Mutch, Barbara - La Hija de La Criada
Mutch, Barbara - La Hija de La Criada
Mutch, Barbara - La Hija de La Criada
La hija de la criada, escrito por Barbara Mutch, es una novela de narrativa extranjera
cargada de sentimientos, que retrata con hondo detalle el drama y la desolación de dos
mujeres de inquebrantable valor cuya profunda amistad las lleva a superar las inhumanas
convenciones sociales de una época y los peligrosos límites de la segregación. Una historia
que nos enseña que más allá de la crueldad humana perdura el amor y la esperanza. La hija
de la criada nos plantea la difícil elección entre el amor y el sentido del deber, entre la
amistad y las convenciones sociales en las áridas llanuras de Suráfrica. Barbara Mutch es
una escritora surafricana, nieta de emigrantes irlandeses que se asentaron en el Karoo a
principios del siglo XX. Vivió en la universidad de Rhodes, en El Cabo, los duros años del
apartheid. Combina su pasión literaria con su amor por la música (es una virtuosa del
piano) y la naturaleza como experta en plantas y pájaros surafricanos.
Una obra que hace aflorar las venas de lo humano en una sociedad profundamente
injusta. Sydney Morning Herald Una historia de crueldad, amor, esperanza y redención.
Queensland Times Una historia absorbente. North Shore Times El lector vive el horror del
racismo y la esperanza representada en el personaje de Catherine que se niega a seguir las
inhumanas leyes del apartheid. Book Review Una novela provocadora, que hace pensar.
Una novela llena de emociones sobre un periodo lleno de inquietudes. Image
Barbara Mutch
La HIJA de la CRIADA
Para L, W, H & C
Nota de la autora
Ésta es una obra de ficción. Los nombres y personajes que aparecen en esta novela,
salvo las figuras históricas reconocidas, son fruto de la imaginación de la autora. Cualquier
parecido con personas reales, vivas o muertas, es pura coincidencia. Los lugares también
son reales, aunque su posición geográfica no sea del todo exacta. El Karoo es eterno.
Prólogo
Irlanda, 1919
Salí por la puerta principal y crucé el sendero de losas. Las gaviotas graznaban en
los acantilados de Bannock y mi queridísima hermana Ada estaba llorando.
Mi madre, con el vestido marrón que se ponía para las bodas y los bautizos, volvió
la cabeza. Acuérdate de esto, me repetí mientras subía al carro tirado por el poni.
Acuérdate de esto: del vuelo de las gaviotas, del golpe de las olas en los guijarros de
la playa, de las manos enrojecidas y agrietadas de tu padre, de Eamon, que no es capaz de
estarse quieto, del olor a turba, a lilas y a humo de la chimenea...
Capítulo uno
Yo no tenía que nacer en Cradock House. Yo no.
— de nuestra kaia de una sola habitación y la ayudó a subir a la casa. Allí le dio la
mano y le secó el sudor de la frente con su propio pañuelo, el mismo que Miriam había
planchado el día anterior.
Mamá me puso el nombre de Ada, por la hermana menor de la señora, que vivía al
otro lado del mar, en un lugar llamado Irlanda.
Llevo toda la vida dando las gracias por haber nacido en Cradock House. Siento que
soy parte de esta casa, mientras que mi madre, Miriam, nunca lo fue. Las escaleras
estrechas y los pomos de bronce conocen bien mis manos y pies; el espino raquítico y el
albaricoquero me llevan en su savia año tras año. Y yo también tengo algo de ellos. Por eso,
cuando me quitaron Cradock House, mi vida dejó de tener sentido.
Cradock está en el Karoo, una región casi desértica en el corazón de Sudáfrica, muy
lejos de las montañas verdes y escarpadas que bordean la costa como una puntilla. El Karoo
es el paisaje duro que hay que cruzar para llegar a Johannesburgo, donde la gente saca oro
de la tierra y se hace rica. Yo no sabía nada de eso, como es natural. Todo mi mundo se
reducía a un cuadrilátero, a una casa de dos plantas, con la fachada de piedra amarilla y un
tejado de chapa roja en un pueblo rodeado de koppies rocosos y envuelto en polvo marrón,
donde nunca llovía. Sólo conocía el agua del Groot Vis, el gran río pesquero que a veces
llenaba la zanja que pasaba por delante de la casa, desde donde desviábamos el agua hasta
el jardín. En el extremo del pueblo donde el cielo se encontraba con la tierra, los resistentes
matorrales del Karoo, apenas más altos que un niño, se aferraban al suelo seco y entre sus
matas asomaban los troncos marchitos de los aloes, con sus lanzas de flores anaranjadas
recortadas como llamas contra el fondo del paisaje. Había algunos árboles, mimosas y
eucaliptos azules, pero sólo crecían cerca de los huertos o en las orillas del Groot Vis,
donde sus raíces encontraban el agua.
Las pocas veces que llovía, el agua apedreaba el tejado de chapa y hacía tanto ruido
que la señorita Rosemary y el señorito Phil se ponían a gritar. Mi madre y yo
— también teníamos un tejado de chapa, pero el nuestro era gris y estaba protegido
por el espino. Por eso allí la lluvia sólo silbaba. Yo no gritaba cuando llovía. Me quedaba en
la puerta de la kaia, oyendo la lluvia y viéndola caer sobre el veld, al otro lado de la valla.
Cuando mi madre no me veía, metía los pies descalzos en los riachuelos diminutos que
corrían por la tierra endurecida y me quedaba mirando cómo se embalsaba el agua, cómo se
filtraba poco a poco en la tierra, alrededor de mis tobillos.
Cradock House estaba en Dundas Street, justo encima del Groot Vis y debajo de
Market Square. A mitad de su recorrido, nuestra calle pasaba a llamarse Bree Street. Yo no
entendía por qué una calle necesitaba dos nombres
—mamá decía que a lo mejor lo hacían para honrar a los antepasados por igual
—, pero así era. A partir del cruce con Regent Street, la calle con dos nombres
perdía fuerza y desaparecía en un poblado de chabolas.
Cradock House tenía un porche de madera, un stoep con sillones en forma de concha
que rodeaba la vivienda casi entera, como un anillo. El círculo de asientos se interrumpía en
la cocina y continuaba al otro lado del lavadero y, según mi madre, así tenía que ser, porque
si no nos pasaríamos el día sentadas en vez de lavar, cocinar o planchar, que era nuestra
obligación.
— y luego por encima de las llanuras del Groot Vis, donde las mimosas hundían sus
raíces en la tierra en busca de agua, y luego por encima de los remolinos de polvo que se
enroscaban hasta el cielo desde el veld reseco, y luego por encima de los koppies, altos y
rocosos, con sus piedras relucientes bajo el sol de la mañana, y por fin, cuando el desierto
empezaba a elevarse, por encima de las montañas cubiertas de bosques. Las montañas casi
no las veía, pero todo el mundo hablaba de ellas, sobre todo cuando hacía frío y la escarcha
cubría la tierra como una alfombra de azúcar.
Todos los días, cuando me asomaba de puntillas, tenía la sensación de que, por un
momento, el pueblo entero, el Karoo entero me pertenecían. Desde allí, desde aquella
ventana, no eran de nadie más.
Puede que la señora sintiera lo mismo por ese lugar llamado Irlanda donde había
nacido. Ella también se asomaba a las ventanas, como si buscara algo que estaba más allá
de los eucaliptos, más allá del Groot Vis y del polvo marrón que levantaban los carros en
Market Square cuando no llovía.
A mis padres no les importa que me vaya a África. Lo cierto es que lo necesitan.
Aunque no lo dicen abiertamente. Y yo tampoco lo digo. Pueden alquilar mi habitación por
más de lo que yo podría aportar con mi salario. Eamon necesita unas botas y Ada un abrigo,
porque el mío viejo, el verde, está destrozado. No hay dinero para que pueda quedarme.
El viaje me hace mucha ilusión, aunque también me da miedo. Sé que, una vez allí,
no podré regresar. Es un compromiso para toda la vida. Y aunque siga teniendo noticias de
mi familia y de mis amigos, por las cartas que nos escribiremos, nunca volveré a ver sus
rostros queridos ni a oír su risa irlandesa. Eso es lo que significa emigrar de un país.
«Eeeh.» La señora Pumile tragaba aire y se iba a su kaia andando como un pato, con
el doek torcido y los bolsillos del delantal aleteando, mientras las galletas o lo que hubiese
cogido prestado terminaban en el cubo de la basura de su señora. Las galletas ya no valían
si la señora Pumile las había tocado. Nunca supe cómo se llamaba la señora de la señora
Pumile.
—Ada.
—. ¿Pasa algo?
La señora era una buena madre, y no sólo con la señorita Rosemary o con el señorito
Phil, a pesar de que la señorita discutía mucho con ella. La señorita Rose nunca estaba de
acuerdo con nadie.
«Es perverso
—le decía la señora al señor con un suspiro. Y aunque yo no conocía esa palabra,
adivinaba su significado
El señor Edward no me hacía sentir como si fuera suya, y era una lástima, porque yo
no tenía otro padre. Durante mucho tiempo no supe que para tener un niño hacía falta un
padre. De todos modos, sólo los niños blancos tenían padres.
Lo que sí es verdad es que mamá pasó toda su vida trabajando en Cradock House, y
que un día murió allí, mientras limpiaba la plata en la mesa de la cocina.
Yo también quería pasar toda mi vida en Cradock House. No quería vivir donde
Bree Street perdía fuerza y desaparecía en el poblado de chabolas. Yo quería vivir y morir
en Cradock, donde había nacido. Ése era mi sitio.
Pero quería morir limpiando la plata debajo del árbol del coral, en el jardín, donde
las nectarinas esmeralda volaban como flechas entre las flores rojas y el cielo azul asomaba
entre las hojas temblorosas de los árboles.
Capítulo dos
Sin embargo, tengo una extraña simpatía por la gente a la que he conocido aquí,
aunque no sé nada de su pasado y ellos no saben nada del mío. Eso me recuerda que,
estemos donde estemos, el hogar y el amor sólo se nos conceden a cada uno de nosotros por
un período de tiempo limitado. Tenemos que cuidarlos mientras son nuestros y recordarlos
con cariño cuando se han ido.
Por eso acepto con alegría esta nueva vida y a esta nueva gente.
Espero que pronto deje de ser una extraña para ellos y ellos dejen de ser extraños
para mí.
Cruzábamos el Groot Vis pocas veces, sólo los jueves, cuando mi madre tenía la
tarde libre, y entonces íbamos a ver a mi tía, su hermana mayor. «Cuánta gente
—decía mi madre en voz baja al pasar por el puente. Puede que se acordara de
cuando vivía en KwaZakhele
Mi tía vivía en una choza de barro, sin puerta, y lavaba la ropa en el río. La gente
mala le robaba la ropa que dejaba tendida en los arbustos de la orilla, aprovechando el
momento en que volvía a su choza a por otro montón de ropa sucia. Mi tía se ganaba la vida
lavando. En eso de las escuelas, estaba de acuerdo con mi madre, y también decía que el
colegio de Lococamp no era un sitio de fiar. Según ella, era tan triste como la vida en las
orillas del Groot Vis.
—le oí decir a la señora un día, cuando salía de la cocina con la ropa que mi madre
acababa de planchar
—. Pero la misión de Lovedale está muy lejos, y Ada se sentiría muy sola.
Marcharse para ir al colegio y marcharse para irse a África debe de ser más o menos
lo mismo, pensé, escondida detrás de la puerta mientras los señores hablaban una noche en
el salón. Las dos cosas significaban perder a la familia para siempre. Yo no quería perder a
mi familia como la señora había perdido a la suya. Estaba espiando, escondida detrás de la
puerta. El señor estaba leyendo el periódico, y la señora movía la cabeza. La piedra verde
que llevaba alrededor del cuello brillaba a la luz de la lámpara. Se había cambiado el
vestido holgado y de talle bajo que llevaba durante el día
—los vestidos de la señora estaban hechos para soportar el calor y eran del color de
la crema que se forma en la leche
—Me gustaría que fuera al colegio aquí, con los niños, pero el director no querrá ni
oírlo
—Por la sencilla razón, cariño, de que si admiten a uno todos pedirán una plaza
—¡Ada!
—. El tokoloshe viene a por las niñas malas que escuchan detrás de las puertas.
Me fui corriendo a nuestra casa, me acosté y me tapé los ojos para no ver al malvado
tokoloshe cuando subiera a mi cama para llevarme al infierno. Pero no vino. Y la señora
tocó algo de Beethoven. El claro de luna. Sin embargo, yo sabía que estaba distraída. Lo
notaba en sus dedos.
—La niña puede aprender aquí todo lo que necesita saber, señora
—dijo mi madre al día siguiente, muy firme, cuando fue a buscar unos elásticos para
los tirantes del señorito Phil en el costurero de la señora. Mi madre me había dado una
charla el día anterior, cuando vino a acostarse. Me dijo que no me merecía la bondad de la
señora si escuchaba detrás de las puertas. Y que no iba a consentir que ese cuento del
colegio molestara a los señores. La señora estaba zurciendo un calcetín del señorito Phil.
Siempre había un montón de ropa del señorito para coser. Parecía que se rompía los
pantalones o perdía un botón en cuanto salía por la puerta. Pero todos los niños se rompen
la ropa, eso decía mamá. Eso hacen los niños. A nadie le molestaba, porque todos
queríamos al señorito. Siempre estaba risueño, mientras que la señorita Rose siempre estaba
enfadada.
Cuando subía a limpiar el polvo, empecé a leer un libro que la señora dejaba en su
tocador, al lado de su cepillo de plata y su caja de polvos. Nadie más veía ese libro: ni el
señor, ni la señorita Rose, ni el señorito Phil. Por la marca del polvo en la mesa del tocador,
yo sabía si alguien lo había movido, aparte de mí o de la señora. Me fijaba todas las
mañanas, cuando el sol entraba por la ventana y caía sobre el tocador con un rayo amarillo
muy revelador. Y siempre me aseguraba de dejar el libro marcado en la página que ella
estaba escribiendo, para que no se diera cuenta.
Creo que la señora no sabía que yo estaba leyendo su libro, aunque puede que sí lo
supiera. ¿Sería por eso por lo que, muchos años después, cuando se fue a Johannesburgo, lo
dejó aquí? ¿Lo dejó para mí? Sin la presencia de la señora y de los niños, Cradock House
quedó vacía y silenciosa. Sólo se oían mis pasos y los del señor en las escaleras estrechas.
Cuando empecé a entender las letras, tomé la costumbre de fijarme en los letreros de
las tiendas cuando iba a la oficina de correos de Adderley Street a echar las cartas que la
señora mandaba a Irlanda. Buscaba palabras nuevas siempre que iba al pueblo, y me
quedaba tanto rato mirando los escaparates que los tenderos a veces salían para echarme de
allí.
Aprendí a andar despacio por una acera de Adderley, a cruzar la calle sucia y
polvorienta, siempre llena de carros tirados por burros, de perros peligrosos y de elegantes
señores a caballo, y a volver despacio por la otra acera, para no perderme ningún letrero.
Como la señora no parecía darse cuenta de que tardaba mucho en echar las cartas, volvía
por Market Square y entraba en el parque Karoo, donde había bancos de madera en los que
me dejaban sentarme. Me sentaba a mirar las palmeras por encima de mi cabeza, o los aloes
con sus flores como llamas en los arriates cuadrados, y repetía las palabras que acababa de
leer mientras el sol me calentaba los pies descalzos. Luego seguía por Church Street, que
también era una calle ancha, como Adderley, para que antiguamente pudieran pasar los
carros y los bueyes, y allí leía los últimos carteles, ya cerca de la orilla del Groot Vis.
Las primeras palabras que aprendí a leer en la calle fueron «Farmacia Austen»,
«White y Boughton, papel y tinta», «Zapatería Cuthbert, zapatos a medida» y «Calidad para
las señoras en Modas Anstey». En la puerta de Badger & Co. a veces había una mesa con
rollos de tela y un cartel que decía «... el rollo». Nunca conseguía descifrar algunas
palabras. Las veía en muchos sitos, pero no estaban escritas con letras que yo conociera, y
llegué a la conclusión de que eran de otro idioma. En el libro de la señora nunca vi ninguna
de esas palabras. Tenía ganas de preguntarle qué significaban, pero no quería parecer
desagradecida después de lo mucho que me estaba enseñando en la mesa del comedor, y
también con su libro del tocador, sin que ella lo supiera.
—dijo la señorita, mirándome por encima del hombro, mientras se cepillaba el pelo
rubio delante del espejo
—. Indican la cantidad de cosas que tienes. Te enseñaré algunos más cuando vuelva
del entrenamiento de cricket. Toma, practica un poco.
—dijo. Y bajó las escaleras a todo correr, dando golpes con la bolsa de cricket contra
la barandilla.
Luego vi que las palabras se unían para formar frases. Y después las frases
empezaron a decirme lo que la señora le contaba a su libro. Y a veces también lo que no le
contaba. Cinco años de noviazgo, Edward en Cradock, yo en Irlanda. El matrimonio es un
paso en el camino de la fe, dice el padre O’Connell. Pero yo lo sigo queriendo. Y todos
dicen que estamos hechos el uno para el otro.
Capítulo tres
—gritó, dando brincos y señalando al señor, que estaba en una tribuna con muchos
hombres, debajo del rótulo que decía «Banco», además de otra palabra que no reconocí
—Sí que lo parecía, con su mejor traje y la camisa que mamá le había almidonado
con mucho cariño el día anterior.
—¿Qué se hace en un banco?
—le pregunté al señorito, tirándole de la manga para llamar su atención. Los niños
blancos que estaban alrededor se echaron a reír.
—¿Qué?
—El señorito Phil estaba de puntillas y con el cuello estirado, para verlo todo.
—Un banco
—le repetí al oído, haciendo bocina con las manos, para que los otros niños no me
oyeran
—: ¡Papá, papá!
—Saludó con las manos y empezó a dar saltos para que el señor lo viese. Los niños
lo miraron y las niñas se taparon la boca para protegerse del polvo que levantaba con las
botas al saltar. El señor lo miró un momento con gesto impaciente, pero enseguida volvió la
cabeza hacia un hombre que estaba cortando una cinta roja con unas tijeras en la entrada del
banco.
Supongo que el señorito Phil hizo mal en interrumpir al señor, pero es que el
señorito nunca pensaba demasiado en lo que hacía, como atracarse de albaricoques sin
pensar en las consecuencias que podía tener para su estómago. Era todo lo contrario de la
señorita Rose, que podía pasarse muchos días callada cuando quería algo de verdad, y se
guardaba sus deseos con muchos suspiros y encogimientos de hombros, hasta que sabía que
el señor y la señora no se lo podrían negar.
Rosemary no ha sido una niña fácil. Es posible que haya malcriado a Phil, por lo
alegre que era desde que estaba en la cuna. Rosemary, por el contrario, siempre le encuentra
pegas al mundo en general y a su madre en particular.
Su mal carácter destaca todavía más en contraste con el de Ada, que tiene el
estoicismo de Miriam, pero también una luminosidad inmensamente atractiva. Puede que la
culpa esté en mí. En mi incapacidad para ser una buena madre. Pero lo cierto es que todos
mis esfuerzos han chocado contra un muro.
Recordatorio: Buscar lecturas sencillas para Ada. Estoy decidida a que progrese en
la lectura, con independencia de las reservas que pueda tener Edward. Quizá encuentre algo
en la biblioteca del colegio. Puedo decir que son para un alumno privado.
A mí no me dejaban entrar en el banco nuevo, pero miraba por las ventanas los
ventiladores de techo, los escritorios oscuros y los letreros que decían «Información» y
«Director», aunque no entendía qué significaban. La prima de la señora Pumile sí podía
entrar en el banco, para abrillantar los suelos con cera Cobra roja todas las mañanas. Le
llevaba a la señora Pumile el azúcar que se dejaban en el carrito del té. La gente dejaba su
dinero en el banco para que cuidasen de él. Eso me había contado el señorito Phil. Pero mi
madre Miriam decía que su dinero estaba más seguro en una caja de zapatos, debajo de la
cama, donde ella pudiera vigilarlo.
Ese verano pasé muchos días demasiado ocupada en barrer, limpiar y lavar la ropa
de la familia, que se ensuciaba mucho de tanto arrastrarse por el polvo, y casi no tuve
tiempo para leer. Veía el libro de la señora encima del tocador y lo miraba con añoranza
mientras pasaba el lappie trazando círculos lentos, hasta que mamá me llamaba para que
fuese a recoger la ropa del tendedero.
Después llegó un invierno de vientos fríos, de vientos que venían de unas montañas
que yo no alcanzaba a ver cuando me ponía de puntillas encima del baúl de los juguetes del
señorito Phil. A veces me parecía distinguir a lo lejos una capa fina y blanca, como la
cobertura de las tartas, pero nunca sabía si era yo quien se empeñaba en verla. Siempre
quería ver más de lo que alcanzaban mis ojos.
—. Ya me voy.
—¡Espera, Ada, espera!
—. ¿Qué buscabas?
—Las montañas
—. Era como algodón blanco. Podías hacer bolas y lanzarlas. ¡Bolas de nieve!
Entonces se subió al baúl y me enseñó que ya rozaba el techo con las puntas de los
dedos, mientras volvía a imitar que lanzaba una bola. Me dijo que se subía muchas veces
allí, para ver lo alto que era, y que un día llegaría con la cabeza al techo.
Ese invierno los vientos fríos de la nieve que conocía el señorito Phil me
atravesaban la ropa y me dejaban la cara entumecida cuando iba a Adderley Stret a echar
las cartas que la señora enviaba a Irlanda, al otro lado del mar. ¿Contaría en esas cartas las
mismas cosas que en su libro? ¿O había cosas que no contaba en las cartas, lo mismo que
había cosas que no contaba en su libro?
Esos días hacía el recado deprisa, envuelta en el viejo abrigo de luto de mi madre.
Hacía demasiado frío para pararme a leer los carteles de las tiendas o los anuncios que
ponían en la puerta de la oficina de correos. Cuando volvía a Cradock House, mamá y yo
preparábamos una sopa de calabaza y pollo asado, relleno con los últimos albaricoques del
verano, y un pudin de mermelada esponjoso y caliente que al señorito Phil le encantaba.
«Dame más, Miriam, por favor
Sólo cuando pasó el invierno caí en la cuenta de que la señora se parecía a mí en una
cosa muy importante: las dos guardábamos dentro frases que nunca decíamos en voz alta.
La diferencia estaba en que ella podía decir esas frases en su libro o en sus cartas, mientras
que yo tenía que guardarme las mías en la cabeza. Y es que, aunque ya sabía leer, aún no
era capaz de escribir.
Capítulo cuatro
Yo limpiaba el polvo del piano a diario y veía lo que la señorita Rose estaba
aprendiendo. Veía el libro, con sus dibujos de notas blancas y negras que se llamaban como
las letras que me enseñaba la señora, sólo que las letras del piano no llegaban hasta el final
del abecedario. No entendía por qué.
El caso es que sabía dónde tenía que poner los dedos la señorita para tocar la
melodía.
—¡Detesto el piano!
A la señora le dolía, porque ella tocaba el piano desde que era pequeña, cuando vivía
al otro lado del mar. Por eso, una de las primeras cosas que el señor Edward compró cuando
vino a vivir a Cradock House, mientras esperaba la llegada de la señora, fue un piano.
—. Mira
Y la señora apartaba la vista del piano para contemplar el Groot Vis por la ventana.
¿Seré capaz de tocar para él con la misma pasión con que toco para mí? ¿Me pedirá
que toque?
Yo no conocía nada más que Cradock y el Karoo, con su polvo, sus koppies rocosos
y su río perezoso; por eso un mar de agua interminable y lugares lejanos me parecía un
misterio. Incluso el poblado de chabolas donde vivía mi tía, al otro lado del río, y el otro
poblado abarrotado de gente que había al final de Bree Street, donde mamá me llevaba a
veces a ver a sus amistades y donde estaba ese colegio tan estricto que se llamaba St.
James, eran sitios más familiares para mí.
Era incapaz de imaginarme cómo sería un barco. Desde luego, la gente que vivía en
esos países lejanos era muy lista, porque sabía hacer cosas como pianos y barcos, que a este
lado del mar no sabíamos hacer.
—le pregunté al señorito Phil una tarde, mientras hacía los deberes en su habitación
con la puerta cerrada, porque la señorita Rose se estaba peleando con el piano en el piso de
abajo.
—Puede ser
—. A ti te gustaría ir, ¿verdad que sí? Sé que te gusta conocer sitios nuevos. Por eso
te subes al baúl de mis juguetes y miras...
—Supongo que sí
—contestó, apartando los ojos del cuaderno de ejercicios y mirando el bate de
cricket, que estaba apoyado cerca de la puerta, para cogerlo cuando salía corriendo. De
pronto se puso muy contento y dijo
—: ¿Sabes qué? Algún día iremos juntos a Irlanda. A ver a mi tía Ada. ¡La que se
llama como tú!
Yo me eché a reír. ¡Qué bobo era el señorito Phil! Las chicas como yo no podían
hacer esas cosas.
La señora practicaba al piano todas las mañanas, una hora antes de que los niños se
fueran al colegio. La casa se llenaba de música, menos los fines de semana, porque esos
días el señor y ella se levantaban tarde. Y también tocaba por las noches, cuando el señor se
lo pedía o cuando se lo pedían los invitados. Con el tiempo aprendí a adivinar lo que tocaría
la señora en distintos momentos para distintas personas.
Las mañanas estaban llenas de escalas y arpegios. Las escalas formaban sonidos
fluidos que recorrían el piano de arriba abajo, como el viento, mientras que los arpegios se
saltaban algunas teclas y sonaban como el granizo en el tejado de chapa.
La señora Pumile decía que las escalas de la señora cruzaban el jardín a la carrera
todas las mañanas y llegaban a su kaia, al lado de la nuestra.
Por las tardes, cuando los niños terminaban de hacer los deberes y el señorito Phil
estaba nervioso, la señora tocaba marchas militares, para que desfilase como un soldado de
verdad. Y para que la señorita Rose se animara a practicar, tocaba piezas muy alegres, y
daban ganas de marcar el ritmo con los pies.
Cuando había invitados, la señora se ponía vestidos de raso de color verde oscuro y
tocaba música elegante, como valses. A veces los invitados cantaban. A la señora le
encantaban las canciones del otro lado del mar, donde vivía su familia, y las cantaba sola o
acompañada por algún invitado que tenía buena voz. Eran canciones como La bahía de
Galway y Llévame a casa, Cathleen, que era la favorita del señor. Pero al señor le gustaba
que la señora tocase cuando no había invitados. La quería sólo para él. No quería
compartirla con nadie. Ella era feliz entregándose a los demás y ofreciendo su música.
Esto es el futuro, leí un día, mientras hacía mis tareas. Edward, al que llevo cinco
años sin ver y sin sentir, y Cradock, un pueblo a los pies de África. Aquí construiré mi
hogar, crearé una familia y descubriré nuevas músicas...
¿Qué era el «futuro»? La gente siempre hablaba del futuro con preocupación. ¿Era
algo por lo que había que pagar, como el señor había pagado por el piano? ¿O era algo que
la señora se había traído de Irlanda?
Un día se lo pregunté al señorito Phil. Dijo que era lo que le pasaba a uno cuando se
hacía mayor, así que de momento no tenía por qué preocuparme. La señorita Rose me dijo
que el futuro era algo que yo nunca tendría si no iba al colegio.
Cuando la señora tocaba, el señor se quedaba al lado del piano, muy erguido,
sonriendo a los invitados, hasta que se sacaba el reloj del chaleco y decidía que ya había
tocado suficiente. Nunca había tranquilidad en Cradock House cuando yo era pequeña.
—dijo, muy contenta. Entró en el salón con las manos manchadas de harina, porque
estaba haciendo bollos de pan dulce, y al ver que era yo quien tenía los dedos en las teclas
se paró en seco.
La señorita sacudió su melena rubia y empezó a pasar las páginas del libro de
música muy deprisa.
—Y me fui corriendo al lavadero, donde mamá estaba almidonando los cuellos del
señor Edward. A la señorita Rose no le hacía gracia quedar en ridículo delante de la señora.
—Ada
—dijo la señora, que también llegó corriendo y me encontró escondida detrás de las
faldas de mi madre. Se arrodilló y me miró a los ojos, como hacía cuando empezó a
enseñarme las letras, para que yo las repitiese
Capítulo cinco
Aprendí a tocar el piano mientras empezaba una cosa que llamaban «la guerra».
Y también aprendí, con las letras de las canciones, cosas que había en Inglaterra:
bosques y fiestas con cucaña y hierba que siempre estaba verde en vez de marrón, como la
nuestra. Ven al bosque verde se convirtió en mi canción favorita. Y también La danza de los
gnomos.
Aprendí historia con los relatos de las vidas de los grandes compositores que me
contaba la señora, y geografía con los viajes que hacían en busca de nuevas músicas. Y
entonces me di cuenta de que el piano servía para algo más que ejercitar los dedos. Me di
cuenta de que me descubría un mundo que estaba más allá de Cradock House. La primera
vez que posé los dedos en las teclas de marfil supe que la música me ensanchaba el
corazón, pero no me esperaba que pudiera ensancharme también la cabeza.
El piano me enseñó más cosas de los números. Aprendí a contar los tiempos de un
compás hasta ocho, y a relacionar la cuenta con los números que veía en los carteles de las
tiendas del pueblo.
Al principio no entendía del todo cómo se relacionaban.
¿Cómo podía ser que los «cuatro» tiempos de un compás significaran lo mismo que
el «cuatro» de un rollo de tela, si sólo había un rollo?
—El río, los graznidos de las gaviotas, las olas y la marea forman una pauta que se
repite constantemente, cada cosa dentro de la otra. Como el contrapunto que vemos en
Bach...
—Y dejaba flotar en el aire una serie de melodías que se repetían y nos envolvían,
pasando las manos como ondas por encima de las teclas.
—preguntaba yo.
—Sonreía con cariño, como si ese sonido resonara dentro de ella a todas horas
—Y sus dedos bailaban para componer los primeros acordes del Concierto para
piano.
Yo asentía con la cabeza. La señora detenía las manos y miraba por la ventana hacia
el Groot Vis, con sus aguas turbias y mansas bajo el calor.
—Un mi menor
—volvía al piano
— que se transforma en mi mayor. ¿Te acuerdas?
Yo sentía crecer la música en mis manos, que se unían a las suyas para formar una
cascada.
Justo después de que empezara la guerra ocurrió algo muy extraño. Un día, el sol
desapareció. Los koppies pardos se volvieron púrpura y los pájaros del jardín dejaron de
cantar. Hasta los bubús silbones se quedaron callados. El general Smuts, un hombre del que
yo había oído hablar a la gente, que había avisado de que los alemanes dominaban la ruta
del mar, vino a Cradock ese día de oscuridad.
Dijo que era la luna la que ocultaba el sol, y que eso pasaba de vez en cuando. Según
la señorita Rose todo el mundo sabía lo que era un eclipse. El señorito estaba haciendo su
entrenamiento militar, así que no pude preguntarle qué pensaba él. Mamá se acostó en
nuestra kaia y yo subí al piso de arriba para ver Market Square desde el baúl de los juguetes
mientras la luz se apagaba a lo lejos en el Karoo. Oía los aplausos por las ventanas abiertas.
Tal vez el general Smuts fuese capaz de usar su poder para devolvernos el sol. Yo estaba
segura de que la culpa era de la guerra, lo mismo que tenía la culpa de la escasez en nuestra
cocina. ¿Qué otra cosa podía hacer que la luna ocultase el sol, si llevaba tanto tiempo en el
cielo sin molestar a nadie?
Así que allí estaba Cradock House, en mitad del Karoo seco y a veces oscuro, y
estaban mamá y la señora y el señor y la señorita Rose, pero el señorito Phil estaba a punto
de irse a la guerra. Estaban los ibis siniestros que pasaban todas las tardes a última hora,
graznando y sacudiendo con las alas el cielo veteado de franjas rosas y anaranjadas. Y
estaba nuestra vecina, la señora Pumile, quejándose del trabajo de más por culpa de la
guerra.
Nadie me había advertido de esto. Me hablaban sobre todo del calor, de las
picaduras de insecto y de lo imprevisibles que eran los nativos. La posibilidad de encontrar
compañía en mi criada negra y en su hija ni siquiera se me había pasado por la cabeza.
Tengo la impresión de que a Edward le molesta mi actitud. Sin embargo, no puede tener
ninguna queja de la devoción con la que me he entregado a mis hijos. Phil y Rosemary
cuentan con mi atención plena, y a Rosemary me empeño especialmente en animarla en
todo lo que hace. Estoy segura de que terminará por encontrar algo que le interese de
verdad.
Capítulo seis
En las calles de Cradock empezaron a verse jóvenes como el señorito Phil, con
elegantes uniformes y gorras con insignias. Desfilaban marcando el compás, estampando
las botas en la tierra oscura, como las notas en staccato que yo estaba aprendiendo a tocar.
Los hombres mayores, como el señor, no desfilaban, pero iban a reuniones en el
Ayuntamiento, enfrente del parque Karoo, donde a mí me gustaba sentarme debajo de las
palmeras, y se pasaban muchas horas hablando de un lugar al que llamaban «el Norte».
—dijo otro
—. ¡Eso es traición!
Yo no sabía qué era traición. Sabía que debía de ser algo malo, porque a la cárcel
iban los que mataban o los que hacían mucho daño y había que encerrarlos para siempre.
Había una cárcel al final de Bree Street, y creo que ésa era una de las razones por las
que mamá no me dejaba ir al St. James, ese colegio tan estricto, porque estaba detrás de la
cárcel. Y la cárcel, me explicó un día, no era sólo para la gente mala. Cualquiera podía
acabar en la cárcel si no se andaba con cuidado.
—me preguntó el señor, acercándose a donde estaba yo. Iba en mangas de camisa, y
me fijé en que tenía el cuello arrugado. No era fácil encontrar almidón desde que empezó la
guerra. Le entregué la nota. La leyó, se pasó una mano por el pelo, que se le estaba
empezando a caer, y aplastó el papel con el puño. Tenía gotas de sudor en la frente.
—dijo sin mirarme. Y volvió corriendo a la mesa donde los demás seguían gritando.
Ese día nos enteramos de que el señorito Phil tenía que ir a la guerra.
El señorito tuvo que vestirse de uniforme y aprender a desfilar, como cuando era
pequeño y la señora tocaba el piano. Volvía a casa por la noche tras un día entero de marcha
por el veld, cenaba y se marchaba otra vez por la mañana, haciendo retumbar las escaleras
en toda la casa. Yo estaba muy orgullosa de él y le planchaba con mucho cuidado las
camisas caquis. A veces el señorito Phil tenía tiempo de jugar al cricket con los otros chicos
que aprendían a ser soldados como él, pero, como jugaban en un cuadrado de tierra, el
uniforme blanco se le ponía perdido. Yo tenía que restregarlo más de lo normal y el señorito
lo sentía mucho por mí.
—dijo
Me quedé pensando en lo que había dicho mientras tendía una funda de almohada.
—¿Pasará miedo?
El señorito miró hacia la casa. La señora estaba merendando con unas amigas, mi
madre estaba en el lavadero, y por la ventana abierta de la señorita Rose llegaba una
melodía de música de baile.
—Cogió una hoja y empezó a rasgarla con cuidado por las líneas de los nervios. El
flequillo le cubrió la frente
Nos quedamos callados. Llevaba las mangas de la camisa enrolladas y vi que los
músculos de los brazos, fortalecidos por el entrenamiento, se dibujaban como cuerdas
tensas por debajo de la piel. ¡Qué bueno era el señorito Phil! Se interesaba por todo,
siempre se ponía al frente de todos los juegos y siempre estaba dispuesto a cumplir con su
papel. Yo estaba segura de que sería un buen soldado.
—. ¡No hay fantasmas ni espíritus malignos! ¿Dios nos manda la guerra para que
aprendamos a ser valientes?
El señorito Phil tenía los ojos muy claros, mucho más claros que el cielo, mucho
más claros que los de la señorita Rose, que eran azules como el acero; los de él eran casi
transparentes como el agua. En ese momento me buscaron, pero no supe qué contestar.
Me levanté y fui a sacar otra camisa del cesto. El silencio nos seguía separando.
¿Qué podía decirle para darle confianza? Tenía que ayudarlo, como él me había ayudado
tantas veces. Pero yo no sabía nada de la guerra, ni de lo que exigía. Entonces me vino a la
cabeza otro pensamiento y traté de apartarlo, pero no se iba. ¿Era posible que el señorito
Phil, a pesar de su fuerza y su buen corazón, no estuviera hecho para ser soldado?
¿Y qué habría contestado la señora a esa pregunta? ¿Había alguna lección que
aprender de Dios y de la guerra en el libro que la señora tenía en su tocador?
Me sonrió con los labios. Al momento tiró las hojas rotas, se levantó de un salto y
volvió a casa a grandes zancadas.
Había algunos soldados de color, aunque tenían la piel más clara que mamá y que
yo. Vivían en una zona del poblado donde yo no había estado nunca, en un cerro sobre el
Groot Vis, cerca del vado por donde se podía cruzar el río cuando el cauce estaba bajo.
Parecían muy orgullosos de su uniforme caqui y desfilaban por Market Square levantando
una nube de polvo y ensuciándose las botas nuevas. Los vi pararse delante del
Ayuntamiento para hacer una especie de saludo. Después se fueron por Church Street y
cruzaron el puente hasta la estación del ferrocarril para irse a la guerra. Un chico muy
guapo me guiñó un ojo al pasar a mi lado, y mi madre me apartó de la primera fila. «¡Qué
fresco!
—murmuró mi madre
No había soldados negros, como mamá y yo. Los negros se quedaban amontonados
en el poblado, al final de Bree Street, o «trabajando» en las granjas. No sé por qué no iban a
la guerra. Se lo pregunté a mi madre y dijo que no se lo habían pedido, que no se fiaban de
ellos si estaban armados.
Pero yo no entendía que los hombres pudieran pudrirse. Sólo la fruta se pudría,
como los albaricoques cuando se caían del árbol. La gente no. ¿Podía ser que los blancos no
quisieran luchar porque tenían miedo, como el señorito Phil pensaba que podía llegar a
tenerlo?
Pensé en los negros a los que no les pedían que fuesen a la guerra. Si se encontrase
la manera de confiar en ellos, aunque estuvieran armados, podrían sustituir a los blancos
que no querían ir. Y así nadie tendría que estar en la cárcel. Quería decírselo a la señora,
pero mi madre Miriam dijo que yo no era quién para hablar de esas cosas con los señores.
Tampoco entendía los bandos de aquella guerra. Sobre todo porque recordaba que la
señora me había contado que nuestro piano venía de Alemania. Eso significa que las
personas tan listas que lo habían fabricado de pronto eran enemigas. Y eso me parecía lo
peor de la guerra: que los amigos pudieran convertirse en enemigos.
Capítulo siete
—¡Ada!
Miré alrededor. Nunca me llamaba nadie en Church Street. En las calles del pueblo
sólo gritaban los blancos; los negros gritaban en las callejuelas del poblado donde vivía mi
tía. Como si vivieran separados por montañas, decía mi tía con desprecio, en vez de por un
camino de polvo.
—¡Ada!
—El señorito Phil iba desfilando por el camino con su uniforme caqui, tratando de
esquivar a un caballo y un carro que se acercaban al trote
—Le enseñé el sobre con la letra tan bonita de su madre, de trazos gruesos y finos.
La llevaba en el bolsillo para que no se ensuciara con el polvo de la calle o el sudor de mi
mano. Era una carta para su hermana Ada, la que se llamaba como yo. A mí me hubiera
gustado mucho escribir a esa señora y preguntarle por su vida en Irlanda: si había menos
polvo que aquí y si el río seguía tocando música de Grieg al caer al mar desde los
acantilados.
Lo miré. Puso sus ojos claros en el camino, donde el caballo y el carro levantaron
una nube marrón. Sólo sus manos se movieron para retorcer la tela de sus pantalones de
dril.
—No, Ada. En Irlanda no hay guerra. Me mandan al norte, puede que al norte de
África. Ven conmigo.
Echó a andar por el camino. Yo no sabía si seguirlo o no. El señorito Phil volvió la
cabeza por encima del hombro, para ver si lo seguía. En Cradock House no me importaba
hablar y pasear con él, pero allí, en la calle, delante de los blancos, era distinto. No estoy
segura de por qué era distinto. En esos tiempos las leyes no se preocupaban por el color de
la piel, ni había carteles en las entradas de los edificios y en los bancos de las calles en los
que decía que eran sólo para blancos, pero yo lo sabía. Cuando iba sola, los tenderos me
echaban de la puerta si me quedaba mucho rato leyendo los carteles. Church Street, con su
hilera de árboles de la pimienta y su Iglesia Reformada Holandesa, no era para la gente
como yo. Pasear por Church Street al lado de un señorito vestido de soldado no era para la
gente como yo.
Una señora con una blusa de volantes rosa y una falda de un tono más oscuro salió
abanicándose de N. C. Rogers, Comerciantes en General. Vi que miraba al señorito Phil,
luego a mí, y otra vez al señorito.
—¡Vaya!
—Aunque habló con firmeza, yo noté el miedo escondido detrás de sus palabras. Lo
había oído en su voz ese otro día en el jardín de Cradock House, lo mismo que había visto
brillar el sol en los músculos fortalecidos para la guerra. Odié a la mujer que acababa de
salir de N. C. Rogers: la odié por recordarle al señorito que no sólo él, sino también otras
personas, pronto descubrirían su miedo a la guerra.
Esperé detrás de ellos. Los ojos del señorito Phil, claros como el agua, se
encontraron con los míos por encima del hombro con volantes de la señora. Unos hombres
salieron de la tienda haciendo mucho ruido y se acercaron a un caballo que estaba atado a
unos pasos, con el hocico dentro de un saco de avena.
—Señorito
—Gracias, Ada
—: Ada, también tenemos que ver si han llegado los paquetes de mi padre.
El señorito Phil ladeó la cabeza y se alejó hacia Market Square. Yo aparté los ojos de
la mujer y lo seguí guardando las distancias. Cuando pasamos por delante del parque
Karoo, se paró a la sombra de un pimentero para esperar a que lo alcanzase. Al otro lado de
la plaza, los carros aparcados en la entrada del Ayuntamiento parecían temblar bajo el calor,
como si estuvieran a punto de echar a andar por su cuenta. El señorito se pasó una mano
por la frente.
—dije, mirando alrededor para asegurarme de que nadie nos miraba. Tendí una
mano sobre el espacio que nos separaba para tocarle el brazo
—. Estoy segura.
—¿Cuándo terminará?
—susurraba la señora
El señor Churchill envió al señorito Phil «al norte». Allí no había un océano y barcos
grandes, sino un desierto mucho más grande y más seco que nuestro Karoo.
—dijo la señora, lanzando una mirada rápida al señor, que estaba escondido detrás
de su periódico, enfrente de ella.
Nunca había visto tanta gente en la estación. Había muchos jóvenes con petates al
hombro: hablaban a voces y se daban puñetazos amistosos con la mano que tenían libre. Un
tren los esperaba con los vagones rojos cubiertos de polvo ya antes de empezar el viaje.
Con una explosión que hizo estremecerse el aire, la locomotora empezó a soltar nubes de
vapor blanco, y las señoras elegantes que estaban en el andén volvieron la cabeza para no
respirar la carbonilla. Un maquinista de uniforme y gorra azul recorrió el andén y, a una
señal que no llegué a ver, empezó a tocar el silbato con todas sus fuerzas para que los
revoltosos soldados subieran al tren.
—Cariño.
—La señora abrazó al señorito Phil, que ya era mucho más alto que ella
—. ¡Vuelve pronto!
—Philip.
—El señor le dio la mano, aunque otros padres abrazaban a sus hijos
—se volvió para llamar a la señorita Rose, que estaba poniéndole ojitos a un
muchacho
—, ven a despedirte.
La señorita Rose se echó en brazos del señorito y se fue corriendo con sus amigas
del colegio.
Yo seguía esperando detrás del señor. Era la única persona negra que estaba con una
familia blanca.
Tres soldados con cornetas formaron en fila delante de un vagón para tocar una
breve melodía
—¿Ada?
Y entonces el señorito Phil hizo una cosa muy rara. Abrió los brazos, se inclinó y me
dio un abrazo. Noté su mejilla en la mía, y el roce de la barba en las zonas que se había
olvidado afeitar, y cuando quise darme cuenta ya se marchaba: se echó el petate al hombro
y subió al vagón de un salto.
Los tres soldados se guardaron las cornetas debajo del brazo, cogieron sus bultos y
subieron corriendo al tren, que ya empezaba a alejarse envuelto en una nube de humo. En el
andén, a nuestro alrededor, todo el mundo llamaba a los muchachos, que se asomaron a las
ventanillas y aporrearon las paredes del vagón mientras entonaban una canción que yo
había oído en la radio: «Volveremos a vernos, no sé dónde, no sé cuándo...»
Las señoras que habían apartado la cabeza para protegerse del humo volvieron a
mirar el tren y se secaron los ojos con sus pañuelos de encaje mientras decían adiós con las
manos enfundadas en guantes. Y entonces sonó el silbato de la locomotora, más agudo y
estridente que el del maquinista. Unos niños chillaron y se taparon las orejas. Las palomas
azul oscuro alzaron el vuelo desde las vigas del tejado de la estación.
Miré otra vez al señor para ver si estaba triste por no haber abrazado a su hijo como
hacían los demás padres, pero, en vez de mirar el tren abarrotado que se llevaba al señorito
Phil adonde lo enviaba el señor Churchill, vi que me estaba mirando a mí.
No tengo padre.
Bueno, eso no es del todo cierto. Nunca lo he visto. Debe de estar en alguna parte,
viviendo en su propia casa, o con sus antepasados, pero no lo conozco. Mamá nunca habla
de él, y para mí no tiene cara. Los señores tampoco hablan de él, y a los señoritos, que
tienen un padre propio, no parece extrañarles que yo no lo tenga.
El día en que el señorito Phil se marchó me acordé de mi padre. La señora era como
una segunda madre para mí, pero el señor estaba siempre demasiado ocupado para fijarse
en mí y ser un padre. Yo no esperaba nunca su atención. Nunca tuve la sensación de que me
apreciara: sencillamente, no me veía.
En el andén abarrotado, me miró con la misma atención con que yo lo había visto
mirar a sus hijos. Pero no era una atención cariñosa. No me miró con simpatía. Tenía una
expresión de disgusto y preocupación.
Capítulo ocho
—¿Quién es mi padre?
—le preguntaba a veces a mamá, cuando descubrí que para tener un hijo hacía falta
un padre.
—insistí, la última vez que hablamos del padre al que nunca llegué a conocer
Mi madre se enfadaba pocas veces conmigo, y mucho menos al final del día, cuando
estaba cansada, pero esa noche se enfadó. Dejó su labor y se acercó a la cama, como si lo
que iba a decirme no pudiese oírlo nadie más que yo y no debiera salir nunca de aquel
cuarto. «¡Calla!
— había muy pocas familias negras que viviesen juntas. Podía ser, razoné, porque
los hombres y las mujeres trabajaban en sitios distintos. Los hombres que querían sacar oro
de la tierra tenían que marcharse lejos, a lugares como Johannesburgo, mientras sus
mujeres se quedaban trabajando para familias blancas, como mamá y yo. ¿O es que a los
hombres negros les gustaba tener muchas mujeres y muchos hijos para que cuidasen de
ellos cuando se hicieran viejos? A lo mejor, por eso, quedarse con una mujer en particular
era una crueldad para las demás.
La otra posibilidad era que mi padre no fuese un hombre al que mi madre pudiera
respetar, o un hombre que se había ido a trabajar lejos de allí, o un hombre que tenía otras
familias que reclamaban su tiempo, sino un hombre que la había engañado, que le había
hecho creer que era un buen hombre cuando no lo era. Un hombre que había hablado de
casarse con ella y luego se había ido. Un hombre que quizá nunca llegaría a saber que tenía
una hija.
Desde ese día, nunca volví a hablar de mi padre, y tampoco de los padres en general.
Pero el día en que el señorito Phil se fue a la guerra yo tenía ganas de hablar de eso.
Quería saber por qué se enfadaban los padres. Quería saber por qué el señor me
había mirado como me miró. Pero nunca se lo pregunté a mi madre, y ella nunca supo lo
que empezó a partir de ese día.
Capítulo nueve
Yo tenía quince años cuando terminó la guerra y llegó la paz. Habíamos vivido en
paz antes de la guerra: recuerdo haberlo visto en algunos carteles, a las puertas de la oficina
del periódico, cuando iba a echar al correo las cartas que la señora mandaba a Irlanda. Pero
no fue una paz duradera. Antes de que pudiéramos acostumbrarnos a la paz ya había
empezado la guerra.
—le pregunté a la señorita Rose un día, mientras doblaba sus blusas limpias.
—me soltó
—Se puso a acariciar los pañuelos, a compararlos con un pichi o una falda, a
ponérselos alrededor del cuello y a mirarse en el espejo.
—dije
—. Creo que con esto prefiero el azul y blanco de lunares, mejor que el liso.
—¡Mira, Ada!
—me dijo, dando una vuelta completa, con el pelo rubio flotando alrededor de la
cabeza. Era un vestido azul como el cielo entre las hojas del árbol del coral, y tenía un
cuello blanco con una puntilla azul. Era el vestido más bonito que yo había visto en mi
vida.
Así, con mucha pena, porque me encanta el sombrero de seda, aunque esté
anticuado, lo dejaré aquí con los manguitos y me llevaré tres sombreros sencillos y dos
sombrillas. Al fin y al cabo, según dice mi madre
—, Sudáfrica no es la India.
Yo no sabía ni qué era la seda ni dónde estaba la India. Pero estaba segura de que el
vestido de la señorita Rose era tan bonito como aquel sombrero.
—le dije a la señorita, que seguía dando vueltas con su vestido azul
—, y no están cocinando.
—¡Qué tonta eres, Ada! ¿Por qué no pueden hablar? Éste es uno de los vestidos que
he comprado para Jo’burg. ¡En la tienda me han dicho que todas las chicas lo llevarán
ahora que ha terminado la guerra!
—Oye, Rosemary
—. Ada no puede estar todo el día pendiente de ti. Ya va siendo hora de que planches
por lo menos una parte de tu ropa.
El señor sonrió de mala gana y se puso a toquetear el reloj que llevaba en el chaleco,
colgado de una cadena. No podía resistirse a la señorita Rose. Casi nadie podía, sobre todo
los hombres.
Rara vez le dirigía la palabra al señor. Y él rara vez me miraba, menos aquel día en
la estación, cuando se marchó el señorito. El señor tenía siempre una expresión que daba
miedo: las cejas grises sobre los ojos claros, y los labios severos, que sólo se suavizaban
para la señora o la señorita Rose, o cuando yo tocaba el piano y él no se daba cuenta de que
lo miraba por el rabillo del ojo.
Se alejó de la señorita, que se estaba admirando en el espejo del vestíbulo que yo
había limpiado esa mañana, y me miró fijamente. Seguía teniendo el mismo gesto temible,
pero había algo más, algo que yo nunca había visto. Y de pronto caí en la cuenta de que
había puesto la misma cara que el señorito en el jardín antes de irse a la guerra, cuando no
sabía si tendría el valor necesario para luchar. Pero ¿qué razón podía tener el señor para
estar preocupado por la vuelta de su querido hijo?
—Pronto, Ada
—dijo en voz baja. Y me puso una mano en el hombro. El señor nunca me había
tocado. A lo mejor estaba distraído por culpa de la señorita Rose
—. Pronto.
—le pregunté a mi madre en nuestra habitación una semana después, al ver que el
señorito Phil seguía dormido
—. ¿Por qué otros soldados han vuelto vivos y andan por el pueblo? ¿Es que no
lucharon tanto como el señorito?
—dijo.
La miré fijamente. Cogió su labor. La lechuza ululó en el árbol del coral. Pensé si el
señorito Phil oiría a las lechuzas o si esas heridas que tenía por dentro también le habían
quitado los sonidos.
—¡Deséame suerte!
—dijo la señorita por la ventanilla del coche, cuando se iba a la estación. Desde que
terminó la guerra había más coches y menos carros. La señorita estaba radiante y decía
adiós con el pañuelo. Llevaba el vestido azul de Modas Anstey y se había pintado los labios
de rojo con una barra que compró en la farmacia Austen. No quiso que sus padres fueran a
despedirla a la estación. «Demasiado lío», dijo, riéndose. ¿Quería ahorrarles el recuerdo de
cuando su hermano se fue a la guerra? Creo que no. La señorita Rose no era tan
considerada. Creo que sólo quería marcharse lo antes posible.
El señor se miró los zapatos que yo le había limpiado esa mañana, luego miró a la
señorita, que ya estaba en el coche, y se llevó una mano a la frente para protegerse los ojos
del sol. La falda color crema de la señora ondeaba con la brisa y se le pegaba a las piernas.
Arriba, en su habitación, el señorito Phil seguía durmiendo.
—Bueno, Ada
—dijo la señora, sonándose la nariz cuando cerramos la cancela del jardín y subimos
a casa por el sendero
—le pedí, con la vista clavada en la espalda recta del señor, que ya estaba subiendo
al stoep y entrando en casa
—La señora se paró en el sendero y se inclinó para pellizcar el capullo de una rosa
marchita. Cuando se lo conté a mamá, se enfadó conmigo. Pero ella sabía, lo mismo que yo
—y que la señora
—, que la señorita Rose nunca había ayudado en nada, nunca había sido la hija que
la señora necesitaba.
—dijo la señora, incorporándose. Tenía los ojos enrojecidos, como cuando hay nieve
en las montañas y el viento viene muy frío. Yo aún no había visto la nieve: la nieve vivía en
las cumbres, a dos horas de viaje, al otro lado del Karoo. Nos traía la escarcha dura y
blanca que caía de noche y que crujía bajo mis pies descalzos al amanecer, cuando salía a
recoger la leche.
Y pude cuidarlo.
—¿Quiere sentarse un poco, señorito? ¿Quiere que abra las cortinas? Hace un día
precioso. Podrá ver las nubes.
—No, no
Me miró con los ojos claros como el cielo más claro, como aquel día, en el jardín,
cuando dijo que quizá tuviera miedo. Y de pronto se echó a llorar. Le temblaron los
hombros por debajo del pijama de franela que mamá y yo le lavábamos a diario, porque
sudaba mucho por las noches.
No sabía qué hacer, así que le cogí de la mano y él puso la suya encima de la mía.
—susurró
Y eso hice. Dejé la puerta abierta, bajé al salón y toqué algo alegre para envolver su
llanto. Puede que un vals como el que tocaba la señora cuando daba una cena antes de la
guerra. O una polonesa muy animada que recorría el teclado de arriba abajo. La señora
entró y me dio las gracias con la mirada. Y el señor abrió la puerta de su despacho y
también se quedó escuchando.
Aprendí algunas cosas sobre el norte. Era allí donde el señor Churchill había
enviado al señorito Phil durante la guerra. Quería saber cómo era, entender qué lugar había
podido hacerle al señorito tanto daño. Tal vez así entendería cómo era la guerra.
Pero también me interesaba porque era un sitio nuevo para mí. ¿Estaba mal eso?
¿Estaba mal tener tanta sed de lugares nuevos, aunque fueran capaces de causar tanto
dolor?
Yo no conocía nada más que Cradock. Lo único que veía desde el baúl de los
juguetes del señorito Phil era el Karoo. ¿Qué había más allá del veld, detrás de los koppies
pardos y las montañas lejanas con su nieve imaginada? Sólo los libros y la música podían
llevarme tan lejos. Las palabras, tomadas de la vida real, me llevaban aún más lejos. Las
palabras de la señora me habían llevado hasta Irlanda y un río azul que caía por los
acantilados al son de la música de Grieg...
Al principio no le hice preguntas. Lo cuidaba en silencio, le cortaba el pelo, que
antes era rubio, le afeitaba las mejillas hundidas cuando no tenía fuerzas para hacerlo solo,
le daba la mano cuando se quedaba dormido y me quedaba sentada en una silla, a su lado,
para que no se sintiera sólo cuando se despertara.
Poco después él empezó a contarme cosas, y fue así como descubrí el desierto del
señorito Phil, un desierto tan seco que nuestro Karoo, con sus pocos matorrales, parecía
fértil en comparación. El Sáhara era un paisaje en el que la vida había renunciado a existir.
Ni siquiera un espino raquítico encontraba la voluntad necesaria para crecer. Las dunas de
arena tostada, sin plantas ni animales, lo asfixiaban todo y eran más altas que nuestros
koppies. Pero esas dunas compensaban la falta de vida con su propio movimiento. Se
movían, me contó el señorito Phil, mostrando por primera vez algo de interés. ¡Se movían!
—¿Cómo?
—decía con paciencia, con la misma paciencia con que años antes me explicaba el
significado de algunas palabras raras, o los números que yo no comprendía
—. El viento cepilla las cimas o las laderas. Se lleva la arena y transforma las dunas.
Casi estuvo a punto de sonreír, y pensé si las heridas que tenía por dentro podrían
curarse con palabras. Sería una lástima que la primera vez que demostraba un poco de
ánimo pudiera causarle más dolor. Después del día en que se puso a llorar por los
albaricoqueros yo no me atrevía a hacer demasiadas preguntas. Esperaba a que él me
contara las cosas cuando empezaba a caer la tarde, o cuando le llevaba una taza de té a
media mañana, haciendo un alto en mis tareas. A veces hablaba, pero otras veces podía
pasarse varios días sin decir nada. En eso, el señorito Phil estaba muy cambiado. Había
perdido la risa, el interés, la energía, hasta el miedo que se atrevió a confesar antes de
marcharse. Dentro de él sólo quedaba vacío y aridez, como el paisaje que describía.
—dijo un día que hablamos del desierto y me atreví a hacerle una pregunta
¿Se volvían rojas las dunas con la puesta de sol? ¿Se teñía el cielo de colores más
vivos de los que yo veía en Cradock House al atardecer? ¿O la belleza venía de la propia
dureza del paisaje y del poder del viento para azotar la arena hasta darle una forma distinta?
—levantó una de las manos inquietas y se la llevó al cuello, como si aún notara la
sequedad
—. Media taza de agua para afeitarse, nada para lavarse. Un calor que abrasa y un
frío que congela en cuanto cae el sol.
—Porque no era posible que en un sitio así lloviera, ni que un Groot Vis serpenteara
entre las montañas de arena para aliviar la sequía.
—¿Un oasis?
—Es una fuente que nace en mitad del desierto
—¿Usted lo ha visto?
—Sí
—contestó, antes de apoyar la cabeza y de cubrirse la cara con un brazo muy flaco.
El pelo, que antes era ondulado, se había vuelto liso y mustio. Siguió hablando sin apartar
el brazo de los ojos
—¿Palmeras como las nuestras? ¿Las del parque Karoo, en Market Square?
—Sí
—. Iguales.
Lo miré fijamente. Yo sabía leer música que venía del otro lado del mundo, la había
sentido en mis dedos. Y en Market Square había una sombra que había compartido con el
señorito Phil sin saberlo.
—. Es raro
—murmuró
De la estación llegaba de vez en cuando el ruido del cambio de agujas. Grave, como
una redonda alargada, seguida de una cascada de corcheas. Ese sonido me transportó hasta
la multitud que reía y lloraba en el andén, a las cornetas y al abrazo breve y cálido del
señorito Phil. Es posible que él también se acordara de ese momento, porque sonrió
tristemente y asintió con la cabeza. Quizá había adivinado mis planes. Quizá sabía que en
realidad yo no preguntaba por mí sino por él. Quizá, si era capaz de recordar en voz alta,
aprendería a olvidar.
Entonces comprendí que no eran sólo las imágenes de la guerra lo que atormentaba a
los soldados, eran también los sonidos y las sensaciones. Tal vez las cortinas cerradas, con
las que yo creía que el señorito Phil intentaba alejarse del mundo, fueran necesarias
también para espantar el recuerdo de las balas que pasaban volando por encima de su
cabeza cuando estaba agazapado en aquel escondite poco profundo, y para espantar
también el recuerdo de la arena que se le metía por debajo de las uñas cuando escarbaba
desesperadamente para hacer la trinchera más honda...
—. Las oías llegar: agudas, como un violín, y antes de que pudieras salir corriendo,
explotaban y salpicaban arena por todas partes... y sangre.
Se calló de repente, se abrazó el torso delgado y se apretó con fuerza, como si se
asombrara de estar entero después de haber visto aquella lluvia de muerte alrededor. Le
puse una mano en el hombro y noté los huesos por debajo de la camisa del pijama.
—Me agarró la mano y me miró con desesperación, con los ojos encendidos
—No quería que dejase de hablar. Era demasiado pronto. Tenía que seguir hablando,
tenía que soltar todos esos recuerdos que lo estaban envenenando. Yo sabía que las batallas
tenían nombres. Había leído cosas sobre Waterloo y otros sitios de Francia con nombres
difíciles donde habían muerto muchos hombres en una guerra anterior, pero en esas guerras
morían en el barro, no en la arena.
—Sidi Rezegh
—dijo con voz cansada, dejando caer las manos sobre la colcha
Quería preguntarle otra cosa, pero nunca me atrevía. Quería saber si su miedo a la
guerra desapareció después de entrar en combate. O si era el miedo el que tenía la culpa de
lo que le pasaba. Si el miedo
—y no sólo el enemigo
— lo había paralizado, y por eso la bala le había entrado en el pecho y le había
hecho una herida que, aunque ya no sangraba, no le dejaba vivir en paz.
Pasaron tres meses. El señorito Phil seguía en su dormitorio. La herida que tenía por
dentro y los recuerdos del Sáhara cruel no lo abandonaban. Movía las manos, nervioso. El
calor del desierto lo abrasaba por las noches y le hacía sudar y gritar. Y entonces, como si
algo quisiera recordarle justo lo que no él no quería recordar, la sequía llegó al Karoo y
trajo vientos que arañaron el veld, y al señorito se le secaron las yemas de los dedos hasta
que le salieron grietas, y su garganta volvió a llenarse de la misma arenilla familiar.
Se abrieron barrancos profundos entre los koppies. El agua del vado se evaporó y
dejó una marca en las orillas, como un cerco en una bañera sucia. El Groot Vis se convirtió
en un riachuelo, y mi tía empezó a tener problemas para ganarse la vida como lavandera.
En los parques del pueblo, los perros jadeaban a la sombra de los eucaliptos. Nuestro
albaricoquero sólo daba una fruta dura y seca. Hubo que racionar el agua, y mamá y yo
teníamos que lavar en barreños. Todos los días, cuando leía en voz alta para el señorito Phil
en la penumbra de su habitación, llegaban de Church Street las voces de los ganaderos que
iban a sacrificar a sus animales, porque hasta los matorrales del Karoo se habían secado.
Los remolinos de polvo entraban en la casa y ensuciaban las cortinas de las ventanas, que
dejábamos abiertas para que corriera un poco de aire. Tenía que desmontar las cortinas una
por una, lavarlas con una cantidad de agua mínima y tenderlas a secar en el patio, rezando
para que no volvieran a llenarse de polvo. La zanja de la que traíamos el agua turbia del río
hasta el jardín también se había secado. Parecía como si en el mundo no quedara más
humedad que el hilillo que salía por el grifo del lavadero, donde me refrescaba por las
mañanas, cuando terminaba de limpiar la casa, para sentir el agua en las mejillas y en el
pelo.
La sequía se quedó con nosotros hasta que un día oí gorjear el langasem, el aspersor
que sólo hablaba cuando la lluvia estaba en camino. Ese mismo día mamá le dijo a la
señora que las lombrices sabían lo que iba a pasar: empezaban a entrar en casa y a
enroscarse como una espiral junto a las paredes.
Y así fue. Desde las escaleras del stoep, mamá y yo vimos que el cielo se volvía
negro, se abría por la mitad y derramaba sobre el tejado un torrente de granizo de plata que
hacía un ruido tremendo, destrozaba los arbustos marchitos de la señora y cubría la tierra
endurecida con una alfombra de piedras. Saqué un pie para pisar el hielo. Cuando el
granizo terminó de cumplir con su ruidosa tarea, la lluvia empezó a silbar una melodía
dulce y llenó de agua los depósitos, el embalse del pueblo y el Groot Vis, y supe que
estábamos salvados. Incluso el señorito Phil se levantó a mirar por la ventana y se quedó
maravillado al ver las hojas del árbol del coral dobladas por el chaparrón que caía del cielo
como una catarata. Creo que la lluvia se llevó un poco de desierto de su corazón.
Las noches eran difíciles en Cradock House. De día era el recuerdo de la arena, la
sed y el silbido de la muerte lo que atormentaba al señorito Phil. De noche, sus compañeros
venían a pedirle ayuda.
—¡Sargento! ¡Sargento!
—. ¡Por aquí!
—Calle, señorito
—le decía yo
—. La guerra ha terminado.
Pero él arañaba la colcha con las manos flacas, sacudía la cabeza de lado a lado y los
párpados le temblaban con el estruendo de la batalla.
—¡Aguanta, Ben! ¡Voy a buscarte!
A veces la única forma de que se tranquilizara era abrazarlo y cantarle Thula, thu’...
como me cantaba mi madre cuando era pequeña. Entonces las cuerdas de los brazos se
aflojaban y las convulsiones de la batalla se borraban de su rostro.
Otras veces la señora llegaba antes que yo, y entre las dos lo abrazábamos hasta que
se tranquilizaba, ella con los ojos llenos de lágrimas, el pelo revuelto y un temblor en las
manos que nunca le había visto al tocar el piano.
—me preguntaba con un susurro, igual que le susurraba al señor durante la guerra,
cada vez que las bombas hundían un barco
El señor nunca iba a consolar a su hijo, aunque a veces el señorito lo llamaba. Quizá
pensaba que eso era cosa de las mujeres. Se quedaba en la puerta. Una vez lo vi. No podía
distinguirlo bien, porque estábamos a oscuras, pero estaba allí, en bata y zapatillas,
mientras yo abrazaba al señorito, y él apoyaba su cabeza en mi hombro. Me pareció que el
señor no miraba con angustia por su hijo y tampoco con gratitud por cómo lo cuidaba yo,
sino que ponía el mismo gesto que le había visto en la estación abarrotada, cuando fuimos a
despedir al señorito Phil. Ese día, cuando yo todavía notaba en mi cuerpo el abrazo del
señorito, vi preocupación en los ojos del señor. Y ahora, en la oscuridad, cuando era yo la
que abrazaba al señorito, había disgusto además de preocupación. Se dio cuenta de que lo
había visto y se apartó de la puerta.
—Ada
—, ¿eres un ángel?
—No, señorito
—. Descanse.
En la estación construyeron una nueva sala de espera para toda la gente que quería
volver a Cradock ahora que la sequía había terminado. Y el número de trenes se aumentó
tanto que el cambio de agujas y el ruido de los silbatos no paraba desde el amanecer hasta
la noche. Con los trenes llegó más gente a vivir en la otra orilla del Groot Vis, a trabajar en
el ferrocarril y en la carretera que llevaría hasta Johannesburgo, donde la gente sacaba oro
de la tierra, y eso traía otras riquezas. Mi tía tenía mucho trabajo, con tanta ropa que lavar.
Poco después se empezó a hablar de un boom comercial, por el precio que alcanzó la
lana de las ovejas. Pero en el poblado, al final de Bree Street, había mucho descontento: el
boom comercial no había servido para asfaltar las calles, ni para llevar la luz a las casas
diminutas, ni para poner tuberías que se llevaran la porquería, como en los barrios blancos
de Cradock.
— todo estaba más tranquilo desde que la señorita Rose se había marchado y el
señorito Phil seguía acostado en la oscuridad. Y comprendí que una casa es algo más que
piedra, cimientos y un tejado. Una casa necesita ruido y actividad para seguir con vida.
Creo que sólo la señora y yo nos dábamos cuenta.
Edward dice que escribo bien. Sé que es verdad, que le pongo al corriente de lo que
pasa en Bannock y sazono el relato con algún cotilleo de personas conocidas. Pero ¿es un
error dar tanto peso a las noticias de fuera? ¿Contar lo general para no hablar de lo
personal?
El señorito Phil pasaba el día en su habitación. Incluso comía allí. Mamá le hacía su
pudin favorito, pero él nunca tenía hambre. El señor pasaba a verlo temprano, antes de
ponerse a trabajar. Se asomaba a la puerta, le preguntaba cómo se encontraba y se ajustaba
la cadena del reloj.
Por las mañanas, cuando terminaba de limpiar, me cambiaba la bata sudada por una
limpia y subía a leerle al señorito, porque no tenía los ojos bien. Los tenía bien para ir a la
guerra, y ahora que había llegado la paz se habían debilitado. Le leía libros que escogía la
señora y que yo no entendía, pero el señorito Phil prestaba atención y a veces me cogía de
la mano. Le gustaba llevarse mi mano a la mejilla y explicarme las cosas que no entendía,
como cuando me habló de la guerra y de ese sitio que se llamaba Sidi Rezegh. Pero
ninguno de los libros que leíamos hablaba de la guerra, porque la señora no quería que nada
pudiera recordárselo. Los libros le hacían bien al señorito. Lo llevaban a lugares
desconocidos, como me pasaba a mí con el piano.
—. ¿No te parece, Ada? Dickens nos hace mirarnos por dentro además de
preocuparnos por Pip...
Capítulo diez
Yo ya tenía diecisiete años. Mi mundo giraba alrededor del señorito Phil. Apenas
salía de casa, y era el jardinero quien se encargaba de ir a la oficina de correos de Adderley
Street para echar las cartas de la señora. Para entonces ya conocía todas las palabras que me
harían falta en la vida y sabía leer todos los carteles de los escaparates de las tiendas.
También había aprendido a escribir las palabras que veía. Siempre se me dio mejor escribir
las palabras y las frases en inglés que en xhosa, la lengua de mi madre.
En Cradock me dejaron atrás. Las pocas chicas a las que conocía, hijas de criadas
como mi madre y la señora Pumile y su prima, la que trabajaba limpiando el banco, se
habían casado con chicos jóvenes y ya tenían hijos. Ellas se iban a vivir a los poblados o se
quedaban con sus niños en las kaias, como mamá y como yo, mientras sus maridos se
marchaban a trabajar muy lejos. A veces, cuando el señorito Phil se quedaba dormido, me
subía al baúl de los juguetes para mirar el pueblo como cuando era pequeña, y veía pasar
por la calle a alguna de esas chicas, con sus hijos atados a la espalda. Parecían cansadas,
pero orgullosas. No quedaban chicos para mí. La señora Pumile sacudía la cabeza y le decía
a mamá, en voz baja, que ya iba siendo hora de que encontrase a un muchacho, porque
todavía era guapa, pero dentro de unos años quizá ya no lo fuese. Yo no sé si tenía razón en
eso de que era guapa. Guapa era la señorita Rose, con su pelo rubio, sus ojos azules y
oscuros y una voz que cautivaba a los hombres.
Mi pelo era negro y rizado, y aunque mamá a veces me decía que tenía los ojos
bonitos, no creo que los ojos bastaran para ser guapa. Mi madre le contestaba a la señora
Pumile que no había tiempo para pensar en chicos ni en guapuras mientras el señorito
estuviese enfermo. A mí me traía sin cuidado: me parecía un honor cuidar del señorito Phil.
Mi vida estaba llena de amor por él, por la señora y el señor, por mamá y por Cradock
House, y estaba segura de que aquél era mi sitio
El médico tenía un gesto severo, parecido al del señor. Mi madre me contó que fue
él quien me trajo al mundo en Cradock House.
—No sé si...
Se quedaron callados. Sentí un calor en las mejillas que nunca había sentido.
—Muy bien.
—El médico cogió la muñeca del señorito Phil y la sostuvo un rato mientras miraba
su reloj.
Me alejé de la cama y me quedé cerca del armario. La brisa movía las cortinas y la
franja de sol cambiaba de posición en el suelo. El señorito también se movió.
El señorito miró al médico y a sus padres. Después movió el cuello con mucho
esfuerzo para buscarme con los ojos.
—. Respira hondo.
—. La herida
—abrió un poco más el pijama y palpó con los dedos la cicatriz roja
—Ya no puedo hacer nada más por ti, jovencito. Físicamente estás bien. Lo demás...
Nadie contestó.
—Gracias, doctor
Una mosca se había quedado atrapada entre la ventana y las cortinas, y cuando
consiguió salir cayó al suelo. El doctor Wilmott abrió su maletín y guardó el aparato
redondo con los tubos. El señor dio media vuelta, con los hombros hundidos. La señora
apretó los puños por detrás de la espalda y los nudillos se le pusieron blancos. Tenía las
manos fuertes, gracias al piano: era ella quien abría los tarros de mermelada cuando nadie
podía. Las cortinas volvieron a moverse con la brisa fresca que traía cosas del mundo
exterior: el fa sostenido del silbato del tren de mediodía al salir de la estación, el olor del
guiso de cordero que mamá estaba preparando en la cocina, las voces de la señora Pumile y
su señora en la casa de al lado.
—Se tapó la cara con las manos temblorosas, como si quisiera protegerse de las
balas, de la sangre y de la arena del desierto. Hice ademán de acercarme, pero el médico me
indicó con la cabeza que no me moviera.
—Levántate, muchacho
—gritó
—. ¡Busca trabajo!
—Pero...
—dije yo, asustada, volviéndome primero a la señora y luego al señor, que negó
varias veces con la cabeza. ¡En las guerras no había fantasmas! El señorito Phil me lo había
contado aquel día, en el tendedero, cuando me habló del miedo. ¿Cómo iban a pelear los
hombres contra fantasmas? Los fantasmas eran los antepasados, o espíritus malignos como
el tokoloshe...
—dijo el señor, lanzando una mirada furibunda al señorito Phil, que estaba llorando.
—Ay, Phil.
—La señora se arrodilló junto a la cama para abrazarlo. El pelo rubio del señorito,
en el que últimamente habían aparecido algunas canas, descansaba en el hombro de su
madre, como la noche en que se empachó de albaricoques. El perro volvió a ladrar en la
calle, y oí los pasos de mi madre que salía a investigar
—. Querido Phil, aprende a olvidar. Te necesitamos bien, eres lo único que nos
queda.
Sin embargo, a pesar de las lágrimas de la señora, de la impaciencia del señor y del
inquietante comentario sobre los fantasmas, yo estaba llena de esperanza. Los instrumentos
del médico decían que el señorito estaba curado y por eso le había dicho que se levantara.
Estaba segura de que el señorito lo conseguiría, de que el mundo, en paz, le daría la
bienvenida, y los recuerdos de la guerra y del Sáhara cruel se borrarían poco a poco. Sus
camaradas caídos encontrarían su sitio y le dejarían descansar por las noches. Podría
encontrar trabajo, a lo mejor en la oficina del señor, redactando cartas. O en el banco,
donde yo todavía no había entrado, porque mamá guardaba el dinero en una caja de zapatos
debajo de la cama.
Era el comienzo de la recuperación del señorito Phil. Estaba segura. Bajé corriendo
a abrazar a mi madre en la cocina, junto al guiso de cordero, y le dije que el señorito pronto
se levantaría de la cama. Después me fui a tocar un scherzo para celebrarlo.
El día siguiente a la visita del médico, saqué la ropa del señorito Phil y la dejé en el
respaldo de la silla. Se le había quedado grande, pero seguía estando en buen uso, después
de tanto tiempo sin ponérsela.
Se vistió y bajó las escaleras con mucho cuidado, agarrándose a la barandilla, muy
torpe en comparación con cómo se lanzaba corriendo cuando era pequeño, y entró en la
cocina tambaleándose, mientras mamá aplaudía y la señora sonreía con los ojos llenos de
lágrimas.
Empezó a salir al jardín, inseguro, como si lo pisara por primera vez. Parecía
asombrado por los escarabajos que escarbaban la tierra a los pies del jazmín, y por las
voces de los bubús silbones, que se llamaban de punta a punta. Era como si el desierto le
hubiese borrado por completo el recuerdo de las plantas en flor y de la hierba en las plantas
de los pies, y el de cualquier otro sonido que no fuera el silbido de las balas.
—. ¿Tan precioso?
Sonrió y se agachó para coger una hoja y acariciarla por el lado que parecía de
terciopelo.
Adderley Street era un hervidero de gente el día que el señorito Phil hizo su primera
excursión. Si el jardín le había sorprendido, el pueblo le sorprendió todavía más. Habían
cambiado muchas cosas desde que se fue a la guerra. Los coches superaban a los carros de
caballos. Circulaban tocando las bocinas y, cuando aceleraban, el motor hacía un ruido
parecido a una explosión, y los peatones se asustaban.
—¡Ada!
—. No, no.
—Iremos a un sitio más tranquilo
—me apresuré a decir. Y lo cogí del brazo, porque vi que le temblaban las piernas
Echamos a andar por una calle trasera hacia el puente de hierro, y yo no dije nada,
para dejar que sus oídos descansaran. Me di cuenta de que se había asustado con las
explosiones de los coches: el ruido de la guerra. Pero, si no era capaz de enfrentarse al
mundo y a su ruido, ¿cómo iba a encontrar su belleza? Si no abría las cortinas, ¿cómo iba a
ver el resplandor del Karoo al calor de mediodía? ¿O las flores anaranjadas de los aloes que
brillaban como llamas?
Tal vez fuera una estupidez de mi parte pensar que podía pasearme con él tan
tranquila, con tanto atrevimiento, porque nadie hacía lo mismo. Los blancos murmuraban al
cruzarse con nosotros, pero a mí me daba igual. Que el señorito Phil se curara era lo más
importante del mundo. La señora lo comprendería. A veces coincidíamos con personas que
lo conocían y que deberían apreciar el milagro de su recuperación, pero al verlo conmigo
no se paraban a saludarlo: pasaban de largo y miraban a otro lado, igual que el señor la
noche en que me vio consolando a su hijo.
A pesar de todo, yo sólo sentía felicidad. Felicidad porque el señorito hubiera sido
capaz de llegar hasta ahí, felicidad porque hubiera conseguido olvidarse de las heridas que
no sangraban, felicidad por haber podido ayudarlo a mi humilde manera. La tierra se
inclinaba en las orillas del río, donde las mimosas buscaban el agua y las mujeres como mi
tía lavaban la ropa entre las piedras. Las golondrinas se zambullían en las zonas menos
profundas y remontaban la corriente haciendo eses y dibujando estelas en el agua turbia.
—susurró el señorito, apoyándose en el tronco de un árbol. Buscó mis ojos con sus
ojos claros y apretó los puños igual que la señora el día en que el médico nos dijo que
estaba curado.
—. Usted es mi familia.
Pero no lo sabía. Y algún tiempo después, cuando comprendí lo que quería decir, ya
era demasiado tarde.
Fue Edward quien dijo, con una inocencia extraña en él, que Phil seguía vivo gracias
a ella, y tiene razón. Ada ha derrochado devoción, paciencia y cariño en nuestro Phil, hasta
convencerlo de que puede recuperarse.
La vida me ha enseñado que las familias no son cosas estáticas sino fluidas.
Evolucionan, y así es como debe ser. Sus miembros forman un círculo, ocupan el centro del
escenario o desaparecen para siempre. Ada ha encontrado su lugar, y gracias a eso todos
estamos mejor. Pero lo que ha ocurrido entre las paredes de nuestra casa no es normal fuera
de aquí.
Y tengo que confesar que quiero a Ada como a la hija que me hubiera gustado
encontrar en Rosemary.
Capítulo once
Me agaché para coger una camisa y un par de pinzas. De pronto, oí un golpe sordo y
un grito y, al volver la cabeza, vi que la señora salía corriendo de la cocina y se abalanzaba
sobre un bulto en el suelo, que era el señorito Phil. Mi madre vino corriendo, me cogió de
la mano, me llevó a mi cuarto y me acarició la cara antes de marcharse enseguida. La
señora Pumile gritó desde el otro lado del seto. Agazapada detrás de las cortinas, que mi
madre había cerrado antes de salir de la habitación, oí chirriar las ruedas de un coche en la
gravilla, las voces alteradas del médico y del señor y los sollozos interminables de la
señora.
Pasó un buen rato hasta que volvió mi madre. Hacía calor en la habitación con las
cortinas cerradas, y notaba el sudor en el cuello y un dolor muy fuerte debajo de los ojos.
Llegaron otros coches y se fueron. Las voces subían y bajaban, y los bubús silbones
se llamaban en el jardín, como todos los días. Quería asomarme a la puerta, como cuando
los señores hablaban en el salón o la señora tocaba el piano. Pero esta vez era distinto. No
quería desobedecer a mi madre en un momento así, y me quedé sentada en la cama,
mientras mi corazón se preguntaba a gritos qué hacía el señorito Phil en la ventana, por qué
se había inclinado tanto, por qué no me había llamado al verme en el jardín, cómo podía
haberme equivocado tanto al pensar que estaba mejorando...
—Ada
—dijo la señora al día siguiente, con los ojos verdes más enrojecidos que el día en
que se marchó la señorita Rose
—Sí, señora.
El funeral se celebró en la iglesia de St. Peter, ese edificio de piedra de color crema
que los domingos por la mañana llenaba el pueblo con la música de sus campanas. Yo había
estado otras veces en aquella iglesia, pero nunca en el primer banco. Me sentaba al fondo,
mientras los niños daban catequesis, y escuchaba el órgano, que era lo mejor de la iglesia.
La señora me prestó una falda, una blusa y unos zapatos, para que no fuera al funeral
con el uniforme de servicio. Seguramente lo hizo porque iba a sentarme con la familia. Eso
pensé al palpar la tela de buena calidad y ponerme unos zapatos por primera vez en mi vida.
Por eso me daba aquella ropa especial. La señora, igual que el señorito Phil, me considera
parte de Cradock House y quiere que esté presentable cuando Dios se lleve al señorito. Se
lo conté a mi madre y me dijo que no me olvidara de que los asientos del stoep siempre
habían sido para los señores y para sus hijos, y nada, ni siquiera la muerte de nuestro
querido señorito, iba a cambiar las cosas.
El día del funeral hacía frío y el cielo, despejado, tenía un azul más intenso que los
ojos de la señorita Rose, que no estaba con nosotros. Parecía que los koppies estaban más
cerca, como centinelas protegiendo la iglesia, con sus cumbres de porcelana iluminadas por
el sol. Seguí a los señores hasta el primer banco. La gente murmuraba a mis espaldas. El
órgano tocaba una pieza de Brahms que habíamos elegido la señora y yo. Me alegré de
poder sentarme, para que no me vieran. Los señores estaban muy tranquilos: no sé cómo
podían. Yo sentía una pena tan grande que sólo quería salir corriendo, pero tenía que
quedarme, por respeto.
—dijo el sacerdote, que llevaba una túnica blanca y suave. Inclinó la cabeza y unió
las manos.
—Oremos.
La señora estaba temblando. Llevaba una redecilla negra que le cubría hasta la nariz,
y un vestido negro de tela gruesa, muy distinto de su ropa de diario, ligera y clara, que yo
lavaba y planchaba todas las semanas. Unos guantes negros le ocultaban las manos. El
señor llevaba corbata y traje negros, y no se movía. No sé si le parecía bien que me hubiera
sentado con ellos. Lo más probable es que no le hiciera gracia, pero lo consintió por amor a
la señora. Yo esperaba que la acariciase, como hacía durante la guerra, pero no lo hizo.
—Amén
—murmuró la congregación.
Cantamos Quédate conmigo, y la melodía del órgano, que sonaba como un lamento,
hizo temblar las paredes y me sacudió por dentro. La señora no podía cantar; el señor no
podía cantar. Yo lo intenté, pero no me salía la voz: sólo podía escuchar la melodía e
imaginarme al señorito Phil elevándose por el cielo despacio, pero sin titubear, al ritmo de
la música para reunirse con Dios Padre. Y entonces las lágrimas empezaron a resbalar por
mis mejillas sin que pudiera evitarlo. Los señores estaban siendo muy valientes, se
comportaban con mucha dignidad, y me avergoncé de mis lágrimas, pero no podía dejar de
llorar. Me esforcé para no hacer ruido, como el señorito cuando lloraba, porque los
soldados en la guerra aprendían a llorar en silencio, para no alertar al enemigo de su
posición.
Volví a casa corriendo, porque tenía trabajo que hacer. Tenía que encender el fogón,
hervir el agua para el té y preparar panecillos con mermelada de albaricoque de mamá para
ofrecérselos a la gente que había estado en el funeral. Mi madre no se encontraba bien y no
podía ayudarme, así que mezclé la harina con la mantequilla antes de ir a la iglesia y dejé la
masa lista para añadirle el huevo cuando volviera. El viento frío que venía de las montañas
me volvió a llenar los ojos de lágrimas mientras corría por Church Street mirando los
carteles que podía leer y otros que no. Como estaba incómoda con los zapatos, me los quité
y seguí corriendo descalza.
Los señores tardaron un buen rato en volver del cementerio, después de recibir el
pésame de tanta gente. Puse en una rejilla los panecillos con la corteza crujiente, como le
gustaban a la señora, para que se fueran enfriando. Saqué los mejores platos y tazas y las
mejores servilletas de lino, y cogí limones frescos del jardín para las visitas que no
quisieran azúcar. Por suerte mis manos sabían hacerlo todo, porque las lágrimas no me
dejaban ver.
Capítulo doce
Me quedé sin fuerzas después de contestar las últimas cartas de Irlanda. El sacerdote
insiste en que no nos culpemos, pero yo me culpo.
Ahora soy hijo además de hija. No para el señor, que otra vez ha vuelto a no fijarse
en mí, pero sí para la señora, que anda por la casa vacía ladeando la cabeza, como si
quisiera oír la radio de la señorita Rose o las carreras del señorito escaleras abajo. Toco el
piano para ella todos los días, sólo cosas alegres, no las Gotas de lluvia de Chopin, con esas
notas que me parten el alma. Tengo el alma rota, lo mismo que la señora. La muerte del
señorito Phil me ha dejado vacía, porque estaba segura de que iba a vivir.
Antes estaba triste porque no salía de casa, mientras las chicas de mi edad se
casaban y tenían hijos, pero ahora todo me daba igual. Nada tenía sentido desde que el
señorito Phil nos dejó. Hasta mi madre perdió las ganas de hacer las cosas: ya no fregaba y
planchaba con tanto brío como antes, y no volvimos a comer pudin de mermelada.
La señora seguía dando clases en Rocklands, aunque alguna vez le oí decir al señor
que no tenía por qué hacerlo.
—contestó ella, en voz baja pero intensa. Estaban en el salón, al atardecer, sentados
frente a frente, y la señora no era capaz de dejar las manos quietas, como el señorito cuando
estaba en la cama. El señor estaba leyendo el periódico. La señora ya no se vestía de verde
por las tardes sino de gris, y se prendía en el vestido la insignia militar que llevaba el
señorito Phil en la solapa del uniforme
—. Se apretaba la frente con una mano, se acercaba al piano y rozaba las teclas, pero
enseguida volvía a la butaca y cogía un libro que por lo visto no conseguía terminar.
Tocar el piano en el colegio era como una medicina para ella, pero tocar en casa, en
los pasillos y en las habitaciones donde antes resonaba el eco de la señorita Rose y el
señorito Phil, se le hacía muy difícil. Normalmente dejaba en mis manos la tarea de llenar
la casa de música y también la kaia de nuestra vecina, la señora Pumile.
—me dijo la señora Pumile un día en que nos encontramos en la calle, pues pronto
tuve que volver a ocuparme de echar las cartas y recoger los paquetes en la oficina de
correos, para ahorrarle el esfuerzo a la señora
—Miraba con aprobación la falda y la blusa que ahora me ponía para salir de casa
—Olisqueó una bolsa de papel llena de azúcar del banco que llevaba debajo de la
barbilla
—gruñó la señora Pumile, y miró alrededor para asegurarse de que nadie nos oía
—me aconsejó
—. Toca para los señores y para tu madre. ¡Así habrá un poco de vida en la casa!
Y eso hice. Por las mañanas eran mis escalas, no las de la señora, las que corrían por
toda la casa y se escapaban al jardín. Y por las noches eran mis alegres scherzos los que
rompían el silencio mientras el señor leía, la señora fingía leer y mamá hacía ganchillo al
lado de la ventana. Igual que había aprendido que las notas musicales podían hablarle al
corazón de maneras distintas, dependiendo de su secuencia y su longitud, entonces aprendí
que también eran capaces de hablarle al cuerpo. El eco de mis melodías en mitad del
silencio aquietaba las manos de la señora.
Un día, el médico que nos aseguró que el señorito Phil estaba curado vino a ver a los
señores y se sorprendió mucho al ver que era yo quien estaba tocando.
—¿Cómo se encuentran?
¿Y yo qué?
Mi madre tenía muy pocas fuerzas y me tocó hacer parte de sus tareas. Entre tocar el
piano, para llenar el vacío de Cradock House, y los viajes al pueblo a comprar comida y
echar las cartas, no tenía un momento desde que salía el sol hasta que se ponía.
Me venía bien estar tan ocupada, porque pronto descubrí, como me había dicho el
señorito Phil, que las personas que mueren nunca se marchan del todo. El señorito estaba
conmigo en todas partes. Me hablaba al oído y me miraba con sus ojos claros mientras
limpiaba y lavaba. A veces hasta me parecía verlo en el jardín, debajo del árbol del coral
rebosante de flores rojas, pálido y muy delgado, vestido de soldado. «Ven
Si yo hubiera sido perezosa, no habría podido resistirme a sus ojos claros y a su voz
en mis oídos, que me hacía llorar. Pero tenía mucho trabajo y no había tiempo para las
lágrimas. Procuraba llevar siempre conmigo lo mejor del señorito: al niño que hacía tanto
ruido en la casa y al soldado que me abrazó en la estación, en presencia de una multitud
blanca. Cuando no entendía el mundo, repetía las cosas que él me había enseñado sobre los
números y el Sáhara, sobre los bancos, el cricket y la guerra. Y también otras que no
necesitaban explicación, como la bondad y la honestidad, aunque el mundo pensara de otra
manera.
¿Por qué decidió Dios llevarse al señorito tan pronto? ¿Por qué se lo llevó, si tenía
toda la vida por delante?
Capítulo trece
No sé qué problemas eran, pero los tenía. Mi madre dijo que a lo mejor eran
problemas con un chico, pero no había tenido un hijo, que es lo que pasa cuando las chicas
se meten en líos. Eso me hizo volver a pensar en los temores del señor, en los problemas
que podía traer a la larga que yo fuera al colegio. ¿Había alguna relación entre el problema
de la señorita Rose y ese posible problema mío?
¿Tenía que ver el problema con el hecho de estar lejos de casa? El colegio de la
misión al que quería mandarme la señora estaba lejos de Cradock House y Johannesburgo
también lo estaba. Empezaba a pensar que tal vez fuera la soledad lo que llevaba a la
señorita Rose
— a desear un hijo, para consolarse, aunque fuese vergonzoso tener un hijo sin
marido.
Nuestra vecina, la señora Pumile, decía que no tener un hijo no significaba que no se
hubiese quedado embarazada. En sitios como Johannesburgo, con tanta riqueza dentro de la
tierra y todo tipo de médicos, las chicas siempre encontraban la manera de librarse de un
embarazo cuando no lo querían. Mamá dijo que no le hiciera caso a la señora Pumile y que
me fuera del seto, donde estábamos hablando con ella. Mi tía, que seguía viviendo al otro
lado del Groot Vis, se limitó a mover la cabeza con pena, sin dejar de restregar la ropa en la
orilla del río, y dijo que la señorita Rose era una chica mala, por haber deshonrado a la
familia, sobre todo ahora que el señorito Phil
— había muerto.
—la señora temblando, el señor muy serio y con los labios apretados
—, los señores casi nunca hablaban de la señorita Rose. Era como si hubiera dejado
de ser su hija, como si Dios se la hubiera llevado en vida igual que se había llevado al
señorito Phil. Yo sabía que la señora estaba sufriendo mucho. Pasaba mucho tiempo
escribiendo a su hermana y una vez la sorprendí llorando en el tocador, encima de su libro.
—¿Qué puedo hacer, señora?
Me daba pena que los señores nunca hablasen del señorito Phil, como si de esa
forma pudieran olvidarse de los problemas que les daba la señorita. Recordarlo no parecía
consolarlos como me consolaba a mí. Yo me acordaba de su risa, de cómo perdía los
botones, de sus ojos azules y de cuando me enseñaba los números. Me acordaba de lo
guapo que estaba de uniforme, antes de irse a la guerra. Pensar en esas cosas me ayudaba a
no llorar. Claro que, tratándose de un hijo, los recuerdos tal vez fueran un tormento en vez
de un consuelo. Quizá el accidente de un hijo era una tragedia tan horrorosa que la única
manera de remediarla fuese olvidar no sólo los malos momentos sino también los buenos.
Parecía que a los señores les pasaba eso. A lo mejor hablaban cuando estaban solos, pero
ahora, cuando se sentaban por las noches, no se decían nada. Sólo a veces la señora buscaba
con la mano la insignia del señorito Phil, prendida en su vestido.
Yo lo sabía, porque los espiaba por la rendija de la puerta, destrozada por el silencio.
La señora a veces cosía, aunque últimamente había muy poca costura, o escribía cartas que
yo luego echaba al correo, o cogía un libro de la estantería. El señor se escondía detrás del
Midland News. Los dos inclinaban la cabeza a la luz de la lámpara. De vez en cuando ella
tocaba el piano, mientras yo preparaba la cena, si el señor se lo pedía, pero no lo hacía con
tantas ganas como antes. Y, cuando practicaba, aporreaba las teclas como si quisiera
castigarse por no haber sabido evitar la muerte del señorito Phil y los problemas de la
señorita Rose.
Unos meses después, la señorita vino a pasar unos días en casa. Era la primera vez
que volvía desde que se marchó con su vestido azul de Modas Anstey y el pintalabios rojo
de la farmacia Austen. Estaba tan guapa como siempre, incluso más, porque ya era una
mujer. No había ninguna señal de que hubiese tenido un hijo. Llegó en el tren, con un
vestido amarillo ceñido en la cintura y la falda hasta media pierna. En Cradock nadie había
visto un vestido como aquél
—¿No se arruga?
—preguntó la señora, acariciando los pliegues de la tela, que era muy suave.
—me gritó un día, como siempre, cuando le llevé la ropa limpia a su dormitorio.
Apartó los ojos del espejo del tocador, donde se estaba empolvando la cara, me miró de
arriba abajo y se fijó en el vestido azul marino que la señora me animaba a ponerme en vez
del uniforme
Me miré en el espejo
—, pero las palabras de la señorita Rose no eran un cumplido, como los que me
hacía la señora Pumile. Y me di cuenta de que pensaba que debería seguir llevando la bata
de servicio en vez de aquel vestido. Aquel vestido significaba que la señora no me trataba
como a una criada, sino como a un miembro de la familia.
No tardaron en presentarse en casa algunos granjeros jóvenes, y un concejal algo
mayor, a cortejar a la señorita Rose. Salía con ellos a bailar, o a pasear en coche hasta
alguna granja cercana. Yo no entendía por qué iba a las granjas, ya que nunca había
mostrado el más mínimo interés por los animales o por el campo. A mi madre y a la señora
Pumile no les parecía bien.
—decía la señora Pumile con desdén desde el otro lado del seto
—Sale todas las noches, no tiene tiempo para estar con sus padres
Y era verdad. La señorita Rose pasaba muy poco tiempo con sus padres. Parecía no
darse cuenta de que era la única hija que les quedaba y tenía el deber de portarse como una
hija en una casa que había perdido a un hijo.
De todos modos, yo veía que la señora tenía esperanzas. Volvía a hablar con el señor
por las noches.
—decía
Los señores no decían nada, y cuando el veld empezó a cubrirse de escarcha por las
mañanas, dejaron a la señorita Rose en el tren, con uno de sus vestidos de vuelo del color
de las flores del árbol del coral, y una vez más se despidieron de ella.
—¡Iré pronto!
—Estupendo
Capítulo catorce
Mamá murió un día mientras limpiaba la plata. El médico dijo que estaba mal del
corazón y no habría vivido mucho más tiempo de todos modos, aunque en la clínica se
hubiesen dado cuenta de lo que le pasaba. La señora estaba muy triste y creía que había
muerto por trabajar demasiado. El señor decía que eso no era así, porque hacía tiempo que
yo me ocupaba de casi todo, pero la señora seguía llorando, con el pañuelo en los ojos, y yo
sabía que lloraba porque había perdido a alguien a quien conocía desde que llegó de
Irlanda. Es posible que mi madre nunca llegara a darse cuenta de que era la amiga más
antigua de la señora.
Miriam lo sabía, como tantas otras cosas. No decía nada, pero siempre me estaba
esperando cuando volvía a casa: fiel, práctica, discreta. Estas palabras para describir una
vida entregada a los demás son mezquinas, son insuficientes. Es posible que su mejor
legado sea sencillamente la propia Ada.
El médico era el mismo que me trajo al mundo y el que atendió al señorito Phil, pero
esta vez fue más amable conmigo y me puso una mano en el hombro. El señor también me
puso la mano en el hombro. El doctor Wilmott se inclinó sobre el diminuto cuerpo de mi
madre y le acarició la cara para cerrarle los ojos. La cubrió con una sábana blanca que le
dio la señora. Mamá se había ido. Rezo para que en el cielo se encuentre con el señorito
Phil y pueda pasear con él como hacía yo.
La señora me abrazó con fuerza. Tenía las mejillas húmedas. Olía a flores, no a
flores fuertes, como las que había en nuestro jardín, sino a otras de un aroma más suave. Tal
vez a las flores que crecían al otro lado del mar y en las canciones que yo tocaba al piano
cuando era pequeña. A lilas, a prímulas...
Fue mejor que la señora no viniese al entierro de mamá, porque KwaZakhele no era
un sitio para una persona como ella y, además, el señor no quiso que fuera.
—. Es peligroso. Además, querida, recuerda que esta gente tiene sus propias
creencias sobre la muerte.
Seguí espiando. ¿Sería una de esas veces que yo no entendía lo que decía la señora?
¿Como cuando dijo que en el colegio estaban sordos? El señorito Phil me explicó que era
una manera de decir que no lo permitirían. No le conté que lo que no permitirían era que yo
fuera al colegio del pueblo con él y con la señorita Rose.
—continuó la señora, retorciéndose las manos, como cuando estaba preocupada por
el señorito Phil
—. Nunca faltan, y menos cuando somos nosotros los que corremos con todos los
gastos.
Mamá no quería que la enterrasen en Cradock, al otro lado del río, sino con sus
antepasados. Así que me puse su abrigo negro, cogí mi pase de identidad, lo prendí con un
alfiler por dentro del bolsillo y me llevé su ataúd a KwaZakhele, primero en el tren y
después en un carro. La señora me puso en las manos un ramo de rosas del jardín para la
sepultura de mamá.
Nadie pudo acompañarme. Mi tía no podía pagarse el billete, pero prometió que
rezaría en la iglesia del koppie, y en KwaZakhele no encontré a ningún familiar que la
conociese, a pesar de que el señor corría con los gastos. Nunca había estado en
KwaZakhele. Era mucho más grande que el poblado donde vivía mi tía, o el otro poblado
que había al final de Bree Street. Allí vivían miles de personas, en hileras de casas
diminutas o en chozas amontonadas, sin ningún espacio alrededor. Aunque en KwaZakhele
llueve más que en Cradock, no había árboles. El humo de las hogueras que encendía la
gente para hacer la comida cubría el poblado a todas horas.
—me daba miedo tanta gente extraña, tantos gritos y tantos perros ladrando, y los
cientos de chozas que llegaban hasta donde alcanzaba la vista, y estaba preocupada, porque
había dejado a mamá en el ataúd, en el andén
—, por fin encontré la iglesia a la que iba mi madre cuando era pequeña.
—Disculpe, señor.
—Estaba cansada, y me apoyé en una puerta en la que había un cartel que decía
«Sacristía. Llamen antes de entrar»
El sacerdote levantó los ojos del escritorio y miró de arriba abajo el abrigo negro de
mi madre.
No hubo una misa, como en el entierro del señorito Phil, pero el sacerdote y yo
cantamos Quédate conmigo al borde de la tumba que habían abierto para meter el ataúd, y
allí dejé las rosas de la señora, tan bonitas y delicadas en contraste con la tierra agrietada.
Seguramente el viento, que nos salpicaba la cara de tierra, también se llevaba nuestras
voces al cielo, donde Dios
— que emitía un resplandor anaranjado, aunque aún era de día. En el centro estaba
la tumba de mamá. Detrás, en la calle de tierra que pasaba por el borde del cementerio,
unos niños jugaban a la pelota, y sus voces se elevaban por el aire con el alma de mi madre.
Cuando llegué a la estación ya había salido el último tren y tuve que pasar la noche
sentada en un banco, apretando el dinero que me había sobrado y tapándome los oídos para
no oír los gritos de los borrachos en la oscuridad, donde no alcanzaba la poca luz del andén,
hasta que llegó el primer tren en el amanecer gris. Empezó a llover. Otros pasajeros salieron
de entre los matorrales, al otro lado de la vía. Una nube baja ocultaba el inmenso poblado.
Subí al tren, entumecida, para volver a casa.
Capítulo quince
Echo de menos a la señora, por eso leo su libro todos los días. ¿Por qué lo habrá
dejado en el tocador, sabiendo que iba a estar fuera tanto tiempo? No es propio de ella
olvidarse de una cosa tan importante. ¿Qué escribirá en Johannesburgo?
Los pasajeros del barco son encantadores. En particular el coronel Saunders, que va
a reunirse con su regimiento en la India. La señora Wetherspoon, mi carabina, está
completamente cautivada por él. Y a él le pasa lo mismo, ¡pero conmigo!
Es extraño haber pasado cinco años en Irlanda, fiel a mi compromiso con Edward, y
ahora que por fin me voy a África para casarme con él me sale otro pretendiente. Es
halagador, desde luego, pero no le doy esperanzas. Y hay que reconocer que él es muy
correcto.
Toco el piano todas las noches cuando termino de lavar los platos, para llenar el
vacío de la casa. A la señora le habría gustado. No enciendo la luz, porque no necesito ver
el teclado: sólo me acerco al piano y empiezo a tocar. Al principio todavía queda un poco
de luz del atardecer, roja como la seda, no amarilla como las franjas del dormitorio del
señorito Phil. Pero poco después también se apaga, y sigo tocando a oscuras. Toco para mí,
y para mamá, y para el señorito, que no se va de mi corazón.
El señor siempre me da las gracias cuando termino, aunque a veces parece costarle
tanto hablar que tiene que aclararse la voz primero.
Le doy las buenas noches mientras cierro el piano. No decimos nada más.
Y sé que también toco para él, porque los dos estamos solos.
Cuando vuelvo la vista atrás, al cabo de tantos años, sé que la culpa fue de la
soledad. No era una soledad angustiosa, como la del señorito Phil
«Querido Dios, haz que mamá descanse y que el señorito Phil encuentre la paz que
le quitó la guerra.»
Después, cuando estaba leyendo un versículo de la Biblia, como hacía todas las
noches, oí las pisadas del señor, no en el piso de arriba, sino cerca de la cocina. ¿Quería
beber algo? ¿Un poco de té? Me puse las zapatillas con intención de salir, pero los pasos
cruzaron la cocina, siguieron por el pasillo y se detuvieron delante de la habitación donde
yo dormía con mi madre desde que tenía seis años.
Esperé.
Los pasos no volvieron a oírse. Seguro que está enfermo. Estará preocupado por
tener que despertarme. ¿Debería salir a ver qué le pasa?
Abrí corriendo.
—Ada
—dijo.
El señor nunca me miraba, pero en ese momento me estaba mirando. Se le veía muy
cansado desde que murió el señorito Phil: había perdido pelo, tenía muchas canas y los ojos
apagados. Seguía llevando puesto el traje y sus dedos jugaban con la cadena del reloj de
bolsillo.
—Ada
Pero pareció que no me oía, y tampoco apartó la mano de mi hombro. Noté que
tensaba los dedos. El señorito Phil nunca me había tocado así.
El señor entró en la habitación y cerró la puerta. Se acercó a mí, y esta vez me puso
las dos manos en los hombros. Noté más calor.
¿Cómo podía decirle que estaba esperando a un chico que un día me dio la mano en
Adderley Street y luego nunca más volvió?
¿Cómo podía decirle que, cuando lo miraba a él, veía a la señora? Me quité el
camisón y me quedé desnuda delante de él.
—insiste
¿Cómo voy a abandonar a Edward, que ha trabajado tanto para ofrecerme un hogar...
y hasta un piano?
El señor vino a mi cuarto tres veces. Nunca dijimos una sola palabra. La única señal
de su llegada eran los pasos en el pasillo, desde la cocina.
Esas noches yo seguía tocando el piano. Primero pensé dejar de tocar, pero luego me
dije que a él le parecería raro. Esas noches tenía la sensación de que la oscuridad
ahuyentaba al atardecer muy deprisa y la penumbra me agarrotaba los dedos. Me costaba
mucho tocar y no dejaba de preguntarme si el señor iría a mi cuarto después.
—Gracias, Ada.
Capítulo dieciséis
A veces pensaba cómo sería hacer eso con los chicos a los que veía por la calle
cuando iba a echar las cartas o cuando acompañaba a mi madre a ver a mi tía, los jueves por
la tarde. Aunque esos chicos eran muy descarados. Sobre todo cuando volvían de su
iniciación
—de su abakwetha
— y salían a la calle con ropa nueva en busca de una mujer para casarse con ella.
—¡No lo mires!
Después mi madre se puso enferma y yo tenía que cuidarla además de hacer sus
tareas domésticas. Tuve que dejar a un lado la posibilidad de conocer a un hombre, la
posibilidad de casarme.
—dije. Y me enderecé. Sabía que la señora Pumile robaría desde el primer día
—. Ya casi he terminado.
Cuando murió el señorito Phil yo seguía teniendo a mi madre. Pero cuando murió mi
madre no tenía a nadie más que a los señores. Y cuando la señora se fue a Johannesburgo
con la señorita Rose, sólo tenía al señor. Y después tuve vergüenza. Al principio no la veía,
pero pronto empezó a crecer dentro de mí y a hincharme el cuerpo. Y me acompañó a diario
el resto de mi vida.
Mañana desembarco.
Mañana me caso con Edward en la catedral de Ciudad del Cabo, en las laderas de
Table Mountain.
Cómo habría sido casarme con un hombre que hace latir mi corazón como nunca lo
había sentido hasta ahora...
La señora era la única que podía explicarme qué le pasaba a mi cuerpo, aunque
nunca habría tenido necesidad de explicármelo si no se hubiera ido de casa. Yo la había
traicionado. Ya no podía esperar su perdón: no lo merecía.
No podía ir a ver al doctor Wilmott, el médico que me había traído al mundo y había
cuidado de señorito Phil y había cerrado los ojos de mi madre. El doctor Wilmott tendría
que contárselo al señor o a la señora. Así, uno de mis jueves libres, me guardé el pase en el
bolsillo y crucé el puente de hierro para ir a ver a mi tía, que vivía al otro lado del Groot
Vis, en el poblado de Lococamp.
—dije, cuando nos sentamos en su choza. Mi tía estaba muy mayor, era mayor que
mi madre, y había visto a otras chicas a las que les había pasado lo mismo que a mí. Se
inclinó y me puso una mano en el vientre.
—¿Quién te ha hecho eso? ¡Tienes que casarte con él!
—dijo, mientras retiraba del fuego el hervidor donde había calentado el agua para el
té
Me dio una bofetada en la cabeza, y luego otra, por haber estado con más de un
chico y decirlo sin ninguna vergüenza. Me dijo que era igual que la señorita Rose, que tenía
problemas en Johannesburgo. Me aguanté las bofetadas sin rechistar. Me habló de un
médico que se ocupaba de esas cosas, me echó de su casa y me indicó dónde encontrar al
médico, entre los callejones de tierra. Empezaba a anochecer. No había farolas en la calle y
algunos chicos me seguían, igual que los perros flacos. El humo de las hogueras flotaba
sobre las chozas y teñía el cielo de gris mucho antes que en Cradock House. Me acordé de
KwaZakhele, donde enterré a mi madre. Y empecé a rezar para espantar el miedo a la
oscuridad y a la gente grosera que se metía conmigo. Le pedí a mi madre que me
aconsejara, pero no me contestó. Dios tampoco me contestaba, porque había pecado con el
señor y no había perdón para eso.
Por fin encontré al médico, que era un hombre muy amable. Llevaba una bata blanca
y sucia, pero también llevaba un tubo con un disco de metal, como el que usaba el doctor
Wilmott cuando iba a ver al señorito Phil, y eso me dio confianza. Había una cola de gente
esperando en la puerta de su casa de dos habitaciones. Unos estaban dentro, sentados en el
suelo, y otros fuera, sentados en la tierra. Había chicos con heridas que sangraban, madres
con niños que lloraban y viejos con una tos horrible.
Era tarde cuando el médico terminó de atender a los heridos, a los que lloraban y a
los que tosían. Aunque debía de estar cansado, fue muy bueno conmigo. Me dijo que estaba
embarazada y que tenía que decírselo al padre del bebé, porque era una chica joven y
guapa, y podría tener muchos más hijos con mi chico joven y guapo.
—dije.
—No, hija
—¿Por qué me decía eso? ¿Sería un sangoma, un brujo? ¿Veía cosas que yo no era
capaz de ver?
—Nacerá maldito, con la piel más clara que la tuya y que la mía
—¿Será mulato?
—pregunté, llorando.
Yo conocía a los mulatos. Vivían entre medias de los blancos y los negros. No eran
ni una cosa ni otra. Sólo cuando llegó la guerra y los mandaron al frente con los soldados
blancos, la gente se sintió orgullosa de ellos. Pero ahora no había sitio para los mulatos.
No sabía lo que era la herencia. No sabía que por eso los mulatos nacían así: que los
negros podían perder color y los blancos ganarlo, y que el resultado era un niño que no era
de ninguna parte. ¿Y por qué pensaba que era un niño? ¿Un niño que pudiera sustituir al
señorito Phil para el señor? ¿Quién podía sustituir a un hijo?
Y ese niño sería mulato. No sería del señor y tampoco sería mío. Tendría que decirle
que su padre se fue antes de que naciera, igual que mi padre. Eso tal vez sirviera para
acercarnos, a ese hijo y a mí.
Pero mi padre se había marchado para siempre, mientras que el padre de este niño
estaba muy cerca, en la otra orilla del Groot Vis, a un paseo por calles polvorientas. Tenía
que asegurarme de que mi hijo nunca lo supiera. Tenía que asegurarme de que nunca
conociera a su padre, igual que yo no había conocido al mío.
Capítulo diecisiete
Hay muchas cosas en la vida que al principio no entendía, aunque luego he ido
entendiendo poco a poco. Por ejemplo, que hubiera gente que no quisiera oír hablar de
ciertas cosas. O que el futuro no podía comprarse y siempre estaba, como el mar, más allá
del horizonte. O que la guerra traía escasez de alimentos y de latas de galletas y mataba a
los soldados y hundía barcos y los jóvenes nunca se recuperaban de esas heridas internas
que no se veían. O el amor que el señorito Phil sentía por mí y que yo no supe ver hasta que
ya era demasiado tarde.
A medida que fui creciendo aprendí que estas cosas se explicaban a veces con
distintas tonalidades de las palabras. Otras veces también eran nuevas para el mundo y no
sólo para mí. Así ocurrió en la década de 1950: el miedo a la diferencia del color de la piel
se extendió poco a poco, primero en voz baja, después a gritos, y se hizo realidad mientras
ese niño que sería mulato crecía dentro de mí.
«¡Apartheid!» Fue la señora Pumile quien pronunció la palabra que describía esa
nueva realidad, y lo dijo escupiendo, igual que escupía el té cuando no tenía suficiente
azúcar.
Era una palabra nueva para mí. Nunca la había visto en los carteles de las tiendas y
tampoco en los tablones que ponían en la entrada de la redacción del periódico, como en los
años anteriores: «¡Guerra!». Aunque era nueva, sabía de dónde venía. Era lo que me
producía esa inquietud cuando iba por la calle con el señorito Phil, y lo que hacía que los
blancos miraran a otro lado cuando me veían con él, y lo que disgustó tanto al señor cuando
vio que su hijo dependía de una criada. Esta palabra contenía todos aquellos miedos.
—Tendremos que irnos al otro lado del Groot Vis
— tienes que encontrar un marido cuanto antes. Todavía eres guapa. No habrá sitio
para las chicas que no tengan un hombre que las proteja. Ya voy, señora
—gritó, volviendo la cabeza por encima del hombro al oír que la llamaban desde la
puerta de la cocina
Habían pasado dos semanas desde que fui a ver al médico que vivía en la otra orilla
del Groot Vis. Después de hablarme de la herencia, me explicó que era demasiado tarde
para evitar el embarazo, aunque quisiera. Me dijo que no tenía que pagarle, porque recibía
dinero de la Misión por hacer su trabajo. La misma Misión que tenía una escuela para niños
negros a la que podría haber ido yo. Era de noche cuando salí de su casa. Iba deprisa, sin
alejarme de la luz de las hogueras donde la gente estaba preparando la cena. Los hombres
me llamaban desde las sombras y los perros se acercaban a olisquearme las piernas, y no
veía las estrellas, por culpa del humo y el miedo a levantar la vista del suelo. ¿Me estaría
juzgando el señorito Phil, mientras cruzaba el poblado deprisa y llena de temores?
¿Comprendería que lo hice porque era mi deber? ¿O se sentiría traicionado por lo que había
hecho con su padre? Había traicionado a mi señora, a la que tanto quería...
Entré en Cradock House por la puerta de la cocina, que no estaba cerrada. El señor
tenía una cena en el Ayuntamiento y no me necesitaba. El garaje estaba vacío y más tarde oí
llegar el coche, cuando ya estaba acostada, con las manos en el vientre donde crecía el niño
al que yo deseaba querer con todas mis fuerzas, aunque temía que él no me quisiera. No me
querría al ver la diferencia de piel. No me querría al darse cuenta de que era inferior no sólo
a los blancos sino también a los negros, por extraño que parezca. ¿Qué iba a ser de
nosotros? ¿De ese niño que no encajaría en ninguna parte, y de mí?
—Ada
Yo estaba al lado de la mesa. Noté que me ponía colorada y que el niño se movía
como una mariposa dentro de mí.
—La señorita Rosemary está mejor y ya no necesita a su madre. Tiene muchas ganas
de volver. Quiero que tengamos la casa perfecta para recibirla.
Se quedó callado, levantó las manos y cogió la servilleta de lino que yo lavaba y
planchaba a diario.
—preguntó, como si le hablara a una mancha que había en la mesa, delante del
plato.
—Sí, señor. Lo entiendo. Todo será como antes, todo estará como le gusta a la
señora.
Edward también me ha traído un ramo de rosas y las he combinado con las de la
señora Wetherspoon. Lo he encontrado algo cambiado, y seguro que a él le pasa lo mismo
conmigo. Más serio, con los labios más finos, pero tan educado como siempre. Demasiado
educado, y ha vuelto a asaltarme el miedo a que no sepamos qué decirnos, aunque gracias a
Dios he conseguido quitármelo de la cabeza. Entre los amigos de los Wetherspoon y otros
irlandeses que acogieron a Edward en su casa cuando llegó a Sudáfrica, había animación y
conversación de sobra para ocultar nuestros temores.
Estoy escribiendo esto en el tren que nos llevará a Cradock House para empezar una
nueva vida. Las rosas están con mi abrigo, en el portaequipajes, y disfruto de su fragancia.
Edward ha ido al coche restaurante a reservar una mesa para cenar, y aprovecho para
escribir estas líneas.
Queridos padres, querida Ada y querido Eamon, ¿qué os parecería todo esto?
¿Qué diría mi padre de la tierra fértil y de las hordas de campesinos negros que la
trabajan? ¿Qué diría mi madre de las señoras tan elegantes, con vestidos de colores claros,
seguramente tan bien vestidas como en la India? ¿Y Ada y Eamon? ¿No se quedarían
boquiabiertos, como yo, al ver esa montaña enorme siempre cubierta de nubes? «Llévame
contigo, Cath
Capítulo dieciocho
Me doy cuenta de que estoy haciendo las cosas por última vez.
Estoy lavando estas camisas por última vez. Comprando el pan en la panadería por
última vez. Andando por Church Street con mi uniforme azul. Me asomo a la carnicería
para ver si hay señales de Jacob Mfengu, pero no lo veo entre las piezas de carne colgadas
del techo; nunca está.
La casa está preciosa. He puesto jarrones con las rosas favoritas de la señora encima
de la chimenea y al lado del piano, para que pueda aspirar su fragancia cuando se siente a
tocar. He sacado brillo a los pomos de las puertas y he vuelto a fregar el stoep. He limpiado
las ventanas y he cambiado las sábanas de todas las camas, como si la señorita Rose y el
señorito Phil también estuvieran a punto de llegar. Pero hoy sólo llega la señora, en el tren
de mediodía.
He hecho pollo frío y ensalada de patatas para los señores. El guiso de cordero para
la cena ya está en el fuego, y la tarta de manzana en la despensa. Sacaré las mejores tazas
para el té y dejaré el bizcocho de limón, cubierto con una campana de cristal, en la mesa del
comedor. He dejado el libro especial de la señora en su tocador, y he puesto al lado un ramo
de mimosas, en un jarrón de cristal que trajo de Irlanda. He leído su libro por última vez.
Hemos llegado a Cradock esta mañana. Tengo que reconocer que el viaje en tren
desde Ciudad del Cabo ha sido incómodo. Sin ninguna intimidad. Tantas horas de cielo y de
tierra abrasada por el sol.
Ya he visto nuestra casa. Es bonita y recia, y está equipada con muebles sencillos
aunque de buena calidad. Y he conocido a la criada, una mujer joven y tímida que se llama
Miriam. Espero que Miriam y yo podamos ser amigas, porque somos más o menos de la
misma edad, aunque Edward me ha dicho que no le dé confianza.
Rezo para que no sea demasiado tarde y podamos crear una familia, porque añoro
muchísimo a los míos. Cuando nos sentamos a la mesa, miro por la ventana y me imagino
que lo que oigo es el río que cae al mar por los acantilados de Bannock, en vez del Groot
Vis de aguas turbias.
Lavo y doblo mi bata azul de repuesto y la ropa de «blanca» que me dio la señora: la
blusa y la falda tan bonitas que me puse para el entierro del señorito Phil, y el vestido azul
marino que usaba en vez de la bata. Las dejo con cuidado encima de la cama, para la nueva
criada de la señora. Cojo mi toalla, mi pijama de franela y el camisón que me compró la
señora y los guardo en la maleta de cartón de mi madre.
—¿Ada?
—¿Sí, señor?
—Me voy a buscar a la señora. Puede que el tren llegue antes de lo previsto.
—Gracias, Ada.
—Se ha puesto el traje azul oscuro que le gusta a la señora. Sigue sin mirarme y
vuelve la cabeza para coger las llaves del coche, el que tiene esos faros como los ojos de los
animales en la oscuridad.
Cuando el señor sale, compruebo por última vez que la mesa está al gusto de la
señora. Después me pongo el abrigo negro de mi madre encima del uniforme y un doek
azul en la cabeza. Subo por última vez al dormitorio del señorito Phil, toco su cama, me
acerco a las cortinas, siempre cerradas para que la guerra no pudiera entrar, y siento el calor
del sol en la espalda a través del cristal. Bajo y cierro la puerta de mi cuarto, donde me
quedé esperando mientras él se moría en el jardín. Cojo mi maleta y salgo por la puerta de
la cocina, cierro con llave y salgo por la puerta de atrás del jardín. Oigo a la señora Pumile
hablando sola en su kaia. No quiero que me vea; no quiero que nadie me vea. Tengo que
darme prisa. Iré por Dundas Street, donde hay muchos más árboles, y no levantaré la
cabeza cuando pase por delante de las tiendas para mirar los carteles, como hacía antes para
practicar. Algunos tenderos me conocen, pero confío en que no me reconozcan con la
maleta y el abrigo de mi madre. Soy como las chicas a las que veía pasar corriendo desde la
ventana, cuando me subía al baúl de los juguetes del señorito Phil, sólo que no llevo un
niño atado a la espalda. ¿Volveré a pasar alguna vez por aquí con mi hijo atado a la
espalda? La gente verá que el niño es de otro color y descubrirá mi vergüenza. Pero ¿se
darán cuenta de que no soy mala persona? ¿Podrán comprender que ese hijo es el fruto de
mi deber con el señor en su soledad?
¿Cómo es posible que lo que hice sea bueno y malo al mismo tiempo?
Hay mucha gente en Church Street, y coches tocando la bocina, y perros que brincan
pegados a los talones de sus dueños, y carros tirados por burros cargados de leña. El
señorito Phil no soportaría tanto ruido. Por detrás del tejado rojo de la casa del juez, en
Achter Street, asoma el árbol que está cerca de la orilla del Groot Vis, donde el señorito me
dijo que me quería.
Aquí es donde mi huida empieza a ser peligrosa. El puente de hierro no lleva sólo al
poblado donde vive mi tía, cerca del campamento del ferrocarril, lleva también a la
estación. Los señores pueden verme al pasar en el coche negro con ojos de animal
nocturno. Pero estoy atenta al tren y de momento no he oído el silbato. Todavía tengo
tiempo de cruzar, girar a la izquierda y seguir andando hasta el montón de chozas donde
vive mi tía.
Mucha gente va en la misma dirección que yo, hacia el puente de hierro. Hacen un
ruido suave en el asfalto con los pies descalzos. Hablan en voz baja, tienen amigos entre la
multitud. Yo no tengo amigos. Tengo que salir adelante en esta soledad que es nueva para
mí y procurar no buscarme más problemas. Algunos llevan maletas como yo; otros llevan
las cosas envueltas en mantas de colores, encima de la cabeza, y también hay mujeres con
niños a la espalda. Me cambio la maleta de mano, miro antes de cruzar y sigo deprisa por el
puente que cruza el río turbio. Dejo atrás Cradock House, la que era mi casa. Dejo atrás el
espino raquítico donde estuve a punto de nacer, y los muebles que limpiaba todos los días,
y a las personas
Capítulo diecinueve
Ada no está en casa. Ha dejado la comida en la mesa. Supongo que habrá alguna
razón para que haya salido. ¿Lo sabrá la señora Pumile? Iré a verla en cuanto haya
deshecho el equipaje.
—Me miró la tripa, que seguía creciendo, y después me miró a los ojos
—Mi tía era lista. Sabía que sin dinero uno no encuentra donde quedarse. Y también
sabía que yo tenía dinero en el banco
Cuando me acostumbré a la luz empecé a ver la choza con más claridad. Cuando iba
con mi madre apenas me fijaba. Yo vivía cómoda y protegida en Cradock House. Nunca
pensé en la choza de mi tía, con la letrina fuera, como un espacio para vivir. Y ella tenía
razón: no había sitio. Pegada a la pared había una cama estrecha, apoyada en unos ladrillos,
con el colchón hundido en el centro y cubierto por una colcha descolorida. Al lado de la
cama había un hornillo de parafina oxidado y una palangana con el esmalte cuarteado, con
una pastilla de jabón verde y reblandecido. Un cubo y una calabaza estaban listos para ir a
por agua al grifo común, al final de la calle. La bata de mi tía y una toalla colgaban de un
clavo en la pared de barro. En el suelo, en un montón de cestos apilados, esperaba la ropa
sucia que había que lavar. La única parte del suelo libre era la estera, en el centro, y era más
corta que mi cuerpo. Yo nunca había dormido en el suelo. El malvado tokoloshe no tendría
problemas para encontrarnos a mi hijo y a mí.
La choza de mi tía no era un sitio para criar a un hijo, pero tenía muy pocas
posibilidades de encontrar otra cosa con un hijo mulato. Nadie quiere ayudar a una chica
que ha pecado con un hombre blanco y no con uno de los suyos. Volví la cabeza al oír el
silbato en fa sostenido que anunciaba la llegada de la señora.
—. Allí hay familias que necesitan chicas como tú, con experiencia. Esa señora de la
que hablabas tan bien, ella te dará referencias.
—. A menos que le hayas robado. ¡Gracias a Dios que tu madre no ha vivido para
ver esto!
Hay dos tipos de soledad. Una está fuera y otra dentro. Por fuera ya no estoy sola.
No hay espacio para la soledad en la choza de mi tía. Entre nosotras dos y el niño, que
sigue creciendo dentro de mí, no hay sitio para nada. Y además está la ropa. Hay ropa sucia,
ropa limpia y mojada, ropa limpia y seca, ropa sucia para lavar en el día y ropa sucia que
puede esperar hasta el día siguiente.
Tampoco estoy sola cuando salgo de la choza, porque hay mucha gente como
nosotras yendo de un lado a otro. Procuro aprenderme los nombres de la gente que pasa con
más frecuencia, para no tener la sensación de estar espiando. Desde la choza de mi tía no
puedo evitar oírlos por la noche, no puedo evitar despertarme cuando los niños lloran. Oigo
discutir a una mujer con su marido y después los reconozco por la voz, cuando los veo en la
calle, y sé por qué se pelean antes de haberles visto la cara o de saber cómo se llaman. Oigo
la tos de los viejos, como cuando estuve en casa del médico, y hasta los oigo roncar en las
chozas vecinas. La única persona a la que oía cerca de Cradock House era la señora Pumile,
pero ella vivía detrás de un seto grande, en un rincón del jardín. Aquí, mucho más cerca que
la kaia de la señora Pumile, en la choza de al lado vive Poppie con sus nietos Fulesi y
Matthew, que son los que lloran de noche. Poppie es una mujer tranquila, me saluda con
mucha amabilidad y me pregunta por el niño más que mi tía. Me he aprendido otros
nombres, como Sophie, Beauty, Pushi, Lindiwe, y también los de otras mujeres que
compiten con nosotras en el negocio de la colada a orillas del Groot Vis. Algunas viven a
este lado del río, aunque la mayoría viene del otro lado, del poblado que se extiende al final
de Bree Street. A veces lavan en su orilla y otras veces cruzan el agua por un vado que está
cerca de Cross Street, porque las piedras a este lado son mejores y el agua corre más
deprisa, y así la ropa queda más limpia.
Tampoco hay tiempo para estar sola. Empezamos el día cuando sale el sol, como en
Cradock House, pero aquí nadie deja la leche en la puerta. Nos vestimos a oscuras
Yo creía que sabía lavar la ropa, pero lavar en el Groot Vis es muy distinto de lavar
en el lavadero de Cradock House. Para empezar, aquí no hay plancha, y los clientes de mi
tía quieren la ropa suave y sin arrugas. Eso significa que hay que sacudirla muy bien antes
de tenderla en los arbustos de la orilla. Los arbustos no son como los que había en el jardín
de la señora, llenos de flores. Esas plantas no aguantarían el peso de la ropa mojada. Éstos
son matorrales del Karoo, muy resistentes, como los que hay al final del pueblo, donde el
veld se extiende hasta el horizonte. Aquí, en la orilla del Groot Vis, los arbustos pueden
crecer más, porque hunden las raíces en el agua y eso es bueno para el negocio de mi tía.
—murmura mi tía con satisfacción cuando ve que las demás mujeres sacuden la
colada con menos cuidado que ella
—Me enseña a sacudir una funda de almohada y a tenderla con mucha maña en un
matorral, tensando la tela húmeda y alisándola como la crema de una tarta
Bajo su severa mirada aprendo a estirar y a alisar la ropa y a escoger los mejores
matorrales para tenderla. La ropa blanca hay que ponerla en los de hojas más pequeñas,
para que no se manche, y la ropa oscura en los que queden libres. El viento sopla de una
manera especial en la orilla del río, y hay que sujetar la ropa muy bien, doblando las ramas
o usando las espinas como pinzas. También aprendo a espantar a las cabras que vienen a
comerse las hojas de los arbustos y la ropa tendida.
Aprendo a identificar a los desconocidos que se acercan a la orilla no para lavar sino
para robar. Porque si se pierde la ropa, además de perder un cliente, mi tía tiene que pagar
la prenda perdida, o soy yo quien tiene que pagarla, si se ha perdido por mi culpa. Mientras
vigilo la ropa tendida, me doy cuenta de que mi tía no lo hace sólo por el dinero. Está tan
orgullosa de sus fundas de almohada como lo estaba yo de los vestidos de color claro de la
señora perfectamente planchados, de los pliegues de la señorita Rose, que eran muy
difíciles, y de la raya de los pantalones blancos que el señorito Phil se ponía para jugar al
cricket. Comprendo su orgullo y por eso le perdono que a veces se impaciente un poco
conmigo. También estoy aprendiendo otra cosa, aunque eso no me lo enseña mi tía. Estoy
aprendiendo a encontrar mi sitio entre las demás mujeres, aunque eso signifique
conformarme con una piedra más pequeña, y he empezado a llevar un doek en la cabeza,
como ellas. Como mi madre. Empiezo a formar parte de esa comunidad. Nadie me
reconocería si me viera ahora.
Me digo a mí misma que estoy creciendo. Me digo que puedo ahuyentar la soledad
si me concentro en la colada, en reconocer a los vecinos o en separar los ruidos de fondo de
la vida en el poblado. Y de pronto me llevo una sorpresa: nunca había pensado que pudiera
haber música en el río, pero la hay, si se sabe buscar: gritos, cantos, balidos de cabras,
golpes de metal, extrañas percusiones... Todo encuentra su lugar sin proponérselo y se
combina para formar un contrapunto vibrante y en continuo movimiento. Lo he bautizado
como Bach del poblado.
—¡Pan!
—grita un vendedor ambulante, arrastrando los pies descalzos por la tierra. Coge
una barra, envuelta en papel marrón, del saco que lleva a la espalda
—. ¿Una o dos?
Yo prefiero volver a cerrar los ojos, pero tengo que comprar dos barras de pan para
mi tía y para mí con lo poco que queda en la caja de zapatos de mi madre.
—Me pongo nerviosa. No quiero decir quién soy. Los señores nunca deben saber
que estoy aquí, muy cerca de Cradock House. Tan cerca que los ibis malignos que pasan
volando por el poblado todas las tardes puedan llevarse mi voz
—Soy de KwaZakhele
—contesto deprisa
—. Antes trabajaba allí. De allí es mi familia. Pero ahora vivo aquí con mi tía.
—¿Pan?
—grazna, levantándose con esfuerzo. Veo que a mí me cobra más por el pan que a
Poppie.
De día no hay espacio ni tiempo para la soledad. Es de noche cuando tengo que
protegerme. Es por las noches cuando la soledad se nota por dentro. Aunque Dios está
siendo bueno conmigo. Los gritos, las peleas y las toses de los vecinos me molestan cada
vez menos. Enseguida me quedo dormida, en vez de ponerme a pensar en Cradock House,
en mamá, en el señorito Phil y en la señora, a la que tanto echo de menos. ¡Ay, señora,
perdóneme! Y en la casa, que espero que no se haya olvidado de cómo la limpiaba. Y en el
piano, que espero que siga recordando mis dedos.
He salido al jardín esta mañana con una necesidad incontenible de gritar el nombre
de Ada al cielo del Karoo, para que mi voz llegue hasta los koppies, hasta donde quiera que
esté.
¿Dónde estará?
Capítulo veinte
Esto sigue siendo motivo de vergüenza, aunque le pase a diario a tanta gente. Las
chicas se enamoran. Los chicos las abandonan. Un recién nacido siempre es una bendición,
aunque el chico se haya ido. Pero en mi caso no será así.
Vuelvo a ver al médico un día que tengo poco trabajo. Hay un niño sentado en el
suelo, llorando, porque se ha hecho una herida en la rodilla. Me agacho a su lado para
consolarlo; intento que no se le llene la herida de tierra antes de que el médico pueda
limpiarle y coserle el agujero. Me acuerdo del señorito Phil cuando era pequeño. De cómo
perdía los botones y de cuántas veces se arañaba las rodillas.
—¿Sabes de enfermería?
Es la primera vez que reconozco que el señorito Phil se estaba muriendo mientras yo
cuidaba de él. Que la herida que no sangraba era mucho más peligrosa que la del niño al
que el médico acaba de curar. Que las heridas internas, las que nunca se curan, se van
comiendo la carne sana hasta que no queda nada. ¿Habría podido hacer algo si lo hubiera
sabido? ¿Hay maneras de curar las heridas internas? ¿Hay médicos que entienden de esas
cosas?
—. Estuvo en la guerra y volvió herido. Las heridas que tenía por fuera se curaron,
pero las que tenía por dentro no le dejaban recuperarse.
—. Le hacía reír, le leía en voz alta, tocaba el piano para él y lo quería de la única
manera que sabía quererlo, pero no fue suficiente.
—Las lágrimas resbalan por la bata de repuesto de mi tía igual que ese otro día
resbalaban por la ropa elegante que me dio la señora para el funeral. Respiro con fuerza y
noto que el niño se tranquiliza
—. ¿De dónde viene esa enfermedad? ¿Son los fantasmas de la guerra los que hacen
heridas que nadie ve?
—No te conviene pensar en esas cosas, hija. Tienes que estar bien para tu hijo.
Crecerá mejor con amor que con tristeza.
—Creo que sí. Aunque curar a un soldado tan joven requiere una formación
especial. Procura beber leche, para fortalecer los huesos, los de tu hijo y los tuyos. Vuelve a
verme cuando notes que el útero empieza a bajar
—dice sonriendo
Lo miro a los ojos y me doy cuenta de que lo dice sólo para ser amable. Sabe a qué
tendré que enfrentarme cuando haya nacido. Sabe que este hijo también es como una herida
interna.
—Sí.
Es muy mayor. Lleva un vestido azul, descolorido y muy remendado. Le miro las
manos retorcidas, con los nudillos hinchados. No parece que sus dedos sepan tocar. Estoy
demasiado alterada para hablar de música en ese momento.
—dice, volviendo la cabeza para señalar con un dedo doblado. Pero señala en
dirección contraria. La escuela, el único edificio del poblado, está al otro lado
—Tienes que ir
—¿Usted toca?
—Tocaba
—contesta, con una sonrisa que no es ni triste ni alegre, enseñando las encías y los
dientes ennegrecidos
—Se inclina otra vez hacia mí. Veo que no me mira, no se fija en mi cara
—. Si tienes un don
—dice, buscándome con unos ojos lechosos
—Iré
—digo, impresionada al ver que es ciega. Y me doy cuenta de que he sido egoísta
Una mujer más joven se acerca a la anciana y le da la mano para que entre. Antes de
cruzar la puerta, la anciana vuelve la cabeza.
Cierra los ojos vacíos y levanta un momento la mano sobre un teclado imaginario.
Luego tantea el suelo con los pies temblorosos y entra en casa del médico.
Está anocheciendo
El humo de las fogatas cuelga en el aire como una cinta. Huele a maíz cocido. Antes
no me molestaba, pero desde que estoy embarazada ese olor dulzón me revuelve las tripas.
Procuro apartar la nariz de las hogueras y los pensamientos de los ladrones y de los
fantasmas, y del señorito Phil, a quien tanto quería y no pude curar, y miro por encima de
las chozas. Veo a lo lejos el puente de hierro que cruza el Groot Vis. En la otra orilla, el
cielo que cubre Dundas Street y Cradock House está limpio y pintado de franjas
anaranjadas.
Él no lo entiende.
Aunque tuviera un libro, no sería fácil encontrar tiempo para leer, porque nos
pasamos el día entero lavando y cuando llega la noche estoy tan cansada que necesitaría
muchas velas para ver las páginas en la penumbra de la choza de mi tía. No quiero
olvidarme de leer, y le pido al panadero que me traiga los periódicos viejos que encuentre
en las calles del pueblo. Me los trae, y todos los días doblo una página debajo de una piedra
en la orilla del río, y en cuanto tengo un momento me siento debajo de una mimosa, apoyo
la página en la barriga y la leo de arriba abajo. A veces hay palabras que no conozco, y me
cuesta mucho entenderlas, porque no tengo quien me ayude. Mi tía no tiene mucho
vocabulario, y la mayoría de las mujeres que trabajan conmigo no sabe leer.
El periódico me cuenta muchas cosas que están pasando al otro lado del Groot Vis.
Es raro, porque estoy aprendiendo más cosas del pueblo ahora que cuando vivía allí. Me he
enterado de que hay elecciones de alcalde
—el hombre al que vi cuando fui al Ayuntamiento antes de la guerra, el que llevaba
una cadena de oro
Lindiwe es joven, como yo, y ha vivido siempre en el poblado que está al final de
Bree Street. Nunca ha ido a la escuela, pero creo que es lista: aunque vive sola, conoce muy
bien a la gente y sabe por qué hace las cosas. Siempre se interesa por saber lo que piensan
los demás de los problemas que a ella también le preocupan. En eso es todo lo contrario de
la señorita Rose.
—Lindiwe está ahorrando para comprar una plancha y una tabla de planchar. Quiere
poner un negocio de ropa lavada y planchada. Me lo cuenta un día, en voz baja, y le
prometo no decir ni mu, porque podría dejar a mi tía sin trabajo.
—Tengo que aprender a leer, Ada. ¡Cuando sea rica te pagaré por enseñarme!
—Se ríe y se frota los dedos con un gesto que indica un montón de dinero
Y así empezamos.
Le enseño las letras a Lindiwe igual que la señora me las enseñó a mí. Y le explico
lo que significan igual que me lo explicaba el señorito Phil.
«MañanazarpoaÁfrica.»
Poco a poco, Lindiwe aprende a reconocer las letras, y después las palabras que
forman, como me pasaba a mí. Luego empezamos a construir frases con las palabras. Le
explico que algunas palabras significan cosas distintas, aunque parezcan iguales. Y que los
significados vuelven a cambiar cuando las palabras se reúnen en grupos.
Lindiwe está descubriendo un mundo que adivinaba pero que hasta entonces no
había podido tocar.
Me da mucha pena pensar cuántas cosas le debo a la señora y saber que nunca podré
darle las gracias.
Capítulo veintiuno
Edward no tiene ni idea. Dice que se esmeró mucho para poner la casa a punto y
luego desapareció, sin más. «¿Ves como no puedes fiarte de ellos?
—dice
—. Los educas, les pagas bien, te preocupas por ellos, y de buenas a primeras se
largan sin decir palabra.»
Yo no estoy tan segura. Creo que ha tenido que pasarle algo. Conozco a Ada tan bien
como la conocía Miriam, puede que incluso mejor, porque Ada ha superado a Miriam en
muchas cosas. En otras, sin embargo, Ada tenía menos experiencia que su madre. No
conoce el mundo. Estoy preocupada por ella. ¿Por qué se ha ido? ¿Estará enferma? ¿Cómo
puedo encontrarla? ¿Debería intentarlo? La nueva criada no me gusta. Creo que voy a
pedirle a la señora Pumile que se ocupe de la plancha y yo me apañaré con lo demás. Al fin
y al cabo, sólo estamos Edward y yo. Y voy a buscar a Ada...
—¡Ada! ¡Ada!
Me sobresalto. Mi tía me llama desde la orilla, donde está cotilleando con una
amiga.
— para tenderla en un matorral. Después voy a la choza a por otro cesto de ropa. La
orilla es muy resbaladiza: está llena de guijarros y empinada en las zonas donde los pies de
las lavanderas han abierto un camino entre las piedras y los matorrales. El sol está alto y
hace mucho calor. Eso significa que todavía queda por lo menos otra tanda que frotar y
doblar esa tarde. He empezado a medir el día por los cestos de ropa.
Mi tía me trata bien. A veces me da un poco más de leche, para que mi hijo se
fortalezca, como dijo el médico. Y los domingos me lleva con ella a la iglesia al aire libre
que está cerca del koppie, en las afueras del poblado. La gente de allí es muy amable
conmigo, porque soy familia de mi tía. No me preguntan por mi hijo ni por el marido que
no tengo, aunque sé que a mi tía le sigue preocupando. Reza y le pide a Dios que me salve a
pesar de que no tengo marido.
—, sino porque está en mitad del veld y la gente no empuja, y no hay perros que se
acercan a olisquearte, ni fogatas ni olor a maíz hervido. Además, es una parte del Karoo que
conozco desde siempre, aunque sólo la veía desde lejos. Siento en los pies la tierra dura y
sedienta que veía por la ventana, subida en el baúl de los juguetes del señorito Phil, la
misma que se extendía hasta las montañas que en invierno se cubren de nieve. Ahora
estamos a finales del verano y todo alrededor es tierra cubierta de olas de hierba frágil con
las puntas doradas. Desde el centro de esa alfombra dorada que hace cosquillas veo la
cumbre del koppie y el sol que se pasea entre las piedras marrones y las hace brillar. En la
base del koppie hay un espino solitario, como el arbolillo raquítico que cubría con sus
ramas la kaia de Cradock House. Siempre que voy allí descubro algo que me recuerda a
Cradock House y a mis seres queridos.
El sacerdote lleva una túnica mejor planchada que la del cura de KwaZakhele. Se
sube a una roca grande y nos dice que Dios Padre quiere que seamos valientes y
compasivos con los demás, aunque ellos no sean compasivos con nosotros. Habla de la
diferencia del color de la piel y pronuncia la palabra «apartheid», que yo le oí por primera
vez a la señora Pumile. Dice que estamos pasando una prueba de fuego, pero llegará el día
en que seamos libres y podamos ocupar nuestro lugar junto a todas las personas libres del
mundo. Algunos hombres gritan y la congregación se suma a sus voces. Esta iglesia es más
animada que la de la señora y el señor.
—¡Amén!
—ruge la congregación.
La gente canta y da palmas, y mi tía se balancea a mi lado, cierra los ojos y levanta
los brazos al cielo. Las mujeres vestidas de azul y blanco lanzan sus himnos hasta más allá
de los koppies, hasta el horizonte. Siento el mismo temblor que sentía en la iglesia de los
señores cuando oía la música del órgano. De momento no hay guerra, ni enemigos al
acecho. El sol es tibio y el aire se lleva nuestras voces, porque también yo me sumo a los
cantos, y mi hijo y yo nos elevamos por el cielo y echamos a volar.
Está lloviendo por primera vez en muchos meses. El Groot Vis se ha despertado. El
agua turbia corre por debajo del puente de hierro arrastrando árboles y animales, y puede
que también gente atrapada a su paso. Las rocas donde lavamos la ropa están ocultas bajo la
espuma de las olas. No se puede cruzar el río por el vado. Los niños se asoman al puente de
hierro, lanzan palos para ver cómo se los lleva la corriente y gritan cuando la fuerza del
agua sacude el puente. Llueve a cántaros y las calles del poblado también se convierten en
un río que arrastra montones de basura y llega hasta el umbral de la choza de mi tía. Hoy no
podemos lavar. Me cubro la cabeza con una toalla y le digo a mi tía que voy a ver a
Lindiwe.
Las calles están casi vacías y en las zonas altas de todas las chozas hay cubos, latas y
calabazas que normalmente se usan para traer el agua o guardar la cerveza o la leche agria:
lo que sea con tal de ahorrarse un viaje hasta el grifo común. Mi tía también ha dejado
varios recipientes fuera toda la noche.
—¿Sí?
Abro la puerta.
—me dice un hombre negro con cara de pocos amigos, sentado detrás de un
escritorio lleno de papeles
—. Vuelva mañana.
—Es de la misma edad que el señor, pero tiene el pelo oscuro y muy rizado y lleva
una camisa que se ha vuelto gris de tanto lavarla. Las puntas del cuello están arrugadas.
—digo, retorciendo la toalla. Tomo aire y trato de recordar las frases que he
practicado para ese momento. Creo que el niño me está quitando una parte de la memoria,
porque no las recuerdo tan bien como me las sabía
—Una mujer ciega me dijo que aquí tenían un piano, pero que nadie sabía tocarlo y
no podían enseñar música a los niños.
—Las palabras me salen a toda prisa, no son las que tenía preparadas.
—¿Dónde aprendiste?
—pregunta.
—Me enseñó mi señora. Puedo tocar algo, para que vea que digo la verdad.
Sonríe un poco.
Levanta las cejas y sale de detrás del escritorio. Es alto, más alto que el señor y la
señora, y también más alto que el señorito Phil.
El corazón me late con mucha fuerza, y estoy segura de que el hombre lo nota, por
cómo me tiemblan el cuello y las sienes. Pensará que soy una descarada. Pero es mi
oportunidad. Es mi oportunidad de ganarme la vida haciendo algo que me encanta. Es mi
oportunidad de ser libre. De librarme de la nostalgia de Cradock House y puede que
también de la pobreza en la que vivo con mi tía. Una vez tuve una oportunidad, una
oportunidad distinta, con Jacob Mfengu, el chico que trabajaba en la carnicería, pero no
llegó a nada. Esta oportunidad no puedo dejarla pasar. Esta vez no puedo fallar.
—Ahora lo veremos.
Cruza una puerta que lleva a otro pasillo y luego otra, y por fin entramos en una
sala, no tan grande como la del Ayuntamiento, pero mucho más grande que ninguna que yo
haya visto a este lado del río. En una de las paredes hay una hilera de ventanas altas, y al
fondo de la sala un pequeño escenario. Está a oscuras. Hace calor con las ventanas cerradas,
y huele a aire estancado, como si nunca se ventilara. Cuando mis ojos se acostumbran a la
luz veo unas cortinas rojas a los lados del escenario. Faltan algunas de las anillas que las
sujetan y los dobladillos arrastran por el suelo, porque están descosidos en algunas partes.
Me acerco y levanto la tapa. El niño está tranquilo por una vez. Se me llenan las
manos de polvo y me las limpio con la toalla. Miro el piano un momento y me acuerdo del
precioso Zimmerman de la señora, de sus teclas de marfil y su madera brillante como el
raso. Toco una tecla. Tiene un tacto esponjoso y es un bemol. Saco el taburete para
sentarme: las patas están flojas y se tambalean.
Seguramente está desafinado, pienso, porque es un piano viejo y hace tiempo que
nadie lo toca ni lo cuida. Pero sigue guardando su música dentro, como todos los pianos, y
si se tocan con amor te ofrecen la música que buscas. Da igual que no esté afinado y que
tenga algunas teclas rotas. Toca para mamá. Toca para el niño. Toca para la señora. Toca
para el señorito Phil. Toca para conseguir un trabajo.
Levanto las manos. La melodía crece como una ola dentro de mi cabeza. Los dedos
buscan las teclas y encuentran las primeras notas. Lo que me imaginaba: el sonido es plano
y muy débil, los pedales no funcionan bien y algunas teclas tampoco. Sin embargo, le pido
al piano que me ayude, y en el silencio sofocante y polvoriento del colegio vacío toco las
Gotas de lluvia más bonitas que he tocado en mi vida.
—¿Cómo te llamas?
—Mary Hanembe
—Tocaría una marcha, señor, o una polka, y les dejaría cantar y bailar. Y cuando
estuvieran cansados, les hablaría del hombre que compuso esa música y les explicaría por
qué es especial.
Dice que puedo empezar la semana siguiente y me ofrece una cantidad de dinero que
es un poco menos de lo que ganaba con los señores, pero bastará para pagarle a mi tía por el
trozo de suelo y quedarme con algo de sobra. Mi tía se enfadará mucho cuando se entere de
que ya no podrá contar conmigo para su negocio, pero se le pasará cuando vea que puedo
pagarle un alquiler. Se acostumbrará al acuerdo y puede que así, cuando nazca el niño, el
dinero le haga pasar por alto que es mulato y me deje quedarme con ella.
—pregunta cuando volvemos por el pasillo con fotos y garabatos en las paredes
—Soy de KwaZakhele
—contesto deprisa
No me pregunta por qué. Tal vez se ha imaginado que la señora que me enseñó a
tocar el piano también me enseñó a hablar inglés. No me pregunta por qué no sigo con esa
señora. No me pregunta por el niño. Tengo algunas respuestas preparadas para esas
preguntas, pero no me las hace. Tampoco me pide referencias. Una chica como yo, sin
referencias, sólo significa una cosa: que no es de fiar, que puede haberle mentido o robado
a su señora, y por eso se ha quedado en la calle. No sé cómo explicar que no tengo
referencias. Tendría que mentir. Tendría que decir, a lo mejor, que mi señora se puso
enferma y me marché sin tiempo de pedirle las referencias.
—. Soy el director. Has tenido suerte de encontrarme. No creo que los demás
profesores se hubieran interesado.
Sigue lloviendo cuando salgo al patio. El Groot Vis pasa con furia por debajo del
puente de hierro. Me entran ganas de correr de alegría, pero el niño pesa mucho y el
director me está mirando, así que echo a andar bajo la lluvia que nos tranquiliza con su
canción, a mi hijo y a mí, como la lluvia que cantaba en el tejado de la kaia protegido por el
espino raquítico.
Capítulo veintidós
—¿Cuánto?
—pregunta.
Le digo lo que puedo pagarle con el sueldo que voy a ganar, descontando un poco
para mis gastos. Sigo el consejo de Lindiwe, que me ha dicho lo que suele costar un trozo
de suelo.
—No es suficiente
—dice.
—¡Una cama!
Sigo esperando en la puerta. Una pareja pasa chapoteando, con los pies hundidos
hasta los tobillos en un charco de agua sucia que forma un remolino en mitad de la calle. Se
fijan en mi barriga y parecen extrañados de verme en la puerta de la choza debajo del
chaparrón en vez de refugiarme dentro.
No digo nada. Recuerdo que el señorito Phil me explicó que hablar de dinero se
llama «negociar». Cuando se negocia, hay que saber cuándo hablar y cuándo callar.
El rugido del río forma un crescendo. Me acuerdo de cuando tocaba con la señora la
obertura del Concierto para piano de Grieg. Me explicó que era el ruido que hacía el río al
caer por los acantilados cerca de su casa, en Irlanda. Pero el Groot Vis no es Grieg sino
Beethoven: grandioso, poderoso y un poco aterrador.
No me vale ningún vestido, y los zapatos que llevaba en Cradock House están
rozados de andar por las calles de tierra y subir y bajar por la orilla del río. No tengo betún
para limpiarlos.
Pero tengo que apañarme con lo que hay. Lavaré y tenderé la bata azul de mi tía, me
arreglaré bien el pelo y veré si Poppie o Lindiwe pueden prestarme un poco de betún hasta
que tenga dinero para comprarlo. Confío en que a los niños y a los profesores les guste mi
música y no se fijen en lo pobre que soy, al ver mi ropa y mis zapatos.
Ada dejó su ropa encima de la cama, planchada y doblada con mucho cuidado.
La casa estaba impoluta. Preparó la comida para Edward y para mí, y hasta dejó un
guiso para la cena.
—para causarme
Pero ¿por qué no se despidió? ¿Por qué ni siquiera me ha dejado una nota? ¿Por qué
no la dejó aquí, en mi tocador, al lado de mi diario?
¿Qué puede haberla alterado tanto para irse sin decir adiós y al mismo tiempo dejar
la casa perfecta?
Esa noche, mientras mi tía duerme, practico con los dedos la marcha que quiero
tocar el primer día de clase. No sé si tocar la Marcha militar o la Polonesa militar. Recuerdo
la melodía y mis dedos la siguen. ¿Notará el niño los dedos en la tripa? ¿Será capaz de unir
las notas y de formar la melodía?
Estoy muy nerviosa. Me quedo dormida con la música y el rugido del Groot Vis en
mis oídos, que tiene la fuerza de Beethoven.
Capítulo veintitrés
El primer día de clase noté que algo había cambiado.
Hacía frío. El río ya no pasaba con la misma furia por debajo del puente de hierro
sino que estaba cubierto por una neblina que se enroscaba en los eucaliptos y se disolvía en
el intenso azul del cielo. Cuando dejó de llover, nuestros vecinos volvieron a levantarse al
amanecer para ir a por agua al grifo común. Los hornillos de parafina estaban encendidos y
los niños lloraban mientras les daban sus gachas de avena. Era un día como todos los días,
pero algo había cambiado. Mi tía se fue al río con el primer cesto de ropa. No dijo nada al
salir. Llevaba varios días sin dirigirme la palabra. Pensé que su silencio era parte de la
negociación y decidí mostrarme firme.
Me puse la bata lavada y los zapatos que había frotado con saliva y salí camino del
colegio. Fue en la calle, llena de gente, cuando noté el cambio como una oleada que me
invadía por dentro, como la primera vez que el niño se movió en mi vientre como una
mariposa. Me paré un momento entre la marea de gente que pasaba dando codazos y lo
miré todo con ojos nuevos, pero no vi ninguna diferencia, tal como esperaba. Las calles
seguían llenas de basura, la gente tenía la misma cara, delgada y tensa, el olor a maíz me
revolvía las tripas y las letrinas estaban desbordadas. Y sin embargo... ¿Algo se había
abierto entre la suciedad y la lucha por la supervivencia? ¿Un camino para dejar atrás la
tristeza que se había posado en mi corazón desde que me fui de Cradock House? ¿Sería esa
sensación nueva, esa llamada, el futuro que el señorito Phil me dijo que tendría cuando
fuese mayor?
Seguí adelante. La melodía del Bach del poblado iba creciendo poco a poco. El agua
del río pasaba despacio. La señorita Rose me dijo una vez que nunca tendría un futuro si no
iba al colegio: «¡Para que te enteres!». Otros blancos decían que para tener un futuro hacía
falta dinero. Pero mi futuro tal vez fuera distinto. Es posible que los blancos se equivocaran
cuando insistían en relacionar dinero y futuro.
Me volví a toda prisa. Tenía que acordarme de que ahora me llamaba Mary
Hanembe. Estaba aturdida por el ruido y el alboroto de los niños, y lo había olvidado.
Quería sentarme un rato en un sitio tranquilo, pero el director estaba en el pasillo y me
esperaba muy impaciente. Llevaba la misma ropa que la otra vez. El cuello de la camisa
seguía necesitando un buen planchado.
—El niño se separó de sus amigos, me miró de arriba abajo, se fijó en la barriga,
señaló con el dedo pulgar al fondo del pasillo y echó a andar. Lo seguí. Y así empezó mi
futuro como profesora.
El salón estaba lleno de niños. Nunca había visto tantos niños juntos. Dudé un
momento, pero Liphi desapareció y nadie se fijó en mí, así que crucé el salón a empujones,
abrí el piano y me senté en el taburete cojo. Había un grupo de profesores hablando en el
escenario, al lado de las cortinas descosidas, pero tampoco me prestaron atención. Habían
abierto las ventanas y ya no se notaba el mismo olor rancio. Me sentí mejor al notar la brisa
fresca en el cuello. Me puse las manos en la tripa un momento, para que el niño dejara de
dar patadas, y me imaginé las manos de la señora junto a las mías, animándome. Empecé a
tocar.
El piano seguía sonando como una lata, pero recordaba qué teclas estaban rotas y las
compensé pisando más el pedal, para que no se notara. Curiosamente, en cuanto empecé a
tocar, el salón quedó en silencio y las notas resonaron en las paredes y volaron por encima
de los profesores que estaban en el escenario. Los miré de reojo, preocupada de que no les
gustara lo que estaban oyendo, pero seguí adelante y toqué la marcha tres veces seguidas. A
la tercera, noté que el suelo temblaba, además del taburete, cuando cientos de pies
empezaron a seguir el compás de la música. Cuando se apagó el último acorde, todos
aplaudieron
—, y sentí que me ardían las mejillas, aunque sabía que lo había hecho muy bien.
El director levantó una mano para pedir silencio y explicó que yo era la nueva
profesora de música. Los niños volvieron a aplaudir y a silbar, y el director se sumó a los
aplausos. Después habló de otras cosas. Dijo lo que iban a hacer ese día en la escuela
— y mandó a los niños a sus clases. Me miró, asintió con la cabeza y volví a tocar,
esta vez una polonesa de Chopin. Los más pequeños salieron bailando y parloteando. Los
profesores bajaron del escenario y se quedaron a verme tocar. Cuando terminé, se acercaron
a saludarme.
—¡Qué sorpresa!
—dijo una mujer que llevaba un vestido azul, con las mangas subidas hasta los
codos y los brazos delgados. Me dio la mano y dijo que se llamaba Mildred.
—dijo otro profesor, con unas gafas de cristales gruesos y agujeros en los codos de
la chaqueta
Me gustaría poder decir que las cosas fueron fáciles a partir de aquel día, que los
aplausos y los silbidos del salón significaban que por fin tendría un buen futuro y que mi
hijo y yo encontraríamos allí un sitio en el que trabajar
— y vivir sin preocupaciones. Pero poco después se presentó otro problema: el del
lugar de nacimiento. Iban a pedir a todos los profesores, nos anunció el director con aire
cansado, que demostráramos que teníamos derecho a vivir y a trabajar en Cradock.
—dijo el profesor al que le gustaba la jiva, muy enfadado. La luz del techo se
reflejaba en sus gafas. Los mayores se miraron, nerviosos, y empezaron a cuchichear. El
nivel de ruido en el salón fue aumentando hasta amortiguar los gritos del patio.
—Eso es un disparate
—, llamaremos la atención.
—dijo una profesora joven que se llamaba Dina y cada día llevaba un turbante de
distinto color.
El círculo se dividió en varios grupos, y cada grupo defendía una cosa distinta. Me
di cuenta de que aquello era un debate, y pensé que el debate no era lo mismo que la
negociación, aunque en los dos casos convenía estar en el bando ganador.
Yo no dije nada. Los demás seguramente tenían papeles para demostrar dónde
habían nacido y cuál era su experiencia laboral. Cuando llegara el momento de presentar las
pruebas, ¿qué harían las autoridades conmigo, una chica sin familia, sin estudios, sin
referencias y sin un documento que justificara que se llamaba Mary Hanembe? Me
sorprendió mucho que el señor Dumise no me hubiera pedido el pase. Podían descubrirme
en cualquier momento. Pero ¿qué tenían que ver las leyes con el color de la piel? ¿Qué
pensaría el señorito Phil de esta alianza entre la ley y el color de la piel?
El señor Dumise echaba la culpa del mal comportamiento a que en nuestro colegio
había más niños de la calle que en el colegio del reverendo Calata, el que estaba al otro lado
del río, en el poblado al final de Bree Street, y era mucho más estricto. Y también a que los
delincuentes se escondían de la policía a este lado del río y daban mal ejemplo a los niños.
Era verdad que nuestro poblado no estaba tan bien organizado como el otro. No teníamos
un líder como el reverendo Calata, un hombre respetado incluso por el alcalde, que era
blanco. A lo mejor, pensé, los niños del St. James se portaban mejor porque el colegio
estaba al lado de la cárcel.
De todos modos, yo tenía más suerte que mis compañeros, porque mi asignatura era
un respiro para los niños en medio de tanta confusión. La música los tranquilizaba y les
hacía volar. Los ayudaba a olvidarse de sus vidas desafinadas. Igual que a mí me había
enseñado un mundo que estaba fuera de Cradock House, a estos niños la música les hacía
abrir las alas y alejarse del poblado hasta un lugar donde no había ni hambre ni sangre.
Entraban en el salón de actos todos los días con muchas ganas de huir de sus vidas y de las
asignaturas de números y letras, que eran más duras, y cada vez pedían más jazz y más
sincopación. Las primeras semanas toqué las piezas más alegres que conocía. «¡Más jiva
del poblado, señorita H.
—gritaban, sin hacer caso a lo que les decía sobre la música que iba a tocar
—, más jiva!» Se olvidaban del hambre y de las peleas, se quitaban la chaqueta vieja
y se ponían a bailar estampando los pies contra el suelo, hasta que se cansaban tanto como
mis dedos y mi hijo dentro de mí. Era maravilloso. Pensé que, si al principio les daba lo que
me pedían, poco a poco estarían preparados para prestar atención a lo que quería decirles
antes de seguir tocando. Me pareció que era una especie de negociación, aunque sin dinero.
Creo que al señorito Phil le habría parecido bien, pero el ruido del salón de actos debía de
ser muy molesto para los profesores de las clases que estaban más cerca.
—Es verdad
Intenté sonreír. Era la primera vez que se ponía de parte del niño. Y pensé: «Querido
Dios, ¿qué dirá cuando vea el color de este niño al que ahora defiende?».
Y me quedé dormida.
Yo pienso en ella todos los días cuando me pongo a escribir. ¿La habremos echado
de aquí sin darnos cuenta? ¿Le habremos hecho sentir que no la reconocíamos como se
merece?
¿O es que echaba tanto de menos a Miriam que necesitaba vivir entre su gente? Eso
dice Rosemary, aunque yo no lo creo.
¿Se habrá ido a KwaZakhele? He preguntado a las criadas de mis amigas y nadie
sabe nada de ella. Ni siquiera la señora Pumile tiene idea de dónde está, aunque dice que la
última vez que la vio tenía mala cara. Por otro lado, la señora Pumile ha salido ganando con
la partida de Ada; ahora se saca un buen dinero planchando para nosotros.
Edward dice que aunque Ada volviera, no deberíamos darle trabajo, por cómo se ha
portado después de todo lo que hemos hecho por ella y por Miriam. Insiste mucho en eso.
También insiste en que me olvide de buscarla.
En el colegio conocí por primera vez a personas negras que habían estudiado. Al
principio estaba nerviosa, a pesar de que Lindiwe me decía que no tenía ninguna razón para
estarlo. Pero los demás profesores habían ido a la escuela y yo no. Habían aprendido a
tratar a los niños en clase y yo no. Podía parecerles raro que el señor Dumise, el director,
estuviera dispuesto a gastar una parte del poco dinero que tenía el colegio en mí, en vez de
comprar libros para otras asignaturas más importantes.
—Eso da igual
—dijo Lindiwe muy convencida, echándose al hombro el último fardo de ropa para
lavar
—Si Lindiwe fuera la señorita Rose, habría añadido: «¡Para que te enteres!».
—me dijo Veronica, una señora mayor, con la cara muy arrugada, como mi tía, que
protestó cuando el profesor al que le gustaba la jiva propuso quemar los pases. Veronica
enseñaba a leer a los más pequeños cuando no estaba ocupada llamando a sus polluelos por
la ventana de la clase, porque se quedaban jugando en el patio. La misma gente mala que
robaba la ropa en el río podía llevarse a sus polluelos si se descuidaba un momento.
—¿De dónde eres?
—Dina era la más joven de los profesores, la que más se acercaba a mi edad. Ese día
también llevaba un turbante nuevo, y los niños la miraban mucho, como miraban los
hombres a la señorita Rose. Pero Dina no era egoísta, como la señorita, y a veces me daba
un poco de pan con mermelada.
—Soy de KwaZakhele
—me apresuré a decir mientras cerraba la tapa del piano y me levantaba del taburete
cojo
—. Trabajé en Port Elizabeth en casa de una señora que me enseñó a tocar el piano.
—. Que te haya enseñado a tocar el piano no significa que esté por encima de ti.
—Se arrodilló y me miró fijamente. Vi que llevaba el turbante muy bien enrollado
—. Tenemos que aprovechar lo que los blancos nos enseñan y utilizarlo para
progresar, pero no tenemos que humillarnos ante ellos.
—¿Cathleen? Pues sí
El niño me dio una patada. Me mareé y tuve que arrodillarme en el linóleo. ¡No
puede saberlo nadie! ¡Nadie tiene que buscar a una señora que toca el piano y se llama
Cathleen! ¡Por favor, que los ibis no oigan cotillear a Dina y se lleven sus palabras a
Cradock House...! Intenté levantarme, pero las paredes se me vinieron encima, como aquel
día en la iglesia, cuando el señorito Phil se había ido con Dios Padre y el órgano gemía y
los señores no se acariciaban para consolarse.
—No te preocupes
—. No volverá a pasar.
—Puedo ir sola
—dije. No quería que Dina viese mi pobreza en la choza de mi tía, ni que supiera
más cosas de mí de las que ya le había contado. ¿Y si mi tía estaba en casa y me llamaba
Ada?
Pero Dina levantó la cabeza, me cogió de la mano y me sacó del colegio para cruzar
el patio. Se oía a lo lejos el rumor del Groot Vis, que aún bajaba crecido después de las
lluvias.
—Pero esta vez tampoco me hizo caso y me acompañó hasta la puerta de la choza.
Me miró y luego miró el hornillo de parafina, los ganchos donde estaba colgada mi
toalla y la de mi tía, los montones de ropa y el hervidor abollado.
—Voy a ver si puedo traerte un poco de mermelada. Tienes que estar fuerte para que
el niño crezca.
Capítulo veinticuatro
—¡Tía
Llevaba un rato aguantando el dolor, pensando que pasaría pronto, pero ya no podía
más y noté que estaba rompiendo aguas. Era de noche. Casi no vi a mi tía cuando se puso la
bata y buscó a tientas la vela que tenía al lado de la cama. Encendió la vela con una cerilla
y entonces le vi la cara, como si se acercara flotando.
Me acosté de lado mientras ella salía dando traspiés. Las siluetas de las chozas
asomaban por el hueco de la puerta y las estrellas picoteaban el cielo. Me acordé de que en
Cradock House, cuando salía a tender los paños de cocina después de cenar, veía las
estrellas. En el poblado, por culpa del humo de las hogueras, las estrellas sólo se ven
cuando es muy tarde o muy temprano. Me entró otro espasmo de dolor y me retorcí en el
suelo. Las estrellas se volvieron borrosas.
—Calla, calla
—me susurró una voz, y una mano me acarició la frente con la toalla húmeda, como
le hacía yo al señorito Phil. Pero no era él. Al señor nunca le pareció bien que yo cuidase
del señorito...
—¿Poppie?
—Era mi deber
Una sombra llenó el hueco de la puerta, pero no era ella: era el médico que había
sido tan bueno conmigo. Se arrodilló a mi lado, me tumbó boca arriba y me palpó el
vientre.
—Hierva agua
—le dijo a mi tía, que había vuelto con él. Mi tía y Poppie fueron a encender el
hornillo
—Mi tía dudó un momento antes de coger una sábana doblada del montón de ropa
limpia. El médico me empujó despacio para ponerme de costado, estiró una parte de la
sábana debajo de mí y volvió a moverme hacia el lado contrario para terminar de
extenderla.
—¿Me perdonarán?
—dijo el médico, y le pasó mi mano a Poppie, que lo miraba con ojos interrogantes,
para ocuparse de los trapos y del agua caliente. La vela se consumió y la oscuridad
envolvió la choza. Mi tía sacó otra vela de una lata que guardaba debajo de la cama.
—Señora
—gemí. Empecé a notar una extraña sensación en la parte baja del cuerpo. El niño
empujaba y quería nacer. El médico me abrió las piernas al tiempo que hacía una señal con
la cabeza a mi tía y a Poppie.
—dijo.
Mi tía se sentó detrás de mí para levantarme los hombros. Poppie me dio la mano y
volvió a cantar en voz baja. El médico se arrodilló entre mis piernas. El dolor me
desgarraba por dentro y grité para que me dejara en paz. Las escalas de la señora llegaban
volando como el viento desde Cradock House y vi el coche del señor con los faros como
los ojos de un animal nocturno en la puerta de la choza.
—¡Vete!
—grité.
Mi tía gruñó entre dientes. El médico dijo algo que no llegué a entender, y Poppie
fue a coger otra sábana del montón de ropa limpia. Mi tía se iba a enfadar porque le estaba
estropeando la ropa.
Empecé a resoplar: el dolor me abrasaba y pensé que iba a partirme por la mitad,
pero el médico movió las manos y la presión desapareció. Sentí un último empujón y vi un
bulto rojo entre mis piernas.
El médico me puso a la niña en los brazos. Tenía la carita muy pálida, como me
había dicho el médico, y los ojos de un color azul lechoso como el cielo del atardecer.
Abrió la boca y gritó con fuerza. Le pasé un dedo por la nariz y los labios y me agarró el
dedo. El médico asintió con la cabeza para animarme y se incorporó. Mi tía y Poppie
estaban como clavadas en el sitio, boquiabiertas, mirando a la niña en silencio.
Fue la presencia de Poppie y del médico lo que hizo que mi tía se mordiera la lengua
la noche en que nació la niña. Se quedó sentada en el borde de la cama mientras el médico
recogía sus cosas. Poppie nos observaba desde la puerta.
—Gracias
Asintió con la cabeza, cogió su bolsa y se agachó para salir de la choza. Mi tía fue
tras él y les oí hablar en voz baja. Poppie me sonrió con vacilación y miró a la niña que
estaba en mis brazos.
—¿Me perdonarán, Poppie?
Mi tía volvió y empezó a recoger las sábanas que había usado el médico, haciendo
mucho ruido y dándome la espalda. Poppie dijo adiós en voz baja y nos dejó a solas.
—¿Quién ha sido?
—Eso da lo mismo
—contesté, haciendo un esfuerzo muy grande para que me saliera la voz. Sabía que
aquélla era la primera de muchas batallas
—La vergüenza la tengo desde hace muchos meses. Ya no puede ser peor.
¿Qué habrías hecho tú, mamá, si el señor hubiese ido a tu cuarto cuando la señora no
estaba? ¿Si se hubiera puesto delante de ti con la mirada perdida, lleno de dolor por la
muerte del señorito Phil y de soledad por la ausencia de la señora? ¿Si te hubiera puesto
una mano en el hombro y te hubiera prometido que no iba a hacerte daño?
Mi madre sabía muy bien lo que eran el deber y la lealtad. Aunque en este caso el
deber con el señor chocaba contra la lealtad con la señora. Complacer al uno era traicionar
a la otra. Mamá habría tenido que elegir, igual que yo. Pero ¿qué habría elegido? Y si se
hubiera negado, ¿habría perdido su empleo y su hogar?
—era imposible esconder la carita pálida, que quedaba bien a la vista de todo el
mundo
—, busqué mis zapatos viejos y cogí el cubo. Me dolía el vientre por donde había
salido la niña.
Era muy temprano esa primera mañana con mi hija. La luna brillaba en un cielo gris
surcado de franjas de humo. Había sombras andando por las calles. El borde anaranjado del
sol empezaba a asomar por el horizonte. Llevaba a la niña en el brazo izquierdo y el cubo
en la mano derecha.
Casi he perdido la esperanza de encontrar a Ada. Han pasado seis meses y no hay
rastro de ella. La gente
—y Edward
— dice que es absurdo sentirse responsable de una criada que ha desaparecido. Pero
yo no puedo evitarlo: me he sentido responsable de ella desde el día en que nació y la cogí
de los brazos de Miriam.
Capítulo veinticinco
¿Qué vería el señorito Phil mientras yo andaba por las calles de tierra en la
penumbra del amanecer? ¿Qué pensaría de mi pecado? ¿Y de la niña pálida que estrechaba
contra mi pecho? ¿Me daría la espalda? ¿Se la daría a su padre? Pero él nunca habría tenido
que responder a esa pregunta. Si el señorito siguiera vivo, el señor no habría entrado en mi
cuarto de noche, aunque la señora se hubiera ido a Johannesburgo. Fue la ausencia del
señorito Phil, sumada a la ausencia de la señora, lo que guió los pasos del señor por el
pasillo hasta mi puerta y provocó la vergüenza que ahora me acompañará para siempre.
Pero si el señorito Phil siguiera vivo...
Ese algo tenía vida propia. Afectaba a personas a las que conocíamos y era motivo
de disputas. Separaba a los amigos de siempre, dividía a las familias y convertía a los
extraños en enemigos. Y haría daño a los demás, por más que yo intentara evitarlo. Esa
diferencia de piel entre una madre y una hija tenía una fuerza tremenda.
Creo que para mí se convirtió en una guerra. No era una guerra como la que acabó
matando al señorito Phil, y tampoco se parecía a la guerra de la que había hablado el
sacerdote del koppie: era una guerra íntima que se derramaba alrededor de los demás. Una
guerra sin bando ganador. Yo no estaba preparada para eso. Y mientras iba camino del grifo
por las calles llenas de piedras y baches, le grité a Dios Padre: ¿Tú de qué lado estás en ese
asunto de la piel?
¿Crees que lo que hice con el señor es un pecado, porque tenemos la piel distinta o
porque traicioné a la señora?
—¡Ada! ¡Ada!
Miré por encima de la carita de Dawn. Ya había amanecido y el olor a maíz hervido
flotaba en el aire fresco de la mañana, aunque ya no me molestaba tanto como en los
primeros meses de embarazo. El grifo estaba un poco más adelante, al final de la calle, pero
tenía las piernas doloridas y me costaba mucho andar, como le pasaba al señorito Phil.
—¡Ada!
—Lindiwe me quitó el cubo con una mano fuerte y me obligó a pararme. Llevaba un
fardo de ropa en el hombro
—. ¡La niña!
Lindiwe estaba a mi lado, con las piernas separadas para no perder el equilibrio por
culpa del peso que llevaba encima. Devoró con los ojos los rasgos de la niña y esperé su
reacción con tanto anhelo como la temía. El poblado empezaba a animarse con los primeros
gritos del día, porque había peleas a todas horas. Las mujeres que iban a por agua nos
apartaban a empujones para ponerse a la cola del grifo, y a lo lejos se oía el silbato de un
tren en fa mayor que salía de la estación.
—¡Ay, Ada!
—Lindiwe soltó el aire, puso cara de miedo y decepción, y tuvo que esforzarse para
no apartarse de mí y seguir su camino
—. ¿Por qué?
—estaba retrasando a Lindiwe, impidiéndole encontrar una buena piedra para frotar
la ropa
—Era mi obligación
—dije.
—Pero ¿quién tenía tanto poder para hacerte eso?
Miró a Dawn, que dormía tranquilamente, moviendo los labios y soñando sus
primeros sueños, con la piel del color del Groot Vis.
—dijo por fin a media voz entre la creciente marea de gente, encontrando un poco
de cariño para mí. Se cambió el fardo de hombro, preparándose para seguir su camino.
Lindiwe apartó la vista como si algo al otro lado de la calle hubiese llamado su
atención, como hacía la señora cuando no estaba de acuerdo con el señor y se acercaba a la
ventana buscando su país. Un chico descalzo pasó corriendo y chocó contra mi cubo.
—¡Ten cuidado!
—Sabía que había algo raro, porque nunca hablabas de ningún chico
—murmuró Lindiwe.
—repetí.
Me puse a la cola del grifo con la cara de Dawn apretada contra mi pecho, para que
no la vieran, hasta que pude llenar el cubo. Nadie se dio cuenta. Había otras mujeres con
niños recién nacidos a la espalda. Cuando volviera a la choza tenía que practicar para
envolverla en una manta y atármela a la espalda. Lavaría toda la ropa que pudiera y
ahorraría lo poco que ganaba, por si el dinero que le estaba pagando a mi tía por ese trozo
de suelo no era suficiente para compensar el color de la piel de mi hija. A lo mejor el
médico conocía a alguien que fuera amable conmigo, alguien que entendiera que lo que
hice fue por deber, no por maldad ni porque fuera una fresca.
Tenía que ponerme una bata limpia y atarme a Dawn a la espalda para ir al colegio.
No podía faltar un sólo día. Pero ¿y si el señor Dumise ya no me quisiera como profesora?
¿Y si mis intentos por demostrar mi valía hubiesen fallado y la música no fuera suficiente
para olvidar la diferencia de piel entre mi hija y yo? ¿Pensarán que soy un mal ejemplo para
mis alumnos? Ni siquiera yo podía culpar a nadie por pensar así.
Volví con el cubo lleno de agua. Me costó mucho el camino de vuelta. El cubo
pesaba más que la niña y me dolía el brazo derecho. Tuve que pararme a mitad del camino
para cambiar de brazo, porque tenía miedo de derramar el agua.
Capítulo veintiséis
Me armé de valor para llamar a la puerta del despacho del director, como la primera
vez que fui al colegio. El señor Dumise trabajaba mucho. Seguramente ya había llegado.
—Pase.
—¡Mary!
—dijo
—. ¡Estate quieto, Silas! Mary, ahora tienes que descansar con tu familia
—. El señor Dumise era muy bueno. Yo había oído decir que su mujer había muerto
hacía unos años. Por eso llevaba las camisas tan mal planchadas. Silas se puso detrás de mí
para ver a Dawn.
—Los niños pueden esperar un par de días, hasta que tengas fuerzas
Oí que Silas se quedaba sin aire y noté sus ojos primero en la nuca y luego en la
cara.
—¡Mary!
—. ¿Cómo has podido hacer una cosa así? ¡Has traicionado a tu gente!
—Parecía que iba a decir algo más, pero en vez de eso miró al director, me soltó el
brazo, como si se hubiera quemado, y salió del despacho dando un portazo.
El señor Dumise lo miró con perplejidad y luego me miró a mí. Tengo que endurecer
mi corazón, me dije. Ahora es cuando el amigo se convierte en enemigo. Ésta es mi guerra
privada.
El señor Dumise aún no había mirado a Dawn. Aún no le había visto la cara y había
sentido el poder de la piel para dividir a las personas.
Dudó un momento.
—Tal vez sólo sospechaba que yo no tenía marido. A lo mejor Dina se lo había
dicho, cuando volvió de la choza. Yo deseaba con todas mis fuerzas que sólo fuera eso.
Deseaba asentir con la cabeza y ya está. Ser una chica normal, embarazada y abandonada
por un chico, sin posibilidades de casarse. Como mamá. ¿También como la señorita Rose?
—No es que no tenga marido, señor. Es el color de la piel.
El señor Dumise tenía los papeles muy bien ordenados encima del escritorio, como
el señor, ese día que entré en su despacho a buscar la libreta del banco. En la pared, detrás
de la silla, estaban los horarios de clase y una chaqueta marrón con el cuello deshilachado
colgada de un perchero de bronce sin brillo. Oí por la ventana a los polluelos de Veronica
correteando y picoteando por el patio. El señor Dumise volvió al escritorio y se sentó. Juntó
las manos y se quedó mirando los papeles. Dawn cambió la cabeza de lado. En aquel
espacio tan pequeño, entre el roce de mi hija y la cabeza inclinada del señor Dumise, estaba
mi esperanza de tener un futuro.
—Sé que es un pecado, señor, y ruego para que Dios pueda perdonarme. Pero le
pido, por favor...
—Se me amontonaban las palabras, como el día que fui a pedir trabajo.
Me miró.
Lo miré sin comprender. ¿Qué quería decir? ¿Quería saber quién era el padre? Yo no
me atrevía a contárselo a nadie, por miedo a que llegase a oídos de la señora.
Se apoyó en la mesa.
—No, señor
Me miró con gesto de duda, preguntándose por las circunstancias en las que mi hija
había venido al mundo: si yo me había enamorado «cruzando la línea de la piel» o si me
habían forzado en contra de mi voluntad.
Me acuerdo de lo bien que tocaba Debussy, y las Gotas de lluvia de Chopin. Donde
yo aspiraba a transmitir alegría Ada era capaz de transmitir resplandor. Donde yo perseguía
una dulce melancolía Ada encontraba desesperación...
Voy a ir a KwaZakhele.
Capítulo veintisiete
—¡Fuera!
—gritó mi tía haciendo aspavientos cuando volvió a la choza. Llevaba el doek
torcido y la bata arrugada de doblarse en la orilla del río
Me agaché para desatar la manta de la espalda con manos temblorosas. Dawn estaba
llorando: apretaba los ojos y abría la boca, como si protestara por los gritos de mi tía. Me
abrí la bata y acerqué a la niña a mi pecho. Parpadeó, frunció los labios y se agarró con
mucha fuerza: sentí cómo apretaba con las encías y cómo respondía mi cuerpo. No sé si
tomó suficiente alimento, entre la rabia de mi tía y lo nerviosa que estaba yo, pero el
médico me había dicho que le diera de mamar a menudo para estimular la leche.
No contesté. Si decía que Dawn era el fruto de mi obligación, se daría cuenta de que
el señor era el padre. No había otros hombres blancos con quienes yo tuviera ninguna
obligación y mi tía era muy lista para esas cosas.
—Si te han forzado tienes que decirlo. Una chica violada despierta más compasión.
Seguí callada. Los ruidos que hacía la niña al mamar llenaban el espacio que nos
separaba a mi tía y a mí, igual que cuando la llevaba en mi vientre mi hija llenaba el
espacio que me separaba de ella.
—gritó por última vez. Y se apoyó en la cadera un montón de ropa seca para
entregarla a su dueño.
—¿Ada?
—¡Ay, Poppie!
—¿Adónde irás?
—dijo entonces
La tarde tocaba a su fin y las calles eran un hormiguero de gente, pero a esas alturas
ya me había acostumbrado a los empujones y me concentré en la tosca melodía del Bach
del poblado mientras me arrastraba entre la multitud con mi hija y mi maleta. Los niños
pasaban corriendo haciendo eses, empujando sus aros de alambre deformados. ¿Con quién
jugaría Dawn cuando tuviera la misma edad? ¿Quién estaría preparado para ser su amigo?
Ese día tuve suerte con el río. El vado estaba abierto. Me senté en la orilla para
quitarme los zapatos. No podía mojarlos porque eran los únicos que tenía. El agua turbia
del Groot Vis corría alrededor de mis pies al cruzar el río, fresca como el agua del grifo del
lavadero de Cradock House donde me refrescaba el cuello.
Lindiwe no estaba en casa, así que me senté con la maleta en la puerta de la choza,
agradecida de poder descansar un rato. La choza no estaba lejos del colegio St. James y
llegaban las voces de un coro que estaba cantando el Panis Angelicus. Después cantaron
una canción africana, dando palmas. Pensé que tenía que formar un coro, para enseñar a los
niños a cantar además de bailar al son del piano.
La choza de Lindiwe era más nueva que la de mi tía. Tenía un buen tejado de paja
que parecía más grueso, y una ventana pequeña en una pared, con un cristal torcido. Eso
significaba que dentro habría más luz. Pensé que, además de pagarle a Lindiwe por el
alquiler, podía enseñarle a escribir gratis. Eso le diría cuando me encontrara sentada en la
puerta. Era un buen plan. Una negociación, me dije. Antes de que el señorito Phil me
enseñara esa palabra, nunca me había dado cuenta de que buena parte de la vida giraba
alrededor de la negociación.
—¡Ay, señorito!
—dije en voz baja, demasiado cansada para protegerme de la soledad que empezaba
a crecer como el agua
—¿Ada?
—Lindiwe estaba delante de mí, doblada por el peso de un fardo muy pesado, con
los músculos del cuello y de los brazos tensados como cuerdas gruesas.
—me apresuré a decir, levantándome del suelo. Dawn empezó a llorar, pero
enseguida se calló
—¡Ay, Ada!
—Soltó el fardo y se sentó. Me agaché a su lado. Esta vez no evitó mirarme a los
ojos, y no vi en los suyos ninguna duda, sólo cansancio
—. ¿Cómo voy a darte la espalda? Pero esto es muy pequeño
—Gracias
Las lágrimas que había estado aguantando desde el amanecer se escaparon al fin. Y
Lindiwe se apoyó en mí y también lloró. Dijo que llevaba todo el día reprochándose por lo
mal que se había portado con Dawn esa mañana.
—. He pecado contra alguien a quien quiero mucho y Dios está enfadado conmigo.
—Calla
—Guardó silencio y arrugó la frente. Adiviné que estaba buscando las palabras
exactas, como hacía cuando yo le enseñaba a leer
—. Dios no es como los blancos. Él no odia a Dawn por lo que tú hayas hecho.
Empezaron a parpadear las velas en las chozas vecinas. Una mujer le cantaba a su
hijo Thula thu’, como mamá me cantaba a mí, como yo le cantaría a Dawn. En la otra punta
de Bree Street, las luces del pueblo hacían señales entre los eucaliptos y los pimenteros de
los jardines. La señora estaría sentada en el salón, enfrente del señor. La luz de la lámpara
brillaría en el broche que llevaba en el pecho, quizá el verde, o quizá, todavía, la insignia
militar del señorito Phil.
—dijo Lindiwe, retirando un pliegue de la manta para mirar a Dawn, que estaba
dormida
Antes de que naciera Dawn yo estaba en plena negociación con mis alumnos. No era
una negociación por dinero, como la que había tenido con mi tía, sino por las clases.
Necesitaba encontrar la manera de enseñarles algo más; no podía limitarme a tocar las
piezas más ruidosas que conocía. Pero iba despacio, como me había recomendado el
señorito Phil. Las negociaciones, aunque no haya dinero por medio, llevan su tiempo. Así,
tocaba y tocaba, con la esperanza de que un día estuvieran preparados y me dieran un poco
de tranquilidad al empezar la clase para explicarles lo que había detrás de esas melodías
que tanto les gustaba bailar. Ésa era la negociación: un poco de enseñanza a cambio de más
jiva.
Sin embargo, no necesité recurrir a estas tácticas. Dawn resultó ser el remedio más
eficaz para que guardaran silencio. Les bastó ver lo pálida que era la niña para dejar de
alborotar.
El caso es que no hubo burlas, tal como yo esperaba. Dawn fue al mismo tiempo el
bálsamo y el acicate para que mis clases pasaran a un plano distinto. Empecé a enseñar
antes de tocar, y me escuchaban embelesados. Aceptaron el trato sin rechistar.
El éxito me animó a seguir adelante. Desde el día en que oí el coro del St. James,
empecé a tocar música que pudiera cantarse. Escribía la letra en la pizarra antes de que
llegaran los niños y les dejaba cantar si querían. Tocaba piezas llenas de fuerza, como el
Himno a la alegría, o canciones pegadizas, como las baladas irlandesas que cantaba la
señora. Al principio sólo bailaban, pero después empezaron a cantar. Primero a grito
pelado, hasta que poco a poco fueron comprendiendo los lugares de los que hablaban las
canciones, aunque no los hubieran visto nunca, como me pasaba a mí.
«¡Ay, Danny!
—cantaban con una voz muy dulce, descubriendo la ternura en mitad del alboroto
del colegio
—. Las gaitas, las gaitas, están sona-a-a-ndo...» La voz humana es tan capaz como el
cuerpo de trasladarnos a otro lugar.
No me hacía ilusiones. Sabía que hablaban a mis espaldas y que algunos se reían de
mí. Pero cuando estábamos en clase, mientras era capaz de ganarme su atención, la música
era más importante que la vergüenza de una profesora que había pecado con un hombre
blanco en vez de irse con uno de los suyos. Mientras era capaz de interesarlos con la música
y las cosas que les contaba, se olvidaban del color de la piel de mi hija. ¡Ojalá hubiera
pasado lo mismo con mi tía y con los demás profesores!
El primer año de la vida de Dawn coincidió con la falta de lluvia. La sequía pasó a
significar algo nuevo para mí, además del polvo y el calor, del mal olor de las letrinas y de
que las colas en el grifo común eran más largas.
Significaba que para ir al colegio desde la choza de Lindiwe podía cruzar el Groot
Vis cerca de Cross Street. Sólo tenía que quitarme los zapatos y meterme en el agua.
Significaba que, aunque ahora vivía en la misma orilla que los señores, no corría peligro de
que me vieran. No tenía necesidad de pasar por Bree Street y por Church Street para cruzar
el puente de hierro, ni de acercarme a Dundas Street, donde seguían estando Cradock
House y el albaricoquero que me llevaba en su savia, y los suelos de madera que yo
enceraba todas las semanas hasta dejarlos relucientes.
Pero aunque estuviera a salvo en ese sentido, era imposible esconder mi piel negra.
Más o menos en la misma época en que nació mi hija, la gente que gobernaba mi país
empezó a hacer nuevas leyes relacionadas con el color de la piel. Algunas ya las conocía,
como las que decían que los negros eran menos importantes que los blancos y que para
poder quedarse en un lugar había que haber nacido allí o llevar mucho tiempo viviendo en
él. Una ley, que no conocía, prohibía que un hombre blanco se acostara con una mujer
negra.
Ya sospechaba que eso no estaba bien a los ojos de Dios, pero no sabía que también
estuviera prohibido por las leyes del país y que si me descubrían podía ir a la cárcel. Me
pregunté si el señor conocería esa ley cuando entró en mi cuarto y dijo que no iba a
hacerme daño. Si la conocía, ¿por qué corrió tantos riesgos? ¿Era tan grande su soledad que
incluso estaba dispuesto a ir a la cárcel de los hombres blancos, a pesar de la vergüenza que
eso significaba para él y para la señora? En ese caso, era bueno para el señor que me
hubiese ido.
Mamá me había dicho que la gente podía acabar en la cárcel aunque no hubiera
hecho nada malo. Cuando era más joven, no estaba segura de que eso fuera verdad, pero
quizá mi madre era más sabia de lo que yo pensaba. Lo había visto venir. Con esas nuevas
leyes era fácil acabar en la cárcel. No hacía falta ser una mala persona para que te
encerrasen; no hacía falta haber hecho algo malo: bastaba con tener la piel de un color
determinado. Y los policías que patrullaban el poblado en sus furgones lo sabían.
Que mi hija, con su piel especial, naciera justo en ese momento fue una prueba
difícil para mis compañeros del colegio. Ya era horrible que apaleasen a los negros por
cualquier cosa, y que de la noche a la mañana se les prohibiera entrar en ciertos sitios o
sentarse en ciertos bancos
—en el parque Karoo habían puesto carteles que decían: «Sólo para blancos»
—, y que no pudieran trabajar donde quisieran. Ahora además tenían que elegir en
qué bando ponerse por culpa de una niña mulata. La sala de profesores, donde antes reinaba
la alegría, se convirtió en territorio dividido. Silas llegaba temprano, me daba la espalda y
hacía un corrillo con los que estaban de acuerdo en que yo tenía que irme del colegio para
no airear mi traición a los negros con la presencia de mi hija mulata. Dina, la profesora de
los turbantes de colores, se puso de mi parte cuando se le pasó el disgusto, y también Sipho
Mlase, el hombre callado que enseñaba los números. Dina estaba segura de que yo había
sido víctima de un hombre malo. Había demostrado mi valentía al no suplicar ayuda
—me dijo una noche a la luz de la vela, mientras tomábamos un poco de sopa
—protestaba Silas.
—¡Nos ha engañado!
—. Tenía que habernos dicho que estaba esperando un hijo mulato cuando vino a
pedir trabajo.
Capítulo veintiocho
Por lo que respecta a Ada, sigo creyendo que está viva. La siento cada vez que me
pongo a tocar, aunque a medida que pasan los meses voy perdiendo la esperanza de volver
a verla.
El poblado de Lindiwe era muy distinto de Lococamp, donde vivía mi tía. No era un
laberinto de callejuelas con las chozas amontonadas de cualquier manera. Las calles
intentaban ser rectas y había escuelas y parques que animaban a tener una mente sana y un
cuerpo sano, porque el buen comportamiento es el resultado de esta combinación. Los
niños del colegio St. James llevaban su uniforme con orgullo y jugaban al fútbol o cantaban
en el coro que yo había oído el primer día. La gente era orgullosa. Hasta el alcalde
escuchaba las quejas del reverendo Catala, cuando protestaba porque la policía pasaba a
toda velocidad por las calles llenas de baches y encarcelaba a la gente sólo por el color de
su piel. El reverendo Catala quería que el poblado se considerase parte de Cradock, que
estuviera sometido a las mismas leyes y tuviera los mismos beneficios. Sin embargo, el
poblado de la otra orilla del Groot Vis era un mundo indigno y aparte.
Tristemente, cuando me fui a vivir con Lindiwe, en muchas zonas del poblado
empezaba a verse el mismo abandono que en la otra orilla. Las letrinas se desbordaban y el
olor en las calles era insoportable. La basura, que antes se recogía, ahora se amontonaba en
las esquinas, atraía a las moscas, y los niños se ponían enfermos de jugar entre la porquería.
La impresionante fachada del colegio St. James estaba llena de desconchones y la hierba de
los campos de deporte se secaba por falta de agua y de cuidados. Había menos personas
para atender a los pobres en los comedores sociales, y hasta oí decir que el dinero que se
llevaban del shebeen lo metían en el banco, en una cuenta del Ayuntamiento, para pagar los
servicios de los blancos en vez de ayudar a los negros. Yo me preguntaba si el señor lo
sabía y si le parecía bien que robasen de esa manera. Había también señales de que los
niños bien educados empezaban a portarse como salvajes, igual que mis alumnos.
Las mujeres que lavaban en la orilla, a las que tenía por mis amigas, volvían la
cabeza al verme
—, y a Lindiwe le hacían lo mismo. Creo que sentían una mezcla de lo que había en
el colegio. Pensaban, como Silas, que las había traicionado
— al no decir que esperaba un hijo mulato. Otras hacían como Veronica y Mildred,
no se atrevían a condenarme abiertamente, pero evitaban mirarme a los ojos y buscaban una
piedra que estuviera bien apartada de mí, y algunas no volvieron a dirigirme la palabra.
Esos cantos suyos que tanto me gustaban ahora sólo los oía de lejos.
Lindiwe les aseguró que no me acercaría a ellas cuando estuvieran lavando. Yo sabía
que Lindiwe estaba preocupada, y al final de cada día le preguntaba si había tenido trabajo
suficiente y si quería que me marchara.
—Quédate
—me decía con un suspiro cansado. Se acostaba en la cama y cerraba los ojos un
rato antes de cenar cualquier cosa
—. Ya se arreglará
—. Entre los clientes que siguieron siendo fieles y el dinero que yo le daba por el
alquiler
Esa sensación de pertenencia era en realidad una vía de escape. Cuando cantaba, me
elevaba por encima del poblado, me sentía libre para deambular por el veld con la
imaginación, y todo era exactamente como me lo imaginaba cuando me subía al baúl de los
juguetes del señorito Phil para mirar por la ventana. Veía la tierra marrón del desierto que
se extendía hasta las montañas cubiertas de nieve en invierno, y podía seguir el rastro de los
arroyos brillantes que alimentaban el Groot Vis. A veces llegaba a un desierto más lejano y
veía al señorito debajo de las palmeras, en un oasis. Pertenecer a un sitio, a un grupo, y al
mismo tiempo estar sola bajo un cielo perfecto me parecía un regalo de Dios. ¿Sería un
regalo para sustituir la casa y el jardín de mi niñez? ¿Un regalo para sustituir a las personas
que antes eran mi horizonte?
—Mira, Dawn
En el nuevo poblado aprendí que a veces era imposible huir. Aprendí que a veces la
violencia tenía que encontrarse con la violencia. No estoy orgullosa de haberlo aprendido, y
habría preferido no llegar a saberlo, porque, una vez que se tiene ese conocimiento, es
posible llegar a utilizarlo sin razón. No sé qué pensaba Dios de eso. Aunque tampoco sé qué
pensaba de la crueldad de los policías blancos que patrullaban por nuestras calles.
Cuando le confesé a Lindiwe mis temores, sacó una cosa de debajo de la cama. Era
el eje de una bicicleta, con la punta muy afilada. Yo no quería cogerlo.
—No
—dije en voz baja, horrorizada por la intención de aquella punta afilada que podía
hacer tanto daño.
—Así, Ada
—No puedo.
—Me lo dio
Cuando vivía en Cradock House, nunca me imaginé que pudiera defenderme de esa
manera; sin embargo, ahora que llevaba a mi hija en la espalda, sabía que no dudaría en
usarlo si llegaba el momento.
Para las ocasiones en las que no hacía falta defenderse con el eje de una bicicleta
Lindiwe tenía contactos. Descubrí que esos contactos eran buenos para muchas cosas. El
panadero
—que no era como el viejo que les vendía el pan a mi tía y a Poppie
— también vendía leche, aunque a un precio que sólo nos permitía comprar una
botella a la semana. Eso significaba que la mitad de la semana podíamos tomar el té con un
poco de leche. Lindiwe conocía también a la mujer que colocaba la comida en los estantes
de N. C. Rogers, en Market Square. A veces le vendía un poco de maíz por menos de lo que
costaba en el spaza del poblado. Y, de vez en cuando, en el mismo paquete aparecía un poco
de azúcar. Lindiwe le prestaba un buen servicio a esta mujer lavándole la ropa.
Un día, Lindiwe me explicó que no hacía falta trabajar por dinero para ganarse la
vida. Bastaba con conocer a gente que tuviera cosas que querías y ofrecerles otras cosas o
algún servicio a cambio. Lo más difícil era decidir el valor del intercambio. ¿Cuántos
fardos de ropa tenía que lavar Lindiwe para conseguir dos kilos y medio de maíz y una lata
de té? Por lo visto en la tienda de Market Square también sobraba té.
Lindiwe tenía un hermano. Al principio yo no estaba segura de que hiciera nada de
provecho
—aparte de hablar
—, pero nunca venía con las manos vacías. De todos modos, cuando empezaba a
hablar te olvidabas de lo que había traído, y eso era muy raro en el poblado, donde todo lo
que venía de fuera costaba muy caro y se valoraba mucho más que las palabras.
—Éste es Jake
—me dijo Lindiwe una noche, cuando un joven bajito entró por la puerta mientras
estábamos practicando lectura. Se abrazaron y cuchichearon antes de que él me diera la
mano al estilo africano y mirase a Dawn, que estaba acostada en un cesto de ropa. Era unos
años mayor que Lindiwe y llevaba una chaqueta muy vieja y unos pantalones atados con
una cuerda. Tenía los mismos ojos curiosos y vivos de su hermana. Parecía que te veía por
dentro, como ella.
—Lindiwe me ha dicho que eres profesora. Tiene que ser muy duro
—dijo, fijándose en la cara pálida de Dawn, que asomaba por encima de la manta.
—Me sorprendió oírme hablar de una cosa tan importante con un desconocido, pero
es que Jake era así. No perdía el tiempo con cosas a las que otros dedicaban muchas horas,
y hablaba de una forma que daba confianza.
—Quedarme
—Miró a Lindiwe y le dio una bolsa de papel que llevaba en el bolsillo. Lindiwe
abrió la bolsa muy deprisa, con mucha avidez, como la señora cuando se ponía a tocar el
piano antes de que el señorito Phil se fuera a la guerra.
—: ¡Y están frescas!
—. Sobraban en la carnicería.
—se me escapó sin querer. Los ojos vivos de Lindiwe y de su hermano se volvieron
a mí. Lindiwe creía que yo era de KwaZakhele. Siempre le había dicho que no conocía bien
Cradock.
Yo notaba que se hacían preguntas sobre el padre de mi hija, como el señor Dumise
y como todas las personas que me conocían. Cualquier hombre blanco, incluso un
carnicero, era un posible padre. Quería decir: No es lo que estáis pensando. ¡Ni siquiera
conozco a ese carnicero! Cuando preguntaba por Jacob Mfengu
—¿Ada?
—Sí.
Incluso con Lindiwe, que seguía siendo mi amiga, que nos había acogido en su
choza a Dawn y a mí y compartía su vida con nosotras, incluso con ella tenía que tener
cuidado con lo que decía. Si se me escapaba una sola palabra de mi vida anterior, podían
descubrirme en cualquier momento, y descubrir la vergüenza que llevaba conmigo.
Yo había oído esta palabra por primera vez cuando me fui a vivir al poblado de
Lindiwe, y un día la busqué en el diccionario del colegio: estaba relacionada con la
liberación. La liberación, según el sacerdote de la iglesia al aire libre, llegaría cuando
hubiésemos pasado la prueba de fuego y encontrásemos la libertad. Yo sabía que la
liberación no siempre significaba paz, y entonces descubrí que la revolución estaba más
segura de sí misma. La revolución era la liberación con sangre. No se conformaba con
hacer las cosas a medias ni se preocupaba por lo que ocurriese después.
—Ten cuidado
—: Volveremos a vernos.
—Y abrazó a Lindiwe.
—Ten cuidado
Capítulo veintinueve
Soy la chica negra que tiene una hija mulata. Todos me conocen, a pesar de que
acabo de llegar. Sin embargo, me siento muy sola. Sé que esta soledad no se presenta
cuando uno tiene un futuro por delante. Me levantaba a media noche para darle el pecho a
Dawn y el vacío me absorbía en la oscuridad de la choza. ¡Ojalá pudiera curar mis heridas,
ojalá pudiera hablar con alguien del señorito Phil y de lo que podría haber pasado si yo
hubiera sabido ver que su amor por mí no era el de un hermano por su hermana...!
La soledad sólo se alejaba cuando tocaba el piano y me dejaba llevar por la música.
Era una soledad muy cruel: me esperaba agazapada en cualquier rincón y me tendía
trampas que me obligaban a recordar el pasado. La melodía del Bach del poblado se
transformaba en el ulular de una lechuza cerca de la ventana del señorito Phil, o en la dulce
voz de soprano de la señora cuando entonaba las notas para que yo las buscara en el piano.
Cuando iba a pasear con Dawn entre los matorrales del Karoo, en vez de las plantas que se
arrastraban por el suelo veía las rosas favoritas de la señora en un jarrón, encima del
tocador, y sentía su fragancia con la misma claridad con la que leía las páginas de su libro
especial. Los recuerdos nunca desaparecen, sólo se esconden y regresan multiplicados
cuando menos te lo esperas, tan frescos como la primera vez y mucho más intensos.
Además, no soy de aquí, y el que no es de un sitio puede ser utilizado por los que sí
lo son. El que ha tenido que abandonar su lugar en el mundo, el que ha pecado contra los
suyos, tiene que estar preparado para resistir los ataques de los demás. Tiene que estar
preparado para que los demás lo utilicen para sus propios fines y sus propias causas. Eso
fue lo que pasó con la protesta por el asunto de los pases. En las calles de Cradock sólo me
habían pedido el pase en dos ocasiones, pero en Johannesburgo, a lo mejor por el oro que
había escondido en la tierra, lo pedían a todas horas. Tal vez tuviera alguna relación con el
dinero. Tal vez los blancos creían que en Johannesburgo no había oro suficiente y por eso
querían echar a los negros, para quedarse con todas las riquezas. Tal vez los pases fueran
sólo una excusa. Tal vez las riquezas de la tierra fueran sólo para el futuro de los blancos.
El caso es que yo estaba muy preocupada por los pases: no tenía un pase a nombre
de Mary Hanembe, y el que llevaba mi nombre real no habían vuelto a sellarlo desde que
me fui de Cradock House. En las calles del poblado de Lindiwe había más policía. Más
policía con poca paciencia y perros que enseñaban los dientes. Más policía para pedirte el
pase y meterte en la cárcel si no lo tenías o no estaba sellado.
—Entregaremos una queja para que sepan que odiamos el dompas, y volveremos
por el mismo camino
Quise decir que la cuestión no era si estaba o no estaba con ellos; la cuestión era
encontrar una excusa para expulsarme. La cuestión era demostrar que yo no era parte del
colegio, y nunca lo sería. No tenía nada que ver con los pases: Silas quería castigarme por
haberme acostado con un blanco.
Esperó mi respuesta, como hacen los enemigos, con una sonrisa en los labios.
—dijo el señor Dumise, sin alterarse pero con firmeza, desde el rincón donde estaba
la tetera
—. Es un asunto personal.
—En ese caso, oigamos la opinión personal de Mary
Silas pareció dudar unos momentos, pero luego dio media vuelta, enfadado, y pidió
que los que estuvieran a favor levantaran la mano. Se levantaron algunas manos, aunque
con pocas ganas.
—Da igual
—dijo en tono desafiante, y se puso a dar palmaditas en la espalda al amante del jazz
y a los otros pocos que se habían sumado
—. Iremos de todos modos. ¡Y demostraremos a los del St. James que estamos
unidos!
Miré al señor Dumise. Church Street y Market Square eran una frontera que yo no
me atrevía a cruzar.
Terminé las clases poco después de esta reunión. Eché a andar por las calles
abarrotadas, como siempre, y crucé el río por el vado de Cross Street, sintiendo el agua
fresca en los pies.
—¿Ada?
—Un chico bajito que salió de la sombra de unas mimosas apareció de pronto a mi
lado. Se me acercó por detrás. Era Jake, el hermano de Lindiwe
—Me paré en seco. Jake siguió andando entre la multitud y tiró de mí para que lo
siguiera.
—Me volví a mirarlo, y ya no estaba. Se lo había tragado la tierra. Me dio pena que
no se quedara conmigo para hablar de cosas normales. Me gustaba Jake, y creo que yo
también le gustaba.
Seguí adelante, sin dejar de pensar en los pases, en la división entre los profesores y
en Jake, que se enteraba de los asuntos de los demás antes que ellos mismos. La madre de
uno de mis alumnos me saludó con la cabeza. Contesté con una sonrisa. Cada vez había
más gente que me reconocía y me saludaba. Yo agradecía mucho un leve asentimiento de
cabeza o una media sonrisa, aunque nunca se paraban a hablar conmigo.
Era sólo el principio. Algún día me reconocerían por lo que era. Algún día se
olvidarían del color de la piel de mi hija. Si Dios Padre no era capaz de conseguirlo, estaba
dispuesta a conseguirlo por mis propios medios.
*
Dawn se puso enferma y dejó de mamar. No le pasó lo mismo que al señorito Phil,
cuando se dio un atracón de albaricoques en el jardín. Lo de Dawn era distinto: tosía, no
paraba de revolverse en el cesto de la ropa y tenía las mejillas rojas. La cogí en brazos y fui
corriendo a casa del médico. Ni siquiera me molesté en quitarme los zapatos para cruzar el
río. Oí que alguien me llamaba por mi nombre en la orilla, un poco más arriba, y me
llegaron las voces de las lavanderas que cantaban a lo lejos.
—¡Por favor!
—Aparté a la gente que estaba en la cola para acercarme al médico, que estaba
atendiendo a un hombre muy mayor
El médico fue muy bueno con Dawn. Sacó el mismo círculo de metal que usaba el
doctor Wilmott cuando iba a ver al señorito Phil. Le miró la boca y me acordé de la
enfermedad que llegó después de la sequía, cuando la garganta se ponía blanca y la gente se
moría, y recé a Dios para que no castigara a Dawn por mis pecados.
—¿Tienes dinero?
Dawn seguía tosiendo, sacudía el pecho y lloraba a lágrima viva. Las mujeres
empezaron a cuchichear y a mover la cabeza. Otros pacientes se asomaron a la puerta.
—. Conseguiré el dinero.
—¿Me darán la medicina si ven que la niña y yo no somos del mismo color?
Eché a correr por las calles polvorientas y volví a cruzar el Groot Vis. Un poco más
arriba del vado, el río se estrechaba y formaba un canal marrón entre pequeñas charcas.
Notaba el calor del cuerpo de Dawn en mi espalda y tenía que abrirme camino a codazos
entre la gente y las cabras, y entre mujeres como Lindiwe, con fardos en la cabeza o en los
hombros. Algunos protestaban y me gritaban, pero no hice caso a nadie. Llegué a la choza
de Lindiwe y dejé a Dawn en el suelo. Abrí mi maleta y cogí todo el dinero que tenía
escondido en el fondo: el dinero de mi sueldo, que estaba guardando para comprarle a mi
hija unos zapatos cuando los necesitara, o para comprarme una bata nueva, o para pagar a
Lindiwe si su negocio se resentía por mi culpa. Dawn seguía llorando, me temblaban las
manos y me daba mucho miedo ir a la farmacia: alguien podía verme o el dueño podía
negarse a prepararme la medicina cuando nos viera.
Cogí una tela de la colada de Lindiwe para hacerme un turbante y me cubrí la frente
y parte de las mejillas. Le tapé a Dawn la cara con un pañal y salí corriendo por Bree Street,
pasé por delante de la iglesia a la que iban los señores y llegué a la esquina de Church
Street, donde Bree cambiaba de nombre y pasaba a llamarse Dundas Street. Estábamos
expuestas a la vista de todo el mundo. Había pasado más de un año desde que me fui de
Cradock House. A la izquierda, en la orilla del río, las mimosas y los eucaliptos seguían
buscando el agua, como aquel día en que estuve paseando con el señorito Phil. Un poco
más abajo, el puente de hierro temblaba con el paso de los coches que iban y venían de la
estación y el paso más tranquilo de los negros cargados con maletas y niños a la espalda,
igual que entonces. Agaché la cabeza y apreté a mi hija con fuerza. Dawn no paraba de
llorar, y la gente, blanca y negra, nos miraba y cuchicheaba. ¿Llegarían los gritos de la niña
hasta Cradock House y nos delatarían? Por favor, suplicaba para mis adentros, por favor,
que nadie me reconozca. Por favor, que el señor y la señora estén en casa, que el señor esté
en el despacho leyendo el periódico y la señora esté tocando el piano y no lo oiga...
Pasó un buen rato antes de que un señor se asomara a la ventana. Llevaba una bata
blanca. Me acordaba de él, porque la señora me envió un día a recoger un paquete para ella.
Estoy segura de que no me reconoció. Tenía una cara muy expresiva, una cara en la que se
reflejaba exactamente lo que estaba pensando, como la de Lindiwe, que siempre
demostraba interés, o la del señorito Phil, donde se reflejaban el amor y la guerra.
—¿Sí?
Le di la nota del médico y se fijó en el bulto que llevaba en los brazos, envuelto en
una manta, que era Dawn tosiendo. No podía verle la cara tapada con el pañal.
—¿Tienes dinero?
Me saqué del bolsillo de la bata todas las monedas que tenía y las dejé en el
mostrador que había debajo de la ventana. Algunas estaban muy viejas y me preocupó que
las monedas pudieran gastarse y no quisiera darme la medicina.
Volvió con un frasco y una cuchara. Me explicó que tenía que darle a Dawn una
cucharada por la mañana, otra a mediodía y otra por la noche, hasta terminar el frasco.
—me advirtió. Luego dijo que iba a darle a la niña otra medicina en el momento,
para ayudarla hasta que la primera empezase a hacer efecto.
—pregunté.
—Señor
—, la niña es inocente.
Se inclinó hacia delante y acerqué a la niña. Le dio el líquido con mucho cuidado,
poco a poco, dejándola tragar entre cucharada y cucharada. Yo le acariciaba los brazos y le
hablaba al oído, y ella miraba atentamente la cuchara con sus ojos azules cuando el
farmacéutico se la acercaba a la boca. Había dejado de llorar, pero seguía teniendo la
respiración muy alterada. El farmacéutico agitó el frasco de la otra medicina y le dio una
cucharada.
—dijo
—Sí, señor. Y después tres veces al día, hasta que se termine el frasco.
Aparté los ojos de él y miré a mi hija. No quería decir dónde lo había aprendido.
Dawn estaba más tranquila. Ya no tenía los ojos lechosos, como cuando nació, sino azules y
claros. Tenía los ojos del señorito Phil. Y entonces caí en la cuenta de que eran los ojos de
su padre cuando era joven.
Miré cuánto había dejado. Se había quedado con las monedas de menor valor. Lo
miré y comprendí que lo sabía. Sabía que esa niña era hija de alguno de sus clientes, de
alguien a quien conocía, de una casa en la que yo había aprendido a hablar inglés, de una
familia de la que había huido. Y también sabía que aquel dinero era todo lo que yo tenía en
el mundo.
—Gracias, señor.
Sentí sus ojos en la nuca cuando me marchaba, como los ojos de la congregación
cuando me senté en el primer banco de la iglesia con los señores, el día del funeral del
señorito Phil. Pero los ojos del farmacéutico eran más bondadosos. Aunque había visto mi
pecado, no me condenaba.
Capítulo treinta
¿Fue algo más lo que salvó a Dawn de la enfermedad y a mí de que alguien me viera
en el pueblo? ¿Algo más que la buena suerte y esa medicina tan poderosa? El sacerdote del
koppie siempre decía que Dios tenía un plan para todos nosotros, por mucho que lo
decepcionáramos. A veces casi me parecía verlo, como el espejismo que formaba el calor
en el veld a mediodía y que yo le enseñaba a mi hija. Aunque había pecado, Dios seguía
cuidando de mí y me protegía especialmente gracias a Dawn. Su supervivencia dependía de
la mía. ¿Sería ése el plan de Dios para mí? Cuando Dawn mejoró, volví a atármela a la
espalda, crucé el río por el vado y di las gracias de poder volver al piano, que era mi
refugio, y con mis alumnos, que se habían perdido su ración diaria de jiva y de Beethoven.
Los días iban cobrando poco a poco un ritmo más estable, aunque enloquecido.
Procuraba quedarme con lo bueno y alejarme de lo malo todo lo posible, porque el
apartheid estaba envenenando a la gente en los poblados, y los hombres de las dos orillas
del río hacían cosas que Dios seguramente no veía con buenos ojos. La situación empezaba
a parecerse a una guerra y, como en todas las guerras, había escasez de amor y de comida,
pero no de humo y de sangre, y había amigos que podían convertirse en enemigos. A veces
me parecía ver a Jake entre los jóvenes que lanzaban piedras a la policía, o entre las
sombras, en la puerta de la cervecería, o con otros grupos de hombres mayores alrededor de
una hoguera, de noche. Yo nunca lo llamaba y él no parecía verme, aunque a la luz del día
aparecía a mi lado de repente, cerca del Groot Vis, y empezaba a hacer muecas para que
Dawn se riera mientras el río nos acariciaba los pies. Eso era el futuro: las calles peligrosas
que me llevaban de la choza al colegio y del colegio a la choza, y la melodía desafinada del
Bach del poblado que me acompañaba a todas partes. Era un futuro desordenado y lleno de
vida, y tenía que alcanzarlo para que el plan de Dios funcionase. Dios me ofrecía ese
regalo, pero tenía que estar alerta en todo momento para proteger la vida de mi hija. Los
problemas acechaban por todas partes y sólo podían evitarse si se veía venir a tiempo la
amenaza: con una mano en el hombro de Dawn y la otra en el bolsillo, sujetando el eje de la
bicicleta y atenta a cualquier movimiento inesperado. Me avergüenza decir que no siempre
me resultaba fácil considerarlo un regalo.
Así, me apartaba de las cosas que hacían los hombres como Jake y Silas, que no
querían sólo la liberación sino también la revolución. No había sitio para mí en esa guerra
si tenía que servir a Dios protegiendo a mi hija. Empecé a ahorrar unas monedas de mi
sueldo para poder comprarle unos zapatos a Dawn, que estaba empezando a andar, aunque
mi tarea más urgente era enseñarle a estarse quieta mientras yo tocaba el piano en la
asamblea.
—anunció el señor Dumise una mañana, meses después de que Dawn cayera
enferma. Los profesores, en el escenario, se hicieron señas con la cabeza y se inclinaron a
mirar por detrás de las cortinas.
Las ventanas del salón de actos estaban abiertas, y a los gritos familiares de la calle
se sumó el mugido de una vaca. Había algunas vacas en el poblado, traídas con mucho
esfuerzo por los trabajadores de las granjas, pero les costaba mucho sobrevivir con los
hierbajos que crecían entre los matorrales y enseguida se morían.
—De vez en cuando recibimos dinero para libros de personas generosas que nos
apoyan. Hoy es uno de esos días.
Se apartó para dar paso a alguien. El señor Dumise era muy bueno en ese sentido.
Invitaba a muchas personas al colegio, sin hacer caso de las protestas de Silas, que estaba
convencido de que para cubrir nuestras necesidades era mejor exigir y hacer ruido que
persuadir en silencio. El señor Dumise decía que lo importante era construir un «perfil». Yo
había buscado la palabra en el diccionario, pero se usaba sobre todo para referirse a un
rostro visto de lado. Me pareció un buen ejemplo para añadirlo a la lista de palabras que
cambiaban de significado que estaba haciendo con Lindiwe.
Lo primero que vi fue el vestido de color crema, después los brazos finos y las
manos fuertes que tan bien recordaba, y el pelo castaño recogido en un moño. La señora,
alta y elegante, sonreía a los niños delante de las cortinas rojas. El señor Dumise siguió
hablando y hubo más aplausos. Me agaché corriendo y escondí a Dawn entre las patas del
taburete.
¡Señora, por favor, no mire hacia aquí! ¡No me vea! ¡No vea a la niña! ¡No me
ponga otra vez delante de Cradock House!
Clavé los ojos en el piano. Tenía los dedos agarrotados y duros como las teclas de
marfil sucias. El intento de dar un ritmo estable a mi vida y a la de mi hija, que tanto me
estaba costando, la frágil esperanza de un futuro y también mis mentiras estaban a punto de
venirse abajo.
Pero no podía derrumbarme delante del señor Dumise y de los demás profesores.
Tenía que endurecer mi corazón una vez más, esconder mis sentimientos, esconder
todo lo posible. Busqué la melodía en mi cabeza y di una orden a los dedos paralizados. El
piano me obedeció y derramó su música. Los niños salieron del salón desfilando, seguidos
por los profesores. Sin levantar la cabeza, toqué la Polonesa militar de Chopin, y aunque las
lágrimas me cegaban los ojos, los dedos sabían lo que tenían que hacer. Repetí la marcha
varias veces, hasta que las notas resonaron en el salón vacío.
—¿Ada?
—Pronunció mi nombre entre la música.
—Querida Ada.
El señor Dumise nos miró, y por la cara que puso supe que lo entendía todo, aunque
vi en sus ojos algo más, algo que no conseguí leer. Sin decir nada, dio media vuelta y nos
dejó a solas.
Me levanté del taburete y me acerqué a la señora, que me abrazó igual que el día en
que murió mi madre y el médico le cerró los ojos. Noté el olor a flores de su piel, mezclado
con el olor a moho de las cortinas, y sentí la caricia de su vestido.
—Se echó a reír entre las lágrimas. Aún no había visto a Dawn. Aún no sabía que su
marido había pecado y que yo había pecado
Yo no encontraba las palabras. Siempre me gustaba preparar las frases para los
momentos importantes, como cuando fui a pedirle trabajo al señor Dumise, pero a veces me
olvidaba de lo que había preparado y hablaba más de la cuenta. Ese día, en presencia de la
señora, al ver que me miraba con tanto cariño y tanto alivio, me quedé muda.
—¿Mamá?
Salió de debajo del taburete del piano y se puso de pie con su piel pálida y los ojos
azules de su padre, grandes e interrogantes.
Miré a la señora.
—me oí decir
Era la primera vez que le hablaba a la señora como una mujer, no como una criada o
como una alumna. Y ella se dio cuenta.
—Pero, Ada...
Perdóname, Dios.
¡Ojalá pudiera encontrar la manera de decir que lo hice porque era mi deber!
— y ayudarla a sentarse en una de las sillas duras que había en el escenario. Se sentó
y juntó las manos en el regazo, con los nudillos blancos, como el día que el médico le dijo
al señorito Phil que ya no podía hacer nada más por él. Ya no tenía el pelo castaño: le
habían salido mechones plateados en las sienes, y llevaba en el pecho la insignia del
señorito. Dawn empezó a lloriquear.
—Tiene que irse a casa, señora
—También es tu casa
—Le doy las gracias por todo lo que me ha enseñado, pero estoy mejor aquí
Me aparté de la señora, a quien quería incluso más que a mi madre. Bajé las
escaleras con Dawn en brazos y salí por la puerta lateral.
Dina me contó después que sólo habían participado la mitad de los profesores,
porque se oían sirenas al otro lado del río cuando llegó el momento de ponerse en camino.
Yo también las oí desde la choza de Lindiwe, mientras Dawn dormía gracias a la medicina,
que le estaba sentando bien. También oí alboroto cerca del colegio St. James, cuando la
policía dispersó a los manifestantes antes de que pudieran llegar siquiera a Bree Street. Y oí
chirriar las ruedas de los coches en la tierra y ladrar a los perros entre los cánticos valientes
que, al diluirse en el aire del Karoo, dejaron el poblado sumido en un silencio sofocante el
día entero.
—susurró Dina
—dijo Dina
Silas tenía planeado pronunciar un discurso antes de entregar la queja, pero no pudo.
Un grupo de policías blancos bajaron de los furgones blandiendo las porras. Silas intentó
entrar en el Ayuntamiento, y no le dejaron. Entonces, los demás se asustaron y volvieron al
colegio corriendo. Sólo Silas y el profesor al que le gustaba el jazz hicieron el camino de
vuelta a paso normal, y Dina volvió con ellos.
Me contó que había muchos blancos mirando y gracias a eso la policía no llegó a
usar las armas. No la miré cuando dijo eso. Todo eso me daba igual. La señora me había
encontrado. Había visto a mi hija y mi vergüenza, y yo la había dejado sola en un salón de
actos vacío y polvoriento con unas cortinas llenas de moho. No estoy orgullosa de haberme
portado así, y me fui de allí llorando por dentro. Pero ¿qué podía hacer? Su dolor sería aún
mayor si llegara a saberse que su criada se había acostado con su marido y había tenido una
hija mulata con los ojos azules de su padre. Si a mi tía le horrorizaba pensar en tener en la
familia a alguien que no fuera negro, si la gente del poblado me daba la espalda, ¿no sería
todavía más difícil para la señora y sus amistades aceptar a una niña que no era blanca?
Dawn no era ni blanca ni negra, no le gustaba a nadie. Sólo podía estar a mi lado, y puede
que algún día me rechazara. Había cometido la estupidez de traer a una niña mulata a un
mundo donde la única alternativa posible era ser blanco o negro. En el mundo blanco,
Dawn era motivo suficiente para que el señor fuera a la cárcel. ¿Es que la señora no se daba
cuenta?
Si hacía lo que yo le había pedido, volver a casa y no decir nada, se libraría de esa
vergüenza. Hasta podía engañarse y convencerse de que todo había sido un sueño, o una
pesadilla, como el miedo que me daba a mí que el coche con ojos de animal nocturno
viniera a llevarse a mi hija. Podía hacer como si no me hubiese visto, como si no me
hubiera oído tocar el piano vertical con las teclas desafinadas, como si la niña mulata de
ojos azules no existiera. Podía buscar consuelo en Cradock House, que siempre seguiría en
pie. El albaricoquero que antes me llevaba en su savia seguiría floreciendo y dando fruta
para hacer mermelada, el granizo seguiría retumbando de vez en cuando en el tejado de
chapa roja, y la señora podría seguir tocando la música de Grieg y Debussy en su precioso
piano y vivir con el señor igual que siempre. Sólo su diario llegaría a saber la verdad.
He aprendido muchas cosas a lo largo de mi vida, pero muchas no las entiendo: las
heridas internas, un futuro que llega de repente y no puede comprarse, las palabras que al
agruparse cambian de significado, y los problemas que se van de un sitio pero buscan otro.
Me parece que todas estas cosas se concentran en un conocimiento o un desconocimiento
superior, y la gente que es más lista que yo a eso lo llama sabiduría. Mi poca sabiduría me
decía que la señora tenía que volver a Cradock House y yo a la choza de Lindiwe. No
podíamos hacer otra cosa.
Han sido muchas las verdades que he tenido que aceptar y que negar hasta este
momento.
De todos modos, y es importante que lo diga desde el principio, creo que Ada ha
sido una víctima inocente. Edward la utilizó para su propio placer. Por eso insistía tanto en
que dejara de buscarla.
Y las consecuencias de sus actos están en los ojos de una niña inocente: unos ojos
que son los de Edward cuando era joven, y los de mi querido Phil, que ya no está conmigo.
Y he ido a la biblioteca.
Acababa de darle el pecho a Dawn y le estaba cantando Thula thu’ thula bhabha,
como me cantaba mi madre en nuestra kaia, debajo del espino raquítico. La niña estaba
sudando y la abaniqué con una tela antes de acostarla en la cama plegable. Había crecido
mucho y ya no cabía en el cesto de la ropa. De noche dormía en una caja de cartón que
encontré en el patio del colegio.
—¡Ada!
Una figura esbelta borró la luz del sol que daba en el suelo de barro. Me levanté de
un salto, horrorizada de que hubiese venido por esas calles peligrosas y abarrotadas de
gente. El señor no tendría que haberlo permitido.
—¡Ndwe!
—. ¡Ndwe!
La señora entró con cuidado. Llevaba un vestido verde claro, con la falda hasta los
pies, y un sombrero de paja de ala ancha, calado hasta las cejas para protegerse del sol. Se
quedó un momento desconcertada por la falta de espacio, sin saber cómo saludarme, porque
seguramente nunca había estado en una choza.
—¿Cómo nos ha encontrado?
—empecé a decir. Dawn notó que pasaba algo, se puso a llorar y estiró los brazos
para que la cogiera. Estreché el cuerpo suave de mi hija, a la que tanto quería y de quien
esperaba que siguiera queriéndome después de descubrir el precio que tendría que pagar
por no tener la piel como la mía.
La señora nos miró, a mí y a la hija de su marido. Esta vez no tenía los ojos
enrojecidos, no lloraba, como cuando nos encontró en el colegio o como el día en que se
fue la señorita Rose o como el día en que murió el señorito Phil. Tal vez ya no le quedaban
más lágrimas.
¿Y qué pasa con el perdón?, quise decir. ¿Podrá perdonarme algún día por hacer lo
que creía que era mi deber? Pero eso estaba fuera de lugar, eso era pedir demasiado.
—He pecado
—. No lo voy a permitir.
Sentí que las paredes de mi corazón, que llevaba tanto tiempo endureciendo,
empezaban a ablandarse, pero no podía acobardarme. Había más cosas que tener en cuenta,
aparte del pecado contra la señora.
—Es ilegal
—dije
Vi que se sorprendía, que no esperaba que yo lo supiera, pero negó con la cabeza.
—No irá, si somos discretos. Esas leyes, en Cradock, no se aplican igual que en las
grandes ciudades.
—me atreví a decir, sin hacer caso de los gritos. Nunca le había hablado así a la
señora. Desde que era profesora y vivía marginada en el poblado, había aprendido a ser
valiente. Además, no tenía nada que perder
—. ¿Qué pasará cuando sus amistades vean a la niña y sepan quién es su padre?
—: La gente le dará la espalda, como me la han dado a mí. Hasta los que no me
conocen me dan la espalda.
Vi que dudaba por primera vez. Se pasó una mano por la frente y evitó mirarme a los
ojos. Hacía mucho calor. Notaba un hilillo de sudor en la espalda de Dawn, que estaba
sentada en mis rodillas.
—grité, para que lo entendiera. Y sentí que el aire cargado temblaba con mis
palabras
—. ¡Usted no sabe lo duro que es! ¡Le harán sentirse como una extraña en su propio
mundo y no se lo perdonarán nunca! ¿Y qué pasa con Dawn? No hay sitio para ella en
ninguna parte, pero en el poblado al menos hay otros mulatos...
Hice un esfuerzo para dejar de temblar. Dawn se estaba poniendo nerviosa, me miró
a los ojos y empezó a hacer pucheros.
—Ada, querida...
Ese miedo estaba ahí, escondido por todo lo demás. ¿Sería capaz de dormir en paz
debajo del mismo techo que él? ¿Lo sería la señora?
—¡Ada!
—dijo una voz alegre desde la puerta, y Lindiwe entró con un fardo de ropa al
hombro.
—dijo, al ver a la señora, que se había levantado. Por la forma en que me miró
Lindiwe, supe que había adivinado quién era. Dejó el fardo encima de la cama. Yo no sabía
qué decir. Tenía que haberlas presentado, pero estaba tan nerviosa que no supe reaccionar.
— quiero que me ayudes a convencer a Ada para que vuelva a trabajar en mi casa.
—Sí
—dijo la señora
—. Estoy de acuerdo. Ada tiene que seguir enseñando, pero puede vivir en Cradock
House. Allí estaría bien con la niña, a cambio de hacer algunas tareas domésticas en su
tiempo libre.
Ese día, cuando se marchó la señora, fui al puente de hierro y estuve un rato allí,
erguida, sin esconderme de los coches y de las personas que pudieran reconocerme. Ya no
necesitaba seguir escondiéndome. Fui porque hacía más fresco que en la choza de Lindiwe
y porque me pareció que era allí donde tenía que ir. Me quedé en el centro del puente, con
el Cradock de los blancos a un lado, el de los negros al otro y el agua del Groot Vis
— a mis pies.
¿Qué tengo que hacer, señorito Phil?, susurré. Si estuviera aquí en este momento,
¿qué me diría? Eso le pregunté al señorito, que me quería y sin embargo nunca me tocó sin
faltarme al respeto. Al señorito que sabía mucho antes que yo el precio que había que pagar
por la diferencia del color de la piel...
Podía alejarme de la multitud, de las mujeres que lavaban la ropa en la orilla del río,
y volver a Cradock House y a mi vida tranquila de siempre. O podía seguir donde estaba y
labrar un futuro en el poblado para mi hija y para mí. La primera opción me ofrecía la
aceptación que buscaba, mientras que la segunda me obligaba a seguir luchando para que
me aceptaran sólo a medias. La primera tenía el riesgo de exponer a la señora a la
vergüenza y al castigo de la ley, mientras que con la segunda ella podría seguir viviendo
con el señor como hasta entonces.
El señorito Phil me diría que escribiera en un papel lo mejor y lo peor de cada cosa
antes de elegir, pero es que algunas de esas cosas sólo podían decirse en voz baja, no se
podían escribir. Y las que sí podía escribir no me ayudaban a decidir sin haberlas probado
primero. ¿Separaría a los señores nuestra presencia en Cradock House? ¿Envenenaría el
ambiente de la casa y ensuciaría los recuerdos de todo el pasado anterior? ¿Podría la casa
seguir siendo un hogar?
Por otro lado, aunque yo fuera capaz de imaginar una vida por delante con lo mejor
de Cradock House y lo mejor del poblado, ¿qué pasaría con mi hija? ¿No estaría mejor en
el poblado, donde en el peor de los casos la insultarían en la calle o le darían un empujón?
Seguro que Dawn echaría de menos a Lindiwe, y las visitas inesperadas de Jake. Yo
también los echaría de menos. Si volvíamos a Cradock House, ¿no estaríamos aisladas y
quizá expuestas al peligro de la ley?
—¡Menuda oferta!
Asentí. Sí, tendría mi propia casa. Tal vez no volviera a vivir en la misma
habitación, por culpa de las leyes que prohibían a los blancos y a los negros vivir juntos,
pero tendría la kaia, y Dawn podría salir a la puerta y meter los pies en los charcos cuando
lloviera y escuchar la música de la lluvia en el tejado de chapa, debajo del espino raquítico.
—Tendrás comida
—, la revolución es para hombres enfadados como Jake. Tú tienes una hija que criar.
—¿Cómo lo sabes?
—volví a sentir el mismo pánico. ¿Cómo lo sabía? ¿Quién más lo sabía? ¿Se había
enterado alguien en el colegio?
—Lo he adivinado.
—Sólo si tú quieres
—dijo.
—¡No!
Hasta Lindiwe sospechaba que quizá yo quería las atenciones del señor, que lo había
buscado para que se acostara conmigo. ¿Tenían que soportar lo mismo todas las mujeres a
las que tomaban por la fuerza o las que no se resistían porque creían que era su deber? Me
pregunté si mi madre también había tenido que soportar las mismas críticas por entregarse a
un hombre sin pensar en las consecuencias. Si había sido culpa suya. ¿Había tenido que
soportar las críticas del señor, dichas o no dichas, cuando se quedó embarazada de mí?
—me preguntó Lindiwe en voz baja, porque esas cosas no se podían decir de otra
manera.
—contesté, sintiendo un extraño alivio porque existiera una ley así, aunque pudiera
hacer daño a las personas que se querían de verdad y no tenían la piel del mismo color
¿Por qué no dije que no la primera vez? ¿Por qué pensé que el deber era la única
opción? El deber y la lealtad suelen estar enfrentados, pero eso no significa que haya que
sacrificar una cosa por la otra. Y si sólo hubiera pensado en mi deber y en mi lealtad a Dios
—, no habría necesitado ningún sacrificio ni habría tenido que elegir entre el señor y
la señora. Habría elegido a Dios y él me habría enseñado a decir no. ¿Por qué había sufrido
tanto y había tardado tanto en aprender que tenía derecho a decir que no, también por mi
propio bien?
Cogí el hervidor del hornillo y preparé dos tazas de té para Lindiwe y para mí. Aún
nos quedaba un poco de leche, y antes de servirla la olí para comprobar que no se había
agriado.
—. Negociar sin dinero, llegar a un acuerdo... como lavar la ropa a cambio de harina
y de azúcar. Pero ¿qué habrá hecho la señora para conseguir ese acuerdo?
—dijo Lindiwe con una sonrisa traviesa y levantando los pies para apoyarlos en un
montón de ropa sucia
—. ¡Lo ha amenazado con la ley!
Me levanté y fui a la puerta. Unas nubes finas mezcladas con el humo pasaban por
delante de la luna. De la choza de enfrente llegaba una guitarra rasgada con furia y una voz
desafinada.
— se pasó la mano por la cara y reconoció que era verdad. Dijo que si quería pedir
el divorcio lo comprendería. Pero somos demasiado mayores y estamos demasiado
arraigados en Cradock House para tirar por la borda todo lo que hemos construido aquí.
Edward no es una mala persona, sólo es un poco idiota y se ha dejado llevar, como les pasa
a muchos hombres. Además, tengo que reconocer que nuestra relación siempre se ha
basado en el cariño y el respeto más que en la pasión, aunque eso no es una excusa para
hacer lo que ha hecho. Puede que pasar cinco años separados antes de casarse no sea lo
mejor para el éxito de un matrimonio...
Ha insistido en que corremos peligro si damos cobijo a una niña mulata y le he dado
la razón en que necesitaremos que las autoridades no lleguen a saberlo, por no hablar de
nuestros amigos, que tendrán que hacer la vista gorda. Ahora bien, sin llegar a decirlo
expresamente, le he dado a entender que si se niega a mantener a Ada y a la niña, o si no se
porta con ellas de la manera más honrosa posible, no podré garantizarle que su adulterio
siga siendo un secreto.
Mañana iré al poblado con un joven de la iglesia de St. Peter que sabe dónde viven
Ada y su hija. Rezo para que ella acepte mi ofrecimiento.
Ahora que se acerca el momento, me gustaría poder decir que tengo confianza, pero
no es verdad.
¿Cómo reaccionará Edward? ¿Será capaz de mirar a esa niña como algo más que el
agente potencial de su ruina?
¿Se sentirán a gusto aquí, Ada y la niña, o se sentirán aisladas? ¿Podré perdonar a
Edward algún día?
El día en que regresé hacía mucho calor. Los niños nadaban en el Groot Vis,
compitiendo por el espacio con las lavanderas y tirando piedras a los perros de ojos
amarillos que merodeaban por las orillas. Lindiwe no salió a la hora de siempre: se quedó a
despedirme, refrescó a Dawn con una toalla húmeda antes de que nos fuéramos y me
prometió que su choza
— siempre estaría esperándonos si teníamos que volver. Dios había sido muy bueno
al darme una amiga como Lindiwe. Su fuerza se ha convertido en mi fuerza. De todos
modos, me temblaba todo el cuerpo cuando nos dijimos adiós.
—dije, contemplando la expresión confiada de mi hija y sus ojos, como los del
señor, que seguramente no quería que yo volviese. Tendría que haber escuchado la voz del
señorito Phil, que me susurraba al oído, tendría que haber...
—¡Ndwe!
—Al oír su nombre, Dawn estiró los brazos hacia Lindiwe. Ella se inclinó y frotó su
nariz con la de la niña, como hacían muchas veces.
—Es tu oportunidad
Pensaba que nunca haría ese viaje. Sólo cuando Dawn se puso enferma, me vi
obligada a volver al pueblo. Pero allí estaba, con mi hija mulata en brazos, alejándome de la
música del poblado para regresar al que había sido mi hogar y tal vez volviera a serlo. Otras
mujeres con fardos y niños atados a la espalda que pasaban a mi lado se preguntaban qué
suerte
—o qué crueldad
— me llevaba a seguir ese camino. Y entonces sentí que Dios estaba conmigo, y la
misma sensación de novedad que tuve el primer día de clase empezó a llenarme poco a
poco y se derramó sobre todo lo que me rodeaba: brillaba en el agua turbia y estaba
también en el canto de las lavanderas. Abracé a mi hija, llena de esperanza. Aquél tenía que
ser el plan: un futuro nuevo.
—volví a temblar
—, estaba cometiendo el error más grande de mi vida desde el día en que me quité el
camisón y me acosté con el señor. Al fin y al cabo, tenía un trabajo en el poblado y un
refugio con Lindiwe, y había descubierto el ritmo que había en los ruidos.
—¡Grandes!
—gritó Dawn
—. ¡Qué alegría!
Me abrazó y noté el mismo olor a flores que el día en que murió mi madre. Se
volvió a Dawn y tomó aire con fuerza, como si volviera a sorprenderle el parecido familiar
de la niña.
—preguntó.
Fue extraño ver por primera vez a la señora con la hija de su marido en brazos. Vi el
amor que sentía por ella, pero también una inmensa tristeza, como el llanto escondido
debajo de la risa cuando los soldados se iban a la guerra. Dawn la miró con los ojos del
señor y tocó la insignia del señorito Phil que la señora llevaba en el pecho.
—Bonita
—dijo
—Yo siempre le hablaba en inglés, como hacía mi madre conmigo, menos cuando se
enfadaba. Pensaba que hablar bien inglés sería un buen pasaporte para que mi hija pudiera
salir del poblado.
—Cuidado
La kaia estaba recién pintada y la señora había traído la antigua cama y la alfombra
de mi madre, además de una cuna que yo había visto anunciada en los periódicos y que
costaba mucho dinero. Aunque en la kaia no había agua caliente
La kaia era más grande que la choza de Lindiwe, perfecta para mi hija y para mí, y
tenía unos lujos que yo no esperaba volver a ver.
—Gracias, señora
El señorito Phil también me dijo un día que no lo llamara «señorito», pero nunca me
atreví a llamarlo Phil más que para mis adentros. Y Dina también había dicho que algún día
llamaríamos a los blancos por su nombre de pila, cuando la guerra de liberación se hubiera
extendido por todo el país. Pensé que en Cradock House acababa de producirse una
pequeña liberación.
—Tienes libertad para entrar y salir cuando quieras y seguir con tus clases
—dijo.
Pero ¿qué diría el señor?, quise preguntarle. ¿Cómo podía estar segura, a pesar de lo
que me había dicho Lindiwe, de que los señores habían llegado a un acuerdo? ¿Tendría la
fortaleza que había adquirido en el poblado si él intentaba tocarme?
Lo más importante de todo era el piano. La señora llevaba a Dawn en brazos. Entré
corriendo en el salón, abrí el Zimmerman y deslicé las manos por las teclas, asombrada de
lo elásticas que eran, no como las del piano del colegio. Me senté un momento para que el
piano me recordara y la música volviera a encontrarme.
Empecé a tocar, y vi que a la señora le encantaba, porque las notas llenaban la casa
con la misma dulzura de siempre. Para mí, sin embargo, la versión que toqué en el colegio
cuando fui a buscar trabajo era mucho mejor, porque ese día toqué con una pasión que
nunca volvería a sentir. Y comprendí que la música
—le dije, agachándome a su lado. Hay cosas que no se ven, que sólo se oyen. A lo
mejor ya están en sus nidos.
El señor bajó las escaleras de la cocina con la señora y pasó por delante del
albaricoquero, con la espalda rígida y recta como siempre. Me quedé esperando, con Dawn
de la mano, para que no saliera corriendo a buscar a los pájaros, que se habían callado,
aunque en realidad la estaba sujetando por si él venía a quitármela.
Fue la señora quien supo decir las palabras oportunas, quien encontró el valor para
hacer las presentaciones, porque ella siempre había sabido ablandar al señor.
—dijo tranquilamente. Estaba pálida, y pensé que quizá se había empolvado la cara
más de lo normal.
El señor me miró apenas un segundo con ojos severos antes de mirar a Dawn. No se
movió. Busqué en su expresión la vergüenza que a mí me había acompañado desde el
primer momento y que para él era sólo reciente. Y me horrorizó
Pero vi su vergüenza.
Estaba envejecido: su cuerpo parecía perdido dentro del traje oscuro con la cadena
del reloj en el chaleco y tenía el pelo completamente blanco y los ojos apagados, como los
de la señora cuando el señorito Phil estaba enfermo o cuando la señorita Rose tuvo
problemas en Johannesburgo. La vergüenza le había destrozado el cuerpo casi tanto como a
mí me había destrozado el alma. Y comprendí que aquel hombre marchito no era más que
un caparazón. Ya no tenía ningún derecho sobre mí: no tenía que preocuparme por nada.
Solté la mano de Dawn.
—¿Mamá?
—La niña me miró sin comprender por qué estábamos todos callados, por qué nos
mirábamos sin decir nada.
—dijo el señor con voz distante. Hasta la voz se había vuelto más delgada
—. La condición es que ella no lo sepa, y que no hables de esto con tus amigos.
Miré a la señora, pero ella guardó silencio. Los bubús silbones volvieron a cantar,
uno en el tejado y otro en el seto.
—¡Mamá!
—Pero ¡Edward!
—protestó la señora, levantando una mano, con los ojos llenos de preocupación
—Miré al señor a los ojos, pero él no me miró. No quería ver a la madre de su hija
—. Yo tampoco permitiré que Dawn se vaya tan lejos. Puede ir al colegio del
poblado, conmigo.
Dawn estiró los brazos y me agaché para cogerla. El señor me miró entonces, como
si se fijara por primera vez en alguien que hasta ese momento había sido invisible. Yo
nunca le había contestado, nunca le había hablado con mi propia voz, no como habla una
criada.
—se apresuró a decir la señora, y miró a su marido con una frialdad que yo no había
visto nunca. Pensé que quizá ella también se había vuelto más fuerte
—Como tú quieras
Dawn se agarraba a mi cuello con fuerza. Empezó a cantar Thula tu, como si
quisiera sumarse al coro de los pájaros.
—¿Señor?
¿Es que no va a saludar a su hija, señor? Aunque ella nunca llegue a saber que usted
es su padre, ¿no va a saludarla? ¿No quiere ver lo guapa que es? ¿Lo bien que la he
cuidado? La señora me puso una mano en el hombro y siguió a su marido.
Supongo que era una estupidez de mi parte. Tenía que haber imaginado que él se
alejaría de Dawn todo lo posible. Al fin y al cabo, la ley no lo permitía; era normal que
quisiera ocultar que era su padre. Pero hubo algo más que me impresionó. Algo más que su
rostro duro y su rechazo a saludar a la niña, algo más que su aspecto envejecido y su cuerpo
encogido. Me llevó un buen rato entenderlo. Lo estuve pensando mientras cenaba en la
cocina con Dawn, que estaba muy parlanchina, mientras los señores cenaban en el salón en
un silencio muy incómodo, y seguí dándole vueltas mientras lavaba la ropa y la tendía en el
jardín, bajo la luz suave y púrpura del atardecer.
Lo descubrí más tarde, acostada en la kaia y atenta a los golpes de las ramas del
espino en el tejado, cuando Dawn por fin se quedó dormida en su cuna, mientras esperaba
oír ulular a la lechuza en el árbol del coral, y me pregunté si no me había equivocado al
tomar la decisión de volver. Era algo a lo que me había acostumbrado en el poblado, pero
nunca había visto en Cradock House.
Era asco. El señor había mirado a Dawn con asco: una sensación peor que el
disgusto que le producía el vínculo que había entre su hijo y yo. El mismo asco que habían
sentido mi tía y Silas, y el que sentía la gente cuando me veía pasar por la calle con la señal
de mi pecado. La señora no se dio cuenta, no lo reconoció en la expresión de su marido, y
me alegré, porque eso le habría hecho mucho daño.
¿Cómo podía mirar un hombre a la hija de su propia sangre igual que la miraban los
extraños? ¿Cómo era posible que no hubiera en su corazón una pizca de ternura por su
propia hija? Entonces me acordé de lo que me dijo Lindiwe el día que nació Dawn. Dijo
que Dios no era como los blancos. Que él no odiaba a Dawn por mi pecado. Tendría que
haberme preparado para ver ese odio en el señor. Tendría que haberme imaginado que le
daría la espalda a su hija. Tendría que haber previsto que sentiría asco.
El poder divisorio de la piel es para los blancos mucho más fuerte que los lazos
sanguíneos.
La niña es un encanto, y tener a Ada en casa es como recuperar a una hija querida.
—¡Ada! ¡Ada!
—La señora Pumile me llamó desde el otro lado del seto a la mañana siguiente,
cuando me vio salir de la kaia. Dawn y yo habíamos dormido de maravilla, en una cama
blanda, sin oír los gritos en las chozas vecinas, y no tenía que ir al grifo a por agua con la
niña a cuestas nada más amanecer.
—empecé a decir.
—¿Mamá?
—Dawn me llamó desde la puerta de la kaia y se acercó corriendo al seto para ver
con quién hablaba.
Esperé un momento. Por una vez, la señora Pumile se había quedado sin palabras. Vi
cómo abría los ojos, cómo abría la boca, cómo intentaba explicarse lo que estaba viendo,
cómo tragaba saliva y se pasaba la lengua por los labios.
—¿Es de...?
—Sí.
—¿Hiciste eso?
Miró la piel de la niña, clara como el té, y los ojos azules como el cielo del Karoo a
primera hora de la mañana.
—No es Ndwe
—No.
—. Es la señora Pumile.
—Umile
Como les pasaba a todos mis amigos ante la prueba de mi vergüenza, la señora
Pumile dudó unos momentos entre la condena y la compasión.
—No lo entendía. Que una señora blanca pudiera perdonar a la mujer negra con la
que su marido había pecado.
—Sí. Quiere darle un buen futuro a Dawn.
—Tu señora
— podía enseñar a muchas señoras cómo hay que ser. Bienvenida, Ada.
—: Este apartheid no nos deja en paz. Esconde a la niña. Que no la vea nadie.
Llamaron a la señora Pumile desde la cocina. Se enderezó el doek y gritó por encima
del hombro:
Pero era imposible esconderla. Tenía que pasar todos los días por Church Street y
cruzar el Groot Vis para ir al colegio. Y Dawn iba siempre conmigo, o en mi cadera o
dando saltos a mi lado. Sin embargo, lo que más temía, que me detuvieran por haberme
acostado con un blanco y tener una hija suya, no llegó a ocurrir. La policía que merodeaba
por los alrededores de la comisaría, en Market Square, no se fijaba en la diferencia de color
entre mi hija y yo. Y aunque en las calles del poblado cuchicheaban o nos insultaban, en
Cradock nadie decía nada. La gente volvía la cabeza cuando nos veía. Comprendí que eso
formaba parte de un comportamiento que conocía bien: si no lo veían, no existía. Hacían lo
mismo cuando me veían pasear con el señorito Phil, cuando nos paramos debajo del árbol y
él me dijo que me quería. Tampoco entonces existía.
Los tenderos de Church Street, donde yo me paraba a leer los carteles, la gente de la
oficina de correos, donde iba a echar las cartas de la señora, el carnicero al que antes le
compraba la carne
Ese vacío era peor que todo lo anterior. Tenía la sensación de que no habrían podido
librarse de él aunque yo hubiera seguido viviendo en el poblado y el señor no tuviera que
ver a Dawn todos los días, porque una traición como la suya no podía olvidarse.
El apartheid se anunció con letras grandes y negras, como las que anunciaron la
llegada de la guerra. Ocupaba muchas páginas del Midland News y estaba presente en los
carteles que ponían en la entrada de la oficina del periódico. Yo lo sentía en las valientes
palabras del reverendo Calata, en los llamamientos de liberación del sacerdote del koppie y
en el eje de una bicicleta entre mis dedos temblorosos. Para el señor estaba en el rostro de
una niña mulata, en el hecho de haber violado una ley y haberse equivocado de bando en
una guerra.
La señora Pumile tenía razón.
El apartheid no nos dejaba en paz. Nos atrapaba a todos, tanto si queríamos como si
no. Los errores del pasado podían descubrirse en cualquier momento, y el precio que había
que pagar por ellos era muy grande. La herida que el señor tenía por dentro no era sólo de
asco, era también de miedo.
—me dijo Dina, apoyándose en el piano una mañana, cuando terminé de tocar la
marcha
—Sí
—No tenía más remedio que volver a mentir. Algún día, mi hija también se daría
cuenta de mis mentiras. Algún día tendría que contarle la verdad. Le acaricié la cabeza
mientras jugaba a mis pies con un payaso del señorito Phil que le había dado la señora
Cath, como yo había empezado a llamarla
—Parece que has encontrado a los únicos blancos generosos que hay en el mundo
—dijo.
—¿Mermelada?
—. ¿Tienes mermelada?
—Hoy no tengo, bonita
Dina no era mezquina y tampoco era envidiosa. Sólo le parecía sospechoso que
tuviera tanta suerte. Una kaia propia, una señora que nos mantenía a mi hija y a mí sin pedir
casi nada a cambio, y la oportunidad de salir del hormiguero que era el poblado, como ella
también deseaba en secreto, por mucho que despreciara a las señoras y a los criados que se
dejaban humillar.
Asintió con la cabeza y miró alrededor, para asegurarse de que estábamos solos.
Por la manera de mirarme, supe que estaba repasando todo lo que sabía de mí: que
estaba embarazada cuando llegué al colegio, dónde había aprendido música, el color de la
piel de Dawn y que no tenía marido. Y a todo eso le sumó la sorpresa de la señora Cath al
verme en el salón de actos y cómo habían cambiado mis circunstancias y mi forma de vestir
poco después. Todo indicaba que no sólo había trabajado siempre para su familia sino que
su marido era el padre de Dawn.
—¿Alojamiento?
—repitió.
El señor Dumise era un buen hombre y sólo quería asegurarse de que no me estaban
obligando a relacionarme con el padre de Dawn. Quería estar seguro de que la ropa y la
kaia no eran un soborno.
—En ese caso, aprovecha tu buena suerte, Mary, y procura conservarla. Esas cosas
pasan muy pocas veces.
Lindiwe decía que no tenía por qué dar explicaciones a mis compañeros.
Jake apareció un día por sorpresa en el puente de hierro, pero curiosamente no opinó
sobre mi traslado. Es posible que Lindiwe se lo hubiera pedido. Me alegré mucho, porque
me preocupaba que no estuviera de acuerdo con mi nueva vida y no quería perder a Jake.
Sólo dijo que volver a Cradock House era una especie de «indemnización» por lo que había
pasado.
Busqué la palabra en el diccionario y vi que era un pago por una pérdida o un daño.
A mí me bastaba con haber vuelto a Cradock House, pero nada podría compensar a mi hija
por tener un padre que no quería verla y una piel que no era ni blanca ni negra.
—dijo Jake, subiéndose a Dawn a los hombros. La niña empezó a chillar de alegría.
—. Sé que puedo ir a la cárcel y el señor también. Pero la señora Cath dice que si
somos discretos eso no pasará.
—¿Por qué?
—pregunté.
¿Por qué el riesgo no era igual o incluso mayor para mí? Podían pensar que había
engatusado al señor para que se acostara conmigo.
—Querida, Ada
—murmuró Jake
Nunca lo había visto de esa manera. Pensaba que la ley afectaba a todos por igual,
que podía castigarnos tanto al señor como a mí. La señora Cath se libraría. Nunca se me
ocurrió pensar que el señor pudiera ser el único que sufriera. Esa indemnización de la que
hablaba Jake y que yo había aceptado podía volverse contra el señor y enviarlo a la cárcel
sin que a mí me pasara nada.
¿Lo había pensado bien la señora cuando me pidió que volviera a casa?
El pasado nunca es suficiente para quien está buscando un futuro. Ahora tenía que
trasladar lo mejor del poblado a mi refugio en Cradock House: a mis alumnos llenos de
vida, la música que les enseñaba, a Lindiwe y a mis pocos amigos. Y la música era el
puente que unía esas dos mitades de mi vida, como lo había sido siempre. Los bailes y las
canciones de mis alumnos y la melodía del Bach del poblado, que me envolvía cada vez
que cruzaba el Groot Vis, se codeaban con las piezas clásicas que eran un desafío para mis
dedos y se quedaban días enteros dando vueltas en mi cabeza, como si también ellas se
alegraran de haber vuelto a casa. Y entonces empecé a cambiar las fronteras, a tocar jiva en
casa y más Debussy en el colegio, a pesar de las limitaciones del piano. La señora Cath
asomaba la cabeza por la puerta, me sonreía con la mirada y se reía con Dawn, que daba
palmas y se movía siguiendo el ritmo.
Cradock House nos ha acogido con los brazos abiertos. Los bubús silbones se
llaman en el jardín con el frescor de la mañana y los ibis pasan volando cuando empieza a
aflojar el calor de la tarde. En la calidez de la cocina siento muy cerca a mamá, y en las
páginas de los libros que le leía al señorito Phil oigo su voz. La señora Cath y yo hemos
retomado nuestra conversación secreta a través de su diario y la casa y mis dedos se llenan
con música de todos los estilos: scherzos y pavanas, estudios y el jazz africano de Miriam
Makeba y los Skylarks. Estoy segura de que Phil la oye y se alegra de que haya vuelto a
casa, y también estoy segura de que quiere a Dawn, esté donde esté.
A mis alumnos no. Han detenido a muchos jóvenes en los dos poblados, algunos de
mi colegio, y los han metido en la cárcel. Sólo me entero cuando faltan a clase.
—gritan los demás niños, y ese día bailan con una fuerza desenfrenada para
disimular el miedo, porque los siguientes pueden ser ellos.
Se habla de boicoteos. El diccionario explica que boicotear es negarse a tener trato
con algo o con alguien. Se me ocurre que es lo que hace el señor con Dawn y conmigo,
pero Jake dice que es un instrumento de los negros para perjudicar a los comerciantes
blancos. Aunque seamos pobres, en nuestro país hay muchos más negros que blancos, y si
todos dejamos de comprar sus productos, tendrán problemas. Según Jake, hay muchas
maneras de hacer una revolución.
El control de los pases alimentó esta revolución. Siempre estaba ahí, agazapado
detrás de la música y el ritmo de mi nueva vida, como el tokoloshe cuando era pequeña, o
como una enfermedad que no se ve hasta que ya es demasiado tarde. El pase definía quién
eras y dónde podías vivir. Era un trozo de papel que proclamaba el color de la piel como la
parte más importante de una persona. Desde el día en que se hicieron las marchas fallidas
hasta el Ayuntamiento, la policía tenía aún menos paciencia. No tener el pase significaba la
detención inmediata. La gente de los poblados obedecía las órdenes con rencor y cada vez
odiaba más a esos hombres con sus porras, sus perros y su cárcel.
—Ya ha empezado
—. Mira esto.
—me atreví a preguntar un día, mientras metíamos los albaricoques en tarros para
hacer conserva. Dawn iba quitando los huesos, «uno, dos, tres», los tiraba en una olla de
metal y se echaba a reír con el ruido que hacía
—Algunos quieren una guerra, una confrontación. Me parece increíble que sean tan
estúpidos, pero la vida me ha enseñado que la gente es capaz de hacer muchas estupideces.
—murmuré.
Cogió el tarro que yo acababa de llenar y cerró la tapa con las manos fortalecidas
por el piano.
—¿Habrá bombas?
—pregunté.
Me miró entre los tarros brillantes y sonrió sólo con los labios, como hizo el señorito
Phil aquel día en el jardín, cuando confesó que tenía miedo, aunque intentaba disimularlo.
—No hay de qué preocuparse, Ada. Ésa fue una guerra entre países, y esto es sólo
una disputa dentro de nuestras fronteras. No es lo mismo, ni mucho menos.
Y al oír su nombre, Dawn sonrió, con las manos llenas de huesos de albaricoque.
—¡Protegeré a Dawn!
Entonces ¿la señora Cath estaría de nuestro lado si llegaba la guerra? ¿Sólo del lado
de mi hija y mío o también de todos los negros? ¿Y qué haría el señor? El señor creía que
cada cual debía quedarse en su lugar, a pesar de que había violado las leyes para acostarse
conmigo. Yo sabía lo importante que era elegir bien el bando en una guerra. En la última
guerra, el señor, la señora Cath, la señorita Rose, el señorito Phil y yo estábamos en el
mismo bando. Sus enemigos
—los que vivían al otro lado del mar y habían fabricado nuestro piano
Pero, en esta guerra, ¿quién sería el enemigo y quién el amigo? ¿Estaban ya el señor
y la señora Cath en distintos bandos?
Entró en el despacho y encontró la libreta del banco que yo había buscado en vano
antes de irme de Cradock House. Me quedé en la puerta, como el día en que ella estaba a
punto de llegar de Johannesburgo. Me acordé de que ese día el señor estaba sentado detrás
de su escritorio, con el traje oscuro que a ella le gustaba y la camisa que yo había
almidonado y planchado. Me dijo que se marchaba a buscar a la señora Cath, por si el tren
llegaba antes de lo previsto. No me miró en ningún momento, no levantó los ojos ni una
sola vez, como si nunca se hubiera acostado conmigo, igual que hacían los blancos en la
calle cuando me veían con Dawn, para no tener que reconocer su existencia.
Me dio la libreta, y dije que la guardaría en la kaia, debajo del colchón, como el pase
que ahora llevaba siempre encima desde que prestaban tanta atención a los pases.
Mi tía tenía razón en eso: el dinero guardado en el banco no servía para nada. El
dinero sólo servía si lo tenías en la mano. No quería volver a verme en una situación así y
no poder recuperarlo. Si algo le pasaba a la señora Cath, tendría que pedir ayuda al señor, y
no quería. No quería tener que pedirle nada. Además, la libreta era mía, y por lo tanto era
yo quien decidía dónde guardarla. ¡La vida en el poblado me ha enseñado a ser fuerte!
Fuimos al banco una tarde, cuando volví del colegio, y dejamos a Dawn jugando en
el jardín bajo la inquieta vigilancia de la señora Pumile.
—. Puede salir corriendo y entrar en casa de su señora sin que usted se dé cuenta.
—. Pregúntele a mi prima dónde guarda todo el azúcar que se queda para ella.
Era la primera vez que entraba en un banco. Había un mostrador de madera largo, y
detrás estaban los empleados, con muchos papeles delante. Olía a aceite de linaza y a cera
de suelos. Busqué con la mirada a la prima de la señora Pumile, que se encargaba de
encerar los suelos, pero no la vi. A lo mejor estaba preparando el té que luego iba sirviendo
en un carrito, con el azúcar que en el banco por lo visto siempre abundaba. Mientras
esperábamos en la cola, sentí en el cuello el aire fresco de los abanicos grandes que
colgaban del techo y giraban despacio. ¡Qué bien nos vendría uno de esos abanicos en el
salón de actos del colegio!
—dije, y le enseñé el pase, para demostrar que era la misma Ada Mabuse de la
libreta.
—Ada
—insistí
— y no pude sacarlo.
—Lo comprendo
La mujer nos miraba desde el otro lado del mostrador. Llevaba una blusa rosa, con
unas mangas de farol muy difíciles de planchar, y una cinta en el pelo del mismo color que
la blusa. Me di cuenta de que le sorprendía mi inglés, y también que la señora Cath y yo
hablásemos como iguales. Se extrañó mucho cuando ella me tocó el brazo.
Dawn estaba creciendo muy deprisa, como la enredadera de flor de la pasión que
daba unos frutos anaranjados y la señora Cath cuidaba con tanto cariño. Además de crecer
en estatura, Dawn descubrió que había dos maneras de comportarse.
Una la reservaba para Cradock House, donde tenía buenos modales y estaba
aprendiendo a ayudarme a limpiar, como aprendí yo con mamá. Pero cuando cruzábamos el
Groot Vis y veía a las lavanderas cantando, y el agua turbia del río, dejaba de ser mi hija
para convertirse en una desconocida. No buscaba a los pocos niños mulatos del poblado
— sino que jugaba con los negros más brutos, como si necesitara demostrarse que
era digna de ser más negra de lo que era.
—me dijo Lindiwe en voz baja, mientras tomábamos un cuenco de sopa temprano,
para que pudiera volver a casa antes de que anocheciera
—. Dice que tiene que irse del país a entrenarse con las armas... ¡con las armas, Ada!
—le decía a Dawn, intentando espantar el miedo por lo que pudiera pasarle a Jake
—. Puedes jugar con Nomse, la sobrina de Lindiwe, o con Bongani, que está
aprendiendo a tocar el piano conmigo.
Pero ella negaba con la cabeza y se reía de mí con sus ojos azules y claros. Me decía
que no me preocupara y se iba corriendo a buscar a sus amigos para hacer gamberradas.
—Pero tú también vives en Cradock House, Dawn. ¿Por qué te portas de una manera
tan distinta aquí y allí?
El señor Dumise, que ahora tenía el pelo gris, seguía siendo tan diplomático como
siempre y pasaba por alto las travesuras de Dawn. Dina era la única profesora capaz de
razonar con ella, porque a Dawn le encantaban su ropa, sus turbantes de colores y la
determinación con que se enfrentaba al gobierno de los blancos, sin arrodillarse. Pero
incluso a Dina le costaba suavizarla, por lo terca que era.
—¿De dónde le viene eso?
Dina parecía triste. Asintió con la cabeza y me cogió del brazo para volver a clase.
Me acordé de cuando la señora Cath dijo que la señorita Rose era muy terca, y eso me hizo
pensar en la herencia y en cuánto tenía Dawn de mí y cuánto del señor, y si era posible que
hubiera heredado la terquedad de la señorita Rose, o si la culpa era del entorno.
Me senté en la cama y la miré. Estaba acostada en una cama nueva que la señora
Cath le había comprado recientemente, por lo mucho que había crecido.
—Sufro todos los días por haberte dado ese color de piel.
—Calla, mamá.
Pero ¿cómo vas a hacer eso, mi niña preciosa?, quise gritarle a la kaia, al espino
raquítico y al albaricoquero, que ahora seguramente la llevaba a ella en su savia. He
luchado con todas mis fuerzas para ofrecerte un futuro aquí, ¡el futuro que Dios Padre
quería para ti y quiso también para mí! Te he protegido, te he salvado ganándome la vida
lavando, te he salvado de las enfermedades que producen las letrinas. Te he protegido del
alcohol y la violencia en las puertas de las tabernas. Tus amigos negros se cansarán de ti.
Un día te darán la espalda, por el color de tu piel, y no querrán saber nada de ti. Lo sé. Lo
he visto.
—¡Mamá!
Pero ¿a qué precio?, quise decirle. ¿Qué precio tendrás que pagar? No pude aguantar
las lágrimas, esas lágrimas inútiles, como en el funeral del señorito Phil.
—siguió diciendo con voz suave, porque tenía tanta capacidad para la ternura como
la tenía para meterse en líos
La señora Cath no se enteró hasta algún tiempo después de que naciera la niña.
Supuse que la señorita quiso esperar todo lo posible antes de dar la noticia, como yo cuando
no le conté a nadie que estaba esperando una hija mulata. Sin embargo, en cuestión de
color, la señorita Rose ha tenido más suerte que yo, porque su hija es blanca. De todos
modos, las dos tenemos algo en común: ninguna de las dos tenemos marido, aunque
hayamos tenido hijas.
—me dijo la señora Cath muy alterada. Entró corriendo en la cocina, con una carta
en la mano. Se le había soltado el moño y el pelo le caía sobre los hombros, como cuando
entraba al dormitorio del señorito Phil para consolarlo de alguna pesadilla.
Saqué las manos del cuenco, donde estaba mezclando la harina con la mantequilla
para hacer panecillos.
Nunca le había preguntado a la señora Cath si su hija sabía lo que había pasado entre
el señor y yo, y que había tenido una hija suya. ¿Cómo le cuentas a una hija que su padre ha
pecado de esa manera?
Tampoco sabía si su madre le había contado que yo había vuelto a Cradock House.
¿Cómo le cuentas a una hija que has perdonado y aceptado a una pecadora? Tal vez la
señorita Rose no lo sabía. Tal vez por eso la señora Cath estaba tan nerviosa.
—. Y...
— se sorprendió mucho.
Yo también bajé los ojos y seguí mezclando la harina. Seguro que sorpresa no era lo
que había sentido la señorita. Rabia, sí. Y traición casi sin duda, porque pensaba que el
señor era de su propiedad y podía cautivarlo a su antojo.
Edward quiere saber quién es el padre, por qué no ha cumplido con su obligación y
se ha casado con Rosemary. He preferido no avivar ese fuego. Es verdad que la gente
hablará, pero ya hemos pasado por eso en otras ocasiones y he aprendido que la única
respuesta es no agachar la cabeza y seguir adelante. Es curioso que esto lo haya aprendido
de Ada.
Esperamos a nuestra nieta con los brazos abiertos, y rezo para que Rosemary siente
cabeza por fin y deje atrás su rebeldía, ahora que es madre. Lo cierto es que no tengo
mucha confianza: en lo que respecta a mi hija, hace ya mucho tiempo que reconocí que no
tengo ninguna influencia sobre ella y tampoco la comprendo. ¡Qué duro es admitir un
fracaso tan grande con una hija!
—Ésta es Dawn
—dijo la señora Cath, pálida, como el día en que le presentó al señor a su hija.
—¡Qué pelo!
—exclamó la señorita Rose, señalando los rizos tiesos de Dawn y acariciando las
ondas rubias de su hija Helen.
—me pidió la señora Cath con una sonrisa forzada, dando unas palmaditas en el
hombro de Dawn, para transmitirle confianza.
La familia se sentó en el stoep, en los asientos en los que yo tenía tantas ganas de
sentarme cuando era pequeña, pero mamá me lo prohibía. Volví con la bandeja. Había
panecillos recién hechos, con nuestra mermelada casera de albaricoque. Me había esmerado
mucho para darle a la señorita Rose una bienvenida especial. Ya había metido en el horno
una pierna de cordero del Karoo y había hecho cabello de ángel con azúcar moreno y
canela, y una tarta de brandy de El Cabo con dátiles del desierto donde Phil había luchado
en la guerra.
La pequeña Helen jugaba en el suelo, encima de una manta, a los pies de su abuela.
Dawn fue corriendo a la kaia y volvió con un conejo de lana que la señora Cath le había
hecho hacía unos años.
—No
—ya no llevaba faldas largas, sino vestidos ceñidos en las caderas y hasta la altura
de la rodilla
—decía, con los ojos enrojecidos y las manos ávidas de hacer algo, porque le resulta
muy incómodo estar sentada con la señorita Rose y tener que echar a Dawn cada vez que se
acercaba.
—contestaba yo. Y nos íbamos a batir las claras de huevo y a exprimir los limones
sin hablar, como hacíamos normalmente.
Tras una primera fase de entusiasmo por la ropa elegante de la señorita Rose y sus
costumbres de la gran ciudad, Dawn empezó a enfadarse por la falta de consideración con
que nos trataba. Aunque siempre parecía más feliz cuando estaba con sus amigos en el
poblado, yo sabía que Cradock House era su refugio, por más que se negara a reconocerlo.
Las palabras cortantes de la señorita Rose y sus malas maneras eran una amenaza en el
único espacio de tranquilidad que mi hija conocía.
—Me odia
—me susurró un día, cuando la señorita volvió a despreciarla una vez más, poco
después de su llegada
—dije, levantando la vista del teclado, cuando terminé de tocar una pieza de
Gershwin. A Dawn le encantaba Gershwin, le encantaba contonearse al ritmo de la
Rapsodia y bailar para la pequeña Helen
Sonreí y miré hacia el jardín. El árbol del coral se inclinaba sobre el césped,
dibujando sombras en la hierba donde una vez se había sentado el señorito Phil. ¿Cuántas
veces me había hecho yo la misma pregunta? ¿Cómo una madre tan cariñosa como la
señora Cath había tenido una hija tan egoísta?
—Eso sólo Dios lo sabe. Ella es así desde que éramos pequeñas, pero
—decía
—¿Qué trabajo?
Y se quedaban callados.
Sin embargo, la señorita Rose tenía otras intenciones con esta visita, aunque hizo
todo lo posible para evitar que su madre las descubriera. Encontró la manera de aliarse con
el señor al margen de sus trucos de siempre para adularlo: un terreno común que sólo ellos
dos compartían.
Dudo que el señor viera con buenos ojos la situación de su hija, pero ella seguía
siendo encantadora, no lo juzgaba, y él estaba muy necesitado de esas cosas. La señorita
Rose, con su pelo rubio, sus vestidos alegres y sus bromas
—y ahora también con una hija rubia y guapa, aunque no tuviera marido
—, era como un rayo de sol. Yo lo veía, y no tenía valor para censurarlo. Al fin y al
cabo, el señor no era más que el cascarón de lo que había sido. Aunque se negara a hacerle
el más mínimo reconocimiento a Dawn, cumpliría con su parte del acuerdo y nos daría un
hogar y un futuro. Al otro lado del Groot Vis, la sangre y el miedo crecían con el paso de
los meses. Incluso Lindiwe estaba desesperada. Le quemaron su choza nueva antes de que
pudiera mudarse. «Vamos a convertir el poblado en un lugar ingobernable
Durante algún tiempo, la señorita Rose combinó la estrategia del encanto con el
victimismo. Pero una tarde, mientras la señora Cath tocaba el piano y yo terminaba de
preparar la cena, y los ibis pasaban gritando por encima del jardín, la señorita, que estaba
con su padre en el stoep, dio el paso que tenía planeado. Le dijo al señor que no tenía por
qué ser tan generoso con Dawn y conmigo y ofrecernos un futuro en Cradock House.
—oí que contestaba el señor. La señora Cath estaba tocando un scherzo muy alegre,
con la intención de animar el ambiente antes de la cena. Seguí esperando y retorcí la tela de
mi falda azul.
Hubo un silencio. Oí los pasos de Dawn a mis espaldas. Desde que llegó la señorita,
yo la animaba a que pasara más tiempo en la kaia. Di media vuelta y me llevé una mano a
los labios. Ella se encogió de hombros y volvió a la cocina, resignada a estar siempre
excluida.
—insistió la señorita
Yo comprendo la venganza.
—gritó un policía corpulento y armado con una porra negra cuando entreabrí la
puerta. Lo que temía desde hacía tanto tiempo había llegado finalmente. Como el estruendo
de un trueno en la quietud de la noche, allí estaba la posibilidad de que el señor y yo
fuésemos a la cárcel. Y la posibilidad de que la señora Cath se viera humillada. Y la
posibilidad de que Dawn se quedara sola.
Me empujó bruscamente. Venía con otro hombre blanco, vestido de paisano.
Recorrieron la kaia con las linternas. Tenían la respiración agitada, como si hubieran venido
corriendo, como si estuvieran de cacería y nosotras fuéramos su presa.
—¡No la toquen!
Los ojos claros de Dawn brillaron de rabia al oír el insulto. Conocía a los policías.
En el poblado nos escondíamos de aquellos hombres agresivos que llegaban con sus perros
en furgonetas con rejas para llevarse a todos los que no tuvieran pase. Yo le había enseñado
a esconderse de ellos desde que era pequeña. Le había enseñado a dominar su rabia y a no
sacar los puños delante de ellos. No eran como los alborotadores del poblado. Estos
hombres tenían porras y pistolas. La única defensa posible contra ellos era conservar la
cabeza fría. Había que esperar y elegir bien el momento de devolver el ataque, le explicaba.
—¿Ada?
—preguntó, jadeante.
Aprovechando que los dos hombres se distrajeron, me abalancé sobre Dawn para
protegerla y nos escondimos debajo del colchón. Si hubiera estado en el poblado, si hubiera
estado en la choza de Lindiwe, tendría en la mano el eje de bicicleta.
Pero no lo tenía.
Pero la señora Cath estaba allí, descalza, con su bata suave, y ella no sabía nada de
ejes de bicicleta ni de las situaciones desesperadas en las que había que usarlos. No podía
manchar el suelo de mi kaia con la sangre del poblado, a menos que no tuviera otro
remedio.
El espino raquítico arañaba el tejado. Los ojos de la señora Cath se habían vuelto
negros en la oscuridad. Nos miró deprisa a la niña y a mí antes de mirar a los hombres. El
que iba de paisano sonreía sin una pizca de humor.
—¡Ada!
—. ¿Ada?
Los hombres cruzaron una mirada de fastidio al sospechar una nueva interrupción.
Los policías se miraron. No les hizo gracia que se hablara de sus superiores. Estaban
acostumbrados a que todo el mundo los obedeciera
— sin que la conversación se desviara hacia sus superiores. El que iba de uniforme y
parecía llevar la voz cantante, aunque siempre miraba a su compañero para pedir su
aprobación, volvió a enfocar con la linterna a todos los rincones, como si hubiera más
mulatos por descubrir.
Me clavé las uñas en las palmas de las manos mientras digería las mentiras de la
señora Cath, asombrada de la facilidad con que mienten las mujeres, y caí en la cuenta de
que mentíamos porque teníamos hijos, y la vida de un hijo vale mucho más que unas pocas
mentiras.
La señora Cath extendió un brazo con mucha gracia para indicarles que se
marcharan, como si fueran invitados a una fiesta y se hubieran quedado un poco más de la
cuenta.
—Vamos
—dijo su compañero.
Por fin lo siguió, dando un golpe con la porra en el marco de la puerta a propósito.
La madera se partió y Dawn se acurrucó en la cama. La señora Cath no dijo nada, y se
despidió de mí asintiendo con la cabeza.
Y entonces comprendí que sus mentiras no sólo habían ahuyentado a los policías y
nos habían salvado esa noche, sino que también habían impedido que Dawn descubriera lo
que hasta entonces le habíamos ocultado: que su padre no era un desconocido que me había
tomado por la fuerza
¿Quién es mi padre?
— nunca temblaban delante de los míos. Y en sus ojos veía los dos lados que
luchaban dentro de mi hija: a la niña obediente de Cradock House y a la niña salvaje del
poblado. Siempre creí que era su piel lo que la empujaba a portarse de esa manera, pero es
posible que me equivocara. Tal vez esa otra parte de ella siempre estuviera huyendo
desesperadamente de su padre sin saberlo. Tal vez fuera el secreto lo que le hacía alejarse
de mí y del Cradock blanco y buscar las explosivas calles del poblado. Cada vez se alejaba
más. Y yo temía cómo iba a terminar.
—¿Ada?
—llamaron a la puerta.
Le hice una señal a Dawn para que abriera, y tuvo que esquivar una astilla de
madera del porrazo de la noche anterior. Saltaba a la vista que la señora Cath tampoco
había dormido. Tenía los ojos hinchados y el pelo revuelto, como cuando el señorito Phil se
empachó de albaricoques. Fue derecha a Dawn y la abrazó. Vi que mi hija apoyaba la
cabeza un momento en el hombro de la señora Cath, como hacía el señorito Phil de
pequeño cuando estaba malo y también cuando ya era un hombre atormentado.
—. Lo siento mucho.
—¿Volverán?
—preguntó Dawn, separándose de ella. Estaba muy alta. Ya era más alta que yo,
aunque no tanto como la señora Cath. Dentro de pocos años sería una mujer, una mujer
muy guapa.
—No lo creo Dawn. Le pediré a Edward que se asegure de que no vuelve a ocurrir.
Abrí la boca para protestar: si el señor iba a ver a la policía, ¿no empeoraría las
cosas?
—me apresuré a decir, antes de que sus palabras cobraran fuerza en el silencio
Miré a aquella muchacha preciosa y rebelde, de pies bailarines, que había nacido del
señor y de mí, y no fui capaz de decírselo. En ese momento no fui capaz. Y puede que
nunca llegara a serlo. Si le contaba la verdad, todo lo que habíamos construido para ella en
Cradock House se derrumbaría de golpe. Dawn se enfadaría con el señor, lo sentiría mucho
por la señora Cath, y me reprocharía que no hubiese tenido valor para negarme. Ella nunca
habría tenido un conflicto entre el deber y la lealtad. Ella habría sabido elegir libremente: le
habría cerrado la puerta al señor si hubiera querido. Desde que era pequeña, mi hija tenía la
fuerza y la determinación de una mujer.
—. Hay cosas que es mejor olvidar. Tengo que responder ante Dios Padre por lo que
hice.
Erguí la espalda, como el día que ella nació y tuve que enfrentarme a Silas y al señor
Dumise.
—Da igual
—dijo, encogiéndose de hombros. Y fue a coger la bolsa donde guardaba los libros
del colegio.
—preguntó la señora Cath, apretando los puños hasta que los nudillos se le pusieron
blancos.
Temo que Dios se enfade conmigo. Hasta ahora me ha librado del castigo por mi
pecado, a cambio de criar a mi hija religiosamente. Eso me dijo Lindiwe cuando nació
Dawn, para consolarme: «Dios te perdonará si le sirves a través de la niña. Dios cuidará de
ti para que tú puedas cuidar de la niña, porque tiene planes para ella». Y a lo largo de los
años
Y ahora Dawn quería prescindir de mi protección. Quería vivir su propia vida lejos
de mi capacidad de protegerla. ¿Significaba eso que Dios ya no me necesitaba? ¿O había
sido capaz de criar bien a mi hija y podía contar con Su perdón eterno?
Hemos arreglado el marco de la puerta de la kaia. La señora Cath está segura de que
no habrá más visitas a medianoche. El señor no dijo nada, ni cuando lo vi esa mañana, en el
desayuno, ni cuando pasó por la cocina después, ni cuando fui a guardar un montón de ropa
doblada en el armario del pasillo y él estaba en su despacho con la puerta abierta. Era como
si nunca hubiese pasado. Como cuando se acostaba conmigo y luego actuaba como si nunca
hubiese pasado.
Por hacerle justicia, me convencí de que la señora Cath le había prohibido que
saliera cuando llegó la policía, por miedo a que vieran su parecido con la niña, pero, a pesar
de todo, su absoluta falta de compasión me llenó de desprecio. Abrí la boca, dispuesta a
decir algo, pero no pude. El señor nos ha acogido hasta ahora. Tengo que estarle agradecida
por eso. No puedo esperar nada más de él.
La visita de la policía fue el detonante que Dawn estaba esperando. A partir de ese
día, supe que no tardaría en dejarme, aunque sus razones para irse no tenían nada que ver
con el miedo a que pudiesen detenerla. Se marchaba porque prefería vivir en otra parte.
Cuando intentaba comprender que mi hija quisiera regresar al lugar de donde yo la había
rescatado, me era imposible. Cradock House era para mí el único sitio que tenía sentido. Mi
único consuelo estaba en el piano.
Por las tardes, al volver del colegio, nos quedábamos calladas cuando empezábamos
a acercarnos a la casa, temiendo ver un furgón de la policía en la puerta y a un grupo de
hombres violentos merodeando por el jardín. Sin embargo, todo estaba en calma, todo
menos mi corazón y sin duda el de la señora Cath, porque las dos sabíamos que la policía
sólo se estaba tomando su tiempo antes de lanzar el siguiente ataque.
— se convirtieron en un ancla para mí. Con Beethoven siempre sabía adónde iba.
Incluso las tonalidades menores me indicaban el camino. Tenía tiempo para fortalecer los
dedos y el corazón antes de los crescendos.
—dijo la señora Cath un día, entrando del jardín con un ramo de rosas. Las lluvias
habían llegado para alimentar las flores y llenar la acequia de agua turbia, y la señora Cath
se refugiaba de sus preocupaciones trabajando en el jardín
Pasé las manos por encima del teclado brillante, y mis dedos dudaron un momento
al posarse en las teclas que en el piano del colegio estaban rotas. Si bemol Sol.
—Me gustan sus melodías por lo claras que son. Están más seguras de sí mismas y
siempre sabes lo que significan.
—Huele. ¿Verdad que son una maravilla? ¿No es la alegría de la música lo que
somos capaces de descubrir en ella? ¿No es su certeza? ¿No es eso lo que nos hace abrir el
corazón?
La señora Cath me puso una mano en el hombro y se inclinó para mirarme a los ojos
como hacía cuando me enseñaba a leer.
Lo veía venir desde hacía tiempo y sabía que no podíamos hacer nada para evitarlo.
La querida Ada ha hecho todo lo posible, pero Dawn es terca como su padre y estaba
completamente decidida. Confía en encontrar su sitio en el poblado, pero la vida allí es muy
dura y temo que no lo consiga. ¡Pobre niña! Está muy confundida porque es mulata. ¿Y
quiénes somos nosotros para asegurar que haríamos las cosas mejor? Las consecuencias de
la locura de Edward seguirán resonando mucho después de que todos hayamos muerto.
Rosemary
—desde Johannesburgo
— dice que era inevitable y parece insinuar que Ada también debería marcharse.
Dice que en la ciudad están aumentando los procesos judiciales por inmoralidad y está
segura de que no tardarán en llegar a nuestro pequeño dorp.
Busco el placer en las pequeñas cosas: en el destello azul de los ojos de Dawn, en la
fragancia de las rosas y en la majestuosidad de Ada cuando interpreta a Beethoven.
Capítulo cuarenta
Sé que Lindiwe se siente sola. Echa de menos a su hermano. Aunque Jake vivía en
las sombras y aparecía muy de vez en cuando, Lindiwe entonces se sentía protegida. Yo
también lo echo de menos. Pero Jake se ha marchado. Y en Johannesburgo, en un barrio
llamado Sharpeville, la guerra por la diferencia de piel ha entrado en un terreno oscuro. La
policía ha matado a sesenta personas que se entregaron para que los detuvieran por no
llevar pase.
He sorprendido a la señora Cath llorando en la cocina.
—susurró
—Cuando huían.
—Amandla!
—. Amandla!
Los soldados, equipados para enfrentarse a las revueltas, rodeaban los poblados.
Lanzaban al aire unos gases que hacían llorar. Dawn llegó un día a Cradok House llorando
a lágrima viva.
—Ven
—dijo la señora Cath, que salió corriendo al stoep con un cuenco de agua fría y unas
toallas
—. Con cuidado
—¡Los odio!
La señora Cath y yo nos miramos. El señor estaba en su despacho y tuvo que oír lo
que pasaba. Pero no salió.
Lindiwe construyó una choza nueva en el poblado, con lo que había ganado y
ahorrado lavando ropa, pero se la quemaron el día que por fin consiguió terminarla. Puede
parecer que las paredes de barro y el tejado de uralita no arden, pero ¡vaya si arden cuando
se rocían con gasolina! Las paredes se desmoronan y el suelo, batido con tanto esfuerzo, se
funde. La uralita y las piedras que la sostienen se desplazan y caen, y el tejado se lo llevan
en cuanto se enfría y pueden cogerlo. Lindiwe no cree que haya sido un ataque personal,
porque sabe que los que van por ahí prendiendo fuego a las chozas actúan al azar, pero
prefiere no pensar demasiado. Sólo habla de Jake cuando me pide que busque su nombre en
los periódicos, entre las noticias de detenciones y de protestas acompañadas por una palabra
nueva: «terrorismo».
Tengo la sensación de que unas palabras pueden dar vida a otras que nunca habrían
aparecido por sí solas. Esta palabra nueva ha nacido del apartheid. Las chozas quemadas,
los niños muertos y los ojos escocidos han nacido del apartheid.
Lindiwe ha vuelto a demostrar que es una amiga fiel. En una de sus tres chozas, que
aún siguen en pie, tiene un hueco libre con una cama. Ha decidido dejársela a Dawn gratis,
para que pueda vivir en el poblado, a pesar de mis temores, a pesar de que en Sharpeville
han muerto niños de su edad y de que algunos parecen buscar la muerte en la violencia de
nuestras calles.
—Te pagaré cuando llegue ese momento
—le dije una tarde que fui a verla. Era invierno y anochecía muy deprisa. La gente
ya había encendido el fuego para preparar la cena. Tenía que irme enseguida para salir del
poblado antes de que oscureciera. Ahora, además de los ladrones, también la policía se
escondía en la oscuridad
—. Y Dawn tendrá que ayudarte a lavar; así estará ocupada cuando vuelva del
colegio.
—Dawn tenía que contribuir. Hay que trabajar para ganarse las cosas.
—Señaló con el brazo musculoso las calles llenas de gente en paro. A falta de
trabajo, sólo quedaba merodear, incendiar y robar. Hasta las personas honradas se veían
empujadas a hacer esas cosas, porque pasaban hambre y no tenían un techo
—. Esto está lleno de gente que busca un sitio donde meterse y tengo que vigilar mis
chozas todos los días.
Asentí. Sabía que Lindiwe tenía razón. Si no defendías lo que tenías, en cualquier
momento te lo robaban de la espalda o de debajo de la cama o de encima de la cabeza. La
gente no tiene límites cuando está desesperada.
—Cuéntame qué ha pasado para que Dawn quiera venirse a vivir aquí. ¿Es por el
señor?
—Lindiwe siempre creyó que sólo él podía romper el acuerdo que nos permitía vivir
en Cradock House.
Le había dicho lo mismo a Dina en el colegio hacía unos años. Es posible que Dawn
quisiera huir de su padre, pero lo principal era la piel. Así se ordenó desde el día en que me
acosté con el señor. Los niños que no son de ninguna parte, que no son ni una cosa ni la
otra, siempre llegan a extremos en su intento de encontrar un hogar verdadero.
Y así fue. Cuando Dawn me dijo que quería irse, no lloré y no se lo prohibí. Me
aguanté las ganas de llorar y le dije que podía marcharse si se quedaba en la choza que tenía
preparada para ella. Fue un acuerdo más que una negociación. Te dejaré ir, queridísima hija,
si me prometes quedarte donde estés a salvo. Sé que no puedo retenerte. Sé que Cradock
House no es para ti un refugio, como lo es para mí. Tú tienes que buscar tu música en otra
parte.
—Estaba sentada en la cama de la kaia, con las piernas cruzadas, los libros en su
bolsa y su ropa guardada en mi vieja maleta de cartón, la que usé un día para llevarme lo
poco que tenía y cruzar el Groot Vis con la esperanza de encontrar un futuro en el poblado.
—Me abrazó y apoyé la cabeza en su hombro, igual que Phil apoyaba su cabeza en
mi hombro en la oscuridad de su dormitorio. Dawn siempre había tenido esa ternura
mezclada con su rebeldía. En cierto modo, es su ternura lo que más miedo me da.
Cuando se fue de casa, Dawn me prometió que nos veríamos en el salón de actos
todos los días antes de la asamblea. Hay días en que no aparece y me cuesta mucho tocar la
marcha, porque no sé qué puede haberle pasado. Por las noches, cuando estoy sola en la
kaia, con la puerta reparada, me preocupa no volver a verla. Me persigue el recuerdo de los
jóvenes que han muerto en Sharpeville.
—¡Dawn! Por fin, hija... Pero ¡cómo traes la ropa! ¿Qué has hecho?
—¡Bailar, mamá!
—Y empieza a girar delante de mí, moviendo las piernas morenas muy deprisa y
haciendo volar las manos
—. ¿Cómo está la señora Cath? ¿Puedo llevarme unos lápices? He perdido los míos.
Pasa más de un año hasta que poco a poco me acostumbro a sus desapariciones y me
lleno de alegría cuando por fin vuelve de hacer lo que está haciendo, que no siempre es
bailar.
—¿Tienes cuidado con los chicos, Dawn? No te acuestes con ellos hasta que seas
mayor
—le aconsejo. Desde que es pequeña le he advertido de los problemas que pueden
traer los chicos, y ahora está guapísima y desenfrenada, con esa palidez exótica que
contrasta tanto con sus rasgos negros. No quiero que caiga, no quiero que cometa el mismo
error que yo y que su abuela. Tiene que ser lista y esperar hasta que encuentre un hombre
que se quede con ella. Un hombre del mismo color que ella.
—Se inclina sobre mí al lado del piano. Su alegría se convierte en ternura y apoya su
mejilla en la mía.
No le pregunto qué hace ni adónde va. No quiero saberlo. Creo que me estoy
volviendo como esos blancos a los que tanto desprecio: si no veo o no oigo algo es como si
no existiera.
—le digo. Asiente con alivio y me entrega un pañuelo precioso o un tarro de nuestra
mermelada de albaricoque casera para que se lo dé a Dawn cuando la vea. No me atrevo a
decirle que no la veo todos los días.
El señor nunca pregunta por su hija. No ha cambiado nada que Dawn ya no esté
aquí, porque él no la veía aunque estuviera. Siempre había querido hablar con el señor,
siempre me decía que no podía consentirlo, pero cuando Dawn estaba conmigo en la kaia
no quería arriesgarme a que nos echara. Ahora que ya no está, no hay ninguna razón para
callarme, y, con el paso de los años, las palabras se han vuelto más fuertes dentro de mí, en
vez de debilitarse. Quieren salir de mis labios. Son como una herida interna que llevo
soportando mucho tiempo, me están devorando y me exigen que las libere.
Me armé de valor una mañana en que la señora Cath había salido y el señor estaba
en el despacho con la puerta abierta mientras yo tocaba el piano. Elgar. Chanson de matin.
Acababa de llegar el verano y los escarabajos esperaban el calor del mediodía a los pies del
jazmín para empezar su coro. Los koppies brillaban en las afueras del pueblo bajo la luz
amarilla. Era un día demasiado bonito para discutir, pero pocas veces estaba sola en casa
con el señor. Dejé una sonata a medias y aparecí en su puerta antes de que él tuviera tiempo
de cerrarla.
—Nunca pregunta por Dawn, señor. Ni siquiera cuando le lanzaron los gases
lacrimógenos.
Seguía llevando el reloj de bolsillo en el chaleco y seguía sin mirarme a los ojos.
—dijo con indiferencia. Se inclinó sobre sus papeles, sin mirarme. Debería estar
preparado para afrontar lo que había hecho. Era demasiado tarde para disculparse, pero yo
necesitaba liberarme de aquella sensación que en parte era culpa mía. Llevaba mucho
tiempo esperando ese momento. Tenía preparadas las palabras desde hacía muchos años.
Las practicaba por las noches hasta que me las aprendí de memoria, para que no se me
olvidaran y para no decir más de lo que quería. No sé si a Dios Padre le parecería bien, pero
no podía aguantarme. Llevaba demasiado tiempo callada.
—Está bien, pero su piel no le deja descansar un momento. Y siempre será así.
—Yo hice eso porque creí que era mi deber, pero usted sabía lo que era la herencia.
Mis palabras le golpearon como las piedras que lanzaban en las calles del poblado.
Se asustó. Me eché a temblar como en el funeral de Phil, cuando noté las miradas de los
blancos en la nuca. Pero esta vez no temblaba de miedo ni de pena: era un temblor que
nacía de muchos años de espera y muchos años de dolor. Era, me avergüenza decirlo, una
especie de venganza. Seguí esperando. El ambiente se había vuelto muy frío.
—Cometí un error
—. Tú eras...
—¡Os he mantenido!
—gritó, lleno de rabia, estampando las palmas de las manos contra la mesa. Di un
paso atrás
—. Os dejé volver sólo por Cathleen. ¡Por el amor de Dios! La policía puede venir
en cualquier momento
—se llevó las manos a la cabeza y se alborotó el pelo blanco, bien peinado con la
raya al lado
—. Los dos podemos ir a la cárcel si creen que es hija mía. Saldría en todos los
periódicos...
Me acordé de Jake.
—Volvió a posar los ojos en sus papeles después de soltar toda la rabia
—. Déjame en paz.
—Creo que Dawn se ha ido de Cradock House para evitarle a usted problemas con
la ley
—dije en voz baja, aunque no estaba segura de que fuera verdad. Dawn nunca había
dicho eso, pero quizá lo sabía, quizá lo había sabido siempre. Quizá yo fuera la única
ignorante.
—¿Qué?
—le oí decir, impresionado, cuando ya me había dado la vuelta.
Se ha sabido que en el colegio, al otro lado del río, hay una profesora que es una
pianista brillante. Porque he recaudado fondos para el colegio, y también porque soy
pianista, me han pedido que hable con ella y la invite a tocar. Es un intento de aliviar un
poco la tensión en estos tiempos tan convulsos.
¿Qué dirán cuando sepan que esa profesora es Ada, nuestra Ada, la que tiene una
hija mulata con los ojos de Edward?
Pero da lo mismo.
Tampoco era normal, porque cuando me llegó la invitación las leyes se habían
vuelto más duras que nunca y los muertos de Sharpeville separaban a los negros y los
blancos. Las personas con la piel de distinto color no podían reunirse en el mismo sitio, y
menos aún para pasarlo bien. La ley nos obligaba a divertirnos por separado. Los blancos
sólo podían divertirse con los blancos, y los negros con los negros. No sé qué hicieron en el
colegio de la señora Cath para esquivar el problema, pero lo consiguieron.
—¡Ada!
—La señora Cath asomó la cabeza por la puerta de la kaia una tarde, poco después
de que yo me enfrentara al señor. No había habido ningún cambio después de esa
conversación. El señor seguía igual de distante, y creo que no se lo contó a la señora,
porque ella me trataba con la misma amabilidad de siempre
—. ¿Puedo pasar?
—¿Por qué quieren que toque? Seguramente hay blancos que tocan tan bien como
yo.
—¡Ay, Ada!
—No quiero ser desagradecida, señora. Pero los negros tienen prohibido entrar en su
colegio. Lo sé.
Me miré las manos que habían tocado cientos y cientos de piezas, pero sólo en
Cradock House o en el poblado. Incluso la música obedecía las leyes de la piel. La señora
Cath siguió hablando, pero me costaba oír lo que decía. Mi cabeza parecía incapaz de
aceptar lo que estaba oyendo, y sólo me llegaban frases sueltas.
—sentí el escalofrío familiar que me daban los nombres y los pases y la maraña de
mentiras que había tenido que contar para seguir trabajando al otro lado del río. ¿Qué diría
el señor Dumise? ¿Qué dirían los demás profesores? ¿Pensarían que aceptar esa invitación
era una traición a la lucha? Yo ya había traicionado a los míos al acostarme con un blanco.
—¿Ada?
Nadie me había hablado nunca de esa manera. Nadie me había considerado digna de
algo así. Sólo Phil
—y la señora Cath
— me habían valorado siempre por lo que era y lo que hacía. Aunque, tal vez, pensé,
con los ojos llenos de lágrimas, mirando a la señora Cath desde la puerta de la kaia cuando
ya se marchaba, tal vez sea una señal de Dios Padre para decirme que me ha perdonado. Tal
vez la ira de Dios, que yo esperaba que cayera sobre mí cuando Dawn se marchó, se haya
aplacado.
Y acepté la invitación.
Con valentía, sin consultarlo a nadie en el poblado, sin pensar en las consecuencias
de que una mujer negra tocara para los blancos, dije que sí. Y del mismo modo en que la
visita de la señorita Rose hizo que el mundo cambiara, ese concierto en el colegio produjo
otro cambio en la orilla blanca del Groot Vis.
Resultó que yo no era la única negra en aquel concierto. Los organizadores habían
sido muy listos, y además de conseguir el permiso, aunque la ley impedía que los negros y
los blancos se reunieran bajo un mismo techo, invitaron al señor Dumise y a otros líderes
del poblado.
Cuando le dije a la señora Cath que aceptaba la invitación, sabía que la noticia quizá
no sentaría bien en el poblado. Si mi antiguo enemigo, Silas, hubiera seguido en el colegio,
habría encontrado la forma de impedirme participar en un acto organizado por los blancos.
Pero cuando el señor Dumise anunció en la asamblea que me habían invitado a tocar en la
otra orilla del Groot Vis, mis alumnos se olvidaron de su resentimiento y de las piedras que
llevaban en los bolsillos y estallaron en gritos de alegría. Los profesores, si tenían alguna
duda, se cuidaron de no expresarla. Pensé que Dina me diría que eso era hacerles la pelota a
los blancos, pero no lo dijo. Dina tenía otras cosas en que pensar, porque acababa de
casarse y estaba muy ocupada haciendo niños con su marido.
—¡Demuéstraselo!
—me gritó por encima del hombro cuando volvía corriendo a su choza al terminar
las clases
—. ¡Será tu noche!
Y fue así como crucé el césped del colegio donde habían estudiado la señorita Rose
y el señorito Phil. La fachada estaba pintada de blanco y había arriates de flores en las
paredes limpísimas. Había cristales en todas las ventanas. Empezaba a oscurecer, y los
niños, con sus uniformes bien planchados y sus zapatos relucientes, daban vueltas por la
hierba, hablando tranquilamente, sin hacer el salvaje como al otro lado del río. Los últimos
ibis del día pasaban volando, sin duda sorprendidos de verme allí. Me había puesto mi
blusa blanca y mi falda azul marino, y unos zapatos de tacón de la zapatería Cuthberth.
Eran los primeros zapatos que me compré con el dinero del banco y estaba muy orgullosa
de poder permitírmelo. ¡Esos zapatos me durarían toda la vida! Nunca había llevado
tacones, así que practiqué un poco en el piano de Cradock House para no tener problemas
con los pedales esa noche.
—¿Mary?
—Señor Dumise... No me llamo Mary. Al menos aquí, en este lado del Groot Vis.
—Procuraré acordarme. Pero estoy muy orgulloso de ti, te llames como te llames.
—Espero no decepcionarlo, señor, porque hay otras personas que tocan tan bien
como yo.
—Era la señora Cath. Llevaba el vestido de raso verde que se ponía para las fiestas
hace muchos años. Estaba más pálida de lo normal, aunque podía ser porque se había
empolvado la cara.
El colegio era el edificio más elegante en el que yo había estado nunca, aparte del
banco. Los pasillos olían a limpio y los suelos estaban recién encerados. Había percheros a
un lado para colgar las chaquetas, y fotos y mapas intactos en las paredes. Así era como
tenía que ser un colegio.
El salón de actos estaba decorado con fotografías de señoras de aspecto severo, con
vestidos de raso negro, esclavinas de piel y gorros negros con borlas. Eran las mujeres más
elegantes que había visto en mi vida. Y las cortinas del escenario no arrastraban por el
suelo.
Mientras esperaba al lado del señor Dumise y los líderes del poblado, tuve la misma
sensación que el día del funeral del señorito Phil: notaba las miradas de la gente en la nuca.
Esta vez, sin embargo, había una diferencia. Eran miradas de curiosidad, incluso amistosas
en algunos casos, sobre todo las de los niños, que cuchicheaban y estiraban el cuello para
mirarme. Debía de ser una novedad para ellos ver en su colegio a una mujer negra que no
estaba allí para limpiar. Y seguramente aquellos niños no conocían a niños negros de su
edad. Estaba prohibido.
El coro del St. James abrió la actuación con varios pasajes de El Mesías. La señora
Cath cantaba con las sopranos y dirigía el coro desde el piano. Aquel coro cantaba de una
manera muy distinta a como se cantaba en el Groot Vis. Aquí nadie desentonaba. No se
permitía una nota más alta que otra.
A continuación actuó la orquesta del colegio. Los chicos hicieron un poco de ruido
colocando las sillas y afinando los instrumentos con inseguridad hasta que estuvieron listos
para tocar el Danubio Azul, dirigidos por un hombre de grandes bigotes. Me entraron ganas
de moverme al compás. Algunas personas del público se balanceaban suavemente al ritmo
de la música, y la gente aplaudió al final con mucha educación, pero su reacción era muy
sosa en comparación con lo que yo veía en mi colegio. Por lo visto a los blancos les gustaba
escuchar la música sentados, aunque tal vez fuese porque tenían asientos. En el salón de
actos de mi colegio no había asientos, y eso era una ventaja importante para disfrutar de la
música. Miré un momento al señor Dumise y me pregunté si estaría pensando en nuestros
alumnos y en cómo bailaban la jiva. Me entraron ganas de reunir a los dos grupos para
hacer música juntos. Seguro que la música no tiene color y es capaz de cruzar las fronteras.
—la directora hizo una pausa mientras el público aplaudía y levantó una mano para
pedir silencio
La señora Cath me había asegurado que el teclado era tan bueno como el del
Zimmerman de casa.
Cada piano tiene su propio corazón y a cada piano hay que darle lo que se merece si
quieres que te reconozca y te ofrezca su música.
Mamá vino a mí, el señorito Phil vino a mí, y también la señora Cath, y por último
mi querida Dawn. Ojalá estuviera conmigo...
Empezaron a sonar las primeras notas líquidas, y la dulce melodía se extendió por
todos los rincones de la sala, flotando en el aire, descendiendo y ascendiendo cuando
correspondía. Me olvidé de quién me escuchaba, me olvidé de dónde estaba y toqué para
las personas a las que quería. Supe que me oían y daban alas a mis dedos.
Cuando terminé, hubo un silencio. Poco después, el público empezó a dar golpes
con los pies en el suelo. Y, por un momento, volví al colegio del poblado en mi primer día
de clase. Los niños pataleaban al compás de la Marcha militar, bailaban y se movían como
si estuvieran hechizados...
El señor Dumise estaba radiante de alegría y los invitados negros miraban alrededor
desconcertados, pero empezaron a dar palmas. El humo, las calles abarrotadas de gente y
los aullidos de los perros de la policía desaparecieron por completo. En el fondo de la sala
oí unas palmas que me resultaban muy familiares y unos pies descalzos que se deslizaban
por el suelo. Levanté la vista del teclado. Era Dawn.
Dejaron de dar palmas un momento, pero siguieron marcando el ritmo con más
fuerza que antes cuando mi hija, con el pelo revuelto y los brazos esbeltos por encima de la
cabeza, empezó a bailar detrás de la última fila. Oí murmurar al público, preguntándose
quién era aquella chica mulata, descalza y con una falda corta. De dónde había salido. Por
qué estaba allí. A quién pertenecía, con esa piel que no era ni blanca ni negra y esos ojos
claros como el cielo del Karoo.
Esta vez la policía no vino a la kaia a medianoche sino que llamó a la puerta
principal de Cradok House, una perezosa tarde de calor, cuando sólo los escarabajos
estaban activos.
—¡Ada!
—La señora Cath entró corriendo en la cocina, con los ojos agrandados por el
miedo. ¡Ve a tu kaia, por favor, deprisa!
—. No salgas de allí.
Pasé corriendo por delante del albaricoquero, por delante del jazmín, por delante del
árbol del coral, y se me llenaron los ojos de lágrimas, como cuando bajé del escenario para
abrazar a Dawn en el fondo de la sala. Los alumnos seguían dando golpes en el suelo.
Algunos se levantaron para ver a mi hija.
—¡Quédate, hija!
—. He venido sólo por ti y he bailado sólo para ti... no para esta gente.
—Señaló al público, que se había puesto en pie y seguía aplaudiendo. Había niños
subidos en los asientos, para vernos mejor. Otros se acercaron y se arremolinaron alrededor,
cautivados por Dawn, por su elasticidad, por sus rasgos exóticos, por su rebeldía.
Apoyó su mejilla en la mía y se fue. Sus pies descalzos se alejaron deprisa, la puerta
se cerró a sus espaldas, y se adentró en la oscuridad para volver al poblado.
Era imposible negarlo. Todos vieron que era mi hija, que se parecía a mí en todo,
menos en la piel y en los ojos. Y que tenía los ojos del marido de mi señora.
—. No lo negamos. Pero la chica no vive aquí. Y cuando mi marido tuvo esa hija no
era un delito.»
—. Y a su madre.
—Era un hombre alto, más educado que los patanes que irrumpieron en la kaia,
aunque igual de amenazador
Me puse en pie.
—Tengo que pedirles que se vayan. Gracias por informarnos. Consultaremos con un
abogado, como es natural.
—Pasa, Ada
—dijo la señora Cath, asintiendo con la cabeza, como si supiera que estaba allí. El
señor se miró los dedos. El periódico estaba en el suelo, al lado de su butaca, con las hojas
desordenadas.
Dudó un momento.
—dijo con firmeza. Era la primera vez que llamaba al señor por su nombre de pila
delante de mí. Como aquel día que vino a mi colegio y nos miramos por primera vez no
como señora y criada, sino como dos mujeres, la señora Cath me trató entonces de igual a
igual en lo que se refería al señor.
—¿Y a mí?
—¿A Dawn?
—Se me heló el corazón.
Me traía sin cuidado lo que pudiera pasarme, era Dawn la que me preocupaba. Tenía
que protegerla. Si la encontraban y se la llevaban para interrogarla, seguro que se resistiría.
Estaba segura. Pelearía, protestaría, se pondría a gritar y a dar patadas, aunque sólo fuera un
testigo o una víctima y no tuvieran intención de acusarla de ningún delito. Y al final saldría
de allí perjudicada para siempre.
—¡Ada! ¡Ada!
—La señora Cath se levantó, pero yo ya me había ido. Salí por la puerta de la
cocina, crucé el jardín y la cancela de atrás, por donde entraba cuando llevaba a mi hija
dentro de mí, y eché a correr por Dundas Street, me empezó a faltar el aire en Church Street
y llegué a Bree Street jadeando y sintiendo una punzada en el costado cuando pasé por
delante de la cárcel antes de entrar en el poblado, desesperada, aunque no tardaría en
oscurecer.
—No, no has hecho nada, pero tu madre te ha dado una piel que te empuja a hacer
locuras. Lo que ella teme es que si vienen a por ti y te llevan a la comisaría, te enfrentes a
ellos.
—grité
Aún no le había contado que el señor era su padre. Seguía insistiendo en la ficción
de que su padre era un hombre desconocido, que la policía se había equivocado y nos
estaba persiguiendo por error. Pero ella seguramente lo sabía. A fin de cuentas, ¿no se había
ido de Cradock House para protegernos?
—dijo tranquilamente
—susurró Dawn. Su rabia se había esfumado y sacó toda su ternura para abrazarme
—. Así no tendrán ninguna prueba. No encontrarán a ninguna mulata, por más que la
busquen.
—No, hija.
—Pero, mamá.
—¿Adónde irás?
—Lindiwe, siempre práctica, volvió con las tazas de té y las dejó en el suelo.
—A Jo’burg
—. Allí no me encontrarán.
—Jo’burg
—repetí, asustada. Era en Jo’burg donde la señorita Rose había tenido problemas y
donde habían muerto tantos niños, en el barrio de Sharpeville
—. ¡Tan lejos!
—Encontraré trabajo.
—¿De qué?
Dawn no había terminado sus estudios. Lo único que sabía hacer era lo mismo que
yo: limpiar y planchar. Le había enseñado inglés, y la llevaba al colegio para que pudiera
ser algo más que una criada.
—¡Puedo bailar!
—Se levantó y empezó bailar a la luz de la vela, al ritmo de una música imaginaria,
a un ritmo que era únicamente suyo.
Hizo un último movimiento y se dejó caer en el suelo, cruzando las piernas flexibles
como las mangas de una camisa doblada.
—dijo en la oscuridad
—. Bailé para ti, mamá. Pensaba irme de todos modos, aunque la policía no me
buscara.
—¡Dawn!
—. El futuro será mejor en Jo’burg. Dicen que allí hay más mulatos como yo.
El futuro será mejor en Jo’burg. Eso mismo había dicho la señorita Rose cuando se
despidió con su vestido azul y los labios pintados de rojo. Miré a mi hija, que estaba a
punto de convertirse en una mujer con la piel de un color intermedio, como el agua del
Groot Vis, y comprendí que daba igual lo que le dijera. Desde el día en que aquel médico
tan amable me explicó lo que era la herencia, supe que Dawn nunca sería mía. La visita de
la policía a medianoche aumentó su deseo de alejarse de Cradock House, y esta última
crisis vino a darle la razón: tenía que sacudirse para siempre el polvo del Karoo.
¿Quién era yo para juzgarla? Yo misma había regresado a Cradock House impulsada
por el mismo deseo.
—dije atropelladamente
Me miró. Sus ojos azules brillaron como dos brasas de carbón negro.
Volví a sentir que se me helaba el corazón, porque esa fuerza que quizá podía
ayudarla a sobrevivir también podía arrebatarle su ternura. La ternura que seguía
conservando a pesar de las injusticias diarias. Y recé para que el mundo cambiase pronto y
eso nunca llegara a ocurrir.
El día amaneció gris, como la mañana que nació Dawn y fui a por agua, con mi hija
en un brazo y el cubo de mi tía en el otro. El borde del sol empezaba a asomar por el
horizonte, iluminando de rojo los koppies al fondo del poblado. La gente pasaba deprisa,
algunos con maletas, como Dawn, otros sin nada. No se oía ningún ruido. La melodía del
Bach del poblado no había alcanzado a esa hora su volumen habitual, y los alborotadores
todavía no se habían llenado los bolsillos de piedras.
—. Gracias, Ndwe.
Las dos intentaban facilitarme las cosas. Intentaban camuflar mi silencio y el peso
que me hundía por momentos mientras nos acercábamos por las calles de tierra a Bree
Street, a Church Street y al puente del Groot Vis, hasta la estación donde mi hija se
marcharía antes de que el sol se levantara sobre el horizonte.
Un grupo de chicos con el pelo al estilo africano saludaron a Dawn con la mano,
pero se quedaron quietos al ver que llevaba una maleta y el abrigo de luto de mi madre
colgado de un hombro. No se paró a hablar con ellos, como habría hecho cualquier otro día,
sino que siguió andando entre Lindiwe y yo. Incluso la cárcel estaba tranquila. Una línea de
furgones aparcados esperaba en silencio el momento de empezar su cruel actividad diaria.
Llegamos a Church Sreet. Dawn miró hacia el parque Karoo, en Market Square,
donde los bancos en los que yo me sentaba de pequeña ahora eran sólo para los blancos, y
así lo decían los carteles. Ella nunca había llegado a sentarse allí para calentarse los pies al
sol. Pusieron los carteles poco después de que naciera.
Llegamos al puente. El Groot Vis pasaba despacio entre las piedras donde las
primeras lavanderas buscaban un sitio para instalarse. Los nidos de los tejedores, caídos de
los árboles, flotaban en el agua. El cauce estaba bajo, pero no quisimos cruzar por el vado,
para que Dawn no se mojara los pies; además, tampoco parecía la mejor manera de
despedirla.
—¿Mamá?
—Dawn me cogió del brazo y me ayudó a subir las escaleras de la estación, porque
me había parado y me quedé mirando alrededor, como si estuviera en un lugar desconocido.
—Sí
—A Johannesburgo
—le dijo Dawn al hombre que estaba detrás de los barrotes de la ventanilla para los
negros
—. Sólo ida.
—dijo.
—Volveré, mamá
—Sí
—conseguí decir
—Lo mismo que le dije cuando se fue de Cradock House. El tren lanzó su silbato en
fa sostenido.
—Vamos
—. El último abrazo.
Las puertas se cerraron cuando subieron los últimos pasajeros. Dawn se soltó de mis
brazos y subió al vagón. Dejó en el suelo la maleta y el abrigo de mamá y se asomó por la
ventanilla. La emoción luchaba con el llanto, porque tenía muchas ganas de irse, muchas
ganas de salir al encuentro del buen futuro que creía que la esperaba en Johannesburgo.
Lindiwe y yo nos pusimos de puntillas para cogerla de la mano.
Con gran esfuerzo, el tren arrancó entre nubes de vapor. Las palomas levantaron el
vuelo desde las vigas. Eché a correr por el andén sin separarme de mi hija, apurando hasta
el último momento. Lindiwe me gritó para que parase. Llegamos al final del andén y su
mano se escapó de la mía.
El tren empezó a coger velocidad. El vagón en el que iba Dawn tomó la curva. Otra
explosión del silbato, esta vez un tono por debajo del do sostenido, y la locomotora se
adentró en el desierto del Karoo, camino del cruce de De Aar y de Johannesburgo, donde
había oro debajo de la tierra y un montón de problemas encima. ¡Qué Dios la proteja!
—Ven
—. Volveremos juntas.
—Volverá
—. Algún día.
—¿Por qué?
Nos detuvimos en la esquina de Church Street con Dundas. Lindiwe tenía que ir
hasta el final de Bree Street y yo tenía que seguir por Dundas. Me abrazó con fuerza. Ni
siquiera ahora que tiene varias chozas Lindiwe ha perdido la fuerza en los brazos.
Quedamos en vernos ese mismo día.
Dundas Street estaba tranquila y hacía fresco a la sombra de los pimenteros. El sol
se había escondido un momento detrás de un koppie pero pronto volvería a asomar para
despertar la calle con su calor repentino, como la bocanada que sale de un horno al abrir la
puerta. A Dawn le encantaba el frescor de la mañana en Cradock House, sentir el rocío en
los dedos de los pies, oír los trinos de los bubús silbones y ver cómo abrían sus pétalos las
uñas de gato cuando pasaba corriendo entre ellas.
Fue el coche en la puerta lo que me indicó que pasaba algo. Las visitas siempre
subían hasta la puerta principal por la avenida del jardín. Además, ¿quién podía venir antes
del desayuno?
Apreté el paso y enseguida eché a correr por el borde de la acequia seca, porque vi a
la señora Pumile en la calle, tapándose la boca con las manos. Justo en ese momento se oyó
el aullido de una sirena. No era la temida sirena de la policía: tenía un tono distinto, un
ritmo distinto. Una ambulancia blanca con las luces encendidas salió despacio del jardín y
enfiló la calle.
—¡Qué desgracia!
No podía hacer nada más que trabajar. Era sábado y no tenía que ir al colegio. Otros
sábados eso significaba que Dawn venía a pasar el fin de semana y yo preparaba un festín
para ella, pero esta vez no sería así. Fui a la kaia a cambiarme de ropa y me puse un doek
en la cabeza, como hacía mi madre. Intenté tranquilizar el remolino de mis pensamientos.
Si el señor estaba en el hospital, ¿cómo iban a procesarlo? ¿Tenía la ley en cuenta la
enfermedad? ¿Podían meter en la cárcel a un hombre enfermo? ¿Se volvería entonces la ley
contra mí, con toda su fuerza?
Volví a la casa y esta vez fui al dormitorio de Phil. Me subí en el baúl de los juguetes
para ver el pueblo, y el Karoo, buscando un tren que se alejaba serpenteando hacia el norte,
pero no había nada. Sólo las inmensas llanuras amarillas, salpicadas por los koppies, donde
un coche levantaba de vez en cuando una nube de polvo.
—¡Ada!
—¡Ay, Ada!
—Vi la ambulancia
—murmuró, apretándose los ojos cerrados con las puntas de los dedos
Fui a la cocina y puse el agua a hervir. Saqué la bandeja, la cubrí con un paño
bordado y busqué la tetera individual de la señora Cath, la que se había traído de Irlanda y
usaba cuando se tomaba un té a solas. Corté en triángulos unas rebanadas de pan de centeno
casero y las unté con mantequilla y mermelada de albaricoque de nuestro árbol.
—. Por favor
Dudé un momento, pero sonrió y señaló hacia la cocina. Fui a por una taza y un
poco más de agua y serví el té para las dos. Después me senté enfrente y esperé mientras
probaba el té y se obligaba a tomar un poco de pan.
Cuando el señor volviera a casa, ¿quién cuidaría de él? ¿Sería capaz de encontrar un
poco de compasión para cuidarlo? No tenía esa obligación, pero seguro que Dios así lo
esperaba de mí. Vi el rostro del señor, sus ojos azules apagados, el pelo peinado con
cuidado, los labios severos, que sólo se suavizaban para la señora y la señorita Rose. No
voy a hacerte daño, Ada...
Me quedé muda y miré a la señora Cath. No podía ser. Seguro que no.
—Ha tenido un infarto. Lo intentaron todo, pero murió camino del hospital.
—Dejó la taza en la bandeja haciendo tintinear el plato.
Me acerqué a mirar por la ventana. El coche que había visto en la puerta por la
mañana ya no estaba. Tal vez era del médico. Quizá el médico acompañó al señor en la
ambulancia y luego volvió a por el coche, cuando el señor ya había muerto.
Mi hija se había ido inútilmente. Se había ido para salvarnos a su padre y a mí, y
también en busca de un futuro mejor, un futuro que quizá aquí nunca encontraría de todos
modos.
Aunque tal vez no todo había terminado. Tal vez no habían tirado los papeles. Tal
vez vendrían a por mí con más rabia que nunca al ver que el señor se les había escapado.
—¡Ada!
Ahora estoy delante de la iglesia con un doek para cubrirme la herida, mi mejor
vestido azul marino y mis zapatos de tacón, los que me compré para dar el concierto en el
colegio. Es posible que algunas de las personas que empezaban a llegar al funeral
estuvieran ese día en el concierto y me hubieran aplaudido. Una vez quise creer que mi
habilidad con el piano serviría para que se olvidaran del color de mi hija
—mi tía, mis compañeros del colegio
—, pero no fue así. Ahora lo sé, y no debo hacerme ilusiones de que esta
congregación blanca deje a un lado su repugnancia, por más que mi música les inspirase
aquel día. Tampoco sirve de nada que la señora Cath me haya perdonado. He pecado.
Incluso ahora que el señor ya está en la tumba, para ellos sigo siendo una pecadora.
Sin embargo, he demostrado que soy capaz de vivir con esa culpa. Dios Padre me ha
protegido hasta ahora, y el rechazo de los blancos, por grande que sea, no va a cambiar eso.
Mientras tenga un piano, puedo aguantar lo que venga. Hasta la partida de mi hija se vuelve
soportable cuando el aire se llena de música.
Esta vez sí hay contacto físico en el primer banco. La señora Cath me da la mano y
me la aprieta con fuerza. Está preocupada por mí. Yo estoy tranquila, porque sé que la
brecha y el brazo hinchado no tardarán en curarse. La señorita Rose ignora este gesto de su
madre, lo mismo que me ha ignorado a mí desde que llegó. Mira al frente, con un sombrero
negro de ala ancha y rígida y la falda ceñida en las rodillas. La señora Pumile murmuró
entre dientes al ver lo corta que era la falda de la señorita Rose. No ha venido con Helen,
que está en un internado en Johannesburgo.
Se me corta la respiración.
— fingen que nunca ocurrió. Que la niña mulata con los ojos de Edward que antes
vivía en Cradock House no existe. Que la chica mulata que llevaba la música en los pies y
la rebeldía sólo pasó por allí casualmente. Como ya no la ven, nunca ha existido.
En el Ayuntamiento también creen que basta con quitar a la gente de la vista para
que deje de existir. Han decidido trasladar a otra parte los dos poblados, Lococamp y el que
está al final de Bree Street. El nuevo poblado se llamará Lingelihle y van a construirlo lejos
del pueblo, en la carretera de Port Elizabeth, para que sólo se vea a lo lejos el campanario
de la Iglesia Reformada Holandesa. Dicen que es para evitar el hacinamiento. Dicen que es
por higiene. En eso tienen razón, pero no entiendo por qué, si eso les preocupa tanto, no se
limitan a mejorar lo que ya hay.
Esto significa que van a derribar nuestro colegio. Significa que las chozas de
Lindiwe, que tanto se ha esforzado en cuidar, también las echarán abajo. Sólo se librará el
colegio St. James, porque está bastante alejado del final de Bree Street, y por la influencia
del reverendo Calata.
Dicen que las casas de Lingelihle serán de ladrillo, que construirán colegios y que la
vida allí será mejor y más limpia, aunque estén más lejos del pueblo y en un terreno más
alto, y el viento, en invierno, sea más frío que en los antiguos poblados. Dicen que lo
ordena la ley.
Hay reuniones en el salón de actos del colegio St. James, donde la pintura se cae de
las paredes y la gente se pregunta, dado que ya hay escasez de pintura, de dónde van a sacar
la necesaria para pintar los nuevos edificios. Se habla mucho de las indemnizaciones que
recibirán los que pierdan sus casas, por pobres que sean. Yo sé lo que es una indemnización.
Es un pago por algo que se ha perdido, como me explicó Jake cuando dijo que la
generosidad de la señora Cath era una manera de compensarme por la pérdida de Cradock
House cuando me fui de allí porque estaba embarazada. Pero también sé que el dinero
nunca puede sustituir la pérdida sentimental. Las chozas de Lindiwe eran muy humildes,
pero las había construido con mucho esfuerzo y con sus propias manos, y en las chozas de
alrededor vivían personas a las que conocía y que la conocían, y también conocían a sus
padres y a sus abuelos. Eso no podía compensarse con nada.
—dijo Veronica, la profesora que cuidaba tanto de sus polluelos y se asustó cuando
empezaron a quemar los pases
—Tres rands con sesenta y ocho para una casa de dos habitaciones y cuatro rands
con treinta y nueve para una de cuatro.
—Pero ahora pagamos un rand con cincuenta. ¿Por qué tenemos que irnos?
—preguntan otros.
—Las casas serán mejores que las que tenéis ahora. Y trataremos de indemnizaros.
—gritan desde la zona donde la gente está más enfadada, y todos respaldan su
oposición
¿Y yo?
Miro alrededor. Algunos me reconocen pero otros no, porque soy la mujer que pecó
con un hombre blanco y los blancos son nuestros enemigos. Me desprecian todavía más
porque no vivo en el poblado. A la gente que no demuestra su solidaridad la apalean. Lo
llaman «violencia intrarracial». Y también soy una presa fácil para la policía. Saben quién
soy, conocen mi pecado y pueden detenerme cuando quieran. Ten cuidado, me digo. En esta
guerra no hay ningún bando bueno.
Mentalmente sigo viviendo con mi hija. Me despierto con ella en el amanecer gris, y
la veo salir a buscar trabajo entre los miles de personas que esperan encontrar un futuro en
las minas de oro, y la vigilo cuando cae la noche y el humo oculta las estrellas. Puede que a
todos nos pase lo mismo. Puede que todos vivamos con aquellos a los que amamos. Una
vez yo viví con Phil, una vez oí silbar las balas por encima de su cabeza y sentí la arena de
Sidi Rezegh dentro de sus uñas. A veces me imagino que somos una familia: él, Dawn y yo.
Sé que, desde que murió el señor, la señora Cath también se imagina estas cosas con
la misma intensidad. Cuando estoy en el poblado, se imagina lo que estoy haciendo y se
pone en mi lugar como profesora. Cuando vuelvo a casa, quiere que le cuente todo lo que
ha pasado ese día. Es ella quien sostiene las dos mitades de mi vida dividida, sobre todo la
parte que muy pocos blancos ven. Y mientras las hogueras arden en todas partes y la lucha
se vuelve más violenta, la señora Cath se preocupa por mí y por Dawn, porque no sabemos
cómo son sus días.
—Acaricia la foto de una Dawn pequeña y sonriente que ahora está en la pared de la
cocina, porque ya no hay necesidad de esconder esas cosas, como cuando estaba el señor.
Tampoco puedo contarle que Dawn cambia de dirección muy a menudo, que todavía
no ha encontrado trabajo y que sus cartas están llenas de historias de luces de colores en
vez de esfuerzo. No le cuento que parece estar siguiendo el mismo camino peligroso de la
señorita Rose. En otro mundo, la señorita, que a fin de cuentas es su hermana, la ayudaría a
encontrar trabajo o un sitio donde quedarse. Pero están tan lejos la una de la otra como lo
está Irlanda de Cradock, aunque vivan bajo el mismo trozo de cielo.
—. Dale tiempo.
—Y se pone a tocar una pieza de Mozart, pero sus dedos están distraídos, se salta un
par de pasajes difíciles, se detiene a la mitad, empieza a tocar otra cosa con el mismo
resultado, y por fin dice que está cansada y que será mejor dejarlo para mañana.
Aunque tengo muchas cosas por las que dar las gracias aquí, en Cradock House, mi
vida se encuentra en un limbo extraño.
Pensé que me sentiría más libre sin Edward, y en ciertos aspectos es así: puedo salir
con quien me apetezca y expresarme con toda libertad, sin necesidad de justificarme.
Pero este país que tanto he llegado a querer me tiene atrapada en su maldad. Viajar
se ha vuelto difícil y caro con el apartheid. Sigo soñando con volver a Irlanda. Han pasado
más de cincuenta años desde que vi las olas en los guijarros de Bannock Cove por última
vez. Cincuenta años desde que oí la melodía del río al caer por los acantilados. ¡Tengo
tantas ganas de abrazar a los hijos de mi querida hermana Ada y de mi hermano Eamon...!
Sin embargo, dicen que no hay que volver al lugar donde uno ha nacido después de
una larga ausencia. ¡Tantas cosas habrán cambiado! Tengo que alegrarme con lo que he
encontrado en mi país de adopción, a pesar de tanto sufrimiento. Tengo que agradecer la
devoción de Miriam, y después la de Ada y de Dawn. Son mi familia, como escribí en mi
diario hace tantos años.
Sé que estoy intentando encajar todas las piezas de mi vida dividida para que tengan
un orden, un sentido: la muerte del señor, la partida de Dawn, la inquietud de la señora
Cath, el traslado forzoso de mi colegio y la destrucción de los poblados. Todo ha ocurrido
de repente. Quizá sea porque todavía me sigue doliendo la cabeza, aunque el brazo ya se ha
curado y no me molesta cuando toco el piano. Quizá sea porque estoy cansada.
Tal vez por eso me esfuerzo en seguir esa voz que resuena dentro de mí, una voz que
me dice que es hora de hacer algo. Dawn ya no está aquí y no necesita mi protección. El
señor ya no puede tener problemas con la ley y la policía no ha venido a detenerme. Soy
libre, pero temo levantar la cabeza después de tantos años buscando las sombras. Sin
embargo, ha llegado el momento de dar un paso. Si es posible romper las barreras que
separan a los negros de los blancos en Cradock sin recurrir a la violencia, tengo que
participar.
¿Qué diría Phil? ¿Me animaría a ser valiente, como lo animaba yo a él? Pero esta
guerra no es como la suya. Aquí no hay bombas que caen del cielo de repente, ni tanques
que aplastan a los hombres en la arena del desierto. Ésta es una guerra de hambre y de
crueldad, una guerra de normas que asfixian y de muerte que se acerca lentamente.
He visto el poblado nuevo y las casas nuevas. Es verdad que son mejores, pero están
muy lejos del centro de Cradock. Aun así, mucha gente quiere mudarse cuanto antes;
muchos confían en encontrar un futuro mejor, aunque los antepasados tengan que ir a
buscarlos hasta allí. Los que dirigen la lucha dicen que el traslado es una imposición de los
blancos, una demostración de poder, y tiene razón. Pero si las casas son sólidas y los
colegios están mejor equipados
—y si se encuentra la manera de enseñar a los alumnos la verdad
—, entonces puede que la vida sea un poco más saludable que antes. Y eso es mucho
para la mayoría de la gente.
Llevo muchos años pidiendo a Dios que me diga lo que es justo, si las personas de
distinto color pueden mezclarse libremente. Si es así, y el apartheid es malo, ¿no es la
guerra la única respuesta? ¿No cuentan con Su bendición la lucha y la revolución? El
sacerdote del koppie decía que sí, pero Dios nunca me ha contestado, y nunca he sabido
cuál es Su voluntad.
«Sabes inglés, Ada. Sabes cómo se lleva una negociación. Éste es mi plan para ti.
Por eso te he protegido. No para que vivas a través de tu hija, porque ya no puedes influir
en su camino. Ni para que te refugies en Cradock House con el único consuelo de la
música. Sino para hacer las cosas de otra manera.»
He descubierto que tengo en el banco más dinero del que esperaba con mi sueldo de
profesora. Se lo he preguntado a la señora Cath, y dice que ha seguido pagándome, aunque
el acuerdo era darme comida y alojamiento en Cradock House.
—exclamó, levantando la vista del ramo de rosas que estaba poniendo en la repisa
de la chimenea
Nunca he pensado qué pasará cuando falte la señora Cath, pero sé lo que es una
pensión. Lo he visto en el periódico. Los blancos hablan mucho de las pensiones. Sospecho
que es una de esas cosas que son sólo para ellos, como el oro de las minas.
La generosidad de la señora Cath significa que tengo más dinero del que necesito,
aunque igualmente sigo ahorrando todo lo posible. Le mando dinero a Dawn y me compro
una camisa nueva de vez en cuando, pero casi todo lo guardo en el banco.
—, por si te pones enferma. Las medicinas son muy caras. ¿Y dónde vivirás cuando
seas mayor?
Eso ya lo sé. Aunque tenga unos buenos cimientos, Cradock House no resistirá
eternamente, o acabará en manos de una familia que no se interese por mí. En este mundo
no hay nada seguro. Tengo que guardar en el banco lo suficiente para que mi hija y yo
estemos a salvo hasta que Dios quiera llamarnos. Incluso, contando con eso, todavía sobra
un poco.
Jake me dijo una vez que hay muchas maneras de hacer la revolución.
No era habitual que una mujer negra fuese sola a hablar con el delegado.
Normalmente, las mujeres venían en grupo y con pancartas, para protestar por los pases o
por la basura sin recoger, o acompañadas de algún hombre, que era quien hablaba. El
delegado casi siempre se negaba a recibir a esos grupos, y la policía vigilaba los
alrededores preparada para intervenir si había problemas.
—Puede esperar
—dijo con indiferencia la chica que estaba detrás del mostrador
—Esperaré.
—Se volvió a un joven que apareció a su lado y puso los ojos en blanco. Me recordó
a la señorita Rose, aunque no era tan guapa como ella.
Detrás no había bancos ni sillas, así que me senté en el suelo debajo de un pimentero
y agradecí su sombra. Mi cabeza ya no aguanta el sol directo. La hierba se había secado y
me preocupó presentarme ante el delegado con la falda sucia. La gente entraba y salía,
quejándose del calor. Casi nadie se fijaba en mí, pero un señor se paró para decirme que allí
no había trabajo.
—Abrió la boca como si quisiera decir algo, pero cambió de opinión y se fue
corriendo. Era más de mediodía cuando la chica del mostrador salió y me hizo señas. Había
estado ensayando lo que quería decir hasta que me lo aprendí de memoria, pero no estaba
segura de si sería capaz de hablar, porque tenía la boca seca, igual que los nervios. Aquello
no era como cuando fui a pedirle trabajo al señor Dumise. No contaba con mi música para
que hablase en mi nombre.
—brillaba bajo la lámpara del techo. Movía la mano muy deprisa por encima del
papel. Me acordaba de él, porque lo había visto en el colegio St. James. Esta vez estaba
solo, sin concejales al lado ni policía guardando sus espaldas. En un rincón, encima de una
mesa, un ventilador levantaba un montón de papeles que estaban cerca del arco que hacía al
girar. En otra pared había un mapa. Distinguí el Groot Vis y una serie de cuadrículas
rectangulares que se extendían desde la orilla del río. Era Lingelihle.
—Buenos días, señor. He venido para hablar de las indemnizaciones a la gente que
tiene que mudarse.
Dejó la pluma con la que estaba escribiendo y levantó la cabeza para secarse el
sudor de la frente ancha. A pesar del ventilador, parecía que faltaba el aire. Me acordé del
salón de actos del colegio el día que fui a pedir trabajo.
Me pasé la lengua por los labios secos. Acuérdate de lo que te dijo Phil, pensé.
Acuérdate del silencio en la negociación...
—weg is jy
—, estoy trabajando.
—Me indicó con la mano que me marchara y volvió a sus papeles. No entiendo por
qué las personas importantes no tienen quien se ocupe de su ropa como es debido. El
delegado lleva el cuello sin almidonar.
—Tengo dinero, señor. Estoy dispuesta a poner una parte para la indemnización.
—Pero si no necesita mi dinero, iré al Midland News y les diré que ustedes tienen
suficiente para pagar las indemnizaciones
—añadí.
—Miró el teléfono y luego la puerta abierta. Había policías vigilando la entrada del
edificio. No tenía más que gritar y...
Me temblaron las piernas. Apreté las manos en los costados. No llevaba un eje de
bicicleta en el bolsillo. Sólo las palabras podían salvarme, sólo las frases que había
preparado podían evitar que me detuvieran y me metieran en la cárcel, porque eso es lo que
pasaría si el delegado gritaba para que la policía lo oyese o si cogía el teléfono para avisar a
los guardias de seguridad.
Una cosa que he aprendido es que los blancos temen la atención de los periódicos, y
el delegado no era una excepción. Se inclinó ligeramente y apoyó los puños en la mesa.
Después abrió las manos y estiró los dedos, como si se le hubieran agarrotado de pronto.
—dijo, con forzada amabilidad, sin apartar la vista de la mesa, como hacía el señor
cuando no quería mirarme a los ojos
—. Skoon.
—Se irguió para mirarme y volvió a fijarse en mi ropa. Su voz se volvió más áspera
—. ¿Y la tercera carta?
—¿Quién eres?
—Estuvo a punto de saltar por encima de la mesa. Se le hincharon las venas del
cuello y volvió a apretar los puños.
—Guardé silencio
—. Y lo elogiarán por eso, señor.
—gritó. Una abeja que llevaba un rato chocando contra el mosquitero de la ventana
cayó al suelo. Me saqué un papel del bolsillo y lo dejé encima de la mesa. Había pasado por
el banco, para que me dieran un justificante del dinero que tenía. No decía mi nombre, sólo
la cantidad.
—Es todo lo que tengo, y quiero usarlo para ayudar a la gente si el Ayuntamiento no
tiene lo suficiente.
Miró el papel con recelo y me observó con atención. Tenía la cabeza sudorosa. El
justificante del banco iba sellado y fechado. La tinta se había corrido un poco con el calor
mientras esperaba sentada en el patio, pero los números se veían perfectamente. Como es
natural, no tenía el dinero necesario, pero sí más de lo que él esperaba. Cogí el justificante
para guardarlo en el bolsillo.
Me he enterado, no por Ada, sino por nuestro tímido alcalde. Vino a verme y se
sentó en el salón, retorciendo el sombrero entre los dedos, y dio un salto cuando Ada vino a
traer el té.
Fue más tarde, al subir a mi dormitorio para acostarme un rato, cuando vi el sobre
encima de mi diario, en el tocador, al lado de un jarrón pequeño con los geranios que cogí
ayer.
—No, no te levantes
—. Ada, querida
—dijo en voz baja, alisando el chal azul de mi madre que estaba a los pies de la
cama
—. ¿Por qué has hecho eso? ¿Por qué has amenazado al delegado? Es casi un
chantaje.
Esa palabra era nueva para mí. Pensaba que lo que había hecho era empezar una
negociación, aunque, cuando se negocia, las dos partes salen ganando algo. Pero en este
caso yo no tenía la intención de que el delegado ganase nada, así que tal vez no fuera una
negociación. Cuando se marchó la señora Cath, busqué «chantaje» en el diccionario: el
intento de conseguir dinero mediante amenazas. Me di cuenta de que era exactamente lo
que yo quería, con la diferencia de que el dinero no sería para mí sino para las personas a
las que había ido a defender en el Ayuntamiento esa mañana.
—Le he dejado una carta
—Ya lo sé.
—No.
Porque seguramente los alcaldes eran como los delegados, y tenían el mismo poder,
si no más. Tendría que haber pensado que intentarían atacarme a través de mis seres
queridos, y aho-ra que Dawn se había marchado, la siguiente era la señora Cath.
—Volveré para decirle que esto no tiene nada que ver con usted
—No, Ada
—. Lo que has hecho ha sido muy valiente. Hoy en día hay muy pocas personas con
convicciones.
—Sí, señora.
Acarició la partitura con los dedos largos. Últimamente estaba un poco encorvada y
necesitaba unas gafas especiales para ver las teclas del piano.
Me estaban esperando en el Groot Vis, donde Church Sreet cruza el puente y sigue
hasta la estación y el inmenso Karoo un poco más allá. No fueron a buscarme a Cradock
House, donde la señora podía haber intervenido, y tampoco al colegio, donde mis alumnos
podían haberse interpuesto. Decidieron esperarme junto al río, a la sombra de un pimentero,
como si estuvieran descansando, entre el alboroto de los tejedores y el paso del agua turbia
y perezosa entre las piedras.
—¡El pase!
—me pidió uno de ellos. Su compañero estaba apoyado en la parte de atrás del
furgón, masticando y observando a la gente que se alejaba del coche y bajaba la cabeza.
Todos los días pasaba lo mismo. Yo también apretaba el paso cuando veía un furgón y sabía
que estaban pidiendo los pases. Busqué el documento con torpeza, porque me levantaba
con el brazo entumecido hasta que empezaba a tocar el piano. El policía apenas miró el
papel.
—Suba al coche
—dijo, lanzándome el pase y haciendo una señal al compañero para que abriera la
puerta trasera del furgón.
—¿Por qué?
Esto no era un control al azar. Conocían mis movimientos entre el colegio y Cradock
House y sabían dónde ponerse. Me habían estado vigilando y me estaban esperando. Era
una emboscada, como la que le tendieron los tanques a Phil en Sidi Rezegh. Como hacen
los leopardos en el veld, cuando acechan a su presa y esperan el momento de atacarla.
Yo había infringido la ley. Me había acostado con un hombre que no era del mismo
color que yo. Y había entrado en el despacho del delegado con la intención de cambiar unas
cartas por la indemnización que mi gente merecía. Tenían razón. No era por el pase.
Había muy poco espacio en la parte de atrás del furgón y tuve que sentarme con las
rodillas en el pecho. Dawn, me sorprendí murmurando, Dawn... El coche dio la vuelta para
ir por Church Street y giró en la esquina de Bree Street, en dirección a la cárcel donde te
podían encerrar aunque fueras inocente, como decía mi madre. Las casas que veía cuando
paseaba por la calle pasaban ahora borrosas como un látigo al otro lado de la ventanilla. Vi
la buganvilla roja que cubría una tapia, la fachada de piedra de la iglesia de St. Peter, donde
había oído un órgano por primera vez, y finalmente la cárcel. El furgón se detuvo despacio.
Me metieron a empujones por una puerta trasera y me llevaron a una habitación sin
muebles que tenía una sola ventana, alta y con barrotes. Me quedé un rato parada en el
centro, y al ver que no venía nadie me senté en el suelo, con la espalda en la pared y las
piernas estiradas, y me fijé en los rayos del sol en la pared de enfrente. No sabía qué hacer
con las manos. Las levantaba y las extendía, pidiéndoles que se estuvieran quietas o que
tocaran una pieza imaginaria de Beethoven o las notas sueltas de las Gotas de lluvia. Las
manos de Phil no paraban de temblar con el recuerdo de sus compañeros muertos...
¿Debía rendirme enseguida y decir que había sido un error escribir esas cartas? ¿Que
no era mi intención amenazar al delegado? ¿Que no soy una mujer ignorante y estúpida, y
creía que podía ayudar? Con un poco de suerte sólo irían a por mí. Me amenazarían y me
dejarían tirada en la calle, o me darían una paliza antes de dejarme tirada lejos de Cradok
House, lejos del poblado y de todo lo que conozco, en alguna parte del país donde no he
estado nunca, como el Transkei, adonde la señora Pumile siempre está diciendo que va a
volver, pero nunca vuelve. Sería una exiliada, pero seguiría viva. Y, si Dios tenía piedad, mi
hija también estaría a salvo.
¿O debía olvidarme del temblor de las manos y del miedo creciente a que buscasen a
Dawn en Johannesburgo... y esperar? ¿No decir nada? Esperar a que el Midland News
publicase mi carta. Esperar a que un periódico extranjero se interesara por una mujer negra
de un pueblo del Karoo, conocido sólo por sus koppies, su polvo marrón y su falta de
lluvia.
Tal vez fuera una estupidez esperar que alguien se interesara por mí. Que el
Ayuntamiento o el Midland News o el otro periódico estuvieran dispuestos a hacer algo.
—. No lo niegues, porque tenemos todas las pruebas. Verstaan jy? ¿Lo entiendes?
Repasó los papeles deprisa hasta que encontró el que estaba buscando. El otro
policía miraba el techo.
—Quieres arruinar a este país. Has recibido órdenes para crear problemas.
—El policía seguía hablando a la mesa y a los papeles que tenía delante, como otros
cuando no querían mirarme a los ojos. Lo hacen para manifestar su desprecio, pero a mí me
parece cobardía.
Me fijé en que llevaba el uniforme bien planchado, por unas manos negras, y la
rabia creció dentro de mí. ¿Por qué, si nos odian tanto, seguimos siendo tan útiles?
—Si van a juzgarme, señor, intentaré defenderme.
Entonces me miró, y su compañero también apartó los ojos del techo y me lanzó una
mirada hostil.
—dijo, pensativo
—. Pero no hay necesidad de celebrar un juicio. Las pruebas son muy claras.
Contundentes y klaar.
—En ese caso podrán meterme en la cárcel hasta que se cumpla el plazo. Si quieren
encerrarme más tiempo, tendrán que celebrar un juicio. Lo dice la ley.
El policía agarró la carpeta con furia, se levantó de un salto y volcó la mesa, que
aterrizó al suelo delante de mí. Retrocedí, asustada, y me caí al suelo encima del brazo que
ya tenía magullado, apoyándome con las manos. ¡Por favor, Dios, protege mis manos para
el piano!, pensé, al chocar contra el suelo de cemento.
Un juicio significa publicidad, como la que ha conseguido un hombre del CNA que
se llama Nelson Mandela. Preparó él mismo su defensa y pronunció un discurso que ha
llegado a todos los rincones del país. Los blancos no quieren dar esa publicidad a los
negros. No quieren que esas cosas aparezcan en los periódicos.
Me dejaron sola el resto del día, y lo pasé soplándome las manos doloridas,
contemplando el lento avance del sol en la pared y obligándome a no preocuparme por
Dawn, a imaginarla en Johannesburgo, buscando su camino y a salvo. Por la ventana oí
llegar varios furgones, y la risa ronca de los policías. Y entonces Phil vino a sentarse a mi
lado, y Dawn bailó para mí, con el pelo revuelto y los pies como un remolino, y mi madre
me acarició en el hombro, aunque movió la cabeza al ver donde estaba. «Mal hecho, hija
—. ¿No te enseñé cuál era tu sitio? ¿Qué tontería has hecho para terminar aquí?»
No conozco bien a Dios Padre. Le rezo a menudo, pero nunca me responde o tal vez
no oigo lo que me dice. Otros dicen que oyen Sus respuestas todos los días, pero a mí sólo
me pasó una vez, y es Su voz lo que me ha traído hasta aquí. «Éste es mi plan para ti
Pero, al llegar la noche, cuando el frío me entumeció el cuerpo y tenía la boca seca,
porque no me habían dado agua en todo el día, empecé a dudar de que aquélla fuera la voz
de Dios, y aquél, el plan que tenía para mí. ¡Si viniera y me lo explicara...!
Quizá estoy siendo injusta. Tal vez fue Él quien mandó a Phil a sentarse a mi lado,
en el suelo de cemento, y a Dawn a entretenerme cuando empezaba a oscurecer, y a mamá a
recordarme quién era yo. Tal vez Dios no me habla directamente, sino a través de las
personas a las que quiero.
Creo que pasaron varias horas antes de que alguien abriese la puerta para dejar un
cubo, a modo de letrina, y un poco de agua en un vaso de plástico.
No vino nadie.
Nunca he visto una noche tan negra. Incluso en el poblado, a pesar del humo, había
un poco de luz; pero aquí, en esta celda que mide cinco pasos, tienen el poder de ocultar las
estrellas y amortajar la luna, aunque siga en el cielo a la vista del mundo entero.
—Staan op!
Una luz intensa
—¿sería la luna?
— me dio en los ojos. Intenté apartarme del foco, pero me siguió hasta el suelo,
donde me quedé agazapada a cuatro patas, como los animales nocturnos cegados por los
faros del coche del señor. Del señor, que vino a por mí cuando Dawn estaba naciendo.
Era el mismo policía, pero esta vez venía sólo, y tampoco trajeron la mesa y las
sillas. Mi cabeza, dolorida de estar apoyada en el cemento, se negaba a funcionar. Ya no soy
joven, y últimamente mi cabeza tarda en ponerse en funcionamiento. Es posible que me
haya vuelto blanda, acostumbrada al colchón de Cradock House...
—¿Quién? Wie?
No sé qué quiere. Yo sólo recibo órdenes del señor Dumise, pero ésas no son las
órdenes a las que él se refiere.
Confío en que Dios me perdone por volver a mentir, pero no quiero decir nada que
pueda poner en peligro a Lindiwe. Tengo que fingir que no sé nada de Jake, que
columpiaba a Dawn por el aire y nos traía salchichas y hablaba de la lucha. De Jake, que
me esperaba en la orilla del río y una vez me sonrió con cariño. No diré nada de sus planes
de irse a un país para aprender a usar las armas y de volver con armas para empezar la
revolución.
Los contornos de la celda empezaban a hacerse visibles con la luz del día: el sol
tenía aún más poder que la policía para ocultar la luna y las estrellas.
—dije con la voz ronca y los labios agrietados. La mano negra asomó por la puerta y
le acerqué el cubo.
Me bebí el agua despacio y me pasé la lengua por los labios para humedecerlos con
las últimas gotas. Quería meter la cabeza debajo de un grifo de agua fresca, como hacía en
el lavadero de Cradock House. Empecé a soñar con agua. Moví los dedos de los pies
Cuando el sol daba con más fuerza en la pared, empezaron a oírse sirenas y gritos al
otro lado de la ventana. Intenté oír lo que decían, pero eran voces blancas, hablaban en
afrikáans, y yo no entiendo bien el idioma. En vez de eso, vi una columna de hormigas,
alertadas por la posibilidad de encontrar comida, que avanzaba en fila desde la ventana
hacia el suelo y rodeaba el plato de aluminio con las sobras de maíz del día anterior.
Me estoy debilitando.
Me levanto y me obligo a pasear por la celda, para hacer ejercicio. Cinco pasos
adelante, media vuelta, cinco pasos atrás.
Vuelve a dolerme el brazo y tengo las manos hinchadas, demasiado grandes para las
teclas del piano.
Una taza de agua en el suelo. A veces un poco de maíz, otras veces nada.
Es de noche.
Al principio negaron que hubiera nadie con ese nombre en las celdas, hasta que pasó
por allí un joven periodista del Midland News. Lo había mandado el director, tras recibir la
carta de Ada. Por lo visto el periódico de Europa al que Ada envió la tercera carta también
se ha interesado por el caso.
Por un lado estoy muy orgullosa de ella, aunque por otro lado temo que haya
desatado la tempestad.
«Vuelva mañana.»
—Staan op!
Unas manos me empujaron por la espalda. Quise alcanzar los zapatos, pero estaban
demasiado lejos. Alguien blasfemó y me los lanzó.
Me tambaleé hasta la puerta. No estaba segura de que no fuera un truco, otra manera
de hacerme confesar.
—¡Vete! Voestsak!
Salí a la calle y volví la cabeza para ver qué pasaba. Más que verlo, sentí que la
puerta se cerraba en mis narices. Me quedé un rato balanceándome en el suelo de cemento,
con la visión borrosa, hasta que empecé a ver con claridad. El río sonaba con fuerza a lo
lejos. Debía de haber llovido. El viento movía los árboles. Las estrellas, escondidas hasta
entonces, estallaron en el cielo. Nadie abrió la puerta a mis espaldas. Me senté en el escalón
para ponerme los zapatos. Me costó bastante, porque tenía los dedos hinchados, y seguía
esperando que la puerta se abriera, que alguien saliera y volviera a encerrarme. Encogí los
hombros, preparándome para recibir el golpe en la cabeza. Después los gritos y otra vez las
mismas preguntas.
Me levanté y eché a andar sin fuerzas hacia la carretera. También tenía los pies
hinchados y los zapatos me hacían daño, así que volví a sentarme para quitármelos. Era de
noche cuando me soltaron.
No sé cómo conseguí llegar a Bree Street con los pies destrozados, cruzar Church
Sreet y seguir por Dundas hasta Cradock House.
La cárcel estaba lejos de Cradock House. Las piedras se me clavaban en los pies y
me hacían tropezar. Los árboles, que de día daban una sombra tan agradable, se alzaban
oscuros y amenazantes como un ejército de guerreros o de hombres preparados para
tenderme otra emboscada con la intención de matarme fuera de la prisión, donde no
pudieran acusarlos de nada.
La acequia se había llenado de agua. Los perros ladraban a mi paso torpe. En una
casa se encendió una luz, y alguien se asomó a la ventana para ver si había ladrones.
Con la sensación de que habían pasado varias horas, por fin entré en la avenida de
gravilla del jardín de Cradock House y vi la silueta robusta de la casa. Pasé por delante de
las matas de aves del paraíso, con sus hojas afiladas como lanzas en la noche. El árbol del
coral acechaba al fondo del jardín, como si esperase el momento en que yo salía a tender la
ropa, como si quisiera volver a escuchar al señorito Phil hablar de la guerra y del miedo que
le daba.
—Señora Cath
—Se arrodilló para abrazarme al verme en el suelo de madera del stoep, que tantas
veces había fregado a lo largo de mi vida.
—Nadie me da órdenes
—. No sé nada de Dawn.
Capítulo cincuenta
Yo nunca quise ser famosa. Siempre preferí las sombras, desde que cometí el pecado
de acostarme con un hombre blanco y la vergüenza empezó a acompañarme todos los días.
Pero ahora no me dejan quedarme al margen. La gente me busca, gente peligrosa, de la que
siempre me alejaba en las esquinas, gente que forma parte de la lucha y lleva vidas
clandestinas, gente que habla de Mandela y que me ve como un líder.
—¡Puedes hablar!
—. Tu nombre ha salido en los periódicos. ¡La policía no puede hacerte nada! ¡Si
nos van a indemnizar es gracias a ti!
El policía me mira a los ojos y vuelvo la cabeza. Rezo para que no encuentren a
Dawn. Quiero volver a clase con mis alumnos, tocar jazz para ellos y enseñarles que la
música nos puede hacer libres. Quiero apaciguar mis dedos temblorosos y mi brazo
dolorido con la pureza de Mozart. Quiero volver a la dulce distracción de Debussy. Sólo el
piano puede curarme. Sólo el piano puede ayudarme a olvidar.
—puede que más por mi fama que por la crecida del río
— y no paraba de insistir en que era una señal, aunque no decía de qué. La señora
Cath también pensaba en el río y en la fuerza que estaba cobrando la revolución mientras
ella me cuidaba, pero no hablaba de eso. No hacía falta. Yo lo notaba en sus dedos cuando
tocaba el piano. Interpretaba La Campanella de Liszt demasiado despacio, los arpegios no
tenían garra...
—Hablan mucho de ti
—murmuró
—¿Quién, la policía?
—¿Ada?
—. Buenos días, Lindiwe. ¿Cómo has podido venir? ¡Bree Street está inundada!
Están pidiendo ayuda para salvar las casas. Seguro que tienes frío
—Se volvió a mí
—: Ada, no hay tiempo que perder. Voy a ver si puedo hacer algo. Cerraré la puerta
principal, pero dejaré abierta la de atrás.
—Ada.
—Miró nerviosa hacia el jardín, donde la hierba empezaba a quedar sumergida bajo
el agua
—. Cradock House...
—dije, apartando las sábanas y yendo a buscar mi ropa, sin hacer caso del dolor en
la cabeza, que esos días me golpeaba como un martillo
—. Estaré atenta al agua.
—Bendita seas.
—Las chozas que Lindiwe había construido con sus propias manos ya no estaban en
pie. Las excavadoras del Ayuntamiento las habían echado abajo, y ahora sólo tenía su casa
en Lingelihle, todavía sin cristales en las ventanas.
El Karoo siempre ha sido una tierra polvorienta y de lluvias muy escasas; por eso,
cuando llueve, la tierra no es capaz de absorber el agua, que acaba en el cauce del Groot Vis
en vez de filtrarse en el terreno y volverlo más fértil. Cuando llegó la Gran Inundación, el
agua no se contentó con anegarlo todo, sino que destrozó y se llevó por delante todo lo que
encontraba a su paso. Los escombros arrastrados hasta el río atascaron el puente y formaron
una presa gigantesca que no paró de crecer hasta que se desbordó como una poderosa
catarata en las calles más próximas. Esto no era una inundación normal, sino una Gran
Inundación.
Pronto se vio claramente que la zona blanca de Cradock había sufrido más que la
zona negra. ¿O es que en la zona blanca había más cosas que perder? El agua se llevó
muchas casas de Bree Street o causó tales destrozos que hubo que derribarlas. Muy pocos
edificios sobrevivieron, aparte de la iglesia de St. Peter. Los mapas y otros documentos de
la oficina de los ingenieros municipales flotaban por las calles, y en la cárcel sólo pudieron
salvar una parte de los expedientes. Pensé si el expediente de mi detención
La señora Cath ayudó a salvar algunos muebles y algunos cuadros en la casa del
juez, en la esquina de Church y Bree Street. El propio juez, que volvía de atender un caso
de robo de ganado en el distrito de Graaff-Reinet, se quedó atrapado al otro lado del Groot
Vis y desde allí vio lo que estaba pasando en su casa. Cuando llegó la señora Cath, el agua
ya alcanzaba hasta la altura de los tobillos. Con su ayuda, la señora Maisie sacó de la casa
la Biblia familiar y los libros más valiosos de la biblioteca antes de rescatar las butacas de
riempie y los fabulosos cuadros de Baines que decoraban el vestíbulo. El nivel del agua
creció muy deprisa, y el resto de los muebles
—Venga.
Ya no había posibilidad de elegir entre irse y quedarse. De nada sirvieron los blancos
y sus leyes. De nada sirvió mi petición para que indemnizaran a los que perdían sus casas.
El río había hablado. El río había determinado el futuro.
La señora Cath tuvo que pasar varios días en la cama. Una semana después fui al
centro del pueblo, a la consulta del doctor Wilmott. Se me hundían los zapatos en el fango
negro que cubría las calles. En los postes de las farolas se veía la marca de la altura que
había alcanzado el agua. Muchos árboles estaban caídos, con las raíces al aire como ropa
interior sucia. Busqué con la mirada el árbol en el que se apoyó Phil para decirme que me
quería, y la tapia cubierta de buganvillas, pero no estaban: un mar de barro y de ramas rotas
los habían enterrado.
La destrucción fue tan grande que el gobierno casi se olvidó de las leyes raciales y la
persecución policial hasta que la crisis estalló en toda su violencia. Los días que siguieron a
la tragedia, la policía se dedicó a las tareas de rescate, en vez de hostigar a los negros y
pedirles los pases. Los camiones recogían en el Ayuntamiento a las brigadas de trabajadores
que se ocupaban de retirar los escombros y los cadáveres de los animales atrapados en el
puente. Técnicos blancos y negros trepaban a los postes del teléfono para reparar las líneas.
El sol brillaba en un cielo pálido que parecía pedir disculpas por los destrozos.
—le expliqué a una mujer con un vestido rosa que atendía la clínica del doctor
Wilmott.
—Estoy segura de que la señora Harrington nos llamará
—insistí.
Varias mujeres que estaban esperando para ver al doctor se miraron las unas a las
otras y siguieron hojeando sus revistas. Yo no podía entrar en la sala de espera. El doctor
Wilmott tenía una entrada aparte para los pacientes negros, como el farmacéutico que curó
a Dawn.
Eso hice. Tuve que esperar un buen rato hasta que el doctor terminó de atender a
todos los pacientes blancos.
—¿Qué pasa?
—Se volvió hacia la sala de espera de los blancos, que había vuelto a llenarse
—dijo
Vi que no me creía, porque yo sólo era la criada de los Harrington. No sabía que era
la única familia que le quedaba a la señora Cath, porque la señorita Rose ni siquiera llamó
por teléfono cuando las líneas volvieron a funcionar, a pesar de que la radio había dado la
noticia de las inundaciones. Pero yo no estaba dispuesta a que me despidiera así. Los
médicos no siempre tienen razón. A fin de cuentas, él creía que el señorito Phil ya no estaba
enfermo.
Se puso rojo y empezó a toquetear los botones del chaleco blanco. Se le encrespó el
pelo, como si le indignara mi comportamiento, mi brusquedad, mi insistencia. Mi pecado.
—Eso ni se te ocurra
—¿Quién es?
Esperé un momento, no con intención de negociar, sino para recordar las palabras
que había estado ensayando, porque no estaba acostumbrada a hablar por teléfono. No
conozco a nadie que tenga teléfono y no necesito usarlo. No tengo a quien llamar.
—dijo, con una voz tan dura y tan fría como la escarcha en mis pies descalzos
cuando salía en invierno a recoger la leche en la cancela del jardín.
—contesté
—. No está bien.
—No. Pero la señora Cath estuvo ayudando a otras personas y ahora está enferma.
—¿Por qué no me ha llamado el doctor Wilmott? ¿Por qué le pide a la criada que me
avise?
Me dolió el desprecio con que pronunció la palabra «criada». La señora Pumile tenía
razón cuando decía que la señorita Rose siempre sería una maleducada.
—Entonces ¿por qué me llamas? ¿Te crees que sabes más que él?
Esperé. Esta vez quería prolongar el silencio, con la esperanza de que la señorita
Rose se preguntara si no se había precipitado al contestarme de esa manera. Como se
precipitó mi tía cuando me echó de su choza.
—¿Y? ¿Ada?
—He pensado que tenía que saberlo, señorita Rose. Su madre está muy cansada. He
visto en otros el mismo cansancio y sé que no se cura durmiendo.
—Helen ya debía de tener dieciséis años, y aunque su abuela había ido a verla a
Johannesburgo, la niña sólo había estado dos veces en Cradock House.
—, pero ésta es una lucha que mi cabeza dolorida puede acometer, una lucha que
puedo abarcar, una lucha que tengo posibilidades de ganar. Porque mi cabeza está luchando
para seguir adelante. Aunque tal vez la culpa no sea sólo de mi cabeza, sino de las
circunstancias que me han puesto a prueba desde que salí de la cárcel.
Cuenta a los periódicos lo que está pasando con las ayudas de las inundaciones, con
los pases que se han perdido, con los planes alimentarios, con el tamaño de las aulas, con
los niños que mueren por beber agua contaminada.
—. ¡Eres famosa!
No puedo hacer eso. Es a mi hija y a la señora Cath a quienes tengo que salvar.
Los dueños de los locales me pagan todas las noches, y también la gente que me ve
bailar.
Lindiwe ha oído decir que Dawn no baila sólo para los negros y los mulatos, sino
que baila también para los blancos. Eso no puede traer nada bueno.
Mi madre tenía razón. Aunque creas que te han aceptado y puedas sentarte en las
sillas que son sólo para los blancos, las cosas nunca cambiarán. Y Dawn, mi hija, lo tiene
más difícil todavía: no es de ninguna parte, está entre medias, como el agua turbia del Groot
Vis que separaba a los blancos de los negros hasta que las inundaciones lo destruyeron
todo.
—susurró
—. Tengo grabada la imagen de la casa de Maisie en ruinas.
—Tome un poco más de sopa, señora Cath. Tiene que recuperar las fuerzas para
ayudar a la señora Maisie a construir un nuevo jardín.
—En Irlanda teníamos lilas. Aquí nunca he conseguido que crezcan. Ya sabes que a
Edward no le interesaban esas cosas. El jardín siempre me lo dejó a mí.
Y yo tocaba la serie completa de los Nocturnos para ella. Veintiuno en total. Para mí
cada uno es una joya, un regalo espléndido y precioso. Veintiún regalos para mi señora que
descansa en el piso de arriba...
La señorita Rose ha llegado hoy. Alquiló un coche en Port Elizabeth. Ahora se puede
ir en avión de Johannesburgo a Port Elizabeth y allí alquilar un coche hasta Cradock. Creo
que eso significa que la línea de tren no tardará en desaparecer.
La señorita bajó del coche de un salto y entró en la casa con mucho alboroto,
pidiéndole a Helen que sacara el equipaje. Estaba tan guapa como siempre, con un jersey de
rayas, muy ceñido, y una falda larga con una raja en el costado. No me saludó al pasar a mi
lado. Helen, que salió del coche más despacio, estaba casi tan alta como su madre, y tenía
el mismo pelo, aunque no la lengua igual de afilada.
—Hola, Ada
—Bienvenida, hija
—No
—Ah.
Miré sus ojos, dulces como los de la señora Cath, y tuve que aguantar las lágrimas.
En la cárcel no había llorado, y tampoco lloré cuando volví a Cradock House, pero me
emocioné al oír estas inesperadas palabras de la niña.
—Tal vez
—dijo
La miré con asombro. Apenas nos conocíamos. Seguro que su madre le había
hablado de mí, y no precisamente bien.
—Sí.
—Sonreí
—¡Tonterías!
En vez de eso, fue la señorita Rose quien llevó la voz cantante, a pesar de que no
decía nada de importancia. Habló de los últimos espectáculos, de la calidad de las tiendas
en un sitio llamado Illovo, de lo difícil que era encontrar un servicio doméstico aceptable.
No preguntó por las inundaciones, ni por la vida y la salud de su madre. La señorita Rose,
como siempre, sólo pensaba en ella y se olvidaba de los demás. No parecía fijarse en lo
buena que estaba la comida ni en la fragancia del atardecer.
—La señora Cath apartó los ojos de la ventana y trató de desviar la conversación de
la suciedad y de los negros, dos cosas que por lo visto iban unidas para su hija.
—Sí
Serví el postre, helado de maracuyá casero, hecho con la fruta de nuestra flor de la
pasión. Helen se comió un cuenco entero y me pidió más, como hacía Phil con el pudin de
mermelada esponjoso de mi madre. La señora Cath estaba reclinada en las almohadas, con
las manos quietas encima de las sábanas. Rara vez bajaba a tocar el piano. Seguro que sus
dedos lo echaban de menos.
—Gracias, Ada
Pero no hubo más conversación. A las siete de la mañana, cuando subí a llevarle un
té y unas galletas de mantequilla, la encontré tumbada de costado, con los brazos tendidos a
la ventana y los preciosos dedos flexionados hacia las palmas de las manos. Se había puesto
unas gotas de perfume antes de dormir y aún se notaba su aroma en el ambiente del
dormitorio.
—¡No!
No se despertó.
Y aunque estuvo mal de mi parte, porque la muerte es sólo cosa de Dios, cogí sus
manos frías y traté de calentarlas con las mías, incluso intenté estirarle los dedos
—si lo lograba tal vez se despertaría, porque su vida estaba en sus dedos
—¿Ada?
Me asusté y solté sus manos. No quería que la señorita Rose me viera tocando a su
madre, como si tuviera algún derecho. Pero no era ella, sino Helen. Estaba en la puerta, con
un pijama de rayas rosas y los ojos muy abiertos al comprender lo que pasaba.
—Ella quería verte
—dije, acercándome con dificultad a la niña, que parecía clavada al suelo. Las
lágrimas me impedían ver y sentía una presión muy fuerte en la cabeza
—¿Puedo acercarme?
La llevé de la mano hacia la cama, pero sin acercarla del todo, sólo lo suficiente para
que, aparte de las manos crispadas, pareciese que su abuela estaba dormida. Nos quedamos
un rato sin decir nada, la nieta de la señora Cath y yo. Dawn, grité por dentro. No has
podido despedirte. Helen no se soltaba de mi mano.
Le acaricié el pelo dorado como la hierba del veld al final del verano. Cuando
paseaba entre sus tallos ondulantes con mi hija en brazos, siempre pensaba que aquello era
obra de Dios.
La señorita Rose entró corriendo, con un camisón de seda. Parecía mayor sin
maquillaje y sin pintura. Helen soltó mi mano.
—Sal de aquí, Helen. No tienes que ver esto. ¿Por qué has dejado que entrase, Ada?
Helen miró por última vez a su abuela, con mucha pena, antes de salir de la
habitación. Yo estaba a medio camino de la puerta. Pensé si la señorita Rose también notaba
el perfume de su madre, esa leve fragancia de flores irlandesas que debió de ponerse por
última vez antes de dormir. ¡Qué agradable era respirar ese perfume familiar! ¡Ojalá
hubiese podido tocar para ella! Nuestro adorado Chopin. Las Gotas de lluvia...
—lo sé, porque mi madre nunca lloró por el señorito Phil a pesar de lo mucho que
sintió su pérdida
—Sí, señorita. Que Dios la acompañe, señorita Rose. Siento mucho su pérdida.
Levantó los ojos azules como la pizarra y me miró por encima del cuerpo de su
madre.
*
Iba andando con mucha dificultad por Bree Street bajo la vaporosa luz de la mañana.
Las tareas de limpieza que siguieron a la inundación no habían terminado. Las excavadoras
rugían entre las casas destrozadas, levantando con sus garras montones de ladrillos y ramas
para cargarlos en los camiones. Veía el río completo a mi derecha ahora que las mimosas y
los eucaliptos que hundían sus raíces en las orillas en busca del agua ya no estaban allí.
Tenía que avisar al señor Dumise. Tenía que avisar a Lindiwe. Tenía que volver
corriendo y preparar comida para las personas que vinieran a presentar sus respetos, y tenía
ropa que lavar. Y mi hija...
La iglesia de St. Peter se alzaba solitaria entre los escombros, con sus muros de
piedra intactos, pero en el cementerio los arbustos y las lápidas se habían caído y estaban
amontonados. El párroco dijo que estaría listo para el funeral. El interior de la iglesia no
había sufrido ningún daño y pondrían tablones en el cementerio arrasado para que la
congregación pudiera pasar.
La casa en la que entré a beber agua cuando salí de la cárcel desfallecida había
desaparecido: el agua se la había llevado. Y también se había llevado la otra, donde un
perro se puso a ladrar y alguien se asomó a la ventana pensando que había intrusos. La
cárcel seguía en pie, aunque en las paredes se veía una grieta que llegaba hasta una hilera
de ventanas, entre las que estaba la de mi celda. Dos policías salieron cargados con cajas
llenas de papeles. Me miraron sorprendidos al verme parada delante del lugar donde
encerraban a los negros con tanta facilidad. Seguí mi camino hacia el poblado y el colegio
St. James. Recé para no encontrar ningún control policial, para que no me pidieran el pase,
para que ningún furgón me estuviera esperando en una esquina.
Desde las inundaciones, nuestros alumnos se habían unido a los del St. James. Un
enjambre de chicos rebeldes se amontonaba por todas partes, con los bolsillos llenos de
piedras. Había rumores de una sublevación en Soweto impulsada por jóvenes como ellos
dispuestos a enfrentarse al poderoso apartheid. Que el colegio se hubiera salvado, tanto de
las inundaciones como de las excavadoras del Ayuntamiento, les daba una voz nueva.
Amandla! Rugían centenares de ellos. ¡Las aguas han hablado! ¡Una nueva
inundación ha comenzado! A pesar de la severa disciplina que antes imponía el reverendo
Calata, a pesar de los infatigables esfuerzos del señor Dumise y a pesar del cerco policial, el
colegio estaba fuera de control.
En medio de este caos llegué al colegio la mañana en que murió mi querida señora
Cath. El señor Dumise había instalado una mesa en un pasillo para ocuparse de los asuntos
de los alumnos y allí fui a buscarlo.
—Le cogí del brazo en el pasillo abarrotado. Uno de mis alumnos me saludó con la
mano. Un grupo de niñas estaba bailando una jiva, al ritmo de sus palmas. Dawn, pensé,
tengo que averiguar dónde estás bailando. Tengo que avisarte para que puedas venir al
funeral...
—¿Qué?
—El señor Dumise inclinó la cabeza gris por encima del cuello deshilachado de la
camisa. Sonó un timbre. Nadie hizo caso.
—dijo, porque ya no uso el nombre de Mary Hanembe. Todos me conocen por Ada.
Ya no necesito usar un nombre falso. Ya no tengo secretos
—Sí, señor.
—dijo el señor Dumise. Dina, que nos había oído, porque siempre se las arreglaba
para enterarse de la última noticia, me pasó un brazo por los hombros.
—reconoció
Los chicos dejaron de jugar de mala gana y salieron al patio de tierra para empezar
las clases. A mi alrededor, como la crecida del agua, oía un remolino de retazos de
conversaciones sobre el CNA, la nueva Conciencia Negra, el panafricanismo y el último
vocabulario de la protesta. Los policías que estaban en los furgones me siguieron con la
mirada cuando salí del patio. Había un camión amarillo, más grande, aparcado un poco más
adelante. Se usaba normalmente para trasladar a los soldados, no a la policía. A soldados
con cascos, uniformes caquis y armas largas. Phil los habría reconocido. Le habría
asombrado mucho verlos allí, porque él sólo estaba acostumbrado a que los soldados
combatieran en guerras lejos de casa. No es frecuente que los soldados peleen en una guerra
contra su propia gente.
Fui a la casa nueva de Lindiwe, en Lingelihle. Habían construido muchas más casas
desde la última vez que estuve. Una nueva melodía, como el Bach del poblado, crecía entre
los gritos, los martillazos y las canciones. Hasta los perros flacos se habían mudado allí.
—. ¿Cómo pueden construir casas con agujeros en las paredes? Ada... ¿Qué ha
pasado?
—¡Ay, Ada!
El té me sentó bien. Casi no hablamos. No había mucho que decir. Lindiwe vendrá
al funeral. Se quedará al fondo, con la señora Pumile.
—. Pero si está en alguna parte, le pediré que bendiga a la señora Cath, por todo lo
que ha hecho por ti y por Dawn.
Intenté avisar a Dawn, pero el número de teléfono que me dio poco después de
llegar a Johannesburgo no funcionaba. Sonaba en mi oído como un do medio muy
estridente. Decidí ir a correos y enviar un telegrama a la dirección de su última carta.
Yo no era la única que quería aplazarlo. Muchos amigos de la señora, que vivían en
las granjas, no podían llegar a tiempo. Los Collett estaban esquilando a las ovejas y los Van
der Walt habían ido a Port Elizabeth a una subasta de maquinaria.
—. Ya te he dicho que Helen tiene que volver al colegio. Se hará como más le
convenga a la familia.
—¿Cómo te atreves?
—Se quedó callada, con la cara muy cerca de la mía y los ojos llenos de veneno.
—La señora Cath quería a Dawn como si fuera suya.
Dejé pasar un día después de este arrebato antes de preguntarle a la señorita Rose
cómo quería que nos sentáramos en la iglesia.
La señorita Rose no era la única que no me querría ver sentada en la primera fila. A
pesar de los aplausos que recibí en el concierto, a pesar de que sabían cuánto me apreciaba
la señora Cath, las razones por las que había estado en la cárcel molestaron mucho a
algunos de sus amigos: pensaban que la había utilizado, que me habían soltado gracias a
ella, aunque no era verdad. No sé si la señorita Rose estaba al corriente de eso.
De todos modos, podía dar las gracias por la vida de la señora y rezar por su alma
igualmente desde el fondo de la iglesia, donde la congregación no pudiera mirarme con
frialdad.
A pesar de su mal genio, vi que la señorita Rose era organizada. Siempre se le había
dado bien dar órdenes. No entendía que no hubiese encontrado un trabajo en el que pudiera
ejercitar esas cualidades.
—preguntó Helen con voz dulce. Estaba en la puerta de la cocina, con las manos
llenas de limones.
—dije.
—Muy bien
Lindiwe vino al funeral. Se sentó en el último banco con la señora Pumile, porque el
párroco de St. Peter no creía en las diferencias del color de la piel y no consentía que sus
fieles se guiaran por esas normas dentro de su iglesia. Lindiwe no tiene ropa buena, y su
vestido manchado de cemento atrajo muchas miradas. A la señora Pumile ya la conocían de
otros funerales. Llevaba su bolso negro y su sombrero de domingo y cantó con gusto.
—. No como otras.
No quería llorar como había llorado por mi queridísimo Phil. Esa vez lloré por una
vida que aún estaba por vivir y un amor que aún estaba por descubrir, al menos así lo veía
yo. La señora Cath había tenido una vida larga y plena, y eso era un motivo de celebración.
La congregación asintió con la cabeza. La señora Cath había sido muy valiente.
Corrió en ayuda de los demás cuando el agua lo anegaba todo. El párroco hacía bien en
elogiarla, hacía bien en señalar su valentía. Era preferible fijarse en esas cosas antes que en
la determinación con la que había afrontado otros problemas más duros.
—Inclinó la cabeza
—Amén
—murmuró la congregación.
—Que Dios conceda paz a Rosemary y a Helen y las proteja en Su gracia eterna.
—Amén.
Y a mi hija, recé para mis adentros, apretando las manos con fuerza. También a mi
hija preciosa...
—Y a Ada y a Dawn
Se quedaron helados al oír pronunciar en voz alta lo que llevaban tantos años
ocultando: que la señora Cath me había perdonado por mi pecado, que nos quería a Dawn y
a mí como a su propia familia y no había dudado en enfrentarse a la ley.
Noté que la señorita Rose se tensaba debajo de su vestido negro y ceñido, aunque
estábamos separadas por Helen. Se enfadaría mucho, y esta vez la señora Cath no estaba
aquí para salvarme. Esta vez la señorita Rose haría todo lo que estuviera en su mano para
librarse de mí. El órgano empezó a tocar un suave Panis Angelicus. La tensión se relajó
poco a poco y se oyeron crujidos en los bancos. Los graznidos de los ibis camino de sus
nidos en la tarde resonaron entre los acordes graves. Antes temía que los ibis pudieran
conocer mi pecado, temía que pudieran llevar la noticia a la otra orilla del Groot Vis y
anunciarla en Cradock House con gritos de victoria, y que todo el mundo supiera mi
vergüenza...
Miré mis dedos, que ya no eran jóvenes, ni tan ágiles como antes, y me acordé de los
dedos de la señora Cath y del placer que daban a quienes la oían tocar el piano: las escalas
que corrían por el jardín y entraban en la kaia, las marchas para mi querido Phil, las sutiles
melodías de Debussy que se te metían en la cabeza y se quedaban allí días y días.
Tocaré los Nocturnos de Chopin que eran mi regalo para ella. Los tocaré por última
vez en el silencio de Cradock House. Espero tener la ocasión de hacerlo antes de que la
señorita Rose me eche de allí.
—dijo la señorita Rose, alisándose el vestido rojo y cogiendo su bolso. El luto no iba
con ella
Fui corriendo a ponerme mi mejor falda, mi mejor blusa y los zapatos de tacón, y me
senté en el asiento trasero para que la señorita Rose
—Buenos días, señorita Harrington. Por favor, acepte mi más sentido péseme.
Señorita Mabuse.
Se sentó al otro lado de la mesa, debajo de una foto suya, como el delegado en el
Ayuntamiento. Me parece extraño que la gente importante necesite subrayar su importancia
exhibiendo retratos.
—Como saben, nos hemos ocupado de los asuntos legales de la familia desde que el
señor Harrington llegó de Irlanda, hace muchos años. Me corresponde presentarles el
testamento de la señora Harrington, del que ambas son beneficiarias.
Me quedé muda y noté la rabia de la señorita Rose. Aparte de darme órdenes para
atender a las personas que vinieron al funeral, no había vuelto a dirigirme la palabra desde
que salimos de la iglesia.
—Hice un esfuerzo para concentrarme. Era la primera vez que oía la palabra
«beneficiaria».
—Quiere decir, señorita Mabuse
—¿Cuánto?
Miré al abogado, atónita. ¡Eso era mucho más de lo que yo tenía en el banco! ¡Con
ese dinero, Dawn podía recibir clases particulares para terminar sus estudios! ¡Con ese
dinero podía comprarse una casa de ladrillo!
—En cuanto a los bienes inmuebles, la señorita Helen hereda Cradock House y
todos sus enseres, si bien la propiedad quedará en fideicomiso hasta que la heredera cumpla
veinticinco años.
—Pero...
—insistió
—. Helen no la necesita.
—Un momento, por favor. La señora Harrington dispone que la señorita Mabuse
—La señorita Rose se sentó en el borde de la silla y se agarró con fuerza hasta que
se le pusieron los nudillos blancos.
—. Esa decisión la tomará la señorita Helen cuando haya cumplido veinticinco años.
Entonces podrá disponer de la casa como guste.
Hubo una pausa. Vagamente, porque me dolía la cabeza, empecé a comprender con
cuánta inteligencia nos había tratado a todas la señora Cath: quiso que a Dawn y a mí nos
nombraran en el funeral, no sólo por amor sino para desafiar a los que nos despreciaban;
había sido muy lista al apartar a Rosemary de Cradock House, para garantizar la herencia
de su nieta; y a mí me hacía el regalo de seguir en la kaia, junto al espino raquítico,
mientras la casa siguiera siendo de Helen.
—¿Puedo quedarme?
—me oí decir
—Sí, es verdad
Sus palabras surcaron el aire como las balas que yo había oído en el poblado, como
una sucesión de estallidos que estremecía el viento. Phil conocía bien esos sonidos...
—. Ya tiene usted mis datos bancarios. Doy por supuesto que hará los trámites
necesarios para alquilar la casa.
—Volveré andando, gracias, señorita Rose. Necesito entender lo que la señora Cath
quiere de mí.
—Tengo entendido que lleva usted muchos años con la familia, ¿no es así, señorita
Mabuse?
—Nací en Cradock, señor. Y he vivido allí toda mi vida, con un paréntesis de pocos
años.
—: Necesitamos hacer una lista de todos los muebles y bienes que hay en la casa,
puesto que a partir de ahora pertenecen a la señorita Helen. ¿Lo comprende, señorita
Mabuse?
—Sí, señor. Nunca han sido míos. Yo cuidaré de todo para la señorita Helen.
—Así debe ser. Cuando hayamos completado el inventario, buscaremos
arrendatarios que quieran una casa amueblada. Usted seguirá en la kaia. He oído decir que
es profesora en el poblado.
—Lo sé
—asintió
Querida Ada: Es la primera vez que te escribo formalmente, a pesar de que llevamos
muchos años comunicándonos así a través de mis diarios. Siempre he intentado ser sincera,
pero hay cosas que nunca he escrito ni dicho, y es el momento de ponerlas sobre el papel,
para que las sepas.
La amistad de tu madre fue un regalo para mí cuando llegué a África, pero ha sido
«nuestra» relación de tantos años
— lo que más ha influido en mi vida, y lo que más aprecio. Mi querido Phil te quiso
siempre, y estoy segura de que ya lo sabes. Yo lo supe antes de que tú te dieras cuenta.
¡Eras tan joven, Ada! ¡Y tan hermosa!
He lamentado toda mi vida no haber actuado a tiempo para ayudaros a encontrar la
manera de estar juntos, aunque para eso hubieras tenido que dejar atrás todo tu mundo aquí,
en Sudáfrica.
Y finalmente, la música.
No tengo palabras para expresar lo que ha significado verte y oírte tocar. Por favor,
sigue tocando para mí todos los días. Te estaré escuchando.
Cathleen.
Fue en el invierno que siguió al funeral de la señora Cath cuando Dawn volvió a
Cradock.
—¡Hija!
—Me quedé pasmada ante la belleza de la joven que bajó del tren de Johannesburgo,
con el pelo liso y un poco más claro que cuando se marchó, unos tacones altos de los que la
señorita Rose se habría sentido orgullosa y un vestido de vuelo con estampados de
animales. Los hombres que bajaban del tren se volvían a mirarla. Yo la miraba porque tenía
el pelo del mismo color que Phil, claro y caído sobre la frente cuando me observaba en el
jardín mientras yo tendía la ropa...
—¡Mamá!
—. Siento que haya pasado tanto tiempo. Quería venir para el funeral de la señora
Cath...
—Lo sé
El Groot Vis bajaba con poca agua el día en que llegó Dawn. Era apenas un canal
estrecho que brillaba entre las piedras donde lavaban la ropa. Mientras cruzábamos el
puente, me dijo, muy alegre, que en Johannesburgo no había ningún río así, tan perezoso un
día y tan bravo al día siguiente. Su buen humor era contagioso, y sonreía a los
desconocidos. Se quitó los zapatos y siguió andando con ellos en la mano. La gente volvía
la cabeza para mirarla y le silbaba desde los coches.
Dawn se quedó con nosotras una semana luminosa que transcurrió entre mi kaia y la
casa de Lindiwe. Una semana de abrazar a los amigos que habían sobrevivido y de
esconder su rostro exótico para no llamar la atención de la policía. Una semana en la que
nunca dijo dónde vivía ni si tenía un trabajo como es debido. Una semana dedicada a la
risa, al amor y al baile, en la que yo volví a tocar para ella. Gershwin, Rhapsody in blue. Y
el movimiento de su cuerpo mientras sonaba el glissando inicial era como el agua
esquivando las piedras...
—le pregunté por fin la noche antes de su partida en la quietud de la kaia, mientras
el espino raquítico arañaba el tejado y la luz de la vela dibujaba sombras en la pared. Estaba
tumbada en la cama que le regaló la señora Cath, con la bata que siempre la esperaba
colgada detrás de la puerta.
¡Ay, hija!, quise decirle. Todavía recuerdo cómo salías corriendo con tus amigos
negros. Querías ser más negra, para ser como ellos. Yo te decía que algún día te darían la
espalda, por ser diferente. Y con los blancos pasa lo mismo, aunque tengas la piel tan clara.
¡Por favor, no intentes hacer lo que he leído en los periódicos que hacen los mulatos con la
piel tan clara como tú! No cruces esa línea, no intentes vivir como si fueras blanca. No
busques a los blancos. Si lo hicieras, tendrías que alejarte de tu familia negra y nunca
volveríamos a verte. Tendrías que confiar en que esos blancos no te denunciasen. Tendrías
que vivir fingiendo cada instante del día.
Pero no puedo decírselo. ¿Por qué nos cuesta más preguntar a las personas a las que
más queremos? ¿Será que tememos la respuesta que puedan darnos?
—Pero, señor
Me miró con aire cansado. El señor Dumise se había jubilado, como Veronica y
Mildred, y Sipho, que tanto quería a los números. Sólo queda Dina, con sus turbantes más
llamativos que nunca y su rabia contra los blancos intacta.
—decía Dina
—, y cuando llegue, cuando llegue...
Aparte de Dina y de mí, todos los profesores son nuevos y hacen lo que les mandan.
El programa escolar sigue las normas de la educación bantú, los policías patrullan por el
patio y los soldados vigilan en sus camiones en una esquina del poblado. Los alumnos son
los únicos que no tienen miedo.
—¡Liberación!
—gritan al cielo
—explico el primer día de clase, levantando la voz para hacerme oír en medio del
alboroto
—. Si vuelven a detenerme, no creo que pueda sobrevivir. Tengo este brazo mal
— y esta mano
— desde que estuve en la cárcel. Si queréis que siga aquí con vosotros, tenéis que
protegerme, porque la policía está vigilando en la puerta.
Aceptaron el trato y una vez más encontramos una vía de escape en músicas de
todas clases.
«¡Aleluya!
«Inolvidable
Y cuando vuelvo a casa renqueando, al final del día, los chicos se turnan para
acompañarme y protegerme. No les dejo que vayan a mi lado, porque la policía me sigue
vigilando, a pesar de que soy muy mayor, pero me siguen a poca distancia.
¿Dónde estás, Dios? Les lloro a las rocas que nos miran impasibles. ¿Por qué
permites que ocurran estas cosas? Nunca entendí que te llevaras a Phil tan pronto, pero este
horror no puede ser Tu voluntad. ¿Cuándo decidirás quién hace bien y quién hace mal en
esta guerra? ¿Cuándo castigarás a los culpables?
Han pasado varios inquilinos por Cradock House desde que murió la señora Cath.
Casi todos han sido amables y han aceptado de buen grado que entre en la casa a cocinar y
a tocar el piano. Otros no lo han sido tanto y he tenido que comprar un hornillo de parafina
para la kaia, mientras el Zimmerman está mudo en el salón.
—Pero, señor, el testamento de la señora Cath dice que yo tengo que cuidar de la
casa hasta que la señorita Helen decida qué hacer con ella.
—insiste el joven
—. Y nos cuesta dinero conservarla si no hay inquilinos. Es mejor cerrarla hasta que
se tome una decisión.
Miro por la ventana. Los aloes del parque Karoo siguen apuntando al cielo con sus
lanzas anaranjadas. Los bancos siguen siendo sólo para los blancos.
—Es mi hogar
—insisto.
¿No sabe usted, señor, que el albaricoquero me lleva en su savia? ¿Que las
barandillas esperan que las abrillante y el piano me ofrece mucho más de lo que yo soy
capaz de darle?
—Creo que heredó usted dinero de la señora Harrington. Puede comprarse una casa
en Lingelihle. Sería lo mejor.
Una vez tuve que irme de Cradock House y cruzar el Groot Vis en busca de un
futuro en el poblado. Años después regresé, y mi vida se dividió entre las dos orillas del río.
Valoro mucho esta vida dividida. Es la mitad de Cradock House lo que me da la fuerza
necesaria para resistir la mitad del poblado. Pero esta vez, si tengo que marcharme, nunca
volveré. Me quedaré atrapada para siempre en el ruido, el miedo, la violencia, la lucha... No
habrá escapatoria. Ese ambiente me envolverá desde que salga a por agua en el Karoo con
las primeras luces del amanecer hasta que intente dormir por la noche entre los gritos, los
ladridos de los perros y las balas...
Salí del despacho del abogado y crucé Market Square. Dundas Street dormía bajo el
sol suave del final de la tarde. La pobre señorita Rose también ha muerto. Nunca tuvo
ningún cariño por Cradock House y no vio la necesidad de conservar la casa. Entré por la
puerta de atrás del jardín, como siempre, y me quedé delante de mi kaia, pensando en lo
que me había dicho el abogado. Al otro lado del jardín, detrás del albaricoquero, la casa
estaba silenciosa y oscura. Sin embargo, cuando entro, oigo a la señora Cath, o a Phil, o a
mi madre llamándome. Se ríen conmigo. Phil me gasta bromas. Oigo a mamá amasando el
pan en la cocina. Me llega el rumor de las ramas del árbol del coral al paso del viento del
otoño. Las hojas no tardarán en caerse y en crujir bajo mis pies.
Hay cosas que entiendo bien, aunque ya no tengo la cabeza como antes. Las he
aprendido leyendo y a lo largo de una vida de experiencias difíciles, y han ido construyendo
una pirámide de conocimiento
—y de desconocimiento
También he aprendido a ser más práctica: podré seguir usando el agua del grifo. Si
no gasto demasiada, no tendré que pagar el consumo. Y podré arreglármelas para seguir
viviendo en la kaia sin entrar en la casa.
Una vez el deber me jugó una mala pasada y llenó mi vida de vergüenza, pero ahora
sé que mi deber es justo y honorable. Le prometí a la señora Cath que cuidaría de Cradock
House hasta que Helen decida lo que quiere hacer con ella. Tengo que quedarme, aunque no
pueda entrar en la casa. Si me voy, alguien puede meterse en la casa. No lo consentiré. Voy
a cuidar de Cradock House y con ella de mi vida.
Queridísima mamá: Ha llegado el invierno. Aquí hace más frío que en Cradock y tu
abrigo de funeral no me basta para entrar en calor cuando vuelvo de bailar; por eso, ¡un
amigo me ha comprado un abrigo de lana! ¿Te acuerdas de cuando hablábamos de la lana
de las ovejas del Karoo, de lo cara que era para nosotras? Pues ahora ya sé por qué a los
blancos les gusta tanto la lana. Es muy caliente y no se arruga. Mamá, tienes que sacar
dinero del banco (¡tienes de sobra!) y ver si en el escaparate de Modas Anstey hay algún
abrigo. ¡Cómpratelo, mamá! Cuando vean que tienes dinero, te lo venderán, aunque no seas
blanca. En Johannesburgo pasa en todas partes.
Todo el mundo está harto del invierno. Hay mucho humo de los fuegos y el aire está
muy seco y produce una tos muy mala. Hay también otra enfermedad que debe de venir de
las minas, porque la mayoría de los que mueren son hombres.
Dale muchos recuerdos a Lindiwe, y tú cuídate mucho, por favor. Iré a verte pronto.
¡Ya han pasado cinco años desde la última vez! Tienes que ir a la clínica si te sigue
doliendo la cabeza.
Algunas tardes, cuando desaparecen los colores del crepúsculo y los koppies asoman
como sombras grises en el horizonte, salgo de la kaia y voy a sentarme en el stoep, con el
chal azul de mamá. Los asientos en forma de concha ya no están: los guardaron en el garaje
cuando cerraron la casa, así que me siento en el suelo de madera con la espalda apoyada en
la puerta principal.
Espero a la lechuza que ululaba en el árbol del coral cuando era pequeña, y a veces
la oigo. Y estoy atenta a los murciélagos
— y a posibles intrusos. A veces me parece oír algún ruido, pero es sólo un crujido
en el tejado de chapa rojo cuando empieza a enfriarse, o un ratón que corretea entre la
hierba. Me siento allí porque la casa me lo pide. Necesita compañía. Flexiono los dedos en
mi regazo y toco un piano imaginario. El Impromptu Fantasía en do sostenido menor. Las
notas saltan y forman una melodía traviesa que se queda suspendida en el aire a la espera de
ser atrapada...
Todos los días, cuando vuelvo a casa, espero a que anochezca, me aseguro de que
nadie me ve y voy con mis tijeras a raspar el pegamento. Las noches de luna me resulta más
fácil, aunque tengo que hacerlo con mucho cuidado para no cortarme con las tijeras.
Lindiwe dice que en el poblado hay una señal de esperanza. Un grupo de jóvenes,
animados por el reverendo Calata, ha empezado a actuar. Quieren mejorar la vida de los
vecinos. He conocido a uno de ellos, Matthew Goniwe, un profesor de mucho talento. Otro
es el nieto del reverendo Calata. Matthew Goniwe quiere reclutarme, me estrecha la mano
hinchada, me mira con ojos bondadosos y dice que ésa sigue siendo mi guerra. Tiene razón,
pero sé que ni mi cabeza ni mi cuerpo están en condiciones de hacer ese esfuerzo. Sólo
puedo observar desde lejos y rogar a Dios para que consigan hacer una revolución
diferente, como intenté yo una vez. Cuando me entero de alguna de estas iniciativas
pacíficas, me acuerdo de Jake y deseo que se aparte de la violencia y se sume a ellas. Pero
Jake se ha marchado de mi vida para siempre, como Phil.
Lindiwe me ha contagiado su preocupación por Jake. Dice que no debería estar sola,
que no debería hacer tantos kilómetros con la pierna y el brazo tan débiles.
—insiste mientras tomamos un té cuando he terminado las clases informales del día
—. Estarás mejor aquí, más cerca del colegio. Podemos leer juntas.
—No puedo. Tengo que cuidar de Cradock House.
—Sí. Tengo que estar allí todos los días. Están entrando en muchas casas vacías.
Aunque quiero mucho a Lindiwe, no puedo decirle que la verdadera razón para no
aceptar su ofrecimiento es que la casa necesita mi compañía, y que anhelo la tranquilidad
de mi kaia después de un día de violencia en el poblado y de la pérdida continua de mis
mejores alumnos.
— la pérdida de nuestro querido Phil. Puede que tenga razón, pero he visto triunfar a
personas con menos talento que Ada. Ella se merece la oportunidad de intentarlo. He sido
negligente en otras cosas, y en esto no quiero serlo.
Una parte de mí quiere enviar a Ada a Ciudad del Cabo sin tardanza, para que pueda
examinarse y conseguir una plaza, pero la otra parte no quiere que se vaya, porque
necesitamos su juventud y su belleza para sobrellevar la muerte, y Cradock House necesita
llenarse con su música gloriosa.
Y también tengo que hacer algo con Rosemary. Pienso ir a verla pronto y tratar de
encaminarla hacia un futuro sensato. Eso puede costarme bastante.
Pero Ada tiene veinte años, y para labrarse un futuro como pianista, o como
profesora, no puede esperar más tiempo. Me ocuparé de esto en cuanto vuelva de Jo’burg.
No sólo por su música, también por su corazón, pues sé que está empezando a tomar
conciencia de lo que ha perdido.
Capítulo cincuenta y siete
Pocas veces he necesitado un teléfono, como cuando murió la señora Cath y quería
localizar a Dawn. Ahora Cradock House está cerrada y el abogado ha cortado la línea. Eso
significa que, aunque no tenga necesidad de llamar, tampoco nadie puede llamarme.
—Sophie
—le dije a una de mis alumnas, sintiendo que el pánico se apoderaba de mí. Sólo
Dawn podía necesitarme. Nadie más que ella podía tener una emergencia
El director señaló el teléfono, que estaba encima de la mesa, y cerró la puerta del
despacho. Ha hablado con ella, pensé, sabe algo que yo no sé.
—¿Hola?
—grité
—Mamá
*
He conseguido despegar el cristal de la puerta de la cocina. Llevo muchos días
raspando el pegamento y por fin se ha soltado. Es ahora cuando tengo que actuar con más
cuidado.
Elegí una noche de viento. Era invierno, y el Karoo se preparaba para la helada. El
vendaval azotaba el albaricoquero y el árbol del coral. Me detuve delante de la puerta y
miré alrededor en la oscuridad. No se oía nada. La kaia estaba a oscuras. Nadie oiría ningún
ruido. Aun así, tenía que proteger el cristal para que no se cayera. Tenía que retirarlo
intacto, sacarlo sin romperlo.
Con el brazo bueno, pasé la punta de las tijeras por las ranuras que tanto me había
costado hacer. El cristal se movió. Desplacé las tijeras primero por el lado izquierdo del
cristal y luego por el derecho, hasta que se desprendió por los dos lados. Ya sólo me
quedaba soltarlo por arriba y por abajo.
Me froté la mano hinchada y pensé que, si conseguía despegarlo por uno de los
lados...
Seguí raspando hasta que noté que el cristal empezaba a ceder. Me cambié las tijeras
de mano y empujé con los dedos el lado que ya estaba suelto. Se movió ligeramente y lo
sujeté por el borde con una uña, inclinándolo hacia mí para impedir que se cayera dentro de
la cocina. Ataqué entonces el lado que faltaba hasta que empezó a soltarse y se movió hacia
el borde que estaba sujetando. Se me clavó en la uña, pero aguanté el dolor. Terminé de
raspar el resto del pegamento y conseguí sacar el cristal del marco. Entonces me desplomé
en el stoep, con el cristal en la mano temblorosa. Tenía la frente empapada en sudor, a pesar
de que hacía mucho frío. Nadie apareció en la oscuridad. No me enfocaron unos faros como
los ojos de los animales nocturnos. Pronto podría cuidar de Cradock House como la casa se
merecía. Tenía que limpiar el polvo. Tenía que conservarla limpia para la señorita Helen.
Por eso he hecho lo que he hecho. Y quizá también podría tocar un poco de música para
llenar los pasillos oscuros.
Dejé el cristal en el suelo con mucho cuidado y metí la mano por el hueco del cristal
para abrir el cerrojo y buscar luego la manivela. Tuve que empujar mucho, porque la
madera se había hinchado, pero conseguí abrir la puerta al cabo de un rato. Oscura,
húmeda, Cradock House volvió a ser mía.
Me hicieron falta varias visitas para converncerme de que la casa no tenía malas
intenciones. Sólo me pedía que aprendiese su nueva geografía. Las escaleras escondían los
peldaños y me sorprendían con uno de más al subir, cuando creía que ya había pasado el
último, o me hacían tropezar al bajar, porque encontraba uno de menos. Los muebles
cobraban de noche una forma distinta de la que tenían de día. La luz que entraba por la
ventana e iluminaba un momento el salón, antes de que la oscuridad lo envolviera de
nuevo, no era el hiriente foco de la linterna que me apuntaba en la cárcel, sino el paso
natural de la luna entre las nubes.
Cuando empecé a limpiar y a fregar, las temibles formas volvieron a ser los objetos
familiares de los que había cuidado toda mi vida. Volvieron a convertirse en sillas, en mesas
y en barandillas, y recompensaron mi esfuerzo con el olor a jabón y a aceite de linaza.
El telegrama llegó al colegio. Rompí el sobre naranja con las manos temblando.
Dina estaba a mi lado, preparada para consolarme. Pero no hizo falta.
—¡Mira!
Lindiwe también está muy contenta. Sabe que estaba desesperada al no tener
noticias de mi hija. Me he impuesto la obligación de ir al colegio todos los días, para aliviar
la angustia que me invade al pensar que Dawn está sola, que está enferma, que no puede
llamarme...
—Puede quedarse conmigo, si tú no te encuentras bien
—dice Lindiwe. Sabe que estoy débil, que a veces me fallan el cuerpo y la cabeza.
Sin embargo, aunque es muy extraño, todavía puedo tocar: el piano da fuerza a mis brazos
y a mis dedos.
—Gracias.
Hace muchos años, la señora Cath volvió a Cradock en el mismo tren de la mañana,
y el señor salió de casa muy temprano para ir a recibirla. Yo también salgo temprano para
recibir a Dawn. No hay tanta gente en la estación ahora que todo el mundo prefiere ir en
avión a Port Elizabeth y alquilar un coche allí. Parece que el tren es sólo para los pobres.
No hay nadie más esperando el tren de Johannesburgo que pasa por De Aar.
Recuerdo la última vez que vino Dawn, su paseo triunfal por el puente con los zapatos en la
mano y cómo la miraba todo el mundo. Es posible que no se encuentre bien y tengo que
estar preparada. Tal vez haya cogido esa enfermedad de las minas de oro y sólo se cure
cuando esté lejos de allí.
Oigo el silbato del tren que rodea el koppie. ¡Pronto! ¡Pronto estará aquí! Y quizá
nunca vuelva a marcharse.
El hombre que atendía la ventanilla se asomó por una puerta. Una nube de polvo se
levantó en el aire y se disolvió en la luz pura del Karoo. Las palomas salieron volando de
las vigas, como si esperasen el vapor y las explosiones, aunque los trenes ahora son
eléctricos y sólo suspiran y tiemblan un poco al detenerse debajo del tejado de la estación.
Un hombre y una mujer bajaron corriendo. El revisor saltó del último coche y empezó a
descargar cajas del vagón de las mercancías. El hombre de la ventanilla se acercó a la
locomotora a hablar con el maquinista, que seguía sentado. No se abrió ninguna otra puerta.
—¿Esperaba a alguien?
—Sí. A mi hija Dawn. Ha estado enferma...
—Acompáñeme
No, pensé, aflojando el paso. No puede ser. No puede llegar como mi madre...
Me paré en seco.
—dijo el revisor
—. Venga conmigo.
¿Él?
Lo seguí a duras penas. Sentado entre las cajas había un niño, con una etiqueta
colgada de una cinta alrededor del cuello. Tenía la piel muy clara. Llevaba unos pantalones
viejos y una camisa limpia, aunque demasiado grande para él. Tenía una mano apoyada en
las rodillas y con la otra sujetaba una maleta de cartón. La maleta de mamá. Mi maleta. La
maleta de Dawn.
—Tenga
—. Me dieron esta carta para usted y me pidieron que cuidara del klonkie. Me
dijeron que usted se lo llevaría, aunque a mí me parece que es blanco.
Miré al niño.
Me miró con unos ojos azules como el cielo de la mañana y el flequillo rubio caído
sobre la frente.
—Thebo
—susurró.
Se le llenaron los ojos de lágrimas. Volvió la cabeza hacia el vagón y señaló con la
mano libre:
—Ahí.
—Firme aquí
—dijo el revisor
Hemos enterrado a Dawn al otro lado del río, cerca de la estación, en el pequeño
cementerio para mulatos. Me acompañaron Lindiwe, Dina, el señor Dumise y algunos
amigos que aún se acordaban de ella. Mis alumnos cantaron Nunca estarás sola. Sus voces
se elevaron por el aire tembloroso y la melodía se alejó sobre las cimas de los koppies. Con
la herencia de la señora Cath he podido poner una lápida con su nombre y sus datos, y en el
centro una inscripción: «Nuestra querida Dawn».
Creo que está feliz en ese cementerio abierto en mitad del Karoo, rodeada de
matorrales silvestres y de hierba dorada. Los koppies la miran y el Groot Vis le susurra. Los
trenes que van a lugares más emocionantes pasan al lado de donde ella descansa.
Le enseño las ratas roqueras que toman el sol entre las piedras. Le gusta seguir el
rastro de las hormigas que avanzan en fila por sus caminos diminutos. Le señalo un espino
raquítico, como el que crece al lado de nuestra kaia. Se ríe cuando la hierba le hace
cosquillas en las piernas mientras corretea.
Queridísima mamá: Éste es Thebo, mi hijito querido, que ya tiene tres años. Me
estoy muriendo y no hay remedio para esta enfermedad. Le entregaré esta carta a una
amiga. Ella se encargará de que la recibas. No llores por mí, mamá. Yo sólo quería bailar,
pero ahora Thebo es lo más importante para mí. Por favor, cuida de él y quiérelo por mí.
Dawn.
Ahora nos arriesgamos a entrar en la casa también de día. Podemos hacerlo porque
la hierba ha crecido tanto que nos llega por encima de la cabeza y protege la casa desde la
calle. A la señora Cath le horrorizaría ver cómo está el jardín, pero la hierba, además de
escondernos, ahoga el sonido del piano, y puedo tocar todos los días.
—¡Más!
—. ¡Enséñame, abuela!
Y así empezamos.
Va aprendiendo las notas una a una, en un libro que tiene las teclas dibujadas con su
nombre correspondiente. Después aprende a unir las notas y a construir frases, y las frases
se convierten en una melodía que dan ganas de cantar sin parar.
Es lo mismo que aprender a leer. Las letras forman palabras y las palabras forman
frases. Algún día podré enseñarle que esos grupos de palabras y de notas pueden ser muy
distintos cuando están juntos y cuando están separados.
Enseguida aprende a tocar melodías sencillas como La danza de los gnomos y Ven al
bosque verde, con mis manos negras e hinchadas al lado de las suyas claras, mientras
arruga la frente para concentrarse, con los pies colgando del taburete.
Ahora sólo voy al colegio un día a la semana, y ese día Lindiwe viene andando
desde su casa de Lingelihle hasta Dundas Street para quedarse con Thebo en la kaia.
—dice Lindiwe
Tengo mucho cuidado con Thebo. Sigo el consejo de la señora Pumile, del que no
hice caso cuando nació mi hija. No lo voy enseñando por ahí. No lo llevo al poblado. No lo
saco de casa si oigo sirenas o cánticos o si veo humo.
La situación está bastante revuelta de un tiempo a esta parte, desde que murieron
varios jóvenes del poblado
—Amandla!
—gritan los muchachos, levantando una nube de polvo con los pies
—. Amandla ngawetu!
Vuelvo a casa sin llamar la atención, entre las armas y el ruido, que ya no es como la
melodía del Bach del poblado, con el eje de bicicleta en el bolsillo, aunque ya no tengo
fuerza en el brazo para usarlo como me enseñó Lindiwe: clavarlo y empujar hasta el
corazón. He aprendido a alejarme de los chicos para evitar problemas, incluso de los que
quieren protegerme, y siempre me acerco a la gente mayor. La gente mayor no suele llevar
piedras en los bolsillos. La gente mayor no suele ser el objetivo de los soldados.
Al cabo de unos días el Midland News informa de que se han encontrado los
cadáveres de los Cuatro de Cradock entre las dunas, a la orilla del mar, en las afueras de
Port Elizabeth, no muy lejos de la estación donde tuve que esperar toda la noche para coger
el tren de Cradock cuando volvía de enterrar a mi madre. Una inmensa multitud asiste al
funeral. Un obispo blanco habla ante las cámaras de televisión llegadas de todo el mundo
para informar de lo que está pasando en nuestro pobre y polvoriento rincón. Las banderas
verdes, negras y amarillas del CNA ondean al viento en el Karoo y las consignas políticas
se proclaman al cielo, desafiando todas las prohibiciones. La policía esta vez se limita a
cercar el poblado, con sus armas, sus gases lacrimógenos y sus porras escondidas. No
quieren llamar la atención de las cámaras. Cuando los periodistas se retiran y el obispo
abandona el poblado junto a otras personalidades, la policía y los soldados vuelven a la
carga. La atención del mundo, como el foco de una linterna muy potente, se aleja de
Cradock. Algunos confiaban en que su presencia trajera algún beneficio duradero, pero no
ha sido así. Cradock vuelve a ser un pueblo polvoriento del Karoo, conocido
principalmente por sus koppies rocosos, su río de aguas turbias y
—sólo momentáneamente
— su salvaje manera de tratar la diferencia de color de la piel.
—insistió Dina
—. No vienen por mis clases ni por las demás, vienen por la música.
—Te necesitan
—dijo Lindiwe.
Y tienen razón. Estos chicos conocen muy pocas alegrías. Se merecen esa vía de
escape que les ofrece la música, puesto que hacen el esfuerzo de ir al colegio. Pero nunca
llevo a Thebo conmigo, como llevaba a Dawn al colegio de la otra orilla del Groot Vis. Es
demasiado peligroso y no quiero correr ningún riesgo. Su blancura, aunque sea un niño,
puede prender la mecha.
Hago testamento. Le dejo a Thebo todo mi dinero, para que pueda ir a un colegio
privado en el que acepten a niños negros, o niños del color que decidan que tiene mi nieto.
Pasan los meses. Me falla la cabeza. Los recuerdos que antes podía evocar con la misma
frescura del momento en que se grabaron ahora parecen reacios a volver y se presentan
desdibujados como una imagen de Market Square envuelta en el polvo de los carros antes
de que asfaltaran las calles. Mientras yo me empeño en aferrarme al pasado, algunos dicen
que por fin hay esperanzas para el futuro. Yo no tengo esa sensación de novedad que conocí
dos veces en mi vida, aunque otros están convencidos de que está aquí. Frágil, como los
brotes del albaricoquero que una helada tardía puede detrozar fácilmente, pero aquí por fin.
Tal vez la señora Cath estaba equivocada. ¿Llegaría a ver el fin del apartheid antes
de morir?
Cuando Thebo está dormido en la cama de su madre, leo el diario rojo y el diario
marrón que la señora Cath tenía en su dormitorio cuando murió. Lo he encontrado hace
poco, en el cajón de una cómoda. Quizá la señorita Rose lo guardó allí.
¡Cuánto ha crecido Helen!
Me ha emocionado ver que tiene ideas propias, a pesar de las incisivas opiniones de
su madre. Esperaba, una vez más, que Rosemary se hubiera vuelto más dulce, pero ahora sé
que eso no pasará nunca.
Últimamente estoy muy cansada. Estoy segura de que Ada ha avisado a Rosemary y
a Helen. ¿Cómo explicarle a Ada lo que significa para mí? Sé que sigue llevando dentro
una vergüenza muy profunda por lo que pasó con Edward, y me gustaría decirle que ella no
tuvo la culpa de nada. Sin embargo, no creo que aceptara esa idea viniendo de mí. He
decidido decírselo de otra manera, públicamente, si es que el párroco está dispuesto a
aceptar mis deseos.
Tengo que descansar, tal como acabo de decirles. Primero unas gotas de mi perfume
favorito, luego dormir pensando que mañana volveré a ver a mi encantadora nieta. ¡Ojalá
Dawn también estuviera aquí...!
Se oyó girar la llave de la puerta principal. Las bisagras chirriaron. Hacía tiempo que
no se abría la puerta. Cogí a Thebo con el brazo bueno para salir por la cocina. Me costaba
andar, y aunque tardaran un poco en abrir la puerta, no tendría tiempo de escapar: nos
descubrirían y nos echarían de allí...
—¿Hay alguien?
Dejé a Thebo en el suelo y me llevé una mano a los labios, para indicarle que
estuviera callado. Me asomé por la ranura de la puerta. Vi a una joven con las llaves en la
mano. Era rubia. Un poco más joven de lo que sería Dawn. Me pareció haberla visto antes,
pero la presión en la cabeza no me dejaba recordar. Salí de detrás de la puerta.
—¿Ada?
—. ¿Ada?
—¡Señorita Helen!
—exclamé
Sentí que el suelo se movía y corrí a sentarme en una silla que estaba cerca. No
quería volver a caerme como me ocurrió una vez... ¿Cuándo fue eso?
La señorita Helen miró alrededor, vio el piano abierto, con la partitura en el atril, los
muebles relucientes y la casa ordenada en contraste con el jardín salvaje. Oí el rumor de
unos pasos.
—¡Hola!
—dijo Thebo
—No
—. No como Ada.
—dijo Thebo, alargando una mano para acariciar los mechones rubios de Helen
—. ¿Tú conocías a mi mamá? Mi mamá era Dawn, pero ahora está en el cielo.
—Sí
—dijo Helen con dulzura, dirigiéndome una mirada rápida y acariciando el brazo de
Thebo
—como Phil y yo
— pudieron amarse y casarse. Mandela salió de la celda donde llevaba tantos años
encerrado y volvió a ver la luz cegadora del sol. Y todas estas cosas me hicieron cambiar de
opinión, me hicieron dejar de pensar que el color de la piel seguiría separándonos mientras
la gente tuviera ojos para ver la diferencia entre los negros y los blancos. Esta nueva
esperanza resultó ser mucho más fuerte que todo lo demás.
Acabó con mi guerra. Desterró a los enemigos agazapados, curó las heridas internas
y suavizó la vergüenza que me ha acompañado toda mi vida.
Dawn está aquí, con nosotros. La veo con el pelo flotando, las piernas esbeltas y
veloces y las manos girando como un remolino por encima de la cabeza. Helen nos mira y
aplaude. ¿O es Thebo el que aplaude...?
Veo a Phil. Está a mi lado, junto al piano: me pone una mano en el hombro y me
sonríe con los ojos claros como el cielo del Karoo al amanecer.
Sé que me dirá:
Agradecimientos
Son muchas las personas que han contribuido a crear este libro, pero algunas
merecen un reconocimiento especial. Estoy en deuda con Michael Tetelman, por
permitirme acceder a su espléndida tesis sobre la política negra en Cradock entre los años
1948 y 1985. Sus datos me han ofrecido, en lo esencial, el escenario para situar la historia
de Ada.
Glosario
amandla ngawetu! ¡el poder es nuestro!
bossie arbusto pequeño doek tela o pañuelo anudado en la cabeza dompas pase o
cartilla de identidad (en tono despectivo) dorp pequeña población rural hotnot término
ofensivo para dirigirse a la gente de color kaia vivienda del servicio kleurling mulato o
persona de raza mixta klonkie niño mulato knobkierie bastón koppie monte, más
concretamente meseta lappie trapo para limpiar riempie cuero suave que se usa como
respaldo de asientos shebeen taberna ilegal skollie matón spaza almacén del poblado stoep
porche tokoloshe espíritu maligno tsotsi delincuente, miembro de una banda verdomde
maldito
18/07/2013
Table of Contents
Nota de la autora
Prólogo
Capítulo uno
Capítulo dos
Capítulo tres
Capítulo cuatro
Capítulo cinco
Capítulo seis
Capítulo siete
Capítulo ocho
Capítulo nueve
Capítulo diez
Capítulo once
Capítulo doce
Capítulo trece
Capítulo catorce
Capítulo quince
Capítulo dieciséis
Capítulo diecisiete
Capítulo dieciocho
Capítulo diecinueve
Capítulo veinte
Capítulo veintiuno
Capítulo veintidós
Capítulo veintitrés
Capítulo veinticuatro
Capítulo veinticinco
Capítulo veintiséis
Capítulo veintisiete
Capítulo veintiocho
Capítulo veintinueve
Capítulo treinta
Capítulo cuarenta
Capítulo cincuenta
Agradecimientos
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