Mutch, Barbara - La Hija de La Criada

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Sinopsis

La hija de la criada, escrito por Barbara Mutch, es una novela de narrativa extranjera
cargada de sentimientos, que retrata con hondo detalle el drama y la desolación de dos
mujeres de inquebrantable valor cuya profunda amistad las lleva a superar las inhumanas
convenciones sociales de una época y los peligrosos límites de la segregación. Una historia
que nos enseña que más allá de la crueldad humana perdura el amor y la esperanza. La hija
de la criada nos plantea la difícil elección entre el amor y el sentido del deber, entre la
amistad y las convenciones sociales en las áridas llanuras de Suráfrica. Barbara Mutch es
una escritora surafricana, nieta de emigrantes irlandeses que se asentaron en el Karoo a
principios del siglo XX. Vivió en la universidad de Rhodes, en El Cabo, los duros años del
apartheid. Combina su pasión literaria con su amor por la música (es una virtuosa del
piano) y la naturaleza como experta en plantas y pájaros surafricanos.

Corre el año de 1919. Cathleen se traslada a Suráfrica, al duro y desértico Karoo,


para casarse con su prometido al que no ha visto en cinco años. Pero el matrimonio no va a
resultar como había soñado. Aislada en un entorno inhóspito, Cathleen encuentra consuelo
en escribir su diario y en criar a sus dos hijos, Philip y Rose. También a Ada, la hija de su
criada, a la que enseña a leer y a tocar el piano, a amar a Chopin. Todo se verá alterado
cuando Ada descubre que está embarazada, que espera un hijo mulato en un país que no
admite las relaciones entre blancos y negros. Ada se escapa al sentir que ha traicionado a
Cathleen. Despreciada y marginada por ambas comunidades, tiene que luchar por su
supervivencia y la de su hija. La música, y Cathleen, serán sus refugios.

Una obra que hace aflorar las venas de lo humano en una sociedad profundamente
injusta. Sydney Morning Herald Una historia de crueldad, amor, esperanza y redención.
Queensland Times Una historia absorbente. North Shore Times El lector vive el horror del
racismo y la esperanza representada en el personaje de Catherine que se niega a seguir las
inhumanas leyes del apartheid. Book Review Una novela provocadora, que hace pensar.
Una novela llena de emociones sobre un periodo lleno de inquietudes. Image

Barbara Mutch

La HIJA de la CRIADA
 

Para L, W, H & C

Nota de la autora

Ésta es una obra de ficción. Los nombres y personajes que aparecen en esta novela,
salvo las figuras históricas reconocidas, son fruto de la imaginación de la autora. Cualquier
parecido con personas reales, vivas o muertas, es pura coincidencia. Los lugares también
son reales, aunque su posición geográfica no sea del todo exacta. El Karoo es eterno.

Prólogo

Irlanda, 1919

Hoy ha empezado mi viaje a África.

Salí por la puerta principal y crucé el sendero de losas. Las gaviotas graznaban en
los acantilados de Bannock y mi queridísima hermana Ada estaba llorando.

Mi madre, con el vestido marrón que se ponía para las bodas y los bautizos, volvió
la cabeza. Acuérdate de esto, me repetí mientras subía al carro tirado por el poni.

Acuérdate de esto: del vuelo de las gaviotas, del golpe de las olas en los guijarros de
la playa, de las manos enrojecidas y agrietadas de tu padre, de Eamon, que no es capaz de
estarse quieto, del olor a turba, a lilas y a humo de la chimenea...

Acuérdate de esto. No lo dejes escapar.

Capítulo uno
Yo no tenía que nacer en Cradock House. Yo no.

Pero mi madre, Miriam, estaba detrás de la kaia, a la sombra de un espino raquítico,


conteniendo los gemidos al calor del mediodía, y allí la encontró la señora cuando volvió de
la escuela con los niños y fue a buscarla al jardín.

A esas alturas ya era tarde para ir al hospital.

El señor Edward estaba en casa, revisando papeles en su despacho. La señora le


pidió que fuera a buscar al médico de la familia, que tenía su clínica en Church Street. Era
la hora de comer y el doctor Wilmott tuvo que interrumpir el almuerzo. Mi madre me contó
que la señora ahuyentó a los niños

—a la señorita Rosemary y al señorito Phil

— de nuestra kaia de una sola habitación y la ayudó a subir a la casa. Allí le dio la
mano y le secó el sudor de la frente con su propio pañuelo, el mismo que Miriam había
planchado el día anterior.

Llegó el médico. El señor volvió a su despacho.

Y nací yo. Era el año 1930.

Mamá me puso el nombre de Ada, por la hermana menor de la señora, que vivía al
otro lado del mar, en un lugar llamado Irlanda.

Llevo toda la vida dando las gracias por haber nacido en Cradock House. Siento que
soy parte de esta casa, mientras que mi madre, Miriam, nunca lo fue. Las escaleras
estrechas y los pomos de bronce conocen bien mis manos y pies; el espino raquítico y el
albaricoquero me llevan en su savia año tras año. Y yo también tengo algo de ellos. Por eso,
cuando me quitaron Cradock House, mi vida dejó de tener sentido.

Cradock está en el Karoo, una región casi desértica en el corazón de Sudáfrica, muy
lejos de las montañas verdes y escarpadas que bordean la costa como una puntilla. El Karoo
es el paisaje duro que hay que cruzar para llegar a Johannesburgo, donde la gente saca oro
de la tierra y se hace rica. Yo no sabía nada de eso, como es natural. Todo mi mundo se
reducía a un cuadrilátero, a una casa de dos plantas, con la fachada de piedra amarilla y un
tejado de chapa roja en un pueblo rodeado de koppies rocosos y envuelto en polvo marrón,
donde nunca llovía. Sólo conocía el agua del Groot Vis, el gran río pesquero que a veces
llenaba la zanja que pasaba por delante de la casa, desde donde desviábamos el agua hasta
el jardín. En el extremo del pueblo donde el cielo se encontraba con la tierra, los resistentes
matorrales del Karoo, apenas más altos que un niño, se aferraban al suelo seco y entre sus
matas asomaban los troncos marchitos de los aloes, con sus lanzas de flores anaranjadas
recortadas como llamas contra el fondo del paisaje. Había algunos árboles, mimosas y
eucaliptos azules, pero sólo crecían cerca de los huertos o en las orillas del Groot Vis,
donde sus raíces encontraban el agua.
Las pocas veces que llovía, el agua apedreaba el tejado de chapa y hacía tanto ruido
que la señorita Rosemary y el señorito Phil se ponían a gritar. Mi madre y yo

—en la kaia, al fondo del jardín

— también teníamos un tejado de chapa, pero el nuestro era gris y estaba protegido
por el espino. Por eso allí la lluvia sólo silbaba. Yo no gritaba cuando llovía. Me quedaba en
la puerta de la kaia, oyendo la lluvia y viéndola caer sobre el veld, al otro lado de la valla.
Cuando mi madre no me veía, metía los pies descalzos en los riachuelos diminutos que
corrían por la tierra endurecida y me quedaba mirando cómo se embalsaba el agua, cómo se
filtraba poco a poco en la tierra, alrededor de mis tobillos.

Cradock House estaba en Dundas Street, justo encima del Groot Vis y debajo de
Market Square. A mitad de su recorrido, nuestra calle pasaba a llamarse Bree Street. Yo no
entendía por qué una calle necesitaba dos nombres

—mamá decía que a lo mejor lo hacían para honrar a los antepasados por igual

—, pero así era. A partir del cruce con Regent Street, la calle con dos nombres
perdía fuerza y desaparecía en un poblado de chabolas.

Cradock House tenía un porche de madera, un stoep con sillones en forma de concha
que rodeaba la vivienda casi entera, como un anillo. El círculo de asientos se interrumpía en
la cocina y continuaba al otro lado del lavadero y, según mi madre, así tenía que ser, porque
si no nos pasaríamos el día sentadas en vez de lavar, cocinar o planchar, que era nuestra
obligación.

Yo tenía muchas ganas de sentarme en uno de esos sillones, pero mi madre me lo


tenía prohibido. Eran para la familia, decía. «Pero yo también soy de la familia»,
contestaba, acariciando la madera veteada, con la esperanza de que eso contara. «¡Calla,
niña!», susurraba mi madre, y me decía que siguiera encerando los asientos. Mamá y yo
hablábamos casi siempre en inglés, menos cuando ella se enfadaba conmigo de verdad, o
cuando me cantaba por la noche: Tula thu’ thula bhabha...

Calla, calla, calla, pequeña...

Los sillones en realidad no me interesaban tanto. En el piso de arriba había un


mirador secreto mucho mejor que el stoep. Por las mañanas, cuando los niños estaban en el
colegio y yo subía a limpiar el polvo, entraba a escondidas en el dormitorio del señorito
Phil, me subía al baúl donde guardaba sus juguetes y me asomaba por la ventana. Desde allí
veía todo Cradock, incluso, eso pensaba yo, todo el Karoo, desplegándose bajo el sol de la
mañana como un mapa que el señor extendió un día para enseñárselo al señorito Phil a la
luz amarilla de la lámpara de su despacho. Si entornaba los ojos y me olvidaba de los
marcos de la ventana, me imaginaba volando por encima de las calles del pueblo y por
encima del campanario de la Iglesia Reformada Holandesa
—mucho más alto que el de la iglesia de St. Peter, a la que iban el señor y la señora

— y luego por encima de las llanuras del Groot Vis, donde las mimosas hundían sus
raíces en la tierra en busca de agua, y luego por encima de los remolinos de polvo que se
enroscaban hasta el cielo desde el veld reseco, y luego por encima de los koppies, altos y
rocosos, con sus piedras relucientes bajo el sol de la mañana, y por fin, cuando el desierto
empezaba a elevarse, por encima de las montañas cubiertas de bosques. Las montañas casi
no las veía, pero todo el mundo hablaba de ellas, sobre todo cuando hacía frío y la escarcha
cubría la tierra como una alfombra de azúcar.

Todos los días, cuando me asomaba de puntillas, tenía la sensación de que, por un
momento, el pueblo entero, el Karoo entero me pertenecían. Desde allí, desde aquella
ventana, no eran de nadie más.

Y Cradock House también me pertenecía.

Puede que la señora sintiera lo mismo por ese lugar llamado Irlanda donde había
nacido. Ella también se asomaba a las ventanas, como si buscara algo que estaba más allá
de los eucaliptos, más allá del Groot Vis y del polvo marrón que levantaban los carros en
Market Square cuando no llovía.

A mis padres no les importa que me vaya a África. Lo cierto es que lo necesitan.
Aunque no lo dicen abiertamente. Y yo tampoco lo digo. Pueden alquilar mi habitación por
más de lo que yo podría aportar con mi salario. Eamon necesita unas botas y Ada un abrigo,
porque el mío viejo, el verde, está destrozado. No hay dinero para que pueda quedarme.

El viaje me hace mucha ilusión, aunque también me da miedo. Sé que, una vez allí,
no podré regresar. Es un compromiso para toda la vida. Y aunque siga teniendo noticias de
mi familia y de mis amigos, por las cartas que nos escribiremos, nunca volveré a ver sus
rostros queridos ni a oír su risa irlandesa. Eso es lo que significa emigrar de un país.

La señora Pumile, la vecina de la kaia de al lado, tenía celos de mi madre Miriam y


de mí. Decía que nuestra señora nos trataba muy bien, mientras que la suya medía el azúcar
en la cocina y la obligaba a darse la vuelta a los bolsillos para ver si los llevaba llenos de
cosas robadas.

«Eeeh.» La señora Pumile tragaba aire y se iba a su kaia andando como un pato, con
el doek torcido y los bolsillos del delantal aleteando, mientras las galletas o lo que hubiese
cogido prestado terminaban en el cubo de la basura de su señora. Las galletas ya no valían
si la señora Pumile las había tocado. Nunca supe cómo se llamaba la señora de la señora
Pumile.

Nuestra señora, aparte de señora, se llamaba Cathleen. La señora Cathleen


Harrington, de nacimiento Moore. Así lo escribió un día para enseñármelo, con una
caligrafía muy inclinada, aunque no me explicó por qué tenía tantos nombres. Era alta y
amable, con los ojos verdes y el pelo castaño, que de día llevaba recogido en un moño bajo.
Una vez la vi con el pelo suelto, y me pareció que flotaba alrededor de su cabeza como si
fuera humo. Estaba delante del tocador, con un camisón azul, escribiendo en su libro
especial, y yo había subido porque mi madre Miriam me mandó avisarla cuando el señorito
Philip se puso malo en el cuarto de baño de los niños.

—Ada.

—Se levantó al verme, barriendo el suelo con el camisón de flores bordadas

—. ¿Pasa algo?

—El señorito Philip está vomitando

—dije desde el umbral de la puerta

—. Mamá me ha dicho que venga.

La señora era una buena madre, y no sólo con la señorita Rosemary o con el señorito
Phil, a pesar de que la señorita discutía mucho con ella. La señorita Rose nunca estaba de
acuerdo con nadie.

«Es perverso

—le decía la señora al señor con un suspiro. Y aunque yo no conocía esa palabra,
adivinaba su significado

—. ¿Qué vamos a hacer?»

La señora era buena conmigo, me dejaba sentarme en un sillón a su lado, en el stoep,


aunque mi madre pusiera mala cara, y también cuando tocaba el piano. Me hacía sentir
como si el asiento también fuera mío. Y me hacía sentir como si yo fuera suya.

El señor Edward no me hacía sentir como si fuera suya, y era una lástima, porque yo
no tenía otro padre. Durante mucho tiempo no supe que para tener un niño hacía falta un
padre. De todos modos, sólo los niños blancos tenían padres.

Cuando cumplió dieciocho años, mi madre dejó el poblado de KwaZakhele, en las


afueras de Port Elizabeth, para trabajar en Cradock. El señor Edward acababa de comprar la
casa poco antes de que la señora llegara del otro lado del mar. Se pasó varios años
ahorrando, según decía la señora, hasta que pudo comprar la casa y casarse con ella. Pero el
señor nunca entraba en el tocador de la señora, y sólo a veces entraba en su dormitorio. Yo
lo sabía: cuando iba a hacer la cama, por las mañanas, sólo veía la huella del cuerpo de la
señora. Eso me sorprendía. Creía que la gente casada siempre quería estar junta, sobre todo
después de haber pasado tanto tiempo ahorrando para comprar Cradock House. Nunca le
preguntaba a mi madre por qué pasaba eso. Habría sido injusto hacerle esa pregunta, porque
ella no tenía marido. No tener marido no era raro. Había muchas mujeres como mamá.
Nuestra vecina, la señora Pumile, sin ir más lejos, aunque recibía a muchos hombres en su
kaia. Pero no eran maridos, y la señora Pumile no podía confiar en que siguieran yendo a
verla.

Cuando le preguntaba a mi madre Miriam por su vida anterior, antes de la


posibilidad de los maridos, me decía que iba en el lote de la casa. Yo no sé si será verdad.
No creo que se pudiera incluir a la gente en el lote al comprar una casa, ni siquiera en esos
tiempos. Aunque a lo mejor sí se podía, y a lo mejor por eso la señora Pumile seguía en
casa de su señora, aunque comiese demasiado azúcar y recibiera a demasiados hombres.

Lo que sí es verdad es que mamá pasó toda su vida trabajando en Cradock House, y
que un día murió allí, mientras limpiaba la plata en la mesa de la cocina.

Yo también quería pasar toda mi vida en Cradock House. No quería vivir donde
Bree Street perdía fuerza y desaparecía en el poblado de chabolas. Yo quería vivir y morir
en Cradock, donde había nacido. Ése era mi sitio.

Pero quería morir limpiando la plata debajo del árbol del coral, en el jardín, donde
las nectarinas esmeralda volaban como flechas entre las flores rojas y el cielo azul asomaba
entre las hojas temblorosas de los árboles.

Capítulo dos

Estamos a más de un hemisferio de distancia de Irlanda y de Bannock.

Sin embargo, tengo una extraña simpatía por la gente a la que he conocido aquí,
aunque no sé nada de su pasado y ellos no saben nada del mío. Eso me recuerda que,
estemos donde estemos, el hogar y el amor sólo se nos conceden a cada uno de nosotros por
un período de tiempo limitado. Tenemos que cuidarlos mientras son nuestros y recordarlos
con cariño cuando se han ido.

Por eso acepto con alegría esta nueva vida y a esta nueva gente.

Espero que pronto deje de ser una extraña para ellos y ellos dejen de ser extraños
para mí.

Mi madre Miriam nunca fue a la escuela, y yo tampoco. Había un colegio pequeño


en el poblado de Lococamp, donde vivían los trabajadores del ferrocarril, en la otra orilla
del Groot Vis, pero los niños siempre estaban sucios y jugaban como salvajes, según decía
mi madre. A nuestro lado del río, al final de Bree Street, había un colegio más grande. Se
llamaba St. James y lo dirigía el reverendo Calata. Tenía campos deportivos y un coro, y
daba la espalda al pueblo para mirar hacia el veld. Este colegio era mucho más estricto,
decía mamá, como tenía que ser un colegio, pero estaba demasiado lejos para que yo fuera
andando sola.

Cruzábamos el Groot Vis pocas veces, sólo los jueves, cuando mi madre tenía la
tarde libre, y entonces íbamos a ver a mi tía, su hermana mayor. «Cuánta gente

—decía mi madre en voz baja al pasar por el puente. Puede que se acordara de
cuando vivía en KwaZakhele

—. No te separes de mí, hija.»

Mi tía vivía en una choza de barro, sin puerta, y lavaba la ropa en el río. La gente
mala le robaba la ropa que dejaba tendida en los arbustos de la orilla, aprovechando el
momento en que volvía a su choza a por otro montón de ropa sucia. Mi tía se ganaba la vida
lavando. En eso de las escuelas, estaba de acuerdo con mi madre, y también decía que el
colegio de Lococamp no era un sitio de fiar. Según ella, era tan triste como la vida en las
orillas del Groot Vis.

A la señora y al señor les dio por hablar de un colegio para mí.

—No podemos ignorarlo, Edward

—le oí decir a la señora un día, cuando salía de la cocina con la ropa que mi madre
acababa de planchar

—. Tenemos una obligación. La escuela del poblado es muy conflictiva. ¿Qué te


parece la misión de Lovedale?

—Eso a la larga sólo traerá problemas. Expectativas y qué sé yo

—dijo el señor, pasando la página del periódico

—. Pero si crees que es una obligación, no dejes de hacerlo. ¿Tocarás algo de


Beethoven para mí esta noche?

No sé en qué «problemas a la larga» pensaría el señor. Además, ir a la escuela de la


misión significaba dejar Cradock House y dejar a mi madre, que me necesitaba para que la
ayudase, porque se estaba haciendo vieja y cada vez parecía más pequeña, como un pájaro,
al tiempo que yo me hacía más grande. La vida me parecía muy rara en eso de los tamaños,
aunque a lo mejor estaba bien pensado. Naces siendo un niño chiquitín, te haces mayor y a
partir de ahí te vas encogiendo y te mueres pequeño, para que Dios Padre pueda enviarte
con los antepasados.

—Se lo agradezco, señora

—dijo Miriam cuando volvieron a hablar de la escuela

—. Pero la misión de Lovedale está muy lejos, y Ada se sentiría muy sola.

Marcharse para ir al colegio y marcharse para irse a África debe de ser más o menos
lo mismo, pensé, escondida detrás de la puerta mientras los señores hablaban una noche en
el salón. Las dos cosas significaban perder a la familia para siempre. Yo no quería perder a
mi familia como la señora había perdido a la suya. Estaba espiando, escondida detrás de la
puerta. El señor estaba leyendo el periódico, y la señora movía la cabeza. La piedra verde
que llevaba alrededor del cuello brillaba a la luz de la lámpara. Se había cambiado el
vestido holgado y de talle bajo que llevaba durante el día

—los vestidos de la señora estaban hechos para soportar el calor y eran del color de
la crema que se forma en la leche

— por uno entallado, de color verde claro, a juego con el broche.

—Me gustaría que fuera al colegio aquí, con los niños, pero el director no querrá ni
oírlo

—dijo la señora. La piedra volvió a lanzar un destello. Yo no entendía que la gente


no quisiera oír. No parecía que tuviese nada que ver con ser sordo

—. ¿Por qué es tan difícil, Edward?

—Por la sencilla razón, cariño, de que si admiten a uno todos pedirán una plaza

—dijo el señor, frunciendo el ceño por encima del periódico.

—¿Y eso qué tiene de malo?


El señor no contestó. Pasó otra página, y el pelo oscuro, con la raya al lado,
desapareció por detrás del periódico. No sé qué querían decir, ni él ni ella, pero me pareció
que la señora no estaba de acuerdo. Tal vez no entendía qué problemas podía traer a la
larga, como decía el señor, que yo fuese al colegio.

Yo tampoco entendía de qué problemas hablaba el señor, y no quería ser un


problema para ellos. Si ir al colegio era un problema, entonces no iría.

La señora se levantó, se asomó un momento a la ventana y se acercó al piano.


Cuando se quedaban callados, la señora siempre se acercaba al piano. Unas veces se ponía
a tocar directamente y otras veces se quedaba sentada, muy erguida, mirando las teclas.

—¡Ada!

—me riñó mi madre, y me apartó de allí

—. El tokoloshe viene a por las niñas malas que escuchan detrás de las puertas.

Me fui corriendo a nuestra casa, me acosté y me tapé los ojos para no ver al malvado
tokoloshe cuando subiera a mi cama para llevarme al infierno. Pero no vino. Y la señora
tocó algo de Beethoven. El claro de luna. Sin embargo, yo sabía que estaba distraída. Lo
notaba en sus dedos.

—La niña puede aprender aquí todo lo que necesita saber, señora

—dijo mi madre al día siguiente, muy firme, cuando fue a buscar unos elásticos para
los tirantes del señorito Phil en el costurero de la señora. Mi madre me había dado una
charla el día anterior, cuando vino a acostarse. Me dijo que no me merecía la bondad de la
señora si escuchaba detrás de las puertas. Y que no iba a consentir que ese cuento del
colegio molestara a los señores. La señora estaba zurciendo un calcetín del señorito Phil.
Siempre había un montón de ropa del señorito para coser. Parecía que se rompía los
pantalones o perdía un botón en cuanto salía por la puerta. Pero todos los niños se rompen
la ropa, eso decía mamá. Eso hacen los niños. A nadie le molestaba, porque todos
queríamos al señorito. Siempre estaba risueño, mientras que la señorita Rose siempre estaba
enfadada.

—Ya veremos. No quiero darme por vencida. Tú no tuviste la oportunidad de ir a la


escuela, Miriam, y creo que Ada debería tenerla.

Pero nunca fui a la escuela.


En vez de eso, la señora empezó a enseñarme las letras en casa, en la mesa del
comedor, cuando el señor estaba en el trabajo y los niños en el colegio. No sé por qué
nunca me enseñaba cuando el señor estaba en casa, pero así era. Recogíamos los libros a
toda prisa cuando oíamos sus pasos en el jardín. Mi madre y la señora Pumile aplaudían y
me decían que tenía mucha suerte de estar recibiendo «una educación», así lo llamaban
ellas.

Cuando subía a limpiar el polvo, empecé a leer un libro que la señora dejaba en su
tocador, al lado de su cepillo de plata y su caja de polvos. Nadie más veía ese libro: ni el
señor, ni la señorita Rose, ni el señorito Phil. Por la marca del polvo en la mesa del tocador,
yo sabía si alguien lo había movido, aparte de mí o de la señora. Me fijaba todas las
mañanas, cuando el sol entraba por la ventana y caía sobre el tocador con un rayo amarillo
muy revelador. Y siempre me aseguraba de dejar el libro marcado en la página que ella
estaba escribiendo, para que no se diera cuenta.

No entendía muchas frases, pero me pasaba el día pensando en ellas, mientras


limpiaba el polvo y fregaba, y a veces su significado oculto se me revelaba de golpe, mucho
después de haberlas leído. Más tarde descubrí que las notas musicales eran como las
palabras: significaban una cosa cuando se tocaban por separado y otra muy distinta cuando
se tocaban juntas.

Creo que la señora no sabía que yo estaba leyendo su libro, aunque puede que sí lo
supiera. ¿Sería por eso por lo que, muchos años después, cuando se fue a Johannesburgo, lo
dejó aquí? ¿Lo dejó para mí? Sin la presencia de la señora y de los niños, Cradock House
quedó vacía y silenciosa. Sólo se oían mis pasos y los del señor en las escaleras estrechas.

Cuando empecé a entender las letras, tomé la costumbre de fijarme en los letreros de
las tiendas cuando iba a la oficina de correos de Adderley Street a echar las cartas que la
señora mandaba a Irlanda. Buscaba palabras nuevas siempre que iba al pueblo, y me
quedaba tanto rato mirando los escaparates que los tenderos a veces salían para echarme de
allí.

Aprendí a andar despacio por una acera de Adderley, a cruzar la calle sucia y
polvorienta, siempre llena de carros tirados por burros, de perros peligrosos y de elegantes
señores a caballo, y a volver despacio por la otra acera, para no perderme ningún letrero.
Como la señora no parecía darse cuenta de que tardaba mucho en echar las cartas, volvía
por Market Square y entraba en el parque Karoo, donde había bancos de madera en los que
me dejaban sentarme. Me sentaba a mirar las palmeras por encima de mi cabeza, o los aloes
con sus flores como llamas en los arriates cuadrados, y repetía las palabras que acababa de
leer mientras el sol me calentaba los pies descalzos. Luego seguía por Church Street, que
también era una calle ancha, como Adderley, para que antiguamente pudieran pasar los
carros y los bueyes, y allí leía los últimos carteles, ya cerca de la orilla del Groot Vis.

Las primeras palabras que aprendí a leer en la calle fueron «Farmacia Austen»,
«White y Boughton, papel y tinta», «Zapatería Cuthbert, zapatos a medida» y «Calidad para
las señoras en Modas Anstey». En la puerta de Badger & Co. a veces había una mesa con
rollos de tela y un cartel que decía «... el rollo». Nunca conseguía descifrar algunas
palabras. Las veía en muchos sitos, pero no estaban escritas con letras que yo conociera, y
llegué a la conclusión de que eran de otro idioma. En el libro de la señora nunca vi ninguna
de esas palabras. Tenía ganas de preguntarle qué significaban, pero no quería parecer
desagradecida después de lo mucho que me estaba enseñando en la mesa del comedor, y
también con su libro del tocador, sin que ella lo supiera.

Decidí preguntárselo a la señorita Rose y al señorito Phil.

—No tengo tiempo para explicártelo

—dijo la señorita, mirándome por encima del hombro, mientras se cepillaba el pelo
rubio delante del espejo

—. No tienes dinero, así que no creo que necesites aprender a contar.

—¡Pues son números, Ada!

—dijo el señorito Phil. Cogió un lápiz con el borde mordisqueado y dibujó en un


papel unos cuantos de esos signos extraños

—. Indican la cantidad de cosas que tienes. Te enseñaré algunos más cuando vuelva
del entrenamiento de cricket. Toma, practica un poco.

—Se inclinó un momento para enseñarme a coger el lápiz

—. ¡Eso es, así!

—dijo. Y bajó las escaleras a todo correr, dando golpes con la bolsa de cricket contra
la barandilla.

—¡Menos ruido, Philip!

—se oyó decir al señor en el piso de abajo.

Pero antes de la posibilidad de los números estaba el libro de la señora en el tocador.


Tenía las tapas de terciopelo rojo oscuro y una cinta de raso rojo para atarlas con un lazo en
el centro. Yo acariciaba el terciopelo y el raso, me inclinaba y los rozaba con la mejilla.
Muchas veces la señora no se molestaba en hacer el lazo, y sólo enrollaba la cinta alrededor
del libro. Yo no tenía intención de leerlo, pero un día, cuando fui a limpiar el polvo, lo
encontré abierto. No tuve la sensación de estar robando, como hacía la señora Pumile. No
era ni azúcar ni galletas ni joyas. Me fijé en lo bonitas que eran las letras, escritas con tinta
negra, que formaban un dibujo de trazos finos y gruesos. MañanazarpoaÁfrica...

Y después de muchos intentos empecé a separar las palabras. Mañana zarpo a


África...

¿Qué significaba «zarpar»?

Luego vi que las palabras se unían para formar frases. Y después las frases
empezaron a decirme lo que la señora le contaba a su libro. Y a veces también lo que no le
contaba. Cinco años de noviazgo, Edward en Cradock, yo en Irlanda. El matrimonio es un
paso en el camino de la fe, dice el padre O’Connell. Pero yo lo sigo queriendo. Y todos
dicen que estamos hechos el uno para el otro.

El libro se convirtió en una conversación secreta entre la señora y yo.

Capítulo tres

Ha pasado un verano de calor y de moscas. El jardín de Cradock House está lleno de


enormes macizos de aves del paraíso naranjas y azules, y de carrizos con las cabezas como
plumas suaves que te hacen toser cuando pasas cerca. Los escarabajos invisibles se pasaban
el día escarbando a los pies del jazmín, y los bubús silbones, amarillos y con el cuello
negro, se llamaban de punta a punta del jardín. El nuevo edificio del banco, en Adderley
Street, ya estaba terminado, y todo el mundo iba a verlo: señoras embutidas en corpiños que
necesitaban muchas horas de plancha, señores con traje y relojes de cadena, como el del
señor, niñas con sus vestidos de canesú de nido de abeja y niños en pantalones cortos, con
calcetines largos y gorras. La gente como mamá y como yo nos quedábamos detrás de la
multitud, aunque un día el señorito Phil me llevó de la mano para que me pusiera delante
con él.

—Mira, Ada, ¡ahí está papá!

—gritó, dando brincos y señalando al señor, que estaba en una tribuna con muchos
hombres, debajo del rótulo que decía «Banco», además de otra palabra que no reconocí

—. ¿Verdad que parece muy importante?

—Sí que lo parecía, con su mejor traje y la camisa que mamá le había almidonado
con mucho cariño el día anterior.
—¿Qué se hace en un banco?

—le pregunté al señorito, tirándole de la manga para llamar su atención. Los niños
blancos que estaban alrededor se echaron a reír.

—¿Qué?

—El señorito Phil estaba de puntillas y con el cuello estirado, para verlo todo.

—Un banco

—le repetí al oído, haciendo bocina con las manos, para que los otros niños no me
oyeran

—. ¿Para qué sirve?

—Para guardar el dinero

—dijo. Y se puso a gritar

—: ¡Papá, papá!

—Saludó con las manos y empezó a dar saltos para que el señor lo viese. Los niños
lo miraron y las niñas se taparon la boca para protegerse del polvo que levantaba con las
botas al saltar. El señor lo miró un momento con gesto impaciente, pero enseguida volvió la
cabeza hacia un hombre que estaba cortando una cinta roja con unas tijeras en la entrada del
banco.

Supongo que el señorito Phil hizo mal en interrumpir al señor, pero es que el
señorito nunca pensaba demasiado en lo que hacía, como atracarse de albaricoques sin
pensar en las consecuencias que podía tener para su estómago. Era todo lo contrario de la
señorita Rose, que podía pasarse muchos días callada cuando quería algo de verdad, y se
guardaba sus deseos con muchos suspiros y encogimientos de hombros, hasta que sabía que
el señor y la señora no se lo podrían negar.

Rosemary no ha sido una niña fácil. Es posible que haya malcriado a Phil, por lo
alegre que era desde que estaba en la cuna. Rosemary, por el contrario, siempre le encuentra
pegas al mundo en general y a su madre en particular.
Su mal carácter destaca todavía más en contraste con el de Ada, que tiene el
estoicismo de Miriam, pero también una luminosidad inmensamente atractiva. Puede que la
culpa esté en mí. En mi incapacidad para ser una buena madre. Pero lo cierto es que todos
mis esfuerzos han chocado contra un muro.

Parece que no hay manera de complacer a Rosemary.

Recordatorio: Buscar lecturas sencillas para Ada. Estoy decidida a que progrese en
la lectura, con independencia de las reservas que pueda tener Edward. Quizá encuentre algo
en la biblioteca del colegio. Puedo decir que son para un alumno privado.

A mí no me dejaban entrar en el banco nuevo, pero miraba por las ventanas los
ventiladores de techo, los escritorios oscuros y los letreros que decían «Información» y
«Director», aunque no entendía qué significaban. La prima de la señora Pumile sí podía
entrar en el banco, para abrillantar los suelos con cera Cobra roja todas las mañanas. Le
llevaba a la señora Pumile el azúcar que se dejaban en el carrito del té. La gente dejaba su
dinero en el banco para que cuidasen de él. Eso me había contado el señorito Phil. Pero mi
madre Miriam decía que su dinero estaba más seguro en una caja de zapatos, debajo de la
cama, donde ella pudiera vigilarlo.

Ese verano pasé muchos días demasiado ocupada en barrer, limpiar y lavar la ropa
de la familia, que se ensuciaba mucho de tanto arrastrarse por el polvo, y casi no tuve
tiempo para leer. Veía el libro de la señora encima del tocador y lo miraba con añoranza
mientras pasaba el lappie trazando círculos lentos, hasta que mamá me llamaba para que
fuese a recoger la ropa del tendedero.

Después llegó un invierno de vientos fríos, de vientos que venían de unas montañas
que yo no alcanzaba a ver cuando me ponía de puntillas encima del baúl de los juguetes del
señorito Phil. A veces me parecía distinguir a lo lejos una capa fina y blanca, como la
cobertura de las tartas, pero nunca sabía si era yo quien se empeñaba en verla. Siempre
quería ver más de lo que alcanzaban mis ojos.

—¡Las vistas se contemplan mejor desde el tejado!

—me dijo el señorito, un día que me encontró de puntillas en la ventana, cuando


tenía que estar limpiando el polvo.

—Lo siento, señorito.

—Bajé corriendo y cogí mi lappie

—. Ya me voy.
—¡Espera, Ada, espera!

—me cogió del brazo

—. ¿Qué buscabas?

—Las montañas

—dije, señalando el veld

—. Donde está la nieve. ¿Usted ha visto la nieve?

—A la señorita Rose nunca me habría atrevido a preguntárselo. Y a la señora no


quería molestarla.

—La vi una vez

—dijo, sonriendo y tirándose de la chaqueta del uniforme del colegio. Le faltaba un


botón

—. Era como algodón blanco. Podías hacer bolas y lanzarlas. ¡Bolas de nieve!

—Imitó el gesto de lanzar una bola, y el flequillo le cubrió la frente al mover el


brazo. El señorito Phil siempre contestaba a mis preguntas. Nunca se burlaba de mí, como
la señorita Rose.

Entonces se subió al baúl y me enseñó que ya rozaba el techo con las puntas de los
dedos, mientras volvía a imitar que lanzaba una bola. Me dijo que se subía muchas veces
allí, para ver lo alto que era, y que un día llegaría con la cabeza al techo.

Ese invierno los vientos fríos de la nieve que conocía el señorito Phil me
atravesaban la ropa y me dejaban la cara entumecida cuando iba a Adderley Stret a echar
las cartas que la señora enviaba a Irlanda, al otro lado del mar. ¿Contaría en esas cartas las
mismas cosas que en su libro? ¿O había cosas que no contaba en las cartas, lo mismo que
había cosas que no contaba en su libro?

Esos días hacía el recado deprisa, envuelta en el viejo abrigo de luto de mi madre.
Hacía demasiado frío para pararme a leer los carteles de las tiendas o los anuncios que
ponían en la puerta de la oficina de correos. Cuando volvía a Cradock House, mamá y yo
preparábamos una sopa de calabaza y pollo asado, relleno con los últimos albaricoques del
verano, y un pudin de mermelada esponjoso y caliente que al señorito Phil le encantaba.
«Dame más, Miriam, por favor

—le pedía a mi madre después de comerse un cuenco enorme

—. Está más rico que nunca.»

Sólo cuando pasó el invierno caí en la cuenta de que la señora se parecía a mí en una
cosa muy importante: las dos guardábamos dentro frases que nunca decíamos en voz alta.
La diferencia estaba en que ella podía decir esas frases en su libro o en sus cartas, mientras
que yo tenía que guardarme las mías en la cabeza. Y es que, aunque ya sabía leer, aún no
era capaz de escribir.

Capítulo cuatro

La señorita Rose recibía clases de piano.

No en Rocklands, en el colegio al que yo no podía ir por los problemas que traería a


la larga, y tampoco aprendía con la señora, que era profesora de piano, sino con otra
profesora de gafas pequeñas que venía a casa una vez a la semana.

—Arquea los dedos, Rosemary

—le decía la profesora

—. ¡Arriba, arriba, arriba!

Yo limpiaba el polvo del piano a diario y veía lo que la señorita Rose estaba
aprendiendo. Veía el libro, con sus dibujos de notas blancas y negras que se llamaban como
las letras que me enseñaba la señora, sólo que las letras del piano no llegaban hasta el final
del abecedario. No entendía por qué.

El caso es que sabía dónde tenía que poner los dedos la señorita para tocar la
melodía.

A veces, mientras estaba limpiando el polvo, cuando la señorita Rose se equivocaba,


yo sabía dónde tenía que haber puesto los dedos.
—¡Sabelotodo!

—me decía, sacándome la lengua y apartándose el pelo largo y rubio de la cara. La


señorita sabía que era muy guapa, pero se pasaba horas mirándose en el espejo de su
dormitorio, para asegurarse, agrandando los ojos y volviéndose a un lado y a otro. No tenía
los ojos verdes y suaves, como la señora, sino azules y oscuros, como la pizarra de un
tejado o el cielo del Karoo justo antes de que cayera la noche. La señora Pumile no tenía
tiempo para la señorita Rose, porque nunca le daba los buenos días cuando se cruzaba con
ella en la calle. Mi madre decía que la señorita dejaría de portarse así cuando creciera. La
verdad es que parecía que la señorita Rose crecía muy deprisa y que la ropa enseguida se le
quedaba pequeña, porque siempre necesitaba vestidos nuevos, aunque yo no sabía si la
mala educación se quitaba al crecer.

Una cosa estaba clara: a la señorita Rose no le gustaba la música.

—¡Detesto el piano!

—protestaba a espaldas de la profesora de las gafas, que siempre se quedaba un rato


en la puerta hablando con la señora después de cada lección

—. ¡Arquea los dedos, arquea los dedos... no lo soporto!

A la señora le dolía, porque ella tocaba el piano desde que era pequeña, cuando vivía
al otro lado del mar. Por eso, una de las primeras cosas que el señor Edward compró cuando
vino a vivir a Cradock House, mientras esperaba la llegada de la señora, fue un piano.

—Lo hicieron en Leipzig, Ada, en un país que se llama Alemania

—me contó la señora la primera vez que fui a limpiar el polvo

—. Mira

—señaló las letras doradas

—, ése es el nombre del fabricante: Zimmerman. ¿Verdad que no se ven muchas


palabras con zeta?

—Sólo zapato, señora. ¿Y cómo lo trajeron hasta aquí?


—En un barco, por el mar, lo mismo que a mí. ¡Qué bueno ha sido el señor Edward
al comprarme este piano!

Y la señora apartaba la vista del piano para contemplar el Groot Vis por la ventana.

¿Seguiré queriendo a Edward?

¿Seré capaz de tocar para él con la misma pasión con que toco para mí? ¿Me pedirá
que toque?

Yo no conocía nada más que Cradock y el Karoo, con su polvo, sus koppies rocosos
y su río perezoso; por eso un mar de agua interminable y lugares lejanos me parecía un
misterio. Incluso el poblado de chabolas donde vivía mi tía, al otro lado del río, y el otro
poblado abarrotado de gente que había al final de Bree Street, donde mamá me llevaba a
veces a ver a sus amistades y donde estaba ese colegio tan estricto que se llamaba St.
James, eran sitios más familiares para mí.

Era incapaz de imaginarme cómo sería un barco. Desde luego, la gente que vivía en
esos países lejanos era muy lista, porque sabía hacer cosas como pianos y barcos, que a este
lado del mar no sabíamos hacer.

—¿Irá algún día al otro lado del mar?

—le pregunté al señorito Phil una tarde, mientras hacía los deberes en su habitación
con la puerta cerrada, porque la señorita Rose se estaba peleando con el piano en el piso de
abajo.

—Puede ser

—dijo con aire pensativo

—. A ti te gustaría ir, ¿verdad que sí? Sé que te gusta conocer sitios nuevos. Por eso
te subes al baúl de mis juguetes y miras...

—¿Pero usted irá?

—Supongo que sí
—contestó, apartando los ojos del cuaderno de ejercicios y mirando el bate de
cricket, que estaba apoyado cerca de la puerta, para cogerlo cuando salía corriendo. De
pronto se puso muy contento y dijo

—: ¿Sabes qué? Algún día iremos juntos a Irlanda. A ver a mi tía Ada. ¡La que se
llama como tú!

—Se reclinó en la silla sobre dos patas.

Yo me eché a reír. ¡Qué bobo era el señorito Phil! Las chicas como yo no podían
hacer esas cosas.

—De todos modos

—dijo, y la silla se tambaleó al extender un brazo para señalar toda la habitación y el


inmenso Karoo, al otro lado de la ventana

—. ¿Qué puede haber mejor que esto?

La señora practicaba al piano todas las mañanas, una hora antes de que los niños se
fueran al colegio. La casa se llenaba de música, menos los fines de semana, porque esos
días el señor y ella se levantaban tarde. Y también tocaba por las noches, cuando el señor se
lo pedía o cuando se lo pedían los invitados. Con el tiempo aprendí a adivinar lo que tocaría
la señora en distintos momentos para distintas personas.

Las mañanas estaban llenas de escalas y arpegios. Las escalas formaban sonidos
fluidos que recorrían el piano de arriba abajo, como el viento, mientras que los arpegios se
saltaban algunas teclas y sonaban como el granizo en el tejado de chapa.

La señora Pumile decía que las escalas de la señora cruzaban el jardín a la carrera
todas las mañanas y llegaban a su kaia, al lado de la nuestra.

Por las tardes, cuando los niños terminaban de hacer los deberes y el señorito Phil
estaba nervioso, la señora tocaba marchas militares, para que desfilase como un soldado de
verdad. Y para que la señorita Rose se animara a practicar, tocaba piezas muy alegres, y
daban ganas de marcar el ritmo con los pies.

De noche, cuando el señorito y la señorita ya estaban en la cama, la señora tocaba


una música más tranquila, melodías que a mí se me metían en la cabeza y que volvían al día
siguiente, cuando estaba lavando o limpiando el polvo. Salía a hurtadillas de la habitación
de mi madre

—porque entonces vivíamos en la casa principal


— y me quedaba escuchando en el pasillo del salón. Estaba a oscuras y tenía miedo
de que el tokoloshe viniera a por mí.

Cuando había invitados, la señora se ponía vestidos de raso de color verde oscuro y
tocaba música elegante, como valses. A veces los invitados cantaban. A la señora le
encantaban las canciones del otro lado del mar, donde vivía su familia, y las cantaba sola o
acompañada por algún invitado que tenía buena voz. Eran canciones como La bahía de
Galway y Llévame a casa, Cathleen, que era la favorita del señor. Pero al señor le gustaba
que la señora tocase cuando no había invitados. La quería sólo para él. No quería
compartirla con nadie. Ella era feliz entregándose a los demás y ofreciendo su música.

Esto es el futuro, leí un día, mientras hacía mis tareas. Edward, al que llevo cinco
años sin ver y sin sentir, y Cradock, un pueblo a los pies de África. Aquí construiré mi
hogar, crearé una familia y descubriré nuevas músicas...

¿Qué era el «futuro»? La gente siempre hablaba del futuro con preocupación. ¿Era
algo por lo que había que pagar, como el señor había pagado por el piano? ¿O era algo que
la señora se había traído de Irlanda?

Un día se lo pregunté al señorito Phil. Dijo que era lo que le pasaba a uno cuando se
hacía mayor, así que de momento no tenía por qué preocuparme. La señorita Rose me dijo
que el futuro era algo que yo nunca tendría si no iba al colegio.

Cuando la señora tocaba, el señor se quedaba al lado del piano, muy erguido,
sonriendo a los invitados, hasta que se sacaba el reloj del chaleco y decidía que ya había
tocado suficiente. Nunca había tranquilidad en Cradock House cuando yo era pequeña.

Un día, la señora me pilló corrigiendo a la señorita Rose mientras estaba estudiando


piano.

—¡Eso suena mucho mejor, Rosemary!

—dijo, muy contenta. Entró en el salón con las manos manchadas de harina, porque
estaba haciendo bollos de pan dulce, y al ver que era yo quien tenía los dedos en las teclas
se paró en seco.

La señorita sacudió su melena rubia y empezó a pasar las páginas del libro de
música muy deprisa.

—Disculpe, señora, ya me voy.

—Y me fui corriendo al lavadero, donde mamá estaba almidonando los cuellos del
señor Edward. A la señorita Rose no le hacía gracia quedar en ridículo delante de la señora.

—¿Por qué corres tanto, hija?

—me preguntó mamá, pensando que había hecho algo malo.

—Ada

—dijo la señora, que también llegó corriendo y me encontró escondida detrás de las
faldas de mi madre. Se arrodilló y me miró a los ojos, como hacía cuando empezó a
enseñarme las letras, para que yo las repitiese

—. ¿Te gustaría aprender a tocar?

Capítulo cinco

Hoy he sorprendido a Ada corrigiendo a Rosemary. Ya había pasado antes.


Rosemary se enfadó, y yo fingí que no me daba cuenta. Recuerdo la primera vez que animé
a Ada a que se sentara a mi lado para verme tocar. Estaba muy nerviosa, hasta que puso un
dedo, tocó una nota y me miró con tanto asombro que se me hizo un nudo en la garganta.

Aprendí a tocar el piano mientras empezaba una cosa que llamaban «la guerra».

Y también aprendí, con las letras de las canciones, cosas que había en Inglaterra:
bosques y fiestas con cucaña y hierba que siempre estaba verde en vez de marrón, como la
nuestra. Ven al bosque verde se convirtió en mi canción favorita. Y también La danza de los
gnomos.

Aprendí historia con los relatos de las vidas de los grandes compositores que me
contaba la señora, y geografía con los viajes que hacían en busca de nuevas músicas. Y
entonces me di cuenta de que el piano servía para algo más que ejercitar los dedos. Me di
cuenta de que me descubría un mundo que estaba más allá de Cradock House. La primera
vez que posé los dedos en las teclas de marfil supe que la música me ensanchaba el
corazón, pero no me esperaba que pudiera ensancharme también la cabeza.

El piano me enseñó más cosas de los números. Aprendí a contar los tiempos de un
compás hasta ocho, y a relacionar la cuenta con los números que veía en los carteles de las
tiendas del pueblo.
Al principio no entendía del todo cómo se relacionaban.

¿Cómo podía ser que los «cuatro» tiempos de un compás significaran lo mismo que
el «cuatro» de un rollo de tela, si sólo había un rollo?

Llegué a la conclusión de que los números eran cosas poco fiables.

Cuando la señora y yo nos poníamos a tocar no había guerra. Me sentaba a su lado,


en el taburete del piano, con su vestido de color crema rozando mi bata azul, sus manos a
los lados de las mías, y empezaba a ver el mundo como lo veía ella, aunque nunca hubiera
visto la mayoría de las cosas de las que me hablaba.

—El río, los graznidos de las gaviotas, las olas y la marea forman una pauta que se
repite constantemente, cada cosa dentro de la otra. Como el contrapunto que vemos en
Bach...

—Y dejaba flotar en el aire una serie de melodías que se repetían y nos envolvían,
pasando las manos como ondas por encima de las teclas.

—¿Cómo suena la corriente que cruza el mar?

—preguntaba yo.

—¡Ay, Ada, si pudieras oírla!

—Sonreía con cariño, como si ese sonido resonara dentro de ella a todas horas

—. Grieg estaba en los acantilados de Bannock y en la playa...

—Y sus dedos bailaban para componer los primeros acordes del Concierto para
piano.

Yo asentía con la cabeza. La señora detenía las manos y miraba por la ventana hacia
el Groot Vis, con sus aguas turbias y mansas bajo el calor.

—Un mi menor

—volvía al piano
— que se transforma en mi mayor. ¿Te acuerdas?

Yo sentía crecer la música en mis manos, que se unían a las suyas para formar una
cascada.

Justo después de que empezara la guerra ocurrió algo muy extraño. Un día, el sol
desapareció. Los koppies pardos se volvieron púrpura y los pájaros del jardín dejaron de
cantar. Hasta los bubús silbones se quedaron callados. El general Smuts, un hombre del que
yo había oído hablar a la gente, que había avisado de que los alemanes dominaban la ruta
del mar, vino a Cradock ese día de oscuridad.

La multitud se congregó para escucharlo a las puertas del Ayuntamiento, en Market


Square. Los edificios se adornaron con banderines rojos y azules para darle la bienvenida, y
el general recorrió entre vítores todo el trayecto por Church Street mientras el cielo se
volvía oscuro.

—Es un eclipse, Ada

—me explicó la señora cuando salió de casa para oír al general

—. No hay de qué asustarse.

Dijo que era la luna la que ocultaba el sol, y que eso pasaba de vez en cuando. Según
la señorita Rose todo el mundo sabía lo que era un eclipse. El señorito estaba haciendo su
entrenamiento militar, así que no pude preguntarle qué pensaba él. Mamá se acostó en
nuestra kaia y yo subí al piso de arriba para ver Market Square desde el baúl de los juguetes
mientras la luz se apagaba a lo lejos en el Karoo. Oía los aplausos por las ventanas abiertas.
Tal vez el general Smuts fuese capaz de usar su poder para devolvernos el sol. Yo estaba
segura de que la culpa era de la guerra, lo mismo que tenía la culpa de la escasez en nuestra
cocina. ¿Qué otra cosa podía hacer que la luna ocultase el sol, si llevaba tanto tiempo en el
cielo sin molestar a nadie?

Así que allí estaba Cradock House, en mitad del Karoo seco y a veces oscuro, y
estaban mamá y la señora y el señor y la señorita Rose, pero el señorito Phil estaba a punto
de irse a la guerra. Estaban los ibis siniestros que pasaban todas las tardes a última hora,
graznando y sacudiendo con las alas el cielo veteado de franjas rosas y anaranjadas. Y
estaba nuestra vecina, la señora Pumile, quejándose del trabajo de más por culpa de la
guerra.

Y además de la canción que la lluvia tocaba de vez en cuando en el tejado de la kaia,


debajo del espino raquítico, Mozart, Chopin y Beethoven estaban allí todos los días. Dentro
del piano esperaban montones de melodías que yo nunca podría tocar, y fuera de Cradock
House, mucho más mundo del que podía imaginar. Había guerra, sí, pero también había
música suficiente para olvidarse de la guerra.
Miriam y Ada empiezan a ser parte de mi familia.

Nadie me había advertido de esto. Me hablaban sobre todo del calor, de las
picaduras de insecto y de lo imprevisibles que eran los nativos. La posibilidad de encontrar
compañía en mi criada negra y en su hija ni siquiera se me había pasado por la cabeza.
Tengo la impresión de que a Edward le molesta mi actitud. Sin embargo, no puede tener
ninguna queja de la devoción con la que me he entregado a mis hijos. Phil y Rosemary
cuentan con mi atención plena, y a Rosemary me empeño especialmente en animarla en
todo lo que hace. Estoy segura de que terminará por encontrar algo que le interese de
verdad.

Capítulo seis

En las calles de Cradock empezaron a verse jóvenes como el señorito Phil, con
elegantes uniformes y gorras con insignias. Desfilaban marcando el compás, estampando
las botas en la tierra oscura, como las notas en staccato que yo estaba aprendiendo a tocar.
Los hombres mayores, como el señor, no desfilaban, pero iban a reuniones en el
Ayuntamiento, enfrente del parque Karoo, donde a mí me gustaba sentarme debajo de las
palmeras, y se pasaban muchas horas hablando de un lugar al que llamaban «el Norte».

Un día, la señora me envió a llevarle un recado al señor, y me quedé en el fondo de


la sala esperando el momento de poder dárselo. Todos los hombres importantes de Cradock

—incluso del Karoo

— estaban sentados alrededor de una mesa: gritaban y a veces daban puñetazos,


como si estuvieran amasando pan. Había un hombre con una cadena de oro y muchos
hombres con barba larga. Como no me miraban, pude oír lo que decían. A veces escuchaba
lo que decían los demás sin que supieran que los estaba oyendo.

—¿Por qué nuestros hijos tienen que luchar, si ellos no luchan?

—preguntó un hombre a grito pelado.

—Hay que meterlos en la cárcel

—dijo otro

—. ¡Eso es traición!
Yo no sabía qué era traición. Sabía que debía de ser algo malo, porque a la cárcel
iban los que mataban o los que hacían mucho daño y había que encerrarlos para siempre.

Había una cárcel al final de Bree Street, y creo que ésa era una de las razones por las
que mamá no me dejaba ir al St. James, ese colegio tan estricto, porque estaba detrás de la
cárcel. Y la cárcel, me explicó un día, no era sólo para la gente mala. Cualquiera podía
acabar en la cárcel si no se andaba con cuidado.

—¿Qué pasa, Ada?

—me preguntó el señor, acercándose a donde estaba yo. Iba en mangas de camisa, y
me fijé en que tenía el cuello arrugado. No era fácil encontrar almidón desde que empezó la
guerra. Le entregué la nota. La leyó, se pasó una mano por el pelo, que se le estaba
empezando a caer, y aplastó el papel con el puño. Tenía gotas de sudor en la frente.

—Dile a la señora que volveré en cuanto pueda

—dijo sin mirarme. Y volvió corriendo a la mesa donde los demás seguían gritando.
Ese día nos enteramos de que el señorito Phil tenía que ir a la guerra.

El señorito tuvo que vestirse de uniforme y aprender a desfilar, como cuando era
pequeño y la señora tocaba el piano. Volvía a casa por la noche tras un día entero de marcha
por el veld, cenaba y se marchaba otra vez por la mañana, haciendo retumbar las escaleras
en toda la casa. Yo estaba muy orgullosa de él y le planchaba con mucho cuidado las
camisas caquis. A veces el señorito Phil tenía tiempo de jugar al cricket con los otros chicos
que aprendían a ser soldados como él, pero, como jugaban en un cuadrado de tierra, el
uniforme blanco se le ponía perdido. Yo tenía que restregarlo más de lo normal y el señorito
lo sentía mucho por mí.

—¿Qué hacen en la guerra?

—le pregunté un día que volvió a casa temprano y se tumbó en la hierba a


contemplar el cielo entre las hojas del árbol del coral. Yo estaba tendiendo la ropa en la
cuerda

—. ¿Es muy duro?

Se incorporó sobre un codo y me miró. El señorito Phil y yo siempre habíamos


hablado con mucha facilidad, desde el día que me enseñó los números, y no cambió cuando
empezó a hacerse mayor. Siempre fue mi amigo, el primer amigo que tuve.
—De momento no es duro

—dijo

—. Pero lo será cuando me manden al frente.

Me quedé pensando en lo que había dicho mientras tendía una funda de almohada.

—¿Pasará miedo?

El señorito miró hacia la casa. La señora estaba merendando con unas amigas, mi
madre estaba en el lavadero, y por la ventana abierta de la señorita Rose llegaba una
melodía de música de baile.

—Espero que no, yo...

—Cogió una hoja y empezó a rasgarla con cuidado por las líneas de los nervios. El
flequillo le cubrió la frente

—. No quiero tener miedo, pero ¿y si lo tuviera?

Nos quedamos callados. Llevaba las mangas de la camisa enrolladas y vi que los
músculos de los brazos, fortalecidos por el entrenamiento, se dibujaban como cuerdas
tensas por debajo de la piel. ¡Qué bueno era el señorito Phil! Se interesaba por todo,
siempre se ponía al frente de todos los juegos y siempre estaba dispuesto a cumplir con su
papel. Yo estaba segura de que sería un buen soldado.

—Yo no quiero tener miedo del tokoloshe

—dije, apartándome de la colada para arrodillarme a su lado

—, pero es así como el Dios Padre me enseña a ser valiente.

Dejó de pelar la hoja y me miró fijamente.

—Pero en la guerra se mata, Ada. Se mata


—repitió, con una voz suave como un susurro

—. ¡No hay fantasmas ni espíritus malignos! ¿Dios nos manda la guerra para que
aprendamos a ser valientes?

El señorito Phil tenía los ojos muy claros, mucho más claros que el cielo, mucho
más claros que los de la señorita Rose, que eran azules como el acero; los de él eran casi
transparentes como el agua. En ese momento me buscaron, pero no supe qué contestar.

Cogió otra hoja y volvió a cortarla en tiras.

Me levanté y fui a sacar otra camisa del cesto. El silencio nos seguía separando.
¿Qué podía decirle para darle confianza? Tenía que ayudarlo, como él me había ayudado
tantas veces. Pero yo no sabía nada de la guerra, ni de lo que exigía. Entonces me vino a la
cabeza otro pensamiento y traté de apartarlo, pero no se iba. ¿Era posible que el señorito
Phil, a pesar de su fuerza y su buen corazón, no estuviera hecho para ser soldado?

¿Y qué habría contestado la señora a esa pregunta? ¿Había alguna lección que
aprender de Dios y de la guerra en el libro que la señora tenía en su tocador?

—Rezaré por usted, señorito

—dije, estrechando la camisa húmeda contra mi pecho y sintiendo su tacto frío. Y


confié que en mis oraciones fueran suficientes

—. Y la señora y el señor también rezarán.

Me sonrió con los labios. Al momento tiró las hojas rotas, se levantó de un salto y
volvió a casa a grandes zancadas.

Mientras el señorito Phil se iba de instrucción, mi madre y yo hacíamos todo lo


posible para estirar la comida y la señora recogía latas de galletas y calcetines de lana, para
que los soldados no pasaran frío en los barcos, unas máquinas muy raras que yo no había
visto nunca pero que por lo visto eran necesarias para la guerra, lo mismo que para traer
pianos desde el otro lado del mar. Personas muy importantes venían a la plaza del pueblo
para decirnos que teníamos que «apoyar a nuestros muchachos y aplastar al enemigo».

Había algunos soldados de color, aunque tenían la piel más clara que mamá y que
yo. Vivían en una zona del poblado donde yo no había estado nunca, en un cerro sobre el
Groot Vis, cerca del vado por donde se podía cruzar el río cuando el cauce estaba bajo.
Parecían muy orgullosos de su uniforme caqui y desfilaban por Market Square levantando
una nube de polvo y ensuciándose las botas nuevas. Los vi pararse delante del
Ayuntamiento para hacer una especie de saludo. Después se fueron por Church Street y
cruzaron el puente hasta la estación del ferrocarril para irse a la guerra. Un chico muy
guapo me guiñó un ojo al pasar a mi lado, y mi madre me apartó de la primera fila. «¡Qué
fresco!

—murmuró mi madre

—. Sólo porque lleva un uniforme como los blancos.»

Todo el pueblo salió a despedir y a vitorear a los soldados, agitando banderitas


blancas.

No había soldados negros, como mamá y yo. Los negros se quedaban amontonados
en el poblado, al final de Bree Street, o «trabajando» en las granjas. No sé por qué no iban a
la guerra. Se lo pregunté a mi madre y dijo que no se lo habían pedido, que no se fiaban de
ellos si estaban armados.

Algunos blancos se negaron a combatir, y los metieron en la cárcel. Lo oí una noche


desde el pasillo, cuando la señora dejó de tocar y el señor se inclinó sobre el piano.

—Los van a dejar ahí hasta que se pudran

—dijo el señor con aire satisfecho.

Me acordé de la reunión en el Ayuntamiento, de los gritos y de la palabra «traición»,


del miedo que a mi madre le daban las cárceles y de que algunas personas terminaban allí
aunque no hubiesen hecho daño a nadie.

Pero yo no entendía que los hombres pudieran pudrirse. Sólo la fruta se pudría,
como los albaricoques cuando se caían del árbol. La gente no. ¿Podía ser que los blancos no
quisieran luchar porque tenían miedo, como el señorito Phil pensaba que podía llegar a
tenerlo?

—No ven ninguna razón para luchar por Inglaterra

—contestó la señora con tristeza.

El señor le acarició un hombro. Desde que empezó la guerra tocaba a la señora


mucho más que antes. Y la señora tocaba el piano mucho menos que antes de que empezase
la guerra. ¿Sería que en tiempo de guerra las personas valoraban más las cosas y a los
demás que en tiempo de paz, cuando nadie se imaginaba que pudiera haber escasez?

Pensé en los negros a los que no les pedían que fuesen a la guerra. Si se encontrase
la manera de confiar en ellos, aunque estuvieran armados, podrían sustituir a los blancos
que no querían ir. Y así nadie tendría que estar en la cárcel. Quería decírselo a la señora,
pero mi madre Miriam dijo que yo no era quién para hablar de esas cosas con los señores.

Tampoco entendía los bandos de aquella guerra. Sobre todo porque recordaba que la
señora me había contado que nuestro piano venía de Alemania. Eso significa que las
personas tan listas que lo habían fabricado de pronto eran enemigas. Y eso me parecía lo
peor de la guerra: que los amigos pudieran convertirse en enemigos.

Capítulo siete

—¡Ada!

Miré alrededor. Nunca me llamaba nadie en Church Street. En las calles del pueblo
sólo gritaban los blancos; los negros gritaban en las callejuelas del poblado donde vivía mi
tía. Como si vivieran separados por montañas, decía mi tía con desprecio, en vez de por un
camino de polvo.

—¡Ada!

—El señorito Phil iba desfilando por el camino con su uniforme caqui, tratando de
esquivar a un caballo y un carro que se acercaban al trote

—. ¿Qué haces aquí?

—Voy a echar una carta de la señora, señorito.

—Le enseñé el sobre con la letra tan bonita de su madre, de trazos gruesos y finos.
La llevaba en el bolsillo para que no se ensuciara con el polvo de la calle o el sudor de mi
mano. Era una carta para su hermana Ada, la que se llamaba como yo. A mí me hubiera
gustado mucho escribir a esa señora y preguntarle por su vida en Irlanda: si había menos
polvo que aquí y si el río seguía tocando música de Grieg al caer al mar desde los
acantilados.

—Me marcho pronto


—dijo el señorito Phil, plantado como un soldado, con los pies separados y los
hombros rectos.

Lo miré. Puso sus ojos claros en el camino, donde el caballo y el carro levantaron
una nube marrón. Sólo sus manos se movieron para retorcer la tela de sus pantalones de
dril.

—¿Adónde irá, señorito? ¿A proteger el país de la señora? ¿A Irlanda?

Se rió, pero su risa no era alegre.

—No, Ada. En Irlanda no hay guerra. Me mandan al norte, puede que al norte de
África. Ven conmigo.

Echó a andar por el camino. Yo no sabía si seguirlo o no. El señorito Phil volvió la
cabeza por encima del hombro, para ver si lo seguía. En Cradock House no me importaba
hablar y pasear con él, pero allí, en la calle, delante de los blancos, era distinto. No estoy
segura de por qué era distinto. En esos tiempos las leyes no se preocupaban por el color de
la piel, ni había carteles en las entradas de los edificios y en los bancos de las calles en los
que decía que eran sólo para blancos, pero yo lo sabía. Cuando iba sola, los tenderos me
echaban de la puerta si me quedaba mucho rato leyendo los carteles. Church Street, con su
hilera de árboles de la pimienta y su Iglesia Reformada Holandesa, no era para la gente
como yo. Pasear por Church Street al lado de un señorito vestido de soldado no era para la
gente como yo.

Alguien ya se había fijado en nosotros.

Una señora con una blusa de volantes rosa y una falda de un tono más oscuro salió
abanicándose de N. C. Rogers, Comerciantes en General. Vi que miraba al señorito Phil,
luego a mí, y otra vez al señorito.

—¡Vaya!

—Me dio la espalda

—. Tú eres Philip Harrington, el hijo de Cathleen y Edward. ¡Qué guapo estás!

El señorito apartó la mirada de mí y se acercó a estrecharle la mano, con mucha


educación.
—Tengo entendido

—dijo la señora en voz baja

— que os marcháis pronto.

—Todavía no lo sé, señora.

—Aunque habló con firmeza, yo noté el miedo escondido detrás de sus palabras. Lo
había oído en su voz ese otro día en el jardín de Cradock House, lo mismo que había visto
brillar el sol en los músculos fortalecidos para la guerra. Odié a la mujer que acababa de
salir de N. C. Rogers: la odié por recordarle al señorito que no sólo él, sino también otras
personas, pronto descubrirían su miedo a la guerra.

Esperé detrás de ellos. Los ojos del señorito Phil, claros como el agua, se
encontraron con los míos por encima del hombro con volantes de la señora. Unos hombres
salieron de la tienda haciendo mucho ruido y se acercaron a un caballo que estaba atado a
unos pasos, con el hocico dentro de un saco de avena.

—Señorito

—levanté la voz por encima de la conversación sobre el caballo

—, hay que echar la carta de la señora al correo.

La señora volvió la cabeza y apretó los labios, molesta por la interrupción.

—Gracias, Ada

—dijo el señorito, y se despidió llevándose una mano a la gorra

—. Le ruego que me disculpe. Me alegro mucho de verla.

—Y volviéndose a mí, añadió

—: Ada, también tenemos que ver si han llegado los paquetes de mi padre.

El señorito Phil ladeó la cabeza y se alejó hacia Market Square. Yo aparté los ojos de
la mujer y lo seguí guardando las distancias. Cuando pasamos por delante del parque
Karoo, se paró a la sombra de un pimentero para esperar a que lo alcanzase. Al otro lado de
la plaza, los carros aparcados en la entrada del Ayuntamiento parecían temblar bajo el calor,
como si estuvieran a punto de echar a andar por su cuenta. El señorito se pasó una mano
por la frente.

—Será usted un buen soldado, señorito

—dije, mirando alrededor para asegurarme de que nadie nos miraba. Tendí una
mano sobre el espacio que nos separaba para tocarle el brazo

—. Estoy segura.

Algunas noches, en esos primeros momentos de la guerra, cuando el señorito Phil


estaba de instrucción en el veld, los señores se pegaban a la radio para oír a un hombre de
voz grave que se llamaba Churchill. El señor Churchill, por lo visto, era más importante
que el general Smuts. La señora a veces lloraba al escucharlo y el señor daba vueltas por la
sala, retorciéndose las manos, con la chaqueta colgada en una silla y el pelo alborotado. La
radio hablaba de las bombas, unas cosas que producían incendios en una ciudad llamada
Londres, que debía de estar cerca de Irlanda, por lo preocupada que parecía la señora. Y
hablaba también de aviones que bajaban en picado y producían el mismo fuego con sus
cañones, hundiendo los barcos para siempre. Yo seguía sin ser capaz de imaginar los
barcos, como tampoco podía imaginarme la inmensidad del mar por el que flotaban. La
señorita Rose subía corriendo las escaleras para encerrarse en su habitación. Decía que
estaba harta de la guerra y preguntaba por qué las cosas no podían ser como antes.

—¿Cuándo terminará?

—susurraba la señora

—. Tantos muchachos perdidos. Ada

—decía, levantando la voz y buscándome en el pasillo

—, ven a tocar algo.

Y yo tocaba un nocturno lento, o un preludio de Chopin, como Gotas de lluvia, y las


notas caían en mitad de un silencio sofocante y angustioso. El señor volvía a su periódico y
se alisaba el pelo gris. La señora se quedaba sentada, muy pálida, a la luz de la lámpara, con
las manos entrelazadas en el regazo, sin llevar el compás de la música.

Ha llegado la orden de reclutamiento para Phil.


Procuramos mostrarnos alegres.

Miriam le ha hecho su pudin de mermelada favorito, Ada toca marchas militares, y


hasta Rosemary se esfuerza en ser agradable. Pero Edward y yo nos acordamos demasiado
de la Gran Guerra para dejarnos llevar por ninguna clase de euforia.

Ada le ha planchado el uniforme obsesivamente. Quiere que todo esté perfecto


cuando llegue el momento de su partida.

El señor Churchill envió al señorito Phil «al norte». Allí no había un océano y barcos
grandes, sino un desierto mucho más grande y más seco que nuestro Karoo.

Pedí permiso para ir a la estación a despedir al señorito. La estación estaba al otro


lado del Groot Vis, en un cerro un poco alejado del poblado donde vivía mi tía. Mi madre
me regañó. Dijo que eso estaba fuera de lugar, pero como se lo pedí a la señora cuando
mamá estaba atareada en la cocina, no pudo impedirlo.

—Pues claro que puedes venir, Ada

—dijo la señora, lanzando una mirada rápida al señor, que estaba escondido detrás
de su periódico, enfrente de ella.

Nunca había visto tanta gente en la estación. Había muchos jóvenes con petates al
hombro: hablaban a voces y se daban puñetazos amistosos con la mano que tenían libre. Un
tren los esperaba con los vagones rojos cubiertos de polvo ya antes de empezar el viaje.
Con una explosión que hizo estremecerse el aire, la locomotora empezó a soltar nubes de
vapor blanco, y las señoras elegantes que estaban en el andén volvieron la cabeza para no
respirar la carbonilla. Un maquinista de uniforme y gorra azul recorrió el andén y, a una
señal que no llegué a ver, empezó a tocar el silbato con todas sus fuerzas para que los
revoltosos soldados subieran al tren.

—Cariño.

—La señora abrazó al señorito Phil, que ya era mucho más alto que ella

—. ¡Vuelve pronto!

—Se separó de él y cerró los puños.

—Philip.
—El señor le dio la mano, aunque otros padres abrazaban a sus hijos

—. Ten cuidado, hijo. Rosemary

—se volvió para llamar a la señorita Rose, que estaba poniéndole ojitos a un
muchacho

—, ven a despedirte.

La señorita Rose se echó en brazos del señorito y se fue corriendo con sus amigas
del colegio.

Yo seguía esperando detrás del señor. Era la única persona negra que estaba con una
familia blanca.

Tenía la entrada de la estación a mi espalda y podía escabullirme sin que nadie me


viese. Podía decir que volvía a casa para ayudar a mi madre a preparar el té, pero me
gustaba formar parte de aquella multitud, aunque fuese una extraña. Había risas y lágrimas
por todas partes, y niños ondeando banderines blancos. No entendía qué tenía la guerra para
que la gente riera y llorara al mismo tiempo. Puede que el llanto siempre esté detrás de la
risa, pero sólo asoma cuando decimos adiós.

Tres soldados con cornetas formaron en fila delante de un vagón para tocar una
breve melodía

—la señora me explicó después que era una fanfarria

—, y la gente se puso a vitorear.

—¿Ada?

—El señorito Phil me estaba buscando. Me acerqué a él.

—Lo echaré de menos, señorito

—dije, levantando la voz entre tanto alboroto y tendiéndole la mano

—. Buena suerte, señorito.

Y entonces el señorito Phil hizo una cosa muy rara. Abrió los brazos, se inclinó y me
dio un abrazo. Noté su mejilla en la mía, y el roce de la barba en las zonas que se había
olvidado afeitar, y cuando quise darme cuenta ya se marchaba: se echó el petate al hombro
y subió al vagón de un salto.

Sentí la mano de la señora en mi hombro. Miré al señor de reojo. Estaba mirando al


señorito Phil con el ceño fruncido.

—Todo el mundo a bordo

—gritó el maquinista, volviendo a tocar el silbato.

Los tres soldados se guardaron las cornetas debajo del brazo, cogieron sus bultos y
subieron corriendo al tren, que ya empezaba a alejarse envuelto en una nube de humo. En el
andén, a nuestro alrededor, todo el mundo llamaba a los muchachos, que se asomaron a las
ventanillas y aporrearon las paredes del vagón mientras entonaban una canción que yo
había oído en la radio: «Volveremos a vernos, no sé dónde, no sé cuándo...»

Las señoras que habían apartado la cabeza para protegerse del humo volvieron a
mirar el tren y se secaron los ojos con sus pañuelos de encaje mientras decían adiós con las
manos enfundadas en guantes. Y entonces sonó el silbato de la locomotora, más agudo y
estridente que el del maquinista. Unos niños chillaron y se taparon las orejas. Las palomas
azul oscuro alzaron el vuelo desde las vigas del tejado de la estación.

Miré otra vez al señor para ver si estaba triste por no haber abrazado a su hijo como
hacían los demás padres, pero, en vez de mirar el tren abarrotado que se llevaba al señorito
Phil adonde lo enviaba el señor Churchill, vi que me estaba mirando a mí.

No tengo padre.

Bueno, eso no es del todo cierto. Nunca lo he visto. Debe de estar en alguna parte,
viviendo en su propia casa, o con sus antepasados, pero no lo conozco. Mamá nunca habla
de él, y para mí no tiene cara. Los señores tampoco hablan de él, y a los señoritos, que
tienen un padre propio, no parece extrañarles que yo no lo tenga.

El día en que el señorito Phil se marchó me acordé de mi padre. La señora era como
una segunda madre para mí, pero el señor estaba siempre demasiado ocupado para fijarse
en mí y ser un padre. Yo no esperaba nunca su atención. Nunca tuve la sensación de que me
apreciara: sencillamente, no me veía.

Hasta ese día.

En el andén abarrotado, me miró con la misma atención con que yo lo había visto
mirar a sus hijos. Pero no era una atención cariñosa. No me miró con simpatía. Tenía una
expresión de disgusto y preocupación.
Capítulo ocho

—¿Quién es mi padre?

—le preguntaba a veces a mamá, cuando descubrí que para tener un hijo hacía falta
un padre.

—Un hombre al que conocí

—decía ella, y apartaba la cabeza para que no le viese la cara.

—¿Te casaste con él como el señor con la señora?

—Se fue antes de que tú nacieras.

Yo me tapaba con la manta y miraba a mi madre. Siempre sacaba la conversación de


noche, en la cama, cuando la señora había dejado de tocar el piano y en la casa sólo se oía
el crujido del tejado, cuando la chapa empezaba a enfriarse tras el calor del día. Mamá se
sentaba al lado de la ventana a hacer ganchillo, en zapatillas y con el pelo suelto, sin el
doek que llevaba de día. Se echaba sobre los hombros un chal azul que había tejido ella
misma, y yo me quedaba dormida oyendo los ruidos del tejado, a la lechuza en el árbol del
coral y el movimiento rítmico que hacía mi madre al enganchar la lana con la aguja.

—El señor no se fue cuando nacieron el señorito Phil y la señorita Rose

—insistí, la última vez que hablamos del padre al que nunca llegué a conocer

—. ¿Por qué se fue mi padre?

Mi madre se enfadaba pocas veces conmigo, y mucho menos al final del día, cuando
estaba cansada, pero esa noche se enfadó. Dejó su labor y se acercó a la cama, como si lo
que iba a decirme no pudiese oírlo nadie más que yo y no debiera salir nunca de aquel
cuarto. «¡Calla!

—dijo entre dientes


—. No quiero hablar de esas cosas. ¡Tienes mucha suerte de vivir aquí! ¡No te hace
ninguna falta un padre que no vuelve! ¡Da gracias a Dios y duérmete!»

Pero yo no podía dormir. La vi recoger el chal, que se le había caído al suelo, y


volver a su labor. Mi madre no abría su corazón fácilmente. Vivía entregada a los señores y
a los niños. ¿Qué clase de hombre pudo ganarse su amor? ¿Un hombre guapo y bueno que
prometió casarse con ella? Yo sabía que a mamá no le gustaba la vida de la señora Pumile,
que recibía en casa a muchos hombres que no eran de fiar. Ella nunca habría aceptado a un
hombre que no estuviera preparado para quedarse. Pero un hombre al que pudiera respetar,
un hombre preparado para quedarse sí podría haber conquistado su corazón y haber sido un
buen padre para mí. Sentía mucho no haber llegado a conocerlo.

Sin embargo, en todo Cradock

—¿en todo el Karoo?, ¿en todo el mundo?

— había muy pocas familias negras que viviesen juntas. Podía ser, razoné, porque
los hombres y las mujeres trabajaban en sitios distintos. Los hombres que querían sacar oro
de la tierra tenían que marcharse lejos, a lugares como Johannesburgo, mientras sus
mujeres se quedaban trabajando para familias blancas, como mamá y yo. ¿O es que a los
hombres negros les gustaba tener muchas mujeres y muchos hijos para que cuidasen de
ellos cuando se hicieran viejos? A lo mejor, por eso, quedarse con una mujer en particular
era una crueldad para las demás.

La otra posibilidad era que mi padre no fuese un hombre al que mi madre pudiera
respetar, o un hombre que se había ido a trabajar lejos de allí, o un hombre que tenía otras
familias que reclamaban su tiempo, sino un hombre que la había engañado, que le había
hecho creer que era un buen hombre cuando no lo era. Un hombre que había hablado de
casarse con ella y luego se había ido. Un hombre que quizá nunca llegaría a saber que tenía
una hija.

Desde ese día, nunca volví a hablar de mi padre, y tampoco de los padres en general.
Pero el día en que el señorito Phil se fue a la guerra yo tenía ganas de hablar de eso.

Quería saber por qué se enfadaban los padres. Quería saber por qué el señor me
había mirado como me miró. Pero nunca se lo pregunté a mi madre, y ella nunca supo lo
que empezó a partir de ese día.

Capítulo nueve

Yo tenía quince años cuando terminó la guerra y llegó la paz. Habíamos vivido en
paz antes de la guerra: recuerdo haberlo visto en algunos carteles, a las puertas de la oficina
del periódico, cuando iba a echar al correo las cartas que la señora mandaba a Irlanda. Pero
no fue una paz duradera. Antes de que pudiéramos acostumbrarnos a la paz ya había
empezado la guerra.

—¿Siempre hay paz cuando no hay guerra?

—le pregunté a la señorita Rose un día, mientras doblaba sus blusas limpias.

Me miró desde la cama, donde estaba ordenando una colección de pañuelos de


colores muy alegres, finos y resbaladizos, más suaves que ninguna otra prenda de las que
mamá y yo lavábamos en el lavadero.

—No seas idiota, Ada

—me soltó

—. Pues claro que hay paz. ¿Qué iba a haber si no?

—Se puso a acariciar los pañuelos, a compararlos con un pichi o una falda, a
ponérselos alrededor del cuello y a mirarse en el espejo.

—Pero todavía siguen matándose

—dije

—. Se lo he oído decir al señor.

—Siempre hay alguien matándose en alguna parte. A mí me trae sin cuidado. No


entiendo por qué te preocupas por eso.

—Tenía en la mano una rebeca azul claro

—. Creo que con esto prefiero el azul y blanco de lunares, mejor que el liso.

—Es que quiero entender la diferencia entre la paz y la guerra


—insistí. Me parecía muy importante. La guerra había cambiado nuestra vida en
Cradock House. Nos había dejado sin azúcar, sin latas de galletas y sin la risa del señorito
Phil. Quería estar preparada para la próxima vez que el amigo se convirtiera en enemigo.
Pero la señorita Rose vivía en su mundo, y ni siquiera me oía cuando le hablaba.

Antes de que el señorito Phil volviera a casa, mi madre y la señora estuvieron


hablando en la cocina, con la puerta cerrada. Intenté oír lo que decían desde el salón, donde
estaba abrillantando la mesa, pero la puerta era demasiado gruesa. La señorita Rose
acababa de comprarse un vestido nuevo en Modas Anstey.

—¡Mira, Ada!

—me dijo, dando una vuelta completa, con el pelo rubio flotando alrededor de la
cabeza. Era un vestido azul como el cielo entre las hojas del árbol del coral, y tenía un
cuello blanco con una puntilla azul. Era el vestido más bonito que yo había visto en mi
vida.

No necesitaré los manguitos de piel ni el sombrero de seda aquí en Cradock, decía el


diario de la señora. Edward dice que las mujeres llevan ropa más práctica. Y mi madre, que
sabe cómo es la vida en el extranjero, por las cosas que le cuenta su hermano Timothy, que
está en la India, dice que lo principal es protegerme la piel. Aunque lo que en realidad le
decía el tío Tim en una carta era esto: ¡No hay que discutir jamás con los nativos! ¡Es una
muestra de debilidad!

Así, con mucha pena, porque me encanta el sombrero de seda, aunque esté
anticuado, lo dejaré aquí con los manguitos y me llevaré tres sombreros sencillos y dos
sombrillas. Al fin y al cabo, según dice mi madre

—con un punto de aspereza

—, Sudáfrica no es la India.

Yo no sabía ni qué era la seda ni dónde estaba la India. Pero estaba segura de que el
vestido de la señorita Rose era tan bonito como aquel sombrero.

—La señora y mamá han estado hablando en la cocina

—le dije a la señorita, que seguía dando vueltas con su vestido azul

—, y no están cocinando.
—¡Qué tonta eres, Ada! ¿Por qué no pueden hablar? Éste es uno de los vestidos que
he comprado para Jo’burg. ¡En la tienda me han dicho que todas las chicas lo llevarán
ahora que ha terminado la guerra!

—Yo creo que hablaban del señorito Phil.

—¿Todavía no me has planchado la combinación? ¡Ada, por favor

—dijo, inclinándose y poniendo su mejor sonrisa

—, te compraré caramelos de menta!

—Oye, Rosemary

—dijo el señor, que salió por sorpresa de su despacho

—. Ada no puede estar todo el día pendiente de ti. Ya va siendo hora de que planches
por lo menos una parte de tu ropa.

—¿Te gusta mi vestido nuevo, papá?

—contestó la señorita, colgándose de su brazo.

El señor sonrió de mala gana y se puso a toquetear el reloj que llevaba en el chaleco,
colgado de una cadena. No podía resistirse a la señorita Rose. Casi nadie podía, sobre todo
los hombres.

—¿Cuándo vuelve el señorito Phil, señor?

—me atreví a preguntar.

Rara vez le dirigía la palabra al señor. Y él rara vez me miraba, menos aquel día en
la estación, cuando se marchó el señorito. El señor tenía siempre una expresión que daba
miedo: las cejas grises sobre los ojos claros, y los labios severos, que sólo se suavizaban
para la señora o la señorita Rose, o cuando yo tocaba el piano y él no se daba cuenta de que
lo miraba por el rabillo del ojo.
Se alejó de la señorita, que se estaba admirando en el espejo del vestíbulo que yo
había limpiado esa mañana, y me miró fijamente. Seguía teniendo el mismo gesto temible,
pero había algo más, algo que yo nunca había visto. Y de pronto caí en la cuenta de que
había puesto la misma cara que el señorito en el jardín antes de irse a la guerra, cuando no
sabía si tendría el valor necesario para luchar. Pero ¿qué razón podía tener el señor para
estar preocupado por la vuelta de su querido hijo?

—Pronto, Ada

—dijo en voz baja. Y me puso una mano en el hombro. El señor nunca me había
tocado. A lo mejor estaba distraído por culpa de la señorita Rose

—. Pronto.

El señorito Phil llegó al día siguiente. Lo llevaron a su dormitorio, en el piso de


arriba. Sólo le vi la cara por encima de una manta, pero no era la misma que cuando se
marchó a la guerra. La señora me explicó que estaba muy cansado y que necesitaba dormir
mucho. Me pareció comprensible. Al fin y al cabo, el señor Churchill había exigido a sus
soldados actos muy grandes y muy valientes. Poco antes hubo una misa en la iglesia de St.
Peter para las familias de los muchachos de Cradock que no volvieron del frente. Los
señores estuvieron en esa misa, le rezaron a Dios y le dieron las gracias por salvar al
señorito Phil y por traerlo a casa. La mayoría de sus compañeros habían muerto y estaban
enterrados en el desierto, «al norte», o en otro país que se llamaba Italia y al que
Mendelssohn había ido en busca de una nueva sinfonía, una tierra que era casi tan seca
como nuestro Karoo, según se decía.

—Pero ¿por qué?

—le pregunté a mi madre en nuestra habitación una semana después, al ver que el
señorito Phil seguía dormido

—. ¿Por qué otros soldados han vuelto vivos y andan por el pueblo? ¿Es que no
lucharon tanto como el señorito?

Mi madre apartó la vista de su ganchillo. Tejía paños para el té y calcetines de


dormir para la iglesia. Siempre andaban escasos de paños para el té y de calcetines de
dormir.

—El señorito Phil está herido, Ada


—dijo, apartando su labor.

—Entonces ¿por qué no me dejas que te ayude a cuidar de él?

Mi madre sonrió, aunque sin alegría.

—Algunas de sus heridas están por dentro

—dijo.

—¿Debajo de las vendas?

—Mucho más dentro. Son heridas que no sangran.

La miré fijamente. Cogió su labor. La lechuza ululó en el árbol del coral. Pensé si el
señorito Phil oiría a las lechuzas o si esas heridas que tenía por dentro también le habían
quitado los sonidos.

La señorita Rose se fue a Johannesburgo poco después de que volviera el señorito.


No sé por qué se iba, pero estaba muy contenta. Dijo que el futuro sería mejor en Jo’burg.
Me acordé de que había leído algo sobre el futuro en el libro de la señora. Lo escribió más o
menos cuando estaba a punto de irse de Irlanda para venir a Cradock. Seguramente era algo
que los ricos necesitaban tener en su vida. Yo quería conocer a alguien que ya hubiese
encontrado el futuro, para preguntarle por qué era tan especial.

—¡Deséame suerte!

—dijo la señorita por la ventanilla del coche, cuando se iba a la estación. Desde que
terminó la guerra había más coches y menos carros. La señorita estaba radiante y decía
adiós con el pañuelo. Llevaba el vestido azul de Modas Anstey y se había pintado los labios
de rojo con una barra que compró en la farmacia Austen. No quiso que sus padres fueran a
despedirla a la estación. «Demasiado lío», dijo, riéndose. ¿Quería ahorrarles el recuerdo de
cuando su hermano se fue a la guerra? Creo que no. La señorita Rose no era tan
considerada. Creo que sólo quería marcharse lo antes posible.

El señor se miró los zapatos que yo le había limpiado esa mañana, luego miró a la
señorita, que ya estaba en el coche, y se llevó una mano a la frente para protegerse los ojos
del sol. La falda color crema de la señora ondeaba con la brisa y se le pegaba a las piernas.
Arriba, en su habitación, el señorito Phil seguía durmiendo.

—¡Ten cuidado, cariño! ¡Y escribe todas las semanas!

—La señora le lanzaba besos y se palpaba el broche que llevaba en el pecho.

Cathleen Moore. Para el vapor Walmer Castle, de la Union Castle, Southampton,


dice en la etiqueta que han puesto en mi baúl. Aquí cogeré el tren, después el barco hasta
Inglaterra, otra vez el tren hasta Southampton y por fin el Walmer Castle. Nunca he salido
de Bannock.

—Bueno, Ada

—dijo la señora, sonándose la nariz cuando cerramos la cancela del jardín y subimos
a casa por el sendero

—. Ahora tú eres la hija de la casa.

—Entonces, déjeme ayudar con el señorito Phil

—le pedí, con la vista clavada en la espalda recta del señor, que ya estaba subiendo
al stoep y entrando en casa

—, como debe hacer una hija.

—La señora se paró en el sendero y se inclinó para pellizcar el capullo de una rosa
marchita. Cuando se lo conté a mamá, se enfadó conmigo. Pero ella sabía, lo mismo que yo

—y que la señora

—, que la señorita Rose nunca había ayudado en nada, nunca había sido la hija que
la señora necesitaba.

—Ya veremos si puedes cuidarlo, Ada

—dijo la señora, incorporándose. Tenía los ojos enrojecidos, como cuando hay nieve
en las montañas y el viento viene muy frío. Yo aún no había visto la nieve: la nieve vivía en
las cumbres, a dos horas de viaje, al otro lado del Karoo. Nos traía la escarcha dura y
blanca que caía de noche y que crujía bajo mis pies descalzos al amanecer, cuando salía a
recoger la leche.

Y pude cuidarlo.

—¿Te acuerdas de esa noche en que me puse malo, Ada?

—preguntó el señorito Phil, volviendo la cabeza para mirarme.

—Sí, porque comió muchos albaricoques en el jardín.

Sonrió levemente y cambió de postura en la cama. Ya no tenía los brazos fuertes y


bronceados como yo recordaba. Los huesos se le pegaban a la piel igual que la cuerda se
pegaba a la sábana húmeda en el tendedero. Cuando se levantaba para ir al baño, andaba
como un anciano. Y cuando volvía a la cama, se le notaban los huesos de la columna por
debajo de la camisa del pijama.

—¿Quiere sentarse un poco, señorito? ¿Quiere que abra las cortinas? Hace un día
precioso. Podrá ver las nubes.

—No, no

—seguía con la cabeza en la almohada

—. La luz me hace daño a los ojos.

—Ese albaricoquero sigue dando fruta

—dije, al cabo de un rato

—. ¿Vio albaricoqueros en la guerra?

Me miró con los ojos claros como el cielo más claro, como aquel día, en el jardín,
cuando dijo que quizá tuviera miedo. Y de pronto se echó a llorar. Le temblaron los
hombros por debajo del pijama de franela que mamá y yo le lavábamos a diario, porque
sudaba mucho por las noches.

—Lo siento, señorito

—dije, aguantándome las lágrimas

—. Siento mucho haberle molestado.

No volvió la cabeza cuando se puso a llorar, como cuando se caía de pequeño y se


hacía daño. Se quedó en la cama quieto, mirándome, con las mejillas llenas de lágrimas y
sacudiendo los hombros. Pero hacía muy poco ruido. Seguramente los soldados aprendían a
llorar en silencio en la guerra.

No sabía qué hacer, así que le cogí de la mano y él puso la suya encima de la mía.

—Toca para mí, Ada

—susurró

—. Toca algo alegre.

Y eso hice. Dejé la puerta abierta, bajé al salón y toqué algo alegre para envolver su
llanto. Puede que un vals como el que tocaba la señora cuando daba una cena antes de la
guerra. O una polonesa muy animada que recorría el teclado de arriba abajo. La señora
entró y me dio las gracias con la mirada. Y el señor abrió la puerta de su despacho y
también se quedó escuchando.

Aprendí algunas cosas sobre el norte. Era allí donde el señor Churchill había
enviado al señorito Phil durante la guerra. Quería saber cómo era, entender qué lugar había
podido hacerle al señorito tanto daño. Tal vez así entendería cómo era la guerra.

Pero también me interesaba porque era un sitio nuevo para mí. ¿Estaba mal eso?
¿Estaba mal tener tanta sed de lugares nuevos, aunque fueran capaces de causar tanto
dolor?

Yo no conocía nada más que Cradock. Lo único que veía desde el baúl de los
juguetes del señorito Phil era el Karoo. ¿Qué había más allá del veld, detrás de los koppies
pardos y las montañas lejanas con su nieve imaginada? Sólo los libros y la música podían
llevarme tan lejos. Las palabras, tomadas de la vida real, me llevaban aún más lejos. Las
palabras de la señora me habían llevado hasta Irlanda y un río azul que caía por los
acantilados al son de la música de Grieg...
Al principio no le hice preguntas. Lo cuidaba en silencio, le cortaba el pelo, que
antes era rubio, le afeitaba las mejillas hundidas cuando no tenía fuerzas para hacerlo solo,
le daba la mano cuando se quedaba dormido y me quedaba sentada en una silla, a su lado,
para que no se sintiera sólo cuando se despertara.

Poco después él empezó a contarme cosas, y fue así como descubrí el desierto del
señorito Phil, un desierto tan seco que nuestro Karoo, con sus pocos matorrales, parecía
fértil en comparación. El Sáhara era un paisaje en el que la vida había renunciado a existir.
Ni siquiera un espino raquítico encontraba la voluntad necesaria para crecer. Las dunas de
arena tostada, sin plantas ni animales, lo asfixiaban todo y eran más altas que nuestros
koppies. Pero esas dunas compensaban la falta de vida con su propio movimiento. Se
movían, me contó el señorito Phil, mostrando por primera vez algo de interés. ¡Se movían!

—¿Cómo?

—pregunté, maravillada, mirándolo en la penumbra de la habitación, siempre a


media luz, porque el sol le hacía daño a los ojos.

—Pues por el viento, Ada

—decía con paciencia, con la misma paciencia con que años antes me explicaba el
significado de algunas palabras raras, o los números que yo no comprendía

—. El viento cepilla las cimas o las laderas. Se lleva la arena y transforma las dunas.

Casi estuvo a punto de sonreír, y pensé si las heridas que tenía por dentro podrían
curarse con palabras. Sería una lástima que la primera vez que demostraba un poco de
ánimo pudiera causarle más dolor. Después del día en que se puso a llorar por los
albaricoqueros yo no me atrevía a hacer demasiadas preguntas. Esperaba a que él me
contara las cosas cuando empezaba a caer la tarde, o cuando le llevaba una taza de té a
media mañana, haciendo un alto en mis tareas. A veces hablaba, pero otras veces podía
pasarse varios días sin decir nada. En eso, el señorito Phil estaba muy cambiado. Había
perdido la risa, el interés, la energía, hasta el miedo que se atrevió a confesar antes de
marcharse. Dentro de él sólo quedaba vacío y aridez, como el paisaje que describía.

—Tiene una belleza extraña

—dijo un día que hablamos del desierto y me atreví a hacerle una pregunta

—. Pero es cruel, Ada


—se miró, con aire sorprendido, los dedos que se movían por encima de la colcha,
como si el movimiento fuera ajeno a su voluntad, lo mismo que las arenas del desierto no
tenían ningún control sobre el viento que las empujaba.

—¿Qué tiene de bonito?

¿Se volvían rojas las dunas con la puesta de sol? ¿Se teñía el cielo de colores más
vivos de los que yo veía en Cradock House al atardecer? ¿O la belleza venía de la propia
dureza del paisaje y del poder del viento para azotar la arena hasta darle una forma distinta?

—No hay sombra

—dijo, sin poder olvidarse de la crueldad

—. Moscas en la cara y en el pelo, y arena en los ojos y en la garganta. La arena te


araña hasta hacerte sangrar

—levantó una de las manos inquietas y se la llevó al cuello, como si aún notara la
sequedad

—. Media taza de agua para afeitarse, nada para lavarse. Un calor que abrasa y un
frío que congela en cuanto cae el sol.

—¿Y de dónde sacaban el agua que les daban, señorito?

—Porque no era posible que en un sitio así lloviera, ni que un Groot Vis serpenteara
entre las montañas de arena para aliviar la sequía.

—La traían en camiones

—dijo, sonriendo incluso con los ojos por una vez

—. La traían de muy lejos, de un río o de un oasis.

—¿Un oasis?
—Es una fuente que nace en mitad del desierto

—se incorporó un poco para recostarse en las almohadas

—, un sitio donde el agua aflora a la superficie desde muy dentro de la tierra.

—¿Usted lo ha visto?

—Sí

—contestó, antes de apoyar la cabeza y de cubrirse la cara con un brazo muy flaco.
El pelo, que antes era ondulado, se había vuelto liso y mustio. Siguió hablando sin apartar
el brazo de los ojos

—. Cuando me hirieron. Allí sí había palmeras y sombra.

—¿Palmeras como las nuestras? ¿Las del parque Karoo, en Market Square?

—interrumpí, muy emocionada por la posibilidad de conocer algo que también


existía muy lejos, de haberme sentado a la sombra de unos árboles que crecían en otro lado
del mundo, de tocar algo que formaba parte de la guerra.

—Sí

—apartó el brazo de la cara

—. Iguales.

Lo miré fijamente. Yo sabía leer música que venía del otro lado del mundo, la había
sentido en mis dedos. Y en Market Square había una sombra que había compartido con el
señorito Phil sin saberlo.

—Pero lo que se queda grabado por encima de todo es la arena


—dijo, sacudiendo los dedos, como si no pudiera librarse de ella

—. Es raro

—murmuró

—, porque en el desierto la arena es lo que fluye...

La casa estaba en silencio. La señora estaba en el colegio, dando clase, mamá


descansando en el piso de abajo y el señor en el Ayuntamiento. Yo había dejado las
verduras peladas y la masa lista para el pastel de riñón. Había terminado con la plancha.
Esperé un momento.

—¿Cómo lo hirieron, señorito?

Me miró con mucha intensidad, como cuando yo lo afeitaba y notaba su mirada.

—Quiero entender cómo es la guerra.

Dudó y volvió a mirarme a los ojos.

—La guerra no tiene nada que admirar, Ada.

—Pero quiero entenderlo de todos modos.

De la estación llegaba de vez en cuando el ruido del cambio de agujas. Grave, como
una redonda alargada, seguida de una cascada de corcheas. Ese sonido me transportó hasta
la multitud que reía y lloraba en el andén, a las cornetas y al abrazo breve y cálido del
señorito Phil. Es posible que él también se acordara de ese momento, porque sonrió
tristemente y asintió con la cabeza. Quizá había adivinado mis planes. Quizá sabía que en
realidad yo no preguntaba por mí sino por él. Quizá, si era capaz de recordar en voz alta,
aprendería a olvidar.

—Nos tendieron una emboscada

—dijo poco después


—. Eso significa que el enemigo ataca por sorpresa.

—¿Qué pasó, señorito?

—No me llames señorito

—se movió en la cama, molesto, y se miró las muñecas delgadas y surcadas de


venas. Yo esperaba en la penumbra, conteniendo mis preguntas. Sabía que los hombres
peleaban en la guerra, pero eso no lo entendía. Sólo los animales se atacaban por sorpresa
unos a otros. Los leones del veld aguardaban el momento de atacar a las gacelas, porque las
gacelas eran su presa. ¿Podía ser que la guerra obligase a los hombres a esperarse
escondidos, a acecharse como presas los unos a los otros?

—Tenían tanques, con ametralladoras montadas

—siguió diciendo, con la voz atrapada en los detalles

—. Nosotros sólo teníamos rifles. Ellos podían moverse, y nosotros estábamos


metidos en las trincheras, unos agujeros en la tierra de menos de medio metro de
profundidad. No podíamos cavar más, porque debajo de la arena había roca

—se tapó los oídos con las manos.

Entonces comprendí que no eran sólo las imágenes de la guerra lo que atormentaba a
los soldados, eran también los sonidos y las sensaciones. Tal vez las cortinas cerradas, con
las que yo creía que el señorito Phil intentaba alejarse del mundo, fueran necesarias
también para espantar el recuerdo de las balas que pasaban volando por encima de su
cabeza cuando estaba agazapado en aquel escondite poco profundo, y para espantar
también el recuerdo de la arena que se le metía por debajo de las uñas cuando escarbaba
desesperadamente para hacer la trinchera más honda...

—También lanzaban granadas que silbaban antes de estallar

—murmuró, con los oídos tapados, porque el ruido de la guerra le machacaba la


cabeza. Tuve que acercarme para oír lo que decía

—. Las oías llegar: agudas, como un violín, y antes de que pudieras salir corriendo,
explotaban y salpicaban arena por todas partes... y sangre.
Se calló de repente, se abrazó el torso delgado y se apretó con fuerza, como si se
asombrara de estar entero después de haber visto aquella lluvia de muerte alrededor. Le
puse una mano en el hombro y noté los huesos por debajo de la camisa del pijama.

—Los sigo viendo, Ada.

—Me agarró la mano y me miró con desesperación, con los ojos encendidos

—. A Ben, a Frank, a mi sargento...

—Rezaré por ellos, señorito

—dije, intentando contener el temblor de mi mano, a pesar de la fuerza con que él


me apretaba

—. Dios Padre cuidará de ellos. Estoy segura.

Me miró, pero creo que no me veía.

—¿Tenía un nombre esa batalla, señorito?

—No quería que dejase de hablar. Era demasiado pronto. Tenía que seguir hablando,
tenía que soltar todos esos recuerdos que lo estaban envenenando. Yo sabía que las batallas
tenían nombres. Había leído cosas sobre Waterloo y otros sitios de Francia con nombres
difíciles donde habían muerto muchos hombres en una guerra anterior, pero en esas guerras
morían en el barro, no en la arena.

—Sidi Rezegh

—dijo con voz cansada, dejando caer las manos sobre la colcha

—. Se llamaba Sidi Rezegh.

Quería preguntarle otra cosa, pero nunca me atrevía. Quería saber si su miedo a la
guerra desapareció después de entrar en combate. O si era el miedo el que tenía la culpa de
lo que le pasaba. Si el miedo

—y no sólo el enemigo
— lo había paralizado, y por eso la bala le había entrado en el pecho y le había
hecho una herida que, aunque ya no sangraba, no le dejaba vivir en paz.

Quería preguntárselo, pero nunca me atrevía.

Pasaron tres meses. El señorito Phil seguía en su dormitorio. La herida que tenía por
dentro y los recuerdos del Sáhara cruel no lo abandonaban. Movía las manos, nervioso. El
calor del desierto lo abrasaba por las noches y le hacía sudar y gritar. Y entonces, como si
algo quisiera recordarle justo lo que no él no quería recordar, la sequía llegó al Karoo y
trajo vientos que arañaron el veld, y al señorito se le secaron las yemas de los dedos hasta
que le salieron grietas, y su garganta volvió a llenarse de la misma arenilla familiar.

—¿Por qué no me deja en paz?

—murmuraba con desesperación mientras yo le ponía paños húmedos en la frente y


mi madre le daba limonada fría para aliviarle la garganta.

Se abrieron barrancos profundos entre los koppies. El agua del vado se evaporó y
dejó una marca en las orillas, como un cerco en una bañera sucia. El Groot Vis se convirtió
en un riachuelo, y mi tía empezó a tener problemas para ganarse la vida como lavandera.
En los parques del pueblo, los perros jadeaban a la sombra de los eucaliptos. Nuestro
albaricoquero sólo daba una fruta dura y seca. Hubo que racionar el agua, y mamá y yo
teníamos que lavar en barreños. Todos los días, cuando leía en voz alta para el señorito Phil
en la penumbra de su habitación, llegaban de Church Street las voces de los ganaderos que
iban a sacrificar a sus animales, porque hasta los matorrales del Karoo se habían secado.
Los remolinos de polvo entraban en la casa y ensuciaban las cortinas de las ventanas, que
dejábamos abiertas para que corriera un poco de aire. Tenía que desmontar las cortinas una
por una, lavarlas con una cantidad de agua mínima y tenderlas a secar en el patio, rezando
para que no volvieran a llenarse de polvo. La zanja de la que traíamos el agua turbia del río
hasta el jardín también se había secado. Parecía como si en el mundo no quedara más
humedad que el hilillo que salía por el grifo del lavadero, donde me refrescaba por las
mañanas, cuando terminaba de limpiar la casa, para sentir el agua en las mejillas y en el
pelo.

La sequía se quedó con nosotros hasta que un día oí gorjear el langasem, el aspersor
que sólo hablaba cuando la lluvia estaba en camino. Ese mismo día mamá le dijo a la
señora que las lombrices sabían lo que iba a pasar: empezaban a entrar en casa y a
enroscarse como una espiral junto a las paredes.

—¿Cómo lo saben, Miriam?

—preguntó la señora, sacando a una lombriz al jardín, sin hacerle daño.


—Lo saben, señora. Lo saben mucho antes que nosotros.

Y así fue. Desde las escaleras del stoep, mamá y yo vimos que el cielo se volvía
negro, se abría por la mitad y derramaba sobre el tejado un torrente de granizo de plata que
hacía un ruido tremendo, destrozaba los arbustos marchitos de la señora y cubría la tierra
endurecida con una alfombra de piedras. Saqué un pie para pisar el hielo. Cuando el
granizo terminó de cumplir con su ruidosa tarea, la lluvia empezó a silbar una melodía
dulce y llenó de agua los depósitos, el embalse del pueblo y el Groot Vis, y supe que
estábamos salvados. Incluso el señorito Phil se levantó a mirar por la ventana y se quedó
maravillado al ver las hojas del árbol del coral dobladas por el chaparrón que caía del cielo
como una catarata. Creo que la lluvia se llevó un poco de desierto de su corazón.

Las noches eran difíciles en Cradock House. De día era el recuerdo de la arena, la
sed y el silbido de la muerte lo que atormentaba al señorito Phil. De noche, sus compañeros
venían a pedirle ayuda.

—¡Sargento! ¡Sargento!

—gritaba, retorciendo las sábanas con las manos

—. ¡Por aquí!

Yo esperaba el primer grito, subía corriendo y le refrescaba la frente sudorosa con un


paño húmedo.

—¡Cubrid el fuego! ¡A los flancos, a los flancos!

—Calle, señorito

—le decía yo

—. La guerra ha terminado.

Pero él arañaba la colcha con las manos flacas, sacudía la cabeza de lado a lado y los
párpados le temblaban con el estruendo de la batalla.
—¡Aguanta, Ben! ¡Voy a buscarte!

—Chiss, señorito, chiss.

—No tenemos munición, no tenemos munición, padre. ¿Padre?

A veces la única forma de que se tranquilizara era abrazarlo y cantarle Thula, thu’...
como me cantaba mi madre cuando era pequeña. Entonces las cuerdas de los brazos se
aflojaban y las convulsiones de la batalla se borraban de su rostro.

Otras veces la señora llegaba antes que yo, y entre las dos lo abrazábamos hasta que
se tranquilizaba, ella con los ojos llenos de lágrimas, el pelo revuelto y un temblor en las
manos que nunca le había visto al tocar el piano.

—¿Cuándo acabará esto, Ada?

—me preguntaba con un susurro, igual que le susurraba al señor durante la guerra,
cada vez que las bombas hundían un barco

—. ¿No terminará nunca?

El señor nunca iba a consolar a su hijo, aunque a veces el señorito lo llamaba. Quizá
pensaba que eso era cosa de las mujeres. Se quedaba en la puerta. Una vez lo vi. No podía
distinguirlo bien, porque estábamos a oscuras, pero estaba allí, en bata y zapatillas,
mientras yo abrazaba al señorito, y él apoyaba su cabeza en mi hombro. Me pareció que el
señor no miraba con angustia por su hijo y tampoco con gratitud por cómo lo cuidaba yo,
sino que ponía el mismo gesto que le había visto en la estación abarrotada, cuando fuimos a
despedir al señorito Phil. Ese día, cuando yo todavía notaba en mi cuerpo el abrazo del
señorito, vi preocupación en los ojos del señor. Y ahora, en la oscuridad, cuando era yo la
que abrazaba al señorito, había disgusto además de preocupación. Se dio cuenta de que lo
había visto y se apartó de la puerta.

—Ada

—murmuró el señorito, deslizando los ojos de la puerta para mirarme a la cara

—, ¿eres un ángel?
—No, señorito

—dije, ayudándole a tumbarse y apartándole el pelo de la frente

—. Descanse.

La vida seguía su curso fuera de casa.

En la estación construyeron una nueva sala de espera para toda la gente que quería
volver a Cradock ahora que la sequía había terminado. Y el número de trenes se aumentó
tanto que el cambio de agujas y el ruido de los silbatos no paraba desde el amanecer hasta
la noche. Con los trenes llegó más gente a vivir en la otra orilla del Groot Vis, a trabajar en
el ferrocarril y en la carretera que llevaría hasta Johannesburgo, donde la gente sacaba oro
de la tierra, y eso traía otras riquezas. Mi tía tenía mucho trabajo, con tanta ropa que lavar.

Poco después se empezó a hablar de un boom comercial, por el precio que alcanzó la
lana de las ovejas. Pero en el poblado, al final de Bree Street, había mucho descontento: el
boom comercial no había servido para asfaltar las calles, ni para llevar la luz a las casas
diminutas, ni para poner tuberías que se llevaran la porquería, como en los barrios blancos
de Cradock.

En mitad de esa explosión comercial, la difteria llegó al Karoo. No hacía


distinciones con sus víctimas. La garganta se ponía blanca, no podías tragar y te morías. Me
preocupaba que el señorito Phil pudiera contagiarse, porque estaba muy débil, y no me
importó que siguiera en la cama mientras la difteria se llevaba a los que salían a la calle.
Unos decían que la culpa de la enfermedad la tenía la sequía, otros pensaban que había sido
la lluvia que llegó después. La vida y la muerte no formaban bandos fáciles de predecir,
decía mi madre Miriam. Eran la suerte y los antepasados

—no el clima ni la riqueza

— los que decidían quién vivía y quién moría.

Cradock House no moriría nunca, pensaba yo mientras frotaba con aceite la


barandilla de las escaleras y fregaba los escalones del stoep con agua y jabón, para quitar
las manchas que había dejado la sequía. Ninguna sequía, ninguna guerra podía hacer
temblar sus gruesos muros o moverla de sus cimientos asentados en la tierra del Karoo.
Pero

—me paraba un momento a escuchar

— todo estaba más tranquilo desde que la señorita Rose se había marchado y el
señorito Phil seguía acostado en la oscuridad. Y comprendí que una casa es algo más que
piedra, cimientos y un tejado. Una casa necesita ruido y actividad para seguir con vida.
Creo que sólo la señora y yo nos dábamos cuenta.

Por eso, mientras limpiaba la casa, yo cantaba Volveremos a vernos, y la señora


tocaba el piano una hora todas las mañanas antes de empezar el día. Las escalas corrían por
todos los rincones, como antes, aunque no con la misma fuerza, para no molestar al señorito
Phil. Y cuando no estábamos con nuestra música, la señora siempre encendía la radio.

El señor no parecía notar el vacío que nosotras intentábamos llenar. A lo mejor le


gustaba el silencio del día después de los gritos de la noche. Seguía con su trabajo de
siempre y leyendo periódicos en el despacho. Últimamente pasaba mucho tiempo en el
garaje que había mandado construir a un lado de la casa, contemplando su coche nuevo. Era
un coche negro, con unos faros enormes que brillaban en la oscuridad como los ojos de un
animal salvaje en plena noche. El señor usaba el coche para ir a las reuniones en el
Ayuntamiento, y muchas noches la señora se quedaba en casa sola, cuando únicamente se
oían crujidos en el tejado. Cuando el señor volvía, ya era tarde para tocar el piano, como en
otros tiempos. Pero eso ya no parecía tener importancia.

El señor tampoco acariciaba a la señora como hacía durante la guerra. Mi madre


decía que estaba muy afectado por la enfermedad del señorito Phil y por eso no tenía
tiempo para acariciarla.

Yo seguía leyendo el libro de la señora en el tocador.

Las cartas han sido la moneda de cambio de nuestro compromiso. ¿Podremos


encontrarnos en Ciudad del Cabo el día de nuestra boda y retomar las cosas en el punto en
que las dejamos?

Edward dice que escribo bien. Sé que es verdad, que le pongo al corriente de lo que
pasa en Bannock y sazono el relato con algún cotilleo de personas conocidas. Pero ¿es un
error dar tanto peso a las noticias de fuera? ¿Contar lo general para no hablar de lo
personal?

¿Y si las palabras, cualquier clase de palabras, se agotaran cuando estemos frente a


frente?

¿Encontraremos cosas que decirnos que no hayamos necesitado escribir primero?


¿Cosas que no hayamos pensado?

El señorito Phil pasaba el día en su habitación. Incluso comía allí. Mamá le hacía su
pudin favorito, pero él nunca tenía hambre. El señor pasaba a verlo temprano, antes de
ponerse a trabajar. Se asomaba a la puerta, le preguntaba cómo se encontraba y se ajustaba
la cadena del reloj.

Por las mañanas, cuando terminaba de limpiar, me cambiaba la bata sudada por una
limpia y subía a leerle al señorito, porque no tenía los ojos bien. Los tenía bien para ir a la
guerra, y ahora que había llegado la paz se habían debilitado. Le leía libros que escogía la
señora y que yo no entendía, pero el señorito Phil prestaba atención y a veces me cogía de
la mano. Le gustaba llevarse mi mano a la mejilla y explicarme las cosas que no entendía,
como cuando me habló de la guerra y de ese sitio que se llamaba Sidi Rezegh. Pero
ninguno de los libros que leíamos hablaba de la guerra, porque la señora no quería que nada
pudiera recordárselo. Los libros le hacían bien al señorito. Lo llevaban a lugares
desconocidos, como me pasaba a mí con el piano.

—Todos tenemos algo de Pip

—murmuró un día que estábamos leyendo un libro titulado Grandes esperanzas

—. ¿No te parece, Ada? Dickens nos hace mirarnos por dentro además de
preocuparnos por Pip...

—¿Qué parte de Pip tiene usted, señorito?

Me miró sorprendido y se quedó callado unos momentos, observándome, mientras


yo esperaba su respuesta con el libro abierto encima de las rodillas. La tarde estaba bien
avanzada y el sol que entraba por las cortinas era cada vez más tenue. En la casa sólo se
oían nuestras voces.

—Ya lo sabes, Ada

—susurró, pronunciando mi nombre muy despacio.

Pero yo no lo sabía, y debió de adivinarlo en mi expresión porque volvió la cabeza y


cerró los ojos, como si no pudiera soportarlo.

Ése fue el único momento incómodo. Normalmente hablábamos sin ningún


problema, como cuando éramos pequeños y él me enseñaba los números y me explicaba
para qué servía un banco o me decía que el futuro aún estaba muy lejos. Según la señora, yo
era la única que conseguía que el señorito se olvidara de su enfermedad. El señor nunca
decía nada, evitaba mirarme a los ojos, pero algunas veces lo sorprendía hablando con la
señora en voz baja y moviendo la cabeza, y sabía que hablaban de mí, de que pasaba mucho
tiempo cuidando del señorito. Creo que ella no estaba de acuerdo con él, porque muchas
veces se iba de la habitación. Sigo sin entender qué otra cosa podía hacer yo. Puede que al
señor no sólo le disgustara que el señorito me hubiese abrazado una vez delante de la gente
blanca, o que yo lo abrazara para consolarlo, le molestaba ver que su hijo me trataba como
si fuera de la familia, me cogía de la mano y a veces sonreía con las cosas que yo decía.
Quizá era eso lo que no le gustaba al señor.
Durante esta época de enfermedad del señorito Phil, de vacío en la casa y de
malestar en los poblados, la señorita Rose nunca vino de Jo’burg. En vez de venir enviaba
postales con fotos de edificios muy altos.

Capítulo diez

Yo ya tenía diecisiete años. Mi mundo giraba alrededor del señorito Phil. Apenas
salía de casa, y era el jardinero quien se encargaba de ir a la oficina de correos de Adderley
Street para echar las cartas de la señora. Para entonces ya conocía todas las palabras que me
harían falta en la vida y sabía leer todos los carteles de los escaparates de las tiendas.
También había aprendido a escribir las palabras que veía. Siempre se me dio mejor escribir
las palabras y las frases en inglés que en xhosa, la lengua de mi madre.

En Cradock me dejaron atrás. Las pocas chicas a las que conocía, hijas de criadas
como mi madre y la señora Pumile y su prima, la que trabajaba limpiando el banco, se
habían casado con chicos jóvenes y ya tenían hijos. Ellas se iban a vivir a los poblados o se
quedaban con sus niños en las kaias, como mamá y como yo, mientras sus maridos se
marchaban a trabajar muy lejos. A veces, cuando el señorito Phil se quedaba dormido, me
subía al baúl de los juguetes para mirar el pueblo como cuando era pequeña, y veía pasar
por la calle a alguna de esas chicas, con sus hijos atados a la espalda. Parecían cansadas,
pero orgullosas. No quedaban chicos para mí. La señora Pumile sacudía la cabeza y le decía
a mamá, en voz baja, que ya iba siendo hora de que encontrase a un muchacho, porque
todavía era guapa, pero dentro de unos años quizá ya no lo fuese. Yo no sé si tenía razón en
eso de que era guapa. Guapa era la señorita Rose, con su pelo rubio, sus ojos azules y
oscuros y una voz que cautivaba a los hombres.

Mi pelo era negro y rizado, y aunque mamá a veces me decía que tenía los ojos
bonitos, no creo que los ojos bastaran para ser guapa. Mi madre le contestaba a la señora
Pumile que no había tiempo para pensar en chicos ni en guapuras mientras el señorito
estuviese enfermo. A mí me traía sin cuidado: me parecía un honor cuidar del señorito Phil.
Mi vida estaba llena de amor por él, por la señora y el señor, por mamá y por Cradock
House, y estaba segura de que aquél era mi sitio

—la hija de la casa, había dicho la señora

—, y también por el piano, que me hacía tan feliz.

Un día el médico vino en su coche nuevo y negro. El señorito se había quedado


dormido y yo estaba sentada a su lado. Se asustaba si no me encontraba al despertarse. La
habitación estaba a oscuras. Sólo una franja de luz entraba por la abertura de las cortinas. El
doctor Wilmott miró a los señores, luego a mí, y otra vez a los señores.
—Puede hablar delante de Ada, doctor

—murmuró la señora, poniendo una mano en mi hombro

—. Ada cuida de Phil más que nadie.

El médico tenía un gesto severo, parecido al del señor. Mi madre me contó que fue
él quien me trajo al mundo en Cradock House.

—No sé si...

—empezó a decir, mirándome con desagrado. Quizá se había olvidado de que yo


también era parte de Cradock House.

—Phil sigue vivo gracias a Ada

—dijo el señor en voz baja, detrás del médico.

Se quedaron callados. Sentí un calor en las mejillas que nunca había sentido.

—Muy bien.

—El médico cogió la muñeca del señorito Phil y la sostuvo un rato mientras miraba
su reloj.

Me alejé de la cama y me quedé cerca del armario. La brisa movía las cortinas y la
franja de sol cambiaba de posición en el suelo. El señorito también se movió.

—Buenos días, Philip. ¿Cómo te encuentras?

El señorito miró al médico y a sus padres. Después movió el cuello con mucho
esfuerzo para buscarme con los ojos.

—Creo que ya va siendo hora de que salgas de la cama


—dijo el médico en voz alta, desabrochándole la camisa del pijama para ponerle en
el pecho un aparato de metal, redondo, sujeto a unos tubos que se llevó a los oídos

—. Respira hondo.

El señorito respiró, y su pecho delgado empezó a subir y bajar. Se le notaban las


costillas por debajo del pijama. Nadie decía nada. Un perro ladró y gruñó en el patio y mi
madre lo echó a gritos de la cocina.

—El pecho está limpio.

—El doctor Wilmott se quitó los tubos de los oídos

—. La herida

—abrió un poco más el pijama y palpó con los dedos la cicatriz roja

— está completamente curada.

Se sentó en la cama, al lado del señorito, y se miró las manos.

—Ya no puedo hacer nada más por ti, jovencito. Físicamente estás bien. Lo demás...

—guardó silencio y miró a los señores

— depende sólo de ti.

Nadie contestó.

—Gracias, doctor

—dijo la señora rompiendo el silencio.

Una mosca se había quedado atrapada entre la ventana y las cortinas, y cuando
consiguió salir cayó al suelo. El doctor Wilmott abrió su maletín y guardó el aparato
redondo con los tubos. El señor dio media vuelta, con los hombros hundidos. La señora
apretó los puños por detrás de la espalda y los nudillos se le pusieron blancos. Tenía las
manos fuertes, gracias al piano: era ella quien abría los tarros de mermelada cuando nadie
podía. Las cortinas volvieron a moverse con la brisa fresca que traía cosas del mundo
exterior: el fa sostenido del silbato del tren de mediodía al salir de la estación, el olor del
guiso de cordero que mamá estaba preparando en la cocina, las voces de la señora Pumile y
su señora en la casa de al lado.

—¡Usted no sabe nada!

—gritó el señorito Phil, incorporándose en la cama. Las sábanas dejaron al


descubierto las piernas raquíticas como las ramas del espino que crecía junto a la kaia

—. ¡Usted no ha visto lo que yo vi!

—Se tapó la cara con las manos temblorosas, como si quisiera protegerse de las
balas, de la sangre y de la arena del desierto. Hice ademán de acercarme, pero el médico me
indicó con la cabeza que no me moviera.

—Levántate, muchacho

—gritó

—. ¡Busca trabajo!

—Miró al señor con dureza

—. ¡Trabaja para ganarte la vida! Eso ahuyentará a los fantasmas.

—Pero...

—dije yo, asustada, volviéndome primero a la señora y luego al señor, que negó
varias veces con la cabeza. ¡En las guerras no había fantasmas! El señorito Phil me lo había
contado aquel día, en el tendedero, cuando me habló del miedo. ¿Cómo iban a pelear los
hombres contra fantasmas? Los fantasmas eran los antepasados, o espíritus malignos como
el tokoloshe...

—Espéreme fuera, doctor

—dijo el señor, lanzando una mirada furibunda al señorito Phil, que estaba llorando.
—Ay, Phil.

—La señora se arrodilló junto a la cama para abrazarlo. El pelo rubio del señorito,
en el que últimamente habían aparecido algunas canas, descansaba en el hombro de su
madre, como la noche en que se empachó de albaricoques. El perro volvió a ladrar en la
calle, y oí los pasos de mi madre que salía a investigar

—. Querido Phil, aprende a olvidar. Te necesitamos bien, eres lo único que nos
queda.

El señor se detuvo en la puerta, frunció el ceño y me indicó con un gesto que me


marchara. Seguí al médico y salí de la habitación. No quería que el señor se enfadara
conmigo, y tampoco era el momento de preguntar por los fantasmas. El señorito necesitaba
llorar. Y la señora necesitaba llorar con él. Puede que los dos necesitaran que el señor se
quedara con ellos, pero los hombres adultos, como el señor, no lloran. Sólo miran desde la
puerta. Mi madre dice que los hombres no tienen paciencia para las lágrimas.

Sin embargo, a pesar de las lágrimas de la señora, de la impaciencia del señor y del
inquietante comentario sobre los fantasmas, yo estaba llena de esperanza. Los instrumentos
del médico decían que el señorito estaba curado y por eso le había dicho que se levantara.
Estaba segura de que el señorito lo conseguiría, de que el mundo, en paz, le daría la
bienvenida, y los recuerdos de la guerra y del Sáhara cruel se borrarían poco a poco. Sus
camaradas caídos encontrarían su sitio y le dejarían descansar por las noches. Podría
encontrar trabajo, a lo mejor en la oficina del señor, redactando cartas. O en el banco,
donde yo todavía no había entrado, porque mamá guardaba el dinero en una caja de zapatos
debajo de la cama.

Era el comienzo de la recuperación del señorito Phil. Estaba segura. Bajé corriendo
a abrazar a mi madre en la cocina, junto al guiso de cordero, y le dije que el señorito pronto
se levantaría de la cama. Después me fui a tocar un scherzo para celebrarlo.

El día siguiente a la visita del médico, saqué la ropa del señorito Phil y la dejé en el
respaldo de la silla. Se le había quedado grande, pero seguía estando en buen uso, después
de tanto tiempo sin ponérsela.

—Hace buen día, señorito

—dije, abriendo un poco las cortinas

—. No hace demasiado sol para que le duelan los ojos.

Se vistió y bajó las escaleras con mucho cuidado, agarrándose a la barandilla, muy
torpe en comparación con cómo se lanzaba corriendo cuando era pequeño, y entró en la
cocina tambaleándose, mientras mamá aplaudía y la señora sonreía con los ojos llenos de
lágrimas.

Empezó a salir al jardín, inseguro, como si lo pisara por primera vez. Parecía
asombrado por los escarabajos que escarbaban la tierra a los pies del jazmín, y por las
voces de los bubús silbones, que se llamaban de punta a punta. Era como si el desierto le
hubiese borrado por completo el recuerdo de las plantas en flor y de la hierba en las plantas
de los pies, y el de cualquier otro sonido que no fuera el silbido de las balas.

—¿Siempre ha sido así, Ada?

—preguntaba, buscando mi brazo para no perder el equilibrio, con el cuerpo


inclinado hacia delante, como si quisiera protegerse la herida interior

—. ¿Tan precioso?

—Sí, señorito. Hasta cuando hay sequía.

Sonrió y se agachó para coger una hoja y acariciarla por el lado que parecía de
terciopelo.

—Podemos ir paseando hasta el pueblo, señorito

—dije, con muchas ganas de animarlo en sus progresos

—. Ya no hay polvo ahora que han asfaltado las calles.

Adderley Street era un hervidero de gente el día que el señorito Phil hizo su primera
excursión. Si el jardín le había sorprendido, el pueblo le sorprendió todavía más. Habían
cambiado muchas cosas desde que se fue a la guerra. Los coches superaban a los carros de
caballos. Circulaban tocando las bocinas y, cuando aceleraban, el motor hacía un ruido
parecido a una explosión, y los peatones se asustaban.

—¡Ada!

—El señorito se tapó los oídos

—. No, no.
—Iremos a un sitio más tranquilo

—me apresuré a decir. Y lo cogí del brazo, porque vi que le temblaban las piernas

—. Podemos ir al puente para ver el Groot Vis.

Echamos a andar por una calle trasera hacia el puente de hierro, y yo no dije nada,
para dejar que sus oídos descansaran. Me di cuenta de que se había asustado con las
explosiones de los coches: el ruido de la guerra. Pero, si no era capaz de enfrentarse al
mundo y a su ruido, ¿cómo iba a encontrar su belleza? Si no abría las cortinas, ¿cómo iba a
ver el resplandor del Karoo al calor de mediodía? ¿O las flores anaranjadas de los aloes que
brillaban como llamas?

No se soltaba de mi brazo, y seguimos andando al compás. De un jardín escondido


llegaban los gritos de unos niños jugando. Una buganvilla roja se derramaba por encima de
la tapia del jardín. Cogí una flor y se la di al señorito. Miró los pétalos de seda como si
fueran una joya rara, y me sonrió. Me acordé del día en que me encontré con él en el
pueblo, vestido de uniforme, y de mi inseguridad de chica negra al lado de un chico blanco.
Ese día me rezagué un poco, cuando noté el rechazo de la mujer blanca que se paró a hablar
con él.

Ahora iba a su lado, con su brazo en el mío.

Tal vez fuera una estupidez de mi parte pensar que podía pasearme con él tan
tranquila, con tanto atrevimiento, porque nadie hacía lo mismo. Los blancos murmuraban al
cruzarse con nosotros, pero a mí me daba igual. Que el señorito Phil se curara era lo más
importante del mundo. La señora lo comprendería. A veces coincidíamos con personas que
lo conocían y que deberían apreciar el milagro de su recuperación, pero al verlo conmigo
no se paraban a saludarlo: pasaban de largo y miraban a otro lado, igual que el señor la
noche en que me vio consolando a su hijo.

A pesar de todo, yo sólo sentía felicidad. Felicidad porque el señorito hubiera sido
capaz de llegar hasta ahí, felicidad porque hubiera conseguido olvidarse de las heridas que
no sangraban, felicidad por haber podido ayudarlo a mi humilde manera. La tierra se
inclinaba en las orillas del río, donde las mimosas buscaban el agua y las mujeres como mi
tía lavaban la ropa entre las piedras. Las golondrinas se zambullían en las zonas menos
profundas y remontaban la corriente haciendo eses y dibujando estelas en el agua turbia.

—Te quiero, Ada

—susurró el señorito, apoyándose en el tronco de un árbol. Buscó mis ojos con sus
ojos claros y apretó los puños igual que la señora el día en que el médico nos dijo que
estaba curado.

—Ya lo sé, señorito

—dije, y sentí tanta gratitud que casi no me salía la voz

—. Usted es mi familia.

Pero no lo sabía. Y algún tiempo después, cuando comprendí lo que quería decir, ya
era demasiado tarde.

¿Cómo podré pagarle a Ada todo lo que ha hecho?

Fue Edward quien dijo, con una inocencia extraña en él, que Phil seguía vivo gracias
a ella, y tiene razón. Ada ha derrochado devoción, paciencia y cariño en nuestro Phil, hasta
convencerlo de que puede recuperarse.

La vida me ha enseñado que las familias no son cosas estáticas sino fluidas.
Evolucionan, y así es como debe ser. Sus miembros forman un círculo, ocupan el centro del
escenario o desaparecen para siempre. Ada ha encontrado su lugar, y gracias a eso todos
estamos mejor. Pero lo que ha ocurrido entre las paredes de nuestra casa no es normal fuera
de aquí.

Y tengo que confesar que quiero a Ada como a la hija que me hubiera gustado
encontrar en Rosemary.

Capítulo once

El señorito Phil murió un lunes. Yo no estaba a su lado. Estaba en el jardín,


tendiendo la ropa, sintiendo en los brazos el aleteo de las prendas húmedas y aspirando el
aroma del jazmín blanco que traía la brisa desde la pérgola. Oí a la señora Pumile al otro
lado del seto, hablando en la kaia con una amiga, aprovechando que su señora había salido.

El señorito estaba durmiendo en la habitación a oscuras, que siempre olía a


medicinas y a cera de suelos. Pero había esperanzas. Ya habíamos salido a pasear varias
veces. Bajaba a comer más a menudo y los señores hablaban de llevarlo de vacaciones,
quizá a ver a la señorita Rose.

Me agaché para coger una camisa y un par de pinzas. De pronto, oí un golpe sordo y
un grito y, al volver la cabeza, vi que la señora salía corriendo de la cocina y se abalanzaba
sobre un bulto en el suelo, que era el señorito Phil. Mi madre vino corriendo, me cogió de
la mano, me llevó a mi cuarto y me acarició la cara antes de marcharse enseguida. La
señora Pumile gritó desde el otro lado del seto. Agazapada detrás de las cortinas, que mi
madre había cerrado antes de salir de la habitación, oí chirriar las ruedas de un coche en la
gravilla, las voces alteradas del médico y del señor y los sollozos interminables de la
señora.

Pasó un buen rato hasta que volvió mi madre. Hacía calor en la habitación con las
cortinas cerradas, y notaba el sudor en el cuello y un dolor muy fuerte debajo de los ojos.

Llegaron otros coches y se fueron. Las voces subían y bajaban, y los bubús silbones
se llamaban en el jardín, como todos los días. Quería asomarme a la puerta, como cuando
los señores hablaban en el salón o la señora tocaba el piano. Pero esta vez era distinto. No
quería desobedecer a mi madre en un momento así, y me quedé sentada en la cama,
mientras mi corazón se preguntaba a gritos qué hacía el señorito Phil en la ventana, por qué
se había inclinado tanto, por qué no me había llamado al verme en el jardín, cómo podía
haberme equivocado tanto al pensar que estaba mejorando...

—Ada

—dijo la señora al día siguiente, con los ojos verdes más enrojecidos que el día en
que se marchó la señorita Rose

—. Quiero que te sientes con nosotros en la iglesia.

—Sí, señora.

—Intenté que no me temblara la voz, pero no era fácil. Mi madre no se encontraba


bien últimamente, y no quería dejarla sola, pero el señorito Phil se marchaba con Dios
Padre, y era mi deber acompañar a los señores. Sobre todo teniendo en cuenta que la
señorita Rose no pudo venir.

El funeral se celebró en la iglesia de St. Peter, ese edificio de piedra de color crema
que los domingos por la mañana llenaba el pueblo con la música de sus campanas. Yo había
estado otras veces en aquella iglesia, pero nunca en el primer banco. Me sentaba al fondo,
mientras los niños daban catequesis, y escuchaba el órgano, que era lo mejor de la iglesia.

La señora me prestó una falda, una blusa y unos zapatos, para que no fuera al funeral
con el uniforme de servicio. Seguramente lo hizo porque iba a sentarme con la familia. Eso
pensé al palpar la tela de buena calidad y ponerme unos zapatos por primera vez en mi vida.
Por eso me daba aquella ropa especial. La señora, igual que el señorito Phil, me considera
parte de Cradock House y quiere que esté presentable cuando Dios se lleve al señorito. Se
lo conté a mi madre y me dijo que no me olvidara de que los asientos del stoep siempre
habían sido para los señores y para sus hijos, y nada, ni siquiera la muerte de nuestro
querido señorito, iba a cambiar las cosas.

El día del funeral hacía frío y el cielo, despejado, tenía un azul más intenso que los
ojos de la señorita Rose, que no estaba con nosotros. Parecía que los koppies estaban más
cerca, como centinelas protegiendo la iglesia, con sus cumbres de porcelana iluminadas por
el sol. Seguí a los señores hasta el primer banco. La gente murmuraba a mis espaldas. El
órgano tocaba una pieza de Brahms que habíamos elegido la señora y yo. Me alegré de
poder sentarme, para que no me vieran. Los señores estaban muy tranquilos: no sé cómo
podían. Yo sentía una pena tan grande que sólo quería salir corriendo, pero tenía que
quedarme, por respeto.

—Oremos por nuestro hermano Philip

—dijo el sacerdote, que llevaba una túnica blanca y suave. Inclinó la cabeza y unió
las manos.

Yo intentaba pensar en otras cosas: en la sobrina de la señora Pumile, que trabajaba


para el sacerdote y su familia. Seguro que ella le había planchado la túnica. La señora
Pumile estaba en el último banco, con su sombrero de los domingos y un bolso grande y
brillante. Le tenía cariño al señorito Phil, porque era más educado que la señorita Rose.
Dijo que lo sentía mucho por los señores. No se merecían que el señorito hubiese muerto de
esa manera. Yo no entendía qué quería decir, y se lo pregunté a mi madre. Me contestó que
no debíamos hablar mal de los muertos y que Dios se había llevado al señorito como mejor
le había parecido.

—Descanse en paz, tras años de sufrimiento.

La gente contestó con un murmullo.

No estaba acostumbrada a sentarme en el primer banco, con los señores, y sus


amigos tampoco estaban acostumbrados a verme sentada con ellos. Notaba sus miradas en
la nuca. Cuando me veían en el pueblo con el señorito Phil, volvían la cabeza, y ahora que
él ya no estaba parecía que no podían dejar de mirarme. A lo mejor era por la falda y la
blusa que llevaba en vez del uniforme.

—Oremos.

La señora estaba temblando. Llevaba una redecilla negra que le cubría hasta la nariz,
y un vestido negro de tela gruesa, muy distinto de su ropa de diario, ligera y clara, que yo
lavaba y planchaba todas las semanas. Unos guantes negros le ocultaban las manos. El
señor llevaba corbata y traje negros, y no se movía. No sé si le parecía bien que me hubiera
sentado con ellos. Lo más probable es que no le hiciera gracia, pero lo consintió por amor a
la señora. Yo esperaba que la acariciase, como hacía durante la guerra, pero no lo hizo.

—Oremos por su familia, unidos en el dolor: por Cathleen, Edward y Rosemary.

—Amén

—murmuró la congregación.

¿Y yo qué?, grité por dentro, retorciendo el abrigo negro de mi madre, doblado


encima de las rodillas. Rezad por mí también, por favor. Yo quería al señorito Phil. Era mi
hermano. He vivido toda mi vida en Cradock House. No soy del poblado que está al final
de esta calle. ¿Es que no soy de la familia? La señora buscó mi brazo y me apretó con
fuerza. Sabía que yo estaba pensando en lo que el sacerdote no había dicho.

Cantamos Quédate conmigo, y la melodía del órgano, que sonaba como un lamento,
hizo temblar las paredes y me sacudió por dentro. La señora no podía cantar; el señor no
podía cantar. Yo lo intenté, pero no me salía la voz: sólo podía escuchar la melodía e
imaginarme al señorito Phil elevándose por el cielo despacio, pero sin titubear, al ritmo de
la música para reunirse con Dios Padre. Y entonces las lágrimas empezaron a resbalar por
mis mejillas sin que pudiera evitarlo. Los señores estaban siendo muy valientes, se
comportaban con mucha dignidad, y me avergoncé de mis lágrimas, pero no podía dejar de
llorar. Me esforcé para no hacer ruido, como el señorito cuando lloraba, porque los
soldados en la guerra aprendían a llorar en silencio, para no alertar al enemigo de su
posición.

La señora me pasó un brazo por los hombros. Oí cuchichear a la gente a mis


espaldas, al darse cuenta de que estaba llorando. Debía de extrañarles que una criada como
yo llorase tanto por su señorito.

Al terminar la misa la congregación vino a dar el pésame a los señores. Algunos


amigos del señorito, jóvenes que habían estado en la guerra con él, vinieron con sus
mujeres y sus hijos. Al señor le estrechaban la mano con mucha fuerza y a la señora la
besaban en la mejilla, secándose las lágrimas. A mí nadie me dijo nada. Me sequé con un
pañuelo y me quedé con la señora Pumile entre las lápidas. Todos se fijaban en mi falda y
en mi blusa y se miraban los unos a los otros, y comprendí que, por mucho que quisiera ser
parte de la familia, sólo podía serlo entre las paredes de Cradock House.

Volví a casa corriendo, porque tenía trabajo que hacer. Tenía que encender el fogón,
hervir el agua para el té y preparar panecillos con mermelada de albaricoque de mamá para
ofrecérselos a la gente que había estado en el funeral. Mi madre no se encontraba bien y no
podía ayudarme, así que mezclé la harina con la mantequilla antes de ir a la iglesia y dejé la
masa lista para añadirle el huevo cuando volviera. El viento frío que venía de las montañas
me volvió a llenar los ojos de lágrimas mientras corría por Church Street mirando los
carteles que podía leer y otros que no. Como estaba incómoda con los zapatos, me los quité
y seguí corriendo descalza.

Los señores tardaron un buen rato en volver del cementerio, después de recibir el
pésame de tanta gente. Puse en una rejilla los panecillos con la corteza crujiente, como le
gustaban a la señora, para que se fueran enfriando. Saqué los mejores platos y tazas y las
mejores servilletas de lino, y cogí limones frescos del jardín para las visitas que no
quisieran azúcar. Por suerte mis manos sabían hacerlo todo, porque las lágrimas no me
dejaban ver.

Sabiendo que tardarían en volver, mientras reposaba el té subí a la habitación del


señorito Phil y me paré en el centro, en la franja de sol que entraba por el hueco de las
cortinas, para sentirlo cerca de mí.

Capítulo doce

Llevo varios días sin escribir.

Me quedé sin fuerzas después de contestar las últimas cartas de Irlanda. El sacerdote
insiste en que no nos culpemos, pero yo me culpo.

La ausencia de Rosemary ha sido inexplicable.

Ahora soy hijo además de hija. No para el señor, que otra vez ha vuelto a no fijarse
en mí, pero sí para la señora, que anda por la casa vacía ladeando la cabeza, como si
quisiera oír la radio de la señorita Rose o las carreras del señorito escaleras abajo. Toco el
piano para ella todos los días, sólo cosas alegres, no las Gotas de lluvia de Chopin, con esas
notas que me parten el alma. Tengo el alma rota, lo mismo que la señora. La muerte del
señorito Phil me ha dejado vacía, porque estaba segura de que iba a vivir.

Antes estaba triste porque no salía de casa, mientras las chicas de mi edad se
casaban y tenían hijos, pero ahora todo me daba igual. Nada tenía sentido desde que el
señorito Phil nos dejó. Hasta mi madre perdió las ganas de hacer las cosas: ya no fregaba y
planchaba con tanto brío como antes, y no volvimos a comer pudin de mermelada.

—No puedo, hija


—me decía, agachando la cabeza cubierta con el doek y apoyándose en la mesa de la
cocina

—. Dios lo tenga en su gloria. No puedo.

Fue el piano lo que nos salvó a la señora y a mí.

La señora seguía dando clases en Rocklands, aunque alguna vez le oí decir al señor
que no tenía por qué hacerlo.

—Lo necesito, Edward

—contestó ella, en voz baja pero intensa. Estaban en el salón, al atardecer, sentados
frente a frente, y la señora no era capaz de dejar las manos quietas, como el señorito cuando
estaba en la cama. El señor estaba leyendo el periódico. La señora ya no se vestía de verde
por las tardes sino de gris, y se prendía en el vestido la insignia militar que llevaba el
señorito Phil en la solapa del uniforme

—. Las clases me ayudan a seguir adelante

—. Se apretaba la frente con una mano, se acercaba al piano y rozaba las teclas, pero
enseguida volvía a la butaca y cogía un libro que por lo visto no conseguía terminar.

Tocar el piano en el colegio era como una medicina para ella, pero tocar en casa, en
los pasillos y en las habitaciones donde antes resonaba el eco de la señorita Rose y el
señorito Phil, se le hacía muy difícil. Normalmente dejaba en mis manos la tarea de llenar
la casa de música y también la kaia de nuestra vecina, la señora Pumile.

—Eres una buena chica

—me dijo la señora Pumile un día en que nos encontramos en la calle, pues pronto
tuve que volver a ocuparme de echar las cartas y recoger los paquetes en la oficina de
correos, para ahorrarle el esfuerzo a la señora

—. Y además eres lista.

—Miraba con aprobación la falda y la blusa que ahora me ponía para salir de casa

—. Tu señora tiene mucha suerte de tenerte, después de lo mal que se ha portado la


señorita Rose.

—Olisqueó una bolsa de papel llena de azúcar del banco que llevaba debajo de la
barbilla

—. ¡Tendría que darle vergüenza a la señorita Rose!

—¿Por no haber venido?

—Eso es, por no haber venido

—gruñó la señora Pumile, y miró alrededor para asegurarse de que nadie nos oía

—. ¡Divirtiéndose en Jo’burg mientras los señores están de luto! ¡Es un skande!

—escupió la palabra que en afrikáans significa «escándalo» y que se emplea para


referirse a algo demasiado grave para pasarlo por alto.

—Tienes que tocar el piano

—me aconsejó

—. Toca para los señores y para tu madre. ¡Así habrá un poco de vida en la casa!

Y eso hice. Por las mañanas eran mis escalas, no las de la señora, las que corrían por
toda la casa y se escapaban al jardín. Y por las noches eran mis alegres scherzos los que
rompían el silencio mientras el señor leía, la señora fingía leer y mamá hacía ganchillo al
lado de la ventana. Igual que había aprendido que las notas musicales podían hablarle al
corazón de maneras distintas, dependiendo de su secuencia y su longitud, entonces aprendí
que también eran capaces de hablarle al cuerpo. El eco de mis melodías en mitad del
silencio aquietaba las manos de la señora.

Un día, el médico que nos aseguró que el señorito Phil estaba curado vino a ver a los
señores y se sorprendió mucho al ver que era yo quien estaba tocando.

—Ada tiene un talento prodigioso

—dijo la señora, poniéndome una mano en el brazo cuando hice ademán de


retirarme

—. Más que ninguno de mis alumnos.


—Miró de reojo al señor, y me acordé de que él no quería que yo fuese al colegio,
por los problemas que eso traería a la larga.

—¿Cómo se encuentran?

—le oí preguntar al médico cuando me marchaba. No esperaba que ellos


contestasen. Sabía que la señora no podía decir la verdad. Aunque había vuelto a ponerse
sus vestidos claros, como si la vida fuera otra vez normal, la verdad se la guardaba muy
dentro y ni la enseñaba ni la decía ni la escribía en su libro, y tampoco en las cartas que
mandaba a Irlanda. La verdad no podía decirla: estaba oculta en frases de amor y de pérdida
que siempre llevaría en su corazón.

¿Y yo qué?

Mi madre tenía muy pocas fuerzas y me tocó hacer parte de sus tareas. Entre tocar el
piano, para llenar el vacío de Cradock House, y los viajes al pueblo a comprar comida y
echar las cartas, no tenía un momento desde que salía el sol hasta que se ponía.

Me venía bien estar tan ocupada, porque pronto descubrí, como me había dicho el
señorito Phil, que las personas que mueren nunca se marchan del todo. El señorito estaba
conmigo en todas partes. Me hablaba al oído y me miraba con sus ojos claros mientras
limpiaba y lavaba. A veces hasta me parecía verlo en el jardín, debajo del árbol del coral
rebosante de flores rojas, pálido y muy delgado, vestido de soldado. «Ven

—parecía decirme, con la mano tendida

—. Vamos a dar un paseo hasta el Groot Vis...»

Si yo hubiera sido perezosa, no habría podido resistirme a sus ojos claros y a su voz
en mis oídos, que me hacía llorar. Pero tenía mucho trabajo y no había tiempo para las
lágrimas. Procuraba llevar siempre conmigo lo mejor del señorito: al niño que hacía tanto
ruido en la casa y al soldado que me abrazó en la estación, en presencia de una multitud
blanca. Cuando no entendía el mundo, repetía las cosas que él me había enseñado sobre los
números y el Sáhara, sobre los bancos, el cricket y la guerra. Y también otras que no
necesitaban explicación, como la bondad y la honestidad, aunque el mundo pensara de otra
manera.

Daba gracias a Dios por haberme concedido el privilegio de conocer al señorito,


aunque me hubiese partido el alma. Y es que había algo que no podía comprender, algo que
todavía me sigue inquietando, algo que tal vez sólo un sacerdote sea capaz de explicar.

¿Por qué decidió Dios llevarse al señorito tan pronto? ¿Por qué se lo llevó, si tenía
toda la vida por delante?
Capítulo trece

La señorita Rose tuvo problemas en Johannesburgo. ¿Quizá por eso no vino al


entierro de su hermano?

No sé qué problemas eran, pero los tenía. Mi madre dijo que a lo mejor eran
problemas con un chico, pero no había tenido un hijo, que es lo que pasa cuando las chicas
se meten en líos. Eso me hizo volver a pensar en los temores del señor, en los problemas
que podía traer a la larga que yo fuera al colegio. ¿Había alguna relación entre el problema
de la señorita Rose y ese posible problema mío?

¿Tenía que ver el problema con el hecho de estar lejos de casa? El colegio de la
misión al que quería mandarme la señora estaba lejos de Cradock House y Johannesburgo
también lo estaba. Empezaba a pensar que tal vez fuera la soledad lo que llevaba a la
señorita Rose

—y puede que a mí también

— a desear un hijo, para consolarse, aunque fuese vergonzoso tener un hijo sin
marido.

Nuestra vecina, la señora Pumile, decía que no tener un hijo no significaba que no se
hubiese quedado embarazada. En sitios como Johannesburgo, con tanta riqueza dentro de la
tierra y todo tipo de médicos, las chicas siempre encontraban la manera de librarse de un
embarazo cuando no lo querían. Mamá dijo que no le hiciera caso a la señora Pumile y que
me fuera del seto, donde estábamos hablando con ella. Mi tía, que seguía viviendo al otro
lado del Groot Vis, se limitó a mover la cabeza con pena, sin dejar de restregar la ropa en la
orilla del río, y dijo que la señorita Rose era una chica mala, por haber deshonrado a la
familia, sobre todo ahora que el señorito Phil

—Dios lo tuviera en su gloria

— había muerto.

Después de las primeras llamadas de teléfono y las primeras conversaciones en voz


baja

—la señora temblando, el señor muy serio y con los labios apretados

—, los señores casi nunca hablaban de la señorita Rose. Era como si hubiera dejado
de ser su hija, como si Dios se la hubiera llevado en vida igual que se había llevado al
señorito Phil. Yo sabía que la señora estaba sufriendo mucho. Pasaba mucho tiempo
escribiendo a su hermana y una vez la sorprendí llorando en el tocador, encima de su libro.
—¿Qué puedo hacer, señora?

—le pregunté, acercando una mano, pero sin llegar a tocarla

—. ¿Es por la señorita Rose?

La señora se incorporó y buscó su pañuelo con los bordes de encaje.

—¡Qué chica tan terca!

—dijo, tratando de aguantarse las lágrimas.

Busqué en el diccionario que me había comprado la señora el significado de «terca»,


y decía «cabezota». Me pareció una buena definición para la señorita Rose. Siempre hacía
lo primero que se le pasaba por la cabeza sin pensar en los demás.

Me daba pena que los señores nunca hablasen del señorito Phil, como si de esa
forma pudieran olvidarse de los problemas que les daba la señorita. Recordarlo no parecía
consolarlos como me consolaba a mí. Yo me acordaba de su risa, de cómo perdía los
botones, de sus ojos azules y de cuando me enseñaba los números. Me acordaba de lo
guapo que estaba de uniforme, antes de irse a la guerra. Pensar en esas cosas me ayudaba a
no llorar. Claro que, tratándose de un hijo, los recuerdos tal vez fueran un tormento en vez
de un consuelo. Quizá el accidente de un hijo era una tragedia tan horrorosa que la única
manera de remediarla fuese olvidar no sólo los malos momentos sino también los buenos.
Parecía que a los señores les pasaba eso. A lo mejor hablaban cuando estaban solos, pero
ahora, cuando se sentaban por las noches, no se decían nada. Sólo a veces la señora buscaba
con la mano la insignia del señorito Phil, prendida en su vestido.

Yo lo sabía, porque los espiaba por la rendija de la puerta, destrozada por el silencio.
La señora a veces cosía, aunque últimamente había muy poca costura, o escribía cartas que
yo luego echaba al correo, o cogía un libro de la estantería. El señor se escondía detrás del
Midland News. Los dos inclinaban la cabeza a la luz de la lámpara. De vez en cuando ella
tocaba el piano, mientras yo preparaba la cena, si el señor se lo pedía, pero no lo hacía con
tantas ganas como antes. Y, cuando practicaba, aporreaba las teclas como si quisiera
castigarse por no haber sabido evitar la muerte del señorito Phil y los problemas de la
señorita Rose.

Unos meses después, la señorita vino a pasar unos días en casa. Era la primera vez
que volvía desde que se marchó con su vestido azul de Modas Anstey y el pintalabios rojo
de la farmacia Austen. Estaba tan guapa como siempre, incluso más, porque ya era una
mujer. No había ninguna señal de que hubiese tenido un hijo. Llegó en el tren, con un
vestido amarillo ceñido en la cintura y la falda hasta media pierna. En Cradock nadie había
visto un vestido como aquél

—y como otros que llevaba la señorita

— y todo el mundo la seguía con la mirada.

—¿No se arruga?

—preguntó la señora, acariciando los pliegues de la tela, que era muy suave.

—¡Ya me lo planchará Ada!

—contestó la señorita, mirándome con alegría cuando salí al stoep a servirles el té

—. ¿Sigues planchando, Ada?

—Por supuesto, señorita Rose. Me ocupo de toda la plancha.

La señorita Rose no había cambiado desde que vivía en Johannesburgo.

—¡En la cama no, en el armario, Ada!

—me gritó un día, como siempre, cuando le llevé la ropa limpia a su dormitorio.
Apartó los ojos del espejo del tocador, donde se estaba empolvando la cara, me miró de
arriba abajo y se fijó en el vestido azul marino que la señora me animaba a ponerme en vez
del uniforme

—. ¡Cuánto has crecido! Eres bastante guapa para ser negra.

Me miré en el espejo

—tenía la cara redonda, suave, no del todo fea

—, pero las palabras de la señorita Rose no eran un cumplido, como los que me
hacía la señora Pumile. Y me di cuenta de que pensaba que debería seguir llevando la bata
de servicio en vez de aquel vestido. Aquel vestido significaba que la señora no me trataba
como a una criada, sino como a un miembro de la familia.
No tardaron en presentarse en casa algunos granjeros jóvenes, y un concejal algo
mayor, a cortejar a la señorita Rose. Salía con ellos a bailar, o a pasear en coche hasta
alguna granja cercana. Yo no entendía por qué iba a las granjas, ya que nunca había
mostrado el más mínimo interés por los animales o por el campo. A mi madre y a la señora
Pumile no les parecía bien.

—No tiene ni pizca de vergüenza, después de lo que le pasó en Jo’burg

—decía la señora Pumile con desdén desde el otro lado del seto

—. Y sigue siendo igual de maleducada.

—Sale todas las noches, no tiene tiempo para estar con sus padres

—dijo mi madre, moviendo la cabeza.

Y era verdad. La señorita Rose pasaba muy poco tiempo con sus padres. Parecía no
darse cuenta de que era la única hija que les quedaba y tenía el deber de portarse como una
hija en una casa que había perdido a un hijo.

De todos modos, yo veía que la señora tenía esperanzas. Volvía a hablar con el señor
por las noches.

—Puede empezar de nuevo

—decía

—. Sólo necesita una buena influencia.

—Rosemary no querrá quedarse

—murmuraba el señor con fastidio, dando un manotazo al periódico

— ahora que ha visto otras cosas.

La señora no se desanimaba; se levantaba de un salto para tocar un vals de Strauss o


una polka muy alegre, esperando que la señorita Rose volviera a casa con el chico de turno
y la posibilidad de casarse con alguien que le conviniera.
Sin embargo, no hubo boda. Mi madre decía que era demasiado tarde para la
señorita: otras se habían quedado con los mejores chicos poco después de la guerra. La
señora Pumile aseguraba que le habían hecho proposiciones; no decía cómo se había
enterado, aunque tal vez fuera por su prima, la que trabajaba en el banco y además de
llevarse el azúcar que sobraba tenía muy buen oído. El caso es que la señorita los había
rechazado a todos, con la esperanza de conquistar al concejal, que le parecía mejor partido.
Pero resultó que el concejal ya estaba prometido con una viuda muy conocida que había
heredado una granja en la zona de Tarkastad.

Los señores no decían nada, y cuando el veld empezó a cubrirse de escarcha por las
mañanas, dejaron a la señorita Rose en el tren, con uno de sus vestidos de vuelo del color
de las flores del árbol del coral, y una vez más se despidieron de ella.

—¡Iré pronto!

—dijo la señora, sujetándose el sombrero cuando la locomotora lanzó un chorro de


humo, mientras la señorita Rose decía adiós con la mano por la ventanilla.

—Estupendo

—contestó la señorita. Y su cabeza desapareció en el vagón antes de que el tren


arrancara.

Capítulo catorce

Mamá murió un día mientras limpiaba la plata. El médico dijo que estaba mal del
corazón y no habría vivido mucho más tiempo de todos modos, aunque en la clínica se
hubiesen dado cuenta de lo que le pasaba. La señora estaba muy triste y creía que había
muerto por trabajar demasiado. El señor decía que eso no era así, porque hacía tiempo que
yo me ocupaba de casi todo, pero la señora seguía llorando, con el pañuelo en los ojos, y yo
sabía que lloraba porque había perdido a alguien a quien conocía desde que llegó de
Irlanda. Es posible que mi madre nunca llegara a darse cuenta de que era la amiga más
antigua de la señora.

He logrado sobreponerme a la decepción que me causó la visita de Rosemary.

Pero ahora Miriam nos ha dejado...


Aún no he sido capaz de escribir sobre Phil, y sigo sin serlo. A veces, la prodigiosa
música de Ada me desborda y tengo que inventarme un recado en el pueblo o algún asunto
urgente en un rincón del jardín.

Miriam lo sabía, como tantas otras cosas. No decía nada, pero siempre me estaba
esperando cuando volvía a casa: fiel, práctica, discreta. Estas palabras para describir una
vida entregada a los demás son mezquinas, son insuficientes. Es posible que su mejor
legado sea sencillamente la propia Ada.

El médico era el mismo que me trajo al mundo y el que atendió al señorito Phil, pero
esta vez fue más amable conmigo y me puso una mano en el hombro. El señor también me
puso la mano en el hombro. El doctor Wilmott se inclinó sobre el diminuto cuerpo de mi
madre y le acarició la cara para cerrarle los ojos. La cubrió con una sábana blanca que le
dio la señora. Mamá se había ido. Rezo para que en el cielo se encuentre con el señorito
Phil y pueda pasear con él como hacía yo.

La señora me abrazó con fuerza. Tenía las mejillas húmedas. Olía a flores, no a
flores fuertes, como las que había en nuestro jardín, sino a otras de un aroma más suave. Tal
vez a las flores que crecían al otro lado del mar y en las canciones que yo tocaba al piano
cuando era pequeña. A lilas, a prímulas...

Fue mejor que la señora no viniese al entierro de mamá, porque KwaZakhele no era
un sitio para una persona como ella y, además, el señor no quiso que fuera.

—No lo voy a consentir, Cathleen

—le oí decir desde el pasillo, espiando por la rendija de la puerta

—. Es peligroso. Además, querida, recuerda que esta gente tiene sus propias
creencias sobre la muerte.

—Pero Ada no sabe nada de eso

—protestó la señora en voz baja

—. Ella ha aprendido nuestros valores y nuestras creencias.

—Se quedó callada un momento y dijo

—: ¿Hemos hecho mal en fomentar eso?

Seguí espiando. ¿Sería una de esas veces que yo no entendía lo que decía la señora?
¿Como cuando dijo que en el colegio estaban sordos? El señorito Phil me explicó que era
una manera de decir que no lo permitirían. No le conté que lo que no permitirían era que yo
fuera al colegio del pueblo con él y con la señorita Rose.

La señora se sentó en la butaca, al lado del señor. No solía sentarse a su lado;


normalmente se sentaba enfrente. La peineta de carey que llevaba en el pelo brilló a la luz
de la lámpara. Seguía vistiendo de gris por el señorito Phil, y quizá también por mamá. Yo
no puedo dar señales de que estoy de luto con mi ropa de andar por casa, porque sólo tengo
el abrigo negro de mi madre.

—Temo por ella, Edward

—continuó la señora, retorciéndose las manos, como cuando estaba preocupada por
el señorito Phil

—. ¿Cómo va a afrontar un momento así?

—Estará con sus parientes

—dijo el señor, y cogió el periódico

—. Nunca faltan, y menos cuando somos nosotros los que corremos con todos los
gastos.

Mamá no quería que la enterrasen en Cradock, al otro lado del río, sino con sus
antepasados. Así que me puse su abrigo negro, cogí mi pase de identidad, lo prendí con un
alfiler por dentro del bolsillo y me llevé su ataúd a KwaZakhele, primero en el tren y
después en un carro. La señora me puso en las manos un ramo de rosas del jardín para la
sepultura de mamá.

No había amanecido cuando cogí el tren en Cradock, con el ataúd de mi madre en el


último vagón. La niebla flotaba por encima de las vías y se mezclaba con el vapor de la
locomotora. Fuimos envueltos en una nube hasta que el sol empezó a calentar. Era la
primera vez que montaba en tren. Miraba por la ventanilla y sentía mucho que mamá no
pudiera levantarse del ataúd para ver el veld que se extendía como olas amarillas. A mitad
de camino tuve que cambiar de tren. Dos hombres mayores que iban en la misma dirección
me ayudaron a sacar el ataúd del primer tren y a cargarlo en el segundo.

Nadie pudo acompañarme. Mi tía no podía pagarse el billete, pero prometió que
rezaría en la iglesia del koppie, y en KwaZakhele no encontré a ningún familiar que la
conociese, a pesar de que el señor corría con los gastos. Nunca había estado en
KwaZakhele. Era mucho más grande que el poblado donde vivía mi tía, o el otro poblado
que había al final de Bree Street. Allí vivían miles de personas, en hileras de casas
diminutas o en chozas amontonadas, sin ningún espacio alrededor. Aunque en KwaZakhele
llueve más que en Cradock, no había árboles. El humo de las hogueras que encendía la
gente para hacer la comida cubría el poblado a todas horas.

Después de pasar un buen rato buscando por las callejuelas sucias

—me daba miedo tanta gente extraña, tantos gritos y tantos perros ladrando, y los
cientos de chozas que llegaban hasta donde alcanzaba la vista, y estaba preocupada, porque
había dejado a mamá en el ataúd, en el andén

—, por fin encontré la iglesia a la que iba mi madre cuando era pequeña.

—Disculpe, señor.

—Estaba cansada, y me apoyé en una puerta en la que había un cartel que decía
«Sacristía. Llamen antes de entrar»

—. Mi madre ha muerto y quiere que la entierren aquí, con sus antepasados.

El sacerdote levantó los ojos del escritorio y miró de arriba abajo el abrigo negro de
mi madre.

—¿De dónde eres?

—He llegado hoy de Cradock, señor, con el ataúd de mi madre en el tren.

Al principio, me dijo que estaba muy ocupado, no podía ayudarme y no conocía a


nadie en la parroquia que llevase nuestro apellido. Cuando le dije que podía pagarle, con el
dinero que me había dado el señor, aceptó enterrar a mamá. Tenía que administrar bien el
dinero: había que pagar el entierro, los billetes de tren y el carro de la estación a la iglesia y
de la iglesia al cementerio. Nunca podría pagarle al señor por lo bueno que había sido, pero
sí demostrarle mi gratitud devolviéndole lo que sobrara.

El sacerdote se puso una sotana arrugada

—¿no tenía nadie que le planchara la ropa?

— y se sentó al lado del carretero. Yo me puse en cuclillas en la parte de atrás del


carro, sujetando el ataúd para que no se cayera con las sacudidas. Tardamos mucho en
llegar al cementerio. Me daba mucha pena llevar a mi madre dando botes por aquellos
caminos de baches. Apretaba las flores de la señora y miraba adelante, por encima de la
cabeza del sacerdote, del carretero y del caballo. Sabía que el mar estaba cerca, tan azul
como el cielo, y tenía muchas ganas de verlo, y también los barcos de los que hablaban en
los libros y que habían traído nuestro piano a Cradock House, pero el terreno era muy llano,
y el poblado llegaba más allá del horizonte, y es imposible ver más allá del horizonte.

En aquel cementerio no había hierba, como donde enterramos al señorito Phil, y el


viento arrastraba la tierra y me la lanzaba a la cara. De todos modos, no creo que Dios
Padre quiera menos a sus hijos porque tengan un entierro pobre y sin congregación. Eso no
significa que valgan menos que la gente a la que entierran en una catedral, en presencia de
multitudes y con un órgano que hace temblar los muros. Mamá había dedicado toda su vida
a servir a los demás. Estaba segura de que Dios no podía tener queja de ella.

No hubo una misa, como en el entierro del señorito Phil, pero el sacerdote y yo
cantamos Quédate conmigo al borde de la tumba que habían abierto para meter el ataúd, y
allí dejé las rosas de la señora, tan bonitas y delicadas en contraste con la tierra agrietada.
Seguramente el viento, que nos salpicaba la cara de tierra, también se llevaba nuestras
voces al cielo, donde Dios

—y ojalá que también el señorito Phil

— nos estaría escuchando. Le di al sacerdote un poco más de dinero para que


pusiera un cartel con el nombre de mamá; así podría encontrarla si volvía alguna vez. De
todos modos, antes de irme, intenté memorizar la posición de la tumba entre los cientos de
montículos. Estaba en línea recta con una choza que tenía el tejado de chapa, como la kaia
de Cradock, aunque aquí, en vez de un espino raquítico, una planta trepadora crecía
desordenadamente por encima de una valla. Al otro lado había una luz muy alta

—más alta que ninguna que yo hubiera visto

— que emitía un resplandor anaranjado, aunque aún era de día. En el centro estaba
la tumba de mamá. Detrás, en la calle de tierra que pasaba por el borde del cementerio,
unos niños jugaban a la pelota, y sus voces se elevaban por el aire con el alma de mi madre.

Cuando llegué a la estación ya había salido el último tren y tuve que pasar la noche
sentada en un banco, apretando el dinero que me había sobrado y tapándome los oídos para
no oír los gritos de los borrachos en la oscuridad, donde no alcanzaba la poca luz del andén,
hasta que llegó el primer tren en el amanecer gris. Empezó a llover. Otros pasajeros salieron
de entre los matorrales, al otro lado de la vía. Una nube baja ocultaba el inmenso poblado.
Subí al tren, entumecida, para volver a casa.

Capítulo quince
Echo de menos a la señora, por eso leo su libro todos los días. ¿Por qué lo habrá
dejado en el tocador, sabiendo que iba a estar fuera tanto tiempo? No es propio de ella
olvidarse de una cosa tan importante. ¿Qué escribirá en Johannesburgo?

Los pasajeros del barco son encantadores. En particular el coronel Saunders, que va
a reunirse con su regimiento en la India. La señora Wetherspoon, mi carabina, está
completamente cautivada por él. Y a él le pasa lo mismo, ¡pero conmigo!

Es extraño haber pasado cinco años en Irlanda, fiel a mi compromiso con Edward, y
ahora que por fin me voy a África para casarme con él me sale otro pretendiente. Es
halagador, desde luego, pero no le doy esperanzas. Y hay que reconocer que él es muy
correcto.

Toco el piano todas las noches cuando termino de lavar los platos, para llenar el
vacío de la casa. A la señora le habría gustado. No enciendo la luz, porque no necesito ver
el teclado: sólo me acerco al piano y empiezo a tocar. Al principio todavía queda un poco
de luz del atardecer, roja como la seda, no amarilla como las franjas del dormitorio del
señorito Phil. Pero poco después también se apaga, y sigo tocando a oscuras. Toco para mí,
y para mamá, y para el señorito, que no se va de mi corazón.

A veces el señor está en el despacho, escribiendo a la señora, que se ha ido a pasar


una temporada con la señorita Rose en Johannesburgo, y abre la puerta para escucharme.
Otras veces está en el salón, detrás de su periódico. Me doy cuenta de que cuando toco
nunca pasa de página. Muchas veces no enciende la lámpara que tiene al lado de la butaca.
Puede que a él también le guste la oscuridad. Sé que siempre le pedía a la señora que tocase
Chopin, y toco Chopin. Espero que la música le consuele de la ausencia de la señora. Y
después toco esas melodías de Debussy que se quedan muchos días dando vueltas en la
cabeza.

El señor siempre me da las gracias cuando termino, aunque a veces parece costarle
tanto hablar que tiene que aclararse la voz primero.

Le doy las buenas noches mientras cierro el piano. No decimos nada más.

Y sé que también toco para él, porque los dos estamos solos.

Cuando vuelvo la vista atrás, al cabo de tantos años, sé que la culpa fue de la
soledad. No era una soledad angustiosa, como la del señorito Phil

—a quien sus compañeros caídos no dejaban descansar


—, sino más parecida a una sombra maligna que se te posa encima. La señora sabía
lo que era la soledad, y los problemas que trae. Tal vez por eso se fue a Johannesburgo con
la señorita Rose, la única hija que le quedaba. ¿Lo hacía para ahuyentar la soledad de la
señorita y evitarle más problemas? Pero la soledad, cuando la ahuyentan de un sitio, busca
otro donde quedarse. Y seguramente los problemas, cuando se van de una persona, buscan a
otra.

Hice chuletas de cordero con patatas y guisantes y se las serví al señor, en la


cabecera de la mesa del comedor. Yo cené en la cocina. Después de cenar, lavé los platos,
los sequé y tendí los paños en el tendedero. Era uno de esos atardeceres en los que el Karoo
tiene una luz extraña y cálida y las rocas de los koppies se tiñen de colores que van del
marrón al rosa y conservan el brillo mucho más tiempo de lo que parece posible, antes de
volverse azul marino. Pensé si mi madre vería esa luz tan extraña desde el cielo, donde está
con Dios Padre.

Volví a casa y me detuve un momento en el jardín. Me acordé del señorito Phil


tumbado en la hierba y sentí su caricia en las plantas de los pies. El señorito tenía la piel
dorada cuando le daba el sol y los ojos claros como el cielo más claro del atardecer. Seguro
que si decía su nombre me contestaría.

Entré en casa. Me quité el delantal y lo colgué detrás de la puerta de la cocina. El


señor estaba en su butaca, en el salón. Me acerqué al piano y empecé a tocar el Claro de
luna. Una luz rosada entraba por la ventana y se posaba encima del piano, persiguiendo mis
dedos por el teclado. Después toqué la Patética. El señor no pasaba las páginas del
periódico. Yo ya estaba acostumbrada a eso. Poco a poco, la luz se fue apagando y toqué el
último nocturno de Chopin a oscuras. El señor seguía sentado, con el periódico encima de
las rodillas.

—Buenas noches, señor.

—Gracias, Ada. Buenas noches.

Me lavé y me puse el camisón que mamá me había comprado en la tienda de


Badger, y recé junto a la cama por ella y por el señorito Phil.

«Querido Dios, haz que mamá descanse y que el señorito Phil encuentre la paz que
le quitó la guerra.»

Después, cuando estaba leyendo un versículo de la Biblia, como hacía todas las
noches, oí las pisadas del señor, no en el piso de arriba, sino cerca de la cocina. ¿Quería
beber algo? ¿Un poco de té? Me puse las zapatillas con intención de salir, pero los pasos
cruzaron la cocina, siguieron por el pasillo y se detuvieron delante de la habitación donde
yo dormía con mi madre desde que tenía seis años.

Esperé.

Los pasos no volvieron a oírse. Seguro que está enfermo. Estará preocupado por
tener que despertarme. ¿Debería salir a ver qué le pasa?

Y entonces llamó a la puerta.

Abrí corriendo.

—Señor. ¿Me necesita?

—Las cortinas se movieron con la corriente, al abrirse la puerta.

—Ada

—dijo.

El señor nunca me miraba, pero en ese momento me estaba mirando. Se le veía muy
cansado desde que murió el señorito Phil: había perdido pelo, tenía muchas canas y los ojos
apagados. Seguía llevando puesto el traje y sus dedos jugaban con la cadena del reloj de
bolsillo.

—Ada

—repitió. Y miró la habitación como si no la hubiera visto nunca. Alargó la otra


mano y la apoyó en mi hombro.

—¿Qué pasa, señor? ¿Quiere un poco de té?

Pero pareció que no me oía, y tampoco apartó la mano de mi hombro. Noté que
tensaba los dedos. El señorito Phil nunca me había tocado así.

Di un paso atrás, y entonces apartó la mano de mi hombro.

Nos miramos a los ojos.


Una vez, en Adderley Street, cuando iba a echar una carta de la señora, un chico me
miró de la misma manera. Me miró como si de verdad fuera guapa. Me dijo que se llamaba
Jacob Mfengu y me preguntó cómo me llamaba. Iba bien vestido y era educado. Trabajaba
en la carnicería de Cradock y me veía muchas veces al pasar por la calle. Quería verme, si
mi padre lo permitía. Le dije que no tenía padre, pero que se lo preguntaría a mi madre.
Asintió con la cabeza y dijo que le gustaría mucho. Nos dimos la mano. Ese día noté el
mismo calor que estaba notando ahora en la mano del señor. Esperé con ilusión que Jacob
Mfengu viniese a verme, pero no apareció. Un día me armé de valor y fui a la carnicería a
preguntar por él. El carnicero me dijo que había tenido que volver con su familia, que vivía
en el Transkei.

El señor entró en la habitación y cerró la puerta. Se acercó a mí, y esta vez me puso
las dos manos en los hombros. Noté más calor.

Me eché a temblar, y debió de darse cuenta, porque dijo:

—No voy a hacerte daño, Ada.

Me desabrochó el camisón. Ni se me pasó por la cabeza protestar. Al fin y al cabo,


¿quién era yo para negarle nada al señor, que había cuidado de mi madre y de mí? ¿Cómo
podía negarle algo a quien me había dado un hogar, alimento y el regalo de la música?
¿Quién había pagado el entierro de mi madre?

¿Cómo podía decirle que estaba esperando a un chico que un día me dio la mano en
Adderley Street y luego nunca más volvió?

¿Cómo podía decirle que, cuando lo miraba a él, veía a la señora? Me quité el
camisón y me quedé desnuda delante de él.

El coronel se me ha declarado. Dice que quiere casarse conmigo. «No


desembarques, Cath

—insiste

—. Ven conmigo a la India. Nos casaremos nada más llegar a puerto.»

Y podría decirle que sí.

Porque es encantador y muy atento. No es un vividor, y casi me atrevería a decir que


conoce mi corazón mejor que Edward. Confieso que estoy algo más que un poco
enamorada de él...

Pero ¿cómo voy a hacer una cosa así?

¿Cómo voy a abandonar a Edward, que ha trabajado tanto para ofrecerme un hogar...
y hasta un piano?
El señor vino a mi cuarto tres veces. Nunca dijimos una sola palabra. La única señal
de su llegada eran los pasos en el pasillo, desde la cocina.

Esas noches yo seguía tocando el piano. Primero pensé dejar de tocar, pero luego me
dije que a él le parecería raro. Esas noches tenía la sensación de que la oscuridad
ahuyentaba al atardecer muy deprisa y la penumbra me agarrotaba los dedos. Me costaba
mucho tocar y no dejaba de preguntarme si el señor iría a mi cuarto después.

—Buenas noches, señor.

—Gracias, Ada.

Cuando oía sus pasos me quitaba el camisón y me quedaba tumbada en la cama en la


que dormía con mi madre. Él llamaba a la puerta, entraba y apagaba la luz. Se acercaba a la
cama y se quedaba un rato de pie, antes de extender una mano para tocarme.

Al día siguiente, yo lavaba las sábanas, barría el suelo y le preparaba el desayuno y


la cena como si no hubiese pasado nada. Y él trabajaba, comía, leía el periódico y escribía a
la señora

—¡ay, señora, perdóneme! ¡Dios, perdóname!

—, que seguía en Johannesburgo con la señorita Rose, porque la señorita tenía


problemas.

Capítulo dieciséis

A veces pensaba cómo sería hacer eso con los chicos a los que veía por la calle
cuando iba a echar las cartas o cuando acompañaba a mi madre a ver a mi tía, los jueves por
la tarde. Aunque esos chicos eran muy descarados. Sobre todo cuando volvían de su
iniciación

—de su abakwetha

— y salían a la calle con ropa nueva en busca de una mujer para casarse con ella.
—¡No lo mires!

—me dijo mi madre un día, en la esquina de Market Street, cuando me fijé en un


chico muy guapo que llevaba unos pantalones caqui muy bien planchados

—. Si le interesas de verdad, ya preguntará por ti.

Pero no preguntó. Y cuando el señorito Phil volvió de la guerra yo vivía encerrada


en Cradock House, y los chicos que podían haberse interesado por mí se fijaron en otras.
Menos Jacob Mfengu, el que trabajaba en la carnicería. Él no era descarado: era respetuoso.
Confiaba en que ésa fuera mi oportunidad, y, aunque nunca volví a saber de él, muchos
meses después seguía notando el roce cálido de su mano en mi piel.

Después mi madre se puso enferma y yo tenía que cuidarla además de hacer sus
tareas domésticas. Tuve que dejar a un lado la posibilidad de conocer a un hombre, la
posibilidad de casarme.

—No tienes por qué hacerlo todo tú, Ada

—me dijo un día la señora, cuando me vio planchando encorvada

—. Puedo pedirle ayuda a la señora Pumile.

—No hace falta, señora

—dije. Y me enderecé. Sabía que la señora Pumile robaría desde el primer día

—. Ya casi he terminado.

Cuando murió el señorito Phil yo seguía teniendo a mi madre. Pero cuando murió mi
madre no tenía a nadie más que a los señores. Y cuando la señora se fue a Johannesburgo
con la señorita Rose, sólo tenía al señor. Y después tuve vergüenza. Al principio no la veía,
pero pronto empezó a crecer dentro de mí y a hincharme el cuerpo. Y me acompañó a diario
el resto de mi vida.

Mañana desembarco.

Mañana me caso con Edward en la catedral de Ciudad del Cabo, en las laderas de
Table Mountain.

Mi vestido de novia está planchado y listo, con un dobladillo doble en la falda


bordada para que no se arrastre por las calles del puerto. El velo corto
—un regalo de la gente de la escuela del pueblo

— está colgado en una silla.

La señora Wetherspoon me ha prometido un ramo de rosas de color rosa, aunque no


sabemos si las encontraremos en la ciudad en esta época del año. El reverendo Wetherspoon
me llevará al altar con traje y alzacuello.

Hemos quedado en levantarnos todos al amanecer para ver la montaña en el


horizonte. Cuando la vea sabré que ya no hay vuelta atrás.

He rechazado a Charles Saunders, y ha comprendido que tengo que cumplir con mi


deber.

De todos modos, siempre me preguntaré cómo habría podido ser.

Cómo habría sido casarme con un hombre que hace latir mi corazón como nunca lo
había sentido hasta ahora...

Al principio yo no entendía lo que estaba pasando. Notaba que la bata me apretaba y


que estaba engordando. El ciclo natural del que me había hablado mi madre se interrumpió.
El señor decía que la señorita Rose seguía teniendo problemas en Johannesburgo. Fruncía
el ceño, apretaba los labios y se metía en su despacho.

Por eso la señora no volvía.

La señora era la única que podía explicarme qué le pasaba a mi cuerpo, aunque
nunca habría tenido necesidad de explicármelo si no se hubiera ido de casa. Yo la había
traicionado. Ya no podía esperar su perdón: no lo merecía.

No podía ir a ver al doctor Wilmott, el médico que me había traído al mundo y había
cuidado de señorito Phil y había cerrado los ojos de mi madre. El doctor Wilmott tendría
que contárselo al señor o a la señora. Así, uno de mis jueves libres, me guardé el pase en el
bolsillo y crucé el puente de hierro para ir a ver a mi tía, que vivía al otro lado del Groot
Vis, en el poblado de Lococamp.

—A mi cuerpo le pasa algo

—dije, cuando nos sentamos en su choza. Mi tía estaba muy mayor, era mayor que
mi madre, y había visto a otras chicas a las que les había pasado lo mismo que a mí. Se
inclinó y me puso una mano en el vientre.
—¿Quién te ha hecho eso? ¡Tienes que casarte con él!

—dijo, mientras retiraba del fuego el hervidor donde había calentado el agua para el

—. Como no tienes familia no tendrá que pagar ninguna dote.

Pero le dije que no había ningún chico en particular.

Me dio una bofetada en la cabeza, y luego otra, por haber estado con más de un
chico y decirlo sin ninguna vergüenza. Me dijo que era igual que la señorita Rose, que tenía
problemas en Johannesburgo. Me aguanté las bofetadas sin rechistar. Me habló de un
médico que se ocupaba de esas cosas, me echó de su casa y me indicó dónde encontrar al
médico, entre los callejones de tierra. Empezaba a anochecer. No había farolas en la calle y
algunos chicos me seguían, igual que los perros flacos. El humo de las hogueras flotaba
sobre las chozas y teñía el cielo de gris mucho antes que en Cradock House. Me acordé de
KwaZakhele, donde enterré a mi madre. Y empecé a rezar para espantar el miedo a la
oscuridad y a la gente grosera que se metía conmigo. Le pedí a mi madre que me
aconsejara, pero no me contestó. Dios tampoco me contestaba, porque había pecado con el
señor y no había perdón para eso.

Por fin encontré al médico, que era un hombre muy amable. Llevaba una bata blanca
y sucia, pero también llevaba un tubo con un disco de metal, como el que usaba el doctor
Wilmott cuando iba a ver al señorito Phil, y eso me dio confianza. Había una cola de gente
esperando en la puerta de su casa de dos habitaciones. Unos estaban dentro, sentados en el
suelo, y otros fuera, sentados en la tierra. Había chicos con heridas que sangraban, madres
con niños que lloraban y viejos con una tos horrible.

Era tarde cuando el médico terminó de atender a los heridos, a los que lloraban y a
los que tosían. Aunque debía de estar cansado, fue muy bueno conmigo. Me dijo que estaba
embarazada y que tenía que decírselo al padre del bebé, porque era una chica joven y
guapa, y podría tener muchos más hijos con mi chico joven y guapo.

—No es un chico, señor.

—Un hombre mayor también será un buen padre

—me aseguró con una sonrisa cansada

—. Se ocupará más de sus hijos.


—Es mi señor

—dije.

Se sentó en un banco, junto a la pared desconchada. Vi que hundía los hombros y no


entendí por qué.

—Entonces necesitarás mi ayuda.

—¿Para que nazca el niño?

—No, hija

—negó con la cabeza y la apoyó en la pared

—. No debes tener ese niño.

—Pero ¿por qué, señor?

—¿Por qué me decía eso? ¿Sería un sangoma, un brujo? ¿Veía cosas que yo no era
capaz de ver?

—Nacerá maldito, con la piel más clara que la tuya y que la mía

—se señaló el brazo negro

—, aunque no tan clara como la de tu señor.

—¿Será mulato?

—pregunté, llorando.

Yo conocía a los mulatos. Vivían entre medias de los blancos y los negros. No eran
ni una cosa ni otra. Sólo cuando llegó la guerra y los mandaron al frente con los soldados
blancos, la gente se sintió orgullosa de ellos. Pero ahora no había sitio para los mulatos.

No sabía lo que era la herencia. No sabía que por eso los mulatos nacían así: que los
negros podían perder color y los blancos ganarlo, y que el resultado era un niño que no era
de ninguna parte. ¿Y por qué pensaba que era un niño? ¿Un niño que pudiera sustituir al
señorito Phil para el señor? ¿Quién podía sustituir a un hijo?

Y ese niño sería mulato. No sería del señor y tampoco sería mío. Tendría que decirle
que su padre se fue antes de que naciera, igual que mi padre. Eso tal vez sirviera para
acercarnos, a ese hijo y a mí.

Pero mi padre se había marchado para siempre, mientras que el padre de este niño
estaba muy cerca, en la otra orilla del Groot Vis, a un paseo por calles polvorientas. Tenía
que asegurarme de que mi hijo nunca lo supiera. Tenía que asegurarme de que nunca
conociera a su padre, igual que yo no había conocido al mío.

Capítulo diecisiete

Hay muchas cosas en la vida que al principio no entendía, aunque luego he ido
entendiendo poco a poco. Por ejemplo, que hubiera gente que no quisiera oír hablar de
ciertas cosas. O que el futuro no podía comprarse y siempre estaba, como el mar, más allá
del horizonte. O que la guerra traía escasez de alimentos y de latas de galletas y mataba a
los soldados y hundía barcos y los jóvenes nunca se recuperaban de esas heridas internas
que no se veían. O el amor que el señorito Phil sentía por mí y que yo no supe ver hasta que
ya era demasiado tarde.

A medida que fui creciendo aprendí que estas cosas se explicaban a veces con
distintas tonalidades de las palabras. Otras veces también eran nuevas para el mundo y no
sólo para mí. Así ocurrió en la década de 1950: el miedo a la diferencia del color de la piel
se extendió poco a poco, primero en voz baja, después a gritos, y se hizo realidad mientras
ese niño que sería mulato crecía dentro de mí.

«¡Apartheid!» Fue la señora Pumile quien pronunció la palabra que describía esa
nueva realidad, y lo dijo escupiendo, igual que escupía el té cuando no tenía suficiente
azúcar.

Era una palabra nueva para mí. Nunca la había visto en los carteles de las tiendas y
tampoco en los tablones que ponían en la entrada de la redacción del periódico, como en los
años anteriores: «¡Guerra!». Aunque era nueva, sabía de dónde venía. Era lo que me
producía esa inquietud cuando iba por la calle con el señorito Phil, y lo que hacía que los
blancos miraran a otro lado cuando me veían con él, y lo que disgustó tanto al señor cuando
vio que su hijo dependía de una criada. Esta palabra contenía todos aquellos miedos.
—Tendremos que irnos al otro lado del Groot Vis

—me dijo la señora Pumile a través del lado del seto

—. O al poblado que está pasada la cárcel de Bree Street, lleno de skollies y de


borrachos. Da gracias a Dios, Ada, porque tu madre no haya vivido para ver esto.

—¿Qué podemos hacer?

—pregunté, mirando hacia la casa. El señor estaba trabajando en su despacho y la


señora seguía en Johannesburgo con la señorita Rose.

—Yo vuelvo a Umtata con mi familia

—dijo la señora Pumile con una sonrisa de satisfacción

—. Hay un hombre que quiere casarse conmigo. Pero tú

—se asomó para mirarme entre las ramas del seto

— tienes que encontrar un marido cuanto antes. Todavía eres guapa. No habrá sitio
para las chicas que no tengan un hombre que las proteja. Ya voy, señora

—gritó, volviendo la cabeza por encima del hombro al oír que la llamaban desde la
puerta de la cocina

—. Estoy plantando verduras, señora.

Habían pasado dos semanas desde que fui a ver al médico que vivía en la otra orilla
del Groot Vis. Después de hablarme de la herencia, me explicó que era demasiado tarde
para evitar el embarazo, aunque quisiera. Me dijo que no tenía que pagarle, porque recibía
dinero de la Misión por hacer su trabajo. La misma Misión que tenía una escuela para niños
negros a la que podría haber ido yo. Era de noche cuando salí de su casa. Iba deprisa, sin
alejarme de la luz de las hogueras donde la gente estaba preparando la cena. Los hombres
me llamaban desde las sombras y los perros se acercaban a olisquearme las piernas, y no
veía las estrellas, por culpa del humo y el miedo a levantar la vista del suelo. ¿Me estaría
juzgando el señorito Phil, mientras cruzaba el poblado deprisa y llena de temores?
¿Comprendería que lo hice porque era mi deber? ¿O se sentiría traicionado por lo que había
hecho con su padre? Había traicionado a mi señora, a la que tanto quería...
Entré en Cradock House por la puerta de la cocina, que no estaba cerrada. El señor
tenía una cena en el Ayuntamiento y no me necesitaba. El garaje estaba vacío y más tarde oí
llegar el coche, cuando ya estaba acostada, con las manos en el vientre donde crecía el niño
al que yo deseaba querer con todas mis fuerzas, aunque temía que él no me quisiera. No me
querría al ver la diferencia de piel. No me querría al darse cuenta de que era inferior no sólo
a los blancos sino también a los negros, por extraño que parezca. ¿Qué iba a ser de
nosotros? ¿De ese niño que no encajaría en ninguna parte, y de mí?

—Ada

—dijo el señor cuando le llevé unos huevos revueltos para desayunar

—, la señora vuelve la semana que viene.

Yo estaba al lado de la mesa. Noté que me ponía colorada y que el niño se movía
como una mariposa dentro de mí.

—La señorita Rosemary está mejor y ya no necesita a su madre. Tiene muchas ganas
de volver. Quiero que tengamos la casa perfecta para recibirla.

Me miró un momento y después miró los huevos, que se estaban enfriando en el


plato. Cerró las manos encima de las rodillas y las dejó quietas.

—No quiero que la señora note ningún cambio.

Se quedó callado, levantó las manos y cogió la servilleta de lino que yo lavaba y
planchaba a diario.

—¿Lo entiendes, Ada?

—preguntó, como si le hablara a una mancha que había en la mesa, delante del
plato.

—Sí, señor. Lo entiendo. Todo será como antes, todo estará como le gusta a la
señora.
Edward también me ha traído un ramo de rosas y las he combinado con las de la
señora Wetherspoon. Lo he encontrado algo cambiado, y seguro que a él le pasa lo mismo
conmigo. Más serio, con los labios más finos, pero tan educado como siempre. Demasiado
educado, y ha vuelto a asaltarme el miedo a que no sepamos qué decirnos, aunque gracias a
Dios he conseguido quitármelo de la cabeza. Entre los amigos de los Wetherspoon y otros
irlandeses que acogieron a Edward en su casa cuando llegó a Sudáfrica, había animación y
conversación de sobra para ocultar nuestros temores.

Estoy escribiendo esto en el tren que nos llevará a Cradock House para empezar una
nueva vida. Las rosas están con mi abrigo, en el portaequipajes, y disfruto de su fragancia.

Edward ha ido al coche restaurante a reservar una mesa para cenar, y aprovecho para
escribir estas líneas.

Queridos padres, querida Ada y querido Eamon, ¿qué os parecería todo esto?

¿Qué diría mi padre de la tierra fértil y de las hordas de campesinos negros que la
trabajan? ¿Qué diría mi madre de las señoras tan elegantes, con vestidos de colores claros,
seguramente tan bien vestidas como en la India? ¿Y Ada y Eamon? ¿No se quedarían
boquiabiertos, como yo, al ver esa montaña enorme siempre cubierta de nubes? «Llévame
contigo, Cath

—me suplicó mi Ada antes de marcharme

—. ¡No te daré ningún problema!» Ya vuelve Edward...

Capítulo dieciocho

Me doy cuenta de que estoy haciendo las cosas por última vez.

Estoy lavando estas camisas por última vez. Comprando el pan en la panadería por
última vez. Andando por Church Street con mi uniforme azul. Me asomo a la carnicería
para ver si hay señales de Jacob Mfengu, pero no lo veo entre las piezas de carne colgadas
del techo; nunca está.

La casa está preciosa. He puesto jarrones con las rosas favoritas de la señora encima
de la chimenea y al lado del piano, para que pueda aspirar su fragancia cuando se siente a
tocar. He sacado brillo a los pomos de las puertas y he vuelto a fregar el stoep. He limpiado
las ventanas y he cambiado las sábanas de todas las camas, como si la señorita Rose y el
señorito Phil también estuvieran a punto de llegar. Pero hoy sólo llega la señora, en el tren
de mediodía.
He hecho pollo frío y ensalada de patatas para los señores. El guiso de cordero para
la cena ya está en el fuego, y la tarta de manzana en la despensa. Sacaré las mejores tazas
para el té y dejaré el bizcocho de limón, cubierto con una campana de cristal, en la mesa del
comedor. He dejado el libro especial de la señora en su tocador, y he puesto al lado un ramo
de mimosas, en un jarrón de cristal que trajo de Irlanda. He leído su libro por última vez.

Hemos llegado a Cradock esta mañana. Tengo que reconocer que el viaje en tren
desde Ciudad del Cabo ha sido incómodo. Sin ninguna intimidad. Tantas horas de cielo y de
tierra abrasada por el sol.

Edward ha estado muy atento en todo, y en condiciones normales se lo habría


agradecido, pero ahora que tengo tan reciente el recuerdo de la galantería del coronel
Saunders, sus atenciones me han resultado un poco decepcionantes. De todos modos, no
puedo lamentarme de nada y doy gracias porque tengo un futuro por delante.

Ya he visto nuestra casa. Es bonita y recia, y está equipada con muebles sencillos
aunque de buena calidad. Y he conocido a la criada, una mujer joven y tímida que se llama
Miriam. Espero que Miriam y yo podamos ser amigas, porque somos más o menos de la
misma edad, aunque Edward me ha dicho que no le dé confianza.

Rezo para que no sea demasiado tarde y podamos crear una familia, porque añoro
muchísimo a los míos. Cuando nos sentamos a la mesa, miro por la ventana y me imagino
que lo que oigo es el río que cae al mar por los acantilados de Bannock, en vez del Groot
Vis de aguas turbias.

Lavo y doblo mi bata azul de repuesto y la ropa de «blanca» que me dio la señora: la
blusa y la falda tan bonitas que me puse para el entierro del señorito Phil, y el vestido azul
marino que usaba en vez de la bata. Las dejo con cuidado encima de la cama, para la nueva
criada de la señora. Cojo mi toalla, mi pijama de franela y el camisón que me compró la
señora y los guardo en la maleta de cartón de mi madre.

Saco de debajo de la cama la caja de zapatos de mamá. No he ahorrado mucho


dinero mes a mes, porque los señores guardaban la mayor parte de mi sueldo en el banco de
Adderley Street. La señora me dijo que podía sacarlo cuando quisiera. Me enseñó una
libreta del banco en la que dice cuánto dinero tengo. Hay más dinero de lo que esperaba.
Me explicó también que el banco te va dando dinero en agradecimiento por el dinero que tú
le has prestado. Me parece muy raro que alguien te dé dinero sin que tengas que trabajar
para ganarlo. Pero esa libreta no la tengo yo. Está con los papeles de la familia, en el
despacho del señor. Eso significa que tampoco tengo el dinero. Tendré que arreglármelas
con lo poco que queda en la caja de zapatos de mi madre, y con las monedas que me daba
la señora todos los meses para mis gastos personales.

Guardo el pase en la maleta. No tengo otros documentos, ni referencias para


demostrar que he trabajado en Cradock House, nada que diga si soy buena trabajadora,
nada que demuestre a quien pueda darme trabajo los años que he pasado limpiando el
polvo, fregando y lavando ropa. Toco el piano por última vez: sonatas dulces, la de Mozart
en do mayor, el Claro de luna de Beethoven. Me llevo la partitura de Gotas de lluvia y la
guardo en el fondo de la maleta para que no se arrugue. No creo que la señora se enfade
porque me la lleve.

—¿Ada?

—¿Sí, señor?

Es el día de la llegada de la señora. El señor está en su despacho, de pie, detrás de su


escritorio. Me quedo en la puerta. No me mira y busco con la mirada mi libreta del banco
entre sus papeles, pero no la veo. Llevo unos días buscándola en la mesa del señor, y nunca
la encuentro. Tengo mucho cuidado de dejar los papeles exactamente igual que estaban,
para que no note que los he tocado, como hacía cuando leía el libro especial de la señora,
para que no se diera cuenta.

—Me voy a buscar a la señora. Puede que el tren llegue antes de lo previsto.

—Sí, señor. La comida estará lista cuando vuelvan.

—Gracias, Ada.

—Se ha puesto el traje azul oscuro que le gusta a la señora. Sigue sin mirarme y
vuelve la cabeza para coger las llaves del coche, el que tiene esos faros como los ojos de los
animales en la oscuridad.

Cuando el señor sale, compruebo por última vez que la mesa está al gusto de la
señora. Después me pongo el abrigo negro de mi madre encima del uniforme y un doek
azul en la cabeza. Subo por última vez al dormitorio del señorito Phil, toco su cama, me
acerco a las cortinas, siempre cerradas para que la guerra no pudiera entrar, y siento el calor
del sol en la espalda a través del cristal. Bajo y cierro la puerta de mi cuarto, donde me
quedé esperando mientras él se moría en el jardín. Cojo mi maleta y salgo por la puerta de
la cocina, cierro con llave y salgo por la puerta de atrás del jardín. Oigo a la señora Pumile
hablando sola en su kaia. No quiero que me vea; no quiero que nadie me vea. Tengo que
darme prisa. Iré por Dundas Street, donde hay muchos más árboles, y no levantaré la
cabeza cuando pase por delante de las tiendas para mirar los carteles, como hacía antes para
practicar. Algunos tenderos me conocen, pero confío en que no me reconozcan con la
maleta y el abrigo de mi madre. Soy como las chicas a las que veía pasar corriendo desde la
ventana, cuando me subía al baúl de los juguetes del señorito Phil, sólo que no llevo un
niño atado a la espalda. ¿Volveré a pasar alguna vez por aquí con mi hijo atado a la
espalda? La gente verá que el niño es de otro color y descubrirá mi vergüenza. Pero ¿se
darán cuenta de que no soy mala persona? ¿Podrán comprender que ese hijo es el fruto de
mi deber con el señor en su soledad?

¿Podrá comprenderlo la señora? ¿Podrá comprenderlo el señorito Phil?

¿Cómo es posible que lo que hice sea bueno y malo al mismo tiempo?

Hay mucha gente en Church Street, y coches tocando la bocina, y perros que brincan
pegados a los talones de sus dueños, y carros tirados por burros cargados de leña. El
señorito Phil no soportaría tanto ruido. Por detrás del tejado rojo de la casa del juez, en
Achter Street, asoma el árbol que está cerca de la orilla del Groot Vis, donde el señorito me
dijo que me quería.

Aquí es donde mi huida empieza a ser peligrosa. El puente de hierro no lleva sólo al
poblado donde vive mi tía, cerca del campamento del ferrocarril, lleva también a la
estación. Los señores pueden verme al pasar en el coche negro con ojos de animal
nocturno. Pero estoy atenta al tren y de momento no he oído el silbato. Todavía tengo
tiempo de cruzar, girar a la izquierda y seguir andando hasta el montón de chozas donde
vive mi tía.

Mucha gente va en la misma dirección que yo, hacia el puente de hierro. Hacen un
ruido suave en el asfalto con los pies descalzos. Hablan en voz baja, tienen amigos entre la
multitud. Yo no tengo amigos. Tengo que salir adelante en esta soledad que es nueva para
mí y procurar no buscarme más problemas. Algunos llevan maletas como yo; otros llevan
las cosas envueltas en mantas de colores, encima de la cabeza, y también hay mujeres con
niños a la espalda. Me cambio la maleta de mano, miro antes de cruzar y sigo deprisa por el
puente que cruza el río turbio. Dejo atrás Cradock House, la que era mi casa. Dejo atrás el
espino raquítico donde estuve a punto de nacer, y los muebles que limpiaba todos los días,
y a las personas

—unas vivas, otras con los antepasados

— que formaban mi familia.

Capítulo diecinueve

Ada no está en casa. Ha dejado la comida en la mesa. Supongo que habrá alguna
razón para que haya salido. ¿Lo sabrá la señora Pumile? Iré a verla en cuanto haya
deshecho el equipaje.

Edward está muy contento de verme.

—¿Por qué has pensado que podías venir aquí?

—dijo mi tía, muy enfadada. Estaba en el umbral de la choza, cruzada de brazos,


mientras yo esperaba en el polvo de la calle

—. No tengo sitio. ¿No ves que no tengo sitio?

—Me miró la tripa, que seguía creciendo, y después me miró a los ojos

—. Y no tengo dinero para una boca más.

—Dio media vuelta y entró en la choza.

—Será por poco tiempo

—contesté, apoyándome en la pared torcida, porque estaba cansada por la caminata


y los nervios de la huida, y notaba el vientre duro, como si el niño se hubiera hinchado. Mi
tía se puso en cuclillas en una estera de rayas que cubría una parte del suelo de tierra

—. Sólo hasta que encuentre un sitio donde quedarme.

—¿Con qué? ¿Tienes dinero?

—Mi tía era lista. Sabía que sin dinero uno no encuentra donde quedarse. Y también
sabía que yo tenía dinero en el banco

—. Tendrás que pagarme si quieres vivir aquí

—dijo, señalando la estera donde estaba sentada.

Cuando me acostumbré a la luz empecé a ver la choza con más claridad. Cuando iba
con mi madre apenas me fijaba. Yo vivía cómoda y protegida en Cradock House. Nunca
pensé en la choza de mi tía, con la letrina fuera, como un espacio para vivir. Y ella tenía
razón: no había sitio. Pegada a la pared había una cama estrecha, apoyada en unos ladrillos,
con el colchón hundido en el centro y cubierto por una colcha descolorida. Al lado de la
cama había un hornillo de parafina oxidado y una palangana con el esmalte cuarteado, con
una pastilla de jabón verde y reblandecido. Un cubo y una calabaza estaban listos para ir a
por agua al grifo común, al final de la calle. La bata de mi tía y una toalla colgaban de un
clavo en la pared de barro. En el suelo, en un montón de cestos apilados, esperaba la ropa
sucia que había que lavar. La única parte del suelo libre era la estera, en el centro, y era más
corta que mi cuerpo. Yo nunca había dormido en el suelo. El malvado tokoloshe no tendría
problemas para encontrarnos a mi hijo y a mí.

La choza de mi tía no era un sitio para criar a un hijo, pero tenía muy pocas
posibilidades de encontrar otra cosa con un hijo mulato. Nadie quiere ayudar a una chica
que ha pecado con un hombre blanco y no con uno de los suyos. Volví la cabeza al oír el
silbato en fa sostenido que anunciaba la llegada de la señora.

—Te ayudaré a lavar la ropa

—dije, intentando parecer alegre

—. Tengo mucha experiencia. Y también puedo hacer la comida.

Mi tía me miró. Parecía recelosa.

—¿Por qué no buscas trabajo al otro lado del río?

—preguntó, señalando con la cabeza

—. Allí hay familias que necesitan chicas como tú, con experiencia. Esa señora de la
que hablabas tan bien, ella te dará referencias.

—Se calló y me miró con dureza

—. A menos que le hayas robado. ¡Gracias a Dios que tu madre no ha vivido para
ver esto!

Oí un grito en la calle, a mis espaldas, seguido de más gritos. Un hombre perseguía a


una mujer, dándole golpes en las piernas con un palo. Un grupo de gente se reunió a mirar.

—¿Es que nadie va a ayudarla?

—grité. La gente se volvió a mirarme, pero nadie se movió.

Mi tía ni siquiera se había asomado a la puerta. Estaba encendiendo el hornillo.


Yo tampoco hice nada. Le dije que no había robado, pero que no quería seguir
siendo criada. Estaba cansada de las casas grandes, con tantos muebles que limpiar, y de
hacer tartas para las meriendas cuando había invitados. Quería que mi hijo creciera entre la
gente como yo. Como ella. Y también le dije otra cosa que de momento no era verdad, pero
que pronto lo sería. Que vivir al otro lado del río no era fácil en esos tiempos, por el miedo
a la diferencia del color de la piel.

Se encogió de hombros, comprobó el hornillo y puso al fuego un hervidor abollado


para hacer un poco de té. Me dio una rebanada de pan rancio. Dijo que podía quedarme una
temporada, en el suelo, pero que tendría que pagar por ese trozo de suelo. Cuando le conté
que los señores habían guardado mi dinero en el banco, por mi bien, movió la cabeza con
disgusto, pero al ver la cara que puse, dijo que podía pagarle por el trozo de suelo lavando
la ropa con ella todos los días en el Groot Vis, ya que tenía experiencia. Lo haría mejor que
otras chicas a las que había tenido a prueba. Y cuando naciera el niño, podría atármelo a la
espalda para seguir lavando. Cualquier otra cosa que necesitara tendría que pagarla con el
dinero que estaba guardado en el banco. El dinero no servía de nada si no podías comprar
cosas.

El dinero no sirve de nada si está en el banco.

Tenía que encontrar la manera de recuperarlo.

Hay dos tipos de soledad. Una está fuera y otra dentro. Por fuera ya no estoy sola.
No hay espacio para la soledad en la choza de mi tía. Entre nosotras dos y el niño, que
sigue creciendo dentro de mí, no hay sitio para nada. Y además está la ropa. Hay ropa sucia,
ropa limpia y mojada, ropa limpia y seca, ropa sucia para lavar en el día y ropa sucia que
puede esperar hasta el día siguiente.

Tampoco estoy sola cuando salgo de la choza, porque hay mucha gente como
nosotras yendo de un lado a otro. Procuro aprenderme los nombres de la gente que pasa con
más frecuencia, para no tener la sensación de estar espiando. Desde la choza de mi tía no
puedo evitar oírlos por la noche, no puedo evitar despertarme cuando los niños lloran. Oigo
discutir a una mujer con su marido y después los reconozco por la voz, cuando los veo en la
calle, y sé por qué se pelean antes de haberles visto la cara o de saber cómo se llaman. Oigo
la tos de los viejos, como cuando estuve en casa del médico, y hasta los oigo roncar en las
chozas vecinas. La única persona a la que oía cerca de Cradock House era la señora Pumile,
pero ella vivía detrás de un seto grande, en un rincón del jardín. Aquí, mucho más cerca que
la kaia de la señora Pumile, en la choza de al lado vive Poppie con sus nietos Fulesi y
Matthew, que son los que lloran de noche. Poppie es una mujer tranquila, me saluda con
mucha amabilidad y me pregunta por el niño más que mi tía. Me he aprendido otros
nombres, como Sophie, Beauty, Pushi, Lindiwe, y también los de otras mujeres que
compiten con nosotras en el negocio de la colada a orillas del Groot Vis. Algunas viven a
este lado del río, aunque la mayoría viene del otro lado, del poblado que se extiende al final
de Bree Street. A veces lavan en su orilla y otras veces cruzan el agua por un vado que está
cerca de Cross Street, porque las piedras a este lado son mejores y el agua corre más
deprisa, y así la ropa queda más limpia.

Tampoco hay tiempo para estar sola. Empezamos el día cuando sale el sol, como en
Cradock House, pero aquí nadie deja la leche en la puerta. Nos vestimos a oscuras

—mi tía no quiere gastar velas por la mañana

— y desayunamos té negro y a veces un poco de pan o de gachas que han sobrado.


Las mañanas se me hacen muy duras; me duele la espalda de dormir en el suelo y noto que
el niño quiere dormir un poco más. Pero no hay tiempo que perder. Antes de que los
primeros rayos de sol iluminen los koppies, ya estamos en marcha con los cestos en la
cabeza o en los brazos, abriéndonos camino a empujones entre la multitud que protesta. A
mi tía le da igual que protesten: sólo piensa en encontrar el mejor sitio en el río.

Yo creía que sabía lavar la ropa, pero lavar en el Groot Vis es muy distinto de lavar
en el lavadero de Cradock House. Para empezar, aquí no hay plancha, y los clientes de mi
tía quieren la ropa suave y sin arrugas. Eso significa que hay que sacudirla muy bien antes
de tenderla en los arbustos de la orilla. Los arbustos no son como los que había en el jardín
de la señora, llenos de flores. Esas plantas no aguantarían el peso de la ropa mojada. Éstos
son matorrales del Karoo, muy resistentes, como los que hay al final del pueblo, donde el
veld se extiende hasta el horizonte. Aquí, en la orilla del Groot Vis, los arbustos pueden
crecer más, porque hunden las raíces en el agua y eso es bueno para el negocio de mi tía.

—La gente me busca

—murmura mi tía con satisfacción cuando ve que las demás mujeres sacuden la
colada con menos cuidado que ella

—, porque dejo la ropa como si estuviera planchada sin necesidad de plancharla.


Mira.

—Me enseña a sacudir una funda de almohada y a tenderla con mucha maña en un
matorral, tensando la tela húmeda y alisándola como la crema de una tarta

—. Luego hay que recogerla antes de que se seque del todo

—señala con un dedo para asegurarse de que estoy escuchando

—, doblarla y dejar que termine de secarse bien doblada: así.

—Estira la funda de almohada y la deja encima del montón


—. Además, si la recoges antes de que se seque, los skollies no se la llevan.

Bajo su severa mirada aprendo a estirar y a alisar la ropa y a escoger los mejores
matorrales para tenderla. La ropa blanca hay que ponerla en los de hojas más pequeñas,
para que no se manche, y la ropa oscura en los que queden libres. El viento sopla de una
manera especial en la orilla del río, y hay que sujetar la ropa muy bien, doblando las ramas
o usando las espinas como pinzas. También aprendo a espantar a las cabras que vienen a
comerse las hojas de los arbustos y la ropa tendida.

Aprendo a identificar a los desconocidos que se acercan a la orilla no para lavar sino
para robar. Porque si se pierde la ropa, además de perder un cliente, mi tía tiene que pagar
la prenda perdida, o soy yo quien tiene que pagarla, si se ha perdido por mi culpa. Mientras
vigilo la ropa tendida, me doy cuenta de que mi tía no lo hace sólo por el dinero. Está tan
orgullosa de sus fundas de almohada como lo estaba yo de los vestidos de color claro de la
señora perfectamente planchados, de los pliegues de la señorita Rose, que eran muy
difíciles, y de la raya de los pantalones blancos que el señorito Phil se ponía para jugar al
cricket. Comprendo su orgullo y por eso le perdono que a veces se impaciente un poco
conmigo. También estoy aprendiendo otra cosa, aunque eso no me lo enseña mi tía. Estoy
aprendiendo a encontrar mi sitio entre las demás mujeres, aunque eso signifique
conformarme con una piedra más pequeña, y he empezado a llevar un doek en la cabeza,
como ellas. Como mi madre. Empiezo a formar parte de esa comunidad. Nadie me
reconocería si me viera ahora.

Me digo a mí misma que estoy creciendo. Me digo que puedo ahuyentar la soledad
si me concentro en la colada, en reconocer a los vecinos o en separar los ruidos de fondo de
la vida en el poblado. Y de pronto me llevo una sorpresa: nunca había pensado que pudiera
haber música en el río, pero la hay, si se sabe buscar: gritos, cantos, balidos de cabras,
golpes de metal, extrañas percusiones... Todo encuentra su lugar sin proponérselo y se
combina para formar un contrapunto vibrante y en continuo movimiento. Lo he bautizado
como Bach del poblado.

Cuando termina el día me siento con la espalda pegada a la pared de barro de la


choza, dejo caer los hombros y los brazos y apoyo las manos doloridas en el vientre donde
el niño da vueltas y patadas. Me olvido de la colada, cierro los ojos y oigo pasar a la gente
por la calle. ¿Está ahí, señorito Phil? ¿Me está viendo aquí, en este poblado abarrotado?
¿Me ha perdonado?

—¡Pan!

—grita un vendedor ambulante, arrastrando los pies descalzos por la tierra. Coge
una barra, envuelta en papel marrón, del saco que lleva a la espalda

—. ¿Una o dos?
Yo prefiero volver a cerrar los ojos, pero tengo que comprar dos barras de pan para
mi tía y para mí con lo poco que queda en la caja de zapatos de mi madre.

—¿De dónde eres?

—pregunta el panadero. Se arrodilla a mi lado y noto que le huele el aliento a tabaco


y alcohol.

—¿Por qué quiere saberlo?

—Me pongo nerviosa. No quiero decir quién soy. Los señores nunca deben saber
que estoy aquí, muy cerca de Cradock House. Tan cerca que los ibis malignos que pasan
volando por el poblado todas las tardes puedan llevarse mi voz

—si hablo demasiado alto

— hasta el jardín de Cradock House.

—Pareces distinta de las chicas de aquí

—me dice el panadero, mirando mi bata, que sigue siendo elegante

—. Ese uniforme cuesta dinero blanco.

—Soy de KwaZakhele

—contesto deprisa

—. Antes trabajaba allí. De allí es mi familia. Pero ahora vivo aquí con mi tía.

Asiente con la cabeza y se distrae con la llegada de Poppie y de sus nietos.

—¿Pan?

—grazna, levantándose con esfuerzo. Veo que a mí me cobra más por el pan que a
Poppie.
De día no hay espacio ni tiempo para la soledad. Es de noche cuando tengo que
protegerme. Es por las noches cuando la soledad se nota por dentro. Aunque Dios está
siendo bueno conmigo. Los gritos, las peleas y las toses de los vecinos me molestan cada
vez menos. Enseguida me quedo dormida, en vez de ponerme a pensar en Cradock House,
en mamá, en el señorito Phil y en la señora, a la que tanto echo de menos. ¡Ay, señora,
perdóneme! Y en la casa, que espero que no se haya olvidado de cómo la limpiaba. Y en el
piano, que espero que siga recordando mis dedos.

He salido al jardín esta mañana con una necesidad incontenible de gritar el nombre
de Ada al cielo del Karoo, para que mi voz llegue hasta los koppies, hasta donde quiera que
esté.

Estoy preocupadísima, desesperada.

Cradock House es su hogar, el único hogar que ha conocido.

¿No somos su familia?

¿Dónde estará?

Capítulo veinte

Mi hijo sigue creciendo. Ya no me vale el uniforme, y mi tía me ha prestado una bata


hasta que nazca el niño. No me permito pensar cómo será ni a quién se parecerá. Mi tía no
ha vuelto a preguntar quién es el padre, y se lo agradezco mucho. Todavía tengo unos
meses para prepararme, para contestar a sus preguntas y a las que me harán las mujeres a
las que he conocido en la orilla del río cuando vean que el niño no es negro. Estoy segura
de que me despreciarán. De momento soy sólo una chica que ha tenido problemas con un
chico que se ha largado, como tantas otras. Como mi madre. ¿Como la señorita Rose?

Esto sigue siendo motivo de vergüenza, aunque le pase a diario a tanta gente. Las
chicas se enamoran. Los chicos las abandonan. Un recién nacido siempre es una bendición,
aunque el chico se haya ido. Pero en mi caso no será así.

En el poblado hay algunas familias mulatas, pero no se relacionan con nadie. Me he


fijado en ellos y todos son del mismo color. Los hijos no son más claros ni más oscuros
unos que otros o que sus padres. Todos son iguales. Es raro que ahora que el «apartheid»,
esa palabra nueva, está separando a los negros de los blancos yo vaya a tener un hijo de un
color intermedio, como el agua del Groot Vis.

Vuelvo a ver al médico un día que tengo poco trabajo. Hay un niño sentado en el
suelo, llorando, porque se ha hecho una herida en la rodilla. Me agacho a su lado para
consolarlo; intento que no se le llene la herida de tierra antes de que el médico pueda
limpiarle y coserle el agujero. Me acuerdo del señorito Phil cuando era pequeño. De cómo
perdía los botones y de cuántas veces se arañaba las rodillas.

—¿Sabes de enfermería?

—me pregunta el médico, cuando sale a la puerta y me ve.

—Un poco. Cuidé a una persona que se estaba muriendo.

Es la primera vez que reconozco que el señorito Phil se estaba muriendo mientras yo
cuidaba de él. Que la herida que no sangraba era mucho más peligrosa que la del niño al
que el médico acaba de curar. Que las heridas internas, las que nunca se curan, se van
comiendo la carne sana hasta que no queda nada. ¿Habría podido hacer algo si lo hubiera
sabido? ¿Hay maneras de curar las heridas internas? ¿Hay médicos que entienden de esas
cosas?

—Era el hijo del señor

—le digo al médico mientras me palpa el vientre. Me mira con sorpresa

—. Estuvo en la guerra y volvió herido. Las heridas que tenía por fuera se curaron,
pero las que tenía por dentro no le dejaban recuperarse.

—Se me llenan las mejillas de lágrimas y el médico me ayuda a sentarme. Varias


mujeres esperaban su turno sentadas en el suelo, hablando en voz baja. Una dice algo en un
idioma que no entiendo y las demás asienten y se balancean

—. Hice todo lo que pude

—digo entre las lágrimas

—. Le hacía reír, le leía en voz alta, tocaba el piano para él y lo quería de la única
manera que sabía quererlo, pero no fue suficiente.

—Las lágrimas resbalan por la bata de repuesto de mi tía igual que ese otro día
resbalaban por la ropa elegante que me dio la señora para el funeral. Respiro con fuerza y
noto que el niño se tranquiliza

—. ¿De dónde viene esa enfermedad? ¿Son los fantasmas de la guerra los que hacen
heridas que nadie ve?

Las palabras salen de mis labios como un descubrimiento. ¿Cómo no se me había


ocurrido antes? ¿Eran los fantasmas los que hacían heridas invisibles? Si los hombres
tenían que luchar contra fantasmas cuando iban a la guerra, ¡entonces sus heridas también
serían invisibles! El señorito Phil me había dicho que en la guerra no había fantasmas,
aunque puede que se equivocara, como me equivoqué yo al pensar que se estaba curando.
Tampoco el doctor Wilmott creía que los fantasmas de la guerra persiguieran al señorito.
Dijo que el trabajo era lo único que podía espantar a los fantasmas.

Me sobresalto cuando el médico me pone una mano en el hombro.

—No te conviene pensar en esas cosas, hija. Tienes que estar bien para tu hijo.
Crecerá mejor con amor que con tristeza.

—Pero ¿hay médicos que entiendan de esas heridas silenciosas?

—Creo que sí. Aunque curar a un soldado tan joven requiere una formación
especial. Procura beber leche, para fortalecer los huesos, los de tu hijo y los tuyos. Vuelve a
verme cuando notes que el útero empieza a bajar

—dice sonriendo

—: Tendrás un hijo muy guapo.

Lo miro a los ojos y me doy cuenta de que lo dice sólo para ser amable. Sabe a qué
tendré que enfrentarme cuando haya nacido. Sabe que este hijo también es como una herida
interna.

—Uhambe kakuhle. Que sigas bien. La siguiente, por favor.

—¿Sabes tocar el piano?

—Una mujer me pone una mano en el hombro cuando me siento a descansar en la


puerta de la casa del médico, antes de volver a la choza. Hablar de fantasmas y de heridas
silenciosas me ha puesto nerviosa. Salgo de mis pensamientos y la miro. Ella también
intenta ser amable. Se ha apartado de la cola para hablar conmigo.

—Sí.

Es muy mayor. Lleva un vestido azul, descolorido y muy remendado. Le miro las
manos retorcidas, con los nudillos hinchados. No parece que sus dedos sepan tocar. Estoy
demasiado alterada para hablar de música en ese momento.

—En la escuela hay un piano

—dice, volviendo la cabeza para señalar con un dedo doblado. Pero señala en
dirección contraria. La escuela, el único edificio del poblado, está al otro lado

—. Y no hay nadie que sepa tocar.

Me da un vuelco el corazón y me olvido de todo. Veo a la señora delante de mí. ¡Un


piano! El niño me da una patada y me corta la respiración.

—Tienes que ir

—me dice la anciana, y me suelta el hombro para zarandearme el brazo

—. Tienes que ir a tocar.

—¿Usted toca?

—Tocaba

—contesta, con una sonrisa que no es ni triste ni alegre, enseñando las encías y los
dientes ennegrecidos

—. Cuando era joven.

—Se inclina otra vez hacia mí. Veo que no me mira, no se fija en mi cara

—. Si tienes un don
—dice, buscándome con unos ojos lechosos

—, debes compartirlo con los demás.

—Iré

—digo, impresionada al ver que es ciega. Y me doy cuenta de que he sido egoísta

—. Iré y tocaré para los niños.

Una mujer más joven se acerca a la anciana y le da la mano para que entre. Antes de
cruzar la puerta, la anciana vuelve la cabeza.

—¿Qué sabes tocar?

—Chopin. Las Gotas de lluvia.

Cierra los ojos vacíos y levanta un momento la mano sobre un teclado imaginario.
Luego tantea el suelo con los pies temblorosos y entra en casa del médico.

Me levanto para irme.

Está anocheciendo

—mi tía sólo me deja salir cuando he terminado con la colada

— y el poblado se convierte en un lugar peligroso con la oscuridad. La oscuridad da


cobijo a los ladrones que se esconden de día. Tengo que buscar un camino que esté lejos del
shebeen, porque los hombres salen de allí dando tumbos, con los ojos desorbitados, y se
vuelven locos cuando beben. No tendrán ninguna consideración por mí aunque esté
embarazada. A veces la policía entra en el shebeen para hacer una redada y se los lleva a
todos a porrazos. Vuelcan los barriles de cerveza y el líquido corre por las calles. Al día
siguiente, las mujeres vuelven a hacer cerveza, porque no tienen otra forma de ganarse la
vida, como mi tía con su colada.

El humo de las fogatas cuelga en el aire como una cinta. Huele a maíz cocido. Antes
no me molestaba, pero desde que estoy embarazada ese olor dulzón me revuelve las tripas.
Procuro apartar la nariz de las hogueras y los pensamientos de los ladrones y de los
fantasmas, y del señorito Phil, a quien tanto quería y no pude curar, y miro por encima de
las chozas. Veo a lo lejos el puente de hierro que cruza el Groot Vis. En la otra orilla, el
cielo que cubre Dundas Street y Cradock House está limpio y pintado de franjas
anaranjadas.

Quiero denunciar a la policía la desaparición de Ada, pero Edward no me deja. Dice


que tenemos que darle tiempo.

Él no lo entiende.

No se da cuenta de lo que he perdido.

No sólo añoro a mi familia. Mis dedos añoran el piano y mi corazón añora la


música. Mis ojos añoran las palabras y mi cabeza la lectura. Tengo la partitura de Gotas de
lluvia, pero sólo contiene palabras musicales que le dicen a las manos cómo tocar la
melodía. Aun así, la busco todos los días en el fondo de la maleta de cartón, para sentir el
papel en los dedos.

Aunque tuviera un libro, no sería fácil encontrar tiempo para leer, porque nos
pasamos el día entero lavando y cuando llega la noche estoy tan cansada que necesitaría
muchas velas para ver las páginas en la penumbra de la choza de mi tía. No quiero
olvidarme de leer, y le pido al panadero que me traiga los periódicos viejos que encuentre
en las calles del pueblo. Me los trae, y todos los días doblo una página debajo de una piedra
en la orilla del río, y en cuanto tengo un momento me siento debajo de una mimosa, apoyo
la página en la barriga y la leo de arriba abajo. A veces hay palabras que no conozco, y me
cuesta mucho entenderlas, porque no tengo quien me ayude. Mi tía no tiene mucho
vocabulario, y la mayoría de las mujeres que trabajan conmigo no sabe leer.

El periódico me cuenta muchas cosas que están pasando al otro lado del Groot Vis.
Es raro, porque estoy aprendiendo más cosas del pueblo ahora que cuando vivía allí. Me he
enterado de que hay elecciones de alcalde

—el hombre al que vi cuando fui al Ayuntamiento antes de la guerra, el que llevaba
una cadena de oro

— y he pensado si el señor seguirá yendo a las reuniones y dejando a la señora sola


por las noches. He leído que el reverendo Calata, del poblado al final de Bree Street, le ha
pedido al Ayuntamiento que siga dando una sopa al día a la gente que está pasando hambre
en los poblados, y el Ayuntamiento ha dicho que no. He leído que hay leyes nuevas que
impiden entrar en algunos sitios a la gente que tiene la piel negra como yo. No habla de las
leyes para los mulatos como mi hijo.
—¿Qué dice tu periódico?

—me pregunta Lindiwe cuando me ve leyendo. Lindiwe es bajita, redonda y muy


fuerte. A veces me ayuda a cargar los fardos de ropa a la espalda.

—Hoy hablan del precio de la lana

—digo, señalando la frase que estoy leyendo

—. Y está por las nubes, dicen que hay un boom.

Lindiwe es joven, como yo, y ha vivido siempre en el poblado que está al final de
Bree Street. Nunca ha ido a la escuela, pero creo que es lista: aunque vive sola, conoce muy
bien a la gente y sabe por qué hace las cosas. Siempre se interesa por saber lo que piensan
los demás de los problemas que a ella también le preocupan. En eso es todo lo contrario de
la señorita Rose.

—¿Puedes enseñarme a leer como tú, Ada?

—Lindiwe está ahorrando para comprar una plancha y una tabla de planchar. Quiere
poner un negocio de ropa lavada y planchada. Me lo cuenta un día, en voz baja, y le
prometo no decir ni mu, porque podría dejar a mi tía sin trabajo.

—Tengo que aprender a leer, Ada. ¡Cuando sea rica te pagaré por enseñarme!

—Se ríe y se frota los dedos con un gesto que indica un montón de dinero

—. ¡Seguro que tardo mucho en aprender y te harás rica!

Y así empezamos.

Le enseño las letras a Lindiwe igual que la señora me las enseñó a mí. Y le explico
lo que significan igual que me lo explicaba el señorito Phil.

«MañanazarpoaÁfrica.»

Intentamos aprender una letra cada día.

Poco a poco, Lindiwe aprende a reconocer las letras, y después las palabras que
forman, como me pasaba a mí. Luego empezamos a construir frases con las palabras. Le
explico que algunas palabras significan cosas distintas, aunque parezcan iguales. Y que los
significados vuelven a cambiar cuando las palabras se reúnen en grupos.

Lindiwe está descubriendo un mundo que adivinaba pero que hasta entonces no
había podido tocar.

Me da mucha pena pensar cuántas cosas le debo a la señora y saber que nunca podré
darle las gracias.

Capítulo veintiuno

Sigo sin entender por qué se ha ido Ada.

Edward no tiene ni idea. Dice que se esmeró mucho para poner la casa a punto y
luego desapareció, sin más. «¿Ves como no puedes fiarte de ellos?

—dice

—. Los educas, les pagas bien, te preocupas por ellos, y de buenas a primeras se
largan sin decir palabra.»

Yo no estoy tan segura. Creo que ha tenido que pasarle algo. Conozco a Ada tan bien
como la conocía Miriam, puede que incluso mejor, porque Ada ha superado a Miriam en
muchas cosas. En otras, sin embargo, Ada tenía menos experiencia que su madre. No
conoce el mundo. Estoy preocupada por ella. ¿Por qué se ha ido? ¿Estará enferma? ¿Cómo
puedo encontrarla? ¿Debería intentarlo? La nueva criada no me gusta. Creo que voy a
pedirle a la señora Pumile que se ocupe de la plancha y yo me apañaré con lo demás. Al fin
y al cabo, sólo estamos Edward y yo. Y voy a buscar a Ada...

—¡Ada! ¡Ada!

Me sobresalto. Mi tía me llama desde la orilla, donde está cotilleando con una
amiga.

—¡Ve a por otro cesto!

Escurro la sábana que estoy aclarando y me levanto


—el niño me lo pone difícil; no le gusta que interrumpa su descanso

— para tenderla en un matorral. Después voy a la choza a por otro cesto de ropa. La
orilla es muy resbaladiza: está llena de guijarros y empinada en las zonas donde los pies de
las lavanderas han abierto un camino entre las piedras y los matorrales. El sol está alto y
hace mucho calor. Eso significa que todavía queda por lo menos otra tanda que frotar y
doblar esa tarde. He empezado a medir el día por los cestos de ropa.

Mi tía me trata bien. A veces me da un poco más de leche, para que mi hijo se
fortalezca, como dijo el médico. Y los domingos me lleva con ella a la iglesia al aire libre
que está cerca del koppie, en las afueras del poblado. La gente de allí es muy amable
conmigo, porque soy familia de mi tía. No me preguntan por mi hijo ni por el marido que
no tengo, aunque sé que a mi tía le sigue preocupando. Reza y le pide a Dios que me salve a
pesar de que no tengo marido.

A mí me gusta ir a la iglesia de todos modos. No para salvarme

—porque ya creo en Dios

—, sino porque está en mitad del veld y la gente no empuja, y no hay perros que se
acercan a olisquearte, ni fogatas ni olor a maíz hervido. Además, es una parte del Karoo que
conozco desde siempre, aunque sólo la veía desde lejos. Siento en los pies la tierra dura y
sedienta que veía por la ventana, subida en el baúl de los juguetes del señorito Phil, la
misma que se extendía hasta las montañas que en invierno se cubren de nieve. Ahora
estamos a finales del verano y todo alrededor es tierra cubierta de olas de hierba frágil con
las puntas doradas. Desde el centro de esa alfombra dorada que hace cosquillas veo la
cumbre del koppie y el sol que se pasea entre las piedras marrones y las hace brillar. En la
base del koppie hay un espino solitario, como el arbolillo raquítico que cubría con sus
ramas la kaia de Cradock House. Siempre que voy allí descubro algo que me recuerda a
Cradock House y a mis seres queridos.

El sacerdote lleva una túnica mejor planchada que la del cura de KwaZakhele. Se
sube a una roca grande y nos dice que Dios Padre quiere que seamos valientes y
compasivos con los demás, aunque ellos no sean compasivos con nosotros. Habla de la
diferencia del color de la piel y pronuncia la palabra «apartheid», que yo le oí por primera
vez a la señora Pumile. Dice que estamos pasando una prueba de fuego, pero llegará el día
en que seamos libres y podamos ocupar nuestro lugar junto a todas las personas libres del
mundo. Algunos hombres gritan y la congregación se suma a sus voces. Esta iglesia es más
animada que la de la señora y el señor.

Es una guerra, dice al terminar el sermón. ¡Una guerra de liberación!

—¡Amén!
—ruge la congregación.

Necesito encontrar un diccionario para buscar esa palabra: «liberación». La he oído


alguna vez, pero creo que no significa lo mismo que «paz». Antes me costaba entender lo
que era la paz. Un día tuve que preguntarle a la señorita Rose por qué seguía habiendo
peleas si había paz. ¿Pasaría lo mismo con la liberación?

Me fijo en la gente que me rodea. Me sorprende ver que sonríen y aplauden. Se me


hace un nudo en el estómago, y no es por el niño. No es posible que deseen una guerra
como la que yo recuerdo. Una guerra con incendios y bombas que hacían llorar a la señora
y retorcer las manos al señor. Una guerra de fantasmas que se llevaban a los muchachos y
los herían, como al señorito Phil. A los negros no les dieron armas para luchar en esa
guerra, porque no confiaban en ellos, y por eso no tuvieron que pagar el precio de la guerra.
No saben cuánto dolor produce. Si lo supieran, no sonreirían ni aplaudirían. Si hubiera una
guerra, pienso, y me acaricio el vientre porque el niño ha empezado a moverse, tengo que
estar preparada. Tengo que endurecer el corazón y elegir el bando con mucho cuidado.
Tengo que estar preparada para el amigo que se convierte en enemigo.

La gente canta y da palmas, y mi tía se balancea a mi lado, cierra los ojos y levanta
los brazos al cielo. Las mujeres vestidas de azul y blanco lanzan sus himnos hasta más allá
de los koppies, hasta el horizonte. Siento el mismo temblor que sentía en la iglesia de los
señores cuando oía la música del órgano. De momento no hay guerra, ni enemigos al
acecho. El sol es tibio y el aire se lleva nuestras voces, porque también yo me sumo a los
cantos, y mi hijo y yo nos elevamos por el cielo y echamos a volar.

Está lloviendo por primera vez en muchos meses. El Groot Vis se ha despertado. El
agua turbia corre por debajo del puente de hierro arrastrando árboles y animales, y puede
que también gente atrapada a su paso. Las rocas donde lavamos la ropa están ocultas bajo la
espuma de las olas. No se puede cruzar el río por el vado. Los niños se asoman al puente de
hierro, lanzan palos para ver cómo se los lleva la corriente y gritan cuando la fuerza del
agua sacude el puente. Llueve a cántaros y las calles del poblado también se convierten en
un río que arrastra montones de basura y llega hasta el umbral de la choza de mi tía. Hoy no
podemos lavar. Me cubro la cabeza con una toalla y le digo a mi tía que voy a ver a
Lindiwe.

Las calles están casi vacías y en las zonas altas de todas las chozas hay cubos, latas y
calabazas que normalmente se usan para traer el agua o guardar la cerveza o la leche agria:
lo que sea con tal de ahorrarse un viaje hasta el grifo común. Mi tía también ha dejado
varios recipientes fuera toda la noche.

No hay nadie en la escuela y eso me tranquiliza. Cruzo corriendo el patio desierto,


hundiéndome en la tierra dura que se ha convertido en barro. Nadie sale a decirme que me
vaya. Llamo a la puerta, pero no contestan. Vuelvo a llamar, empujo la puerta, entro y
sacudo la toalla y los pies en el suelo de linóleo. Nunca he estado en un colegio. Veo un
pasillo largo con puertas a los lados. Aunque está oscuro, alcanzo a distinguir las fotos
pegadas en las paredes y algunos dibujos en la propia pared y encima de las fotos. Todas las
puertas tienen una ventana pequeña arriba y me asomo a mirar, pero las clases están vacías.
Al final del pasillo hay una puerta sin ventana, y llamo.

—¿Sí?

—dicen desde el otro lado.

Abro la puerta.

—El colegio está cerrado

—me dice un hombre negro con cara de pocos amigos, sentado detrás de un
escritorio lleno de papeles

—. Vuelva mañana.

—Es de la misma edad que el señor, pero tiene el pelo oscuro y muy rizado y lleva
una camisa que se ha vuelto gris de tanto lavarla. Las puntas del cuello están arrugadas.

—Perdone que le moleste, señor, pero no soy una alumna

—digo, retorciendo la toalla. Tomo aire y trato de recordar las frases que he
practicado para ese momento. Creo que el niño me está quitando una parte de la memoria,
porque no las recuerdo tan bien como me las sabía

—. Sé tocar el piano. Sé música. Busco trabajo, señor.

Me mira de arriba abajo y posa la mirada en mi barriga antes de volver a mirarme a


la cara.

—Una mujer ciega me dijo que aquí tenían un piano, pero que nadie sabía tocarlo y
no podían enseñar música a los niños.

—Las palabras me salen a toda prisa, no son las que tenía preparadas.
—¿Dónde aprendiste?

—pregunta.

—Me enseñó mi señora. Puedo tocar algo, para que vea que digo la verdad.

Sonríe un poco.

—¿Dónde has dado clases?

—Es la primera vez. Nunca he sido profesora.

Levanta las cejas y sale de detrás del escritorio. Es alto, más alto que el señor y la
señora, y también más alto que el señorito Phil.

—Tendrás que demostrarlo...

—Lléveme al piano, señor, y se lo demostraré.

El corazón me late con mucha fuerza, y estoy segura de que el hombre lo nota, por
cómo me tiemblan el cuello y las sienes. Pensará que soy una descarada. Pero es mi
oportunidad. Es mi oportunidad de ganarme la vida haciendo algo que me encanta. Es mi
oportunidad de ser libre. De librarme de la nostalgia de Cradock House y puede que
también de la pobreza en la que vivo con mi tía. Una vez tuve una oportunidad, una
oportunidad distinta, con Jacob Mfengu, el chico que trabajaba en la carnicería, pero no
llegó a nada. Esta oportunidad no puedo dejarla pasar. Esta vez no puedo fallar.

—Ahora lo veremos.

—Abre la puerta y echa a andar por el pasillo a grandes zancadas.

Cruza una puerta que lleva a otro pasillo y luego otra, y por fin entramos en una
sala, no tan grande como la del Ayuntamiento, pero mucho más grande que ninguna que yo
haya visto a este lado del río. En una de las paredes hay una hilera de ventanas altas, y al
fondo de la sala un pequeño escenario. Está a oscuras. Hace calor con las ventanas cerradas,
y huele a aire estancado, como si nunca se ventilara. Cuando mis ojos se acostumbran a la
luz veo unas cortinas rojas a los lados del escenario. Faltan algunas de las anillas que las
sujetan y los dobladillos arrastran por el suelo, porque están descosidos en algunas partes.

—Ahí está el piano

—dice, señalando en la oscuridad. Es un piano vertical, apoyado contra la pared.

Me acerco y levanto la tapa. El niño está tranquilo por una vez. Se me llenan las
manos de polvo y me las limpio con la toalla. Miro el piano un momento y me acuerdo del
precioso Zimmerman de la señora, de sus teclas de marfil y su madera brillante como el
raso. Toco una tecla. Tiene un tacto esponjoso y es un bemol. Saco el taburete para
sentarme: las patas están flojas y se tambalean.

Seguramente está desafinado, pienso, porque es un piano viejo y hace tiempo que
nadie lo toca ni lo cuida. Pero sigue guardando su música dentro, como todos los pianos, y
si se tocan con amor te ofrecen la música que buscas. Da igual que no esté afinado y que
tenga algunas teclas rotas. Toca para mamá. Toca para el niño. Toca para la señora. Toca
para el señorito Phil. Toca para conseguir un trabajo.

Levanto las manos. La melodía crece como una ola dentro de mi cabeza. Los dedos
buscan las teclas y encuentran las primeras notas. Lo que me imaginaba: el sonido es plano
y muy débil, los pedales no funcionan bien y algunas teclas tampoco. Sin embargo, le pido
al piano que me ayude, y en el silencio sofocante y polvoriento del colegio vacío toco las
Gotas de lluvia más bonitas que he tocado en mi vida.

—¿Cómo te llamas?

—me pregunta cuando se apaga el sonido del último acorde.

—Mary Hanembe

—digo, un nombre que me he inventado. Nadie podrá relacionar a una joven


llamada Mary Hanembe que toca el piano y tiene un hijo mulato con la Ada que vivía en
Cradock House. Pero no tengo un pase de identidad con ese nombre, y el que está guardado
en el fondo de la maleta, con la partitura de Gotas de lluvia, dice que me llamo Ada
Mabuse. Espero que no me lo pidan.
—¿Qué harías en tu primera clase, Mary Hanembe? ¿Cuando los niños hagan ruido
y griten y se porten mal?

—Tocaría una marcha, señor, o una polka, y les dejaría cantar y bailar. Y cuando
estuvieran cansados, les hablaría del hombre que compuso esa música y les explicaría por
qué es especial.

—No tenemos mucho dinero para una profesora de música.

—Aceptaré lo que pueda ofrecerme, señor.

Me mira el vientre, donde mi hijo sigue creciendo debajo de la bata de mi tía, y


asiente con la cabeza. Trato hecho.

Dice que puedo empezar la semana siguiente y me ofrece una cantidad de dinero que
es un poco menos de lo que ganaba con los señores, pero bastará para pagarle a mi tía por el
trozo de suelo y quedarme con algo de sobra. Mi tía se enfadará mucho cuando se entere de
que ya no podrá contar conmigo para su negocio, pero se le pasará cuando vea que puedo
pagarle un alquiler. Se acostumbrará al acuerdo y puede que así, cuando nazca el niño, el
dinero le haga pasar por alto que es mulato y me deje quedarme con ella.

—¿De dónde eres?

—pregunta cuando volvemos por el pasillo con fotos y garabatos en las paredes

—. Hablas muy bien inglés. Podrás ayudar mucho a los niños.

—Soy de KwaZakhele

—contesto deprisa

—, pero mi familia está aquí, en Cradock.

No me pregunta por qué. Tal vez se ha imaginado que la señora que me enseñó a
tocar el piano también me enseñó a hablar inglés. No me pregunta por qué no sigo con esa
señora. No me pregunta por el niño. Tengo algunas respuestas preparadas para esas
preguntas, pero no me las hace. Tampoco me pide referencias. Una chica como yo, sin
referencias, sólo significa una cosa: que no es de fiar, que puede haberle mentido o robado
a su señora, y por eso se ha quedado en la calle. No sé cómo explicar que no tengo
referencias. Tendría que mentir. Tendría que decir, a lo mejor, que mi señora se puso
enferma y me marché sin tiempo de pedirle las referencias.

—Me llamo Shepherd Dumise

—dice, en vez de hacerme más preguntas

—. Soy el director. Has tenido suerte de encontrarme. No creo que los demás
profesores se hubieran interesado.

—Sonríe. Se ha vuelto más amable desde que me ha oído tocar el piano. Le


devuelvo la sonrisa.

—¿Cómo se llama lo que has tocado, Mary?

—Gotas de lluvia, señor. De Chopin.

Llegamos a la puerta principal. El señor Dumise aplasta con el zapato un trozo de


linóleo que se ha despegado del suelo. Me dice que llegue un poco antes el primer día y que
esté preparada para tocar una marcha cuando entren los niños para una cosa que se llama
«asamblea». Dice que voy a ser la mejor profesora de música que ha tenido el colegio.

—Gracias, señor Dumise. Llegaré el lunes temprano.

Sigue lloviendo cuando salgo al patio. El Groot Vis pasa con furia por debajo del
puente de hierro. Me entran ganas de correr de alegría, pero el niño pesa mucho y el
director me está mirando, así que echo a andar bajo la lluvia que nos tranquiliza con su
canción, a mi hijo y a mí, como la lluvia que cantaba en el tejado de la kaia protegido por el
espino raquítico.

—¿Qué le parece, señorito Phil?


—pregunto en voz baja al cielo y a las nubes que lo cruzan veloces, ocultando mi
emoción

—. ¿Está orgulloso de mí?

Capítulo veintidós

—¡Te has creído que puedes entrar y salir cuando te dé la gana!

—grita mi tía en medio del rugido del Groot Vis

—. ¡Búscate otro sitio!

—Me da la espalda y desaparece en la penumbra de la choza. Los nietos de Poppie


están en su puerta, chupándose los dedos y con los mocos colgando, escuchando el
estruendo del río y mirándome hasta que Poppie se los lleva.

—Te pagaré un alquiler

—digo desde el umbral, quitándome la lluvia de la cara

—. Te pagaré bastante dinero. Y te ayudaré a lavar cuando no esté en la escuela.

Me mira desde la cama, donde se ha sentado. El suelo está cubierto de fardos de


ropa sucia. Lo está pensando mejor.

—¿Cuánto?

—pregunta.

Le digo lo que puedo pagarle con el sueldo que voy a ganar, descontando un poco
para mis gastos. Sigo el consejo de Lindiwe, que me ha dicho lo que suele costar un trozo
de suelo.
—No es suficiente

—dice.

—Pagaría más si hubiera una cama.

—¡Una cama!

—gruñe. Y coge el hervidor para hacer té

—. ¿De dónde voy a sacar una cama?

Sigo esperando en la puerta. Una pareja pasa chapoteando, con los pies hundidos
hasta los tobillos en un charco de agua sucia que forma un remolino en mitad de la calle. Se
fijan en mi barriga y parecen extrañados de verme en la puerta de la choza debajo del
chaparrón en vez de refugiarme dentro.

No digo nada. Recuerdo que el señorito Phil me explicó que hablar de dinero se
llama «negociar». Cuando se negocia, hay que saber cuándo hablar y cuándo callar.

—Puedes quedarte hasta que nazca el niño

—dice mi tía al cabo de un rato

—. Lo hago sólo por tu madre.

—Tengo la oportunidad de ser profesora, tía. ¿Por qué no te alegras?

—Hago un esfuerzo para que no me tiemble la voz

—. Mamá se habría alegrado mucho.

El rugido del río forma un crescendo. Me acuerdo de cuando tocaba con la señora la
obertura del Concierto para piano de Grieg. Me explicó que era el ruido que hacía el río al
caer por los acantilados cerca de su casa, en Irlanda. Pero el Groot Vis no es Grieg sino
Beethoven: grandioso, poderoso y un poco aterrador.

Mi tía suspira y busca la lata de té.


—Entra y resguárdate de la lluvia.

No me vale ningún vestido, y los zapatos que llevaba en Cradock House están
rozados de andar por las calles de tierra y subir y bajar por la orilla del río. No tengo betún
para limpiarlos.

Pero tengo que apañarme con lo que hay. Lavaré y tenderé la bata azul de mi tía, me
arreglaré bien el pelo y veré si Poppie o Lindiwe pueden prestarme un poco de betún hasta
que tenga dinero para comprarlo. Confío en que a los niños y a los profesores les guste mi
música y no se fijen en lo pobre que soy, al ver mi ropa y mis zapatos.

Ada dejó su ropa encima de la cama, planchada y doblada con mucho cuidado.

La casa estaba impoluta. Preparó la comida para Edward y para mí, y hasta dejó un
guiso para la cena.

Lo calculó todo a la perfección antes de irse, para causarnos

—para causarme

— las mínimas molestias posibles.

Pero ¿por qué no se despidió? ¿Por qué ni siquiera me ha dejado una nota? ¿Por qué
no la dejó aquí, en mi tocador, al lado de mi diario?

¿Qué puede haberla alterado tanto para irse sin decir adiós y al mismo tiempo dejar
la casa perfecta?

Eso es lo que no entiendo.

Esa noche, mientras mi tía duerme, practico con los dedos la marcha que quiero
tocar el primer día de clase. No sé si tocar la Marcha militar o la Polonesa militar. Recuerdo
la melodía y mis dedos la siguen. ¿Notará el niño los dedos en la tripa? ¿Será capaz de unir
las notas y de formar la melodía?

Estoy muy nerviosa. Me quedo dormida con la música y el rugido del Groot Vis en
mis oídos, que tiene la fuerza de Beethoven.

Capítulo veintitrés
El primer día de clase noté que algo había cambiado.

Hacía frío. El río ya no pasaba con la misma furia por debajo del puente de hierro
sino que estaba cubierto por una neblina que se enroscaba en los eucaliptos y se disolvía en
el intenso azul del cielo. Cuando dejó de llover, nuestros vecinos volvieron a levantarse al
amanecer para ir a por agua al grifo común. Los hornillos de parafina estaban encendidos y
los niños lloraban mientras les daban sus gachas de avena. Era un día como todos los días,
pero algo había cambiado. Mi tía se fue al río con el primer cesto de ropa. No dijo nada al
salir. Llevaba varios días sin dirigirme la palabra. Pensé que su silencio era parte de la
negociación y decidí mostrarme firme.

Me puse la bata lavada y los zapatos que había frotado con saliva y salí camino del
colegio. Fue en la calle, llena de gente, cuando noté el cambio como una oleada que me
invadía por dentro, como la primera vez que el niño se movió en mi vientre como una
mariposa. Me paré un momento entre la marea de gente que pasaba dando codazos y lo
miré todo con ojos nuevos, pero no vi ninguna diferencia, tal como esperaba. Las calles
seguían llenas de basura, la gente tenía la misma cara, delgada y tensa, el olor a maíz me
revolvía las tripas y las letrinas estaban desbordadas. Y sin embargo... ¿Algo se había
abierto entre la suciedad y la lucha por la supervivencia? ¿Un camino para dejar atrás la
tristeza que se había posado en mi corazón desde que me fui de Cradock House? ¿Sería esa
sensación nueva, esa llamada, el futuro que el señorito Phil me dijo que tendría cuando
fuese mayor?

Seguí adelante. La melodía del Bach del poblado iba creciendo poco a poco. El agua
del río pasaba despacio. La señorita Rose me dijo una vez que nunca tendría un futuro si no
iba al colegio: «¡Para que te enteres!». Otros blancos decían que para tener un futuro hacía
falta dinero. Pero mi futuro tal vez fuera distinto. Es posible que los blancos se equivocaran
cuando insistían en relacionar dinero y futuro.

—¡Señorita Hanembe! ¡Señorita Hanembe! ¡Mary!

Me volví a toda prisa. Tenía que acordarme de que ahora me llamaba Mary
Hanembe. Estaba aturdida por el ruido y el alboroto de los niños, y lo había olvidado.
Quería sentarme un rato en un sitio tranquilo, pero el director estaba en el pasillo y me
esperaba muy impaciente. Llevaba la misma ropa que la otra vez. El cuello de la camisa
seguía necesitando un buen planchado.

—Buenos días, señor Dumise.


—Me abrí camino entre un montón de niños mal vestidos. No tenía que haberme
preocupado por mi bata y mis zapatos viejos. Encajaba perfectamente con los alumnos.

—Estamos a punto de empezar

—dijo con mucha prisa

—. Entre y empiece a tocar. Liphi

—dio un golpecito en el hombro a un niño descalzo que estaba hablando en un


corrillo

—, acompaña a la señorita Hanembe al salón de actos.

—El niño se separó de sus amigos, me miró de arriba abajo, se fijó en la barriga,
señaló con el dedo pulgar al fondo del pasillo y echó a andar. Lo seguí. Y así empezó mi
futuro como profesora.

El salón estaba lleno de niños. Nunca había visto tantos niños juntos. Dudé un
momento, pero Liphi desapareció y nadie se fijó en mí, así que crucé el salón a empujones,
abrí el piano y me senté en el taburete cojo. Había un grupo de profesores hablando en el
escenario, al lado de las cortinas descosidas, pero tampoco me prestaron atención. Habían
abierto las ventanas y ya no se notaba el mismo olor rancio. Me sentí mejor al notar la brisa
fresca en el cuello. Me puse las manos en la tripa un momento, para que el niño dejara de
dar patadas, y me imaginé las manos de la señora junto a las mías, animándome. Empecé a
tocar.

Toqué la Marcha militar.

El piano seguía sonando como una lata, pero recordaba qué teclas estaban rotas y las
compensé pisando más el pedal, para que no se notara. Curiosamente, en cuanto empecé a
tocar, el salón quedó en silencio y las notas resonaron en las paredes y volaron por encima
de los profesores que estaban en el escenario. Los miré de reojo, preocupada de que no les
gustara lo que estaban oyendo, pero seguí adelante y toqué la marcha tres veces seguidas. A
la tercera, noté que el suelo temblaba, además del taburete, cuando cientos de pies
empezaron a seguir el compás de la música. Cuando se apagó el último acorde, todos
aplaudieron

—también los profesores

—, y sentí que me ardían las mejillas, aunque sabía que lo había hecho muy bien.

El director levantó una mano para pedir silencio y explicó que yo era la nueva
profesora de música. Los niños volvieron a aplaudir y a silbar, y el director se sumó a los
aplausos. Después habló de otras cosas. Dijo lo que iban a hacer ese día en la escuela

—entonces aprendí para qué servía la asamblea

— y mandó a los niños a sus clases. Me miró, asintió con la cabeza y volví a tocar,
esta vez una polonesa de Chopin. Los más pequeños salieron bailando y parloteando. Los
profesores bajaron del escenario y se quedaron a verme tocar. Cuando terminé, se acercaron
a saludarme.

—¡Qué sorpresa!

—dijo una mujer que llevaba un vestido azul, con las mangas subidas hasta los
codos y los brazos delgados. Me dio la mano y dijo que se llamaba Mildred.

—Has tocado muy bien

—dijo otro profesor, con unas gafas de cristales gruesos y agujeros en los codos de
la chaqueta

—. ¿Sabes tocar la jiva?

No parecían fijarse en mi bata vieja ni en mi hijo ni en mis zapatos rotos. Todos me


desearon suerte y dijeron que muchos niños nunca habían oído un piano.

Me gustaría poder decir que las cosas fueron fáciles a partir de aquel día, que los
aplausos y los silbidos del salón significaban que por fin tendría un buen futuro y que mi
hijo y yo encontraríamos allí un sitio en el que trabajar

—aceptados por mis compañeros

— y vivir sin preocupaciones. Pero poco después se presentó otro problema: el del
lugar de nacimiento. Iban a pedir a todos los profesores, nos anunció el director con aire
cansado, que demostráramos que teníamos derecho a vivir y a trabajar en Cradock.

—Pero ¿por qué?


—preguntó Silas, el subdirector, un hombre muy quisquilloso que daba clases de
historia

—. Tenemos que trabajar donde está el trabajo. ¡Eso no es un delito!

—Varios profesores, sentados en unos bancos bajos, aplaudieron sus palabras.


Estábamos en el escenario del salón de actos, en círculo alrededor del director. Las cortinas
olían a moho. Se oían los gritos de los niños jugando como salvajes en el patio.

—¡En Johannesburgo dicen que quememos los pases de identidad!

—dijo el profesor al que le gustaba la jiva, muy enfadado. La luz del techo se
reflejaba en sus gafas. Los mayores se miraron, nerviosos, y empezaron a cuchichear. El
nivel de ruido en el salón fue aumentando hasta amortiguar los gritos del patio.

—Eso es un disparate

—dijo el señor Dumise, levantando la voz para hacerse oír

—. Si agachamos la cabeza, nos dejarán en paz. El reverendo Calata, el director del


colegio St. James, está seguro de que si hacemos eso no nos harán nada. Pero si creamos
problemas

—continuó, con una mirada de advertencia al subdirector

—, llamaremos la atención.

—Yo propongo que ignoremos esas normas absurdas

—dijo una profesora joven que se llamaba Dina y cada día llevaba un turbante de
distinto color.

El círculo se dividió en varios grupos, y cada grupo defendía una cosa distinta. Me
di cuenta de que aquello era un debate, y pensé que el debate no era lo mismo que la
negociación, aunque en los dos casos convenía estar en el bando ganador.

Yo no dije nada. Los demás seguramente tenían papeles para demostrar dónde
habían nacido y cuál era su experiencia laboral. Cuando llegara el momento de presentar las
pruebas, ¿qué harían las autoridades conmigo, una chica sin familia, sin estudios, sin
referencias y sin un documento que justificara que se llamaba Mary Hanembe? Me
sorprendió mucho que el señor Dumise no me hubiera pedido el pase. Podían descubrirme
en cualquier momento. Pero ¿qué tenían que ver las leyes con el color de la piel? ¿Qué
pensaría el señorito Phil de esta alianza entre la ley y el color de la piel?

Los alumnos no me dejaban tiempo para ocuparme de estos problemas. Pasada la


emoción de la primera asamblea, resultaron ser tan brutos como decía mi madre y la señora
Pumile. Muchos de ellos vivían en la calle, porque no tenían padres, y pasaban hambre. Se
peleaban como veían pelearse a los hombres en la puerta del shebeen, o pelearse por una
mujer, o por quién era el dueño de una cabra. En la calle, las peleas siempre acababan a
puñetazos o a cuchilladas, y en el colegio pasaba lo mismo. Tuve que aprender a pegarme a
la pared para protegernos a mi hijo y a mí. Nunca había visto tanta pasión. Y nunca había
respirado un aire tan caldeado.

El señor Dumise echaba la culpa del mal comportamiento a que en nuestro colegio
había más niños de la calle que en el colegio del reverendo Calata, el que estaba al otro lado
del río, en el poblado al final de Bree Street, y era mucho más estricto. Y también a que los
delincuentes se escondían de la policía a este lado del río y daban mal ejemplo a los niños.
Era verdad que nuestro poblado no estaba tan bien organizado como el otro. No teníamos
un líder como el reverendo Calata, un hombre respetado incluso por el alcalde, que era
blanco. A lo mejor, pensé, los niños del St. James se portaban mejor porque el colegio
estaba al lado de la cárcel.

De todos modos, yo tenía más suerte que mis compañeros, porque mi asignatura era
un respiro para los niños en medio de tanta confusión. La música los tranquilizaba y les
hacía volar. Los ayudaba a olvidarse de sus vidas desafinadas. Igual que a mí me había
enseñado un mundo que estaba fuera de Cradock House, a estos niños la música les hacía
abrir las alas y alejarse del poblado hasta un lugar donde no había ni hambre ni sangre.
Entraban en el salón de actos todos los días con muchas ganas de huir de sus vidas y de las
asignaturas de números y letras, que eran más duras, y cada vez pedían más jazz y más
sincopación. Las primeras semanas toqué las piezas más alegres que conocía. «¡Más jiva
del poblado, señorita H.

—gritaban, sin hacer caso a lo que les decía sobre la música que iba a tocar

—, más jiva!» Se olvidaban del hambre y de las peleas, se quitaban la chaqueta vieja
y se ponían a bailar estampando los pies contra el suelo, hasta que se cansaban tanto como
mis dedos y mi hijo dentro de mí. Era maravilloso. Pensé que, si al principio les daba lo que
me pedían, poco a poco estarían preparados para prestar atención a lo que quería decirles
antes de seguir tocando. Me pareció que era una especie de negociación, aunque sin dinero.
Creo que al señorito Phil le habría parecido bien, pero el ruido del salón de actos debía de
ser muy molesto para los profesores de las clases que estaban más cerca.

—Te cansas más enseñando que lavando la ropa


—dijo mi tía de mal humor cuando por fin volvió a dirigirme la palabra después de
varios días, al ver que llegaba a casa por la tarde y nada más entrar me tumbaba en mi trozo
de suelo.

—Es verdad

—dije. Se me cerraban los ojos y estaba a punto de quedarme dormida.

—Tienes que pensar en el niño

—dijo en voz baja.

Intenté sonreír. Era la primera vez que se ponía de parte del niño. Y pensé: «Querido
Dios, ¿qué dirá cuando vea el color de este niño al que ahora defiende?».

Y me quedé dormida.

¿Se acordará Ada de nosotros?

Yo pienso en ella todos los días cuando me pongo a escribir. ¿La habremos echado
de aquí sin darnos cuenta? ¿Le habremos hecho sentir que no la reconocíamos como se
merece?

¿O es que echaba tanto de menos a Miriam que necesitaba vivir entre su gente? Eso
dice Rosemary, aunque yo no lo creo.

¿Se habrá ido a KwaZakhele? He preguntado a las criadas de mis amigas y nadie
sabe nada de ella. Ni siquiera la señora Pumile tiene idea de dónde está, aunque dice que la
última vez que la vio tenía mala cara. Por otro lado, la señora Pumile ha salido ganando con
la partida de Ada; ahora se saca un buen dinero planchando para nosotros.

Edward dice que aunque Ada volviera, no deberíamos darle trabajo, por cómo se ha
portado después de todo lo que hemos hecho por ella y por Miriam. Insiste mucho en eso.
También insiste en que me olvide de buscarla.

En el colegio conocí por primera vez a personas negras que habían estudiado. Al
principio estaba nerviosa, a pesar de que Lindiwe me decía que no tenía ninguna razón para
estarlo. Pero los demás profesores habían ido a la escuela y yo no. Habían aprendido a
tratar a los niños en clase y yo no. Podía parecerles raro que el señor Dumise, el director,
estuviera dispuesto a gastar una parte del poco dinero que tenía el colegio en mí, en vez de
comprar libros para otras asignaturas más importantes.
—Eso da igual

—dijo Lindiwe muy convencida, echándose al hombro el último fardo de ropa para
lavar

—. Ninguno sabe hacer lo que haces tú con el piano.

—Si Lindiwe fuera la señorita Rose, habría añadido: «¡Para que te enteres!».

Pero los profesores no protestaban ni me miraban con recelo. Al contrario: me


aceptaron, no se fijaron en lo pobre que era, no me miraban por encima del hombro porque
no hubiera estudiado, y parecía que mi manera de tocar el piano compensaba para ellos
todo lo demás. Tampoco se quejaban

—al menos delante de mí

— de cómo había aumentado el nivel de ruido en el colegio desde mi llegada. Lo


más difícil para mí era su curiosidad. Tenían curiosidad por saber de dónde era, cómo había
aprendido a tocar el piano tan bien

—no lo preguntaban, pero lo veía en sus ojos

— y si mi hijo tenía un padre.

—¿Cómo es que tocas tan bien?

—me preguntó el profesor de números, un joven serio y callado que se llamaba


Sipho Mhlase y que no había hablado en el debate, cuando se discutió el asunto del derecho
a trabajar en Cradock.

—¿Quién te enseñó, hija?

—me dijo Veronica, una señora mayor, con la cara muy arrugada, como mi tía, que
protestó cuando el profesor al que le gustaba la jiva propuso quemar los pases. Veronica
enseñaba a leer a los más pequeños cuando no estaba ocupada llamando a sus polluelos por
la ventana de la clase, porque se quedaban jugando en el patio. La misma gente mala que
robaba la ropa en el río podía llevarse a sus polluelos si se descuidaba un momento.
—¿De dónde eres?

—Dina, la profesora joven y guapa, se interesaba por mi embarazo desde el punto de


vista de la geografía. Un día, cuando terminé de tocar la marcha de la mañana, se apoyó en
el piano y me miró la tripa hinchada.

Yo no sabía qué decir.

—No hace falta que digas nada, Mary

—volvió a mirarme la tripa

—, pero la gente habla...

—Dina era la más joven de los profesores, la que más se acercaba a mi edad. Ese día
también llevaba un turbante nuevo, y los niños la miraban mucho, como miraban los
hombres a la señorita Rose. Pero Dina no era egoísta, como la señorita, y a veces me daba
un poco de pan con mermelada.

—Soy de KwaZakhele

—me apresuré a decir mientras cerraba la tapa del piano y me levantaba del taburete
cojo

—. Trabajé en Port Elizabeth en casa de una señora que me enseñó a tocar el piano.

Dina marcó el compás con un silencio, como en la música.

—No tienes que llamar a la gente señora y señor

—dijo, cambiando de tono

—. Que te haya enseñado a tocar el piano no significa que esté por encima de ti.

—Se arrodilló y me miró fijamente. Vi que llevaba el turbante muy bien enrollado

—. Tenemos que aprovechar lo que los blancos nos enseñan y utilizarlo para
progresar, pero no tenemos que humillarnos ante ellos.

—Se le encendieron los ojos


—. ¡Nosotros no nos humillamos!

Me acordé de la señora Pumile, de cuando pronunció la palabra «apartheid» con el


mismo ardor desde el otro lado del seto, en el jardín de Cradock House.

—Algún día, Mary

—me cogió del brazo mientras salíamos del salón de actos

—, llamaremos a los blancos por su nombre... Sí.

—Asintió con la cabeza al ver que yo me quedaba boquiabierta

—: Igual que nos llaman ellos a nosotros. Y nadie se escandalizará.

—¿Cómo iba a llamar yo «Cathleen» a la señora?

—murmuré para mis adentros.

—¿Cathleen? Pues sí

—dijo Dina, asintiendo con el turbante.

El niño me dio una patada. Me mareé y tuve que arrodillarme en el linóleo. ¡No
puede saberlo nadie! ¡Nadie tiene que buscar a una señora que toca el piano y se llama
Cathleen! ¡Por favor, que los ibis no oigan cotillear a Dina y se lleven sus palabras a
Cradock House...! Intenté levantarme, pero las paredes se me vinieron encima, como aquel
día en la iglesia, cuando el señorito Phil se había ido con Dios Padre y el órgano gemía y
los señores no se acariciaban para consolarse.

—No te preocupes

—susurró Dina. Se agachó y me pasó un brazo por los hombros.

—¿Señorita Hanembe? ¿Dina?


—Lo siento, señor.

—Respiré hondo, para tranquilizar los latidos de mi corazón asustado. El señor


Dumise acababa de aparecer con gesto preocupado

—. No volverá a pasar.

—Acompaña a Mary a casa

—le dijo a Dina en voz baja

—. Que descanse y que vuelva cuando se encuentre mejor.

—Dio media vuelta y volvió a su despacho.

Esperé hasta que cerró la puerta.

—Puedo ir sola

—dije. No quería que Dina viese mi pobreza en la choza de mi tía, ni que supiera
más cosas de mí de las que ya le había contado. ¿Y si mi tía estaba en casa y me llamaba
Ada?

Pero Dina levantó la cabeza, me cogió de la mano y me sacó del colegio para cruzar
el patio. Se oía a lo lejos el rumor del Groot Vis, que aún bajaba crecido después de las
lluvias.

—Eres muy amable

—le dije a Dina cuando llegamos a la calle de mi tía

—. Seguiré sola desde aquí.

—Pero esta vez tampoco me hizo caso y me acompañó hasta la puerta de la choza.

—No tengo leche para ofrecerte un té


—Me senté en la estera y le ofrecí a Dina la cama estrecha de mi tía, pero se quedó
en la puerta hasta que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, como hacía yo de pequeña,
cuando iba con mi madre a ver a mi tía.

—Ésa no es la cama de tu marido, ¿verdad?

—No tengo marido.

Me miró y luego miró el hornillo de parafina, los ganchos donde estaba colgada mi
toalla y la de mi tía, los montones de ropa y el hervidor abollado.

—Voy a ver si puedo traerte un poco de mermelada. Tienes que estar fuerte para que
el niño crezca.

Capítulo veinticuatro

—¡Tía

—digo, casi sin aire

—, despierta, tía, es el niño!

—Grito cuando el dolor me atraviesa el vientre y me envuelve la espalda.

Llevaba un rato aguantando el dolor, pensando que pasaría pronto, pero ya no podía
más y noté que estaba rompiendo aguas. Era de noche. Casi no vi a mi tía cuando se puso la
bata y buscó a tientas la vela que tenía al lado de la cama. Encendió la vela con una cerilla
y entonces le vi la cara, como si se acercara flotando.

—Iré a buscar al médico

—dijo con aspereza, y pasó por encima de mí


—. Ponte esto en la cara.

—Cogió una toalla del cesto de la ropa húmeda y me la puso en la frente.

Me acosté de lado mientras ella salía dando traspiés. Las siluetas de las chozas
asomaban por el hueco de la puerta y las estrellas picoteaban el cielo. Me acordé de que en
Cradock House, cuando salía a tender los paños de cocina después de cenar, veía las
estrellas. En el poblado, por culpa del humo de las hogueras, las estrellas sólo se ven
cuando es muy tarde o muy temprano. Me entró otro espasmo de dolor y me retorcí en el
suelo. Las estrellas se volvieron borrosas.

—Calla, calla

—me susurró una voz, y una mano me acarició la frente con la toalla húmeda, como
le hacía yo al señorito Phil. Pero no era él. Al señor nunca le pareció bien que yo cuidase
del señorito...

—¿Poppie?

—Sí, hija. El doctor ya está en camino.

—Hice lo que tenía que hacer, Poppie.

—Calla, hija, aprieta mi mano.

—Era mi deber

—dije. Y vi la soledad reflejada en el rostro del señor, oí el Claro de luna mientras el


sol se ponía y la luz roja del atardecer perseguía mis dedos por el teclado

—. ¿Me perdonarán, Poppie?


—Chisss, chisss, ponte de lado.

—Que no venga la señora

—intenté incorporarme, pero Poppie me sujetó de los hombros para impedírmelo

—. ¿Está aquí la señora?

—Miré hacia la puerta, como si la señora pudiese aparecer en cualquier momento


con uno de sus vestidos de color crema perfectamente planchado.

Una sombra llenó el hueco de la puerta, pero no era ella: era el médico que había
sido tan bueno conmigo. Se arrodilló a mi lado, me tumbó boca arriba y me palpó el
vientre.

—Hierva agua

—le dijo a mi tía, que había vuelto con él. Mi tía y Poppie fueron a encender el
hornillo

—. Denme una sábana limpia para Ada.

—Mi tía dudó un momento antes de coger una sábana doblada del montón de ropa
limpia. El médico me empujó despacio para ponerme de costado, estiró una parte de la
sábana debajo de mí y volvió a moverme hacia el lado contrario para terminar de
extenderla.

El dolor me dejó tranquila un rato y vi la cara arrugada de mi tía y de Poppie a la luz


de la vela. Al ver que la miraba, Poppie volvió a darme la mano y empezó a cantar, como
hacían las mujeres en la orilla del río. Traté de olvidarme del dolor y me puse a pensar en la
melodía que estaba cantando Poppie: en la tonalidad... puede que re menor... y en la
longitud de las notas y los silencios...

Pero el dolor no tardó en volver y empecé a gritar y a retorcerme en el suelo.

—¿Me perdonarán?

—jadeaba, apretando la mano del médico

—. ¿Lo comprenderá Dios?


—Piensa en el niño, hija

—dijo el médico, y le pasó mi mano a Poppie, que lo miraba con ojos interrogantes,
para ocuparse de los trapos y del agua caliente. La vela se consumió y la oscuridad
envolvió la choza. Mi tía sacó otra vela de una lata que guardaba debajo de la cama.

—Señora

—gemí. Empecé a notar una extraña sensación en la parte baja del cuerpo. El niño
empujaba y quería nacer. El médico me abrió las piernas al tiempo que hacía una señal con
la cabeza a mi tía y a Poppie.

—El niño está saliendo

—dijo.

Mi tía se sentó detrás de mí para levantarme los hombros. Poppie me dio la mano y
volvió a cantar en voz baja. El médico se arrodilló entre mis piernas. El dolor me
desgarraba por dentro y grité para que me dejara en paz. Las escalas de la señora llegaban
volando como el viento desde Cradock House y vi el coche del señor con los faros como
los ojos de un animal nocturno en la puerta de la choza.

—¡Vete!

—grité.

Mi tía gruñó entre dientes. El médico dijo algo que no llegué a entender, y Poppie
fue a coger otra sábana del montón de ropa limpia. Mi tía se iba a enfadar porque le estaba
estropeando la ropa.

—Ya casi está

—dijo el médico. Poppie me refrescó la frente.

Empecé a resoplar: el dolor me abrasaba y pensé que iba a partirme por la mitad,
pero el médico movió las manos y la presión desapareció. Sentí un último empujón y vi un
bulto rojo entre mis piernas.

—Es una niña muy guapa

—dijo, sonriendo y envolviéndola en una de las sábanas limpias de mi tía. El dolor


empezó a abandonarme, el rugido de las escalas de la señora se alejó poco a poco y los ojos
de los animales nocturnos desaparecieron de la puerta.

El médico me puso a la niña en los brazos. Tenía la carita muy pálida, como me
había dicho el médico, y los ojos de un color azul lechoso como el cielo del atardecer.
Abrió la boca y gritó con fuerza. Le pasé un dedo por la nariz y los labios y me agarró el
dedo. El médico asintió con la cabeza para animarme y se incorporó. Mi tía y Poppie
estaban como clavadas en el sitio, boquiabiertas, mirando a la niña en silencio.

Fue la presencia de Poppie y del médico lo que hizo que mi tía se mordiera la lengua
la noche en que nació la niña. Se quedó sentada en el borde de la cama mientras el médico
recogía sus cosas. Poppie nos observaba desde la puerta.

—Dale de mamar con frecuencia

—dijo el médico, poniéndome una mano en el hombro

— para que te suba pronto la leche.

—Gracias

—contesté, a punto de llorar

—. Gracias por ayudarme.

Asintió con la cabeza, cogió su bolsa y se agachó para salir de la choza. Mi tía fue
tras él y les oí hablar en voz baja. Poppie me sonrió con vacilación y miró a la niña que
estaba en mis brazos.
—¿Me perdonarán, Poppie?

Tardó unos momentos en contestar. Mi tía seguía fuera con el médico.

—Sólo Dios puede perdonarte, hija. Pídeselo a él.

La niña se impacientó y la acerqué a mi pecho. Me buscó con los labios y apoyó


contra mi cuerpo su mejilla de terciopelo claro como el té. Recé para que fuera capaz de
quererme a pesar de haberle dado ese color de piel.

Mi tía volvió y empezó a recoger las sábanas que había usado el médico, haciendo
mucho ruido y dándome la espalda. Poppie dijo adiós en voz baja y nos dejó a solas.

—¿Quién ha sido?

—me preguntó entonces, amenazándome con las sábanas manchadas de sangre


como si tuvieran la culpa de todo, de haber tenido una hija que no encajaría en ninguna
parte. Empezaba a amanecer y le vi la cara mejor que antes, a la luz de la vela. Echaba
chispas por los ojos y retorcía las sábanas, llena de rabia.

—Eso da lo mismo

—contesté, haciendo un esfuerzo muy grande para que me saliera la voz. Sabía que
aquélla era la primera de muchas batallas

—. La piel de la niña ya no se puede cambiar.

—¿Es que no tienes vergüenza?

—gruñó, como cuando yo gritaba durante el parto. Puede que entonces ya


sospechara algo.

—La vergüenza la tengo desde hace muchos meses. Ya no puede ser peor.

Terminó de recoger la ropa resoplando.


—No tienes ni idea de lo malo que puede llegar a ser. Gracias a Dios que Miriam no
ha vivido para verlo.

—Se echó el montón de ropa al hombro y se marchó.

Seguí acostada mientras el poblado se despertaba despacio alrededor. No sabía


cuánto tiempo había pasado y lloré un poco, porque estaba sola y porque no tenía con quien
compartir el nacimiento de mi hija, como mi madre, que tenía a la señora cuando yo nací.
Me quedé tumbaba, con la niña en brazos, y me acordé de muchas cosas. Unas tenían
sentido y otras no. Me acordé del día en que el señorito Phil me cogió de la mano para ver
la inauguración del banco, y de cuando la señorita Rose se marchó a Johannesburgo en vez
de quedarse en casa, como era su deber, de cuando la señora me enseñaba el abecedario y
de mamá haciendo ganchillo, de cómo agachaba la cabeza y evitaba mirarme cuando le
preguntaba por mi padre...

¿Qué habrías hecho tú, mamá, si el señor hubiese ido a tu cuarto cuando la señora no
estaba? ¿Si se hubiera puesto delante de ti con la mirada perdida, lleno de dolor por la
muerte del señorito Phil y de soledad por la ausencia de la señora? ¿Si te hubiera puesto
una mano en el hombro y te hubiera prometido que no iba a hacerte daño?

¿Se lo habrías negado?

Mi madre sabía muy bien lo que eran el deber y la lealtad. Aunque en este caso el
deber con el señor chocaba contra la lealtad con la señora. Complacer al uno era traicionar
a la otra. Mamá habría tenido que elegir, igual que yo. Pero ¿qué habría elegido? Y si se
hubiera negado, ¿habría perdido su empleo y su hogar?

La niña que era la consecuencia de mi elección dormía en mis brazos, haciendo


ruiditos y apretando los labios. Al cabo de un rato me entró sed y me estiré, sin levantarme
de la estera, para alcanzar el hornillo. Quedaba un poco de agua en el hervidor y ya se había
enfriado. Me la bebí toda. Tenía que ir al grifo a por agua, para devolverle a mi tía la que
había gastado el médico durante el parto. Tenía que aprender a llevar a la niña atada a la
espalda con una manta para volver al colegio al día siguiente y enfrentarme al director, a
Dina, a Sipho, a Veronica y a mis alumnos, y luego a Lindiwe y a las demás mujeres de la
orilla del río. Levantaría la cabeza y escondería mi vergüenza, igual que estaba aprendiendo
a esconder mis días en Cradock House y la deuda que tenía con la señora, para evitar
problemas. Sólo esperaba que el señor Dumise me apreciara lo suficiente para no
despedirme.

Dejé a la niña en el suelo y me levanté a coger mi bata. Tenía el cuerpo entumecido,


como si me lo hubieran estirado hacia todas partes. Eché de menos el agua caliente de
Cradock House para lavarme y refrescarme la cara y el pelo, como hacía por las mañanas
cuando terminaba de limpiar, antes de cambiarme de ropa para subir a la habitación del
señorito Phil y leerle en voz alta, convencida de que estaba mejorando...
Si conseguía traer un cubo lleno de agua podría lavarme un poco y apartar lo
necesario para beber y hacer la comida. Pero tenía que ir a buscarla antes de que mi tía
volviera y me echara de allí sin darme una oportunidad. Me puse la bata, envolví a la niña
en otra tela

—era imposible esconder la carita pálida, que quedaba bien a la vista de todo el
mundo

—, busqué mis zapatos viejos y cogí el cubo. Me dolía el vientre por donde había
salido la niña.

Era muy temprano esa primera mañana con mi hija. La luna brillaba en un cielo gris
surcado de franjas de humo. Había sombras andando por las calles. El borde anaranjado del
sol empezaba a asomar por el horizonte. Llevaba a la niña en el brazo izquierdo y el cubo
en la mano derecha.

Decidí que me hija se llamaría Dawn, como la aurora.

Casi he perdido la esperanza de encontrar a Ada. Han pasado seis meses y no hay
rastro de ella. La gente

—y Edward

— dice que es absurdo sentirse responsable de una criada que ha desaparecido. Pero
yo no puedo evitarlo: me he sentido responsable de ella desde el día en que nació y la cogí
de los brazos de Miriam.

Después de muchas dificultades y muchas cartas, he encontrado la iglesia de


KwaZakhele donde está enterrada Miriam. He recibido una carta del sacerdote. Se acordaba
de Ada, pero dice que no ha vuelto a verla desde entonces. También dice que ha puesto un
cartel en la tumba de Miriam.

Aunque Edward no me lo permita, me gustaría ir al cementerio donde está Miriam.


Sería una manera de presentarle mis respetos y de demostrar mi amor por Ada, que era
como una hija para mí.

Encontraré el modo de ir.

Capítulo veinticinco

¿Qué vería el señorito Phil mientras yo andaba por las calles de tierra en la
penumbra del amanecer? ¿Qué pensaría de mi pecado? ¿Y de la niña pálida que estrechaba
contra mi pecho? ¿Me daría la espalda? ¿Se la daría a su padre? Pero él nunca habría tenido
que responder a esa pregunta. Si el señorito siguiera vivo, el señor no habría entrado en mi
cuarto de noche, aunque la señora se hubiera ido a Johannesburgo. Fue la ausencia del
señorito Phil, sumada a la ausencia de la señora, lo que guió los pasos del señor por el
pasillo hasta mi puerta y provocó la vergüenza que ahora me acompañará para siempre.
Pero si el señorito Phil siguiera vivo...

Y fue entonces cuando se presentó el problema de la piel. Ahora, cuando vuelvo la


vista atrás y veo a la muchacha que iba por una calle de tierra, con un cubo y una niña
recién nacida, comprendo que no sabía nada de la piel. Eso apenas me había afectado en
Cradock House. Era al otro lado de sus paredes donde el mundo se dividía de una manera
tan estricta en blancos y negros, con los mulatos entre medias. Yo creía que entendía esos
matices de color. Pensaba que sería capaz de arreglármelas a pesar del apartheid, esa
palabra nueva que salió de los labios de la señora Pumile como si le quemara. No me di
cuenta de lo equivocada que estaba hasta que empecé a vivir al otro lado del río. Allí había
algo aún más profundo. Algo que estaba más allá de la división superficial entre blancos,
negros o mulatos. Algo peor de lo que nos ocurría a mi hija y a mí, algo para lo que no
había una palabra que pudiera buscar en el diccionario. Algo peor que la mezcla de sangre
dentro de una misma familia.

Ese algo tenía vida propia. Afectaba a personas a las que conocíamos y era motivo
de disputas. Separaba a los amigos de siempre, dividía a las familias y convertía a los
extraños en enemigos. Y haría daño a los demás, por más que yo intentara evitarlo. Esa
diferencia de piel entre una madre y una hija tenía una fuerza tremenda.

Creo que para mí se convirtió en una guerra. No era una guerra como la que acabó
matando al señorito Phil, y tampoco se parecía a la guerra de la que había hablado el
sacerdote del koppie: era una guerra íntima que se derramaba alrededor de los demás. Una
guerra sin bando ganador. Yo no estaba preparada para eso. Y mientras iba camino del grifo
por las calles llenas de piedras y baches, le grité a Dios Padre: ¿Tú de qué lado estás en ese
asunto de la piel?

¿Crees que lo que hice con el señor es un pecado, porque tenemos la piel distinta o
porque traicioné a la señora?

—¡Ada! ¡Ada!

Miré por encima de la carita de Dawn. Ya había amanecido y el olor a maíz hervido
flotaba en el aire fresco de la mañana, aunque ya no me molestaba tanto como en los
primeros meses de embarazo. El grifo estaba un poco más adelante, al final de la calle, pero
tenía las piernas doloridas y me costaba mucho andar, como le pasaba al señorito Phil.

—¡Ada!
—Lindiwe me quitó el cubo con una mano fuerte y me obligó a pararme. Llevaba un
fardo de ropa en el hombro

—. ¡La niña!

—dijo, inclinándose para verla.

Asentí, le acerqué a Dawn y observé qué cara ponía: en la expresión de Lindiwe, en


su mirada curiosa y cómplice y en su frente arrugada o lisa siempre se reflejaba
exactamente lo que estaba pensando. Cuando yo le enseñaba palabras nuevas, su gesto me
decía si las había entendido o si tenía que explicárselas mejor. La cara de Lindiwe fue mi
primera guía para ser una buena profesora.

Lindiwe estaba a mi lado, con las piernas separadas para no perder el equilibrio por
culpa del peso que llevaba encima. Devoró con los ojos los rasgos de la niña y esperé su
reacción con tanto anhelo como la temía. El poblado empezaba a animarse con los primeros
gritos del día, porque había peleas a todas horas. Las mujeres que iban a por agua nos
apartaban a empujones para ponerse a la cola del grifo, y a lo lejos se oía el silbato de un
tren en fa mayor que salía de la estación.

—¡Ay, Ada!

—Lindiwe soltó el aire, puso cara de miedo y decepción, y tuvo que esforzarse para
no apartarse de mí y seguir su camino

—. ¿Por qué?

Miré alrededor. Un hombre pasó con un rebaño de cabras. Las lavanderas ya


empezaban a bajar a la orilla

—estaba retrasando a Lindiwe, impidiéndole encontrar una buena piedra para frotar
la ropa

— y un grupo de niños se acurrucaban al lado de una hoguera a punto de apagarse.


En Cradock House, la nueva criada de la señora estaría recogiendo la leche de la puerta.

—Era mi obligación

—dije.
—Pero ¿quién tenía tanto poder para hacerte eso?

—preguntó Lindiwe con una voz que de pronto se volvió violenta.

—No puedo decírtelo.

Miró a Dawn, que dormía tranquilamente, moviendo los labios y soñando sus
primeros sueños, con la piel del color del Groot Vis.

—¿Qué vas a hacer?

—preguntó en voz baja.

—Quedarme aquí y dar clases.

Lindiwe aspiró hondo y supe que estaba pensando en los problemas.

—¿Tu tía no lo sabía?

—No. Ya buscaré otro sitio si tengo que irme.

Movió la cabeza y, fue entonces, al caer su mano, cuando me di cuenta de que me


había estado apretando el brazo todo el tiempo.

—Te deseo mucha suerte, Ada

—dijo por fin a media voz entre la creciente marea de gente, encontrando un poco
de cariño para mí. Se cambió el fardo de hombro, preparándose para seguir su camino.

—¿Sigues siendo mi amiga?

Lindiwe apartó la vista como si algo al otro lado de la calle hubiese llamado su
atención, como hacía la señora cuando no estaba de acuerdo con el señor y se acercaba a la
ventana buscando su país. Un chico descalzo pasó corriendo y chocó contra mi cubo.

—¡Ten cuidado!

—le grité, apretando a Dawn contra mí.

—Sabía que había algo raro, porque nunca hablabas de ningún chico

—murmuró Lindiwe.

—Pero ¿sigues siendo mi amiga?

—repetí.

—Sigo siendo tu amiga.

—Dio media vuelta, se alejó deprisa en dirección al río y, un momento después, su


figura corpulenta se volvió borrosa porque se me llenaron los ojos de lágrimas.

Me puse a la cola del grifo con la cara de Dawn apretada contra mi pecho, para que
no la vieran, hasta que pude llenar el cubo. Nadie se dio cuenta. Había otras mujeres con
niños recién nacidos a la espalda. Cuando volviera a la choza tenía que practicar para
envolverla en una manta y atármela a la espalda. Lavaría toda la ropa que pudiera y
ahorraría lo poco que ganaba, por si el dinero que le estaba pagando a mi tía por ese trozo
de suelo no era suficiente para compensar el color de la piel de mi hija. A lo mejor el
médico conocía a alguien que fuera amable conmigo, alguien que entendiera que lo que
hice fue por deber, no por maldad ni porque fuera una fresca.

Tenía que ponerme una bata limpia y atarme a Dawn a la espalda para ir al colegio.
No podía faltar un sólo día. Pero ¿y si el señor Dumise ya no me quisiera como profesora?
¿Y si mis intentos por demostrar mi valía hubiesen fallado y la música no fuera suficiente
para olvidar la diferencia de piel entre mi hija y yo? ¿Pensarán que soy un mal ejemplo para
mis alumnos? Ni siquiera yo podía culpar a nadie por pensar así.

Volví con el cubo lleno de agua. Me costó mucho el camino de vuelta. El cubo
pesaba más que la niña y me dolía el brazo derecho. Tuve que pararme a mitad del camino
para cambiar de brazo, porque tenía miedo de derramar el agua.
Capítulo veintiséis

Me armé de valor para llamar a la puerta del despacho del director, como la primera
vez que fui al colegio. El señor Dumise trabajaba mucho. Seguramente ya había llegado.

—Pase.

Levantó la vista de una carpeta abierta. Pero no estaba solo. Enfrente de él y


mirando al vacío estaba sentado el señor Silas, el subdirector.

—¡Mary!

—Se levantaron de un salto al ver la manta atada a mi espalda.

—Tiene que ser un niño

—dijo Silas con entusiasmo

—. ¡Sólo un chico puede sobrevivir a tanta música y tanto ruido!

—No, señor. Es una niña. La he llamado Dawn.

Silas aplaudió, me cogió de las manos y empezó a sacudírmelas arriba y abajo. El


director se acercó desde el escritorio muy sonriente. Eran las primeras felicitaciones
sinceras que recibía, aparte de las del médico.

—¡Qué nombre tan bonito!

—dijo

—. ¡Estate quieto, Silas! Mary, ahora tienes que descansar con tu familia
—. El señor Dumise era muy bueno. Yo había oído decir que su mujer había muerto
hacía unos años. Por eso llevaba las camisas tan mal planchadas. Silas se puso detrás de mí
para ver a Dawn.

—Los niños pueden esperar un par de días, hasta que tengas fuerzas

—dijo el señor Dumise sin dejar de sonreír.

Oí que Silas se quedaba sin aire y noté sus ojos primero en la nuca y luego en la
cara.

—¡Mary!

—Me agarró del brazo

—. ¿Cómo has podido hacer una cosa así? ¡Has traicionado a tu gente!

—Parecía que iba a decir algo más, pero en vez de eso miró al director, me soltó el
brazo, como si se hubiera quemado, y salió del despacho dando un portazo.

El señor Dumise lo miró con perplejidad y luego me miró a mí. Tengo que endurecer
mi corazón, me dije. Ahora es cuando el amigo se convierte en enemigo. Ésta es mi guerra
privada.

—Tengo que decirle algo de la niña, señor.

El señor Dumise aún no había mirado a Dawn. Aún no le había visto la cara y había
sentido el poder de la piel para dividir a las personas.

Dudó un momento.

—No hace falta, Mary.

—Tal vez sólo sospechaba que yo no tenía marido. A lo mejor Dina se lo había
dicho, cuando volvió de la choza. Yo deseaba con todas mis fuerzas que sólo fuera eso.
Deseaba asentir con la cabeza y ya está. Ser una chica normal, embarazada y abandonada
por un chico, sin posibilidades de casarse. Como mamá. ¿También como la señorita Rose?
—No es que no tenga marido, señor. Es el color de la piel.

Me miró un momento, desconcertado por mis palabras, desconcertado por Silas, y


por fin se acercó a mirar la cabecita de Dawn, que asomaba por encima de la manta. Yo no
apartaba la vista del frente. No quería verle su expresión; no quería volver a ver el mismo
disgusto.

El señor Dumise tenía los papeles muy bien ordenados encima del escritorio, como
el señor, ese día que entré en su despacho a buscar la libreta del banco. En la pared, detrás
de la silla, estaban los horarios de clase y una chaqueta marrón con el cuello deshilachado
colgada de un perchero de bronce sin brillo. Oí por la ventana a los polluelos de Veronica
correteando y picoteando por el patio. El señor Dumise volvió al escritorio y se sentó. Juntó
las manos y se quedó mirando los papeles. Dawn cambió la cabeza de lado. En aquel
espacio tan pequeño, entre el roce de mi hija y la cabeza inclinada del señor Dumise, estaba
mi esperanza de tener un futuro.

—Sé que es un pecado, señor, y ruego para que Dios pueda perdonarme. Pero le
pido, por favor...

—Se me amontonaban las palabras, como el día que fui a pedir trabajo.

Me miró.

Y en vez de la rabia que tanto me temía

—como la de Silas y la de mi tía

—, en su rostro sólo vi compasión. Yo estaba preparada para que se enfadara, me


había endurecido para aguantar su ira, tenía todo el cuerpo y la cabeza en tensión, estaba
agotada y sólo quería descansar. Y, al ver su compasión, empecé a doblarme, me entraron
ganas de tirarme al suelo para encontrar un poco de comprensión y de consuelo en unos
brazos. Las horas que habían pasado desde que nació Dawn se habían consumido en la
supervivencia.

—No sirve de nada que supliques, Mary

—dijo en voz baja

—. Si dependiera sólo de mí podrías seguir con tu trabajo, pero los profesores


tenemos que dar ejemplo. Algunos querrán que te vayas.
Vio que luchaba para no caerme y me ayudó a sentarme en una silla apoyada en la
pared. Me incliné hacia delante para proteger la valiosa carga que llevaba a la espalda, y
esperé hasta que se me tranquilizó el pulso, como esperaba cuando Dawn me daba patadas
en la tripa.

—¿Hay algo más que quieras decirme?

—preguntó con voz amable.

Lo miré sin comprender. ¿Qué quería decir? ¿Quería saber quién era el padre? Yo no
me atrevía a contárselo a nadie, por miedo a que llegase a oídos de la señora.

Se apoyó en la mesa.

—Lo que quiero decir es...

—Frunció el ceño y buscó la palabra exacta

—: Si habrá algún problema con el padre.

—No, señor

—contesté, aliviada de poder dar una respuesta satisfactoria

—. El padre nunca lo sabrá.

Me miró con gesto de duda, preguntándose por las circunstancias en las que mi hija
había venido al mundo: si yo me había enamorado «cruzando la línea de la piel» o si me
habían forzado en contra de mi voluntad.

Intenté levantarme. A pesar de su compasión, el señor Dumise no podía garantizar


mi trabajo. Mi suerte dependía de mis compañeros, de lo que pensaran de una mujer negra
que había pecado con un hombre blanco, sin tener en cuenta las consecuencias. Tengo que
volver a clase. No quiero darles otro motivo para que me despidan. Mi hija es inocente,
pero, a pesar de todo, tendré que enfrentarme a los demás y ver si nos aceptan o nos
rechazan. Y también tendré que ver cómo esa decisión los divide a ellos.

—¿Tienes fuerza suficiente?


—Sí, señor, gracias.

—Parecía preocupado, lo vi en su rostro, por encima de la camisa gastada de tanto


lavarla. Y me atreví a preguntar

—: ¿Les parecerá bien a los demás profesores?

Movió la cabeza y cambió de sitio unos papeles encima de la mesa.

—No lo sé, Mary. Esa batalla te toca librarla a ti.

¿Seguirá Ada tocando el piano?

Me acuerdo de lo bien que tocaba Debussy, y las Gotas de lluvia de Chopin. Donde
yo aspiraba a transmitir alegría Ada era capaz de transmitir resplandor. Donde yo perseguía
una dulce melancolía Ada encontraba desesperación...

Voy a ir a KwaZakhele.

Con un poco de manipulación he conseguido que la mujer del párroco organice un


viaje pastoral a una iglesia de nuestra congregación en las afueras de Port Elizabeth. Iremos
acompañadas por el párroco y otros sacerdotes de la junta parroquial. El objetivo es
construir lazos y buscar la manera de ayudar a las mujeres y los niños pobres que viven allí.

Edward ha consentido en que haga el viaje a regañadientes, después de hablar con el


párroco. No espero tener noticias de Ada en este viaje, pero al menos iré a la tumba de
Miriam y rezaré por el bienestar de Ada.

Porque estoy convencida de que está viva.

Y a la vuelta tengo intención de seguir indagando.

Capítulo veintisiete

—¡Fuera!
—gritó mi tía haciendo aspavientos cuando volvió a la choza. Llevaba el doek
torcido y la bata arrugada de doblarse en la orilla del río

—. ¡Coge tus cosas y vete de aquí!

Había dejado mi maleta en la puerta. Había enrollado la estera en la que dormía


desde que llegué al poblado. Poppie lo estaba viendo todo desde la penumbra de su choza,
pero no dijo nada.

—Me iré, pero antes tengo que darle el pecho a Dawn.

Me agaché para desatar la manta de la espalda con manos temblorosas. Dawn estaba
llorando: apretaba los ojos y abría la boca, como si protestara por los gritos de mi tía. Me
abrí la bata y acerqué a la niña a mi pecho. Parpadeó, frunció los labios y se agarró con
mucha fuerza: sentí cómo apretaba con las encías y cómo respondía mi cuerpo. No sé si
tomó suficiente alimento, entre la rabia de mi tía y lo nerviosa que estaba yo, pero el
médico me había dicho que le diera de mamar a menudo para estimular la leche.

—¿Quién es el padre de esta niña?

—preguntó mi tía. Se había plantado en jarras delante de mí.

No contesté. Si decía que Dawn era el fruto de mi obligación, se daría cuenta de que
el señor era el padre. No había otros hombres blancos con quienes yo tuviera ninguna
obligación y mi tía era muy lista para esas cosas.

—Si te han forzado tienes que decirlo. Una chica violada despierta más compasión.

Seguí callada. Los ruidos que hacía la niña al mamar llenaban el espacio que nos
separaba a mi tía y a mí, igual que cuando la llevaba en mi vientre mi hija llenaba el
espacio que me separaba de ella.

—Quiero que te hayas ido cuando vuelva

—gritó por última vez. Y se apoyó en la cadera un montón de ropa seca para
entregarla a su dueño.

Dawn se estaba quedando dormida y ya no apretaba con la misma fuerza. La levanté


para darle unas palmaditas en la espalda y volví a envolverla en la manta. Después me
arrodillé y abrí la maleta para asegurarme de que mi dinero y mi pase seguían en el fondo.
Me temblaban tanto las manos que arrugué el papel y descoloqué el dinero. Cogí mi toalla
de la pared, donde estaba colgada al lado de la de mi tía, y la guardé en la maleta. No tenía
nada más que hacer allí.

—¿Ada?

—era Poppie. Se asomó en la oscuridad

—. Te he traído unos pañales.

—Me dio un montón de pañales viejos, pero limpios.

—¡Ay, Poppie!

—Le apreté las manos

—. Eres más buena de lo que me merezco.

—¿Adónde irás?

—Tengo una amiga

—dije, cogiendo mi maleta y aparentando una seguridad que no sentía

—. Espero que ella sea tan buena como tú.

Poppie se quedó callada unos momentos.

—Vuelve a ver a tu tía cuando pase un poco de tiempo

—dijo entonces

—. Se dará cuenta de que se ha precipitado.


Y volví a cruzar el poblado por segunda vez el día en que nació mi hija. Tenía las
piernas muy débiles, me dolían los brazos de cargar con la maleta y mi espalda no estaba
acostumbrada al peso de la niña, pero no podía quejarme, porque ésa era la parte fácil. Lo
difícil sería cruzar el Groot Vis para llegar al poblado donde vivía Lindiwe, al final de Bree
Street. Con un poco de suerte, si el cauce estaba bajo, podría atravesar el agua por el vado
de Cross Street. Si no tendría que ir por el puente de hierro, aunque me había prometido
que nunca volvería a cruzarlo. Y si terminaba viviendo en la choza de Lindiwe, tendría que
hacer ese viaje a diario, porque el colegio estaba en la orilla contraria. Tendría que cruzar el
río para que mi hija y yo pudiéramos sobrevivir.

Me acordé de mi primer viaje, cuando me fui de Cradock House con la maleta en la


mano, Dawn en mi vientre y la pequeña esperanza de un futuro sin tener que lavar ropa
para ganarme la vida, y el miedo a que me descubrieran volvió a apoderarse de mí. Aparté
la cabeza de los coches, por si el señor y la señora pasaban por allí.

La tarde tocaba a su fin y las calles eran un hormiguero de gente, pero a esas alturas
ya me había acostumbrado a los empujones y me concentré en la tosca melodía del Bach
del poblado mientras me arrastraba entre la multitud con mi hija y mi maleta. Los niños
pasaban corriendo haciendo eses, empujando sus aros de alambre deformados. ¿Con quién
jugaría Dawn cuando tuviera la misma edad? ¿Quién estaría preparado para ser su amigo?

Ese día tuve suerte con el río. El vado estaba abierto. Me senté en la orilla para
quitarme los zapatos. No podía mojarlos porque eran los únicos que tenía. El agua turbia
del Groot Vis corría alrededor de mis pies al cruzar el río, fresca como el agua del grifo del
lavadero de Cradock House donde me refrescaba el cuello.

Lindiwe no estaba en casa, así que me senté con la maleta en la puerta de la choza,
agradecida de poder descansar un rato. La choza no estaba lejos del colegio St. James y
llegaban las voces de un coro que estaba cantando el Panis Angelicus. Después cantaron
una canción africana, dando palmas. Pensé que tenía que formar un coro, para enseñar a los
niños a cantar además de bailar al son del piano.

La choza de Lindiwe era más nueva que la de mi tía. Tenía un buen tejado de paja
que parecía más grueso, y una ventana pequeña en una pared, con un cristal torcido. Eso
significaba que dentro habría más luz. Pensé que, además de pagarle a Lindiwe por el
alquiler, podía enseñarle a escribir gratis. Eso le diría cuando me encontrara sentada en la
puerta. Era un buen plan. Una negociación, me dije. Antes de que el señorito Phil me
enseñara esa palabra, nunca me había dado cuenta de que buena parte de la vida giraba
alrededor de la negociación.

Unos niños vestidos con el uniforme del colegio

—camisas arrugadas y pantalones cortos de color gris

— pasaron corriendo y me miraron con curiosidad al verme en el suelo con mi hija


en los brazos, en la puerta de la choza de Lindiwe, porque empezaba a refrescar. Un
hombre y una mujer gritaron a los niños y se apartaron de su camino, pero tenían la voz
pastosa por el alcohol y casi no les salían las palabras. Miré a otro lado. El coro había
dejado de cantar y el sol empezaba a ponerse por detrás de las chozas, formando sombras
alargadas que pintaban el suelo de negro. La llegada de las sombras me transportó a la
oscuridad del dormitorio del señorito Phil, interrumpida por la franja de sol amarilla que
entraba por el hueco de las cortinas y se iba deslizando por el suelo. Una vez, cuando
estábamos leyendo Grandes esperanzas, el sol llegó hasta la cama y el señorito estiró los
dedos para tocar la luz dorada y dijo que yo ya sabía qué parte de Pip tenía él. En ese
momento no pensé demasiado en qué había querido decir. No me creía con derecho a
saberlo. Y puede que hiciera mal. Si lo hubiera pensado mejor, tal vez habría podido
salvarlo.

—¡Ay, señorito!

—dije en voz baja, demasiado cansada para protegerme de la soledad que empezaba
a crecer como el agua

—. Perdóneme. Pero ¿estaba dispuesta a correr el riesgo de saberlo? Incluso ahora,


después de tanto tiempo, me resisto a aceptar lo que quería decir. Es demasiado peligroso:
lo que hice con el señor por obligación se convierte en una cosa completamente distinta con
el señorito Phil.

—¿Ada?

—Lindiwe estaba delante de mí, doblada por el peso de un fardo muy pesado, con
los músculos del cuello y de los brazos tensados como cuerdas gruesas.

—Será por poco tiempo

—me apresuré a decir, levantándome del suelo. Dawn empezó a llorar, pero
enseguida se calló

—. Te pagaré. Y te enseñaré gratis todo lo que sé.

—¡Ay, Ada!

—Soltó el fardo y se sentó. Me agaché a su lado. Esta vez no evitó mirarme a los
ojos, y no vi en los suyos ninguna duda, sólo cansancio
—. ¿Cómo voy a darte la espalda? Pero esto es muy pequeño

—dijo, señalando la choza con la cabeza.

—Gracias

—contesté, soltando el aire. Y la cogí de la mano

—. ¡Bendita seas! Haré todo lo posible para no ser una carga.

Las lágrimas que había estado aguantando desde el amanecer se escaparon al fin. Y
Lindiwe se apoyó en mí y también lloró. Dijo que llevaba todo el día reprochándose por lo
mal que se había portado con Dawn esa mañana.

—No sé cómo voy a salir adelante

—dije, muy aliviada pero sin poder parar de llorar

—. He pecado contra alguien a quien quiero mucho y Dios está enfadado conmigo.

—Calla

—susurró Lindiwe, acariciándome el brazo

—. Eso es agua pasada. Dios te perdonará si le sirves a través de la niña.

—Guardó silencio y arrugó la frente. Adiviné que estaba buscando las palabras
exactas, como hacía cuando yo le enseñaba a leer

—. Dios no es como los blancos. Él no odia a Dawn por lo que tú hayas hecho.

Me quedé un rato pensando en lo que había dicho Lindiwe. La oscuridad se


espesaba y el cielo se volvía azul como la tinta. Tenía el cuerpo agarrotado. Ojalá Lindiwe
tuviera razón. Aunque mi pecado no se borrara nunca, podía seguir sirviendo a Dios a
través de mi hija. Y, pasara lo que pasara, Dios no la castigaría a ella. Sin embargo, ¿qué
pasaría con la señora? Tal vez encontrara un poco de perdón gracias a Dawn, pero el perdón
de la señora no lo tendría jamás.

Empezaron a parpadear las velas en las chozas vecinas. Una mujer le cantaba a su
hijo Thula thu’, como mamá me cantaba a mí, como yo le cantaría a Dawn. En la otra punta
de Bree Street, las luces del pueblo hacían señales entre los eucaliptos y los pimenteros de
los jardines. La señora estaría sentada en el salón, enfrente del señor. La luz de la lámpara
brillaría en el broche que llevaba en el pecho, quizá el verde, o quizá, todavía, la insignia
militar del señorito Phil.

—Es muy guapa

—dijo Lindiwe, retirando un pliegue de la manta para mirar a Dawn, que estaba
dormida

—. Un día te sentirás orgullosa de ella.

Antes de que naciera Dawn yo estaba en plena negociación con mis alumnos. No era
una negociación por dinero, como la que había tenido con mi tía, sino por las clases.
Necesitaba encontrar la manera de enseñarles algo más; no podía limitarme a tocar las
piezas más ruidosas que conocía. Pero iba despacio, como me había recomendado el
señorito Phil. Las negociaciones, aunque no haya dinero por medio, llevan su tiempo. Así,
tocaba y tocaba, con la esperanza de que un día estuvieran preparados y me dieran un poco
de tranquilidad al empezar la clase para explicarles lo que había detrás de esas melodías
que tanto les gustaba bailar. Ésa era la negociación: un poco de enseñanza a cambio de más
jiva.

Sin embargo, no necesité recurrir a estas tácticas. Dawn resultó ser el remedio más
eficaz para que guardaran silencio. Les bastó ver lo pálida que era la niña para dejar de
alborotar.

—¿Habéis oído hablar de un hombre que se llamaba Beethoven?

—pregunté, en mitad del inesperado silencio. Y empecé a tocar los primeros


compases de la sinfonía Heroica. Me miraron y se miraron los unos a los otros. Después
miraron de reojo a la niña que llevaba atada a la espalda, y por fin me escucharon.
Aprendieron que Beethoven se quedó sordo, pero fue capaz de seguir componiendo
melodías maravillosas. Aprendieron también que muchos músicos habían sido tan pobres
como ellos y pasaban hambre como ellos y la música les hacía disfrutar como a ellos.
Muchos habían sido proscritos. El color de la piel de Dawn

—que también era una proscrita


— servía como telón de fondo a las historias que les contaba y a las melodías que
llenaban la clase de vida al final de cada lección.

El caso es que no hubo burlas, tal como yo esperaba. Dawn fue al mismo tiempo el
bálsamo y el acicate para que mis clases pasaran a un plano distinto. Empecé a enseñar
antes de tocar, y me escuchaban embelesados. Aceptaron el trato sin rechistar.

El éxito me animó a seguir adelante. Desde el día en que oí el coro del St. James,
empecé a tocar música que pudiera cantarse. Escribía la letra en la pizarra antes de que
llegaran los niños y les dejaba cantar si querían. Tocaba piezas llenas de fuerza, como el
Himno a la alegría, o canciones pegadizas, como las baladas irlandesas que cantaba la
señora. Al principio sólo bailaban, pero después empezaron a cantar. Primero a grito
pelado, hasta que poco a poco fueron comprendiendo los lugares de los que hablaban las
canciones, aunque no los hubieran visto nunca, como me pasaba a mí.

«¡Ay, Danny!

—cantaban con una voz muy dulce, descubriendo la ternura en mitad del alboroto
del colegio

—. Las gaitas, las gaitas, están sona-a-a-ndo...» La voz humana es tan capaz como el
cuerpo de trasladarnos a otro lugar.

No me hacía ilusiones. Sabía que hablaban a mis espaldas y que algunos se reían de
mí. Pero cuando estábamos en clase, mientras era capaz de ganarme su atención, la música
era más importante que la vergüenza de una profesora que había pecado con un hombre
blanco en vez de irse con uno de los suyos. Mientras era capaz de interesarlos con la música
y las cosas que les contaba, se olvidaban del color de la piel de mi hija. ¡Ojalá hubiera
pasado lo mismo con mi tía y con los demás profesores!

El primer año de la vida de Dawn coincidió con la falta de lluvia. La sequía pasó a
significar algo nuevo para mí, además del polvo y el calor, del mal olor de las letrinas y de
que las colas en el grifo común eran más largas.

Significaba que el vado del río estaba abierto.

Significaba que para ir al colegio desde la choza de Lindiwe podía cruzar el Groot
Vis cerca de Cross Street. Sólo tenía que quitarme los zapatos y meterme en el agua.
Significaba que, aunque ahora vivía en la misma orilla que los señores, no corría peligro de
que me vieran. No tenía necesidad de pasar por Bree Street y por Church Street para cruzar
el puente de hierro, ni de acercarme a Dundas Street, donde seguían estando Cradock
House y el albaricoquero que me llevaba en su savia, y los suelos de madera que yo
enceraba todas las semanas hasta dejarlos relucientes.

Pero aunque estuviera a salvo en ese sentido, era imposible esconder mi piel negra.
Más o menos en la misma época en que nació mi hija, la gente que gobernaba mi país
empezó a hacer nuevas leyes relacionadas con el color de la piel. Algunas ya las conocía,
como las que decían que los negros eran menos importantes que los blancos y que para
poder quedarse en un lugar había que haber nacido allí o llevar mucho tiempo viviendo en
él. Una ley, que no conocía, prohibía que un hombre blanco se acostara con una mujer
negra.

Ya sospechaba que eso no estaba bien a los ojos de Dios, pero no sabía que también
estuviera prohibido por las leyes del país y que si me descubrían podía ir a la cárcel. Me
pregunté si el señor conocería esa ley cuando entró en mi cuarto y dijo que no iba a
hacerme daño. Si la conocía, ¿por qué corrió tantos riesgos? ¿Era tan grande su soledad que
incluso estaba dispuesto a ir a la cárcel de los hombres blancos, a pesar de la vergüenza que
eso significaba para él y para la señora? En ese caso, era bueno para el señor que me
hubiese ido.

Mamá me había dicho que la gente podía acabar en la cárcel aunque no hubiera
hecho nada malo. Cuando era más joven, no estaba segura de que eso fuera verdad, pero
quizá mi madre era más sabia de lo que yo pensaba. Lo había visto venir. Con esas nuevas
leyes era fácil acabar en la cárcel. No hacía falta ser una mala persona para que te
encerrasen; no hacía falta haber hecho algo malo: bastaba con tener la piel de un color
determinado. Y los policías que patrullaban el poblado en sus furgones lo sabían.

Que mi hija, con su piel especial, naciera justo en ese momento fue una prueba
difícil para mis compañeros del colegio. Ya era horrible que apaleasen a los negros por
cualquier cosa, y que de la noche a la mañana se les prohibiera entrar en ciertos sitios o
sentarse en ciertos bancos

—en el parque Karoo habían puesto carteles que decían: «Sólo para blancos»

—, y que no pudieran trabajar donde quisieran. Ahora además tenían que elegir en
qué bando ponerse por culpa de una niña mulata. La sala de profesores, donde antes reinaba
la alegría, se convirtió en territorio dividido. Silas llegaba temprano, me daba la espalda y
hacía un corrillo con los que estaban de acuerdo en que yo tenía que irme del colegio para
no airear mi traición a los negros con la presencia de mi hija mulata. Dina, la profesora de
los turbantes de colores, se puso de mi parte cuando se le pasó el disgusto, y también Sipho
Mlase, el hombre callado que enseñaba los números. Dina estaba segura de que yo había
sido víctima de un hombre malo. Había demostrado mi valentía al no suplicar ayuda

—eso era una señal de que no me humillaba

— y por eso merecía que me ayudasen. Cuando la situación estaba en su peor


momento, pensé que quizá sería mejor no acercarme por la sala de profesores. Fue Lindiwe
quien me aconsejó.
—¡Tienes que luchar!

—me dijo una noche a la luz de la vela, mientras tomábamos un poco de sopa

—. Si no agachas la cabeza, aprenderán a respetarte.

El señor Dumise reaccionó con prudencia. No tenía motivos para despedirme,


porque a los niños les gustaban mis clases y yo nunca faltaba al colegio.

—¡Piensa en el mal ejemplo que les está dando a los alumnos!

—protestaba Silas.

—¿Es que no tienes compasión?

—oí que decía el director en voz baja

—. Seguro que la han violado.

—¡Nos ha engañado!

—insistía Silas, muy acalorado

—. Tenía que habernos dicho que estaba esperando un hijo mulato cuando vino a
pedir trabajo.

Capítulo veintiocho

Hoy he tocado Gotas de lluvia y me ha traído recuerdos de Ada.

Tal como esperaba, no he averiguado nada de ella en mi viaje a KwaZakhele, y


tampoco a través del párroco o en la tumba de Miriam, que está enterrada en un cementerio
de una crudeza extrema.
Me impresionó tanto la pobreza y el estado de abandono que he vuelto con la
determinación de hacer algo para remediarlo, no en KwaZakhele, porque está demasiado
lejos, sino aquí, en Cradock. En el poblado que está en la otra orilla del río seguro que hay
la misma miseria. Y aquí ni siquiera tienen una iglesia, como en KwaZakhele. He oído
decir que se reúnen los domingos para rezar al pie de un koppie.

Por lo que respecta a Ada, sigo creyendo que está viva. La siento cada vez que me
pongo a tocar, aunque a medida que pasan los meses voy perdiendo la esperanza de volver
a verla.

El poblado de Lindiwe era muy distinto de Lococamp, donde vivía mi tía. No era un
laberinto de callejuelas con las chozas amontonadas de cualquier manera. Las calles
intentaban ser rectas y había escuelas y parques que animaban a tener una mente sana y un
cuerpo sano, porque el buen comportamiento es el resultado de esta combinación. Los
niños del colegio St. James llevaban su uniforme con orgullo y jugaban al fútbol o cantaban
en el coro que yo había oído el primer día. La gente era orgullosa. Hasta el alcalde
escuchaba las quejas del reverendo Catala, cuando protestaba porque la policía pasaba a
toda velocidad por las calles llenas de baches y encarcelaba a la gente sólo por el color de
su piel. El reverendo Catala quería que el poblado se considerase parte de Cradock, que
estuviera sometido a las mismas leyes y tuviera los mismos beneficios. Sin embargo, el
poblado de la otra orilla del Groot Vis era un mundo indigno y aparte.

Tristemente, cuando me fui a vivir con Lindiwe, en muchas zonas del poblado
empezaba a verse el mismo abandono que en la otra orilla. Las letrinas se desbordaban y el
olor en las calles era insoportable. La basura, que antes se recogía, ahora se amontonaba en
las esquinas, atraía a las moscas, y los niños se ponían enfermos de jugar entre la porquería.
La impresionante fachada del colegio St. James estaba llena de desconchones y la hierba de
los campos de deporte se secaba por falta de agua y de cuidados. Había menos personas
para atender a los pobres en los comedores sociales, y hasta oí decir que el dinero que se
llevaban del shebeen lo metían en el banco, en una cuenta del Ayuntamiento, para pagar los
servicios de los blancos en vez de ayudar a los negros. Yo me preguntaba si el señor lo
sabía y si le parecía bien que robasen de esa manera. Había también señales de que los
niños bien educados empezaban a portarse como salvajes, igual que mis alumnos.

Las mujeres que lavaban en la orilla, a las que tenía por mis amigas, volvían la
cabeza al verme

—puede que prevenidas por mi tía

—, y a Lindiwe le hacían lo mismo. Creo que sentían una mezcla de lo que había en
el colegio. Pensaban, como Silas, que las había traicionado

—y sobre todo había traicionado a mi tía

— al no decir que esperaba un hijo mulato. Otras hacían como Veronica y Mildred,
no se atrevían a condenarme abiertamente, pero evitaban mirarme a los ojos y buscaban una
piedra que estuviera bien apartada de mí, y algunas no volvieron a dirigirme la palabra.
Esos cantos suyos que tanto me gustaban ahora sólo los oía de lejos.

Lindiwe les aseguró que no me acercaría a ellas cuando estuvieran lavando. Yo sabía
que Lindiwe estaba preocupada, y al final de cada día le preguntaba si había tenido trabajo
suficiente y si quería que me marchara.

—Quédate

—me decía con un suspiro cansado. Se acostaba en la cama y cerraba los ojos un
rato antes de cenar cualquier cosa

—. Ya se arreglará

—. Entre los clientes que siguieron siendo fieles y el dinero que yo le daba por el
alquiler

—le pagaba con gusto más que a mi tía

—, Lindiwe iba tirando, y al cabo de un tiempo la dejaron en paz, aunque yo nunca


era bien recibida en la orilla del río.

Otros también me daban la espalda igual que las lavanderas. No volvieron a


invitarme a la iglesia del koppie, donde el aire se llevaba los cánticos vibrantes por encima
de las piedras pulidas hasta muy dentro del Karoo. Ahora podía ir a la iglesia del St. James,
que tenía un coro bien disciplinado y una cruz tallada sobre el púlpito, pero echaba de
menos aquellos domingos al aire libre, incluso al sacerdote que hablaba de una guerra de
liberación, y los alegres cantos con que respondía la congregación. Cuando entonaba con
ellos esos himnos grandiosos, sentía que formaba parte de una familia. No había vuelto a
tener esa sensación de pertenencia y de libertad desde que me fui de Cradock House,
aunque a veces me asustaban las cosas que decían.

Esa sensación de pertenencia era en realidad una vía de escape. Cuando cantaba, me
elevaba por encima del poblado, me sentía libre para deambular por el veld con la
imaginación, y todo era exactamente como me lo imaginaba cuando me subía al baúl de los
juguetes del señorito Phil para mirar por la ventana. Veía la tierra marrón del desierto que
se extendía hasta las montañas cubiertas de nieve en invierno, y podía seguir el rastro de los
arroyos brillantes que alimentaban el Groot Vis. A veces llegaba a un desierto más lejano y
veía al señorito debajo de las palmeras, en un oasis. Pertenecer a un sitio, a un grupo, y al
mismo tiempo estar sola bajo un cielo perfecto me parecía un regalo de Dios. ¿Sería un
regalo para sustituir la casa y el jardín de mi niñez? ¿Un regalo para sustituir a las personas
que antes eran mi horizonte?

Cuando añoraba esa sensación de pertenencia y soledad, me ataba a Dawn a la


espalda y echaba a andar por el poblado hasta donde el cielo se encontraba con la tierra,
disfrutando del placer de estar sola y al mismo tiempo en compañía de los pájaros y los
animales pequeños que se escabullían al vernos. Cuando el sol estaba más alto, me sentaba
con mi hija a la sombra de un espino y le hablaba del otro espino que conocí de pequeña.
Allí el aire no temblaba con los cánticos de la iglesia al aire libre sino con el calor del veld,
que se extendía como un espejismo.

—Mira, Dawn

—le decía, señalando a lo lejos

—, la tierra se está derritiendo.

En el nuevo poblado aprendí que a veces era imposible huir. Aprendí que a veces la
violencia tenía que encontrarse con la violencia. No estoy orgullosa de haberlo aprendido, y
habría preferido no llegar a saberlo, porque, una vez que se tiene ese conocimiento, es
posible llegar a utilizarlo sin razón. No sé qué pensaba Dios de eso. Aunque tampoco sé qué
pensaba de la crueldad de los policías blancos que patrullaban por nuestras calles.

Este conocimiento afectaba principalmente a los hombres. Aprendí a tener mucho


cuidado con ellos. Evitaba las calles donde vivían hombres que, al ver el color de la piel de
mi hija, pensaban que me daba igual acostarme con cualquiera y que podía hacerlo por
dinero o si me amenazaban.

Cuando le confesé a Lindiwe mis temores, sacó una cosa de debajo de la cama. Era
el eje de una bicicleta, con la punta muy afilada. Yo no quería cogerlo.

—No

—dije en voz baja, horrorizada por la intención de aquella punta afilada que podía
hacer tanto daño.

—Así, Ada

—dijo Lindiwe sin hacerme caso. Y me enseñó a usarlo en la choza oscura


—. Lo clavas y empujas hacia el corazón.

—No puedo.

—Pues tienes que poder.

—Me lo dio

—. Cógelo. Yo tengo otro.

Al principio nunca lo llevaba. No me creía capaz de usarlo. Temía que Dios no me


perdonara si volvía a pecar, pero un día vi cómo se llevaban a una chica delante de mí y
volví corriendo a la choza para coger el eje de donde lo había escondido, debajo de la
manta en la que dormía.

Cuando vivía en Cradock House, nunca me imaginé que pudiera defenderme de esa
manera; sin embargo, ahora que llevaba a mi hija en la espalda, sabía que no dudaría en
usarlo si llegaba el momento.

Para las ocasiones en las que no hacía falta defenderse con el eje de una bicicleta
Lindiwe tenía contactos. Descubrí que esos contactos eran buenos para muchas cosas. El
panadero

—que no era como el viejo que les vendía el pan a mi tía y a Poppie

— también vendía leche, aunque a un precio que sólo nos permitía comprar una
botella a la semana. Eso significaba que la mitad de la semana podíamos tomar el té con un
poco de leche. Lindiwe conocía también a la mujer que colocaba la comida en los estantes
de N. C. Rogers, en Market Square. A veces le vendía un poco de maíz por menos de lo que
costaba en el spaza del poblado. Y, de vez en cuando, en el mismo paquete aparecía un poco
de azúcar. Lindiwe le prestaba un buen servicio a esta mujer lavándole la ropa.

Un día, Lindiwe me explicó que no hacía falta trabajar por dinero para ganarse la
vida. Bastaba con conocer a gente que tuviera cosas que querías y ofrecerles otras cosas o
algún servicio a cambio. Lo más difícil era decidir el valor del intercambio. ¿Cuántos
fardos de ropa tenía que lavar Lindiwe para conseguir dos kilos y medio de maíz y una lata
de té? Por lo visto en la tienda de Market Square también sobraba té.
Lindiwe tenía un hermano. Al principio yo no estaba segura de que hiciera nada de
provecho

—aparte de hablar

—, pero nunca venía con las manos vacías. De todos modos, cuando empezaba a
hablar te olvidabas de lo que había traído, y eso era muy raro en el poblado, donde todo lo
que venía de fuera costaba muy caro y se valoraba mucho más que las palabras.

—Éste es Jake

—me dijo Lindiwe una noche, cuando un joven bajito entró por la puerta mientras
estábamos practicando lectura. Se abrazaron y cuchichearon antes de que él me diera la
mano al estilo africano y mirase a Dawn, que estaba acostada en un cesto de ropa. Era unos
años mayor que Lindiwe y llevaba una chaqueta muy vieja y unos pantalones atados con
una cuerda. Tenía los mismos ojos curiosos y vivos de su hermana. Parecía que te veía por
dentro, como ella.

—Lindiwe me ha dicho que eres profesora. Tiene que ser muy duro

—dijo, fijándose en la cara pálida de Dawn, que asomaba por encima de la manta.

—Sí. Algunos profesores lo comprenden, pero otros quieren que me vaya.

—Me sorprendió oírme hablar de una cosa tan importante con un desconocido, pero
es que Jake era así. No perdía el tiempo con cosas a las que otros dedicaban muchas horas,
y hablaba de una forma que daba confianza.

—¿Qué piensas hacer?

—preguntó, como si nos conociéramos de toda la vida, cuando apenas llevábamos


unos minutos hablando en la choza de su hermana.

—Quedarme

—dije. Y me tranquilizó la seguridad con que contesté


—. Mientras me dejen. Les gusta cómo enseño, y puedo sustituir a otros profesores
cuando faltan. Nuestro colegio no es tan grande como el St. James.

—Eres de fiar. Necesitamos gente como tú.

—Miró a Lindiwe y le dio una bolsa de papel que llevaba en el bolsillo. Lindiwe
abrió la bolsa muy deprisa, con mucha avidez, como la señora cuando se ponía a tocar el
piano antes de que el señorito Phil se fuera a la guerra.

—¿De dónde lo has sacado?

—preguntó. Se quedó boquiabierta y me enseñó cuatro salchichas en el fondo de la


bolsa. Las olisqueó

—: ¡Y están frescas!

Jake sonrió y Lindiwe lo miró con recelo.

—Me las he encontrado

—dijo con una mueca

—. Sobraban en la carnicería.

—¿En la carnicería de Church Street?

—se me escapó sin querer. Los ojos vivos de Lindiwe y de su hermano se volvieron
a mí. Lindiwe creía que yo era de KwaZakhele. Siempre le había dicho que no conocía bien
Cradock.

—Pasé una vez por allí

—dije, encogiéndome de hombros

—. Cuando llegué de KwaZakhele.


Era una mentirijilla sin importancia, como la que le conté a mi tía cuando le dije que
me había cansado de trabajar en la otra orilla del Groot Vis. O como cuando le di un
nombre falso al señor Dumise. Era otra mentira para protegerme a mí y también para
proteger a los señores, ahora que la ley podía mandarnos a la cárcel.

—Es un buen carnicero

—dijo Jake, mirándome con atención

—. Ese hombre blanco cobra un precio justo.

Yo notaba que se hacían preguntas sobre el padre de mi hija, como el señor Dumise
y como todas las personas que me conocían. Cualquier hombre blanco, incluso un
carnicero, era un posible padre. Quería decir: No es lo que estáis pensando. ¡Ni siquiera
conozco a ese carnicero! Cuando preguntaba por Jacob Mfengu

—el que podía haberse casado conmigo

—, siempre preguntaba por el chico negro que ayudaba al carnicero. Ni siquiera me


acordaba de cómo era el dueño.

—¿Ada?

—Lindiwe notó mi pánico y me puso una mano en el brazo

—. ¿Hacemos las salchichas y nos las comemos con Jake?

—Sí.

—Me levanté corriendo a encender el hornillo

—. Sí, ya las hago yo mientras vosotros habláis.

Incluso con Lindiwe, que seguía siendo mi amiga, que nos había acogido en su
choza a Dawn y a mí y compartía su vida con nosotras, incluso con ella tenía que tener
cuidado con lo que decía. Si se me escapaba una sola palabra de mi vida anterior, podían
descubrirme en cualquier momento, y descubrir la vergüenza que llevaba conmigo.

Las salchichas empezaron a chisporrotear en la sartén y a soltar gotas de grasa


brillante. Calenté un poco de maíz que había sobrado, para que se tostara con el jugo de las
salchichas. Lindiwe y Jake hablaban en voz baja a la luz de la vela, aunque a veces se
acaloraban. Vi que ella negaba con la cabeza a algo que él había dicho. Me acordé de las
palabras de Jake: que yo era «de fiar» y que «necesitamos» gente de fiar. Normalmente
entendía lo que querían decir los negros. Nunca usaban palabras con distintos significados.
Pero Jake no se refería a mí como profesora cuando dijo eso. Hablaba de otra cosa, de algo
que no tenía nada que ver con mi trabajo, de algo oculto que llevaba a los hombres como él
a planear en secreto lo que ellos llamaban «una revolución».

Yo había oído esta palabra por primera vez cuando me fui a vivir al poblado de
Lindiwe, y un día la busqué en el diccionario del colegio: estaba relacionada con la
liberación. La liberación, según el sacerdote de la iglesia al aire libre, llegaría cuando
hubiésemos pasado la prueba de fuego y encontrásemos la libertad. Yo sabía que la
liberación no siempre significaba paz, y entonces descubrí que la revolución estaba más
segura de sí misma. La revolución era la liberación con sangre. No se conformaba con
hacer las cosas a medias ni se preocupaba por lo que ocurriese después.

—Ten cuidado

—dijo Lindiwe cuando su hermano ya se marchaba.

—Buena suerte, Ada

—me dijo Jake. Volvió a darme la mano al estilo africano

—: Volveremos a vernos.

—Y abrazó a Lindiwe.

—Ten cuidado

—repitió ella. Y se quedó mirándolo mientras salía por la puerta y se fundía en la


oscuridad de las calles. Jake siempre era muy silencioso. Nunca se le oía llegar, y se perdía
de vista en cuanto salía de la choza. Pensé si había sido él quien le enseñó a Lindiwe a usar
un eje de bicicleta.

Capítulo veintinueve
Soy la chica negra que tiene una hija mulata. Todos me conocen, a pesar de que
acabo de llegar. Sin embargo, me siento muy sola. Sé que esta soledad no se presenta
cuando uno tiene un futuro por delante. Me levantaba a media noche para darle el pecho a
Dawn y el vacío me absorbía en la oscuridad de la choza. ¡Ojalá pudiera curar mis heridas,
ojalá pudiera hablar con alguien del señorito Phil y de lo que podría haber pasado si yo
hubiera sabido ver que su amor por mí no era el de un hermano por su hermana...!

La soledad sólo se alejaba cuando tocaba el piano y me dejaba llevar por la música.
Era una soledad muy cruel: me esperaba agazapada en cualquier rincón y me tendía
trampas que me obligaban a recordar el pasado. La melodía del Bach del poblado se
transformaba en el ulular de una lechuza cerca de la ventana del señorito Phil, o en la dulce
voz de soprano de la señora cuando entonaba las notas para que yo las buscara en el piano.
Cuando iba a pasear con Dawn entre los matorrales del Karoo, en vez de las plantas que se
arrastraban por el suelo veía las rosas favoritas de la señora en un jarrón, encima del
tocador, y sentía su fragancia con la misma claridad con la que leía las páginas de su libro
especial. Los recuerdos nunca desaparecen, sólo se esconden y regresan multiplicados
cuando menos te lo esperas, tan frescos como la primera vez y mucho más intensos.

Además, no soy de aquí, y el que no es de un sitio puede ser utilizado por los que sí
lo son. El que ha tenido que abandonar su lugar en el mundo, el que ha pecado contra los
suyos, tiene que estar preparado para resistir los ataques de los demás. Tiene que estar
preparado para que los demás lo utilicen para sus propios fines y sus propias causas. Eso
fue lo que pasó con la protesta por el asunto de los pases. En las calles de Cradock sólo me
habían pedido el pase en dos ocasiones, pero en Johannesburgo, a lo mejor por el oro que
había escondido en la tierra, lo pedían a todas horas. Tal vez tuviera alguna relación con el
dinero. Tal vez los blancos creían que en Johannesburgo no había oro suficiente y por eso
querían echar a los negros, para quedarse con todas las riquezas. Tal vez los pases fueran
sólo una excusa. Tal vez las riquezas de la tierra fueran sólo para el futuro de los blancos.

El caso es que yo estaba muy preocupada por los pases: no tenía un pase a nombre
de Mary Hanembe, y el que llevaba mi nombre real no habían vuelto a sellarlo desde que
me fui de Cradock House. En las calles del poblado de Lindiwe había más policía. Más
policía con poca paciencia y perros que enseñaban los dientes. Más policía para pedirte el
pase y meterte en la cárcel si no lo tenías o no estaba sellado.

Silas quería organizar una protesta contra los pases.

—Iremos andando desde el colegio, cruzaremos el Groot Vis y subiremos por


Church Street hasta el Ayuntamiento

—anunció a la hora del té, moviendo mucho los brazos

—. ¡Demostraremos la fuerza numérica! Los profesores del St. James se unirán a


nosotros... y el coro también nos acompañará.
¡El Ayuntamiento! ¡El parque Karoo, donde yo me sentaba en un banco al lado de
los aloes para calentarme los pies al sol! Eso estaba muy lejos y habría muchos ojos
observándonos.

—¿Y qué pasará cuando lleguemos al Ayuntamiento?

—preguntó otro profesor.

—Entregaremos una queja para que sepan que odiamos el dompas, y volveremos
por el mismo camino

—contestó Silas, mirándonos a todos con determinación. El profesor al que le


gustaba el jazz levantó el puño, como hacía la congregación de la iglesia al aire libre, y el
señor Dumise frunció el ceño.

—¿Tú qué dices, Mary?

—me preguntó Silas, en un tono muy amable

—. ¿Estás con nosotros en esto?

Todos se volvieron a mirarme.

Quise decir que la cuestión no era si estaba o no estaba con ellos; la cuestión era
encontrar una excusa para expulsarme. La cuestión era demostrar que yo no era parte del
colegio, y nunca lo sería. No tenía nada que ver con los pases: Silas quería castigarme por
haberme acostado con un blanco.

Esperó mi respuesta, como hacen los enemigos, con una sonrisa en los labios.

—Cada cual puede tomar su propia decisión

—dijo el señor Dumise, sin alterarse pero con firmeza, desde el rincón donde estaba
la tetera

—. Es un asunto personal.
—En ese caso, oigamos la opinión personal de Mary

—insistió Silas, levantando la voz.

Algunos de mis compañeros se dieron cuenta de que Silas estaba llevando la


situación a un punto que no tenía nada que ver con los pases. No agaches la cabeza, me dije
con severidad, recordando las palabras de Lindiwe. Si no agachas la cabeza, aprenderán a
respetarte.

—No quiero poner a mi hija en peligro

—contesté, intentando que no me temblara la voz.

Silas pareció dudar unos momentos, pero luego dio media vuelta, enfadado, y pidió
que los que estuvieran a favor levantaran la mano. Se levantaron algunas manos, aunque
con pocas ganas.

—Da igual

—dijo en tono desafiante, y se puso a dar palmaditas en la espalda al amante del jazz
y a los otros pocos que se habían sumado

—. Iremos de todos modos. ¡Y demostraremos a los del St. James que estamos
unidos!

Miré al señor Dumise. Church Street y Market Square eran una frontera que yo no
me atrevía a cruzar.

Terminé las clases poco después de esta reunión. Eché a andar por las calles
abarrotadas, como siempre, y crucé el río por el vado de Cross Street, sintiendo el agua
fresca en los pies.

—¿Ada?

—Un chico bajito que salió de la sombra de unas mimosas apareció de pronto a mi
lado. Se me acercó por detrás. Era Jake, el hermano de Lindiwe

—. ¿Qué han decidido?

—me susurró al oído, rozándome el brazo con la chaqueta áspera.


—¿Qué quieres decir?

—En la reunión de profesores. ¿Qué han decidido?

—Dawn se rebulló en mi espalda al oír la voz de Jake. Lo quería mucho, porque la


columpiaba por encima de la cabeza y a veces le traía un juguete de madera que él mismo
había tallado. Dawn no era la única a la que Jake trataba bien. A veces también me traía una
manzana o el periódico más reciente.

—¿Cómo sabes que ha habido una reunión?

—Me paré en seco. Jake siguió andando entre la multitud y tiró de mí para que lo
siguiera.

—¿Qué han decidido?

—repitió, cuando seguí andando.

—No había muchos a favor.

—Me volví a mirarlo, y ya no estaba. Se lo había tragado la tierra. Me dio pena que
no se quedara conmigo para hablar de cosas normales. Me gustaba Jake, y creo que yo
también le gustaba.

Seguí adelante, sin dejar de pensar en los pases, en la división entre los profesores y
en Jake, que se enteraba de los asuntos de los demás antes que ellos mismos. La madre de
uno de mis alumnos me saludó con la cabeza. Contesté con una sonrisa. Cada vez había
más gente que me reconocía y me saludaba. Yo agradecía mucho un leve asentimiento de
cabeza o una media sonrisa, aunque nunca se paraban a hablar conmigo.

Era sólo el principio. Algún día me reconocerían por lo que era. Algún día se
olvidarían del color de la piel de mi hija. Si Dios Padre no era capaz de conseguirlo, estaba
dispuesta a conseguirlo por mis propios medios.

*
Dawn se puso enferma y dejó de mamar. No le pasó lo mismo que al señorito Phil,
cuando se dio un atracón de albaricoques en el jardín. Lo de Dawn era distinto: tosía, no
paraba de revolverse en el cesto de la ropa y tenía las mejillas rojas. La cogí en brazos y fui
corriendo a casa del médico. Ni siquiera me molesté en quitarme los zapatos para cruzar el
río. Oí que alguien me llamaba por mi nombre en la orilla, un poco más arriba, y me
llegaron las voces de las lavanderas que cantaban a lo lejos.

—¡Por favor!

—Aparté a la gente que estaba en la cola para acercarme al médico, que estaba
atendiendo a un hombre muy mayor

—. ¡Por favor, ayúdeme!

Asintió con la cabeza y me indicó que me sentara en el suelo, al lado de otras


mujeres con niños pequeños. Me apretujé en un hueco. Dawn no paraba de llorar y de toser
y le ardía todo el cuerpo. Tenía los zapatos encharcados de agua. Las mujeres me miraban y
miraban la piel de Dawn, pero no decían nada, por compasión hacia la niña. ¡Ojalá pudiera
irme a cualquier parte donde no tuviera que pedir disculpas por mi hija, por mí!

El médico fue muy bueno con Dawn. Sacó el mismo círculo de metal que usaba el
doctor Wilmott cuando iba a ver al señorito Phil. Le miró la boca y me acordé de la
enfermedad que llegó después de la sequía, cuando la garganta se ponía blanca y la gente se
moría, y recé a Dios para que no castigara a Dawn por mis pecados.

—¿Tienes dinero?

—me preguntó el médico cuando terminó de examinarla, estirándose el chaleco.

—¿Por qué lo pregunta, señor?

—Necesita un medicamento especial. Yo no lo tengo, pero puedo escribir una nota


para que te lo den en la farmacia del pueblo. Eso sí, costará dinero.
—¿No puede darle otra cosa?

—Necesita algo más fuerte.

Dawn seguía tosiendo, sacudía el pecho y lloraba a lágrima viva. Las mujeres
empezaron a cuchichear y a mover la cabeza. Otros pacientes se asomaron a la puerta.

—Escríbame esa nota

—dije, aguantando las ganas de llorar

—. Conseguiré el dinero.

Me puso a la niña en brazos y empezó a escribir.

—¿Me darán la medicina si ven que la niña y yo no somos del mismo color?

La gente se quedó pasmada, pero el médico me puso una mano en el hombro


mientras me daba el papel.

—Te la darán. Sé valiente. El siguiente, por favor.

Eché a correr por las calles polvorientas y volví a cruzar el Groot Vis. Un poco más
arriba del vado, el río se estrechaba y formaba un canal marrón entre pequeñas charcas.
Notaba el calor del cuerpo de Dawn en mi espalda y tenía que abrirme camino a codazos
entre la gente y las cabras, y entre mujeres como Lindiwe, con fardos en la cabeza o en los
hombros. Algunos protestaban y me gritaban, pero no hice caso a nadie. Llegué a la choza
de Lindiwe y dejé a Dawn en el suelo. Abrí mi maleta y cogí todo el dinero que tenía
escondido en el fondo: el dinero de mi sueldo, que estaba guardando para comprarle a mi
hija unos zapatos cuando los necesitara, o para comprarme una bata nueva, o para pagar a
Lindiwe si su negocio se resentía por mi culpa. Dawn seguía llorando, me temblaban las
manos y me daba mucho miedo ir a la farmacia: alguien podía verme o el dueño podía
negarse a prepararme la medicina cuando nos viera.

Cogí una tela de la colada de Lindiwe para hacerme un turbante y me cubrí la frente
y parte de las mejillas. Le tapé a Dawn la cara con un pañal y salí corriendo por Bree Street,
pasé por delante de la iglesia a la que iban los señores y llegué a la esquina de Church
Street, donde Bree cambiaba de nombre y pasaba a llamarse Dundas Street. Estábamos
expuestas a la vista de todo el mundo. Había pasado más de un año desde que me fui de
Cradock House. A la izquierda, en la orilla del río, las mimosas y los eucaliptos seguían
buscando el agua, como aquel día en que estuve paseando con el señorito Phil. Un poco
más abajo, el puente de hierro temblaba con el paso de los coches que iban y venían de la
estación y el paso más tranquilo de los negros cargados con maletas y niños a la espalda,
igual que entonces. Agaché la cabeza y apreté a mi hija con fuerza. Dawn no paraba de
llorar, y la gente, blanca y negra, nos miraba y cuchicheaba. ¿Llegarían los gritos de la niña
hasta Cradock House y nos delatarían? Por favor, suplicaba para mis adentros, por favor,
que nadie me reconozca. Por favor, que el señor y la señora estén en casa, que el señor esté
en el despacho leyendo el periódico y la señora esté tocando el piano y no lo oiga...

La farmacia era la misma en que la señorita Rose se había comprado un pintalabios


rojo antes de irse a Johannesburgo y buscarse problemas. Ahora tenía una puerta distinta
para los negros, y dos mujeres que estaban esperando se asustaron al oír la tos de Dawn y
me dejaron pasar antes que ellas. Esa puerta podía salvarme, porque daba a una sala
separada del resto de la farmacia por una ventana pequeña que comunicaba con el cuarto
donde el farmacéutico preparaba las medicinas. Ningún blanco podía verme desde la zona
principal.

Pasó un buen rato antes de que un señor se asomara a la ventana. Llevaba una bata
blanca. Me acordaba de él, porque la señora me envió un día a recoger un paquete para ella.
Estoy segura de que no me reconoció. Tenía una cara muy expresiva, una cara en la que se
reflejaba exactamente lo que estaba pensando, como la de Lindiwe, que siempre
demostraba interés, o la del señorito Phil, donde se reflejaban el amor y la guerra.

—¿Sí?

Le di la nota del médico y se fijó en el bulto que llevaba en los brazos, envuelto en
una manta, que era Dawn tosiendo. No podía verle la cara tapada con el pañal.

—¿Tienes dinero?

Me saqué del bolsillo de la bata todas las monedas que tenía y las dejé en el
mostrador que había debajo de la ventana. Algunas estaban muy viejas y me preocupó que
las monedas pudieran gastarse y no quisiera darme la medicina.

—Espero que sea suficiente, señor

—dije, procurando que no me temblara la voz y las manos


—. Es todo lo que tengo.

No las contó, pero echó un vistazo al montón y me miró.

—Será suficiente. Siéntate mientras lo preparo

—dijo, señalando una silla que había en un rincón.

Volvió con un frasco y una cuchara. Me explicó que tenía que darle a Dawn una
cucharada por la mañana, otra a mediodía y otra por la noche, hasta terminar el frasco.

—Si no le das el frasco entero volverá a ponerse enferma

—me advirtió. Luego dijo que iba a darle a la niña otra medicina en el momento,
para ayudarla hasta que la primera empezase a hacer efecto.

—¿Por el mismo dinero?

—pregunté.

—Sí. Por el mismo dinero. Desenvuelve a la niña.

Lo miré fijamente. ¿Desenvolver a la niña? Le vería la cara, y entonces descubriría


mi vergüenza y a lo mejor se negaba a darnos la medicina.

—Señor

—dije, mientras apartaba despacio el pañal de la cara de Dawn y desenvolvía la


manta que le cubría el cuerpo ardiendo

—, la niña es inocente.

El farmacéutico estaba a un lado de la ventana y yo al otro, con mi hija mulata en


brazos. Dawn había perdido peso y casi no tenía fuerza para patalear. Miró a la niña, me
miró a mí y llenó la cuchara con un líquido rojo de un frasco grande que tenía en un estante.
—Esto le bajará la fiebre

—dijo en voz baja, como el señorito Phil cuando hablaba en la oscuridad de su


dormitorio

—. La tranquilizará para que la otra medicina pueda hacer su trabajo.

Se inclinó hacia delante y acerqué a la niña. Le dio el líquido con mucho cuidado,
poco a poco, dejándola tragar entre cucharada y cucharada. Yo le acariciaba los brazos y le
hablaba al oído, y ella miraba atentamente la cuchara con sus ojos azules cuando el
farmacéutico se la acercaba a la boca. Había dejado de llorar, pero seguía teniendo la
respiración muy alterada. El farmacéutico agitó el frasco de la otra medicina y le dio una
cucharada.

—Escucha con atención

—dijo

—. Tienes que darle una cucharada esta noche.

—Sí, señor. Y después tres veces al día, hasta que se termine el frasco.

Cerró el tapón y fue a lavar la cuchara en un lavabo. Guardó el frasco y la cuchara


en una bolsa de papel y me la dio.

—Hablas muy bien inglés

—dijo, igual que el señor Dumise cuando fui a pedir trabajo.

Aparté los ojos de él y miré a mi hija. No quería decir dónde lo había aprendido.
Dawn estaba más tranquila. Ya no tenía los ojos lechosos, como cuando nació, sino azules y
claros. Tenía los ojos del señorito Phil. Y entonces caí en la cuenta de que eran los ojos de
su padre cuando era joven.

—Le agradezco mucho su ayuda, señor. ¿Necesita todo el dinero?


—Las monedas seguían encima del mostrador. El farmacéutico separó unas cuantas.

—No. Sobra un poco.

Miré cuánto había dejado. Se había quedado con las monedas de menor valor. Lo
miré y comprendí que lo sabía. Sabía que esa niña era hija de alguno de sus clientes, de
alguien a quien conocía, de una casa en la que yo había aprendido a hablar inglés, de una
familia de la que había huido. Y también sabía que aquel dinero era todo lo que yo tenía en
el mundo.

—Gracias, señor.

—La niña se pondrá bien en unos días

—dijo, observándome con curiosidad.

Sentí sus ojos en la nuca cuando me marchaba, como los ojos de la congregación
cuando me senté en el primer banco de la iglesia con los señores, el día del funeral del
señorito Phil. Pero los ojos del farmacéutico eran más bondadosos. Aunque había visto mi
pecado, no me condenaba.

Capítulo treinta

¿Fue algo más lo que salvó a Dawn de la enfermedad y a mí de que alguien me viera
en el pueblo? ¿Algo más que la buena suerte y esa medicina tan poderosa? El sacerdote del
koppie siempre decía que Dios tenía un plan para todos nosotros, por mucho que lo
decepcionáramos. A veces casi me parecía verlo, como el espejismo que formaba el calor
en el veld a mediodía y que yo le enseñaba a mi hija. Aunque había pecado, Dios seguía
cuidando de mí y me protegía especialmente gracias a Dawn. Su supervivencia dependía de
la mía. ¿Sería ése el plan de Dios para mí? Cuando Dawn mejoró, volví a atármela a la
espalda, crucé el río por el vado y di las gracias de poder volver al piano, que era mi
refugio, y con mis alumnos, que se habían perdido su ración diaria de jiva y de Beethoven.

Los días iban cobrando poco a poco un ritmo más estable, aunque enloquecido.
Procuraba quedarme con lo bueno y alejarme de lo malo todo lo posible, porque el
apartheid estaba envenenando a la gente en los poblados, y los hombres de las dos orillas
del río hacían cosas que Dios seguramente no veía con buenos ojos. La situación empezaba
a parecerse a una guerra y, como en todas las guerras, había escasez de amor y de comida,
pero no de humo y de sangre, y había amigos que podían convertirse en enemigos. A veces
me parecía ver a Jake entre los jóvenes que lanzaban piedras a la policía, o entre las
sombras, en la puerta de la cervecería, o con otros grupos de hombres mayores alrededor de
una hoguera, de noche. Yo nunca lo llamaba y él no parecía verme, aunque a la luz del día
aparecía a mi lado de repente, cerca del Groot Vis, y empezaba a hacer muecas para que
Dawn se riera mientras el río nos acariciaba los pies. Eso era el futuro: las calles peligrosas
que me llevaban de la choza al colegio y del colegio a la choza, y la melodía desafinada del
Bach del poblado que me acompañaba a todas partes. Era un futuro desordenado y lleno de
vida, y tenía que alcanzarlo para que el plan de Dios funcionase. Dios me ofrecía ese
regalo, pero tenía que estar alerta en todo momento para proteger la vida de mi hija. Los
problemas acechaban por todas partes y sólo podían evitarse si se veía venir a tiempo la
amenaza: con una mano en el hombro de Dawn y la otra en el bolsillo, sujetando el eje de la
bicicleta y atenta a cualquier movimiento inesperado. Me avergüenza decir que no siempre
me resultaba fácil considerarlo un regalo.

Así, me apartaba de las cosas que hacían los hombres como Jake y Silas, que no
querían sólo la liberación sino también la revolución. No había sitio para mí en esa guerra
si tenía que servir a Dios protegiendo a mi hija. Empecé a ahorrar unas monedas de mi
sueldo para poder comprarle unos zapatos a Dawn, que estaba empezando a andar, aunque
mi tarea más urgente era enseñarle a estarse quieta mientras yo tocaba el piano en la
asamblea.

—Hoy es un día especial

—anunció el señor Dumise una mañana, meses después de que Dawn cayera
enferma. Los profesores, en el escenario, se hicieron señas con la cabeza y se inclinaron a
mirar por detrás de las cortinas.

Las ventanas del salón de actos estaban abiertas, y a los gritos familiares de la calle
se sumó el mugido de una vaca. Había algunas vacas en el poblado, traídas con mucho
esfuerzo por los trabajadores de las granjas, pero les costaba mucho sobrevivir con los
hierbajos que crecían entre los matorrales y enseguida se morían.

—De vez en cuando recibimos dinero para libros de personas generosas que nos
apoyan. Hoy es uno de esos días.

El director levantó una mano para interrumpir los aplausos de entusiasmo. Yo me


llevé un dedo a los labios para que Dawn se callara. Le encantaba aplaudir con los niños.
Me miró con sus grandes ojos azules y se metió el pulgar en la boca.
—Tenemos el honor de recibir a la persona que ha hecho este donativo

—dijo el señor Dumise.

Se apartó para dar paso a alguien. El señor Dumise era muy bueno en ese sentido.
Invitaba a muchas personas al colegio, sin hacer caso de las protestas de Silas, que estaba
convencido de que para cubrir nuestras necesidades era mejor exigir y hacer ruido que
persuadir en silencio. El señor Dumise decía que lo importante era construir un «perfil». Yo
había buscado la palabra en el diccionario, pero se usaba sobre todo para referirse a un
rostro visto de lado. Me pareció un buen ejemplo para añadirlo a la lista de palabras que
cambiaban de significado que estaba haciendo con Lindiwe.

Miré hacia el escenario.

Lo primero que vi fue el vestido de color crema, después los brazos finos y las
manos fuertes que tan bien recordaba, y el pelo castaño recogido en un moño. La señora,
alta y elegante, sonreía a los niños delante de las cortinas rojas. El señor Dumise siguió
hablando y hubo más aplausos. Me agaché corriendo y escondí a Dawn entre las patas del
taburete.

¡Señora, por favor, no mire hacia aquí! ¡No me vea! ¡No vea a la niña! ¡No me
ponga otra vez delante de Cradock House!

—¡Señorita Hanembe! ¡Señorita Hanembe! ¡La marcha!

Clavé los ojos en el piano. Tenía los dedos agarrotados y duros como las teclas de
marfil sucias. El intento de dar un ritmo estable a mi vida y a la de mi hija, que tanto me
estaba costando, la frágil esperanza de un futuro y también mis mentiras estaban a punto de
venirse abajo.

Pero no podía derrumbarme delante del señor Dumise y de los demás profesores.

Y tampoco delante de la señora.

Tenía que endurecer mi corazón una vez más, esconder mis sentimientos, esconder
todo lo posible. Busqué la melodía en mi cabeza y di una orden a los dedos paralizados. El
piano me obedeció y derramó su música. Los niños salieron del salón desfilando, seguidos
por los profesores. Sin levantar la cabeza, toqué la Polonesa militar de Chopin, y aunque las
lágrimas me cegaban los ojos, los dedos sabían lo que tenían que hacer. Repetí la marcha
varias veces, hasta que las notas resonaron en el salón vacío.

—¿Ada?
—Pronunció mi nombre entre la música.

Dejé de tocar y levanté la cabeza. La señora estaba en el escenario, con el señor


Dumise. Los zapatos de piel, del mismo color que su vestido, tenían un cerco de polvo,
porque había cruzado el patio del colegio andando. Necesitaría limpiarlos con betún.

Abrió los brazos:

—Querida Ada.

El señor Dumise nos miró, y por la cara que puso supe que lo entendía todo, aunque
vi en sus ojos algo más, algo que no conseguí leer. Sin decir nada, dio media vuelta y nos
dejó a solas.

Me levanté del taburete y me acerqué a la señora, que me abrazó igual que el día en
que murió mi madre y el médico le cerró los ojos. Noté el olor a flores de su piel, mezclado
con el olor a moho de las cortinas, y sentí la caricia de su vestido.

—¿Por qué, Ada, por qué? ¿Por qué te fuiste?

—Se echó a reír entre las lágrimas. Aún no había visto a Dawn. Aún no sabía que su
marido había pecado y que yo había pecado

—. ¡No sabes cuánto te hemos echado de menos!

Yo no encontraba las palabras. Siempre me gustaba preparar las frases para los
momentos importantes, como cuando fui a pedirle trabajo al señor Dumise, pero a veces me
olvidaba de lo que había preparado y hablaba más de la cuenta. Ese día, en presencia de la
señora, al ver que me miraba con tanto cariño y tanto alivio, me quedé muda.

—¿Mamá?

Fue Dawn quien encontró las palabras.

Fue ella quien le dijo a la señora lo que aún no sabía.

Salió de debajo del taburete del piano y se puso de pie con su piel pálida y los ojos
azules de su padre, grandes e interrogantes.

Miré a la señora.

Se le escapó un grito ahogado. Vi su expresión, primero de sorpresa, luego de horror,


hasta que una oleada de comprensión pareció inundarlo todo, como las aguas del Groot Vis
cuando se desbordaba. Se puso colorada. Se volvió a mí y comprendí que estaba luchando
contra la temible verdad.

—Tiene que dejarnos

—me oí decir

—. Por favor, señora, tiene que dejarnos y no decir nada.

Era la primera vez que le hablaba a la señora como una mujer, no como una criada o
como una alumna. Y ella se dio cuenta.

—Pero, Ada...

—Es mejor así.

Estaba delante de mí y tuve la sensación de que se empequeñecía, como yo quería


empequeñecerme el día que nació mi hija y mi tía nos echó de casa. Vi cómo la espantosa
verdad se abría camino dentro de ella y le rogué a Dios que la protegiera, porque yo nunca
quise hacerle tanto daño.

Perdóname, Dios.

Perdóneme, señora, aunque sé que nunca podrá perdonarme.

¡Ojalá pudiera encontrar la manera de decir que lo hice porque era mi deber!

Me acerqué para cogerla del brazo

—nunca la había tocado así

— y ayudarla a sentarse en una de las sillas duras que había en el escenario. Se sentó
y juntó las manos en el regazo, con los nudillos blancos, como el día que el médico le dijo
al señorito Phil que ya no podía hacer nada más por él. Ya no tenía el pelo castaño: le
habían salido mechones plateados en las sienes, y llevaba en el pecho la insignia del
señorito. Dawn empezó a lloriquear.
—Tiene que irse a casa, señora

—le dije con urgencia, inclinándome sobre ella

—. Tiene que olvidarse de este día.

—También es tu casa

—me miró, llorando, con los ojos enrojecidos.

—Le doy las gracias por todo lo que me ha enseñado, pero estoy mejor aquí

—me tembló la voz al decir otra mentira.

Me aparté de la señora, a quien quería incluso más que a mi madre. Bajé las
escaleras con Dawn en brazos y salí por la puerta lateral.

Capítulo treinta y uno

La marcha hasta el Ayuntamiento se celebró cuando mi hija estaba enferma. Jake me


lo contó una noche que vino a vernos y trajo un huevo para Dawn.

—Ha sido sólo el principio

—dijo, encogiéndose de hombros

—. La próxima vez tenemos que organizarlo mejor.

—Le acarició la mejilla a la niña, que estaba dormida, me apretó la mano y se


marchó.

Dina me contó después que sólo habían participado la mitad de los profesores,
porque se oían sirenas al otro lado del río cuando llegó el momento de ponerse en camino.
Yo también las oí desde la choza de Lindiwe, mientras Dawn dormía gracias a la medicina,
que le estaba sentando bien. También oí alboroto cerca del colegio St. James, cuando la
policía dispersó a los manifestantes antes de que pudieran llegar siquiera a Bree Street. Y oí
chirriar las ruedas de los coches en la tierra y ladrar a los perros entre los cánticos valientes
que, al diluirse en el aire del Karoo, dejaron el poblado sumido en un silencio sofocante el
día entero.

—Y también vino el coro del St. James

—susurró Dina

—. La policía les cerró el paso y detuvo al director.

Algunos profesores de nuestro colegio abandonaron la marcha cuando el pequeño


grupo de Silas subía por Church Street.

—Íbamos deprisa, porque las calles estaban vacías

—dijo Dina

—, pero nos estaban esperando en el Ayuntamiento.

Silas tenía planeado pronunciar un discurso antes de entregar la queja, pero no pudo.
Un grupo de policías blancos bajaron de los furgones blandiendo las porras. Silas intentó
entrar en el Ayuntamiento, y no le dejaron. Entonces, los demás se asustaron y volvieron al
colegio corriendo. Sólo Silas y el profesor al que le gustaba el jazz hicieron el camino de
vuelta a paso normal, y Dina volvió con ellos.

Me contó que había muchos blancos mirando y gracias a eso la policía no llegó a
usar las armas. No la miré cuando dijo eso. Todo eso me daba igual. La señora me había
encontrado. Había visto a mi hija y mi vergüenza, y yo la había dejado sola en un salón de
actos vacío y polvoriento con unas cortinas llenas de moho. No estoy orgullosa de haberme
portado así, y me fui de allí llorando por dentro. Pero ¿qué podía hacer? Su dolor sería aún
mayor si llegara a saberse que su criada se había acostado con su marido y había tenido una
hija mulata con los ojos azules de su padre. Si a mi tía le horrorizaba pensar en tener en la
familia a alguien que no fuera negro, si la gente del poblado me daba la espalda, ¿no sería
todavía más difícil para la señora y sus amistades aceptar a una niña que no era blanca?
Dawn no era ni blanca ni negra, no le gustaba a nadie. Sólo podía estar a mi lado, y puede
que algún día me rechazara. Había cometido la estupidez de traer a una niña mulata a un
mundo donde la única alternativa posible era ser blanco o negro. En el mundo blanco,
Dawn era motivo suficiente para que el señor fuera a la cárcel. ¿Es que la señora no se daba
cuenta?

Si hacía lo que yo le había pedido, volver a casa y no decir nada, se libraría de esa
vergüenza. Hasta podía engañarse y convencerse de que todo había sido un sueño, o una
pesadilla, como el miedo que me daba a mí que el coche con ojos de animal nocturno
viniera a llevarse a mi hija. Podía hacer como si no me hubiese visto, como si no me
hubiera oído tocar el piano vertical con las teclas desafinadas, como si la niña mulata de
ojos azules no existiera. Podía buscar consuelo en Cradock House, que siempre seguiría en
pie. El albaricoquero que antes me llevaba en su savia seguiría floreciendo y dando fruta
para hacer mermelada, el granizo seguiría retumbando de vez en cuando en el tejado de
chapa roja, y la señora podría seguir tocando la música de Grieg y Debussy en su precioso
piano y vivir con el señor igual que siempre. Sólo su diario llegaría a saber la verdad.

He aprendido muchas cosas a lo largo de mi vida, pero muchas no las entiendo: las
heridas internas, un futuro que llega de repente y no puede comprarse, las palabras que al
agruparse cambian de significado, y los problemas que se van de un sitio pero buscan otro.
Me parece que todas estas cosas se concentran en un conocimiento o un desconocimiento
superior, y la gente que es más lista que yo a eso lo llama sabiduría. Mi poca sabiduría me
decía que la señora tenía que volver a Cradock House y yo a la choza de Lindiwe. No
podíamos hacer otra cosa.

Ha pasado un mes desde que encontré a Ada.

Han sido muchas las verdades que he tenido que aceptar y que negar hasta este
momento.

Algunas son tan duras que casi no me atrevo a escribirlas.

De todos modos, y es importante que lo diga desde el principio, creo que Ada ha
sido una víctima inocente. Edward la utilizó para su propio placer. Por eso insistía tanto en
que dejara de buscarla.

Y las consecuencias de sus actos están en los ojos de una niña inocente: unos ojos
que son los de Edward cuando era joven, y los de mi querido Phil, que ya no está conmigo.

Desde el día en que vi a Ada, he estado dando vueltas por la casa.

He soportado reuniones sociales.

He sido educada con Edward.

Le he escrito cartas alegres a Rosemary mientras pasaba su última crisis.

He tocado nuestro Zimmerman y he llorado al recordar los esfuerzos de Ada para


tocar la Polonesa militar de Chopin en un piano viejo y su habilidad para sustituir las teclas
defectuosas.

Y he ido a la biblioteca.

He consultado algunas leyes: la Ley de Inmoralidad y la Ley de los Matrimonios


Mixtos. Estoy descubriendo que mis temores de hace unos años, cuando me negaron una
plaza para Ada en el colegio de los niños, porque era negra, se han hecho realidad.

Hemos permitido crear una tierra dividida.

Y los cimientos de Cradock House se asientan en esa falla.

Capítulo treinta y dos

La señora vino una tarde en que hacía mucho calor.

Las letrinas apestaban, las moscas revoloteaban alrededor de la basura amontonada


en las calles y el calor azotaba el poblado como las olas. El Groot Vis traía muy poca agua
y las mujeres apenas podían lavar la ropa. Me imaginaba a los perros jadeando a la sombra
de los porches en las casas del pueblo.

Acababa de darle el pecho a Dawn y le estaba cantando Thula thu’ thula bhabha,
como me cantaba mi madre en nuestra kaia, debajo del espino raquítico. La niña estaba
sudando y la abaniqué con una tela antes de acostarla en la cama plegable. Había crecido
mucho y ya no cabía en el cesto de la ropa. De noche dormía en una caja de cartón que
encontré en el patio del colegio.

—¡Ada!

Una figura esbelta borró la luz del sol que daba en el suelo de barro. Me levanté de
un salto, horrorizada de que hubiese venido por esas calles peligrosas y abarrotadas de
gente. El señor no tendría que haberlo permitido.

—¡Ndwe!

—dijo Dawn, que no sabía decir el nombre de Lindiwe

—. ¡Ndwe!

La señora entró con cuidado. Llevaba un vestido verde claro, con la falda hasta los
pies, y un sombrero de paja de ala ancha, calado hasta las cejas para protegerse del sol. Se
quedó un momento desconcertada por la falta de espacio, sin saber cómo saludarme, porque
seguramente nunca había estado en una choza.
—¿Cómo nos ha encontrado?

—pregunté bruscamente, olvidándome de los buenos modales y sintiendo que se me


encogía el corazón, como cuando oía los pasos del señor en el pasillo delante de mi puerta

—. ¿Por qué ha vuelto?

Pero no contestó enseguida. Se quitó el sombrero y se abanicó un poco. Luego


volvió a mirar el poco espacio que quedaba entre las camas, el hornillo de parafina en el
rincón, la ventana torcida y el suelo de tierra, como si tomara conciencia de la estrechez de
la vida. Vi que buscaba una silla y, como no había ninguna, se recogió la falda y se sentó en
el borde de la cama como si fuera perfecta, como siempre lo estaba la suya en Cradock
House. Entonces sonrió a Dawn, que la miraba con curiosidad, con los ojos muy abiertos en
la penumbra de la choza. La niña estaba acostumbrada a que los demás tuvieran la piel más
oscura que ella y la única persona blanca a la que había visto era el farmacéutico que le
salvó la vida.

—Quiero pedirte que vuelvas a casa.

Por fin lo había dicho.

Me levanté para acercarme a la cama de Lindiwe. En ese momento deseaba que la


choza fuese más grande, porque me costaba mucho mentir estando tan cerca de ella.

—No puedo, señora

—empecé a decir. Dawn notó que pasaba algo, se puso a llorar y estiró los brazos
para que la cogiera. Estreché el cuerpo suave de mi hija, a la que tanto quería y de quien
esperaba que siguiera queriéndome después de descubrir el precio que tendría que pagar
por no tener la piel como la mía.

La señora nos miró, a mí y a la hija de su marido. Esta vez no tenía los ojos
enrojecidos, no lloraba, como cuando nos encontró en el colegio o como el día en que se
fue la señorita Rose o como el día en que murió el señorito Phil. Tal vez ya no le quedaban
más lágrimas.

—No quiero malentendidos entre nosotras, Ada


—dijo con voz tranquila, inclinándose para acariciar el piececito de Dawn

—, sólo aceptación para seguir adelante.

¿Y qué pasa con el perdón?, quise decir. ¿Podrá perdonarme algún día por hacer lo
que creía que era mi deber? Pero eso estaba fuera de lugar, eso era pedir demasiado.

—He pecado

—dije, sin atreverme a mirarla.

—No puedes llevar ese pecado tú sola

—contestó con firmeza

—. Mírame, Ada. Escúchame. El responsable es Edward. La niña y tú no tenéis por


qué sufrir solas y...

—miró la pobreza que nos rodeaba

—. No lo voy a permitir.

Sentí que las paredes de mi corazón, que llevaba tanto tiempo endureciendo,
empezaban a ablandarse, pero no podía acobardarme. Había más cosas que tener en cuenta,
aparte del pecado contra la señora.

—Es ilegal

—dije

—. El señor podría ir a la cárcel.

Vi que se sorprendía, que no esperaba que yo lo supiera, pero negó con la cabeza.

—No irá, si somos discretos. Esas leyes, en Cradock, no se aplican igual que en las
grandes ciudades.

—Hizo una pausa y me explicó


—: He estado indagando, Ada.

Me senté en la cama y nos quedamos calladas. Dawn empezó a patalear y la señora


se sobresaltó y estuvo a punto de levantarse al oír gritos en la calle. Se tocó la insignia que
llevaba en el pecho.

—Hay otras cosas, aparte de la ley

—me atreví a decir, sin hacer caso de los gritos. Nunca le había hablado así a la
señora. Desde que era profesora y vivía marginada en el poblado, había aprendido a ser
valiente. Además, no tenía nada que perder

—. ¿Qué pasará cuando sus amistades vean a la niña y sepan quién es su padre?

—Tomé aire para decir

—: La gente le dará la espalda, como me la han dado a mí. Hasta los que no me
conocen me dan la espalda.

Vi que dudaba por primera vez. Se pasó una mano por la frente y evitó mirarme a los
ojos. Hacía mucho calor. Notaba un hilillo de sudor en la espalda de Dawn, que estaba
sentada en mis rodillas.

—Si hacen eso

—murmuró, más para sus adentros que para mí

—, es que no son mis amigos.

—Pero ¡eso es muy duro!

—grité, para que lo entendiera. Y sentí que el aire cargado temblaba con mis
palabras

—. ¡Usted no sabe lo duro que es! ¡Le harán sentirse como una extraña en su propio
mundo y no se lo perdonarán nunca! ¿Y qué pasa con Dawn? No hay sitio para ella en
ninguna parte, pero en el poblado al menos hay otros mulatos...

Hice un esfuerzo para dejar de temblar. Dawn se estaba poniendo nerviosa, me miró
a los ojos y empezó a hacer pucheros.
—Ada, querida...

—Y viviré atemorizada por el señor

—dije en voz baja.

Ese miedo estaba ahí, escondido por todo lo demás. ¿Sería capaz de dormir en paz
debajo del mismo techo que él? ¿Lo sería la señora?

—¡Ada!

—dijo una voz alegre desde la puerta, y Lindiwe entró con un fardo de ropa al
hombro.

—Ay, disculpe, señora

—dijo, al ver a la señora, que se había levantado. Por la forma en que me miró
Lindiwe, supe que había adivinado quién era. Dejó el fardo encima de la cama. Yo no sabía
qué decir. Tenía que haberlas presentado, pero estaba tan nerviosa que no supe reaccionar.

—Cuánto me alegro de que seas amiga de Ada

—dijo la señora, viendo que yo estaba distraída, y le tendió la mano a Lindiwe

—. Tengo una deuda contigo que nunca podré pagarte. Y

—guardó silencio un momento y me miró

— quiero que me ayudes a convencer a Ada para que vuelva a trabajar en mi casa.

—Pero Ada ya tiene trabajo

—dijo Lindiwe rápidamente, mirándonos a las dos


—. Ada hace un trabajo muy importante enseñando. Tiene que transmitir su
inteligencia a los demás.

—Sí

—dijo la señora

—. Estoy de acuerdo. Ada tiene que seguir enseñando, pero puede vivir en Cradock
House. Allí estaría bien con la niña, a cambio de hacer algunas tareas domésticas en su
tiempo libre.

Lindiwe y yo la miramos asombradas. Vi que Lindiwe calculaba mi buena suerte: el


sueldo del colegio, comida y ropa para Dawn y para mí, libros para leer, un techo sin
goteras y agua corriente dentro de casa. Todo a cambio de un poco de trabajo en los ratos
libres.

Pero yo no pensaba en eso. Sólo pensaba en lo tranquila que era mi habitación. En el


olor a jazmín mientras tendía la ropa. En la compañía de la señora. En mamá y en el
señorito Phil, a quien sentía mucho más cerca dentro de Cradock House. Pensaba en la
música y en las nuevas melodías que me esperaban dentro del Zimmerman, y en las viejas
melodías familiares que volverían a llenar mi corazón.

Y pensaba también en la tentación. En lo difícil que era resistirse a la tentación de


saberse parte de algo.

Ese día, cuando se marchó la señora, fui al puente de hierro y estuve un rato allí,
erguida, sin esconderme de los coches y de las personas que pudieran reconocerme. Ya no
necesitaba seguir escondiéndome. Fui porque hacía más fresco que en la choza de Lindiwe
y porque me pareció que era allí donde tenía que ir. Me quedé en el centro del puente, con
el Cradock de los blancos a un lado, el de los negros al otro y el agua del Groot Vis

—como la piel de mi hija

— a mis pies.

¿Qué tengo que hacer, señorito Phil?, susurré. Si estuviera aquí en este momento,
¿qué me diría? Eso le pregunté al señorito, que me quería y sin embargo nunca me tocó sin
faltarme al respeto. Al señorito que sabía mucho antes que yo el precio que había que pagar
por la diferencia del color de la piel...
Podía alejarme de la multitud, de las mujeres que lavaban la ropa en la orilla del río,
y volver a Cradock House y a mi vida tranquila de siempre. O podía seguir donde estaba y
labrar un futuro en el poblado para mi hija y para mí. La primera opción me ofrecía la
aceptación que buscaba, mientras que la segunda me obligaba a seguir luchando para que
me aceptaran sólo a medias. La primera tenía el riesgo de exponer a la señora a la
vergüenza y al castigo de la ley, mientras que con la segunda ella podría seguir viviendo
con el señor como hasta entonces.

El señorito Phil me diría que escribiera en un papel lo mejor y lo peor de cada cosa
antes de elegir, pero es que algunas de esas cosas sólo podían decirse en voz baja, no se
podían escribir. Y las que sí podía escribir no me ayudaban a decidir sin haberlas probado
primero. ¿Separaría a los señores nuestra presencia en Cradock House? ¿Envenenaría el
ambiente de la casa y ensuciaría los recuerdos de todo el pasado anterior? ¿Podría la casa
seguir siendo un hogar?

¿Cómo reaccionaría el señor?

Por otro lado, aunque yo fuera capaz de imaginar una vida por delante con lo mejor
de Cradock House y lo mejor del poblado, ¿qué pasaría con mi hija? ¿No estaría mejor en
el poblado, donde en el peor de los casos la insultarían en la calle o le darían un empujón?
Seguro que Dawn echaría de menos a Lindiwe, y las visitas inesperadas de Jake. Yo
también los echaría de menos. Si volvíamos a Cradock House, ¿no estaríamos aisladas y
quizá expuestas al peligro de la ley?

Lindiwe sólo pensaba en el lado práctico. Es posible que el apartheid estuviera


levantando barreras entre los negros y los blancos, pero cuando se trataba de la
supervivencia, sólo había un camino posible.

—¡Menuda oferta!

—dijo cuando se marchó la señora. Salió con cuidado, para no mancharse el


precioso vestido, escoltada por un chico de la iglesia de St. Peter al que había pagado para
encontrarme.

—Podrás seguir dando clases y además

—abarcó con los brazos la choza abarrotada

— ¡tendrás tu propia kaia, tu propia casa!

Asentí. Sí, tendría mi propia casa. Tal vez no volviera a vivir en la misma
habitación, por culpa de las leyes que prohibían a los blancos y a los negros vivir juntos,
pero tendría la kaia, y Dawn podría salir a la puerta y meter los pies en los charcos cuando
lloviera y escuchar la música de la lluvia en el tejado de chapa, debajo del espino raquítico.

—Tendrás comida

—siguió diciendo Lindiwe con entusiasmo

— y medicinas para Dawn si se pone enferma. Ada

—me apretó la mano con la suya endurecida de tanto lavar

—, la revolución es para hombres enfadados como Jake. Tú tienes una hija que criar.

—Pero ¡el señor es el padre de mi hija!

—contesté. No había vuelto a decir eso desde que se lo conté al médico y me


explicó lo que era la herencia. Miré a la niña, que se había quedado dormida en su caja de
cartón. Dawn nunca me había oído decir eso, ni siquiera cuando a la hora de acostarnos le
hablaba de lo sola que me sentía por dentro. El señor es el padre de mi hija. Yo lo sé, la
señora lo sabe y ahora también Lindiwe lo sabe.

—Ya sé que es su padre

—dijo, mirando a Dawn.

—¿Cómo lo sabes?

—volví a sentir el mismo pánico. ¿Cómo lo sabía? ¿Quién más lo sabía? ¿Se había
enterado alguien en el colegio?

—Lo he adivinado.

—Me cogió de la mano suavemente

—. Y acabo de verlo en tus ojos, Ada


—dijo despacio, apretándome la mano

—. Esta vez no tendrás ningún deber que cumplir.

Miré a Lindiwe y noté que las lágrimas intentaban escaparse.

—Sólo si tú quieres

—dijo.

—¡No!

Hasta Lindiwe sospechaba que quizá yo quería las atenciones del señor, que lo había
buscado para que se acostara conmigo. ¿Tenían que soportar lo mismo todas las mujeres a
las que tomaban por la fuerza o las que no se resistían porque creían que era su deber? Me
pregunté si mi madre también había tenido que soportar las mismas críticas por entregarse a
un hombre sin pensar en las consecuencias. Si había sido culpa suya. ¿Había tenido que
soportar las críticas del señor, dichas o no dichas, cuando se quedó embarazada de mí?

—¿Tienes miedo de que vuelva a querer acostarse contigo?

—me preguntó Lindiwe en voz baja, porque esas cosas no se podían decir de otra
manera.

—La ley lo prohíbe

—contesté, sintiendo un extraño alivio porque existiera una ley así, aunque pudiera
hacer daño a las personas que se querían de verdad y no tenían la piel del mismo color

—. Y esta vez seré valiente. Esta vez le diré que no.

Presté atención, en el silencio de la choza, al eco de la palabra que en su día no me


atreví a decir. Había refrescado un poco, pero el tejado de paja seguía desprendiendo calor
sin hacer ruido, no como el de Cradock House, que te despertaba por la noche o interrumpía
las conversaciones con sus crujidos.

¿Por qué no dije que no la primera vez? ¿Por qué pensé que el deber era la única
opción? El deber y la lealtad suelen estar enfrentados, pero eso no significa que haya que
sacrificar una cosa por la otra. Y si sólo hubiera pensado en mi deber y en mi lealtad a Dios

—que era lo que tenía que haber hecho

—, no habría necesitado ningún sacrificio ni habría tenido que elegir entre el señor y
la señora. Habría elegido a Dios y él me habría enseñado a decir no. ¿Por qué había sufrido
tanto y había tardado tanto en aprender que tenía derecho a decir que no, también por mi
propio bien?

Aunque eso hubiera significado perder mi trabajo y mi casa.

Estoy aprendiendo, estoy aprendiendo.

Cogí el hervidor del hornillo y preparé dos tazas de té para Lindiwe y para mí. Aún
nos quedaba un poco de leche, y antes de servirla la olí para comprobar que no se había
agriado.

—Creo que tu señora es una mujer inteligente

—dijo Lindiwe al cabo de un rato, dando un sorbo de té en la oscuridad que


empezaba a envolvernos

—. No te ofrecería su casa si no estuviera segura de que el señor te dejará en paz. Y


antes de ofrecértelo ha tenido que hablar con él.

Lindiwe siempre me asombraba con su inteligencia. Leía los pensamientos de los


demás y desvelaba los deseos ocultos como nadie. Había calado a la señora nada más verla.

—¿Habrán tenido que negociar?

—me pregunté en voz alta

—. Negociar sin dinero, llegar a un acuerdo... como lavar la ropa a cambio de harina
y de azúcar. Pero ¿qué habrá hecho la señora para conseguir ese acuerdo?

—Tú misma acabas de decirlo, Ada

—dijo Lindiwe con una sonrisa traviesa y levantando los pies para apoyarlos en un
montón de ropa sucia
—. ¡Lo ha amenazado con la ley!

Me quedé boquiabierta y dejé la taza de té en el suelo con las manos temblorosas.

—¡Qué vergüenza habrá pasado la señora! Si él fuera a la cárcel, ella lo perdería


todo: su familia, sus amigos, su lugar en las reuniones para tomar el té.

—Pero ella tendría la compasión de los demás

—me interrumpió Lindiwe

—, mientras que él caería en desgracia para siempre.

Me levanté y fui a la puerta. Unas nubes finas mezcladas con el humo pasaban por
delante de la luna. De la choza de enfrente llegaba una guitarra rasgada con furia y una voz
desafinada.

—Pero ¿qué gana la señora con ese acuerdo?

—Que tú vuelvas con Dawn

—dijo Lindiwe con sencillez

—. Es una buena persona, se siente responsable y quiere daros un futuro mejor. Y

—dudó un momento, y le pedí que dijera lo que iba a decir

— a lo mejor también se siente sola, como tú.

—Me sonrió con dulzura. Lindiwe siempre sabía leer mi corazón

—. Seguramente ya no queda nada entre ella y el señor.

Una vez más me asombró la inteligencia de Lindiwe, cómo calculaba las


consecuencias de la negociación de la señora y cómo adivinada el resultado, aunque no
supiera nada con seguridad.

Al principio, Edward lo negó.


Sólo cuando me puse a llorar y le dije que la niña tenía sus ojos

—y los ojos del querido Phil

— se pasó la mano por la cara y reconoció que era verdad. Dijo que si quería pedir
el divorcio lo comprendería. Pero somos demasiado mayores y estamos demasiado
arraigados en Cradock House para tirar por la borda todo lo que hemos construido aquí.
Edward no es una mala persona, sólo es un poco idiota y se ha dejado llevar, como les pasa
a muchos hombres. Además, tengo que reconocer que nuestra relación siempre se ha
basado en el cariño y el respeto más que en la pasión, aunque eso no es una excusa para
hacer lo que ha hecho. Puede que pasar cinco años separados antes de casarse no sea lo
mejor para el éxito de un matrimonio...

He pensado cómo llegar a un acuerdo y he dejado pasar algún tiempo antes de


exponerle mis planes.

Está muy alterado, pero he insistido en que es su responsabilidad, nuestra


responsabilidad.

Ha insistido en que corremos peligro si damos cobijo a una niña mulata y le he dado
la razón en que necesitaremos que las autoridades no lleguen a saberlo, por no hablar de
nuestros amigos, que tendrán que hacer la vista gorda. Ahora bien, sin llegar a decirlo
expresamente, le he dado a entender que si se niega a mantener a Ada y a la niña, o si no se
porta con ellas de la manera más honrosa posible, no podré garantizarle que su adulterio
siga siendo un secreto.

Mañana iré al poblado con un joven de la iglesia de St. Peter que sabe dónde viven
Ada y su hija. Rezo para que ella acepte mi ofrecimiento.

Aún no le he contado nada a Rosemary.

Ahora que se acerca el momento, me gustaría poder decir que tengo confianza, pero
no es verdad.

¿Cómo reaccionará Edward? ¿Será capaz de mirar a esa niña como algo más que el
agente potencial de su ruina?

¿Se sentirán a gusto aquí, Ada y la niña, o se sentirán aisladas? ¿Podré perdonar a
Edward algún día?

¿Estoy obrando bien?

Capítulo treinta y tres


No escribí una lista con las cosas a favor de volver a mi antiguo hogar y tampoco
escribí una lista con las cosas en contra. La tentación de volver a Cradock House, de tener
comida y cobijo para mi hija, y música para la señora y para mí, era más fuerte que todo lo
demás. Esa ventaja pesaba más que todos los inconvenientes y, además, ¿habría permitido
Dios que la señora me encontrase si no formara parte de su plan que yo volviera a casa?
Pero yo no estoy acostumbrada a esas decisiones, no sé cuál es la manera más sensata de
tomarlas y si Dios nos pone a prueba con ellas.

El día en que regresé hacía mucho calor. Los niños nadaban en el Groot Vis,
compitiendo por el espacio con las lavanderas y tirando piedras a los perros de ojos
amarillos que merodeaban por las orillas. Lindiwe no salió a la hora de siempre: se quedó a
despedirme, refrescó a Dawn con una toalla húmeda antes de que nos fuéramos y me
prometió que su choza

—o cualquiera de las que pensaba construir

— siempre estaría esperándonos si teníamos que volver. Dios había sido muy bueno
al darme una amiga como Lindiwe. Su fuerza se ha convertido en mi fuerza. De todos
modos, me temblaba todo el cuerpo cuando nos dijimos adiós.

—Es lo mejor que puedo hacer

—dije, contemplando la expresión confiada de mi hija y sus ojos, como los del
señor, que seguramente no quería que yo volviese. Tendría que haber escuchado la voz del
señorito Phil, que me susurraba al oído, tendría que haber...

—Será bueno para Dawn

—me aseguró Lindiwe, echándose un fardo de ropa a la espalda.

—¡Ndwe!

—Al oír su nombre, Dawn estiró los brazos hacia Lindiwe. Ella se inclinó y frotó su
nariz con la de la niña, como hacían muchas veces.

—Es tu oportunidad

—Enderezó la espalda con esfuerzo y me apretó el brazo


—. Muchos querrían tu buena suerte.

Pensaba que nunca haría ese viaje. Sólo cuando Dawn se puso enferma, me vi
obligada a volver al pueblo. Pero allí estaba, con mi hija mulata en brazos, alejándome de la
música del poblado para regresar al que había sido mi hogar y tal vez volviera a serlo. Otras
mujeres con fardos y niños atados a la espalda que pasaban a mi lado se preguntaban qué
suerte

—o qué crueldad

— me llevaba a seguir ese camino. Y entonces sentí que Dios estaba conmigo, y la
misma sensación de novedad que tuve el primer día de clase empezó a llenarme poco a
poco y se derramó sobre todo lo que me rodeaba: brillaba en el agua turbia y estaba
también en el canto de las lavanderas. Abracé a mi hija, llena de esperanza. Aquél tenía que
ser el plan: un futuro nuevo.

La señora me estaba esperando en el stoep de Cradock House, con uno de sus


vestidos de color crema. Todo estaba como siempre. El jazmín se enroscaba en la pérgola
con sus tallos como cuerdas gruesas, y su fragancia entraba por las ventanas abiertas para
que corriese un poco de aire. La casa, con sus paredes de piedra clara y su tejado de chapa
roja, me observaba mientras subía por el sendero del jardín con Dawn en la cadera

—pesaba demasiado para llevarla atada a la espalda

— y mi maleta de cartón en una mano. Pensé si la casa se acordaría de mí, como me


imaginaba en las noches oscuras del poblado. Si el albaricoquero seguía llevándome en su
savia, si las escaleras y los pomos de las puertas recordaban cómo los abrillantaba, si el
piano me reservaba alguna música especial, si las almas de mamá y del señorito Phil me
estaban sonriendo, si yo era lo único que había cambiado o si, por el contrario

—volví a temblar

—, estaba cometiendo el error más grande de mi vida desde el día en que me quité el
camisón y me acosté con el señor. Al fin y al cabo, tenía un trabajo en el poblado y un
refugio con Lindiwe, y había descubierto el ritmo que había en los ruidos.

—¡Grandes!

—gritó Dawn

—. ¡Árboles grandes, mamá!

Dejé la maleta en el suelo.


—¡Ada!

—La señora se levantó y bajó los escalones del stoep

—. ¡Qué alegría!

Me abrazó y noté el mismo olor a flores que el día en que murió mi madre. Se
volvió a Dawn y tomó aire con fuerza, como si volviera a sorprenderle el parecido familiar
de la niña.

—¿Querrá venir conmigo?

—preguntó.

Fue extraño ver por primera vez a la señora con la hija de su marido en brazos. Vi el
amor que sentía por ella, pero también una inmensa tristeza, como el llanto escondido
debajo de la risa cuando los soldados se iban a la guerra. Dawn la miró con los ojos del
señor y tocó la insignia del señorito Phil que la señora llevaba en el pecho.

—Bonita

—dijo

—. ¿Juguete para Dawn?

—Yo siempre le hablaba en inglés, como hacía mi madre conmigo, menos cuando se
enfadaba. Pensaba que hablar bien inglés sería un buen pasaporte para que mi hija pudiera
salir del poblado.

—Cuidado

—susurró la señora, balanceándose suavemente y cogiendo la mano de Dawn

—. No te pinches. Pronto encontraremos juguetes para ti, ¿verdad que sí?

No nos instalamos en el dormitorio de la casa principal, porque las leyes no


permitían que los negros se mezclaran con los blancos. Bajamos por el jardín y pasamos
por delante del albaricoquero cargado de fruta, del árbol del coral que vigilaba el tendedero,
del jazmín donde escarbaban los escarabajos, y llegamos a la kaia, junto al espino raquítico.

La kaia estaba recién pintada y la señora había traído la antigua cama y la alfombra
de mi madre, además de una cuna que yo había visto anunciada en los periódicos y que
costaba mucho dinero. Aunque en la kaia no había agua caliente

—usábamos el cuarto de baño de la planta baja de la casa principal

—, teníamos un lavabo y un grifo de agua fría. También teníamos un retrete de


verdad, con cisterna, y Dawn se quedó entusiasmada al tirar de la cadena. El suelo era de
hormigón pulido y pintado de rojo. La señora se había esmerado mucho. Hasta había puesto
unas cortinas. Dawn, que nunca había visto unas cortinas, fue corriendo a tocarlas y se
escondió detrás.

La kaia era más grande que la choza de Lindiwe, perfecta para mi hija y para mí, y
tenía unos lujos que yo no esperaba volver a ver.

—Gracias, señora

—dije, sentándome en la cama blanda y dejándome invadir por la antigua armonía.


Había olvidado lo que era tener una casa así y tanta bondad a cambio de nada. El ruido en
los oídos, el humo en la garganta, las miradas de los desconocidos a mi hija mulata, el
miedo al robo y la necesidad de llevar un eje de bicicleta habían quedado atrás.

—No me des las gracias

—contestó con voz emocionada

—. Dawn y tú os lo merecéis. Y ahora

—dijo, en un tono más alegre

—, creo que ha llegado el momento de prescindir del «señora». Seguro que se te


ocurre otra forma de dirigirte a mí.

El señorito Phil también me dijo un día que no lo llamara «señorito», pero nunca me
atreví a llamarlo Phil más que para mis adentros. Y Dina también había dicho que algún día
llamaríamos a los blancos por su nombre de pila, cuando la guerra de liberación se hubiera
extendido por todo el país. Pensé que en Cradock House acababa de producirse una
pequeña liberación.

Encontraría la manera de dirigirme a la señora, algo que no fuera ni «señora» ni


Cathleen, que demostrara respeto, pero que también reconociese el momento en que nos
habíamos mirado por primera vez como mujeres, en el salón de actos del colegio. ¿Podía
llamarla señora Cath?

—Tienes libertad para entrar y salir cuando quieras y seguir con tus clases

—dijo.

Pero ¿qué diría el señor?, quise preguntarle. ¿Cómo podía estar segura, a pesar de lo
que me había dicho Lindiwe, de que los señores habían llegado a un acuerdo? ¿Tendría la
fortaleza que había adquirido en el poblado si él intentaba tocarme?

Lo más importante de todo era el piano. La señora llevaba a Dawn en brazos. Entré
corriendo en el salón, abrí el Zimmerman y deslicé las manos por las teclas, asombrada de
lo elásticas que eran, no como las del piano del colegio. Me senté un momento para que el
piano me recordara y la música volviera a encontrarme.

—Toca algo de Chopin, Ada

—dijo la señora con mucha alegría

—. ¿Las Gotas de lluvia?

Empecé a tocar, y vi que a la señora le encantaba, porque las notas llenaban la casa
con la misma dulzura de siempre. Para mí, sin embargo, la versión que toqué en el colegio
cuando fui a buscar trabajo era mucho mejor, porque ese día toqué con una pasión que
nunca volvería a sentir. Y comprendí que la música

—¿y también mi vida?

— no dependía tanto de la calidad del instrumento o del instrumentista como del


compromiso con lo que se hace.

El alegre Rondó alla Turca de Mozart, después una sonata de Beethoven y un


Arabesque de Debussy...

Dawn reaccionaba a la música de la única manera que sabía, aplaudiendo y


balanceándose como hacían los niños en el colegio. Me preocupó que la señora se
ofendiera, pero se llevó las manos a las mejillas, se aguantó las ganas de reír al ver cómo
retozaba la niña y se la llevó a la cocina para darle un poco de leche con galletas. La música
seguía ascendiendo y descendiendo entre mis dedos felices, y toqué hasta que el sol empezó
a ponerse detrás del seto y los escarabajos dejaron de hacer ruido.
La señora no esperaba que yo volviera a trabajar en la cocina, como antes. Nos había
preparado la cena y dijo que en adelante podíamos compartir la tarea de cocinar, y que no
tenía que llevar bata y delantal, salvo que quisiera. Por eso, cuando llegó el señor, yo no
estaba cocinando, sino paseando con Dawn por el jardín y oyendo a los bubús silbones, a
los que sólo conocía por los cuentos que le contaba en la penumbra de la choza de Lindiwe.

—¿Dónde están, mamá?

—preguntó la niña. Noté cómo se tensaba de emoción su mano en la mía.

—Tienes que estar callada y escuchar

—le dije, agachándome a su lado. Hay cosas que no se ven, que sólo se oyen. A lo
mejor ya están en sus nidos.

—Y entonces, como si los pájaros nos entendieran, empezaron a cantar desde


distintos rincones del jardín.

—¿Nos quedaremos aquí para siempre, mamá?

El señor bajó las escaleras de la cocina con la señora y pasó por delante del
albaricoquero, con la espalda rígida y recta como siempre. Me quedé esperando, con Dawn
de la mano, para que no saliera corriendo a buscar a los pájaros, que se habían callado,
aunque en realidad la estaba sujetando por si él venía a quitármela.

Fue la señora quien supo decir las palabras oportunas, quien encontró el valor para
hacer las presentaciones, porque ella siempre había sabido ablandar al señor.

—Ésta es tu hija, Dawn

—dijo tranquilamente. Estaba pálida, y pensé que quizá se había empolvado la cara
más de lo normal.

El señor me miró apenas un segundo con ojos severos antes de mirar a Dawn. No se
movió. Busqué en su expresión la vergüenza que a mí me había acompañado desde el
primer momento y que para él era sólo reciente. Y me horrorizó

—porque no soy un persona vengativa


— sentir que la rabia me invadía por dentro y giraba como el agua del Groot Vis
cuando había inundaciones, porque tal vez él no se avergonzaba de nada, no pensaba en el
daño que le había hecho a la señora y en cómo me había utilizado para aliviar su soledad.

Pero vi su vergüenza.

Estaba envejecido: su cuerpo parecía perdido dentro del traje oscuro con la cadena
del reloj en el chaleco y tenía el pelo completamente blanco y los ojos apagados, como los
de la señora cuando el señorito Phil estaba enfermo o cuando la señorita Rose tuvo
problemas en Johannesburgo. La vergüenza le había destrozado el cuerpo casi tanto como a
mí me había destrozado el alma. Y comprendí que aquel hombre marchito no era más que
un caparazón. Ya no tenía ningún derecho sobre mí: no tenía que preocuparme por nada.
Solté la mano de Dawn.

—¿Mamá?

—La niña me miró sin comprender por qué estábamos todos callados, por qué nos
mirábamos sin decir nada.

—He aceptado mantener a Dawn, Ada

—dijo el señor con voz distante. Hasta la voz se había vuelto más delgada

—. La condición es que ella no lo sepa, y que no hables de esto con tus amigos.

Miré a la señora, pero ella guardó silencio. Los bubús silbones volvieron a cantar,
uno en el tejado y otro en el seto.

—¡Mamá!

—gritó Dawn, señalando y volviendo la cabeza a la vez que iba a buscarlos. No


estaba acostumbrada al canto de los pájaros. Sólo había oído a los ibis que pasaban por el
poblado al atardecer o a los cuervos que graznaban en la calle entre los montones de basura.

—No diré nada, señor, pero no puedo esconder a Dawn.

Hubo un silencio, y el señor dijo:


—Podemos mandarla al colegio de la misión.

—Pero ¡Edward!

—protestó la señora, levantando una mano, con los ojos llenos de preocupación

—. Eso no lo habías dicho...

—Ése es el colegio al que ustedes querían mandarme

—dije, sintiendo que la rabia volvía a invadirme

—, pero mi madre no quiso mandarme tan lejos.

—Miré al señor a los ojos, pero él no me miró. No quería ver a la madre de su hija

—. Yo tampoco permitiré que Dawn se vaya tan lejos. Puede ir al colegio del
poblado, conmigo.

Dawn estiró los brazos y me agaché para cogerla. El señor me miró entonces, como
si se fijara por primera vez en alguien que hasta ese momento había sido invisible. Yo
nunca le había contestado, nunca le había hablado con mi propia voz, no como habla una
criada.

—Claro que puede

—se apresuró a decir la señora, y miró a su marido con una frialdad que yo no había
visto nunca. Pensé que quizá ella también se había vuelto más fuerte

—. Eso será lo mejor.

—Como tú quieras

—dijo el señor inclinando la cabeza y dando media vuelta.

Dawn se agarraba a mi cuello con fuerza. Empezó a cantar Thula tu, como si
quisiera sumarse al coro de los pájaros.
—¿Señor?

—me atreví a decir, pero ya se iba.

¿Es que no va a saludar a su hija, señor? Aunque ella nunca llegue a saber que usted
es su padre, ¿no va a saludarla? ¿No quiere ver lo guapa que es? ¿Lo bien que la he
cuidado? La señora me puso una mano en el hombro y siguió a su marido.

Supongo que era una estupidez de mi parte. Tenía que haber imaginado que él se
alejaría de Dawn todo lo posible. Al fin y al cabo, la ley no lo permitía; era normal que
quisiera ocultar que era su padre. Pero hubo algo más que me impresionó. Algo más que su
rostro duro y su rechazo a saludar a la niña, algo más que su aspecto envejecido y su cuerpo
encogido. Me llevó un buen rato entenderlo. Lo estuve pensando mientras cenaba en la
cocina con Dawn, que estaba muy parlanchina, mientras los señores cenaban en el salón en
un silencio muy incómodo, y seguí dándole vueltas mientras lavaba la ropa y la tendía en el
jardín, bajo la luz suave y púrpura del atardecer.

Lo descubrí más tarde, acostada en la kaia y atenta a los golpes de las ramas del
espino en el tejado, cuando Dawn por fin se quedó dormida en su cuna, mientras esperaba
oír ulular a la lechuza en el árbol del coral, y me pregunté si no me había equivocado al
tomar la decisión de volver. Era algo a lo que me había acostumbrado en el poblado, pero
nunca había visto en Cradock House.

Era asco. El señor había mirado a Dawn con asco: una sensación peor que el
disgusto que le producía el vínculo que había entre su hijo y yo. El mismo asco que habían
sentido mi tía y Silas, y el que sentía la gente cuando me veía pasar por la calle con la señal
de mi pecado. La señora no se dio cuenta, no lo reconoció en la expresión de su marido, y
me alegré, porque eso le habría hecho mucho daño.

¿Cómo podía mirar un hombre a la hija de su propia sangre igual que la miraban los
extraños? ¿Cómo era posible que no hubiera en su corazón una pizca de ternura por su
propia hija? Entonces me acordé de lo que me dijo Lindiwe el día que nació Dawn. Dijo
que Dios no era como los blancos. Que él no odiaba a Dawn por mi pecado. Tendría que
haberme preparado para ver ese odio en el señor. Tendría que haberme imaginado que le
daría la espalda a su hija. Tendría que haber previsto que sentiría asco.

El poder divisorio de la piel es para los blancos mucho más fuerte que los lazos
sanguíneos.

Capítulo treinta y cuatro


Brevemente: Ada ha vuelto con Dawn. El primer encuentro con Edward ha sido
tenso, pero lo hemos sorteado.

La niña es un encanto, y tener a Ada en casa es como recuperar a una hija querida.

¿Nos dejarán las leyes en paz? ¿Y nuestros amigos?

Tengo que tomar cada día como venga.

No puedo contar esto a mi familia en Irlanda.

—¡Ada! ¡Ada!

—La señora Pumile me llamó desde el otro lado del seto a la mañana siguiente,
cuando me vio salir de la kaia. Dawn y yo habíamos dormido de maravilla, en una cama
blanda, sin oír los gritos en las chozas vecinas, y no tenía que ir al grifo a por agua con la
niña a cuestas nada más amanecer.

—¿Dónde has estado? ¡Tu señora estaba muy preocupada!

—He estado fuera

—empecé a decir.

—¿Mamá?

—Dawn me llamó desde la puerta de la kaia y se acercó corriendo al seto para ver
con quién hablaba.

Esperé un momento. Por una vez, la señora Pumile se había quedado sin palabras. Vi
cómo abría los ojos, cómo abría la boca, cómo intentaba explicarse lo que estaba viendo,
cómo tragaba saliva y se pasaba la lengua por los labios.

—¿Es de...?

—preguntó, señalando hacia la casa


—. ¿Es de...?

—Sí.

—¿Hiciste eso?

—Ahora soy profesora en el poblado, señora Pumile.

Miró la piel de la niña, clara como el té, y los ojos azules como el cielo del Karoo a
primera hora de la mañana.

—No es Ndwe

—dijo Dawn, señalando a través del seto.

—No.

—La cogí en brazos

—. Es la señora Pumile.

—Umile

—dijo la niña, enseñando dos dientes al sonreír.

Como les pasaba a todos mis amigos ante la prueba de mi vergüenza, la señora
Pumile dudó unos momentos entre la condena y la compasión.

—¿Tu señora te ha pedido que vuelvas?

—No lo entendía. Que una señora blanca pudiera perdonar a la mujer negra con la
que su marido había pecado.
—Sí. Quiere darle un buen futuro a Dawn.

—Tu señora

—dijo la señora Pumile

— podía enseñar a muchas señoras cómo hay que ser. Bienvenida, Ada.

—Me tendió la mano a través del seto

—. ¡Pero no enseñes a la niña por ahí!

—Bajó la voz y dijo

—: Este apartheid no nos deja en paz. Esconde a la niña. Que no la vea nadie.

Llamaron a la señora Pumile desde la cocina. Se enderezó el doek y gritó por encima
del hombro:

—Ya voy, señora.

—Volvió a mirarme y me advirtió, señalando con el dedo

—: Esconde a la niña, Ada. Escóndela bien.

Pero era imposible esconderla. Tenía que pasar todos los días por Church Street y
cruzar el Groot Vis para ir al colegio. Y Dawn iba siempre conmigo, o en mi cadera o
dando saltos a mi lado. Sin embargo, lo que más temía, que me detuvieran por haberme
acostado con un blanco y tener una hija suya, no llegó a ocurrir. La policía que merodeaba
por los alrededores de la comisaría, en Market Square, no se fijaba en la diferencia de color
entre mi hija y yo. Y aunque en las calles del poblado cuchicheaban o nos insultaban, en
Cradock nadie decía nada. La gente volvía la cabeza cuando nos veía. Comprendí que eso
formaba parte de un comportamiento que conocía bien: si no lo veían, no existía. Hacían lo
mismo cuando me veían pasear con el señorito Phil, cuando nos paramos debajo del árbol y
él me dijo que me quería. Tampoco entonces existía.

Los tenderos de Church Street, donde yo me paraba a leer los carteles, la gente de la
oficina de correos, donde iba a echar las cartas de la señora, el carnicero al que antes le
compraba la carne

—y donde todavía seguía buscando a Jacob Mfengu


—, volvían la cabeza al vernos pasar. Nunca contestaban a Dawn cuando les sonreía
y les decía adiós con la mano. Era como si no existiera. A ella le gustaba cautivar a los
desconocidos y debía de parecerle raro que la ignorasen. No sabía que no era de ninguna
parte. No sabía que estaba entre medias, como el Groot Vis que separaba a los negros de los
blancos. De pequeña era ciega al color de la piel, y feliz gracias a eso.

El señor siguió ignorando a la niña cuando estábamos en casa. Yo no esperaba que la


abrazase, pero sí que con el tiempo se ablandara un poco o fuera amable de vez en cuando.
Pero no fue así. Dawn le recordaba su error a todas horas, era la viva expresión del asco,
una herida interior que poco a poco lo iba devorando por dentro, como los recuerdos y los
fantasmas de la guerra habían devorado al señorito Phil hasta que no quedó nada de él. Yo
no sabía si el señor reconocía esta herida. No sabía si se daba cuenta de su hambre.

Yo la veía, a pesar de que él se empeñaba en ocultarla a la señora. Por las noches,


ella se sentaba en la butaca muy erguida, enfrente de su marido, pero nunca veía esa herida
en su expresión ni la oía en sus palabras, porque sólo hablaban de cosas sin importancia. A
veces les oía hablar de Dawn, y notaba la indiferencia del señor, como si estuvieran
hablando de lo bien que jugaba al cricket el señorito Phil, o de que la señorita Rose no
quería tocar el piano, o de los problemas que traería a la larga mandarme al colegio. La
señora respondía a su frialdad dominando sus sentimientos: nunca lloraba, nunca lo
acusaba, nunca se asomaba a la ventana buscando Irlanda. El tiempo de las lágrimas y las
acusaciones había terminado. Entre ella y su marido sólo había vacío.

Ese vacío era peor que todo lo anterior. Tenía la sensación de que no habrían podido
librarse de él aunque yo hubiera seguido viviendo en el poblado y el señor no tuviera que
ver a Dawn todos los días, porque una traición como la suya no podía olvidarse.

El señor cogía el periódico al cabo de un rato y la señora tocaba un nocturno.


Siempre escogía piezas tranquilas, piezas que no se colaban en todos los rincones de la casa
y seguían resonando en la cabeza al día siguiente. Era lo que pasaba fuera de Cradock
House lo que nos preocupaba, aunque nunca lo decíamos en voz alta.

Capítulo treinta y cinco

El apartheid se anunció con letras grandes y negras, como las que anunciaron la
llegada de la guerra. Ocupaba muchas páginas del Midland News y estaba presente en los
carteles que ponían en la entrada de la oficina del periódico. Yo lo sentía en las valientes
palabras del reverendo Calata, en los llamamientos de liberación del sacerdote del koppie y
en el eje de una bicicleta entre mis dedos temblorosos. Para el señor estaba en el rostro de
una niña mulata, en el hecho de haber violado una ley y haberse equivocado de bando en
una guerra.
La señora Pumile tenía razón.

El apartheid no nos dejaba en paz. Nos atrapaba a todos, tanto si queríamos como si
no. Los errores del pasado podían descubrirse en cualquier momento, y el precio que había
que pagar por ellos era muy grande. La herida que el señor tenía por dentro no era sólo de
asco, era también de miedo.

—Tienes mucha suerte, Mary

—me dijo Dina, apoyándose en el piano una mañana, cuando terminé de tocar la
marcha

—, de haber encontrado a alguien que te dé alojamiento y además te deje enseñar.

—Sí

—dije, buscando la respuesta que había preparado

—. Esta señora conocía a mi señora de antes.

—No tenía más remedio que volver a mentir. Algún día, mi hija también se daría
cuenta de mis mentiras. Algún día tendría que contarle la verdad. Le acaricié la cabeza
mientras jugaba a mis pies con un payaso del señorito Phil que le había dado la señora
Cath, como yo había empezado a llamarla

—. Y en su casa no hay mucho trabajo.

Dina se incorporó y levantó las cejas.

—Parece que has encontrado a los únicos blancos generosos que hay en el mundo

—dijo.

—¿Mermelada?

—pidió Dawn, tirándole a Dina de las faldas

—. ¿Tienes mermelada?
—Hoy no tengo, bonita

—se rió Dina. Y añadió, con un poco de malicia

—: Pídesela a tu nueva señora.

Dina no era mezquina y tampoco era envidiosa. Sólo le parecía sospechoso que
tuviera tanta suerte. Una kaia propia, una señora que nos mantenía a mi hija y a mí sin pedir
casi nada a cambio, y la oportunidad de salir del hormiguero que era el poblado, como ella
también deseaba en secreto, por mucho que despreciara a las señoras y a los criados que se
dejaban humillar.

El señor Dumise también sospechaba.

—¿Estás bien, Mary?

—me preguntó un día en el pasillo, fijándose en la falda y la blusa nuevas que la


señora Cath me dejó un día encima de la cama. La falda azul marino y la blusa blanca eran
la única ropa de verdad que había tenido nunca, aparte de la que me dio para ir al funeral
del señorito Phil. Hasta la señorita Rose se habría puesto esa blusa y esa falda.

—Sí, señor. He tenido mucha suerte.

Asintió con la cabeza y miró alrededor, para asegurarse de que estábamos solos.

—¿Has vuelto a tener algún problema?

Me quedé un momento dudando de si explicárselo todo: mi relación con la señora


Cath y el nombre de Mary en vez del de Ada. Pero ¿qué importancia tenía un nombre? Eso
era un engaño insignificante en comparación con todo lo que había tenido que hacer para
ocultar el color de la piel de mi hija antes de que naciera.

—No tengo ningún problema, señor. La señora Harrington me ha dado alojamiento.

Por la manera de mirarme, supe que estaba repasando todo lo que sabía de mí: que
estaba embarazada cuando llegué al colegio, dónde había aprendido música, el color de la
piel de Dawn y que no tenía marido. Y a todo eso le sumó la sorpresa de la señora Cath al
verme en el salón de actos y cómo habían cambiado mis circunstancias y mi forma de vestir
poco después. Todo indicaba que no sólo había trabajado siempre para su familia sino que
su marido era el padre de Dawn.

—¿Alojamiento?

—repitió.

El señor Dumise era un buen hombre y sólo quería asegurarse de que no me estaban
obligando a relacionarme con el padre de Dawn. Quería estar seguro de que la ropa y la
kaia no eran un soborno.

—Es muy amable, señor

—dije, levantando la cabeza y notando que me ponía colorada

—, pero ya no tengo nada que temer.

—En ese caso, aprovecha tu buena suerte, Mary, y procura conservarla. Esas cosas
pasan muy pocas veces.

Lindiwe decía que no tenía por qué dar explicaciones a mis compañeros.

—¿Por qué quieren saberlo?

—preguntaba, encogiéndose de hombros

—. Si al principio te dieron la espalda, ahora no tienen derecho a decir si está bien o


está mal.

Jake apareció un día por sorpresa en el puente de hierro, pero curiosamente no opinó
sobre mi traslado. Es posible que Lindiwe se lo hubiera pedido. Me alegré mucho, porque
me preocupaba que no estuviera de acuerdo con mi nueva vida y no quería perder a Jake.
Sólo dijo que volver a Cradock House era una especie de «indemnización» por lo que había
pasado.

Busqué la palabra en el diccionario y vi que era un pago por una pérdida o un daño.
A mí me bastaba con haber vuelto a Cradock House, pero nada podría compensar a mi hija
por tener un padre que no quería verla y una piel que no era ni blanca ni negra.

—Hay algunos peligros

—dijo Jake, subiéndose a Dawn a los hombros. La niña empezó a chillar de alegría.

—¡Más alto, más alto!

—le pedía, tirándole del pelo

—. ¿Puedo llegar al cielo?

Algunos nos insultaban. Un hombre escupió en el suelo y pasó corriendo.

—Ya conozco las leyes

—dije, aliviada de poder hablar con alguien en lugar de esconderme en mi maraña


de mentiras

—. Sé que puedo ir a la cárcel y el señor también. Pero la señora Cath dice que si
somos discretos eso no pasará.

Ya había pensado en la posibilidad de ir a la cárcel antes de tomar la decisión de


dejar el poblado. Si me detenían, no había mejor sitio para Dawn que Cradock House,
donde la señora Cath cuidaría de ella.

—Él corre más peligro que tú

—contestó Jake, poniéndome una mano en el brazo.

Me paré, y él se paró a mi lado.

—¡Mira, mamá! ¡Mira qué alta soy!

—dijo Dawn, rebotando en los hombros de Jake, llamando y saludando a la gente


que la ignoraba. El Groot Vis pasaba con muy poca agua por el calor del verano y las
mujeres lo acompañaban cantando en voz baja.

—¿Por qué?

—pregunté.

¿Por qué el riesgo no era igual o incluso mayor para mí? Podían pensar que había
engatusado al señor para que se acostara conmigo.

—Querida, Ada

—murmuró Jake

—, el pecado es peor para un hombre blanco, porque es más público. Un hombre


blanco cae más bajo que una mujer negra.

—Hizo una mueca

—. Y los periódicos ganan más con su caída.

Nunca lo había visto de esa manera. Pensaba que la ley afectaba a todos por igual,
que podía castigarnos tanto al señor como a mí. La señora Cath se libraría. Nunca se me
ocurrió pensar que el señor pudiera ser el único que sufriera. Esa indemnización de la que
hablaba Jake y que yo había aceptado podía volverse contra el señor y enviarlo a la cárcel
sin que a mí me pasara nada.

¿Lo había pensado bien la señora cuando me pidió que volviera a casa?

El pasado nunca es suficiente para quien está buscando un futuro. Ahora tenía que
trasladar lo mejor del poblado a mi refugio en Cradock House: a mis alumnos llenos de
vida, la música que les enseñaba, a Lindiwe y a mis pocos amigos. Y la música era el
puente que unía esas dos mitades de mi vida, como lo había sido siempre. Los bailes y las
canciones de mis alumnos y la melodía del Bach del poblado, que me envolvía cada vez
que cruzaba el Groot Vis, se codeaban con las piezas clásicas que eran un desafío para mis
dedos y se quedaban días enteros dando vueltas en mi cabeza, como si también ellas se
alegraran de haber vuelto a casa. Y entonces empecé a cambiar las fronteras, a tocar jiva en
casa y más Debussy en el colegio, a pesar de las limitaciones del piano. La señora Cath
asomaba la cabeza por la puerta, me sonreía con la mirada y se reía con Dawn, que daba
palmas y se movía siguiendo el ritmo.

Mi hija no expresaba su amor por la música a través de un instrumento

—no mostraba ningún interés por el piano

— sino a través de su cuerpo flexible y de sus pies bailarines. El poblado se


convirtió en su escenario. Mientras yo volvía a casa todos los días con gratitud, ella miraba
por encima del hombro lo que dejábamos atrás. Aunque le gustaba mucho su casa nueva,
Dawn bailaba al compás de la música del poblado como si fuera su esencia y no sólo la
mitad de su herencia. Sin embargo, no tengo ningún motivo para lamentarme, como decía
la señora Cath muchas veces en su libro. Dios Padre tenía para mí el plan de que mi hija
estuviera segura hasta que los males del apartheid hubieran terminado. Hice lo que me
pareció mejor para ella. Había aprendido que los errores del pasado sólo sirven para tener la
sabiduría de no volver a tomar el mismo camino.

Cradock House nos ha acogido con los brazos abiertos. Los bubús silbones se
llaman en el jardín con el frescor de la mañana y los ibis pasan volando cuando empieza a
aflojar el calor de la tarde. En la calidez de la cocina siento muy cerca a mamá, y en las
páginas de los libros que le leía al señorito Phil oigo su voz. La señora Cath y yo hemos
retomado nuestra conversación secreta a través de su diario y la casa y mis dedos se llenan
con música de todos los estilos: scherzos y pavanas, estudios y el jazz africano de Miriam
Makeba y los Skylarks. Estoy segura de que Phil la oye y se alegra de que haya vuelto a
casa, y también estoy segura de que quiere a Dawn, esté donde esté.

Si el mundo hubiera sido distinto, si el color de la piel no tuviera importancia, Dawn


habría podido ser nuestra hija.

Capítulo treinta y seis

Hasta ahora las leyes nos han dejado en paz.

A mis alumnos no. Han detenido a muchos jóvenes en los dos poblados, algunos de
mi colegio, y los han metido en la cárcel. Sólo me entero cuando faltan a clase.

—Se los han llevado

—gritan los demás niños, y ese día bailan con una fuerza desenfrenada para
disimular el miedo, porque los siguientes pueden ser ellos.
Se habla de boicoteos. El diccionario explica que boicotear es negarse a tener trato
con algo o con alguien. Se me ocurre que es lo que hace el señor con Dawn y conmigo,
pero Jake dice que es un instrumento de los negros para perjudicar a los comerciantes
blancos. Aunque seamos pobres, en nuestro país hay muchos más negros que blancos, y si
todos dejamos de comprar sus productos, tendrán problemas. Según Jake, hay muchas
maneras de hacer una revolución.

El control de los pases alimentó esta revolución. Siempre estaba ahí, agazapado
detrás de la música y el ritmo de mi nueva vida, como el tokoloshe cuando era pequeña, o
como una enfermedad que no se ve hasta que ya es demasiado tarde. El pase definía quién
eras y dónde podías vivir. Era un trozo de papel que proclamaba el color de la piel como la
parte más importante de una persona. Desde el día en que se hicieron las marchas fallidas
hasta el Ayuntamiento, la policía tenía aún menos paciencia. No tener el pase significaba la
detención inmediata. La gente de los poblados obedecía las órdenes con rencor y cada vez
odiaba más a esos hombres con sus porras, sus perros y su cárcel.

—¿Habrá una guerra por los pases?

—pregunté un día en la sala de profesores. Estábamos tomando un té, y Veronica


vigilaba desde la ventana a sus polluelos, que jugaban en el patio.

—Ya ha empezado

—dijo Dina con mucha seguridad

—. Mira esto.

—Me enseñó un periódico de una semana antes, en el que se hablaba de que la


policía apaleaba a la gente por quemar los pases en un poblado que estaba cerca de
Johannesburgo y era mucho más grande que KwaZakhele, donde las chozas llegaban hasta
el horizonte.

—¿Habrá una guerra, señora Cath?

—me atreví a preguntar un día, mientras metíamos los albaricoques en tarros para
hacer conserva. Dawn iba quitando los huesos, «uno, dos, tres», los tiraba en una olla de
metal y se echaba a reír con el ruido que hacía

—. ¿Una guerra por los pases?


La señora Cath dejó de escribir las etiquetas con sus trazos alargados. Las ramas de
la «A» de albaricoque se extendían por encima y por debajo de las demás letras. Yo nunca
hablaba con ella de lo que pasaba fuera de casa, me cuidaba mucho de decir cualquier cosa
que pudiera hacerle arrepentirse de mi regreso o del perdón que no sé cómo había sabido
encontrar en su corazón para mí.

—Espero que no. El gobierno debería tener la sensatez de abolirlos, pero...

—¿Qué, señora Cath?

—Algunos quieren una guerra, una confrontación. Me parece increíble que sean tan
estúpidos, pero la vida me ha enseñado que la gente es capaz de hacer muchas estupideces.

—Cogió la pluma y siguió haciendo etiquetas

—. Pero a nosotras no nos afectará. No llegará a Cradock.

—Me miró con cariño

—. Aquí estarás a salvo.

—¿No será como la otra guerra?

—¿Qué es guerra, mamá?

—¿Has contado todos los huesos?

—pregunté, mientras guardaba la fruta en los tarros.

—¿Yo lo haré? ¿Yo haré guerra?


—Claro que no, cielo

—dijo la señora Cath, dándole medio albaricoque

—. La guerra es sólo para los soldados.

—Volvió la cabeza un momento y se palpó el pecho con una mano. Ya no llevaba la


insignia de Phil todos los días, pero a veces seguía buscándola.

—¡Lo siento mucho, señora Cath!

—murmuré.

Cogió el tarro que yo acababa de llenar y cerró la tapa con las manos fortalecidas
por el piano.

—¿Habrá bombas?

—pregunté.

Me miró entre los tarros brillantes y sonrió sólo con los labios, como hizo el señorito
Phil aquel día en el jardín, cuando confesó que tenía miedo, aunque intentaba disimularlo.

—No hay de qué preocuparse, Ada. Ésa fue una guerra entre países, y esto es sólo
una disputa dentro de nuestras fronteras. No es lo mismo, ni mucho menos.

—Me acarició el brazo

—. Yo os protegeré a Dawn y a ti.

Y al oír su nombre, Dawn sonrió, con las manos llenas de huesos de albaricoque.

—¡Protegeré a Dawn!

—repitió, riéndose y dando saltos mientras lanzaba los huesos a la olla

—. ¡Protegeré a Dawn! ¡Protegeré a Dawn!


—Y se puso a bailar y a darse palmadas en las piernas, como hacían los niños en el
poblado de la otra orilla del Groot Vis. La señora Cath y yo dejamos lo que estábamos
haciendo y admiramos su elasticidad, maravilladas por la capacidad de la niña para cruzar
esa línea divisoria, como si fuera un simple reguero de agua.

Entonces ¿la señora Cath estaría de nuestro lado si llegaba la guerra? ¿Sólo del lado
de mi hija y mío o también de todos los negros? ¿Y qué haría el señor? El señor creía que
cada cual debía quedarse en su lugar, a pesar de que había violado las leyes para acostarse
conmigo. Yo sabía lo importante que era elegir bien el bando en una guerra. En la última
guerra, el señor, la señora Cath, la señorita Rose, el señorito Phil y yo estábamos en el
mismo bando. Sus enemigos

—los que vivían al otro lado del mar y habían fabricado nuestro piano

— también eran mis enemigos. Y sus preocupaciones eran las mías.

Pero, en esta guerra, ¿quién sería el enemigo y quién el amigo? ¿Estaban ya el señor
y la señora Cath en distintos bandos?

He rescatado parte de mi dinero del banco. Le pedí a la señora Cath que me


acompañara, para aprender cómo funcionan los bancos y cómo recuperar mi dinero si algún
día lo necesitaba. Ella no sabía que tenía la intención de sacar algo de dinero.

Entró en el despacho y encontró la libreta del banco que yo había buscado en vano
antes de irme de Cradock House. Me quedé en la puerta, como el día en que ella estaba a
punto de llegar de Johannesburgo. Me acordé de que ese día el señor estaba sentado detrás
de su escritorio, con el traje oscuro que a ella le gustaba y la camisa que yo había
almidonado y planchado. Me dijo que se marchaba a buscar a la señora Cath, por si el tren
llegaba antes de lo previsto. No me miró en ningún momento, no levantó los ojos ni una
sola vez, como si nunca se hubiera acostado conmigo, igual que hacían los blancos en la
calle cuando me veían con Dawn, para no tener que reconocer su existencia.

Me dio la libreta, y dije que la guardaría en la kaia, debajo del colchón, como el pase
que ahora llevaba siempre encima desde que prestaban tanta atención a los pases.

—¿Por qué, Ada?

—me preguntó, incorporándose y mirándome con preocupación. La señora Cath


sabía que los papeles importantes podían robarlos. Sabía que era fácil entrar en las kaias,
pero no sabía que mi madre había hecho una raja invisible en mi colchón.
Me guardé la libreta en el bolsillo y la palpé con los dedos.

—Una vez necesité dinero... porque Dawn estaba enferma.

—Noté que el miedo se apoderaba de mí al recordar su tos y mi angustia, al no saber


si las monedas bastarían para comprar la medicina

—. Y no podía sacarlo del banco.

Mi tía tenía razón en eso: el dinero guardado en el banco no servía para nada. El
dinero sólo servía si lo tenías en la mano. No quería volver a verme en una situación así y
no poder recuperarlo. Si algo le pasaba a la señora Cath, tendría que pedir ayuda al señor, y
no quería. No quería tener que pedirle nada. Además, la libreta era mía, y por lo tanto era
yo quien decidía dónde guardarla. ¡La vida en el poblado me ha enseñado a ser fuerte!

Fuimos al banco una tarde, cuando volví del colegio, y dejamos a Dawn jugando en
el jardín bajo la inquieta vigilancia de la señora Pumile.

—No la pierda de vista

—le dije en voz baja

—. Puede salir corriendo y entrar en casa de su señora sin que usted se dé cuenta.

—Ya me encargaré de que nadie la vea, ¡pobrecilla!

—La señora Pumile seguía preocupada por el color de la piel de Dawn

—. Pregúntele a mi prima dónde guarda todo el azúcar que se queda para ella.

Era la primera vez que entraba en un banco. Había un mostrador de madera largo, y
detrás estaban los empleados, con muchos papeles delante. Olía a aceite de linaza y a cera
de suelos. Busqué con la mirada a la prima de la señora Pumile, que se encargaba de
encerar los suelos, pero no la vi. A lo mejor estaba preparando el té que luego iba sirviendo
en un carrito, con el azúcar que en el banco por lo visto siempre abundaba. Mientras
esperábamos en la cola, sentí en el cuello el aire fresco de los abanicos grandes que
colgaban del techo y giraban despacio. ¡Qué bien nos vendría uno de esos abanicos en el
salón de actos del colegio!

Cuando llegamos al mostrador, la señora Cath le explicó a la empleada que yo tenía


dinero guardado en el banco, y le enseñó la libreta.

—Me gustaría sacar una parte

—dije, y le enseñé el pase, para demostrar que era la misma Ada Mabuse de la
libreta.

—Ada

—dijo la señora Cath, cruzando una mirada con la empleada

—, tu dinero está más seguro aquí. Si lo llevas encima, te lo pueden robar.

—Pero es que cuando Dawn se puso enferma me hizo falta el dinero

—insistí

— y no pude sacarlo.

—Lo comprendo

—asintió, poniéndome una mano en el brazo

—, pero eso no volverá a pasar.

La mujer nos miraba desde el otro lado del mostrador. Llevaba una blusa rosa, con
unas mangas de farol muy difíciles de planchar, y una cinta en el pelo del mismo color que
la blusa. Me di cuenta de que le sorprendía mi inglés, y también que la señora Cath y yo
hablásemos como iguales. Se extrañó mucho cuando ella me tocó el brazo.

—Por favor, señora Cath

—recurrí a la valentía que había aprendido en el poblado

—, necesito tener a mano algo de dinero.


Ella inclinó la cabeza y sonrió.

—Pues claro. Eres libre de decidir lo que mejor te parezca.

—Se volvió a la empleada de la blusa rosa

—. ¿Puede sacar dos libras?

La empleada levantó las cejas y contó el dinero. Lo enrollé en el pañuelo y lo guardé


en el fondo del bolsillo. Cuando volviera a casa metería la libreta, el pase y el dinero en el
escondite del colchón. Mi madre guardaba su dinero en una caja de zapatos, debajo de la
cama, y yo sabía que los ladrones siempre buscaban debajo de las cosas, de los colchones y
de las camas, porque Lindiwe me lo había enseñado. Pero no buscaban dentro.

Capítulo treinta y siete

Dawn estaba creciendo muy deprisa, como la enredadera de flor de la pasión que
daba unos frutos anaranjados y la señora Cath cuidaba con tanto cariño. Además de crecer
en estatura, Dawn descubrió que había dos maneras de comportarse.

Una la reservaba para Cradock House, donde tenía buenos modales y estaba
aprendiendo a ayudarme a limpiar, como aprendí yo con mamá. Pero cuando cruzábamos el
Groot Vis y veía a las lavanderas cantando, y el agua turbia del río, dejaba de ser mi hija
para convertirse en una desconocida. No buscaba a los pocos niños mulatos del poblado

—la pequeña comunidad donde yo esperaba que quizá encontrase un hogar

— sino que jugaba con los negros más brutos, como si necesitara demostrarse que
era digna de ser más negra de lo que era.

En esa época, los hombres como Jack empezaron a hablar no de guerra o de


revolución sino de lucha. Una lucha que consistía en seguir quemando los pases, pero
también las chozas de los negros que no se comprometían. La casa del médico tan amable,
el que me escribió una nota para que me dieran la medicina que le salvó la vida a Dawn, la
quemaron hasta los cimientos, para señalar que el dinero de los misioneros tampoco era
limpio. Jake ya no aparecía de repente entre la multitud para columpiar a Dawn, y tampoco
llegaba a la choza de Lindiwe con salchichas que sobraban en la carnicería, ni me buscaba
en el río.
—Está con ellos

—me dijo Lindiwe en voz baja, mientras tomábamos un cuenco de sopa temprano,
para que pudiera volver a casa antes de que anocheciera

—. Dice que tiene que irse del país a entrenarse con las armas... ¡con las armas, Ada!

—¿Por qué no juegas con otros niños?

—le decía a Dawn, intentando espantar el miedo por lo que pudiera pasarle a Jake

—. Puedes jugar con Nomse, la sobrina de Lindiwe, o con Bongani, que está
aprendiendo a tocar el piano conmigo.

Pero ella negaba con la cabeza y se reía de mí con sus ojos azules y claros. Me decía
que no me preocupara y se iba corriendo a buscar a sus amigos para hacer gamberradas.

—Tú no lo entiendes, mamá

—insistía cuando había un revuelo mayor de lo normal

—. Para vivir aquí hay que ser fuerte.

—Pero tú también vives en Cradock House, Dawn. ¿Por qué te portas de una manera
tan distinta aquí y allí?

—¡Porque soy dos personas, mamá!

—contestaba con alegría. Y yo no sabía qué responder.

El señor Dumise, que ahora tenía el pelo gris, seguía siendo tan diplomático como
siempre y pasaba por alto las travesuras de Dawn. Dina era la única profesora capaz de
razonar con ella, porque a Dawn le encantaban su ropa, sus turbantes de colores y la
determinación con que se enfrentaba al gobierno de los blancos, sin arrodillarse. Pero
incluso a Dina le costaba suavizarla, por lo terca que era.
—¿De dónde le viene eso?

—preguntaba con abatimiento, cuando intentaba que Dawn dejara de pelearse y no


lo conseguía.

—Es su piel lo que la empuja a ser así.

Dina parecía triste. Asintió con la cabeza y me cogió del brazo para volver a clase.
Me acordé de cuando la señora Cath dijo que la señorita Rose era muy terca, y eso me hizo
pensar en la herencia y en cuánto tenía Dawn de mí y cuánto del señor, y si era posible que
hubiera heredado la terquedad de la señorita Rose, o si la culpa era del entorno.

—¿Por qué te peleas tanto, Dawn?

—le pregunté esa noche, cuando estábamos acostadas en la kaia.

—Porque no soy como tú, mamá.

Me senté en la cama y la miré. Estaba acostada en una cama nueva que la señora
Cath le había comprado recientemente, por lo mucho que había crecido.

—Sufro todos los días por haberte dado ese color de piel.

—Calla, mamá.

—Se inclinó para darme un beso

—. Yo no sé si es por la piel, ¡pero me encanta el poblado!

—Le brillaron los ojos en la oscuridad

—. Y quiero ser de allí.

Pero ¿cómo vas a hacer eso, mi niña preciosa?, quise gritarle a la kaia, al espino
raquítico y al albaricoquero, que ahora seguramente la llevaba a ella en su savia. He
luchado con todas mis fuerzas para ofrecerte un futuro aquí, ¡el futuro que Dios Padre
quería para ti y quiso también para mí! Te he protegido, te he salvado ganándome la vida
lavando, te he salvado de las enfermedades que producen las letrinas. Te he protegido del
alcohol y la violencia en las puertas de las tabernas. Tus amigos negros se cansarán de ti.
Un día te darán la espalda, por el color de tu piel, y no querrán saber nada de ti. Lo sé. Lo
he visto.

—¡Mamá!

—Dawn notó mis temores y me abrazó, acariciándome con su piel clara

—. Ya encontraré mi camino, igual que tú has encontrado el tuyo.

Pero ¿a qué precio?, quise decirle. ¿Qué precio tendrás que pagar? No pude aguantar
las lágrimas, esas lágrimas inútiles, como en el funeral del señorito Phil.

—Siempre vuelvo a casa, mamá

—siguió diciendo con voz suave, porque tenía tanta capacidad para la ternura como
la tenía para meterse en líos

—. Te quiero y quiero a la señora Cath y esta casa. Siempre volveré.

La señorita Rose ha tenido un bebé. A la señora Pumile no le extraña nada, por la


cantidad de problemas que se ha buscado la señorita. Dice que eso tenía que pasar tarde o
temprano.

La señora Cath no se enteró hasta algún tiempo después de que naciera la niña.
Supuse que la señorita quiso esperar todo lo posible antes de dar la noticia, como yo cuando
no le conté a nadie que estaba esperando una hija mulata. Sin embargo, en cuestión de
color, la señorita Rose ha tenido más suerte que yo, porque su hija es blanca. De todos
modos, las dos tenemos algo en común: ninguna de las dos tenemos marido, aunque
hayamos tenido hijas.

—Viene para quedarse

—me dijo la señora Cath muy alterada. Entró corriendo en la cocina, con una carta
en la mano. Se le había soltado el moño y el pelo le caía sobre los hombros, como cuando
entraba al dormitorio del señorito Phil para consolarlo de alguna pesadilla.

Saqué las manos del cuenco, donde estaba mezclando la harina con la mantequilla
para hacer panecillos.

—¿Lo sabe la señorita Rose?

Nunca le había preguntado a la señora Cath si su hija sabía lo que había pasado entre
el señor y yo, y que había tenido una hija suya. ¿Cómo le cuentas a una hija que su padre ha
pecado de esa manera?

Tampoco sabía si su madre le había contado que yo había vuelto a Cradock House.
¿Cómo le cuentas a una hija que has perdonado y aceptado a una pecadora? Tal vez la
señorita Rose no lo sabía. Tal vez por eso la señora Cath estaba tan nerviosa.

—Le escribí hace tiempo

—empezó a decir, recogiéndose el pelo y sin mirarme a los ojos

—. Y...

—dudó unos momentos, buscando la palabra exacta, como hacía Lindiwe

— se sorprendió mucho.

Yo también bajé los ojos y seguí mezclando la harina. Seguro que sorpresa no era lo
que había sentido la señorita. Rabia, sí. Y traición casi sin duda, porque pensaba que el
señor era de su propiedad y podía cautivarlo a su antojo.

¿Indiferencia? Tal vez. Ojalá tuviera yo esa suerte.

Edward quiere saber quién es el padre, por qué no ha cumplido con su obligación y
se ha casado con Rosemary. He preferido no avivar ese fuego. Es verdad que la gente
hablará, pero ya hemos pasado por eso en otras ocasiones y he aprendido que la única
respuesta es no agachar la cabeza y seguir adelante. Es curioso que esto lo haya aprendido
de Ada.

Se ha vuelto de hierro para enfrentarse al aislamiento y a la desilusión, a fuerza de


mirar adelante.

Esperamos a nuestra nieta con los brazos abiertos, y rezo para que Rosemary siente
cabeza por fin y deje atrás su rebeldía, ahora que es madre. Lo cierto es que no tengo
mucha confianza: en lo que respecta a mi hija, hace ya mucho tiempo que reconocí que no
tengo ninguna influencia sobre ella y tampoco la comprendo. ¡Qué duro es admitir un
fracaso tan grande con una hija!

Lo que más me preocupa es cuál será su reacción con Ada y Dawn.

Capítulo treinta y ocho

—Ésta es Dawn

—dijo la señora Cath, pálida, como el día en que le presentó al señor a su hija.

—¡Qué pelo!

—exclamó la señorita Rose, señalando los rizos tiesos de Dawn y acariciando las
ondas rubias de su hija Helen.

—¿Puedes traer el té, Ada?

—me pidió la señora Cath con una sonrisa forzada, dando unas palmaditas en el
hombro de Dawn, para transmitirle confianza.

La familia se sentó en el stoep, en los asientos en los que yo tenía tantas ganas de
sentarme cuando era pequeña, pero mamá me lo prohibía. Volví con la bandeja. Había
panecillos recién hechos, con nuestra mermelada casera de albaricoque. Me había esmerado
mucho para darle a la señorita Rose una bienvenida especial. Ya había metido en el horno
una pierna de cordero del Karoo y había hecho cabello de ángel con azúcar moreno y
canela, y una tarta de brandy de El Cabo con dátiles del desierto donde Phil había luchado
en la guerra.

La pequeña Helen jugaba en el suelo, encima de una manta, a los pies de su abuela.
Dawn fue corriendo a la kaia y volvió con un conejo de lana que la señora Cath le había
hecho hacía unos años.
—No

—dijo la señorita Rose, quitándole el juguete a su hija y lanzándoselo a Dawn

—. Tiene sus propios juguetes.

Y así fueron las cosas.

La señorita Rose se ponía un vestido nuevo cada día

—ya no llevaba faldas largas, sino vestidos ceñidos en las caderas y hasta la altura
de la rodilla

—, se sentaba en el stoep y pedía un té o se iba al pueblo a hacer recados. A veces se


llevaba a Helen en el cochecito, aunque casi siempre dejaba a la niña con su madre y le
daba órdenes estrictas de que Dawn no se acercara a su hija. Era una prueba muy dura para
la señora Cath. Comprendía que la señorita Rose estuviera enfadada y dolida, porque a ella
le había pasado lo mismo, pero no soportaba ver que nos despreciaba a Dawn y a mí, y que
le parecíamos indignas de acercarnos a su hija. Yo lo notaba en cómo tensaba la espalda y
en la alegría forzada con que tocaba el piano. En esa época tocaba muchas polkas y muchas
mazurcas, pero no era capaz de poner entusiasmo.

—¿Hacemos merengue de limón para el postre, Ada?

—decía, con los ojos enrojecidos y las manos ávidas de hacer algo, porque le resulta
muy incómodo estar sentada con la señorita Rose y tener que echar a Dawn cada vez que se
acercaba.

—¡Claro, señora Cath!

—contestaba yo. Y nos íbamos a batir las claras de huevo y a exprimir los limones
sin hablar, como hacíamos normalmente.

Tras una primera fase de entusiasmo por la ropa elegante de la señorita Rose y sus
costumbres de la gran ciudad, Dawn empezó a enfadarse por la falta de consideración con
que nos trataba. Aunque siempre parecía más feliz cuando estaba con sus amigos en el
poblado, yo sabía que Cradock House era su refugio, por más que se negara a reconocerlo.
Las palabras cortantes de la señorita Rose y sus malas maneras eran una amenaza en el
único espacio de tranquilidad que mi hija conocía.
—Me odia

—me susurró un día, cuando la señorita volvió a despreciarla una vez más, poco
después de su llegada

—. ¿Por qué me odia, mamá, si yo no le he hecho nada?

—La señorita Rose sólo piensa en sí misma

—dije, levantando la vista del teclado, cuando terminé de tocar una pieza de
Gershwin. A Dawn le encantaba Gershwin, le encantaba contonearse al ritmo de la
Rapsodia y bailar para la pequeña Helen

—. No ve la necesidad de ser amable con los demás.

—¿Por qué es tan distinta de la señora Cath?

—me preguntó otro día, cuando estábamos solas en la kaia.

Sonreí y miré hacia el jardín. El árbol del coral se inclinaba sobre el césped,
dibujando sombras en la hierba donde una vez se había sentado el señorito Phil. ¿Cuántas
veces me había hecho yo la misma pregunta? ¿Cómo una madre tan cariñosa como la
señora Cath había tenido una hija tan egoísta?

—Eso sólo Dios lo sabe. Ella es así desde que éramos pequeñas, pero

—le acaricié el brazo pálido

— el señor la quiere mucho, y él nos ha acogido en su casa. Tenemos que ser


prudentes.

—Andikhathali... ¡A mí eso me da igual!

—protestó Dawn con rabia, sacando su parte del poblado

—. ¡Ella no significa nada para mí!

La señorita Rose seguía engatusando y adulando a su padre como siempre, porque


sabía que él difícilmente podía resistirse. De todos modos, se andaba con cuidado, porque
el señor le mandaba dinero todos los meses. Yo lo sabía. Le había oído decir, por el hueco
de la puerta, lo que le costaba que la señorita viviese en un apartamento muy elegante hasta
que encontrase un medio de vida.

—Debería buscar trabajo

—decía

—. Seguro que puede hacer algo.

—¿Qué trabajo?

—La señora negaba con la cabeza

—. No tiene ningún título. No quiso ser maestra ni enfermera, y confiamos en que


terminaría casándose.

Y se quedaban callados.

Sin embargo, la señorita Rose tenía otras intenciones con esta visita, aunque hizo
todo lo posible para evitar que su madre las descubriera. Encontró la manera de aliarse con
el señor al margen de sus trucos de siempre para adularlo: un terreno común que sólo ellos
dos compartían.

Ambos eran víctimas inocentes utilizadas por amantes sin escrúpulos.

Dudo que el señor viera con buenos ojos la situación de su hija, pero ella seguía
siendo encantadora, no lo juzgaba, y él estaba muy necesitado de esas cosas. La señorita
Rose, con su pelo rubio, sus vestidos alegres y sus bromas

—y ahora también con una hija rubia y guapa, aunque no tuviera marido

—, era como un rayo de sol. Yo lo veía, y no tenía valor para censurarlo. Al fin y al
cabo, el señor no era más que el cascarón de lo que había sido. Aunque se negara a hacerle
el más mínimo reconocimiento a Dawn, cumpliría con su parte del acuerdo y nos daría un
hogar y un futuro. Al otro lado del Groot Vis, la sangre y el miedo crecían con el paso de
los meses. Incluso Lindiwe estaba desesperada. Le quemaron su choza nueva antes de que
pudiera mudarse. «Vamos a convertir el poblado en un lugar ingobernable

—decían los que dirigían la lucha


—. Vamos a destruirlo y a quemarlo todo, hasta que no quede nada más que la tierra
del Karoo.»

Durante algún tiempo, la señorita Rose combinó la estrategia del encanto con el
victimismo. Pero una tarde, mientras la señora Cath tocaba el piano y yo terminaba de
preparar la cena, y los ibis pasaban gritando por encima del jardín, la señorita, que estaba
con su padre en el stoep, dio el paso que tenía planeado. Le dijo al señor que no tenía por
qué ser tan generoso con Dawn y conmigo y ofrecernos un futuro en Cradock House.

—Dale dinero y que se vaya

—le oí decir desde el pasillo, camino del comedor

—. Se irá de todos modos cuando le convenga.

Se oyó el ruido metálico de un vaso al apoyarse en la bandeja y el chasquido de una


cerilla, cuando la señorita Rose encendió un cigarrillo. Esperé. Otro enemigo. Siempre
habría enemigos para mi hija y para mí. Incluso en Cradock House.

—Se lo he prometido a Cathleen

—oí que contestaba el señor. La señora Cath estaba tocando un scherzo muy alegre,
con la intención de animar el ambiente antes de la cena. Seguí esperando y retorcí la tela de
mi falda azul.

—No le debes nada

—protestó la señorita Rose

—. Tienes una familia de la que cuidar. Además, es peligroso.

Hubo un silencio. Oí los pasos de Dawn a mis espaldas. Desde que llegó la señorita,
yo la animaba a que pasara más tiempo en la kaia. Di media vuelta y me llevé una mano a
los labios. Ella se encogió de hombros y volvió a la cocina, resignada a estar siempre
excluida.

—Aquí en Cradock no han acusado a nadie


—dijo el señor.

La señora Cath había cambiado el scherzo por un aria de Bach en re mayor. Me


acerqué un poco a la puerta.

—No han acusado a nadie de momento

—insistió la señorita

—, pero nadie sabe cuándo puede pasar.

Yo comprendo la venganza.

Vengarse es atacar a alguien por el daño que te ha hecho en el pasado. La venganza


se alimenta de la mala sangre. Creo que en cierto modo comprendo a la señorita Rose. Se
ha vengado de mí por tocar el piano mejor que ella, por ser para la señora Cath la hija que
ella tendría que haber sido y por engatusar al señor y llevarlo a mi dormitorio, según ella.

Antes de regresar a Johannesburgo, la señorita Rose fue a hablar con la policía, o


contó lo suficiente para que alguien fuese a hablar con la policía. Ahora lo sé. Alguien ha
denunciado que he tenido una hija, fruto de mi maldad, y que los señores se han visto
obligados a ayudarnos por miedo a que yo los descubriera.

Un golpe en la puerta de la kaia, a medianoche, fue la revelación de la venganza de


la señorita Rose. Había oído hablar de esas cosas, pero nunca pensé que pudieran pasar en
Cradock House. Claro que yo no vivo en Cradock House, yo no puedo sentarme en los
asientos del stoep y no soy parte de la familia, aunque la señora Cath me trate como si lo
fuera. Por eso, mi hija y yo no contamos con la protección de la casa para evitar la visita de
la policía a medianoche.

—Waar is die kind? ¿Dónde está la niña?

—gritó un policía corpulento y armado con una porra negra cuando entreabrí la
puerta. Lo que temía desde hacía tanto tiempo había llegado finalmente. Como el estruendo
de un trueno en la quietud de la noche, allí estaba la posibilidad de que el señor y yo
fuésemos a la cárcel. Y la posibilidad de que la señora Cath se viera humillada. Y la
posibilidad de que Dawn se quedara sola.
Me empujó bruscamente. Venía con otro hombre blanco, vestido de paisano.
Recorrieron la kaia con las linternas. Tenían la respiración agitada, como si hubieran venido
corriendo, como si estuvieran de cacería y nosotras fuéramos su presa.

O una emboscada, como la que le tendieron al señorito Phil en Sidi Rezegh.

—¡No la toquen!

—grité, interponiéndome entre ellos y la niña, que estaba encogida en la cama y


cegada por la luz de las linternas.

—Ja, no hay más que verla

—dijo el primero con satisfacción, apartándome de un codazo para acercar la


linterna a la cara de Dawn

—. ¡Es hotnot! ¡No hay duda!

Los ojos claros de Dawn brillaron de rabia al oír el insulto. Conocía a los policías.
En el poblado nos escondíamos de aquellos hombres agresivos que llegaban con sus perros
en furgonetas con rejas para llevarse a todos los que no tuvieran pase. Yo le había enseñado
a esconderse de ellos desde que era pequeña. Le había enseñado a dominar su rabia y a no
sacar los puños delante de ellos. No eran como los alborotadores del poblado. Estos
hombres tenían porras y pistolas. La única defensa posible contra ellos era conservar la
cabeza fría. Había que esperar y elegir bien el momento de devolver el ataque, le explicaba.

—¿Ada?

Oí un grito en el jardín y, momentos después, la señora llegó descalza, con el pelo


suelto y la bata de flores bordadas arrastrando por el suelo. Había salido corriendo sin
ponerse las zapatillas y debía de tener los pies congelados, porque estábamos en invierno y
a veces helaba por las noches.

—¿Qué están haciendo?

—preguntó, jadeante.

Aprovechando que los dos hombres se distrajeron, me abalancé sobre Dawn para
protegerla y nos escondimos debajo del colchón. Si hubiera estado en el poblado, si hubiera
estado en la choza de Lindiwe, tendría en la mano el eje de bicicleta.

Pero no lo tenía.

Lo guardaba en un cajón, con mi pase, y lo cogía a diario para ir al poblado. Creía


que en la kaia estábamos a salvo y no necesitaba un arma al lado de la cama.

¿Podía cogerlo? ¿Podía esquivar a los hombres y acercarme al cajón? ¿Era un


momento para conservar la cabeza fría o para luchar?

Me ardían las mejillas. Todo mi cuerpo se tensó, preparado para el ataque.

Pero la señora Cath estaba allí, descalza, con su bata suave, y ella no sabía nada de
ejes de bicicleta ni de las situaciones desesperadas en las que había que usarlos. No podía
manchar el suelo de mi kaia con la sangre del poblado, a menos que no tuviera otro
remedio.

El policía giró en redondo y la luz de la linterna osciló bruscamente.

—¿Quién es el padre de la niña?

La señora Cath dudó unos momentos.

El espino raquítico arañaba el tejado. Los ojos de la señora Cath se habían vuelto
negros en la oscuridad. Nos miró deprisa a la niña y a mí antes de mirar a los hombres. El
que iba de paisano sonreía sin una pizca de humor.

—¡Ada!

—la señora Pumile me llamó desde el otro lado del seto

—. ¿Ada?

Los hombres cruzaron una mirada de fastidio al sospechar una nueva interrupción.

—No sé quién es el padre, sargento

—contestó la señora Cath despacio y tranquila, dando un paso al frente


—. Y tampoco nos preocupa.

—Tomó aire y continuó sin alterarse

—: Mi marido es miembro del Ayuntamiento. No ha venido conmigo porque está


enfermo. Si me dan ustedes sus nombres, por favor, él se ocupará de arreglar esto con sus
superiores.

Los policías se miraron. No les hizo gracia que se hablara de sus superiores. Estaban
acostumbrados a que todo el mundo los obedeciera

—aunque fuese con rencor

— sin que la conversación se desviara hacia sus superiores. El que iba de uniforme y
parecía llevar la voz cantante, aunque siempre miraba a su compañero para pedir su
aprobación, volvió a enfocar con la linterna a todos los rincones, como si hubiera más
mulatos por descubrir.

Me clavé las uñas en las palmas de las manos mientras digería las mentiras de la
señora Cath, asombrada de la facilidad con que mienten las mujeres, y caí en la cuenta de
que mentíamos porque teníamos hijos, y la vida de un hijo vale mucho más que unas pocas
mentiras.

—Nos han informado de un caso de inmoralidad en esta casa

—explicó el policía de mala gana, dirigiendo la luz de la linterna al suelo.

La señora Cath extendió un brazo con mucha gracia para indicarles que se
marcharan, como si fueran invitados a una fiesta y se hubieran quedado un poco más de la
cuenta.

—Tiene que tratarse de un error. Estoy segura de que mi marido no presentará


cargos. Sé que ustedes sólo cumplen con su deber.

El policía de uniforme se encogió de hombros y apagó la linterna. La kaia volvió a


quedar a oscuras, y la piel de Dawn y sus ojos enfurecidos desaparecieron en la noche. La
señora Cath se acercó a la puerta con el brazo extendido. El otro hombre dudaba y me miró
con frialdad.

—Vamos
—dijo su compañero.

Por fin lo siguió, dando un golpe con la porra en el marco de la puerta a propósito.
La madera se partió y Dawn se acurrucó en la cama. La señora Cath no dijo nada, y se
despidió de mí asintiendo con la cabeza.

—Buenas noches, Ada.

Y entonces comprendí que sus mentiras no sólo habían ahuyentado a los policías y
nos habían salvado esa noche, sino que también habían impedido que Dawn descubriera lo
que hasta entonces le habíamos ocultado: que su padre no era un desconocido que me había
tomado por la fuerza

—como ella pensaba

—, sino que era el señor.

Dawn se despertó antes que yo a la mañana siguiente. Volvió a dormirse poco


después de que los policías se marcharan

—los niños sólo viven el presente

— mientras que yo estuve horas despierta en la opresiva oscuridad, oyendo el ruido


del viento en la puerta con el marco roto y acercándome de vez en cuando a tocar a mi hija
para asegurarme de que seguía allí. La luz ya empezaba a entrar por las cortinas cuando
conseguí dormir un poco.

—¿Quién es mi padre, mamá?

Me desperté y me incorporé en la cama. Dawn estaba sentada en el suelo, con los


brazos alrededor de las rodillas, y me miraba con gesto acusador. Sus palabras se deslizaron
por las paredes de la kaia como el foco de la linterna del policía.

¿Quién es mi padre?

¿Y quién es el mío?, quise decir. Me lo preguntaba igual que yo se lo preguntaba a


mi madre. A estas alturas ya he renunciado a saberlo, aunque la pregunta me sigue
rondando por la cabeza. ¿Es peor la ignorancia que el conocimiento? ¿Prefería saberlo mi
hija, a pesar de la vergüenza que suponía? Al menos mi padre y yo teníamos la piel del
mismo color.

Los ojos de Dawn

—claros como los del señorito Phil

— nunca temblaban delante de los míos. Y en sus ojos veía los dos lados que
luchaban dentro de mi hija: a la niña obediente de Cradock House y a la niña salvaje del
poblado. Siempre creí que era su piel lo que la empujaba a portarse de esa manera, pero es
posible que me equivocara. Tal vez esa otra parte de ella siempre estuviera huyendo
desesperadamente de su padre sin saberlo. Tal vez fuera el secreto lo que le hacía alejarse
de mí y del Cradock blanco y buscar las explosivas calles del poblado. Cada vez se alejaba
más. Y yo temía cómo iba a terminar.

—¿Ada?

—llamaron a la puerta.

Le hice una señal a Dawn para que abriera, y tuvo que esquivar una astilla de
madera del porrazo de la noche anterior. Saltaba a la vista que la señora Cath tampoco
había dormido. Tenía los ojos hinchados y el pelo revuelto, como cuando el señorito Phil se
empachó de albaricoques. Fue derecha a Dawn y la abrazó. Vi que mi hija apoyaba la
cabeza un momento en el hombro de la señora Cath, como hacía el señorito Phil de
pequeño cuando estaba malo y también cuando ya era un hombre atormentado.

«¿Qué debería decirle a mi hija, Phil?», le pregunté, mientras la señora Cath le


susurraba a Dawn palabras de consuelo. ¿Qué diríamos si Dawn fuera tu hija y no la hija
del señor? Aunque, en ese caso, seguramente habríamos encontrado un sitio donde los tres
seríamos bien acogidos a pesar de la diferencia de piel. Quizá en Irlanda, adonde tú dijiste
que iríamos juntos algún día... ¿O no existe en el mundo un sitio así, y esa diferencia es
imposible de superar?

La señora Cath no había esperado a vestirse para venir a vernos. Normalmente


nunca salía de su cuarto en camisón.

—Lo siento mucho, Ada

—dijo con la voz quebrada, mirándome por encima de la cabeza de Dawn

—. Lo siento mucho.
—¿Volverán?

—preguntó Dawn, separándose de ella. Estaba muy alta. Ya era más alta que yo,
aunque no tanto como la señora Cath. Dentro de pocos años sería una mujer, una mujer
muy guapa.

La señora Cath se recompuso y escogió sus palabras con cuidado.

—No lo creo Dawn. Le pediré a Edward que se asegure de que no vuelve a ocurrir.

Abrí la boca para protestar: si el señor iba a ver a la policía, ¿no empeoraría las
cosas?

—¿Por qué han venido?

—insistió Dawn, mirándome primero a mí y luego a la señora Cath

—. ¿Esperaban encontrar a mi padre aquí?

—Claro que no, hija

—me apresuré a decir, antes de que sus palabras cobraran fuerza en el silencio

—. Fue un error, como dijo la señora Cath.

Mi respuesta se quedó flotando en el aire. Me había dado demasiada prisa en


negarlo, demasiada prisa en mentir.

—No quieres decírmelo, ¿verdad?

Miré a aquella muchacha preciosa y rebelde, de pies bailarines, que había nacido del
señor y de mí, y no fui capaz de decírselo. En ese momento no fui capaz. Y puede que
nunca llegara a serlo. Si le contaba la verdad, todo lo que habíamos construido para ella en
Cradock House se derrumbaría de golpe. Dawn se enfadaría con el señor, lo sentiría mucho
por la señora Cath, y me reprocharía que no hubiese tenido valor para negarme. Ella nunca
habría tenido un conflicto entre el deber y la lealtad. Ella habría sabido elegir libremente: le
habría cerrado la puerta al señor si hubiera querido. Desde que era pequeña, mi hija tenía la
fuerza y la determinación de una mujer.

—No puedo decírtelo

—contesté con firmeza. Aunque estaba temblando, trataba de aferrarme a esa


fortaleza que tanto me había costado conseguir en el poblado

—. Hay cosas que es mejor olvidar. Tengo que responder ante Dios Padre por lo que
hice.

Erguí la espalda, como el día que ella nació y tuve que enfrentarme a Silas y al señor
Dumise.

—Da igual

—dijo, encogiéndose de hombros. Y fue a coger la bolsa donde guardaba los libros
del colegio.

—¿Qué quieres decir, Dawn?

—preguntó la señora Cath, apretando los puños hasta que los nudillos se le pusieron
blancos.

—Puedo irme a vivir al poblado

—contestó, echándose la bolsa al hombro

—. Allí no me encontrarán cuando vayan a buscar hotnots.

Capítulo treinta y nueve

Temo que Dios se enfade conmigo. Hasta ahora me ha librado del castigo por mi
pecado, a cambio de criar a mi hija religiosamente. Eso me dijo Lindiwe cuando nació
Dawn, para consolarme: «Dios te perdonará si le sirves a través de la niña. Dios cuidará de
ti para que tú puedas cuidar de la niña, porque tiene planes para ella». Y a lo largo de los
años

—cuando Dawn se puso enferma, cuando la señora Cath me encontró en el poblado

—, siempre creí que Dios de verdad me estaba protegiendo, ofreciéndome un futuro


para que yo protegiera a Su hija. Ése era el plan de Dios.

Y ahora Dawn quería prescindir de mi protección. Quería vivir su propia vida lejos
de mi capacidad de protegerla. ¿Significaba eso que Dios ya no me necesitaba? ¿O había
sido capaz de criar bien a mi hija y podía contar con Su perdón eterno?

Hemos arreglado el marco de la puerta de la kaia. La señora Cath está segura de que
no habrá más visitas a medianoche. El señor no dijo nada, ni cuando lo vi esa mañana, en el
desayuno, ni cuando pasó por la cocina después, ni cuando fui a guardar un montón de ropa
doblada en el armario del pasillo y él estaba en su despacho con la puerta abierta. Era como
si nunca hubiese pasado. Como cuando se acostaba conmigo y luego actuaba como si nunca
hubiese pasado.

Por hacerle justicia, me convencí de que la señora Cath le había prohibido que
saliera cuando llegó la policía, por miedo a que vieran su parecido con la niña, pero, a pesar
de todo, su absoluta falta de compasión me llenó de desprecio. Abrí la boca, dispuesta a
decir algo, pero no pude. El señor nos ha acogido hasta ahora. Tengo que estarle agradecida
por eso. No puedo esperar nada más de él.

La visita de la policía fue el detonante que Dawn estaba esperando. A partir de ese
día, supe que no tardaría en dejarme, aunque sus razones para irse no tenían nada que ver
con el miedo a que pudiesen detenerla. Se marchaba porque prefería vivir en otra parte.
Cuando intentaba comprender que mi hija quisiera regresar al lugar de donde yo la había
rescatado, me era imposible. Cradock House era para mí el único sitio que tenía sentido. Mi
único consuelo estaba en el piano.

Por las tardes, al volver del colegio, nos quedábamos calladas cuando empezábamos
a acercarnos a la casa, temiendo ver un furgón de la policía en la puerta y a un grupo de
hombres violentos merodeando por el jardín. Sin embargo, todo estaba en calma, todo
menos mi corazón y sin duda el de la señora Cath, porque las dos sabíamos que la policía
sólo se estaba tomando su tiempo antes de lanzar el siguiente ataque.

Toqué muchas piezas de Beethoven en las semanas que siguieron a la visita a


medianoche. Su grandeza y su seguridad

—tan distintas de las divagaciones de mi querido Debussy

— se convirtieron en un ancla para mí. Con Beethoven siempre sabía adónde iba.
Incluso las tonalidades menores me indicaban el camino. Tenía tiempo para fortalecer los
dedos y el corazón antes de los crescendos.

—Últimamente tocas mucho Beethoven

—dijo la señora Cath un día, entrando del jardín con un ramo de rosas. Las lluvias
habían llegado para alimentar las flores y llenar la acequia de agua turbia, y la señora Cath
se refugiaba de sus preocupaciones trabajando en el jardín

—. Antes preferías a los románticos.

Pasé las manos por encima del teclado brillante, y mis dedos dudaron un momento
al posarse en las teclas que en el piano del colegio estaban rotas. Si bemol Sol.

—Me gustan sus melodías por lo claras que son. Están más seguras de sí mismas y
siempre sabes lo que significan.

Asintió y me acercó las rosas.

—Huele. ¿Verdad que son una maravilla? ¿No es la alegría de la música lo que
somos capaces de descubrir en ella? ¿No es su certeza? ¿No es eso lo que nos hace abrir el
corazón?

—¡Pero mi hija quiere irse, señora!

—Volví a llamarla como antiguamente, sin darme cuenta. Traté de tranquilizarme.

La señora Cath me puso una mano en el hombro y se inclinó para mirarme a los ojos
como hacía cuando me enseñaba a leer.

—Sí, se irá algún día. Tienes que ser valiente.

Se incorporó y se acercó a la ventana, como hacía muchos años antes, buscando su


país y a la familia que había dejado allí, y el lugar que llamaba su hogar, donde la tierra era
blanda y verde y el río caía por los acantilados como la música de Grieg. Y comprendí que
ella había tenido que hacer ese camino en varias ocasiones: primero cuando abandonó su
casa, luego cuando se fue la señorita Rose, y después cuando nuestro querido Phil nos dejó.
Recordé cuántos días llevó vestidos grises y cómo buscaba la insignia en el pecho y cómo
azotaba el teclado cuando se ponía a hacer escalas, y supe que tenía mucho que aprender de
las separaciones.

Me he vuelto inmune a las despedidas, aunque ésta ha sido especialmente dolorosa.

Dawn sólo tiene trece años.

Lo veía venir desde hacía tiempo y sabía que no podíamos hacer nada para evitarlo.
La querida Ada ha hecho todo lo posible, pero Dawn es terca como su padre y estaba
completamente decidida. Confía en encontrar su sitio en el poblado, pero la vida allí es muy
dura y temo que no lo consiga. ¡Pobre niña! Está muy confundida porque es mulata. ¿Y
quiénes somos nosotros para asegurar que haríamos las cosas mejor? Las consecuencias de
la locura de Edward seguirán resonando mucho después de que todos hayamos muerto.

Rosemary

—desde Johannesburgo

— dice que era inevitable y parece insinuar que Ada también debería marcharse.
Dice que en la ciudad están aumentando los procesos judiciales por inmoralidad y está
segura de que no tardarán en llegar a nuestro pequeño dorp.

Edward ha menguado mucho con todo esto. Le resulta imposible comprometerse


con Ada o con su hija de ninguna manera. Ha dejado en mis manos la tarea de cohesionar
las dos mitades de nuestra vida: Cradock House y la kaia.

Yo hago todo lo que puedo, aunque también me siento menguada.

Ya no nos invitan a cenar. Nuestros amigos nos tratan con recelo.

Busco el placer en las pequeñas cosas: en el destello azul de los ojos de Dawn, en la
fragancia de las rosas y en la majestuosidad de Ada cuando interpreta a Beethoven.

Capítulo cuarenta

Sé que Lindiwe se siente sola. Echa de menos a su hermano. Aunque Jake vivía en
las sombras y aparecía muy de vez en cuando, Lindiwe entonces se sentía protegida. Yo
también lo echo de menos. Pero Jake se ha marchado. Y en Johannesburgo, en un barrio
llamado Sharpeville, la guerra por la diferencia de piel ha entrado en un terreno oscuro. La
policía ha matado a sesenta personas que se entregaron para que los detuvieran por no
llevar pase.
He sorprendido a la señora Cath llorando en la cocina.

—¿Qué hemos hecho?

—susurró

—. Algunos eran niños... los han matado por la espalda...

—¿Por la espalda, señora Cath?

—Cuando huían.

En los poblados se lloraba a los muertos y la rabia se desbordaba. Mis alumnos


venían a clase con los bolsillos llenos de piedras, dispuestos a lanzarlas contra los furgones
policiales que daban vueltas alrededor del patio. Los niños volvían a pelearse y a hacerse
sangre en los pasillos, porque las porras de la policía siempre estaban muy cerca y la tierra
dura del Karoo no es amable con los brazos y las piernas jóvenes. Las canciones tranquilas
que había logrado introducir en clase ya no les bastaban. Eran cantos de lucha lo que
querían, cantos de liberación, cantos que clamaban por el poder y la libertad... y por la
venganza.

—Amandla!

—gritaban en el salón de actos, ahogando las peticiones de silencio del señor


Dumise

—. Amandla!

—gritaban en las calles, desafiando a la policía, siempre al acecho.

—Amandla ngawetu! ¡El poder es nuestro!

Los soldados, equipados para enfrentarse a las revueltas, rodeaban los poblados.
Lanzaban al aire unos gases que hacían llorar. Dawn llegó un día a Cradok House llorando
a lágrima viva.
—Ven

—dijo la señora Cath, que salió corriendo al stoep con un cuenco de agua fría y unas
toallas

—. Con cuidado

—. Dawn no paró de llorar mientras le lavábamos los ojos y le limpiábamos la cara.

—¡Los odio!

—gritó, pasándose las manos por la cara hinchada

—. ¿Qué les he hecho yo?

La señora Cath y yo nos miramos. El señor estaba en su despacho y tuvo que oír lo
que pasaba. Pero no salió.

Lindiwe construyó una choza nueva en el poblado, con lo que había ganado y
ahorrado lavando ropa, pero se la quemaron el día que por fin consiguió terminarla. Puede
parecer que las paredes de barro y el tejado de uralita no arden, pero ¡vaya si arden cuando
se rocían con gasolina! Las paredes se desmoronan y el suelo, batido con tanto esfuerzo, se
funde. La uralita y las piedras que la sostienen se desplazan y caen, y el tejado se lo llevan
en cuanto se enfría y pueden cogerlo. Lindiwe no cree que haya sido un ataque personal,
porque sabe que los que van por ahí prendiendo fuego a las chozas actúan al azar, pero
prefiere no pensar demasiado. Sólo habla de Jake cuando me pide que busque su nombre en
los periódicos, entre las noticias de detenciones y de protestas acompañadas por una palabra
nueva: «terrorismo».

Me acuerdo de cuando «apartheid» era una palabra nueva.

Tengo la sensación de que unas palabras pueden dar vida a otras que nunca habrían
aparecido por sí solas. Esta palabra nueva ha nacido del apartheid. Las chozas quemadas,
los niños muertos y los ojos escocidos han nacido del apartheid.

Lindiwe ha vuelto a demostrar que es una amiga fiel. En una de sus tres chozas, que
aún siguen en pie, tiene un hueco libre con una cama. Ha decidido dejársela a Dawn gratis,
para que pueda vivir en el poblado, a pesar de mis temores, a pesar de que en Sharpeville
han muerto niños de su edad y de que algunos parecen buscar la muerte en la violencia de
nuestras calles.
—Te pagaré cuando llegue ese momento

—le dije una tarde que fui a verla. Era invierno y anochecía muy deprisa. La gente
ya había encendido el fuego para preparar la cena. Tenía que irme enseguida para salir del
poblado antes de que oscureciera. Ahora, además de los ladrones, también la policía se
escondía en la oscuridad

—. Y Dawn tendrá que ayudarte a lavar; así estará ocupada cuando vuelva del
colegio.

—Dawn tenía que contribuir. Hay que trabajar para ganarse las cosas.

Lindiwe negó con la cabeza.

—Ya no lavo, Ada. Ahora cuido de mis chozas.

—Señaló con el brazo musculoso las calles llenas de gente en paro. A falta de
trabajo, sólo quedaba merodear, incendiar y robar. Hasta las personas honradas se veían
empujadas a hacer esas cosas, porque pasaban hambre y no tenían un techo

—. Esto está lleno de gente que busca un sitio donde meterse y tengo que vigilar mis
chozas todos los días.

Asentí. Sabía que Lindiwe tenía razón. Si no defendías lo que tenías, en cualquier
momento te lo robaban de la espalda o de debajo de la cama o de encima de la cabeza. La
gente no tiene límites cuando está desesperada.

Lindiwe retiró el hervidor del hornillo y sirvió el agua caliente en la tetera de


aluminio.

—Cuéntame qué ha pasado para que Dawn quiera venirse a vivir aquí. ¿Es por el
señor?

—Lindiwe siempre creyó que sólo él podía romper el acuerdo que nos permitía vivir
en Cradock House.

—No es por el señor. Es su piel lo que la empuja a portarse así.

Le había dicho lo mismo a Dina en el colegio hacía unos años. Es posible que Dawn
quisiera huir de su padre, pero lo principal era la piel. Así se ordenó desde el día en que me
acosté con el señor. Los niños que no son de ninguna parte, que no son ni una cosa ni la
otra, siempre llegan a extremos en su intento de encontrar un hogar verdadero.

Lindiwe me cogió de la mano.

—Cuando llegue el momento, yo cuidaré de ella. Seré su madre de repuesto.

Y así fue. Cuando Dawn me dijo que quería irse, no lloré y no se lo prohibí. Me
aguanté las ganas de llorar y le dije que podía marcharse si se quedaba en la choza que tenía
preparada para ella. Fue un acuerdo más que una negociación. Te dejaré ir, queridísima hija,
si me prometes quedarte donde estés a salvo. Sé que no puedo retenerte. Sé que Cradock
House no es para ti un refugio, como lo es para mí. Tú tienes que buscar tu música en otra
parte.

—Estaré bien con Lindiwe, mamá.

—Estaba sentada en la cama de la kaia, con las piernas cruzadas, los libros en su
bolsa y su ropa guardada en mi vieja maleta de cartón, la que usé un día para llevarme lo
poco que tenía y cruzar el Groot Vis con la esperanza de encontrar un futuro en el poblado.

—No te acerques a los tsotsis que lanzan piedras y ven a menudo

—dije, esforzándome para no derrumbarme

— a ver a la señora Cath, a comer...

—A verte a ti, mamá.

—Me abrazó y apoyé la cabeza en su hombro, igual que Phil apoyaba su cabeza en
mi hombro en la oscuridad de su dormitorio. Dawn siempre había tenido esa ternura
mezclada con su rebeldía. En cierto modo, es su ternura lo que más miedo me da.

Cuando se fue de casa, Dawn me prometió que nos veríamos en el salón de actos
todos los días antes de la asamblea. Hay días en que no aparece y me cuesta mucho tocar la
marcha, porque no sé qué puede haberle pasado. Por las noches, cuando estoy sola en la
kaia, con la puerta reparada, me preocupa no volver a verla. Me persigue el recuerdo de los
jóvenes que han muerto en Sharpeville.

—¡Dawn! Por fin, hija... Pero ¡cómo traes la ropa! ¿Qué has hecho?

—¡Bailar, mamá!

—Y empieza a girar delante de mí, moviendo las piernas morenas muy deprisa y
haciendo volar las manos

—. ¿Cómo está la señora Cath? ¿Puedo llevarme unos lápices? He perdido los míos.

Pasa más de un año hasta que poco a poco me acostumbro a sus desapariciones y me
lleno de alegría cuando por fin vuelve de hacer lo que está haciendo, que no siempre es
bailar.

—¿Tienes cuidado con los chicos, Dawn? No te acuestes con ellos hasta que seas
mayor

—le aconsejo. Desde que es pequeña le he advertido de los problemas que pueden
traer los chicos, y ahora está guapísima y desenfrenada, con esa palidez exótica que
contrasta tanto con sus rasgos negros. No quiero que caiga, no quiero que cometa el mismo
error que yo y que su abuela. Tiene que ser lista y esperar hasta que encuentre un hombre
que se quede con ella. Un hombre del mismo color que ella.

—Ya lo sé, mamá. Tengo cuidado. Sé lo que puede pasar.

—Se inclina sobre mí al lado del piano. Su alegría se convierte en ternura y apoya su
mejilla en la mía.

No le pregunto qué hace ni adónde va. No quiero saberlo. Creo que me estoy
volviendo como esos blancos a los que tanto desprecio: si no veo o no oigo algo es como si
no existiera.

—¿Cómo está Dawn?


—me pregunta la señora Cath todos los días, cuando vuelvo a casa. Lee en el
periódico que los jóvenes tiran piedras, huele el humo que viene de la otra orilla del Groot
Vis, y ha visto a Dawn con la cara hinchada por los gases lacrimógenos. Pero prefiere no
pensarlo, igual que yo. Si no hablamos de eso, tal vez las piedras y el humo y las sirenas no
sepulten a Dawn.

—Está bien, señora Cath

—le digo. Asiente con alivio y me entrega un pañuelo precioso o un tarro de nuestra
mermelada de albaricoque casera para que se lo dé a Dawn cuando la vea. No me atrevo a
decirle que no la veo todos los días.

El señor nunca pregunta por su hija. No ha cambiado nada que Dawn ya no esté
aquí, porque él no la veía aunque estuviera. Siempre había querido hablar con el señor,
siempre me decía que no podía consentirlo, pero cuando Dawn estaba conmigo en la kaia
no quería arriesgarme a que nos echara. Ahora que ya no está, no hay ninguna razón para
callarme, y, con el paso de los años, las palabras se han vuelto más fuertes dentro de mí, en
vez de debilitarse. Quieren salir de mis labios. Son como una herida interna que llevo
soportando mucho tiempo, me están devorando y me exigen que las libere.

Me armé de valor una mañana en que la señora Cath había salido y el señor estaba
en el despacho con la puerta abierta mientras yo tocaba el piano. Elgar. Chanson de matin.
Acababa de llegar el verano y los escarabajos esperaban el calor del mediodía a los pies del
jazmín para empezar su coro. Los koppies brillaban en las afueras del pueblo bajo la luz
amarilla. Era un día demasiado bonito para discutir, pero pocas veces estaba sola en casa
con el señor. Dejé una sonata a medias y aparecí en su puerta antes de que él tuviera tiempo
de cerrarla.

—Nunca pregunta por Dawn, señor. Ni siquiera cuando le lanzaron los gases
lacrimógenos.

Seguía llevando el reloj de bolsillo en el chaleco y seguía sin mirarme a los ojos.

—Estoy seguro de que está bien

—dijo con indiferencia. Se inclinó sobre sus papeles, sin mirarme. Debería estar
preparado para afrontar lo que había hecho. Era demasiado tarde para disculparse, pero yo
necesitaba liberarme de aquella sensación que en parte era culpa mía. Llevaba mucho
tiempo esperando ese momento. Tenía preparadas las palabras desde hacía muchos años.
Las practicaba por las noches hasta que me las aprendí de memoria, para que no se me
olvidaran y para no decir más de lo que quería. No sé si a Dios Padre le parecería bien, pero
no podía aguantarme. Llevaba demasiado tiempo callada.

—Está bien, pero su piel no le deja descansar un momento. Y siempre será así.

El señor no dijo nada.

—Yo hice eso porque creí que era mi deber, pero usted sabía lo que era la herencia.

Siguió sin decir nada.

—Y también sabía que la ley lo prohibía. Yo no lo sabía.

Mis palabras le golpearon como las piedras que lanzaban en las calles del poblado.
Se asustó. Me eché a temblar como en el funeral de Phil, cuando noté las miradas de los
blancos en la nuca. Pero esta vez no temblaba de miedo ni de pena: era un temblor que
nacía de muchos años de espera y muchos años de dolor. Era, me avergüenza decirlo, una
especie de venganza. Seguí esperando. El ambiente se había vuelto muy frío.

—Cometí un error

—dijo, mirándome un momento

—. Tú eras...

—Algo parpadeó un instante en sus ojos apagados.

—Pero nos ha ignorado desde entonces a Dawn y a mí.

—¡Os he mantenido!

—gritó, lleno de rabia, estampando las palmas de las manos contra la mesa. Di un
paso atrás
—. Os dejé volver sólo por Cathleen. ¡Por el amor de Dios! La policía puede venir
en cualquier momento

—se llevó las manos a la cabeza y se alborotó el pelo blanco, bien peinado con la
raya al lado

—. ¿Es que no te das cuenta, Ada?

—Esta vez me miró fijamente. Le temblaban las manos

—. Los dos podemos ir a la cárcel si creen que es hija mía. Saldría en todos los
periódicos...

Me acordé de Jake.

—Son más duros con el hombre blanco

—murmuré para mis adentros. El señor no me oyó. Un silbato en fa sostenido llegó


de la estación. Un día, Phil me abrazó en el andén delante de una multitud de blancos, y el
señor lo vio y le dio asco, pero cuando Phil ya se había marchado quiso tomarme.

—Por favor, déjame.

—Volvió a posar los ojos en sus papeles después de soltar toda la rabia

—. Déjame en paz.

Quería enfadarme, pero sólo sentía compasión.

—Creo que Dawn se ha ido de Cradock House para evitarle a usted problemas con
la ley

—dije en voz baja, aunque no estaba segura de que fuera verdad. Dawn nunca había
dicho eso, pero quizá lo sabía, quizá lo había sabido siempre. Quizá yo fuera la única
ignorante.

—¿Qué?
—le oí decir, impresionado, cuando ya me había dado la vuelta.

Quizá también se había marchado para evitarme problemas a mí.

Capítulo cuarenta y uno

Me han pedido que organice un concierto.

Se ha sabido que en el colegio, al otro lado del río, hay una profesora que es una
pianista brillante. Porque he recaudado fondos para el colegio, y también porque soy
pianista, me han pedido que hable con ella y la invite a tocar. Es un intento de aliviar un
poco la tensión en estos tiempos tan convulsos.

Por lo visto, nadie sabe que esa profesora es Ada.

Siempre he defendido a la comunidad negra, pero ahora tengo miedo de lo que


pueda pasar.

¿Qué dirán cuando sepan que esa profesora es Ada, nuestra Ada, la que tiene una
hija mulata con los ojos de Edward?

Hasta ahora ha habido un acuerdo tácito, aunque incómodo, en nuestro círculo de


amistades. Nadie ha hablado jamás de la niña mulata que vivía en nuestra casa. Y la policía
nos ha dejado en paz después de aquella noche espantosa. Sin embargo, esta aparición
pública podría desencadenar lo que Ada tanto temía cuando fui a verla a aquella mísera
choza: que nos condenaran al ostracismo.

La policía podría volver.

De todos modos, no tengo elección.

Ada se merece ese concierto. Tiene un talento verdaderamente extraordinario. Se


merece que la oigan tocar.

Poco después de que Dawn se marchara me ocurrió algo especial. Me invitaron a


tocar el piano en el colegio de la señora Cath. No era una invitación corriente, porque era el
mismo colegio al que yo no podía ir de pequeña, a pesar de que las leyes no eran tan claras
entonces como ahora. Y era también el colegio donde, según el señor, a la larga acabaría
teniendo problemas. Ahora tengo edad suficiente para sonreír al pensarlo. ¡No es posible
que eso me hubiera traído más problemas de los que he tenido!

Pero da lo mismo.
Tampoco era normal, porque cuando me llegó la invitación las leyes se habían
vuelto más duras que nunca y los muertos de Sharpeville separaban a los negros y los
blancos. Las personas con la piel de distinto color no podían reunirse en el mismo sitio, y
menos aún para pasarlo bien. La ley nos obligaba a divertirnos por separado. Los blancos
sólo podían divertirse con los blancos, y los negros con los negros. No sé qué hicieron en el
colegio de la señora Cath para esquivar el problema, pero lo consiguieron.

Supongo que es cuestión de encontrar las palabras oportunas. Es posible convencer a


las palabras para que cobren significados inesperados. Las palabras pueden burlarse hasta
de quienes creen que conocen todos sus significados posibles.

—¡Ada!

—La señora Cath asomó la cabeza por la puerta de la kaia una tarde, poco después
de que yo me enfrentara al señor. No había habido ningún cambio después de esa
conversación. El señor seguía igual de distante, y creo que no se lo contó a la señora,
porque ella me trataba con la misma amabilidad de siempre

—. ¿Puedo pasar?

Se sentó en la cama a mi lado. No le daba vergüenza sentarse así conmigo.

—Va a haber un concierto en mi colegio. Me han pedido que te pregunte si quieres


tocar. Cantará también el coro del St. James

—fue contando las cosas con los dedos

— y la orquesta del colegio tocará una pieza de Strauss.

Me quedé un momento desconcertada, sin saber qué decir.

—¿Por qué quieren que toque? Seguramente hay blancos que tocan tan bien como
yo.

—¡Ay, Ada!

—dijo, arrugando la frente


—. ¡Qué pena me da oírte decir eso!

—No quiero ser desagradecida, señora. Pero los negros tienen prohibido entrar en su
colegio. Lo sé.

Miró un momento a la puerta, que Dawn y yo habíamos arreglado después del


porrazo a medianoche.

—Verás, Ada, no sé cómo lo han conseguido, pero tienen permiso.

Me miré las manos que habían tocado cientos y cientos de piezas, pero sólo en
Cradock House o en el poblado. Incluso la música obedecía las leyes de la piel. La señora
Cath siguió hablando, pero me costaba oír lo que decía. Mi cabeza parecía incapaz de
aceptar lo que estaba oyendo, y sólo me llegaban frases sueltas.

—La gente ha oído hablar de ti...

»La primera profesora de música del poblado...

»Ya he hablado con el señor Dumise...

—¿Ha hablado con él?

—sentí el escalofrío familiar que me daban los nombres y los pases y la maraña de
mentiras que había tenido que contar para seguir trabajando al otro lado del río. ¿Qué diría
el señor Dumise? ¿Qué dirían los demás profesores? ¿Pensarían que aceptar esa invitación
era una traición a la lucha? Yo ya había traicionado a los míos al acostarme con un blanco.

La señora Cath me puso una mano en el brazo.

—¿Ada?

—Es una cosa nueva para mí.


—Lo sé

—dijo, y sus ojos verdes se suavizaron

—. No tienes que contestarme ahora mismo, pero al señor Dumise le ha parecido


muy bien. Y para mí sería

—buscó la palabra exacta

— un honor, sí. Sería un honor que quisieras tocar, Ada.

Nadie me había hablado nunca de esa manera. Nadie me había considerado digna de
algo así. Sólo Phil

—y la señora Cath

— me habían valorado siempre por lo que era y lo que hacía. Aunque, tal vez, pensé,
con los ojos llenos de lágrimas, mirando a la señora Cath desde la puerta de la kaia cuando
ya se marchaba, tal vez sea una señal de Dios Padre para decirme que me ha perdonado. Tal
vez la ira de Dios, que yo esperaba que cayera sobre mí cuando Dawn se marchó, se haya
aplacado.

Y acepté la invitación.

Con valentía, sin consultarlo a nadie en el poblado, sin pensar en las consecuencias
de que una mujer negra tocara para los blancos, dije que sí. Y del mismo modo en que la
visita de la señorita Rose hizo que el mundo cambiara, ese concierto en el colegio produjo
otro cambio en la orilla blanca del Groot Vis.

Resultó que yo no era la única negra en aquel concierto. Los organizadores habían
sido muy listos, y además de conseguir el permiso, aunque la ley impedía que los negros y
los blancos se reunieran bajo un mismo techo, invitaron al señor Dumise y a otros líderes
del poblado.

Eso me ayudó mucho.

Cuando le dije a la señora Cath que aceptaba la invitación, sabía que la noticia quizá
no sentaría bien en el poblado. Si mi antiguo enemigo, Silas, hubiera seguido en el colegio,
habría encontrado la forma de impedirme participar en un acto organizado por los blancos.
Pero cuando el señor Dumise anunció en la asamblea que me habían invitado a tocar en la
otra orilla del Groot Vis, mis alumnos se olvidaron de su resentimiento y de las piedras que
llevaban en los bolsillos y estallaron en gritos de alegría. Los profesores, si tenían alguna
duda, se cuidaron de no expresarla. Pensé que Dina me diría que eso era hacerles la pelota a
los blancos, pero no lo dijo. Dina tenía otras cosas en que pensar, porque acababa de
casarse y estaba muy ocupada haciendo niños con su marido.

—¡Demuéstraselo!

—me gritó por encima del hombro cuando volvía corriendo a su choza al terminar
las clases

—. ¡Demuéstrales que los negros valemos tanto como los blancos!

Tristemente, algunos líderes de la comunidad negra se negaron a aceptar la


invitación, pues así de grande era la división entre negros y blancos en ese momento. En
general todos la tomaron como un gesto muy de agradecer por parte del colegio blanco.
Muy pocas veces había pasado algo así.

La otra persona que no vino al concierto fue el señor. A mí no me sorprendió.


Últimamente no se encontraba bien, y era mejor que no viniera, porque la gente lo miraría y
me miraría y descubriría la verdad.

Dawn no quería venir, aunque a mí me hacía mucha ilusión.

—Me mirarán, mamá

—dijo en voz baja, por una vez sin alegría

—. Y te mirarán a ti por mi culpa en vez de fijarse en tu música.

—Lo siento mucho, hija...

—¡No lo sientas! ¡Tienes que tocar muy bien, mamá!

—Me abrazó con fuerza

—. ¡Será tu noche!
Y fue así como crucé el césped del colegio donde habían estudiado la señorita Rose
y el señorito Phil. La fachada estaba pintada de blanco y había arriates de flores en las
paredes limpísimas. Había cristales en todas las ventanas. Empezaba a oscurecer, y los
niños, con sus uniformes bien planchados y sus zapatos relucientes, daban vueltas por la
hierba, hablando tranquilamente, sin hacer el salvaje como al otro lado del río. Los últimos
ibis del día pasaban volando, sin duda sorprendidos de verme allí. Me había puesto mi
blusa blanca y mi falda azul marino, y unos zapatos de tacón de la zapatería Cuthberth.
Eran los primeros zapatos que me compré con el dinero del banco y estaba muy orgullosa
de poder permitírmelo. ¡Esos zapatos me durarían toda la vida! Nunca había llevado
tacones, así que practiqué un poco en el piano de Cradock House para no tener problemas
con los pedales esa noche.

—¿Mary?

Volví la cabeza y vi al señor Dumise, con una de sus camisas deshilachadas. Me


sonrió, aunque parecía un poco perdido en aquel ambiente tan limpio. El señor Dumise
dirigía un colegio en el que conseguir que los váteres funcionasen era todo un triunfo. El
césped verde y los cristales en las ventanas eran cosas que ni siquiera podía imaginar.

—Señor Dumise... No me llamo Mary. Al menos aquí, en este lado del Groot Vis.

Asintió con la cabeza y me pareció ver un destello en su mirada.

—Procuraré acordarme. Pero estoy muy orgulloso de ti, te llames como te llames.

—Espero no decepcionarlo, señor, porque hay otras personas que tocan tan bien
como yo.

—En el colegio conocían a la señora Cath. Yo no podía competir con ella.

—Pero a ti la música te sale del corazón

—dijo, llevándose una mano al pecho

—. Toca como tocaste la primera vez que viniste al colegio.


Volví a sentir el calor del salón de actos en la nuca, el ambiente cargado y el teclado
lleno de polvo. Al fondo se oía el rumor del Groot Vis y Dawn se movía en mi vientre, por
debajo de mi bata.

Toca para mamá. Toca para la niña.

Toca para conseguir trabajo...

—¿Ada? ¡Cuánto me alegro de que haya venido, señor Dumise!

—Era la señora Cath. Llevaba el vestido de raso verde que se ponía para las fiestas
hace muchos años. Estaba más pálida de lo normal, aunque podía ser porque se había
empolvado la cara.

—Ada, querida, estamos a punto de empezar.

El colegio era el edificio más elegante en el que yo había estado nunca, aparte del
banco. Los pasillos olían a limpio y los suelos estaban recién encerados. Había percheros a
un lado para colgar las chaquetas, y fotos y mapas intactos en las paredes. Así era como
tenía que ser un colegio.

El salón de actos estaba decorado con fotografías de señoras de aspecto severo, con
vestidos de raso negro, esclavinas de piel y gorros negros con borlas. Eran las mujeres más
elegantes que había visto en mi vida. Y las cortinas del escenario no arrastraban por el
suelo.

Mientras esperaba al lado del señor Dumise y los líderes del poblado, tuve la misma
sensación que el día del funeral del señorito Phil: notaba las miradas de la gente en la nuca.
Esta vez, sin embargo, había una diferencia. Eran miradas de curiosidad, incluso amistosas
en algunos casos, sobre todo las de los niños, que cuchicheaban y estiraban el cuello para
mirarme. Debía de ser una novedad para ellos ver en su colegio a una mujer negra que no
estaba allí para limpiar. Y seguramente aquellos niños no conocían a niños negros de su
edad. Estaba prohibido.

El coro del St. James abrió la actuación con varios pasajes de El Mesías. La señora
Cath cantaba con las sopranos y dirigía el coro desde el piano. Aquel coro cantaba de una
manera muy distinta a como se cantaba en el Groot Vis. Aquí nadie desentonaba. No se
permitía una nota más alta que otra.
A continuación actuó la orquesta del colegio. Los chicos hicieron un poco de ruido
colocando las sillas y afinando los instrumentos con inseguridad hasta que estuvieron listos
para tocar el Danubio Azul, dirigidos por un hombre de grandes bigotes. Me entraron ganas
de moverme al compás. Algunas personas del público se balanceaban suavemente al ritmo
de la música, y la gente aplaudió al final con mucha educación, pero su reacción era muy
sosa en comparación con lo que yo veía en mi colegio. Por lo visto a los blancos les gustaba
escuchar la música sentados, aunque tal vez fuese porque tenían asientos. En el salón de
actos de mi colegio no había asientos, y eso era una ventaja importante para disfrutar de la
música. Miré un momento al señor Dumise y me pregunté si estaría pensando en nuestros
alumnos y en cómo bailaban la jiva. Me entraron ganas de reunir a los dos grupos para
hacer música juntos. Seguro que la música no tiene color y es capaz de cruzar las fronteras.

—Y ahora, señoras y señores, demos la bienvenida a nuestros invitados de la otra


orilla del río. Al director, el señor Shepherd Dumise, y a los líderes comunitarios Phillip
Skoza, Daniel Maludi y Peters Schwaba. Y

—la directora hizo una pausa mientras el público aplaudía y levantó una mano para
pedir silencio

— a nuestra solista de esta noche: ¡Ada Mabuse!

Se me encogió el corazón y miré a la señora Cath, que asintió con la cabeza. El


señor Dumise me apretó el brazo para darme ánimos y murmuró algo que no llegué a
entender. Uno de los líderes de la comunidad se inclinó para indicarme que subiera al
escenario. Me había sentado bastante lejos de la primera fila, y tenía que llegar sin tropezar
con los zapatos nuevos. No me atrevía a mirar al público. Me concentré en el piano, que
resplandecía en el centro del escenario.

La señora Cath me había asegurado que el teclado era tan bueno como el del
Zimmerman de casa.

Me senté, acaricié las teclas y esperé un momento.

Cada piano tiene su propio corazón y a cada piano hay que darle lo que se merece si
quieres que te reconozca y te ofrezca su música.

Mamá vino a mí, el señorito Phil vino a mí, y también la señora Cath, y por último
mi querida Dawn. Ojalá estuviera conmigo...

Levanté las manos y sentí la melodía en los dedos.

Las Gotas de lluvia. De Chopin.

Empezaron a sonar las primeras notas líquidas, y la dulce melodía se extendió por
todos los rincones de la sala, flotando en el aire, descendiendo y ascendiendo cuando
correspondía. Me olvidé de quién me escuchaba, me olvidé de dónde estaba y toqué para
las personas a las que quería. Supe que me oían y daban alas a mis dedos.

Cuando terminé, hubo un silencio. Poco después, el público empezó a dar golpes
con los pies en el suelo. Y, por un momento, volví al colegio del poblado en mi primer día
de clase. Los niños pataleaban al compás de la Marcha militar, bailaban y se movían como
si estuvieran hechizados...

Pero no estaba en el poblado. Estaba en el colegio al que no pude ir cuando era


pequeña. Eras los alumnos blancos y sus padres quienes aplaudían y pedían más música.

Y les di más música. Les di un poco de la majestuosidad de Beethoven y un poco del


sinuoso Debussy. Volvieron a aplaudir y a pedir más. Miré al público, pero sólo veía a la
señora Cath, secándose los ojos. Y decidí arriesgarme. Les di lo que a mis alumnos les
encantaba bailar. Lo que a Dawn le encantaba bailar. Una jiva del poblado, como el
Qonggothwane de Miriam Makeba, con su ritmo vibrante y su base en contrapunto. Pata
pata. El jazz africano de los Manhattan Brothers. La trompeta dorada de Hugh Masekela...

El señor Dumise estaba radiante de alegría y los invitados negros miraban alrededor
desconcertados, pero empezaron a dar palmas. El humo, las calles abarrotadas de gente y
los aullidos de los perros de la policía desaparecieron por completo. En el fondo de la sala
oí unas palmas que me resultaban muy familiares y unos pies descalzos que se deslizaban
por el suelo. Levanté la vista del teclado. Era Dawn.

La gente volvió la cabeza, muy sorprendida.

Dejaron de dar palmas un momento, pero siguieron marcando el ritmo con más
fuerza que antes cuando mi hija, con el pelo revuelto y los brazos esbeltos por encima de la
cabeza, empezó a bailar detrás de la última fila. Oí murmurar al público, preguntándose
quién era aquella chica mulata, descalza y con una falda corta. De dónde había salido. Por
qué estaba allí. A quién pertenecía, con esa piel que no era ni blanca ni negra y esos ojos
claros como el cielo del Karoo.

Pero Dawn seguía bailando, en un éxtasis de gracia y de energía. Bailaba como si le


fuera la vida en ello. Bailaba como si no existiera el mañana.

Bailaba para mí.

Esta vez la policía no vino a la kaia a medianoche sino que llamó a la puerta
principal de Cradok House, una perezosa tarde de calor, cuando sólo los escarabajos
estaban activos.
—¡Ada!

—La señora Cath entró corriendo en la cocina, con los ojos agrandados por el
miedo. ¡Ve a tu kaia, por favor, deprisa!

—Me agarró un brazo con sus dedos fuertes de pianista

—. No salgas de allí.

Pasé corriendo por delante del albaricoquero, por delante del jazmín, por delante del
árbol del coral, y se me llenaron los ojos de lágrimas, como cuando bajé del escenario para
abrazar a Dawn en el fondo de la sala. Los alumnos seguían dando golpes en el suelo.
Algunos se levantaron para ver a mi hija.

—¡Has venido! ¡Ay, Dawn, has venido!

—¡Nadie toca como tú, mamá!

—¡Quédate, hija!

—le pedí en medio del alboroto

—. Quédate a cenar y a dormir en casa...

—No puedo, mamá.

—Tenía la respiración agitada por el baile

—. He venido sólo por ti y he bailado sólo para ti... no para esta gente.

—Señaló al público, que se había puesto en pie y seguía aplaudiendo. Había niños
subidos en los asientos, para vernos mejor. Otros se acercaron y se arremolinaron alrededor,
cautivados por Dawn, por su elasticidad, por sus rasgos exóticos, por su rebeldía.

Apoyó su mejilla en la mía y se fue. Sus pies descalzos se alejaron deprisa, la puerta
se cerró a sus espaldas, y se adentró en la oscuridad para volver al poblado.
Era imposible negarlo. Todos vieron que era mi hija, que se parecía a mí en todo,
menos en la piel y en los ojos. Y que tenía los ojos del marido de mi señora.

Querían hablar con Edward en privado, pero no lo consentí, y nos sentamos en el


salón. No les ofrecí un poco de té. Dijeron que «había llegado a sus oídos» que Edward
tenía una hija mulata. «Es verdad

—me apresuré a decir, tomando la iniciativa (recuerdo la conversación palabra por


palabra), porque Edward estaba completamente hundido y era incapaz de responder

—. No lo negamos. Pero la chica no vive aquí. Y cuando mi marido tuvo esa hija no
era un delito.»

Esto no es del todo cierto, porque he estado investigando. La Ley de Inmoralidad


entró en vigor justo cuando nació Dawn, pero a estas alturas he descubierto que aparentar
seguridad ante las autoridades puede ser muy ventajoso.

—Tenemos que interrogar a la chica

—dijo el que mandaba

—. Y a su madre.

—Era un hombre alto, más educado que los patanes que irrumpieron en la kaia,
aunque igual de amenazador

—. La fiscalía tendrá que iniciar un proceso judicial.

—Empezaron a hablar de testigos, procedimientos y leyes de aplicación al caso.

Me puse en pie.

Me miraron y abrieron la boca para decir algo, pero volví a adelantarme.

—Tengo que pedirles que se vayan. Gracias por informarnos. Consultaremos con un
abogado, como es natural.

Se encogieron de hombros, como si fuera inútil. Recogieron sus papeles y se


marcharon.

Me quedé en la kaia hasta que oí alejarse el furgón y entonces volví a la casa. La


señora Cath y el señor estaban en el salón, sentados frente a frente. Me asomé a mirar por la
rendija de la puerta. Sólo se oía el tictac del reloj. Estaban callados, pero ella esperaba que
su marido dijera algo y lo miraba de vez en cuando. Una ráfaga de aire sacudió una
ventana. Seguían callados. Y en ese momento caí en la cuenta de los años que llevaban en
silencio, privados de palabras y de contacto. Así habían pasado la enfermedad del señorito
Phil y los problemas de la señorita Rose. Su relación era lo contrario de lo que yo esperaba
de un matrimonio, aunque quizá es lo que ocurre con el paso del tiempo: marido y mujer
evitan la intimidad y se encierran en sí mismos, especialmente cuando tienen una visión
distinta del mundo y eso los divide. O quizá fuera una señal de que no había lo suficiente
entre ellos desde el principio.

Levanté la mano y llamé a la puerta. Era el momento de salir de mi escondite.

—Pasa, Ada

—dijo la señora Cath, asintiendo con la cabeza, como si supiera que estaba allí. El
señor se miró los dedos. El periódico estaba en el suelo, al lado de su butaca, con las hojas
desordenadas.

—¿Qué quieren, señora Cath?

Dudó un momento.

—Quieren llevar a juicio a Edward

—dijo con firmeza. Era la primera vez que llamaba al señor por su nombre de pila
delante de mí. Como aquel día que vino a mi colegio y nos miramos por primera vez no
como señora y criada, sino como dos mujeres, la señora Cath me trató entonces de igual a
igual en lo que se refería al señor.

—¿Y a mí?

—Primero quieren interrogar a Dawn.

—¿A Dawn?
—Se me heló el corazón.

—Sólo quieren hablar con ella

—dijo con voz vacilante, mirando al señor

—, para tener pruebas. Pero

—añadió enseguida, al ver mi expresión de horror

— a Dawn no le pasará nada. No tienes de qué preocuparte...

Pero a mí me preocupaba. La señora Cath no tenía la menor idea de lo que estaba


pasando en el poblado ni de qué lado estaba Dawn. De su rebeldía. De que estaba dispuesta
a demostrarse a sí misma que era más negra de lo que era y a entrar en el infierno

—de la liberación, la lucha, la revolución, la guerra

— que nos estaba devorando a todos.

Me traía sin cuidado lo que pudiera pasarme, era Dawn la que me preocupaba. Tenía
que protegerla. Si la encontraban y se la llevaban para interrogarla, seguro que se resistiría.
Estaba segura. Pelearía, protestaría, se pondría a gritar y a dar patadas, aunque sólo fuera un
testigo o una víctima y no tuvieran intención de acusarla de ningún delito. Y al final saldría
de allí perjudicada para siempre.

—¡Ada! ¡Ada!

—La señora Cath se levantó, pero yo ya me había ido. Salí por la puerta de la
cocina, crucé el jardín y la cancela de atrás, por donde entraba cuando llevaba a mi hija
dentro de mí, y eché a correr por Dundas Street, me empezó a faltar el aire en Church Street
y llegué a Bree Street jadeando y sintiendo una punzada en el costado cuando pasé por
delante de la cárcel antes de entrar en el poblado, desesperada, aunque no tardaría en
oscurecer.

Capítulo cuarenta y dos


—¡Tienes que esconderte, Dawn! ¡Y ten cuidado con lo que dices si te encuentran!

—le supliqué. Empezaba a caer la noche y estábamos en la choza de Lindiwe, con


una vela en el suelo. La luz de la llama dibujaba sombras temblorosas en las paredes de
barro. De la calle llegaban las voces de los hombres que iban al shebeen con el sueldo de la
semana en el bolsillo. Era viernes. Aguzaba el oído entre los gritos, atenta a las sirenas de la
policía que quería interrogar a mi hija. No dije nada de que iban a procesarme.

—Pero ¿por qué, mamá? Yo no he hecho nada malo.

Lindiwe me acarició el brazo con cariño y se volvió a Dawn.

—No, no has hecho nada, pero tu madre te ha dado una piel que te empuja a hacer
locuras. Lo que ella teme es que si vienen a por ti y te llevan a la comisaría, te enfrentes a
ellos.

—¡No tienen derecho!

—¡Pueden hacer lo que quieran, hija!

—grité

—. ¡Da igual que tengan derecho o no!

Aún no le había contado que el señor era su padre. Seguía insistiendo en la ficción
de que su padre era un hombre desconocido, que la policía se había equivocado y nos
estaba persiguiendo por error. Pero ella seguramente lo sabía. A fin de cuentas, ¿no se había
ido de Cradock House para protegernos?

Lindiwe se levantó para apartar el hervidor del hornillo.

—Tenemos que pensar qué es lo mejor

—dijo tranquilamente

—. Cómo proteger a Dawn.


—Tengo que irme de aquí

—susurró Dawn. Su rabia se había esfumado y sacó toda su ternura para abrazarme

—. Así no tendrán ninguna prueba. No encontrarán a ninguna mulata, por más que la
busquen.

—No, hija.

—Lloré en su mejilla clara como el té

—. Lo solucionaremos. Puede que el señor Dumise o el reverendo Calata hablen en


tu favor.

—Pero, mamá.

—Se apartó de mí y me miró con tristeza

—. Todos los que me ayuden serán sospechosos. No podemos hacerles eso.

—¿Adónde irás?

—Lindiwe, siempre práctica, volvió con las tazas de té y las dejó en el suelo.

—A Jo’burg

—dijo Dawn con firmeza. Y sus ojos brillaron en la oscuridad de la choza

—. Allí no me encontrarán.

—Jo’burg

—repetí, asustada. Era en Jo’burg donde la señorita Rose había tenido problemas y
donde habían muerto tantos niños, en el barrio de Sharpeville
—. ¡Tan lejos!

—¿Cómo iba a ayudarla si estaba tan lejos? ¿O si acababa en la cárcel?

—Encontraré trabajo.

—¿De qué?

Dawn no había terminado sus estudios. Lo único que sabía hacer era lo mismo que
yo: limpiar y planchar. Le había enseñado inglés, y la llevaba al colegio para que pudiera
ser algo más que una criada.

—¡Puedo bailar!

—contestó, con una sonrisa

—. ¡Acuérdate de cuánto les gustó la otra noche!

—Se levantó y empezó bailar a la luz de la vela, al ritmo de una música imaginaria,
a un ritmo que era únicamente suyo.

—Si contestas a sus preguntas con educación, te dejarán en paz

—insistí, desesperada por alcanzar a esa silueta que bailaba delante de mí

—. Pero si te resistes, si discutes...

Hizo un último movimiento y se dejó caer en el suelo, cruzando las piernas flexibles
como las mangas de una camisa doblada.

—¿Es que no lo entiendes, mamá? Fui al concierto sólo por ti

—dijo en la oscuridad

—. Bailé para ti, mamá. Pensaba irme de todos modos, aunque la policía no me
buscara.
—¡Dawn!

—El Karoo es demasiado pequeño, mamá

—respondió con voz dulce, tratando de convencerme

—. El futuro será mejor en Jo’burg. Dicen que allí hay más mulatos como yo.

El futuro será mejor en Jo’burg. Eso mismo había dicho la señorita Rose cuando se
despidió con su vestido azul y los labios pintados de rojo. Miré a mi hija, que estaba a
punto de convertirse en una mujer con la piel de un color intermedio, como el agua del
Groot Vis, y comprendí que daba igual lo que le dijera. Desde el día en que aquel médico
tan amable me explicó lo que era la herencia, supe que Dawn nunca sería mía. La visita de
la policía a medianoche aumentó su deseo de alejarse de Cradock House, y esta última
crisis vino a darle la razón: tenía que sacudirse para siempre el polvo del Karoo.

¿Quién era yo para juzgarla? Yo misma había regresado a Cradock House impulsada
por el mismo deseo.

Se levantó y se quedó en la puerta de la choza, como la señora Cath el día que me


encontró.

—Iré a por mis cosas y volveré. ¿Me esperas aquí, mamá?

—Dio un salto y se inclinó para ponerme una mano en el hombro

—. Quédate esta noche. El tren sale temprano.

—Me di cuenta de que era el señor

—me dijo esa noche, cuando estábamos acostadas en el suelo

— al ver cómo me odiaba la señorita Rose.


Le cogí la mano y la apreté contra mis mejillas, sintiendo los nudillos ásperos y la
palma suave, aspirando el dulce olor de su juventud. Por encima de su cabeza, con el pelo
menos rizado que los africanos, las estrellas nos observaban a través de la puerta abierta.

—Creí que era mi deber

—dije atropelladamente

—. Cuando apareció en mi puerta... ¿Me perdonas, hija?

Me miró. Sus ojos azules brillaron como dos brasas de carbón negro.

—Al señor no lo perdonaré nunca

—contestó con ardor, aunque con tranquilidad

—, y a la señorita Rose tampoco la perdonaré.

Volví a sentir que se me helaba el corazón, porque esa fuerza que quizá podía
ayudarla a sobrevivir también podía arrebatarle su ternura. La ternura que seguía
conservando a pesar de las injusticias diarias. Y recé para que el mundo cambiase pronto y
eso nunca llegara a ocurrir.

El día amaneció gris, como la mañana que nació Dawn y fui a por agua, con mi hija
en un brazo y el cubo de mi tía en el otro. El borde del sol empezaba a asomar por el
horizonte, iluminando de rojo los koppies al fondo del poblado. La gente pasaba deprisa,
algunos con maletas, como Dawn, otros sin nada. No se oía ningún ruido. La melodía del
Bach del poblado no había alcanzado a esa hora su volumen habitual, y los alborotadores
todavía no se habían llenado los bolsillos de piedras.

—¿Tienes la dirección de mi amiga?

—preguntó Lindiwe cuando salimos de la choza.


—Sí

—dijo Dawn, pálida pero ilusionada

—. Gracias, Ndwe.

Lindiwe le apretó la mano con fuerza.

—No dejes de escribir a tu madre.

—Sí, escribiré. Escribiré todas las semanas.

—Y a mí también. Así practico un poco la lectura.

Las dos intentaban facilitarme las cosas. Intentaban camuflar mi silencio y el peso
que me hundía por momentos mientras nos acercábamos por las calles de tierra a Bree
Street, a Church Street y al puente del Groot Vis, hasta la estación donde mi hija se
marcharía antes de que el sol se levantara sobre el horizonte.

Un grupo de chicos con el pelo al estilo africano saludaron a Dawn con la mano,
pero se quedaron quietos al ver que llevaba una maleta y el abrigo de luto de mi madre
colgado de un hombro. No se paró a hablar con ellos, como habría hecho cualquier otro día,
sino que siguió andando entre Lindiwe y yo. Incluso la cárcel estaba tranquila. Una línea de
furgones aparcados esperaba en silencio el momento de empezar su cruel actividad diaria.

Llegamos a Church Sreet. Dawn miró hacia el parque Karoo, en Market Square,
donde los bancos en los que yo me sentaba de pequeña ahora eran sólo para los blancos, y
así lo decían los carteles. Ella nunca había llegado a sentarse allí para calentarse los pies al
sol. Pusieron los carteles poco después de que naciera.

Llegamos al puente. El Groot Vis pasaba despacio entre las piedras donde las
primeras lavanderas buscaban un sitio para instalarse. Los nidos de los tejedores, caídos de
los árboles, flotaban en el agua. El cauce estaba bajo, pero no quisimos cruzar por el vado,
para que Dawn no se mojara los pies; además, tampoco parecía la mejor manera de
despedirla.

El tren ya estaba esperando en la estación. Se oía el ruido de los cambios de aguja en


la vía. Al fondo, iluminado por los primeros rayos de sol, se alzaba el koppie donde estaba
la iglesia de mi tía al aire libre. A veces veía a mi tía a lo lejos, pero nunca nos saludaba, ni
a Dawn ni a mí. En eso era como el señor, y como muchos blancos: si no ves algo con tus
propios ojos, entonces no existe de verdad. Lo mismo que los colegios que no quieren oír y
las mentes que se niegan a reconocer lo que está pasando a la vuelta de la esquina.

—¿Mamá?

—Dawn me cogió del brazo y me ayudó a subir las escaleras de la estación, porque
me había parado y me quedé mirando alrededor, como si estuviera en un lugar desconocido.

—Sí

—dije, volviendo a la realidad

—. Vamos a comprar el billete.

Lindiwe se había ofrecido a pagar el billete, porque al salir corriendo de Cradock


House no me acordé de coger el dinero que guardaba dentro del colchón. Pensaba
devolvérselo la próxima vez que nos viéramos.

—A Johannesburgo

—le dijo Dawn al hombre que estaba detrás de los barrotes de la ventanilla para los
negros

—. Sólo ida.

El hombre se fijó en la maleta de cartón, en el abrigo de luto gastado y en la cara


luminosa de Dawn en contraste con la piel negra de Lindiwe y la mía. Se humedeció un
dedo con la lengua para contar el dinero, le dio el billete y señaló el tren que estaba
esperando.

—Tienes que cambiar en De Aar. Sale dentro de diez minutos

—dijo.

El andén no estaba abarrotado como otras veces. No había cornetas tocando


Volveremos a vernos, ni señoras saludando con sus pañuelos de encaje, ni risas para
esconder las lágrimas.
El tren empezó a soltar vapor. Me fijé en las palomas posadas en las vigas. Y
entonces volví a sentir a Phil, el calor de su abrazo, su mejilla áspera donde se había
olvidado de afeitarse. Me volví a Dawn, que tendría que haber sido hija suya, y estreché su
cuerpo esbelto entre mis brazos para abrazarla igual que me abrazaron a mí aquel día.

—Volveré, mamá

—dijo, con un nudo en la garganta. Y las dos nos echamos a llorar.

—Sí

—conseguí decir

—. Y ven también a ver a la señora Cath.

—Lo mismo que le dije cuando se fue de Cradock House. El tren lanzó su silbato en
fa sostenido.

—Vamos

—dijo Lindiwe, cogiendo la maleta y abriendo la puerta del vagón de tercera

—. El último abrazo.

Las puertas se cerraron cuando subieron los últimos pasajeros. Dawn se soltó de mis
brazos y subió al vagón. Dejó en el suelo la maleta y el abrigo de mamá y se asomó por la
ventanilla. La emoción luchaba con el llanto, porque tenía muchas ganas de irse, muchas
ganas de salir al encuentro del buen futuro que creía que la esperaba en Johannesburgo.
Lindiwe y yo nos pusimos de puntillas para cogerla de la mano.

Lindiwe de una mano y yo de otra.

—Que tengas suerte

—gritó Lindiwe entre el ronquido de la locomotora

—. ¡Trabaja mucho y escribe a tu madre!


«¡Dios te bendiga! ¡Dios te bendiga!», quise decir. Pero no me salían las palabras.

Con gran esfuerzo, el tren arrancó entre nubes de vapor. Las palomas levantaron el
vuelo desde las vigas. Eché a correr por el andén sin separarme de mi hija, apurando hasta
el último momento. Lindiwe me gritó para que parase. Llegamos al final del andén y su
mano se escapó de la mía.

—¡Te quiero, mamá!

—Se inclinó sobre la ventanilla y siguió diciendo adiós

—. ¡Dile a la señora Cath que siento no haber podido despedirme!

—Y vi que se secaba las lágrimas.

El tren empezó a coger velocidad. El vagón en el que iba Dawn tomó la curva. Otra
explosión del silbato, esta vez un tono por debajo del do sostenido, y la locomotora se
adentró en el desierto del Karoo, camino del cruce de De Aar y de Johannesburgo, donde
había oro debajo de la tierra y un montón de problemas encima. ¡Qué Dios la proteja!

Capítulo cuarenta y tres

—Ven

—dijo Lindiwe cogiéndome del brazo

—. Volveremos juntas.

Echamos a andar por el puente. Algunas lavanderas, amigas de Lindiwe, la llamaban


desde las piedras, y ella las saludaba con la mano. Volví la cabeza por encima del hombro.
El tren era sólo una mancha de humo en el cielo inmenso y brillante. Y, en ese momento, el
sol asomó completo en el horizonte, iluminando los tejados de chapa de Church Street y
tiñendo sus muros de piedra con una luz de color melocotón.

—¿Volverá algún día?


—me oí decir en voz alta.

—Volverá

—me aseguró Lindiwe

—. Algún día.

—¿Y me sentiré orgullosa de ella, como tú me dijiste?

—Claro que sí. ¡Ya lo estás!

—¿Por qué?

—pregunté, aclarándome la garganta y levantando la cabeza para afrontar el nuevo


día

—. ¿Por qué eres tan buena conmigo?

—Porque sigo siendo tu amiga.

Nos detuvimos en la esquina de Church Street con Dundas. Lindiwe tenía que ir
hasta el final de Bree Street y yo tenía que seguir por Dundas. Me abrazó con fuerza. Ni
siquiera ahora que tiene varias chozas Lindiwe ha perdido la fuerza en los brazos.
Quedamos en vernos ese mismo día.

Dundas Street estaba tranquila y hacía fresco a la sombra de los pimenteros. El sol
se había escondido un momento detrás de un koppie pero pronto volvería a asomar para
despertar la calle con su calor repentino, como la bocanada que sale de un horno al abrir la
puerta. A Dawn le encantaba el frescor de la mañana en Cradock House, sentir el rocío en
los dedos de los pies, oír los trinos de los bubús silbones y ver cómo abrían sus pétalos las
uñas de gato cuando pasaba corriendo entre ellas.

Fue el coche en la puerta lo que me indicó que pasaba algo. Las visitas siempre
subían hasta la puerta principal por la avenida del jardín. Además, ¿quién podía venir antes
del desayuno?
Apreté el paso y enseguida eché a correr por el borde de la acequia seca, porque vi a
la señora Pumile en la calle, tapándose la boca con las manos. Justo en ese momento se oyó
el aullido de una sirena. No era la temida sirena de la policía: tenía un tono distinto, un
ritmo distinto. Una ambulancia blanca con las luces encendidas salió despacio del jardín y
enfiló la calle.

—¡Qué desgracia!

—exclamó la señora Pumile, retorciéndose las manos

—. No he oído nada. ¡Y de pronto llegó la ambulancia! ¡Tu pobre señora! El señor


en una camilla. ¡Ay, Ada! Esto es horrible, es horrible después de lo mal que se ha portado
la señorita Rose y de que el señorito se haya ido... ¡Ya voy, señora! Entró tambaleándose en
su jardín, porque su señora la llamó con impaciencia.

La puerta trasera de Cradock House estaba abierta.

—¡Señora! ¡Señora Cath!

—grité, y mi voz resonó en el vacío. Subí corriendo a su dormitorio, pero no estaba.


Me fijé en la cama y me pareció que no se había acostado. Seguí por el pasillo y llamé a la
puerta del dormitorio del señor. La cama estaba revuelta, y la colcha, caída en el suelo. Sus
medicinas estaban en la mesilla, como de costumbre, en los frascos que yo esquivaba para
limpiar el polvo, como esquivaba el diario de la señora cuando limpiaba el polvo en su
tocador.

No podía hacer nada más que trabajar. Era sábado y no tenía que ir al colegio. Otros
sábados eso significaba que Dawn venía a pasar el fin de semana y yo preparaba un festín
para ella, pero esta vez no sería así. Fui a la kaia a cambiarme de ropa y me puse un doek
en la cabeza, como hacía mi madre. Intenté tranquilizar el remolino de mis pensamientos.
Si el señor estaba en el hospital, ¿cómo iban a procesarlo? ¿Tenía la ley en cuenta la
enfermedad? ¿Podían meter en la cárcel a un hombre enfermo? ¿Se volvería entonces la ley
contra mí, con toda su fuerza?

Volví a la casa y esta vez fui al dormitorio de Phil. Me subí en el baúl de los juguetes
para ver el pueblo, y el Karoo, buscando un tren que se alejaba serpenteando hacia el norte,
pero no había nada. Sólo las inmensas llanuras amarillas, salpicadas por los koppies, donde
un coche levantaba de vez en cuando una nube de polvo.

Terminé de fregar los suelos y nadie había vuelto a casa.

El señor estaba enfermo. Mi hija se había marchado. Y la ley esperaba el momento


de actuar.

A media mañana, como estaba cansada y no soportaba el silencio, me quité el doek y


me senté al piano. Intenté tocar algo de jazz, el que le gustaba bailar a Dawn, pero resonaba
con demasiada fuerza en mi corazón y en los pasillos vacíos. Le ofrecí a la casa un
nocturno de Chopin, en do sostenido menor, una obra que no se publicó hasta después de la
muerte del compositor. Creo que es el mejor de sus nocturnos y por eso quiso conservarlo
sólo para él. Es una joya que toca el cielo cada vez que sube una octava.

—¡Ada!

Me alejé corriendo del piano. La señora Cath estaba en el vestíbulo.

—¡Ay, Ada!

—Soltó el bolso encima de la mesa y se desplomó en la silla que siempre dejábamos


al lado del teléfono. Tenía el moño casi deshecho y los ojos enrojecidos como cuando se fue
la señorita Rose y cuando murió el señorito Phil. Tenía un cerco en la manga de su vestido
de color crema, como si lo hubiera frotado inútilmente para quitar una mancha de sangre.

—Vi la ambulancia

—dije, arrodillándome a su lado.

Se inclinó y apoyó la cabeza entre las manos. Me incorporé.

—Vamos, señora. Siéntese en el sofá mientras le preparo un té cargado, vamos...

La cogí de las manos

—ya no me asustaba tocarla; habíamos superado esa etapa

— y la ayudé a levantarse. Se apoyó en mí mientras entrábamos en el salón y la


acompañaba hasta el sofá. Le quité los zapatos y le levanté las piernas, para que se tumbara,
y la arropé con el chal rojo que siempre tenía a mano.
—¿Dawn?

—murmuró, apretándose los ojos cerrados con las puntas de los dedos

—. ¿Está a salvo la niña?

—Sí, señora Cath. Está a salvo. Voy a preparar el té.

Fui a la cocina y puse el agua a hervir. Saqué la bandeja, la cubrí con un paño
bordado y busqué la tetera individual de la señora Cath, la que se había traído de Irlanda y
usaba cuando se tomaba un té a solas. Corté en triángulos unas rebanadas de pan de centeno
casero y las unté con mantequilla y mermelada de albaricoque de nuestro árbol.

—¡Qué buena eres, Ada! ¡Qué buena!

—Se sentó en el sofá

—. Por favor

—dijo, al ver que había servido la bandeja para ella sola

—, trae una taza y toma un té conmigo.

Dudé un momento, pero sonrió y señaló hacia la cocina. Fui a por una taza y un
poco más de agua y serví el té para las dos. Después me senté enfrente y esperé mientras
probaba el té y se obligaba a tomar un poco de pan.

Cuando el señor volviera a casa, ¿quién cuidaría de él? ¿Sería capaz de encontrar un
poco de compasión para cuidarlo? No tenía esa obligación, pero seguro que Dios así lo
esperaba de mí. Vi el rostro del señor, sus ojos azules apagados, el pelo peinado con
cuidado, los labios severos, que sólo se suavizaban para la señora y la señorita Rose. No
voy a hacerte daño, Ada...

—Se ha ido, Ada.

Me quedé muda y miré a la señora Cath. No podía ser. Seguro que no.

—Ha tenido un infarto. Lo intentaron todo, pero murió camino del hospital.
—Dejó la taza en la bandeja haciendo tintinear el plato.

Me acerqué a mirar por la ventana. El coche que había visto en la puerta por la
mañana ya no estaba. Tal vez era del médico. Quizá el médico acompañó al señor en la
ambulancia y luego volvió a por el coche, cuando el señor ya había muerto.

Mi hija también se ha ido. Se había subido a un tren con destino a Johannesburgo,


quizá en el mismo momento en que su padre cayó enfermo. Se había marchado, sin saberlo,
justo cuando ya nadie tenía razón para perseguirnos. Las acusaciones contra el señor
morirían con él. La policía ya no tenía ningún interés por Dawn. Era uno de tantos
accidentes, una chica de raza mestiza que no encajaba en ninguna parte. Cogerían los
papeles que habían reunido para acusar al señor, los tirarían a la basura y pasarían a
perseguir otro objetivo.

Mi hija se había ido inútilmente. Se había ido para salvarnos a su padre y a mí, y
también en busca de un futuro mejor, un futuro que quizá aquí nunca encontraría de todos
modos.

Aunque tal vez no todo había terminado. Tal vez no habían tirado los papeles. Tal
vez vendrían a por mí con más rabia que nunca al ver que el señor se les había escapado.

Sentí que el suelo se levantaba.

—¡Ada!

—gritó la señora. Y no recuerdo nada más.

El funeral se aplazó hasta que me recuperé de la caída. La señora Cath llamó al


doctor Wilmott para que me vendara la cabeza, porque me hice una brecha con el borde de
una silla. Se me hinchó el brazo que soportó al caer todo el peso del cuerpo, y la señora
Cath tuvo que pedir ayuda a la señora Pumile. Había que lavar las sábanas del señor,
guardarlas en el ropero y regalar toda su ropa. Había que limpiar la alfombra que yo había
manchado de sangre y había que preparar la casa para la llegada de la señorita Rose.

Ahora estoy delante de la iglesia con un doek para cubrirme la herida, mi mejor
vestido azul marino y mis zapatos de tacón, los que me compré para dar el concierto en el
colegio. Es posible que algunas de las personas que empezaban a llegar al funeral
estuvieran ese día en el concierto y me hubieran aplaudido. Una vez quise creer que mi
habilidad con el piano serviría para que se olvidaran del color de mi hija
—mi tía, mis compañeros del colegio

—, pero no fue así. Ahora lo sé, y no debo hacerme ilusiones de que esta
congregación blanca deje a un lado su repugnancia, por más que mi música les inspirase
aquel día. Tampoco sirve de nada que la señora Cath me haya perdonado. He pecado.
Incluso ahora que el señor ya está en la tumba, para ellos sigo siendo una pecadora.

Sin embargo, he demostrado que soy capaz de vivir con esa culpa. Dios Padre me ha
protegido hasta ahora, y el rechazo de los blancos, por grande que sea, no va a cambiar eso.
Mientras tenga un piano, puedo aguantar lo que venga. Hasta la partida de mi hija se vuelve
soportable cuando el aire se llena de música.

Esta vez sí hay contacto físico en el primer banco. La señora Cath me da la mano y
me la aprieta con fuerza. Está preocupada por mí. Yo estoy tranquila, porque sé que la
brecha y el brazo hinchado no tardarán en curarse. La señorita Rose ignora este gesto de su
madre, lo mismo que me ha ignorado a mí desde que llegó. Mira al frente, con un sombrero
negro de ala ancha y rígida y la falda ceñida en las rodillas. La señora Pumile murmuró
entre dientes al ver lo corta que era la falda de la señorita Rose. No ha venido con Helen,
que está en un internado en Johannesburgo.

—Acoge, oh, Señor, el alma de Edward, querido padre de Rosemary y devoto


marido de Cathleen.

Se me corta la respiración.

Todos lo saben, claro que lo saben. O tal vez

—como Dawn no está aquí

— fingen que nunca ocurrió. Que la niña mulata con los ojos de Edward que antes
vivía en Cradock House no existe. Que la chica mulata que llevaba la música en los pies y
la rebeldía sólo pasó por allí casualmente. Como ya no la ven, nunca ha existido.

Capítulo cuarenta y cuatro

En el Ayuntamiento también creen que basta con quitar a la gente de la vista para
que deje de existir. Han decidido trasladar a otra parte los dos poblados, Lococamp y el que
está al final de Bree Street. El nuevo poblado se llamará Lingelihle y van a construirlo lejos
del pueblo, en la carretera de Port Elizabeth, para que sólo se vea a lo lejos el campanario
de la Iglesia Reformada Holandesa. Dicen que es para evitar el hacinamiento. Dicen que es
por higiene. En eso tienen razón, pero no entiendo por qué, si eso les preocupa tanto, no se
limitan a mejorar lo que ya hay.
Esto significa que van a derribar nuestro colegio. Significa que las chozas de
Lindiwe, que tanto se ha esforzado en cuidar, también las echarán abajo. Sólo se librará el
colegio St. James, porque está bastante alejado del final de Bree Street, y por la influencia
del reverendo Calata.

Dicen que las casas de Lingelihle serán de ladrillo, que construirán colegios y que la
vida allí será mejor y más limpia, aunque estén más lejos del pueblo y en un terreno más
alto, y el viento, en invierno, sea más frío que en los antiguos poblados. Dicen que lo
ordena la ley.

Hay reuniones en el salón de actos del colegio St. James, donde la pintura se cae de
las paredes y la gente se pregunta, dado que ya hay escasez de pintura, de dónde van a sacar
la necesaria para pintar los nuevos edificios. Se habla mucho de las indemnizaciones que
recibirán los que pierdan sus casas, por pobres que sean. Yo sé lo que es una indemnización.
Es un pago por algo que se ha perdido, como me explicó Jake cuando dijo que la
generosidad de la señora Cath era una manera de compensarme por la pérdida de Cradock
House cuando me fui de allí porque estaba embarazada. Pero también sé que el dinero
nunca puede sustituir la pérdida sentimental. Las chozas de Lindiwe eran muy humildes,
pero las había construido con mucho esfuerzo y con sus propias manos, y en las chozas de
alrededor vivían personas a las que conocía y que la conocían, y también conocían a sus
padres y a sus abuelos. Eso no podía compensarse con nada.

—No quiero dejar la casa de mi padre

—dijo Veronica, la profesora que cuidaba tanto de sus polluelos y se asustó cuando
empezaron a quemar los pases

—. Si me voy de allí, los antepasados no sabrán dónde estoy.

Y además había que pensar en el alquiler.

—Tendréis mejores casas que ahora

—insistió el delegado municipal en una de estas reuniones. Va con escolta a todas


partes. Sus guardaespaldas se plantan detrás de él, con las piernas separadas, los brazos en
la espalda y las porras bien sujetas en los puños. Lo acompañan dos concejales que parecen
asustados, buscan libros en sus maletines y los ojean bastante a menudo.

—Díganos el precio del alquiler


—dice un hombre.

El delegado consulta sus notas.

—Tres rands con sesenta y ocho para una casa de dos habitaciones y cuatro rands
con treinta y nueve para una de cuatro.

Se oyen exclamaciones y murmullos en la sala. Los murmullos crecen y se


convierten en protestas.

—Pero ahora pagamos un rand con cincuenta. ¿Por qué tenemos que irnos?

—gritan varias voces por encima del tumulto.

—¿Y qué hay de la indemnización?

—preguntan otros.

La gente intercambia miradas y vuelve la cabeza. La policía está en el fondo de la


sala. ¿Cuánto tardarán en intervenir? Veo que han entrado otros dos policías. No van de
uniforme, pero llevan cámaras. Están haciendo fotos de la gente, principalmente de los que
protestan. La brecha de la cabeza todavía no se ha curado y me duele cuando estoy
nerviosa.

—Las casas serán mejores que las que tenéis ahora. Y trataremos de indemnizaros.

—Tienen que indemnizarnos.

—Lindiwe se ha puesto en pie. Su inglés ha mejorado mucho. Sabe lo que es una


indemnización. Oigo el chasquido de las cámaras y agacho la cabeza.

—¡No nos vamos!

—gritan desde la zona donde la gente está más enfadada, y todos respaldan su
oposición

—. ¡No nos vamos! ¡No nos vamos!

—Empiezan a dar patadas en el suelo, pero no es como cuando aplauden. Varios


ancianos se levantan y se van, con la cara escondida entre las manos. El delegado mira a los
policías, que empiezan a dar vueltas al fondo de la sala blandiendo sus porras.

El caos está a punto de estallar.

Si el reverendo Calata hubiese estado en la reunión, habría sabido tranquilizar a la


gente y conseguir que se atendiera a sus peticiones por medios más pacíficos. Él creía en la
negociación. Y en este caso hay que negociar. Si el Ayuntamiento quiere perder de vista a
los negros, tiene que pagarles o recompensarlos de alguna manera. Pero al reverendo Calata
le han prohibido participar en reuniones públicas y no puede salir de casa sin un policía que
lo vigile. Así están las cosas. Hasta han quitado su fotografía, que estaba cerca del
escenario, y en la pared se ve una mancha cuadrada de un tono más claro. Por eso, depende
de personas como Lindiwe defender lo que creen que es justo.

¿Y yo?

Miro alrededor. Algunos me reconocen pero otros no, porque soy la mujer que pecó
con un hombre blanco y los blancos son nuestros enemigos. Me desprecian todavía más
porque no vivo en el poblado. A la gente que no demuestra su solidaridad la apalean. Lo
llaman «violencia intrarracial». Y también soy una presa fácil para la policía. Saben quién
soy, conocen mi pecado y pueden detenerme cuando quieran. Ten cuidado, me digo. En esta
guerra no hay ningún bando bueno.

Pero me avergüenzo de mí misma por no levantarme. Hablo bien inglés y tengo


suficiente cerebro para negociar.

—Nos prometieron indemnizaciones

—insistió Lindiwe cuando volvíamos a su choza entre la muchedumbre enfurecida.


Yo llevaba en el bolsillo el eje de la bicicleta. Se oían los aullidos de las sirenas. Los
jóvenes más impacientes pedían a gritos Amandla! y buscaban proyectiles entre los
escombros a los lados de la carretera. Empezaron a volar ladrillos contra un furgón de la
policía que se acercaba. Se desató el tumulto, todo se llenó de polvo y era difícil respirar. El
corazón me latía con mucha fuerza. Lindiwe me dio la mano. Los perros nos perseguían,
ladrando como locos. Echamos a correr.

—He trabajado mucho para construir mis chozas


—decía Lindiwe, jadeando

—. ¡No pienso irme de aquí hasta que me den una indemnización!

Los enfrentamientos y los destrozos se prolongaron durante toda la noche, mientras


la policía perseguía a la multitud con sus perros rabiosos. Lindiwe y yo pasamos la noche
en vela en la choza oscura, sobresaltándonos cuando la persecución se acercaba. Los gritos,
las pisadas de las botas y los ladridos de los perros retumbaban como un violento stacatto.
Lindiwe no quitaba la mano de los cubos de agua, que siempre tenía llenos desde que le
quemaron la primera choza. Sólo cuando el sol dorado empezó a asomar por el horizonte se
aplacó la locura. Ese día el poblado estuvo muy tranquilo. Se respiraba la calma que sigue a
la tormenta o anuncia la llegada de otra tormenta. Por primera vez me alegré de que Dawn
no estuviera aquí.

Capítulo cuarenta y cinco

Mentalmente sigo viviendo con mi hija. Me despierto con ella en el amanecer gris, y
la veo salir a buscar trabajo entre los miles de personas que esperan encontrar un futuro en
las minas de oro, y la vigilo cuando cae la noche y el humo oculta las estrellas. Puede que a
todos nos pase lo mismo. Puede que todos vivamos con aquellos a los que amamos. Una
vez yo viví con Phil, una vez oí silbar las balas por encima de su cabeza y sentí la arena de
Sidi Rezegh dentro de sus uñas. A veces me imagino que somos una familia: él, Dawn y yo.

Sé que, desde que murió el señor, la señora Cath también se imagina estas cosas con
la misma intensidad. Cuando estoy en el poblado, se imagina lo que estoy haciendo y se
pone en mi lugar como profesora. Cuando vuelvo a casa, quiere que le cuente todo lo que
ha pasado ese día. Es ella quien sostiene las dos mitades de mi vida dividida, sobre todo la
parte que muy pocos blancos ven. Y mientras las hogueras arden en todas partes y la lucha
se vuelve más violenta, la señora Cath se preocupa por mí y por Dawn, porque no sabemos
cómo son sus días.

—¿Cuándo volverá, Ada? Estaría más segura aquí que en Jo’burg...

—Acaricia la foto de una Dawn pequeña y sonriente que ahora está en la pared de la
cocina, porque ya no hay necesidad de esconder esas cosas, como cuando estaba el señor.

Tengo preparada una respuesta para esa pregunta.


—Quiere vivir donde haya más mulatos, señora Cath.

Nunca hablamos de la coincidencia entre la muerte del señor y la partida de Dawn.


Nunca decimos en voz alta que, si hubiera esperado un día más, si yo hubiera esperado un
día más, en vez de salir corriendo al poblado, tal vez no se habría marchado. Pero yo sé que
quería irse. Se habría ido tarde o temprano, aunque eso no puedo decírselo a la señora Cath.
No puedo decirle que a mi hija, igual que a la señorita Rose, le atraía mucho la promesa de
un futuro en Johannesburgo.

Tampoco puedo contarle que Dawn cambia de dirección muy a menudo, que todavía
no ha encontrado trabajo y que sus cartas están llenas de historias de luces de colores en
vez de esfuerzo. No le cuento que parece estar siguiendo el mismo camino peligroso de la
señorita Rose. En otro mundo, la señorita, que a fin de cuentas es su hermana, la ayudaría a
encontrar trabajo o un sitio donde quedarse. Pero están tan lejos la una de la otra como lo
está Irlanda de Cradock, aunque vivan bajo el mismo trozo de cielo.

—Dawn encontrará su camino

—dice Lindiwe para tranquilizarme mientras tomamos un té

—. Dale tiempo.

Aunque no puedo influir en el futuro de mi hija, he intentado animar a la señora


Cath a que reclame el suyo: su vida blanca y las amistades que forman parte de ella. La ley
parece más preocupada por otras cosas, y ahora que Dawn se ha ido, sus amistades no
tienen ningún motivo para asustarse. Ya no hay pruebas de la mezcla de sangre. Y hay que
reconocer que lo están intentando. La invitan a reuniones y a veladas musicales, la incluyen
en las partidas de bridge y en las excursiones a las granjas, la vienen a buscar en coche y la
llevan a pasear por las llanuras del Karoo. Vuelve a casa con ramos de siemprevivas y
bolsas de brevas, pero noto que no está contenta. No le llena su compañía.

—Un día maravilloso, Ada

—dice, quitándose el sombrero y sentándose al piano

—. Los Collett son encantadores.

—Y se pone a tocar una pieza de Mozart, pero sus dedos están distraídos, se salta un
par de pasajes difíciles, se detiene a la mitad, empieza a tocar otra cosa con el mismo
resultado, y por fin dice que está cansada y que será mejor dejarlo para mañana.

Aunque tengo muchas cosas por las que dar las gracias aquí, en Cradock House, mi
vida se encuentra en un limbo extraño.

Pensé que me sentiría más libre sin Edward, y en ciertos aspectos es así: puedo salir
con quien me apetezca y expresarme con toda libertad, sin necesidad de justificarme.

Pero este país que tanto he llegado a querer me tiene atrapada en su maldad. Viajar
se ha vuelto difícil y caro con el apartheid. Sigo soñando con volver a Irlanda. Han pasado
más de cincuenta años desde que vi las olas en los guijarros de Bannock Cove por última
vez. Cincuenta años desde que oí la melodía del río al caer por los acantilados. ¡Tengo
tantas ganas de abrazar a los hijos de mi querida hermana Ada y de mi hermano Eamon...!

Sin embargo, dicen que no hay que volver al lugar donde uno ha nacido después de
una larga ausencia. ¡Tantas cosas habrán cambiado! Tengo que alegrarme con lo que he
encontrado en mi país de adopción, a pesar de tanto sufrimiento. Tengo que agradecer la
devoción de Miriam, y después la de Ada y de Dawn. Son mi familia, como escribí en mi
diario hace tantos años.

Sé que estoy intentando encajar todas las piezas de mi vida dividida para que tengan
un orden, un sentido: la muerte del señor, la partida de Dawn, la inquietud de la señora
Cath, el traslado forzoso de mi colegio y la destrucción de los poblados. Todo ha ocurrido
de repente. Quizá sea porque todavía me sigue doliendo la cabeza, aunque el brazo ya se ha
curado y no me molesta cuando toco el piano. Quizá sea porque estoy cansada.

Tal vez por eso me esfuerzo en seguir esa voz que resuena dentro de mí, una voz que
me dice que es hora de hacer algo. Dawn ya no está aquí y no necesita mi protección. El
señor ya no puede tener problemas con la ley y la policía no ha venido a detenerme. Soy
libre, pero temo levantar la cabeza después de tantos años buscando las sombras. Sin
embargo, ha llegado el momento de dar un paso. Si es posible romper las barreras que
separan a los negros de los blancos en Cradock sin recurrir a la violencia, tengo que
participar.

¿Qué diría Phil? ¿Me animaría a ser valiente, como lo animaba yo a él? Pero esta
guerra no es como la suya. Aquí no hay bombas que caen del cielo de repente, ni tanques
que aplastan a los hombres en la arena del desierto. Ésta es una guerra de hambre y de
crueldad, una guerra de normas que asfixian y de muerte que se acerca lentamente.

Al final, todas las guerras se reducen a la supervivencia personal y tengo la


posibilidad de elegir. ¿Debo ayudar a otros o salvarme yo?

He visto el poblado nuevo y las casas nuevas. Es verdad que son mejores, pero están
muy lejos del centro de Cradock. Aun así, mucha gente quiere mudarse cuanto antes;
muchos confían en encontrar un futuro mejor, aunque los antepasados tengan que ir a
buscarlos hasta allí. Los que dirigen la lucha dicen que el traslado es una imposición de los
blancos, una demostración de poder, y tiene razón. Pero si las casas son sólidas y los
colegios están mejor equipados
—y si se encuentra la manera de enseñar a los alumnos la verdad

—, entonces puede que la vida sea un poco más saludable que antes. Y eso es mucho
para la mayoría de la gente.

Llevo muchos años pidiendo a Dios que me diga lo que es justo, si las personas de
distinto color pueden mezclarse libremente. Si es así, y el apartheid es malo, ¿no es la
guerra la única respuesta? ¿No cuentan con Su bendición la lucha y la revolución? El
sacerdote del koppie decía que sí, pero Dios nunca me ha contestado, y nunca he sabido
cuál es Su voluntad.

Nunca he sabido si Dios es partidario de otras cosas distintas de la guerra. Hasta


ahora. ¿Fue Él quien me habló ese día, en la reunión del colegio St. James?

«Sabes inglés, Ada. Sabes cómo se lleva una negociación. Éste es mi plan para ti.
Por eso te he protegido. No para que vivas a través de tu hija, porque ya no puedes influir
en su camino. Ni para que te refugies en Cradock House con el único consuelo de la
música. Sino para hacer las cosas de otra manera.»

El nombre del poblado nuevo, Lingelihle, significa «buen intento».

Tengo que intentarlo.

Capítulo cuarenta y seis

He descubierto que tengo en el banco más dinero del que esperaba con mi sueldo de
profesora. Se lo he preguntado a la señora Cath, y dice que ha seguido pagándome, aunque
el acuerdo era darme comida y alojamiento en Cradock House.

—¡Es para tu futuro, Ada!

—exclamó, levantando la vista del ramo de rosas que estaba poniendo en la repisa
de la chimenea

—. Para cuando ya no estemos ni Edward ni yo. Es tu pensión.

Nunca he pensado qué pasará cuando falte la señora Cath, pero sé lo que es una
pensión. Lo he visto en el periódico. Los blancos hablan mucho de las pensiones. Sospecho
que es una de esas cosas que son sólo para ellos, como el oro de las minas.
La generosidad de la señora Cath significa que tengo más dinero del que necesito,
aunque igualmente sigo ahorrando todo lo posible. Le mando dinero a Dawn y me compro
una camisa nueva de vez en cuando, pero casi todo lo guardo en el banco.

—Tienes que ahorrar

—me aconsejó mi compañero Sipho, señalando con un lápiz

—, por si te pones enferma. Las medicinas son muy caras. ¿Y dónde vivirás cuando
seas mayor?

Eso ya lo sé. Aunque tenga unos buenos cimientos, Cradock House no resistirá
eternamente, o acabará en manos de una familia que no se interese por mí. En este mundo
no hay nada seguro. Tengo que guardar en el banco lo suficiente para que mi hija y yo
estemos a salvo hasta que Dios quiera llamarnos. Incluso, contando con eso, todavía sobra
un poco.

Jake me dijo una vez que hay muchas maneras de hacer la revolución.

Así, un día en que el Groot Vis era apenas un riachuelo, me presenté en el


Ayuntamiento a las ocho de la mañana, con mis zapatos de tacón, y pedí hablar con el
delegado. Aunque era muy temprano, los coches aparcados al sol ya ardían de calor y los
perros buscaban la sombra del edificio. Las palmeras del parque Karoo doblaban sus ramas
inmóviles sobre los bancos en los me sentaba de pequeña para calentarme los pies y
contemplar a los pájaros de picos largos que alborotaban entre las flores anaranjadas de los
aloes. Los bancos estaban vacíos, pero no por el calor sino porque habían arrancado los
carteles que decían «Sólo para blancos» y habían vertido pintura roja en los asientos. El
tablón de la puerta de la redacción del periódico, donde antes se anunciaba la «Guerra», con
grandes letras negras, ahora proclamaba, con letras ligeramente más pequeñas:
«¡Vandalismo en el parque!».

No era habitual que una mujer negra fuese sola a hablar con el delegado.
Normalmente, las mujeres venían en grupo y con pancartas, para protestar por los pases o
por la basura sin recoger, o acompañadas de algún hombre, que era quien hablaba. El
delegado casi siempre se negaba a recibir a esos grupos, y la policía vigilaba los
alrededores preparada para intervenir si había problemas.

—Puede esperar
—dijo con indiferencia la chica que estaba detrás del mostrador

— pero es posible que no pueda recibirla. Si me dice de qué se trata...

—Esperaré.

—Espere detrás del edificio

—me ordenó, encogiéndose de hombros

—. Esto es sólo para blancos.

—Se volvió a un joven que apareció a su lado y puso los ojos en blanco. Me recordó
a la señorita Rose, aunque no era tan guapa como ella.

Detrás no había bancos ni sillas, así que me senté en el suelo debajo de un pimentero
y agradecí su sombra. Mi cabeza ya no aguanta el sol directo. La hierba se había secado y
me preocupó presentarme ante el delegado con la falda sucia. La gente entraba y salía,
quejándose del calor. Casi nadie se fijaba en mí, pero un señor se paró para decirme que allí
no había trabajo.

—No busco trabajo. Estoy esperando para hablar con el delegado.

—Abrió la boca como si quisiera decir algo, pero cambió de opinión y se fue
corriendo. Era más de mediodía cuando la chica del mostrador salió y me hizo señas. Había
estado ensayando lo que quería decir hasta que me lo aprendí de memoria, pero no estaba
segura de si sería capaz de hablar, porque tenía la boca seca, igual que los nervios. Aquello
no era como cuando fui a pedirle trabajo al señor Dumise. No contaba con mi música para
que hablase en mi nombre.

—Tendrá que darse prisa

—me dijo por encima del hombro, señalando una puerta

—. Es casi la hora de comer.

La puerta estaba abierta, pero llamé de todos modos antes de entrar.


—¿Sí?

—El delegado estaba detrás de una mesa, escribiendo. No levantó la vista. En la


pared había una fotografía de un joven sonriente, con el pelo oscuro, una túnica negra y un
rollo de papel en la mano atado con un lazo. La cabeza del delegado

—que ahora era calvo

—brillaba bajo la lámpara del techo. Movía la mano muy deprisa por encima del
papel. Me acordaba de él, porque lo había visto en el colegio St. James. Esta vez estaba
solo, sin concejales al lado ni policía guardando sus espaldas. En un rincón, encima de una
mesa, un ventilador levantaba un montón de papeles que estaban cerca del arco que hacía al
girar. En otra pared había un mapa. Distinguí el Groot Vis y una serie de cuadrículas
rectangulares que se extendían desde la orilla del río. Era Lingelihle.

—Buenos días, señor. He venido para hablar de las indemnizaciones a la gente que
tiene que mudarse.

—Las palabras brotaron como un torrente en mi boca seca.

Dejó la pluma con la que estaba escribiendo y levantó la cabeza para secarse el
sudor de la frente ancha. A pesar del ventilador, parecía que faltaba el aire. Me acordé del
salón de actos del colegio el día que fui a pedir trabajo.

—Ya le he dicho a su gente una vez, le he dicho un millón de veces, que lo


intentaremos, pero no puedo garantizarlo. ¿Lo entiende? Verstaan?

Me pasé la lengua por los labios secos. Acuérdate de lo que te dijo Phil, pensé.
Acuérdate del silencio en la negociación...

El delegado por fin me miró atentamente. Se fijó en mi blusa blanca y en mi falda


azul marino y suspiró, como si mi aspecto no hiciera honor a mi silencio.

—No puedo hacer nada si no me entiende. Váyase

—weg is jy

—, estoy trabajando.
—Me indicó con la mano que me marchara y volvió a sus papeles. No entiendo por
qué las personas importantes no tienen quien se ocupe de su ropa como es debido. El
delegado lleva el cuello sin almidonar.

—Tengo dinero, señor. Estoy dispuesta a poner una parte para la indemnización.

Levantó la cabeza bruscamente.

—Pero si no necesita mi dinero, iré al Midland News y les diré que ustedes tienen
suficiente para pagar las indemnizaciones

—añadí.

—Espera un momento. Wag.

—Se levantó, con una expresión entre enfadada y divertida

—. No puedes entrar aquí y amenazarme.

—Miró el teléfono y luego la puerta abierta. Había policías vigilando la entrada del
edificio. No tenía más que gritar y...

Me temblaron las piernas. Apreté las manos en los costados. No llevaba un eje de
bicicleta en el bolsillo. Sólo las palabras podían salvarme, sólo las frases que había
preparado podían evitar que me detuvieran y me metieran en la cárcel, porque eso es lo que
pasaría si el delegado gritaba para que la policía lo oyese o si cogía el teléfono para avisar a
los guardias de seguridad.

—He escrito tres cartas

—dije, armándome de valor y siguiendo lo que había ensayado mientras esperaba


sentada en el suelo

—. Una es para el Midland News y otra para la señora Cathleen Harrington, de


Cradock House, en Dundas Street.

Me miró boquiabierto desde detrás del escritorio. Ya no había en su expresión ni


rastro de diversión, ya no se parecía al joven sonriente de la fotografía. Respiré hondo.
Quería secarme el sudor de la cara. Empezaba a notar la humedad encima del labio.

—Si me detienen, el periódico publicará mi carta. Si no me detienen, la señora


Harrington vendrá con la suya al Ayuntamiento. El difunto marido de la señora Harrington
era un concejal...

Me quedé sin aliento y se me quebró la voz.

Una cosa que he aprendido es que los blancos temen la atención de los periódicos, y
el delegado no era una excepción. Se inclinó ligeramente y apoyó los puños en la mesa.
Después abrió las manos y estiró los dedos, como si se le hubieran agarrotado de pronto.

—Hablas muy bien inglés

—dijo, con forzada amabilidad, sin apartar la vista de la mesa, como hacía el señor
cuando no quería mirarme a los ojos

—. Skoon.

—Se irguió para mirarme y volvió a fijarse en mi ropa. Su voz se volvió más áspera

—. ¿Y la tercera carta?

—Es para un periódico extranjero.

—¿Quién eres?

—Estuvo a punto de saltar por encima de la mesa. Se le hincharon las venas del
cuello y volvió a apretar los puños.

Tragué saliva para terminar lo que tenía que decir.

—Si no necesita mi dinero, el Midland News dirá que el Ayuntamiento tiene lo


suficiente para pagar las indemnizaciones.

—Guardé silencio
—. Y lo elogiarán por eso, señor.

El ventilador ronroneaba en mitad del silencio y el delegado fue a apagarlo.

—¡Tú no tienes dinero para hacer eso! Nooit!

—gritó. Una abeja que llevaba un rato chocando contra el mosquitero de la ventana
cayó al suelo. Me saqué un papel del bolsillo y lo dejé encima de la mesa. Había pasado por
el banco, para que me dieran un justificante del dinero que tenía. No decía mi nombre, sólo
la cantidad.

—Es todo lo que tengo, y quiero usarlo para ayudar a la gente si el Ayuntamiento no
tiene lo suficiente.

Miró el papel con recelo y me observó con atención. Tenía la cabeza sudorosa. El
justificante del banco iba sellado y fechado. La tinta se había corrido un poco con el calor
mientras esperaba sentada en el patio, pero los números se veían perfectamente. Como es
natural, no tenía el dinero necesario, pero sí más de lo que él esperaba. Cogí el justificante
para guardarlo en el bolsillo.

—Gracias, señor. Ya me voy.

Capítulo cuarenta y siete

Ada ha cometido una estupidez.

Ha intentado amenazar al delegado municipal, un hombre de poca paciencia que a


Edward nunca le cayó especialmente bien.

Me he enterado, no por Ada, sino por nuestro tímido alcalde. Vino a verme y se
sentó en el salón, retorciendo el sombrero entre los dedos, y dio un salto cuando Ada vino a
traer el té.

En realidad no ha expuesto el caso como una amenaza evidente. Más bien lo ha


planteado como un acto de buena fe de una mujer seria pero ignorante y preocupada por el
deterioro de la situación en los poblados, convencida de que podía hacer algo para ayudar.
Ni siquiera la existencia de ciertas cartas

—que ha mencionado muy vagamente

— ha bastado para persuadirlo de que Ada es mucho más lista de lo que él se


imagina. No he dicho nada, para no contradecir esta impresión. Es mejor que la tome por
una ingenua, para evitar complicaciones.

De todos modos, sospecho que al delegado no le ha quedado ninguna duda de la


perspicacia de Ada.

Le pregunté al alcalde si quería hablar con Ada personalmente, pero enseguida me


dejó bien claro que ésa era mi misión, que era yo quien tenía que frenar a una criada que,
según señaló, disculpándose, estaba «tan unida a mi familia».

Fue más tarde, al subir a mi dormitorio para acostarme un rato, cuando vi el sobre
encima de mi diario, en el tocador, al lado de un jarrón pequeño con los geranios que cogí
ayer.

¿Está bien Ada?

La señora Cath se sentó en mi cama ayer por la noche.

—No, no te levantes

—dijo, al ver que hacía ademán de salir de la cama, preguntándome si estaba


enferma, si necesitaba algo, como esa vez pensé que podía necesitarlo el señor

—. Ada, querida

—dijo en voz baja, alisando el chal azul de mi madre que estaba a los pies de la
cama

—. ¿Por qué has hecho eso? ¿Por qué has amenazado al delegado? Es casi un
chantaje.

Esa palabra era nueva para mí. Pensaba que lo que había hecho era empezar una
negociación, aunque, cuando se negocia, las dos partes salen ganando algo. Pero en este
caso yo no tenía la intención de que el delegado ganase nada, así que tal vez no fuera una
negociación. Cuando se marchó la señora Cath, busqué «chantaje» en el diccionario: el
intento de conseguir dinero mediante amenazas. Me di cuenta de que era exactamente lo
que yo quería, con la diferencia de que el dinero no sería para mí sino para las personas a
las que había ido a defender en el Ayuntamiento esa mañana.
—Le he dejado una carta

—le dije a la señora Cath.

—Lo sé. La he leído. Está muy bien

—reconoció, con una sonrisa que no llegó a iluminar sus ojos

—. Puede que te haya enseñado demasiado bien.

—Lo decidí por mi cuenta, señora

—se me escapó sin querer

—. No quería darle problemas.

—Ya lo sé.

—Recorrió la habitación con la mirada, fijándose en la partitura encima de la mesa,


en mi Biblia al lado, en la bata de Dawn colgada detrás de la puerta, con la esperanza de
que volviera algún día

—. ¿Habrías hecho lo mismo si Dawn estuviera aquí?

—No.

—Negué con la cabeza. Y entonces caí en la cuenta

—. ¿La ha acusado el alcalde por mi culpa?

Porque seguramente los alcaldes eran como los delegados, y tenían el mismo poder,
si no más. Tendría que haber pensado que intentarían atacarme a través de mis seres
queridos, y aho-ra que Dawn se había marchado, la siguiente era la señora Cath.
—Volveré para decirle que esto no tiene nada que ver con usted

—me apresuré a decir.

—No, Ada

—dijo, levantando una mano

—. Lo que has hecho ha sido muy valiente. Hoy en día hay muy pocas personas con
convicciones.

—Bajó los ojos y, por un momento, vi a Phil en su rostro, porque, aunque él se


parecía al señor, a veces aparecía en los ojos y en los labios de su madre y siempre estaba
en sus palabras

—. Ahora que Edward se ha ido y Dawn ya no está aquí, no es necesario.

Se levantó, se acercó a la mesa y se inclinó sobre las partituras con un gesto de


reconocimiento.

—¿Te has recuperado de la caída?

—dijo, mirando la cicatriz en la sien.

—Sí, señora.

—Quejarse no servía de nada, y el cuerpo tiene su propio ritmo. Eso también lo


había aprendido.

Acarició la partitura con los dedos largos. Últimamente estaba un poco encorvada y
necesitaba unas gafas especiales para ver las teclas del piano.

—Quién se iba a imaginar...

—¿Qué, señora Cath?


—Mi hermana Ada, la que se llama como tú, habría hecho lo mismo.

Salió de la kaia y cerró la puerta despacio.

Capítulo cuarenta y ocho

Me estaban esperando en el Groot Vis, donde Church Sreet cruza el puente y sigue
hasta la estación y el inmenso Karoo un poco más allá. No fueron a buscarme a Cradock
House, donde la señora podía haber intervenido, y tampoco al colegio, donde mis alumnos
podían haberse interpuesto. Decidieron esperarme junto al río, a la sombra de un pimentero,
como si estuvieran descansando, entre el alboroto de los tejedores y el paso del agua turbia
y perezosa entre las piedras.

—¡El pase!

—me pidió uno de ellos. Su compañero estaba apoyado en la parte de atrás del
furgón, masticando y observando a la gente que se alejaba del coche y bajaba la cabeza.
Todos los días pasaba lo mismo. Yo también apretaba el paso cuando veía un furgón y sabía
que estaban pidiendo los pases. Busqué el documento con torpeza, porque me levantaba
con el brazo entumecido hasta que empezaba a tocar el piano. El policía apenas miró el
papel.

—Suba al coche

—dijo, lanzándome el pase y haciendo una señal al compañero para que abriera la
puerta trasera del furgón.

—¿Por qué?

—pregunté, armándome de valor y sin moverme

—. Mi pase es válido, mi señora lo firma por mí.


—No es por el pase. Suba al furgón.

Esto no era un control al azar. Conocían mis movimientos entre el colegio y Cradock
House y sabían dónde ponerse. Me habían estado vigilando y me estaban esperando. Era
una emboscada, como la que le tendieron los tanques a Phil en Sidi Rezegh. Como hacen
los leopardos en el veld, cuando acechan a su presa y esperan el momento de atacarla.

Yo había infringido la ley. Me había acostado con un hombre que no era del mismo
color que yo. Y había entrado en el despacho del delegado con la intención de cambiar unas
cartas por la indemnización que mi gente merecía. Tenían razón. No era por el pase.

Había muy poco espacio en la parte de atrás del furgón y tuve que sentarme con las
rodillas en el pecho. Dawn, me sorprendí murmurando, Dawn... El coche dio la vuelta para
ir por Church Street y giró en la esquina de Bree Street, en dirección a la cárcel donde te
podían encerrar aunque fueras inocente, como decía mi madre. Las casas que veía cuando
paseaba por la calle pasaban ahora borrosas como un látigo al otro lado de la ventanilla. Vi
la buganvilla roja que cubría una tapia, la fachada de piedra de la iglesia de St. Peter, donde
había oído un órgano por primera vez, y finalmente la cárcel. El furgón se detuvo despacio.

Me metieron a empujones por una puerta trasera y me llevaron a una habitación sin
muebles que tenía una sola ventana, alta y con barrotes. Me quedé un rato parada en el
centro, y al ver que no venía nadie me senté en el suelo, con la espalda en la pared y las
piernas estiradas, y me fijé en los rayos del sol en la pared de enfrente. No sabía qué hacer
con las manos. Las levantaba y las extendía, pidiéndoles que se estuvieran quietas o que
tocaran una pieza imaginaria de Beethoven o las notas sueltas de las Gotas de lluvia. Las
manos de Phil no paraban de temblar con el recuerdo de sus compañeros muertos...

¿Debía rendirme enseguida y decir que había sido un error escribir esas cartas? ¿Que
no era mi intención amenazar al delegado? ¿Que no soy una mujer ignorante y estúpida, y
creía que podía ayudar? Con un poco de suerte sólo irían a por mí. Me amenazarían y me
dejarían tirada en la calle, o me darían una paliza antes de dejarme tirada lejos de Cradok
House, lejos del poblado y de todo lo que conozco, en alguna parte del país donde no he
estado nunca, como el Transkei, adonde la señora Pumile siempre está diciendo que va a
volver, pero nunca vuelve. Sería una exiliada, pero seguiría viva. Y, si Dios tenía piedad, mi
hija también estaría a salvo.

¿O debía olvidarme del temblor de las manos y del miedo creciente a que buscasen a
Dawn en Johannesburgo... y esperar? ¿No decir nada? Esperar a que el Midland News
publicase mi carta. Esperar a que un periódico extranjero se interesara por una mujer negra
de un pueblo del Karoo, conocido sólo por sus koppies, su polvo marrón y su falta de
lluvia.

Tal vez fuera una estupidez esperar que alguien se interesara por mí. Que el
Ayuntamiento o el Midland News o el otro periódico estuvieran dispuestos a hacer algo.

La puerta se abrió bruscamente.


—Staan op! ¡Levántate!

Entraron dos hombres de uniforme, con pistolas en unas cartucheras de cuero


brillante. Los seguían dos negros, con mono de trabajo, que dejaron una mesa en el centro
de la habitación. Salieron y volvieron con dos sillas para colocarlas con cuidado a un lado
de la mesa. Los negros no me miraron. Los policías se sentaron en las sillas. No era la
primera vez que estaba en sitios donde las sillas no eran para mí.

—Estás detenida por crímenes contra el Estado

—dijo uno de ellos, abriendo una carpeta

—. No lo niegues, porque tenemos todas las pruebas. Verstaan jy? ¿Lo entiendes?

—¿Me llevarán a juicio, señor?

Repasó los papeles deprisa hasta que encontró el que estaba buscando. El otro
policía miraba el techo.

—Eres miembro de una organización ilegal... verdomde CNA.

—No, señor. No pertenezco a ninguna organización. Soy profesora en un colegio.


Lo que hice lo hice por mi cuenta.

—Quieres arruinar a este país. Has recibido órdenes para crear problemas.

—El policía seguía hablando a la mesa y a los papeles que tenía delante, como otros
cuando no querían mirarme a los ojos. Lo hacen para manifestar su desprecio, pero a mí me
parece cobardía.

Me fijé en que llevaba el uniforme bien planchado, por unas manos negras, y la
rabia creció dentro de mí. ¿Por qué, si nos odian tanto, seguimos siendo tan útiles?
—Si van a juzgarme, señor, intentaré defenderme.

Entonces me miró, y su compañero también apartó los ojos del techo y me lanzó una
mirada hostil.

—Hablas bien inglés

—dijo, pensativo

—. Pero no hay necesidad de celebrar un juicio. Las pruebas son muy claras.
Contundentes y klaar.

Aunque empezó a dolerme la cabeza, como me pasaba a menudo esos días,


comprendí lo que se proponían. Querían obligarme a confesar. Pero yo había leído libros y
también leía el Midland News. Si no confesaba, no podían encerrarme para siempre sin
darme la posibilidad de ser juzgada. Eso lo sabía.

—En ese caso podrán meterme en la cárcel hasta que se cumpla el plazo. Si quieren
encerrarme más tiempo, tendrán que celebrar un juicio. Lo dice la ley.

El policía agarró la carpeta con furia, se levantó de un salto y volcó la mesa, que
aterrizó al suelo delante de mí. Retrocedí, asustada, y me caí al suelo encima del brazo que
ya tenía magullado, apoyándome con las manos. ¡Por favor, Dios, protege mis manos para
el piano!, pensé, al chocar contra el suelo de cemento.

No los oí marcharse. Sólo oí el portazo cuando ya estaba sola. Me arrastré hasta la


pared y me quedé tumbada en el suelo. El dolor del brazo se fue atenuando, pero me
temblaban las piernas, me ardían las manos y me había hecho sangre en un dedo.
Curiosamente, seguía teniendo la cabeza despejada.

No quieren un juicio, quieren una confesión.

Un juicio significa publicidad, como la que ha conseguido un hombre del CNA que
se llama Nelson Mandela. Preparó él mismo su defensa y pronunció un discurso que ha
llegado a todos los rincones del país. Los blancos no quieren dar esa publicidad a los
negros. No quieren que esas cosas aparezcan en los periódicos.

Me dejaron sola el resto del día, y lo pasé soplándome las manos doloridas,
contemplando el lento avance del sol en la pared y obligándome a no preocuparme por
Dawn, a imaginarla en Johannesburgo, buscando su camino y a salvo. Por la ventana oí
llegar varios furgones, y la risa ronca de los policías. Y entonces Phil vino a sentarse a mi
lado, y Dawn bailó para mí, con el pelo revuelto y los pies como un remolino, y mi madre
me acarició en el hombro, aunque movió la cabeza al ver donde estaba. «Mal hecho, hija

—parecía decirme con pena

—. ¿No te enseñé cuál era tu sitio? ¿Qué tontería has hecho para terminar aquí?»

No conozco bien a Dios Padre. Le rezo a menudo, pero nunca me responde o tal vez
no oigo lo que me dice. Otros dicen que oyen Sus respuestas todos los días, pero a mí sólo
me pasó una vez, y es Su voz lo que me ha traído hasta aquí. «Éste es mi plan para ti

—me susurró en el colegio St. James

—. Por eso te he salvado.»

Pero, al llegar la noche, cuando el frío me entumeció el cuerpo y tenía la boca seca,
porque no me habían dado agua en todo el día, empecé a dudar de que aquélla fuera la voz
de Dios, y aquél, el plan que tenía para mí. ¡Si viniera y me lo explicara...!

Quizá estoy siendo injusta. Tal vez fue Él quien mandó a Phil a sentarse a mi lado,
en el suelo de cemento, y a Dawn a entretenerme cuando empezaba a oscurecer, y a mamá a
recordarme quién era yo. Tal vez Dios no me habla directamente, sino a través de las
personas a las que quiero.

Creo que pasaron varias horas antes de que alguien abriese la puerta para dejar un
cubo, a modo de letrina, y un poco de agua en un vaso de plástico.

Me dejaron en la celda otro día entero. Vi pasar el tiempo en el desplazamiento del


sol sobre la pared y en el lento oscurecimiento del cielo detrás de los barrotes de la ventana.
Junto al vaso de agua habían dejado también un plato de aluminio con maíz. Me comí el
maíz y humedecí el bajo de la falda para limpiarme el corte del dedo. La tela se tiñó de
marrón con la sangre seca. Bebí el agua despacio, aguantando todo el tiempo posible antes
de tragarla.

No vino nadie.

Nunca he visto una noche tan negra. Incluso en el poblado, a pesar del humo, había
un poco de luz; pero aquí, en esta celda que mide cinco pasos, tienen el poder de ocultar las
estrellas y amortajar la luna, aunque siga en el cielo a la vista del mundo entero.

—Staan op!
Una luz intensa

—¿sería la luna?

— me dio en los ojos. Intenté apartarme del foco, pero me siguió hasta el suelo,
donde me quedé agazapada a cuatro patas, como los animales nocturnos cegados por los
faros del coche del señor. Del señor, que vino a por mí cuando Dawn estaba naciendo.

—¿Quién te da las órdenes?

Era el mismo policía, pero esta vez venía sólo, y tampoco trajeron la mesa y las
sillas. Mi cabeza, dolorida de estar apoyada en el cemento, se negaba a funcionar. Ya no soy
joven, y últimamente mi cabeza tarda en ponerse en funcionamiento. Es posible que me
haya vuelto blanda, acostumbrada al colchón de Cradock House...

—¿Quién? Wie?

No sé qué quiere. Yo sólo recibo órdenes del señor Dumise, pero ésas no son las
órdenes a las que él se refiere.

—No recibo órdenes, señor. Soy profesora en un colegio.

—¿Cuándo viste por última vez a Jake Bapetsi?

—No conozco a Jake Bapetsi.

Confío en que Dios me perdone por volver a mentir, pero no quiero decir nada que
pueda poner en peligro a Lindiwe. Tengo que fingir que no sé nada de Jake, que
columpiaba a Dawn por el aire y nos traía salchichas y hablaba de la lucha. De Jake, que
me esperaba en la orilla del río y una vez me sonrió con cariño. No diré nada de sus planes
de irse a un país para aprender a usar las armas y de volver con armas para empezar la
revolución.

La luz cambió de sitio, seguida de unos pasos rápidos. La puerta se cerró de un


portazo. Volví a apoyarme en la pared con las piernas recogidas y la mano hinchada en el
estómago. Quisiera poder darle un mensaje para Lindiwe a la mano negra que viene a
llevarse el cubo todos los días, pero no me atrevo. Todo el mundo sabe que hay traidores
que se venden a los blancos. En el poblado, los izibonda, los policías negros, no tienen
piedad con su propia gente.

Los contornos de la celda empezaban a hacerse visibles con la luz del día: el sol
tenía aún más poder que la policía para ocultar la luna y las estrellas.

Me llevaron una taza de agua.

—El cubo está lleno

—dije con la voz ronca y los labios agrietados. La mano negra asomó por la puerta y
le acerqué el cubo.

Me bebí el agua despacio y me pasé la lengua por los labios para humedecerlos con
las últimas gotas. Quería meter la cabeza debajo de un grifo de agua fresca, como hacía en
el lavadero de Cradock House. Empecé a soñar con agua. Moví los dedos de los pies

—se han llevado mis zapatos

— y sentí el agua en el vado del Groot Vis, y a Dawn dormida en mi espalda,


envuelta en su manta...

Cuando el sol daba con más fuerza en la pared, empezaron a oírse sirenas y gritos al
otro lado de la ventana. Intenté oír lo que decían, pero eran voces blancas, hablaban en
afrikáans, y yo no entiendo bien el idioma. En vez de eso, vi una columna de hormigas,
alertadas por la posibilidad de encontrar comida, que avanzaba en fila desde la ventana
hacia el suelo y rodeaba el plato de aluminio con las sobras de maíz del día anterior.

Me estoy debilitando.

Me levanto y me obligo a pasear por la celda, para hacer ejercicio. Cinco pasos
adelante, media vuelta, cinco pasos atrás.

Vuelve a dolerme el brazo y tengo las manos hinchadas, demasiado grandes para las
teclas del piano.

Cinco adelante, cinco atrás.


—¿Quién te daba las órdenes?

—Nadie me daba órdenes. Soy profesora en un colegio.

Una taza de agua en el suelo. A veces un poco de maíz, otras veces nada.

—¿Dónde está la chica kleurling?

—Nadie me daba órdenes.

—Sabemos que se fue, podemos encerrarte por inmoralidad...

—Soy profesora en un colegio.

Es de noche.

Soy un animal cegado por los faros.

Capítulo cuarenta y nueve

He pasado toda la mañana en la cárcel de Bree Street, cuando el policía de la


comisaría me mandó finalmente allí. Él no sabía nada. Creo que me mandó a la cárcel al no
ver otro curso de acción, pero gracias a eso he encontrado a Ada.

Al principio negaron que hubiera nadie con ese nombre en las celdas, hasta que pasó
por allí un joven periodista del Midland News. Lo había mandado el director, tras recibir la
carta de Ada. Por lo visto el periódico de Europa al que Ada envió la tercera carta también
se ha interesado por el caso.

¡Qué lista, Ada! ¡Qué tonta, Ada!

Por un lado estoy muy orgullosa de ella, aunque por otro lado temo que haya
desatado la tempestad.

¿Seguirán la pista de Dawn? Es posible que la policía quiera aprovechar la ocasión


para dar ejemplo: una madre negra inmoral, una hija mulata, actividades ilegales...

«Es una mujer ignorante

—dije, recurriendo al argumento de la ingenuidad

—. No lo ha hecho con mala intención. Yo me hago responsable de ella si la dejan


en libertad. Es una buena profesora. Cuida muy bien de los niños, y eso es muy importante
en estos días.»

«Vuelva mañana», me dijeron.

Pregunté si podía ver al oficial responsable de la investigación.

El periodista quiso saber en qué estado se encontraba la tramitación de las


indemnizaciones.

«Vuelva mañana.»

Me arrojaron los zapatos a la celda.

—Staan op!

Unas manos me empujaron por la espalda. Quise alcanzar los zapatos, pero estaban
demasiado lejos. Alguien blasfemó y me los lanzó.

El pasillo estaba iluminado. Me seguían pisadas de botas, fuertes. Una mano me


agarró del hombro y una voz me susurró al oído:

—Como vuelvas a crear problemas, la próxima vez no saldrás de aquí. Y


encontraremos a la chica... a esa kleurling. ¡Ahora, vete!

Me tambaleé hasta la puerta. No estaba segura de que no fuera un truco, otra manera
de hacerme confesar.

—¡Vete! Voestsak!

Salí a la calle y volví la cabeza para ver qué pasaba. Más que verlo, sentí que la
puerta se cerraba en mis narices. Me quedé un rato balanceándome en el suelo de cemento,
con la visión borrosa, hasta que empecé a ver con claridad. El río sonaba con fuerza a lo
lejos. Debía de haber llovido. El viento movía los árboles. Las estrellas, escondidas hasta
entonces, estallaron en el cielo. Nadie abrió la puerta a mis espaldas. Me senté en el escalón
para ponerme los zapatos. Me costó bastante, porque tenía los dedos hinchados, y seguía
esperando que la puerta se abriera, que alguien saliera y volviera a encerrarme. Encogí los
hombros, preparándome para recibir el golpe en la cabeza. Después los gritos y otra vez las
mismas preguntas.

Pero no salió nadie.

Me levanté y eché a andar sin fuerzas hacia la carretera. También tenía los pies
hinchados y los zapatos me hacían daño, así que volví a sentarme para quitármelos. Era de
noche cuando me soltaron.

No sé cómo conseguí llegar a Bree Street con los pies destrozados, cruzar Church
Sreet y seguir por Dundas hasta Cradock House.

Puede que Dios acudiera en mi ayuda, no diciéndome palabras al oído, sino


permitiéndome seguir con vida. Entré a hurtadillas en el jardín de una casa elegante donde
había un grifo. Lo abrí y puse los labios agrietados debajo del chorro para beber hasta que
no me cupo más en la boca y el agua me mojó la camisa y me corrió por las piernas.

La cárcel estaba lejos de Cradock House. Las piedras se me clavaban en los pies y
me hacían tropezar. Los árboles, que de día daban una sombra tan agradable, se alzaban
oscuros y amenazantes como un ejército de guerreros o de hombres preparados para
tenderme otra emboscada con la intención de matarme fuera de la prisión, donde no
pudieran acusarlos de nada.

La acequia se había llenado de agua. Los perros ladraban a mi paso torpe. En una
casa se encendió una luz, y alguien se asomó a la ventana para ver si había ladrones.

Voetsak, me habían dicho. Lo mismo que se les decía a los perros.

Con la sensación de que habían pasado varias horas, por fin entré en la avenida de
gravilla del jardín de Cradock House y vi la silueta robusta de la casa. Pasé por delante de
las matas de aves del paraíso, con sus hojas afiladas como lanzas en la noche. El árbol del
coral acechaba al fondo del jardín, como si esperase el momento en que yo salía a tender la
ropa, como si quisiera volver a escuchar al señorito Phil hablar de la guerra y del miedo que
le daba.

—Señora Cath

—dije con voz ronca, llamando sin fuerzas a la puerta


—. Señora Cath.

Y salió con su camisón azul y el pelo revuelto como una nube.

—¡Ada, gracias a Dios! ¡Gracias a Dios!

—Se arrodilló para abrazarme al verme en el suelo de madera del stoep, que tantas
veces había fregado a lo largo de mi vida.

—Nadie me da órdenes

—susurré, sintiendo que se me nublaba la vista

—. No sé nada de Dawn.

Capítulo cincuenta

Yo nunca quise ser famosa. Siempre preferí las sombras, desde que cometí el pecado
de acostarme con un hombre blanco y la vergüenza empezó a acompañarme todos los días.
Pero ahora no me dejan quedarme al margen. La gente me busca, gente peligrosa, de la que
siempre me alejaba en las esquinas, gente que forma parte de la lucha y lleva vidas
clandestinas, gente que habla de Mandela y que me ve como un líder.

—¡Puedes hablar!

—me dicen emocionados, volviendo la cabeza por encima del hombro

—. Tu nombre ha salido en los periódicos. ¡La policía no puede hacerte nada! ¡Si
nos van a indemnizar es gracias a ti!

A mí no me gusta. No estoy acostumbrada a verme en primera fila y no quiero


recordar lo que ha pasado en la cárcel de Bree Street, sólo quiero olvidarlo. Seguí la voz de
Dios y traté de hacer algo. Quería demostrar que había otra manera de hacer la revolución,
más tranquila, sin armas, sin confrontación y sin quemar las chozas. No puedo decir que esa
manera haya triunfado o si ha servido para que los que tienen el poder vuelvan a pensar, lo
que sí sé es que el pánico no me deja dormir por las noches y soy incapaz de controlar mi
cuerpo, del que hasta ahora nunca he tenido que preocuparme.
Me avergüenza reconocer que mi experiencia en la cárcel se ha convertido para otros
en una insignia de honor y ha producido más disturbios en vez de acabar con ellos. Y los
que creen que ahora puedo hablar, porque mi nombre ha salido en los periódicos, están muy
equivocados. La policía puede detenerme cuando quiera. Me están vigilando. Cuando paso
por una esquina veo un furgón aparcado y a un policía hablando por la radio. Ni el Midland
News ni el otro periódico se interesarán por mí la próxima vez.

El policía me mira a los ojos y vuelvo la cabeza. Rezo para que no encuentren a
Dawn. Quiero volver a clase con mis alumnos, tocar jazz para ellos y enseñarles que la
música nos puede hacer libres. Quiero apaciguar mis dedos temblorosos y mi brazo
dolorido con la pureza de Mozart. Quiero volver a la dulce distracción de Debussy. Sólo el
piano puede curarme. Sólo el piano puede ayudarme a olvidar.

En cuanto a las indemnizaciones, es difícil saber si mi amenaza al delegado sirvió de


algo. Las cartas que envié a los periódicos no llegaron a publicarse, y tampoco dieron la
noticia de mi detención, aunque la señora Cath dice que hablaron de mí, que sabían que
estaba en la cárcel y mandaron a un periodista para comprobar si estaba viva. El caso es que
ya han anunciado que habrá indemnizaciones, y la gente ha empezado a mudarse a sus
casas de ladrillo en Lingelihle, pero no puedo asegurar que haya sido gracias a mí. Además,
eso importa muy poco, en comparación con lo que ha ocurrido después. Mientras pasaba
varios días en la cama y la señora Cath me daba baños de agua fría y friegas de lanolina en
las manos temblorosas, llovió sin parar y el Groot Vis creció como nunca.

La señora Pumile estaba muy nerviosa

—puede que más por mi fama que por la crecida del río

— y no paraba de insistir en que era una señal, aunque no decía de qué. La señora
Cath también pensaba en el río y en la fuerza que estaba cobrando la revolución mientras
ella me cuidaba, pero no hablaba de eso. No hacía falta. Yo lo notaba en sus dedos cuando
tocaba el piano. Interpretaba La Campanella de Liszt demasiado despacio, los arpegios no
tenían garra...

Oía el río por la puerta de la kaia.

Al principio sonaba como un remolino enérgico, pero después se convirtió en un


violento rugido de agua, mucho más fuerte que el tumultuoso Beethoven de mi juventud o
el Grieg revoltoso del arroyo de Irlanda. Esta inundación no tenía un equivalente musical, y
sonaba con una furia a la vez más aguda y más grave que cualquier música que hubiera
oído en el piano. El vado desapareció bajo las aguas enfurecidas. En las piedras donde las
mujeres lavaban la ropa se formaban unos remolinos gigantescos. La fuerza del agua
arrancó los árboles de raíz, y los cuerpos de los animales ahogados se amontonaban entre
los pilares del puente de hierro. La gente que se trasladaba a Lingelihle tuvo que hacer el
camino entre torrentes de agua, porque llovió sin parar muchos días seguidos. «Son los
antepasados
—me parecía oírle decir a Veronica

—. Lloran porque nos vamos de nuestras casas.»

Lindiwe vino a verme a pesar del aguacero.

—Hablan mucho de ti

—me dijo, nerviosa, sacudiendo el paraguas viejo

—. Quieren que hables en un mitin en el colegio St. James.

En el rostro de Lindiwe siempre se reflejaba lo que estaba pensando. Estaba asustada


por lo que yo había hecho y por las consecuencias que podía tener para los demás. Ya vivía
con miedo a que la policía pudiera detenerla por los delitos de su hermano. Lindiwe no es
nada cobarde; en realidad, es la persona más valietne que conozco, pero ante todo es
práctica. Sabe que tomar partido puede ser imprudente, que puede significar el golpe de las
porras, los gases lacrimógenos y el encierro en la cárcel hasta morir de hambre. Ella quiere
sobrevivir a la lucha, no perder la vida en ella. Quiere cruzar el umbral de la liberación.

—No te dejarán en paz

—murmuró

—. Después de lo que has hecho.

—¿Quién, la policía?

—No, los que dirigen la lucha...

—¿Ada?

—Llamaron varias veces a la puerta. Me temblaron las manos, aunque no era de


noche y los golpes no eran fuertes. La señora Cath entró corriendo en la kaia, con la
sombrilla de golf del señor en una mano. Llevaba unas botas de goma y unos guantes de
jardín. Tenía las mejillas coloradas.
—¡Ah!

—Se paró un momento y avanzó con la mano tendida al ver a Lindiwe

—. Buenos días, Lindiwe. ¿Cómo has podido venir? ¡Bree Street está inundada!
Están pidiendo ayuda para salvar las casas. Seguro que tienes frío

—dijo, al ver que estaba empapada

—. Toma, ponte el chal de Miriam.

—Se volvió a mí

—: Ada, no hay tiempo que perder. Voy a ver si puedo hacer algo. Cerraré la puerta
principal, pero dejaré abierta la de atrás.

—Tenga cuidado, señora

—dijo Lindiwe en voz baja

—. El río está enfurecido.

La señora miró a Lindiwe, me miró mí y asintió con la cabeza, porque nosotras


conocíamos el Groot Vis mejor que ella. Lo habíamos vadeado y habíamos lavado en sus
aguas turbias, y sabíamos que era capaz de olvidarse de su pereza habitual y volverse loco.
Como una corriente submarina se convierte en un remolino...

—Ada.

—Miró nerviosa hacia el jardín, donde la hierba empezaba a quedar sumergida bajo
el agua

—. Cradock House...

—Voy a levantarme, señora Cath

—dije, apartando las sábanas y yendo a buscar mi ropa, sin hacer caso del dolor en
la cabeza, que esos días me golpeaba como un martillo
—. Estaré atenta al agua.

—Bendita seas.

Intentó sonreír, abrió la sombrilla con dificultad y cruzó el jardín encharcado. El


bajo del vestido, mojado, se le pegaba a las botas. La vi alejarse. La señora Cath ya no era
joven, no estaba en condiciones de hacer trabajos pesados. Era yo quien debía ir en su lugar
y ella quien debía quedarse en casa.

—Tengo que irme

—le dije a Lindiwe mientras me ponía la falda y un jersey viejo

—. Y tú tienes que vigilar tu casa nueva.

—Las chozas que Lindiwe había construido con sus propias manos ya no estaban en
pie. Las excavadoras del Ayuntamiento las habían echado abajo, y ahora sólo tenía su casa
en Lingelihle, todavía sin cristales en las ventanas.

Capítulo cincuenta y uno

Lo llamaron la «Gran Inundación».

El Karoo siempre ha sido una tierra polvorienta y de lluvias muy escasas; por eso,
cuando llueve, la tierra no es capaz de absorber el agua, que acaba en el cauce del Groot Vis
en vez de filtrarse en el terreno y volverlo más fértil. Cuando llegó la Gran Inundación, el
agua no se contentó con anegarlo todo, sino que destrozó y se llevó por delante todo lo que
encontraba a su paso. Los escombros arrastrados hasta el río atascaron el puente y formaron
una presa gigantesca que no paró de crecer hasta que se desbordó como una poderosa
catarata en las calles más próximas. Esto no era una inundación normal, sino una Gran
Inundación.

Pronto se vio claramente que la zona blanca de Cradock había sufrido más que la
zona negra. ¿O es que en la zona blanca había más cosas que perder? El agua se llevó
muchas casas de Bree Street o causó tales destrozos que hubo que derribarlas. Muy pocos
edificios sobrevivieron, aparte de la iglesia de St. Peter. Los mapas y otros documentos de
la oficina de los ingenieros municipales flotaban por las calles, y en la cárcel sólo pudieron
salvar una parte de los expedientes. Pensé si el expediente de mi detención

—que al ser tan reciente seguramente estaría encima del montón


— sería uno de los que se había llevado el agua enfurecida y gracias a eso podría
volver a refugiarme en las sombras. Para los blancos, lo que no está impreso en documentos
es como si nunca hubiera ocurrido.

Cradock House y nuestro tramo de Dundas Street se libraron de milagro. El agua


corría por la calle como un animal hambriento, pero no llegó hasta la casa.

La señora Cath ayudó a salvar algunos muebles y algunos cuadros en la casa del
juez, en la esquina de Church y Bree Street. El propio juez, que volvía de atender un caso
de robo de ganado en el distrito de Graaff-Reinet, se quedó atrapado al otro lado del Groot
Vis y desde allí vio lo que estaba pasando en su casa. Cuando llegó la señora Cath, el agua
ya alcanzaba hasta la altura de los tobillos. Con su ayuda, la señora Maisie sacó de la casa
la Biblia familiar y los libros más valiosos de la biblioteca antes de rescatar las butacas de
riempie y los fabulosos cuadros de Baines que decoraban el vestíbulo. El nivel del agua
creció muy deprisa, y el resto de los muebles

—la mesa de comedor de teca y las butacas de brocado

— tuvieron que abandonarlos.

—¡Qué tragedia, Ada!

—dijo a su vuelta, con el vestido lleno de barro y el pelo chorreando y pegado a la


cabeza

—. Maisie ha llorado, y yo también. El agua no paraba de subir, como la marea en la


playa... una marea de lodo. No hemos podido salvar la casa. ¡Ay, Dios!

—exclamó, apretándose el pecho con las manos

—. Esto es el diluvio universal...

—Venga.

—La ayudé a quitarse las botas empapadas

—. Beba un poco de té y coma un poco de pan. Tiene que descansar, señora.

—Qué buena eres conmigo. No sé qué haría si...


En el poblado de Lindiwe, a medio demoler, el agua se llevó las chozas que aún
estaban en pie. Si el Ayuntamiento quería animar a los negros a trasladarse por otros medios
distintos de la indemnización, la naturaleza se los había facilitado. Mi colegio se inundó, y
el viejo piano vertical, con sus teclas defectuosas, se perdió para siempre. Y lo mismo pasó
con los pupitres rotos, las cortinas polvorientas con los dobladillos descosidos, el despacho
abarrotado del señor Dumise, el patio donde jugaban los polluelos de Veronica y el salón de
actos, donde mis alumnos cantaban y bailaban según su propio ritmo. Las chozas de la zona
más baja de Lococamp corrieron la misma suerte. El agua se las llevó todas, y las pocas que
resistieron quedaron sepultadas para siempre bajo el lodo oscuro del Karoo.

El poblado quedó desierto.

Ya no había posibilidad de elegir entre irse y quedarse. De nada sirvieron los blancos
y sus leyes. De nada sirvió mi petición para que indemnizaran a los que perdían sus casas.
El río había hablado. El río había determinado el futuro.

Capítulo cincuenta y dos

La señora Cath tuvo que pasar varios días en la cama. Una semana después fui al
centro del pueblo, a la consulta del doctor Wilmott. Se me hundían los zapatos en el fango
negro que cubría las calles. En los postes de las farolas se veía la marca de la altura que
había alcanzado el agua. Muchos árboles estaban caídos, con las raíces al aire como ropa
interior sucia. Busqué con la mirada el árbol en el que se apoyó Phil para decirme que me
quería, y la tapia cubierta de buganvillas, pero no estaban: un mar de barro y de ramas rotas
los habían enterrado.

La destrucción fue tan grande que el gobierno casi se olvidó de las leyes raciales y la
persecución policial hasta que la crisis estalló en toda su violencia. Los días que siguieron a
la tragedia, la policía se dedicó a las tareas de rescate, en vez de hostigar a los negros y
pedirles los pases. Los camiones recogían en el Ayuntamiento a las brigadas de trabajadores
que se ocupaban de retirar los escombros y los cadáveres de los animales atrapados en el
puente. Técnicos blancos y negros trepaban a los postes del teléfono para reparar las líneas.
El sol brillaba en un cielo pálido que parecía pedir disculpas por los destrozos.

—La señora Harrington no se encuentra bien

—le expliqué a una mujer con un vestido rosa que atendía la clínica del doctor
Wilmott.
—Estoy segura de que la señora Harrington nos llamará

—contestó, volviéndose a la máquina de escribir para meter un papel en el rodillo.

—Ella no sabe que no está bien

—insistí.

Varias mujeres que estaban esperando para ver al doctor se miraron las unas a las
otras y siguieron hojeando sus revistas. Yo no podía entrar en la sala de espera. El doctor
Wilmott tenía una entrada aparte para los pacientes negros, como el farmacéutico que curó
a Dawn.

—Espere en la sala para los no europeos

—replicó la mujer sin mirarme, girando enérgicamente el rodillo de la máquina de


escribir.

Eso hice. Tuve que esperar un buen rato hasta que el doctor terminó de atender a
todos los pacientes blancos.

—¿Qué pasa?

—preguntó el doctor Wilmott

—. Era muy mayor, tanto como el señor cuando murió

—. ¡Vaya, es la criada de los Harrington! ¿Qué problema hay?

—Es mi señora. Está enferma, señor, pero ella no lo sabe.

Me miró y pensé si se acordaría de que me había traído al mundo en Cradock House


y había cerrado los ojos de mi madre cuando murió.

—Estuvo ayudando durante las inundaciones y ahora no quiere levantarse de la


cama.
—Eso está bien. Que descanse todo lo que necesite.

—Se volvió hacia la sala de espera de los blancos, que había vuelto a llenarse

—. Tengo muchos pacientes

—dijo

—. Por las inundaciones.

Vi que no me creía, porque yo sólo era la criada de los Harrington. No sabía que era
la única familia que le quedaba a la señora Cath, porque la señorita Rose ni siquiera llamó
por teléfono cuando las líneas volvieron a funcionar, a pesar de que la radio había dado la
noticia de las inundaciones. Pero yo no estaba dispuesta a que me despidiera así. Los
médicos no siempre tienen razón. A fin de cuentas, él creía que el señorito Phil ya no estaba
enfermo.

—Si no va a verla, tendré que llevarla al hospital.

Se puso rojo y empezó a toquetear los botones del chaleco blanco. Se le encrespó el
pelo, como si le indignara mi comportamiento, mi brusquedad, mi insistencia. Mi pecado.

—Eso ni se te ocurra

—me gritó, como le gritaba a mi querido Phil

—. Y ahora, vete. Iré a ver a la señora Harrington por la tarde.

—¿Quién es?

—Reconocí al instante la voz molesta y rápida. Casi me la imaginé pasándose una


mano por el pelo rubio y poniendo en blanco los ojos azules como la pizarra.
—Soy Ada, señorita Rose. De Cradock. Ada Mabuse.

—¿Qué quieres? ¿Quién te ha dado este número?

Esperé un momento, no con intención de negociar, sino para recordar las palabras
que había estado ensayando, porque no estaba acostumbrada a hablar por teléfono. No
conozco a nadie que tenga teléfono y no necesito usarlo. No tengo a quien llamar.

—¿Ada? Dime qué quieres, por favor

—dijo, con una voz tan dura y tan fría como la escarcha en mis pies descalzos
cuando salía en invierno a recoger la leche en la cancela del jardín.

—Es la señora Cath

—contesté

—. No está bien.

Hubo un silencio al otro lado del teléfono.

—¿Le ha pasado algo a la casa con las inundaciones?

—No. Pero la señora Cath estuvo ayudando a otras personas y ahora está enferma.

—¿Por qué no me ha llamado el doctor Wilmott? ¿Por qué le pide a la criada que me
avise?

Me dolió el desprecio con que pronunció la palabra «criada». La señora Pumile tenía
razón cuando decía que la señorita Rose siempre sería una maleducada.

—El doctor Wilmott cree que pronto se pondrá mejor.


Otro silencio.

—Entonces ¿por qué me llamas? ¿Te crees que sabes más que él?

Esperé. Esta vez quería prolongar el silencio, con la esperanza de que la señorita
Rose se preguntara si no se había precipitado al contestarme de esa manera. Como se
precipitó mi tía cuando me echó de su choza.

—¿Y? ¿Ada?

—He pensado que tenía que saberlo, señorita Rose. Su madre está muy cansada. He
visto en otros el mismo cansancio y sé que no se cura durmiendo.

Su respiración sonó en mi oído, como si resoplara.

—Intentaré ir a verla, pero no es un buen momento para mí

—dijo, en un tono más adulador, como si yo tuviera el poder de cuidar de su madre


hasta que a ella le viniese bien venir a verla.

«¿Me plancharás la combinación, Ada? Te compraré caramelos de menta...»

—Gracias, señorita Rose. La señora Cath se alegrará mucho de verla. Y a Helen


también.

—Helen ya debía de tener dieciséis años, y aunque su abuela había ido a verla a
Johannesburgo, la niña sólo había estado dos veces en Cradock House.

Esperé y oí un chasquido al otro lado de la línea. La señorita Rose había colgado el


teléfono.

Capítulo cincuenta y tres


Tengo que luchar para que mi hija vuelva a casa, porque eso de bailar en
Johannesburgo sólo le traerá problemas. Y también tengo que luchar por la señora Cath. Ya
sé que ellas son sólo dos almas

—y hay miles en Cradock que necesitan ayuda

—, pero ésta es una lucha que mi cabeza dolorida puede acometer, una lucha que
puedo abarcar, una lucha que tengo posibilidades de ganar. Porque mi cabeza está luchando
para seguir adelante. Aunque tal vez la culpa no sea sólo de mi cabeza, sino de las
circunstancias que me han puesto a prueba desde que salí de la cárcel.

¡Habla en el mitin, Ada!

¡Insiste para que construyan el nuevo colegio en menos tiempo!

Cuenta a los periódicos lo que está pasando con las ayudas de las inundaciones, con
los pases que se han perdido, con los planes alimentarios, con el tamaño de las aulas, con
los niños que mueren por beber agua contaminada.

Es tu deber. Ahora es tu lucha. Tu revolución.

—Tienes que hacerlo

—me exigió Dina el primer día que volví a clase

—. ¡Eres famosa!

El nuevo colegio en Lingelihle aún no estaba terminado, y tuvimos que trasladarnos


al St. James, donde los profesores más jóvenes estaban empeñados en reclutarme. Me
hablaron de la «Conciencia Negra», dos palabras que yo nunca había visto juntas. Me
hablaron de Steve Biko, el creador de esta idea, que estaba alejando a la gente de Mandela
desde que éste estaba en prisión. Yo soy muy cauta con las palabras nuevas. Tardan tiempo
en incluirse en el diccionario, igual que las ideas que describen tardan tiempo en arraigar en
la mente. Pero los profesores jóvenes no pensaban igual: para ellos el tiempo de la cautela
había quedado atrás hacía mucho tiempo.

—La policía me está vigilando. No puedo arriesgarme a que vuelvan a detenerme

—les contestaba a los que querían utilizarme para continuar la revolución

—. Sólo puedo ofrecer mi música...


—¡Pero te soltaron! ¡Estás viva! ¡Eres el rostro de la lucha!

No puedo hacer eso. Es a mi hija y a la señora Cath a quienes tengo que salvar.

Dawn me escribe desde Johannesburgo todas las semanas, como prometió.

¡Estoy bailando, mamá! Hay locales en la ciudad donde la gente va a ver


espectáculos de baile... ¡y yo soy la mejor! ¡Me llaman de todas partes!

Los dueños de los locales me pagan todas las noches, y también la gente que me ve
bailar.

¿Y tus estudios, hija?, le pregunto en mi carta. ¿Estudias además de bailar? Cuando


no tengas edad para bailar necesitarás una educación para encontrar trabajo.

Ya no necesito seguir estudiando, mamá. Gano lo suficiente con el baile. Cuéntame


cómo han sido las inundaciones. Los periódicos dicen que Bree Street está destrozada...
Incluso la cárcel. ¿Eso no es una buena noticia?

Lindiwe ha oído decir que Dawn no baila sólo para los negros y los mulatos, sino
que baila también para los blancos. Eso no puede traer nada bueno.

Mi madre tenía razón. Aunque creas que te han aceptado y puedas sentarte en las
sillas que son sólo para los blancos, las cosas nunca cambiarán. Y Dawn, mi hija, lo tiene
más difícil todavía: no es de ninguna parte, está entre medias, como el agua turbia del Groot
Vis que separaba a los blancos de los negros hasta que las inundaciones lo destruyeron
todo.

La señora Cath seguía en la cama.

—He hecho sopa de calabaza.

—Le ofrezco una cucharada. Está incorporada en las almohadas, mirando la


ventana. Le encantaba ver el jardín desde la ventana de su dormitorio, contemplar a los
bubús silbones, amarillos y con el cuello negro, revoloteando entre la madreselva del Cabo
y las colas de zorro con sus penachos de plumas ondeando en la brisa.

—¡Qué suerte tenemos!

—susurró
—. Tengo grabada la imagen de la casa de Maisie en ruinas.

—Tome un poco más de sopa, señora Cath. Tiene que recuperar las fuerzas para
ayudar a la señora Maisie a construir un nuevo jardín.

Tomó una cucharada más y dejó la cuchara en la bandeja.

—En Irlanda teníamos lilas. Aquí nunca he conseguido que crezcan. Ya sabes que a
Edward no le interesaban esas cosas. El jardín siempre me lo dejó a mí.

Echó un vistazo al diario, que estaba en la mesilla, al lado de la cama. Ya no era el


de terciopelo rojo de mi juventud, sino un cuaderno delgado, con las tapas de cuero marrón
y un cierre de plata.

—¿Un poco de Chopin, Ada?

Y yo tocaba la serie completa de los Nocturnos para ella. Veintiuno en total. Para mí
cada uno es una joya, un regalo espléndido y precioso. Veintiún regalos para mi señora que
descansa en el piso de arriba...

La señorita Rose ha llegado hoy. Alquiló un coche en Port Elizabeth. Ahora se puede
ir en avión de Johannesburgo a Port Elizabeth y allí alquilar un coche hasta Cradock. Creo
que eso significa que la línea de tren no tardará en desaparecer.

La señorita bajó del coche de un salto y entró en la casa con mucho alboroto,
pidiéndole a Helen que sacara el equipaje. Estaba tan guapa como siempre, con un jersey de
rayas, muy ceñido, y una falda larga con una raja en el costado. No me saludó al pasar a mi
lado. Helen, que salió del coche más despacio, estaba casi tan alta como su madre, y tenía
el mismo pelo, aunque no la lengua igual de afilada.

—Hola, Ada

—dijo con timidez, dándome la mano


—. Me acuerdo de cuando tocabas el piano.

—Bienvenida, hija

—contesté, sintiendo el roce de su piel joven, con ganas de abrazarla, porque me


recordaba a mi hija

—. Tu abuela se va a poner muy contenta de verte.

—¿Está Dawn en casa?

—preguntó con interés, mirando alrededor.

—No

—dije, conteniendo la respiración

—. Ahora vive en Jo’burg, cerca de Soweto.

—Ah.

—Miró hacia la casa, de donde llegaba la voz aguda de su madre

—. Me habría gustado saberlo. Me habría gustado verla. Podríamos haber traído


noticias suyas.

Miré sus ojos, dulces como los de la señora Cath, y tuve que aguantar las lágrimas.
En la cárcel no había llorado, y tampoco lloré cuando volví a Cradock House, pero me
emocioné al oír estas inesperadas palabras de la niña.

—Tal vez

—dije, intentando sobreponerme

—, aunque las leyes no lo ponen fácil.


—Ya lo sé

—susurró, acercándose un poco más, como hacía mi hija cuando se ponía


sentimental

—. Odio esas leyes

—dijo

—. Mamá no las odia, pero yo sí.

La miré con asombro. Apenas nos conocíamos. Seguro que su madre le había
hablado de mí, y no precisamente bien.

Puso una sonrisa forzada y se encogió de hombros.

—Mamá y yo no estamos de acuerdo en muchas cosas.

—Sí.

—Sonreí

—. Te voy a contar un secreto: a tu madre le pasaba lo mismo con la señora Cath. Y


ahora, corre a ver a tu abuela, hija. Te está esperando.

Esa noche cenamos en la habitación de la señora Cath. Preparé una pierna de


cordero con patatas asadas y verduras del Karoo para celebrar la llegada de la señorita Rose
y de Helen, y una tortilla para la señora Cath, porque le costaba menos tomarla. Serví la
comida en bandejas cubiertas con unos paños de encaje de Irlanda.

—¿Y tu bandeja, Ada?

—preguntó la señora Cath.

—Pensaba cenar abajo, señora Cath


—dije, mirando de reojo a la señorita Rose

—. Hace mucho que no ve a su familia.

—¡Tonterías!

—replicó, con un destello de su buen ánimo anterior

—. Cena aquí como todos los días.

La cena fue muy extraña, aunque yo la habría disfrutado mucho si hubiésemos


estado las dos solas, porque el cordero olía de maravilla, a bossies silvestres del Karoo, las
verduras estaban tiernas, y las patatas, crujientes por fuera, como le gustaban a la señora
Cath. No habríamos tenido necesidad de hablar demasiado, pues por la ventana entraba el
perfume embriagador del jazmín que acababa de abrirse al aflojar el calor, los bubús
silbones lanzaban los últimos cantos del día y el Groot Vis pasaba despacio a lo lejos, como
si quisiera convencernos de su docilidad.

En vez de eso, fue la señorita Rose quien llevó la voz cantante, a pesar de que no
decía nada de importancia. Habló de los últimos espectáculos, de la calidad de las tiendas
en un sitio llamado Illovo, de lo difícil que era encontrar un servicio doméstico aceptable.
No preguntó por las inundaciones, ni por la vida y la salud de su madre. La señorita Rose,
como siempre, sólo pensaba en ella y se olvidaba de los demás. No parecía fijarse en lo
buena que estaba la comida ni en la fragancia del atardecer.

Helen estaba encogida en su asiento. La señora Cath miraba por la ventana la


llegada de la noche.

—Jo’burg siempre está lleno de gente. Es imposible encontrar aparcamiento. Y no


me gusta ir al centro. Está demasiado sucio y hay demasiados negros.

Terminé de tomarme el cordero. Nos quedamos en silencio.

—¿Habéis visto los destrozos de las inundaciones al venir hacia aquí?

—La señora Cath apartó los ojos de la ventana y trató de desviar la conversación de
la suciedad y de los negros, dos cosas que por lo visto iban unidas para su hija.
—Sí

—contestó Helen, interesada por este nuevo hilo

—. Hemos visto los escombros en Bree Street. ¿Pasasteis mucho miedo?

—Un poco, sí. El ruido era muy fuerte. Como un rugido

—dijo la señora Cath

—. Como la Obertura 1812 de Chai-kovski, con muchos cañones.

—Me miró y le explicó a Helen

—: Ada siempre compara las cosas con la música.

—En Jo’burg no hay inundaciones. El clima es mucho mejor, más estable.

Y así siguió la conversación: la señorita Rose lo llevaba todo a su terreno mientras


su madre intentaba centrarla en los demás, centrarla en Cradock House, que presenciaba el
forcejeo.

Un murciélago pasó por delante de la ventana. En el poblado había algunos


murciélagos. Los vi cuando estaba esperando a Lindiwe en la puerta de su choza, el día en
que mi tía nos echó a mi hija recién nacida y a mí. Algunos dicen que los murciélagos son
espíritus malignos. Que son los muertos que bajan a espiar a los vivos.

Serví el postre, helado de maracuyá casero, hecho con la fruta de nuestra flor de la
pasión. Helen se comió un cuenco entero y me pidió más, como hacía Phil con el pudin de
mermelada esponjoso de mi madre. La señora Cath estaba reclinada en las almohadas, con
las manos quietas encima de las sábanas. Rara vez bajaba a tocar el piano. Seguro que sus
dedos lo echaban de menos.

La señorita Rose hizo una pausa en su conversación de sentido único.

—Gracias, Ada

—susurró la señora Cath

—. Una cena deliciosa.


Recogí las bandejas. Me di cuenta de que estaba muy cansada. Siempre que veía a la
señorita Rose confiaba en que las cosas hubieran cambiado a mejor, y eso nunca ocurría.

—Creo que voy a descansar

—dijo, mirando a su nieta

—. Seguiremos hablando por la mañana.

Pero no hubo más conversación. A las siete de la mañana, cuando subí a llevarle un
té y unas galletas de mantequilla, la encontré tumbada de costado, con los brazos tendidos a
la ventana y los preciosos dedos flexionados hacia las palmas de las manos. Se había puesto
unas gotas de perfume antes de dormir y aún se notaba su aroma en el ambiente del
dormitorio.

—¡No!

—grité, dejando la bandeja en el tocador con tanta fuerza que el té se derramó

—. ¡No! Todavía no...

No se despertó.

Y aunque estuvo mal de mi parte, porque la muerte es sólo cosa de Dios, cogí sus
manos frías y traté de calentarlas con las mías, incluso intenté estirarle los dedos

—si lo lograba tal vez se despertaría, porque su vida estaba en sus dedos

—, pero estaban rígidos y ni mi calor ni mis lágrimas bastaron para reanimarlos.

—¿Ada?

Me asusté y solté sus manos. No quería que la señorita Rose me viera tocando a su
madre, como si tuviera algún derecho. Pero no era ella, sino Helen. Estaba en la puerta, con
un pijama de rayas rosas y los ojos muy abiertos al comprender lo que pasaba.
—Ella quería verte

—dije, acercándome con dificultad a la niña, que parecía clavada al suelo. Las
lágrimas me impedían ver y sentía una presión muy fuerte en la cabeza

—. Quería veros, a ti y a tu madre, antes de que Dios se la llevara.

—¿Puedo acercarme?

—preguntó, con un nudo en la garganta.

La llevé de la mano hacia la cama, pero sin acercarla del todo, sólo lo suficiente para
que, aparte de las manos crispadas, pareciese que su abuela estaba dormida. Nos quedamos
un rato sin decir nada, la nieta de la señora Cath y yo. Dawn, grité por dentro. No has
podido despedirte. Helen no se soltaba de mi mano.

—¿Tú crees en Dios, Ada?

—preguntó con voz temblorosa.

Le acaricié el pelo dorado como la hierba del veld al final del verano. Cuando
paseaba entre sus tallos ondulantes con mi hija en brazos, siempre pensaba que aquello era
obra de Dios.

—Procuro servirlo, hija

—contesté, apartándola de la cama. No quería que se quedara con aquel recuerdo de


su abuela

—. Y no conozco a nadie que lo sirviera mejor que tu abuela.

Una puerta se abrió en el pasillo.

—¿Qué pasa? ¡Ay! ¡No!

La señorita Rose entró corriendo, con un camisón de seda. Parecía mayor sin
maquillaje y sin pintura. Helen soltó mi mano.

—Sal de aquí, Helen. No tienes que ver esto. ¿Por qué has dejado que entrase, Ada?

—Quería despedirse, señorita Rose.

Helen miró por última vez a su abuela, con mucha pena, antes de salir de la
habitación. Yo estaba a medio camino de la puerta. Pensé si la señorita Rose también notaba
el perfume de su madre, esa leve fragancia de flores irlandesas que debió de ponerse por
última vez antes de dormir. ¡Qué agradable era respirar ese perfume familiar! ¡Ojalá
hubiese podido tocar para ella! Nuestro adorado Chopin. Las Gotas de lluvia...

La señorita Rose se inclinó sobre su madre y dejó escapar un suspiro. Levanté la


taza y sequé el té derramado con una servilleta de papel, mientras buscaba en el rostro de la
señorita alguna señal de dolor, y no vi ninguna. Las lágrimas no son la única manera de
expresar la pena

—lo sé, porque mi madre nunca lloró por el señorito Phil a pesar de lo mucho que
sintió su pérdida

—, pero no había nada en la expresión de la señorita, y tampoco en su cuerpo, que


reflejara su tristeza.

—Ve a avisar al médico. Deprisa. Y al sacerdote. No sé quién es el párroco de St.


Peter ahora.

—Sí, señorita. Que Dios la acompañe, señorita Rose. Siento mucho su pérdida.

Levantó los ojos azules como la pizarra y me miró por encima del cuerpo de su
madre.

—Gracias, Ada. Ahora ve y haz lo que he dicho.

*
Iba andando con mucha dificultad por Bree Street bajo la vaporosa luz de la mañana.
Las tareas de limpieza que siguieron a la inundación no habían terminado. Las excavadoras
rugían entre las casas destrozadas, levantando con sus garras montones de ladrillos y ramas
para cargarlos en los camiones. Veía el río completo a mi derecha ahora que las mimosas y
los eucaliptos que hundían sus raíces en las orillas en busca del agua ya no estaban allí.

Tenía que avisar al señor Dumise. Tenía que avisar a Lindiwe. Tenía que volver
corriendo y preparar comida para las personas que vinieran a presentar sus respetos, y tenía
ropa que lavar. Y mi hija...

La señorita Rose decidió que el funeral se celebrara lo antes posible.

—Es por Helen

—dijo, moviendo la cabeza

—. Tiene que volver al colegio.

La iglesia de St. Peter se alzaba solitaria entre los escombros, con sus muros de
piedra intactos, pero en el cementerio los arbustos y las lápidas se habían caído y estaban
amontonados. El párroco dijo que estaría listo para el funeral. El interior de la iglesia no
había sufrido ningún daño y pondrían tablones en el cementerio arrasado para que la
congregación pudiera pasar.

La casa en la que entré a beber agua cuando salí de la cárcel desfallecida había
desaparecido: el agua se la había llevado. Y también se había llevado la otra, donde un
perro se puso a ladrar y alguien se asomó a la ventana pensando que había intrusos. La
cárcel seguía en pie, aunque en las paredes se veía una grieta que llegaba hasta una hilera
de ventanas, entre las que estaba la de mi celda. Dos policías salieron cargados con cajas
llenas de papeles. Me miraron sorprendidos al verme parada delante del lugar donde
encerraban a los negros con tanta facilidad. Seguí mi camino hacia el poblado y el colegio
St. James. Recé para no encontrar ningún control policial, para que no me pidieran el pase,
para que ningún furgón me estuviera esperando en una esquina.

Desde las inundaciones, nuestros alumnos se habían unido a los del St. James. Un
enjambre de chicos rebeldes se amontonaba por todas partes, con los bolsillos llenos de
piedras. Había rumores de una sublevación en Soweto impulsada por jóvenes como ellos
dispuestos a enfrentarse al poderoso apartheid. Que el colegio se hubiera salvado, tanto de
las inundaciones como de las excavadoras del Ayuntamiento, les daba una voz nueva.

Amandla! Rugían centenares de ellos. ¡Las aguas han hablado! ¡Una nueva
inundación ha comenzado! A pesar de la severa disciplina que antes imponía el reverendo
Calata, a pesar de los infatigables esfuerzos del señor Dumise y a pesar del cerco policial, el
colegio estaba fuera de control.
En medio de este caos llegué al colegio la mañana en que murió mi querida señora
Cath. El señor Dumise había instalado una mesa en un pasillo para ocuparse de los asuntos
de los alumnos y allí fui a buscarlo.

—La señora Harrington ha muerto.

—Le cogí del brazo en el pasillo abarrotado. Uno de mis alumnos me saludó con la
mano. Un grupo de niñas estaba bailando una jiva, al ritmo de sus palmas. Dawn, pensé,
tengo que averiguar dónde estás bailando. Tengo que avisarte para que puedas venir al
funeral...

—¿Qué?

—El señor Dumise inclinó la cabeza gris por encima del cuello deshilachado de la
camisa. Sonó un timbre. Nadie hizo caso.

—La señora Harrington

—repetí, acercándome a su oído

—. Ha muerto. Tengo que ayudar a preparar el funeral, señor.

—Lo siento, Ada

—dijo, porque ya no uso el nombre de Mary Hanembe. Todos me conocen por Ada.
Ya no necesito usar un nombre falso. Ya no tengo secretos

—. Rezaremos por ti. La señora Harrington era una buena persona.

—Sí, señor.

—Tuve que tensarme para aguantar las lágrimas

—. Volveré en cuanto pueda.

Los niños se arremolinaban en el pasillo, harapientos y descalzos en su mayoría. El


Groot Vis no había arrasado el poblado como había arrasado Bree Street, pero la lluvia se
había llevado las pocas posesiones que no pudieron trasladar a un terreno más alto. Tenían
que dar las clases en el suelo embarrado y la humedad les hacía toser sin parar.

—¡Señorita! ¿Cuándo empieza nuestra clase, señorita?

—Ella estaba muy orgullosa de ti, Ada

—dijo el señor Dumise. Dina, que nos había oído, porque siempre se las arreglaba
para enterarse de la última noticia, me pasó un brazo por los hombros.

—Ahora tienes que volver al poblado

—me gritó al oído

—. Te necesitamos aquí. Pero sé que fue muy buena contigo

—reconoció

—. Nunca creí que existiera esa bondad en los blancos.

El timbre volvió a sonar, esta vez más tiempo.

Los chicos dejaron de jugar de mala gana y salieron al patio de tierra para empezar
las clases. A mi alrededor, como la crecida del agua, oía un remolino de retazos de
conversaciones sobre el CNA, la nueva Conciencia Negra, el panafricanismo y el último
vocabulario de la protesta. Los policías que estaban en los furgones me siguieron con la
mirada cuando salí del patio. Había un camión amarillo, más grande, aparcado un poco más
adelante. Se usaba normalmente para trasladar a los soldados, no a la policía. A soldados
con cascos, uniformes caquis y armas largas. Phil los habría reconocido. Le habría
asombrado mucho verlos allí, porque él sólo estaba acostumbrado a que los soldados
combatieran en guerras lejos de casa. No es frecuente que los soldados peleen en una guerra
contra su propia gente.

Fui a la casa nueva de Lindiwe, en Lingelihle. Habían construido muchas más casas
desde la última vez que estuve. Una nueva melodía, como el Bach del poblado, crecía entre
los gritos, los martillazos y las canciones. Hasta los perros flacos se habían mudado allí.

Encontré a Lindiwe mezclando cemento en el patio minúsculo.


—Hay agujeros en las paredes

—dijo en voz baja

—. ¿Cómo pueden construir casas con agujeros en las paredes? Ada... ¿Qué ha
pasado?

—Se limpió las manos en el vestido y corrió hacia mí.

—Es la señora Cath

—dije, sin poder contener el llanto.

—¡Ay, Ada!

—Lindiwe me envolvió con sus brazos fuertes.

Me preparó un té en su casa nueva. De momento no había agua corriente, y tenían


que ir a buscarla todos los días. Tampoco había electricidad, aunque lo habían prometido.
De todos modos, creo que Lindiwe estaba contenta con su casa, a pesar de que era más fría
que la choza.

El té me sentó bien. Casi no hablamos. No había mucho que decir. Lindiwe vendrá
al funeral. Se quedará al fondo, con la señora Pumile.

—Yo no creo en Dios

—dijo con voz suave

—. Pero si está en alguna parte, le pediré que bendiga a la señora Cath, por todo lo
que ha hecho por ti y por Dawn.

Intenté avisar a Dawn, pero el número de teléfono que me dio poco después de
llegar a Johannesburgo no funcionaba. Sonaba en mi oído como un do medio muy
estridente. Decidí ir a correos y enviar un telegrama a la dirección de su última carta.

Señora Cath muerta. Funeral viernes. Intenta venir. Te quiere, mamá.

Pasaron el miércoles y el jueves sin noticias de Dawn. Me dolía el brazo, y el dolor


se extendió también a la pierna izquierda. La cabeza no me daba un momento de descanso.

—¿Sería posible aplazar el funeral de la señora hasta la semana que viene?

—le pregunté a la señorita Rose, que estaba sentada en el dormitorio de su madre,


curioseando sus joyas. La insignia militar de Phil, las perlas que se ponía con los vestidos
de color crema antes de la guerra...

Yo no era la única que quería aplazarlo. Muchos amigos de la señora, que vivían en
las granjas, no podían llegar a tiempo. Los Collett estaban esquilando a las ovejas y los Van
der Walt habían ido a Port Elizabeth a una subasta de maquinaria.

—No podemos hacer las cosas a tu conveniencia

—contestó la señorita Rose, buscando con dedos impacientes dentro de un bolso


bordado

—. Ya te he dicho que Helen tiene que volver al colegio. Se hará como más le
convenga a la familia.

Esperé un momento, hasta que la señorita Rose me miró.

—Dawn también es de la familia, señorita.

—¿Cómo te atreves?

—gritó, levantándose de un salto y abalanzándose sobre mí

—. Mi padre habría vivido más años si tú no hubieras...

—Se quedó callada, con la cara muy cerca de la mía y los ojos llenos de veneno.
—La señora Cath quería a Dawn como si fuera suya.

—Me trae sin cuidado. No pienso convertir este funeral en un espectáculo.

—Dio media vuelta y volvió al tocador.

Dejé pasar un día después de este arrebato antes de preguntarle a la señorita Rose
cómo quería que nos sentáramos en la iglesia.

—¿Dónde quiere que me siente, señorita Rose?

—Estaba en la cocina, preparando la masa para hacer un bizcocho de limón. No


parábamos de recibir visitas. Me había levantado al amanecer para encender el horno.
Helen había salido al jardín a por limones.

La señorita Rose no era la única que no me querría ver sentada en la primera fila. A
pesar de los aplausos que recibí en el concierto, a pesar de que sabían cuánto me apreciaba
la señora Cath, las razones por las que había estado en la cárcel molestaron mucho a
algunos de sus amigos: pensaban que la había utilizado, que me habían soltado gracias a
ella, aunque no era verdad. No sé si la señorita Rose estaba al corriente de eso.

De todos modos, podía dar las gracias por la vida de la señora y rezar por su alma
igualmente desde el fondo de la iglesia, donde la congregación no pudiera mirarme con
frialdad.

—Te sentarás detrás de nosotras

—contestó sin apartar los ojos de la lista que tenía en la mano

—. Y no te olvides de sacar el mejor servicio de té cuando volvamos de la iglesia.

A pesar de su mal genio, vi que la señorita Rose era organizada. Siempre se le había
dado bien dar órdenes. No entendía que no hubiese encontrado un trabajo en el que pudiera
ejercitar esas cualidades.

—¿Te sentarás con nosotras, Ada?

—preguntó Helen con voz dulce. Estaba en la puerta de la cocina, con las manos
llenas de limones.

La señorita Rose suspiró y me miró con hostilidad.

Cogí los huevos y empecé a cascarlos uno por uno.

—Sólo si tu madre quiere

—dije.

—Muy bien

—contestó la señorita Rose, encogiéndose de hombros.

Y así ocupé mi puesto en el primer banco de la iglesia de St. Peter, mientras el


órgano interpretaba la música que yo había escogido

—Ada escogerá la música, ordenó la señorita Rose

— y sentí en la nuca el aliento de la congregación blanca, y recé para que la señora


Cath perdonase a mi hija por no estar allí.

Lindiwe vino al funeral. Se sentó en el último banco con la señora Pumile, porque el
párroco de St. Peter no creía en las diferencias del color de la piel y no consentía que sus
fieles se guiaran por esas normas dentro de su iglesia. Lindiwe no tiene ropa buena, y su
vestido manchado de cemento atrajo muchas miradas. A la señora Pumile ya la conocían de
otros funerales. Llevaba su bolso negro y su sombrero de domingo y cantó con gusto.

—Tu señora era muy buena. Nunca me trató mal

—me dijo en la puerta de la iglesia

—. No como otras.

La ceremonia ya me resultaba familiar. Aun así, intenté concentrarme en cada


palabra, identificar cada nota del órgano y fijarme en cada flor de los ramos colocados
alrededor del púlpito. Las rosas favoritas de la señora, de color rosa, varas de jazmín
blanco, una frágil tonalidad menor y un dulce pianissimo... Todo era necesario para no
llorar.
—Hemos pasado momentos difíciles

—entonó el párroco, con la túnica bien planchada

—. Nuestro pueblo ha quedado casi destruido, pero en la destrucción puede nacer la


esperanza.

No quería llorar como había llorado por mi queridísimo Phil. Esa vez lloré por una
vida que aún estaba por vivir y un amor que aún estaba por descubrir, al menos así lo veía
yo. La señora Cath había tenido una vida larga y plena, y eso era un motivo de celebración.

—Cathleen vivió con fe. Demostró su entereza en la alegría y en la tragedia, y


también en mitad de las inundaciones.

La congregación asintió con la cabeza. La señora Cath había sido muy valiente.
Corrió en ayuda de los demás cuando el agua lo anegaba todo. El párroco hacía bien en
elogiarla, hacía bien en señalar su valentía. Era preferible fijarse en esas cosas antes que en
la determinación con la que había afrontado otros problemas más duros.

—Oremos por Cathleen.

—Inclinó la cabeza

—. Madre entregada, amiga querida y sierva fiel.

—Amén

—murmuró la congregación.

—Que Dios conceda paz a Rosemary y a Helen y las proteja en Su gracia eterna.

—Amén.

Y a mi hija, recé para mis adentros, apretando las manos con fuerza. También a mi
hija preciosa...

—Y a Ada y a Dawn

—le oí decir al sacerdote, y levanté la cabeza de golpe

—, a quienes Cathleen ha querido mencionar en este momento.

Se quedaron helados al oír pronunciar en voz alta lo que llevaban tantos años
ocultando: que la señora Cath me había perdonado por mi pecado, que nos quería a Dawn y
a mí como a su propia familia y no había dudado en enfrentarse a la ley.

Dos voces pequeñas, al fondo de la iglesia, contestaron «amén».

Noté que la señorita Rose se tensaba debajo de su vestido negro y ceñido, aunque
estábamos separadas por Helen. Se enfadaría mucho, y esta vez la señora Cath no estaba
aquí para salvarme. Esta vez la señorita Rose haría todo lo que estuviera en su mano para
librarse de mí. El órgano empezó a tocar un suave Panis Angelicus. La tensión se relajó
poco a poco y se oyeron crujidos en los bancos. Los graznidos de los ibis camino de sus
nidos en la tarde resonaron entre los acordes graves. Antes temía que los ibis pudieran
conocer mi pecado, temía que pudieran llevar la noticia a la otra orilla del Groot Vis y
anunciarla en Cradock House con gritos de victoria, y que todo el mundo supiera mi
vergüenza...

Helen se retorcía las manos a mi lado.

Miré mis dedos, que ya no eran jóvenes, ni tan ágiles como antes, y me acordé de los
dedos de la señora Cath y del placer que daban a quienes la oían tocar el piano: las escalas
que corrían por el jardín y entraban en la kaia, las marchas para mi querido Phil, las sutiles
melodías de Debussy que se te metían en la cabeza y se quedaban allí días y días.

Tocaré los Nocturnos de Chopin que eran mi regalo para ella. Los tocaré por última
vez en el silencio de Cradock House. Espero tener la ocasión de hacerlo antes de que la
señorita Rose me eche de allí.

Capítulo cincuenta y cuatro

—Los abogados quieren verte

—dijo la señorita Rose, alisándose el vestido rojo y cogiendo su bolso. El luto no iba
con ella

—. No entiendo por qué. Te espero en el coche.

Fui corriendo a ponerme mi mejor falda, mi mejor blusa y los zapatos de tacón, y me
senté en el asiento trasero para que la señorita Rose

—a una velocidad que en Jo’burg quizá fuera aceptable

— me llevara al despacho del abogado, en Adderley Street. Me dolía el brazo,


porque llevaba toda la tarde sirviendo té, cortando bizcocho y lavando montones de platos.
Helen me ayudó mientras su madre recibía a la corte en el salón y se dejaba servir.

El despacho del abogado estaba en la segunda planta de un edificio enfrente de


Market Square y de la Iglesia Reformada Holandesa, que se había salvado de la inundación

—Buenos días, señorita Harrington. Por favor, acepte mi más sentido péseme.
Señorita Mabuse.

—El abogado también me dio la mano

—. Siéntense, por favor.

Se sentó al otro lado de la mesa, debajo de una foto suya, como el delegado en el
Ayuntamiento. Me parece extraño que la gente importante necesite subrayar su importancia
exhibiendo retratos.

—Como saben, nos hemos ocupado de los asuntos legales de la familia desde que el
señor Harrington llegó de Irlanda, hace muchos años. Me corresponde presentarles el
testamento de la señora Harrington, del que ambas son beneficiarias.

Me quedé muda y noté la rabia de la señorita Rose. Aparte de darme órdenes para
atender a las personas que vinieron al funeral, no había vuelto a dirigirme la palabra desde
que salimos de la iglesia.

—¿Qué quiere decir, señor?

—Hice un esfuerzo para concentrarme. Era la primera vez que oía la palabra
«beneficiaria».
—Quiere decir, señorita Mabuse

—me miró por encima de las gafas

—, que la señora Harrington la ha incluido en su herencia.

Herencia. La mezcla de sangre blanca y negra de la que nacía un niño mulato. La


mezcla de sangre que transmite ciertos rasgos de generación en generación, aunque no
todos. La herencia es caprichosa. Impuso el color de la piel de Dawn, pero no trasmitió a la
señorita Rose la capacidad de entrega y cariño de su madre.

—¿Cuánto?

—preguntó la señorita bruscamente. Lo importante para ella era el dinero.

—Permítame que le exponga los contenidos generales

—respondió el abogado, mirando los papeles que tenía encima de la mesa

—. Señorita Harrington, a usted le corresponde el grueso de los activos líquidos, una


vez descontados tres mil rands para la señorita Mabuse y cinco mil rands para su hija
Dawn.

Miré al abogado, atónita. ¡Eso era mucho más de lo que yo tenía en el banco! ¡Con
ese dinero, Dawn podía recibir clases particulares para terminar sus estudios! ¡Con ese
dinero podía comprarse una casa de ladrillo!

—En cuanto a los bienes inmuebles, la señorita Helen hereda Cradock House y
todos sus enseres, si bien la propiedad quedará en fideicomiso hasta que la heredera cumpla
veinticinco años.

—Pero...

—La señorita Rose casi se levantó de la silla.

—Los ingresos derivados de su posible arrendamiento quedarán depositados en el


mismo fondo.

—Pero hay que vender la casa

—insistió

—. Helen no la necesita.

El abogado levantó una mano.

—Un momento, por favor. La señora Harrington dispone que la señorita Mabuse

—ladeó hacia mí la cabeza calva

— puede seguir viviendo en la kaia de Cradock House y, en caso necesario,


custodiar la propiedad hasta ese momento, en los mismos términos financieros del acuerdo
actual.

—¿No podemos vender la casa?

—La señorita Rose se sentó en el borde de la silla y se agarró con fuerza hasta que
se le pusieron los nudillos blancos.

—Me temo que no

—contestó el abogado con una sonrisa tensa

—. Esa decisión la tomará la señorita Helen cuando haya cumplido veinticinco años.
Entonces podrá disponer de la casa como guste.

Hubo una pausa. Vagamente, porque me dolía la cabeza, empecé a comprender con
cuánta inteligencia nos había tratado a todas la señora Cath: quiso que a Dawn y a mí nos
nombraran en el funeral, no sólo por amor sino para desafiar a los que nos despreciaban;
había sido muy lista al apartar a Rosemary de Cradock House, para garantizar la herencia
de su nieta; y a mí me hacía el regalo de seguir en la kaia, junto al espino raquítico,
mientras la casa siguiera siendo de Helen.
—¿Puedo quedarme?

—me oí decir

—. ¿Es verdad, señor?

—Sí, es verdad

—replicó con brusquedad la señorita Rose

—. ¿No es lo que buscabas desde el principio?

Sus palabras surcaron el aire como las balas que yo había oído en el poblado, como
una sucesión de estallidos que estremecía el viento. Phil conocía bien esos sonidos...

El abogado se quitó las gafas para limpiárselas con la corbata.

—Señorita Harrington, no es aconsejable enfrentarse a una disposición como ésta.

La señorita abrió su bolso de malos modos y se miró un momento en un espejo


pequeño. Levantó la barbilla.

—¿Cambió mi madre su testamento recientemente?

—No, su intención no ha variado desde hace años.

—En ese caso no hay nada más que decir.

—Cogió su bolso y me lanzó una mirada furibunda

—. Ya tiene usted mis datos bancarios. Doy por supuesto que hará los trámites
necesarios para alquilar la casa.

Se levantó. Yo seguí sentada. El abogado también se puso en pie y le tendió la mano.


—Se hará todo con el mayor de los cuidados. Y la renta se abonará en ese fondo a
nombre de su hija. Doy por supuesto que usted se lo comunicará oportunamente.

—Desde luego que sí. ¿Vienes, Ada?

—Volveré andando, gracias, señorita Rose. Necesito entender lo que la señora Cath
quiere de mí.

Estrechó la mano del abogado y salió del despacho. El abogado me miró un


momento antes de cerrar la puerta.

—Tengo entendido que lleva usted muchos años con la familia, ¿no es así, señorita
Mabuse?

—Nací en Cradock, señor. Y he vivido allí toda mi vida, con un paréntesis de pocos
años.

—Habla usted muy bien inglés. Veamos

—dijo, poniendo las manos encima de la mesa

—. No debemos precipitarnos. Cuando la señorita Harrington y su hija regresen a


Johannesburgo, haremos un inventario de la casa.

—Vio que no lo había entendido, y me explicó

—: Necesitamos hacer una lista de todos los muebles y bienes que hay en la casa,
puesto que a partir de ahora pertenecen a la señorita Helen. ¿Lo comprende, señorita
Mabuse?

—Sí, señor. Nunca han sido míos. Yo cuidaré de todo para la señorita Helen.
—Así debe ser. Cuando hayamos completado el inventario, buscaremos
arrendatarios que quieran una casa amueblada. Usted seguirá en la kaia. He oído decir que
es profesora en el poblado.

—Sí, señor. Doy clases de piano.

—Lo sé

—asintió

—. Dicen que tiene usted mucho talento.

—La señora Harrington me enseñó todo lo que sé.

—Y tendrá que facilitarnos su número de cuenta corriente y algún documento que


acredite su identidad, y la de su hija, para que podamos ingresar las cantidades estipuladas
por la señora Harrington.

—Gracias, señor. Se lo escribiré todo.

Empecé a despejarme y a tomar conciencia del mundo exterior. Las palmeras de


Market Square que habían sobrevivido al temporal se balanceaban junto a la ventana.

—Hay otra disposición en el testamento que le concierne únicamente a usted.

—Guardó silencio para buscar una manera más sencilla de decirlo

—. Sólo usted puede saberlo.

Esperé. No podía imaginarme a qué se refería. Buscó en un sobre y sacó el diario


rojo.
—Esto es suyo. La señora Harrington ha querido que usted lo conserve.

Me temblaron las manos al cogerlo. Era el primer diario. Me lo acerqué a la mejilla


para sentir el terciopelo suave. La cinta de raso asomaba entre las páginas. Llevaba muchos
años sin ver ese diario, porque la señora Cath lo había guardado. Últimamente leía el de
cuero marrón.

—También hay una carta.

Me entregó un papel con la caligrafía familiar de la señora: los trazos ascendentes


eran finos, los descendentes, gruesos, y un lazo adornaba las mayúsculas con que empezaba
cada frase.

El abogado se puso en pie.

—Si necesita ayuda, ya sabe dónde encontrarnos.

—Dudó un momento y volvió a tenderme la mano. Muy pocos hombres blancos


estrechaban la mano de una mujer negra

—. Su fidelidad ha sido justamente recompensada, señorita Mabuse.

Capítulo cincuenta y cinco

Querida Ada: Es la primera vez que te escribo formalmente, a pesar de que llevamos
muchos años comunicándonos así a través de mis diarios. Siempre he intentado ser sincera,
pero hay cosas que nunca he escrito ni dicho, y es el momento de ponerlas sobre el papel,
para que las sepas.

La amistad de tu madre fue un regalo para mí cuando llegué a África, pero ha sido
«nuestra» relación de tantos años

—hija, amiga y confidente

— lo que más ha influido en mi vida, y lo que más aprecio. Mi querido Phil te quiso
siempre, y estoy segura de que ya lo sabes. Yo lo supe antes de que tú te dieras cuenta.
¡Eras tan joven, Ada! ¡Y tan hermosa!
He lamentado toda mi vida no haber actuado a tiempo para ayudaros a encontrar la
manera de estar juntos, aunque para eso hubieras tenido que dejar atrás todo tu mundo aquí,
en Sudáfrica.

No sé si comprendes que para la mayoría de los países del mundo el apartheid es


inmoral. Aún puede tardar algún tiempo en desaparecer de este país, pero un día se
impondrá la igualdad. Aunque no llegó a tiempo para Phil y para ti, es posible que llegue a
tiempo para nuestra maravillosa Dawn. Por favor, resiste.

Y finalmente, la música.

No tengo palabras para expresar lo que ha significado verte y oírte tocar. Por favor,
sigue tocando para mí todos los días. Te estaré escuchando.

Cathleen.

Fue en el invierno que siguió al funeral de la señora Cath cuando Dawn volvió a
Cradock.

—¡Hija!

—Me quedé pasmada ante la belleza de la joven que bajó del tren de Johannesburgo,
con el pelo liso y un poco más claro que cuando se marchó, unos tacones altos de los que la
señorita Rose se habría sentido orgullosa y un vestido de vuelo con estampados de
animales. Los hombres que bajaban del tren se volvían a mirarla. Yo la miraba porque tenía
el pelo del mismo color que Phil, claro y caído sobre la frente cuando me observaba en el
jardín mientras yo tendía la ropa...

—¡Mamá!

—Se inclinó para abrazarme y sentí sus lágrimas en mi mejilla

—. ¡Qué bien estás, mamá!

—Intentaba ser amable, claro está

—. Siento que haya pasado tanto tiempo. Quería venir para el funeral de la señora
Cath...
—Lo sé

—dije, cogiéndome de su brazo y tratando de encontrar el aire

—. Seguro que ella lo comprende.

El Groot Vis bajaba con poca agua el día en que llegó Dawn. Era apenas un canal
estrecho que brillaba entre las piedras donde lavaban la ropa. Mientras cruzábamos el
puente, me dijo, muy alegre, que en Johannesburgo no había ningún río así, tan perezoso un
día y tan bravo al día siguiente. Su buen humor era contagioso, y sonreía a los
desconocidos. Se quitó los zapatos y siguió andando con ellos en la mano. La gente volvía
la cabeza para mirarla y le silbaba desde los coches.

Dawn se quedó con nosotras una semana luminosa que transcurrió entre mi kaia y la
casa de Lindiwe. Una semana de abrazar a los amigos que habían sobrevivido y de
esconder su rostro exótico para no llamar la atención de la policía. Una semana en la que
nunca dijo dónde vivía ni si tenía un trabajo como es debido. Una semana dedicada a la
risa, al amor y al baile, en la que yo volví a tocar para ella. Gershwin, Rhapsody in blue. Y
el movimiento de su cuerpo mientras sonaba el glissando inicial era como el agua
esquivando las piedras...

—¿Qué hay del futuro? ¿Cuándo dejarás de bailar?

—le pregunté por fin la noche antes de su partida en la quietud de la kaia, mientras
el espino raquítico arañaba el tejado y la luz de la vela dibujaba sombras en la pared. Estaba
tumbada en la cama que le regaló la señora Cath, con la bata que siempre la esperaba
colgada detrás de la puerta.

—No te preocupes, mamá

—susurró en el temblor de la penumbra

—. Gano suficiente bailando. Y el dinero de la señora Cath está guardado.

—¿Bailas para los blancos?

Se incorporó en la cama, y un destello de su antigua rebeldía asomó en sus ojos.


—Les gusto. ¡No me desprecian por ser mulata!

¡Ay, hija!, quise decirle. Todavía recuerdo cómo salías corriendo con tus amigos
negros. Querías ser más negra, para ser como ellos. Yo te decía que algún día te darían la
espalda, por ser diferente. Y con los blancos pasa lo mismo, aunque tengas la piel tan clara.
¡Por favor, no intentes hacer lo que he leído en los periódicos que hacen los mulatos con la
piel tan clara como tú! No cruces esa línea, no intentes vivir como si fueras blanca. No
busques a los blancos. Si lo hicieras, tendrías que alejarte de tu familia negra y nunca
volveríamos a verte. Tendrías que confiar en que esos blancos no te denunciasen. Tendrías
que vivir fingiendo cada instante del día.

Pero no puedo decírselo. ¿Por qué nos cuesta más preguntar a las personas a las que
más queremos? ¿Será que tememos la respuesta que puedan darnos?

—No te preocupes, mamá.

—Se levantó de la cama para acostarse a mi lado, como hacía de pequeña, y la


rebeldía dio paso a la ternura

—. No me pasará nada. Jo’burg es distinto, pero es mi hogar. El tuyo es Cradock


House.

No recuerdo cuántos inviernos han pasado desde entonces. Y tampoco recuerdo


cuándo perdí mi trabajo. Mejor dicho, el nuevo director me comunicó que no había dinero
suficiente para contratar a una profesora de música.

—Pero, señor

—contesté, sujetándome el brazo entumecido con la mano buena

—. No necesito que me pague. Puedo seguir enseñando si usted quiere.

Me miró con aire cansado. El señor Dumise se había jubilado, como Veronica y
Mildred, y Sipho, que tanto quería a los números. Sólo queda Dina, con sus turbantes más
llamativos que nunca y su rabia contra los blancos intacta.

—Llegará el día en que nos reconozcan

—decía Dina
—, y cuando llegue, cuando llegue...

Aparte de Dina y de mí, todos los profesores son nuevos y hacen lo que les mandan.
El programa escolar sigue las normas de la educación bantú, los policías patrullan por el
patio y los soldados vigilan en sus camiones en una esquina del poblado. Los alumnos son
los únicos que no tienen miedo.

—¡Liberación!

—gritan al cielo

—. ¡Liberación antes que educación!

No me importa que no me paguen, porque tengo dinero de sobra en el banco. Como


no formo parte del profesorado oficialmente, mis clases tampoco son oficiales, y pueden
asistir a ellas quienes quieran. Sólo hay una norma: no permito consignas políticas ni
canciones de protesta. No porque haya perdido mi simpatía por la lucha, sino porque he
llegado al límite.

—Me detuvieron una vez

—explico el primer día de clase, levantando la voz para hacerme oír en medio del
alboroto

—. Si vuelven a detenerme, no creo que pueda sobrevivir. Tengo este brazo mal

—levanto mi brazo tullido

— y esta mano

—enseño mi mano hinchada

— desde que estuve en la cárcel. Si queréis que siga aquí con vosotros, tenéis que
protegerme, porque la policía está vigilando en la puerta.

Aceptaron el trato y una vez más encontramos una vía de escape en músicas de
todas clases.

«¡Aleluya!

—entonan con felicidad el coro de El Mesías


—. ¡Aleluya! ¡Aleluya! A-le-lu-ya!»

«Inolvidable

—se lamentan como Nat King Cole

—. Así eres tú...»

Espero que la señora Cath nos oiga.

Y cuando vuelvo a casa renqueando, al final del día, los chicos se turnan para
acompañarme y protegerme. No les dejo que vayan a mi lado, porque la policía me sigue
vigilando, a pesar de que soy muy mayor, pero me siguen a poca distancia.

La policía no es la única amenaza. Otros negros también se han convertido en un


peligro. Ha llegado a Lingelihle una cosa que llaman «collar» y que en Johannesburgo se
conoce desde hace algún tiempo. Lo sé porque Dawn me lo ha contado. Es otro ejemplo de
palabra que puede cambiar de significado. En este sentido no se refiere a una joya, sino a
un instrumento mortal. Consiste en llenar un neumático de gasolina y ponerlo en el cuello
de un traidor. Después lanzan una cerilla y le prenden fuego. Así es este collar. He visto este
horror de cerca. He oído los gritos de la víctima y he apartado los ojos de su cuerpo en
llamas mientras el humo se enroscaba por el aire y se alejaba hacia el koppie, donde estaba
la iglesia en pleno campo.

¿Dónde estás, Dios? Les lloro a las rocas que nos miran impasibles. ¿Por qué
permites que ocurran estas cosas? Nunca entendí que te llevaras a Phil tan pronto, pero este
horror no puede ser Tu voluntad. ¿Cuándo decidirás quién hace bien y quién hace mal en
esta guerra? ¿Cuándo castigarás a los culpables?

Han pasado varios inquilinos por Cradock House desde que murió la señora Cath.
Casi todos han sido amables y han aceptado de buen grado que entre en la casa a cocinar y
a tocar el piano. Otros no lo han sido tanto y he tenido que comprar un hornillo de parafina
para la kaia, mientras el Zimmerman está mudo en el salón.

Al mismo tiempo, en el Karoo se ha vivido lo contrario de un boom. Muchos


granjeros han vendido sus ovejas y han abandonado la tierra, porque todo se ha secado. Eso
demuestra que la Gran Inundación fue un accidente raro y el Karoo se está convirtiendo en
un desierto que poco a poco terminará pareciéndose al Sáhara. Dina dice que es un castigo
de Dios Padre por los pecados del apartheid. Steve Biko ha muerto, Mandela lleva veinte
años en prisión y los blancos no cambian de actitud.

Lo contrario de un boom es una recesión, y la recesión ha llegado a Cradock House.


Nadie alquila la casa. Limpio el polvo y toco el piano todos los días para la señora Cath.
Toco piezas alegres: polonesas, marchas, valses, sobre todo valses. El dulce vals de Brahms
en la bemol, el Gran vals brillante de Chopin y la Invitación a la danza de Weber salen del
piano y recorren los pasillos vacíos, creciendo acorde tras acorde, frase tras frase hasta que
llenan toda la casa. Ya he conocido antes el vacío en Cradock House y no quiero que
vuelva. Mientras siga tocando para la señora Cath, conservaré la casa viva para la señorita
Helen.

El abogado manda a un jardinero a cortar el césped. Varias personas vienen a ver la


casa, pero nadie se queda con ella. Hay viviendas más modernas en las zonas nuevas del
pueblo, encima de Market Square, más lejos del Groot Vis y del peligro de otra inundación.
La casa de al lado también está vacía, y la kaia que está detrás del seto ha quedado en
silencio. La señora Pumile por fin se ha ido al Transkei. Espero que ese hombre del que me
hablaba haya sido paciente y aún la estuviera esperando.

El abogado ha muerto, y la persona que ahora se encarga de Cradock House se


olvida de la casa. Y se olvida de mí. Un día, cuando vuelvo, han cambiado las cerraduras y
no puedo abrir con mi llave. Me pongo mi mejor vestido y mis zapatos de tacón, aunque me
cuesta andar con ellos, y voy al despacho del abogado, enfrente de la Iglesia Reformada
Holandesa.

—Buenos días, señora. Soy la beneficiaria de la finca de la señora Harrington

—le explico a una mujer que atiende a los clientes

—. Cuido de Cradock House para su nieta, la señorita Helen Harrington. Pero


alguien ha cambiado la cerradura y no puedo entrar.

Espero en un sofá, con la espalda erguida. Me permiten que me siente en la misma


sala que los blancos, y eso no es frecuente.

—¿En qué puedo ayudarla?

—me pregunta un joven de pelo oscuro y lacio.

Vuelvo a explicarle la situación. Se sienta a mi lado.

—Lo siento mucho

—dice, frunciendo la frente


—. Parece ser que la señorita Helen Harrington se ha marchado del país. No
conseguimos localizarla, y su madre murió el año pasado. Hemos decidido cerrar la casa,
por seguridad. No hay mercado para las casas antiguas en este momento.

—Pero, señor, el testamento de la señora Cath dice que yo tengo que cuidar de la
casa hasta que la señorita Helen decida qué hacer con ella.

—No hay nada que hacer

—insiste el joven

—. Y nos cuesta dinero conservarla si no hay inquilinos. Es mejor cerrarla hasta que
se tome una decisión.

Miro por la ventana. Los aloes del parque Karoo siguen apuntando al cielo con sus
lanzas anaranjadas. Los bancos siguen siendo sólo para los blancos.

—Es mi hogar

—insisto.

¿No sabe usted, señor, que el albaricoquero me lleva en su savia? ¿Que las
barandillas esperan que las abrillante y el piano me ofrece mucho más de lo que yo soy
capaz de darle?

El joven extiende las manos.

—Creo que heredó usted dinero de la señora Harrington. Puede comprarse una casa
en Lingelihle. Sería lo mejor.

Una vez tuve que irme de Cradock House y cruzar el Groot Vis en busca de un
futuro en el poblado. Años después regresé, y mi vida se dividió entre las dos orillas del río.
Valoro mucho esta vida dividida. Es la mitad de Cradock House lo que me da la fuerza
necesaria para resistir la mitad del poblado. Pero esta vez, si tengo que marcharme, nunca
volveré. Me quedaré atrapada para siempre en el ruido, el miedo, la violencia, la lucha... No
habrá escapatoria. Ese ambiente me envolverá desde que salga a por agua en el Karoo con
las primeras luces del amanecer hasta que intente dormir por la noche entre los gritos, los
ladridos de los perros y las balas...
Salí del despacho del abogado y crucé Market Square. Dundas Street dormía bajo el
sol suave del final de la tarde. La pobre señorita Rose también ha muerto. Nunca tuvo
ningún cariño por Cradock House y no vio la necesidad de conservar la casa. Entré por la
puerta de atrás del jardín, como siempre, y me quedé delante de mi kaia, pensando en lo
que me había dicho el abogado. Al otro lado del jardín, detrás del albaricoquero, la casa
estaba silenciosa y oscura. Sin embargo, cuando entro, oigo a la señora Cath, o a Phil, o a
mi madre llamándome. Se ríen conmigo. Phil me gasta bromas. Oigo a mamá amasando el
pan en la cocina. Me llega el rumor de las ramas del árbol del coral al paso del viento del
otoño. Las hojas no tardarán en caerse y en crujir bajo mis pies.

Hay cosas que entiendo bien, aunque ya no tengo la cabeza como antes. Las he
aprendido leyendo y a lo largo de una vida de experiencias difíciles, y han ido construyendo
una pirámide de conocimiento

—y de desconocimiento

— que es mi sabiduría personal. Sé, por ejemplo, que un testamento es inviolable. Y


estoy segura de saber cuál era la voluntad de la señora Cath. Tengo derecho a quedarme en
la kaia hasta que Helen decida vender la casa. En ese caso tendré que irme, pero hasta
entonces nadie puede echarme de aquí. La sugerencia de un joven de pelo lacio no puede
tener el respaldo de la ley.

También he aprendido a ser más práctica: podré seguir usando el agua del grifo. Si
no gasto demasiada, no tendré que pagar el consumo. Y podré arreglármelas para seguir
viviendo en la kaia sin entrar en la casa.

Me acerqué despacio al tendedero y a la enredadera de flor de la pasión y rodeé la


casa. La hierba había crecido mucho y estaba un poco seca. Tenía las mismas espigas que la
hierba del veld, las que yo acariciaba cuando salía a pasear con Dawn. La hierba no se porta
igual que el césped si no se cuida y se corta con regularidad. Crece como flechas, desprende
sus semillas y lo invade todo.

Y también sé cuál es mi deber.

Una vez el deber me jugó una mala pasada y llenó mi vida de vergüenza, pero ahora
sé que mi deber es justo y honorable. Le prometí a la señora Cath que cuidaría de Cradock
House hasta que Helen decida lo que quiere hacer con ella. Tengo que quedarme, aunque no
pueda entrar en la casa. Si me voy, alguien puede meterse en la casa. No lo consentiré. Voy
a cuidar de Cradock House y con ella de mi vida.

No le he contado a nadie esa conversación con el abogado y empiezo a actuar con


mucha prudencia. Aunque tengo luz eléctrica en la kaia, he vuelto a usar las velas, para que
el abogado no vea que estoy consumiendo electricidad. Con la hierba no puedo hacer nada,
pero puedo podar los arbustos con unas tijeras para que sigan estando bonitos, barrer el
stoep y hasta limpiar las ventanas por fuera. Quiero que la casa no parezca abandonada,
para alejar a ladrones y ocupantes furtivos, aunque eso no será suficiente si el abogado
algún día se acerca por curiosidad.

Capítulo cincuenta y seis

Queridísima mamá: Ha llegado el invierno. Aquí hace más frío que en Cradock y tu
abrigo de funeral no me basta para entrar en calor cuando vuelvo de bailar; por eso, ¡un
amigo me ha comprado un abrigo de lana! ¿Te acuerdas de cuando hablábamos de la lana
de las ovejas del Karoo, de lo cara que era para nosotras? Pues ahora ya sé por qué a los
blancos les gusta tanto la lana. Es muy caliente y no se arruga. Mamá, tienes que sacar
dinero del banco (¡tienes de sobra!) y ver si en el escaparate de Modas Anstey hay algún
abrigo. ¡Cómpratelo, mamá! Cuando vean que tienes dinero, te lo venderán, aunque no seas
blanca. En Johannesburgo pasa en todas partes.

Todo el mundo está harto del invierno. Hay mucho humo de los fuegos y el aire está
muy seco y produce una tos muy mala. Hay también otra enfermedad que debe de venir de
las minas, porque la mayoría de los que mueren son hombres.

Dale muchos recuerdos a Lindiwe, y tú cuídate mucho, por favor. Iré a verte pronto.
¡Ya han pasado cinco años desde la última vez! Tienes que ir a la clínica si te sigue
doliendo la cabeza.

Con todo mi amor, Dawn.

Algunas tardes, cuando desaparecen los colores del crepúsculo y los koppies asoman
como sombras grises en el horizonte, salgo de la kaia y voy a sentarme en el stoep, con el
chal azul de mamá. Los asientos en forma de concha ya no están: los guardaron en el garaje
cuando cerraron la casa, así que me siento en el suelo de madera con la espalda apoyada en
la puerta principal.

Espero a la lechuza que ululaba en el árbol del coral cuando era pequeña, y a veces
la oigo. Y estoy atenta a los murciélagos

—espíritus oscuros de mis antepasados

— y a posibles intrusos. A veces me parece oír algún ruido, pero es sólo un crujido
en el tejado de chapa rojo cuando empieza a enfriarse, o un ratón que corretea entre la
hierba. Me siento allí porque la casa me lo pide. Necesita compañía. Flexiono los dedos en
mi regazo y toco un piano imaginario. El Impromptu Fantasía en do sostenido menor. Las
notas saltan y forman una melodía traviesa que se queda suspendida en el aire a la espera de
ser atrapada...

Cuando no estoy en el stoep, estoy haciendo algo ilegal.


La puerta de la cocina tiene dos hojas. La de abajo es de madera, pero la de arriba es
de cristales pequeños. Con ayuda de mis tijeras estoy raspando el pegamento que sujeta uno
de los cristales al marco que está más cerca de la manivela de la puerta.

Todos los días, cuando vuelvo a casa, espero a que anochezca, me aseguro de que
nadie me ve y voy con mis tijeras a raspar el pegamento. Las noches de luna me resulta más
fácil, aunque tengo que hacerlo con mucho cuidado para no cortarme con las tijeras.

Lo hago todas las noches.

Y el surco en el pegamento se vuelve más grande cada noche.

Lindiwe dice que en el poblado hay una señal de esperanza. Un grupo de jóvenes,
animados por el reverendo Calata, ha empezado a actuar. Quieren mejorar la vida de los
vecinos. He conocido a uno de ellos, Matthew Goniwe, un profesor de mucho talento. Otro
es el nieto del reverendo Calata. Matthew Goniwe quiere reclutarme, me estrecha la mano
hinchada, me mira con ojos bondadosos y dice que ésa sigue siendo mi guerra. Tiene razón,
pero sé que ni mi cabeza ni mi cuerpo están en condiciones de hacer ese esfuerzo. Sólo
puedo observar desde lejos y rogar a Dios para que consigan hacer una revolución
diferente, como intenté yo una vez. Cuando me entero de alguna de estas iniciativas
pacíficas, me acuerdo de Jake y deseo que se aparte de la violencia y se sume a ellas. Pero
Jake se ha marchado de mi vida para siempre, como Phil.

Como mis alumnos, que desaparecen continuamente.

Sus padres, desesperados, se acercan a la cárcel y esperan horas y horas en la puerta


para que les den alguna información, por pequeña que sea. Tal vez intenten hablar con las
manos negras que reparten la comida en las celdas y se llevan los cubos que sirven de
letrina. La mayoría de los chicos se van para siempre y empezamos a acostumbrarnos a las
desapariciones. Es terrible. Tan terrible como acostumbrarse a esos collares a los que
prenden fuego. Rezo mucho, pero Dios ya no me oye. Creo que se ha olvidado de nosotros.

Lindiwe me ha contagiado su preocupación por Jake. Dice que no debería estar sola,
que no debería hacer tantos kilómetros con la pierna y el brazo tan débiles.

—Ven a vivir conmigo

—insiste mientras tomamos un té cuando he terminado las clases informales del día

—. Estarás mejor aquí, más cerca del colegio. Podemos leer juntas.
—No puedo. Tengo que cuidar de Cradock House.

—¡Pero no hace falta que estés allí todos los días!

—Sí. Tengo que estar allí todos los días. Están entrando en muchas casas vacías.

Aunque quiero mucho a Lindiwe, no puedo decirle que la verdadera razón para no
aceptar su ofrecimiento es que la casa necesita mi compañía, y que anhelo la tranquilidad
de mi kaia después de un día de violencia en el poblado y de la pérdida continua de mis
mejores alumnos.

Y tampoco puedo contarle que tengo la intención de entrar en Cradock House.

Le he hablado a Edward de Ada, pero no le interesa. Por distintos motivos, no quiere


considerar que le conviene recibir una educación como es debido... Sospecho que cree que
estoy buscando una ocupación para curar el dolor que me ha causado

—casi no puedo ni escribirlo

— la pérdida de nuestro querido Phil. Puede que tenga razón, pero he visto triunfar a
personas con menos talento que Ada. Ella se merece la oportunidad de intentarlo. He sido
negligente en otras cosas, y en esto no quiero serlo.

Una parte de mí quiere enviar a Ada a Ciudad del Cabo sin tardanza, para que pueda
examinarse y conseguir una plaza, pero la otra parte no quiere que se vaya, porque
necesitamos su juventud y su belleza para sobrellevar la muerte, y Cradock House necesita
llenarse con su música gloriosa.

Y también tengo que hacer algo con Rosemary. Pienso ir a verla pronto y tratar de
encaminarla hacia un futuro sensato. Eso puede costarme bastante.

Pero Ada tiene veinte años, y para labrarse un futuro como pianista, o como
profesora, no puede esperar más tiempo. Me ocuparé de esto en cuanto vuelva de Jo’burg.

No sólo por su música, también por su corazón, pues sé que está empezando a tomar
conciencia de lo que ha perdido.
Capítulo cincuenta y siete

Pocas veces he necesitado un teléfono, como cuando murió la señora Cath y quería
localizar a Dawn. Ahora Cradock House está cerrada y el abogado ha cortado la línea. Eso
significa que, aunque no tenga necesidad de llamar, tampoco nadie puede llamarme.

Un día me avisaron mientras estaba en clase.

—¡Señorita Mabuse! ¡Señorita Mabuse!

—gritó el director desde el pasillo

—. Hay una llamada para usted.

—Sophie

—le dije a una de mis alumnas, sintiendo que el pánico se apoderaba de mí. Sólo
Dawn podía necesitarme. Nadie más que ella podía tener una emergencia

—. Toca el acompañamiento. Y los demás, seguid a Sophie

—ordené al resto de la clase

—. Sophie ya toca mejor que yo.

—Ada, el teléfono no es para llamadas privadas

—me dijo el director apretando los labios.

—Lo comprendo, señor. No volverá a pasar.

Dawn, susurré para mis adentros. Dawn...

El director señaló el teléfono, que estaba encima de la mesa, y cerró la puerta del
despacho. Ha hablado con ella, pensé, sabe algo que yo no sé.

—¿Hola?

—¿Mamá? Mamá, ¿eres tú?

—Sí, hija. ¿Cómo estás?

—No me queda mucho dinero para el teléfono. No estoy bien, mamá...

—Le entró un ataque de tos.

—¡Dawn! ¡Vuelve a casa, hija!

—grité

—. ¡Yo cuidaré de ti!

—Mamá

—dijo, con voz más serena

—. Te escribiré y te diré cuándo... quería que lo supieras...

—Ten fe, hija. Todo se arreglará. ¿Dawn? ¿Dawn?

Pero sólo se oía un pitido en do medio.

*
He conseguido despegar el cristal de la puerta de la cocina. Llevo muchos días
raspando el pegamento y por fin se ha soltado. Es ahora cuando tengo que actuar con más
cuidado.

Elegí una noche de viento. Era invierno, y el Karoo se preparaba para la helada. El
vendaval azotaba el albaricoquero y el árbol del coral. Me detuve delante de la puerta y
miré alrededor en la oscuridad. No se oía nada. La kaia estaba a oscuras. Nadie oiría ningún
ruido. Aun así, tenía que proteger el cristal para que no se cayera. Tenía que retirarlo
intacto, sacarlo sin romperlo.

Con el brazo bueno, pasé la punta de las tijeras por las ranuras que tanto me había
costado hacer. El cristal se movió. Desplacé las tijeras primero por el lado izquierdo del
cristal y luego por el derecho, hasta que se desprendió por los dos lados. Ya sólo me
quedaba soltarlo por arriba y por abajo.

Me froté la mano hinchada y pensé que, si conseguía despegarlo por uno de los
lados...

Seguí raspando hasta que noté que el cristal empezaba a ceder. Me cambié las tijeras
de mano y empujé con los dedos el lado que ya estaba suelto. Se movió ligeramente y lo
sujeté por el borde con una uña, inclinándolo hacia mí para impedir que se cayera dentro de
la cocina. Ataqué entonces el lado que faltaba hasta que empezó a soltarse y se movió hacia
el borde que estaba sujetando. Se me clavó en la uña, pero aguanté el dolor. Terminé de
raspar el resto del pegamento y conseguí sacar el cristal del marco. Entonces me desplomé
en el stoep, con el cristal en la mano temblorosa. Tenía la frente empapada en sudor, a pesar
de que hacía mucho frío. Nadie apareció en la oscuridad. No me enfocaron unos faros como
los ojos de los animales nocturnos. Pronto podría cuidar de Cradock House como la casa se
merecía. Tenía que limpiar el polvo. Tenía que conservarla limpia para la señorita Helen.
Por eso he hecho lo que he hecho. Y quizá también podría tocar un poco de música para
llenar los pasillos oscuros.

Y cuando volviera mi hija, podría acostarla y cuidarla en nuestra antigua habitación.


Sé que a la señora Cath y a Helen no les importaría. En la casa hará menos frío que en la
kaia, y Dawn podrá recuperarse pronto. Pero no he recibido ninguna carta suya. No he
sabido nada de ella desde que llamó por teléfono, y han pasado varias semanas.

Dejé el cristal en el suelo con mucho cuidado y metí la mano por el hueco del cristal
para abrir el cerrojo y buscar luego la manivela. Tuve que empujar mucho, porque la
madera se había hinchado, pero conseguí abrir la puerta al cabo de un rato. Oscura,
húmeda, Cradock House volvió a ser mía.

Sólo entro en la casa de noche.

Al principio me asustaba la oscuridad. Me parecía que los fantasmas que


atormentaban a Phil estaban en todas partes. Los sentía en las ráfagas de aire que me
rozaban el cuello de pronto y levantaban las cortinas, a pesar de que las ventanas estaban
cerradas. Ni mamá ni la señora Cath ni Phil se acercaban a mi lado, como hacían de día.
Estaban callados, no venían a darme confianza. La noche era de los espíritus que no
descansan, de los pensamientos negativos, de la posibilidad de que me descubrieran, de los
hombres que esperaban agazapados entre las sombras el día en que me sacaron de la
cárcel... Las siluetas de los armarios y los crujidos del tejado me hacían saltar de pánico.

Me hicieron falta varias visitas para converncerme de que la casa no tenía malas
intenciones. Sólo me pedía que aprendiese su nueva geografía. Las escaleras escondían los
peldaños y me sorprendían con uno de más al subir, cuando creía que ya había pasado el
último, o me hacían tropezar al bajar, porque encontraba uno de menos. Los muebles
cobraban de noche una forma distinta de la que tenían de día. La luz que entraba por la
ventana e iluminaba un momento el salón, antes de que la oscuridad lo envolviera de
nuevo, no era el hiriente foco de la linterna que me apuntaba en la cárcel, sino el paso
natural de la luna entre las nubes.

Cuando empecé a limpiar y a fregar, las temibles formas volvieron a ser los objetos
familiares de los que había cuidado toda mi vida. Volvieron a convertirse en sillas, en mesas
y en barandillas, y recompensaron mi esfuerzo con el olor a jabón y a aceite de linaza.

Dawn seguía sin venir.

El telegrama llegó al colegio. Rompí el sobre naranja con las manos temblando.
Dina estaba a mi lado, preparada para consolarme. Pero no hizo falta.

—¡Mira!

—dije, pasándole el papel fino.

—Dawn tren viernes

—leyó Dina. Y me abrazó con alegría

—. ¡Está bien... vuelve a casa! ¡Ay, Ada!

Lindiwe también está muy contenta. Sabe que estaba desesperada al no tener
noticias de mi hija. Me he impuesto la obligación de ir al colegio todos los días, para aliviar
la angustia que me invade al pensar que Dawn está sola, que está enferma, que no puede
llamarme...
—Puede quedarse conmigo, si tú no te encuentras bien

—dice Lindiwe. Sabe que estoy débil, que a veces me fallan el cuerpo y la cabeza.
Sin embargo, aunque es muy extraño, todavía puedo tocar: el piano da fuerza a mis brazos
y a mis dedos.

—Gracias.

—Le cojo una mano y me la llevo a la mejilla

—. Pero primero déjame ver cómo está.

Hace muchos años, la señora Cath volvió a Cradock en el mismo tren de la mañana,
y el señor salió de casa muy temprano para ir a recibirla. Yo también salgo temprano para
recibir a Dawn. No hay tanta gente en la estación ahora que todo el mundo prefiere ir en
avión a Port Elizabeth y alquilar un coche allí. Parece que el tren es sólo para los pobres.

No hay nadie más esperando el tren de Johannesburgo que pasa por De Aar.
Recuerdo la última vez que vino Dawn, su paseo triunfal por el puente con los zapatos en la
mano y cómo la miraba todo el mundo. Es posible que no se encuentre bien y tengo que
estar preparada. Tal vez haya cogido esa enfermedad de las minas de oro y sólo se cure
cuando esté lejos de allí.

Oigo el silbato del tren que rodea el koppie. ¡Pronto! ¡Pronto estará aquí! Y quizá
nunca vuelva a marcharse.

El hombre que atendía la ventanilla se asomó por una puerta. Una nube de polvo se
levantó en el aire y se disolvió en la luz pura del Karoo. Las palomas salieron volando de
las vigas, como si esperasen el vapor y las explosiones, aunque los trenes ahora son
eléctricos y sólo suspiran y tiemblan un poco al detenerse debajo del tejado de la estación.
Un hombre y una mujer bajaron corriendo. El revisor saltó del último coche y empezó a
descargar cajas del vagón de las mercancías. El hombre de la ventanilla se acercó a la
locomotora a hablar con el maquinista, que seguía sentado. No se abrió ninguna otra puerta.

¿Habrá cogido el siguiente tren?

El revisor se acercó por el andén, con un papel en la mano.

—¿Esperaba a alguien?
—Sí. A mi hija Dawn. Ha estado enferma...

—Acompáñeme

—dijo. Y echó a andar hacia el final del andén.

No, pensé, aflojando el paso. No puede ser. No puede llegar como mi madre...

Me paré en seco.

—Él está bien

—dijo el revisor

—. Venga conmigo.

¿Él?

Lo seguí a duras penas. Sentado entre las cajas había un niño, con una etiqueta
colgada de una cinta alrededor del cuello. Tenía la piel muy clara. Llevaba unos pantalones
viejos y una camisa limpia, aunque demasiado grande para él. Tenía una mano apoyada en
las rodillas y con la otra sujetaba una maleta de cartón. La maleta de mamá. Mi maleta. La
maleta de Dawn.

—Tenga

—dice el revisor, buscando en el bolsillo y dándome un sobre

—. Me dieron esta carta para usted y me pidieron que cuidara del klonkie. Me
dijeron que usted se lo llevaría, aunque a mí me parece que es blanco.

—Se encogió de hombros

—. Voy a por lo demás. Se alejó y subió al vagón de las mercancías.

Miré al niño.

Me acerqué y me arrodillé delante de él. Se apartó un poco.


—¿Cómo te llamas, hijo?

Me miró con unos ojos azules como el cielo de la mañana y el flequillo rubio caído
sobre la frente.

—Thebo

—susurró.

—¿Dónde está tu mamá, Thebo?

Se le llenaron los ojos de lágrimas. Volvió la cabeza hacia el vagón y señaló con la
mano libre:

—Ahí.

El revisor estaba descargando un ataúd sencillo y oscuro. El niño se levantó. Tenía


las piernas muy delgadas. Soltó la maleta, corrió hacia el ataúd e intentó abrazarlo.

—Firme aquí

—dijo el revisor

—. Está todo pagado en Jo’burg.

Capítulo cincuenta y ocho

Hemos enterrado a Dawn al otro lado del río, cerca de la estación, en el pequeño
cementerio para mulatos. Me acompañaron Lindiwe, Dina, el señor Dumise y algunos
amigos que aún se acordaban de ella. Mis alumnos cantaron Nunca estarás sola. Sus voces
se elevaron por el aire tembloroso y la melodía se alejó sobre las cimas de los koppies. Con
la herencia de la señora Cath he podido poner una lápida con su nombre y sus datos, y en el
centro una inscripción: «Nuestra querida Dawn».
Creo que está feliz en ese cementerio abierto en mitad del Karoo, rodeada de
matorrales silvestres y de hierba dorada. Los koppies la miran y el Groot Vis le susurra. Los
trenes que van a lugares más emocionantes pasan al lado de donde ella descansa.

Thebo y yo visitamos su sepultura muy a menudo.

Le enseño las ratas roqueras que toman el sol entre las piedras. Le gusta seguir el
rastro de las hormigas que avanzan en fila por sus caminos diminutos. Le señalo un espino
raquítico, como el que crece al lado de nuestra kaia. Se ríe cuando la hierba le hace
cosquillas en las piernas mientras corretea.

Thebo es un niño feliz y me ha traído felicidad. No le pregunto por su vida en


Jo’burg. No estoy segura de querer saber cómo era. Tal vez un día quiera contármelo,
aunque es posible que sus recuerdos se vayan borrando con el paso del tiempo, y quizá sea
mejor así. Es más blanco que Dawn. Me preocupa lo blanco que es y que tenga un padre
blanco, a pesar de que su madre le pusiera un nombre africano. Recuerdo la advertencia de
la señora Pumile: «No vayas por ahí enseñando a la niña».

En la carta que me dio el revisor no se hablaba de su padre.

Queridísima mamá: Éste es Thebo, mi hijito querido, que ya tiene tres años. Me
estoy muriendo y no hay remedio para esta enfermedad. Le entregaré esta carta a una
amiga. Ella se encargará de que la recibas. No llores por mí, mamá. Yo sólo quería bailar,
pero ahora Thebo es lo más importante para mí. Por favor, cuida de él y quiérelo por mí.

Dawn.

La letra es picuda y temblorosa. No he tenido noticias de ningún amigo de Dawn en


Jo’burg.

He comprado un producto especial en N. C. Rogers, para volver a poner el cristal en


la puerta de la cocina. Eso significa que, si alguien se acerca a la casa, no verá que la puerta
está forzada. Es un material que me permite quitar el cristal con facilidad cuando quiero.

Ahora nos arriesgamos a entrar en la casa también de día. Podemos hacerlo porque
la hierba ha crecido tanto que nos llega por encima de la cabeza y protege la casa desde la
calle. A la señora Cath le horrorizaría ver cómo está el jardín, pero la hierba, además de
escondernos, ahoga el sonido del piano, y puedo tocar todos los días.
—¡Más!

—grita Thebo cuando termino la Marcha militar

—. ¡Enséñame, abuela!

Y así empezamos.

Va aprendiendo las notas una a una, en un libro que tiene las teclas dibujadas con su
nombre correspondiente. Después aprende a unir las notas y a construir frases, y las frases
se convierten en una melodía que dan ganas de cantar sin parar.

—¡Es magia, abuela!

—exclama, rebotando en el taburete.

Es lo mismo que aprender a leer. Las letras forman palabras y las palabras forman
frases. Algún día podré enseñarle que esos grupos de palabras y de notas pueden ser muy
distintos cuando están juntos y cuando están separados.

Enseguida aprende a tocar melodías sencillas como La danza de los gnomos y Ven al
bosque verde, con mis manos negras e hinchadas al lado de las suyas claras, mientras
arruga la frente para concentrarse, con los pies colgando del taburete.

Ahora sólo voy al colegio un día a la semana, y ese día Lindiwe viene andando
desde su casa de Lingelihle hasta Dundas Street para quedarse con Thebo en la kaia.

—Vamos a explorar el jardín

—dice Lindiwe

—. A ver si encontramos caracoles.

Tengo mucho cuidado con Thebo. Sigo el consejo de la señora Pumile, del que no
hice caso cuando nació mi hija. No lo voy enseñando por ahí. No lo llevo al poblado. No lo
saco de casa si oigo sirenas o cánticos o si veo humo.

La situación está bastante revuelta de un tiempo a esta parte, desde que murieron
varios jóvenes del poblado

—a los que ahora se conoce como los Cuatro de Cradock


— que se habían organizado para crear asociaciones cívicas en defensa de los
negros. Se trata a la gente con más brutalidad que a los delincuentes. Me asusto mucho al
enterarme, y no me separo de Thebo, porque conocía a Matthew Goniwe, el líder del grupo.

Johannesburgo tiene sus mártires de Sharpeville y ahora también nosotros tenemos


los nuestros. El Cradock blanco no quiere enterarse, prefiere mirar a otro lado, pero en el
Cradock negro todo el mundo está convencido de que los han asesinado. Los chicos están
furiosos y provocan a las fuerzas de seguridad que tienen cercado Lingelihle. Sólo hace
falta una provocación más, que una piedra alcance su objetivo, para que los soldados
blancos empiecen a disparar. Las balas que antes pasaban silbando por encima de la cabeza
ahora buscan la carne.

—Amandla!

—gritan los muchachos, levantando una nube de polvo con los pies

—. Amandla ngawetu!

Están dispuestos a morir.

Vuelvo a casa sin llamar la atención, entre las armas y el ruido, que ya no es como la
melodía del Bach del poblado, con el eje de bicicleta en el bolsillo, aunque ya no tengo
fuerza en el brazo para usarlo como me enseñó Lindiwe: clavarlo y empujar hasta el
corazón. He aprendido a alejarme de los chicos para evitar problemas, incluso de los que
quieren protegerme, y siempre me acerco a la gente mayor. La gente mayor no suele llevar
piedras en los bolsillos. La gente mayor no suele ser el objetivo de los soldados.

Al cabo de unos días el Midland News informa de que se han encontrado los
cadáveres de los Cuatro de Cradock entre las dunas, a la orilla del mar, en las afueras de
Port Elizabeth, no muy lejos de la estación donde tuve que esperar toda la noche para coger
el tren de Cradock cuando volvía de enterrar a mi madre. Una inmensa multitud asiste al
funeral. Un obispo blanco habla ante las cámaras de televisión llegadas de todo el mundo
para informar de lo que está pasando en nuestro pobre y polvoriento rincón. Las banderas
verdes, negras y amarillas del CNA ondean al viento en el Karoo y las consignas políticas
se proclaman al cielo, desafiando todas las prohibiciones. La policía esta vez se limita a
cercar el poblado, con sus armas, sus gases lacrimógenos y sus porras escondidas. No
quieren llamar la atención de las cámaras. Cuando los periodistas se retiran y el obispo
abandona el poblado junto a otras personalidades, la policía y los soldados vuelven a la
carga. La atención del mundo, como el foco de una linterna muy potente, se aleja de
Cradock. Algunos confiaban en que su presencia trajera algún beneficio duradero, pero no
ha sido así. Cradock vuelve a ser un pueblo polvoriento del Karoo, conocido
principalmente por sus koppies rocosos, su río de aguas turbias y

—sólo momentáneamente
— su salvaje manera de tratar la diferencia de color de la piel.

Después de los asesinatos pensé en dejar la enseñanza definitivamente, pero Dina y


Lindiwe me quitaron la idea de la cabeza.

—Si los niños vienen al colegio es sólo por la música

—insistió Dina

—. No vienen por mis clases ni por las demás, vienen por la música.

—Te necesitan

—dijo Lindiwe.

Y tienen razón. Estos chicos conocen muy pocas alegrías. Se merecen esa vía de
escape que les ofrece la música, puesto que hacen el esfuerzo de ir al colegio. Pero nunca
llevo a Thebo conmigo, como llevaba a Dawn al colegio de la otra orilla del Groot Vis. Es
demasiado peligroso y no quiero correr ningún riesgo. Su blancura, aunque sea un niño,
puede prender la mecha.

Hago testamento. Le dejo a Thebo todo mi dinero, para que pueda ir a un colegio
privado en el que acepten a niños negros, o niños del color que decidan que tiene mi nieto.
Pasan los meses. Me falla la cabeza. Los recuerdos que antes podía evocar con la misma
frescura del momento en que se grabaron ahora parecen reacios a volver y se presentan
desdibujados como una imagen de Market Square envuelta en el polvo de los carros antes
de que asfaltaran las calles. Mientras yo me empeño en aferrarme al pasado, algunos dicen
que por fin hay esperanzas para el futuro. Yo no tengo esa sensación de novedad que conocí
dos veces en mi vida, aunque otros están convencidos de que está aquí. Frágil, como los
brotes del albaricoquero que una helada tardía puede detrozar fácilmente, pero aquí por fin.

Tal vez la señora Cath estaba equivocada. ¿Llegaría a ver el fin del apartheid antes
de morir?

Cuando Thebo está dormido en la cama de su madre, leo el diario rojo y el diario
marrón que la señora Cath tenía en su dormitorio cuando murió. Lo he encontrado hace
poco, en el cajón de una cómoda. Quizá la señorita Rose lo guardó allí.
¡Cuánto ha crecido Helen!

Me ha emocionado ver que tiene ideas propias, a pesar de las incisivas opiniones de
su madre. Esperaba, una vez más, que Rosemary se hubiera vuelto más dulce, pero ahora sé
que eso no pasará nunca.

Últimamente estoy muy cansada. Estoy segura de que Ada ha avisado a Rosemary y
a Helen. ¿Cómo explicarle a Ada lo que significa para mí? Sé que sigue llevando dentro
una vergüenza muy profunda por lo que pasó con Edward, y me gustaría decirle que ella no
tuvo la culpa de nada. Sin embargo, no creo que aceptara esa idea viniendo de mí. He
decidido decírselo de otra manera, públicamente, si es que el párroco está dispuesto a
aceptar mis deseos.

Tengo que descansar, tal como acabo de decirles. Primero unas gotas de mi perfume
favorito, luego dormir pensando que mañana volveré a ver a mi encantadora nieta. ¡Ojalá
Dawn también estuviera aquí...!

Capítulo cincuenta y nueve

Se oyó girar la llave de la puerta principal. Las bisagras chirriaron. Hacía tiempo que
no se abría la puerta. Cogí a Thebo con el brazo bueno para salir por la cocina. Me costaba
andar, y aunque tardaran un poco en abrir la puerta, no tendría tiempo de escapar: nos
descubrirían y nos echarían de allí...

—¿Quién hay ahí?

—Una voz femenina. Pasos indecisos.

Me paré en seco. Un latido muy intenso me golpeaba la cabeza y se me clavaba en


las cuencas de los ojos.

—¿Hay alguien?

Dejé a Thebo en el suelo y me llevé una mano a los labios, para indicarle que
estuviera callado. Me asomé por la ranura de la puerta. Vi a una joven con las llaves en la
mano. Era rubia. Un poco más joven de lo que sería Dawn. Me pareció haberla visto antes,
pero la presión en la cabeza no me dejaba recordar. Salí de detrás de la puerta.
—¿Ada?

—Dio un paso hacia mí, con una sonrisa tímida

—. ¿Ada?

—¡Señorita Helen!

—exclamé

—. ¡Ay, señorita Helen, ha vuelto a casa!

Sentí que el suelo se movía y corrí a sentarme en una silla que estaba cerca. No
quería volver a caerme como me ocurrió una vez... ¿Cuándo fue eso?

La señorita Helen miró alrededor, vio el piano abierto, con la partitura en el atril, los
muebles relucientes y la casa ordenada en contraste con el jardín salvaje. Oí el rumor de
unos pasos.

—¡Hola!

—dijo Thebo

—. ¿Tú también sabes tocar el piano?

—No

—contestó Helen. Y se agachó para ponerse a la altura del niño

—. No como Ada.

—Tienes el pelo como yo

—dijo Thebo, alargando una mano para acariciar los mechones rubios de Helen

—. ¿Tú conocías a mi mamá? Mi mamá era Dawn, pero ahora está en el cielo.
—Sí

—dijo Helen con dulzura, dirigiéndome una mirada rápida y acariciando el brazo de
Thebo

—. La conocía. Era una bailarina maravillosa. Bailaba para mí cuando yo tenía la


misma edad que tú.

Y así empezó. La esperanza de la que hablaba la gente. El nuevo plan de Dios. No


nos devolvería a Jake, ni a Steve Biko, ni a los Cuatro de Cradock, pero se propagó por
todo el país y acabó con las leyes que perseguían a las personas por el color de su piel y con
quienes las imponían por la fuerza. Se arrancaron los carteles de los bancos en el parque
Karoo. Empezaron a tenderse cables de electricidad y de teléfono en los poblados. Lindiwe
por fin tuvo luz eléctrica en casa. Las personas de distinto color

—como Phil y yo

— pudieron amarse y casarse. Mandela salió de la celda donde llevaba tantos años
encerrado y volvió a ver la luz cegadora del sol. Y todas estas cosas me hicieron cambiar de
opinión, me hicieron dejar de pensar que el color de la piel seguiría separándonos mientras
la gente tuviera ojos para ver la diferencia entre los negros y los blancos. Esta nueva
esperanza resultó ser mucho más fuerte que todo lo demás.

Acabó con la guerra.

Acabó con mi guerra. Desterró a los enemigos agazapados, curó las heridas internas
y suavizó la vergüenza que me ha acompañado toda mi vida.

Y abrió las puertas de Cradock House.

Trajo a Helen para quedarse, domesticó el jardín salvaje y devolvió la vida a la


cocina y al lavadero. Le dio a Thebo una habitación para él solo y a mí me acogió de nuevo
en la antigua habitación que había compartido con mi madre. Me acogió en el que siempre
había sido mi hogar.

Cuando termine de restaurar Cradock House, Helen tiene intención de hacer lo


mismo con otras casas antiguas. Ése es su talento. También ha decidido ser la tutora de
Thebo, para que tenga una familia cuando yo no esté. Lo ha matriculado en el colegio en el
que a mí no me aceptaron de pequeña, donde un día ofrecí un concierto y Dawn se
abandonó a su baile detrás de la última fila. El colegio donde daba clases la señora Cath. Le
dieron una plaza sin ningún problema.

Y en cuanto a mí, mi mayor alegría es enseñar a mi nieto a tocar el piano. La cabeza


todavía me funciona para eso, y mis dedos torpes aún saben encontrar su camino entre las
teclas. Nos sentamos delante del viejo Zimmerman y la música crece en nuestras manos.
Tocamos juntos algo clásico, el Claro de luna, él la melodía y yo la base más difícil. Toco
también un poco de jazz y de jiva africana, como la favorita de su madre, el
Qongqothwane: La canción del clic.

Dawn está aquí, con nosotros. La veo con el pelo flotando, las piernas esbeltas y
veloces y las manos girando como un remolino por encima de la cabeza. Helen nos mira y
aplaude. ¿O es Thebo el que aplaude...?

Al atardecer, cuando la luz púrpura entre por la ventana y los escarabajos se


tranquilicen a los pies del jazmín, tocaré una melodía de Debussy, esa música que se te
queda en la cabeza hasta el día siguiente, y el siguiente, y que revela su significado poco a
poco.

Veo a Phil. Está a mi lado, junto al piano: me pone una mano en el hombro y me
sonríe con los ojos claros como el cielo del Karoo al amanecer.

La señora Cath también entrará en el salón. ¿O está siempre aquí?

Sé que me dirá:

—¿Un poco de Chopin? ¿Las Gotas de lluvia? Por favor, Ada.

Agradecimientos

Son muchas las personas que han contribuido a crear este libro, pero algunas
merecen un reconocimiento especial. Estoy en deuda con Michael Tetelman, por
permitirme acceder a su espléndida tesis sobre la política negra en Cradock entre los años
1948 y 1985. Sus datos me han ofrecido, en lo esencial, el escenario para situar la historia
de Ada.

Fue el personal de la Biblioteca Cory, de la Universidad de Rhodes, en


Grahamstown, quien me ayudó a seguir la pista de la tesis de Michael y otros importantes
documentos históricos. Mi agradecimiento a todos ellos por su tiempo y su generosidad.

Sandra y Michael Antrobus me ofrecieron consejo y valiosas referencias, además de


su hospitalidad en Cradock, y les estoy profundamente agradecida por todo ello. Gracias
también a Duncan Ferguson, responsable del archivo municipal de Cradock, por responder
a mis preguntas y permitirme curiosear entre sus fotografías y su amplia colección de
objetos de interés.

Y por último, mi más sincero agradecimiento a mi familia, por su paciencia y su


apoyo infatigable.

Glosario
amandla ngawetu! ¡el poder es nuestro!

bossie arbusto pequeño doek tela o pañuelo anudado en la cabeza dompas pase o
cartilla de identidad (en tono despectivo) dorp pequeña población rural hotnot término
ofensivo para dirigirse a la gente de color kaia vivienda del servicio kleurling mulato o
persona de raza mixta klonkie niño mulato knobkierie bastón koppie monte, más
concretamente meseta lappie trapo para limpiar riempie cuero suave que se usa como
respaldo de asientos shebeen taberna ilegal skollie matón spaza almacén del poblado stoep
porche tokoloshe espíritu maligno tsotsi delincuente, miembro de una banda verdomde

maldito

18/07/2013

Table of Contents

Nota de la autora

Prólogo

Capítulo uno

Capítulo dos

Capítulo tres

Capítulo cuatro

Capítulo cinco

Capítulo seis

Capítulo siete

Capítulo ocho

Capítulo nueve
Capítulo diez

Capítulo once

Capítulo doce

Capítulo trece

Capítulo catorce

Capítulo quince

Capítulo dieciséis

Capítulo diecisiete

Capítulo dieciocho

Capítulo diecinueve

Capítulo veinte

Capítulo veintiuno

Capítulo veintidós

Capítulo veintitrés

Capítulo veinticuatro

Capítulo veinticinco

Capítulo veintiséis

Capítulo veintisiete

Capítulo veintiocho

Capítulo veintinueve

Capítulo treinta

Capítulo treinta y uno

Capítulo treinta y dos


Capítulo treinta y tres

Capítulo treinta y cuatro

Capítulo treinta y cinco

Capítulo treinta y seis

Capítulo treinta y siete

Capítulo treinta y ocho

Capítulo treinta y nueve

Capítulo cuarenta

Capítulo cuarenta y uno

Capítulo cuarenta y dos

Capítulo cuarenta y tres

Capítulo cuarenta y cuatro

Capítulo cuarenta y cinco

Capítulo cuarenta y seis

Capítulo cuarenta y siete

Capítulo cuarenta y ocho

Capítulo cuarenta y nueve

Capítulo cincuenta

Capítulo cincuenta y uno

Capítulo cincuenta y dos

Capítulo cincuenta y tres

Capítulo cincuenta y cuatro

Capítulo cincuenta y cinco


Capítulo cincuenta y seis

Capítulo cincuenta y siete

Capítulo cincuenta y ocho

Capítulo cincuenta y nueve

Agradecimientos

Glosario

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