Vida y Muerte de La Republica Española - Buckley Henry
Vida y Muerte de La Republica Española - Buckley Henry
Vida y Muerte de La Republica Española - Buckley Henry
Y MUERTE DE LA
REPUBLICA ESPAÑOLA
Henry Buckley fue testigo de excepción de una década crucial en
la Historia contemporánea española, desde su llegada a Madrid en
1929, cuando solo es un periodista principiante, hasta que atraviesa
los Pirineos en 1939 con los restos del ejército republicano,
convertido ya en un corresponsal curtido.
Siempre objetivo, pero cada vez más involucrado en la vida
española, Buckley vive en primera persona las convulsiones sociales,
las pugnas políticas y los enfrentamientos bélicos que determinaron
el futuro del país: presencia la caída de Primo de Rivera, está junto a
Alcalá Zamora cuando se proclama la Segunda República, junto al
general Líster en la batalla del Ebro y junto a Negrín en el último
Consejo de Ministros de un gobierno al borde del exilio.
Vida y muerte de la República española es un relato periodístico
vivo y directo de una época y de sus protagonistas, y desde su
publicación en Londres en 1940 ha sido fuente inagotable de
información para los historiadores. Esta primera edición en
castellano ofrece a los lectores españoles la oportunidad de
redescubrir un pasado que sigue marcando su presente.
Título Original: Life and Death of the Spanish Republic
Traductor: Buckley, Ramón
©1940, Buckley, Henry
©1940, Editorial: Espasa Libros, S.L.
ISBN: 9788467015959
Generado con: QualityEbook v0.75
Generado por: 261200, 25/01/2015
Vida y muerte de la República
española
Henry Buckley
Prólogo
RECUERDO que cuando yo era niño recibíamos en nuestra casa de Madrid las
visitas, bastante asiduas, de un joven inglés de melena rubia y aspecto algo
desgarbado que asediaba a mi padre con su bloc de notas en la mano y un
verdadero arsenal de preguntas siempre dispuestas en la punta de la lengua. Por
aquel entonces, palabras como «Brunete» o «Miaja», «Teruel» o «Pasionaria»
significaban muy poco para mí.
El jovencito en cuestión se llamaba Hugh Thomas y entonces empezaba a
elaborar lo que acabaría siendo el libro más emblemático sobre la guerra
española. Sin apenas darme cuenta de ello, estaba presenciando, en aquellos
encuentros en casa, la verdadera lanzadera de la Historia: el testigo de unos
acontecimientos históricos estaba siendo interrogado, muchos años después, por
una persona que no los había vivido pero cuya misión era justamente la de
configurarlos, la de ponerlos en orden, la de darles un sentido y una dirección.
La Historia no era más que eso, la lanzadera que iba y venía de la primera
persona de mi padre a la tercera persona de Thomas, de la expresión de la verdad
de una persona a la configuración de una realidad colectiva.
Es justamente esa primera persona narrativa —«yo vi… hablé con…
interrogué… pensé… sentí… amé… odié…»— la que he pretendido subrayar en
esta traducción al español del libro que escribió mi padre. Es un libro donde el
«yo» aparece en todo momento y constituye, más aún que los acontecimientos
que describe, el verdadero hilo conductor del relato. He aquí la Historia, pero la
Historia en vivo y en directo, con todas las limitaciones que esto supone —se
trata, al fin y al cabo, solamente de las vivencias de una persona—, pero también
con todas sus ventajas, con el calor humano que desprende cada una de sus
páginas. Y, sin embargo, el libro de mi padre no transmite solo la inmediatez de
los acontecimientos, sino que es también una reflexión personal sobre los
sucesos que estaban ocurriendo en España. Téngase en cuenta que mi padre lo
escribió cuando la contienda española ya había concluido pero el conflicto
mundial todavía no había estallado.
Aquellos escasos meses que separaron las dos guerras fueron un verdadero
trampolín de la Historia, es decir, un lugar privilegiado desde donde otear el
horizonte, mirando hacia delante y hacia atrás, una verdadera «palanca» desde la
que uno podía «saltar» en el tiempo, estableciendo los vínculos entre lo que ya
había ocurrido y lo que estaba a punto de acaecer. La democracia había
fracasado en España y, por razones muy similares, estaba ahora a punto de
fracasar en todo el mundo occidental. Los líderes británicos y la opinión pública
inglesa ya no podían «desvincularse» de los sucesos de España —como hasta
entonces habían hecho— por la sencilla razón de que la República española
estaba a punto de arrastrar en su caída a todas las democracias occidentales.
Por eso no estamos solo ante unas memorias personales o un libro de
Historia. El libro que escribió mi padre era un alegato contra sus propios
paisanos, contra el pueblo inglés que había vuelto la espalda a España y que
entonces, en ese año de 1939, con el aliento de Hitler en el cogote, ya no podía
ignorar por más tiempo. Las noticias y las reflexiones sobre España eran el
espejo mismo en el que los ingleses debían contemplarse si pretendían enderezar
el torcido rumbo de su propia Historia.
Como en su redacción mi padre dirigió su escrito a un público inglés, al
realizar la traducción me he visto obligado a suprimir algunos detalles sobre los
políticos y la política inglesa de la época que, me imagino, tendrían escaso
interés para el lector español de hoy. También me ha parecido oportuno aligerar
algunas alusiones a la composición de ciertos gobiernos de la República y a la
distribución de las carteras ministeriales, pensando que se trata de hechos
históricos suficientemente conocidos por el público español en general. Mi
intención ha sido subrayar el ritmo narrativo que tiene el libro, la viveza y la
espontaneidad misma de la narración, que constituyen, a mi modo de ver, su
mayor virtud.
Finalmente, me parece importante precisar que la palabra «república» tiene
distintos y diversos significados en el libro de mi padre. Puede significar: a) una
forma de Estado, un determinado régimen político; b) una parte del territorio
español, diferente a la zona ocupada por las tropas del general Franco; c) una
quimera, una utopía, una entelequia, un ideal de convivencia, una forma de ser y
de estar, un paraíso perdido antes, casi, de haberlo podido disfrutar.
RAMÓN BUCKLEY
INTRODUCCIÓN
ES muy posible que tú, amable lector, que tienes este libro entre las manos, te
preguntes, antes de comenzar a leer sus páginas, sobre la oportunidad de su
publicación en unos momentos en que los cimientos mismos del mundo
occidental en el que vivimos parecen estremecerse. La verdad es que el libro
estaba ya escrito antes de ese fatídico 3 de septiembre de 1939, antes de esta
fecha que quedará ya para siempre inscrita en los anales de la humanidad. Pero
también es cierto que su publicación podría haber esperado unos meses si de lo
que se tratara fuera de realizar un simple análisis de la historia de la República
española, que nacía el 14 de abril de 1931 y moría el 1 de abril de 1939, con la
proclamación del régimen totalitario del general Franco en todo el territorio
español.
Pero el propósito de este libro no es el simple análisis político del régimen de
un país cercano al nuestro. Se trata de averiguar las causas por las cuales la
democracia fracasó en España, y en definitiva las causas por las que la
democracia está fracasando, o está a punto de fracasar, en el mundo entero. ¿No
es esa justamente la causa por la que estamos luchando, no es la democracia
misma lo que está en juego en nuestro país, en nuestro Imperio, y en todos los
países de Occidente? Unas semanas antes de que entráramos, una vez más, en
guerra con Alemania, el propio lord Baldwin había alzado la voz de alarma en
un discurso pronunciado en Nueva York. Decía Baldwin que la democracia solo
sobrevivirá en nuestro mundo occidental si somos capaces de dotarla de un
carácter constructivo. Un sistema político no es bueno simplemente porque los
principios en los que está basado sean buenos, sino en la medida en que se
muestre capaz de resolver, de manera rápida y eficaz, los problemas políticos y
económicos con los que se enfrenta un país.
¿Acaso no eran buenas personas los políticos que tomaron el poder cuando
Alfonso XIII salió de España?
¿Alguien puede poner en duda sus buenas intenciones, su preparación, su
inteligencia, su calidad humana?
Estaban todos ellos —o casi todos ellos— imbuidos de las ideas liberales del
siglo XIX, dispuestos a que España, por primera vez en su Historia, tuviera un
verdadero régimen democrático. Desde el mismo momento en que llegaron al
poder, organizaron elecciones, crearon un parlamento representativo, diseñaron
una nueva Constitución para el país… ¡Qué duda cabe que aquellos
cuatrocientos setenta hombres, a pesar de las diferencias de educación, de clase
social y de ideas, supieron trabajar juntos formando —aun con todas las
discrepancias que podía haber entre ellos— un solo cuerpo, preparando, en
definitiva, el futuro de la nación!
¿Cuál era la tarea fundamental de aquellos hombres, cuál la de la República
española? Convertir un país cuya economía y cuyo sistema político respondía
todavía a los viejos principios del feudalismo, en un país moderno, progresista,
que mirara no hacia el pasado, sino al futuro, abierto a todas las grandes
innovaciones y revoluciones de nuestro tiempo: la revolución y mecanización en
el campo, la revolución en el transporte, en la industria, en la educación y en la
mejora del ser humano.
La democracia no llegó fácilmente a nuestro propio país, y fue Oliver
Cromwell el que dio el golpe de muerte al feudalismo. La República francesa de
hoy tiene su origen en la Revolución francesa de ayer. Estas democracias,
creadas hace siglos, han llegado hasta nuestros días, sí, pero en estado de letargo
profundo. Porque si no fuera así, ¿cómo se explica que los demócratas franceses
e ingleses no advirtieran a la joven República española de los peligros que
corría, de los enemigos que la acechaban? ¿Se puede construir una democracia
sin haber destruido antes los cimientos del feudalismo que todavía existen en
aquel país?
Y a continuación se precisaba la formación de una clase media, el fomento
de la iniciativa privada, la colaboración con el dinero público, la formación de
empresas estatales colaborando con la empresa privada.
Ya sé que todo esto requiere tiempo, que sin duda habría producido muchos
conflictos y enfrentamientos, pero al menos se habría iniciado el camino que
puede conducir a un país desde la era feudal a la moderna, un país que buscará
algún día su lugar en la fraternidad de naciones europeas…
Pero no fueron esos los consejos que ingleses y franceses dieron a la joven
República española. Los políticos ingleses aconsejaron a los españoles que,
aceptado el cambio político, se modificara lo menos posible, es decir, que todo
cambiara (antes una monarquía, ahora una república) para que todo
permaneciera igual. Porque en el fondo esa es la esencia de la filosofía política
que tenemos hoy en día los ingleses: que no ocurra nada y, si algo ocurre, si se
produce algún cambio, que sea superficial.
La República española fracasó porque se inspiró en los principios liberales
de nuestras viejas democracias sin advertir que estas antiguas democracias
liberales estaban cuarteándose y resquebrajándose, tratando de construir un
edificio ya caduco sobre unos cimientos claramente reaccionarios.
Año tras año fui observando la construcción de aquel edificio de la
democracia española, intuyendo que le faltaba algún elemento esencial, que algo
no funcionaba, pero sin poder precisar con exactitud cuál era el error que se
estaba cometiendo. Al cabo de esos años, y cuando ya es demasiado tarde, me
parece que estoy en situación de poder detectarlo.
¡Qué fácil es, en estos dramáticos momentos de nuestra historia, echarle la
culpa al fascismo, echar la culpa al fascismo de lo que ocurrió en España en
estos últimos años y de lo que nos está ocurriendo a nosotros ahora! El
verdadero enemigo no es el fascismo, sino nuestro propio sistema, nuestra
democracia.
Si seguimos pensando que la democracia consiste en seguir las reglas del
juego y mantener el statu quo de un país, de una determinada sociedad, de una
determinada clase social, es que seguimos viviendo en el siglo pasado, que no
somos capaces de responder a los retos del presente. Partiendo de los principios
de la democracia, hay que elaborar un nuevo sistema político que nos permita
hacer frente a los cambios —científicos, tecnológicos, sociales— que se están
produciendo en nuestros días, con tal rapidez y de tal magnitud como jamás
antes había conocido la humanidad.
Llegué a España a tiempo de presenciar la caída del general Primo de Rivera,
salí de España con los últimos refugiados republicanos que cruzaron la frontera
francesa en febrero de 1939. Esta es mi historia de aquellos años, que ha de
servir como reflexión, como telón de fondo, para entender los dramáticos
acontecimientos que en estos momentos se están produciendo en nuestro país…
Tratar de entender los motivos del fracaso de la República española es tratar de
entender los motivos de nuestro propio fracaso.
Es buscar soluciones para nuestro propio país, asediado y amenazado de
muerte.
Londres, diciembre de 1939
I
Primo de Rivera
Don Alfonso
Manuel Azaña
TENGO la teoría de que las reacciones violentas de las masas varían según la
nacionalidad. En Inglaterra, las masas suelen atacar y saquear en primer lugar las
tiendas de comestibles. Las masas en Alemania suelen buscar a algún judío para
que sea su chivo expiatorio. En Francia las masas se dirigen invariablemente
hacia sus adversarios políticos, con los que se enzarzan en batallas campales. En
España, en cambio, las multitudes se dirigen hacia las iglesias con objeto de
saquearlas o quemarlas. Visto desde esta perspectiva, no resulta nada
sorprendente que el primer conflicto con el que tuvo que enfrentarse el gobierno
de la República fuera el de la quema de iglesias y conventos.
La luna de miel de la República duró apenas un mes. Durante ese tiempo los
republicanos se dedicaron a cantar las alabanzas de la «pacífica revolución»
española, tan distinta en ese sentido de la reciente revolución rusa, y los
monárquicos, a publicar en las páginas centrales de ABC grandes reportajes y
entrevistas con el rey exiliado.
Tan perfecto era el idilio, que los monárquicos se dedicaron a organizarse
políticamente, algo que no habían hecho durante la monarquía. Hubo un mitin
monárquico en Madrid en el que se interpretó la Marcha Real. Alguien debió de
oírlo desde la calle y la gente se fue concentrando alrededor del edificio a la
espera de que salieran los participantes. Cuando salieron, la muchedumbre les
increpó y se produjeron enfrentamientos y carreras. A continuación, los
manifestantes se dirigieron al edificio de ABC, donde fueron recibidos por
disparos que quitaron la vida a dos personas. La breve luna de miel había
concluido.
Y es que, para el hombre de la calle, la República era algo más que el cambio
de una bandera por otra, de una administración por otra. Para el hombre de la
calle, la llegada de la República significaba el fin de la era feudal en España; el
fin de la hegemonía de la Iglesia, el Ejército, la Corona y la oligarquía sobre el
resto de los españoles. La multitud había vuelto a cargar sobre el edificio del
ABC y la policía se vio obligada a disparar al aire. Yo me encontraba en la
primera fila de la manifestación y, al oír los disparos, me tiré bajo un seto, con
tan mala suerte que los pantalones se me rasgaron en la alambrada que lo
rodeaba. ¡Fue así como me convertí en el primer sans coulotte de la nueva
República!
Madrid estaba al rojo vivo. El lunes 10 de mayo había sido convocada una
huelga general por los anarquistas en protesta por los sucesos del ABC. Pronto,
varias iglesias ardían en el centro de Madrid. Frente a las iglesias se congregaron
grandes masas para disfrutar del espectáculo. La policía había desaparecido
como por ensalmo y un grupo de bomberos contemplaban impotentes un
incendio porque la multitud les impedía llegar hasta las bocas de agua. Me subí a
un taxi. «¿Quiere usted que le lleve a dar una vuelta por el Madrid en llamas?
Hago el recorrido completo por solo diez pesetas», me dijo el taxista.
El gobierno reaccionó tarde y mal ante los sucesos de aquel día. Había
muchas divisiones en su seno: desde Manuel Azaña, quien más tarde afirmaría
haber preferido que se quemaran todas las iglesias de España a que se derramara
la sangre de un solo republicano, hasta el ministro de la Gobernación, Miguel
Maura, que había pedido a la policía que disparara sobre la multitud para tratar
de mantener el orden. Pero el orden solo logró restablecerse al atardecer, cuando
fue declarado el estado de sitio y el ejército ocupó posiciones frente a las
iglesias. En otras ciudades se habían producido disturbios semejantes o peores.
En Málaga la multitud había saqueados templos y conventos hasta dejar muy
pocos en pie. En total, unos ochenta edificios religiosos (iglesias, conventos,
monasterios, etc.) ardieron en esos días terribles del mes de mayo.
Lo peor de todo fue que, al parecer, los republicanos aprendieron muy poco
de aquellos días de mayo. No comprendieron que la única forma de impedir este
tipo de acciones en el futuro era destituir a todas aquellas personas que todavía
ejercían el poder de forma feudal y provocaban las iras de la multitud. La Iglesia
católica, en cambio, aprendió la lección. Se dio cuenta al fin de que si quería
defender su patrimonio y sus bienes, solo podía hacerlo desde dentro de la
República, y no desde fuera. A partir de los sucesos de mayo, la Iglesia se puso
en movimiento para reconquistar el poder dentro de la República.
Los acontecimientos de aquel mes de mayo me produjeron una fuerte
impresión personal. Yo era católico practicante desde los seis años, y desde
entonces no había dejado de ir a misa un solo domingo. Incluso había
pertenecido, de niño, a una sociedad llamada «los caballeros del Santísimo
Sacramento», lo que me obligaba a comulgar por lo menos una vez a la semana.
Y es que en mi país no parecía haber conflicto entre las creencias religiosas y las
ideas políticas. En aquellos días del mes de mayo yo vivía este conflicto por
primera vez en toda su intensidad.
Por un lado, me horrorizaba presenciar la quema de iglesias y conventos y,
sobre todo, la indiferencia de la gente de la calle ante estos sucesos. Pero me
horrorizaba aún más oír a los católicos criticar a la República y todo lo que ella
significaba. Yo había celebrado la llegada de la República porque estaba
convencido de que iba a mejorar las condiciones de vida de la clase obrera
española. Había viajado a lo largo y lo ancho de la geografía española y me
escandalizaba la miseria en la que vivían los campesinos españoles y la
brutalidad con que los trataba la policía y la Guardia Civil. La proclamación de
la República significaba para mí el primer paso para poner remedio a aquella
situación tan desesperada. Los católicos que más protestaban eran, pensaba yo,
los responsables de que aquellas masas de obreros y campesinos vivieran en la
miseria.
Me había llegado la hora de tomar una decisión. Dejé de ir a misa los
domingos, supongo que porque no me sentía a gusto compartiendo el mismo
banco en una iglesia con gente a la que despreciaba. Alguien puede suponer que
me había dejado influir por el agnosticismo que se respiraba en círculos
republicanos. Creo que no es el caso, porque desde entonces voy a la iglesia y a
misa con frecuencia, tomo la comunión y hace poco me casé en una iglesia. Pero
sigo oponiéndome al uso de la Santa Cruz para encubrir lo que no son más que
intereses materiales. Y me alegra comprobar que, en los últimos años, la prensa
católica inglesa ha denunciado siempre a Franco, poniéndose siempre del lado de
la República.
La Iglesia española, que había perdido fuerza y poder en el siglo XIX con la
desamortización de Mendizábal, se había recuperado a lo largo del siglo XX y al
iniciarse la República contaba con más de treinta mil sacerdotes, ochenta mil
monjas y frailes, y miles de edificios de su propiedad esparcidos por todo el
territorio nacional. Volvía a ser una institución importante en España pero una
institución sin vida, sin un mensaje espiritual claro que llegara a las masas. Se
ocupaba de la enseñanza, sí, pero solo de las clases medias y altas que tenían el
suficiente poder adquisitivo para mandar a sus hijos a colegios de pago católicos.
En los colegios públicos del Estado, donde se hacinaban los niños de las clases
bajas, no se veía ningún sacerdote, pero no porque no se enseñara religión, sino
porque a los sacerdotes no les interesaba… Estoy hablando, naturalmente, en
términos generales, ya que había órdenes religiosas que tenían escuelas para
niños pobres. Pero el espectáculo que ofrecía la Iglesia en España cuando yo
llegué a este país era más bien desolador.
Después de la Gran Guerra, una serie de países europeos como Alemania,
Austria, Checoslovaquia, Polonia y otros decidieron estrenar Constitución. Hoy
en día todas esas constituciones son papel mojado y sus autores, si no han sido
asesinados, están exiliados o pasando una temporadita de «vacaciones» en
Dachau… Pero en el año 1931, cuando se acababa de inaugurar un nuevo
Estado, no quedaba más remedio que elaborar su Constitución. Debo decir que
aquello, además, sintonizaba admirablemente con el carácter español. Durante
meses, la elaboración de la Constitución excluía toda acción, de manera que los
legisladores podían pasarse horas, días o semanas discutiendo tal o cual artículo
a sabiendas de que todas aquellas propuestas no se realizarían sino en un lejano y
distante futuro…
Mi país ha sobrevivido muy bien durante siglos sin Constitución alguna,
amparándose simplemente en documentos tan antiguos como la Carta Magna, el
Bill of Rights o el Dominions Bill… No quiero con esto decir que esté en contra
de las constituciones. Sería tanto como negar la necesidad de un plano para un
edificio que va a ser construido. Lo que ocurre es que los cambios en la
estructura misma del Estado son tan rápidos que hoy día apenas da tiempo a
elaborar una Constitución sin que quede ya obsoleta antes de estrenarse. Estamos
viviendo una época de cambios tan profundos, dramáticos y frecuentes, que los
políticos ya no pueden permitirse el lujo de pensar en el futuro, sino de elaborar
nuevas estrategias a día de hoy o de mañana. Los políticos no pueden ser ahora
arquitectos que diseñan el futuro de una nación, sino más bien generales en
campaña cuyos planes responden día a día a los movimientos del enemigo…
¿Qué quiero decir con todo esto? Que mientras los políticos españoles se
reunían en las Cortes para debatir acalorada y apasionadamente cada uno de los
121 artículos de la nueva Constitución durante tres larguísimos meses, las
fuerzas de la reacción empleaban ese tiempo para organizarse de nuevo. En
realidad, nada había cambiado desde el 14 de abril: los grandes terratenientes
seguían disfrutando de todas sus propiedades; la Guardia Civil seguía inspirando
el mismo terror que antes; ninguno de los cuatrocientos generales con los que
contaba el Ejército había perdido su empleo, la Iglesia continuaba igual, con la
única baja del cardenal Segura, que había sido expulsado del país, la policía era
la misma que antes. Solo el monarca parecía estar ausente del país, pero nadie te
aseguraba que no estuviera en algún balneario de vacaciones.
El primer gobierno de la República tampoco parecía dispuesto a tomar la
iniciativa. En las nuevas Cortes se había elegido a cuatrocientos setenta y tres
diputados, de los cuales trescientos sesenta pertenecían a la coalición de
republicanos y socialistas. Por primera vez desde 1890, se habían celebrado unas
elecciones en España sin contar con una maquinaria política que las encauzara.
Los distritos electorales ya no eran los municipios, sino las provincias, y ello
había contribuido a desbaratar el antiguo sistema de control de las elecciones por
parte de los caciques locales. El feudalismo que controlaba los municipios aún
no controlaba las provincias. Después de los disturbios del mes de mayo, el
gobierno había cerrado muchos periódicos de la derecha y abolido los partidos o
grupos que se denominaran «monárquicos». Podría entenderse que las fuerzas de
la derecha concurrieron a las elecciones con un pequeño hándicap. Pero los
católicos no tardaron en organizar su partido de Acción Popular. Este partido se
proclamaba «neutral» en cuanto a la forma de Estado (monarquía o república) e
insistía en que, en aquellos momentos, lo importante era ocuparse de «los
grandes problemas de España». Al viejo feudalismo le habían salido nuevos
criados.
A pesar de todo esto, puede afirmarse que las elecciones fueron de una
transparencia y una pureza casi virginales si se las compara con cualquier otra
elección celebrada anteriormente en la península Ibérica. Por primera vez en
España, el pueblo podía votar libremente a quien quisiera y las excepciones que
aún se produjeron (el amo que aún controlaba el voto de sus campesinos, la
oficina donde estaba «mal visto» el voto de izquierdas, etc.) no hacían sino
confirmar la novedad de este caso.
Antes de celebrarse las elecciones, el Gobierno había encomendado la tarea
de redactar una nueva Constitución al abogado Ángel Osorio y Gallardo. Don
Ángel se había descrito a sí mismo como «un monárquico sin rey», y al caer la
monarquía había dicho en público que en su casa «hasta el gato es republicano».
Tuve ocasión de entrevistarle y, desde luego, con su barba a lo Eduardo VIII,
componía una bella estampa. Fue una de las entrevistas más extrañas de mi vida,
porque don Ángel insistió en que no podía pronunciar palabra alguna para la
prensa, de manera que yo hube de escribirle las preguntas mientras él me daba
las respuestas también por escrito, y así nos pasamos un buen rato, como dos
aplicados colegiales. Acabada la silenciosa entrevista, don Ángel se mostró
extremadamente dicharachero, hablando del tiempo, las islas Británicas y temas
semejantes…
Don Ángel Osorio y otros abogados de su cuerda habían elaborado un
proyecto de Constitución tan parecida a la monárquica de 1876 que,
francamente, no entendía por qué se habían tomado tanto trabajo. Cuando las
Cortes emanadas de las nuevas elecciones leyeron el proyecto elaborado por don
Ángel y sus amigos, lo rechazaron de inmediato y encargaron la redacción de un
nuevo proyecto a Luis Jiménez de Asúa, un abogado más joven, miembro del
Partido Socialista. Se trataba de redactar un proyecto de Constitución acorde con
las nuevas ideas de nuestro siglo, un siglo al que una parte de los españoles
parecían haber renunciado a pertenecer.
Y mientras tanto las Cortes desperdiciaban un tiempo precioso polemizando
sobre Alfonso XIII, sobre sus responsabilidades en el golpe de Primo de Rivera,
sobre posibles sobornos que el rey habría recibido de compañías extranjeras por
las obras públicas realizadas durante la Dictadura, olvidándose de que agua
pasada no mueve molino… El Estado se había hecho cargo del patrimonio real,
pero esto solo suponía nuevas y onerosas obligaciones para el gobierno, que de
ahora en adelante se vería en la obligación de mantener y conservar dicho
patrimonio. La República debió seguir el ejemplo de Alemania, que no expropió
al káiser, obligándole así a correr con los gastos de mantenimiento de sus
propiedades.
Otro de los asuntos que se discutieron en estas Cortes Constituyentes fue la
elección de dos diputados que habrían de jugar un papel importante en la
República. Me refiero a José María Gil Robles, que salió elegido por Salamanca,
y José Calvo Sotelo, por Galicia. Parece ser que las elecciones no fueron nada
claras, particularmente la de Calvo Sotelo, que prefirió quedarse en París y
estuvo ausente de España durante todo el proceso electoral. Sin embargo, las
Cortes dieron las elecciones por buenas.
Y así se sucedían los debates, que yo escuchaba desde el mullido banco rojo
de la galería de prensa. Las interminables discusiones me enseñaron mucho
sobre España, pero beneficiaron muy poco a la República. El presidente de las
Cortes era Julián Besteiro, catedrático y socialista moderado. A mí, el señor
Besteiro me parecía más liberal que socialista. Allí, sentado en su nueva cátedra
parlamentaria, se mostraba como lo que era: un ser benigno y tolerante para con
los «débiles»…, en este caso los poderes feudales que habían expoliado al país
durante siglos.
El borrador de la nueva Constitución que Jiménez de Asúa presentó a las
Cortes tenía un poco de todo, desde la Constitución de Weimar hasta la soviética
de 1924; desde el Estatuto de la Revolución Mexicana a la nueva Constitución
austríaca… Como era de esperar, los problemas empezaron en cuanto se empezó
a discutir el artículo primero. Se trataba de definir en este artículo lo que era la
nueva República española. Quizá en aquellos momentos lo más honesto hubiera
sido describirla como una monarquía sin rey, pero había que buscar un título más
atractivo. Los socialistas querían que se definiera como una República de
trabajadores. Los catalanes querían que se mencionara el tema autonómico. Los
republicanos se oponían a la «República de trabajadores» alegando que esta
definición les separaría definitivamente de países amigos como Francia e
Inglaterra. José Ortega y Gasset argumentaba que la República debía decidirse
entre un centralismo y un federalismo pleno. El llamado «filósofo de la
República» opinaba que una autonomía solo para Cataluña crearía un
desequilibrio en todo el Estado español.
Toda esta pirotecnia verbal sobre el artículo primero de la nueva
Constitución concluyó con una fórmula que pareció ser del gusto de todos. El
nuevo régimen español sería una República «integral de trabajadores de todas las
clases». Todavía no sé lo que es una República «integral». Se trataba de salir del
paso como fuera. En el tema autonómico se rechazó la fórmula federalista y se
optó porque cada región a petición propia pudiera tener poder sobre sus asuntos
internos, propiciando la creación de Cortes regionales. Cataluña fue la primera
en beneficiarse de la nueva Constitución. Se había mostrado unida en su empeño
autonómico ante los ataques de la prensa de derechas de toda España, que
acusaba a los catalanes de querer desmembrar el país. Era un triunfo de la
sensatez de la clase media, a la que pertenecían la gran mayoría de los diputados.
Solo doce de cuatrocientos setenta y tres diputados se definían a sí mismos como
«trabajadores manuales» y, de estos, la mayoría eran líderes sindicales y no
habían ejercido un trabajo físico desde hacía bastantes años.
Otro de los temas candentes era el del voto femenino. Los socialistas estaban
a favor del voto para la mujer; los republicanos, en contra, porque consideraban
que el voto femenino era reaccionario por naturaleza, tal como se había
demostrado en las últimas elecciones de Alemania y Gran Bretaña. Desde luego,
no les faltaba razón, y más aún en España, donde las mujeres de clase media
solían ser muy conservadoras en todo lo que se refería a la cuestión social. Pero
los socialistas no cejaron en su empeño hasta conseguir el voto para la mujer.
El tema de la nacionalización causaba escalofríos a ciertos políticos con solo
nombrarlo. Aquí, como en otros asuntos, se llegó a una fórmula de compromiso,
dictaminando que se llegaría a la expropiación de empresas únicamente en casos
de absoluta necesidad y después de negociación con las partes afectadas. Los
socialistas se consolaban diciendo que eso era el primer paso hacia una futura
socialización del Estado, y que en ningún caso significaba una traición a su
programa revolucionario. En aquellos momentos, todo en España se dejaba para
«mañana». Como me decía el hijo de un banquero español en la barra de Chicote
una noche: «Eso es justamente lo que queremos, que todo se aplace, que todo
quede para "mañana"… Lo que los socialistas no saben es que "mañana" estarán
encerrados en chirona». Habría sido aleccionador para algunos diputados de las
vecinas Cortes pasarse de cuando en cuando por la barra de Chicote para
enterarse de lo que pensaban hacer con ellos ciertos señoritos madrileños, con la
ayuda de algún oficial que también se dejaba caer por allí… Cuando uno, en los
pasillos de las Cortes, les hablaba de la posibilidad de un golpe, ellos se reían…
Las relaciones entre Alcalá Zamora y el resto del gobierno, que nunca habían
sido buenas, llegaron hasta la ruptura. Parecían ya muy lejanos los días en que
socialistas y republicanos, encerrados juntos en la Cárcel Modelo de Madrid,
elaboraban un ambicioso programa de gobierno que comprendía amplias
nacionalizaciones, separación de Iglesia y Estado, Seguridad Social, etc. Don
Niceto había empezado a distanciarse de sus colegas al insistir en la creación de
una cámara alta o Senado, lo cual, en aquellos momentos, habría entorpecido
aún más la actividad legislativa del gobierno. Pero la chispa que desencadenó la
primera crisis de gobierno fue el debate sobre la cuestión religiosa. Las Cortes se
pronunciaron a favor de la disolución de la Compañía de Jesús, la abolición del
sueldo estatal a los sacerdotes… Un Alcalá Zamora iracundo se levantó de su
asiento en el banco del gobierno en las Cortes para protestar contra el artículo
que defendían sus propios compañeros de gobierno, antes de abandonar el
hemiciclo amenazando con no volver jamás…
La ira de Alcalá Zamora era, hasta cierto punto, comprensible porque se
trataba de un católico ferviente. Pero, entonces, ¿para qué había defendido un
programa revolucionario en la prisión de Madrid? ¿De qué servía cambiar una
monarquía por una república si no podían tocarse las sacrosantas instituciones de
la España feudal? Nadie ponía en duda la fe católica del señor Zamora, pero sí,
quizá, su fe republicana. En todo caso, su dimisión había creado una situación
especial. Al no existir todavía la figura de jefe de Estado, el señor Zamora no
tenía a quién presentar su dimisión. Los miembros del gobierno habían
prometido permanecer en sus puestos hasta que se aprobara la nueva
Constitución. Fue el presidente de las Cortes, Besteiro, el encargado de suplir
este vacío de poder. Y fue Besteiro quien encargó al ministro de la Guerra,
Manuel Azaña, que se hiciera cargo también de la presidencia del gobierno. Un
encendido alegato de Azaña en contra de la Compañía de Jesús había ayudado/
sin duda, a promocionar la figura de este intelectual madrileño.
Pero es que, además, Azaña no había perdido el tiempo en los seis meses que
permaneció al frente del Ministerio de la Guerra, al conceder licencia a ocho mil
oficiales para retirarse con el sueldo íntegro. La medida de Azaña tenía su lógica
en un Ejército como el español, que contaba con un enorme excedente de
oficiales. Pero quienes se acogieron a dicha medida eran, en la mayoría de los
casos, personas sin una clara vocación militar, muchos de ellos simpatizantes
con las ideas republicanas, que se encontraban a disgusto en el seno del Ejército
español. En cambio, los Goded, Cavalcanti, Sanjurjo o Franco, es decir, los
militares vocacionales que constituían un serio peligro para la supervivencia
misma de la República, permanecieron en sus puestos, con lo cual el impacto
político de la medida era bastante dudoso.
La crisis de gobierno me pilló, como casi todos los grandes acontecimientos
que tuvieron lugar en España, en una estación de tren. Había estado pasando
unas vacaciones fuera de Madrid. Primero en Valencia, donde conocí a un tipo
estupendo, un canónigo de la catedral. Me llevó de acá para allá para que lo
viera todo. Comimos con cuatro sacerdotes que parecían campesinos y
devoraban enormes cantidades de carne. El canónigo trataba de explicarles que
la República era la nueva forma de gobierno en España y que lo mejor que
podían hacer era adaptarse a ella. Ellos se reían y me decían que el canónigo era
un buen hombre, pero algo simple, y que en realidad no se enteraba de lo que
estaba ocurriendo en España. Después me fui a Palma de Mallorca y me dediqué
a visitar su maravillosa catedral y a bañarme desnudo en las playas de Pollensa,
en compañía de un funcionario del Estado y dos chicas americanas, pero todo
fue muy inocente.
Así que la crisis de gobierno me pilló en el tren camino de Madrid, sin un
céntimo en el bolsillo pero feliz. Viajaba entonces siempre en tercera clase, y no
solo por cuestión de dinero. Ir en primera significaba encontrarme con tipos
envarados y encorbatados que no hacían más que disculparse, como españoles,
del espectáculo que ofrecía la República. Los de tercera, en cambio, solían
hablar bien de la República e incluso presumían de ella ante un extranjero como
yo. Un sargento de la Guardia Civil sentado junto a mí proclamaba en voz alta:
«En este país no basta con quitarles a los curas y a las monjas sus propiedades…,
¡es preciso destruirlas para que no las ocupen de nuevo más adelante!».
Afirmación un tanto sorprendente viniendo de quien venía… Sería, como mi
amigo el canónigo de Valencia, uno entre mil de su clase. Era un tipo bien
parecido y se dedicó durante todo el viaje a cortejar a una joven actriz que se
desplazaba con su compañía a Zaragoza. En un compartimento de tercera en
España, la conversación suele ser muy animada y se cuentan historias que harían
sonrojar a un camionero inglés, pero aquí todo el mundo se ríe. En doce horas de
viaje en un compartimento de tercera se aprende más sobre España que en doce
meses viviendo en Madrid.
Al llegar a Madrid me enteré de que los jesuitas habían sido expropiados,
pero no expulsados del país. En realidad, muchos de ellos continuaron viviendo
en España, organizando retiros espirituales, etc. La expropiación significaba que
perdían algunos magníficos edificios, pero en cambio dejaba intactas sus
reservas monetarias porque estaban todas a nombre de terceras personas.
Además de esta medida, se tomó la decisión de suspender el pago estatal a los
sacerdotes a partir del siguiente mes de diciembre. Todo ello me parecía, como
católico, un programa muy moderado, porque en realidad dejaba prácticamente
intacta la fuerza y el poder de la Iglesia católica en España. La única medida
decisiva que había de tomar el Estado contra la Iglesia —me refiero a la ley que
prohibiría a las órdenes religiosas enseñar en España— aún no había sido
adoptada. Pero, a pesar de su moderación, las medidas del gobierno tuvieron la
virtud de enfurecer a Gil Robles y a sus amigos, que se marcharon de las Cortes
para no volver hasta que la nueva Constitución fuera aprobada.
Una tarde a finales de noviembre, un grupo de socialistas y republicanos se
encaminaron hacia el domicilio de Alcalá Zamora. Iban a pedirle que se
convirtiera en el primer presidente de la República española. La elección de
Alcalá Zamora podría parecer sorprendente después de lo ocurrido unos meses
antes. Sin duda, se debía a que en aquellos momentos no había ninguna figura en
el panorama político español de sobresaliente personalidad o prestigio. Quizá
Julián Besteiro hubiera sido un candidato más idóneo, pero el hecho de ser
socialista podría dar una imagen equivocada de la República española a los ojos
de los otros países occidentales.
Yo estaba en las Cortes el día en que Alcalá Zamora prestó juramento como
primer presidente de la República. Sentada a mi lado se encontraba una mujer
delgada, de pelo blanco y aire distinguido, la esposa del nuevo presidente. La
habían metido allí, arrinconada en la galería de prensa… Los diplomáticos
extranjeros habían traído a sus mujeres a la ceremonia. Me fijé en la princesa
Bibiesco, hija de lord Oxford y esposa del embajador rumano en Madrid, sentada
junto a su marido en la galería del cuerpo diplomático. A la mujer del presidente,
en cambio, la habían escondido en la galería de prensa. Y lo peor fue cuando nos
dirigimos con ella al Palacio Real. Una ujier le prohibió la entrada y tuvo que
buscar a un oficial que acreditara su personalidad.
Cuando, por fin, conseguimos acceder a los balcones del Palacio,
contemplamos el desfile de tropas. Pasaba ante nosotros el cuerpo de la Guardia
Civil, con su uniforme de gala, y la multitud que se arremolinaba ante las puertas
del Palacio mostraba división de opiniones. Mientras unos vitoreaban
frenéticamente, otros prorrumpían en grandes abucheos… ¿No podrían llegar a
entenderse nunca los españoles?, pensaba, algo deprimido por aquel espectáculo.
Soplaba un viento frío cuando salimos del Palacio, y mientras caminaba entre
una multitud de gente pobremente vestida me preguntaba qué necesidad había
tenido la República de usar el Palacio Real para sus actos oficiales… La
respuesta a mi pregunta quizá la tuviera el propio Alcalá Zamora, que, sin duda,
había alcanzado en aquel día la ilusión de su vida: ocupar, aunque solo fuera por
unas horas, el Palacio Real como jefe del nuevo Estado.
En todo caso, estaba claro que la clase media había regresado al poder en
aquella España republicana. Tanto Azaña como Alcalá Zamora eran abogados de
profesión, como manda la tradición de que un joven español de clase media
estudie Derecho, sea cual sea su vocación o su futura dedicación profesional…
Eso explica por qué hay tantos excelentes oradores en España y tan pocos
científicos…
Ninguno de estos dos líderes tenía ribete revolucionario alguno. Pertenecían,
como digo, a aquella clase media que había gobernado España a lo largo del
reinado de Alfonso XIII y que, con la llegada de Primo de Rivera, se había
sentido expulsada del poder. La República era, por tanto, la forma en que la clase
media recuperaba el poder político perdido.
Se trataba ahora de observar su reacción ante los poderes feudales que la
acechaban. Alcalá Zamora había tenido al menos la decencia de expresar su
posición con meridiana claridad: al luchar contra el artículo 26 de la nueva
Constitución, era evidente que quería que el catolicismo conservara la
hegemonía social, los privilegios y las ventajas que desde siempre había tenido
en España.
La posición de Azaña, en cambio, no estaba tan claramente definida. Como
ministro de la Guerra, había conseguido reducir el número de oficiales en el
Ejército español y ahora abanderaba el artículo 26, precisamente el atacado por
Alcalá Zamora. Estaba claro que Azaña se mostraba dispuesto a plantar cara a
los poderes feudales, pero no lo estaba tanto si aquel enfrentamiento iba a ser a
muerte o solo a primera sangre…
El problema de la clase media española era que no tenía la fuerza suficiente
como para gobernar el país en solitario. En Inglaterra Cromwell y en Francia la
Revolución habían acabado con los privilegios feudales, pero en España la
burguesía no tenía la fuerza suficiente como para establecer su propio programa
político. En aquellos momentos Azaña y Alcalá Zamora podían representar el
poder político, pero las riendas del auténtico poder estaban en manos de los
grandes terratenientes, de la Iglesia católica y del Ejército. Gobernaba la clase
media pero dependía de una oligarquía sin la cual le era imposible gobernar: ese
era el dilema de la burguesía en aquella época. Naturalmente, había una
solución: la burguesía podría haberse aliado con los sindicatos obreros y haberse
enfrentado a los poderes del feudalismo, pero aquello no se les había pasado ni
por el forro de su imaginación.
Otra solución al problema podía haber venido de los propios poderes
feudales, si estos se hubieran mostrado dispuestos a hacer concesiones. Si, por
ejemplo, los grandes terratenientes hubieran accedido a donar al Estado una
parte de sus propiedades, o los obispos a disminuir el número de sacerdotes, o el
Ejército a someterse a un plan de reducción y modernización de sus efectivos.
En otras palabras, podían haber colaborado con la clase media en la
reconstrucción y modernización del país. Pero, naturalmente, eso habría sido
como pedirle peras al olmo. Sin embargo, ahora sabemos ya que hubiera sido
justamente el camino a seguir para evitar el derramamiento de sangre que se
produciría unos años más tarde.
Y esta guerra de España —la que ya ha sido— desgraciadamente no nos
advierte de la que está por venir. Si seiscientos líderes europeos (políticos,
economistas, grandes empresarios, humanistas) se reunieran en algún lugar y
tuvieran las manos libres, podrían rediseñar nuestro Viejo Continente: grandes
proyectos de regadío, extensión y potenciación de la red ferroviaria,
investigación y utilización de los últimos descubrimientos científicos,
cooperación y desarrollo industrial. El problema es que en estos momentos ya
nadie tiene las manos libres. Los empresarios ingleses pondrían el grito en el
cielo si se les ofreciera colaborar con los alemanes, pero no solo los empresarios,
sino el hombre de la calle; preocupado por no perder su puesto de trabajo,
consideraría cualquier colaboración con Alemania un caso de alta traición.
Y así seguimos, ciegos a todo diálogo, a cualquier tipo de colaboración, hasta
que estas aguas que bajan tan turbias revienten el dique de contención y Europa
toda se vea anegada en la más terrible batalla que jamás haya presenciado y nos
encontremos un día, casi sin saber cómo ocurrió, con nuestras ciudades en
ruinas, nuestros hijos respirando el gas letal y nuestros campos devastados por la
guerra. Así que, ¿de qué sirve criticar la ceguera de la oligarquía española si esa
misma ceguera es la que nos llevará pronto a nuestra propia destrucción? Sería
como advertir la paja en el ojo ajeno sin percatarse de la viga en el propio.
Continúo con mis reflexiones sobre la República española y que sea lo que Dios
quiera…
El presidente de la República española es natural de Priego, en la provincia
de Córdoba. Pertenece a la clase media rural, diferente, en sus aspiraciones, a la
ciudadana… Su padre era propietario de grandes fincas de olivos y trigo. Nació
nuestro presidente en el año 1870, estudió Derecho en la Universidad y entró en
la política en el año 1907 de la mano del conde de Romanones. Tienen los
andaluces la misma fama que nosotros atribuimos a los irlandeses, es decir, una
excelente labia, y esta cualidad ayudó enormemente al joven Alcalá Zamora en
su labor como diputado en Cortes, que en 1916 había conseguido ya una cartera
ministerial, la de Fomento. Sus diferencias con Romanones sobre la guerra de
Marruecos y la autonomía de Cataluña le apartaron durante unos años de la
primera línea política, pero en 1923 fue nombrado ministro de la Guerra, con
aspiraciones a convertirse en presidente de gobierno.
Se comprenderá ahora lo que señalaba antes: la dictadura de Primo de Rivera
puso freno a la carrera profesional de todos aquellos políticos de clase media que
no cejaron hasta verle destituido. Se mencionó su nombre en el complot para
derribar a Primo —llamado «Sueño de una Noche de Verano»— que tan caro
costó al propio Romanones… Pertenecía Alcalá Zamora al Partido Liberal,
siempre se mantuvo dentro de las directrices del partido y destacó más por su
facilidad de palabra que por sus ideas.
El señor Zamora era, desde luego, un político difícil de seguir para un
reportero extranjero como yo. Sus discursos eran torrentes de oratoria y, en plena
disquisición sobre la cuestión social, intercalaba metáforas sobre las verdes
praderas de Galicia o las montañas nevadas de los Pirineos, que tenían muy
difícil traducción a mi idioma. En una ocasión tuve que traducir uno de sus
discursos para una emisora de radio inglesa. Como no me enteré de una palabra
de lo que había dicho, decidí utilizar el texto de uno de sus discursos anteriores
y, que yo sepa, nadie se dio cuenta del cambio… Pero lo que más me molestaba
de él era su tremenda vanidad personal, como si identificara la República con su
propia persona. En las fechas anteriores al 14 de abril y en los primeros días de
la República me había parecido una persona interesante con gran sentido del
tacto y cierto atractivo personal. Pero cuando sus propios compañeros de
gobierno le empezaron a llevar la contraria en temas como las relaciones con la
Iglesia y la creación de una cámara alta, salió a relucir un engreimiento y una
petulancia que antes no le había detectado. No habla inglés, pero su francés
resulta aceptable.
Persona muy distinta es don Manuel Azaña. Su rostro amplio y bonachón, su
mirada inquisitiva, sus amplias espaldas, su sobresaliente panza, me parecen el
vivo retrato de nuestro Mr. Pickwick. Su padre se dedicaba a fabricar jabón y
tenía grandes propiedades en Alcalá de Henares, donde nació don Manuel.
Como todo joven de la clase media española, Manuel Azaña pasó por un colegio
religioso antes de matricularse en la Facultad de Derecho de Madrid. Nos cuenta
en uno de sus libros que a los quince años ya había abjurado de su fe católica. La
muerte de su padre y la quiebra de los negocios familiares forzaron al joven
Manuel a buscar empleo en Madrid. Después de aprobar brillantemente unas
oposiciones, se convirtió en funcionario público, y muy pronto se adaptó a la
vida que todo buen funcionario lleva en Madrid: levantarse a las diez, llegar al
despacho a las once, comida a las dos, y después de la siesta al café, y de allí al
Ateneo para leer o para seguir discutiendo…, volver a casa a las nueve para la
cena, y después de cenar, de nuevo al café o al teatro, para retirarse a la una o las
dos de la mañana… Azaña fue elegido secretario del Ateneo de Madrid, lugar de
reunión de jóvenes inquietos muy diferente al tranquilo y conservador Ateneo
londinense.
En el año 1928, solterón empedernido, sorprendió a todos sus conocidos
casándose con Dolores Rivas Cherif, hermana de uno de sus mejores amigos.
Por esa época, Azaña se había granjeado la amistad de don José Giral,
catedrático de la Universidad de Madrid, y junto con otros amigos habían
fundado el partido de Acción Republicana. Durante el levantamiento de Jaca
hubo de huir a Francia, pero al cabo de pocas semanas estaba de nuevo en
Madrid. Cuando fue nombrado ministro de la Guerra en el primer gobierno de la
República, los madrileños pensaban que se trataba de un chiste. Que el secretario
del Ateneo de Madrid se pusiera al frente de los ejércitos españoles parecía un
episodio de ciencia-ficción…
Pero los militares españoles se equivocaron si pensaban que habrían de
vérselas con un joven diletante que vivía en las nubes de la literatura. Ante su
sorpresa se encontraron con un hombre que sabía muy bien lo que quería, que
podía ladrar y hasta morder… Después de pensionar, como ya he dicho, a buen
número de oficiales, se dedicó a reestructurar el Ejército español, tratando de
modernizar su equipo y armamento. Ya en el primer desfile que se celebró en
tiempos de la República, el público comentaba admirativamente el aspecto
marcial de las tropas españolas…
Posiblemente la clave de su personalidad estriba en su falta total de
ambición. En ocasiones parecía un observador de la vida política española, como
si contemplara todo desde otro planeta. Es posible que si hubiera dedicado todo
su ingenio a destruir los poderes feudales que regían aún el destino de España, lo
habría conseguido. Pero, tanto como al feudalismo, Manuel Azaña temía el
poder de la clase obrera. Por eso se dedicaba a trabajar laboriosamente el espacio
político que había entre estas dos clases, por eso se aplicaba a elaborar una
República de las clases medias. Lo que no sabía Manuel Azaña es que ese
espacio del centro se iba achicando y que acabaría desapareciendo bajo sus pies.
Ya por aquellos días, un panfleto semanal llamado Grada y Justicia
alcanzaba enormes tiradas. Estaba repleto de caricaturas grotescas de Azaña y
sus amigos. Se hacían innumerables chistes sobre las cosas que le pueden ocurrir
a un hombre que se casa, por primera vez, a los cuarenta y ocho años… Yo me
negaba a creer que ese panfleto vulgar lo publicara la misma editorial católica
que sacaba El Debate. Pero así me lo confirmó uno de los que trabajan en la
editorial, que tuvo al menos el buen gusto de decir que estaba totalmente
avergonzado de ello y que había pedido a los editores que retiraran del mercado
dicha publicación. Pero, en fin, la consigna en aquellos días en los círculos
reaccionarios era la de desacreditar la figura de Azaña y, como no encontraban
medios legítimos para hacerlo, se dedicaban a sacar esos infames bodrios…
Pero en realidad no hacía falta que las fuerzas de la reacción atacaran a los
líderes republicanos, porque ellos mismos se hacían su propia guerra. Alejandro
Lerroux acababa de retirarse, con sus noventa diputados, de la coalición
republicano-socialista… Las clases medias de España comenzaban a derrotarse a
sí mismas.
IV
Sanjurjo
Casas Viejas
LOS pueblos de España se integran dentro del paisaje. Su silueta forma parte
de la naturaleza misma. Tienen el mismo aspecto que hace siglos. La civilización
moderna parece no haberlos tocado. Quizá por eso mismo son lugares tan
incómodos para vivir hoy en día. He pasado muchas noches en estos pueblos
perdidos de la España mesetaria. Y no me he hospedado en ninguna posada, sino
en la casa de algún labriego. Si es invierno, te despiertas con la garganta reseca
por el frío y la humedad. Si es verano, te despiertan los mosquitos y otros
insectos que pululan en el aire. El suelo de la habitación suele ser de tierra. No
hay cristal en las ventanas, que, más que cerrar, se atrancan con la madera. El
desayuno familiar consiste en una sopa grasienta hecha de harina que por aquí
llaman «gachas». A veces, en honor a algún extranjero, sacan un pedazo de pan
negro y un poco de leche de oveja. Con tan escaso alimento, el labriego sale a
trabajar las tierras, que suelen encontrarse a bastante distancia del pueblo, y no
vuelve hasta el anochecer. Las tierras por lo general no pertenecen al labrador,
sino que las tiene en arriendo y paga una cantidad anual por ellas. El campesino
posee un burro y a veces, con suerte, una mula. Su arado es de los tiempos de
Julio César. No suele tener dinero para comprar fertilizantes para sus tierras y el
agua de riego de la que dispone es muy escasa. La falta de bosques y la erosión
de las tierras hacen que las condiciones de trabajo para los agricultores sean a
menudo precarias, por no decir imposibles. Se me dirá que las mismas
condiciones de atraso e indigencia pueden encontrarse en ciertas zonas rurales de
mi propio país. No digo que no, pero la diferencia está en que mientras en
Inglaterra son la excepción, en España constituyen la regla. Estos campesinos
tristes, pobres y subalimentados son, hoy por hoy, mayoría en España.
Casas Viejas es uno de esos pueblos. Se encuentra situado en la carretera que
conduce a Cádiz desde Medina Sidonia. No es más que un pequeño pueblo de
campesinos y pastores, pero su nombre se ha convertido en uno de los grandes
motivos de debate en la República. Casas Viejas ejemplifica lo que puede ocurrir
cuando de las palabras no se pasa a los hechos y la Ley de Reforma Agraria no
deja de ser una bella entelequia…
La primera vez que oí el nombre de Casas Viejas fue en una noche heladora
del mes de febrero de 1933, cuando me levanté a regañadientes de la cama para
contestar al teléfono que no dejaba de sonar. Un periodista español me decía que
en un lugar llamado Casas Viejas habían muerto dieciocho personas en un
choque con la policía. «¿Cuántos heridos ha habido?», le pregunté yo de manera
rutinaria. «Ninguno», fue la contestación. Aquello me pareció muy extraño.
Parece casi imposible matar a dieciocho personas sin herir a una sola. Para
tranquilizarme, me dije a mí mismo que se trataría de un error, así que mandé
una breve noticia por teléfono a Londres, sin dejarme llevar por ese demonio que
todos los periodistas llevamos dentro, que me urgía a vestirme, coger un coche y
marchar hacia el lugar sin pérdida de tiempo.
En Casas Viejas acababa de producirse el primer levantamiento anarquista en
un pueblo español. Esta diminuta localidad andaluza fue la única en toda España
en secundar la llamada a la huelga general proclamada por los anarquistas. Ellos
solos se levantaron contra todo el Estado español. Los campesinos del pueblo
rodearon los barracones de la guardia civil y mataron a uno de ellos. La Guardia
Civil a su vez disparó y mató a varios campesinos. El gobierno, temiendo quizá
que la revuelta de Casas Viejas se propagara a otros pueblos, mandó a una
compañía de la Guardia de Asalto desde Madrid al mando del capitán Rojas. En
total, unos sesenta hombres y tres oficiales. En Medina Sidonia se les unieron un
destacamento de guardias civiles y juntos marcharon hacia Casas Viejas.
Después de rescatar a los guardias civiles que se hallaban cercados en su propio
cuartel, se dirigieron hacia una casa del pueblo donde un grupo de campesinos se
había hecho fuerte. La policía incendió la casa con unos bidones de gasolina y
varios campesinos murieron en su interior al ser atrapados por las llamas. Y lo
peor estaba aún por llegar. Lo que ocurrió a continuación fue de una barbarie sin
precedentes, sobre todo teniendo en cuenta que Casas Viejas era un lugar aislado
y que la revuelta no se había propagado a otros lugares. El capitán Rojas ordenó
a sus guardias que fueran de casa en casa y cogieran a cualquier campesino que
pudiera haber participado en la revuelta. A todos los sospechosos se los llevaron
a la casa que había sido incendiada y que pertenecía a un campesino apodado
Seisdedos, y allí, junto a las ruinas humeantes, los fusiló a todos sin previo
interrogatorio. El propio capitán Rojas les dio el tiro de gracia.
La reacción de las fuerzas de la izquierda y la derecha no se hizo esperar: los
anarquistas acusaron al gobierno de brutalidad policial sin precedentes, y los
conservadores profetizaron que la revolución estaba ya en marcha… El gobierno
tuvo, al menos, el buen juicio de admitir su culpabilidad y nombrar de inmediato
una comisión parlamentaria para investigar el asunto, cosa digna de reseñar en
un país muy poco aficionado a las comisiones de investigación (¡dos años
después, cuando los terribles sucesos de Asturias, el gobierno de Gil Robles se
cuidó muy mucho de nombrar comisión de investigación alguna!).
Pero, fuera de esta comisión, la pasividad del gobierno ante los sucesos de
Casas Viejas fue realmente alarmante. Casares Quiroga, a la sazón ministro de
Gobernación, era un gallego poco amigo de tomar decisión alguna; su
subsecretario, Carlos Esplá, era todavía más ineficiente que su jefe y tenía bajo
sus órdenes a Arturo Menéndez, inepto jefe de policía… Solo esta cadena de
absoluta pasividad y total ineptitud puede explicar por qué se estaban
produciendo en España los sucesos más graves desde la proclamación de la
República sin que el gobierno moviera un dedo para castigar aquella barbarie…
Con Carlos Esplá había tenido yo anteriormente un encontronazo. La
Guardia Civil de Palma había arrestado a cuatro ciudadanos americanos por estar
borrachos y por «agresión a la fuerza armada». Me interesé por ellos y fui a ver a
Esplá para saber en qué había consistido dicha agresión. Resulta que un guardia
civil había agredido en un bar a un americano que estaba borracho y la mujer
que le acompañaba había propinado una bofetada al guardia civil agresor. Por
culpa de aquel «cachete a la autoridad», los americanos fueron encerrados
durante varios meses en la prisión de Palma por orden del señor Esplá,
horrorizado por tamaña agresión… ¡Evidentemente, la barbarie de la Guardia
Civil en Casas Viejas le debió de parecer al señor Esplá pecata minuta
comparada con aquella bofetada que había recibido «su» guardia en Mallorca!
Poco tiempo después de Casas Viejas, se produjo un suceso parecido en
Extremadura, en la localidad de Castilblanco. Un grupo de campesinos
hambrientos fue arrestado por la Guardia Civil por recoger bellotas para
comérselas en una finca que no les pertenecía. Resulta que la bellota es un fruto
sagrado en Extremadura: sirve para dar de comer a los cerdos. Los campesinos
airados atacaron a la Guardia Civil y mataron a cuatro de ellos. No solo los
mataron, sino que a continuación los despedazaron. Aquello podía haber
acabado en otro Casas Viejas de no ser por el buen juicio de un oficial que llegó
con un cuerpo de refuerzo, pero prohibió a sus hombres hacer uso de las armas.
Fueron arrestadas sesenta personas y se salvaron muchas vidas.
Flotaba por España un aire de tristeza en aquel año de 1933, como si la nave
de la República hubiera emprendido un rumbo fijo y no estuviera dispuesta a
variarlo, por más que tormentas, nieblas e icebergs de diversa consideración
amenazaran su existencia misma. Tomemos como ejemplo el Tribunal de
Garantías Constitucionales que el propio Azaña había incluido en el texto
constitucional como «salvaguarda» de sus valores. Componían este tribunal
veinticinco miembros elegidos entre el estamento universitario, el Colegio de
Abogados, los municipios y las propias Cortes, que escogían a su presidente. Por
una extraña combinación de circunstancias, el Tribunal resultó ser una de las
instituciones más reaccionarias de la República, al poder abortar cualquier ley
aprobada por las Cortes. De poco le servía tener como presidente a un hombre
del partido de Azaña, si estaba maniatado por el resto de los miembros del
Tribunal. Quizá la República no fuera algo así como una nave, sino más bien
como un automóvil que intentara avanzar con el freno de mano puesto.
¡Y qué decir de esa otra utopía de un Estado laico en el que la enseñanza
estaría en manos de aquel! ¡Fue el caos más total y absoluto! Porque,
efectivamente, la ley que prohibía la enseñanza a las órdenes religiosas se
aprobó antes del verano, pero, como no se confiscaron sus propiedades, el
Estado se enfrentó a la imposible tarea de conseguir profesores y colegios para
medio millón de niños que se habían quedado en la calle… ¡Y el nuevo curso
estaba a la vuelta de la esquina! Las únicas escuelas que la República podía
confiscar eran las de la disuelta orden de los jesuitas… Pero ya se sabe que
hecha la ley, hecha la trampa. Recuerdo el caso de una iglesia y convento de los
jesuitas en la Gran Vía que habían resultado dañados en los sucesos de mayo de
1931. Cuando el Estado trató de hacerse con la propiedad de los edificios y del
terreno, resultó que pertenecían a un ciudadano americano que vivía en Nueva
York y que presentó los papeles que así lo acreditaban en regla… Y lo mismo
sucedía con muchas otras escuelas que pertenecían a la Iglesia, aunque se
emplearan otras argucias: Gil Robles y Martínez de Velasco se habían puesto al
frente de empresas que controlaban las antiguas escuelas religiosas, laicas sobre
el papel, pero religiosas en todo lo demás. Así fue como —¡oh, paradoja de las
paradojas!— las antiguas escuelas religiosas se convirtieron en floreciente
negocio para la propia Iglesia: los nuevos directores eran laicos, pero la
enseñanza estaba en manos de los frailes, curas y monjas que actuaban «a título
personal» y además cobraban una miseria, mientras que las clases media y alta
seguían pagando elevadas matrículas por enviar a sus hijos a aquellas escuelas…
¡El negocio para la propia Iglesia no podía ser más provechoso!
Y, mientras, el Estado veía cómo todos esos hipotéticos alumnos se
esfumaban como por ensalmo… Pero, en ese sentido, la Iglesia casi le estaba
haciendo un favor: ¿de dónde iba a sacar el Estado los diez mil maestros y las
tres o cuatro mil escuelas que precisaba para iniciar el nuevo curso escolar? Para
acabar de rematar la faena, las elecciones que se celebraron a final de año se
encargaron de asegurar que aquella bella utopía de una enseñanza laica en
España nunca se hiciera realidad.
Pero, antes de hablar de estas nuevas elecciones, es preciso que les cuente a
mis británicos lectores los intríngulis del sistema electoral español diseñado por
la República. Como soy consciente de que a esos lectores lo mismo les pillo
arrebujados junto a la chimenea y con un buen brandy en la mano que en las
apreturas del tren de las ocho y cuarto de la mañana a Londres, procuraré ser lo
más breve posible. La idea de la República era hacer una ley electoral que
garantizara una mayoría estable en las Cortes, así como una minoría
representativa. Para conseguir esto, estableció la ciudad o la provincia como
distrito electoral. Cada cincuenta mil personas en cada una de estas
circunscripciones elige un diputado a Cortes. En Madrid se eligen diecisiete
diputados. En cambio, una pequeña provincia española puede estar representada
por solo cinco o seis diputados. Esto propicia las grandes coaliciones, porque
ninguno de los partidos tendría recursos suficientes para hacer propaganda
electoral en un territorio tan extenso como a veces es una provincia. Y las
minorías también se benefician, porque los votantes solo pueden votar a cuatro
de cada cinco candidatos que figuran en una determinada papeleta. En la
provincia de Granada, por ejemplo, donde se eligen quince diputados, el votante
únicamente puede votar a doce. Se evita de esta forma el alud de votos a un solo
partido y se potencia la existencia, al menos, de minorías dentro de la Cámara.
En definitiva, lo que la República trató de evitar fueron aquellos diminutos
distritos electorales que existieron con la monarquía y que permitían al «amo» de
cada distrito ejercer su «autoridad». Y en este sentido, la nueva Ley Electoral de
la República puso fin a décadas de «caciquismo» y significó uno de los pocos
triunfos sobre aquella España feudal que todavía existía y que en muy poco
tiempo daría nuevas —y alarmantes— señales de vida…
En efecto, a principios de octubre de 1933 la coalición republicano-socialista
(todavía no se hablaba entonces de Frente Popular) se había venido abajo. La
izquierda estaba dividida porque los republicanos pensaban que podían ir solos a
las siguientes elecciones sin entender que por ese camino marchaban hacia su
ocaso. La derecha también estaba dividida. Los sectores más inteligentes de la
Iglesia —sobre todo los jesuitas— todavía pensaban en hacerse con el poder de
forma democrática y habían conseguido grandes cantidades de dinero para poder
concurrir a las elecciones con posibilidades de éxito. Los sectores más
reaccionarios habían descartado desde hacía tiempo toda posibilidad de
entendimiento con una República democrática y se presentaban a las elecciones
apoyando abiertamente el retorno de la monarquía y secretamente la aparición de
algún duce que les condujera hacia su propia utopía.
Hasta los partidos obreros estaban divididos. Indignados por los sucesos de
Casas Viejas, de los que hacían responsable al propio Partido Socialista, los
anarquistas propugnaban la abstención para aquellas elecciones. ¡Bonita manera
de luchar contra el feudalismo y la reacción! Aquellas decenas de miles de votos
que se perdieron por culpa de los anarquistas llevarían a la derecha en volandas
al triunfo.
Lo que yo recuerdo de las elecciones de octubre de 1933 fue la masiva
presencia de sacerdotes, monjas y frailes en los colegios electorales. Parece ser
que por especial dispensa del Vaticano hasta las monjas de clausura pudieron
salir de los conventos para depositar sus votos. Recuerdo que la gente las
abucheaba por las calles, pero ellas permanecían imperturbables en su desfile
hacia los colegios electorales. Afortunadamente, la policía había tomado las
calles de Madrid en aquella jornada electoral, de manera que no se produjeron
los incidentes que cabría haber esperado.
El resultado de aquellas elecciones fue el colapso total y absoluto de todos
los partidos republicanos, con la excepción del partido del señor Lerroux, si es
que podemos considerar al partido de Lerroux como verdaderamente
republicano. El derrumbe más significativo fue el del propio Manuel Azaña y su
Acción Republicana: de cuarenta diputados había pasado a tener solo ocho, y el
propio Azaña se hubiera quedado sin escaño de no ser por la gentileza de su
amigo Julián Zugazagoitia, editor de El Socialista, que le cedió el suyo.
El triunfador —además de Alejandro Lerroux— había sido José María Gil
Robles al frente de la CEDA, el partido de la Iglesia católica. ¡Había que ver
ahora al llamado Emperador del Paralelo, azote en otro tiempo de la Iglesia y
los curas, andando del bracete de Gil Robles y, por tanto, de toda la Curia
romana! Porque si en la primera vuelta la colaboración entre Lerroux y Robles
había sido tentativa, en la segunda fue ya descarada, y en algunos lugares, como
en Córdoba, los candidatos de la CEDA habían dejado de lado a los monárquicos
para aliarse con los republicanos de Lerroux en listas únicas. ABC podía muy
bien rasgarse las vestiduras por la forma en que los católicos de la CEDA habían
prescindido de los monárquicos, pero los resultados a la vista estaban: entre Gil
Robles y Lerroux sumaban más de doscientos diputados, y si a estos añadimos
los cuarenta del Partido Agrario, resulta que tenían una holgada mayoría en un
hemiciclo de cuatrocientos cuarenta y tres escaños. Todo ello sin contar con los
sesenta y tantos diputados monárquicos —alfonsinos y carlistas— que habían
sido elegidos.
El único partido de la izquierda que se había salvado de aquel naufragio era
el Socialista, que había conseguido sesenta y cinco diputados. Cataluña había
sido el único lugar que defendía mayoritariamente los ideales republicanos, y
Esquerra Republicana se convirtió en el partido más votado, enviando treinta
diputados a Madrid para defender lo que quedaba de la maltrecha República.
VI
Gil Robles
PARA entender la personalidad política de José María Gil Robles hay que
remontarse al año 1915 y a la adquisición del periódico El Debate, encabezado
por Ángel Herrera. Don Ángel era funcionario del Estado, pero tenía un hermano
jesuita y el capital para la adquisición del periódico provenía de un grupo
financiero de Bilbao fuertemente vinculado a círculos católicos. Parece ser que
el obispo de Madrid intervino también en la operación. En poco tiempo, el
periódico se convirtió en uno de los de mayor tirada en España, beneficiado sin
duda por el aumento de circulación durante la guerra mundial. Poco tiempo
después de su aparición, El Debate comenzó a recibir sanción eclesiástica y se
convirtió así en el portavoz de la Iglesia en España.
En los últimos años del reinado de don Alfonso, El Debate, inspirándose
directamente en fuentes vaticanas, comenzó a mostrar posiciones críticas
respecto al monarca. Sin duda, el nuncio en España, monseñor Tedeschini, había
hecho ver al cardenal Pacelli (el futuro Pío XII) la necesidad por parte de la
Iglesia de acercarse a una República que se adivinaba próxima. Y así, ante la
sorpresa y el desconcierto de muchos católicos españoles, Ángel Herrera
comenzó a publicar editoriales en contra de don Alfonso. Escribía, desde luego,
con todo respeto, diciendo, por ejemplo, que «había que apoyar a la autoridad
establecida, aunque ello fuera en contra de la conciencia de muchos católicos».
Era una manera elegante de decir que si Alfonso XIII caía, los católicos no
harían nada por ayudarle a levantarse. Naturalmente aquello había supuesto un
golpe muy duro para el propio rey, que gustaba de llamarse a sí mismo «el Rey
Católico». Y quizá fuera eso lo que el Vaticano le reprochaba: el Papa hubiera
preferido una postura menos beligerante del rey, de manera que si la monarquía
caía en España no arrastrara a la propia Iglesia en su caída.
Estos editoriales de Ángel Herrera enfurecían a muchos católicos españoles,
entre ellos al primado de España, el cardenal Pedro Segura. Este contestaba a
Ángel Herrera a través de las columnas del periódico tradicionalista El Siglo
Futuro (debería haberse llamado El Siglo XVI) tachando a El Debate de
periódico libertino. En más de una ocasión trató el cardenal Segura de que el
Vaticano le retirara la licencia eclesiástica.
El cardenal Segura sufría, según tengo entendido, problemas de hígado. Ello
explicaría, sin duda, su carácter colérico, sus arrebatos, que le llevaban del
fanatismo intransigente a la ascesis más pura. Personalidad tan singular había
impresionado al rey, que le había sacado de una oscura diócesis de Extremadura
para convertirle en arzobispo de Burgos y, finalmente, en cardenal primado de
España en cuestión de seis años, todo un récord para una carrera eclesiástica. Sin
duda, el monarca pensaba que Segura era la luz más resplandeciente de la Iglesia
española en aquella época, pero poner a un fanático como Segura al frente de la
Iglesia española en aquellos difíciles años treinta era como soltar a un toro en
plena cacharrería… Sin duda, el Vaticano se alegró de su expulsión de España en
los primeros días de la República, y no tuvo inconveniente en aceptar su
dimisión como cardenal primado, un acto de censura que rara vez ejercía la
Iglesia contra sus prelados más ilustres.
Desaparecía así el escollo más importante para que el Vaticano pudiera
ejercer su política en España, a través de Ángel Herrera y sus amigos. En los
primeros días de la República, se organizaron bajo el lema de Acción Nacional,
una agrupación política que no se definía en cuanto a la forma de Estado, para
poder atraer así a los monárquicos. La Acción Nacional pasó a llamarse Acción
Popular y, finalmente, CEDA, es decir, Confederación Española de Derechas
Autónomas.
Herrera era, desde luego, la eminencia gris de esta organización y continuaba
ejerciendo su magisterio desde las páginas de El Debate, pero don Ángel era de
los pocos políticos que conocía muy bien sus propias limitaciones. Demasiado
tímido y retraído para convertirse en el líder político que necesitaba su partido,
escogió a un joven de Salamanca llamado José María Gil Robles, y su elección
no pudo ser más acertada. Brillante en su oratoria, corrosivo en los debates,
excelente ejecutivo, infatigable trabajador, perfecto conocedor de la política y
sus pasiones, Gil Robles era el animal político que Herrera necesitaba para llevar
a cabo sus planes. Muchos de mis colegas piensan que Robles es una persona
arrogante y engreída. No estoy de acuerdo. Pienso que si Gil Robles hubiera
nacido en un medio distinto, si sus ideas y su formación política hubieran sido
diferentes, podría haberse convertido en el gran líder que la República tanto
había necesitado pero nunca había tenido.
Mi primer encuentro con Gil Robles se produjo en 1933, aunque con
anterioridad había tenido ocasión de escucharle en las Cortes. De estatura
mediana, con una cierta barriga, la cabeza en forma de pera coronada por una
incipiente calvicie, su aspecto físico no delataba una personalidad que emanaba
dinamismo y vigor. Hacía dos años que Herrera le había dado carta blanca en el
partido, y desde entonces don José María no se había tomado un minuto de
descanso. Recorriendo España incansablemente de uno a otro extremo de su
geografía, Gil Robles había conseguido convertir el puñado de hombres que en
1931 constituyeron Acción Nacional en una gigantesca organización política que
se nutría de grupos regionales como el Partido Regional Valenciano, el Partido
Regional de la Mancha, el Partido de Navarra… Gil Robles, a pesar de su
juventud, tenía una considerable experiencia política, ya que había intentado
organizar un partido cristiano-socialista, junto a Herrera y Ossorio y Gallardo, y,
aunque su intento había fracasado, había hecho innumerables contactos que
ahora le servían para estructurar su nuevo partido, la CEDA.
En muchas ocasiones traté de averiguar la fuerza real de la CEDA en
aquellos años de la República. En una ocasión se me dijo que en Madrid
contaban con doce mil militantes, que no son muchos en una ciudad de casi un
millón de habitantes. Pero de lo que no cabe duda es del poder real de
convocatoria de ese partido, tal como quedó demostrado en las elecciones de
1933, y la atracción que tuvo para el gran capital, incluso con aquellas personas
con pocas o ninguna simpatía hacia la República como el conde de Romanones o
Juan March, que engrosaron generosamente las arcas de la CEDA.
A todo esto, El Debate se había convertido en el rotativo más moderno de
Europa, con una capacidad de tirada e impresión superiores a cualquier otro
periódico europeo, y en España competía con ABC para situarse en cabeza de la
prensa española. Tenía corresponsales en las más importantes capitales europeas
(Roma, París, Berlín), y por medio de una agencia de noticias, Logos, controlaba
la prensa provincial de media España. Acababan de sacar un periódico
vespertino, YA, que también había tenido una excelente acogida.
Pensaba en todas estas cosas un día mientras esperaba noticias de la campaña
de Gil Robles sentado delante de su despacho. El Debate compartía ahora con el
cuartel general de la CEDA un moderno edificio de seis plantas. En la entrada,
unos jóvenes que llevaban como distintivo la insignia del yugo y las flechas
ejercían un estricto control de las personas que pasaban al interior. Pero, aun así,
los pasillos del edificio estaban llenos de gente de todas las clases sociales,
aunque predominaran las mujeres y los hombres elegantemente vestidos, que
solían lucir un recortado bigotito. Aquella misma mañana había estado visitando
la casa del pueblo de una organización socialista y todo era muy distinto, no
tanto en el atuendo de las personas, sino en el ambiente mismo del edificio,
como si la casa de los socialistas tuviera vida y esta, en cambio, con su aspecto
artificial y moderno, tuviera algo de irreal y fantasmagórico. Pero no cabía duda
de que los «fantasmas» que poblaban aquel edificio estaban, de momento,
ganando la partida.
Echemos ahora un vistazo a su socio de gobierno, el fundador del llamado
Partido Radical, Alejandro Lerroux. Como Alcalá Zamora, Lerroux también era
de Córdoba, donde había nacido en 1868. A principios de siglo trabajaba como
periodista en Madrid y unos años después fundaba en Barcelona el Partido
Radical. Este partido buscaba el voto de los cientos de miles de trabajadores del
sur de España que habían llegado a Barcelona con la revolución industrial de
fines del siglo pasado y no se sentían representados por los partidos catalanistas
que imperaban en la ciudad.
Lerroux se había convertido en una de las figuras más populares de la
Ciudad Condal. Había establecido su feudo en uno de los barrios más populares
de la ciudad, en la falda de Montjuich, y se le había otorgado el título de
Emperador del Paralelo, el nombre de la avenida que atraviesa esta zona,
famosa por sus teatros y su vida nocturna. Era conocida su figura, ataviada con
las alpargatas que llevaban los trabajadores, paseándose por las calles de estos
barrios. Tenía, como ya hemos señalado, un gran poder de convocatoria entre los
emigrantes que se consideraban excluidos tanto por los partidos políticos
catalanes como por los propios sindicatos anarquistas, demasiado
revolucionarios para algunos en sus propuestas. Lerroux y sus ideales
republicanos sintonizaban perfectamente con aquellos emigrantes, que se
volcaron en su favor en las elecciones municipales de la ciudad, triunfando sobre
los partidos catalanistas que ostentaban el poder.
Pero su éxito electoral significó el fracaso de su política, porque muy pronto
la administración de la ciudad cayó en manos de mafias que cobraban dinero
para los radicales de Lerroux de empresarios, constructores y demás estamentos
de la ciudad. A su vez, corrió la voz de que los gobiernos monárquicos de
Madrid favorecían a aquellos «republicanos» de Lerroux para impedir que los
partidos catalanistas gobernaran en Barcelona. Poco a poco, sus simpatizantes,
desencantados por todos estos escándalos fueron alejándose del Partido Radical.
Pero su caída no se produjo hasta 1907, en las famosas «elecciones limpias» de
Antonio Maura. En esas elecciones no se produjo ninguna interferencia o desvío
de votos a favor de Lerroux, como había ocurrido anteriormente, de manera que
triunfaron de nuevo los partidos catalanistas. El propio rey se quejó de la
«limpieza» de aquellas elecciones: «Volvieron a las Cortes muchos amigos del
gobierno…, pero también muchos enemigos del régimen».
Al perder su inmunidad parlamentaria, Lerroux fue perseguido por el fiscal
general del Estado por los artículos que había publicado en la prensa en los
últimos años y tuvo que huir a Francia. En la guerra de 1914, Lerroux hizo
campaña desde Francia por medio de declaraciones y artículos en la prensa para
que España se uniera a los Aliados. Poco se sabe de él hasta que reaparece en
España con la caída de la monarquía, tal como veremos a continuación.
Las elecciones de 1933 habían complicado sobremanera el panorama político
español. Y no porque hubiera ganado la derecha, sino porque el partido más
importante, la CEDA de Gil Robles, no se declaraba abiertamente a favor de la
República. En sus declaraciones decía «aceptar» por el momento la República,
pero propugnaba, para un futuro, un estado corporativo semejante a los que en
aquellos momentos había en Italia o en Alemania. Las juventudes del partido,
conocidas como las JAP (Juventudes de Acción Popular), iban aún más lejos y
aseguraban que aquella «democracia decadente» representada por la República
española debía ser «barrida del mapa». En aquellas extrañas circunstancias, ¿qué
es lo que debía hacer el presidente de la República, Alcalá Zamora? En teoría, su
obligación era invitar a Gil Robles a su residencia para pedirle que formara
gobierno. Pero Gil Robles seguía negándose a declararse abiertamente
«republicano» y Alcalá Zamora se negaba a recibirle en Palacio…
Por otra parte, también hay que entender las presiones a las que los
miembros de la CEDA se veían sometidos en aquellos momentos. Sus aliados
políticos, los partidos monárquicos, consideraban las elecciones de 1933 como
un plebiscito en el que el pueblo español había rechazado, por mayoría, la
República como forma de Estado y había llegado el momento de que el Ejército,
apoyado por los partidos de derecha, se hiciera con el control del país. Pero el
partido de Gil Robles tampoco se dejaba arredrar por aquellas presiones. Su
estrategia pasaba por convertir a Lerroux en jefe de gobierno, proporcionándole
el apoyo de la CEDA en tanto siguiera las directrices de este partido, que le
retiraría su apoyo y le dejaría caer en el momento en que se desviara. Los
partidos monárquicos acabaron por aceptar a regañadientes la estrategia de la
CEDA. Alcalá Zamora invitó a Lerroux a formar gobierno y la crisis quedaba, al
menos por el momento, solventada.
La República acababa de superar su momento de máxima debilidad. Con la
derrota de los partidos de izquierda, que eran sus máximos valedores, un simple
golpe de Estado de algún general hubiera acabado con el régimen. Pero los
católicos querían hacerlo con cautela y pensaban que el régimen podía ir
cambiando y modificándose gradualmente. No contaban, sin embargo, con que
la izquierda acabaría reorganizándose y uniéndose y ya no les concedería una
nueva oportunidad de hacer una reforma del Estado desde las urnas.
VII
José Antonio
Asturias
El fracaso de Azaña
Victoria
HUBO tres gobiernos en los últimos tres meses de aquel año de 1935, lo cual
constituirá todo un récord, incluso para la República española… Cuando don
Manuel Pórtela Valladares formó gobierno el 9 de diciembre de aquel año, era el
número once desde 1933, es decir, desde que la derecha llegara al poder:
Lerroux había presidido cinco gabinetes, el señor Chapaprieta dos, y el resto los
habían presidido Ricardo Samper y Martínez Barrio. En la República de España
se cambiaba de gobierno como de chaqueta, y aquella ligereza era, sin duda,
causa, o síntoma, de la debilidad de la propia República.
Pero había otras razones para explicar aquel continuo seísmo político que se
producía en España. Existe una ley muy antigua en este país según la cual
cualquier persona que acepte una cartera ministerial recibirá una pensión anual
de diez mil pesetas. Si una persona jura el cargo de ministro pero a las pocos días
o a los pocas horas es cesado (lo cual ha sucedido en más de una ocasión), sigue
percibiendo esa pensión de por vida. Se comprende entonces que una cartera es
un seguro de vida para cualquier político español. Voy a poner un ejemplo para
que se comprenda mejor este asunto.
Me tomé el trabajo de contar los ministros pertenecientes al Partido Radical
en este bienio de gobierno de la derecha y contabilicé treinta y ocho. Teniendo
en cuenta que el número de diputados radicales durante estos dos años ascendía
a unos cien, se puede comprobar que el porcentaje es altísimo. Cualquiera de
esos cien diputados podía tener justificadas esperanzas de que a él también le
tocara la lotería…
Sin embargo, no todo el mundo se apuntaba a esta dinámica. En este sentido,
cabe destacar la honradez de los socialistas, quienes —entre 1931 y 1933—
mantuvieron a los mismos tres ministros (Prieto, Caballero y De los Ríos) a
pesar de los numerosos cambios de gobierno que se produjeron en aquellos dos
años… En esto los socialistas fueron inflexibles y no permitieron que otros
miembros del partido se beneficiaran de esas pensiones que el Estado español
tan dadivosamente concedía.
Particularmente sangrante fue, desde mi punto de vista, la caída del gobierno
que presidía Joaquín Chapaprieta. Se debió simplemente a que ni los de la
CEDA ni los monárquicos aceptaron el plan de reformas fiscales diseñado por el
presidente. Este se proponía introducir algunas reformas en un sistema fiscal en
el que solo se pagaban impuestos por unos ingresos superiores a las cien mil
pesetas anuales, en el que la imposición por cantidades superiores a esta cifra era
únicamente del tres por ciento, y en el que había tal cantidad de excepciones al
reglamento que prácticamente nadie en el país pagaba impuestos. España era, en
definitiva, un paraíso fiscal para la gente rica, un país —como alguien había
dicho de Grecia— muy pobre pero lleno de ricos. No había más que asomarse a
la Gran Vía madrileña cualquier noche y contemplar las grandes filas de
cochazos y limusinas detenidos ante los bares de cócteles y los clubes nocturnos.
Aquel era el país que el señor Chapaprieta pretendía comenzar a cambiar con su
timidísima reforma fiscal, y por eso producía vergüenza ajena contemplar cómo
aquel hombre era expulsado del gobierno.
Su sucesor, como ya he señalado antes, fue Francisco Pórtela Valladares, de
cabello blanco y maneras elegantes, conocido como El Consorte porque estaba
casado con una mujer que ostentaba el título de condesa. Pórtela era una persona
mayor, de más de setenta años, cuya actividad política se había iniciado a
principios de siglo en Barcelona, donde había sido gobernador civil. Parece ser
que Pórtela había convencido al presidente Alcalá Zamora para formar un
partido de centro, que él mismo presidiría, y poder así concurrir a las elecciones.
Pórtela pertenecía al Partido Radical, pero siempre había actuado con cierta
independencia. Con su partido de centro pretendía actuar de bisagra entre la
izquierda y la derecha en las Cortes españolas. Los de la CEDA, naturalmente,
no vieron con buenos ojos la iniciativa de Pórtela, pensando, con razón, que
aquel partido de centro no haría sino quitarles votos a ellos. Para mayor escarnio,
el gobierno de Pórtela no incluía a ningún miembro de la CEDA. El presidente
se enfrentaba a una moción de censura que el propio Gil Robles presentaría en
las Cortes cuando estas abrieran de nuevo sus puertas tras la pausa navideña. La
disolución de la Cámara fue la única salida posible a aquella crisis política, y el
país, en el nuevo año de 1936, se enfrentaba a unas elecciones que serían
decisivas. La temperatura política subía a medida que se acercaba el mes de
febrero, fecha en la que debían celebrarse.
El último día del año 1935 quedaba formado el Frente Popular, integrado por
todos los partidos republicanos (excepto los radicales), los socialistas y los
comunistas. En los partidos de derechas la división era patente. La extrema
derecha quería aislar al partido de Gil Robles por el escaso éxito de su gestión en
el poder y propugnaba la abstención. A solo diez días de las elecciones
legislativas quedó formado el Frente Nacional, integrado por la CEDA y los
partidos monárquicos. Esto situaba a la derecha en una cierta desventaja respecto
a la izquierda, que había iniciado su campaña electoral varias semanas antes.
Pero, y para compensar, el Frente Nacional disponía de abundantes fondos para
su campaña electoral y se permitía el lujo, desconocido en los partidos de
izquierda, de contratar un personal que la llevara a cabo. Desde luego, el
despliegue de carteles y panfletos que realizaron en las calles de Madrid fue
comparable al de las elecciones de 1933. Pero algo había cambiado respecto a
las últimas. La derecha, al menos en parte, parecía haber perdido la confianza en
sí misma. Un día, paseando por la calle de Alcalá, se me acercó un joven que me
entregó un panfleto con la hoz y el martillo estampado en la portada. Al abrirlo
me di cuenta de que se trataba, en realidad, de propaganda católica. Aquella
manera de camuflar el producto que vendían me hizo pensar que la derecha no
las tenía todas consigo.
En aquellos días, ninguno de nosotros éramos conscientes de la importancia
trascendental de esas elecciones ni suponíamos que el mundo entero estaría
pendiente de ellas y que constituirían motivo de discusión durante meses o
incluso años. En la víspera de las elecciones me di una vuelta por un distrito de
clase obrera, Cuatro Caminos. No pude ver un solo cartel del Frente Nacional.
No es que la izquierda los hubiera arrancado de las fachadas, sino que la derecha
no se había atrevido a pisar ese barrio para colocar su propaganda electoral,
prueba de que la temperatura política del país había subido muchos grados en los
últimos días.
Quintanilla me había dicho una noche mientras cenábamos juntos: «La
victoria del Frente Popular será aplastante». Se estaba recuperando de los ocho
meses que había pasado en la cárcel, pero mientras tanto había tenido un
pequeño incidente. Un día, cuando se encontraba en el café Negresco tomándose
una cerveza, se le acercó un joven y le entregó, de manera algo violenta, un
panfleto de propaganda fascista. Ni corto ni perezoso, Luis cogió la botella de
cerveza que tenía a mano y se la partió en la cabeza. Al infortunado joven hubo
que darle varios puntos antes de que pudiera regresar a su casa. Ahora
Quintanilla temía la venganza de los falangistas y había decidido tomar sus
medidas de precaución. Una mañana, cuando le visité en el parque del Oeste,
donde estaba realizando un gigantesco mural en honor de Pablo Iglesias, me di
cuenta de que, entre los pinceles, escondía un revólver del calibre cuarenta y
cinco.
Quintanilla no se equivocó en sus predicciones electorales. Yo contaba con
que una mayoría del país apoyaría al Frente Popular, pero no subestimaba los
obstáculos que la derecha pondría a un hipotético triunfo de la izquierda. El
partido de Pórtela Valladares, que en teoría ocupaba el espacio del centro entre
los dos grandes frentes de izquierda y derecha, en la práctica podía ayudar a Gil
Robles colocando algunos de sus hombres en sus listas. Conocía también la línea
directa que había entre el despacho de Gil Robles y la Jefatura de Policía, de
manera que este podía ejercer un control directo sobre las fuerzas de seguridad
del país. La derecha, desde luego, no se recataba en usar cualquier método para
conseguir votos. En una compañía de seguros habían colocado ostentosamente
en el vestíbulo un retrato del rey Alfonso XIII para que sirviera de constante
recordatorio a los empleados que iban a votar en las próximas elecciones. En
algunas oficinas concedían el día entero a aquellos empleados que se sabía
votarían a la derecha. Conocía a un señor, dueño de varios edificios de
apartamentos en Madrid, que llevaba a los porteros de estos edificios a votar en
coche, asegurándose, naturalmente, de que a la hora de votar cogían una papeleta
de derechas. También había muchas amas de casa que «acompañaban» a sus
criados a los colegios electorales para «enseñarles» cómo se votaba.
En los colegios electorales, era muy diferente ser interventor de izquierdas
que de derechas. Los de derechas recibían un sueldo de quince pesetas, además
de las comidas y un cigarro puro. La única recompensa que recibía un
interventor de izquierdas era que, si su jefe se enteraba, le ponía en la lista negra
de sus empleados. La diferencia económica entre las dos coaliciones era, como
ya he señalado, abismal. En el Frente Popular solo el Partido Socialista disponía
de recursos para aquellas elecciones, al tener acceso a las arcas de los sindicatos.
Posiblemente también el Partido Comunista dispusiera de recursos ofrecidos por
el Komintern, pero en todo caso serían muy limitados. La maquinaria electoral
de la derecha exhibía en cambio un gigantesco retrato de Gil Robles colocado en
un edificio de siete plantas de la Puerta del Sol.
La derecha ejercía todo tipo de presiones ideológicas sobre los electores. La
única presión que la izquierda ejerció sobre el votante había sido organizar
pequeñas manifestaciones callejeras en ciertos barrios con la esperanza de que
las mujeres de aquellas zonas no salieran a la calle a depositar su voto. Pero esto
había ocurrido solo en casos muy contados, porque en el día de las elecciones la
policía había desplegado sus efectivos por las calles de las grandes ciudades
españolas, y el número de incidentes durante la jornada electoral fue
relativamente escaso. En total, se contabilizaron tres muertos y diecisiete
heridos, lo cual habría constituido un verdadero descalabro en Inglaterra, pero
que aquí, en España, y sobre todo teniendo en cuenta el grado de apasionamiento
con que se seguían aquellas elecciones, se consideraba una cifra muy aceptable.
La ronda de colegios electorales que yo hice durante la jornada de votación
me confirma la impresión de que, en general, las elecciones se desarrollaron con
toda normalidad. Al contrario, lo que hay que destacar es la paciencia de los
electores, que en muchos casos guardaban cola durante horas sin que se
apreciaran defecciones en las largas filas. Estas colas se ocasionaban cuando
había algún interventor quisquilloso que se obstinaba en comprobar
minuciosamente la identidad de cada uno de los votantes. Presidiendo una de
estas mesas pude ver la figura del duque de Alba, uno de los pocos aristócratas
españoles que cumplían con sus obligaciones cívicas.
El Frente Popular consiguió una ventaja importante en la primera vuelta, que
incrementó en la segunda. En el Frente Nacional, la CEDA mantuvo las
posiciones que ya tenía en las últimas elecciones, mientras que los radicales de
Lerroux prácticamente desaparecían como partido político. Los republicanos de
Azaña consiguieron setenta y cinco escaños, que sin duda supuso una agradable
sorpresa para don Manuel, aunque me imagino que muchos de aquellos escaños
fueron un regalo de socialistas o comunistas.
Las cifras escuetas señalan que la derecha (Frente Nacional) y la izquierda
(Frente Popular) se repartieron los casi nueve millones de votos depositados,
pero el Frente Popular consiguió mayor número de escaños, al existir mayor
cohesión entre los partidos que lo componían. Ya sé que los periodistas no
debemos expresar nuestras opiniones personales, pero yo mantengo lo que he
dicho anteriormente: si estas elecciones se hubieran celebrado en Inglaterra, por
ejemplo, el triunfo del Frente Popular habría sido verdaderamente aplastante, por
la sencilla razón de que en mi país la derecha no ejerce tanta presión social sobre
el elector.
Por otra parte, es justo señalar que uno de los factores que jugó un papel más
importante en la victoria del Frente Popular fue la decisión de muchos
anarquistas de concurrir a las urnas. La República estaba amenazada de muerte,
y muchos fueron los que, aun luchando contra sus principios, acudieron a votar.
Otro factor que influyó decisivamente en el triunfo del Frente Popular fue el
voto del desempleo. La huelga general de 1934 había provocado despidos
salvajes en algunas empresas. Un banco llegó a despedir a cuarenta empleados.
Conocí a un trabajador ferroviario de la estación del Norte al que se le ocurrió
hablar bien de los mineros asturianos. Fue arrestado y poco después puesto en
libertad sin cargos. Pero al acudir a su puesto de trabajo se le comunicó que
había perdido empleo y sueldo. El periódico ABC despidió durante aquel mes de
octubre a trescientos empleados. En la situación en la que se encontraba el país
entonces, era difícil que aquellos hombres encontraran un nuevo puesto de
trabajo. La derecha podría haberse mostrado más tolerante, sobre todo de cara a
las elecciones. Porque no era difícil imaginarse a quién votaría aquella multitud
de parados que había en toda España.
Los resultados electorales son bien conocidos: los republicanos moderados
(Azaña y Martínez Barrio) consiguieron ciento sesenta y dos diputados; los
socialistas, noventa y cuatro y los comunistas, diecinueve. El Frente Nacional
(CEDA, monárquicos, tradicionalistas, agrarios), ciento cuarenta y cuatro, y los
partidos de centro de Pórtela y Lerroux, cincuenta y ocho.
XII
La República, a la deriva
LA REPÚBLICA obtuvo, desde luego, una gran victoria en las elecciones del
16 de febrero, pero estuvo a punto de convertirse en una victoria pírrica.
Sabemos ya que en las horas que siguieron a la proclamación de los resultados,
el general Franco estuvo presionando al presidente Pórtela Valladares para que
no cediera el poder a los partidos del Frente Popular. Mantener a Pórtela como
jefe de gobierno en aquellas circunstancias era lo mismo que efectuar un golpe
de Estado. Afortunadamente, Pórtela Valladares no se dejó intimidar por las
amenazas del Ejército.
Pero quizá no se haya hecho suficiente hincapié en el papel que jugó el
propio Gil Robles en aquellas horas dramáticas que siguieron a la proclamación
de los resultados. Ya hemos señalado cómo él alternaba gestos que parecían
destinados a hundir a la República con otros dedicados a salvarla, dando, por así
decirlo, una de cal y otra de arena… Había salvado a la República de la amenaza
de la dictadura en octubre de 1934, como señalábamos anteriormente, y ahora se
disponía de nuevo a salvarla. Como ya he dicho antes, mi impresión personal es
que el cardenal Pacelli (el futuro papa Pío XII) estaba detrás de todo ello,
liderando dentro de la Curia romana una corriente de opinión que se oponía a
toda costa a una dictadura en España, que podía ser tan nefasta para la Iglesia
católica como ya lo eran las de Alemania e Italia.
En todo caso, fui testigo involuntario de la toma de posición del líder de la
CEDA en aquellas horas decisivas que siguieron a las elecciones. Yo había
acudido al domicilio de Gil Robles el día después de las elecciones para
conseguir una entrevista con él. Mientras aguardaba en un salón contiguo a su
despacho, pude oír la voz del secretario de Robles que decía: «Pues sí, señores,
anoche los monárquicos trataron de persuadir a nuestro jefe para que se sumara a
un golpe de Estado del Ejército que anularía el resultado de las elecciones…
Nuestro jefe estaba furioso y se opuso rotundamente. Les dijo que estaban locos
si pensaban que él o su partido podían participar en aquella alocada aventura…».
En aquel momento, el secretario se dio cuenta de que había dejado la puerta que
comunicaba con el salón donde yo me encontraba ligeramente entornada y se
dirigió hacia ella para cerrarla. Me moría de curiosidad por saber quiénes eran
aquellos monárquicos que habían hecho tamaña oferta al líder de la CEDA,
aunque me imagino que se trataba de Calvo Sotelo, de Goicoechea o quizá de los
dos a la vez… También hubiera querido enterarme de si se trataba del mismo
complot de Franco que pretendía mantener a Portela en el poder. Mi impresión
es que los líderes monárquicos y el general Franco acudieron primero al líder de
la CEDA, y solo al verse rechazados por Gil Robles decidieron hacerle la
propuesta al presidente Portela.
Desde luego, la situación de Gil Robles en aquellos momentos no era
envidiable. Estaba entre dos fuegos. El pueblo le acusaba de haber provocado la
huelga revolucionaria de octubre de 1934, y la derecha y el Ejército de lo
contrario, de haber abortado dos golpes de Estado, en octubre de 1934 y ahora,
en febrero de 1936. Lo mejor que podía hacer era largarse durante un tiempo y
eso es exactamente lo que hizo. Nombró a Enrique Jiménez Fernández, el líder
de los cristiano-socialistas, como su sustituto al frente de la CEDA y se marchó a
una villa cerca de Biarritz, donde pasó unas semanas recluido con su familia.
Pero antes de marchar, y por si acaso, hizo público un comunicado en el que
decía que la CEDA «se comprometía a respetar la voluntad popular».
Poco después de hacerse público el comunicado de Gil Robles, el propio
Calvo Sotelo daba otro comunicado en el que señalaba que «si se produjera una
situación de agitación o amenaza del comunismo en España, el Ejército
intervendría para salvar la situación, ya que los políticos no parecían dispuestos
a hacerlo… El Ejército no permitiría que España cayera en manos de la
revolución roja». El punto de vista de ambos políticos en aquellos momentos
quedaba así expresado en sus comunicados.
Y es que los rumores de un complot para llevar a cabo un golpe de Estado
venían de antes de febrero de 1936. Un extranjero con muy buenas fuentes de
información me había comunicado, ya en diciembre de 1935, que se había
puesto en marcha una conjuración para dar un golpe de Estado, cuyos
integrantes y bases de operación coincidían exactamente con los que, finalmente,
se conocieron en julio de 1936. Si Portela o Gil Robles hubieran cedido, aquel
complot se habría adelantado unos meses. Y pienso que quizá Portela y Gil
Robles, sin quererlo, le hicieron un favor al general Franco al negarse a seguir
sus pretensiones en febrero de 1936. Porque en aquellos momentos no había
pretexto o razón alguna para dar un golpe de Estado. Los meses que siguieron le
proporcionaron a Franco argumentos suficientes —huelgas, desórdenes,
ocupación de tierras, quema de conventos y finalmente el asesinato de Calvo
Sotelo— para llevar a cabo la intervención militar. Se me dirá que al Ejército no
le hacían falta argumentos para realizar aquella intervención, pero eso entonces
no era cierto. En febrero de 1936 el Ejército español estaba profundamente
dividido. Aparte de un núcleo duro de oficiales que nunca habían dudado en
expresar su desprecio hacia la República y su profunda admiración hacia los
regímenes de Italia y Alemania, la mayor parte de los oficiales habrían dudado
en sumarse a una rebelión pocos días después de que el país manifestara
claramente su opinión en las urnas. Por eso decía antes que Portela y Gil Robles
le estaban haciendo, sin quererlo, un favor a Franco postergando aquel golpe ya
anunciado. Pienso que, en aquel momento, el grueso del Ejército no le habría
secundado.
En esa ocasión decisiva, cuando el país necesitaba más que nunca un líder,
no aparecía nadie para ocupar ese puesto. Portela Valladares había anunciado su
dimisión para después de las elecciones, y tanto los socialistas como los
comunistas renunciaban a entrar en el gobierno. No quedaban más que los
republicanos de Azaña y los de Martínez Barrio para formar gobierno. Martínez
Barrio ocuparía el puesto de presidente de la Cámara y el propio Azaña, a
regañadientes, se encargaría de formar gobierno. Un gobierno a todas luces débil
sin la presencia de los socialistas (a pesar de las protestas de Prieto, que
pretendía entrar en él), que le habría dado mayor consistencia.
Un gobierno que desde el principio pareció ir a remolque de los
acontecimientos. Un ejemplo. Antes de que Azaña pudiera redactar el proyecto
de ley de amnistía para los presos políticos, estos ya salían a la calle liberados
por los concejales de los ayuntamientos donde se encontraban las cárceles, de
manera que Azaña tuvo que rectificar sobre la marcha y legalizar por decreto-ley
una situación a todas luces irregular. La misma improvisación observamos en el
ámbito laboral. El gobierno pretendía que todos los trabajadores despedidos a
raíz de la huelga de octubre de 1934 fueran readmitidos en las empresas. Muchas
de esas empresas habían contratado nuevos operarios, por lo que estos también
podían hacer valer sus nuevos contratos, de manera que se creaba desde el
propio gobierno una situación imposible de resolver. El periódico ABC, que
había despedido a la mayor parte de los trescientos trabajadores que tenía en
nómina, se veía ahora obligado a readmitirlos. Como en los últimos meses había
estado contratando personal nuevo, se encontraba con un exceso de trabajadores
y casi en bancarrota. El gobierno obligaba a las empresas a readmitir
trabajadores cuando lo que las empresas buscaban en medio de aquella crisis
económica era lo contrario, deshacerse de ellos. España se acercaba a la
aterradora cifra de un millón de parados.
Los problemas del país se hacían cada día más acuciantes y el gobierno no
estaba preparado para resolverlos. El teléfono de mi oficina sonaba a todas horas
para darme noticias de violentos sucesos que se producían a lo largo y lo ancho
de la geografía española.
El partido de José Antonio no había conseguido un solo escaño en las
elecciones, pero sus matones intimidaban a todo el mundo. El 12 de marzo
dispararon sobre Jiménez de Asúa, el abogado socialista que había conseguido la
liberación de miles de prisioneros políticos de las cárceles donde se encontraban
desde los sucesos de octubre de 1934. Asúa no murió en el atentado, pero sí el
policía que le escoltaba.
Como represalia por esta acción, elementos de la izquierda anarquista
entraron en la redacción del periódico fascista La Nación, saquearon las oficinas
y quemaron a continuación tres iglesias madrileñas. Pero no solo era la capital de
España la que se veía sacudida por estos sucesos: en Cádiz murieron once
personas en enfrentamientos con la policía, en Granada los fascistas abrieron
fuego contra una manifestación de trabajadores…
Por fin, el gobierno decidió poner a Falange Española fuera de la ley, pero,
como siempre, actuaba demasiado tarde y a remolque de lo que iba sucediendo.
De poco sirvió que el 17 de abril se decretara su disolución, o que el 28 de mayo
se procesara a José Antonio Primo de Rivera, sentenciándolo a cinco meses de
cárcel por un delito de tenencia ilícita de armas. Para entonces, los
acontecimientos habían sobrepasado cualquier acción gubernamental y seguían
ya su propia dinámica. La impotencia del gobierno se vio reflejada en el cierre
de las Cortes durante un mes, tal como fue decretado por Portela. Manuel Azaña
dimitió el 7 de abril y fue sustituido por Santiago Casares Quiroga, tan
bienintencionado como su antecesor, pero igualmente inepto para llevar a cabo
cualquier programa político. El único proyecto político del gobierno en aquellos
días era el de su propia supervivencia.
A pesar de su disolución, o precisamente por ello, los fascistas no cejaban en
sus tiroteos por las calles de Madrid. El 13 de abril asesinaban a don Manuel
Pedregal, el juez que había dictado una sentencia de treinta años de cárcel contra
el pistolero que mató a un vendedor de periódicos socialista… Y los socialistas,
en represalia, asesinaron a un hombre en el desfile del 14 de abril, supongo que
para celebrar el aniversario de la llegada de un régimen de libertad a España. Sin
saberlo, porque iba vestido de paisano, los socialistas habían asesinado a un
sargento de la Guardia Civil.
La réplica de los fascistas no se hizo esperar. ¡Menudo funeral organizaron
por el guardia civil asesinado! Los pistoleros de todo Madrid se reunieron
alrededor de aquel féretro y el cortejo fúnebre discurría por las calles y avenidas
más céntricas de Madrid. Al llegar al paseo de la Castellana, fue saludado por
una salva de disparos que procedían de los tejados donde se habían apostado
francotiradores socialistas. Los guardias civiles que acompañaban al cortejo
fúnebre sacaron sus armas y contestaron al fuego de los francotiradores, de
manera que a lo largo de la Castellana se organizó una batalla campal. Los
enlutados familiares y los políticos que habían acudido al entierro echaron
cuerpo a tierra para resguardarse de aquella lluvia de balas. En medio del tiroteo,
el cortejo fúnebre continuaba su camino hacia la Cibeles sin que nadie pareciera
dispuesto a detener aquella masacre. Al llegar junto a las verjas del parque del
Retiro, en la Puerta de Alcalá, el cortejo fue de nuevo tiroteado por jóvenes
socialistas que habían tomado posiciones detrás de las verjas del parque. El
nerviosismo más absoluto se había apoderado de los guardias civiles que
acompañaban el féretro y que disparaban a su propia sombra. Yo seguía de cerca
aquel accidentado entierro, pero al ver cómo se ponían las cosas en la Puerta de
Alcalá, decidí buscar refugio en el bar más cercano. El resultado de aquel
entierro fueron otros quince muertos, entre ellos Andrés Artela, primo de José
Antonio. Quince me parecían muy pocos teniendo en cuenta los disparos que oí
esa tarde.
Aquella refriega en el centro mismo de la capital de España tuvo el saludable
efecto de obligar al gobierno a buscar responsabilidades en sus propias Fuerzas
Armadas. Veinticinco oficiales de la Guardia Civil, algunos de alta graduación,
fueron arrestados y acusados de pertenecer a la Falange. Muchos oficiales de la
Guardia de Asalto también fueron relevados de sus cargos y sustituidos por
personas afines a los republicanos o que, al menos, no hubieran expresado en
público su repulsa hacia la República, que con bien poco se conformaba el
gobierno en aquellos días.
Pero lo que más sorprendía al observador en aquella primavera de 1936 no
eran las refriegas y tiroteos que se producían en la ciudad, sino una suerte de
inquietud general que se mascaba en el ambiente y que hacía que todo el mundo
se hubiera puesto nerviosamente en marcha. Primero hubo desfiles para celebrar
la victoria en las elecciones, después para pedir la amnistía, a continuación para
conmemorar el Primero de Mayo. La gente se pasaba la vida desfilando por las
calles de Madrid, vistiendo la camisa roja de las juventudes socialistas o la azul
de los comunistas, marchando cada vez más acompasada y marcialmente,
cantando o gritando consignas y eslóganes, reivindicando sobre todo el derecho
a la marcha misma, una marcha que ya nada ni nadie podría detener. La gente se
había echado a la calle, y ese fervor popular coincidía con una creciente
influencia del comunismo en España. Desde la revolución de Asturias, los
comunistas, a través de una organización llamada Socorro Rojo Internacional,
habían distribuido gran cantidad de dinero entre los familiares de los mineros
encarcelados, además de encargarse de su defensa proporcionándoles abogados.
Eso hizo que el papel de los comunistas españoles subiera bastantes enteros, un
partido que hasta entonces había tenido una incidencia relativamente pequeña en
la vida política española. Pero, más que nada, el comunismo se presentaba
entonces como la única opción política con ideas nuevas, capaz de sacar al país
del marasmo al que los liberales de Manuel Azaña lo habían conducido.
Otra de las notas sorprendentes en aquel Madrid de 1936 fue una especie de
«vuelta a la naturaleza», como si aquel espíritu revolucionario que flotaba en el
ambiente se hubiera contagiado también de algún germen rusoniano. Para un
madrileño, la naturaleza es todo aquello que puede contemplarse desde la terraza
de un bar o, en el colmo de la aventura, desde una de esas barquillas que hay en
el estanque del Retiro. Pero en aquella primavera de 1936 un extraño virus
pareció apoderarse de la juventud madrileña, que se subía en los trenes los
domingos por la mañana para hacer excursiones por la sierra. En pocos meses se
abrieron seis nuevas piscinas en Madrid que se abarrotaban de público, como si
todo fuera poco para las ansias de aire libre del personal.
Aquellas excursiones campestres acababan a veces de manera trágica. Una
tarde de domingo, un grupo de jóvenes socialistas tirotearon a un grupo de
fascistas en El Pardo e hirieron a uno de ellos. A su regreso a Madrid, los
fascistas comenzaron a disparar indiscriminadamente desde un coche que
marchaba a gran velocidad por la Gran Vía. Uno de los disparos alcanzó y dio
muerte a una joven socialista que regresaba con sus compañeros de un día en el
campo. La joven encontró la muerte sin saber de dónde le venía, ajena a los
acontecimientos que la habían provocado.
Junto a Rusia, otro país comenzaba a hacerse presente en España. Me refiero,
naturalmente, a Alemania. No había pasado inadvertido el viaje del general
Sanjurjo a Alemania con el pretexto de asistir a la inauguración de los Juegos
Olímpicos. Se sabía que había tenido contactos con Hitler y que había visitado la
fábrica de armas Krupp. Volvió en el mes de junio acompañado por el coronel
Beigbéder, que había sido alto comisario de España en Marruecos y llegó a ser
ministro de Asuntos Exteriores en el primer gobierno de Franco. Beigbéder era
la persona indicada para realizar el contacto con Hitler, porque conocía el
alemán, había sido agregado militar en la Embajada española en Berlín y se
había relacionado con los altos círculos del Ejército alemán. Los vínculos entre
España y Alemania se incrementaban cada día. Comenzó a funcionar un servicio
de vuelos diarios entre Stuttgart y Madrid. Los ferrocarriles alemanes habían
abierto una oficina en la calle Alcalá. La agencia oficial de noticias alemanas,
Deutsches Nachrichten Bureau, acababa de abrir unas grandes oficinas en uno de
los mejores barrios de Madrid. Una asociación llamada Amigos de Alemania
traía, clandestinamente, armas a España. Mussolini ayudaba a los fascistas
españoles, pero en aquellos momentos estaba claro que Hitler movía sus peones
con mucha más eficacia que su aliado italiano.
Mientras tanto, el desasosiego aumentaba. Huelga de camareros, huelga
incluso de toreros, capitaneados por Marcial Lalanda, que poco después se
pasaría al bando de Franco. Los ascensores dejaron de funcionar en Madrid y
hasta los sepultureros se negaban a continuar en sus puestos de trabajo. Desde
Almería llegaban noticias de una historia truculenta: unos campesinos habían
asesinado a un guardia civil después de una disputa sobre un terreno acotado. La
Guardia Civil había reunido todos sus efectivos en aquella zona y se había
dirigido hacia el poblado en cuestión, donde había perseguido y dado muerte a
dieciséis campesinos. Parece ser que la mayoría murieron en una alcantarilla
donde se habían refugiado.
Una organización clandestina llamada Unión Militar, de filiación fascista,
había hecho circular una lista negra de veinte nombres a los que consideraba
«elementos peligrosos que había que eliminar». El primer nombre de la lista era
el de un tal capitán Faraudo. Una tarde, cuando paseaba del brazo de su esposa
por la calle Alcántara, Faraudo fue asesinado de seis disparos en el pecho. El
asesinato era obra de profesionales, ya que su mujer, que estaba junto a él,
resultó ilesa. El capitán Faraudo era el responsable de las Milicias Socialistas.
El segundo hombre de la lista negra de la Unión Militar era el teniente
Castillo, que pertenecía a la Guardia de Asalto. Se había casado hacía poco
tiempo y unos días antes de la boda su novia recibió un mensaje que decía:
«¿Para qué se casa usted con un cadáver?». En la noche del 12 de julio, cuando
salía de su casa para incorporarse al servicio, fue ametrallado por unos hombres
que le aguardaban en la puerta. Castillo no era, que yo sepa, un elemento
extremista o subversivo. Solo se vanagloriaba de ser un buen republicano.
Los compañeros de Castillo recogieron su cuerpo y lo llevaron hasta la
comisaría. Poco después se trasladaban al domicilio del líder monárquico José
Calvo Sotelo. Eran altas horas de la madrugada. Le despertaron y le pidieron que
les acompañara hasta la Jefatura de Policía «para ser interrogado». Decidió
acompañar a los guardias a la Jefatura. Poco después, su cadáver era depositado
en el cementerio.
La República pagaría muy cara aquella insensata acción criminal. Porque
todo lo que había acontecido hasta aquel momento —la quema de iglesias, los
enfrentamientos entre la Guardia Civil y los campesinos, incluso los tiroteos de
los pistoleros fascistas— no tenía la magnitud de aquel crimen de Estado.
Durante los últimos seis meses los fascistas habían buscado desesperadamente
una justificación que legitimase el levantamiento ante la opinión pública. Ya la
tenían.
Pienso, sin embargo, que la culpa no es solo de los asesinos del teniente
Castillo, sino fundamentalmente de todo el gobierno de Casares Quiroga, que no
supo, no pudo o no quiso controlar la situación. Siguiendo las pautas del
gabinete Azaña, Casares Quiroga se limitaba a no hacer nada. La lista negra de
la Unión Militar circulaba por todo Madrid sin que el gobierno se diera por
enterado. La prensa madrileña había pasado semanas discutiendo sobre las
maniobras subversivas del general Mola en Pamplona sin que el gobierno
expresara el más mínimo interés en el asunto. Azaña había marcado la pauta de
aquel laissez faire gubernamental cuando, contestando a las preguntas de un
periodista, había afirmado: «El fascismo no tiene la menor importancia en
España». El gobierno no servía ya para solventar ningún problema de orden
público en España, así que los compañeros del teniente Castillo habían decidido
tomarse la justicia por su mano. La derecha en España tenía en aquellos
momentos dos figuras de personalidad relevante. Gil Robles había sido su
dirigente más inteligente, pero no tenía la fuerza o el carisma de Calvo Sotelo,
sobre todo en los debates parlamentarios o en los discursos que pronunciaba, que
arrastraban a sus oyentes… El asesinato de Calvo Sotelo desencadenaría una
serie de acontecimientos que ya no se detendría hasta tres años después.
XIII
El levantamiento
Al frente de la sierra
Franco se acerca
Toledo
DE todas las ciudades españolas, Toledo es mi favorita, tal vez porque toda ella
guarda una perfecta armonía encaramada en la pequeña colina que rodea el río
Tajo. Tan poco espacio tenían sus constructores que tuvieron que apiñar casas y
calles en el reducido espacio de la colina, de manera que ya no hubo sitio para
adiciones y excrecencias más modernas. Algunos prefieren Sevilla, que es en
España la ciudad espaciosa por excelencia. Yo pongo por delante el recogimiento
físico de Toledo, quizá porque nos habla de otro recogimiento, el del alma.
He estado tantas veces en Toledo, he pasado tantos días felices allí, que no
puedo resistir la tentación de recordar algunos. Recuerdo ese Viernes Santo de
1930 en que las imágenes religiosas y los penitentes de la procesión desfilaban
entre los apuestos cadetes de la Academia Militar y los bizarros oficiales de la
Guardia Civil en uniforme de gala. Recuerdo aquel otro día de 1932 en la que el
cardenal Gomá se convertía en el nuevo primado de España tras la caída de su
antecesor, el fanático cardenal Segura. En el séquito del cardenal había un
sacerdote con el que estuve conversando: «Es un buen hombre —me dijo en voz
baja—, ¡lástima que sea catalán!». Recuerdo finalmente aquella fría tarde del
mes de enero en la que, después de comer perdices en la Venta del Aire, recorrí
la ciudad de la mano de una amiga de Newcastle. Paseando por las frías calles
nos encontramos frente a la catedral y decidimos subir a la torre. Desde allí,
junto a las campanas, pudimos contemplar una prodigiosa puesta de sol invernal
en la que los fríos tonos grises del cielo se fundían y confundían con la pizarra
de los tejados y la plateada piedra de los muros de la ciudad. Y recuerdo también
la botella de anís que nos bebimos en el autobús de regreso a Madrid para
quitarnos el frío que se nos había metido en el cuerpo.
Toda esa España que yo atesoraba en el recuerdo había desaparecido de un
plumazo. Ahora volvía a Toledo, pero era para enfrentarme a la tragedia de una
ciudad dividida, en lucha consigo misma. Los militares que se habían encerrado
en el Alcázar en los días que siguieron al 18 de julio continuaban defendiéndose
en el histórico palacio. La verdad es que yo no sentía ninguna especial devoción
por aquel edificio destruido y reconstruido varias veces en su historia. La última
reconstrucción se hizo en el año 1887 y el arquitecto empleó por primera vez
hormigón armado para sostener algunas de las bóvedas. Solo así se explica que
el edificio permanezca aún en pie después de haber recibido el impacto de nueve
mil obuses, quinientas bombas que dejaron caer los aviones y media docena de
minas con las que se pretendió dinamitar el edificio desde sus cimientos.
Fui a Toledo en los primeros días del mes de agosto, cuando los rebeldes
controlaban todavía la carretera de entrada a la ciudad con un nido de
ametralladoras. Para entrar en Toledo teníamos que dar un rodeo por la plaza de
toros. A pesar del peligro, las calles estaban llenas de una multitud inquieta,
milicianos con grandes sombreros de paja a lo Sancho Panza (eran los
campesinos), anarquistas con los pañuelos rojos y negros, soldados… El
nerviosismo de la multitud era explicable porque en el recinto del Alcázar había
más de un millar de hombres bien armados que, en cualquier momento podían
efectuar una salida e irrumpir en la ciudad. Los atacantes se convertían en
atacados. Lo sorprendente en esos primeros días del asedio no era que el Alcázar
no hubiera caído en manos republicanas, sino todo lo contrario, que los militares
del Alcázar no se hubieran hecho con la ciudad de Toledo.
La defensa del Alcázar se ha convertido ya en leyenda y, como en toda
leyenda, hay aspectos que no se corresponden con la realidad. En contra de lo
que se ha dicho, apenas había cadetes defendiendo el Alcázar porque la mayoría
de los cadetes de la Academia Militar estaban de vacaciones el 18 de julio. La
mayor parte de los defensores del Alcázar pertenecían a la Guardia Civil y
habían acudido de todos los puntos de la provincia de Toledo, llamados por el
gobernador, porque tenían, según dijo, que «defender la República». Cuando
estuvieron todos reunidos en la capital de la provincia se encerraron en el
edificio junto con el propio gobernador civil, algunos soldados y elementos
fascistas. En ningún momento trataron de apoderarse de la ciudad. Antes de
encerrarse se llevaron prisioneras a algunas mujeres pertenecientes a
organizaciones de izquierda. Había un total de quinientas setenta mujeres y niños
en el Alcázar. Resulta difícil de entender cómo una ciudad dominada por los
militares y los curas era tan abiertamente hostil al alzamiento del 18 de julio,
pero evidentemente ese era el caso. El coronel Moscardó, que estaba al mando
del Alcázar, no tuvo otra opción que replegarse en su interior y el 22 de julio
comenzaba su defensa.
Hablé con el gobernador civil y me aseguró que todos los tesoros artísticos
de la ciudad habían sido protegidos y estaban bajo custodia. Me habló de
algunos fusilamientos de fascistas que se habían producido junto a la sinagoga
del Tránsito, pero evidentemente la atención de la población se centraba en el
Alcázar, constantemente hostigado por los milicianos que lo rodeaban. Fui a
Toledo una y otra vez, atraído y a la vez horrorizado por aquella singular
situación, pensando incluso en el infierno que debían de soportar los que estaban
dentro del Alcázar, constante e implacablemente bombardeado. En una ocasión,
me encontraba en la plaza del Zocodover cuando vimos llegar los aviones. Yo
puse pies en polvorosa, sabiendo que la aviación republicana era muy capaz de
errar el tiro. Y efectivamente, la primera bomba cayó muy cerca de la plaza y
mató a dos milicianos y mandó a mi colega Yindrich escaleras abajo en el
edificio donde se encontraba. Desde el lugar donde yo me hallaba podía ver
perfectamente las bombas que caían de los aeroplanos. Eran de aluminio y
refulgían a la luz del sol. Ver caer una bomba es una sensación espantosa porque
siempre da la impresión de que van derechas a por ti, aunque sepas muy bien que
caerán quinientos metros más adelante.
En otra ocasión llegué a Toledo procedente del frente de Talavera, donde las
cosas no marchaban bien para la República. Allí habíamos estado con el general
Asensio, alto, elegante, bien vestido, no uno de esos oficiales que se ponen el
mono azul. El enemigo avanzaba hacia la capital de la nación y Asensio defendía
la carretera de Talavera a Madrid. Había preparado una maniobra para envolver
al ejército atacante en cuanto llegara a Talavera. Asensio parecía olvidarse de
que delante de él tenía un ejército entrenado y bien disciplinado, que
difícilmente caería en la trampa que le quería tender. En su cuartel de Santa
Olalla, Asensio me parecía un cínico que había decidido poner al mal tiempo
buena cara. Pero tal vez me equivocara y creyera ingenuamente que con sus
escasas e inexpertas tropas podía desbordar a enemigo tan poderoso. No lo sé.
Asensio nos prestó su vehículo para que inspeccionáramos el frente. Camino
de la línea de frente nos encontramos con un grupo de milicianos que iban en
dirección contraria a la nuestra. «¿Adónde vais?», les preguntamos. «Hemos
perdido contacto con las otras compañías y vamos a ver si las encontramos», nos
contestaron. Mentían y sabían que lo sabíamos. Estaban tan cansados y
hambrientos que no les importaba. En el frente nos encontramos con una
compañía de guardias de asalto. Los aviones pasaban rozando por encima de
nuestras cabezas. Dos cazabombarderos en llamas caían a poca distancia de
donde nos encontrábamos. Al regresar al cuartel general nos informaron de que
habían apresado a uno de los pilotos y que era italiano. Se llamaba Vicenzo
Patriarca, había participado en la guerra de Abisinia y había venido a España con
otros oficiales italianos, haciendo escala en el norte de África. Era el primer
piloto italiano apresado por la República. Fue enviado directamente a Madrid y
todos los medios de comunicación se hicieron eco de la noticia. Pero nada iba a
hacer mella en la voluntad de los gobiernos democráticos que sabían muy bien lo
que ocurría en España, pero que habían decidido lavarse las manos como Poncio
Pilatos.
Desde Talavera nos dirigimos a Toledo. Era el domingo 16 de septiembre,
una fecha importante en el asedio del Alcázar. El embajador de Chile en España,
don Aurelio Morgado, se había presentado ante los viejos muros y, con un
altavoz en la mano, había pedido una tregua a los defensores para poder evacuar
a las mujeres y a los niños. Morgado era el portavoz del cuerpo diplomático con
representación en España. Su oferta no obtuvo respuesta. Unos días antes, el
coronel Vicente Rojo, del ejército republicano, entró en el Alcázar para hacer la
misma oferta. Moscardó no permitió la evacuación de las mujeres y solo pidió
un sacerdote para que diera la comunión, que le fue concedido.
La República se disponía a poner en práctica el último recurso que le restaba
para conseguir la rendición del Alcázar. Los mineros asturianos habían excavado
la pared occidental del edificio y se disponían a dinamitarla. Pero el capitán
Barceló, que estaba al cargo de la operación, no actuó correctamente. Ordenó a
toda la población civil y militar que abandonaran la ciudad mientras se efectuaba
la explosión. La carga de dinamita abrió un gran boquete en el muro, pero los
milicianos tardaron al menos veinte minutos en regresar a sus puestos y cuando
lo hicieron se encontraron con que la brecha estaba bien cubierta por los
defensores. Otro error fue encomendar el asalto a una banda de jovencitos que se
encuadraban en el batallón La Pasionaria. Sin duda, esta misión debió realizarla
la Guardia de Asalto que se encontraba acuartelada en el hotel Castilla.
Creo que, de todas mis experiencias en la guerra, nada me deprimió tanto
como Toledo. Por un lado, me exasperaba la impotencia de los atacantes y, por
otro, me horrorizaba pensar lo que estarían pasando los que estaban dentro, sobre
los que a diario caían docenas de bombas. Naturalmente, todo podía haber
concluido en pocas horas si el gobierno se hubiera decidido a usar gases
lacrimógenos. Era la única forma rápida y efectiva de desalojar un gran edificio.
Supongo que el gobierno no quiso hacer uso de los gases para no sentar un
precedente de imprevisibles consecuencias en aquella guerra.
La última vez que fui a Toledo fue el sábado 26 de septiembre. Los rebeldes
se habían apoderado de Maqueda y su castillo, en la intersección de la carretera
de Talavera a Madrid. En Torrijos, entre Maqueda y Toledo, un oficial
republicano se había apoderado de un vehículo y había ordenado al chófer a
punta de pistola que se dirigiera hacia el territorio rebelde. Sus propios soldados
le habían matado a tiros. Episodios como este se repetían entre los oficiales
republicanos. El gobierno nunca podía estar absolutamente seguro de su lealtad.
Al recorrer las calles de Toledo por última vez me di cuenta de que era una
ciudad perdida. Los aviones republicanos mantenían aún un último y
desesperado enfrentamiento con los aparatos de Franco, que ya invadían el cielo.
Junto al Alcázar, la Guardia de Asalto seguía intercambiando disparos con los
defensores, pero sin poner el corazón en el asunto. A pocos kilómetros de la
ciudad, en las montañas que rodean su flanco oeste, la lucha se había
intensificado y el avance de los rebeldes era imparable.
Pocas horas después, el día 28 de septiembre, todo había concluido. Los
rebeldes habían roto la línea gubernamental y entraban en la ciudad por veinte
sitios distintos. Muchos jóvenes milicianos murieron tratando de defender una
ciudad que ya no tenía defensa. El gobierno se olvidó de dar la orden de retirada
cuando aún era posible. Cuando yo salí de la ciudad, el sábado 26 de septiembre,
debió procederse a la evacuación de la población civil y militar. Eso habría
evitado la pérdida de muchas vidas. La misma imprevisión se cometió con las
obras de arte que el gobernador civil me había asegurado estaban tan bien
custodiadas. Lo cierto era que una importante partida de cuadros de El Greco se
había quedado atrás y que las personas a su cargo hubieron de ponerse a salvo
pasando en barca de una a otra orilla del Tajo, cuando los rebeldes entraban ya
por la Puerta de Bisagra. La orden de expedición de aquellos grecos estaría
perdida en algún despacho gubernamental.
Los defensores del Alcázar sufrieron ciento cuarenta bajas, una cifra
realmente insignificante si se tiene en cuenta las toneladas de bombas que los
republicanos dejaron caer sobre ellos. No cabe duda de que se hicieron
acreedores a la leyenda que se ha forjado en torno a ellos, ya que demostraron
que su valor estaba realmente a prueba de bombas.
XVII
La Telefónica
Un conde en la cárcel
El Jarama
Guadalajara
Putsch de Barcelona
El bombardeo de Almería
Reposo en Montreux
Teruel
La batalla de Aragón
Enrique Líster
Juan Negrín
¡QUÉ extrañamente apropiado era todo aquello! ¡La última sesión de las
Cortes de la República se celebraba en una mazmorra! ¡La democracia
prisionera, la democracia amordazada, la democracia torturada!
¡Qué sabia elección la de aquel tétrico lugar para el último encuentro de los
diputados que habían representado y defendido la democracia, antes de que se
produjera la diáspora, antes de que la República pasara a ser un capítulo más en
la larga —y ciertamente variada— Historia de España!
Hacía mucho frío en el castillo de Figueras aquella noche del 1 de febrero de
1939, hacía frío, pero sobre todo había humedad, una humedad que se calaba
hasta los huesos y te encogía el alma. En aquellas mazmorras donde nos
encontrábamos, en los sótanos del castillo de Figueras habían estado encerradas
gentes de derechas durante la guerra, y antes, gentes de izquierdas, después de la
huelga general de 1934. Ahora todo estaba limpio y silencioso, las paredes
recién encaladas, aguardando el acontecimiento que se iba a producir allí aquella
noche. Era un lugar seguro, a resguardo de las bombas de Franco, cuyo ejército
pisaba los talones de aquella dramática retirada republicana hacia la frontera
francesa.
Las Cortes españolas se reunían en ese lugar en la noche del 1 de febrero, tal
como ordenaba la Constitución. Yo había asistido a su primera sesión y ahora me
disponía a asistir a la última.
Durante la guerra, las Cortes se habían reunido en Madrid, después en
Valencia —en aquella maravillosa Lonja que se había decorado con grandes
tapices para la ocasión—, después en un monasterio en Montjuich, e incluso en
un banco en Sabadell. Unas Cortes nómadas, unas Cortes perseguidas con saña
por los enemigos de las Cortes, unas Cortes que en definitiva no habían
conseguido echar raíces en aquel país que ahora se disponía a expulsarlas. Unas
Cortes que también habían sido culpables, porque nunca fueron capaces de
hablar con voz firme y clara, como el pueblo, sin duda alguna, hubiera deseado.
Su presidente, Diego Martínez Barrio, estaba sentado junto a una mesa
envuelta en la bandera republicana. Frente a él había sesenta y tres diputados de
los cuatrocientos setenta y tres que tenía aquella Cámara. Dio la palabra a Juan
Negrín, que, como no era orador, leyó su discurso. Ponía tres condiciones para la
paz: 1) Total independencia y autonomía del territorio español. 2) Garantías para
que el pueblo español pudiera escoger su propio destino. 3) Garantías de que no
se perseguiría a los perdedores en la posguerra. Hablaba, naturalmente, para la
Historia. Algo parecido a la muerte flotaba en el ambiente de la sala aquella
noche. Le susurré al oído del escritor ruso Ilya Ehrenburg, que tenía junto a mí:
«Esto parece una tumba». «Lo es —me respondió—. Es la tumba de la
democracia, pero no solo la de España, sino la de toda Europa».
Todo ese día habíamos estado esperando en Figueras los bombardeos de
Franco. Llegaron a la mañana siguiente y mataron a unas sesenta personas. La
ciudad, lindando casi con la frontera francesa, estaba atestada de refugiados.
Habíamos estado en las oficinas del gobierno cumpliendo con el ritual de la
censura, como si aquella fuera una crónica más entre las miles que habíamos
estado enviando a lo largo de tres años de guerra, sobre todo para rendir tributo
al equipo de personas que ni siquiera en aquellas dramáticas circunstancias eran
capaces de abandonar sus puestos de trabajo. Si allí estaban ellos, allí estábamos
también nosotros.
Realmente no fue en Figueras donde percibí el ocaso de la democracia, sino
al cruzar la frontera y llegar a Francia. Muchas veces los periodistas nos
quejamos de nuestro trabajo y decimos que preferiríamos ser limpiabotas, pero
en el fondo estamos encantados con nosotros mismos y con nuestra labor. Sin
embargo, ha habido una sola historia en toda mi vida que hubiera preferido no
tener que escribir jamás: lo que sucedió aquel día que llegué a la frontera
francesa. Hoy sigo pensando que lo que mis ojos vieron ese día no fue la
realidad, que fue simplemente una pesadilla, un mal sueño. Un sueño del que
podría despertarme con una buena ducha de agua fría.
La primera oleada de refugiados —que alcanzaría la cifra final de
cuatrocientos mil— llegó al pequeño pueblo fronterizo francés de Le Perthus el
30 de enero. Recuerdo que la carretera estaba atestada de carretas, camiones,
ambulancias, carros de mulas y cualquier otro vehículo de ruedas que se pueda
uno imaginar.
Los franceses no dejaban pasar ningún tipo de vehículo, de ahí el gigantesco
atasco. Corría el rumor de que las tropas de Franco habían entrado ya en
Figueras, y aquel rumor había producido una estampida de la gente hacia la
frontera. Al principio, todo el mundo era admitido, pero al prefecto de los
Pirineos Orientales, monsieur Didkowsky, se le ocurrió cambiar de opinión.
Decidió admitir solo a mujeres y niños, excluyendo así a los miles y miles de
soldados republicanos que en aquellos momentos se agolpaban en la frontera.
Hay que decir, en honor a la verdad, que los jefes del ejército republicano habían
pedido a las autoridades francesas que no admitieran a soldados, por la sencilla
razón de que Franco no había llegado aún a Gerona y, por tanto, estaba muy lejos
de Figueras. Pero todo esto la gente no lo sabía.
En cualquier caso, la tragedia estaba servida. Yo estaba allí, en aquel puesto
fronterizo aquella noche junto con el brigadier Molesworth, enviado especial de
la Sociedad de Naciones, y no podíamos dar crédito a lo que estábamos
contemplando: veíamos llegar a aquellos soldados hasta el puesto fronterizo,
algunos simplemente destrozados por el cansancio, otros hambrientos, otros
heridos de gravedad, algunos con miembros de su cuerpo gangrenados, todos
cubiertos de suciedad, barro y miseria, y veíamos cómo los guardias fronterizos
franceses los mandaban de vuelta, de vuelta hacia ningún lado. A todo esto había
comenzado a llover, primero suavemente, pero cada vez con más intensidad, de
manera que aquellas cortinas de agua no hacían sino aumentar el espectáculo
dantesco al que, absolutamente impotentes y horrorizados, asistíamos. De nada
sirvió que Molesworth protestara ante la gendarmería. Se encogieron de
hombros y dijeron que estaban «cumpliendo órdenes».
Yo, desesperado, no sabía lo que debía hacer. Regresé a la Junquera, el
último pueblo español, y fui en busca del comandante. Me dijo que doce bebés
habían muerto aquella noche por dormir a la intemperie. Las calles estaban
llenas de gente que dormía o que había pasado ya a mejor vida. Volví a la
frontera y me dirigí a Perpiñán. Pensé que la ciudad entera se estaría preparando
para recibir aquella oleada de refugiados, que las escuelas se estarían
acondicionando para atenderles, que las iglesias se habrían abierto en plena
noche para acogerles, que se habrían preparado cantinas y cocinas de campaña
para dar de comer a toda aquella gente, que cines y teatros habrían suspendido
sus funciones.
Me equivocaba. Al llegar a Perpiñán pude comprobar no solo que los cines
estaban abiertos aquella noche, sino que, además, estaban muy concurridos. Y
las calles se encontraban llenas de personas que paseaban, que hablaban, que se
reían, que se divertían. Iban bien vestidas y parecían bien alimentadas. Entraban
en los bares y en los cafés, y se dirigían a los music halls para contemplar el
espectáculo de varietés que se ofrecía aquella noche. Desde la calle, podía oír la
inconfundible música del acordeón francés. Aquel espectáculo era, en el fondo,
mucho más tétrico y dantesco que el que acababa de ver en la frontera, porque
estaba contemplando a una humanidad que había perdido el corazón, a unos
seres humanos que habían dejado de ser humanos.
Llegados a este punto, sería totalmente injusto olvidarnos de aquellas
personas —francesas y no francesas— que se volcaron con los refugiados. El
mismo prefecto de los Pirineos no hacía más que cumplir órdenes de París, pero,
por su propia iniciativa, había traído a un equipo de médicos que se ocupaban de
los heridos más graves en la fortaleza de Bellegarde, encima de Le Perthus. Las
mujeres de ese pueblo organizaron una cantina para dar sopa caliente al mayor
número de refugiados posible. El obispo de Perpiñán mandó un comunicado a
los medios de comunicación instando a los católicos franceses a ayudar a los
refugiados españoles. El párroco del pueblecito de Prats de Molló abrió las
puertas de su iglesia aquella noche para que entraran los refugiados. Pero fueron,
como digo, actos individuales, que en ningún caso podían disimular lo que ya
era evidente: la crueldad del gobierno francés hacia aquellos miles de refugiados
españoles y la indiferencia de la población francesa en general, como si todo
aquello no fuera con ellos.
Unos días más tarde Francia decidió abrir sus fronteras, aunque fue un gesto
tardío y obligado por las circunstancias. ¿Qué otra cosa podían hacer los
franceses con aquellas masas de refugiados que se agolpaban en sus fronteras?
¿Cómo podían impedir aquella invasión si no era por la fuerza de las armas?
Yo recordaba el medio millón de refugiados holandeses que llegaron a
Bélgica porque no querían vivir en su país ocupado por los alemanes en 1914 y
la cálida acogida de los belgas. ¡Qué distinto del trato de los franceses a sus
vecinos españoles!
Y lo peor estaba todavía por llegar. Cuando aquellos desgraciados pudieron
cruzar al fin la frontera se les llevó a unos «campos» junto al mar. Aquellos
campos eran solo eso, campos pantanosos que se inundaban con las lluvias o
eran azotados por tormentas de arena cuando se levantaba el viento en la playa.
Apenas había alguna cabaña donde refugiarse. Los hombres tenían que cavar
agujeros en la arena; vivían en guaridas como animales para protegerse de las
lluvias y del frío. No existía agua potable en aquellos campos, de manera que
pronto cundió la disentería entre la población de refugiados. El servicio médico
era prácticamente inexistente, de manera que semanas después de haber llegado
muchos heridos todavía no habían sido atendidos. Algunas mujeres y niños
fueron recogidos en otros lugares, pero muchas sufrieron los rigores de aquellos
mal llamados «campos de refugiados» y bien llamados «campos de
concentración». No había más que ver a los soldados senegaleses que
patrullaban con porras de madera y a la caballería del Ejército francés, que
recorría aquellos recintos blandiendo el sable a la menor provocación, para que
no quedara ninguna duda del lugar donde nos encontrábamos. Y así, un mes
después de que la guerra hubiera concluido, gente que en su vida anterior eran
abogados, o arquitectos, o médicos, se habían convertido en esta nueva vida en
Argeles o en Saint-Cyprien —los nombres de aquellas ratoneras— en alimañas
que vivían en madrigueras que ellos mismos se habían construido —como si
fueran topos— en la arena. Deambulaban todo el día con aspecto desaliñado y
abatido, sin saber dónde meterse cuando llegaron las lluvias de la primavera.
Nunca me había sentido tan deprimido, porque ese medio millón de hombres
que deambulaba perdido por aquellos campos representaba el punto al que el
género humano había llegado, señalaba no hacia un pasado evidente —la guerra
española—, sino, por extraño que pudiera parecer, hacia un futuro, una visión de
futuro en el que todos los verdaderos demócratas acabaríamos así, encerrados en
grandes campos de concentración, encerrados y aislados para no contaminar con
nuestras ideas al resto de la humanidad.
Ya no hablo de caridad cristiana, pero ¿qué impedía a las autoridades
francesas o inglesas ofrecer trabajo a todos aquellos hombres, excepto el temor
de que con sus ideas contaminaran a los otros trabajadores?
Las potencias europeas sí se preocuparon de salvaguardar una cosa en la
guerra española: los cuadros del Museo del Prado. Expertos en arte se
trasladaron a Madrid para supervisar el embalaje y la protección de los cuadros,
y todo el mundo sabía que seiscientos cuadros habían llegado hasta la frontera
francesa después de una larga odisea. Así que no era cierto que la suerte de los
españoles les fuera indiferente: todo el mundo se alegraba de saber que los
cuadros de Francisco de Goya, Diego Velázquez, El Greco o Zurbarán habían
llegado hasta la frontera y se encontraban en buen estado, o de que habían salido
de Perpiñán con dirección a Ginebra el 13 de febrero y no habían sufrido daño
alguno. ¡Lástima de que todos aquellos caballeros hubieran muerto hacía cientos
de años! Como señalaba al principio, la guerra española me había dado ocasión
de escribir centenares de historias, algunas de ellas infinitamente tristes y
dolorosas, pero desde luego ninguna tan sórdida, ninguna tan miserable, ninguna
tan degradante para el ser humano como las que escribía en aquellos días desde
el sur de Francia, historias que no quería escribir simplemente porque sentía
vergüenza ajena. Se puede abandonar un pueblo a su suerte, como habían hecho
Francia e Inglaterra con España, pero lo que no se puede hacer es pisotear su
honor y su dignidad, precisamente aquello que más valoraba el pueblo español.
XXXIII
El fin de la República
PERSONAJES
Buckley tuvo ocasión de estar muy cerca de políticos como Alcalá Zamora,
Azaña. Besteiro, Indalecio Prieto y Largo Caballero, directos protagonista de
los acontecimientos que tuvieron lugar en la década que estuvo en España como
corresponsal.
Luis Quintanilla, reconocido pintor santanderino (1893-1978) y amigo personal
de Buckley desde su llegada a Esparta. Participó activamente en la defensa de
Madrid y en otras acciones bélicas.
El alemán Comandante Hans fue uno de los más emblemáticos mandos de las
Brigadas Internacionales. Participó, entre otras acciones militares, en las
batallas de Guadalajara y del Ebro.
De entre todos los reporteros que siguieron la guerra de España, el escritor
estadounidense Ernest Hemingway fue, sin duda, el más conocido. Buen
conocedor del país desde años antes» simpatizó con las ideas republicanas.
Pero Hemingway fue sólo uno de los muchos periodistas que siguieron las
batallas desde muy cerca. En la imagen, Gustav Regler y Ludwig Renn, en la
batalla de Guadalajara.
Compuestas por voluntarios de diversas procedencias (franceses, alemanes,
estadounidenses…), las Brigadas Internacionales participaron activamente en la
Guerra Civil, desde su llegada a España en noviembre de 1936 hasta su
despedida en noviembre de 1938. Varios fueron los lugares escenario de la
despedida de las Brigadas Internacionales, aunque fue en Barcelona, el 28 de
octubre, donde se celebró el acto más multitudinario. Los brigadistas marcharon
por última vez por las avenidas principales de la ciudad.
Distintas imágenes de una de las batallas mis importantes de la Guerra Civil: la
batalla de Teruel, que tuvo lugar entre diciembre de 1937 y febrero de 1938
Henry Buckley y Herbert Matthews proporcionaron las mejores crónicas de la
batalla desde el lado republicano.
BATALLAS
Durante la guerra, Buckley fue testigo directo de las batallas que tuvieron lugar
en el centro y noreste de la Península.
Imágenes tomadas por Henry Buckey durante la batalla librada en el Ebro.
Arriba, el Ebro a su paso por Tortosa, así como el sistema utilizado para
cruzarlo. En el centro, grupo de corresponsales que cruzaron el Ebro para
entrevistar a Enrique Líster de derecha a Ernest Hemingway Abajo, el autor y
Hemingway después de atravesar el río, no sin dificultades.
REFUGIADOS
Los combates producían inevitablemente un angustioso rio de refugiados que
abandonaban sus lugares de origen, sus casas y sus pertenencias. Algunos, en el
mejor de los casos, regresaban cuando las tropas de uno u otro bando imponían
su primacía.
EL EXILIO
Henry Buckley abandonó España en 1939 con miles y miles de refugiados que
pasaron a Francia. En el mes de marzo, los pasos de montaña estaban cubiertos
de nieve y los refugiados no estaban equipados para emprender la travesía. La
primera oleada de refugiados, que alcanzaría la cifra final de cuatrocientos mil
llegó al pequeño pueblo fronterizo francés de Le Perthus el 30 de enero.
Recuerdo que la carretera estaba atestada «las carretas, camiones,
ambulancias, carros de mulas y cualquier otro vehículo de ruedas que se pueda
uno imaginar. Cuando los refugiados pudieron cruzar al fin la frontera, las
autoridades francesas los llevaron a unos «campos» que estaban junto al mar,
unos terrenos pantanosos que se inundaban con las lluvias o eran azotados por
tormentas de arena cuando se levantaba el viento en la playa, desprovistos de
las mínimas condiciones para vivir en ellos.
LA FAMILIA BUCKLEY
Casado con la española María Planas, Henry Buckley se instaló en España en
1949. En estas dos imágenes aparece el autor con su esposa y sus hijos George,
Patrick y Ramón.
RESEÑA BIOGRÁFICA
HENRY BUCKLEY, (1904 — 1972) llegó a España en 1929 desde Paris y
Berlín y escribió crónicas sobre el país hasta 1939. Fue un testigo excepcional.
Vivió la caída de la monarquía, el establecimiento de la República y la Guerra
Civil.
Era católico, pero pronto se hizo muy crítico de la oscurantista Iglesia
española. En una referencia al periódico tradicionalista, «El Siglo Futuro»,
escribió en el libro que más vale llamarlo «El Siglo XVI» porque poco había
cambiado en la Iglesia desde entonces. Hacia el final del libro confesó estar
avergonzado del «uso que se le está dando a la cruz» y dejó de ir a misa con
regularidad.
En los dos años antes del establecimiento de la República, llega a la
conclusión que va a ser muy difícil establecer una democracia y una sociedad
más justa debido a la existencia de «una economía feudal sin una fuerte clase
media y mercantil capaz de tomar el control y reformar y reconfigurar la
maquinaria económica para que encaje con las necesidades del siglo XX. No
había otro país en Europa en esta época donde una persona rica pudiera obtener
tantos rendimientos por su dinero y pagar tan pocos impuestos como España. Era
un país pobre con muchos ricos».
Acompañó a Francisco Largo Caballero en los frentes de la Sierra
Guadarrama y a Enrique Líster en los de Guadalajara, visitó a Lluís Companys
en la cárcel Modelo, indagó en la vida del contrabandista Juan March (sin
conocerle), es testigo del asedio del Alcázar de Toledo, visitó con regularidad los
depósitos de cadáveres en Madrid para contar el número de muertos.
La política de no intervención de Francia, el Reino Unido y los Estados
Unidos lo hizo enojar. «Por omisión, ayudaron a estrangular a la República».
Nacido en Inglaterra en 1904, hizo sus primeras crónicas periodísticas en
París y se trasladó en 1929 a España, donde permaneció hasta el final de la
Guerra Civil como corresponsal de The Daily Telegraph. Durante la Segunda
Guerra Mundial, cubrió toda la campaña del norte de África y la invasión aliada
de Italia como corresponsal de la agencia de noticias Reuters, hasta que fue
gravemente herido por un obús alemán en la batalla de Anzio. En 1949, después
de cubrir corresponsalías en Berlín y Roma, Buckley regresó a Madrid como
director de Reuters. España fue la gran pasión de su vida y aquí permaneció
hasta su muerte en 1972.
Título original: Life and Death of the Spanish Republic
Henry Buckley, 1940
Editorial: Espasa Libros, S.L.
ISBN: 9788467015959