la Identidad e Identidad de Género desde la Psicología

En la literatura psicológica, el sentido personal de ser uno mismo a través del tiempo y, a la vez,
poder diferenciarse de los otros, ha sido retomado por diferentes teóricos vinculándolo al término
de identidad, aunque su definición no ha resultado del todo clara. La identidad es en sí misma una
especie de dilema en tanto involucra por una parte la idea de singularidad o distintividad, esto es,
lo que hace diferente y única a cada persona, pero a su vez refiere la homogeneidad o lo que se
comparte con otros y que permite ubicar a la persona como parte de un grupo de referencia. Cada
persona desarrolla un sentido personal de sí misma en función de sus experiencias, de su historia,
de sus características y de sus percepciones, así como en función de sus interacciones y de los
valores y normas que rigen su cultura. Debido al dilema que subyace en el concepto de la identidad,
algunas veces se confunde la identidad personal con el autoconcepto o la autoestima, en gran
medida porque todos estos aspectos hacen referencia al sentido del sí mismo o al “yo”. Sin embargo,
pese a que todos son conceptos relacionados entre sí, existe una importante diferenciación entre
ellos. En lo que respecta al autoconcepto es importante decir que éste hace referencia al conjunto
de ideas, imágenes, sentimientos y pensamientos que una persona tiene de sí misma. De acuerdo a
Rosenberg el autoconcepto tiene dos dimensiones o componentes: el elemento cognitivo (que se
refiere a los pensamientos) y el evaluativo (que se refiere a los sentimientos). De manera que el
autoconcepto es el conjunto de creencias que una persona tiene sobre sí misma y que abarca
imagen corporal, valores, habilidades y características, pero a su vez está vinculado con un aspecto
afectivo que se relaciona con la autoestima, la cual de acuerdo con Costa y McCrae refiere los
sentimientos positivos o negativos que una persona posee sobre sí misma.

Por su parte, la identidad se refiere a aquellos aspectos o características que permiten diferenciarse
de otras personas y a la vez ubicarse como parte de un grupo ante el reconocimiento de rasgos o
comportamientos que sirven de referencia. La identidad constituye entonces una construcción
personal en tanto involucra el reconocimiento de la singularidad, la unicidad y la exclusividad que
permiten a un individuo saberse como único, pero a su vez, es también y de manera muy importante
una construcción social, en tanto recoge los atributos que una sociedad emplea para establecer
categorías de personas (identidad étnica, identidad de género, identidad nacional, etc.), de manera
que una persona puede identificarse con determinado grupo y diferenciarse de otro. Dicho de forma
más simple, cuando se habla de identidad, se habla de la persona, pero en su pertenencia a un
grupo.

Existen muy diversas formas de definir o entender lo qué es la identidad de una persona. Dentro del
campo de la Psicología, Erickson fue uno de los pioneros al hablar de identidad, refiriéndose a ésta
como una afirmación que manifiesta la unidad de identidad personal y cultural de un individuo. Bajo
tal perspectiva el desarrollo de la identidad es una tarea larga que inicia en la infancia, adquiere gran
importancia en la adolescencia y continúa a lo largo de la vida. Erickson propuso que la identidad se
daba como resultado de tres procesos: biológico, psicológico y social. Sin embargo, aun cuando su
modelo del desarrollo de la identidad fue llamativo y generó controversia en distintos campos, las
diversas connotaciones alrededor del término hicieron que este constructo fuese difícil de
investigar.

Partiendo del sentido personal de continuidad y distinción como factor crucial de la autodefinición,
William James fue uno de los primeros teóricos en considerar estas dimensiones, indicando que una
identidad estable se deriva de la sensación de continuidad que la persona experimenta, es decir, el
saber que se es de una forma constante, y consistente y de hecho, proponía que una falta de esta
sensación de continuidad podía desequilibrar a la persona y alterar su sentido de sí misma. En la
medida en la que una persona experimenta esta continuidad puede diferenciarse del resto. De
manera que es necesario incorporar en la conceptuación de la identidad no sólo su conformación
personal y social, sino también temporal que plasma la idea de continuidad que tiene una persona
a través del tiempo.

Desde la Psicología social, la identidad forma parte de una teoría más amplia que es la del acto
social. La identidad bajo esta perspectiva constituye la dimensión subjetiva de los actores sociales,
es decir, como se perciben y definen los individuos desde sí mismos. De acuerdo con Zavalloni la
identidad tiene que ver con la organización de cada individuo, en torno a las representaciones que
tiene de sí mismo y de los grupos a los cuales pertenece. Cabe aclarar que la identidad hace
referencia a un proceso de diferenciación, es decir, las personas y los grupos se autoidentifican en
función de su diferencia con respecto a otras personas u otros grupos y a su vez hace referencia a
un proceso de integración, que le permite a la persona o al grupo adoptar aquellos aspectos que
desde su experiencia o su pertenencia al grupo le permiten identificarse o sentirse parte de éste. En
este mismo sentido, destaca la propuesta realizada por Tajfel , quien a través de sus estudios sobre
el prejuicio y la discriminación hace evidente la relevancia de los aspectos sociales y define una
identidad social como la conciencia que tienen las personas de pertenecer a un grupo o categoría
social, además del valor que se le da a dicha pertenencia. Bajo esta lógica, las personas pueden
otorgar un valor positivo o negativo a la identidad y por tanto pueden tener una identidad positiva
o negativa también. Lo más importante es indicar que bajo esta aproximación se toman en cuenta
dos elementos, fundamentales en el desarrollo de la identidad, a saber, la relevancia que tiene el
compararse con otros y la competencia social.

Bajo una postura más sociológica, Parsons (1968) refiere que la identidad es un sistema central de
significados de una personalidad individual, que orienta de manera normativa y da sentido a la
acción de las personas. Dichos significados no son meras construcciones arbitrarias definidas por el
individuo, sino que surgen en relación estrecha con la interiorización de valores, normas y códigos
culturales que son generalizados y compartidos por un sistema social. Esto es, la definición que una
persona hace de sí misma no solo deriva de su interacción cotidiana, de cómo se observa y cómo
actúa, sino de todos los aspectos que cultural y socialmente internaliza en torno a su yo. La cultura
entonces se convierte en otro ingrediente fundamental del desarrollo de una identidad en la medida
en la cual el desarrollo de una autodefinición está impregnado de un carácter histórico y social. De
manera que la forma en la cual una persona llega a definirse a sí misma y concibe su propio “yo” no
es un situación estática e inamovible y mucho menos universal, sino que está supeditada a las
condiciones históricas de un momento determinado y a su vez, a la variabilidad intercultural.
Tomando en cuenta las consideraciones anteriores, es posible ahora adentrarse en la conceptuación
y desarrollo de una identidad peculiarmente trascendental en la vida de las personas
indistintamente de su etnia, clase o credo, una identidad que se forja en el entramado de un cuerpo
biológicamente diferente y un conglomerado de valores y significados en torno a éste; la identidad
de género. Tal como la identidad general, la configuración de la identidad de género implica diversas
variables y procesos. Conceptuar el constructo de identidad de género no ha sido sencillo, entre
otras cosas por la confusión conceptual que acompaña al término género. De acuerdo con
Hawkesworth este término en principio tiene al menos 25 usos diferentes, algunas ocasiones se
utiliza como un atributo o características de los individuos, en otras, como características de las
relaciones interpersonales o bien, como un tipo de organización social e incluso una especie de
simbolismo o ideología de la sociedad. De todos estos usos, en algunos se hace evidente la noción
de identidad: (a) Sexo: Diferenciación biológica; (b) Sexualidad: prácticas sexuales y conducta
erótica; c) Identidad sexual: designación de un individuo como heterosexual, homosexual, gay,
lesbiana, bisexual, transexual o asexual; (d) Identidad de género: sentido psicológico de sí mismo
como hombre o como mujer; (e) Rol de género: un conjunto de expectativas culturales específicas
acerca de qué es apropiado para un hombre y para una mujer; (f) Identidad de rol de género: grado
en el cual una persona aprueba y participa de un conjunto de sentimientos y conductas consideradas
como apropiadas para sí mismo en su género constituido culturalmente.
Existe por tanto una conjugación de aspectos en cada una de estas definiciones que lleva a una
aparente contradicción asociada con el constructo de género e identidad, ya que históricamente se
ha asumido que el sexo biológico de una persona responde a su parte masculina o femenina, y por
tanto, cuando se habla de identidad de género, con frecuencia se asume bajo una perspectiva más
biológica, que se hace referencia al sentido personal de ser masculino o ser femenino en función de
determinantes biológicos (características genéticas, morfológicas, fisiológicas y estructurales).

En una revisión reciente, Trew y Kremer (1998) sugieren que se han realizado varias aproximaciones
para el estudio del constructo de género e identidad, las cuales han reflejado que su conformación
implica diversas variables simultáneas. De manera general estos autores agrupan en cuatro grandes
rubros dichas aproximaciones: (a) aproximaciones multifactoriales, que consideran la identidad de
género como una auto categorización en un constructo multifacético que incluye rasgos de
personalidad, actitudes y percepciones de sí mismo; (b) aproximaciones esquemáticas que
consideran la formación y desarrollo del género como un esquema que permite la categorización
del sí mismo; (c) aproximaciones de identidad social que consideran el género como la pertenencia
a un grupo social y con una identidad colectiva, y (d) aproximaciones auto constructivas, las cuales
consideran que los auto conceptos de ser hombres y mujeres difieren en contenido, estructura y
función. Estos autores consideran que existe una confusión entre el aspecto social y el aspecto
psicológico, ya que para algunos teóricos la identidad se enmarcaría en los significados que son
otorgados a hombres y a mujeres, en tanto para otros, la identidad se conformaría a partir del
proceso con el cual hombres y mujeres se definen a sí mismos.

Sin embargo, varios autores han hecho aportaciones importantes en la comprensión del constructo,
por ejemplo, Money y Ehrdardt indican que la identidad de género se define como “la igualdad a sí
mismo, a la unidad y a la persistencia de la propia individualidad como varón, como mujer o
ambivalente”. Bajo dicha postura, la identidad se refiere a cuanto una persona dice y hace para
indicar a los demás o a sí misma, el grado en que es varón o mujer. Por tanto, la relación entre la
identidad y el rol de género es muy estrecha debido a que la identidad de género se convierte en
última instancia en la experiencia personal del rol de género y éste último constituye la expresión
pública de la identidad.

En una visión más integrativa, Rossan hace referencia a la identidad global, pero en su
conceptuación bosqueja la primera noción del género como parte de ésta. Bajo su propuesta, la
identidad es definida como “el complejo conjunto, más o menos integrado de actitudes que la
persona tiene sobre sí misma”. Está conformada por sub identidades, rasgos generalizados y un
sentido de sí mismo (sentimientos o emociones). De acuerdo con la autora, las sub identidades
surgen como resultado de los diferentes roles que los individuos juegan en la sociedad. Estas sub
identidades cambian a través de los contextos y el periodo de vida, sin negar el sentido de
continuidad que emerge de los otros componentes. Aunado a ello, dichas sub identidades son
significativas de acuerdo con la posición específica, es decir, “ser padre” es más significativo que
“ser de la clase media”, en la medida en la que el primer rol requiere de la presencia de un hijo o
hija, con quien se interactúa. El segundo componente se refiere a los rasgos, es decir, las
características del individuo que están asociadas con un rol específico, pero que son comunes en
sus múltiples roles. Finalmente, el tercer elemento se refiere a la parte más profunda de la
identidad, un sentido de sí mismo, que se traduce en los sentimientos y emociones asociadas a estos
roles y características. Cada aspecto incluye tres categorías: (a) nombres (Carlos, Papá, “Pepe”) que
acentúen la unicidad; (b) rasgos o cualidades y competencias (ser prudente, sincero, grosero, etc.)
e (c) imagen corporal (soy gordo, siempre estoy cansado, etc.). Bajo esta conceptuación, una de las
sub-identidades básicas de la cual está compuesta la identidad global es la que se deriva del hecho
de ser hombre o de ser mujer. Esto es, las personas están conscientes de sí mismas en términos de
pertenecer a uno u otro sexo y esta pertenencia se convierte en la base de una identidad de género.

En las últimas décadas ha cobrado énfasis en la psicología la visión multifactorial de la identidad de


género, postura bajo la cual se hace alusión a la relevancia de factores interpersonales que influyen
en el desarrollo de ésta (p.e. Spence. Dentro de las teorías multifactoriales, la identidad de género
se refiere al sentido individual básico de ser hombre o ser mujer, implicando como refiere Spence
una conciencia y aceptación del sexo biológico. Asimismo, la identidad de las personas hace
referencia al conjunto de sentimientos, fantasías y pensamientos, materializados a través de las
conductas y actitudes correspondientes, que tarde o temprano se consolidan en rasgos o estilos de
personalidad y que se manifiestan en los roles a desempeñar como hombre o como mujer, dentro
de la sociedad particular.

Otra postura que prevalece en la cosmovisión actual de la identidad de género, es la que alude a
dicho constructo no como un hecho dado, sino más bien como un proceso inconcluso y sujeto a
múltiples y diversas influencias que ejercen los diferentes marcos de acción dentro de los cuales las
personas se desenvuelven (p.e. Ali, 2003; Baxter, 2002; Dillabough, 2001). Finalmente, la identidad
de género se apoya de manera inicial en la percepción de un dimorfismo sexual (diferencias
anatómicas y fisiológicas) y posteriormente, y de manera fundamental, en el ejercicio reflexivo que
se da dentro de un espacio y sociedad determinada. Pero ¿qué factores se involucran en el
desarrollo de una identidad como hombre o como mujer?
Desarrollo de la Identidad de Género Bajo Diferentes Paradigmas Psicológicos

La investigación psicológica ha tratado de explorar tanto los mecanismos como los factores por los
cuales se da origen al desarrollo de una identidad de género, empero, esta tarea es relativamente
reciente. Prácticamente, en los últimos treinta años, muchas corrientes de la Psicología:
psicoanalíticas, conductuales y cognoscitivas (Chodorow, 1978; Gilligan, 1982; Martin & Halverson,
1981; Mischel, 1973) han hecho insistencia en el proceso de socialización familiar como uno de los
aspectos básicos en la generación de la percepción diferencial entre los géneros e incluso del trato
diferencial y la desigualdad que acompaña a hombres y a mujeres. La socialización supone la
inscripción del individuo en el mundo social a través de la asunción de ciertos roles, características
y comportamientos, ligados a las funciones tradicionales valoradas como inherentes a su naturaleza
sexual. De esta manera, el escenario se organiza sobre una serie de reglas que delimitan el
comportamiento y caracterización de hombres y mujeres reflejándose en el trato diferencial que los
padres y las madres dirigen hacia sus hijos e hijas en relación con su propio sexo, el sexo de sus hijos
y otras características involucradas con el género como es la identidad (Fernández, 1996; Rocha,
2004). Bajo la idea de la socialización como uno de los mecanismos básicos para el desarrollo de una
identidad, encontramos diversas explicaciones teóricas que dan cuenta de este hecho.

Perspectiva Psicodinámica. La postura psicodinámica representada por Freud enfatiza el impacto de


la dinámica familiar en el desarrollo de la identidad genérica del individuo. Bajo esta visión,
particularmente dentro de la teoría de las relaciones objetales, las interacciones que se establecen
entre el infante y el cuidador primario, determinan las primeras bases de la identidad de los
individuos, influyendo en la manera cómo se perciben a sí mismos y entienden su interacción con
otros. Durante la infancia, el niño o la niña incorpora en sí mismo la visión y características del
cuidador, adquiriendo no sólo roles, sino también estableciendo las bases para la estructura
psíquica. La crianza de estos niños parte generalmente de una madre o padre “estereotipado”,
quien establece relaciones diferenciales hacia los hijos y las hijas, por lo cual en ellos se desarrollan
diferentes patrones y características, dependiendo por supuesto del tipo de relación. El proceso de
identificación transcurre de manera diferente para niñas y para niños, las niñas encuentran
similitudes físicas y psicológicas con sus madres lo que lleva a que desarrollen, desde temprana
edad, una identidad en la cual van internalizando parte de la madre en ellas mismas. En el caso de
los niños el proceso es diferente, pues como sugiere Surrey mientras que las niñas definen su
identidad dentro de una relación, los niños lo hacen fuera de ésta, es decir, el proceso parte del
mismo punto, pero no puede llevarse a cabo una identificación plena en tanto no comparten el
mismo sexo que la madre. De acuerdo con la postura psicodinámica convencional, la identificación
del niño con el padre se realizaría por temor y la de la niña por amor. Algunos teóricos (Chodorow,
1978; Surrey, sugieren que los hombres presentan un reconocimiento primario de la diferencia física
entre ellos y sus madres. Y de hecho, las madres enfatizan esta diferencia y se refleja en la
interacción, ya que ellas suelen motivar y reforzar la independencia en los hijos e interactúan de
manera menos cercana con ellos, conversan temáticas más impersonales y fomentan la autonomía
en edades más tempranas. Bajo esta visión, los niños desarrollan su identidad diferenciando su “yo”
de sus madres. En versiones más actualizadas sobre la postura psicodinámica y el desarrollo de la
identidad de género, destaca el trabajo de Wood quien indica que los niños llegan a rechazar o negar
a sus madres con el propósito de definirse, y de acuerdo con la autora, este proceso es enfatizado
en algunas culturas, dentro de los ritos que presentan los adolescentes y posteriormente hay un
rechazo al mundo femenino en general. La separación para lograr una identidad se refleja en la
tendencia masculina a definirse de manera separada de los demás. El impacto de las relaciones
tempranas en el desarrollo de la identidad es sólo el inicio de un amplio proceso de socialización
que se transforma y crece a través de toda la vida en interacción con los otros y en el continuo
monitoreo del propio ser. De esta manera como refiere Wood (1997) conforme los niños crecen
como hombres, elaboran una identidad primaria forjada en la infancia, definiendo sus valores y
vidas en términos de independencia, en tanto las niñas al crecer como mujeres elaboran su
identidad en conexión con los otros, forjando sus valores y sus vidas en términos de las relaciones
interpersonales. Las ideas que se tienen ahora del proceso de identificación difieren muchos de las
de Freud (Grinder, 1998). En general, las propuestas se encaminan a reconocer la importancia del
conocimiento, la motivación y disposición para identificarse con alguien y aprender un rol, dicho de
otra forma, parece involucrar tanto un proceso de aprendizaje como un papel mucho más activo
por parte de quien se identifica.
Perspectiva del Aprendizaje y el Aprendizaje Social. Algunas teorías psicológicas centran su atención
en el papel que juega la comunicación en el desarrollo cognitivo y el aprendizaje de los individuos
como base fundamental para el desarrollo de la identidad de género. Dentro de estas teorías se
encuentra la teoría del aprendizaje social, desarrollada por Bandura y Walters, Lynn (1965) y Mischel
. Esta postura teórica señala que los individuos aprenden a ser masculinos o femeninos a través de
la comunicación y la observación, entre otras cosas, los niños observan a los que interactúan con
ellos y los imitan, observan a sus padres, a sus amigos, la televisión y otros que están alrededor de
ellos. Además, no es el sexo biológico la base de la diferenciación entre hombres y mujeres, sino el
proceso de aprendizaje que se da entre los individuos. Por lo tanto, es el proceso de interacción
entre los adultos y los niños el que permite que éstos últimos adquieran y desarrollen los
comportamientos y características que son asociados a la masculinidad y a la feminidad, y conforme
crecen, continúan imitando aquellas conductas que dan pauta a una comunicación e intercambio
efectivo con los otros. Los padres juegan un papel muy importante, ya que de acuerdo con algunos
autores (Beckwith, 1972; Cherry & Lewis, 1978), desde el inicio son ellos quienes enfatizan las
habilidades sociales necesarias en las niñas y las habilidades físicas necesarias en los niños,
generando un trato diferencial hacia estos. Dicho proceso de reforzamiento continuará a lo largo de
la vida a través de mensajes que fortalecen la feminidad en las mujeres y la masculinidad en los
hombres. A este respecto vale la pena indicar que, en los últimos 20 años, la investigación
psicológica se ha abocado al impacto que tiene el trato diferencial hacia niños y niñas para el
desarrollo de la identidad, los hallazgos han sido trascendentales. De hecho, para autores como
Bussey y Bandura (1992) los comportamientos que de manera diferente dirigen los padres y las
madres hacia sus hijos e hijas, en función exclusivamente del sexo de éstos, resulta uno de los
factores explicativos más importantes alrededor de cómo se adquieren y mantienen las conductas
acordes a la identidad de género.

En un breve repaso de las áreas más importantes en las que se refleja el trato diferencial hacia niños
y niñas por parte de padres y madres, Bussey y Bandura detectan que en Norte América una de las
áreas principales que presentan una clara diferenciación es en la de la tipificación, es decir, que los
padres y las madres favorecen en sus hijos e hijas el desarrollo de actividades estereotipadas
genéricamente. De hecho, sugieren que los padres (varones) pueden llegar a tener un efecto más
grande que las madres en el comportamiento diferencial hacia los hijos e hijas. Dentro de las áreas
en las cuales se producen los mayores niveles de trato diferencial destacan aquellas vinculadas
directamente a la tipificación social del género, la de la disciplina y la de expresión de afecto (ver
Lytton & Romney, 1991). Asimismo, estudios clásicos dentro del área (p.e. Fagot & Kavanagh, 1993;
Smith & Daglish, 1977; Snow, Jacklin, & Maccoby, 1983), indican que en general existe un ejercicio
de mayor presión sobre la conducta de los niños varones que sobre las niñas, esto es que existe un
mayor control sobre los hijos que sobre las hijas. Aunado a ello, las mamás y papás muestran más
reacciones negativas hacia los hijos del mismo sexo y son más permisivos (as) con los del sexo
contrario (Noller, 1978). En términos de la interacción, se observa que en el núcleo familiar se
produce un mayor número de interacciones con las hijas en comparación con los hijos e incluso,
madres y padres tienen un mayor acercamiento hacia las hijas que hacia los hijos (Noller, 1978).
También se observa que los padres varones suelen ser más dominantes, autoritarios y proporcionan
mayor nivel de instrucción cuando se encuentran con un niño, mientras que hacia las niñas
muestran menos atención, hay mayor frecuencia de precauciones, opiniones y propuestas (p.e.
Bronstein, 1984). En el caso de las madres, éstas dirigen más afirmaciones de apoyo hacia las niñas
y más afirmaciones de autoafirmación hacia los niños. Prácticamente los niños son percibidos como
que necesitan recibir más motivación para ser independientes en tanto las niñas son percibidas en
el sentido que necesitan mayor apoyo verbal, cercanía y dependencia (Leaper, 2000; Leaper,
Anderson, & Sanders, 1998). Todos estos hallazgos han sido corroborados en un estudio realizado
con población mexicana al analizar la interacción de padres y madres con hijos e hijas en diferentes
situaciones de juego (Rocha, 2004). Finalmente, dentro las áreas de trato diferencial destaca el
favorecimiento del juego tipificado encaminado a fomentar una identidad de género, ya que los
patrones observados en las investigaciones indican que las madres suelen permitir más
frecuentemente que las hijas jueguen con juguetes o en actividades “equivocadas” (en términos de
su rol e identidad) y a la vez que los padres suelen reprender más a las niñas que a los niños por
tocar los objetos “equivocados”, por ejemplo: correr o saltar (Langlois & Downs, 1980). En conjunto,
padres y madres socializan a los hijos e hijas no sólo a través del reforzamiento o castigo de ciertos
patrones conductuales y características, sino también y de manera importante a través de la
convivencia cotidiana. A este respecto en un estudio previo (Rocha, 2004) se encontró que un factor
mediador entre la demanda de las situaciones tipificadas y las características individuales de los
niños y las niñas, es justamente el tipo de rasgos y estereotipos vinculados al rol de género que
poseen padres y madres. De manera que como sugiere el interaccionismo simbólico, la identidad
surge en el proceso de las relaciones sociales, en el cual se da un intercambio entre las respuestas
que las otras personas ofrecen al comportamiento propio, así como los efectos que el
comportamiento propio tiene en la conducta de los demás.
Perspectiva Cognitiva. Existe otro grupo importante de teorías que se abocan en la importancia del
desarrollo cognoscitivo, enfatizando que, en el proceso de adquisición y desarrollo de una identidad
de género, la persona no juega un papel pasivo, como parecería lo deja entredicho la teoría anterior,
por el contrario, el niño o la niña asumen un rol activo en el desarrollo de su propia identidad. De
acuerdo con Wood (1997) los niños utilizan a los demás para definir su persona, pues tienen un
enorme deseo de ser tan competentes como el resto, lo cual implica conocer la manera cómo se
desempeñan cada uno dentro de la sociedad. Dentro de los teóricos que se han adentrado en este
campo encontramos a Gilligan (1982) y Piaget (1965) quienes han ofrecido modelos de cómo los
niños desarrollan una visión genérica de ellos mismos y de sus relaciones. Bajo tales posturas el niño
o la niña reconoce su género y actúa con respecto a éste: (a) diferenciando los géneros; (b)
asociando los comportamientos familiares y culturales que le son transmitidos; (c) reconociendo su
propio género; actuando en función de ello.

Implicado en el proceso de internalización e identificación de los comportamientos y valores


asociados al propio género aparece el lenguaje. Tal como Wood (1997) propone, la comunicación
constituye una de las vías a través de las cuales los niños aprenden a discriminar entre lo que es
apropiado y lo que no, atravesando por distintas etapas para desarrollar su identidad de género.
Desde el primer año hasta los 2 o 2 años y medio, buscan etiquetas que otros usan y que a ellos les
permiten describirse (p.e. ¡niño!, ¡niña!, etc.) después empieza un estado activo de imitación, en el
cual los niños aprenden a usar su rudimentario entendimiento del género para jugar ciertos papeles
y entablar una comunicación y una serie de conductas que piensan van de acuerdo a las etiquetas
que han recibido y aprendido. A la edad de 3 años como lo menciona Campbell (1993) los niños
desarrollan una constancia de género, es decir hay cierta comprensión por parte de los niños de que
el género es relativamente permanente, de manera que tanto niños como niñas saben que el
pertenecer al sexo femenino/ masculino o ser niñas/niños (biológicamente hablando), no puede
variar. Por lo tanto, desarrollan una motivación interna muy grande por adquirir las características
necesarias que les permitan ser competentes entre el sexo que les corresponde. Buscan identificar
las conductas y actitudes de los otros “masculinos” o “femeninos” para representarlas ellos mismos.
Bajo dicha lógica la figura del modelo como tal se vuelve importante en esta transmisión de
información acerca de ese género. Finalmente es en la interacción con los padres y las madres, que
los niños y las niñas moldean su comportamiento y características de acuerdo a los aspectos que
culturalmente son valorados, enseñados y reforzados. Posteriormente su búsqueda será
permanente y activa a lo largo de la vida.

Sin embargo, lejos de lo que durante mucho tiempo se asumió, la socialización no solamente tiene
cabida en la infancia, en realidad, los seres humanos enfrentan una socialización permanente y
dinámica, cuyos objetivos fundamentales siguen siendo los mismos a través de toda la vida:
homogeneizar y diferenciar. Homogeneizar en tanto se pretende que la persona desarrolle y ejecute
las características que le permitirán ubicarse dentro de un grupo determinado, y diferenciar, bajo el
propósito de establecer la línea divisoria entre las características y rasgos que configuran a una
persona (grupo) en relación a otra (grupo).

La Teoría Multifactorial de la Identidad de Género. Finalmente, una perspectiva teórica que ha sido
acogida en las últimas décadas es la que deja entrever la complejidad y multifactorialidad de la
identidad de género como un constructo psicológico. Hacia la década de los setenta surge una
tendencia por explicar lo que podría englobarse bajo la denominación general de la tipificación
sexual o de género. Dentro de tales aportaciones destaca la propuesta realizada por Block (1973)
quien elabora un marco integrador de seis etapas, que van desde las vagas nociones de lo que puede
significar la identidad de género durante la infancia, hasta las que suponen la idea estructurada de
un rol que encaja con el concepto de androginia psicológica propuesto por Bem (1974). Este
concepto, hace alusión a la posibilidad de poseer al mismo tiempo características socialmente
vinculadas a la feminidad y a la masculinidad lo cual rompe la visión de estas dimensiones como
polos opuestos y excluyentes. En esta misma lógica, Pleck (1975) propone tres fases en el proceso
de identificación genérica, estableciendo una primera fase caracterizada por la confusión del propio
género, una segunda fase en las que los individuos muestran una aceptación de los parámetros
sociales en tanto reglas y normas relacionados con cada sexo y finalmente, una tercera fase,
centrada nuevamente en el concepto de androginia (Bem, 1974).

En la década de los ochenta, bajo el modelo del procesamiento de la información, algunos autores
(Martin & Halverson, 1981; Martin, Wood, & Little, 1990) sugieren que la formación de los
estereotipos “sexuales” es el mecanismo principal de lograr la identificación de cada individuo con
un grupo determinado, formando parte cotidiana del desarrollo cognitivo de los individuos. Dentro
de dicho planteamiento, aparece el concepto de “esquema” como una forma de explicar la manera
en la cual toda esta información es almacenada y utilizada en el cerebro. Bajo tal perspectiva, Bem
(1981) desarrolló la “teoría del esquema de género”, en la cual alude que las personas no sólo
difieren en términos de las características referidas a los aspectos deseables e indeseables en cada
sexo (lo masculino y lo femenino), sino también en cuanto al tipo de estructuras cognoscitivas
encargadas de codificar y procesar la información proveniente de la realidad de género. De esta
manera, las personas que más rasgos socialmente deseables y congruentes a su sexo biológico
poseen, es más factible que tengan un esquema mental rígido en tanto aquellas personas que no
poseen rasgos estereotipados (indiferenciados) o bien tienen una mezcla tanto de lo femenino
como de lo masculino (androginia) serán menos esquemáticas. De acuerdo con la autora, la
androginia favorecería una mayor salud mental. A este respecto vale la pena mencionar que, en
México, Díaz-Loving, Rocha y Rivera (2007) realizaron un estudio en el que evaluaron el impacto de
diferentes combinaciones de rasgos masculinos y femeninos en relación con diversos indicadores
de salud mental, detectando que efectivamente la androginia constituye un mejor predictor de
salud en relación a variables como depresión, ansiedad, soledad, trastorno de personalidad
antisocial y disforia entre otros. No obstante, es necesario destacar que lo anterior es válido en la
medida en la cual se hace referencia a una androginia positiva, esto es, cuando las personas
incorporan como parte de su identidad de género, rasgos positivos de lo que socialmente se ha
establecido como masculino y femenino, pues también puede existir una androginia negativa que
recoge los lados oscuros de ambas dimensiones.

Hacia los años noventa surge una propuesta multifactorial como tal, en la que se arguye la
pertinencia de un enfoque teórico que relacione los auto conceptos de masculinidad y feminidad
con la identidad de género, tal teoría fue elaborada por Spence (1993) quien señala que en la medida
que la identidad personal se hace consciente, necesita del ropaje de la masculinidad y la feminidad,
pues dichos aspectos enfatizan aquello que socialmente se establece como pertinente y
perteneciente a cada sexo. La identidad de género es vista como un constructo multifactorial en
tanto obedece a múltiples variables a través de los individuos y las culturas. Implica un proceso de
socialización continuo y permanente a través de la vida, en el cual se internalizan los estereotipos y
los roles asignados socialmente a hombres y a mujeres, traduciéndose en la ejecución de un
comportamiento diferencial y en la posesión de características diferentes. De manera general, la
identidad implicaría algo más que la posesión de características diferenciales, incorporaría aspectos
comportamentales, elementos cognitivos y motivacionales que en conjunto darían significado al
sentido de sí mismo de cada persona en el contexto de una cultura dada. En México, Rocha (2004)
realizó un estudio con hombres y mujeres adultos para corroborar de manera empírica la propuesta
teórica multifactorial desarrollando un inventario culturalmente sensible (Inventario Multifactorial
de Género, Rocha, 2004) integrado por cuatro variables fundamentales de la identidad de género
(roles, rasgos de masculinidad feminidad, estereotipos de género y actitudes hacia el rol de género)
y explorando su interconexión. De manera sucinta puede rescatarse que dicho estudio hizo evidente
la manera en la que se configuran diferentes conductas, cogniciones, motivaciones y rasgos para
dar lugar a variadas formas de identificación de género, encontrando que no sólo en cuanto a rasgos,
sino en términos de identidades las personas pueden ser más ó menos andróginas, positivas ó
negativas, estereotipadas ó no estereotipadas en cuanto al tipo de rasgos y comportamientos que
se atribuyen. Aunado a ello, se detectó la interdependencia que guardan todos estos componentes
para dar lugar al sentido de congruencia y continuidad de las personas, aspecto fundamental en el
proceso de identidad. Lo anterior, en tanto se observó la predominante consonancia entre el tipo
de rasgos, conductas, motivaciones y cogniciones que las personas poseían más que en función del
sexo biológico, en función de su propia autodefinición. Y finalmente se hizo evidente la relevancia
del momento histórico y social, ya que tras realizar los procedimientos de validación de las escalas,
las dimensiones o factores que fueron derivados de cada una y las puntuaciones obtenidas en las
mismas por hombres y mujeres, hicieron énfasis en lo que otros investigadores han mencionado
sobre la transición y el cambio en cuanto a la identidad de los hombres y las mujeres en el contexto
de la cultura mexicana (Díaz-Guerrero, 2003; Díaz-Loving, Rivera, & Sánchez, 2001; Valdez, Díaz-
Loving, & Pérez-Bada, 2005) y en diferentes culturas (p.e. Barbera & Moltó, 1994; Burín & Meler,
1998; Diekman & Eagly, 1999; Fernández, 1996).

Lo anterior tiene una relevancia vital en términos de comprender que el determinismo biológico no
es suficiente para hablar del desarrollo de una identidad de género en las personas, pues en gran
medida los estereotipos que matizan dichas identidades varían de cultura a cultura y, dentro de
cada cultura, están sujetos a las transformaciones sociales. De esta forma, cuando se habla del
desarrollo de una identidad genérica, no sólo debe pensarse en el proceso de socialización como eje
fundamental de dicha identidad, sino también en otra serie de procesos que se vinculan
directamente con la cultura. Uno de estos procesos que resulta fundamental en la adquisición de
los estereotipos de género por parte de las personas es lo que se conoce como endoculturación,
esto es, el proceso a partir del cual la gente absorbe la información sin darse cuenta por medio del
lenguaje y otros símbolos. Tal como lo señaló Díaz-Guerrero (1972), el lenguaje y los símbolos que
se congregan en los mitos, los refranes y el bagaje cotidiano – reflejo de la cultura – son cruciales
en la conformación de las normas y reglas que rigen el comportamiento humano.

Sin embargo, pese a que la socialización y la endoculturación son dos vías fundamentales para
transmitir la información que configura las identidades de género, existen otros factores
fundamentales. Desde hace dos décadas, la psicología se ha interesado en los determinantes
actitudinales de los comportamientos diferenciales entre hombres y mujeres (Deaux & Lewis, 1984;
Sutherland & Veroff, 1985). Algunas pautas importantes han sido señaladas en relación con la
permanencia de estereotipos y comportamientos estereotipados. A saber, la variable sexo tiene un
impacto importante en relación con el grado de estereotipamiento y comportamiento
estereotipado que presentan las personas, ya que en términos generales los hombres suelen tener
una visión más estereotipada que las mujeres, incluso el estereotipo masculino es mucho más rígido
que el femenino (Fernández, 1996). Lo anterior no es resultado de la biología, sino como lo refieren
Burín y Meler (1998) resultado de la presión social que resulta diferencial para ambos géneros.
Aunado a lo anterior, la edad resulta otro factor crucial, no como marcador biológico, sino como
marcador social. De acuerdo con varios autores (Fernández, 1996; Galambos, Almeida, & Petersen,
1990; Ussher, 1991) es en función del ciclo vital, que los roles y estereotipos de género tradicionales
parecen sufrir modificaciones importantes, lo que repercute directamente en el tipo de identidad
de género que desarrollan las personas. En términos generales, conforme las personas avanzan en
edad parecen volverse más flexibles en los roles que juegan, y las convicciones estereotipadas que
tienen alrededor de los hombres y de las mujeres decrementan. Lo anterior se explica entre otras
razones por las implicaciones sociales que se enfrentan al tener cierta edad; así cuando una mujer
enfrenta cambios drásticos como la menopausia y cambios sociales que coinciden con ésta (Ussher,
1991) por ejemplo la independencia de los hijos (“nido vacío”), pueden implicar una transformación
en el rol de la mujer como madre y cuidadora del hogar, lo que lleva a una revaloración de su
identidad.

Existen, además, otras consideraciones en torno al desarrollo de la identidad de género. De acuerdo


con Rossan (1987) hay un conjunto de variables que impactan la manifestación de determinada
identidad. En primer lugar, hace referencia a las expectativas, indicando que una persona en
relación con otra, puede evaluar de manera diferente el mismo conjunto de comportamientos y
características, dando prioridad a un tipo de identidad. Una siguiente variable es la de la
comparación social. Como lo han indicado otros autores (p.e. Festinger, 1954; Rosenberg, 1982) el
comparar nuestra conducta con la de otros puede generar modificaciones importantes en la misma.
Por ejemplo, si una persona observa que un compañero de trabajo es empático, externa sus
sentimientos, comparte la emoción de otros, etc., y esto promueve que todos se lleven bien con tal
colega, la persona que evalúa tal situación puede comparar su conducta con dicho parámetro y
evaluar qué es más benéfico. De esta manera, la identidad de género que desarrollan las personas
puede verse editada en función de la comparación y evaluación de los costos y beneficios que se
obtienen al poseer rasgos determinados y ejecutar conductas específicas. Seguidamente, una
tercera variable que resulta importante, es la interpretación personal de los propios cambios físicos
y fisiológicos que ocurren a través de diferentes momentos de la vida. Lo anterior en términos de
que dichos cambios pueden tener diferentes significados acotados por el entorno sociocultural.
Dependiendo del contexto, los significados y consecuencias de determinados rasgos y
comportamientos pueden ser positivos o negativos, por lo que la cultura se vincula directamente
con esta interpretación y evaluación. Por último, debe tomarse en consideración la influencia que
tienen variables como la raza, el nivel educativo, el nivel socio-económico, la participación en la
fuerza laboral, etc., pues se han detectado cambios importantes en la identidad de género de las
personas en función de estas variables (p.e. Barbera, 1991; García & Oliveira, 1994; Katz, 1986).

En resumen, el desarrollo de la identidad de género es un proceso complejo, dinámico y


multifactorial, que involucra no una, sino múltiples variables tanto culturales, sociales e individuales.
En gran medida, la socialización y la endoculturación juegan un papel muy importante pero no son
los únicos factores que intervienen. La identidad no es una tarea de la infancia sino un proceso
continuo y permanente, sujeto a los cambios que observamos en los otros, a los contextos sociales,
a las experiencias individuales y por supuesto vinculadas también a los costos y ganancias que se
desprenden de ésta.

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