Cuentos

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Cuentos

Caperucita Roja

Érase una vez una niñita que lucía una hermosa capa de color rojo. Como
la niña la usaba muy a menudo, todos la llamaban Caperucita Roja.

Un día, la mamá de Caperucita Roja la llamó y le dijo:

—Abuelita no se siente muy bien, he horneado unas galleticas y quiero


que tú se las lleves.

—Claro que sí —respondió Caperucita Roja, poniéndose su capa y


llenando su canasta de galleticas recién horneadas.

Antes de salir, su mamá le dijo:

— Escúchame muy bien, quédate en el camino y nunca hables con


extraños.

—Yo sé mamá —respondió Caperucita Roja y salió inmediatamente hacia


la casa de la abuelita.

Para llegar a casa de la abuelita, Caperucita debía atravesar un camino a


lo largo del espeso bosque. En el camino, se encontró con el lobo.

—Hola niñita, ¿hacia dónde te diriges en este maravilloso día? —preguntó


el lobo.

Caperucita Roja recordó que su mamá le había advertido no hablar con


extraños, pero el lobo lucía muy elegante, además era muy amigable y
educado.

—Voy a la casa de abuelita, señor lobo —respondió la niña—. Ella se


encuentra enferma y voy a llevarle estas galleticas para animarla un poco.

—¡Qué buena niña eres! —exclamó el lobo. —¿Qué tan lejos tienes que
ir?

—¡Oh! Debo llegar hasta el final del camino, ahí vive abuelita—dijo
Caperucita con una sonrisa.

—Te deseo un muy feliz día mi niña —respondió el lobo.


El lobo se adentró en el bosque. Él tenía un enorme apetito y en realidad
no era de confiar. Así que corrió hasta la casa de la abuela antes de que
Caperucita pudiera alcanzarlo. Su plan era comerse a la abuela, a Caperucita
Roja y a todas las galleticas recién horneadas.

El lobo tocó la puerta de la abuela. Al verlo, la abuelita corrió despavorida


dejando atrás su chal. El lobo tomó el chal de la viejecita y luego se puso sus
lentes y su gorrito de noche. Rápidamente, se trepó en la cama de la abuelita,
cubriéndose hasta la nariz con la manta. Pronto escuchó que tocaban la puerta:

—Abuelita, soy yo, Caperucita Roja.

Con vos disimulada, tratando de sonar como la abuelita, el lobo dijo:

—Pasa mi niña, estoy en camita.

Caperucita Roja pensó que su abuelita se encontraba muy enferma


porque se veía muy pálida y sonaba terrible.

—¡Abuelita, abuelita, qué ojos más grandes tienes!

—Son para verte mejor —respondió el lobo.

—¡Abuelita, abuelita, qué orejas más grandes tienes!

—Son para oírte mejor —susurró el lobo.

—¡Abuelita, abuelita, que dientes más grandes tienes!

—¡Son para comerte mejor!

Con estas palabras, el malvado lobo tiró su manta y saltó de la cama.


Asustada, Caperucita salió corriendo hacia la puerta. Justo en ese momento,
un leñador se acercó a la puerta, la cual se encontraba entreabierta. La
abuelita estaba escondida detrás de él.

Al ver al leñador, el lobo saltó por la ventana y huyó espantado para


nunca ser visto.

La abuelita y Caperucita Roja agradecieron al leñador por salvarlas del


malvado lobo y todos comieron galleticas con leche. Ese día Caperucita Roja
aprendió una importante lección:
“Nunca debes hablar con extraños”.

Patito Feo

Todos esperaban en la granja el gran acontecimiento. El nacimiento de


los polluelos de mamá pata. Llevaba días empollándolos y podían llegar en
cualquier momento.

El día más caluroso del verano mamá pata escuchó de repente…¡cuac,


cuac! y vio al levantarse cómo uno por uno empezaban a romper el cascarón.
Bueno, todos menos uno.

- ¡Eso es un huevo de pavo!, le dijo una pata vieja a mamá pata.

- No importa, le daré un poco más de calor para que salga.

Pero cuando por fin salió resultó que ser un pato totalmente diferente al resto.
Era grande y feo, y no parecía un pavo. El resto de animales del corral no
tardaron en fijarse en su aspecto y comenzaron a reírse de él.

- ¡Feo, feo, eres muy feo!, le cantaban.

Su madre lo defendía pero pasado el tiempo ya no supo qué decir. Los


patos le daban picotazos, los pavos le perseguían y las gallinas se
burlaban de él. Al final su propia madre acabó convencida de que era un
pato feo y tonto.

- ¡Vete, no quiero que estés aquí!

El pobre patito se sintió muy triste al oír esas palabras y escapó corriendo
de allí ante el rechazo de todos. Acabó en una ciénaga donde conoció a dos
gansos silvestres que a pesar de su fealdad, quisieron ser sus amigos, pero un
día aparecieron allí unos cazadores y acabaron repentinamente con ellos. De
hecho, a punto estuvo el patito de correr la misma suerte de no ser porque los
perros lo vieron y decidieron no morderle.

- ¡Soy tan feo que ni siquiera los perros me muerden!- pensó el pobre patito.

Continuó su viaje y acabó en la casa de una mujer anciana que vivía con un
gato y una gallina. Pero como no fue capaz de poner huevos también tuvo que
abandonar aquel lugar. El pobre sentía que no valía para nada.

Un atardecer de otoño estaba mirando al cielo cuando contempló una bandada


de pájaros grandes que le dejó con la boca abierta. Él no lo sabía, pero no eran
pájaros, sino cisnes.
- ¡Qué grandes son! ¡Y qué blancos! Sus plumas parecen nieve.

Deseó con todas sus fuerzas ser uno de ellos, pero abrió los ojos y se dio
cuenta de que seguía siendo un animalucho feo.

Tras el otoño, llegó el frío invierno y el patito pasó muchas calamidades.


Un día de mucho frío se metió en el estanque y se quedó helado. Gracias a
que pasó por allí un campesino, rompió el frío hielo y se lo llevó a su casa el
patito siguió vivo. Estando allí vio que se le acercaban unos niños y creyó que
iban a hacerle daño por ser un pato tan feo, así que se asustó y causó un
revuelo terrible hasta que logró escaparse de allí.

El resto del invierno fue duro para el pobre patito. Sólo, muerto de frío y a
menudo muerto de hambre también. Pero a pesar de todo logró sobrevivir y por
fin llegó la primavera.

Una tarde en la que el sol empezaba a calentar decidió acudir al parque


para contemplar las flores, que comenzaban a llenarlo todo. Allí vio en el
estanque dos de aquellos pájaros grandes y blancos y majestuosos que había
visto una vez hace tiempo. Volvió a quedarse hechizado mirándolos, pero esta
vez tuvo el valor de acercarse a ellos.

Voló hasta donde estaban y entonces, algo llamó su atención en su


reflejo. ¿Dónde estaba la imagen del pato grande y feo que era? ¡En su lugar
había un cisne! Entonces eso quería decir que… ¡se había convertido en cisne!
O mejor dicho, siempre lo había sido.

Desde aquel día el patito tuvo toda la felicidad que hasta entonces la vida
le había negado y aunque escuchó muchos elogios alabando su belleza, él
nunca acabó de acostumbrarse.

Pinocho
Érase una vez un anciano carpintero llamado Gepeto que era muy feliz
haciendo juguetes de madera para los niños de su pueblo.

Un día, hizo una marioneta de una madera de pino muy especial y decidió
llamarla Pinocho. En la noche, un hada azul llegó al taller del anciano
carpintero:

—Buen Gepeto —dijo mientras el anciano dormía—, has hecho a los


demás tan felices, que mereces que tu deseo de ser padre se haga realidad.
Sonriendo, el hada azul tocó la marioneta con su varita mágica:

—¡Despierta, pequeña marioneta hecha de pino… despierta! ¡El regalo de


la vida es tuyo!

Y en un abrir y cerrar de ojos, el hada azul dio vida a Pinocho.

—Pinocho, si eres valiente, sincero y desinteresado, algún día serás un


niño de verdad —dijo el hada azul—. Luego se volvió hacia un grillo llamado
Pepe Grillo, que vivía en la alacena de Gepeto.

—Pepe Grillo — dijo el hada azul—, debes ayudar a Pinocho. Serás su


conciencia y guardián del conocimiento del bien y del mal.

Al día siguiente, Gepeto envió con orgullo a su pequeño niño de madera a


la escuela, pero como era tan pobre, tuvo que vender su abrigo para comprar
los libros escolares:

—Pinocho, Pepe Grillo te mostrará el camino —dijo Gepeto—. Por favor,


no te distraigas y llega a la escuela a tiempo.

Pinocho salió de casa, pero nunca llegó a la escuela. En cambio, decidió


ignorar los consejos de Pepe Grillo y vender los libros para comprar un tiquete
para el teatro de marionetas. Cuando Pinocho comenzó a bailar con las
marionetas, el titiritero sorprendido con las habilidades del niño de madera, le
preguntó si quería unirse a su espectáculo de marionetas. Pinocho aceptó
alegremente.

Sin embargo, las intenciones del malvado titiritero eran muy diferentes; su
plan era hacerse rico con la única marioneta con vida en el mundo. De
inmediato, encerró a Pinocho y a Pepe Grillo en una jaula. Fue entonces que
Pinocho reconoció su error y comenzó a llorar. El hada azul apareció de la
nada.

Aunque el hada azul conocía las razones por las cuales Pinocho se
encontraba atrapado, aun así, le preguntó:

—Pinocho, ¿por qué estás en esta jaula?

Pero Pinocho no quiso contarle la verdad, entonces algo extraño sucedió.


Su nariz comenzó a crecer más y más. Cuanto más hablaba, más crecía.

—Cada vez que digas una mentira, tu nariz crecerá — dijo el hada azul.

—Por favor, haz que se detenga—dijo Pinocho—, prometo no mentir de


nuevo.

Al día siguiente, camino a la escuela, Pinocho conoció a un niño:

—Ven conmigo al País de los Juguetes. ¡En este lugar todos los días son
vacaciones! —dijo el niño con emoción—. Hay juguetes y golosinas y lo mejor
de todo, ¡no tienes que ir a la escuela!

Olvidando nuevamente los consejos del hada azul y Pepe Grillo, Pinocho
salió corriendo con el niño al País de los Juguetes. Al llegar, se divirtió
muchísimo jugando y comiendo golosinas.

De pronto, las orejas de Pinocho y los otros niños del País de los
Juguetes comenzaron a hacerse muy largas. Por no querer ir a la escuela, ¡se
estaban convirtiendo en burros!

Convertidos en burros, Pinocho y los niños llegaron a un circo. El maestro


de ceremonias hizo que Pinocho trabajara para el circo sin descanso. Allí,
Pinocho se lastimó la pierna mientras hacía trucos. Enojado, el maestro de
ceremonias lo tiró al mar junto con Pepe Grillo.

En el agua, el hechizo se rompió y Pinocho volvió a su forma de


marioneta, pero una ballena que nadaba cerca abrió su enorme boca y se lo
tragó entero. En la oscuridad del estómago de la ballena, Pinocho lloró
mientras que Pepe Grillo intentaba consolarlo. Fue en ese momento que vio a
Gepeto en su bote:
—Hijo mío, te estaba buscando por tierra y mar cuando la ballena me
tragó. ¡Estoy tan contento de haberte encontrado! —dijo Gepeto.

Los dos se abrazaron encantados.

—De ahora en adelante seré bueno y responsable—, prometió Pinocho


entre lágrimas.

Aprovechando que la ballena dormía, Gepeto, Pinocho y Pepe Grillo


prendieron una fogata dentro de ella y saltaron de su enorme boca cuando el
fuego la hizo estornudar. Luego, navegaron hasta llegar a casa. Pero Gepeto
cayó enfermo, Pinocho lo alimentó y cuidó con mucho esmero y dedicación.

—Papá, iré a la escuela y trabajaré mucho para llenarte de orgullo— dijo


Pinocho.

Cumpliendo su promesa, Pinocho estudió mucho en la escuela. Entonces


un día sucedió algo maravilloso. El hada azul apareció y le dijo:

—Pinocho, eres valiente, sincero y tienes un corazón bondadoso y


desinteresado, mereces convertirte en un niño de verdad.

Y fue así como el niño de madera se convirtió en un niño de verdad.


Gepeto y Pinocho vivieron felices para siempre.

Los tres Cerditos

En un pueblito no muy lejano, vivía una mamá cerdita junto con sus tres
cerditos. Todos eran muy felices hasta que un día la mamá cerdita les dijo:

—Hijitos, ustedes ya han crecido, es tiempo de que sean cerditos adultos


y vivan por sí mismos.

Antes de dejarlos ir, les dijo:

—En el mundo nada llega fácil, por lo tanto, deben aprender a trabajar
para lograr sus sueños.

Mamá cerdita se despidió con un besito en la mejilla y los tres cerditos se


fueron a vivir en el mundo.
El cerdito menor, que era muy, pero muy perezoso, no prestó atención a
las palabras de mamá cerdita y decidió construir una casita de paja para
terminar temprano y acostarse a descansar.

El cerdito del medio, que era medio perezoso, medio prestó atención a las
palabras de mamá cerdita y construyó una casita de palos. La casita le quedó
chueca porque como era medio perezoso no quiso leer las instrucciones para
construirla.

La cerdita mayor, que era la más aplicada de todos, prestó mucha


atención a las palabras de mamá cerdita y quiso construir una casita de
ladrillos. La construcción de su casita le tomaría mucho más tiempo. Pero esto
no le importó; su nuevo hogar la albergaría del frío y también del temible lobo
feroz...

Y hablando del temible lobo feroz, este se encontraba merodeando por el


bosque cuando vio al cerdito menor durmiendo tranquilamente a través de su
ventana. Al lobo le entró un enorme apetito y pensó que el cerdito sería un muy
delicioso bocadillo, así que tocó a la puerta y dijo:

—Cerdito, cerdito, déjame entrar.

El cerdito menor se despertó asustado y respondió:

—¡No, no y no!, nunca te dejaré entrar.

El lobo feroz se enfureció y dijo:

Soplaré y resoplaré y tu casa derribaré.

El lobo sopló y resopló con todas sus fuerzas y la casita de paja se vino al
piso. Afortunadamente, el cerdito menor había escapado hacia la casa del
cerdito del medio mientras el lobo seguía soplando.

El lobo feroz sintiéndose engañado, se dirigió a la casa del cerdito del


medio y al tocar la puerta dijo:

—Cerdito, cerdito, déjame entrar.

El cerdito del medio respondió:

— ¡No, no y no!, nunca te dejaré entrar.


El lobo hambriento se enfureció y dijo:

—Soplaré y resoplaré y tu casa derribaré.

El lobo sopló y resopló con todas sus fuerzas y la casita de palo se vino
abajo. Por suerte, los dos cerditos habían corrido hacia la casa de la cerdita
mayor mientras que el lobo feroz seguía soplando y resoplando. Los dos
hermanos, casi sin respiración le contaron toda la historia.

—Hermanitos, hace mucho frío y ustedes la han pasado muy mal, así que
disfrutemos la noche al calor de la fogata —dijo la cerdita mayor y encendió la
chimenea. Justo en ese momento, los tres cerditos escucharon que tocaban la
puerta.

—Cerdita, cerdita, déjame entrar —dijo el lobo feroz.

La cerdita respondió:

— ¡No, no y no!, nunca te dejaré entrar.

El lobo hambriento se enfureció y dijo:

—Soplaré y soplaré y tu casa derribaré.

El lobo sopló y resopló con todas sus fuerzas, pero la casita de ladrillos
resistía sus soplidos y resoplidos. Más enfurecido y hambriento que nunca
decidió trepar el techo para meterse por la chimenea. Al bajar la chimenea, el
lobo se quemó la cola con la fogata.

—¡AY! —gritó el lobo.

Y salió corriendo por el bosque para nunca más ser visto.

Un día cualquiera, mamá cerdita fue a visitar a sus queridos cerditos y


descubrió que todos tres habían construido casitas de ladrillos. Los tres
cerditos habían aprendido la lección:

“En el mundo nada llega fácil, por lo tanto, debemos trabajar para lograr
nuestros sueños”.

Ricitos de oro
Érase una vez una familia de osos que vivían en una linda casita en el
bosque. Papá Oso era muy grande, Mamá Osa era de tamaño mediano y Osito
era pequeño.

Una mañana, Mamá Osa sirvió la más deliciosa avena para el desayuno,
pero como estaba demasiado caliente para comer, los tres osos decidieron ir
de paseo por el bosque mientras se enfriaba. Al cabo de unos minutos, una
niña llamada Ricitos de Oro llegó a la casa de los osos y tocó la puerta. Al no
encontrar respuesta, abrió la puerta y entró en la casa sin permiso.

En la cocina había una mesa con tres tazas de avena: una grande, una
mediana y una pequeña. Ricitos de Oro tenía un gran apetito y la avena se veía
deliciosa. Primero, probó la avena de la taza grande, pero la avena estaba muy
fría y no le gustó. Luego, probó la avena de la taza mediana, pero la avena
estaba muy caliente y tampoco le gustó. Por último, probó la avena de la taza
pequeña y esta vez la avena no estaba ni fría ni caliente, ¡estaba perfecta! La
avena estaba tan deliciosa que se la comió toda sin dejar ni un poquito.

Después de comer el desayuno de los osos, Ricitos de Oro fue a la sala.


En la sala había tres sillas: una grande, una mediana y una pequeña. Primero,
se sentó en la silla grande, pero la silla era muy alta y no le gustó. Luego, se
sentó en la silla mediana, pero la silla era muy ancha y tampoco le gustó. Fue
entonces que encontró la silla pequeña y se sentó en ella, pero la silla era frágil
y se rompió bajo su peso.

Buscando un lugar para descansar, Ricitos de Oro subió las escaleras, al


final del pasillo había un cuarto con tres camas: una grande, una mediana y
una pequeña. Primero, se subió a la cama grande, pero estaba demasiado
dura y no le gustó. Después, se subió a la cama mediana, pero estaba
demasiado blanda y tampoco le gustó. Entonces, se acostó en la cama
pequeña, la cama no estaba ni demasiado dura ni demasiado blanda. De
hecho, ¡se sentía perfecta! Ricitos de Oro se quedó profundamente dormida.

Al poco tiempo, los tres osos regresaron del paseo por el bosque. Papá
Oso notó inmediatamente que la puerta se encontraba abierta:
—Alguien ha entrado a nuestra casa sin permiso, se sentó en mi silla y
probó mi avena —dijo Papá Oso con una gran voz de enfado.

—Alguien se ha sentado en mi silla y probó mi avena —dijo Mamá Osa


con una voz medio enojada.

Entonces, dijo Osito con su pequeña voz:

—Alguien se comió toda mi avena y rompió mi silla.

Los tres osos subieron la escalera. Al entrar en la habitación, Papá Oso


dijo:

—¡Alguien se ha acostado en mi cama!

Y Mamá Osa exclamó:

—¡Alguien se ha acostado en mi cama también!

Y Osito dijo:

—¡Alguien está durmiendo en mi cama! —y se puso a llorar


desconsoladamente.

El llanto de Osito despertó a Ricitos de Oro, que muy asustada saltó de la


cama y corrió escaleras abajo hasta llegar al bosque para jamás regresar a la
casa de los osos.

Leyendas

Leyenda del Ka’a

Se dice que antes de que Jasy bajara, los hombres estaban tan ocupados
en sus propios quehaceres que apenas se miraban o conversaban un poco.
Jasy era inmensa, refulgente, poderosa. Era magia y luz. Porque Jasy era la
luna, y plantada sobre el firmamento, alumbraba cada noche las copas de los
árboles y los caminos, pintaba de color plata el curso de los ríos y revelaba los
sonidos, que sigilosos y aterrorizantes, se escondían en la penumbra de la
selva.

Una mañana Jasy bajó a la tierra, acompañada por la nube Arai.


Convertidas en muchachas, caminaron por los senderos apartados de la aldea,
entre el laberinto de sauces, lapachos, cedros y palmeras. Y entonces, de
improviso, se presentó un jaguarete. La mirada tranquila y desafiante.

El paso lento y decidido. Las zarpas listas para ser clavadas y las fauces
dispuestas a atacar. Pero una flecha atravesó como la luz el corazón de la
bestia. Jasy y Arai no acababan de entender lo sucedido cuando vieron a un
viejo cazador que desde el otro extremo de la selva las saludaba con un gesto
amistoso. El hombre dio media vuelta y se retiró en silencio.

Aquella noche, mientras dormía en su hamaca bajo la luz de la luna, el


viejo cazador tuvo un sueño revelador. Volvió a ver el jaguarete agazapado y la
fragilidad de las dos jóveness que había salvado aquella tarde, que esta vez le
hablaron: -Somos Jasy y Arai, y queremos recompensarte por lo que has
hecho. Mañana cuando despiertes encontrarás en la puerta de tu casa una
planta nueva. Su nombre es Ka’a, y tiene la propiedad de acercar los
corazones de los hombres. Para ello, debes tostar y moler sus hojas. Prepara
una infusión y compártela con tu gente: es el premio por la amistad que
demostraste esta tarde a dos desconocidas.

En efecto, a la mañana siguiente el hombre halló la planta y siguió las


instrucciones que en sueños se le habían dado. Colocó la infusión en una
calabaza hueca y con una caña fina probó la bebida. Y la compartió. Aquel día
los hombres, entre mate y mate, conocieron las horas compartidas y nunca
más quisieron volver a estar solos.

Leyenda del Urutau

Recuerda una antigua leyenda guaraní que allá en táva guasú (ciudad
grande) había una kuñatãí (moza) de singular belleza, que era la más famosa y
festejada por sus encantos naturales, entre toda la gran familia de los carios.

Desde lugares lejanos, los apuestos mancebos acudían atraídos por esa
bellísima mujer; su altivez despreciativa la hacía inconmovible ante los
galanteos y reclamos de amor y los pretendientes regresaban a sus lares,
desconsolados ante el fracaso.

Esta indiferencia a los reclamos propios de la naturaleza llamó la atención


del mburuvichá guasú (gran jefe), padre de la hermosa doncella, quien, con el
fin de interesar a su hija, reunía en fiestas brillantes a los más destacados
karia’ý (mozos, hijos de carios), pero sin poder lograr su propósito.

El avá pajé (indio brujo), hechicero de la población, preocupado por esa


situación tan extraña y excepcional, que contrariaba todas las leyes naturales
regidas por Tupã (Dios de los guaraníes), exclamaba sentenciosamente,
mientras echaba bocanadas de humo de su largo cachimbo (pipa)

Con la llegada de la primavera las plantas florecen y dan sus frutos; los
pájaros hacen nido y arrullan a sus pichones, pero la moza no da hijos como
las demás mujeres; ¿qué dirá Tupã?

La preocupación aumentaba al sucederse los años. Fue entonces que el


avá pajé convocó a una reunión de notables; de esa asamblea surgió la
conveniencia de invocar a Tupã para que intercediera con su poder.

Poco tiempo después, los habitantes de la ciudad vieron llegar a un


apuesto forastero rubio, en cuyos ojos se reflejaba el cielo azul, causando la
admiración de todos.

Al verle, la hija del mburuvichá guasú fue presa de una extraña sensación;
emocionada y subyugada por las palabras de amor que le diera el forastero,
tembló por primera vez ante la presencia de un hombre; la atracción que le
produjo fue extraordinaria e incontenible desde el primer instante, por lo que no
tardó en comunicar a su padre la impresión que le causaba aquel esbelto mozo
y su anhelo de casarse con él.

Mburuvichá guasú, sorprendido gratamente por el cambio experimentado


en el sentimiento de su hija, convocó a otra asamblea de sabios y ancianos. En
esa reunión, avá pajé oficiaba ceremoniosamente, luciendo una rara
indumentaria: penacho multicolor de plumas de papagayo y collares de
amuletos y voz grave informó que tal vez sería ese el hombre enviado por Tupã
para ména (marido) de la hermosa mujer.

Se preparó el casamiento al que desde lugares remotos concurrieron


músicos, mancebos y danzarines, notables y hechiceros para que la fiesta
fuera todo un éxito, hubo abundancia de comida, frutas, chicha y mieles.
La orquesta aborigen que amenizaba la reunión se destacaba por la
variedad de sus instrumentos, resaltando el agudo del mimby (flauta de caña
delgada), que contrastaba con el grave del turú (de caña gruesa) y el
gualambáu con el mbaraká (hechos de calabaza) aceleraban el ritmo excitante
de la danza nativa.

Fue la fiesta más hermosa que recuerda la historia de la raza

Ya en el nuevo hogar, la vida transcurría armoniosamente; sin embargo,


algo extraño comenzaba a inquietar a la bella mujer. Le llamaba la atención el
hecho de que al despuntar el día su esposo emprendía el camino de su trabajo,
regresando recién después de la entrada del sol.

Esa costumbre, que era de todos los días, llegó a provocar la curiosidad
tanto de ella como de su madre, quien la acosaba continuamente con
preguntas. Un día, la flamante kuñakaraí (esposa) interrogó a su esposo sobre
la razón de su desaparición diurna.

El hombre le contestó que le contaría un secreto, toda vez que ella fuera
fiel depositaria del mismo; de lo contrario, lo perdería para siempre. Cuál no
sería el asombro y la alegría de la mujer al saber que su esposo era el Sol,
señor de los cielos, convertido en ser humano y futuro padre de la criatura que
ya sentía latir en sus entrañas

Al día siguiente, durante su acostumbrada visita, la madre halló a su hija


más alegre que nunca, sonriente y con la mirada fija hacia el sol. Nuevamente,
la curiosidad hizo presa de ella, por lo que volvió a preguntar a la hija sobre la
ausencia inexplicable del hombre.

Entonces, la joven kuñakaraí le confíó su secreto.

Caía el atardecer y un temor iba inquietando el pecho de la enamorada


mujer, consciente de que había violado la promesa hecha a su marido. Cuando
cerrada la noche y aquel no regresaba al hogar como de costumbre, recordó
sus palabras: «me perderás para siempre», y estalló en un incontenible llanto.

Su desesperación y arrepentimiento fueron tan grandes que, huyendo de


la táva (pueblo), se internó en los bosques para esconder su dolor. Vagó por
los montes, sola y sin consuelo, hasta el día en el que fue madre de un
hermoso niño rubio, que aún ronda la selva guaraní y al que llaman Jasy
Jateré.

El parecido del recién nacido con el padre era muy notable. La madre, en
su deseo de comunicarse con kuarahy (Sol), su esposo, para que supiera la
buena nueva y, a la vez, implorarle su perdón, se subió a un árbol, ensayó un
movimiento y se sintió convertida en pájaro. En tal estado deseó llegar hasta el
ser amado, pero, impotente, apenas pudo posarse en la copa más alta de otro
árbol.

Allí se quedó extasiada con los ojos llenos de lágrimas, siempre fijos en
su ya perdido amor, y al comprobar que no había sido perdonada rompió en
quejumbroso lamento al esconderse el sol.

Dice la leyenda que al anochecer en los bosques paraguayos se escucha


impresionante el lamento del urutaú, al que durante todo el día se lo ve posado
en la alta copa de un árbol, con los ojos llenos de lágrimas, siempre fijos en el
sol.

(Según la creencia popular, el urutaú llora todas las noches. Su voz es un


alarido muy melancólico, tan alto y vigoroso, que se oye a una legua de
distancia, y lo repite con pausas durante la noche entera. Pocos lo han visto en
los montes, porque de día se mantiene inmóvil sobre las ramas secas y
tronchadas de los árboles donde anida, confundiéndose por su color con ellas,
y porque sólo vuela buscando su alimento durante el crepúsculo y a la luz de la
luna.

Leyenda del karãu

Según la leyenda, Karãu fue un joven que, en una noche en que su madre
estaba muy enferma, éste salió a buscar remedios para ella. Pero en el camino
encontró una fiesta y allí se quedó a bailar con la señorita más hermosa de la
noche, prometiéndose que sólo se quedaría un momento.

A la medianoche, cuando la diversión empezaba a aumentar, se le acercó


un amigo que muy serio le empezó a hablar. Le dijo que deje de bailar, que
traía la noticia de que su madre había muerto. El joven, como si no le importara
lo que había escuchado, pidió que siguiera sonando la música, pues seguiría
bailando, y dijo a su amigo que el que murió ya murió y el que está vivo sigue
vivo, y que habría tiempo para llorar.

Ya por la madrugada, el joven preguntó a su dama dónde quedaba su


casa, a lo que la mujer le respondió que su casa quedaba lejos, pero que
podría ir a visitarla los días en que extrañe a su madre. Luego de escuchar
estas palabras, el joven se dio cuenta de lo que había hecho y se arrepintió.
Salió del lugar llorando amargamente, repitiendo que su madre ya se murió.

Dijo que desde ahora vagaría sin rumbo por los esteros y en esos lugares
se vestiría por siempre como perro. Por haber sido un mal hijo, Tupã lo castigó
y lo convirtió en un pájaro negro y estaría condenado a llorar todos los días.

Leyenda del Ñanduti

Cuenta la leyenda que vivían en el Paraguay dos bravos guerreros


guaraníes, Yasy Ñemoñare (hijo de la luna) y Ñandú Guasu (araña grande).
Ambos se disputaban el amor de una bella joven que había que había decidido
casarse con aquel pretendiente que le trajera el regalo mejor y más original.
Una noche Yasy Ñemoñare suplicaba a Tupá (Dios) que lo ayudara a
conquistar a su amada y vio en lo alto de un enorme árbol una especie de
encaje de color plateado: era perfecto, lleno de reflejos, sin dudas, un regalo
insuperable. Deslumbrado subió para bajarlo. De pronto, de entre el follaje
surgió Ñandú Guasu, quien también lo quería. Ambos lucharon en un duelo de
amor hasta que Yasy Ñemoñare quedó tendido bajo de luz de la luna.
Entonces, el vencedor trepó rápidamente al árbol en busca del codiciado
manto, pero cuando quiso tomarlo, el tejido se desgarró al instante, pues se
trataba de una tela de araña. Abatido el guerrero contó a su madre el terrible
secreto. Ella para ayudar a su hijo, acudió al bosque, observó como tejía la
araña y decidió imitarla. Tomó sus agujas y como no encontró un hilo parecido,
tejió con sus canas brillantes. Con paciencia y ternura creó el delicado encaje
para hacer feliz a Ñandú Guasu, quien presentó el trabajo y fue merecedor del
amor de la joven. Desde entonces los descendientes de la pareja continuaron
tejiendo el fino labrado que hoy conocemos como ñandutí, homenaje eterno al
talento y la sabiduría de una madre, hasta convertirlo en el encaje típico de la
mediterránea nación.
Leyenda de la Virgen de Caacupé

Todo comenzó cuando Fray Luis de Bolaños, pidió a un indígena llamado


José que fuera al bosque a buscar madera para tallar, este indígena que era su
mejor alumno, pertenecía a una raza ya evangelizada, llamada “Tupí Guaraní”.

Luego de recibir la bendición de su maestro, José se dirigió al bosque. Él


se adentró hasta lo más profundo del bosque, sin darse cuenta que estaba
siendo rodeado por enemigos que eran de otra etnia llamada “mbayaes” que
estaban en contra de las evangelizaciones.

José, sintiéndose en peligro, trato de esconderse y se refugió entre dos


árboles y unas hierbas. Con mucha fe, José pidió a la Virgen por su salvación,
y le prometió a Ella que si le salvaba la vida, tallaría dos imágenes del mismo
árbol tras el cual se escondía, una imagen grande iba a ser entregada al templo
y una imagen pequeña que iba ser venerada por él y por su pueblo.

Mientras José oraba al pie del árbol, una luz cayó sobre él, apareciéndose
la imagen de la Virgen que debía de tallar, y en ese momento sus enemigos
pasaron cerca de él sin verlo.

Al darse cuenta de que los enemigos ya se habían marchado, comenzó a


tocar el árbol que lo había ocultado y tras el cual la Virgen le había salvado la
vida.

De inmediato José comenzó el tallado de la primera imagen; que sería la


imagen más grande, siguió tallando luego la imagen más pequeña. Terminada
las dos tallas, tomó una de las imágenes y la levantó al cielo como diciéndole a
Dios que su promesa ya estaba cumplida.

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