Culto y Cultura - Gianfranco Cardenal Ravasi

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Editorial

Culto y cultura*
Aunque el dato se deduce, siempre es significativo evocar la estre-
cha fraternidad filológica que une «cultura» a «culto» por medio
de la raíz común del verbo latino colere. Esta unión se desarrollará
por medio de varios recorridos temáticos en este número de la
revista Phase que delinean los nexos fundamentales que recorren
estas dos grandes experiencias antropológicas arquetípicas, esto
es, la celebración de la divinidad y la expresión simbólica que está
en la raíz de la cultura.
Cultura, una categoría fluida
Nosotros no anticipamos estos recorridos que unen filosofía, arte,
inculturación con la liturgia. El culto por su naturaleza –sobre todo
en ámbito cristiano- es un hecho que cruza en sí trascendencia e
inmanencia, epifanía divina eficaz y asamblea orante, sacramento e
invocación, Dios y hombre y que, por tanto, está necesariamente en
contacto con la cultura. Intentaremos, en cambio, describir algunas
coordenadas capitales y estructurales de la categoría actual «cul-
tura» en cuyo confrontamiento está llamada a responder la liturgia
con su especificidad, como por otra parte ocurrió en el pasado en
el transcurso de los siglos de cristianismo y en la diversidad de
lugares donde la fe cristiana se asentó.
Ahora bien, el término «cultura» se ha convertido en nuestros días
en un tipo de palabra clave que abre una diversidad de cerradu-

* Este editorial, preparado por el autor en italiano para la revista Phase,


ha sido traducido al castellano por José Antonio Goñi.

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ras. Cuando el término fue acuñado en el siglo xviii en Alemania


(Cultur, que pasó después a Kultur), su concepto era claro y cir-
cunscrito: tocaba el horizonte intelectual alto, la aristocracia del
pensamiento, del arte, del humanismo. En los últimos decenios esta
categoría se ha «democratizado», ha prolongado sus confines, ha
asumido caracteres antropológicos más generales, en la línea de la
definición creada en 1982 por la UNESCO, hasta el punto que hoy
se utiliza como adjetivo «transversal» para indicar la multiplicidad
de ámbitos de la experiencia humana que ella «atraviesa».
A la luz de esto se comprenden las reservas del teólogo alemán
Niklas Luhmann que está convencido que el término «cultura»
es «el peor concepto jamás formulado», y a él se referirá el colega
americano Clifford Geertz cuando afirma que «este vocablo ha
sido destituido de toda capacidad eurística». Sin embargo, esta
generalidad o, si se prefiere «generalismo», nos lleva a la concep-
ción clásica cuando había en vigor otros términos sinónimos muy
significativos como en griego «paideia», en latín «humanitas», o
nuestro «civilización» (preferido por Pío XII, por ejemplo).
Es en esta perspectiva más abierta en la que la palabra «cultura»
fue acogida con convicción por el Concilio Vaticano II que, sobre
la estela del magisterio de Pablo VI, la hace resonar 91 veces en sus
documentos. Partiendo propiamente del Concilio, con Gaudium
et spes, el documento más rico de aspectos al respecto (particular-
mente en los números 53-62), el tema se desarrolló en diversos
documentos del magisterio en encíclicas y exhortaciones apostó-
licas, para llegar a otras autorizadas páginas eclesiales de diverso
género, capaces finalmente de componer un verdadero y propio
arco iris temático en el cual se reflejan las diferentes irisaciones de
una noción relevante, más aún, decisiva para la propia teología y
para la pastoral.
Es por esto que el Pontificio Consejo para la Cultura preparó en
el año 2003 una «antología de textos del magisterio pontificio de
León XIII y de Juan Pablo II», bajo el título Fe y cultura, convencidos
de que, como expresaba Juan Pablo II en su discurso a la asamblea
general de las Naciones Unidas (1995), «cualquier cultura es un
esfuerzo de reflexión sobre el misterio del mundo y en particular

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del hombre: es un modo de dar expresión a la dimensión trascen-


dente de la vida humana. El corazón de cada cultura está consti-
tuido de su aproximación al misterio más grande, el misterio de
Dios». En esta perspectiva es evidente que la liturgia se convierte
en un componente relevante de la experiencia cultural que suges-
tivamente Gaudium et spes denominaba humanus civilisque cultus,
en la práctica un tipo de liturgia secular.

Los retos de la inculturación


Al concepto de «cultura», que ha tenido infinitas reflexiones y
precisiones, se debe unir el de «aculturación» o «inculturación»,
que era delineado de este modo el año 1935 en el American Anthro-
pologist:
Se trata de todos aquellos fenómenos que tiene lugar cuando entre
grupos de individuos con culturas diversas ocurren por un tiempo
prolongado contactos primarios, provocando una transformación
en los modelos culturales de un grupo o entre los grupos.
Inicialmente el término adquirió una acepción negativa pues se
refería a una cultura dominante que no se pliega a una ósmosis, sino
que intenta imponer sus modos a la más débil, creando un shock
degenerativo y una forma verdadera de colonialismo cultural.
Si se quiere ser menos abstracto, debe pensarse al pensamiento cen-
troeuropeo que ha impuesto no solo su «herencia epistemológica»,
sino también su modelo práctico y económico al «sistema mun-
dial», revelándose a menudo en África y en Asia como la interfaz
del colonialismo político. En este proceso también el cristianismo
se convirtió en uno de los componentes culturizadores y la liturgia
latina fue una insignia emblemática. Se comprende, de este modo,
el fenómeno de reacción constituido por los movimientos «evange-
listas» o de formas de etnocentrismo, nacionalismo, indigenismo;
fenómeno que con fuerza ha iniciado bastantes objeciones al hecho
de modificar la terminología de «globalización» a «glocalización».
Con estos precedentes se explica porqué la Iglesia contemporánea
haya preferido evitar el término «aculturación» sustituyéndolo por
«inculturación» para describir el trabajo de la evangelización. Juan

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Pablo II, en Slavorum apostoli del año 1985, definía «inculturación»


como «la encarnación del evangelio en las culturas autóctonas
juntamente con su introducción en la vida de la Iglesia». Un doble
movimiento bidireccional de cambio, por lo que –como el mismo
papa dijo a los obispos de Kenia en el año 1980– «una cultura,
trasformada y regenerada por el evangelio, que produce de su
propia tradición expresiones originales de vida, de celebración,
de pensamiento cristiano». El vocablo «inculturación» ha reci-
bido sus connotaciones sobre todo a nivel teológico como signo
de compenetración entre cristianismo y cultura en una fecunda
confrontación, gloriosamente testimoniada por el encuentro entre
la teología cristiana de los primeros siglos y la fuerte herencia
clásica greco-romana. Se comprende, por tanto, cuán relevante y
decisiva es la cuestión de la «inculturación» en la liturgia y como
ha cobrado un vivo protagonismo tras el Vaticano II.

Identidad y diálogo: etnocentrismo e interculturalidad


Llegados a punto es normal afrontar –siempre de modo muy
esencial– la cuestión del nexo específico y las interacciones entre
los múltiples culturas que entran en contacto mutuo. Fue propia-
mente en el siglo xviii –como se ha dicho antes– que fue acuñado
el término Cultur/Kultur, cuando se comenzó a hablar de «cultu-
ras», en plural, gestando así la base para reconocer y comprender
el fenómeno actual denominado «multiculturalidad».
Entre los que iniciaron este camino, que superaba el perímetro cen-
troeuropeo y el intelectualismo y se dirigía hacia nuevos y mayores
horizontes, estaba Johann Gottfried Herder con sus Ideas sobre la
filosofía de la historia de la humanidad (1784-1791), que en 1782 ya se
había dedicado al Espíritu de la poesía hebrea. Sin embargo, la idea
se encontraba en el pensamiento de Vico, Montesquieu y Voltaire
que reconocían el emerger de un pluralismo cultural en la evolu-
ción e involución de la historia, en los mismos condicionamientos
ambientales, en el incipiente encuentro entre los pueblos, entre las
primeras ósmosis ideales, sociales y económicas.
Ciertamente, esta aproximación se situaba dentro de una dialéctica
antigua. Ha sido constante, sin embargo, la oscilación entre dos

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extremos, el del idealismo étnico cultural y el de la intercultura-


lidad. El etnocentrismo se ha exasperado en ámbitos políticos o
religiosos de corte integrista, atados fuertemente a la convicción
del primado absoluto de la propia civilización, en una escala de
graduación que alcanzan hasta la desvalorización de otras cultu-
ras clasificadas como «primitivas» o «bárbaras». Lapidaria fue la
afirmación de Tito Livio en su Historia: «La guerra existe y siempre
existirá entre los bárbaros y todos los griegos» (31,29). Esta actitud
ha sido propuesta de nuevo en nuestros días bajo la fórmula del
«encuentro de civilización», codificada en el ya famoso artículo del
políglota Samuel Huntington, desaparecido en 2008, El encuentro
de las civilizaciones y el nuevo orden mundial.
En este texto estaban mencionadas ocho culturas (occidental,
confuciana, japonesa, islámica, hindú, eslavo-ortodoxa, latinoa-
mericana y africana), subrayando sus diferencias, hasta el punto
de hacer saltar una señal de alarma en Occidente para la defensa
de sus propios valores, asediado por modelos alternativos y por
los «desafíos de las sociedades no occidentales». En esta visión era
significativa la intuición de que, bajo la superficie de fenómenos
políticos, económicos, militares, había un «hueso duro de roer» de
matriz cultural y religiosa, pero sobre todo cultual.
Sin embargo, es cierto que si se adopta el paradigma del «choque
de civilizaciones», se entra en la espiral de una guerra infinita,
como ya había intuido Tito Livio, que tiene su expresión en el
fundamentalismo. En nuestros días ese modelo aflora en algunos
ambientes, sobre todo cuando se afronta la relación entre Islam y
Occidente, y puede ser adaptado también como manifiesto teórico
para justificar operaciones político-militares de «prevención»,
mientras en el pasado avalaba intervenciones de colonización o
colonialismo (ya los romanos fueron maestros en esto).
La perspectiva más correcta bien humanísticamente bien teo-
lógicamente es, sin embargo, la «interculturalidad», que es una
aproximación muy diferente de la «multiculturalidad». Esto se
basa en el reconocimiento de la diversidad como una aparición
necesaria y preciosa de la raíz común «adámica», sin perder la
propia especificidad. Se propone, entonces, la atención, el estudio,

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el diálogo con las civilizaciones previamente ignoradas y remotas,


pero que ahora se asoman prepotentemente sobre una exterioridad
cultural hasta ahora ocupada por el Occidente (pensemos más
allá del Islam, de la India y de la China), un planteamiento que es
favorecido no solo por la actual globalización, sino también por
los medios de comunicación capaces de pasar toda frontera (la red
informática es el símbolo capital de esto).
Estas culturas, «nuevas» en Occidente, exigen una interlocución, a
menudo impuesta por su presencia imperiosa, hasta el punto que,
como hemos dicho, ya se empieza a hablar de «glocalización» como
nuevo fenómeno de interacción planetaria. En este cruce se coloca
también la liturgia que es una de las expresiones fundamentales
de la religión, que es culmen et fons de la fe y de la vida cristiana
por la que no solo la lex orandi se convierte en lex credendi sino
también la misma ars orandi et celebrandi debe ser ars credendi. Se
debe, por tanto, hablar de un esfuerzo complejo de confrontación
y de diálogo, de intercambio cultural y espiritual, que podremos
representar de modo emblemático –en ámbito teológico cristiano-
propiamente por medio de la misma característica fundamental
de la Sagrada Escritura.
La Palabra de Dios no es, en efecto, un aerolito sagrado caído del
cielo, sino encuentro entre Lógos divino y sarx histórica. Si es así,
en presencia de una confrontación dinámica entre la Revelación
y las varias civilizaciones, de la nómada a la fenicio-cananea, de
la mesopotámica a la egipcia, de la hitita a la persa y a la greco-
helenista, al menos en lo que se refiere al Antiguo Testamento,
mientras la revelación neotestamentaria se ha encontrado con el
judaísmo palestino y el de la diáspora, con la cultura greco-romana
y hasta con las formas cultuales paganas.
Juan Pablo II, en 1979, afirmaba delante de la Pontificia Comisión
Bíblica que, antes de hacerse carne en Jesucristo, «la misma Palabra
divina se había hecho ya antes lenguaje humano asumiendo los
modos de expresarse de distintas culturas que desde Abrahán al
vidente del Apocalipsis ofrecieron, al misterio adorable del amor
salvífico de Dios, la posibilidad de ser accesible y comprensible

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también para las generaciones siguientes, aún en la diversidad


grande de sus situaciones históricas».
La misma experiencia de ósmosis fecunda entre cristianismo y
culturas –que originó la «inculturación» del mensaje cristiano en
civilizaciones lejanas (tengamos presente solo el trabajo de Mateo
Ricci en el mundo chino y las relativas discusiones sobre la liturgia
latina y su adecuación)– ha sido constante también en la tradición
a partir de los padres de la Iglesia. Basta citar un fragmento de la
Primera apología de san Justino (siglo ii):
Del Lógos divino fue partícipe todo el género humano y aquellos que
vivieron según el Lógos son cristianos, también si fueran juzgados
ateos, como entre los griegos Sócrates y Heráclito o otros como ellos
(46, 2-3).
Bajo esta luz se convierte particularmente relevante a nivel
estrictamente teológico o a nivel pastoral situar al centro de esta
consideración la vinculación entre culto y cultura, con toda la
delicadeza y la complejidad de los problemas que requieren el
necesario corolario. Un ejemplo para todos de esta complejidad
lo encontramos en el nexo entre arte contemporáneo y liturgia,
una confrontación tormentosa que está llegando a nuevas etapas
significativas, tras claras degeneraciones y puros y simples cho-
ques. Esta confrontación será beneficiosa para la misma cultura
que, tras haberse dispersado por los caminos de la secularización,
está encontrando el interés por los grandes símbolos, los ritos, y
los temas y las narraciones de la secular tradición cristiana que
se expresa de modo luminoso y noble también en el patrimonio
litúrgico, en la herencia artística y en los lugares de culto. El poeta
francés Paul Claudel escribía a su dudoso amigo Jacques Rivière:
La liturgia y las celebraciones te enseñarán más que los libros. Sumér-
gete en este inmenso baño de gloria, de certeza, de poesía.
+ Gianfranco cardenal Ravasi
Presidente del Pontificio Consejo para la Cultura

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