Vida y Muerte de La Republica Española - Buckley Henry

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VIDA

Y MUERTE DE LA
REPUBLICA ESPAÑOLA
Henry Buckley fue testigo de excepción de una década crucial en
la Historia contemporánea española, desde su llegada a Madrid en
1929, cuando solo es un periodista principiante, hasta que atraviesa
los Pirineos en 1939 con los restos del ejército republicano,
convertido ya en un corresponsal curtido.
Siempre objetivo, pero cada vez más involucrado en la vida
española, Buckley vive en primera persona las convulsiones sociales,
las pugnas políticas y los enfrentamientos bélicos que determinaron
el futuro del país: presencia la caída de Primo de Rivera, está junto a
Alcalá Zamora cuando se proclama la Segunda República, junto al
general Líster en la batalla del Ebro y junto a Negrín en el último
Consejo de Ministros de un gobierno al borde del exilio.
Vida y muerte de la República española es un relato periodístico
vivo y directo de una época y de sus protagonistas, y desde su
publicación en Londres en 1940 ha sido fuente inagotable de
información para los historiadores. Esta primera edición en
castellano ofrece a los lectores españoles la oportunidad de
redescubrir un pasado que sigue marcando su presente.




Título Original: Life and Death of the Spanish Republic
Traductor: Buckley, Ramón
©1940, Buckley, Henry
©1940, Editorial: Espasa Libros, S.L.
ISBN: 9788467015959
Generado con: QualityEbook v0.75
Generado por: 261200, 25/01/2015
Vida y muerte de la República
española

Henry Buckley
Prólogo

LEÍ por vez primera Vida y Muerte de la República española en la biblioteca


de la Universidad de Oxford en 1969 y me impresionó su extraordinaria
descripción de la política española durante toda la vida de la Segunda República,
desde su inicio el 14 de abril de 1931 hasta su derrota a finales de marzo de
1939. Era un libro que abarcaba el periodo completo, combinando recuerdos
personales de los grandes políticos de la época con relatos de primera mano de
los principales acontecimientos de esa década decisiva. Narraba esa compleja
experiencia con una prosa rica, salpicada de humor e impregnada de compasión
por el sufrimiento de los españoles, y de indignación hacia quienes lo
provocaron. Sentí gran interés por saber más de ese hombre que sentía un afecto
tan profundo por España y por los españoles. Lo único que sabía era que Henry
Buckley había sido corresponsal de The Daily Telegraph durante la Guerra Civil
española. Por ello sentí una gran alegría cuando, en 1971, un amigo mutuo,
Agustín Gervás, me presentó a Ramón, hijo del autor.
Durante nuestro encuentro le manifesté mi entusiasmo por el libro de su
padre y expresé mi asombro por el hecho de que nunca se hubiera vuelto a
publicar. Sus respuestas a mis preguntas aumentaron mi interés tanto por el autor
como por el libro. Me enteré de que Henry Buckley había nacido cerca de
Manchester en 1904 y que, tras haber estado en París, había venido a España
como corresponsal del ahora desaparecido Daily Chronicle.
En la época en que conocí al hijo de Henry Buckley, yo ya empezaba a
coleccionar libros sobre la Guerra Civil española, que se convertiría en una de
las grandes pasiones de mi vida. Le comenté que mientras que la mayoría de las
obras sobre dicho tema publicadas en Inglaterra resultaban relativamente fáciles
de obtener en librerías de segunda mano, Vida y Muerte de la República
española era absolutamente imposible de encontrar. Ramón me explicó que esa
dificultad se debía al hecho de que, poco después de publicarse en 1940, el
depósito londinense donde se almacenaban los ejemplares fue destruido por las
bombas incendiarias alemanas. Tardé ocho años más en obtener un ejemplar
propio. Durante los veinticinco años siguientes, el libro de Henry Buckley ha
sido una de las obras sobre la Guerra Civil española que he releído con mayor
frecuencia. Mi fascinación por el autor continuó, avivada en buena parte al
enterarme de que había regresado a España tras la Segunda Guerra Mundial con
su esposa catalana y vivido allí hasta su muerte, pese a haber sido un ferviente
republicano. Resulta algo irónico que el propio Franco recibiera a Buckley en las
audiencias anuales que otorgaba a los miembros de la Asociación de
Corresponsales Extranjeros en España.
Henry Buckley era un católico con una aguda conciencia social. A lo largo
del libro, resulta evidente que era su compasión, más que su ideología, la que
motivaba su apoyo a las luchas de obreros explotados y campesinos sin tierra en
los años treinta. Buckley medía a las principales personalidades de la época con
un rasero más humano que político. El general Miguel Primo de Rivera le
parecía un «grandísimo caballero andaluz». Le desagradaba Alfonso XIII («su
rostro revela maña, quizá astucia, pero no inteligencia»). Sentía simpatía
personal por José Antonio Primo de Rivera, el hijo del dictador, pero despreciaba
a los matones a sueldo de la Falange.
En 1929, al adentrarse por primera vez en España, su primera impresión fue
de decepción por la miseria general y la pobreza de los campesinos. A su
llegada, Buckley era muy consciente de que iba a informar sobre un país que le
era absolutamente desconocido. Escribe siempre con una percepción humorística
de sus propias limitaciones, describiéndose al abandonar París rumbo a Madrid
como «virgen, antojadizo y melindroso». Siempre se muestra sumamente
sensible a la belleza femenina, pero jamás pierde su sentido del ridículo
masculino. Nos habla, por ejemplo, de una novia alemana que se desmayaba en
sus brazos cada vez que la besaba, aunque se apresura a aclaramos que los
vahídos se debían a una deficiencia cardíaca de la teutona y no eran, en modo
alguno, consecuencia de sus propias dotes amatorias.
Puede que Buckley fuera un ignorante a su llegada, pero se propuso aprender
y lo logró. Al principio no le gustaba Madrid por «inhóspito, ventoso y
monótono» y le indignaba esa colmena burocrática en la que «un millón de
españoles viven a expensas del resto de la nación». Sin embargo, como muestra
su relato del sitio de la capital durante la guerra, acabó enamorándose de la
ciudad y admirando a sus habitantes.
«Creo que el sistema democrático adoptado por la República cuando el rey
Alfonso abandonó el país fue en buena parte responsable de la tragedia
española», escribe Buckley en lo que, a primera vista, parecen palabras de buen
conservador inglés. Sin embargo, pronto se hace evidente que su opinión se
basaba en la creencia radical de que los republicanos no eran lo bastante
autoritarios como para acometer una reforma completa de la arcaica estructura
económica del país.
El valor abrumador de este maravilloso libro estriba en proporcionarnos la
visión objetiva de un testigo presencial en esa década crucial de la Historia
contemporánea de España. Su relato está plagado de anécdotas tan perspicaces
como reveladoras. Mientras las masas republicanas invaden las calles de Madrid,
Buckley, esperando en el frío cortante de la noche del 13 de abril ante el Palacio
de Oriente, le pregunta a un portero qué está haciendo la familia real.
«Imaginaba a sus miembros en angustioso cónclave, llamando a amigos y
realizando consultas desesperadas —escribe Buckley—. Sin embargo, la
respuesta del portero fue tranquila y comedida: "Sus majestades están asistiendo
a una función cinematográfica en el salón en el que recientemente se ha
instalado un aparato de sonido"». Al día siguiente, presenció cómo el entonces
desconocido doctor Negrín calmaba a una muchedumbre impaciente
disponiendo que se colgara una bandera republicana de un balcón del Palacio de
Oriente. En el bar Chicote de la Gran Vía madrileña, un banquero español le dijo
que «el único futuro que iban a tener los republicanos y socialistas era la horca o
la cárcel». En el otoño de 1931, presenció cómo se le negaba la entrada al
Palacio de Oriente a la esposa de Alcalá Zamora el día de su investidura como
presidente de la República, gesto que Buckley considera simbólico de la
posición que ocupaban las mujeres españolas en esa época.
Tanto para el historiador como para el lector general, uno de los mayores
placeres de la prosa de Buckley se halla en sus agudos retratos de los principales
políticos y militares de la época. Sobre Julián Besteiro, un presidente de las
Cortes algo desencaminado, escribe con mordaz ironía que «mostraba buena
tolerancia, siempre dispuesto a ayudar a los débiles; en este caso los
representantes del feudalismo que habían tratado sin escrúpulos a sus oponentes
durante muchos siglos». Después de la matanza a manos de las fuerzas de
seguridad de los campesinos anarquistas de Casas Viejas, en la provincia de
Cádiz, el 8 de enero de 1933, Buckley describe a Carlos Esplá, entonces
subsecretario de Gobernación, como «un republicano excepcionalmente inepto y
confuso». Pese a que no le gustaban sus medidas, admiraba la eficacia política
del dirigente de la CEDA, José María Gil Robles, «truculento, enérgico,
ejecutivo excelente, con un buen juicio sobre los hombres y la política». Por otra
parte, consideraba el pretendido cariz revolucionario de Largo Caballero en 1934
completamente falso. Se refería al general Gonzalo Queipo de Llano como un
«oficial excitable e irascible» y describe la oratoria vacía de Alcalá Zamora en
términos satíricos.
De todos los políticos de la década, quien más le impresionó fue Dolores
Ibárruri. Tras entrevistarla por primera vez en Valencia en mayo de 1937, habla
con admiración ilimitada de la energía, la capacidad de liderazgo y la claridad de
ideas de La Pasionaria. Le agradaba Indalecio Prieto y admiraba su labor
incansable como ministro durante la Guerra Civil, pero se daba cuenta de que su
trabajo febril no era muy productivo por su empeño en ocuparse hasta de los más
mínimos detalles, llegando hasta el extremo de examinar personalmente las
peticiones de los periodistas para visitar el frente. Buckley señala con
exasperación cómo el secretario de Prieto, Cruz Salido, se limitaba a remitírselo
todo a Prieto. De Valentín González, El Campesino, su opinión confirma la de
otros observadores: «Poseía en la mirada el extraño magnetismo de un loco».
Por el contrario, pocos observadores esperarían que se describiera al brutal
estalinista Enrique Líster como un gourmet. «Tenía un cocinero que había estado
en los vagones-restaurante de los coches-cama antes de la guerra, y de las
diversas ocasiones, durante varias retiradas, que tuve ocasión de comer en el
cuartel general de Líster, creo que ninguna resultó mala». También podía
admirar «el manejo de Líster de los restos de un ejército con frialdad y una
destreza considerable». Reserva su mayor admiración para Negrín no solo por su
dinamismo, sino también por su generosidad: «Lo que más me impresionó de él
fue su compasión por el sufrimiento humano. Se quedaba mirando al vendedor
de periódicos al que acababa de comprar el diario vespertino y le decía: "¿Te han
tratado esos ojos, hijo? ¿No? Pues ve al doctor fulano de tal en la clínica tal y tal,
entrégale esta tarjeta y él se ocupará de que te curen de inmediato"».
La visión de Buckley para los detalles reveladores hace que la política de la
Segunda República cobre vida en las páginas de su libro. Durante el período
previo a las elecciones de noviembre de 1933, visitó la sede de la CEDA y
señaló la espléndida calidad de los carteles utilizados en la campaña de Gil
Robles. El 21 de abril de 1934 asistió, bajo una lluvia torrencial, a la
concentración de la Juventud de Acción Popular en El Escorial. El desfile, los
saludos romanos y los cánticos llevaron a Buckley a considerarla un ensayo para
la creación de los escuadrones de choque fascistas. Se esperaba una asistencia de
cincuenta mil personas, pero pese a los servicios de transporte, la gigantesca
campaña de publicidad y las grandes sumas gastadas, llegó a menos de la mitad
de ese número. Además, como observa Buckley, «había demasiados campesinos
en El Escorial dispuestos a contar a los reporteros cómo el cacique del pueblo los
había mandado con el billete y los gastos pagados». La víspera de la insurrección
de los mineros en Asturias, la noche del 5 de octubre, Buckley se hallaba con los
socialistas Luis Araquistáin, Juan Negrín y Julio Álvarez del Vayo en un bar de
Alcalá discutiendo la conveniencia de la estrategia de Largo Caballero. Durante
el sitio de Madrid, describe cómo el hotel Palace se convierte en hospital.
Durante la batalla de Guadalajara, entrevista a soldados regulares italianos que
habían venido a España siguiendo las órdenes de sus superiores. A finales de
mayo de 1937, se apresura a visitar Almería para examinar los daños causados
por el buque de guerra alemán Admiral Scheer el 31 de mayo de 1937, en
represalia por el bombardeo republicano del crucero Deutschland dos días antes,
y aporta una sombría descripción de los destrozos producidos en los barrios
obreros de ese puerto indefenso.
Buckley se indigna ante las injusticias de una guerra desigual, aunque su
indignación por las injusticias sociales ya era evidente desde 1931.
Reflexionando sobre la situación de Alfonso XIII la noche antes de su partida de
Madrid, pregunta retóricamente: «¿Dónde están sus amigos? ¿Puede alguien
creer que este buen pueblo de España tenga un corazón de piedra? No. Si alguna
vez hubiera mostrado generosidad o comprensión por sus padecimientos y
luchas, no le dejarían solo esta noche. Pero nunca lo hizo». Aunque católico
practicante toda su vida, la fe católica de Buckley flaqueó debido a la hostilidad
de los católicos de derecha hacia la República, comentando: «Del mismo modo
que me disgusta la violencia de las turbas y la quema de iglesias, creo que la
gente de España que proclamaba a voz en grito su fe católica era la que más
culpa tenía de la existencia de masas analfabetas y una economía nacional en
ruinas». Su humanidad entró en pugna con su fe religiosa, como puede verse en
sus gráficos relatos de las vidas cotidianas de los braceros hambrientos en el Sur.
La indignación de Buckley se convierte en furia cuando llega al terrible
relato de los refugiados que llegan a la frontera francesa. Le enfurecía
especialmente la hipocresía de británicos y franceses, más preocupados por la
suerte de los tesoros del Museo del Prado que de la suerte de medio millón de
seres humanos. «El mundo entero estaba pendiente del rescate de unas
seiscientas obras maestras del arte español e italiano que se guardaban cerca de
Figueras después de su larga odisea. Pero no nos importaba nada el alma de un
pueblo que estaba siendo pisoteado. Fuimos incapaces de acoger a ese medio
millón de personas, a las que hubiéramos podido alentar y proporcionar trabajo
en Gran Bretaña, Francia y sus colonias. Eso sí que hubiera sido cultura en el
sentido real de la palabra […]. Las mujeres, los niños, los enfermos y los heridos
podían dormir al aire libre sin que a nadie le importara. Pero los veinte camiones
de los cuadros del Prado contaban con grandes cubiertas de lona y el cuidado de
una veintena de expertos».
En cierta medida, la indignación de Buckley se dirige sobre todo al papel del
gobierno británico y del cuerpo diplomático.
Comenta que «cuando hablaba con alguna de nuestras autoridades
diplomáticas, las encontraba bien dispuestas hacia la derecha española. La
consideraban una garantía contra el bolchevismo, pensaban que era preferible
tenerlos a ellos en el poder que a los socialistas o republicanos por esta razón, y
desdeñaban amablemente cualquier sugerencia de que la derecha española
pudiera alinearse algún día con Alemania e Italia, con lo cual nuestras rutas
imperiales se hallarían repentinamente en peligro». Apenas le sorprendió que su
amigo Jay Alien, el gran corresponsal de guerra estadounidense, le contara que
había visto desembarcar a pilotos italianos en Gibraltar y las autoridades
británicas les habían permitido y facilitado su paso por el Peñón para llegar a
Sevilla. Tras el bombardeo del acorazado Deutschland, los alemanes muertos
fueron enterrados con todos los honores militares en Gibraltar. Le consternó que
las autoridades ordenaran a un destructor británico que no interviniera mientras
el puerto de Gandía era bombardeado por la aviación alemana. De hecho,
Buckley describe a una clase dirigente británica que anteponía sus prejuicios
clasistas a sus intereses estratégicos. A este respecto cita a un diplomático
británico que afirma: «lo esencial que hay que recordar en el caso de España es
que se trata de un conflicto civil y es muy necesario que apoyemos a nuestra
clase».
Buckley no compartía en modo alguno la histeria anticomunista de las clases
medias británicas. Se mostraba escéptico ante las declaraciones de que la Unión
Soviética quería crear un satélite español. «Incluso suponiendo que el Partido
Comunista llegara a conseguir el control completo del gobierno y la nación,
seguiría probablemente estando compuesto por españoles, y me parecía que a
Rusia le iba a resultar muy difícil imponer una línea de conducta que no
aprobara el conjunto de los españoles […]. Por supuesto, Rusia tenía gran interés
en salvar a la República, pero no creo que, aparte del deseo natural de ver al
Partido Comunista español con el mayor poder posible y propagar sus ideas al
máximo, los rusos tuvieran idea alguna de convertir a España en un estado
sometido, y no lograba imaginar cómo podrían haberlo hecho a tan larga
distancia […]. Se ha escrito mucho sobre las actividades rusas en España durante
la Guerra Civil, pero yo no vi rusos en las fuerzas policiales ni como personas
particulares, exceptuando el personal diplomático, unos cuantos periodistas y
algunos consejeros militares. También hubo, durante algún tiempo, varios
aviadores y tanquistas a partir de octubre de 1936, hasta que la mayoría fueron
reemplazados de forma gradual». Por esta razón, distó mucho de convencerle el
coronel Segismundo Casado, comandante del Ejército Republicano del Centro,
cuando sostuvo que su golpe del 4 de marzo de 1939 pretendía «salvar a España
del comunismo».
Como corresponsal del Daily Telegraph, Henry Buckley entabló amistad con
los principales corresponsales de guerra en España, entre ellos Jay Alien,
Vincent Sheehan, Lawrence Fernsworth, Herbert Matthews y Ernest
Hemingway. Buckley era un hombre sensible, modesto y lacónico. Un periodista
español describió su voz como «casi un susurro». Era muy popular entre los
demás corresponsales extranjeros, que solían llamarle «Enrique». Constancia de
la Mora, esposa del jefe de la aviación republicana Ignacio Hidalgo de Cisneros,
describía a Buckley como «un hombre de cara tímida, con un pequeño tic en la
comisura de los labios que le daba una pincelada sardónica a su humor seco».
Sin embargo, su aspecto reposado y modales tranquilos ocultaban el valor de un
periodista siempre dispuesto a correr considerables riesgos para cubrir la
información. En las últimas fases de la batalla del Ebro, cruzó el río en una barca
con Ernest Hemingway, Vincent Sheehan y Herbert Matthews. Después explicó:
«Nos enviaron para informar de las noticias en el frente de Líster […]. En ese
momento casi todos los puentes que cruzaban el Ebro habían resultado
destruidos por la lucha, y se habían hundido en el río una serie de aspas de hierro
para desalentar la navegación. Sin embargo, como no había otra vía para
alcanzar el frente, nos montamos los cuatro en una barca con la idea de remar a
lo largo de la orilla hasta que llegáramos a la parte más profunda del cauce,
luego lo cruzaríamos y volveríamos a remar hasta la orilla opuesta. El problema
fue que nos vimos atrapados en la corriente y comenzamos a desviarnos hacia el
centro. Cada momento que pasaba la situación se hacía más amenazadora, pues
una vez sobre las aspas era seguro que el fondo de la barca se destrozaría; y casi
igual de seguro que nos ahogaríamos tan pronto como la barca hubiera volcado.
Fue Hemingway quien salvó la situación porque se puso a los remos como un
héroe y con tanto ahínco que logró que lo cruzáramos sanos y salvos».
Durante la batalla del Ebro, Henry Buckley visitó Sitges acompañado del
pintor Luis Quintanilla y de Herbert Matthews. Allí conoció a María Planas, hija
de un industrial local y catalanista conservador. Pocos meses más tarde,
decidieron casarse. Aunque la Iglesia católica estaba oficialmente proscrita en la
España republicana, Constancia de la Mora, encargada de las relaciones del
gobierno con la prensa extranjera, consiguió que pudieran contraer matrimonio
en una capilla utilizada por las autoridades vascas exiliadas en Barcelona.
Tras la Guerra Civil, Buckley regresó a Londres con su esposa y más tarde
fue destinado a Ámsterdam, de dónde tuvo que huir tras la invasión alemana.
Posteriormente fue corresponsal de guerra con la flota británica en el
Mediterráneo y en la campaña del norte de África. Al iniciarse la invasión de
Italia desembarcó con las tropas aliadas en Anzio, donde resultó gravemente
herido por un obús alemán. Inmediatamente después de la guerra fue adscrito a
las fuerzas aliadas en Berlín y luego nombrado corresponsal de Reuters en
Madrid, para después pasar a Roma en 1947 y 1948 antes de regresar a Madrid.
En 1949 volvió a Madrid como director de Reuters, donde permaneció hasta
septiembre de 1966, salvo breves misiones en Marruecos y Argelia. En 1962
cubrió la última resistencia de la OAS en Orán. Continuó siendo amigo de
Hemingway, y siempre que el novelista estadounidense visitaba Madrid iba a
verlo para enterarse de lo que pasaba. Era tal su conocimiento de la Guerra Civil
española que Hugh Thomas confesó que «había escarbado en su cerebro sin
piedad» mientras preparaba su clásica obra sobre el tema. Después de haber
vivido treinta años en el país, el gobierno de España solemnizó su jubilación en
1966 con la concesión de la Cruz de Caballero de la Orden de Isabel la Católica,
que le impuso el entonces ministro de Asuntos Exteriores Fernando María
Castiella. En enero de 1968 la reina Isabel II de Inglaterra le nombró miembro
de la Orden del Imperio Británico, galardón que le entregó el entonces
embajador británico sir Alan Williams.
A partir de 1966 Henry Buckley se retiró a vivir en Sitges, pero continuó
trabajando para la BBC como corresponsal ocasional. Murió el 9 de noviembre
de 1972. Manuel Aznar, uno de los periodistas más prestigiosos del franquismo,
escribió en La Vanguardia: «Por ser un inglés de condición muy distinguida fue,
entre nosotros, ejemplo de gentilhombría. Así quisiéramos que fuesen todos los
ingleses entre nosotros». Su amigo Willy Forrest escribió en el Times del 15 de
noviembre de 1972: «Buckley vio más de la Guerra Civil que ningún otro
corresponsal extranjero e informó al respecto con un apego tan escrupuloso a la
verdad que se ganó el respeto incluso de aquellos que a veces hubieran preferido
que la verdad permaneciera oculta».
Vida y Muerte de la República española es un digno monumento a un gran
periodista.
PAUL PRESTON
NOTA DEL TRADUCTOR

RECUERDO que cuando yo era niño recibíamos en nuestra casa de Madrid las
visitas, bastante asiduas, de un joven inglés de melena rubia y aspecto algo
desgarbado que asediaba a mi padre con su bloc de notas en la mano y un
verdadero arsenal de preguntas siempre dispuestas en la punta de la lengua. Por
aquel entonces, palabras como «Brunete» o «Miaja», «Teruel» o «Pasionaria»
significaban muy poco para mí.
El jovencito en cuestión se llamaba Hugh Thomas y entonces empezaba a
elaborar lo que acabaría siendo el libro más emblemático sobre la guerra
española. Sin apenas darme cuenta de ello, estaba presenciando, en aquellos
encuentros en casa, la verdadera lanzadera de la Historia: el testigo de unos
acontecimientos históricos estaba siendo interrogado, muchos años después, por
una persona que no los había vivido pero cuya misión era justamente la de
configurarlos, la de ponerlos en orden, la de darles un sentido y una dirección.
La Historia no era más que eso, la lanzadera que iba y venía de la primera
persona de mi padre a la tercera persona de Thomas, de la expresión de la verdad
de una persona a la configuración de una realidad colectiva.
Es justamente esa primera persona narrativa —«yo vi… hablé con…
interrogué… pensé… sentí… amé… odié…»— la que he pretendido subrayar en
esta traducción al español del libro que escribió mi padre. Es un libro donde el
«yo» aparece en todo momento y constituye, más aún que los acontecimientos
que describe, el verdadero hilo conductor del relato. He aquí la Historia, pero la
Historia en vivo y en directo, con todas las limitaciones que esto supone —se
trata, al fin y al cabo, solamente de las vivencias de una persona—, pero también
con todas sus ventajas, con el calor humano que desprende cada una de sus
páginas. Y, sin embargo, el libro de mi padre no transmite solo la inmediatez de
los acontecimientos, sino que es también una reflexión personal sobre los
sucesos que estaban ocurriendo en España. Téngase en cuenta que mi padre lo
escribió cuando la contienda española ya había concluido pero el conflicto
mundial todavía no había estallado.
Aquellos escasos meses que separaron las dos guerras fueron un verdadero
trampolín de la Historia, es decir, un lugar privilegiado desde donde otear el
horizonte, mirando hacia delante y hacia atrás, una verdadera «palanca» desde la
que uno podía «saltar» en el tiempo, estableciendo los vínculos entre lo que ya
había ocurrido y lo que estaba a punto de acaecer. La democracia había
fracasado en España y, por razones muy similares, estaba ahora a punto de
fracasar en todo el mundo occidental. Los líderes británicos y la opinión pública
inglesa ya no podían «desvincularse» de los sucesos de España —como hasta
entonces habían hecho— por la sencilla razón de que la República española
estaba a punto de arrastrar en su caída a todas las democracias occidentales.
Por eso no estamos solo ante unas memorias personales o un libro de
Historia. El libro que escribió mi padre era un alegato contra sus propios
paisanos, contra el pueblo inglés que había vuelto la espalda a España y que
entonces, en ese año de 1939, con el aliento de Hitler en el cogote, ya no podía
ignorar por más tiempo. Las noticias y las reflexiones sobre España eran el
espejo mismo en el que los ingleses debían contemplarse si pretendían enderezar
el torcido rumbo de su propia Historia.
Como en su redacción mi padre dirigió su escrito a un público inglés, al
realizar la traducción me he visto obligado a suprimir algunos detalles sobre los
políticos y la política inglesa de la época que, me imagino, tendrían escaso
interés para el lector español de hoy. También me ha parecido oportuno aligerar
algunas alusiones a la composición de ciertos gobiernos de la República y a la
distribución de las carteras ministeriales, pensando que se trata de hechos
históricos suficientemente conocidos por el público español en general. Mi
intención ha sido subrayar el ritmo narrativo que tiene el libro, la viveza y la
espontaneidad misma de la narración, que constituyen, a mi modo de ver, su
mayor virtud.
Finalmente, me parece importante precisar que la palabra «república» tiene
distintos y diversos significados en el libro de mi padre. Puede significar: a) una
forma de Estado, un determinado régimen político; b) una parte del territorio
español, diferente a la zona ocupada por las tropas del general Franco; c) una
quimera, una utopía, una entelequia, un ideal de convivencia, una forma de ser y
de estar, un paraíso perdido antes, casi, de haberlo podido disfrutar.
RAMÓN BUCKLEY
INTRODUCCIÓN

ES muy posible que tú, amable lector, que tienes este libro entre las manos, te
preguntes, antes de comenzar a leer sus páginas, sobre la oportunidad de su
publicación en unos momentos en que los cimientos mismos del mundo
occidental en el que vivimos parecen estremecerse. La verdad es que el libro
estaba ya escrito antes de ese fatídico 3 de septiembre de 1939, antes de esta
fecha que quedará ya para siempre inscrita en los anales de la humanidad. Pero
también es cierto que su publicación podría haber esperado unos meses si de lo
que se tratara fuera de realizar un simple análisis de la historia de la República
española, que nacía el 14 de abril de 1931 y moría el 1 de abril de 1939, con la
proclamación del régimen totalitario del general Franco en todo el territorio
español.
Pero el propósito de este libro no es el simple análisis político del régimen de
un país cercano al nuestro. Se trata de averiguar las causas por las cuales la
democracia fracasó en España, y en definitiva las causas por las que la
democracia está fracasando, o está a punto de fracasar, en el mundo entero. ¿No
es esa justamente la causa por la que estamos luchando, no es la democracia
misma lo que está en juego en nuestro país, en nuestro Imperio, y en todos los
países de Occidente? Unas semanas antes de que entráramos, una vez más, en
guerra con Alemania, el propio lord Baldwin había alzado la voz de alarma en
un discurso pronunciado en Nueva York. Decía Baldwin que la democracia solo
sobrevivirá en nuestro mundo occidental si somos capaces de dotarla de un
carácter constructivo. Un sistema político no es bueno simplemente porque los
principios en los que está basado sean buenos, sino en la medida en que se
muestre capaz de resolver, de manera rápida y eficaz, los problemas políticos y
económicos con los que se enfrenta un país.
¿Acaso no eran buenas personas los políticos que tomaron el poder cuando
Alfonso XIII salió de España?
¿Alguien puede poner en duda sus buenas intenciones, su preparación, su
inteligencia, su calidad humana?
Estaban todos ellos —o casi todos ellos— imbuidos de las ideas liberales del
siglo XIX, dispuestos a que España, por primera vez en su Historia, tuviera un
verdadero régimen democrático. Desde el mismo momento en que llegaron al
poder, organizaron elecciones, crearon un parlamento representativo, diseñaron
una nueva Constitución para el país… ¡Qué duda cabe que aquellos
cuatrocientos setenta hombres, a pesar de las diferencias de educación, de clase
social y de ideas, supieron trabajar juntos formando —aun con todas las
discrepancias que podía haber entre ellos— un solo cuerpo, preparando, en
definitiva, el futuro de la nación!
¿Cuál era la tarea fundamental de aquellos hombres, cuál la de la República
española? Convertir un país cuya economía y cuyo sistema político respondía
todavía a los viejos principios del feudalismo, en un país moderno, progresista,
que mirara no hacia el pasado, sino al futuro, abierto a todas las grandes
innovaciones y revoluciones de nuestro tiempo: la revolución y mecanización en
el campo, la revolución en el transporte, en la industria, en la educación y en la
mejora del ser humano.
La democracia no llegó fácilmente a nuestro propio país, y fue Oliver
Cromwell el que dio el golpe de muerte al feudalismo. La República francesa de
hoy tiene su origen en la Revolución francesa de ayer. Estas democracias,
creadas hace siglos, han llegado hasta nuestros días, sí, pero en estado de letargo
profundo. Porque si no fuera así, ¿cómo se explica que los demócratas franceses
e ingleses no advirtieran a la joven República española de los peligros que
corría, de los enemigos que la acechaban? ¿Se puede construir una democracia
sin haber destruido antes los cimientos del feudalismo que todavía existen en
aquel país?
Y a continuación se precisaba la formación de una clase media, el fomento
de la iniciativa privada, la colaboración con el dinero público, la formación de
empresas estatales colaborando con la empresa privada.
Ya sé que todo esto requiere tiempo, que sin duda habría producido muchos
conflictos y enfrentamientos, pero al menos se habría iniciado el camino que
puede conducir a un país desde la era feudal a la moderna, un país que buscará
algún día su lugar en la fraternidad de naciones europeas…
Pero no fueron esos los consejos que ingleses y franceses dieron a la joven
República española. Los políticos ingleses aconsejaron a los españoles que,
aceptado el cambio político, se modificara lo menos posible, es decir, que todo
cambiara (antes una monarquía, ahora una república) para que todo
permaneciera igual. Porque en el fondo esa es la esencia de la filosofía política
que tenemos hoy en día los ingleses: que no ocurra nada y, si algo ocurre, si se
produce algún cambio, que sea superficial.
La República española fracasó porque se inspiró en los principios liberales
de nuestras viejas democracias sin advertir que estas antiguas democracias
liberales estaban cuarteándose y resquebrajándose, tratando de construir un
edificio ya caduco sobre unos cimientos claramente reaccionarios.
Año tras año fui observando la construcción de aquel edificio de la
democracia española, intuyendo que le faltaba algún elemento esencial, que algo
no funcionaba, pero sin poder precisar con exactitud cuál era el error que se
estaba cometiendo. Al cabo de esos años, y cuando ya es demasiado tarde, me
parece que estoy en situación de poder detectarlo.
¡Qué fácil es, en estos dramáticos momentos de nuestra historia, echarle la
culpa al fascismo, echar la culpa al fascismo de lo que ocurrió en España en
estos últimos años y de lo que nos está ocurriendo a nosotros ahora! El
verdadero enemigo no es el fascismo, sino nuestro propio sistema, nuestra
democracia.
Si seguimos pensando que la democracia consiste en seguir las reglas del
juego y mantener el statu quo de un país, de una determinada sociedad, de una
determinada clase social, es que seguimos viviendo en el siglo pasado, que no
somos capaces de responder a los retos del presente. Partiendo de los principios
de la democracia, hay que elaborar un nuevo sistema político que nos permita
hacer frente a los cambios —científicos, tecnológicos, sociales— que se están
produciendo en nuestros días, con tal rapidez y de tal magnitud como jamás
antes había conocido la humanidad.
Llegué a España a tiempo de presenciar la caída del general Primo de Rivera,
salí de España con los últimos refugiados republicanos que cruzaron la frontera
francesa en febrero de 1939. Esta es mi historia de aquellos años, que ha de
servir como reflexión, como telón de fondo, para entender los dramáticos
acontecimientos que en estos momentos se están produciendo en nuestro país…
Tratar de entender los motivos del fracaso de la República española es tratar de
entender los motivos de nuestro propio fracaso.
Es buscar soluciones para nuestro propio país, asediado y amenazado de
muerte.
Londres, diciembre de 1939
I

Primo de Rivera

NADIE me había preparado para mi encuentro con el aspecto desolador que


ofrece la meseta castellana en noviembre, ni con la pobreza de sus campesinos,
ni con el olor a aceite de oliva rancio que despedían las cantinas de las
estaciones por las que íbamos pasando. A medida que el tren se acercaba a
Madrid, en su lento discurrir desde la frontera de Irún, mi desazón iba en
aumento.
He hablado con muchos viajeros que han experimentado la misma sensación
al llegar a España por primera vez. Por mucho que nuestros maestros nos hablen
de la aridez de la geografía española, lo que prevalece en nuestras mentes es la
visión de una España romántica en la que unos amantes hablan de amor bajo los
naranjos con un fondo musical de guitarras… Los alemanes se vuelven
particularmente lacrimosos al hablar de España: das lande ube die zitronen
bluehen. (¿Por qué será que los alemanes hablan de limoneros y nosotros de
naranjos?). Lo cierto es que ante mí solo había un yermo, espléndido en su
grandeza y en su colorido, eso sí, pero muy diferente a lo que yo había esperado
encontrar.
Allí estaba yo, sentado en un vagón de tren en una tarde del mes de
noviembre de 1929, con dos frailes gordos y algo malolientes en mi
compartimento, lo que aumentaba aún más mi depresión. Porque como católico
practicante me molestaban esos monjes sin afeitar que, además, no hacían
esfuerzo alguno para entender mi pobre español. Algo había en ellos que
chocaba con mi intolerancia anglosajona, que impedía conciliar un rostro seboso
y mal afeitado con un profundo sentimiento religioso. Al llegar a Madrid, la
llovizna y la densa niebla me trajeron recuerdos de mi infancia en los montes de
Derbyshire. Algunos años más tarde me encontraría en ese mismo lugar, junto a
la estación de Príncipe Pío, tirado en una trinchera mientras las balas y los
obuses silbaban a mi alrededor, y el tiempo entonces carecería de importancia.
Pero en esa tarde de 1929 yo era un inglés impaciente por descubrir Madrid y
recuperar las ilusiones perdidas en aquel largo viaje.
Y la verdad es que no me costó mucho recobrarlas. Subiendo la cuesta de
Príncipe Pío pude contemplar el Palacio Real, los soldados emplumados
montando guardia en el exterior con sus uniformes azules y escarlata, vigilando
la entrada a la residencia de Alfonso XIII, aquel rey que tantas veces había
contemplado en las portadas de las revistas internacionales con cara de buena
persona, de gobernante que quería lo mejor para su país, tan difícil de gobernar.
Quizá España no fuera tan sórdida como la había imaginado durante el viaje…
Diez minutos más tarde me encontraba en la habitación de un excelente hotel
con teléfono y baño privado, desayuno y dos comidas, todo por el equivalente de
diez chelines. Vivir en España podía tener sus encantos.
Allí estaba yo, un reportero inexperto de veintiún años, dispuesto a enviar,
con toda la arrogancia de mi juventud, crónicas sobre un país que desconocía por
completo. Mi única experiencia periodística consistía en mis dos años anteriores
en París; una experiencia profesional y personalmente pobre. Ni siquiera la
famosa libertad sexual del París de los años veinte había conseguido vencer mis
prejuicios religiosos y me había ido de la capital francesa tan virgen como
llegué. Había aprendido, eso sí, a informar sobre carreras de caballos y a boxear,
gracias a las lecciones que había tomado en un gimnasio parisiense. Fueron
conocimientos que jamás utilicé luego. Trabajaba mucho y comía cualquier cosa
y eso no es bueno para la salud.
En España, por lo menos, me alimentaba mejor: dos buenas y abundantes
comidas al día. La vida se ve de otra manera con el estómago lleno. Trabajaba
menos y leía más, y sobre todo tenía tiempo para pasearme a mis anchas por
Madrid. Felipe II, aquel rey que nos envió la Armada, cometió ese otro
desaguisado que fue hacer de Madrid la capital de España. Escogió uno de los
lugares más inhóspitos y desérticos de toda la península Ibérica. Él sabrá por qué
lo hizo, pues no se lo explicó a nadie. El caso es que a día de hoy casi un millón
de personas habitan en ese lugar tan poco habitable. Y resulta que en esta ciudad
de un millón de habitantes la mayor fábrica tiene solamente setecientos obreros.
Es decir, un millón de madrileños vive, en cierta manera, a costa del resto de la
nación. Comparemos la población de Madrid con la de Washington D. C. (600
000 habitantes) o la de Canberra (40 000 habitantes) y tendremos una idea de la
magnitud de la máquina burocrática instalada en la capital de España. Aquella
burocracia creada por el propio Felipe II había crecido fuera de toda proporción.
Para instalar un retrete nuevo en una pequeña escuela de la provincia de Cádiz
había que solicitar el permiso en Madrid. Madrid me parecía una burocracia
masiva e ineficaz que vivía a costa, y a espaldas, del resto del país. No es
exagerado decir que en aquellos días Madrid chupaba la sangre de España, la
misma sangre que, unos años más tarde, donaría tan generosamente en su
defensa. Los grandes terratenientes iban a Madrid a gastarse el dinero ganado
cultivando el trigo. Podían invertirlo en bloques de pisos o gastárselo
alegremente en el juego o la prostitución, pero en cualquier caso el dinero volaba
de su lugar de origen y obligaba a los campesinos a seguir el mismo camino:
emigraban en masa a la capital en busca de cualquier empleo. Así es como
Madrid sangraba a España en aquellos días, la misma sangre que, años después,
como ya he señalado, entregaría con tanta generosidad.
No quiero decir con esto que me disguste Madrid. Al contrario, me encanta.
El centro de la ciudad tiene elegantes edificios de los siglos XVIII y XIX con
algún pequeño rascacielos de nuestro siglo despuntando aquí y allí. En 1929
encontré una ciudad más moderna de lo que yo me había imaginado, con
calefacción central en muchos edificios, ascensores, neveras eléctricas en los
apartamentos y las demás comodidades que se pueden encontrar en una ciudad
como Londres. Naturalmente, pienso que era un error y que ese dinero que se
había invertido en modernizar Madrid debía haberse invertido en modernizar el
campo español, en tractores y cosechadoras más que en pisos. Pero la verdad es
que yo, en aquellos momentos, no estaba dispuesto a quejarme. Vivir en Madrid
era, contra todo pronóstico, mucho más agradable que vivir en cualquier ciudad
de provincias de Francia o Inglaterra.
Incluso, por extraño que pueda parecer, la prefería a París. Quizá tuviera que
ver la altura —más de dos mil pies—, que proporciona al cuerpo una inusitada
energía, o tal vez fuera cosa de la comida española, que siempre me ha parecido
excelente, o quizá de mi recién descubierta pasión por la manzanilla,
acompañada siempre de alguna tapa (que podía ser cualquier cosa, desde
caracoles hasta callos), o del espectáculo de la vida en las calles de Madrid, esos
constantes piropos de los hombres a las chicas que pasaban y que no hacían más
que recordarme mis propias limitaciones en ese terreno. El caso es que Madrid
me fascinaba, aunque en aquellos momentos no habría sido capaz de precisar por
qué.
Una noche, bajando por la calle de Alcalá, un amigo me llamó la atención
sobre un hombre envuelto en una capa que cruzaba la calle. Se apoyaba en un
bastón, pero aún mantenía un cierto aire juvenil. Era Primo de Rivera. Siempre
he sentido no haberlo podido entrevistar antes de su caída, pero estábamos
viviendo los últimos días de su gobierno y el dictador ya no concedía entrevistas.
De todas maneras, era aleccionador ver a aquel dictador paseándose por las
calles de Madrid sin escolta. Me imagino que le seguiría algún policía de
paisano, pero lo que yo recuerdo es la solitaria y algo melancólica figura de un
madrileño bajando lentamente por la calle de Alcalá.
Que el dictador estaba acabado lo sabía todo el mundo menos el propio
dictador. Poco antes de mi llegada a España, el rey había organizado una
montería con el objeto de persuadir a Primo de Rivera para que abandonara el
poder y así formar un nuevo gobierno en torno al duque de Alba. Pero Primo de
Rivera se negaba a presentar la dimisión. No podía entender cómo el rey, que
tanto le había apoyado, le retiraba ahora su confianza. Más que un dictador,
Primo de Rivera me parecía entonces un dadivoso Papá Noel. Había embarcado
a España en una política de grandes inversiones públicas que ahora no
encontraba forma de pagar. Con la ayuda de Estados Unidos estaba intentando
convertir a España en un país moderno, construyendo carreteras, líneas de
ferrocarril, grandes embalses para la producción de energía eléctrica… Cuando
los créditos internacionales comenzaron a flaquear, decidió nacionalizar las
grandes compañías de petróleo.
El éxito del gobierno de Primo de Rivera había radicado justamente en la
ductilidad de sus finanzas, libres de toda traba parlamentaria, y en la
disponibilidad del dinero público. Y ahora que los créditos empezaban a
flaquear, en los principios de la crisis económica mundial, era inevitable que sus
enemigos (incluidos los magnates del petróleo) se le echaran encima. La clase
política no le perdonaba que hubiese gastado billones de pesetas sin contar con
ella, y la pequeña burguesía, que había conseguido una relativa prosperidad bajo
su gobierno, buscaba ahora el acceso al poder político. Las viejas instituciones
feudales que todavía gobernaban el país tampoco acababan de fiarse de la
manera tan personal que Primo de Rivera tenía de gobernar. Ni el Ejército, ni la
Iglesia, ni la propia Corona iban a derribar a Primo de Rivera, pero tampoco
harían nada para mantenerlo en el poder. Hasta su protegido, el joven ministro de
Hacienda, José Calvo Sotelo, parecía haberlo abandonado en sus últimas y
amargas horas en España. Quizá no sea una comparación muy correcta, pero en
aquellos momentos me parecía un toro al final de la corrida, estoqueado ya por
el propio matador y rodeado de los peones que trataban de marearle (como se
dice en España) con sus capas, esperando que él solo acabe derrumbándose…
Era, desde luego, un espectáculo poco edificante ver al viejo «toro» dando
cornadas al azar —vendiendo oro para tratar de detener la ya imparable caída de
la peseta—, pensando que su derrumbe no era inevitable, sin darse cuenta de que
en los «tendidos» el público comenzaba ya a impacientarse.
Volví a ver a Primo de Rivera en la estación del Norte de Madrid, en una fría
mañana de marzo, cuando regresaba, ya cadáver, de su corto exilio en París, dos
meses después de su caída. La sala de espera de la estación se había llenado de
flores, y en el centro, rodeado de velas, yacía el viejo general en un catafalco
envuelto en la bandera nacional. Arrodillado ante su cuerpo estaba el rey
Alfonso XIII con su uniforme de gala, azul y escarlata. Desde la posición en que
me encontraba podía ver su rostro. No había ni rastro de emoción en aquella
cara, mejor dicho, en aquella máscara, la máscara de un hombre educado para
ocultar sus propios sentimientos… Era la máscara de un hombre que pasaba por
ser hábil en los asuntos de gobierno, listo y simpático en sus relaciones
personales. Cuando el rey y sus ayudantes se marcharon al fin de aquella
improvisada capilla, todos pudimos respirar con más desahogo.
II

Don Alfonso

LA atención del mundo se centraba ahora en la figura de Alfonso XIII.


¿Sobreviviría el rey a la caída de su dictador? En los primeros días de la
Dictadura, el rey había hecho ostentosa exhibición de su estrecha relación con
Primo. «¡Aquí está mi Mussolini!», le había dicho al presentárselo al rey Víctor
Manuel de Italia. Pero la relación entre los dos se había agriado en los últimos
años y los corrillos madrileños repetían una frase del dictador: «Los Borbones, a
mí, no me la juegan».
El día de la caída de Primo, todos los viejos líderes políticos aguardaban
impacientes la llamada de Palacio. Pero el rey no llamó a Sánchez Guerra, a
Alcalá Zamora, ni siquiera al conde de Romanones, sino que buscó más cerca,
en el Palacio mismo. Llamó al jefe de su Casa Militar, el general Dámaso
Berenguer, y a una serie de amigos íntimos, entre ellos el duque de Alba. En
otras palabras, el rey había decidido gobernar él mismo.
Nunca entenderé por qué, en este momento crucial de su vida política, don
Alfonso, una vez más, volvió la espalda a la clase política. Lo había hecho ya en
1923, cuando dio su bendición al golpe de Estado del general Primo de Rivera.
Y lo hacía de nuevo ahora, en un momento aún más delicado de la Historia de
España. La reacción de los políticos no se hizo esperar. El señor Sánchez Guerra,
del Partido Conservador, pronunció un discurso en el que comparaba al rey con
un gusano. Don Niceto Alcalá Zamora, uno de los líderes del Partido Liberal,
anunció su conversión al republicanismo. Los más discretos decían que era poco
menos que suicida intentar liquidar los efectos de una dictadura sin contar con la
ayuda de la clase política. Yo no digo que los políticos hubieran podido salvar a
Alfonso XIII, pero sí que, con su apoyo, se hubiera podido encontrar alguna
fórmula de transición, como la regencia. Pero no, el rey prefirió cerrar filas
usando para ello las figuras de la vieja aristocracia. La aristocracia española es
una de las instituciones más decrépitas que existen en este país.
Para acabarlo de arreglar, el rey escogió como presidente de gobierno al
general Berenguer. Como alto comisionado de Marruecos, Berenguer había sido
el responsable político del desastre de Annual, donde diez mil soldados
españoles capitaneados por el general Silvestre habían sido masacrados por las
tropas de Abd el-Krim en 1921. La Comisión Investigadora del desastre de
Annual tenía que presentar sus conclusiones al parlamento español en el mes de
octubre de 1923, pero el golpe de Estado de Primo de Rivera en el mes de
septiembre lo impidió. Y justamente ahora, cuando la opinión pública hablaba de
nuevo del desastre y de la extraña coincidencia del golpe de Primo que puso fin
a la Comisión Investigadora, al rey no se le ocurre otra cosa que resucitar a
Berenguer. Nunca tuvo don Alfonso muy en cuenta a la opinión pública
española, pero en ese momento trascendental de su reinado, menos que nunca.
Basta recordar algunos momentos de la vida del monarca para entender hasta
qué punto el rey había vivido de espaldas al país, a la opinión popular. Al rey le
tocaron en suerte los treinta años más duros en la historia reciente de este país,
cuando acababan de desaparecer los últimos vestigios del mayor imperio de
todos los tiempos, un país que apenas se había incorporado a la revolución
industrial que había revolucionado la economía de otras naciones europeas, un
país, en definitiva, que seguía viviendo en la era feudal, a pesar de que el
calendario señalaba que estábamos ya en los albores del siglo XX. Sería, por
tanto, absurdo achacar a don Alfonso toda la responsabilidad de los sucesos
producidos en los últimos años.
Pero pienso que es igualmente absurdo sostener lo contrario, es decir,
exculpar a don Alfonso de toda responsabilidad. Por eso me parece interesante
repasar algunos momentos de la biografía del rey antes de hacer balance de su
reinado. Se ha dicho, por ejemplo, que recibió una educación esmerada, sobre
todo teniendo en cuenta las circunstancias en las que accedió al trono: Alfonso
era rey desde que nació, debido a la prematura muerte de su padre. Su madre,
aquella pequeña mujer austríaca llamada María Cristina, se encargó de su
educación y evidentemente no estuvo a la altura de las circunstancias. Lo rodeó
de curas y de militares, es decir, de la España feudal, cuando lo que el país
necesitaba era un monarca de nuestro tiempo. Eso sí, a aquella criatura se le dio
un barniz moderno. Era bien conocida su afición por los automóviles y pasaba
por ser un buen jugador de polo. Con aquella cáscara moderna se trataba de
ocultar una personalidad profundamente reaccionaria y conservadora. Baste
recordar el primer Consejo de Ministros al que asistió poco después de acceder
al trono. Acababa de cumplir don Alfonso los dieciséis años, y supongo que a
esa edad casi todo es disculpable.
De todas maneras, me imagino la cara de los ministros cuando vieron entrar
al rey, en aquella primera cita con el gobierno del país, vestido con su uniforme
militar. A aquellos hombres que procedían de la vida civil aquello les debió de
parecer casi una provocación. Y lo primero que quiso dejar claro el joven rey fue
que estaba allí no para escuchar, sino para ser escuchado. Se encaró con el
general Weyler y le preguntó qué pretendía al cerrar algunas de las academias
militares que había en España. El regreso de los cientos de oficiales que España
tenía en las colonias había ocasionado un gran excedente de militares graduados
sin destino, lo que había obligado al cierre temporal de algunas academias
militares. Pero esas razones no las entendía el joven rey, que hablaba por boca de
los estamentos más reaccionarios del Ejército. Hubo de intervenir Sagasta en
aquella disputa entre el rey y Weyler, y propuso que se aceptara la propuesta del
rey de que no se cerrara ninguna academia. Romanones señala en sus memorias
la perplejidad de los ministros ante el talante del joven monarca.
Bajo su vigilante mirada, ningún político estaba a salvo. Después de su
coronación, las Cortes permanecieron cerradas durante largo tiempo con la
intención de obstruir un proyecto de ley del gobierno liberal de Canalejas que
controlaba y restringía las actividades del clero y las órdenes religiosas.
Canalejas presentó la dimisión, pero su sucesor, el conservador Antonio Maura,
tampoco permaneció en el poder… Maura cometió la imprudencia de nombrar
capitán general de Castilla al general Weyler, que, como antes hemos señalado,
había tenido un duro enfrentamiento con el rey. Este se negó a firmar el
nombramiento de Maura y propuso a otro general más de su gusto y del de la
camarilla del Ejército que le apoyaba… Maura se vio obligado a presentar la
dimisión.
En el año 1905 se produjo otro incidente con el Ejército. Un grupo de
jóvenes oficiales destrozaron en Barcelona la redacción de la revista satírica Cu-
Cut por un artículo que había publicado caricaturizando algunas actividades del
Ejército. El capitán general de Cataluña se negó a castigar a dichos oficiales y,
además, recibió felicitaciones de varias comandancias de toda España.
Finalmente, el propio gobierno decidió intervenir para proceder contra los
oficiales, pero el rey lo impidió y obligó a su presidente, el liberal Montero Ríos,
a presentar su dimisión. Encargó de formar gobierno al dócil y ambicioso Moret,
que no solo no castigó a los oficiales, sino que aprobó, como primera medida de
su gobierno, un proyecto de ley que aplicaba la ley marcial y sometía a
jurisdicción militar al autor de cualquier artículo o escrito publicado en la prensa
española que atacara el «honor del Ejército» o «la unidad de la nación». He aquí
cómo el rey había conseguido dar un giro de ciento ochenta grados a un acto de
vandalismo, a un acto punible que, en lugar de ser castigado, era premiado.
De nada serviría seguir enumerando las continuas interferencias y tropelías
del rey en la acción de sus gobiernos si no se comprendiera la relación que se
había establecido entre estos y el monarca. El presidente del ejecutivo debía
acudir cada día a Palacio para discutir y mantener informado al rey de las
actividades del gobierno. Pero es que, además de sus encuentros con el
presidente, el rey solía despachar una o dos veces por semana con cada uno de
los ministros. Esto permitía al soberano todo tipo de intrigas a espaldas del
propio presidente, y era el propio rey quien, en definitiva, movía los hilos del
poder. Los hilos de aquella tramoya estaban en manos del más fiel guardián del
sistema feudal, y mientras él gobernara no había peligro alguno de que algo
cambiara en el país…
De cuando en cuando, había alguna luz entre tanta sombra.
Sorprendentemente, el rey pidió clemencia al gobierno Maura, que había
ratificado la pena de muerte dictada contra Francisco Ferrer después de los
sucesos de la Semana Trágica de Barcelona. A pesar de que Ferrer era un
conocido anarquista catalán, no había ningún indicio que lo relacionara con el
levantamiento que se produjo en 1909 en la Ciudad Condal a raíz del embarque
de tropas a Marruecos. Incluso el Papa había pedido clemencia para Ferrer. El
rey podía haber presionado a Maura para que lo indultara, pero no lo hizo… No
se le ocurrió en esta ocasión intrigar a sus espaldas. Se limitó a hacer una
sugerencia que no fue aceptada.
A partir de 1907, disminuyó la frecuencia de los cambios de gobierno, lo
cual no era de extrañar porque se estaba produciendo un déficit de políticos en
España para ocupar tantas carteras ministeriales, y no era cuestión de importarlos
del extranjero. Después de la dimisión de Maura, Canalejas volvió a acceder al
poder en 1911, dispuesto a llevar a cabo el programa político de los liberales:
debate parlamentario y creación de una comisión de investigación sobre los
sucesos de la Semana Trágica de Barcelona, incluida la ejecución de Ferrer;
proyecto de ley del «candado», que prohibía el establecimiento de nuevas
órdenes religiosas en territorio español; censo de todas las comunidades
religiosas en España en el que constaran los bienes muebles e inmuebles de
dichas comunidades. Pero cada vez que Canalejas «topaba» con la Iglesia o con
el Ejército ya sabía de antemano cuál sería el resultado… Hay que reconocerle al
rey la maestría de manejar perfectamente los hilos de aquel entramado, de
convertir a Canalejas, otrora fogoso liberal, en una marioneta más de su
particular teatrillo de títeres. El verdadero Canalejas había muerto mucho antes
de que aquel anarquista le disparara en plena Puerta del Sol madrileña.
Durante unos años después de la muerte de Canalejas, el rey pareció flirtear
con personajes liberales o incluso intelectuales que se declaraban abiertamente
republicanos. Personas como Gumersindo de Azcárate o Miguel de Unamuno
comenzaron a visitar Palacio, dando así la impresión de que el rey podía
evolucionar y cambiar su ideología. Pero pronto se pudo comprobar que aquello
había sido flor de un día. En 1915 se celebró en España un congreso eucarístico
y el rey obligó a todo su gobierno a asistir a la ceremonia de clausura en el
propio Palacio Real. Unos meses más tarde se inauguró el monumento al
Sagrado Corazón de Jesús en el cerro de los Ángeles, el centro geográfico de
España, y el propio rey pronunció el discurso en el que se consagraba España al
Corazón de Jesús. Actos como aquellos no solo suponían el reconocimiento de
que España era un país católico, sino la vinculación directa del poder político
con la Iglesia, en unos momentos en que las clases populares cuestionaban el
papel de esta en España.
Supongo que uno de los temas candentes del reinado de Alfonso XIII fue la
neutralidad de España en la Gran Guerra. El rey había reflejado perfectamente su
propia opinión y la del país en general cuando le comentó confidencialmente a
Winston Churchill: «Aquí, los únicos que estamos a favor de los aliados somos
el populacho y yo».
Por una vez, el rey se alineaba con las clases populares, los intelectuales y un
gran sector de la clase media adscrita al pensamiento liberal. Pero, naturalmente,
la Iglesia y el Ejército estaban del lado de las potencias del Eje, y así lo
proclamaban a diario a través de los medios de comunicación.
La neutralidad en la guerra mundial proporcionó a España una gran ocasión
para que el país se modernizase. A cambio del envío masivo de comida y
armamento, el dinero comenzó a afluir a España, pero sin que aquel capital
supusiera una inmediata modernización de la industria española o una
mecanización del campo. El impulso para efectuar el cambio estaba allí, pero de
nuevo las fuerzas de la reacción parecían dispuestas a que aquello no sucediera.
Antes incluso de que concluyera la Gran Guerra, se habían producido
tensiones dentro del propio Ejército. Las Juntas de Defensa que aparecieron en
Barcelona en el año 1917 debían entenderse como una especie de golpe militar
dentro del propio Ejército, protagonizado por jóvenes oficiales que se sentían
discriminados con respecto al trato de favor que recibían los oficiales destinados
a Marruecos. El Ejército —o una parte de él— se había tomado la justicia por su
mano y el gobierno del conde de Romanones tuvo que dimitir: «Queríamos
defender el poder civil y comprobamos que no disponíamos de los medios para
hacerlo», escribió años más tarde. Aquel enfrentamiento de diferentes facciones
del propio Ejército de una forma abierta y en la superficie misma de la vida del
país, suponía efectivamente el principio del fin del poder civil en España, tal
como había sentenciado Romanones. Maura auguraba el fin de aquel «poder
civil» al declarar: «El único remedio que puede haber ante esta situación es la
entrega del poder a aquellos que no están dispuestos a tolerar que otros lo
tengan». Las Juntas de Defensa de 1917 fueron la antesala del golpe de 1923,
auspiciado por el propio rey.
Mientras tanto, en el territorio del Rif, en el norte de Marruecos, diez mil
soldados españoles perdían la vida al ser conducidos hacia una ratonera por el
líder rebelde Abd el-Krim. Parece que el general Silvestre, al mando de las
tropas españolas, había recibido unos días antes del «desastre» un telegrama del
rey en el que le animaba a seguir adelante con sus tropas y a no cejar en la
persecución del líder rebelde por parte de todo soldado «que tenga lo que hay
que tener». La arenga real contenida en aquel telegrama nunca fue desmentida
por Palacio. Simplemente se dijo que se trataba de felicitar al general Silvestre
por celebrarse el día del santo patrón de la caballería española, cuerpo al que
pertenecía el general. Naturalmente, nunca se hizo público el texto exacto de
aquel telegrama. En cualquier caso, el general no sobrevivió a la batalla, pero sí
lo hizo su hijo, que era su ayudante de campo. Aquel joven oficial se disponía a
declarar sobre el «desastre de Annual» ante una comisión investigadora de las
Cortes justamente cuando se produjo el golpe de Primo de Rivera y la vida
parlamentaria quedó durante años en estado de hibernación.
Hasta aquí este rapidísimo bosquejo de la vida y las actividades políticas de
don Alfonso, basado en las notas que en estos momentos tengo a mano.
Podríamos resumir diciendo que en los años anteriores a la dictadura militar
(1902-1923) se formaron treinta y dos gobiernos, lo cual da idea de la
inestabilidad política que caracterizó su reinado. Pienso, como ya he señalado al
comienzo de esta breve reseña, que no lo tuvo fácil y que ni las circunstancias ni,
muy a menudo, la calidad de las personas que lo rodearon hicieron nada fácil su
labor… Pero creo también que usó su indudable talento para la intriga política
siempre —o casi siempre— en sentido equivocado, es decir, favoreciendo a
aquellas personas que representaban el feudalismo y la reacción. Su propia
capacidad para la intriga ocasionó, además, otro daño irreparable para la política
española: la fragmentación de los partidos. Al apoyar a diferentes personas en el
mismo partido según conviniera a sus intereses, dividía y fraccionaba dicha
formación política, y conseguía que sus miembros se vieran más como
adversarios que como compañeros.
No quiero, desde luego, entrar en su vida personal. Pienso que bastante
desgracia tenía con las enfermedades hereditarias de su propia familia. Creo
también que su verdadera —y quizá única— afición fueron los coches, sobre
todo los de carreras, y estoy convencido de que habría sido un excelente piloto
de carreras si hubiera tenido ocasión de desarrollar esta vocación. No me parece
que fuera persona de gran inteligencia, pero sí, desde luego, excepcionalmente
listo y astuto, con una excelente memoria para acordarse de personas o de
documentos que llegaban a sus manos. Cuando salió de Palacio en 1931, solo se
encontraron álbumes militares y deportivos en sus habitaciones privadas, lo cual
no dice mucho de su capacidad intelectual. Pero era, como ya he señalado, una
persona con ciertos talentos y aptitudes que, en mi humilde opinión, malgastó a
lo largo de su existencia. Al final de su vida política se quejó amargamente de
que las Cortes ya no «funcionaban», cuando había sido precisamente él el
máximo responsable de aquella parálisis de la democracia.
Pero volvamos otra vez a los acontecimientos que se estaban produciendo en
el año 1930. En el mes de diciembre, mi periódico me envió a Jaca para
presenciar la ejecución de dos oficiales que se habían declarado en rebeldía
contra el gobierno de Berenguer. Afortunadamente no llegué más allá de
Zaragoza, donde recibí instrucciones de regresar a Madrid, pues en la capital se
estaban produciendo sucesos aún más importantes. Digo «afortunadamente»
porque no es agradable ver a dos seres humanos ejecutados a sangre fría, sobre
todo si estás convencido de que aquellas dos muertes no servirían de nada. Al
contrario, la ejecución de los capitanes Fermín Galán y García Hernández habría
de catapultarles a la leyenda y a la fama, convirtiéndolos en una suerte de
mártires laicos y haciendo ya inevitable la proclamación de la República.
Desde la caída de Primo de Rivera, en el mes de enero, las fuerzas
progresistas habían iniciado su ataque final contra el feudalismo, representado,
ahora de forma bien tangible, por Alfonso XIII. En agosto de ese mismo año se
reunían en San Sebastián para firmar el famoso pacto las más diversas facciones
del republicanismo, desde viejos liberales como Alcalá Zamora hasta socialistas
y comunistas. El objetivo del pacto, que en aquellos momentos se mantenía en
secreto, era el acoso y derribo de la monarquía española. Tampoco faltaron a la
cita algunos jóvenes oficiales, como el capitán Fermín Galán, que protagonizaría
en diciembre la rebelión de Jaca.
Tan fervoroso partidario de la República era el capitán Galán que decidió
alzarse dos días antes de lo convenido con sus compañeros de conspiración para
evitar que estos pudieran retractarse. Galán no pertenecía a partido político
alguno. Era simplemente un joven idealista que se rebelaba contra las injusticias
de su tiempo. Le habían enviado a una guarnición fronteriza porque sospechaban
de sus vinculaciones políticas. Tan segura se sentía España, que mandaba a sus
fronteras a los oficiales sospechosos. Galán y García Hernández, los líderes de la
conspiración, fueron fusilados un domingo por la tarde después de un consejo de
guerra que tuvo lugar en la misma mañana. Eso iba contra el reglamento, que
ordenaba que las ejecuciones tuvieran lugar al día siguiente y que impedía, en
todo caso, que se ejecutara en domingo. Uno de mis contactos en la Telefónica
de Zaragoza me informó de que el general Berenguer había llamado a la
guarnición de Jaca varias veces durante la mañana y había hablado con uno de
los oficiales encargados de la ejecución instándole a que la realizara cuanto
antes. Digo esto porque, en los días que siguieron a las ejecuciones, la Casa Real
trató de dar un viso de legalidad a la ejecución al asegurar que el rey se había
limitado a dar el «visto bueno». Ahora sabemos que el asunto se debatió
ampliamente en un Consejo de Ministros y que el duque de Alba se opuso a la
ejecución. La insistencia de Berenguer decidió finalmente el asunto, y ya
sabemos quién hablaba por boca del general.
¿Y cuál era el suceso tan importante que reclamaba mi atención en Madrid y
me impedía llegar a Jaca? Un piloto llamado Ramón Franco (no confundir con
su hermano Francisco Franco, director de la Academia Militar de Zaragoza por
aquel entonces) había tomado el aeródromo militar de Cuatro Vientos, se había
apoderado de un bombardero y había hecho varias pasadas sobre el Palacio Real.
Más tarde, Ramón Franco declaró que en el último momento no se atrevió a
bombardear el Palacio al ver a muchos niños jugando en sus alrededores…
Parece ser que el general Berenguer había ordenado a la Fuerza Aérea perseguir
a Franco, pero los aviadores que se encontraban en Cuatro Vientos habían
desobedecido esta orden. Cuando finalmente algunos aviones salieron del
aeródromo de Getafe, Ramón Franco, al que acompañaba el general Queipo de
Llano, había puesto proa a la frontera de Portugal. De la misma manera que la
muerte de Fermín Galán había dado alas a la República, el bombardeo del
Palacio Real de Madrid habría tenido el efecto contrario, ya que inevitablemente
habría decantado a la opinión pública del lado del bombardeado monarca y su
familia.
La atención del país se centraba ahora en la Cárcel Modelo de Madrid. Tras
el fracaso aparente de la conspiración republicana, líderes republicanos y
socialistas fueron a parar a esa cárcel. Al ser arrestado en su domicilio, Alcalá
Zamora insistió en oír misa en su parroquia antes de ser conducido a prisión, y
así había aparecido en las portadas de los periódicos, demostrando su fino olfato
político. Con imágenes como esa, de poco le servía a Berenguer proclamar que
las conspiraciones republicanas’ estaban financiadas por el dinero de Moscú. El
duque de Alba intentó demostrar la veracidad de las acusaciones monárquicas
afirmando que un agente comunista había sido detenido en la frontera con dos
millones de pesetas en los bolsillos. Un joven periodista inglés amigo mío le
había señalado al duque que no era nada fácil llevar encima, de forma discreta,
dos millones de pesetas, ya que suponía, en el mejor de los casos, ocultar en la
ropa dos mil voluminosos billetes de mil pesetas. El duque, sin duda más
acostumbrado a manejar la chequera que la billetera, quedó algo perplejo ante la
observación.
Fui a la Cárcel Modelo para visitar a tanta celebridad como había encerrada
aquellos días en su interior. En el locutorio de la cárcel pude contemplar a través
de las rejas a un sonriente grupo de personalidades políticas que parecían
saborear anticipadamente las mieles de su triunfo. Tan seguros estaban de sí
mismos que, según me contaron, se hallaban ultimando ya sus planes de
gobierno en la misma cárcel. Allí estaban Alcalá Zamora, Fernando de los Ríos,
Francisco Largo Caballero y Miguel Maura, entre otros. El que llevaba la voz
cantante era Alcalá Zamora, si bien su pasado político podía poner en entredicho
su recientemente adquirida fe en la democracia, la libertad y el progreso. La
monarquía parecía herida de muerte, pero nadie se atrevía a vaticinar su caída, y
menos aún la forma en la que se produciría.
En lo que se refiere a mi vida privada, los sucesos de Jaca tuvieron la gran
virtud de sacarme del paro periodístico en el que me encontraba en aquellos
momentos. Resulta que había perdido la corresponsalía del periódico londinense
The Daily Chronicle, al ser este absorbido por The Daily News. Me había tenido
que refugiar en la enseñanza del inglés como modus vivendi, y la verdad era que
aquello de repetir a todas horas: Is this chair black?, para que el alumno te
contestara No, the chair is white, no me iba. Me sirvió, sin embargo, para entrar
en contacto con una serie de personas muy interesantes, como aquel coronel de
la Guardia Civil que era escolta del rey y se empeñaba en desarrollar unas
aptitudes lingüísticas que Dios no le había dado. Me sirvió también para conocer
a una deliciosa alemanita con la que estuve saliendo unos meses. Lo único malo
de mi romance con la teutona era que esta, en cuanto la besaba, se me
desmayaba en los brazos, debido sin duda a la debilidad de su corazón, más que
a mis proezas amatorias. Recuerdo que, en uno de estos trances, me dirigí con
ella en brazos hacia lo que parecía ser una farmacia y resultó ser una funeraria…
Para restablecerla de aquellas dolencias conocía un buen remedio: la llevaba a
algún restaurante alemán, de los muchos y buenos que hay en Madrid, y le hacía
servir una enorme ración de tarta de manzana con nata, y después… ¡como
nueva!
La noche del 13 de abril me encontró haciendo guardia en las puertas del
Palacio Real. Envuelto en un grueso gabán para protegerme del viento helado
que bajaba del Guadarrama, pasé allí la que iba a ser la última noche de don
Alfonso en España. Aunque parezca mentira, había solo dos periodistas: un
pequeño reportero español y yo. Tampoco parecía registrarse ninguna actividad
inusitada en el interior del edificio. De vez en cuando, muy de vez en cuando, se
abrían los grandes portones para dejar pasar algún coche que entraba o salía. La
noticia allí aquella noche no era lo que pasaba, sino justamente lo que no pasaba.
Alrededor de la medianoche, abrió la puerta uno de los mayordomos y tuve
ocasión de conversar unos minutos con él. Le pregunté qué hacía la familia real.
Me los imaginaba reunidos en cónclave, llamando a sus amigos y haciendo
urgentes consultas. El mayordomo me contestó con voz reposada: «Sus
majestades están asistiendo a la proyección de una película en la nueva sala
cinematográfica del Palacio». Si me hubiera contestado que el rey y la reina
jugaban a la pídola en camisón por los pasillos me habría sorprendido bastante
menos. Las elecciones municipales del día anterior habían puesto en entredicho
no solo al rey, sino a la institución misma de la monarquía. Camino del Palacio
había pasado por la Puerta del Sol y había contemplado a las multitudes
enardecidas gritando a favor de la República. La policía apenas se molestaba en
reprimirlas. Algunos agentes habían bajado de los caballos y confraternizaban
con la muchedumbre, intercambiando chistes y cigarrillos. La zona de Palacio
estaba acordonada y solo se permitía el acceso a las personas que teníamos
alguna misión que cumplir. Y así, mientras Madrid explotaba de júbilo, el
Palacio Real, a pocos metros de distancia de la Puerta del Sol, estaba sumido en
el silencio y aparecía triste y solitario, como si se encontrara a muchos
kilómetros de distancia y ya no perteneciera a la realidad del país.
¿Dónde estaban aquella noche los cuatrocientos generales que dicen que hay
en España? ¿Dónde se encontraban los doscientos grandes de España? ¿Y dónde
el clero, los cardenales y obispos, de una España que me habían dicho que era
«tan católica»? Esas eran las preguntas que yo me hacía, una y otra vez, mientras
me paseaba aquella noche ante las puertas del Palacio. Muchos de ellos han
lamentado desde entonces la caída de su rey, pero muy pocos hicieron algo por
evitarlo, según pude comprobar esa noche mientras permanecía delante del
edificio.
Fue en esa noche cuando don Alfonso constató la soledad en la que se
encontraba. Y es que el que siembra vientos recoge tempestades. Don Alfonso
no había movido un dedo para impedir la caída de Canalejas poco después de su
acceso al trono. Y se había divertido enfureciendo a Maura para que un amigo
suyo ocupara el puesto de capitán general de Castilla. O satisfaciendo todas las
demandas del Ejército poco después de que un grupo de jóvenes oficiales
devastara la redacción del periódico humorista catalán Cu-Cut… ¡Bonito
premio! O cuando el pasatiempo favorito del monarca era intrigar con
Romanones para echar a Moret, o, al contrario, intrigar con Moret para echar del
gobierno a Romanones. Casi treinta años de intrigas políticas y ahora, para
rematar la faena, se había quitado de encima a su duce con el mismo desenfado
con el que se desprendía del gabán en días de calor… Esta noche tu pueblo
mismo te está juzgando… ¿Y cómo te juzga? Volviéndote ostentosamente la
espalda… Un pueblo tan agradecido como ha sido tradicionalmente el pueblo
español está celebrando, a pocos metros de aquí, tu inminente caída… Hasta los
políticos que tanto te necesitan hace ya bastante tiempo que te desprecian. Y me
imagino que nunca habrías esperado que el Ejército, que te había ayudado a
sofocar los tímidos intentos democráticos producidos a lo largo de tu reinado, te
abandonara en esta hora de la verdad… Tan solo estabas, don Alfonso, en esa
gélida noche del mes de abril, que únicamente un periodista español y un
despistado periodista británico te acompañaban en las puertas de Palacio.
El día anterior, 12 de abril, se habían celebrado elecciones municipales en
toda España. El rey había encargado a un grupo de políticos, encabezados por el
conde de Romanones, la preparación de las elecciones. Al principio se había
pensado en celebrar elecciones generales, pero el propio Romanones había
desechado la idea, prefiriendo averiguar antes cómo soplaba el viento. No tardó
en enterarse. Como dijo el almirante Aznar la mañana después de las elecciones
a los periodistas que le interrogábamos: «¿Queréis mayor noticia que la de un
país que se acuesta monárquico y se levanta republicano?».
Aún hoy desconozco el resultado exacto de las elecciones del 12 de abril.
Los únicos resultados que he visto publicados concedían unos sesenta mil
escaños de concejal a los monárquicos y unos catorce mil a los republicanos. Así
es que, desde un punto de vista aritmético, el triunfo había sido para la
monarquía. Unos meses más tarde, me acerqué al Ministerio de la Gobernación
para confirmar estos resultados. Me llevaron a los sótanos, y allí me mostraron
centenares de paquetes que contenían los resultados telegrafiados desde cada uno
de los ayuntamientos de España. Nadie se había molestado en abrirlos. Pregunté
por qué no se había hecho y cuál era la razón por la que todavía no sabíamos el
resultado final de aquellas elecciones que habían cambiado la historia del país.
Me contestaron que harían falta muchos empleados para realizar el cómputo
final y que no estaban disponibles. Me pregunto si aquellos sobres han
sobrevivido a las bombas incendiarias del general Franco y si alguien en el
futuro tendrá la paciencia de hacer ese recuento…
La coalición republicana había triunfado en casi todas las ciudades. También
es verdad que había fracasado en la mayoría de los pueblos, porque los grandes
terratenientes y los pequeños caciques controlaban aún a los campesinos y les
exigían votar a la derecha. En algunos pueblos, ni siquiera las presiones de los
caciques pudieron con las esperanzas que gran parte del campesinado depositaba
en la República. Un amigo mío de Egea de los Caballeros, en Aragón, me
describía las elecciones del 12 de abril en su pueblo: «Era impresionante ver
cómo los campesinos, antes de depositar su voto, proclamaban en voz alta que
votaban por la República. Los caciques tomaban nota de sus nombres, así como
el cabo de la Guardia Civil. Seguro que si la República no hubiera triunfado, la
mayoría de ellos se habría encontrado en la calle esa misma noche».
Incluso en los barrios burgueses de Madrid había triunfado la República, una
evidencia más de la abrumadora falta de apoyo a la monarquía.
Se ha dicho muchas veces que las elecciones del 12 de abril eran de carácter
municipal y no de carácter constitucional, y que, por tanto, no procedía un
cambio de régimen. Desde un punto de vista legal, es posible que este argumento
sea cierto. Pero desde un punto de vista práctico, el hecho de que esas elecciones
fueran municipales facilitó mucho las cosas.
Si hubieran sido de carácter legislativo, se deberían haber seguido los plazos
legales de disolución de las Cortes, preparación de elecciones, etc., y ello
hubiera dado tiempo a que las fuerzas de la reacción y el feudalismo se
prepararan y se organizaran. El factor más importante de las elecciones de abril
fue la sorpresa, y gracias a esa sorpresa se pudo cambiar de régimen sin
derramamiento de sangre.
En estos cambios, y en otras muchas cosas, iba yo pensando a mi regreso del
Palacio Real en aquella larga noche del 13 de abril, aterido el cuerpo por los
fríos aires del Guadarrama. Un policía me detuvo en la calle para pedirme fuego.
Pegamos la hebra y el policía, al despedirse, me dijo: «Nada, ya verá usted como
todo se arregla en cuanto nos libremos de ese mono que tenemos sentado en el
trono… Mi mujer y yo tenemos un retrato de Galán y Hernández en nuestro
dormitorio desde el día en que los fusilaron». Cuando un miembro de la policía
armada española hablaba de aquella manera, era evidente que todo intento por
parte del rey o el gobierno de tratar de reprimir las manifestaciones de fervor
republicano que se estaban produciendo por doquier en España habría sido en
vano. Ese mismo policía me había contado que un joven oficial de su cuerpo
había ordenado a sus hombres cargar contra la multitud en la Puerta del Sol. Sus
hombres no solo le habían desobedecido, sino que se habían permitido arrestarle
y llevarle preso a su propio cuartel… Los acontecimientos del nuevo día
prometían ser muy interesantes… Amanecía en Madrid el 14 de abril.
A primeras horas de la mañana entraba en Palacio el conde de Casa Valencia.
El rey don Alfonso es de las pocas personas que conozco que se han hecho
amigas íntimas de su propio dentista. El conde de Casa Valencia, de personalidad
exuberante, había hecho una carrera meteórica a la sombra de Palacio, desde
simple sacamuelas a dentista de su majestad, y a partir de ahí le habían llovido
los honores: título nobiliario y, más recientemente, secretario de la fundación de
la nueva Ciudad Universitaria madrileña, la institución con la que el rey había
celebrado el veinticinco aniversario de su coronación. Tuve ocasión de hablar
con el conde varias veces y le encontré un hombre afable y dicharachero que
evidentemente disfrutaba de su situación y de la publicidad que se le daba.
En aquella mañana del 14 de abril, el conde de Casa Valencia era portador de
malas noticias para su amigo el rey. Llevaba una carta del conde de Romanones
en la que este comunicaba al monarca que sería conveniente «se ausentase del
país durante algún tiempo».
La noche anterior hubiera podido parecer que el rey y su familia hacían una
demostración de sangre fría al pasar la velada contemplando una película
americana. Pero, a la luz de los acontecimientos que comenzaban a precipitarse
aquella mañana, estaba claro que no era sangre fría, sino pura inconsciencia lo
que había motivado la asistencia del rey y la reina a la sala cinematográfica la
noche anterior. El rey era totalmente ajeno a la realidad de su país. Y ahora,
demasiado tarde, trataba de reaccionar. Exigía la inmediata presencia de
Romanones en Palacio.
No tardó en personarse el conde ante su majestad para darle cuenta de lo
ocurrido en la reunión del Consejo de Ministros celebrada a primeras horas de la
mañana. A ella había acudido el jefe de la Guardia Civil, el general Sanjurjo,
para informar al gobierno de que, desde su punto de vista, era imposible reprimir
las manifestaciones republicanas que se daban en toda España, y mucho menos
impedir el acceso al poder de los concejales democráticamente elegidos por el
pueblo. La Guardia Civil, según Sanjurjo, no debía ni podía intervenir en
aquellos momentos. En el mismo sentido se expresó el general Berenguer, a la
sazón ministro de la Guerra, que había tenido la prudencia de enviar, el día antes
de las elecciones, una circular a todas las capitanías generales exigiendo se
mantuvieran al margen de los acontecimientos que pudieran resultar de las
elecciones «de carácter puramente político», como explicitó en su misiva. Un
único ministro pidió la intervención del Ejército, don Juan de la Cierva, el
«hombre de hierro» de la política española. Pero estaba solo frente a los otros
ministros. ¿Cómo podían pedir la intervención del Ejército para anular unas
elecciones que ellos mismos habían convocado?
No quedaba otra solución, según sugirió Romanones al monarca, que un
entendimiento con los republicanos. La propuesta del rey, que Romanones
transmitió a los republicanos, consistía en la inmediata celebración de nuevas
elecciones para elegir unas Cortes Constituyentes, que se encargarían de redactar
la Constitución deseada por el pueblo. El rey se comprometía a abandonar el país
si el resultado de estas nuevas elecciones le era adverso.
Las negociaciones entre Romanones y los republicanos tuvieron lugar en el
domicilio del prestigioso médico don Gregorio Marañón, antiguo amigo del rey
y ahora simpatizante de las ideas republicanas. Allí fue donde el conde de
Romanones se entrevistó con su adversario político que acababa de salir de la
cárcel, Niceto Alcalá Zamora. Este rechazó la propuesta del rey y fue terminante
con el conde. No podía haber un período neutral o constituyente. El monarca
debía abandonar el país aquella misma tarde. De lo contrario, no respondía de lo
que pudiera ocurrir cuando las masas trabajadoras acabaran su jornada.
El conde de Romanones transmitió el ultimátum de Alcalá Zamora al rey.
Este aún trató de convencer a Romanones proponiendo una solución intermedia,
la regencia de su primo el infante don Carlos, de reconocido talante liberal. El
conde de Romanones expresó su opinión de que ya era demasiado tarde para
cualquier solución que no significara la inmediata partida del rey de España. Se
pasó entonces a discutir la manera en que debería realizarse. Se descartó la salida
por Irún porque se habían registrado disturbios en San Sebastián. Se consideró la
posibilidad de que el rey se marchara por la frontera portuguesa, pero finalmente
se optó por utilizar la base naval de Cartagena, donde el rey se embarcaría en un
buque de la Armada.
Una vez se hubo adoptado esta decisión, Romanones y el rey salieron a una
antecámara donde les aguardaban algunos ministros, grandes de España y otras
personalidades. Un joven oficial de caballería, el marqués de Cavalcanti, se
adelantó para decirle: «¡Pongo mis tropas a disposición de su majestad para la
defensa del trono!». El general Berenguer, que estaba a su lado, le increpó:
«¡Demuéstreme usted que es capaz de controlar la situación sacando las tropas a
la calle! ¡Demuéstremelo!». En ese momento parece ser que intervino el rey y
con voz sosegada les dijo: «Caballeros, no hay necesidad de discutir este tema.
Mi decisión está tomada. Abandonaré España esta misma noche». Finalmente se
acordó que el rey saldría del Palacio aquella misma tarde y que la reina y los
infantes se marcharían al día siguiente, para darles tiempo a preparar lo
indispensable para el viaje. «No debe su majestad preocuparse por ellos —le dijo
Romanones al rey—. Quedan en manos de españoles». A la caída de la tarde,
cinco o seis grandes automóviles salían del Palacio por la puerta del Campo del
Moro y doce horas después don Alfonso estaba a bordo del crucero Jaime I
rumbo a Marsella.
Se ha hablado mucho sobre esta salida tan precipitada del rey y algunos han
llegado a acusarle de cobardía. Creo que la acusación es totalmente injusta. La
permanencia del rey en Palacio no hacía sino poner en peligro no solo la vida de
su familia y los servidores que estaban dentro, sino también la de muchos que
estaban fuera. El rey comprendió perfectamente que el objeto de la ira popular
era él y que, al quitarse de en medio, restaba intensidad a la virulencia callejera.
Se trataba, en todo caso, de que llegara a Cartagena de la manera más rápida
y discreta posible. De hecho, se produjo un pequeño incidente cuando la
comitiva real se paró para repostar en una gasolinera cerca de Murcia y el rey
fue reconocido y, al parecer, abucheado. Por otra parte, que la reina abandonara a
alguno de sus hijos y se marchara con su marido era impensable. Creo que los
acontecimientos han venido a demostrar que el rey actuó de forma perfectamente
correcta en este último acto de su vida política. Se marchó de la manera más
rápida y discreta posible, y no cayó en la tentación de defender el trono con las
armas, lo que hubiera ocasionado un innecesario derramamiento de sangre.
En aquellos momentos los acontecimientos fuera de Palacio se precipitaban.
Los catalanes habían declarado, por su cuenta y riesgo, su propia República.
Desde que, a primeras horas de la mañana, la localidad guipuzcoana de Éibar se
había pronunciado a favor de la República, llegaban a Madrid cientos y cientos
de telegramas de toda España sumándose a esa proclamación. A mediodía
conseguí acceder al Ministerio de la Gobernación en la Puerta del Sol. Allí pude
entrevistarme con el subsecretario, Mariano Marfil. Normalmente, el ministerio
es un hervidero de funcionarios y policías, pero en aquella mañana del 14 de
abril se asemejaba a una balsa de aceite. El subsecretario parecía un hombre
perdido en una isla desierta. Muy pocos funcionarios habían acudido al trabajo
aquella mañana. El ministro tampoco llegaba y el señor Marfil no tenía idea de
cuándo llegaría. Los teléfonos sonaban y nadie contestaba. En aquel silencio
sepulcral solo podía escucharse, con toda nitidez, la caída del antiguo régimen
como fruta madura.
Al salir a la calle pude contemplar un extraño cortejo que venía por la calle
de Alcalá hacia la Puerta del Sol. Aparentemente, un oficial del Ejército se había
hecho con una bandera republicana y, subiéndose sobre un taxi, se dirigía a la
Puerta del Sol ondeando los colores de la que iba a ser la nueva bandera de
España. Una multitud se había congregado a su alrededor coreando
enfervorizada las palabras «República» y «Libertad». A las cuatro de la tarde, la
Puerta del Sol estaba de bote en bote. A esa misma hora el rey y su séquito
discutían la mejor manera de abandonar el país mientras Alcalá Zamora y sus
amigos se dirigían hacia el Ministerio de la Gobernación, aclamados por la
muchedumbre. Cuando por fin pudo llegar a la puerta del ministerio gritó:
«¡Abran en nombre de la República!». Los guardias obedecieron y Alcalá
Zamora subió hasta la planta principal en volandas. Yo di un suspiro de alivio. El
ministerio más importante había pasado a manos de la República sin que se
derramara una sola gota de sangre.
Es difícil que mis compatriotas ingleses puedan hacerse una idea de lo que
significaba en España el Ministerio de la Gobernación. Toda la maquinaria del
Estado que controla la vida del país se regía desde este organismo: la temible
Guardia Civil que patrullaba los caminos de España recibía sus órdenes desde
aquí; la policía en las ciudades no movía un dedo sin el permiso del ministro; los
gobernadores civiles que rigen cada provincia española hablaban a diario con el
ministro; y en las elecciones que hubo durante la monarquía todo se preparaba
desde aquí, se hacían listas de los diputados que se creía iban a ganar las
elecciones… y los resultados finales variaban muy poco de los vaticinios
realizados en el propio ministerio.
Quedaba aún por tomar otro bastión de la intransigencia y del feudalismo
español: el Ministerio de la Guerra. Afortunadamente, el general Berenguer era
hombre de palabra, poco amigo de aventuras. Fue Manuel Azaña, con ese rostro
que tanto me recuerda a Mr. Pickwick, el encargado de hacerse cargo de ese
ministerio… Y había que ver a Dámaso Berenguer, con cara de póquer,
entregando el Ministerio de la Guerra nada menos que a Azaña, el presidente del
Ateneo de Madrid, ese «antro» de perversión donde las ideas liberales habían
encontrado, desde hacía ya bastantes años, su caldo de cultivo… ¡Si Torquemada
levantara la cabeza!
Caía la noche y la multitud de madrileños había roto el cordón policial que
rodeaba el Palacio Real y se dirigía a las puertas. El rey se encontraba ya lejos
del lugar, enfilando, por las llanuras de la Mancha, la carretera que le conduciría
a Cartagena. Un escuadrón de caballería se había situado delante de las puertas
del Palacio. Los soldados parecían desconcertados ante la muchedumbre que les
increpaba y no sabían muy bien qué hacer en aquellas circunstancias. Los gritos
del gentío iban en aumento y en cualquier momento se podía pasar de las
palabras a los hechos. Apareció entonces un automóvil. Iba conducido por el
doctor Juan Negrín. Le acompañaban dos jóvenes artistas, el pintor Luis
Quintanilla y el escultor Emilio Barral, que moriría en la defensa de Madrid
algunos años más tarde. Se bajaron del automóvil y se encararon con los policías
que guardaban las puertas del Palacio. El diálogo que sostuvieron con los
policías fue, más o menos, el siguiente:
Dr. NEGRÍN (dirigiéndose a la multitud). —No hay razón para armar este
escándalo. El rey se ha marchado, la República ha sido proclamada desde el
Ministerio de la Gobernación y este edificio pertenece desde ahora al pueblo
español.
VOZ DEL PUEBLO. —Puede ser que lo que usted dice sea verdad, pero no
nos gusta la pinta de estos soldados de caballería con el sable desenvainado.
DR. NEGRÍN. —Eso se arregla enseguida (y dirigiéndose al escuadrón de
caballería). Mi capitán…
CAPITÁN. —A sus órdenes, señor.
Dr. NEGRÍN. —Soy un representante del nuevo Consejo Municipal
Republicano de Madrid. En su nombre, le pido que se retire con su escuadrón a
una posición más alejada, al Patio de Armas, con objeto de tranquilizar a esta
gente.
CAPITÁN. —Acato sus órdenes, señor. Mi escuadrón se retirará al
momento.
Dr. NEGRÍN (a la muchedumbre). —¿Qué más queréis, amigos?
VOZ DEL PUEBLO. —Queremos que una bandera republicana ondee en el
Palacio Real.
Dr. NEGRÍN. —Eso será más difícil, porque hemos dado órdenes de que
ningún republicano entre en el Palacio hasta que no se haya marchado el último
miembro de la familia real… Pero, en fin, veremos lo que se puede hacer…
Quintanilla, tráeme una bandera republicana.
(Quintanilla se dirige hacia la multitud y, después de unos momentos de
incertidumbre, aparece con una magnífica enseña tricolor).

Dr. Negrín. —Vamos a ver si hay algún voluntario que sepa trepar y coloque
la bandera en el balcón central.
De esta forma tan sencilla se consiguió aplacar a las masas. Más tarde,
alrededor de la medianoche, miembros de la Guardia Socialista, que llevaban un
distintivo rojo en los brazos, tomaron posiciones frente al Palacio Real. Pero su
presencia ya no era necesaria. A aquellas alturas de la noche, la multitud había
adoptado un aire festivo y no se había producido ningún intento de agresión.
Supongo que quienes se encontraban en el interior del Palacio mirarían con
preocupación las evoluciones de la multitud que lo rodeaba, temiendo que en
cualquier momento se desmandase. Pero, en realidad, el Palacio nunca estuvo en
peligro de ser tomado por la multitud y, en cualquier caso, la Guardia Real se
habría bastado para defenderlo de un ataque.
A la mañana siguiente, la reina Victoria Eugenia, sus dos hijas y sus tres
hijos subían al expreso de Irún en la estación de El Escorial. Les despedían una
multitud de amigos y criados. El tren llevaba en aquella solemne ocasión un
maquinista singular, el duque de Zaragoza, personaje excéntrico, tan apto para
conducir hábilmente la locomotora de un tren como para recitar de corrido los
poemas de Lord Byron o Shelley. Conocía de antes al buen duque y en el andén
de El Escorial, mientras la familia real española daba sus últimos adioses, le
pregunté si era ese su último viaje oficial en una locomotora o pensaba llevar al
presidente de la República también… Tengo entendido que el excéntrico duque
tuvo ocasión de ser el maquinista de Alcalá Zamora en alguno de sus viajes
oficiales.
Así fue como la reina Victoria Eugenia salió de España, conducida por un
duque y despedida por un general, Sanjurjo, que, a pesar de haber sido
confirmado por la República como capitán general de la Guardia Civil, acudió a
despedir a su reina en la estación de El Escorial. El día que la reina Victoria
Eugenia salió de España, el 15 de abril, fue proclamado festividad nacional. Los
madrileños se habían echado a la calle y gritaban: «No se han marchado, ¡les
hemos echado!». Algunos, vestidos con disfraces, caricaturizaban a la familia
real y con sus desgarradores llantos y golpes de pecho parodiaban su despedida.
Aquello parecía más un carnaval que una revolución. Solo tuve ocasión de
presenciar un pequeño incidente. Trataba yo de cruzar la Puerta del Sol para
subir por la calle de la Montera cuando vi que por esta bajaba un camión
engalanado con las insignias de la hoz y el martillo, y en el que se representaban
las virtudes de la Rusia soviética, acompañado de una veintena de chicos y
chicas con el puño en alto y cantando La Internacional. Al llegar el cortejo a la
Puerta del Sol se produjo un enorme abucheo. La gente les increpaba gritando:
«¡Abajo el comunismo! ¡Queremos la fiesta en paz! ¡Bolcheviques, a Moscú!»,
y frases similares. Apareció, no sé muy bien de dónde, un destacamento de
policía que se encargó de conducirles lejos de aquel lugar y, al punto, la alegría y
el buen humor volvieron a hacer acto de presencia entre la muchedumbre.
Y es que, en aquel día, todo parecía color de rosa. Se había producido un
cambio de rumbo radical en el Estado español, un viraje de ciento ochenta
grados, y todo ello casi sin incidentes, sin apenas derramamiento de sangre…
¡Pobres españoles! ¡Qué ilusos eran, éramos, en aquella mañana del 15 de abril,
celebrando la caída de un régimen, el fin del feudalismo en España! Y el
feudalismo, que había dejado caer a don Alfonso porque ya no le era útil, seguía
tan fuerte como antes…
III

Manuel Azaña

TENGO la teoría de que las reacciones violentas de las masas varían según la
nacionalidad. En Inglaterra, las masas suelen atacar y saquear en primer lugar las
tiendas de comestibles. Las masas en Alemania suelen buscar a algún judío para
que sea su chivo expiatorio. En Francia las masas se dirigen invariablemente
hacia sus adversarios políticos, con los que se enzarzan en batallas campales. En
España, en cambio, las multitudes se dirigen hacia las iglesias con objeto de
saquearlas o quemarlas. Visto desde esta perspectiva, no resulta nada
sorprendente que el primer conflicto con el que tuvo que enfrentarse el gobierno
de la República fuera el de la quema de iglesias y conventos.
La luna de miel de la República duró apenas un mes. Durante ese tiempo los
republicanos se dedicaron a cantar las alabanzas de la «pacífica revolución»
española, tan distinta en ese sentido de la reciente revolución rusa, y los
monárquicos, a publicar en las páginas centrales de ABC grandes reportajes y
entrevistas con el rey exiliado.
Tan perfecto era el idilio, que los monárquicos se dedicaron a organizarse
políticamente, algo que no habían hecho durante la monarquía. Hubo un mitin
monárquico en Madrid en el que se interpretó la Marcha Real. Alguien debió de
oírlo desde la calle y la gente se fue concentrando alrededor del edificio a la
espera de que salieran los participantes. Cuando salieron, la muchedumbre les
increpó y se produjeron enfrentamientos y carreras. A continuación, los
manifestantes se dirigieron al edificio de ABC, donde fueron recibidos por
disparos que quitaron la vida a dos personas. La breve luna de miel había
concluido.
Y es que, para el hombre de la calle, la República era algo más que el cambio
de una bandera por otra, de una administración por otra. Para el hombre de la
calle, la llegada de la República significaba el fin de la era feudal en España; el
fin de la hegemonía de la Iglesia, el Ejército, la Corona y la oligarquía sobre el
resto de los españoles. La multitud había vuelto a cargar sobre el edificio del
ABC y la policía se vio obligada a disparar al aire. Yo me encontraba en la
primera fila de la manifestación y, al oír los disparos, me tiré bajo un seto, con
tan mala suerte que los pantalones se me rasgaron en la alambrada que lo
rodeaba. ¡Fue así como me convertí en el primer sans coulotte de la nueva
República!
Madrid estaba al rojo vivo. El lunes 10 de mayo había sido convocada una
huelga general por los anarquistas en protesta por los sucesos del ABC. Pronto,
varias iglesias ardían en el centro de Madrid. Frente a las iglesias se congregaron
grandes masas para disfrutar del espectáculo. La policía había desaparecido
como por ensalmo y un grupo de bomberos contemplaban impotentes un
incendio porque la multitud les impedía llegar hasta las bocas de agua. Me subí a
un taxi. «¿Quiere usted que le lleve a dar una vuelta por el Madrid en llamas?
Hago el recorrido completo por solo diez pesetas», me dijo el taxista.
El gobierno reaccionó tarde y mal ante los sucesos de aquel día. Había
muchas divisiones en su seno: desde Manuel Azaña, quien más tarde afirmaría
haber preferido que se quemaran todas las iglesias de España a que se derramara
la sangre de un solo republicano, hasta el ministro de la Gobernación, Miguel
Maura, que había pedido a la policía que disparara sobre la multitud para tratar
de mantener el orden. Pero el orden solo logró restablecerse al atardecer, cuando
fue declarado el estado de sitio y el ejército ocupó posiciones frente a las
iglesias. En otras ciudades se habían producido disturbios semejantes o peores.
En Málaga la multitud había saqueados templos y conventos hasta dejar muy
pocos en pie. En total, unos ochenta edificios religiosos (iglesias, conventos,
monasterios, etc.) ardieron en esos días terribles del mes de mayo.
Lo peor de todo fue que, al parecer, los republicanos aprendieron muy poco
de aquellos días de mayo. No comprendieron que la única forma de impedir este
tipo de acciones en el futuro era destituir a todas aquellas personas que todavía
ejercían el poder de forma feudal y provocaban las iras de la multitud. La Iglesia
católica, en cambio, aprendió la lección. Se dio cuenta al fin de que si quería
defender su patrimonio y sus bienes, solo podía hacerlo desde dentro de la
República, y no desde fuera. A partir de los sucesos de mayo, la Iglesia se puso
en movimiento para reconquistar el poder dentro de la República.
Los acontecimientos de aquel mes de mayo me produjeron una fuerte
impresión personal. Yo era católico practicante desde los seis años, y desde
entonces no había dejado de ir a misa un solo domingo. Incluso había
pertenecido, de niño, a una sociedad llamada «los caballeros del Santísimo
Sacramento», lo que me obligaba a comulgar por lo menos una vez a la semana.
Y es que en mi país no parecía haber conflicto entre las creencias religiosas y las
ideas políticas. En aquellos días del mes de mayo yo vivía este conflicto por
primera vez en toda su intensidad.
Por un lado, me horrorizaba presenciar la quema de iglesias y conventos y,
sobre todo, la indiferencia de la gente de la calle ante estos sucesos. Pero me
horrorizaba aún más oír a los católicos criticar a la República y todo lo que ella
significaba. Yo había celebrado la llegada de la República porque estaba
convencido de que iba a mejorar las condiciones de vida de la clase obrera
española. Había viajado a lo largo y lo ancho de la geografía española y me
escandalizaba la miseria en la que vivían los campesinos españoles y la
brutalidad con que los trataba la policía y la Guardia Civil. La proclamación de
la República significaba para mí el primer paso para poner remedio a aquella
situación tan desesperada. Los católicos que más protestaban eran, pensaba yo,
los responsables de que aquellas masas de obreros y campesinos vivieran en la
miseria.
Me había llegado la hora de tomar una decisión. Dejé de ir a misa los
domingos, supongo que porque no me sentía a gusto compartiendo el mismo
banco en una iglesia con gente a la que despreciaba. Alguien puede suponer que
me había dejado influir por el agnosticismo que se respiraba en círculos
republicanos. Creo que no es el caso, porque desde entonces voy a la iglesia y a
misa con frecuencia, tomo la comunión y hace poco me casé en una iglesia. Pero
sigo oponiéndome al uso de la Santa Cruz para encubrir lo que no son más que
intereses materiales. Y me alegra comprobar que, en los últimos años, la prensa
católica inglesa ha denunciado siempre a Franco, poniéndose siempre del lado de
la República.
La Iglesia española, que había perdido fuerza y poder en el siglo XIX con la
desamortización de Mendizábal, se había recuperado a lo largo del siglo XX y al
iniciarse la República contaba con más de treinta mil sacerdotes, ochenta mil
monjas y frailes, y miles de edificios de su propiedad esparcidos por todo el
territorio nacional. Volvía a ser una institución importante en España pero una
institución sin vida, sin un mensaje espiritual claro que llegara a las masas. Se
ocupaba de la enseñanza, sí, pero solo de las clases medias y altas que tenían el
suficiente poder adquisitivo para mandar a sus hijos a colegios de pago católicos.
En los colegios públicos del Estado, donde se hacinaban los niños de las clases
bajas, no se veía ningún sacerdote, pero no porque no se enseñara religión, sino
porque a los sacerdotes no les interesaba… Estoy hablando, naturalmente, en
términos generales, ya que había órdenes religiosas que tenían escuelas para
niños pobres. Pero el espectáculo que ofrecía la Iglesia en España cuando yo
llegué a este país era más bien desolador.
Después de la Gran Guerra, una serie de países europeos como Alemania,
Austria, Checoslovaquia, Polonia y otros decidieron estrenar Constitución. Hoy
en día todas esas constituciones son papel mojado y sus autores, si no han sido
asesinados, están exiliados o pasando una temporadita de «vacaciones» en
Dachau… Pero en el año 1931, cuando se acababa de inaugurar un nuevo
Estado, no quedaba más remedio que elaborar su Constitución. Debo decir que
aquello, además, sintonizaba admirablemente con el carácter español. Durante
meses, la elaboración de la Constitución excluía toda acción, de manera que los
legisladores podían pasarse horas, días o semanas discutiendo tal o cual artículo
a sabiendas de que todas aquellas propuestas no se realizarían sino en un lejano y
distante futuro…
Mi país ha sobrevivido muy bien durante siglos sin Constitución alguna,
amparándose simplemente en documentos tan antiguos como la Carta Magna, el
Bill of Rights o el Dominions Bill… No quiero con esto decir que esté en contra
de las constituciones. Sería tanto como negar la necesidad de un plano para un
edificio que va a ser construido. Lo que ocurre es que los cambios en la
estructura misma del Estado son tan rápidos que hoy día apenas da tiempo a
elaborar una Constitución sin que quede ya obsoleta antes de estrenarse. Estamos
viviendo una época de cambios tan profundos, dramáticos y frecuentes, que los
políticos ya no pueden permitirse el lujo de pensar en el futuro, sino de elaborar
nuevas estrategias a día de hoy o de mañana. Los políticos no pueden ser ahora
arquitectos que diseñan el futuro de una nación, sino más bien generales en
campaña cuyos planes responden día a día a los movimientos del enemigo…
¿Qué quiero decir con todo esto? Que mientras los políticos españoles se
reunían en las Cortes para debatir acalorada y apasionadamente cada uno de los
121 artículos de la nueva Constitución durante tres larguísimos meses, las
fuerzas de la reacción empleaban ese tiempo para organizarse de nuevo. En
realidad, nada había cambiado desde el 14 de abril: los grandes terratenientes
seguían disfrutando de todas sus propiedades; la Guardia Civil seguía inspirando
el mismo terror que antes; ninguno de los cuatrocientos generales con los que
contaba el Ejército había perdido su empleo, la Iglesia continuaba igual, con la
única baja del cardenal Segura, que había sido expulsado del país, la policía era
la misma que antes. Solo el monarca parecía estar ausente del país, pero nadie te
aseguraba que no estuviera en algún balneario de vacaciones.
El primer gobierno de la República tampoco parecía dispuesto a tomar la
iniciativa. En las nuevas Cortes se había elegido a cuatrocientos setenta y tres
diputados, de los cuales trescientos sesenta pertenecían a la coalición de
republicanos y socialistas. Por primera vez desde 1890, se habían celebrado unas
elecciones en España sin contar con una maquinaria política que las encauzara.
Los distritos electorales ya no eran los municipios, sino las provincias, y ello
había contribuido a desbaratar el antiguo sistema de control de las elecciones por
parte de los caciques locales. El feudalismo que controlaba los municipios aún
no controlaba las provincias. Después de los disturbios del mes de mayo, el
gobierno había cerrado muchos periódicos de la derecha y abolido los partidos o
grupos que se denominaran «monárquicos». Podría entenderse que las fuerzas de
la derecha concurrieron a las elecciones con un pequeño hándicap. Pero los
católicos no tardaron en organizar su partido de Acción Popular. Este partido se
proclamaba «neutral» en cuanto a la forma de Estado (monarquía o república) e
insistía en que, en aquellos momentos, lo importante era ocuparse de «los
grandes problemas de España». Al viejo feudalismo le habían salido nuevos
criados.
A pesar de todo esto, puede afirmarse que las elecciones fueron de una
transparencia y una pureza casi virginales si se las compara con cualquier otra
elección celebrada anteriormente en la península Ibérica. Por primera vez en
España, el pueblo podía votar libremente a quien quisiera y las excepciones que
aún se produjeron (el amo que aún controlaba el voto de sus campesinos, la
oficina donde estaba «mal visto» el voto de izquierdas, etc.) no hacían sino
confirmar la novedad de este caso.
Antes de celebrarse las elecciones, el Gobierno había encomendado la tarea
de redactar una nueva Constitución al abogado Ángel Osorio y Gallardo. Don
Ángel se había descrito a sí mismo como «un monárquico sin rey», y al caer la
monarquía había dicho en público que en su casa «hasta el gato es republicano».
Tuve ocasión de entrevistarle y, desde luego, con su barba a lo Eduardo VIII,
componía una bella estampa. Fue una de las entrevistas más extrañas de mi vida,
porque don Ángel insistió en que no podía pronunciar palabra alguna para la
prensa, de manera que yo hube de escribirle las preguntas mientras él me daba
las respuestas también por escrito, y así nos pasamos un buen rato, como dos
aplicados colegiales. Acabada la silenciosa entrevista, don Ángel se mostró
extremadamente dicharachero, hablando del tiempo, las islas Británicas y temas
semejantes…
Don Ángel Osorio y otros abogados de su cuerda habían elaborado un
proyecto de Constitución tan parecida a la monárquica de 1876 que,
francamente, no entendía por qué se habían tomado tanto trabajo. Cuando las
Cortes emanadas de las nuevas elecciones leyeron el proyecto elaborado por don
Ángel y sus amigos, lo rechazaron de inmediato y encargaron la redacción de un
nuevo proyecto a Luis Jiménez de Asúa, un abogado más joven, miembro del
Partido Socialista. Se trataba de redactar un proyecto de Constitución acorde con
las nuevas ideas de nuestro siglo, un siglo al que una parte de los españoles
parecían haber renunciado a pertenecer.
Y mientras tanto las Cortes desperdiciaban un tiempo precioso polemizando
sobre Alfonso XIII, sobre sus responsabilidades en el golpe de Primo de Rivera,
sobre posibles sobornos que el rey habría recibido de compañías extranjeras por
las obras públicas realizadas durante la Dictadura, olvidándose de que agua
pasada no mueve molino… El Estado se había hecho cargo del patrimonio real,
pero esto solo suponía nuevas y onerosas obligaciones para el gobierno, que de
ahora en adelante se vería en la obligación de mantener y conservar dicho
patrimonio. La República debió seguir el ejemplo de Alemania, que no expropió
al káiser, obligándole así a correr con los gastos de mantenimiento de sus
propiedades.
Otro de los asuntos que se discutieron en estas Cortes Constituyentes fue la
elección de dos diputados que habrían de jugar un papel importante en la
República. Me refiero a José María Gil Robles, que salió elegido por Salamanca,
y José Calvo Sotelo, por Galicia. Parece ser que las elecciones no fueron nada
claras, particularmente la de Calvo Sotelo, que prefirió quedarse en París y
estuvo ausente de España durante todo el proceso electoral. Sin embargo, las
Cortes dieron las elecciones por buenas.
Y así se sucedían los debates, que yo escuchaba desde el mullido banco rojo
de la galería de prensa. Las interminables discusiones me enseñaron mucho
sobre España, pero beneficiaron muy poco a la República. El presidente de las
Cortes era Julián Besteiro, catedrático y socialista moderado. A mí, el señor
Besteiro me parecía más liberal que socialista. Allí, sentado en su nueva cátedra
parlamentaria, se mostraba como lo que era: un ser benigno y tolerante para con
los «débiles»…, en este caso los poderes feudales que habían expoliado al país
durante siglos.
El borrador de la nueva Constitución que Jiménez de Asúa presentó a las
Cortes tenía un poco de todo, desde la Constitución de Weimar hasta la soviética
de 1924; desde el Estatuto de la Revolución Mexicana a la nueva Constitución
austríaca… Como era de esperar, los problemas empezaron en cuanto se empezó
a discutir el artículo primero. Se trataba de definir en este artículo lo que era la
nueva República española. Quizá en aquellos momentos lo más honesto hubiera
sido describirla como una monarquía sin rey, pero había que buscar un título más
atractivo. Los socialistas querían que se definiera como una República de
trabajadores. Los catalanes querían que se mencionara el tema autonómico. Los
republicanos se oponían a la «República de trabajadores» alegando que esta
definición les separaría definitivamente de países amigos como Francia e
Inglaterra. José Ortega y Gasset argumentaba que la República debía decidirse
entre un centralismo y un federalismo pleno. El llamado «filósofo de la
República» opinaba que una autonomía solo para Cataluña crearía un
desequilibrio en todo el Estado español.
Toda esta pirotecnia verbal sobre el artículo primero de la nueva
Constitución concluyó con una fórmula que pareció ser del gusto de todos. El
nuevo régimen español sería una República «integral de trabajadores de todas las
clases». Todavía no sé lo que es una República «integral». Se trataba de salir del
paso como fuera. En el tema autonómico se rechazó la fórmula federalista y se
optó porque cada región a petición propia pudiera tener poder sobre sus asuntos
internos, propiciando la creación de Cortes regionales. Cataluña fue la primera
en beneficiarse de la nueva Constitución. Se había mostrado unida en su empeño
autonómico ante los ataques de la prensa de derechas de toda España, que
acusaba a los catalanes de querer desmembrar el país. Era un triunfo de la
sensatez de la clase media, a la que pertenecían la gran mayoría de los diputados.
Solo doce de cuatrocientos setenta y tres diputados se definían a sí mismos como
«trabajadores manuales» y, de estos, la mayoría eran líderes sindicales y no
habían ejercido un trabajo físico desde hacía bastantes años.
Otro de los temas candentes era el del voto femenino. Los socialistas estaban
a favor del voto para la mujer; los republicanos, en contra, porque consideraban
que el voto femenino era reaccionario por naturaleza, tal como se había
demostrado en las últimas elecciones de Alemania y Gran Bretaña. Desde luego,
no les faltaba razón, y más aún en España, donde las mujeres de clase media
solían ser muy conservadoras en todo lo que se refería a la cuestión social. Pero
los socialistas no cejaron en su empeño hasta conseguir el voto para la mujer.
El tema de la nacionalización causaba escalofríos a ciertos políticos con solo
nombrarlo. Aquí, como en otros asuntos, se llegó a una fórmula de compromiso,
dictaminando que se llegaría a la expropiación de empresas únicamente en casos
de absoluta necesidad y después de negociación con las partes afectadas. Los
socialistas se consolaban diciendo que eso era el primer paso hacia una futura
socialización del Estado, y que en ningún caso significaba una traición a su
programa revolucionario. En aquellos momentos, todo en España se dejaba para
«mañana». Como me decía el hijo de un banquero español en la barra de Chicote
una noche: «Eso es justamente lo que queremos, que todo se aplace, que todo
quede para "mañana"… Lo que los socialistas no saben es que "mañana" estarán
encerrados en chirona». Habría sido aleccionador para algunos diputados de las
vecinas Cortes pasarse de cuando en cuando por la barra de Chicote para
enterarse de lo que pensaban hacer con ellos ciertos señoritos madrileños, con la
ayuda de algún oficial que también se dejaba caer por allí… Cuando uno, en los
pasillos de las Cortes, les hablaba de la posibilidad de un golpe, ellos se reían…
Las relaciones entre Alcalá Zamora y el resto del gobierno, que nunca habían
sido buenas, llegaron hasta la ruptura. Parecían ya muy lejanos los días en que
socialistas y republicanos, encerrados juntos en la Cárcel Modelo de Madrid,
elaboraban un ambicioso programa de gobierno que comprendía amplias
nacionalizaciones, separación de Iglesia y Estado, Seguridad Social, etc. Don
Niceto había empezado a distanciarse de sus colegas al insistir en la creación de
una cámara alta o Senado, lo cual, en aquellos momentos, habría entorpecido
aún más la actividad legislativa del gobierno. Pero la chispa que desencadenó la
primera crisis de gobierno fue el debate sobre la cuestión religiosa. Las Cortes se
pronunciaron a favor de la disolución de la Compañía de Jesús, la abolición del
sueldo estatal a los sacerdotes… Un Alcalá Zamora iracundo se levantó de su
asiento en el banco del gobierno en las Cortes para protestar contra el artículo
que defendían sus propios compañeros de gobierno, antes de abandonar el
hemiciclo amenazando con no volver jamás…
La ira de Alcalá Zamora era, hasta cierto punto, comprensible porque se
trataba de un católico ferviente. Pero, entonces, ¿para qué había defendido un
programa revolucionario en la prisión de Madrid? ¿De qué servía cambiar una
monarquía por una república si no podían tocarse las sacrosantas instituciones de
la España feudal? Nadie ponía en duda la fe católica del señor Zamora, pero sí,
quizá, su fe republicana. En todo caso, su dimisión había creado una situación
especial. Al no existir todavía la figura de jefe de Estado, el señor Zamora no
tenía a quién presentar su dimisión. Los miembros del gobierno habían
prometido permanecer en sus puestos hasta que se aprobara la nueva
Constitución. Fue el presidente de las Cortes, Besteiro, el encargado de suplir
este vacío de poder. Y fue Besteiro quien encargó al ministro de la Guerra,
Manuel Azaña, que se hiciera cargo también de la presidencia del gobierno. Un
encendido alegato de Azaña en contra de la Compañía de Jesús había ayudado/
sin duda, a promocionar la figura de este intelectual madrileño.
Pero es que, además, Azaña no había perdido el tiempo en los seis meses que
permaneció al frente del Ministerio de la Guerra, al conceder licencia a ocho mil
oficiales para retirarse con el sueldo íntegro. La medida de Azaña tenía su lógica
en un Ejército como el español, que contaba con un enorme excedente de
oficiales. Pero quienes se acogieron a dicha medida eran, en la mayoría de los
casos, personas sin una clara vocación militar, muchos de ellos simpatizantes
con las ideas republicanas, que se encontraban a disgusto en el seno del Ejército
español. En cambio, los Goded, Cavalcanti, Sanjurjo o Franco, es decir, los
militares vocacionales que constituían un serio peligro para la supervivencia
misma de la República, permanecieron en sus puestos, con lo cual el impacto
político de la medida era bastante dudoso.
La crisis de gobierno me pilló, como casi todos los grandes acontecimientos
que tuvieron lugar en España, en una estación de tren. Había estado pasando
unas vacaciones fuera de Madrid. Primero en Valencia, donde conocí a un tipo
estupendo, un canónigo de la catedral. Me llevó de acá para allá para que lo
viera todo. Comimos con cuatro sacerdotes que parecían campesinos y
devoraban enormes cantidades de carne. El canónigo trataba de explicarles que
la República era la nueva forma de gobierno en España y que lo mejor que
podían hacer era adaptarse a ella. Ellos se reían y me decían que el canónigo era
un buen hombre, pero algo simple, y que en realidad no se enteraba de lo que
estaba ocurriendo en España. Después me fui a Palma de Mallorca y me dediqué
a visitar su maravillosa catedral y a bañarme desnudo en las playas de Pollensa,
en compañía de un funcionario del Estado y dos chicas americanas, pero todo
fue muy inocente.
Así que la crisis de gobierno me pilló en el tren camino de Madrid, sin un
céntimo en el bolsillo pero feliz. Viajaba entonces siempre en tercera clase, y no
solo por cuestión de dinero. Ir en primera significaba encontrarme con tipos
envarados y encorbatados que no hacían más que disculparse, como españoles,
del espectáculo que ofrecía la República. Los de tercera, en cambio, solían
hablar bien de la República e incluso presumían de ella ante un extranjero como
yo. Un sargento de la Guardia Civil sentado junto a mí proclamaba en voz alta:
«En este país no basta con quitarles a los curas y a las monjas sus propiedades…,
¡es preciso destruirlas para que no las ocupen de nuevo más adelante!».
Afirmación un tanto sorprendente viniendo de quien venía… Sería, como mi
amigo el canónigo de Valencia, uno entre mil de su clase. Era un tipo bien
parecido y se dedicó durante todo el viaje a cortejar a una joven actriz que se
desplazaba con su compañía a Zaragoza. En un compartimento de tercera en
España, la conversación suele ser muy animada y se cuentan historias que harían
sonrojar a un camionero inglés, pero aquí todo el mundo se ríe. En doce horas de
viaje en un compartimento de tercera se aprende más sobre España que en doce
meses viviendo en Madrid.
Al llegar a Madrid me enteré de que los jesuitas habían sido expropiados,
pero no expulsados del país. En realidad, muchos de ellos continuaron viviendo
en España, organizando retiros espirituales, etc. La expropiación significaba que
perdían algunos magníficos edificios, pero en cambio dejaba intactas sus
reservas monetarias porque estaban todas a nombre de terceras personas.
Además de esta medida, se tomó la decisión de suspender el pago estatal a los
sacerdotes a partir del siguiente mes de diciembre. Todo ello me parecía, como
católico, un programa muy moderado, porque en realidad dejaba prácticamente
intacta la fuerza y el poder de la Iglesia católica en España. La única medida
decisiva que había de tomar el Estado contra la Iglesia —me refiero a la ley que
prohibiría a las órdenes religiosas enseñar en España— aún no había sido
adoptada. Pero, a pesar de su moderación, las medidas del gobierno tuvieron la
virtud de enfurecer a Gil Robles y a sus amigos, que se marcharon de las Cortes
para no volver hasta que la nueva Constitución fuera aprobada.
Una tarde a finales de noviembre, un grupo de socialistas y republicanos se
encaminaron hacia el domicilio de Alcalá Zamora. Iban a pedirle que se
convirtiera en el primer presidente de la República española. La elección de
Alcalá Zamora podría parecer sorprendente después de lo ocurrido unos meses
antes. Sin duda, se debía a que en aquellos momentos no había ninguna figura en
el panorama político español de sobresaliente personalidad o prestigio. Quizá
Julián Besteiro hubiera sido un candidato más idóneo, pero el hecho de ser
socialista podría dar una imagen equivocada de la República española a los ojos
de los otros países occidentales.
Yo estaba en las Cortes el día en que Alcalá Zamora prestó juramento como
primer presidente de la República. Sentada a mi lado se encontraba una mujer
delgada, de pelo blanco y aire distinguido, la esposa del nuevo presidente. La
habían metido allí, arrinconada en la galería de prensa… Los diplomáticos
extranjeros habían traído a sus mujeres a la ceremonia. Me fijé en la princesa
Bibiesco, hija de lord Oxford y esposa del embajador rumano en Madrid, sentada
junto a su marido en la galería del cuerpo diplomático. A la mujer del presidente,
en cambio, la habían escondido en la galería de prensa. Y lo peor fue cuando nos
dirigimos con ella al Palacio Real. Una ujier le prohibió la entrada y tuvo que
buscar a un oficial que acreditara su personalidad.
Cuando, por fin, conseguimos acceder a los balcones del Palacio,
contemplamos el desfile de tropas. Pasaba ante nosotros el cuerpo de la Guardia
Civil, con su uniforme de gala, y la multitud que se arremolinaba ante las puertas
del Palacio mostraba división de opiniones. Mientras unos vitoreaban
frenéticamente, otros prorrumpían en grandes abucheos… ¿No podrían llegar a
entenderse nunca los españoles?, pensaba, algo deprimido por aquel espectáculo.
Soplaba un viento frío cuando salimos del Palacio, y mientras caminaba entre
una multitud de gente pobremente vestida me preguntaba qué necesidad había
tenido la República de usar el Palacio Real para sus actos oficiales… La
respuesta a mi pregunta quizá la tuviera el propio Alcalá Zamora, que, sin duda,
había alcanzado en aquel día la ilusión de su vida: ocupar, aunque solo fuera por
unas horas, el Palacio Real como jefe del nuevo Estado.
En todo caso, estaba claro que la clase media había regresado al poder en
aquella España republicana. Tanto Azaña como Alcalá Zamora eran abogados de
profesión, como manda la tradición de que un joven español de clase media
estudie Derecho, sea cual sea su vocación o su futura dedicación profesional…
Eso explica por qué hay tantos excelentes oradores en España y tan pocos
científicos…
Ninguno de estos dos líderes tenía ribete revolucionario alguno. Pertenecían,
como digo, a aquella clase media que había gobernado España a lo largo del
reinado de Alfonso XIII y que, con la llegada de Primo de Rivera, se había
sentido expulsada del poder. La República era, por tanto, la forma en que la clase
media recuperaba el poder político perdido.
Se trataba ahora de observar su reacción ante los poderes feudales que la
acechaban. Alcalá Zamora había tenido al menos la decencia de expresar su
posición con meridiana claridad: al luchar contra el artículo 26 de la nueva
Constitución, era evidente que quería que el catolicismo conservara la
hegemonía social, los privilegios y las ventajas que desde siempre había tenido
en España.
La posición de Azaña, en cambio, no estaba tan claramente definida. Como
ministro de la Guerra, había conseguido reducir el número de oficiales en el
Ejército español y ahora abanderaba el artículo 26, precisamente el atacado por
Alcalá Zamora. Estaba claro que Azaña se mostraba dispuesto a plantar cara a
los poderes feudales, pero no lo estaba tanto si aquel enfrentamiento iba a ser a
muerte o solo a primera sangre…
El problema de la clase media española era que no tenía la fuerza suficiente
como para gobernar el país en solitario. En Inglaterra Cromwell y en Francia la
Revolución habían acabado con los privilegios feudales, pero en España la
burguesía no tenía la fuerza suficiente como para establecer su propio programa
político. En aquellos momentos Azaña y Alcalá Zamora podían representar el
poder político, pero las riendas del auténtico poder estaban en manos de los
grandes terratenientes, de la Iglesia católica y del Ejército. Gobernaba la clase
media pero dependía de una oligarquía sin la cual le era imposible gobernar: ese
era el dilema de la burguesía en aquella época. Naturalmente, había una
solución: la burguesía podría haberse aliado con los sindicatos obreros y haberse
enfrentado a los poderes del feudalismo, pero aquello no se les había pasado ni
por el forro de su imaginación.
Otra solución al problema podía haber venido de los propios poderes
feudales, si estos se hubieran mostrado dispuestos a hacer concesiones. Si, por
ejemplo, los grandes terratenientes hubieran accedido a donar al Estado una
parte de sus propiedades, o los obispos a disminuir el número de sacerdotes, o el
Ejército a someterse a un plan de reducción y modernización de sus efectivos.
En otras palabras, podían haber colaborado con la clase media en la
reconstrucción y modernización del país. Pero, naturalmente, eso habría sido
como pedirle peras al olmo. Sin embargo, ahora sabemos ya que hubiera sido
justamente el camino a seguir para evitar el derramamiento de sangre que se
produciría unos años más tarde.
Y esta guerra de España —la que ya ha sido— desgraciadamente no nos
advierte de la que está por venir. Si seiscientos líderes europeos (políticos,
economistas, grandes empresarios, humanistas) se reunieran en algún lugar y
tuvieran las manos libres, podrían rediseñar nuestro Viejo Continente: grandes
proyectos de regadío, extensión y potenciación de la red ferroviaria,
investigación y utilización de los últimos descubrimientos científicos,
cooperación y desarrollo industrial. El problema es que en estos momentos ya
nadie tiene las manos libres. Los empresarios ingleses pondrían el grito en el
cielo si se les ofreciera colaborar con los alemanes, pero no solo los empresarios,
sino el hombre de la calle; preocupado por no perder su puesto de trabajo,
consideraría cualquier colaboración con Alemania un caso de alta traición.
Y así seguimos, ciegos a todo diálogo, a cualquier tipo de colaboración, hasta
que estas aguas que bajan tan turbias revienten el dique de contención y Europa
toda se vea anegada en la más terrible batalla que jamás haya presenciado y nos
encontremos un día, casi sin saber cómo ocurrió, con nuestras ciudades en
ruinas, nuestros hijos respirando el gas letal y nuestros campos devastados por la
guerra. Así que, ¿de qué sirve criticar la ceguera de la oligarquía española si esa
misma ceguera es la que nos llevará pronto a nuestra propia destrucción? Sería
como advertir la paja en el ojo ajeno sin percatarse de la viga en el propio.
Continúo con mis reflexiones sobre la República española y que sea lo que Dios
quiera…
El presidente de la República española es natural de Priego, en la provincia
de Córdoba. Pertenece a la clase media rural, diferente, en sus aspiraciones, a la
ciudadana… Su padre era propietario de grandes fincas de olivos y trigo. Nació
nuestro presidente en el año 1870, estudió Derecho en la Universidad y entró en
la política en el año 1907 de la mano del conde de Romanones. Tienen los
andaluces la misma fama que nosotros atribuimos a los irlandeses, es decir, una
excelente labia, y esta cualidad ayudó enormemente al joven Alcalá Zamora en
su labor como diputado en Cortes, que en 1916 había conseguido ya una cartera
ministerial, la de Fomento. Sus diferencias con Romanones sobre la guerra de
Marruecos y la autonomía de Cataluña le apartaron durante unos años de la
primera línea política, pero en 1923 fue nombrado ministro de la Guerra, con
aspiraciones a convertirse en presidente de gobierno.
Se comprenderá ahora lo que señalaba antes: la dictadura de Primo de Rivera
puso freno a la carrera profesional de todos aquellos políticos de clase media que
no cejaron hasta verle destituido. Se mencionó su nombre en el complot para
derribar a Primo —llamado «Sueño de una Noche de Verano»— que tan caro
costó al propio Romanones… Pertenecía Alcalá Zamora al Partido Liberal,
siempre se mantuvo dentro de las directrices del partido y destacó más por su
facilidad de palabra que por sus ideas.
El señor Zamora era, desde luego, un político difícil de seguir para un
reportero extranjero como yo. Sus discursos eran torrentes de oratoria y, en plena
disquisición sobre la cuestión social, intercalaba metáforas sobre las verdes
praderas de Galicia o las montañas nevadas de los Pirineos, que tenían muy
difícil traducción a mi idioma. En una ocasión tuve que traducir uno de sus
discursos para una emisora de radio inglesa. Como no me enteré de una palabra
de lo que había dicho, decidí utilizar el texto de uno de sus discursos anteriores
y, que yo sepa, nadie se dio cuenta del cambio… Pero lo que más me molestaba
de él era su tremenda vanidad personal, como si identificara la República con su
propia persona. En las fechas anteriores al 14 de abril y en los primeros días de
la República me había parecido una persona interesante con gran sentido del
tacto y cierto atractivo personal. Pero cuando sus propios compañeros de
gobierno le empezaron a llevar la contraria en temas como las relaciones con la
Iglesia y la creación de una cámara alta, salió a relucir un engreimiento y una
petulancia que antes no le había detectado. No habla inglés, pero su francés
resulta aceptable.
Persona muy distinta es don Manuel Azaña. Su rostro amplio y bonachón, su
mirada inquisitiva, sus amplias espaldas, su sobresaliente panza, me parecen el
vivo retrato de nuestro Mr. Pickwick. Su padre se dedicaba a fabricar jabón y
tenía grandes propiedades en Alcalá de Henares, donde nació don Manuel.
Como todo joven de la clase media española, Manuel Azaña pasó por un colegio
religioso antes de matricularse en la Facultad de Derecho de Madrid. Nos cuenta
en uno de sus libros que a los quince años ya había abjurado de su fe católica. La
muerte de su padre y la quiebra de los negocios familiares forzaron al joven
Manuel a buscar empleo en Madrid. Después de aprobar brillantemente unas
oposiciones, se convirtió en funcionario público, y muy pronto se adaptó a la
vida que todo buen funcionario lleva en Madrid: levantarse a las diez, llegar al
despacho a las once, comida a las dos, y después de la siesta al café, y de allí al
Ateneo para leer o para seguir discutiendo…, volver a casa a las nueve para la
cena, y después de cenar, de nuevo al café o al teatro, para retirarse a la una o las
dos de la mañana… Azaña fue elegido secretario del Ateneo de Madrid, lugar de
reunión de jóvenes inquietos muy diferente al tranquilo y conservador Ateneo
londinense.
En el año 1928, solterón empedernido, sorprendió a todos sus conocidos
casándose con Dolores Rivas Cherif, hermana de uno de sus mejores amigos.
Por esa época, Azaña se había granjeado la amistad de don José Giral,
catedrático de la Universidad de Madrid, y junto con otros amigos habían
fundado el partido de Acción Republicana. Durante el levantamiento de Jaca
hubo de huir a Francia, pero al cabo de pocas semanas estaba de nuevo en
Madrid. Cuando fue nombrado ministro de la Guerra en el primer gobierno de la
República, los madrileños pensaban que se trataba de un chiste. Que el secretario
del Ateneo de Madrid se pusiera al frente de los ejércitos españoles parecía un
episodio de ciencia-ficción…
Pero los militares españoles se equivocaron si pensaban que habrían de
vérselas con un joven diletante que vivía en las nubes de la literatura. Ante su
sorpresa se encontraron con un hombre que sabía muy bien lo que quería, que
podía ladrar y hasta morder… Después de pensionar, como ya he dicho, a buen
número de oficiales, se dedicó a reestructurar el Ejército español, tratando de
modernizar su equipo y armamento. Ya en el primer desfile que se celebró en
tiempos de la República, el público comentaba admirativamente el aspecto
marcial de las tropas españolas…
Posiblemente la clave de su personalidad estriba en su falta total de
ambición. En ocasiones parecía un observador de la vida política española, como
si contemplara todo desde otro planeta. Es posible que si hubiera dedicado todo
su ingenio a destruir los poderes feudales que regían aún el destino de España, lo
habría conseguido. Pero, tanto como al feudalismo, Manuel Azaña temía el
poder de la clase obrera. Por eso se dedicaba a trabajar laboriosamente el espacio
político que había entre estas dos clases, por eso se aplicaba a elaborar una
República de las clases medias. Lo que no sabía Manuel Azaña es que ese
espacio del centro se iba achicando y que acabaría desapareciendo bajo sus pies.
Ya por aquellos días, un panfleto semanal llamado Grada y Justicia
alcanzaba enormes tiradas. Estaba repleto de caricaturas grotescas de Azaña y
sus amigos. Se hacían innumerables chistes sobre las cosas que le pueden ocurrir
a un hombre que se casa, por primera vez, a los cuarenta y ocho años… Yo me
negaba a creer que ese panfleto vulgar lo publicara la misma editorial católica
que sacaba El Debate. Pero así me lo confirmó uno de los que trabajan en la
editorial, que tuvo al menos el buen gusto de decir que estaba totalmente
avergonzado de ello y que había pedido a los editores que retiraran del mercado
dicha publicación. Pero, en fin, la consigna en aquellos días en los círculos
reaccionarios era la de desacreditar la figura de Azaña y, como no encontraban
medios legítimos para hacerlo, se dedicaban a sacar esos infames bodrios…
Pero en realidad no hacía falta que las fuerzas de la reacción atacaran a los
líderes republicanos, porque ellos mismos se hacían su propia guerra. Alejandro
Lerroux acababa de retirarse, con sus noventa diputados, de la coalición
republicano-socialista… Las clases medias de España comenzaban a derrotarse a
sí mismas.
IV

Sanjurjo

EN la madrugada del 10 de agosto de 1932 me despertó el ruido de cohetes,


bastante frecuentes en las cálidas noches de verano madrileñas.
Después de maldecir a los juerguistas que los disparaban a esas horas, y
cuando ya comenzaba a conciliar otra vez el sueño, empezó a sonar el teléfono.
No se trataba de cohetes, sino de disparos de artillería. La espada de Damocles
que pendía desde el principio sobre la cabeza de la República parecía a punto de
caer.
La algarada militar de Madrid tenía su origen en el levantamiento del general
Sanjurjo en Sevilla. Sanjurjo respondía a la imagen que se tiene del militar
español: de buena planta, amante del vino y de las mujeres, más sobrado de
valentía que de inteligencia… Había sido director de la Guardia Civil y entonces
era jefe de Carabineros, cuerpo que controlaba las fronteras españolas. Aunque
en los primeros momentos había apoyado a la República, su conciencia parecía
ahora dictarle lo contrario. Los motivos de este cambio de actitud parecían ser la
autonomía catalana y el proyecto de ley de reforma agraria, a punto de ser
aprobados por las Cortes. El Ejército se oponía a la autonomía catalana, y la
Iglesia y los terratenientes, a la reforma agraria. El levantamiento de Sanjurjo
respondía, por tanto, a la inquietud de toda la derecha española ante la situación
política.
Pero el golpe de Sanjurjo resultó ser de salón, urdido más en reuniones y
cenas de amigos que en los despachos de los cuarteles. El regimiento de
caballería que se sublevó en Madrid fue rápidamente reducido por la propia
policía, y en Sevilla el «reinado» de Sanjurjo resultó efímero… Durante
veinticuatro horas se dedicó a lanzar proclamas y discursos en los que anunciaba
que no pretendía acabar con la República, sino simplemente «purificarla». Pero
al día siguiente había desaparecido de la ciudad; se dirigía en automóvil a la
vecina frontera con Portugal. Fue arrestado antes de que pudiera cruzarla por
uno de sus propios carabineros. En el juicio sumario que se celebró pocos días
después fue condenado a muerte, pero a continuación indultado. Después del
juicio cruzó al fin la frontera portuguesa para poder preparar desde allí, con más
tranquilidad, a lo que parece, el golpe del 18 de julio de 1936. Pero de nuevo el
destino se cruzó en su camino. Murió pocos días después de este segundo golpe
en accidente de aviación.
El frustrado golpe de Sanjurjo había sido precedido por unas semanas de
inusitada tensión en el seno de las fuerzas armadas. Durante unas maniobras
militares cerca de Madrid, el general Goded, al arengar a la tropa, había gritado:
«¡Viva el Ejército español! ¡Viva España!». En el cuarto de oficiales, un joven
coronel llamado Manglada se encaró con el general, reprochándole no haber
dado el «¡Viva la República!», tal como mandaban las ordenanzas. El general
mandó arrestar al coronel por desacato a la autoridad. Finalmente, el ministro de
la Guerra, Azaña, tomó cartas en el asunto dando la razón al joven coronel, con
lo cual la trifulca militar se hizo de dominio público. Aquella tormenta en un
vaso de agua solo venía a demostrar la extrema debilidad de la República ante el
estamento militar. Porque ya de por sí era sorprendente que el general Goded,
amigo personal del rey Alfonso XIII, fuera nombrado por el gobierno de la
República inspector en jefe del Ejército. El gobierno había decidido
contemporizar con el Ejército y los resultados a la vista estaban.
La única consecuencia positiva del golpe de Sanjurjo fue la creación de un
cuerpo especial de la policía llamado Guardia de Asalto. La idea partió del
primer jefe de policía de la República, Ángel Gallarza. Al principio, los guardias
de asalto iban armados solamente con las porras reglamentarias, pero, a medida
que los enfrentamientos con grupos anarquistas se iban haciendo más cruentos y
aparecían agentes provocadores en las manifestaciones que desenfundaban sus
pistolas, fue necesario armar a estos guardias, y en los últimos años de la
República incluso usaban metralletas y tanquetas. Pero la importancia de la
creación de este cuerpo de Guardia de Asalto residía en su significado político.
La mayoría de sus miembros procedía de sindicatos obreros o de agrupaciones
republicanas o socialistas. Por fin la República contaba con un cuerpo de fuerzas
armadas cuya lealtad no podía ponerse en duda.
En el juicio contra los civiles que habían ayudado a Sanjurjo, se supo que
Alejandro Lerroux había estado implicado directamente en el asunto. Había
mantenido diversos contactos con el general y había pronunciado varios
discursos en las Cortes vaticinando reacciones violentas si el gobierno persistía
en sus objetivos políticos. Parece ser que el día del levantamiento de Sanjurjo, el
líder populista partió precipitadamente hacia su residencia veraniega de San
Rafael, en Segovia. No había pruebas para acusarle de nada, pero a partir de
aquel momento quedaba claro que el que había sido líder popular, idolatrado por
las masas, se había pasado al enemigo.
Sin juicio previo, el gobierno decidió castigar a varios centenares de
personas que habían participado en la tentativa de Sanjurjo con el exilio a Villa
Cisneros, en el Sáhara español. La mayoría eran civiles o soldados sin
graduación, de manera que la medida apenas afectó al estamento militar. Sin
embargo, recibió durísimas críticas tanto de la derecha como de la izquierda por
haber exiliado a personas no sometidas antes a un juicio. Comprendo que la
medida legalmente no se sostiene, pero desconozco qué otra cosa podía haber
hecho el gobierno en aquellas circunstancias. Administrar justicia en España no
era cosa de un día ni de dos: recuerdo que en mayo de 1936 asistí a un juicio
contra unos anarquistas que habían quemado una iglesia en Lora del Río,
Córdoba… ¡en 1931!
El gobierno se vio obligado a responder a esta tentativa de la derecha por
hacerse con el poder decretando la confiscación de las fincas rurales de los
grandes de España, conocidas como «bienes de señorío». Los bienes de señorío
eran fincas que pertenecían a miembros de la nobleza desde épocas remotas, en
muchos casos desde el tiempo de la Reconquista. Habían sido heredados por
tradición de padres a hijos y, en la mayoría de los casos, ni siquiera existía un
título de propiedad. Algunas de estas tierras fueron a parar a los municipios, que
a partir de ese momento los empezaron a utilizar como tierras de pasto y
labranza para la colectividad. Pero en muchos casos fueron vendidos por los
interesados precipitadamente, y la medida ayudó a enriquecer a algunos
desaprensivos.
El fracaso de la «sanjurjada» dio nuevos bríos a las Cortes españolas y en el
mes de septiembre se aprobó el Estatuto de Autonomía para Cataluña, así como
la Ley de Reforma Agraria. Naturalmente, una cosa era la aprobación de la ley
en las Cortes y otra muy distinta su difícil (iba a decir imposible) cumplimiento.
Se encomendó la tarea de negociar la venta de las tierras a los campesinos (los
campesinos debían pagar una pequeña hipoteca a lo largo de treinta años para
hacerse con la propiedad) a un maestro de escuela llamado Marcelino Domingo,
y desde luego se necesitaba la paciencia de un maestro para una empresa
semejante… Porque los terratenientes todavía no habían sido expropiados, sus
tierras aún no habían sido confiscadas y aquella bella utopía amenazaba con
nunca dejar de serlo.
Concluía 1932 con muchas palabras pero muy pocos hechos para fortalecer
la fe en la República. Claro que peor estaban las cosas en el país vecino. Se me
ocurrió hacer una visita a Portugal y vi un país repleto de miseria y caras tristes.
Estudiantes con capas mugrientas, campesinos ataviados con una piel de oveja,
hombres que transportaban sacos de carbón en sus cabezas como si todavía nos
encontráramos en la era de la esclavitud. Un empleado de una compañía de
tranvías inglesa me dijo que cada mañana obligaba a sus empleados a pasarse
por la barbería de la compañía para que estuvieran medianamente presentables.
Lisboa es, sin duda, una de las ciudades más bellas del mundo… pero también
una de las más tristes.
V

Casas Viejas

LOS pueblos de España se integran dentro del paisaje. Su silueta forma parte
de la naturaleza misma. Tienen el mismo aspecto que hace siglos. La civilización
moderna parece no haberlos tocado. Quizá por eso mismo son lugares tan
incómodos para vivir hoy en día. He pasado muchas noches en estos pueblos
perdidos de la España mesetaria. Y no me he hospedado en ninguna posada, sino
en la casa de algún labriego. Si es invierno, te despiertas con la garganta reseca
por el frío y la humedad. Si es verano, te despiertan los mosquitos y otros
insectos que pululan en el aire. El suelo de la habitación suele ser de tierra. No
hay cristal en las ventanas, que, más que cerrar, se atrancan con la madera. El
desayuno familiar consiste en una sopa grasienta hecha de harina que por aquí
llaman «gachas». A veces, en honor a algún extranjero, sacan un pedazo de pan
negro y un poco de leche de oveja. Con tan escaso alimento, el labriego sale a
trabajar las tierras, que suelen encontrarse a bastante distancia del pueblo, y no
vuelve hasta el anochecer. Las tierras por lo general no pertenecen al labrador,
sino que las tiene en arriendo y paga una cantidad anual por ellas. El campesino
posee un burro y a veces, con suerte, una mula. Su arado es de los tiempos de
Julio César. No suele tener dinero para comprar fertilizantes para sus tierras y el
agua de riego de la que dispone es muy escasa. La falta de bosques y la erosión
de las tierras hacen que las condiciones de trabajo para los agricultores sean a
menudo precarias, por no decir imposibles. Se me dirá que las mismas
condiciones de atraso e indigencia pueden encontrarse en ciertas zonas rurales de
mi propio país. No digo que no, pero la diferencia está en que mientras en
Inglaterra son la excepción, en España constituyen la regla. Estos campesinos
tristes, pobres y subalimentados son, hoy por hoy, mayoría en España.
Casas Viejas es uno de esos pueblos. Se encuentra situado en la carretera que
conduce a Cádiz desde Medina Sidonia. No es más que un pequeño pueblo de
campesinos y pastores, pero su nombre se ha convertido en uno de los grandes
motivos de debate en la República. Casas Viejas ejemplifica lo que puede ocurrir
cuando de las palabras no se pasa a los hechos y la Ley de Reforma Agraria no
deja de ser una bella entelequia…
La primera vez que oí el nombre de Casas Viejas fue en una noche heladora
del mes de febrero de 1933, cuando me levanté a regañadientes de la cama para
contestar al teléfono que no dejaba de sonar. Un periodista español me decía que
en un lugar llamado Casas Viejas habían muerto dieciocho personas en un
choque con la policía. «¿Cuántos heridos ha habido?», le pregunté yo de manera
rutinaria. «Ninguno», fue la contestación. Aquello me pareció muy extraño.
Parece casi imposible matar a dieciocho personas sin herir a una sola. Para
tranquilizarme, me dije a mí mismo que se trataría de un error, así que mandé
una breve noticia por teléfono a Londres, sin dejarme llevar por ese demonio que
todos los periodistas llevamos dentro, que me urgía a vestirme, coger un coche y
marchar hacia el lugar sin pérdida de tiempo.
En Casas Viejas acababa de producirse el primer levantamiento anarquista en
un pueblo español. Esta diminuta localidad andaluza fue la única en toda España
en secundar la llamada a la huelga general proclamada por los anarquistas. Ellos
solos se levantaron contra todo el Estado español. Los campesinos del pueblo
rodearon los barracones de la guardia civil y mataron a uno de ellos. La Guardia
Civil a su vez disparó y mató a varios campesinos. El gobierno, temiendo quizá
que la revuelta de Casas Viejas se propagara a otros pueblos, mandó a una
compañía de la Guardia de Asalto desde Madrid al mando del capitán Rojas. En
total, unos sesenta hombres y tres oficiales. En Medina Sidonia se les unieron un
destacamento de guardias civiles y juntos marcharon hacia Casas Viejas.
Después de rescatar a los guardias civiles que se hallaban cercados en su propio
cuartel, se dirigieron hacia una casa del pueblo donde un grupo de campesinos se
había hecho fuerte. La policía incendió la casa con unos bidones de gasolina y
varios campesinos murieron en su interior al ser atrapados por las llamas. Y lo
peor estaba aún por llegar. Lo que ocurrió a continuación fue de una barbarie sin
precedentes, sobre todo teniendo en cuenta que Casas Viejas era un lugar aislado
y que la revuelta no se había propagado a otros lugares. El capitán Rojas ordenó
a sus guardias que fueran de casa en casa y cogieran a cualquier campesino que
pudiera haber participado en la revuelta. A todos los sospechosos se los llevaron
a la casa que había sido incendiada y que pertenecía a un campesino apodado
Seisdedos, y allí, junto a las ruinas humeantes, los fusiló a todos sin previo
interrogatorio. El propio capitán Rojas les dio el tiro de gracia.
La reacción de las fuerzas de la izquierda y la derecha no se hizo esperar: los
anarquistas acusaron al gobierno de brutalidad policial sin precedentes, y los
conservadores profetizaron que la revolución estaba ya en marcha… El gobierno
tuvo, al menos, el buen juicio de admitir su culpabilidad y nombrar de inmediato
una comisión parlamentaria para investigar el asunto, cosa digna de reseñar en
un país muy poco aficionado a las comisiones de investigación (¡dos años
después, cuando los terribles sucesos de Asturias, el gobierno de Gil Robles se
cuidó muy mucho de nombrar comisión de investigación alguna!).
Pero, fuera de esta comisión, la pasividad del gobierno ante los sucesos de
Casas Viejas fue realmente alarmante. Casares Quiroga, a la sazón ministro de
Gobernación, era un gallego poco amigo de tomar decisión alguna; su
subsecretario, Carlos Esplá, era todavía más ineficiente que su jefe y tenía bajo
sus órdenes a Arturo Menéndez, inepto jefe de policía… Solo esta cadena de
absoluta pasividad y total ineptitud puede explicar por qué se estaban
produciendo en España los sucesos más graves desde la proclamación de la
República sin que el gobierno moviera un dedo para castigar aquella barbarie…
Con Carlos Esplá había tenido yo anteriormente un encontronazo. La
Guardia Civil de Palma había arrestado a cuatro ciudadanos americanos por estar
borrachos y por «agresión a la fuerza armada». Me interesé por ellos y fui a ver a
Esplá para saber en qué había consistido dicha agresión. Resulta que un guardia
civil había agredido en un bar a un americano que estaba borracho y la mujer
que le acompañaba había propinado una bofetada al guardia civil agresor. Por
culpa de aquel «cachete a la autoridad», los americanos fueron encerrados
durante varios meses en la prisión de Palma por orden del señor Esplá,
horrorizado por tamaña agresión… ¡Evidentemente, la barbarie de la Guardia
Civil en Casas Viejas le debió de parecer al señor Esplá pecata minuta
comparada con aquella bofetada que había recibido «su» guardia en Mallorca!
Poco tiempo después de Casas Viejas, se produjo un suceso parecido en
Extremadura, en la localidad de Castilblanco. Un grupo de campesinos
hambrientos fue arrestado por la Guardia Civil por recoger bellotas para
comérselas en una finca que no les pertenecía. Resulta que la bellota es un fruto
sagrado en Extremadura: sirve para dar de comer a los cerdos. Los campesinos
airados atacaron a la Guardia Civil y mataron a cuatro de ellos. No solo los
mataron, sino que a continuación los despedazaron. Aquello podía haber
acabado en otro Casas Viejas de no ser por el buen juicio de un oficial que llegó
con un cuerpo de refuerzo, pero prohibió a sus hombres hacer uso de las armas.
Fueron arrestadas sesenta personas y se salvaron muchas vidas.
Flotaba por España un aire de tristeza en aquel año de 1933, como si la nave
de la República hubiera emprendido un rumbo fijo y no estuviera dispuesta a
variarlo, por más que tormentas, nieblas e icebergs de diversa consideración
amenazaran su existencia misma. Tomemos como ejemplo el Tribunal de
Garantías Constitucionales que el propio Azaña había incluido en el texto
constitucional como «salvaguarda» de sus valores. Componían este tribunal
veinticinco miembros elegidos entre el estamento universitario, el Colegio de
Abogados, los municipios y las propias Cortes, que escogían a su presidente. Por
una extraña combinación de circunstancias, el Tribunal resultó ser una de las
instituciones más reaccionarias de la República, al poder abortar cualquier ley
aprobada por las Cortes. De poco le servía tener como presidente a un hombre
del partido de Azaña, si estaba maniatado por el resto de los miembros del
Tribunal. Quizá la República no fuera algo así como una nave, sino más bien
como un automóvil que intentara avanzar con el freno de mano puesto.
¡Y qué decir de esa otra utopía de un Estado laico en el que la enseñanza
estaría en manos de aquel! ¡Fue el caos más total y absoluto! Porque,
efectivamente, la ley que prohibía la enseñanza a las órdenes religiosas se
aprobó antes del verano, pero, como no se confiscaron sus propiedades, el
Estado se enfrentó a la imposible tarea de conseguir profesores y colegios para
medio millón de niños que se habían quedado en la calle… ¡Y el nuevo curso
estaba a la vuelta de la esquina! Las únicas escuelas que la República podía
confiscar eran las de la disuelta orden de los jesuitas… Pero ya se sabe que
hecha la ley, hecha la trampa. Recuerdo el caso de una iglesia y convento de los
jesuitas en la Gran Vía que habían resultado dañados en los sucesos de mayo de
1931. Cuando el Estado trató de hacerse con la propiedad de los edificios y del
terreno, resultó que pertenecían a un ciudadano americano que vivía en Nueva
York y que presentó los papeles que así lo acreditaban en regla… Y lo mismo
sucedía con muchas otras escuelas que pertenecían a la Iglesia, aunque se
emplearan otras argucias: Gil Robles y Martínez de Velasco se habían puesto al
frente de empresas que controlaban las antiguas escuelas religiosas, laicas sobre
el papel, pero religiosas en todo lo demás. Así fue como —¡oh, paradoja de las
paradojas!— las antiguas escuelas religiosas se convirtieron en floreciente
negocio para la propia Iglesia: los nuevos directores eran laicos, pero la
enseñanza estaba en manos de los frailes, curas y monjas que actuaban «a título
personal» y además cobraban una miseria, mientras que las clases media y alta
seguían pagando elevadas matrículas por enviar a sus hijos a aquellas escuelas…
¡El negocio para la propia Iglesia no podía ser más provechoso!
Y, mientras, el Estado veía cómo todos esos hipotéticos alumnos se
esfumaban como por ensalmo… Pero, en ese sentido, la Iglesia casi le estaba
haciendo un favor: ¿de dónde iba a sacar el Estado los diez mil maestros y las
tres o cuatro mil escuelas que precisaba para iniciar el nuevo curso escolar? Para
acabar de rematar la faena, las elecciones que se celebraron a final de año se
encargaron de asegurar que aquella bella utopía de una enseñanza laica en
España nunca se hiciera realidad.
Pero, antes de hablar de estas nuevas elecciones, es preciso que les cuente a
mis británicos lectores los intríngulis del sistema electoral español diseñado por
la República. Como soy consciente de que a esos lectores lo mismo les pillo
arrebujados junto a la chimenea y con un buen brandy en la mano que en las
apreturas del tren de las ocho y cuarto de la mañana a Londres, procuraré ser lo
más breve posible. La idea de la República era hacer una ley electoral que
garantizara una mayoría estable en las Cortes, así como una minoría
representativa. Para conseguir esto, estableció la ciudad o la provincia como
distrito electoral. Cada cincuenta mil personas en cada una de estas
circunscripciones elige un diputado a Cortes. En Madrid se eligen diecisiete
diputados. En cambio, una pequeña provincia española puede estar representada
por solo cinco o seis diputados. Esto propicia las grandes coaliciones, porque
ninguno de los partidos tendría recursos suficientes para hacer propaganda
electoral en un territorio tan extenso como a veces es una provincia. Y las
minorías también se benefician, porque los votantes solo pueden votar a cuatro
de cada cinco candidatos que figuran en una determinada papeleta. En la
provincia de Granada, por ejemplo, donde se eligen quince diputados, el votante
únicamente puede votar a doce. Se evita de esta forma el alud de votos a un solo
partido y se potencia la existencia, al menos, de minorías dentro de la Cámara.
En definitiva, lo que la República trató de evitar fueron aquellos diminutos
distritos electorales que existieron con la monarquía y que permitían al «amo» de
cada distrito ejercer su «autoridad». Y en este sentido, la nueva Ley Electoral de
la República puso fin a décadas de «caciquismo» y significó uno de los pocos
triunfos sobre aquella España feudal que todavía existía y que en muy poco
tiempo daría nuevas —y alarmantes— señales de vida…
En efecto, a principios de octubre de 1933 la coalición republicano-socialista
(todavía no se hablaba entonces de Frente Popular) se había venido abajo. La
izquierda estaba dividida porque los republicanos pensaban que podían ir solos a
las siguientes elecciones sin entender que por ese camino marchaban hacia su
ocaso. La derecha también estaba dividida. Los sectores más inteligentes de la
Iglesia —sobre todo los jesuitas— todavía pensaban en hacerse con el poder de
forma democrática y habían conseguido grandes cantidades de dinero para poder
concurrir a las elecciones con posibilidades de éxito. Los sectores más
reaccionarios habían descartado desde hacía tiempo toda posibilidad de
entendimiento con una República democrática y se presentaban a las elecciones
apoyando abiertamente el retorno de la monarquía y secretamente la aparición de
algún duce que les condujera hacia su propia utopía.
Hasta los partidos obreros estaban divididos. Indignados por los sucesos de
Casas Viejas, de los que hacían responsable al propio Partido Socialista, los
anarquistas propugnaban la abstención para aquellas elecciones. ¡Bonita manera
de luchar contra el feudalismo y la reacción! Aquellas decenas de miles de votos
que se perdieron por culpa de los anarquistas llevarían a la derecha en volandas
al triunfo.
Lo que yo recuerdo de las elecciones de octubre de 1933 fue la masiva
presencia de sacerdotes, monjas y frailes en los colegios electorales. Parece ser
que por especial dispensa del Vaticano hasta las monjas de clausura pudieron
salir de los conventos para depositar sus votos. Recuerdo que la gente las
abucheaba por las calles, pero ellas permanecían imperturbables en su desfile
hacia los colegios electorales. Afortunadamente, la policía había tomado las
calles de Madrid en aquella jornada electoral, de manera que no se produjeron
los incidentes que cabría haber esperado.
El resultado de aquellas elecciones fue el colapso total y absoluto de todos
los partidos republicanos, con la excepción del partido del señor Lerroux, si es
que podemos considerar al partido de Lerroux como verdaderamente
republicano. El derrumbe más significativo fue el del propio Manuel Azaña y su
Acción Republicana: de cuarenta diputados había pasado a tener solo ocho, y el
propio Azaña se hubiera quedado sin escaño de no ser por la gentileza de su
amigo Julián Zugazagoitia, editor de El Socialista, que le cedió el suyo.
El triunfador —además de Alejandro Lerroux— había sido José María Gil
Robles al frente de la CEDA, el partido de la Iglesia católica. ¡Había que ver
ahora al llamado Emperador del Paralelo, azote en otro tiempo de la Iglesia y
los curas, andando del bracete de Gil Robles y, por tanto, de toda la Curia
romana! Porque si en la primera vuelta la colaboración entre Lerroux y Robles
había sido tentativa, en la segunda fue ya descarada, y en algunos lugares, como
en Córdoba, los candidatos de la CEDA habían dejado de lado a los monárquicos
para aliarse con los republicanos de Lerroux en listas únicas. ABC podía muy
bien rasgarse las vestiduras por la forma en que los católicos de la CEDA habían
prescindido de los monárquicos, pero los resultados a la vista estaban: entre Gil
Robles y Lerroux sumaban más de doscientos diputados, y si a estos añadimos
los cuarenta del Partido Agrario, resulta que tenían una holgada mayoría en un
hemiciclo de cuatrocientos cuarenta y tres escaños. Todo ello sin contar con los
sesenta y tantos diputados monárquicos —alfonsinos y carlistas— que habían
sido elegidos.
El único partido de la izquierda que se había salvado de aquel naufragio era
el Socialista, que había conseguido sesenta y cinco diputados. Cataluña había
sido el único lugar que defendía mayoritariamente los ideales republicanos, y
Esquerra Republicana se convirtió en el partido más votado, enviando treinta
diputados a Madrid para defender lo que quedaba de la maltrecha República.
VI

Gil Robles

PARA entender la personalidad política de José María Gil Robles hay que
remontarse al año 1915 y a la adquisición del periódico El Debate, encabezado
por Ángel Herrera. Don Ángel era funcionario del Estado, pero tenía un hermano
jesuita y el capital para la adquisición del periódico provenía de un grupo
financiero de Bilbao fuertemente vinculado a círculos católicos. Parece ser que
el obispo de Madrid intervino también en la operación. En poco tiempo, el
periódico se convirtió en uno de los de mayor tirada en España, beneficiado sin
duda por el aumento de circulación durante la guerra mundial. Poco tiempo
después de su aparición, El Debate comenzó a recibir sanción eclesiástica y se
convirtió así en el portavoz de la Iglesia en España.
En los últimos años del reinado de don Alfonso, El Debate, inspirándose
directamente en fuentes vaticanas, comenzó a mostrar posiciones críticas
respecto al monarca. Sin duda, el nuncio en España, monseñor Tedeschini, había
hecho ver al cardenal Pacelli (el futuro Pío XII) la necesidad por parte de la
Iglesia de acercarse a una República que se adivinaba próxima. Y así, ante la
sorpresa y el desconcierto de muchos católicos españoles, Ángel Herrera
comenzó a publicar editoriales en contra de don Alfonso. Escribía, desde luego,
con todo respeto, diciendo, por ejemplo, que «había que apoyar a la autoridad
establecida, aunque ello fuera en contra de la conciencia de muchos católicos».
Era una manera elegante de decir que si Alfonso XIII caía, los católicos no
harían nada por ayudarle a levantarse. Naturalmente aquello había supuesto un
golpe muy duro para el propio rey, que gustaba de llamarse a sí mismo «el Rey
Católico». Y quizá fuera eso lo que el Vaticano le reprochaba: el Papa hubiera
preferido una postura menos beligerante del rey, de manera que si la monarquía
caía en España no arrastrara a la propia Iglesia en su caída.
Estos editoriales de Ángel Herrera enfurecían a muchos católicos españoles,
entre ellos al primado de España, el cardenal Pedro Segura. Este contestaba a
Ángel Herrera a través de las columnas del periódico tradicionalista El Siglo
Futuro (debería haberse llamado El Siglo XVI) tachando a El Debate de
periódico libertino. En más de una ocasión trató el cardenal Segura de que el
Vaticano le retirara la licencia eclesiástica.
El cardenal Segura sufría, según tengo entendido, problemas de hígado. Ello
explicaría, sin duda, su carácter colérico, sus arrebatos, que le llevaban del
fanatismo intransigente a la ascesis más pura. Personalidad tan singular había
impresionado al rey, que le había sacado de una oscura diócesis de Extremadura
para convertirle en arzobispo de Burgos y, finalmente, en cardenal primado de
España en cuestión de seis años, todo un récord para una carrera eclesiástica. Sin
duda, el monarca pensaba que Segura era la luz más resplandeciente de la Iglesia
española en aquella época, pero poner a un fanático como Segura al frente de la
Iglesia española en aquellos difíciles años treinta era como soltar a un toro en
plena cacharrería… Sin duda, el Vaticano se alegró de su expulsión de España en
los primeros días de la República, y no tuvo inconveniente en aceptar su
dimisión como cardenal primado, un acto de censura que rara vez ejercía la
Iglesia contra sus prelados más ilustres.
Desaparecía así el escollo más importante para que el Vaticano pudiera
ejercer su política en España, a través de Ángel Herrera y sus amigos. En los
primeros días de la República, se organizaron bajo el lema de Acción Nacional,
una agrupación política que no se definía en cuanto a la forma de Estado, para
poder atraer así a los monárquicos. La Acción Nacional pasó a llamarse Acción
Popular y, finalmente, CEDA, es decir, Confederación Española de Derechas
Autónomas.
Herrera era, desde luego, la eminencia gris de esta organización y continuaba
ejerciendo su magisterio desde las páginas de El Debate, pero don Ángel era de
los pocos políticos que conocía muy bien sus propias limitaciones. Demasiado
tímido y retraído para convertirse en el líder político que necesitaba su partido,
escogió a un joven de Salamanca llamado José María Gil Robles, y su elección
no pudo ser más acertada. Brillante en su oratoria, corrosivo en los debates,
excelente ejecutivo, infatigable trabajador, perfecto conocedor de la política y
sus pasiones, Gil Robles era el animal político que Herrera necesitaba para llevar
a cabo sus planes. Muchos de mis colegas piensan que Robles es una persona
arrogante y engreída. No estoy de acuerdo. Pienso que si Gil Robles hubiera
nacido en un medio distinto, si sus ideas y su formación política hubieran sido
diferentes, podría haberse convertido en el gran líder que la República tanto
había necesitado pero nunca había tenido.
Mi primer encuentro con Gil Robles se produjo en 1933, aunque con
anterioridad había tenido ocasión de escucharle en las Cortes. De estatura
mediana, con una cierta barriga, la cabeza en forma de pera coronada por una
incipiente calvicie, su aspecto físico no delataba una personalidad que emanaba
dinamismo y vigor. Hacía dos años que Herrera le había dado carta blanca en el
partido, y desde entonces don José María no se había tomado un minuto de
descanso. Recorriendo España incansablemente de uno a otro extremo de su
geografía, Gil Robles había conseguido convertir el puñado de hombres que en
1931 constituyeron Acción Nacional en una gigantesca organización política que
se nutría de grupos regionales como el Partido Regional Valenciano, el Partido
Regional de la Mancha, el Partido de Navarra… Gil Robles, a pesar de su
juventud, tenía una considerable experiencia política, ya que había intentado
organizar un partido cristiano-socialista, junto a Herrera y Ossorio y Gallardo, y,
aunque su intento había fracasado, había hecho innumerables contactos que
ahora le servían para estructurar su nuevo partido, la CEDA.
En muchas ocasiones traté de averiguar la fuerza real de la CEDA en
aquellos años de la República. En una ocasión se me dijo que en Madrid
contaban con doce mil militantes, que no son muchos en una ciudad de casi un
millón de habitantes. Pero de lo que no cabe duda es del poder real de
convocatoria de ese partido, tal como quedó demostrado en las elecciones de
1933, y la atracción que tuvo para el gran capital, incluso con aquellas personas
con pocas o ninguna simpatía hacia la República como el conde de Romanones o
Juan March, que engrosaron generosamente las arcas de la CEDA.
A todo esto, El Debate se había convertido en el rotativo más moderno de
Europa, con una capacidad de tirada e impresión superiores a cualquier otro
periódico europeo, y en España competía con ABC para situarse en cabeza de la
prensa española. Tenía corresponsales en las más importantes capitales europeas
(Roma, París, Berlín), y por medio de una agencia de noticias, Logos, controlaba
la prensa provincial de media España. Acababan de sacar un periódico
vespertino, YA, que también había tenido una excelente acogida.
Pensaba en todas estas cosas un día mientras esperaba noticias de la campaña
de Gil Robles sentado delante de su despacho. El Debate compartía ahora con el
cuartel general de la CEDA un moderno edificio de seis plantas. En la entrada,
unos jóvenes que llevaban como distintivo la insignia del yugo y las flechas
ejercían un estricto control de las personas que pasaban al interior. Pero, aun así,
los pasillos del edificio estaban llenos de gente de todas las clases sociales,
aunque predominaran las mujeres y los hombres elegantemente vestidos, que
solían lucir un recortado bigotito. Aquella misma mañana había estado visitando
la casa del pueblo de una organización socialista y todo era muy distinto, no
tanto en el atuendo de las personas, sino en el ambiente mismo del edificio,
como si la casa de los socialistas tuviera vida y esta, en cambio, con su aspecto
artificial y moderno, tuviera algo de irreal y fantasmagórico. Pero no cabía duda
de que los «fantasmas» que poblaban aquel edificio estaban, de momento,
ganando la partida.
Echemos ahora un vistazo a su socio de gobierno, el fundador del llamado
Partido Radical, Alejandro Lerroux. Como Alcalá Zamora, Lerroux también era
de Córdoba, donde había nacido en 1868. A principios de siglo trabajaba como
periodista en Madrid y unos años después fundaba en Barcelona el Partido
Radical. Este partido buscaba el voto de los cientos de miles de trabajadores del
sur de España que habían llegado a Barcelona con la revolución industrial de
fines del siglo pasado y no se sentían representados por los partidos catalanistas
que imperaban en la ciudad.
Lerroux se había convertido en una de las figuras más populares de la
Ciudad Condal. Había establecido su feudo en uno de los barrios más populares
de la ciudad, en la falda de Montjuich, y se le había otorgado el título de
Emperador del Paralelo, el nombre de la avenida que atraviesa esta zona,
famosa por sus teatros y su vida nocturna. Era conocida su figura, ataviada con
las alpargatas que llevaban los trabajadores, paseándose por las calles de estos
barrios. Tenía, como ya hemos señalado, un gran poder de convocatoria entre los
emigrantes que se consideraban excluidos tanto por los partidos políticos
catalanes como por los propios sindicatos anarquistas, demasiado
revolucionarios para algunos en sus propuestas. Lerroux y sus ideales
republicanos sintonizaban perfectamente con aquellos emigrantes, que se
volcaron en su favor en las elecciones municipales de la ciudad, triunfando sobre
los partidos catalanistas que ostentaban el poder.
Pero su éxito electoral significó el fracaso de su política, porque muy pronto
la administración de la ciudad cayó en manos de mafias que cobraban dinero
para los radicales de Lerroux de empresarios, constructores y demás estamentos
de la ciudad. A su vez, corrió la voz de que los gobiernos monárquicos de
Madrid favorecían a aquellos «republicanos» de Lerroux para impedir que los
partidos catalanistas gobernaran en Barcelona. Poco a poco, sus simpatizantes,
desencantados por todos estos escándalos fueron alejándose del Partido Radical.
Pero su caída no se produjo hasta 1907, en las famosas «elecciones limpias» de
Antonio Maura. En esas elecciones no se produjo ninguna interferencia o desvío
de votos a favor de Lerroux, como había ocurrido anteriormente, de manera que
triunfaron de nuevo los partidos catalanistas. El propio rey se quejó de la
«limpieza» de aquellas elecciones: «Volvieron a las Cortes muchos amigos del
gobierno…, pero también muchos enemigos del régimen».
Al perder su inmunidad parlamentaria, Lerroux fue perseguido por el fiscal
general del Estado por los artículos que había publicado en la prensa en los
últimos años y tuvo que huir a Francia. En la guerra de 1914, Lerroux hizo
campaña desde Francia por medio de declaraciones y artículos en la prensa para
que España se uniera a los Aliados. Poco se sabe de él hasta que reaparece en
España con la caída de la monarquía, tal como veremos a continuación.
Las elecciones de 1933 habían complicado sobremanera el panorama político
español. Y no porque hubiera ganado la derecha, sino porque el partido más
importante, la CEDA de Gil Robles, no se declaraba abiertamente a favor de la
República. En sus declaraciones decía «aceptar» por el momento la República,
pero propugnaba, para un futuro, un estado corporativo semejante a los que en
aquellos momentos había en Italia o en Alemania. Las juventudes del partido,
conocidas como las JAP (Juventudes de Acción Popular), iban aún más lejos y
aseguraban que aquella «democracia decadente» representada por la República
española debía ser «barrida del mapa». En aquellas extrañas circunstancias, ¿qué
es lo que debía hacer el presidente de la República, Alcalá Zamora? En teoría, su
obligación era invitar a Gil Robles a su residencia para pedirle que formara
gobierno. Pero Gil Robles seguía negándose a declararse abiertamente
«republicano» y Alcalá Zamora se negaba a recibirle en Palacio…
Por otra parte, también hay que entender las presiones a las que los
miembros de la CEDA se veían sometidos en aquellos momentos. Sus aliados
políticos, los partidos monárquicos, consideraban las elecciones de 1933 como
un plebiscito en el que el pueblo español había rechazado, por mayoría, la
República como forma de Estado y había llegado el momento de que el Ejército,
apoyado por los partidos de derecha, se hiciera con el control del país. Pero el
partido de Gil Robles tampoco se dejaba arredrar por aquellas presiones. Su
estrategia pasaba por convertir a Lerroux en jefe de gobierno, proporcionándole
el apoyo de la CEDA en tanto siguiera las directrices de este partido, que le
retiraría su apoyo y le dejaría caer en el momento en que se desviara. Los
partidos monárquicos acabaron por aceptar a regañadientes la estrategia de la
CEDA. Alcalá Zamora invitó a Lerroux a formar gobierno y la crisis quedaba, al
menos por el momento, solventada.
La República acababa de superar su momento de máxima debilidad. Con la
derrota de los partidos de izquierda, que eran sus máximos valedores, un simple
golpe de Estado de algún general hubiera acabado con el régimen. Pero los
católicos querían hacerlo con cautela y pensaban que el régimen podía ir
cambiando y modificándose gradualmente. No contaban, sin embargo, con que
la izquierda acabaría reorganizándose y uniéndose y ya no les concedería una
nueva oportunidad de hacer una reforma del Estado desde las urnas.
VII

José Antonio

LA SEMANA Santa de 1934 la pasé en Sevilla. Era la primera vez que la


República permitía su celebración. Me dispuse así a contemplar mi primera
Semana Santa española.
La Virgen de la Macarena bajaba por las estrechas calles de Sevilla,
conducida milagrosamente por los costaleros que la enhebraban a través de
puertas y arcos como un hilo por la aguja. Delante de ella iba una compañía de
soldados romanos que se detenían de cuando en cuando en alguna taberna para
echarse un trago. Tomamos unas copas de anís con algunos miembros de aquella
guardia pretoriana, y todos parecían de muy buen humor, charlando, riendo y
contando chistes, como si en lugar de estar en una procesión religiosa se
hubieran disfrazado para el Carnaval de Venecia.
Por fin, la Virgen llegó junto al Ayuntamiento y allí la Niña de la Puebla le
dedicó sus mejores saetas. La Niña de la Puebla era ciega, y su aspecto poco
agradable, pero en cuanto abría la boca tenía a todo el pueblo andaluz en un
puño. Mientras subía y bajaba la voz de la Niña en la noche sevillana, yo me
fijaba en otra niña que había junto a mí. Tenía la piel de aceituna, los ojos
grandes y negros, los pechos redondos y altos y contemplaba la procesión con
toda seriedad…, acompañada de su papá y su mamá. Y yo, mientras la miraba,
me preguntaba qué sería de ella en cinco, en diez años, cuando fuera toda una
mujer. ¿Sabría cuidar su figura haciendo deporte y ejercicio físico, o se
abandonaría a la rutina del hogar y engordaría, como le había ocurrido a su
madre? ¿Se interesaría por temas culturales, aprendería idiomas, o se dejaría
llevar por la vida cotidiana dedicándose a parir hijos como había hecho su
madre? Porque mi admiración, mi adoración por la mujer española chocaba
siempre con su espíritu conservador y rutinario, anclado en tradiciones
ancestrales. ¿Llegaría el día en que estas mujeres maravillosas dejaran atrás sus
viejos prejuicios para integrarse de lleno en la vida moderna? Seguramente,
pensaba yo para mis adentros en aquella noche sevillana, pero antes tendría que
haber un gran derramamiento de sangre, porque está visto que el mundo no
avanza sin revoluciones o guerras que obligan a hacer a la fuerza lo que no se
está dispuesto a hacer de buen grado.
De pronto me sentí cansado y deprimido, abrumado por tanta flor, tanto
incienso y tanta vela. Mi sangre anglosajona se revolvía contra todo aquello y
decidí apartarme de las multitudes e internarme en el silencioso barrio de Santa
Cruz, donde la encalada blancura de sus calles y la suave luz de sus faroles me
devolvieron la paz.
De vuelta ya en el hotel, me encontré con un grupo de aviadores alemanes
que acababan de llegar de Berlín, de donde habían despegado ese mismo día, y
se dirigían por la costa africana hacia Sudamérica, adonde llegarían en un par de
días… Me los encontré en el bar del hotel, tomando copas y hablando de sus
plateados Heinkels, totalmente ajenos a la algarabía religiosa del exterior. La
Edad Media y el siglo XX acababan de entrar en colisión en aquella noche
sevillana.
A mi regreso a Madrid entablé amistad con la hija de la aristócrata inglesa
Margot Asquith. Lady Elizabeth Asquith se había casado con el príncipe rumano
Antoine Bibesco, embajador de Rumania en España, y vivían en Madrid desde
1929. Ocupaban, cuando yo los conocí, la magnífica mansión del príncipe
Alfonso de Orleans, que se había ausentado de España al «estallar» la República.
No solo tomaron la casa del príncipe, sino también todo el personal a su servicio.
Me imagino la cara de sorpresa de los viejos criados acostumbrados a tratar con
la realeza, al ver a sus nuevos señores tomando el té con Manuel Azaña. A mí
me divertía mucho observar el rostro del mayordomo cuando su nuevo patrón le
mandaba comprar El Socialista o El Heraldo de Madrid. Tenía poco que ver con
el príncipe Antoine, pero me encantaba charlar con su mujer, que coincidía
conmigo en la pasión por los acontecimientos que se desarrollaban en España.
Ella sentía una enorme admiración por Manuel Azaña, que yo no compartía,
pero en cambio concordábamos plenamente en nuestra debilidad por José
Antonio Primo de Rivera, el hijo mayor del último dictador.
Y es que en las comidas de la casa de los Bibesco pasábamos revista a todas
las personalidades de la clase política española, y entre las personas que nos
hallábamos allí reunidas siempre surgía el chispazo de la controversia y la
discusión. Nunca como en aquel año de 1934 se había sentido la clase media
española tan dividida, tan traída y llevada en direcciones tan opuestas. Azaña y
sus amigos se habían situado «extramuros» de la República, pensando que su
antiguo aliado Lerroux les había traicionado y conducía a la República hacia su
destrucción. Lerroux entendía la República como una monarquía sin rey. Gil
Robles y los católicos pretendían crear un Estado corporativo siguiendo el
modelo austríaco, una especie de fascismo con ribetes clericales. José Antonio
Primo de Rivera acababa de fundar Falange Española, siguiendo las coordenadas
de un fascismo más ortodoxo. Onésimo Redondo había creado las Juntas de
Ofensiva Nacional Sindicalista, un fascismo más radical. Añádanse a estos los
partidarios de don Alfonso de Borbón, capitaneados por Antonio Goicoechea, y
los tradicionalistas, representados por el distinguido conde de Rodezno, y se
comprenderá la diversa, y contradictoria, oferta política a la que se veía sometida
la clase media española.
Esta desunión de la clase media explica por qué, en ese año de 1934, cuando
la derecha tenía el poder, no se produjo un golpe de Estado fascista. También hay
que tener en cuenta las diferencias en el panorama internacional. Hitler estaba
aún demasiado inmerso en los asuntos de su propio país para embarcarse en una
aventura internacional, y Mussolini no se habría atrevido a lanzarse a semejante
aventura sin la ayuda de Hitler.
De cualquier manera, el fascismo era ya una realidad patente en la España de
1934, y la verdad es que las dos personas que lo impulsaban no podían haber
sido más seductoras y simpáticas: Serrano Suñer y José Antonio Primo de
Rivera. Don Ramón Serrano Suñer, cuñado del general Franco, organizaba a un
grupo de jóvenes católicos que se encuadraban bajo las siglas JAP, Juventudes
de Acción Popular.
El primer mitin público de las JAP fue un auténtico fiasco. Se celebró en San
Lorenzo de El Escorial, en la explanada de la lonja del monasterio, bajo una
lluvia torrencial. A pesar de la gran cantidad de dinero que se gastó en
publicidad y organización, a pesar de los trenes especiales que salieron de
Madrid y otros puntos, solo concurrieron a él unas veinte mil personas. El mitin
consistió en una misa de campaña y un discurso de Gil Robles. No podía verse ni
una sola bandera republicana. Muchos jóvenes llevaban pantalones de color
caqui y polainas. Se habían inventado un nuevo saludo militar, que consistía en
cruzar el brazo derecho sobre el pecho. Había muchos campesinos pululando por
aquel mitin de El Escorial y, cuando les preguntabas qué hacían allí y de dónde
habían venido, algunos confesaban, con el mayor candor, que les habían
mandado sus amos con todos los gastos pagados. El número de jóvenes que
formaban parte de esta organización paramilitar no pasaría de ocho o diez mil,
cifra realmente insignificante si se tiene en cuenta que procedían de todo el
territorio nacional. No creo que aquello fuera capaz de quitar el sueño a ningún
republicano.
Serrano Suñer al menos tenía dinero para su organización, pero José Antonio
Primo de Rivera, ni eso. Alto, distinguido, bien hablado, cortés y amable con sus
interlocutores, José Antonio era, a sus treinta años, una de las personas más
encantadoras del Madrid de aquellos días. Yo me lo encontraba a menudo en los
pasillos de las Cortes y estuve en varias ocasiones en las oficinas de su partido,
situadas junto a la Castellana. Recuerdo que un día fui a pedirle un libro sobre su
padre y él me dijo que no se había escrito ninguno. Realmente, los españoles son
gente increíble. Resulta que alguien gobierna el país durante seis años y cuando
le echan nadie se toma la molestia de escribir un libro sobre él. Hablábamos de
estas cosas cuando nos cruzamos en el pasillo con un grupo de jóvenes
discutiendo acaloradamente: «Ahí tiene usted a un grupo de españoles, señor
Buckley —me dijo José Antonio señalándoles—, hablando, siempre hablando…
¡En este país es imposible organizar a la gente para que hagan un trabajo
constructivo!».
José Antonio, además de ser diputado en Cortes, tenía un bufete de abogado.
Uno de sus hermanos, Fernando, estaba en el Ejército, y el otro, Miguel, se había
quedado en sus tierras de Jerez de la Frontera para ocuparse de los negocios
familiares. José Antonio era el único que vivía en Madrid, pero no se trataba del
clásico señorito madrileño. Persona retraída, aficionado a la literatura, y sobre
todo a la poesía, era demasiado sensible para alternar en los círculos de la
sociedad madrileña de aquellos días. Hablaba inglés con un acento encantador.
Lo que no me explico muy bien es qué hacía este hombre como líder de un
partido fascista. Durante unos meses trabajé en la Embajada británica, que estaba
situada frente a los locales de la Falange, y tuve ocasión de espiar los
movimientos de José Antonio. Recuerdo que, a la hora de comer, solía salir del
edificio precedido por un grupo de matones con gabardina y la mano en el
bolsillo de la chaqueta, como si estuvieran en Hollywood, y después de echar un
vistazo a la calle, que solía estar desierta a esas horas, se montaban en un Ford
descapotable para escoltar a su «Jefe», que conducía un Chevrolet, hasta el chalé
de Chamartín donde vivía.
No creo que José Antonio dispusiera de más de mil hombres en todo Madrid.
Pero, naturalmente, contaba con muchos miles de simpatizantes. A veces,
cuando hablaba en las Cortes, parecía un líder obrero. Recuerdo una ocasión en
la que, con encendida oratoria, habló de las mujeres andaluzas que trabajaban
diez horas en el campo por una peseta. España, decía, tenía que ser totalmente
reformada. No me extraña que el marqués de Eliseda, que había sido uno de los
fundadores de Falange y había invertido mucho dinero en ella, se marchara
indignado. Recuerdo otra ocasión en la que el líder socialista Indalecio Prieto
había hecho un encendido elogio de las obras públicas realizadas bajo la
dictadura de Primo de Rivera. José Antonio se levantó de su asiento y fue a
estrecharle la mano. Gesto realmente insólito en unas Cortes en las que los
diputados de izquierdas y derechas se miraban con verdadero odio, aunque
luego, en los pasillos, confraternizaran bastante. José Antonio hacía lo contrario.
Era capaz de ser muy efusivo en público con sus enemigos políticos, aunque
después se mostrara reservado y distante.
No estoy tratando de hacer un panegírico de la figura de José Antonio. No
puede ocultarse el hecho de que, aparte de sus simpatizantes y seguidores, tenía
un número bastante considerable de matones a su servicio. En teoría, estos
matones habían sido contratados para defender los locales de la Falange y la
persona del líder, sobre todo cuando este actuaba en mítines y actos públicos.
Pero en la práctica a estos matones se les iba la mano, y raro era el día en que no
estaban mezclados en algún tiroteo, tratando de romper una huelga o alguna
manifestación. Naturalmente, a veces los tiros se los llevaban ellos. En una
ocasión, en abril de 1934, a la salida de la Cárcel Modelo, donde había estado
prestando declaración, el coche de José Antonio fue alcanzado por una granada.
El líder no sufrió daño alguno.
José Antonio estaba en contacto con otros líderes fascistas. Por esta época
viajó a Roma, donde fue recibido por el Duce. Según contaba la prensa española,
Mussolini le dijo que, en aquellos momentos, no veía ninguna esperanza para
implantar el fascismo en España y… ¡mostró su admiración por Largo Caballero
como líder de las masas españolas! También estuvo en Berlín, entrevistándose
con Hitler. Sacó la conclusión de que aquel no era el momento para intentar un
golpe de Estado fascista. Si su apoyo internacional era, en aquellos momentos,
muy limitado, tampoco en España gozaba de muchas simpatías, especialmente
entre los grandes terratenientes, por sus discursos sobre la reforma agraria, y la
Iglesia, por sus críticas contra los excesos del clero. Y sin estos dos puntos de
apoyo difícilmente se podía conseguir dinero en España para su organización.
No es fácil, después de lo que ha acontecido en los últimos años, dar una
idea de lo que pasaba en Madrid en aquel año de 1934. Hubo tres huelgas
generales, huelgas de periódicos, incluso una huelga de taxistas que llenaron las
calles de Madrid de tachuelas para que nadie pudiera circular durante unas
cuantas jornadas. Baste decir que nos solíamos aprovisionar con latas de judías
en el piso en el que vivía para poder sobrevivir los días en los que cerraban las
tiendas.
Continuaba la lucha soterrada por el control de la República.
Además, se producían nuevas divisiones entre los políticos de la clase media.
Diego Martínez Barrio, un tipo alto y lleno de energía, antiguo linotipista que se
había hecho con su propia empresa de publicaciones, decidió separarse de
Lerroux y su partido, llevándose consigo a dos ministros del gabinete, así como
a veinte diputados. Yo me encontraba en Sevilla cuando Martínez Barrio hizo su
declaración secesionista y recuerdo que alzaba las manos y proclamaba:
«¡Manos limpias, las mías!». Martínez Barrio era la figura más importante del
Partido Radical después de Lerroux, así que el golpe para este fue considerable.
Si Largo Caballero despertaba la admiración del Duce italiano, pensé que ya
era hora de conocerlo. Me entrevisté con él en una calurosa tarde del mes de
agosto de 1934. En ese momento, Largo Caballero tenía sesenta y cinco años.
Nacido en Madrid en 1869, no había ido a la escuela y había aprendido a leer y a
escribir a los veinte años. En su juventud trabajó en la construcción, y su
actividad política comenzó en 1917, ya que fue uno de los firmantes del
manifiesto de la huelga general de aquel año. Aquello le valió una sentencia de
por vida en un penal en África. Esta sentencia le fue conmutada, y un año
después regresaba a Madrid, donde fue elegido diputado en Cortes en el año
1918. A partir de ese momento se convertiría en la figura más destacada del
movimiento sindical español.
Detrás de Largo Caballero había una «eminencia gris». Pensador, publicista,
editor, Luis Araquistáin había apoyado la causa de los aliados en la Gran Guerra
y ahora compartía con Largo Caballero la misma antipatía hacia los
bolcheviques. Por eso me hacía tanta gracia oír, en los cócteles de la diplomacia,
los nombres de Araquistáin y Caballero como los líderes de una «revolución
roja», cuando ni el uno ni el otro tenían absolutamente nada de revolucionarios.
Lo que pretendían, en aquel tenso verano de 1934, era mostrar firmeza en sus
posiciones. La entrada de la CEDA en el gobierno era para ellos una prueba de
fuego. Si se dejaban dominar por la derecha, les ocurriría lo que pocos meses
antes había pasado con los obreros austríacos, cuando fueron aplastados por
Dollfuss. Los socialistas españoles habían aprendido muy bien la lección de sus
camaradas austríacos y estaban dispuestos a no ceder terreno ante la presión de
la derecha.
«No podemos consentir», me aseguraba Largo Caballero en aquella
entrevista del verano de 1934, «que el Partido "Clerical" de Gil Robles entre a
formar parte del Gobierno… Y no podemos consentirlo simplemente porque no
son republicanos, porque no quieren que se les identifique con la República… Y
si esto es así, ¿cómo demonios podemos aceptarlos en el gobierno?».
Como buen inglés, yo podía ver las dos caras del problema que centraba la
atención política española en aquel verano de 1934. Por un lado, la CEDA había
triunfado en las elecciones del año anterior y tenía legítimo derecho a formar
parte del gobierno de la nación.
Pero también entendía que si en mi país un partido político decidiera no
acatar la monarquía, no ondear la Union Jack y no interpretar nuestro himno
nacional en los mítines y en los desfiles, tendría muchos problemas a la hora de
entrar en el gobierno… Como poco se le exigiría una explicación ante las
cámaras de su postura y una rectificación pública de los aspectos más formales
de la cuestión (respeto a las instituciones, a la bandera y al himno nacional) antes
de ser admitido a formar parte del gobierno.
La cuestión, en cualquier caso, era apasionante, y no pude por menos de
preguntarle a Caballero qué harían en caso de que Gil Robles cumpliera su
amenaza. «Eso es fácil de contestar —replicó el líder sindical—. Las masas
saldrían a la calle, y no hay nada ni nadie que pueda detener a las masas cuando
se levantan para luchar por sus derechos».
Aquellas palabras de Caballero parecían pintar una estampa de la Revolución
francesa, pero eran difícilmente aceptables en pleno siglo XX, cuando dos
soldados armados con una buena ametralladora podían mantener a raya a una
muchedumbre de miles de personas. Naturalmente, no había que tomar sus
palabras al pie de la letra… Con sus declaraciones, solo pretendía convencer al
presidente de la República, Alcalá Zamora, de que la entrada en el gobierno de la
CEDA traería consigo inevitablemente la violencia y el derramamiento de
sangre… En aquellos momentos, el primer interesado en evitar que la gente se
echara a la calle era el propio Largo Caballero. Y es que por aquel entonces no
respondía para nada a su apodo de Lenin español… ¡Solo le faltaba el sombrero
bombín, el traje oscuro y la pipa en la boca para ser confundido con un enlace
sindical de los obreros ferroviarios británicos!
Una tarde del mes de julio estaba tomándome un café con el redactor jefe de
El Debate cuando llegó la noticia de que Dollfuss había sido asesinado por los
nazis, y aquella noticia sin duda daría mucho que pensar a los católicos
españoles… Porque, aunque pudiera parecer lo contrario, había muchas cosas en
común entre católicos y socialistas en aquel verano de 1934. Por un lado, Gil
Robles se había casado y en su luna de miel había visitado la Alemania del
Reich, dando pábulo a todo tipo de comentarios. Pero, por otro, el cardenal
Pacelli, secretario de Estado en el Vaticano, ejercía una influencia cada vez
mayor en la Iglesia española. Después de la muerte de Dollfuss, Pacelli insistía
en que la Iglesia debía seguir un curso medio, apartándose de las pretensiones de
la extrema derecha.
La situación de Robles no era fácil. Mientras Pacelli y el nuncio del Papa,
Tedeschini, así como Ángel Herrera, le aconsejaban prudencia, los aristócratas y
los terratenientes que tanto habían contribuido a las arcas de la CEDA no se
conformaban con que este partido se consolidara como el principal de la
derecha. Aceptando tácitamente el régimen republicano, presionaban a Robles
para que entrara a formar parte del gobierno. Por su parte, el gobierno de
Lerroux parecía hacer méritos para su propia destitución, de manera que Robles
se vio forzado, al regreso de su luna de miel, en agosto, a comenzar a mover
piezas para formar nuevo gobierno.
El de Lerroux había tenido graves problemas con los nacionalistas. Para
incrementar sus ingresos, Lerroux había decidido suprimir el concierto
económico que permitía a los vascos recaudar sus propios impuestos para luego
ceder una parte al gobierno de Madrid. Como protesta, los partidos nacionalistas
vascos convocaron elecciones municipales, que, por otra parte, debían celebrarse
por aquellas fechas, pero el gobierno Lerroux anuló dicha convocatoria. El
conflicto entre el gobierno de la República y los partidos nacionalistas estaba
servido. Las elecciones se celebraron sin el consentimiento del gobierno central,
que se negó a reconocer a los concejales elegidos, en su mayor parte
pertenecientes a partidos nacionalistas.
También había problemas en Cataluña, aunque fueran de índole muy distinta.
El recién estrenado Estatuto de Autonomía de Cataluña permitía a los
rabassaires —campesinos que daban una parte de la cosecha a los propietarios
de las tierras que ellos cultivaban— a acceder a la propiedad de la tierra por
medio del pago de una renta escalonada a lo largo de años. Los propietarios de
las tierras habían protestado por aquel cambio en el statu quo y el gobierno
Lerroux había decidido ponerse de parte de los propietarios, con lo cual no hacía
sino echar leña al fuego. El problema del idioma también levantaba pasiones y
Lluís Companys, presidente de la Generalitat, se había enfrentado al gobierno al
defender el derecho de un abogado que había sido recusado por los propios
magistrados a expresarse en catalán en la vista de un juicio.
Pero, más allá de estos aspectos puntuales, existía el temor, ampliamente
compartido por nacionalistas vascos y catalanes, de que el gobierno Lerroux se
dispusiera a ceder ante las pretensiones de la España feudal y abrir las puertas a
una nueva dictadura. Lo mismo temían los socialistas. Estos, presintiendo que
algo iba a suceder, comenzaban a prepararse para un otoño caliente. Una partida
de cuatrocientos fusiles, treinta ametralladoras y abundante munición, destinada
en principio a un intento de golpe de Estado en Portugal que nunca se produjo,
fue desviada hacia España a bordo del barco Turquesa, que atracó en el puerto de
Gijón. Lograron descargar solo una pequeña parte de las armas antes de que la
Guardia Civil incautara el resto. Sin duda, exageraba el ministro del Interior,
Salazar Alonso, cuando le comentaba a un periodista extranjero: «Hay en España
un millón de socialistas, armados hasta los dientes, dispuestos a levantarse en
cualquier momento para implantar el comunismo». A pesar del exiguo botín del
Turquesa y de algunos fusiles y ametralladoras que habían pasado de
contrabando desde Alemania, el arsenal de los socialistas no podía competir, en
aquellos momentos, ni con la más modesta guarnición militar de provincias.
Tenían, eso sí, una buena cantidad de revólveres que se fabricaban en España,
pero con revólveres no se hace una revolución.
Circuló por aquellos días en Madrid el rumor de que los socialistas habían
colocado cargas de dinamita en los sótanos del Ministerio de la Gobernación,
con la idea de hacerlas explosionar si el ministro no dimitía. Yo, naturalmente,
pensé que era un bulo. Pero unos días más tarde me pude enterar de que algo de
verdad había en ello. Me encontraba en el cine con mi amigo el pintor Luis
Quintanilla, afiliado al Partido Socialista, y en el descanso de la película le
comenté la noticia.
«La dinamita —me dijo Quintanilla— no estaba en el ministerio, sino en
casa del diputado socialista Morón. Un camarada en la policía nos dio el soplo
de que iban a su casa a llevársela, y nosotros llegamos antes que ellos y la
sacamos… Y ahí me tienes a mí —decía Quintanilla, muy divertido— cruzando
la Gran Vía en taxi con media tonelada de dinamita dentro y, además, sin saber
adónde llevarla… Por fin recibí órdenes de enterrarla en un depósito de la
Ciudad Universitaria. La policía, que nos venía pisando los talones, se presentó
allí poco después de que la escondiéramos».
La verdad es que esta historia de policías y ladrones me pilló por sorpresa.
Una cosa es hablar de la revolución y otra sentirla tan cerca. Y lo que me parecía
más terrible: si Quintanilla, Araquistáin, Negrín, personas cultas, en modo
alguno extremistas, se armaban, algo muy serio estaba ocurriendo.
Recuerdo perfectamente bien la película que Quintanilla y yo estábamos
viendo en el cine Callao aquella tarde. Se llamaba Éxtasis y la protagonizaba
Hedy Lamar. La película había sido prohibida en diversos países, y en España la
prensa católica había hecho lo imposible para que no se proyectara. El éxtasis en
cuestión era una escena en la que Hedy Lamar se metía en la choza de un obrero
ferroviario para dejarse seducir por él. Durante la escena de la seducción, la
cámara solamente enfocaba la cara y una mano de la protagonista, pero aquello
era suficiente para que los espectadores que llenaban el cine de bote en bote
llegaran al delírium trémens… Una mujer que había junto a mí se reía
histéricamente. Quizá España necesitara una revolución.
A la salida del cine, me dirigí con mi amigo Quintanilla al bar Los Italianos,
junto a la Gran Vía, pero al entrar vi que había dos policías de paisano en la
puerta. Me excusé y le dije a Quintanilla que tenía muchas cosas que hacer
aquella tarde.
Nadie parecía interesado en evitar que, en aquella situación tan
potencialmente explosiva, saltara la chispa. En la apertura de las Cortes después
de las vacaciones veraniegas, el 1 de octubre, Gil Robles, cumpliendo su
amenaza, presentó una moción de censura contra el gobierno, al que acababa de
dejar en minoría. El día 3 de octubre se formó un nuevo gobierno con tres
carteras para la CEDA. Se supo que el presidente Alcalá Zamora había puesto
como condición, para que la CEDA entrara en el gobierno, que no podían
«ocupar ningún ministerio clave», lo cual no deja de ser divertido. Equivale a
decirle a alguien que es «suficientemente leal» a la República para ocupar el
Ministerio de Agricultura, pero no para ocupar el de Gracia y Justicia… Alcalá
Zamora actuaba en aquellos momentos como un funambulista que avanzara con
pies de plomo sobre la tensa cuerda de la democracia sin caer ni a un lado ni a
otro, sin darse cuenta de que intentando contentar a todos no iba, finalmente, a
contentar a nadie.
Y el caso es que el nuevo ministro de Agricultura, Jiménez Fernández,
catedrático de la Universidad de Sevilla y miembro del grupo cristiano-socialista
dentro de la CEDA, era una persona moderada y respetable, que siempre había
defendido dentro de su partido el interés de los obreros y que ofrecía la mejor
imagen posible de su grupo político. Lobo con piel de cordero, pensaron
muchos…
En cualquier caso, las izquierdas no estaban dispuestas a dar su brazo a
torcer. Habían advertido que no tolerarían a ningún miembro de la CEDA en el
gobierno y actuaron en consecuencia: convocaron una huelga general en todo el
país, que debía comenzar en la noche del 4 al 5 de octubre. Ya sé que, como
periodista, aquello no iba conmigo y me tenía que limitar a relatar los luctuosos
sucesos que, sin duda, estaban a punto de producirse. Pero, por dentro, hervía de
indignación… Podían haberse encontrado distintas salidas a aquella crisis de
gobierno, pero nadie parecía interesado en buscarlas. El país se encaminaba
hacia el desastre sin que ello pareciera preocupar lo más mínimo a los políticos
que lo conducían.
Decidí que necesitaba un trago y me encaminé a Chicote, en plena Gran Vía
madrileña, para aguardar acontecimientos. Chicote estaba muy tranquilo aquella
tarde, y los señoritos y oficiales que solían frecuentarlo no se veían por ninguna
parte. Demasiado tranquilo.
Estuve charlando con un colega australiano. Hablamos de la estupidez
humana en general y de la española en particular, de la inconsciencia de la clase
política, que parecía empeñada en conducir el país hacia el desastre y la
barbarie… Alguien contó una anécdota del príncipe de Gales que iba como
anillo al dedo a la situación en la que en aquellos momentos nos encontrábamos:
«Un periodista amigo mío le preguntó en una ocasión qué opinaba su alteza
sobre la civilización europea… "¿Civilización europea? —le contestó el príncipe
— ¡Me parece una excelente idea!"».
Apareció un joven que pertenecía a la Falange de José Antonio y me dijo
confidencialmente: «Tenemos a mil quinientos hombres armados en la calle y
estamos dispuestos a aplastar cualquier intento de huelga general». Llamé a la
redacción de El Sol y me dijeron que había manifestaciones en Barcelona. Llamé
a El Debate y me dijeron que en Barcelona se había proclamado una república
independiente y que Madrid estaba a punto de explotar.
Me dirigí al bar Marfil, que tiene unos grandes ventanales que ofrecían una
magnífica perspectiva de la calle de Alcalá. Además de eso, servían una cerveza
lager muy fría. Allí, sentados alrededor de una mesa, estaban Negrín,
Araquistáin y Álvarez del Vayo leyendo la prensa de la tarde y poniendo cara de
circunstancias. Me dirigí a ellos y le pregunté a Araquistáin, por decir algo: «¿Es
cierto que habéis convocado una huelga general para la medianoche de hoy?».
Araquistáin afirmó con la cabeza. «¿Y no hay nadie capaz de impedir esta locura
colectiva?», insistí yo. «Eso díselo a tus amigos los curas», me contestó de mala
gana Araquistáin. Araquistáin sabía que yo era católico y que tenía buenos
contactos en El Debate. Podría haberle dicho que los católicos tampoco habían
provocado aquella situación y que solo habían llegado a ella forzados por la
extrema derecha. Pero ¿de qué habría servido?
Salí del bar y me dirigí hacia la Puerta del Sol. Antes de llegar a ella, escuché
un disparo. Podía oír las contraventanas de todas las casas cerrándose
apresuradamente. Los taxis desaparecían del centro de la ciudad y la gente, al
salir de los cines, corría hacia las bocas del metro. La Guardia de Asalto, armada
con fusiles, bayonetas y ametralladoras, se desplegaba por el centro de la ciudad
tomando posiciones. Las sirenas no dejaban de sonar.
Al llegar a casa, cogí el teléfono para retransmitir mi crónica. Me hubiera
gustado empezar con estas palabras: «La humanidad acaba de cometer esta
noche en Madrid un nuevo acto de locura colectiva…», pero recordé que era
periodista y no filósofo, y dije: «Una huelga general revolucionaria acaba de
comenzar esta noche en Madrid, como protesta por la formación de un nuevo
gobierno en el que, por primera vez, entra a formar parte el partido católico
CEDA».
A partir de aquel momento, y durante tres semanas, apenas si comí o dormí.
Es difícil resumir en pocas páginas los sucesos de aquel mes de octubre de 1934
y, sin embargo, aquellos días fueron decisivos, ya que en ellos quedaron
demostrados una serie de hechos que habrían de marcar la política nacional e
internacional en los años siguientes. A nivel nacional, se evidenció que la
derecha feudal no estaba dispuesta a llegar a ningún pacto o entendimiento con
la República. Habían colocado a los hombres de Gil Robles en el gobierno sin
mostrar el menor respeto por los principios republicanos. A partir de ese
momento, la izquierda sabía que no podía esperar ningún tipo de concesión de
los poderes feudales. A nivel internacional, el papel de Alemania comenzaba a
subir enteros. Sin duda, la visita de Gil Robles al Tercer Reich aquel verano
había sido muy provechosa. Los planes expansionistas del Reich, las invasiones
de Francia e Inglaterra, solo podrían realizarse con una España amiga que le
facilitara bases para sus submarinos y sus aviones, puertos para sus barcos, etc.
Los alemanes tardaron cinco años en asegurarse la amistad de España. Si en
aquel octubre de 1934 la izquierda española hubiera cedido a las pretensiones de
la derecha, Gil Robles podría haber instaurado en España un estado corporativo
que habría servido de trampolín para que Alemania realizara sus planes en
Europa.
Pero estamos aún en aquella noche del 4 de octubre. Recibí una llamada de
mi corresponsal en Barcelona, Larry Fensworth. Me decía que el palacio de la
Generalitat había sido bombardeado por las tropas del general Batet, a quien los
catalanes, ingenuamente, creían que tenían de su lado. Conecté con Radio
Asociación de Barcelona y, entre Els Segadors y El Cant de la Senyera, se
podían oír llamadas de auxilio. La emisora retransmitía desde el interior del
palacio bombardeado, y en aquellas circunstancias las notas de La Santa Espina
adquirían una dimensión dramática… Aquello parecía una repetición del 13 de
septiembre de 1713, cuando los patriotas catalanes sucumbieron ante las fuerzas
absolutistas y centralistas del rey Felipe V.
Aquella «revuelta catalana» del mes de octubre era muy parecida a la de
abril de 1931, cuando se proclamó la República catalana. Estaba dirigida por la
clase media a través del partido Esquerra Republicana, los liberales de Lluís
Companys y los separatistas de Estat Catalá. Como ocurriera en 1931, los
partidos obreros se habían abstenido. En esta ocasión, a causa de la fricción que
existía entre Companys y los anarquistas, que controlaban el movimiento obrero
en Cataluña. El consejero de Gobernación del gabinete de Companys, llamado
Dencás, había organizado a grupos de jóvenes en una asociación paramilitar
llamada Escamots Verts, que se dedicaban a romper huelgas y manifestaciones
de la clase obrera en el mejor estilo fascista. Y así se producía en Barcelona una
curiosa situación. Mientras Companys y la Generalitat se enfrentaban al nuevo
gobierno de Madrid sacando a la calle a sus mozos de escuadra, eran los propios
anarquistas los que, por medio de francotiradores, se dedicaban a tirotear a la
policía catalana. De nada servía la proclamación, desde los balcones de la
Generalitat, de una República catalana independiente si a continuación no
distribuía armas entre los miles de seguidores que se aglomeraban en la plaza de
Sant Jaume. Companys había telefoneado al general Batet pidiendo que sus
fuerzas apoyaran al gobierno catalán de la Generalitat. Después de pensárselo
durante unas horas, Batet había proclamado la ley marcial en Barcelona y había
enviado sus tropas contra los mozos de escuadra, que se habían desplegado en
torno a la Generalitat.
Parece ser que el propio consejero Dencás, que lógicamente debería haber
organizado la resistencia, al enterarse de que el presidente Companys resistía en
el palacio de la Generalitat, decidió huir por unas alcantarillas. Aquella huida de
Dencás por las cloacas se convirtió en la comidilla de la ciudad durante semanas.
A mí no me parece nada mal utilizar las cloacas si esa es la mejor manera de
huir, pero desde luego los catalanes no se lo perdonaron. De todas maneras,
parece ser que cuando consiguió salir del país se fue a Italia, lo cual confirmaba
las sospechas de los anarquistas catalanes de que Dencás estaba en contacto con
el fascismo italiano. De cualquier manera, la resistencia de Companys dentro del
palacio de la Generalitat no duró mucho. Rodeado por las tropas de Batet,
decidió rendirse a las seis de la mañana, al comprobar que el general se disponía
a bombardear el histórico edificio. El general Batet también hubo de emplearse a
fondo contra la Unió de Botiguers, un sindicato de tenderos que era un foco
importante para los nacionalistas. Ni corto ni perezoso, decidió bombardear el
edificio y, al parecer, causó la muerte de una docena de personas.
Los anarquistas catalanes acabaron sumándose a la rebelión, pero tarde y de
mala gana. Decidieron ocupar edificios portuarios y pabellones de la Feria de
Muestras en Montjuich, pero, como digo, su corazón no estaba en esa lucha. El 6
de octubre sintonicé con una emisora catalana y pude escuchar un llamamiento
de un portavoz anarquista para el retorno al trabajo de los obreros afiliados a la
CNT. Aquella indecisión anarquista dio tiempo a Lerroux a llevar tropas y
refuerzos policiales a Barcelona, que acabaron de sofocar aquella rebelión.
Quedaba claro que los anarquistas eran siempre el factor sorpresa, ya que nunca
se sabía cómo iban a reaccionar.
Mientras tanto, en Madrid, la lucha no cesaba. En las tres semanas que
duraron los disturbios murieron cerca del centenar de personas, de las cuales una
docena eran soldados o pertenecían a la policía. Parece ser que lo que los
socialistas se proponían con esta tenaz resistencia era debilitar el nuevo
gobierno. Se trataba de tener a la ciudad y al país en vilo por medio de disparos
esporádicos de francotiradores desde las azoteas de las casas. La policía había
arrestado ya a bastantes de estos jóvenes socialistas cuando, en la noche misma
del 4 de octubre, realizó una redada en un local de Buenavista donde se
distribuían armas y se llevó detenidos a más de cincuenta.
Pero los socialistas no eran los únicos jóvenes que se movilizaron en este
octubre caliente de 1934. En la mañana del domingo día 5, José Antonio Primo
de Rivera y cuatrocientos o quinientos seguidores marcharon por la calle de
Alcalá y se situaron delante del Ministerio de la Gobernación, para ponerse a
disposición de Alejandro Lerroux y su nuevo gobierno. ¡Había que ver a aquel
viejo rebelde de la izquierda recibiendo ahora las aclamaciones de los fascistas!
La multitud se mostraba hostil ante aquel desfile falangista, se oían abucheos y
protestas, y la cosa podría haber llegado a más de no ser por la fuerte escolta
policial que llevaban.
Algunos cafés habían desafiado la orden de cierre de los socialistas y se
mantenían abiertos, atendidos por camareros que no pertenecían al sindicato. En
uno de ellos, el café Colón, en el comienzo de la calle de Alcalá, se atendía a los
clientes como siempre cuando se oyó una ráfaga de disparos de metralleta
disparados desde un automóvil, y dos camareros caían muertos junto a las mesas.
A partir de aquel momento, cerraron todos los cafés de Madrid.
Oficiales con uniforme empezaban a aparecer por las calles de Madrid,
apoyando a la policía y a los guardias de asalto. Muchos de ellos eran oficiales
que se habían retirado con el «plan Azaña» y que ahora volvían a tomar las
armas. Al principio, la policía disparaba sin ton ni son contra las fachadas de los
edificios de donde partían los disparos de los francotiradores socialistas.
Tardaron una semana en dominar su nerviosismo y darse cuenta de que al
disparar al vacío no hacían sino seguir el juego de los provocadores y aumentar
la confusión. Se dedicaron entonces a localizar a los francotiradores y poco a
poco la ciudad fue volviendo a la calma. Al cabo de unos días ya no era preciso
ir corriendo por las calles, refugiándose en cada esquina, e incluso se podía
dormir varias horas seguidas durante la noche, lo cual era de agradecer por parte
de este, más que cansado, agotado corresponsal de prensa.
En el Norte, los vascos también habían ofrecido una tenaz resistencia.
Habían levantado barricadas en las carreteras y las calles más importantes. Solo
en San Sebastián hubo veinte muertos. Bilbao y su comarca minera estaba en
huelga total. En Extremadura, los campesinos, conducidos por la diputada
socialista Margarita Nelken, se habían enfrentado a la policía armados
únicamente con sus guadañas. No tenían mucho que hacer contra las tropas que
salían desde Madrid y se desplazaban con facilidad por todo el territorio
nacional. ¿Para qué querrían, me preguntaba yo, la dinamita Quintanilla y sus
amigos, si luego no la utilizaban para volar los puentes que habrían impedido el
desplazamiento de tropas?
VIII

Asturias

PERO el corazón de la revuelta estaba en Asturias. En cuestión de días, casi de


horas, los noventa mil mineros de la cuenca asturiana se habían apoderado de
Oviedo, habían cortado las comunicaciones con el resto de España, por
ferrocarril y carretera, en el puerto de Pajares, para después dirigirse a Gijón,
Mieres y Trubia, donde se habían apoderado de una fábrica de armamento. Y así,
en poco más de tres días, habían creado un pequeño Estado comunista
(comunista-anarquista para ser más exactos) dentro del Estado español.
¿De dónde había salido aquella potente llamarada revolucionaria?
Francamente, no lo sé ni creo que ahora mismo lo sepa nadie con certeza. Los
mineros asturianos eran, desde luego, los obreros mejor pagados de España, si
bien es cierto que trabajaban en unas condiciones deplorables. Un ingeniero de
minas inglés, amigo mío, me había dicho: «He inspeccionado minas en todas las
partes de Europa, incluso en Rusia, y desde luego nunca había visto condiciones
de trabajo más infames que las de los mineros asturianos». La República había
hecho mucho por ellos: había rebajado su horario laboral y subido los salarios, y
ahora que la República estaba en peligro los mineros se echaban a la calle para
defenderla.
Otro de los elementos que pudo jugar un papel decisivo en esta sorprendente
revolución fue un periodista amigo mío llamado Javier Bueno. Personalidad
brillante, hablaba cinco o seis idiomas y trabajaba en Madrid en un diario
vespertino, La Voz. Pocos meses antes de la revolución asturiana, marchó a
Oviedo para hacerse cargo de un periódico llamado Avance, publicado por los
socialistas para la cuenca minera. Bueno, además de excelente periodista, era un
fervoroso partidario de la causa revolucionaria, y es fácil imaginarse el impacto
que debió de tener el rotativo, bajo su nueva dirección, en una población minera
que no necesitaba sino la chispa que encendiera la llama.
Un tercer elemento que debe tenerse en cuenta era la propaganda comunista
que parecía haberse concentrado en esta región de España. Los comunistas, que
tenían una incidencia muy pequeña en el resto del Estado español, parecían
haber volcado sus recursos y su propaganda en la región asturiana, pensando
quizá que los mineros asturianos, más concienciados que los otros obreros del
país, acabarían arrastrando a estos a la revolución.
Pero sigo pensando que la primera causa fue la decisiva, es decir, el deseo de
defender la República contra viento y marea, la lucha contra unos poderes
feudales que pretendían retrasar el reloj de España a la hora que marcaba el 14
de abril. Por esta causa común luchaban ahora los mineros, agrupados desde
hacía unos meses en la Alianza de los Trabajadores, que unía a socialistas,
comunistas y anarquistas en un solo movimiento. Era la primera vez que la
izquierda se unía en España y aquello habría de tener en el futuro importantes
consecuencias.
La primera reacción del gobierno Lerroux fue mandar tropas desde León,
pero estas unidades fueron fácilmente detenidas por unas cuantas ametralladoras
que los mineros habían situado en las alturas de Pajares. Naturalmente, uno
piensa que habría sido bastante sencillo coger a los mineros por la retaguardia,
pero seguramente ni los soldados ni los oficiales tenían mayor interés en un
enfrentamiento armado con sus compatriotas.
Ante aquella difícil situación, el gobierno Lerroux no tuvo otra opción que
echar mano de los dos generales más jóvenes y brillantes con los que entonces
contaba el Ejército español. Me refiero, naturalmente, a Franco y a Goded, cuyas
simpatías por la extrema derecha eran bien conocidas; pero aquello no parecía
preocupar a Lerroux. Aunque Franco y Goded fueron nombrados simples
«asesores» del ministro de la Guerra, puede decirse que ellos se hicieron cargo
del ministerio mientras duró la rebelión, y desde allí implantaron su ley. Lo
primero que hicieron fue cortar las comunicaciones telefónicas y telegráficas con
el exterior e implantar una rígida censura en todo el país. Lo segundo, negar el
permiso a todos los periodistas que pretendíamos desplazarnos a Asturias. Fue
mi primer contacto con el general Franco. A continuación, volvieron su atención
hacia la situación en Asturias. No tardaron en darse cuenta de que las tropas
regulares que había en la Península no tenían la menor intención de presentar
batalla a los mineros de Asturias. La solución estaba en Marruecos. A toda prisa,
trajeron a la Península los diez mil soldados que componían el famoso Tercio de
la Legión. Pero, pensando que esto no bastaría para aplastar la rebelión,
trasladaron también algunos regimientos de tropas regulares marroquíes. Y así,
mientras el crucero Libertad bombardeaba el puerto de Gijón, legionarios y
moros desembarcaban en la costa asturiana.
Era difícil saber exactamente lo que ocurría en Asturias en aquellos primeros
días de la revolución. Los periódicos nacionales tardaron en salir a la calle y
cuando lo hicieron seguían fuertemente censurados por el gobierno, y así solo
conocíamos su versión de los acontecimientos. Por otra parte, la prensa
internacional concedía muy poca atención a la revolución asturiana, ocupada
como estaba con el asesinato del ministro de Asuntos Exteriores francés,
Barthou, que centraba la atención mundial.
Resultaba difícil precisar cómo una huelga general común a toda España
había desembocado en una revolución en Asturias. Las primeras noticias que
llegaron de allí, en la noche del 4 al 5 de octubre, ofrecían un panorama muy
parecido al del resto de España. Enfrentamientos de los mineros con la policía en
Gijón, Mieres, Laviana y Campomanes, que en algunos casos obligaron a la
policía a retirarse a sus cuarteles. En Mieres, la batalla duró varios días. La
primera noticia realmente inquietante que llegó de Asturias fue la emboscada
que los mineros asturianos habían tendido a dos camiones repletos de guardias
de asalto que se dirigían a Mieres a reforzar la guarnición. Aquello, más que un
levantamiento espontáneo, obedecía a una estrategia premeditada. A partir de
aquel momento, los acontecimientos comenzaron a precipitarse. Miles de
mineros se dirigían a la capital, Oviedo, para capturarla. En su mayoría iban
armados con pequeños paquetes de dinamita de la que sobresalía una mecha que
encendían con la punta del cigarrillo y lanzaban al aire. Tenían aquellos petardos
un aire de fiesta, y parecía poco probable que amedrentaran a una guarnición de
mil soldados estacionada en Oviedo. Pero la guarnición permaneció acuartelada
y las fuerzas de la policía, que controlaban el centro de la ciudad, se vieron
impotentes para resistir el empuje de los mineros. Todavía no se ha determinado
el número de mineros que participaron en el asalto a Oviedo, pero en cualquier
caso no podían exceder de los cinco mil, ya que el resto estaba desplegado por
toda Asturias, defendiendo los pasos de montaña o atacando los puestos de la
policía.
Mientras tanto, los mineros habían tomado dos fábricas de armas, una cerca
de Oviedo y otra en Trubia, y se habían hecho con unos quince mil fusiles
máuser y algunas piezas de artillería, aunque les faltaran municiones.
Pero el problema más serio con el que se enfrentaban los mineros era el
vacío de poder que había en su organización. Amador Fernández, líder del
Sindicato Minero, se encontraba en Madrid cuando estalló la revuelta. Javier
Bueno, el periodista de quien les he hablado, fue encarcelado en los cuarteles del
Ejército poco después de estallar la revuelta. El poder, por pura lógica, recaía en
el presidente del sindicato, Ramón González Peña, un socialista muy moderado
sin ningún ribete revolucionario en su personalidad política. Me imagino el
terror de este hombre al comprobar que la propia dinámica de los
acontecimientos conducía de una situación de huelga general a una auténtica
revolución. Aquella situación excedía por completo la capacidad política de
Peña.
Su mayor mérito fue que hizo lo posible por contener a sus hombres. De
todas formas, se cometieron excesos, como en cualquier revolución. En Mieres,
los mineros mataron a quince ingenieros a quienes acusaban de haber maltratado
a miembros de su organización. También asesinaron a varios sacerdotes. La
prensa de derechas de Madrid empezó a hacer circular el bulo de que los
sacerdotes eran torturados, algunos quemados vivos y otros exhibidos en los
escaparates de carnicerías bajo el letrero de «carne de cerdo». Todos estos
rumores fueron desmentidos por la comisión que se encargó de investigar los
sucesos de Asturias. Uno de los sacerdotes que la prensa daba por muerto
escribió una carta al director de ABC diciendo que se encontraba muy bien,
gracias. Otra historia de «sacerdote quemado vivo» se quedó en «cuerpo de
sacerdote incinerado después de haber sido asesinado». Naturalmente, todo esto
no disculpa la violencia revolucionaria de los mineros, que mataron a un total de
treinta civiles.
La sucursal del Banco de España en Oviedo cayó en poder de los mineros,
que se hicieron con un capital de unos veinte millones de pesetas. Pero no les iba
a servir de nada, porque sus compañeros anarquistas, por su cuenta y riesgo,
habían abolido la moneda en muchas poblaciones de la cuenca y se dedicaban a
hacer grandes hogueras con los billetes de banco. El comité revolucionario de
cada pueblo distribuía vales que podían ser intercambiados por cualquier tipo de
mercancía en las tiendas. Esto solo ocurría en aquellos pueblos dominados por
los anarquistas, que se manifestaban a favor de un «comunismo libertario». En
cambio, en los lugares donde prevalecían los socialistas y los comunistas, se
mantuvo la libre circulación del dinero.
La lucha por la capital, Oviedo, aún no había terminado. Los mineros
penetraron hasta el interior de la ciudad, pero no habían conseguido hacerse con
el barrio viejo en torno a la catedral. En la Torre Vieja, la Guardia de Asalto
había instalado un nido de ametralladoras que mantenía a raya a los mineros.
Estos, en su intento por llegar hasta la Torre Vieja de la catedral, habían
incendiado el palacio arzobispal y a continuación habían dinamitado la catedral
misma, penetrando por un boquete en la mismísima Cámara Santa.
Mientras proseguía el asedio a la Torre Vieja, el líder sindicalista González
Peña, junto con el diputado socialista Teodomiro Menéndez, se dedicaban a
salvar incontables vidas de una muerte segura a manos de los mineros.
Teodomiro Menéndez era viajante de comercio, y yo le había oído en los pasillos
de las Cortes contar con mucha gracia sus aventuras y lances amorosos. Como le
ocurría a González Peña, tenía muy poca madera de revolucionario. Ambos
fueron relevados de sus puestos y sustituidos por un comité formado por
anarquistas y comunistas. El comité tampoco acababa de ponerse de acuerdo.
Unos decían que debían proseguir la lucha en Oviedo hasta hacerse con el
control de la ciudad. Otros abogaban por desplegar sus fuerzas por las colinas
que circundan Oviedo para prevenir un ataque de las tropas que el gobierno
enviaba desde Galicia.
En todo caso era ya demasiado tarde. El puerto de Gijón cayó en manos del
Tercio el 17 de octubre, después de ser bombardeado. Por otra parte, las fuerzas
del General López Ochoa habían pasado desde Galicia a Asturias sin encontrar
resistencia. El día 18 había llegado hasta las afueras de Oviedo, donde se
encontraban las tropas acuarteladas. Desde allí, López Ochoa reclamó la
rendición de los mineros que se encontraran en la ciudad, prometiendo
clemencia a todo aquel que depusiera las armas.
La entrada de la Legión y de las tropas marroquíes en la ciudad de Oviedo ha
dado mucho que hablar. A pesar de que encontraron muy escasa resistencia,
porque la mayoría de los mineros habían depuesto las armas, penetraron a sangre
y fuego, como si se tratara de alguna expedición de castigo contra alguna cabila
del Atlas. No solo mataban a los que llevaban armas, sino también a los que no
las llevaban. El señor Gordon Ordás, miembro de la Comisión Investigadora,
hizo una lista de cuarenta y ocho civiles no combatientes muertos. La lista le fue
proporcionada por dos periodistas que habían llegado de Madrid, Luis de Sirval
y Andrés Barbeito. Cuando los mandos de la Legión se enteraron de que había
dos periodistas investigando en la recién conquistada Oviedo mandaron a sus
hombres a detenerlos. Barbeito pudo huir a tiempo, pero Sirval fue apresado,
encarcelado y posteriormente asesinado por un sargento búlgaro de la Legión.
En la prensa de Madrid se hablaba de «un millar de cadáveres incinerados
por la Cruz Roja en Oviedo para evitar infecciones». Naturalmente, las
incineraciones no solo se hacían para evitar infecciones, sino también cualquier
tipo de investigación sobre las causas de la muerte. Un conocido fotógrafo
madrileño logró un documento único sobre la incineración de los cadáveres. El
lugar donde se llevaban a cabo las cremaciones era secreto militar, pero él pudo
enterarse por medio de las prostitutas de un burdel frecuentado por legionarios,
según me contaba luego en Madrid. Así fue como logró las fotografías de
montañas de cadáveres que se vertían en un horno incinerador, que circularon
por toda España.
El general López Ochoa, desde luego, no hizo honor a la palabra que había
dado de clemencia para los mineros que depusieran las armas. En Mieres los
legionarios fusilaron a sesenta mineros; en Campomanes, a ciento veinte. La
cifra de mineros muertos en Oviedo es todavía una incógnita. Pero en cualquier
caso, no resulta aventurado afirmar que el furor revolucionario de los mineros
levantados fue un juego de niños comparado con la brutal represión de moros y
legionarios.
El gobierno puso al frente de las labores policiales en la recién conquistada
ciudad de Oviedo al comandante de la Guardia Civil Lisardo Doval, y a buen
seguro que los prisioneros se echarían a temblar al oír su nombre. Alto,
distinguido, Doval cuadraba perfectamente en la descripción del «caballero
español», aunque sus métodos de trabajo no fueran precisamente
«caballerescos». Se había ganado justa fama de duro en la represión de las
huelgas y manifestaciones que se produjeron en Barcelona en 1921. Desde
entonces había refinado sus métodos de tortura, y en Oviedo se dedicaba a
sumergir en baños de agua helada durante horas a sus prisioneros o a quemarles
los órganos genitales. Se trataba de conseguir información sobre el dinero que
había desaparecido del Banco de España y de los siete mil fusiles sustraídos de
la fábrica de armas. Querían también información sobre el lugar donde se
escondían González Peña y los otros líderes. Para conseguir aquella información,
Doval estaba dispuesto a torturar a sus prisioneros hasta la muerte, si fuera
preciso.
La conmoción por la represión en Asturias fue tan grande que desde Gran
Bretaña se desplazó una comisión de diputados para investigar el caso. Lerroux
los recibió en Madrid muy cortésmente: «¿Quieren ustedes ir a Asturias? ¡Pues
no faltaba más! Mi secretario les dará una carta de presentación para el
comisario Doval». Y al día siguiente salía la expedición inglesa para Oviedo. Al
llegar a la ciudad y entrar en un café, los diputados ingleses fueron recibidos con
un gran abucheo. Enseguida se presentó el comisario Doval en persona, quien les
informó de que, para evitar mayores accidentes, debía acompañarles hasta la
frontera. Cuando los periodistas madrileños le preguntaron a Lerroux si los
diputados ingleses habían sido expulsados de Oviedo, este, con una sonrisa, les
contestó: «¿Expulsados? ¡Pero qué dicen ustedes! Simplemente, el señor Doval,
que velaba por su seguridad personal, se ha visto en la obligación de
acompañarles a la frontera». Pocas semanas después de este incidente, Doval era
trasladado a un nuevo destino y su sucesor, Ángel Velarde, ponía en libertad a
los más de mil presos que abarrotaban las cárceles.
Curiosamente, mientras escribía este capítulo en Inglaterra, en mayo de
1939, un informante español me comunica que Doval había llegado a Madrid en
el mes de abril, poco después de que cayera en manos de Franco, pero que había
muerto súbitamente de un disparo en la nuca… Alguien se había tomado la
justicia por su mano.
De todas maneras, los sucesos de Asturias quedaron oscurecidos, en lo que a
la prensa internacional se refiere, por el asesinato del rey Alejandro de
Yugoslavia y del ministro de Asuntos Exteriores francés, Louis Barthou, en las
calles de Marsella. Barthou acompañaba al rey Alejandro en su visita oficial a
Francia y el asesinato se produjo poco después de su llegada a Marsella. Las
consecuencias políticas de ese crimen fueron enormes, sobre todo en lo que se
refiere a la figura de Barthou. Había sido uno de los pocos políticos europeos
capaces de reaccionar ante la llegada al poder de Hitler y su partido en
Alemania. Se oponía frontalmente a la idea de contemporizar con Hitler y no
compartía la teoría de que el Ejército prusiano era indispensable como baluarte y
defensa de la civilización occidental ante la revolución bolchevique. De hecho,
tanto Italia como Alemania habían reconstruido sus ejércitos nacionales gracias a
las generosas donaciones de los Aliados… Y ahora Barthou proponía un giro de
ciento ochenta grados en la política exterior y ofrecía un pacto de los Aliados
con los países del Este y los Balcanes. A ello obedecía, justamente, la invitación
al rey Alejandro de visitar Francia y discutir las condiciones y el desarrollo de
dicho pacto. Se comprende así toda la magnitud del asesinato de Marsella al
situarlo en su contexto político. Las balas de los asesinos acababan de hacer
trizas el primer proyecto de defensa de la Europa occidental contra la amenaza
fascista.
Curiosamente, la gendarmería francesa, tan celosa de su labor en tantas
ocasiones, había dejado al ilustre huésped y a su acompañante prácticamente sin
protección aquella mañana en las calles de Marsella.
Por supuesto, antes de que las balas asesinas mataran a Barthou, ya lo habían
hecho, verbalmente, los propios políticos franceses e ingleses que se mofaban de
los temores del ministro francés: «Barthou está gagá», se comentaba en Londres
en aquel verano de 1934. «¡Parece mentira que a sus años se deje influir por esa
propaganda roja que no deja de decir pestes de Hitler!». O, tal como dijo un
corresponsal cuando Barthou llegó a Londres: «Al dar su bendición en términos
absolutamente vagos y platónicos al proyecto de Barthou, Londres no hacía más
que darle sepultura».
IX

Viaje a ninguna parte

EL Sud-Express Madrid-París es uno de los grandes expresos europeos,


comparable al Orient Express, que atraviesa toda Europa, o al Train Bleu, que
lleva a los parisienses hasta la Riviera. Todo el glamour europeo viaja en estos
trenes, que apenas llevan vagones de tercera clase.
En los pasillos de estos trenes uno suele encontrarse con diplomáticos, algún
que otro vendedor de automóviles que trabaja a comisión, grandes ejecutivos o
empresarios, espías y traficantes de armas, algún trasnochado miembro de la
vieja aristocracia e incluso periodistas internacionales, como es el caso de un
servidor. Hay que reconocer que desde hace algún tiempo, una parte de la
clientela tradicional de estos viejos trenes se está pasando a la aviación,
simplemente porque hoy día todo corre prisa y uno ya no puede permitirse el
lujo de pasarse varios días atravesando Europa. Pero mientras los vagones-
restaurante de estos grandes expresos sigan sirviendo esas opíparas comidas y
cenas, me imagino que la afición a ellos no decaerá.
Supongo que el Sud-Express sigue ocupando un lugar de privilegio entre los
grandes trenes europeos simplemente porque su destino final es España, y
España es —o era, antes de que comenzara la guerra— el país del amor y del
romance… Pero en la realidad, poco tenía de «romance» el viaje en el Sud-
Express, porque los viajeros, después de doce horas de viaje hasta llegar a la
frontera española, debían descender del tren con todo su equipaje para subirse a
otro que les conduciría hasta el interior del país. Resulta que a los ingenieros
españoles se les ocurrió construir raíles de mayor anchura para hacer más
cómodo el viaje para los viajeros, pero también para impedir una posible
invasión europea por ferrocarril, supongo que en los tiempos en que los grandes
movimientos de tropas se hacían en tren. Hoy en día, lo único que entorpecen
esos raíles es la comodidad de los viajeros que van a España.
Pues bien, en la noche del 20 de octubre de 1934 se encontraba este servidor
de ustedes en la estación de Príncipe Pío, en el andén del Sud-Express, a punto
de partir rumbo a París. Por lo que yo podía observar, no habría más de cinco
pasajeros en el tren aquella noche, acompañados, eso sí, por decenas de policías
secretas que se paseaban, como estaba haciendo yo mismo, por el andén de la
estación. Ya he dicho antes que el general Franco había impuesto una férrea
censura a raíz de los sucesos de Asturias. Y no había manera de comunicarse con
el mundo exterior ni por telégrafo ni por teléfono. El único modo de transmitir la
noticia era llevarla en mano en aquel famoso tren que saldría dentro de pocos
minutos.
¿Y cuál era la noticia? La noticia era que España estaba al borde de una
dictadura militar. El presidente Alcalá Zamora estaba negociando
desesperadamente con el Ejército para evitar el fusilamiento de los presos
condenados a muerte tras la revolución de Asturias. Parece ser que insistía en
que él era el presidente de la República y que solo a él correspondía dar el «visto
bueno» a cada una de las ejecuciones. Naturalmente, Alcalá Zamora también
reprochaba al Ejército la durísima represión en Asturias y las masacres
indiscriminadas en Oviedo y otras poblaciones a manos de la Legión.
Durante tres semanas, el Ejército había tenido el poder real del país en sus
manos y ahora que la revuelta había sido sofocada no estaba dispuesto a soltarlo.
Las negociaciones de Alcalá Zamora habían dado pie a toda clase de rumores
que circulaban por Madrid en aquellos días: «¿Sabes lo que dijo Goded anoche?
¿Sabéis el paradero del general Franco? ¿Es cierto que Alcalá Zamora ha
enviado ya todos sus archivos personales a París?». Etcétera, etcétera. Alcalá
Zamora se daba cuenta, demasiado tarde, de que al admitir a miembros de la
CEDA en el gobierno había puesto en marcha una serie de acontecimientos y el
país se le había ido de las manos…
Yo trataba de enviar la noticia de aquel golpe de Estado que se estaba
preparando y por eso me encontraba en la estación del Príncipe Pío, junto a mi
colega Jay Alien, del Chicago Daily News. Jay iba con su perro Dollfuss, un
pequeño teckel al que llamaba Dollfy, desde que el verdadero Dollfuss fue
asesinado. El centinela que guardaba el paso al andén —el Ejército había tomado
posiciones en toda la ciudad— nos dijo que hacía falta el pasaporte para acceder
al andén. Jay no llevaba su pasaporte así que me tocó ir solo a buscar a alguna
persona —viajero o empleado del tren— que llevara nuestras crónicas hasta la
frontera de Hendaya, donde serían recogidas por una persona de nuestra
confianza para telegrafiarlas de inmediato a París.
Aquello habría sido un juego de niños para Jay Alien, corresponsal
internacional acostumbrado a verse en situaciones como esa, pero yo reconozco
que me temblaban las piernas cuando subí a un vagón en busca del revisor:
«¡Billete, por favor!», me espetó cuando lo encontré. «Verá usted —comencé a
decirle—, yo realmente no voy a viajar en este tren…». No pude continuar
porque detrás de mí había un guardia civil con su carabina de reglamento que me
observaba con curiosidad. Me disculpé y bajé del tren a toda prisa mientras los
dientes me comenzaban a castañetear. A todo esto, los mozos comenzaban a
cerrar puertas y el tren estaba ya listo para salir. En un último y desesperado
intento, me subí a otro vagón en busca de algún alma caritativa que quisiera
hacerse cargo de aquellas cuartillas que llevaba en la mano. «¡Mozo!», comencé
a gritar a la desesperada, porque el tren se había puesto ya en movimiento. Y
efectivamente, vi un mozo a mi espalda que estaba preparando la cama de un
general que se hallaba detrás de él, vestido con lo que parecía ser su uniforme de
gala. El general me sonreía, pensando quizá que yo debía de ser su compañero
de viaje. Se me congeló la mano y las cuartillas que llevaba en ella y, optando de
nuevo por la huida, salté del tren cuando ya empezaba a coger velocidad.
Regresé al lugar en el que se encontraba mi amigo con el rabo entre las piernas y
con las miradas de todos aquellos policías que patrullaban el andén clavadas en
mi cogote, o al menos así me lo parecía a mí en aquellos momentos. Al verme
llegar cabizbajo, Jay comprendió lo que había pasado y me dijo: «¡No te
preocupes… Esto se arregla con una buena cena!».
Y la verdad es que mi amigo tenía razón. Aquella noticia fue, como mi
frustrada misión, un viaje a ninguna parte. Y la salvación de la República llegó
del lugar más inesperado… Fue el propio José María Gil Robles el que convocó
un rueda de prensa donde aseguró con toda firmeza: «En España no habrá
dictadura… ¡La CEDA no va a permitir el fin del régimen parlamentario!».
Entonces, y solo entonces, apareció de nuevo Alejandro Lerroux (que llevaba
varios días sin decir esta boca es mía) y se «ofreció a salvar la democracia y la
República»… Aquellos eran demasiados obstáculos para el Ejército, algunos de
cuyos sectores no habían visto con buenos ojos la intervención de la Legión y de
las tropas regulares moras por primera vez en la Península.
Quizá también influyera en el Ejército el hecho de que el momento de la
huelga revolucionaria parecía haber pasado. A pesar de los masivos despidos en
algunas empresas, los sindicatos en Madrid habían dado órdenes a sus afiliados
de regresar a sus puestos de trabajo. Pero insisto en que la figura clave que
solucionó aquella crisis y deshizo el golpe de Estado fue José María Gil Robles.
¿A qué se debió aquel repentino cambio de corazón, aquella emocionada
declaración a favor de la República? Me imagino que el Vaticano no fue del todo
ajeno a ello… Un Vaticano escarmentado por los sucesos de Austria y la muerte
de Dollfuss, un Vaticano tan temeroso de un régimen comunista como de la
aparición de un dictador fascista.
X

El fracaso de Azaña

EL año 1935 fue un período de convalecencia política para España. Cincuenta


mil de los sesenta mil presos políticos salieron de las cárceles españolas.
Ninguna de las figuras más destacadas de la revolución de Asturias fue
ejecutada, pero sí algunos hombres que no habían jugado un papel tan relevante
en la revolución, entre ellos el sargento Vázquez. Resulta que Vázquez estaba
destinado a la guarnición de Oviedo cuando estalló la revolución y decidió
desertar para ayudar a los mineros asturianos, que por cierto andaban bastante
escasos de estrategia militar, tal como se comprobaría unos días más tarde.
Cuando se capturó a Vázquez, el Ejército se negó en redondo a concederle el
indulto.
El socialista González Peña recibió una sentencia de treinta años después de
que la pena de muerte le fuera conmutada, lo mismo que Lluís Companys y los
miembros de su gabinete de la Generalitat. La sentencia más extraordinaria fue
sin duda la que recibió Largo Caballero, que fue… ¡liberado por falta de
pruebas! O sea, que después de haber interrogado a los sesenta mil presos
políticos que estaban en prisión no se había encontrado prueba alguna contra
Caballero… Lo cual demuestra muchas cosas, entre otras, que aquella huelga
general revolucionaria —y no era lo único en España— se había planeado y
organizado sin documento escrito alguno. Me imagino que Caballero daría
instrucciones verbales a Araquistáin, y este transmitiría la información a los
diferentes mandos y representantes sindicales. Caballero me contaba que,
durante los días que duró la huelga, burlaba la vigilancia policial que había ante
su domicilio vistiéndose con la ropa y la gorra de su chófer. En cualquier caso,
fue arrestado en su domicilio el 14 de octubre y pasó varios días en comisaría
prestando declaración sin que pudiera imputársele participación alguna en los
sucesos que estaban ocurriendo en toda España. Hay que tener en cuenta que si
aquella huelga revolucionaria hubiera triunfado, es más que probable que
Caballero habría presidido un gobierno en el que habrían figurado republicanos
de izquierda y socialistas como Araquistáin y Álvarez del Vayo.
Nunca he logrado averiguar cuáles fueron los entresijos de aquella huelga
revolucionaria de 1934. Me consta, por ejemplo, que Lluís Vallesca, hombre de
confianza de Companys, estuvo en Madrid aquel verano para negociar con
Caballero un acuerdo entre socialistas y nacionalistas catalanes en la
eventualidad de que la CEDA entrara en el gobierno de Lerroux. Pero está claro
que no hubo coordinación alguna entre los socialistas de Madrid y el gobierno de
Cataluña en lo que se refiere al momento escogido para iniciar la revuelta, ni
menos aún en los objetivos a conseguir. Cuando estalló la rebelión catalana,
Azaña se encontraba en Barcelona por casualidad, asistiendo al entierro de un
amigo, y fue encarcelado por Lerroux durante unos meses. Recibió un trato muy
duro, sobre todo teniendo en cuenta que aquel hombre había sido presidente de
la República. Al salir de la cárcel, publicó un libro donde se hablaba mucho de
sus sufrimientos en la prisión y muy poco de los del pueblo español en aquella
rebelión de octubre.
La prensa de derechas se ensañó con Indalecio Prieto, acusado de huir hacia
Francia en cuanto sonaron los primeros disparos en Madrid. Decía aquella
prensa, con evidente regocijo, que aquel «toro» habría que lidiarlo en alguna
plaza del sur de Francia. De hecho, Prieto permaneció algunos días oculto en
Madrid y después fue conducido a la frontera por su amigo Hidalgo de Cisneros,
que tenía pasaporte diplomático. Parece ser que cruzó la frontera en el maletero
del coche de Cisneros, que los oficiales de aduana afortunadamente no revisaron.
De todos modos, las huidas a Francia de Prieto eran ya proverbiales. En 1917
había sido el único líder socialista que consiguió salir de España después de la
huelga del mes de agosto. En 1930, tras el pronunciamiento de Jaca, salió del
país vestido de fraile benedictino. Cuenta la leyenda que el oficial de aduanas
que revisaba los papeles de aquel fraile le pisó, sin querer, la sandalia y su pie
desnudo, y el fraile soltó tal torrente de insultos e imprecaciones que dejaron
boquiabierto al oficial ante aquel religioso tan malhablado.
¿Qué puedo decir de Indalecio Prieto que no se haya dicho ya? Prieto es la
figura de más peso —en todos los sentidos de la palabra— del ala derecha del
Partido Socialista. Si Besteiro vive el socialismo desde las nubes de su
educación y principios liberales, Prieto se apoya pragmático con los dos pies en
la tierra. Además, Prieto es —rara avis en España— un hombre que se ha hecho
a sí mismo, un hombre que ha adquirido el diario El Liberal de Bilbao, el mismo
que solía vender en las calles cuando era niño. El Liberal, por cierto, continuaba
siendo «liberal», aunque simpatizara a menudo con las ideas de los socialistas.
Prieto tenía importantes contactos con los grandes industriales vascos y, a través
de ellos, con los partidos nacionalistas. Tanto Prieto como Besteiro constituían,
por tanto, esa cabeza de puente tendida entre liberales y socialistas sobre la que
se asentaba la filosofía misma de la República española.
Prieto se había opuesto siempre a cualquier acción violenta, pero en aquel
verano de 1934 se había involucrado personalmente en la formación de las
milicias socialistas, aquellos jóvenes que llevaban camisas rojas y que se habían
constituido en francotiradores al iniciarse la huelga revolucionaria del mes de
octubre. Durante quince días oímos desde las azoteas sus esporádicos disparos,
que habían quitado la vida a algunos madrileños y el sueño a todos.
También debo decir que Prieto era amigo de grandes proyectos, como el que
realizó en Madrid cuando fue ministro de Obras Públicas, entre 1931 y 1932. Se
trataba del llamado «Túnel de la Risa» que atravesaba la ciudad de Madrid por el
subsuelo, uniendo la estación de Atocha, en el sur de la ciudad, con los
suburbios de Chamartín en el Norte, donde pensaba construir una nueva
estación. Prieto se proponía acabar la línea directa Burgos-Madrid y enlazarla
con aquel «Túnel de la Risa», de forma que los pasajeros que vinieran del norte
de España pudieran continuar viaje hacia Algeciras sin bajarse del tren. Se
trataba de reducir el viaje entre París y los ferrys que llevaban al norte de África
en muchas horas.
Para mí, como para tantos otros, constituía uno de los esfuerzos más serios
que se habían proyectado para modernizar las comunicaciones en España. Por
eso resultaba casi divertido leer los comentarios de la prensa de derechas —
Informaciones, ABC, El Debate— en contra de ese «Túnel de la Risa», cuando
insistían en que todo era una maniobra de Francia para transportar sus tropas lo
más rápidamente posible al norte de África en caso de una guerra colonial. La
prensa de derechas era en aquellos días decididamente germanófila, y pensaba
que aquellos proyectos de Prieto y sus «amigos» franceses nos arrastrarían, tarde
o temprano, a un conflicto con Alemania.
Algo de verdad había en todo esto. Francia llevaba tiempo proyectando una
línea de ferrocarril transahariana que habría de acabar uniendo todos los países
del norte de África y que se comunicaría con Europa a través de un túnel
subterráneo bajo el estrecho de Gibraltar. El proyecto de Indalecio Prieto
enlazaría, por tanto, con el proyecto francés. Lo que ocurría es que yo no
conseguía ver qué consecuencias negativas podía tener el llevar la civilización y
la tecnología europeas al norte de África. ¿No había llegado el momento de que
las grandes potencias se unieran y realizaran estos proyectos en lugar de rivalizar
y pelearse? ¿Cuál era la misión de las potencias coloniales, llevar la prosperidad
a sus súbditos o el hambre, la miseria y la destrucción?
En cualquier caso, parecía increíble que la derecha española se opusiera a
aquel proyecto de Indalecio Prieto, de vital importancia para incrementar el
comercio y el turismo en España. Pero no hubo manera, y aquel proyecto nunca
se llegó a completar. En lo que se refiere a los madrileños, el «Túnel de la Risa»
habría transportado a los viajeros desde el corazón mismo de la ciudad hasta la
cercana sierra del Guadarrama, permitiendo el acceso directo y rápido a uno de
los lugares más hermosos del centro de la Península.
El primero en lamentar que no existieran rápidas comunicaciones entre
Madrid y el sur de España era yo mismo. Mi amigo Jay Alien se había cansado
de ser periodista en Madrid y había alquilado un chalé en Torremolinos, un
pequeño pueblo al otro lado de la bahía de Málaga. Yo hice frecuentes viajes
para visitarle en aquel año de 1934, y a lo largo de 1935, que fue un año sin
grandes noticias políticas en lo que a España se refiere. En una ocasión pregunté
por qué un expreso como el Madrid-Algeciras realizaba tantas paradas en su
recorrido —contabilicé hasta nueve paradas en un trayecto de cincuenta
kilómetros— y me dijeron que era cosa de los caciques andaluces, que
presionaban a Renfe para que el tren se detuviera en los pueblos que ellos
indicaran.
De todos modos, me encantaba despertarme en algún lugar de Andalucía,
después de dejar atrás Córdoba, y contemplar, con el fresco aire de la mañana, a
algún muchacho a lomos de un burro cantando alguna canción del Sur, tan
parecidas, por sus tonos nasales, a las que había oído en el norte de África…
Después, al entrar en las cantinas de las pequeñas estaciones, me enfrentaba con
la dura realidad: niños sucios rodeados de moscas que corrían hacia mí
pidiéndome comida y dinero. Recuerdo especialmente la estación de Boadilla,
donde el expreso se dividía —unos vagones iban para Algeciras y los otros para
Málaga—, llena de perros esqueléticos husmeándolo todo en busca de comida y
cruzando una y otra vez las vías del tren sin poner atención en las maniobras de
las máquinas, enganchando y desenganchando vagones. El hambre en Andalucía
no se ocultaba, sino que afloraba a la superficie. Desde Boadilla descendíamos
hacia Málaga pasando por los grandes embalses construidos por Primo de Rivera
para llevar el agua a las tierras de Málaga. Y al llegar a Málaga, recuerdo que
solía ir a una farmacia de la calle Larios, donde me atendía una joven andaluza,
rubia por más señas, y allí estaba yo, pidiéndole cualquier cosa solo por ver su
cara y oír su delicioso acento…
Mi primera visita a Gibraltar la hice desde Málaga con Jay Alien. Recuerdo
todavía la impresión que me causó aquella colonia inglesa en el corazón de
Andalucía, con los bobbies y sus famosos cascos, como si estuviéramos en el
centro de Londres. El día que Jay y yo visitamos Gibraltar coincidió con la
llegada de dos batallones de los Highlanders, unos procedentes de Palestina y
los otros de Jamaica, y para celebrar aquel encuentro realizaron un gran desfile
militar por el centro de la población. Las líneas de comunicación del Imperio se
cruzaban en aquel peñón, y aquel espectáculo que se desarrollaba ante nuestros
ojos, tan vistoso y tan marcial, daba fe de que el Imperio todavía existía, pero no
de hasta cuándo seguiría existiendo. Por lo demás, Gibraltar es totalmente
británico —con sus salones de té y sus tabernas— y nada tiene de español. Jay
quiso saber dónde se dirigiría la tropa que aquella noche tenía permiso en
Gibraltar, y le dijeron que tenían autorización para visitar la vecina población de
La Línea. Jay, que nunca se quedaba callado, quiso saber si al volver de La Línea
se realizaba algún control médico en Gibraltar, antes de que los soldados
embarcaran de nuevo. Como buen americano, Jay se preocupaba mucho por las
cuestiones sanitarias y decía que en el Ejército americano la sanidad se situaba
siempre en primer lugar.
En los días de aquella Semana Santa también estuvimos en Málaga con mi
amiga Lisa, una joven austríaca que había conocido en esa ciudad. Recuerdo
presenciar con ella las procesiones religiosas y observar el entusiasmo y la
devoción que despertaba el paso de las imágenes religiosas por el centro de la
ciudad. Recuerdo también que, a medida que uno se iba alejando del centro y se
internaba en los barrios más pobres, la devoción de la gente no parecía tan
grande y las personas no se arrodillaban al paso de las imágenes.
Mientras tanto, en Madrid se produjeron varias «tormentas en un vaso de
agua» (o en una taza de té, como decimos nosotros). En el mes de abril, el
presidente de la República dijo aquello de que «no toleraría en España una
República del Vaticano». Estas palabras en boca de Alcalá Zamora eran, cuando
menos, sorprendentes.
La CEDA pretendió indignarse y sacó a sus ministros del gobierno… ¡pero
solo fue para volver reforzada después de un mes de negociaciones! El nuevo
gobierno tenía nada menos que cinco ministros de la CEDA, entre ellos el propio
Gil Robles, que se hizo cargo del Ministerio de la Guerra. En cambio, uno de los
perdedores de aquella crisis fue Jiménez Fernández, que se definía a sí mismo
como «cristiano-socialista» y pretendía lanzar una reforma agraria en
Extremadura y otras regiones del Sur. Los monárquicos habían denunciado a
Jiménez Fernández en las Cortes, tachándole de «rojo». Así que Robles decidió
prescindir de él, a pesar de ser el único ministro de la CEDA respetado por los
partidos de la oposición.
En el mes de agosto, Robles creó otro pequeño revuelo al mandar tropas al
estrecho de Gibraltar. En aquellos días el Parlamento británico debatía las
sanciones que habrían de imponerse a Italia por la invasión de Etiopía, y se había
hablado de la posibilidad de cerrar el estrecho —o al menos ejercer un control
estricto de los barcos que lo cruzaran— para impedir el aprovisionamiento de las
tropas italianas. Ni corto ni perezoso, Robles envió tres batallones de infantería
que se desplazaron desde Málaga a Algeciras, y un regimiento de caballería
desde Sevilla a Algeciras. Se trataba, naturalmente, de dar un toque de atención
al gobierno de su majestad, y la prensa afín al gobierno lo subrayó indicando que
«Gran Bretaña no puede tomar ninguna decisión con respecto al estrecho sin
consultarla antes con el gobierno español».
En aquellos días del mes de agosto, el propio Robles se encontraba de
vacaciones en San Sebastián, y al ser interrogado por los periodistas dijo que se
trataba simplemente de unas «maniobras» y que, como ministro de la Guerra,
estaba «reorganizando los emplazamientos del Ejército en el sur de España».
Con aquella evasiva pretendía restarle importancia a los hechos. A mí se me
ocurren dos comentarios al respecto. El primero, que Robles actuó a la ligera,
porque las decisiones políticas y, sobre todo militares, no pueden basarse en
simples «rumores». La segunda, que si Robles actuó como lo hizo fue por
presiones del Vaticano, que defendía unos intereses de Italia aparentemente
amenazados. O quizá las presiones para que Robles actuara de aquella manera
vinieran directamente de Alemania, a través de los generales españoles —Goded
o Franco— que le eran afines.
A pesar de este pequeño incidente, puedo asegurar que las relaciones entre la
derecha española y el gobierno inglés eran entonces excelentes. Mis contactos en
la Embajada británica me aseguraban que «un gobierno fuerte de derechas en
España era la mejor garantía contra los bolcheviques», y cuando yo les
preguntaba qué ocurriría si esa derecha se aliaba con Alemania e Italia, me
contestaban que los «intereses económicos y comerciales de España la obligarían
siempre a alinearse con las grandes potencias».
De todos modos, aquel estira y afloja continuaba entre bastidores. Parece ser
que Anthony Edén había pedido al ministro de Asuntos Exteriores portugués, el
doctor Montheiro, que intercediera en Madrid a favor de las sanciones de Gran
Bretaña contra el gobierno italiano. El día en que Montheiro llegó a Madrid, El
Debate atacaba en un editorial a la prensa portuguesa por sugerir que «España y
Portugal debían realizar una política exterior común», lo cual era una manera de
indicar que debían alinearse con las grandes potencias. El Debate reclamaba la
«independencia» de España en su política exterior, deseo muy laudable pero
ciertamente difícil en aquella coyuntura. En el banquete oficial que el gobierno
ofreció aquella noche al ministro Monteiro había cinco sillas vacías, las de los
cinco ministros de la CEDA.
Visité varias veces la Cárcel Modelo de Madrid, donde no había estado desde
el año 1932, cuando le hice una entrevista a Ramiro de Maeztu, arrestado poco
después del levantamiento de Sanjurjo. Maeztu era una persona encantadora,
casado con una inglesa, con el único defecto de que se dejaba llevar por una
causa que defendía con excesivo ardor. En su juventud había simpatizado con el
anarquismo, y ahora, con el mismo entusiasmo suicida, defendía el catolicismo
ultramontano.
Pero, en fin, en 1935 Maeztu ya no estaba en la cárcel y en su lugar se
hallaban sus adversarios políticos. Al primero que divisé detrás de las rejas fue a
Francisco Largo Caballero, a quien pregunté cómo le trataban en prisión: «No
tengo nada que decir a la prensa», fue su lacónica respuesta… ¡La mejor
entrevista de mi vida! En realidad, yo iba a ver a mi amigo Luis Quintanilla, que
había sido arrestado porque en su domicilio encontraron a un líder socialista
revolucionario que la policía andaba buscando. Quintanilla empleó su natural
simpatía para congraciarse con el director de la cárcel, que le había permitido
instalar su estudio en el interior de la celda que ocupaba, y así pasaba las horas
pintando. Alguna influencia en la cárcel debía de tener porque, cuando le pasé la
botella de whisky que había llevado para él, nadie nos dijo nada.
Detrás de las rejas, junto a Quintanilla, estaba Ogier Preteceille, uno de los
editores de El Socialista, que además era corresponsal en Madrid de un
periódico londinense. Preteceille me contó que, cuando le arrestaron, los
guardias de asalto le habían aporreado diciendo: «Esto es para que aprendáis a
no meteros en los asuntos de España». La prensa extranjera había resultado
bastante malparada en ese bienio de gobierno de la derecha. Dos periodistas
extranjeras, Ilse Wolff y Simone Tery, habían sido expulsadas del país. Reginald
Calvert, de Reuters, fue encarcelado… Tampoco los intelectuales habían salido
mejor parados. Allí, detrás de las rejas, estaba el estudioso portugués Ramos
Oliveira, que se convertiría más adelante en un excelente agregado de prensa de
la Embajada española en Londres.
¡Qué excelente novela hubiera podido escribir un novelista sobre las tres mil
almas que en aquellos días albergaba la Cárcel Modelo de Madrid y que iban
desde el idealista y soñador hasta el agitador político, desde el carterista hasta el
asesino, desde el estraperlista hasta un grupo de jóvenes que acababa de ser
arrestado en un local de la calle Jardines por mostrar una decidida preferencia
por otros jóvenes de su mismo sexo! Largo Caballero se pasó doce meses en la
cárcel antes de ser liberado sin juicio. Unas semanas antes de su liberación se le
había permitido abandonar la cárcel para asistir al funeral de su mujer. El funeral
se convirtió en un mitin político, y cerca de veinte mil personas habían
acompañado a Caballero hasta el cementerio. Allí, junto a la tumba de su mujer,
vi a varios jóvenes levantando el puño en alto. Era la primera vez que
contemplaba el saludo marxista.
Quizá se hubiera usado antes en España, pero yo no lo observé hasta esa
tarde del mes de septiembre de 1935 en el cementerio de Madrid. Unos minutos
más tarde, el saludo se convertía en amenaza, cuando la multitud levantaba el
puño frente al domicilio del presidente Alcalá Zamora. Y lo curioso es que uno
de sus hijos, Luis, iba con nosotros en la manifestación. Este joven había sido
procesado por ciertos comentarios que hizo a un oficial durante la revolución de
Octubre cuando estaba en el Ejército. Parece ser que había devuelto la paga
recibida como soldado durante el mes de la revolución al ministro de la Guerra,
y todo ello había causado un cierto revuelo en círculos militares. Aquel desfile
funerario era en realidad una muestra de solidaridad para con las víctimas de
aquel sangriento octubre.
A todo esto estalló en España el famoso escándalo del «estraperlo», vocablo
formado por la unión de los apellidos —Strauss y Perlowitz— de dos
aventureros que habían venido a España a buscar fortuna. Strauss había
inventado una nueva ruleta que en lugar de treinta y seis tenía solo doce
números, para, con esta reducción, favorecer no solo la fortuna, sino también la
destreza de cada jugador al arrojar los dados. Sea como fuere, los dos casinos
que utilizaron este tipo de ruleta —San Sebastián y Mallorca— tuvieron que
cerrar precipitadamente acusados de ganancias ilícitas. El escándalo adquirió
dimensiones políticas al verse implicado Aurelio Lerroux, hijo de don Alejandro.
Hacía pocos meses que la derecha había llegado al poder en la República y ya el
fantasma de la corrupción planeaba sobre ella. Lerroux hubo de abandonar
precipitadamente el gobierno, pero el escándalo había dañado ya no solo a los
radicales, sino a toda la derecha, o quizá, para ser más exactos, a la clase media,
una clase que ofrecía su imagen más frívola justamente en aquellos meses tan
dramáticos que estaba viviendo el país.
¡Mientras las huelgas revolucionarias convulsionaban al país, las clases más
adineradas se divertían inventando nuevos juegos de ruleta!
El escándalo del estraperlo, que tuvo una enorme repercusión en la opinión
pública, había perjudicado a la imagen de la derecha, pero, en cambio, había
fortalecido a la República. Quiero decir con esto que, en aquellos momentos, un
sentimiento prevalecía sobre los demás en España, un sentimiento de apoyo total
e incondicional a la República democrática. Nunca quedó esto tan patente como
en aquella mañana gris del mes de noviembre de 1935, cuando asistí a un mitin
que daba el republicano Manuel Azaña.
Pocos políticos han conseguido reunir un número tan elevado de personas
para escuchar sus palabras. Los asistentes a aquella reunión eran, desde luego,
más de doscientos mil, y quizá llegaron a los trescientos mil. Y eso que los
organizadores parecían haber hecho lo posible para desanimar al personal. El
mitin se celebraba en un lugar extremadamente incómodo, un descampado
llamado Campo de Comillas, cerca de Carabanchel, en las afueras de Madrid. La
mayoría de los espectadores estaban tan lejos que ni siquiera podían ver al
antiguo jefe del gobierno, y los altavoces funcionaban de una forma tan
defectuosa que a menudo tampoco podían oírle. Se había hecho poca y mala
publicidad del mitin y el gobierno, aunque había dado permiso para su
celebración, estaba dispuesto a poner todas las trabas posibles para entorpecerla.
La Guardia Civil había colocado controles en las carreteras, que se dedicaban a
desviar muchos camiones que acudían desde los pueblos al mitin de Azaña. Y
para colmo, a los organizadores se les había ocurrido cobrar la entrada, desde las
quince pesetas que costaba la localidad de asiento más cara hasta la peseta y
media que costaba la más barata. Ningún partido político había organizado
aquella reunión y no existía presión alguna para que la gente acudiera a ella; al
contrario, los patronos miraban con evidente desagrado a los obreros que
asistieron. ¿Qué razón había, entonces, para que doscientas mil personas se
concentraran en aquella mañana fría del mes de noviembre de 1935 en aquel
descampado de Carabanchel? ¿Cuántos líderes europeos eran capaces, en ese
momento, de convocar a tamaña multitud para que escucharan un simple
discurso sin ningún aderezo, sin ningún desfile, espectáculo o parada militar que
tanto encandilan a las masas?
Habían llegado desde los rincones más remotos del país, algunos habían
viajado cientos de kilómetros en camiones abiertos bajo un cielo inclemente, y
cuando el discurso hubo concluido, se subieron de nuevo a los camiones para
emprender la misma ruta de regreso por inhóspitos caminos. Yo me senté junto a
un amigo mío que había venido desde Egea de los Caballeros, en Aragón. Era el
joyero de la localidad, apasionado defensor de las ideas republicanas. Más tarde
recibiría una carta escrita en Egea que decía escuetamente: «Emilio murió el 6 de
septiembre de 1936 a consecuencia de una enfermedad causada por los
continuos desplazamientos a Madrid». Era la fórmula convenida, para evitar la
censura, de decir que había sido fusilado. Junto con Emilio, cuarenta campesinos
habían viajado aquel día de noviembre de 1935 desde Egea de los Caballeros al
mitin de Madrid. Muchos pagarían cara tamaña osadía.
Aquellas doscientas mil personas que aguardaban pacientemente a que
Azaña empezara su discurso representaban en realidad a veinte millones de
españoles. Eran la presencia visible de una España ansiosa de escuchar de nuevo
la voz de la persona que consideraban aún el símbolo de la democracia. Habían
visto a Azaña fracasar en una ocasión, pero seguían confiando en él. Lo que
aquella multitud esperaba, en aquella fría mañana del mes de noviembre en
Carabanchel, es que se produjera un milagro. El milagro de oír que la
democracia no había muerto y que, si estaba en peligro, los republicanos se
hallaban dispuestos a salvarla. El milagro de oír a Azaña pronunciarse sobre un
programa concreto, el compromiso solemne con todos sus electores de realizar
todas aquellas reformas que no se habían realizado y que habían paralizado la
marcha de la República: tierra para los campesinos que la necesitaban,
nacionalización de aquellas empresas privadas que no eran competitivas,
expulsión definitiva de la Iglesia católica del gobierno de la República, limpieza
total en el Ejército español de aquellos elementos contrarios a la República,
liquidación del cuerpo de la Guardia Civil y sustitución por otro cuerpo de
policía que aceptara los principios de la República, educación para todos los
españoles proporcionada por el Estado.
Para oír estas verdades tan simples se había desplazado aquella multitud
desde todos los puntos de la Península. Lo más trágico de España, en los años
que yo llevo viviendo en este país, es contemplar el espectáculo de unas
multitudes, de unas masas, que buscan, que piden a gritos un líder que les
conduzca hacia la plena democracia, esperando, siempre esperando que
aparezca, esperando contra toda esperanza… Yo también, sentado entre aquella
multitud, esperaba que se produjera el milagro, el milagro de contemplar a
Manuel Azaña convertido en líder de masas, el milagro de ver que sus palabras
arrastraban a multitudes, el milagro de ver que toda la tinta que llevaba aquel
hombre en las venas se convertía por fin en sangre, que su pasión política
estallara al fin en un discurso que galvanizara a unas multitudes que habían
venido justamente a eso, a ser galvanizadas.
Pero la vida no está hecha de milagros. Azaña comenzó su discurso con voz
monocorde hablando de las relaciones internacionales para adentrarse después
en temas económicos, haciendo un sutil análisis de la política económica del
gobierno, la inflación y la incidencia que todo ello tenía en las reservas de oro
del Estado. Excelente discurso, sin duda alguna, para una reunión de
economistas o para los postres de algún banquete de altos dirigentes
empresariales… En el fondo, Azaña se tenía miedo a sí mismo, tenía miedo del
entusiasmo que en aquellos momentos concitaba su persona. Sobre todo tenía
miedo de arrastrar a aquellas multitudes tras de sí para luego no tener nada que
ofrecerles. El liberalismo decimonónico que predicaba y que tanto impacto tuvo
en los primeros días de la República había quedado ya desfasado, hueco de
sentido. Lo que aquella gente buscaba era alguien que sacara a la República del
atolladero en que se encontraba, que diera el empujón decisivo que el país
necesitaba para pasar del siglo XIX al XX. En contra de lo que pensaba el señor
Azaña, España, en aquellos momentos, no podía valerse por sí misma. No
bastaba con aplicar un estricto programa de libertades públicas para que el país
saliera adelante. Azaña, a pesar del respaldo popular que siempre había tenido,
no supo crear un partido político en torno a él que fuera capaz de sacar el país de
la angustiosa situación en la que se encontraba. Azaña era una persona culta,
inteligente, sensible, producto del medio en el que había nacido. A mí no me
cabe la menor duda de que este hombre en Francia o en Inglaterra habría tenido
un brillante porvenir político. Pero, en España, sus innegables dotes personales
no eran suficientes. Azaña habría tenido que vencerse a sí mismo, es decir,
vencer los prejuicios de su propia clase, para convertirse en el líder popular que
la gente buscaba en él, capaz de arrastrar al país por el sendero de un concepto
nuevo, combativo y progresista.
Así que la gente regresó a sus hogares con las manos vacías. Ya no les
quedaba un resquicio de esperanza para creer que las cosas cambiarían, que sus
hijos irían a la escuela y que incluso llegarían a ir a la universidad, que
habitarían en viviendas dignas y no en las chabolas que ahora ocupaban. Y
aquella falta de esperanza en un futuro mejor traería consigo la violencia,
disparos contra la Guardia Civil, incendios de iglesias… Y entonces las personas
bienpensantes se echarían las manos a la cabeza, algunos oficiales se reunirían
en los cuarteles para preguntarse hasta cuándo podían tolerar aquella situación,
cómo podían permitir que aquellas hordas de salvajes pisotearan los principios
de la civilización y la decencia…
Me marché del mitin de Azaña totalmente deprimido, pensando que este país
no tenía solución. Solo me consolaba pensar que no estaba en la piel de Manuel
Azaña, de un hombre que había tenido la salvación y la solución de los
problemas de España en la punta de los dedos, pero que una vez más había
dejado pasar la ocasión.
XI

Victoria

HUBO tres gobiernos en los últimos tres meses de aquel año de 1935, lo cual
constituirá todo un récord, incluso para la República española… Cuando don
Manuel Pórtela Valladares formó gobierno el 9 de diciembre de aquel año, era el
número once desde 1933, es decir, desde que la derecha llegara al poder:
Lerroux había presidido cinco gabinetes, el señor Chapaprieta dos, y el resto los
habían presidido Ricardo Samper y Martínez Barrio. En la República de España
se cambiaba de gobierno como de chaqueta, y aquella ligereza era, sin duda,
causa, o síntoma, de la debilidad de la propia República.
Pero había otras razones para explicar aquel continuo seísmo político que se
producía en España. Existe una ley muy antigua en este país según la cual
cualquier persona que acepte una cartera ministerial recibirá una pensión anual
de diez mil pesetas. Si una persona jura el cargo de ministro pero a las pocos días
o a los pocas horas es cesado (lo cual ha sucedido en más de una ocasión), sigue
percibiendo esa pensión de por vida. Se comprende entonces que una cartera es
un seguro de vida para cualquier político español. Voy a poner un ejemplo para
que se comprenda mejor este asunto.
Me tomé el trabajo de contar los ministros pertenecientes al Partido Radical
en este bienio de gobierno de la derecha y contabilicé treinta y ocho. Teniendo
en cuenta que el número de diputados radicales durante estos dos años ascendía
a unos cien, se puede comprobar que el porcentaje es altísimo. Cualquiera de
esos cien diputados podía tener justificadas esperanzas de que a él también le
tocara la lotería…
Sin embargo, no todo el mundo se apuntaba a esta dinámica. En este sentido,
cabe destacar la honradez de los socialistas, quienes —entre 1931 y 1933—
mantuvieron a los mismos tres ministros (Prieto, Caballero y De los Ríos) a
pesar de los numerosos cambios de gobierno que se produjeron en aquellos dos
años… En esto los socialistas fueron inflexibles y no permitieron que otros
miembros del partido se beneficiaran de esas pensiones que el Estado español
tan dadivosamente concedía.
Particularmente sangrante fue, desde mi punto de vista, la caída del gobierno
que presidía Joaquín Chapaprieta. Se debió simplemente a que ni los de la
CEDA ni los monárquicos aceptaron el plan de reformas fiscales diseñado por el
presidente. Este se proponía introducir algunas reformas en un sistema fiscal en
el que solo se pagaban impuestos por unos ingresos superiores a las cien mil
pesetas anuales, en el que la imposición por cantidades superiores a esta cifra era
únicamente del tres por ciento, y en el que había tal cantidad de excepciones al
reglamento que prácticamente nadie en el país pagaba impuestos. España era, en
definitiva, un paraíso fiscal para la gente rica, un país —como alguien había
dicho de Grecia— muy pobre pero lleno de ricos. No había más que asomarse a
la Gran Vía madrileña cualquier noche y contemplar las grandes filas de
cochazos y limusinas detenidos ante los bares de cócteles y los clubes nocturnos.
Aquel era el país que el señor Chapaprieta pretendía comenzar a cambiar con su
timidísima reforma fiscal, y por eso producía vergüenza ajena contemplar cómo
aquel hombre era expulsado del gobierno.
Su sucesor, como ya he señalado antes, fue Francisco Pórtela Valladares, de
cabello blanco y maneras elegantes, conocido como El Consorte porque estaba
casado con una mujer que ostentaba el título de condesa. Pórtela era una persona
mayor, de más de setenta años, cuya actividad política se había iniciado a
principios de siglo en Barcelona, donde había sido gobernador civil. Parece ser
que Pórtela había convencido al presidente Alcalá Zamora para formar un
partido de centro, que él mismo presidiría, y poder así concurrir a las elecciones.
Pórtela pertenecía al Partido Radical, pero siempre había actuado con cierta
independencia. Con su partido de centro pretendía actuar de bisagra entre la
izquierda y la derecha en las Cortes españolas. Los de la CEDA, naturalmente,
no vieron con buenos ojos la iniciativa de Pórtela, pensando, con razón, que
aquel partido de centro no haría sino quitarles votos a ellos. Para mayor escarnio,
el gobierno de Pórtela no incluía a ningún miembro de la CEDA. El presidente
se enfrentaba a una moción de censura que el propio Gil Robles presentaría en
las Cortes cuando estas abrieran de nuevo sus puertas tras la pausa navideña. La
disolución de la Cámara fue la única salida posible a aquella crisis política, y el
país, en el nuevo año de 1936, se enfrentaba a unas elecciones que serían
decisivas. La temperatura política subía a medida que se acercaba el mes de
febrero, fecha en la que debían celebrarse.
El último día del año 1935 quedaba formado el Frente Popular, integrado por
todos los partidos republicanos (excepto los radicales), los socialistas y los
comunistas. En los partidos de derechas la división era patente. La extrema
derecha quería aislar al partido de Gil Robles por el escaso éxito de su gestión en
el poder y propugnaba la abstención. A solo diez días de las elecciones
legislativas quedó formado el Frente Nacional, integrado por la CEDA y los
partidos monárquicos. Esto situaba a la derecha en una cierta desventaja respecto
a la izquierda, que había iniciado su campaña electoral varias semanas antes.
Pero, y para compensar, el Frente Nacional disponía de abundantes fondos para
su campaña electoral y se permitía el lujo, desconocido en los partidos de
izquierda, de contratar un personal que la llevara a cabo. Desde luego, el
despliegue de carteles y panfletos que realizaron en las calles de Madrid fue
comparable al de las elecciones de 1933. Pero algo había cambiado respecto a
las últimas. La derecha, al menos en parte, parecía haber perdido la confianza en
sí misma. Un día, paseando por la calle de Alcalá, se me acercó un joven que me
entregó un panfleto con la hoz y el martillo estampado en la portada. Al abrirlo
me di cuenta de que se trataba, en realidad, de propaganda católica. Aquella
manera de camuflar el producto que vendían me hizo pensar que la derecha no
las tenía todas consigo.
En aquellos días, ninguno de nosotros éramos conscientes de la importancia
trascendental de esas elecciones ni suponíamos que el mundo entero estaría
pendiente de ellas y que constituirían motivo de discusión durante meses o
incluso años. En la víspera de las elecciones me di una vuelta por un distrito de
clase obrera, Cuatro Caminos. No pude ver un solo cartel del Frente Nacional.
No es que la izquierda los hubiera arrancado de las fachadas, sino que la derecha
no se había atrevido a pisar ese barrio para colocar su propaganda electoral,
prueba de que la temperatura política del país había subido muchos grados en los
últimos días.
Quintanilla me había dicho una noche mientras cenábamos juntos: «La
victoria del Frente Popular será aplastante». Se estaba recuperando de los ocho
meses que había pasado en la cárcel, pero mientras tanto había tenido un
pequeño incidente. Un día, cuando se encontraba en el café Negresco tomándose
una cerveza, se le acercó un joven y le entregó, de manera algo violenta, un
panfleto de propaganda fascista. Ni corto ni perezoso, Luis cogió la botella de
cerveza que tenía a mano y se la partió en la cabeza. Al infortunado joven hubo
que darle varios puntos antes de que pudiera regresar a su casa. Ahora
Quintanilla temía la venganza de los falangistas y había decidido tomar sus
medidas de precaución. Una mañana, cuando le visité en el parque del Oeste,
donde estaba realizando un gigantesco mural en honor de Pablo Iglesias, me di
cuenta de que, entre los pinceles, escondía un revólver del calibre cuarenta y
cinco.
Quintanilla no se equivocó en sus predicciones electorales. Yo contaba con
que una mayoría del país apoyaría al Frente Popular, pero no subestimaba los
obstáculos que la derecha pondría a un hipotético triunfo de la izquierda. El
partido de Pórtela Valladares, que en teoría ocupaba el espacio del centro entre
los dos grandes frentes de izquierda y derecha, en la práctica podía ayudar a Gil
Robles colocando algunos de sus hombres en sus listas. Conocía también la línea
directa que había entre el despacho de Gil Robles y la Jefatura de Policía, de
manera que este podía ejercer un control directo sobre las fuerzas de seguridad
del país. La derecha, desde luego, no se recataba en usar cualquier método para
conseguir votos. En una compañía de seguros habían colocado ostentosamente
en el vestíbulo un retrato del rey Alfonso XIII para que sirviera de constante
recordatorio a los empleados que iban a votar en las próximas elecciones. En
algunas oficinas concedían el día entero a aquellos empleados que se sabía
votarían a la derecha. Conocía a un señor, dueño de varios edificios de
apartamentos en Madrid, que llevaba a los porteros de estos edificios a votar en
coche, asegurándose, naturalmente, de que a la hora de votar cogían una papeleta
de derechas. También había muchas amas de casa que «acompañaban» a sus
criados a los colegios electorales para «enseñarles» cómo se votaba.
En los colegios electorales, era muy diferente ser interventor de izquierdas
que de derechas. Los de derechas recibían un sueldo de quince pesetas, además
de las comidas y un cigarro puro. La única recompensa que recibía un
interventor de izquierdas era que, si su jefe se enteraba, le ponía en la lista negra
de sus empleados. La diferencia económica entre las dos coaliciones era, como
ya he señalado, abismal. En el Frente Popular solo el Partido Socialista disponía
de recursos para aquellas elecciones, al tener acceso a las arcas de los sindicatos.
Posiblemente también el Partido Comunista dispusiera de recursos ofrecidos por
el Komintern, pero en todo caso serían muy limitados. La maquinaria electoral
de la derecha exhibía en cambio un gigantesco retrato de Gil Robles colocado en
un edificio de siete plantas de la Puerta del Sol.
La derecha ejercía todo tipo de presiones ideológicas sobre los electores. La
única presión que la izquierda ejerció sobre el votante había sido organizar
pequeñas manifestaciones callejeras en ciertos barrios con la esperanza de que
las mujeres de aquellas zonas no salieran a la calle a depositar su voto. Pero esto
había ocurrido solo en casos muy contados, porque en el día de las elecciones la
policía había desplegado sus efectivos por las calles de las grandes ciudades
españolas, y el número de incidentes durante la jornada electoral fue
relativamente escaso. En total, se contabilizaron tres muertos y diecisiete
heridos, lo cual habría constituido un verdadero descalabro en Inglaterra, pero
que aquí, en España, y sobre todo teniendo en cuenta el grado de apasionamiento
con que se seguían aquellas elecciones, se consideraba una cifra muy aceptable.
La ronda de colegios electorales que yo hice durante la jornada de votación
me confirma la impresión de que, en general, las elecciones se desarrollaron con
toda normalidad. Al contrario, lo que hay que destacar es la paciencia de los
electores, que en muchos casos guardaban cola durante horas sin que se
apreciaran defecciones en las largas filas. Estas colas se ocasionaban cuando
había algún interventor quisquilloso que se obstinaba en comprobar
minuciosamente la identidad de cada uno de los votantes. Presidiendo una de
estas mesas pude ver la figura del duque de Alba, uno de los pocos aristócratas
españoles que cumplían con sus obligaciones cívicas.
El Frente Popular consiguió una ventaja importante en la primera vuelta, que
incrementó en la segunda. En el Frente Nacional, la CEDA mantuvo las
posiciones que ya tenía en las últimas elecciones, mientras que los radicales de
Lerroux prácticamente desaparecían como partido político. Los republicanos de
Azaña consiguieron setenta y cinco escaños, que sin duda supuso una agradable
sorpresa para don Manuel, aunque me imagino que muchos de aquellos escaños
fueron un regalo de socialistas o comunistas.
Las cifras escuetas señalan que la derecha (Frente Nacional) y la izquierda
(Frente Popular) se repartieron los casi nueve millones de votos depositados,
pero el Frente Popular consiguió mayor número de escaños, al existir mayor
cohesión entre los partidos que lo componían. Ya sé que los periodistas no
debemos expresar nuestras opiniones personales, pero yo mantengo lo que he
dicho anteriormente: si estas elecciones se hubieran celebrado en Inglaterra, por
ejemplo, el triunfo del Frente Popular habría sido verdaderamente aplastante, por
la sencilla razón de que en mi país la derecha no ejerce tanta presión social sobre
el elector.
Por otra parte, es justo señalar que uno de los factores que jugó un papel más
importante en la victoria del Frente Popular fue la decisión de muchos
anarquistas de concurrir a las urnas. La República estaba amenazada de muerte,
y muchos fueron los que, aun luchando contra sus principios, acudieron a votar.
Otro factor que influyó decisivamente en el triunfo del Frente Popular fue el
voto del desempleo. La huelga general de 1934 había provocado despidos
salvajes en algunas empresas. Un banco llegó a despedir a cuarenta empleados.
Conocí a un trabajador ferroviario de la estación del Norte al que se le ocurrió
hablar bien de los mineros asturianos. Fue arrestado y poco después puesto en
libertad sin cargos. Pero al acudir a su puesto de trabajo se le comunicó que
había perdido empleo y sueldo. El periódico ABC despidió durante aquel mes de
octubre a trescientos empleados. En la situación en la que se encontraba el país
entonces, era difícil que aquellos hombres encontraran un nuevo puesto de
trabajo. La derecha podría haberse mostrado más tolerante, sobre todo de cara a
las elecciones. Porque no era difícil imaginarse a quién votaría aquella multitud
de parados que había en toda España.
Los resultados electorales son bien conocidos: los republicanos moderados
(Azaña y Martínez Barrio) consiguieron ciento sesenta y dos diputados; los
socialistas, noventa y cuatro y los comunistas, diecinueve. El Frente Nacional
(CEDA, monárquicos, tradicionalistas, agrarios), ciento cuarenta y cuatro, y los
partidos de centro de Pórtela y Lerroux, cincuenta y ocho.
XII

La República, a la deriva

LA REPÚBLICA obtuvo, desde luego, una gran victoria en las elecciones del
16 de febrero, pero estuvo a punto de convertirse en una victoria pírrica.
Sabemos ya que en las horas que siguieron a la proclamación de los resultados,
el general Franco estuvo presionando al presidente Pórtela Valladares para que
no cediera el poder a los partidos del Frente Popular. Mantener a Pórtela como
jefe de gobierno en aquellas circunstancias era lo mismo que efectuar un golpe
de Estado. Afortunadamente, Pórtela Valladares no se dejó intimidar por las
amenazas del Ejército.
Pero quizá no se haya hecho suficiente hincapié en el papel que jugó el
propio Gil Robles en aquellas horas dramáticas que siguieron a la proclamación
de los resultados. Ya hemos señalado cómo él alternaba gestos que parecían
destinados a hundir a la República con otros dedicados a salvarla, dando, por así
decirlo, una de cal y otra de arena… Había salvado a la República de la amenaza
de la dictadura en octubre de 1934, como señalábamos anteriormente, y ahora se
disponía de nuevo a salvarla. Como ya he dicho antes, mi impresión personal es
que el cardenal Pacelli (el futuro papa Pío XII) estaba detrás de todo ello,
liderando dentro de la Curia romana una corriente de opinión que se oponía a
toda costa a una dictadura en España, que podía ser tan nefasta para la Iglesia
católica como ya lo eran las de Alemania e Italia.
En todo caso, fui testigo involuntario de la toma de posición del líder de la
CEDA en aquellas horas decisivas que siguieron a las elecciones. Yo había
acudido al domicilio de Gil Robles el día después de las elecciones para
conseguir una entrevista con él. Mientras aguardaba en un salón contiguo a su
despacho, pude oír la voz del secretario de Robles que decía: «Pues sí, señores,
anoche los monárquicos trataron de persuadir a nuestro jefe para que se sumara a
un golpe de Estado del Ejército que anularía el resultado de las elecciones…
Nuestro jefe estaba furioso y se opuso rotundamente. Les dijo que estaban locos
si pensaban que él o su partido podían participar en aquella alocada aventura…».
En aquel momento, el secretario se dio cuenta de que había dejado la puerta que
comunicaba con el salón donde yo me encontraba ligeramente entornada y se
dirigió hacia ella para cerrarla. Me moría de curiosidad por saber quiénes eran
aquellos monárquicos que habían hecho tamaña oferta al líder de la CEDA,
aunque me imagino que se trataba de Calvo Sotelo, de Goicoechea o quizá de los
dos a la vez… También hubiera querido enterarme de si se trataba del mismo
complot de Franco que pretendía mantener a Portela en el poder. Mi impresión
es que los líderes monárquicos y el general Franco acudieron primero al líder de
la CEDA, y solo al verse rechazados por Gil Robles decidieron hacerle la
propuesta al presidente Portela.
Desde luego, la situación de Gil Robles en aquellos momentos no era
envidiable. Estaba entre dos fuegos. El pueblo le acusaba de haber provocado la
huelga revolucionaria de octubre de 1934, y la derecha y el Ejército de lo
contrario, de haber abortado dos golpes de Estado, en octubre de 1934 y ahora,
en febrero de 1936. Lo mejor que podía hacer era largarse durante un tiempo y
eso es exactamente lo que hizo. Nombró a Enrique Jiménez Fernández, el líder
de los cristiano-socialistas, como su sustituto al frente de la CEDA y se marchó a
una villa cerca de Biarritz, donde pasó unas semanas recluido con su familia.
Pero antes de marchar, y por si acaso, hizo público un comunicado en el que
decía que la CEDA «se comprometía a respetar la voluntad popular».
Poco después de hacerse público el comunicado de Gil Robles, el propio
Calvo Sotelo daba otro comunicado en el que señalaba que «si se produjera una
situación de agitación o amenaza del comunismo en España, el Ejército
intervendría para salvar la situación, ya que los políticos no parecían dispuestos
a hacerlo… El Ejército no permitiría que España cayera en manos de la
revolución roja». El punto de vista de ambos políticos en aquellos momentos
quedaba así expresado en sus comunicados.
Y es que los rumores de un complot para llevar a cabo un golpe de Estado
venían de antes de febrero de 1936. Un extranjero con muy buenas fuentes de
información me había comunicado, ya en diciembre de 1935, que se había
puesto en marcha una conjuración para dar un golpe de Estado, cuyos
integrantes y bases de operación coincidían exactamente con los que, finalmente,
se conocieron en julio de 1936. Si Portela o Gil Robles hubieran cedido, aquel
complot se habría adelantado unos meses. Y pienso que quizá Portela y Gil
Robles, sin quererlo, le hicieron un favor al general Franco al negarse a seguir
sus pretensiones en febrero de 1936. Porque en aquellos momentos no había
pretexto o razón alguna para dar un golpe de Estado. Los meses que siguieron le
proporcionaron a Franco argumentos suficientes —huelgas, desórdenes,
ocupación de tierras, quema de conventos y finalmente el asesinato de Calvo
Sotelo— para llevar a cabo la intervención militar. Se me dirá que al Ejército no
le hacían falta argumentos para realizar aquella intervención, pero eso entonces
no era cierto. En febrero de 1936 el Ejército español estaba profundamente
dividido. Aparte de un núcleo duro de oficiales que nunca habían dudado en
expresar su desprecio hacia la República y su profunda admiración hacia los
regímenes de Italia y Alemania, la mayor parte de los oficiales habrían dudado
en sumarse a una rebelión pocos días después de que el país manifestara
claramente su opinión en las urnas. Por eso decía antes que Portela y Gil Robles
le estaban haciendo, sin quererlo, un favor a Franco postergando aquel golpe ya
anunciado. Pienso que, en aquel momento, el grueso del Ejército no le habría
secundado.
En esa ocasión decisiva, cuando el país necesitaba más que nunca un líder,
no aparecía nadie para ocupar ese puesto. Portela Valladares había anunciado su
dimisión para después de las elecciones, y tanto los socialistas como los
comunistas renunciaban a entrar en el gobierno. No quedaban más que los
republicanos de Azaña y los de Martínez Barrio para formar gobierno. Martínez
Barrio ocuparía el puesto de presidente de la Cámara y el propio Azaña, a
regañadientes, se encargaría de formar gobierno. Un gobierno a todas luces débil
sin la presencia de los socialistas (a pesar de las protestas de Prieto, que
pretendía entrar en él), que le habría dado mayor consistencia.
Un gobierno que desde el principio pareció ir a remolque de los
acontecimientos. Un ejemplo. Antes de que Azaña pudiera redactar el proyecto
de ley de amnistía para los presos políticos, estos ya salían a la calle liberados
por los concejales de los ayuntamientos donde se encontraban las cárceles, de
manera que Azaña tuvo que rectificar sobre la marcha y legalizar por decreto-ley
una situación a todas luces irregular. La misma improvisación observamos en el
ámbito laboral. El gobierno pretendía que todos los trabajadores despedidos a
raíz de la huelga de octubre de 1934 fueran readmitidos en las empresas. Muchas
de esas empresas habían contratado nuevos operarios, por lo que estos también
podían hacer valer sus nuevos contratos, de manera que se creaba desde el
propio gobierno una situación imposible de resolver. El periódico ABC, que
había despedido a la mayor parte de los trescientos trabajadores que tenía en
nómina, se veía ahora obligado a readmitirlos. Como en los últimos meses había
estado contratando personal nuevo, se encontraba con un exceso de trabajadores
y casi en bancarrota. El gobierno obligaba a las empresas a readmitir
trabajadores cuando lo que las empresas buscaban en medio de aquella crisis
económica era lo contrario, deshacerse de ellos. España se acercaba a la
aterradora cifra de un millón de parados.
Los problemas del país se hacían cada día más acuciantes y el gobierno no
estaba preparado para resolverlos. El teléfono de mi oficina sonaba a todas horas
para darme noticias de violentos sucesos que se producían a lo largo y lo ancho
de la geografía española.
El partido de José Antonio no había conseguido un solo escaño en las
elecciones, pero sus matones intimidaban a todo el mundo. El 12 de marzo
dispararon sobre Jiménez de Asúa, el abogado socialista que había conseguido la
liberación de miles de prisioneros políticos de las cárceles donde se encontraban
desde los sucesos de octubre de 1934. Asúa no murió en el atentado, pero sí el
policía que le escoltaba.
Como represalia por esta acción, elementos de la izquierda anarquista
entraron en la redacción del periódico fascista La Nación, saquearon las oficinas
y quemaron a continuación tres iglesias madrileñas. Pero no solo era la capital de
España la que se veía sacudida por estos sucesos: en Cádiz murieron once
personas en enfrentamientos con la policía, en Granada los fascistas abrieron
fuego contra una manifestación de trabajadores…
Por fin, el gobierno decidió poner a Falange Española fuera de la ley, pero,
como siempre, actuaba demasiado tarde y a remolque de lo que iba sucediendo.
De poco sirvió que el 17 de abril se decretara su disolución, o que el 28 de mayo
se procesara a José Antonio Primo de Rivera, sentenciándolo a cinco meses de
cárcel por un delito de tenencia ilícita de armas. Para entonces, los
acontecimientos habían sobrepasado cualquier acción gubernamental y seguían
ya su propia dinámica. La impotencia del gobierno se vio reflejada en el cierre
de las Cortes durante un mes, tal como fue decretado por Portela. Manuel Azaña
dimitió el 7 de abril y fue sustituido por Santiago Casares Quiroga, tan
bienintencionado como su antecesor, pero igualmente inepto para llevar a cabo
cualquier programa político. El único proyecto político del gobierno en aquellos
días era el de su propia supervivencia.
A pesar de su disolución, o precisamente por ello, los fascistas no cejaban en
sus tiroteos por las calles de Madrid. El 13 de abril asesinaban a don Manuel
Pedregal, el juez que había dictado una sentencia de treinta años de cárcel contra
el pistolero que mató a un vendedor de periódicos socialista… Y los socialistas,
en represalia, asesinaron a un hombre en el desfile del 14 de abril, supongo que
para celebrar el aniversario de la llegada de un régimen de libertad a España. Sin
saberlo, porque iba vestido de paisano, los socialistas habían asesinado a un
sargento de la Guardia Civil.
La réplica de los fascistas no se hizo esperar. ¡Menudo funeral organizaron
por el guardia civil asesinado! Los pistoleros de todo Madrid se reunieron
alrededor de aquel féretro y el cortejo fúnebre discurría por las calles y avenidas
más céntricas de Madrid. Al llegar al paseo de la Castellana, fue saludado por
una salva de disparos que procedían de los tejados donde se habían apostado
francotiradores socialistas. Los guardias civiles que acompañaban al cortejo
fúnebre sacaron sus armas y contestaron al fuego de los francotiradores, de
manera que a lo largo de la Castellana se organizó una batalla campal. Los
enlutados familiares y los políticos que habían acudido al entierro echaron
cuerpo a tierra para resguardarse de aquella lluvia de balas. En medio del tiroteo,
el cortejo fúnebre continuaba su camino hacia la Cibeles sin que nadie pareciera
dispuesto a detener aquella masacre. Al llegar junto a las verjas del parque del
Retiro, en la Puerta de Alcalá, el cortejo fue de nuevo tiroteado por jóvenes
socialistas que habían tomado posiciones detrás de las verjas del parque. El
nerviosismo más absoluto se había apoderado de los guardias civiles que
acompañaban el féretro y que disparaban a su propia sombra. Yo seguía de cerca
aquel accidentado entierro, pero al ver cómo se ponían las cosas en la Puerta de
Alcalá, decidí buscar refugio en el bar más cercano. El resultado de aquel
entierro fueron otros quince muertos, entre ellos Andrés Artela, primo de José
Antonio. Quince me parecían muy pocos teniendo en cuenta los disparos que oí
esa tarde.
Aquella refriega en el centro mismo de la capital de España tuvo el saludable
efecto de obligar al gobierno a buscar responsabilidades en sus propias Fuerzas
Armadas. Veinticinco oficiales de la Guardia Civil, algunos de alta graduación,
fueron arrestados y acusados de pertenecer a la Falange. Muchos oficiales de la
Guardia de Asalto también fueron relevados de sus cargos y sustituidos por
personas afines a los republicanos o que, al menos, no hubieran expresado en
público su repulsa hacia la República, que con bien poco se conformaba el
gobierno en aquellos días.
Pero lo que más sorprendía al observador en aquella primavera de 1936 no
eran las refriegas y tiroteos que se producían en la ciudad, sino una suerte de
inquietud general que se mascaba en el ambiente y que hacía que todo el mundo
se hubiera puesto nerviosamente en marcha. Primero hubo desfiles para celebrar
la victoria en las elecciones, después para pedir la amnistía, a continuación para
conmemorar el Primero de Mayo. La gente se pasaba la vida desfilando por las
calles de Madrid, vistiendo la camisa roja de las juventudes socialistas o la azul
de los comunistas, marchando cada vez más acompasada y marcialmente,
cantando o gritando consignas y eslóganes, reivindicando sobre todo el derecho
a la marcha misma, una marcha que ya nada ni nadie podría detener. La gente se
había echado a la calle, y ese fervor popular coincidía con una creciente
influencia del comunismo en España. Desde la revolución de Asturias, los
comunistas, a través de una organización llamada Socorro Rojo Internacional,
habían distribuido gran cantidad de dinero entre los familiares de los mineros
encarcelados, además de encargarse de su defensa proporcionándoles abogados.
Eso hizo que el papel de los comunistas españoles subiera bastantes enteros, un
partido que hasta entonces había tenido una incidencia relativamente pequeña en
la vida política española. Pero, más que nada, el comunismo se presentaba
entonces como la única opción política con ideas nuevas, capaz de sacar al país
del marasmo al que los liberales de Manuel Azaña lo habían conducido.
Otra de las notas sorprendentes en aquel Madrid de 1936 fue una especie de
«vuelta a la naturaleza», como si aquel espíritu revolucionario que flotaba en el
ambiente se hubiera contagiado también de algún germen rusoniano. Para un
madrileño, la naturaleza es todo aquello que puede contemplarse desde la terraza
de un bar o, en el colmo de la aventura, desde una de esas barquillas que hay en
el estanque del Retiro. Pero en aquella primavera de 1936 un extraño virus
pareció apoderarse de la juventud madrileña, que se subía en los trenes los
domingos por la mañana para hacer excursiones por la sierra. En pocos meses se
abrieron seis nuevas piscinas en Madrid que se abarrotaban de público, como si
todo fuera poco para las ansias de aire libre del personal.
Aquellas excursiones campestres acababan a veces de manera trágica. Una
tarde de domingo, un grupo de jóvenes socialistas tirotearon a un grupo de
fascistas en El Pardo e hirieron a uno de ellos. A su regreso a Madrid, los
fascistas comenzaron a disparar indiscriminadamente desde un coche que
marchaba a gran velocidad por la Gran Vía. Uno de los disparos alcanzó y dio
muerte a una joven socialista que regresaba con sus compañeros de un día en el
campo. La joven encontró la muerte sin saber de dónde le venía, ajena a los
acontecimientos que la habían provocado.
Junto a Rusia, otro país comenzaba a hacerse presente en España. Me refiero,
naturalmente, a Alemania. No había pasado inadvertido el viaje del general
Sanjurjo a Alemania con el pretexto de asistir a la inauguración de los Juegos
Olímpicos. Se sabía que había tenido contactos con Hitler y que había visitado la
fábrica de armas Krupp. Volvió en el mes de junio acompañado por el coronel
Beigbéder, que había sido alto comisario de España en Marruecos y llegó a ser
ministro de Asuntos Exteriores en el primer gobierno de Franco. Beigbéder era
la persona indicada para realizar el contacto con Hitler, porque conocía el
alemán, había sido agregado militar en la Embajada española en Berlín y se
había relacionado con los altos círculos del Ejército alemán. Los vínculos entre
España y Alemania se incrementaban cada día. Comenzó a funcionar un servicio
de vuelos diarios entre Stuttgart y Madrid. Los ferrocarriles alemanes habían
abierto una oficina en la calle Alcalá. La agencia oficial de noticias alemanas,
Deutsches Nachrichten Bureau, acababa de abrir unas grandes oficinas en uno de
los mejores barrios de Madrid. Una asociación llamada Amigos de Alemania
traía, clandestinamente, armas a España. Mussolini ayudaba a los fascistas
españoles, pero en aquellos momentos estaba claro que Hitler movía sus peones
con mucha más eficacia que su aliado italiano.
Mientras tanto, el desasosiego aumentaba. Huelga de camareros, huelga
incluso de toreros, capitaneados por Marcial Lalanda, que poco después se
pasaría al bando de Franco. Los ascensores dejaron de funcionar en Madrid y
hasta los sepultureros se negaban a continuar en sus puestos de trabajo. Desde
Almería llegaban noticias de una historia truculenta: unos campesinos habían
asesinado a un guardia civil después de una disputa sobre un terreno acotado. La
Guardia Civil había reunido todos sus efectivos en aquella zona y se había
dirigido hacia el poblado en cuestión, donde había perseguido y dado muerte a
dieciséis campesinos. Parece ser que la mayoría murieron en una alcantarilla
donde se habían refugiado.
Una organización clandestina llamada Unión Militar, de filiación fascista,
había hecho circular una lista negra de veinte nombres a los que consideraba
«elementos peligrosos que había que eliminar». El primer nombre de la lista era
el de un tal capitán Faraudo. Una tarde, cuando paseaba del brazo de su esposa
por la calle Alcántara, Faraudo fue asesinado de seis disparos en el pecho. El
asesinato era obra de profesionales, ya que su mujer, que estaba junto a él,
resultó ilesa. El capitán Faraudo era el responsable de las Milicias Socialistas.
El segundo hombre de la lista negra de la Unión Militar era el teniente
Castillo, que pertenecía a la Guardia de Asalto. Se había casado hacía poco
tiempo y unos días antes de la boda su novia recibió un mensaje que decía:
«¿Para qué se casa usted con un cadáver?». En la noche del 12 de julio, cuando
salía de su casa para incorporarse al servicio, fue ametrallado por unos hombres
que le aguardaban en la puerta. Castillo no era, que yo sepa, un elemento
extremista o subversivo. Solo se vanagloriaba de ser un buen republicano.
Los compañeros de Castillo recogieron su cuerpo y lo llevaron hasta la
comisaría. Poco después se trasladaban al domicilio del líder monárquico José
Calvo Sotelo. Eran altas horas de la madrugada. Le despertaron y le pidieron que
les acompañara hasta la Jefatura de Policía «para ser interrogado». Decidió
acompañar a los guardias a la Jefatura. Poco después, su cadáver era depositado
en el cementerio.
La República pagaría muy cara aquella insensata acción criminal. Porque
todo lo que había acontecido hasta aquel momento —la quema de iglesias, los
enfrentamientos entre la Guardia Civil y los campesinos, incluso los tiroteos de
los pistoleros fascistas— no tenía la magnitud de aquel crimen de Estado.
Durante los últimos seis meses los fascistas habían buscado desesperadamente
una justificación que legitimase el levantamiento ante la opinión pública. Ya la
tenían.
Pienso, sin embargo, que la culpa no es solo de los asesinos del teniente
Castillo, sino fundamentalmente de todo el gobierno de Casares Quiroga, que no
supo, no pudo o no quiso controlar la situación. Siguiendo las pautas del
gabinete Azaña, Casares Quiroga se limitaba a no hacer nada. La lista negra de
la Unión Militar circulaba por todo Madrid sin que el gobierno se diera por
enterado. La prensa madrileña había pasado semanas discutiendo sobre las
maniobras subversivas del general Mola en Pamplona sin que el gobierno
expresara el más mínimo interés en el asunto. Azaña había marcado la pauta de
aquel laissez faire gubernamental cuando, contestando a las preguntas de un
periodista, había afirmado: «El fascismo no tiene la menor importancia en
España». El gobierno no servía ya para solventar ningún problema de orden
público en España, así que los compañeros del teniente Castillo habían decidido
tomarse la justicia por su mano. La derecha en España tenía en aquellos
momentos dos figuras de personalidad relevante. Gil Robles había sido su
dirigente más inteligente, pero no tenía la fuerza o el carisma de Calvo Sotelo,
sobre todo en los debates parlamentarios o en los discursos que pronunciaba, que
arrastraban a sus oyentes… El asesinato de Calvo Sotelo desencadenaría una
serie de acontecimientos que ya no se detendría hasta tres años después.
XIII

El levantamiento

TAN solo en dos ocasiones en toda mi vida me he sentido totalmente


arrastrado por la pasión. La primera fue a raíz del levantamiento de los
generales, en los días que siguieron al 18 de julio de 1936. La segunda, mientras
contemplaba ese angustioso río sin retorno de miles y miles de refugiados que se
dirigían hacia la frontera de Figueras en enero de 1939.
En aquellos calurosos días del mes de julio de 1936, yo iba por la vida en un
estado de total embriaguez, como inmerso en una borrachera en la que no hacía
falta el vino. Día y noche aporreaba las teclas de mi máquina de escribir y
enviaba despachos a Londres que solían empezar con frases como: «Los
hombres y las mujeres de España se han puesto en pie para defender hasta la
muerte el régimen de libertades…», o bien: «La captura del cuartel de la
Montaña pasará a la historia como una segunda toma de la Bastilla…», o esta
otra: «De la misma manera que Cromwell se levantó en nuestro país para
establecer el reino de la democracia, el pueblo español está luchando para que su
país no caiga, de una vez por todas, en las garras del feudalismo». Eran frases
inspiradas, a la vez, por la indignación y el entusiasmo, por la ira ante lo que
estaba ocurriendo y por la esperanza en que el desenlace, al fin, habría de ser el
justo.
Quería, sobre todas las cosas, contagiar esta santa ira y este fervor a mis
lectores de fuera de España, convencido de que nadie en el mundo podía
permanecer ajeno a lo que estaba ocurriendo en este país, la lucha titánica de un
pueblo sin preparación y sin apenas armas contra un ejército que pretendía
imponer su tiranía. Yo estaba convencido de que del resultado de aquella
desigual y feroz contienda iba a depender no ya la suerte de España, sino la de
Europa y la de todo nuestro Imperio. Porque la manera en que los alemanes
habían ido penetrando en España en los últimos meses, infiltrándose en el
gobierno con sus espías, enviando armas clandestinamente, controlando incluso
la Asociación de la Prensa Extranjera en Madrid, hacían prever que España era
la punta de lanza elegida por Alemania para controlar y finalmente destruir a las
democracias europeas.
Después de ocho o diez días conseguí salir de ese estado de constante y
permanente excitación. Estaba física y mentalmente agotado. Y además pensaba
con toda mi santa inocencia que la partida estaba ganada. Recuerdo que en uno
de mis despachos escribí en tono solemne: «Un golpe de Estado que no se ha
hecho con el poder al cabo de veinticuatro horas está condenado al fracaso». Y
sigo pensando que, al menos sobre el papel, tenía razón. Los generales rebeldes
no tenían reconocimiento internacional. Contaban con pocos recursos
económicos, su posición en los lugares que habían ocupado era bastante precaria
y no disponían de una fuerza aérea importante. El gobierno de la República
contaba con la sexta reserva de oro del mundo en orden de importancia y, puesto
que era el gobierno legítimamente reconocido por todos los países, no tendría
dificultades en adquirir el armamento que fuera necesario para hacer frente a los
generales rebeldes. Sabía, además, que los alemanes no estaban aún en
condiciones de entrar en combate a favor de los rebeldes. A pesar de la evidente
militarización de la Alemania de Hitler, el Ejército alemán no disponía aún del
cuadro de mandos, del armamento y los recursos suficientes para entrar en
combate. Era en ese momento inferior al Ejército francés. Francia y Gran
Bretaña, pensaba yo entonces, se cuidarían de impedir cualquier intervención de
Alemania en España… ¡Qué equivocado estaba!
Voy a contar una pequeña anécdota que, a mi modo de ver, ilustra
perfectamente lo que estaba ocurriendo en el terreno internacional en las
semanas que siguieron al alzamiento. Una amiga mía, periodista alemana pero
casada con un español, acreditada en Madrid, se había desplazado a Berlín y allí
había cambiado su pasaporte republicano por uno expedido por la Junta de
Burgos. Desde Berlín pensaba desplazarse a Londres, así es que acudió con el
documento de la Junta a las oficinas consulares británicas de la capital alemana,
creyendo firmemente que los británicos rechazarían un documento expedido por
los rebeldes en Burgos. Todo lo contrario. El cónsul británico se mostró
sumamente cortés y aseguró a mi amiga que con aquel documento podría viajar
por las islas Británicas sin ningún problema. «Para los británicos —me contó
más adelante mi amiga—, el documento de Burgos tenía exactamente la misma
validez que el pasaporte expedido por el gobierno de la República… Al llegar a
Londres —siguió contándome mi amiga—, quise saber qué pensaban los
círculos más influyentes de la City sobre los acontecimientos en España… Todas
las personas con las que hablé en el mundillo financiero londinense estaban
perfectamente convencidas de la victoria final del general Franco, y todos me
aseguraron que después de su triunfo no tendría dificultades en conseguir
créditos en nuestro país… Regresé a Berlín y escribí una serie de artículos en los
que decía que nada se oponía al triunfo final de Franco y su gente…». ¡Ella sí
que tenía razón!
Tenía yo un amigo periodista alemán que leía mis crónicas con benevolencia
y me preguntaba si mis opiniones sobre la República y la guerra coincidían con
las del lector medio británico. Pensaba mi amigo alemán que las únicas aficiones
declaradas de los ingleses en aquellos días eran el golf y el cóctel antes de la
cena. Recuerdo que yo me indignaba ante esta opinión aparentemente frívola. Mi
amigo alemán desapareció pronto de Madrid en busca, sin duda, de climas más
favorables para sus ideas. No volví a verle hasta dos años más tarde. Nos
encontramos en Perpiñán. Yo salía de España con las últimas columnas de
refugiados, hostigados por las tropas de Franco, y él regresaba al país que le
había expulsado. Cenamos juntos y, después de hacer balance de aquellos dos
años vividos desde campos opuestos, él concluyó: «Después de todo, yo tenía
razón cuando te aseguraba que tus compatriotas no harían nada para defender la
democracia en España».
El desencanto con la actuación de mi país en la guerra española llegaría más
tarde. De momento, yo estaba inmerso en la sucesión de los acontecimientos,
que reclamaban toda mi atención. En la noche del 19 de julio, el gobierno había
tomado la única decisión que podía tomar si quería impedir el triunfo de los
generales rebeldes: armar al pueblo. Me consta que la decisión de Casares
Quiroga y sus ministros fue una de las más duras y difíciles de su vida política.
Todos ellos eran hombres de Izquierda Republicana o de Unión Democrática, es
decir, personas de talante liberal y de ideas tan moderadas que harían parecer
extremista al propio Lloyd George. Aquellos hombres se enfrentaron en la noche
del 19 de julio a la decisión más importante de su vida: no armar al pueblo
significaba, inevitablemente, entregar el poder a los generales rebeldes, pero
armarle suponía, de hecho, dar el poder al pueblo. Ambas soluciones
repugnaban, sin duda, su conciencia de burgueses de clase media, pero, puestos
en la encrucijada, no dudaron en apoyar la causa popular. Dieron la orden. Pocos
minutos después salían del Ministerio de la Gobernación decenas de camiones
cargados de armas que se dirigían a las sedes de los partidos políticos y a las
centrales sindicales para distribuirlas entre sus seguidores. La multitud se había
reunido, expectante, para saber si tendría ocasión de luchar por sus derechos. Al
ver aparecer los camiones, la muchedumbre prorrumpió en el delirio. Los
madrileños tendrían la oportunidad de defenderse a sí mismos.
Todo había comenzado con el vuelo, aparentemente inocuo, de unos turistas
ingleses a las islas Canarias para tomarse unas vacaciones. El capitán Bebb,
piloto inglés, había volado hasta el archipiélago en compañía del mayor Pollard
y de dos gentiles damas a las que hacía pasar por turistas. Como se había
convenido de antemano, Bebb había de transportar a Franco desde las Canarias
hasta Melilla, donde se iniciaría el levantamiento. Franco, evidentemente, no se
fiaba de sus propios hombres y había preferido contratar los servicios de un
piloto inglés que, por cierto, recibió una condecoración del propio Franco al
concluir la guerra.
El que debía ser comandante en jefe del levantamiento, el general Sanjurjo,
había muerto en el aeropuerto de Lisboa al estrellarse su avión. Franco contaba
con el apoyo del general Mola en Pamplona, donde se había sublevado al frente
de los carlistas, y del general Queipo de Llano en Sevilla, que a duras penas
había conseguido controlar gracias a los catorce mil carabineros que tenía a sus
órdenes. También el general Cabanellas había triunfado en Zaragoza, cortando
así las comunicaciones entre Madrid y Barcelona. Albacete había caído
temporalmente en manos de los rebeldes, de manera que la capital de España se
encontraba en aquellos momentos aislada del resto del país.
En Madrid la indecisión de los generales durante las primeras horas del
levantamiento había hecho fracasar la rebelión. Un amigo mío que estaba
cumpliendo el servicio militar en el cuartel de la Montaña me contaba cómo los
oficiales se pasaban horas discutiendo sobre si debían levantarse o no. El general
Fanjul, que había sido subsecretario en el Ministerio de la Guerra con Gil
Robles, esperó nada menos que hasta la mañana del lunes 21 de julio para unirse
al levantamiento. Para entonces era demasiado tarde. Los madrileños estaban ya
armados y, además, con la moral muy alta al enterarse del triunfo de los militares
leales y la milicia popular sobre el general Goded en Barcelona.
Aquella misma mañana, el gobierno de Casares Quiroga había presentado su
dimisión al presidente Azaña. Por la tarde, este encargaba la formación de un
nuevo gobierno a Martínez Barrio, un republicano moderado, con el propósito de
pactar con los generales rebeldes. Circulaba el rumor de que el propio Martínez
Barrio había invitado a los generales rebeldes Mola y Cabanellas a formar parte
de este nuevo gobierno, pero que ambos lo habían rechazado.
Los sindicatos y los partidos de izquierda estaban furiosos. En aquellos
momentos en los que Madrid se levantaba en armas y el pueblo se disponía a la
lucha, resulta que Azaña y Martínez Barrio pactaban con el enemigo. No tuvo
más remedio que cambiar de planes el presidente Azaña y encargar la formación
de un nuevo gobierno a su amigo el catedrático de Farmacia don José Giral. En
cuestión de horas el gobierno había cambiado dos veces. Esto da idea de la
radical inseguridad de los republicanos que en ese momento tenían el poder.
Entre las dos opciones que se ofrecían ante ellos —resistencia total o rendición
total a los generales rebeldes— habían escogido el camino de en medio, el de la
negociación y el pacto con el enemigo, el único camino que, en aquellas
circunstancias, no llevaba a ninguna parte. Porque Franco y los otros generales
rebeldes interpretaban aquellas ofertas de paz como síntoma evidente de la
debilidad del gobierno de la República y no hacían sino redoblar sus esfuerzos
en el campo de batalla.
En la mañana del lunes 21 de julio me desperté, por primera vez en mi vida,
al son de un insistente cañoneo. Algo se me encogía en el estómago al constatar
que aquello ya no era el ruido de algún disparo de fusil que tantas veces me
había perturbado el sueño en los últimos cuatro o cinco años de agitada vida
madrileña. Aquello que oía desde mi cama en la cálida mañana de julio era
evidentemente otra cosa. Me levanté y salí a la calle. Madrid parecía
transformado. De la noche a la mañana, jóvenes de ambos sexos que pertenecían
a diferentes organizaciones sindicales parecían haber adoptado un uniforme
común: el mono azul. Habían confiscado gran cantidad de coches y se dedicaban
a patrullar las calles de Madrid, sacando escopetas y pistolas por las ventanillas.
A diferencia de octubre de 1934, los fascistas eran ahora los perseguidos y se
refugiaban en los balcones y terrazas de los edificios, desde donde disparaban
sus francotiradores.
Uno tenía que tomar sus precauciones cuando salía de casa. En aquella
mañana del mes de julio me costó bastante llegar hasta la esquina. Allí me di
cuenta de que la parroquia del barrio estaba en llamas. Le pregunté a un obrero
quién la había incendiado. El obrero dio un repaso a mi traje burgués de
americana y corbata antes de contestarme: «Camarada, los curas se han hecho
fuertes en el interior y nos han disparado desde dentro… Pensamos que había
llegado la hora de darles un escarmiento». Es difícil saber si fueron los curas o
los obreros los que empezaron aquella refriega. Durante aquel día ardieron cinco
o seis iglesias en Madrid.
Pero no eran las iglesias el centro de atención de los madrileños en aquella
mañana. La batalla por la ciudad de Madrid se desarrollaba en los barracones del
cuartel de la Montaña, situados en la parte alta de la ciudad, por encima de la
estación del Norte. Allí, el general Fanjul se había hecho fuerte con una
guarnición de ochocientos hombres a los que se habían unido unos trescientos
civiles fascistas. La guarnición estaba indecisa sobre si debía o no efectuar una
salida, y mientras se lo pensaba se había ido congregando en los alrededores del
cuartel una variopinta muchedumbre de obreros y soldados, policías y poetas,
militantes y curiosos que, sin conocimientos ni dirección alguna, se aprestaban a
tomar aquella bastilla madrileña. Con la ayuda de unas piezas de artillería del
siglo XIX y la colaboración de la aviación republicana, que de cuando en cuando
dejaba caer una bomba sobre el cuartel, la muchedumbre irrumpió en su interior
después de cuatro o cinco horas de asedio y arrasó todo lo que encontraba a su
paso. Los soldados supervivientes de la guarnición se entregaron a los asaltantes
y los fascistas intentaron huir por el Parque del Oeste, pero allí les esperaba un
nido de ametralladoras que segó la vida de casi todos. Los fascistas que se
quedaron en el interior del cuartel fueron fusilados en el patio de armas.
Cuando por fin logré penetrar en el interior del cuartel no me extrañó
demasiado encontrarme con un pintor en el puesto de mando. Efectivamente, mi
buen amigo el artista Luis Quintanilla se había hecho cargo de la guarnición.
«Pero ¿qué haces tú de soldado?», le pregunté. «Ya ves, ¡gajes del oficio! —me
contestó—. Queremos convertir el cuartel de la Montaña en un centro de
acuartelamiento para milicianos y desde aquí pueden partir hacia cualquier punto
de la ciudad donde sea necesaria su presencia». Quintanilla me enseñó el charco
de sangre que había en el patio donde los fascistas habían sido fusilados. Me
enseñó también la sala de oficiales totalmente destrozada por los asaltantes.
Parece ser que algunos oficiales se habían refugiado en ella, perseguidos por el
fuego de la multitud. A duras penas se consiguió salvar la vida del general
Fanjul, cercado por un gentío que clamaba por su sangre. Quintanilla me contaba
que hubo que llevar un coche blindado al interior del cuartel para que lograra
salir de allí sin que la airada muchedumbre se tomara la justicia por sus propias
manos. Claro que de poco le sirvió escapar de la muerte en el cuartel de la
Montaña, porque pocas horas después se enfrentaba a un consejo de guerra. La
defensa de Fanjul fue patética. Aseguró que se encontraba en el piso de una
amiga francesa cuando le comunicaron la gravedad de la situación y que al llegar
al cuartel no pudo controlar a sus propios oficiales. Fue sentenciado a muerte y
ejecutado a la mañana siguiente. También en Carabanchel el regimiento a las
órdenes del general rebelde García de la Herrán había sido sometido. Caía la
noche y la situación en Madrid parecía estar firmemente en manos del gobierno.
Pero a muy pocos kilómetros de la capital, las ciudades de Alcalá de Henares y
Guadalajara habían caído en manos de los rebeldes y la suerte de Toledo
permanecía incierta.
El fervor popular de aquel improvisado ejército no se agotó en el cuartel de
la Montaña. Al contrario, los madrileños tomaron las armas y se aprestaron a
conquistar nuevos objetivos militares con una temeridad y una inconsciencia que
asustaban. Que asustaban no solo a los que les apoyábamos, sino seguramente
también al enemigo que tenían enfrente. ¿Cómo explicar si no la caída de
Guadalajara, bien defendida por el rebelde general Barrera? En el asalto a esa
ciudad habían muerto nada menos que once muchachas pertenecientes a las
Juventudes Socialistas, prueba de la alegre inconsciencia con que los milicianos
entraban en combate. Solamente Toledo, con la guarnición encerrada en el
Alcázar, parecía resistir esta tumultuosa oleada de entusiasmo popular. Albacete
había caído de nuevo en manos republicanas, con lo que quedaban restablecidas
las comunicaciones de la capital de España con el exterior. Y el avance fascista
en la sierra de Madrid había sido detenido en Somosierra y en el Alto de los
Leones por aquella misma legión de jóvenes inexpertos, muchos de los cuales
cogían un fusil por primera vez en su vida. En esta primera semana en la que se
salvó Madrid, Dios parecía estar de parte de los débiles.
Los extranjeros en la capital de España buscaban refugio en sus respectivas
embajadas. En la británica se hacinaban más de trescientas personas. Sus
empleados se habían desplazado a San Sebastián, donde todos los veranos se
abrían oficinas durante los meses de calor. El cónsul se había ido de vacaciones
y el embajador estaba ausente. Allí no había nadie para representar al gobierno
de su majestad, ni siquiera para tener informado a ese gobierno. Todo parecía
indicar que Londres aguardaba acontecimientos. Caso de un rápido triunfo del
general Franco, no se habrían visto en la necesidad de pactar con el gobierno de
Giral. El británico quería mantener las manos limpias para poder saludar con
ellas al vencedor de lo que seguramente consideraba una engorrosa contienda.
En aquellos primeros días de la insurrección, ya Londres se había embarcado
en su política de no intervención. De poco servía tener observadores en Madrid
que informaran de los acontecimientos, que explicaran que José Giral no era un
«monstruo del terror rojo», que hicieran ver que en la Embajada de Madrid se
habían incautado documentos en los que se planeaba, con todo lujo de detalles,
la intervención alemana en la guerra española. Londres «no sabía», «no veía» y
«no oía» lo que estaba ocurriendo en España, y para llevar a cabo esta política
sobraba, efectivamente, todo el cuerpo diplomático de la Embajada. Supongo
que todos los imperios envejecen y deben llegar a su fin, pero era muy triste para
mí, en medio de aquellos días de entusiasmo y fervor popular, sentirme un
hombre joven de una nación ya caduca.
XIV

Al frente de la sierra

SOY la persona menos indicada para la guerra. Tengo un temperamento


excesivamente nervioso, predispuesto a imaginarme peligros a veces
inexistentes. Sin embargo, debo confesar que el día en que me concedieron un
pase para visitar el frente del Guadarrama se apoderó de mí tal excitación que
parecía un chiquillo con zapatos nuevos. Entré en el restaurante del hotel Gran
Vía poco menos que danzando, ante el asombro de los compañeros que me
esperaban en el comedor, apenas probé bocado durante la comida y estaba listo
para salir media hora antes de la hora prevista.
En aquella suerte de bautismo de sangre me acompañaban dos veteranos
corresponsales de guerra. Karl von Wieganut había sido corresponsal con el
Ejército alemán en Francia, y Edgar Ansel Mowrer, del Chicago Daily News,
había estado en el otro lado, con el Ejército aliado. Mowrer tenía el pelo negro y
la expresión intensa del Cristo crucificado. Ningún periodista como Mowrer
reflejaba en su rostro y en su vida la tragedia de Europa crucificada entre dos
guerras.
Íbamos hacia el frente en el séquito de Largo Caballero, que quería recorrer
las posiciones del Guadarrama en unos momentos en los que el frente parecía
estabilizarse después de los intensos combates de los primeros días.
Encontramos a Caballero vestido con el ya obligado mono azul y con un
revólver que le colgaba del cinto. Llevaba un sombrero de caza para completar el
atuendo. No tenía entonces ningún puesto en el gobierno, pero como secretario
de la Unión General de Trabajadores su influencia sobre el mando republicano
debía de ser muy grande.
Salimos de Madrid por la carretera de Burgos. Mi primera lección como
corresponsal de guerra la recibí al darme cuenta de que el riesgo de morir en
accidente de tráfico era mucho mayor que por una bomba o un obús. La
temeridad de los conductores españoles se hizo proverbial y quedó reflejada en
aquella canción de los brigadistas cuyo estribillo decía algo así como: «Si no
acaba contigo/ el disparo de un obús,/ lo hará sin duda alguna/ el conductor del
autobús».
En aquella ocasión, el conductor era un taxista madrileño que se había puesto
al volante de un Packard por primera vez en su vida. Y el hombre lo pasaba en
grande comprobando las posibilidades de su nuevo vehículo. Al tomar las curvas
se le iba el coche hacia una u otra cuneta y, aunque pisábamos gravilla en
algunas ocasiones, siempre conseguía rectificar el volante a tiempo y
devolvernos al asfalto de la carretera.
Al llegar a Buitrago, a unos cincuenta y cinco kilómetros de Madrid, vimos
el primer movimiento de tropas, si es que a aquello se le puede llamar una
«tropa»: soldados con su uniforme, voluntarios en mono, guardias de asalto,
civiles vestidos de paisano, algunas muchachas con las camisas rojas de las
Juventudes Socialistas… Al frente de todos ellos, el general Bernal, un oficial de
artillería que al principio no me quiso dar su nombre porque, según me explicó,
no quería que los rebeldes supieran dónde estaba. Su misión era guardar la
carretera de Madrid, para lo cual contaba con setenta y cinco baterías. En
Buitrago conocí a Francisco Galán, hermano de Fermín Galán, el héroe de Jaca.
Francisco Galán actuaba de enlace entre las diferentes posiciones republicanas
en el largo frente del Guadarrama que se extendía desde el Alto de los Leones
hasta el puerto de Somosierra. Me contaba que en los primeros días del
levantamiento había llegado de Madrid una «columna móvil», integrada por
gente de todo tipo y, sin pensárselo dos veces, habían emprendido la subida por
los repechos que conducen hasta el puerto de Somosierra. Allí les esperaban las
baterías enemigas que los masacraron sin piedad. Los supervivientes de aquella
carnicería se habían vuelto contra el coronel que los dirigía y le habían pegado
un tiro en la cabeza. Así era Madrid en los primeros días de la revolución. Todo
el mundo estaba loco. Quizá fuera esa locura la que salvó a la capital de España.
Dejamos atrás Buitrago y nos internamos por el valle del Lozoya y allí, junto
al río que surte de agua a la capital de España, vimos las primeras víctimas del
frente. Eran cuatro hombres, vestidos con el consabido mono azul, espías, según
nos contó un pastor que andaba por allí, que habían pasado desde Segovia para
averiguar el movimiento de tropas de los republicanos. «¡Cuatro fascistas
menos!», exclamó el conductor del coche, que demostraba tener tan poca
delicadeza con la lengua como con el volante.
Ascendíamos por la carretera a casi dos mil metros de altura hacia el puerto
de Navafría. Al llegar arriba fuimos rodeados por una muchedumbre de jóvenes
imberbes vestidos con el mono azul y la escopeta al hombro. Nos condujeron
hasta las tumbas de los fascistas que habían matado hacía un par de días. Se
trataba de un grupo de carlistas conducidos, al parecer, por un cura, que habían
subido el monte por el lado de Segovia, intentando apoderarse de la posición
republicana. No se esperaban una posición tan bien defendida. La mayoría
habían muerto en la refriega. Un pie asomaba en una de las improvisadas
sepulturas. El pie del señor cura.
La muerte, tan real y tan cercana, parecía constantemente desmentida por
aquel paisaje idílico de verdes pinares y caudalosos torrentes que descendían por
la montaña. Ascendíamos lentamente por el puerto de Cotos hasta llegar a
Navacerrada. Desde allí, la carretera se precipitaba hacia el valle. El coche se
detuvo en el pueblo de Cercedilla. Allí estaba mi amigo Luis Quintanilla. Me
contó que, en los primeros días del levantamiento, Cercedilla había sido cercada
por una compañía de doscientos guardias civiles. En situación tan apurada, el
comandante del distrito había telefoneado al cuartel de la Montaña, donde se
encontraba mi amigo Quintanilla. Este había descubierto unos morteros en los
sótanos del cuartel. Ordenó a sus hombres que cargaran los morteros en unos
cuantos taxis que empleaba para sus desplazamientos y salió a socorrer a la
amenazada población de Cercedilla. Al llegar cerca de la localidad, desplegó su
batallón de taxis por las carreteras de los alrededores y ordenó fuego a discreción
sobre las posiciones enemigas. En medio del denso arbolado que rodea el pueblo
serrano, los guardias civiles atacantes debieron pensar que tenían un ejército
entero ante ellos, ya que recibían fuego de todas las direcciones, y decidieron
suspender el ataque y retirarse al otro lado de la sierra.
Desde Cercedilla nos dirigimos a la cercana población de Guadarrama,
situada a muy poca distancia del Alto de los Leones, que estaba en manos de los
rebeldes. Al acercarnos al pueblo podíamos oír muy claramente los disparos de
las baterías rebeldes desde lo alto del puerto, contestadas por las baterías
republicanas en las afueras de la población. Nosotros estábamos en medio de
aquel fuego cruzado. Al llegar a un puesto de guardia, depositamos allí a Largo
Caballero, porque, según se nos dijo, su vida era demasiado valiosa (¿y la
nuestra?), y nos internamos en el interior de la población. Por primera vez desde
que salimos de Madrid, deseé estar de vuelta en mi habitación del hotel Gran
Vía. Atravesábamos las calles inhóspitas de un pueblo desierto y solo oíamos el
zumbido de los proyectiles que cruzaban sobre nuestras cabezas. En las
películas, las balas nunca alcanzan al héroe, pero en la realidad cada proyectil
parece que va destinado a acabar con la vida de uno. En realidad, los obuses del
enemigo no iban dirigidos al pueblo, sino a posiciones republicanas que estaban
mucho más allá, pero de cuando en cuando se les iba un poco la mano.
Encontramos al general Riquelme, comandante en jefe de aquel sector, en un
hermoso chalé de color rosa. Aquella misma tarde un obús había caído en los
terrenos del chalé y todo parecía indicar que los rebeldes sabían dónde se hallaba
el cuartel de operaciones. Yo tenía ganas de perder de vista aquel lugar con la
mayor rapidez, pero los oficiales insistieron en explicarnos con la ayuda de
mapas la situación de nuestras posiciones y las del enemigo.
Los rebeldes, según me contaron, se habían adueñado del Alto de los Leones
pocas horas después del alzamiento, y desde esa posición hostigaban a la vecina
población de Guadarrama, en la que nos encontrábamos. Parece ser que los
rebeldes, para adueñarse de tan importante posición, habían llegado no solo
desde Segovia, sino también desde Madrid. Esta historia ilustra perfectamente la
confusión reinante en los momentos que siguieron al levantamiento.
Parece ser que un coronel de infantería al mando de un regimiento en El
Pardo quería sublevarse pero no se atrevía. Así que congregó a sus hombres y,
después de instarles a combatir por la República hasta la muerte, los llevó hacia
la sierra. Uno de los soldados era el hijo de Largo Caballero y es fácil
imaginarles camino de la sierra madrileña cantando canciones revolucionarias y
levantando el puño cada vez que cruzaban por algún pueblo. Pero al llegar a la
población de Guadarrama, los camiones no se detuvieron, como era de esperar,
sino que continuaron montaña arriba hasta llegar a las posiciones rebeldes del
Alto de los Leones, donde el coronel entregó sus propios hombres a los
insurgentes. Es de suponer el estupor y el desconsuelo de aquellos muchachos
tan alevosamente engañados…, ¡y la cara de satisfacción del coronel, que había
capturado nada menos que a su propio regimiento!
Tan importante había sido el avance de los rebeldes en la zona de
Guadarrama que todo el mundo esperaba que el pueblo cayera también en sus
manos. Las fuerzas vivas de la localidad habían formado un comité para recibir a
los militares como se merecían y se pasaban el día ensayando el saludo fascista.
Según me contaron allí, las autoridades del pueblo mandaron al pregonero de la
localidad que comunicara a los vecinos que debían permanecer en sus hogares
porque «las fuerzas militares están a punto de entrar por la carretera de Ávila».
Los elementos de izquierda que había en Guadarrama se refugiaron en los
bosques más cercanos para esperar acontecimientos. Pero no ocurrió
absolutamente nada. En lugar de llegar camiones de Ávila, llegaron desde
Madrid, pero cargados de milicianos y policías que ocuparon la población. Lo
primero que hicieron fue fusilar a las autoridades fascistas. En total murieron
unas quince personas. La historia se repetía en todas partes. En cuestión de
horas, a veces de minutos, una población podía cambiar de manos, de manera
que las víctimas se convertían de pronto en verdugos y los verdugos en víctimas.
Hubo un intento por parte de los milicianos de apoderarse del Alto de los
Leones. Algunos estuvieron muy cerca de conseguirlo, e incluso la radio en
Madrid dio la noticia de que lo habían logrado. Pero aquí se repitió la misma
historia del puerto de Somosierra. Los militares fascistas, desde su excelente
posición en la cima de la montaña, tenían a su merced a los inexpertos
milicianos que trabajosamente subían por los repechos del puerto. Los rebeldes
habían perseguido a los milicianos y se habían apoderado del sanatorio situado a
media ladera.
Por la tarde, subimos un trecho por la carretera que conduce al Alto.
Podíamos oír disparos de armas de fuego en los bosques que nos rodeaban.
Acompañábamos al general Riquelme, que iba vestido con un mono de color
caqui, pero llevaba el distintivo de su graduación colgado del sombrero. Los
bosques humeaban con las bombas incendiarias que lanzaban los rebeldes.
Muchachas vestidas con el mono azul subían dificultosamente por la ladera del
monte llevando cubos de agua, no sé bien si para apagar las llamas o para
refrescar a sus sudorosos camaradas. El fuego y el calor del verano convertían al
monte en un infierno. Se acercaron unos milicianos a la carretera y hablé con
alguno de ellos. Uno era trabajador del metal, tenía cuarenta y cinco años, una
mujer y dos hijos. Me dijo que no había cogido un fusil en su vida. Luchaba para
salvar la República, para que no se convirtiera en una dictadura militar. Junto a
él había una chica alemana, refugiada comunista, pequeña y delgadita, pero
incansable trabajadora, según me dijeron. Aquella misma mañana había formado
parte de una patrulla de reconocimiento que se había internado hasta más allá de
las líneas enemigas.
Junto a estos idealistas de la guerra había también personas de todo tipo,
como las prostitutas baratas que inevitablemente acompañaban a todo batallón
de milicianos. Digo «baratas» porque las caras estaban del otro lado. Pero la
mayoría de las muchachas que se veían en el frente en aquellos días eran las
novias, las hermanas o las amigas de los soldados, que habían ido al frente para
cocinar y cuidar a los hombres. La criada de la casa en la que yo vivía en Madrid
desapareció durante dos semanas para ir al frente de Somosierra a cuidar de sus
hermanos. Al cabo de quince días volvió y continuó con el trabajo doméstico
como si nada hubiera pasado. La intendencia del ejército republicano no empezó
a funcionar hasta un mes después de producirse el alzamiento.
En medio de tanta improvisación y confusión, yo me preguntaba qué impedía
a los bien pertrechados militares rebeldes que ocupaban el Alto de los Leones
descender de la montaña, tomar el pueblo e iniciar la marcha hacia Madrid. La
única explicación es el heroísmo de aquellas gentes sencillas que solo dos
semanas antes estaban trabajando en una fábrica, o conduciendo un tranvía o
escribiendo cartas en alguna oficina y que ahora, de la noche a la mañana, se
encontraban en el frente empuñando un fusil, sin experiencia alguna ni apenas
oficiales que les dirigieran. Siempre me había preguntado sobre el apoyo real
que tenía la República entre la gente corriente, en la duda de que, llegado el
caso, esa gente estuviera dispuesta a morir por ella. La respuesta a aquella
pregunta estaba ante mis ojos.
Otro factor que debe tenerse en cuenta era la superioridad de la aviación
republicana sobre la rebelde. Por cada avión rebelde había cuatro o cinco
republicanos. Cada mañana los aviones republicanos bombardeaban la carretera
y las posiciones rebeldes en el Alto de los Leones. Sin embargo, durante la
noche los rebeldes tenían plena libertad de movimiento y podían desplazar
columnas enteras sin ser molestados.
A nuestro regreso a Madrid, recogimos a Largo Caballero en el puesto de
mando donde lo habíamos dejado. Al llegar a la estación de Villalba le esperaba
un batallón de centenares de voluntarios socialistas a los que pasó revista. Era el
recién formado batallón Largo Caballero. Este no presentaba una estampa
precisamente marcial al pasar revista a las tropas que habían formado ante él,
pero tampoco era cuestión de pedir peras al olmo a este sindicalista bajito y algo
obeso.
Mientras regresábamos a Madrid, sintonizamos en la radio del coche Radio
Stuttgart. El locutor hablaba de España, del avance incontenible del ejército de
Franco, adjudicándole ciudades que estaban en poder republicano, alabando la
nobleza del bando rebelde y denostando la barbarie de die bolshevisten!
Cambiamos de emisora y buscamos una inglesa. Transmitían música de baile
desde el Radio City de Nueva York. Aquello me irritó aún más que la emisora
alemana. Sabía muy bien que la BBC retransmitiría algo más tarde un boletín de
noticias sobre España. Pero sería un boletín totalmente aséptico, cuidando muy
mucho de no herir, en cada uno de los partes que emitían, la fina sensibilidad de
alemanes e italianos. Mientras los germanos estaban poniendo toda la carne en el
asador, nosotros lo contemplábamos todo con la fría mirada del observador
imparcial, como si aquello no fuera con nosotros. Pronto nos íbamos a enterar de
por dónde iban los tiros…
Al llegar a Madrid, nos dirigimos directamente al hotel Gran Vía. Al entrar
en el comedor llevábamos un aura de héroes sobre nuestras cabezas. Nuestros
colegas se arremolinaban alrededor sin dejar de preguntar: «¿Ha habido una
nueva ofensiva?», o «¿Es peligroso el frente?». Nosotros sonreíamos con
suficiencia, quitándole importancia al asunto: «¿Peligro? No, ninguno…, solo
que al llegar a Guadarrama hay que apartarse de la línea de tiro enemiga para
que no te caiga un obús encima…». Y así, entre copa y copa, uno iba
olvidándose de los hombres que había dejado en las faldas del Guadarrama,
tendidos sobre la pinaza del bosque con unos fusiles en las manos que no sabían
usar…
Mi segunda expedición al frente la hice con el periodista de United Press Jan
Yindrich y un destacamento de la Cruz Roja. A Madrid habían llegado noticias
de un «ataque moro» por la zona de Cebreros. Jan y yo decidimos salir a
investigar lo que había de verdad en todo ello. Íbamos en busca de la columna
del coronel Mangada, que, según el gobierno, se encontraba en el pueblecillo de
Navalperal de Pinares, y según la radio rebelde, había sido expulsado de aquel
lugar y se encontraba en plena huida. Naturalmente, no había que fiarse de
ninguna de las dos versiones, ya que las emisoras de unos y otros fantaseaban de
lo lindo.
No encontramos a Mangada, un general de unos sesenta años cuya lealtad a
la República había demostrado hacía años al enfrentarse al general Goded, por lo
que fue encarcelado, como antes he señalado. No encontramos a Mangada, pero
sí a su lugarteniente. Este nos contó que Navalperal había caído hacía una
semana o diez días aproximadamente. No habían encontrado resistencia al entrar
en el pueblo porque la mayoría de los rebeldes se habían marchado, pero sí
tuvieron que enfrentarse al cura, que les disparaba desde la torre de la iglesia.
Desde entonces se habían producido dos ataques de los facciosos, que trataban
de reconquistar el pueblo. En el segundo de estos ataques, los rebeldes habían
empleado, efectivamente, tropas de infantería mora. No tenía ningún prisionero
para demostrármelo, ya que los rebeldes habían huido en dirección a Villacastín,
pero sí podía enseñarme los cuerpos de algunos moros que habían muerto en la
refriega. Podíamos ir con el destacamento de la Cruz Roja que se disponía a
incinerarlos.
La Columna Mangada se componía de unos quinientos o seiscientos
voluntarios y varias compañías de soldados. Tenían unas cuantas ametralladoras
y dos o tres piezas de artillería ligera. Algunos soldados llevaban máusers, pero
la mayoría portaban rifles de época prehistórica. Con tan escasos recursos, la
Columna Mangada se había plantado a las puertas de Ávila. Si no había
efectuado un asalto a la ciudad fue únicamente por falta de medios.
Nos montamos con los chicos de la Cruz Roja en una ambulancia y nos
fuimos en busca de los moros que estaban en tierra de nadie. Siempre me había
imaginado a los moros de apariencia más bien insignificante, pero estos eran de
enorme estatura. Los dos que vimos estaban medio desnudos y uno de ellos
parecía haber contraído una enfermedad sexual. Los camilleros de la Cruz Roja
habían vaciado una lata de gasolina sobre los cadáveres y se disponían a
prenderles fuego. Jan y yo nos retiramos a prudente distancia, pero los
enfermeros insistían en que nos quedáramos a presenciar la quema. Volvimos a
Navalperal, donde me encontré con mi viejo amigo Santiago Delgado, a quien
había conocido en Madrid trabajando para una compañía inglesa. A pesar de su
lamentable estado de salud, Delgado también se había dejado arrastrar por el
entusiasmo de aquellos días y había decidido ir al frente, donde se ocupaba de la
intendencia del ejército. En aquellos momentos estaba distribuyendo monos
azules entre una compañía de guardias civiles leales a la República y que, con
evidente nostalgia, abandonaban sus tricornios y sus uniformes verdes. Pocas
semanas más tarde supe que Delgado había muerto, agotado por un trabajo que
ni su edad ni su salud le permitían ya realizar.
Pocas horas después Jan y yo estábamos sentados en un restaurante de El
Escorial, disfrutando de un magnífico pollo asado. ¡Hay que ver cómo se habitúa
el cuerpo a los avatares de la guerra! Allí estábamos nosotros comiendo como si
tal cosa, totalmente ajenos a otra carne asada que, pocas horas antes, había
perturbado nuestro delicado olfato. Pero nos sentíamos satisfechos porque
podíamos demostrar que los moros estaban luchando en la meseta castellana, que
aquello no era «insidiosa propaganda bolchevique», como decía Radio Stuttgart.
Aquellos moros suponían una irónica jugada de la Historia. La España católica y
feudal había tardado ocho siglos en deshacerse de sus invasores musulmanes, y
ahora esa misma España los traía de nuevo a la Península como aliados en una
supuesta cruzada cristiana. Al no contar con el apoyo popular, la España feudal
había tenido que recurrir a sus enemigos ancestrales para poder conquistar su
propio país, doblegando así la voluntad de hombres y mujeres libres.
Las tropas moras habían llegado de Marruecos a bordo de aviones Junker
alemanes que estaban realizando un transporte masivo de soldados a través del
estrecho de Gibraltar. La operación estuvo a cargo del coronel von Scheele, a
quien Franco había felicitado con estas significativas palabras: «Enhorabuena,
von Scheele. Si no llega a ser por usted…». En un mes, von Scheele y sus
hombres transportaron catorce mil hombres desde Marruecos a la Península, diez
mil soldados moros y cuatro mil legionarios españoles. Después de la caída de
Badajoz, el 14 de agosto, aquellas tropas moras se habían dirigido hacia el centro
de la Península y, unos días después de que nosotros estuviéramos allí, atacaban
y tomaban el pueblo de Peguerinos.
Parece ser que las tropas moras estaban muy bien equipadas y que uno de
cada seis hombres portaba un fusil automático. El bloqueo del estrecho de
Gibraltar por parte de la marina republicana había obligado a Franco a recurrir a
la Luftwaffe para el transporte de tropas por vía aérea. Parece ser que uno de
aquellos gigantescos aviones Junkers que Hitler había enviado a España aterrizó
en el aeropuerto de Madrid por equivocación y tuvo que despegar a la
desesperada al darse cuenta de su error. Lo mismo les había ocurrido a dos
aparatos italianos que tuvieron que repostar en un aeropuerto del Marruecos
francés. Según parece, pidieron ayuda y un aparato nacional les sobrevoló y dejó
caer un paquete con uniformes de la Legión española. Las instrucciones que
recibieron eran que debían disfrazarse de legionarios españoles y presentarse
ante las autoridades francesas alegando que pertenecían a un destacamento de la
Legión española en Nador y que se habían quedado sin combustible. A estas
farsas —que, por supuesto, no engañaban a nadie— había que recurrir para
mantener la ficción de la no intervención. Alemania ni siquiera se molestaba en
disimular: cuando la aviación republicana se dirigía hacia Ceuta para
bombardear el puerto donde se estaba desembarcando material de guerra para el
ejército nacional, pudo comprobar que el temible acorazado Deutschland
patrullaba las aguas de esa ciudad, haciendo así imposible la incursión aérea.
Las pruebas de la intervención de Alemania e Italia estaban a la vista del que
las quisiera ver, pero las democracias europeas preferían apartar los ojos
mientras la invasión llegaba hasta el corazón de España. Y nosotros acabábamos
de certificar la masiva presencia de tropa mora en el centro de la Península.
Quedaba claro lo dicho anteriormente, que, después de la toma de Badajoz el 14
de agosto, una división de soldados marroquíes —alrededor de mil quinientos
hombres— se había dirigido hacia el centro de la península y atacado diversos
pueblos en la sierra de Guadarrama. Luis Quintanilla me contó que una
avanzadilla de tropas moras había tomado por sorpresa el pueblo de
Guadarrama. Quintanilla llegó poco tiempo después con refuerzos de las milicias
socialistas, que lucharon casa por casa y empujaron a los moros fuera del pueblo.
Me contaba Quintanilla que en una de las casas había visto a una niña de catorce
años que acababa de ser violada por los moros y a una pareja de ancianos que
yacían en la cama con sendas balas en las cabezas. También había visto a los
milicianos ejecutar a los prisioneros moros que habían tomado. Aquellas escenas
de muerte y violación en el pueblo de Guadarrama darían la vuelta al mundo, ya
que Quintanilla las plasmó en unos dibujos al carboncillo que se expusieron en
Nueva York y las fotos de sus dibujos fueron ampliamente difundidas.
XV

Franco se acerca

EL 9 de septiembre se reunía por primera vez en Londres el Comité de


Supervisión del Tratado de No Intervención formado por representantes de
veintiséis países. Aunque entonces no lo sospecháramos, ese tratado de infausta
memoria habría de sellar la suerte de aquella guerra. Lo que entonces parecía
una noticia alentadora acabaría siendo la peor de las noticias para la República.
Las informaciones que llegaban de la guerra tampoco inducían al optimismo.
Irún caía en manos de Franco ante la pasividad de las autoridades francesas.
Resulta que la República había mandado camiones de municiones desde
Barcelona a través del sur de Francia para reforzar la guarnición de Irún. Pero el
Frente Popular francés, que en principio había autorizado aquella expedición, se
retractó y negó el permiso para que los camiones cruzaran de nuevo la frontera
en Irún y así cayó esta población, cuando las municiones para su defensa se
encontraban paralizadas a escasos kilómetros de distancia. Ocurría que los
sindicatos franceses estaban empeñados en una lucha aparentemente más
importante que la que tenía lugar en España: ¡la lucha por la semana de cuarenta
horas! Huelgas, manifestaciones, todo les parecía poco a los trabajadores
franceses para conseguir su objetivo… ¿Cómo podían molestarse en apoyar a
sus camaradas españoles cuando luchaban por tan excelsa causa? ¿Qué
importancia podían tener las masacres de obreros en España cuando su propio
horario laboral estaba en juego?
Y lo mismo podríamos decir de los sindicatos británicos. El 11 de septiembre
el Consejo de los Sindicatos realizó una consulta por correo a sus afiliados: más
de tres millones de trabajadores británicos votaron en contra de la intervención
en España y solo unos cincuenta mil a favor. Exactamente lo mismo ocurrió en
el Congreso del Partido Socialista que se reunió en Edimburgo el 5 de octubre. A
pesar del vibrante discurso de la escritora y militante socialista Isabel de
Palencia, la moción a favor de la intervención en la guerra de España fue
ampliamente derrotada.
El frente de Aragón resistía, pero poca ayuda se podía esperar de Cataluña
mientras los anarquistas mantuvieran su hegemonía en esta tierra. Cataluña
estaba más atenta a la revolución que a la guerra y bastante hacía con mantener
una línea de frente relativamente estable en Aragón. El colapso de Extremadura
había permitido un avance, que ya parecía imparable, del ejército nacional en
dirección a Madrid.
Efectivamente, las tropas del general Yagüe, después de la sangrienta
conquista de Badajoz, a la que antes nos hemos referido, continuaban su
incontenible avance hacia Madrid. Contaba Yagüe con cincuenta o sesenta mil
combatientes del Tercio y Regulares, todos procedentes de Marruecos y con un
excelente equipo, disciplina y preparación. Contaban además con tanques y
tanquetas y, sobre todo, con la recién llegada aviación alemana.
El 13 de agosto, Frank Kuklohn daba cuenta ya en su crónica del New York
Times de que veinte aviones bombarderos Junker, acompañados de varios cazas,
habían aterrizado en Sevilla para unirse a las tropas fascistas. Desde entonces,
esta fuerza aérea se había visto incrementada con varios aparatos más.
Esa era la potente maquinaria de guerra que ascendía por el valle del Tajo,
sin que la República pudiera oponer resistencia alguna. El 5 de septiembre se
habían apoderado de Talavera de la Reina. Ningún obstáculo serio les separaba
ya de Madrid. El gobierno enviaba columnas de sindicalistas que podrían haber
hostigado a unidades más pequeñas, pero que nada podían hacer ante aquel
ejército disciplinado que apenas detenía su avance cuando los avistaba en el
horizonte.
Los cambios políticos que se produjeron en Madrid aquel 5 de septiembre
parecían llegar también demasiado tarde. Largo Caballero, pragmático y eficaz,
se ponía al frente del gobierno para sustituir al débil José Giral. Álvarez del
Vayo, con su amplia experiencia como corresponsal en muchas ciudades
europeas, se ponía al frente de Asuntos Exteriores, sustituyendo al incompetente
Augusto Barcia. Los socialistas habían puesto todas sus esperanzas en Indalecio
Prieto, gran gestor que podría ayudar a rearmar al Ejército republicano como
ministro de Aviación y Marina. El doctor Negrín, cercano a los comunistas, se
incorporaba al gabinete como ministro de Finanzas, y dos miembros del Partido
Comunista, Hernández en Educación y Uribe en Agricultura, entraban en el
Gobierno. Ya sé que muchos de mis colegas le llamaron el «gabinete rojo», y
quizá tuvieran razón… Pero no me cabe la menor duda de que, por primera vez
en mucho tiempo, la República tenía a su frente un gobierno digno de tal
nombre, dispuesto a aceptar la responsabilidad histórica de aquel momento.
Lástima que llegara al poder con tantos meses de retraso…
Quizá sus integrantes fueran capaces de enfrentarse al caos que en aquellos
días reinaba en Madrid. Cientos de personas eran ejecutadas en la capital de
España sin haber sido sometidas a un juicio previo. Comités socialistas,
comunistas o anarquistas se habían erigido en amos y dueños de aquel caos:
confeccionaban listas negras de personas que debían ser arrestadas, las sometían
a juicio secreto y sumarísimo y, si el veredicto era de culpabilidad, las ejecutaban
en las afueras de la ciudad. La Pradera de San Isidro, a orillas del Manzanares, y
la Ciudad Universitaria aparecían cada mañana llenas de cuerpos de personas
asesinadas la noche anterior. Y lo peor es que muchas de estas muertes
obedecían a ajustes de cuentas de tipo personal, que nada tenían que ver con
razones políticas. Conocí uno de estos tribunales populares que tenía su sede en
el Círculo de Bellas Artes de la calle de Alcalá. Me hice amigo de su presidente,
un hombre con barba cuyo nombre no recuerdo, pero no se me permitió asistir a
ningún juicio.
Me consta que tanto el gobierno Giral como el de Largo Caballero hicieron
lo que pudieron para controlar a aquellos elementos que actuaban en nombre de
partidos políticos o simplemente en nombre propio, pero poco pudieron hacer
hasta que el propio gobierno dispuso de armas de fuego. La primera partida de
armas llegó de Rusia a finales de octubre, y solo entonces pudo el gobierno
comenzar a imponer su autoridad.
Naturalmente, aquel baño de sangre que se estaba produciendo en Madrid en
el verano de 1936 tenía mucho que ver con lo que estaba sucediendo en el otro
bando. Nos llegaban incesantes rumores de matanzas perpetradas por las tropas
de Franco, y muchos de esos rumores, con el paso de los días, acababan por
confirmarse. La matanza de Badajoz, donde fueron asesinadas más de mil
doscientas personas después de conquistada la ciudad, había sido confirmada por
el periodista Mario Neves desde Portugal. La matanza en un bando parecía
alimentar a la del bando contrario, como la que ocurrió en la Cárcel Modelo de
Madrid el 9 de agosto, cuando, a raíz de un incendio provocado en una de las
alas de la cárcel, se procedió a sacar a varias decenas de presos al patio y a la
ejecución sin juicio previo. La muerte de personalidades como Martínez de
Velasco o Melquíades Álvarez, que habían jugado un papel relevante en la
República antes de la guerra, hizo mucho daño a la causa republicana.
A veces las matanzas indiscriminadas las producían los propios milicianos al
regresar a Madrid desde el frente. En este, aquellos hombres sin apenas
instrucción militar se enfrentaban a tropas profesionales y sufrían tales estragos
que al llegar a la capital decidían tomarse la justicia por su mano y organizaban
auténticas cacerías de personas que consideraban fascistas.
Todavía hoy, cuando escribo estas líneas, cuatro meses después del final de
la guerra, no he podido obtener cifras aproximadas de las personas asesinadas en
Madrid en aquellos primeros meses del conflicto. Las autoridades franquistas las
han calculado en unas cien mil. Sospecho que esta cifra es muy exagerada. Cada
día llevaban al depósito de cadáveres de Madrid entre treinta y cien cuerpos. Si
pensamos que un promedio de cincuenta personas fueron asesinadas en Madrid
entre julio de 1936 y enero de 1937, los asesinatos en los primeros meses de
guerra rondarían la cifra de diez mil solamente en la capital de España, lo cual ya
me parece una auténtica barbaridad.
Debo señalar aquí que en mis interminables caminatas por Madrid en
aquellos días jamás vi un cuerpo en la calle. Cada día caminaba tres kilómetros
desde el edificio de Telefónica hasta mi casa y en muchas ocasiones me dirigía
hacia la línea del frente, pero apenas había constancia de personas asesinadas en
la calle. Los cadáveres aparecían cada mañana, como ya he dicho, en dos lugares
muy localizados: la Pradera de San Isidro y la Casa de Campo, pero en ningún
momento tuve la sensación de que hubiera matanzas indiscriminadas o de que
reinara el terror en la ciudad, como después se ha afirmado…
Si es imposible establecer una contabilidad de personas asesinadas en la
República, ocurre lo mismo en el territorio controlado por Franco. Parece ser que
cuarenta diputados fueron asesinados en la República y cuarenta en la España de
Franco; ahora bien, no tengo idea de si esa paridad expresa algún equilibrio en lo
relativo a la muerte de civiles en ambos bandos. Parece ser que la represión en
Andalucía por parte del general Queipo de Llano fue particularmente sangrienta.
En Granada fue asesinado Federico García Lorca, y sus amigos insisten en que
murió a manos de la Guardia Civil, en represalia por aquel poema que les dedicó
en su Romancero Gitano.
Y la pregunta que nos hacíamos aquellos días en Madrid era por qué el
gobierno no paraba aquella masacre. La respuesta a esta pregunta es que había
sido el propio gobierno el que había armado al pueblo en los primeros días de la
guerra. Aquellas armas, que habían servido para sofocar la rebelión fascista con
la toma del cuartel de la Montaña, servían ahora para estos asesinatos y matanzas
indiscriminadas. No hay que olvidar que Madrid estaba prácticamente sin fuerza
policial alguna. Las fuerzas de asalto o de la Guardia Civil que habían
permanecido leales a la República estaban en el frente del Guadarrama, luchando
contra los rebeldes. Y otro dato que debe tenerse en cuenta es la existencia de la
llamada «quinta columna» de Madrid, es decir, la parte de la población que
apoyaba a los fascistas. Se calculaba que un diez por ciento de la población de
Madrid estaba a favor del golpe de Franco, lo que supone unas cien mil personas
sobre una población de un millón. Los tribunales populares respondían a la
necesidad de controlar a aquellas personas enemigas de la República, por más
que en muchas ocasiones se excedieran en sus funciones.
Supongo que la única solución justa hubiera sido internar a todos aquellos
facciosos en grandes campos de concentración, pero eso entonces resultaba
imposible.
La situación internacional tampoco ayudaba a que aquella dramática
situación se resolviera. Desde primeros de agosto, Francia y Gran Bretaña
habían acordado no enviar armas a España, de manera que un gobierno
legítimamente constituido como era el de la República española no solamente no
recibía armas, sino que ni siquiera podía comprarlas.
Aquello parecía un «sálvese quien pueda» de las democracias europeas,
dispuestas a suspender los principios mismos del derecho internacional con tal
de no enfrentarse a las potencias del Eje. Los gobiernos de Alemania e Italia
seguramente no daban crédito a sus ojos al ver cómo las democracias
occidentales les allanaban el terreno. España primero y después Austria,
Checoslovaquia y Rumania eran las piezas del dominó que iban derrumbándose
hasta que la propia Francia quedara ya como una democracia aislada dentro de
una Europa fascista. Quizá ni hiciera falta atacar a Francia, quizá sería ya para
entonces la última pieza que caería del árbol como fruta madura. Mientras tanto,
había que contemporizar con ingleses y franceses, asegurar que ellos estaban
comprometidos en una cruzada contra el comunismo, insistir en que los intereses
de las potencias coloniales serían salvaguardados, etcétera. Daba igual. Mi
propio país había entrado en estado de coma profundo y nada ni nadie parecía
interesado en despertarlo.
XVI

Toledo

DE todas las ciudades españolas, Toledo es mi favorita, tal vez porque toda ella
guarda una perfecta armonía encaramada en la pequeña colina que rodea el río
Tajo. Tan poco espacio tenían sus constructores que tuvieron que apiñar casas y
calles en el reducido espacio de la colina, de manera que ya no hubo sitio para
adiciones y excrecencias más modernas. Algunos prefieren Sevilla, que es en
España la ciudad espaciosa por excelencia. Yo pongo por delante el recogimiento
físico de Toledo, quizá porque nos habla de otro recogimiento, el del alma.
He estado tantas veces en Toledo, he pasado tantos días felices allí, que no
puedo resistir la tentación de recordar algunos. Recuerdo ese Viernes Santo de
1930 en que las imágenes religiosas y los penitentes de la procesión desfilaban
entre los apuestos cadetes de la Academia Militar y los bizarros oficiales de la
Guardia Civil en uniforme de gala. Recuerdo aquel otro día de 1932 en la que el
cardenal Gomá se convertía en el nuevo primado de España tras la caída de su
antecesor, el fanático cardenal Segura. En el séquito del cardenal había un
sacerdote con el que estuve conversando: «Es un buen hombre —me dijo en voz
baja—, ¡lástima que sea catalán!». Recuerdo finalmente aquella fría tarde del
mes de enero en la que, después de comer perdices en la Venta del Aire, recorrí
la ciudad de la mano de una amiga de Newcastle. Paseando por las frías calles
nos encontramos frente a la catedral y decidimos subir a la torre. Desde allí,
junto a las campanas, pudimos contemplar una prodigiosa puesta de sol invernal
en la que los fríos tonos grises del cielo se fundían y confundían con la pizarra
de los tejados y la plateada piedra de los muros de la ciudad. Y recuerdo también
la botella de anís que nos bebimos en el autobús de regreso a Madrid para
quitarnos el frío que se nos había metido en el cuerpo.
Toda esa España que yo atesoraba en el recuerdo había desaparecido de un
plumazo. Ahora volvía a Toledo, pero era para enfrentarme a la tragedia de una
ciudad dividida, en lucha consigo misma. Los militares que se habían encerrado
en el Alcázar en los días que siguieron al 18 de julio continuaban defendiéndose
en el histórico palacio. La verdad es que yo no sentía ninguna especial devoción
por aquel edificio destruido y reconstruido varias veces en su historia. La última
reconstrucción se hizo en el año 1887 y el arquitecto empleó por primera vez
hormigón armado para sostener algunas de las bóvedas. Solo así se explica que
el edificio permanezca aún en pie después de haber recibido el impacto de nueve
mil obuses, quinientas bombas que dejaron caer los aviones y media docena de
minas con las que se pretendió dinamitar el edificio desde sus cimientos.
Fui a Toledo en los primeros días del mes de agosto, cuando los rebeldes
controlaban todavía la carretera de entrada a la ciudad con un nido de
ametralladoras. Para entrar en Toledo teníamos que dar un rodeo por la plaza de
toros. A pesar del peligro, las calles estaban llenas de una multitud inquieta,
milicianos con grandes sombreros de paja a lo Sancho Panza (eran los
campesinos), anarquistas con los pañuelos rojos y negros, soldados… El
nerviosismo de la multitud era explicable porque en el recinto del Alcázar había
más de un millar de hombres bien armados que, en cualquier momento podían
efectuar una salida e irrumpir en la ciudad. Los atacantes se convertían en
atacados. Lo sorprendente en esos primeros días del asedio no era que el Alcázar
no hubiera caído en manos republicanas, sino todo lo contrario, que los militares
del Alcázar no se hubieran hecho con la ciudad de Toledo.
La defensa del Alcázar se ha convertido ya en leyenda y, como en toda
leyenda, hay aspectos que no se corresponden con la realidad. En contra de lo
que se ha dicho, apenas había cadetes defendiendo el Alcázar porque la mayoría
de los cadetes de la Academia Militar estaban de vacaciones el 18 de julio. La
mayor parte de los defensores del Alcázar pertenecían a la Guardia Civil y
habían acudido de todos los puntos de la provincia de Toledo, llamados por el
gobernador, porque tenían, según dijo, que «defender la República». Cuando
estuvieron todos reunidos en la capital de la provincia se encerraron en el
edificio junto con el propio gobernador civil, algunos soldados y elementos
fascistas. En ningún momento trataron de apoderarse de la ciudad. Antes de
encerrarse se llevaron prisioneras a algunas mujeres pertenecientes a
organizaciones de izquierda. Había un total de quinientas setenta mujeres y niños
en el Alcázar. Resulta difícil de entender cómo una ciudad dominada por los
militares y los curas era tan abiertamente hostil al alzamiento del 18 de julio,
pero evidentemente ese era el caso. El coronel Moscardó, que estaba al mando
del Alcázar, no tuvo otra opción que replegarse en su interior y el 22 de julio
comenzaba su defensa.
Hablé con el gobernador civil y me aseguró que todos los tesoros artísticos
de la ciudad habían sido protegidos y estaban bajo custodia. Me habló de
algunos fusilamientos de fascistas que se habían producido junto a la sinagoga
del Tránsito, pero evidentemente la atención de la población se centraba en el
Alcázar, constantemente hostigado por los milicianos que lo rodeaban. Fui a
Toledo una y otra vez, atraído y a la vez horrorizado por aquella singular
situación, pensando incluso en el infierno que debían de soportar los que estaban
dentro del Alcázar, constante e implacablemente bombardeado. En una ocasión,
me encontraba en la plaza del Zocodover cuando vimos llegar los aviones. Yo
puse pies en polvorosa, sabiendo que la aviación republicana era muy capaz de
errar el tiro. Y efectivamente, la primera bomba cayó muy cerca de la plaza y
mató a dos milicianos y mandó a mi colega Yindrich escaleras abajo en el
edificio donde se encontraba. Desde el lugar donde yo me hallaba podía ver
perfectamente las bombas que caían de los aeroplanos. Eran de aluminio y
refulgían a la luz del sol. Ver caer una bomba es una sensación espantosa porque
siempre da la impresión de que van derechas a por ti, aunque sepas muy bien que
caerán quinientos metros más adelante.
En otra ocasión llegué a Toledo procedente del frente de Talavera, donde las
cosas no marchaban bien para la República. Allí habíamos estado con el general
Asensio, alto, elegante, bien vestido, no uno de esos oficiales que se ponen el
mono azul. El enemigo avanzaba hacia la capital de la nación y Asensio defendía
la carretera de Talavera a Madrid. Había preparado una maniobra para envolver
al ejército atacante en cuanto llegara a Talavera. Asensio parecía olvidarse de
que delante de él tenía un ejército entrenado y bien disciplinado, que
difícilmente caería en la trampa que le quería tender. En su cuartel de Santa
Olalla, Asensio me parecía un cínico que había decidido poner al mal tiempo
buena cara. Pero tal vez me equivocara y creyera ingenuamente que con sus
escasas e inexpertas tropas podía desbordar a enemigo tan poderoso. No lo sé.
Asensio nos prestó su vehículo para que inspeccionáramos el frente. Camino
de la línea de frente nos encontramos con un grupo de milicianos que iban en
dirección contraria a la nuestra. «¿Adónde vais?», les preguntamos. «Hemos
perdido contacto con las otras compañías y vamos a ver si las encontramos», nos
contestaron. Mentían y sabían que lo sabíamos. Estaban tan cansados y
hambrientos que no les importaba. En el frente nos encontramos con una
compañía de guardias de asalto. Los aviones pasaban rozando por encima de
nuestras cabezas. Dos cazabombarderos en llamas caían a poca distancia de
donde nos encontrábamos. Al regresar al cuartel general nos informaron de que
habían apresado a uno de los pilotos y que era italiano. Se llamaba Vicenzo
Patriarca, había participado en la guerra de Abisinia y había venido a España con
otros oficiales italianos, haciendo escala en el norte de África. Era el primer
piloto italiano apresado por la República. Fue enviado directamente a Madrid y
todos los medios de comunicación se hicieron eco de la noticia. Pero nada iba a
hacer mella en la voluntad de los gobiernos democráticos que sabían muy bien lo
que ocurría en España, pero que habían decidido lavarse las manos como Poncio
Pilatos.
Desde Talavera nos dirigimos a Toledo. Era el domingo 16 de septiembre,
una fecha importante en el asedio del Alcázar. El embajador de Chile en España,
don Aurelio Morgado, se había presentado ante los viejos muros y, con un
altavoz en la mano, había pedido una tregua a los defensores para poder evacuar
a las mujeres y a los niños. Morgado era el portavoz del cuerpo diplomático con
representación en España. Su oferta no obtuvo respuesta. Unos días antes, el
coronel Vicente Rojo, del ejército republicano, entró en el Alcázar para hacer la
misma oferta. Moscardó no permitió la evacuación de las mujeres y solo pidió
un sacerdote para que diera la comunión, que le fue concedido.
La República se disponía a poner en práctica el último recurso que le restaba
para conseguir la rendición del Alcázar. Los mineros asturianos habían excavado
la pared occidental del edificio y se disponían a dinamitarla. Pero el capitán
Barceló, que estaba al cargo de la operación, no actuó correctamente. Ordenó a
toda la población civil y militar que abandonaran la ciudad mientras se efectuaba
la explosión. La carga de dinamita abrió un gran boquete en el muro, pero los
milicianos tardaron al menos veinte minutos en regresar a sus puestos y cuando
lo hicieron se encontraron con que la brecha estaba bien cubierta por los
defensores. Otro error fue encomendar el asalto a una banda de jovencitos que se
encuadraban en el batallón La Pasionaria. Sin duda, esta misión debió realizarla
la Guardia de Asalto que se encontraba acuartelada en el hotel Castilla.
Creo que, de todas mis experiencias en la guerra, nada me deprimió tanto
como Toledo. Por un lado, me exasperaba la impotencia de los atacantes y, por
otro, me horrorizaba pensar lo que estarían pasando los que estaban dentro, sobre
los que a diario caían docenas de bombas. Naturalmente, todo podía haber
concluido en pocas horas si el gobierno se hubiera decidido a usar gases
lacrimógenos. Era la única forma rápida y efectiva de desalojar un gran edificio.
Supongo que el gobierno no quiso hacer uso de los gases para no sentar un
precedente de imprevisibles consecuencias en aquella guerra.
La última vez que fui a Toledo fue el sábado 26 de septiembre. Los rebeldes
se habían apoderado de Maqueda y su castillo, en la intersección de la carretera
de Talavera a Madrid. En Torrijos, entre Maqueda y Toledo, un oficial
republicano se había apoderado de un vehículo y había ordenado al chófer a
punta de pistola que se dirigiera hacia el territorio rebelde. Sus propios soldados
le habían matado a tiros. Episodios como este se repetían entre los oficiales
republicanos. El gobierno nunca podía estar absolutamente seguro de su lealtad.
Al recorrer las calles de Toledo por última vez me di cuenta de que era una
ciudad perdida. Los aviones republicanos mantenían aún un último y
desesperado enfrentamiento con los aparatos de Franco, que ya invadían el cielo.
Junto al Alcázar, la Guardia de Asalto seguía intercambiando disparos con los
defensores, pero sin poner el corazón en el asunto. A pocos kilómetros de la
ciudad, en las montañas que rodean su flanco oeste, la lucha se había
intensificado y el avance de los rebeldes era imparable.
Pocas horas después, el día 28 de septiembre, todo había concluido. Los
rebeldes habían roto la línea gubernamental y entraban en la ciudad por veinte
sitios distintos. Muchos jóvenes milicianos murieron tratando de defender una
ciudad que ya no tenía defensa. El gobierno se olvidó de dar la orden de retirada
cuando aún era posible. Cuando yo salí de la ciudad, el sábado 26 de septiembre,
debió procederse a la evacuación de la población civil y militar. Eso habría
evitado la pérdida de muchas vidas. La misma imprevisión se cometió con las
obras de arte que el gobernador civil me había asegurado estaban tan bien
custodiadas. Lo cierto era que una importante partida de cuadros de El Greco se
había quedado atrás y que las personas a su cargo hubieron de ponerse a salvo
pasando en barca de una a otra orilla del Tajo, cuando los rebeldes entraban ya
por la Puerta de Bisagra. La orden de expedición de aquellos grecos estaría
perdida en algún despacho gubernamental.
Los defensores del Alcázar sufrieron ciento cuarenta bajas, una cifra
realmente insignificante si se tiene en cuenta las toneladas de bombas que los
republicanos dejaron caer sobre ellos. No cabe duda de que se hicieron
acreedores a la leyenda que se ha forjado en torno a ellos, ya que demostraron
que su valor estaba realmente a prueba de bombas.
XVII

La Telefónica

EL moderno edificio de la Telefónica de Madrid es una construcción muy


curiosa. Inspirada, sin duda, en los grandes rascacielos neoyorquinos, el
arquitecto decidió rematar la construcción con una suerte de torre almenada, de
manera que, contemplado desde cierta distancia, su imponente mole más bien
parece la de un castillo que sobresale de la planicie gris urbana. Todos los
corresponsales de prensa pasamos muchas horas en el interior de este imponente
edificio. Desde la quinta planta telefoneábamos las crónicas a Londres que
anteriormente habían pasado por la censura. A medida que el frente se acercaba a
Madrid, pasábamos más y más horas en este edificio hasta que llegó el día en
que podíamos observar los movimientos de tropas rebeldes desde su terraza. ¡Era
como ser corresponsal de guerra desde tu propia butaca!
Así se convirtió la Telefónica en el centro del Madrid sitiado, en el punto de
mira hacia el que apuntaban los cañones de los rebeldes. Aquel edificio
levantado por la tecnología americana durante la época de Primo de Rivera,
apadrinado por la International Telegraph and Telephone Corporation, tenía, sin
embargo, un corazón muy español.
He aquí, me decía a mí mismo al contemplar la Telefónica, un edificio con
toda la eficiencia americana, pero con un corazón español, que sabe vibrar ante
la tragedia de este pueblo, que pone su sofisticada tecnología al servicio de un
pueblo en lucha. Supongo que soy hijo de mi tiempo. Debo confesar que me
gustan los trenes más modernos y sofisticados, los hoteles cómodos y eficientes,
los coches americanos de última moda, parqué en el suelo de las casas… Pero
quiero que todos estos inventos nos lleven hacia un mundo verdaderamente
«feliz» y no al horror de ese «mundo feliz» que vaticina Aldous Huxley en su
novela…
Ese mundo moderno estaba allí ante mis ojos, en el edificio de la Telefónica:
me encantaba subir y bajar en esos ascensores que no hacían ruido y se
desplazaban a gran velocidad, contemplar la automatización de aquellas
máquinas que daban servicio a los cincuenta mil teléfonos automáticos que había
entonces en Madrid, hablar con Londres a las cinco de la madrugada porque el
servicio no se detenía… Y es que la Telefónica continuaba funcionando
normalmente. Un comité de trabajadores se había hecho cargo de la dirección,
pero la casa seguía funcionando a su ritmo habitual y prestaba servicio las
veinticuatro horas del día, atendida por guapísimas madrileñas modosamente
vestidas de negro con blusas de cuello blanco almidonado. Desde que comenzó
la guerra no se había producido ninguna reivindicación por parte de los
trabajadores de la empresa, que podían muy bien haberse aprovechado de las
circunstancias para forzar una mejora de su situación laboral. Aquellas
muchachas vestidas de negro seguían acudiendo a sus puestos de trabajo como si
nada sucediera en el exterior para que la voz de Madrid se dejara oír en el mundo
entero.
No se me olvidará nunca la tarde del 6 de noviembre de 1936, cuando la
primera bomba de Franco cayó sobre el edificio. Los rebeldes habían instalado
sus baterías en la Casa de Campo, de manera que toda la Gran Vía quedaba
dentro de su radio de acción. Cuando oímos el estampido de la bomba contra las
paredes del edificio, los corresponsales de prensa que nos hallábamos en la
quinta planta nos dirigimos apresuradamente al sótano. Pero no lo hicimos por la
escalera, sino que una de esas muchachas uniformadas de negro nos llevó en el
ascensor. Mientras buscábamos refugio en las profundidades, el servicio de
ascensor continuaba funcionando con normalidad. Cuando hice acopio del valor
suficiente como para regresar a mi puesto de trabajo en la quinta planta, la
telefonista me dijo que me había estado buscando por todas partes: «Pero ¿dónde
demonios se había metido usted? ¡Tiene comunicación con Londres desde hace
diez minutos y usted sin aparecer!». Avergonzado, casi reptando, me dirigí hacia
la cabina telefónica. El censor, observando que mi estado de nervios estaba algo
alterado, permitió que retransmitiera mi crónica a Londres sin pasar por la
censura previa, aunque él, naturalmente, se mantuvo a la escucha. Una bomba
había dañado la cuarta planta del edificio de la Telefónica en Madrid, pero el
ritmo de trabajo de la plantilla no se había alterado ni por un instante, y, desde la
encargada del ascensor hasta los que dirigían la censura, nadie había abandonado
su puesto de trabajo… Esa fue la crónica que envió a Londres ese día este
agitado corresponsal de prensa.
Lo que ocurría en el edificio de la Telefónica no era la excepción, sino
justamente la norma de lo que estaba sucediendo en todos los rincones de la
capital de España. Esa es la razón por la que Madrid no cayó con la misma
facilidad con la que había caído Toledo unas semanas antes. Las otras razones no
me sirven. Hay quien dice que la llegada de las Brigadas Internacionales a la
capital de España fue el elemento decisivo en la defensa de Madrid. El 8 de
noviembre llegaban a Madrid mil quinientos hombres de la XI Brigada. Pero
estos hombres, por muy bien pertrechados que estuvieran, poco podían añadir a
los ochenta mil que se aprestaban a defender su ciudad. Además, las Brigadas
Internacionales no estaban defendiendo los puentes de Toledo y Segovia, que
fueron los puntos por donde Franco inició su ataque a la ciudad. A mi manera de
ver, la suerte de la ciudad se decidió entre los días 7 y 11 de noviembre,
demasiado pronto para que las recién llegadas Brigadas Internacionales tuvieran
una influencia decisiva. Lo cual no quiere decir que, en los días que siguieron,
no jugaran un papel importante en el frente de la Ciudad Universitaria,
impidiendo que las tropas de Franco penetraran en la capital por la zona de
Cuatro Caminos.
También se ha dicho que si Franco no hubiera permitido al general Yagüe
desviarse de su camino para rescatar a los defensores del Alcázar de Toledo,
habría conseguido tomar la capital de España por sorpresa. Pero lo que Franco
tenía delante de sus ojos no era una ciudad indecisa, donde podía influir el factor
sorpresa, sino una ciudad abiertamente hostil. Y esto lo pudo comprobar el
sábado 7 de noviembre cuando inició su ataque sobre la capital de España.
Contaba con quince mil hombres, según sus propios cálculos, o con sesenta mil,
según fuentes gubernamentales. Yo no puedo precisar el número exacto. Madrid
parecía entregado esa mañana de noviembre. El gobierno acababa de abandonar
la ciudad. El jefe de policía también se había marchado. La censura en la
Telefónica se había relajado tanto que podíamos mandar lo que quisiéramos. Las
calles aparecían desiertas… ¿No eran todas esas circunstancias las más
favorables para que la famosa «quinta columna» apareciera y abriera a Franco
las puertas de la capital de España?
Franco había pasado las seis semanas transcurridas desde la caída de Toledo
el 27 de septiembre reorganizando su ejército, preparándose para lo que él creía
que sería el ataque final. Había recibido tanques italianos con sus
correspondientes tripulaciones. Los alemanes le habían enviado artillería ligera.
Miles de combatientes moros habían acudido a reemplazar las bajas que habían
tenido. El punto débil del ejército rebelde, la aviación, había sido reforzado por
unos cincuenta o sesenta bombarderos enviados desde Alemania. Por el
contrario, la aviación republicana acababa de perder su último cazabombardero:
«Nuestro último caza va a despegar mañana por la mañana», le había dicho el
coronel Hidalgo de Cisneros a un colega mío una noche del mes de octubre. La
esperanza de Cisneros estaba puesta en Rusia, que había decidido cumplir el
Pacto de No Intervención con la misma escrupulosidad con que lo estaban
haciendo Alemania e Italia. Rusia había prometido el envío de aviones y tanques
que comenzaron a llegar a España en el mes de octubre. Con los primeros
tanques rusos intentó el gobierno proteger el flanco sur de la capital, atacando a
las tropas de Franco en la localidad de Seseña, cerca de Aranjuez, pero fueron
barridos por los tanques italianos, bien apoyados por las tropas de infantería
rebeldes, de manera que Franco se había plantado a las puertas de Madrid sin
encontrar apenas resistencia. La capital apenas si había tenido tiempo de
improvisar una mínima defensa.
En el mes de agosto, un grupo de arquitectos madrileños había elaborado un
plan para la defensa de Madrid. El gabinete Giral lo había rechazado,
argumentando que «las obras para la defensa de la capital desmoralizarían a la
población madrileña…». Al contrario, el gobierno había proseguido con las
obras de expansión del metro madrileño, con la instalación de los raíles para una
nueva línea de tranvías en la calle del Príncipe Pío. Los únicos trabajos en las
llamadas «líneas de defensa» de Madrid habían sido realizados por voluntarios
de la población civil que acudían a centenares los domingos por la mañana para
parapetar y excavar trincheras.
La población de Madrid, en buena lógica, debería haber estado totalmente
desmoralizada cuando Franco llegó a sus puertas el 7 de noviembre de 1936.
Hasta el presidente Azaña había abandonado la capital unos días antes para
dirigirse a Barcelona. El comunicado de prensa emitido por su gabinete, en el
que se decía que «el presidente se ha dirigido a Barcelona para continuar sus
visitas al frente…», tampoco aclaraba demasiado las cosas. Daba la impresión de
que había puesto pies en polvorosa sin importarle mucho hacia dónde se dirigía.
El gobierno abandonó la ciudad el día anterior al de la llegada de Franco.
Había dado entrada a cuatro nuevos ministros, todos ellos anarquistas, Federica
Montseny, Juan Peiró, Juan López y Juan García Oliver, para incluir a la
Federación Anarquista Ibérica (FAI) y a la organización sindical anarquista CNT
en el gobierno del Frente Popular. Antes de partir, Largo Caballero había
encomendado al general Miaja la defensa de Madrid. Este y el general Pozas
habían recibido dos sobres sellados con las últimas instrucciones. En estas
instrucciones, el gobierno instaba a los dos generales a defender la ciudad, pero,
caso de no poder hacerlo, les ordenaba un repliegue de tropas hacia Tarancón, en
dirección a Valencia. Estaba claro que ni el propio gobierno tenía fe en la
salvación de Madrid.
La capital tuvo que salvarse a sí misma. En la mañana del domingo 8 de
noviembre fui al puente de Toledo para ver la situación. Los obuses silbaban por
encima de la cabeza, sin saber muy bien de dónde venían y adónde iban.
Supongo que procedían de algún punto de la Ciudad Universitaria y se dirigían
contra las avanzadillas de Franco que se acercaban al río. Aquella mañana, los
titulares de los periódicos de todo el mundo describirían «las últimas horas» de
Madrid. La noche anterior había llamado a las oficinas de mi periódico
londinense y me preguntaron con extrañeza: «¿Se puede saber desde dónde
llama usted, Buckley?». Yo les contesté que desde el centro mismo de Madrid:
«No puede ser —me dijeron—. Sabemos de buena tinta que las fuerzas de
Franco han entrado ya en Madrid y están luchando en las calles del centro…».
En vista de que aquel señor de Londres sabía más que yo, le colgué el teléfono.
Al poco rato me llamó un amigo de París y me dijo con voz alarmada: «¿Se
puede saber qué haces en Madrid? ¿No sabías que Franco considera que todos
los corresponsales del lado republicano son "rojos" y que lo vas a pasar muy mal
si te cogen?». Efectivamente, un corresponsal de prensa amigo mío había
recibido una amenaza de muerte del gobierno de Burgos, anunciándole que sería
fusilado si se le encontraba en Madrid. Hasta aquel momento no me había
preocupado por mi seguridad personal, pero al recibir estas llamadas comencé a
pensar en mi propio pellejo. Aquella misma mañana, varios periodistas habían
abandonado la capital de España. En un momento de debilidad, cogí el teléfono
y llamé a la Embajada británica para preguntar al encargado de negocios,
Ogilvie-Forbes, si tenía algún coche disponible para viajar a Valencia. Me
contestó que no tenía ninguno y que lo mejor que podía hacer era quedarme en
Madrid.
Todos estos temores se disiparían a la mañana siguiente cuando, tal como
decía antes, bajé hasta el puente de Toledo para comprobar la situación. Ante mis
ojos desfilaban centenares de ciudadanos sin uniforme con un fusil en la mano y
dos docenas de cartuchos en los bolsillos. Algunos de aquellos fusiles eran tan
viejos que podían hacer más daño a quienes los disparaban que al enemigo.
Muchos de aquellos hombres no habían utilizado un fusil en su vida. Habían sido
convocados por sus respectivas organizaciones sindicales para luchar por la
defensa de Madrid. Fueron ellos los que salvaron Madrid en las dos jornadas
críticas y decisivas del 7 y el 8 de noviembre de 1936. La mayoría eran héroes
desconocidos, tranviarios, taxistas, obreros de la construcción, vendedores,
cuyos nombres no pasarán a la Historia aunque dejaran la piel en la defensa de
su ciudad. Luchaban sin ningún tipo de servicio sanitario, sin recibir comida ni
bebida, a veces sin órdenes de ningún tipo, porque en amplios sectores del frente
no había oficiales que dirigieran a aquella abigarrada multitud. Y sin embargo
consiguieron detener el avance de las mejores tropas del Ejército español, los
famosos Tercios, las bien disciplinadas tropas moras, los fanáticos carlistas de
Navarra. Su secreto era muy sencillo: aguantar a pie firme y no ceder terreno. Y
así fue cómo las sucesivas oleadas de tropas que mandaba el general Franco se
estrellaron contra la granítica muralla humana levantada por la resistencia
popular.
Una y otra vez, con evidente heroísmo, los Tercios de la Legión trataban de
abrirse paso por los suburbios de Carabanchel o intentaban franquear el río para
tomar la estación del Norte. ¿Cómo es posible que no abrieran una brecha, que
no encontraran el punto débil en aquella muralla humana que circundaba
Madrid? Desde las alturas de la Telefónica, la almenada torre castellana, el
comandante de la artillería republicana dominaba todo el campo de batalla y
mandaba a sus baterías las órdenes precisas para que mantuvieran a raya al
enemigo e impidieran que la muralla del castillo se agrietara y se viniera abajo.
Desde aquel momento comenzó una nueva vida para nosotros, los que
vivíamos en Madrid. Hasta entonces, la ciudad había sido un lugar relativamente
tranquilo donde se producía de cuando en cuando alguna incursión aérea, pero
donde, por lo general, se podía comer y dormir con tranquilidad. De pronto nos
encontrábamos en la línea del frente. La artillería y los aviones no dejaban de
disparar.
A los rebeldes no les había hecho ninguna gracia quedarse a las puertas de la
gran ciudad y estaban dispuestos a no dejarnos ni un minuto tranquilos.
Comenzaron a lanzar bombas de quinientos y hasta de mil kilogramos que caían
en el centro y los suburbios de la ciudad, evitando cuidadosamente el paseo de la
Castellana, donde se encontraban la mayoría de las embajadas, y ciertos sectores
de la ciudad donde vivía la gente adinerada. Recuerdo que en la noche del 17 de
noviembre, yo me encontraba en la Gran Vía comprándole un periódico a un
vendedor que parecía no haberse percatado de que Madrid estaba en guerra. Era
una noche lluviosa, las nubes bajas ofrecían una aparente protección contra los
ataques aéreos. De pronto se oyó el ruido inequívoco de una bomba que se
dirigía hacia nosotros. Las bombas pesadas llevan una hélice en su parte
posterior que les ayuda a mantener la dirección. Antes de que tuviéramos tiempo
de buscar refugio, la bomba había hecho explosión a unos doscientos metros del
lugar donde nos encontrábamos, en el mercado del Carmen. Eran las nueve de la
noche. Durante cinco largas horas no hubo ni un minuto de descanso. Venían una
y otra vez dejando caer su pesada carga de manera que hasta el poderoso castillo
de la Telefónica temblaba ante aquel diluvio. Las bombas incendiarias
iluminaban el cielo de Madrid, que ardía por los cuatro costados. Una bomba
cayó en una de las bocas de metro de la Puerta del Sol y mató a decenas de
personas que habían buscado refugio en ella. Las víctimas que conseguían salir
al exterior se veían obsequiadas por una lluvia de cristales que caían de los
edificios más cercanos. Un amigo mío que se encontraba en el lugar vio cómo un
hombre moría decapitado por una lámina de cristal que le cayó encima. Una casa
de ocho plantas apareció a la mañana siguiente partida por la mitad, como si una
mano gigantesca la hubiese despedazado. Sus habitantes quedaron apresados por
montañas de cemento de las que pocos pudieron ser rescatados con vida. Las
casas que mejor ardían eran las más antiguas. La bomba incendiaria, después de
explotar sobre el tejado, dejaba caer su carga de calcio líquido, que producía una
llama blanca, sobre las vigas de madera de la techumbre, hasta que todo el
edificio se convertía en una inmensa pira. De esta manera ardieron cinco grandes
edificios en la Puerta del Sol. Y continuaron ardiendo durante días, sin que nadie
se molestara en apagarlos. Aquellas escenas dantescas comenzaban a formar
parte de la vida cotidiana.
Es imposible saber el número de personas que murieron aquellos días en
Madrid. Las autoridades manifestaban que no podían dar cifras de muertos
porque aquello era «secreto de guerra». La única manera de conocer la verdad
era ir cada mañana al depósito de cadáveres y contar las víctimas de la noche
anterior. Los muertos estaban dispuestos en mesas de mármol. En aquella
memorable noche del 17 de noviembre ingresaron más de trescientos cadáveres,
y no parece aventurado afirmar que al menos mil personas murieron en Madrid
en aquel mes de noviembre víctimas de los bombardeos. Un día, mientras me
entretenía contando el número de cadáveres que habían ingresado aquella
mañana en el depósito, se me acercó un médico y, al saber que yo era inglés, me
pidió en tono suplicante que hiciera todo lo que estuviera de mi parte para que
mi gobierno intercediera ante el de Alemania para tratar de detener aquella
devastación salvaje. Seguramente el médico habría pasado noches, quizá
semanas, sin dormir. Sus manos, agotadas por el trabajo, le temblaban de la
emoción. Yo le mentí y le dije que sin duda la opinión pública en mi país
obligaría a mi gobierno a tomar cartas en el asunto… En cuanto pude, me zafé
de él con buenas palabras.
Pero ya no conseguí permanecer tranquilo. Las palabras de aquel hombre me
atormentaban. En la Ciudad Universitaria se luchaba no solamente por la
República española, sino que estaba en juego el futuro de los países
democráticos. Si el gobierno de mi país no quería entrar en liza, ¿no era el deber
de todo ciudadano libre defender la libertad en la que nos habían educado? ¿Qué
hacía yo contando cadáveres en el depósito madrileño o mandando unas noticias
que no cambiarían para nada la postura cerril de mi gobierno? ¿Dónde estaba mi
puesto, detrás de la máquina de escribir o detrás de un fusil, defendiendo las
ideas en las que creía? Pensé en alistarme en las Brigadas Internacionales. Pero
me faltó el valor. No soy una persona corpulenta y temía no poder aguantar los
rigores del combate. Temía, sobre todo, la muerte que parece muy cercana
cuando luchas en primera línea.
A pesar de la guerra, la vida en Madrid continuaba. Por todas partes se veía
gente llevando sus enseres, mudándose de casa, abandonando su hogar destruido
por las bombas o amenazado por encontrarse en la línea de fuego y buscando
uno nuevo en los miles de viviendas abandonadas. Niños abandonados buscaban
a sus padres por las calles de Madrid. Los hospitales, llenos a rebosar, eran
frecuentemente bombardeados, sembrando el caos. En las estaciones de metro
pasaban la noche tantas personas que era imposible salir o entrar en los trenes sin
pisar los cuerpos de quienes estaban durmiendo. Una mujer ya mayor que
trabajaba en la Telefónica me contó su historia. Vivía con su hija y sus nietos en
un edificio junto al puente de Toledo. Aquel edificio había sido bombardeado en
diecisiete ocasiones, pero ella no encontraba dónde ir con su familia y debía
permanecer en él. Cada día tenía que desplazarse hasta la Telefónica, lo que en
aquellas circunstancias suponía una hazaña. Pero ni ella ni ninguna de las
personas con las que hablé durante aquellos días pensaban en la rendición. Se
quejaban de la guerra, pasaban mucha hambre y, lo que es peor, pasaban mucho
miedo, pero estaban convencidos de que luchaban por una causa justa y estaban
dispuestos a proseguir la lucha.
A finales del mes de noviembre llegó a Madrid una comisión de
investigación enviada por el Parlamento británico gracias al llamamiento de
Álvarez del Vayo, que era entonces ministro de Asuntos Exteriores. Aquella
colección de parlamentarios británicos, representantes de todas las tendencias
dentro de la Cámara de los Comunes, parecía, sin embargo, extrañamente
surrealista en aquel Madrid en guerra, como si un grupo de marcianos hubiera
aterrizado de pronto en la capital de España. Recuerdo a Sefton Cocks
(socialista), con una ligera cojera pero siempre de buen humor y dispuesto a
entrar en las zonas de mayor peligro, o a Wilfred Roberts (liberal), un tipo
intelectual, o al comandante James (conservador), que se dedicaba a medir los
agujeros producidos por las bombas o a hacer preguntas técnicas sobre el
armamento republicano. Les acompañaba Margarita Nelken, recién ingresada en
las filas del Partido Comunista. Su fuerte personalidad y sus ideas chocaban con
las de aquellos bienintencionados parlamentarios, y no me parecía la persona
más indicada para actuar de cicerone en aquellas circunstancias… Claro que
todo eso tampoco tenía la menor importancia. El único resultado positivo de la
presencia de los parlamentarios británicos en Madrid fue que durante ocho o diez
días prácticamente cesaron los bombardeos sobre la capital de España.
Alemania, por aquellos días, se guardaba mucho de ofender al Reino Unido.
Hitler pensaba entonces que podría necesitar en algún momento la ayuda de
Gran Bretaña. Las noticias de la presencia de los parlamentarios ingleses en
Madrid en la prensa mundial fue suficiente para que se suspendieran los
bombardeos durante unos días y nos dieran una pequeña tregua.
En cualquier caso, Madrid se había convertido en el centro de la atención
mundial. En un primer momento se había pensado que Franco entraría sin
muchas dificultades en la capital de España, y muchos rotativos del mundo
entero habían enviado a sus corresponsales más distinguidos para que
describieran la caída de Madrid desde las posiciones que ocupaba el ejército
franquista. Pero en vista de que la esperada «caída» no se producía, los sesenta o
setenta corresponsales que estaban con las tropas franquistas se dispersaron. La
noticia estaba dentro de la ciudad misma y éramos nosotros, los corresponsales
«republicanos», los que teníamos que informar al mundo de los acontecimientos
que allí se estaban produciendo.
En las últimas semanas habíamos estado durmiendo en la Embajada
británica. Lo hacíamos en el suelo de los salones que otrora servían para celebrar
grandes cenas y recepciones, y que ahora nos parecían mullidas camas por lo
cansados que nos encontrábamos cuando nos tumbábamos sobre ellos a dormir
al llegar la noche. Daba igual que bombardearan: puedo asegurar que dormíamos
como angelitos. Naturalmente, lo hacíamos pensando que si Franco entraba de
noche en la ciudad, como insistentemente se rumoreaba, aquel sería uno de los
pocos lugares relativamente seguros para nosotros.
Todos compartíamos el temor de que Franco entrara en Madrid por la noche
y tratara de tomar la ciudad por sorpresa, todos excepto el corresponsal más
veterano, E. G. De Caux, del Times de Londres. Un día, mientras
contemplábamos las posiciones de Franco con unos potentes prismáticos desde
el Parque del Oeste, De Caux me dijo: «¿Sabes una cosa, Buckley? No veo por
ningún lado los grandes movimientos de tropas que Franco necesitaría para
adueñarse de una ciudad como Madrid. Una ciudad de un millón de habitantes
no se puede tomar con un puñado de hombres. Franco tendrá que traer
muchísimas más tropas si pretende hacerse con la ciudad». De Caux, zorro viejo
en estas lides, sabía lo que se decía.
Los demás éramos jóvenes e inexpertos corresponsales de guerra, si bien este
es un arte que no se aprende en ninguna escuela, sino día a día en las trincheras.
Recuerdo a Geoffrey Cox, un neozelandés que buscaba con su penetrante mirada
la verdad detrás de la superficie de los acontecimientos; a Sefton Delmer,
australiano de origen irlandés que llenaba las primeras páginas del Daily Express
de Londres con su prosa arrebatada y violenta; más delicado (nos asombraba a
todos con sus pijamas de seda mientras acampábamos en la Embajada británica)
era Stubbs Walker, del Daily Herald… Walker fue nuestra única baja en aquellos
días: tuvo que marcharse a París para que le sacaran la muela del juicio.
Las noticias que, día a día, mandábamos sobre la desesperada resistencia de
la ciudad eran, en realidad, mensajes de socorro para que el mundo entero se
percatara de la tragedia que nosotros estábamos presenciando. Y estos mensajes
eran «recogidos» por ciudadanos de Birmingham o de Amberes, de Aberdeen o
de Dublín…, y estos ciudadanos se apresuraban, en muchos casos, a dar dinero
para la causa republicana, un dinero que a ellos seguramente les hacía falta. Pero
¿qué podían hacer aquellas pequeñas donaciones privadas frente a los millones
de dólares que le llegaban a Franco desde los gobiernos de Portugal, Alemania e
Italia y de muchas compañías privadas de los Estados Unidos y del propio Reino
Unido? A pesar de que la República controlaba las reservas de oro del Estado
español, el gran capital estaba convencido, desde el principio mismo de la
contienda, de que Franco sería el vencedor de aquel combate y ponía todos sus
recursos a su disposición, seguro de que aquellas inversiones las recobraría con
creces…
Y así, mientras los grandes rotativos proclamaban a bombo y platillo la
ayuda de los ciudadanos demócratas de todo el mundo a la causa republicana, en
cualquier trastienda de Londres, París o Nueva York un grupo de financieros se
reunían con algún enviado del general Franco y acordaban créditos de miles de
libras… y nadie se enteraba. Era una situación muy curiosa. Mientras Londres,
con sus grandes rotativos, parecía apoyar la causa republicana, la City,
destejiendo lo que otros tejían, volcaba sus recursos a favor del general,
convencidos como estaban de que ello les reportaría las mayores ganancias…
Claro que todos los pecados llevan su penitencia. Antes de que este libro
salga a la luz, los angustiosos acontecimientos que Madrid vivió en noviembre
de 1936 se reproducirán en aquellos países que se autodenominan «libres».
Libres de muchas cosas, pero no de un pecado que puede llegar a ser peor que
todos los otros, el pecado de omisión.
XVIII

Un conde en la cárcel

AQUELLA guerra tenía para mí escenarios muy diferentes y podía deparar


muchas sorpresas. Una mañana me encontraba en el salón de una elegante casa
madrileña, en compañía de una condesa, cuando el mayordomo interrumpió
nuestra conversación para anunciar que la policía se encontraba en la puerta. Yo
me puse algo nervioso porque, aunque conocía aquella familia, no sabía si su
palacete madrileño podría esconder algún centro de espionaje fascista. Pero la
visita de la policía resultó ser de lo más inocente: solo querían saber si la señora
condesa podría alojar en su vivienda a unos refugiados que habían perdido la
suya. Se trataba de un tranviario que se había quedado sin casa en la barriada de
Cuatro Caminos después de ser bombardeada por la aviación fascista. La
condesa se levantó y acompañó al tranviario y a su familia a las habitaciones que
ocuparían en un extremo de la casa.
Aquella insólita visita al domicilio de una condesa se debía al encargo de una
amiga mía, que me había pedido que la ayudara porque su marido estaba en la
cárcel. La condesa parecía encantada de charlar con un periodista inglés. Me
contó que conocía personalmente al rey Eduardo VIII, y por los detalles que me
daba estoy seguro de que me decía la verdad.
Fui a ver a su marido, el conde, a la cárcel. Se le acusaba de haber
pertenecido a la CEDA y a Falange y de haber contribuido con grandes
aportaciones de dinero a la derecha. Mis amigos me aseguraban que se trataba de
una familia liberal, así que no tengo idea de si todo aquello era verdad o mentira,
y naturalmente el conde tampoco parecía muy dispuesto a aclarar mis dudas. Se
le veía hundido, como si hubiera perdido la ilusión y las ganas de vivir. Las
gestiones que pude hacer por él resultaron infructuosas, porque, en aquel Madrid
bombardeado por los fascistas, la compasión que despertaba un conde en las
autoridades era muy escasa.
A diferencia de su marido, la condesa parecía disfrutar de aquel bullicio que
se había organizado en su casa, como si la guerra le hubiera dado nueva vida en
lugar de quitársela. Cuando fui a verla para contarle el fracaso de mis gestiones
para liberar a su marido, ella me dijo: «No te preocupes, Henry, que ya lo he
arreglado con mis amigos anarquistas. Ellos me dicen que lo pueden sacar de la
cárcel a escondidas y luego quizá tú puedas meterlo como refugiado en la
Embajada británica». ¡Así era el Madrid de aquellos días: una condesa con
amigos anarquistas, disfrutando de la insólita situación en la que se encontraba!
Hay que señalar que la Junta que en aquellos momentos gobernaba —o trataba
de gobernar— Madrid se componía principalmente de comunistas, socialistas y
anarquistas, y que uno de aquellos anarquistas, Melchor Rodríguez, era el jefe de
prisiones.
Tampoco pude conseguir acceso a la Embajada para cuando el conde fuera
puesto en libertad. En este punto, tanto la Embajada británica como la de
Estados Unidos eran muy estrictas: no aceptaban refugiados.
Creo que en esto se equivocaban. Una cosa es aceptar a oficiales rebeldes,
como habían hecho otras embajadas, y otra muy distinta cerrarles la puerta a
personas inocentes cuya vida corría peligro.
Se calcula que veinte mil personas encontraron refugio en las diferentes
embajadas durante la guerra, y el gobierno de la República siempre respetó la
inviolabilidad de los territorios que ocupaban. Caso aparte fue, desde luego, la
ocupación de la de Finlandia, que se encontraba junto a la británica. Una noche
oímos un tiroteo en la calle, y el propio embajador británico, Ogilvie-Forbes, nos
informó de que había dado permiso a la policía de la República para entrar en la
Embajada británica para poder cercar a las personas que se encontraban dentro
de la legación de Finlandia. Resulta que los diplomáticos finlandeses habían
regresado a su país al comenzar la guerra, pero habían dejado a un español para
que se encargara de los asuntos de la legación. Este ciudadano español había
montado un negocio y cobraba unas cien libras esterlinas por el derecho de
admisión, además de una cuota diaria por el servicio de comidas. El negocio era
tan próspero que habían llegado a apoderarse de los pisos adyacentes que en
aquellos momentos se hallaban desocupados. Cuando la policía republicana
pretendió entrar en la legación fue recibida por los disparos de la gente de
derechas que en aquellos momentos la ocupaba. Muchas personas resultaron
heridas antes de que la policía se hiciera dueña de la situación.
La vida de los corresponsales de prensa no se hizo más fácil con la llegada a
Madrid de las Brigadas Internacionales. Cada día recibíamos decenas de
peticiones para que averiguáramos si tal o cual voluntario estaba muerto o
herido. Al hijo del almirante Mackenzie lo dimos por muerto en varias ocasiones
e incluso se celebraron sus funerales en Madrid. ¡Qué alegría fue verle entrar en
mi oficina, y además tan buen mozo como resultó ser! ¿Y qué decir de Esmond
Romilly, sobrino de Winston Churchill? ¡Menudos quebraderos de cabeza nos
daba!
Recuerdo un día en que me encontraba en el hotel Palace, convertido
entonces en hospital de emergencia. Estábamos en el salón de banquetes del
hotel, aquel salón que yo conocía tan bien porque todos los partidos políticos —
desde la extrema derecha a la izquierda— celebraban allí sus ágapes y
convenciones. Ahora servían aspirinas en lugar de pollo con patatas y las
engalanadas mesas se habían convertido en camas de campaña. Yo estaba
visitando a un brigadista escocés que había caído en combate y le llevaba unos
bombones para endulzarle aquel mal trago. Cerca de donde nosotros nos
encontrábamos estaba el joven Romilly con otros cuatro o cinco brigadistas.
Hablaban de la acción de su brigada en Boadilla del Monte, donde habían
muerto cuatro o cinco de sus compañeros. De pronto, Romilly advirtió mi
presencia y se dirigió hacia mí, increpándome: «¿Qué hace aquí este periodista?
¡Seguro que está aquí para espiarnos! ¡Lárgate de aquí ahora mismo!».
Comprendí el estado de excitación en el que se encontraba, recién llegado
del frente, y le obedecí. Unos días más tarde me lo encontré frente a la Embajada
británica y me pidió disculpas. Recuerdo que incluso le regalé un tradicional
pudin de Navidad de los que por aquellos días nos llegaban a la Embajada. Pero
le dije que se lo tendría que comer fuera, porque ninguna persona con uniforme
podía entrar en el edificio. Así estaban las cosas entonces en mi país: aquellos
jóvenes que tan generosamente luchaban por la democracia estaban proscritos,
eran unos apestados que no podían entrar en sus embajadas, ni aun llamándose
Churchill de apellido. Así premiaba mi país a aquellos héroes.
Y, efectivamente, héroes eran todos los jóvenes que conocí en aquellos
turbulentos días en Madrid. Podían haber venido a España por los motivos más
diversos: por puro idealismo, por escapar de su familia o incluso por escapar de
la justicia. Pero a la hora de entrar en combate se convertían todos en héroes:
llevaban armas anticuadas, estaban mal equipados, no sabían hablar español,
pero todo lo suplían con su heroico comportamiento en las trincheras. Y debo
decir en honor a la verdad que los alemanes eran los mejores. Se trataba de
refugiados políticos que habían sufrido en sus propias carnes la miseria del
campo de concentración, la amargura del exilio. Estaban ya curados de espanto y
la muerte significaba muy poco para ellos, mucho menos que para franceses o
británicos, que todavía valoraban su propia vida. Y lo mismo podríamos decir de
los italianos, que se habían integrado en el batallón Garibaldi. Aquellos hombres
ya habían probado los horrores del fascismo y, por tanto, estaban curtidos.
Sé muy bien que circulaban historias sobre los brigadistas, tachándolos de
mercenarios o aventureros. Si los hubo, yo, desde luego, no los conocí. Conocí a
jóvenes poetas como John Cornford o Tom Wintringham y a personas tan
magníficas como el propio Romilly, Ralph Bates o Hugh Slater, ninguno de los
cuales tenía el más remoto parecido con un delincuente o un simple aventurero.
También circulaba el bulo de que había muchos judíos entre los brigadistas. Yo
encontré muy pocos y esos pocos estaban siempre entre los mejores. Recuerdo a
un joven de una familia adinerada de Frankfort que había escapado del terror
nazi y se encontraba en un hospital de Madrid con una bala alojada en un
pulmón.
Y mientras tanto, Franco seguía golpeando ciegamente con sus baterías la
ciudad de Madrid. Recuerdo un comentario de un general alemán que escribía en
Die Wehrmacht y que, visto desde el lado contrario, me parecía bastante exacto:
«Nuestros bombarderos tenían la misión de destrozar la ciudad y desmoralizar a
sus habitantes para preparar la entrada de las tropas de Franco, pero esta entrada
nunca acababa de producirse». A mediados de enero de 1937 Franco varió su
estrategia al darse cuenta de que era en terreno abierto donde sus tropas,
altamente profesionalizadas, bien equipadas y apoyadas por la aviación alemana,
tenían todas las de ganar. En lugar de atacar la ciudad solo por el Norte, abrió
otros frentes en el Sur y estableció así un asedio casi total de la ciudad.
XIX

El Jarama

EL último ataque directo de Franco al corazón de Madrid se produjo en enero


de 1937. A partir de ese momento, opta por una serie de maniobras envolventes
en torno a la capital. Estas maniobras podrían haber tenido éxito si las hubiera
realizado en el otoño, cuando llegó frente a la capital de España. Pero el asedio a
Madrid no había hecho sino fortalecer la voluntad de sus habitantes, que, con la
moral muy crecida, estaban dispuestos a resistir hasta el final.
En aquellos tres meses de asedio, las fuerzas leales al gobierno de la
República se habían transformado. Se habían organizado en pequeñas unidades
bajo el mando de un oficial. Habían recibido la tan esperada ayuda de Rusia y ya
disponían de tanques, artillería pesada y ametralladoras, así como de los
inestimables Migs que surcaban los aires de la capital. Recuerdo que la mañana
en que aquellos aparatos llegaron a la ciudad («chatos» llamaban los madrileños
a los bimotores y «moscas» a los de un solo motor), la gente se asomaba a los
balcones, a las terrazas, a las azoteas de las casas y agitaba sus pañuelos con
lágrimas en los ojos. Aquellos aparatos eran rusos pero de diseño americano, con
motores Boeing. Había llegado también algún bombardero tipo Martin, pero
aquellos aparatos siempre estuvieron en inferioridad numérica con respecto al
enemigo.
Una mañana —debía de ser a principios del mes de febrero de 1937— me
encontraba yo tumbado en una trinchera cerca del puente de Arganda, en la
carretera de Valencia. Los rebeldes habían comenzado una gran ofensiva sobre
esta zona con la intención de cortar ese cordón umbilical que unía la capital de
España con Levante, es decir, la zona que le suministraba los alimentos y el
material de guerra que Madrid necesitaba para aguantar el asedio. La ofensiva
rebelde se había iniciado el 6 de febrero, y al día siguiente las emisoras fascistas
ya proclamaban la conquista del famoso puente. Pero la realidad era que se
encontraban todavía a un par de kilómetros del lugar y los disparos que llegaban
hasta nosotros morían a nuestros pies.
Habían estado bombardeando el puente, pero no habían conseguido
destruirlo, y la prueba era que Irving Pflaum, de la United Press, y Herbert
Mathews, del New York Times, habían conseguido cruzarlo en coche aquella
misma mañana. Yo decidí no seguir el ejemplo de mis colegas. Mi chófer estaba
casado y con familia y me parecía que le estaba haciendo correr un riesgo
innecesario para demostrar algo que, por otra parte, ya había sido demostrado.
En las laderas del Jarama se habían apostado miles de milicianos que ofrecían
una encarnizada resistencia a aquella «máquina de guerra» que se les venía
encima: tropas de la Legión y Regulares de Marruecos, tanques y artillería
alemanes y, por supuesto, el apoyo desde el aire de la aviación nazi. Se hablaba
entonces de una fuerza que se acercaba a los ochenta mil hombres.
Y es que la moral de los nacionales era muy alta después del triunfo en
Málaga. La ciudad andaluza había caído el 8 de febrero, oponiendo escasa
resistencia a las tropas italianas de Mussolini recién llegadas a España. Bien
pertrechadas, estas tropas disponían de su propio material: transporte,
comunicaciones e intendencia, aparte, claro está, de un material de guerra
moderno y de primera clase. No era, pues, sorprendente que hubieran barrido la
escasa resistencia que presentaron los mal pertrechados milicianos, y habían
entrado en Málaga como si se tratara de un paseo militar. La ofensiva italiana
sobre esa ciudad estaba apoyada, además, desde el aire por la aviación alemana y
desde el mar por sus propios destructores, que no dejaron de cañonear la costa
malagueña impidiendo incluso la retirada de la población civil.
La verdad es que los malagueños tampoco habían recibido mucha ayuda del
gobierno de la República.
Largo Caballero, tan eficaz como líder sindical, había resultado ser un
ministro de la Guerra bastante mediocre.
Un ejemplo como botón de muestra. Un grupo de periodistas ingleses que
habían intentado llegar a Málaga cuando se inició la ofensiva italiana se
encontraron con un puente derruido por las recientes lluvias que les había
impedido seguir adelante. Es decir, la única vía de acceso a Málaga desde la
zona republicana —vía Almería— estaba cortada y nadie parecía darle
importancia a aquel insignificante «detalle». Así, el suministro de alimentos y de
material de guerra que llegaba en camiones desde Valencia no pasaba de
Almería, a la espera de que «algún día» pudiera llegar a la asediada Málaga.
Quizá Málaga estuviera condenada por la República desde un principio, pero lo
cierto es que nada se hizo por salvarla.
Tal vez Málaga fuera solamente eso, un peón que la República sacrificaba al
enemigo con la esperanza de poder ganar, al final, la partida. Porque la verdadera
partida no se estaba jugando en aquel —en otro tiempo— bello rincón andaluz,
sino en torno a la capital de España. Y lo cierto es que Franco había dividido
peligrosamente sus efectivos al mandar a los recién llegados italianos a los
confines meridionales de la Península.
Es difícil no intuir que había una rivalidad entre Franco y sus aliados
alemanes, por un lado, y los recién llegados italianos. Si estos habían
conquistado Málaga, Franco y los nazis se disponían ahora a lograr una pieza
mucho mayor. No hace falta ser un lince para darse cuenta de que si los italianos
se hubieran incorporado a la ofensiva del Jarama, nada ni nadie podría haber
detenido al ejército de los nacionales.
Pero lo cierto es que allí estaban, ante mis ojos, incapaces de tomar aquel
puente, detenidos por la heroica resistencia de las milicias republicanas. Fue
entonces cuando el general Aranda decidió cruzar el río unos kilómetros más
abajo del puente de Arganda para tratar de alcanzar la población de Morata de
Tajuña, situada en los altos que dominan el valle del Jarama. Comenzaba así una
de las batallas más encarnizadas de la guerra. Y pienso que en este caso sí fue
decisiva la intervención de las Brigadas Internacionales. Los brigadistas habían
llegado a Madrid demasiado tarde para ser un elemento decisivo en la defensa de
la ciudad. Pero desde entonces se habían fogueado en la lucha por la Ciudad
Universitaria y ahora estaban listos para ofrecer a la República lo mejor de sí
mismos. Fueron ellos los que cubrieron ese hueco que había en el ejército
republicano entre Perales y Morata de Tajuña por donde pensaba penetrar el
general Aranda con sus tropas. Allí fue donde los hombres de la XI y la XV
Brigadas se mantuvieron firmes. Para dar una idea de las pérdidas del Batallón
Inglés, baste decir que de los cuatrocientos hombres que lo componían solo
cincuenta quedaban en pie después de una semana de combate. Afortunadamente
para ellos, en aquel momento se les unió el batallón de la Brigada Lincoln, y
juntos —ingleses y americanos— continuaron la lucha.
Pienso que el contingente total de las Brigadas Internacionales que
defendieron el Jarama no excedía de los cuatro mil hombres. Algunos acababan
de llegar de los campos de instrucción que tenían en Albacete, pero la mayoría,
como ya he dicho, habían entrado en combate en Madrid. Es difícil, en cualquier
caso, precisar el número de brigadistas que defendieron el frente del Jarama
porque no se había publicado ningún recuento oficial y porque, aunque cada una
de las brigadas contaba, en teoría, con seiscientos hombres, en la práctica esta
cantidad se reducía a cuatrocientos y en algún caso hasta los cien, de manera que
cuando se anunciaba que en una operación habían participado las Brigadas XV y
XVI era imposible adivinar cuántos efectivos reales habían entrado en combate.
Curiosamente, las primeras brigadas que combatieron en el frente del Jarama
habían sido las italianas y las alemanas. Las italianas comandadas por Nicoletti,
un líder antifascista muy conocido, y las alemanas comandadas por un polaco, el
comandante Walter. Los ingleses estaban bajo las órdenes de Tom Wintringham,
un hombre menudo y de apariencia insignificante, pero con gran coraje y
excepcionales dotes de mando. También estaba allí la Brigada Dimitroff,
compuesta de serbios, búlgaros y un sinfín de nacionalidades centroeuropeas
que, según algunos, llegaba hasta la veintena. Es un misterio para mí saber cómo
el general Gal, un húngaro según tengo entendido, se hacía entender en aquel
guirigay.
El gobierno de la República, tolerante casi siempre a la hora de conceder
pases para el frente a los corresponsales extranjeros, se mostró firme en aquella
ocasión, y hasta cierto punto era comprensible, porque cualquier información
que se pudiera proporcionar al enemigo sobre aquella delgada línea que defendía
el Jarama podía resultar decisiva. Pero nuestro empeño en visitar aquel frente
podía más que cualquier impedimento del gobierno. Usando unos viejos pases y
contando un sinfín de mentiras, un grupo de corresponsales conseguimos
acercarnos a un lugar en la línea del frente conocido con el nombre de la Casa
Blanca. Aquella casa era, en realidad, una granja situada en la intersección de la
carretera que va de Morata de Tajuña a San Martín de la Vega con la que sube
desde el puente de Arganda y va hacia Chinchón. Aquella Casa Blanca había
sido objeto de disputa desde el momento en que las tropas nacionales cruzaran el
río Jarama e intentaran tomar los cerros que lo rodeaban. No tenían más que
avanzar unos pocos metros más allá de la Casa Blanca, atravesar una meseta
donde crecían los olivos y se encontrarían en las alturas que dominaban Morata
de Tajuña, en perfecta situación para tomar el pueblo. Se luchaba por aquellos
palmos de terreno, por aquellos olivares que separaban la Casa Blanca, tomada
por los nacionales, y la vanguardia de las brigadas, a unos centenares de metros
de distancia.
Sefton Delmer, el corresponsal del Daily Express que me acompañaba,
conocía a Ludwig Renn, el escritor alemán de la XV Brigada, y a Gustav Regler,
otro escritor germano, comisario político de aquella brigada. Nos los
encontramos a los dos sentados bajo un olivo, al borde mismo de aquella
endiablada meseta, junto con el comandante de la compañía, el mayor Hans.
Este era un alemán alto y corpulento con una cálida sonrisa y un gran interés por
aquella guerra. Pero nunca pude averiguar nada sobre su pasado y su familia
porque, tal como me dijo, temía represalias de las autoridades nazis sobre su
familia, que continuaba en Alemania. Por eso se hacía llamar simplemente Hans.
Allí estaba Hans, con los mapas de la zona desplegados ante él y, desde luego, en
aquella ocasión no había ninguna simpatía en su mirada. No podía ocultar sus
suspicacias hacia aquellos periodistas «burgueses» que buscaban información.
Por suerte, contábamos con la ayuda de Regler y Renn, que fueron los que
convencieron a su jefe para que permitiera que visitáramos un puesto de
observación que estaba justamente detrás de la primera línea de fuego
republicana. Mientras tanto, la artillería republicana, situada a escasos metros de
donde nos encontrábamos, continuaba hostigando las posiciones nacionales en
torno a la Casa Blanca.
Nunca se me olvidará la corta carrera que nos dimos para alcanzar aquel
puesto de observación. Las balas enemigas —y las de nuestra propia artillería—
silbaban sobre nuestras cabezas. Afortunadamente, no iban dirigidas hacia donde
nos encontrábamos. El objetivo de la artillería de los nacionales estaba situado a
nuestra derecha, de manera que sus proyectiles cruzaban en diagonal sobre
nosotros. Y es que aquella línea de frente parecía un sacacorchos por las vueltas
que daba. Cuando conseguimos llegar hasta el puesto de observación vimos que
había cinco hombres, un español, un húngaro, un alemán, un polaco y un
yugoslavo. Los artilleros eran franceses, de manera que todavía no sé en qué
lengua se transmitían las órdenes, y me parecía un milagro que los proyectiles
pudieran alcanzar las posiciones de los nacionales en torno a aquella Casa
Blanca que contemplábamos en la distancia.
Aquella plácida planicie de olivares se convirtió, durante diez interminables
jornadas, en escenario de una de las más encarnizadas batallas que he
presenciado en toda la guerra. Gracias a nuestra amistad con Renn y Regler
pudimos seguir aquellos combates casi al minuto, aunque a la mayoría de los
comandantes de brigada no les hacía ninguna gracia vernos por allí. Claro que
aquello no regía para Tom Wintringham, que nos proporcionaba toda la
información posible. Así fue como el mundo entero pudo seguir al detalle la
batalla por la colina del Pingarrón, tal como se conocía el lugar donde estaba
situada la Casa Blanca. Me parece curioso reseñar aquí que al principio la
censura no nos permitía referimos a las Brigadas Internacionales, sino
simplemente a las «fuerzas de la República». Naturalmente aquello no se podía
mantener en secreto durante mucho tiempo y pronto fue un «secreto a voces».
Las propias redacciones de los periódicos en Inglaterra y otros lugares sustituían
«fuerzas republicanas» por «Brigadas Internacionales».
Sigo sin tener noticia exacta de las fuerzas de las que disponía el general
Aranda, pero un corresponsal de la España de Franco las cifraba en ochenta mil
hombres. La República no podía contar con más de treinta mil en aquel frente
que se extendía desde el puente de Arganda hasta la localidad madrileña de
Ciempozuelos, lugar donde está ubicado el manicomio más importante de la
provincia de Madrid, como es bien sabido. Con estos datos, parece increíble que
la ofensiva del general Aranda fracasara. Solo puede explicarse si tenemos en
cuenta que los nacionales habían abierto tres frentes en tres lugares muy
distantes de la geografía española: en el Norte, la batalla por Bilbao había
comenzado ya; en el Sur, la ofensiva se había centrado en la ciudad de Málaga,
como ya hemos señalado; y naturalmente aquella feroz batalla del Jarama. Solo
esta dispersión de las fuerzas nacionales puede explicar el escaso éxito que
estaban consiguiendo en el frente de Madrid. Franco tenía que dividir la aviación
de la que disponía entre estos tres frentes, mientras que el gobierno de la
República había decidido concentrar toda su fuerza aérea en la defensa de
Madrid. Esto suponía un cierto respiro para la aviación republicana, al menos en
lo que a Madrid se refiere.
Suponía que la aviación de Franco «solo» era dos o tres veces superior a los
escasos y menguados aparatos de la República.
La ventaja en aquel combate que ahora presenciaba estaba, desde luego, del
lado de los nacionales. Disponía el general Aranda de un ejército profesional y
disciplinado, bien apoyado por tanques, artillería y aviación alemana. Lo único
que podía inclinar la balanza del lado republicano estaba en el terreno de lo
espiritual, en aquella fe ciega de los brigadistas que habían depositado en la
lucha toda su ilusión, como si su tierra estuviera allí mismo y no a miles de
kilómetros de distancia. Se me dirá que también del lado nacional existía aquel
fervor y entusiasmo, que también ellos luchaban por unos ideales. Sí, pero eran
la excepción y no la regla. Me explico. Qué duda cabe de que el Tercio de la
Legión, los requetés o incluso las tropas regulares de Marruecos podían mostrar
igual entusiasmo y fervor en el combate que los brigadistas que tenían frente a
ellos. Pero soy de la opinión de que el grueso del ejército de Franco 110 ponía el
corazón en aquella lucha. Es decir, las tropas cumplían órdenes, se desplazaban a
los lugares siguiendo instrucciones, pero creo que mostraban cierta apatía, como
si atacar a sus propios compatriotas no acabara de ser plato de su gusto.
Podría contar muchas anécdotas de aquellos días vividos en el valle del
Jarama. Recuerdo la historia que me contaban los supervivientes de una unidad
británica, recién llegados al frente del Jarama para su bautismo de fuego. Una
tarde vieron en la distancia y entre dos luces a un grupo de soldados que se
dirigían hacia ellos con el brazo en alto y cantando La Internacional. Pensaron
que se trataba de desertores del ejército nacional y acudieron a ellos con los
brazos abiertos, para ser recibidos por los disparos de los fusiles y
ametralladoras que guardaban bajo sus gabanes. O aquella historia que me
contaba Jack Cunningham, comandante escocés que tuvo un momento de
desfallecimiento y decidió retirarse con sus hombres a un lugar seguro detrás de
la línea de fuego. Allí se encontró con el general Gal, que les lanzó tal arenga
que aquellos hombres, medio muertos por el cansancio unos minutos antes, se
levantaron como si hubieran resucitado y marcharon hacia la primera línea
entonando canciones escocesas. Pronto toparon con una unidad de soldados
moros que, al oír aquellos cánticos tan exaltados, salieron huyendo, pensando,
sin duda, que se había perdido y se encontraban muy por detrás de las líneas
enemigas, en pleno territorio de la República.
Contemplando el heroísmo de aquellos soldados británicos, no podía por
menos de pensar que ellos estaban haciendo lo que los políticos —y los
empresarios y los burócratas— se habían negado a hacer. Porque salvar la
democracia en España era salvarla en todo el mundo civilizado. Claro que yo
empezaba a dudar de si mi propio país pertenecía aún a ese «mundo civilizado».
XX

Guadalajara

EN aquella primavera de 1937, nuestra vida en Madrid estaba dirigida por el


frenesí de la guerra y marcada por una rutina diaria que no dejaba de ser curiosa.
Algunos colegas, como el propio Hemingway, ya han contado cómo era vivir en
Madrid en aquellos meses, pero creo que no estará de más que yo cuente aquí
algunas cosas sobre la vida cotidiana, si es que se la puede llamar así.
Los corresponsales de prensa extranjeros comíamos a diario en los sótanos
del hotel Gran Vía, frente al edificio de la Telefónica. El menú diario variaba
poco: solíamos tomar judías —blancas o pintas— acompañadas de pan de
centeno y carne de caballo —o de mula— asada. El restaurante estaba a
resguardo de las bombas que caían a todas horas en la Gran Vía, pero de cuando
en cuando nos veíamos sorprendidos por una lluvia de cristales que caían desde
el techo por alguna de las claraboyas que se abrían a la calle. Recuerdo un día en
que nos cayó encima un trozo de cristal cuando estábamos comiendo y
departiendo amablemente con la duquesa de Atholl y otros miembros del
Parlamento británico, que realizaban una visita a ese Madrid en guerra.
Afortunadamente nadie resultó herido y recuerdo que la duquesa me preguntó si,
además de carne de caballo, también comíamos cristales. Yo me disculpé y subí
al vestíbulo del hotel para saber lo que había ocurrido. Allí, tendido junto a la
puerta de entrada, había un hombre en el suelo, a pocos pasos de donde había
explosionado la bomba. Sus manos trataban de sujetar sus intestinos, que le
habían reventado, pero lo más curioso era ver la expresión de su cara, que no
reflejaba dolor alguno, sino más bien asombro e incredulidad ante lo que le
acababa de ocurrir. Parte de sus intestinos acabaron en mis zapatos mientras me
inclinaba sobre él y otra parte en el coche de la duquesa, aparcado frente a la
puerta del hotel. Mientras transportábamos a aquel hombre a una ambulancia yo
ya sabía que moriría antes de ser atendido en un hospital. En aquel mismo lugar,
hacía pocos días había muerto una de las camareras que esperaba junto a la
puerta del hotel la llegada de su novio.
La duquesa tuvo que aguardar a que limpiaran su coche para continuar viaje.
De todos modos, me causó una excelente impresión: aquella mujer había sido
elegida diputada en la Cámara de los Comunes y estaba entregada a la causa de
la democracia, tanto en España como en el resto del mundo. No me sorprendió
enterarme de que, unos meses más tarde, en las elecciones británicas, esta
valerosa mujer perdía su escaño de diputado: mi país, definitivamente, se había
vuelto loco. Más fría fue la recepción que los periodistas dimos a los miembros
de la Segunda Internacional que nos visitaron unos días después. Las grandes
cantidades de dinero que la Segunda Internacional había recogido para la
República en los primeros días de la guerra fueron disminuyendo a medida que
transcurrían los meses. Pero no era de dinero de lo que nos quejábamos. Al fin y
al cabo, la República disponía de una de las mayores reservas de oro del mundo.
Lo que faltaban eran armas y municiones. Lo que nosotros echábamos en cara a
los socialistas es que no habían hecho lo suficiente con sus respectivos gobiernos
para facilitar esas armas y, en último término, para intervenir en España. La
situación mundial no estaba para paños calientes.
Por lo general, todos aquellos visitantes se alojaban en el hotel Gran Vía,
más protegido que el hotel Florida, cuya fachada principal se abría a la plaza del
Callao. Pero debo confesar que el hotel Florida tenía más vida. Recuerdo a un
capitán vasco que mandaba una unidad en el frente de la Ciudad Universitaria y
solía reunirse con sus amigos en el Florida por las noches. Eso sí, tenía siempre
un coche esperándole en la puerta del hotel, y en cuanto el oficial de guardia le
telefoneaba para avisarle de cualquier novedad salía pitando hacia el frente, que
se hallaba a muy poca distancia del lugar donde nos encontrábamos. Me acuerdo
de una noche en la que un colega y yo conocimos a dos hermosas mujeres de
Marruecos. Supongo que mi amigo se propasaría con su pareja, pero lo que yo
recuerdo son los gritos de dolor de mi colega, quejándose de que aquella mujer
¡le había mordido en la entrepierna! Y recuerdo que una noche loca de despedida
de algunos de mis colegas yo bailaba la rumba con una periodista noruega que al
menos ¡debía de pesar cien kilos! Yo soy más bien pequeño de estatura y de
complexión ligera, así que constituíamos una extraña pareja. ¡Tal vez fuera por
eso por lo que fuimos tan aplaudidos al final de nuestro baile! Y un día, o mejor
dicho una noche, alguien encontró, abandonada en los sótanos del hotel, una
máquina americana para hacer tortitas, y allí estábamos en los sótanos del hotel
comiéndonos unas maravillosas tortitas con nata y sirope mientras amanecía
sobre Madrid en guerra.
Mientras tanto, la feroz batalla del Jarama se iba diluyendo en una serie de
enfrentamientos cada vez más esporádicos, sin que la línea del frente se moviera.
Franco, sin embargo, no perdía el tiempo y había conseguido apoderarse de
varios navíos republicanos, equilibrando su inicial desventaja en el mar. Primero
hundió el Galdamés y tomó prisionero y después mandó fusilar al diputado
catalán Carrasco I Formiguera, de reconocida filiación católica, militante del
partido Unió Democrática de Cataluña. Silencio en la Iglesia española por aquel
horrible asesinato. Solo los católicos franceses —Mauriac, Bernanos, Maritain—
se atrevieron a levantar la voz ante un acto tan insensato.
Presa de mayor importancia fue el Mar Cantábrico, capturado por los
nacionales cuando se disponía a desembarcar material de guerra y aviones
destinados a la República. El Mar Cantábrico había zarpado de algún puerto en
Estados Unidos pocas horas antes de que el Congreso americano firmara un
Convenio de Neutralidad para prohibir la venta de armas de cualquier tipo a
España. Desde allí se había dirigido a algún puerto mexicano para tratar de
burlar la vigilancia a la que, de antemano, sabía que estaba sometido por parte de
los nacionales. Era justamente en los servicios de inteligencia donde el general
Franco gozaba de una enorme ventaja sobre sus rivales. Los alemanes habían
montado un impresionante servicio de espionaje no solo en Europa, sino en
Estados Unidos, lo que permitía a Franco recibir información sobre cualquier
movimiento de barcos a este o al otro lado del Atlántico. No tenía más que
apostar sus naves en el estrecho de Gibraltar y aguardar a que pasara por allí su
presa para caer sobre ella. Esto es lo que ocurrió con el Mar Cantábrico y con
tantos otros barcos que intentaron llegar a la República. Los holandeses, que
solían enviar barcos con comida y medicinas para los republicanos, optaron
finalmente por mandar un destructor, el Hertog Hindrich, para proteger sus
cargueros en ruta hacia la España republicana.
La relativa calma en torno a la capital de España que habíamos tenido en los
últimos días del mes de febrero, se rompió a principios de marzo con la llegada
del contingente italiano bajo las órdenes del general Bergonzoli. Pocos días
después, la llamada «batalla de Guadalajara» había comenzado. La batalla duró
quince días y supuso un tremendo castigo para las fuerzas italianas. Tantos han
dictado ya sentencia sobre esta famosa batalla que me parece que lo prudente es
examinar estas opiniones con alguna precaución. ¿Es cierto que la batalla de
Guadalajara es la prueba definitiva de que cualquier ofensiva puede ser detenida
desde el aire, o que los modernos y ultraligeros carros de combate italianos no
son tan efectivos como parecen, o simplemente que los soldados italianos, a la
hora de la verdad, son cobardes? Todas estas opiniones, vertidas tan a la ligera,
merecen un escrutinio más exhaustivo antes de ser aceptadas o rebatidas.
Para entender Guadalajara hay que remontarse a la llegada del primer
contingente de tropas italianas que llegaron a Andalucía a finales de 1936. A
medida que avanzaban hacia el Este se habían encontrado con muy escasa
resistencia. Los miles de milicianos, en su mayoría campesinos andaluces de
tendencia anarquista, estaban tan pobremente pertrechados, tan mal instruidos,
sin apenas tanques o artillería para hacer frente a la moderna máquina de guerra
italiana, que aquello había sido como coser y cantar. Habían cortado Andalucía,
desde el Oeste hacia el Este, con la misma facilidad que un cuchillo corta un
pedazo de manteca.
Nada que ver con el frente de Madrid. Aparentemente, nadie les dijo a los
italianos que la historia allí iba a ser muy diferente: allí había cazas soviéticos
para enfrentarse a su propia aviación, allí había una artillería que se había visto
reforzada en los últimos meses, allí estaban unas Brigadas Internacionales
pletóricas después del éxito del Jarama, y allí estaban las recién creadas unidades
del ejército republicano que suplían sus carencias materiales con enormes dosis
de entusiasmo. Nadie les había contado todo esto a los italianos. Simplemente
aterrizaron en la alta meseta castellana, como antes habían desembarcado en
Andalucía, y desplegaron todo su potencial de guerra: treinta mil soldados y un
gran número de tanquetas y camiones que permitían «motorizar» a su ejército,
atacar al enemigo no al paso de un soldado de infantería, sino a la velocidad de
un camión desplazándose por terreno abierto.
Y para más inri, su primer contacto con las fuerzas de la República fue el
mismo que el tenido unas semanas antes en Andalucía: grupos de milicianos, en
su mayoría campesinos anarquistas, que se habían hecho fuertes en torno a
Sigüenza, que apenas habían entrado en combate hasta aquel momento, y que
bastante hicieron con salir corriendo cuando vieron que se les echaba encima
aquel motorizado ejército italiano. A los pobres campesinos de Sigüenza aquello
les debió de parecer como una invasión de marcianos o extraterrestres. Y a los
italianos les confirmaba lo que ya habían comprobado en Andalucía: su moderno
ejército inspiraba tal terror en el enemigo que este salía corriendo a las primeras
de cambio. Tal era el entusiasmo de los italianos y su fe en la victoria que una
emisora italiana con la que conseguí sintonizar recomendaba a la población de
Madrid que se rindiera cuanto antes porque los famosos legionarios italianos
estarían en cuestión de horas a las puertas mismas de su ciudad.
En un par de días, las fuerzas italianas habían avanzado hasta Brihuega y
Trijueque y se hallaban, por tanto, a escasos kilómetros de la propia Guadalajara.
El gobierno tenía solo un par de días para prevenir la defensa de esta ciudad. A
toda prisa, desplazó la XI División desde el frente del Jarama hacia Guadalajara.
El joven general Enrique Líster estaba al mando de esta división. A pesar de su
nombre inglés, Líster había nacido en Galicia, en la localidad de El Ferrol, al
igual que el propio general Franco. Durante los años de la República había
estado en Rusia como tantos otros líderes comunistas, y ahora se disponía a
poner en práctica la estrategia militar que allí había aprendido. También habían
sido desplazadas al frente de Guadalajara la Brigada XV de los alemanes, bajo
las órdenes de Hans, y las brigadas belgas e italianas. Ingleses y americanos
debían permanecer en el Jarama para mantener una mínima defensa en aquel
frente. El gobierno había adquirido recientemente una serie de camiones ligeros
de procedencia americana que facilitaron enormemente el transporte rápido de
tropas. Eran camiones capaces de desenvolverse bien en terreno abierto y que,
debido a su extrema ligereza, no se atascaban en zonas pantanosas, y gracias a
ellos se pudo desplazar un pequeño ejército de un frente al otro en cuestión de
horas.
En la noche del miércoles 10 de marzo, cuando los italianos se habían
apoderado de la localidad de Trijueque, un ejército republicano de unos seis o
siete mil hombres se concentraba en la vecina localidad de Torija, a unos cinco o
seis kilómetros de Trijueque. Torija, situada en la alta meseta que domina la
ciudad de Guadalajara, era un buen lugar para iniciar la defensa de dicha ciudad.
También se habían desplazado fuerzas a Hita, para cubrir el flanco occidental, y
hacia el Sur, para controlar la carretera de Brihuega. Pero Torija habría de
convertirse en el centro neurálgico de aquella operación y en su castillo medieval
se instaló Enrique Líster para dirigirla.
A partir de ese momento, la buena estrella que había acompañado a las tropas
italianas desde el momento de su llegada a España se eclipsó y toda suerte de
desgracias pareció caer sobre él. Cuando, en la mañana del 11 de marzo, los
italianos emprendieron su avance hacia Torija y hacia la ya muy cercana
Guadalajara, se encontró de frente con unas tropas que no retrocedían a las
primeras de cambio. Es decir, la artillería italiana cañoneaba las posiciones
republicanas, pero estas devolvían el fuego y no retrocedían, como sin duda
esperaban los italianos. Las tanquetas italianas que atacaban las posiciones
republicanas no hacían mella en ellas. Quizá si los italianos hubieran dispuesto
en aquel momento de tanques, habrían podido abrir una brecha en el ejército que
les cerraba el paso.
Hasta el tiempo se les volvió en contra. Una ventisca de nieve y granizo
comenzó a azotar aquella desolada meseta castellana haciendo aún más
dificultoso el avance de las tropas italianas. Aquellas nubes bajas y aquel viento
huracanado no impidieron el despliegue de la aviación republicana. La
República sacó de los hangares cuanto todavía podía mantenerse en el aire y
todos los aparatos de que en aquellos momentos se disponía atacaron a las tropas
italianas. Los cazas barrían una y otra vez la carretera que conducía hacia
Guadalajara, impidiendo el avance de los italianos. La aviación nacional, en
cambio, no aparecía por ningún lado, quizá porque no disponía de aeródromos
cercanos donde los cazas —que tienen un depósito muy pequeño de gasolina—
pudieran repostar. En realidad, no sabíamos lo que estaba ocurriendo en la zona
nacional, porque Franco había prohibido a los corresponsales de prensa
acreditados en su bando que se desplazaran con las tropas italianas, porque había
que mantener a toda costa la elegante ficción de que no había tropas italianas en
España. El propio secretario del partido fascista italiano había comunicado al
general Franco que «Italia había prohibido el reclutamiento de voluntarios para
la guerra de España en cumplimiento del Tratado de No Intervención». La
función de teatro continuaba.
Pero lo cierto es que durante aquellos días críticos no apareció ningún caza
nacional para proteger a las desamparadas tropas italianas en su avance hacia
Guadalajara. No ocurría lo mismo con los bombarderos, que se dedicaban a
bombardear sistemáticamente la capital alcarreña. En uno de aquellos ataques
perecieron al menos sesenta personas. Pero si las bombas llovían sobre
Guadalajara, no lo hacían en cambio sobre las posiciones republicanas que
impedían el avance de los italianos sobre esta ciudad. Aquellas columnas
móviles italianas tampoco parecían contar con suficiente protección antiaérea.
Resulta sorprendente, asimismo, que los italianos no hubieran preparado pistas
de aterrizaje en un terreno lo suficientemente alto y seco para impedir cualquier
tipo de contingencia en caso de mal tiempo.
En aquella situación tan crítica, el comandante italiano cometió lo que a mi
juicio fue un gravísimo error. En lugar de retirarse a algún lugar donde sus
hombres pudieran protegerse y mantener sus posiciones, optó por consolidar su
posición en aquel abierto y desolado páramo que no ofrecía protección alguna.
En vez de replegarse a algún lugar para reagrupar a sus tropas e iniciar una
nueva ofensiva, decidió plantar cara a las fuerzas republicanas en una línea de
frente que se extendía desde Trijueque hasta Brihuega y que ofrecía un excelente
blanco a la aviación republicana.
La teoría de que fueron los elementos los que derrotaron a las tropas italianas
es solo cierta si nos atenemos a lo que ocurrió en el aire. Yo estuve
inspeccionando el terreno tanto durante como después del combate y puedo
asegurar que, a pesar del agua que caía, la tierra había drenado perfectamente.
Yo desde luego no vi ningún vehículo atascado en el barro. La carretera principal
estaba asfaltada y en muy buen estado. Fue una de las obras que realizó Primo de
Rivera. En tierra no fueron los elementos los que derrotaron a los italianos, sino
los hombres que defendían las posiciones de la República. Empapados de agua y
ateridos de frío, sin los cascos y los impermeables con los que se protegían los
italianos, aquellos hombres aguantaron a pie firme, dispuestos a no ceder ni un
milímetro de terreno a la ofensiva italiana.
Sefton Delmer, Loayza y un servidor estuvimos en el castillo de Torija en ese
fatídico día del 11 de marzo y regresamos a Madrid con la convicción de que la
ofensiva italiana, al menos por el momento, había fracasado. Pude entrevistarme
con un prisionero italiano, el sargento Lognoro, del 157 Regimiento del Ejército
italiano. Me contó que se había introducido por equivocación en territorio
republicano con doscientos soldados. Al caer la tarde había oído voces cercanas
y, al preguntar en italiano dónde se encontraba, recibió la respuesta en perfecto
italiano: «Aquí estamos, camaradas; hace tiempo que os estábamos esperando».
Se trataba, naturalmente, de miembros del Batallón Garibaldi de las Brigadas
Internacionales que daban así la «bienvenida» a sus incautos compatriotas.
Lognoro me confesó que había recibido órdenes de partir hacia un «destino
desconocido» y se había encontrado en España sin comerlo ni beberlo. Por lo
menos, eso es lo que me dijo en aquellos momentos. Su comandante, el mayor
Luciano Silva, había participado en la Primera Guerra Mundial, en la guerra de
Abisinia y en otras campañas coloniales. Personas de este fuste deberían haber
podido imponerse a ese ejército amateur de la República al que ahora se estaban
enfrentando.
La aviación republicana tenía su base de operaciones en el pequeño
aeródromo de Alcalá de Henares, situado a muy escasa distancia del frente, con
lo que podía hacer frecuentes incursiones y regresar sin problemas para repostar.
En ese sentido tenía toda la ventaja sobre la aviación franquista. De cualquier
manera, parecía imposible que consiguieran orientarse en medio de aquella
tormenta y mucho menos que pudieran hacer blanco con una visibilidad
prácticamente nula. Los aparatos bimotores los solían pilotar españoles, que
dejaban a los más experimentados aviadores rusos los aparatos de un solo motor,
mucho más difíciles de pilotar. De todos modos, la República contaba ya con
grandes pilotos españoles, como La Calle, jefe de un escuadrón que participó en
Guadalajara. La última vez que vi a La Calle fue en el aeródromo de Toulouse,
encerrado en un hangar, castigado, sin duda, por los franceses por haber luchado
por la libertad en España.
Los flancos de la ofensiva italiana, situados en Hita y en Brihuega, estaban
pendientes de lo que ocurría en el centro de la ofensiva, en Trijueque, y no se
atrevían a avanzar para no quedar al descubierto. Y así la ofensiva italiana se
hallaba paralizada, sin poder avanzar ni tampoco retroceder, porque Bergonzoli,
como antes he señalado, no se atrevía a dar la orden de retirada. Por otra parte,
poca ayuda podían esperar del resto del ejército nacional. Sea porque Franco
había desplazado ya grandes contingentes de tropas hacia el Norte, sea porque
los generales nacionales estuvieran celosos del éxito conseguido por los italianos
en Málaga, sea porque los propios italianos hubieran insistido en emprender
aquella ofensiva en solitario, lo cierto es que los italianos sabían que no podían
contar con la ayuda de sus aliados, que habría podido sacarles de la desesperada
situación en la que se encontraban.
Mientras tanto, la actividad en Torija, donde yo me encontraba, era frenética.
Fue allí donde por primera vez me encontré cara a cara con Enrique Líster. Tenía
este el aspecto de lo que era: un cantero gallego, con sus grandes manos, su
corpulencia, su gruesa voz, la firmeza en su mirada y en su expresión. De
trabajar la piedra había pasado a ser enlace sindical y después a Cuba y
finalmente a la Unión Soviética, donde recibió su adoctrinamiento y
adiestramiento en la Academia Militar. Fue el encargado de organizar el famoso
Quinto Regimiento poco después de comenzar la guerra, en lo que fue un intento
por parte del gobierno de la República de formar su propio ejército, de convertir
a todos aquellos milicianos en un cuerpo con instrucción y disciplina. Tuvieron
desde luego un comportamiento heroico en el Jarama, en la colina del Pingarrón
y después en Ciempozuelos. Estaba, por tanto, ante una de las luminarias del
nuevo ejército republicano.
El domingo 14 de marzo las tropas republicanas iniciaron la contraofensiva.
Sus fuerzas y las Brigadas Internacionales reconquistaron el pueblo de Trijueque
después de un feroz combate. Yo llegué allí al día siguiente, mientras los
italianos seguían bombardeando el pueblo sin resignarse a perderlo. Recuerdo
que pasé bastante más tiempo en posición horizontal que en vertical, pero pude
hablar con Gustav Regler y Ludwig Renn, que me contaron que habían entrado
en el pueblo a bordo de un tanque. ¡Magnífico ejemplo el de aquellos dos
escritores alemanes para la intelligentsia de todo el mundo, situados en la
vanguardia no solo de las letras, sino también de las armas!
Aquel domingo se cumplían seis días desde el inicio de la ofensiva italiana y
el general Bergonzoli parecía incapaz de tomar decisión alguna. Allí estaba su
ejército atascado en una línea que se extendía desde Trijueque hasta Brihuega,
aparentemente incapaz de avanzar o de retroceder. Hasta que las fuerzas
republicanas iniciaron la segunda contraofensiva en Brihuega y bajaron desde la
meseta hasta la hondonada donde se encuentra esta ciudad. En esta ocasión, los
italianos no se retiraron ordenadamente, sino en total desbandada, retrocediendo
hasta las localidades de Ledanca y Algora en la carretera principal, es decir,
hasta el lugar donde la ofensiva se había iniciado. El viernes 19 de marzo el
frente se había roto en mil pedazos.
Parece ser que uno de los mensajes que se encontraron entre los prisioneros
capturados era del propio Duce y decía lo siguiente: «A bordo del yate Pola,
camino de Libia, recibo ilusionado las noticias de los grandes combates que
nuestros legionarios están librando en España. Conozco su entusiasmo y su
determinación y sé que triunfarán sobre la resistencia del enemigo. La victoria
sobre los internacionalistas tendrá grandes consecuencias militares y políticas.
Que sepan los legionarios que su Duce sigue al minuto sus avances y sus
victorias».
Parece ser que Mussolini tuvo que interrumpir su viaje a Libia para regresar
a Roma y hacerse cargo de la delicada situación en la que «sus legionarios» le
habían metido.
El último día en que visité aquel frente fue el 23 de marzo y la situación se
había estabilizado. El ejército republicano no estaba en situación de seguir
persiguiendo a los italianos por la sencilla razón de que sus tropas estaban
totalmente agotadas después de la batalla del Jarama y aquella agotadora semana
en Guadalajara. Al inspeccionar el terreno, pude comprobar que estaba lleno de
capas, abrigos, máscaras antigás, cascos e incluso algunas botas, todo ello
abandonado sin duda por los italianos en su huida. En cambio, encontré muy
pocos cadáveres, señal inequívoca de que aquello había sido un «sálvese quien
pueda».
La responsabilidad de aquel desastre habría que buscarla en los oficiales
italianos, que habían dividido sus escasos recursos, no habían buscado la ayuda y
la cooperación con el ejército nacional y habían subestimado la resistencia del
republicano. El orgullo les había impedido retirarse cuando aún estaban a tiempo
para reagrupar las tropas y buscar una coyuntura más favorable. Pero no creo
que los soldados italianos fueran responsables de aquel fiasco, ni que tengamos
que llegar a la conclusión de que el carácter italiano es incompatible con el arte
de la guerra. ¡Allí estaban aquellos trescientos o cuatrocientos hombres de la
Brigada Garibaldi para demostrar justamente lo contrario! Tampoco creo que el
fracaso de aquella ofensiva italiana deba achacarse a la excesiva mecanización
—o motorización— de sus tropas. Sin embargo, es probable que la falta de
experiencia de los oficiales que controlaban aquellas rapidísimas unidades
ocasionara una falta de coordinación entre los diferentes flancos de aquella
ofensiva.
Lo que realmente demostró al mundo la batalla de Guadalajara fue de lo que
era capaz el ejército de la República cuando contaba con un mínimo de
armamento, apoyo aéreo y buena coordinación y dirección.
Aquel ejército creado de la nada en tan poco tiempo comenzaba a funcionar.
XXI

Putsch de Barcelona

LA batalla de Guadalajara no señaló, como se habían propuesto los italianos, el


fin de Madrid sino todo lo contrario, el fin del asedio de Madrid. Tras casi seis
meses de sitio, Franco hubo de tomar la que quizá fuera su decisión más
importante en toda la guerra: desistir en sus intentos de tomar la ciudad y dirigir
su atención hacia el norte del país. Pero aunque fuera una decisión difícil, a la
luz de los acontecimientos resultó la más acertada. El resto de ese año de 1937 lo
dedicó Franco a la conquista del norte de España: Bilbao cayó el 19 de junio,
Santander el 25 de agosto, Gijón el 22 de octubre. No voy a describir aquí la
campaña de Franco en el Norte por la sencilla razón de que no estuve allí. Para
los interesados en los trágicos sucesos que se produjeron en torno al sitio de
Bilbao y en Guernica, yo les recomendaría El árbol de Guernica, de George L.
Steer.
La decisión de Franco de dirigirse al norte de España solo se entiende si
tenemos en cuenta el bloqueo casi total de armas y material de guerra que se
había impuesto a la República. Si Madrid hubiera tenido la ocasión de rearmarse
en aquellos meses en los que Franco le concedió un respiro, la situación se
habría vuelto muy peligrosa para los intereses de los nacionales. La decisión de
Franco demuestra hasta qué punto sabía que aquel rearme era imposible, hasta
qué punto confiaba en sus propias fuerzas y despreciaba las de su enemigo.
Porque el Norte no era importante como objetivo militar. Quiero decir que no
representaba un peligro para su retaguardia cuando sitiaba Madrid, y tampoco
era una zona decisiva, ya que daba por descontado que el Norte se rendiría
cuando el resto del país cayera en sus manos. ¿Por qué entonces se dirigía hacia
allí? Porque era su escaparate, la ocasión de exhibir sus rápidas conquistas ante
el mundo entero. Con un ejército relativamente pequeño como el que tenía, pero
excelentemente equipado de artillería, tanques y aviación, Franco sabía de
antemano que el Norte no se le podía resistir. Para dar una idea de la
desproporción de fuerzas, basta decir que la República disponía de dos o tres
cazas para la defensa de Bilbao, frente a los ciento cincuenta o doscientos
aparatos que Franco desplegó para el asedio. Naturalmente, el gobierno de la
República trató de enviar cazas al nuevo frente, pero no podía hacerlo desde
Madrid porque la distancia era demasiado grande para que aquellos aparatos
volaran sin repostar. Trató de hacerlo desde el aeródromo de Pau, en el sur de
Francia, pero las autoridades francesas lo prohibieron, desarmaron los aviones y
los enviaron de vuelta al territorio español. Aquel intento de utilizar bases
francesas por parte del gobierno de la República desencadenó las protestas de
Italia y Alemania. ¡Y mientras tanto la aviación alemana bombardeaba Guernica!
Aquellos setenta aparatos que viajaban a bordo del Mar Cantábrico habrían
podido salvar Bilbao, pero, como antes hemos señalado, cayeron en manos de
Franco.
En cualquier caso, la decisión de emprender la campaña del Norte, que
suponía alargar la guerra por tiempo indefinido, debió de ser muy dura para
Franco: el orgullo de sus tropas pisoteado en las puertas mismas de Madrid. Pero
Franco se tragó su orgullo en aquella ocasión, y de una manera muy poco
española, pero eminentemente práctica, optó por una solución que, a largo plazo,
le aseguraba el éxito en su empresa, un éxito que dependía, en gran medida, del
gobierno de Francia. No hablo ya de cooperación con el gobierno de la
República, sino simplemente de permitir el paso del material de guerra que
llegaba de Rusia por territorio francés. La marina de los nacionales había
establecido un bloqueo del Mediterráneo e incluso habían hundido un barco
llegado de Rusia, el Konsomol, además de capturar otros buques.
Pero si los envíos de Rusia se hubieran hecho por el mar del Norte y el
Atlántico hasta un puerto como Burdeos, los nacionales y sus aliados no
hubieran podido impedirlo. Desde Burdeos habría sido muy sencillo hacer llegar
ese material hasta territorio de la República, siempre que las autoridades
francesas lo hubieran permitido, naturalmente.
Aquella era la frustrante situación que se vivía en la República en la
primavera de 1937. Por primera vez desde que comenzara la guerra, Franco nos
permitía un respiro. Pero, debido al bloqueo impuesto por los fascistas, así como
por el de aquellos países que la República consideraba sus «aliados», cundía la
sensación de que aquel respiro no iba a servir para nada. Al contrario, serviría
para la disgregación de las propias fuerzas de la República, tal como ocurrió en
el putsch de Barcelona. Salió a flote la lucha por el poder en la República,
larvada en aquellos meses de guerra, pero que ahora explotaba en la superficie.
Los anarquistas, después de la revolución social que desencadenaron en los
primeros meses de la Guerra Civil, se habían entregado a grandes experimentos
sociales. La colectivización de la industria en Cataluña había mejorado, sin duda
alguna, la condición de los trabajadores, que ahora cobraban salarios muy altos y
trabajaban menos de las cuarenta horas semanales. Pero si las condiciones de los
obreros habían mejorado, no por ello había aumentado la producción en la
industria textil, la química y la médica, que eran las de mayor peso en Cataluña.
Naturalmente, allí no había altos hornos como en Vizcaya, y en este sentido su
contribución al material de guerra tenía que ser por fuerza muy limitado. Pero,
en cualquier caso, Cataluña era el centro industrial más importante en la
República, y aquella revolución social en la que estaba inmersa no contribuía a
aumentar su producción.
El gobierno de Largo Caballero se había mantenido en el poder gracias a un
difícil equilibrio entre las pretensiones de los anarquistas y las de los comunistas,
apoyándose a veces en unos y otras en otros. Aquel equilibrio se rompió el 1 de
mayo en Barcelona, cuando los anarquistas iniciaron una revuelta en las calles
de Barcelona, aliándose con el POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista),
lo que propició la caída del gobierno de Largo Caballero y la llegada al poder de
un nuevo gobierno presidido por Juan Negrín.
La revuelta de mayo fue, sin duda, el suceso más lamentable que se produjo
en la República mientras duró la guerra. Pienso que Franco podría haberse
aprovechado de aquella situación lanzando un ataque por sorpresa en el frente de
Aragón, que había quedado debilitado por la marcha de una división anarquista a
Barcelona. Parece ser que los integrantes de esta división fueron desarmados,
aunque Barcelona estuvo durante una semana en manos de los anarquistas y sus
aliados los trotskistas del POUM. El gobierno mandó seis mil hombres desde
Valencia bajo las órdenes del general Pozas para sofocar la rebelión, y después
de una semana de barricadas y luchas callejeras la revuelta fue sofocada.
Debo señalar aquí que la mayoría de los anarquistas no tuvieron nada que ver
con aquel putsch, y los ministros anarquistas del gobierno de Caballero, como
Federica Montseny o García Oliver, se marcharon inmediatamente a Barcelona
para negociar una solución. Aquella revuelta fue organizada por un grupo radical
anarquista liderado por el intelectual catalán Andrés Nin. Supongo que también
había otros elementos interesados en que aquella revuelta prosperara, y me
parece probable que los agentes de Franco en Barcelona estuvieran asimismo
implicados en ella. Nin fue arrestado y conducido a Madrid, donde fue
encarcelado. Pero un buen día desapareció de la cárcel y nunca más se supo de
él. Todo parece indicar que fueron los comunistas los que liquidaron a Nin. Los
otros líderes de la revuelta fueron juzgados en Barcelona y sentenciados a penas
de prisión. El gobierno cometió la torpeza de insistir en que aquellos hombres
eran agentes alemanes o italianos infiltrados, en lugar de juzgarles simplemente
por un acto de rebelión.
Debo señalar también que muchos intelectuales de izquierdas apoyaron el
putsch de Barcelona. Recuerdo una conversación que tuve con Emma Goldman,
la veterana revolucionaria americana, que sostenía que el fracaso del putsch
anarquista significaba el fin de la revolución en España. Decía que, a partir de
entonces, el gobierno de la República sería «reaccionario y conservador». Nadie
sabía lo que iba a ocurrir en España a partir de ese momento, pero yo no estaba
muy de acuerdo con las opiniones de la Goldman.
El putsch anarquista de Barcelona fue la consecuencia de la debilidad
extrema del gobierno de la Generalitat catalana, presidido por Lluís Companys.
Companys y su partido, Esquerra Republicana, eran liberales de izquierda,
personas con excelentes ideas y grandes planes para el futuro, pero sin capacidad
alguna para realizarlos. Desde el principio mismo de la guerra habían sucumbido
a la presión de los anarquistas, que controlaban de hecho no solo Barcelona, sino
la mayor parte de las ciudades y pueblos de Cataluña. Debo señalar aquí que no
se trataba simplemente de una alianza entre Esquerra Republicana de Cataluña y
los anarquistas, sino que eran los comités anarquistas que se habían organizado
en toda Cataluña los que, de hecho, controlaban la situación. No había, por tanto,
una colaboración, sino una sumisión de Esquerra a los dictados de los
anarquistas.
Aquella situación podría muy bien haber degenerado en un caos total de no
ser por el rápido crecimiento del partido comunista catalán, el PSUC (Partido
Socialista Unificado de Cataluña), y el sindicato UGT (Unión General de
Trabajadores). Los comunistas fueron los claros vencedores de aquella lucha por
el poder en Cataluña, que tuvo repercusiones inmediatas en el gobierno de la
República. El 16 de mayo caía el gobierno de Largo Caballero y el 17 se
nombraba a Juan Negrín, hasta entonces ministro de Hacienda, presidente del
gobierno, y a Indalecio Prieto, ministro de la Guerra, que además conservaba las
carteras de Marina y Aviación.
Para entender la caída de Largo Caballero, aquel líder carismático de las
masas obreras, el Lenin español como se le había llamado, hay que tener en
cuenta la pugna entre bastidores que se había desarrollado desde que accedió al
gobierno. Influido sin duda por su amigo el intelectual socialista Luis
Araquistáin, Caballero se había ido distanciando del Partido Comunista. Antes
de la guerra, y en contra de los criterios de Indalecio Prieto, Caballero había
establecido una alianza con el Partido Comunista que había llevado al Frente
Popular al poder en las elecciones de 1936. Pero en aquellos días el partido
apenas contaba con diez mil afiliados. Al comenzar la Guerra Civil, el número
de afiliados creció hasta los cien mil y la Unión Soviética se convirtió en el
único país que ayudaba a la República. Esto, naturalmente, dio alas al partido,
que se convirtió en una de las fuerzas más importantes en la República.
Caballero no había tenido problemas en colaborar con el Partido Comunista
cuando este era una fuerza política de escasa entidad, pero ahora que se había
convertido en un gran partido se echó atrás.
Largo Caballero era, en teoría, un marxista que creía en la lucha de clases y
en el triunfo del proletariado. Pero en la práctica no pasaba de ser un experto
líder sindical. Su vida había discurrido entre los despachos de los sindicatos y las
cárceles donde a menudo había ido a parar. Pero no había tenido ni el tiempo ni
la cultura suficiente para madurar su pensamiento y para estar a la altura de las
circunstancias en aquellos críticos días para la República que le había tocado
vivir. Sin ambición ni ostentación alguna, tenía una hoja de servicios a la
República que a nadie se le hubiera ocurrido cuestionar. Sin embargo, le faltó
aquel plus de liderazgo y de imaginación política que se precisaban para
enfrentarse a aquellas dramáticas circunstancias.
Rusia había pasado por una guerra civil y una revolución y en cuestión de
veinte años habían creado un partido con vocación de liderazgo no solo en
Rusia, sino en el mundo entero. Los comunistas españoles no tenían más que
copiar el modelo ruso, inspirándose en el funcionamiento a base de «células»
para actuar con rapidez e influir en la opinión pública. El Ejército republicano
adoraba a los comunistas por su estricta disciplina. A diferencia de los
anarquistas, obedecían órdenes y después las discutían. En poco tiempo, Enrique
Líster había organizado el Quinto Regimiento, que pronto se convirtió en la
espina dorsal de todo el Ejército republicano. Los comunistas también
manejaban como nadie el nuevo lenguaje político, los eslóganes que electrizaban
a las multitudes y las enardecían. Tenían la habilidad de expresar en pocas
palabras lo que todo el mundo sentía, pero que nadie, hasta aquel momento,
había dicho.
Naturalmente, si Caballero hubiera sido más listo, habría buscado una
alianza con aquella nueva y poderosa fuerza política. Las novedosas ideas
procedentes de Moscú habrían, sin duda, revitalizado al Partido Socialista, y la
organización sindical que los socialistas controlaban se habría visto beneficiada
con la nueva savia que proporcionaban los líderes comunistas. Pero en lugar de
aliarse con ellos, entró en una lucha sorda entre bastidores que a la larga le
llevaría a su destitución.
Caballero no era el único socialista que desconfiaba de los comunistas. El
propio Negrín se había ocupado de reorganizar el cuerpo de Carabineros, una
especie de policía de aduanas. El contingente del cuerpo había aumentado en
número de catorce mil a cuarenta mil hombres. Formaban parte de su uniforme
unos cascos de acero y unas largas capas de color verde, y se desplazaban en
modernos camiones por la ciudad. No estaban destinados al frente, sino a la
retaguardia, y su función más importante era la custodia de edificios públicos,
ministerios, embajadas, etcétera. El cuerpo estaba integrado por hombres
procedentes de las Juventudes Socialistas y de ciertos sectores republicanos del
Ejército. Era un secreto a voces que el cuerpo de Carabineros era una especie de
guardia pretoriana del Partido Socialista, destinada a disuadir a los comunistas
de cualquier tentación de golpe de Estado. De aquí el esmero con que Indalecio
Prieto había reorganizado aquel antiguo cuerpo. A diferencia de otros cuerpos,
los carabineros no tenían comisarios políticos.
Si los socialistas desconfiaban de los comunistas, menos aún podían tolerar a
los anarquistas. Varios ministros socialistas se habían enfrentado ya con
Caballero por el trato de preferencia que este concedía a los anarquistas. El
putsch de Barcelona fue, por tanto, la gota que colmó el vaso de agua. Era el
momento para dejar caer a Largo Caballero y encumbrar a Indalecio Prieto. Pero
Prieto prefería trabajar en la sombra y propuso a Juan Negrín como presidente de
gobierno. El propio Prieto dirigía todo el esfuerzo bélico con las tres carteras que
reunía en sus manos —Guerra, Marina y Aire— y se constituía además en el
«hombre fuerte» del gobierno. Los anarquistas se solidarizaron con Caballero y
no entraron en el nuevo gobierno, y el resto de las carteras se repartieron entre
tres ministros socialistas, tres republicanos, dos comunistas, un nacionalista
vasco y un catalán. El nuevo gobierno tenía un claro color rojo, porque el propio
Negrín, aunque no estuviera afiliado al partido, era un simpatizante, y los
socialistas como Prieto estaban claramente dispuestos a colaborar con el Partido
Comunista. Aquello, por otra parte, no hacía sino reflejar la nueva composición
política de la República. Mientras que el Partido Socialista se había estancado en
unos ochenta mil afiliados que tenía al comenzar la guerra, los comunistas
habían pasado de los cien mil militantes en julio de 1936 a los trescientos mil en
aquellos momentos. Por muy infladas que pudieran estar estas cifras
(proporcionadas por el propio partido) quedaba clara la fulgurante ascensión de
este partido en los primeros meses de la guerra.
Su líder más carismático era sin duda Dolores Ibárruri. Yo había oído a
Dolores pronunciar discursos y responder a interpelaciones en las Cortes
españolas y me había sorprendido la fuerza de su carácter y de su voz. Yo estaba
allí en la última sesión de las Cortes cuando contestó al famoso discurso de
Calvo Sotelo en el que este se declaraba «fascista» con aquella atronadora
amenaza: «¡Usted no volverá a hablar en esta casa!». Naturalmente, aquello no
pasaba de ser parte de la retórica de Dolores y nada tuvo que ver con el asesinato
de Calvo Sotelo pocos días después. No fue este un asesinato «político» —en el
sentido de premeditación—, sino puramente emocional, dictado por las ansias de
venganza de los compañeros del teniente Castillo, como ya hemos señalado
antes.
Dolores Ibárruri era una mujer vasca de padres muy humildes. De joven
trabajó como criada. Se casó con un minero asturiano y fue sin duda en Asturias
donde se politizó y adquirió un pensamiento político. En los años de la
República se afilió al Partido Comunista y se convirtió en una gran oradora.
Conocí a Dolores en Valencia, en el mes de mayo de 1937. Recuerdo que era
un día caluroso y que al entrar en la sede del partido un soldado me pidió que me
identificara. Después de hacerlo gritó: «¡Un inglés para ver a Dolores!». Arriba
me esperaba su secretaria. Me dijo que Dolores estaba muy ocupada y que no
podía atenderme, pero que contestaría a mis preguntas si se las daba por escrito.
Esa monserga ya me la conocía yo y le expliqué que aquello no serviría de nada
si no la conocía personalmente. La convencí para que entrara en el despacho de
Dolores y pronto pude oír su voz que decía: «¡Que pase!».
La habitación donde trabajaba Dolores era grande, fresca y limpia. No había
nada en las paredes y muy pocas cosas encima de su mesa, entre ellas un frasco
de agua de Colonia. Y detrás de la mesa estaba ella, una mujer de unos treinta y
cinco años, alta, de buena figura, con una mirada imperiosa, casi desafiante:
«¿Qué quiere saber?», me espetó nada más verme. No había nada de amable o
amistoso en aquella voz. No sé cómo, pero conseguí suavizar sus ademanes,
conseguí que se relajara, conseguí que hablara conmigo. Y entonces se lanzó de
lleno a su tema favorito: la lucha del pueblo español por conquistar su dignidad y
su libertad. Se olvidó de que yo existía y escenificó aquella lucha del pueblo a
veces hablando con odio, otras con amargura, a veces con humor, otras con
cinismo, a veces riéndose a carcajada limpia y otras enarcando las cejas y en
ocasiones golpeando la mesa con el puño. No podría decir lo que Dolores me
dijo en aquella ocasión, solo el cómo me lo dijo. Tres cuartos de hora más tarde
bajaba por las escaleras de la sede del partido con la cabeza dándome vueltas,
ebrio no de ideas, sino de sensaciones, y sobre todas ellas la certeza de que había
conocido a un ser humano excepcional.
Dolores es el único político «de raza» que he conocido en todos estos años
en España. Tiene más carácter y temperamento en su dedo meñique que Manuel
Azaña en todo su cuerpo. Naturalmente no estoy hablando de ideas —con las
que puedo o no coincidir—, sino de actitudes, de un dinamismo especial que
desprende su persona y que contagia al reportero más insensible y que cree estar
de vuelta de todo, como puede ser este servidor. Supongo que aquello fue como
una «revolución emocional», algo que parece ajeno a nuestro carácter
supuestamente «frío» y que nos es dado experimentar en muy contadas
ocasiones.
No tuve ocasión de conocer a otros líderes comunistas, pero durante mi
estancia en Valencia sí pude comprobar el buen trabajo realizado por Uribe, el
ministro de Agricultura. Las ideas colectivistas y cooperativistas de anarquistas
y socialistas no funcionaban en la huerta valenciana, donde cada campesino está
muy orgulloso de cultivar su propio terreno, por muy pequeño que este sea. No
aceptaban la idea de la propiedad común —por muy marxista que esta fuera— y
se aferraban cada uno a su pedazo de tierra. El conflicto había llegado a tal
extremo que las labores del campo se habían suspendido.
En estas llegó Uribe y se puso del lado de los campesinos. Respetando la
propiedad de cada uno, organizó una cooperativa simplemente para la compra de
fertilizantes y otros productos y la venta de lo que cultivaban en la huerta.
Aquello enfureció a socialistas y anarquistas, que acusaban a los comunistas de
admitir en su sindicato «a los elementos más reaccionarios del campesinado de
Valencia». Yo no entro ni salgo en esta polémica, pero ¿de qué se trataba?, ¿de
poner otra vez en marcha a los agricultores de la huerta para que funcionaran a
pleno rendimiento? Pues Uribe lo había conseguido.
Un día, en el restaurante Baviera de Valencia, tuve una larga charla con Luis
Araquistáin. Recuerdo una frase que pronunció y que me chocó
extraordinariamente: «Los socialistas estamos tan en contra del comunismo
como del fascismo. No podemos permitir que España viva bajo el yugo de
Moscú». La verdad es que yo no entendía muy bien aquello del «yugo de
Moscú». A mí Moscú me parecía estar muy lejos para que pudiera controlar nada
en España. Aun admitiendo que España pudiera llegar a ser algún día un país
bajo un régimen comunista, sería en todo caso un comunismo «a la española»,
gobernado por comunistas españoles, influidos por Moscú, ciertamente, pero
capaces de desarrollar su propio programa político y sus propias directrices.
Así le razonaba yo a Araquistáin y todavía no sé si le estaba convenciendo a
él o trataba de convencerme a mí mismo.
En cualquier caso, estaba claro que a los socialistas en aquella primavera de
1937 les había dado un ataque muy agudo de celos. Durante los años de la
República, ellos habían sido los máximos representantes de la clase obrera y
ahora se veían postergados y avasallados por una nueva formación política que
reclamaba su protagonismo. Los socialistas no habían sabido estar a la altura de
las circunstancias y desde el comienzo de la guerra no habían sabido o no habían
querido renovar aquel Frente Popular que tan buen resultado les dio en febrero
de 1936.
En los meses que duraba la guerra, la presencia rusa en España había sido
más bien discreta. Había diplomáticos, periodistas y asesores militares, pero no
en gran número. A partir de octubre de 1936 también hubo pilotos y expertos en
tanques. Es cierto que los soviéticos trataban de mantener un perfil bajo. Los
periodistas rusos que estaban en España, como Mijail Koltsov, de Pravda, tenían
fama de inaccesibles y apenas se mezclaban con sus colegas de otras
nacionalidades. Tampoco creo que hubiera más espías rusos en España durante
la guerra que alemanes o italianos. Nadie podía asegurar cómo sería el futuro,
pero en aquella primavera de 1937, si bien el Partido Comunista comenzaba a
llevar la voz cantante, la presencia de rusos en España no era desde luego
«agobiante».
XXII

La coronación del rey

ME refiero naturalmente al rey de Inglaterra, porque el rey de España estaba


muy bien como estaba, descoronado. Asistí a la coronación del rey en aquella
primavera de 1937 y pude contemplar el magnífico espectáculo del desfile por el
centro de Londres desde un escaparate especialmente habilitado en unos grandes
almacenes de Oxford Street. Y en aquel escaparate era yo, efectivamente, como
un maniquí, totalmente insensible a la magnificencia y la belleza de las tropas
que pasaban ante mis ojos: muchos guardias del rey a caballo, muchos
highlanders escoceses tocando la gaita, muchos gurkas indios con sus llamativos
turbantes; sí, pero ¿dónde estaban los tanques?, ¿dónde el cuerpo motorizado?,
¿dónde los cañones y las ametralladoras? Y al final del desfile, las autoridades
que regían nuestro Imperio, los rajaes llegados de la India, los gobernadores de
los países africanos. Sí, pero ¿dónde estaban los nativos de aquellos países? Y
sobre todo, ¿dónde estaba la juventud? Porque aquello me parecía un desfile de
momias.
Supongo que la transición había sido demasiado rápida. Hacía escasos días
que había dejado atrás un Madrid en guerra. El bombardeo de Madrid se había
recrudecido en las últimas fechas y llegaron a caer hasta dos mil bombas y
obuses en una sola jornada y el número de víctimas llegó a ser de cuarenta a
cincuenta diarias, con centenares de personas heridas.
El último día en que estuve en Madrid fue uno de los peores que he pasado
en toda la guerra. Cuando desperté, parecía como si alguien estuviera tirando
pesas en el piso de arriba, pero eran cañonazos que retumbaban en todo el
edificio. Salí a la calle para coger el metro y me apeé en la estación Banco de
España. Cuando ascendía a la superficie, por las escaleras me topé con varias
personas que bajaban corriendo. Al llegar arriba supe el motivo de aquellas
prisas. Junto a la boca de metro había un hombre sin cabeza. Parecía que se la
habían seccionado limpiamente con una cuchilla. A su lado, una chiquilla
parecía dormida si no fuera por sus piernas, que tenía dobladas de una forma
extraña. Y un poco más lejos otra mujer se había derrumbado y semejaba un
montón de ropa vieja y trapos sucios. Supongo que debería haber salido para
comprobar, al menos, si estaban muertos, pero las piernas no me obedecieron, y
en lugar de subir a la superficie me precipité hacia abajo, buscando el refugio del
metro. Solo me atreví a salir cuando escuché el ruido de las ambulancias. Franco
estaba utilizando la artillería antiaérea para bombardear la calle de Alcalá y la
Gran Vía, la arteria principal de Madrid.
Por la tarde cogí de nuevo el metro para transmitir mi última crónica desde el
edificio de la Telefónica. A mi lado había dos chicas jóvenes que discutían: «¡Tú
haz lo que quieras, pero yo he venido a la Gran Vía a comprarme un par de
medias, le guste o no le guste al general Franco!». Y tiró de su compañera, y, sin
saberlo, también tiró de mí y subimos por las escaleras hasta la calle. El aspecto
que ofrecía la Gran Vía era desolador.
Por lo menos veinte o treinta edificios habían sido bombardeados desde que
estuve allí aquella misma mañana. En la entrada del edificio de Telefónica había
una gruesa capa de hule que cubría el cuerpo de dos chicas que habían muerto al
explosionar una bomba cuando salían del edificio. El general Franco tenía la
mala costumbre de programar los bombardeos para las ocho de la tarde, cuando
más gente había en la calle y cuando más daño podía hacer. Todavía no sé lo que
perseguía con aquel horror, pero puedo asegurar que la población de Madrid,
incluso aquellos que en algún momento pudieran haberle favorecido, le habían
vuelto resueltamente la espalda.
A la mañana siguiente salía en coche por la carretera de Valencia, y debo
confesar que aquello me pareció una liberación. Viajaba conmigo John Lloyd, de
la Associated Press, y, aunque viajábamos en un coche que más parecía una lata
de sardinas, yo me encontraba radiante de felicidad. Allí estaba el campo
hermosísimo en plena primavera, allí estaban los pájaros cantando, allí estaba el
sol bañándolo todo, como si la naturaleza no tuviera noticia alguna del horror
que se estaba produciendo en Madrid. Incluso el lugar donde nos detuvimos para
desayunar, un bar donde nos sirvieron unos excelentes huevos con beicon,
parecía totalmente ajeno a la tragedia, como si se encontrara a miles de
kilómetros de Madrid. O quizá fuera que yo me sentía de nuevo totalmente
«vivo». Tal vez la única manera de apreciar las cosas más elementales y simples
de nuestra existencia sea cuando sabes que has estado a punto de perderlas.
Y ahora que me encontraba de nuevo en Londres no sabía muy bien qué
hacer con mi vida. Iba a cenar con amigos aquí y allá y en alguna ocasión
acabamos la noche en un strip-tease. Pero ¡qué diferencia de los strip-tease en
los que yo había estado en España! En este país ese tipo de espectáculos estaban
dirigidos a la clase obrera, ¡y había que oír los gritos, las chanzas y las bromas
de los clientes pidiendo a las chicas que se fueran quitando la ropa! En Londres,
los espectadores pertenecían más bien a la clase media y parecían inmensamente
aburridos mientras miraban a las chicas, como si estuvieran allí simplemente
porque esa noche no hubieran encontrado nada mejor que hacer.
Allí estaba yo en la capital misma del Imperio británico, pero de un imperio
donde se respiraba ya un inconfundible aire de decadencia. Todo aquel desfile
militar que contemplaba desde el escaparate de Oxford Street me parecía una
producción de Hollywood, como si todas aquellas cámaras de cine que se veían
en las calles estuvieran rodando una película que, dentro de unas semanas,
veríamos en las pantallas.
Incluso aquellas personas que se desmayaban a mi alrededor por las
apreturas de la muchedumbre y que la policía retiraba en camillas parecían
«extras» especialmente entrenados para el rodaje. No podía ser cierto lo que mis
ojos contemplaban —los lanceros, los alabarderos, los gaiteros, la guardia real
—, porque aquello pertenecía al siglo XIX, nada que ver con el nuevo siglo que
nos había tocado vivir.
Pasó junto a mí el automóvil con el primer ministro, Stanley Baldwin, y la
multitud prorrumpía en vivas, como si todo estuviera perfectamente ensayado.
Yo me preguntaba si tenía la menor idea de lo que significaba el Tratado de No
Intervención, si le importaba lo más mínimo lo que estaba ocurriendo en España.
Pasó la carroza real con sus majestades y la cara del rey parecía la de un hombre
preocupado pero resultaba imposible saber si lo que le preocupaba era lo que
estaba ocurriendo en España, ni siquiera podía saber si se le estaba contando la
verdad sobre España.
Ignoro si tendrá algo que ver el chaparrón que cayó al final del desfile, pero
recuerdo que regresé a mi hotel totalmente deprimido. Tenía la impresión de que
me había equivocado de siglo, que mi país todavía vivía en el XIX cuando el
resto del mundo vivía ya en la era moderna, en la zozobra y en la belleza de la
era moderna. En lugar de lanceros bengalíes, habría querido ver tanques y
unidades motorizadas y vuelos rasantes de la aviación sobre nuestras cabezas. Y
en lugar de las autoridades y los grandes dignatarios que habían acudido desde
todos los rincones de nuestro Imperio, habría querido ver a la juventud —de
todos los colores y de todas las razas— en aquel desfile, unida por aquello que
llamamos la Commonwealth o Comunidad de Naciones. Pero aquella
Commonwealth que yo soñaba tenía que ser letra viva, y no muerta, tenía que
estar representada por la juventud de cada país, y no por venerables ancianos con
un pie en la tumba.
Otra cosa que me descorazonó en aquel breve viaje a Londres fue el escaso
interés que encontré por lo que estaba ocurriendo en España. Por supuesto, la
gente de izquierda defendía con ardor la República española y los tories la
cuestionaban, cuando no la atacaban. Pero me refiero al hombre de la calle sin
mucho interés por las ideas políticas. A aquel hombre medio no parecía
interesarle —ni preocuparle— en absoluto lo que estaba ocurriendo en un país
que era casi un país vecino. No sabían que al desinteresarse por la suerte de
España estaban empezando a cavar su propia fosa.
XXIII

El bombardeo de Almería

UNA mañana me encontraba desayunando en la localidad de Murcia, camino


de Almería. Me parecía raro hallarme en una ciudad española que no había sido
bombardeada en aquella guerra. Estábamos en pleno desayuno cuando oímos el
sonido de una banda de música que se acercaba. «Bueno —pensamos—, al
menos hay alguna actividad marcial». Resultó que no era una banda del Ejército,
sino la de la ciudad, y anunciaba una corrida de toros para el domingo siguiente.
Murcia parecía estar lejos de todo, incluso de la misma guerra.
Rodeada de una hermosa huerta y con un clima semitropical, Murcia me
parecía detenida en el tiempo, con su gran catedral cerrada, sus calles y
carreteras muy abandonadas, sus habitantes con uno de los índices de
analfabetismo más altos de España, el ochenta por ciento de la población antes
de la República.
Yo iba camino de Almería para escribir la crónica del bombardeo de la
ciudad por el buque alemán Almirante Scheer, en represalia por el bombardeo
del destructor Deutschland en la bahía de Ibiza. Parece ser que el Deutchsland se
encontraba anclado junto al puerto de Ibiza cuando fue localizado por dos
bombarderos de la República. No está muy claro quién abrió fuego primero, pero
lo cierto es que las aguas de Ibiza estaban bajo control de barcos franceses que
vigilaban el cumplimiento del Tratado de No Intervención que prohibía el acceso
de cualquier buque extranjero a las aguas territoriales españolas. El bombardeo
del Deutschland había causado veinte muertos y setenta heridos, y en represalia
el propio Deutschland, acompañado de otros tres destructores, se había dirigido
a la ciudad costera de Almería para bombardearla a placer, porque la ciudad
apenas disponía de baterías. En la hora que duró el cañoneo de las baterías
alemanas sobre la ciudad murieron al menos veinticuatro almerienses y más de
cien resultaron heridos.
Yo había tenido problemas para salir de Madrid porque no parecía interesar
mucho a nadie aquella historia. Nuestra representante de prensa, una mujer
austríaca, estaba viviendo un apasionado romance con un colega español y no
parecía dispuesta a que la molestáramos. Por fin mi amigo Sefton Delmer y yo
encontramos un viejo camión que se dirigía hacia esa remota ciudad del Sur y
nos montamos junto con docenas de campesinos que volvían a su tierra. Como
era previsible, el camión se estropeó poco después de salir de Madrid y tuvimos
que hacernos con los servicios de un viejo taxi al que no le funcionaban las luces
y se detenía en seco cuando de noche aparecía alguien en dirección contraria.
Así fue como llegamos a Murcia y, después de dejarla atrás, nos internamos por
un paisaje lunar como yo no he visto en ningún otro lugar de Europa. No es la
guerra la que ha devastado este lugar, sino el abandono y la pobreza extrema de
sus habitantes. Recorres kilómetros y kilómetros sin ver un árbol o una brizna de
hierba, contemplando casas derruidas y abandonadas, la ausencia de toda vida
humana o animal, salvo alguna cabra que busca entre las raíces de los árboles
algo que comer. Solo grandes proyectos de regadío y reforestación podrán
devolver la vida algún día a ese lugar donde apenas existe.
Mucho antes de llegar a la ciudad de Almería divisamos grupos de personas
acampadas junto a la carretera, refugiados que temían que se repitieran los
bombardeos de los días anteriores. Sin embargo, cuando entramos en la ciudad
vimos las calles repletas de gente. El gobernador civil puso a nuestra disposición
a un joven anarquista que nos condujo a todos los lugares que habían sufrido el
bombardeo. Este había dejado a ocho mil personas sin hogar. Cientos de casas
habían sido destruidas, incluido el consulado británico, cuyas ruinas visité. Se
trataba de bombardear una población civil sin defensa alguna, si exceptuamos
una vieja batería republicana que había en la costa y cuya distancia de tiro ni
siquiera alcanzaba la posición donde se encontraba la flota alemana. Los
alemanes bombardeaban Almería con la misma impunidad que lo habían hecho
antes con Guernica, bombardeaban una población civil sin posibilidad alguna de
defenderse.
Asistí al entierro de una de las víctimas. Me impresionó el cortejo del
entierro, las caras macilentas y demacradas de aquellos obreros y campesinos
que parecían viejos cuando todavía eran jóvenes. La guerra parecía doblemente
injusta en aquel lugar, castigando a hombres que ya habían sido duramente
castigados a lo largo de toda su existencia. El colofón de aquella crónica que
escribí sobre Almería se produjo, sorprendentemente, en Gibraltar. Allí recaló el
Deutschland para enterrar a sus muertos. El entierro se hizo en presencia del
gobernador de Gibraltar, el general Harrington, acompañado por dos almirantes
de la flota británica. ¡Era muy consolador ver cómo Inglaterra abría sus brazos a
sus amigos alemanes mientras cerraba sus fronteras en Gibraltar a la población
española!
Mientras tanto, la guerra proseguía en el Norte. La muerte del general Mola
en un accidente de aviación no parecía haber afectado al avance de los
nacionales, que tomaron Bilbao el 19 de junio. Pocos días después, el 6 de julio,
la República, tratando de tomar de nuevo la iniciativa, lanzaba un ataque sobre
Brunete, a unos veinte kilómetros al oeste de Madrid. Se trataba de llegar, si era
posible, hasta Navalcarnero, desde donde se podría haber atacado al ejército
nacional que sitiaba Madrid por su retaguardia.
La punta de lanza de aquel ataque estaba en manos de Líster y su Quinto
Regimiento. Se trataba de un ataque por sorpresa. Los hombres de Líster debían
recorrer durante la noche los escasos kilómetros que los separaban de Madrid y
atacar Brunete de madrugada. Lo extraño de aquel ataque por sorpresa es que,
efectivamente, sorprendió a los nacionales y Líster pudo tomar Brunete. Digo
esto porque yo me había enterado de los planes para aquel ataque «por sorpresa»
unas semanas antes en los cafés de Valencia.
La caída de Brunete en manos de la República consiguió al menos que los
nacionales enviaran su aviación de vuelta a Madrid durante unas semanas.
Como parte de la ofensiva de Brunete, las Brigadas Internacionales habían
tomado Villanueva de la Cañada en una batalla feroz que duró un día entero. El
número de bajas fue enorme. Pude visitar a un brigadista inglés en el hospital de
campaña. Tenía la espina dorsal destrozada y sus horas estaban contadas. Me
pidió que le leyera la orden del día que les habían dado a los brigadistas aquella
misma mañana antes de entrar en combate. Mientras la leía me dijo que le
parecía una excelente pieza de oratoria. Me contó que había estudiado en la
Universidad de Cambridge y que se había alistado en las Brigadas poco después
de graduarse. En momentos como esos me convencía a mí mismo de que
merecía la pena seguir informando sobre aquella guerra. Recoger las últimas
palabras de aquel joven que lo había dejado todo para acudir a luchar por un país
que no era el suyo era devolver a mi país un rayo de esperanza, decirles a los
ingleses que no todos eran tan ruines como los políticos que en aquellos
momentos los gobernaban.
La batalla de Brunete acabó el 25 de julio. Había conseguido aliviar la
situación en el Norte, obligando a Franco, como dije, a desplazar su aviación de
nuevo hasta Madrid. Pero no había conseguido su objetivo más importante:
romper el cerco de la capital. Las fuerzas de la República podían sorprender a
los nacionales, pero no disponían de la artillería, los tanques o la aviación
suficientes como para hacer mella en aquella tenaza de hierro que Franco había
dispuesto en torno a la capital de España. Y pienso que la ofensiva de Brunete
fue, en líneas generales, un grave error por parte de la República, que, en
aquellos momentos de bloqueo de material de guerra, no podía ni debía
malgastar sus fuerzas.
XXIV

Reposo en Montreux

ME encontraba totalmente agotado en aquel verano de 1937, aunque no lo


sabía. Me lo dijo una mujer inglesa, médico en las Brigadas Internacionales.
«¿Cómo te encuentras?», me preguntó mirándome a la cara, un día que
estábamos tomando unas copas en El Escorial. «La verdad es que algo cansado
—le contesté—. De un tiempo a esta parte no tengo apetito y he perdido cinco
kilos. Debe de ser el calor de agosto». «Me lo imaginaba —me dijo—. Sigue mi
consejo y tómate unas buenas vacaciones, porque si no lo haces, lo sentirás».
Después de la batalla de Brunete, Ginebra en el mes de agosto parecía poco
menos que la antesala del paraíso. Allí estaba yo contemplando el famoso lago
desde la terraza del hotel Rusia, sin más ocupación que observar el lento
discurrir de un barco de vapor con sus lucecitas y su banda de música en
cubierta.
Parecía mentira, pero hacía escasamente una semana me encontraba yo en un
barranco, en la retaguardia de la ofensiva de Brunete, hablando con los chicos de
la Brigada Inglesa, aunque la verdad es que estaban tan agotados que tenían
pocas ganas de hablar. Conocí a Jock Cunningham, que comandaba la brigada y
que era radical y muy revolucionario en sus ideas, y a Hugh Slater, que vino a
España como corresponsal de prensa y regresó para alistarse en las Brigadas.
Resulta que Slater, en su segundo viaje a España, había sido arrestado en
Perpiñán, donde se pasó dos semanas en el calabozo acusado del horrible crimen
de querer entrar en España para luchar por la democracia y la libertad. Pero allí
estaba Slater tan contento, al mando de una batería de cañones antiaéreos.
Desde Ginebra subí hasta el pueblecito de Caux-sur-Montreux, desde donde
podía seguir contemplando el lago Leman, pero a vista de pájaro, a muchos
kilómetros de distancia. El aire estaba tan quieto que, a pesar de la distancia,
podía escuchar claramente el sonido de los barcos de vapor que cruzaban
lentamente el lago. Una calma total y absoluta parecía reinar en aquel pueblecito,
justamente lo que yo andaba buscando.
Pasaba la mayor parte del tiempo tumbado, en mi cama o en el monte, entre
la flor de brezo, leyendo la prensa que llegaba a mis manos. He aquí algunas
anotaciones que hice en mi diario de aquel mes de agosto a partir de las noticias
que iba leyendo en los periódicos:
7 de agosto: El petrolero inglés British Corporal ha sido bombardeado en el
Mediterráneo.
13 de agosto: El buque español recién construido Ciudad de Cádiz ha sido
hundido por un submarino desconocido frente a Gallípoli.
14 de agosto: Un petrolero de trece mil toneladas con bandera panameña ha
sido incendiado por los disparos de un buque de guerra de los nacionales
españoles frente a las costas de Túnez.
17 de agosto: El carguero español Aldecoa tuvo que buscar refugio en un
puerto francés después de ser perseguido por unidades de la marina italiana.
18 de agosto: El barco español Armuru, procedente de Rusia, hundido frente
a Gallípoli.
24 de agosto: El carguero inglés Noemijulea, que transportaba fosfatos desde
Túnez a Barcelona, bombardeado frente a la costa española.
25 de agosto: El buque cisterna inglés Romford bombardeado.
31 de agosto: El carguero ruso Timiryazeff, procedente de Liverpool y con
destino a Port Said, que transportaba carbón, torpedeado y hundido frente a la
costa de Argelia.
2 de septiembre: Hundido el buque cisterna inglés Woodford en ruta desde
Valencia a Barcelona por un submarino sin bandera o identificación. El
Woodford ondeaba la bandera del Tratado de No Intervención y llevaba a bordo
un oficial del Comité de No Intervención.
6 de septiembre: El petrolero inglés Burlington, que llevaba siete mil
toneladas de crudo a bordo con destino a Cartagena, es apresado por destructores
nacionales. Los nacionales llevaron el barco hasta Palma de Mallorca,
desembarcaron el crudo y permitieron a su capitán que continuara viaje.
Naturalmente, aquel desastre de barcos que viajaban por el Mediterráneo
llevó a Inglaterra y a otros países a firmar el Tratado de Nyon, que pretendía
acabar con esos actos de piratería. Se establecieron patrullas para vigilar y
controlar el tráfico en este mar y se obligó a los submarinos a viajar en
superficie. Pero el daño para la República ya estaba hecho. Como es lógico, el
precio del seguro de los barcos se puso por las nubes y el transporte de armas y
material bélico a España no solo debía realizarse de forma clandestina y bajo
increíbles dificultades, sino que cada pistola debía pagarse a precio de oro.
Mientras tanto, Franco se aprovisionaba tranquilamente en los puertos del
Norte. Los cargueros alemanes llegaban a Pasajes o a Bilbao o a Vigo, donde
descargaban su mercancía —tanques, aviones, artillería— sin ocultarla
especialmente y sin mayores problemas. El bloqueo decretado por el Tratado de
No Intervención exigía que para detener un barco era preciso antes
inspeccionarlo. Y como los alemanes no admitían ninguna inspección, sus
barcos viajaban sin contratiempos por el Atlántico hasta los puertos del Norte.
Tampoco las autoridades de Gibraltar parecían tomarse mayores molestias en
aquel asunto. Dejaban pasar los barcos por el estrecho sabiendo muy bien que su
destino eran los puertos del Norte para aprovisionar a los nacionales.
Desde Caux-sur-Montretix la situación parecía cada vez más clara: la
campaña del Norte había servido a Franco para fortalecer su situación y poder
aprovisionarse sin problemas, al tiempo que sometía a la República a un lento
pero seguro estrangulamiento en el Mediterráneo.
Yo lo miraba todo desde mi pequeño refugio en las alturas de la montaña.
Podía ver cómo las pequeñas nubes se iban formando en el lago, cómo al
principio no eran más que un jirón de niebla. Podía ver cómo ascendían
lentamente por el valle y se unían a otras nubes. Era cuestión de tiempo hasta
que estallara la gran tormenta.
XXV

Teruel

PERO la República todavía no estaba dispuesta a arrojar la toalla. A principios


de septiembre lanzó una nueva ofensiva en el frente de Aragón para tomar
Zaragoza. El 5 de septiembre caía Belchite, en el camino a dicha ciudad, en
manos de las Brigadas Internacionales y de las tropas republicanas que las
apoyaban. Pero en todas las ofensivas solía ocurrir lo mismo: tenían éxito en los
primeros días, el tiempo que Franco tardaba en llevar sus unidades motorizadas
y sus tanques desde el Norte. Y entonces las tropas republicanas tenían que
enfrentarse a un enemigo con una superioridad técnica tan avasalladora que poco
se podía hacer, y las ofensivas, como la de Belchite o la de Brunete, se quedaban
en agua de borrajas. Se desbarató otra ofensiva planeada contra Teruel porque,
horas antes de iniciarse, el comandante en jefe se pasó al enemigo llevándose los
mapas y planos del ataque. Afortunadamente, su ausencia fue detectada aquella
misma noche y se dio orden a las tropas y los arsenales de municiones previstos
para el ataque de que se dispersaran. Cuando de madrugada comenzaron a llegar
los aviones nacionales y a bombardear las posiciones republicanas, las tropas se
habían diseminado ya y el daño fue menor de lo previsto. Pienso para mis
adentros que, en el fondo, la defección del comandante fue una bendición del
cielo: la República no estaba preparada para lanzar aquel ataque.
El problema mayor de la República seguía siendo la escasez de armas. Como
he señalado antes, por cada barco ruso que conseguía burlar el bloqueo fascista
caían dos o tres en manos de italianos o alemanes. La ruta terrestre era imposible
porque Francia había cerrado herméticamente sus fronteras con España. La única
solución era que la República fabricara su propio material de guerra, pero eso
resultaba difícil y costoso, porque la industria siderúrgica estaba en el norte de
España. Con lo poco que había en el territorio de la República, se hizo un
titánico esfuerzo por aumentar la producción de armas. Justamente para dar auge
a esta producción, el gobierno decidió trasladarse de Valencia a Barcelona. Una
de las primeras medidas gubernamentales fue suspender la semana de cuarenta
horas que habían suscrito los sindicatos catalanes. Cataluña se convertía en el
centro político e industrial de la República y el eje Valencia-Barcelona, en su
arteria principal.
A partir de ese momento comenzó el bombardeo intensivo de Franco sobre
los puertos de estas dos ciudades, a sabiendas de que tenía que paralizar el nuevo
impulso que la República quería tomar. No me parece casual que nuestro
corresponsal en Roma anunciara, a principios de octubre, que Bruno Mussolini,
el hijo del Duce, se había incorporado a la escuadrilla de aviones que los
italianos tenían en Palma de Mallorca. El objetivo de su misión estaba claro:
bombardear los puertos del Levante español.
Uno de los motivos de fricción que surgió en el nuevo gobierno de Negrín
fue la cuestión de los comisarios políticos.
El ministro de la Guerra, Indalecio Prieto, desconfiaba de los comisarios. El
papel de estos en el nuevo ejército republicano consistía en explicar a los
soldados las razones por las cuales estaban luchando, asesorarles en cuestiones
personales y erigirse en modelos de conducta para que los soldados pudieran
seguir su ejemplo. Julio Álvarez del Vayo, que estaba a cargo de aquel cuerpo de
comisarios, solía decir que se trataba de enseñar «el porqué se avanzaba y el
cómo, el porqué y en qué circunstancias se debía retroceder». La idea del
comisario político venía de los tiempos de la Revolución francesa, pero estaba
claro que el modelo que se había adoptado en España era el de Rusia, aunque,
justo es decirlo, los comisarios políticos no procedían solo del Partido
Comunista, sino que también los había anarquistas y socialistas. Los comisarios
recibían una buena paga y tenían el grado de comandante en el batallón al que se
les destinaba.
Soy de los que piensan que la figura del comisario era necesaria en el ejército
de la República. Un ejército que prácticamente acababa de nacer, que luchaba en
una guerra civil, es decir, en una guerra entre hermanos, y que disponía de
medios muy precarios para el combate, precisaba de estos asesores no solo para
que allanaran las dudas de los soldados en el terreno político, sino para
auxiliarlos en el terreno personal. Eran, por tanto, algo así como instructores
políticos, psicólogos y estrategas, todo en uno. En alguna ocasión se habían
producido fricciones con los oficiales militares, pero en general estaba
demostrado que las unidades que disponían de buenos comisarios eran las más
efectivas en el combate.
Prieto no anuló la figura del comisario, pero solía dar los puestos más
importantes a los socialistas, los anarquistas o los republicanos de izquierda, lo
cual creaba fricciones con los comunistas. Otro de los problemas de Prieto
radicaba en la excesiva burocratización de sus ministerios. Conseguir un pase
para viajar al frente era una verdadera tortura y, como aquellos pases eran
válidos solo para dos semanas o como mucho un mes, la cantidad de papeleo
resultaba ingente. Y al ser Prieto una persona encantadora, era, por tanto, mucho
más difícil de criticar. Pienso que hubiera sido un excelente gestor bajo las
órdenes de un líder mucho más dinámico y carismático de lo que él era. A aquel
hombre le faltaba un poco de alegría. Recuerdo que una de las coletillas en sus
discursos era aquello de «pase lo que pase en esta guerra, ya sabemos ahora que
la economía de este país está arruinada para muchos años», lo cual sin duda era
verdad, pero no se trataba de algo que inspirara demasiado entusiasmo en
aquellas dramáticas circunstancias. Y es que Prieto era un líder para la paz más
que para la guerra, una persona capaz de llevar a cabo un programa político a
largo plazo más que un iluminado que inspirara a aquella gente cada vez más
desilusionada.
Cuando lord Attlee, líder de la oposición en la Cámara de los Comunes
británica, visitó España en diciembre de 1937 dijo en una entrevista que el factor
esencial para la victoria de la República era la amalgama de todas las fuerzas
antifascistas en un solo movimiento. Tenía toda la razón del mundo, pero… ¡a
ver quién le ponía el cascabel al gato! Tal era entonces la fuerza y el poderío del
Partido Comunista que cualquier «amalgama» pasaba necesariamente por
reconocer el liderazgo de los comunistas, y eso era algo que republicanos,
anarquistas y socialistas «de derechas» no estaban dispuestos a hacer. Sin
embargo, aquella unidad política, por difícil que fuera, constituía la única
posibilidad que tenía la República de sobrevivir.
Aunque parezca irónico, Indalecio Prieto era una de las pocas personalidades
respetadas por la diplomacia occidental. Los ingleses solían decir de él que era
una persona «totalmente fiable» y los franceses llegaron a calificarle como «el
único gran hombre que había en la República». Pero todos esos piropos no le
valían absolutamente para nada, es decir, no se traducían en favores de ningún
tipo. Ingleses y franceses contemplaban los toros desde la barrera, encumbrando
a unos y denostando a otros, pero sin querer «inmiscuirse» en los asuntos del
país vecino. Tenían todavía la ocasión de adoptar una línea mucho más dura con
respecto a la intervención de Alemania e Italia en España, pero, como eso podría
poner en peligro su propia «seguridad», no estaban dispuestos a hacerlo.
Tuve ocasión de conocer a Attlee durante los días que pasó en España. Me
pareció una persona sensible y cordial, pero no de una gran fuerza. Me aseguró
que entendía perfectamente que no solo el socialismo o la democracia, sino el
futuro mismo de nuestro país pasaba por lo que ocurriera en la guerra española.
Entendía el problema, pero me dio la impresión de que no sabía muy bien lo que
se podía hacer desde Inglaterra. Leía en su cara una sensación de impotencia y
desamparo, como si los acontecimientos en España le hubieran sobrepasado
ampliamente y ya no supiera cómo reaccionar. Eso sí, se entrevistó con los
brigadistas ingleses y accedió a que dieran su nombre a su batallón. Pero me
temo que poco más que eso resultó de su visita.
Aquello no tenía remedio. A principios del mes de octubre la Sociedad de
Naciones rechazaba una propuesta que ordenaba la retirada de todos los
ciudadanos extranjeros que luchaban en España. Por supuesto, aquella propuesta
favorecía a la República y perjudicaba al general Franco. Pues bien, a pesar de
que Francia e Inglaterra votaron a favor de la propuesta, fue rechazada por
treinta y dos votos a treinta. Incluso en aquellas fechas, el eje Roma-Berlín era
capaz de manipular la opinión pública mundial imponiendo su criterio sobre el
de las llamadas «democracias occidentales».
Pero todo esto nos lleva lejos de los acontecimientos que se estaban
produciendo en aquellos momentos en la guerra española. La atención mundial
se centraba ahora en la ciudad de Teruel, situada en el camino que conduce desde
el interior de la Península a la huerta valenciana. Teruel, encumbrada sobre una
colina y rodeada de altos cerros y montañas desprovistas de árboles, tiene una
belleza austera y dramática. Valencia, como digo, está a escasos cien kilómetros
de distancia, pero Teruel no tiene nada que ver con la capital levantina ni con su
clima agradable y templado. Los termómetros en invierno marcan allí las
temperaturas más bajas de toda España. El carácter apasionado y dramático de
sus gentes se refleja en la leyenda medieval de los amantes. Cuenta la historia de
un muchacho pobre que quería casarse con la hija de un hombre muy rico. El
hombre le concedió un tiempo para que consiguiera su propia fortuna. El joven
se enriqueció y regresó a Teruel el día en que su amada celebraba su matrimonio
con otro hombre. El muchacho se suicidó y su amada murió de dolor junto a su
tumba. El folclore popular ha trivializado la historia con los siguientes versos:
Los amantes de Teruel,
¡tonta ella y tonto él!

Recuerdo Teruel en pleno invierno, el sol poniéndose tras los montes y


bañándolo todo de tintes rosados y de color violeta. Aquella ciudad tan bella y
tradicional, tan española, era también una de las más conservadoras y
reaccionarias de toda España. Cuando por fin conseguimos entrar en la ciudad
con las tropas republicanas, pregunté por unos amigos que tenía allí. «¡Menudos
amigos tiene usted, camarada! —me respondió un hombre—. ¡Vaya usted al
seminario y pregunte por ellos!». El seminario era el lugar donde los fascistas de
Teruel se habían hecho fuertes y resistían cuando el resto de la ciudad había
caído en manos republicanas.
Al primero que encontré cuando llegué al frente de Teruel fue a Ernest
Hemingway, que se alegró enormemente de verme, sobre todo cuando comprobó
que le llevaba dos botellas de whisky. Le encontré como le había visto en tantas
otras ocasiones: estaba ayudando a un grupo de milicianos a situar en posición
un cañón del setenta y cinco, que se empleaba para asaltos a corta distancia. Para
Hemingway la guerra era eso: implicarse en cuanto discurría a su alrededor,
ayudar a los soldados novatos a cargar y descargar sus armas, hablar con todo el
mundo, a veces también pelearse con todos. A pesar de que era el corresponsal
de prensa mejor pagado de cuantos estábamos en la guerra española, pienso que
se le daba mejor la novela o el cuento que la crónica periodística, entre otras
cosas porque era un perfeccionista y corregía docenas de veces todo lo que
escribía. Su técnica no se adaptaba a las inevitables prisas de un corresponsal de
guerra.
Al comenzar el conflicto, Teruel cayó en manos de los nacionales y las
fuerzas republicanas locales se replegaron a los altos del Escandón, a unos diez
kilómetros de la ciudad. La línea del frente se acercaba aún más en Valdecebro,
en el Nordeste, describiendo una media luna en torno a la ciudad. Los
republicanos la habían bombardeado en algunas ocasiones, pero el frente no se
había movido desde el comienzo de la guerra.
La operación que llevó a cabo Enrique Líster con su Quinto Regimiento
consistió en completar aquella media luna del frente hasta que la ciudad quedara
totalmente rodeada. Para ello, desplazó sus tropas, a plena luz del día, desde
Valdecebro hasta Caudete y Concud, pero sin llegar a tomar ninguna de estas
localidades, y desde allí se dirigió hacia el Sur para ascender hasta la Muela de
Teruel y completar así el círculo en torno a la ciudad. Se trataba, por tanto, de
una maniobra envolvente, parecida a las que ya había ejecutado en Brunete y en
Belchite. La operación se inició en la tarde del viernes 17 de diciembre y el
combate por la ciudad de Teruel no cesaría hasta el 22 de febrero, cuando el
general Franco tomó de nuevo la ciudad. En la noche del 17 de diciembre quedó
totalmente rodeada. Tenía entonces Teruel una población de veinte mil
habitantes, además de una guarnición de unos cinco mil soldados nacionales.
Todavía no entiendo cómo la República se las ingenió para enviar a este
desolado y remoto rincón de España una tropa de cincuenta mil hombres sin que
el enemigo se enterara. Quizá lo hicieran al amparo del mal tiempo que reinaba,
una tempestad de nieve y viento que disminuía la visibilidad a pocos metros.
Claro que eso también contaba en contra del ejército republicano, que debía
desplazar sus piezas de artillería por un terreno donde a menudo se quedaban
empantanadas. La operación Teruel había sido planeada por Vicente Rojo,
profesor de Estrategia en la Academia de Toledo; el comandante en jefe era el
general Miaja, que había participado en la defensa de Madrid y en las batallas
del Jarama y de Guadalajara. Rojo, a pesar de su modestia y de su personalidad
retraída, era sin duda una de las luminarias del ejército republicano.
Otra cosa es si la República debería o no haber emprendido aquella ofensiva.
Como he señalado antes, mi opinión era que la debilidad del ejército republicano
desaconsejaba cualquier acción ofensiva y aconsejaba concentrar todas las
energías en fortificar sus posiciones y reorganizarse. El prestigio del ejército
republicano no dependía de la toma de Teruel, entre otras cosas porque esa
conquista no supondría ningún cambio de posición de las potencias occidentales
respecto al envío de armas. Hacía tiempo que la República sabía muy bien que la
única forma de obtener material de guerra era con las reservas de oro del Banco
de España, además de tener grandes dosis de buena suerte para que aquel
material llegara a su destino.
Circulaba por aquellos días una teoría bastante peregrina, pero que quizá
tuviera un fondo de verdad. Según esa teoría, Prieto necesitaba la conquista de
una plaza importante para poder negociar desde una posición de fuerza una
tregua o armisticio con el general Franco. Es posible que desconociera la nueva
correlación de fuerzas, de la misma manera que había subestimado la ascensión
del Partido Comunista en la República. Quizá lo que no entendía Prieto es que
Franco ya no dependía de Alemania e Italia solo para la provisión de hombres y
armas, como había ocurrido en los primeros días del conflicto, sino que ahora
estaba unido a aquellos dos países por un gran movimiento que pretendía
cambiar el mundo. En otras palabras, Franco ya no podía negociar una tregua,
aunque lo hubiera deseado, porque ahora formaba parte de un movimiento
internacional, y ya no dependía de sí mismo, sino de sus socios.
En aquel año y medio de guerra había ocurrido en España una polarización
de las dos partes en el conflicto: una parte, la República, escorándose cada vez
más hacia un tipo de régimen comunista, y la otra, la nacional, inclinándose a
favor de un tipo de régimen fascista. El totalitarismo, por tanto, parecía
inevitable en el horizonte político español, ganara quien ganara aquella guerra.
Pero, habiendo dicho esto, convendría hacer algunas matizaciones. A pesar de
que tanto Falange Española como el Partido Comunista habían crecido
espectacularmente durante aquellos meses y contaban ya con cientos de miles de
afiliados, no se habían hecho, ni de lejos, con el control político de ninguna de
las dos Españas. Es sintomático que Franco castigase al líder falangista Manuel
Hedilla con el exilio cuando este se atrevió a hacer objeciones a su política en
zona nacional. Franco quería dejar claro que allí seguía mandando el Ejército,
por encima de cualquier otra facción. La Iglesia, por otra parte, había vuelto a su
antigua preeminencia, y el exiliado cardenal Segura había regresado con todos
los honores para ocupar el arzobispado de Sevilla. Y los grandes terratenientes y
propietarios que apoyaban al general Franco no habían sufrido ningún tipo de
expropiación de sus propiedades, como habría ocurrido en un régimen totalitario.
Pero, naturalmente, hay muchos tipos de regímenes totalitarios. El de la
Alemania nazi deja muy escasa libertad al individuo. El régimen fascista de
Metaxas en Grecia o el de Oliveira en Portugal, en cambio, tratan de combinar la
iniciativa privada, propia del capitalismo, con el control de las grandes empresas
por parte del Estado, propio del fascismo. El régimen del general Franco en la
España nacional parece apuntar hacia este tipo de solución, más que hacia el
fascismo en estado puro, como sucede en Alemania.
En aquella Europa de 1937 había nacido lo que podríamos llamar un
«capitalismo rebelde». Aquella rebeldía, encabezada por Alemania e Italia,
pretendía reorganizar y redistribuir los medios de producción para poder así
competir y aventajar a las que, hasta aquel momento, habían sido las dos grandes
potencias europeas, Francia y Gran Bretaña. A esta rebeldía se habían sumado
una serie de pequeños estados como Grecia, Portugal y ahora la España del
general Franco. Se trataba, por tanto, de un gran movimiento a nivel
internacional, encabezado y coordinado desde la Alemania nazi. Por eso decía
antes que Franco, aunque hubiera querido, no podía pactar ningún armisticio, en
la medida en que ya no dependía de sí mismo.
No me parece del todo irrelevante añadir aquí que, por aquellas fechas,
diciembre de 1937, Londres acababa de nombrar a sir Robert como «principal
agente de Gran Bretaña en la España nacional», con destino a la ciudad de
Salamanca. En Barcelona se conformaban con tener un «encargado de
negocios». El gobierno de su majestad comenzaba a orientarse en la dirección en
la que soplaba el viento.
Pero volvamos de nuevo a Teruel, esa población de unos veinte mil
habitantes y cinco mil soldados que la custodiaban. La historia de Teruel en los
primeros días de la guerra había sido como tantas otras historias de tantas otras
ciudades españolas. Los nacionales tomaron el poder y comenzó un baño de
sangre. La izquierda habla de dos mil personas asesinadas en Teruel en aquellos
primeros días, aunque yo me inclino por una cifra menor, varios centenares
como mínimo. Parece ser que algunas de estas ejecuciones eran públicas y se
efectuaban en la plaza del Torico en presencia de varios centenares de
espectadores. Se ejecutaba a personas de ambos sexos. Un concejal republicano
del Ayuntamiento me comentaba que, de los siete concejales de izquierda, solo
dos seguían con vida, y fue porque ambos consiguieron huir a territorio de la
República.
Yo entré en la ciudad veinticuatro horas después de que lo hicieran las tropas
de Líster y solo pude ver el cadáver de un hombre tendido en la cuneta. Parece
ser que Líster entró en la ciudad por una carretera y permitió a la población civil
que lo deseara salir por la otra. Se intentó a toda costa evitar las represalias.
Algunos edificios de la ciudad —como el Banco de España, el Gobierno Civil, el
convento de Santa Clara y el seminario— continuaban en manos de los fascistas,
que ofrecían tenaz resistencia.
Durante dos semanas continué allí para ofrecer a mis lectores ingleses el
drama de aquella población perdida en las montañas del centro de España, cuyo
nombre corría ya de boca en boca por todo el mundo.
Cada noche regresaba a Valencia para poder mandar mi crónica a Londres.
Un día pude ver cómo arrestaban al director de la cárcel de Teruel, que se había
escondido durante unos días y tenía un aspecto lamentable. No sé lo que harían
con él.
Otro día encontramos una tienda con centenares de jamones colgados del
techo. Dos soldados la custodiaban. El dueño nos ofreció un jamón y nos pidió
que lleváramos a su hijo con nosotros a Valencia aquella noche, haciéndole pasar
por periodista. Me imagino que aquel joven debía de pertenecer a la Falange o
algún partido de derechas, pero no nos importó llevarle cuando comprendimos
que de lo que se trataba era de salvarle el pellejo. Recuerdo también que
celebramos la Nochebuena en un establo (parece apropiado) donde los soldados
habían organizado una gran hoguera. Sacaron las guitarras y se organizó una
improvisada rondalla al estilo de Aragón. Así pasamos la noche, entre jotas y
villancicos, y me sentí mucho más cercano al verdadero espíritu navideño que si
hubiera estado en París o en cualquier otra capital europea, participando en algún
cotillón. Más tarde, envuelto en mantas en el coche, no conseguía conciliar el
sueño: me preguntaba dónde me encontraría yo en la Nochebuena del año
siguiente: en realidad lo que me cuestionaba es dónde se encontraría el mundo al
año siguiente, si la humanidad se habría desquiciado por completo —parecía
llevar ese camino— o si, por el contrario, se habría embarcado en una nueva
senda de paz y de conciliación, si no era ya hora de que volviéramos de una vez
los ojos hacia un pequeño establo para ver lo que allí había ocurrido hacía casi
dos mil años.
En los primeros días después de la ocupación, Teruel parecía un lugar
relativamente tranquilo y seguro, sobre todo si se evitaba pasar cerca de aquellos
lugares donde los fascistas aún resistían. Pero la paz duró poco tiempo. Pronto
comenzaron a llegar cazas Fiat que ametrallaban las carreteras pasando en vuelo
rasante, y unos días después, pesados bombarderos Junker que dejaban caer
toneladas de bombas sobre la ya castigada ciudad. Preparaban el camino para la
contraofensiva del ejército nacional.
Corría el rumor de que italianos y alemanes estaban en contra de aquella
contraofensiva y hubieran preferido esperar hasta la primavera para atacar en
una punta de lanza que habría de llevar el ejército nacional hasta el mar
Mediterráneo. Podrían esperarse unos meses para reconquistar Teruel, que,
además, no tenía ninguna importancia estratégica. Pero me imagino que Franco
era de otra opinión y pensaba que no podía mostrar ningún signo de debilidad o
flaqueza si no quería que los créditos que le concedían los banqueros de París,
Londres o Nueva York se interrumpieran. A veces las consideraciones políticas
pesaban más en esta guerra que la estrategia militar.
Lo cierto es que, si la Nochebuena había resultado casi idílica, la Nochevieja
fue un infierno. Las fuerzas republicanas, que no cedieron un palmo de terreno,
rechazaron el ataque frontal de las fuerzas nacionales sobre la ciudad. Los cazas
y los bombarderos ametrallaban y bombardeaban una y otra vez las posiciones
republicanas, hasta que la ventisca que se había levantado a media mañana hizo
que la visibilidad fuera casi nula. Constituía un espectáculo dantesco contemplar
a aquellos hombres luchando contra el enemigo y a la vez contra los elementos,
como si la furia en el combate hubiera desencadenado esa otra furia en forma de
nieve y ventisca que ahora caía sobre ellos. Yo tenía tina visión privilegiada de
aquel tremendo espectáculo. Aquel día me había quedado en puerto Escandón
porque la artillería nacional amenazaba todas las carreteras de acceso a Teruel.
Desde allí divisaba las baterías de Franco lanzando lenguas de fuego sobre la
ciudad, o los pesados bombarderos alemanes dejando caer su mortífera carga
antes de alejarse lentamente. Las tropas nacionales consiguieron llegar a dos
kilómetros de la ciudad, pero no pudieron pasar de allí, tal era la desesperada
defensa de los republicanos. Debió de ser un duro golpe para los fascistas que
todavía resistían en el centro de Teruel.
Más tarde nos enteramos de que en el valle habían muerto dos colegas «del
otro lado», corresponsales en la España de Franco. Se trataba de Edward Neil, de
la Associated Press, y Bradish Jonson, del Spur, además de Harold Philby, del
Times, que resultó herido. Parece ser que una bomba cayó junto al coche en el
que viajaban.
La tormenta de viento y nieve duró dos días más y cuando concluyó había
lugares que tenían más de un metro de nieve. El tráfico por carretera se había
interrumpido y unos seiscientos vehículos quedaron atrapados en la nieve. Ya
que no podíamos movernos de allí, Sefton Delmer y yo decidimos bajar hasta la
ciudad para descubrir lo que ocurría. Los nacionales tuvieron la gentileza de no
bombardear nuestro vehículo mientras nos acercábamos a la ciudad. A ambos
lados de la carretera veíamos los cuerpos de mulas muertas petrificados por el
frío. Cuando entramos en Teruel comprobamos que sus habitantes no tenían un
minuto de respiro. Los cazas y los bombarderos nacionales pasaban una y otra
vez sobre nuestras cabezas y la artillería nos obsequiaba con sus proyectiles.
Pero al llegar junto a los edificios del seminario y del convento de Santa Clara
pudimos comprobar que era allí, efectivamente, donde «el demonio tenía su
guarida», como decimos en mi país. Las bombas y los proyectiles no caían ya
solo de arriba, sino de todas partes, en una batalla que parecía no tener fin.
Pudimos ver a los carabineros —sus elegantes trajes verdes hechos jirones—
lanzando granadas a los sótanos de aquellos edificios religiosos, mientras los
rebeldes que se escondían allí les devolvían el fuego, en medio de las ruinas de
los edificios.
Ascendimos a la única torre de Teruel que no estaba en ruinas para
contemplar el escenario de aquella batalla. Los nacionales habían tomado la
Muela de Teruel, pero su ímpetu pareció flaquear cuando se disponían a asaltar
la ciudad. Mientras tanto la guerra continuaba en aquel otro frente que había
dentro de la misma población. Indalecio Prieto había insistido en minimizar el
número de víctimas entre la población civil, lo que significaba que aquellos
edificios que aún resistían debían ser tomados en combate cuerpo a cuerpo y no
utilizar minas u otros medios de destrucción masiva. De cualquier manera, el
convento de Santa Clara se había derruido, pero al parecer mil setecientas
personas resistían en los sótanos sin luz ni agua. Otras tres mil resistían en el
edificio del Banco de España. El 7 de enero el teniente coronel Rey d’Harcourt,
el oficial de más rango del ejército nacional en el interior de Teruel, decidió
rendirse y las miles de personas que permanecían en los edificios fueron
evacuadas.
Se ha criticado mucho la decisión de D’Harcourt, especialmente por los
oficiales del ejército nacional que rodeaban Teruel. Pero ¿qué otra cosa podía
hacer ante los miles de civiles —mujeres, niños y ancianos— que tenía a su
cargo y que no disponían de agua potable ni de comida? Sin duda, habrían
muerto mucho antes de que el ejército de Franco entrara en la ciudad para
rescatarles, lo que no ocurrió hasta el 22 de febrero. El colofón a esta historia de
Rey d’Harcourt fue la triste muerte que encontró camino de la frontera francesa,
fusilado al final de la guerra.
La batalla de Teruel continuó durante las seis semanas siguientes. Prieto se
vio obligado a llevar las Brigadas Internacionales, aunque al principio había
asegurado que aquella sería una batalla exclusivamente «española». Así fue
como llegaron a Teruel la Brigada Lincoln, la Mackenzie-Papineau
(canadienses) y el recién bautizado Batallón Attlee, de los ingleses. Muchos de
estos jóvenes perdieron la vida en los desolados cerros y montañas que rodean la
ciudad de Teruel, tratando de evitar lo inevitable.
Uno de los grandes problemas a los que hubo de enfrentarse el ejército
republicano en la batalla de Teruel fue el de las comunicaciones. No me refiero
solo a que el terreno es extraordinariamente montañoso y abrupto y las buenas
carreteras escasas, sino al hecho de que los defensores de la ciudad resistieron
durante semanas, como ya he señalado, en el seminario y el convento de Santa
Clara. Estos edificios ocupan una posición ventajosa en lo alto de la ciudad, ya
que dominan los caminos de acceso a ella por la carretera de Valencia y por la de
Cuenca. Los soldados del ejército nacional que se refugiaron en ellos podían, por
tanto, hostigar, desde las ventanas y terrazas del edificio, a las tropas, los
vehículos y los tanques que pretendían entrar en la ciudad. Como ya he señalado
antes, Prieto había prohibido el uso de minas, gases lacrimógenos, fuego u otros
medios de destrucción masiva, de forma que, durante las tres semanas que duró
el «desalojo» de aquellos edificios, las tropas republicanas debían dar grandes
rodeos para evitar los disparos de los fascistas. Por ejemplo, si se quería
desplazar una pieza de artillería hasta la Muela de Teruel, que dista solo unos
kilómetros del centro de la ciudad, para evitar el fuego enemigo había que
llevarla hasta Puebla de Valverde y de allí hasta Vilel, para finalmente ascender
hasta la Muela. Un corto recorrido de unos kilómetros se había convertido en un
calvario de setenta o más.
Yo, desde luego, puedo asegurar que recorrí varios miles de kilómetros en el
mes que estuve en Teruel cubriendo la refriega. Recuerdo que el primer chófer
que tuve era de Santander y me contó la lucha por aquella ciudad en el mes de
julio de 1936, cuando otros republicanos de izquierda y él habían impedido la
entrada en la ciudad de un pequeño destacamento militar estacionado en las
afueras. Recuerdo a otro joven, un ferviente anarquista de veintiún años. Decía
que no fumaba, no bebía y no se acostaba con mujeres y que aquello era parte
del credo anarquista. Pasaba el rato leyendo discursos de Bakunin y de Sorel.
Nos dijo que había estado un tiempo en el frente de Aragón, pero que tuvo que
regresar a Barcelona porque «las montañas le daban neurastenia». A pesar de
todas sus virtudes, no tenía gran destreza manejando el volante y nosotros le
comentamos que, sin duda alguna, la castidad producía flaqueza e inseguridad y
le perjudicaba a la hora de coger el coche.
Conocí a otro anarquista en el puerto Escandón. Se trataba de un ferroviario
de Valencia. Había pertenecido a la tristemente célebre Columna de Hierro. Esta
brigada anarquista partió de Barcelona con una unidad de doscientos guardias
civiles leales a la República con el objeto de detener a los nacionales que se
habían apoderado de Teruel al comienzo de la guerra, y parecían dispuestos a
continuar su avance hasta Valencia. Cuando llegaron a Puebla de Valverde, a
unos veinte kilómetros de Teruel, el jefe de la guardia civil sacó su revólver,
gritó: «¡Viva Franco!», y respaldado por sus hombres, conminó a los anarquistas
a que se rindieran. La columna anarquista se dispersó por el campo en
desbandada y muchos de ellos lograron huir, pero la Guardia Civil mató a setenta
u ochenta anarquistas.
Todo ello quizá ayude a explicar la mala fama que, a partir de aquel
momento, se fue ganando la Columna de Hierro. Sus integrantes se dedicaron
durante un tiempo a vivir en el campo, expoliando a los campesinos y matando a
los curas. La policía acabó en Valencia con uno de sus líderes, apodado
Seisdedos, por actos delictivos, y la Columna de Hierro acudió al entierro de su
jefe con tanquetas y ametralladoras. También acudió la policía de Valencia junto
con un nutrido grupo de comunistas, y parece ser que el rifirrafe que se armó fue
muy considerable. Se habla de sesenta personas muertas en aquel famoso
entierro. No se conocen otras fechorías de la Columna de Hierro, pero el joven
anarquista que estaba con nosotros en puerto Escandón evidentemente echaba de
menos «aquellos buenos días» que había pasado con la famosa columna.
«Francamente —me contaba—, yo dejé el ejército cuando introdujeron todas
aquellas bobadas de saludar a los superiores, ser disciplinado y acatar órdenes.
Aquello ya no tenía nada que ver con la libertad revolucionaria que nos
prometieron al principio. ¿Cómo puede haber revolución si no hay libertad?».
Yo sigo pensando —ya sé que muchos no lo creen así— que las raíces del
anarquismo español se hallan en el analfabetismo de la población rural. El único
líder anarquista de talla que hubo en la Guerra Civil fue Buenaventura Durruti, y
al parecer murió de los disparos de los propios anarquistas. Durruti era catalán
pero de origen andaluz. Estuvo en el frente de Aragón al mando de un batallón
anarquista y, cansado de los robos y la delincuencia de algunos de sus hombres,
los juntó a todos, escogió a algunas cabezas de turco y los mató delante del resto
de sus compañeros. A partir de aquel momento, muchos anarquistas
desconfiaban de él y, naturalmente, él desconfiaba de los anarquistas, de manera
que no iba a ningún lado sin sus guardaespaldas, que le acompañaban a todas
partes con sus ametralladoras y subfusiles en el mejor estilo de Hollywood.
Luchó por última vez en Madrid, en el frente de la Ciudad Universitaria. Nadie
ha aclarado si murió de una bala perdida, si le mataron los comunistas o le
disparó su propia gente, como parece lo más probable.
XXVI

La batalla de Aragón

CONTRA todo pronóstico, la ofensiva nacional no se detuvo en Teruel, sino


que continuó su camino en busca del Mediterráneo. Franco abrió un frente de
unos doscientos kilómetros, desde los Pirineos hasta Montalbán. Y en este vasto
frente, lanzó tres ataques en punta de lanza: desde Huesca por las faldas del
Pirineo; desde Zaragoza hacia Lérida, y desde Zaragoza por el valle del Ebro
hacia el mar. Aquella ofensiva en pleno invierno cogió totalmente por sorpresa al
ejército republicano. Las tropas que habían participado en la defensa de Teruel
estaban totalmente agotadas y no habían tenido tiempo de reponer el material de
guerra perdido. Yo mismo había visto a unidades del ejército republicano que
entraban en combate cuando la mitad de los hombres no disponían de un fusil,
no hablo ya de granadas o de ametralladoras.
Solamente en el aire la República parecía disponer de suficientes aparatos,
aunque no creo que el número de bombarderos excediera en esos momentos de
los ciento cincuenta, y tenían que lidiar con una aviación fascista que superaba
los quinientos bombarderos. Según las cifras que se hicieron públicas en
Alemania después de finalizar la guerra de España, en ella participaron ciento
treinta oficiales y cinco mil soldados alemanes, «técnicos», pilotos y tanquistas
en su mayor parte. Si a esto añadimos los pilotos nacionales y los italianos,
podemos hacernos una idea del potencial aéreo del general Franco.
La punta de lanza más importante en aquel tridente que desplegaba el
ejército nacional se dirigía hacia el Mediterráneo. Participaban en esta ofensiva
dos divisiones italianas y dos divisiones mixtas, es decir, italo-españolas, pero
bajo mando italiano. Eran tropas de refresco, que no habían participado en la
batalla de Teruel. Aquellas tropas, excelentemente equipadas, disponían de
camionetas, tanquetas y tanques ligeros para facilitar el rápido avance de la
ofensiva. Las cuatro divisiones sumaban la friolera de sesenta mil hombres. El
comandante en jefe era el general Berti, y el segundo en el mando, el general
Manzini.
Para dar una idea de la rapidez del avance de aquella ofensiva, baste decir
que en pocos días la República había perdido tres mil kilómetros cuadrados y el
frente de Aragón simplemente se había colapsado.
A pesar de que en algunos puntos de aquel frente los republicanos habían
resistido perfectamente el avance de las tropas nacionales, debieron retirarse
precipitadamente para no encontrarse en posiciones aisladas, flanqueadas por las
velocísimas tropas nacionales, que parecían competir en una suerte de carrera
para ver quién llegaba antes al mar. El efecto de aquel golpe en la moral del
ejército republicano no pudo ser más devastador, sobre todo en aquellos
momentos en que Barcelona —y toda la República— celebraba el hundimiento
del crucero Baleares, uno de los buques estrella de la marina de Franco.
La marina republicana lo había tenido muy difícil en aquella guerra. Cuando
sus naves salían de la base naval de Cartagena solía escoltarlas algún barco
alemán e italiano, que sin duda espiaba cada uno de sus movimientos y
transmitía su posición exacta al ejército nacional. Y no había nada que pudieran
hacer contra aquellos buques escolta nazis, porque si los hubieran atacado, eso
habría sido un acto de agresión internacional. En alguna ocasión, como en el
bombardeo naval de la ciudad de Málaga, la marina republicana había
perseguido a unidades que parecían pertenecer a la marina nacional y que no
llevaban bandera alguna. Cuando se encontraron ya en alta mar y fuera de las
aguas territoriales, izaron la bandera italiana.
En esta ocasión, la marina republicana tuvo más suerte. Eludió la «escolta»
alemana y se presentó de improviso frente a la flota de Franco. La flota
republicana se componía de dos cruceros, el Libertad y el Méndez Núñez, y un
destructor. Ante ellos estaba lo más granado de la marina nacional, los cruceros
Almirante Cervera, Canarias y Baleares. Amparándose en la oscuridad de la
noche, los barcos republicanos consiguieron una posición favorable respecto a
los nacionales y concentraron su fuego de torpedo en el costado del Baleares,
que fue alcanzado de lleno, hizo explosión y se hundió. Satisfecha con aquel
golpe de suerte, la flota republicana regresó a Cartagena sin sufrir baja ni daño
alguno.
Todavía no me explico por qué los otros navíos nacionales no acudieron en
ayuda del Baleares ni persiguieron a la flota republicana. Posiblemente se debió
a la oscuridad, y los almirantes del Canarias y del Cervera pensarían que se
trataba de muchos más barcos de los que en realidad tenían delante. No he leído
una versión nacional de esta batalla naval, así es que no puedo cotejarla con la
información que se publicó en la República. En cualquier caso, parece ser que
los primeros en acudir en auxilio del Baleares fueron dos barcos ingleses, el
Boreas y el Kempenfeldt, que estaban patrullando aquellas aguas en
cumplimiento del Tratado de No Intervención. A las cuatro de la madrugada
dijeron haber avistado un barco en llamas y a punto de hundirse. Se dirigieron al
lugar y pudieron rescatar a cuatrocientos hombres de un total de más de mil que
constituía la dotación del Baleares. Después de esto se dirigieron hacia donde se
encontraba el Canarias para transferir aquellos hombres, muchos de los cuales
estaban heridos.
Al día siguiente, exaltado por aquel éxito tan inesperado, el propio Indalecio
Prieto se reunía con la prensa y nos ofrecía champán para que brindáramos con
él. Nos enseñó unas fotos que mostraban al Canarias recibiendo a los
supervivientes del naufragio del Baleares y rodeado de mucho humo. Prieto y el
vicealmirante Bouza, presente en aquella reunión, insistían en que aquella foto
probaba que el Canarias también había sido alcanzado por los torpedos
republicanos. Yo le contesté que aquel humo parecía proceder de las chimeneas
del barco, pero el vicealmirante insistía en que tenía que venir de algún incendio
declarado en la sala de máquinas. De cualquier manera, aquel era un gran éxito
para una República que, desde hacía ya bastante tiempo, no tenía nada que
celebrar.
Si echábamos cuentas, la marina de la República disponía de dos cruceros, el
Cervantes y el Méndez Núñez, doce destructores, seis lanchas torpederas y cinco
submarinos. Los nacionales tenían tres cruceros, el Canarias, el Almirante
Cervera y el Navarra (este último construido durante la guerra con ayuda
alemana), dos destructores, cinco lanchas torpederas y cuatro submarinos. Nadie
sabía de dónde procedían aquellos submarinos. Desde luego, no tenían ninguno
cuando empezó la guerra. Tampoco estaba muy claro de dónde procedían
algunos destructores. Parece ser que Italia se los había vendido al general
Franco. ¡Imagínense la que se habría armado si se hubiera anunciado que la
Unión Soviética vendía un destructor a la República!
La marina era, en todo caso, el único cuerpo del ejército en el que la
República aventajaba a los nacionales. Pero aquella ventaja no se traducía en una
hegemonía en el mar, porque la marina republicana tenía que lidiar no solo con
la de Franco, sino también con la de Italia y Alemania. La marina de la
República no podía luchar en solitario con aquel bloqueo naval que la Sociedad
de Naciones había impuesto a España y que Italia y Alemania, con tanta astucia,
aprovechaban. Mientras que el Atlántico era un mar abierto para los intereses de
Franco, el Mediterráneo era un mar cerrado para aquella República que
dominaba toda la costa del Levante español, pero que no podía sacar ningún
beneficio de ello.
Aquel pequeño éxito del hundimiento del Baleares apenas nos distrajo de los
problemas con los que se enfrentaba la República entonces. Uno de ellos era
determinar la posición exacta del frente, que fluctuaba más que la cotización de
las acciones en Bolsa. Otro era el persistente bombardeo de Barcelona que
acompañaba a la ofensiva de Franco en Aragón. Parecía haber aprendido del
estratega Douhet, que sostenía que la forma más segura de asegurarse la victoria
en una batalla era golpear al enemigo en la retaguardia, para que, de esta manera,
el movimiento de tropas hacia el frente se paralizara.
No era aquella la primera ocasión en la que se bombardeaba Barcelona. El 25
de enero de aquel año, un bombardeo en el centro de la ciudad había causado
más de cien muertos. Unos días más tarde, escuadrones italianos estacionados en
Mallorca habían matado en un bombardeo a más de trescientas personas,
incluidos ochenta niños que se encontraban en un orfanato.
Pero la verdadera prueba del método Douhet llegó el 16 de marzo, cuando la
ciudad comenzó a ser bombardeada a intervalos de tres horas. La aviación
italiana realizó un total de diecisiete incursiones que concluyeron dos días
después. La cifra de muertos alcanzó los mil trescientos y la de heridos superó
los dos mil.
Recuerdo que un mediodía cayó una bomba muy cerca de donde yo me
encontraba, y pudimos contemplar, atónitos, cómo se derrumbaban a un tiempo
cuatro grandes edificios. Al principio pensamos que se trataba de un nuevo
invento, de una bomba con una capacidad destructora como jamás se había
conocido hasta aquel momento. Después supimos que lo ocurrido era que la
bomba había caído sobre un camión repleto de dinamita que se encontraba en
plena calle y que produjo el efecto devastador que todos habíamos presenciado.
En aquella terrorífica explosión murieron más de cuatrocientas personas, y
cuando las ambulancias se acercaban para recoger los cadáveres, se comprobaba
que no había cadáveres, sino trozos de cuerpos diseminados por todas partes. La
explosión se había producido a la hora de comer, cuando muchas personas salían
de sus oficinas y estaban en la calle.
El pánico comenzó a cundir en Barcelona. La gente, aterrorizada,
abandonaba la ciudad a cientos y a miles, y buscaban refugio en el campo. Pero
el sentimiento que prevalecía entre los ciudadanos no era el pánico, sino la
indignación, la furia ante aquellos bombardeos cuyos únicos objetivos eran
civiles y no militares. Aquellas oleadas de bombas que concluyeron, como ya he
dicho, el viernes 18 de marzo, obligaron a la República a trasladar los cazas que
tenía destinados en el frente de Aragón para defender la ciudad. A partir de ese
momento había una patrulla aérea sobre los cielos de Barcelona. Pero no fue
aquello lo que hizo que Franco suspendiera los bombardeos, sino el grito de
horror que se levantó en la prensa de todo el mundo. Hasta Franco se dio cuenta
de que debía mejorar su imagen si quería entrar en Barcelona con un mínimo de
dignidad.
Desde mi punto de vista, el experimento Douhet fue un total y absoluto
fracaso, aunque se había realizado a muy pequeña escala y en circunstancias
muy especiales. Los aviones habían accedido a la ciudad por el mar sin encontrar
apenas resistencia antiaérea. Sin embargo, los dos objetivos del «experimento
Douhet» no se cumplieron: las comunicaciones de Barcelona con el frente de
Aragón no se habían interrumpido y la gente no había abandonado la ciudad,
presa del pánico. Es cierto que varios miles de personas dormían en los
descampados y que algunas se habían refugiado en casas de campo, pero la gran
mayoría de los ciudadanos permanecían en Barcelona, con mucho miedo en el
cuerpo, pero también con mucho odio hacia las personas que habían ordenado
aquel bombardeo tan incomprensible sobre la población civil. Si de lo que se
trataba era de hundir la moral de la población civil —que ya estaba por los
suelos por las noticias que llegaban del frente y por la escasa ayuda de la
comunidad internacional—, yo diría que consiguió el efecto contrario: los
ciudadanos vieron su orgullo tan absurdamente pisoteado que reaccionaron
poniéndose aún más de parte de la República.
La misma noche en que comenzaron aquellos bombardeos intensivos sobre
Barcelona presencié una procesión de miles de personas que recorría el paseo de
Gracia en dirección a la parte alta de la ciudad.
Se concentraron en torno al palacio de Pedralbes, donde en aquellos
momentos el presidente Azaña presidía un consejo de ministros. Había circulado
la noticia de que el presidente Azaña quería proponer un armisticio, auspiciado
por las potencias occidentales, Francia e Inglaterra, que actuarían de
intermediarias entre ambas partes. La propuesta era que tanto Azaña como
Franco dimitieran de sus puestos de jefes de Estado y en su lugar se nombraría
un gabinete neutral presidido por un político aceptable para ambas partes, como
podría ser el profesor Julián Besteiro.
El Partido Comunista había convocado a sus militantes a la manifestación
para protestar por aquella petición de armisticio y fue secundado por los
anarquistas y buena parte del Partido Socialista. Cuentan las malas lenguas que
un ministro, alarmado por aquella multitud que se concentraba en el exterior del
palacio, vio llegar por la avenida Diagonal a varias unidades de los guardias de
asalto y exclamó, aliviado: «¡Menos mal! ¡Aquí llega la Guardia de Asalto!». Lo
que no sabía el ministro es que la Guardia de Asalto acudía para sumarse a la
manifestación. Finalmente, y después de una violenta discusión, se impuso el
criterio de que la guerra debía continuar y el doctor Negrín recibió a una
delegación de los manifestantes para informarles del acuerdo que se había
tomado.
Pedir un armisticio a Franco en aquellas circunstancias equivalía a pedir la
luna, y lo malo era que muchos republicanos no se daban cuenta y caían una y
otra vez en el mismo error. No había otra alternativa que continuar la guerra
hasta el final con la esperanza de que un brusco cambio en la situación
internacional favoreciera la posición republicana. Incluso la rendición
incondicional era para la República un callejón sin salida, porque suponía,
seguramente, la muerte para miles de personas, la cárcel para decenas de miles
de personas, y la certeza de que España ya no volvería a ser un país democrático
durante varias generaciones.
Yo me imagino que cuando el señor Besteiro representó a la República
española en la coronación de Jorge VI, debió de tantear a las autoridades de mi
país sobre la posibilidad de un armisticio. Desde luego, fue recibido por Anthony
Eden, y le contó todo lo que Eden deseaba escuchar. También se entrevistó con
Léon Blum y le contaría todo lo que el socialista francés quería oír. De aquellos
encuentros nacería, digo yo, la idea de un armisticio. Me temo que, con la mejor
intención del mundo, Besteiro estuvo engañando a aquellos señores, pintando un
panorama que simplemente no se correspondía con la realidad. Y no lo hacía de
mala fe, sino porque él mismo no acababa de entender lo que estaba ocurriendo
en España, tanto en la zona republicana como en la nacional. La dinámica de los
acontecimientos había llevado a esas dos Españas a tal extremo que ya no era
posible ningún tipo de entendimiento, simplemente se trataba de saber cuál de
las dos Españas acabaría imponiéndose sobre la otra. El profesor Besteiro
constituye un perfecto ejemplo de cómo se puede ser honrado, culto, total y
absolutamente dedicado a su país y, sin embargo, no saber lo que está ocurriendo
en él. Pertenecía a otro tiempo, casi diría que a otro siglo. Esto, naturalmente,
con independencia de su talla humana, que demostró quedándose en Madrid y
con los madrileños hasta el final mismo de la guerra.
Lo que entonces nos preocupaba no era ese imposible armisticio, sino una
línea de frente que se nos venía, literalmente, encima. El ejército republicano
había pasado de ocupar posiciones muy cercanas a las ciudades de Huesca y
Zaragoza y, en el Pirineo, las puertas mismas de Jaca, a retirarse en desbandada
ante aquella ofensiva de los nacionales. Estos barrían toda aquella zona como si
fueran un gran vendaval y ocasionaban la primera gran ola de refugiados de la
guerra. El avance había sido tan rápido que muchas tropas y civiles leales a la
República se encontraron, de la noche a la mañana, en territorio nacional, sin
posibilidad de retroceder al republicano. Muchos optaron por cruzar los Pirineos
hacia Francia, pero aquello era casi peor que enfrentarse a las tropas nacionales,
porque los pasos de montaña estaban cubiertos de nieve en ese mes de marzo y
por lo general aquellas personas no iban equipadas para emprender aquella
travesía. Parece ser que los restos de una división —unos cuatro mil hombres—,
cuando llegaron a Francia, fueron entrevistados por las autoridades francesas
para ser repatriados. Podían escoger entre el regreso al ejército republicano o la
incorporación al ejército nacional. Solo ciento sesenta y ocho soldados entre
cuatro mil eligieron esta segunda opción.
Yo me encontraba en Lérida, dispuesto a presenciar la batalla por aquella
ciudad. Pero el espectáculo más deprimente no estaba en la población misma,
sino fuera de ella, en las carreteras por donde fluía un río interminable de
refugiados, acarreando sus pertenencias en sus carretas de mulas. Entonces
llegaban los aviones nacionales y, en vuelos rasantes, comenzaban a
ametrallarlos, dejando una estela de cadáveres de hombres y animales y un
reguero de sangre.
La batalla de Lérida llevó una semana y si duró tanto fue gracias al arrojo de
uno de los personajes más pintorescos del ejército republicano. Me refiero a
Valentín González, apodado El Campesino. Procedía en efecto de una familia de
campesinos de Extremadura y parecía realmente un labrador, corpulento,
bronceado, saludable de aspecto y algo lento en sus andares. Pero había algo
extraño en su mirada, un brillo en los ojos que atraía con una fuerza magnética
parecida a la mirada de un loco. Pertenecía al Partido Comunista y había sido en
su juventud enlace sindical y, según cuentan, agitador político. Se estrenó en la
guerra en Guadalajara, donde jugó un papel importante. Apareció de nuevo en la
batalla de Teruel, donde parece que fue el último en abandonar la ciudad antes de
que entraran en ella las tropas nacionales. Estas habían rodeado la ciudad y nadie
se explicaba cómo El Campesino había conseguido salir de ella con todos sus
hombres y había cruzado por la noche las líneas nacionales sin que le
descubrieran.
Visité los cuarteles del batallón de la Guardia de Asalto que comandaba y me
impresionó el aseo y la limpieza tanto de sus hombres como del lugar. Me
impresionaron también el entrenamiento y la disciplina de sus soldados. Claro
que aquello se debía en parte a la eficiencia de su lugarteniente, el joven
comandante Medina. El carismático Campesino y aquel joven universitario, tan
escrupuloso y metódico, formaban un buen equipo.
De Teruel, el batallón de El Campesino había regresado a Madrid para
disfrutar de un bien merecido descanso. Y allí estaban de nuevo, a finales del
mes de marzo, dispuestos a detener aquel tren expreso que parecía entonces el
ejército nacional. Salí a inspeccionar las defensas de Lérida antes de que llegaran
los nacionales y pude comprobar que no existían. ¡Una ciudad tan importante y
nadie se había molestado en levantar una línea de defensa! El único obstáculo al
avance de las tropas nacionales era el río Cinca: los republicanos habían volado
el puente sobre el río en Fraga, a pocos kilómetros de Lérida, y habían abierto
las compuertas de los embalses en los Pirineos, de manera que el río bajaba muy
crecido. Cuando las tropas nacionales llegaron a él hubieron de improvisar un
puente de barcas.
El Campesino les esperaba a la entrada de Lérida, en un puesto de mando
que había improvisado en los sótanos de un banco. Me dijo que «podría resistir
si llegaba la artillería y los tanques que estaba esperando».
No llegaron. Cuando el ejército nacional se acercó a la ciudad bombardearon
el puente de hierro que cruza el río y que había sido previamente minado. La
explosión fue tan devastadora que una parte de aquel puente de hierro cayó sobre
el refugio donde se encontraba El Campesino, que resultó herido de cierta
gravedad, y tuvo que ser retirado del frente. La estrella de El Campesino se
eclipsó a partir de aquel momento. Más adelante le dieron el mando de una
división, pero le retiraron a Medina, su hombre de confianza, y pronto fue
relevado del mando. Quizá El Campesino no fuera más que un carismático líder
de guerrillas, pero sin las dotes ni la capacidad para comandar un ejército
moderno.
Lérida cayó el 3 de abril, pero la tenaz resistencia al ejército nacional —la
primera que había encontrado desde que iniciara aquella ofensiva— dio al
gobierno de la República un pequeño respiro para poder reorganizar sus tropas.
De regreso a Barcelona recogimos en el coche a un ferroviario que había ido a
Lérida para llevarse de allí cualquier locomotora que todavía quedase en la
estación de ferrocarril. Al comprobar que no había ninguna, salió de la ciudad
antes de que cayera en manos de los nacionales. Lo encontré andando por la
carretera y le ofrecí llevarle en el coche. Era un veterano de unos sesenta años de
edad. Le pregunté por sus ideas políticas. «No tengo ideas políticas y no
pertenezco a ningún partido —me contestó—. Pero lo que no entiendo es por
qué los que tienen tanto se han levantado para luchar contra nosotros, que
tenemos tan poco». Aquel hombre, en su aparente ignorancia, había acertado a
definir mejor que nadie lo que era la guerra española.
Aquel 3 de abril fue, desde luego, un día negro para la República, porque
también cayó Gandesa, en el frente del Ebro. Las Brigadas Internacionales se
encargaron de la defensa de esta estratégica plaza, situada en las cercanías del
gran río y clave para su protección. La prueba de su heroica resistencia fue el
número de bajas: trescientos americanos de la Brigada Lincoln y ciento
veinticinco ingleses del Batallón Attlee. Los brigadistas alemanes sufrieron
también bajas similares.
Richard Mowrer y yo habíamos estado inspeccionando las líneas del frente
pocas horas antes de que llegaran las tropas italianas. Las Brigadas
Internacionales habían tomado posiciones en la carretera que sale de Gandesa en
dirección a Caspe. Se habían situado en lo alto de un cerro y su posición parecía
buena. Regresamos aquella misma noche a Barcelona para poder mandar la
crónica. Recuerdo que recogimos en nuestro automóvil a unas mujeres
refugiadas que insistieron en subir con su cabra. Ante la mirada de horror de
Mowrer, las mujeres nos convencieron de que el animal estaba enseñado y no
haría sus necesidades en nuestro coche.
Aquellas mujeres venían andando desde Belchite. Más adelante nos
cruzamos con jóvenes brigadistas de la Lincoln y compatriotas del Batallón
Attlee que se dirigían al frente de Gandesa. Andaban en largas hileras a ambos
lados de la carretera, con caras de cansancio. Algunos levantaban la vista al paso
de nuestro vehículo y nos miraban con envidia. Supongo que pensaban: «¡Qué
bonito es ser periodista y regresar cada noche a la ciudad, y darse un buen baño
y salir a tomarse una copa y a conocer mujeres!». Pero la mayoría estaban tan
agotados que ni siquiera podían levantar la vista, concentrando todo su esfuerzo
en poner un pie delante del otro. Se dirigían hacia un frente que, como tal,
apenas existía, sin una estrategia definida y sin apenas oficiales para transmitir
órdenes. En definitiva, se dirigían hacia la boca del lobo. Como ya he señalado,
trescientos de aquellos jóvenes que marchaban por la carretera para reunirse con
sus compañeros perecerían pocas horas después.
Nadie había previsto el rápido avance de aquellas fuerzas motorizadas de los
italianos que, en lugar de tomar las plazas, se limitaban a flanquearlas dejando al
enemigo totalmente fuera de posición. Los brigadistas que habíamos visto
marchando por la carretera, a las órdenes del americano Bob Merryman, habían
llegado al cruce de carreteras antes de entrar en Gandesa y habían visto unas
tanquetas situadas cerca de aquel lugar.
Suponiendo, lógicamente, que aquellos tanques eran republicanos, se habían
dirigido hacia ellos para saber dónde estaban las posiciones de las Brigadas y
habían sido recibidos por fuego cruzado de tanques y ametralladoras. No podían
imaginarse que la vanguardia de las fuerzas enemigas había dejado atrás
Gandesa y se internaba en lo que ellos creían que era terreno republicano.
Lo mismo les había ocurrido a los que habían tomado posiciones en la
carretera de Caspe. Se habían encontrado de pronto rodeados por el enemigo, sin
otra ruta de retirada que campo a través hacia el propio río, que describe un gran
arco en torno a la población de Gandesa. Unos centenares consiguieron llegar
hasta el Ebro en una marcha por el campo de muchos kilómetros. Pero ya no
había puentes para cruzarlo, porque todos habían sido dinamitados en previsión
de la ofensiva nacional. Tampoco quedaban barcas, así es que muchos de ellos
trataron de cruzar el río a nado, lo cual no era fácil en aquella época del año,
cuando iba crecido y con fuerte corriente. Los que estaban heridos o no sabían
nadar se escondieron en cuevas cerca de la orilla o en casas de campesinos que
les ofrecían ayuda. La odisea de aquellos hombres tendrá que ser narrada algún
día.
El desastre de Gandesa no se debió solamente a los movimientos relámpago
de las fuerzas motorizadas italianas, sino sobre todo a la falta de información del
ejército republicano sobre el enemigo. La República no disponía de aviones de
observación para seguir los movimientos de las tropas nacionales. Gracias a la
aviación alemana, Franco disponía de excelentes aparatos capaces de tomar fotos
aéreas con gran precisión y de transmitir por radio al minuto el movimiento del
ejército enemigo. Pero, aparte de estas deficiencias técnicas, también las hubo
humanas, y en este caso hay que aludir a la responsabilidad al general Rojo, que
no había previsto el rápido avance de los italianos y había llevado a aquellos
brigadistas a un callejón sin salida.
Indalecio Prieto presentó la dimisión como ministro de la Guerra, supongo
que a raíz de esos desastres del 3 de abril, Negrín rehízo su gabinete y, además
de primer ministro, se adjudicó dicha cartera. Los sindicatos volvieron a tener un
papel relevante en el gobierno con la inclusión de un anarquista llamado Blanco
y del socialista González Peña, el líder sindical que había encabezado la rebelión
de Asturias.
Las once carteras se repartieron de la siguiente manera: cuatro para los
republicanos, tres para los socialistas, una para los comunistas, una para los
anarquistas y dos para los nacionalistas.
No sé si fue como resultado del cambio en el gobierno, pero el ejército
pareció remozarse en aquellos días: los camiones circulaban ondeando grandes
banderas republicanas, se apreciaba un nuevo entusiasmo entre la tropa y, lo más
importante, la ofensiva nacional parecía haberse detenido. No nos hacíamos
ilusiones y sabíamos muy bien que las tropas nacionales debían de estar agotadas
después de un mes de marcha incesante, pero de momento el avance sobre el
Ebro se había detenido. No así el que discurría por el interior de Cataluña, cerca
de la línea de los Pirineos. El 6 de abril caía Balaguer y unos días después
Tremp. Ello suponía un verdadero desastre para la República, porque allí era
donde se encontraban las centrales eléctricas que abastecían de electricidad a
Barcelona y su cinturón industrial y a casi toda Cataluña. A toda prisa, se
pusieron en marcha las centrales que operaban con máquinas de vapor y se
solicitó la ayuda de Andorra y Francia, porque los cables de alta tensión llegaban
hasta la frontera. Pero en aquellos momentos nadie parecía dispuesto a ayudar a
la República española.
XXVII

Enrique Líster

EL día 8 de abril me encontraba con Richard Mowrer en un pueblo cerca de


Cherta, en la carretera de Alcañiz a Tortosa. Recuerdo que era un perfecto día de
primavera, el sol ya calentaba y una suave brisa acariciaba los árboles y las
flores a mi alrededor. Aquel idílico escenario parecía poco apropiado para el
violento combate que Líster y sus hombres habían sostenido durante varios días
con las tropas italianas que trataban a toda costa de abrirse paso hasta la costa
mediterránea y dividir así la República en dos mitades.
Richard y yo nos encontrábamos en un establo, devorando, si mal no
recuerdo, un pedazo de carne asada y disfrutando del vino del país, mientras, a
pocos metros de distancia, Líster sostenía una conversación con Tagüeña, uno de
sus más preciados oficiales, que resistía el avance italiano en el mismo Cherta.
Yo me preguntaba dónde había aprendido a apreciar la buena comida un cantero
como Líster. Y es que su cocinero había servido en el wagon-lits de los grandes
expresos, y ya se sabe que allí trabajan los mejores cocineros. Por eso —fuera en
Guadalajara, o en el Jarama, o en Teruel, o aquí en Cherta— yo procuraba
dejarme caer por el cuartel de Líster a la hora de comer y siempre había algo
interesante.
Líster hablaba por teléfono a su oficial con voz imperiosa: «¿Por dónde
atacan los italianos? Coge el mapa y dame exactamente su posición. ¿Dónde
están tus tanques? Bueno, pues no tienes más que avanzar los tanques por esa
carretera unos centenares de metros y pillarás el flanco de los italianos. ¿Qué
dices? ¿Que hay muchos aviones italianos en el aire? ¡Eso a ti no te debe
importar! Lleva tus tanques hasta ese bosque que hay más adelante en la
carretera para que se resguarden. ¿Cómo? ¿Que te vas a pegar un tiro? ¡No digas
estupideces y haz lo que te digo! Enseguida voy para allá».
Yo me reía porque conocía bien a Tagüeña y sabía que era incapaz de
pegarse un tiro. Con sus grandes gafas de concha, tenía Tagüeña un cierto aire
intelectual. Había sido un líder destacado del sindicato estudiantil en la
Universidad. Ahora, con media división bajo sus órdenes, estaba haciendo un
excelente trabajo al impedir el avance de los legionarios de la Columna Littorio,
la flor y nata del Ejército italiano. Sus hombres apenas habían dormido en tres
semanas.
Yo me preguntaba cómo podía recibir aquel joven universitario órdenes de
un humilde cantero gallego. Líster no había pasado de la educación primaria en
la escuela, y solo años más tarde, en Rusia, recibió algún tipo de educación
superior. La vida de Enrique Líster había sido tan acelerada que apenas tuvo
tiempo para educarse. Pero lo cierto es que allí estaba, en la vanguardia misma
del ejército republicano, comandando lo que quedaba de una división con gran
aplomo y buen juicio. Contaba, eso sí, con los consejos de un oficial ruso que le
acompañaba a todas partes y que, a su vez, se hacía acompañar de una rubia
secretaria de formas rotundas. Todos los oficiales rusos que conocí en el frente
se hacían acompañar de secretarias, y aquello parecía dar buenos resultados.
Claro que a veces estas secretarias caían en manos de los nacionales y, según me
contaron, hablaban más de la cuenta. En todo caso, aquel oficial ruso estaba allí,
más que para aconsejar, para supervisar el trabajo de Líster y supongo que
también para impedir que cometiera algún error garrafal.
Porque era evidente que Líster tenía un talento natural para aquel trabajo.
Cuando hablaba con nosotros nos contaba lo justo para que entendiéramos lo que
estaba ocurriendo en la batalla, pero nunca nos daba ningún tipo de información
que pudiera alertar al enemigo sobre sus intenciones. Gracias al comunismo,
gracias al Partido Comunista, había tenido la oportunidad de hacerse con una
escueta educación, al menos en el terreno militar. Había recibido su formación
en la Alta Escuela Militar de Moscú, como tantos otros jóvenes talentos del
ejército de la República, toda una generación que ahora estaba dando lo mejor de
sí en aquella guerra. Y yo me preguntaba por qué nosotros, en los países
democráticos occidentales, no habíamos sido capaces de hacer lo mismo.
Nuestras magníficas escuelas y universidades no habían creado nada parecido,
tal vez, me decía yo, porque nosotros producíamos grandes especialistas, pero no
grandes líderes, tal vez porque a las democracias no les interesaba especialmente
el liderazgo. Sin embargo, en aquel mundo a la deriva en el que estábamos
viviendo, ¿no era el liderazgo lo que más se necesitaba, y no era precisamente
esa carencia de líderes en las democracias occidentales el síntoma más evidente
de su decadencia?
Cuando cesó la alarma aérea que nos había retenido en aquel establo cerca de
Cherta, regresamos a Tortosa, o mejor dicho, lo que quedaba de ella. Hacía ya
unas semanas que se había convertido en una ciudad fantasma. Después de unos
bombardeos que mataron a unas cincuenta personas, sus habitantes habían
decidido abandonarla. Los aparatos italianos seguían llegando a diario desde sus
bases en Mallorca y soltaban sobre ella su cargamento de bombas, pero solo
molestaban a la guarnición que la custodiaba y a las unidades que cruzaban la
ciudad y su famoso puente sobre el río Ebro.
Cuando cruzamos ese gran puente de hierro por la mañana para dirigirnos
hacia Cherta vimos allí a un joven centinela en una garita, con su uniforme
recién estrenado relumbrando a la luz del sol. Recuerdo que le comenté a mi
colega lo apuesto que parecía con su indumentaria. Cuando regresamos, ya casi
de noche, los aparatos Caproni se acababan de retirar después de realizar su
incursión diaria y allí, junto a la garita del puente, había un amasijo de carne y
ropa teñida de sangre. Supongo que en algún lugar una madre estaba esperando a
su hijo sin imaginarse que lo que quedaba de él ya no tenía apariencia humana.
Curiosamente, la estructura del puente no había sufrido daños importantes y
pudimos cruzarlo con toda tranquilidad. Era un puente de hierro muy sólido y se
precisaban bombas de doscientos o trescientos kilogramos para derruirlo. Los
italianos esperaron a sobrepasar Cherta (ya dije antes que no tomaban las plazas,
sino que simplemente las dejaban atrás) y entonces sí, entonces mandaron sus
grandes bombarderos que bombardearon el puente en cadena, y aun así tardaron
varias horas en derrumbarlo. Pero quedaban el viejo puente de piedra y el puente
del ferrocarril todavía en pie.
A pesar de aquellos bombardeos sobre Tortosa, el tráfico intenso que cruzaba
la ciudad no se interrumpía. En parte se trataba de transporte militar que se
desplazaba de Barcelona a Valencia, pero también había muchos camiones
franceses que venían por las naranjas. En Valencia estaban en plena cosecha y
los franceses traían buenos francos que cambiaban a precios inverosímiles por
pesetas de la República, y regresaban a su país con los camiones repletos de
naranjas y un negocio tan redondo que valía la pena exponerse a las bombas de
Franco.
El 15 de abril las tropas de Franco entraron en Vinaroz, con lo que se
cumplía el objetivo más importante de aquella ofensiva: la llegada al
Mediterráneo del ejército nacional y, por consiguiente, la división del territorio
de la República en dos mitades. La ofensiva del Norte, que se internaba
directamente en Cataluña, se había interrumpido al topar con las dos barreras
naturales, los ríos Ebro y Cinca, de manera que la línea del frente ascendía hasta
el oeste de la Seo de Urgell. Franco no parecía tener prisa por conquistar
Cataluña y continuó su ofensiva en dirección Sur, hacia Castellón de la Plana y
Valencia.
Por estas fechas, los franceses decidieron abrir sus fronteras al tráfico de
armas destinadas a la República. Los tanques y la artillería pesada rusos que
habían quedado durante meses bloqueados en la frontera pudieron por fin entrar
en España. Aquello era como dar nueva vida a un moribundo y el ejército
republicano pareció resucitar. Naturalmente, el gesto de Francia hacia la
República llegaba demasiado tarde. De haber contado con ese material un par de
meses antes, el paseo militar que las tropas nacionales se habían dado desde
Zaragoza hasta el Mediterráneo no habría sido tal. Pero, en fin, nunca es tarde si
la dicha es buena, y aquellas breves semanas en las que permaneció abierta la
frontera francesa supieron a gloria en la República.
XXVIII

Ofensiva sobre Valencia

DURANTE aquella primavera y los comienzos del verano de 1938, Franco


prosiguió su ofensiva hacia el Sur, pero sin mucho éxito. Basta decir que, como
ya hemos señalado, Franco había tomado Vinaroz el 15 de abril pero tardó dos
meses más en entrar en Castellón de la Plana, a escasos cien kilómetros de
distancia. Si se compara con la ofensiva de Aragón en los meses anteriores, se
comprobará que el ejército nacional avanzaba por la costa mediterránea a paso
de tortuga. La conquista de Castellón era necesaria para Franco porque todavía
no disponía de un puerto en aquella zona del Mediterráneo. El Grao de
Castellón, situado a algunos kilómetros de la propia ciudad, se convertía así en
objetivo prioritario.
Las razones de aquella lenta progresión de los nacionales son múltiples. Una
de ellas era la zona montañosa que debían cruzar las tropas, el Maestrazgo, que
permitía al ejército republicano, a las órdenes del coronel Menéndez, oponer
tenaz resistencia a su avance. Menéndez había estado en Teruel y ponía en
práctica todo lo que allí había aprendido respecto al combate en terreno
montañoso. También hay que tener en cuenta el rearme del ejército republicano,
así como el cansancio de las tropas nacionales después de aquella desenfrenada
carrera hacia el mar. Sea por lo que fuere, era evidente que los nacionales
estaban encontrando muchas más dificultades de las previstas en el avance hacia
Valencia.
En el mes de julio viajé a esta capital en avión para poder seguir de cerca un
nuevo frente abierto por las tropas nacionales que avanzaban desde Teruel. Antes
de que pudieran llegar a la costa, las fuerzas republicanas que se habían hecho
fuertes en la sierra de Espadán detuvieron aquella ofensiva. Desde Nules, en el
interior, hasta Sagunto, en la costa, la República había establecido una línea
defensiva que el ejército nacional no había conseguido superar. Uno de los
responsables de aquel éxito era el joven Durán, un oficial del ejército
republicano, músico y compositor en la vida civil, y parece que también había
hecho sus pinitos en el cine. Extraño aprendizaje para llegar a militar, pero así
eran tantos y tantos oficiales de la República.
La nueva ofensiva lanzada desde Teruel se debía, evidentemente, a la
excelente defensa de la costa levantina que tanto dificultaba el avance nacional.
La doble cuña de Franco, una desde la costa y otra desde el interior, pretendía
hacer saltar por los aires aquella defensa para poder acceder así a la capital
levantina. Debo reconocer que mi labor en aquel frente fue una de las más
agradables que he tenido en el transcurso de la guerra. Solíamos desplazarnos
desde Valencia al frente a primeras horas de la mañana y regresábamos hacia las
tres de la tarde. Después de comer escribíamos nuestras crónicas, las
mandábamos por radio a Londres y todavía teníamos tiempo de acercarnos al
Perelló para darnos un baño. Disfrutábamos además del paisaje de la huerta
valenciana, que se parece un poco a la campiña holandesa por el agua y las
acequias, pero es mucho más rica en colorido. Cuando llegábamos al Perelló, a
pocos kilómetros de Valencia, íbamos a la casa del cónsul americano, que nos
permitía cambiarnos en ella y, después de un buen baño, nos obsequiaba con un
whisky en la terraza. Allí estábamos, contemplando el azul intenso del
Mediterráneo desde una tumbona y con un whisky en la mano sin poder creer
que unas horas antes habíamos estado tirados en alguna trinchera.
Supongo que la vida y las necesidades de un corresponsal de prensa en
aquella guerra eran muy diferentes a como habían sido en conflictos anteriores.
Antes, los corresponsales se incorporaban plenamente al ejército con el que
estaban y mandaban sus crónicas a través de los medios de comunicación que les
facilitaba el propio ejército. Muchos de aquellos periodistas eran expertos en
temas militares. Todo esto había cambiado con la guerra española. Ahora el
factor más importante que debía tenerse en cuenta era la prisa. Tan fundamental
era salir por la mañana al frente para enterarse de lo que pasaba como volver a
media tarde para escribir a toda velocidad lo que habíamos visto. Ya no
escribíamos largas crónicas donde se analizaba la situación, sino mensajes
breves, con frases cortas que describían lo que estaba ocurriendo, pero rara vez
profundizaban en la materia. Y es que la mayoría de nosotros no éramos expertos
en temas militares y para casi todos aquella era su primera experiencia en un
frente. Claro, que se aprendía muy deprisa.
Recuerdo un día, tumbados en la arena de la playa del Perelló, que
hablábamos entre nosotros sobre el miedo que sentíamos cada mañana cuando
nos dirigíamos al frente. La verdad es que pocas veces nos acercábamos a la
primera línea de fuego. Nos solíamos quedar en puestos de observación, al
alcance, eso sí, de las baterías enemigas, además del fuego de la aviación. El
riesgo no podía ser muy grande, pero a mí no me importaba confesar que cada
vez que me acercaba al frente se me hacía un nudo en el estómago y otro en la
garganta. Y cuando teníamos que abandonar el coche al divisar algún aparato
enemigo descendiendo sobre nosotros, me daba un ataque de pánico, no tanto
por las bombas que podían lanzar, sino por las ametralladoras que barrían la
carretera.
Ser un buen corresponsal de guerra en aquellas circunstancias era un trabajo
tremendamente difícil. Por un lado, se necesitaba alguien con músculos de acero
y una resistencia física a toda prueba. Pero tan importante como sus reflejos
físicos eran sus reflejos emocionales, la capacidad de percibir y sentir lo que
estaba ocurriendo a su alrededor. Y tan decisiva como sus reflejos emocionales
era su inteligencia, su capacidad para analizar cualquier situación, para criticar
las diferentes estrategias en el combate. Como lo era también su habilidad para
sacar partido de cualquier hecho, de dramatizar cualquier situación, para que
aquella crónica que estaba escribiendo, sin apartarse de la verdad, fuera capaz de
causar algún impacto en el ánimo del lector que la leyera.
A mí me sucedía, por ejemplo, que cuanto más en forma me encontraba, más
nervioso me ponía al acercarme a la línea de fuego. Si estaba cansado, me
relajaba y ya nada me importaba. Naturalmente, el miedo y la ansiedad se
olvidaban también con el vino y las mujeres que frecuentábamos, pero no había
una regla fija. Algunos de mis colegas soportaban perfectamente un largo
período de tensión y castidad y otros en cambio se derrumbaban.
Aquella ofensiva sobre Valencia desde Teruel fue uno de los errores más
graves que cometió Franco desde que comenzó la guerra. El gobierno estimaba
que los nacionales sufrieron veinte mil bajas en una sola semana, y aunque la
cifra seguramente estaba inflada, da una idea bastante exacta de la carnicería que
sufrieron dichas tropas. Los italianos estaban al frente de aquella ofensiva, con
las divisiones Littorio, 23 de Marzo y Flechas Azules, donde había soldados
españoles e italianos bajo mando italiano. Apoyaban esa infantería nada menos
que seiscientas piezas de artillería y cuatrocientos aviones en el aire, de
procedencia italo-alemana. Contra tan impresionante maquinaria de guerra
parecía que poco podrían hacer los aguerridos defensores de aquella tierra. Y,
efectivamente, el principio de la ofensiva se pareció mucho a la de Guadalajara.
El 15 de julio los nacionales tomaron sin mayores problemas la localidad de
Sarrión.
El avance continuó hacia Mora de Rubielos, que pocas horas después caía
también en manos de los nacionales, pero no sin una heroica resistencia de una
unidad de carabineros que consiguió salir de allí cuando estaba ya rodeada por
las tropas enemigas. Esto ocurría en el flanco derecho de la ofensiva nacional.
En el flanco izquierdo, los nacionales se habían internado en la sierra de
Toro, un terreno casi impracticable. Allí se habían enfrentado a los anarquistas
de la Columna de Hierro, de la que ya hemos hablado, y, al parecer, habían dado
buena cuenta de ellos.
La situación no se presentaba nada bien para la República cuando yo
inspeccioné ese frente el 16 de julio. Todo el mundo parecía estar en retirada y lo
que caía del cielo era un auténtico diluvio de bombas. Se bombardeaba no solo
la línea del frente, sino pueblos que a veces estaban a treinta kilómetros de
distancia. La verdad es que yo no entendía muy bien lo que Franco pretendía
conseguir con aquellos bombardeos indiscriminados sobre la población civil, que
yo ya había presenciado en Barcelona, pero que nunca antes había visto, al
menos a tal escala, en una zona agreste y rural como aquella. Si lo que pretendía
era desmoralizar a la población civil, estaba consiguiendo todo lo contrario. Un
día, cuando entré en la vieja y pintoresca Segorbe, ahora reducida a escombros,
pude ver a un grupo de chicas que se afanaban en recoger chatarra entre las
ruinas de la ciudad. La subían a un camión para llevarla a Valencia, donde, según
me contaron, la llevaban a una fábrica que la reciclaba y convertía en material de
guerra. Aquellas chicas no pensaban en huir, sino todo lo contrario, en prolongar
la resistencia hasta el final. En aquellas circunstancias, las mujeres de la
República supieron estar a la altura de los hombres.
Con el frente prácticamente colapsado, solo quedaba un resquicio para la
esperanza. Se trataba de una línea de fortificaciones que se extendía desde Viver
a la sierra de Espada, último obstáculo con el que las tropas nacionales se
habrían de enfrentar antes de enfilar la llanura de Valencia. No sé quién diseñó y
construyó aquellas fortificaciones, pero sin duda hizo un buen trabajo. En primer
lugar, porque dominaban todos los caminos y carreteras por los que
inevitablemente habría de discurrir el avance del ejército nacional. En segundo
lugar, porque estaban excavados en la tierra y en la roca de aquellos lugares, de
manera que pudieran resistir los impactos cercanos de bombas de más de media
tonelada.
El 18 de julio aquella última línea de defensa estaba lista para el combate.
Los italianos, convencidos de que las tropas republicanas estaban no ya en
retirada, sino en franca huida, no se molestaron en comprobar la consistencia de
aquella última línea defensiva que tenían delante. Como había ocurrido en
Guadalajara, cometieron un gravísimo error. Avanzaban en oleadas solo para ser
abatidos por las ametralladoras republicanas que dominaban las alturas. Los
nacionales no se esperaban aquella resistencia y llevaron toda su artillería para
concentrar su fuego en la línea defensiva republicana. Yo presencié el combate
desde las alturas de un cerro cercano. Las columnas de humo producidas por los
obuses nacionales se multiplicaban por las faldas de las montañas en un frente
que se extendía a lo largo de unos treinta kilómetros. Y después llegaba la
aviación y pasaba y repasaba las posiciones republicanas dejando caer su pesada
carga, y uno entonces se preguntaba si podía quedar alguien con vida en aquella
línea de defensa. Supongo que la misma pregunta se hacían las tropas italianas:
no era posible que quedara vida humana en aquellas alturas tan castigadas por su
aviación. Cuando cesaba el ataque aéreo y se dispersaba el humo, las tropas
italianas se desplegaban para comenzar un nuevo ataque, pero de nuevo surgían,
no se sabía de dónde, las ametralladoras republicanas, que barrían a placer desde
las alturas a los atacantes. Y esto ocurría una y otra vez. La aviación nacional
volaba entonces más bajo con objeto de afinar el tiro contra aquella línea
defensiva aparentemente inexpugnable. Y lo increíble era que las fuerzas
republicanas no disponían de baterías antiaéreas en aquel sector, de manera que
la aviación podía bombardearlas a placer. Llegaban los bombarderos protegidos
por docenas de pequeños cazas, aunque realmente no necesitaban protección
alguna porque la aviación republicana era casi inexistente. Yo llegué a contar
casi cien aparatos en el aire a un tiempo, pero aquella demostración de poderío y
fuerza se estrellaba contra los riscos donde se escondían, no se sabe muy bien
cómo, los defensores de la República.
Cinco días después de iniciarse el combate, las posiciones continuaban
siendo las mismas. Supongo que se estaba escribiendo un nuevo capítulo en la
historia militar. Un terreno escabroso, unas excelentes fortificaciones y unas
decenas de ametralladoras eran capaces de paralizar toda una maquinaria
moderna de guerra, que disponía de una superioridad abrumadora (yo calculo
que de ocho a uno) en todos los terrenos: infantería, artillería, tanques, aviación,
etc. Supongo que si la República hubiera dispuesto de buenos estrategas, lo
primero que se les hubiera ocurrido habría sido reforzar aquella línea de defensa
que tan excelentes resultados les había dado. Habrían traído tropas de refresco de
Barcelona para tratar de consolidar aquellas posiciones, esperando a que Franco
atacara de nuevo para ocasionarle una nueva masacre.
En lugar de esto, optaron por la solución contraria: iniciaron una nueva
ofensiva en el Ebro. Supongo que lo que pretendían era salvar la ciudad de
Valencia, sin darse cuenta de que Valencia se estaba salvando sola.
Efectivamente, había organizado su propia defensa, sin ayuda alguna de las
Brigadas Internacionales o de tropas enviadas desde Madrid. Con algún refuerzo,
los que estaban salvando Valencia eran las propias tropas valencianas,
comandadas por un tal coronel Menéndez y un cuerpo de oficiales jóvenes que
habían recibido su instrucción en la Academia Militar de Barcelona antes de
comenzar la guerra.
Pienso que si Franco no hubiera conquistado Teruel en el mes de febrero,
aquella rápida ofensiva del ejército nacional no se habría producido y Franco no
habría podido llegar al mar en el mes de abril y haberse situado a las puertas de
Valencia en el mes de julio. Pero, como antes he señalado, la apertura de la
frontera francesa en el mes de junio había resultado decisiva para la República,
que había conseguido rearmarse en pocas semanas. Esto explicaba el lento
avance de Franco por la costa desde Vinaroz y también el parón de su ejército en
aquella segunda ofensiva desde Teruel.
La República tenía ahora armas para defenderse, pero esas armas no eran
inagotables. La frontera francesa se había cerrado de nuevo y nadie podía
vaticinar cuándo se abriría. Franco, en cambio, disponía de un arsenal, porque
sabía que toda pieza destruida sería pronto sustituida por el material de guerra
que entraba por los puertos del Norte.
Supongo que si el general Rojo hubiera estado en Valencia en lugar de
encontrarse en Barcelona, habría entendido mejor la situación. El que estaba en
peligro no era el ejército republicano, que mantenía sus posiciones, sino el del
general Franco. Este y sus aliados italianos habían perdido el veinte por ciento
de sus hombres y los que todavía continuaban vivos estaban totalmente agotados
por el calor, la falta de agua y aquel combate que tan cuesta arriba —en todos los
sentidos— se les había puesto. Como ya he dicho, si la República hubiera
actuado con inteligencia, habría reforzado aquella línea de defensa en torno a la
ciudad de Valencia y esperado a que Franco atacara y se estrellara de nuevo en
ella.
Supongo que el general Rojo y el doctor Negrín, que, como digo, se
encontraban muy lejos del lugar, en Barcelona, sucumbieron a la tentación de
encontrarse con un ejército descansado, listo para el ataque y relativamente bien
armado y pertrechado. Supongo también que actuaban con la noble intención de
distraer el ataque de Franco en Valencia abriendo un nuevo frente. Como ya he
dicho, pretendían salvar esta capital sin darse cuenta de que se estaba salvando
sola.
Aquel nuevo envite del ejército republicano le debió de parecer de perlas al
general Franco. Suspendió la ofensiva sobre Valencia —que tantas bajas y
sinsabores le había costado— y dirigió sus tropas hacia el Ebro.
La batalla por Valencia concluyó así tan súbitamente como había
comenzado. Demostró que las tropas motorizadas hispano-italianas no eran
invencibles, si se contaba con buenas fortificaciones y un mínimo de armamento.
Los oficiales y la tropa se sentían orgullosos de que hubieran sido los propios
valencianos los que habían detenido al general Franco, sin ayuda alguna de
tropas extranjeras, y creían que aquello convencería al fin a las potencias
occidentales para apoyar a la República. Me miraban cuando decían eso y yo les
sonreía para seguirles la corriente, pero en mi fuero interno me sorprendía su
total ingenuidad.
La República se enfrentaba ahora a un nuevo problema. Ya no eran solo las
armas, sino también la comida lo que comenzaba a escasear. Desde hacía meses,
los alimentos no llegaban a Madrid y las raciones que se repartían habían
disminuido en número y en tamaño, produciéndose una situación de
semihambruna en la capital. El cierre de la frontera francesa en lo que a armas se
refiere no afectaba a los productos alimenticios que continuaban llegando por
tierra a Cataluña. Pero el transporte de esos productos más allá de Cataluña era
muy complicado, sobre todo ahora que las comunicaciones terrestres con
Valencia habían sido cortadas por el ejército nacional. El Tratado de No
Intervención se había convertido en el mejor aliado del general Franco.
Cuando pasé por Alicante antes de dirigirme a Valencia para presenciar
aquella ofensiva, contemplé los restos de cuatro buques ingleses atracados en el
puerto. Habían sido destruidos, según me contaron, en una noche de luna llena
por un solo bombardero que había hecho muchas pasadas para escoger sus
objetivos. Teniendo en cuenta que Alicante apenas contaba con baterías
antiaéreas, el bombardero se podía permitir el lujo de acercarse, buscar sus
objetivos y bombardear con total impunidad. El centro de la ciudad de Alicante
tampoco había escapado a los bombardeos fascistas y en una ocasión murieron
hasta trescientas personas.
Si no me equivoco, un total de veintisiete barcos británicos habían sido
hundidos cuando se encontraban atracados en puertos de la República, y unos
ciento setenta habían resultado seriamente dañados. Los franceses habían
perdido trece barcos y tenían cuarenta y dos dañados. Los bombardeos sobre
aquellos buques los realizaban los llamados «cazabombarderos», como el Junker
Sturz tipo JU 87. Se trata de aparatos de un solo motor pero capaces de
transportar bombas de media tonelada bajo el fuselaje. Al descender sobre su
objetivo usa unos alerones en las alas para frenar el descenso y dar tiempo para
afinar la puntería. Tiene la ventaja de que puede descender hasta una altura muy
baja, eludiendo así las baterías antiaéreas. Un avión de este tipo descendió sobre
Barcelona y dejó caer una bomba en una central eléctrica. Afortunadamente, la
bomba no explotó, pero esa precisión solo se podía realizar con aparatos de
aquel tipo.
Hasta el 3 de abril de 1938 Barcelona había sufrido casi cien bombardeos y,
como digo, fue su puerto, como los otros de la República, el lugar más afectado.
Sin embargo, los trabajadores portuarios jamás interrumpieron su trabajo,
demostrando un gran heroísmo. Muchos eran viejos, ya que los más jóvenes
habían marchado al frente. La democracia tenía sus pegas, entre ellas la
burocracia, y se tenían que pasar diversos controles antes de que la mercancía
pudiera ser desembarcada. Parece que hasta veinte organizaciones distintas
ejercían diversos controles sobre el puerto, dificultando aún más el desembarco
de mercancías, lo cual hacía más heroica la labor de los estibadores del puerto.
Naturalmente, el gobierno de la República podía haber tomado represalias
contra aquellos bombardeos.
Burgos estaba a tiro de piedra de Madrid. Pero Indalecio Prieto se mostraba
contrario a tomar represalias y solo en alguna ocasión, como tras los terribles
bombardeos de Barcelona, había ordenado bombardear determinados objetivos;
en aquel caso, la ciudad de Salamanca. Naturalmente, pienso que Prieto había
hecho muy bien al prohibir las represalias y el bombardeo de objetivos civiles,
porque yo había comprobado en zona republicana el odio y la ira que generaban
esos actos. Franco y sus asesores no se percataban suficientemente del
aborrecimiento que la gente sentía hacia él, incluso personas que en principio no
habían tomado partido en la guerra. Ganara quien ganara la contienda, aquel
odio que se palpaba hacia Franco tardaría años, quizá generaciones, en disiparse.
Si antes distinguía entre objetivos civiles y militares y decía que el
bombardeo de los puertos del levante español por parte de los nacionales era
«más o menos legítimo», no me refería a la ley internacional. Según esa ley,
ningún barco extranjero podía ser atacado en un puerto siempre y cuando
estuviera allí por «razones comerciales legítimas». En tanto no se demostrara lo
contrario, las «razones comerciales» de aquellos barcos extranjeros eran
perfectamente «legítimas». Pero a la comunidad internacional no le interesaba en
aquellos momentos mostrar una fuerte oposición a aquellos bombardeos de las
aviaciones italiana y alemana, y así las potencias occidentales les dejaban hacer,
aunque fueran sus propios barcos los que las sufrieran directamente.
Pude entrevistarme con muchos oficiales y miembros de la tripulación de los
barcos británicos que atracaban en puertos españoles. No pocos de ellos habían
ido a España por dinero, pero puedo asegurar que también muchos de aquellos
hombres de nuestra marina mercante estaban allí por sus propias convicciones,
asumían aquellos riesgos porque apoyaban la causa de la República. Siempre
que hablaba con gente como ellos pensaba que no todo estaba perdido en mi país
y, sobre todo, que la absoluta indiferencia del gobierno de su majestad hacia
España no representaba los sentimientos de muchos de mis compatriotas.
Con mis propios ojos contemplé lo que le ocurrió a un mercante inglés en el
puerto de Gandía. Este encantador puertecito situado al sur de Valencia
pertenecía a una compañía inglesa y lo dirigía míster Apfel, un señor que llevaba
siempre el sombrero bombín puesto. En el puerto había un único mercante, el
Dellwyn, el resto eran barcos pesqueros y embarcaciones deportivas. En los
tinglados no pude ver más que fertilizantes. El Dellwyn llevaba una carga de
carbón destinada a la fábrica de gas de la localidad, ya que el comercio de
carbón estaba autorizado por el Tratado de No Intervención. Había un oficial
controlador y el barco llevaba la enseña de haber sido inspeccionado por los
controladores. Pero todo aquello no sirvió de nada. En la noche del 27 de julio el
Dellwyn fue hundido por un hidroavión alemán que tenía su base en la bahía de
Pollensa, en Mallorca. Durante cinco noches consecutivas aquel hidroavión se
había acercado a Gandía para destruir al Dellwyn, pero siempre erraba el tiro. En
la quinta noche acertó de lleno y lo mandó a pique. Pero lo más grotesco de
aquella historia es que el destructor británico H. M. S. Hero se hallaba fondeado
a media milla del puerto de Gandía, y sus oficiales contemplaban cada noche las
evoluciones del hidroavión alemán y las bombas que dejaba caer en torno al
Dellwyn sin poder hacer nada para socorrerlo.
Más que una tragedia, aquello empezaba a parecer una ópera bufa.
XXIX

La batalla del Ebro

LA buena noticia en la República en aquel verano de 1938 es que, al fin, se


había conseguido formar y forjar un verdadero ejército, capaz de enfrentarse con
dignidad al de Franco. La mala noticia era que no había nada que comer. En
otras palabras, teníamos buenos soldados, pero con armas escasas y poca
comida.
Yo estuve unos días en Madrid en aquel verano de 1938 y pude comprobar
que la situación había empeorado ostensiblemente desde mi última visita. La
ración diaria que se distribuía a la gente eran unas judías con un pedazo de pan.
En agosto comenzó a funcionar la línea de tren que unía la capital con Valencia
vía Tarancón.
Pero la comida que llegaba desde Valencia comenzaba también a escasear y
apenas servía para aprovisionar el ejército de cuatrocientos mil hombres que la
República tenía en la zona centro. La población de Madrid parecía haber
encogido y estaba claro que aquella situación no se podía prolongar
indefinidamente.
La situación en Barcelona no era mucho mejor. Los trenes de cercanías que
salían a diario de la ciudad iban atestados de gente, que a veces se subían en el
techo de los vagones para no quedarse en el andén. Esas personas salían de la
ciudad cada día en busca de comida. No llevaban dinero encima, sino pastillas
de jabón, sobres de azúcar, paquetes de café, productos que los campesinos
necesitaban. Se trataba en muchos casos de chicas jóvenes que se dirigían a
pequeños pueblos o aldeas para mercadear esos productos. De noche las veías
regresando con un saco de patatas colgado de la espalda, andando kilómetros
para coger el tren de vuelta en la estación más cercana. Y cuando al fin aparecía
el tren tenían que luchar por subirse a bordo, o a veces viajaban colgadas en las
escalerillas, el saco de patatas bamboleando a sus espaldas. Pero allí no concluía
su odisea. En ocasiones, los aviones fascistas que habían estado bombardeando
el puerto se dirigían hacia aquellos trenes para descargar las bombas y
municiones que les habían sobrado, y los viajeros saltaban de los trenes y corrían
despavoridos en busca de algún refugio. Y si aquellas chicas lograban regresar a
sus hogares con el saco de patatas tan laboriosamente conseguido, tampoco
podían esperar dormir tranquilas: lo más probable es que las sirenas sonaran una
y otra vez alertando de nuevos ataques aéreos, a veces hasta cinco o seis veces
en una noche.
La producción de material de guerra en las pocas fábricas que la República
tenía en Cataluña era lenta y laboriosa. En primer lugar porque las fábricas eran
objetivos militares y estaban continuamente amenazadas por la aviación enemiga
y el trabajo había de interrumpirse con frecuencia. En segundo lugar, porque no
había suficiente electricidad. En tercer lugar, porque la dinamita y otros
materiales explosivos con los que se fabricaban las bombas venían de fuera y
entraban siempre de contrabando. Solía utilizarse el pequeño y bien protegido
puerto de Vallcarca, situado en el macizo del Garraf, al sur de Barcelona, para
estos menesteres. Al amparo de la noche solía llegar a este diminuto puerto
algún mercante, a menudo con bandera inglesa o procedente del norte de África.
En un santiamén se procedía a descargar la preciosa mercancía y el barco, si no
había sido aún detectado, continuaba viaje por la costa. Todavía faltaba
transportar aquella peligrosa carga de dinamita hasta la fábrica de bombas y
municiones. Compárese esta odisea con las facilidades que se le daban a Franco,
que recibía en los puertos del norte de España las bombas empaquetadas en
Colonia o en Hamburgo, sin que nadie se atreviera a interceptar aquellos barcos
que surcaban el mar del Norte.
Un oficial del ejército me contó que la partida de obuses para mortero que
recibieron en el Ebro era defectuosa, de manera que los morteros republicanos
apenas funcionaron en aquella batalla, excepto cuando se hacían con un arsenal
de obuses abandonado por el ejército nacional. Lo mismo podríamos decir de los
aviones que se fabricaban en la República, que dependían de ciertas piezas que
se fabricaban fuera de España, de manera que la producción se podía detener
durante semanas a la espera de aquellas piezas.
Otro de los artículos que escaseaba en la República era el jabón. Ya sé que
puede no parecer objeto de primera necesidad, pero la limpieza jugaba un papel
importante en la moral de la tropa, así como de la población civil. Lo cierto es
que la grasa para fabricar jabón se destinaba a las fábricas de material de guerra.
También las finanzas de la República comenzaban a flaquear. En el mes de
febrero de 1936, antes de comenzar la guerra, el Banco de España tenía unas
reservas de oro, plata y bronce estimadas en unos tres mil millones de pesetas.
Digo estimadas porque el precio de la onza de oro variaba considerablemente
por aquellas fechas. Además de estas reservas, el gobierno se había hecho con
depósitos bancarios y propiedades de gente considerada hostil a la República.
Finalmente, había pedido a los ciudadanos que se desprendieran de todos los
objetos de oro que poseyeran en un último intento de mantener a flote las
finanzas. Ocurría que los gastos del Estado aumentaban a velocidades
astronómicas. Los seguros de los barcos extranjeros que llegaban a los puertos
españoles se habían multiplicado por cien, debido a los riesgos que debían correr
para alcanzar la República.
Yo tenía la impresión de que el Estado todavía contaba con dinero, pero su
provisión de fondos comenzaba a agotarse. Calculaba que en aquellos dos años y
pico de guerra la República había gastado una cantidad que rondaba los cuatro
mil millones de pesetas. Se explicaba perfectamente si tenemos en cuenta las
cantidades extravagantes que pagaba por el material de guerra que compraba,
mucho del cual nunca llegaba a su destino o acababa en manos del enemigo o en
el fondo del mar. Las finanzas de la República comenzaban a flaquear y se oían
rumores de que estaba tanteando un préstamo en el extranjero. Sea como fuere,
la verdad es que la República había estado en guerra durante dos años sin pedir
la ayuda de nadie, lo cual tenía una enorme importancia política, porque
significaba que no estaba hipotecada a ningún país.
Las finanzas del general Franco eran mucho más sorprendentes, aunque debo
confesar que no tengo datos fidedignos para contrastar lo que voy a decir y me
sirvo de simples conjeturas. Franco estaba en desventaja con respecto a la
República porque no disponía de las reservas de oro del Banco de España.
Aparentemente, su provisión de fondos consistía en las contribuciones de sus
propios seguidores y de las propiedades confiscadas en el territorio nacional.
Pero, a pesar de su aparente debilidad económica, resulta que la peseta de Franco
—la peseta que se expedía en territorio nacional— alcanzaba una cotización
mucho más alta que la republicana. Cada libra esterlina se cambiaba por
cincuenta pesetas de Franco, en el cambio oficial, y por cien, en el mercado
negro. A la vez, cada libra esterlina se cambiaba por cien pesetas republicanas, al
cambio oficial, y por trescientas o cuatrocientas en el mercado negro. Pero la
verdadera razón de la fortaleza financiera de Franco era que no funcionaba con
dinero real, sino con créditos. Al concluir la guerra española, un periódico
italiano cifró la deuda de Franco con respecto a su país en dos mil millones de
pesetas. No tengo la más remota idea de si aquella cifra se aproximaba a la
realidad, pero quedaba claro que Franco había vivido del crédito durante todo el
conflicto.
La cantidad de moneda que circulaba en España al empezar la guerra
ascendía a unos cinco mil millones de pesetas y al finalizar la contienda había
aumentado a siete mil millones, solo en territorio republicano. La inflación de la
peseta en dicho territorio se debía, en gran medida, al espectacular incremento de
la paga tanto de los soldados como de los obreros. Un soldado de las fuerzas
republicanas recibía diez pesetas diarias y en el Ejército de Franco, cincuenta
céntimos diarios. La gente en la República llevaba mucho dinero en el bolsillo y
era frecuente oír a alguien preguntar en una tienda: «¿Qué tenéis para vender?».
Pero la inflación no era suficiente para explicar la devaluación de la peseta
republicana. Podía deberse también a que muchas personas ricas se habían
pasado al territorio nacional llevando consigo grandes cantidades de pesetas
republicanas que cambiaban a cualquier precio. Es posible también que Franco,
que puso en circulación una nueva moneda, sacara al mercado internacional
grandes cantidades de las antiguas pesetas de la República. Sea por lo que fuere,
lo cierto es que la peseta republicana se vendía a precio de saldo fuera de
España.
Pero la razón más importante de esta devaluación de la peseta en los
mercados internacionales es que nadie apostaba ya por la República. El dinero
no habla, pero escucha, escucha a aquellas personas que tienen el poder en un
determinado país. Si Londres o París hubieran tomado medidas contra la
intervención de Italia y Alemania en la guerra española, o simplemente hubieran
permitido la apertura de la frontera francesa para que la República se pudiera
aprovisionar, el dinero habría escuchado, habría tomado nota, y la peseta
republicana habría subido como la espuma. Pero lo que se escuchó fue el
silencio cómplice de las dos potencias, y el dinero tomó nota de aquel silencio y
apostó, con toda la lógica del mundo, por la peseta de Franco.
Supongo que mis lectores deben de estar ya hartos de que vuelva una y otra
vez sobre este asunto. Quizá fuera que me sentía, de alguna manera, culpable de
aquello, sobre todo hacia el final de la guerra, cuando veía a aquellas gentes
cansadas, hambrientas y con el mundo entero en contra, y todavía te miraban
como si tú, o tu país, pudieras hacer algo por ellas. Yo hablaba a diario con
decenas de personas, en los tranvías, en los trenes, en los coches que nos
llevaban al frente; hablaba con soldados, con diplomáticos, con partidarios y con
detractores de Franco, y siempre tuve la certeza de que, para la inmensa mayoría
de las personas, la lucha por la República y su régimen de libertades había valido
la pena. Se quejaban mucho de todo lo que estaba ocurriendo, de todo lo que
estaban sufriendo, pero nunca de la causa por la que estaban luchando. Y esta
lucha que hoy en día parece definitivamente perdida no solo en España, sino
fuera de ella, no habrá sido en vano, de eso estoy totalmente convencido. Porque
en España se plantaron unas semillas que germinarán de nuevo, aunque no sepa
decir cuándo ni dónde.
Mi admiración hacia la República y, sobre todo, hacia la fe que la gente
todavía tenía en ella, no me impedía ver el lado más oscuro del régimen. Me
refiero, por ejemplo, al barco Uruguay, atracado en el puerto de Barcelona y con
cuatrocientos prisioneros nacionales en sus bodegas. Supongo que a muchos de
ellos se les aplicaba el «tercer grado» para obtener la máxima información,
además de estar sometidos a diario al bombardeo de su propia aviación. El
Uruguay no contribuía precisamente a dar una buena imagen de la República.
De todos modos, hay que decir que en aquellos últimos meses de la guerra no se
estaba produciendo nada parecido a la barbarie que se desató al iniciarse la
contienda. Para dar un ejemplo, en Barcelona asistí a varias sesiones del llamado
Tribunal del Pueblo, compuesto por un magistrado y dos civiles, que se ocupaba
de casos de «deslealtad a la República» y de traición, y me pareció que se hacía
justicia, si bien habría preferido que se hubiera actuado con menos celeridad y
con más tiempo para aportar pruebas, llamar a testigos y dictar sentencia.
Pero en aquel verano de 1938 era consciente sobre todo del tremendo
sufrimiento humano que aquella guerra estaba causando. Me paraba por la calle,
al verme con pinta de extranjero, una viuda para preguntarme por la guerra y
cuánto tiempo tardarían las tropas de Franco en entrar en Barcelona. Después me
contaba que a su marido lo habían matado los «rojos» en los primeros días de la
revolución y por eso quería saber cuándo entrarían «los suyos» en la ciudad.
Llegaba al hotel y la camarera quería que le contase los últimos triunfos del
ejército republicano. A ella la Falange le había matado a sus dos hermanos,
asesinados en Pamplona poco después del Alzamiento.
Las cosas eran más simples en el frente, porque todo se reducía al
enfrentamiento entre dos ejércitos.
Yo habría preferido que aquel enfrentamiento hubiera sido más equilibrado,
que las fuerzas en liza hubieran tenido las mismas posibilidades para alcanzar la
victoria final. El ejército republicano tenía motivos para estar orgulloso por la
ofensiva que había lanzado en el Ebro. No era ninguna broma cruzar aquel río de
una anchura de más de cien metros, un caudal muy grande incluso en verano y
una corriente bastante rápida. Para dificultar aún más la operación, las márgenes
del río eran escarpadas.
En la noche del 25 de julio, la vanguardia de las tropas republicanas cruzó el
río a nado y en combate cuerpo a cuerpo sorprendió a las tropas nacionales que
se encontraban en la otra orilla. Se construyeron a toda prisa puentes de pontones
con grandes barcas para que cruzara el grueso del ejército, y en cuestión de
cuarenta y ocho horas las fuerzas republicanas ocupaban posiciones clave en las
montañas que van desde Mequinenza, donde al Ebro se le junta el Segre, hasta
Miravet. Se abría, pues, un frente de unos sesenta kilómetros.
Trazaba un gran arco en torno al Ebro que llegaba a su máximo diámetro en
torno a Gandesa, a unos cuarenta kilómetros del río. Gandesa no se había
tomado de nuevo, sino que el ejército republicano había ocupado posiciones en
los montes que la rodean por el Nordeste.
Comenzaba así lo que después se llamaría la «batalla de los observatorios».
Desde sus posiciones en las montañas, los republicanos podían seguir paso a
paso los movimientos del ejército nacional. Las tropas de los nacionales, sobre
todo las del general Yagüe, tardaron bastantes días en situarse en un frente que se
extendía a lo largo de sesenta kilómetros. Franco, tan tranquilo y meticuloso
como siempre, parecía no tener prisa en iniciar la contraofensiva. Después de
una discusión con su alto estado mayor, cuentan que exclamó: «No entienden mi
estrategia, no la entienden. ¡Tenemos la flor y nata del ejército republicano
encerrado en un espacio de treinta y cinco kilómetros y no lo entienden!».
Se hizo una tentativa de cruzar el río en Amposta, justamente donde se abre
formando el delta, por parte de las Brigadas Internacionales de franceses y de
alemanes mandados por el comandante Hans. Según la información que
recibíamos Burgos, murieron trescientos brigadistas, cien se ahogaron y otros
trescientos fueron capturados por los nacionales. Aquello tenía todo el aspecto
de haber sido una maniobra de distracción por parte de la República, para
impedir que Franco desplazara las tropas de aquel sector hacia la parte más alta
del río, donde se estaba produciendo la verdadera ofensiva. En cualquier caso,
esta acción fue un éxito total y en muy pocas horas el ejército de la República se
había hecho fuerte en las altas montañas del otro lado del río.
El éxito del ataque se explicaba por su rapidez, como en el caso del asalto de
Líster a Teruel. Unas pocas ametralladoras de Franco bien situadas al otro lado
del río habrían sido suficientes para impedir el cruce de aquel ejército de
cincuenta mil hombres y al menos doscientas piezas de artillería. Todavía era
más sorprendente saber que la operación había sido ejecutada por oficiales que,
en su gran mayoría, eran amateurs, es decir, no habían recibido formación en
una academia militar.
Ese no era el caso del jefe de aquella acción, el coronel Modesto, un
madrileño pequeñito pero muy dinámico. Modesto había pasado tres años en la
Legión, donde alcanzó la graduación de cabo. Carpintero de profesión, había
actuado en varias ocasiones como enlace sindical y, como tantos otros, huyó a
Rusia después del fracaso de la huelga revolucionaria de 1934. Al igual que
Líster, en Moscú había recibido la educación militar que se impartía a todos los
«revolucionarios» que llegaban de países extranjeros. Líster también formaba
parte de aquella ofensiva. A él y a su Quinto Regimiento se le había
encomendado el flanco sur, y del flanco norte se había hecho cargo el joven
Tagüeña, que tan buen papel había hecho en Cherta, al resistir durante dos
semanas el avance de la División Littorio en la ofensiva nacional del mes de
marzo.
Como ya he señalado, a mí aquella ofensiva no me parecía una buena idea,
teniendo en cuenta el estado de extrema debilidad de la República. Pero la
decisión política la habían tomado el general Rojo y el gabinete de Juan Negrín,
y nada tenía que ver con la brillantísima ejecución de aquella operación
relámpago y con la ocupación de posiciones firmes del ejército republicano a la
espera de la contraofensiva de los nacionales.
En cuestión de horas, la aviación de estos últimos comenzaba a bombardear
sin apenas tomarse un descanso los puentes de barcas por donde había pasado el
ejército republicano. Desde la mañana hasta la noche, la aviación de Franco
machacaba ambas márgenes del río. Un observador pudo contar hasta ciento
sesenta aparatos de Franco en el aire a un mismo tiempo. Poca cosa se podía
hacer para molestarles en su tarea. Las baterías antiaéreas de la República eran
pocas y muy espaciadas a lo largo de aquel frente, y los escasos cazas que tenía
la República apenas podían hacer mella en aquellos escuadrones de bombarderos
nacionales que a veces reunían hasta cincuenta aparatos. Sin embargo, la tarea de
la aviación nacional no era tan sencilla como pudiera parecer. Se ha calculado
que se necesitan de promedio unas quinientas toneladas de bombas para destruir
uno de esos puentes de pontón, y eso en pesetas equivalía a la friolera de veinte
millones. Por mucho que los aviadores de Franco afinaran su puntería,
continuaba siendo un ejercicio muy difícil acertar en un puente con una bomba.
También hay que decir que los republicanos hacían lo posible para despistar a los
pilotos nacionales, y habían tendido en distintos puntos del Ebro falsos pontones
hechos de cuerdas y ropa, que conseguían engañar a los nacionales, que los
contemplaban desde el aire y los tiroteaban a placer. Pienso que todo lo que los
bombarderos han ganado en los últimos tiempos en velocidad lo han perdido en
la precisión en el tiro, porque la bomba debe soltarse mucho antes y el margen
de error es, por tanto, mucho mayor.
Los nacionales abrieron las compuertas de varios embalses de afluentes del
Ebro en los Pirineos, con lo cual muchos de aquellos pontones fueron barridos
por la corriente del río. Pero ni la aviación enemiga ni las crecidas del Ebro eran
capaces de acabar con el entusiasmo de un equipo de ingenieros que se
encargaba de construir aquellos improvisados puentes y de sustituir los
destruidos por nuevos ingenios de su invención.
Hablando del Ebro, no puedo dejar de contar una anécdota que nos ocurrió a
un grupo de corresponsales cuando tratábamos de cruzarlo. Queríamos
entrevistar a Enrique Líster, que con su división ocupaba posiciones al otro lado
del río. Subimos a una barca cuatro corresponsales de prensa, Vincent Sheehan,
Herbert Matthews, Ernest Hemingway y yo. En plena travesía nos dimos cuenta
de que la corriente arrastraba nuestra barca hacia los restos de un puente que
había sido destruido por la aviación nacional, con riesgo de naufragar entre
aquellos cascotes. Añádase a esto los aparatos nacionales, que hacían rápidas
pasadas sobre nuestras cabezas, y se comprenderá que nuestra posición no era
nada cómoda. El soldado que remaba no parecía tener mucha idea de lo que
estaba haciendo, así que Hemingway lo apartó de un manotazo, se sentó en su
lugar, empuñó los remos y comenzó a remar con furia hasta que llegamos a la
otra orilla. Así era el escritor americano: ponía el corazón en todo lo que hacía,
lo mismo si se trataba de enseñar a unos milicianos a emplazar una pieza de
artillería que de sacar de un apuro a un grupo de incautos colegas.
La batalla del Ebro que comenzó en el mes de julio no concluiría hasta el
mes de noviembre. La República perdió diez mil hombres y cincuenta mil
resultaron heridos antes de que el frente cediera al avance de las tropas
nacionales. Estas escuetas cifras dan idea por sí solas del heroísmo de aquel
ejército que resistió impávido incluso cuando sabía que no le quedaba ya ningún
puente en pie para emprender la retirada, si exceptuamos el de hierro en Mora de
Ebro, que milagrosamente sobrevivió a todos aquellos bombardeos.
Pienso que una de las pérdidas más importantes que sufrió el ejército
republicano durante aquella larga batalla fue la de las Brigadas Internacionales,
que se habían incorporado a la 35 División bajo las órdenes del coronel Medina.
Hubo en España unos doce mil brigadistas, y me imagino que en el frente del
Ebro combatirían unos cinco mil. La decisión de prescindir de ellos la tomó el
doctor Negrín cuando anunció, ante la asamblea de la Sociedad de Naciones, que
la República había decidido retirar a todos los voluntarios extranjeros de forma
unilateral, es decir, sin esperar la misma medida por parte de Franco. Barcelona
les dio una impresionante y calurosa despedida el 28 de octubre, cuando los
brigadistas marcharon por última vez por las avenidas principales de la ciudad.
Aquello parecía el principio del fin. Unos días después moría en Palma de
Mallorca el hermano piloto del general Franco. Aquel hombre que había
apostado por la República antes de que esta se declarara y después se había
sumado al ejército nacional, moría antes de ver entrar las tropas nacionales en
Barcelona.
XXX

Juan Negrín

LOS individuos que pertenecen a la clase «intelectual» rara vez se sienten a


gusto en una situación que se podría describir como «revolucionaria», aunque
hayan sido justamente ellos mismos los que hayan ayudado a crear esa situación.
Una cosa es tener ideas revolucionarias y otra muy distinta es afrontarlas en la
realidad; una cosa es soñar con la revolución y otra muy distinta es ver cómo esa
revolución se materializa ante tus propios ojos. Buen ejemplo de todo esto fue el
de aquel grupo de intelectuales madrileños que ayudaron a derrocar la
monarquía y a traer la República a España: José Ortega y Gasset, Salvador de
Madariaga, Gregorio Marañón, Ramón Pérez de Ayala, Miguel de Unamuno. Ya
en la época de la República su importancia fue menguando, su papel como
portavoces del mundo de la cultura fue decreciendo. Y al comenzar la Guerra
Civil pareció como si se los hubiese tragado la tierra. Hubo desde luego notables
excepciones, entre ellas la del propio Unamuno, que por su misma naturaleza era
un ser incapaz de callarse por nada y por nadie. Hasta el mismo día de su muerte,
ocurrida en Salamanca a finales de 1936, estuvo despotricando contra todo y
contra todos, primero contra los republicanos y después contra los nacionales.
Hay otra excepción a esta regla que ya he señalado, aunque se tratara la de
un intelectual menos conocido que los antes citados. Me refiero al doctor Juan
Negrín. Este hombre fue la persona más interesante que conocí en toda la guerra.
Y la pregunta que yo me hacía entonces, y que no me he dejado de hacer desde
entonces, era la siguiente: ¿qué demonios hacía ese canario bonachón y bou
vivant que desde siempre había mirado con desprecio la política, que había sido
elegido diputado un par de veces pero que jamás había pronunciado un discurso
parlamentario, qué hacía aquel hombre al frente de la República en su hora más
crítica?
Desde que llegué a Madrid en 1929, había coincidido muchas veces con
Negrín en la tertulia de intelectuales que solía reunirse en el bar Los Italianos.
Aunque parezca mentira, Negrín había recibido una educación totalmente
germana. Fue a Alemania con su familia cuando tenía doce años y permaneció
allí hasta los veinticinco. Naturalmente, se trataba de la Alemania anterior a la
Gran Guerra. De cualquier manera, Negrín recibió la excelente educación que su
padre, un próspero terrateniente canario, se podía permitir. A su regreso a España
ganó la cátedra de Fisiología en la Facultad de Medicina de la Universidad de
Madrid, y ya en los años de la República fue secretario del rector y se implicó
directamente en la construcción de la nueva Ciudad Universitaria. Tenía además
una consulta privada y un laboratorio de análisis médicos. Para entonces ya
estaba casado y tenía tres hijos.
En los cinco años en los que fue diputado en Cortes durante la República
jamás se le ocurrió pronunciar un discurso. Cuando fue jefe del gobierno durante
la guerra y tuvo que hablar ante la Cámara para explicar su política, lo primero
que dijo fue: «¡Gracias a Dios que no soy político ni pienso serlo jamás!».
De estatura mediana, anchas espaldas, gafas de concha negra que se le
comían media cara, una mirada y sonrisa joviales, quizá lo más notable de Juan
Negrín fuera su inmensa capacidad de trabajo, a pesar de llevar una vida muy
irregular: podía estar de copas con sus amigos hasta las cuatro de la mañana,
pero a las ocho y media cogía su coche y a las nueve en punto estaba en su
despacho de la Ciudad Universitaria. Otra característica suya era la capacidad de
acercarse a la gente y, como buen médico, su interés por las personas que le
rodeaban: al chico que le vendía el periódico y que ocultaba los ojos tras unas
gafas le preguntaba por la vista y le alargaba una tarjeta de algún oftalmólogo
amigo suyo. Y cuando visitaba algún pueblo remoto insistía en entrar en las
casas para ver las condiciones en las que vivía aquella gente y trataba de
ayudarles en lo que podía. Aquel fue el Juan Negrín que yo conocí.
Durante los primeros días de la guerra y la revolución, los intelectuales que
antes he citado, al contemplar los crímenes cometidos por algunos
revolucionarios, o la expropiación de las tierras, o al comprobar que los juicios
de los tribunales populares eran «sumarísimos», se echaron atrás y gritaron
aquello de «¡No es eso, no es eso!». Juan Negrín en cambio se echó hacia
adelante: se fue al frente del Guadarrama para organizar los servicios médicos y
hospitalarios, y todavía tuvo tiempo, según parece, de dirigir a los milicianos que
acudían a aquel frente. De nada servía lamentarse de los terribles crímenes que
se cometieron en Madrid en los primeros días de la guerra, entre otras cosas
porque lo mismo estaba sucediendo en el lado nacional, y nada se podía hacer al
respecto en aquellos momentos. De lo que se trataba entonces era, ni más ni
menos, de salvar la República y Negrín fue de los pocos intelectuales que
comprendió perfectamente la situación y puso manos a la obra. La actividad de
hombres como Negrín salvó a Madrid —y, por tanto, a la República— en
aquellos primeros meses de la guerra.
Negrín fue ministro de Hacienda en el gobierno de Largo Caballero de
septiembre de 1936. Se enteró de que le habían nombrado ministro mientras
organizaba la evacuación de Talavera de la Reina ante la inminente llegada de
las tropas de Franco. En mayo de 1937 fue nombrado presidente del gobierno
gracias al apoyo de Indalecio Prieto, y en abril de 1938 se hizo cargo también de
la cartera de Defensa, convirtiéndose así en el líder indiscutible de la República
hasta la desaparición del régimen.
Dos circunstancias ayudaron a Juan Negrín a mantenerse en el poder en esta
última época de la República. En primer lugar, el apoyo del Partido Comunista,
sin el cual era imposible gobernar, y en segundo lugar, el apoyo, a veces a
regañadientes, de su propio partido, el Socialista. Los socialistas se hallaban tan
divididos que, en cualquier caso, les habría sido imposible ponerse de acuerdo
respecto a otro candidato. Por un lado, estaba Largo Caballero, apartado del
poder y rodeado de su gente: Araquistáin, Rodolfo Llopis, Wenceslao Carrillo.
Caballero coqueteaba con los anarquistas, pero nunca consiguió llegar a ningún
pacto serio con ellos. Por otro lado, estaba Indalecio Prieto. Por otro, Ramón
González Peña, el líder de la revolución de Asturias, y aún me dejo en el tintero
a Julián Besteiro, que vivía en una suerte de retiro o exilio —no se sabía muy
bien— en Madrid.
Corresponde a los estudiosos historiadores del futuro averiguar por qué y
cómo se produjo aquel desmoronamiento del socialismo democrático no solo en
España, sino también en otros lugares de Europa —especialmente en Austria y
en Alemania— a lo largo de los años treinta. Lo tenían todo: una poderosa
organización, unos líderes inteligentes y bien preparados, unos programas
políticos para encandilar a las masas de trabajadores industriales que les
apoyaban. El Partido Socialista español fue el que más éxitos obtuvo en estos
años: organizó la huelga nacional y la revolución de Asturias en 1934 y fue
decisivo en el levantamiento popular contra el golpe militar de Franco en 1936.
Pero dos años más tarde, en 1938, se había venido abajo y sus tres máximas
figuras —Caballero, Besteiro y Prieto— se habían retirado de la política.
Quedaba Julián Álvarez del Vayo. Se trataba de otro joven intelectual con
educación alemana, ya que había cursado estudios en la Universidad de Leipzig.
Dominaba los idiomas —alemán, francés, inglés— y era experto en relaciones
internacionales, especialmente después de los años que había pasado en Berlín y
en Ginebra trabajando como periodista. Por eso Largo Caballero le ofreció la
cartera de Asuntos Exteriores en su gobierno. Además de ministro, fue el jefe de
los comisarios políticos, con rango de general del ejército.
Salió del gobierno con la caída de Largo Caballero en mayo de 1937, pero
volvió a entrar en abril de 1938 con Juan Negrín. De todos los socialistas, pienso
que Álvarez del Vayo es el que mejor comprendía la situación y más podía
sintonizar con lo que en aquellos momentos estaba ocurriendo en el país. Creo
que nadie mejor que él podía representar la diplomacia española en esa época tan
crítica para la República. Naturalmente, el hecho de que Londres y París hicieran
oídos sordos a lo que él decía en nada empaña su labor. Ni siquiera le ayudaba el
tener un embajador en Londres tan capaz como Pablo de Azcárate. Estaba claro
que aquella no era la hora de la diplomacia.
Quizá el mayor problema que tuvo Juan Negrín en aquellos últimos meses es
que apenas podía contar con gente de su propio partido para ayudarle con la
ingente cantidad de problemas que se le venían encima.
Negrín parecía un hombre-orquesta en aquel gobierno. Se había hecho cargo
de la presidencia de gobierno, pero además, de las carteras de Guerra, Marina,
Aviación, Industria e incluso Hacienda, ya que el ministro titular, Méndez Aspe,
no tomaba ninguna decisión sin consultarla con él. Y por si esto fuera poco, tenía
frecuentes roces con el gobierno de la Generalitat de Lluís Companys. Negrín y
Companys vivían una suerte de gobierno de «cohabitación» en Barcelona, y en
cualquier acto oficial había que interpretar Els Segadors junto al Himno de
Riego. En esto los catalanes eran muy susceptibles, aunque no parecía el
momento más adecuado de preocuparse por aquellas nimiedades.
Como ya he señalado, los que estuvieron detrás de Juan Negrín en todo
momento fueron los comunistas. Hacia el final de la guerra sus afiliados
sobrepasaban ya los trescientos mil, y era la fuerza política más importante en la
España republicana. Tenían además el apoyo de las Juventudes Socialistas y de
otras organizaciones, como el Socorro Rojo Internacional. Su poder en los
sindicatos era grande a través de una organización llamada Grupo
Revolucionario Socialista. Controlaban, directa o indirectamente, gran parte de
los periódicos que se publicaban en aquellos días. Tenían además la gran virtud
de no airear los trapos sucios, de manera que si se peleaban entre ellos nosotros
no nos enterábamos. Finalmente contaban con un buen equipo de gente
relativamente joven, como Dolores Ibárruri, José Díaz, Jesús Hernández y
Manuel Uribe, que presentaban una imagen cohesionada.
Negrín contaba con todo el aparato del Partido Comunista para hacer llegar
sus mensajes al pueblo. Si se trataba, pongamos por caso, de movilizar más
hombres para el frente y de hacer que las mujeres ocuparan sus puestos de
trabajo, aquella propuesta tenía que llegar a todos los rincones de la República
para ser explicada, discutida y asumida por cada comunidad. El aparato del
Partido Comunista se ponía entonces en marcha y proporcionaba los medios para
difundir y discutir la propuesta.
El Ejército también había dado todo su apoyo a Juan Negrín. Este trató de
reorganizarlo, pero hubo de enfrentarse a muchas dificultades políticas. Dentro
del Ejército había, como en otros sectores, muchos celos con respecto a los
comunistas, que eran los «niños bonitos» en aquellos momentos. Si, por
ejemplo, la ofensiva del Ebro se dejaba en manos de comunistas como Modesto
y Líster, el flanco norte de aquella ofensiva, para compensar, tenía que estar en
manos de un hombre de distinta filiación política, como Juan Perea, que había
comandado una columna de milicianos anarquistas en Somosierra al comenzar la
guerra.
Poco se puede decir de los partidos republicanos, como la Izquierda de
Azaña y la Unión de Martínez Barrio, porque habían sido «decapitados» ya antes
de que empezara la guerra: ¡Azaña y Martínez Barrio habían asumido las
funciones de presidente y portavoz de las Cortes, con lo cual queda dicho todo!
Debo añadir en honor a Martínez Barrio que cuando las Brigadas Internacionales
establecieron sus campos de entrenamiento en Albacete fue él quien se encargó
de coordinar aquel campamento con la ciudad, para facilitar todo lo que los
brigadistas necesitaban. Pero son hechos puntuales y aislados. ¿Y qué decir de
los propios catalanes de Esquerra Republicana? Pues, simplemente, que se
comportaban como si aquello no fuera con ellos.
Naturalmente, la atonía, el desinterés y la falta absoluta de iniciativa por
parte de los partidos republicanos se debía fundamentalmente a la falta de apoyo
de las potencias occidentales. El silencio de estas potencias había contagiado a
los liberales españoles, los hombres que habían traído la República a España y,
por tanto, la democracia. Ahora el mundo les volvía la espalda y ellos también se
encerraban en un mutismo, en un profundo silencio. Habían acudido a los países
democráticos en busca de soluciones para sus problemas y les habían dado con
la puerta en las narices. O quizá fuera que las democracias de la vieja Europa ya
no tenían soluciones, que había que mirar hacia otros líderes, como el presidente
Roosevelt en América, para encontrarlas. Pero América quedaba demasiado
lejos y el tiempo de la República española se iba agotando.
Allí estaba España dispuesta a dar el salto desde unas estructuras feudales
que habían dominado en el pasado hacia un futuro ya moderno, hacia un campo
ya mecanizado. Pero nadie en el mundo parecía dispuesto a echarle una mano.
Quizá porque nosotros los ingleses ya no teníamos soluciones a todos esos
problemas, o por nuestro supremo egoísmo, que siempre nos ha caracterizado, o
porque pensábamos que la democracia era una suerte de statú quo que debía
mantenerse y no una forma creativa de enfrentarse al mundo y sus problemas. En
realidad no sé cuáles eran las razones de nuestra total indiferencia hacia la
República española, solo sé que pronto pagaremos por ello.
XXXI

El colapso del frente

EL frío era agudo en el exterior. El coche patinaba en el hielo de la carretera


cuando nos dirigíamos hacia la iglesia para asistir a la misa del gallo. Pero
dentro de aquella pequeña iglesia católica en el norte de Inglaterra se estaba muy
calentito. Placía la friolera de catorce años que no la pisaba, catorce años que me
habían llevado por todos los rincones de Europa. Pero aquella Nochebuena
necesitaba volver a casa. La última que pasé en aquella iglesia yo era el
monaguillo que ayudaba al sacerdote en la misa; ahora era un respetable señor
casado.
En el sermón, el sacerdote habló de España: «Oímos tantas versiones
distintas de lo que está ocurriendo en España que ya no sabemos qué pensar.
Pero una cosa sí sabemos, y es que el pueblo español está sufriendo, y lo único
que ahora podemos hacer por ellos es rezar para que tanto dolor desaparezca
pronto».
Los católicos ingleses habían oído tantas y tan contradictorias versiones que
ya no sabían muy bien lo que pensar, y aquel sacerdote tenía al menos la
honradez de reconocerlo. Desgraciadamente, en los últimos meses la prensa
católica inglesa se había ido inclinando más y más del lado de Franco y aquello
había producido un desconcierto lógico entre los católicos ingleses.
Mientras asistía a aquella misa del gallo, pensaba en la Iglesia, en el papel
que había representado durante siglos y en el que ahora desempeñaba. ¿Qué
partido tomaría Cristo en aquella contienda? ¿No estaría donde siempre estuvo,
del lado de los pobres y de los humildes? Ya sé que se me dirá que miles de
religiosos —sacerdotes, monjas, frailes— fueron asesinados en los primeros días
de la guerra.
Pero Cristo habría querido saber por qué se habían producido aquellos
asesinatos, habría querido saber si su Iglesia había cumplido con su cometido en
los años —y en los siglos— anteriores a aquella guerra. No me imagino a Cristo
del lado del dinero y del poder. Y así habíamos llegado a la extraña paradoja que
se vivía en aquellos días tanto fuera como dentro de España: cualquier persona
que estuviera a favor de los pobres y de los oprimidos era inmediatamente
tachada de anticatólica.
Veinticuatro horas más tarde estaba de nuevo en España. Había precipitado
mi regreso por las alarmantes noticias que me llegaban: en la madrugada del 23
de diciembre Franco había lanzado la gran ofensiva sobre Cataluña, con unos
doscientos mil soldados y la División Littorio como punta de lanza. Y la verdad
es que desde el comienzo de aquella ofensiva le había favorecido la suerte.
Había escogido cruzar el río Segre, que actuaba de frontera entre los dos
ejércitos, en un punto al sur de Lérida, frente a unas posiciones republicanas
defendidas por una división de carabineros. Ya he dicho antes que los
carabineros estaban controlados por los socialistas y no tenían comisarios
políticos en sus unidades. Por las razones que fuere, en cuanto empezaron a caer
las primeras bombas, los oficiales que estaban al mando decidieron subirse a sus
coches y largarse con viento fresco. Naturalmente, los soldados, al comprobar
que sus oficiales habían desaparecido, decidieron hacer lo mismo y comenzaron
la retirada. De esta forma tan simple pudo el ejército de Franco cruzar el río
Segre sin que nadie le molestara. Aquello colapsaba todo el frente, porque las
tropas que defendían posiciones más abajo del río se vieron totalmente
desbordadas por el avance nacional y comenzaron a retirarse también.
Para tratar de apagar aquel incendio, la República llevó al bombero de
siempre, Enrique Líster. Con su Quinto Regimiento trató de tapar el boquete que
los nacionales habían abierto en la línea del frente, y desde la Nochebuena hasta
el 3 de enero ocupó las colinas detrás del Segre, en torno al pueblo de
Castelldans, y resistió el avance de las tropas italianas.
Hasta que no regresé a España no me di cuenta de la extrema gravedad de la
situación. Supongo que me aferraba a la esperanza de que, en vista de la ofensiva
de las tropas nacionales, Francia abriría de nuevo sus fronteras, como lo había
hecho en la ofensiva anterior. No me había percatado de que en aquellos
momentos tanto Londres como París se habían puesto ya abiertamente del lado
de Franco, no por las virtudes de este, sino porque consideraban que la
República española era ya decididamente «roja». Franco, al fin y al cabo,
representaba para ellos la «ley y el orden», aunque fuera un orden nazi, pero
aquello, pensaban mis ingenuos compatriotas, se arreglaría después de la guerra,
concediéndole a Franco una serie de créditos que sin duda alguna harían que
volviera España al redil de las naciones democráticas. Esas eran las cuentas de la
lechera que en aquellos momentos se hacían los gobiernos de Francia y Gran
Bretaña, aunque debo añadir, en honor a la verdad, que aquellas «cuentas» no
eran compartidas por todos los políticos conservadores del momento. Pienso
sobre todo en Anthony Edén y en Winston Churchill, pero ellos eran minoría en
el Partido Conservador.
Mientras tanto, cientos de piezas de artillería esperaban en el puerto de
Marsella, además de ametralladoras y munición. Pero no había manera de
transportar aquel material de guerra por mar, la única manera autorizada por las
autoridades francesas. Marsella estaba llena de espías que inmediatamente darían
aviso de cualquier barco que zarpara de los muelles, y sería cuestión de horas, no
de días, para que aquel barco fuera bombardeado desde el aire o perseguido por
la flota de Franco y sus aliados. También había aviones esperando en los muelles
de Marsella, pero estaban en partes y nadie podía ensamblarlos hasta que no
llegaran a su destino.
Marsella se hallaba muy lejos, y yo me encontraba con Herbert Mathews y
Willie Forrest en Castelldans, en pleno fragor del combate. Líster había
establecido su centro de operaciones en una cueva a un kilómetro de la línea del
frente. Sus hombres habían tomado posiciones en los cerros que dominaban el
valle del Segre y aguantaban como podían la lluvia de fuego de la artillería
italiana que subía desde el valle, así como la que los aviones nacionales les
enviaban desde el cielo. Las baterías republicanas apenas podían responder a
aquel diluvio. Líster, casi siempre locuaz y comunicativo, estaba aquella mañana
de un humor de perros. Apenas nos dedicó un «buenos días» cuando nos vio.
Afortunadamente, su comisario político, Santiago Álvarez, estaba algo más
locuaz. Nos dijo que los hombres de su regimiento aguantaban con mucho
esfuerzo sus posiciones en Castelldans, y que la división italiana estaba
realizando la maniobra que solía realizar, desbordarles por el flanco, y se dirigía
en dirección sur hacia Borjas Blancas. Corrimos al coche bajo un diluvio de
bombas y obuses, comprobamos que el automóvil no había sufrido daño alguno,
cruzamos el pueblo ya totalmente desierto de Castelldans y enfilamos la
carretera hacia Borjas Blancas. Cuando llegamos a este pueblo vimos que había
sido totalmente destruido por la aviación nacional, todo para nada, porque aquel
pueblo no constituía un objetivo militar y la población civil lo había abandonado
hacía ya varios días. Nos congratulamos de haber escapado con vida de aquella
lluvia de fuego y nos sentamos en la cuneta de la carretera para celebrarlo. ¡Hay
que ver lo bien que sienta un bocadillo y un vaso de vino en esas circunstancias!
Desde la carretera podíamos ver las explosiones de las bombas que caían por los
lugares que acabábamos de pasar, y supongo que sentíamos una dicha infinita de
estar vivos. Aquella misma noche del 3 de enero cayó Castelldans y al día
siguiente, Borjas Blancas y Artesa de Segre, ambas localidades en la
intersección de importantes carreteras.
A esas alturas, éramos ya expertos en retiradas y no nos impresionaban tanto
las largas filas de refugiados, los soldados maltrechos y el caos y la confusión
que todo ello generaba en caminos y carreteras. Pero pronto nos dimos cuenta de
que aquella retirada era diferente de las que habíamos visto en otras ocasiones,
porque aquella era la retirada sin posible retorno, la retirada definitiva. En las
montañas que defienden y protegen el campo de Tarragona el joven coronel
Tagüeña nos hablaba ya con total franqueza y libertad: «Tenemos una o dos
ametralladoras para cada batallón. Nos quedan solo unos treinta cañones en toda
la división, pero ayer únicamente funcionaban tres, aunque el equipo de
reparación hace milagros. Ayer trajeron un tanque que se había incendiado.
Sacamos los restos de los dos tanquistas que todavía se encontraban en su
interior, lo limpiamos, lo reparamos y hoy el tanque está de nuevo en servicio.
Así están las cosas en este frente».
Las ligeras columnas motorizadas italianas rompían el frente por veinte
lugares distintos y habría hecho falta un gran dispositivo aéreo y artillería móvil
para poder detener aquel avance. Lo único que se le puede achacar al general
Rojo es el no haber presagiado aquella ofensiva. En las semanas que siguieron a
la batalla del Ebro podría haber llevado tropas y material de guerra desde
Valencia y desde la zona Centro en general.
A pesar de que la marina y la aviación nacionales ejercían una gran
vigilancia sobre la costa mediterránea, pienso que un destructor al amparo de la
noche podía haberla burlado. Naturalmente, aquello habría debilitado el frente de
Valencia, en aquellos momentos inactivo, pero era un riesgo que, en
circunstancias extremas, había que correr. Todo el mundo sabía que la República
no resistiría después de la caída de Barcelona.
Pienso también —puestos a pensar en errores que pudieran haberse cometido
— que después de la batalla del Ebro habría sido mejor retrasar las posiciones y
esperar la ofensiva de Franco en una línea imaginaria que podríamos trazar de
Norte a Sur, desde Pons, pasando por Bellpuig, hasta Montblanch, cercano ya a
la costa. Esta línea de frente tenía, a mi modo de ver, más fácil defensa que el
Segre, y aunque suponía entregar al enemigo una gran extensión de territorio,
tenía la ventaja de estar más cerca de Barcelona y, por tanto, ser más adecuada
para el acceso de tropas de refresco. Pero, naturalmente, todo esto son
conjeturas, y en último término la República no disponía de una línea Maginot,
sino de simples búnkers, trincheras y nidos de ametralladoras.
Tan confiado estaba Franco en su ofensiva que se había permitido el lujo de
usar la caballería en la parte sur del Ebro, cerca ya del delta. Excepto en guerra
de guerrillas, y siempre en terreno muy accidentado, la caballería es hoy una
reliquia del pasado. Al descubierto, el caballo es un blanco mucho más fácil que
la infantería, totalmente vulnerable a los cazas desde el aire o a un simple nido
de artillería desde tierra. Por eso aquel escuadrón de caballería comandado por el
general Monasterio suponía casi un desplante por parte de Franco, como si
tratara de decirnos que aquella guerra se había convertido en un desfile militar.
Durante la guerra, solo en Teruel se había utilizado la caballería con éxito.
Las fuerzas de la República se habían hecho fuertes al norte de la provincia, en
la sierra de Palomera. Pero Franco había conseguido abrir una brecha en el frente
un poco más abajo, y por allí entró la caballería, a las órdenes de Monasterio,
descendió hasta el pueblo de Perales y a continuación pilló al ejército
republicano por la retaguardia. El abrupto terreno y la celeridad con que se
efectuó la operación dieron el éxito al uso de la caballería, pero en general esta
se utilizaba para operaciones «de limpieza», es decir, para repasar un terreno por
el que ya habían pasado las tropas de vanguardia. Recuerdo una ocasión en
Nules, cerca de Valencia, donde las tropas nacionales habían entrado después de
horas de intenso bombardeo. Llegó entonces un escuadrón de la caballería
nacional con el objetivo de perseguir a las tropas republicanas que se batían en
retirada. Pero justamente en aquel momento apareció una escuadrilla de cazas
republicanos que barría el campo con sus ametralladoras, y los pobres caballos
huían despavoridos.
Y desde luego la caballería nacional no volvió a aparecer por aquel frente.
Creo que el general Gambara, que estaba al mando de las fuerzas italianas en
aquella ofensiva de los nacionales, merece un reconocimiento. Por mucho que
las tropas republicanas estuvieran en estado de total precariedad, el frente no se
habría derrumbado si no hubiera sido por aquella absoluta y desconcertante
movilidad de las tropas italianas, que tenían la virtud de aparecer —y
desaparecer— donde menos se las esperaba. Estábamos asistiendo, me parecía, a
una nueva idea de la guerra, donde el concepto «línea del frente» era ya cosa del
pasado.
Líster estaba de acuerdo conmigo. Un día en el Ebro me dijo: «Lo que más
me ha preocupado en esta guerra han sido las tropas italianas». Al insistir yo en
el tema, añadió: «Esas unidades móviles que se desplazan a tanta velocidad no
solo apoyan a los tanques y a los carros blindados, sino que disponen de
hombres con fusiles automáticos y ametralladoras ligeras. Pueden aparecer en
poco tiempo en cualquier lugar y tienen una gran capacidad de fuego. Se trata
además de unidades que están frescas porque acaban de entrar en combate y
pillan a mis hombres muy cansados».
Esas unidades móviles apenas intervinieron en la batalla del Ebro, pero
jugaron un papel decisivo en la ofensiva de Cataluña. No me extraña que, al final
de esa ofensiva, las unidades italianas se adjudicaran la captura de entre veinte y
cuarenta mil prisioneros, la toma de ciento cincuenta pueblos y de seis ciudades
importantes. No sé si fueron las primeras en entrar en Barcelona, pero desde
luego sí lo hicieron en Tarragona, la segunda ciudad de Cataluña. Todo sucedía a
la velocidad del rayo.
No dispongo de la información necesaria para conocer la composición exacta
del ejército italiano —la División Littorio, las Flechas Negras, las Flechas
Azules, las Flechas Verdes— ni mucho menos la proporción de infantería
motorizada, tanques, tanquetas, carros blindados y unidades de artillería
motorizada que se utilizaron para conseguir un despliegue tan efectivo en un tipo
de terreno que, aunque accidentado y montañoso, no presentaba grandes
elevaciones ni dificultades insuperables para aquel ejército móvil. Me imagino
que el número de soldados italianos se elevaba a cuarenta mil, con otros veinte
mil hombres dedicados al transporte, artillería y tropas de reserva, aunque hasta
el momento no se han publicado estadísticas de esta ofensiva. Los italianos han
admitido cinco mil bajas, pero insisten en que muchas de ellas eran de las tropas
españolas que los acompañaban.
Naturalmente, no quiero quitarles mérito a las tropas nacionales en aquella
última ofensiva. Me consta que los tercios de Navarra se batieron con gran
coraje, pero a grandes rasgos la ofensiva fue un duelo entre los ejércitos de
Líster y Gambara, que se vieron las caras primero en Castelldans, después en
Montblanch, en Vilafranca del Penedés y finalmente en el Llobregat, a las
puertas mismas de Barcelona.
Tagüeña resistió también maravillosamente en las montañas que circundan
Valls, y nadie le hubiera movido de allí si no hubiera sido desbordado por su
flanco derecho; con la caída de Valls quedaba descolgado y con el riesgo de
verse aislado.
Los italianos habían contado con cuatrocientos cañones en aquella ofensiva,
que se desplazaban por medio de tractores. No creo que el ejército republicano
dispusiera de más de sesenta antes de comenzar la batalla del Ebro, y muchos
estaban ya inservibles cuando Franco inició la marcha sobre Cataluña. No tengo
idea del número de tanques de que disponían los italianos, pero no podían bajar
de los doscientos, todos ellos ligeros marca Whippet, a los que habría que añadir
un buen número de tanques alemanes, marca Mercedes. Las tropas republicanas
disponían de muy pocos tanques y todos de fabricación soviética. El gobierno
contaba con camiones especiales para transportar estos tanques por carretera.
Recuerdo que al principio aquellos tanques eran tripulados por soldados rusos,
pero pronto estos fueron sustituidos en su mayor parte por taxistas madrileños,
que hicieron un excelente papel en los combates. Supongo que no podrían
quedar más de treinta de esos tanques cuando Franco inició la ofensiva, a finales
del mes de diciembre.
No creo que sea necesario describir el avance de Franco paso a paso. Baste
decir que Tarragona cayó el 15 de enero y Barcelona el 26 de enero. El general
Rojo se dio cuenta demasiado tarde de que debía llevar hombres y material de
guerra desde Valencia, y cuando al fin llegaron a Barcelona era ya tarde para que
aquellos refuerzos fueran efectivos. Tampoco sirvió de nada la orden de
alistamiento para todos los hombres entre los diecisiete y los cincuenta y cinco
años. Supongo que la República tomó aquella medida simplemente para impedir
disturbios en las ciudades. Aquella movilización de última hora resultó
desastrosa. Lo único que consiguió fue atestar de gente los trenes y los
transportes públicos y crear nuevas unidades a las que no se podía entrenar, ni
siquiera alimentar.
A veces uno recuerda las cosas más insólitas en situaciones tan dramáticas
como aquella. Me acuerdo, por ejemplo, de cuatro máquinas apisonadoras que se
desplazaban por la carretera de Valls hacia Barcelona a la aterradora velocidad
de cinco kilómetros por hora. Y recuerdo que me encontré aquellas mismas
máquinas y a aquellos mismos hombres que las conducían en Caldetas, en la
carretera de la costa catalana hacia la frontera, dos semanas más tarde. Dos
soldados republicanos caminaban hacia el exilio en compañía de una vaca. Los
soldados estaban tan agotados que la vaca marchaba más deprisa que ellos, y uno
se tenía que poner delante del animal para frenar su paso. Pero quizá lo que más
recuerde sea la sensación de desamparo, de miseria y de tristeza que se respiraba
en las calles de Barcelona en aquellos días del mes de enero. Las calles estaban
vacías y los camiones, cargados hasta arriba, a veces de gente, otras de muebles
y utensilios, enfilaban la carretera de la costa hacia la frontera. La gente hablaba
en voz muy baja, en un susurro, como si un enemigo invisible estuviera
acechando y escuchando. Todavía no podían hacerse a la idea de que todo estaba
perdido, a pesar de que las baterías del general Franco resonaban ya a las afueras
de la ciudad.
XXXII

Las Cortes en las mazmorras

¡QUÉ extrañamente apropiado era todo aquello! ¡La última sesión de las
Cortes de la República se celebraba en una mazmorra! ¡La democracia
prisionera, la democracia amordazada, la democracia torturada!
¡Qué sabia elección la de aquel tétrico lugar para el último encuentro de los
diputados que habían representado y defendido la democracia, antes de que se
produjera la diáspora, antes de que la República pasara a ser un capítulo más en
la larga —y ciertamente variada— Historia de España!
Hacía mucho frío en el castillo de Figueras aquella noche del 1 de febrero de
1939, hacía frío, pero sobre todo había humedad, una humedad que se calaba
hasta los huesos y te encogía el alma. En aquellas mazmorras donde nos
encontrábamos, en los sótanos del castillo de Figueras habían estado encerradas
gentes de derechas durante la guerra, y antes, gentes de izquierdas, después de la
huelga general de 1934. Ahora todo estaba limpio y silencioso, las paredes
recién encaladas, aguardando el acontecimiento que se iba a producir allí aquella
noche. Era un lugar seguro, a resguardo de las bombas de Franco, cuyo ejército
pisaba los talones de aquella dramática retirada republicana hacia la frontera
francesa.
Las Cortes españolas se reunían en ese lugar en la noche del 1 de febrero, tal
como ordenaba la Constitución. Yo había asistido a su primera sesión y ahora me
disponía a asistir a la última.
Durante la guerra, las Cortes se habían reunido en Madrid, después en
Valencia —en aquella maravillosa Lonja que se había decorado con grandes
tapices para la ocasión—, después en un monasterio en Montjuich, e incluso en
un banco en Sabadell. Unas Cortes nómadas, unas Cortes perseguidas con saña
por los enemigos de las Cortes, unas Cortes que en definitiva no habían
conseguido echar raíces en aquel país que ahora se disponía a expulsarlas. Unas
Cortes que también habían sido culpables, porque nunca fueron capaces de
hablar con voz firme y clara, como el pueblo, sin duda alguna, hubiera deseado.
Su presidente, Diego Martínez Barrio, estaba sentado junto a una mesa
envuelta en la bandera republicana. Frente a él había sesenta y tres diputados de
los cuatrocientos setenta y tres que tenía aquella Cámara. Dio la palabra a Juan
Negrín, que, como no era orador, leyó su discurso. Ponía tres condiciones para la
paz: 1) Total independencia y autonomía del territorio español. 2) Garantías para
que el pueblo español pudiera escoger su propio destino. 3) Garantías de que no
se perseguiría a los perdedores en la posguerra. Hablaba, naturalmente, para la
Historia. Algo parecido a la muerte flotaba en el ambiente de la sala aquella
noche. Le susurré al oído del escritor ruso Ilya Ehrenburg, que tenía junto a mí:
«Esto parece una tumba». «Lo es —me respondió—. Es la tumba de la
democracia, pero no solo la de España, sino la de toda Europa».
Todo ese día habíamos estado esperando en Figueras los bombardeos de
Franco. Llegaron a la mañana siguiente y mataron a unas sesenta personas. La
ciudad, lindando casi con la frontera francesa, estaba atestada de refugiados.
Habíamos estado en las oficinas del gobierno cumpliendo con el ritual de la
censura, como si aquella fuera una crónica más entre las miles que habíamos
estado enviando a lo largo de tres años de guerra, sobre todo para rendir tributo
al equipo de personas que ni siquiera en aquellas dramáticas circunstancias eran
capaces de abandonar sus puestos de trabajo. Si allí estaban ellos, allí estábamos
también nosotros.
Realmente no fue en Figueras donde percibí el ocaso de la democracia, sino
al cruzar la frontera y llegar a Francia. Muchas veces los periodistas nos
quejamos de nuestro trabajo y decimos que preferiríamos ser limpiabotas, pero
en el fondo estamos encantados con nosotros mismos y con nuestra labor. Sin
embargo, ha habido una sola historia en toda mi vida que hubiera preferido no
tener que escribir jamás: lo que sucedió aquel día que llegué a la frontera
francesa. Hoy sigo pensando que lo que mis ojos vieron ese día no fue la
realidad, que fue simplemente una pesadilla, un mal sueño. Un sueño del que
podría despertarme con una buena ducha de agua fría.
La primera oleada de refugiados —que alcanzaría la cifra final de
cuatrocientos mil— llegó al pequeño pueblo fronterizo francés de Le Perthus el
30 de enero. Recuerdo que la carretera estaba atestada de carretas, camiones,
ambulancias, carros de mulas y cualquier otro vehículo de ruedas que se pueda
uno imaginar.
Los franceses no dejaban pasar ningún tipo de vehículo, de ahí el gigantesco
atasco. Corría el rumor de que las tropas de Franco habían entrado ya en
Figueras, y aquel rumor había producido una estampida de la gente hacia la
frontera. Al principio, todo el mundo era admitido, pero al prefecto de los
Pirineos Orientales, monsieur Didkowsky, se le ocurrió cambiar de opinión.
Decidió admitir solo a mujeres y niños, excluyendo así a los miles y miles de
soldados republicanos que en aquellos momentos se agolpaban en la frontera.
Hay que decir, en honor a la verdad, que los jefes del ejército republicano habían
pedido a las autoridades francesas que no admitieran a soldados, por la sencilla
razón de que Franco no había llegado aún a Gerona y, por tanto, estaba muy lejos
de Figueras. Pero todo esto la gente no lo sabía.
En cualquier caso, la tragedia estaba servida. Yo estaba allí, en aquel puesto
fronterizo aquella noche junto con el brigadier Molesworth, enviado especial de
la Sociedad de Naciones, y no podíamos dar crédito a lo que estábamos
contemplando: veíamos llegar a aquellos soldados hasta el puesto fronterizo,
algunos simplemente destrozados por el cansancio, otros hambrientos, otros
heridos de gravedad, algunos con miembros de su cuerpo gangrenados, todos
cubiertos de suciedad, barro y miseria, y veíamos cómo los guardias fronterizos
franceses los mandaban de vuelta, de vuelta hacia ningún lado. A todo esto había
comenzado a llover, primero suavemente, pero cada vez con más intensidad, de
manera que aquellas cortinas de agua no hacían sino aumentar el espectáculo
dantesco al que, absolutamente impotentes y horrorizados, asistíamos. De nada
sirvió que Molesworth protestara ante la gendarmería. Se encogieron de
hombros y dijeron que estaban «cumpliendo órdenes».
Yo, desesperado, no sabía lo que debía hacer. Regresé a la Junquera, el
último pueblo español, y fui en busca del comandante. Me dijo que doce bebés
habían muerto aquella noche por dormir a la intemperie. Las calles estaban
llenas de gente que dormía o que había pasado ya a mejor vida. Volví a la
frontera y me dirigí a Perpiñán. Pensé que la ciudad entera se estaría preparando
para recibir aquella oleada de refugiados, que las escuelas se estarían
acondicionando para atenderles, que las iglesias se habrían abierto en plena
noche para acogerles, que se habrían preparado cantinas y cocinas de campaña
para dar de comer a toda aquella gente, que cines y teatros habrían suspendido
sus funciones.
Me equivocaba. Al llegar a Perpiñán pude comprobar no solo que los cines
estaban abiertos aquella noche, sino que, además, estaban muy concurridos. Y
las calles se encontraban llenas de personas que paseaban, que hablaban, que se
reían, que se divertían. Iban bien vestidas y parecían bien alimentadas. Entraban
en los bares y en los cafés, y se dirigían a los music halls para contemplar el
espectáculo de varietés que se ofrecía aquella noche. Desde la calle, podía oír la
inconfundible música del acordeón francés. Aquel espectáculo era, en el fondo,
mucho más tétrico y dantesco que el que acababa de ver en la frontera, porque
estaba contemplando a una humanidad que había perdido el corazón, a unos
seres humanos que habían dejado de ser humanos.
Llegados a este punto, sería totalmente injusto olvidarnos de aquellas
personas —francesas y no francesas— que se volcaron con los refugiados. El
mismo prefecto de los Pirineos no hacía más que cumplir órdenes de París, pero,
por su propia iniciativa, había traído a un equipo de médicos que se ocupaban de
los heridos más graves en la fortaleza de Bellegarde, encima de Le Perthus. Las
mujeres de ese pueblo organizaron una cantina para dar sopa caliente al mayor
número de refugiados posible. El obispo de Perpiñán mandó un comunicado a
los medios de comunicación instando a los católicos franceses a ayudar a los
refugiados españoles. El párroco del pueblecito de Prats de Molló abrió las
puertas de su iglesia aquella noche para que entraran los refugiados. Pero fueron,
como digo, actos individuales, que en ningún caso podían disimular lo que ya
era evidente: la crueldad del gobierno francés hacia aquellos miles de refugiados
españoles y la indiferencia de la población francesa en general, como si todo
aquello no fuera con ellos.
Unos días más tarde Francia decidió abrir sus fronteras, aunque fue un gesto
tardío y obligado por las circunstancias. ¿Qué otra cosa podían hacer los
franceses con aquellas masas de refugiados que se agolpaban en sus fronteras?
¿Cómo podían impedir aquella invasión si no era por la fuerza de las armas?
Yo recordaba el medio millón de refugiados holandeses que llegaron a
Bélgica porque no querían vivir en su país ocupado por los alemanes en 1914 y
la cálida acogida de los belgas. ¡Qué distinto del trato de los franceses a sus
vecinos españoles!
Y lo peor estaba todavía por llegar. Cuando aquellos desgraciados pudieron
cruzar al fin la frontera se les llevó a unos «campos» junto al mar. Aquellos
campos eran solo eso, campos pantanosos que se inundaban con las lluvias o
eran azotados por tormentas de arena cuando se levantaba el viento en la playa.
Apenas había alguna cabaña donde refugiarse. Los hombres tenían que cavar
agujeros en la arena; vivían en guaridas como animales para protegerse de las
lluvias y del frío. No existía agua potable en aquellos campos, de manera que
pronto cundió la disentería entre la población de refugiados. El servicio médico
era prácticamente inexistente, de manera que semanas después de haber llegado
muchos heridos todavía no habían sido atendidos. Algunas mujeres y niños
fueron recogidos en otros lugares, pero muchas sufrieron los rigores de aquellos
mal llamados «campos de refugiados» y bien llamados «campos de
concentración». No había más que ver a los soldados senegaleses que
patrullaban con porras de madera y a la caballería del Ejército francés, que
recorría aquellos recintos blandiendo el sable a la menor provocación, para que
no quedara ninguna duda del lugar donde nos encontrábamos. Y así, un mes
después de que la guerra hubiera concluido, gente que en su vida anterior eran
abogados, o arquitectos, o médicos, se habían convertido en esta nueva vida en
Argeles o en Saint-Cyprien —los nombres de aquellas ratoneras— en alimañas
que vivían en madrigueras que ellos mismos se habían construido —como si
fueran topos— en la arena. Deambulaban todo el día con aspecto desaliñado y
abatido, sin saber dónde meterse cuando llegaron las lluvias de la primavera.
Nunca me había sentido tan deprimido, porque ese medio millón de hombres
que deambulaba perdido por aquellos campos representaba el punto al que el
género humano había llegado, señalaba no hacia un pasado evidente —la guerra
española—, sino, por extraño que pudiera parecer, hacia un futuro, una visión de
futuro en el que todos los verdaderos demócratas acabaríamos así, encerrados en
grandes campos de concentración, encerrados y aislados para no contaminar con
nuestras ideas al resto de la humanidad.
Ya no hablo de caridad cristiana, pero ¿qué impedía a las autoridades
francesas o inglesas ofrecer trabajo a todos aquellos hombres, excepto el temor
de que con sus ideas contaminaran a los otros trabajadores?
Las potencias europeas sí se preocuparon de salvaguardar una cosa en la
guerra española: los cuadros del Museo del Prado. Expertos en arte se
trasladaron a Madrid para supervisar el embalaje y la protección de los cuadros,
y todo el mundo sabía que seiscientos cuadros habían llegado hasta la frontera
francesa después de una larga odisea. Así que no era cierto que la suerte de los
españoles les fuera indiferente: todo el mundo se alegraba de saber que los
cuadros de Francisco de Goya, Diego Velázquez, El Greco o Zurbarán habían
llegado hasta la frontera y se encontraban en buen estado, o de que habían salido
de Perpiñán con dirección a Ginebra el 13 de febrero y no habían sufrido daño
alguno. ¡Lástima de que todos aquellos caballeros hubieran muerto hacía cientos
de años! Como señalaba al principio, la guerra española me había dado ocasión
de escribir centenares de historias, algunas de ellas infinitamente tristes y
dolorosas, pero desde luego ninguna tan sórdida, ninguna tan miserable, ninguna
tan degradante para el ser humano como las que escribía en aquellos días desde
el sur de Francia, historias que no quería escribir simplemente porque sentía
vergüenza ajena. Se puede abandonar un pueblo a su suerte, como habían hecho
Francia e Inglaterra con España, pero lo que no se puede hacer es pisotear su
honor y su dignidad, precisamente aquello que más valoraba el pueblo español.
XXXIII

El fin de la República

RECUERDO una escena que presencié de niño en una granja inglesa: el


granjero se disponía a matar a un pato, pero cuando ya le había dado varias
cuchilladas el pato se le escapó de las manos y comenzó a correr frenéticamente
por el corral dejando atrás un largo reguero de sangre. Los chavales que
estábamos presenciando aquella matanza quisimos ayudar al granjero, que no
conseguía atrapar al ave y lanzamos sobre el pato una lluvia de piedras y otros
objetos que teníamos a mano. Pero el animal se resistía a morir y tuvimos que
atraparlo y reducirlo entre todos para que al fin pereciera.
La República española era todavía joven en 1939: todavía no había cumplido
los ocho años. Más joven desde luego que la República de Weimar en Alemania,
que llegó a cumplir los quince, o que la República de Austria, que tenía veinte, o
la checa, que había llegado a los veintiuno aquella primavera. La República
checa también estaba viviendo en aquella primavera de 1939 sus últimos días,
pero parecía que aceptaba su muerte y los checos parecían resignados a vivir sin
ella. El problema de la República española era el mismo que el del pato de
aquella granja: no se resignaba a aceptar su suerte, se resistía a morir.
Después de la caída de Cataluña, el doctor Negrín salió en avión para Madrid
con todo su gabinete, dispuesto a buscar soluciones donde ya no las había, entre
otras cosas porque la población estaba al borde de la hambruna y porque los dos
años en que el gobierno había permanecido alejado de la capital lo habían
distanciado de la gente. En cualquier caso, quedaban casi medio millón de
hombres teóricamente en pie de guerra en la zona Centro, y el gobierno pensaba
que algo se podía hacer todavía con aquella fuerza.
El 5 de marzo se produjo el putsch del general Miaja, del coronel Casado y
de Julián Besteiro contra el gobierno de Negrín. A pesar de sus buenas
intenciones, aquel putsch no podía haber llegado en peor momento y tuvo
nefastas consecuencias para la República o lo que quedaba de ella. Porque las
razones del golpe de Estado habían sido las de negociar una rendición con
Franco, cuando este llevaba meses —o años— insistiendo en que no había nada
que negociar, que la única salida para la República era simplemente la de
deponer las armas, la rendición incondicional. Tampoco entiendo los pretextos
de Miaja y Casado alegando que Negrín presidía un gobierno «comunista»,
cuando solo había un ministro que pertenecía al Partido Comunista. Era cierto
que el ejército republicano había estado mayoritariamente bajo mandos
comunistas, pero eso era porque Líster, Modesto y Galán eran los mejores
generales que hubiera podido tener el Ejército español en aquellas
circunstancias. Nadie protestó cuando Líster llevaba sus tropas a la victoria en
Teruel, en Guadalajara o en el Ebro. Parecía ridículo rasgarse ahora las
vestiduras porque aquellos grandes estrategas fueran «comunistas».
Desgraciadamente, el golpe de Besteiro y los militares impidió poner en
marcha el plan de retirada que Negrín y su gobierno estaban organizando: era
todavía posible abrir un corredor desde Madrid hasta Cartagena, donde los
barcos de la República permanecían anclados. Aquel corredor habría permitido
la huida de miles de republicanos de Madrid para embarcarse en ese puerto. El
ejército de la República disponía de efectivos para cubrir aquella retirada en
dirección a Valencia y Cartagena con suficientes garantías como para asegurar
un mínimo de protección a la población civil que decidiera salir de la capital en
dirección a la costa. Franco, por otra parte, parecía dispuesto a dejar salir a todos
esos miles de personas, que solo podrían causarle problemas en caso de
permanecer en España.
Para entonces, el pueblo de Madrid, que una vez más pasaba a la Historia por
la defensa apasionada de su ciudad, estaba física, moral y materialmente
agotado. Dos años de bombardeos, de hambre, de un trabajo en ocasiones febril,
de vivir casi siempre al borde de la desesperación, habían causado estragos en
una población que ya no era ni sombra de lo que fue al principio de la guerra. No
es que la gente no estuviera dispuesta a defenderse, es que ya ni siquiera estaba
dispuesta a ponerse en pie. Contemplarían la entrada de las tropas de Franco con
la completa indiferencia que solo da el agotamiento más absoluto.
El nuevo gobierno, si podemos llamarlo así, dio órdenes de arrestar al doctor
Negrín y a sus ministros. Afortunadamente para ellos, huyeron en avión desde
Alicante, donde habían instalado su cuartel general. La mayor parte de los
líderes comunistas, como Dolores Ibárruri o Enrique Líster, consiguieron escapar
también de aquella «purga».
En la base naval de Cartagena reinaba en aquellos últimos días de la
República el más absoluto caos. Primero se produjo un intento de levantamiento
de oficiales afectos a Franco. Negrín mandó tropas para sofocar aquella rebelión,
pero entonces se produjo el golpe de Estado de Madrid, con lo cual las tropas se
volvieron contra sí mismas. La flota republicana optó por levar anclas y puso
rumbo hacia Bizerta, en Túnez. Yo había estado en Cartagena el mes de agosto
del año anterior y me había sorprendido agradablemente el buen aspecto de la
marinería. La flota cayó bajo control socialista y evidentemente los comisarios
políticos de este partido habían realizado una buena labor. No digo que en
aquellas circunstancias la flota pudiera hacer mucho, pero creo que antes de
zarpar de Cartagena podrían haberse llevado a unos miles de republicanos para
que huyeran de la represión de Franco.
Muy pocos consiguieron escapar. En Valencia, Alicante y otras ciudades
costeras reinaba el caos más absoluto y pronto cayeron en manos de Franco. Sus
tropas entraron en Madrid el 29 de marzo, con el consentimiento de las
democracias occidentales, que no hacían esfuerzo alguno por acoger aquella
riada de refugiados que primero había salido por la frontera de Cataluña y ahora
lo hacía por mar y aire desde diversos puntos de España.
El 1 de abril de 1939 el general Franco decretó el fin de la guerra. La
República había muerto. Descanse en paz.
MAPA DE ESPAÑA
IMÁGENES

PERSONAJES

Buckley tuvo ocasión de estar muy cerca de políticos como Alcalá Zamora,
Azaña. Besteiro, Indalecio Prieto y Largo Caballero, directos protagonista de
los acontecimientos que tuvieron lugar en la década que estuvo en España como
corresponsal.


Luis Quintanilla, reconocido pintor santanderino (1893-1978) y amigo personal
de Buckley desde su llegada a Esparta. Participó activamente en la defensa de
Madrid y en otras acciones bélicas.


El alemán Comandante Hans fue uno de los más emblemáticos mandos de las
Brigadas Internacionales. Participó, entre otras acciones militares, en las
batallas de Guadalajara y del Ebro.


De entre todos los reporteros que siguieron la guerra de España, el escritor
estadounidense Ernest Hemingway fue, sin duda, el más conocido. Buen
conocedor del país desde años antes» simpatizó con las ideas republicanas.


Pero Hemingway fue sólo uno de los muchos periodistas que siguieron las
batallas desde muy cerca. En la imagen, Gustav Regler y Ludwig Renn, en la
batalla de Guadalajara.

LAS BRIGADAS INTERNACIONALES



Compuestas por voluntarios de diversas procedencias (franceses, alemanes,
estadounidenses…), las Brigadas Internacionales participaron activamente en la
Guerra Civil, desde su llegada a España en noviembre de 1936 hasta su
despedida en noviembre de 1938. Varios fueron los lugares escenario de la
despedida de las Brigadas Internacionales, aunque fue en Barcelona, el 28 de
octubre, donde se celebró el acto más multitudinario. Los brigadistas marcharon
por última vez por las avenidas principales de la ciudad.


Distintas imágenes de una de las batallas mis importantes de la Guerra Civil: la
batalla de Teruel, que tuvo lugar entre diciembre de 1937 y febrero de 1938
Henry Buckley y Herbert Matthews proporcionaron las mejores crónicas de la
batalla desde el lado republicano.

BATALLAS

Durante la guerra, Buckley fue testigo directo de las batallas que tuvieron lugar
en el centro y noreste de la Península.


Imágenes tomadas por Henry Buckey durante la batalla librada en el Ebro.
Arriba, el Ebro a su paso por Tortosa, así como el sistema utilizado para
cruzarlo. En el centro, grupo de corresponsales que cruzaron el Ebro para
entrevistar a Enrique Líster de derecha a Ernest Hemingway Abajo, el autor y
Hemingway después de atravesar el río, no sin dificultades.

REFUGIADOS

Los combates producían inevitablemente un angustioso rio de refugiados que
abandonaban sus lugares de origen, sus casas y sus pertenencias. Algunos, en el
mejor de los casos, regresaban cuando las tropas de uno u otro bando imponían
su primacía.

EL EXILIO

Henry Buckley abandonó España en 1939 con miles y miles de refugiados que
pasaron a Francia. En el mes de marzo, los pasos de montaña estaban cubiertos
de nieve y los refugiados no estaban equipados para emprender la travesía. La
primera oleada de refugiados, que alcanzaría la cifra final de cuatrocientos mil
llegó al pequeño pueblo fronterizo francés de Le Perthus el 30 de enero.


Recuerdo que la carretera estaba atestada «las carretas, camiones,
ambulancias, carros de mulas y cualquier otro vehículo de ruedas que se pueda
uno imaginar. Cuando los refugiados pudieron cruzar al fin la frontera, las
autoridades francesas los llevaron a unos «campos» que estaban junto al mar,
unos terrenos pantanosos que se inundaban con las lluvias o eran azotados por
tormentas de arena cuando se levantaba el viento en la playa, desprovistos de
las mínimas condiciones para vivir en ellos.

LA FAMILIA BUCKLEY


Casado con la española María Planas, Henry Buckley se instaló en España en
1949. En estas dos imágenes aparece el autor con su esposa y sus hijos George,
Patrick y Ramón.
RESEÑA BIOGRÁFICA


HENRY BUCKLEY, (1904 — 1972) llegó a España en 1929 desde Paris y
Berlín y escribió crónicas sobre el país hasta 1939. Fue un testigo excepcional.
Vivió la caída de la monarquía, el establecimiento de la República y la Guerra
Civil.
Era católico, pero pronto se hizo muy crítico de la oscurantista Iglesia
española. En una referencia al periódico tradicionalista, «El Siglo Futuro»,
escribió en el libro que más vale llamarlo «El Siglo XVI» porque poco había
cambiado en la Iglesia desde entonces. Hacia el final del libro confesó estar
avergonzado del «uso que se le está dando a la cruz» y dejó de ir a misa con
regularidad.
En los dos años antes del establecimiento de la República, llega a la
conclusión que va a ser muy difícil establecer una democracia y una sociedad
más justa debido a la existencia de «una economía feudal sin una fuerte clase
media y mercantil capaz de tomar el control y reformar y reconfigurar la
maquinaria económica para que encaje con las necesidades del siglo XX. No
había otro país en Europa en esta época donde una persona rica pudiera obtener
tantos rendimientos por su dinero y pagar tan pocos impuestos como España. Era
un país pobre con muchos ricos».
Acompañó a Francisco Largo Caballero en los frentes de la Sierra
Guadarrama y a Enrique Líster en los de Guadalajara, visitó a Lluís Companys
en la cárcel Modelo, indagó en la vida del contrabandista Juan March (sin
conocerle), es testigo del asedio del Alcázar de Toledo, visitó con regularidad los
depósitos de cadáveres en Madrid para contar el número de muertos.
La política de no intervención de Francia, el Reino Unido y los Estados
Unidos lo hizo enojar. «Por omisión, ayudaron a estrangular a la República».
Nacido en Inglaterra en 1904, hizo sus primeras crónicas periodísticas en
París y se trasladó en 1929 a España, donde permaneció hasta el final de la
Guerra Civil como corresponsal de The Daily Telegraph. Durante la Segunda
Guerra Mundial, cubrió toda la campaña del norte de África y la invasión aliada
de Italia como corresponsal de la agencia de noticias Reuters, hasta que fue
gravemente herido por un obús alemán en la batalla de Anzio. En 1949, después
de cubrir corresponsalías en Berlín y Roma, Buckley regresó a Madrid como
director de Reuters. España fue la gran pasión de su vida y aquí permaneció
hasta su muerte en 1972.


Título original: Life and Death of the Spanish Republic
Henry Buckley, 1940
Editorial: Espasa Libros, S.L.
ISBN: 9788467015959

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