7.2. Comte - Discurso Sobre El Espíritu Positivo
7.2. Comte - Discurso Sobre El Espíritu Positivo
7.2. Comte - Discurso Sobre El Espíritu Positivo
Capítulo I
5.—En su segunda fase esencial, que constituye el verdadero politeísmo, confundido con
excesiva frecuencia por los modernos con el estado precedente, el espíritu teológico representa
netamente la libre preponderancia especulativa de la imaginación, mientras que hasta entonces
habían prevalecido sobre todo el instinto y el sentimiento en las teorías humanas. La filosofía
inicial sufre aquí la más profunda transformación que pueda afectar al conjunto de su destino
real, en el hecho de que la vida es por fin retirada de los objetos materiales para ser
misteriosamente transportada a diversos seres ficticios, habitualmente invisibles, cuya activa y
continua intervención se convierte desde ahora en la fuente directa de todos los fenómenos
exteriores e incluso, más tarde, de los fenómenos humanos. Durante esta fase característica, mal
apreciada hoy, es donde hay que estudiar principalmente el espíritu teológico, que se desenvuelve
en ella con una plenitud y una homogeneidad ulteriormente imposible: ese tiempo es, en todos
aspectos, el de su mayor ascendiente, a la vez mental y social. La mayor parte de nuestra especie
no ha salido todavía de tal estado, que persiste hoy en la más numerosa de las tres razas humanas,
sin contar lo más escogido de la raza negra y la parte menos adelantada de la raza blanca.
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7.—Por imperfecta que deba parecer ahora tal manera de filosofar, importa mucho ligar
indisolublemente el estado presente del espíritu humano al conjunto de sus estados anteriores,
reconociendo convenientemente que aquella manera tuvo que ser durante largo tiempo tan
indispensable como inevitable. Limitándonos aquí a la simple apreciación intelectual, sería por de
pronto superfluo insistir en la tendencia involuntaria que, incluso hoy, nos arrastra a todos,
evidentemente, a las explicaciones esencialmente teológicas, en cuanto queremos penetrar
directamente el misterio inaccesible del modo fundamental de producción de cualesquiera
fenómenos, y sobre todo respecto a aquellos cuyas leyes reales todavía ignoramos. Los más
eminentes pensadores pueden comprobar su propia disposición natural al más ingenuo
fetichismo, cuando esta ignorancia se halla combinada de momento con alguna pasión
pronunciada. Así pues, si todas las explicaciones teológicas han caído, entre los occidentales, en
un desuso creciente y decisivo, es sólo porque las misteriosas investigaciones que tenían por
designio han sido cada vez más apartadas, como radicalmente inaccesibles a nuestra inteligencia,
que se ha acostumbrado gradualmente a sustituirlas irrevocablemente con estudios más eficaces y
más en armonía con nuestras necesidades verdaderas. Hasta en un tiempo en que el verdadero
espíritu filosófico había ya prevalecido respecto a los más sencillos fenómenos y en un asunto tan
fácil como la teoría elemental del choque, el memorable ejemplo de Malebranche recordará
siempre la necesidad de recurrir a la intervención directa y permanente de una acción
sobrenatural, siempre que se intenta remontarse a la causa primera de cualquier suceso. Y, por
otra parte, tales tentativas, por pueriles que hoy justamente parezcan, constituían ciertamente el
único medio primitivo de determinar el continuo despliegue de las especulaciones humanas,
apartando espontáneamente nuestra inteligencia del círculo profundamente vicioso en primero
está necesariamente envuelta por la oposición radical de dos condiciones igualmente imperiosas.
Pues, si bien los modernos han debido proclamar la imposibilidad de fundar ninguna teoría sólida
sino sobre un concurso suficiente de observaciones adecuadas, no es menos incontestable que el
espíritu humano no podría nunca combinar, ni siquiera recoger, esos indispensables materiales,
sin estar siempre dirigido por algunas miras especulativas, establecidas de antemano. Así, estas
concepciones primordiales no podían, evidentemente, resultar más que de una filosofía
dispensada, por su naturaleza, de toda preparación larga, y susceptible, en una palabra, de surgir
espontáneamente, bajo el solo impulso de un instinto directo, por quiméricas que debiesen ser,
por otra parte, especulaciones así desprovistas de todo fundamento real. Tal es el feliz privilegio
de los principios teológicos, sin los cuales se debe asegurar que nuestra inteligencia no podía salir
de su torpeza inicial y que, ellos solos, han podido permitir, dirigiendo su actividad especulativa,
preparar gradualmente un régimen lógico mejor. Esta aptitud fundamental fue, además,
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poderosamente secundada por la predilección originaria del espíritu humano por los problemas
insolubles que perseguía sobre todo aquella filosofía primitiva. No podemos medir nuestras
fuerzas mentales y, por consecuencia circunscribir certeramente su destino más que después de
haberlas ejercitado lo bastante. Pero este ejercicio indispensable no podía primero determinarse,
sobre todo en las facultades más débiles de nuestra naturaleza, sin el enérgico estímulo inherente
a tales estudios, donde tantas inteligencias mal cultivadas persisten aún en buscar la más pronta y
completa solución de las cuestiones directamente usuales. Hasta ha sido preciso, mucho tiempo,
para vencer suficientemente nuestra inercia nativa, recurrir también a las poderosas ilusiones que
suscitaba espontáneamente tal filosofía sobre el poder casi indefinido del hombre para modificar
a su antojo un mundo, concebido entonces como esencialmente ordenado para su uso, y que
ninguna gran ley podía todavía sustraer a la arbitraria supremacía de las influencias
sobrenaturales. Apenas hace tres siglos que, en lo más granado de la Humanidad, las esperanzas
astrológicas y alquimistas, último vestigio científico de ese espíritu primordial, han dejado
realmente de servir a la acumulación diaria de las observaciones correspondientes, como Kepler y
Berthollet, respectivamente, lo han indicado.
9.—Por sumarias que aquí tuvieran que ser estas explicaciones generales sobre la
naturaleza provisional y el destino preparatorio de la única filosofía que realmente conviniera a la
infancia de la Humanidad, hacen sentir fácilmente que este régimen inicial difiere demasiado
hondamente, en todos aspectos, del que vamos a ver corresponder a la virilidad mental, para que
el paso gradual de uno a otro pudiera operarse gradualmente, bien en el individuo o bien en la
especie, sin el creciente auxilio de una como filosofía intermedia, esencialmente limitada a este
menester transitorio. Tal es la participación especial del estado metafísico propiamente dicho en
la evolución fundamental de nuestra inteligencia, que, llena de antipatía por todo cambio brusco,
puede elevarse así, casi insensiblemente, del estado puramente teológico al estado francamente
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positivo, aunque esta equívoca situación se aproxime, en el fondo, mucho más al primero que al
último. Las especulaciones en ella dominantes han conservado el mismo esencial carácter de
tendencia habitual a los conocimientos absolutos: sólo la solución ha sufrido aquí una
transformación notable, propia para facilitar el mejor despliegue de las concepciones positivas.
Como la teología, en efecto, la metafísica intenta sobre todo explicar la íntima naturaleza de los
seres, el origen y el destino de todas las cosas, el modo esencial de producirse todos los
fenómenos; pero en lugar de emplear para ello los agentes sobrenaturales propiamente dichos, los
reemplaza, cada vez más, por aquellas entidades o abstracciones personificadas, cuyo uso, en
verdad característico, ha permitido a menudo designarla con el nombre de ontología. No es sino
demasiado fácil hoy observar sin dificultad una manera tal de filosofar, que, preponderante
todavía respecto a los fenómenos más complicados, ofrece todos los días, hasta en las teorías más
sencillas y menos atrasadas, tantas huellas apreciables de su larga dominación 1 . La eficacia
histórica de estas entidades resulta directamente de su carácter equívoco, pues en cada uno de
estos entes metafísicos, inherente al cuerpo correspondiente sin confundirse con él, el espíritu
puede, a voluntad, según que esté más cerca del estado teológico o del estado positivo, ver, o una
verdadera emanación del poder sobrenatural, o una simple denominación abstracta del fenómeno
considerado. Ya no es entonces la pura imaginación la que domina, y todavía no es la verdadera
observación: pero el razonamiento adquiere aquí mucha extensión y se prepara confusamente al
ejercicio verdaderamente científico. Se debe hacer notar, por otra parte, que su parte especulativa
se encuentra primero muy exagerada, a causa de aquella pertinaz tendencia a argumentar en vez
de observar que, en todos los géneros, caracteriza habitualmente al espíritu metafísico, incluso en
sus órganos más eminentes. Un orden de concepciones tan flexible, que no supone en forma
alguna la consistencia propia, durante tanto tiempo, del sistema teológico, debe llegar, por otra
parte mucho más rápidamente, a la correspondiente unidad, por la subordinación gradual de las
diversas entidades particulares a una sola entidad general, la Naturaleza, destinada a determinar
el débil equivalente metafísico de la vaga conexión universal que resultaba del monoteísmo.
10.—Para comprender mejor, sobre todo en nuestros días, la eficacia histórica del tal
aparato filosófico, importa reconocer que, por su naturaleza, no es susceptible más que de una
mera actividad crítica o disolvente, incluso mental, y con mayor razón, social, si poder organizar
nunca nada que le sea propio. Radicalmente inconsecuente, este espíritu equívoco conserva todos
los fundamentos principales del sistema teológico, pero quitándoles cada vez más aquel vigor y
fijezas indispensables a su autoridad efectiva; y en una alteración semejante es en donde consiste,
en efecto, desde todos los puntos de vista, su principal utilidad pasajera, cuando el régimen
antiguo, mucho tiempo progresivo para el conjunto de la evolución humana, se encuentra,
inevitablemente, llegado a aquel grado de prolongación abusiva en que tiende a perpetuar
indefinidamente el estado de infancia que primero había dirigido tan felizmente.
La metafísica no es, pues, realmente, en el fondo, más que una especie de teología
gradualmente enervada por simplificaciones disolventes, que la privan espontáneamente del
poder directo de impedir el despliegue especial de las concepciones positivas, conservándole
siempre, sin embargo, la aptitud provisional para mantener un cierto e indispensable ejercicio de
generalización, hasta que pueda, por fin, recibir mejor alimento. Según su carácter contradictorio,
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Casi todas las explicaciones de costumbres relativas a los fenómenos sociales, la mayor parte de las que conciernen
al hombre intelectual y moral, una gran parte de nuestras teorías fisiológicas o médicas, e incluso también diversas
teorías químicas, etcétera, recuerdan todavía directamente la extraña manera de filosofar tan graciosamente
caracterizada por Molière, sin ninguna exageración grave, con ocasión, por ejemplo, de la virtud dormitiva del opio,
de acuerdo con la decisiva conmoción que Descartes acababa de sufrir a todo el régimen de las entidades.
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11.—Como las especulaciones históricas no se remontan casi nunca, entre los modernos,
más allá de los tiempos de politeísmo, el espíritu metafísico debe parecer en ellas casi tan antiguo
como el mismo espíritu teológico, puesto que ha presidido necesariamente, si bien de un modo
implícito, la transformación primitiva del fetichismo en politeísmo, para sustituir ya a la
actividad puramente sobrenatural, que, apartada de cada cuerpo particular, debía dejar
espontáneamente en él alguna entidad correspondiente. No obstante, como esa primera
revolución teológica no pudo entonces engendrar ninguna discusión verdadera, la intervención
continua del espíritu ontológico no empezó a se plenamente característica hasta la revolución
siguiente, para reducir el politeísmo a monoteísmo, de quien debió ser el órgano natural. Su
creciente influencia debía parecer primero orgánica, mientras permanecía subordinado al impulso
teológico; pero su naturaleza esencialmente disolvente hubo de manifestarse cada vez más,
cuando intentó gradualmente llevar la simplificación de la teología incluso allende el monoteísmo
vulgar, que constituía, con absoluta necesidad, la fase extrema verdaderamente posible de la
filosofía inicial. Así es como el espíritu metafísico, durante los cinco siglos últimos, ha
secundado negativamente el despliegue fundamental de nuestra civilización moderna,
descomponiendo poco a poco el sistema teológico, que se había hecho por fin retrógrado, desde
que la eficacia social del régimen monoteísta se hallaba esencialmente agotada, al término de la
edad media. Por desgracia, después de haber cumplido, en cada género, este oficio indispensable,
pero pasajero, la acción demasiado prolongada de las concepciones ontológica ha tenido siempre
que tender a impedir también toda organización real distinta del sistema especulativo; de manera
que el obstáculo más peligroso para el establecimiento final de una verdadera filosofía resulta, en
efecto, hoy de este mismo espíritu que a menudo se atribuye todavía el privilegio casi exclusivo
de las meditaciones filosóficas.
desde ahora a las investigaciones absolutas que no convenían más que a su infancia, y
circunscribe sus esfuerzos al dominio, desde entonces rápidamente progresivo, de la verdadera
observación, única base posible de los conocimientos accesibles en verdad, adaptados
sensatamente a nuestras necesidades reales. La lógica especulativa había consistido hasta
entonces en razonar, con más o menos sutileza, según principios confusos que, no ofreciendo
prueba alguna suficiente, suscitaban siempre disputas sin salida. Desde ahora reconoce, como
regla fundamental, que toda proposición que no puede reducirse estrictamente al mero enunciado
de un hecho, particular o general, no puede ofrecer ningún sentido real e inteligible. Los
principios mismos que emplea no son ya más que verdaderos hechos, sólo que más generales y
más abstractos que aquellos cuyo vínculo deben formar. Por otra parte, cualquiera que sea el
modo, racional o experimental, de llegar a su descubrimiento, su eficacia científica resulta
exclusivamente de su conformidad, directa o indirecta, con los fenómenos observados. La pura
imaginación pierde entonces irrevocablemente su antigua supremacía mental y se subordina
necesariamente a la observación, de manera adecuada para constituir un estado lógico plenamente
normal, sin dejar de ejercer, sin embargo, en las especulaciones positivas un oficio tan principal
como inagotable para crear o perfeccionar los medios de conexión, ya definitiva, ya provisional.
En una palabra, la revolución fundamental que caracteriza a la virilidad de nuestra inteligencia
consiste esencialmente en sustituir en todo, a la inaccesible determinación de las causas
propiamente dichas, la mera investigación de las leyes, es decir, de las relaciones constantes que
existen entre los fenómenos observados. Trátese de los efectos mínimos o de los más sublimes,
de choque y gravedad como de pensamiento y moralidad, no podemos verdaderamente conocer
sino las diversas conexiones naturales aptas para su cumplimiento, sin penetrar nunca el misterio
de su producción.
a través de la cual observamos los cuerpos celestes permaneciera siempre y en todas partes
nebulosa. Todo el curso de este Tratado nos ofrecerá frecuentes ocasiones de apreciar
espontáneamente, del modo más inequívoco, esta íntima dependencia en que el conjunto de
nuestras condiciones propias, tanto internas como externas, mantiene inexorablemente a cada uno
de nuestros estudios positivos.
puedan ser, nunca procuran otra cosa que materiales indispensables. Considerando el destino
constante de estas leyes, se puede decir, sin exageración alguna, que la verdadera ciencia, lejos de
estar formada de mera observaciones, tiende siempre a dispensar, en cuanto es posible, de la
exploración directa, sustituyéndola por aquella previsión racional, que constituye, por todos
aspectos, el principal carácter del espíritu positivo, como el conjunto de los estudios astronómicos
nos lo hará advertir claramente. Una previsión tal, consecuencia necesaria de las relaciones
constantes descubiertas entre los fenómenos, no permitirá nunca confundir la ciencia real con esa
vana erudición que acumula hechos maquinalmente sin aspirar a deducirlos unos de otros. Este
gran atributo de todas nuestras sanas especulaciones no importa menos a su utilidad efectiva que
a su propia dignidad; pues la exploración directa de los fenómenos realizados no podría bastar
para permitirnos modificar su cumplimiento, si no nos condujera a preverlos convenientemente.
Así, el verdadero espíritu positivo consiste, ante todo, en ver para prever, en estudiar lo que es, a
fin de concluir de ello lo que será, según el dogma general de la invariabilidad de las leyes
naturales 1
16.—Este principio fundamental de toda la filosofía positiva, sin estar aún, ni mucho
menos, extendido suficientemente al conjunto de los fenómenos empieza felizmente, desde hace
tres siglos, a hacerse de tal modo familiar, que, a causa de las costumbres absolutas anteriormente
arraigadas, se ha desconocido casi siempre hasta ahora su verdadera fuente, esforzándose, según
una vana y confusa argumentación metafísica, por representar como una especie de noción
innata, o al menos primitiva, lo que no ha podido resultar, ciertamente, sino de una lenta
inducción gradual, a la vez individual y colectiva. No sólo ningún motivo racional, independiente
de toda exploración exterior, nos indica primero la invariabilidad de las relaciones físicas; sino
que es incontestable, por el contrario, que el espíritu humano experimenta, durante su larga
infancia, una vivísima inclinación a desconocerla, incluso allí donde una observación imparcial
se la mostraría ya, si no estuviera entonces arrastrado por su tendencia necesaria a referir todos
los sucesos, cualesquiera que fueran, a voluntades arbitrarias. En cada orden de fenómenos
existen, sin duda, algunos bastante sencillos y familiares para que su observación espontánea
haya sugerido siempre el sentimiento confuso e incoherente de una cierta regularidad secundaria;
de manera que el punto de vista puramente teológico no ha podido ser nunca, en rigor, universal.
Pero esta convicción parcial y precaria se limita mucho tiempo a los fenómenos menos
numerosos y más subalternos, que ni siquiera puede entonces preservar de las frecuentes
perturbaciones atribuidas a la intervención preponderante de los agentes sobrenaturales. El
principio de la invariabilidad de las leyes naturales no empieza a adquirir realmente alguna
consistencia filosófica sino cuando los primeros trabajos verdaderamente científicos han podido
manifestar su esencial exactitud frente a un orden entero de grandes fenómenos; lo que no podría
resultar suficientemente más que de la fundación de la astronomía matemática, durante los
últimos siglos del politeísmo. Según esta introducción sistemática, este dogma fundamental ha
1
Sobre esta apreciación general del espíritu y de la marcha propios del método positivo, se puede estudiar con
mucho fruto la preciosa obra titulada: A system of logic, ratiocinative and inductive, publicada recientemente en
Londres (John Parker, West Strand, 1843), por mi eminente amigo Mr. John Stuart Mill, tan plenamente asociado
desde ahora a la fundación directa de la nueva filosofía. Los siete últimos capítulos del tomo primero contienen una
admirable exposición dogmática, tan profunda como luminosa, de la lógica inductiva, que no podrá nunca, me atrevo
a asegurarlo, ser concebida ni caracterizada mejor, permaneciendo en el punto de vista que el autor se ha puesto.
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tendido, sin duda, a extenderse, por analogía, a fenómenos más complicados, incluso antes de que
sus leyes propias pudieran conocerse en modo alguno. Pero, aparte de su esterilidad efectiva, esta
vaga anticipación lógica tenía entonces demasiada poca energía para resistir convenientemente a
la activa supremacía mental que aún conservaban las ilusiones teológico-metafísicas. Un primer
bosquejo especial del establecimiento de las leyes naturales respecto a cada orden principal de
fenómenos, ha sido luego indispensable para procurar a tal noción esa fuerza inquebrantable que
empieza a presentar en las ciencias más adelantadas. Esta convicción misma no podría hacerse lo
bastante firme mientras no se ha extendido verdaderamente una elaboración semejante a todas las
especulaciones fundamentales, ya que la incertidumbre dejada por las más complejas debía
afectar entonces más o menos a cada una de las otras. No se puede desconocer esta tenebrosa
reacción, incluso hoy, donde, a causa de la ignorancia aún habitual acerca de las leyes
sociológicas, el principio de invariabilidad de las relaciones físicas queda a veces sujeto a graves
alteraciones, hasta en los estudios puramente matemáticos, en que vemos, por ejemplo,
preconizar todos los días un pretendido cálculo de probabilidades, que supone implícitamente la
ausencia de toda ley real acerca de algunos sucesos, sobre todo cuando el hombre interviene en
ellos. Pero cuando esta extensión universal está por fin suficientemente bosquejada, condición
que ahora se cumple en los espíritus más adelantados, este gran principio filosófico adquiere
luego una plenitud decisiva, aunque las leyes efectivas de la mayoría de los casos particulares
deban permanecer mucho tiempo ignoradas; porque una irresistible analogía aplica entonces de
antemano a todos los fenómenos de cada orden lo que no ha sido comprobado sino para algunos
de entre ellos, siempre que tengan una importancia conveniente.