Octavio Paz - Sor Juana Ines de La Cruz o Las Trampas de La Fe 331 477
Octavio Paz - Sor Juana Ines de La Cruz o Las Trampas de La Fe 331 477
Octavio Paz - Sor Juana Ines de La Cruz o Las Trampas de La Fe 331 477
MUSA DECIMA
Los poemas religiosos de sor Juana son pocos, apenas dieciséis: siete
romances, cuatro glosas y cinco sonetos. No cuento un poemilla en latín y
su traducción al español, dos versiones latinas de una décima ajena y una
traducción al castellano de una plegaria. Menos de la mitad de los poemas
de amor y una décima parte del conjunto de sus poemas. Un examen más
atento revela que casi todos son composiciones de circunstancias:
homenajes a un pintor que ha pintado una imagen de la Virgen o a un poeta
que ha cantado su aparición en el cerro del Tepeyac, sonetos y glosas
enviados a certámenes y concursos con temas devotos, un soneto “sacro”
que es más bien de índole moral y, en fin, poemas escritos para ser recitados
en ceremonias eclesiásticas (fiestas de la Encarnación, Navidad, San José,
San Pedro). El poema en latín y las cuatro versiones son ejercicios. Así,
quedan sólo tres poemas. Son tres romances de amor a Dios. No fueron
publicados en vida suya; Castoreña y Ursúa los incluyó entre los póstumos
que formaron la Fama de 1700. Algunos críticos pretenden que estos tres
romances fueron escritos después de 1690 y que anuncian la conversión de
1693. Afirmación imprudente: cualquiera que sea la fecha de esos poemas,
debe repetirse que hasta 1692 sor Juana se mantuvo firme ante las presiones
de Núñez de Miranda y los otros prelados que la conminaban para que
abandonase las letras; en 1693 cedió y desde entonces hasta su muerte, poco
después, no volvió a escribir una línea. Pero es indudable que los romances
son suyos: tienen una relación muy estrecha con sus poemas de amor
profano y también con sus ideas teológicas.
Se ha dicho muchas veces, unas con escándalo y otras con unción, que
el lenguaje de la poesía mística, sobre todo el de la española, es
indistinguible del de la poesía erótica profana. Menéndez Pelayo lamentó
que Santa Teresa incurriese en expresiones que figuran en “las coplas de
amor del Comendador Escrivá y otros trovadores palacianos del siglo xv”.
El difunto W. A. Auden, que seguramente no había leído a Menéndez
Pelayo (probablemente tampoco a Santa Teresa), también se escandalizó
por las expresiones excesivamente sensuales de San Juan de la Cruz y
reprobó la impía confusión entre el éxtasis divino y el acto sexual. Los
escrúpulos de Menéndez Pelayo y los de Auden no son realmente cristianos
sino platónicos. Los primeros textos místicos de Occidente son posteriores a
los de Oriente y no fueron obra de autores cristianos sino de neoplatónicos
como Numenio y Plotino; en ellos era natural la separación tajante entre el
cuerpo y el alma.160 Pero el cristianismo, al adoptar la filosofía platónica,
no adoptó su condenación del cuerpo, como lo demuestra, por ejemplo, la
doctrina de la resurrección de la carne y la del “cuerpo glorioso”. El
misticismo cristiano, aunque derivado del platónico, encontró en la poesía
erótica profana una mina de imágenes y asociaciones. La lectura del Cantar
de los cantares como un texto místico hubiera sido imposible si el
cristianismo, a la inversa del platonismo, no hubiera sido una religión de
encarnación. La acentuada coloración erótica de nuestra poesía mística no
es, por lo demás, una exclusiva de Occidente: lo mismo ocurre con la
mística sufí y con la bakthi de la India.
Los poemas de amor divino de sor Juana continúan esta tradición. El
romance 58 “califica de amorosas todas las acciones de Cristo”, sobre todo
en el supremo sacramento de la comunión. No es extraño que lo llame
“Amante dulce” y diga que “ha entrado en persona” en ella; es notable, sí,
que la mayoría de esas imágenes prolonguen las de sus sonetos eróticos más
conocidos. Sor Juana llama Divino Imán a Cristo y en el soneto 165 su
amante imaginario también es un imán que atrae con su gracia. El amante
del soneto 164 es un celoso que, para su mal, no puede ver el corazón de la
que lo adora; Cristo, en cambio, entra en ella:
pregunto: ¿es amor o celos
tan cuidadoso escrutinio?
Que quien lo registra todo,
da de sospechar indicios.
Pregunta “bárbara”: el “Lince Divino”, a la inversa del amante humano,
penetra en los corazones y para Él “son patentes las entrañas del abismo”.
Cristo ve y toca el corazón de su amada sin necesidad de que ese órgano
salga, deshecho en lágrimas, por sus ojos. No duda ni siente celos: ama... El
romance 57 combina, sin mucha originalidad pero con eficacia, los motivos
tradicionales de la lucha interior. Testigo y actor a un tiempo: De mí misma
soy verdugo / y soy cárcel de mí misma. Dividida entre lo alto y lo bajo,
contempla cómo
La virtud y la costumbre
en el corazón pelean,
y el corazón agoniza
en tanto que lidian ellas.
El romance 56 ha sido muy citado y comentado pues contiene un pasaje
—ya lo examiné en la Segunda Parte de este libro— en el que se refiere a
otro amor, un loco amor profano, “bastardo y de contrarios compuesto”, ya
desvanecido por su misma impura naturaleza. Pero el poema es digno de
interés por otra razón. Como en el 57, abundan en este romance las
expresiones de autocastigo y las paradojas que hacen oficio de látigos
retóricos: “yo misma soy verdugo de mis deseos”, “muero a manos de la
cosa que más quiero”, “el amor que le tengo es el motivo de matarme” y
otras semejantes. ¿Y cuál es la causa de todos estos tormentos que ella se
inflige a sí misma? El culpable deseo de ser amada:
Tan precisa es la apetencia
que a ser amados tenemos,
que, aun sabiendo que no sirve,
nunca dejarla sabemos.
Lo mismo en los poemas de amor profano que en los de amistad
amorosa, sor Juana sostiene que el amor más alto es aquel que no pide
correspondencia. Esta idea la distingue de los que, como Ficino, afirman
que el amor perfecto es el correspondido. El filósofo florentino dice que el
amor a Dios es el mejor porque al amarlo no hacemos sino corresponderle,
muy pobremente por cierto, el inmenso amor que nos tiene. Pero sor Juana,
que ha dicho lo contrario en sus poemas de amor, en este “romance a lo
divino” repite con mayor énfasis aún que la correspondencia no sirve y, en
otro pasaje, que no añade nada. Estas expresiones, referidas a Dios, son
graves: ¿cómo fueron leídas? No en su sentido propio sino como paradojas,
hipérboles y conceptos: su siglo había abusado de la agudeza. La
concepción de la no-correspondencia reaparece en la argumentación de su
único escrito teológico, la crítica al padre Vieyra: el favor más grande que
puede hacernos Dios, su mayor fineza, es no hacemos ningún favor. La
doctrina de los “favores negativos” es el equivalente, en el nivel teológico,
de la del amor perfecto que no busca correspondencia. Hay un claro
paralelismo entre su idea del amor —el divino y el profano— y su
concepción de la relación entre Dios y sus criaturas.
Estas paradojas, para llamarlas así, rozan la herejía. Hay un eco del Dios
aristotélico que, siendo la plenitud del ser, no necesita ser amado ni es capaz
de amar. Según Dodds, uno de los rasgos distintivos del misticismo de
Plotino es el carácter unilateral y no recíproco del éxtasis: “El alma aspira al
Uno, desea fundirse con él, pero el Uno no experimenta un deseo recíproco
porque desear es la marca del ser incompleto, la señal de la insuficiencia.”
Aunque Plotino fue leído en los siglos XVI y XVII, no es fácil saber si sor
Juana lo conoció directamente; no importa: frecuentó autores
profundamente influidos por el neoplatonismo. La diferencia —una
diferencia enorme— es que sor Juana traslada la autosuficiencia divina a la
criatura. Esta idea, opuesta a la concepción central del cristianismo, impone
una exigencia heroica y propiamente sobrehumana a la criatura: amar sin
buscar reciprocidad es un heroísmo que no es humano sino divino. Llevada
a sus más extremas y rigurosas consecuencias, la no-correspondencia como
perfección del amor equivale a una tentativa de autodivinización. Los
escritos de sor Juana no dejan traslucir esto: quizá ella misma no se dio
cuenta del alcance de su idea.
En el romance que comento sor Juana hace una confesión que atempera
el rigor de su doctrina. El amor no necesita correspondencia pero nosotros
la buscamos:
Que corresponda a mi amor,
nada añade; mas no puedo,
por más que lo solicito,
dejar yo de apetecerlo.
Si es delito, ya lo digo;
si es culpa, ya lo confieso...
La apetencia que tenemos de ser amados es una imperfección de nuestra
naturaleza, una falta, en el sentido original de la palabra. Deseamos porque
nos falta ser: el deseo es la señal de nuestra insuficiencia. Los poemas de
amor profano no aluden a esta imperfección pero el romance de amor
divino sí admite que la natural apetencia de ser amado se convierte en
culpa, castigo y dolor. A la criatura imperfecta no le basta con amar; por eso
sufre y sufrirá: dejará de sufrir cuando ame sin esperar correspondencia.
Entonces, en un goce indescriptible, bastará con cerrar los ojos para ver, con
los ojos del alma, la imagen del amado. La imagen: la idea. Sor Juana nos
da a entender implícitamente que, a pesar de la imperfección de la criatura,
unos pocos trascienden la limitación del desear ser amados. Esos pocos son
los santos y, en el caso de los amores humanos, los amantes heroicos y
puros. Aunque ella no lo dice con todas sus letras, insinúa que hay un punto
en el que el amor humano y el divino se cruzan: el estado perfecto del que
ama sin esperanza de correspondencia.
Sor Juana altera radicalmente la situación de la criatura: afirma la
posibilidad heroica de la autosuficiencia. Por otra parte, si el amor perfecto
no necesita correspondencia, se atenúa el otro extremo de la relación
amorosa: la persona amada, sea ésta un ser humano o la Divinidad. El otro
—o el Otro— se retira a un cielo inaccesible; no cesa de existir pero su
presencia se adelgaza hasta volverse una claridad, una inmóvil
transparencia que no podemos tocar y a la que adoramos sin saber siquiera
si nos oye. La noción tradicional del otro sufre un cambio no menos radical
que la de criatura. De una y otra manera sor Juana ensancha los límites de la
libertad humana y, así, insensiblemente, reduce el ámbito de la gracia
divina. Dios nos ha hecho libres, parece decimos a través de todas estas
paradojas y agudezas, y el favor más grande que nos hace es dejarnos en
libertad. O sea: nos favorece con su indiferencia. No lo dice asi, por
supuesto, pero esto es lo que diría si se tradujese a términos actuales su
pensamiento. Naturalmente, no hay que caer en la tentación de convertirla
en un espíritu moderno: sor Juana no es nuestra contemporánea. Pero no es
una persona simple y hecha de una pieza: es un ser complejo y dramático,
en lucha con su mundo y con ella misma. No ignora nuestra nativa
imperfección, nuestra original falta de ser. Sabe que somos criaturas caídas
pero sabe también —viejo saber más estoico que cristiano— que sólo el
esclavo puede hablar con autoridad de la libertad.
La doctrina de la no-correspondencia como la perfección del amor es el
complemento filosófico de los poemas en que se presenta a la pasión
amorosa como la persecución de una forma fantasmal. Según esos poemas,
el amor es una loca carrera que no cesa sino hasta que el enamorado
interioriza la imagen deseada. El amor es una actividad solitaria, imaginante
y autosuficiente; también es un proceso de purificación: la imagen se refina
hasta volverse impalpable y radiante, como los espíritus y las inteligencias
angélicas. La exacta contrapartida intelectual de esta experiencia poética de
purificación es la doctrina del amor no-recíproco y la de los favores
negativos. La sombra, la ficción, la imagen perseguida y siempre esquiva,
adquieren plenitud de sentido —estuve a punto de escribir: cobran cuerpo—
apenas se integran en la teoría de la no-correspondencia. Son piezas del
mismo rompecabezas. La figura que dibujan todas esas piezas se llama
soledad. También se llama autosuficiencia y su tercer nombre es libertad. El
primero es existencial, el segundo ontológico y el tercero moral. Son las
tres etapas de su camino hacia la realización íntima.
Los críticos se han referido con frecuencia a una “doctrina del amor” de
sor Juana. Pero esa doctrina, si se le puede llamar así, no está, como repiten
esos mismos críticos, en los romances y sonetos donde expone una aburrida
casuística erótica: se encuentra, dispersa y no del todo formulada, en los
poemas profanos y sagrados que he mencionado. Dispersión no es
incoherencia ni falta de unidad. Al contrarío: la coherencia y la unidad,
admirables, de esos poemas se debe a que fueron la respuesta a necesidades
psicológicas e intelectuales. Entre ellas se encuentran su condición de
reclusa y otras particularidades de su carácter y de su mundo pero,
asimismo, la necesidad de trascender esas circunstancias y justificar su vida
y su vocación. He señalado muchas veces su timidez frente a la autoridad,
su respeto a las opiniones establecidas, su temor ante la Iglesia y la
Inquisición, su conformismo social. Todo esto no fue sino la mitad de su
persona, la más externa. La otra mitad fue su profunda decisión de ser lo
que quería ser, su búsqueda paciente y subterránea de una autosuficiencia
psíquica y moral que fuese el fundamento de su vida y su destino de poeta e
intelectual. La obstinación con que se empeñó en ser ella misma, su
habilidad y su tacto para sortear los obstáculos, su fidelidad a sus voces
interiores, la secreta y orgullosa terquedad que la llevó a inclinarse pero no
a quebrarse, todo esto no fue rebeldía —imposible en su tiempo y en su
situación— pero sí fue (y es) un ejemplo del buen uso de la inteligencia y la
voluntad al servicio de la libertad interior.
En las antiguas ediciones de Quevedo, los poemas aparecen divididos
según sus temas, cada grupo bajo la advocación de una musa. Polimnia es la
patrona del segundo grupo y “canta poesías morales, esto es, que descubren
y manifiestan las pasiones y costumbres del hombre, procurándolas
enmendar”. Sucinta definición que muestra con claridad el doble carácter de
estas composiciones: descubrir la interioridad humana y aleccionar. Los
poemas morales oscilan entre, la introspección y la crítica del mundo y sus
crímenes, entre la descripción de los afectos e inclinaciones y el aviso del
inevitable castigo de las faltas. Es un género que colinda, en uno de sus
extremos, con el ejemplo ético y, en el otro, con la sátira. La poesía moral
fue popular en el siglo XVII y en ella se distinguieron todos nuestros
grandes poetas. Se escribieron poemas morales en todas las formas:
romances, glosas, décimas, silvas, octavas, tercetos, sonetos. Fue un género
afín al genio barroco y a sus expresiones típicas: la agudeza, la sentencia, el
emblema, el memento morí. En la obra de sor Juana, que cultivó casi todas
las formas poéticas de su tiempo, no podían faltar los poemas morales. Son
una suerte de contrapunto reflexivo de sus poemas de amor y de sus
canciones para cantar y bailar. La reflexión moral y moralizante se prestaba
a su temperamento: la melancolía la llevaba a interrogarse, la inteligencia a
presentar sus ideas y experiencias en conceptos y sentencias, el humor a
reflejar en sus poemas el lado a un tiempo grotesco y absurdo de las
pasiones.
El romance 2 es un buen ejemplo de las virtudes y defectos del género
y, también, de sor Juana. El título es pintoresco pero exacto: “Acusa la
hidropesía de mucha ciencia, que teme inútil aun para saber y nociva para
vivir.” El arranque es de lo mejor y ya lo cité al fin de la Cuarta Parte:
Finjamos que soy feliz, / triste pensamiento, un rato... El tono recuerda al
romance de Lope: A mis soledades voy, / de mis soledades vengo... La
misma convención rige a los dos poemas: un saber que se asume
inmemorial, hijo de la vida y no de los libros, expresado en fluidas y
sentenciosas cuartetas con cierto sabor rústico. El romance de sor Juana se
desliza en variaciones sobre la funesta diversidad de los pareceres hasta que
llega, previsiblemente, a la pareja que era el prototipo de esa multiplicidad:
el risueño Demócrito y el lloroso Heráclito. Después de una veintena de
versos reiterativos, el romance recobra el brío. Del lamento por la variedad
de opiniones pasa al vituperio del mucho saber y al elogio de la sana
ignorancia:
¡Qué feliz es la ignorancia
del que, indoctamente sabio,
halla de lo que padece,
en lo que ignora, sagrado!
Unamuno comentó, en una carta a Reyes, dos líneas: si es para vivir tan
poco, / ¿de qué sirve saber tanto?, diciendo que sor Juana debería haber
escrito: si es para saber tan poco, / ¿de qué sirve vivir tanto? Pero el saber
a que alude Unamuno es el saber de las cosas primeras y últimas, mientras
que el de sor Juana es el libresco, esa “mucha ciencia” a que se refiere el
título y que es nociva acumulación de noticias, saber inútil para saber lo que
de veras importa, saber que estorba para vivir. La ignorancia que admira sor
Juana (en su romance: no en la realidad de su vida) no es la docta
ignorantia de Nicolás de Cusa, resultado del mucho saber y el mucho
pensar, sino la del lugareño, que compensa su no-saber con una cuerda
resignación. Elogio de la ignorancia que sólo podía hacer un docto y que
termina con esta paradoja: Aprendamos a ignorar, / pensamiento, pues... El
romance es un poco largo y la filosofía un poco corta.
Algunos de los sonetos morales cuentan entre sus obras más logradas.
El mejor es el 145, que figura con justicia en todas las antologías. Es una
construcción verbal perfecta: el primer cuarteto, brillante y conceptuoso, es
una frase completa que se desdobla en otra no menos redonda: el segundo
cuarteto; los seis versos de los tercetos son seis frases, una enumeración que
crece en intensidad hasta disiparse en la frase final que repite —
mejorándolo levemente— un célebre endecasílabo de Góngora. El soneto
tiene como tema un retrato de la misma sor Juana:
Este que ves, engaño colorido,
que del arte ostentando los primores,
con falsos silogismos de colores
es cauteloso engaño del sentido;
éste, en quien la lisonja ha pretendido
excusar de los años los horrores,
y venciendo del tiempo los rigores
triunfar de la vejez y del olvido,
es un vano artificio del cuidado,
es una flor al viento delicada,
es un resguardo inútil para el hado:
es una necia diligencia errada,
es un afán caduco y, bien mirado,
es cadáver, es polvo, es sombra, es nada.
Monumento de catorce endecasílabos, conceptos-escalones por los que
el lector asciende hasta que brota la esperada sorpresa final. A pesar de su
rigurosa y voluntaria impersonalidad, este soneto toca un tema hondamente
personal y que es uno de los motivos de su poesía: el retrato. En los otros
poemas —los dedicados a retratos suyos o de María Luisa— el tema es un.
diálogo entre el original y la copia, mientras que en éste el retrato se
convierte en un emblema verbal cuyo equivalente pictórico son Las
postrimerías y Las vanidades de los Valdés Leal y los Pereda. Nadie ha
prestado atención, que yo sepa, al título; es lástima pues nos obligan a leer
el soneto como una confesión oblicua: “Procura desmentir los elogios que a
un retrato de la poetisa inscribió la verdad que llama pasión.” La verdad, es
decir: la fidelidad, con que se había inscrito en la tela su rostro hermoso, es
una pasión: algo que pasa.
El soneto 146 también es personal: es una defensa de su afición a las
letras, que le ha ocasionado persecuciones. Méndez Planearte alaba la
perfecta correspondencia de las tres series de retruécanos: poner bellezas en
mi entendimiento I y no mi entendimiento en las bellezas; poner riquezas en
mi pensamiento / que no mi pensamiento en las riquezas; consumir
vanidades de la vida / que consumir la vida en vanidades. El soneto 150
regresa al tema y “muestra sentir que la baldonen por los aplausos de su
habilidad”. Estos dos sonetos son un testimonio más de que no es una
fantasía de los liberales y los jacobinos la historia de las dificultades que
experimentó y que, al final, se convirtieron en despiadada persecución. Se
queja ante el hado (¿a quién podía quejarse si no a la suerte?): me diste
entendimiento / porque fuese mi daño más crecido. / Dísteme aplausos para
más baldones... El soneto 149 expresa una experiencia que fue sin duda
terrible y que ya comenté en la Segunda Parte: la “animosidad” —o sea: el
ánimo heroico— que se requiere para elegir un estado que ha de durar toda
la vida. Más de una vez debe haberse arrepentido de haber tomado los
hábitos... Hay dos sonetos a la rosa con el motivo del Carpe diem:
ejercicios inteligentes. Los dos versos finales del segundo (148), directos y
fuertes, me impresionan: que es fortuna morirte siendo hermosa / y no con
el ultraje de ser vieja. Hay también dos sonetos (151 y 152) a la Esperanza,
no la virtud teologal sino la embaucadora que, “por conservar la vida”, nos
da “más dilatada muerte”, “decrépito verdor imaginado”. Destaco, en el
segundo soneto (152) los dos versos finales, de un realismo casi brutal, pero
no inusitado en ella, y que a Rubén Darío le habría gustado escribir:
tengo en entrambas manos ambos ojos
y solamente lo que toco veo.
Sor Juana es autora de cuatro sonetos inspirados en episodios de la
historia romana.161 El género había sido cultivado por casi todos los poetas
de su siglo; la obra de Arguijo, por ejemplo, está compuesta casi
exclusivamente por sonetos con asuntos tomados de la historia y la
mitología de la Antigüedad pagana. La particularidad de los cuatro sonetos
de sor Juana es que están dedicados a heroínas romanas: dos a Lucrecia,
violada por Tarquino, uno a Julia, la mujer de Pompeyo, y otro más a
Porcia, la valerosa hija de Catón y esposa de Marco Bruto. Las tres mujeres
son ejemplos proverbiales de virtud y valentía; los sonetos que les dedica
sor Juana son un testimonio más de su feminismo decidido; un feminismo
avant la lettre y, moralmente, no menos valeroso que las acciones de las tres
heroínas. Los sonetos son cuatro estelas funerarias, nobles pero frías. Otro
soneto inspirado en la fábula antigua ostenta un curioso título: “Refiere con
ajuste, y envidia sin él, la tragedia de Píramo y Tisbe.162 Es otro ejercicio
retórico. La historia bíblica también inspiró sonetos sentenciosos y
ejemplares. Lope escribió algunos, difíciles de olvidar, como aquel en que,
sobre la muralla de la ciudad, el campamento de Holofernes todavía en
sombras, aparece Judith y “con la cabeza resplandece armada”.
Sor Juana se inspira en el Nuevo Testamento y en la sentencia de Pilatos
contra Cristo. Los primeros versos del soneto son una advertencia a todos
los jueces: Firma Pilatos la que juzga ajena / sentencia, y es la suya163
Los sonetos fúnebres colindan con la poesía moral. Entre ellos se
encuentra su primer poema conocido: un soneto a la muerte de Felipe IV. La
noticia llegó a México en mayo de 1666, de modo que lo escribió cuando
tenía dieciocho años. Maestría precoz: no es inferior a los sonetos que hizo
después. Ya mencioné y comenté los tres rotundos sonetos a la muerte del
duque de Veragua (1673) y los otros tres, menos escultóricos pero más
sentidos y transparentes, a la memoria de su amiga Leonor Carreto,
marquesa de Mancera (Laura), que murió en 1674, en el camino de
Veracruz, cuando regresaba a España:
y lamente el Amor su amarga suerte,
pues si antes, ambicioso de gozarte,
deseó tener ojos para verte,
ya le sirvieran sólo de llorarte.
164
Mejores que estas canciones son las Tres letras para cantar (8, 9 y 10):
tres delgados, transparentes chorros verbales. En la primera una joven canta
y al oír su voz, que resuelve en armonía la discordia de los elementos y
pone en movimiento a los astros:
El mar la admira sirena,
y con sus marinas ninfas
le da en lenguas de las aguas
alabanzas cristalinas.
Estas canciones son el punto de unión entre la lírica personal de sor
Juana y la colectiva: los villancicos que, en las fiestas litúrgicas, se cantaban
en la catedral de México y en otros grandes templos de Nueva España.
3. ARCA DE MÚSICA
Las formas poéticas se parecen a las plantas: unas son oriundas del
suelo en que crecen y otras son el resultado de injertos y trasplantes. El
soneto y la terza rima son españoles por naturalización; el romance y el
villancico por nacimiento. Este último, según Navarro Tomás, viene de las
cantigas de estribillo galaico-portuguesas, derivadas a su vez del zéjel
mozárabe. Desde el periodo medieval hasta el contemporáneo, la fortuna
poética del villancico ha sido extraordinaria, con la sola y corta excepción
de estos últimos años.
Debido al escaso interés que han mostrado los poetas jóvenes por las
formas tradicionales y por la prosodia y la métrica —desdichada secuela de
la poética vanguardista— apenas si se escriben hoy romances, villancicos o
cosantes. Es grave: la poesía, arte verbal, es palabra rítmica que se dice y se
oye. Un poeta sordo es un corredor cojo. En cambio, Lorca, Gorostiza,
Alberti, Gerardo Diego, Molinari y otros poetas de esa generación, en
España y en América, cultivaron con brillo las formas tradicionales. Esos
poetas nos enseñaron que la novedad no está reñida con la tradición. Incluso
podría agregarse que la verdadera originalidad es, siempre, un regreso al
principio: el arte es un continuo recomienzo.
En el siglo xv el villancico se desprende de las cantigas de estribillo y
adquiere forma propia. A pesar de los cambios que ha experimentado
durante todos estos siglos, la ha preservado hasta nuestros días. El modelo
básico es el siguiente: un poemilla en versos cortos, casi siempre de ocho o
seis sílabas, compuesto de un estribillo de dos a cuatro versos que da el
tema, la variación o mudanza —que de ordinario es una redondilla— y una
vuelta que repite en todo o en parte al estribillo. Durante el período inicial
la palabra villancico designaba no a una forma poética determinada sino,
vagamente, a las canciones a la manera de las que cantaban rústicos y
villanos. Los temas eran eróticos y devotos. En el siglo XVI, y ya con ese
nombre, “el villancico se convirtió en la forma más abundante de la canción
lírica”.171 Los temas siguieron siendo los del amor profano o, como en los
de Santa Teresa, los del divino. Los villancicos aparecieron también,
intercalados, en las obras de teatro y en las novelas pastoriles. El siglo XVII
es el mediodía de esta forma y algunos de los villancicos de Lope, Góngora
y Valdivielso figuran entre los poemas líricos más puros de nuestra lengua.
Otros no menos hermosos —maravilla mayor aún— son anónimos. A la
excelencia poética corresponde la complejidad formal; la mudanza se
prolonga en varias coplas asonantadas y el estribillo admite versos de
distintas medidas y en combinaciones poco usadas:
Naranjitas me tira la niña
en Valencia por Navidad,
pues a fe que si se las tiro
que se le han de volver azahar.
Complejidad y simplicidad, extremo refinamiento y espontaneidad no
menos extrema: el encanto del villancico reside tal vez en esta mezcla de
cualidades contrarias. Hay un incesante vaivén, sobre todo en el período
barroco, entre lo erótico profano y lo religioso, lo popular y lo culto: una
corrida de toros se transforma en una alegoría teológica, la Virgen pisa con
garbo de manóla la cabeza de la serpiente y San Pedro recorre las callejas
de Roma con aire de espadachín. Durante la segunda mitad del siglo XVII
no aparecen, en España, figuras comparables a Góngora, Lope o, siquiera,
Valdivielso. Con erudición y entusiasmo Méndez Planearte menciona a dos
poetas que juzga de mérito: José Pérez de Montoro y Manuel de León
Marchante. Lo mejor de ellos, por los ejemplos que da, viene de sus
predecesores: ambos prolongan y convierten en fórmulas los hallazgos de la
generación anterior. En cambio, en Nueva España, en esos mismos años, el
villancico alcanza un segundo pero no menos brillante mediodía en la obra
de sor Juana. La suya no fue una mera prolongación sino una creación viva.
El villancico llegó temprano a nuestras tierras, con las otras formas
poéticas, del romance y la canción al soneto y la octava. El estudio liminar
de Méndez Planearte que abre el segundo tomo de las Obras completas
traza una breve pero completa historia del género en la Nueva España,
aunque sólo se ocupa de la vertiente religiosa. Tampoco en sus Poetas
novohispanos (¡5214721) ni en otras historias y antologías de la poesía
mexicana he encontrado datos sobre el villancico profano. Habría sido muy
raro que únicamente se hubiesen escrito villancicos devotos; por ejemplo,
un hermoso fragmento de un poema de Agustín de Salazar y Torres que
figura en Poetas novohispanos es formalmente —estribillo, mudanza y
vuelta— un villancico barroco.172 Pero es natural esta omisión: más y más,
hasta nuestros días, la palabra se ha usado predominantemente para
designar a la modalidad devota.
Desde 1533, en Tlatelolco, los franciscanos representaron, en español y
en las lenguas indias, autos, coloquios y otras obras teatrales de índole
religiosa. El primer villancico de que se tiene noticia es uno, cantado en un
auto sobre la caída de Adán y Eva, representado en Tlaxcala en 1538:
¿Para qué comió
la primer casada,
para qué comió
la fruta vedada?
173
o en estas seguidillas de las que, más vislumbrado que visto, brota del
fondo del tiempo otro tiempo como una exhalación:
¡Un instante me escuchen,
que cantar quiero
un Instante que estuvo
fuera del tiempo!
177
San Pedro es también crítico literario que se burla del estilo culto y lo
traslada al habla viva, operación que da un resultado igualmente
enigmático:
En culto del Sol Pedro, hablemos claro
luego al primer Nocturno...
Pero ¿que salga claro,
siendo Nocturno?
Pero ¿ser claro, claro,
en culto, culto?
180
Los versos portugueses de sor Juana están escritos más bien en español
con acento portugués: “Timoneyro, que govemas / la nave do el
Evangelio...187 Ella se vanaglorió siempre de su ascendencia vasca, de
modo que cuando en una ensalada canta un vizcaíno de voz áspera nos
previene que nadie murmure: que aquista es la misma lengua / cortada de
mis abuelos. Y vaya que lo era:
¡Ay, que se va Galdunái,
nere Bizi, guzico Galdunái!
188
Sor Juana tenía el oído del poeta dramático y fue, quizá, la primera en
reproducir el habla de los rancheros mexicanos, como se ve en esta copla de
payos, que entran “con sonajas en los pies”, cantando “sin estribillo” porque
hasta ahora sus pies / de estribillos no han gustado (¿montaban sin
estribos?):
Dios te bendiga, ¡qué linda
hoy a ver a Dios te vas!
Cierto que me has parecido
lámina de Mechoacán.
Como la palma subís,
cual plátano os encumbráis,
y aun corriendo los de Uruapa
nunca os podrán alcanzar.
189
VOLUNTAD:
¡Ah, del Tiempo Presente,
flexible instante, que tan velozmente
pasa, que quien te alaba,
presente empieza, y en pasado acaba!
ENTENDIMIENTO:
¡Ah, del Tiempo Futuro,
muralla excelsa, inexpugnable muro,
que aun al Ángel negado,
206
eres al Criador solo reservado!
En la loa 380, dedicada a la reina madre, aparece de nuevo el romance
decasílabo en el que cada verso se inicia con un trisílabo esdrújulo. Esta loa
es de 1689 o 1690, es decir, de los mismos años, aproximadamente, que el
romance a la condesa de Paredes. Es muy breve: apenas ocho versos,
sonoros y vacíos. Al hablar de las aficiones musicales de sor Juana me
referí con cierta extensión al Encomiástico poema a los años de la condesa
de Galve (384). Al comenzar esta composición, sor Juana habla bellamente
de la oposición entre ver y oír, los ojos y los oídos, así como de su
conjunción en cada obra de arte o ante la belleza humana:
Si en proporciones de partes
sólo consiste lo hermoso
que no entienden los oídos
y que lo escuchan los ojos...
La loa dedicada a María Luisa (382), para amenizar un festejo en unas
huertas, gira en tomo a una disputa entre Flora y Pomona, que resuelve una
Ninfa... a favor de María Luisa. Esta loa contiene líneas admirables y entre
todas ellas una me ha impresionado pues anticipa muchas imágenes de
poetas modernos, como aquella de Jorge Guillen que llama al cisne “tenor
de la blancura”. La de sor Juana dice así:
por verte, la azucena
el blanco cuello entona...
207
La cuarta loa a los años del rey (377) es quizá la mejor de todas. Lo es
por la variedad métrica, por la vivacidad de las imágenes y por el ingenio.
Ya cité algunos preciosos versos al hablar, en la Cuarta Parte, de los poemas
cortesanos: unos ovillejos ecoicos en “columpio”. Ritmo hecho de la
exquisita combinación de metros que brotan como súbitos surtidores en un
jardín no de plantas sino de vocales y consonantes. Cito otro fragmento del
mismo poema:
Las fuentes mi voz socorran:
¡corran!
Mi eco las flores conduzcan:
¡luzcan!
Mi amor las plantas ofrezcan:
¡crezcan!
Y porque el favor merezcan
de Carlos, en glorias tantas,
aves,
fuentes,
flores,
plantas,
¡trinen,
corran,
luzcan,
crezcan!
Este pasaje es un ejemplo de un recurso al que acude sor Juana repetidas
veces, sobre todo en las loas. En esto sigue muy de cerca a Calderón, que
emplea con gran maestría el mismo procedimiento. Dámaso Alonso lo ha
estudiado y lo llama la “correlación plurimembre”.208 La frase se bifurca
como un camino o un árbol en dos, tres, cuatro brazos o ramas que Alonso
llama miembros. La relación entre los miembros de la frase es una
verdadera correlación y se ordena conforme al eje de la coincidencia
genérica y la diferencia específica. En los versos que he transcrito y que son
un momento apenas de una vertiginosa combinación, las aves, las fuentes,
las flores y las plantas coinciden genéricamente por pertenecer a la
naturaleza y por su movilidad y vitalidad: crecen, lucen, corren, cantan. Las
diferencias son el resultado no sólo del ser propio de cada uno sino de que
cada palabra es dicha por un personaje distinto: Eolo las aves. Siringa las
fuentes, Flora las flores y Pan las plantas. Más simple y puro es el
monólogo de Eolo, nítido fragmento hecho de aire sin peso, como el
lenguaje mismo:
Yo que presidente Dios
de la raridad del aire
soy, y a quien toca el gobierno
del imperio de las aves,
que su transparente espacio
en vagas diversidades,
iris animados, pueblan,
adornan, vanos volantes;
pues soy Eolo, del viento
diáfana deidad vagante...
La aparición del Reflejo también es memorable. Líneas cristalinas por
su claridad pero, asimismo, por el son líquido de las sílabas al deslizarse por
el cana! del verso. El Reflejo, en la transparente
superficie de las aguas,
de los rayos refulgentes
del Sol se forma.
Y en trono
de cristales aparece...
El pasaje del Reflejo es sólo un ejemplo de las muchas felicidades
verbales y visuales de esta loa. Además, son un múdelo o emblema de las
excelencias y limitaciones de estos juguetes teatrales. Insubstanciales y
frágiles arquitecturas, son como el reflejo que nace del choque de la luz
contra una superficie: brillan un instante y se desvanecen, breve esplendor
suficiente.
5. EL CARRO Y EL SANTÍSIMO