Lizcano. Metáforas Que Nos Piensan - Extracto Cap.1
Lizcano. Metáforas Que Nos Piensan - Extracto Cap.1
Lizcano. Metáforas Que Nos Piensan - Extracto Cap.1
Metáforas que
nos piensan
Sobre ciencia, democracia y
otras poderosas ficciones
Traficantes de Sueños
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ISBN: 84-96453-11-1
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Edita: SKP
Índice
Prólogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9
Prefacio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 25
Bibliografía. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 267
Inspirándome en su reflexión, yo formularía las siguientes
tesis como constitutivas de lo imaginario.
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consistencia al conjunto de hechos que tiene por tales cada
sociedad. Como decía Nietzsche, la realidad, lo que cada
grupo humano tiene por realidad, está constituida por ilusio-
nes que se ha olvidado que lo son, por metáforas que, con el
uso reiterado y compartido, se han reificado y han venido a
tenerse por “las cosas tal y como son”. De ahí que, como vere-
mos, la investigación de las metáforas comunes a una colec-
tividad sea un modo privilegiado de acceder al conocimiento
de su constitución imaginaria. Lo imaginario alimenta así esa
tensión entre la capacidad instituyente que tiene toda colecti-
vidad y la precipitación de esa capacidad en sus formas insti-
tuidas, congeladas. Esa doble dimensión, instituyente e insti-
tuida, de toda formación colectiva asegura, respectivamente,
tanto la capacidad autoorganizativa del común como su posi-
bilidad de permanencia, tanto su aptitud para crear formas
nuevas como su disposición para recrearse en sí misma y afir-
marse en lo que es.
En tercer lugar, y como consecuencia de lo anterior, en lo
imaginario echan sus raíces dos tensiones opuestas, si no
contradictorias. Por un lado, el anhelo de cambio radical, de
autoinstitución social, de creación de instituciones y signifi-
caciones nuevas: el deseo de utopía. Por otro, el conjunto de
creencias consolidadas, de prejuicios, de significados institui-
dos, de tradiciones y hábitos comunes, sin los que no es posi-
ble forma alguna de vida común. Aunque afloraran en su
momento de aquella potencia instituyente, como la lava en
que se solidifica el magma volcánico en ebullición, también,
al igual que ésta, vuelve a las profundidades y, bajo la presión
de nuevas capas sólidas que precipitan sobre ella, vuelve a
licuarse y almacenar en su interior la energía de la que emer-
gerán nuevas creaciones. Aquí anida, a mi juicio, la capacidad
creativa que bulle en el seno de las formas tradicionales de
vida, y que suelen negarle los ya tan viejos espíritus moder-
nos al presentarlas como mera reiteración mecánica de hábi-
tos repetidos desde el comienzo de los tiempos.
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La creatividad del pensamiento y la imaginación de las
culturas llamadas tradicionales (todas a su manera lo son,
incluso las que pertenecen a la ya larga tradición moderna) se
pone bien de manifiesto en esas dos figuras que acuñara Lévi-
Strauss en sus estudios sobre El pensamiento salvaje: las figu-
ras del bricoleur y del caleidoscopio. En las culturas donde
predomina la oralidad, donde la escritura —y, en particular,
sus formas más potentes: la ley escrita y el libro sagrado— no
viene a congelar ni los saberes ni las pautas de conducta, la
actividad del imaginario no puede estar sino en permanente
ebullición, rehaciendo sin cesar formas nuevas. El ‘salvaje’ (y
todos en buena medida los somos en la vida cotidiana) se
comporta como el bricoleur, que recoge residuos de aquí y de
allá (residuos lingüísticos, simbólicos, materiales...), más o
menos al azar, para irlos recombinando, como los cristalitos
de un caleidoscopio, con vistas a resolver los problemas que
se vayan presentando.
En cuarto lugar, lo imaginario es —por decirlo en términos
de Castoriadis— “denso en todas partes”. Esto es, permanece
inextirpablemente unido a cualquiera de sus emergencias y
puede, por tanto, rastrearse en cualquiera de sus formas ins-
tituidas. Por grande que haya sido el trabajo de depuración de
la ganga imaginaria, como es el caso de las formulaciones de
las matemáticas o las de las ciencias naturales, siempre
puede desentrañarse de ellas la metáfora, la imagen, la creen-
cia que está en su origen y las sigue habitando. Cada dato,
cada hecho, cada concepto, nunca es así un ‘mero dato’, un
‘hecho desnudo’, un ‘concepto puro’... pues está cargado con
las significaciones imaginarias que lo han hecho, in-corpora
en su propio cuerpo los presupuestos desde los que ha sido
concebido, está revestido del tejido magmático cuyo flujo ha
quedado en él embalsado.
Lo imaginario, por tanto, no está sólo allí donde se le suele
suponer, en los mitos y los símbolos, en las utopías colectivas
y en las fantasías de cada uno. Está también donde menos se
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le supone, incluso en el corazón mismo de la llamada racio-
nalidad. Yo diría que, precisamente ahí es donde encuentra su
mejor refugio. Acaso esa racionalidad de la que las sociedades
modernas se sienten tan orgullosas no sea sino la elaborada
coraza con que esas sociedades revisten ciertos productos de
su imaginario para mejor protegerlos, al modo en que los lla-
mados primitivos hacen también con sus tabúes y sus feti-
ches. Lo imaginario está así presente en lo más íntimo de la
fuerza coercitiva de un argumento lógico o en la entraña del
más elaborado concepto científico, con la misma pregnancia
con que puede estarlo en los hábitos de alimentación o en la
legitimación de un sistema político. Cuando, por ejemplo, la
democracia pretende fundar su legitimación racional en la
‘voluntad de la mayoría’, la ‘voz de las urnas’ o la ‘inteligencia
del electorado’, ¿no evidencia la ilusión en que se funda preci-
samente allí donde la oculta? Al postular la ‘voluntad’, la ‘voz’
o la ‘inteligencia’, que son características propias del psiquis-
mo individual, como atributo de un agregado tan inconexo
como es ‘la mayoría’ de unos votantes atómicos y aislados, o
como expresión de unos objetos geométricos inanimados
como lo son las urnas, ¿no vienen las democracias a funda-
mentarse en una descomunal operación metafórica, poética,
sobre la que se erige y legitima todo el aparato democrático?
(De paso, queda aquí avanzado cómo las metáforas son habi-
tantes principales y argamasa del imaginario, y cómo, en con-
secuencia, su análisis sistemático es una vía privilegiada para
su comprensión).
En quinto lugar, si el imaginario es el lugar de la creativi-
dad social, no lo es menos de los límites y fronteras dentro
de los cuales cada colectividad, en cada momento, puede
desplegar su imaginación, su reflexión y sus prácticas.
Matriz de la que se alimentan los sentidos, el pensamiento y
el comportamiento, él acota lo que, en cada caso, puede
verse y lo que no puede verse, lo que puede pensarse y lo
que no puede pensarse, lo que puede hacerse y lo que no
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puede hacerse, lo que es un hecho y lo que no es un hecho,
lo que es posible y lo que es imposible. Así, el imaginario es
el lugar del pre-juicio, en el sentido literal del término. El
lugar donde anidan aquellas configuraciones que son pre-
vias a los juicios y sin las cuales sería imposible emitir afir-
mación ni negación alguna. Y el prejuicio no puede pensar-
se porque es precisamente aquello que nos permite poner-
nos a pensar. El imaginario es el lugar de los pre-su-puestos,
es decir, de aquello que cada cultura y cada grupo social se
encuentra puesto previamente (pre-) debajo de (sub-) sus
elaboraciones reflexivas y conscientes. Es el lugar de las cre-
encias; creencias que no son las que uno tiene, sino las que
le tienen a uno. Las ideas se tienen, pero —como bien obser-
va Ortega y Gasset— en las creencias se está. Sólo la prepo-
tencia del sujeto constituido por ciertos imaginarios puede
llevar a decir “tengo tal creencia”, como quien dice “tengo la
gripe”, cuando parece bastante más apropiado decir que es
la gripe la que me tiene a mí.
Del mismo modo, y como sexto apunte, si el imaginario es
el lugar de la autonomía, desde el que cada colectividad se
instituye a sí misma, no es menos cierto que es ahí también
donde se juegan todos los conflictos sociales que no se limi-
tan al mero ejercicio de la fuerza bruta. Es por vía imaginaria
como se legitiman unos grupos o acciones y se deslegitiman
otros, es ahí donde ocurren los diversos modos de heterono-
mía y alienación. Como ya planteara Etienne de La Boétie en
su Tratado de la servidumbre voluntaria, ningún sistema de
dominación se mantendría sin un fuerte grado de identifica-
ción de los dominados con quienes les dominan. Y esa iden-
tificación en la que se legitima el dominio se consigue siem-
pre en el campo de batalla del imaginario. Dada la indetermi-
nación de la realidad, y en particular de la realidad social,
antes de su constitución por un imaginario concreto, el secre-
to de la dominación estriba en colonizar el imaginario del
otro imponiéndole el mundo de uno como el único posible.
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Buena parte del fracaso de numerosos movimientos de
emancipación se cifra en que sus reivindicaciones se alimen-
taban —y se alimentan— del imaginario de aquéllos de quie-
nes se pretendían emancipar.
Esta dimensión imaginaria del dominio es la que los estu-
dios habituales sobre la ideología suelen ignorar. El propio
Castoriadis no supera la insatisfactoria respuesta que el mar-
xismo toma prestada de Feuerbach en términos de metáforas
ópticas como las de inversión y encubrimiento. Tras situar el
imaginario en la entraña misma de lo que se tiene por reali-
dad, y en particular de la realidad social, no se puede —sin
caer en flagrante contradicción— hacer como si existiera una
realidad extrasocial que la ideología viniera, desde fuera, a
deformar u ocultar. En este punto la teorización sobre el ima-
ginario reclama una profunda revisión. Revisión que acaso
deba comenzar por una alteración de las metáforas mismas
con que vimos se suele aludir al imaginario. Desde los “mag-
mas de significaciones” en Castoriadis hasta las “cuencas (flu-
viales) semánticas” de Durand, todas ellas son metáforas que
naturalizan lo imaginario; una naturalización que parece pre-
ferir, incluso, la rotunda actividad de las fuerzas geológicas
(ríos, volcanes, placas tectónicas...) Nos encontramos así,
paradójicamente, con una nueva versión del mito del estado
de naturaleza. Lo imaginario instituye lo social, pero no está
instituido por lo social, es previo a lo social. Nada puede
extrañar, entonces, que tienda a esencializarse en sus diferen-
tes conceptualizaciones.
La revisión mencionada ha de atender así, al menos, a un
triple aspecto. Primero, la propia concepción teórica de qué
sea eso que llamamos imaginario. Acaso convenga aludir a
ello mediante trasposiciones metafóricas prestadas, no del
mundo que llamamos natural, sino de la misma experiencia
social. Hablar de su actividad como murmullo, susurro,
rumor o cháchara o bien como algarabía, clamor, alboroto o
vocerío, según queramos destacar unos u otros volúmenes y
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tonos de las múltiples voces simultáneas que lo habitan,
puede contribuir a desnaturalizarlo y a restituir así la autono-
mía de lo social. Segundo, una precaución acaso inútil en días
constructivistas como los actuales, pero que nunca está de
más señalar. Por decirlo bruscamente, el imaginario no exis-
te; no hay ningún imaginario ahí fuera esperando ser descu-
bierto o comprendido. Como los tipos ideales weberianos, el
imaginario sólo está, como concepto o herramienta, en la
mente de quien lo postula y lo usa como categoría de análisis.
O, por decirlo de otro modo, la realidad del imaginario es
imaginaria, como no podía ser de otra manera. Y en tercer
lugar, conviene atender no sólo a las formas concretas con las
que, desde el imaginario, cada colectividad se da forma a sí
misma, sino también a los modos en que cada colectividad o
grupo inyecta sus significaciones en el imaginario. Ahí es
donde se abre la posibilidad de que la colectividad pueda
alterarse y recrearse a sí misma; pero ahí es también donde se
abre la posibilidad de que ciertos grupos sociales conformen
según sus intereses las pautas imaginarias con las que el resto
de la colectividad se percibe a sí misma.
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Ya veíamos cómo lo imaginario no puede reducirse a con-
cepto, sino que a él suele aludirse mediante metáforas, que
habitualmente tienen por sujeto o tema fenómenos de la
naturaleza: flujos, torbellinos, sustratos, afluencias, mag-
mas... Por la misma razón, no son conceptos, ideas o imáge-
nes las que lo pueblan; lo imaginario no sabe de identidades,
de esos contornos de-finidos, de-terminados, que caracteri-
zan a todo concepto, imagen o idea. El imaginario es el lugar
de donde estas representaciones emergen, donde se encuen-
tran pre-tensadas. Esa pre-tensión es la que se manifiesta en
la metáfora. Cuando alguien dice que cierto cacharro permi-
te ‘ahorrar tiempo’, que ha ‘invertido mucho tiempo’ en una
tarea o se angustia ante lo que considera una ‘pérdida de
tiempo’, está viviendo el tiempo como algo que se puede aho-
rrar, invertir y perder, es decir, lo está viviendo como si fuera
dinero. Por supuesto, el tiempo no es dinero, pero tampoco
puede decirse que no lo sea en absoluto para esa persona.
Para ella, el tiempo es dinero y no es dinero, ambas cosas a la
vez. La metáfora es esa tensión entre dos significados, ese
percibir el uno como si fuera el otro pero sin acabar de serlo.
La metáfora atenta así contra los principios de identidad y de
no-contradicción, principios que, sin embargo, fluyen de ella
como forma petrificada suya.
Efectivamente, como ya planteara Nietzsche y desarrolla-
ra Derrida, bajo cada concepto, imagen o idea late una metá-
fora, una metáfora que se ha olvidado que lo es. Y ese olvido,
esa ignorancia, es la que, paradójicamente, da consistencia a
nuestros conocimientos, a nuestros conceptos e ideas. Si hay
una idea clara y distinta, perfectamente idéntica a sí misma,
sin el menor margen de ambigüedad ni contradicción es, por
ejemplo, la idea ‘raíz cuadrada de 9’, que todos sabemos que es
3. Tan claro lo tenemos que nunca se nos ha ocurrido pregun-
tarnos cómo es posible que un cuadrado tenga raíz, como si
fuera una berza. Y cómo es posible que esa raíz (o sea, tres)
tenga la suficiente potencia para engendrar al cuadrado ente-
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ro (o sea, para engendrar el 9, que es la potencia cuadrada de
la raíz 3). Para los imaginarios griego, romano y medieval,
imaginarios agrícolas y animistas en buena medida, el núme-
ro, como tantas otras cosas, se percibía, efectivamente, como
si fuera una planta. Los textos matemáticos de estas épocas
están cuajados de metáforas vegetales y alimenticias. Para
nosotros, ese ‘como si’ que llevaba a percibir los cuadrados
con propiedades de berzas ha perdido toda su pujanza insti-
tuyente hasta haberse consolidado en un concepto perfecta-
mente instituido: el concepto ‘raíz cuadrada’. Hemos perdido
la conciencia y el sustrato imaginario del símil que hacía
vero-símil la metáfora, y lo que era vero-símil se nos ha que-
dado en simple ‘vero’, verdad pura y simple, es decir, purifica-
da y simplificada del magma imaginario del que emergió.
Es casi seguro que nunca hasta este momento el lector,
convenientemente socializado en ciertas matemáticas, se
habrá parado a pensar que la ‘raíz cuadrada’ es un concepto
metafórico 12. De una raíz, puede predicarse con propiedad
que sea profunda, comestible o —en todo caso, y ya trasla-
dándonos del ámbito botánico al geométrico— fractal, pero
¿cuadrada? Aquí conviene hacer una precisión: la expresión
‘raíz cuadrada’ es una abreviatura de la expresión original
‘raíz del cuadrado’, por lo que es en ésta en la que nos centra-
remos. En los momentos en que tal concepto es aún una
metáfora viva, la comunidad matemática aún no ha canoni-
zado una expresión entre todas las que circulan. Aún en el lla-
mado Renacimiento, el portugués Pero Nunes habla de “lado
criando cuadrado”, mientras que para el italiano Bombelli se
trata de “el lado de un número no cuadrado, el cual es impo-
sible de poder nombrar, pero se dice Radice sorda, o bien
indiscreta, como sabemos”. En la cita de Bombelli se mani-
12.- El desarrollo de este ejemplo está incorporado de E. Lizcano (1999), donde puede
verse mi exposición más completa sobre el análisis social a través de las metáforas.
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fiesta ejemplarmente esa situación en que el científico focali-
za metafóricamente en un sujeto el concepto que aportará la
solución a un problema, solución que aún le resulta “imposi-
ble de poder nombrar”. Y, como un bricoleur, al decir de Lévi-
Strauss, va ensayando con términos que recoge del lenguaje
corriente: ‘radice sorda’, ‘radice indiscreta’, ‘lado criando cua-
drado’... Es precisamente esta ebullición instituyente la que
nos pone en la pista de las connotaciones y evocaciones que
una particular visión del mundo pone en juego para construir
el concepto. El término ‘sordo’ hace referencia al hecho de
que —aún— no puede nombrarse o decirse ni, por tanto,
oírse. Pero términos como ‘radice’ o ‘radix’ o el de ‘criar’ en
Nunes indican que se está estableciendo más o menos
inconscientemente una semejanza entre un campo geomé-
trico (en el que hay objetos como ‘lados’ y ‘cuadrados’) y otro
biológico (en el que hay ‘raíces’ y ‘crianzas’). Esta semejanza
es la que hace posible la analogía:
Raíz Lado
---- = -----
Planta Cuadrado
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superficie 9. Tal solución o raíz es 3 porque el cuadrado —que
se engendra a partir— de 3 es 9 (o, más depurado aún de sig-
nificados adheridos, 3 =9).
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figura poética, sino una expresión literal, es decir, una expre-
sión propiamente matemática.
Metáforas como éstas, que hablan de ‘ahorrar tiempo’, de
‘la voluntad de la mayoría’ o de ‘raíces cuadradas’, llamadas
habitualmente metáforas muertas, revelan así las capas más
solidificadas del imaginario, aquéllas en las que su cálida acti-
vidad instituyente hace tiempo que se congeló pero que, no
por ello, deja de dar forma al mundo en que vivimos. Es más,
cuanto más muertas, más informan de ese mundo, pues ellas
ponen lo que se da por sentado, lo que se da por des-contado,
aquello con lo que se cuenta y que, por tanto, no puede con-
tarse: los llamados hechos, las ideas, las cosas mismas.
La fuerza de la ideología se asienta principalmente en este
tipo de metáforas, que más que ‘muertas’ yo prefiero llamar
‘zombis’, pues se trata de auténticos muertos vivientes, muer-
tos que viven en nosotros y nos hacen ver por sus ojos, sentir
por sus sensaciones, idear con sus ideas, imaginar con sus
imágenes. La alienación que caracteriza al discurso ideológi-
co está precisamente en esa ocupación del imaginario por un
imaginario ajeno, en el uso de metáforas que imponen una
perspectiva que no se muestra como tal sino como expresión
de las cosas mismas, que así resultan inalterables.
Un buen ejemplo puede ofrecerlo la persistencia actual
del viejo mito ilustrado del Progreso, construido sobre toda
una red de metáforas que presentan el tiempo como espacio
y, en consecuencia (consecuencia metafórica, ya que no lógi-
ca), la sucesión de momentos como presencia simultánea de
lugares. Desde la los anuncios publicitarios con que se vende
la última versión de cualquier aparato hasta la propaganda
política de cualquier partido político, pasando por los gran-
des ejes que orientan las políticas de desarrollo a nivel nacio-
nal o internacional, todo ello quedaría sin la menor legitima-
ción si en el imaginario del hombre común no estuviera arrai-
gada con toda firmeza esa territorialización del tiempo que
hace de ese hombre un habitante, no de este o ese lugar, sino
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de uno u otro momento. “Los talibanes viven en plena Edad
Media”, se repetía sin cesar durante la guerra de Afganistán.
Pero lo significativo no es que los políticos y los medios de
comunicación lo dijeran, sino que todos lo entendiéramos
sin el menor asomo de extrañeza. Dejando de lado esa otra
magnífica metáfora zombi que es la ‘Edad Media’ (la ‘edad’
presentando el tiempo de la historia como si fuera el de un ser
vivo, la singularización de cierta edad como ‘media’, como si
no lo fueran todas salvo la primera y la última), ¿cómo es
posible vivir tan atrás sin, al parecer, conocer ninguna técni-
ca para desplazarse en el tiempo? ¿Ese mismo ‘atrás’, término
espacial, por el que todos acabamos de entender ‘antes’, tér-
mino temporal, no expresa la misma ideología del progreso?
Sólo desde ese imaginario ideológico tienen sentido, y son
capaces de convencer y conmover, expresiones tan —literal-
mente— imposibles como habituales, del tipo: “El camino
hacia la modernidad”, “salir del siglo XX para entrar en el siglo
XXI”, “país atrasado”, “retroceder a un pasado que ninguno
queremos”, “el tren del futuro”... Los ejemplos podrían multi-
plicarse indefinidamente. Y no sólo en el lenguaje político
(todo el lenguaje político actual es ilustrado y arrastra la
misma voluntad antipopular que ya animó en el s. XVIII a la
Ilustración). También en el lenguaje ordinario se expresa, y
recrea, de continuo esta percepción. Se dice de algo (ya sea
una persona o una sociedad) que está “anclado en el pasado”
o que se está “labrando el futuro”, como si el futuro fuera un
sitio, aunque aún sin desbrozar, o como si el pasado fuera un
lugar en el que uno pudiera quedar anclado, atrapado o atado.
Pero las metáforas no sólo conforman las percepciones; junto
a los significados, también arrastran sentimientos y valores. Si
el futuro se labra es porque es una tierra que se supone fértil y
no árida o amenazadora. Si el pasado es un lugar en el que uno
se puede quedar atrapado o anclado es porque, al contrario
que el futuro, ése no es un buen lugar, ni es fértil ni vale la pena
labrarlo: es un lugar del que hay que huir. La oposición con el
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imaginario de las culturas tradicionales es frontal y, sin
embargo, muchos sectores de éstas expresan sus reivindica-
ciones precisamente en esos términos, usando esas metáfo-
ras. En esa colonización de los imaginarios por otros ajenos es
donde opera el trabajo de la ideología.
La metáfora es así al imaginario colectivo lo que el lapsus o
el síntoma es al inconsciente o al imaginario de cada cual.
Mediante ella sale a luz lo no dicho del decir, lo no sabido del
saber: su anclaje imaginario. Caer en que un lapsus es un lap-
sus, en que una metáfora es una metáfora, es empezar a caer
por el hueco que lleva al imaginario. Tras haber caído, ya no es
difícil empezar a observar cómo esa metáfora que ha hecho
las veces de síntoma se engarza con muchas otras, constitu-
yendo una tupida red en la que queda atrapada toda una par-
cela de la realidad. Una red en la que las conexiones, los enre-
dos, no son azarosos, sino que obedecen a una ‘lógica’ que es
la lógica del imaginario. Esa lógica, que atenta contra todos los
tenidos por principios lógicos, no es, evidentemente, accesi-
ble de modo de directo. Pero sí puede entreverse a través, pre-
cisamente, de la manera en que unas metáforas enlazan con
otras, la manera en que unas llevan a otras, o bloquean la apa-
rición de otras, la manera en que unas entran en conflicto con
otras... Sobre la lógica del imaginario —si es que la hay— tiene
bastante más que decirnos el arte de la retórica que los méto-
dos de la epistemología; es ese arte el que puede proporcio-
narnos un método de investigación sistemática y empírica del
imaginario que parece bastante fructífero.
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mos hablar de metáforas vivas, aquéllas que establecen una
conexión insospechada entre dos significados hasta entonces
desvinculados, aquellas que, abruptamente, ofrecen una nueva
perspectiva sobre algo familiar y nos hacen verlo con nuevos
ojos (o saborearlo con un paladar aún sin estrenar). Metáforas
vivas lo son, por antonomasia, las metáforas poéticas. Quien me
apuntó que en el cante flamenco había ‘sonidos negros’ me hizo
oír lo que no había oído nunca: el sonido de los colores. De igual
modo, en la emergencia y consolidación colectiva de nuevas
metáforas se expresa, y se recrea, la autonomía del imaginario
para rehacerse a sí mismo, para alterarse bajo configuraciones
nuevas. Qué duda cabe de que aquellos burgueses ilustrados,
gentes desarraigadas que se percibían a sí mismas como habi-
tantes del tiempo, tuvieron que resultarles bien extraños a la
mayoritaria población campesina que se identificaba como
lugareña, como habitantes de este o de aquel lugar. Sin embar-
go, las metáforas, entonces vivas, en las que el nuevo habitácu-
lo temporal empezaba a decirse hoy son moneda corriente,
poesía congelada. No menos debía extrañar a los abuelos de
esos campesinos, tan analfabetos como ellos, que un tal Galileo
viniera a decirles que la naturaleza era un libro, negándoles así
cualquier capacidad de conocerla, a ellos, que venían hablando
con ella y entendiéndola desde hacía siglos. Sin embargo hoy,
toda la investigación sobre la secuenciación del ADN se funda
en esa misma metáfora libresca. Hay, pues, metáforas vivas que
se consolidan, alterando toda la vida de la colectividad.
Evidentemente, no toda metáfora viva tiene capacidad
—o expresa— un cambio social radical. No son los poetas
quienes hacen la historia, sino la capacidad poética colecti-
va. Para que una metáfora nueva, o una constelación de
metáforas, exprese —o impulse— un cambio en el imagina-
rio son necesarias al menos tres condiciones. Primero, es
necesario que esa metáfora sea imaginable o verosímil
desde un imaginario dado, pues cada imaginario, como veí-
amos, perfila un cerco que bloquea determinadas asocia-
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ciones. El imaginario griego clásico no podía establecer
enlaces metafóricos entre la geometría y la aritmética, por
lo que fue necesario un cambio radical de imaginario para
que pudieran empezar a formularse las metáforas sobre las
se construyó lo que más tarde se llamaría álgebra.
Segundo, hace falta también que la metáfora viva, una vez
concebida, encuentre un caldo de cultivo adecuado para cre-
cer y consolidarse. Y ese caldo de cultivo no puede ser sino
social, integrado al menos por algunos grupos para los que la
nueva percepción tenga sentido y valga la pena. La historia de
la ciencia está llena de ejemplos de metáforas originales que
fueron ignoradas o incluso ridiculizadas en el momento de su
formulación y que hubieron de esperar a que alguien, ya
desde otro imaginario diferente, las recuperase y las viera
aceptadas por un entorno social más propicio. Una forma
habitual de generar metáforas vivas que, no obstante, obten-
gan cierto consenso social es alterar o invertir una determina-
da constelación de metáforas zombis. Por ejemplo, pueden
invertirse todas las metáforas que, en el imaginario ilustrado,
localizaban el tiempo y generar así un imaginario anti-ilustra-
do. En lugar de “atados al pasado” podemos hablar de estar
“atados al futuro” y, de repente, toda una serie de figuras
irrumpen en el escenario: quienes han hipotecado su presen-
te en créditos, planes de pensiones y seguros de vida, los ciu-
dadanos que han de apretarse el cinturón al haberse compro-
metido sus Estados a “entrar en la modernidad”... Comparada
con la naturalidad con que aceptamos la metáfora “atados al
pasado”, estar “atados al futuro” resulta una expresión cho-
cante, como chocante es toda metáfora viva, pero no tanto
como para que carezca de sentido, pues se limita a recombi-
nar de otro modo asociaciones que, de por sí, ya eran posibles
en el imaginario ilustrado. El futuro al que ahora nos percibi-
mos atados no deja de ser un lugar, tan lugar como antes era
el pasado. Esa verosimilitud de las metáforas vivas obtenidas
por alteración de otras muertas es la que hace probable que
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encuentren terreno abonado en algunos grupos sociales para
los que, además de tener sentido, pueden resultar valiosas.
Tal es el caso de los movimientos de rebeldía frente a políticas
que llevan a un futuro al que no se quiere ir, como ciertos sec-
tores del movimiento antiglobalización (por cierto, ésa del
‘futuro global’, el futuro como un globo es quizá la última
metáfora de esta estirpe) o el de ciertas culturas indígenas
que hoy se reorientan a “labrar el pasado” para cultivar en él
los frutos que el “camino hacia la modernidad” ha prometido
tanto como ha frustrado. La inversión de metáforas permite
así detectar, y promover, cambios profundos en el imaginario.
Cambios que, aunque dentro de las coordenadas que impone
ese imaginario, pueden llegar a provocar un cambio de siste-
ma de coordenadas o incluso —por seguir con esta metáfora
cartesiana— pueden llevar, tal vez, a un cambio en el imagi-
nario radical que sustituya las coordenadas como matriz
espacial en la que hayan de situarse necesariamente las cosas
y los acontecimientos.
En tercer y último lugar, no es menos necesario que esa
metáfora desbanque a otras que se le oponen y consiga ocu-
par su lugar, al menos en espacios sociales suficientemente
amplios. La lucha por el poder es, en buena medida, una
lucha por imponer las propias metáforas. Recuerdo el análisis
que hacía una doctoranda que estaba trabajando sobre el
conflicto entre un grupo de mariscadoras gallegas y la
Administración local. Llegados a un punto que reclamaba un
diálogo, la Administración impuso la metáfora que para ella
era natural: había que constituir una ‘mesa de negociación’.
Ya daba igual lo que en esa mesa pudiera acordarse, apunta-
ba mi alumna, en el mero hecho de haber asumido esa metá-
fora las mariscadoras ya habían perdido la batalla, como de
hecho la acabaron perdiendo. La mesa es lugar natural de
negociación para el burócrata, el habitante natural de los des-
pachos, pero no lo era para aquellas mujeres. Para ellas, el
lugar donde se discutían los asuntos comunes, donde se
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negociaba y se tomaban decisiones, es decir, el lugar propia-
mente político, era la playa, donde se reunían con ocasión de
mariscar. La mesa como lugar político era para ellas un lugar
extraño, terreno enemigo. Hubieran debido, concluía la pers-
picaz doctoranda, acuñar su propia metáfora e imponérsela a
aquellos políticos, hubieran debido llevarles a la ‘playa de
negociaciones’. Las decisiones habrían sido muy diferentes.
Esto es todo. Espero, si no haberles ilustrado, sí al menos
haberles contagiado algo de mi pasión por las metáforas, esos
sorprendentes duendes del imaginario que nos habitan en
secreto. Conservadlas, y conservareis el mundo. Cambiadlas,
y cambiareis el mundo.
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