Poletti, Syria - en El Principio Era La Cal

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"En el principio era la cal"

Syria Poletti

Publicado en:

Romano, E. (Sel., Est. Prelim. y notas). (1971). Narradores argentinos de hoy I. Buenos Aires:
Kapelusz, pp. 96-103.

Dumesnil no tenía cementerio. Era un pueblo surgido de la cal como de la nada. Nacido a caballo
de unas lomas, como si quisiera, de un momento a otro, sacudirse de encima la capa de cal y
emprender viaje.

La dinamita había hendido las entrañas de los cerros formando enormes cavidades y las piedras
rodaban envueltas en nubes de polvillo calcáreo. Largas caravanas de camiones fueron abriendo
huellas entre las tunas y los espinillos. Y de repente comenzaron a emerger de la cal casitas de
piedra y adobe. Los cardos, desplazados por un lado, treparon por otro, enhiestos e impertérritos.
Aparecieron las primeras gallinas medio atolondradas. Los chivitos aprendieron a prestarse
dócilmente a la nota pictórica. Y los inevitables chiquilines de grandes ojos comenzaron a
revolcarse entre las piedras. El pueblo estaba echado.

Don Faustino, el constructor gringo que llevaba la palanca del progreso metida en su fuerte
constitución sanguínea, le echó el ojo y construyó las primeras casas. Tras él llegó el almacenero,
por supuesto, turco. Luego, unos franceses enriquecidos con las caleras, hicieron construir los
primeros chalets con vista al río. Y el pueblo fue surgiendo, como por milagro, en torno de las
canteras, al ritmo de las explosiones, disparándole a la cal, dispersándose y apretándose, urgido
por un inconsciente afán de semejarse a los otros pueblos.

Así nació la necesidad de juntar hechos para la historia. Una historia intrascendente, claro está, ya
que Dumesnil aún no tenía medios para rendir tributo a ningún

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muerto. Era un pueblo en gestación, con franco impulso de crecer y multiplicarse. Lo patentizaban
los chicos que entre las tunas y los pozos de cal ya jugaban al fútbol. Y las muchachas que
pasaban en bicicleta, o en motoneta, pedaleando ilusiones de ajuar tras la estela de galanteos.

Las chimeneas de los hornos de cal embellecían el panorama, o lo afeaban, según el gusto de cada
consumidor de paisajes. Largas hileras de casas, sinuosas y desparejas, se fueron alineando por
los caminos que llevaban a las canteras; serpentearon a orillas del río y se atrevieron en torno de
la fresca municipalidad. Luego la cal se encargó de borrar diferencias de formas y colores,
envolviéndolo todo con un tenue manto blancuzco.

Don Faustino, después de que construyó la comisaría, la escuela, el club y la confitería, anudó el
mundo de la cal con el mundo grande de la provincia mediante una línea de ómnibus. Porque él,
después de colocar piedra sobre piedra, y de amasarlas con cal, lo ponía todo en marcha con
cadenas de ómnibus: ómnibus viejos, destartalados y repintones que realizaban el milagro de
andar como empujados por su fuerza.

El cura de la parroquia de La Calera se empeñó en que la gente de Dumesnil construyera su


iglesia. Y la capilla también surgió, en lo alto de la loma, blanca y aérea, con sabor a cal y a
plegarias, donde rezar era como ir hacia Dios por un atajo nuevo, fresco de sombras.

Entonces, el pionero que había levantado el pueblo con proyecciones de centro industrial pensó en
el cementerio. Y le pareció que ese declive, a mitad del camino a La Calera, un tanto alejado de
los hornos, era el lugar más propicio para el reducto final de un pueblo nacido con tan dinámica
desenvoltura. Un lugar ideal por lo estratégico, ya que hubiese podido recibir los muertos de los
varios centros en formación que pululaban por los alrededores. Y como los deudos no podrían ir a
visitar a sus queridos difuntos de a pie, bajo el sol y los nubarrones de cal, cargados de flores y
pesadumbres, un servicio

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de ómnibus sería la solución y el negocio. Y otro signo de progreso.

¿Que el pueblo era reciente? ¡Hombre! La gente estaba tan adherida a esa tierra como las rocas.
Los serranos se habían apegado a las canteras duros y empecinados como los cardos. Luego
vinieron los camioneros, mecánicos, comerciantes... Y hasta llegaron “enfermos”, esos
tuberculosos pobres, obligados a disparar de los pueblos cuya única industria era la de los
“delicados”. Además, éstos llegaron a Dumesnil esperanzados y atraídos por la fama de que allí
nadie había muerto. Y eso era como un ahuyentar a la mismísima muerte.

El verano echaba sobre Dumesnil pinceladas de modestos turistas. Entonces, en las canchas de
tierra se improvisaban bailes y partidos de fútbol. En el bar, con terraza sobre el río, los
camioneros, de puro alegres, probaban sus músculos en uno que otro jaleo. Eso, para dar al
pueblo un matiz de violencia realista, como en el cine. Y había casorios. Casorios con sus
correspondientes nacimientos. Y nacimientos sin los correspondientes casorios. Y accidentes de
tránsito. Pero, en cuanto a morir..., nadie.

Hubiérase dicho que en el pueblo flotaba un acuerdo, tácito y colectivo, de aguantar en todo lo
posible, de superar la fatalidad. Una apuesta contra la muerte. Por eso los de Dumesnil no querían
un cementerio. Estaban orgullosos de no necesitarlo. Era como un reto, o un seguro contra lo
ineludible. El primero en morirse —pensaban— se las arreglaría, como se las habían arreglado
ellos. Inventaría algo. Sería un pionero. Y cuando los turistas se enteraban de que Dumesnil, a
pesar de sus veinte años extrayendo cal, no contaba con ningún muerto, deducían: “Es porque no
tienen cementerio”.

El rechoncho de don Faustino no pensaba lo mismo. Él decía: “Un pueblo progresista debe tener
un cementerio propio. Es una cuestión de solidaridad, de civilización. En cualquier momento, un
accidente en la ruta, una explosión y ...¡blum!... ¿Y después?”

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Y pensaba con simpatía en don Pascual, viejo y paralítico, el padre del quintero. En doña Clorinda,
abuela de todo el mundo. Ellos eran candidatos seguros para el estreno del cementerio. Y se
preocupaba por los enfermos pobres, los que deambulaban su tos por entre los recovecos de las
canteras. Con toda seguridad, ellos no podrían costearse el lujo de volver muertos a sus pueblos.
Ahí estaba por ejemplo el riojano, con un solo pulmón macilento y fantasmal, dando vueltas por
las calles resecas de cal, como si estuviera reclamando un cementerio humilde, decoroso. Esa
gente imponía la construcción de un lugar de descanso. El cementerio era un deber social.

Don Faustino, que era presidente del club deportivo y aspiraba a ser intendente del pueblo, se
dijo: "Para la primavera tendremos el cementerio". Y, como consecuencia lógica, se prometió:
"Para el verano inauguraré la nueva línea de ómnibus".

Y una mañana de sol, el gringo, campera de cuero y nariz pomposa, subió en la chata, cruzó la
loma, y fue a trazar los límites del recinto rodeándolo con un alambrado. Luego hizo levantar
alrededor un blanco tapialito. Entonces pudo declarar: “Éste es el cementerio”.

La gente tomó el hecho a broma. Y mientras tanto, caballos y burros entraban a pastar en el
recinto como Pancho por su casa. Y las gallinas a escarbar, no se sabe qué. Las protestas de don
Faustino constituían el regocijo del pueblo. Los de Dumesnil no podían acostumbrarse a la idea de
que ese lugar hospedaría a los muertos. Entonces el constructor advirtió que era necesario
consagrar el terreno oficialmente. Y no se dio descanso hasta que la comuna prometió que en
primavera el cementerio sería inaugurado. En primavera... Buena época, pensó don Faustino.
Invitarían a autoridades y curas de Córdoba; al mismo gobernador o sus representantes. Y los
periodistas y los fotógrafos... Le hubiese gustado

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contratar también una banda, pero se hacía cargo de que, a pesar suyo, eso no cuadraba con el
significado de la ceremonia. En realidad, el problema principal era contar con un muerto. Por lo
menos... ¡uno! ¡Y de Dumesnil!

El invierno fue crudo. Uno salía a la calle y oía toser a todo el mundo. Era cuestión de esperar. Y
don Faustino era hombre de constancia. Sabía aguantar con tal de salir con la suya. Alguien debía
morir.

Pasó el invierno, y ahí estaban, tozudos e invictos, don Pascual, doña Clorinda y el riojano. Y los
chicos jugando otra vez entre los pozos de cal, descalzos, negros y revoltosos como avispas
brasileñas, sin que las explosiones de dinamita alterasen para nada su integridad física.

Se acercó la fecha fijada para la inauguración del cementerio. Ningún muerto. Pero el constructor
no era hombre de dejarse abrumar por las circunstancias. Había que contar con un muerto y
basta.

Una mañana temprano don Faustino viajó a La Calera. Fue a hablar con el socio de una de sus
tantas empresas de ómnibus. Y entre los dos, positivos y progresistas, lo concertaron todo. Para el
día de la inauguración oficial, Dumesnil contaría con un muerto. Un muerto reciente y auténtico.
Una red de amigos, todos colectiveros, se encargaría de controlar los enfermos pobres de las
zonas próximas. Al primero que muriese y cuya familia no estuviese en condiciones de pagar un
entierro decente, lo llevarían a Dumesnil con todos los honores del caso. Ya le encontrarían
motivos para dedicarle un discurso. A cualquier deudo le hubiese gustado ver a su muerto honrado
con una inauguración oficial. Una página memorable para el historial de cualquier familia. Como
un reconocimiento póstumo, justiciero, inesperado.

Para ello, nada más fácil. Todos sabían que don Mariotti había amasado su fortuna llevando a los
muertos en automóvil desde las sierras hasta los pueblos, en los que

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sus familiares les daban sepultura. Todos sabían que, para eludir impuestos, Mariotti colocaba el
muerto a su lado, bien sentadito, con un cigarro en la boca, y así pasaba de largo, saludando
cordialmente a las autoridades camineras. En cambio, los socios de don Faustino harían las cosas
bien, sin trampas: traerían a Dumesnil un muerto recogido en cualquiera de los pueblos vecinos, y
lo harían con el consentimiento familiar y con los papeles en orden. Y el entierro de honor correría
a expensas de la comuna.

El día fijado para la inauguración apremiaba. Y Dumesnil, fiel a su tradición de pueblo como de
paso, no permitió que nadie se muriese. Y en los pueblos vecinos, por puro espíritu de imitación,
tampoco murió nadie.

Ante las circunstancias adversas, don Faustino echó mano a un recurso. Fue a La Calera, hizo
desenterrar a un linyera muerto un mes antes, le compró un buen ataúd y lo hizo llevar a
Dumesnil. Y con los papeles en orden.
Todo el mundo acudió a la inauguración como a una cita de honor o a una feria. ¡Por fin! Dumesnil
inauguraba su cementerio, pero con un muerto prestado, ajeno. Un muerto artificial, digamos. El
pueblo no desmentía su fama de hospitalario e inmortal. Pero eso era un mal principio para la
futura línea de ómnibus.

La ceremonia logró desarrollarse en forma correcta, pese al buen humor que todos ocultaban bajo
el convencionalismo. Claro que la inauguración hubiese sido más... histórica si el muerto hubiese
sido de allí. Pero...

De repente, el clima casi solemne fue quebrado por la irrupción de una hilera de patos. Don
Faustino se amoscó y gesticuló indignado. En cambio, todos los labios se apretaron para dominar
la sonrisa. Porque si no hubiese sido por consideración a viejas tradiciones, todo

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el pueblo habría celebrado jubilosamente su buena suerte: la de inaugurar el cementerio propio


con un muerto ajeno.

Al atardecer, don Faustino se marchó con su chata a La Calera. Debía ultimar las formalidades
contraidas con la Municipalidad y la comisaría de La Calera, las que le habían cedido al
protagonista de la jornada. Los amigos del constructor se reunieron en el “bar americano” para
festejar el acontecimiento, tan insólito como auspicioso. En ese lugar, por fin, el gringo podía dar
rienda suelta a su optimismo. Y empinar un poco el codo. Para el verano funcionaría una nueva
línea de ómnibus.

Pasada la medianoche, don Faustino emprendió el viaje de regreso a Dumesnil. Saludó a los
amigos y partió alegre, eufórico.

Aspiró con fruición el aire de esa noche de triunfo y, loma arriba, loma abajo, comenzó a silbar
una vieja “canzonetta”. Hermoso país; sierras y ríos; país de progreso.

Al acercarse a Dumesnil, tomó el camino que orilla el cementerio. Sobre el telón de fondo de las
sierras vio dibujarse el perfil de la Cruz, iluminando por la luna. Ese signo aéreo, que se destacaba
en el silencio nocturno, daba al recinto un clima casi místico. Lo inundó una ola de emoción y de
orgullo. Era un cementerio auténticamente hermoso: progresaría. Él había salido con la suya.

El pionero de Dumesnil se sintió satisfecho. Hasta le pareció oír el estrépito de las bocinas de los
ómnibus de la nueva línea. Ese sonido marcaría un ritmo más vivaz, más dinámico, en la ruta de
la cal.

De repente, junto al tapial del cementerio, donde el camino se empina hacia una curva cerrada,
vio a un caballo que intentaba penetrar en el recinto. Sintió una irritación violenta y aceleró la
marcha para espantar al

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animal. En esa fracción de instante, lo fulminó la aparición de un camión cargado de cal. Echó una
maldición al caballo. Los faros lo encandilaron. Frenó en seco, estrepitosamente: el choque fue
explosivo. La chata de don Faustino dio unas volteretas y fue a incrustarse contra las rocas, frente
al portal del cementerio. El cuerpo del gringo fue arrojado hacia adentro.

Pocos minutos después, el caballo se acercó al hombre: lo husmeó. Luego, con pausada gravedad,
se alejó del sagrado recinto.

El pueblo ya tenía historia.

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