Corazón-Edmundo de Amicis
Corazón-Edmundo de Amicis
Corazón-Edmundo de Amicis
Corazón
Edmundo de Amicis
© Pehuén Editores, 2001 )1(
EDMUNDO DE AMICIS CORAZÓN
L
Otros, al ver que sus padres se alejaban, rompían a llorar, y era
UNES 17. HOY, PRIMER DÍA DE CLASE. ¡Como un sueño pa- preciso que ellos volvieran a consolarlos, en medio de la deses-
saron los tres meses de vacaciones en el campo! Mi ma- peración de la profesora. Mi hermanito quedó en el curso de la
dre me llevó esta mañana a la escuela Baretti para ins- maestra Delcati; yo, en el del profesor Perboni, en el segundo
cribirme en tercero elemental. Iba de mala gana porque aún re- piso. A las diez estábamos todos en clase. Cincuenta y cuatro en
cordaba el campo. Toda la calle hormigueaba de muchachos. la mía y sólo quince o dieciséis eran antiguos compañeros de
Las dos librerías cercanas estaban llenas de padres y madres que segundo, entre ellos Derossi, el que siempre obtenía el primer
compraban bolsones, libros y cuadernos. Delante de la escuela premio. ¡Qué pequeña y triste me pareció la escuela al recordar
se agrupaba tanta gente que el portero, auxiliado por guardias los bosques y las montañas donde pasé el verano! Hasta pensa-
municipales, tuvo la necesidad de poner orden. Próximo a la ba en mi maestro de segundo, tan bueno, tan risueño con noso-
puerta, me tocaron el hombro. Era mi profesor de segundo año, tros que casi parecía un compañero más. Sentía no verlo allí, con
siempre alegre, con su crespo cabello rubio. Me dijo: su cabeza rubia enmarañada.
–¿Con que, Enrique, nos separamos para siempre? Nuestro profesor de ahora es alto, sin barba, con el cabello
Yo lo sabía bien, pero me dieron pena esas palabras. En- cano, y tiene una arruga recta sobre la frente; su voz es ronca y
tramos a empellones. Señoras, señores, mujeres del pueblo, obre- nos mira fijo, uno después de otro, como si leyera dentro de no-
ros, oficiales, abuelos, empleadas, todos con niños en una mano sotros. Nunca ríe. Yo decía para mí: «Este es el primer día. Nue-
ve meses por delante. ¡Cuántos trabajos, cuántas pruebas sema- Ni una palabra más. Se dirigió a la mesa, y acabo de dictar.
nales, cuánta fatiga! Cuando concluyó nos miró un instante en silencio; con voz len-
Sentí la necesidad imperiosa de encontrar a mi madre a la ta y, aunque ronca, agradable, empezó a decir:
salida, y corrí a besarle la mano. Ella me dijo: –Escuchen: hemos de pasar juntos un año. Procuraremos
–¡Animo, Enrique, estudiaremos juntos! pasarlo lo mejor posible. Estudien y sean buenos. Yo no tengo
Y volví a casa contento. Pero no tengo el mismo maestro, familia. Ustedes son mi familia. El año pasado todavía tenía a
con su bondad y su sonrisa alegre, y no me ha gustado este curso mi madre: ahora ha muerto. Me he quedado solo. No tengo en el
como el anterior. mundo más que ustedes; no tengo otro afecto ni otro pensa-
miento. Deben ser mis hijos. Les quiero bien, y necesito que me
NUESTRO MAESTRO quieran de igual modo. Deseo no castigar a ninguno. Demues-
tren que tienen corazón; nuestra escuela constituirá una familia,
MARTES 18. ME GUSTA MI NUEVO MAESTRO desde esta mañana. y ustedes serán mi consuelo y mi orgullo. No les pido promesas
Durante la entrada, mientras el se colocaba en su sitio, se iban de palabra, porque estoy seguro que en el fondo de sus almas ya
asomando a la puerta de la clase, de cuando en cuando, varios lo han prometido, y se los agradezco.
de sus discípulos del año anterior para saludarle: En aquel momento apareció el portero a dar la hora. Todos
–Buenos días, señor; buenos días, señor Perboni. abandonamos los bancos, despacio y silenciosos. El muchacho
Algunos entraban, le daban la mano y salían. que se había levantado de pie en el banco, se acercó al maestro y
Se veía que lo querían mucho y que habrían deseado seguir le dijo con voz trémula:
con él. El les respondía: –¡Perdóneme usted!
–Buenos días –y les apretaba la mano, pero no miraba a nin- El maestro lo besó en la frente, y le contestó:
guno; a cada saludo permanecía serio, con su arruga en la frente, –Está bien; anda hijo mío.
vuelto hacia la ventana, miraba el tejado de la casa vecina, y en
lugar de alegrarse de aquellos saludos, parecía que le apenaban. UNA DESGRACIA
Luego nos miraba uno después de otro, fijamente.
Empezó a dictar, paseando entre los bancos, y al ver a un VIERNES 21. HA EMPEZADO EL AÑO CON UNA DESGRACIA. Al ir esta
chico que tenía la cara muy encarnada y con unos granitos, dejó mañana a la escuela, vimos, de pronto, la calle llena de gente
de dictar, le tomó la mejilla y le preguntó qué tenía: le tocó la que se apiñaba delante del colegio. Mi padre dijo al punto:
frente para ver si sentía calor. Mientras tanto, un chico se paró –Una desgracia. Mal empieza el año.
en el banco y empezó a hacer tonterías a su espalda. Se volvió Entramos con gran trabajo. El conserje estaba rodeado de
de pronto, como si lo hubiera adivinado; el muchacho se sentó y padres y de muchachos, que los maestros no conseguían hacer
esperó el castigo con la cabeza baja. El maestro fue hacia él, le entrar en las clases, y todos se encaminaban hacia el cuarto del
colocó una mano sobre la cabeza y le dijo: director, oyéndose decir: «¡Pobre muchacho! ¡Pobre Roberto!».
–No lo vuelva a hacer. Por encima de las cabezas en el fondo de la habitación llena de
gente, se veían los quepis de los guardias municipales y la gran –¡Mi bolsón!
calva del señor director; después entró un caballero con sombre- La madre del chiquillo salvado se lo enseñó llorando, y le
ro de copa, y todos dijeron: dijo:
–Es el médico. –¡Te lo llevo yo, hermoso, te lo llevo yo! –y al decirlo soste-
Mi padre preguntó al profesor: nía a la madre del herido, que se cubría la cara con las manos.
–¿Qué ha sucedido? Salieron, acomodaron al muchacho en el carruaje, y el co-
–Le ha pasado la rueda por el pie –respondió. che partió. Entonces, entramos silenciosos en la escuela.
–Se ha roto el pie –dijo otro.
Era un muchacho de segundo que, yendo a la escuela por la EL NIÑO CALABRÉS
calle de Dora Grosa, vio a un niño de primero elemental, esca-
pado de la mano de su madre caer en medio de la acera a pocos SÁBADO 22. AYER TARDE, MIENTRAS EL MAESTRO nos daba noticias
pasos de un carro que se le echaba encima; acudió valientemen- del pobre Roberto, que deberá andar con muletas, entró el direc-
te en su auxilio, lo asió y lo puso a salvo; pero no habiendo podi- tor con otro alumno, un niño de cara muy morena, de cabello
do retirar el pie, la rueda del carro le había pasado por encima. negro, ojos también negros y grandes con las cejas espesas y jun-
Es hijo de un capitán de artillería. tas. Toda su ropa era de color oscuro y llevaba un cinturón de
Mientras nos contaba esto, entró, como loca, una señora en cuero negro alrededor del talle. El director, después de haber
la habitación, abriéndose paso; era la madre de Roberto, a la hablado al oído con el maestro, salió dejándole a su lado al mu-
cual habían llamado. Otra señora salió a su encuentro, y sollo- chacho, que nos miraba espantado. Entonces el maestro lo tomó
zando, le echó los brazos al cuello; era la madre del otro niño, de la mano, y dijo a la clase:
del salvado. Ambas entraron en el cuarto, y se oyó un desespera- –Alégrense. Hoy entra en la escuela un nuevo alumno, naci-
do grito: do en Calabria, a muchos kilómetros de aquí. Quieran a este
–¡Oh, Roberto mío, hijo mío! compañero que viene de tan lejos. Ha nacido en la tierra gloriosa
En aquel momento se detuvo un carruaje delante de la puer- que dio a Italia hombres ilustres, y hoy le da honrados trabajado-
ta, y poco después apareció el director con el muchacho en bra- res y valientes soldados; es una de las comarcas más hermosas
zos, que apoyaba la cabeza sobre el hombro de aquél, pálido y de nuestra patria, en cuyas espesas selvas y elevadas montañas
cerrados los ojos. Todos permanecieron callados; se oían los so- habita un pueblo, lleno de ingenio y de coraje; háganle ver que
llozos de las madres. El director se detuvo un momento, levantó todo chico italiano encuentra hermanos en toda escuela italiana
más al niño para que lo viera la gente, y entonces, maestros, donde ponga el pie.
maestras, padres y muchachos exclamaron todos a un tiempo: Dicho esto, se levantó y nos enseñó en el mapa de Italia el
–¡Bravo, Roberto! ¡Bravo, pobre niño! punto donde está la provincia de Calabria. Después llamó a Er-
Y le enviaban saludos los maestros, y los niños que estaban nesto Derossi, que es el que saca siempre el primer premio. Se
allí cerca le besaban las manos y brazos. El abrió los ojos y murmu- levantó.
ró: –Ven aquí –añadió el maestro.
Derossi salió de su banco y se colocó junto a la mesa, en- Coreta, y usa un chaleco de punto de color chocolate y gorra de
frente del calabrés. piel. Siempre está alegre. Es hijo de un vendedor de leña que fue
–Como el primero de la escuela –dijo el profesor–, da el soldado en la guerra de 1866, de la división del príncipe Humberto
abrazo de bienvenida, en nombre de toda la clase, al nuevo com- y que dicen, tiene tres medallas. El pequeño Nelle es un pobre
pañero; el abrazo de los hijos del Piamonte al hijo de Calabria. jorobadito, gracioso, de rostro descolorido. Hay uno muy bien
Derossi murmuró con voz conmovida: «¡Bienvenido!», y vestido, Votino, que se está siempre quitando las motas de la
abrazó al calabrés, éste le besó en las mejillas con fuerza. Todos ropa. En el banco delante del mío hay otro muchacho al que
aplaudieron. llaman «el Albañilito», porque su padre es albañil; de cara redon-
–¡Silencio!... –gritó el maestro–. En la escuela no se aplau- da como una manzana y de nariz roma. Tiene particular habili-
de. dad para poner el hocico de liebre; todos le piden que lo haga, y
Pero se veía que estaba satisfecho, y hasta el calabrés pare- se ríen; lleva un sombrerillo viejo que se lo encasqueta como un
cía hallarse contento. El maestro le designó sitio y le acompañó pañuelo. Al lado del albañilito está Garofi, un tipo alto y delga-
hasta su banco. Después, repuso. do, con la nariz de pico de loro y los ojos muy pequeños, que
–Recuerden bien lo que les digo. Lo mismo que un mucha- anda siempre vendiendo plumas, estampas y cajas de fósforos, y
cho de Calabria está como en su casa en Turín, uno de Turín se escribe la lección en las uñas para leerla a hurtadillas. Hay
debe estar como en su propia casa en Calabria; por eso lidió después un señorito, Carlos Nobis, que parece algo orgulloso y
nuestro país cincuenta años y murieron treinta mil italianos. Se se halla entre dos muchachos que me son simpáticos; el hijo de
deben respetar y querer todos mutuamente cualquiera de uste- un forjador de hierro, metido en su chaqueta que le llega hasta
des que ofendiese a este compañero por no haber nacido en nues- las rodillas, pálido, que parece siempre asustado y que no se ríe
tra provincia, se haría para siempre indigno de mirar con la fren- nunca; y otro con los cabellos rojos que tiene un brazo inmóvil;
te en alta la bandera tricolor. su padre está en América y su madre vende hortalizas. Un tipo
Apenas el calabrés se sentó en su sitio los más próximos le curioso es mi vecino de la izquierda: Estardo; pequeño y tosco,
regalaron lápices y estampa, y otro chico, desde el último banco, sin cuello, gruñón; no habla con nadie, y creo que entiende poco;
le mandó una estampilla de Suecia. pero no le quita el ojo al maestro, sin mover los párpados, con la
frente arrugada y apretados los dientes; y si le preguntan cuando
MIS COMPAÑEROS el maestro habla, la primera y la segunda vez no responde, y la
tercera pega un puntapié. Tiene a su lado a uno de fisonomía
MARTES 25. EL MUCHACHO QUE ENVIÓ LA ESTAMPILLA al calabrés es oscura y sucia, que se llama Franti, y que fue expulsado ya de
el que me gusta más de todos. Se llama Garrón, y es el mayor de otra escuela. Hay también dos hermanos, con vestidos iguales,
la clase; tiene cerca de catorce años, la cabeza grande y los hom- que parecen gemelos y que llevan sombreros calabreses con plu-
bros anchos; es bueno, se le conoce hasta cuando sonríe, y pare- mas de faisán. Pero el mejor de toda, el que tiene más ingenio, el
ce que piensa siempre como un hombre. Ya conozco a muchos que también será este año el primero, con seguridad, es Derossi,
de mis compañeros. Otro que me gusta también, se apellida y el maestro, que ya lo ha comprendido así, le pregunta siempre.
Yo quiero más a Precusa, el hijo del herrero, el de la chaqueta Entonces Garrón, dándole lástima el pobre Crosi, se levan-
larga, el que parece enfermo. Dicen que su padre le pega. Es tó de pronto y dijo resueltamente:
muy tímido; cada vez que pregunta o toca a alguien, dice: «Per- –Yo he sido.
dón», y mira constantemente con ojos tristes y bondadosos. Ga- El maestro lo miró; miró a los alumnos, que estaban atóni-
rrón, sin embargo, es el mayor y el mejor de todos. tos, y luego repuso con voz tranquila:
–No has sido tú –y después de un momento añadió–: El
UN RASGO GENEROSO culpable no será castigado. ¡Que se levante!
Crosi se levantó y comenzó a llorar:
MIÉRCOLES 26. PRECISAMENTE ESTA MAÑANA SE HA DADO a conocer –Me pegaban, me insultaban, y yo perdí la cabeza. Yo tiré...
Garrón. Cuando entré a la escuela –un poco tarde, porque me –Siéntate –interrumpió el maestro–. ¡Que se levanten los
había detenido la maestra de primero para preguntarme a qué que le han provocado!
hora podía ir a casa y encontrarnos– el maestro no estaba allí Cuatro se levantaron, con la cabeza baja.
todavía, y tres o cuatro muchachos atormentaban al pobre Crosi, –Ustedes –dijo el maestro han insultado a un compañero
el colorín del brazo malo, cuya madre es verdulera. Le pegaban que no los provoca, se han reído de un desgraciado y han gol-
con las reglas, le tiraban a la cara cáscaras de castañas y le po- peado a un débil que no se podía defender. Han cometido una
nían motes y remedaban, imitándolo con su brazo pegado al cuer- de las acciones más vergonzosas con que se puede manchar cria-
po. El pobre estaba solo en la punta del banco, asustado, y daba tura humana... ¡Cobardes!
compasión verlo, mirando ya a uno, ya a otro, con ojos suplican- Dicho esto, salió por entre los bancos, tomó la cara de Ga-
tes para que lo dejaran en paz; pero los otros le vejaban más, y rrón, que estaba con la vista en el suelo, y alzándole la cabeza y
entonces él empezó a temblar y a ponerse encarnado de rabia. mirándole fijamente, le dijo:
De pronto Franti, el de la cara sucia, saltó sobre un banco y –¡Tienes un alma noble!
haciendo ademán de llevar dos cestas en los brazos, remedó a la Garrón, aprovechando la ocasión, murmuró no sé qué pala-
madre de Crosi, cuando venía a esperarlo a la puerta. Muchos se bra al oído del maestro, y éste, volviéndose hacia los cuatro cul-
echaron a reír a carcajadas. Entonces Crosi perdió la paciencia, pables, dijo bruscamente:
y tomando un tintero se lo tiró a la cabeza con toda su fuerza; –Les perdono.
pero Franti se agachó y el tintero fue a dar en el pecho del maes-
tro, que entraba precisamente. Todos se fueron a su puesto y MI MAESTRA DE PRIMERO SUPERIOR
callaron atemorizados. El maestro, pálido, subió a la mesa y con
voz alterada preguntó: JUEVES 27. MI MAESTRA HA CUMPLIDO SU PROMESA: ha venido hoy a
–¿Quién fue? casa en el momento en que iba a salir con mi madre para llevar
Ninguno respondió. El maestro gritó otra vez, alzando aún ropa a una pobre mujer, cuya necesidad habíamos leído anun-
más la voz: ciada en los periódicos. Hacía ya un año que no venía a casa, así
–¿Quién? es que tuvimos todos gran alegría. Es siempre la misma, peque-
ña, con su velo verde en el sombrero, vestida a la buena de Dios Me ha besado y me ha dicho, ya desde el final de la escalera:
y mal peinada, pues nunca tiene tiempo de arreglarse; pero un –No me olvides, Enrique.
poco más descolorida que el año último, con algunas canas y ¡Oh, mi buena maestra, no me olvidaré de ti! Aun cuando
tosiendo mucho. Mi madre le preguntó: sea mayor, siempre te recordaré e iré a buscarte entre tus chicuelos;
–¿Cómo va esa salud, querida profesora? Usted no se cuida y cada vez que pase por la puerta de una escuela y sienta la voz
bastante. de una maestra, me parecerá escuchar tu voz y pensaré en los
–¡Ah! No importa –respondió con una sonrisa, alegre y me- dos años que pasé en tu clase, donde tantas cosas aprendí, don-
lancólica a la vez. de tantas veces te vi enferma y cansada, pero siempre animosa,
–Usted habla demasiado alto –añadió mi madre– y trabaja indulgente, temblorosa cuando los inspectores nos preguntaban,
demasiado con los chiquilines. feliz cuando salíamos airosos, y constantemente buena y cariño-
Es verdad: siempre se está escuchando su voz. Lo recuerdo sa como una madre... ¡Nunca, nunca te olvidaré, maestra queri-
de cuando yo iba a la escuela; habla mucho para que los niños da!
no se distraigan, y no está un momento sentada. Estaba bien
seguro de que vendría, porque no se olvida jamás de sus discípu- EN UNA BUHARDILLA
los; recuerda sus nombres por años. Los días de los exámenes
mensuales corre a preguntar al director qué notas han sacado; VIERNES 28. AYER TARDE FUI CON MI MADRE y con mi hermana Silvia
los espera a la salida y pide que le enseñen sus composiciones a llevar ropa a la pobre mujer recomendada por los periódicos;
para ver los progresos que han hecho. Así es que van a buscarla yo llevé el paquete y Silvia el diario, con el nombre y la direc-
al colegio muchos que usan ya pantalón largo y reloj. Hoy volvía ción. Subimos hasta el último piso de una casa alta y llegamos a
muy agitada del museo donde había llevado a sus alumnos, como un corredor largo, donde había muchas puertas. Mi madre llamó
todos los años, pues dedica siempre los jueves a estas excursio- a la última; nos abrió una mujer, joven aún, rubia y macilenta,
nes, explicándoselo todo. ¡Pobre maestra, qué delgada está! Pero que de inmediato me pareció haberla visto ya en otra parte con
se reanima en cuanto habla de su escuela. Ha querido que le el mismo pañuelo azul en la cabeza.
enseñemos la cama donde me vio muy mal hace dos años, y que –¿Es usted la del periódico? –preguntó mi madre.
ahora es de mi hermano; la ha mirado un buen rato y no podía –Sí, señora; soy yo.
hablar de emoción. –Pues bien, aquí le traemos esta poca ropa blanca.
Se ha ido pronto para visitar a un niño de su clase, hijo de un La pobre mujer no acababa de darnos las gracias ni de ben-
sillero, enfermo con sarampión; tenía después que corregir va- decirnos. Yo mientras tanto, vi en un ángulo de la oscura y des-
rias pruebas, y debía aún dar en la noche una lección particular nuda habitación, a un muchacho arrodillado delante de una si-
de aritmética a cierta chica del comercio. lla, con la espalda vuelta hacia nosotros y que parecía estar es-
–Y bien, Enrique –me dijo al irse–, ¿quieres todavía a tu cribiendo, y escribía efectivamente, teniendo el papel en la silla
antigua maestra, ahora que resuelves ya problemas difíciles y y el tintero en el suelo. ¿Cómo se las componía para escribir casi
haces composiciones larga? a oscuras? Mientras decía esto para mis adentros, reconocí los
cabellos colorines y la chaqueta de pastor de Crosi, el hijo de la riles serían tus días si no fueses a la escuela! Juntas las manos, de
verdulera, el del brazo inválido. Se lo dije muy bajo a mi madre rodillas, pedirías al cabo de una semana volver a ella, consumi-
mientras la mujer recogía la ropa. do por el hastío y la vergüenza, cansado de tu existencia y de tus
–¡Silencio! –replicó mi madre–. Puede ser que se avergüen- juegos. Todos, todos estudian ahora, Enrique mío. Piensa en los
ce al verte dar una limosna a su madre; no le llames. obreros que van a la escuela por la noche, después de haber
Pero en aquel momento Crosi se volvió; yo no sabía qué trabajado todo el día; en las mujeres, en las muchachas del pue-
hacer, y entonces mi madre me dio un empujón para que corrie- blo, que van a la escuela los domingos, después de haber traba-
se a abrazarlo. Le abracé, y él se levantó y me tomó la mano. jado toda la semana; en los soldados, que echan mano de libros
–Aquí estamos –decía entretanto su madre a la mía–; mi y cuadernos cuando vienen rendidos de sus ejercicios; piensa en
marido está en América desde hace seis años, y yo, por añadidu- los niños mudos y ciegos que, sin embargo, estudian, y hasta en
ra, enferma y sin poder ir a la plaza con verdura para ganarme los presos, que también aprenden a leer y escribir. Pero, ¿qué
algunos pesos. No me ha quedado ni tan sólo la mesa para que más? Piensa en los innumerables niños que se puede decir que a
mi pobre Luis pueda estudiar. Cuando tenía abajo el mostrador toda horas van a la escuela en todos los países; mírales con la
en el portal, al menos podía escribir sobre él; pero ahora me lo imaginación cómo van por las callejuelas solitarias de la aldea,
han quitado. Ni siquiera algo de luz para estudiar y que no pier- por las calles de la ciudad, por las orillas de los mares y de los
da la vista; y gracias que lo puedo mandar a la escuela, porque el lagos, ya bajo un sol ardiente, ya entre las nieblas, embarcados
Ayuntamiento le da libros y cuadernos. ¡Pobre Luis, que tiene en los países cortados por canales, a caballo por las grandes lla-
tanta voluntad de estudiar! nuras, en zuecos sobre la nieve, por valles y colinas atravesando
Mi madre le dio cuanto llevaba en el bolsillo, besó al mucha- bosques y torrentes; por los senderos solitarios de las montañas,
cho y casi lloraba cuando salimos, y tenía mucha razón para de- solos, por pareja, en grupos, en largas filas, todos con los libros
cirme: bajo el brazo, vestidos de mil modos, hablando miles de lenguas;
–Mira ese chico: ¡cuántas estrecheces para trabajar, y tú que desde las últimas escuelas de Rusia, casi perdida entre los hie-
tienes tantas comodidades todavía te parece duro el estudio! ¡Oh, los, hasta las últimas escuela de Arabia, a la sombra de las pal-
Enrique mío, tiene más mérito su trabajo de un día que todos tus meras; millones y millones de seres que van a aprender, en mil
estudios de un año! ¿A cuál de los dos le deberían dar los prime- formas diversas, las mismas cosas; imagina este vastísimo hor-
ros premios? miguero de niños de mil pueblos, este inmenso movimiento, del
cual formas parte, y piensa; si este movimiento cesase, la huma-
LA ESCUELA nidad caería en la barbarie; este movimiento es el progreso, la
esperanza, la gloria del mundo. Valor, pues, pequeño soldado
VIERNES 28. «SÍ, QUERIDO ENRIQUE; EL ESTUDIO ES DURO PARA TI, del inmenso ejército. Tus libros son tus armas, tu clase es tu
como dice tu madre; no te veo ir a la escuela con aquel ánimo escuadra, el campo de batalla la tierra entera y la victoria la civi-
resuelto y aquella cara sonriente que yo quisiera. Tú eres algo lización humana. ¡No seas un soldado cobarde, Enrique mío!
terco; oye, piensa un poco y considera ¡qué despreciables y esté- Tu padre
EL PEQUEÑO PATRIOTA PADUANO toma más!». Y hacían sonar las monedas sobre la mesa. El muchacho las
(Cuento mensual) tomó todas dando las gracias a media voz, con aire malhumorado, pero
con una mirada por primera vez en su vida sonriente y cariñosa. Después
SÁBADO 29. NO SERÉ UN SOLDADO COBARDE, no; pero iría con más se fue sobre cubierta y permaneció allí, solo, pensando en las vicisitudes de
gusto a la escuela si el maestro nos narrara todos los días un su vida. Con aquel dinero podía tomar algún buen bocado a bordo, des-
cuento como el de esta mañana. Todos los meses, dice, nos con- pués de dos años en que sólo se alimentaba de pan; podría comprarse una
tará uno, nos lo dará escrito y será siempre el relato de una ac- chaqueta apenas desembarcara en Génova, después de dos años que iba
ción buena y verdadera, llevada a cabo por un niño. El pequeño vestido de andrajos, y también, llevando algo a su casa podría tener mejor
patriota paduano se llama el de hoy. Este es: acogida del padre y de la madre. Aquel dinero era para él casi una fortu-
Un navío francés partió de Barcelona, ciudad de España, para na, y en esto pensaba, consolándose, asomado a la claraboya, mientras los
Génova, llevando a bordo franceses, italianos, españoles y suizos. Había, tres viajeros conversaban sentados a la mesa en medio de la cámara de
entre otros, un chico de once años, solo, mal vestido, que permanecía siem- segunda clase. Bebían y hablaban de sus viajes y de los países que habían
pre aislado como un animal salvaje, mirando a todos de reojo. Y tenía visto, y de conversación en conversación comenzaron a hablar de Italia.
razón para mirar así. Hacía dos años que su padre y su madre, labrado- Empezó uno a quejarse de sus fondas, otro de sus ferrocarriles, y después,
res de los alrededores de Padua, le habían vendido al jefe de cierta compa- todas juntos, animándose, hablaron mal de todo. Uno hubiera preferido
ñía de titiriteros, el cual, después de haberle enseñado a hacer varios jue- viajar por la Laponia, otro decía que no había encontrado en Italia más
gos, a fuerza de puñetazos, puntapiés y ayunos, le había llevado a través que estafadores y bandidos; el tercero, que los empleados italianos no sa-
de Francia y España, pegándole siempre y dejándolo con hambre. Llegado bían leer. «Un pueblo ignorante», decía el primero. «Sucio», añadió el
a Barcelona y no pudiendo soportar ya los golpes y el ayuno, reducido a un segundo. «La...», exclamo el tercero y quiso decir ladrón, pero no pudo
estado que inspiraba lástima, se escapó de su carcelero y corrió a pedir acabar la palabra. Una tempestad de monedas cayó sobre sus cabezas y
protección al cónsul de Italia, el cual, compadecido, le había embarcado en sobre el suelo con infernal ruido. Los tres se levantaron furiosos mirando
aquel bajel, dándole una carta para el alcalde de Génova, que debía hacia arriba, y aún recibieron un puñado de monedas en la cara. «Tomen
enviarlo a sus padres, a los padres que lo habían vendido como vil bestia. su dinero», dijo con desprecio el muchacho, asomado a la claraboya: «yo no
El pobre muchacho estaba lacerado y enfermo. Le habían dado billete de acepto limosna de quienes insultan a mi patria».
segunda clase. Todos lo miraban, le preguntaban, pero él no respondía y
parecía que odiaba a todos. ¡Tanto lo habían irritado y entristecido las
privaciones y los golpes! Al fin, tres viajeros, a fuerza de insistencia, con-
siguieron hacerlo hablar, y en pocas palabras, toscamente dichas, mezcla
de español, de francés y de italiano, les contó su historia. No eran italia-
nos aquellos tres viajeros; pero le comprendieron y parte por compasión,
parte por excitación del vino, le dieron algunos pesos, instándole para que
contase más. Habiendo entrado en la cámara en aquel momento algunas
señoras, las tres, por darse tono, le dieron aún más dinero, gritando «Toma,
N
de la pluma azul recogía todo y lo contaba en voz alta:
OVIEMBRE 1. AYER FUI A LA ESCUELA DE NIÑAS que está –¡Ocho, diez, quince! –pero hacía falta más. Entonces llegó
al lado de la nuestra, para darle el cuento del mu- la mayor de todas, dio cincuenta pesos y todas le hicieron una
chacho paduano a la maestra de Silvia, que lo ovación. Pero faltaba aún.
quería leer. ¡Setecientas muchachas hay allí! Cuando llegué em- –Ahora vienen las de cuarto –dijo una.
pezaban a salir, todas muy contentas por las vacaciones de To- Las de la clase cuarta llegaron, y las monedas llovieron. To-
dos los Santos y Difuntos, y ¡qué cosa tan hermosa presencié!... das se arremolinaban, y era un espectáculo hermoso ver a aquel
Frente a la puerta de la escuela, en la otra acera, estaba acodado pobre deshollinador en medio de aquellos vestidos de tantos
en la pared y con la frente apoyada en una mano, un deshollina- colores, de todo aquel círculo de plumas, de lazos y de rizos.
dor pequeño, de cara completamente negra, con su saco y su Ya se había reunido todo, y aún más, y las más pequeñas,
raspador, que lloraba, sollozando amargamente. Dos o tres mu- que no tenían dinero, se abrían paso entre las mayores, llevando
chachas de segundo año se le acercaron y le dijeron: sus ramitos de flores, por darle también algo.
–¿Qué tienes que lloras de esa manera? De allí a un rato acudió la portera gritando:
Pero él no respondía y continuaba llorando. –¡La señora directora!
–Pero, ¿qué tienes? ¿Por qué lloras? –repetían las niñas. Las muchachas escaparon por todos lados, como gorriones,
Y entonces él separó el rostro de la mano, un rostro infantil, a la desbandada, y entonces se vio al pobre deshollinador, solo
y dijo, gimiendo, que había estado en varias casas a limpiar las en medio de la calle, enjugándose los ojos, tan contento, con las
manos llenas de dinero y con ramitos de flores en los ojales de la nobles que no produce la tierra flores bastantes para poderles
chaqueta, en los bolsillos, en el sombrero. colocar sobre sus sepulturas. ¡Tanto se quiere a los niños! Piensa
hoy con gratitud en estos muertos y serás mejor y más cariñoso
EL DÍA DE LOS MUERTOS con todos los que te quieren bien y trabajan por ti, querido y
afortunado hijo mío, que en el día de los difuntos no tienes aún
NOVIEMBRE 2. «ESTE DÍA ESTÁ CONSAGRADO a la conmemoración de que llorar a ninguno!
los difuntos. Sabes tú, Enrique, ¿a qué muertos deben consagrar Tu padre
un recuerdo en este día, ustedes los muchachos? A los que mu-
rieron por los niños. ¡Cuántos han muerto así y cuántos mueren MI AMIGO GARRÓN
todavía! ¿Has pensado alguna vez cuántos padres han consumi-
do su vida en el trabajo, y cuántas madres han muerto extenua- VIERNES 4. NO HAN SIDO MÁS QUE DOS LOS DÍAS de vacaciones, ¡y me
das por las privaciones a que se condenaron para sustentar a sus parece que he estado tanto tiempo sin ver a Garrón! Cuanto más
hijos? ¿Sabes cuántos hombres clavaron un puñal en su corazón le conozco, más le quiero, y lo mismo sucede a los demás, excep-
por la desesperación de ver a sus propios hijos en la miseria, y tuando los arrogantes, aunque a su lado no puede haberlos, por-
cuántas mujeres se suicidaron, murieron de dolor o enloquecie- que él siempre les pone en línea. Cada vez que uno de los mayo-
ron por haber perdido un hijo? Piensa, Enrique, en este día, en res levanta la mano sobre un pequeño, grita éste: «¡Garrón!», y el
todos estos muertos. Piensa en tantas maestras que fallecieron mayor ya no pega. Su padre es maquinista del ferrocarril; él em-
jóvenes, consumidas de tisis por las fatigas de la escuela, por pezó a ir tarde a la escuela porque estuvo enfermo dos años.
amor a los niños, de los cuales no tuvieron valor para separarse; Cualquier cosa que se le pide: lápiz, goma, papel, cortaplumas,
piensa en los médicos que murieron de enfermedades contagio- lo presta o da enseguida; no habla ni ríe en la escuela; está siem-
sas, de las que no se precavían por curar a los niños; piensa en pre inmóvil en su banco demasiado estrecho para él, con la es-
todos aquellos que en los naufragios, en los incendios, en las palda agachada y la cabeza metida entre los hombros; y cuando
hambres, en un momento de supremo peligro cedieron a la in- lo miro, me dirige una sonrisa, con los ojos entornados, como
fancia el último pedazo de pan, la última tabla de salvación, la diciendo: «¿Y bien, Enrique, somos amigos?»
última cuerda para escapar de las llamas, y expiraban satisfechos Da risa verle tan alto y gordo, con su chaqueta, pantalones,
de su sacrificio, que conservaba la vida de un pequeño inocente. mangas y todo demasiado estrecho y excesivamente corto; un
Son innumerables, Enrique, estos muertos. Todo cementerio sombrero que no le cubre la cabeza, el cabello rapado, las botas
encierra centenares de estas santas criaturas, que si pudieran salir grandes y una corbata siempre arrollada como una cuerda. ¡Que-
un momento de la losa, dirían el nombre de un niño al cual sacri- rido Garrón! Basta ver una vez su cara para tomarle cariño. To-
ficaron los placeres de la juventud, la paz y la vejez; los senti- dos los más pequeños quisieran tenerlo por compañero de ban-
mientos, la inteligencia, la vida; esposas de veinte años, hom- co. Sabe muy bien aritmética. Lleva los libros atados con una
bres en la flor de la edad, ancianos octogenarios, jovencillos – correa de cuero encarnado. Tiene un cuchillo con mango de con-
mártires heroicos y oscuros de la infancia– tan grandes y tan cha, que encontró el año pasado en la plaza de Armas, y un día
se cortó un dedo hasta el hueso, pero ninguno se lo notó en la el muchacho de la mano, a hablar con el maestro. Mientras ha-
escuela, ni tampoco rechistó en su casa por no asustar a sus blaba y como todos estábamos callados, el padre de Nobis, que
padres. Deja que le digan cualquier cosa por broma, y nunca se le estaba quitando la capa a su hijo, como acostumbra, desde el
lo toma a mal; pero ¡ay del que le diga «no es verdad» cuando umbral de la puerta oyó pronunciar su nombre y entró a pedir
afirma una cosa! Sus ojos echan chispas entonces, y pega puñe- explicaciones.
tazos capaces de partir el banco. El sábado por la mañana dio –Es este señor –respondió el maestro que ha venido a que-
cinco pesos a uno de la clase de primero superior que lloraba en jarse porque su hijo Carlos, dijo a su niño: «Tu padre es un an-
medio de la calle porque le habían quitado el dinero y no podía drajoso»
ya comprar el cuaderno. Hace ocho días que está trabajando en El padre de Nobis arrugó la frente y se puso algo encarnado.
una carta de ocho páginas, con dibujos a pluma en los márgenes, Después preguntó a su hijo:
para el día del santo de su madre, que viene a menudo a buscar- –¿Has dicho esa palabra?
le, y es alta y gruesa como él. El maestro está siempre mirándo- El hijo, de pie en medio de la sala, con la cabeza baja delan-
le, y cada vez que pasa a su lado le da palmaditas en el cuello te del pequeño Beti, no respondió. Entonces el padre lo agarró
cariñosamente. Yo le quiero mucho. Estoy contento cuando es- de un brazo, le hizo avanzar más enfrente de Beti, hasta el punto
trecho su mano, grande como la de un hombre. Estoy seguro de de que casi se tocaban, y dijo:
que arriesgaría su vida por salvar la de un compañero, y que –¡Pídele perdón!
hasta se dejaría matar por defenderlo; se ve tan claro en sus ojos El carbonero quiso interponerse, diciendo:
y se oye con tanto gusto el murmullo de aquella voz, que se –¡No, no!
siente que viene de un corazón noble y generoso. Pero el señor no lo consintió, y volvió a decir a su hijo:
–Pídele perdón. Repite mis palabras: «Yo te pido perdón de
EL CARBONERO Y EL SEÑOR la palabra injuriosa, insensata e innoble que dije contra tu padre,
al cual el mío tiene mucho honor en estrechar su mano».
LUNES 7. NO HABRÍA DICHO NUNCA GARRÓN, seguramente, lo que El carbonero hizo el ademán de decir: «No quiero». El señor
dijo ayer por la mañana Carlos Nobis a Beti. Carlos es muy orgu- no lo consintió, y su hijo dijo lentamente, con voz cortada, sin
lloso, porque su padre es un gran señor; un señor alto, con barba alzar los ojos del suelo:
negra, muy serio, que va casi todos los días para acompañar a su –Yo te pido perdón... de la palabra injuriosa..., insensata...,
hijo. Ayer por la mañana Nobis se peleó con Beti, uno de los innoble que dije contra tu padre, al cual el mío... tiene en mucho
más pequeños, hijo de un carbonero, y no sabiendo ya qué repli- honor estrechar su mano...
carle porque no tenía razón, le dijo en voz alta: Entonces el señor dio la mano al carbonero, que se la estre-
–Tu padre es un andrajoso. chó con fuerza, y después, de un empujón repentino, echó a su
Beti se puso rojo y no dijo nada; pero se le saltaron las lágri- hijo entre los brazos de Carlos Nobis.
mas y cuando fue a su casa se lo contó a su padre, y el carbonero, –Hágame el favor de ponerlos juntos –dijo el caballero al
hombre muy pequeño y muy negro, fue a la clase de la tarde con maestro.
Este puso a Beti en el banco de Nobis. Cuando estuvieron calzado. Y nunca están atentos. Un moscardón que entre por la
en su sitio, el padre de Carlos saludó y salió. ventana les distrae. En el verano llevan a la escuela ciertos in-
El carbonero se quedó un momento pensativo, mirando a sectos que echan a volar y que caen en los tinteros y que des-
los muchachos reunidos; después se acercó al banco y miró a pués salpican de tinta los libros. La maestra tiene que hacer de
Nobis, con expresión de cariño y de remordimiento, como si mamá, ayudarlos a vestir, cortarles las uñas, recoger las gorras
quisiera decirle algo, pero no dijo nada; alargó la mano para ha- que tiran, cuidar de que no cambien los abrigos, porque si no,
cerle una caricia, pero tampoco se atrevió, contentándose con después rabian y chillan. ¡Pobre maestra! ¡Y aún van las mamás
tocarle la frente con sus toscos dedos. Después se acercó a la a quejarse!
puerta, y, volviéndose aún una vez más para mirarlo, desapare- –«¿Cómo es, señora, que mi hijo ha perdido su lapicera?
ció. ¿Cómo es que el mío no aprende nada? ¿Por qué no da un pre-
–Recuerden lo que han visto dijo el maestro ésta es la mejor mio al mío, que sabe tanto? ¿Por qué no hace quitar del banco
lección del año. aquel clavo que ha roto los pantalones de mi Pedro?».
Alguna se incomoda con los muchachos, como la maestra
LA MAESTRA DE MI HERMANO de mi hermano, y cuando no puede más, se muerde las uñas por
no pegar una cachetada; pierde la paciencia, pero después se
JUEVES 10. EL HIJO DEL CARBONERO FUE ALUMNO de la maestra arrepiente y acaricia al niño a quien ha regañado; echa a un
Delcati, que ha venido hoy a ver a mi hermano enfermo, y nos pequeñuelo de la escuela, pero saliéndosele las lágrimas, y des-
ha hecho reír contando que la mamá de aquel niño, hace dos ahoga su cólera con los padres que privan de la comida a los
años, le llevó a su casa una gran cesta de carbón, en agradeci- niños por castigo. La maestra Delcati es joven y alta; viste bien;
miento a que le había dado una medalla a su hijo, y porfiaba la es morena y vivaz, y lo hace todo como movida por un resorte;
pobre mujer porque no quería llevarse el carbón a su casa, y casi se conmueve por cualquier cosa, y habla entonces con mucha
lloraba, cuanto tuvo que volverse con la cesta llena. Nos hemos ternura.
entretenido mucho oyéndola, y gracias a ella trago mi hermano –¿Pero al menos los niños la quieren? –le preguntó mi ma-
una medicina que al principio no quería. ¡Cuánta paciencia de- dre.
ben tener con los niños de la primera enseñanza elemental, sin –Mucho respondió–; pero después, concluido el curso, la
dientes, como los que no pronuncian la erre ni la ese! Ya tose mayor parte ni me mira. Cuando están con los profesores casi se
uno, ya otro sangra por las narices, uno pierde los zapatos deba- avergüenzan de haber estado conmigo, con una maestra. Des-
jo del banco, otro chilla porque se ha pinchado con la lapicera, y pués de dos años de cuidados, después de que se ha querido
llora aquél por otra causa. ¡Reunir cincuenta en la clase, con tanto a un niño, nos entristece separarnos de él; pero se dice
aquellas manecitas de manteca y tener que enseñar a escribir a una: «¡Oh! Desde ahora en adelante me querrá mucho». Pero
todos! Ellos llevan en los bolsillos terrones de azúcar, botones, pasan las vacaciones, vuelven a la escuela, corremos a su en-
tapones de botella, ladrillo hecho polvo, toda clase de menuden- cuentro. Y vuelve la cabeza a otro lado.
cias, que la maestra les busca pero que esconden hasta en el Al decir esto, la maestra se detiene.
–Pero tú no lo harás así, hermoso –dice después mirando peta a su madre aún tiene algo de honrado y noble en su cora-
fijamente a mi hermano y besándole–; tú no volverás la cabeza a zón; el mejor de los hombres que la hace sufrir o la ofende no es
otro lado, ¿no es verdad? ¿No renegarás de tu amiga? más que una miserable criatura. Que no salga nunca de tu boca
una palabra dura para la que te ha dado el ser. Y si alguna se te
MI MADRE escapa, no sea el temor a tu padre, sino un impulso del alma lo
que te haga arrojarte a sus pies, suplicándole que con el beso del
JUEVES 10, «¡EN PRESENCIA DE LA MAESTRA DE TU HERMANO, faltaste perdón borre de tu frente la mancha de la ingratitud. Yo te quie-
el respeto a tu madre! ¡Que esto no suceda más, Enrique! Tu ro, hijo mío; tú eres la esperanza más querida de mi vida, pero
palabra irreverente se me ha clavado en el corazón como un me has entristecido.
dardo. Piensa en tu madre, cuando años atrás estaba inclinada Tu padre
toda la noche sobre tu cama, midiendo tu respiración, llorando
lágrimas de angustia y apretando los dientes de terror, porque MI COMPAÑERO CORETA
creía perderte y temía que le faltara la razón; y con este pensa-
miento experimentarás cierta especie de terror hacia ti. ¡Tú, ofen- DOMINGO 13. MI PADRE ME PERDONÓ, pero me quedé un poco tris-
der a tu madre, que daría un año de felicidad por quitarte una te, y mi madre me mandó a dar un paseo con el hijo mayor del
hora de dolor, que pediría una limosna por ti, que se dejaría matar portero. A mitad del paseo, pasando junto a un carro parado
por salvar tu vida! Oye, Enrique, fija bien en la mente este pen- delante de una tienda, oí que me llamaban por mi nombre y me
samiento. Considera que te esperan en la vida muchos días terri- volví. Era Coreta, mi compañero, con su chaqueta de punto co-
bles; el más terrible de todos será el día en que pierdas a tu ma- lor chocolate y su gorra de piel, sudando y alegre, tenía una car-
dre. Mil veces, Enrique, cuando ya seas hombre fuerte y proba- ga de leña sobre sus hombros. Un hombre, de pie en el carro, le
do en toda clase de contrariedades, tú la invocarás, oprimido tu echaba una brazada de leña y él la recibía y la llevaba a la tienda
corazón de un deseo inmenso de volver a oír su voz y de volver de su padre, donde de prisa y corriendo la amontonaba.
a sus brazos abiertos para arrojarte en ellos sollozando, como –¿Qué haces, Coreta? –le pregunté.
pobre niño sin protección y sin consuelo. ¡Cómo te acordarás –¿No lo ves? –respondió tendiendo los brazos para tomar la
entonces de todas las amarguras que le hayas causado, y con qué carga–; repaso la lección.
remordimiento, le contarás todas! No esperes tranquilidad en tu Me reí. Pero él hablaba en serio, y después de tomar el atado
vida si has afligido a tu madre. Tú te arrepentirás, le pedirás de leña, empezó a decir corriendo:
perdón, venerarás su memoria inútilmente; la conciencia no te –Llámanse accidentes del verbo..., sus variaciones según el
dejará vivir en paz. número..., según el número y la persona... –Y después, echando
Aquella imagen dulce y buena tendrá siempre en ti una ex- la leña y amontonándola–: Según el tiempo..., según el tiempo a
presión de tristeza y reconvención que torturará tu alma. ¡Oh, que se refiere la acción... –y volviéndose al carro a tomar otra
Enrique, mucho cuidado! Este es el más sagrado de los afectos brazada–: Según el modo con que la acción se enuncia.
humanos. ¡Desgraciado del que lo profane! El asesino que res- Era nuestra lección de gramática para el día siguiente.
–¿Qué quieres? –me dijo–; aprovecho el tiempo. Mi padre –¡Ah, el café que se va...! –gritó de repente, y corrió a la
se ha ido a la calle con el muchacho para un negocio. Mi madre hornilla a quitar la cafetera del fuego–. Es el café para mamá –
está enferma. Me toca a mí descargar. Entretanto, repaso gramá- dijo–; me ha sido preciso aprender a hacerlo. Espera un poco y
tica. Y hoy es una lección difícil. No acabo de metérmela en la se lo llevaremos; así te verá y tendrá mucho gusto... Hace siete
cabeza. Mi padre me ha dicho que estará aquí a las siete para días que está en la cama. ¡Accidentes del verbo! Siempre me
pagarle a usted –dijo después al hombre del carro. quemo los dedos con esta cafetera. ¿Qué hay que añadir des-
–Entra un momento en la tienda –me dijo Coreta. pués de las mochilas de los soldados? Hace falta más, y no lo
Entré. Era una habitación llena de montones de haces de recuerdo. Ven a ver a mamá.
leña, con una balanza a un lado. Abrió la puerta y entramos en otro cuarto pequeño. La mamá
–Hoy es día de mucho trabajo, te lo aseguro –añadió Coreta–. de Coreta estaba en una cama grande, con un pañuelo en la ca-
Tengo que hacer mi obligación a ratos y como pueda. Estaba beza.
escribiendo los apuntes, y ha venido gente a comprar. Me he –Aquí está el café, madre –dijo Coreta alargando la taza–.
vuelto a poner a escribir, y llegó el carro. Esta mañana he ido ya Conmigo viene un compañero de escuela.
dos veces al mercado de la leña, en la plaza de Venecia. Tengo –¡Cuánto me alegro! –me dijo la señora–. Viene a visitar a
las piernas que ya no las siento y las manos hinchadas. ¡Lo único los enfermos, ¿no es verdad?
que me falta es tener que hacer algún dibujo! Entretanto Coreta arreglaba la almohada detrás de la espal-
Y mientras, barría las hojas secas y las pajillas que rodeaban da de su madre.
el montón. –¿Quiere usted algo, madre? –preguntó después tomando la
–¿Pero dónde estudias Coreta? –le pregunté. taza–. Le he puesto dos cucharitas de azúcar. Cuando no haya
–No aquí, ciertamente –respondió–; ven a verlo. –Y me lle- nadie haré una escapada a la farmacia. La leña ya está descarga-
vó a una habitación dentro de la tienda, que servía de cocina y da. A las cuatro pondré el puchero como lo ha dicho usted, y
de comedor, y en un lado una mesa en donde estaban los libros, cuando pase la mujer de la manteca le daré sus ocho pesos. Todo
los cuadernos y el trabajo empezado–. Precisamente aquí –dijo–. se hará; no se preocupe usted por nada.
Y tomando la pluma se puso a escribir con su hermosa letra: –Gracias, hijo –respondió la señora–. ¡Pobre hijo mío! ¡Está
«con el cuero se hacen...» en todo!
–¿No hay nadie? –se oyó gritar en aquel momento en la tien- Quiso que tomara un terrón de azúcar y después Coreta me
da. enseñó un cuadrito, el retrato en fotografía de su padre, vestido
–¡Allá voy! –respondió Coreta. Y saltó de allí, pesó los ha- de soldado, con la Cruz al Valor que ganó en 1886, en la división
ces, tomó el dinero, corrió a un lado para apuntar la venta en un del entonces príncipe Humberto. Tenía la misma cara del hijo,
cartapacio y volvió a su trabajo, diciendo: con sus ojos vivos y su sonrisa alegre. Volvimos a la cocina.
–A ver si puedo concluir la tarea... –Ya he recordado lo que faltaba –dijo Coreta, y añadió en el
Y escribió: «Las bolsas de viaje y las mochilas para los sol- cuaderno: «Se hacen también las guarniciones para los caballos».
dados». Lo que queda lo escribiré esta noche, estando levantado hasta
más tarde. ¡Feliz tú que tienes todo el tiempo que quieras para de segundo. Coato, un hombrón con mucho cabello y muy cres-
estudiar, y aún te sobra para ir a paseo! po, gran barba negra, ojos grandes y oscuros, y una voz de true-
Y con alegría, volvió a la tienda, comenzó a poner pedazos no, amenaza siempre a los niños con hacerlos pedazos y llevar-
de leña sobre la balanza y a partirlos luego por la mitad, dicien- los de las orejas a la dirección, y tiene siempre el semblante adus-
do: to, pero jamás castiga a nadie, y antes bien sonríe detrás de su
–¡Esto es gimnasia! Más que el ejercicio de pesas. Quiero barba, sin delatarse. Ocho son los maestros, incluyendo tam-
que mi padre encuentre toda esta leña partida cuando vuelva a bién el suplente, pequeño y sin barba, que parece un chiquillo,
casa; eso le gustará mucho. Lo malo es que, después de este los van a presenciar. Hay un maestro, el de la clase cuarta, cojo,
trabajo, hago unas tés y unas eles que parecen serpientes, según arropado en una gran bufanda de lana, siempre lleno de dolores.
dice el maestro. ¿Qué he de hacer? Le diré que he tenido que Otro de la cuarta clase es viejo, muy canoso, y ha sido profesor
mover los brazos. Lo que importa es que mi madre se ponga de no videntes. Hay otro muy bien vestido, con lentes, bigotito
pronto bien. Hoy, gracias a Dios, está mejor. La gramática la rubio y que llaman el abogadito, porque siendo ya maestro se
estudiaré mañana, antes de ir a la escuela. ¡Ah, ahora viene el hizo abogado, cursó la licenciatura y compuso un libro para en-
carro con los troncos! ¡Al trabajo! señar a escribir cartas. En cambio, el que enseña gimnasia tiene
Un carro cargado de leña se detuvo delante de la puerta de tipo de soldado; ha servido con Garibaldi y se le ve en el cuello
la tienda. Coreta salió fuera a hablar con el hombre, y volvió la cicatriz de una herida de sable que recibió en la batalla de
después. Milazo. El director, en fin, es alto, calvo, usa lentes de oro, su
–Ahora no puedo hacerte compañía –me dijo–. Hasta ma- barba gris le llega hasta el pecho; está vestido de negro y va
ñana. Has hecho bien en venir a buscarme. ¡Buen paseo te has siempre abotonado hasta la barba; es tan bueno con los mucha-
dado! ¡Feliz tú que puedes! chos, que cuando entran todos temblando en la dirección, lla-
Y dándome la mano, corrió a tomar el primer tronco, y vol- mados para echarles un regaño, no les grita, sino que les toma
vió a hacer sus viajes del carro a la tienda, con su cara fresca por las manos y les hace estas reflexiones: que no deben obrar
como una rosa bajo su gorro de piel, y tan vital que daba gusto así; que es menester que se arrepientan; que prometan ser bue-
verlo. nos, y habla con tan suaves modos y con una voz tan dulce que
«¡Feliz tú!», me dijo él. ¡Ah, no Coreta, no! Tú eres más feliz; todos salen con los ojos húmedos y más corregidos que si los
tú porque estudias y trabajas más; porque eres más útil a tu pa- hubiesen castigado. ¡Pobre director! El está siempre el primero
dre y a tu madre; porque eres mejor, cien veces mejor que yo, en su puesto por las mañanas para esperar a los alumnos y dar
querido compañero. audiencia a los padres, y cuando los maestros se han ido ya a sus
casa, da aún una vuelta alrededor de la escuela, para cuidar de
EL DIRECTOR que los niños no se cuelguen en la trasera de los coches, no se
entretengan por las calles en sus juegos, o en llenar los bolsones
VIERNES 18. CORETA ESTABA MUY TEMPRANO esta mañana porque de arena o de piedras; y cada vez que se presenta en una esqui-
iba a presenciar los exámenes mensuales su maestro de la clase na, tan alto y tan negro, bandadas de muchachos escapan en
todas direcciones, dejando allí los objetos de juego, y él les ame- cartera. Nosotros estábamos en un grupo, en la acera, mirando.
naza con el índice desde lejos, en su aire afable y triste. Garrón, oprimido entre su estrecha ropa, mordía un pedazo de
–Nadie le ha visto reír –dice mi madre–, desde que murió su pan; Votino, aquel tan elegantito, que siempre está quitándose
hijo, que era voluntario del ejército, y tiene siempre a la vista su las motas; Precusa, el hijo del forjador, con la chaqueta de su
retrato sobre la mesa. padre; el calabrés; el albañilito; Grosi, el hijo del capitán de arti-
No quería seguir trabajando después de esta desgracia; ha- llería y que ahora anda con muletas. Franti se echó a reír de un
bía escrito ya su pedido de jubilación al Ayuntamiento, y tenía la soldado que cojeaba. De pronto sintió una mano sobre el hom-
carta siempre sobre la mesa, dilatando el mandarla día en día, bro; se volvió: era el director.
porque le apenaba dejar a los niños. –Oyeme –le dijo al punto–, burlándose de un soldado cuan-
Pero el otro día parecía decidido, y mi padre, que estaba con do está en las filas, cuando no puede vengarse ni responder, es
él en la dirección, le decía: «¡Es lástima que usted se vaya, señor como insultar a un hombre atado; es una villanía.
director!» cuando entró un hombre a matricular su chico que Franti desapareció. Los soldados pasaban de cuatro en cua-
pasaba de un colegio a otro, porque se había mudado de casa. Al tro, sudorosos y cubiertos de polvo, y las puntas de las bayone-
ver aquel niño, el director hizo un gesto de asombro, lo miró un tas resplandecían con el sol. El director dijo:
poco más detenidamente, miró el retrato que tenía sobre la mesa –Deben querer mucho a los soldados. Son nuestros defen-
y volvió a mirar al muchacho sentándole sobre su rodillas, y ha- sores. Ellos irían a hacerse matar por nosotros si mañana un ejér-
ciéndole levantar la cara. Aquel niño se parecía mucho a su hijo cito extranjero amenazase nuestro país. Son también muchachos,
muerto. El director dijo: pues tienen pocos más años que ustedes, y también van a la
–Está bien. escuela; hay entre ellos pobres y ricos, como entre ustedes, y
Hizo la matrícula, despidió al padre y al hijo, y se quedó vienen también de todas partes de Italia. Veánlos, casi se les
pensativo. puede reconocer por la cara: pasan sicilianos, sardos, napolitanos,
–¡Es lástima que usted se vaya! –repitió mi padre. Y enton- lombardos. Este es un regimiento veterano, de los que han com-
ces el director tomó su solicitud de jubilación, la rompió en dos batido en 1848. Los soldados no son ya aquéllos, pero la bande-
pedazos y dijo: ra es siempre la misma. ¡Cuántos habrán muerto por la patria
–¡Me quedo!... alrededor de esa bandera veterana, antes que ustedes nacieron!
¡Ahí viene! –dijo Garrón. Y en efecto, se veía ya cerca la
LOS SOLDADOS bandera, que sobresalía por encima de la cabeza de los soldados.
–Hagan una cosa, hijos –dijo el director–: saluden con res-
MARTES 23. SU HIJO ERA VOLUNTARIO DEL EJÉRCITO cuando murió; peto la bandera tricolor.
por eso el director va siempre a la plaza a ver pasar los soldados La bandera, llevada por un oficial, pasó delante de nosotros,
cuando salimos de la escuela. Ayer pasaba un regimiento de in- rota y descolorida, con sus corbatas sobre el asta. Todos a un
fantería y cincuenta muchachos se pusieron a saltar alrededor de tiempo llevamos la mano a las gorras. El oficial nos miró son-
la música, cantando y llevando el compás con las reglas sobre la riendo y nos devolvió el saludo con la mano.
–¡Bien, muchachos! –dijo uno detrás de nosotros. Nos vol- entra en la escuela, busca en seguida por dónde anda y no se
vimos al verle: era un anciano que llevaba en el ojal de la levita va nunca sin decir: «¡Adiós, Garrón!». Y lo mismo hace Ga-
la cinta azul de la campana de Crimea; un oficial retirado–. ¡Bra- rrón con él. Cuando a Nelle se le cae el lápiz o un libro deba-
vo! han hecho una cosa que les enaltece. jo del banco, en seguida, para que no tenga el trabajo de aga-
Entretanto, la banda del regimiento volvía por el fondo de charse, Garrón se inclina y les recoge, y después le ayuda a
la plaza, rodeada de una turba de chiquillos, y cien gritos alegres arreglarse el traje y a ponerse el abrigo. Por esto Nelle le quie-
acompañaban los sonidos de las trompetas, como un canto de re mucho, le está siempre mirando, y cuando el maestro lo
guerra. celebra, se pone tan contento como si lo celebrase a él. Nelle,
–¡Bravo! –repitió el ex–oficial mirándonos–. El que de al fin tuvo que decírselo todo a su madre: las burlas de los
pequeño respeta la bandera, sabrá defenderla cuando sea ma- primeros días, lo que le hacían sufrir, y después el compañero
yor. que lo defendió y a quien tomó tanto cariño: debe habérselo
dicho por lo que sucedió esta mañana. El maestro me mandó
EL PROTECTOR DE NELLE llevar al director el programa de la lección media hora antes
de la salida, y yo estaba en su despacho cuando entró la mamá
MIÉRCOLES 28. TAMBIÉN NELLE, el pobre jorobadito, miraba ayer a de Nelle, y dijo:
los militares, pero de un modo, como pensando: «¡Yo no podré –Señor director, ¿hay en la clase de mi hijo un niño que se
nunca ser soldado!». Es bueno y estudia, pero está demacrado y llama Garrón?
pálido, y le cuesta trabajo respirar. Lleva siempre un largo delan- –Sí, hay –respondió el director.
tal de tela negra lustrosa. Su madre es una señora pequeña y –¿Quiere usted tener la bondad de hacerle venir aquí un
rubia, vestida de negro, que viene siempre a recogerle a la salida, momento, porque tengo que decirle algunas palabras?
para que no salga en tropel con los demás, y le acaricia. En los El director llamó al portero y lo mandó al aula. Un minuto
primeros días, porque tiene la desgracia de ser jorobado, muchos después llego muy asombrado a la puerta Garrón, con su cabeza
niños se burlaban de él y le pegaban en la espalda con bolsones, grande y rapada. Apenas lo vio la señora corrió, a su encuentro
pero él nunca se enfadaba ni decía nada a su madre, por no darle le echó los brazos al cuello y le dio muchos besos en la cabeza,
el disgusto de que supiera que se mofaban de él, y callaba y diciendo:
lloraba, apoyando la frente sobre el bando. Pero una mañana se –¡Tú eres Garrón, el amigo de mi hijo, el protector de mi
levantó Garrón y dijo: pobre niño; eres tú, querido, tú, hermoso?...
–¡Al primero que toque a Nelle, le doy un golpazo que le Después busco precipitadamente en sus bolsillos y no en-
hago dar tres vueltas! contrando nada en ellos, se arrancó del cuello una cadena con
Franti no hizo caso y recibió el golpazo y dio las tres vuel- una crucecita y la colgó del de Garrón, por debajo de la corbata,
tas, y desde entonces ninguno tocó más a Nelle. El maestro y añadió:
lo puso en el mismo banco de Garrón. Así se hicieron muy –¡Tómala, llévala en recuerdo mío, querido, en recuerdo de
amigos, y Nelle ha tomado mucho cariño a su amigo. Apenas la madre de Nelle, que te agradece y te bendice!
–¿Qué haces aquí? –le preguntó el oficial, parando el caballo–. ¿Por El muchacho se encaramó como un gato.
qué no has huido con tu familia? –¡Miren delante de ustedes! –gritó el oficial a los soldados. En pocos
–Yo no tengo familia –respondió el muchacho–. Soy huérfano. Tra- momentos el muchacho estuvo en la copa del árbol, abrazado al tronco, con
bajo al servicio de todos. Me he quedado aquí para ver la guerra. las piernas entre las hojas, pero con el pecho descubierto. Su rubia cabeza
–¿Has visto a los austríacos? resplandecía con el sol pareciendo oro. El oficial apenas lo veía; tan peque-
–No, desde hace tres días. ño resultaba allí arriba.
El oficial se quedó un poco pensativo; después se apeó del caballo, y Mira hacia el frente y muy lejos –gritó el oficial.
dejando los soldados allí vueltos hacia el enemigo, entró en la casa y subió El chico para ver mejor sacó la mano derecha, que apoyaba en el
hasta el tejado; no se veía más que un pedazo de campo. «Es necesario árbol, y se la puso sobre los ojos a manera de pantalla.
subir a los árboles», pensó el oficial y bajó. Precisamente delante de la era –¿Qué ves? –preguntó el oficial.
se alzaba un fresno altísimo y flexible cuya cumbre casi se mecía en las El muchacho inclinó la cara hacia él, y haciendo portavoz de su mano,
nubes. El oficial estuvo por momentos indeciso, mirando ya el árbol, ya a respondió:
los soldados; después, de pronto, preguntó al muchacho –Dos hombres a caballo en lo blanco del camino.
–¿Tienes buena vista, chico? –¿A qué distancia de aquí?
–¿Yo? –respondió el muchacho–. Yo veo un gorrioncito aunque esté a –Media legua.
dos leguas. –¿Se mueven?
–¿Sabrías subir a la copa de aquel árbol? –Están parados.
–¿A la copa de aquel árbol, yo? En medio minuto me subo. –¿Qué otra cosa ves? –preguntó el oficial después de un instante de
–¿Y sabrás decirme lo que veo desde allí arriba, si son soldados silencio–. Mira a la derecha.
austríacos, nubes de polvo, fusiles, caballos? –Cerca del cementerio, entre los árboles, hay algo que brilla; parecen
–Seguro que sí. bayonetas –declaró el pequeño.
–¿Qué quieres por prestarme este servicio? –¿Ves gente?
–¿Qué quiero? –dijo el muchacho sonriendo–. Nada. ¡Vaya una –No; estarán escondidos entre los sembrados.
cosa! ¡Si fuera por los alemanes, entonces por ningún precio; pero por los En aquel momento, un silbido de bala agudísimo se sintió por el aire
nuestros... ¡Si soy lombardo!. y fue a perderse a lo lejos, detrás de la casa.
–Bien, súbete, pues. –¡Bájate muchacho! –gritó el oficial–. Te han visto. Yo quiero saber
–Espere que me quite los zapatos más. Vente abajo.
Se quitó el calzado, se apretó el cinturón, echó al suelo la gorra y se –Yo no tengo miedo –respondió el chico.
abrazó al tronco del fresno. –¡Baja!... –repitió el oficial–. ¿Qué va a la izquierda?
–Pero mira... –exclamó el oficial, intentando detenerlo como sobreco- –¿La izquierda?
gido por repentino temor. El muchacho volvió la cabeza a la izquierda. En aquel momento
El muchacho se volvió a mirarlo con sus oros azules, en actitud interrogante. otro silbido más agudo y más bajo hendió los aires. El muchacho se ocultó
–Nada –dijo el oficial–: sube. todo lo que pudo.
–¡Vamos! –exclamó–; ¡la han tomado conmigo! Permanecieron aún un rato silenciosos; después el oficial se volvió al
La bala le había pasado muy cerca. sargento y le dijo:
¡Abajo! –gritó el oficial con energía y furioso. –Mandaremos que lo recoja la ambulancia. Ha muerto como solda-
–En seguida bajo –respondió el niño–, el árbol me resguarda; no do, y como soldado debemos enterrarlo. –Dicho esto, dio al muerto un beso
tema. ¿A la izquierda quiere usted saber? en la frente y gritó–: ¡A caballo!
–A la izquierda –respondió el oficial pero baja. Todos se aseguraron en las sillas, reunióse la sección y volvió a em-
–A la izquierda –respondió el chico girando el cuerpo hacia aquella prender la marcha.
parte donde hay una capilla, me parece ver... Pocas horas después, el pobre muerto tuvo los honores de guerra.
Un tercer silbido pasó por lo alto, y en seguida se vio al muchacho Al ponerse el sol, toda la línea de las avanzadas italianas se dirigía
caer, deteniéndose un punto en el tronco y en las ramas, y precipitándose hacia el enemigo, y por el mismo camino que recorrió por la mañana la
después de cabeza con los brazos abiertos. sección de caballería, caminaba en dos filas un bravo batallón de cazado-
–¡Maldición! –gritó el oficial acudiendo. res, el cual pocos días antes había regado valerosamente con su sangre el
El chico cayó a tierra de espaldas y quedó tendido con los brazos collado de San Martino. La noticia de la muerte del muchacho había
abiertos, boca arriba; un arroyo de sangre le salió del pecho, a la izquier- corrido ya entre los soldados antes de que dejaran sus campamentos. El
da. El sargento y dos soldados se apearon de sus caballos; el oficial se camino, flanqueado por un arroyuelo, pasaba a pocos pasos de distancia
agachó y le separó la camisa: la bala le había entrado en el pulmón iz- de la casa. Cuando los primeros oficiales del batallón vieron el pequeño
quierdo. cadáver tendido al pie del fresno y cubierto con la bandera tricolor, lo
–Está muerto –exclamó el oficial. saludaron con sus sables, y uno de ellos se inclinó sobre la orilla del arro-
–¡No; vive! –replicó el sargento. yo, que estaba muy florecida, arrancó las flores y se las echó. Entonces
–¡Ah, pobre niño, valiente muchacho! –gritó el oficial– ¡Animo, áni- todos los soldados, conforme iban pasando, cortaban flores y las arroja-
mo! ban al muerto. En pocos momentos el muchacho se vio cubierto de flores, y
Pero mientras decía «ánimo» y le oprimía el pañuelo sobre la herida, los soldados le dirigían todos sus saludos al parar. «¡Bravo, pequeño
el muchacho movió los ojos e inclinó la cabeza: había muerto. El oficial lombardo! ¡Adiós, niño! ¡Adiós rubio! ¡Viva! ¡Bendito seas! ¡Adiós!»
palideció y lo miró fijo un minuto; después le arregló la cabeza sobre la Un oficial le puso su cruz roja, otro le besó en la frente, y las flores
hierba, se levantó y estuvo otro instante mirándolo. continuaban lloviendo sobre sus desnudos pies, sobre el pecho ensangrenta-
También el sargento y los dos soldados, inmóviles, lo miraban; los do, sobre la rubia cabeza. Y él parecía dormido en la hierba, envuelto en
demás estaban vueltos hacia el enemigo. la bandera con el rostro pálido y casi sonriente, como si oyese aquellos
–¡Pobre muchacho! –repitió tristemente el oficial–. ¡Pobre y valiente saludos y estuviese contento de haber dado la vida por su patria.
niño!
Luego se acercó a la casa, quitó de la ventana la bandera tricolor y la LOS POBRES
extendió como paño fúnebre sobre el pobre muerto, dejándole la cara des-
cubierta. El sargento acercó al lado del muerto los zapatos, la gorra, el MARTES 29. «DAR LA VIDA POR LA PATRIA, como el pequeño lombardo,
botón y el cuchillo. es una virtud; pero no olvides tampoco, hijo mío, otras virtudes
menos brillantes. Esta mañana, yendo delante de mí cuando no tienen qué comer, como fieras perdidas en un desierto! ¡Oh,
volvíamos de la escuela, pasaste junto a una mujer pobre que Enrique; no pases nunca más delante de una madre que pide
tenía sobre sus rodillas a un niño extenuado y pálido, y que te limosna, sin dejarle una ayuda en la mano!
pidió limosna. Tú la miraste y no le diste nada, y quizá llevabas Tu padre
dinero en el bolsillo. Escucha, hijo mío. No te acostumbres a
pasar con indiferencia delante de la miseria que tiende la mano,
y mucho menos delante de una madre que pide limosna para su
hijo. Piensa en que quizá aquel niño tuviera hambre; piensa en la
desesperación de aquella mujer. Imagínate el desesperado sollo-
zo de tu madre, si un día te dijera: «Enrique hoy no puedo darte
ni un pedazo de pan». O cuando yo doy unos pesos a un pobre,
y éste me dice: «¡Dios le dé salud a usted y a sus hijos!», tú no
puedes comprender la dulzura que siento en mi corazón con
aquellas palabras, y la gratitud que aquel pobre me inspira. Me
parece que, con aquel buen presagio, voy a conservar mi salud y
tú la tuya por mucho tiempo, y vuelvo a casa pensando: «¡Oh,
aquel pobre me ha dado más de lo que yo le he dado a él! Pues
bien, haz tú por oír alguna vez augurios análogos, provocados,
merecidos por ti; saca de vez en cuando monedas de tu bolsillo
para dejarlas caer en la mano del viejo necesitado, de la madre
sin pan, del niño sin madre. A los pobres les gusta la limosna de
los miles, porque no les humilla, y porque los niños, que necesi-
tan de todo el mundo, se les parecen. He aquí por qué siempre
hay pobres en la puerta de las escuelas. La limosna del hombre
es acto de caridad, pero la del niño, al mismo tiempo, es caricia.
¿Comprendes? Es como si de su mano cayeran a la vez un soco-
rro y una flor. Piensa en que a ti no te falta nada, mientras que a
ellos les falta todo; mientras que tú ambicionas ser feliz, ellos
con vivir se contentan. Piensa que es un honor que en medio de
tantos palacios, en las calles por donde pasan carruajes y niños
vestidos de terciopelo, haya mujeres y niños que no tienen qué
comer. ¡No tener qué comer, Dios mío! ¡Niños como tú, como
tú, buenos; inteligentes como tú, en medio de una gran ciudad
J
Mi padre, haciendo como que leía el periódico, le escuchaba y se
UEVES 1º. MI PADRE QUIERE QUE CADA DÍA DE FIESTA haga divertía. Siempre lleva los bolsillos llenos de sus pequeñas mer-
venir a casa uno de mis compañeros, o que vaya a bus- cancías, que cubre con una larga capa negra, y parece que está
carlo para hacerme poco a poco, amigo de todos. El continuamente pensativo y muy ocupado, como los comercian-
domingo fui a pasear con Votino; aquel tan bien vestido, que se tes. Pero lo que le gusta más que todo es su colección de sellos,
está siempre arreglando y que tiene tanta envidia de Derossi. éste es su tesoro, y habla siempre de él como si debiese sacar de
Hoy ha venido a casa Garofi; aquel alto y delgado, con la nariz aquí una fortuna. Los compañeros le creen avaro y usurero. Yo
de pico de loro y los ojos pequeños y vivos, que parecen son- no pienso así. Le quiero bien; me enseña muchas cosas y me
dearlo todo. Es hijo de un boticario. Es muy original; cuenta parece un hombre. Coreta dice que Garofi no daría sus sellos ni
muy de prisa con los dedos, y verifica cualquier multiplicación por la vida de su madre. Mi padre no lo cree: «Espera aún para
sin necesidad de tabla pitagórica. Hace sus economías, y tiene juzgarle, tiene la pasión por los sellos, pero su corazón es bue-
una libreta de la Caja de Ahorros escolar. Es desconfiado, no no».
gasta nunca un centavo, y si se le cae una moneda debajo del
banco, es capaz de pasarse la semana buscándola. «Es como la VANIDAD
urraca», dice Derossi. Todo lo que encuentra, plumas gastadas,
sellos usados, alfileres, cerillas, todo lo recoge. Hace más de dos LUNES 5. AYER FUI A PASEAR POR LA ALAMEDA de Rívoli con Votino y
años que colecciona sellos y tiene ya centenares de todos los su padre. Al pasar por la calle Dora Grosa vimos a Estardo, el
que se incomoda con los revoltosos, parado muy tieso delante –Di, tú, mira; ¿no es verdad que es todo de oro? El chico
del escaparate de un librero, con los ojos fijos en un mapa; por- respondió secamente:
que él estudia hasta en la calle, ni siquiera nos saludó el muy –No lo sé.
grosero. Votino iba bien vestido; quizá demasiado: llevaba botas –¡Oh, oh!... –exclamó Votino, lleno de rabia–. ¡Qué sober-
de cuero fino con sombrero de castor blanco y reloj. Pero su bia!
vanidad debía parar en mal esta vez. Después de haber andado Mientras decía esto llegó su padre, que lo oyó; miró un rato
buen trecho por la calle, dejando muy atrás a su padre, que ca- fijamente a aquel niño, y después dijo bruscamente a su hijo:
minaba despacio, nos paramos cerca de un asiento de piedra junto –Calla –e inclinándose a su oído, añadió–: ¡Es ciego!
a un muchacho modestamente vestido que parecía cansado y Votino se puso de pie de un salto, y miró la cara del mucha-
estaba pensativo, con la cabeza baja. Un hombre, que debía ser cho. Tenía las pupilas apagadas, sin expresión, sin vida.
su padre, paseaba bajo los árboles leyendo un periódico. Nos Votino se quedó anonadado, sin palabra, con los ojos en
sentamos. Votino se puso entre el otro niño y yo. De pronto se tierra. Después balbuceó:
acordó de que estaba bien vestido, y quiso hacerse admirar y –¡Lo siento, no lo sabía!
envidiar de nuestro vecino. Levantó un pie, y me dijo: Pero el ciego, que lo había comprendido todo, dijo con una
–¿Has visto mis botas nuevas? sonrisa breve y melancólica:
Lo decía para que el otro las mirara, pero éste no se fijó. –¡Oh, no importa nada!
Entonces bajó el pie y me enseñó las borlas de seda, mirando de Cierto que es vano, pero no tiene, en manera alguna, mal
reojo al muchacho, añadiendo que no le gustaban y que las que- corazón Votino. En todo el paseo no volvió a reír.
ría cambiar por botones de plata. Pero el chico no miró tampo-
co. LA PRIMERA NEVADA
Votino, entonces, se puso a jugar, dándole vueltas sobre el
índice a su precioso sombrero de castor blanco; pero el niño SÁBADO 10. ¡ADIÓS PASEOS A RÍVOLI! ¡Llegan las primeras nieves!
parecía que lo hacía a propósito; no se dignó dirigir siquiera una Ayer tarde, a última hora, cayeron copos finos y abiertos, como
mirada al sombrero. flores de jazmín. Era un gusto esta mañana en la escuela ver
Votino empezaba a exasperarse, sacó el reloj, lo abrió y me nevar contra los cristales y amontonarse sobre los balcones; tam-
enseñó la máquina, y el vecino, sin volver la cabeza. bién el maestro miraba y se frotaba las manos; y todos estaban
–¿Es plata sobre dorada? –le pregunté. contentos pensando en hacer pelotas, en la nieve que vendría
–Es de oro. después, y en la chimenea de la casa. Unicamente Estardo no se
–Pero no será todo de oro –le dije–: habrá también algo de distraía, completamente absorto en la lección y con los puños
plata. apoyados en las sienes. ¡Cuánta alegría hubo a la salida! Salimos
–No, hombre, no –replicó. a la desbandada por las calles, gritando y charlando, agarrando
Y para obligar al muchacho a mirar, le puso el reloj delante pelotones de nieve y zambulléndonos dentro. Los padres que
de sus ojos, diciéndole: esperaban fuera ya tenían los paraguas blancos: los guardias
de ponerse el andrajoso sombrero, y al llegar a la puerta, para escaparates: eran Garrón, con su acostumbrado panecillo en el
manifestarme su gratitud, me hacía otra vez la gracia de poner el bolsillo, Coreta, el albañilito y Garofi, el de los sellos. Mientras
hocico de liebre. Se llama Antonio Rabusco y tiene ocho años y tanto, se reunió gente alrededor del viejo, y los guardias corrían de
ocho meses... una parte a otra, amenazando y gritando: «¿Quién ha sido? ¿Quién?
«¿Sabes, hijo mío, por qué no quise que limpiaras el sofá? ¿Eres tú? di quién ha sido...» Y miraban las manos de los mucha-
Porque limpiarlo mientras tu compañero lo veía, era casi hacerle chos para ver si las tenían humedecidas de la nieve. Garofi estaba
una reconvención por haberlo ensuciado, y esto no estaba bien; a mi lado; reparé que temblaba mucho, y estaba pálido. «¿Quién
en primer lugar, porque no lo había hecho de adrede, y en segun- es? ¿Quién ha sido?», continuaba gritando la gente. Entonces vi a
do, porque lo había manchado con ropa de su padre, que se le Garrón que dijo por lo bajo a Garofi:
había enyesado trabajando; y lo que se mancha trabajando no –Anda, ve a presentarte; es una villanía dejar que sospechen
ensucia; es polvo, cal, barniz, todo lo que quieras, pero no sucie- de otro.
dad. El trabajo no ensucia. No digas nunca de un obrero que –¡Pero si no lo hice de adrede! –respondió Garofi, temblan-
sale de su trabajo «Va sucio», debes decir: «Tiene en su ropa las do como una hoja.
señales, las huellas del trabajo». Recuérdalo. Quiere mucho al –No importa, cumple con tu deber –contestó Garrón.
albañilito; primero, porque es compañero tuyo, y, además, por- –¡No tengo valor para confesarlo!
que es hijo de un obrero. –Anímate, yo te acompaño.
Tu padre Y los guardias y la gente gritaban cada vez más fuerte:
«¿Quién es? ¿Quién ha sido? Le han metido un cristal de sus
UNA BOLA DE NIEVE lentes en un ojo. Le han dejado ciego».
Yo creí que Garofi caía en tierra.
VIERNES 16. SIGUE NEVANDO, NEVANDO. Sucedió un accidente des- –Ven –le dijo resueltamente Garrón–; yo te defiendo.
agradable esta mañana al salir de la escuela. Un grupo de mucha- Y tomándole por un brazo lo empujó hacia delante, soste-
chos, apenas llegaron a la plaza, se pusieron a hacer pelotas con niéndole como a un enfermo. La gente lo vio y comprendió en
aquella nieve acuosa que las hace sólidas y pesadas como piedras. seguida, y muchos corrieron con los puños levantados. Pero
Mucha gente pasaba por la acera. Un señor gritó: «¡Alto, chicos!», Garrón se puso en medio, gritando:
y precisamente en aquel momento se oyó un grito agudo en la otra –¿Qué van a hacer, diez hombres contra un niño?
parte de la calle; se vio un viejo que había perdido su sombrero y Entonces se detuvieron, y un guardia municipal apresó a
andaba vacilante, cubriéndose la cara con las manos, y a su lado Garofi y lo llevó, abriéndose paso entre la multitud, a una paste-
un niño que gritaba: «¡Socorro, socorro!» En seguida acudió gente lería, donde habían llevado al herido. Viéndolo reconocí en se-
de todas partes. Le había dado una bola de nieve en un ojo. Todos guida al viejo empleado que vive con su nieto en el cuarto piso
los muchachos corrieron a la desbandada, huyendo como saetas. de nuestra casa. Lo habían recostado en una silla con un pañue-
Yo estaba ante la librería donde había entrado mi padre, y vi llegar lo en los ojos.
a la carrera a varios compañeros míos que se mezclaron entre los –¡Ha sido sin querer! –balbuceaba Garofi.
Dos personas le arrojaron violentamente en la tienda, gri- –Respeten mis canas: no soy tanto una maestra, sino una madre.
tando: Y entonces ninguno se atrevió a hablar más, o aún aquel
–¡Abajo esa cabeza! ¡Pide perdón! cara de bronce de Franti, que se contentó con hacerle burla sin
Y lo echaron al suelo. Pero de pronto, dos brazos vigorosos que lo viera. A la clase de la señora Cromi mandaron a la señora
le pusieron en pie, y una voz resuelta dijo: Delcati, maestra de mi hermano; y al puesto de ésta a la que
–¡No, señores! llaman la monjita, porque va siempre vestida de oscuro, con un
Era nuestro director, que lo había visto todo. delantal negro; su cara es pequeña y la voz tan gangosa que pa-
–Puesto que ha tenido el valor de presentarse, nadie tiene rece está rezando.
derecho a vejarlo. –Y es cosa que no se comprende dice mi madre–; tan suave
Todos permanecieron callados. y tan tímida, con aquel hilito de voz siempre igual, que apenas
–Pide perdón –dijo el director a Garofi. suena, sin gritar y sin incomodarse nunca; y, sin embargo, los
Garofi, ahogado en llanto, abrazó las rodillas del viejo, y niños están tan quietos que no se les oye, y hasta los más atrevi-
éste, buscando con la mano su cabeza, lo acarició cariñosamen- dos inclinan la cabeza en cuanto les amenaza con el dedo; pare-
te. Entonces todos dijeron: ce una iglesia su clase, y por eso también la llaman la monjita.
–Vamos muchacho, vete a casa. Pero hay otra que me gusta mucho: la maestra de primera
Y mi padre me sacó de entre la multitud y me preguntó en la elemental número dos; una joven con la cara sonrosada, que
calle: tiene dos lunares muy graciosos en las mejillas, y que lleva una
–Enrique, en un caso análogo, ¿hubieras tenido el valor de pluma encarnada en el sombrero y una crucecita amarilla colga-
cumplir con tu deber, de ir a confesar tu culpa? da al cuello. Siempre está alegre: y alegre también tiene su clase;
Yo le respondí que sí. Y repuso: sonríe, y cuando grita con aquella voz argentina, parece que canta;
–Dame tu palabra de honor de que así lo harás. pega con la regla en la mesa y da palmadas para imponer silen-
–Te doy mi palabra, padre. cio; después, cuando salen, corre como una niña detrás de unos
y de otros para ponerlos en fila; y a éste le tira del babero, al otro
LAS MAESTRAS le abrocha el abrigo para que no se resfríe; los sigue hasta la calle
para que no se alboroten; suplica a los padres que no les casti-
SÁBADO 17. GAROFI ESTABA HOY ATEMORIZADO, esperando un gran guen en casa; lleva pastillas a los que tienen tos; presta su man-
regaño del maestro; pero el profesor no ha asistido, y como falta- guito a los que tienen frío, y está continuamente atormentada
ba también el suplente, ha venido a dar la clase la señora Cromi, por los más pequeños, que le hacen caricias y le piden besos,
la más vieja de las maestras, que ha enseñado a leer y escribir a tirándole del velo y del vestido; pero ella se deja acariciar y los
muchas señoras que ahora llevan a sus hijos a la Escuela Bareti. besa y todos los días vuelve a casa despeinada y ronca, jadeante
Hoy estaba triste porque tenía un hijo enfermo. Apenas la vie- y tan contenta, con sus graciosos lunares y su pluma colorada.
ron, empezaron a hacer gran ruido. Pero ella, con voz pausada y Es también maestra de dibujo de las niñas, y sostiene con su
serena, dijo: trabajo a su madre y a su hermano.
EN CASA DEL HERIDO –Gracias –le dijo al fin el viejo–; ve a decir a tus padres que
todo va bien, que no se preocupen.
DOMINGO 18. CON LA JOVEN MAESTRA DE PRIMERA ENSEÑANZA elemen- Pero Garofi no se movía; parecía que tenía que decir algo, y
tal está el nietecillo del viejo empleado que fue herido en un ojo no se atrevía.
por la bola de nieve de Garofi. Lo hemos visto en casa de su tío, –¿Qué tienes que decirme?, ¿qué quieres?
que lo considera como un hijo. Había concluido de escribir el cuento –Yo..., nada.
mensual para la semana próxima, «El pequeño escribiente –Bien, hombre, adiós, hasta la vista; vete, pues, con el cora-
florentino», que el maestro me dio a copiar y me dijo mi padre: zón tranquilo.
–Vamos a subir al cuarto piso a ver cómo está de su ojo Garofi fue hasta la puerta; pero allí se volvió hacia el
aquel señor. nietecillo, que le seguía y le miraba con curiosidad. De pronto
Entramos en una habitación casi oscura, donde estaba el sacó de debajo del capote un objeto: se lo dio al muchacho, di-
viejo en la cama recostado, con muchos almohadones detrás de ciéndole de prisa:
la espalda: a la cabecera estaba sentada su mujer, y a un lado el –Es para ti.
nietecillo sin hacer nada. El viejo tenía el ojo vendado. Se alegró Y se fue como un relámpago. El niño enseño el objeto a su
mucho de ver a mi padre; le hizo sentar, y le dijo que estaba tío: vimos que encima estaba escrito: «Te regalo esto» Lo mira-
mejor. No sólo no perdería el ojo, sino que dentro de pocos días mos y lanzamos una exclamación de sorpresa. Lo que el pobre
estaría curado. Garofi había llevado era su famoso álbum de sellos; la colección
–Fue una desgracia –añadió–; siento el mal rato que debió de la que hablaba siempre, sobre la cual venía fundando tantas
pasar aquel pobre muchacho. esperanzas, y que tanto trabajo le había costado reunir, ¡era su
Después nos ha hablado del médico, que debía venir a cu- tesoro!... ¡Pobre niño! ¡La mitad de su sangre regalaba a cambio
rarle. Precisamente en aquel momento sonó la campanilla. del perdón!
–Será el médico –dijo la señora.
Se abre la puerta... ¡y que veo! Garofi, con su capote largo, EL PEQUEÑO ESCRIBIENTE FLORENTINO
de pie en el umbral, con la cabeza baja, sin atreverse a entrar. (Cuento Mensual)
–¿Quién es? –pregunta el enfermo.
–Es el muchacho que tiró la bola... –dice mi padre.
El viejo entonces exclamó: ESTABA EN LA CUARTA CLASE. ERA UN GRACIOSO FLORENTINO de doce
–¡Oh, pobre niño! Ven acá; has venido a preguntar cómo años, de cabellos rubios, hijo mayor de un empleado de ferrocarriles que,
está el herido, ¿no es verdad? Estoy mejor, tranquilízate; estoy teniendo mucha familia y poco sueldo, vivía con suma estrechez. Su padre
mejor, casi curado. Acércate... lo quería mucho, y era bueno e indulgente con él; indulgente en todo menos
Garofi, cada vez más cortado, se acercó a la cama, esforzán- en lo que se refería a la escuela. En esto era muy exigente y severo, porque
dose por no llorar, y el viejo le acarició, pero sin poder hablar debía pronto trabajar para ayudar a sostener a la familia; y para valer
tampoco. algo, necesitaba estudiar mucho en poco tiempo; y aunque el muchacho era
aplicado, el padre le exhortaba siempre a estudiar. Era ya de avanza- Aquel día, a las doce el padre se sentó a la mesa de buen humor. No
da edad el padre, y el excesivo trabajo le había también envejecido pre- había advertido nada. Hacía aquel trabajo mecánicamente, contando las
maturamente. En efecto, para proveer a las necesidades de la familia, horas, pensando en otra cosa, y no contando las fajas escritas hasta el día
además del mucho trabajo que tenía siempre se buscaba otros extraordi- siguiente. Sentado a la mesa con buen humor y poniendo la mano en el
narios de copista, y se pasaba en su mesa sin descansar buena parte de hombro de su hijo, se decía para sí:
la noche. Ultimamente, de cierta casa editorial que publicaba libros y –¡Pobre padre! Además de la ganancia le he proporcionado también
periódicos, había recibido el encargo de escribir en las fajas el nombre y esta satisfacción: la de creerse rejuvenecido. ¡Animo, pues!
la dirección de los suscriptores, y le pagaban por cada quinientas de Alentado por el éxito, la noche siguiente, en cuanto dieron las doce, se
aquellas tirillas de papel, escritas en caracteres grandes y regulares. Pero levantó otra vez y se puso a trabajar. Y lo mismo siguió haciendo varias
esta tarea le cansaba, y se lamentaba de ello a menudo con la familia a noches. Su padre seguía también sin advertir nada. Sólo una vez, cenan-
la hora de comer. do, se le ocurrió esta observación:
–Estoy perdiendo la vista –decía–; esta ocupación de noche acaba –¡Es raro: cuánto querosén se gasta en esta casa de algún tiempo a
conmigo. esta parte.
El hijo le dijo un día: Julio se estremeció; pero la conversación no pasó de allí, y el trabajo
–Papá, déjame trabajar en tu lugar; tú sabes que escribo bien, tanto nocturno siguió adelante.
como tú. Lo que ocurrió fue que, interrumpiéndose así el sueño todas las no-
–No, hijo, no, tú debes estudiar. Tu escuela es mucho más importan- ches, Julio no descansaba bastante; por la mañana se levantaba rendido
te que mis fajas; tendría un remordimiento si te privara del estudio una aún, y por la noche, al estudiar, le costaba trabajo tener los ojos abiertos.
hora. Te lo agradezco, pero no quiero; y no hables más de ello. Una noche, la primera vez en su vida, se quedó dormido sobre los apun-
El hijo sabía que con su padre era inútil insistir, y no insistió. Pero tes.
he aquí lo que hizo. Sabía que a las doce en punto dejaba su padre de –¡Vamos, vamos! –le gritó su padre dando una palmada– ¡Al tra-
escribir y salía del despacho para la alcoba. Lo había oído: en cuanto el bajo!
reloj daba las doce sentía inmediatamente el rumor de la silla que se Se asustó y volvió a ponerse a estudiar. Pero la noche y los días
movía y el lento paso de su padre. Una noche esperó a que estuviese ya en subsiguientes continuaba la cosa lo mismo, y aún peor: daba cabezadas
cama, se vistió sin hacer ruido, anduvo a tientas por el cuarto, encendió el sobre los libros, se despertaba más tarde de lo acostumbrado; estudiaba
quinqué de petróleo, se sentó a la mesa del despacho, donde había un las lecciones cansado; y parecía que le disgustaba el estudio. Su padre
montón de fajas blancas y la indicación de las señas de los suscriptores, y empezó a observarlo; después se preocupó por ello, y, al fin, tuvo que
empezó a escribir imitando todo lo que pudo la letra de su padre. Y reprenderle. Nunca lo había tenido que hacer por esta causa.
escribía contento, con gusto aunque con miedo; las fajas escritas aumenta- –Julio –le dijo una mañana–, tú te descuidas mucho, no eres ya el
ban, y de vez en cuando dejaba la pluma para frotarse las manos; después mismo. No quiero esto. Todas las esperanzas de la familia se cifran en ti.
continuaba con más alegría, atento el oído y sonriente. Escribió ciento Estoy descontento. ¿Comprendes?
setenta. Entonces paró; dejó la pluma donde estaba, apagó la luz y volvió A este único regaño, el verdaderamente severo que había recibido, el
a la cama de puntillas. muchacho se turbó.
–Sí, es cierto –murmuró entre dientes–, así no se puede continuar; es meses últimos con una gratificación en el ferrocarril, y he sabido esta ma-
menester que el engaño concluya. ñana que ya no la tendré.
Pero la noche de aquel mismo día, en la comida, exclamó con alegría Ante esta noticia, Julio retuvo en seguida la confesión que estaba por
su padre: escaparse de sus labios.
–¡Sepan que en este mes he ganado en las fajas más dinero que el mes «No padre, no te diré nada; del dolor que te causo te compenso de este
pasado! modo; en la escuela estudiaré siempre lo bastante para salir del paso lo
Y diciendo esto, puso en la mesa un cartucho de dulces que había que importa es ayudar para ganar la vida».
comprado, para celebrar con sus hijos la ganancia extraordinaria, que Siguió adelante, transcurrieron otros dos meses de tarea nocturna y de
todos acogieron con júbilo. Entonces cobró ánimo y pensó para sí: pereza de día, de esfuerzos desesperados del hijo y de amargas reflexiones
«¡No, pobre padre, no cesaré de engañarte; haré mayores esfuerzos del padre. Pero lo peor era que éste se iba enfriando poco a poco con el hijo,
para estudiar mucho de día; pero continuaré trabajando de noche para ti y y no le hablaba sino raras veces, y casi huía de encontrar su mirada. Julio
para todos los demás». lo advertía, sufría en silencio, y cuando su padre volvía la espalda, le
–¡Una buena suma!... Estoy contento... Pero hay otra cosa –y señaló mandaba un beso furtivamente. Mientras tanto el dolor y la fatiga lo
a Julio– que me disgusta. demacraban y le hacían perder el color, obligándole a descuidarse cada vez
Y Julio recibió la reconvención en silencio, conteniendo dos lágrimas más en sus estudios. Comprendía perfectamente que todo concluiría en un
que querían salir, pero sintiendo, al mismo tiempo, en el corazón cierta momento, la noche que dijera: «hoy no me levanto»; pero al dar las doce, en
dulzura. Y siguió trabajando con ahínco; pero acumulándose un trabajo a el instante en que debía confirmar enérgicamente su propósito, sentía re-
otro, le era cada vez más difícil resistir. La cosa duró casi dos meses. El mordimiento, le parecía que, quedándose en la cama, faltaba a su deber,
padre continuaba reprendiendo al muchacho y mirándolo cada vez más que robaba unos pesos a su padre y a su familia; y se levantaba pensando
enojado. Un día fue a preguntar al maestro, y éste le dijo: que cualquier noche que su padre se despertara y lo sorprendiera o que por
–Sí, cumple, porque es inteligente; pero no está tan aplicado como casualidad se enterara contando las fajas dos veces entonces terminaría
antes. Se duerme, bosteza, está distraído, sus apuntes los hace cortos, de naturalmente todo, sin un acto de su voluntad. Y así continuó la cosa.
prisa, con mala letra. El podría hacer mucho más, pero mucho más. Pero una tarde, en la comida, el padre pronunció una palabra decisi-
Aquella noche el padre llamó al hijo aparte y le hizo reconvenciones va para él. Su madre lo miró, y pareciéndole que estaba más demacrado y
más severas que las que hasta entonces le había hecho. más pálido que de costumbre, le dijo:
–Julio, tú ves que yo trabajo, que gasto mi vida por la familia. Tú no –Julio no está bien; ¡mira qué pálido está! Julio mío, ¿qué tienes? El
me secundas, no tienes lástima de mí, ni de tus hermanos, ni aun de tu padre lo miró de reojo y dijo:
madre. –La mala conciencia hace que tenga mala salud. No estaba así cuan-
–Ah, no, no diga usted eso, padre! –gritó el hijo ahogado en llanto, y do era estudiante aplicado e hijo cariñoso.
abrió la boca para confesarlo todo. –¡Pero está enfermo! –exclamó la mamá.
Pero su padre le interrumpió, diciendo: –¡Ya no me importa! –respondió el padre.
–Tú conoces las condiciones de la familia: sabes que hay necesidad de Aquella palabra le hizo el efecto de una puñalada en el corazón del
sacrificarnos todos. Yo mismo debía doblar mi trabajo. Yo contaba estos pobre muchacho. ¡Ah! Ya no le importaba su salud a padre, que en otro
tiempo temblaba de oírlo toser solamente. Ya no le quería pues: había las fajas y, en un momento, había comprendido. Un arrepentimiento deses-
muerto en el corazón de su padre. «¡Ah, no padre mío! –dijo para sí, con perado, una ternura inmensa había invadido su alma y lo tenía clavado
el corazón angustiado–; ahora acaba esto de veras; no puedo vivir sin tu allí, detrás de su hijo. De repente, dio Julio un grito agudísimo, dos brazos
cariño, lo quiero todo; todo te lo diré, no te engañaré como antes, suceda lo convulsos le habían asido por la cabeza.
que suceda, para que tú vuelvas a quererme. ¡Oh, estoy decidido en mi –¡Oh, padre mío, perdóname! –gritó, reconociéndolo llorando.
resolución!» –¡Perdóname tú a mí! –respondió el padre sollozando y cubriendo su
Sin embargo, aquella noche se levantó todavía, más bien por fuerza de frente de besos–. Lo he comprendido todo, todo lo sé; yo soy quien te pido
costumbre que por otra causa, y cuando se levantó quiso ir a saludar, a perdón, santa criatura mía. ¡Ven, ven conmigo!
volver a ver por algunos minutos, en el silencio de la noche, por última vez, Y le empujó, más bien que llevó, a la cama de su madre, despierta, y
aquel cuarto donde había trabajado tanto secretamente, con el corazón lleno arrojándolo entre sus brazos le dijo:
de satisfacción y ternura. Y cuando se volvió a encontrar en la mesa con la –Besa a nuestro hijo, a este angel, que desde hace varios meses no
luz encendida, y vio aquellas fajas blancas sobre las cuales no iba ya a duerme y trabajo por mí, ¡y yo he entristecido su corazón mientras él nos
escribir más aquellos nombres de ciudades y de personas que sabía de memo- ganaba el pan!
ria, le entró una gran tristeza e involuntariamente tomó la pluma para La madre lo tomó y apretó contra su pecho.
reanudar el trabajo acostumbrado. Pero al extender la mano tocó un libro, y –A dormir enseguida, hijo mío; ve a dormir y a descansar. ¡Llévalo a
éste se cayó. Se quedó helado. Si su padre se despertaba..., cierto que no le la cama!...
habría sorprendido cometiendo ninguna mala acción, y que él mismo había El padre le alzó en brazos, lo llevó a su cuarto, le metió en la cama,
decidido contárselo todo, sin embargo..., al oír acercarse aquellos pasos en la siempre anhelante y acariciándolo, y arregló las almohadas y la colcha.
oscuridad, el ser sorprendido a aquella hora con aquel silencio, el que su –Gracias, padre –repetía el hijo–, gracias; pero ahora vete tú a la
madre se hubiera despertado y asustado, el pensar que por lo pronto su cama ya estoy contento; vete a la cama, papá.
padre hubiera experimentado una humillación en su presencia descubriéndo- Pero su padre quería verlo dormido, y sentado a la cabecera de su
lo todo... Todo esto casi lo aterraba. Aguzó el oído, suspendiendo la respira- cama le tomó la mano y dijo:
ción. No oyó nada. Escucho por la cerradura de la puerta que tenía detrás: –¡Duerme, duerme, hijo mío!
nada. Toda la casa dormía. Su padre no había oído. Se tranquilizó y volvió Y Julio, rendido, se durmió, por fin, gozando por primera vez, des-
a escribir. Las fajas se amontonaban unas sobre otras. Oyó el paso cadencio- pués de muchos meses, de un sueño tranquilo. Cuando abrió las ojos, vio
so de la guardia municipal en la desierta calle; luego, ruido de carruajes, que cerca de su pecho, apoyada sobre la orilla de la cama, la blanca cabeza de
cesó al cabo de un rato después, pasado algún tiempo, el rumor de una fila de su padre, que había pasado así la noche, y dormía aún, con la frente
carros que pasaron lentamente; más tarde, silencio profundo, interrumpido reclinada al lado de su corazón.
de vez en cuando por el ladrido de algún perro. Y siguió escribiendo. Entre-
tanto, el padre estaba detrás de él, se había levantado cuando se cayó el LA VOLUNTAD
libro, y esperó buen rato: el ruido de los carros había cubierto el rumor de sus
pasos y el ligero chirrido de la hojas de la puerta, y estaba allí, con su blanca MIÉRCOLES 28. HAY EN MI CLASE UN NIÑO, Estardo, que sería capaz
cabeza, sobre la rubia cabecita de Julio. Había visto correr la pluma sobre de hacer lo que hizo el pequeño florentino. Esta mañana ocu-
rrieron dos acontecimientos en la escuela: Garofi, loco de ale- Pero él no parecía estar enorgullecido; no se sonrió, y ape-
gría porque le habían devuelto su álbum con el aumento de tres nas volvió al banco con su medalla tornó a apoyar las sienes en
sellos de la república de Guatemala, que él buscaba hacía tres los puños, y se quedó más inmóvil que antes. Mas lo mejor fue a
meses, y Estardo, que había obtenido la segunda medalla. la salida, que estaba esperándolo su padre, grueso y tosco como
¡Estardo, el primero en la clase después de Derossi! Todos nos él, una figura con voz de trueno. El no se esperaba aquella me-
admiramos. ¡Quién lo habría dicho en octubre, cuando su padre dalla, y no lo quería creer; fue necesario que el maestro lo confir-
lo llevó a la escuela metido en aquel abrigo verde y dijo al maes- mara, y entonces se echó a reír de gusto, y dio una palmada al
tro delante de todos: hijo en la cabeza, diciéndole en alta voz:
–¡Tenga con él mucha paciencia, porque es muy lento para –¡Bravo, bien testarudo mío!
comprender! Y lo miraba atónito, sonriendo. Y todos los muchachos que
Todos al principio le creían un adoquín. Pero él dijo: estaban alrededor se sonreían también, excepto Estardo. Este
–O reviento, o salgo adelante... rumiaba ya en su cabeza la lección del día siguiente.
Y se puso a estudiar con fe, de día y de noche, en casa, en la
escuela y en el paseo, con los dientes apretados y cerrados los GRATITUD
puños, paciente como un buey, terco como un mulo, y así, a
fuerza de machacar no haciendo caso de la bromas, ha pasado SÁBADO 31. «TU COMPAÑERO ESTARDO NO SE QUEJARÁ NUNCA DE SU
por delante de los demás aquel testarudo. No comprendía una MAESTRO, estoy seguro; el profesor tiene mal genio y se impacien-
palabra de aritmética; llenaba de disparates los apuntes; no acer- ta; tú lo dices como si fuese una cosa rara. Piensa cuántas veces
taba a retener en su memoria un párrafo; y ahora resuelve pro- te impacientas tú; ¿y con quién? Con tu padre y con tu madre,
blemas, escribe correctamente, y dice las lecciones como un pa- con los cuales tu impaciencia es una falta. ¡Bastante razón tiene
pagayo. Se adivina su voluntad de hierro cuando se ve su figura; tu maestro para impacientarse alguna vez! Piensa en los años
tan grueso, con la cabeza cuadrada y sin cuello, con las manos que hace que lidia con muchachos, y que si hay muchos cariño-
cortas y gordas y con su voz áspera. Estudia hasta en las colum- sos y agradables, hay también muchos ingratos que abusan de su
nas de los periódicos y en los anuncios de los teatros, y cada vez bondad y desconocen sus cuidados; después de todo, son más
que junta unos pesos se compra un libro; ha reunido ya así una las amarguras que las satisfacciones. Piensa que el hombre más
pequeña biblioteca, y en un momento de buen humor se le esca- santo de la tierra, puesto en su lugar, se dejaría llevar de la ira
pó decirme que me llevaría a su casa para verla. No habla con alguna vez. Y después, ¡si supieses cuántas veces el maestro
nadie, con nadie juega, y siempre está allí en su banco, con las concurre enfermo a dar su clase, sólo porque no es una enferme-
manos en las sienes, firme como una roca, oyendo al maestro. dad bastante grave para dispensarle de la asistencia a la escuela,
¡Cuánto debe haber trabajado el pobre Estardo! El maestro lo y que se impacienta porque sufre y le produce dolor ver que los
dijo esta mañana, aunque estaba impaciente y de mal humor, demás no lo advierten o abusan de él! Respeta y quiere a tu
cuando le dio la medalla: maestro, hijo mío. Quiérele, porque consagra su vida al bien de
–¡Bravo, Estardo; quien trabaja, vence! tantos niños que luego lo olvidan; quiérele, porque te abre e
M
ñe; cuando es justo contigo y cuanto te parezca injusto; quiérele
cuando esté alegre y afable, y quiérele más aún cuando lo veas IÉRCOLES 4. TENÍA RAZÓN MI PADRE: el maestro es-
triste. Quiérele siempre. Pronuncia perpetuamente con respeto taba de mal humor porque no se encontraba bien;
el nombre del maestro que, después de padre, es el nombre más y desde hace tres días, en efecto, viene en su lu-
dulce que puede dar un hombre a otro hombre. gar el suplente, aquel pequeño, sin barba, que parece un jovenci-
Tu padre. to. Una cosa desagradable sucedió esta mañana. Ya el primero y
el segundo día habíamos hecho ruido en la clase, porque el su-
plente tiene una gran paciencia y no hace más que decir: «Esten
callados; les ruego que se callen». Pero esta mañana se colmó la
medida. Se produjo tal ruido, que no se oían sus palabras y él
amonestaba, suplicaba, pero no le hacían caso. Dos veces el di-
rector se asomó a la puerta y miró.
Pero en cuanto él se iba, crecía el ruido como en los merca-
dos. Garrón y Derossi no hacían más que decir por señas a sus
compañeros que se callasen, que era una vergüenza. Nadie les
hacía caso. Estardo era el único que se estaba quieto, con los
codos en el banco y los puños en las sienes, pensando quizás en
su famosa biblioteca, y Garofi el de la nariz en forma de gancho, todo y le dijo con expresión cariñosa, como se lo hubiese dicho
el de los sellos, estaba muy ocupado en hacer el sorteo, a dos a un hermano:
pesos la papeleta, de un tintero de bolsillo. Los demás charlaban –¡Gracias, Garrón!
y reían, hacían ruidos con las puntas de las plumas clavadas en
los bancos, y se tiraban bolitas de papel. El suplente agarraba LA BIBLIOTECA DE ESTARDO
por el brazo, ya a uno, ya a otro, y los sacudía, y hasta puso a uno
de rodillas; todo inútil. No sabía ya a qué santo encomendarse, y HE IDO A CASA DE ESTARDO, QUE VIVE ENFRENTE DE LA ESCUELA, y he
los exhortaba diciendo: sentido verdaderamente envidia al ver su biblioteca. No es de
–Pero, ¿por qué hacen esto? ¿Quieren obligarme a regañar- manera alguna rica, no puede comprar muchos libros, pero con-
los? serva con gran cuidado los de la escuela y los que le regalan sus
Después pegaba con el puño sobre la mesa, y gritaba sofo- padres. Cuantas monedas le dan las pone aparte y las gasta en la
cado por el llanto y la rabia: librería; de este modo ha reunido ya una pequeña biblioteca, y
–¡Silencio! ¡Silencio! ¡Silencio! cuando su padre ha advertido esta afición, le ha comprado un
Daba lástima oírle. Pero el griterío seguía creciendo. Franti bonito estante de nogal con cortinas verdes, y ha hecho encua-
le tiró una flechita de papel; unos hacían el gato; otros se pega- dernar todos los volúmenes en los colores que a él más le gus-
ban golpes; era un desbarajuste imposible de describir. De pron- tan. Así, ahora él tira de un cordoncito, la cortina verde se des-
to entró el portero y dijo: corre y se ven tres filas de libros de todos colores, muy bien
–Señor profesor, el director le llama. arreglados, limpios, con los títulos en letras doradas en el lomo:
El maestro se levantó y salió corriendo, desesperado. El ba- libros de cuentos, de viajes y de poesías, y algunos ilustrados
rullo se hizo entonces más fuerte. Pero de pronto, Garrón subió con láminas. El sabe combinar perfectamente los colores; pone
a la plataforma, descompuesto, y, apretando los puños gritó, los volúmenes blancos junto a los rojos, los amarillos al lado de
ahogado por la ira: los negros, y junto a los blancos los azules, de modo que se vean
–¡Terminen! Son unos brutos. Abusan porque es bueno. Si de lejos y presenten buen aspecto; luego se divierte variando las
les machacara los huesos, estarían sumisos como perros. Son combinaciones. Ha hecho un catálogo, y está como el de un bi-
una cuadrilla de cobardes. Al primero que haga ahora alguna bliotecario. Siempre anda alrededor de sus libros, limpiándoles
cosa, le espero fuera y le rompo las narices, lo juro; ¡aunque sea el polvo, hojeándolos, examinando sus encuadernaciones: hay
en presencia de su padre! que ver con qué cuidado los abre con sus manos chicas y regor-
Todos callaron. ¡Ah! ¡Qué hermoso estaba Garrón echando detas, soplando las hojas: parece que todos están nuevos toda-
chispas por los ojos! Parecía un leoncillo furioso. Miró uno por vía. ¡Yo en cambio tengo tan estropeados los míos! Para él cada
uno a los más descarados, y todos bajaron la cabeza. Cuando el libro nuevo que compra es una delicia abrirlo, ponerlo en su sitio
suplente volvió, con los ojos inyectados en sangre, no se sentía y volver a tomarlo para mirarlo por todos lados y guardarlo des-
el vuelo de una mosca. Se quedó atónito. Pero después, cuando pués como un tesoro. No hemos visto otra cosa en una hora.
vio a Garrón, aún muy colorado y temblando, lo comprendió Tiene los ojos malos de tanto leer. Estando yo allí, entró en el
cuarto su padre, que es grueso como él, y tiene la cabeza como –No, no es verdad... –por no dejar mal a su padre.
la suya. Le dio dos o tres palmadas en el cuello, y me dijo con –¿Esta hoja la has quemado tú? –le dice el maestro ense-
aquel vozarrón: ñándole su trabajo medio quemado.
–¿Qué me dices de esta cabeza de hierro? Es testarudo, lle- –Sí –responde él con voz temblona–; he sido yo quien la ha
gará a ser algo: yo te lo aseguro. dejado caer en la lumbre.
Y Estardo entornaba los ojos al recibir aquellas rudas cari- Y, sin embargo, sabemos nosotros muy bien que su padre,
cias, como un perro de casa. borracho, ha dado un puntapié a la mesa y a la luz cuando
Yo no sé por qué, pero no me atrevo a bromear con él; no escribía sus apuntes. Vive en una buhardilla de nuestra casa,
me parece cierto que tenga solamente un año más que yo; y cuan- de la otra escalera, y la portera se lo cuenta todo a mi madre.
do me dijo: «Hasta la vista», en la puerta, con aquella cara re- Mi hermana Silvia le oyó gritar desde la azotea, un día que su
donda, siempre bronceada, poco me faltó para responderle: padre le hacía bajar la escalera a saltos, porque le había pedido
–Beso a usted la mano como a un caballero. dinero para comprar una gramática. Su padre bebe y no traba-
Se lo dije después a mi padre en casa. ja, y la familia se muere de hambre. ¡Cuántas veces el pobre
–No lo comprendo: Estardo no tiene talento, carece de buenas Precusa va a la escuela en ayunas, y come a escondidas algún
maneras, su figura es casi ridícula, y sin embargo me infunde respeto. pedazo de pan que le da Garrón, o una manzana que le lleva la
–Porque tiene carácter –respondió mi padre. Y añadí yo: maestra de primero que fue profesora suya! Pero jamás se le ha
–En una hora que he estado con él no ha pronunciado cin- oído decir: «tengo hambre; mi padre no me da de comer». Su
cuenta palabras, no me ha enseñado un juguete, no se ha reído padre va alguna vez a buscarlo cuando pasa por casualidad
una vez y, sin embargo, he estado tan contento. delante de la escuela, pálido, tambaleándose, con la cara tor-
–Porque lo estimas –añadió mi padre. va, el pelo en los ojos y la gorra al revés; y el pobre muchacho
tiembla cuando le ve en la calle; pero enseguida corre a su en-
EL HIJO DEL HERRERO cuentro sonriendo, y el padre que no le ve y piensa en otra
cosa. ¡Pobre Precusa! El se rehace sus cuadernos rotos, pide
SÍ, PERO TAMBIÉN APRECIO A PRECUSA Y AUN ME PARECE POCO decir libros prestados para estudiar, sujeta los puños de la camisa
que lo aprecio. Precusa, el hijo del herrero, pequeño, pálido, de con alfileres, y da lástima verlo hacer gimnasia en aquellos za-
ojos grandes y tristes, que parece estar siempre asustado, tan patos donde siempre nada, con aquellos calzones que se le caen
tímido que siempre está pidiendo perdones, siempre enfermucho de anchos y en aquel chaquetón demasiado largo, cuyas man-
y, no obstante, estudiando siempre. El padre, borracho, le tira gas tiene que remangarse hasta los codos. Y se empeña en es-
los libros y los apuntes, y el pobre va a la escuela con la cara tudiar; sería uno de los primeros de la clase si pudiese trabajar
hinchada y los ojos inflamados de tanto llorar. Pero nunca jamás tranquilo en su casa. Esta mañana ha ido a la escuela con la
se le oye decir que su padre le ha pegado. señal de un arañazo, y todos le dijeron:
–¿Te ha castigado tu padre? –le preguntan los compañeros. –Tu padre te lo ha hecho; esta vez no puedes negarlo. ¡Díse-
Y él dice en seguida: lo al director para que haga que la autoridad lo llame!
Pero él se levantó muy colorado, y con la voz ahogada por la pesos. Siempre está hablando de su padre; de cuando fue solda-
indignación, gritó: do del regimiento 49, en la batalla de Custoza, en la que se en-
–¡No, no es verdad; mi padre no me pega nunca! contró, en la división del príncipe Humberto; y es muy delicado
Pero después, durante la clase, se le caían las lágrimas sobre en sus maneras. Aunque ha nacido y se ha criado entre leña,
el banco, y cuando alguien le miraba, se esforzaba en sonreír tiene distinción en la sangre, en el corazón, como dice mi padre.
para no denunciarse. ¡Pobre Precusa! Mañana vendrán a casa Derossi conoce la geografía como un maestro; cerraba los ojos y
Derossi, Coreta y Nelle: quiero que venga él también. Pienso decía:
darle gran comida, regalarle libros, revolucionar toda la casa para –Veo toda Italia, los Apeninos, que se prolongan hasta el
divertirlo y llenarle los bolsillos de frutas con tal de verlo siquie- mar Jónico; los ríos, las ciudades blancas, los golfos, las azules
ra una vez contento. ¡Pobre Precusa, eres tan bueno y tan sufri- aguas, las islas verdes –y decía los nombres exactos, por su or-
do! den, muy de prisa, como si los leyera en el mapa, y al verlo así
con aquella cabeza levantada, con sus rizos rubios, cerrados los
UNA VISITA AGRADABLE ojos, vestido de azul con botones dorados, esbelto y proporcio-
nado como una estatua, todos estábamos admirados. En una
JUEVES 12. HOY HA SIDO UNO DE LOS JUEVES MÁS HERMOSOS PARA hora se había aprendido de memoria cerca de tres páginas, que
mí. A las dos en punto vinieron a casa Derossi y Coreta con deberá recitar pasado mañana en los funerales de Víctor Ma-
Nelle, el jorobadito: a Precusa no le dejó venir su padre. nuel. Nelle también le miraba con admiración y con cariño, son-
Derossi y Coreta se estaban riendo todavía porque habían riendo con aquellos ojos claros y melancólicos. Me gustó muchí-
encontrado en la calle a Crosi, el hijo de la verdulera, el del simo la visita, dejándome gratas impresiones en el corazón y la
brazo inmóvil y el cabello rojo, que llevaba a vender una col memoria. Y hasta me agradó, cuando se fueron, ver al pobre
grandísima, y con el dinero de la col tenía que comprar des- Nelle entre los dos altos y robustos, que llevaban a casa del bra-
pués una pluma, y estaba muy contento porque su padre le zo, haciéndole reír como yo no recuerdo haberlo visto reír antes.
había escrito de América que le esperasen de un día a otro. Al volver a entrar en el comedor, noté que no estaba allí el cua-
¡Oh, qué dos horas tan buenas hemos pasado juntos! Derossi dro que representaba a Rigoletto, el bufón jorobado. Lo había
y Coreta son los dos más alegres de la clase: mi padre se que- quitado mi padre para que Nelle no lo viese.
da embobado mirándolos. Coreta lleva su chaqueta color cho-
colate y su gorra de piel. Es un diablo que siempre quiero LOS FUNERALES DE VÍCTOR MANUEL
hacer algo: trajinar, no estar ocioso.
Ya había llevado por la mañana temprano media carreta de ENERO 17. HOY A LAS DOS, APENAS ENTRADO A LA ESCUELA, el maes-
leña sobre la espalda, y, sin embargo, corrió por toda la casa, tro llamó a Derossi. Se puso junto a la mesa, enfrente de noso-
mirándolo todo y hablando sin cesar, vivo y listo como una ardi- tros: con su acento sonoro, alzando cada vez más su clara voz, y
lla; cuando estuvo en la cocina, preguntó a la cocinera cuánto le con el semblante animado empezó:
cuestan diez kilos de leña que su padre da a cuarenta y cinco –Cuatro años hace que en este día y a esta misma hora llega-
ba delante del panteón, en Roma, el carro fúnebre que conducía rey, valiente monarca, leal soberano! Tú vivirás en el corazón
el cadáver de Víctor Manuel II, primer rey de Italia, muerto de tu pueblo, mientras el sol alumbre a Italia». Después, las
después de veintinueve años de reinado, durante los cuales la banderas se volvieron a levantar hacia el cielo, y el rey Víctor
gran patria italiana, despedazada en siete Estados, oprimida Manuel entró en la inmortal gloria del sepulcro».
por los extranjeros y tiranos, había obtenido su unidad, inde-
pendiente y libre; que había ilustrado y significado con su va- FRANTI EXPULSADO DE LA ESCUELA
lor, con su lealtad, con el atrevimiento en los peligros, con la
prudencia en los triunfos, con la constancia en la adversidad. SÓLO UNO PODÍA REÍRSE MIENTRAS DEROSSI RECITABA los funerales
Llegaba el carro fúnebre cargado de coronas, después de haber del rey, y Franti se rió. Lo aborrezco.
recorrido toda Roma bajo una lluvia de flores, entre el silencio Es un malvado. Cuando viene un padre a la escuela a reñir a
de una inmensa multitud enternecida, venida a la capital de su hijo delante de todos, él goza; cuando alguien llora, ríe. Tiem-
todas partes de Italia: Precedido de generales y de príncipes, bla ante Garrón, y pega al albañilito porque es pequeño; ator-
seguido de un cortejo de inválidos, de un bosque de banderas, menta a Crosi, porque tiene el brazo inmóvil; se burla de Precusa,
de los representantes de trescientas unidades, de todo lo que a quien todos respetan, y se ríe hasta de Roberto, el de la clase
representa la gloria y el poderío de un pueblo, llegó delante del segunda, que anda con muletas por haber salvado a un niño.
templo augusto donde le esperaba la tumba. En ese momento, Provoca a todos los que son más débiles que él, y cuando pega
doce coraceros sacaron el féretro del carro. Entonces Italia daba se enfurece y procura hacer daño. Hay algo que infunde repug-
el último adiós a su rey muerto, a su viejo rey, a quien tanto nancia en aquella frente baja, en aquellos ojos torvos, que tiene
había querido: el último adiós a su caudillo, a su padre, a los ocultos bajo la visera de su gorra de hule. No teme a nada: Se ríe
veintinueve años más afortunados y gloriosos de la historia del maestro, roba cuando puede, niega desvergonzadamente,
patria. ¡Momento grande y solemne! La mirada, el alma de to- siempre está de pelea con alguno, lleva a la escuela alfileres para
dos iba del féretro a las banderas enlutadas de los ochenta regi- pinchar a los más próximos, se arranca los botones de la chaque-
mientos de Italia, llevadas por ochenta oficiales tomados en ta, se los arranca también a los demás, y los juega; y el bolsón,
batalla, a su paso; porque Italia estaba allí en aquellas ochenta los cuadernos, los libros, todo lo tiene deslucido, destrozado,
enseñas que recordaban millares de muertos, torrentes de san- sucio; la regla, dentellada; la pluma, consumida, las uñas, roídas;
gre, nuestros dolores más tremendos. El féretro, llevado por los vestidos, llenos de manchas y de roturas que se hace en las
coraceros, pasó, y entonces se inclinaron todas a un mismo riñas. Dicen que su madre está enferma de los disgustos que le
tiempo; como haciendo un saludo, las banderas de los nueve da, y que su padre le ha echado de la casa tres veces: Su madre
regimientos, las viejas banderas rotas en Goito, Palestro, San va a la escuela de vez en cuando a pedir informes, y siempre se
Martín y Castelfidardo; cayeron ochenta velos negros, cien va llorando. El odia la escuela, a los compañeros y a los profeso-
medallas chocaron contra el féretro, y aquel estrépito sonoro y res. El maestro hace alguna vez como que no ve sus bribonadas;
confuso que hizo estremecerse a todos, fue como el sonido de pero él no por eso se enmienda, sino que cada vez es peor. Ha
cien voces humanas que decían a un tiempo: «¡Adiós, buen probado corregirlo por las buenas, y él se burla del procedimien-
to. Le dice palabras terribles regañándole, y se cubre la cara con EL TAMBORCILLO SARDO
las manos como si llorara, pero se está riendo. Estuvo suspendi- (Cuento Mensual)
do de la escuela por tres días, y volvió, más malvado y más inso-
lente que antes. Derossi le reconvino: EN LA PRIMERA JORNADA DE LA BATALLA DE CUSTOZA, el 24 de julio de
–Hombre, enmiéndate; mira que el maestro sufre con tu 1848, sesenta soldados de un regimiento de infantería de nuestro ejército, en-
conducta... viados a una altura para ocupar cierta casa solitaria, se vieron de repente
Y él lo amenazó con clavarle un clavo en el vientre. Pero asaltados por dos compañías de austríacos que, atacándoles por varios lados,
esta mañana, por último, lo echaron como a un perro. Mientras apenas les dieron tiempo de refugiarse en la morada y reforzar precipitadamen-
el maestro daba a Garrón el borrador de «El tamborcillo sardo», te la puerta, después de haber dejado algunos muertos y heridos en el campo.
cuento mensual para enero, a fin de que lo copiase, puso en el Asegurada la puerta, los nuestros acudieron a las ventana del piso bajo y del
suelo un petardo que estalló haciendo retemblar la escuela como segundo piso y empezaron a hacer fuego sobre los sitiadores, los cuales, acercán-
si hubiese sido un cañonazo. Toda la clase pegó una sacudida. dose poco a poco, o colocados en forma de semicírculo, respondían vigorosamen-
El maestro se puso de pie y gritó: te. Mandaban a los sesenta soldados italianos dos oficiales subalternos y un
–¡Franti, fuera de la escuela! capitán viejo, alto, seco, severo, con el cabello y el bigote blancos: Estaba con
–¡No he sido yo! –respondió él, pero se reía. ellos un tamborcillo sardo, muchacho de poco más de catorce años, que represen-
–¡Anda afuera! –el maestro repetía. taba escasamente doce, de cara morena aceitunada, con ojos negros y hundidos,
–No me muevo contestó. que echaban chispeo. El capitán, desde una habitación del segundo piso, diri-
Entonces el maestro, fuera de sí, se bajó de la tarima, le gía la defensa dando órdenes que parecían pistoletazo, sin que se viera en su
tomó por un brazo y le sacó del banco. El se revolvía, apretaba cara de hierro ningún signo de conmoción. El tamborcillo, un poco pálido, pero
los dientes; hubo que arrastrarle a viva fuerza. El maestro le firme sobre sus piernas, subido sobre una mesa, alargaba el cuello, agarrándo-
llevó casi en peso al director, y después volvió solo a la clase, y se a las paredes para mirar por las ventanas, y veía a través del humo, por los
sentado a su mesa, tomándose la cabeza entre las manos, pre- campos, las blancas divisas de los austríacos, que iban avanzando lentamente.
ocupado, con tal expresión de cansancio y aflicción que daba La casa, situada en lo alto de una escabrosísima pendiente, no tenía en la
lástima verle, dijo, meneando la cabeza: parte de la cuesta más que una ventanilla alta, correspondiente a un cuarto del
–¡Después de treinta años de profesor!... último piso; por eso los austríacos no amenazaban la casa por aquella parte,
Nadie tenía aliento ni para respirar. Las manos del maestro y en la cuesta no había nadie; el fuego se hacía contra la fachada y los dos
temblaban de ira, y la arruga recta que tiene en medio de la fren- flancos.
te era tan profunda, que parecía una herida. Pero era un fuego infernal, una nutrida granizada de balas, que, por
–¡Pobre maestro! Todos nos compadecimos de él. Derossi la parte de afuera rompía paredes y despedazaba tejas y por dentro desha-
se levantó y dijo: cía techumbres, muebles, puertas, arruinándolo todo; silbando, rebotan-
–Señor maestro, no se aflija; nosotros le queremos mucho. do, rompiéndolo todo con un fragor que ponía los cabellos de punta. De
Entonces él se serenó algo y dijo: vez en cuando, uno de los soldados que tiraba desde la ventana caía,
–Hijos, volvamos a la lección. dentro, al suelo, era echado a un lado. Algunos iban vacilantes de cuarto
en cuarto, apretándose la herida con las manos. En la cocina había ya un Esperaba ya que hubiese conseguido huir sin ser observado, cuando
muerto con la frente abierta. El cerco de los enemigos se estrechaba. Llegó cinco o seis nubecillas de polvo que se destacaron en el suelo, delante y
un momento en que se vio al capitán, hasta entonces impasible, dar mues- detrás del muchacho, le advirtieron que había sido descubierto por los
tras de inquietud y salir precipitadamente del cuarto seguido de su sargen- austríacos, los cuales tiraban hacia abajo, desde lo alto de la cuesta. Aque-
to. Al cabo de tres minutos volvió a la carrera el sargento y llamó al llas pequeñas nubes eran de tierra echada al aire por las balas. Pero el
tamborcillo, haciéndole seña de que le siguiese. El muchacho le siguió, tambor seguía corriendo precipitadamente.
subiendo a escape por una escalera de madera, y entró con él en una buhar- Al cabo de un rato exclamó consternado:
dilla, donde vio al capitán que escribía con lápiz en una hoja, apoyándose –¡Muerto!
en la ventanilla, y teniendo a sus pies sobre el suelo una cuerda de pozo. Pero no había acabado de decir la palabra, cuando vio levantarse al
El capitán dobló la hoja y dijo bruscamente, clavando sobre el mu- tamborcillo.
chacho sus pupilas grises y frías, ante las cuales todos los soldados tembla- «¡Ah, no ha sido más que una caída!, dijo para sí; y respiró. El
ban: tambor, en efecto, volvió a correr con todas sus fuerzas, pero rengueaba.
–¡Tambor! «Se ha torcido un pie», pensó el capitán. Alguna nubecilla de polvo se
El tamborcillo se llevó la mano a la visera. levantaba aquí y allá, en torno al muchacho, pero siempre más lejos.
–¿Tú tienes valor? –preguntó el capitán. Estaba a salvo. El capitán lanzó una exclamación de triunfo. Pero siguió
Los ojos del muchacho relampaguearon. acompañándolo con los ojos temblando, porque era cuestión de minutos.
–Sí, mi capitán –respondió. Si no llegaba pronto abajo con el mensaje en que pedía inmediato socorro,
–Mira allá abajo –dijo el militar llevándole a la ventana–, en el todos sus soldados caerían muertos, o tenía que rendirse y caer prisionero
suelo junto a la casa de Villafranca, donde brillan aquellas bayonetas. con ellos. El muchacho corrió rápidamente un rato; después detenía el
Allí están los nuestros inmóviles. Toma este papel, agárrate a la cuerda, paso cojeando; tomaba carrera luego de nuevo, pero a cada instante necesi-
baja por la ventanita, atraviesa rápido la cuesta, corre por los campos, taba detenerse. «Quizá ha sido herido», pensó el capitán. Y observaba
llega adónde están los nuestros, y da el papel al primer oficial que veas. temblando sus movimientos; y excitado, le hablaba como si pudiese oírlo.
Quítate el cinturón y la mochila–. El tambor así lo hizo y él colocó el Medía incesantemente con la vista el espacio que mediaba entre el mucha-
papel en el bolsillo del pecho; el sargento echó afuera la cuerda y agarró cho que corría y el círculo de armas que veía lejos, en la llanura, en medio
con las dos manos uno de los extremos el capitán ayudó al muchacho a de los campos de trigo, dorados por el sol. Entretanto oía el silbido y el
saltar por la ventana, vuelto de espaldas al campo. estruendo de las balas en las habitaciones de abajo, las voces de mando y
–Ten cuidado –le dijo–; la salvación del destacamento está en tu los gritos de rabia de los oficiales y sargentos; los agudos lamentos de los
valor y en tus piernas. heridos, y el ruido de los muebles que se rompían y del yeso que se desmo-
–Confíe usted en mí, mi capitán –dijo el tambor saliéndose fuera. ronaba. «¡Animo! ¡Valor!», gritaba, siguiendo con la mirada al tambor-
–Dios te ayude. cillo que se alejaba «¡Adelante! ¡Corre!... ¡Se para... ¡Maldición! ¡Ah,
A los pocos momentos el tamborcillo estaba en el suelo; y el sargento vuelve a emprender la marcha!» Un oficial sube anhelante a decirle que
tiró de la cuerda y desapareció; el capitán se asomó precipitadamente a la los enemigos, sin interrumpir el fuego, ondean un pañuelo blanco para
ventanilla, y vio al muchacho que corría cuesta abajo. intimar la rendición.
–¡Que no responda! –gritó el capitán, sin apartar la mirada del –¡Ya llegan!
muchacho, que estaba ya en la llanura, pero que no corría ya, y parecía no –¡Ya llegan! –exclamó con un grito de alegría el capitán.
llegar. «¡Anda!... ¡Corre!...», decía el capitán apretando los dientes y los Al oír aquellos gritos, todos –sanos, heridos, sargentos, oficiales– se
puños: «Desángrate, muere, desgraciado, pero llega». Después lanzó una asomaron a la ventana, y la resistencia se redobló ferozmente otra vez. De
imprecación horrible: allí a pocos instantes, se notó una especie de vacilación y un principio de
–¡Ah! ¡El infame holgazán se ha sentado! desorden entre los enemigos.
En efecto, el muchacho, que hasta entonces se le había visto sobresalir Muy de prisa, el capitán reunió algunos soldados en el piso bajo para
la cabeza por encima de un campo de trigo, se había perdido de vista, como contener el ímpetu de fuera, con bayoneta calada. Después volvió arriba.
si se hubiese caído. Pero al cabo de un momento, su cabeza volvió a verse Apenas llegó, oyó un rumor de pasos precipitados, acompañado de un
fuera; al fin se perdió desde los sembrados. Entonces el capitán bajó impe- «¡hurra!» formidable, y vieron desde las ventanas avanzar entre el humo
tuosamente; las balas llovían, los cuartos estaban llenos de heridos, algu- los sombreros de los carabineros italianos, y un brillante centelleo de espa-
nos de los cuales daban vueltas como borrachos, agarrándose a los mue- das que hendían el aire, en molinete, por encima de las cabezas. Entonces
bles; las paredes y el suelo estaban teñidos de sangre, el teniente tenía el el pequeño piquete reunido por el capitán salió a bayoneta calada fuera de
brazo derecho destrozado por una bala; el humo y la pólvora lo envolvían la puerta. Los enemigos vacilaron, se resolvieron y al fin emprendieron la
todo. retirada; el terreno quedó desocupado, la casa estuvo libre, y poco después
–¡Animo! –gritó el capitán–. ¡Firmes en sus puestos! ¡Van a venir dos batallones de infantería italianos y dos cañones ocuparon la altura.
socorros! ¡Un poco de valor aún! El capitán con los soldados que le quedaban, se incorporó a su regimien-
Los austríacos se habían acercado más; se veían ya entre el humo sus to, peleó aún, y fue ligeramente herido en la mano izquierda por una bala
caras descompuestas se oía, entre el estrépito de los tiros, su gritería salva- rebotada en el último ataque. La jornada acabó con la victoria de los nuestros.
je, que intimaba la rendición y amenazaba con el degüello. Algún soldado, Pero al día siguiente, habiendo vuelto a combatir, los italianos fueron
aterrorizado, se retiraba detrás de las ventanas, y los sargentos lo empu- vencidos a pesar de su valerosa resistencia, por mayor número de austríacos,
jaban hacia adelante. y la mañana del 26 tuvieron que retirarse tristemente hacia el Muncio.
Pero el fuego de los sitiados aflojaba, el desaliento se veía en todos los El capitán, aunque herido, caminó con sus soldados, cansados y si-
rostros; no era ya posible resistir. Llegó un momento en que una voz de lenciosos, y llegaron al ponerse el sol a Goito, sobre el Muncio, buscó en
trueno gritó: seguida a su teniente, que había sido recogido con el brazo roto por nuestra
–¡Ríndanse! ambulancia, y debía haber llegado allí antes que él. Le indicaron una
–¡No! –gritó el capitán desde una ventana. Y el fuego volvió a empe- iglesia donde se había instalado precipitadamente el hospital de campaña.
zar más furioso por ambas partes. Cayeron otros soldados. Ya había más Se fue allí, la iglesia estaba llena de heridos colocados en dos filas de
de una ventana sin defensa. El momento fatal era inminente. El capitán camas y de colchones extendidos sobre el suelo; dos médicos y varios practi-
gritaba con voz que se le ahogaba en la garganta: «¡No vienen! ¡No vie- cantes iban y venían afanados y oíanse gritos ahogados y gemidos.
nen!» y corría furioso de un lado a otro, arqueando el sable con su mano Apenas entró el capitán, se detuvo y dirigió una mirada a su alrede-
convulsa, resuelto a morir. Entonces un sargento, bajando de la buhardi- dor en busca de su oficial.
lla, gritó con voz estentórea: En aquel momento se oyó llamar por una voz apagada muy próxima:
cien respuestas? «Amo a Italia porque mi madre es italiana; es la biría con sollozos de angustia, y moriría con aquel puñal clavado
tierra donde están sepultados los muertos que mi madre llora y en el corazón.
los que venera mi padre; porque es la ciudad donde he nacido, la Tu padre.
lengua que hablo, los libros que me instruyen, mi hermano, mis
compañeros, el gran pueblo en que vivo, la bella naturaleza que ENVIDIA
me rodea, todo lo que veo, lo que adoro, lo que estudio, lo que
admiro es italiano. ¡Oh! ¡Tú! no puedes sentir aun en toda su MIÉRCOLES 25. EL QUE HA HECHO MEJOR LA COMPOSICIÓN sobre la
intensidad ese gran afecto! Lo sentirás cuando seas hombre, cuan- patria ha sido Derossi. ¡Y Votino, que creía seguro el primer
do al volver de algún largo viaje, después de prolongada ausen- premio! Yo quería mucho a Votino, aunque es algo vanidoso y
cia, y asomándote a la cubierta del buque, veas en el horizonte presumido; pero me disgusta ahora que estoy con él en el ban-
las azules montañas de tu país, lo sentirás, entonces, en la impe- co, ver lo que envidia a Derossi. Y estudia para competir con
tuosa onda de ternura que te llenará los ojos de lágrimas y te él; pero no puede en manera alguna, porque el otro le da diez
arrancará un grito del corazón. Lo sentirás en alguna gran ciudad vueltas en todas las asignaturas. También siente envidia Carlos
lejana, en el impulso del alma que te empujará, entre la multitud Nobis; pero éste tiene tanto orgullo, que la misma soberbia no
desconocida, hacia un obrero oscuro, del cual hayas oído, pasan- se la deja descubrir. Votino, por el contrario, se vende, se la-
do a su lado, una palabra italiana. Lo sentirás en la indignación menta de las notas en su casa y dice que el maestro comete
dolorosa y profunda, que te hará subir la sangre a la cabeza, injusticias; y cuando Derossi responde a las preguntas tan pronto
cuando oigas injuriar a tu país a algún extranjero. Lo sentirás y tan bien como siempre, él pone la cara hosca, baja la cabeza,
más violento y más vivo el día en que la amenaza de un pueblo finge no oír y se esfuerza por reír, pero con la risa verde. Y
enemigo levante una tempestad de fuego sobre tu patria y veas como todos lo saben, en cuanto el maestro alaba a Derossi, se
brillar las armas por todas partes. Lo sentirás como una alegría vuelven a mirar a Votino, que traga veneno, y el albañilito le
divina si tuvieses la suerte de ver regresar a la ciudad los regi- hace la mueca de hocico de liebre. Esta mañana, por ejemplo,
mientos diezmados, rendidos, destrozados, con el brillo de la lo ha demostrado. El maestro entró en la escuela y anunció el
victoria en los ojos y las banderas atravesadas por las balas, se- resultado de los exámenes: «Derossi: diez puntos y la primera
guido de un convoy interminable de valientes que asoman sus medalla», Votino estornudó con estrépito. El maestro le miró,
cabezas vendadas, en medio de la multitud loca que los cubre de porque la cosa estaba clara.
flores, de bendiciones y de vítores. ¡Ah, comprenderás entonces –Votino –le dijo–, no dejes que se apodere de ti la serpiente
el amor a la patria, y lo sentirás tú, Enrique mío! Es cosa tan de la envidia: es una sierpe que roe el cerebro y corrompe el
grande y tan sagrada, que si un día yo te viese regresar salvo de corazón.
una batalla en que se ha peleado por ella; salvo tú, que eres mi Todos le miraron, menos Derossi. Votino quiso responder, y
carne y mi alma, y supiese que habías conservado la vida porque no pudo; quedó como petrificado y con el semblante pálido.
te habías escondido huyendo de la muerte, yo, tu padre, que te Después, mientras el maestro daba la lección, se puso a escribir,
recibo con gritos de alegría cuando vuelves de la escuela, te reci- en gruesos caracteres en una hoja: «Yo no estoy envidioso de los
que ganan la primera medalla por favor y con injusticia». Este pues, mientras tanto, entró en la escuela la madre de Franti, preocu-
papel quería mandárselo a Derossi. Pero entretanto observé que pada, despeinados sus grises cabellos, toda llena de nieve, llevando
los que estaban junto a Derossi tramaban algo entre sí y se ha- a su hijo, que había sido echado de la escuela hacía ocho días. ¡Qué
blaban al oído, y uno hacía con el cortaplumas una gran medalla triste escena nos tocó presenciar! La pobre se echó de rodillas a los
de papel, sobre la cual habían dibujado una serpiente negra. Votino pies del director, tomándole las manos y suplicándole:
mismo no advirtió nada. El maestro salió por breves momentos. –¡Oh, señor director; hágame usted el favor de volver a ad-
Enseguida, los que estaban junto a Derossi se levantaron del mitir al niño en la escuela! Hace tres días que está en casa; lo he
banco para presentar solemnemente la medalla de papel a Votino. tenido escondido; pero Dios me valga si su padre lo descubre,
Toda la clase se preparaba para presenciar una escena desagra- porque lo mata; tenga usted compasión, que yo no sé qué hacer;
dable. Votino estaba temblando. Derossi gritó: se lo recomiendo con toda mi alma.
–¡Dénmela! El director trató de llevarla afuera; pero se resistía siempre y
–Sí, es mejor –respondieron los demás–; tú eres el que debe rogándole:
llevársela. –¡Oh, si supiese usted lo que siento, tendría usted compa-
Derossi recogió la medalla y la hizo mil pedazos. En aquel sión! ¡Hágame el favor! Yo espero que se enmendará. Si no me
momento volvió el maestro y se reanudó la clase. Yo no quitaba lo concede usted, no viviré ya más, pero quisiera verlo corregido
el ojo de Votino, que estaba rojo de vergüenza. Tomó el papel antes de morir, porque... –y la interrumpió el llanto– es mi hijo,
despacito, como si lo hiciese distraídamente, lo hizo mil doble- lo quiero mucho y moriría desesperada. Admítalo de nuevo, se-
ces a escondidas, se lo puso en la boca, lo mascó un poco, y ñor director, para que no sobrevenga una desgracia en la familia;
después lo echó debajo del banco. Al salir de la escuela y pasar ¡hágase por caridad hacia una pobre mujer! –Y se cubrió el ros-
por delante de Derossi, a Votino, que estaba un poco confuso, se tro con las manos, sollozando.
le cayó el arrugado papel. Derossi, siempre noble, lo recogió y se –Franti, anda a tu puesto –se oyó pronunciar al director.
lo puso en la cartera, ayudándole a abrocharse el cinturón. Votino Entonces la madre se quitó las manos de la cara, muy con-
no se atrevió a levantar la cabeza. solada, y empezó a dar mil gracias, sin dejar de hablar al direc-
tor, y se salió hacia la puerta, enjugándose los ojos y diciendo
LA MADRE DE FRANTI con emoción creciente:
–Hijo mío, que seas bueno. Tengan ustedes paciencia. Gra-
SÁBADO 28. PERO VOTINO ES INCORREGIBLE. Ayer, en la clase de cias, señor director, ha hecho usted una obra de caridad. Adiós,
religión, delante del director, el maestro preguntó a Derossi si hijo mío. Buenos días, niños. Gracias, señor maestro, hasta pronto.
sabía de memoria aquellas dos estrofas del libro de lectura: «¡Don- ¡Soy una pobre madre que ha sufrido tanto! ...
dequiera que extiendo la vista, te veo, inmenso Dios!» Derossi Y dirigiendo aún desde el umbral de la puerta una mirada
respondió que no, y Votino se levantó en seguida: suplicante a su hijo, se fue ahogando los lamentos que la destro-
–¡Yo la sé! –dijo sonriéndose, como para mortificar a Derossi. zaban, pálida, encorvada, temblorosa, oyéndosela todavía toser
Pero el mortificado fue él, porque no pudo recitar la poesía, cuando ya bajaba la escalera. El director miró fijamente a Franti,
en medio del silencio de la clase, y le dijo con una inflexión de siempre en tu pensamiento aquel otro Enrique más feliz que
voz que hacía temblar: puede ser después de esta vida. Luego reza. ¡Tú no puedes ima-
–¡Franti, estás matando a tu madre! ginar qué dulzura experimenta, cuánto mejor se siente una ma-
Todos se volvieron a mirar a Franti. Y el muy infame ¡se dre, cuando ve a su hijo de rodillas! Cuando yo te veo rezando,
sonreía! me parece imposible que deje de haber alguien que te mire y te
ESPERANZA escuche; pero entonces, más firmemente que nunca, creo que
hay una Bondad suprema y una infinita Piedad. Te quiero más,
DOMINGO 29. «MUCHO ME HA GUSTADO, ENRIQUE, el arranque con trabajo con más fe, sufro con más fortaleza, perdono con toda
que te has echado en brazos de tu madre al volver de la clase de mi alma y pienso con serenidad en la muerte. ¡Oh, Dios mío!,
religión. ¡Qué cosas tan hermosas y tan consoladoras te ha di- volver a oír después de la muerte la voz de mi madre, volver a
cho el maestro! ¡Dios, que nos ha arrojado el uno en brazos del encontrar a mis hijos, y estrecharlos en un abrazo que no acaba-
otro, no nos separará jamás! Cuando yo muera, cuando muera tu rá nunca, nunca jamás, en una eternidad... ¡Oh! Reza, recemos,
padre, no nos diremos aquellas tremendas y desconsoladoras querámonos, seamos buenos, llevemos en el alma esta celestial
palabras: «¡No te veré ya más!» Nosotros nos volveremos a ver esperanza, adorado hijo mío.
en la otra vida, en la que el que ha sufrido mucho en ésta tendrá Tu madre.
su compensación en la que el que ha amado mucho sobre la
tierra, volverá a encontrar las almas que ha querido en un mun-
do sin culpa, sin llanto y sin muerte; pero debemos todos hacer-
nos dignos de esa otra vida. Hijo: cada acción buena tuya, cada
palabra de cariño para los que te quieren, cada acto de atención
hacia tus compañeros, cada pensamiento noble, es como un paso
que das hacia aquel mundo. También te lleva hacia allá cada
desgracia, cada dolor que sufres, porque todo dolor es la expia-
ción de una culpa, toda lágrima borra una mancha. Proponte
cada día ser mejor y más cariñoso que el día anterior. Di todas
las mañanas: «Hoy quiero hacer algo de lo que mi conciencia
pueda alabarse, algo que me haga más querido de éste o aquel
compañero, de mis padres, del maestro, de mi hermano o de
otros»; y pide a Dios que te de la fuerza necesaria para llevar a
cabo tu propósito. «Señor, yo quiero ser bueno, noble, valiente,
delicado, sincero; ayúdame; haz que cada noche, cuando mi
madre me dé el último beso, pueda yo decirle: «Tú besas esta
noche a un niño mejor y más digno que el que besaste ayer». Ten
S
alguna cosa, dirigió sobre los bancos una dulcísima mirada llena
ÁBADO 4. ESTA MAÑANA VINO A REPARTIR LOS PREMIOS el ins- de inmensa gratitud.
pector de escuelas, un señor con barba blanca y vestido –Vete, querido muchacho –añadió el inspector–. ¡Que Dios
de negro. Entró con el director poco antes de dar la te proteja!
hora y se sentó al lado del maestro. Hizo varias preguntas a va- Era la hora de salida. Nuestra clase salió antes que todas, y
rios niños, entregó luego la primera medalla a Derossi, y antes apenas estuvimos fuera de la puerta... ¿a quién vemos allí, en
de dar la segunda estuvo oyendo un momento al maestro y al salón de espera, precisamente a la puerta? Al padre de Precusa,
director que le hablaban en voz baja. Todos se preguntaban: «¿A el herrero, pálido como de costumbre, con su torva mirada, con
quién dará la segunda?» El inspector dijo entonces en alta voz: los pelos hasta los ojos, con la gorra medio caída y tambaleándo-
–En estas semanas se ha hecho merecedor a la segunda me- se. El maestro lo vio en seguida, y se puso a hablar al oído del
dalla el alumno Pedro Precusa. La merece, no sólo por los traba- inspector; éste se fue presuroso a buscar a Precusa, y asiéndolo
jos que ha hecho en casa, sino también por las lecciones, por la de la mano lo llevó con su padre. El muchacho temblaba. El
caligrafía, por su conducta, en suma: por todo. maestro y el director se habían acercado, y muchos chicos ha-
Todos se volvieron a mirar a Precusa, y en todos los sem- bían formado circulo en derredor de ellos.
blantes se reflejaba la misma alegría. Precusa se aturdió tanto, –¿Es usted el padre de este muchacho, no es cierto? –pre-
que no sabía dónde se hallaba. guntó el inspector al herrero con aire jovial, como si fueran ami-
–Ven acá –le dijo el inspector. gos; y sin esperar la respuesta, añadió–: Me alegro mucho. Mire:
ha ganado la segunda medalla a cincuenta y cuatro compañeros, paso, impacientes por llegar a comer cuanto antes a su casa, ha-
y la merece por los trabajos de composición, por los de aritméti- blando fuerte, riendo y golpeándose las espaldas, y pienso que
ca, por todo. Es un niño muy inteligente y, de gran voluntad, que han estado trabajando desde el rayar del alba hasta aquella hora,
sin duda hará carrera; querido y estimado por todos. Puede us- no puedo menos de avergonzarme, yo, que en todo ese tiempo no
ted estar orgulloso, yo se lo aseguro. he hecho otra cosa que borronear de mala gana cuatro páginas.
El herrero, que estaba oyendo todo esto con la boca abierta ¡Ah, sí! ¡Estoy descontento, descontento! Bien veo que mi padre
miró fijamente al inspector y al director, y luego, a su hijo, que está de mal humor, y quisiera decírmelo, pero le apena, y espera
estaba delante, con los ojos bajos, temblando; y como si recor- todavía. ¡Querido padre mío! Tú que trabajas tanto. Todo es tuyo;
dase todo lo que había hecho padecer al pobre pequeñuelo, y la todo lo que en casa me rodea, todo lo que me abriga y me alimen-
bondad y constancia heroica con que había sufrido, se mostró ta, todo lo que me instruye y me divierte, ¡y no me esfuerzo! Quie-
repentinamente en su cara cierta estúpida admiración, luego, ro comenzar desde hoy; quiero empezar a estudiar como Estardo,
acerbo dolor, y por fin una ternura violenta y triste; y tomando con los puños y los dientes apretados; quiero ponerme a ello con
fuertemente al muchacho por la cabeza lo apretó contra su pe- toda la fuerza de mi voluntad y de mi alma; quiero vencer el sueño
cho. Todos nosotros pasamos por delante de él: yo lo invité para por la noche, saltar de la cama muy temprano, golpearme el cere-
que fuera a casa el jueves con Garrón y Crosi; otros le saludaron; bro sin descanso y fustigar sin piedad la pereza, fatigarme, sufrir y
quién le hacía una caricia, quién le tocaba la medalla: todos le hasta enfermar, con tal de no arrastrar más esta vida floja y aban-
dijeron algo. El padre nos miraba como atontado, y apretaba donada que me envilece y llena de tristeza a los demás. ¡Animo, al
contra su pecho la cabeza de su hijo que sollozaba. trabajo! ¡Al trabajo con toda mi alma y con todas mis fuerzas ¡Al
trabajo, que dará el reposo dulce, los juegos placenteros, el comer
BUENOS PROPÓSITOS alegre! ¡Al trabajo, que me traerá de nuevo la bondadosa sonrisa
de mi maestro y el bendito beso de mi padre!
DOMINGO 5. LA MEDALLA DADA A PRECUSA HA DESPERTADO en mi un
remordimiento. Yo todavía no he ganado ninguna; de algún tiem- EL TRENCITO
po a esta parte no estudio, estoy descontento de mí; el maestro, mi
padre y mi madre también lo están. No siento el placer que sentía VIERNES 10. PRECUSA VINO AYER A CASA CON GARRÓN. Yo creo que
cuando trabajaba de buena voluntad y, abandonando la mesa co- aun cuando hubieran sido hijos de príncipes no habrían sido aco-
rría a mis juegos lleno de alegría, como si no hubiera jugado en un gidos con más alegría. Era la primera vez que venía Garrón, por-
mes entero; ni siquiera me siento a la mesa con los míos con el que además de ser un poco huraño, se avergüenza de que le vean.
gusto de antes; me persigue una sombra en el ánimo, una voz Es muy grande y todavía cursa el tercer año. Todos salimos a
interior que me dice continuamente: «Esto no marcha, esto no abrir la puerta cuando llamaron. Crosi no vino porque al fin ha-
marcha». Cuando por la noche veo atravesar la plaza a tantos bía llegado su padre de América, después de seis años de ausen-
muchachos en medio de grupos de obreros y operarios, que vuel- cia. Mi madre besó inmediatamente a Precusa, y mi padre le
ven de su trabajo, alegres a pesar del cansancio, que apresuran su presentó a Garrón, diciendo:
–Aquí tienes; éste no solamente es un buen muchacho; es Entonces dirigió sus ojos hacia mi padre y mi madre, toda-
todo un hombre y un caballero. vía más admirado, y me preguntó:
Garrón bajó su gran cabeza rapada, sonriendo a escondidas –Pero, ¿por qué?
conmigo. Precusa llevaba la medalla y estaba contento, porque Mi padre le contestó:
su padre ha reanudado el trabajo y han pasado cinco días sin que –Te lo regala Enrique porque es amigo tuyo, porque te quie-
beba; quiere que esté siempre a su lado en el taller, y parece re... para celebrar tu medalla.
enteramente otro. Nos pusimos a jugar; saqué todos mis jugue- Precusa preguntó tímidamente:
tes y Precusa quedó encantado a la vista del tren, que anda solo, –¿Yo lo he de llevar conmigo..., a mi casa?
cuando se le da cuerda a la máquina; jamás lo había visto, devo- –¡Pues claro! –respondieron todos. Todavía estaba en la puer-
raba con sus ojos los vagoncillos amarillos y colorados. Le di la ta y no se atrevía a marcharse. ¡Era feliz! Pedía perdón, y su
llave para que jugase a su gusto; se arrodilló y no volvió a levan- boca temblaba y reía juntamente. Garrón le ayudó a envolver el
tar más la cabeza. Nunca le había visto tan contento. Siempre tren en el pañuelo, y al inclinarse sonaron los mendrugos que
nos decía: «Dispénsame, dispénsame», apartando nuestras ma- llenaban sus bolsillos.
nos si intentábamos detener la máquina; tomaba y colocaba con –Un día –me dice Precusa vendrás al taller a ver cómo tra-
toda clase de miramientos los vagoncillos, como si fueran de baja mi padre. Te daré unos clavos.
vidrio: temía empañarlos con el aliento, los limpiaba por arriba y Mi madre puso un ramito en el ojal de la chaqueta de Ga-
por abajo, y se veía una sonrisa incesante en sus labios. Todos rrón para que se lo diera a su madre en su nombre: Garrón, con
nosotros le mirábamos; no quitábamos ojo de aquel cuello como su gruesa voz, contestó: «Gracias», sin levantar la cabeza del
un hilo, de aquellas orejitas que yo había visto un día echar san- pecho, pero revelando espléndidamente en sus ojos su alma bue-
gre, de aquel chaquetón con las bocamangas sueltas, por donde na y noble.
salían los dos bracitos de enfermo que tantas veces se habían
levantado para defender la cara de los golpes... ¡Oh! En aquel SOBERBIA
momento habría arrojado a sus pies todos mis juguetes y todos
mis libros, habría arrancado de mi boca el último pedazo de pan SÁBADO 11. ¡Y DECIR QUE CARLOS NOBIS SE LIMPIA LA MANGA con
para dárselo, me habría desnudado para que se vistiera, me ha- afectación cuando Precusa le toca al pasar!. Es la encarnación
bría arrodillado para besarle las manos. Por lo menos –pensé–, misma de la soberbia, y todo porque su padre es un ricachón.
quisiera darle el tren; era preciso, sin embargo, pedir permiso a ¡Pero también el padre de Derossi es rico! Carlos quisiera tener
mi padre. En aquel momento sentí que me ponían un papelito un banco para él solo; tiene miedo de que todos lo ensucien; a
en la mano; miré: estaba escrito con lápiz por mi padre, y decía: todos mira de arriba abajo con sonrisa despreciativa; ¡ay del
«A Precusa le gusta el tren. El no tiene juguetes. ¿No te dice que tropiece el pie cuando salimos en fila de dos en dos! Por
nada tu corazón?» Tomé súbitamente la máquina y los vagones, nada lanza al rostro una palabra injuriosa o amenaza con que
hice que pusiera las manos, y se lo entregué todo diciéndole: hará venir a su padre a la escuela. ¡Y cuidado que su padre le
–Tómalo, es tuyo. Me quedó mirando sin comprender. echó buena reprimenda cuando llamó harapiento al hijo del
carbonero! Nunca he visto altanería semejante. Nadie le dice –Siéntate –le dijo el maestro–; te compadezco. Eres un mu-
adiós al salir; no hay quien le sople una palabra cuando no sabe chacho sin corazón.
la lección. No soporta a ninguno; finge despreciar sobre todo a Todo parecía hacer concluido ya, cuando el albañilito que
Derossi, porque es el primero de la clase, y a Garrón porque se sienta en el primer banco, volviendo su redonda cara hacia
todos lo quieren; pero Derossi ni se cuida siquiera de mirarlo, y Nobis, que está en el último, le hizo una mueca, poniéndole un
Garrón, cuando le refieren que Nobis habla mal de él respon- hocico de liebre tan gracioso que estalló una sonora risotada en
de: toda la clase. El maestro le regañó y no tuvo más remedio, para
–Tiene una soberbia tan estúpida, que ni siquiera merece, a ocultar la risa, que taparse la boca con la mano; Nobis también
decir verdad, el castigo de mis coscorrones. se rió, pero su risa no pasaba de los dientes.
Coreta, sin embargo, un día que Nobis se mofaba de su go-
rra de patas de gato, le dijo: LAS VÍCTIMAS DEL TRABAJO
–¡Vete con Derossi, para que aprendas un poco a ser caba-
llero! LUNES 13. NOBIS PUEDE HACER PAREJA CON FRANTI; ni uno ni el otro
Ayer fue a quejarse al maestro porque el calabrés le había se conmovieron esta mañana ante lo que pasó a nuestra vista.
tocado con el pie en una pierna. El maestro preguntó al calabrés: Fuera ya de la escuela, estaba yo con mi padre mirando a
–¿Lo ha hecho de adrede? unos pilluelos de la sección segunda que se arrodillaban en tierra
–No, señor –respondió francamente. para restregar el hielo con los bolsones y las gorras y poder res-
–Eres demasiado quisquilloso, Nobis –dijo el maestro. balar mejor, cuando vimos venir por medio de la calle una mul-
Y Nobis con su aire acostumbrado dijo: titud de gente con paso precipitado, serios, espantados, hablan-
–¡Se lo diré a mi padre! do en voz baja. En medio venían tres guardias municipales, y
El maestro, entonces, se encolerizó: detrás dos hombres que llevaban una camilla. De todas partes
–Tu padre no te hará caso, como ha pasado otras veces. acudieron los muchachos. La muchedumbre avanzó hacia noso-
Además en la escuela, el maestro es quien únicamente juzga y tros. Sobre la camilla venía tendido un hombre, blanco como un
castiga. –Y luego añadió con dulzura–: Vamos, Nobis, cambia muerto, con la cabeza caída sobre un hombro, el pelo enmaraña-
de maneras, sé bueno y cortés con tus compañeros. Mira, hay do y lleno de sangre. Al lado de la camilla venía una mujer con
hijos de trabajadores y de señores, de ricos y de pobres: todos se un niño en brazos; parecía loca; a cada paso gritaba: «¡Está muer-
quieren y se tratan como hermanos, como lo son. ¿Por qué no to! ¡Está muerto!» Seguía a la mujer un muchacho con su bolsón
haces tú lo que los demás? ¡Qué poco te costaría que todos te bajo el brazo sollozando.
quisieran y que tú mismo estuvieras más contento!... ¡Qué! ¿No –¿Qué ha pasado? –preguntó mi padre.
tienes nada que contestarme? Alguien contestó que era un pobre albañil que se había caí-
Nobis, que había estado escuchando con el semblante des- do de un cuarto piso donde estaba trabajando. Los que llevaban
preciativo de siempre, contestó fríamente: la camilla se detuvieron un instante. Muchos volvieron la cabe-
–No, señor. za horrorizados. Vi que la maestrita de primero sostenía a mi
maestra de clase superior, casi desmayada. Al mismo tiempo sentí de Moncalieri para ver una quinta que quería alquilar el verano
que me golpeaban en el codo: era el pobre albañilito, pálido tem- próximo, porque este año ya no vamos a Chieri. Se encontró que
bloroso de pies a cabeza. Pensaba seguramente en su padre; tam- quien tenía las llaves era un maestro, el cual hace a la vez de
bién yo pensé en él. Tengo al menos el ánimo tranquilo cuando administrador de la finca. Nos hizo ver la casa y nos llevó luego
estoy en la escuela, porque sé que mi padre está en casa, sentado a su habitación, donde bebimos. Entre los vasos, en medio de la
a su mesa, lejos de todo peligro; pero ¿cuántos de mis compañe- mesa, había un tintero de madera, de forma cónica y esculpido
ros pensarán que sus padres trabajan sobre altísimo puente o de una manera singular. Viendo que mi padre lo miraba atenta-
cerca de las ruedas de una máquina y que un gesto o un paso en mente, dijo el maestro:
falso les pueda costar la vida! Son como otros tantos hijos de –Aquel tintero lo quiero mucho. ¡Si usted supiese, caballero,
soldados que tienen a sus padres en la guerra. El albañilito mira- su historia!
ba y remiraba, temblando cada vez con más estremecimientos, y Y nos la contó:
advirtiéndolo, mi padre le dijo: –Hace algunos años, siendo maestro en Turín, todo un in-
–Vete a casa, muchacho, vete rápido con tu padre, a quien vierno fui a dar clases a los presos. Explicaba las lecciones en la
encontrarás sano y tranquilo; anda. capilla de la cárcel, un edificio redondo, alrededor de cuyos pa-
El hijo del albañil se marchó, volviendo la cara hacia atrás a redones, altos y desnudos, se ven muchas ventanitas cuadradas,
cada paso. Entretanto la multitud se puso en movimiento, y la cerradas por dos barras de hierro en cruz y que corresponden
pobre mujer destrozaba el corazón gritando: cada una al interior de una pequeña celda. Daba la lección pa-
–¡Está muerto! ¡Está muerto! ¡Está muerto! seando por la iglesia oscura y fría; los escolares se asomaban a
–No, no está muerto le decían todos. aquellos agujeros con sus cuadernos apoyados en los hierros, sin
Ella no hacía caso y se arrancaba los cabellos. Oigo en esto enseñar más que las caras, envueltas entre sombras; caras escuá-
una voz indignada que dice: lidas y sombrías, barbas enmarañadas y grises, ojos fijos, de ho-
–¡Te ríes! micidas y ladrones. Entre tantos, había uno, que estaba más atento
Era un hombre con barba que miraba cara a cara a Franti, el que los demás, que estudiaba mucho y me miraba siempre con
cual seguía sonriendo. El hombre, entonces, de un cachetazo le los ojos llenos de respeto y gratitud. Era un joven de barba ne-
arrojó la gorra al suelo, diciendo. gra, más bien desgraciado que criminal; ebanista, el cual, en un
–¡Descúbrete, mal nacido! ¡Pasa un herido del trabajo! ímpetu de cólera, había descargado un cepillo contra su amo
Toda la multitud había pasado ya, y se veía por el medio de que le perseguía de tiempo atrás, hiriéndole mortalmente en la
la calle un largo reguero de sangre. cabeza. Había sido por esto condenado a varios años de reclu-
sión. En tres meses aprendió a leer y escribir, y siempre estaba
EL PRESO leyendo, y cuanto más aprendía, mostraba mayor arrepentimien-
to por su delito. Un día, al terminar la lección, me hizo señas
VIERNES 17. ¡AH! HE AQUÍ SEGURAMENTE EL CASO MÁS EXTRAÑO de para que me acercase a la ventana, anunciándome con tristeza
todo el año. Ayer de mañana me llevó mi padre a los alrededores que al día siguiente saldría de Turín para completar su pena en
las cárceles de Venecia; y me suplicó con voz humilde y conmo- problema de aritmética para el examen mensual, referí a mi com-
vida que le dejase tocar mi mano. Se la alargué y él me la besó: pañero toda la historia del preso y del tintero, cómo estaba he-
«¡Gracias! ¡Gracias!», me dijo, desapareciendo en el acto. Retiré cho con la pluma atravesada sobre el cuaderno, con aquella ins-
mi mano cubierta de lágrimas. Pasaron seis años. Lo que menos cripción alrededor: «¡Seis años!». Derossi se sobresaltó al oír aque-
pensaba yo era en aquel desgraciado, cuando ayer por la mañana llas palabras; comenzó a mirar tan pronto a mí como a Crosi, el
veo que llega a casa un desconocido, con gran barba negra, un hijo de la verdulera, que estaba sentado en el banco de adelante,
poco entrecana ya, y malamente vestido. con la espalda vuelta hacia nosotros y absorto por completo en
–¿Es usted, señor –me dijo–, el maestro Fulano de Tal? su problema.
–¿Quién eres? –pregunté yo. –¡Silencio! –dijo en voz baja, asiéndome por un brazo–. ¿No
–Soy el preso número 78 –me contesta–; usted me enseñó a sabes? Crosi me dijo que había visto de pasada, anteayer, un
leer y a escribir hace seis años: si recuerda, al terminar la última tintero de madera en manos de su padre, que ha vuelto de Amé-
lección me dio usted la mano; ya he purgado mi condena y aquí rica, un tintero cónico, trabajado a mano, con un cuaderno y una
estoy... para suplicarle que me haga el favor de aceptar un re- pluma. Es el mismo que tú viste. «¡Seis años!...». Decía que su
cuerdo mío, una cosilla que he hecho en la prisión. ¿Quiere acep- padre estaba en América; en vez de esto, estaba preso. Crosi era
tarla en memoria mía, señor maestro? pequeño cuando se cometió el delito, no lo recuerda; su madre
Me quedé atónito, sin decir una palabra: y creyendo él si le engañó; él no sabe nada. ¡No se te escape ni una sílaba de
acaso no querría aceptar el regalo, me miró como diciéndome: esto!
–¡Seis años de sufrimiento no han bastado para purificar mis Me quedé sin poder articular palabra y con los ojos fijos
manos! sobre Crosi. Derossi, entonces, resolvió el problema y se lo pasó
Fue tal y tan viva la expresión de dolor de su mirada, que a Crosi por debajo del banco; le dio una hoja de papel, le quitó
tendí inmediatamente la mano y tomé el objeto. Helo aquí. de las manos «El enfermero del Tata», cuento mensual que el
Examinamos atentamente el tintero; parecía trabajado con maestro le había dado a copiar, para hacérselo él, le regaló plu-
la punta de un clavo y revelaba grandísima paciencia. Tenía es- mas, le dio golpecitos en la espalda. Me hizo prometer bajo pala-
culpida encima una pluma atravesando un cuaderno, y escrito bra de honor que no diría nada a nadie. Cuando estuvimos fuera
alrededor: «A mi maestro. Recuerdo del número 78. ¡Seis años!». de la clase, me dijo precipitadamente:
Y por debajo, en pequeños caracteres: «Estudio y esperanza». –Ayer vino su padre a buscarlo; habrá venido hoy también,
En todo el trayecto de vuelta desde Moncalieri hasta Turín, haz lo que yo haga.
no pude quitarme de la cabeza aquel preso asomado a la venta- Salimos a la calle, y el padre de Crosi estaba allí, algo sepa-
nilla, aquel «¡adiós!» al maestro, aquel pobre tintero hecho en la rado: un hombre de barba negra, más bien un poco entrecana,
cárcel, que decía tantas cosas; soñé con él por la noche, y toda- malamente vestido y de semblante pálido y pensativo. Derossi
vía esta mañana me parecía tenerle delante..., ¡bien lejos de ima- apretó la mano a Crosi de modo que fuera visto, diciéndole en
ginar la sorpresa que me esperaba en la escuela! Apenas me ha- voz alta:
bía colocado en mi nuevo banco, al lado de Derossi, y escrito el –Hasta la vista, Crosi –y le pasó la mano por la barbilla: Yo
hice lo mismo; pero al hacer aquello Derossi se puso encendido –¿Cuándo entró en el hospital? –preguntó el enfermero.
como la grana; yo también. El padre de Crosi nos miró atenta- El muchacho mirando la carta:
mente con ojos benévolos, pero en los cuales se traslucía una –Hace cinco días, creo.
expresión de inquietud y de sospecha que nos heló el corazón. El enfermero se quedó pensando un momento; luego, como recordando
de pronto:
EL ENFERMERO DEL «TATA» –¡Ah! –dijo–, la sala cuarta, la cama que está en el fondo.
(Cuento mensual) –¿Está muy malo? ¿Cómo está? –preguntó ansiosamente el niño.
El enfermero lo miró, sin responder. Luego, dijo:
EN LA MAÑANA DE CIERTO DÍA LLUVIOSO DE MARZO, un muchacho –Ven conmigo.
vestido de campesino, y lleno de fango, con un empapado envoltorio de Subieron dos tramos de escalera, dirigiéndose al fondo del ancho co-
ropa bajo el brazo, se presentaba al portero del Hospital Mayor de Nápoles, rredor, hasta encontrarse frente a la puerta abierta de un salón con dos
a preguntar por su padre, con una carta en la mano. Tenía hermosa cara largas filas de camas.
ovalada moreno claro, ojos apesadumbrados y gruesos labios entreabier- –Ven –repitió el enfermero entrando.
tos, que dejaban ver sus blanquísimos dientes. Venía de un pueblo de los El muchacho se armó de valor y le siguió, echando miradas medrosas
alrededores de la ciudad. Su padre, que había salido de casa el año ante- a derecha e izquierda sobre los semblantes pálidos de los enfermos, algu-
rior; para ir en busca de trabajo a Francia, había vuelto a Italia y desem- nos de los cuales tenían los ojos cerrados y parecían muertos; otros mira-
barcado hacía pocos días en Nápoles, donde enfermó tan repentinamente, ban al espacio con ojos grandes y fijos, como espantados. Algunos gemían
que apenas si tuvo tiempo de escribir cuatro palabras a su familia para como niños. El salón estaba oscuro; el aire impregnado de penetrante olor
anunciarles su llegada y decirles que entraba en el hospital. de medicamentos. Dos hermanos de la Caridad iban de uno a otro lado
Su mujer, desolada al recibir la noticia, no pudiendo moverse de casa con frascos en la mano.
porque tenía una niña enferma y otra de pecho, había mandado al hijo Al llegar al fondo de la sala, el enfermero se detuvo a la cabecera de
mayor con algunas monedas para asistir a su padre, a su «Tata» como la cama, abrió las cortinillas y dijo:
solía llamarle. –Ahí tienes a tu padre.
El muchacho había andado diez kilómetros de camino. El muchacho rompió a llorar, y dejando caer la ropa que tenía bajo el
El portero, ojeando la carta, llamó a un enfermero para que llevase brazo, abandonó la cabeza sobre el hombro del enfermo. El enfermo no
al muchacho donde estaba su padre. hizo movimiento alguno.
–¿Qué padre? –preguntó el enfermero. El muchacho se irguió, miró otra vez a su padre y rompió a llorar de
El muchacho, temblando por temor a una triste noticia, dijo el nom- nuevo. El enfermo le dirigió una larga mirada, y pareció reconocerlo. Pero
bre. sus labios no se movieron. ¡Pobre «Tata»! ¡Qué cambiado estaba! El hijo
El enfermero no recordaba tal nombre. no lo había reconocido. Tenía blancos los cabellos, crecida la barba, la
–¿Un viejo trabajador que ha llegado del exterior? –preguntó. cara hinchada, de color rojo encendido, los ojos muy chiquitos, los labios
–Trabajador, sí –respondió el muchacho, cada vez más ansioso–: gruesos, toda la fisonomía alterada; no conservaba de él más que la frente
pero no muy viejo. Ha venido de fuera y el arco de las cejas. Respiraba angustiosamente.
–¡«Tata»! ¡«Tata» mío! –dijo el muchacho–. Soy yo, ¿no me recono- –Nada nuevo.
ces? Soy Cecilio, tu Cecilio. Mírame bien: ¿no me reconoces? Dime una Quedó pensativo, y luego dijo:
palabra siquiera. –Continúe como antes.
Pero el enfermo, después de mirarle atentamente, cerró los ojos. El chico tuvo valor para preguntar con voz lacrimosa:
–¡«Tata»! ¡«Tata»! ¿Qué tienes? Soy tu hijo, tu Cecilio –el enfermo –¿Qué tiene mi padre?
no se movió, y continuó respirando con mucho esfuerzo. –Ten valor, muchacho –respondió el médico, poniéndole nuevamente
Entonces, llorando, tomó el muchacho una silla y se sentó, esperando, la mano en el hombro–. Tiene una inflamación facial. Es grave, pero
sin levantar los ojos de la cara de su padre. «Pasará algún médico hacien- todavía hay esperanza. Asístele. Tu presencia le puede hacer bien.
do la visita –pensaba– y me dirá algo» –Te reconocerá mañana..., quizá. Debemos esperarlo así: ten áni-
Sumergido en tristes pensamientos, recordaba tantas cosas de su buen mos.
padre el día de la partida, cuando le había dado el último adiós en el El muchacho habría querido preguntar más cosas, pero no se atrevió.
barco, las esperanzas que la familia había fundado sobre aquel viaje, la El médico siguió adelante, y el niño comenzó la vida de enfermero. No
desolación de su madre al recibir la carta; pensó también en la muerte: pudiendo hacer otra cosa, arreglaba la ropa de la cama, tocaba la mano
veía a su padre muerto, a su madre vestida de negro, a la familia toda en del enfermo, le espantaba los mosquitos, se inclinaba hacia él siempre que
la miseria. Así pasó mucho tiempo. Una mano ligera le tocó en el hombro, le oía gemir, y cuando la hermana le traía de beber, le quitaba el vaso y la
y se estremeció: era una monja. cucharilla para dárselo con su propia mano. El enfermo lo miraba alguna
–¿Qué tiene mi padre? –le preguntó. que otra vez, pero sin dar señales de haberlo reconocido. Sin embargo, su
–¿Es éste tu padre? –le preguntó. mirada se fijaba por más tiempo, sobre todo cuando el niño le limpiaba
–Sí, es mi padre; acabo de llegar. ¿Qué tiene? los ojos con el pañuelo. Así pasó el primer día. Aquella noche el muchacho
–Animo, muchacho –respondió la monja–: ahora vendrá el médico. durmió sobre dos sillas, en un ángulo del salón, y a la mañana volvió a
Y se alejó sin decir más. emprender su piadoso trabajo. Al segundo día se notó que los ojos del
Al cabo de media hora se oyó el toque de una campanilla y vio que por enfermo revelaron un principio de conciencia. La cariñosa voz del niño
el fondo del salón entraba el médico, acompañado de un practicante; la parecía que hacía brillar por un momento sus pupilas, y en cierta ocasión
monja y un enfermero le seguían. Comenzó la visita, deteniéndose en todas movió los labios, como si quisiera decir algo. Después de cada período de
las camas. Tanta espera le parecía eterna al pobre niño, y a cada paso que somnolencia, abriendo mucho los ojos buscaba a su enfermero. El médico
daba crecía su ansiedad. Llegó finalmente al lecho inmediato. El médico era le había visto dos veces, y notó alguna mejoría. Hacia la tarde, al acercársele
un viejo alto y encorvado, de fisonomía grave. Antes de separarse de la cama el vaso a la boca, creyó el chico que una ligerísima sonrisa se había desli-
inmediata, el muchacho se puso en pie, y cuando se acercó rompió a llorar. zado por sus labios hinchados. Comenzó con esto a reanimarse y a tener
–Es hijo del enfermo –dijo la hermana de la Caridad–, y ha llegado esperanza; así que, creyendo que le podría entender, le hablaba de su
esta mañana. madre, de las hermanas pequeñas, de la vuelta a su casa, y le exhortaba
El médico apoyó una mano sobre el hombro del muchacho, se inclinó para que tuviera valor, con palabras llenas de cariño. Aun cuando a
sobre el enfermo, le tomó el pulso, le tocó la frente, e hizo alguna pregunta menudo dudase de ser comprendido, seguía hablando, porque creía que el
a la hermana, la cual respondió: enfermo escuchaba con placer su voz y la entonación desusada de afecto y
tristeza de sus palabras. De esta manera pasó el segundo día, y el tercero, El muchacho cayó en los brazos de su padre casi accidentalmente.
y el cuarto, en alternativa continua de ligeras mejorías y retrocesos impre- Las hermanas, los enfermeros y el practicante acudieron, y les rodearon
vistos. El muchacho, absorbido por entero en los cuidados de su padre, y llenos de estupor.
sin tomar más alimento que algunos bocados de pan y queso, que dos veces El muchacho no podía recobrar la voz.
al día le llevaba la hermana de Caridad, no advertía casi lo que a su –¡Oh, Cecilio mío! –exclamó el padre después de clavar una atenta
alrededor pasaba; los enfermos moribundos, los llantos y demostraciones mirada en el enfermo, besando repetidas veces al niño–. ¡Cecilio, hijo mío!
de desolación de los visitantes, todas las escenas lúgubres y dolorosas de la ¿Cómo es esto? ¿Te has dirigido al lecho de otro enfermo? ¡Y yo me deses-
vida de hospital, que en cualquiera otra ocasión le habrían horrorizado. peraba de no verte después de que tu madre escribió: «¡Le he enviado!».
El siempre firme al lado de su «Tata», atento, ansioso, conmovido por los ¡Pobre Cecilio! ¿Cuántos días llevas ahí? ¿Cómo ha ocurrido esta confu-
suspiros y las miradas, agitado continuamente entre una esperanza que le sión? Yo he sido despachado en pocos días. ¡Estoy bien! ¿Y tu madre? ¿Y
ensanchaba el alma y un desaliento que le helaba el corazón. tus hermanas?, ¿cómo están? Yo me voy del hospital: vamos. ¡Oh, santo
El quinto día el enfermo se puso peor repentinamente. Dios! ¡Quien lo hubiera dicho!...
El médico movió la cabeza como diciendo que era cuestión concluida y El muchacho apenas podía balbucear palabra.
el muchacho se abandonó sobre una silla rompiendo a sollozar. Sin em- –¡Oh, qué contento estoy, pero qué contento estoy! ¡Qué días malos he
bargo, le consolaba una cosa. A pesar de empeorar le parecía a él que el pasado! –Y no acababa de besar a su padre.
enfermo iba poco a poco adquiriendo un poco de discernimiento. Miraba al Pero no se movía.
muchacho cada vez con más fijeza y con expresión de creciente dulzura; no –Vamos, pues –le dice el padre–. Que podremos llegar todavía esta
quería tomar bebida alguna, ni medicina, sino de su mano, y hacía con tarde a casa. Vamos –y lo atrajo hacia él.
más frecuencia aquel movimiento forzado de sus labios, como si quisiera El muchacho se volvió a mirar a su enfermo.
pronunciar alguna palabra, y lo hacía tan marcado a veces, que el niño le –Pero... ¿vienes o no vienes? –le preguntó el padre sorprendido.
sujetaba el brazo con violencia, animado por repentina esperanza, y le El muchacho, vuelta a mirar al enfermo, el cual en aquel momento
decía con acento casi de alegría. abrió los ojos y le miró fijamente.
–¡Ánimo, ánimo, «Tata»: te curarás, nos iremos de aquí, volverás a Entonces brotó de su alma un torrente de palabras.
casa; todavía hace falta algo más de valor! –No, «Tata», espera... ¡Ea..., no puedo! Mira ese anciano. Hace
Eran las cuatro de la tarde, momento en el cual el muchacho se había cinco días que está aquí. Me mira siempre. Pensé que eras tú. Le doy de
abandonado a uno de aquellos transportes de ternura y esperanza, cuando beber, quiere que constantemente esté a su lado. Está muy mal, sin espe-
por la puerta vecina del salón oyó ruido de pasos, luego una fuerte voz, y tres ranza, no tiene ya valor. No sé, pero me da mucha pena. Déjame estar un
palabras solamente: «¡Hasta luego, hermana!», que le hicieron saltar de la poco más con él, volveré a casa mañana. Observa de que manera me mira.
silla, dejando escapar una exclamación que se ahogó en su garganta. No sé quien es, pero me quiere. Morirá solo. ¡Déjame quedarme, querido
En el mismo momento entró en la sala un hombre con un gran lío en «Tata»!
la mano seguido de una hermana. –¡Buen muchacho! –exclamó el asistente.
El hombre se volvió, lo miró un instante, lanzó otro grito a su vez: El padre permaneció perplejo mirando al niño. Después observó al
«¡Cecilio!», precipitándose hacia él. enfermo.
–¿Quién es? –preguntó. En el mismo instante le pareció al muchacho que le apretaba la mano:
–Un campesino como usted –respondió el asistente–, venido del ex- –¡Me ha apretado la mano! –exclamó.
tranjero. Ingresó al hospital el mismo día que usted lo hizo. Lo trajeron El médico permaneció un momento inclinado hacia el enfermo, luego
sin sentido y nada ha podido decir. Tal vez tenga lejos una familia, quizás se levantó. La hermana descolgó un crucifijo de la pared.
hijos. Debe creer que el suyo es uno de ellos. ¿Ha muerto? –preguntó el muchacho.
El enfermo miraba siempre al muchacho. –¡Vete, hijo mío! –dijo el médico–. ¡Tu santa obra ha concluido!
–Quédate –le dijo el padre a Cecilio. Vete, y que tengas fortuna, que bien la mereces. ¡Dios te protegerá! ¡Adiós!
–No se quedará por mucho tiempo –murmuró el asistente. La hermana, que se había alejado un momento, volvió con un ramito
–Quédate –repitió el padre–. Tú tienes corazón. Voy rápido a casa de violetas que tomó de un vaso que estaba sobre una ventana, y se lo
para tranquilizar a mamá. Toma este dinero para tus necesidades. Adiós ofreció al chico diciéndole:
mi querido muchacho. Hasta la vista. –Nada más tengo que darte. Llévalo como recuerdo del hospital.
Lo abrazó, lo miró fijo, le besó la frente, y partió. –Gracias –respondió el muchacho aceptando el ramito con una mano
El niño volvió al lado del enfermo que pareció consolado. Y Cecilio y limpiándose los ojos con la otra–: pero tengo que hacer tanto camino a
comenzó su oficio de enfermero, sin llorar más, pero con el mismo interés y pie... que lo voy a estropear. –Y desatando el ramito, esparció las violetas
con igual paciencia que antes; le dio de beber, le arregló las ropas, le por el lecho diciendo–: Las dejo como recuerdo a mi querido muerto. Gra-
acarició la mano y le habló dulcemente para darle ánimos. Todo aquel día cias, hermana; gracias, señor doctor. Luego, volviéndose hacia el muerto–
estuvo a su lado, y toda la noche y aun el siguiente día. Pero el enfermo se ¡adiós!... –Y mientras buscaba un nombre que darle le vino a la boca el
iba poniendo cada vez peor: su cara iba tomando color violáceo; su respi- dulce nombre que le había dado durante seis días–: ¡Adiós..., pobre «Tata»¡
ración se iba haciendo más ronca, aumentaba la agitación, salían de su Dicho esto colocó bajo el brazo su envoltorio de ropa y a paso lento,
boca gritos inarticulados; la hinchazón se ponía monstruosa. En la visita interrumpido por el cansancio, se fue... Comenzaba a despuntar el alba.
de la tarde, el médico dijo que no pasaría aquella noche. Entonces Cecilio
redobló sus cuidados, y no le perdió de vista ni un momento, y el enfermo lo EL TALLER
miraba, y movía aún los labios de vez en cuando con gran esfuerzo, como
si aún quisiera decir alguna cosa, y una expresión de extraordinaria dul- SÁBADO 18. AYER VINO PRECUSA A RECORDARME QUE TENÍA QUE IR a
zura se pintaba de vez en cuando en sus ojos, cada vez más pequeños y ver su taller, que está al final de la calle, y esta mañana al salir
más velados. Aquella noche estuvo velando el muchacho hasta que vio con mi padre, hice que me llevase allí un momento. Según nos
blanquear en las ventanas la luz del crepúsculo, y apareció la hermana. íbamos acercando, vi que salía de allí Garofi corriendo con un
Se acercó ésta al lecho, miró al enfermo y se fue precipitadamente. A los paquete en la mano, haciendo ondear su gran capa que tapaba
pocos minutos volvió con el médico ayudante y con un enfermero que lleva- las mercancías. ¡Ah! Ahora ya sé donde atrapa las limaduras de
ba una linterna. hierro, que vende luego por periódicos atrasados, ese traficante
–Está en los últimos momentos –dijo el médico. El muchacho aferró de Garofi. Asomándonos a la puerta vimos a Precusa sentado en
la mano del enfermo, abrió éste los ojos, le miró fijamente y los volvió a un montón de ladrillos: estaba estudiando la lección con el libro
cerrar. sobre las rodillas. Se levantó inmediatamente y nos hizo pasar.
Era un cuarto grande, lleno de polvo de carbón, con la paredes medalla... ¡Ah, chiquitín mío, ven acá que te mire un poco esa
cubiertas de martillos, tenazas, barras, hierros de todas formas, cara! el muchacho se precipitó hacia su padre; y éste le asió y le
en un rincón ardía el hierro de la fragua y soplaba el fuelle un puso en pie sobre el yunque, sosteniéndole por debajo de los
muchacho. Precusa padre estaba cerca del yunque, y el aprendiz brazos, le dijo: Limpia un poco el frontispicio a este animalón de
tenía una barra de hierro metida en el fuego. padre.
–¡Ah! ¡Aquí le tenemos –dijo el herrero, apenas nos vio, qui- Entonces Precusa cubrió de besos la cara ennegrecida de su
tándose la gorra –al guapo muchacho que regala ferrocarriles! padre hasta ponerse también él enteramente negro.
Ha venido a ver trabajar un rato, ¿no es verdad? Al momento –¡Así me gusta, Precusa: exclamó mi padre con alegría.
será usted servido. Y diciendo así; sonreía; no tenía ya aquella Y habiéndose despedido del herrero y de su hijo, salimos.
cara torva, aquellos ojos de otras veces. El aprendiz le presentó Al retirarnos, Precusa me dijo:
una larga barra de hierro enrojecida por la punta, y el herrero la –Dispénsame –y me metió en el bolsillo un paquete de cla-
apoyó sobre el yunque. Iba a hacer una de las barras con voluta vos; le invité para que fuera a ver las máscaras a casa.
que se usan en los antepechos de los balcones. Levantó un gran –Tú le has regalado tu tren –me dijo mi padre por el cami-
martillo y comenzó a golpear, moviendo la parte enrojecida para no–: pero aun cuando hubiese estado lleno de oro y de perlas,
ponerla, ora de un lado, ora de otro, dándole siempre muchas habría sido pequeño regalo para aquel santo hijo que ha rehecho
vueltas; y causaba maravilla ver cómo, bajo los golpes veloces, el corazón de su padre.
precisos, del martillo, el hierro se encorvaba, se retorcía, y toma-
ba poco a poco la forma graciosa de la hoja rizada de una flor EL PAYASÍN
cual si fuera pasta modelada con la mano.
El hijo, entretanto, nos miraba con cierto aire orgulloso, como LUNES 20. TODA LA CIUDAD ESTÁ CONVERTIDA EN HERVIDERO a causa
diciendo: «Miren, cómo trabaja mi padre!» del Carnaval, que ya toca a su término. En cada plaza se levan-
–¿Ha visto cómo se hace, señorito? –me preguntó el herre- tan barracas y palestras de saltimbanquis. Nosotros tenemos pre-
ro, una vez terminado y poniéndome delante la barra, que pare- cisamente debajo de las ventanas un circo de tela, donde funcio-
cía un báculo de obispo. La colocó a un lado y metió otra en el na una pequeña compañía veneciana con cinco caballos. El cir-
fuego. co se halla en medio de la plaza, y en un ángulo hay tres grandes
–En verdad que está bien hecha le dijo mi padre; y prosi- carretas, donde los titiriteros duermen y se visten, tres casetas
guió–: Veo que se trabaja, ¿ha vuelto la gana? con ruedas, con sus ventanillas y una estufita cada una, que siem-
–Ha vuelto, sí –respondió el obrero limpiándose el sudor y pre está echando humo, y entre ventana y ventana están exten-
poniéndose algo encendido–. ¿Y sabe quién la ha hecho volver? didas las envolturas de los niños. Hay una mujer que da de ma-
Mi padre se hizo el desentendido–. Aquel guapo muchacho dijo mar a un bebé, hace la comida y baila en la cuerda. ¡Pobre gente!
el herrero, señalando a su hijo con el dedo–: aquel buen hijo que Se les llama saltimbanquis como palabra injuriosa, y, sin embar-
está allí, que estudiaba y honraba a su padre, mientras que su go, ganan su pan honradamente divirtiendo a todos; ¡y cómo
padre lo trataba como a una bestia. Cuando he visto aquella trabajan! Todo el día están corriendo del circo a los coches, en
traje de punto, ¡y con el frío que hace! Comen dos bocados a –Escribe un buen artículo en el diario –le dijo–, tú que sa-
escape, de pie entre una y otra representación, y a veces, cuando bes escribir; cuenta los milagros del payasito, y yo haré su retra-
tienen el circo ya lleno, se levanta un viento fuerte, que rasga las to; todos leen el diario, y a lo menos una vez concurrirá la gente.
telas y apaga las luces, y ¡adiós espectáculo!: necesitan devolver Así lo hicieron. Mi padre escribió un artículo hermoso y lle-
el dinero y trabajar toda la noche para reparar los desperfectos no de gracia, en que decía todo lo que nosotros veíamos desde
de la carpa. Tienen dos muchachos que trabajan, y mi padre ha las ventanas, y daba ganas de reconocer y acariciar al pequeño
reconocido al más pequeño cuando atravesaba la plaza; es hijo artista:
del dueño, el mismo a quien vimos el año pasado hacer los jue- El pintor trazó un retrato parecido y artístico, que fue publi-
gos a caballo en el circo de la plaza de Víctor Manuel. Ha creci- cado el sábado por la tarde. En la representación del domingo
do; tendrá unos ocho años, lindo niño, con una carita redonda y una gran multitud concurrió al circo. Estaba anunciado: «Pre-
morena de pillete y multitud de rizos negros que se le escapan sentación a beneficio del payasín»; el payasín, era como se le
fuera del sombrero cónico. Está vestido de payaso, metido den- llamaba en el diario. No cabía un alfiler en el circo; muchos es-
tro de una especie de saco grande con mangas, blanco, bordado pectadores tenían el diario en la mano y se lo enseñaban al payasín,
de negro, y con unos zapatitos de tela. Es un diablejo. A todos que se reía y corría, ya por un lado, ya por el otro, loco de con-
gusta. Hace de todo. Se le ve envuelto en un mantón, muy de tento. También el padre estaba alegre. ¡Ya lo creo! Jamás ningún
mañana, llevando la leche a su casucha de madera: luego va a periódico le había hecho tanto honor, y la caja estaba llena de
buscar los caballos a la cuadra, que está; en la calle próxima; billetes. Mi padre se sentó a mi lado. Entre los espectadores ha-
tiene en brazos al niño de pecho; transporta aros, caballetes, bía gente conocida. Cerca de la entrada de los caballos, de pie,
barras, cuerdas; limpia los carros, enciende el fuego, y en los estaba el maestro de gimnasia, uno que estuvo con Garibaldi, y
momentos de descanso siempre está pegado a su madre. Mi pa- frente a nosotros, en los segundos puestos, el albañilito, con su
dre se le queda mirando siempre desde la ventana, y no hace carita redonda, sentado junto a su padre, que parecía un gigan-
otra cosa más que hablar de él y de la gente, que tiene toda la te..., y apenas me vio me hizo un guiño. Algo más allá vi a Garofi,
traza de ser buenos y de querer mucho a sus hijos. Una noche que estaba contando los espectadores, calculando con los dedos
fuimos al circo; hacía frío y no había ido casi nadie; pero no por cuánto habría recaudado la compañía. En los sillones de los pri-
eso el payaso dejó de estar en continuo movimiento para tener meros puestos, estaba el pobre Roberto, aquel que salvó al niño
alegre a la gente; daba saltos mortales, se agarraba a la cola de del ómnibus, con sus muletas entre las rodillas, apretado contra
los caballos, andaba con las piernas en alto, y cantaba, siempre su padre, que tenía apoyada una mano sobre su hombro. Co-
sonriente; y su padre, que vestía traje rojo con pantalones blan- menzó, la representación. El payasín hizo maravillas sobre el
cos y botas altas, y la fusta en la mano, lo miraba, pero estaba caballo, en el trapecio y en la cuerda, y siempre que descendía
triste. Mi padre tuvo compasión de él, y habló del asunto con el era aplaudido por todas las manos, y muchos le tiraban de los
pintor Delis, que vino a vernos. ¡Esta pobre gente se mata traba- rizos. Luego hicieron ejercicios otros varios: trapecistas, magos
jando y hace muy mal negocio! Aquel muchacho, ¡le parecía tan con sus trucos, vestidos de remiendos, pero deslumbrados por
bueno! ¿Qué se podría hacer por ellos? El pintor tuvo una idea. la plata que los recubría. Pero cuando el muchacho no trabaja-
ba, parecía que la gente se aburría. En esto vi que el maestro EL ÚLTIMO DÍA DE CARNAVAL
de gimnasia, que estaba de pie en la entrada de los caballos,
hablaba al oído con el dueño del circo, el cual repentinamente MARTES 21. ¡QUÉ CONMOVEDORA ESCENA PRESENCIAMOS hoy en el
dirigió su mirada a los espectadores, como si buscase a alguien. paseo de las máscaras!. Concluyó bien, pero podía haber ocurri-
Sus ojos se detuvieron en nosotros. Mi padre lo advirtió, com- do una desgracia. En la plaza de San Carlos, decorada con pabe-
prendió que el maestro le había dicho quién era el autor del llones amarillos, rojos y blancos, se apiñaba una multitud, cru-
artículo, y para que no fuera a darle las gracias se largó dicién- zaban máscaras de todos los colores, pasaban carros dorados
dome: llenos de banderas imitando colgaduras, teatros, barcos, rebo-
–Quédate, Enrique, que yo te espero fuera. sando arlequines y guerreros, cocineros, marineros y pastorcillas;
El payasín, después de haber cruzado algunas palabras con era uan confusión tan grande, que no se sabía dónde mirar; un
su padre, hizo otro ejercicio: de pie sobre el caballo que galopa- ruido de cornetas, de cuernos y platillos que rompían los oídos;
ba, se vistió cuatro veces: primero de peregrino, luego de mari- las máscaras de los carros bebían y cantaban, apostrofando a la
nero, después de soldado, y por fin de acróbata, y siempre que gente de a pie, a los de las ventanas, que respondían hasta
pasaba cerca de mí me miraba. Luego, al apearse, comenzó a dar desgatiñarse y se tiraban con furia naranjas y dulces; por encima
una vuelta al circo con el sombrero de payaso en la mano, y de los carruajes, hasta donde alcanzaba la vista, se veían ondear
todos le echaban algo, bien dinero, bien dulces. Yo estaba prepa- banderolas, brillas cascos, tremolar penachos, agitarse cabezo-
rado; pero cuando llegó frente a mí, en lugar de presentar el som- tas de cartón–piedras, cofias gigantescas, trompetas enormes,
brero le echó hacia atrás, me miró y pasó adelante. Me mortificó tambores, castañuelas y gorros rojos; todos parecían locos. Cuan-
eso. ¿Por qué me había hecho esa desatención? La representa- do nuestro coche entró en la plaza, iba delante de nosotros un
ción terminó, el dueño dio las gracias al público, y toda la gente carro magnífico, tirado por cuatro caballos con mantas bordadas
se levantó, aglomerándose hacia la salida. Yo iba confundido en oro, lleno de guirnaldas y rosas artificiales, en el cual iban
entre la multitud, y estaba ya casi en la puerta, cuando sentí que catorce o quince señores disfrazados de caballeros de la corte de
me tocaban una mano. Me volví: era el payasín, con su carilla Francia, con sus trajes de seda, con pelucas blancas, sombreros
graciosa y morena y sus ricitos negros, que se sonreía; tenía las de plumas bajo el brazo, y espadín, y el pecho cubierto de lazos
manos llenas de dulces. Entonces comprendí. y encajes hermosísimos. Todos a la vez iban cantando una can-
–Si quisieras –me dijo– aceptar estos dulcecillos del payasín... ción francesa y arrojaban dulces a la gente, y la gente aplaudía y
yo le indiqué que sí, y tomé tres o cuatro. gritaba. De repente vimos a un hombre que estaba a nuestra
–Entonces –añadió– acepta también este beso. izquierda levantando sobre las cabezas de la multitud a una niña
–Dame dos –respondí; y le presenté la cara. Se limpió con la de cinco o seis años que lloraba desesperadamente, agitando los
manga la cara enharinada, me echó un abrazo alrededor del cue- brazos como si estuviera acometida de convulsivo ataque. El
llo y me estampó dos besos sobre las mejillas, diciéndome: hombre se hizo sitio hacia el carro de los señores; uno de estos
–Toma, toma, y uno para tu padre. se inclinó y el hombre gritó:
–Tome esta niña, ha perdido a su madre entre la muche-
dumbre, téngala en brazos; la madre no debe estar lejos y la verá, Pero una de las manecitas quedó por algunos segundos en-
no hay otro medio. tre la manos del caballero, el cual, arrancándose de la mano de-
El señor tomó la niña en brazos, todos los demás dejaron de recha un anillo de oro con un grueso brillante, y metiéndole con
cantar; la niña chillaba y manoseaba, el señor se quitó la careta y presteza en uno de la pequeña: –Toma –le dijo–: será tu dote de
el carro continuó andando despacio. En el intertanto según nos esposa.
dijeron después en la extremidad opuesta de la plaza una pobre La madre se quedó estática, como encantada; la multitud
mujer medio enloquecida rompía entre la multitud a codazos y prorrumpió en aplausos, el señor se puso otra vez la careta, sus
empellones, gritando: «¡María! ¡María! ¡María! ¡He perdido a mi compañeros emprendieron de nuevo el canto, y el carro marchó
hija! ¡Me la han robado! ¡Han ahogado a mi hija!» lentamente en medio de una tempestad de palmadas y de vivas.
Hacía un cuarto de hora que se hallaba en aquel estado de
desesperación yendo unas veces hacia un lado, otras al contra- LOS NIÑOS CIEGOS
rio, oprimida por la gente que a duras penas podía abrirle paso.
El señor del carro no cesaba entretanto de tener apretada contra JUEVES 24. EL MAESTRO ESTÁ MUY ENFERMO, y enviaron en su lugar
su pecho a la niña, paseando su mirada por toda la plaza y tra- a otro, que ha sido maestro en el Instituto de Ciegos. Es el más
tando de aquietar a la pobre criatura, que se tapaba la cara con viejo de todos, tan canoso, que parece que lleva en la cabeza
las manos sin darse cuenta de dónde se hallaba y sollozando de una peluca de algodón, y que habla lentamente, pero bien, y
tal modo que partía el corazón. El señor estaba conmovido, bien sabe mucho. Apenas entró en la escuela, y viendo un niño con
se veía que aquellos gritos le llegaban al alma; los demás ofre- un ojo vendado, se acercó al banco para preguntar qué tenía.
cían a la niña naranjas y dulces, pero ésta todo lo rechazaba cada –Cuídate los ojos, muchacho –le dijo. Y entonces Derossi le
vez más espantada y convulsa. preguntó:
–«¡Busquen a su madre! –gritaba la multitud–: ¡Busquen a –¿Es verdad, señor maestro, que ha sido usted profesor de
su madre!» Y todo el mundo se volvió a derecha e izquierda, ciegos?
pero la madre no aparecía. Finalmente, a pocos pasos de la des- –Sí, durante varios años –respondió.
embocadura de la calle Roma vimos a una mujer que se lanzaba Y Derossi le dijo a media voz:
hacia el carro. ¡Ah, jamás lo olvidaré! No parecía criatura huma- –Díganos usted algo sobre ellos.
na: tenía el cabello suelto, la cara desfigurada, los vestidos rotos; El maestro se fue a sentar al lado de la mesa.
se lanzó hacia adelante dando un gemido que no fue posible Coreta dijo en alta voz:
comprender si era de gozo, de angustia o de rabia, y alzando sus –El Instituto de Ciegos está en la calle Niza.
manos como si fueran dos garras, recogió a la niña. El carro se –Ustedes dicen ciegos, ciegos –comenzó el maestro–. Pero
detuvo. ¿entienden bien lo que esta palabra quiere decir? Piensen por un
–Aquí la tienes –dijo el señor, presentándole a la niña des- momento. ¡Ciegos! ¡No ver absolutamente nada nunca! ¡No dis-
pués de darle un beso, y colocándola entre los brazos de su ma- tinguir el día de la noche; no ver el cielo ni el sol ni a sus propios
dre que la apartó contra sí. padres, nada de lo que se tiene alrededor o se toca: estar sumer-
gidos en perpetua oscuridad y como sepultados en las entrañas prenden?... ¡Un ejército que tardaría cuatro horas en desfilar bajo
de la tierra! Prueben un momento a cerrar los ojos, y piensen si sus ventanas!
debieran permanecer para siempre así: inmediatamente los so- El maestro calló; no se oía respirar en la clase.
brecoge la angustia, el terror, les parece que sería imposible re- Derossi preguntó si era verdad que los ciegos tienen el tacto
sistirlo, que se pondrían a gritar, que se volverían locos o mori- más fino que nosotros.
rían. Y, sin embargo..., pobres niños, cuando se entra por prime- –Es verdad –dijo el maestro–. Todos los demás sentidos se
ra vez en el Instituto de los Ciegos durante el juego, al oír tocar afinan en ellos, precisamente porque debiendo suplir entre to-
violines y flautas por todas partes, hablar fuerte y reír subiendo y dos el de la vista, están más y mejor ejercitados de lo que están
bajando las escaleras con paso veloz, y moverse libremente por en nosotros. Por la mañana, en los dormitorios, uno pregunta al
los corredores y dormitorios, nadie diría que son tan desventu- otro: «¿Hay sol?» Y el que es más listo para vestirse escapa al
rados. Es preciso observarles bien. Hay jóvenes de dieciséis y patio, para agitar las manos en el aire y sentir el calor del sol, si lo
dieciocho años, robustos y alegres, que sobrellevan la ceguera hay, volviendo a dar la buena noticia: «¡Hay sol!» Por la voz de
con cierta calma, y hasta con presencia de ánimo; pero bien se una persona se toman idea de la estatura; nosotros juzgamos el
trasluce, por la expresión desdeñosa y fiera de sus semblantes, alma de las personas por los ojos, ellos por la voz; recuerdan las
que deben haber sufrido tremendamente antes de resignarse a entonaciones y los cantos a través de los años. Perciben si en
aquella desventura otra, con fisonomía pálida y dulce, en la cual una habitación hay varias personas, aunque sea una sola que
se nota una grande pero triste resignación y se comprende que habla y las otras permanezcan inmóviles. Al tacto se dan cuenta
alguna vez, en secreto, deben llorar todavía. ¡Ah, hijos míos! de si una cuchara está poco limpia o mucho. Las niñas distin-
Piensen que algunos de ésos han perdido la vista en pocos días, guen la lana teñida de la que tiene su color natural. Al pasar de
que otras la han perdido después de sufrir como mártires años dos en dos por las calles, reconocen casi todas las tiendas por el
enteros, de haberles hecho operaciones quirúrgicas terribles, y olor, aun aquellas en las cuales nosotros no percibimos olor al-
que muchos han nacido así, en una noche que no ha tenido ama- guno. Juegan al trompo, y al oír el zumbido que produce al girar,
necer para ellos, que han entrado en el mundo como en inmensa se van derecho a tomarlo, sin equivocarse. Juegan a los aros,
tumba y que no saben cómo está tornado el semblante humano. tiran los bolos, saltan a la comba, fabrican casitas con pedrus-
¡Imagínense cuánto habrán sufrido y cuánto sufren cuando pien- cos, recogen las violetas como si realmente las viesen, hacen
san, confusamente, en la diferencia tremenda que hay entre ellos esteras y canastilla, tejiendo paja de varios colores primorosa-
y los que ven, y se preguntan a sí mismos: «¿Por qué esta diferen- mente. ¡Hasta tal punto tienen ejercitado el tacto! El tacto es
cia, si no tenemos culpa alguna?» Yo que he estado varios años para ellos la vista; uno de los mayores placeres es el de tocar y
entre ellos, cuando recuerdo aquella clase, todos aquellos ojos oprimir hasta adivinar la forma de las cosas, palpándolas. Es
sellados para siempre, todas aquellas pupilas sin mirada y sin conmovedor ver, cuando van al museo industrial, con cuánto
vida, y luego los miro a ustedes..., me parece imposible que no gusto se apoderan de los cuerpos geométricos y ponen manos
sean todos felices. ¡Piensen que hay cerca de veintiséis mil cie- sobre los modelitos de casas, sobre los instrumentos; con qué
gos en Italia! Veintiséis mil personas que no ven la luz..., ¿com- alegría palpan y revuelven todo.
Garofi interrumpió al maestro para preguntarle si era cierto forman tantos grupos cuantos son los instrumentos que saben
que los chicos ciegos aprenden a hacer cuentas mejor que los tocar; así, hay grupos de violinistas, pianistas, flautistas, sin se-
otros. pararse jamás. Puesto su cariño en una persona, es difícil que se
El maestro respondió: desprendan de ella. Su gran consuelo es la amistad. Se juzgan
–Es verdad. Aprenden a hacer cuentas y a leer. Tienen li- unos a otros con rectitud. Tienen concepto claro y profundo del
bros con caracteres en relieve; pasan por encima los dedos, re- bien y del mal. No hay nadie que se exalte tanto como ellos en
conocen las letras y leen de corrido. Y es preciso ver, ¡pobrecillos!, presencia de una acción generosa o de un hecho grande.
cómo se ponen colorados cuando se equivocan. También escri- Votino preguntó si tocan bien.
ben sin tinta. Escriben sobre un papel grueso y duro con un –Sienten ardiente amor por la música –respondió el maes-
punzoncito de metal, que hace puntitos hundidos y agrupados, tro–. Su alegría y su vida está en la música. Hay niños ciegos que
según un alfabeto especial; los puntitos aparecen en relieve por apenas entran en el colegio, son capaces de estar tres horas in-
el revés del papel de modo que volviendo la hoja y pasando los móviles, a pie quieto, oyendo tocar. Aprenden pronto, y tocan
dedos sobre aquellos relieves, pueden leer lo que han escrito y la con pasión. Cuando el maestro dice a uno que no tiene disposi-
escritura de los demás; de esta manera hacen composiciones y ción por la música, sufre un gran tormento, pero se pone a estu-
se escriben cartas entre ellos. La escritura de los números y de diar como un desesperado. ¡Ah! Si vieran cuando tocan con la
los cálculos la hacen del mismo modo. Calculan mentalmente frente alta, la sonrisa en los labios, el semblante encendido, tré-
con increíble facilidad, porque no les distrae la vista de las cosas mulos de emoción, extasiados, oyendo aquellas armonías en la
exteriores como a nosotros. ¡Si vieran qué apasionados son por oscuridad infinita que los rodea, ¡comprenderían perfectamente
oír leer en altavoz, qué atención prestan, cómo lo recuerdan todo, que para ellos es consuelo divino la música! El júbilo y la fe-
cómo discuten entre sí, aun los más pequeños, de cosas de his- licidad rebosa cuando les dice el maestro: «Tú llegarás a ser un
toria y de lenguas, sentados cuatro o cinco en un banco sin vol- artista». El que sobresale en la música y llega a tocar bien el
verse el uno hacia el otro y conversando el primero con el ter- piano o el violín, es como un rey: le aman, le veneran. Si se
cero, el segundo con el cuarto en alta voz, y todos juntos sin origina una disputa, los contendientes van a sometérsela; y si
perder una sola palabra, por la rapidez y agudeza que tiene su dos amigos regañan, él también es quien los reconcilia. Los más
oído! Dan más importancia que ustedes a los exámenes, y toman pequeñitos a quienes él enseña a tocar, lo consideran como a un
más afecto a sus maestros. Reconocen a su maestro por el andar padre. Hablan sin cesar de la música; a lo mejor, estando ya
y por el olfato; perciben si está de buen o mal humor, si está acostados, casi todos cansados del estudio y del trabajo y medio
sano o no; y todo esto, nada más que por el sonido de una pala- dormidos, todavía se les oye charlar en voz baja de óperas, de
bra; quieren que el maestro les toque cuando les anima y les maestros, de instrumentos, de orquestas. Y es tan grande casti-
alaba, y le palpan las manos y los brazos para expresarle su gra- go el privarles de la lectura o de la lección de música, sienten
titud. También se profesan unos a otros mucho cariño, y son tanta pena, que casi nunca se tiene valor para castigarles de este
buenos compañeros. En las horas de recreo casi siempre están modo. Lo que la luz es para nuestros ojos, es la música para el
juntos los mismos. En la sección de muchachas, por ejemplo, se corazón de ellos.
Derossi preguntó si no podía ir a verlos. al salir de allí no estaría dispuesto a privarse de algo de su propia
–Se puede –respondió el maestro: Pero ustedes, siendo vista para dar siquiera un ligero resplandor a aquellos pobres
niños, no deben ir por ahora. Irán más tarde, cuando estén en niños, para los cuales ni el sol tiene luz, ni tienen cara sus respecti-
situación de comprender toda la grandeza de su desventura y vas madres.
de sentir toda la piedad a que son acreedores. Es un espectá-
culo triste, hijos míos. Se encuentran a veces con unos cuan- EL MAESTRO ENFERMO
tos muchachos sentados frente a una ventana, abierta de par
en par, gozando del ambiente fresco, con la cara inmóvil, que SÁBADO 25. AYER TARDE, AL SALIR DE LA ESCUELA, fui a visitar al
parece que miran la inmensa llanura verde y las hermosas profesor. El trabajo excesivo le ha enfermado. Cinco horas
montañas azules que ustedes ven...; y al pensar que no ven de lección al día, luego de una hora de gimnasia, luego otras
nada, que jamás podrán ver nada de toda aquella magnífica dos horas de escuela de adultos por la noche, lo cual significa
belleza, se oprime el alma como si ellos se hubieran vuelto que duerme muy poco, que come a escape y que no puede ni
ciegos en aquel momento. Los ciegos de –nacimiento que, no respirar siquiera tranquilamente de la mañana a la noche; no
habiendo visto el mundo, no echan de menos nada porque tiene remedio, ha arruinado su salud. Esto dice mi madre.
ignoran las imágenes de las cosas, dan menos compasión. Pero Ella me esperó abajo, en la puerta de calle; subí, y en las
hay niños que hace pocos meses se han quedado ciegos, que escaleras me encontré al maestro de las barbazas negras,
todo lo tienen presente todavía, y que comprenden bien lo Coato, aquel que mete miedo a todos y no castiga a nadie; él
que han perdido; sienten además el dolor de ver cómo cada me miró con los ojos fijos, bramó como un león (por broma)
día que pasa se van oscureciendo las imágenes más queridas, y pasé muy serio. Aún me reía yo cuando llegaba al piso cuar-
como si en su memoria se fuera muriendo el recuerdo de las to y tiraba de la campanilla; pero de pronto cambié, cuando
personas amadas. la criada me hizo entrar en un cuarto pobre, medio a oscuras,
–Uno de estos infelices me decía cierto día con inexplicable donde se hallaba acurrucado mi maestro. Estaba en una cama
tristeza: « ¡Quisiera llegar a tener vista una vez nada más, un pequeña de hierro, tenía la barba crecida. Se puso la mano en
momento, para ver la cara de mi madre, que no la recuerdo ya!» la frente como pantalla para verme mejor, y exclamó con
Y cuando las madres van a buscarles, les ponen las manos sobre voz afectuosa:
las caras, las tocan bien desde la frente hasta la barbilla y las –¡Oh, Enrique!
orejas, para poder sentir cómo son, y casi no llegan a persuadirse Me acerqué al lecho, me puso una mano sobre el hombro y
de que no las ven, y las llaman por sus nombres muchas veces me dijo:
como para suplicarles que se dejen ver una vez siquiera, ¡Cuán- –Muy bien, hijo mío. Has hecho bien en venir a ver a tu
tos salen de allí llorando, aun los hombres de corazón duro! Y pobre maestro. Estoy en mal estado, como ves, querido Enri-
cuando se sale, nos parece que somos una excepción, que goza- que. Y, ¿cómo anda la escuela? ¿Qué tal los compañeros? ¿Todo
mos de un privilegio inmerecido al ver la gente, las casas, el va bien, eh, aun sin mí? ¡Sin el viejo maestro! –Ea, vamos, ya lo
cielo. ¡Oh! No hay ninguno de ustedes, estoy seguro de ello, que sé que no me quieren mal.
cuadernos. Había carpinteros, fogoneros con la cara negra, alba- los codos apoyados en la mesa, la barbilla sobre los puños y los
ñiles con las manos blancas de cal, mozos de panadería con el ojos fijos en el libro, y con una atención tan intensa que no se le
pelo enharinado; se percibía olor de barniz, de cuero, de aceite, siente respirar. Y no fue pura casualidad, porque él fue quien
olores de todos los oficios. También entró, una escuadra de obre- dijo al director el primer día que asistió a la escuela:
ros de la maestranza de artillería, de uniforme, con un cabo. Todos –Señor director, hágame el favor de ponerme en el mismo
se metían presurosos en los bancos, quitaban el travesalto don- sitio que ocupa mi «carita de liebre» (porque siempre llama a su
de nosotros ponemos los pies, e inmediatamente inclinaban su hijo de esta manera).
cabeza sobre los cuadernos. Algunos iban a pedir explicación a Nos quedamos en la escuela hasta lo último, encontrándonos
los maestros con los cuadernos abiertos. Vi a aquel maestro jo- en la calle muchas mujeres con los niños abrazados al cuello que
ven y bien vestido, el abogadito, que tenía tres o cuatro opera- esperaban a sus maridos, y que en cuanto salían hacían el cam-
rios alrededor de la mesa y hacía correcciones con la pluma tam- bio; los operarios llevaban a sus hijos en brazos, las mujeres to-
bién al renco que se reía grandemente con un tintorero que le maban los libros y los cuadernos, y asi llegaban a casa. Por algún
llevaba un cuaderno manchado de tintura roja y azul. Mi maes- tiempo la calle estaba llena de gente y de ruido. Luego todo que-
tro, ya curado, se encontraba también allí; mañana volverá a la dó en silencio, y no distinguimos ya más que la figura larga y
escuela. Las puertas de las clases estaban abiertas. Me quedé cansada del director que se alejaba.
admirado, cuando comenzaron las lecciones, al ver la atención
que prestaban todos, sin siquiera mover los ojos. Y sin embargo, LA PELEA
la mayor parte, decía el director, por no llegar demasiado tarde
no habían ido a comer siquiera un poco de pan, y tenían hambre. DOMINGO 5. ERA DE ESPERAR: FRANTI, EXPULSADO POR EL DIRECTOR,
Los pequeños, al cabo de media hora de clase, se caían de sueño. quiso vengarse, y aguardó a Estardo en una esquina, a la salida
Alguno se dormía con la cabeza apoyada en el banco, y el maes- de la escuela, por donde había de pasar con su hermana, a quien
tro le despertaba haciéndole cosquillas con una pluma en la ore- todos los días va a buscar a un colegio de la calle Dora Grosa.
ja. Los mayores, no; estaban bien despiertos, oyendo la lección Mi hermana Silvia, al salir de su clase, lo vio todo, y volvió a
con la boca abierta, sin pestañear; nos causaba maravilla ver en casa llena de espanto. He aquí lo que ocurrió: Franti, con su
nuestros bancos toda aquella gente grande. Subimos al piso su- gorra lustrosa de hule, aplastada y caída sobre una oreja; corrió
perior, corrí hacia la puerta de mi clase, y me encuentro con que de puntillas hasta alcanzar a Estardo, y para provocarle, dio un
mi sitio estaba ocupado por un hombre de grandes bigotes, que tirón a la trenza de su hermana; pero tan fuerte que casi la tira en
llevaba una mano vendada porque quizá se había hecho daño tierra hacia atrás. La muchachita lanzó un grito; su hermano se
con alguna herramienta, y que, sin embargo, se ingeniaba para volvió. Franti, que es mucho más alto y más fuerte que Estardo,
poder escribir muy despacio. Lo que más me agradó fue el ver pensaba: «O se aguantará, o le daré unos golpes». Pero Estardo
que precisamente en el mismo banco y en el mismo rinconcito no se detuvo a pensarlo, a pesar de ser tan pequeño y mal forma-
donde se sienta el albañilito, se sienta también su padre, aquel do, se lanzó de un salto sobre aquel grandulón y le molió a
albañil grande como un gigante, que apenas cabe en el sitio, con puñetaos; pero no podía con él, y le tocaban más de los que él
daba. Nadie pasaba por la calle sino algunas niñas; nadie podía Pero Estardo, que pensaba más en su bolsón que en su vic-
separarles. Franti le tiró al suelo; pero él en seguida se puso de toria, se puso luego a examinar uno por uno los libros y los cua-
pie, y vuelta a echárselo encima a Franti, que le golpeaba como dernos; para ver si faltaba algo si se habían estropeados los lim-
quien golpea en una puerta; en un momento le arrancó media pió con la manga, miró el bolsón, puso en su sitio todo, y luego,
oreja, le hundió un ojo y le hizo echar sangre por la nariz. Pero tranquilo y serio como siempre, dijo a su hermana: –Vamos pron-
Estardo no cejaba, duro con él. Rugía: to que tengo que hacer un problema con cuatro operaciones.
–Me matarás; pero te la he de hacer pagar.
Franti le daba puntapiés y puñadas; Estardo se defendía a LOS PADRES DE LOS CHICOS
puntapiés y a empellones, y hasta con la cabeza. Una mujer gri-
taba desde la ventana: LUNES 6. ESTA MAÑANA ESTABA EL GRUESO PADRE DE ESTARDO espe-
–¡Bravo por el pequeño! rando a su hijo, temiendo que se encontrase a Franti de nuevo;
Otros decían: –Es un muchacho que defiende a su herma- pero Franti dicen que no volverá más, porque lo meterán en la
na. ¡Valor! Dale a puño cerrado. cárcel. Había muchos padres esta mañana. Entre otros, se halla-
Y a Franti le gritaban: –¡Porque eres mayor, cobarde! ba el vendedor de leña, el padre de Coreta, que es el retrato de
Pero Franti también se había enfurecido, le echó una zanca- su hijo: esbelto, alegre, y con sus bigotes aguzados. Ya conozco
dilla, y Estardo cayó y él encima: a casi todos los padres de los muchachos, de verlos siempre allí.
–¡Ríndete! Hay una abuela encorvada, con cofia blanca, que aunque llueva
–¡No! o truene, viene siempre cuatro veces al día a traer o llevarse su
Y de un empujón se deslizó de entre sus manos y se puso en nietecillo, que va a la clase de primero, y a quien quita el capote,
pie; le aferró a Franti por la cintura, y con esfuerzo furioso lo tiró se lo vuelve a poner a la salida, le arregla la corbata, le sacude el
impetuosamente sobre el empedrado, echándole la rodilla al pe- polvo, le mira los cuadernos: ¡se comprende que no tiene otro
cho. pensamiento y que no encuentra nada más hermoso en el mun-
–¡Ah, el infame tiene una navaja! –gritó un hombre que co- do! Viene a menudo también el capitán de artillería, padre de
rría para desarmar a Franti. Pero ya Estardo, fuera de sí, le había Roberto, el niño de las muletas; y así como todos los compañe-
asido el brazo con las manos, y dándole un fuerte mordisco le ros de su hijo, al pasar por su lado, le hacen una caricia, el padre
hizo caer la navaja; la mano le sangraba. Acudieron otros, les devuelve la caricia o el saludo, sin olvidarse de nadie; a todos se
separaron y les levantaron; Franti echó a correr, malparado: dirige, y cuanto más pobres y peor vestidos van, con mayor ale-
Estardo permaneció en el sitio, con la cara arañada y un ojo gría se las agradece. A veces también se ven cosas tristes: un
magullado, pero vencedor, al lado de su hermana que lloraba, caballero que yo no veía ya porque hacía un mes que se le había
mientras otras niñas recogían los cuadernos y los libros desparra- muerto un hijo y mandaba a la portera a recoger a otro, volvió
mados por el suelo. ayer por primera vez, y al ver la clase y a los compañeros de su
–¡Bravo por el pequeño –decían alrededor– que ha defendi- pequeñuelo, se metió en un rincón y prorrumpió en sollozos,
do a su hermana! tapándose la cara con las manos; el director lo tomó del brazo y
lo llevó a su despacho. Hay padres y madres que conocen por su pero que le daba vergüenza. Ayer de mañana, se armó de valor, y
nombre a todos los compañeros de sus hijos, muchachas de la le detuvo delante de una puerta.
escuela inmediata y alumnos del instituto, que vienen a esperar –Discúlpeme. Usted es tan bueno y quiere tanto a mi hijo,
a sus hermanos. Suele venir también un anciano coronel, y cuando hágame el favor de aceptar este pequeño recuerdo de una madre
algún muchacho deja caer un cuaderno o pluma en medio de la –y sacó de su cesta de verdura una cajita de cartón blanca y
calle, él lo recoge. No faltan tampoco señoras elegantes que ha- dorada.
blan de cosas de la escuela con pobres mujeres de pañuelo a la Derossi se puso rojo, y la rechazó, diciendo, amable, pero
cabeza diciendo: resuelto: –Désela usted a su hijo, no acepto nada.
–¡Ah! ¡Ha sido terrible esta vez el problema! Esta mañana La mujer quedó contrariada y pidió perdón, balbuciendo
tenían una lección de gramática que no se acababa nunca. –No creía ofenderlo... ¡Si no son más que caramelos!
Si hay un enfemo en una clase, todas lo saben, y cuando está Pero Derossi repitió la negativa, meneando la cabeza. En-
mejor, todas se alegran. Precisamente esta mañana había ocho o tonces ella sacó tímidamente de la cesta un manojo de rabanillos
diez señoras y artesanos que rodeaban a la madre de Crosi, la y le dijo: –Acepte al menos éstos, que son frescos, para llevárse-
verdulera, para preguntarle noticias de un pobre niño de la clase los a su madre.
de mi hermano que vive en su patio y está en peligro de muerte. Derossi sonrió, contestando:
Parece que la escuela hace a todos iguales, y amigos a todos. –No, gracias, no quiero nada. Haré siempre lo que pueda
por Crosi, pero no debo aceptar nada; gracias de todos modos.
EL NÚMERO 78 –Pero, ¿no se ha ofendido usted? –preguntó la pobre mujer
con ansiedad.
MIÉRCOLES 8. UNA ESCENA CONMOVEDORA. Varios días que la Derossi le dijo sonriendo:
verdulera, siempre que Derossi pasaba a su lado, lo miraba y lo –¡Bah!, no –y se fue, mientras ella exclamaba con alegría:
remiraba con una expresión de afecto muy grande, porque Derossi, –¡Oh! ¡Qué muchacho tan bueno! ¡Nunca vi otro tan guapo!
después de hacer el descubrimiento del tintero del presidiario nú- Todo parecía concluido; pero he aquí que por la tarde, a las
mero 78, ha tomado cariño a Crosi, su hijo, el de los cabellos ro- cuatro, en lugar de la madre de Crosi se le acerca el padre con su
jos, el del brazo paralítico; le ayuda a hacer los trabajos en la es- cara mortecina y melancólica. Detuvo a Derossi, y en la manera
cuela, le da papel, plumas y lápiz; en suma, le trata como un hemano, de mirarlo se comprendía en seguida su sospecha de que Derossi
como para compensarle de aquella desgracia de su padre y que él conocía su secreto; le miró fijamente, diciéndole con voz triste y
no conoce. Habían pasado varios días en que la verdulera miraba afectuosa:
a Derossi, padeciendo querérselo tragar con los ojos, porque es –Usted quiere mucho a mi hijo... ¿Por qué le quiere tanto?
una buena mujer, que no vive más que para su hijo; y como Derossi Derossi se puso encendido. Habría querido responder: «Le
es el que le ayuda y gracias a él hace buen papel en la escuela, quiero tanto, porque ha sido desgraciado; porque también usted
siendo Derossi un señor y el primero de la clase, le parece a ella un ha sido más desgraciado que culpable expiando noblemente su
rey, un santo. Sus ojos daban a entender que quería decirle algo, delito». Pero le faltaron ánimos para decirlo, porque en el fondo
sentía temor y casi repugnancia ante aquel hombre que había ataúd, una caja muy pequeña, cubierta de paño negro y sujetas
derramado sangre de otro y había estado seis años preso. Este lo alrededor las guirnaldas de las dos señoras. A un lado del paño
adivinó todo, y bajando la voz dijo al oído y casi temblando: habían prendido la medalla y tres menciones honoríficas que el
–Usted quiere bien al hijo, pero no quiere mal... no despre- muchacho había ganado durante aquel año. Conducían el ataúd
cia al padre; ¿no es verdad? Garrión, Coreta y dos muchachos del patio. Detrás venían las
–¡Ah, no, no! –exclamó Derossi en un arranque del alma. maestras, en primer lugar, la señorita Delcati que lloraba como
El hombre hizo entonces un movimiento impetuoso como si el muerto fuera hijo suyo; detrás otras maestras, y luego los
para echarle un brazo al cuello pero no se atrevió, contentándo- muchachos, entre los cuales había alguno muy pequeños con
se con asir con dos dedos uno de sus rubios rizos; lo estiró y lo sus ramitos de violetas en la mano, y miraban el féretro absortos,
dejó libre en seguida; luego se llevó su propia mano a la boca y la dando la otra mano a sus madres, oyendo que uno de éstos de-
besó, mirando a Derossi con los ojos humedecidos, como para cía: «¿Y ahora ya no vendrá mas a la escuela?»
decirle que aquel beso era para él. Después tomó a su hijo de la Cuando el ataúd salió del patio, un grito desesperado partió
mano y se fue con paso rápido. de la ventana: era la madre del niño, a quien hicieron retirar al
interior en seguida. En la calle encontramos a los muchachos de
EL NIÑO MUERTO un colegio que iban de dos en dos, y al ver el féretro con la meda-
lla y a las maestras, se quitaron todos sus gorras. ¡Pobre chiquitín!
LUNES 13. EL NIÑO QUE VIVE EN EL PATIO DE LA VERDULERA, compa- ¡Se fue a dormir para siempre con su medalla! Ya no veremos más
ñero de mi hermano, ha muerto. La maestra Delcati vino el sá- su gorrilla con las tiras rojas. Estaba bueno, y a los cuatro días
bado por la tarde llena de aflicción a dar la noticia al maestro; murió. El último día hizo un esfuerzo para levantarse y poder es-
inmediatamente Garrón y Coreta se ofrecieron para llevar el ataúd. cribir su tarea de gramática, y se empeñó en que le habían de po-
Era un muchachito excelente: la semana anterior había ganado ner la medalla sobre la cama, temiendo que se la quitaran. ¡Nadie
la medalla; quería mucho a mi hermano y le había regalado una te la quitará ya, pobre niño! ¡Adiós, adiós! ¡Siempre nos acordare-
alcancía rota. Usaba una gorra con dos tiras de paño rojo. Su mos de tí en la clase Bareti! ¡Angel, duerme en paz!
padre es mozo de estación. Ayer tarde domingo a las cuatro y
media, fuimos a su casa para acompañarle hasta la iglesia. Vive LA VÍSPERA DEL 14 DE MARZO
en el piso bajo. Ya había en el patio mucho niños de su curso con
sus madres, cinco o seis maestras con cirios, y algunos vecinos. HOY HA SIDO UN DÍA MÁS ALEGRE QUE AYER. ¡Trece de marzo! Víspe-
La maestra de primero y la Delcati habían entrado y las veíamos ra de la distribución de premios en el teatro Víctor Manuel, la
por una ventana abierta, que estaban llorando, y la madre del fiesta grande y hermosa de todos los años. En la presente no han
niño sollozaba fuertemente. Dos señoras, madres de dos com- escogido a la suerte los muchachos que deben ir al escenario
pañeros de escuela del muerto, habían llevado sendas guirnaldas para presentar los diplomas de los premios a los señores que
de flores. A las cinco en punto nos pusimos en camino. Iba de- hacen la distribución. El director vino esta mañana al final de la
lante un muchacho que llevaba la cruz, luego el cura, luego el clase y dijo: Muchachos, una buena noticia –llamó enseguida–:
¡Coraci! –Este se levantó– ¿Quieres ser uno de los que mañana, veían cientos de caras de muchachos, señoras, maestros, traba-
en el teatro, entreguen los diplomas a las autoridades? –El calabrés jadores, mujeres del pueblo, niños. Era un movimiento de cabe-
dijo que sí. zas y de manos, un vaivén de plumas, lazos, rizos; un murmullo
–Está bien repuso el director ; de esta manera tendremos tam- nutrido y jovial, que daba verdadera alegría al alma. El teatro
bién un representante de la Calabria. El ayuntamiento este año ha estaba adornado con pabellones de tela roja, blanca y verde. En
querido que los diez o doce muchachos que presentan los premios la platea habían hecho dos escaleras; una a la derecha, por la
sean chicos de todas partes de Italia, entresacándolos de las dis- cual los premiados debían subir al escenario; otra a la izquierda
tintas secciones de las escuelas públicas. Hay un sardo, un siciliano, por donde debían bajar después de haber recibido el premio.
un florentino, un romano, un véneto, un lombardo, un napolitano, Adelante, en el escenario, había una fila de sillones rojos; del
un genovés, un calabrés, un piamontés... chicos, pero representan que ocupaba el centro pendía una linda corona de laureles; en el
el país, como si fueran hombres: Lo mismo simboliza a Italia una fondo, un trofeo de banderas; a un lado, una mesa con tapete
pequeña bandera tricolor que una grande, ¿no es verdad? Apláudan- verde, sobre el cual estaban todos los diplomas con lazos
les calurosamente: muestren que los corazones infantiles de uste- tricolores. La orquesta estaba en su sitio; los maestros y las maes-
des se encienden, que aunque tienen sólo diez años se exaltan tras llenaban la mitad de la primera galería, que les había sido
ante la santa imagen de la patria. reservada; las butacas estaban atestadas de muchachos que de-
Dicho esto, se fue; y el maestro añadió sonriendo: bían cantar, con los papeles de música en la mano. Por todas
–Por consiguiente, Coraci, eres el diputado por Calabria. partes se veían ir y venir maestras y maestros que arreglaban las
Todos batieron palmas, riendo; y cuando salimos a la calle, filas de los premiados, y a las madres que daban el último toque
rodearon todos a Coraci, lo asieron por las piernas, lo levantaron a los cabellos y a las corbatas de sus hijos.
en alto y comenzaron a llevarlo en triunfo, gritando: Apenas entré con mi familia en el palco, vi en el del frente a
–¡Viva el diputado por Calabria! la maestrilla de primero que reía, con sus graciosos hoyuelos en
Una broma, por supuesto, no para ridiculizarlo, sino para las mejillas, y con ella a la maestra de mi hermana, a la «monjita»,
festejarlo porque es un chico querido de todos; él no cesaba de vestida de negro, y a mi buena maestra de la sección superior;
reír. Así lo llevaron hasta la esquina, donde se encontraron con pero tan pálida, ¡pobrecilla!, y tosiendo tan fuerte que se oía de
un señor de barba, que también rompió a reir. El calabrés dijo: todas partes. Mirando al patio, me encontré en seguida con la
–¡Es mi padre! simpática carota de Garrón y la cabecita rubia de Nelle pegada a
Entonces dejaron los compañeros al hijo en brazos de su su hombro. Algo más allá vi a Garofi, con su nariz de gavilán,
padre, y se desparramaron por todas partes. que se agitaba mucho por recoger listas impresas de los que iban
a ser premiados, y de las cuales había reunido un gran fajo, para
DISTRIBUCIÓN DE PREMIOS hacer, sin duda, algún negocio de los suyos... que mañana sabre-
mos. Cerca de la puerta estaba el vendedor de leña con su mujer,
MARZO 14. A ESO DE LAS DOS EL ENORME TEATRO ESTABA LLENO: el ambos vestidos de día de fiesta, y su hijo, que tiene tercer pre-
patio, las galerías, los palcos, el escenario, todo rebosando: Se mio en la sección segunda; me quedé maravillado al ver que no
llevaba la gorra de piel de gato y el chaleco de punto color de siempre, de negro. Un señor del Municipio que estaba con noso-
chocolate; estaba vestido como un señorito. En la galería alcan- tros y conocía a todos, se los iba diciendo a mi madre.
cé a ver un momento a Votino, con su gran cuello bordado; lue- –Aquel pequeño rubio, es el representante de Venecia. El
go desapareció. También estaba en un palco de proscenio lleno romano es aquel otro alto y con el pelo rizado.
de gente, el capitán de artillería, el padre de Roberto. Había dos o tres vestidos de señoritos; los demás eran hijos
Al dar las dos la banda tocó, y en el mismo momento su- de artesanos, pero bien ataviados y limpios. El florentino, que
bieron por la escalerilla de la derecha el alcalde, el gobernador, era el más pequeño, llevaba una faja azul a la cintura. Pasaron
el asesor y muchos otros señores vestidos todos de negro, que todos delante del alcalde, quien fue besando en la frente uno a
se fueron a sentar en los sillones rojos colocados delante del uno, mientras otro señor que estaba al lado le iba diciendo por lo
escenario. La banda cesó de tocar. Se adelantó el director de bajo y sonriendo los nombres de las ciudades: «Florencia,
las escuelas de canto, batuta en mano. A una señal suya todos Nápoles, Bolonia, Palermo...», y a cada uno que desfilaba, el
los muchachos de la platea se pusieron de pie; a otra, comen- teatro entero aplaudía. Luego se colocaron todos al lado de la
zaron a cantar. Eran setecientos los que cantaban una bellísi- mesa verde para ir tomando los diplomas, el maestro comenzó a
ma canción; setecientas voces de muchachos. ¡Qué hermoso leer la lista, diciendo las secciones, las clases y los nombres y
coro! Todos escuchaban inmóviles: era un canto dulce, límpi- comenzaron a subir los premiados.
do, lento, que parecía canto de iglesia; cuando callaron, todos Apenas habían subido los primeros, cuando comenzó a oírse
aplaudieron; después reinó completo silencio. La distribución detrás del escenario una música muy suave de violines, que duró
iba a comenzar. Mi maestrilla de la sección segunda se había todo el tiempo que tardaron en desfilar los agraciados; sonaba
adelantado ya, con su cabeza rubia y sus avispados ojos, para un aire gracioso y siempre igual, que semejaba un murmullo de
leer los nombres de los premiados. Se esperaba que entrasen muchas voces apagadas; las voces de todas las madres y de to-
los doce muchachos para presentar los diplomas. Los periódi- dos los maestros y maestras, como si todos juntos diesen a una
cos habían publicado ya que serían chicos pertenecientes a to- consejos, suplicasen y regañasen amorosamente. Mientras tan-
das la provincias italianas. Todos lo sabían y los esperaban, to, los premiados pasaban uno tras otro delante de los señores
mirando con curiosidad al sitio por donde debían entrar tras el sentados, que les presentaban los diplomas y les decían alguna
alcalde y los demás señores; en todo el teatro imperaba un pro- palabra afectuosa, o les hacían alguna caricia. Cada vez que al-
fundo silencio. gún pequeñuelo pasaba, los muchachos de las butacas y de las
De repente entran a la carrera, deteniéndose en el escenario galerías aplaudían; lo mismo cuando se presentaba alguno de
en correcta formación y sonrientes. Todo el teatro, tres mil per- pobre aspecto o que tuviera los cabellos rizados o fuese vestido
sonas, se levantaron y prorrumpieron a la vez en un aplauso que de rojo o de blanco. Entre ellos había algunos de primer grado
más bien parecía el estallido de un trueno. Los muchachos pare- superior que, una vez en el escenario, se confundían y no sabían
cían desconcertados en el primer momento. dónde volverse, provocando la risa de todo el teatro: Uno de
–¡Ahí tienen a Italia! –dijo una voz desde el escenario. ellos, que apenas medía tres palmos, con un gran nudo de cinta
Inmediatamente reconocí a Coraci, el calabrés, vestido, como roja en la espalda, le costaba trabajo andar, se enredó en la alfom-
bra y cayó; el gobernador lo levantó, y fue motivo para risas y comerciantes; los de la sección Buancompagni, muchos de ellos
aplausos generales. Otro se resbaló en la escalerilla, yendo a pa- hijos de labradores; los de la escuela Raniero, hijos de artesanos.
rar de nuevo a la platea; se oyeron algunos gritos, pero no se Apenas concluyó el reparto de premios, los setecientos mucha-
hizo daño. Toda clase de fisonomías fueron desfilando; caras de chos de las butacas cantaron otro hermosísimo himno; habló
traviesos, caras de asustados, caras coloradas como las cerezas, luego el alcalde, tras éste el inspector de escuelas, que terminó
y caras siempre risueñas; apenas bajaban las butacas, los padres su discurso diciendo:
y las madres los tomaban y se los llevaban consigo. Cuando le –No salgan de aquí sin enviar un saludo a los que tanto se
tocó a nuestra sección, ¡entonces sí que me divertí! Conocía a afanan por ustedes, a los que consagran todas las fuerzas de su
casi todos. Paso Coreta, que estrenaba un traje, con el semblan- inteligencia y de su corazón, y que viven y mueren por ustedes,
te risueño y alegre, enseñando sus blancos dientes, y, sin embar- ¡Helos allí!... –Y señaló a la galería de los maestros.
go, ¡quién sabe cuántos quintales de leña había ya repartido por Todos los muchachos de las galerías, de los palcos y de las
la mañana! El alcalde, al darle el diploma, le preguntó qué era butacas se levantaron, señalándoles con los brazos al vitorear-
una señal rosada que tenía en la frente, manteniendo entretanto los; los maestros respondían agitando las manos, los sombreros,
la mano apoyada en el hombro; yo busqué en platea a su padre y los pañuelos; era una escena conmovedora. La banda tocó otra
a su madre, y los vi que reían, tapándose la boca con las manos. vez, y el público envió su último saludo en un fragoroso aplauso
Pasó luego Derossi, vestido de azul, con los botones relucien- a los doce muchachos de todas las provincias de Italia, que se
tes, y los rizos de oro; esbelto, gracioso, con la frente alta, tan presentaron en fila en el escenario, con los brazos entrelazados,
guapo y tan simpático, que le hubiera dado un abrazo; todos los bajo una lluvia de flores.
señores le hablaban y le dieron un apretón de manos. El maestro
pronunció después el nombre de Roberto, y vimos avanzar al LITIGIO
hijo del capitán de artillería con las muletas. Cientos de mucha-
chos conocíamos el hecho; la voz se esparció en un abrir y cerrar LUNES 20. NO ES POSIBLE QUE PORQUE ÉL HAYA ALCANZADO el pre-
de ojos, y una salva de aplausos y de gritos hizo retemblar el mio y no yo, por envidia haya tenido un altercado con Coreta.
teatro: Los hombres se pusieron de pie, y las señoras agitaron No fue por envidia. ¡Sí, hice mal! El maestro le había colocado a
sus pañuelos, y el pobre muchacho se detuvo en medio del esce- mi lado, yo estaba escribiendo en el cuaderno de caligrafía; me
nario, aturdido y tembloroso... El alcalde le hizo acercarse y le empujó con el codo y me hizo echar un borrón y manchar tam-
dio el premio y un beso, y tomando del respaldo de su sillón la bién el cuento mensual, «Sangre romañola», que tenía que co-
corona de laurel que estaba colgada la colocó en la almohadilla piar para el albañilito que está enfemo. Yo me enfurecí y solté
de una muleta. Le acompañó luego, hasta el palco, donde estaba una palabrota. El me contestó sonriendo:
su padre, el cual le levantó en peso y le metió dentro, en medio –No lo he hecho a propósito.
de una gritería indecible de bravos y de vivas. La suave música Debería haberle creído, porque le conozco; pero me des-
de violines continuaba entretanto, y los muchachos seguían pa- agradó que sonriera, y pensé: «¡Oh! ¡Ahora que ha obtenido el
sando: los de la sección del Consulado eran casi todos hijos de premio, está ensoberbecido!» Y al poco rato, para vengarme, le
di un empujón que le estropeé la plana. Entonces, encendido –No, Enrique –dijo él con su bondadosa sonrisa–: seamos
por la rabia: tan amigos como antes.
–Tú sí que me los has hecho de adrede –me dijo, levantando Me quedé aturdido por un momento, y luego sentí como si
la mano. El maestro lo vio, y la retiró. Coreta añadió por lo bajo: una mano me empujase por las espaldas, hasta encontrarme en
– ¡Te espero fuera! sus brazos. Me abrazó y me dijo:
Yo quedé en mala situación: la rabia se desvaneció, y sentí –Basta de mohines entre nosotros, ¿no es verdad?
verdadero arrepentimiento. No, Coreta no podía haberlo he- –¡Nunca, jamás! ¡Nunca, jamás! –le respondí. Y nos separa-
cho a propósito. «El es bueno», pensé. Me vino a la memoria mos contentos. Cuando llegué a casa, sin embargo, y se lo conté
cómo le había visto cuidar a su madre enferma y la alegría con a mí padre, creyendo que le agradaría, le sentó muy mal, y me
que luego le había recibido en mi casa, y cuánto le había gusta- replicó:
do a mi padre. ¡No sé lo que habría dado por no haberle dicho –Tú debías haber sido el que primero tendiese la mano, puesto
aquella palabrota ni cometido semejante bajeza! Se me ocurría que habías cometido la falta. –Luego añadió–: ¡No debiste le-
el consejo que mi padre me hubiera dado. «¿Has hecho mal? vantar la regla sobre un compañero mejor que tú! –Y apoderán-
¿Sí? Pues entonces, pídele perdón». No me atreví a hacerlo así, dose de mi regla la hizo mil pedazos y la arrojó contra la pared.
porque me avergonzaba al tener que humillarme. Le miraba de
reojo, veía su chaqueta de punto descosida por la espalda, ¡quién MI HERMANA
sabe!, quizá por la mucha leña que había tenido que llevar;
sentía que le quería de veras, y me decía a mí mismo: «¡Valor!», VIERNES 24. «¿POR QUÉ, ENRIQUE, DESPUÉS DE QUE NUESTRO padre
pero la palabra «Perdóname» no pasaba de la garganta. El tam- te reprendió el que te hubieses portado mal con Coreta, has he-
bién, alguna que otra vez, me miraba de reojo, pero más bien cho conmigo aquella acción? No te puedes imaginar la pena que
me parecía apesadumbrado que rabioso. En tales ocasiones, he sentido. ¿No sabes que cuando tú eras un niñito estaba al
también yo le miraba hosco, para dar a entender que no le tenía lado de tu cuna horas y horas, en vez de ir a divertirme con mis
miedo. El me repitió: amigas, y que cuando estabas mal todas las noches saltaba de la
–¡Ya nos veremos fuera! cama para ver si quemaba tu frente? ¿No sabes tú que ofendes a
Y yo: –¡Sí que nos veremos fuera! tu hermana, que ella haría de madre si una tremenda desgracia
Pero no cesaba de pensar en lo que mi madre me había di- nos afligiese, y te querría tanto como a un hijo? ¿No sabes que
cho alguna vez: cuando nuestro padre y nuestra madre no existan yo seré tu me-
–Si no tienes razón, defiéndete, ¡pero no pelees! jor amiga, la única con quien podrás hablar de nuestros muertos
Y no cesaba de decir para mis adentros: «Me defenderé, pero y de la infancia, y que si fuera preciso trabajaría para tí Enrique,
no pegaré». Estaba razonando, triste; no oía lo que decía el maes- para poder tener pan y hacerte estudiar, y que te querré siempre
tro. Al fin llegó la hora de salida. Cuando me encontré solo en la cuando estés lejos, porque hemos crecido juntos y tenemos la
calle, noté que él me seguía. Me detuve, y lo esperé con la regla misma sangre? ¡Oh, Enrique, tenlo por seguro! Cuando seas hom-
en la mano. Se acercó él y yo levanté la regla. bre, si te ocurre una desgracia, si estás solo, estoy segura de que
me buscarás y me vendrás a decir: «Silvia, hermana mía, déjame paralizadas, y Federico, muchacho de trece años. Era una casita de un piso
estar contigo, hablemos de cuando éramos felices; ¿te acuerdas? colocada en la carretera y como a un tiro de pistola de un pueblo inmediato a
Hablemos de nuestra madre, de nuestra casa, de aquellos días Forli ciudad de la Romaña, y no tenía a su lado más que otra casa
hermosos tan lejanos». deshabitada, arruinada hacía dos meses por un incendio, sobre la cual se
«¡Ah; Enrique! Siempre encontrarás a tu hermana con los veía un letrero de una hostería. Detrás de la casita había un huerto rodeado
brazos abiertos. Sí, querido Enrique; y perdóname también el de seto, al cual daba una puertecita rústica; la puerta de la tienda, que era
regaño que ahora te hago. Yo no me acordaré de ninguna tontera también puerta de casa, se abría sobre la carretera. Alrededor se extendía
tuya, ni aun cuando me dieses otros disgustos. ¡Qué me importa! la campiña solitaria, vastos campos cultivados y plantados de moras.
Serás siempre mi hermano; del mismo modo, no me acordaré de Llovía y el viento soplaba con intensidad. Federico y la abuela, toda-
otra cosa más que de haberte tenido en brazos cuando niño, ha- vía levantados, estaban en el cuarto donde comían, entre el cual y el huerto
ber querido al padre y a la madre contigo, haberte visto crecer y había una habitación llena de muebles viejos. Federico había vuelto a casa
haber sido por tantos años tu más fiel compañera. Pero escríbe- a las nueve, después de pasar fuera muchas horas; la abuela le había
me alguna palabra en este mismo cuaderno, y yo pasaré de nue- esperado, llena de ansiedad, clavada en un ancho sillón de brazos, en el
vo a leerla antes de la noche. Entretanto, para demostrarte que cual solía pasar todo el día y frecuentemente la noche, porque la fatiga no
no estoy molesta contigo, al ver que estabas cansado he copiado la dejaba respirar estando acostada.
por tí el cuento mensual «Sangre romañola», que tú debías co- El viento azotaba la lluvia contra los cristales, la noche era oscurísi-
piar para el albañilito enfermo: Búscalo en el cajoncito de la ma. Federico había vuelto cansado, lleno de fango y herido de una pedra-
izquierda de tu mesa; lo he escrito todo en esta noche, mientras da; venía de apedrearse con sus compañeros; llegaron a las manos como de
dormías. Escribeme alguna palabrita cariñosa, te lo suplico. costumbre, y por añadidura jugó y perdió su dinero, extraviándosele ade-
Tu hermana Silvia» más la gorra en un foso.
Aún cuando la cocina no estaba iluminada más que por un pequeño
«No soy digno de besar tus pies. velón de aceite, colocado en la esquina de una mesa al lado del sillón, la
Enrique» pobre abuela había visto enseguida en qué estado miserable se encontraba su
nieto, y en parte adivinó y en parte hizo confesar sus diabluras a Federico.
SANGRE ROMAÑOLA Ella quería con toda su alma al muchacho. Cuando lo supo todo, se
(cuento mensual) echó a llorar.
¡Ah, no! –dijo luego al cabo de largo silencio–. Tú no tienes corazón
AQUELLA TARDE LA CASA DE FEDERICO ESTABA MÁS TRANQUILA que para tu pobre abuela. No tienes corazón cuando de tal modo te aprove-
de costumbre. El padre, que tenía una pequeña tienda de mercadería, chas de la ausencia de tu padre y de tu madre para darme estos disgustos.
había ido a Forli de compras y su madre le acompañaba con Luisita, a ¡Todo el día me has dejado sola¡
quien llevaba para que el médico la viera. Poco faltaba ya para la media- No has tenido ni tan siquiera compasión. Mira, Federico: tú vas por
noche. La mujer, que venía a prestar servicio durante el día, se había ido pésimo camino, el cual te conducirá un triste fin. He visto otros que empezaron
al oscurecer. En la casa no quedaba más que la abuela, con las piernas como tú y concluyeron muy mal. Se empieza por marcharse de casa para armar
camorra con los chicos y jugar dinero; luego, poco a poco, de las pedradas se noches enteras te mecí en la cama cuando eras niño de pocos meses y quien
pasa a los navajazos, del juego a los vicios y de los vicios... al hurto. no comía por entretenerte. ¡Tú no sabes! Lo decía siempre: «¡Este será mi
Federico escuchaba firme, a tres pasos de distancia, con la barbilla último consuelo!» ¡Y ahora me haces morir! Daría de buena voluntad la
caída sobre el pecho, con el entrecejo arrugado, y todavía caldeado por la poca vida que me resta por ver que te habías vuelto bueno, obediente, como
riña. Un mechón de pelo castaño caía sobre su frente, y sus ojos azules en aquellos días... cuando te llevaba al Santuario. ¿Te acuerdas, Federico,
permanecían inmóviles. que me llenabas los bolsillos de piedrecillas y hierbas, y yo te volvía a casa
–Del juego al robo –repitió la abuela, que seguía llorando–. Piensa en brazos, dormido? Entonces querías mucho a tu pobre abuela; ahora,
en ello, Federico. Piensa en aquella ignominia de aquí, del pueblo, en que estoy paralítica y necesito de tu cariño, como del aire para respirar,
aquel Víctor Monzón, que está ahora en la ciudad siendo un vagabundo, porque no tengo otro en el mundo...
que a los veinticuatro años ha estado dos veces en la cárcel y ha hecho morir Federico iba a lanzarse hacia su abuela, vencido por la emoción,
de dolor a su madre, a la cual yo conocía, y ha obligado a huir a su padre cuando le pareció oir ligero rumor, cierto rechinamiento en el cuartito inme-
desesperado a Suiza. Piensa en ese triste sujeto, al cual su padre se aver- diato, aquel que daba al huerto. Pero no comprendió si eran maderas
güenza de devolver el saludo, que anda en enredos con malvados peores sacudidas por el viento u otra cosa.
que él, hasta el día que vaya a parar a un presidio. Pues bien; yo le he Puso el oído alerta. La lluvia azotaba los cristales. El ruido se
conocido siendo un muchacho, y comenzó como tú. Pienso que llegarás a repitió. La abuela lo oyó también.
reducir a tu padre y a tu madre al extremo a que él ha reducido a los suyos. –¿Qué es? –preguntó turbada después de un momento.
Federico callaba. En realidad sentía entristecido el corazón, pues sus –La lluvia –murmuró el muchacho.
travesuras se derivaban más bien de superabundancia de vida y de auda- –Por consiguiente, Federico –dijo la abuela enjugándose los ojos–,
cia que de mala índole; su padre lo tenía mal acostumbrado precisamente ¿me prometes que serás bueno, que no harás nunca llorar a tu abuela?
por esto; porque considerándole capaz en el fondo de los más hermosos La interrumpió nuevamente un ligero ruido.
sentimientos, y esperando ponerlo a prueba por acciones varoniles y genero- –¡No me parece la lluvia –exclamó palideciendo–. ¡Vete a ver!
sas, le dejaba rienda suelta, en la confianza de que por sí mismo se haría Pero –añadió en seguida–,no, quédate aquí –y agarró a Federico por la
juicioso. mano.
Era, en fin, más bien bueno que malo, pero obstinado y muy difícil, Ambos permanecieron con la respiración en suspenso. No se oía sino
aún cuando estuviese con el corazón oprimido por el arrepentimiento, no el ruido de la lluvia.
podía dejar escapar de su boca aquellas palabras que nos obligan al per- Luego ambos se estremecieron.
dón: «¡Sí, he hecho mal, no lo haré más, te lo prometo, perdóname!» Tenía Tanto a uno como a otro les había parecido sentir pasos en el cuartito.
el alma llena de ternura; pero el orgullo no le consentía que rebosase. –¿Quién anda ahí? –preguntó el muchacho haciendo un esfuerzo.
–¡Ah, Federico! –continuó la abuela viéndole tan mudo–. ¿No tienes Nadie respondió:
ni una palabra de arrepentimiento? ¿No ves a qué estado me encuentro –¿Quién anda ahí? –volvió a preguntar Federico helado de miedo.
reducida, que me podrían enterrar? No debes tener cocazón para hacerme Y apenas había pronunciado aquellas palabras, ambos lanzaron un
sufrir, para hacer llorar a la madre de tu madre, tan vieja, con los días grito de terror.
contados; a tu pobre abuela, que siempre te ha querido tanto, que noches y Dos hombres entraron en la habitación; uno agarró al muchacho y le
tapó la boca con la mano; el otro asió a la abuela por la garganta; el enseñó el puñal al muchacho y a la vieja, que volvía a abrir los ojos, y dijo:
primero dijo: –Ni una voz, o vuelvo y los degüello.
–¡Silencio, si no quieres morir! Y les miró fijamente a los dos.
El segundo: En el mismo momento se oyó a lo lejos por la carretera un cántico de
–¡Calla! –y la amenazó con el cuchillo. Uno y otro llevaban un pa- muchas voces.
ñuelo oscuro por la cara con dos agujeros delante de los ojos. El ladrón volvió rápidamente la cabeza hacia la puerta, y por la
Durante un momento no se oyó mas que la entrecortada respiración violencia del movimiento se le cayó el antifaz.
de los cuatro y el rumor de la lluvia; la vieja apenas podía respirar de La vieja lanzó un grito.
fatiga; tenía los ojos fuera de las órbitas. –¡Monzón!
El que tenía sujeto al chico le dijo al oído: –¡Maldita! –rugió el ladrón reconocido–. Tiene que morir –y se vol-
–¿Dónde, tiene tu padre el dinero? vió con el cuchillo levantado contra la vieja, que quedó desvanecida en el
El muchacho respondió con un hilo de voz, Allá..., en el armario. mismo instante.
–Ven conmigo –dijo el hombre. El asesino descargó el golpe. Pero con un movimiento rapidísimo, Fede-
Le arrastró hasta el cuartito teniéndole aferrado por el cuello. Allí rico se había lanzado sobre su abuela y la había cubierto con su cuerpo.
había una linterna en el suelo. El asesino huyó empujando la mesa y echando la luz por el suelo, que
–¿Dónde está el armario? –preguntó. se apagó.
El muchacho, sofocado, señaló el armario. El muchacho resbaló lentamente de encima de la abuela; cayó de
Entonces, para estar seguro del muchacho, el hombre lo arrodilló rodillas ante ella, y así permaneció con los brazos rodeándole la cintura y
delante del armario, y apretándole el cuello entre sus piernas para poderlo la cabeza apoyada en su seno.
estrangular si gritaba, y teniendo la navaja entre los dientes y la linterna Pasó algún tiempo; todo permanecía completamente oscuro: el cántico
en una mano, sacó del bolsillo con la otra un hierro aguzado que metió en de los labradores se iba alejando por el campo. La vieja volvió de su
la cerradura, forcejó, rompió y abrió de par en par las puertas, revolvió desmayo.
furiosamente todo, se llenó las faltriqueras, cerró, volvió a abrir y rebuscó; –¡Federico! –llamó con voz apenas perceptible, temblorosa.
luego asió al muchacho por la nuca, llevándole donde el otro tenía amarra- –¡Abuela! –respondió el niño.
da a la vieja, convulsa, con la cabeza caída y la boca abierta. La vieja hizo un esfuerzo para hablar, pero el terror le paralizaba
Este preguntó en voz baja: la lengua. Estuvo un momento silenciosa temblando fuertemente. Luego
–¿Encontraste? logró preguntar. –¿Ya no están?
El compañero respondió: –No.
–Encontré. –Y añadió –Mira a la puerta. –¡No me han matado! –murmuró la vieja con la voz sofocada.
El que tenía sujeta a la vieja corrió a la puerta del huerto a ver si se –No..., estás salvada –dijo Federico, con débil voz –. Estás salva-
veía a alguien, y dijo desde el cuartito con voz que parecía un silbido: da, querida abuela. Se han llevado el dinero. Pero padre... había recogido
–Ven. casi todo.
El que había quedado, y que todavía tenía agarrado a Federico, La abuela respiró con fuerza.
–Abuela –dijo Federico de rodillas y apretándole la cintura–, queri- juntos Garrón, Derossi y yo. Estardo habría venido también, pero
da abuela... ¿me quieres mucho, verdad? no pudo. Sólo para probarlo, invitamos al soberbio Nobis, que
–¡Oh Federico! ¡Pobre hijo mío! –respondió aquella poniéndole las nos contestó: «No», sin decir más. Votino se excusó asimismo,
manos sobre la cabeza–. ¡Qué espanto debes haber tenido! ¡Oh, santo quizá por miedo de mancharse de cal. Nos fuimos al salir, a las
Dios misericordioso! Enciende luz... No nos quedemos a oscuras; todavía cuatro. Llovía a cántaros. Garrón se detuvo de pronto, diciendo
tengo miedo. con la boca llena de pan: «¿Qué compramos?» Y hacía sonar
–Abuela –replicó el muchacho–, yo siempre les he dado disgusto a todos... monedas en el bolsillo. Pusimos unas más cada uno, y compra-
–No, Federico, no digas eso; ya no pienses más en ello, todo lo he mos tres naranjas grandes. Subimos a la guardilla. Delante de la
olvidado: ¡te quiero tanto! puerta, Derossi se quitó la medalla y se la echó en el bolsillo; le
–Siempre les he dado disgustos –continuó Federico, trabajosamente y pregunté por qué.
con la voz trémula–: pero les he querido siempre. ¿Me perdonas? Per- –No sé –respondió–, para no presentarme así... Me parece
dóname, abuela. más delicado entrar sin la medalla.
–Sí, hijo, te perdono, te perdono de corazón. Piensa, si no te debo Llamamos, nos abrió el padre, aquel hombrón que parece
perdonar. Levántate niño. Ya no te reñiré nunca. ¡Eres bueno, eres bueno! un gigante: tenía la cara desencajada.
Encedamos luz. Tengamos un poco de valor. Levántate, Federico. –¿Quiénes son? –preguntó; Garrón respondió:
–Gracias, abuela –dijo el muchacho, con la voz cada vez mas débil–. –Somos compañeros de escuela de Antonio, y le traemos
Ahora... estoy contento. Te acordarás de mí abuela... ¿no es verdad? naranjas.
–Acuérdense de mí –murmuró todavía el niño, con la voz que parecía –¡Ah, pobre Toño! –exclamó el albañil moviendo la cabeza–
un soplo–. Da un beso a mi madre..., a mi padre..., a Luisita... ¡Tengo miedo de que no coma las naranjas! –Y se limpiaba los
–En el nombre del cielo, ¿qué tienes? –gritó la vieja, palpando afa- ojos con el revés de la mano.
nosamente al niño en la cabeza, que había caído abandonada a sí misma Nos hizo pasar adelante, y entramos en un cuarto aguardillado,
en sus rodillas; y luego gritó: donde vimos al albañilito que dormía en una, cama de hierro; su
–¡Federico! ¡Federico! ¡Federico! ¡Niño mío! ¡Amor mío! ¡Cielo san- madre estaba apoyada en la cama con la cara entre las manos, y
to, ayúdame! apenas se volvió para mirarnos; a un lado había colgados bro-
Pero Federico ya no respondía. El pequeño héroe, el salvador de la chas de encalar; picos y cribas para la cal; a los pies del enfermo
madre de su madre, herido de una cuchillada en el costado, había entrega- estaba extendida una chaqueta de albañil, blanqueada por el yeso.
do su hermosa y valiente alma a Dios. El pobre muchacho estaba flaco, muy pálido, con la nariz afila-
da, la respiración acelerada. ¡Oh querido Toño, compañero mío,
tan bueno y tan alegre, qué pena verte así! ¡Cuánto habría dado
EL ALBAÑILITO MORIBUNDO por verle poner el hocico de liebre, pobre albañilito! Garrón le
dejó una naranja sobre la almohada, pegando con la cara; el per-
MARTES 28. EL POBRE HIJO DEL ALBAÑIL ESTÁ GRAVEMENTE ENFERMO; fume le despertó; la tomó, pero luego la abandonó y se quedó
el maestro nos dijo que fuésemos a verle, y convinimos en ir mirando fijamente a Garrón.
S
das agonías que aquellos hombres sobre cuyo corazón pesa un
mundo! Piensa en esto, hijo, cuando pases por delante de aque- ÁBADO 1º. ¡PRIMERO DE ABRIL! Tres meses, tres meses to-
lla imagen de mármol, y dile desde el fondo de tu corazón: davía. Ha sido la mañana de hoy una de las más hermo-
–¡Yo te glorifico! sas del año. Estaba contento porque Coreta me había
Tu padre». dicho que iríamos pasado mañana con su padre a ver llegar al
rey, y también porque mi madre me había prometido llevarme el
mismo día a visitar el asilo infantil de la Carrera Valdocco. Tam-
bién lo estaba porque el albañilito está mejor; y porque ayer tar-
de, al pasar el maestro dijo a mi padre:
–Va bien, va bien.
¡Y luego hacía una mañana tan hermosa de primavera! Des-
de las ventanas de la escuela se veía el cielo azul, los árboles del
jardín todos cubiertos de brotes y las ventanas de las casas abier-
tas de par en par. El maestro no se reía –porque jamás se ríe–,
pero estaba de buen humor, tanto, que no se le veía la arruga
recta que casi siempre tiene en medio de la frente, y explicaba
un problema en la pizarra bromeando. Bien se notaba que sentía
placer al respirar el aire del jardín que entraba por la ventana, nunca, y jamás me pareció que se semejasen tanto el uno al otro;
lleno de fresco perfume de tierra y hojas, que hacía pensar en los el padre llevaba en la chaqueta la medalla al valor, entre otras
paseos por el campo. Mientras él explicaba, se oía en la calle dos conmemorativas, los bigotes rizados y puntiagudos, como
inmediata a un herrero que golpeaba sobre el yunque, y en la dos agujas.
casa de enfrente una mujer que cantaba para dormir a un niño Nos pusimos en marcha en seguida hacia la estación, donde
lejos; en el cuartel de la Cernaia, sonaban las trompetas. Todos debía llegar el rey a las diez y media.
parecían contentos, hasta el mismo Estardo. En un momento, el Coreta padre fumaba su pipa y restregaba las manos.
herrero se puso a martillar más fuertemente, y la mujer a cantar –¿Saben? –decía– que no lo he vuelto a ver desde la guerra
más alto. El maestro cesó de explicar, y puso el oído atento. del sesenta y seis? La friolera de quince años y seis meses. Pri-
Luego, mirando por la ventana, dijo lentamente: mero tres años en Francia, luego en Mondoví, y después jamás
–El suelo que sonríe, una madre que canta, un hombre hon- ocurrió que estuviese en la ciudad cuando él venía. ¡Lo que son
rado que trabaja, muchachos que estudian... ¡Oh, qué cosas tan las casualidades!
hermosas! Llamaba al rey Humberto como si fuera su camarada.
Cuando salimos de la clase, vimos que todos los demás tam- «Humberto mandaba la l6a. división, Humberto tenía veintidós
bién estaban alegres; marchaban en fila marcando fuertemente años y tantos días, Humberto montaba a caballo de esta y de la
el paso y cantando como en víspera de vacaciones; las maestras otra manera». Tengo verdaderas ansias de verlo. Lo dejé prínci-
jugueteaban; la de primero elemental saltaba siguiendo a sus ni- pe y le vuelvo a ver rey. También yo he cambiado; he pasado de
ños como una colegiala; los padres de los muchachos hablaban soldado a vendedor de leña.
entre sí, riéndose, y la madre de Crosi, la verdulera, tenía en la Y se reía. El hijo le preguntó:
cesta muchos ramitos de violetas que llenaban de aroma el salón Si te viera, ¿te reconocería?
de espera. Nunca me he sentido tan contento al ver a mi madre Se echó a reír.
que aguardaba en la calle. Y se lo dije: –¡Estás loco! –respondió–. ¡Pues no faltaba más! El,
–Estoy alegre; ¿qué ocurre para que esté tan contento hoy? Humberto, era uno solo; y nosotros éramos como las moscas. Y
Y mi madre respondió, sonriendo, que era la bella estación y la luego, ¡te parece que nos iba a estar mirando uno a uno!
conciencia tranquila. Desembocamos en la carretera de Víctor Manuel; mucha
gente se dirigía a la estación. Una compañía de alpinos pasaba
EL REY HUMBERTO con trompetas. Dos guardias civiles iban al galope. El cielo esta-
ba esplendente.
LUNES 3. A LAS DIEZ EN PUNTO MI PADRE VIO desde la la ventana a –¡Si! –exclamó Coreta padre, animándose–: tengo un inmenso
Coreta, el vendedor de leña, y a su hijo, que me esperaban en la gusto al volver a ver a mi general de división! ¡Ah! ¡Qué pronto
plaza. he envejecido! Aún me parece que fue ayer cuando tenía la mo-
–Allí están, Enrique –me dijo–. Ve a ver el rey. chila al hombro y el fusil entre las manos en medio de aquella
Bajé como un cohete. Padre e hijo estaban más listos que confusión, la mañana del 24 de junio, cuando íbamos a comen-
zar la pelea. Humberto iba y venía con sus oficiales, mientras el dia hora, porque en aquellos momentos era él quien le mandaba,
cañón retumbaba a lo lejos; todos le mirábamos y nos decíamos: y no el comandante Ubrich, diablo!
«¡Con tal de que no le toque a él una bala¡» Estaba a mil leguas En el salón de espera y fuera se veía un confuso tropel de
de pensar que pronto le encontraría tan inmediato, allí mismo, señores y oficiales, y delante de la puerta una fila de coches con
ante las lanzas de los ulanos austríacos; pero así, precisamente a los lacayos vestidos de rojo.
cuatro pasos uno de otro, hijos míos. Era un día hermoso; el Coreta preguntó a su padre si el príncipe Humberto tenía la
cielo parecía un espejo; ¡con un calor!... Veamos si se puede en- espada en la mano cuando estaba en el cuadro.
trar. –¡Ya lo creo que tenía la espada en la mano! –respondió–.
Habíamos llegado a la estación; se veía inmenso gentío, ca- Para poder parar una lanzada, que lo mismo podía tocarle a él
rruajes, guardias, carabineros. Tocaba la banda de un regimien- que a cualquier otro. ¡Ah, los demonios desencadenados se nos
to. Coreta padre intentó entrar bajo el pórtico, pero no lo deja- vinieron encima con la ira de Dios! Corrían por entre los grupos,
ron. Entonces pensó meterse en primera fila, entre la multitud por entre los cuadros y por entre los cañones, que parecían em-
que hacía ala a la salida, y abriéndose paso con los codos, logró pujados por el huracán, atravesándolo todo con la lanza. Era
empujarnos adelante aún a nosotros. Pero la muchedumbre, en una confusión de coraceros de Alejandría, lanceros de Foggia,
sus movimientos de vaivén, nos llevaba a veces para este lado, de infantería, de ulanos, de cazadores; un infierno del cual no
otras para aquél. El vendedor de leña se colocó pegado a una era posible entender nada. Yo oí gritar: «¡Alteza! ¡Alteza!» Vi
columna del pórtico, donde los guardias no dejaban estar a na- venir las lanzas a la carga: disparamos los fusiles; una nube de
die. pólvora lo ocultó todo... Luego el humo de la pólvora se disipó...
–Vengan conmigo –dijo de repente, tomándome de la mano. La tierra estaba cubierta de caballos y de ulanos muertos. Me
En dos saltos atravesamos el espacio libre, y se fue a plantar con volví hacia atrás y vi en medio de nosotros a Humberto a caba-
las espaldas pegadas a la pared. llo, que miraba en derredor, tranquilo, y como con aire de pre-
Inmediatamente acudió un sargento de seguridad y le dijo: guntar: «¿Hay alguno de mis valientes que esté arañado?» Noso-
–No se puede estar aquí. tros le vitoreamos: «¡Viva!» en su misma cara, como locos. ¡San-
–Soy del 4º batallón del 49 respondió Coreta, enseñando la to Dios, qué momento!... ¡Ahí está el tren!
medalla. La banda tocó, los oficiales acudieron, y la gente, se puso
El sargento le miró y dijo: sobre la punta de los pies.
–Bien, quédese. –¡Ah, no saldrá tan pronto! –dijo un guardia–. Ahora está
–Pero, ¡si siempre lo he dicho! –exclamó Coreta con aire de oyendo un discurso.
triunfo: el decir cuarto del cuarenta y nueve es una palabra má- Coreta padre no cabía en su pellejo.
gica. ¿No tengo derecho a ver un momento a satisfacción a mi –¡Ah! Cuando pienso en ello –dijo– me parece que lo estoy
general, yo que formé parte del cuadro? Si entonces le tuve cer- viendo siempre allí. Está bien; con los coléricos y los que sufrie-
ca, me parece justo que ahora le pueda ver de cerca también. ¡Y ron terremotos y no sé cuánta gente más, ha sido un valiente;
qué digo general! ¡Si fue el comandante de mi batallón por me- pero yo te tengo en mi cabeza como lo vi entonces entre noso-
tros, y con aquella cara tranquila. Yo estoy seguro de que él mis- –¡Ven acá, chiquitín, que todavía tengo caliente la mano! –y
mo se acuerda también del 4º del 49, ahora siendo rey y que le pasó la mano por la cara, diciendo–. Esta es una caricia del
tendría mucho gusto en que nos reuniéramos a comer juntos rey.
todos los que estuvimos a su lado en aquellos momentos. Ahora Allí se quedó como si despertase de un sueño, contemplan-
tiene generales y señores; entonces no tenía más que pobres sol- do a lo lejos el carruaje, sonriendo, con la pipa entre las manos y
dados. ¡Si pudiera cruzar a solas cuatro palabras con él! ¡Nuestro en medio de un grupo de curiosos que le miraban. «Es uno del 4º
general de veintidós años, nuestro príncipe confiado a nuestras del 49» decían. «Es un soldado que conoce el rey». «Es el rey
bayonetas!... ¡Quince años que no le veo!... ¡Nuestro Humberto! quien le ha reconocido» «Es el que le tendió la mano» «Ha dado
Esta música me enciende la sangre: palabra de honor. un pedido al rey», dijo otro más fuertemente.
Una frenética gritería interrumpió; millares de sombreros –No –respondió Coreta, volviéndose con brusquedad–; no,
saludaron; cuatro señores vestidos de negro subieron en el pri- yo no le he dado, ningún recado! Otra cosa le daría, si me la
mer carruaje. pidiera...
–¡El es! –gritó Coreta, permaneciendo como encantado. Todos se les quedaron mirando. Y él, sin inmutarse, dijo:
Luego dijo en voz baja–: ¡Virgen mía, qué canoso está ya! –¡Mi sangre!
El carruaje avanzaba con lentidud, en medio de la gente
que gritaba y agitaba los sombreros. Yo miraba a Coreta padre EL ASILO INFANTIL
parecía otro: más alto, más serio, y algo pálido allí pegado a la
columna. MARTES, 4. MI MADRE, SEGÚN ME HABÍA PROMETIDO, me llevó ayer,
El carruaje llegó delante de nosotros; a un paso nada más. después de almorzar, al asilo infantil de la Carrera Valdocco. Iba
–¡Viva! –gritaron muchos–. ¡Viva! –gritó Coreta después de para recomendar a la directora a una hermanita de Precusa. Yo
todos. no había visto nunca un asilo. ¡Cuánto me divertí! Eran doscien-
El rey le miró la cara, y detuvo un momento su mirada sobre tos entre niños y niñas, tan pequeños, que los de la sección pri-
las tres medallas. mera de nuestra escuela son hombres a su lado... Llegamos en el
Entonces Coreta perdió la cabeza, gritando: momento en que entraban formados en el refectorio, donde ha-
–¡Cuarto batallón del cuarenta y nueve! bía dos larguísimas mesas con muchos agujeros redondos, y en
El rey, que había vuelto la cabeza a otro lado, se volvió a cada uno su escudilla negra, llena de arroz y legumbres y una
nosotros, y fijándose en Coreta, extendió la mano fuera del co- cucharilla de estaño al lado. Al entrar, algunos se caían. Muchos
che. se paraban delante de una escudilla, creyendo que aquél era su
Coreta dio un salto hacia adelante y se la apretó. El carruaje sitio, engullían a escape una cuchara, cuando llegaba una maes-
pasó, la multitud se interpuso, y nos quedamos separados, per- tra, diciéndoles «¡Adelante!», avanzaban tres o cuatro pasos, y
diendo de vista a Coreta padre. Fue solo un momento. Le encon- vuelta a tragar otra cucharada; y adelante todavía, hasta que lle-
tramos en seguida, fatigado, con lágrimas en los ojos, llamando a gaban a su puesto, después de haber picado una media ración a
voces a su hijo y con la mano alzada. El hijo se lanzó hacia él. cuenta de los demás. Finalmente, a fuerza de empujar y gritar
«Vamos pronto!», les pusieron a todos en orden y comenzó la Niñas que estrujaban en la mano requesones frescos, que escu-
oración. rrían por los dedos, como si fuera leche, hasta meterse por entre
Pero los de las filas de dentro, que al rezar tenían que poner- las mangas, y apenas si lo advertían ellos. Corrían y se perseguían
se de espaldas a la escudilla, volvían la cabeza hacia atrás para unos a otros, con las manzanas y los panecillos entre los dientes,
no perderla de vista, como si temiesen que se la quitasen, y así como los perros. Me extrañó ver tres niñas que agujereaban con
rezaban, con las manos juntas y los ojos al cielo, pero el corazón un palito un huevo duro, creyendo que en su interior había un
en el plato. Luego se pusieron a comer. ¡Oh, qué espectáculo tan tesoro, le desparramaban por el suelo, y luego iban tomándolo poco
divertido! Uno comía con dos cucharas; otro se las arreglaba con a poco con gran paciencia, como si fuesen perlas. Al que tenía en
las manos; muchos separaban las legumbres enteras y se las me- su cesta algo extraordinario, le rodeaban ocho o diez con la cabeza
tían en el bolsillo; otros vertían en el delantito y las golpeaban inclinada para mirar, como habrían mirado la luna dentro de un
hasta hacer una pasta. No faltaba quien dejaba de comer, embo- pozo. Lo menos había veinte alrededor de cierto chiquillo, que
bado, viendo volar las moscas, ni quien al toser lanzase una llu- tenía en la mano un cucurucho de azúcar, y todos iban a hacer
via de arroz por su boca. Un gallinero parecía aquel comedor. cumplidos para que les permitiera mojar el pan allí; él daba permi-
Pero, así y todo, el espectáculo era gracioso. Las dos filas de so a unos y a otros, más sólo concedía que le chupasen un dedo
niñas hacían hermoso conjunto, con sus cabellos atados atrás después de haberlo metido en el cucurucho.
con cintas rojas, verdes, azules. Una maestra preguntó a una fila Mi madre, en esto, había vuelto al jardín, y acariciaba ya a
de ocho niñas: «¿En dónde nace el arroz?» Las ocho, abriendo de una ya a otro. Muchos la seguían y se le echaban encima, pidién-
par en par la boca llena de comida, respondieron a una voz can- dole un beso, como si mirasen a un tercer piso, abriendo y ce-
tando: «Nace en el agua». rrando la boca, como para pedir la papilla. Uno le ofreció una
Luego la maestra mandó: «¡Manos en alto!». Daba gusto ver cáscara de naranja mordida; otro una cortecita de pan; una niña
entonces cómo de todos los bracitos que dos meses antes esta- le dio una hoja; otra le enseñó con gran seriedad la punta del
ban fajados, salían las manitos, agitándose como si fueran mari- dedo índice, donde, mirando bien, se veía una ampollita micros-
posas blancas o sonrosadas. cópica que se había hecho el día antes tocando la llama de la luz.
Más tarde fueron a jugar; pero antes todos iban tomando sus Le ponían ante los ojos como grandes maravillas los insectos
cestitas de la merienda, que estaban colgadas en las paredes. pequeñísimos, que yo no sé cómo los veían y los recogían, tapo-
Salieron al jardín, y se desparramaron, sacando sus provisiones: nes de corcho partidos por la mitad, botoncitos de camisas, flo-
pan, ciruelas, pasas, pedacitos de queso, un huevo cocido, man- recillas que cortaban. Un niño con una venda por la cabeza que
zanillas, puñaditos de cerezas, un ala de pollo. En un momento quería que a toda costa le oyesen, le contó yo no sé qué historia
quedó cubierto el jardín de migajas como si las hubiesen espar- de una voltereta, de que no pude comprender ni palabra; otro se
cido bandada de pájaros. Comían de las maneras más extrañas, empeñó en que mi madre se inclinase, y lo dijo al oído: «Mi pa-
como los conejos, como los topos, y como los gatos, bien royen- dre hace escobas». Entretanto, mil desgracias ocurrían que ha-
do, lamiendo o chupando. Había un niño que sostenía de punta cían acudir a las maestras: Niñas que lloraban porque no podían
contra el pecho una rebanada de pan y la untaba con un níspero. deshacer un nudo del pañuelo; otras que se disputaban a ara-
ñazos y a gritos dos semillas de manzana; otro niño que se había están colocando en el jardín. Garrón estaba ayer en el despacho
caído boca abajo sobre un banco derribado, y sollozaba sin po- del director cuando llegó la madre de Nelle, aquella señora ru-
der levantarse. bia, vestida de negro, para suplicarle que dispensasen a su hijo
Antes de salir mi madre, tomó en brazos a tres o cuatro, y de los nuevos ejercicios. Cada palabra le costaba un esfuerzo, y
entonces de todos lados vinieron corriendo para que también hablaba teniendo una mano puesta sobre la cabeza de su mu-
los alzaran, con las caras manchadas de yema de huevo y de chacho.
zumo de naranja: quién le agarraba de las manos; quién le asía –No puede... –dijo el director.
un dedo para ver la sortija y quien le tiraba de la cadena del reloj. Pero Nelle se puso tan angustiado al ver que le excluían de
¡Por Dios! –decían las maestras–, le estropean a usted todo los aparatos y que tenía que sufrir otra humillación más...
el vestido. –Ya verás, mamá –decía, cómo hago lo que los demás.
Pero a mi madre le importaba poco el vestido, y siguió be- Su madre le miraba en silencio, con expresión de afecto y de
sándoles y ellos echándoseles encima, los primeros con los bra- piedad. Luego, dudando, le hizo observar:
zos extendidos como si quisieran trepar, los más distantes tra- –Pero temo que sus compañeros... Quería decir... temo que
tando de ponerse al frente, metiéndose por entre todos. le hagan burla.
Por fin mi madre pudo escapar del jardín. Todos fueron co- Pero Nelle respondió:
rriendo a asomarse por entre los hierros de la verja para verla –¡No me importa! ... Está Garrón. Me basta que esté él y
pasar y sacar los brazos fuera saludándola, ofreciéndole todavía que no se ría.
pedazos de pan, bocaditos de nísperos, cortezas de queso y gri- En vista de esto lo dejaron venir. El maestro, aquel que te-
tando al unísono. nía una cicatriz en el cuello, y que estuvo con Garibaldi, nos
–¡Adiós! ¡Adiós! ¡Adiós! ¡Vuelve mañana! ¡Vuelve otra vez! llevó enseguida a las barras verticales, que son muy altas, y era
Mi madre, al salir acarició todavía a aquellas cien manitas, preciso que trepásemos hasta la punta, y que nos pusiéramos
pasando la mano por ellas como sobre una guirnalda de rosas, y sobre el penúltimo eje transversal. Derossi y Coreta se subieron
una vez en la calle, toda cubierta de migajas y de manchas, ajada como dos monos; también el pequeño Precusa subió con soltu-
y descompuesta, con una mano llena de flores y los ojos llenos ra, aunque entorpecido por su chaquetón, que le llegaba hasta
de lágrimas, se sentía contenta como si saliera de una fiesta. las rodillas. Estardo bufaba, se ponía colorado como pavo, apre-
Aún se oía el vocerío de dentro, cual gorjeo de pajarillos que taba los dientes, pero aún cuando hubiera reventado, habría lle-
dijeran: gado a lo alto, como llegó, y también Nobis, que al llegar a lo
–¡Adiós! ¡Adiós! ¡Adiós! ¡Venga otra vez. Señora! alto adoptó una actitud de emperador; pero Votino resbaló dos
veces a pesar de su bonito traje nuevo de rayitas azules, hecho
EN CLASE DE GIMNASIA especialmente para la gimnasia. Para subir con más, facilidad,
todos se habían embadurnado las manos con resina; y ya se sabe,
MIÉRCOLES 5. EN VISTA DE QUE EL TIEMPO SIGUE HERMOSÍSIMO, nos el traficante de Garofi es quien provee a todos, vendiéndola en
han hecho pasar de la gimnasia de salón a la de aparatos, que polvo a cinco pesos el cartucho, y ganándose otro tanto. Luego
le tocó a Garrón, que subió mascando pan, como si no hiciese do, encendido; sus ojos resplandecían, y no parecía el mismo.
nada, y creo que habría sido capaz de subir a uno de nosotros Luego, a la salida, cuando la madre se le acercó y le preguntó
montado en las espaldas hasta tal punto es vigoroso y fuerte algo inquieta, abrazándole:
aquel torito. –Y qué, pobre hijo, ¿cómo ha sido? –todos los compañeros
Después de Garrón vino Nelle. Apenas le vieron agarrarse a respondieron:
la barra con sus manos largas y delgadas muchos comenzaron a – ¡Lo ha hecho bien! Ha subido como nosotros. Es fuerte.
reír y a hacerle bromas; pero Garrón cruzó sus gruesos brazos Es ágil. Hace lo que los demás.
sobre el pecho, y echó en derredor una mirada tan expresiva, que ¡Era preciso entonces ver el placer de aquella señora! Nos
todos entendieron claramente que soltaría cuatro sopapos al que quiso dar las gracias y no pudo: apretó la mano a tres o cuatro;
se atreviera, aún delante del maestro; así que todos dejaron de hizo una caricia a Garrón; se llevó consigo al hijo, y les vimos
reír. Nelle comenzó a trepar; le costaba mucho trabajo, ¡pobre- por un gran trecho que iban de prisa, hablando y gesticulando
cillo!; se le ponía la cara morada; respiraba muy fuerte; le corría entre si, tan contentos como no se los había visto nunca.
el sudor por la frente. El maestro dijo « ¡Baja!», pero él no hizo
caso; se obstinaba y hacía esfuerzos; yo esperaba verlo desplo- EL MAESTRO DE MI PADRE
marse medio muerto. ¡Pobre Nelle! Pensaba que si hubiese sido
como él y me hubiese visto mi madre. ¡Cómo habría sufrido, MARTES 11. ¡QUÉ EXPEDICIÓN TAN HERMOSA HICE AYER CON MI PADRE!
pobre madre mía! Y pensando en esto, le quería tanto a Nelle, He aquí cómo. Anteayer, al comer, leyendo el periódico, mi pa-
que hubiese dado no sé qué para verlo al fin llegar arriba, o por dre salió de repente con una exclamación de maravilla. Luego
poderlo sostener por debajo, sin que me viesen. Entretanto Ga- añadió:
rrón, Derossi y Coreta decían. «¡Arriba, Nelle, arriba, fuerza; áni- –¡Y yo que lo creía muerto hacía veinte años! ¿Saben que
mo!» Y Nelle hizo un esfuerzo violento, lanzando un gemido, y todavía vive mi primer maestro de escuela, Vicente Croseti, que
se encontró a dos cuartas del travesaño. «¡Bravo!» –gritaron to- tiene ochenta y cuatro años? Veo que el ministerio le ha dado la
dos– . «¡Animo!» ¡Ya no falta más que otro empujón!» Y Nelle se medalla de benemérito por sesenta años de enseñanza. Sesenta
agarró del travesaño. Todos aplaudieron. años... ¿entienden? Y no hace más que dos que ha necesitado
–¡Bravo! –dijo el maestro, pero ya basta; bájate. dejar de dar clase. ¡Pobre Croseti! Vive a una hora de ferrocarril
Nelle quiso subir hasta la punta como los demás, y después de aquí, en Condove. –Y luego añadió–: Enrique, iremos a ver-
de forcejear un momento llegó a agarrarse con los brazos al últi- le.
mo travesaño; luego puso las rodillas en el penúltimo y, por fin Y en toda la tarde no se habló más que de él.
los pies, ¡Ya está de pie!, sin poder respirar, pero sonriente. Vol- El nombre de su maestro de escuela le traía a la memoria
vimos a aplaudirle, y él miró entonces hacia la calle. Volví la mil cosas de cuando era muchacho, de sus primeros compañe-
cabeza hacia aquel lado y a través de las plantas que cubren las ros, de su madre, ya difunta.
verjas del jardín, vi a su madre que paseaba por la acera, sin –Croseti –exclamaba– tenía cuarenta años cuando yo iba a
atreverse a mirar. Nelle bajó y todos le festejaron: estaba excita- la escuela. Me parece estarlo viendo. Un hombrecillo un tanto
encorvado ya, con los ojos claros y la cara siempre afeitada. Se- Salimos del pueblo y tomamos un caminito en cuesta, fran-
vero, pero de buenas maneras, que nos quería como un padre, queado de setos en flor. Mi padre ya no hablaba: parecía total-
sin dejarnos pasar nada. A fuerza de estudio y de campo. Un mente absorto en sus recuerdos, y tan pronto sonreía como sa-
hombre honrado. Mi madre le profesaba gran afecto, y mi padre cudía la cabeza. De repente se detuvo y dijo:
le trataba como a un amigo. ¿Cómo ha ido a parar a Candove –¡Ahí está. Apostaría cualquier cosa a que es él!
desde Turín? No me reconocerá, ciertamente. No importa. Lo Venía bajando hacia nosotros, por el caminillo, un viejo pe-
reconoceré yo. Han pasado cuarenta y cuatro años. ¡Cuarenta y queñito, de barba blanca, con ancho sombrero y apoyado en su
cuatro años! Enrique, iremos a verle mañana. bastón; arrastraba los pies y le temblaban las manos.
Ayer de mañana estábamos en la estación de Sosa. Yo había –El es –repitió mi padre apresurando el paso.
querido que Garrón nos acompañase; pero no pudo porque tie- Cuando estábamos cerca nos detuvimos. El viejo también
ne a su madre enferma. Era una hermosa mañana de primavera. se detuvo y miró a mi padre. ¡Todavía tenía la cara fresca y los
El tren corría por entre verdes prados y setos floridos; se perci- ojos claros y chicos!
bía un aire cargado de olores. Mi padre estaba contento, y a cada –¿Es usted –preguntó mi padre, quitándose el sombrero el
paso me echaba un brazo al cuello y me hablaba como a un maestro Vicente Croseti?
amigo. El viejo también se quitó el sombrero y respondió con voz
–¡Pobre Croseti! –decía–. Es es el primer hombre que me temblorosa pero llena:
quiso después de mi padre. No he olvidado nunca ciertos bue- –Yo soy.
nos consejos suyos, ni tampoco algunos regaños que me hacían –Pues bien dijo mi padre asiéndole de una mano–, permita
volver a casa con el corazón triste. Tenía las manos gruesas y apretar su mano a un antiguo discípulo; y preguntarle cómo está.
pequeñas. Aún le estoy viendo entrar en la escuela; ponía su He venido de Turín para verlo.
bastón en un rincón, colgaba su capa en la percha. Todos los El viejo le miró asombrado. Luego dijo:
días el mismo humor, concienzudo, atento y lleno de cariño, como –Es demasiado honor para mi..., no sé... ¿Cuándo ha sido
si siempre fuera la primera vez que diera clase. Lo recuerdo como mi discípulo? Perdóneme si pregunto. ¿Cuál es su nombre, por
si ahora mismo me gritase: «¡Chico! ¡eh, chico! ¡El índice y el del favor?
corazón sobre la pluma!» ¡Cómo habrá cambiado después de Mi padre le dijo su nombre, el año que había ido a su escuela
cuarenta y cuatro años!... y dónde, y añadió:
Apenas llegamos a Condove, fuimos en busca de nuestra an- –Usted no se acordará de mí, es natural. ¡Pero yo le conozco
tigua jardinera de Chieri, que tiene una tenducha en una callejue- a usted tan bien!...
la. La encontramos con sus muchachos, nos recibió con mucha El maestro inclinó la cabeza y se puso a mirar al suelo, pen-
alegría, nos dio noticias de su marido, que debe volver de Grecia, sando y murmurando por dos o tres veces el nombre de mi pa-
donde está trabajando hace tres años, y de su primera hija, que dre; el cual, entretanto, lo miraba sonriente.
está en el colegio de sordomudos, en Turín. Luego nos enseñó la De pronto, el viejo levantó la cabeza, con los ojos muy abier-
calle para ir a casa del maestro; a quien todos conocen. tos, y dijo con lentitud:
–¿Con que... hijo del ingeniero?... ¿Aquél que vivía en la –Me alegro, me alegro de todo corazón. Se lo agradezco.
plaza de la Consolación? Hacía ya tanto tiempo que no veía a nadie, que tengo miedo de
–Aquél –respondió mi padre. que usted sea el último.
Entonces... –dijo el viejo– permítame, querido señor, per- –¡Quién piensa en eso! –exclamó mi padre–. Usted está bien
mítame –y habiéndonos adelantado, abrazó a mi padre. Su cabe- y es robusto; no debe decir semejante cosa.
za blanca, apenas le llegaba al hombro. Mi padre apoyó la mejilla –¡Eh, no! –respondió el maestro–. ¿Ve este temblor? Esto
sobre su frente. es mala señal: me atacó hace tres años, cuando todavía estaba
–Tenga la bondad de venir conmigo –dijo el maestro. en la escuela. Al principio no hice caso. Pero luego fue crecien-
Y sin hablar, se volvió y emprendió el camino hacia su casa. do. Llegó un día en que no podía ya escribir, ¡Ah, aquel día, la
En pocos minutos llegamos a un corral, delante de una casa pe- primera vez que hice un garabato en el cuaderno de un discípu-
queña con dos puertas, una de ellas con dintel blanqueado alre- lo, fue para mí un golpe mortal. Aunque seguí adelante algún
dedor. tiempo, pero al fin no pude más y después de sesenta años de
El maestro abrió la segunda y nos hizo entrar en un cuarto. enseñanza tuve que despedirme de la escuela, de los alumnos y
Cuatro paredes blancas; en un rincón un catre de tijera con col- del trabajo. Me dio mucha pena. La última vez que di lección me
cha de cuadritos blancos y azules; en otro, la mesita con un pe- acompañaron todos hasta casa y me festejaron mucho; pero yo
queño librero, cuatro sillas y un viejo mapa clavado en la pared; estaba triste y comprendía que mi vida había acabado. El año
¡Qué olor tan rico a manzanas! anterior había perdido a mi esposa y a mi hijo único. No me
Nos sentamos los tres, Mi padre y el maestro se estuvieron quedaron más que dos nietos labradores.
mirando en silencio un momento. Ahora vivo con algunos cientos de liras que me dan de pen-
–¡Ya, ya! –exclamó al maestro fijando su mirada sobre el sión. No hago nada, y los días me parece que no concluyen nun-
suelo de ladrillos, donde el sol pintaba un tablero de ajedrez ca. Mi única ocupación consiste en hojear mis viejos libros de
¡Oh!, me acuerdo perfectamente bien. ¡Su señora madre era tan escuela, colecciones de periódicos escolares y algún libro que
buena! ... Usted, en primer año estuvo una temporada en el pri- me regalan. Allí están mis recuerdos, todo mi pasado. ¡No me
mer banco de la izquierda, cerca de la ventana. ¡Vea usted si me queda más en el mundo!
acuerdo! Me parece que estoy viendo su cabeza rizada. –Luego Luego, cambiando de improviso, dijo alegremente:
se quedó un rato pensativo–. ¡Era un muchacho vivo!... ¡Vaya! –Le voy a dar una sorpresa.
¡Mucho! El segundo año estuvo enfermo. Me acuerdo cuando Se levantó, y acercándose a la mesa, abrió un cajoncito lar-
volvió usted a la escuela, delgado y envuelto en un mantón. go que contenía muchos paquetes pequeños, atados con un cor-
Cuarenta años han pasado, ¿no es verdad? Ha sido muy bueno al dón, y con una fecha. Después de buscar un momento, abrió
acordarse de su maestro. Han venido otros en años anteriores a uno, hojeó muchos papeles, sacó uno amarillento, y se lo presen-
buscarme, antiguos discípulos míos, un coronel, sacerdotes, va- tó a mi padre. ¡Era un trabajo suyo de hacia cuarenta años! En el
rios señores. encabezamiento había escrito lo siguiente: (el nombre de mi pa-
Preguntó a mi padre cuál era su profesión. Luego dijo: dre) y 3 de abril de 1838. Mi padre al momento reconoció su
letra, gruesa, de chico; se puso a leer sonriendo, pero de pronto verme aquí! ¿Cómo ha podido dejar sus ocupaciones para llegar
se nublaron sus ojos. Yo me levanté para preguntarle qué tenía. hasta la pobre morada de un viejo maestro?
Me pasó un brazo en derredor de la cintura, y apretándome –Oiga, señor Croseti –respondió mi padre con viveza–: Re-
contra él, me dijo: cuerdo la primera vez que mi madre me acompañó a la escuela.
–Mira esta hoja. ¿Ves? Estas son las correcciones de mi po- Era la primera vez que debía separarse de mí dos horas, dejarme
bre madre. Ella siempre me duplicaba las eles y las eres. Las fuera de casa, en otras manos que las de mi padre, al lado de una
últimas líneas son todas suyas. Había aprendido a imitar mi le- persona desconocida. Para ella mi entrada en la escuela era la
tra, y cuando estaba cansado y tenía sueño, terminaba el trabajo primera de una larga serie de separaciones necesarias y doloro-
por mí. ¡Santa madre mía! sas: era la sociedad que le arrancaba por primera vez al hijo para
Y besó la página. no devolvérselo jamás por completo. Estaba conmovida, y yo
–He aquí –dijo el maestro, enseñando los paquetes– ¡mis también. Me recomendó a usted con voz temblorosa, y luego, al
memorias! Cada año ponía aparte un trabajo de cada uno de mis irse, me saludó por la puerta entreabierta con los ojos llenos de
discípulos, y aquí están numerados y ordenados. Muchas veces lágrimas. Precisamente en aquel momento usted le hizo un ade-
los hojeo, y así, al pasar, leo una línea de cada uno, otra línea de mán con una mano, poniéndose la otra sobre el pecho, como
otro y vuelven a mi mente mil cosas, que me hacen resucitar para decirle: «Señora, confíe en mi». Pues bien, aquel ademán
tiempos añejos. ¡Cuántos han pasado querido señor! Yo cierro suyo, aquella mirada por la cual me di cuenta de que usted había
los ojos, y empiezo a ver caras y más caras, clases y más clases, comprendido todos los sentimientos, todos los pensamientos de
cientos y cientos de muchachos, muchos de los cuales Dios sabe mi madre; aquella mirada, que quería decir: «¡Valor!»; aquel ade-
dónde están. De muchos me acuerdo bien. Me acuerdo bien de mán, que era una honrada promesa de protección, de cariño y de
los mejores y de los peores, de aquellos que me hicieron pasar indulgencia, jamás la he olvidado; me quedó grabada en el cora-
momentos tristes; los he tenido verdaderamente endiablados, zón para siempre; aquel recuerdo es el que me ha hecho salir de
porque en tan gran número no hay más remedio. Ahora, usted lo Turín. Héme aquí, después cuarenta y cuatro años, para decir:
comprende, estoy ya como en el otro mundo, y a todos los quie- «Gracias, maestro».
ro igual. El maestro no respondió: me acariciaba los cabellos con la
Se volvió a sentar tomando una de mis manos entre las su- mano, la cual temblaba, saltando de los cabellos a la frente, de la
yas. frente a los hombros.
–Y de mí –preguntó mi padre riéndose–, ¿No recuerda nin- Entretanto, mi padre miraba aquellas paredes desnudas,
guna travesura? aquel pobre techo, un pedazo de pan, una botellita de aceite,
–¿De usted, señor? –respondió el viejo con la sonrisa tam- que tenía sobre la ventana, como si quisiera decir: «Pobre maes-
bién en los labios–. No, por el momento; pero no quiere esto tro, después de sesenta años de trabajo, ¿éste es su premio?»
decir que no las hiciera. Usted tenía, sin,embargo, juicio, y era Pero el pobre viejo estaba contento, y comenzó de nuevo a
serio para su edad. Me acuerdo el cariño tan grande que le tenía hablar con viveza de nuestra familia, de otros maestros de aque-
a su señora madre... ¡Qué bueno ha sido y qué atento al venir a llos años, y de los compañeros de escuela de mi padre, se acor-
daba de algunos, pero de otros no; mi padre interrumpió la con- cendida que en un principio, con la voz simpática y la cara ani-
versación para suplicar al maestro que bajase con nosotros al mada de un muchacho. Mi padre no se cansaba de mirarle, con
pueblo para almorzar. El contestó con espontaneidad: la misma expresión con que en ocasiones le sorprendo yo cuan-
–Se lo agradezco, muchas gracias... –pero parecía indeciso. do me mira en casa pensando y sonriendo a solas, con la cabeza
Mi padre, tomándole ambas manos, le suplicó una y otra algo inclinada hacia un lado. Al maestro se le vertió el vino so-
vez: bre el pecho, y mi padre se levantó y le limpió con la servilleta.
–Pero ¿cómo voy a arreglarme –dijo el maestro– para comer –¡No, eso no, señor, no lo permito! –decía riéndose. Pro-
estas pobres manos, que siempre están bailando de ese modo? nunciaba algunas palabras en latín. Al fin, levantó el vaso, que le
¡Es un martirio para los demás! bailaba en la mano y dijo con mucha seriedad: –¡A su salud,
–Nosotros le ayudaremos, maestro –dijo mi padre. señor... a la de sus hijos, y a la memoria de su buena madre!
Aceptó, moviendo la cabeza y sonriendo. –¡A su salud, mi buen maestro! –respondió mi padre, apre-
–¡Hermoso día! –dijo cerrando la puerta de fuera–: ¡un día tándole una mano. En el fondo de la habitación estaban el posa-
hermoso, querido señor! Le aseguro que me acordaré mientras dero y otros que miraban y sonreían de tal modo, que parecía
viva. que gozaban en aquella fiesta en honor del maestro en su pue-
Mi padre dio el brazo al maestro, éste me asió por la mano, y blo.
bajamos al caminito. Encontramos dos muchachitas descalzas Pasadas las dos salimos, y el maestro se empeñó en acompa-
que conducían vacas y a un muchacho que nos pasó corriendo ñarnos a la estación. Mi padre le dio el brazo otra vez, y él me
con una gran carga de paja al hombro. El maestro nos dijo que tomó de nuevo de la mano; yo le llevaba el bastón. La gente se
eran dos alumnas y un alumno de segunda, que por la mañana detenía a mirar, porque todos le conocían; algunos le saludaron.
llevaban los animales al pasto y trabajaban en el campo, y por la Cuando llegamos a determinado sitio del camino, oímos voces
tarde se ponían los zapatitos e iban a la escuela. Era ya cerca de que salían de una ventana, como de muchachos que leían jun-
mediodía. No encontramos a nadie más. En pocos minutos lle- tos. El viejo se detuvo y pareció entristecerse.
gamos a la posada, nos sentamos a una gran mesa, colocándose –He ahí, querido señor mío –dijo–, lo que me da pena: oir la
el maestro en el centro, y empezamos en seguida a almorzar. La voz de los muchachos en la escuela, y no estar con ellos y pensar
posada estaba silenciosa como un convento. El maestro rebosa- que está otro. He escuchado sesenta años esta música, y mi co-
ba de alegría, y la emoción aumentaba el temblor de sus manos; razón estaba hecho a ella. Ahora estoy sin familia. Ya no tengo
casi no podía comer. Pero mi padre le partía la carne, le prepara- hijos.
ba el pan y le ponía la sal en los manjares. Para beber era ne- –No, maestro –le dijo mi padre reanudando la marcha–; us-
cesario que tomase el vaso con las dos manos, y aún así le gol- ted tiene ahora muchos hijos esparcidos por el mundo, que se
peaba contra los dientes. Charlaba con calor de los libros de lec- acuerdan de usted como me he acordado yo siempre.
tura, de cuando era joven, de los horarios de entonces, de los –No, no –respondió el maestro con tristeza–: yo ya no tengo
elogios que los superiores le habían otorgado, de los reglamen- escuela, ya no tengo hijos, y sin hijos no puedo vivir más. Pronto
tos de los últimos años, sin perder su fisonomía serena, más en- sonará mi última hora.
–No diga eso, maestro, no lo piense –repuso mi padre–. De ver el campo ni el cielo! He estado muy mal, en peligro de muer-
todos modos, ¡usted ha hecho tanto bien!... ¡Ha empleado su te. He oído sollozar a mi madre, he visto a mi padre muy pálido,
vida tan noblemente!... mirándome con los ojos fijos, a mi hermana que hablaba en voz
El viejo maestro inclinó un momento su blanca cabeza so- baja, al médico que no se separaba de mi lado y me decía cosas
bre el hombro de mi padre, y me apretó la mano. Habíamos en- que no comprendía. Pasé tres o cuatro días por lo menos, de los
trado ya en la estación. El tren iba a partir. cuales no recuerdo nada, como si hubiese estado en medio de un
–¡Adiós, maestro! –dijo mi padre abrazándole y besándole sueño embrollado y oscuro. Me parece haber visto al lado de mi
la mano. cama a la buena maestra de la sección primaria que se esforzaba
–¡Adiós, gracias, adiós! –respondió el maestro, asiendo con sus por sofocar la tos con el pañuelo, para no molestarme; recuerdo,
temblorosas manos una de mi padre, que apretaba contra su corazón. confusamente también, a mi maestro, que se inclinó para besar-
Luego lo besé yo, tenía la cara mojada de lágrimas. Mi padre me y me pinchó un poco la cara con las barbas; he visto pasar,
me empujó hacia dentro del coche, y en el momento de subir como en medio de la niebla, la cabeza roja de Crosi, los rizos
tomó con rapidez el tosco bastón que llevaba el maestro en su rubios de Derossi, al calabrés vestido de negro, a Garrón, que
mano, poniéndole en su lugar una hermosa caña con puño de me trajo una mandarina con hojas, y se marchó en seguida, por-
plata y sus iniciales, diciéndole: que su madre estaba enferma. Me desperté como de un largísimo
–Consérvela en mi memoria. sueño, y comprendí que estaba mejor al ver a mi padre y a mi
El viejo intentó devolvérsela y recobrar la suya; pero mi padre madre que sonreían, y al oír a Silvia que cantaba. ¡Oh, qué sue-
estaba ya dentro y había cerrado la portezuela. ño tan triste ha sido! Luego, cada día que pasaba me sentía me-
–¡Adiós, mi buen maestro! jor. Vino Coreta y también Garofi a regalarme dos billetes para
–¡Adiós, hijo mío!... –contestó él mientras el tren se ponía su nueva rifa de «un cortaplumas con cinco sorpresas», que com-
en movimiento–, ¡y que Dios lo bendiga por el consuelo que ha pró a un tendero amigo suyo. Ayer, mientras dormía, entró
traído a un pobre viejo! Precusa, puso su cara sobre mi mano, sin despertarme, y como
–¡Hasta la vista! –gritó mi padre con voz conmovida. venía del taller de su padre negro de polvo de carbón, me dejó
Pero el maestro movió la cabeza como diciendo: una marca negra en la manga, que luego he visto con mucho
«No, ya no nos veremos más», y levantó la mano trémula al cielo: gusto. ¡Qué verdes se han puesto los árboles en estos pocos días!
–¡Allá arriba! ¡Y qué envidia me dan los muchachos que veo ir corriendo a la
Desapareció a nuestra vista en la misma postura, señalando escuela con sus libros cuando mi padre me acerca a la ventana!
con la mano el cielo. Pero poco tardaré, en volver yo también. Estoy impaciente por
volver a ver a todos, mi barco, el jardín, aquellas calles; saber
CONVALECENCIA todo lo que en este tiempo haya pasado; tomar de nuevo mis
libros y mis cuadernos, que me parece que ya hace un año no los
JUEVES 20. ¡QUIEN IBA A DECIR, CUANDO VOLVÍA TAN ALEGRE de aque- veo. ¡Pobre madre mía, qué aire tan cansado tiene! ¡Y mis bue-
lla hermosa excursión con mi padre, que pasarían diez días sin nos compañeros que han venido ha verme, y andaban de punti-
llas y me besaban en la frente! Me da tristeza pensar que llega- sólo es el soldado tan noble como el oficial, que la nobleza ya está
rá el día en que nos separemos. Con Derossi y con algún otro en el trabajo, y no en la ganancia, en el valor, y no en el grado, sino
quizá continuaré haciendo mis estudios; pero, ¿y los demás? que hay superioridad en el mérito, está de parte del soldado y del
Una vez que concluyamos el cuarto año, ¡adiós!, no nos volve- obrero porque sacan de su propio esfuerzo menor ganancia.
remos a ver; Garrón, Precusa, Coreta, tan buenos muchachos, Ama, pues, y respeta sobre todo entre tus compañeros, a los
tan queridos compañeros míos, ésos no los volveré a ver pro- hijos de los soldados del trabajo; honra en ellos el sacrificio de
bablemente. sus padres; desprecia las diferencias de fortuna y clase, porque
sólo las gentes superficiales miden los sometimientos y la corte-
LOS AMIGOS ARTESANOS sía por aquellas diferencias; piensa que de las venas de los que
trabajan en los talleres y los campos, salió la sangre bendita que
JUEVES 20. «¿POR QUÉ, ENRIQUE, NO LES VOLVERÁS A VER? Eso de- redimió la patria; ama a Garrón, ama a Precusa, ama a Coreta,
penderá de ti. Una vez que termines el cuarto año, irás al liceo, y ama a tu albañilito, que en sus pechos de obreros encierran cora-
ellos se dedicarán a un oficio. Pero permanecerán en la misma zones de príncipes; júrate a ti mismo que ningún cambio de for-
ciudad quizá por muchos años. ¿Por qué entonces no se verán tuna podrá jamás arrancar de tu alma estas santas amistades in-
más? Cuando estés en la Universidad o en la Academia, les irás fantiles. Jura que si dentro de cuarenta años, al pasar por una
a buscar a sus tiendas o a sus talleres y te dará mucho gusto estación de ferrocarril, reconoceieras bajo el traje de maquinista
encontrarte con tus compañeros de la infancia, ya hombres, en a tu viejo Garrón, con la cara negra... ¡Ah! No quiero que lo
su trabajo. ¡Cómo es posible que tú no vayas a buscar a Coreta y jures; estoy seguro de que saltarás sobre la máquina, que le echa-
a Precusa, dondequiera que estén! Irás y pasarás con ellos horas rás los brazos al cuello, aún cuando seas senador del Reino.
enteras en su compañía, y verás, estudiando la vida y el mundo, Tu Padre»
cuántas cosas puedes aprender de ellos, y que nadie te sabrá
enseñar mejor, tanto sobre sus oficios, como acerca de su socie- LA MADRE DE GARRÓN
dad, como de tu país. Y ten presente que si no conservas estas
amistades, será muy difícil que adquieras otras semejantes en el VIERNES 28. APENAS VOLVÍ A LA ESCUELA, RECIBÍ UNA MUY TRISTE no-
porvenir; amistades, quiero decir, fuera de la clase a que tú per- ticia.
teneces; así vivirás en una sola clase; y el hombre que no fre- Hacía varios días que Garrón no concurría, porque su ma-
cuenta más que una sola, es como el hombre estudioso que no dre estaba gravemente enferma. Murió el sábado por la tarde.
lee más que un libro. Propónte por consiguiente, desde ahora, Ayer de mañana, nos dijo el maestro:
conservar estos buenos amigos aún para cuando se hayan sepa- –Al pobre Garrón le ha cabido la más negra desgracia que
rado, y procura cultivar su trato con preferencia precisamente puede caer sobre un niño. Desde ahora les suplico, muchachos,
porque son hijos de artesanos. Mira: los hombres de las clases que respeten el terrible dolor que destroza su alma. Cuando en-
superiores son los oficiales y los obreros, son los soldados del tre saludenlo con cariño, estén serios; nadie juegue, nadie sonría
trabajo; pero tanto en la sociedad civil como en el ejército, no al mirarlo, nadie, se los recomiendo.
Y, en efecto, esta mañana, algo más tarde que las demás, ba con gran tristeza, que quería decir: « ¡Tú abrazas a tu madre;
entró el pobre Garrón. Sentí una gran angustia al verlo. Tenía la yo ya no la abrazaré más! ¡Tú tienes todavía madre, y la mía ha
cara sin vida, los ojos encendidos, y apenas se sostenía sobre las muerto!».
piernas: parecía que había estado enfermo un mes; era difícil Entonces comprendí por qué mi madre me rechazaba, y salí
reconocerlo; vestía todo de negro, y daba compasión. Nadie res- sin tomarme de su mano.
piró; todos le miraron. Apenas entró, al ver por vez primera la
escuela, donde su madre había venido a buscarle casi todos los JOSÉ MAZZINI
días; aquel banco sobre el cual tantas veces se había inclinado
ella los días de examen para hacerle la última recomendación, y SÁBADO 29. GARRÓN VINO TAMBIÉN HOY POR LA MAÑANA A LA ESCUE-
donde él tantas veces había pensado en ella, impaciente por salir LA; estaba pálido y tenía los ojos hinchados por el llanto; apenas
a encontrarla, no pudo menos que estallar en un golpe de llanto miró los regalitos que le habíamos puesto sobre el banco para
desesperado. El maestro lo atrajo a su lado, y, apretándolo con- consolarlo. El maestro había llevado, una página de un libro de
tra su pecho, le dijo: lectura para reanimarle. Primero nos advirtió que fuésemos to-
–¡Llora, llora, pobre niño; pero ten valor! Tu madre ya no dos mañana a las doce al Ayuntamiento para ver dar la medalla
está aquí, pero te ve, te ama todavía, vive a tu lado y la volverás al valor a un muchacho que ha salvado a un niño en el Po, y que
a ver, porque tienes un alma buena y honrada como ella. Ten el lunes dictaría él la descripción de la fiesta, en vez del cuento
valor. mensual. Luego, volviéndose a Garrón, que estaba con la cabe-
Dicho esto, le acompañó al banco cerca de mí. Yo no me za baja, le dijo:
atrevía a mirarlo. Sacó sus cuadernos y sus libros, que hacía –Garrón, haz un esfuerzo, y escribe tú también lo que voy a
muchos días que no había abierto; al abrir el libro de lectura, dictar. –Todos tomamos la pluma. El maestro dictó:
donde hay una viñeta que representa una madre con su hijo de –José Mazzini, nacido en Génova en 1805, murió en Pisa en
la mano, no pudo contener el llanto, y dejó caer su cabeza so- 1872, patriota de alma grande, escritor de preclaro ingenio, ins-
bre el brazo. El maestro nos hizo señal para que lo dejásemos pirador y primer apóstol de nuestra revolución italiana. Por amor
estar así, y comenzó la lección. Yo hubiera querido decirle algo, a la patria vivió cuarenta años pobre, desterrado, perseguido,
pero no sabía. Le puse una mano sobre el brazo, y le dije al errante, con heroica consecuencia en sus principios y sus propó-
oído: sitos. José Mazzini, que adoraba a su madre, y que había hereda-
–No llores, Garrón. do de ella todo lo que en su alma fortísima y noble había de más
No contestó, y sin levantar la cabeza del banco, puso su elevado y puro, escribía a un fiel amigo suyo para consolarle de
mano en la mía, y así estuvo un buen rato. A la salida nadie le las desventuras. Poco más o menos, he aquí sus palabras: «Ami-
habló; todos pasaron a su lado con respeto y en silencio. Yo vi a go: No, no verás nunca a tu madre sobre esta tierra. Esta es la
mi madre que me esperaba, y corrí a su encuentro para abrazar- tremenda verdad. No voy a verte, porque el tuyo es de aquellos
la; pero ella me rechazaba. En el primer momento no comprendí dolores solemnes y santos que es necesario sufrir y vencer cada
por qué; pero luego advertí que Garrón, solo, a su lado, me mira- cual por sí mismo. ¿Comprendes lo que quiero decir con estas
palabras? ¡Es preciso vencer al dolor! Vencer lo que el dolor a un compañero suyo en el Po. Sobre la terraza de la fachada ondeaba la
tiene de menos santo, de menos purificante; lo que, en vez de bandera tricolor. Entramos en el patio. Ya estaba lleno de gente. Se veía
mejorar el alma, la debilita y la relaja. Pero la otra parte del do- allá en el fondo una mesa con tapete rojo y encima varios papeles, y detrás
lor, la parte noble, la que engrandece y levanta el espíritu, ésta una fila de sillones dorados para el alcalde y la Junta. Varios del Ayun-
debe permanecer contigo y no abandonarte jamás. Aquí abajo tamiento estaban de pie alrededor del estrado con sus túnicas azules y sus
nada sustituye a una buena madre. En los dolores, en los con- calzas blancas. A la derecha del patio había formado un piquete de guar-
suelos que todavía puede darte la vida, tú no la olvidarás jamás. dias municipales, todos condecorados con muchas y distintas cruces, y al
Pero debes recordarla, amarla, entristecerte por su muerte de un lado otro piquete de carabineros; en la parte opuesta, los bomberos con
modo que sea digno de ella. ¡Oh, amigo, escúchame! La muerte uniforme de gala y muchos soldados sin tomar, que habían venido a presen-
no existe, no es nada. Ni siquiera se puede comprender. Tenías ciar la ceremonia, de caballería, infantería, cazadores, artillería. Y por
ayer una madre en la tierra; hoy tienes un ángel en otra parte. último, alrededor, gente del pueblo, oficiales, mujeres y niños que se apre-
Todo lo que es bueno sobrevive con mayor potencia a la vida taban; un gentío inmenso. Nos arrinconamos en un ángulo del patio.
eterna. Por consiguiente, también el amor de tu madre. Ella te Alumnos de otras escuelas estaban con sus maestros y había cerca de
quiere ahora más que nunca, y tú eres responsable de tus actos nosotros un grupo de muchachos del pueblo, de diez a dieciocho, que reían
ante ella más que antes. De ti depende, de tus obras, el encon- y hablaban fuerte, y se comprendía que eran todos del barrio del Po,
trarla, el volverla a ver en esta vida. Debes, por tanto, por amor compañeros o conocidos del que debía recibir la medalla. Arriba, en todas
y reverencia a tu madre, llegar a ser mejor; que goce de ti, de tu las ventanas estaban asomados los empleados del Ayuntamiento. La gale-
conducta. Tú, en adelante, deberás en todo acto tuyo, decirte a ría de la biblioteca también estaba llena de gente, que se apiñaba contra
ti mismo. «¿Lo aprobaría mi madre?». Su transformación ha pues- la balaustrada, y en la del lado opuesto, que está sobre la puerta de
to para ti en el mundo un ángel custodio, al cual debes referir entrada, se agolpaba gran número de muchachos de las escuelas públicas,
todas las cosas. Sé fuerte y bueno; resiste el dolor desesperado y y muchos huérfanos de militares con graciosos velos celestes. Parecía un
vulgar; ten la tranquilidad de los grandes sufrimientos, de las teatro. Todos discurrían alegremente, mirando de vez en cuando el sitio
grandes almas; esto es lo que ella quiere». donde estaba la mesa encarnada, o ver si se presentaba alguno. La banda
–¡Garrón! –añadió el maestro–, quédate tranquilo; esto es lo de música se oía a lo lejos, en el fondo del pórtico. Las paredes resplande-
que ella quiere. ¿Comprendes? cían con el sol. Estaba aquello muy hermoso.
Garrón indicó que sí con la cabeza; pero gruesas y abundantes De pronto, todos empezaron a aplaudir en los patios, en las galerías,
lágrimas le caían sobre las manos, sobre el cuaderno, sobre el banco. en las ventanas. Yo, para ver, tuve que empinarme.
La multitud que estaba detrás de la mesa roja había abierto paso y
VALOR CÍVICO se pusieron delante un hombre y una mujer. El hombre llevaba de la mano
(Cuento Mensual) a un niño. Era el que había salvado a su compañero.
El hombre era su padre, un albañil vestido de día de fiesta. La
A MEDIODÍA ESTÁBAMOS CON EL MAESTRO ANTE EL PALACIO MUNICIPAL mujer, su madre, pequeña y rubia, estaba vestida de negro. El muchacho
para presenciar la entrega de la medalla del valor cívico al chico que salvó también rubio y pequeño, tenía una chaqueta gris.
Al ver toda aquella gente y oír aquel ruido de aplausos, se quedaron nadador arrebató su presa del gigante río y lo sacó a tierra, y aún le
los tres tan sorprendidos, que no se atrevían a mirar y a moverse. Un prestó, con los demás, los primeros auxilios, después de lo cual se volvió a
guardia municipal los empujó al lado de la mesa, a la derecha. su casa sereno y tranquilo, a contar sencillamente el suceso. Señores; her-
Todos callaron un momento, y después resonaron de nuevo los aplau- moso, admirable es el heroísmo de un hombre; pero en un niño, en el cual
sos por todos lados. El muchacho miró hacia arriba, hacia las ventanas, no hay ambición ni otro interés; en el niño, que debe tener tanto más
y luego a la galería, tenía el sombrero en la mano y parecía que no sabía arrojo cuanta menos fuerza tiene; en el niño, al cual nada pedimos, que en
bien en dónde estaba. Me pareció que tenía cierto aire a Coreta en la cara, nada es tenido, ya que nos parece tan noble y digno de ser amado, no ya
pero era más sonrosado. Su padre y su madre no apartaban los ojos de la cuando cumple, sino solo cuando comprende y reconoce el sacrificio de otro;
mesa. en el niño, el heroísmo es divino. No diré mis, señores. He aquí, delante
Entretanto, todos los muchachos del barrio del Po, que estaban cerca de ustedes el salvador noble y generoso. Soldados, salúdenlo como a un
de nosotros, pasaron delante; y le hacían señas a su compañero para hacer- hermano; madres, bendíganlos como a un hijo; niños, recuerden su nombre
se ver, llamándole en voz baja. A fuerza de llamarle se hicieron oír. El y su rostro. Acércate muchacho. En nombre del rey de Italia te doy la
muchacho los miró y se cubrió la boca con el sombrero para ocultar una medalla al valor cívico».
sonrisa. En un momento dado todos los guardias se cuadraron. Entró el Un viva atronador, lanzado a la vez por multitud de voces, atronó
alcalde, que llevaba una faja tricolor. Se puso de pie junto a la mesa los en el palacio. El alcalde tomó la condecoración de la mesa y la puso en el
demás, detrás y a los lados. Cesó de tocar la banda, hizo el alcalde una pecho del muchacho. Después lo abrazó y lo besó. La madre se llevó la
señal, y callaron todos. mano a los ojos; el padre lo miraba emocionado.
Empezó a hablar. Sus primeras frases no las oí bien; pero comprendí El alcalde estrechó la mano a los dos, y tomando la orden de conce-
bien que estaba relatando la hazaña del muchacho. Después levantó la sión de la medalla atada con una cinta, se la entregó a la madre. Después
voz, y se esparció tan clara y sonora por todo el patio que no perdí pala- se volvió al muchacho y le dijo:
bra.. «Cuando vio desde la orilla al compañero que se revolvía en el río, –Que el recuerdo de este día, tan glorioso para ti, tan feliz para tus
presa del terror de la muerte, se quitó la ropa y acudió sin titubear un padres, te sostenga toda la vida en el camino de la virtud y del honor.
momento. Le gritaron «¡Que te ahogas!» No respondió; lo agarraron, y se ¡Adiós!
soltó; llamaron y ya estaba en el agua. El río estaba muy crecido y el riesgo El alcalde salió: tocó la banda y todo parecía concluido, cuando de
era terrible hasta para un hombre. Pero él desafió la muerte con toda la las filas de la multitud salió un muchacho de ocho o nueve años, impulsa-
fuerza de su pequeño cuerpo y de su gran corazón, alcanzó y asió a tiempo do por una señora que se escondió enseguida, y se lanzó al condecorado,
al desgraciado que estaba ya bajo el agua, y lo sacó a flote; luchó furiosamen- dejándose caer entre sus brazos.
te con la corriente que lo quería envolver y con el compañero, que se le Otro rumor de vivo y aplausos hizo atronar el patio; todos compren-
enroscaba; varias veces desapareció bajo la superficie y volvió a salir fuera, dieron desde luego que era el muchacho salvado en el Po, el que acababa
haciendo esfuerzos desesperados, obstinado y decidido en su santo propósi- de dar las gracias a su salvador. Después de haberlo besado, se le agarró
to, no como un niño que quiere salvar a otro, sino como un hombre, como a un brazo para acompañarlo fuera. Ellos dos primero, el padre y la
un padre que lucha por salvar a su hijo, que es su esperanza y su vida. En madre detrás, se dirigieron hacia la salida, pasando con trabajo por entre
fin, Dios no permitió que fuese inútil hazaña tan generosa. El pequeño la gente que les cerraba el paso, confundiéndose guardia, niños, soldados y
tenía una sonrisa de celestial dulzura. Algunos, vistos por delan- mientras pasaba por entre los bancos le besaban las manos y
te, eran hermosos, y parecía que no tenían defectos, pero se vol- los brazos porque sienten mucha gratitud, y son muy cariño-
vían y angustiaban el corazón. Allí estaba el médico que los visi- sos. También aquellos angelitos tienen talento y estudian,
taba. Los ponía en pie sobre los bancos y les levantaba los vesti- según me dijo la maestra. La maestra es joven y agraciada; en
dos para tocarles los vientres hinchados y las abultadas articula- su rostro, lleno de bondad, se adivina cierta expresión de tris-
ciones; pero las pobres criaturas no se avergonzaban; se veía teza, reflejo de las desventuras que acaricia y consuela. ¡Po-
que eran niños acostumbrados a ser desnudados, examinados y bre niña! Entre todas las criaturas humanas que se ganan la
vistos por todas partes. Y eso que ahora están en el período mejor vida con su trabajo, no hay ninguna que se lo gane más santa-
de la enfermedad y ya casi no sufren. Pero ¿quién puede pensar mente.
lo que sufrieron cuando empezó su cuerpo a deformarse; cuan- Tu madre»
do, al crecer su enfemedad, veían disminuir el cariño en torno
suyo, pobres niños, mal alimentados, burlados a veces y ator- SACRIFICIO
mentados meses enteros con vendajes y aparatos ortopédicos,
muchas veces inútiles? MARTES 9. MI MADRE ES BUENA Y MI HERMANA SILVIA es como ella;
«Ahora, en cambio, gracias a las curas, a la buena alimenta- tiene su mismo corazón noble y generoso. Estaba yo copiando
ción y a la gimnasia, muchos mejoran. La maestra les obligó a anoche una parte del cuento mensual «De los Apeninos a los
hacer gimnasia. ¡Daba lástima verlos extender sobre los bancos, Andes», que el maestro nos ha dado a copiar a todos por partes,
todas aquellas piernas fajadas, comprimidas entre los aparatos; porque es muy largo, cuando Silvia entró de puntillas, y me dijo
nudosas, deformes, piernas que se hubieran cubierto de besos. rápido y bajito:
Algunos no podían levantarse del banco; acariciando las mule- –Ven conmigo donde está mamá. Los he oído esta mañana
tas con la mano; otros al mover los brazos sentían que les falta- hablando preocupados; a papá le ha salido mal un negocio; esta-
ba la respiración y volvían a sentarse pálidos, pero sonriendo, ba abatido, y mamá le animaba: pasamos un momento de estre-
para disimular la fatiga. ¡Ah Enrique! ¡Ustedes no aprecian la chez, ¿comprendes? No hay dinero. Papá decía que es menester
salud y les parece muy poca cosa el estar bien! Yo pensaba en los hacer sacrificios para salir adelante. Necesario es, pues, que no-
muchachos hermosos, fuertes y robustos, que las madres llevan sotros nos sacrifiquemos también, ¿no es verdad? ¿Estás dis-
a pasear orgullosas de su belleza y habría agarrado todas aque- puesto? Bueno; hablo con mamá, tú indicas tu conformidad y
llas cabezas y las hubiera estrechado contra su corazón, deses- prométeme bajo palabra de honor, que harás todo lo que yo diga.
peradamente; habría dicho, si hubiese estado sola: «No me mue- Dicho esto, me asió de la mano y me llevó adonde estaba
vo ya de aquí, quiero consagrarles la vida, hacer de madre para mamá a quien vimos coser muy pensativa. Me senté en un cos-
ustedes, hasta el último día de mi vida... tado del sofá, Silvia en el otro, y dijo de pronto:
«Y, entretanto, cantaban: cantaban con vocecillas delica- –Oye, mamá, tengo que hablarte. Tenemos que hablarte.
das, dulces, tristes, que llegaban al alma y habiéndoles la Mamá nos miró, admirada, y Silvia empezó:
maestra elogiado, los pobrecillos se pusieron tan contentos y –Papá no tiene dinero, ¿no es verdad?
quilinos aterrorizados, tenían ya destrozada una pared y se pre- Pero, ¿y los demás? ¿Cómo podrían salvarlos? Mientras la gente
cipitaban de habitación en habitación, cuando con sonoros gri- se decía esto, uno de los bomberos se echó fuera de la ventana;
tos les advirtieron: «Al tercer piso, al tercer piso». puso el pie derecho en la baranda y el izquierdo en la escalera, y
«Volaron al tercero. Aquello era una mina infernal: vigas del así, de pie, en el aire, se le abrazaban uno a uno los inquilinos,
techo que crujian, corredores llenos de llamas, humo que as- que los demás le alargaban desde adentro, se los entregaba a un
fixiaba. Para llegar a los cuartos donde estaban encerrados los compañero que había subido desde la calle y que, asiéndolos
inquilinos no había otro camino que el tejado. Se lanzaron ense- fuertemente por donde podía, les hacía bajar uno tras otro, ayu-
guida arriba, y minutos después se los vio como fantasmas ne- dado por el resto de los bomberos. Bajó primero la señora de la
gros saltar sobre las tejas entre el humo. Pero para ir a la parte esquina, luego una niña, otra señora y un viejo.
del tejado que correspondía al cuartito cercado por el fuego, era «Todos se salvaron. Después del viejo bajaron los bomberos
menester pasar por un espacio estrechísimo, comprendido entre que aún quedaban dentro: el último en bajar fue el jefe. La mul-
un alero y la fachada; todo lo demás estaba ardiendo, y aquel titud les acogió a todos con una salva de aplausos; pero cuando
pequeño trecho estaba cubierto de nieve y de hielo, y no había apareció el último, el avanzada de los salvadores, el que había
dónde asirse. El jefe avanzó sobre el alero del tejado. Todos arrastrado a los demás a afrontar el peligro, el que hubiera muer-
temblaban y miraban fijos, con la respiración suspendida. «¡Pasó!» to seguramente si alguno hubiese tenido que morir, el gentío lo
Una inmensa aclamación atronó el espacio. El jefe volvió a rom- saludó como a un triunfador, gritando y extendiendo los brazos
per curiosamente, con el azadón, tejas, yeso y ladrillos, para abrir como en demostración cariñosa de admiración y gratitud; en
un boquete y poder bajar por dentro. pocos momentos su nombre oscuro, José Robino, se repetía en
«Entretanto la señora continuaba suspendida fuera de la todos los labios.
ventana y las llamas le llegaban a la cabeza; un minuto más, y se –»¿Has comprendido? Eso es valor; el valor del corazón,
habría arrojado a la calle. El boquete se ensanchó; y se vio al que no razona, que no vacila, que va derecho, con los ojos cerra-
jefe de bomberos quitarse la ropa y meterse dentro; los otros dos y con la velocidad del rayo, adonde oye el grito de los que lo
bomberos, le siguieron. En aquel instante, una altísima escalera necesitan. Yo te llevaré un día a las maniobras de los bomberos
llegaba entonces, se apoyó en la cornisa de la casa, delante de y te enseñaré a Robino; porque te dará mucho gusto conocerlo,
las ventanas de donde salían llamas y alaridos de locos. Sin embar- ¿no es verdad?»
go, se creía que ya era tarde. Respondí que sí.
«¡Ninguno se salva!», gritaban. « ¡Los bomberos se queman! –Helo aquí –dijo mi padre.
¡Todo ha concluido! ¡Se han muerto!» Yo me volví de pronto.
«De pronto se vio aparecer en la ventana de la esquina la Dos bomberos, terminado el examen, atravesaban la habi-
negra figura del jefe, iluminada por las llamas; la señora se le tación para salir.
echó al cuello, él la apretó precipitadamente con sus brazos, la Mi padre me señaló al más pequeño, el que llevaba galones,
levantó y la colocó dentro de la habitación. De la multitud se y me dijo:
escaparon mil y mil gritos, que cubrían el fragor del incendio. –Estrecha la mano del cabo Robino.
El cabo se paró y me dio la mano sonriendo; yo se la estre- Pero transcurrido un año desde la marcha, después de una carta
ché, me saludó y salió. breve en la que decía que no estaba bien de salud, no se recibió más
–Recuerda esto, bien –dijo mi padre–, porque de mil manos correspondencia. Escribieron dos veces al primo, y éste no contestó. Escri-
que estreches en tu vida, quizá no haya diez que valgan más que bieron a la familia en donde estaba sirvviendo la mujer, pero sospecharon
la suya. que no llegaría la carta, y en efecto, no tuvieron contestación. Temiendo
una desgracia, escribieron al consulado italiano de Buenos Aires, para
que hiciese investigaciones; y después de tres meses se les contestó que, a
DE LOS APENINOS A LOS ANDES pesar del anuncio Publicado en los periódicos, nadie se había presentado.
(Cuento mensual) Y no podía suceder de otro modo, entre otras razones, por ésta: por ver-
güenza la buena mujer no había dicho a la familia argentina su verdadero
HACE MUCHOS AÑOS, CIERTO MUCHACHO GENOVÉS DE TRECE AÑOS, hijo nombre.
de un obrero, fue de Génova a América solo para buscar a su madre. Esta Pasaron otros meses sin que tampoco hubiera ninguna noticia. Padre
había partido dos años antes a Buenos Aires, capital de la República Ar- e hijos estaban consternados; al más pequeño le oprimía una tristeza que
gentina, para ponerse al servicio de alguna casa rica y ganar así, en poco no podía vencer, ¿Qué hacer? ¿A quién recurrir? La primera idea del
tiempo, algo con qué ayudar a la familia, la cual había caído en la pobreza padre fue marcharse a América en busca de su mujer. Pero ¿y el trabajo?
y tenía muchas deudas. No son pocas las mujeres animosas que hacen tan ¿Quién sostendría a sus hijos? Tampoco podía marchar el hijo mayor,
largo viaje con aquel objeto, gracias a los buenos salarios que allá encuentra porque comenzaba a ganar algo y era necesario para la familia. En este
la gente que se dedica a servir, y vuelven a su patria, al cabo de algunos años, afán vivían, repitiendo todos los días las mismas conversaciones dolorosas
con algunos miles de pesos. La pobre madre había llorado lágrimas de san- o mirándose unos a otros en silencio. Una noche, Marcos, el más pequeño,
gre al separarse de sus hijos, uno de dieciocho años y otro de once; pero dijo resueltamente.
marchó con el corazón lleno de esperanza. El viaje fue feliz, apenas llegó a –Voy a América a buscar a mi madre.
Buenos Aires encontró, por medio de un comerciante genovés, primo de su El padre movió la cabeza tristemente y no respondió.
marido, establecido allí desde hacía mucho tiempo, una excelente familia del Era un buen pensamiento, pero impracticable.
país, que le pagaba un buen salario y la trataba bien. Por algún tiempo ¡A los trece años, solo, hacer un viaje a América, necesitándose un
mantuvo con los suyos una correspondencia regular. Como habían conveni- mes para llegar! Pero el muchacho insistió pacientemente, insistió aquel
do, el marido dirigía las cartas al primo, que se las entregaba a la mujer, y día, al siguiente, todos los días, con calma, y razonando como un hom-
ésta daba las contestaciones para que las mandase a Génova. Ganando bre.
ochenta pesos al mes y no gastando nada en ella, mandaba a su casa cada –Otros han ido –decía más pequeños que yo. Una vez que esté en el
tres meses una buena suma, con la cual el marido, iba pagando poco a poco barco, llegaré como los demás. Allá tengo que buscar la casa del tío. Como
las deudas más urgentes. Entretanto, trabajaba y estaba contento de lo que hay allá tantos italianos, alguno me enseñará la calle. Encontrando al
hacía y estimulado con la esperanza de que la mujer volvería dentro de poco, tío, encuentro a mi madre, y si no la encuentro, buscaré al cónsul y a la
porque la casa parecía en sombras con su falta, y el hijo menor, principal- familia argentina. Haya ocurrido lo que sea, hay allí trabajo para todos.
mente, entristecido, no podía resignarse a su ausencia. Encontraré ocupación, al menos para ganar con qué volver a casa.
Y así, poco a poco, casi llegó a convencer a su padre. Este sabía que sangre, aquellas fosforescencias nocturnas que hacían aparecer todo el océano
tenía juicio y ánimo, que estaba acostumbrado a las privaciones y los sacri- encendido como mar de lava, no le hacían el efecto de cosas reales sino más
ficios, y que todas estas buenas cualidades daban doble fuerza a su deci- bien de fantasías. Hubo días de mal tiempo, durante los cuales permane-
sión en aquél santo objetivo de buscar a su madre. Sucedió también que ció encerrado en el camarote, donde todo bailaba y se caía, y creía que
cierto comandante de un buque mercante, conocido suyo, habiendo oído había llegado su última hora. Hubo otros días de mar tranquilo y amari-
hablar del asunto, se empeñó en ofrecerle, gratis, billete de tercera clase llento, de calor insoportable e infinitamente aburridos, horas intermina-
para la República Argentina. Entonces, después de nuevas vacilaciones, bles y siniestras, durante las cuales los pasajeros encerrados, tendidos in-
el padre consintió y se decidió el viaje. Llenaron un baulillo de ropa, le móviles sobre las tablas, parecían muertos. Y el viaje no acababa nunca;
pusieron algún dinero en el bolsillo, le dieron las señas del tío, y una mar y cielo, cielo y mar, hoy como ayer, mañana como hoy. Y él pasaba las
hermosa tarde del mes de abril lo embarcaron. horas apoyado en la borda mirando aquel mar sin fin, aturdido, pensan-
–Marcos, hijo mío –le dijo el padre, dándole el último beso con lágri- do vagamente en su madre, hasta que los ojos se le cerraban y la cabeza se
mas en los ojos, sobre la escalerilla del buque que estaba por salir–: ¡Ten le caía, rendida por el sueño, y entonces volvía a ver aquella cara descono-
ánimo, vas con un fin santo y Dios te ayudará! cida que lo miraba con aire de lástima y le repetía al oído. «¡Tu madre ha
¡Pobre Marcos! Tenía el corazón y estaba preparado también para muerto!» Se despertaba sobresaltado para volver a soñar con los ojos abiertos
las más duras pruebas de aquel viaje; pero cuando vio desaparecer en el y mirando el inalterable horizonte.
horizonte la hermosa Génova y se encontró en alta mar, sobre aquel gran Veintisiete días duró el viaje. Pero los últimos fueron los mejores. El
navío lleno de compatriotas que emigraban, solo, desconocido de todos, con tiempo permanecía bueno y el aire era fresco. Había entablado relaciones
aquel pequeño baúl, le asaltó un pequeño desánimo. con un buen viejo lombardo que iba a América, a reunirse con su hijo,
Dos días permaneció arrinconado en la proa, como un perro, casi sin labrador en la ciudad de Rosario; le había contado todo lo que ocurría en
comer, y sintiendo gran necesidad de llorar. Toda clase de tristes pensa- su casa, y el viejo, a cada instante, le repetía, dándole palmaditas en el
mientos asaltaban su mente, y el más triste, el más terrible era el que mas cuello.
se apoderaba de ella: el pensamiento de que su madre hubiese muerto. En –¡Animo, galopín! Encontrarás a tu madre sana y contenta.
sus sueños, sobresaltados y penosos, veía siempre un desconocido que lo Aquella compañía le animaba, y sus presentimientos, de tristes se
miraba con aire de compasión, y después le decía al oído «¡Tu madre ha habían tornado alegres. Sentado en la proa, al lado del viejo que fumaba
muerto!» Y entonces se despertaba ahogando un grito. Pasado el estrecho en pipa, bajo un hermoso cielo estrellado, en medio de grupos de emigran-
de Gilbraltar, en cuanto vió el océano Atlántico, se sintió más animado y tes que cantaban, se representaba mil veces en su pensamiento la llegada a
cobró esperanzas. Pero fue breve alivio. Aquel inmenso mar, igual que Buenos Aires; se veía en una calle, encontraba la tienda, se echaba en
siempre; el creciente calor, la tristeza de toda aquella pobre gente que le brazos del tío: «¿Cómo está mi madre? ¿Dónde está? ¡Vamos enseguida!»
rodeaba, el sentimiento de la propia soledad, volvieron a echar por tierra Y aquí se perdía su imaginación en un sentimiento de inexplicable ternura
su ánimo. Los días se sucedían tristes y monótonos, confundiéndose unos que le hacía sacar, a escondidas, una medallita que llevaba en el cuello y
con otros en la memoria, como les sucede a los enfermos. murmurar, besándola, sus oraciones.
Cada mañana, al despertar, experimentaba un nuevo estupor al en- El vigesimoséptimo día después de la salida, llegaron. Era una her-
contrarse allí, en medio de aquellas inmensas nubes de color de fuego y mosa mañana de mayo cuando el buque echó el ancla en el inmenso Río de
la Plata, sobre la orilla en la que se extiende la gran ciudad capital de la nombres de las calles; nombres raros, que le costaba leer. A cada calle nueva
República Argentina. Aquel tiempo espléndido le pareció de buen augu- que divisaba, sentíase más excitado, pensando que fuese la que buscaba.
rio. Estaba fuera de sí de impaciencia. ¡Su madre se hallaba a pocas Miraba a todas las mujeres con la idea de encontrar a su madre. Vio una
millas de distancia de de él! ¡Dentro de pocas horas la habría ya visto! ¡Y delante de sí, y le dio una sacudida el corazón; la alcanzó, la miró: era una
él se encontraba en América, en el Nuevo Mundo, había tenido el atrevi- negra. Y siguió andando, apretando el paso; llegó a una plazoleta, leyó y
miento de ir solo! Todo aquel larguísimo viaje le parecía, entonces, que quedó como clavado en la acera. Era la calle de las Artes. Volvió, vio el
había pasado un momento. Le parecía haber volado, soñado, y haber número 117, la tienda del tío era 171: tuvo que detenerse para tomar
despertado entonces. Y era casi feliz de tal manera que casi no se sorpren- aliento, diciendo entre sí. «¡Ah, madre mía, madre mía! ¿Es verdad que te
dió ni se afligió cuando se registró los bolsillos y se encontró una sola de las veré dentro de un instante?» Corrió más: llegó a una pequeña tienda de
dos partes en que había dividido su dinero para estar seguro de no perder- baratijas. Aquella era. Se asomó. Vio a una señora con el pelo gris y ante-
lo todo. Le habían robado la mitad, no le quedaban más que muy pocos ojos. ¿Qué quieres, niño? –le preguntó aquella en español.
pesos; pero ¿qué le importaba ya? estaba tan cerca de su madre. Con su –¿No es ésta –dijo el muchacho procurando echar fuera la voz– la
baulillo al hombro, pasó con otros italianos a una lancha que llevaba el tienda de Francisco Merelo?
nombre de Andrea Doria, desembarcó en el muelle, se despidió de su viejo –Francisco Merelo murió –respondió la señora en italiano.
amigo lombardo y se dirigió de prisa a la ciudad. El chico recibió una fuerte impresión al oírla.
Llegado a la desembocadura de la primera calle que encontró, paró a –¿Cuándo murió?
un hombre que pasaba le rogó que le indicase qué dirección debía tomar –¡Oh! Hace tiempo –respondió la señora–: algunos meses; tuvo ma-
para ir a la calle de las Artes. Por casualidad era un obrero italiano. los negocios y se fue. Dicen que se fue a Bahía Blanca, muy lejos de aquí,
Este le miró con curiosidad, y le preguntó si sabía leer. El muchacho y murió apenas llegó allá. La tienda es mía.
contestó que sí. Después dijo precipitadamente.
–Pues bien –le dijo el obrero, indicándole la calle de que salía–: sube –Merelo conocía a mi madre, que estaba aquí sirviendo en casa del
derecho leyendo siempre los nombres de las calles en todas las esquinas, y señor Mequínez. El sólo podía decirme dónde está. He venido a América
acabarás por encontrar la que buscas. a buscar a mi madre. Merelo le mandaba las cartas. Necesito encontrar a
El muchacho le dió las gracias y siguió adelante por la calle que le mi madre.
indicaron. –Hijo mío –respondió la señora–, yo no sé de eso. Puedo preguntarle
Era recta y larga, pero estrecha, franqueada por casas bajas y blancas, al muchacho del corral, que conoce al joven que le hacía los encargos a
ruidosa, llena de gente, de coches, de carros, aquí y allá se izaban inmensas Merelo. Puede ser que éste sepa algo.
banderas de varios colores en las que había escritos, en gruesos caracteres, Fue al fondo de la tienda y llamó al chico, que llegó enseguida.
anuncios de salida de vapores para ciudades desconocidas. A cada instante, –Dime –le preguntó la tendera–: ¿Recuerdas si el dependiente Merelo
volviéndose de derecha e izquierda, veía otras calles bien rectas, perfectamen- iba alguna vez a llevar cartas a una mujer que estaba de criada en alguno
te planas, flanqueadas de casas, también blancos y bajo, llenas de gente y de casa de aquí?
carruajes. La ciudad le parecía infinita; creía que se podía pasar días y –En casa del señor Mequínez respondió el muchacho–, sí, señora,
semanas viendo siempre otras calles como aquellas. Miraba atentamente los alguna vez. A lo último de la calle de las Artes.
–¡Ah! ¡Gracias, señora! –gritó Marcos–. Dígame el número.... ¿no Marcos se quedó pálido como un muerto y se apoyó con una mano en
lo sabe? Hágame acompañar, ¡acompáñame tú! la cancela,
Y dijo esto con tanto calor que, sin esperar la venia de la señora, el –Veamos, veamos –dijo entonces el señor, movido a compasión, abrien-
muchacho respondió: do la puerta, entra un momento, veremos si se puede hacer algo. Siéntate.
–Vamos –y salió él primero a paso ligero. Le dio asiento, le hizo contar su historia, estuvo escuchando muy
Casi corriendo, sin decir una palabra, fueron hasta el fin de la atento y se quedó un rato pensativo; después le dijo con resolución:
larguísima calle; atravesaron el portal de una pequeña casa blanca y se –Tú no tienes dinero, ¿no es verdad?
detuvieron delante de una hermosa puerta de hierro, desde la cual se veía –Tengo todavía, pero muy poco –respondió Marcos.
un patio lleno de macetas de flores. Marcos llamó a la campanilla. El señor pensó otros cinco minutos, después se sentó a una mesa;
Apareció una señorita. escribió una carta, la cerró, y dándosela al muchacho le dijo.
–Vive acá la familia Mequínez, ¿no es verdad? –preguntó Marcos, –Oye, italianito, ve con esta carta a la Boca. Es un barrio pequeño,
latiéndole el corazón. medio genovés, que está a dos horas de camino de aquí. Todo el que te
–Aquí vivía –respondió la señorita, pronunciando el italiano a la encuentre te puede indicar el camino. Ve allí y busca a este señor, al cual
española–. Ahora vivimos nosotros; la familia Ceballos. va dirigida la carta, y que es muy conocido. Llévale esta carta. El te hará
–¿Y adónde han ido los señores Mequínez? –preguntó Marcos, la- salir mañana para la ciudad de Rosario, y te recomendará a alguno de
tiéndole el corazón. allí que podrá ayudarte a que sigas viaje a Córdoba, en donde encontrarás
–Se han ido a Córdoba a la familia Mequínez y a tu madre. Entretanto, toma esto –y le dio
–¡Córdoba! –exclamó Marcos–: ¿Dónde está Córdoba? ¿Y la perso- algunos pesos–. Anda, y ten ánimo; por todas partes aquí hay compatrio-
na que tenían a su servicio? La mujer, mi madre, la criada era mi madre. tas tuyos, y no te abandonarán. Adiós.
¿Se han llevado también a mi madre? El muchacho le dijo:
La señorita le miró y dijo: –Gracias.
–No lo sé. Quizás lo sepa mi padre, que los vio cuando se fueron. Sin ocurrirsele otras palabras, salió con su baúl despidiéndose de
Espérate un momento. su pequeño guía, se puso en camino lentamente hasta la Boca, atrave-
Se retiró y volvió con su padre, un señor alto, con la barba gris. Este sando la gran ciudad lleno de tristeza y de estupor.
miró fijamente un momento a aquel simpático tipo de pequeño marinero Todo lo que le sucedió desde aquel momento hasta la noche del día
genovés, de cabellos rubios y nariz aguileña, y le preguntó: siguiente le quedó después en la memoria, confuso e incierto. ¡Tan cansado,
–¿Es genovesa tu madre? –Marcos respondió que sí. turbado y debilitado se encontraba! Al día siguiente, al anochecer, después
–Pues bien; la criada genovesa se fue con ellos. de haber dormido la noche antes en un cuartucho de una casa de la Boca,
–Y ¿adónde ha ido? al lado de un almacén del muelle; después de haber pasado casi todo el día
–A la ciudad de Córdoba. sentado sobre un montón de maderas y, como entre sueños, enfrente de
El muchacho dio un suspiro y después dijo con resignación. millares de barcos, de lanchas y de vapores, se encontraba en la popa de
–Entonces... iré a Córdoba una barcaza de vela, cargada de frutas, que salía para la ciudad de
–¡Ah, pobre niño! Córdoba está muy lejos de aquí. Rosario conducida por tres robustos genoveses, bronceados por el sol, la
voz de los cuales y el dialecto querido que hablaban, dio algunos bríos al lejos de su casa! ¡Los genoveses atraviesan todo el mundo tan contentos
ánimo de Marcos. como orgullosos!
Salieron, y el viaje duró tres días y cuatro noches, que fueron de conti- Aquellas palabras le hicieron experimentar una sacudida: oyó la voz
nua admiración para el pequeño viajero. Tres días y cuatro noches remontó de la sangre genovesa que corría por sus venas, y levantó la frente con
aquel maravilloso río Paraná, en cuya comparación nuestro gran Po no es orgullo, dando un golpe en el timón.
más que un arroyuelo, y la extensión de Italia, cuadruplicada, no alcanza «Bien, dijo para sí, también daré yo la vuelta al mundo; viajaré años
a la de su curso. El barco iba lentamente a través de aquella masa de agua y años, andaré a pie centenares de leguas, seguiré adelante hasta que en-
inmensa Ora pasaba en medio de largas islas, antiguos nidos de serpien- cuentre a mi madre. Llegaré, aunque sea moribundo, para caer muerto a
tes, de tigres, cubiertas de árboles frondosos, semejantes a bosques flotan- sus pies, ¡Con tal de volver a verla una sola vez!...
tes, ora se deslizaba entre estrechos canales, de los cuales parecía que no Y con estos bríos llegó, al clarear una fría y hermosa mañana, frente
podía salir; ora desembocaba en vastas extensiones de agua, que semeja- a la ciudad de Rosario, situada en la ribera del Paraná, reflejándose en
ban grandes lagos tranquilos; después, saliendo de entre las islas, por los las aguas los palos y banderas de mil barcos de todos los países.
canales intrincados de un archipiélago, llegaba a sitios rodeados de monto- Poco después de desembarcar, subió a la ciudad con su cofre al hom-
nes inmensos de vegetación. Reinaba profundo silencio. En largos trechos; bro, buscando a un señor argentino, para el cual su protector de la Boca le
las orillas y las aguas solitarias y vastísimas evocaban la imagen de un río había dado una tarjeta con algunas líneas de recomendación. Al entrar en
desconocido, que aquel pobre barco de vela era el primero en el mundo que Rosario, le pareció que se encontraba en una ciudad ya conocida. Aquellas
se aventuraba a surcar. Mientras más avanzaban, tanto aumentaba aquel calles interminables, rectas, flanqueadas de casas blancas y bajas, atrave-
río inmenso. Pensaba que su madre se encontraba aún a gran distancia, y sadas en todas direcciones, por sobre los tejados, por espesas fajas de hilos
que la navegación debía durar años aún. Dos veces al día comía un poco telegráficos y telefónicos, que parecían telarañas y oyéndose gran ruido de
de pan y de carne en conserva con los marineros, los cuales, viéndole triste, gente, caballos y carruajes. La cabeza se le iba; casi creía que volvía a
no le dirigían nunca la palabra entrar en Buenos Aires y que iba otra vez a buscar a su tío. Anduvo cerca
Por la noche dormía sobre cubierta, y despertaba a cada instante de una hora de aquí para allá, dando vueltas y revueltas, y pareciéndole
bruscamente, admirando la luz clarísima de la luna que blanqueaba las que volvía siempre a la misma calle, y a la fuerza de tantas preguntas,
inmensa, y lejanas orillas; entonces el corazón se le oprimía: «¡Córdoba!», encontró al fin la casa de su nuevo protector. Llamó a la campanilla. Se
repetía, «¡Córdoba!», como el nombre de una de aquellas ciudades miste- asomó a la puerta un hombre grueso, rubio, áspero, que le preguntó fría-
riosas de las que había oído hablar en las leyendas. Pero después pensa- mente:
ba: «Mi madre ha pasado por aquí, ha visto estas islas, aquellas orillas», –¿Qué quieres?
y entonces no le parecían ya tan raros y solitarios aquellos parajes en los Marcos dijo el nombre del patrón.
cuales se había fijado la mirada de su madre... Por la noche alguno de los –El patrón –respondió el corredor– ha salido anoche para Buenos
marineros cantaba. Aquella voz le recordaba las canciones de su madre Aires con toda su familia.
cuando le adormecía de niño. La última noche, al oir aquel canto, sollozó. El muchacho se quedó paralizado. Después balbuceó.
El marinero se interrumpió. Después le gritó: –Pero yo... no tengo a nadie aquí... ¡Soy solo! –y le dio una tarjeta.
–¡Ánimo, chico, valor! ¡Qué diablos! ¡Un genovés que llora por estar El hombre la tomó, la leyó, y dijo con mal humor–
–No sé que hacer. Ya le diré dentro de un mes cuando vuelva... barba –. ¿Qué historia es ésta? Trabajar... se dice muy pronto. ¡Veamos!
–¡Pero yo estoy solo! ¡Estoy necesitado! –exclamó el chico con voz ¿No habría aquí medio de encontrar treinta pesos entre tantos compatrio-
suplicante. tas?
– ¡Ah, anda! –dijo el otro–; ¿no hay ya bastantes pordioseros de tu El muchacho lo miraba esperanzado.
país en Rosario? Vete a pedir limosna a Italia –Ven –dijo el viejo.
Y le dio con la puerta en las narices. –¿Dónde? –pregunto el chico volviendo a cargar con el baulillo.
El muchacho se quedó petrificado. Después tomó con desaliento su –Ven conmigo.
baúl, y salió con el corazón angustiado, con la cabeza hecha una bomba, El viejo se puso en marcha. Marcos le siguió, y anduvieron juntos un
asaltado de un cúmulo de pensamientos desagradables. buen trecho de calle sin hablar.
¿Qué hacer? ¿Adónde ir? De Rosario a Córdoba hay medio día de El lombardo se detuvo en la puerta de un fonda que tenía en el letrero
viaje en ferrocarril. Le quedaba ya muy poco dinero. Deduciendo lo que una estrella, y escrito debajo: «La Estrella de Italia»: Se asomó adentro,
habría de gastar aquel día no le quedaría casi nada ¿Dónde conseguir y volviéndose hacia el muchacho le dijo alegremente:
para pagarse el viaje? ¡Podía trabajar! Pero, ¡cómo! ¿A quién pedir tra- –Llegamos a tiempo.
bajo? ¡Pedir limosna! ¡Ah, no! ¡Ser arrojado, insultado, humillado como Entraron en una habitación grande, en donde había varias mesas y
hacía poco, no; nunca; jamás, antes morir! Y ante aquella idea al ver otra muchos hombres sentados que bebían y hablaban alto. El viejo Lombardo
vez delante de si la inmensa calle que se perdía a lo lejos en la intermina- se acercó a la primera mesa, y en el modo como saludó a los seis parroquia-
ble llanura, sintió que le faltaban otra vez las fuerzas: echó a tierra el nos que estaban a su alrededor, se comprendía que se había separado de
cofre, se sentó en él, apoyando la espalda contra la pared, y se cubrió la ellos poco antes. Estaban muy colorados, y hacían sonar sus vasos vocean-
cara con las manos, sin llorar, en actitud desconsolada. La gente le tocaba do y riendo.
con los pies al pasar, algunos muchachos se paraban para mirarlo. Estuvo –¡Camaradas! –dijo el lombardo sin más preámbulos, quedándose
así un buen rato. De su letargo le sacó una voz que le dijo medio en en pie y presentando a Marcos–: he aquí a un pobre muchacho, compatrio-
italiano, medio en lombardo: ta nuestro que ha venido solo, desde Génova a Buenos Aires, para buscar
–¿Qué tienes, chiquillo? a su madre. En Buenos Aires le dijeron «No está aquí, está en Córdova».
Era el viejo labrador lombardo, con el cual había trabado amistad Viene embarcado a Rosario, en tres días y en tres noches, con dos líneas de
durante el viaje. recomendación, presenta la carta, le reciben mal. No tiene un centavo.
La admiración del viejo no fue menor que la suya Está aquí solo, desesperado. Es un infeliz muy animoso. Hagamos algo
–Estoy aquí ahora, sin dinero; es menester que trabaje,– búsqueme por él ¿No ha encontrar lo necesario para pagar el billete hasta Córdoba
usted trabajo para poder reunir unos pocos pesos; yo haré de todo. Llevar y buscar a su madre? ¿Hemos de dejarle aquí como a un perro?
ropa, barrer, hacer encargos, hasta trabajar en el campo; me contento con –¡Nunca, por Dios! ¡Nunca nos lo perdonaríamos! –gritaron todos
vivir de pan negro; pero que pueda yo marchar pronto, que pueda encon- a la vez, pegando puñetazos en la mesa–. ¡Un compatriota nuestro! ¡Ven
trar alguna vez a mi madre; ¡hágame usted la caridad, búsqueme trabajo, aquí, pequeño! ¡Cuenta con nosotros, las monedas, camaradas! ¡Bravo!
por amor de Dios, que yo no puedo resistir más! ¡Ha venido solo! ¡Tiene ánimos! Bebe un sorbo, compatriota. Te enviare-
–!Cáspita, cáspita! –dijo el viejo mirando alrededor y rascándose la mos con tu madre, no hay que dudarlo.
Uno le tiraba un pellizco en la mejilla, otro le daba palmadas en la pertó aterido, se sentía mal. Y entonces sintió terror de enfermar, de morir-
espalda; un tercero le aliviaba del peso del cofrecillo, otros inmigrantes se se en el viaje y de ser arrojado allí, en medio de aquella llanura solitaria,
levantaron de las mesas próximas y se acercaban; la historia del muchacho donde su cadáver sería despedazado por los perros y por las aves de rapi-
corrió por toda la hostería; acudieron de la habitación inmediata tres ña como algunos cuerpos de caballos y de vacas que veía junto al camino de
parroquianos argentinos, y en menos de diez minutos el lombardo le re- vez en cuando y de los cuales apartaba la mirada con espanto.
unió cuarenta y dos pesos. En aquel malestar inquieto, en medio de aquel tétrico silencio,de la
–¿Has visto –dijo entonces, volviéndose hacia el muchacho– qué pronto naturaleza, su imaginación se excitaba y volvía a pensar en lo más negro.
se hace esto en América? ¡Bebe! –le gritó brindándole un vaso de vino–. ¿Estaba, por otra parte, bien seguro de encontrar en Córdoba a su madre?
¡A la salud de tu madre! ¿Y si no estuviera allí? ¿Y si aquellos señores de la calle de las Artes se
Todos levantaron los vasos. Y Marcos repitió: hubieran equivocado? ¿ Y si se hubiera muerto?
–A la salud de mi... Con estos pensamientos volvió a adormecerse, y soñó que estaba en
Pero un sollozo de alegría le impidió concluir, y dejando el vaso sobre Córdoba, de noche, y oía gritar en todas las puertas y desde todas las
la mesa se echó en brazos del viejo lombardo. ventanas: «¡No está aquí! ¡No está aquí!»
A la mañana siguiente, al romper el día, había ya salido para Cór- Despertó sobresaltado, aterido, y vio en el fondo del vagón a tres
doba, animado y sonriente, lleno de presentimientos halagüeños. El cielo hombres con barbas, envueltos en mantas de diferentes colores que lo mira-
estaba cerrado y oscuro; el tren, casí vacío, corría a través de una inmensa ban hablando bajo entre sí, y le asaltó sospecha de que fueran asesinos y lo
llanura, en la que no se veía ninguna señal de habitantes. Se encontraba quisieran matar para robarle el equipaje. Al frío, al malestar se agregó el
solo en un vagón grandísimo, que se parecía a los trenes para los heridos. miedo, los tres hombres le miraban siempre: uno de ellos se movió hacia él;
Miraba a derecha e izquierda y no se veía más que una soledad sin fin, entonces perdió la razón, y corriendo a su encuentro, con los brazos abier-
ocupada solamente por pequeños árboles de ramas y troncos contrahechos, tos, gritó:
que ofrecían figuras casi angustiosas y airadas y una vegetación oscura, –No tengo nada. Soy un pobre niño. Vengo de Italia, voy a buscar a
extraña y triste. mi madre, estoy solo. ¡No me hagan daño!
Dormitaba una media hora y volvía a mirar, siempre el mismo espec- Los viajeros lo comprendieron todo en seguida; tuvieron lástima, le
táculo. Las estaciones del camino estaban solitarias, como casas de ermita- hicieron caricias y lo tranquilizaron, diciéndole muchas palabras, que no
ños; y cuando el tren se paraba no se oía una voz, le parecía que se encon- entendía; y viendo que castañeteaba los dientes por el frío, le echaron enci-
traba solo en un tren perdido, abandonado en medio del desierto. Creía ma una de sus mantas y le hicieron volver a sentarse para que se durmiera
que cada estación debía ser la última, y que se entraba, después de ella, en Y volvió a dormir al anochecer. Cuando lo despertaron estaban en Córdo-
las tierras misteriosas y horribles de los salvajes. Una fría brisa le azota- ba.
ba el rostro. Embarcándolo en Génova a fines de abril su familia no ¡Ah! ¡Qué bien respiró y con qué ímpetu se bajó del vagón!
había pensado que en América iba a encontrar el invierno, y le habían Preguntó a un empleado de la estación dónde vivía el ingeniero
vestido de verano. Al cabo de algunos horas comenzó a sentir frío, y con el Mequínez; le dijo el nombre de una iglesia, al lado de la cual estaba su
frío el cansancio de los días pasados, llenos de emociones violentas, y de casa: el muchacho echó a correr hacia ella. Era de noche. Entró en la
noches de insomnio, y agitadas. Se durmió: durmió mucho tiempo; se des- ciudad. Le pareció entrar a Rosario otra vez, al ver calles rectas,
flanqueadas de pequeñas casas blancas, y cortadas por otras calles rectas y El muchacho cargó su cofre, dio las gracias a la rápida, y al cabo de
larguísimas. Pero había poca gente y a la luz de los pocos faroles, veía dos minutos se encontró en un ancho patio, alumbrado por linternas, don-
iglesias de una arquitectura rara, que se dibujaban inmensas y negras de varios hombres trabajaban en cargar sacos de trigo sobre algunos gran-
sobre el firmamento. La ciudad estaba oscura y silenciosa, pero después de des carros, con la cubierta redonda y las ruedas altísimas. Un hombre
haber atravesado aquel inmenso desierto, le pareció alegre. Preguntó a un alto, con bigote, envuelto en una especie de capa, con botas, dirigía la
sacerdote y pronto encontró la iglesia y la casa; llamó a la campanilla con faena. El muchacho se acercó a él, y le expuso, tímidamente, su pretensión,
mano temblorosa y se apretó la otra contra el pecho, para sostener los diciéndole que venía de Italia y que iba a buscar a su madre.
latidos de su corazón, que se le quería subir a la garganta. El conductor de aquel convoy de carros, le echó una ojeada de pies a
Una vieja fue a abrir con una luz en la mano. cabeza y le dijo secamente:
–¿A quién buscas? –le preguntó en español. –No tengo colocación para ti.
–Al ingeniero Mequínez –dijo Marcos. –Tengo quince pesos –replicó el chico suplicante; se los doy. Trabajaré
La vieja despachada, respondió meneando la cabeza por el camino. Iré a buscar agua y pienso para las bestias; haré todos los
–¡También tú, ahora, preguntas por el ingeniero Mequínez! Me pare- servicios. Un poco de pan me basta. Déjeme ir, señor.
ce que ya es tiempo de que esto concluya. Ya hace tres meses que nos impor- El capataz volvió a mirarlo y respondió con mejor aire:
tunan con lo mismo. No hasta que lo hayamos dicho en los periódicos. –No hay sitio..., y, además, no vamos a Tucumán, vamos a otra
¿Será menester anunciar en las esquinas que el señor Mequínez se ha ido ciudad, a Santiago del Estero. Te tendríamos que dejar en el camino, y
a vivir a Tucumán? tendrías que andar todavía un buen trecho a pie.
El chico hizo un movimiento de desesperación. Después dijo en una –¡Ah! ¡Yo andaría el doble! –exclamó Marcos; yo andaré, no lo dude
explosión de rabia. usted; llegaré de todas maneras; ¡Déjeme un sitio, señor, por caridad; por
– ¡Me persigue, pues, una maldición! ¡Me moriré en medio de la calle caridad no me deje aquí solo!
sin encontrar a mi madre! ¡Me vuelvo loco! ¡Me mato! ¡Dios mío! ¿Cómo –¡Mira que es un viaje de veinte días!
se llama ese país? ¿Dónde está? ¿A qué distancia? –No importa.
–¡Pobre niño –respondió la vieja, compadecida–. ¡Estará a cuatro- –¡Es un viaje muy penoso!
cientos o quinientos kilómetros por lo menos!. –Todo lo sufriré.
El muchacho se cubrió la cara con las manos; después preguntó sollo- – ¡Tendrás que viajar solo!
zando: –Y ahora... ¿qué hago? –No tengo miedo a nada. Con tal de encontrar a mi madre... ¡Tenga
–¿Qué quieres que te diga, hijo mío? –respondió la mujer–; yo no sé. usted compasión!
Pero de pronto se le ocurrió una idea, y la soltó enseguida. El capataz le acercó a la cara una linterna, y lo miró. Después dijo:
–Oye, ahora que me acuerdo, haz una cosa. Volviendo a la derecha, –Está bien.
por la calle encontrarás a la tercera puerta un patio, allí vive un comer- El muchacho le besó las manos.
ciante, que parte mañana a Tucumán con sus carretas y sus bueyes; ve a –Esta noche dormirás en un carro –añadió el hombre, dejándolo,–
ver si te quiere llevar, ofreciéndole tus servicios, te dejará, quizá, un sitio mañana te despertaré. Buenas noches.
en el carro; anda enseguida. Por la mañana, a las cuatro, a la luz de las estrellas, la larga fila de
carros se puso en movimiento con gran ruido, cada carro iba tirado por seis taba más cada día, y hubiese decaído su ánimo por completo, si el comer-
bueyes. Seguía a todos un gran número de animales para mudar los tiros. ciante no le dirigiese de vez en cuando alguna palabra agradable. A veces,
El muchacho, despierto, y metido dentro de uno de los carros, con su baúl, en un rincón del carro, cuando no le veían, lloraba con la cara apoyada en
se durmió bien pronto profundamente. Cuando se despertó el convoy esta- su baúl, que no contenía ya más que andrajos. Cada mañana se levanta-
ba detenido en un lugar solitario, bajo el sol, y todos los hombres, los ba más débil y mas desanimado, mirando siempre aquella implacable
peones, estaban sentados en círculo alrededor de un cuarto de ternera que llanura sin límites, como un océano de tierra y los trabajos crecían, los
se asaba al aire libre, clavado en una especie de espadón plantado en la malos tratos se redoblaban. Una mañana, porque había tardado en lle-
tierra, al lado de un gran fuego. Comieron todos juntos, durmieron; y var el agua, uno de los hombres, no estando el capataz, le pegó. Desde
después volvieron a emprender la jornada, y así continuó el viaje, regulado entonces comenzaron a hacerlo por costumbre: cuando lo mandaban a algo
como una marcha militar. Todas las mañanas se ponían en camino a las le daban un trastazo, diciéndole:
cinco; paraban a las nueve; volvían a andar a las cinco de la tarde, y ¡Haz esto, holgazán! ¡Lleva esto a tu madre!
paraban de nuevo a las diez. Los peones iban a caballo y excitaban a los El corazón se le quería salir del pecho. Enfermo, estuvo tres días en
bueyes con palos largos. El muchacho encendía fuego para el asado, daba el carro con una manta encima, con fiebre, sin ver a nadie más que al
de comer a las bestias, limpiaba los faroles y llevaba el agua para beber. patrón que iba a darle de beber y a tomarle el pulso. Entonces se creía
El país andaba delante de él como como una visión fantástica; vastos perdido e invocaba desesperadamente a su madre, llamándola mil veces
bosques de pequeños árboles oscuros; aldeas de pocas casas, dispersos, por su nombre.
antiguos lechos de grandes lagos blanqueados por la sal, hasta donde al- –¡Oh, madre mía! ¡Madre mía!... ¡Oh, pobre madre mía, que ya no
canzaba la vista; y por todas partes, y siempre, llanuras, soledad, silencio. te veré más ¡Pobre madre, que me encontrarás muerto en medio del cami-
Rarísima vez encontraban dos o tres viajeros a caballo, seguidos de unos no!
cuantos caballos sueltos, que pasaban a galope, como una exhalación. Los Juntaba las manos sobre el pecho, y rezaba. Después se puso mejor,
días eran todos iguales, como en el mar, sombríos e interminables. Pero el gracias a los cuidados del patrón, y se curó por completo; mas con la cura-
tiempo estaba hermoso. Como el muchacho se había hecho un servidor ción llegó el día más terrible de su viaje, el día en que debía quedarse solo.
obligado, se hacían cada vez más exigentes; algunos lo trataban brutalmente, Hacía más de dos semanas que estaban en marcha. Cuando llegaron al
con amenazas; le hacían llevar cargas enormes de forrajes, le mandaban punto en que el camino de Tucumán se apartaba del que va a Santiago del
por agua a grandes distancias; y él, extenuado por la fatiga, no podía ni Estero, el capataz le avisó que debían separarse. Le hizo algunos indica-
aún dormir de noche, despertado a cada instante por las sacudidas violen- ciones respecto al trayecto, le cargó el equipaje sobre las espaldas, de modo
tas del carro y por el ruido ensordecedor de las ruedas y de los maderos. que no le incomodase para andar, y abreviando como si temiera conmoverse,
Además, habiéndose levantado viento, una tierra fina, rojiza y sucia, que lo despidió. El muchacho apenas tuvo tiempo para besarle en un abrazo.
lo envolvia, penetraba en el carro, se le introducía por entre la ropa, le También los demás hombres que tan duramente lo habían maltratado,
impedía la vista y la respiración, oprimiéndole continuamente de un modo sintieron, al parecer, un poco de lástima al verle quedarse solo, y le decían
insoportable. adiós con la mano al alejarse. El devolvió el saludo en igual forma, quedó
Extenuado por la fatiga y el insomnio, roto y sucio, reprendido y mirando el convoy, que se perdió entre el rojizo polvo del campo, y después
maltratado desde la mañana hasta la noche, el pobre muchacho se debili- se puso en camino, tristemente.
Una cosa, sin embargo, le animó desde el principio. Después de tres plantaciones de caña de azúcar, por prados sin fin, siempre con aquellas
días de viaje, a través de aquella llanura interminable y siempre igual, grandes montañas azules por delante, que cortaban el sereno cielo con sus
veía delante de si a una cadena de altísimas montañas azules, con las altísimos conos. Pasaron cuatro días, cinco, una semana. Las fuerzas le
cimas blancas, que le recordaban los Alpes y le parecía que iba acercándo- iban faltando rápidamente, y los pies le sangraban. Al fin, una tarde, al
se a su país. Eran ramificaciones de los Andes, la espina dorsal del ponerse el sol le dijeron.
continente americano, la inmensa cadena que se extiende desde la Tierra –Tucumán está a cinco kilómetros de aquí.
del Fuego hasta el mar Glacial del Polo Ártico. También le animaba el Dio un grito de alegría y apretó el paso, pero las fuerzas le abando-
sentir que el aire se iba haciendo cada vez más ardiente; y sucedía esto naron de nuevo, y cayó extenuado a la orilla de una zanja. Más el corazón
porque marchando hacia el norte, se iba acercando a las regiones tropica- le saltaba de gozo. El cielo, cubierto de estrellas, nunca le había parecido
les. A grandes distancias encontraba pequeños grupos de casas con una tan hermoso.
tiendecilla, y compraba algo para comer. Encontraba a hombres a caballo, Lo contemplaba echado sobre la hierba para dormir, y pensaba que
veía, de vez en cuando, mujeres y niños sentados en el suelo, inmóviles y su madre miraría quizá también al mismo tiempo el cielo, «¡Oh, madre
serios, con caras nuevas completamente para él, color de tierra, con los ojos mía! ¿Dónde estás? ¿piensas en tu hijo? ¿Te acuerdas de tu Marcos, que
oblicuos, los huesos de las mejillas prominentes. Lo miraban fijo y lo está tan cerca de tí?»
seguían con la mirada, volviendo, la cabeza lentamente como autómatas. ¡Pobre Marcos! Si él hubiera podido ver en qué estado se encontraba
Eran indios. entonces su madre, habría hecho esfuerzos sobrehumanos para llegar hasta
Durante el primer día caminó hasta que le faltaron las fuerzas, y se ella cuanto antes. Se hallaba enferma, en la cama, en un cuarto de un piso
durmió debajo de un árbol. El segundo día anduvo bastante menos, y con bajo de la casita solariega donde vivía toda la familia Mequínez, la cual le
menos ánimo. Tenía las botas rotas, los pies desollados, y el estómago había tomado mucho cariño y la asistía muy bien. La pobre mujer estaba ya
débil por la mala alimentación. A la noche empezaba a tener miedo. delicada cuando el ingeniero Mequínez tuvo que salir precipitadamente de
Había oído decir en Italia que en aquel país había serpientes; creía oírlas Buenos Aires, y no se había restablecido del todo con el buen clima de Cór-
arrastrarse se detenía, tomaba luego carrera, y sentía frío en los huesos. doba. Después, al no haber recibido contestación a sus cartas, del marido, ni
A veces sentía gran lástima de si mismo, y lloraba en silencio confor- del primo, el presentimiento siempre vivo de alguna gran desgracia, la ansie-
me iba andando. Después pensaba: «¡Oh, cuánto sufriría mi madre si dad continua en que vivía, dudando entre marchar y quedarse, cada día
supiese que tengo miedo!» Y este pensamiento le daba ánimos. Luego, esperando una mala noticia, la habílan hecho empeorar considerablemente.
para distraerse del terror, pensaba tantas cosas de ella, traía a su mente el Por último, se había presentado una enfermedad grave.
modo como le solía arreglar las mantas cuando estaba en la cama; y cuan- Desde hacía quince días que no se levantaba. Era necesario una
do era niño, que, a veces lo tomaba en sus brazos, diciéndole: «¡Estate operación quirúrgica para salvarle la vida. Precisamente, en aquel mo-
aquí un poco conmigo!», y permanecía así mucho tiempo, con la cabeza mento, mientras su Marcos la invocaba, estaban junto a su cama los amos
apoyada sobre la suya y entregada a sus pensamientos. Y se decía para sí. de la casa convenciéndola, con mucha dulzura, para que permitiese hacer
¿Volveré a verte alguna vez, madre querida? ¿Llegaré al fin de mi viaje, la operación.
madre mía? Un médico afamado de Tucumán había venido ya la semana anterior
Y andaba, andaba, en medio de árboles desconocidos, entre vastas inútilmente.
–No, queridos señores –decía ella–, no vale la pena; yo no tengo ya ban, con la angustiosa esperanza de encontrar a su madre, y no se atrevía
fuerzas para resistir, y me moriré bajo los instrumentos del cirujano. No a detener a nadie. Todos, desde el umbral de sus puertas se volvían a
me importa nada la vida. Todo ha concluido para mí. Es preferible que contemplar a aquel pobre muchacho harapiento, lleno de polvo, que daba
muera antes de saber lo que ha ocurrido en mi familia. señales de venir de muy lejos. Buscaba entre las gentes una cara que le
Los dueños insistían en decirle que no, que tuviese valor, que las inspirase confianza a quien dirigir aquella tremenda pregunta, cuando se
últimas cartas enviadas a Génova directamente tendrían respuesta, que se presentó ante sus ojos, en el rótulo de una tienda, un nombre italiano.
dejase operar, que lo hiciese por sus hijos. Dentro había un hombre con anteojos y dos mujeres. Se acercó lentamente
Pero pensar en sus hijos agravaba más la angustia profunda que la a la puerta, y preguntó:
postraba hacía largo tiempo. Al oír aquellas palabras prorrumpía en –¿Me sabrían decir, señores, dónde vive la familia Mequínez?
llanto. –¿Del ingeniero Mequínez? –preguntó a su vez el tendero.
–¡Oh, hijos míos! ¡Hijos míos! –exclamaba, juntando sus manos, –Sí, del ingeniero Mequínez –respondió el muchacho con voz apaga-
¡quizá ya no existan! Mejor es que muera yo también. Muchas gracias, da.
buenos señores, les agradezco de corazón. Más vale morir. Ni aún con la –La familia Mequínez –dijo el de la tienda– no está en Tucumán.
operación me curaría, estoy segura. Gracias por tantos cuidados. Es inútil Un grito de desesperado dolor, como de persona herida, por artero
que pasado mañana vuelva el médico. ¡Quiero morir: es mi destino! puñal, fue lo que emitió.
Y ellos, sin cesar de consolarla, repetían, asiéndola de las manos y El tendero y las mujeres se levantaron; acudieron algunos.
suplicándole: –¿Qué ocurre? ¿Qué tienes, muchacho? –dijo el tendero haciéndole
–No, no diga eso. entrar en la tienda y sentarse–: no hay por qué desesperarse, ¿qué diablo!
La enferma entonces cerraba los ojos, agotada, y caía en un sopor que Los Mequínez no están aquí, pero no están muy lejos: ¡a pocas horas de
la hacía parecer muerta... Los señores permanecían a su lado algún tiem- Tucumán!
po, mirando con gran compasión, a la débil luz de la lámpara, a aquella –¿Dónde? ¿Dónde? –grito Marcos, levantandose como un resucitado.
mujer admirable, ¡después de haber sufrido tanto! ¡Pobre mujer! ¡tan hon- –A unos quince kilómetros de aquí –continuó el hombre–; a orillas
rada, tan buena y tan desgraciada!... del Saladillo, en el sitio donde están construyendo una gran fábrica de
Al día siguiente, muy de mañana, entraba Marcos con su baúl a la azúcar; en el grupo de casas está la del señor Mequínez; todos los saben,
espalda, encorvado y tambaleándose, pero lleno de ánimo en la ciudad de y llegarás en pocas horas.
Tucumán, una de las más jóvenes y florecientes de la República Argenti- Marcos se le quedó mirando, con los ojos fuera de las órbitas, y le
na. Le parecía volver a Córdoba, a Rosario, a Buenos Aires: eran aque- preguntó precipitadamente, palideciendo:
llas mismas calles derechas y larguísimas, y aquellas casas bajas y blan- –¿Han visto a la criada del señor Mequínez, a la italiana?
cas, pero por todas partes se veía magnífica vegetación, se percibía un aire –¿La genovesa? La he visto.
perfumado, un cielo límpido, profundo, como jamás lo había visto ni si- Marcos rompió en sollozos convulsivos, entre risa y llanto.
quiera en Italia. Caminando por las calles, volvió a sentir la agitación Luego con violenta resolución:
febril que se había apoderado de él en Buenos Aires; miraba las ventanas –¿Por dónde se va? ¡Pronto el camino; me marcho, enséñenme el ca-
y las puertas de todas las casas, se fijaba en todas las mujeres que pasa- mino!
Viendo que era irrevocable su propósito, no se opusieron más. abatimiento; lloraba, con las manos hundidas entre sus cabellos, gemía
–¡Que Dios te acompañe! –le dijeron–. Ten cuidado con el camino como una niña, lanzando lamentos prolongados y murmurando de vez en
por el bosque. Buen viaje, italianito. cuando:
Un hombre le acompañó fuera de la ciudad, le indicó el camino, le dio –¡Oh, Génova mía! ¡Mi casa! ¡Todo aquel mar!... ¡Oh, mi Marcos,
algún consejo y se quedó mirando cómo reiniciaba su viaje. A los pocos mi infeliz Marcos! ¡Dónde estará ahora la pobre criatura mía!
minutos el muchacho desapareció, cojeando, con su baulillo a la espalda, Era medianoche. Su pobre Marcos, después de haber pasado muchas
por entre los espesos árboles que flanqueaban el camino. horas sobre la orilla de un foso, extenuado, caminaba entonces a través de
Aquella noche fue tremenda para la pobre enferma. Tenía dolores vastísima floresta de árboles gigantescos, monstruos de vegetación, con fustes
atroces que le arrancaban alaridos y momentos de delirio. Las mujeres que desmesurados semejantes a columnas de una catedral, que a cierta altura
la asistían perdían la cabeza. El ama acudía de cuando en cuando, desco- maravillosa entrecruzaban sus enormes cabelleras plateadas por la luna.
razonada. Todos comenzaron a temer que aun cuando hubiera decidido Vagamente, en aquella media oscuridad, veía miles de troncos de todas
dejarse hacer la operación el médico, que debía llegar a la mañana siguien- formas, derechos, inclinados, retorcidos, cruzaban, en actitudes extrañas
te, llegara demasiado tarde. En los momentos en que no deliraba, se com- de amenaza y de lucha; algunos caídos en tierra; como torres arruinadas
prendía, sin embargo, que su desconsuelo mayor y más terrible no se lo de pronto; todo cubierto de una vegetación exuberante y confusa, que seme-
causaban los dolores del cuerpo, sino el pensamiento de su familia. Mori- jaba a furiosa multitud disputándose palmo a palmo el terreno; otros
bunda, descompuesta, con la fisonomía deshecha, metía sus manos por formando grupos, verticales y apretados, como si fueran haces de lanzas
entre los cabellos, con desesperación que traspasaba el alma, gritando: gigantescas cuyas puntas se escondieron en las nubes, una grandeza sober-
–¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡morir sin volverlos a ver! ¡Mis Pobres hijos, bia, un desorden prodigioso de lomas colosales, el espectáculo más
que se quedan sin madre! ¡Mis criaturas! ¡Mi Marcos, todavía tan peque- majestuosamente terrible que jamás le hubiese ofrecido la naturaleza vege-
ñito, así de alto, tan bueno cariñoso! ¡No saben qué muchacho era! Seño- tal. Por momentos le sobrecogía gran estupor. Pero pronto su alma volaba
ra, ¡si usted supiese!. No me lo podía quitar de mi cuello cuando partí, hacia la madre. Estaba muerto de cansancio, con los pies sangrando, en
sollozaba que daba pena oírle, ¡Pobre Marcos, pobre niño mío! Creí que medio de aquel imponente bosque, donde no veía más que a grandes inter-
estallaba mi corazón. ¡Ah! ¡Si me hubiera muerto en aquel mismo mo- valos pequeñas viviendas humanas, que, colocadas al pie de aquellos ár-
mento en que me decía adiós! ¡Si hubiera muerto entonces atravesada por boles, parecían nidos de hormigas, y alguno que otro búfalo dormido en el
un rayo! ¡Sin madre, pobre niño; él, que me quería tanto, que tanta nece- camino. Estaba agotado, pero no sentía cansancio; estaba solo y no tenía
sidad tenía de mis cuidados; sin madre, en la miseria, tendrá que ir pi- miedo. La grandeza del campo engrandecía su alma; la cercanía de su
diendo limosna, él, Marcos, mi Marcos, tenderá su mano, hambriento! madre le daba la fuerza y decisión de un hombre; el recuerdo de los abati-
¡Oh, Dios eterno! ¡No! ¡No quiero morir! ¡El médico! ¡Llámenlo ensegui- mientos, de los dolores que había experimentado y vencido, de las fatigas
da! ¡Qué venga y que me cure, que me salve la vida! ¡Quiero curarme, que había sufrido, de la férrea voluntad que había desplegado le hacían
quiero vivir, marchar, huir mañana, enseguida! ¡El médico! ¡Socorro! levantar la frente, toda su fuerte y noble sangre genoveza refluía a su
¡Ayuda! corazón en ardiente oleada de altanería y audacia. Y una cosa nueva
Ya las mujeres le sujetaban las manos, la hacían volver en sí poco a pasaba en él: hasta entonces había llevado en su mente una imagen de su
poco, y le hablaban de Dios y de esperanzas. Ella entonces caía en mortal madre oscurecida y un tanto borrada por los años de alejamiento, y ahora
aquella imagen se aclaraba; tenía delante de sus ojos la cara entera y pura predice en estos últimos momentos. Me hará el favor de escribirles.., que
de su madre como hacía mucho tiempo no la había contemplado; la volvía siempre he pensado en ellos... que he trabajado para ellos.»... para mis
a ver cercana, iluminada, como si estuviera hablando: volvía a ver los hijos... y que mi único dolor es no volverlos a ver más... Pero que he muerto
movimientos más fugaces de sus ojos y de sus labios, todas sus actitudes, con valor..., resignada..., bendiciéndoles, y que recomiendo a mi marido...
sus gestos todos, todas las sombras de sus pensamientos, y apenado por y a mí hijo mayor al más pequeño, a mi pobre Marcos..., a quien he tenido
aquellos vivos recuerdos, apretaba el paso, y un nuevo cariño, una ternura en mi corazón hasta el último momento.
indecible, iba creciendo en su corazón, que hacía correr por sus mejillas Y poseída de repentina exaltación, gritó, juntando las manos:
lágrimas tranquilas y dulces. Según iba andando en medio de las tinie- –¡Mi Marcos! ¡Mi pobre niño! ¡Mi vida!...
blas, le hablaba, le decía las palabras que le diría al oído dentro de poco. Pero girando los ojos anegados en llanto, vio que su ama ya no estaba
–¡Aquí estoy, madre mía!; aquí me tienes; no te dejaré jamás; juntos a su lado: habían venido a llamarla furtivamente. Buscó al señor, tam-
volveremos a casa, estaré siempre a tu lado en el vapor, apretado contra tí, bién había desaparecido. No quedaban más que las dos enfermeras y el
y nadie me separará de tí nunca, nadie jamás, mientras tengas vida. practicante. En la habitación inmediata se oía rumor de pasos presurosos,
Y no advertía entretanto que sobre la cima de los árboles gigantescos murmullo de voces precipitadas y bajas, y de exclamaciones contenidas. La
iba poco a poco apagándose la argentina luz de la luna con la blancura enfermera fijó su vista en la puerta en ademán de esperar. Al cabo de
delicada del alba. pocos minutos volvió a presentarse el médico, con semblante extraño; luego
A las ocho de aquella mañana, el médico de Tucumán –un joven la señora y el amo, también con la fisonomía visiblemente alterada. Los
argentino– estaba ya junto a la cama de la enferma, acompañado de un tres se la quedaron mirando con singular expresión, y cambiaron entre si
practicante, intentando por última vez persuadirla para que se dejase ha- algunas palabras en voz baja. Parecióle oír que el médico decía a la seño-
cer la operación. Pero, ¡todo era inútil! La mujer, sintiéndose exhausta de ra:
fuerzas, ya no tenía fe en la operación; estaba convencida de que moriría –Es mejor enseguida.
irremediablemente. El médico le decía una y otra vez: La enfermera no comprendía.
–¡Pero si la operación es segura y su salvación cierta, con tal de que –¿Josefa? –le dijo el ama con voz temblorosa–. Tengo que darte una
tenga algo de valor! Por otro lado, si se empeña en resistir, la muerte es noticia buena. Prepara tu corazón a recibir una buena noticia, una gran
segura. Eran palabras lanzadas al aire. alegría.
–No –respondía siempre con su débil voz–; todavía tengo valor para La enfermera abrió sus ojos desmesuradamente.
morir, pero no lo tengo para sufrir inútilmente. Gracias, señor médico. Así –Prepárate –prosiguió su ama– a ver a una persona a quien quieres
está dispuesto. Déjeme morir tranquila. mucho.
El médico, desanimado, desistió. Nadie pronunció una palabra más. La mujer levantó la cabeza con ímpetu vigoroso, y empezó a mirar a
Entonces la mujer volvió el semblante hacía su ama, y le hizo con voz la señora y a la puerta con ojos que despedían fulgores.
moribunda sus postreras súplicas. –Una persona –añadió su ama, palideciendo que acaba de llegar...
–Mi querida y buena señora –dijo con gran trabajo, sollozando–, inesperadamente.
usted mandará los pocos pesos que tengo y todas mis cosas a mi familia, –¿Quién es? –gritó, con la voz sofocada y angustiosa.
por medio del señor cónsul. Yo supongo que todos viven. Mi corazón me lo Un instante después lanzó un agudísimo grito, de un salto se sentó
sobre la cama, y permaneció inmóvil, y con las manos apretadas contra las Un grito agudísimo como el de un herido de muerte resonó de repente
sienes, como si se tratase de una aparición sobrehumana. por toda la casa.
Marcos, magullado y cubierto de polvo, estaba de pie en el umbral, El niño respondió con otro grito horrible y desesperado:
detenido por el doctor, que le sujetaba por un brazo. –¡Mi madre va a morir!
La mujer prorrumpió por tres veces: El médico se presentó en la puerta y dijo:
–¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Dios mío! –Tu madre se ha salvado.
Marcos se lanzó hacia su madre que extendía sus brazos descarna- El muchacho le miró un momento, arrojándose luego a sus pies, sollo-
dos, apretándole contra su pecho como un tigre, rompiendo a reír violenta- zando:
mente y mezclándose a su risa profundos sollozos sin lágrimas, que la –Gracias, doctor.
hicieron caer rendida y sofocada entre las almohadas. Pero el médico le hizo levantar, diciéndole:
Pronto se rehizo, sin embargo, gritando como una loca, llena de ale- –¡Levántate!... ¡Eres tú, heroico niño, quien ha salvado a tu madre!
gría y besando a su hijo:
–¿Cómo estás aquí? ¿Por qué? ¡Cómo has crecido! ¿Quién te ha VERANO
traído? ¿Estás solo? ¿No estás enfermo? ¡Eres tú, Marcos! ¡No es esto un
sueño! ¡Dios mío! ¡Háblame! –Luego, cambiando de tono repentinamen- MIÉRCOLES 24. MARCOS, EL GENOVÉS, ES EL PENÚLTIMO pequeño hé-
te–: ¡No! ¡Calla! ¡Espera! roe con quien trabaremos conocimiento por este año; no queda
Y volviéndose hacia el médico: mas que otro para el mes de junio. No restan más que dos exá-
–Pronto, enseguida, doctor. Quiero curarme. Estoy dispuesta. No menes mensuales, veintiséis días de lección, seis jueves y cinco
pierda un momento. Llévense a Marcos para que no sufra. ¡Marcos mío, domingos. Se percibe ya la atmósfera de fin de año. Los árboles
no es nada! Ya me contarás todo. ¡Dame otro beso! ¡Vete! Heme aquí, del jardín, cubiertos de hojas y flores, dan hermosa sombra so-
doctor. bre los aparatos de gimnasia. Los alumnos van ya todos vestidos
Sacaron a Marcos de la habitación. Los amos y criados salieron ense- de verano. Da gusto presenciar la salida de las clases. ¡qué dis-
guida, quedando sólo la enfermera, el cirujanos y el ayudante, que cerra- tinto es todo de los meses pasados! Las cabelleras que llegaban a
ron la puerta. tocar en los hombros han desaparecido; todas las cabezas están
El señor Mequínez intentó llevarse a Marcos a una habitación leja- rapadas.
na; fue imposible, parecía que le habían clavado en el pavimento. Se ven cuellos y piernas desnudos, sombreros de paja de
–¿Qué es? –preguntó–. ¿Qué tiene mi madre? ¿Qué le están hacien- todas formas, con cintas que cuelgan sobre las espaldas; cami-
do? sas y corbatas de todos los colores; los más pequeñitos siempre
–Mira, te diré, tu madre está enferma, es preciso hacerle una sencilla llevan algo rojo o azul, bien alguna cinta, un ribete, una borla, o
operación, te lo explicaré todo; ven conmigo. –intentó persuadirlo Mequínez. aunque sea puramente un remiendo de color vivo pegado por la
–No –respondió el muchacho–; quiero estar aquí. Explíquemelo aquí. madre, para que sea bonito a la vista; hasta los más pobres: mu-
El ingeniero amontonaba palabras y tiraba de él para sacarlo de la chos vienen a la escuela sin sombrero, como si hubieran escapa-
habitación, el muchacho comenzaba a espantarse temblando de terror. do de casa. Otros llevan el traje claro de gimnasia. Hay un mu-
buena noticia: es la hora de salida. A este murmullo una multi- –¿Cómo va mi familia? ¿Cómo está Luisa?
tud de hombres, de mujeres, de muchachos y de jovenzuelos se –Hace pocos días estaba bien –respondió mi madre.
aprieta a uno y otro lado de la salida para esperar a los hijos, a Jorge dio un gran suspiro.
los hermanos, a los nietecillos; entretanto, de las puertas de las –¡Oh! ¡Dios sea alabado! No tenía valor para presentarme
clases se deslizan en el salon de espera, como a borbotones, gru- en el colegio de sordomudos, sin noticias de ella. Aquí dejo el
pos de pequeños que van a recoger sus capotitas y sombreros, saco y voy a recogerla. ¡Tres años hace que no veo a mi pobre
haciendo con ellos revoltijos en el suelo, y brincando alrededor, hija! ¡Tres años que no veo a ninguno de los míos!
hasta que el maestro los vuelve a hacer entrar uno por uno en –Acompáñale –ordenó mi padre.
clase. Finalmente, salen en largas filas y marcando el paso. En- En el descansillo de la escalera, el jardinero se detuvo.
tonces comienza de parte de los padres una lluvia de preguntas: Pero mi padre le preguntó:
«¿Has sabido la lección? ¿Cuánta tarea te han dado? ¿Qué tienes –¿Y los negocios?
para mañana? ¿Cuándo es el examen mensual?» –Bien –respondió gracias a Dios; he traído algún dinero.
Y hasta las pobres madres que no saben leer abren los cuader- ¡Ah!, quería preguntar: ¿cómo va la instrucción de la mudita?
nos mirando los problemas y preguntan los puntos que han teni- Dígame algo. Cuando la dejé parecía más bien un pobre animali-
do. «¿Solamente ocho? ¿Diez, con sobresaliente? ¿Nueve, de lec- to: ¡infeliz criatura! Yo tengo poca fe en los colegios. ¿Ha apren-
ción?». Y se inquietan, y se alegran, y preguntan a los maestros, y dido a hacer los signos? Mi mujer me decía: «¿Qué importa que
hablan de programas y de exámenes. ¡Qué hermoso es todo esto; ella aprenda a hablar, si yo no sé hacer los signos? ¿Cómo hare-
cuán grande y qué inmensa promesa para el mundo. mos para entendernos, pobre chiquita? Eso es más para que se
Tu padre» entiendan entre ellos mismos, un desgraciado con otro desgra-
ciado». ¿Qué tal va, pues? ¿Qué tal va?
Mi padre le respondió sonriéndose:
LA SORDOMUDA –No le digo nada; ya lo verá.
Salimos; el Instituto está cerca. Por el camino, andando a
DOMINGO 28. NO PODÍA CONCLUIR MEJOR EL MES DE MAYO, que con paso largo, el jardinero me hablaba y se iba poniendo cada vez
la visita de esta mañana. Oímos un campanillazo, corrimos to- más triste.
dos. Y mi padre dice maravillado: –¡Ah, pobre Luisa mía! ¡Nacer con esta desgracia! ¡Decir
–¿Usted aquí, Jorge? que jamás la he oído llamarme padre, y que nunca ha dicho ni
Era Jorge, nuestro jardinero de Chieri, que ahora tiene la fa- oído una palabra! Y gracias que hemos encontrado un señor ca-
milia en Condove, que acaba de llegar de vuelta de Grecia, des- ritativo que ha hecho los gastos del colegio. Pero... antes de los
pués de tres años. Traía un gran fardo en sus brazos. Está un poco ocho años no ha podido ir. Tres años hace que no está en casa.
envejecido, pero conserva la cara colorada y jovial de siempre. Está en los once ahora. Está crecida, dígame, ¿está crecida? ¿Tie-
Mi padre quería que entrase, pero él se negó, y poniéndose ne buen humor?
serio, preguntó: –Ahora verá, ahora verá –le respondí apresurando el paso.
–¿Pero dónde está este Instituto? –preguntó–. Mi mujer fue Volvíó a abrazarla besándola cien veces en la frente.
quien la acompañó cuando yo había ya marchado. Me parece –¡Pero no habla con gestos, señora maestra! ¿No habla con
que debe estar hacia este lado. los dedos, así? Pero, ¿qué es esto?
Precisamente habíamos llegado. Entramos enseguida en el –No, señor Vogi –respondió la maestra–, no es con gestos.
locutorio. Vino a nuestro encuentro un mozo. Ese método era el método antiguo. Aquí se enseña por el méto-
–Soy el padre de Luisa Vogi –dijo el jardinero–; mi hija, en- do nuevo, por el método oral. ¿No lo sabía?
seguida, enseguida. – ¡Yo no sabía nada! –respondió el jardinero, confuso–. ¡Hace
–Están en el recreo –respondió el empleado–; voy a decírse- tres años que estoy fuera! Quizá me lo han escrito, y yo no lo he
lo a la maestra. entendido. ¡Oh, hija mía, tú me comprendes, por consiguiente!
Y se fue. El jardinero ya no podía ni hablar, ni estarse quie- ¿Oyes lo que te digo?
to; se ponía a mirar los cuadros de las paredes, sin ver nada. Se –No, buen hombre –dijo la maestra–; no oye, porque es
abrió la puerta: entró una maestra vestida de negro con la mu- sorda. Ella comprende por los movimientos de nuestra boca
chacha de la mano. cuáles son las palabras que se le dicen; pero no oye las pala-
Padre e hija se miraron un momento, y luego se estrecharon bras de usted ni tampoco las que ella le dice; las pronuncia
en interminable abrazo. porque le hemos enseñado letra por letra, cómo debe dispo-
La niña iba vestida con un vestido a rayas blancas y rojas y ner los labios y cómo debe mover la lengua; qué esfuerzo
delantal gris. Está más alta que yo. Lloraba y tenía a su padre debe hacer con el pecho y con la garganta para echar fuera la
apretado al cuello con ambos brazos. voz.
Su padre se desligó y se puso a mirarla de pies a cabeza, con El jardinero no comprendió, y permaneció con la boca abier-
el llanto en los ojos y tan agitado como si acabase de dar una ta. Aún no lo creía.
gran carrera, exclamó: –Dime, Luisa –preguntó a su hija, hablándole al oído–; ¿es-
–¡Ah! ¡Cómo has crecido! ¡Qué hermosa se ha puesto! ¡Oh, tás contenta de que tu padre haya vuelto? –Levantando la cabe-
mi querida, mi pobre Luisa! ¡Mi niña! ¿Es usted, señora, la maes- za, se puso a esperar la respuesta.
tra? Dígale que me haga los signos que algo comprenderé, y poco La muchacha le miró pensativa y no dijo nada.
a poco iré aprendiendo. Dígale que me haga comprender alguna El padre permaneció turbado.
cosa con los gestos. La maestra se echó a reír. Luego replicó:
La maestra sonrió, y dijo en voz baja a la muchacha: –Señor, no le responde porque no ha visto los movimientos
–¿Quién es este hombre que ha venido a buscarte? de sus labios: ¡si le ha hablado usted al oído! Repita la pregunta,
Y la muchacha, con voz gruesa, extraña, destemplada, pero manteniendo usted la cara delante de la suya.
pronunciando claro y sonriéndose, respondió: El padre, mirándola muy fijamente a la cara, repitió:
–Es mi padre. –¿Estás contenta de que tu padre haya vuelto? –la mucha-
–¡Habla! ¡Pero es posible! ¡Pero es posible! cha mirando con atención los labios de su padre y tratando de
–¿Habla? Pero hablas tú, niña mía, ¿hablas? Dime: ¿hablas? ver el interior de la boca, respondió con soltura:
–Sí, es-toy con-tenta de que ha-yas vuelto, y de que no te Entonces la maestra se volvió al portero y dijo:
marches ya nun-ca jamás. –Llame a una niña de la clase preparatoria. El portero vol-
El padre la abrazó impetuosamente, y luego, a toda prisa, la vió al poco rato con una sordomuda, de ocho a nueve años, que
abrumó a preguntas. hacía pocos días había entrado en el Instituto.
–¿Cómo se llama tu madre? –Esta –dijo la maestra– es una de aquellas a quienes ense-
–An-tonia. ñamos los primeros elementos. He aquí como se hace. Quiero
–¿Cómo se llama tu hermana pequeña? hacerle decir e. Esté usted atento. –La maestra abrió la boca,
–A-de-lai-da. como se abre para pronunciar la vocal e, e hizo señas a la niña
–¿Cómo se llama este colegio? para que abriese la boca de la misma manera.
–De sor-do-mu-dos. La niña obedeció. Entonces, la maestra le indicó que echase
–¿Cuánto son diez más diez? fuera la voz. Lo hizo así la niña; pero en lugar de e, pronunció o.
–Veinte. –No –dijo la maestra–; no es eso.
De pronto, y mientras nosotros creíamos que iba a reír de Y asiendo las dos manos a la niña se puso una de ellas abier-
placer, se echó a llorar. ¡Pero también las lágrimas eran de ale- ta contra la garganta y la otra contra el pecho, y repitió: «e». La
gría! niña, que había sentido en sus manos la vibración de la garganta
–¡Ánimo! –le dijo la maestra–; tiene usted motivo para ale- y del pecho de la maestra, volvió a abrir de nuevo la boca, y
grarse, pero no para llorar. Mire que hace usted llorar también a pronunció muy bien: «e». Del mismo modo la maestra le hizo
su hija. ¿Está contento? decir c y d, manteniendo siempre las dos manos de la niña, una
El jardinero asió fuertemente la mano de la maestra y se la en el pecho y otra en la garganta.
llenó de besos, diciendo: –¿Ha comprendido usted ahora? –preguntó.
–¡Gracias, gracias, cien veces gracias, mil veces gracias, que- El padre había comprendido; pero parecía aún muy asom-
rida señora maestra! Y perdóneme... que no sepa decirle a usted brado.
otra cosa... –¿Y enseñan ustedes a hablar de este modo? –preguntó al
–Pero no sólo habla –le dijo la maestra–; su hija sabe escribir. cabo de estarlo pensando un minuto. ¿Tienen la paciencia de
Sabe hacer cuentas. Conoce los nombres de todos los objetos usua- enseñar a hablar de esta manera, poco a poco, a todos? ¿Uno por
les. Sabe un poco de historia y de geografía. Ahora está en la clase uno... ¡pero ustedes son unas santas! ¡Son más bien ángeles del
normal. Cuando haya hecho los otros dos años sabrá mucho, mu- Paraíso! ¡No hay recompensa para ustedes? Déjenme un poco
cho más. Saldrá de aquí en disposición de ejercer una profesión. Ya con mi hija, ahora. Siquiera cinco minutos, que esté sola conmi-
tenemos discípulos que están colocados en las tiendas para servir a go.
los parroquianos, y cumplen en sus oficios como los demás. Y habiéndole separado hacia un lado, se sentaron, y comen-
El jardinero se quedó aún más maravillado que antes. Pare- zó a preguntarle; la muchacha respondía y él reía, con los ojos
cía que de nuevo se le confundían las ideas. Miró a su hija y humedecidos, y pegándose puñetazos sobre las rodillas, asía a
comenzó a rascarse la frente. su hija por las manos, mirándola fuera de sí por la alegría que le
causaba el oírla, como si fuese una voz que viniese del cielo; Condove y mañana temprano la volveré a traer. ¡Figúrese si no
luego pregunté a la maestra: me la he de llevar!
–¿Me sería permitido dar las gracias al señor director? La hija se fue a vestir.
–El director no está –respondió la maestra–. Pero está otra –¡Después de tres años que no la veo! –insistió el jardinero–.
persona a quien debería usted dar las gracias. Aquí cada niña ¡Y ahora que habla!... A Condove me la llevo enseguida. ¡Ah!
pequeña está al cuidado de una compañera mayor, que hace como ¡Hermoso día! ¡Esto se llama un consuelo! ¡Venga acá ese brazo,
de hermana y madre... Su hija está confiada a una sordomuda de Luisa mía!
diecisiete años, hija de un panadero; hace dos años que va a La muchacha, que había retornado con una manteleta y una
ayudarla a vestir todas las mañanas, la peina, le enseña a coser, cofia, dio el brazo a su padre.
le arregla la ropa, le hace compañía. Luisa, ¿cómo se llama tu –¡Y gracias a todos! –dijo el padre desde la puerta–. ¡Gra-
madre de colegio? cias a todos con toda mi alma!
La muchacha sonriéndose, respondió: Se quedó un momento pensativo; luego; separándose brus-
–Ca-ta-li-na Jordán. –Luego dijo a su padre–: Muy, muy bue- camente de la muchacha, volvió atrás, hurgándose con una mano
na. en el bolsillo del chaleco.
El empleado, que había salido a una inclinación de la maes- –Pues bien; soy un pobre diablo; pero aquí están doscientos
tra, volvió enseguida con una sordomuda rubia, robusta, de cara pesos para el Instituto; ¡dos billetes bien nuevecitos!
alegre, también vestida de tela de rayas rojizas, con delantal gris; Y dando un golpe sobre la mesa, dejó el dinero sobre ella.
se detuvo en el umbral y, poniéndose colorada, inclinó la cabeza –No, no buen hombre –dijo conmovida la maestra–. Recoja
sonriendo. Tenía cuerpo de mujer y parecía una niña. usted su dinero. A mi no me corresponde recibirlo. Ya vendrá
Luisa corrió enseguida a su encuentro, la tomó por un brazo, cuando esté el director. Tampoco él lo aceptará, esté seguro. Ha
la trajo delante de su padre, diciendo con su gruesa voz: trabajado usted tanto para ganarlo... Todos le quedaremos agra-
–Cata-tina Jordán. decidos lo mismo que si lo recibiéramos.
–¡Ah! ¡La excelente niña! –exclamó el padre alargando la –No, yo lo dejo... –repitió el jardinero.
mano como para acariciarla, pero pronto la retiro, repitiendo–: Pero la maestra le volvió los billetes al bolsillo, sin darle
La buena muchacha, que Dios la bendiga, y que le dé todo géne- tiempo para rechazarlos.
ro de venturas, todos los consuelos, haciéndola feliz, y a todos Entonces, se resignó, meneando la cabeza. Envió con toda
los suyos: ¡es un honrado obrero, un pobre padre de familia quien rapidez un beso con la mano a la muchacha grande, saludó a la
lo desea de todo corazón! maestra, y asiendo a su hija, se lanzó fuera de la puerta.
La muchacha grande acariciaba a la pequeña, siempre con la –Ven, ven, hija mía, ¡pobre hija mía, mi tesoro¡
cabeza baja y sonriéndose; el jardinero seguía mirándola como a La hija le decía con su voz gruesa:
una virgen. –¡Oh, qué sol tan hermoso!
–Hoy puede llevarse a su hija dijo la maestra.
–¡Sí, me la llevo! –respondió el jardinero–. Hoy la llevaré a
S
y según vayas creciendo, su imagen se agrandará ante tu vista;
SÁBADO 3. MAÑANA ES FIESTA NACIONAL. cuando seas hombre, le verás gigante; y cuando no estés ya en
«Hoy es día de luto nacional». ¡Ayer noche ha muerto este mundo, ni vivan los hijos de tus hijos, todavía las genera-
Garibaldi! ¿Sabes quién era? Es el que liberó a diez ciones verán en lo alto su cabeza luminosa de redentor de los
millones de ciudadanos de la tiranía de los Borbones de Italia. pueblos, coronada con los nombres de sus victorias, como si
¡Ha muerto a los setenta y cinco años! Nació en Niza, y era hijo fueran círculo de estrellas, y les resplandecerá la frente y el alma
de un capitán naval. A los ocho años salvó la vida de una mujer; a todos los italianos al pronunciar su nombre.
a los trece, condujo a salvo una barca llena de compañeros náu- Tu padre»
fragos; a los veintisiete, salvó de las aguas, en Marsella, a un
jovencito que se ahogaba, a los cuarenta y uno, evitó un incen- EL EJÉRCITO
dio en un barco en el océano. Combatió diez años en América
por la libertad de un pueblo extranjero: luchó en tres guerras DOMINGO 11. FIESTA NACIONAL. SE RETRASÓ SIETE DÍAS a causa de la
contra los austríacos por la libertad de la Lombardía y del Trentino; muerte de Garibaldi.
defendió a Roma contra los franceses en 1849: libró a Palermo y Hemos ido a la plaza del Castillo para ver la revista de los
a Nápoles en 1860; volvió a combatir por Roma en 1867; gue- soldados que desfilaron ante el comandante del cuerpo de ejér-
rreó en 1870 contra los alemanes en defensa de Francia. Tenía cito en medio de dos grandes filas de pueblo. Según iban desfi-
en su alma la llama del heroísmo y el genio de la guerra. Entró en lando al compás de las cornetas y músicas, mi padre me indicaba
los cuerpos. Iban primero los alumnos de la Academia, que se- Pero mi padre casi me echó un regaño por haber usado aquella
rán oficiales de ingenieros y de artillería, vestidos de negro, palabra, y me dijo:
desfilando con una elegancia firme y desenvuelta de soldados y –No hay que considerar el ejército como un bello espectá-
de estudiantes. Después de ellos pasó la infantería: la brigada de culo. Todos estos jóvenes, llenos de fuerzas y de esperanzas,
Bérgamo, que combatió en Castelfidardo. Cuatro regimientos, pueden de un día a otro, ser llamados a defender nuestro país, y
compañía tras compañía, millares, millares de pompones rojos en pocas horas caer hechos trizas por las balas y la metralla.
que semejaban otras tantas dobles guirnaldas larguísimas color Siempre que oigas gritar en una fiesta « ¡Viva el ejército! ¡Viva
de sangre, tendidas y agitadas por los dos extremos y llevadas a Italia!», represéntale más allá de los regimientos que pasan, una
través de la multitud. Después de la infantería avanzaron los campiña cubierta de cadáveres y entonces el «viva el ejército» te
soldados de ingenieros, los obreros de la guerra con sus pena- saldrá de lo más profundo del corazón, y la imagen de Italia te
chos negros de crin y los galones rojos y mientras éstos desfila- aparecerá más severa y más grande...
ban, se veía avanzar tras ellos centenares de largas y derechas
plumas que sobresalían por encima de las cabezas de los espec- ITALIA
tadores: eran los alpinos, los defensores de las puertas de Italia,
todos ellos altos, sonrosados y fuertes, con sus sombreros MARTES 14. «SALUDA A LA PATRIA DE ESTE MODO en los días de sus
calabreses y las divisas de hermoso color vivo, como la hierba fiestas: «Italia, patria mía, noble y querida llena donde mi padre
de sus montañas. Aún desfilaban los alpinos cuando se dejó sen- y mi madre nacieron y serán enterrados, donde yo espero vivir y
tir un estremecimiento en la multitud, y los soldados de infante- morir, donde mis hijos crecerán y morirán; hermosa Italia, gran-
ría, los primeros que entraron en Roma por la brecha de la Puer- de y gloriosa desde hace siglos, unida y libre desde hace pocos
ta Pia, morenos, avispados, vivos, con los penachos agitados años; y por la cual tantos valientes murieron en los campos de
por el viento, pasaron, haciendo retumbar toda la plaza con agu- batalla y tantos héroes en el patíbulo, madre angosta de trescien-
dos sonidos de trompa que semejaban gritos de alegría. Pero el tas ciudades y de treinta millones de hijos; yo, niño, que todavía
sonido de su corneta fue cubierto bien pronto por un estrépito no te comprendo y no te conozco por completo, te venero y te
sordo e ininterrumpido, que anunciaba la artillería de campaña. amo con toda mi alma, y estoy orgulloso de haber nacido de ti y
Pasaron, gallardamente sentados sobre altos cajones, arrastra- de llamarme hijo tuyo. Amo tus mares espléndidos y tus subli-
dos por trescientas parejas de caballos impetuosos, los bravos mes Alpes; amo tu gloria y tu belleza; amo y venero a aquella
soldados de cordones amarillos y los largos cañones de bronce y parte preferida donde por vez primera vi el sol y oí tu nombre.
de acero, con sus altos soldados y, sus poderosos mulos, la arti- Amo a todas con el mismo cariño, y con igual gratitud, valerosa
llería de montaña. Pasó por fin al galope, con los cascos Turín, Génova soberbia, docta Bolonia, encantadora en Venecia,
refulgentes, con las lanzas derechas, con las banderas al viento, poderosa Milán; con la misma reverencia de hijo te amo gentil
deslumbrados de oro y plata llenando el aire de polvo y de Florencia y terrible Palermo, Nápoles inmensa y hermosa, Roma
relinchos, el magnífico regimiento de caballería de Génova. maravillosa y eterna. ¡Te amo, sagrada patria! Y te juro que que-
–¡Qué hermoso es! –exclamé yo. rré siempre a todos tus hijos como a hermanos; que honraré siem-
pre en mi corazón a tus hombres ilustres vivos y a tus grandes Y todas las mañanas, al despertarme a las seis para estudiar
hombres muertos; que seré ciudadano activo y honrado, atento la lección
tan solo a ennoblecerme para hacerme digno de ti y cooperar –¡Ánimo! No faltan ya más que tantos días; luego quedarás
con mis mínimas fuerzas para que desaparezcan de tu faz la mi- libre y descansarás, irás a la sombra de los árboles.
seria, la ignorancia, la injusticia, el delito. Juro que te serviré en Sí, tiene sobrada razón mi madre al recordarme los mucha-
lo que pueda con la inteligencia, con el brazo y con el corazón, chos que trabajan en los campos bajo los rayos de un sol que
humilde y valerosamente; y que si llega un día en el que deba dar abrasa, o en las arenas blancas de las orillas de los ríos o los de
por ti mi sangre y mi vida, daré mi vida y mi sangre elevando al las fábricas de vidrio, que se pasan todo el día inmóviles, con el
cielo tu santo nombre» rostro inclinado sobre una llama de gas; todos se levantan más
Tu padre» temprano que nosotros y ninguno de ellos tiene vacaciones. ¡Va-
lor, por consiguiente!
¡TREINTA Y DOS GRADOS! También en esto es el primero Derossi, que no siente ni
el calor ni el sueño, siempre vivo y alegre con sus rizos largos
VIERNES 16. EN LOS CINCO DÍAS SIGUIENTES A LA FIESTA NACIONAL, el como en el invierno, estudiando sin cansarse y manteniendo
calor ha ido creciendo hasta tres grados más. Ya estamos en ple- despiertos a todos los que tiene alrededor, como si refrescase
no verano; todos comienzan a estar cansados, a perder los her- el aire con su voz. Otros dos hay que siempre están atentos y
mosos colores sonrosados de la primavera; las piernas y los cue- despiertos: el testarudo Estardo, que se muerde los labios para
llos se adelgazan, las cabezas se tambalean y los ojos se cierran. no dormirse, y cuando más cansado está y más calor hace,
El pobre Nelle, que siente mucho el calor y tiene ya una cara de tanto más aprieta los dientes y abre los ojos, y el traficante
color de cera, se queda alguna vez dormido profundamente con Garofi, enteramente ocupado en fabricar abanicos de papel
la cabeza sobre el cuaderno; pero Garrón siempre está atento rojo, adornados con figuritas de cajas de cerillas, que luego
para ponerle delante un libro abierto, derecho, para que el maes- vende a dos pesos cada uno. Pero el más valiente es Coreta:
tro no lo vea. Crosi apoya su roja cabeza sobre el banco de modo ¡pobre Coreta, que se levanta a las cinco para ayudar a su
que parece que la han separado del tronco y puesto allí. Nobis se padre a llevar leña! A las once, en la escuela, ya no puede
lamenta de que somos demasiados y viciamos el aire. ¡Ah, ¡Qué tener los ojos abiertos, y se le dobla la cabeza sobre el pecho.
esfuerzo hay que hacer para ponerse a estudiar! Yo miro desde Y, sin embargo, se sacude, se pega golpecitos en la nuca, pide
las ventanas de casa aquellos hermosos árboles que hacen una permiso para salir, y se lava la cara, y hace que lo que están
sombra tan oscura, y me da tristeza y rabia el tener que ir a ence- cerca le empujen y le pellizquen. Pero esta mañana no pudo
rrarme entre los bancos de la clase. Luego me reanimo cuando resistirlo y se durmió con profundísimo sueño. El maestro le
veo que mi pobre madre se queda siempre mirándome cuando llamó fuertemente.
salgo de la escuela, para ver si estoy pálido; y a cada página de –¡Coreta!
tarea me dice: No le oyó. El maestro, irritado repitió:
–¿Te sientes con fuerzas todavía? –¡Coreta!
Entonces el hijo del carbonero que vive al lado de su casa se y que en tales momentos no habla más que de ti, y no tiene más
levantó y dijo: pena en su corazón que el dejarte sin protección y pobre. ¡Y
–Ha estado trabajando desde las siete, llevando haces de cuántas veces, pensando en esto, entra en tu cuarto mientras
leña. duermes y se queda mirándote con la luz en la mano, y haciendo
El maestro le dejó dormir, y continuó explicando la lección un esfuerzo, cansado y triste, vuelve a su trabajo! Y ni siquiera
durante otra media hora. Luego se fue al banco de Coreta, y te das cuenta de que en muchas ocasiones te busca, está contigo
soplándole muy despacio en la cara le despertó. Al verse delante porque tiene una amargura en el corazón y disgustos que todos
del maestro retrocedió amedrentado. Pero el maestro lo asió la los hombre, sufren en el mundo, y te busca a ti como a un amigo
cabeza entre las manos y le dijo, besándole. para confortarse y olvidar, sintiendo necesidad de refugiarse en
–No te regaño, hijo mío. No es el sueño de la pereza el que tu cariño, para volver a encontrar la serenidad y el valor. Piensa,
sientes, sino el sueño del cansancio. por consiguiente, ¡qué doloroso debe ser para él, cuando, en lu-
gar de encontrar afecto en ti, encuentra frialdad e irreverencia!
MI PADRE ¡No te manches jamás con tan horrible ingratitud! Piensa que
aún cuando fueses bueno como un santo, no podrías nunca re-
SÁBADO 17. «SEGURAMENTE QUE NI TU COMPAÑERO Coreta ni Ga- compensarlo bastante por lo que ha hecho y hace continuamen-
rrón responderían a su padre como tú has respondido esta tarde te por ti. Y piensa a la vez que sobre la vida no se puede contar;
al tuyo, Enrique. ¿Cómo es posible? Tienes que jurame que no una desgracia te podría arrebatar a tu padre, mientras todavía
volverá a pasar esto nunca más. Siempre que a un reto de tu eres un muchacho, dentro de dos años, o tres meses, o quizá
padre te venga a los labios una mala respuesta piensa en aquel mañana mismo. ¡Ah! ¡Pobre Enrique mío! ¡Como verás cambiar
día, que llegará irremisiblemente, en que tenga que llamarte a su todo a tu alrededor entonces! ¡Qué vacía y desolada te parecería
lecho para decirte: «Enrique, te dejo». ¡Oh, hijo mío! Cuando la casa, solo, con tu pobre madre vestida de negro! Ve, hijo mío,
oigas su voz por última vez, y aún después por mucho tiempo; ve donde está tu padre; está trabajando en su cuarto. Ve de pun-
cuando llores en su cuarto abandonado, en medio de todos los tillas para que no te sienta entrar, pon tu frente sobre sus rodillas
libros que él ya no abrirá más, entonces, recordando que alguna y dile que te perdone y te bendiga.
vez le faltaste el respeto, te preguntarás a tí mismo: «¿Cómo es Tu madre»
posible?» Entonces comprenderás que él ha sido siempre tu mejor
amigo, que cuando se veía obligado a castigarte sufría más que EN EL CAMPO
tú, y que si te ha hecho llorar ha sido por tu bien; entonces te
arrepentirás y besarás llorando aquella mesa sobre la cual ha tra- LUNES 19. MI BUEN PADRE ME PERDONÓ UNA VEZ MÁS, y me dejó ir a
bajado en bien de sus hijos. la excursión que habíamos proyectado con el padre de Coreta, el
«Ahora no comprendes; él te esconde todo su interior, ex- vendedor de leña. Todos teníamos necesidad de alguna bocana-
cepto su bondad y su cariño. Tú no sabes que a veces está tan da de aire de las colinas.
quebrantado por el cansancio; que piensa que vivirá pocos días, Ayer a las dos nos encontramos en la plaza de la Constitu-
ción: Derossi, Garrón, Garofi, Coreta padre e hijo, Precusa y yo, ta, se lo sujetó de manera que no se veía, mientras que no cesaba
con nuestras provisiones de frutas, de salchichón y de huevos de decirle:
duros: teníamos vasitos de cuero y de hojalata: Garrón llevaba «¡Perdóname! ¡Perdóname!» Luego, vuelta a correr de nue-
una calabaza con vino blanco; Coreta la cantimplora de soldado vo. Garofi no perdía su tiempo en el viaje; juntaba hierbas para
de su padre, llena de vino tinto: y el pequeño Precusa, con su ensalada, caracoles y todas las piedras que brillaban algo se las
blusa de maestro herrero, tenía bajo el brazo una hogaza de dos metía en el bolsillo.
kilos. Siempre adelante corriendo, echándonos a rodar, trepan-
Fuimos en ómnibus hasta la Gran Madre de Dios, y luego, do a la sombra y al sol, arriba y abajo por todas las estribacio-
arriba, por las colinas. ¡Había una sombra, un verde y una fres- nes y senderos, hasta que llegamos sin fuerzas y sin aliento a
cura!... Dábamos volteretas en las praderas, metíamos la cara la cima de una colina, donde nos sentamos a merendar en la
en todos los arroyuelos y saltábamos a través de todos los fo- hierba.
sos. Se veía una llanura inmensa, y todos los Alpes azules, con
Coreta Padre, nos seguía a lo lejos, con la chaqueta al hom- sus crestas blancas. Nos moríamos de hambre y parecía que el
bro, fumando en su pipa de yeso y de cuando en cuando nos pan se evaporaba. Coreta padre nos presentaba los pedazos de
amenazaba con la mano para que no nos desgarrásemos los pan- salchichón sobre hojas de calabaza. Nos pusimos a hablar a la
talones. Precusa silbaba; nunca le había oído silbar; Coreta hijo vez de los maestros, de los compañeros que no habían podido
hacía de todo, según andábamos; sabe hacer de todo aquel venir y de los exámenes. Precusa se avergonzaba algo de comer
hombrecito, con su navajita de un dedo de largo: ruedas de mo- y Garrón le metía en la boca lo mejor de su parte a la fuerza.
lino, tenedores; y quería llevar las cosas de los demás, e iba car- Coreta estaba sentado al lado de su padre con las piernas cruza-
gado que sudaba, pero siempre ligero como una cabra. Derossi a das; más bien parecían dos hermanos que padre e hijo, y alegres;
cada paso se detenía para decirnos los nombres de las plantas y y con los dientes tan blancos... El padre trincaba que era un
de insectos; no sé cómo se arregla para saber tantas cosas. Ga- gusto, apuraba hasta los vasos que nosotros dejábamos media-
rrón iba comiendo su pan en silencio; pero no es el mismo que dos, diciéndonos:
pegaba aquellos mordiscos que era un gusto verlo –¡pobre Ga- –A ustedes, estudiantes, sin duda les hace daño el vino; los
rrón! Siempre es excelente, bueno como el pan: cuando uno de vendedores de leña son los que tienen necesidad de él.
nosotros tomaba carrera para saltar un foso, corría al otro lado Luego, asiendo por la nariz a su hijo lo zarandeaba, dicién-
para tenderle las manos; y el pobre Precusa tenía miedo de las donos:
vacas, porque siendo pequeño le habían atropellado; siempre –Muchachos, quieran mucho a éste, que es un perfecto ca-
que pasaba una, Garrón se le ponía delante. Subimos hasta San- ballero –Y seguía bebiendo–. ¡Qué lástima! Ahora están todos
ta Margarita, y luego abajo por la pendiente dando saltos y echán- juntos como buenos amigos, y dentro de algunos años, ¡quién
donos a rodar; Precusa, trabándose en un arbusto, se hizo un sabe! Enrique y Derossi serán abogados o profesores ¡o qué sé
rasgón en la blusa, y allí se quedó avergonzado con su jirón col- yo!, y ustedes cuatro en una tienda o en un oficio o el diablo
gado, hasta que Garofi, que tiene siempre alfileres en la chaque- sabe dónde.
–¿Qué? –respondió Derossi–; para mí, Garrón será siempre LA DISTRIBUCIÓN DE PREMIOS A LOS OBREROS
Garrón; Precusa será siempre Precusa, y los demás lo mismo;
aún cuando llegase a ser emperador de todas las Rusias, donde DOMINGO 25. SEGÚN HABÍAMOS CONVENIDO, fuimos todos juntos al
estén ellos iré yo. teatro Víctor Manuel a ver la distribución de premios a los obre-
–¡Bendito seas! –exclamó Coreta padre alzando la cantim- ros. El teatro estaba adornado como el día 14 de marzo y lleno
plora–. Así se habla, ¡vive Cristo! ¡Venga esa mano! ¡Vivan los de gente, pero casi todas eran familias de obreros. La platea es-
buenos compañeros y viva también la escuela, que crea una sola taba ocupada por los alumnos y alumnas de la escuela de canto
familia entre los que tienen y los que no tienenl coral, los que cantaron un himno a los soldados muertos en
Tocamos todos la cantimplora con los vasos de cuero y de Crimea, tan hermoso, que cuando terminó todos se levantaron
hojalata y bebimos por última vez. Y él gritó, poniéndose en pie palmoteando y gritando hasta que lo repitieron. Inmediatamen-
y apurando el último sorbo: te los premiados comenzaron a desfilar ante el alcalde, el gober-
–¡Viva el cuadro del cuarenta y nueve! Y si alguna vez uste- nador y otros muchos que les daban libros, libretas de Caja de
des tuvieran que formar el cuadro, mucho cuidado con mante- Ahorros, diplomas y medallas. Allá en un rincón del patio, vi al
nerse firmes como nosotros, muchachos... albañilito, sentado al lado de su madre; en otro lado estaba el
Ya era tarde; bajamos corriendo y cantando, y caminando director y detrás de él, la cabeza roja de mi maestro de segundo
largos trechos tomados del brazo. Cuando llegamos al Po oscu- año. Primeramente fueron los alumnos de las escuelas nocturnas
recía, y millares de luciérnagas cruzaban los aires. No nos sepa- de dibujo: escultores, litógrafos y también carpinteros y albañi-
ramos hasta llegar a la plaza de la Constitución, después de ha- les; luego, los de la escuela de comercio; después, los del liceo
ber combinado el encontrarnos para ir todos juntos al teatro Víctor musical, entre los cuales iban varias muchachas obreras, vesti-
Manuel para asistir a la distribución de premios a los alumnos de das con los trajes de día de fiesta, siendo saludados con grandes
las escuelas de adultos. aplausos. Por fin pasaron los alumnos de las escuelas nocturnas
–¡Qué hermoso día! ¡Qué contento habría vuelto a casa si elementales, y era un bonito espectáculo verlos desfilar, de to-
no me hubiese cruzado en el camino con mi pobre maestra! das las edades, de todos los oficios y vestidos de muy diversos
La encontré al bajar la escalera de nuestra casa, casi a oscu- modos; hombres con el pelo entrecano, muchachos y operarios
ras. Apenas me reconoció, me tomó ambas manos, diciéndome de larga barba negra. La gente aplaudía a los más viejos y a los
al oído: más jóvenes.
–¡Adiós, Enrique, acuérdate de mí! Pero ninguno, entre los espectadores, reía; al contrario de lo
Advertí que lloraba. Subí y se lo dije a mi madre. que sucedía el día de nuestra fiesta, todos estaban atentos y se-
–¡He encontrado a mi maestra! rios. Muchos de los premiados tenían a su mujer y a sus hijos en
–Sí, iba a acostarse –respondió mi madre, que tenía los ojos la puerta, y había niños que al ver pasar a sus padres por el esce-
encendidos. Luego, mirándome fijamente, añadió con gran tris- nario les llamaban por su nombre y en alta voz, señalándoles
teza: con la mano y riendo fuertemente. Pasaron labradores y mozos.
–Tu pobre maestra está muy mal. De la escuela de la Ciudadela se presentó un limpiabotas, a quien
conoce mi padre, y el gobernador le dio un diploma. Tras él veo chachos, guardias, maestros, se saludaban de un lado a otro de
venir al padre del albañilito, que había ganado ¡el segundo pre- la calle. Se veían mujeres, de obreros con sus niños en brazos,
mio! Me acordé de cuando lo había visto en la buhardilla, al lado los cuales llevaban en sus manitos el diploma del padre ense-
de la cama de su hijo enfermo; busqué a éste con la vista en las ñándolo orgullosos a las gentes.
butacas: ¡pobre albañilito! Estaba mirando a su padre con los
ojos brillantes, y para esconder la emoción ponía hocico de lie- MI MAESTRA MUERTA
bre. En aquel momenlo oí un estallido de aplausos y miré al
palco escénico: un pequeño deshollinador, con la cara limpia MARTES 27. MIENTRAS NOSOTROS ESTÁBAMOS EN EL TEATRO Víctor
pero con el traje de trabajo; el alcalde le hablaba teniéndole asi- Manuel, mi pobre maestra agonizaba. Murió a las dos. El direc-
da una mano. Después del deshollinador vino un cocinero. Lue- tor estuvo ayer por la mañana a darnos la noticia en la escuela, y
go se presentó a recoger la medalla un barrendero del Ayunta- añadió:
miento. Sentía en mi corazón un no sé qué, algo así como un –Los que de ustedes hayan sido alumnos suyos, saben qué
gran afecto y un gran respeto, al pensar cuánto habían costado buena era y cuánto quería a los niños; fue una madre para ellos.
aquellos premios a todos aquellos trabajadores, padres de fami- ¡Ahora ya no existe! Una terrible enfermedad venía consu-
lia, llenos de preocupaciones: cuántas fatigas añadidas a las su- miéndola hacía mucho tiempo. Si no hubiese tenido que trabajar
yas, cuántas horas robadas al sueño, y también cuántos esfuer- para ganarse el pan, se habría curado, o al menos su vida se ha-
zos de su inteligencia, a pesar de no tener hábitos de estudio y bría podido prolongar más, pero quiso estar entre sus niños has-
de sus manos encallecidas por el trabajo. Pasó un muchacho de ta el último día. El sábado 17, por la tarde, se despidió de ellos,
taller, al cual se veía que le habían prestado la chaqueta para con la seguridad de no volver a verlos; les aconsejó, besó a to-
aquella ocasión, le colgaban las mangas tanto que no tuvo más dos y se fue sollozando. ¡Ya ninguno volvería a verla! Niños,
remedio que recogérselas allí mismo, para poder tomar su pre- acuérdense de ella.
mio; muchos rieron, pero pronto quedó sofocada la risa por los El pequeño Precusa, que había sido alumno suyo en el pri-
aplausos. Aparecieron soldados de artillería de los que venían a mer grado superior, agachó la cabeza sobre el banco y se echó a
la escuela de adultos de nuestra sección; luego, guardas de con- llorar.
sumos y vigilantes municipales. Por fin, los alumnos de la escue- Ayer tarde, después de clase, fuimos todos juntos a la casa
la de música coral cantaron otra vez; pero con tanto vigor, tal mortuoria, para acompañar el cadáver a la iglesia. Había en la
forma de expresión brotaba francamente del alma, que la gente calle un coche fúnebre con dos caballos y mucha gente alrede-
no aplaudió más y salieron todos conmovidos, lentamente y sin dor que hablaba en voz baja. El director, los maestros y las maes-
producir ruido. A los pocos minutos la calle estaba llena de gen- tras de nuestra escuela; y también de otras secciones donde ella
te. había enseñado años atrás, estaban allí: los niños de su clase,
Delante de la puerta del teatro estaba el deshollinador con llevados de la mano por sus madres, iban con velas: y muchísi-
su libro encuadernado en tela roja y una porción de señores que mos llevaban coronas, o ramitos de rosas en la mano. Sobre el
le rodeaban haciéndole mil preguntas. Muchos operarios, mu- ataúd habían colocado ya muchos ramos de flores, y pendientes
del fúnebre una corona grande de siemprevivas con la siguiente acompañándola, porque no quería que llorasen. Ha hecho siem-
inscripción en caracteres negros: A su maestra, las antiguas alum- pre el bien, ha sufrido, ha muerto. ¡Adiós! ¡Adiós para siempre,
nas de la cuarta. Bajo esta corona grande iba otra pequeña llevada mi buena amiga, dulce y triste recuerdo de mi infancia!...
por sus niños. Se veían entre la multitud muchas criadas de ser-
vicio enviadas por sus amos, con velas, y dos lacayos de librea ¡GRACIAS!
con antorchas encendidas; un señor, padre de un alumno de la
maestra, había hecho ir su carruaje, forrado de seda azul. MIÉRCOLES 28. MI POBRE MAESTRA HA QUERIDO TERMINAR el año es-
Todos se apiñaban ante la puerta. Varias niñas enjugaban colar; tres días antes de terminar las lecciones se ha ido. Pasado
sus ojos llenos de lágrimas. Estuvimos esperando largo rato en mañana iremos todavía a clase, para oír leer el último cuento
silencio. Finalmente bajaron el ataúd. Cuando algunos niños vie- mensual: «Naufragio». Luego... se acabó. El sábado, primero de
ron la caja fúnebre se echaron a llorar, uno comenzó a gritar julio, los exámenes. Otro año: por consiguiente; ¡ha pasado el
como si sólo en aquel momento se hubiera compenetrado de cuarto! Y si no se hubiese muerto la maestra, habría pasado oc-
que su maestra había muerto, dando unos sollozos tan convulsivos tubre y me parece que sé bastante más: encuentro varias cosas
que tuvieron que retirarle. La procesión se puso en orden nuevas en la mente: soy capaz de decir y escribir mejor que en-
lentamente. Iban primero las hijas del Refugio de la Concep- tonces lo que pienso: puedo también hacer cuentas, comprendo
ción, vestidas de verde; luego las hijas de María, de blanco con con más claridad casi todo lo que leo. Estoy contento... Pero,
lazos azules; luego los sacerdotes; detrás del carro los maestros ¡cuántos me han empujado y ayudado a aprender, quién de un
y las maestras, los alumnos de primero superior y los demás, y, modo, quién de otro; en casa, en la escuela, en la calle, en todas
por fin, la muchedumbre en tropel. partes donde he ido y he visto algo! Yo doy gracias a todos en
La gente se asomaba a las ventanas y a las puertas, y al ver a este momento. Doy gracias a ti en primer lugar, mi buen maes-
todos los muchachos y la corona, decían: «Es una maestra». Aún tro, que has sido tan indulgente y afectuoso conmigo, y para quien
entre las mismas señoras que acompañaban a los más pequeños, representa un trabajo cada uno de los conocimientos nuevos de
habían algunas que lloraban. Llegamos a la iglesia, bajaron la que ahora me vanaglorio. Te doy gracias a tí, Derossi, mi admi-
caja fúnebre del coche y la pusieron en el centro de la nave, rable compañero, que, con tus explicaciones prontas y amables,
delante del altar mayor; las maestras depositaron en ellas sus me has hecho comprender tantas veces cosas difíciles y superar
coronas, los niños la cubrieron de flores y la gente toda se había muchos escollos en los exámenes; a tí también, Estardo, fuerte y
colocado alrededor, con las velas encendidas, en medio de la valeroso, que me has mostrado cómo una voluntad de hierro es
oscuridad del templo, comenzó a entonar las oraciones. Ense- capaz de todo; a ti, Garrón, generoso y bueno, que haces genero-
guida que el sacerdote dijo el último amén apagaron todas las sos y buenos a todos los que te conocen, y también a ustedes,
velas y salieron, quedándose sola la difunta. ¡Pobre maestra, tan Precusa y Coreta, que me han dado siempre ejemplo de valor en
buena como ha sido, tan paciente, con tantos años como ha tra- los sufrimientos y de serenidad en el trabajo; y al dar gracias a
bajado! Ha dejado sus pocos libros a los alumnos. Dos días an- ustedes, doy gracias a todos los demás. Pero, sobre todo, te doy
tes de morir, dijo al director que no dejasen ir a los pequeños gracias a tí, padre mío, mi primer maestro, mi primer amigo que
me has ofrecido tantos consejos y enseñado tantas cosas, mien- –Aquí tienes una compañera de viaje, Mario.
tras trabajabas para mí, ocultándome siempre tus tristezas y bus- Después se marchó.
cando de todas maneras como hacerme fácil el estudio y hermosa La muchacha se sentó sobre el montón de cuerdas, al lado del chico.
la vida; a ti, dulce madre mía, mi querido y bendito ángel custodio, Se miraron.
que has gozado con todas mis alegrías y sufrido todas mis amargu- –¿A dónde vas? –le preguntó el siciliano.
ras; que has penado y estudiado conmigo. Yo hinco mis rodillas –A Malta, por Nápoles –respondió la muchacha, añadiendo–: Voy
ante ti, como cuando era niño, y te doy gracias con toda la ternura a reunirme con mis padres, que me esperan. Me llamo Julia Fagiani.
que pusiste en mi alma en doce años de sacrificio y amor. El muchacho permaneció callado. Después de algunos minutos sacó
de la bolsa pan y frutas secas; la chica tenia bizcochos. Comieron.
NAUFRAGIO –¡Alegría! –grita el marinero italiano pasando rápidamente–. ¡Ahora
(Cuento mensual) empieza una danza!
El viento crecía y el barco se bamboleaba con fuerza Pero los dos
HACE MUCHOS AÑOS, CIERTA MAÑANA DEL MES DE DICIEMBRE, zarpa- muchachos, que no se mareaban, no tenían miedo. La muchacha sonreía.
ba del puerto de Liverpool un gran buque que llevaba a bordo más de Representaba casi la misma edad que su compañero, pero era más alta,
doscientas personas, entre ellas setenta hombres de la tripulación. delgada, de aspecto enfermizo y vestida más que modestamente. Tenía el
El capitán y casi todos los marineros eran ingleses. Entre los pasaje- cabello cortado y recogido, un pañuelo encarnado alrededor de la cabeza y
ros se encontraban varios italianos; tres caballeros, un sacerdote y una en las orejas aritos de plata
compañía de músicos. Mientras comían se contaron sus asuntos. El muchacho no tenía ni
El buque iba a la isla de Malta. El tiempo se presentaba borrascoso. padre ni madre. Su padre, trabajador, había muerto en Liverpool pocos
Entre los viajeros de tercera clase, a proa, se encontraba un muchacho días antes, dejándolo solo, y el cónsul italiano, lo había mandado a su
italiano, de doce años aproximadamente, pequeño para su edad, pero país, a Palermo, donde le quedaban parientes lejanos. La muchacha ha-
robusto; un hermoso rostro de siciliano, audaz y severo. Estaba solo, cerca bía sido conducida a Londres el año anterior con una tía viuda que la
del palo triquete, sentado sobre un montón de cuerdas, al lado de una quería mucho, y a la cual sus padres (que eran pobres) se la habían dejado
maleta gastada que contenía su equipaje, sobre la cual se apoyaba. Tenía por algún tiempo, confiados en la promesa de la herencia, pero pocos meses
el rostro moreno y el cabello negro y rizado, que casi le caía sobre la espal- después, la tía había muerto atropellada por un vehículo sin dejar un
da. Vestía pobremente, con una manta destrozada sobre los hombros y centavo, y entonces ella había recurrido al cónsul, que la había embarcado
una vieja bolsa de cuero colgada. para Italia. Ambos habían sido recomendados al marinero italiano.
Miraba a su alrededor pensativo. Tenía el aspecto de un muchacho –Así –concluyó la niña– mi padre y mi madre creían que volvería
que acababa de experimentar una gran desgracia de familia; cara de niño rica, y no es así. Pero me quieren mucho de todas maneras, y mis hermanos
y expresión de hombre. también. Tengo cuatro, todos pequeños; yo soy la mayor de casa y los visto.
Poco después de la salida, uno de los marineros un italiano, con el Les dará mucha alegría al verme. Yo los sorprenderé entrando de punti-
cabello gris, apareció a proa conduciendo de la mano a una muchacha, y llas.
parándose delante del pequeño le dijo: –¡Qué malo está el mar!
Después le preguntó al muchacho. grúa y cuatro bueyes que estaban a proa, cómo si hubieran sido hojas secas.
–¿Y tú? ¿ Vas a vivir con tus parientes?... En el interior reinaba confusión y espanto. Una batahola de gritos, de
–Si... si quieren –respondió. llantos de plegarias, que hacían erizar el cabello. La tempestad fue au-
–¿Qué edad tienes? –preguntó ella. mentando su furia toda la noche. Al amanecer acreció. Las olas formida-
–No lo sé. bles, azotando el barco de través, rompían sobre cubierta y destrozaban,
–Yo cumplo trece años en Navidad –dijo la muchacha. barrían, revolvían en el mar todas las cosas.
Luego empezaron a charlar del mar y de la gente que había alrede- La plataforma que cubría la máquina se rompió y el agua se precipi-
dor. Todo el día estuvieron reunidos, cambiando de cuando en cuando tó dentro con estrépito terrible, los fuegos se apagaron, los maquinistas
alguna palabra Los pasajeros creían que eran hermanos. La niña tejía huyeron; grandes arroyos impetuosos penetraron por todas partes. Una
medias, el muchacho meditaba El mar seguía levantisco. Por la noche, en voz fuerte gritó, «¡La bomba!» Era la voz del capitán. Los marineros se
el momento de separarse para ir a dormir, la niña dijo a Mario. lanzaron a la bomba. Pero un rápido golpe de mar, rompiéndose contra el
–Que duermas bien. buque por detrás, destrozó parapetos y escotillas y echó dentro un torrente
–¡Nadie dormirá bien, pobres niños! –exclamó el marinero italiano, de agua.
al pasar corriendo, llamado por el capitán. Todos los pasajeros, más muertos que vivos, se habían refugiado en la
El muchacho iba a responder a su amiga «Buenas noches», cuando cámara De allí a poco, apareció el capitán.
un golpe inesperado de mar lo lanzó contra un banco. –¡Capitán! ¡Capitán! –gritaron todos a la vez–. ¿Qué se hace? ¿Cómo
–¡Madre mía!... ¡Se ha lastimado!... –gritó la chica echándose sobre estamos? ¿Hay esperanzas? ¡Sálvenos!
él. El capitán esperó a que todos se callasen y dijo:
Los pasajeros, que escapaban abajo, no hicieron caso. La niña se arrodi- –Resignémonos.
lló junto a Mario, que estaba aturdido del golpe: le lavó la frente, que sangra- Ninguno pudo decir algo. El terror los había petrificado. Mucho tiempo
ba, y quitándose el pañuelo rojo, se lo ató alrededor de la cabeza, y, al estrechar pasó en silencio sepulcral. Todos se miraban con el rostro blanco. El mar,
la frente contra su pecho para anudar las puntas del pañuelo atrás, te quedó horroroso, se enfurecía cada vez más. El buque rolaba pesadamente.
una mancha de sangre en el vestido amarillo, sobre el cinturón. Mario se En un momento dado, el capitán intentó echar al mar una lancha de
repuso y se levantó. salvataje; cinco marineros entraron en ella, pero las olas la volcaron.
–¿Te sientes mejor? –preguntó la muchacha. Un espectáculo terrible ocurría entretanto sobre cubierrta. Las ma-
–Ya no tengo nada –contestó. dres estrechaban desesperadamente entre sus brazos a sus hijos; los amigos
–Duerme bien –dijo Julia se abrazaban y despedían; algunos bajaban a los camarotes para morir
–Buenas noches –respondió Mario. sin ver el mar. Un pasajero se disparó un tiro en la cabeza y cayó boca
Y bajaron por dos escaleras próximas a sus respectivos dormitorios. abajo sobre la escalera del dormitorio, donde expiró. Muchos se agarra-
No se habían dormido aún cuando se desencadenó una horrorosa ban frenéticamente unos con otros, algunas mujeres se retorcían en convul-
tormenta. siones horribles. Otras estaban arrodilladas, junto a un sacerdote. Se oía
Fue como un asalto inesperado de tremendas olas, que en pocos mo- un coro de sollozos, de lamentos infantiles, de voces agudas y extrañas, y se
mentos desplazaron un palo y se llevaron tres de las barcas sujetas a la veían por algunos lados personas inmóviles como estatuas, estúpidas con
los ojos dilatados y sin vista. Los dos muchachos, Mario y Julia, agarra- –¡Échala al mar! –gritaron los marineros.
dos a un palo del buque, miraban el mar con los ojos fijos, como alucinados. Mario asió a Julia por la cintura y la echó al agua
El mar se había aquietado un poco pero el barco continuaba hun- La muchacha dio un grito y cayó; un marinero la sujetó por un brazo
diéndose lentamente. No quedaban más que pocos minutos. y la subió a la barca.
–¡La chalupa al agua! –gritó el capitán El muchacho permaneció derecho sobre la borda del buque con la
Una chalupa, la última que quedaba fue botada al mar y catorce frente alta, con el cabello flotando al aire, inmóvil, tranquilo, sublime.
marineros y tres pasajeros bajaron. El capitán permaneció a bordo. La barca apenas, tuvo tiempo para escapar del movimiento vertigino-
–¡Baje con nosotros! –gritaron de la barca so del agua, producido por el buque que se hundía y que amenazaba
–Yo debo morir en mi puesto –respondió el capitán volcarla.
–Encontraremos un barco –le gritaron los marineros–; nos salvaremos. Entonces la muchacha, que había estado hasta aquel momento sin sen-
–Yo me quedo. tido, alzó los ojos hacia el muchacho y empezó a llorar.
–¡Todavía hay un sitio! –gritaron los marineros volviéndose a los –¡Adiós querido Mario! –le grito entre sollozos con los brazos tendi-
otros pasajeros–. ¡Una mujer! dos hacia él–. ¡Adiós, adiós, adiós...!
Una señora avanzó sostenida por el capitán; pero cuando vio a dis- –¡Adiós! –respondió el muchacho levantando al cielo la mano.
tancia a que se encontraba la chalupa no tuvo valor de dar el salto y cayó La barca se alejaba velozmente sobre el mar agitado, bajo el cielo
sobre cubierta. Las otras mujeres estaban casi todas desmayadas y como oscuro. Nadie gritaba ya sobre el buque. El agua lamía el borde de la
muertas. cubierta. De pronto, el muchacho cayó de rodillas con las manos juntas y
–¡Un muchacho! –gritaron los marineros. con los ojos vueltos al cielo. La muchacha se tapó la cara.
A aquel grito, el muchacho siciliano y su compañera, que habían Cuando alzó la cabeza echó una mirada sobre el mar.
permanecido hasta entonces petrificados por un sobrehumano asombro, El buque había desaparecido.
despertados de pronto por el instinto de la vida se soltaron al mismo
tiempo del palo y se lanzaron al borde del buque, exclamando a una:
«¡Yo!», procurando el uno echar atrás al otro y recíprocamente, como dos
fieras furiosas.
–¡El más pequeño! –gritaron los marineros–.
–¡La barca está muy cargada! ¡El más pequeño!
Al oír aquella palabra, la muchacha, como herida del rayo, dejó caer
los brazos y permaneció inmóvil, mirando a Mario con los ojos apagados.
–¡El más pequeño! –gritaron los marineros con imperiosa impacien-
cia–. Nos vamos.
Y entonces, Mario con una voz que no parecía la suya, gritó:
–¡Ella es más ligera! ¡Tú, Julia! ¡Tú tienes padre y madre! ¡Yo soy
solo! ¡Te doy mi sitio! ¡Anda!
tado un disgusto que no te haya sido útil. Lleva, pues; este afec-
to contigo y da un adiós de corazón a todos esos niños. Algunos
serán desgraciados, perderán pronto a sus padres o a sus madres,
otros morirán jóvenes; otros tal vez derramarán doblemente su
sangre en las batallas; muchos serán buenos y honrados obreros,
padres de familia, trabajadores y dignos, y ¿quién sabe si no ha-
brá alguno también que prestará grandes servicios a su país y
hará su nombre glorioso? Sepárate de todos afectuosamente; deja
tu cariño en esa gran familia en la cual has entrado niño y has
salido jovenzuelo, y que tu padre y tu madre aman tanto porque
tú has sido allí muy querido. La escuela es una madre, Enrique
mío; ella te arrancó de mis brazos, hablando apenas, y ahora te
JULIO devuelve grande, fuerte, bueno, inteligente, aplicado. ¡Bendita
sea, y no la olvides! Te harás hombre, recorrerás el mundo, verás
ciudades inmensas, monumentos maravillosos, pero aquel mo-
LA ÚLTIMA PÁGINA DE MI MADRE desto edificio blanco, con aquellas persianas cerradas y aquel
S
pequeño jardín donde se abrió la primera flor de tu inteligencia,
ÁBADO 10. «EL AÑO HA CONCLUIDO ENRIQUE, y bueno será lo tendrás presente hasta el último día de tu vida, como yo con-
que te quede como recuerdo del último día la imagen servo siempre en mi memoria la casa en la cual escuché tu voz
del niño sublime que dio la vida por su amiga. Ahora te por primera vez.
vas a separar de tus maestros y de tus compañeros, y tengo que Tu madre»
darte una triste noticia. La separación no durará sólo tres meses,
sino siempre. Tu padre, por motivos de su profesión, tiene que LOS EXÁMENES
ausentarse de Turín y todos nosotros con él. Nos marcharemos
en el próximo otoño. Tendrás que entrar en una nueva escuela. MARTES 4. HENOS AQUÍ YA EN LOS EXÁMENES. Por las calles de alre-
Esto te disgusta, ¿no es verdad? Porque estoy segura de que quie- dedor de la escuela no se oye hablar de otra cosa a chicos, pa-
res a tu antigua escuela, donde durante cuatro años, dos veces al dres, madres, hasta a las ayas: Exámenes, calificaciones, temas,
día, has experimentado la alegría de haber trabajado: donde has suspenso, regular, bueno, notable, sobresaliente; todos repiten
visto por tanto tiempo a los mismos muchachos, los mismos las mismas palabras. Ayer de mañana tocó el examen de compo-
profesores, y a tu padre y a tu madre que te esperaban sonrien- sición, hoy en aritmética. Era conmovedor ver a todos los pa-
do. Tu antigua escuela, donde has desarrollado tu espíritu, don- dres conduciendo a sus hijos a la escuela, dándoles los últimos
de has encontrado tantos buenos camaradas, en donde cada pa- consejos por la calle, y a muchas madres que los llevaban hasta
labra que has oído tenía por objeto tu bien, y no has experimen- los bancos para mirar si había tinta en el tintero, probar si la
pluma escribía bien, y se volvían todavía desde la puerta para podía estar quieta. Poco antes de las doce llego mi padre, y alzó
decir: « ¡Ánimo! ¡Valor! ¡Cuidado!». los ojos a la ventana.
Nuestro maestro examinador era Coato, aquel de las barbas A las doce en punto todos habíamos concluido. ¡Era de ver
negras que grita como un león y que jamás castiga. Cuando el la salida! Venían en tropel a nuestro encuentro preguntándonos,
maestro rompió el sobre de oficio del Ayuntamiento enviando el hojeando los cuadernos confrontando los trabajos. «¡Cuántas
problema que debía servir para tema del examen, no se oía una operaciones!» «¿Cuál es el total?» «¿Y la resta?» «¿Y la respues-
mosca. Dictó el problema en alta voz, mirando ya a uno, ya a ta?» «¿Y la coma en los decimales?»
otro, con miradas severas; pero se comprendía que si hubiera Los profesores iban y venían, llamados de cien partes. Mi
podido dictar al mismo tiempo la solución para que todos hubie- padre tomó de mis manos el borrador, miró y dijo:
sen sido aprobados, lo habría hecho de buena gana. Después de –¡Está bien!
una hora de trabajo, muchos empezaban a desesperarse, porque A nuestro lado estaba el herrero Precusa, que también mira-
el problema era dificil. Uno lloraba. Crosi se daba golpes en la ba el trabajo de su hijo, algo inquieto, y que no acababa de com-
cabeza. prenderlo. Se volvió a mi padre y le preguntó:
Muchos no tenían culpa de no saber, ¡pobres chicos!, pues –¿Quiere usted hacerme el favor de decirme la cifra total?
no han tenido mucho tiempo para estudiar, y han sido descuida- Mi padre se la dijo: miró la de su chico y era la misma.
dos por sus padres. ¡Pero había una providencia! Había que ver –¡Bravo pequeñín! –exclamó en un rapto de alegría.
el trabajo que se daba Derossi para ayudar a todos, para hacer El y mi padre se miraron, sonrientes, como dos buenos ami-
pasar de mano en mano una cifra y una oración, sin que lo des- gos.
cubriesen, interesado por unos y por otros como si fuese nuestro –Ahora, al ejercicio oral; ya se ha pasado el escrito.
propio maestro. También Garrón, que está fuerte en aritmética, A poco oímos una voz en falsete que nos hizo volver la
ayudaba al que podía: hasta a Nobis, que, encontrándose apura- cabeza.
do, se había vuelto cortés, Estardo estuvo más de una hora in- Era el herrero Precusa que se alejaba cantando...
móvil, sin pestañear, sobre el problema, con los puños en las
sienes y los codos en el banco, y después hizo todo en cinco EL ÚLTIMO EXAMEN
minutos. El maestro daba vueltas por entre los bancos, diciendo:
–¡Calma! ¡Calma! No hay que precipitarse. VIERNES 7. ESTA MAÑANA SE REALIZÓ EL EXAMEN ORAL. A las ocho
Y cuando veía a alguno descorazonado, para darle ánimos y estábamos todos en clase: a las ocho y cuarto empezaron a lla-
hacerlo reír, abría la boca, imitando al león, como si fuese a tra- marnos de cuatro en cuatro para ir al salón de actos, donde,
gárselo. Hacia las once, mirando a través de las persianas, vi detrás de una mesa cubierta con tapete verde estaban sentados
muchos padres impacientes, que se paseaban; entre otros, el de el director y cuatro profesores, uno de ellos el nuestro. Yo fui de
Precusa, con su blusa azul, que se había hecho una escapada de los primeros. ¡Pobre maestro! ¡Cómo he comprendido hoy que
la fragua y que traía la cara negra. También distinguí a la madre nos quiere de veras! Mientras los demás nos preguntaban, él no
de Crosi, la verdulera; la de Nelle vestida de negro, y que no nos quitaba la vista de encima: se turbaba cuando dudábamos,
se serenaba cuando respondíamos bien; no perdía sílaba y no Se me quedó mirando fijo y serio, con una mirada que decía
cesaba de hacernos gestos con las manos y la cabeza para decir- mil cosas, no dijo nada. Solamente me alargó la mano izquierda
nos: «Bien, no, fíjate, valor, más despacio, ánimo.» por debajo del banco, fingiendo que seguía dibujando con la de-
Nos habría apuntado letra por letra si en su mano estuviese recha. Yo le tomé aquella mano fuerte y leal, y se la estreché
hacerlo. Si en su sitio hubiesen estado sentados uno después del entre las mías. En aquel instante entró de prisa el maestro, en-
otro, todos los padres de los alumnos, no habrían hecho más. De carnado como la grana , y balbuceó con voz rápida y en tono
buena gana le hubiese gritado: «Gracias», diez veces delante de to- alegre:
dos durante el examen. Y cuando los otros profesores me dijeron: –¡Bravo; hasta ahora todo va bien; que sigan así los que fal-
«Está bien; ve con Dios», vi que le brillaron los ojos de alegría. tan; bravo, muchachos, valor, estoy muy contento!
Volví a la clase a esperar a mi padre. Todavía estaban allí Y para mostrar su alegría y animarlos, al salir corriendo hizo
casi todos. Me senté al lado de Garrón. No estaba alegre ni piz- como que tropezaba y se agarró a la pared como para no caer...
ca. Yo pensaba que era la última hora que íbamos a pasar juntos. ¡él!, a quien no habíamos visto reír en todo el año, procuraba
Aún no le había dicho que no seguiría con él en la clase el año distraernos y hacernos reír. La cosa nos pareció tan rara, que, en
siguiente, porque tenía que salir de Turín con mi familia. El no lugar de reír, todos se quedaron asombrados; todos sonrieron,
sabía palabra. Estaba allí acurrucado como siempre, pues ape- pero ninguno se rió. Y bien; yo no sé qué, me produjo pena y
nas cabía en el banco, con su cabeza inclinada sobre una foto- ternura a un tiempo aquel gesto de gracia de chiquillo. Aquel
grafía de su padre, en la cual estaba pintando adornos alrededor, momento de locura alegre era todo su premio, el premio de nue-
y en el que aparece vestido de maquinista un hombre alto y grue- ve meses de bondad, de paciencia, y hasta de disgustos. ¡Para
so, con el cuello de toro y aspecto serio y honrado como el hijo; aquel resultado satisfactorio había venido tantas veces enfemo
y mientras pemanecía oía allí con la cabeza baja, reparé que se le a dar clase nuestro pobre maestro! ¡Aquéllo, y no más que aqué-
veía por entre la camisa entreabierta la cruz al cuello que le re- llo, nos pedía a nosotros en cambio de tanto afecto y de tantos
galó la madre de Nelle cuando supo que protegía a su hijo. Pero cuidados! Y ahora me parece que lo veré siempre en aquella
era preciso que yo le anunciase que me iba, y le dije: postura de chicuelo revoltoso, cuando me acuerde de él por es-
–Garrón, este otoño mi padre se marcha de Turín para siem- pacio de muchos años. Y si cuando sea hombre vive todavía y
pre. nos encontramos, se lo diré, le recordaré aquel acto que tan hon-
Me preguntó si yo también me marchaba; le respondí que sí. do me tocó el corazón, y besaré sus venerables canas.
–¿No seguirás entonces el próximo año con nosotros?
–No. ¡ADIÓS!
Y al punto se quedó suspenso unos instantes, y luego conti-
nuó dibujando. Después me preguntó, sin levantar la cabeza: LUNES 10. NOS VOLVIMOS TODOS A REUNIR POR ÚLTIMA VEZ en la
–¿Te acordarás de tus compañeros de tercer año? escuela para saber el resultado de los exámenes y recoger los
–Sí, de todos; pero de ti... mucho más. ¿Quién se puede ol- certificados. La calle rebosaba de padres, que también habían
vidar de ti? invadido el salón de actos, y muchos hasta se metieron en las
aulas, empujándose, alrededor de la mesa del profesor. En mi do la paciencia, si alguna vez, sin querer, he sido injusto o dema-
clase ocupaban a lo largo de las paredes todo el espacio libre siado severo, perdónenme.
entre éstas y los bancos. Estaban el padre de Garrón, la madre –¡No, no! –exclamaron muchos padres y muchos escolares .
de Derossi, y el herrero Precusa, Coreta, la señora Nelle, el pa- ¡No, señor profesor, nunca jamás!
dre del albañilito, el de Estardo y otros que yo nunca había visto. Dispénsenme repitió el maestro y no dejen de quererme. El
Por todas partes se percibían rumores como si estuviésemos en año venidero no estarán ya conmigo, pero los veré de vez en
medio de la plaza. Entró el maestro, e inmediatamente reinó cuando, y permanecerán de todas maneras en mi corazón. ¡Has-
profundo silencio. Tenía en la mano la lista, y comenzó a leer ta la vista, pues, muchachos.
muy rápido por orden alfabético. «Fulano, aprobado; Zultano, Dicho lo cual, se adelantó hacia nosotros y todos le extendi-
notable, el otro, bueno: el de más allá mediano; el albañilito, mos la mano, empinándonos, reteniéndose lo por los brazos.
aprobado; Crosi, aprobado: Derossi sobresaliente con el primer Muchos le abrazaron y hasta lo besaron, y gritaron cincuenta
premio», voces:
Todos los padres que le conocían exclamaban. –¡Hasta la vista, señor profesor! ¡Gracias, señor maestro, que
–¡Bravo Derossi, bravo? se acuerde usted de nosotros...!
Y él, instintivamente, movió su linda cabecita, sacudiendo Cuando salió parecía extraordinariamente conmovido. Aban-
sus hermosos cabellos rubios como un león y sonriendo con aire donamos la calle en pelotón. De las otras aulas también salían
desenvuelto, miró a su madre, que le saludó con la mano. Ga- otros. Era una confusión indescriptible de saludos a maestros y
rrón, Garofi, el calabrés, bueno; después tres o cuatro aproba- a profesores, y de despedidas mutuas entre alumnos. La maestra
dos seguidos y uno que se echó a llorar porque su padre que de primero tenía cuatro o cinco niñas encima, y lo menos veinte
estaba en la puerta le amenazaba. Pero el maestro, que lo advir- alrededor, que no le dejaban respirar. A la «monjita» le habían
tió, se dirigió y le dijo: destrozado el sombrero a fuerza de abrazos y la tenían converti-
Dispense usted: No, señor. No siempre es toda la culpa del da en un jardín, pues por entre los botones del vestido le coloca-
alumno, a veces hay mala suerte... ron una docena de ramitos de flores, y hasta en los bolsillos.
Luego siguió leyendo: Nelle, bueno: su madre le envió un Muchos festejaban a Roberto, que precisamente en aquel día
beso con el abanico; Estardo era aprobado con notable, pero al había tirado las muletas. Por todos lados se escuchaba: « ¡Hasta
escuchar la bella clasificación ni siquiera se estremeció, ni se pronto! ¡Hasta el veinte de octubre! ¡Hasta la vista por todos los
movió. El último fue Votino, que venía elegantemente vestido y santos...!»
muy bien peinado: aprobado. Terminada la lista, el maestro se ¡Ah! ¡Cómo se olvidan aquellos momentos de sinsabores y
levantó y dijo: disgustos pasados! Votino, que siempre tuvo tantos celos de
Esta es la última vez que nos encontramos reunidos. Hemos Derossi, fue el primero en buscarlo con los brazos abiertos. Yo
estado juntos un año y ahora nos separamos como buenos ami- di el último estrecho abrazo al albañilito, precisamente en el ins-
gos, ¿no es cierto? Siento separarme de ustedes, queridos hijos... tante en que me ponía por última vez el hociquillo de liebre...
–se interrumpió un poco y continuó–: Si alguna vez me ha falta- Saludé a Precusa, a Garofi, que había ganado un premio en la