Tránsitos y Ocasos

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Una tarde cualquiera, de un Domingo cualquiera, siendo cualquiera, tuve la

revelación del por qué llevo meses sin poder con la poesía,
No comprendía la razón de por qué si el mundo aún se me presenta en frases
susurradas por algo más grande que yo, o por una versión más profunda de mí no
podía plasmar esto en versos y la respuesta llegó de la forma más caprichosa que
pude notar: En la figura de un niño gritando. Este niño ni cinco minutos antes
jugaba contento, en su mundo a medida de su corta experiencia, la infancia es un
instante de dulce inconsciencia, como decía Galeano, "todo los niños son paganos"
al ver la naturaleza con esa inocencia contemplativa. Mientras este niño observaba
un charco, un simple charco con bichos como quien mirara algo maravilloso se le
cayó de sus manos la golosina que comía y esto, fue suficiente para su ira y este
niño gritó desde la profundidad de su cuerpo tembloroso que aún ni gestionar bien
sabe. Fue un grito liberador y extravagante, tan libertario, tan desahogante, este
fue el límite de la belleza del charco y el césped, y la diversión del parque. Su
cara enrojecida era manifiesto colorido de sus primeras sensaciones de perdida y me
di cuenta en ese instante y en este afán mío de ir encontrando espejos que estaba
frente a uno: me di cuenta de que yo también quería gritar, y desde hace mucho. La
belleza seguía ahí, el mundo aún se me presenta en árboles, flores, lunas, pieles y
dolores que a veces son bellos, pero, llevaba meses transitando una frontera de mi
mismo, de mis capacidades, acampaba mi mente en el límite dónde rugía amordazado mi
grito, el grito producto de haber perdido lo que yo identificaba como golosinas y
el miedo, el miedo profundo de perder las pocas que me quedaban y el miedo de no
saber si iba a poder conseguir más. Mi grito es un panal de avispas malas, una
asociación criminal contra mi mismo, la reacción de todos los golpes que me he
llevado en los últimos dos años y a los que no me permití reaccionar, una forma de
relleno sanitario de mis pensamientos escondidos, un rey rata, el secuestro de
muchos sentimientos que me han visitado y que por alguna razón masoquista no quería
dejar ir. Me di cuenta de que lo dejaba salir a cuenta gotas y que procuraba
embellecer lo que no se podía. Quien puede acomodar en versos un alarido? Sería
como pretender aromatizar la basura.
La adultez solo sirve de mampara, todos seguimos siendo niños solo que viendo
charcos más complejos, comiendo y botando golosinas más complejas, transitando
también un césped que no comprendemos y resistiendo gritos porque no está bien
visto que los adultos griten y en este momento de la historia que nos toca vivir,
quizá toda la humanidad necesite gritar. Quizá unos como yo, busquen salvaguarda en
embellecer lo imposible, otros quizá en especular lo que sucede, otros en las
múltiples formas de golosinas con las que deciden identificarse, pero todos en
estos tiempos lidiamos precisamente con las golosinas que el contexto nos arrebató.
Enseguida que este niño gritó su padre amoroso le alzó y le consoló, el abrazo
sustituyó la golosina, pues la gracia de esto no está en lo que se tiene y se
pierde, si no en como nos hace sentir lo que tenemos y lo que perdemos, es cosa de
conexiones neuronales complejas a través de situaciones completamente simples, esta
es la magia que hace que nuestros perros muevan la cola cuando llegamos a casa.  Y
justo cuando me iba a adentrar en esta idea me surgió la hipótesis de que quizá los
adultos, todos, somos vulnerables ante la perdida porque crecer es asumir una forma
de orfandad desde lo más primitivo de la mente. En la etapa adulta es cuando más
pérdidas sufrimos y en plena consciencia de que no hay abrazo parental que
sustituya la conexión neural del objeto perdido, la sensación de ausencia, vacío y
derrota sin algo que nos brinde un abrigo, seguro por eso las religiones
mayoritarias venden que dios es un padre amoroso, y tuve otro ejemplo de frente:
Una pareja peleando, con sus caras enrojecidas como el niño, sus cuerpos
temblorosos como el cuerpo del niño, mirándose el uno al otro como golosinas caídas
y ahí me di cuenta de que la busqueda desaforada de la humanidad no es el abrazo,
si no el amor que representa la protección frente a la inseguridad que nos provoca
ir perdiendo a través de la vida eso que identificamos como golosinas, pero ese es
otro tema, hoy me permito ser egoísta y solo observar este grito que guardo por
dentro.

Después de un rato de ir y volver en las mismas ideas y mientras escogía las


palabras que ahora escribo me hago consciente de mi mismo. El sol me cubre de un
rosa tenue, el cielo adquiere mis colores favoritos. Quizá yo podría fungir como
esa luz frente a mi grito, cubrir todo lo que yace en mi interior, quizá para
esconderlo de nuevo o quizá para soltarlo. Y recordé una máxima de Nietzsche que
adquiere un nuevo significado: "somos un tránsito y un ocaso"  Siempre lo
interpreté como si lo que realmente importa no es lo que somos en el mundo si no lo
que dejamos en el mundo, y no está mal, es quizá hasta un regla natural llevada a
otros planos de lo físico, "de nuestros huesos surgirán flores" dijo alguien por
ahí y es verdad, pero, por primera vez realmente entendí que es esto de ser un
"tránsito y un ocaso" : Somos atardeceres que se volverán noches y días
constantemente, somos tránsitos porque no somos entes fijos, se mueven nuestros
cuerpos, nuestras ideas y las situaciones a nuestro al rededor, todo se mueve,
somos intestables, e inestables para bien, como el mar y el viento que lo mecaniza,
como el clima de la tierra donde hasta las tempestades contradictoriamente cumplen
un rol de equilibrio. Nuestros cuerpos se mueven, la mayoría de veces a voluntad,
decidimos dónde ir, como ir, que tocar y que evitar, y entendí que la clave está en
replicar esta voluntad en lo intangible, hacer nuestro el poder de decidír que
pensar, que hacer con lo que se siente, tratarles como visitantes, como ventiscas
pasajeras que se iran, o por el contrario, aferrarnos a ellos como quien abraza un
espino.
Y me di cuenta que mi grito, no estaba en mi, si no que yo estaba en el grito, que
el grito era el cúmulo de las espinas en mi cuerpo que decidí inconscientemente
abrazar, ahora comprendo que si somos ocasos, es porque a pesar de la noche estamos
predeterminados al amanecer
y así es como este texto que escribo tomó un rol liberador, como una carta de
renuncia o hasta una nota suicida. Cuántas veces por resistir el grito sentí ganas
de morir, sin saber que el camino era precisamente morir, pero no yo, mi cuerpo, mi
físico, si no a la compulsividad que nos hacer querer adueñarnos hasta de lo que es
dañino, a esa amalgama de factores con las que nos identificamos, porque su función
es dulce para con nosotros como la golosina para el niño, porque aunque no podemos
evitar sentirnos como el niño que perdió su golosina, si podemos aprender a
abrazarnos a nosostros mismos como ese padre y brindarnos nosotros mismos nuestro
propio abrigo y entender que absolutamente nada, ni bueno ni malo, es completamente
nuestro. Al fin y al cabo, creo que esa sería la verdadera plenitud y lo que más se
acerca a una verdadera libertad

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