Jesús El Galileo

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Senén Vidal

SAL TERRAE
Colección
«P R E S E N C IA T E O L Ó G IC A »
S e n é n V id a l

Jesús el Galileo

‫ י ק‬E ditorial SAL TERRAE


51 3 Santander, 2006
Π jal C
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ISBN: 84-293-1640-X
Dep. Legal: BI-454-06
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Grafo, S.A. - Basauri (Vizcaya)
Indice

Presentación 9

P rimera Parte
LOS INICIOS

1. Los inicios sorprendentes ................................ 15


1.1. Una noticia incómoda .................................. 15
1.2. Un dato histórico clave ................................ 18
Textos sobre Juan Bautista (apéndice) ........ 20

2. El origen del profeta Juan ................................ 22


2.1. Los orígenes de J u a n .................................... 22
2.2. La crisis de Israel ........................................ 25
2.3. La visión del profeta .................................... 29
Revueltas populares (apéndice) .................. 33

3· El profeta del nuevo comienzo ........................ 38


3.1. El signo del desierto .................................... 39
3.2. El bautismo en el Jo rd á n .............................. 43
3.3. El profeta precursor .................................... 46
Movimientos proféticos populares (apéndice) 49
Indice

4. La esperanza del profeta Juan ........................ 51


4.1. El carácter de la esperanza .......................... 51
4.2. El agente más poderoso ..............................
4.3. La transformación de Israel ........................
5. Jesús en el movimiento de Juan ...................................... 59
5.1. El movimiento popular de J u a n .................................... 59
5.2. El bautismo de Jesús .................................................... 61
5.3. El colaborador de Juan ................................................ 67

S egunda Parte
LA MISIÓN GALILEA

6. El origen de la misión a u tó n o m a ...................................... 75


6.1. La crisis del proyecto de Juan ...................................... 75
6.2. La nueva visión de Jesús .............................................. 80

7. El cambio de escenario ...................................................... 83


7.1. El nuevo escenario temporal ........................................ 83
7.2. El nuevo escenario geográfico...................................... 87
Parábolas evangélicas (apéndice) .............................. 91

8. El nuevo agente mesiánico ................................................ 94


8.1. El agente del reino de Dios .......................................... 94
8.2. El doble modelo mesiánico .......................................... 98
Textos sobre «el hijo del hombre» (apéndice) ............ 103

9. El símbolo del reino de Dios ............................................ 107


9.1. El símbolo israelita ...................................................... 107
9.2. El símbolo de Jesús ...................................................... 113
Textos sobre el «reino de Dios» (apéndice) ................ 119

10. El carácter del acontecimiento ........................................ 125


10.1 El acontecimiento creacional ...................................... 125
10.2 El proceso abierto ........................................................ 130
10.3 El acontecimiento presente y fu tu ro ............................ 135

11. La estrategia ...................................................................... 141


11.1 La perspectiva .............................................................. 141
11.2 El estadio inicial .......................................................... 143
11.3 El estadio final ............................................................ 149
12. La escenificación misional ................................................ 155
12.1 La misión itinerante .................................................... 155
12.2 Los profetas del reino .................................................. 159

13. La renovación del pueblo aldeano .................................. 168


13.1 La sanación del pueblo ................................................ 168
13.2 El nuevo pueblo de Dios ............................................ 173
Relatos de milagros (apéndice) .................................. 177

T ercera Parte
LA MISIÓN FINAL
14. El gran reto ........................................................................ 183
14.1 .La crisis de la misión galilea ................................... 183
14.2.El inicio de la etapa decisiva ...................................... 189

15. El intento del reino mesiánico .......................................... 192


15.1. La trama final ........................................................... 192
15.2.La trama preparatoria .................................................. 199

16. La muerte del agente mesiánico ...................................... 204


16.LEI desenlace de la cruz ................................................ 204
16.2. La perspectiva de Jesús ........................................... 208

17. El camino paradójico del reino ........................................ 212


17.1. La tradición de la última cena ................................. 212
17.2. El sentido de la muerte de Jesús ............................. 218

18. El nuevo horizonte de la esperanza ................................ 225


18.1.E1 nuevo horizonte de Jesús ........................................ 225
18.2. El mapa cristiano de la esperanza ........................... 229

Conclusión ................ 235


Indice

1. Los inicios . . . . 235


2. La misión galilea 237
3. La misión final . 240

Bibliografía 245
Presentación

L a figura de Jesús el Galileo constituye indudablemente un mo-


mentó decisivo de nuestra historia. Pero sigue siendo aún un frag-
mentó enigmático, a pesar de la multitud de estudios sobre él a lo lar-
go de la historia de la investigación, que ha desembocado en una es-
pecial y variopinta proliferación de publicaciones durante estos últi-
mos años. Sobra decir que tampoco esta pequeña obra puede tener la
pretensión de descifrarlo. Lo único que intenta es ofrecer un nuevo
planteamiento sobre Jesús desde una perspectiva que no ha sido teni-
da aún suficientemente en cuenta.
La base de esa perspectiva es muy elemental, pero, quizá precisa-
mente por eso, aún no ha sido valorada en todas sus consecuencias.
Se trata del hecho indiscutible de que la misión de Jesús de Nazaret
fue un acontecimiento histórico. No fue, ciertamente, un meteorito
caído del mundo celeste, cuya estructura y desenvolvimiento estarían
fuera de las coordenadas del acontecer de la historia sobre esta tierra.
Eso implica, en primer lugar, que la misión de Jesús tuvo que ser co-
herente con su inmediato contexto histórico. Y éste fue, por una par-
te, el judaismo palestino del siglo primero, donde estuvo su lugar y su
asiento, y, por otra, el movimiento del cristianismo naciente, que re-
presentó su efecto histórico inmediato. Pero en ello hay implicado al-
go más. Como tal acontecimiento histórico, la misión de Jesús estu-
P resentación

vo inmersa necesariamente en los avatares y en los condicionantes de


la situación histórica en la que se desarrolló. Eso quiere decir que no
pudo estar prefijada automáticamente, sino abierta a varias posibili-
dades, ya que su camino dependía, entre otras cosas, de la acogida o
del rechazo que se le prestase.
La nueva perspectiva que ahí se abre descubre en el acontecer his-
tórico de la misión de Jesús un auténtico proceso evolutivo. Pero con-
viene aclarar que la dimensión decisiva de ese proceso no fue la evo-
lución psicológica de la biografía de Jesús, cosa que se ha barajado
en ocasiones y de diversas maneras desde la investigación antigua
hasta la de nuestros días. Lo decisivo, más bien, fue el proceso evo-
lutivo de la «biografía» del acontecimiento salvífico que Jesús desig-
naba como «reino de Dios» y a cuyo servicio estaba toda su misión.
Ese acontecimiento proclamado y escenificado por Jesús era, en efec-
to, un acontecer histórico en pleno dinamismo. Su finalidad era la re-
novación de la historia del pueblo de Israel y, por su medio, la trans-
formación de la historia de todos los pueblos de la tierra. Y así, como
tal acontecimiento histórico dinámico, tenía que abrirse camino den-
tro de la encrucijada de la situación histórica concreta, que, en cuan-
to tal, siempre estaba abierta a diversas posibilidades. El presente
libro precisa concretamente, a lo largo de la misión de Jesús, una se-
cuencia de tres grandes etapas que se corresponden con otros tantos
proyectos de implantación de ese maravilloso acontecimiento libera-
dor de Dios. Se trató, efectivamente, de proyectos con entidad propia,
aunque con unos principios y una estructura básica semejantes, ya
que la finalidad de todos ellos era la misma. Se dio, además, una au-
téntica secuencia ordenada de los mismos, pudiendo descubrirse un
trazado general, ya que el proyecto posterior asumió los elementos y
las dimensiones fundamentales del anterior. Se descubre, eso sí, una
tendencia a una progresiva y mayor radicalización, porque la inviabi-
lidad de un proyecto, debida al rechazo por parte de sus destinatarios,
lejos de ocasionar un abandono o un rebajamiento del mismo, lo que
provocó fue su radicalización en el nuevo proyecto siguiente.
La exposición del libro sigue la secuencia de esas tres grandes
etapas. La etapa inicial estuvo marcada por la ligazón de Jesús con la
misión de Juan Bautista (Primera Parte). El testimonio sobre ella es
muy esquemático en la actual tradición evangélica, porque ésta se
centra en la actuación directa de Jesús. Pero ese escueto testimonio
Jesús el Galileo

deja entrever el sentido decisivo de esa etapa inicial, que tuvo una en-
tidad histórica propia y sirvió de base para la misión autónoma pos-
terior de Jesús. Esta surgió cuando Juan desapareció de escena vio-
lentamente, quedando así interrumpido su proyecto. Su primera épo-
ca, la de la misión galilea, fue cronológicamente la más amplia y es
también la mejor documentada en la tradición evangélica (Segunda
Parte). También esta etapa se vio interrumpida por la oposición fron-
tal que encontró el proyecto jesuano de renovación del aldeano pue-
blo galileo. Pero esa crisis se convirtió en el inicio de la etapa final
de su misión, que tenía por objeto la renovación definitiva del pueblo
completo de Israel por medio de la implantación en Jerusalén de un
reino mesiánico especial (Tercera Parte). Lo que realmente desenca-
denó ese intento de Jesús fue su muerte en la cruz. Pero precisamen-
te esa muerte violenta del agente mesiánico, que aparentemente era la
confirmación definitiva del fracaso de su proyecto, fue interpretada
por Jesús como el nuevo camino paradójico para la realización del
reino mesiánico y del consiguiente reino de Dios. Fue esta última es-
peranza de Jesús la que se convirtió en la base del mapa de la espe-
ranza del cristianismo naciente*.

* El libro se basa en mi ensayo anterior, Los tres proyectos de Jesús y el cristia-


nismo naciente. Un ensayo de reconstrucción histórica (Sígueme, Salamanca
P resentación

2003). Ese ensayo es la base imprescindible a la que habrá que recurrir perma-
nentemente para justificar la exposición hecha en este libro. Lo que éste inten-
ta es hacer un poco más accesible la argumentación más detenida y analítica de
aquel ensayo, aligerándola de muchos pormenores y de las indicaciones biblio-
gráficas particulares. Con ello, sin embargo, no creo que se haya difuminado la
imagen histórica de la misión de Jesús, sino que, por eí contrario, me parece que
surge más diáfana y precisa, dado que ahora cobran mayor realce sus rasgos de-
cisivos. Ahí radica precisamente el particular interés del presente libro en com-
paración con aquel ensayo anterior.
P rimera Parte

LOS INICIOS
Los inicios
sorprendentes

L a primera gran sorpresa del camino de Jesús surge ya en sus mis-


mos inicios. Y el caso es que la noticia transmitida sobre ellos parece
ser históricamente segura, porque está testificada unánimemente por
toda la tradición evangélica antigua. Confirma además su historicidad
el hecho sintomático de que el cristianismo primitivo nunca se sintie-
ra a gusto con ella, porque no parecía conformarse con sus intereses.
De ahí su intento de acomodarla o de camuflarla por diversos medios.
Queda así planteada la primera cuestión que hay que abordar en una
investigación histórica sobre el camino histórico de Jesús el Galileo:
¿cuál fue realmente su punto de arranque y la chispa que lo encen-
dió?; ¿qué sentido tuvieron sus inicios para la actuación posterior de
Jesús? Los datos son ciertamente insoslayables, pero no siempre han
sido valorados en todo su calado e implicaciones.

1.1. Una noticia incómoda


Los inicios sorprendentes

a) «Y sucedió en aquellos días que vino Jesús desde Nazaret de


Galilea y fue bautizado en el Jordán por Juan» (Me 1,9). Así de re-
pentina e inesperada es la primera aparición en escena de Jesús en el
evangelio de Marcos, el más antiguo que se nos conserva. Inmedia-
tamente antes, ese mismo evangelio había presentado el escenario de
«en aquellos días», al describir la proclamación y la actividad bauti-
zadora de Juan Bautista en la cuenca del río Jordán (Me 1,2-8). Con
ese testimonio del evangelio de Marcos coinciden fundamentalmente
tanto la fuente Q -el hipotético documento escrito utilizado por los
evangelios de Mateo y de Lucas (Q 3,2b-4.7-9.16-17.21-22)- como el 15
evangelio de Juan (1,19-34)*. Esto quiere decir que ahí nos encontra-
mos con un dato fijo de toda la antigua tradición evangélica. Ésta co-
menzaba su relato sobre el camino de Jesús, no con una actuación di-
recta de éste, sino con la misión de Juan Bautista. Jesús aparecía en
escena por primera vez precisamente en ese escenario, y concreta-
mente en dependencia de la misión de Juan, al venir desde Nazaret de
Galilea para ser bautizado por él en el Jordán, lo mismo que hacían
otros muchos que también acudían a escuchar a aquel profeta en la ri-
bera del río y a recibir el bautismo en sus aguas.

b) Esa noticia tradicional, a la que estamos tan acostumbrados, no de-


ja de ser sorprendente. Es, en efecto, realmente chocante que la trans-
mitán los grupos cristianos, pues sería de esperar que éstos fijaran los
inicios de su propio movimiento en la misión directa de aquel a quien
consideraban su fundador, Jesús, y no en la misión de Juan. Mucho
más cuando este último era venerado como iniciador de su movimien-
to por parte de los grupos baptistas, que en algunos textos aparecen ex-
presamente como competidores de los grupos cristianos. Dentro de ese
contexto histórico, no parecía que esa tradición evangélica sobre los
orígenes de la misión de Jesús fuera, ni mucho menos, la más adecúa-
da para los intereses de los grupos cristianos. Y, de hecho, los escritos
evangélicos reflejan una sensación de incomodidad con respecto a
ella, ya que trataron de acomodarla o de camuflarla.
Un modo indirecto de hacerlo fue anteponer un relato sobre los
orígenes grandiosos de Jesús. Así, los evangelios de Mateo y de Lu-

* Conforme a la hipótesis de la doble fuente para los evangelios sinópticos, los


textos de la fuente Q se señalan con la sigla Q seguida del número de capítulo
y versículo/s del evangelio de Lucas (Le), que es el que parece conservar mejor
el orden de la fuente (así, J.M. Robinson - P. H offmann - J.S. K loppenburg
Jesús el Galileo

(eds.), El documento Q en griego y en español. Con paralelos del evangelio de


Marcos y del evangelio de Tomás, Sígueme/Peeters, Salamanca/Leuven 20044).
Siempre habrá que tener en cuenta los textos paralelos del evangelio de Mateo
(Mt); éstos se indican expresamente cuando se quiere apuntar a su forma espe-
cial. De modo semejante, se citan los textos del evangelio de Marcos {Me) sin
indicar los paralelos de Mateo y/o Lucas basados en él; éstos se indican expre-
sámente cuando se quiere remitir a su particularidad con respecto al texto de
Marcos. Se citan los evangelios de Mateo {Mt) y Lucas (Le) cuando se trata de
textos propios o de formulaciones específicas de esos evangelios. La traducción
16 castellana de los textos griegos a lo largo de la obra es propia del autor.
cas, antes de su narración sobre la misión de Juan, en la cual combi-
nan el evangelio de Marcos y la fuente Q, tienen un amplio relato so-
bre los orígenes del mesías Jesús (Mt 1-2; Le 1-2). La singularidad
del tono y del interés de ese relato es evidente. Utilizando los moti-
vos tópicos del judaismo y del helenismo sobre los orígenes porten-
tosos de personajes famosos, su claro centro de interés es la justifica-
ción de la confesión de fe del movimiento cristiano sobre el mesías
Jesús. De un modo semejante, el evangelio de Juan antepone a la na-
rración sobre la misión de Juan un himno sobre el origen misterioso
de Jesús, la Palabra divina (Jn 1,1-18).
Pero el medio más directo para eliminar la incomodidad de la no-
ticia tradicional fue la creciente tendencia en los textos cristianos a la
cristianización de la misión de Juan y al consiguiente rebajamiento
de la misma, llegando a convertirla en un simple episodio precursor
de la misión de Jesús. Esa tendencia aparece ya en los textos más an-
tiguos, los del evangelio de Marcos y los de la fuente Q. Pero se ha-
ce cada vez más evidente en el resto de los escritos evangélicos. Ése
es el caso de la curiosa comparación entre los orígenes de Juan y los
de Jesús que el evangelio de Lucas escenifica en Le 1-2, al presentar
el paralelismo de las dos figuras haciéndolas incluso parientes, pero
cuidando al mismo tiempo de realzar la gran superioridad de los orí-
genes portentosos del mesías Jesús sobre los de Juan. A esa misma
tendencia se debe el diálogo entre Juan y Jesús que el evangelio de
Mateo añade en el relato del bautismo de Jesús (Mt 3,14-15), inten-
tando contestar así a la objeción cristiana, puesta precisamente en bo-
ca de Juan, sobre el hecho escandaloso de que Jesús fuera bautizado
por éste, cuando debería haber sido al revés. Pero es ante todo en el
evangelio de Juan donde esa tendencia cobra especial relevancia, qui-
Los inicios sorprendentes

zá porque los grupos cristianos que hay detrás de ese evangelio se en-
contraban en una singular relación y competitividad con los grupos
baptistas seguidores de Juan. En ese evangelio, el propio Juan Bau-
tista hace una confesión pública de la posición cristiana, rebajándose
a sí mismo a simple testigo de la superioridad de Jesús e interpretan-
do en ese sentido el bautismo de éste (Jn 1,6-8.15.19-34); se narra la
conversión de algunos discípulos de Juan en discípulos de Jesús pre-
cisamente por causa del testimonio de aquél (Jn 1,35-51); y Juan mis-
mo reconoce la superioridad del bautismo efectuado por Jesús, equi-
valente al bautismo de los grupos cristianos, con respecto al efectúa- 17
do por él mismo, equivalente al rito bautismal de los grupos baptistas
seguidores suyos (Jn 3,22-30).

1.2. Un dato histórico clave

a) La consecuencia parece evidente: todos esos variados intentos de


los textos cristianos de hacer más llevadera la noticia tradicional de-
muestran precisamente la historicidad irrefutable de ella. Los inicios
del camino de Jesús estuvieron, sin duda, en el hecho histórico inelu-
dible de su ligazón con la misión de Juan Bautista. Lo muestra con to-
da claridad el bautismo que Jesús recibe en el Jordán de manos de
Juan, un hecho escandaloso para los grupos cristianos y que, por eso
mismo, intentaron interpretar de diversos modos. Pero el influjo de
Juan en Jesús no quedó reducido a sus inicios. La tradición cristiana
tiene una amplia referencia a Juan en la misión autónoma de Jesús**.
Detrás está, sin duda, un decisivo recuerdo histórico. Todo apunta, en
efecto, a que la misión de Jesús sólo se explica adecuadamente desde
esa conexión, de continuidad y de contraste al mismo tiempo, con la
misión de Juan, que representó así el punto de arranque y la referen-
cia imprescindible de todo su camino misional.
Así se explica que el cristianismo naciente, heredero directo de la
misión de Jesús, recurriera también a la actuación de Juan. Fue así,
concretamente, como asumió el bautismo de Juan y lo convirtió en un
rito fundamental suyo, con el que celebraba el tránsito al ámbito de la
nueva época mesiánica. De ese modo, el cristianismo naciente ínter-
pretaba su nueva situación, abierta con el acontecimiento salvador de
la muerte y exaltación del mesías, desde la esperanza que animaba a
la misión de Juan. Descubría que ambas situaciones -la de la misión
de Juan y la suya propia- tenían una profunda semejanza estructural,
tanto en la dimensión sociológica, o de formación de un nuevo pue-
Jesús el Galileo

blo sagrado, como en la dimensión de salvación y de esperanzares


decir, de purificación y de renovación, a la espera de participar en la
transformación definitiva que iba a inaugurarse con la pronta maní-
festación esplendorosa del mesías, entronizado ya como soberano en
el ámbito celeste.

18 ** Cf. el apéndice «Textos sobre Juan Bautista» en pp. 20-21.


b) Todo eso muestra que la misión de Juan tuvo una relevancia histó-
rica de primera magnitud. Si el relato evangélico sobre la misma es
tan esquemático, se debe a que pertenece a la tradición cristiana, cu-
yo interés, como es natural, estaba en la actuación de Jesús, el funda-
dor directo del movimiento cristiano. Pero ya ese escueto relato deja
traslucir el sentido fundamental que tuvo la misión de Juan. Real-
mente, ella significó el inicio de un amplio proceso histórico que
abarcó toda la actuación de Jesús y desembocó después en el cristia-
nismo naciente. El proyecto salvífico que la animaba se convirtió así
en la base irrenunciable de ese proceso, permaneciendo como centro
referencial y signo de continuidad a lo largo de todo su desarrollo.
Pero las claras diferencias entre el comienzo de ese proceso, la
misión de Juan, y su final, el cristianismo naciente, señalan también
la profunda evolución que ese proceso sufrió en su recorrido históri-
co. La clave de esa evolución tuvo que darse, evidentemente, en el
centro del proceso, es decir, en la misión de Jesús, cuyo efecto histó-
rico directo fue el movimiento cristiano. La descripción del camino
histórico de ese proceso a lo largo del libro irá mostrando que no se
efectuó en una secuencia evolutiva uniforme, sino por medio de cam-
bios y saltos profundamente dramáticos, ocasionados por las vicisitu-
des de la situación histórica en que tuvo que desenvolverse.
Queda así delineada la noticia histórica, ineludible y sorprenden-
te, sobre los orígenes del camino de Jesús y, en consecuencia, sobre
los orígenes del movimiento cristiano. Suena así: «en el principio
era» Juan, el bautizador en las aguas del Jordán. Es obvio, entonces,
que esa figura y su misión deben ocupar, por derecho propio, un lu-
gar eminente en una historia de la misión de Jesús. A ellas está dedi-
cada la primera parte de este libro.
• · ·

Textos sobre Juan Bautista


(apéndice)

1) T extos del evangelio de M arcos (y paralelos en Mateo y Lucas),


que comienza precisamente con la misión de Juan:
Me 1,2-11: misión de Juan y bautismo de Jesús;
Me 1,14-15: apresamiento de Juan y comienzo de la misión de
Jesús en Galilea;
Me 2,18-22: cuestión sobre el ayuno de los discípulos de Juan y los
de Jesús;
Me 6,14-19: opinión de la gente sobre Jesús como Juan redivivo, y
muerte de Juan;
Me 8,28: opinión de la gente sobre Jesús como Juan redivivo;
Me 9,11-13: cuestión sobre el destino de Elias, identificado con
Juan;
Me 11,27-33: recurso al bautismo de Juan en la cuestión sobre la
autoridad de Jesús en su acción en el templo.

2) T extos de la fuente Q, que comenzaba también con la misión de


Juan:
Q 3,2b-4.7-9.16-17.21-22 (Mt 3,1-3.5b.7-13.16-17): misión de Juan
y quizá también bautismo de Jesús;
Q 7,18-35; 16,16 (Mt 11,2-19; 21,31 b-32): pregunta de Juan a Je-
sús y diversos dichos sobre la relación entre Juan y Jesús, con
transformaciones por parte de Lucas y Mateo.
Jesús el Galileo

3) T extos propios del evangelio de L ucas :


Le 1,5-25.36.39-56.57-80: orígenes de Juan y su relación con los
orígenes de Jesús;
Le 11,1: Juan enseña a orar a sus discípulos.
Hay que reseñar también los textos de Hechos, todos ellos, proba-
blemente, redaccionales del autor de la obra: Hch 1,5.22; 10,37;
11,16; 13,24-25; 18,25; 19,1-7.
4) T extos del evangelio de J uan :
Jn 1,6-8.15.19-42: testimonio de Juan sobre Jesús y seguidores de
Juan como primeros discípulos de Jesús;
Jn 3,22-30: actividad bautizadora de Jesús junto con sus discípulos
y actividad bautizadora de Juan;
Jn 4,1-2: actividad bautizadora de Jesús y sus discípulos;
Jn 5,33-36: testimonio de Juan sobre Jesús;
Jn 10,40-42: testimonio de Juan sobre Jesús.

5) También hay que reseñar el Importante texto de J osefo (Antigüe-


dades 18,116-119) sobre la misión y muerte de Juan. Josefo da
una información mayor sobre Juan que sobre Jesús.

Los inicios sorprendentes

21
E l origen
del profeta Juan

2.1. Los orígenes de Juan

a) Lo poco que sabemos sobre los orígenes de Juan Bautista se debe


al curioso relato de Le 1,5-25.57-80, que probablemente se deriva de
una tradición de los grupos baptistas seguidores de Juan. Eso expli-
caria el hecho de que el autor de ese evangelio lo tomara como mo-
délo para escenificar, por medio de un típico paralelismo de contras-
te, los orígenes de Jesús, que, en cuanto orígenes del mesías de la
confesión cristiana, debían ser más portentosos que los orígenes de
Juan. La narración tiene un evidente tono etiológico, ya que está he-
cha para justificar la misión posterior de Juan y baraja, además, mo-
tivos tópicos de la tradición israelita sobre los orígenes maravillosos
de personajes famosos. Pero ello no impide que algunos rasgos sin-
guiares dejen traslucir un importante núcleo histórico.
El dato histórico más relevante es, sin duda, el origen de Juan en
una familia sacerdotal rural. La indicación sobre la abstinencia de
bebidas alcohólicas (Le 1,15) quizá sea una simple anticipación del
estilo de vida del posterior profeta del desierto, pero es posible que
esté relacionada también con el carácter sacerdotal de Juan, pues pa-
Jesús el Galileo

rece referirse a la normativa sobre el servicio de los sacerdotes


(Levítico 10,9), no a la consagración del nazir, ya que brilla por su au-
senda el motivo de no raparse la cabeza, clave en el nazireato
(Números 6,1-21).
Esos orígenes sacerdotales de Juan pueden aclarar el contexto in-
mediato de algunos rasgos significativos de su misión posterior. El
hecho extraño, del todo novedoso en la tradición israelita sobre ritos
22
bautismales, de que era el mismo Juan quien efectuaba el bautismo de
conversión «para el perdón de los pecados» (Me 1,4) quizá apunte ^
que Juan ejercía una función mediadora del perdón de Dios, al estilq
de la que ejercían los sacerdotes con su servicio en el templo. El re
chazo del culto sacrificial del templo, algo implícito en la misión de,
Juan, podría tener su punto de apoyo en la experiencia de desilusión
y alienación de un sacerdote rural ante el aparato del templo dq
Jerusalén, dominado por una aristocracia sacerdotal opresora. En ese
mismo contexto sacerdotal podría estar apoyada la misma figura crí
tica del Elias esperado para el tiempo final, referida a Juan ya en lq
narración sobre sus orígenes (Le 1,16-17), pues esa figura tenía en 1^
tradición israelita también rasgos sacerdotales, además de proféticos

b) Una cuestión especialmente intrigante es la posible conexión de los,


orígenes de Juan con el movimiento esenio, y concretamente con h,
comunidad de Qumrán, un grupo especial dentro del amplio moví
miento esenio de la Palestina de entonces. No parece haber datos su
ficientes para zanjar esa debatida cuestión. Concretamente, no creq
que se deba aducir como argumento en favor de la pertenencia tem
prana de Juan a esa comunidad asentada en Qumrán la noticia de sq
crecimiento en el desierto (Le 1,80), porque probablemente no se tra
ta de una noticia histórica, sino de una simple indicación literaria, quq
tendría la función de ligar el relato de los orígenes de Juan con el dq
su misión posterior, que sí tuvo lugar en el desierto. Sin embargo, e|
origen sacerdotal rural de Juan, sin ser un argumento directo a favor
sí cuadraría con su pertenencia a la comunidad qumránica, dado que
ésta estaba dirigida por un estamento sacerdotal alejado de la aristoλ
cracia sacerdotal del templo de Jerusalén.
Lo que sí cabría señalar es que la posible pertenencia de Juan a lq
comunidad de Qumrán aclararía mejor algunos motivos relevantes dq
su misión. Su actuación en el «desierto» y la justificación de la misx
ma desde el texto de Isaías 40,3 (citado en Me 1,3) tendrían su apoye,
en la actuación del grupo asentado en Qumrán, que también ju stifk ^
ba desde ese mismo texto isaiano por qué se había retirado al desien,
to (Regla de la Comunidad [1QS] 8,13-16). El tono radical de la οοηλ
versión escenificada por Juan tendría su analogía en el talante radica)
de la comunidad qumránica. La crítica de Juan al culto del templo ac
tual tendría su correspondencia en una crítica semejante del grupc,
qumránico, aunque sus razones fueran diferentes. El rito bautismal de
Juan se derivaría inmediatamente de la típica práctica de los baños
purificadores de la comunidad de Qumrán, sólo que Juan habría radi-
calizado su sentido, convirtiendo el bautismo efectuado por él mismo
en un rito único y con carácter definitivo. También el esquema esca-
tológico de Juan podría tener su conexión con el esquema escatológi-
co de la comunidad qumránica. Como se verá más adelante, el es-
quema de Juan incluía dos etapas bien diferenciadas: a la actual de su
actuación misional, de carácter no mesiánico, iba a seguirle una futu-
ra, de carácter mesiánico, que a su vez incluiría dos estadios: el del
gran juicio purificador y el de la gran renovación definitiva. Parece
que el esquema qumránico tenía una estructura semejante: la etapa
actual de la actuación de la comunidad, de carácter no mesiánico, de-
sembocaría en la etapa futura, de carácter mesiánico, que incluiría
también dos estadios, el de la guerra contra las potencias enemigas y
el de la nueva creación definitiva.

c) La tradición evangélica no conserva ningún relato sobre la voca-


ción profética de Juan. Pero hay que suponer que, en algún momen-
to de su vida, Juan debió de tener alguna experiencia decisiva que le
moviera a iniciar su misión. Siguiendo la antigua tradición israelita
de elección profética, esa vocación de Juan tuvo que encenderse al
contacto con la situación crítica en que el pueblo de Israel se en-
contraba en aquel tiempo. Los textos evangélicos, en efecto, dejan
entrever la aguda visión que Juan tenía de su época. Para él, el pue-
blo de Israel contemporáneo suyo estaba en una situación de extre-
ma calamidad, abocado a la perdición total. Con esa visión radical
cuadraba la radical esperanza de restauración de Israel que Juan
ofertaba en su misión.
La adecuada comprensión del proyecto misional de Juan exige,
pues, unas precisiones sobre el carácter de la situación histórica del
pueblo palestino de entonces y sobre el sentido de la visión que Juan
Jesús e l Galileo

tenía de ella, pues tal es el presupuesto imprescindible para la actúa-


ción de aquel gran profeta. A ese tema se dedican los dos apartados
siguientes.

24
2.2. La crisis de Israel

a) Todo apunta a que el pueblo judío de la Palestina del siglo prime-


ro estaba en una profunda crisis. Las raíces de la misma eran muy an-
tiguas, pero fue en esa época cuando se experimentó como una sitúa-
ción desesperada y que exigía un cambio radical de rumbo. Eso se
manifestaba en las numerosas tensiones de todo tipo, que iban desen-
cadenando una espiral de violencia cada vez más creciente. Las di-
mensiones de la crisis eran muy variadas, pero todas ellas apuntaban
a algo básico: a la cuestión de la supervivencia de Israel como tal pue-
blo asentado en su tradición ancestral.
Se trataba, entonces, de una auténtica crisis de identidad. Esta
surge, en efecto, cuando la disonancia entre las expectativas que se
tienen y la chocante situación en que se vive se hace insoportable. Y
eso es precisamente lo que le sucedía al pueblo de Israel en la Pales-
tina de la época. La situación de opresión y calamidad se sentía como
una profunda injusticia, ante la cual brotaba inevitablemente la pre-
gunta por la justicia liberadora de Dios en favor de su pueblo elegido.
La dura experiencia de la calamidad se convertía así en una aguda cri-
sis religiosa, que cuestionaba la misma existencia del pueblo fundado
en la elección y en la alianza de Dios.
Esa es la perspectiva para entender en su auténtico calado las di-
versas dimensiones de la crisis tal como la sentía el pueblo en su con-
junto, aunque sus concreciones tuvieron que ser diferentes, por su-
puesto, en los diversos estamentos de la sociedad israelita de aquel
tiempo. Ahí está el presupuesto de los numerosos movimientos de re-
novación que surgieron en aquella época, entre los que hay que con-
tar el movimiento profético de Juan.
E l origen del p ro fe ta J u a n

b) En esa perspectiva se experimentaba la crisis política, cuyas raíces


venían ya de muy lejos, pues, exceptuando el período de relativa in-
dependencia bajo la dinastía asmonea (142-63 a.C.), Israel había es-
tado de continuo bajo el dominio extranjero, pasando sucesivamente
del yugo de un imperio al de otro. Esa fue la causa de continuas ten-
siones, tanto de resistencia pacífica como de revueltas violentas, se-
gún el informe del historiador judío de aquella época Flavio Josefo*.

* Cf. el apéndice «Revueltas populares», en pp. 3 3 3 7 ‫־‬.


La muerte de Herodes (4 a.C.) fue la chispa que desencadenó un tiem-
po de especial inestabilidad y tensión. Perduró durante el inquieto go-
bierno de Arquelao, etnarca de Judea y Samaría (4 a.C. - 6 d.C.). Pero
el punto de arranque de las mayores tensiones fue el paso al gobier-
no directo romano de Judea y Samaría (6 d.C.). La falta de tacto y la
provocación de muchos gobernadores romanos ocasionaron numero-
sas protestas del pueblo. La situación se agravó con la aparición, en
la década de los años 50, del movimiento terrorista de los «sicarios»,
que atacaba tanto a los extranjeros opresores como a los judíos cola-
boradores suyos. Y, por fin, desembocó en la guerra de rebelión con-
tra el dominio romano (66-74 d.C.). Pero ni siquiera ahí se apagó el
espíritu de rebeldía, ya que rebrotó con especial fuerza en la revuelta
de las comunidades judías de Egipto y Cirene (115-117 d.C.) y, sobre
todo, en la gran revuelta del pueblo judío de Palestina en los años
132-135 d.C.
Lo que importa señalar en este contexto es que esa situación de
esclavitud política provocó una profunda crisis en la conciencia de
identidad del pueblo. En definitiva, se trataba de la cuestión de la so-
beranía de Dios sobre el pueblo de su alianza. La formuló bien la
«cuarta filosofía», aparecida el año 6 d.C. según el testimonio de Jo-
sei'o (Antigüedades 18,23): se trataba de la pregunta sobre «Dios co-
mo único jefe y señor», frente al señorío extranjero.

c) En esa misma perspectiva se sentía también la crisis económica que


padecía la mayor parte del pueblo palestino del siglo primero, espe-
eiaJmente el de las aldeas, ya que en ellas vivía la mayor parte de la
población de aquella sociedad fundamentalmente agraria. Las causas
de esa crisis fueron múltiples. En primer lugar, las de tipo ecológico,
porque la mayor parte del terreno era más bien pobre en todas las re-
giones, las sequías eran fenómenos frecuentes, y además había que
J e sú s e l Galileo

contar con las catástrofes naturales extraordinarias. También influyó


la práctica del año sabático, por la que la tierra quedaba baldía cada
siete años, provocándose así una escasez periódica de alimentos. Pero
las causas más determinantes fueron, sin duda, las de tipo sociopolí-
tico. La estructura centralista conllevaba la acumulación de tierras y
de riqueza en manos de una minoría, los grandes terratenientes que
habitaban en las ciudades, protegida por la administración. Y su con-
26
secuencia era el empobrecimiento progresivo de la población campe-
sina. El rígido sistema de impuestos, tanto directos (sobre las perso-
ñas físicas y propiedades) como indirectos (sobre el comercio y las
transacciones), además de los dedicados al templo y a los sacerdotes,
constituía una carga insoportable y una fuente de endeudamiento pa-
ra una gran parte de la población campesina. Esto se agudizaba con
la megalómana política de urbanización practicada por Herodes y sus
herederos, con la consiguiente multiplicación de gastos, que inexora-
blemente revertían en el pueblo aldeano. La pobreza era, entonces, un
signo evidente de la dura opresión social. En la base de la penuria
económica se descubría la inmisericorde violación de los derechos
del pueblo, por la depredación avariciosa e institucionalizada de los
poderosos y ricos.
Pero la experiencia de esa opresión económica tenía para el pue-
blo de Israel unas connotaciones especiales, que le creaban una autén-
tica crisis de identidad. Como fundamento de la conciencia histórica
del pueblo estaba el don de la tierra, ya que había sido Yahvé, el úni-
co señor de la tierra, quien en los orígenes la había distribuido como
heredad entre las tribus y familias de Israel, pueblo liberado de la es-
clavitud. Según eso, el atentado sufrido por el pueblo o una parte del
mismo contra su derecho al disfrute de la tierra, equivalía a un atenta-
do directo contra la justicia de Dios. En consecuencia, Dios mismo te-
nía que reaccionar, por medio de una acción de justicia liberadora, pa-
ra restablecer su señorío y el orden que él había establecido. Esa es la
base de la antigua tradición israelita sobre las acciones liberadoras que
Dios mismo efectuaba, por medio de figuras carismáticas, contra los
pueblos vecinos que oprimían a Israel o a una parte de él. Y esa mis-
ma es la base de la poderosa voz de denuncia de la antigua profecía
contra la opresión sufrida por los indefensos campesinos, desposeídos
de sus derechos y humillados por los ricos terratenientes. Pues el des-
pojo de la heredad concedida por Dios a que se veía sometida la pobre
familia aldeana no era sólo un acto de opresión social, sino también un
auténtico atentado contra Dios mismo, el único dueño de la tierra.
Esa cuestión adquirió una dimensión global a partir del exilio.
Durante el exilio y la prolongada época de postexilio, es el pueblo de
Israel en su conjunto el que se convierte en «pobre», es decir, en des-
pojado violentamente de su derecho a la tierra, don de Dios. Los «po-
bres» son ahora el conjunto de ese pueblo humillado y esclavo, que
espera la acción liberadora del Dios de la justicia para restablecer su
derecho violentado. En ese amplio sentido colectivo aparece el tér-
mino «pobre» en muchos textos bíblicos y extrabíblicos del judaismo
del postexilio. Un ejemplo especialmente significativo es el uso de
esa terminología en los textos de Qumrán. Según ellos, el grupo ese-
nio de Qumrán se definía como la comunidad de los «pobres», es de-
cir, como la representante del pueblo de Israel humillado que espera-
ba la liberación por parte del único Señor de la tierra.

d) La situación de crisis la experimentaba Israel también, y sobre to-


do, como una amenaza contra sus raíces culturales y religiosas. Esa
amenaza se experimentó con especial agudeza en el grave peligro de
helenización masiva a comienzos del siglo segundo a.C. Lo que ya les
había sucedido a otros pueblos a lo largo de la época helenista ame-
nazaba con sucederle también a Israel. Eso significaría la pérdida de
sus raíces ancestrales, disueltas en el gran sincretismo político, social,
cultural y religioso del mundo helenista. La grave amenaza pareció
conjurarse con el éxito de la rebelión macabea y la consiguiente in-
dependencia del pueblo de Israel bajo la dinastía asmonea. Pero sólo
quedó latente, porque volvió a surgir con fuerza a partir del dominio
romano (desde el 63 a.C.), haciéndose especialmente aguda durante
el gobierno directo romano en Judea y Samaría, a partir del año 6 d.C.
Su desenlace fue la guerra que se desató el 66 d.C.
Detrás estaba, en definitiva, la decisiva cuestión sobre la identi-
dad de Israel como pueblo asentado en sus ancestrales tradiciones sa-
gradas. Testimonios claros de esa crisis de identidad son las múltiples
tensiones que surgieron en los diferentes ámbitos del judaismo de ese
tiempo. Ante todo, con respecto al elemento no judío. El desconocí-
miento por parte las autoridades romanas de la cultura y religiosidad
del pueblo israelita, junto con la susceptibilidad de éste en ocasiones,
provocó numerosos conflictos con ellas. En varios lugares surgieron
también conflictos de este tipo con la población vecina gentil. Era na-
Jesús e l Galileo

tural que esas experiencias influyeran en la visión ambivalente que


los judíos tenían de los pueblos gentiles. Por una parte, Israel se sen-
tía como mediador de la salvación para el resto de los pueblos, pero,
por otra, también sentía la tentación de adoptar visiones de un claro
talante excluyente y revanchista.
Pero tampoco faltaron profundas tensiones en el interior del mis-
mo pueblo judío. Una de sus manifestaciones fueron las numerosas
polémicas entre los diversos grupos organizados, cada uno de los cua-
les reclamaba para sí ser el guardián de las raíces ancestrales del pue-
blo, es decir, ser el único representante del Israel auténtico. Los tex-
tos de Qumrán testifican la virulencia de la polémica y el radicalismo
sectario. Pero también surgieron fuertes tensiones entre el estrato ba-
jo del pueblo, que era la inmensa mayoría, y el estamento de los diri-
gentes y sus colaboradores. En ese contexto hay que encuadrar tam-
bién los continuos recelos de la población del campo contra el cen-
tralismo de las ciudades. Todos esos tipos de tensiones quedaron bien
patentes en las luchas intestinas entre las diversas facciones durante
la misma guerra iniciada el año 66 d.C., a pesar de que ésta, en prin-
cipio, debería haber provocado la unidad de todas ellas frente al ene-
migo común romano.

2.3. La visión del profeta

a) Juan, judío palestino del siglo primero, tuvo que experimentar con
fuerza esa crisis del Israel de su tiempo. La escueta tradición evangé-
lica sobre él permite entrever su especial diagnóstico de la menciona-
da crisis. La visión que Juan tenía de ésta era, en efecto, mucho más
radical que la de los diversos movimientos de renovación contempo-
ráneos suyos. Era la visión del profeta del momento decisivo en la
historia de Israel. Un poderoso testimonio de dicha visión es el trans-
mitido por la fuente Q 3,7-9:
«7 Juan decía a la gente que venía a ser bautizada:
- Engendros de víboras, ¿quién os enseñó a huir de la ira que llega?
8 Dad, pues, un fruto digno de la conversión y no os creáis que po- E l origen del p ro fe ta J u a n
déis decir: “Tenemos por padre a Abrahán”. Porque os digo que Dios
puede hacer surgir de estas piedras hijos a Abrahán. 9 Ya está puesta
el hacha junto a la raíz de los árboles. Todo árbol, pues, que no dé
buen fruto será cortado y arrojado al fuego».
Para Juan, Israel estaba en una situación de total fracaso, aboca-
do a la perdición. Ya no valían las componendas. Ni siquiera valía el
recurso al privilegio de la elección que Dios había hecho del pueblo
en su padre Abrahán, porque la alianza sagrada estaba rota.
Esa visión radical de Juan fue el punto de partida y la base de su
misión profética. Pero hay que tener muy en cuenta que la radicalidad
de esa visión tenía la función de señalar la radicalidad de la liberación
y de la renovación del pueblo que Juan ofertaba en su misión. Es en
ese gran horizonte de salvación donde hay que enmarcar el fuerte to-
no de advertencia y de juicio de la proclamación de Juan. Al igual que
en los profetas israelitas anteriores a él, ese tono tenía por objeto, no
la condena de Israel, sino precisamente su liberación y transforma-
ción. La radical denuncia apuntaba a la radical salvación.

b) Hay un elemento clave en esa visión de Juan. Siguiendo una pro-


funda veta profética israelita, Juan veía la raíz de la crisis de Israel en
su rebeldía contra Yahvé, es decir, en su pecado. La opresión y la ca-
lamidad que estaba sufriendo eran el efecto y la manifestación del
gran desorden del pecado. Lo que necesitaba Israel era la eliminación
de esa raíz de maldad. Por eso, el signo principal que Juan proclama-
ba y realizaba era el «bautismo de conversión para el perdón de los
pecados», cuya celebración incluía la confesión de dichos pecados
por parte de los bautizados (Me 1,4-5). Ese era el diagnóstico escue-
to y certero del profeta Juan sobre la calamitosa situación de Israel.
Contrastaba con los diagnósticos de los movimientos de renovación
contemporáneos suyos, que fijaban la etiología de la crisis en una dis-
persión de causas, contra las cuales intentaban luchar por diversos
medios.
Pero hay ahí una especificación muy importante, que apunta a la
conciencia que Juan tenía de ser el último profeta en la historia de
Israel. El tono de la denuncia sobre la situación de maldad de Israel
señala que Juan veía en ella el último estadio de la historia de rebel-
día del pueblo. No se trataba de un eslabón más dentro de la cadena
histórica de rebeldías y pecados, como era el caso en la proclamación
tradicional de conversión en el judaismo de aquel tiempo. Según és-
ta, la superación de la crisis presente se produciría por la conversión
que Israel podía realizar desde las instancias ordinarias salvadoras
Jesús el Galileo

que le ofrecían sus tradiciones e instituciones sagradas, especialmen-


te el culto sacrificial del templo. Así se reanudaría de nuevo la histo-
ría de salvación. Juan, sin embargo, descubría que la situación actual
era el punto final al que el pueblo había llegado con su cadena de pe-
cados. Israel estaba abocado a la «ira que llega» (Q 3,7), es decir, a la
inminente reacción definitiva de Yahvé frente a la situación de mal-
30 dad extrema de su pueblo. Ya no era posible reanudar el camino re-
curriendo a la anterior historia de salvación, que se había iniciado con
la elección del pueblo en su padre Abrahán (Q 3,8). La única salida
consistía, exactamente, en comenzar de nuevo el camino por medio
de una purificación radical.

c) Para entender en su auténtico calado ese diagnóstico de Juan hay


que tener en cuenta algo nunca expresado directamente en los textos,
pero que está en su misma base. Se trata de la comprensión del hom-
bre y del mundo derivada de la tradición israelita, que es muy dife-
rente de la nuestra actual. Según ella, toda la realidad está fundada en
una comunión misteriosa. Comunión en la existencia del hombre, en
su vida completa de acciones y aspiraciones, sin la dicotomía de los
ámbitos disgregados de la interioridad y la exterioridad. Comunión
del hombre con el grupo social de la familia, de la comunidad local,
de la tribu o del pueblo, en cuyo seno se desenvuelve todo su vivir, en
un mutuo flujo y reflujo de vida. Comunión del grupo humano con su
entorno ecológico, en una profunda interconexión e interdependen-
cia. Y toda esa compleja comunión está sostenida por el misterio de
la comunión de Dios con su creación, pues es la acción creadora de
Dios la que funda y protege la situación de orden en su creación, en
la cual florece el estado de paz y de plenitud de vida.
Dentro de esa visión integradora de la realidad, el pecado se des-
cubre como un auténtico atentado contra el orden creacional y contra
la vida. Su efecto es la aparición de un nuevo ámbito dinámico, al es-
tilo de un campo magnético, donde ejerce su poder destructor el de-
sorden básico. Surge así una esfera de maldad que desencadena un
proceso de destrucción y de muerte, es decir, de malogro completo de
la existencia, el cual afecta a la vida entera del individuo que ha co-
E l origen d el p ro fe ta J u a n

metido el pecado. Pero no sólo a la suya, sino también a la de todo el


grupo social al que pertenece, comenzando por el más cercano, la fa-
milia, para ampliar después inexorablemente su esfera de influencia
hasta alcanzar al grupo más amplio del clan, de la comunidad local,
de la tribu o del pueblo entero. Y ni siquiera se detiene ahí, ya que su
poder de maldición alcanza también al medio ambiente en el que vi-
ve: a los animales, que dejan de ser fértiles y languidecen; a los cam-
pos, que no producen sus frutos; e incluso a la tierra entera, que entra
en un proceso de auténtica muerte.
31
d) Desde ese trasfondo se descubren las implicaciones de la situación
de maldad de Israel en la visión de Juan. Al tratarse de la última si-
tuación en la historia de rebeldía de Israel, su poder contaminante
abarcaba la existencia completa del pueblo, de todas sus instituciones
y de la misma tierra que habitaba. Eso explica el talante radical del
juicio y la conversión proclamados por Juan, para quien el pueblo en-
tero estaba irremisiblemente contaminado. Por eso, todo él tenía que
ser purificado en el «bautismo de conversión para el perdón de los pe-
cados» (Me 1,4). La perspectiva ahí no era la individualista, sino la
colectiva. No se trataba de que cada uno individualmente se convir-
fiera para verse libre del juicio inminente. Se trataba, más bien, de que
todo el pueblo de Israel se convirtiera de su historia fracasada, ini-
ciándola de nuevo, para verse libre de la perdición definitiva y en-
confiar así su renovación como tal pueblo.
La contaminación alcanzaba también a su institución más impor-
tante, el templo y su culto. Por esa razón, la purificación del pueblo
ya no podían efectuarla los sacrificios expiatorios del templo, sino
que se requería un nuevo rito de purificación no ligado al templo. Ése
es el trasfondo de la latente antítesis entre el bautismo de Juan y el
culto sacrificial, cuyas raíces hay que buscarlas en la visión de Juan
sobre la situación de maldad de Israel, no en un talante antiinstitucio-
nal o antiurbano que supuestamente reflejaría las tensiones entre los
estamentos de la sociedad palestina de entonces. Ese supuesto talan-
te no explica en absoluto la radicalidad de la antítesis. Tampoco sus
causas eran idénticas a las de la polémica de la comunidad de
Qumrán, ya que ésta se oponía al culto del templo, no por razón de la
fuerza contaminante de la situación de maldad del pueblo, sino por-
que consideraba ilegítimo el sacerdocio actual que lo servía, e ilegal
la normativa cúltica que en él se aplicaba.
Confirma esta interpretación la curiosa apelación que hace Jesús
al bautismo de Juan cuando es cuestionada su autoridad para realizar
Jesús el Galileo

el signo efectuado en el templo (Me 11,29-33), del que se tratará más


detenidamente en el capítulo 15 (pp. 197-199). El texto da a entender
que la autoridad de Dios que subyacía al bautismo de Juan es la mis-
ma que la que subyace a la acción de Jesús en el templo. Lo cual sig-
nifica que el carácter de signo con respecto al templo era el mismo
tanto en el bautismo de Juan como en la acción de Jesús. La base co-
mún de ambos radicaba en considerar el templo y su culto como ra-
dicalmente contaminados e incapaces, por tanto, de eliminar la mal-
dad del pueblo. Consiguientemente, recurrir a ellos para la restaura-
ción de Israel era una profunda falsedad y equivalía a rechazar la de-
Unitiva oferta salvadora de Dios que Juan y Jesús proclamaban y es-
cenificaban. Lo que se requería, entonces, era la renovación total del
templo y del culto, dentro de la renovación radical de todo el pueblo
y de sus instituciones.

e) La última consecuencia de esa contaminación de Israel y de sus


instituciones sagradas era la ruptura de la alianza que Dios había he-
cho con su pueblo elegido. Esa ruptura, claro está, no se debía a Dios,
que estaba siempre dispuesto a renovar su alianza, sino al pecado del
pueblo. Eso es lo que señala con especial fuerza la acusación de Juan
en el texto citado de la fuente Q 3,7-8. En su situación extrema de
maldad, los israelitas, lejos de ser auténticos hijos de Abrahán, son
«engendros de víboras», que astutamente intentan librarse de la ira in-
mínente del juicio de Dios. Están, en definitiva, en el mismo nivel que
los gentiles o que las «piedras» del desierto. Porque Israel había anu-
lado los dones de la elección y de la alianza que Dios le había conce-
dido en Abrahán, el padre del pueblo. Lo que necesitaba era una pu-
rificación total, para poder renovar su elección y su alianza. Ésa era
precisamente la gran y definitiva oferta de parte de Dios que Juan pro-
clamaba y escenificaba en su misión.

E l origen d e l p ro fe ta J u a n

Revueltas populares
(apéndice)

Según Flavio Josefo, las revueltas populares representaron un fenó-


meno frecuente en Palestina desde finales del siglo primero a.C. has-
ta bien entrado el siglo segundo d.C. Todas ellas tenían en común el
uso de la violencia, con vistas a eliminar la opresión extranjera y su co-
laboracionismo interior por parte de los estamentos dirigentes judíos.
Al frente de ellas estaban figuras políticas y sociales de tipo revolucio-
nario que provocaron movimientos más o menos prolongados en mo-
mentos de crisis especiales.
1) La primera crisis importante fue la muerte de Herodes (4 a.C.). El
vacío de poder causado por la desaparición de aquel soberano va-
sallo de los romanos y helenizante, con un ejercicio despótico del
poder y con una política económica centralizadora y esquilmante,
fue aprovechado para varias insurrecciones de tipo ¡ndependentis-
ta. Según el informe de Josefo, en diversas regiones del reino sur-
gieron personajes que intentaron la usurpación de la soberanía y
encabezaron importantes movimientos revolucionarios que fueron
sofocados por la intervención de las fuerzas militares (Guerra 2,55-
65; Antigüedades 17,269-285).

2) Punto importante de arranque de una serie de revueltas populares


fue el censo del año 6 d.C., al comienzo de la administración direc-
ta romana en Judea y Samaría. Los iniciadores fueron Judas galileo
y el fariseo Sadoc, a quienes Josefo presenta como fundadores de
la «cuarta filosofía» (Guerra 2,117-118; Antigüedades 18,4-10.23-
25); Hch 5,37 localiza la actuación de Judas también en tiempo del
censo, pero lo fija equivocadamente después de Teudas, que actuó
durante el procurador Cuspio Fado (44-48 d.C.). Algunos autores
caracterizan esa «cuarta filosofía» como una protesta no violenta
de intelectuales, no como la animadora de rebeliones populares de
tipo violento. Pero la noticia de Josefo, aunque no da pie para ver
en esa «cuarta filosofía» el origen del grupo de los zelotes, surgido
durante la guerra contra los romanos, sí apunta a que ella influyó en
las revueltas posteriores. Confirma esto el hecho de que miembros
de la familia de Judas encabezaron varias revueltas en los años
posteriores. De todos modos, Josefo habla de esa «cuarta filoso-
fía» de un modo ambivalente. En Guerra 2,118 dice que «no tenía
nada en común con las otras tres» (las de los fariseos, saduceos y
esenios). En Antigüedades 18,23, en cambio, la presenta en total
acuerdo con la concepción de los fariseos, «excepto que tienen
una pasión invencible por la libertad, convencidos de que Dios es
su único jefe y señor».
Jesús el Galileo

3) Otro momento importante de revueltas fue la década de los 50 d.C.


Surgió entonces el grupo terrorista de los «sicarios», un moví-
miento muy influyente en los años anteriores a la guerra y durante
ésta (Guerra 2,254-257; 7,252-262.275ss; Antigüedades 20,185-
187.162-166).

4) La guerra (66-74 d.C.) fue el m om ento álgido de la oposición vio-


34 lenta contra los romanos. En ella actuaron grupos de diverso tipo.
El llamado de los «zelotes» surgió, probablemente, no al comien-
zo, sino ya avanzada la guerra {Guerra 4,135ss; 7,268-274).

5) Incluso después de la guerra siguieron surgiendo revueltas violen-


tas. Una importante fue la de la comunidad judía de Egipto y Cirene
(115-117 d.C.). Pero la más decisiva fue la de Palestina en los años
132-135 d.C.
Josefo designa a los líderes de esos movimientos como «ban-
didos» descontrolados y enemigos del pueblo. Pero parece ser que
su talante era de tipo liberador mesiánico. De hecho, algunos de
ellos reclamaron el título de rey.
a) Tal es el caso de varios personajes en las revueltas surgidas a
la muerte de Herodes, que reclamaron para sí la realeza y fue-
ron eliminados por el ejército oficial sólo después de duros
enfrentamientos.
- Así Judas, hijo del «jefe de bandoleros» Ezequías, a quien
había dado muerte Herodes, juntó a un gran número de de-
sesperados y atacó el palacio real de Séforis, apoderándose
de su arsenal de armas. Con una multitud armada, se en-
frentó a otros aspirantes a la realeza, convirtiéndose en ob-
jeto de terror «por su deseo de grandes posesiones y su
ambición por el rango regio» (Guerra 2,56; Antigüedades
17,271-272).
- Así también Simón, un esclavo de la casa real, de gran esta-
tura y prestancia, que se sublevó en Perea y «tuvo el atreví-
miento de ceñirse la diadema» y «ser proclamado rey»
(Guerra 2,57-59; Antigüedades 17,273-276). También lo
menciona Tácito: «Después de la muerte de Herodes, un
cierto Simón asumió el título de rey sin aguardar la decisión
E l origen d e l p r o fe ta J u a n

del César» (Historias 5,9.2).


- Y así también Atrongeo, un temerario pastor de gran vigor fí-
sico que se rebeló en Judea, «tuvo la osadía de aspirar a la
realeza» y «se ciñó la diadema», apoyado por grupos de in-
surgentes, al frente de los cuales colocó a cuatro hermanos
suyos. Su insurrección en Judea duró varios años, probable-
mente desde el 4 a.C. hasta el 2 d.C. (Guerra 2,60-65;
Antigüedades 17,278-284).

b) También algunos personajes que intervinieron en la guerra judía


35
• (66-74 d.C.) se arrogaron la dignidad regia mesiánica. Probable-
mente les animaba la esperanza que circulaba en el pueblo so-
bre el cumplimiento entonces de la profecía de la Escritura de
que un judío «iba a convertirse en soberano del mundo», según
el testimonio de Josefo (Guerra 6,312-313). Conforme a su típi-
ca tendencia, Josefo interpreta la profecía como referida a Ves-
pasiano, que fue proclamado emperador estando en Palestina.

- Así Menahem, descendiente de Judas galileo, el fundador


de la «cuarta filosofía». Como jefe de los sicarios en los ini-
cios de la guerra, se apoderó del arsenal del fuerte de
Masada, armó a sus secuaces y a otros «bandidos», «volvió
como un rey a Jerusalén y se convirtió en el jefe de la revo-
lución», llegando a ser un «tirano insoportable», hasta que
fue atacado en el templo, adonde había acudido para adorar
a Dios «vestido con atuendo regio», y más tarde fue ejecu-
tado (Guerra 2,433-448).

- Así también, quizá, Juan de Giscala, aunque el testimonio de


Josefo no es tan explícito. Originalmente, fue jefe de las fuer-
zas rebeldes de Giscala en Galilea (Guerra 2,575), pero más
tarde formó parte de la coalición zelote, que llegó a controlar
gran parte de la ciudad de Jerusalén. La elección de un nue-
vo sumo sacerdote, de la que se habla en Guerra 4,147-161,
apunta a la conciencia de autoridad regia. Josefo dice que
Juan aspiró a detentar un «poder tiránico», «promulgó órde-
nes despóticas» y pretendió «la soberanía absoluta», por lo
que muchos zelotes se le opusieron (Guerra 4,389-395).

- Y así, sobre todo, Simón bar Giora, de Gerasa, el caudillo


principal de la revuelta judía. El amplio informe de Josefo so-
bre él a lo largo de su obra da a entender el talante de sus
aspiraciones. Con pretensiones de «poder despótico» y de
«grandes ambiciones», congregó en tomo a sí a una gran
o
*i
multitud, «proclamando libertad para los esclavos y recom-
pensa para los libres» (Guerra 4,508). Sus tropas «le obede-
cían como a un rey» (Guerra 4,510). Después de apoderarse
,a de Idumea, se hizo con el control de Jerusalén en la prima-
vera del año 69 (Guerra 4,577). Cuando la ciudad fue tomada
por los romanos, se presentó ante las tropas romanas en el
lugar del templo, vestido con túnica blanca y manto rojo, el
atuendo de los reyes (Guerra 7,29). Como jefe principal judío,
36
fue llevado a Roma, donde formó parte de la procesión triun-
fal de Vespasiano y Tito, y después fue ejecutado (Guerra
7,153-155).

c) Tampoco después de la guerra se agotaron las figuras de pre-


tendientes a reyes mesiánicos.

- Eusebio presenta como jefe de la revuelta de la comunidad


judía de Egipto y de Cirene (probablemente, 115-117 d.C.) a
un tal Lukuas de Cirene, «su rey» (Historia eclesiástica 4,2;
Dión Casio [Historia 68,32; 69,12-13] le llama Andrés).

- Y bien conocida es, ante todo, la figura de Simón bar Kosiba,


jefe de la revuelta judía de Palestina en los años 132-135
d.C., que ostentaba el título de «príncipe de Israel» y fue
aclamado como «rey mesías» por Rabí Akiba, por lo que des-
de entonces fue llamado bar Kokbá («hijo de la estrella»), co-
mo cumplimiento del oráculo de Números 24,17.

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37
E l profeta
del nuevo comienzo

D o s eran los elementos específicos y bien visibles de la misión de


Juan: su lugar de actuación en la región deshabitada («desierto») de
la cuenca oriental del Jordán y su bautismo en las aguas del río, qui-
zá cruzándolo desde la ribera oriental hacia la occidental. La esque-
mática tradición evangélica da algunas indicaciones sobre su sentido,
pero sin mayores especificaciones. Su profundo calado aparece, sin
embargo, al descubrir la tradición israelita suyacente. Es entonces
cuando emergen como signos proféticos elocuentes de aquel gran
profeta que, al estilo de los antiguos profetas israelitas, no sólo era un
proclamador, sino también un escenificador. Los dos signos se com-
plementan y se interpretan mutuamente, ya que ambos apuntan en
una única dirección, en correspondencia, por cierto, con la visión que
Juan tenía de la situación de Israel, descrita en el capítulo anterior
(pp. 29-33). Los dos signos proféticos apuntaban al nuevo comienzo
de Israel. El pueblo actual tenía que comenzar de nuevo su historia, al
estilo del Israel de los orígenes, que había iniciado su existencia en el
desierto y había cruzado el río Jordán para ingresar en la tierra pro-
metida, la heredad que Dios le había concedido.
Pero antes de entrar en el tratamiento del tema conviene escuchar
los dos testimonios fundamentales de la tradición evangélica antigua
sobre la misión de Juan Bautista, ya que ellos guiarán toda la exposi-
Jesú s e l Galileo

ción de este capítulo y también la del siguiente. Me refiero a los tex-


tos con los que comienzan el evangelio de Marcos y la fuente Q:
«2 Según está escrito en Isaías, el profeta:
Mira, envío mi mensajero ante tu rostro,
quien preparará tu camino.
3 Voz del que grita en el desierto:
“Disponed el camino del Señor,
haced rectos sus senderos ”,
4 apareció Juan el Bautista en el desierto proclamando un bautis-
mo de conversión para perdón de los pecados. 5 Y salía hacia él to-
da la región de Judea y todos los jerosolimitanos, y eran bautiza-
dos por él en el río Jordán, confesando sus pecados. 6 Y Juan esta-
ba vestido con pelos de camello y con un ceñidor de cuero alrede-
dor de su cadera, y comía saltamontes y miel silvestre. 7 Y procla-
maba diciendo:
- Viene detrás de mí el más poderoso que yo, a quien no soy
digno de desatar la correa de sus sandalias. 8 Yo os bauticé con
agua, pero él os bautizará con espíritu santo» (Me 1,2-8).

«7 Juan decía a la gente que venía a ser bautizada:


- Engendros de víboras, ¿quién os enseñó a huir de la ira que
llega? 8 Dad, pues, un fruto digno de la conversión y no os creáis
que podéis decir: “Tenemos por padre a Abrahán”. Porque os digo
que Dios puede hacer surgir de estas piedras hijos a Abrahán. 9 Ya
está puesta el hacha junto a la raíz de los árboles. Todo árbol, pues,
que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego.
16 Yo os bautizo con agua, pero el que viene detrás de mí es
más poderoso que yo. Yo no soy digno de llevarle las sandalias. Él
os bautizará con espíritu santo y fuego. 17 Tiene su bieldo en la
mano y limpiará su era, y reunirá el grano en el granero, pero el ta-
mo lo quemará en un fuego que no se apaga» (Q 3,7-9.16b-17).

3.1. El signo del desierto

a) El término «desierto» (Me 1,3.4; Q 3,2.4; Q 7,24; Jn 1,23) indica,


sin más, una región deshabitada y no cultivada. Al ser el lugar donde E l p ro fe ta d e l nuevo com ienzo
Juan efectuaba el bautismo en las aguas del Jordán, se trataba, obvia-
mente, de la región deshabitada de la cuenca de dicho río (Me 1,5.9;
Q 3,3). Eso cuadra perfectamente con la caracterización que Josefo
hace de la cuenca del Jordán, entre el lago de Genesaret y el mar
Muerto, como una «gran región desértica» (Guerra 3,515). La fija-
ción en Mt 3,1 como «el desierto de Judea» es, sin duda, una acomo-
dación posterior de ese evangelio, identificando el «desierto» de la
tradición evangélica antigua con la zona desértica bien conocida de la
región de Judea, al oeste del Jordán. La antigua tradición de los evan-
gelios sinópticos no especifica si se trataba de la cuenca oriental u oc-
cidental del río. Pero la tradición del evangelio de Juan habla de
Transjordania (Jn 1,28; 3,26 y 10,40). Confirma ese dato la noticia
de que Juan fue apresado y posteriormente ejecutado por Herodes
Antipas: tuvo que actuar, entonces, en la cuenca oriental del Jordán,
dentro de la región de Perea, que pertenecía al territorio gobernado
por ese soberano. Además, según la información de Josefo (Antigüe-
dades 18,119), Antipas encarceló y ejecutó a Juan en la fortaleza de
Maqueronte, situada en Perea, la misma región de la actuación de
Juan.
Pero esa zona deshabitada o «desierto» donde Juan actuaba no
conllevaba un alejamiento del contacto con la gente. La misión de
Juan exigía más bien un encuentro frecuente con el pueblo. Esas con-
diciones las cumplía el lugar elegido, porque se trataba de un cruce
del Jordán a la altura de Jericó continuamente transitado, porque por
allí pasaba una importante vía de la región. Ése era además el lugar
en el que, según la tradición, Israel había cruzado el Jordán para en-
trar en la tierra prometida (Josué 3-4). Y ése era también el lugar, en
la orilla oriental del río, en el que la tradición fijaba el rapto de Elias
al cielo (2 Reyes 2,1-18). Es en ese sitio donde hay que localizar, con
toda probabilidad, la Betania de Transjordania de la que habla el
evangelio de Juan (Jn 1,28; cf. Jn 3,26; 10,40), como lugar en el que
Juan bautizaba.
Queda así ya insinuado el aspecto decisivo en este asunto: el sim-
bolismo que esa localización geográfica tenía dentro de la misión de
Juan. El lugar, ante todo, hacía del bautismo en el Jordán un signo del
nuevo ingreso en la tierra, pues el río marcaba la frontera entre el «de-
sierto», región no cultivada fuera de la tierra prometida, y la tierra cul-
tivada habitada por Israel. Así, el bautismo en las aguas de ese río, y
precisamente en el lugar por donde el Israel de los orígenes lo había
cruzado para entrar en su tierra, se convertía en el gran signo del nue-
vo ingreso del pueblo renovado en la heredad que Dios le había conce-
Jesús e l Galileo

dido. La estancia de Juan en el desierto no tenía, pues, como frecuen-


temente se afirma, un carácter ascético, sino más bien la función de sig-
no de una vida fuera de la tierra prometida. Simbolizaba exactamente
la estancia de Israel en el desierto antes del ingreso en su tierra. Pero,
además, esa localización señalaba el carácter profético de Juan, porque,
al aparecer precisamente en el mismo lugar donde Elias había desapa-
recido para ascender al cielo, Juan se presentaba como el nuevo Elias
40 esperado, el precursor de la venida de Dios (Malaquías 3,1.23-24).
b) En correspondencia con su lugar de actuación estaban el vestido y
el alimento de Juan (Me 1,6). Éstos eran, en efecto, signos de una vi-
da en una región no cultivada y deshabitada. Porque los elementos
que se nombran son los típicos de una zona en la que no hay ni agri-
cultura (se trata de productos que aparecen espontáneamente sin cul-
tivo alguno) ni ganadería (faltan los típicos productos de la leche co-
mo alimento y de la lana o los pelos de cabra para el vestido). En ese
sentido hay que entender el vestido de «pelos de camello», animal del
desierto, y el «ceñidor de cuero», indumentaria elemental de una zo-
na sin cultivar. Aunque es posible que esa indumentaria señalara a
Juan, además de como un hombre que habitaba en el «desierto», tam-
bién como un profeta (Zacarías 13,4), y concretamente como el nue-
vo Elias (2 Reyes 1,8). De igual modo, los «saltamontes» y la «miel
silvestre» eran los típicos productos de una tierra no cultivada.
Eso quiere decir que el sentido del vestido y del alimento de Juan
hay que enmarcarlo en el simbolismo de su vida en el desierto. Al
igual que ésta, su indumentaria y su comida no reflejaban un carácter
ascético o antiurbano, como frecuentemente se afirma, sino que apun-
taban exactamente a la vida de Israel antes de su ingreso en la tierra.
En ese mismo sentido hay que entender el texto de la fuente Q 7,33-
34, donde se contrasta el talante de Juan, «que no comía ni bebía»,
con el de Jesús, «que come y bebe»:
«33 Porque vino Juan, que no comía ni bebía, y decís: “Tiene un de-
monio”. 34 vino el hijo del hombre, que come y bebe, y decís: “Mi-
ra, un comilón y un borracho, amigo de publícanos y pecadores”».

Como se verá en el capítulo 7 (pp. 88-90), tampoco en este texto


se trata del contraste entre un talante ascético, el de Juan, y un talan-
te liberal, el de Jesús, sino más bien del contraste entre el estilo de una
vida aún fuera de la tierra prometida y el estilo de una vida ya dentro
de la heredad de Dios, celebrando los dones del Señor de la tierra. 1

c) La consecuencia es clara. Tanto el lugar geográfico de la actuación ■s


de Juan como su estilo de vida estaban enmarcados dentro del sim-
bolismo de su misión. Escenificaban la existencia del pueblo de Israel
inmediatamente antes del ingreso en su tierra. En esa misma direc-
ción apuntan los dos textos de la tradición israelita que los evangelios
citan en referencia a la misión de Juan (Me 1,2-3; Q 3,4; 7,27; Jn
1,23) y sobre los cuales se darán indicaciones más precisas en el ter-
cer apartado de este capítulo (pp. 46-49). El primer texto, Isaías 40,3,
presentaba a Juan como el proclamador «en el desierto» invitando a
Israel, que tenía que estar lógicamente también «en el desierto», a
preparar el camino de la venida de Yahvé, la cual se supone que acón-
tecería ya en la tierra prometida. Y el segundo texto, una combinación
de Éxodo 23,20 y Malaquías 3,1, caracterizaba a Juan como el «men-
sajero» que guiaba a Israel en el desierto y lo restauraba como el nue-
vo Elias (Malaquías 3,23-24), con vistas a su ingreso en la tierra
(Éxodo 23,20-23). Confirmando este sentido, es interesante señalar
que la cita en la fuente Q 7,27 de ese segundo texto de la tradición is-
raelita está también dentro de un contexto de «desierto» (Q 7, 24-26).
Dicho con otras palabras, el signo del desierto en la misión de
Juan señalaba el nuevo comienzo de Israel. Siguiendo la tradición an-
cestral del éxodo y del ingreso en la tierra prometida, la salvación ac-
tual de Israel debía iniciarse allí donde había comenzado la historia
de liberación del pueblo de los orígenes. La estancia de Israel en el
desierto, efectivamente, permaneció en la tradición israelita como la
época original del pueblo, a la cual éste tenía que retornar en las si-
tuaciones de crisis, para un nuevo comienzo (Amos 5,25; Oseas 2,16-
17; 9,10; 11,1; 12,10; 13,5; Jeremías 2,2-3). De acuerdo con esa tra-
dición, como un nuevo éxodo se presentaba el retorno del exilio en el
Deuteroisaías (Isaías 40-55), al comienzo del cual está el texto de
Isaías 40,3 citado en la tradición evangélica: el desierto era el lugar
por donde iba a retomar el pueblo exiliado, para su nuevo ingreso en
la tierra prometida. Se iba a renovar así el acontecimiento fundacio-
nal del pueblo, ya que el retorno del exilio iba a significar su auténti-
co nuevo comienzo. También ése era, probablemente, el sentido que
tenía ese texto isaiano para la comunidad de Qumrán (Regla de la
Comunidad [1QS] 8,12-16). Y ése era también, al parecer, el sentido
que tenía el motivo de la ida al desierto, que, según el testimonio de
Jesús el Galileo

Josefo, apareció repetidamente en los movimientos proféticos popu-


lares del judaismo palestino del siglo primero*. La misión de Juan en
el desierto se asentaba así en una importantísima tradición israelita,
que estaba aún muy viva en aquella época. Con la escenificación que

42
* Cf. el apéndice «Movimientos proféticos populares» en pp. 49-50.
hacía de ella, Juan aparecía como el profeta del nuevo y definitivo
comienzo liberador para Israel.

3.2. El bautismo en el Jordán

Pero el signo decisivo de Juan era el bautismo que él impartía en las


aguas del Jordán. Su sentido incluía una amplia gama de motivos in-
terconexionados, que intenta precisar la reseña siguiente.

a) El sentido del rito de Juan aparecía ya en la misma forma de su eje-


cución. Se efectuaba en el agua del río Jordán, porque el agua co-
rriente era la exigida por la tradición judía para los baños purificado-
res en los casos de impureza más contaminante, y ése era el caso del
bautismo de Juan, que tenía por objeto limpiar la impureza radical de
Israel. Se realizaba, concretamente, por inmersión, pues un baño
completo del cuerpo es lo que señalan los términos «bautismo» y
«bautizar», que la tradición emplea para referirse al rito de Juan. A la
inmersión apuntan también las expresiones «eran bautizados por él en
el río Jordán» (Me 1,5) y «subiendo desde el agua» (Me 1,10). Por
otra parte, el baño completo del cuerpo era frecuente en los ritos ju-
dios de purificación; era lógico, entonces, que Juan lo exigiera como
signo de purificación del Israel totalmente contaminado. Pero la in-
mersión no excluía el verter agua sobre el bautizado. Eso es lo que pa-
recen sugerir, para el caso del rito bautismal cristiano, las imágenes
de «verter», «ungir» (rociar) o «abrevar» (regar) de algunos textos
E l p ro fe ta d el nuevo com ienzo
cristianos (Romanos 5,5; 1 Corintios 12,13; 2 Corintios 1,21; Tito
3,5-6; Hechos 2,17-18.33; 10,45). Dado que el bautismo cristiano se
derivó, con toda probabilidad, del rito bautismal de Juan, quizá haya
que inferir que también en este último, además de efectuar la inmer-
sión, se vertía agua sobre el bautizado, aunque ninguna indicación ex-
plícita aparece en los textos.
Pero la ejecución del rito de Juan tenía un rasgo único dentro de
la práctica judía de los baños de purificación. Mientras que éstos eran
efectuados por los mismos que se bañaban, aquél era realizado por
Juan, que sumergía en el agua al bautizado. Precisamente por esa
práctica excepcional recibió el apodo de «el bautista» o «el bautiza-
dor». Efectivamente, el verbo «bautizar» figura en pasiva, con Juan
como agente (Me 1,5.9; Q 3,7; Mt 3,14; Le 3,12.21; 7,29.30; Jn 3,23),
o en activa, con Juan como sujeto (Me 1,8; Q 3,16; Jn 1,25.
26.28.31.33; 3,22.23.26; 10,40; Hechos 1,5; 11,16; 19,4). Ese rasgo
específico del rito de Juan lo conservará también el rito bautismal
cristiano, lo cual es un claro indicio de que éste tuvo su origen en
aquél. Aunque nada dicen expresamente los textos, es probable que
Juan quisiera señalar con ese gesto singular el carácter de don de su
rito: era Dios mismo el que concedía la purificación a Israel, de la que
Juan era el mediador, al estilo de la mediación que ejercía el sacerdo-
te en los sacrificios purificadores del templo.

b) El motivo más evidente del rito de Juan era la purificación. Juan lo


presentaba como el signo efectivo de la «conversión» del pueblo de
Israel (Me 1,4), es decir, de su retomo a Dios desde su actual situación
de extrema maldad. El rito impartido por Juan representaba en esa si-
tuación el único medio de salvación que Dios concedía a su pueblo, ya
que, según Ja visión radical del profeta Juan, todas las instituciones sa-
gradas, incluido el culto del templo, en las que Israel confiaba para su
purificación y restauración estaban totalmente contaminadas. Eso im-
plicaba que el rito bautismal de Juan impartía de parte de Dios el per-
dón de los pecados al pueblo perdido. Era, en efecto, el «bautismo de
conversión para el perdón de los pecados» (Me 1,4), y en su celebra-
ción los bautizados tenían que hacer una confesión de dichos pecados
(Me 1,5). En conformidad con la perspectiva social del bautismo de
Juan y con la tradición penitencial israelita, esa confesión se referiría
a los pecados del pueblo de Israel, de los que el bautizado participaba
en cuanto miembro del mismo. No tenemos que imaginarla, pues, co-
mo una declaración de los pecados individuales de cada bautizado.
Más bien, su forma sería semejante a la de las confesiones penitencia-
les bíblicas, a la que hacía la comunidad de Qumrán en su fiesta de la
renovación de la alianza (Regla de la Comunidad [1QS] 1,18-2,1), o
Jesús el Galileo

a la que probablemente se hacía en el día de la expiación y en otras ce-


lebraciones penitenciales comunitarias.
Es muy probable que Juan entendiera el perdón de los pecados co-
mo ligado directamente al mismo rito eficaz del «bautismo de con-
versión». Y así, frente a una interpretación frecuente, fundada en
Josefo (Antigüedades 18,117), creo que no se debe separar el rito del
bautismo y la conversión como dos motivos independientes, ligando
el perdón de los pecados a la conversión y no al rito bautismal.
Tampoco se puede entender el bautismo de Juan como simple garan-
tía para el perdón futuro en el juicio final de Dios. La expresión «pa-
ra el perdón de los pecados» señala el objetivo del bautismo, no la
simple perspectiva para el perdón de los pecados en el juicio final.
Esto quiere decir que Juan entendía su rito purificador al estilo de co-
mo se entendían los sacrificios de expiación realizados en el templo;
sólo que para Juan, en la situación de extrema maldad en que se en-
contraba Israel, los ritos del templo eran inválidos para el perdón de
los pecados, porque su culto estaba contaminado, por lo que el único
y último medio de perdón de Dios para ese Israel perdido era preci-
sámente su «bautismo de conversión para el perdón de los pecados».

c) Pero el escenario geográfico en el que Juan efectuaba su bautismo


marcaba el sentido específico y fiindamental del rito. Según se ha indi-
cado anteriormente, se trataba del mismo sitio de la cuenca oriental del
Jordán por donde el Jsrael de los orígenes había ingresado en la tierra
prometida. Dentro de ese escenario, el bautismo que Juan realizaba,
quizá atravesando el río desde su ribera oriental hacia la occidental, era
la escenificación plástica del nuevo ingreso de Israel en la heredad de
Dios. El baño en el río simbolizaba así el tránsito de la frontera, mar-
cada por el río Jordán, entre el «desierto» y la tierra prometida.
En ese horizonte hay que enmarcar el carácter purificador del ri-
to de Juan. Su finalidad era limpiar al Israel contaminado para que pu-
diera entrar de nuevo en la tierra que Dios le concedía. Porque el nue-
vo ingreso en la tierra implicaba un pueblo renovado, pues sólo ese
E l p ro fe ta d e l nuevo com ienzo
nuevo Israel era digno de disfrutar de la heredad de Dios. El rito de
Juan tenía así un carácter iniciático. Pero no en el sentido de que
marcara el ingreso en una comunidad especial dentro del pueblo, que
estaría integrada por los bautizados, sino, más bien, en cuanto que
significaba la constitución del Israel auténtico, del cual entraban a
formar parte los bautizados. Los que no recibieran el rito seguirían
perteneciendo al pueblo contaminado, que iba a ser eliminado en el
gran «bautismo» de fuego del futuro, como los árboles no fructíferos
o como el tamo de la era.
De este modo, su carácter de rito de ingreso en la tierra y en el
Israel renovado que iba a disfrutar de ella hacía del bautismo de Juan
un signo preparatorio de la época futura, que iba a acontecer ya den-
tro de la tierra prometida. Porque al rito bautismal de Juan seguirían
el «bautismo con fuego», que realizaría la purgación última de Israel,
y el «bautismo con espíritu santo», que efectuaría su renovación de-
finitiva. Pero esos «bautismos» ya no los ejecutaría Juan, el profeta
precursor, sino la figura mesiánica del «más poderoso» (Me 1,7-8; Q
3,16-17; Jn 1,33).

d) En el carácter iniciático del bautismo de Juan estaba implícito un


último motivo importante. Al tratarse del rito de constitución del nue-
vo Israel, tenía que equivaler al rito de la nueva elección del pueblo y
de la nueva alianza de Dios con él. Quienes no lo recibieran seguirí-
an perteneciendo al pueblo perdido, que estaba al mismo nivel que los
pueblos gentiles o las «piedras» del desierto (Q 3,8).
En ese contexto hay que enmarcar el compromiso ético que Juan
proclamaba. A él se refería con los «frutos dignos de la conversión»
(Q 3,8), que señalaban la nueva actuación exigida al pueblo que ha-
bía recibido el bautismo de conversión. El nuevo Israel tenía que con-
formar su conducta a la normativa de la alianza de Dios, que había si-
do renovada en el rito bautismal. De hecho, el motivo ético está muy
realzado en el testimonio de Flavio Josefo sobre Juan (.Antigüedades
18,117), aunque, conforme a la perspectiva de su público helenista,
no precisa el lugar de esa temática dentro del horizonte fundamental
de la proclamación de aquel profeta del desierto. Y fue probablemen-
te la exigencia ética de su proclamación lo que le ocasionó a Juan el
enfrentamiento con Herodes Antipas, su soberano, y lo condujo a la
cárcel y a la muerte. La causa de su destino violento habría sido, en-
tonces, la defensa de la normativa de alianza, a la que el nuevo pue-
blo de Israel tenía que conformar su conducta.
J esú s e l Galileo

3.3. El profeta precursor

Según toda la exposición anterior, es claro que los signos del «de-
sierto» y del bautismo en el Jordán marcaban el carácter provisional
de la misión de Juan. El era el profeta en el «desierto», es decir, en la
misma frontera de la tierra prometida, pero aún fuera de ella. La ac-
tuación definitiva de Yahvé iba a acontecer en el futuro inmediato, pe-
ro ya dentro de la tierra habitada por Israel. Juan no era, pues, el agen-
te mesiánico del acontecimiento definitivo de Dios. Era, simplemen-
te, el profeta precursor de ese acontecimiento. Su función consistía
exactamente en proclamar la pronta venida de ese acontecimiento y
en preparar a Israel para su llegada, denunciando su situación de mal-
dad extrema, invitándolo a una conversión radical y haciéndolo in-
gresar de nuevo, por medio del bautismo en el Jordán, en la heredad
que Dios le había concedido.
Los evangelios citan dos textos de la tradición israelita para des-
cribir esa función precursora de Juan. Y es muy posible que fuera el
mismo Juan quien recurriera a ellos para su autopresentación como
profeta, de manera análoga a lo que hacían las otras figuras proféticas
de los movimientos populares contemporáneos, que también se sir-
vieron de la tipología tradicional para su caracterización. El primer
texto es Isaías 40,3 (Me 1,3; Q 3,4; Jn 1,23): «Voz del que grita en el
desierto: Preparad el camino del Señor, haced rectos los senderos de
nuestro Dios». La tradición evangélica coincide con la versión griega
y con otros escritos judíos en que el «desierto» es el lugar de la «voz
del que grita», mientras que en el texto hebreo el «desierto» es el lu-
gar del trazado del «camino» y de los «senderos» de Dios. Con ese
texto de la tradición israelita, Juan se presentaba como el precursor de
la venida definitiva de Yahvé, proclamando en el «desierto» su pron-
ta llegada y disponiendo al pueblo a prepararle el «camino». Curiosa-
mente, también la comunidad de Qumrán justificaba desde ese mis-
mo texto por qué se había retirado al desierto para preparar el cami-
no de la venida de Dios mediante el estudio y la práctica de la ley
(Regla de la Comunidad [1QS] 8,12-16).
Más difícil de precisar es el segundo texto de la tradición israeli- E l p ro fe ta del nuevo com ienzo
ta, citado en Me 1,2 y en la fuente Q 7,27. Para aclarar su sentido, son
necesarias algunas indicaciones de detalle. En Me 1,2, sin duda bajo
el influjo de la cita de Isaías 40,3 en Me 1,3, el texto se introduce
equivocadamente como perteneciente al libro de Isaías, mientras que
en la fuente Q 7,27 se cita, sin más, como perteneciente a la Escritura
(«ha sido escrito»). Tanto el texto de Me como el de Q, con pequeñas
diferencias entre sí, parecen ser una combinación del texto griego de
Éxodo 23,20 («y he aquí que yo [Yahvé] envío a mi mensajero delante
de ti [Israel] para que te proteja en el camino, a fin de que te intro-
duzca en la tierra que te preparé») con el texto griego de Malaquías
3,1 («he aquí que yo [Yahvé] envío a mi mensajero, y se cuidará del 47
camino delante de mí»). Normalmente, esa conjunción de los dos tex-
los escriturísticos se entiende como una transformación cristiana de la
figura de Juan, que de precursor de Yahvé (Malaquías 3,1) se habría
convertido en precursor de Jesús (el «tú» del texto). Es posible que así
sea, pero me parece más probable que se trate de una interpretación
original, no cristianizada, de la figura de Juan. Los mayores contac-
tos de la cita evangélica de Marcos y de la fuente Q con Éxodo 23,20
señalan a ese texto como el primordial: Juan sería el «mensajero» de
Dios para guiar al pueblo de Israel por el desierto en su camino hacia
la tierra prometida, por lo que habría que identificar con Israel, no con
Jesús, el «tú» a quien se dirige Dios («delante de ti», «tu camino»).
El texto de Malaquías 3,1, acomodado al de Éxodo 23,20, serviría pa-
ra identificar a ese «mensajero» con la figura de Elias que iba a apa-
recer al final, siguiendo la interpretación de Malaquías 3,23-24. La
combinación del «mensajero» de Éxodo 23,20 con el «mensajero» de
Malaquías 3,1 no era, por otra parte, algo extraño en la tradición ju-
día, que en ocasiones conjugaba ambos textos para señalar que al fi-
nal se iba a repetir el milagro del Éxodo. Esa interpretación del texto
cuadraría perfectamente con lo expuesto anteriormente sobre el sen-
tido de la figura de Juan: era el «mensajero» de Yahvé que guiaba a
Israel en el desierto y lo introducía en la tierra prometida (Éxodo
23,20-23), cumpliendo así la función del Elias esperado, que restau-
raría a Israel con vistas a la llegada de Dios para transformar a su pue-
blo (Malaquías 3,1.23-24).
De hecho, la caracterización de Juan como el Elias esperado apa-
rece expresamente en varios estratos de la tradición sinóptica (Me
9,11-13; Mt 11,14; Le 1,16-17). La declaración contraria de los tex-
tos del evangelio de Juan, que expresamente niegan que Juan fuera
Elias e incluso un profeta (Jn 1,21.25), se explica desde la polémica
de los grupos cristianos juánicos con los grupos baptistas seguidores
Jesú s e l Galileo

de Juan. Como el nuevo Elias, Juan tenía la función de restaurar a


Israel con vistas a la liberación definitiva de Yahvé (Me 9,12; Le 1,16-
17), pero el agente de ésta iba a ser una figura mesiánica: el «más po-
deroso». La función de Juan, pues, no excluía, sino que incluía, la
preparación de la venida del mesías, el agente de Yahvé. Estaba así en
conformidad con el doble rasgo del Elias esperado en la tradición ju-
día, que aparecía como precursor tanto de Dios como del mesías. No
se trataba, por tanto, de rasgos contrapuestos, sino complementarios.
Según esto, no parece que el motivo del nuevo Elias como precursor
del mesías sea, como frecuentemente se dice, una creación cristiana,
dentro del proceso de cristianización de la figura de Juan como pre-
cursor de Jesús. La cristianización se producirá al identificar la figu-
ra mesiánica del «más poderoso» con Jesús. Pero eso no lo hizo el
Juan histórico.

Movimientos proféticos populares


(apéndice)

Las afinidades más cercanas a Juan y a Jesús las encontramos en los


diversos movimientos proféticos surgidos en la Palestina de aquel
tiempo. Al frente de ellos estaba siempre una figura profética que que-
ría reavivar en ese momento de crisis la tradición liberadora ancestral.
Se trataba, en efecto, de profetas proclamadores y escenificadores de
acontecimientos liberadores de Dios que intentaban reproducir las
grandes acciones salvíficas que había experimentado el Israel de los
comienzos: en su etapa del desierto, en el paso del Jordán, a la entra-
da en la tierra prometida, en la conquista de la tierra. Son, pues, un tes-
timonio espléndido de la gran esperanza de liberación y renovación que
animaba al pueblo en ese momento. Según el informe de Josefo, ese
tipo de movimientos estuvo especialmente activo desde la década de
los años 30 d.C. hasta la de los 70 d.C., que fue la época en la que la
crisis de Israel fue sentida con especial agudeza. Conforme a su típica
tendencia, Josefo llama a sus animadores «impostores», pero real-
mente se trataba de auténticas figuras proféticas que suscitaron un E l p ro fe ta del nuevo com ienzo

gran entusiasmo en el pueblo, como testifican los amplios movimien-


tos de masas que provocaron. Lo mismo que las revueltas populares
(cf. apéndice en pp. 33-37), todos ellos terminaron violentamente, por
la intervención de las autoridades políticas. Eso es un signo claro de
que eran considerados como portadores de una carga auténticamente
revolucionaria y desestabilizadora del statu quo social y político.

1) Al final del gobierno del prefecto Pilato (26-36 d.C.), un profeta sa-
maritano innominado provocó un movimiento de renovación del
templo del monte Garizim, prometiendo que al pueblo que le acom-
pañara habría de mostrarle los utensilios sagrados que Moisés ha-
49
bía enterrado allí (Antigüedades 18,85-87).
2) Durante el gobierno del procurador Fado (44-46 d.C.), el «impos-
tor» Teudas, que se daba el título de «profeta», convenció a un
gran número de personas para que tomaran sus bienes y lo siguie-
ran hasta el Jordán, cuyas aguas se abrirían a su orden y les ofre-
cerían un paso fácil, al igual que en el tiempo del Israel de los co-
mienzos (Antigüedades 20,97-98; Hch 5,36 lo localiza, equivocada-
mente, antes del censo del año 6 d.C. y habla de cuatrocientos
hombres que lo siguieron).
3) Durante el gobierno del procurador Félix (probablemente 53-55
d.C.), varios «impostores y seductores» convencieron a la gente
para que los siguiera al desierto, donde «les mostrarían prodigios y
signos claros, realizados conforme a la providencia de Dios»
(Guerra 2,258-260; Antigüedades 20,167-168).
4) En ese mismo tiempo, un personaje procedente de Egipto, que se
declaraba «profeta», condujo a una gran multitud por el desierto
hasta el monte de los Olivos, prometiendo que a su orden se iban a
derrumbar las murallas de Jerusalén, abriéndoles así el acceso a la
ciudad (Guerra 2,261-263; Antigüedades 20,169-172; cf. Hch 21,38).
5) En el gobierno de Festo (probablemente 55-62 d.C.), un «impos-
tor» anónimo prometió «salvación y descanso de las calamidades»
si le seguían al desierto (Antigüedades 20,188).
6) Incluso cuando el templo estaba en llamas (70 d.C.), una multitud
se refugió en uno de los pórticos del atrio exterior porque «un fal-
so profeta» les había anunciado que recibirían allí «los signos de su
liberación». Josefo añade que en ese tiempo el pueblo fue enga-
ñado por «muchos profetas» que le animaban a «esperar la ayuda
de Dios» (Guerra 6,283-288).
7) Después de la victoria de los romanos, un tal Jonatán, tejedor y
perteneciente al grupo de los sicarios, huyó a Cirene y convenció a
muchos judíos pobres de allí a seguirlo al desierto, «prometiendo
mostrarles signos y apariciones» (Guerra 7,437-442; Vida 424-425).
Jesús el Galileo

50
L a esperanza
del profeta Juan

O egún se ha señalado repetidamente en el capítulo anterior, la espe-


ranza que Juan fijaba en la época del inmediato futuro era la base im-
prescindible de su proclamación y actuación como profeta en la cuen-
ca oriental del río Jordán. Esto quiere decir que la actividad histórica
misional de Juan y su esperanza están en íntima correspondencia. La
una y la otra se interpretan mutuamente. Ahí radica, a mi entender, el
criterio fundamental para discernir el carácter y el contenido de la es-
peranza del profeta Juan, que es el tema de este capítulo.

4.1. El carácter de la esperanza

a) Lo que Juan anunciaba para el inminente futuro era la venida defi-


nitiva de Yahvé. Pero ¿cuál iba a ser el sentido de esa venida? Frente
a una interpretación repetida de continuo en la investigación, pienso
que Juan no se refería con ella al final de este mundo histórico, al cual L a esperanza d el p ro fe ta J u a n
sucedería otro mundo trascendente metahistórico. La venida de Yahvé
anunciada por Juan debía tener, más bien, el mismo carácter históri-
co que marcaba toda su proclamación y actuación como profeta bau-
tizador en la cuenca oriental del Jordán. Lo que Juan esperaba y anun-
ciaba era la manifestación efectiva de la presencia salvadora de
Yahvé, que iba a efectuar la transformación histórica del pueblo de
Israel dentro de su tierra renovada. El signo preparatorio de la misma
era precisamente el rito bautismal purificador y de nuevo ingreso en
la tierra prometida que Juan impartía en las aguas del Jordán.
En eso coincidía la esperanza de Juan con la tradición permanen-
te israelita a lo largo de la historia. Lo que la esperanza israelita ex- 51
presaba con la venida de Yahvé era la aparición efectiva, dentro de es-
ta historia, de la actuación liberadora de Dios para transformar la si-
tuación calamitosa de su pueblo. En esa esperanza vertía Israel su an-
helo de liberación de todo tipo de esclavitud y opresión, cuyo final se-
ría el disfrute del estado de paz total y de plenitud de vida. Sería en-
tonces cuando se manifestaría en su plena verdad el eterno señorío del
Dios soberano sobre esta historia y esta tierra. De ningún modo se re-
feria la esperanza israelita a otro mundo ahistórico y trascendente, si-
no exactamente a la transformación de este mundo, comenzando por
la renovación histórica del pueblo de Israel. Ese es el tono de todo el
Antiguo Testamento y de la literatura del judaismo antiguo, cuyas
imágenes bien materialistas no apuntan para nada a un mundo inma-
terial, sino a la renovación de este mundo terreno. La base última de
ello hay que buscarla en la fe en el Dios liberador y creador, indefec-
tiblemente fiel a su pueblo y a su creación.
Esa esperanza ancestral fue la que animó a todos los movimien-
tos proféticos del judaismo del siglo primero, de los que habla José-
fo*. Uno de ellos, aunque un tanto especial, fue el movimiento pro-
fético de Juan. Conviene decir ya desde ahora que ese carácter histó-
rico de la esperanza israelita y de Juan permaneció también en la es-
peranza de Jesús y, consiguientemente, en la del cristianismo antiguo.
Sólo más tarde, en un lento proceso evolutivo dentro de la historia del
cristianismo de los siglos 11 y 111, fue creciendo la tendencia a la espi-
ritualización y desmundanización, aunque siempre con la recia opo-
sición de muchas voces que recurrían a la tradición antigua. Pienso
que ver claro ahí es fundamental para entender adecuadamente el pro-
yecto de Juan Bautista, el de Jesús y, consiguientemente, también el
del cristianismo antiguo, descubriendo el camino de esperanza que
unió a los tres.

b) No representa ninguna excepción a lo anterior la esperanza que


Jesús e l Galileo

animaba a la visión apocalíptica, en cuyo contexto se ha enmarcado


repetidamente la misión de Juan, aplicándole esa categoría de un mo-
do, a mi entender, un tanto simplista y, lo que es más decisivo, con
una comprensión inadecuada de la misma. Porque la visión apocalíp-

52 * Cf. el apéndice «Movimientos proféticos populares» en pp. 49-50.


tica no era exclusiva de ningún movimiento especial, sino que era al-
go compartido por la mayor parte de los movimientos de renovación
del judaismo de aquella época, así como por un amplio estrato del
mismo pueblo. Y lo que importa señalar, frente a una interpretación
muy común, es que la esperanza apocalíptica no difería, en cuanto a
su carácter, de la esperanza tradicional israelita, porque lo que la apo-
calíptica aportó no fue una nueva esperanza, sino un nuevo talante, de
tipo radical, de la esperanza tradicional. El carácter de la esperanza
apocalíptica era también esencialmente histórico y creacional, porque
en su base estaba también la fe en el Dios liberador y creador, siem-
pre fiel a su pueblo y a su creación. A eso apunta con toda claridad la
esperanza en la resurrección, que estuvo viva en la corriente apoca-
líptica y que muestra con especial fuerza que su esperanza no era de
tipo espiritualista, sino que estaba dirigida a la restauración de la exis-
tencia completa del pueblo.
En ese sentido hay que entender la función de la visión apocalíp-
tica. Por reseñar lo fundamental de este complejo tema, creo que la
función de la visión apocalíptica no era el consuelo ante una situación
desesperada, presentando como medio para su consecución la huida
de la realidad histórica hacia el refugio de un mundo espiritualista y
trascendente. Su función consistía más bien en reavivar la esperanza
ancestral en medio de una situación de crisis, desvelando la radicali-
dad del momento histórico y animando a afrontarlo con valentía. La
visión apocalíptica representaba así un intento vigoroso de respuesta
activa ante la experiencia de alienación y opresión extremas. Su ob-
jetivo era, pues, la constancia y la radicalidad en la lucha contra la
opresión, con la esperanza puesta en la gran transformación futura L a esperanza d el p ro fe ta J u a n
que se avecinaba.
Ahí se enmarca el sentido de la imaginería utilizada por la apo-
calíptica. Lo que sus representaciones ampulosas y frecuentemente
inimaginables trataban de expresar era el desbordamiento que sentía
el pueblo de Israel, al experimentar su situación histórica como algo
que superaba sus posibilidades. Así, la experiencia de la opresión y
calamidad como una amenaza que desbordaba las simples fuerzas
humanas encontraba su expresión en la representación de poderes no
humanos, bestialmente demoníacos. Un ejemplo típico y clásico es la
representación que el capítulo 7 del libro de Daniel hace de los im-
pedos extranjeros opresores en la forma de bestias salvajes, con una 53
fuerza cada vez más diabólicamente destructora. Lo que con ello se
intentaba describir era la opresión extrema a que había llegado la his-
toria de Israel, de la que no parecía que se pudiera salir por medios
simplemente humanos. En correspondencia, la liberación milagrosa
esperada, obra del Dios soberano, se representaba como una gran vic-
toria de las potencias angélicas en su gran batalla contra las potencias
demoníacas.
Lo que se descubre, entonces, en la base de la corriente apocalíp-
tica es una nueva visión subversiva de la realidad histórica, surgida
como un grito desesperado del pueblo oprimido. Parece ser que esa
visión apocalíptica fue un elemento importante para la animación de
los diversos movimientos de renovación del judaismo palestino del
siglo primero. El hecho de que Josefo no lo señale se debe a la típica
tendencia de su obra, escrita para un público no judío y, además, vis-
ceralmente antirrevolucionaria. Creo que esa visión apocalíptica, en-
tendida en el sentido indicado, estuvo también en la base de la misión
de Juan y también de la de Jesús, aunque las formas tradicionales del
género literario apocalíptico son más bien escasas y sobrias en la tra-
dición evangélica que se nos ha transmitido sobre su proclamación.

4.2. El agente más poderoso

a) Según la esperanza de Juan, la actuación futura de Yahvé en la tie-


rra prometida incluiría una figura mediadora de la misma. A ella se re-
feria Juan con el anuncio de la llegada de alguien «más poderoso» que
él, al cual no sería digno de «desatar la correa de sus sandalias» o de
«llevarle las sandalias», cumpliendo así el oficio de un esclavo (Me
1,7-8; Q 3,16-17). También se refería a ella Juan al mandar preguntar
a Jesús si él era «el que va a venir» (Q 7,18-23), lo cual presupone,
evidentemente, que esperaba la venida de una figura humana media-
Jesús el Galileo

dora de Yahvé. Dado que Juan esperaba que tal actuación de Dios se-
ría definitiva, esa persona mediadora tendría también un carácter defi-
nitivo, lo que equivale a decir que sería un agente mesiánico.
La esperanza de Juan estaba así en conformidad con la esperanza
mesiánica tradicional del judaismo. En ésta, la espera de la manifes-
tación liberadora definitiva de Dios no excluía, sino que incluía, la
54 aparición de un agente mesiánico mediador de la misma. Y ésa era
precisamente la función del «más poderoso» anunciado por Juan.
Nada da a entender en la proclamación de Juan que ese agente de Dios
esperado sería un ser no humano, por ejemplo, un supuesto «hijo del
hombre» celeste, o una figura angélica. De acuerdo con la permanen-
te tradición mesiánica judía, el «más poderoso» que Juan anunciaba
debía ser, más bien, una persona histórica que iba a cumplir la función
de mediador de la transformación definitiva del pueblo de Israel. Se
explica así fácilmente que la tradición cristiana identificara ese «más
poderoso» anunciado por Juan con la persona histórica de Jesús.

b) Eso es lo que cuadra, en efecto, con la permanente tradición isra-


elita. Ésta guardaba el recuerdo de cómo Dios había efectuado sus ac-
ciones liberadoras por medio de agentes históricos a lo largo de todas
las épocas de la historia. Ahí estaban, en los comienzos, los patriar-
cas. Ahí estaba la figura clave de Moisés, junto con Aarón y Josué, en
la época de la gran liberación de la esclavitud y del ingreso en la tie-
rra. Ahí estaban los liberadores carismáticos, llamados «jueces», en la
época pre-estatal. Y ahí estaban las figuras de la época estatal: los re-
yes, con el gran liberador David al frente de ellos; los profetas, entre
los cuales Elias, el ascendido al cielo, tenía una especial significa-
ción; y los sacerdotes. Ésa fue la tradición que se asumió en la época
del post-exilio, cuando, ante la gran catástrofe que había representa-
do el exilio, surgió la esperanza en la implantación futura de la sobe-
ranía definitiva de Dios. Fue entonces cuando, en paralelo a esa espe-
ranza, fue configurándose en sucesivas etapas y de diversos modos la
espera de un agente mesiánico mediador de esa soberanía de Dios. La
caracterización precisa de esa figura mesiánica dependía de la sitúa- L a esperanza d el p ro fe ta J u a n
ción histórica concreta. En cualquier caso, el centro era siempre la so-
beranía de Dios, a cuyo servicio estaba su agente mesiánico. Por eso,
en ocasiones ni siquiera tenía que aparecer directamente, lo que no
implicaba en modo alguno que no se supusiera.
También la designación o el título de ese agente mesiánico tuvo
una gran variedad. En algunas ocasiones recibió el título de «mesías»
(«ungido»), que señalaba la consagración a Dios efectuada por medio
de la unción sagrada. Ese título se derivaba de la tradición antigua,
que lo aplicaba a los principales agentes de Dios: al rey, al sacerdote
y al profeta. En su origen, implicaba un rito real de unción con acei-
te, pero más tarde llegó a entenderse en un puro sentido simbólico de
consagración, en referencia a la «unción» por el espíritu de Dios, co-
mo es el caso de algunos textos bíblicos, de los escritos de Qumrán y
de otros escritos del judaismo. Pero, además de ese título de «me-
sías», la figura mediadora mesiánica podía recibir otros, tomados
también de la tradición, como, por ejemplo, «príncipe», «germen»,
«retoño de David», «hijo de David», «hijo de Dios»... Y en otras oca-
siones, ni siquiera recibía un título o designación específica, como es
precisamente el caso del «más poderoso» anunciado por Juan. Eso
quiere decir que lo importante no era el título o la designación que esa
figura mediadora pudiera recibir, sino la función que tenía en cuanto
agente de la soberanía definitiva de Dios. Pienso, entonces, que cen-
trar la esperanza mesiánica en el título de «mesías», como se ha he-
cho con relativa frecuencia, equivale a un puritanismo reduccionista
que no hace justicia a los datos de la tradición israelita. La termino-
logia convencional que ahora utilizamos de «mesiánico» o «mesiáni-
ca», entendida adecuadamente, no apunta a ningún título, sino a una
función y a un sentido.

4.3. La transformación de Israel

La escueta tradición evangélica no permite hacer una representación


precisa de la transformación de Israel como Juan la esperaba y anun-
ciaba para el inmediato futuro. Pero, al parecer, no la concebía como
un acto puntual, de tipo mágico, sino como un proceso dinámico que
abarcaría dos estadios. El primero consistiría en el gran juicio de
Yahvé, que efectuaría la última purificación del pueblo y de sus ins-
tituciones. Se posibilitaría así la llegada del último estadio, consis-
tente en el estado permanente de paz y de vida plena del pueblo re-
novado por el espíritu de Dios.
Jesús el Galileo

a) El estadio del gran juicio purificador lo designaba Juan con dos


expresiones complementarias. Sería la época de la «ira» de Dios (Q
3,7), es decir, de su juicio destructor de la maldad. Y sería la época
del «bautismo con fuego» (Q 3,16), esto es, de la purificación defini-
tiva del pueblo. La fuente Q, que habla de un doble bautismo, el «bau-
tismo con espíritu santo» y el «bautismo con fuego» (Q 3,16), parece
56 reflejar mejor la proclamación de Juan, mientras que Me 1,8 (y Jn
1,33), que indica sólo el «bautismo con espíritu santo», estaría influí-
do por la cristianización del «más poderoso», identificado ya con
Jesús. Normalmente se interpreta el «bautismo con fuego» en una di-
mensión exclusivamente negativa, de destrucción, contraponiéndolo
al «bautismo con espíritu santo», de sentido positivo. Pero más vero-
símil parece interpretarlo en la doble dimensión que tiene todo acón-
tecimiento liberador, de eliminación de la maldad y de implantación
de la bondad. El fuego sería entonces, como en otros textos bíblicos,
el fuego purificador, que discierne destruyendo y autentificando (cf.
Malaquías 3,2-3 y 1 Corintios 3,13-15).
Para la descripción de ese juicio purificador, Juan utilizaba dos
imágenes agrícolas que remitían a la existencia de Israel en la tierra
cultivada. La primera era la limpieza de la plantación por medio de la
tala y la consiguiente quema de los árboles infructíferos (Q 3,9). La
imagen no se refiere a la limpieza de un bosque, sino a la limpieza de
una plantación de árboles frutales. Supone entonces, lo mismo que la
siguiente de la limpieza de la era, la existencia en una tierra cultiva-
da. El contexto al que remiten las dos imágenes es la vida del pueblo
de Israel habitando en la tierra que Dios le ha dado en herencia.
Siguiendo una repetida tradición judía, Juan veía a Israel como la
plantación propiedad de Dios. Los árboles que iban a ser talados y
quemados serían los miembros del pueblo que no habían acogido la
proclamación de Juan y no habían recibido su bautismo de conver-
sión. Pero su eliminación tendría como objetivo la constitución del
Israel verdadero definitivo, que se convertiría así en la auténtica plan-
tación de Dios en la tierra purificada.
La segunda imagen agrícola empleada por Juan era la limpieza de
la era, que implicaba la recogida del grano y la eliminación del tamo
(Q 3,17). Se trata de la faena final en la era, cuando ésta se limpia re-
cogiendo el grano para almacenarlo en el granero y separando el ta-
mo para quemarlo. La imagen señala así, al igual que la anterior de la
plantación, la purificación definitiva del pueblo de Israel. Sus miem-
bros inútiles serán eliminados, mientras que sus miembros válidos se-
rán conservados, para constituir de ese modo el verdadero Israel del
final, la definitiva cosecha de Dios.

b) La purificación final de Israel abriría el camino al gran shalom, es


decir, al estado permanente de paz y de vida plena del pueblo. Juan de­
ΜμιιιιΙηι esc iiliuno esladio de su esperanza como el «bautismo con es-
¡>111111 santo‫( ״‬Me 1,8; Q 3,16 y Jn 1,33). En conformidad con la tra-
ilic ión israelita (E/equiel 36,24-27 y 37,1-14), el «espíritu santo» se-
Halaba la potencia de Dios que iba a efectuar la renovación última de
Israel, concediéndole la plenitud de la vida. Asumiendo esa misma tra-
dición bíblica, la comunidad de Qumrán expresaba su esperanza de un
modo semejante al de Juan, al hablar de un bautismo con «espíritu de
santidad» o «espíritu de verdad» para referirse a la purificación y a la
«nueva creación» del final (Regla de la Comunidad [1QS] 4,19-26).
Esto quiere decir que ese motivo del «bautismo con espíritu santo»
cuadra perfectamente con la esperanza israelita y la de Juan, sin que
tenga que suponerse como una interpretación posterior cristiana de la
proclamación de Juan. Tampoco hay por qué suprimir el término «san-
to» como añadidura cristiana, y entender entonces el término «espíri-
tu» en el sentido general de «viento», bien en referencia a la imagen
de aventar el grano en la era (algo que, como se ha visto anteriormen-
te, no señala la imagen de la limpieza de la era), o bien ligándolo al
motivo del fuego, para indicar el viento o el soplo ardiente.
Hay que señalar que la proclamación de Juan transmitida por los
textos evangélicos no describe ni especifica esa situación final de sha-
lom. La razón puede estar en el carácter fragmentario y cristiano de
los textos, que reservarían esa dimensión de la esperanza para la mi-
sión de Jesús. Pero sí la suponen e insinúan, como se ha visto ante-
riormente. El gran juicio purificador del primer estadio tendía a la re-
novación definitiva de Israel, que se convertiría así en la auténtica
plantación fructífera de Dios, con nueva floración y frutos, y en su au-
téntica cosecha, que incluiría la celebración gozosa de la misma.
Podemos inferir incluso que la representación que Juan tenía de esa
situación última de salvación estaba determinada por la esperanza is-
raelita en la manifestación de la soberanía de Dios, lo mismo que lo
estuvo la misión de Jesús, aunque ciertamente la expresión «reino de
Jesús el Galileo

Dios» no fue tan típica en Juan como lo fue más tarde en Jesús. A eso
apuntaría el texto redaccional de Mt 3,2, al presentar a Juan procla-
mando la cercanía del reino de Dios («reino de los cielos» según la
formulación mateana), en paralelismo con la proclamación de Jesús
(Mt 4,17). En cualquier caso, la misión de Juan estuvo ligada, en
cuanto a su sentido más profundo, con el proyecto del reino de Dios
que Jesús proclamará y escenificará en su misión autónoma posterior.
jesús
en el m ovim iento de Juan

5.1. El movimiento popular de Juan

a) Tanto la tradición evangélica, que habla de la gente que acudía a


escuchar a Juan y a recibir su bautismo en el Jordán (Me 1,5; Q 3,7;
7,24), como la noticia detenida de Josefo en Antigüedades 18,116-
119 dan testimonio del movimiento popular que provocó la misión de
Juan. Se trataba de un movimiento semejante a los otros movimien-
tos proféticos que, según el testimonio de Josefo, surgieron en el ju-
daísmo palestino de aquella época*. Pero había una importante dife-
rencia: frente al carácter puntual que tenían los movimientos causa-
dos por aquellas figuras proféticas de la época, que invitaron al pue-
blo a seguirlas ocasionalmente a lugares especiales para experimen-
tar allí signos portentosos de Dios, el movimiento de Juan, al igual
que más tarde el de Jesús, quería ser algo más estable y duradero.
Fue el movimiento popular ocasionado por Juan el que decidió la
intervención de Herodes Antipas, su soberano. También en eso la mi-
sión de Juan corrió paralela a los movimientos proféticos populares
de su tiempo. En el caso de éstos, tratándose de movimientos pun-
tuales de masas, las intervenciones de las autoridades políticas tuvie-
ron que ser drásticas y masivas, empleando al ejército para poder dis-
persar a la multitud congregada. En el caso de Juan no se requería una
intervención de ese tipo, pero sí la eliminación de la figura profética,
que podía avivar una rebelión del pueblo. Esa fue la razón de la in-
tervención de Antipas, según Josefo (.Antigüedades 18,118), que se-
ñala expresamente el temor del soberano a una «revuelta» popular.

* Cf. el apéndice «Movimientos proféticos populares» en pp. 49-50.


Pero no entraba en el proyecto de Juan el que la gente que le ha-
bía escuchado y había recibido su bautismo se quedara con él en el
valle del Jordán. Debía, más bien, retornar a los lugares donde habi-
taba y esperar allí la venida de Yahvé, que iba a traer la gran purifi-
cación y renovación del pueblo. Pero parece ser que algunos de sus
seguidores le acompañaron, al menos durante algún tiempo, quizá
para servirle de ayuda en su labor misional y en la realización de su
rito bautismal. Eso es lo que parece reflejar la tradición evangélica,
que habla de discípulos acompañantes de Juan (Me 6,29; Q 7,18-23;
Jn 1,35-39; 3,25-26).
Ese movimiento provocado por Juan continuó incluso después de
su muerte. En varias ocasiones se habla de los seguidores de Juan,
que llegaron a configurarse como grupos organizados, muy cercanos
a los grupos cristianos, pero también en rivalidad con ellos. Ése es el
trasfondo de algunos textos de los evangelios sinópticos (Me 2,18; Le
11,1). Pero es especialmente manifiesto en varios textos del evange-
lio de Juan (Jn 1,35-39; 3,23-30). Precisamente en la rivalidad entre
los grupos seguidores de Juan y los grupos cristianos habría que fijar,
a mi entender, la razón de la especial presentación de la figura del
Bautista en ese cuarto evangelio, donde aparece mucho más rebajada
y cristianizada que en los evangelios sinópticos. En cambio, creo que
la noticia de Hch 18,24-19,7 sobre la existencia de un grupo seguidor
de Juan en Éfeso es construcción literaria del autor del libro, no un
dato histórico. La existencia, en ese tiempo temprano, de un grupo se-
guidor del Bautista en Éfeso, una ciudad tan alejada de Palestina, se
hace bastante inverosímil. El autor de Hechos se habría servido del
motivo del bautismo de Juan, que no concedía el Espíritu (así ya el
texto programático de Hch 1,5), para caracterizar al grupo cristiano
pre-paulino de Éfeso como imperfecto, necesitado de la plenitud cris-
tiana por medio de la recepción del Espíritu, que era concedida a tra-
vés de la misión oficial, representada por Pablo y sus acompañantes
Jesús el Galileo

Aquila y Priscila. Con todo, ese texto confirma que el autor de He-
chos sí tenía información de la existencia de grupos seguidores de
Juan en Palestina, como lo testifica su escrito evangélico (Lucas).

b) En ese marco del movimiento popular causado por la misión de


Juan hay que localizar el contacto de Jesús con él. Ninguna tradición
informa sobre cómo llegó a Jesús la noticia de la misión de Juan ni
sobre la ocasión concreta de su encuentro con él. No lo explica el su-
puesto parentesco de Jesús y Juan, ya que la referencia a él en el re-
lato del evangelio de Lucas sobre los orígenes (Le 1,36.39-56) no es,
ciertamente, una noticia histórica, sino un medio literario para poner
en relación a ambos personajes ya desde sus orígenes. Dado el amplio
movimiento popular levantado por Juan, parece normal que la infor-
mación sobre su actuación alcanzara también a Galilea. Mucho más,
si se tiene en cuenta que Galilea, donde vivía Jesús, y Perea, donde
actuaba Juan, pertenecían al mismo territorio gobernado por Antipas.
El hecho de que la fama de Juan llegara incluso al pequeño poblado
de Nazaret (Me 1,9), en el interior de Galilea, es testimonio de las
grandes expectativas que su misión estaba suscitando en el pueblo.
Dos son los relatos de la tradición evangélica que señalan no só-
lo un contacto, sino también una ligazón estrecha de Jesús con la mi-
sión de Juan. El primer relato es el de la recepción por parte de Jesús
del rito bautismal de Juan en el Jordán, lo cual implica que Jesús acó-
gió la misión de Juan y el proyecto que la animaba. El segundo reía-
to es el de la estancia de Jesús en el desierto, que implícitamente re-
fleja el hecho de que Jesús acompañó temporalmente a Juan en dicho
desierto. Esas dos narraciones testifican la asunción por parte de
Jesús de los dos signos fundamentales de la misión de Juan: el signo
del bautismo en el Jordán y el signo del desierto.

5.2. El bautismo de Jesús

Jesús en el m o v im ie n to de J u a n
a) Según se ha señalado ya en el capítulo 1, la noticia de que Jesús re-
cibió el bautismo de Juan en el Jordán es uno de los datos históricos
más seguros de toda su vida. La razón principal para aceptar su his-
toricidad está precisamente en el embarazo que la noticia causó en las
comunidades cristianas. No pudo ser, por tanto, una creación de esas
comunidades, sino un recuerdo de la realidad histórica, que ellas in-
tentaron aclarar e interpretar de diversos modos.
Ya el relato más antiguo {Me 1,9-11), debido sin duda a una tra-
dición, es muy estilizado y está configurado desde la interpretación
cristiana del acontecimiento, según se verá en el análisis posterior del
texto. Es muy difícil decidir sobre la existencia de una narración pa-
ralela en la fuente Q. Inducen a aceptarla algunas pequeñas coinci- 61
dencias lingüísticas de Mateo y Lucas frente a Marcos, y la referen-
cia en el relato de la fuente Q sobre la estancia de Jesús en el desier-
to al «Espíritu» (Q 4,1) y al título «Hijo de Dios» (Q 4,3.9), que pa-
recen suponer una narración anterior sobre el bautismo en la que fi-
guraran esas expresiones. De todos modos, no parece que ese hipoté-
tico relato de la fuente Q difiriera mucho del de Marcos.
Muy significativos son los textos paralelos de los otros evange-
líos. El añadido de Mt 3,14-15 tiene por finalidad justificar el hecho
escandaloso para la comunidad cristiana de que Jesús, el mesías, el
«más poderoso», que bautiza con Espíritu santo, fuera bautizado por
Juan, su precursor, que no impartía ese bautismo con el Espíritu: de-
bería ser Juan quien hubiera recibido el bautismo de Jesús, no al re-
vés (Mt 3,14). Creo que ahí no se trata aún de la cuestión sobre la im-
pecabilidad de Jesús, según la cual éste no tendría que recibir el bau-
tismo de conversión para el perdón de los pecados. Esa será la cues-
tión planteada en el evangelio de los Nazareos, citado por Jerónimo
(Contra los pelagianos 3,2), que niega en absoluto que Jesús fuera
bautizado por Juan. Por su parte, el evangelio de Lucas concluye en
3,20 la narración sobre la misión de Juan con la noticia sobre su pren-
dimiento, dejando entonces sin especificar quién es el que bautiza a
Jesús (Le 3,21-22). Pero el más atrevido es el evangelio de Juan, el
cual, por su interés polémico contra los grupos baptistas, llega inclu-
so a suprimir el relato del bautismo de Jesús, haciendo referencia al
hecho únicamente en cuanto signo de revelación a Juan de que Jesús
es el elegido de Dios que bautiza con Espíritu santo (Jn 1,31-34). El
texto juánico parece presuponer un relato tradicional sobre el bautis-
mo de Jesús, que habría sido sustituido por la narración actual.

b) Ese dato histórico de su bautismo implica, evidentemente, que


Jesús acogió la misión y el proyecto de Juan. Porque, si hubiera teni-
do en ese momento su propio proyecto, ciertamente no habría acudí-
Jesús el Galileo

do a ser bautizado por Juan en el Jordán. Jesús demostraba así, en pri-


mer lugar, compartir la visión de Juan sobre la situación de maldad
de Israel. El mismo, miembro de ese pueblo pecador, recibía en cuan-
to tal el rito bautismal de conversión para el perdón de los pecados,
por medio del cual Israel debía ser purificado. En esa perspectiva, en
efecto, hay que entender la razón por la que Jesús acudió a recibir el
bautismo de Juan. No hay que buscarla en la dimensión individualis-
ta de la supuesta conciencia que Jesús tenía de sus pecados persona-
les. Más bien, en conformidad con la perspectiva de Juan, Jesús acu-
dió a recibir el bautismo de conversión porque se sentía miembro de
un pueblo bajo el dominio de la maldad. Esa visión radical sobre la
situación de maldad de Israel, presupuesto de la misión de Juan, no
sólo la compartió Jesús en sus inicios, sino que permaneció también
como presupuesto a lo largo de toda su misión autónoma posterior.
Pero con su bautismo Jesús demostraba también compartir la es-
peranza del proyecto de Juan. Él recibía el bautismo en el Jordán co-
mo el signo del nuevo comienzo de Israel, por el cual éste ingresaba
de nuevo en la tierra prometida, en espera del gran «bautismo» de la
purificación y la renovación definitivas del pueblo. También esa es-
peranza de Juan, asumida por Jesús en sus comienzos, permanecerá,
en cuanto a su estructura básica, en la misión posterior de Jesús, aun-
que ahora ya dentro del nuevo horizonte del acontecimiento del reino
de Dios.

c) Pero como ese hecho histórico del bautismo de Jesús por manos de
Juan era algo embarazoso para la comunidad cristiana, ésta lo ínter-
pretó como el acontecimiento fundante de la misión de Jesús. El tes-
timonio más antiguo es el relato de Me 1,9-11:
«9 Y sucedió en aquellos días que vino Jesús desde Nazaret de
Galilea y fue bautizado en el Jordán por Juan. 10 E inmediatamen-
te, subiendo del agua, vio rasgándose los cielos y al Espíritu des-
cendiendo como una paloma hacia él. 11 Y una voz se produjo des-
de los cielos:
Jesús en el m o v im ie n to de J u a n
- Tú eres mi Hijo el amado, tú me agradaste».

No muy diferentes serían el hipotético relato de la fuente Q y el


probablemente suprimido de la tradición juánica. El acontecimiento
del bautismo propiamente dicho se narra muy escuetamente (Me 1,9),
mientras que el centro del relato lo ocupa la revelación celeste recibí-
da por Jesús (Me 1,10-11). Ésta, curiosamente, no se produce duran-
te el bautismo de inmersión en el agua, sino al salir de ella («subien-
do del agua»), distanciándose así del rito bautismal efectuado por
Juan. El receptor de la revelación es sólo Jesús («vio», «tú eres»); en
los otros evangelios, en cambio, se convierte en una revelación tam-
bién para los presentes. Tanto su forma como sus motivos caracteri- 63
zan esa revelación como la elección del agente mesiánico, en la cual
se fundamenta su misión siguiente. Cumple, pues, una función seme-
jante a la que tienen las revelaciones de elección profética (Isaías 6,1-
13; Jeremías 1,4-10; Ezequiel 1,1-3,11; Apocalipsis 1,9-20).
El contexto epifánico de la narración sirve para enmarcar sus dos
motivos fundamentales: el don del Espíritu y la declaración celeste.
El don del Espíritu de Dios marca a Jesús como el agente carismáti-
co definitivo. El motivo tradicional judío del mediador carismático,
ungido por el Espíritu, tiene en este contexto un claro tono mesiáni-
co: Jesús se manifiesta así como el «más poderoso» anunciado por
Juan, que va a bautizar con Espíritu santo (Me 1,7; Q 3,16; esa reía-
ción contextual la señala expresamente Jn 1,33). Al mismo tiempo,
ese agente mesiánico «bautizado» con Espíritu santo aparece como el
representante anticipado del Israel auténtico, que va a ser también
«bautizado» con Espíritu santo. No es fácil descifrar el sentido de la
imagen «como una paloma»; pero si no se trata de un motivo pura-
mente ornamental, cabría entenderla como una escenificación de la
elección del agente carismático. No se referiría a la descripción de la
figura del Espíritu, aunque en ese sentido la entenderá Le 3,22 («en
forma corporal como una paloma»), sino a la comparación sobre su
descenso, y entonces señalaría ese acontecimiento del descenso del
Espíritu como el de la elección celeste de Jesús, asumiendo el moti-
vo tradicional de la venida desde lo alto de un pájaro (la paloma era
un ejemplar inmediato), y el posarse sobre alguien como signo de
elección divina de esa persona.
Eso mismo es lo que expresa la declaración celeste: «Tú eres mi
Hijo el amado, tú me agradaste». La voz venida «desde los cielos» ex-
plicita así el sentido del descenso del Espíritu, que viene también des-
de los cielos: Jesús es el agente mesiánico elegido de Dios. El térmi-
no «el amado» indica el amor de preferencia en la dimensión efecti-
va de elección. En ese mismo sentido hay que entender la expresión
Jesú s e l Galileo

«tú me agradaste», que equivale entonces a «a ti te he elegido». El


texto no se presenta como cita de la Escritura, y así pienso que hay
que entenderlo. No se trata de ninguna cita de uno o varios textos del
Antiguo Testamento, como normalmente se plantea, discutiendo en-
tonces cuál o cuáles serían los textos candidatos. Se trata, más bien,
de una evocación de la tradición israelita sobre el agente mesiánico,
el «Hijo» de Dios, que el relato interpreta ya desde la confesión cris-
tiana. Algo típico, en efecto, de la tradición mesiánica judía es fun-
darse en la Escritura, y ése es también el caso de la tradición asumí-
da en el relato del bautismo de Jesús. Pero lo decisivo, entonces, no
son los textos escriturísticos concretos, sino la esperanza mesiánica
evocada. Tampoco es decisivo el título «Hijo» de Dios, que puede fi-
gurar en la tradición mesiánica, pero que ni es esencial a ella ni ex-
elusivo de ella. Lo decisivo es, más bien, la función del agente me-
siánico a la que se apunta con ese título y que puede tener diversas
configuraciones concretas.

d) Las razones de esa interpretación cristiana del bautismo de Jesús


fueron, probablemente, varias y complementarias entre sí. Una pri-
mera venía dada por el inmediato contexto anterior: si Jesús era, se-
gún la comprensión cristiana, el agente mesiánico anunciado por
Juan, el «más poderoso» que iba a bautizar con Espíritu santo (Me
1,7; Q 3,16), tenía que presentarse como tal ya en su recepción del
bautismo de manos de Juan, para marcar así la diferencia de su fun-
ción y del «bautismo» que él va a impartir con respecto a la función
y al bautismo de Juan (cf. Jn 1,31-34). Se explica así lo ya indicado
anteriormente sobre la estructura del relato, que separa el acontecí-
miento concreto del bautismo administrado por Juan, del acontecí-
miento de la elección celeste de Jesús como el agente mesiánico, ya
que ésta se efectúa al salir del agua. De este modo, la interpretación
cristiana quitaba importancia al hecho del bautismo de Jesús recibido
de manos de Juan, un dato incómodo para ella. Quizá se pueda inclu-
so atisbar ahí un cierto tono apologético frente a los grupos baptistas
seguidores de Juan, algo bien perceptible en el texto del evangelio de ús en el m o v im ien to de J u a n
Juan, aunque no tan evidente en el de los evangelios sinópticos.
Una segunda razón se descubre en el contexto siguiente. El bautis-
mo de Jesús significaba su primera aparición en escena, a la cual iba a
seguir su actividad misional. Era lógico, pues, presentarlo como el
acontecimiento fundante de su misión posterior. El hecho de su bau-
tismo en el Jordán se transforma así en el acontecimiento de su elec-
ción divina como agente mesiánico, que va a proclamar y escenificar ‫ריי‬
tu
el reino de Dios. De ese modo, la primera aparición en escena de Jesús
se convierte en la clave interpretativa de todo el camino de su misión.
Pero también hay que señalar, como tercera razón, el influjo del
bautismo cristiano. Para la comunidad que hizo esa interpretación, el 65
rito bautismal del inicio de su existencia cristiana representaba el se-
lio de la elección de Dios por medio del don del Espíritu y de la fi-
liación divina (Gálatas 3,26-28; 4,6-7; Romanos 8,14-17). Es natural
que esos mismos motivos los vertiera en el relato sobre el bautismo
de Jesús, convirtiendo ese hecho en el acontecimiento de su elección
como agente mesiánico, por el don del Espíritu y la declaración de su
filiación divina. Quizá incluso cabría pensar que fue el influjo del
bautismo cristiano el que orientó para la selección del título «Hijo»
de Dios en el relato del bautismo de Jesús. Lo cual no significa que
se intentara presentar el bautismo de Jesús como el prototipo del bau-
tismo cristiano, al estilo de una leyenda cultual justificativa de ese ri-
to, sino, más bien, que la narración de aquél se hizo desde la expe-
riencia bautismal de la comunidad cristiana.

e) La consecuencia es clara. La interpretación evangélica del bautis-


mo de Jesús refleja los intereses de la comunidad cristiana, no una ex-
periencia histórica de Jesús en aquel momento. Esto es lo que pare-
ce más probable, frente a la opinión tradicional, repetida aún fre-
cuentemente, que descubre en el relato el hecho histórico de la voca-
ción de Jesús durante su bautismo en el Jordán. Si Jesús hubiera teni-
do en el momento de su bautismo una experiencia como la narrada en
Me 1,10-11 y textos paralelos, es decir, la de ser el agente mesiánico
elegido por Dios, no se explica que no hubiera comenzado inmedia-
tamente después de ese acontecimiento su propia misión, indepen-
diente de la de Juan, proclamando y escenificando el reino de Dios.
En tal caso, la misión de Juan no habría tenido ninguna importancia
para la misión autónoma de Jesús, pues habría sido algo del todo su-
perado ya en el primer contacto de Jesús con ella. Y el bautismo de
Juan habría sido simplemente un episodio ocasional para que Jesús,
al margen del mismo rito y de su sentido, hubiera recibido el encargo
Jesús el Galileo

divino de su misión. Pero entonces quedaría sin explicar la existencia


de la amplia tradición evangélica sobre Juan, que deja traslucir la im-
portancia decisiva que su misión tuvo no sólo para los inicios de
Jesús, sino también para su actividad misional posterior e incluso pa-
ra el cristianismo naciente.
Todo apunta a que la realidad histórica fue muy diferente de la
que supone la interpretación cristiana. El hecho histórico del bautis-
mo de Jesús en el Jordán no representó el acontecimiento fundante de
su misión autónoma, sino más bien, como se ha indicado anterior-
mente, el signo de su acogida de la misión y el proyecto de Juan. La
«vocación» de Jesús para su misión de proclamación y escenificación
del reino de Dios, que implicaba un proyecto nuevo con respecto al
de Juan, hay que fijarla en la reacción de Jesús ante el apresamiento
de Juan. Fue este acontecimiento el que ocasionó el final abrupto de
la misión de Juan y la consiguiente crisis de su proyecto (Me 1,14-
15). Pero éste será el tema del próximo capítulo, donde se discutirán
también otras hipótesis que intentan fijar una «vocación» especial de
Jesús en otros acontecimientos diferentes del de su bautismo.

5.3. El colaborador de Juan

a) Mucho más enigmático se presenta el relato sobre la estancia de


Jesús en el desierto (Me 1,12-13 y Q 4,1-13). Con todo, creo que en
su trasfondo se puede descubrir el dato histórico de la ligazón inicial
de Jesús con la misión de Juan. El relato, tanto en el evangelio de
Marcos como en la fuente Q, seguía inmediatamente al del bautismo
de Jesús y precedía al del inicio de su misión independiente. Cumplía,
pues, la función de llenar el espacio temporal entre esos dos hechos.
Dado que el «desierto» era precisamente el lugar de la actuación de
Juan, el relato y su contexto apuntan a la permanencia de Jesús en el
ámbito de Juan durante un cierto tiempo. El dato de los «cuarenta
días» pertenece, evidentemente, a la simbología de la interpretación y
no sirve, por tanto, como delimitación real de ese período temporal
histórico. De igual modo, la conducción o rapto de Jesús por el Espí- Jesús en el m o v im ien to de J u a n

ritu al «desierto» (Me 1,12; Q 4,1) pertenece a la lógica de la ínter-


pretación, que quiere presentar la prueba de Jesús, el agente mesiáni-
co, en el ámbito del «desierto», el lugar del Israel de los orígenes, que
era precisamente, como se ha visto en el capítulo 3 (pp. 39-43), lo que
señalaba el signo del «desierto» en la misión de Juan. Esto quiere de-
cir que el dato del «desierto» en el relato no apunta a un lugar geográ-
fico diferente del de la actuación de Juan. Por otra parte, la permanen-
cia temporal de Jesús con Juan aclara el hecho de que Jesús, después
de recibir el bautismo en el Jordán, no retomara inmediatamente, co-
mo sería de esperar, al lugar donde vivía, en Galilea (Me 1,9), sino que
lo hiciera únicamente después del apresamiento de Juan (Me 1,14). 67
b) Así entendido, el relato testifica el grado de compromiso de Jesús
con la misión y el proyecto de Juan. Jesús no sólo acogió la misión
del Bautista, recibiendo su bautismo en el Jordán, sino que permane-
ció en su compañía. Lo cual equivale a decir que se convirtió en su
discípulo colaborador. Los evangelios sinópticos no especifican cuál
fue la actividad de Jesús durante esa etapa de acompañante de Juan.
Pero el evangelio de Juan parece compensar esa ausencia con una
amplia información. Según ese evangelio, Jesús ya habría tenido en
ese tiempo discípulos propios, que antes habrían sido acompañantes
de Juan, y junto con ellos habría ejercido una actividad bautizadora
paralela a la del Bautista (Jn 1,35-39; 3,22-30; 4,1-2). No deja de ser
sorprendente la aceptación confiada de esa información del evangelio
de Juan como históricamente fiable por parte de una amplia repre-
sentación de la investigación actual. Fundándose en ella, se ha llega-
do incluso a hacer reconstrucciones históricas cargadas de fantasía.
Pero creo que el análisis crítico de los textos juánicos no permite tal
confianza. Ciertamente, el punto de apoyo de esa tradición juánica es-
tá en el dato histórico de la ligazón inicial de Jesús con la misión de
Juan, como un discípulo colaborador suyo, incluyendo posiblemente
su ayuda en la actividad bautizadora de su maestro. A esa conclusión
se puede llegar, como se ha visto anteriormente, desde el análisis de
la tradición sinóptica. Pero ese dato histórico está interpretado en la
tradición juánica desde un evidente interés apologético de los grupos
cristianos juánicos frente a los grupos seguidores del Bautista. No es
la historia de Jesús y de Juan la que está detrás de los textos, sino la
historia de los grupos juánicos y de los grupos baptistas.
Es ese interés apologético el que explica el carácter especial de
la tradición juánica con respecto a su paralela sinóptica en su presen-
tación de la relación entre el Bautista y Jesús. A continuación se re-
señan los motivos más significativos.
Jesús el Galileo

En la tradición juánica, el Bautista mismo rechaza para sí títulos


proféticos (Jn 1,21.25) que la tradición sinóptica le aplica (Me 9,11-
13; 11,32; Q 7,26-27; Mt 11,14; 14,5; Le 1,16-17.76), rebajándose a
sí mismo a la condición de simple testigo de la superioridad de Jesús.
No se narra el hecho incómodo del bautismo de Jesús, sino que se
hace referencia a él únicamente como signo para Juan de la revela-
ción de Jesús como el bautizador con Espíritu santo (Jn 1,32-34).
El hecho embarazoso de que Jesús fuera discípulo de Juan se
transforma en la conversión de algunos discípulos de Juan en seguí-
dores de Jesús, reflejando así, no la historia de Juan y de Jesús, sino
la realidad histórica del paso de algunos miembros baptistas hacia los
grupos cristianos juánicos (Jn 1,35-39). La misma existencia de dis-
cípulos acompañantes de Jesús supone una misión suya independien-
te de la de Juan, pero ésta no se dio en la época en la que el mismo
Jesús era discípulo de Juan, sino cuando éste desaparece de escena
con su prendimiento (Me 1,14-20).
Para obviar el hecho incómodo de que el bautismo cristiano se de-
rivaba del rito de Juan, se presenta a Jesús mismo y a sus discípulos
bautizando independientemente de Juan, en competencia con él y con
mayor éxito, e incluso con el reconocimiento explícito del mismo
Juan; se señalaba así la sustitución del rito baptista, derivado de Juan,
por el cristiano, derivado directamente de Jesús (Jn 3,22-30; 4,1; cf.
3,1-11). La actividad bautizadora de Jesús tal como la presentan los
textos juánicos, es decir, como una actuación independiente y más
exitosa que la del Bautista, lejos de ser algo embarazoso para los gru-
pos juánicos, era precisamente la demostración de la superioridad de
su bautismo, que se entendía como derivado de esa actividad de Jesús
con respecto al bautismo de los grupos baptistas, derivado de la acti-
vidad de Juan. No es convincente, entonces, aducir el criterio de difi-
cuitad para argumentar en favor de la historicidad de ese dato, como
en ocasiones se hace.
La noticia geográfica de Jn 3,26 también se explica, a mi enten-
der, desde ese trasfondo de la historia de los grupos juánicos y bap-
J esú s en e l m o vim ien to de Ju an
tistas: tendría el carácter etiológico de justificar la existencia allí de
algún grupo baptista.
Y, por fin, la corrección posterior de Jn 4,2 no tiene, a mi pare-
cer, la intención de eliminar el escándalo de la actividad bautizadora
de Jesús, sino la de armonizar, en lo posible, la tradición juánica con
la sinóptica. Se trata, probablemente, de una nota aclaratoria de un
glosador que conocía ya los evangelios sinópticos, o al menos algu-
no de ellos, y que intentaba acomodar a ellos el evangelio de los gru-
pos juánicos.

c) La interpretación que hace la tradición cristiana del hecho históri-


co de la estancia de Jesús en el desierto, acompañando a Juan, es pa- 6(9
ralela a la que hacía del hecho histórico de su bautismo. En ambos ca-
sos se trata de una interpretación justificativa de la misión siguiente
de Jesús, desde la perspectiva de la confesión mesiánica cristiana.
Concretamente, los dos relatos de la tradición evangélica (Me 1,12-
13; Q 4,1-13) presentan la estancia de Jesús en el desierto como la
prueba del agente mesiánico. Creo, entonces, que en la base de esa
tradición no está una experiencia histórica de Jesús en sus comienzos,
durante una supuesta estancia suya en solitario en el desierto que él
habría referido a sus discípulos. Tampoco lo están las pruebas sufri-
das por Jesús a lo largo de su misión. De lo que se trata más bien, al
igual que en el caso del bautismo, es de una narración justificativa o
etiológica de la misión completa de Jesús vista desde la fe de la co-
munidad cristiana. En ese sentido, sí se puede descubrir en la narra-
ción el impacto de la misión histórica de Jesús, el cual, según testifi-
ca el relato de la fuente Q, no se conformó con las expectativas tradi-
cionales sobre la figura del agente mesiánico. Son precisamente esas
expectativas las que se presentan como «tentaciones».
El punto clave de apoyo de esa interpretación fue el signo del «de-
sierto» de la misión de Juan, que, según se ha expuesto en el capítu-
lo 3, señalaba el nuevo comienzo de Israel. Jesús, como agente me-
siánico, representante del pueblo de Israel, con su estancia en el de-
sierto durante cuarenta días y antes de su misión en la tierra habitada,
reproduce la historia del Israel de los orígenes en su camino por el de-
sierto durante cuarenta años y antes de su ingreso en la tierra prome-
tida. Creo que ése es el tema guía que determina tanto el sentido ge-
neral como los diversos motivos de la narración del evangelio de
Marcos y de la fuente Q. Frente a otros tipos de interpretación pre-
sentados en la historia de la investigación, éste, fundado en el signo
del «desierto» de la misión de Juan, tiene la ventaja de que está dado
en el mismo contexto de la narración, sin tener que recurrir a otros su-
Jesús el Galileo

puestos trasfondos alejados de él. Nos encontramos aquí, pues, con lo


mismo que en el caso del relato del bautismo: ambas narraciones tie-
nen por base los dos signos clave de la misión de Juan: el bautismo
en el Jordán y la estancia en el «desierto».
El relato de Me 1,12-13 es mucho más escueto que el de la fuen-
te Q, pero no parece tratarse de un resumen de este último, sino de
una tradición independiente y más antigua que la de esa fuente:
«12 E inmediatamente el Espíritu lo expulsa al desierto. 13 Y era
probado por Satanás en el desierto durante cuarenta días, y estaba
con las fieras, y los ángeles lo servían».

La narración está construida en paralelismo con la tradición sobre


la estancia de Israel en el desierto. Presenta la estancia de Jesús en el
desierto en la doble dimensión de prueba y, a la vez, de cuidado es-
pecial de por parte Dios, al igual que lo hacía la tradición judía con el
camino de Israel por el desierto. Desde ahí se explican los diversos
motivos del relato. El tiempo de «cuarenta días» es paralelo al de los
cuarenta años que duró la estancia de Israel en el desierto, sin contar
que la tradición del desierto hablaba también de cuarenta días para el
caso de Moisés (Éxodo 34,28; Deuteronomio 9,9.18) y de Elias (1
Reyes 19,8). La prueba, activada por «Satanás», abarca el período
completo de los cuarenta días, lo mismo que en la tradición israelita
la prueba abarcaba el conjunto de la estancia de Israel en el desierto
(Deuteronomio 8,2). El relato de la fuente Q, en cambio, escenificará
la prueba del «diablo» al final de los cuarenta días. El cuidado espe-
cial de Dios, que dura también los cuarenta días, lo escenifica el reía-
to con el servicio de los ángeles en medio del peligro de la conviven-
cia con los animales salvajes, habitantes del desierto. De modo seme-
jante describía la tradición judía el cuidado especial de Dios para con
Israel en su camino por la amenazadora región del desierto (Éxodo
23,20; Deuteronomio 8,3-4; 29,4-5) y, en general, para con el fiel en
peligro (Salmo 91,11-13). No hay que ver, pues, en esos motivos, co-
mo se ha intentado a veces, un simbolismo de la paz paradisíaca, se-
Jesús en el m o v im ien to de J u a n
gún el cual se presentaría a Jesús como el nuevo Adán instaurador de
la paz original perdida.
La narración de la fuente Q 4,1-13 (Mt 4,1-11) es mucho más ela-
borada, pero tiene la misma temática fundamental. La prueba del
agente mesiánico se desarrolla en un enfrentamiento con el «diablo»
en tres escenas, recurriendo a textos de la Escritura. Probablemente,
el orden original de las escenas estaría mejor conservado en Mateo,
ya que Lucas habría cambiado el orden de las dos últimas para poner
la del templo como culmen de la serie. Es muy difícil precisar la gé-
nesis del relato, pero quizá en su origen tuvo una única escena, la del
desierto, como en el relato de Marcos, y más tarde esta escena se ha-
bría ido alargando sucesivamente con otras nuevas, hasta completar la 71
terna actual. Varios indicios apuntan a ello: el motivo del ayuno du-
rante los cuarenta días (Q 4,2), al estilo de Moisés (Éxodo 34,28;
Deuteronomio 9,9.18), sólo justifica la primera prueba; la ausencia de
la expresión «si eres Hijo de Dios» (Q 4,3.9) en la escena del monte,
originalmente la última de Q, distancia a ésta de las dos anteriores.
Sea lo que sea de su génesis, las tres escenas plantean la misma
cuestión sobre la figura del auténtico agente mesiánico, que se desig-
na con el título de «Hijo de Dios» (Q 4,3.9), el mismo que recibía en
el relato anterior del bautismo. La discusión de Jesús con el diablo a
partir de textos de la Escritura, que se asemeja a las disputas entre ra-
binos, quizá refleje la discusión real de las comunidades cristianas
con los grupos judíos. Lo que escenifica el relato es que Jesús fue un
agente mesiánico especial, que no cumplió las expectativas ni los sig-
nos de las figuras mesiánicas tradicionales. Son precisamente esas ex-
pectativas y esos signos los que se presentan como tentaciones del
diablo. El alimento milagroso es del estilo del recibido por Israel en
su marcha por el desierto (Éxodo 16). De diferente tono, no de tipo
mágico y fundado en la bendición del Dios del reino, es el signo que
efectuará Jesús con su comida a la multitud en la región «desértica»
(Me 6,32-44; 8,1-9). El signo aparatoso de legitimación es del mis-
mo tipo del que se le reclamará a Jesús y que él rechazará (Me 8,11-
12; Q 11,16.29; Me 15,29-37). En la última tentación, de un carácter
diferente del de las dos anteriores, el diablo se desenmascara como el
señor de este mundo (Jn 12,31; 14,30; 16,11; 2 Corintios 4,4), que es-
tá detrás del dominio político. Se trata de un tema general, apoyado
sin duda en la dura experiencia del pueblo sobre el dominio opresor,
al que se opone la visión de Jesús sobre el auténtico señorío (Me
10,41-45). Los motivos de la transmisión de poder, de la postración y
del conflicto con el monoteísmo judío se explican perfectamente des-
de el contexto general político de aquella época, que tenía además un
marcado carácter religioso.
Jesú s el Galileo

72
Segunda Parte

LA MISIÓN GALILEA
E l origen
de la misión autónoma

L o s inicios del camino de Jesús dentro del contexto de la misión de


Juan Bautista representaron una gran sorpresa. Pero una sorpresa no
menor, aunque quizá no tan aparente, nos asalta en relación con el orí-
gen de la misión autónoma de Jesús, de proclamación y escenifica-
ción por las aldeas galileas de aquel acontecimiento que él llamaba
«reino de Dios». A esa delicada y sorprendente cuestión están dedi-
cados este capitulo y los dos siguientes. Para ello se tendrá que ir des-
cubriendo paso a paso, como en una espiral con círculos cada vez más
amplios, las implicaciones de los datos aportados por la tradición
evangélica.

6.1. La crisis del proyecto de Juan

a) De modo semejante a los otros movimientos proféticos de la épo-


ca, la misión de Juan terminó violentamente por la intervención de E l origen de la m isión autónom a
Herodes Antipas, soberano de Perea, el territorio donde Juan actuaba.
Las noticias de la tradición evangélica sobre el arresto y la muerte de
Juan (Me 1,14; 6,17-29; Mt 11,2; Jn 3,24) dan como razón de la in-
tervención de Antipas la crítica del Bautista acerca del matrimonio de
aquél con la esposa de su hermano (Me 6,17-19). El informe de
Josefo, en cambio, señala como causa el temor de Antipas a que el
movimiento popular provocado por la misión de Juan desencadenara
una «revuelta» {Antigüedades 18,118). Con todo, es posible descubrir
una cierta confluencia entre ambas informaciones. Josefo presenta la
noticia sobre Juan en el contexto de la derrota del ejército de Antipas
por el del rey nabateo Aretas iv, que el pueblo interpreta como casti-
go divino contra Antipas por su ejecución del Bautista {Antigüedades 75
18,116). Pero la causa primera de la guerra entre los dos soberanos ha-
bía sido precisamente el abandono por parte de Antipas de su mujer, la
hija del rey nabateo, para casarse con Herodías, la esposa de su medio
hermano Herodes (Antigüedades 18,109-115). De este modo, el ma-
trimonio de Antipas con Herodías habría tenido unas consecuencias
políticas tales como para explicar las críticas de Juan y la reacción del
soberano herodiano frente a ellas. En cualquier caso, el final de Juan
fue consecuencia de su misión como profeta de la conversión de Israel
y de las expectativas que había suscitado en el pueblo. Es explicable,
pues, que su muerte violenta causara un gran impacto en la gente, co-
mo lo atestiguan tanto el informe de Josefo como la tradición popular
sobre su martirio, conservada en Me 6,17-19.
Ese final temprano y abrupto de la misión de Juan tuvo que sig-
niñear la crisis de su proyecto, porque éste quedaba interrumpido
inesperadamente, sin completar siquiera la primera etapa de su reali-
zación, a la que estaba dedicada la actuación de Juan en la cuenca del
Jordán. Al desaparecer el profeta que tenía por función preparar a
Israel para la venida definitiva de Yahvé, la cuestión sobre la viabili-
dad salvífica de ésta se hacía inevitable.

b) Un tipo de respuesta a esa cuestión fue la de algunos discípulos de


Juan, que continuaron su misión después de su apresamiento e inclu-
so después de su muerte, según se ha indicado en el capítulo anterior
(pp. 59-60). Aunque no tenemos datos precisos sobre su organiza-
ción, las noticias sobre algunas de sus prácticas y sobre su rivalidad
con las comunidades cristianas inducen a suponer que se convirtieron
en un grupo renovador más dentro del judaismo plural de entonces, al
estilo de otros movimientos contemporáneos suyos.
Parece que el mismo Juan compartió esa respuesta durante el
tiempo en que estuvo encarcelado. La fuente Q 7,18-19.22-23 lo pre-
senta en la cárcel acompañado de discípulos, a quienes envía a pre-
Jesús el Galileo

guntar a Jesús por «el que va a venir» y a quien todos esperan:


«18 Juan, al oír en la cárcel sobre todas esas cosas, envió por medio
de sus discípulos 19 a decirle:
- ¿Eres tú el que va a venir o esperamos a otro? [...]
22 Y les respondió diciendo:
- Id a anunciar a Juan lo que oís y veis: los ciegos vuelven a ver y
los cojos caminan, los leprosos son purificados y los sordos oyen, y
los muertos son resucitados y los pobres reciben la buena nueva.
23 Y es dichoso quien no se escandalice de mí».

El texto parece guardar un recuerdo histórico de la vida de Juan y


de Jesús, incluido el dato de la estancia del primero en la cárcel, que
sólo figura en Mt 11,2, pero que probablemente pertenece al texto ori-
ginal de la fuente Q. La pregunta de Juan da a entender que sigue aún
teniendo esperanza en la venida del «más poderoso», el agente me-
siánico de la liberación definitiva de Yahvé. Desde ella plantea la pre-
gunta a Jesús, porque la proclamación y la actuación de su antiguo
discípulo no parecían conformarse con la imagen que él tenía sobre
ese agente de Dios que iba a llegar. La respuesta indirecta de Jesús in-
tenta que Juan supere el «escándalo», remitiendo a la tradición sobre
los signos de la época de la liberación de Israel, que eran precisa-
mente los que se estaban realizando en su misión. El texto no es un
conglomerado de citas de textos de Isaías, sino que señala la espe-
ranza tradicional sobre la época de la renovación del pueblo de Israel,
cuyo testimonio más importante era el libro de Isaías. El mismo fe-
nómeno encontramos en un texto qumránico (4Q521, fragmento 2:
2,1-14), donde, sin citar tampoco expresamente texto alguno de
Isaías, se presentan los mismos signos de la liberación, incluido el de
la resurrección de los muertos. Lo que testifican tanto el texto de la
fuente Q como el de la comunidad de Qumrán es la esperanza tradi-
cional judía en la época de la renovación definitiva de Israel. Su inte-
rés no es el elenco completo de signos, que pueden variar, ni si coin-
ciden con los presentados en el libro de Isaías, sino, más bien, la evo-

E l origen de la m isión autónom a


cación de la época de la salvación, actuada por una figura mesiánica.
No tenemos noticia de la reacción de Juan a la respuesta de Jesús, ni
tampoco de cómo entendió su previsible muerte. De lo que sí tenemos
constancia es de que sus discípulos continuaron existiendo incluso
después de la muerte del maestro.

c) La respuesta de Jesús a la crisis de la misión de Juan fue muy dis-


tinta de la reseñada anteriormente. Lo señala con toda claridad el he-
cho de que, después del apresamiento de Juan, iniciara una misión
nueva, diferente de la de su maestro, según el testimonio de Me 1,14:
«Pero después de ser entregado Juan, vino Jesús a Galilea procla-
mando el evangelio de Dios».
Ése es el dato histórico clave en esta cuestión: el final de la misión
de Juan significó el comienzo de la misión autónoma de Jesús. Que esa
misión de Jesús no fue, en efecto, una simple continuación de la de
Juan lo indica el cambio total de escenario y de actividad que la tradi-
ción evangélica presenta para esa nueva actuación de Jesús. Éste aban-
dona el desierto y se dirige a los poblados de Galilea, dejando la acti-
vidad bautizadora e iniciando una nueva, con nuevos signos, entre los
cuales ocupan un lugar especial las curaciones y las comidas. En eso
coinciden básicamente la tradición de los evangelios sinópticos y la
del evangelio de Juan. También en este último evangelio, a pesar de
que realza tanto la actividad bautizadora de Jesús, ésta abarca tan sólo
el tiempo de la misión de Juan, sin que se vuelva a hacer mención de
ella a partir de Jn 4,1-2. Es también este evangelio el que afirma ex-
presamente la diferencia entre Juan y Jesús con respecto a la actividad
taumatúrgica (Jn 10,41), lo cual refleja muy probablemente la realidad
histórica (Q 7,22). La nueva actividad de Jesús era, efectivamente, la
que correspondía a la proclamación y escenificación de la llegada del
acontecimiento que él llamaba «reino de Dios».
A esa misma respuesta de Jesús apuntan los textos aducidos a lo
largo de este capítulo y del siguiente, que señalan las diferencias en-
tre la misión de Jesús y la de Juan (Me 1,14-15; 2,18-22; Q 7,18-
19.22-23; 7,28; 7,31-35; 16,16). Todos ellos suponen que la estrate-
gia del proyecto de Juan había sido sustituida por otra muy diferente:
la de Jesús. Así, concretamente, el texto de Q 7,18-19.22-23, citado
anteriormente y que presenta la misión de Jesús como no conforme
con lo esperado por Juan, supone que Jesús consideraba superada la
estrategia proyectada por su maestro.
Pero el texto más significativo es, sin duda, el de Me 9,11-13, que
habla expresamente de la violencia sufrida por Juan como causa del
fracaso de su proyecto:
Jesús el Galileo

«H Y le preguntaban diciendo:
- ¿Por qué dicen los letrados que Elias debe venir primero?
12 Y él les dijo:
- ¿Elias, viniendo primero, restablece todo? ¿Y cómo es que es-
tá escrito sobre el hijo del hombre que va a padecer mucho y ser des-
preciado? 12 Más bien, os digo que Elias sí vino y le hicieron cuan-
to quisieron, según está escrito sobre él».
El texto es complejo y requiere algunas precisiones de detalle. La
escena es, probablemente, una construcción de la comunidad cristia-
na, que trataba de explicar así el destino violento de Juan, el Elias es-
perado, como anticipo del destino violento de Jesús, en cuanto que
ambos destinos acontecieron en conformidad con la voluntad de
Dios, según el testimonio de la Escritura sobre el destino violento de
los profetas. Con todo, creo que su tono un tanto enigmático apunta
como base de la escena al recuerdo histórico de cómo Jesús se en-
frentó a su previsible final violento, viéndolo desde la perspectiva del
final violento de Juan. Eso era explicable, dado que el apresamiento
y la consiguiente muerte de Juan, su maestro, tuvo que causar un gran
impacto en él. Es natural, pues, que le resultaría inmediata la compa-
ración con el destino de su maestro al experimentar él mismo el re-
chazo de su propia misión, que previsiblemente desembocaría tam-
bién en un final violento. De hecho, ese mismo tipo de comparación
figura en el texto de la fuente Q 7,31-35, que relaciona el rechazo de
Juan y el de Jesús. Dentro del contexto de esa comparación, la argu-
mentación lógica del texto de Marcos afirmaría expresamente que
Juan, el Elias esperado, no pudo cumplir su misión de «restablecer to-
do» en el pueblo de Israel (Malaquías 3,23-24; Eclesiástico 48,10; Le
1,16-17), porque fue eliminado violentamente; y la demostración de
que no pudo cumplir esa misión suya era el hecho de que ahora Jesús
encontraba el rechazo y estaba a punto de sufrir también un destino
violento. En ese sentido habría que entender el difícil dicho de Jesús
en el v. 12, construido en forma de dos preguntas lógicamente cone-
xionadas entre sí. La primera pregunta («¿Elias, viniendo primero,
E l origen de la m isión autónom a
restablece todo?») debe tener una respuesta negativa, si es verdad, co-
mo lo es, que la segunda («¿cómo es que está escrito sobre el hijo del
hombre que va a padecer mucho y ser despreciado?») tiene una res-
puesta positiva. La frase completa equivaldría, en cuanto a su sentido,
a ésta: «Si Elias, viniendo primero, hubiera restablecido todo, enton-
ces ¿cómo es que está escrito sobre el hijo del hombre que va a pa-
decer mucho y ser despreciado?». Lo que el dicho afirmaría, por tan-
to, es que Juan, el Elias esperado, no pudo cumplir su función de res-
taurar a Israel, porque, si lo hubiera hecho, Jesús no se encontraría
ahora con el rechazo violento. Con otras palabras, el texto declararía
el fracaso de la conversión de Israel, que era precisamente el objetivo
de la misión de Juan.
Toda esa tradición evangélica reseñada anteriormente implica que
la nueva misión de Jesús incluía un nuevo proyecto, diferente del de
Juan. No se trataba, ciertamente, de un proyecto de ruptura con la es-
peranza de Juan, sino, más bien, de una radicalización de la misma.
Pero suponía que Jesús consideraba fracasado el proyecto de su maes-
tro. En ese sentido tuvo que entender el apresamiento de Juan, que de-
jaba sin concluir incluso la etapa inicial de su estrategia. Por tal razón,
Jesús no continuó la misión de su maestro, a diferencia de lo que hi-
cieron otros discípulos suyos. Por otra parte, a Jesús, que vivía inmer-
so en la tradición israelita, no tuvo que parecerle eso algo extraño den-
tro de la historia del pueblo, ya que a lo largo de ella habían fracasado
sucesivos proyectos de salvación, dando paso a otros nuevos.

6.2. La nueva visión de Jesús

a) Llegados a este punto, es ya el momento de plantear abiertamente


la cuestión sobre el origen de la misión autónoma de Jesús y del nue-
vo proyecto en ella implicado, que de hecho, como se ha visto, co-
menzaron después de desaparecer de escena Juan, al ser encarcelado
por Herodes Antipas. Mi parecer es que la respuesta a esa cuestión no
hay que buscarla en un acontecimiento especial al margen del pren-
dimiento de Juan, sino en una nueva visión de Jesús sobre la situación
histórica, provocada precisamente por el hecho de la desaparición
violenta de escena de aquel profeta al que había acompañado hasta
entonces. Jesús tuvo que descubrir en ese acontecimiento traumático
el signo de que Dios iba a actuar ahora, en esa situación desesperada,
de un modo insospechado.
Los textos aducidos anteriormente y los que se reseñen en el ca-
pítulo siguiente testifican una respuesta de Jesús auténticamente
creadora. El fracaso de la misión de su maestro, lejos de significar el
Jesús el Galileo

abandono de la esperanza, se convirtió para él en el punto de arran-


que de una nueva esperanza mucho más urgente y poderosa.
Descubrió que Dios había decidido, ante esa situación de fracaso y de
aporía, adelantar su intervención liberadora, anunciada por el profeta
Juan. Y ahora, en una nueva dimensión insospechada por aquél. Y la
razón de ello estribaba, en definitiva, en el Dios vivo de la tradición
israelita. Lo mismo que siempre, Dios tenía que mostrarse en ese mo-
mentó de crisis como el Dios creador, que saca de la muerte vida, y
de la derrota victoria.

b) Ésa fue, a mi entender, la gran revelación fundante de la misión de


Jesús y de su nuevo proyecto, su auténtica «vocación» como agente
del reino de Dios. Ésta no hay que buscarla, como normalmente se
hace, en una supuesta experiencia especial de Jesús, al margen de esa
situación histórica. La opinión tradicional la fija en una supuesta re-
velación recibida por Jesús en su bautismo en el Jordán. Pero en el ca-
pítulo anterior (pp. 61-66) se trató del carácter especial del relato
evangélico sobre ese acontecimiento y de cómo no apoya la fiabilidad
histórica de semejante revelación de Jesús en ese momento.
Descartando el acontecimiento del bautismo, en estos últimos años
se ha intentado repetidamente descubrir esa experiencia fundante de la
misión de Jesús en dos acontecimientos interrelacionados, que ñor-
malmente se localizan en la época de la conexión de Jesús con la mi-
sión de Juan. En primer lugar, en una supuesta «visión» de Jesús so-
bre la derrota de Satanás, testificada en el dicho de Le 10,18, y que, se-
gún algunos, habría tenido lugar durante la estancia de Jesús en el de-
sierto. Y en segundo lugar, en la actividad taumatúrgica de Jesús, que,
según algunos, habría sido la razón del abandono de su actividad bau-
tizadora, ligada a la misión de Juan, para iniciar su misión indepen-
diente. Pero ninguno de esos dos motivos parece explicar el origen de
la misión de Jesús y de su proyecto del reino de Dios. El dicho sobre
la derrota de Satanás presupone la realización de exorcismos, cuyo
sentido precisamente intenta señalar (Le 10,17-19). Pero los exorcis-
mos de Jesús tenían la función de ser signos de la presencia del reino E l origen de la m isión autónom a

de Dios que se estaba implantando (Q 11,20): suponían, entonces, la


proclamación del acontecimiento del reino de Dios por parte de Jesús.
Lo cual significa que esa supuesta «visión» de Jesús no explica el orí-
gen de su proclamación del reino, ya que, más bien, la presupone. De
igual modo, la actividad taumatúrgica de Jesús no pudo ser origen de
su proclamación y escenificación del reino de Dios, sino que las pre-
suponía, dado que las curaciones y exorcismos de Jesús, según se ve-
rá en el capítulo 13 (pp. 169-172), tenían la función de escenificar la
presencia salvadora del acontecimiento del reino.
La hipótesis defendida anteriormente, que fija el origen de la mi-
sión de Jesús en una nueva visión suya a raíz del apresamiento de
Juan, tiene dos grandes ventajas sobre otros tipos de hipótesis. La pri-
mera es que no necesita suponer, como hacen las otras hipótesis, un
acontecimiento especial de tipo revelacional en la vida de Jesús: algo
que no está testificado en la tradición evangélica. Se reduce a aceptar
y valorar los datos de la tradición sobre el hecho del inicio de la mi-
sión de Jesús después del apresamiento de Juan (Me 1,14-15) y sobre
la especificación de la misma como muy diferente de la de Juan, tan-
to en la proclamación como en la actuación. La segunda ventaja es su
congruencia con el modo en que se produjo el paso a un nuevo pro-
yecto de Jesús después del fracaso de su misión en Galilea. Tampoco
ahí, como se verá en el capítulo 14 (pp. 192-193), hay que suponer un
acontecimiento especial revelacional, sino una nueva visión de Jesús
provocada por la nueva situación de crisis. El fundamento en ambos
casos era la acción siempre creadora del Dios vivo de la tradición is-
raelita y que Jesús tuvo que experimentar como una profunda revela-
ción en esas situaciones de crisis especiales.
Jesú s el Galileo

82
ψ E l cambio de escenario

7.1. El nuevo escenario temporal

a) La novedad fundamental de la misión autónoma de Jesús con res-


pecto a la de Juan fue el cambio en el escenario temporal. Lo que Juan
anunciaba como la etapa futura se convierte en presente en la misión
de Jesús. El tiempo actual ya no era el tiempo de la preparación, co-
mo lo era la misión de Juan, sino el de la irrupción del acontecimien-
to salvador definitivo: el reino de Dios. La línea divisoria entre la épo-
ca vieja y la nueva ya estaba trazada, y el momento presente ya no
pertenecía a aquélla, sino a ésta.
Así describe el evangelio más antiguo el inicio de la proclamación
de Jesús, después del encarcelamiento de Juan:
«14 Pero después de ser entregado Juan, vino Jesús a Galilea pro-
clamando el evangelio de Dios 15 y diciendo:
- Se ha cumplido el momento y se ha acercado el reino de Dios.
Convertios y creed en el evangelio» {Me 1,14-15).
Merece la pena detenerse un poco en el análisis de este importan-
te texto. Aunque su formulación es de la comunidad cristiana, el tex-
E l cambio de escenario

to parece ser un compendio adecuado del sentido de la proclamación


de Jesús. Es muy significativo que las primeras palabras de Jesús en
ese evangelio sean «se ha cumplido el momento», que señalan el
tiempo presente como el momento de la llegada de un acontecimien-
to esperado, el cual, conforme al contexto, no puede ser otro que el
anunciado por Juan para el inmediato futuro (Me 1,78‫)־‬. Esto signifi-
ca que lo determinante de la misión de Jesús era su convencimiento
de que el futuro esperado por Juan se había convertido ya en presen-
te. Lógicamente, las palabras siguientes del texto deben referirse tam-
bién a la presencia de ese acontecimiento esperado. Lo cual arroja luz 83
sobre la interminable discusión acerca del sentido del verbo en la ex-
presión «se ha acercado el reino de Dios», que figura también en la
fuente Q 10,9, al hablar de la proclamación de los discípulos; el res-
to de los textos en que aparece esa expresión están bajo el influjo de
esos dos: Mt 4,17 es paralelo a Me 1,15; Mt 3,2 presenta la procla-
mación de Juan Bautista en paralelismo con la de Jesús en Mt 4,17;
Le 10,11 es repetición de Q 10,9. En correspondencia con el sentido
de la expresión anterior, «se ha cumplido el momento», el pretérito
perfecto «se ha acercado» no puede referirse a la cercanía de algo aún
futuro, sino a la cercanía de algo ya inmediatamente presente, que
hasta entonces se esperaba para el futuro, pero que ya ha irrumpido
en este «momento», de tal modo que ya está ahí. En ese mismo sen-
tido de señalar la llegada en el momento presente de algo o de al-
guien, aparece ese verbo «se ha acercado» en otros textos evangélicos
(Me 14,42; Mt 26,45-46; Le 21,8). Lo que ese verbo indica en el tex-
to de Me 1, 15 es la irrupción del acontecimiento esperado del reino
de Dios en el ahora, en este momento presente. Eso mismo señala en
Q 10,9, porque las curaciones que acompañan al anuncio de los dis-
cípulos son signos de la presencia del acontecimiento del reino que
aquellos anuncian. Desde ahí se aclara también el carácter del «reino
de Dios», ya que esas expresiones lo marcan como un acontecimien-
to especial esperado, nuevo, no dado anteriormente, cuya aparición se
efectúa en el «momento» presente, de tal modo que ya está ahí des-
plegando la efectividad de su poder. La frase final expresa la exigen-
cia de esa irrupción presente del reino de Dios para los destinatarios
de la misma. Lo que exige de ellos es la «conversión» a ese acontecí-
miento salvífico ya presente, y no ya la conversión preparatoria de su
llegada, como era el caso en la misión de Juan. Y como base de todo
ello se exige «creer en el evangelio» de Jesús, que precisamente pro-
clama la llegada actual de ese acontecimiento del reino de Dios.
o
«i En el mismo sentido se expresan los dichos de la fuente Q 7,28 y
16,16, que trazan la separación entre la misión de Juan y la de Jesús
por la presencia ya actual del acontecimiento del «reino de Dios». La
misión de Juan pertenece a la época vieja, ya superada, de la espera,
‫ל־־־־י‬ mientras que la misión de Jesús pertenece a la época nueva del cum-
plimiento. Por consiguiente, entre Juan y Jesús no se da una simple
sucesión temporal, sino un cambio radical de tipo cualitativo. El di-
84 cho de Q 7,28 es claro:
«No ha surgido entre los nacidos de mujer uno mayor que Juan; pe-
ro el menor en el reino de Dios es mayor que él».
Lo que marca la diferencia y la superioridad absoluta de la misión
de Jesús respecto de la de Juan es la presencia del acontecimiento del
reino de Dios, de tal modo que «el menor en el reino de Dios es ma-
yor» que Juan, a pesar de ser éste el «mayor entre los nacidos de mu-
jer». La misma diferencia entre la misión de Juan y la de Jesús está
señalada en el dicho de Q 16,16:
«La ley y los profetas, hasta Juan;
desde entonces el reino de Dios sufre violencia,
y los violentos intentan apoderarse de él».
La misión de Juan significó el final de la época de la «ley y los
profetas»; después ha llegado la época del reino de Dios, la de la mi-
sión de Jesús. Ése sería, con probabilidad, el sentido del dicho origi-
nal de la fuente Q, que estaría mejor conservado en el texto de Le
16,16, mientras que el de Mt 11,12-13 («desde los días de Juan el
Bautista hasta ahora, el reino de los cielos...») lo habría transforma-
do, convirtiendo a Juan en el iniciador de la proclamación del reino
de Dios, al igual que en Mt 3,2. Más difícil de precisar es el sentido
de la «violencia» que sufre el reino, pero yo creo que la terminología
cuadra mejor con una violencia de tipo negativo. Así, el dicho refle-
jaría la oposición contra la misión de Jesús, que éste interpreta como
una violencia contra el reino de Dios. Quizá se insinúa entonces -al
igual que en el texto de Me 9,11-13, analizado en el capítulo anterior
(pp. 78-79)- una comparación entre la misión de Jesús y la de Juan
en cuanto a la violencia sufrida por ambas.
Otros textos evangélicos señalan también el cambio en el hori-
zonte temporal entre la misión de Juan y la de Jesús, pero sin em-
E l cambio de escenario

plear la categoría «reino de Dios». Para el texto de la fuente Q 7,18-


19.22-23, analizado ya en el capítulo anterior (p. 76), ese cambio lo
señalan las acciones liberadoras realizadas por Jesús, en cuanto que
son los signos efectivos de la presencia actual de la época esperada de
la salvación. Para los textos de la fuente Q 7,31-35 y de Me 2,18-22,
que se analizarán en el apartado siguiente (pp. 87-90), ese cambio lo
señala la nueva práctica de las comidas abiertas a todos, que caracte-
riza a la misión de Jesús como la época de la celebración de la salva-
ción de Dios en la tierra prometida, habiendo dejado atrás la época
del desierto de la misión de Juan.
¿ )E l cambio de escenario temporal afectó también al proceso espe-
rado por Juan para la transformación definitiva de Israel. Según él, és-
ta se iniciaría con el gran juicio purificador, el «bautismo con fuego»,
al que seguiría el gran estado de paz y de vida plena, el «bautismo con
espíritu santo». Para Jesús, en cambio, ya no hay ninguna etapa ini-
cial de juicio, sino que el proceso comienza de lleno con la irrupción
del acontecimiento salvífico del reino de Dios, que se desarrollará,
eso sí, en estadios sucesivos, hasta alcanzar la plenitud del final. Eso
significó un profundo cambio con respecto a la esperanza de Juan. Lo
que determinaba ahora el horizonte era el don maravilloso, sin presu-
puestos ni condicionantes, de la acción liberadora de Dios.
Lo cual no implicó, ciertamente, la desaparición del motivo del
juicio en la misión de Jesús, pero sí un cambio de su perspectiva. Jesús
siguió compartiendo la visión de Juan sobre la situación de perdición
de Israel, necesitado de una conversión radical (Le 13,1-5). Pero ésta
ya no era previa a la venida definitiva de Dios, como pensaba Juan, si-
no que consistía exactamente en la acogida del acontecimiento salví-
freo que ya había irrumpido, según indica el texto de Me 1,15 analiza-
do anteriormente. Por eso, ahora la crisis y el juicio se producían pre-
cisamente en ese acontecimiento liberador del reino, y no como algo
aparte de él. No se trataba, en efecto, de un acontecimiento automáti-
co, de tipo mágico, que se impusiera al margen de la respuesta del re-
ceptor, sino de un acontecimiento que exigía, para poder desplegar su
fuerza transformadora, la acogida por parte del pueblo. De este modo,
el destino de Israel se decidía en su respuesta al mismo.
Eso es lo que describen con especial plasticidad y fuerza muchas
parábolas*, las cuales no definen el reino de Dios en sí mismo, sino
que cuentan lo que sucede en el encuentro con él. Los dos relatos pa-
rabólicos de Mt 13,44-46 son paradigmáticos para el resto de las pa-
rábolas. No comparan el reino de Dios con un tesoro o con una per-
la, sino que refieren qué es lo que sucede en el encuentro con él: su-
Jesús el Galileo

cede lo mismo que en el encuentro inesperado de un tesoro en un


campo o de una perla preciosa, que transforma la vida de quienes lo
experimentan. Caracterizan así el reino de Dios, no como una reali-
dad que esté ahí, delimitada y estática, sino como un acontecimiento

86 * Cf. el apéndice «Parábolas evangélicas» en pp. 91-93.


que despliega su energía transformadora precisamente cuando se en-
tra en su campo de fuerza. Ésa es la razón de que todas las parábolas
sean, en definitiva, invitaciones a acoger ese acontecimiento y a in-
gresar dentro de su ámbito. A este respecto, el relato parabólico sobre
los invitados al banquete en la fuente Q 14,16-24 es también para-
digmático para las otras parábolas. Por eso éstas tienen la estructura
de narraciones abiertas, necesitadas de una conclusión. Y eso implica
que el acontecimiento del reino de Dios provoca una crisis. Crisis que
narran con gran viveza algunos relatos parabólicos en los que apare-
ce como figura de contraste la persona que se cree justa y que, en oca-
siones, protesta enfadada, como es el caso de los trabajadores de la
primera hora en la parábola de los trabajadores de la viña (Mt 20,1-
16), o el del hijo mayor en la parábola del padre y los dos hijos (Le
15,11-32). Dentro de este contexto hay que enmarcar el tono de ad-
vertencia y de amenaza en muchas parábolas, que intentaban así
realzar la seriedad del momento y provocar la acogida inaplazable del
acontecimiento salvífico presente.

7.2. El nuevo escenario geográfico

El nuevo escenario temporal conllevaba un nuevo escenario geográfi-


co. El lugar de la misión de Juan había sido el desierto, es decir, a las
puertas de la tierra prometida, pero todavía fuera de ella. El ámbito de
la misión de Jesús, en cambio, era ya la tierra habitada por Israel. Ese
paso de un escenario a otro está señalado ya en Me 1,14: «Pero des-
pués de ser entregado Juan, vino Jesús [desde el desierto: cf. Me 1,12-
13] a Galilea proclamando el evangelio de Dios». Desde ahí se expli-
can varios aspectos nuevos de la misión de Jesús con respecto a la de
E l cambio de escenario

Juan. A continuación se reseñan los más significativos.

a) Dado que se trataba de una misión dentro ya de la tierra habitada


por Israel, Jesús no podía proseguir la actividad bautizadora de Juan,
porque el bautismo de Juan, que era el rito de ingreso en la tierra pro-
metida, ya no tenía sentido en una misión dentro de esa tierra. Ese
signo de Juan debía ser sustituido por otros signos, como las curado-
nes o las comidas, que escenificaran la sanación y la transformación
del pueblo que habitaba en la heredad que Dios le había concedido. 87
b) Por esa misma razón, Jesús tenía que cambiar el método misional
de Juan. La gente ya no tendrá que acudir a él, como acudía al lugar
donde Juan actuaba, sino que él mismo, acompañado de sus colabo-
radores, tendrá que recorrer la tierra en la que vive el pueblo. Esa es
la función que tenía la itinerancia, cuyo sentido no estaba, como fre-
cuentemente se afirma, en ser un signo de denuncia social o de un ra-
dicalismo ejemplar, con una vida a la intemperie, de pobreza extrema
y desarraigo familiar y social, frente a la vida sedentaria; su sentido y
su función estaban, más bien, en la misión al pueblo que habitaba en
la tierra.

c) El cambio de escenario topográfico implicaba también un cambio


en el estilo de la proclamación. La viveza del lenguaje de Jesús, ante
todo en las parábolas, transparenta la inmediatez de la vida en la tie-
rra cultivada. Todas las manifestaciones y faenas de esa vida y del en-
torno ecológico que la envuelve y condiciona se convierten en autén-
tica parábola del Dios dueño de la tierra y del pueblo que en ella ha-
bita. Ahí radica el tono sapiencial de mucha tradición evangélica, que
refleja sin duda el estilo de Jesús. En él se descubre, no la sabiduría
de la especulación o de la alegoría, sino la sabiduría de la inmediatez
de la vida concreta en la tierra de cultivo, con su aspereza y su belle-
za. Y el Dios que aparece detrás no es el Dios creador de la especula-
ción cosmológica o antropológica, sino el Dios inmediato «agricul-
tor» que hace fructífera su heredad haciendo salir el sol y enviando la
lluvia (Q 6,35), y que cuida de las criaturas que la habitan, alimen-
tándolas y vistiéndolas (Q 12,22-31).

d) Ese cambio de escenario -del desierto a la tierra prometida- de-


terminaba también el nuevo talante de la misión de Jesús. Frente al
estilo de vida de Juan, el hombre del desierto, surge en Jesús el esti-
lo de vida celebrativo de los frutos de la tierra, dones del Señor de la
Jesús el Galileo

creación. Ahí se enmarca el fenómeno sintomático, tan realzado en la


investigación reciente, de que, en la misión de Jesús, las comidas
abiertas a todos se conviertan en signos decisivos de la presencia del
acontecimiento salvífico del reino de Dios (Me 2,15-17; Me 6,32-44;
Me 8,1-9; Me 14, 3-9; Q 7,34; Le 7,36-49; 14,1-14; 15,1-2; Jn 2,1-
11; 6,1-15; 12,1-8). Era natural, entonces, que la imagen del banque-
te fuera una de las preferidas por Jesús para describir la fiesta y la pie-
nitud de vida que representaba ese acontecimiento del reino (Me
2.18- 19; Me 14,25; Q 6,20-21; Q 13,28-29; Q 14,16-24; Mt 25,1-13;
Le 14,15; Le 15,22-32; 16,23; 22,16.30).
Dentro de esa amplia tradición, hay dos textos que señalan expre-
sámente el cambio de la misión de Juan a la de Jesús (Q 7,31-35 y Me
2.18- 22). Así se expresa el primer texto, Q 7,31-35:
«31 ¿Con qué compararé a esta generación y a qué es semejante?
32Es semejante a unos niños sentados en las plazas que gritan a los
otros diciendo:
“Os tocamos la flauta,
y no bailasteis;
entonamos lamentos,
y no llorasteis”.
33 Porque vino Juan, que no comía ni bebía, y decís: “Tiene un
demonio”. 34 Vino el hijo del hombre, que come y bebe, y decís:
“Mira, un comilón y un borracho, amigo de publícanos y pecado-
res”. 35 Y la sabiduría fue justificada por sus hijos».
La parábola de los niños jugando en las plazas pone plásticamen-
te de manifiesto el contraste entre el talante de Juan, el profeta del de-
sierto que proclamaba y escenificaba la conversión de Israel, y el ta-
lante de Jesús, el proclamador y escenificador en la tierra habitada del
acontecimiento gozoso del reino de Dios. Ése es el escenario del con-
traste entre la práctica alimentaria de Juan, «que no comía ni bebía»,
es decir, que no celebraba ninguna comida festiva, y la de Jesús, «que
come y bebe» en comidas festivas abiertas a todos, incluyendo a «pu-
blicanos y pecadores». El contraste no apunta al campo ascético, si-
no a la diferencia entre el estilo de una vida en el desierto, antes del
ingreso en la tierra prometida, y el estilo de una vida en la heredad de
E l cambio de escenario

Dios, celebrando el acontecimiento liberador en favor del pueblo per-


dido y disfrutando de los dones del Señor de la tierra.
Eso mismo señala el segundo texto, Me 2,18-22, al presentar la di-
ferencia entre los discípulos de Juan y los discípulos de Jesús con res-
pecto a la práctica del ayuno:
«18 Y los discípulos de Juan y los fariseos estaban ayunando, y vie-
nen y le dicen:
- ¿Por qué los discípulos de Juan y los discípulos de los farise-
os ayunan, pero tus discípulos no ayunan?
19 Les dijo Jesús:
- ¿Acaso pueden ayunar los invitados a la boda mientras el no-
vio está con ellos? Cuanto tiempo tienen al novio con ellos, no pue-
den ayunar. 20 Pero vendrán días en que les sea arrebatado el novio,
y entonces ayunarán en aquel día. 21 Nadie cose un remiendo de un
paño no cardado sobre un vestido viejo. Si no, el complemento tira
de él, lo nuevo de lo viejo, y se hace un roto peor. 22 Y nadie echa
vino nuevo en odres viejos. Si no, el vino romperá los odres, y se
perderá el vino y los odres. Más bien: vino nuevo, a odres nuevos».

El texto es bastante complejo y requiere algunas precisiones para


su adecuada comprensión. Parece claro que el texto actual, quizá per-
teneciente a una colección tradicional de apotegmas (Me 2,1-3,6), re-
fleja la situación de las comunidades cristianas, enfrentadas con los
otros grupos judíos de su entorno. De hecho, se habla de la práctica
de los «discípulos» de Jesús, de Juan y de los fariseos, y no directa-
mente de la práctica de Jesús y de Juan. Además, el texto supone una
evolución en los «discípulos» de Jesús en cuanto a la práctica del ayu-
no: desde el tiempo de la vida de Jesús, sin ayuno alguno (vv. 18-
19a), hasta la actualidad después de su muerte, con un ayuno especial
y en un día especial diferentes de los de los otros grupos judíos (vv.
19b-20). Parece que los vv. 21-22, basados en dichos tradicionales de
Jesús, en su origen no se referían a la cuestión del ayuno, pero se in-
trodujeron en este contexto para confirmar la novedad de la época es-
cenificada por la misión de Jesús. Más difícil es precisar si la escena
original de los vv. 18-19a tuvo un núcleo histórico en la vida de Jesús.
En cualquier caso, sí parece que se puede afirmar un auténtico núcleo
jesuánico en la base del dicho del v. 19a, que utiliza la imagen de la
boda, y de los dichos de los vv. 2 1-22, ya que todos ellos concuerdan
con el tono general de la proclamación de Jesús. Son esos dichos los
que señalan la novedad de la época inaugurada por la misión de Jesús,
Jesús el Galileo

que hacía vieja la época anterior, en la que se enmarcaba la misión de


Juan. La justificación dada por Jesús se basa en que la época inaugu-
rada por su misión es la de la celebración gozosa de la salvación, la
del banquete de bodas que excluye el duelo y el ayuno penitencial (v.
19a), y representa así la nueva época esperada, la del «paño» y el «vi-
no» nuevos, que supera a la antigua, la del «vestido» y los «odres»
90 viejos (vv. 21-22).
Parábolas evangélicas
(apéndice)

Las parábolas son los dichos escenificados en imágenes y compara-


ciones. La tradición evangélica de dichos de Jesús contiene un amplí-
simo material de ese tipo. En ocasiones, se trata de dichos cortos que
utilizan imágenes, comparaciones o metáforas elementales. Pero otras
veces se trata de dichos alargados que desarrollan imágenes o com-
paraciones con una cierta amplitud. Entre estos últimos se pueden dis-
tinguir dos formas básicas: los relatos parabólicos, o relatos concretos
de un suceso especial e insólito de la vida, y las semejanzas, o narra-
ciones de sucesos ordinarios del acontecer de la creación o de la vida.
A continuación se reseñan sólo los dichos parabólicos de cierta ampli-
tud (relatos parabólicos y semejanzas).

1. RELATOS PARABÓLICOS
- Marcos (y paralelos)
12.1- 11 (Mt 21,33-44; Le 20,9-18): los arrendatarios homicidas
13,34-36 (cf. Le 12,35-38): los siervos vigilantes
- Marcos y fuente Q (paralelos)
Me 3,23-25; Q 11,17 (Mt 12,25): el reino y la casa divididos
Me 3,27; O 11,21-22 (Mt 12,29): el asalto de la casa
- Fuente Q
6,47-49(Mt 7,24-27): la construcción de la casa
11.24- 26 (Mt 12,43-45): la vuelta del espíritu inmundo
12,39-40 (Mt 24,43-44): el ladrón
12,42-46 (Mt 24,45-51): el criado fiel y el infiel
E l cambio de escenario

12,57-59 (Mt 5,25-26): el camino hacia el juez


13.25- 27 (Mt 7,22-23): la puerta cerrada
14,16-24 (Mt 22,1-14): los invitados al banquete
15,3-7 (Mt 18,2-14): la oveja perdida
19,12-26 (Mt 25,24-29): el dinero confiado a los siervos
- Mateo (material propio)
13,44-46: el tesoro y la perla (par de relatos parabólicos)
18,23-35: el siervo inmisericorde
20.1- 16: los trabajadores de la viña
21,28-31a: los dos hijos
22.11- 14: el traje de fiesta
25.1- 13: las diez doncellas
25,31-46: el juicio universal (escenificación parabólica)
- Lucas (material propio)
7,41-43: los dos deudores perdonados
10,29-37: el buen samaritano
11.5- 8: el amigo inoportuno
12,16-21: el rico necio
12,35-38: los criados vigilantes
12,47-48: el castigo del criado infiel
13.6- 9: la higuera estéril
14.7- 11: los asientos en el banquete
14,28-32: la preparación para la construcción de la torre y para
la guerra
15.8- 10: la moneda perdida
15.11- 32: el padre y los dos hijos
16.1- 8: el administrador despedido
16,19-31: el rico y el mendigo Lázaro
17,7-10: el criado y el amo
18.2- 8a: la viuda y el juez injusto
18,10-14: el fariseo y el publicano

2. SEMEJANZAS (E INTERPRETACIONES ALEGÓRICAS)


- Marcos (y paralelos)
4,3-9.13-20 (Mt 13,3b-8.18-23; Le 8,5-8.11-15): la siembra y la
cosecha (parábola e interpretación alegórica)
4,26-29: la semilla que crece sola
13,28-29 (Mt 24,32-33; Le 21,29-31): la higuera que brota (ima-
gen ampliada)
- Marcos y fuente Q (paralelos)
Me 4,21 (Le 8,16); Q 11,33 (Mt 5,15): la lámpara
Me 4,30-32; Q 13,18-19 (Mt 13,31-32): el grano de mostaza
Me 9,50; Q 14,34-35 (Mt 5,13): la sal (imagen ampliada)
- Fuente Q
7,37-32 (Mt 11,16-17): los niños jugando en las plazas
77, 7 7-73 (Mt 7,9-11): el hijo que pide comida al padre
71,34-36 (Mt 6,22-23): el ojo como lámpara del cuerpo (imagen
ampliada)
12,54-56 (Mt 16,2-3): los signos meteorológicos
13,20-21 (Mt 13,33): la levadura
13,24 (Mt 7,13-14): la puerta estrecha (imagen alargada)
- Mateo (material propio)
5,14: la luz del mundo y la ciudad sobre el monte (par de imá-
genes ampliadas)
13,24-30.36-43: el trigo y la cizaña (parábola e interpretación
alegórica)
13,47-50: la red llena de peces (parábola e interpretación
alegórica)
13,52: el letrado como un padre de familia (imagen ampliada)

Las parábolas evangélicas tienen, indudablemente, un amplio e im-


portante núcleo jesuánico: en su gran mayoría, reflejan el medio am-
biente histórico, ecológico, social y religioso de la misión de Jesús, y
tienen además un tono de inmediatez y viveza, basado en la experien-
cía inmediata de la vida real, que las marca como algo nuevo frente al
material parabólico del judaismo, centrado fundamentalmente en las
comparaciones alegorizantes, en las alegorías y en las fábulas. Pero al-
gunas de las parábolas de Jesús sufrieron una transformación por par-
te de las comunidades cristianas, al considerarlas como enseñanzas
con un sentido oculto que sólo ellas y no los de fuera podían entender,
interpretándolas entonces en un sentido alegórico (así las interpreta-
ciones alegóricas reseñadas en el elenco anterior) y acomodándolas a
su propia situación y problemática.
El material parabólico fue el lenguaje clave de Jesús en su procla-
mación del acontecimiento del reino de Dios, porque sólo en ese len-
guaje poético de imágenes y comparaciones se podía hablar de ese
acontecimiento maravilloso, indefinible por conceptos fijos y catego-
rías. Lo que hacen las parábolas es narrar imaginativamente lo que su-
cede en ese acontecer sorprendente del reino de Dios. Ésa, y no la en-
E l cambio de escenario

señanza de verdades generales de tipo religioso o ético, es su clave


interpretativa.

93
q E l nuevo agente
mesiánico

8.1. El agente del reino de Dios

a) El cambio de escenario en la misión de Jesús con respecto a la de


Juan implicaba también la nueva función que asumía aquél. Desde lo
expuesto anteriormente, el asunto parece tener una congruencia del to-
do lógica. Según se vio en el capítulo 4 (pp. 54-55), la esperanza de
Juan sobre la renovación definitiva de Israel en la época futura incluía
la llegada del «más poderoso», el agente mesiánico de Yahvé. Si Jesús,
según se ha expuesto en los dos capítulos anteriores, proclamaba y es-
cenificaba ese futuro esperado por Juan como una realidad ya presen-
te, tuvo entonces que entender su función al estilo del agente mesiáni-
co de la esperanza de Juan. La imagen que Juan tenía de ese agente
mesiánico debía, claro está, transformarse en la misión de Jesús, en co-
rrespondencia con el cambio que había sufrido también en ella la ima-
gen del Bautista sobre la liberación esperada. Juan mismo, al parecer,
tuvo que descubrir con sorpresa esa transformación, según el texto de
la fuente Q 7,18-19.22-23, citado en el capítulo 6 (p. 76).
En ese contexto hay que localizar el origen de la conciencia me-
siánica de Jesús. Coincidió con el origen de su misión autónoma y de
su proyecto sobre el reino de Dios que aquélla incluía. No se necesi-
Jesús el Galileo

ta suponer una revelación especial diferente de aquella nueva visión


de Jesús sobre la situación histórica a raíz del prendimiento de Juan,
que fue precisamente la que dio origen a su misión autónoma y a su
nuevo proyecto, porque su función como agente mesiánico estaba in-
cluida en el mismo acontecimiento del reino de Dios, que requería la
mediación de una figura mesiánica. Esto quiere decir que lo determi-
94 nante era ese acontecimiento liberador del reino de Dios, mientras
que el agente mesiánico estaba en función y en total dependencia de
aquél. Esa es la razón de la gran reserva de Jesús con respecto a su
función y a su persona en la tradición de los evangelios sinópticos.
Porque lo importante no era su persona, sino el acontecimiento sal-
vador de Dios al cual servía. De este modo, el «secreto mesiánico» de
Jesús, que tanto realza el más antiguo de los evangelios -el de
Marcos-, estaba en función del gran misterio del reino de Dios.

b) Esa conciencia de Jesús en cuanto agente del reino de Dios está


perfectamente reflejada en su famosa expresión «el hijo del hom-
bre»*. Muchos indicios señalan que esa expresión fue originariamen-
te una forma típica de Jesús para designarse a sí mismo. A eso apun-
ta, en primer lugar, el modo de aparecer en los textos evangélicos. La
expresión, en efecto, ligada a la tradición de los dichos de Jesús, fi-
gura sólo en los evangelios, y siempre en boca del propio Jesús (82
veces), con la única excepción de Hechos 7,56, que está bajo el in-
flujo del evangelio de Lucas. Este dato es muy significativo, pues da
a entender que se trató de una expresión típica de Jesús y cuyo re-
cuerdo conservó la tradición evangélica. Su origen, pues, no hay que
buscarlo en la reflexión cristológica de las comunidades cristianas, ya
que nunca aparece como título en la antigua confesión cristiana. Eso
indica, al mismo tiempo, que la expresión jesuánica tampoco fue ti-
tular, porque en ese caso sería inexplicable que no pasara a la confe-
sión cristiana. Los datos dan a entender, más bien, que se trató de una
expresión no titular con la que Jesús solía designarse a sí mismo.
A eso precisamente apunta también la forma lingüística de la ex-
presión. «El hijo del hombre» es la traducción literal de una extraña E l nuevo agente m esiánico

expresión griega que, precisamente por su extrañeza, tiene que ser la


traducción literal de otra aramea, no extraña en absoluto en esa len-
gua. Esa expresión aramea significa «hombre» y puede emplearse pa-
ra referirse, según el contexto, al hombre en general o a un hombre
concreto (alguien, uno), que puede ser el mismo que habla. La fijeza
de la expresión griega, con doble artículo, insinúa el uso concreto,
equivaliendo a «este hijo del hombre», es decir, «este hombre». El
contexto de los textos evangélicos y el dato significativo de que en va-

* Cf. el apéndice «Textos sobre “el hijo del hombre”» en pp. 103-106.
95
rios textos paralelos de los evangelios sinópticos la expresión sea in-
tercambiable con el pronombre personal de primera persona dan a en-
tender que se refiere siempre a Jesús: «este hombre (que os está ha-
blando)». Es, por tanto, semejante a otras autodesignaciones en ter-
cera persona, no infrecuentes en diversas lenguas, incluidas la griega
y la castellana, como el caso, por ejemplo, de 2 Corintios 12,2-5, don-
de Pablo se designa a sí mismo como «un hombre».
Por otra parte, los datos no avalan la antigua opinión, repetida aún
con frecuencia, sobre la existencia de un título «hijo del hombre» en
la tradición apocalíptica judía y que se aplicaría a un personaje ce-
leste especial esperado para los tiempos finales. A mi entender, esa hi-
pótesis no es más que uno de los tantos mitos que la investigación ha
creado en torno a esa categoría de la «apocalíptica». Porque los tex-
tos a los que se recurre no testifican ni tal título ni tal personaje ce-
leste misterioso. Concretamente, no es ningún testimonio de ello el
texto al que suele recurrirse básicamente, Daniel 7, porque la expre-
sión «uno como un hijo de hombre» que ahí aparece no es en absolu-
to titular y, muy probablemente, se refiere a la representación celeste
del pueblo oprimido de Israel, en oposición a las figuras bestiales re-
presentantes de los imperios opresores. Tampoco son testimonio de
ello 1 Henoc 37-71 y 4 Esdras 13, porque lo que hacen esos textos es
asumir la expresión de Daniel 7, aplicándola ahora a una figura me-
siánica que, además de su carácter individual, incluye también el co-
lectivo de representatividad del pueblo oprimido de Israel. Esto cierra
el paso a la hipótesis, presentada con diversas variantes, sobre el orí-
gen apocalíptico de la expresión evangélica, el cual no hay que bus-
cario en Daniel 7 (que sólo figura en Me 13,26 y Me 14,62 [y parale-
los]). Más bien, el recurrir a Daniel 7 fue un intento de explicitación
de la expresión jesuánica por parte del cristianismo antiguo. Además,
tampoco en su origen la expresión evangélica tuvo un carácter apoca-
líptico, sino que fue una simple autodesignación del propio Jesús.
Jesús e l Galileo

Esto nos lleva al planteamiento de la cuestión decisiva sobre el


sentido que Jesús daba a su típica autodesignación como «el hijo del
hombre». El tono de los textos en los que figura apunta a que con ella
Jesús intentaba presentar, ni más ni menos, su especial función como
agente del reino de Dios. Como se ha indicado anteriormente, no se
trataba de ninguna autodesignación de tipo titular. Por otra parte, co-
mo se ha visto en el capítulo 4 (pp. 52-54), el título tampoco era im-
portante en la caracterización tradicional de las figuras mesiánicas.
Más bien, Jesús señalaba así su función como agente de Dios, dejan-
do en segundo plano su propia persona. Ahí radica la típica dialécti-
ca de esa expresión jesuánica. Por una parte, marca la autoridad úni-
ca y el destino misterioso de Jesús, que deciden sobre el camino de
realización del reino de Dios. Pero, al mismo tiempo, deja en la inde-
finición y la reserva el propio rango personal de Jesús, cuya autoridad
y destino no se fundaban en su jerarquía personal, sino en la autori-
dad y el camino misterioso de la soberanía de Dios, de la cual él era
el mediador.
Ese sentido de la autodesignación jesuánica cuadra perfectamen-
te con el talante de la misión de Jesús. En toda ella aparece, en efec-
to, la misma dialéctica. Por una parte, la tradición evangélica testifi-
ca clara y abundantemente la autoridad que Jesús concedía a su pro-
clamación y actuación, de tal modo que su acogida o su rechazo de-
cidían sobre la salvación de Israel. Pero, al mismo tiempo, no son me-
nos claros y abundantes los testimonios sobre la reserva de Jesús en
la aplicación de títulos a su persona y sobre el secreto en cuanto a su
propia autodefinición. La base de esa dialéctica, que ha sido vista fre-
cuentemente como algo problemático, está en la misión histórica de
Jesús. La amplia tradición sobre la autoridad de Jesús es, sin duda, re-
flejo de su insólita conciencia de agente mediador del reino de Dios.
Pero creo también que los múltiples testimonios sobre su reserva en
cuanto a la definición de su persona y de su función guardan igual-
mente un recuerdo histórico de su misión. Ahí estaría la base históri-
ca del famoso «secreto mesiánico», tan realzado en el evangelio de
Marcos. Sólo al final, durante su proceso, Jesús habría abandonado E l nuevo agente m esiánico
esa reserva (Me 14,61-62; 15,2), pero ello se debía a la nueva sitúa-
ción, en la que la reserva anterior ya no tenía sentido e incluso podía
ser malinterpretada, según se explicará con mayor detenimiento en el
capítulo 15 (pp. 193-197).
Con la función del agente del reino de Dios cuadran también las
tres dimensiones que aparecen en los dichos sobre «el hijo del hom-
bre»: su actuación presente, su destino de muerte y resurrección y su
actuación futura. Evidentemente, la formulación de esas tres dimen-
siones en los dichos actuales evangélicos está bajo el influjo de la
confesión cristológica del cristianismo antiguo. Pero pienso que las
tres tienen también una base en la misión histórica de Jesús, ya que 91
cada una de ellas corresponde a la función que el agente mesiánico
tiene en las sucesivas etapas de realización del reino de Dios. A lo lar-
go del libro se irán precisando sus contextos concretos dentro del de-
sarrollo de la misión de Jesús.

c) Lo expuesto anteriormente lleva a una conclusión: las funciones


del agente mesiánico, «el hijo del hombre», no se pueden definir des-
de ninguna categoría fija, sino desde el servicio al acontecimiento del
reino de Dios. No parece adecuada, pues, la caracterización de la fi-
gura de Jesús desde unos tipos prefijados de figuras carismáticas. No
fueron esos supuestos tipos y categorías los determinantes de su mi-
sión, sino el acontecimiento, en pleno dinamismo, de la soberanía li-
beradora de Dios. La pluriforme actividad misional de Jesús era la
que correspondía a la proclamación y escenificación del amplio y
multiforme acontecimiento salvífico del reino de Dios.
Eso estaba en conformidad con la tradición mesiánica del judaís-
mo, en la que tampoco existían unos tipos perfectamente delimitados
de figuras mesiánicas ni se daba una distinción precisa en cuanto a sus
funciones. Lo determinante era siempre la polivalente liberación de
Dios, de la que eran agentes. La incidencia mayor en algunos aspectos
de esa liberación dependía de la situación histórica y de los intereses
de los grupos animadores de la esperanza. Pero en ningún caso se tra-
taba de una delimitación exclusiva, ya que la perspectiva era siempre
la liberación global y la renovación completa del pueblo de Israel.

8.2. El doble modelo mesiánico

Sólo dentro de ese marco general de servicio al reino de Dios se pue-


den hacer algunas especificaciones con respecto a la función mesiá-
nica de Jesús. Pienso, concretamente, que la tradición evangélica pre-
Jesú s el Galileo

senta una cierta diversificación de la misma en las sucesivas etapas de


la misión de Jesús. La razón está, a mi entender, en que esas etapas
misionales correspondían a diversos estadios proyectados por Jesús
para la implantación del reino de Dios. Era, pues, el acontecimiento
del reino de Dios el que marcaba en cada situación la mayor inciden-
cia en algunos aspectos de la función del agente mesiánico. Siguiendo
la tradición mesiánica israelita, los textos evangélicos realzan los dos
modelos clásicos en aquélla: el modelo profético y el modelo regio,
que de ningún modo se deben ver como excluyentes, sino como com-
plementarios. A continuación ofrecemos la reseña de la tradición
evangélica sobre ambos, aunque el tratamiento más detenido de la
misma se irá haciendo a lo largo de los capítulos siguientes.

a) El modelo mesiánico profético fue, al parecer, el que dominó la


etapa de la misión galilea, que, según se expondrá en el capítulo 11,
correspondía, en el proyecto de Jesús, al primer estadio de renovación
de Israel. Pero hay que tener muy en cuenta que no se trataba ahí de
un profetismo exclusivamente proclamador, sino de un profetismo
que incluía también la escenificación de signos, al estilo del profetis-
mo de Juan y de los otros movimientos proféticos de la época. De ese
modo, Jesús se presentaba como el profeta mesiánico, el proclamador
y el escenificador del acontecimiento liberador del reino de Dios.
En ese sentido se expresa una amplia tradición evangélica, tanto
sinóptica como juánica, cuya base ha de buscarse, sin duda, en la mi-
sión histórica de Jesús. La actuación de Jesús aparecía ante la gente
como la de un profeta (Me 6,14-16; 8,27-28; 14,65; Mt 21,11.46; Le
7,16.39; 24,19; Jn 4,19; 6,14; 7,40.52; 9,17). Es posible que en esa
opinión de la gente influyera la relación de Jesús con el profeta Juan
Bautista (Me 6,14.16; 8,28). También el mismo Jesús se presentaba
en ocasiones asumiendo ese modelo profético para su misión (Me
6,4; Q 11,29-30; 13,34; Le 4,17-21.24-27; 13,32-33; Jn 4,44). Pero
con ello se refería a su categoría de profeta definitivo, esto es, de al-
guien mayor que Salomón y que Jonás (Q 11,31 -32), el escenificador
de la época esperada de la salvación (Q 7,18-23), el pregonero del rei-
E l n u e v o a gente m esiánico

no de Dios, al estilo del «pregonero» de Isaías 52,7, texto citado en


combinación con Isaías 61,12‫ ־‬en el escrito de Qumrán 11Q13
(1 lQMelquisedec) 2 para caracterizar al pregonero de la liberación fi-
nal (cf. Le 4,17-21).
Ahí se fundará la tradición cristiana para su confesión sobre Jesús
como profeta escatológico. Sus testimonios más significativos son los
escritos lucanos (textos de Lucas citados anteriormente y Hch 3,22-
23; 7,37.52) y el evangelio de Juan (textos de Jn citados anterior-
mente). Es incluso muy probable que este evangelio de Juan utilice el
título de «mesías» en ese sentido de profeta mesiánico (Jn 1,41; Γ
4,25.29; 7,26.27.31.41.42; 9,22; 10,24; 11,27; 12,34; 20,31). 99
b) Según se expondrá más detenidamente en el capítulo 15, parece
que el modelo mesiánico regio dominó la última etapa de la misión
de Jesús, que estuvo centrada en la implantación de un reino mesiá-
nico en Jerusalén como medio clave para el último estadio de reali-
zación del reino de Dios.
El núcleo fundamental de esa tradición está ligado al antiguo re-
lato de la pasión, tanto el de los evangelios sinópticos (Me 14,61-62;
15,2.9.12.18.26.32) como el del evangelio de Juan (Jn 18,33.37.39;
19,3.12.14.15.19.21). En la base de esa antiquísima tradición está, sin
duda, el hecho histórico de que Jesús fue condenado y ejecutado co-
mo pretendiente mesiánico regio. Pero parece lógico que eso tuviera
un punto de apoyo en la propia misión de Jesús. Si no, quedaría sin
explicar históricamente el hecho clave de su muerte en cruz. Muy
probablemente, los acontecimientos desencadenantes de ese final de
Jesús hay que descubrirlos en los signos provocadores de su entrada
triunfal en Jerusalén (Me 11,1-10; Jn 12,12-15) y de su acción en el
templo (Me 11,15-17; Jn 2,14-22). Esta última ocasionó la hostilidad
frontal de los dirigentes del templo contra él, cuestionándole su auto-
ridad (Me 11,18.27-33; Jn 2,18-20). Dentro de esa discusión habría
que localizar el dicho de Jesús sobre la destrucción del templo actual
y la construcción de uno nuevo, con el que habría explicado el sentí-
do profundo de su acción. Esos hechos de la entrada en Jerusalén y la
acción en el templo se presentan con un marcado carácter mesiánico
regio y reflejan, sin duda, un núcleo histórico jesuánico. Según se es-
pecificará en el capítulo 15, Jesús quería significar con ellos la im-
plantación en Jerusalén del reino mesiánico, que marcaría la instau-
ración del reino de Dios sobre el pueblo entero de Israel. Creo que
precisamente en esas acciones provocadoras encontraron las autori-
dades judías el punto de apoyo para el arresto de Jesús y su acusación
ante la autoridad política romana, con el fin de que ésta lo condenara
y ejecutara como pretendiente mesiánico regio.
Jesú s el Galileo

Pero esa trama del reino mesiánico no pudo surgir espontánea-


mente al llegar Jesús a Jerusalén, porque, en ese caso, quedaría sin
una explicación razonable dentro del conjunto de su misión. Más
bien, debió de pertenecer a un proyecto planeado anteriormente por
Jesús. En ese contexto hay que localizar, a mi entender, algunos mo-
tivos de la tradición evangélica difíciles de entender fuera de él.
100 Concretamente, es sintomática la aparición de esa trama mesiánica en
Marcos, el evangelio más antiguo, a partir del texto de 8,27-33, que
marca en ese evangelio un cambio de vertiente en la misión de Jesús.
La perspectiva dominante a partir de ahí es la del rechazo y la muer-
te violenta en Jerusalén, que Jesús anuncia repetidamente. Y es a par-
tir de entonces cuando surge en varias ocasiones el tema de la mesia-
nidad regia. En ese sentido aparece el título de «mesías» (christos)
aplicado a Jesús en la confesión de Pedro (8,29) y, posteriormente, en
9,41; 12,35; 14,61 y 15,32. La referencia de ese título al soberano me-
siánico es evidente en 12,35 (junto a «hijo de David»), en 14,61 (cf.
v. 62) y en 15,32 (junto a «el rey de Israel»), En ese mismo sentido se
aplica a Jesús el título «hijo de David» en 10,47.48 y en 12,35-37, un
texto donde expresamente se discute el sentido de ese título. Pero qui-
zá los textos más significativos de esa trama mesiánica son los que
abordan la cuestión del rango en el reino mesiánico que estaba a pun-
to de instaurarse en Jerusalén. Así, expresamente, en la escena de los
dos hijos de Zebedeo (10,35-40), a la que sigue la instrucción sobre
la auténtica jerarquía, en oposición al dominio opresor ejercido por la
soberanía política (10,41-45). Probablemente a ese mismo contexto
haga referencia la instrucción sobre el rango en 9,33-35.
Esa misma trama mesiánica figura también, aunque más velada-
mente, en la fuente Q. Pienso que el reino mesiánico es el escenario
del dicho de Q 22,28.30 sobre el gobierno del Israel renovado por par-
te de los doce (p. 142). Aunque es muy difícil de precisar el dicho ori-
ginal, tanto la redacción de Lucas (22,28-30) como la de Mateo
(19,28) parecen suponer ese escenario del reino mesiánico, en cuyo
gobierno iban a participar los doce. Conviene señalar que el hecho de
que el título de «mesías» no aparezca (probablemente) en la fuente Q E l nuevo agente mesiánico
se debe al carácter de este documento, que contiene básicamente di-
chos de Jesús, y, como se ha indicado anteriormente, Jesús nunca se
aplicó ese título de «mesías» ni ningún otro. Por otra parte, ese título
aparece en la tradición evangélica antigua dentro de la trama de la
muerte de Jesús, y la fuente Q no incluía ese tema. Los mismos argu-
mentos valen también fundamentalmente para el evangelio de Tomás,
donde tampoco figura el título. Pero ello no implica que la fuente Q
no conociera el motivo mesiánico regio de Jesús, ya que lo supone el
dicho de Q 22,28.30 aducido anteriormente, y también, probable-
mente, la tercera tentación (Q 4,5-8).
101
Hay que hacer además una observación conclusiva muy impor-
tante, que se desarrollará más adelante, en el capítulo 17. Únicamen-
te desde esa trama del reino mesiánico en la misión histórica de Jesús '
se explica adecuadamente la confesión del cristianismo antiguo sobre
la entronización celeste de Jesús como soberano mesiánico, el cual
iba a manifestarse muy pronto en esta tierra para instaurar su reino es-
plendoroso. Dentro de los títulos que se le aplicaron a ese soberano
resucitado y exaltado, el más fundamental fue, sin duda, el de «me-
sías». Lo demuestra el hecho de que ese título, traducido al griego por
christos, se convirtió muy pronto, en las comunidades cristianas de
habla griega, en un nombre propio de Jesús («Cristo»). Así figura ya
en los documentos cristianos más antiguos, las cartas auténticas de
Pablo, escritas en la primera mitad de la década de los años 50, es de-
cir, aproximadamente veinte años después de la muerte de Jesús.
Esa confesión tan temprana del cristianismo naciente no se expli-
ca sin un fundamento en la misión histórica de Jesús. Y ese funda-
mentó fue, sin duda, el proyecto de Jesús de instauración de un reino
mesiánico. Su resurrección debía entenderse, pues, como la confir-
mación por parte de Dios de ese proyecto suyo, por cuya causa había
sido ejecutado. Y esto quiere decir que su resurrección tenía que sig-
niñear precisamente su entronización como liberador mesiánico, cu-
ya pronta parusía para instaurar su reino esplendoroso se esperaba an-
siosamente. Hay que precisar que esa confesión pascual, base del ma-
pa de la esperanza del cristianismo antiguo, no la explica el simple
hecho histórico de la muerte de Jesús como pretendiente mesiánico
regio. Ese hecho en sí, aislado del conjunto de la misión de Jesús, no
aclararía la confesión cristológica cristiana, porque se apoyaría, no en
un proyecto de Jesús, sino en una acción violenta contra él. Pero to-
do se aclara desde lo expuesto anteriormente. El hecho de la muerte
de Jesús como pretendiente mesiánico regio no fue un acontecimien-
to aislado, sino que fue consecuencia de su proyecto sobre el reino
Jesús el Galileo

mesiánico como camino para la implantación del reino de Dios. Fue


ese proyecto global de Jesús, dentro del cual se enmarcó también su
muerte, el que se convirtió en el fundamento de la confesión del cris-
tianismo naciente.

102
Textos sobre «el hijo del hombre»
(apéndice)

La expresión «el hijo del hombre» figura 39 veces en textos sinópticos


independientes: 14 en Me; 10 en Q; 9 en textos propios de Mt; 6 en
textos propios de Le. Contando los textos paralelos, 69 veces en total:
14 en Me; 30 en M t (13 de Me, 8 de Q, 9 de textos propios); 25 en Le
(9 de Me, 10 de Q, 6 de textos propios). En Jn aparece 13 veces, y en
Hechos 1 vez. En total, 83 veces.

1. ACTIVIDAD PRESENTE

10 veces en textos independientes: 2 en Me; 5 en Q; 2 en textos pro-


píos de Mt; 1 en textos propios de Le.
Contando los paralelos: 18 veces en total: 2 en Me; 8 en Mt (2 de
Me, 4 de Q, 2 de textos propios); 8 en Le (2 de Me, 5 de Q, 1 de tex-
tos propios).
- Marcos (2 veces):
2.10 (Mt 9,6; Le 5,24): el hijo del hombre tiene poder para perdonar
pecados;
2,28 (Mt 12,8; Le 6,5): el hijo del hombre es señor del sábado.
- Fuente Q (5 veces):
6,22: persecución por causa del hijo del hombre (Mt 5,11 lo trans-
forma en «por mi causa»);
E l nuevo agente m esiánico

7,34 (Mt 11,19): el hijo del hombre que come y bebe, a diferencia
de Juan;
9,58 (Mt 8,20): el hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza;
11,30 (Mt 12,40): igual que Jonás fue un signo para los ninivitas, así
lo será el hijo del hombre para esta generación (Mt 12,40 lo
transforma en referencia al signo de la muerte y resurrección);
12.10 (Mt 12,32): perdón de la palabra contra el hijo del hombre, y
no de la blasfemia contra el Espíritu santo.
Mateo (2 veces en textos propios):
13,37: el que siembra la buena semilla es el hijo del hombre (Ínter-
pretación de la parábola de la cizaña);
16,13: ¿quién dicen los hombres que es el hijo del hombre? (Mt
transforma el texto de Me 8,27, que, al igual que el paralelo de
Le, está formulado en primera persona).
- Lucas (1 vez en textos propios):
19,10: el hijo del hombre vino a buscar y salvar lo perdido (conclu-
sión del relato sobre Zaqueo).

2. PASIÓN, MUERTE YRESURRECCIÓN

12 veces en textos independientes: 9 en Me; ninguna en Q; 1 en tex-


tos propios de Mt; 2 en textos propios de Le.
Contando los paralelos: 24 veces en total: 9 en Me; 9 en Mt (8 de
Me, 1 de textos propios); 6 en Le (4 de Me, 2 de textos propios).
- Marcos (9 veces):
8.31 (Le 9,22; Mt lo transforma en «él»): primer anuncio de la muer-
te y resurrección;
9,9 (Mt 17,9; Le suprime el mandato de silencio de Jesús): anuncio
de la resurrección;
9,12 (Mt 17,12): anuncio de la pasión;
9.31 (Mt 17,22-23; Le 9,44): segundo anuncio de la muerte y
resurrección;
10,33-34 (Mt 20,18-19; Le 18,31-34): tercer anuncio de la muerte y
resurrección;
10,45 (Mt 20,28; el paralelo de Le está formulado en primera per-
sona y sólo tiene el motivo del servicio): servir y dar su vida en
rescate por muchos;
14,21 {2 veces: M t 26,24 [2 veces]; Le 22,22): anuncio de la
muerte;
14,41 (Mt 26,45): anuncio de la entrega a la muerte.
- Mateo (1 vez en textos propios):
26,2: entrega para la crucifixión (alargamiento de Me 14,1).
- Lucas (2 veces en textos propios):
22,48: ¿con un beso entregas al hijo del hombre?;
24,7: referencia a los anuncios de la muerte y resurrección; (más
17,25: alargamiento de Q 17,24: cf. posteriormente).

3. ACTIVIDAD FUTURA
17 veces en textos independientes: 3 en Me; 5 en Q; 6 en textos
propios de Mt; 3 en textos propios de Le.
Contando los paralelos: 27 veces en total: 3 en Me: 13 en Mt (3 de
Me, 4 de Q, 6 de textos propios); 11 en Le (3 de Me, 5 de Q, 3 de tex-
tos propios).
- Marcos (3 veces):
8,38 (Mt 16,27; Le 9,26): el hijo del hombre se avergonzará de él
cuando venga en la gloria de su Padre con los santos ángeles
(parusía; Mt explícita el juicio);
73.26- 27 (Mt 24,30-31; Le 21,27): y entonces verán al hijo del hom-
bre viniendo en nubes con mucho poder y gloria (parusía, con
referencia a Daniel 7,13-14, y congregación de los elegidos en
Me y Mt);
14,62 (Mt 26,64; Le 22,69): veréis al hijo del hombre sentado a la
derecha de la potencia y viniendo con las nubes del cielo (paru-
sía, con referencia a Daniel 7,13-14 y a Salmo 110,1; Le supri-
me la referencia a Daniel 7,13-14: desde ahora el hijo del hom-
bre estará sentado a la derecha de la potencia de Dios).
- Fuente Q (5 veces):
12,8: declaración del hijo del hombre ante los ángeles de Dios en
favor de quien lo confiese ante los hombres (Mt 10,32-33 cam-
bia el texto de Q a la primera persona);
12,39-40 (Mt 24,43-44): venida inesperada del hijo del hombre, co-
mo el ladrón en la noche;
17,24 (Mt 24,27): parusía del hijo del hombre como el rayo (Le
17,25 alarga el dicho con el motivo de la pasión);
17.26- 30 (2 veces: M t 24,37-39 [2 veces)): parusía repentina del hi-
jo del hombre, como la catástrofe en los días de Noé (y de Lot,
en Le).
- Mateo (6 veces en textos propios):
E l nuevo agente m esiánico

10,23: no terminaréis con las ciudades de Israel antes de que ven-


ga el hijo del hombre;
13,41-42: el hijo del hombre enviará a sus ángeles, y recogerán de
su reino todos los escándalos y a los hacedores de la ilegalidad,
y los arrojarán al horno de fuego (interpretación de la parábola
de la cizaña);
16,28: algunos de los presentes no morirán antes de ver al hijo del
hombre venir en su reino (transformación de Me, que se refie-
re, igual que Le, al reino de Dios);
19,28: reino del hijo del hombre y los doce tronos (transformación
de Q: Le 22,28-30 está formulado en primera persona); 105
24,30: aparecerá el signo del hijo del hombre en el cielo (alarga-
miento de Me 13,26);
25,31: venida del hijo del hombre en su gloria junto con todos los
ángeles, y sesión en el trono de su gloria para el juicio de todos
los pueblos.
- Lucas (3 veces en textos propios):
17,22: desearéis ver un solo día del hijo del hombre, y no lo veréis
(quizá rechazo de una parusía cercana: introducción al discurso
escatológico);
18,8: venida del hijo del hombre y fe sobre la tierra (conclusión de
la parábola de la viuda y el juez);
21,36: mantenerse en pie delante del hijo del hombre (en el juicio).
J esú s e l G alileo
E l símbolo
del reino de D ios

E l «reino de Dios» fue, sin duda alguna, el símbolo central de toda


la misión de Jesús. Pero es curioso que la tradición evangélica nunca
dé una definición de él. Lo que hace es presentar a Jesús anunciando
su llegada, narrando lo que con ello acontecía y efectuando signos de
su presencia. Presupone, por tanto, una comprensión básica del sím-
bolo por parte de los testigos de su proclamación y actuación. Y, efec-
tivamente, ese símbolo aparece en la tradición israelita como un cen-
tro clave configurador de la fe y la esperanza del pueblo de Israel y
que estaba aún muy vivo en el judaismo del tiempo de Jesús. El he-
cho de que la expresión «reino de Dios» no esté testificada frecuen-
temente en el judaismo anterior a Jesús no implica, como en ocasio-
nes se afirma, la escasa importancia en él de la realidad señalada con
tal expresión, porque esa realidad se podía expresar de diversos mo-
dos. Lo decisivo en esa tradición israelita, al igual que en la de la es-
peranza mesiánica, no era la terminología, que podía ser muy varia-
da, sino la realidad a la que ésta apuntaba. No es adecuado, pues, apli- E l sím bolo d e l reino de D ios
car en este punto un criterio terminológico puritano y exclusivista.
Este capítulo y el siguiente están dedicados a precisar el origen y el
sentido general de ese decisivo símbolo jesuánico.

9.1. El símbolo israelita

a) La terminología ordinaria en los evangelios es la sustantival abs-


tracta «reino de Dios», que es la traducción de la muy probable ex-
presión aramea jesuana malkuta ’ di ’elaha ’. El evangelio de Mateo,
siguiendo la forma judía frecuente a partir de finales del siglo prime- 107
ro d.C. para referirse a Dios, la transforma normalmente en «reino de
los cielos», pero con idéntico significado, porque «de los cielos»
equivale a «de Dios» y señala así la soberanía divina, no el lugar de
realización del reino. Aunque esa expresión nominal no está ausente
tampoco en el Antiguo Testamento y en el judaismo precristiano, la
forma más frecuente en ellos es la verbal, con el verbo «reinar», o la
sustantival concreta, con el sustantivo «rey». Además, junto a esta ter-
minología explícita, se da en ellos una amplia gama de expresiones
que señalaban esa misma realidad, empleando motivos de la realeza
(corte, palacio, trono, cetro...) o una terminología que expresa la so-
beranía (dominar, dominio, majestad, señorío, señor, juez, pastor,
etc.). Estos datos apuntan a que el sustantivo «reino» no fue la expre-
sión original del símbolo, sino más bien un nombre abstracto con el
que posteriormente se intentó compendiar lo que indicaban los otros
tipos de expresiones, ante todo la verbal «reinar» y la sustantival con-
creta «rey». De éstas hay que partir, pues, para precisar el significado
del sustantivo abstracto «reino».
Las observaciones anteriores dan a entender que el término «rei-
no» en la expresión sustantival «reino de Dios» tiene fundamental-
mente el significado de un nombre de acción. Señala el ejercicio di-
námico del señorío de Dios, el acontecimiento de su soberanía, es de-
cir, su reinado. Pero el ejercicio de la soberanía supone necesaria-
mente un ámbito social, un grupo sobre el cual se reina, y un ámbito
geográfico donde habita el grupo. Es decir, implica un reino. No con-
viene olvidar, además, que el símbolo del reino de Dios se tomó de la
realidad social del Estado, y dentro de ese contexto, con toda su pro-
blemática, aparece permanentemente en la tradición judía. Las dos di-
mensiones, por tanto -la del reinado y la del ámbito en el éste que se
ejerce-, son inseparables. Y la esperanza israelita estuvo centrada de
continuo precisamente en la renovación del ámbito social, esto es, del
pueblo de Israel y, por medio de él, del resto de los pueblos. La espe-
Jesús el Galileo

ranza israelita, en efecto, siempre entendió el ejercicio del señorío de


Dios como un acontecimiento dinámico transformador de la realidad
histórica para cambiar la situación de calamidad en un estado de paz
y plenitud de vida. Ese conjunto -acción del Dios soberano y su efec-
to renovador de la realidad histórica- es lo que quiere expresar el tér-
mino «reino», el cual, así entendido, está cargado de un gran dina-
108 mismo, y me parece que no debe sustituirse por el de «reinado» o
cualquiera otro semejante, ya que siempre tendría el inconveniente de
no señalar adecuadamente el ámbito social y creacional inherente al
símbolo de la esperanza tanto israelita como jesuánica. En todo caso,
lo importante en este punto no es la terminología, sino lo que se quie-
re expresar con ella.

b) La dimensión básica del símbolo en la tradición israelita fue la


confesión de la soberanía esencial de Dios. Los orígenes de esa con-
fesión de Yahvé rey estuvieron, con toda probabilidad, en el culto del
templo de Jerusalén de la época davídico-salomónica. Su función pri-
mera fue, al parecer, la justificación del incipiente Estado monárqui-
co israelita, recurriendo para ello a la ideología sobre la monarquía de
Dios, al estilo de lo que hacían los pueblos circundantes. Esa tradi-
ción se fue incrementando a lo largo de la época estatal, hasta la de-
saparición de la monarquía con la toma de Jerusalén y la destrucción
del templo por el imperio babilónico a comienzos del siglo sexto.
Pero el símbolo de la realeza de Yahvé tenía ya un arraigo suficiente
como para continuar vivo después de esa dura crisis, y así se convir-
tió en uno de los centros fundamentales de la fe y la esperanza de
Israel a lo largo de la época del exilio y el postexilio. Cuando se cons-
truyó el nuevo templo en las décadas finales del siglo sexto, el sím-
bolo retomó su original contexto cúltico, ampliándose así grande-
mente la tradición ligada al mismo, como testifican los numerosos
salmos, himnos y oraciones, tanto dentro como fuera del culto del
templo, durante esa larga época llamada «del segundo templo», en la
que se incluye el judaismo del tiempo de Jesús.
A lo largo de su amplia historia, el símbolo de la realeza de Yahvé
E l sím bolo d e l reino de D ios
se fue cargando de una multiforme potencia evocadora. Ya la tenía bá-
sicamente en sus orígenes, pero su despliegue y profundización se fue
efectuando durante su historia posterior. En ocasiones se podía real-
zar alguno de sus aspectos, según la necesidad de la situación y los
intereses del pueblo o de algunos de sus grupos, pero sin perder nun-
ca la perspectiva global. Entre los motivos fundamentales del símbo-
lo, habría que señalar tres especialmente significativos, ya que tuvie-
ron un influjo decisivo en la configuración de la esperanza israelita en
la futura soberanía de Dios, de la cual se tratará posteriormente.
El primer motivo era el de la realeza celeste de Yahvé. Al confe-
sar a Yahvé como el rey de los otros dioses (Salmos 95,3; 96,4; 97,7- 109
9), surgió la representación de su corte celestial de dioses, que poste-
riormente, cuando se formuló explícitamente el monoteísmo exclusi-
vo, se convirtió en su corte angélica. Yahvé tenía su palacio y su tem-
pío en el cielo, y allí se celebraba su culto verdadero. El templo terre-
no de Jerusalén y su culto no eran sino representación de ese templo y
ese culto celestes. Un buen ejemplo de la permanencia de esta antigua
representación en el judaismo contemporáneo de Jesús es el escrito
qumránico «Cánticos del Sacrificio Sabático» (4QShirShab), en el que
el culto de la comunidad de Qumrán se presenta como reflejo del cul-
to celeste al Dios rey. La misma concepción está evocada en el escri-
to qumránico «Colección de Bendiciones» (lQ28b o lQSb) 4,25-26.
Creo que el sentido de la confesión de esa realeza de Yahvé era seña-
lar la trascendencia y la permanencia inquebrantable de su absoluta so-
beranía. Ése fue el fundamento último de la esperanza de Israel cuan-
do los acontecimientos históricos parecían contradecir su fe en el se-
ñorío de Dios. En la situación de aporía histórica, el objeto de la espe-
ranza se fijó en que la soberanía de Yahvé, ya efectiva en el ámbito ce-
leste, se iba a manifestar también, con todo su poder, en el ámbito te-
rreno de la historia del pueblo. Un reflejo de esa concepción se descu-
bre en la redacción del Padrenuestro dentro del evangelio de Mateo,
donde la petición por la venida del reino se alarga con la petición «há-
gase tu voluntad, como en el cielo también sobre la tierra» (Mt 6,10).
El segundo motivo fundamental del símbolo era el de la realeza
creacional de Dios. Yahvé era proclamado como el rey de toda la tie-
rra y de los pueblos que en ella habitan, ya que él era quien la había
fundado sobre la base de la «justicia», es decir, en el orden de la paz
y de la vida. Este motivo está especialmente desarrollado en los
Salmos (29,10-11; 47,2-3.8-9; 93,1; 96,10-13; 97,1-2.6; 98,1-3.9;
99,4; 103,19), y es interesante señalar que la mima conexión entre
«reino» y «justicia» de Dios vuelve a aparecer expresamente en Mt
6,33: «reino de Dios y su [de Dios] justicia». Eso implicaba que
Yahvé era también el juez de toda la tierra y de todos los pueblos
(Salmos 94,2; 96,13; 97,3-7; 98,9). Este motivo de la realeza crea-
cional de Dios fue también básico para la esperanza de Israel. Lo que
se esperaba con la manifestación futura de la soberanía de Dios era
precisamente la restauración del orden creacional, trastornado por la
opresión, para posibilitar así la vida plena del pueblo. Porque el Dios
rey salvador era el Dios rey creador. De este modo, la esperanza en la
manifestación definitiva de la soberanía de Dios no significó nunca en
Israel la espera de un mundo trascendente, que surgiría después de la
destrucción de éste, sino la espera de la renovación de este mundo
histórico, creado y gobernado por el Dios creador.
Con el motivo anterior se engarzaba el de la realeza liberadora de
Dios. Conforme a la ideología tradicional regia, el rey era el garante
de la justicia para los indefensos, que no podían hacer valer sus dere-
chos por sí mismos. Según eso, la soberanía de Yahvé tenía esencial-
mente un marcado carácter liberador. Dios rey era el garante de la jus-
ticia para los desprotegidos, para el esclavo, el pobre, el huérfano y la
viuda. Ante la violación del derecho, Dios tenía que intervenir con su
acción de justicia. Así, Yahvé rey era el liberador de su pueblo Israel
ante todo tipo de opresión, incluyendo la dura esclavitud bajo el do-
minio de los otros pueblos (Salmos 94,1-6.14-16.21-23; 97,3.8.10;
98,1-3; 102,13-14.17-18.20-21). Ahí radica otro de los fundamentos
clave de la esperanza de Israel. La manifestación esperada de la so-
beranía de Yahvé iba a traer la liberación del pueblo humillado por las
potencias extranjeras y por los poderosos. Ciertamente, el símbolo del
reino de Dios en la esperanza israelita significó siempre una oposi-
ción frontal a todo tipo de dominio opresor.

c) En la confesión de la realeza esencial de Yahvé se fundó la espe-


ranza en un reino de Dios futuro. Ésta surgió cuando la situación his-
tórica de Israel ya no podía hacer visible la soberanía de Yahvé sobre
el pueblo. Lo cual aconteció en el tiempo de la gran crisis del exilio,
cuando Israel, bajo dominio extranjero, había sido despojado del de-
recho a su tierra y a sus instituciones ancestrales y llevaba una exis- E l símbolo d e l reino de D ios
tencia de pueblo esclavo. Parecía que la soberanía benefactora de
Yahvé sobre él había desaparecido. Fue entonces cuando, al no poder
recurrir al presente de la historia, surge la esperanza en una manifes-
tación futura de la realeza de Dios, que iba a significar la liberación y
la renovación definitiva del pueblo humillado.
Parece que el punto de arranque de esa esperanza fue la procla-
mación del Deuteroisaías (Isaías 40-55). Aquel gran profeta o grupo
profético del exilio proclamaba para el futuro inmediato la nueva ac-
ción creadora de Dios, que iba a significar la restauración del pueblo
exiliado, al estilo de lo que había sucedido en el acontecimiento an-
cestral de la liberación del éxodo, con el cual Yahvé había salvado y 111
fundado a su pueblo Israel. Ésa iba a ser la acción soberana del Dios
rey que instauraría su soberanía en Jerusalén sobre su nuevo pueblo
liberado. El espléndido texto de Isaías 52,7-10 formula el tema con
especial fuerza y belleza. Pero también resuena a lo largo de toda la
amplia sección de Isaías 40-55. El motivo de la realeza de Dios no
aparece sólo cuando se le aplica el título de «rey» (41,21; 43,15; 44,6)
o el verbo «reinar» (52,7), sino también cuando se presenta su seño-
río con imágenes regias, como la del guerrero victorioso (42,10-17;
43,14-17; 49,24-26; 51,9-16; 52,1-12), la del soberano celeste (40,22-
26), la del soberano que viene precedido de mensajeros (40,9-10) o la
del pastor del pueblo (40,11).
Fue así como la manifestación futura de la soberanía del Dios li-
berador se convirtió en el núcleo central de la esperanza de Israel en
la larga época del postexilio. Aparece frecuentemente en la profecía
postexílica, en algún caso ya con motivos apocalípticos (Isaías 24,23;
33,17.22; 66,23; Jeremías 10,7.10; Abdías 21; Miqueas 2,12-13; 4,6-
8; Sofonías 3,14-15; Zacarías 14,9.16-17). Pero su desarrollo más
amplio se dio en la literatura apocalíptica. De especial importancia y
gran influjo posterior son los textos de Daniel, en los que la manifes-
tación histórica del reino de Dios se presenta efectuándose en la in-
mínente donación de la soberanía al pueblo de Israel, que así pondrá
fin a los dominios bestiales de los imperios opresores: visión de la
gran estatua destruida por la roca (2,31-47); visión de las cuatro bes-
tías y aparición del reino de «los santos del Altísimo», es decir, del
pueblo de Israel representado en la figura del «como un hijo de hom-
bre» (7,1-28). Otros testimonios de la literatura apocalíptica son
Jubileos 1,27-28; Testamento de Dan 5,10-13; Asunción de Moisés
10; Oráculos Sibilinos 3,47-48.767; y los textos qumránicos de la
Regla de la Guerra [1QM] 6,6; 12,7; de 4Q491 (relacionado con
1QM) fragmento 11: 2,17; y de 4Q521 fragmento 2: 2,7. Pero esa es-
peranza fue también objeto de la oración del pueblo, como muestran
Jesús el Galileo

las importantes oraciones del Qaddish, muy semejante al Padrenues-


tro jesuánico, y de las Dieciocho Bendiciones 11. Esta amplia tradi-
ción testifica que el reino de Dios se convirtió en un poderoso sím-
bolo evocador, cargado de resonancias, dentro de la esperanza israe-
lita, incluida la del judaismo del tiempo de Jesús.
Hay que hacer una observación sobre el talante de esa esperanza
112 de la tradición israelita. El símbolo de la soberanía de Dios en esa es-
peranza estaba centrado en la restauración de Israel y, de ese modo,
apuntaba especialmente a la liberación del dominio opresor ejercido
por los pueblos extranjeros. No es de extrañar, pues, que el tono de al-
gunos textos sea especialmente vehemente y violento contra esos
pueblos extranjeros, ya que detrás había una larga y dura experiencia
de opresión y humillación. Con todo, no conviene olvidar que una de
las bases de la conciencia ancestral de Israel era la de ser medio de
salvación para el resto de los pueblos de la tierra. Esa conciencia es
la que aflora en la esperanza de que la restauración de Israel, efec-
tuada por la implantación en el mismo de la soberanía de Dios, iba a
culminar en la renovación de todos los pueblos. Sería entonces cuan-
do éstos reconocerían también al rey Yahvé e ingresarían dentro del
ámbito de su soberanía salvadora. En ese marco se encuadraba la re-
presentación tradicional sobre la peregrinación de los pueblos a
Jerusalén para adorar al Dios soberano de Israel. Esa tradición está
expresada en los textos clave, probablemente del postexilio, de Isaías
2,2-5 y de Miqueas 4,1-4, y está evocada en otros muchos lugares, a
veces en conexión con el retomo de los israelitas dispersos: Isaías
25,6-8; 51,4-6; 55,3-5; 56,3-8; 60,1-16; 66,18-23; Jeremías 3,17;
Zacarías 8,20-23; 14,16; Tobías 13,11; 14,6-7; Salmos de Salomón
17,31-34. Según se verá en el capítulo 11 (pp. 146-149), esa tradición
es la que asumirá Jesús para el estadio final de su proyecto de instau-
ración del reino de Dios (Q 13,28-29).

9.2. El símbolo de Jesús


E l sím bolo d e l reino de D ios
a) Jesús convirtió ese símbolo de la esperanza israelita en centro con-
figurador de toda su misión. Lo testifican con toda claridad los evan-
gelios sinópticos, en los que la expresión «reino de Dios» figura con
frecuencia en todos los estratos de la tradición y ligada fundamental-
mente a los dichos de Jesús*. El curioso contraste entre la frecuencia
de la expresión en los evangelios sinópticos (96 veces) y su relativa
infrecuencia en el resto de los escritos del Nuevo Testamento (sólo 22
veces) confirma que se trató de una expresión típica de la proclama-

* Cf. el apéndice «Textos sobre “el reino de Dios”» en pp. 119-124.


ción histórica de Jesús. Las comunidades cristianas relegaron un tan-
to esa terminología jesuánica, quizá por razón del peligro de los ma-
lentendidos que podía suscitar, pero conservaron la realidad a la que
apuntaba y la expresaron de diversos modos. Es significativo el dato
de que el cristianismo antiguo conservó la expresión jesuánica ligada
ante todo a la tradición bautismal, esto es, como algo perteneciente a
aquel rito que marcaba sus orígenes en cuanto tal movimiento mesiá-
nico fundado en la misión de Jesús.
Una amplia tradición evangélica señala claramente que el símbo-
lo del reino de Dios no fue sólo un motivo importante en la misión de
Jesús, sino justamente el centro en tomo al cual se configuró toda su
proclamación y actuación. El símbolo, en efecto, tenía una gran po-
tencia evocadora del multiforme acontecimiento liberador que Jesús
proclamaba y escenificaba en su misión. Se reseñan a continuación
los indicios más relevantes.

1. Es muy significativo que varios textos evangélicos citados en el


capítulo 7 (pp. 83-87) presenten el «reino de Dios» como el acón-
tecimiento que define globalmente la época de Jesús frente a la
época de Juan (Me 1,14-15; Q 7,28; Q 16,16).
2. No menos significativo es que numerosos textos evangélicos pre-
senten el «reino de Dios» como el contenido global, y no uno jun-
to a otros, tanto de la proclamación de Jesús (Me 1,15; Mt 4,23;
9,35; 13,19; Le 4,43; 8,1; 9,11) como de la de sus discípulos en-
viados en misión (Q 10,9; Mt 24,14; Le 9,2; Le 9,60.62; Le 10,11).
3. También es muy sintomática la frecuencia del símbolo como ob-
jeto explícito de las parábolas. Así, ante todo, en las fórmulas de
introducción de algunas de ellas (Me 4,26; 4,30; Q 13,18; 13,20;
Mt 13,24; 13,44; 13,45; 13,47; 18,23; 20,1; 22,2; 25,1), que las
caracterizan como narraciones de lo que sucede con el acontecí-
miento del reino de Dios. El sentido, en efecto, de esas fórmulas
Jesús el Galileo

de introducción es de tipo dinámico, equivaliendo entonces a la


expresión «con el reino de Dios sucede como con...». Porque lo
que presentan las parábolas, en correspondencia con su carácter
de narraciones de un suceso, no son las cosas o las personas en sí
como símiles del reino de Dios, sino lo que sucede con ellas; es
decir, la metáfora del reino de Dios no son los objetos, sino el
114 acontecimiento que se narra sobre ellos. Además de en las fórmu-
las de introducción, el símbolo del reino de Dios aparece también
explícitamente en algunas indicaciones sobre el contexto de las
parábolas en la misión de Jesús (Le 14,15; 19,11), bien dentro de
ellas mismas, bien en su explicación (Mt 13,19; 13,38; 13,43).
4. En varias ocasiones, la tradición evangélica relaciona explícita-
mente la actividad curativa de Jesús y de sus discípulos con el
símbolo del «reino de Dios». Así, los exorcismos de Jesús se ca-
racterizan expresamente como signos de la presencia del reino de
Dios (Q 11,20). Exorcismos y curaciones apuntan en un mismo
sentido cuando se presentan en conexión con la proclamación del
reino de Dios, tanto en la misión de Jesús (Mt 4,23-24; 9,35; Le
9,11) como en la de los discípulos (Q 10,9; Le 9,1-2.6). Estos tex-
tos parecen tener un sentido paradigmático para toda la actividad
taumatúrgica de Jesús, ya que, según se expondrá en el capítulo
13 (pp. 169-172), la intención de toda ella era ser escenificación
del acontecimiento salvífico del reino de Dios. Esto lo confirman
otros textos. Desde los dichos de Q 7,28 y Q 16,16, que presen-
tan la misión de Jesús frente a la de Juan como la época del reino
de Dios, la deducción lógica es que las curaciones y los otros sig-
nos del tiempo de la salvación, con los que el texto de Q 7,18-23
caracteriza la actuación de Jesús frente a la de Juan, son precisa-
mente los signos de la presencia del reino de Dios. Muy semejan-
tes a Q 11,20 y a su contexto son el texto de Me 3,22-27 (parale-
lo a Q 11,14-22) y el de Le 10,17-19, que presentan los exorcis-
mos como signos de la victoria sobre el reino de Satanás, el opo-
sitor del reino de Dios.
5. Pero quizá el indicio más importante es el hecho de que en nu- E l sím bolo d e l reino de D ios
merosos textos evangélicos de diverso tipo el «reino de Dios»
aparece como el símbolo global de la liberación. Ciertamente, esa
amplísima tradición no se puede explicar si no es por tener una
base en la misión histórica de Jesús. El reino de Dios se presenta
como el símbolo de la liberación de los oprimidos: así en la bie-
naventuranza de Q 6,20 («dichosos los pobres, porque vuestro es
el reino de Dios»), que introduce y de algún modo compendia las
bienaventuranzas siguientes de Q 6,21-23; y así también en la bie-
naventuranza de Mt 5,10 («dichosos los que son perseguidos por
causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos»),
que, junto con la de Mt 5,3 (una transformación de la anterior- 115
mente citada de Q), compendia las bienaventuranzas del evange-
lio de Mateo. De modo semejante, la petición «venga tu reino» en
el Padrenuestro (Q 11,2) compendia el resto de las peticiones de
la oración. En otras ocasiones, el reino de Dios aparece como el
objeto de la búsqueda (Q 12,31) y de la esperanza (Me 15,43), y
equivale así al don global de Dios, que determina la vida comple-
ta del hombre (Me 4,11; 10,14; 12,34; Mt 5,19; 16,19; 18.1.4;
19,12; 21,43; Le 12,32; 18,29). Por eso, lo decisivo es «entrar en»
él (Me 9,47; 10,15.23-25; Q 11,52; Mt 5,20; 7,21; 18,3; cf. Mt
21,31). Y en la etapa última de su realización, el reino de Dios se
presenta como el símbolo de la plenitud de vida, descrita esplén-
didamente con la imagen del banquete festivo (Me 14,25; Q
13,28-29; Mt 25,1-13; Le 14,15; 22,16).

b) En cuanto a su sentido fundamental, el símbolo de Jesús tenía el


mismo carácter que el de la esperanza tradicional israelita. El reino
de Dios era el acontecimiento liberador esperado, el acontecimiento
único y definitivo con el que Dios iba a transformar la historia del
pueblo de Israel y, por su medio, la de todos los pueblos de la tierra.
Su base, evidentemente, era la confesión de la realeza permanente del
Dios creador. Pero lo que Jesús proclamaba y escenificaba era que esa
soberanía esencial de Dios, hasta entonces oculta y sin efecto en la
historia degradada del pueblo, se manifestaba definitivamente en el
momento presente con su potencia salvadora. Era ahora cuando Dios
inauguraba el acontecimiento añorado e irrepetible en toda la historia
de Israel y del mundo, manifestando así su auténtica soberanía de
Dios creador y salvador.
Hay que reseñar que el sentido del reino de Dios en Jesús, deli-
neado anteriormente, ha sido un tema debatido de nuevo, y muy vi-
vamente, en estos últimos años. La discusión actual está marcada por
dos posiciones extremas enfrentadas. Por una parte, la que interpreta
Jesús el Galileo

el símbolo de Jesús en un sentido puramente «sapiencial» o de ética


social y política, que excluiría toda dimensión escatológica de tipo
temporal. Por otra, la que lo interpreta en un sentido radical escatoló-
gico de tipo temporal, aplicándole la categoría de «apocalíptico» o
«milenarista». Pienso que la cuestión clave para los diversos posicio-
namientos y para la discusión, a menudo confusa, entre ellos es de ti-
116 po básico. Se centra, en definitiva, en el sentido de eso que se desig-
na como «escatológico» y «apocalíptico» dentro de la tradición isra-
elita, ya que ésta fue, sin duda, la base de la proclamación y actuación
de Jesús. Recordando lo ya expuesto en el capítulo 4 (pp. 51-54), se-
ñalo que la esperanza escatológica judía, expresada también en la
apocalíptica, no se refería al final del mundo, sino a la transformación
histórica de Israel, que conduciría a la transformación histórica de es-
te mundo. Ese mismo talante tenía la esperanza de Juan y también la
de Jesús. El reino de Dios proclamado y escenificado por Jesús tenía
ciertamente un carácter escatológico, ya que se trataba del acontecí-
miento liberador definitivo, esperado desde hacía mucho tiempo.
Pero tenía, al mismo tiempo, un carácter histórico, social y creacio-
nal, porque se refería a la renovación histórica del pueblo de Israel -y,
por su medio, a la del resto de los pueblos- en esta tierra renovada.
Lo cual quiere decir que la dimensión escatológica, expresada en oca-
siones con un tono apocalíptico, no excluye ni la dimensión sapien-
cial, ya que el Dios liberador es el Dios creador, ni la dimensión his-
tórica y social, ya que se trata de la acción transformadora del Dios
señor y liberador de Israel y de los otros pueblos de la tierra.
Ese sentido fundamental del reino de Dios proclamado y esceni-
ficado por Jesús está confirmado por una amplísima tradición evan-
gélica. Lo confirman, en primer lugar, los textos aducidos en los ca-
pítulos 6 y 7 sobre el origen de la misión autónoma de Jesús y del
proyecto en ella implicado. Según se expuso entonces, el nuevo pro-
yecto de Jesús significó una profundización y radicalización de la es-
peranza de su maestro Juan, el cual esperaba para un futuro inmedia-
to la venida definitiva de Yahvé, que iba a efectuar la total purifica-
ción y transformación de Israel. Lo que hizo Jesús fue proclamar y es-
E l sím bolo d e l reino de D ios
cenificar como ya presente ese futuro esperado por Juan. Y precisa-
mente a ese acontecimiento liberador esperado, nuevo y definitivo, lo
llamó «reino de Dios», según testifican los textos de Me 1,14-15; Q
7,28 y Q 16,16, que caracterizan expresamente la misión de Jesús,
frente a la de Juan, como la época del «reino de Dios».
También confirma ese sentido básico del símbolo jesuano el tono
general de los textos sobre el reino de Dios**, muchos de los cuales
ya se han aducido anteriormente. Presentan el reino de Dios como un

** Cf. el apéndice «Textos sobre “el reino de Dios”» en pp. 119-124.


117
acontecimiento nuevo, que «viene» (Me 9,1; Q 11,2; Le 17,20-21;
22,18), que «se ha acercado» (Me 1,15; Q 10,9; Le 10,11; y Mt 3,2
[proclamación de Juan]) o «está cerca» (Le 21,31), que «llegó» (Q
11,20). Como un acontecimiento nuevo, y en ocasiones sorprenden-
te, se narra en las parábolas (Me 4,26; 4,30; Q 13,18-19; Q 13,20; Mt
13,24; 13,44; 13,45; 13,47; 18,23; 20,1; 22,2; 25,1). Muchos de esos
textos hablan del reino de Dios como objeto de la esperanza: espe-
ranza de liberación para los necesitados y oprimidos (Q 6,20; Q 11,2;
Mt 5,10); y esperanza de plenitud de vida, simbolizada especialmen-
te en la celebración festiva del banquete (Me 14,25; Q 13,28-29; Mt
25,1-13; Le 14,15; 22,16; y también, de modo semejante, Me 9,1;
15,43; Q 12,31; Mt 13,43; 25,34; Le 21,31). En varias ocasiones apa-
rece el reino de Dios como objeto del anuncio salvador: es el conte-
nido del «evangelio» (Me 1,14-15) o del «evangelizar» (Le 4,43; 8,1;
16,16; y también Hechos 8,12), y la proclamación es el «evangelio
del reino» (Mt 4,23; 9,35; 24,14). Tal vez este tipo de lenguaje esté
influido por Isaías 52,7, donde el objeto del verbo «evangelizar» es
también el reinado de Dios esperado, en cuyo caso es posible que de-
trás haya un núcleo histórico de Jesús, el cual habría entendido su
proclamación del reino de Dios al estilo del «evangelizador» isaiano
de la época de la salvación. Lo confirmaría el texto de Q 7,22, ya ana-
fizado en el capítulo 6 (p. 76), donde se asumen los signos tradicio-
nales del tiempo de la salvación según son evocados en varios textos
del libro de Isaías, concluyendo con la «evangelización» de los «po-
bres» de Isaías 61,1, un texto que cita expresamente Le 4,18 y al que
quizá haga referencia Q 6,20. Un testimonio de esa misma tradición
se encontraría en los textos qumránicos de 4Q521 fragmento 2: 2,1-
1 4 y d e 11Q13 (llQMelquisedec) 2.
Textos sobre el «reino de Dios»
(apéndice)

La expresión «reino de Dios» (y expresiones equivalentes) figura 9 6 ve-


ces en los evangelios sinópticos: 14 en Marcos; 47 en Mateo; y 35 en
Lucas. En textos independientes (descontando los paralelos) aparece
72 veces: 14 en Marcos; 11 (o 10) en Q; 30 en textos Independientes
de Mateo; y 17 en textos independientes de Lucas. Normalmente, fi-
gura dentro de dichos de Jesús o en referencia a la proclamación de
éste o de sus discípulos.

Marcosil4 veces: siempre «el reino de Dios» y siempre en dichos de


Jesús, excepto en 15,43):
- 1,15: sumario inicial de la predicación de Jesús: «Se ha acerca-
do el reino de Dios» (M t4,17: «reino de los cielos»);
- 4,11. «el misterio del reino de Dios» concedido a los discípulos,
frente a los de fuera «en parábolas» (Mt 13,11: «conocer los
misterios del reino de los cielos»; Le 8,10: «conocer los miste-
ríos del reino de Dios»);
- 4,26: parábola de la semilla que crece sola: «así es el reino de
Dios»;
- 4,30: parábola del grano de mostaza: «¿cómo compararemos el
reino de Dios?» (paralelo Q 13,18);
- 9,1: algunos de los presentes no morirán antes de que «vean el
reino de Dios viniendo en poder» (Le 9,27: antes de que «vean
el reino de Dios»; Mt 16,28 transforma el dicho de Me refirién-
dolo a la venida del hijo del hombre «en su reino»);
- 9,47: «entrar en el reino de Dios», en oposición a ser arrojado a
la gehenna y en paralelismo con «entrar en la vida» (Mt 18,9 lo
transforma en «entrar en la vida»);
- 10,14: «pues de los tales [niños] es el reino de Dios» (Mt 19,14:
«reino de los cielos»; Le 18,16);
- 10,15: «quien no reciba el reino de Dios como un niño no en-
trará en él» (Le 18,17; variación del dicho en M t 18,3);
- 10,23.24.25: es muy difícil a los ricos «entrar en» el reino de
Dios (Mt 19,23: «reino de los cielos»; 9,24: «reino de Dios»; Le
18,24.25 [2 veces]);
- 12,34: respuesta al letrado en la cuestión sobre el mandamien-
to principal: «no estás lejos del reino de Dios»;
- 74,25: anuncio del banquete futuro «en el reino de Dios», en el
que va a participar Jesús después de su muerte (Mt 26,29: «en
el reino de mi Padre»; Le 22,18: cuando «venga el reino de
Dios»);
- 75,43: también José de Arimatea «esperaba el reino de Dios»
(Le 23,51; M t 27,57 lo transforma en «se había hecho discípulo
de Jesús»).

Fuente Q (11 [o 10] veces: siempre en dichos de Jesús):


- O 6,20: bienaventuranza para los pobres: «porque vuestro es
el reino de Dios» (Mt 5,3: «porque de ellos es el reino de los
cielos»);
- Q 7,28: «el más pequeño en el reino de Dios es mayor que él
[Juan]» (Mt 11,11: «en el reino de los cielos»);
- Q 10,9: misión de los discípulos, curando y proclamando: «se ha
acercado a vosotros el reino de Dios» (Mt 10,7: «se ha acerca-
do el reino de los cielos»);
- Q 11,2: Padrenuestro: «venga tu reino» (Mt 6,10);
- Q 11,20: «si con el dedo de Dios yo expulso los demonios, en-
tonces llegó a vosotros el reino de Dios» (Mt 12,28: «si con el
espíritu de Dios expulso los demonios, entonces llegó a voso-
tros el reino de Dios»);
- ¿Q 11,527: amenaza a los letrados: «¡ay de vosotros, letrados,
porque cerráis el reino de Dios a los hombres!; vosotros no en-
trasteis ni dejáis entrar a los que intentan entrar» (el texto es
muy dudoso: la expresión «reino de Dios» sólo figura en Mt
23,13: «¡ay de vosotros, letrados y fariseos hipócritas, porque
cerráis el reino de los cielos ante los hombres!; vosotros no en-
tráis ni dejáis entrar a los que intentan entrar»; pero no figura en
Le 11,52: «¡ay de vosotros, letrados, porque quitasteis la llave
del conocimiento!»);
- Q 12,31: «buscad, más bien, su reino» (Mt 6,33: «buscad pri-
mero el reino de Dios» [texto dudoso]);
Jesús el Galileo

- Q 13,18-19: parábola de la semilla de mostaza: «¿a qué es se-


mejante el reino de Dios y a qué lo compararé?; es semejan-
te...» (Mt 13,31: «es semejante el reino de los cielos...»);
- ü 13,20: parábola de la levadura: «¿con qué compararé el reino
de Dios?» (Mt 13,33: «es semejante el reino de los cielos...»);
- O 13,28-29: banquete de los congregados de oriente y occiden-
te con los patriarcas «en el reino de Dios» (Le 13,28-29 repite la
expresión «en el reino de Dios»; M t 8,11-12: «en el reino de los
cielos», y designa a los «vosotros» rechazados como «los hijos
del reino»);
- ü 16,16: «la ley y los profetas, hasta Juan; desde entonces el
reino de Dios sufre violencia y los violentos intentan apoderarse
de él» (Le 16,16: «el reino de Dios es evangelizado, y todos ha-
cen violencia contra él» [o quizá: «todos fuerzan su entrada en
él»]; M t 11,1213‫ ־‬transforma mucho el dicho: «el reino de los
cielos»).

Mateo (30 [o 31] veces en textos propios; 47 veces en total):


- 3,2: proclamación de Juan Bautista: «se ha acercado el reino
de los cielos» (acomodación a 4,17, que, a su vez, depende de
Me 1,15);
- 4,23: «proclamando el evangelio del reino» y curaciones;
- 5,10: bienaventuranza para los perseguidos: «porque de ellos es
el reino de los cielos»;
- 5,19 (2 veces): mínimo y grande «en el reino de los cielos»;
- 5,20: sin la justicia mayor que la de los letrados y fariseos «no
entraréis en el reino de los cielos»;
- 7,21: «no todo el que me diga "Señor, Señor" entrará en el re¡-
no de los cielos»;
- 8,12: «los hijos del reino» expulsados del banquete del reino
(alargamiento de Q 13,28-29);
- 9,35 (igual que en 4,23): «proclamando el evangelio del reino» y
curaciones;
- 13,19: interpretación de la parábola de la siembra y la cosecha:
escuchar «la palabra del reino» (alargamiento de Me 4,15);
- 13,24: parábola del trigo y la cizaña: «se asemejó el reino de los
cielos»;
E l sím bolo d e l reino de D ios
- 13,38: interpretación de la parábola del trigo y la cizaña: «la bue-
na semilla son los hijos del reino»;
- 13,43: interpretación de la parábola del trigo y la cizaña: «en-
tonces los justos brillarán como el sol en el reino de su Padre»;
- 13,44: parábola del tesoro en el campo: «es semejante el reino
de los cielos»;
- 13,45: parábola de la perla: «es semejante el reino de los
cielos»;
- 13,47: parábola de la red llena de peces: «es semejante el reino
de los cielos»;
- 13,52: conclusión de la colección de parábolas: «todo letrado
121
que se ha hecho discípulo del reino de los cielos»;
- 16,19: «te daré las llaves del reino de los cielos»;
- 18,1: pregunta de los discípulos: «¿quién es mayor en el reino
de los cielos?» (transformación de Me 9,34);
- 18,3: «si no cambiáis y os hacéis como niños, no entraréis en el
reino de los cielos» (variación del dicho de Me 10,15, pero en
otra escena);
- 18,4: «quien se humille como este niño, ése es el mayor en el
reino de los cielos»;
- 18,23: parábola del siervo inmisericorde: «se asemejó el reino
de los cielos»;
- 19,12: «hay eunucos que se hicieron eunucos a sí mismos por
causa del reino de los cielos»;
- 20,1: parábola de los trabajadores en la viña: «es semejante el
reino de los cielos»;
- 21,31: «los recaudadores y las prostitutas os preceden al reino
de Dios»;
- 21,43: «se os quitará el reino de Dios y se dará a un pueblo que
produzca sus [del reino] frutos»;
- 22,2: parábola de los invitados al banquete: «se asemejó el reí-
no de los cielos» (alargamiento de Q 14,16);
- ¿23,13? (cf. anteriormente Q 11,52);
- 24,14: antes de la llegada del final «se proclamará este evange-
lio del reino en todo el mundo» (transformación de Me 13,10);
- 25,1: parábola de las diez doncellas: «se asemejará el reino de
los cielos»;
- 25,34: invitación a los justos en el juicio final: «venid, benditos
de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la
fundación del mundo» (se refiere, evidentemente, a la herencia
del reino de Dios).

Lucas (17 veces en textos propios; 35 veces en total):


- 4,43: (alargamiento de Me 1,38): «es necesario que yo evange-
lice el reino de Dios a las otras ciudades»;
- 8,1: sumario: «proclamando y evangelizando el reino de Dios»);
- 9,2 (alargamiento de Me 6,7): «y los envió a proclamar el reino
de Dios»;
- 9,11 (alargamiento de Me 6,34): «les hablaba sobre el reino de
Dios» y curaciones;
- 9,60 (alargamiento de Q): «tú, más bien, vete a anunciar el rei-
no de Dios»;
- 9,62: «es apto para el reino de Dios»;
- 10,11 (repetición de Q 10,9): «sabed que se ha acercado ei rei-
no de Dios»;
- 12,32: «vuestro Padre tuvo a bien daros el reino»;
- 13,29 (alargamiento de Q 13,28-29): banquete «en el reino de
Dios»;
- 14,15: introducción a la parábola de los invitados al banquete:
«dichoso quien coma pan en el reino de Dios»;
- 17,20-21 (3 veces) contra la especulación sobre la llegada del
reino: «Preguntado por los fariseos cuándo viene el reino de
Dios, les contestó y dijo: "No viene el reino de Dios con obser-
vación, ni dirán: 'he aquí' o 'allí', porque, mirad, el reino de Dios
está en medio de vosotros"»;
- 18,29: abandono de la casa y de la familia «por causa del reino
de Dios» (transformación de Me 10,29: «por mi causa y por cau-
sa del evangelio»);
- 19,11: introducción a la parábola del dinero confiado a los sier-
vos: contra la opinión de la gente que pensaba que «pronto iba
a aparecer el reino de Dios»;
- 21,31: «sabed que el reino de Dios está cerca» (alargamiento de
Me 13,29: «sabed que está cerca, a las puertas»);
- 22,16: «no la [pascua] comeré hasta que se cumpla en el reino
de Dios» (bajo el influjo de Me 14,25, del cual depende Le 22,18).

En el resto del Nuevo Testamento, la expresión «reino de Dios» figura


sólo 22 veces, y ligada a tradición. A tradición bautismal se deben los
dos casos de la expresión «reino de Dios» en el evangelio de Juan: Jn
3,3 («ver el reino de Dios»); 3,5 («entrar en el reino de Dios»),
También a tradición bautismal se deben, directa o indirectamente,
los siete casos en que la expresión figura en las cartas auténticas de
Pablo: Romanos 14,17; 1 Corintios 4,20 (fórmula semejante a la de E l símbolo d el reino de D ios
Romanos 14,17); 6,9-10 («heredar»); 15,50 («heredar»); Gálatas 5,21
(«heredar»); 1 Tesalonicenses 2,12. También se deriva de tradición el ca-
so especial de 1 Corintios 15,24, donde, dentro del esquema apocalíp-
tico tradicional de los vv. 23-28, el término «reino» se refiere directa-
mente al reino mesiánico de Jesús, que al final entregará a Dios Padre.
Y también reflejan tradición, ya estereotipada, el resto de los casos
del Nuevo Testamento. Los siete textos de Hechos (1,3; 8,12; 14,22;
19,8; 20,25; 28,23.31), que presentan el reino de Dios como contenido
global de la predicación cristiana, se deben a la redacción del autor, que
se fundó en la primera parte de su obra (evangelio de Lucas), para un¡-
formar así la proclamación cristiana con la de Jesús.
123
También es clara la formulación tradicional en los seis casos res-
tantes: Efesios 5,5: «no tiene herencia en el reino de Cristo y de Dios»
(cf. 1 Corintios 6,9-10; 15,50; Gálatas 5,21); Colosenses 4,11: «colabo-
radores para el reino de Dios»; 2 Tesalonicenses 1,5: «para ser consi-
derados dignos del reino de Dios» (cf. 1 Tesalonicenses 2,12); Santiago
2,5: Dios eligió a los «pobres» como «herederos del reino»; Apocalipsis
11,15: ha llegado «el reino de nuestro Señor y de su ungido sobre el
mundo»; Apocalipsis 12,10: ha llegado «el reino de nuestro Dios y el
dominio de su ungido».
El término «reino» se refiere al reino de Jesús 8 veces en los evan-
gelios sinópticos, 3 veces en el evangelio de Juan, y 9 veces en el res-
to del Nuevo Testamento.
E l carácter
del acontecimiento

10.1. El acontecimiento creacional

a) Desde lo expuesto en el capítulo anterior, parece claro que el sím-


bolo del reino de Dios en la tradición israelita y en la asunción de és-
ta por parte de Jesús tenía un marcado carácter histórico y creacional.
Hay que insistir de nuevo en que el símbolo en la esperanza israelita
y en su proclamación y escenificación por Jesús no apuntaba para na-
da al final de este mundo, al cual sucedería un mundo trascendente o
del ámbito celeste, sino que señalaba la transformación de este mun-
do histórico. La nueva creación que aparece en el nuevo ámbito del
reino de Dios va surgiendo desde la renovación de esta creación his-
tórica tergiversada. Porque el Dios liberador del reino es precisamen-
te el Dios creador, ya que no hay más que un solo Dios. Ese carácter
histórico y creacional del acontecimiento del reino de Dios está bien
marcado en toda la misión de Jesús. Es más, adquiere en ocasiones un E l carácter d e l acontecim iento

tono tal de inmediatez y realismo que se podría caracterizar como au-


ténticamente desacralizador. Lo que la proclamación y la actuación
de Jesús transparentan no es, ciertamente, un mundo sagrado este-
reotipado, sino el mundo inmediato de la creación y de la vida, que se
convierte así en verdadera parábola del Dios inmediato creador.
Ahí se enmarca el talante sapiencial de la proclamación de Jesús.
Esta no se presentaba como la enseñanza de un rabino o exegeta de la
tradición (Me 1,22), sino como la de un sabio creador, mayor incluso
que Salomón (Q 11,31). En su frecuente lenguaje de imágenes y pa-
rábolas, se alza con sorprendente viveza la inmediatez de la creación
y de la vida reales, bien alejadas de un mundo ideal, romántico o vir-
tual*. Las parábolas de Jesús representan así una gran novedad con
respecto a la tradición judía anterior a él. En la base de las mismas se
descubre, en efecto, la experiencia de la vida real de los poblados ga-
lileos, mostrando así un tono de inmediatez muy diferente del tono ar-
tificial del material parabólico del judaismo anterior a él, centrado es-
pecialmente en las comparaciones alegorizantes, en las alegorías y en
las fábulas. De este modo, las parábolas de Jesús se convertían en el
lenguaje adecuado para su proclamación del reino de Dios. Todas ellas
narran, explícita o implícitamente, el acontecimiento liberador, ya sea
describiendo diversos aspectos de su acontecer, ya sea refiriendo sus
efectos. Y lo narran como un acontecimiento inmediato, que sucede en
el decurso de la vida real tal cual es, con todo su encanto, pero tam-
bién con toda su rudeza. Precisamente ahí, en ese mundo real de la vi-
da, acontece el misterio extraño y sorprendente del reino de Dios. Lo
describen con toda plasticidad algunos relatos parabólicos, esas narra-
ciones de la vida con rasgos insólitos; pero también lo cuentan algu-
ñas semejanzas, esas parábolas que narran el acontecer cotidiano de la
creación y de la vida como algo maravilloso.
Alguna tradición preciosa de la fuente Q hace incluso referencia
explícita directamente al Dios creador. Así el texto de Q 6,35, al po-
ner como ejemplo de conducta soberana al Dios creador que cuida de
su tierra de cultivo haciendo salir el sol y enviando la lluvia. De mo-
do semejante, el texto de Q 12,6-7 describe al Dios creador que atien-
de a sus criaturas, llevando cuenta de los gorriones y, al estilo de una
madre extremadamente cuidadosa, también de los cabellos de la ca-
beza de sus criaturas. Y así también el magnífico texto de Q 12,22-31
habla de la confianza en el Dios creador que generosamente mantie-
ne a sus criaturas, dándoles el alimento y el vestido. También al Dios
creador, pero ahora citando el relato creacional de Génesis 1-2, re-
mite Me 10,2-9 al declarar ilegítima la normativa tradicional del di-
vorcio desde el motivo del Dios creador de la pareja humana.
Jesús el Galileo

Ese mismo tono creacional evidenciaban las acciones que Jesús


efectuaba como signos del acontecimiento liberador del reino de
Dios. Dentro de ellas, tenían una especial importancia sus comidas
festivas y abiertas a los necesitados y desclasados, que estaban en co-

126 *
Cf. el apéndice «Parábolas evangélicas» en pp. 91-93.
rrespondencia con la imagen del banquete que Jesús empleaba para
describir la gran fiesta del reino de Dios. Pero el mismo tono mostra-
ban sus curaciones, en cuanto signos de la presencia del reino que li-
beraba y sanaba al pueblo enfermo y oprimido, restituyéndolo al dis-
frute de la vida, don del Dios creador. Y lo mismo hay que decir de
las diversas acciones de acogida del pueblo humilde y marginado,
donde se hacía visible el nuevo ámbito de comunión de vida social
que se estaba creando con el acontecimiento transformador del reino.
Toda la misión de Jesús, en definitiva, era el gran signo de la pre-
sencia inmediata del Dios creador, señor de la tierra y de la vida en
ella. Las diversas manifestaciones del acontecer de la creación y de la
vida del pueblo en ella se convertían en parábola del reino del Dios
creador y liberador. Ahí aparecía el Dios inmediato, que no necesitaba
la mediación de un ámbito sagrado, porque el verdadero templo don-
de habitaba su presencia era el pueblo y las criaturas que vivían en su
heredad. Era en ese ámbito de la creación y de la vida en ella donde se
desplegaban la soberanía y la potencia salvadora de aquel que era y se-
guía siendo siempre el «amigo de la vida» (Sabiduría 11,26).
Es muy significativo que Jesús se dirigiera a ese Dios con el tér-
mino Abba (Padre), una invocación extraña en la tradición israelita,
pero que fue, al parecer, la típica empleada por Jesús. No se explica-
ría de otro modo su aparición en arameo dentro de unos textos escri-
tos en griego e incluso como una aclamación cúltica de unas comuni-
dades cristianas de habla griega. Ese es el caso, concretamente, del
texto de Me 14,36, donde el término arameo aparece dentro de una
oración de Jesús, y de los textos de Romanos 8,15 y Gálatas 4,6, don-
de ese mismo término arameo figura como una aclamación bautismal E l carácter del acontecim iento
extática, actuada directamente por el Espíritu para testificar la filia-
ción divina de los recién bautizados. Con esa invocación, Jesús asu-
mió sin duda el título divino de «Padre», ordinario en la tradición is-
raelita, pero le dio una especificación muy especial. Ese título solem-
ne, que en las invocaciones judías se utilizaba frecuentemente acom-
pañado de otros (como «Padre nuestro, Rey nuestro») y con el que se
designaba al Señor soberano creador del universo y del pueblo de
Israel, lo convirtió Jesús en la invocación familiar ordinaria de abba,
que la tradición israelita no veía adecuada para dirigirse a Dios.
Ciertamente, la invocación jesuánica no restaba nada en absoluto a la
soberanía del Dios Señor creador; pero pienso que apuntaba precisa- 127
mente a su inmediatez en la creación y en la vida, en cuanto padre
cercano cuidador de ellas. Su presencia viva estaba ahí, sin tener que
recurrir a la solemnidad del ámbito sagrado. Es muy sintomático que
en varios dichos de la fuente Q aparezcan expresamente conexiona-
dos los motivos del Dios Padre (quizás Abba en los dichos originales
jesuánicos) y del Dios creador: Q 6,35-36; 10,21; 11,9-13 (donación
del alimento); 12,6-7; 12,22-31 (cf. v. 30). También se podría aducir
la oración jesuánica del Padrenuestro en Q 11,2-4, donde la invoca-
ción inicial «Padre» (probablemente Abba en la forma original ara-
mea) apunta al Dios creador que da el alimento (v. 3).

b) Creo que éste es el escenario de la actitud de Jesús con respecto a


las prácticas legales religiosas y sociales del judaismo de su tiempo.
En la tradición evangélica no aparece una discusión de ellas de tipo
temático fundamental, sino más bien un posicionamiento ante ellas
en cuanto a su práctica concreta. Eso significa que el centro de la ac-
titud de Jesús en esa cuestión no era la disquisición exegética de la
tradición israelita, sino la vida en el nuevo ámbito creado por el acón-
tecimiento del reino de Dios. Dentro de ese ámbito, el criterio ya no
era la multiforme normativa legal, condicionada en gran medida por
la interpretación interesada de los grupos dirigentes y sus colabora-
dores. Ahora el criterio era la soberanía del Dios creador y liberador,
que había abierto una nueva situación para el pueblo necesitado y
oprimido.
Pero ello no equivalía, de ningún modo, a la eliminación de la au-
téntica tradición religiosa y cultural israelita. Más bien, se trataba de
la implantación de la verdadera tradición de la alianza frente a una
interpretación legal tergiversada de la misma. Porque el Dios de la
alianza se descubría como el mismo Dios inmediato creador y libera-
dor. Lo que hacía, pues, el acontecimiento liberador del reino de Dios
era mostrar el sentido más radical de la exigencia de la alianza frente
Jesús e l Galileo

a la deformación interesada de ella por parte de la «tradición huma-


na» (Me 7,1-13; Q 11,46.52). Eso implicaba una doble vertiente en
cuanto a la praxis de la vida del pueblo. Implicaba, por una parte, la
superación de algunas prácticas deformadoras de la tradición de la
alianza del Dios creador y liberador. Pero, al mismo tiempo, implica-
ba la radicalización de las exigencias auténticas de esa tradición de la
128 alianza, descubriendo su sentido e intención más originales.
Entre las prácticas que quedaban superadas, estaban las numero-
sas e importantes normativas restrictivas y excluyentes con respecto a
las comidas y a los alimentos, porque no cuadraban con la nueva épo-
ca de celebración del Dios de la alianza, dueño de la tierra, que re-
partía sus dones al pueblo al que había instalado en ella. Así, estaba
fuera de lugar la práctica del ayuno, porque ahora había aparecido la
nueva época de la celebración gozosa de la salvación de Dios (Me
2,18-22; Q 7,31-35). Quedaban eliminadas las restricciones sobre el
compartir la mesa con marginados y pecadores, ya que ahora había
que celebrar al Dios liberador de su pueblo perdido (Me 2,14-17; Q
7,34; Le 15,1-2; 19,1-10). Ya no tenían sentido las prescripciones de
pureza ritual sobre abluciones (Me 7,1-8) y sobre alimentos (Me
7,14-23), porque ahí se trataba de dones puros del Dios creador, y la
auténtica pureza debía ser la del interior del hombre (Me 7,15; Q
11,39-41). Con respecto a esta última tradición jesuánica, es intere-
sante señalar que en la asunción de la misma por parte de Pablo en
Romanos 14,14.17.20, 1 Corintios 8,8 y 1 Corintios 10,25-27, se ha-
ce referencia explícita al Dios creador (1 Corintios 10,26; cf. también
1 Corintios 8,6) y al reino de Dios (Romanos 14,17).

El mismo principio se aplicaba para la superación de otras nume-


rosas prácticas religiosas y sociales. Así, perdía su vigencia la ñor-
mativa sobre el descanso sabático ante la exigencia de liberación pa-
ra los necesitados y oprimidos (Me 1,21-28; 2,23-28; 3,1-6; Le 13,10-
17; 14,1-6; Jn 5,1-18; 7,21-24; 9,1-41), porque la intención profunda
del descanso sabático era exactamente la liberación del hombre (Me
2,27; 3,4; Le 13,16; 14,5). Tampoco el perdón de los pecados estaba E l carácter d el acontecim iento
ligado ya al culto sacrificial del templo, porque la renovación del pue-
blo pecador la estaba efectuando ahora el acontecimiento salvífico del
Dios del nuevo comienzo (Me 2,1-12; Q 11,4; Le 7,47-50). Quedaba
eliminada la práctica interesada del korbán, o voto de ofrenda ficticia
de los bienes a Dios, porque anulaba la exigencia de la alianza de
ayudar a los padres (Me 7,9-13). Ya no tenía validez la normativa so-
bre el divorcio, porque iba en contra de la alianza matrimonial esta-
blecida por el Dios creador de la pareja humana (Me 10,2-12; Q
16,18). Quedaba superada la práctica del juramento, porque desvir-
tuaba la exigencia radical de veracidad (Mt 5,33-37). Y también que-
daba superada la ley del talión, porque ahora, en el nuevo ámbito del 129
reino de Dios, regía la nueva justicia de la renuncia radical a la ven-
ganza e incluso a los propios derechos (Q 6,29-30 y Mt 5,38-42).
Pero el nuevo ámbito del reino de Dios implicaba también la ra-
dicalización de otras normativas legales, precisamente desde la exi-
gencia más profunda de la tradición de la alianza del Dios creador y
liberador. Ese era el caso de la prohibición del homicidio, que se am-
pliaba ahora a sus raíces en la enemistad (Mt 5,21-22), o de la prohi-
bición del adulterio, que se extendía ahora al origen del mismo en la
mirada de ansia posesiva (Mt 5,27-28); o del mandato del amor al
prójimo, cuyo sentido profundo se descubría ahora en la superación
de la distinción entre el amigo y el enemigo (Q 6,27-28.31-36; Mt
5,43-48; y Le 10,29-37); o del mandato del perdón y la condonación
de las deudas, que ensanchaba ahora su perspectiva desde la expe-
riencia de la liberación del Dios del año jubilar (Me 11,25; Q 11,4; Q
17,3-4; Mt 18,21-35; Le 7,41-43).

10.2. El proceso abierto

a) Al tratarse de un acontecimiento creacional e histórico, el reino de


Dios proclamado y escenificado por Jesús debía tener el carácter de un
proceso dinámico. Porque su origen estaba en la acción única y mara-
villosa del Dios soberano, que creaba un ámbito de energía en el cual
se iba realizando gradualmente la transformación de la realidad histó-
rica. Eso quiere decir que el acontecimiento del reino de Dios no po-
día quedar reducido a un acto puntual, sino que conllevaba necesaria-
mente un camino de desenvolvimiento dentro de la historia. Porque la
liberación y la transformación históricas, que eran su objetivo, no se
efectúan de un modo instantáneo, sino en un proceso de evolución y
maduración, con un comienzo, un medio y un final. Y entonces la ac-
ción de Dios que está en el origen de ese acontecimiento liberador no
Jesús el Galileo

puede limitarse a un acto instantáneo, de tipo casi mágico, sino que de-
be tratarse de una acción continuamente creadora, que desencadena y
sostiene permanentemente el proceso dinámico de transformación.
Según eso, la afirmación de que el reino de Dios se realiza (o se
realizará) por un acto instantáneo de Dios, además de no cuadrar con
los datos de la tradición evangélica, según se verá a continuación, no
130 hace justicia a lo que significa un acontecimiento histórico. Esa afir-
mación, repetida con mucha frecuencia, está basada, en definitiva, en
una comprensión del sentido de la acción de Dios y de su efecto en la
realidad histórica, que difiere en gran medida de la visión bíblica.
Creo, pues, que son convenientes unas indicaciones de tipo funda-
mental sobre este tema, ya que tiene implicaciones importantes para
descubrir el sentido del acontecimiento del reino de Dios escenifica-
do por Jesús. La clave de la visión bíblica está en el sentido de la ac-
ción creadora de Dios. Lo que ésta produce, según ella, no es una rea-
lidad fija, es decir, una «naturaleza» cerrada, determinada por su pro-
pío ser y por sus propias potencias. Lo que produce es, más bien, una
realidad abierta, una auténtica «creación», es decir, un acontecimien-
to dinámico en realización continua, sostenido por la acción perma-
nentemente creadora de Dios. Esa realidad, entonces, está siempre en
proceso, abierta al futuro, de tal modo que la verdad de su ser se en-
contrará únicamente en su final. Así, su entidad auténtica es precisa-
mente la que le viene y asalta en el presente desde ese futuro de su
plenitud final. Eso es lo que significa la llamada dimensión escatoló-
gica, que es algo esencial a la realidad en cuanto creación según la en-
tiende la Biblia.
La tradición evangélica es bien explícita, a mi parecer, en la pre-
sentación de ese proceso de realización del acontecimiento del reino
de Dios. Concretamente, lo describen espléndidamente tres parábo-
las que tienen una introducción con referencia expresa al reino de
Dios: la de la semilla que crece sola (Me 4,26-29; referencia en evan-
gelio de Tomás 21), la del grano de mostaza (Me 4,30-32; Q 13,18-
19 y evangelio de Tomás 20) y la de la levadura (Q 13,20-21 y evan-
E l carácter d e l acontecim iento
gelio de Tomás 96):
«26 Así es el reino de Dios, como si un hombre echara la semilla so-
bre la tierra 27 y durmiera y se levantara noche y día, y la semilla
brotara y creciera como él no sabe. 28 Por sí misma la tierra produ-
ce fruto: primero hierba, después espiga, después grano pleno en la
espiga. 29 Y cuando permite el fruto, en seguida envía la hoz, por-
que ha llegado la cosecha» (Me 4,26-29).
«2° ¿Cómo compararemos el reino de Dios o con qué parábola lo
expondremos? 21 Como con un grano de mostaza, que, cuando se
siembra sobre la tierra, es la más pequeña de todas las semillas de
sobre la tierra, 22 y cuando se siembra, asciende y se convierte en
mayor que todas las hortalizas y produce ramas grandes, de tal mo- 131
do que los pájaros del cielo pueden habitar bajo su sombra»
(Me 4,30-32).
«18 ¿A qué es semejante el reino de Dios y a qué lo compararé?
19 Es semejante a un grano de mostaza, que tomándolo un hombre
lo echó en su huerto, y creció y se convirtió en árbol, y los pájaros
del cielo habitaron en sus ramas» (Q 13,18-19).
«20 ¿A qué compararé el reino de Dios? 21 Es semejante a la leva-
dura, que tomándola una mujer la escondió en tres medidas de hari-
na hasta que todo fermentó» (Q 13,20-21).
Muy cercana a las dos primeras es la parábola de la siembra y la
cosecha (Me 4,3-8 y evangelio de Tomás 9), que también tiene por
tema el acontecimiento del reino de Dios, aunque no figura una in-
troducción explícita en referencia a él:
«3 He aquí que salió el sembrador a sembrar. 4 Y sucedió en el sem-
brar que algo cayó junto al camino, y vinieron los pájaros y lo co-
mieron. 5 Y otro poco cayó sobre lo pedregoso, donde no tenía mu-
cha tierra, e inmediatamente surgió por no tener profundidad de tie-
rra, 6 y cuando salió el sol, se agostó y, por no tener raíz, se secó.
2 Y otro poco cayó en las zarzas, y ascendieron las zarzas y lo aho-
garon, y no dio fruto. 8 Y otro poco cayó en la tierra buena, y daba
fruto, ascendiendo y creciendo, y uno llevaba treinta, otro sesenta, y
el otro cien» (Me 4,3-8).
Esas cuatro parábolas realzan ciertamente el contraste entre el co-
mienzo humilde y el final grandioso. Pero también señalan expresa-
mente el proceso de crecimiento que une ambos extremos. La pará-
bola de la semilla que crece sola lo describe detenidamente: se dice
que la semilla «brota y crece», y se marcan los pasos de su crecí-
miento: «primero hierba, después espiga, después grano pleno en la
espiga» (Me 4,27-28). La parábola del grano de mostaza narra cómo
el grano «asciende y se convierte en mayor que todas las hortalizas y
Jesús el Galileo

produce ramas grandes» (Me 4,32), o cómo «creció y se convirtió en


árbol» (Q 13,19). En la parábola de la levadura, el proceso lo señala
la expresión «hasta que todo fermentó» (Q 13,21). También en la pa-
rábola de la siembra y la cosecha se habla del proceso de fracaso de
la semilla caída en malos terrenos (Me 4,4-7) y del proceso de crecí-
1 miento de la semilla caída en buen terreno, que «asciende» y «crece»
132 y «da fruto» en diversa cantidad (Me 4,8). Las parábolas dan a en­
tender, pues, que el reino de Dios está en el comienzo de la siembra
o del poner la levadura en la masa, en el proceso de crecimiento o de
fermentación, y en el final de la cosecha abundante, del árbol donde
anidan los pájaros y de la masa fermentada (con la que se hace el pan:
evangelio de Tomás 96). Porque se trata exactamente de un acontecí-
miento dinámico, que irrumpe y se va desenvolviendo en tensión ha-
cia su plenitud final.
Lo que estaba en el trasfondo de esas parábolas era el proceso his-
tórico de renovación del pueblo de Israel y de todos los pueblos de la
tierra. Como se expondrá en los próximos capítulos, se trataba del
proceso de liberación y sanación del pueblo de Israel oprimido y en-
fermo, de la transformación de sus relaciones sociales desde la base
de la soberanía del Dios de la alianza, y del surgimiento de una nue-
va vida de disfrute del don de la tierra, heredad de Dios. Y ese proce-
so de renovación del pueblo de Israel se ampliaría después al proce-
so de renovación de todos los pueblos de la tierra, para que, al final,
toda la humanidad transformada disfrutara del gran shalom de pleni-
tud de vida bajo el señorío del único Señor de la tierra.

b) Todo ello tiene una importante implicación que no podemos olvi-


dar. En cuanto proceso histórico, el acontecimiento del reino de Dios
estaba necesariamente bajo el influjo de los condicionantes y avatares
de la situación histórica. Eso equivale a decir que no podía ser un
acontecimiento prefijado y automático, sino abierto a varias posibi-
lidades. Porque el proceso de su realización dependía, entre otros
condicionantes, de su acogida o su rechazo por parte del pueblo al
E l carácter del acontecim iento
que estaba dirigido. Son de nuevo las parábolas las que describen con
gran viveza los hitos fundamentales y las posibles encrucijadas del
camino de ese acontecimiento del reino de Dios**.
El punto de arranque que abre el camino es el don maravilloso de
Dios, sorprendente y sin presupuesto alguno. Así narran muchas pa-
rábolas el acontecimiento del reino de Dios, describiendo sus diver-
sos aspectos de regalo insospechado. Es la actuación del Dios de pu-
ra gracia, que posibilita una salida en medio de la situación de aporía,
sin aparente salida. Es la acción creadora de Dios, que rompe los vie-

** Cf. el apéndice «Parábolas evangélicas» en pp. 91-93.


133
jos esquemas y abre las puertas a una nueva creación, en la que rige
un orden nuevo, el de su justicia creacional, que trasciende la sitúa-
ción vieja e inviable. Se inaugura así el gran año de gracia, el año ju-
bilar permanente, de la condonación de las deudas, de la liberación de
los esclavos, del perdón, del nuevo comienzo, del nuevo pueblo. Bue-
nos ejemplos de ese tipo de parábolas son el par de parábolas del te-
soro y de la perla (Mt 13,44-46), la del siervo inmisericorde (Mt
18,23-35), la de los trabajadores en la viña (Mt 20,1-16), la de los dos
deudores perdonados (Le 7,41-43), la de la oveja perdida (Q 15,4-7),
la de la moneda perdida (Le 15,8-10), la del padre y los dos hijos (Le
15,11-32), o la del fariseo y el publicano (Le 18,10-14).
Pero ese gran don del reino de Dios exige ser acogido. Porque,
aunque tiene su origen en la acción incondicional del Dios soberano,
no es un acontecimiento de tipo automático o mágico. Para que des-
pliegue su dinamismo, hay que introducirse en él; si no, se permane-
ce fuera de su energía transformante, es decir, en la vieja situación de
aporía y de perdición. No se trata, en efecto, de una realidad que es-
té ahí, delimitada y estática, sino de un acontecimiento que despliega
su energía al ingresar en su campo de fuerza. Todas las parábolas son,
en definitiva, invitaciones a acoger ese acontecimiento y a ingresar
dentro de su ámbito liberador. La parábola de los invitados al ban-
quete (Q 14,16-24 y evangelio de Tomás 64) es paradigmática para el
resto de las parábolas.
Eso convierte las parábolas en narraciones abiertas, que deben ser
concluidas por los oyentes en su propia vida. Porque lo que hace el
acontecimiento del reino es crear una nueva situación, con nuevas po-
sibilidades de vivir la vida. Un buen número de parábolas describen
esas nuevas posibilidades de vida que se abren para aquellos que in-
gresan dentro del ámbito de la nueva justicia del reino de Dios, como,
por ejemplo, la parábola del siervo inmisericorde (Mt 18,23-35), la de
los dos deudores perdonados (Le 7,41-43), la del buen samaritano (Le
Jesús el Galileo

10,29-37), la de los asientos en el banquete (Le 14,7-11), o la del cria-


do y el amo (Le 17,7-10).
Pero la nueva justicia del reino de Dios rompe frecuentemente la
normativa y los esquemas tradicionales que han dirigido la vida has-
ta ahora. Y eso les resulta a muchos molesto y hasta escandaloso. El
acontecimiento del reino de Dios produce entonces una auténtica cri-
134 sis que puede conducir a rechazarlo e incluso a oponerse frontalmen-
te al mismo. Ése es el contexto del tono de advertencia y amenaza que
aparece en numerosas parábolas, que intentan así provocar la acogida
inaplazable del acontecimiento salvador presente, realzando la serie-
dad del momento. Así, por ejemplo, las parábolas de los arrendatarios
homicidas (Me 12,1-11), de la construcción de la casa (Q 6,47-49), de
los niños jugando en las plazas (Q 7,31-32), de la vuelta del espíritu
inmundo (Q 11,24-26), del camino hacia el juez (Q 12,57-59), de la
puerta estrecha (Q 13,24), de la puerta cerrada (Q 13,25-27), de los
invitados al banquete (Q 14,16-24), de los trabajadores en la viña, con
la protesta de los trabajadores de la primera hora (Mt 20,1-16), de la
higuera estéril (Le 13,6-9), de la preparación para la construcción de
la torre y para la guerra (Le 14,28-32), del padre y los dos hijos, con
la protesta del hijo mayor (Le 15,11-32), del administrador despedí-
do (Le 16,1-8), del rico y el mendigo Lázaro (Le 16,19-31).
Ese camino del reino de Dios que describen las parábolas refleja
el camino que tuvo que recorrer la misión de Jesús. Como se expon-
drá en el capítulo 14, la misión de Jesús en los poblados galileos se
encontró, de hecho, con el rechazo. Y fue entonces cuando se abrió
un nuevo camino, diferente del anterior, para la implantación del rei-
no de Dios. Si el proceso del reino de Dios hubiera sido algo prefija-
do en una única dirección, su encuentro con el rechazo habría signi-
ficado su total fracaso. Pero, al tratarse de un proceso abierto a varias
posibilidades, la inviabilidad de una posibilidad por razón de los con-
dicionantes de la situación histórica, lejos de señalar su final, marcó
el inicio de un nuevo e insospechado camino.

E l carácter del acontecim iento


10.3. El acontecimiento presente y futuro

La exposición anterior nos da la perspectiva para el tratamiento de la


cuestión clásica sobre si el reino de Dios proclamado por Jesús era
una realidad presente o futura. La frecuente confusión en el plantea-
miento de esta cuestión se debe a que se parte de una comprensión del
reino de Dios como un acto puntual, no como un acontecimiento en
proceso. Porque, en cuanto tal acontecimiento dinámico que se desa-
rrolla en un proceso histórico, es evidente que el reino de Dios debía
tener en su desenvolvimiento tanto una dimensión presente como una
dimensión de un amplio futuro. Encajan perfectamente dentro de ese 135
esquema las diversas afirmaciones de la tradición evangélica, que fie-
cuentemente han sido consideradas contradictorias, pero que real-
mente no lo son.

a) La conclusión innegable de todo lo expuesto a lo largo de este los


anteriores capítulos es que Jesús proclamaba y escenificaba la pre-
senda actual del acontecimiento liberador del reino de Dios, que ya
se había iniciado con el comienzo de su misión.
1) Ésa era precisamente la gran novedad de Jesús con respecto a la
misión de Juan. Lo que Juan esperaba para el futuro inmediato,
Jesús lo proclamaba como un acontecimiento ya presente. Los di-
chos de Q 7,28 y Q 16,16, citados en el capítulo 7 (p. 84), desig-
nan expresamente ese acontecimiento como «reino de Dios».
2) Algunos textos señalan expresamente la irrupción actual de ese
acontecimiento. Es bien explícito Q 11,20, que interpreta los exor-
cismos, efectuados por el poder de Dios, como signos de que el
reino de Dios ya «llegó»:
«Pero si con el dedo de Dios yo expulso los demonios, entonces
llegó a vosotros el reino de Dios».
Corresponden al sentido de este texto otros que presentan los
exorcismos y curaciones en conexión con la proclamación del rei-
no, tanto en la misión de Jesús (Mt 4,23-24; 9,35; Le 9,11) como
en la de los discípulos (Q 10,9; Le 9,1-2.6). Los exorcismos y las
curaciones, en efecto, eran escenificaciones del acontecimiento li-
berador actual del reino de Dios. También se refieren a la irrup-
ción actual del reino Me 1,15 y Q 10,9 (repetido en Le 10,11), que
proclaman que «se ha acercado», una expresión que, según se ha
expuesto en el capítulo 7 (pp. 84-85), señala la llegada en el mo-
mentó presente de algo esperado. En Me 1,15 se presenta la irrup-
Jesús e l Galilea

ción del acontecimiento-reino como el cumplimiento de la espe-


ranza que animaba la misión de Juan (cf. v. 14): «Se ha cumplido
el momento» de que lo que se esperaba esté ya ahí. En Q 10,9, la
irrupción del reino se demuestra en las curaciones.
3) De la presencia del proceso del reino habla abiertamente el fa-
moso texto de Le 17,20-21, que niega la especulación sobre su
136
«venida», porque ya «está en medio de vosotros»:
«20 Preguntado por los fariseos cuándo viene el reino de Dios,
les contestó y dijo:
- No Viene el reino de Dios con observación, 21 ni dirán: “he
aquí” o “allfporque, mirad, el reino de Dios está en medio de
vosotros».
La expresión «está en medio de vosotros», que es el signifi-
cado más probable del texto original griego, parece apuntar, en
efecto, a un proceso continuo en el presente, no a una llegada pun-
tual en el futuro.
4) Según se ha expuesto en el apartado anterior, el proceso del acón-
tecimiento del reino ya presente lo narran expresamente las pará-
bolas de la semilla que crece sola (Me 4,26-29), del grano de mos-
taza (Me 4,30-32; Q 13,18-19) y de la levadura (Q 13,20-21). Lo
mismo hay que decir de la parábola de la siembra y la cosecha
(Me 4,3-9), muy semejante a las dos primeras. El acontecimiento
del reino no sólo está en el final (árbol, cosecha, masa fermenta-
da), sino en todo el proceso, desde el comienzo hasta el final.
También a ese mismo proceso parecen referirse otras parábolas
explícitas sobre el reino, como la del trigo y la cizaña (Mt 13,24-
30), o la de la red llena de peces (Mt 13,47-50).
5) Creo que también al proceso del reino de Dios ya presente se re-
fieren otros textos que frecuentemente se interpretan en referen-
cía al reino de Dios futuro. En ese sentido entiendo las bienaven-
turanzas de Q 6,20-21:
«20 Dichosos los pobres,
porque vuestro es el reino de Dios. E l carácter d el acontecim iento
2' Dichosos los que tenéis hambre,
porque seréis saciados.
Dichosos los que os lamentáis,
porque seréis consolados».
Los futuros de la segunda y tercera bienaventuranza («seréis
saciados», «seréis consolados») no se refieren al futuro final, sino
que expresan la certeza en la realización de la declaración gene-
ral de la primera bienaventuranza a los pobres («vuestro es el rei-
no de Dios»), que ya está en marcha y que progresivamente irá al-
canzando a todo el pueblo humillado. Ese sentido es el que cua- 137
dra con toda la proclamación y escenificación de Jesús sobre la li-
beración traída por el acontecimiento del reino de Dios para los
pobres, hambrientos y afligidos, es decir, para el conjunto del
pueblo humillado. Ahí están las comidas abiertas, las curaciones,
la acogida de los marginados, que Jesús interpretaba como signos
de la presencia del reino de Dios liberador del pueblo oprimido.
Si las bienaventuranzas se refirieran al futuro final, no tendría
sentido esa amplia tradición. Del mismo tipo es el futuro de la
bienaventuranza de Mt 5,5 («dichosos los humildes, porque ellos
heredarán la tierra»), ya que la «herencia de la tierra» se está rea-
fizando en la restitución de los derechos del pueblo oprimido al
disfrute de la tierra, heredad de Dios, y de la vida en ella. De tipo
diferente, sin embargo, es la bienaventuranza para los perseguidos
en Q 6,22-23 y las bienaventuranzas propias del evangelio de
Mateo (Mt 5,7-10), ya que en ellas parece primar, sin llegar a ser
exclusivo, el tono de la espera del estadio final del reino.
En ese mismo sentido de un proceso ya presente hay que en-
tender también, en mi opinión, la petición «venga tu reino» den-
tro del Padrenuestro (Q 11,2). Porque la «venida» del reino de
Dios que se pide no se refiere a la puntual del momento final, si-
no a la implantación progresiva del acontecimiento de la libera-
ción ya en marcha, como muestran las peticiones siguientes del
«pan» para «hoy» y del «perdón de las deudas», los cuales, evi-
dentemente, son dones presentes del reino de Dios. Si se pide por
su «venida» es porque se trata de un acontecimiento no automáti-
co, sino producto de la acción libre y continua de Dios.

6) También al proceso del acontecimiento presente parecen referirse


otros muchos textos explícitos sobre el reino de Dios. De ese tipo
son los que, al estilo de Me 1,15 y Q 10,9, hablan del reino como
objeto de la proclamación y la enseñanza de Jesús (Me 4,11; Mt
Jesús el Galileo

4,23; 9,35; 13,19; 13,52; Le 4,43; 8,1; 9,11) o de los discípulos


(Mt 24,14; Le 9,2; 9,60; 9,62; 10,11). O los que lo señalan como
un don concedido a los humildes, al estilo de Q 6,20 (Me 10,14),
o a los discípulos (Mt 5,19; 8,12; 13,38; 16,19; 18,1.4; 21,43; Le
12,32). O los que hablan de él como un ámbito en el cual se está
o se puede ingresar ya actualmente, al estilo de Q 7,28 (Me
138 10,15.23-25; 12,34; Q 11,52; Mt 21,31), o como una entidad ac-
tual que determina la vida (Mt 19,12; Le 18,29). Y también seña-
lan indirectamente ese proceso presente otros textos que no em-
plean la expresión «reino de Dios», pero hablan de la presencia de
una salvación equivalente a la aportada por el acontecimiento del
reino (Me 2,19.21-22; Q 7,18-23; Q 10,23-24; Le 4,17-21).

b) Pero como se trata de un acontecimiento en proceso, el reino de


Dios desembocará en su último estadio, que significará su plenitud
definitiva. Reflejando sin duda el lenguaje jesuánico, la tradición
evangélica se refiere a ella, ante todo, con la imagen del banquete,
que escenifica bien el tono de fiesta y plenitud de vida. Así describe
ese estadio final el dicho antiguo de Me 14,25, en el que Jesús anun-
cia el banquete futuro «en el reino de Dios», en el cual va a participar
él mismo después de su muerte:
«Ciertamente os digo que ya no beberé del fruto de la vid hasta el
día aquel en que lo beba nuevo en el reino de Dios».
De un tono semejante es el dicho Q 13,28-29, que habla del ban-
quete de los congregados de oriente y de occidente con los patriarcas
«en el reino de Dios»:
«28Muchos vendrán de oriente y de occidente y se reclinarán 29con
Abrahán e Isaac y Jacob en el reino de Dios, pero vosotros seréis ex-
pulsados a la tiniebla exterior. Allí será el llanto y el rechinar de
dientes».
Esa misma tradición sobre el banquete del reino futuro está asu-
mida en otros dichos posteriores, como la parábola de las diez don-
E l carácter d el acontecim iento
celias, con la introducción «se asemejará el reino de los cielos» (Mt
25,1-13); o el dicho «dichoso quien coma pan en el reino de Dios»
(Le 14,15); o el de «no la (pascua) comeré hasta que se cumpla en el
reino de Dios» (Le 22,16); e indirectamente también en el dicho de
Le 16,23 sobre el banquete de Lázaro con Abrahán, dentro de la pa-
rábola del rico y el mendigo Lázaro, y en el de Le 22,30 sobre el ban-
quete en el reino mesiánico.
Pero también a ese estadio final del reino de Dios se refieren otros
muchos textos de tipo diverso que no emplean la imagen del banque-
te. En algunos de ellos se anuncia su «venida», como en el dicho de
Me 9,1, que habla del «reino de Dios viniendo con poder», o en el de
Le 22,18, que transforma el dicho de Me 14,25 en «hasta que el rei-
no de Dios venga». En otros se afirma que «está cerca», como en el
dicho de Le 21,31, que alarga el de Me 13,29 con la declaración «sa-
bed que el reino de Dios está cerca». Algunos dichos que advierten
sobre las condiciones para poder «entrar» en el reino de Dios pare-
cen referirse también a su estadio definitivo, como el de Me 9,47,
donde el entrar en el reino está en oposición a ser arrojado a la
gehenna y en paralelismo con «entrar en la vida» (vv. 43.45), y los de
Mt 7,21 y Mt 18,3. También se refieren al estadio último del reino de
Dios varios textos que lo presentan como objeto de la esperanza de-
finitiva, como el de Me 15,43, al decir que también José de Arimatea
«esperaba el reino de Dios»; o el de Mt 13,43, al hablar de que «en-
tonces los justos brillarán como el sol en el reino de su Padre»; o el
de Mt 25,34, al presentar la invitación a los justos en el juicio final:
«Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para voso-
tros desde la fundación del mundo».
Jesús el Galileo
L a estrategia

P arece lógico suponer que Jesús tuviera una estrategia en su pro-


yecto de implantación del acontecimiento del reino de Dios. Pero la
tradición evangélica nunca hace una exposición ordenada de ella. Con
todo, creo que se puede reconstruir con una cierta verosimilitud con-
jugando diversos datos que aporta esa tradición. A esta importante
cuestión, aunque frecuentemente olvidada por la investigación, están
dedicados los tres últimos capítulos de esta Segunda Parte del libro.
En el presente se intentará descubrir la estructura básica de esa estra-
tegia de Jesús, dejando para los dos siguientes la escenificación de la
misma en la misión itinerante y en la renovación del pueblo aldeano
galileo.

11.1. La perspectiva

a) La estrategia de Jesús estaba determinada por la perspectiva gene-


ral del acontecimiento del reino de Dios. Según lo expuesto en el ca-
pítulo 9, el reino de Dios era esencialmente un símbolo social. Sus orí-
genes en la tradición israelita habían estado en la categoría política del
Estado, y ese carácter político y social lo había conservado a lo largo
de la historia del pueblo de Israel. Su perspectiva, pues, era la existen-
L a estrategia

cia del pueblo completo en su conjunto. Lo cual revertía, por supues-


to, en la vida de los miembros del pueblo, pero no en cuanto indivi-
dúos aislados, sino precisamente en cuanto partes integrantes de él.
Ésa fue la perspectiva que Jesús asumió en su proyecto misional.
La señalaba con gran plasticidad por medio del grupo de los doce se-
guidores que le acompañaban en su misión (Me 3,14-18). Ese grupo
era el signo profético viviente del Israel total, el de las doce tribus,
que iba a ser renovado con el acontecimiento liberador que ya se ha-
bía inaugurado. Y así, en el reino mesiánico que pronto iba a instau-
rarse (p. 204) participaría ese Israel completo restaurado, a cuyo fren-
te estaría el grupo de los doce (Q 22,28.30):
«28 Vosotros, los que me habéis seguido, 30 os sentaréis sobre tro-
nos juzgando a las doce tribus de Israel».

Ése es el sentido probable de este famoso texto de la fuente Q,


muy difícil de reconstruir en su formulación original a causa de las
grandes diferencias entre el texto de Le 22,28-30 y el de Mt 19,28.
Pero, dentro de sus diferencias, tanto la formulación de Le («en mi
reino») como la de Mt («cuando se siente el hijo del hombre en el tro-
no de su gloria») apuntan al reino mesiánico, del cual iba a participar
el Israel completo renovado y en cuyo gobierno (ése parece ser el sen-
tido del verbo «juzgar») estaría, junto con Jesús, el grupo de los do-
ce, demostrando así el carácter comunitario del mesianismo.
Según eso, el proyecto de Jesús tenía por finalidad la renovación
del pueblo completo de Israel, no la formación de un grupo especial
dentro del mismo. Ésa era también la perspectiva del proyecto de
Juan. Y es probable que ésa fuera también, en sus orígenes, la pers-
pectiva de los otros movimientos de renovación de la época. Un tes-
timonio especialmente significativo, por su analogía cercana al grupo
jesuánico de los doce, es el consejo de la comunidad de Qumrán, en
el que había «doce hombres y tres sacerdotes» (Regla de la Comuni-
dad [1QS] 8,1). Lo que sucedió fue que el camino concreto que si-
guieron en su realización hizo que algunos de esos movimientos se
convirtieran en grupos sectarios, separados del resto del pueblo.

b) La tradición evangélica muestra esa misma perspectiva para toda la


misión de Jesús. Ésta tenía por objeto reunir y liberar a las «ovejas
perdidas» de Israel (Mt 10,5; 15,24), las cuales representaban a todo
el pueblo humillado y abatido, que no tenía pastor (Me 6,34; Mt
9,36). A todo ese pueblo oprimido, formado por «pobres», «ham-
brientos» y «afligidos», se le proclamaba la liberación que le llegaba
con el acontecimiento del reino de Dios, según las bienaventuranzas
de Q 6,20-21, citadas en el capítulo anterior (p. 137). También las ac-
ciones que Jesús realizaba como signos efectivos de la presencia del
reino de Dios tenían por marco la existencia del pueblo entero. Las
comidas abiertas a los pobres y marginados, las curaciones de los en-
demoniados y enfermos, el perdón de los pecadores, la acogida de los
pequeños y excluidos... eran acciones dirigidas a los representantes
del pueblo humillado, despojado de su derecho al disfrute de la tierra,
poseído por el poder de la maldad, enfermo y pecador (Me 2,17), al
que había que liberar y restaurar a la vida. No se trataba, pues, de ges-
tos de ayuda a individuos aislados, sino de restauración de los miem-
bros del pueblo perdido.
Consiguientemente, era también el pueblo en su conjunto el que
tenía que acoger el acontecimiento del reino de Dios. La decisión a la
que invitaba Jesús no estaba dirigida a individuos aislados, sino a los
miembros del pueblo, de cuyo destino eran responsables. Por eso, las
advertencias y amenazas ante el rechazo de la misión iban dirigidas
comunal y colectivamente a los poblados que no habían acogido a los
misioneros (Me 6,11; Q 10,10-12; Q 10,13-15), o a la ciudad de
Jerusalén rebelde, representante de todo el pueblo (Q 13,34-35), o a
la «generación» actual pervertida en su conjunto (Me 8,12; 8,38;
9,19; Q 7,31-35; 11,29-32; 11,49-51; Mt 12,45).

c) Como se verá en el próximo capítulo, los seguidores de Jesús que


colaboraban en su misión tampoco formaban un grupo aparte dentro
del pueblo, sino que estaban al servicio de la misión del reino de Dios
dirigida a todo él. De igual modo, los adeptos al movimiento de Jesús
dentro de los poblados no representaban un grupo aparte dentro de la
comunidad local, sino que eran el signo efectivo y el anticipo del pue-
blo completo que iba a ser renovado. Porque la finalidad de la misión
de Jesús y de sus colaboradores era la renovación del pueblo en su con-
junto. Éste era el receptor de la liberación del reino de Dios, con vistas
a formar el nuevo pueblo, estructurado como la auténtica «familia de
Dios» (pp. 174-175). Según la formulación de Le 12,32, el grupo de
los que habían acogido la misión de Jesús era el «pequeño rebaño», es
L a estra teg ia

decir, el anticipo del amplio rebaño de Israel en su totalidad.

11.2. El estadio inicial

a) La primera misión de Jesús, la más amplia cronológicamente, es-


tuvo centrada en Galilea y en las regiones de su entorno inmediato, la
Decápolis, las regiones de Tiro y Sidón y la de Cesárea de Felipe. Ése
es el ámbito geográfico que transmiten los evangelios sinópticos y
que, con toda probabilidad, hay que preferir al que presenta el evan-
gelio de Juan, ya que las particularidades del marco geográfico y ero-
nológico de este evangelio reflejan unos claros intereses teológicos.
Es más, hay indicios que justifican la hipótesis de que la tradición juá-
nica antigua coincidía básicamente con la sinóptica en cuanto a ese
doble marco geográfico y cronológico de la misión de Jesús. Habría
sido el autor de la primera edición del evangelio, redactada hacia el
año 80 d.C., el que lo transformó, introduciendo concretamente varias
estancias de Jesús en Jerusalén, con la finalidad de presentarlo como
el superador del culto y de las prácticas del judaismo, para justificar
así la existencia de los grupos juánicos expulsados de la sinagoga en
ese tiempo. De ahí la escenificación de la actividad en Jerusalén du-
rante varias fiestas judías y en polémica con el judaismo: durante tres
fiestas de pascua, durante una fiesta de las chozas y durante una fies-
ta de la dedicación. Hay que decir, además, que el dicho de la fuente
Q 13,34-35 no supone necesariamente, como en ocasiones se afirma,
una misión de Jesús en Jerusalén más frecuente y amplia que la que
presentan los sinópticos: el lamento está dirigido a Jerusalén como
capital del pueblo de Israel («tus hijos»), al cual Jesús sí había inten-
tado «congregar» una y otra vez a lo largo de toda su misión. Por otra
parte, tampoco el marco sinóptico supone necesariamente, como fre-
cuentemente se afirma, durara tan sólo en tomo a un año. Tal deduc-
ción se funda en que los sinópticos sólo hablan de una fiesta de pas-
cua, la de la muerte de Jesús. Pero el argumento no es concluyente,
porque bien pudo haber varias fiestas de pascua durante el tiempo de
la misión de Jesús, si bien no había necesidad de nombrarlas, porque
éste no acudió a ellas.
La tradición evangélica conserva probablemente también un re-
cuerdo histórico al fijar la primera misión de Jesús en los poblados,
Jesús el Galileo

con exclusión de las grandes ciudades. Los términos que se emplean


para designar los lugares de esa misión son imprecisos e incluso in-
tercambiables, pero todos ellos parecen referirse a poblados más o
menos grandes, sin alcanzar el rango de ciudad. De ese tipo, concre-
tamente, son los poblados que se nombran expresamente: Cafarnaún,
centro de la misión de Jesús (Me 1,21; 2,1; 9,33; Q 7,1; 10,15; Jn
144 2,12; 4,46; 6,17.24.59), Corozaín (Q 10,13), Betsaida (Me 6,45; 8,22;
Q 10,13), Nazaret (Q 4,16; implícitamente en Me 6,1), Naín (Le
7,11), Caná (Jn 2,1.11; 4,46). Cuando aparecen grandes ciudades
(Gerasa [Me 5,1], Tiro [Me 7,24.31], Sidón [Me 7,31], Cesárea de
Felipe [Me 7,27]), sólo se habla de la estancia de Jesús en los territo-
ríos o aldeas dependientes de ellas.
Coincide con ese dato el chocante silencio de la tradición evan-
gélica sobre las dos grandes ciudades que estaban dentro de la zona
de misión de Jesús y que fueron sucesivamente capitales de la tetrar-
quía de Herodes Antipas. La primera es Séforis, que tan sólo distaba
unos seis kilómetros de Nazaret y que fue arrasada el año 4 a.C., pe-
ro que fue reconstruida y convertida en capital de la tetrarquía hasta
la década de los años 20 d.C. Fue sustituida entonces en su rango de
capital por Tiberías, construida en ese tiempo por Antipas en la ribe-
ra occidental del lago de Galilea, a sólo 16 kilómetros aproximada-
mente de Cafamaún, y que en los evangelios sólo se menciona en Jn
6,1.23; 21,1, pero no como lugar de la actuación de Jesús. No parece
verosímil que la exclusión de estas dos ciudades de la actividad mi-
sional de Jesús fuera algo casual. Tuvo que tratarse, más bien, de al-
go intencionado y conforme con la estrategia del proyecto de Jesús.
Esto se agudizaría en el caso de que supongamos, como algunos lo
hacen, un contacto estrecho de Jesús con esas dos ciudades antes de
iniciar su misión, en las que habría ejercido su oficio de constructor.
Ese ámbito misional aldeano está perfectamente reflejado en la
tradición evangélica, cuyo tono general remite, como suelo original
suyo, al ambiente y la vida de las aldeas. En las pocas ocasiones en
que hace referencia a la vida urbana de las ciudades, lo hace más bien
en un tono negativo, para señalar su contraste con la vida en los po-
blados. Detrás se descubre la típica vida aldeana, con el reducido
mundo laboral y social de una pequeña comunidad con una cierta au-
tonomía, pero que también tenía contactos con el mundo laboral, co-
mercial y social de las ciudades cercanas, adonde había que acudir en
L a e stra teg ia

ocasiones, por ejemplo para intercambiar productos, para buscar de


trabajo ocasional o incluso más estable, para solucionar conflictos an-
te el juez, cuyo proceso podía concluir con el encarcelamiento (Q
12,58-59), para pedir algún préstamo a los ricos prestamistas, fre-
cuentemente usureros, con todos los problemas de endeudamiento
consiguientes... Es lógico que esos contactos con la vida urbana, cau-
sa de frecuentes humillaciones y dolores, provocaran en los habitan-
tes de los poblados desconfianza y oposición frente a las ciudades.
Ese es, precisamente, el ambiente que refleja la tradición evangélica.
Su base es la vida de las aldeas, pero sin excluir la referencia a la vi-
da urbana, normalmente en un tono negativo.
b) Resulta difícil aceptar que ese ámbito geográfico de la misión de
Jesús fuera algo simplemente casual. Más lógico parece pensar que
formaba parte de la estrategia de Jesús para la implantación del reino
de Dios. Se aborda así una cuestión que no suele ser planteada en la
investigación, pero que sí hay que plantear, para intentar darle una
respuesta congruente con el conjunto de la misión de Jesús. Si no,
quedaría sin explicar un dato histórico muy importante de ella. Todo
parece apuntar a que Jesús pensaba que el camino de la renovación
del pueblo de Israel debía tener como primer estadio la transforma-
ción de la población que habitaba en las aldeas. Su comienzo por las
aldeas de Galilea y de las regiones de su entorno estaba bien justifi-
cado, ya que ése era el ámbito geográfico donde él vivía. La tradición
evangélica no indica las razones que pudo tener Jesús para esa estra-
tegia en su proyecto del reino de Dios. Pero creo que se pueden infe-
rir desde un doble polo: por una parte, desde el carácter liberador que
tenía el acontecimiento del reino y, por otra, desde la estructura y si-
tuación de las aldeas galileas y del entorno.
Una primera razón hay que buscarla, a mi parecer, en el hecho de
que Jesús veía la base de Israel, no en el pueblo de las ciudades,
sino en el de las aldeas, donde descubría él la estructura funda-
mental del pueblo ancestral de las doce tribus que tenía que ser re-
novado, tanto en la dimensión social, económica y política, como
en la dimensión cultural y religiosa. Era efectivamente en ese pue-
blo aldeano donde, al parecer, se conservaba mejor la tradición
cultural y religiosa del Israel ancestral, mientras que en las ciuda-
des esa tradición estaba inmersa en el típico sincretismo cultural
Jesús el Galileo

y religioso helenista. Incluso cabría inferir que esa tradición cul-


tural y religiosa de los poblados, la llamada «pequeña tradición»,
era más pura en muchos aspectos que la misma tradición oficial,
la llamada «gran tradición», defendida por el estamento dirigente
y sus colaboradores. Porque estos últimos la habrían acomodado
e interpretado conforme a sus propios intereses, muchas veces en
146 contra de las necesidades del pueblo humilde.
Ahí radicarían, en gran medida, las típicas diferencias entre el
judaismo de Galilea y el de Judea. Normalmente, esas diferencias
se interpretan como desviaciones laxas del judaismo galileo con
respecto a la tradición ortodoxa israelita. Pero quizá se trataría
fundamentalmente, aunque no exclusivamente, de las diferencias
entre la «pequeña tradición», conservada en los poblados galileos
y en su sentido profundo más auténtica, y la «gran tradición» ofi-
cial, sistematizada e interpretada conforme a los intereses del es-
tamento dirigente jerosolimitano e implantada en la región de
Judea, controlada más de cerca por él. Fue probablemente en esa
tradición ancestral israelita, conservada en los poblados galileos,
en la que Jesús se apoyó para su crítica de la praxis e interpreta-
ción defendidas por la tradición oficial del estamento dirigente y
sus secuaces.
La estrategia de Jesús parece congruente con ese contexto. Si
el acontecimiento del reino de Dios iba a significar la renovación
del pueblo de Israel conforme a sus raíces más originales y pro-
fundas, el camino más adecuado para iniciar esa renovación de-
bía ser precisamente el pueblo aldeano. Porque era en la pobla-
ción de las aldeas galileas donde aparecía con más claridad la ba-
se del Israel ancestral. Y así, la renovación de esa parte esencial
del pueblo israelita significaría el punto de apoyo para poder con-
seguir la renovación del resto del pueblo, incluido el que vivía en
las ciudades de Palestina y de la diáspora.

2) La segunda razón es una especificación de la dimensión libera-


dora implícita ya en la razón anterior. Porque era en esa población
de las aldeas donde estaba también la base del pueblo de Israel
humillado y oprimido. Es muy probable que la política centrali-
zadora del gobierno de Antipas y sus obras de reconstrucción de
Séforis y construcción de Tiberías, que tuvieron que implicar un
L a estrategia

gran incremento de cargas e impuestos, contribuyeran a agudizar


cada vez más el empobrecimiento y endeudamiento de la pobla-
ción rural, incrementando así el paso de la propiedad de las tierras
de los campesinos a las manos de los grandes terratenientes, que
vivían en las ciudades. La población aldeana representaba, pues,
al auténtico pueblo de Israel pobre y desheredado, el despojado de
su derecho al disfrute de la tierra que Dios le había dado en here- 147
dad. En ese pueblo de las aldeas estaba representado el Israel en-
fermo y endemoniado, es decir, el dominado por los poderes es-
clavizadores que le sometían a una vida degradada, indigna de un
pueblo libre elegido por el Dios de la liberación. Él era, en defi-
nitiva, el pueblo que sufría los efectos de la maldad desencadena-
da por el pecado y al que había que liberar.
En contraste con las aldeas estaban las ciudades, donde viví-
an quienes detentaban el poder opresor, junto con sus diversos co-
laboradores. Esto no quiere decir que en las ciudades no hubiera
un amplísimo estrato de gente pobre. Pero, dentro de la perspec-
tiva colectiva, la ciudad era la representante del estamento domi-
nador de los dirigentes, de los terratenientes y de todos sus cola-
boradores. No era ese estamento el representante del pueblo an-
cestral de Israel, sino precisamente su opresor, porque era básica-
mente el causante de la miseria que sufrían las familias de los pe-
queños poblados, por razón de los múltiples impuestos, de las
obligaciones económicas y de las regulaciones centralizadoras y
esquilmantes que aquél les imponía.
Hay que señalar que entre esos colaboradores del estamento
dominador estaban los letrados o juristas y los fariseos. Así pare-
ce caracterizarlos la tradición evangélica antigua, que frecuente-
mente los relaciona entre sí. Los presenta como los guardianes de
la tradición oficial, la «gran tradición», que interpretaban desde la
perspectiva e intereses del estamento dominador. Su centro fun-
damental estaba, al parecer, en Jerusalén, lo cual no excluía su in-
flujo en Galilea. De hecho, la tradición evangélica hace referencia
expresa a la colaboración de los fariseos con la corte de Herodes
Antipas, al conexionarlos con ese soberano y con sus partidarios
y colaboradores, los «herodianos» (Me 3,6; 8,15; 12,13). En ese
mismo sentido creo que hay que entender también el texto de Le
13,31-33, a pesar de la frecuente opinión contraria:
Jesús el Galileo

«31 En aquella hora se acercaron algunos fariseos diciéndole:


- Sal y márchate de aquí, porque Herodes quiere matarte.
32 Y les dijo:
- Id a decir a ese zorro: “Mira, expulso demonios y realizo
curaciones hoy y mañana, y al tercer día estoy cumplido. 33 Sin
embargo, es necesario que hoy y mañana y pasado siga adelante,
148 porque no es posible que un profeta perezca fuera de Jerusalén”».
El aviso de los fariseos a Jesús sobre las intenciones hostiles
de Antipas no es, como normalmente se supone, un consejo dado
por simpatía hacia Jesús, sino una amenaza directa de Antipas en-
viada por medio de sus emisarios, los fariseos, que tendrían que
llevar al soberano la repuesta -nada complaciente, por cierto- de
Jesús. Detrás de toda esa tradición antigua sobre los fariseos y le-
irados está, a mi entender, un núcleo histórico del judaismo pa-
lestino del tiempo de Jesús. Con todo, hay que tener en cuenta que
en algunos textos posteriores de los evangelios (de Mateo, Lucas
y Juan), lo mismo que de otros escritos del Nuevo Testamento, las
noticias sobre los fariseos parecen reflejar la situación del judaís-
mo posterior al año 70 d.C., en el que la corriente farisea se im-
puso como la dominante y normativa.
Dentro de este contexto, parece lógico pensar que la implan-
tación del reino de Dios, si es que quería ser noticia y acción de
esperanza para el Israel oprimido, tenía que comenzar allí donde
se encontraba la base de ese pueblo humillado: los poblados. Esa
fue precisamente la estrategia misional de Jesús, que, obviamen-
te, distaba mucho de la estrategia del poder o del influjo de los es-
tamentos socialmente influyentes, porque, en tal caso, debería ha-
ber comenzado su misión por las ciudades. Se trataba, más bien,
de la estrategia del encuentro directo con el pueblo perdido, que
necesitaba la sanación y la renovación de su existencia miserable.

11.3. El estadio final

Pero, según se ha indicado ya en el primer apartado de este capítulo,


en la perspectiva final del proyecto misional de Jesús estaba la reno-
vación de todo el pueblo de Israel. La transformación del pueblo de
L a estrategia

las aldeas de Galilea y de su entorno tenía que ser, pues, tan sólo el
primer estadio de un proceso que debía concluir en un estadio final
que alcanzaría a la totalidad del pueblo de Israel. Pero el hecho es que
ese estadio final nunca llegó a iniciarse durante la primera misión de
Jesús. Y ello, por una simple razón: porque ni siquiera el primer esta-
dio del proyecto, el de la renovación de los poblados de Galilea, pu-
do concluirse, debido al rechazo con que se encontró la misión de
Jesús en esa región. Por eso, los contornos de ese estadio final pro-
yectado por Jesús no están perfilados en la tradición evangélica. Más
bien, hay que inferirlos a partir de algunas indicaciones que parecen
apuntar a la lógica del proyecto general de Jesús y, sobre todo, a par-
tir de su última misión, en la cual sí se inició la realización de ese es-
tadio final, aunque tampoco entonces se llegó a concluir, según se ve-
rá en los capítulos 14-17. En este momento se adelantan en esquema
los resultados de la exposición que se hará en esos capítulos de la
Tercera Parte, para poder tener así una visión de conjunto de todo el
proceso del proyecto global que animaba la misión galilea de Jesús.

a) Todo apunta a que la lógica del proyecto de Jesús calculaba que la


implantación del reino de Dios en las aldeas de Galilea y del entorno
desencadenaría un proceso imparable, que conduciría a su implanta-
ción en todo el pueblo de Israel desde Jerusalén, el centro referencial
del mismo, tanto para los israelitas de Palestina como para los de la
diáspora. Se efectuaría entonces la renovación del Israel total de las
doce tribus. Ello equivaldría al fin definitivo del exilio, con el pueblo
completo disfrutando del don de la heredad a él otorgada por el Señor
de la tierra. También ésta experimentaría entonces una transforma-
ción, para acoger al Israel transformado. Esa sería la época de la re-
novación de todas las instituciones del pueblo de la alianza. Como
centro configurador de las mismas, surgiría un nuevo templo en con-
formidad con los nuevos principios del reino de Dios, después de la
destrucción del actual, mercantilizado y determinado por los intereses
y el dominio opresor del estamento dirigente de los sacerdotes y sus
colaboradores.
Esa renovación del pueblo completo tenía que incluir, lógicamen-
te, la participación en ella de todos los antepasados muertos, a cuya
cabeza debían estar los patriarcas. Lo cual significa que debía efec-
tuarse la resurrección de esos antepasados del pueblo, un motivo per-
Jesús el Galileo

teneciente ya a la esperanza tradicional israelita. De la resurrección


de los muertos se habla expresamente en Me 12,18-27, un texto muy
elaborado, pero que probablemente se funda en un núcleo auténtico
jesuánico. De ella se habla también expresamente en otros dichos de
Jesús de la tradición evangélica posterior (Le 14,14; Jn 5,28-29;
6,39.40.44.54). Además, está implícita en varios textos de la tradición
150 antigua, como es el dicho de Q 13,28-29, que habla del banquete fi-
nal con los patriarcas; o el dicho de Me 14,25, que anuncia el ban-
quete definitivo en el reino Dios, en el que participará Jesús después
de su muerte; y también los textos referentes al juicio (Q 10,10-15; Q
11,31-32; Me 9,43-47; Mt 25,31-46). Conviene señalar que, en con-
formidad con la esperanza israelita, ese motivo de la resurrección no
apuntaba para nada a una salvación en un mundo celeste, sino exac-
tamente a la vida plena en este mundo renovado. La referencia a la
existencia semejante a la angélica en el texto de Me 12,25 no señala
una vida en el mundo celeste, sino la transformación de esta existen-
cia actual en una existencia gloriosa. Se asumía así un motivo tópico
en la apocalíptica judía sobre la transformación definitiva (1 Henoc
104,1-6; Daniel 12,1-3; 4 Esdras 7,97.125; 2 Baruc 51). Según se in-
dicará en el capítulo 17, en ese motivo jesuánico de la resurrección de
los antepasados de Israel se apoyó el mapa de la esperanza del cris-
tianismo antiguo para afirmar la resurrección de todos los miembros
del nuevo pueblo mesiánico, el nuevo «Israel de Dios» (Gálatas 6,16),
cuando el mesías exaltado apareciera en esta tierra para iniciar el rei-
no mesiánico esplendoroso, en el cual iba a participar la comunidad
mesiánica al completo (1 Tesalonicenses 4,13-17; 1 Corintios 15,23-
28; 2 Corintios 4,14).
Queda por indicar un aspecto importante de ese estadio final del
proyecto de Jesús. Según se expondrá detenidamente en el capítulo
15, Jesús proyectaba como mediación fundamental para la restaura-
ción definitiva del Israel completo la instauración de un nuevo reino
mesiánico. Eso cuadraba perfectamente con el centro geográfico de
ese estadio final, Jerusalén, la capital tradicional del soberano israeli-
ta y también del mesías rey en la esperanza judía. Así se explicaría la
trama mesiánica regia que, según la exposición de los capítulos 8 (pp.
103-104) y 15, aparece en una amplia tradición evangélica, y que de
ningún modo estaría en contradicción con la trama mesiánica profé-
tica, sino que sería la profundización de ésta en ese estadio final y de-
L a estrategia

cisivo de la implantación del reino de Dios según la estrategia pro-


yectada por Jesús.

b) Según el proyecto de Jesús, la renovación del pueblo completo de


Israel sería el camino para la transformación de todos los pueblos
gentiles, que ingresarían también en el ámbito salvífico del reino de
Dios. Entonces surgiría la comunión de todos los pueblos de la tierra 151
para formar la auténtica humanidad querida por Dios. Jesús asumía
ahí una dimensión importante de la esperanza judía, según la cual el
pueblo de Israel iba a ser medio de salvación para el resto de los pue-
blos. Esa esperanza expresaba el sentido salvador universalista que
Israel tenía de su elección divina como pueblo sagrado. Esa profunda
autoconciencia de Israel estuvo presente a lo largo de toda su histo-
ria, aunque en ocasiones había quedado velada por la tendencia a la
revancha y a la exclusión, efecto de su larga y dura experiencia de
opresión por las sucesivas potencias gentiles.
Es verdad que, en conformidad con su estrategia, la misión de
Jesús estuvo centrada en el pueblo de Israel. Pero ello no excluía con-
tactos esporádicos con gentiles e incluso acciones de liberación efec-
tuadas en favor de éstos, según testifica la tradición evangélica (Me
5,1-20; Me 7,24-30; Q 7,1-10 / Jn 4,46-54; Jn 12,20-22). A pesar de
su tendencia etiológica o justificativa del movimiento cristiano, creo
que en la base de esos textos de los evangelios sinópticos y de Jn
4,46-54 existe un núcleo jesuánico. Eso mismo refleja el texto lucano
de Le 4,25-27, al comparar la actividad de Jesús con la de los profe-
tas Elias y Elíseo, que, según la tradición israelita, también efectúa-
ron acciones liberadoras en favor de gentiles. De un tono semejante
son los textos referentes a los samaritanos (Le 10,30-37; Le 17,12-19;
Jn 4,4-43).
Es lógico que Jesús interpretara esas acciones liberadoras en favor
de gentiles como signos proféticos del estadio final de realización del
reino de Dios, en el cual iban a participar todos los pueblos de la tie-
rra. Ésa es la esperanza expresada en el dicho de la fuente Q 13,28-29:
«28 Muchos vendrán de oriente y occidente y se reclinarán 29 con
Abrahán e Isaac y Jacob en el reino de Dios, pero vosotros seréis ex-
pulsados a la tiniebla exterior. Allí será el llanto y el rechinar de
dientes».
Jesús e l Galileo

Este texto asume la tradición de la esperanza israelita sobre la


congregación de todos los pueblos en torno al Israel restaurado, que
en ocasiones aparece en conexión con el retomo de los israelitas exi-
liados a su tierra (Isaías 2,2-5; 25,6-8; 51,4-6; 55,3-5; 56,3-8; 60,1-
16; 66,18-23; Jeremías 3,17; Miqueas 4,1-4; Zacarías 8,20-23; 14,16;
Tobías 13,11; 14,6-7; Salmos de Salomón 17,31-34). No me parece
152 adecuada, pues, la interpretación del texto en referencia exclusiva al
retomo de los judíos dispersos. De hecho, el texto de Mt 8,11-12 in-
terpretó el dicho original de Q en clara referencia a los pueblos gen-
tiles, pues lo coloca dentro del relato de la curación del siervo del cen-
turión (Mt 8,5-13). Pero también la estructura y el lenguaje del dicho,
quizá mejor conservados en general en el texto de Mt, apuntan a los
pueblos gentiles. Confirman este sentido los textos de la tradición
evangélica antigua que presentan a los pueblos gentiles como con-
traste o como acusadores de los judíos rebeldes en el juicio (Q 10,12-
14; Q 11,31-32).
Una esperanza semejante, referida al reino mesiánico, la expresa
el dicho de Me 11,17, citando a Isaías 56,7, un texto que estaba den-
tro de la tradición israelita sobre la acogida de extranjeros en el pue-
blo de Israel: «Mi casa será llamada casa de oración para todos los
pueblos». Dentro de la lógica del reino mesiánico sobre el Israel com-
pleto restaurado y, por su medio, sobre todos los pueblos, el dicho
apuntaba a una dimensión fundamental del nuevo templo en ese rei-
no mesiánico, que estaría abierto también a los gentiles.
En ese núcleo jesuánico, que está en la base de esa tradición evan-
gélica, se apoyó probablemente la corriente helenista del cristianismo
antiguo, ya desde los mismos comienzos, para acoger a los gentiles
dentro de sus comunidades y abrir a ellos su misión. Afirmaba así el
carácter universalista de la nueva época mesiánica inaugurada con el
acontecimiento pascual, pero al que ya tendía la misión de Jesús. En
esa dirección parece ir, concretamente, el evangelio más antiguo, el
de Marcos, que puede caracterizarse como una gran obra etiológica,
fundada en la misión de Jesús, de las comunidades cristianas abiertas
a los gentiles, probablemente de las regiones de Galilea y del sur de
Siria, que era precisamente el ámbito ampliado de la misión histórica
de Jesús. Así especialmente la sección de Me 7,1-8,26, que presenta
la superación de las prácticas del judaismo y los contactos con el
mundo gentil; y así también los textos significativos de Me 11,17, so-
L a estrategia

bre el nuevo templo como casa de oración «para todos los pueblos»,
Me 13,10, que declara la proclamación del evangelio «a todos los
pueblos», y Me 15,38-39, al hablar de la rasgadura del velo del tem-
pío y de la confesión del centurión.

c) La culminación de todo el proceso de realización del reino de Dios


proyectado por Jesús sería la época de la gran paz y de la plenitud de 153
vida, de la que disfrutarían juntos Israel y todos los pueblos de la tie-
rra ya renovados, configurando así la nueva humanidad pacificada.
Según se expuso en el capítulo 10 (p. 139), Jesús describía esa época
final con la imagen, ya tradicional en la esperanza israelita, del gran
banquete de la fiesta definitiva (Me 14,25; Q 13,28-29; Mt 25,1-13;
Le 14,15; 16,23; 22,16; 22,30). Signos proféticos del mismo eran las
comidas abiertas que Jesús celebraba durante su misión.
Jesús el Galileo

154
L a escenificación
m isional

12.1. La misión itinerante

a) Ya se indicó en el capítulo 7 (p. 87) que el cambio de escenario


temporal y geográfico en la misión de Jesús con respecto a la de Juan
exigía también un cambio en cuanto al método misional. No se trata-
ba ya del tiempo preparatorio en el desierto, sino del tiempo del acón-
tecimiento salvífico en la tierra donde habitaba el pueblo de Israel.
Éste, pues, ya no tenía que acudir al desierto, como en el caso de la
misión de Juan, sino que eran ahora los agentes del reino de Dios
(Jesús y sus colaboradores) quienes tenían que recorrer la tierra en la
que el pueblo habitaba. Ésa era la razón por la que la implantación del
reino de Dios en los poblados de Galilea y del entorno comportaba
una misión itinerante a lo largo de los mismos.
Según la tradición evangélica sinóptica y juánica, Jesús eligió co-
mo centro de su misión el poblado de Cafarnaún (Me 1,21; 2,1; 9,33;
Q 7,1; 10,15; Jn 2,12; 4,46; 6,17.24.59). Pero nada se indica sobre las
razones de esa elección. El texto de Mt 4,13-18 es una reflexión exe- L a escenificación m isio n a l

gética del autor de ese evangelio y, además, tampoco justifica exacta-


mente esa elección. Quizá el abandono de Nazaret se debiera al re-
chazo que Jesús encontró allí (Me 6,1 -6), aunque tampoco eso expli-
ca la elección de Cafarnaún. Lo que sí puede decirse es que esa elec-
ción era bastante adecuada, dado que ese poblado fronterizo y a la
orilla del lago podía convertirse en un centro misional estupendo,
aparte de que allí se encontraba la casa de los colaboradores misio-
nales Pedro y Andrés (Me 1,29), que podía brindar alojamiento. Pero
quizá detrás hubo algunas otras razones desconocidas para nosotros.
Desde Cafarnaún, Jesús y sus colaboradores hacían sus recorrí-
dos misionales por los poblados galileos y los de las regiones del en- 155
torno. Las indicaciones sobre esos movimientos misionales son muy
numerosas. Un lugar frecuente de encuentro con la gente fue, al pa-
recer, la sinagoga, donde se congregaba el pueblo, y no sólo para fi-
nes estrictamente religiosos (Me 1,21-28; 1,39; 3,1-5; 6,2-6; Mt 9,35;
Le 4,15; 13,10; Jn 6,59; 18,20). También las casas privadas, con to-
das sus conexiones, desempeñaron un papel importante en la misión,
ya que la amplia referencia a ellas en la tradición evangélica apunta,
probablemente, a un núcleo histórico de la misión de Jesús y de sus
colaboradores (Me 1,29-31; 2,1-12; 2,15-17; 3,20; 6,10; 7,17-23;
7,24-29; 9,28-29, 9,33-50; 10,10-16; Q 10,5-7; Le 7,36-49; 10,38-42;
11,37; 14,1-24; 19,5-10). Pero lugares de encuentro podían ser tam-
bién las calles y plazas de las aldeas, e incluso el descampado. Sobre
todos esos lugares hay testimonios abundantes en la tradición evan-
gélica. A diferencia de lo que sucedía con los maestros oficiales, la
misión de Jesús no estaba ligada a un lugar fijo. Su escenario era, más
bien, la tierra entera en donde habitaba el pueblo.
Ese nuevo escenario misional quedaba perfectamente reflejado en
toda la proclamación y actuación de Jesús. Lo demuestran sus pará-
bolas e imágenes, en las que la tierra y la vida en ella se convertían
en parábola del Dios creador y liberador. Lo demuestran también sus
comidas, abiertas a todo el pueblo necesitado y marginado, ya que
eran signos efectivos del nuevo pueblo que estaba surgiendo con el
acontecimiento salvífico de aquel que era el dueño de la tierra. Lo de-
muestran igualmente sus curaciones de los enfermos y excluidos de
la vida, pues eran signos de la nueva humanidad transformada por la
acción del Señor de la vida. Ese escenario de la tierra, heredad de
Dios, quedaba bien patente en el talante celebrativo de Jesús, muy
distinto del de Juan, el profeta del desierto.

b) Queda así marcado el sentido de la itinerancia misional. Ésta no te-


nía entidad propia, sino que estaba en función de la misión dirigida al
pueblo que habitaba en la heredad de Dios. No eran, pues, los misio-
ñeros itinerantes los que ocupaban el centro de referencia, sino preci-
sámente el pueblo sedentario, beneficiario del acontecimiento trans-
formador del reino de Dios. Los misioneros eran sólo los «obreros» (Q
10,2.7) de ese acontecimiento al servicio de ese pueblo de la tierra.
Esta función básica de la misión itinerante da la perspectiva adecuada
para precisar algunos aspectos del proyecto de Jesús que no siempre
han sido valorados adecuadamente en algún tipo de investigación, fun-
dada en la ya clásica hipótesis del «carismatismo itinerante».
Lo que Jesús intentaba con su misión no era, ciertamente, un mo-
vimiento itinerante, de abandono de la vida sedentaria de los pobla-
dos, sino precisamente la renovación de ésta. El seguimiento de Jesús
por parte de la gente, incluso fuera de las aldeas, del que habla la tra-
dición evangélica (Me 2,13; 3,7; 4,1; 6,34; 8,1; 9,14), no hay que en-
tenderlo como un movimiento de abandono de la vida en los pobla-
dos, sino como efecto de la misión en ellos, ya que ésta intentaba ere-
ar una comunión supralocal entre la población aldeana.
Tampoco los misioneros itinerantes, con Jesús a la cabeza, for-
maban un grupo especial receptor del reino de Dios, sino un grupo
misional servidor del mismo. Es inadecuada, pues, la distinción en
ese sentido entre los «seguidores» itinerantes, que configurarían el
grupo de primer rango, el que habría acogido el acontecimiento del
reino de Dios en su radicalidad, y los «simpatizantes» o «adeptos»
sedentarios, que formarían el grupo de segundo rango, el que no ha-
bría llegado a ese compromiso radical. Porque el centro de referencia
del acontecimiento del reino de Dios no era el grupo de los seguido-
res itinerantes, sino el pueblo que habitaba en las aldeas, a cuyo ser-
vicio estaba la misión de esos itinerantes.
En consecuencia, la itinerancia de los misioneros no era ningún
signo de denuncia social, ni de autoestigmatización o automargina-
ción, ni tampoco de un estilo de vida especial que comportaría un ra-
dicalismo ejemplar, una existencia a la intemperie, una pobreza ex-
trema y un desarraigo familiar y social, en pretendido contraste con
el estilo de vida sedentario. Su función y su sentido no iban en la di- L a escenificación m isio n a l
rección de marcar ningún radicalismo de comportamiento marginal
antisocial o anticultural, supuesto signo de la radicalidad del reino de
Dios, sino que iban exactamente en la dirección del servicio al pue-
blo de la tierra, que sí tenía que renovarse desde las exigencias de la
alianza del Dios soberano.

c) Ello no significa, claro está, que la vida de itinerancia de Jesús y


sus colaboradores misionales no tuviera como consecuencia frecuen-
tes experiencias de indigencia y de marginación, como las tenía la
existencia de cualquier itinerante. Las tuvo también, concretamente,
la vida del misionero itinerante Pablo, como testifican sus «listas de 157
calamidades» (1 Corintios 4 , 9 2 ;13‫ ־‬Corintios 4,8-9; 6,4-10; 11,23-
33; 12,10; Romanos 8,35-36). Pero ésas eran exigencias del servicio
misional, no de un estilo intencionado de vida radical (Q 9,57-58).
Así, el equipamiento elemental y la falta de provisiones en los
viajes de los misioneros no se debían a su talante ascético radical, si-
no a que iban a encontrar cobijo y sustento en los poblados que visi-
taban (Me 6,8-10; Q 10,4-9). Las variantes sobre el equipaje entre ese
texto de Marcos y el de la fuente Q indican claramente que no se tra-
taba de un signo distintivo fijo, con una normativa precisa. Lo que ese
comportamiento señalaba era, más bien, la despreocupación de los
misioneros itinerantes con respecto a los preparativos para sus viajes
por las aldeas, no distantes entre sí, en las que habitaba gente pobre
como ellos y que les iba a dar lo necesario para la subsistencia, como
«obreros» que eran del reino de Dios.
Tampoco el abandono de casa, familia y profesión era un signo de
su talante radical antifamiliar o antisocial, sino exactamente una exi-
gencia de la misión (Me 1,16-20; 2,14; 10,28-30; Q 9,59-60; Le 5,4-
11; 9,61-62). Muy probablemente, se trataba sólo de un abandono
temporal más o menos largo, según las exigencias de la actividad mi-
sional. Al menos ése fue el caso de Pedro y Andrés, cuya casa en
Cafarnaún fue el centro de la misión, a la cual volvían los misioneros
después de sus recorridos por los poblados (Me 1,29; 2,1; 9,33; cf. Q
7,1). Tampoco el abandono de la familia fue algo definitivo para el ca-
so de Pedro, porque 1 Corintios 9,5 habla de que iba acompañado de
su mujer en la misión. Que ese abandono no significaba un talante an-
tifamiliar o antisocial, absolutamente a la intemperie, lo muestra la
acogida de los misioneros en las casas y la promesa a los misioneros
itinerantes, muy alejada de un tono antisocial, de ganancia en casas,
familias y campos (Me 10,30), ya que estaba surgiendo la nueva y
amplia familia de Dios (Me 3,34-35). Según eso, el texto de Q 9,59-
60 y su alargamiento en Le 9,61-62 hay que entenderlos como hipér-
Jesús el Galileo

boles imaginativas, bien realzadas por las imágenes del entierro de los
muertos por parte de los muertos y de la mirada atrás del que ara, pa-
ra señalar la urgencia de la misión del reino. El mismo tono de ur-
gencia de la misión, y no un talante antisocial, refleja la prohibición
a los misioneros de «saludar» en sus viajes (Q 10,4), ya que el «salu-
do» (quizá se refiere a visitar a familiares y amigos, lo cual podía lie-
var mucho tiempo) retrasaría la misión urgente.
Por otra parte, según se verá en el próximo capítulo, las instruc-
ciones de tono radical, que en ocasiones se interpretan como dirigidas
exclusivamente al grupo misionero itinerante, tenían más bien por
destinatario al pueblo sedentario en su conjunto. La eliminación del
agobio por el sustento y el vestido (Q 12,22-31), el abandono de las
riquezas (Me 10,17-22; Q 12,33-34; 16,13), la superación de los la-
zos familiares cerrados y excluyentes (Me 3,31-34; Q 14,26; cf.
Q 12,51-53), la eliminación del afán de seguridad y de ganar la vida
(Me 8,34-37; Q 14,27; 17,33), la renuncia a la venganza y a los pro-
pios derechos, el amor a los enemigos y el perdón incondicional
(Q 6,27-36; 17,3-4; Mt 18,23-35)... no eran exigencias exclusivas pa-
ra el grupo de los seguidores itinerantes, sino para todo el pueblo, al
que el acontecimiento del reino estaba transformando en el auténtico
pueblo del Dios de la alianza. Además, ninguna de esas exigencias re-
fleja tampoco un tono ascético, sino más bien un talante de celebra-
ción gozosa y confiada del Dios liberador del pueblo humillado.

12.2. Los profetas del reino

a) Jesús era el agente principal de la misión. Según se expuso en el


capítulo 8, su función hay que definirla desde el reino de Dios, a cu-
yo servicio estaba toda su misión. Él era el agente mesiánico de ese
acontecimiento liberador definitivo. Para autodesignarse como tal,
Jesús empleaba su típica expresión «el hijo del hombre», con la que
señalaba al mismo tiempo su autoridad y su reserva. Porque lo deci-
sivo no era su persona, sino el acontecimiento del reino de Dios, a cu- L a escenificación m isio n a l
yo servicio estaba.
En correspondencia con ello, la función de Jesús abarcaba todas
las dimensiones del acontecimiento del reino de Dios. Pero todo
apunta a que el modelo mesiánico profético fue el que determinó la
etapa primera de su misión. Como una figura profética aparecía ante
la opinión de la gente (Me 6,14-16; 8,27-28; Mt 21,11.46; Le 7,16.39;
Jn 4,19; 6,14; 7,40.52; 9,17). Y también así se presentaba en ocasio-
nes él mismo (Me 6,4; Q 11,29-30; 13,34; Le 4,17-21.24-27; 13,32-
33; Jn 4,44), aunque señalando su categoría de profeta definitivo, ma-
yor que Jonás (Q 11,32), es decir, de escenificador de la época espe-
rada de la salvación (Q 7,18-23). Al igual que en el caso de Juan 159
Bautista, no se trataba de un profeta exclusivamente proclamador, si-
no también realizador de signos. Él era el profeta proclamador y es-
cenificador del acontecimiento esperado, con el que Dios liberaba de-
finitivamente al pueblo humillado de Israel.

b) Pero la amplia misión no podía ser labor de uno solo; por eso, Jesús
escogió a unos colaboradores para esa tarea misional. Así presentan
a los acompañantes de Jesús numerosos textos evangélicos que, sin
duda, conservan un recuerdo histórico, ya que sus noticias y su tono
general concuerdan perfectamente con la práctica misional de Jesús.
Éste no actuó solo en su misión, sino que eligió a otras personas pa-
ra que, junto con él y en dependencia suya, fueran los obreros del rei-
no en la gran pesca y en la gran recolección de la cosecha de Dios,
que era el pueblo disperso por las aldeas, representante de todo el
pueblo disperso de Israel.
La función de esos acompañantes de Jesús la señalan con claridad
los relatos de su elección. La tradición antigua es atestiguada por el
evangelio de Marcos (Me 1,16-20; 2,14; 3,13-15). Los otros textos
paralelos tienen un carácter especial. El texto de Le 5,4-11 es una va-
ríante lucana del relato de Me 1,16-20, sirviéndose del motivo sim-
bólico misional de la pesca milagrosa, el mismo que aparece en el re-
lato de aparición pascual en Jn 21,1-14. El relato de Jn 1,35-51 es, co-
mo se ha visto en el capítulo 5 (p. 68), una narración especial que re-
fleja la historia de los grupos juánicos, no la de Jesús. Y originaria-
mente las escenas de Q 9,57-60, al igual que la de Le 9,61-62, no eran
relatos de elección de los seguidores, sino instrucciones sobre las exi-
gencias de la vida del seguidor. Fue probablemente el autor del evan-
gelio de Lucas quien transformó la segunda escena de la fuente Q
(9,59-60) en un relato de elección, al introducir la invitación de Jesús
(«sígueme») y el envío misional («tú vete a anunciar el reino de
Dios»),
Jesús el Galileo

El relato más desarrollado es el de Me 1,16-20, con dos escenas


paralelas de elección de dos parejas de hermanos pescadores:
«16Y, pasando al lado del mar de Galilea, vio a Simón y a Andrés,
el hermano de Simón, echando el copo en el mar, pues eran pesca-
dores. 17 Y les dijo Jesús:
- Venid detrás de mí, y haré que os convirtáis en pescadores de
160 hombres.
18 E inmediatamente, abandonando las redes, lo siguieron.
19 Y avanzando un poco, vio a Santiago, el de Zebedeo, y a
Juan, su hermano, también ellos en la barca reparando las redes.
20 E inmediatamente los llamó. Y abandonando a su padre Zebedeo
en la barca con los jornaleros, se marcharon detrás de él».

Semejante en cuanto a la estructura es el relato de Me 2,13-14:


«13Y salió de nuevo al lado del mar, y toda la multitud venía a él y
les enseñaba. 14 Y pasando vio a Leví, el de Alfeo, sentado a la ofi-
ciña de impuestos, y le dice:
- Sígueme.
Y levantándose lo siguió».

En los dos relatos, Jesús aparece como un misionero itinerante


(«pasando») en la zona del lago («mar») de Galilea. La iniciativa la
tiene la invitación a seguirlo que ese profeta itinerante dirige a algu-
ñas personas concretas designadas por sus nombres, no a todas.
Queda así marcado el carácter profético de la nueva existencia de esos
seguidores. Su origen, lo mismo que el origen de la misión del profe-
ta, está en la elección soberana de Dios, que actuaba por medio de su
representante. Y su tarea profética misional la señala con claridad el
dicho sobre la pesca de hombres (Me 1,17; cf. Le 5,10), una imagen
que, al igual que su paralela de la siega (Q 10,2), describe la finalidad
de la misión como la congregación del pueblo de Israel disperso. Ese
objetivo misional lo indica explícitamente el texto de la elección de
los doce en Me 3,13-15:
«13 Y sube al monte y llama a los que él quería, y se le acercaron.
14Y nombró a doce, a quienes también llamó apóstoles, para que es-
L a escenificación m isio n a l

tuvieran con él y para enviarlos a proclamar 15 y tener poder para


expulsar los demonios».
Confirma ese carácter profético el curioso paralelismo de esos re-
latos evangélicos con la narración de la elección del profeta Elíseo
por parte del profeta Elias en 1 Reyes 19,19-21:

«19 Elias marchó de allí y encontró a Elíseo, hijo de Safat, que es-
taba arando; tenía ante sí doce yuntas de bueyes, y él llevaba la dúo-
décima. Elias pasó junto a él y le echó encima su manto. 20 Enton-
ces Elíseo dejó los bueyes y corrió tras Elias, y le dijo: 161
- Déjame despedirme de mi padre y de mi madre, y te seguiré.
Le respondió:
- Anda y vuélvete, pues ¿qué te he hecho?
21 Volvió atrás Elíseo, tomó la yunta de bueyes y los sacrificó.
Con el yugo de los bueyes asó la carne y la distribuyó entre la gen-
te para que la comiera. Luego se levantó, siguió a Elias y se puso a
su servicio».
El paralelismo de este texto con los relatos evangélicos citados
señala el sentido de éstos. La invitación que Jesús hace a algunas per-
sonas concretas a seguirlo equivale a una auténtica elección proféti-
ca. Los seguidores van a ser, ni más ni menos, profetas que compar-
tirán con Jesús su tarea de profeta ambulante.
Las instrucciones misionales (Me 6,6-13; Q 10,2-16) especifican
la tarea de esos profetas del reino de Dios. Participan de la labor mi-
sional y de los poderes del mismo Jesús: son los «obreros» de la gran
cosecha definitiva (Q 10,2), que proclaman la presencia del reino de
Dios (Q 10,9) y escenifican su poder salvífico por medio de los sig-
nos de liberación del poder del mal y de sanación del pueblo enfermo
(Me 6,7.13; Q 10,9; cf. Me 3,14-15). Son los representantes de Jesús,
que los envía, y los representantes, en definitiva, de Dios mismo, el
dueño de la cosecha (Q 10,2), que ha enviado a Jesús (Q 10,16). Ése
es el sentido de la terminología de «enviar» (Me 3,14; 6,7; 9,37; Q
10,3.16; 11,49; 13,34; Mt 15,24; Le 4,18.43; 10,1; 22,35) y «envía-
do» (apostólos: Me 3,14; 6,30; Le 11,49; 17,5; 22,14; 24,10). El ori-
gen y el sentido de esta terminología, que se convertirá en algo fijo en
el cristianismo naciente, hay que buscarlos en el envío autoritativo
por parte de Jesús de los profetas misioneros del reino de Dios, no en
otro tipo de institución. Se explica así el carácter profético del «após-
tol» cristiano, testificado ya en las cartas auténticas de Pablo, los do-
cumentos cristianos más antiguos que se nos conservan.
Jesús el Galileo

Es claro, pues, que el sentido del acompañamiento de Jesús no es-


taba en la formación de un grupo elitista de radicalismo social o reli-
gioso o de perfeccionismo ético. La función de los acompañantes de
Jesús estaba determinada, al igual que la de éste, por el servicio al
acontecimiento del reino de Dios. Ellos eran también, como lo era
Jesús, los profetas pregoneros que anunciaban su llegada y los profe-
tas escenificadores de los signos de su presencia liberadora. Esto sig-
162 nifica que también ellos participaban del carácter mesiánico de Jesús,
ya que su misión tenía también el mismo carácter definitivo. En este
sentido, se puede hablar de un profetismo mesiánico de tipo colectivo.
La historia de la investigación ha intentado de continuo encontrar
analogías entre ese seguimiento de Jesús y otros tipos de seguimien-
to. Pero, en definitiva, no sirven de mucho en cuanto a la precisión de
su sentido. Porque el acompañamiento de Jesús por parte de sus co-
laboradores misionales era un fenómeno especial y único, como es-
pecial y único era el acontecimiento del reino de Dios, a cuyo serví-
ció estaba. Es clara su distancia con respecto a la institución de la es-
cuela judía y helenista. Las diferencias más significativas estaban en
la actividad misional, frente a la enseñanza escolar, y en la vida de iti-
nerancia, frente a la estabilidad de lugar. Es mucho más cercana la
analogía con los movimientos de tipo carismático. Así ya en el
Antiguo Testamento, como el caso del seguimiento de un jefe caris-
mático en la guerra santa (Jueces 3,27-28; 6,34-35; 1 Samuel 11,6-7),
o el seguimiento de una figura profética (1 Reyes 19,19-21). Y así
también en los movimientos mesiánicos y proféticos del judaismo pa-
lestino del tiempo de Jesús*. También en el mundo helenista de en-
tonces se dio el fenómeno del seguimiento de figuras carismáticas iti-
nerantes. Especialmente significativa era la figura del filósofo cínico,
que, con su proclamación y su estilo de vida provocadores, intentaba
ser un signo crítico y de contraste frente a la sociedad urbana de en-
tonces, que él consideraba como una degradación de la auténtica vi-
da humana. Es innegable una cierta afinidad sociológica entre ese fe-
nómeno y el seguimiento de Jesús. De hecho, según el testimonio de
las cartas de Pablo, los antiguos misioneros cristianos helenistas eran
confundidos con esas figuras carismáticas itinerantes. Pero el carác- L a escenificación m isio n a l
ter y la función de la misión itinerante de Jesús eran muy diferentes
del carácter y la función de la itinerancia del cínico. Por otra parte, el
contexto económico, social y cultural de los pequeños poblados gali-
leos, donde se desarrolló la misión de Jesús y sus colaboradores, es-
taba muy alejado del mundo económico, social y cultural de las gran-
des ciudades helenistas, donde actuaban los cínicos.

* Cf. los apéndices «Revueltas populares» en pp. 33-37, y «Movimientos proféti- 163
eos populares» en pp. 49-50.
c) Únicamente desde esa función al servicio del reino de Dios se pue-
de entender el estilo de vida de los seguidores de Jesús. Se trataba de
la vida de itinerancia misional por los poblados galileos. Como se ha
indicado en el apartado anterior, ésta exigía el abandono temporal de
la vida sedentaria: la casa, la familia, la profesión (Me 1,18.20; 2,14;
10,28-29; Q 9,57-60; Le 5,11; 9,61-62). Y esa nueva existencia de iti-
nerancia comportaba necesariamente experiencias de indigencia, in-
defensión y marginalidad (Me 6,8-9.11; Q 9,57-60; 10,3-4.10-11; Le
9,61-62). Quizá un reflejo de las tensiones del misionero itinerante
con la propia familia se dé en Me 3,21.31-35, y con la comunidad lo-
cal en Me 6,1-6. Pero los misioneros itinerantes no llevaban una vida
a la absoluta intemperie. Su subsistencia se la ganaban con la nueva
profesión de «obreros» del reino, por medio de la acogida recibida en
los poblados (Me 6,10; Q 10,5-9), en la cual hay que enmarcar las re-
ferencias a la acogida de los misioneros en las casas. En esa acogida
en los poblados encontraban los misioneros una ganancia en «casas,
hermanos, hermanas, madres, hijos y campos» (Me 10,30).
No hay que olvidar que el centro de referencia en la misión itine-
rante del reino de Dios no era el grupo de misioneros itinerantes, si-
no el pueblo residente en las aldeas, al que servían con su misión. Y
consiguientemente, por decirlo una vez más, el estilo de vida de esos
misioneros ambulantes no apuntaba para nada a un elitismo de de-
nuncia social, de radicalismo religioso o de perfeccionismo ascético,
sino precisamente a la misión del reino en favor de ese humillado
pueblo sedentario.
d) Sólo dentro de ese contexto misional se puede decir que los misio-
ñeros itinerantes eran signos proféticos vivos de la presencia libera-
dora del reino de Dios para el pueblo sedentario de las aldeas. Su mis-
mo estilo de vida, además de los signos que efectuaban, se convertía
en una escenificación de aquel acontecimiento salvífico de Dios cuya
Jesús el Galileo

llegada ellos anunciaban.


1) Los misioneros itinerantes eran, en primer lugar, signos de la nue-
va familia de Dios en la que debía transformarse el pueblo de
Israel. Porque el grupo de esos misioneros estaba integrado por
personas de diversa procedencia, algunas de las cuales realizaban
incluso un trabajo socialmente estigmatizado, como era el caso de
164 los recaudadores de impuestos (Me 2,14). De este modo, ese gru-
po plural era un signo espléndido del nuevo pueblo integrado que
tenía que surgir en el nuevo ámbito del reino de Dios.
Precisamente a ese pueblo total unificado apuntaba ya el grupo
especial de los doce.
Un signo importante de esa nueva familia de Dios integrada
era la pertenencia, tanto de varones como de mujeres, al grupo de
misioneros. Las escasas noticias explícitas sobre mujeres como
acompañantes de Jesús son especialmente significativas, dada la
evidente tendencia posterior a silenciarlas. Es decisivo, a mi en-
tender, el testimonio de Me 15,40-41, ya que pertenece al anti-
quísimo relato tradicional de la pasión y coincide, además, con el
relato de la tradición juánica (Jn 19,25), aunque en este último no
se hace referencia explícita al acompañamiento de Jesús en Gali-
lea por parte de las mujeres nombradas. Ese testimonio antiguo
habla de un número amplio de mujeres, entre las cuales se nom-
bra a algunas. Sin duda, la más representativa tuvo que ser María
de Magdala, que es la más fija tanto en la tradición sinóptica co-
mo en la juánica. Igualmente en el texto de Le 8,1-3 aparece una
noticia explícita del acompañamiento de Jesús por parte de muje-
res. Y quizá también se podría aducir el relato de Le 10,38-40, ya
que es posible que el contraste entre las dos hermanas apunte al
contraste entre la dueña de la casa y anfitriona de los misioneros,
Marta, y la que la ha abandonado para acompañar a Jesús en la
misión, María.
Detrás de esos textos está, muy probablemente, el hecho histó-
rico de que Jesús tuvo también mujeres como colaboradas en su
misión. No es ninguna objeción la práctica de la itinerancia según L a escenificación m isio n a l
se ha presentado anteriormente, pues no suponía una vida al raso y
a la intemperie. Hay que señalar el factor favorable de la casa, ba-
se importante para la misión en los poblados, porque la mujer de-
sempeñaba un papel clave en ella. Esa práctica misional de Jesús se
conforma, además, con el tono de apertura a la mujer en su misión,
como lo muestra la amplia tradición de ayuda y acogida de muje-
res (Me 1,30-31; 5,22-43; 7,24-30; 14,3-9; Mt 21,31-32; Le 7,36-
50;13,10-17; Jn 1 1 , 1 1 2 , 1 - 8 ;44‫ )־‬y de utilización del mundo feme-
nino en su proclamación (Q 13,20-21; Le 15,8-10; 18,1-8).
Dentro de este contexto, es muy sugerente la hipótesis que in-
fiere una misión itinerante efectuada por parejas de varones y mu- 165
jeres casados. A ello apuntaría el sorprendente silencio sobre la
propia mujer en el dicho de Me 10,29 («quien haya dejado casa o
hermanos o hermanas o madre o padre o hijos o tierras por mí y
por el evangelio...») y en el dicho original de Q 14,26 («quien no
odia al padre y a la madre no puede ser discípulo mío, y quien no
odia al hijo y a la hija no puede ser discípulo mío»). Que esos di-
chos tienen en cuenta a personas casadas, lo señala claramente la
referencia a los hijos. Es, pues, muy chocante el silencio sobre la
mujer, y así parece que fue sentido por el autor del evangelio de
Lucas, que trata de solucionarlo al introducir ese motivo de la mu-
jer en los dos dichos (Le 18,29 y 14,26). La verdadera explicación
de ese silencio en los dichos originales sería que la mujer se in-
cluía como compañera en la misión itinerante. Se explicaría así la
práctica misional de ir de dos en dos (Me 6,7; Le 10,1), porque se
trataría precisamente de parejas de varón y mujer casados. Ya en
el mismo simbolismo de los doce se incluiría también a sus mu-
jeres, porque esos doce representaban a los doce patriarcas, todos
los cuales estuvieron casados.
Independientemente de la valoración que se haga de esa suge-
rente hipótesis, hay que señalar que ese talante de apertura a la
mujer en la misión histórica de Jesús fue asumido por la misión
del cristianismo antiguo. En cuanto a la misión de los grupos juá-
nicos, es muy sintomático el testimonio de Jn 4,5-42, que es pro-
bablemente un relato etiológico o justificativo de la fundación de
la comunidad juánica de Sicar, en la cual el agente principal ha-
bría sido una mujer, cuya labor misional se habría intentado limi-
tar más tarde introduciendo a misioneros varones. En cuanto a la
misión del resto de los grupos cristianos, son importantes los tes-
timonios sobre matrimonios misioneros (Prisca y Áquila en 1
Corintios 9,5; Romanos 16,3-5 y Hechos 18,2-3; Andrónico y
Junia en Romanos 16,7), sobre mujeres profetisas (hijas de Felipe
Jesús el Galileo

en Hechos 21,9), sobre mujeres colaboradoras locales en la mi-


sión paulina (amplia lista de colaboradoras en Romanos 16,1-15;
Evodia y Síntique en Filipenses 4,2-3) y sobre anfitrionas de co-
munidades domésticas (Febe en Romanos 16,1-2; Prisca y Áqui-
la en 1 Corintios 16,19 y Romanos 16,3-5; y quizá Evodia y
Síntique en Filipenses 4,2-3, y Filemón y Apia en Filemón 1-2).
166 Sólo en una época posterior se aplicó a la comunidad cristiana la
estructura de la casa patriarcal helenista, y entonces las mujeres
fueron excluidas de las funciones públicas comunitarias, quedan-
do reducidas al ámbito interno de la familia (glosa posterior de 1
Corintios 14,33b-36; 1 Timoteo 2,11-15).

2) Pero, además de signo de la nueva familia del reino de Dios, el es-


tilo de vida de los misioneros itinerantes era también un gran sig-
no de la esperanza que traía ese acontecimiento salvífico del rei-
no. Con el mínimo equipaje para sus viajes (Me 6,8-9; Q 10,4),
los misioneros eran para el pueblo de las aldeas, pobre como
ellos, un signo permanente de confianza en la solicitud para con
los indigentes e indefensos por parte del Dios del reino (Q 11,9-
13). Eran una demostración viviente del abandono del agobio pa-
ra cubrir las necesidades elementales del alimento y del vestido,
porque detrás estaba el Dios dueño de la tierra, que cuidaba de las
criaturas que en ella vivían (Q 12,22-34). Todo ese pueblo pobre,
hambriento y afligido se podía abrir a la esperanza del gran ban-
quete del reino (Q 6,20-21). El grupo indigente de los misioneros
se convertía para ese pueblo humilde en la demostración concre-
ta y viva de que esa esperanza era posible. Era la misma esperan-
za que se escenificaba en las comidas abiertas a todos, que Jesús,
junto con sus colaboradores misionales, celebraba por las aldeas
galileas. Incluso es posible que dentro de ellas se recitara el
Padrenuestro, en el que se pedía por la llegada del reino de Dios,
que iba a dar el pan necesario al pueblo hambriento (Q 11,2-3).

L a escenificación m isio n a l

167
L a renovación
del pueblo aldeano

13.1. La sanación del pueblo

L o que escenificaba la misión de Jesús y de sus colaboradores era la


liberación global del acontecimiento del reino de Dios. Su objetivo
era la renovación del pueblo perdido de Israel en todas las dimensio-
nes de su existencia, porque la situación de maldad en que éste se en-
contraba afectaba también a toda su vida. Se requería, pues, una au-
téntica sanación de las raíces de la vida y de su tejido completo. Se
exigía la victoria sobre la potencia de maldad y de pecado que había
de base, para que el pueblo enfermo pudiera ser curado y restituido a
la vida plena en todos sus ámbitos.

a) Eso es lo que Jesús y sus colaboradores misionales escenificaban


con las curaciones, que configuran el núcleo histórico fundamental
de la tradición evangélica de los milagros*. A eso apunta, ante todo,
la relativa gran amplitud del material de curaciones (exorcismos y te-
rapias) en comparación con el resto del material de milagros: 25 re-
latos de curaciones frente a 8 relatos del resto de milagros. Además,
los otros relatos de milagros (epifanías, liberaciones, donaciones y
demostraciones), los llamados «milagros sobre la naturaleza», tienen
un carácter especial. Con la excepción de las donaciones, en ellos só-
Jesús e l Galileo

lo figuran los discípulos como testigos, lo cual resulta especialmente


sintomático, dado el marcado carácter popular y no centrado en el
grupo de los seguidores que tiene normalmente la tradición de mila-
gros. Presuponen y escenifican la fe pascual en la persona del Señor

168
* Cf. el apéndice «Relatos de milagros» en pp. 177-180.
exaltado, como en el caso de la travesía a pie del lago (Me 6,45-51) y
de la tempestad calmada (Me 4,35-41), donde el agua tiene el carác-
ter simbólico de elemento caótico sobre el que domina aquel que es
el Señor. Tienen un carácter simbólico, como en el caso de las comí-
das para la multitud (Me 6,32-44 [paralelo: Jn 6,1-15]; Me 8,1-9), de
la pesca milagrosa (Le 5,4-11; cf. Jn 21,1-13) o de la higuera seca
(Me 11,12-14.20). Y tienen un tono etiológico o justificativo, como
en el caso de la abundancia de vino en un banquete en Caná (Jn 2,1-
11), o un carácter novelístico, como en el caso de la moneda en la bo-
ca del pez (Mt 17,27), que realmente no es un relato de milagro, sino
una simple nota tópica novelística.
Por otra parte, y éste es un argumento muy importante, sólo de las
curaciones, y no de los demás milagros, se habla en el resto de los tex-
tos evangélicos fuera de los relatos de milagros. Así en algunas tradi-
ciones, como en la disputa sobre los exorcismos (Me 3,22-30; Q
11,15-18.21-22), en la referencia a las curaciones en Nazaret (Me
6,5), en la escena de la pregunta de Juan Bautista (Q 7,18-23), en el
dicho sobre los exorcismos como signos de la llegada del reino de
Dios (Q 11,19-20), en la parábola sobre el regreso del espíritu in-
mundo (Q 11,24-26), en la referencia a las mujeres curadas (Le 8,2)
y en la respuesta de Jesús a Herodes Antipas por medio de los farise-
os, sus emisarios (Le 13,32). Probablemente, también a terapias y
exorcismos se refiere el término «obras poderosas» en Me 6,2, Me
6,14 y Q 10,13. También mencionan únicamente curaciones los nu-
merosos sumarios o compendios redaccionales de los evangelios. Y
también se habla sólo de curaciones como milagros efectuados por
los discípulos de Jesús (Me 3,15; 6,7.13; Q 10,9; Mt 7,22; Le 10,17-
20) o por simpatizantes y extraños (Me 9,38-40; Q 11,19).
Coincide con todos esos datos el hecho significativo de que la tra-
dición evangélica rechace expresamente las peticiones de signos por-
tentosos de legitimación y de milagros en propio provecho, como es el
caso de las tentaciones en el desierto (Q 4,1-13), del signo portentoso
de legitimación (Me 8,11-12 y Q 11,16.29-30), del signo en la cruz
(Me 15,31-32), del fuego celeste de castigo para la aldea samaritana
(Le 9,54-55) o del signo esperado por Herodes Antipas (Le 23,8-9).

b) En cuanto al sentido de la tradición de milagros, creo que hay que


distinguir entre el estadio original jesuánico y la utilización posterior
de dicha tradición por parte de las comunidades cristianas. La línea
evolutiva que se descubre es una progresiva tendencia a acomodar esa
tradición a la concepción taumatúrgica del medio ambiente. Fue así
como los milagros fueron adquiriendo un sentido epifánico o de ma-
nifestación del poder del taumaturgo Jesús, interpretándolos como
demostraciones del poder especial del Señor glorioso de la confesión
de fe cristiana. En ese sentido parece que se utilizaban los milagros
en la propaganda misional, como muestra la polémica de Pablo en 1
y 2 Corintios contra los misioneros cristianos carismáticos al estilo de
hombres divinos, que probablemente interpretaban la tradición de mi-
lagros de Jesús en esa dirección. Fue entonces cuando los milagros
adquirieron también un carácter simbólico, en referencia a diversos
motivos de la fe cristiana. Ése fue el punto de arranque de la ínter-
pretación alegórica de los milagros, cuyos inicios aparecen ya en los
mismos evangelios. Era lógico, pues, que la tradición de milagros se
ampliara en esa dirección, con la formación de nuevos relatos y con
la acomodación de los relatos tradicionales anteriores.
Pero todo apunta a que Jesús entendía sus milagros, es decir, sus
exorcismos y terapias, como signos efectivos de la presencia libera-
dora del reino de Dios. Este sentido que Jesús daba a sus curaciones
representó una gran novedad con respecto a la práctica taumatúrgica
de la antigüedad. Las curaciones de Jesús, al igual que el resto de su
actuación, estaban en función del acontecimiento del reino de Dios,
cuya presencia actual él proclamaba con su predicación. Las curacio-
nes exigían ser descubiertas como tales signos de ese acontecimiento
liberador. Eso es lo que expresa la referencia a la fe en algunos reía-
tos de milagros, que señala la confianza en la fuerza salvífica de Dios
manifestada en la actuación de su agente mediador (Me 2,5; 5,34.36;
9,23-24; 10,52; Q 7,9; Mt 15,28; Le 17,19). Si no eran descubiertas
así por la fe, las curaciones eran malentendidas, como lo muestra la
disputa sobre los exorcismos en Me 3,22-30 y Q 11,14-22. Pero al
Jesús e l Galileo

mismo tiempo, por su carácter de signos efectivos del reino de Dios,


las curaciones podían provocar la admiración de la gente ante la pre-
sencia de un acontecimiento maravilloso (Me 1,27; 2,12; 7,37).
Concretamente, la tradición evangélica presenta los exorcismos
como signos efectivos de la victoria del reino de Dios sobre el domi-
nio de Satanás, el representante del poder de la maldad (Me 3,22-27
170 y Q 11,15-18.21-22; Q 11,20; Le 10,17-20). Los exorcismos mostra-
ban así la dimensión global de la liberación que traía el acontecí-
miento del reino de Dios. Porque éste no llegaba a un campo neutral,
sino a un terreno ya tomado por el poder del mal, que dominaba la si-
tuación de perdición en la que se hallaba el pueblo enfermo. Las po-
sesiones demoníacas eran, en efecto, el signo de la existencia aliena-
da y miserable de ese pueblo, determinado por extrañas potencias
opresoras que no le permitían disponer de su historia y lo estaban
conduciendo a su propia destrucción. Dentro de ese contexto, el acón-
tecimiento del reino de Dios escenificado en los exorcismos signifi-
caba la sanación de la entera vida individual y social de ese pueblo
oprimido, eliminando el poder destructor de la maldad, simbolizado
en la potencia demoníaca.
Pues las posesiones demoníacas eran, en definitiva, simbolizado-
nes de la ruptura de la vida individual y social. Su multiplicación en
una situación determinada señala siempre una escisión generalizada
en la vida social y política. A esa situación parece apuntar la tradición
evangélica para el ámbito de la misión de Jesús. Las personas ende-
moniadas eran las representantes del pueblo dominado por poderes
opresores ajenos a éste que estaban destruyendo su existencia como tal
pueblo. Jesús descubría detrás de esos poderes sociales y políticos la
gran potencia de la maldad, representada por Satanás, que el reino de
Dios venía a eliminar. Esa era su visión global sobre la situación del
pueblo enfermo y sobre la liberación del reino de Dios. Ciertamente,
su perspectiva no se limitaba a la dimensión política, pero eso no quie-
re decir que ésta no se incluyera en su perspectiva global. A esa di-

L a renovación d el p ueblo aldeano


mensión política parece apuntar, concretamente, el curioso relato so-
bre el endemoniado de la región de Gerasa (Me 5,1-20), en el que se
hace una conexión burlesca entre la «legión» de demonios y los puer-
eos, animales impuros cuya imagen, en su forma semejante del jabalí,
aparecía en las insignias de algunas legiones romanas.
De igual modo, la tradición evangélica presenta las terapias como
signos de la época de la salvación esperada (Q 7,18-23). Éstas, junto
con los exorcismos, eran las que demostraban la verdad de la procla-
mación sobre la llegada del reino de Dios (Q 10,9). Eran los signos
efectivos de la gran transformación que el acontecimiento del reino
estaba efectuando en el pueblo humillado y doliente, para convertirlo
en el nuevo pueblo disfrutando de la vida, tanto en la dimensión indi-
vidual como social. Porque lo dicho anteriormente sobre los exorcis- 171
mos vale también para las terapias. La dimensión social de la enfer-
medad y de su curación era especialmente patente para el caso de
aquellas enfermedades que convertían a la persona enferma en un ser
impuro y excluido de la vida social, como es el caso de la lepra, que
representaba diversos tipos de enfermedades contagiosas de la piel.
Pero, en definitiva, toda enfermedad, ante todo la que impedía una vi-
da laboral normal, era fuente de indigencia y de marginación social.
Detrás de todo tipo de enfermedad, y no sólo de las psicopáticas
o las posesiones demoníacas, se veía una potencia de maldad incon-
trolable que amenazaba la vida. Esa dimensión de la enfermedad apa-
rece expresamente en Le 13,16, donde se habla de la mujer encorva-
da como «atada por Satanás». Era, por otra parte, un motivo muy ex-
tendido en la antigüedad. La curación, por tanto, significaba una li-
beración del mal, fuente del desorden de la vida manifestado en la en-
fermedad. Es paradigmático en este sentido el relato sobre la curación
del paralítico en Me 2,1-12. Independientemente de la historia de la
formación del relato, me inclino a pensar que la conexión entre la en-
fermedad y el pecado, que representaba una concepción tradicional
judía, refleja un núcleo jesuánico sobre el sentido de las curaciones.
La auténtica sanación consiste en el perdón de los pecados, y la cura-
ción de la enfermedad es su signo efectivo. En los enfermos estaba re-
presentado todo el pueblo enfermo y dominado por el pecado, al que
se ofrecía el don de la liberación y de la sanación completa (Me 2,17).

c) Según eso, los exorcismos y terapias señalaban en su sentido más


profundo la presencia del definitivo año jubilar, inaugurado con la
aparición del acontecimiento liberador del reino de Dios. Porque,
aunque no parece probable que Jesús asumiera expresamente la insti-
tución del año jubilar, sí parece haber utilizado sus motivos funda-
mentales, al igual que lo había hecho la profecía israelita. A eso apun-
ta, concretamente, el texto de Le 4,17-21, al citar Isaías 61,12‫ ־‬en re-
Jesús el Galileo

ferencia a la actividad curativa de Jesús. En las curaciones de Jesús se


estaba efectuando la esperada redención del pueblo esclavo del poder
de la maldad.
De este modo, el sentido de los exorcismos y las terapias se en-
tronca con una amplia tradición evangélica en la que afloran motivos
básicos del año jubilar. En el gran año jubilar del reino de Dios, el
172 pueblo pecador y endeudado estaba experimentando el perdón de sus
pecados y la condonación de sus deudas, como refieren las parábolas
del siervo inmisericorde (Mt 18,23-35), de los dos deudores (Le 7,41‫־‬
43), del padre y los dos hijos (Le 15,11-32) o del fariseo y el publi-
cano (Le 18,10-14). Es especialmente significativa la petición por la
condonación de las deudas en el Padrenuestro (Q 11,4: «y perdona-
nos nuestras deudas») conforme al texto de Mt 6,12, probablemente
más original que el de Le 11,4, que la transforma en petición por el
perdón de los «pecados», aunque en la segunda parte se habla de per-
donar al «deudor». Evidentemente, se trata ahí de la petición por la li-
beración del definitivo año jubilar del reino de Dios, cuya venida se
pide anteriormente.
En ese gran año jubilar, el pueblo despojado de su herencia era
restituido a su tierra y al disfrute de la misma, como promete expre-
sámente la bienaventuranza de Mt 5,5 («dichosos los humildes, por-
que ellos heredarán la tierra»), que es una especificación de las bie-
naventuranzas para los pobres, hambrientos y afligidos de Q 6,20-21.
Ese es el escenario de las comidas abiertas que Jesús celebraba como
signos efectivos de la restauración del derecho del pueblo al disfrute
de los dones del Señor de la tierra. A ese Señor, que con la implanta-
ción de su reino restituía al pueblo oprimido el derecho a su tierra, se
le pedía en el Padrenuestro el pan necesario para la subsistencia (Q
11,3), inmediatamente después de pedir por la venida de su reino.

13.2. El nuevo pueblo de Dios

L a renovación d el pu eb lo aldeano
En conformidad con el carácter social del acontecimiento del reino de
Dios, la perspectiva de la ética de Jesús no era de tipo individualista
o de renovación de la vida de los individuos aislados, sino de tipo co-
munal o de renovación de la vida del pueblo en su conjunto, comen-
zando por la de las comunidades locales de las aldeas galileas. La vi-
da de los individuos se encuadraba en ese contexto comunal del pue-
blo. Según se expuso en el capítulo 11, la estrategia proyectada por
Jesús contaba con que la renovación de las comunidades de las alde-
as galileas desencadenaría un proceso imparable de transformación
que alcanzaría al pueblo entero de Israel. En esas comunidades alde-
anas, oprimidas por las normas y prácticas que los estamentos de po-
der les imponían conforme a sus propios intereses, había que avivar
la tradición ancestral israelita, en la que se manifestaba la auténtica
voluntad liberadora del Dios vivo de la alianza.

a) Se debía crear, en primer lugar, una nueva conciencia de pueblo co-


mo auténtica familia bajo la voluntad del único padre, el Dios de la
alianza. Eso es lo que declara el texto de Me 3,31-35, que no habla
exclusivamente del grupo de los seguidores o simpatizantes, sino del
pueblo entero de la comunidad local:
«31 Y viene su madre y sus hermanos, y estando de pie fuera le en-
viaron algunos a llamarlo. 32 Y estaba sentada en tomo a él una muí-
titud, y le dicen:
- Mira, tu madre y tus hermanos y tus hermanas te buscan fuera.
33 Y contestándoles dice:
- ¿Quién es mi madre y mis hermanos?
34 Y mirando en derredor a los que estaban sentados en círculo
en tomo a él, dice:
- Mirad mi madre y mis hermanos. 33 Pues quien haga la vo-
luntad de Dios, ése es mi hermano y hermana y madre».
El cumplimiento de la voluntad del Dios de la alianza en las co-
munidades locales conduciría a la renovación de su entramado social.
La estructura cerrada y excluyente de la familia y de la casa se ten-
dría que abrir a la nueva familia comunal de los hijos e hijas de Dios,
que era más amplia que la casa. Ese es el contexto del dicho de Me
10,29-30, que promete a los misioneros itinerantes una gran ganancia
en «casas y hermanos y hermanas y madres e hijos y campos» dentro
de las comunidades aldeanas que los acogían, en las cuales se estaba
configurando la amplia familia de Dios.
No es que Jesús intentara la eliminación o superación de la insti-
tución de la familia o de la casa. Ésta era, concretamente, la base de
la acogida de los misioneros y un medio importante en la misión. Lo
Jesús el Galileo

que intentaba, más bien, era la apertura de la institución familiar a la


amplia comunidad local, que tenía que convertirse en la auténtica fa-
milia de Dios. Creo que en ese escenario hay que entender los dichos
sobre la escisión de la familia (Q 12,51-53) y la tensión con ella (Q
14,26). En tales dichos se trata de la superación de la estructura fa-
miliar cerrada, que puede causar enfrentamientos entre los miembros
de la casa. De modo semejante, podían surgir tensiones de la familia
174 cerrada con los misioneros itinerantes (Q 9,59-60; Le 9,61-62).
La base de esa nueva familia comunal ya no podía ser la estruc-
tura familiar de tipo patriarcal autoritario. Se explica así el sorpren-
dente silencio sobre la figura del padre en los dichos de Me 3,34-35
y Me 10,30, citados anteriormente. Está en correspondencia con ello
el realce de la mujer en la misión de Jesús, según se ha señalado en el
capítulo anterior (pp. 165-166). La nueva familia comunal debía tener
más bien un carácter igualitario, porque su principio ya no podía ser
el dominio y el estatus privilegiado de los poderosos, sino el servicio
y el reconocimiento de los humildes (Me 9,33-37; 10,13-16; 10,35-
45; Q 10,21). Se trataría, en definitiva, de una familia igualitaria, en
la que todos serían hermanos y hermanas bajo la autoridad del único
padre de todos, el Dios soberano (Mt 23,8-9).
No conviene olvidar en este contexto el amplio horizonte de la es-
trategia de Jesús. Según ella, la renovación de las comunidades loca-
les de las aldeas tenía en perspectiva la renovación de la estructura so-
cial del pueblo aldeano en su conjunto. La misión itinerante por los
poblados galileos era el medio fundamental para crear un movimien-
to supralocal que abarcara toda la población aldeana. La comunión
de las comunidades locales con los misioneros itinerantes debía hacer
surgir también la comunión entre ellas. Eso parecen señalar las noti-
cias sobre el seguimiento de Jesús por parte de la gente fuera del ám-
bito de los poblados (Me 2,13; 3,7; 4,1; 6,34; 8,1; 9,14). Como se ha
indicado en el capítulo anterior (p. 156), esas noticias no apuntan pa-
ra nada a un abandono de la vida sedentaria en los poblados, sino a
un movimiento de comunión entre ellos.

L a renovación d el pueblo aldeano


b) El acontecimiento liberador del reino de Dios significaba la resti-
tución al pueblo pobre y desheredado del derecho al disfrute de la tie-
rra que Dios le había dado en herencia. Tenía que provocar, pues, un
nuevo talante en la vida del pueblo aldeano. La base debía ser ahora
la gran confianza en el Señor de la tierra, que cuida de las criaturas
que en ella habitan, eliminando así los agobios por la subsistencia,
que tantas veces endurecen la vida y no dejan espacio para su disfru-
te (Q 12,6-7.22-31). Detrás de ella se tenía que descubrir la presencia
siempre atenta del Dios padre que atiende a los mendigos y a los hi-
jos pequeños hambrientos (Q 11,3.9-13).
De ese modo quedaría eliminado de raíz el afán por las posesio-
nes, que era una de las causas fundamentales de la opresión que su- 175
fría el pueblo aldeano (Q 12,3334‫)־‬. El ansia de posesiones equivalía,
en definitiva, al rechazo de la soberanía de Dios, en la que se asenta-
ba la nueva vida del pueblo (Q 16,13). Creo que en ese mismo sentí-
do hay que entender el texto de Me 12,12-17 sobre la cuestión del im-
puesto. La respuesta de Jesús es un desenmascaramiento del negocio
que los dirigentes del pueblo hacen con el dinero idolátrico pertene-
cíente al César, frente a los derechos absolutos de Dios sobre dicho
pueblo. Ése es también el marco de la crítica contra los ricos, que eran
los opresores del pueblo humilde y atentaban así contra la justicia del
Dios señor de la tierra, según testifica una amplia tradición evangéli-
ca, que se concreta, por ejemplo, en la escena del hombre rico y la
instrucción siguiente de Me 10,17-27; en los «ayes» de Le 6,24-25;
en la parábola del rico necio de Le 12,16-21; en la cuestión sobre el
reparto de la herencia en Le 12,13-15; o en la parábola del rico y el
mendigo Lázaro en Le 16,19-31.
De este modo se irían transformando las relaciones sociales en las
comunidades aldeanas. Surgiría una nueva solidaridad que haría su-
perar los conflictos entre sus miembros e implantaría la compasión
como el gran principio de una nueva convivencia, según declara la
amplia instrucción de Q 6,27-42, cuyo contexto más probable es el de
la vida en las comunidades locales. Las comidas de Jesús, abiertas a
los indigentes y excluidos, eran una magnífica escenificación de ese
pueblo aldeano renovado que acogía a los marginados y celebraba el
don del dueño de la tierra.

c) Todo eso significaba la revitalización de las raíces más auténticas


de la tradición de la alianza, frente a la tergiversación interesada de
ésta por parte del estamento dirigente y sus colaboradores. Como se
ha expuesto en el capítulo 10 (pp. 128-130), ello implicaba, por una
parte, la superación de algunas prácticas legales deformadas, que no
se conformaban con la justicia del Dios creador y liberador, como son
Jesús el Galileo

las referidas a la pureza de los alimentos y a las comidas excluyentes


de la convivencia (Me 2,14-17; 7,1-8.14-23; Q 7,34; 11,39-41; Le
15.1- 2; 19,1-10); a la rigidez del descanso sabático, inmisericorde
con el necesitado (Me 1,21-28; 2,23-28; 3,1-6; Le 13,10-17; 14,1-6;
Jn 5,1-18; 7,21-24; 9,1-41); al korbán, opuesto a la piedad familiar
(Me 7,9-13); al divorcio, contrario a la fidelidad matrimonial (Me
176 10.2- 12; Q 16,18); al juramento, irrespetuoso con la veracidad (Mt
5,33-37); o la ley del talión, opuesta a la auténtica comunión (Q 6,29-
30 y Mt 5,38-42). Pero implicaba, al mismo tiempo, la radicalización
de las exigencias más profundas de la tradición de la alianza, como la
prohibición del homicidio, cuyas raíces están ya en la enemistad y el
rechazo del otro (Mt 5,21-22), la prohibición del adulterio, que se ini-
cia ya en el deseo posesivo (Mt 5,27-28), el mandato del amor al pró-
jimo, cuya intención es la formación del pueblo uno, por encima de
la separación entre amigos y enemigos (Q 6,27-28.31-36 y Mt 5,43-
48; cf. Le 10,29-37).
Se implantaría así la auténtica nueva justicia frente a la antigua: no
la de la venganza, sino la del perdón de las ofensas y la condonación
de las deudas (Me 11,25; Q 6,27-35; Q 11,4; Q 17,3-4; Mt 6,14-15;
18,21-35; Le 7,41-43); no la de la avaricia, sino la de la generosidad
(Me 4,24-25; Q 6,30.34; Le 6,38); no la del juicio condenatorio, sino
la de la misericordia (Q 6,36-42), la justicia del amor (Me 12,28-34).

Relatos de milagros
(apéndice)

Los relatos de milagros en los evangelios, sin contar los paralelos ni los
sumarios o compendios, suman en total 33: 18 en Marcos; 2 en la
fuente Q; 3 en los textos propios de Mateo; 6 en los textos propios de
Lucas; 4 en Juan (sin contar los 3 paralelos a la tradición sinóptica). Es
L a renovación d el p u eb lo aldeano
probable que pronto se confeccionaran colecciones de relatos de mila-
gros que más tarde habrían utilizado los autores de los evangelios. Así,
es posible que en la base de Me 4,35-6,52 esté una colección tradi-
cional de seis milagros en torno al lago de Galilea: 4,35-41 (la tempes-
tad calmada); 5,1-20 (el endemoniado de la región de Gerasa); 5,21-34
(dos relatos entrelazados de curaciones a mujeres: la mujer con flujo
de sangre durante doce años y la resurrección de la hija de Jairo de do-
ce años); 6,32-44 (la comida a los cinco mil); 6,45-52 (la travesía a pie
del lago). Y también me parece probable que Juan utilizara una colee-
ción de siete milagros. Por otra parte, colecciones de ese tipo se dan
también fuera de los evangelios, como los ciclos de milagros de Elias
(1 Reyes 17-18) y de Elíseo (2 Reyes 2,19-25; 4-6), los milagros de
Esculapio en Epidauro y los milagros de Apolonio de Tiana (9 relatos
que utilizó Filostrato para escribir la vida de ese personaje). 177
Se distinguen dos tipos fundamentales de relatos de milagros, ca-
da uno de los cuales enmarca tres formas:
a) En el primer tipo, el centro del relato es la persona:
1) demonio, agente de la enfermedad, según la cosmovisión de
la antigüedad: exorcismos o curaciones como expulsiones
de la potencia demoníaca;
2) enfermo: terapias o curaciones como restauración de la vida
individual y social del enfermo (en esta forma se incluyen las
resurrecciones);
3) taumaturgo: epifanías o manifestaciones del poder del
taumaturgo.
b) En el segundo tipo, el centro del relato es un asunto:
4) liberación de una amenaza: liberaciones, con una forma si-
milar a los exorcismos: superación de la potencia caótica;
5) superación de una carencia: donaciones, con una forma si-
milar a las terapias: signos del don del reino;
6) signo efectivo de algo detrás: demostraciones, con una for-
ma similar a las epifanías.

1. exorcismos (6 casos)

- Marcos (y paralelos)
1.23- 28: poseso en la sinagoga (Le 4,33-37);
5.1- 20: poseso en Gerasa (Mt 8,28-34; Le 8,26-39);
7.24- 30: hija de la sirofenicia (Mt 15,21-28);
9,14-29: poseso epiléptico (Mt 17,14-21; Le 9,37-43a).
- Fuente O
11,14 (Mt 12,22-23): poseso mudo.
- Mateo (texto propio)
9,32-34: poseso mudo.
Jesús el Galileo

2. TERAPIAS (19 casos)


- Marcos (y paralelos)
1,29-31: suegra de Simón (Mt 8,14-15; Le 4,38-39);
1,40-45: leproso (Mt 8,1-4; Le 5,12-16);
2.1- 12 (originariamente, 2,2-5a.10b-12): paralítico (Mt 9,1-8;
Le 5,17-26);
178
3.1- 6: hombre con el brazo atrofiado (Mt 12,9-14; Le 6,6-11);
i I

5.21- 24.35-43: resurrección de la hija de Jairo (Mt 9,18-19.


23-26; Le 8,40-42.49-56);
5,25-34: mujer con flujo de sangre (Mt 9,20-22; Le 8,43-48);
7,32-37: sordomudo (Mt 15,30-31);
8.22- 26: ciego en Betsaida;
10,46-52: ciego Bartimeo (Mt 20,29-34; Le 18,35-43).
- Fuente Q
7.1- 10 (Mt 8,5-13): siervo del centurión (paralelo: Jn 4,46-54).
- Mateo (texto propio)
9,27-31: dos ciegos.
- Lucas (textos propios)
7,11-17: resurrección del hijo de la viuda de Naín;
13.10- 17: mujer encorvada;
14.1- 6: enfermo de hidropesía;
17.11- 17: diez leprosos;
22,51b: curación de la oreja del siervo del sumo sacerdote (só-
lo anotación).
- Juan (no paralelos a los sinópticos)
5,2-9: paralítico en la piscina de Betesda;
9.1- 7: ciego de nacimiento;
11.1- 44: resurrección de Lázaro.

3. EPIFANÍAS (1 Caso)
- Marcos (y paralelos);

L a renovación del p ueblo aldeano


6,45-51: travesía a pie del lago (Mt 14,22-33; paralelo:
Jn 6,16-21).

4. LIBERACIONES (1 Caso)
- Marcos (y paralelos)
4,35-41: tempestad calmada (Mt 8,23-27; Le 8,22-25).

5. DONACIONES (4 CaSOS)
- Marcos (y paralelos)
6,32-44: comida a los cinco mil (Mt 14,13-21; Le 9,10b-17; pa-
ralelo: Jn 6,1-15);
8,1-9: comida a los cuatro mil (Mt 15,32-39).
- Lucas (texto propio)
5,4-11: pesca milagrosa (leyenda de elección).
- Juan (no paralelo a los sinópticos)
2,1-11: abundancia de vino en un banquete en Caná.

6. DEMOSTRACIONES (2 CaSOS)
- Marcos (y paralelos)
11,12-14.20 (Mt 21,18-19): el signo de la higuera.
- Mateo (texto propio)
17,27: la moneda en la boca del pez (sólo motivo novelístico).

Seis terapias tienen también carácter de demostraciones. Algunas


lo tenían originariamente, pero otras lo adquirieron más tarde, al in-
traducir dentro de ellas el motivo del sábado o del perdón de los
pecados:
Me 2,1-12 (y paralelos): el perdón de los pecados
(terapia transformada);
Me 3,1-6 (y paralelos): curación en sábado;
Le 13,10-17: curación en sábado;
Le 14,1-6: curación en sábado;
Jn 5,2-18: curación en sábado (terapia transformada);
Jn 9,1-41: curación en sábado (terapia transformada).
Jesús el Galileo

180
T ercera Parte

LA MISIÓN FINAL
ü E l gran reto

E l origen de la etapa final de la misión de Jesús fue paralelo al ori-


gen de la misión galilea (capítulos 6-7). Ambos tienen que ver con
una crisis provocada por el rechazo de la misión profética: la de Juan
en el primer caso; la de Jesús en Galilea en el segundo. Y ambos
arrancaron de una visión creadora de Jesús sobre la nueva situación
histórica. En el primer caso, el fracaso de la misión de Juan, lejos de
causar el abandono de la esperanza, lo entendió Jesús como el signo
de que Dios iba a adelantar su actuación liberadora. De igual modo,
en el segundo caso, la situación aparentemente desesperanzadora cau-
sada por el fracaso de la misión en las aldeas galileas se convirtió pa-
ra Jesús en la señal del adelantamiento de la etapa decisiva de su pro-
yecto: la de la renovación del pueblo entero de Israel. El fundamento
en ambas ocasiones fue también el mismo: la fe y la esperanza en el
Dios incondicionalmente creador y liberador, que de la derrota tenía
que sacar victoria.

14.1. La crisis de la misión galilea

La etapa galilea fue la más larga de la misión de Jesús, pero tampoco


E l g ra n reto

duró demasiado tiempo, porque se vio interrumpida por la creciente


oposición y el consiguiente rechazo. A ello confluyeron diversas cau-
sas y diferentes agentes.

a) La oposición abierta procedía del estamento dirigente que domi-


naba la vida de los poblados galileos. La liberación global que el
acontecimiento del reino de Dios escenificado por Jesús traía para el
pueblo humillado de las aldeas tuvo que chocar frontalmente con los
intereses de los poderosos. Ésa es la perspectiva para entender la opo-
sición a Jesús por parte de las autoridades del pueblo. No se trataba
de enfrentamientos puntuales sobre motivos concretos, sino de una
oposición frontal contra el proyecto de Jesús en su conjunto. Porque
era lógico que la liberación global, en todas las dimensiones de la vi-
da, que Jesús proclamaba y escenificaba en favor del pueblo aldeano
oprimido significara un reto peligroso para los intereses del estamen-
to dirigente y sus colaboradores. Por otra parte, ese mismo estamen-
to ya había sentido como un peligro la misión de Juan, hasta el pun-
to de eliminarlo. Era natural, entonces, que estuviera prevenido con-
tra su discípulo, Jesús (Me 6,14-29; Q 7,29-35).
Ahí se encuadra la oposición de los letrados y fariseos, que en
ocasiones aparecen expresamente ligados y que, según se expuso en
el capítulo 11 (pp. 148-149), representaban a los colaboradores del
estamento de poder. La tradición evangélica antigua los presenta, en
efecto, como los defensores de la tradición oficial y, en cuanto tales,
como los opositores principales de la misión de Jesús en Galilea. La
amplia reseña de los motivos de conflicto apunta al ámbito general de
la proclamación y actuación de Jesús: perdón de los pecados, que
atentaba contra el culto sacrificial del templo (Me 2,5-12); comidas
con pecadores (Me 2,16-17); ayuno (Me 2,18-22); descanso sabático
(Me 2,23-3,6); acusación de magia en los exorcismos (Me 3,22-30);
normas de pureza en las comidas (Me 7,1-13); divorcio (Me 10,2-9)...
Señala también el carácter global del conflicto la actitud de Jesús ha-
cia ellos, testificada en su crítica de la «tradición de los hombres»,
concretada en la práctica del korbán (Me 7,6-13), en su rechazo de la
exigencia de un signo de legitimación (Me 8,11-12), en su crítica del
afán de honores y la avaricia de los letrados (Me 12,38-40), y en sus
duras amenazas contra fariseos y letrados en Q 11,39-52.
En la base de esa amplia tradición evangélica tiene que haber un
Jesús el Galileo

recuerdo histórico. Porque, aunque algunos textos están influidos por


la situación de las comunidades cristianas, el tono y la temática de su
conjunto no se explican fuera del contexto de la misión histórica de
Jesús. No se trataba ahí, como frecuentemente se ha querido ver, de
enfrentamientos aislados sobre interpretaciones legales concretas, si-
no de una oposición radical entre la tradición oficial, la «gran tradi-
184 ción», codificada e interpretada conforme a los intereses del esta-
mentó de los poderosos, y la nueva realidad instaurada por el aconte-
cimiento del reino de Dios, que se adecuaba al sentido y a las exi-
gencias más profundas de la alianza israelita ancestral, aún viva en
buena medida en la tradición conservada en el pueblo aldeano galileo,
la «pequeña tradición».
Pero detrás de los letrados y fariseos Se encontraba el estamento
dirigente, del cual aquéllos eran colaboradores. Estaba, en primer lu-
gar, el estamento dirigente del templo jerosolimitano; de ahí las refe-
rencias en la tradición evangélica a la venida de esos colaboradores
desde Jerusalén, el centro de su poder, y a su relación con las autori-
dades del templo en la segunda parte del evangelio de Marcos. Pero
detrás estaba también la autoridad política de Galilea, que era la de-
cisiva para el ámbito en que se desarrollaba la primera etapa de la mi-
sión de Jesús. La tradición evangélica, efectivamente, presenta en dis-
tintas ocasiones a los fariseos en conexión directa con la corte de
Herodes Antipas y sus colaboradores, los «herodianos» (Me 3,6;
8,15; 12,13; Le 13,31-33). Esa autoridad política ya había eliminado
a Juan Bautista. Era de esperar, pues, que no se quedara indiferente
ante la misión de aquel a quien la gente y el propio soberano consi-
deraban un nuevo Juan redivivo (Me 6,14.16; 8,28).
De hecho, parece que ese estamento dirigente galileo llegó a pía-
near también la eliminación de Jesús, según el testimonio de Me 3,6
y de Le 13,31-33. En los dos textos aparecen los fariseos como cola-
boradores de la corte de Antipas, y en ambos parece conservarse un
recuerdo histórico. No dan, en efecto, la impresión de ser una pro-
yección por parte de los autores de los evangelios para preparar el he-
cho de la muerte de Jesús, porque en ella no intervinieron directa-
mente ni los fariseos ni Antipas, dado que la escena del envío de Jesús
a Antipas en Le 23,6-12 es probablemente una construcción del autor
del evangelio de Lucas, con la intención apologética de descargar de
culpa política a Jesús y, en él, al cristianismo. El texto de Me 3,6 in-
E l g ra n reto

dica el plan: «Y saliendo los fariseos, en seguida tomaron con los he-
rodianos un acuerdo contra él, para eliminarlo». Desde ahí se explica
la advertencia de Jesús sobre el fermento de corrupción y malas in-
tenciones de los fariseos y de Herodes Antipas en Me 8,15. El texto
de Le 13,31-33, en cambio, presenta la amenaza formal del soberano
galileo contra Jesús, enviada por medio de sus emisarios oficiales, los
fariseos: 185
«31 En aquella hora se acercaron algunos fariseos diciéndole:
- Sal y márchate de aquí, porque Herodes quiere matarte.
32 Y les dijo:
- Id a decir a ese zorro: “Mira, expulso demonios y realizo cu-
raciones hoy y mañana, y al tercer día estoy cumplido. 33 Sin em-
bargo, es necesario que hoy y mañana y pasado siga adelante, por-
que no es posible que un profeta perezca fuera de Jerusalén”».
La respuesta de Jesús describe bien la tensión con su soberano, a
quien llama un astuto don nadie («zorro»), remitiendo a su propia in-
dependencia en cuanto a su actividad sanadora del pueblo, escenifi-
cada en sus exorcismos y curaciones. Pero quizás apunta también a
que esa amenaza formal de muerte por parte de su soberano significó
para Jesús el signo de que debía iniciar yendo a Jerusalén, un nuevo
proyecto de implantación del reino de Dios.

b) Esa oposición abierta a la misión de Jesús por parte del estamen-


to dirigente debió de tener sus efectos en los poblados galileos, de-
pendientes de él. Seguro que no le resultaría fácil a aquella población
oprimida de las aldeas liberarse de la presión de sus dirigentes, que
determinaban en gran medida su vida económica, social, cultural y
religiosa.
Pero la misión de Jesús tuvo que topar también directamente con
incomprensión y falsas expectativas en el mismo pueblo aldeano.
Quizá un reflejo de ellas se encuentre en el relato de la prueba en el
desierto en Q 4,1-13, porque, según se expuso en el capítulo 5 (pp.
71-72), detrás de las tentaciones del diablo están probablemente las
falsas expectativas sobre la época de liberación que circulaban entre
la gente y que no se cumplieron en la misión de Jesús. También in-
comprensión y oposición encontró la misión de Jesús entre sus pro-
píos familiares y allegados (Me 3,21.31-35; 6,1-6).
Jesús el Galileo

Ni siquiera sus acompañantes misioneros parecían entender su


proyecto. Son bien reveladoras al respecto las numerosas indicacio-
nes sobre la incomprensión de los discípulos en el evangelio de
Marcos: dificultad para comprender las parábolas (4,10.13); miedo y
falta de fe (4,40); incomprensión del signo de la comida a la multitud
(6,52; 8,14-21); incomprensión, igualmente, respecto de los alimen-
tos puros e impuros (7,17-18) y de la muerte y resurrección (8,31-33;
186
9,9-10; 9,30-32; 10,32-34); discusión sobre los puestos de honor
(9,33-37; 10,35-45); incomprensión respecto de los exorcismos de los
de fuera (9,38-40), de la acogida dispensada a los niños (10,13-16) y
de la instrucción sobre las riquezas (10,23-27); además de las noticias
en el relato de la pasión sobre la traición de Judas (14,10-11.17-
21.42-45), la negación de Pedro (14,29-31.66-72) y la huida de los
discípulos varones (14,26-28.50; 16,7). Es claro que muchos de esos
textos son elaboración cristiana con objeto de realzar la nueva revela-
ción recibida en el acontecimiento pascual. Pero creo que la imagen
generalmente negativa que el conjunto de ellos presenta de los discí-
pulos no es explicable sin un apoyo histórico en la misión de Jesús.
Además, algunos de los motivos indicados en los textos están bien an-
ciados en la tradición.
Pero la tradición evangélica más significativa sobre el tema es un
amplísimo material de dichos de Jesús que parece reflejar su dura ex-
periencia ante la creciente oposición y rechazo de su misión por par-
te del pueblo aldeano galileo. No conviene olvidar que la perspectiva
de la liberación traída por el acontecimiento del reino de Dios no era
individual, sino comunal. Y dentro de esa perspectiva, la misión de
Jesús y de sus colaboradores no encontró la acogida esperada, como
testifica ampliamente la tradición evangélica antigua. La instrucción
misional de Marcos y de la fuente Q cuenta ya con la posible oposi-
ción (Q 10,3) y el posible rechazo de la misión por parte de algunas
aldeas (Me 6,11; Q 10,10-12). Se nombran, además, poblaciones con-
cretas que rechazaron la misión: Nazaret (Me 6,1-6), Corozaín,
Betsaida y Cafarnaún (Q 10,13-15). Los tres últimos eran poblados
muy significativos dentro del ámbito misional, incluido el propio
Cafarnaún, que era el centro de toda la misión. Su actitud, pues, de-
bió de tener un gran influjo en el resto de las aldeas galileas. Además,
el tono severo de la amenaza da a entender que el rechazo estaba ya
consumado.
La tradición evangélica conserva también varias amenazas para la
«generación» testigo de la misión de Jesús (Me 8,12; 8,38; 9,19; Q
7,31-35; 11,29-32; 11,49-51). Muy probablemente, el término «gene-
ración» o «esta generación» en los mencionados dichos tiene un ca-
rácter general, sin referencia a un grupo concreto, sino al conjunto de
la generación contemporánea de Jesús, que fue testigo de su misión y
que la rechazó. Si es que aparece un grupo específico en el contexto,
éste es representante de toda la «generación» rebelde. El tono de las
amenazas da a entender también que el rechazo de la misión de Jesús
era ya definitivo. A esa misma generación rebelde se refiere la amena-
za contra Jerusalén en Q 13,34-35, un dicho en el que esa ciudad es la
representante de toda la generación que ha rechazado la misión de
Jesús en su intento de congregar al pueblo de Israel. Del mismo tono
son las amenazas de Q 13,24-27 y Q 13,28-29. Concretamente, el di-
cho de Q 13,24-27 confirma la interpretación dada anteriormente para
«esta generación», ya que se refiere a los que han comido y bebido con
Jesús y a los que éste ha proclamado en las plazas de sus poblados.
Ése es también el escenario del amplio material de parábolas de
advertencia y de amenaza, como las de la construcción de la casa (Q
6,47-49), los niños jugando en las plazas (Q 7,31-32), la vuelta del es-
píritu inmundo (Q 11,24-26), el camino hacia el juez (Q 12,57-59), la
puerta estrecha (Q 13,24), la puerta cerrada (Q 13,25-27), los invita-
dos al banquete (Q 14,16-24), la higuera estéril (Le 13,6-9), la prepa-
ración para la construcción de la torre y para la guerra (Le 14,28-32),
el administrador despedido (Le 16,1-8), el rico y el mendigo Lázaro
(Le 16,19-31). Algunas de ellas se aplican expresamente a «esta ge-
neración» rebelde, mostrando de ese modo su conexión con el mate-
rial de dichos anteriormente citado: así las parábolas de los niños ju-
gando en las plazas (Q 7,31-32) y de la vuelta del espíritu inmundo
(Q 11,24-26, según el texto de Mt 12,45).

c) La consecuencia parece clara: el conjunto de la amplia y diversifi-


cada tradición evangélica anteriormente aducida apunta, sin duda al-
guna, al fracaso de la misión galilea de Jesús. El duro tono de nume-
rosos dichos señala que Jesús había descubierto que el rechazo esta-
ba ya consumado. Pero hay un texto importante que muestra con es-
pecial fuerza el profundo sentido que Jesús descubría en esa oposi-
ción y rechazo de su misión. Se trata del dicho de la fuente Q 16,16
sobre la violencia contra el reino de Dios, a que ya aludíamos en el
Jesús el Galileo

capítulo 7 (p. 84):


«La ley y los profetas, hasta Juan;
desde entonces el reino de Dios sufre violencia,
y los violentos intentan apoderarse de él».

Según este dicho, Jesús interpretaba la oposición y el rechazo de


188
su misión como una auténtica violencia contra el reino de Dios, a cu-
yo servicio estaba aquélla. El mismo acontecimiento del reino de
Dios que intentaba abrirse paso estaba siendo violentado. Y eso que-
ría decir que la estrategia que Jesús tenía para su implantación había
entrado en una auténtica crisis.

14.2. El inicio de la etapa decisiva

a) La situación creada por el rechazo de la misión galilea de Jesús era


semejante a la creada por la violencia contra la misión de Juan. Como
se expuso en el capítulo 6 (pp. 77-78), el paralelismo entre el destino
violento de Juan y el de Jesús está quizá insinuado ya en el dicho ci-
tado anteriormente de Q 16,16; pero, en todo caso, lo expresa con cía-
ridad el texto de Me 9,11-13. Lo importante es que ese paralelismo
apunta, en mi opinión, a otro más general, que no es otro que el pa-
ralelismo entre el paso desde la misión de Juan a la misión autónoma
de Jesús, y el paso desde la misión galilea a la última misión de Jesús,
que es precisamente la cuestión que se está tratando ahora. La causa
de ambos pasos fue la misma: la violencia y el rechazo de la misión
de los agentes proféticos, Juan y Jesús. Y al igual que en el primer ca-
so no había que suponer como origen del nuevo proyecto ningún
acontecimiento especial diferente del hecho de la violencia contra la
misión de Juan, así tampoco en este segundo.
Como había sucedido en el caso de la oposición a la misión de
Juan, lo que provocó en Jesús el rechazo de su misión galilea fue una
nueva visión acerca de la situación histórica y el camino de realiza-
ción del reino de Dios en ella. En aquella ocasión, el fracaso de la mi-
sión de Juan lo entendió Jesús como el signo de que Dios adelantaba
su actuación liberadora para cumplir ya en el presente la esperanza
que animaba el proyecto de su maestro. De igual modo, ahora la si-
tuación de aparente desesperanza ante el fracaso de su misión en las
E l g ra n reto

aldeas galileas se convirtió para Jesús en la señal del adelantamiento


de la etapa decisiva de su misión: la de la renovación del pueblo en-
tero de Israel, que él había proyectado para el futuro, después de ha-
ber concluido la renovación del pueblo aldeano de Galilea.

b) Ése es exactamente el escenario en el que hay que situar, a mi en-


tender, la decisión de Jesús de ir a Jerusalén. Con respecto al hecho 189
histórico, es importante señalar que el dato de la ida de Jesús a
Jerusalén al finalizar su misión en Galilea y en las regiones del en-
tomo es la base del marco geográfico de la tradición sinóptica. El tes-
timonio fundamental es el evangelio de Marcos, ya que en su marco
estructural se basan los evangelios de Mateo y de Lucas, aunque este
último alarga las indicaciones sobre la subida a Jerusalén y amplía
grandemente la sección del viaje hacia dicha ciudad. En la primera
parte del evangelio de Marcos (1,1-8,26) no aparece ninguna indica-
ción sobre la intención de Jesús de ir a Jerusalén. Sólo a partir de la
sección que se inicia en 8,27, la ida a la ciudad entra en juego y ocu-
pa el centro de la perspectiva de la misión de Jesús. Se presenta el ca-
mino hacia ella en 8,27-10,52, con las predicciones sobre la muerte
de Jesús allí (8,31; 9,9.12.31; 10,32-34) y la indicación explícita de la
llegada a la región de Judea (10,1), teniendo Jerusalén como destino
(10,32-32). Y a partir de 11,1 se describe la actuación de Jesús en la
ciudad, que tiene por desenlace su muerte violenta en ella. Según se
expuso en el capítulo 11 (p. 144), todo parece apuntar a que ese mar-
co, en cuanto a su estructura general, refleja la realidad histórica de
la misión de Jesús, frente al del evangelio de Juan, que con toda pro-
babilidad se debe a intereses teológicos y etiológicos de los grupos
juánicos. Y efectivamente, ese marco de los evangelios sinópticos es
el que cuadra perfectamente con la estrategia misional de Jesús para
la implantación del reino de Dios.
Lo cual conduce al planteamiento de la cuestión decisiva sobre el
sentido de la ida de Jesús a Jerusalén. La respuesta a esa cuestión,
permanentemente discutida en la investigación, ha marcado y sigue
marcando de un modo decisivo las grandes diferencias en las imáge-
nes que se han presentado sobre la misión histórica de Jesús. Mi pa-
recer es que la respuesta se debe dar desde el escenario de la nueva
visión de Jesús delineado anteriormente.
La ida de Jesús a Jerusalén no fue, ciertamente, una huida de la
Jesús el Galileo

oposición que había encontrado en Galilea, en la que se incluía la


amenaza de su muerte violenta. Porque, en tal caso, Jerusalén habría
sido el lugar menos indicado, ya que allí radicaba el centro de donde
procedía la oposición de los letrados y fariseos. De ningún modo se
puede interpretar en ese sentido el texto de Le 13,31-33, citado en el
apartado anterior (pp. 185-186). Tampoco se trató, a mi entender, de
190 que Jesús tuviera intención de morir allí. Como se expondrá en el ca-
pítulo 16, es verdad que Jesús contaba con la posibilidad de su muer-
te en Jerusalén, y que fue esa posibilidad la que, de hecho, se impuso
al final, y entonces Jesús interpretó su muerte inminente como el
nuevo camino del reino de Dios. Pero el suponer que fue a Jerusalén
precisamente con la intención de morir allí convierte la actuación de
Jesús en la ciudad en algo ficticio, casi burlesco. Los signos que efec-
tuó con su entrada en la ciudad y su consiguiente acción en el templo
no se explican desde su intención de morir. Lo que Jesús intentaba
con tales signos no era, ciertamente, provocar el rechazo definitivo de
su misión y su consiguiente muerte violenta, sino, por el contrario, la
acogida definitiva de su proyecto por parte del pueblo de Israel.
Pienso, más bien, que la ida de Jesús a Jerusalén y los signos que
allí efectuó cuadraban perfectamente con su nueva estrategia de im-
plantación del reino de Dios. Jesús adelantaba así al presente la re-
novación del pueblo entero de Israel, con Jerusalén como centro: un
estadio misional que él anteriormente tenía proyectado para el futuro,
para la época posterior a la restauración del pueblo aldeano galileo. Y
como medio fundamental de ese estadio decisivo, pienso que Jesús
intentaba, concretamente, la instauración de un reino mesiánico en la
capital de Israel. Ese es el sentido al que apuntan con toda claridad la
entrada mesiánica de Jesús en Jerusalén y su consiguiente signo del
nuevo templo de la época mesiánica. Pero éste será el tema del capí-
tulo siguiente.

E l g ran reto
E l intento
del reino mesiánico

E l intento de implantar un reino mesiánico en Jerusalén es uno de


los aspectos más sorprendentes en toda la misión de Jesús. Pero eso
es lo que, a mi entender, señala ineludiblemente la tradición evangé-
lica. Los diversos motivos han sido vistos por la investigación, porque
son evidentes; pero la dificultad está en valorarlos en su dinamismo
significativo, es decir, en cuanto signos dentro de un gran símbolo
que los enmarca y les confiere la configuración de todo su conjunto.
Y ese símbolo es el reino mesiánico. A este tema está dedicado este
capítulo, que desarrolla lo ya indicado en el capítulo 8 (pp. 98-102).
La secuencia de la exposición es inversa al desarrollo cronológico:
parte del final de Jesús, donde la trama mesiánica es más clara, para
seguirla después en su misión anterior.

15.1. La trama final

a) La última imagen de la vida de Jesús nos lo presenta colgando de


una cruz y con un letrero en ella que señalaba para todos los testigos
la causa de su condena: «el rey de los judíos» (Me 15,26). Es una
imagen impresionante, pero al mismo tiempo inquietante. Porque
¿cómo es posible que a Jesús se le condenara a la muerte en cruz por
Jesús e l Galileo

pretender ser el rey mesiánico de Israel? ¿En qué se fundaron las au-
toridades judías y romanas para acusarlo y condenarlo?
El caso es que la trama de Jesús como soberano mesiánico apare-
ce con toda claridad a lo largo de todo el relato de la pasión, que re-
presenta, sin duda alguna, la tradición evangélica más antigua y más
fiable, históricamente hablando. Tanto el relato tradicional de los
evangelios sinópticos como el del evangelio de Juan coinciden en se-
ñalar que Jesús fue apresado, juzgado, condenado y ejecutado por
pretender ser el rey mesiánico (Me 14,61-62; 15,2.9.12.18.26.32; Jn
18,33.37.39; 19,3.12.14.15.19.21). Esa noticia fija e insistente de to-
da la tradición evangélica antigua sólo se puede explicar como refle-
jo de la realidad histórica. Parece ineludible, pues, suponer que los
que acusaron y condenaron a Jesús como tal pretendiente mesiánico
tuvieron que encontrar un punto de apoyo en su actuación anterior. Si
no, quedaría sin aclarar históricamente el hecho decisivo de su muer-
te en la cruz.
Es más, parece que Jesús mismo, tanto ante las autoridades judí-
as (Me 14,61-62) como romanas (Me 15,2; Jn 18,37), contestó afir-
mativamente a la pregunta acerca de su pretensión de ser el rey me-
siánico. Sin entrar en la compleja cuestión de la historicidad del pro-
ceso judicial, lo que me parece claro es que, si Jesús fue condenado y
ejecutado por su pretensión mesiánica regia, su proceso ante las au-
toridades judías del templo -fuera del tipo jurídico que fuese- y ante
el gobernador romano tuvo que incluir una pregunta acerca de su me-
sianidad y una respuesta afirmativa, al menos implícitamente, por
parte del propio Jesús. Y, efectivamente, en la noticia sobre esa res-
puesta afirmativa de Jesús coinciden la tradición sinóptica (Me 14,61-
62; 15,2) y la juánica (Jn 18,37), según la interpretación más proba-
ble de esos textos. Aunque el sentido y el modo de la pretensión de
Jesús eran diferentes de lo que pensaban las autoridades judías y ro-
manas, se trataba de una auténtica pretensión mesiánica regia, y así la
confesó Jesús mismo. Hasta ahora la había expresado, no por medio
de una definición titular, sino mediante acciones y palabras simbóli-
cas. Pero ahora, en esa situación de juicio de pena capital, ya no era E l in te n to d e l reino m esiánico

necesaria su reserva anterior, que incluso podría entenderse como una


renuncia a su propio proyecto.

b) Hay una pista certera para seguir esa trama mesiánica en la actúa-
ción anterior de Jesús. Se trata de la acusación contra él de intentar
destruir el templo y construir uno nuevo, que aparece dos veces en el
antiguo relato de la pasión, en la escena del juicio ante las autorida-
des judías (Me 14,58) y en la de la crucifixión (Me 15,29):
«Nosotros le escuchamos diciendo: “Yo destruiré este templo, he-
cho por manos, y en tres días construiré otro, no hecho por manos”»
(Me 15,58). 193
«Y los que pasaban lo injuriaban meneando sus cabezas y diciendo:
“¡Ah, el que destruye el templo y lo construye en tres días!”»
(Me 15,29).
El hecho de que tal dicho se presente en la escena del juicio (Me
14,55-59) y también, aunque indirectamente, en la de la crucifixión
(Me 15,29-32) como una acusación falsa contra Jesús, quizá se deba
a la incomodidad que representaba para la comunidad cristiana el he-
cho de que lo enunciado por ese dicho no se hubiera cumplido. Pero
todos los indicios apuntan a que en su base hay un dicho auténtico de
Jesús, que habría tenido por contenido la destrucción del templo ac-
tual y la construcción de uno nuevo, fuera cual fuese el tenor de su
formulación original. Porque, en primer lugar, la invención de un di-
cho de ese tipo como acusación contra Jesús es inexplicable sin un
cierto punto de apoyo en su misma actuación. Y, sobre todo, confir-
man su historicidad el curioso recurso a él en la escena de la crucifi-
xión (Me 15,29), su aparición en la tradición juánica, independiente
de la sinóptica (Jn 2,19), y la referencia a él en Hechos 6,13-14. No
es de extrañar, pues, que la historicidad del dicho sea ampliamente
aceptada en la investigación actual.
Pero hay que avanzar un poco más. Ese dicho de Jesús, presenta-
do como acusación contra él en el antiguo relato de la pasión, remite
sin duda a su acción en el templo (Me 11,15-17; Jn 2,14-22), cuyo
sentido él habría explicado con el famoso dicho. De hecho, esa cone-
xión figura expresamente en el relato de la tradición juánica (Jn 2,19).
Muy probablemente, en esa acción simbólica de Jesús encontraron las
autoridades judías la razón para su arresto y para la consiguiente acu-
sación contra él ante el gobernador romano, que lo condenó y ejecu-
tó como pretendiente mesiánico regio. La consecuencia, pues, es evi-
dente: la acción simbólica de Jesús en el templo tuvo un carácter me-
siánico regio, y así lo entendieron las autoridades judías. A eso apun-
Jesú s e l Galileo

ta también la violenta reacción de éstas contra Jesús, cuestionándole


su autoridad para realizar tan inaudita acción (Me 11,18.27-33; Jn
2,18-22). La tradición juánica presenta esa discusión sobre la autori-
dad de Jesús inmediatamente después de su acción en el templo, y ñ-
ja dentro de ella el dicho sobre la destrucción y construcción del men-
donado templo. Esa secuencia lógica parece reflejar la secuencia his-
tórica de los hechos mejor que la tradición sinóptica, porque la es-
194 tructura de la narración en el evangelio de Marcos, al interrumpir el
relato sobre la reacción de las autoridades del templo (Me 11,18.27-
33) con la escena de la higuera seca (Me 11,19-25), es del todo arti-
ficial y tiene, probablemente, la intención de realzar el carácter sim-
bólico de la higuera, referida al Israel rebelde.
Ese contexto mesiánico es el que marca el sentido concreto de la
acción de Jesús en el templo. Las interpretaciones que de dicha ac-
ción ha dado la investigación han sido muy variadas y van, desde las
que no le dan importancia alguna, hasta las que hacen de ella la cía-
ve de la misión y muerte de Jesús; y desde las que la ven como un sig-
no de simple purificación, hasta las que la entienden como un signo
de auténtica destrucción, con o sin una nueva construcción. Mi pare-
cer es que la base del sentido de esa acción de Jesús en el templo fue
el reino mesiánico, dentro del cual se iba a renovar el pueblo entero
de Israel junto con sus instituciones, comenzando por la principal: el
templo de Jerusalén.
Es evidente que la acción de Jesús partía del presupuesto de que
el templo y su culto estaban totalmente contaminados. A esa conta-
minación había contribuido, ciertamente, la mercantilización y politi-
zación del templo ya desde la época de Herodes. Pero la visión de
Jesús, al igual que la de su maestro Juan (pp. 29-33), era mucho más
global y radical. Para Jesús, la causa profunda de la contaminación
del templo y de su culto era la situación de extrema maldad en que se
hallaba el pueblo de Israel. Esa situación se había agravado ahora,
después del rechazo de la misión de Jesús en Galilea, ocasionado an-
te todo por la oposición de los defensores de la tradición oficial, cu-
yo centro referencial era precisamente el templo de Jerusalén. Éstos
ya se habían opuesto expresamente a la oferta del perdón por parte de E l in te n to d e l reino m esiánico
Jesús, porque no contaba con el culto sacrificial (Me 2,5-12). Lo que
Jesús señalaba con su acción, por tanto, era que el recurso al culto del
templo para la expiación del pecado de Israel era un engaño, ya que
la única restauración posible del pueblo pecador era la ofrecida por el
acontecimiento salvífico del reino de Dios.
En esa situación de total contaminación, la renovación de la insti-
tución del templo para la nueva época mesiánica exigía, lógicamente,
no una simple purificación de determinadas deformaciones de las
prácticas rituales, sino una purificación del todo radical, que compor-
taba la misma destrucción del templo actual. Eso es lo que expresa con
toda claridad el dicho aducido sobre el templo (Me 14,58; 15,29; Jn 195
2,19; Hch 6,14). Independientemente del tenor de su formulación orí-
ginal, la referencia a la destrucción es un elemento permanente y esen-
cial, sin duda, de dicho tenor. A la destrucción del templo actual hace
referencia también la profecía de Me 13,1-2; pero es una referencia de
un tipo muy diferente del dicho anterior, ya que habla sólo de la des-
tracción del templo, no de la construcción de uno nuevo. El tono ge-
neral de ese texto apunta a que se trata, con toda probabilidad, de una
reinterpretación del dicho original jesuánico después de la destrucción
efectiva del templo jerosolimitano en el año 70 d.C., entendiendo el di-
cho como una profecía de Jesús referida a ese acontecimiento.
Pero a la destrucción del templo actual debía seguirle la cons-
trucción del nuevo templo del reino mesiánico. De ello habla también
con claridad el dicho aducido sobre el templo (Me 14,58; 15,29; Jn
2,19); y sin duda se trata ahí también de un elemento esencial del di-
cho original. Éste no especificaba cómo iba a ser ese nuevo templo,
pero evidentemente tendría que estar conformado por los nuevos prin-
cipios del reino de Dios y del reino mesiánico tal como los procla-
maba y escenificaba Jesús. En todo caso, el paralelismo entre la pri-
mera parte del dicho, sobre la destrucción, y la segunda, sobre la
construcción, apunta a que se trataba de un templo real, no de uno
meramente metafórico. Lo cual cuadraba con la esperanza israelita
acerca del nuevo templo de la Jerusalén renovada para los tiempos de
la restauración de Israel (Ezequiel 40-47; Ageo 2,7-9; Tobías 13,15-
17; 1 Henoc 90,28-29; 11Q19 [llQRollo del Templo] 29,8-10). La
interpretación metafórica de Jn 2,20-22, en referencia a Jesús resuci-
tado, es claramente posterior y, muy probablemente, tenía la inten-
ción etiológica de justificar la separación de la comunidad cristiana
juánica del ámbito del judaismo, presentando a Jesús como el supe-
rador del culto judío.
Ese nuevo templo sería el del Israel renovado y también el de to-
dos los pueblos, cuando éstos ingresaran en el ámbito salvífico del
Jesús el Galileo

reino mesiánico y del reino de Dios, según expresa el texto de Me


11,17: «para todos los pueblos». Como ya se indicó en el capítulo 11
(pp. 151-153), ese rasgo cuadraba con el proyecto de Jesús sobre la
renovación final de todos los pueblos de la tierra, asumiendo un nú-
cleo importante de la esperanza israelita, a la que pertenecía el texto
de Isaías 56,7 citado en Me 11,17. Sospecho que la supresión de las
196 palabras «para todos los pueblos» de ese texto de Marcos en los evan-
gelios de Mateo y de Lucas se debió a la incongruencia que los auto-
res de estos evangelios encontraron en tales palabras con respecto a la
situación de la comunidad cristiana, formada ya por pueblos gentiles,
pero cuyo centro no era el templo de Jerusalén.

c) El signo de Jesús en el templo estuvo estrechamente relacionado


con el de su entrada en Jerusalén (Me 11,1-10; Jn 12,12-15). Incluso
es posible que ambos signos formaran parte originariamente de una
única gran acción mesiánica, cuyo inicio habría sido la entrada en
Jerusalén, y su culmen la acción en el templo. A eso apunta Me 11,11,
que habla de la entrada de Jesús en el recinto del templo inmediata-
mente después de su entrada en la ciudad. Pero ese evangelio inte-
rrumpe el relato en ese momento con la narración sobre la higuera,
que tiene dos actos: uno, entre la entrada en Jerusalén y la acción en
el templo (Me 11,12-14); el otro, entre esta última y la cuestión sobre
la autoridad (11,20-25). Esta construcción artificial se debe, proba-
blemente, a la intención de enmarcar el símbolo de la higuera seca,
referida al Israel rebelde que no da frutos. Tampoco la secuencia ac-
tual del evangelio de Juan es, evidentemente, la original. Es muy po-
sible que el relato sobre la acción en el templo hubiera estado en la
tradición juánica original, al igual que en la sinóptica, detrás del de la
entrada en Jerusalén, y que el autor de la primera edición del evange-
lio de Juan lo hubiera trasladado al comienzo del libro para darle el
carácter de un texto programático para su presentación de Jesús como
aquel que supera el culto judío.
Sea como sea, lo que parece claro es que esos dos signos de Jesús
tuvieron el mismo carácter. También la base de la entrada en Jerusa- E l in te n to d el reino m esiánico
lén fue la instauración del reino mesiánico. Jesús escogió para su es-
cenificación una imagen del soberano mesiánico muy alejada de la
imagen popular del mesías rey guerrero y dominador, pero que era la
que se conformaba con los principios básicos de su proyecto sobre el
reino de Dios. Independientemente del juicio que se haga sobre el re-
lato del encuentro del asno, pienso que la noticia de que Jesús entró
en Jerusalén montado en un borrico es histórica y esencialmente per-
teneciente al simbolismo de la acción. Muy probablemente, Jesús
quiso asumir con ese gesto una imagen tradicional del rey mesías hu-
milde y pacífico, quizá campesino, como está atestiguada en Zacarías
9,9-10. Esa imagen se conformaba perfectamente con toda su procla- 197
marión y escenificación del reino de Dios y, en correspondencia, con
el carácter del reino mesiánico que intentaba instaurar (Me 9,33-35;
10,35-45). Es natural, pues, que en la evolución de la tradición evan-
gélica ese simbolismo, implícito pero comprensible, se explicitara
con la rita expresa del texto de Zacarías 9,9. No figura aún en el re-
lato del evangelio de Marcos, pero sí en la tradición juánica (Jn 12,14-
15), independiente de la sinóptica, al igual que en el relato de Mateo
(Mt 21,4-5), que, por cierto, influyó en el resto de la narración de es-
te evangelio hasta el punto de ocasionar la incongruencia de presen-
tar a Jesús montado sobre dos cabalgaduras (Mt 21,7). El contraste
con la imagen popular del mesías guerrero y majestuoso era bien evi-
dente y chocante, porque esa imagen estaba, al parecer, muy viva en
el pueblo, como lo testifican los movimientos mesiánicos de la épo-
ca*. También era bien conocida la imagen del soberano o del jefe po-
lítico y militar que manifestaba su majestad y poder entrando de ma-
ñera pomposa e impresionante en una ciudad. Los habitantes de
Jerusalén, concretamente, la contemplaban siempre que el prefecto
romano o el gobernador de la provincia hacía su entrada en la ciudad.
Dentro de ese contexto, creo que el contraste entre esas imágenes de
poder y la imagen del mesías humilde y pacífico que entraba en
Jerusalén montado en un borrico formaba parte del simbolismo im-
pactante de la acción según la intención de Jesús.
El sentido fundamental de la acción está claramente señalado en
la narración evangélica: el soberano mesiánico, Jesús, hace su entra-
da triunfal en su ciudad, la capital de Israel. En eso coinciden el reía-
to de los evangelios sinópticos y el del evangelio de Juan, a pesar de
sus diferencias. Con toda probabilidad, el núcleo histórico está más
cerca de la narración sinóptica que de la juánica. La tradición sinóp-
tica presenta la entrada como un acompañamiento triunfal de Jesús
por parte de los que van con él a Jerusalén, que alfombran el camino
con vestiduras y ramas y lo aclaman (Me 11,7-10). La tradición juá-
Jesús el Galileo

nica, en cambio, convierte la entrada en un recibimiento triunfal del


soberano victorioso por parte de los habitantes de Jerusalén, que sa-
len a recibirlo con ramas de palmera, que realmente no se daban en el
entorno de Jerusalén, y lo aclaman (Jn 12,12-13). La finalidad de la

198 *
Cf. el apéndice «Revueltas populares» en pp. 33-37.
acción simbólica la expresa la aclamación de la gente: el que entra en
la ciudad va a instaurar el reino mesiánico (Me 11,9-10). No se trata
de una simple aclamación festiva, de recibimiento de los peregrinos a
su entrada en Jerusalén. La aclamación de Me 11,9, tomada del
Salmo 118,25-26, que formaba parte del ritual de entrada en las fies-
tas de peregrinación, se explícita en Me 11,10 con la inaudita acia-
mación al «reino de nuestro padre David que llega». En el relato juá-
nico la aclamación del ritual de entrada se especifica con la aclama-
ción expresa al «rey de Israel» (Ja 12,13). Algo por el estilo hacen los
relatos de Mateo y de Lucas al añadir los títulos «el hijo de David»
(Mt 21,9) o «el rey» (Le 19,38). Todas esas formulaciones apuntan,
evidentemente, a la instauración del reino mesiánico y reflejan, sin
duda, el sentido del signo histórico de Jesús.

d) Desde ese contexto del reino mesiánico, quizá cabría sugerir una
nueva interpretación para la curiosa anécdota de la higuera seca, que
en la tradición evangélica está entrelazada con los relatos de la entra-
da en Jerusalén y la acción en 01 templo (Me 11,12-14.20-25). En la
redacción actual parece que se trata de un símbolo del Israel rebelde
que no da frutos. Pero eso no explica, a mi entender, el origen de la
anécdota y algunos detalles de la misma, en especial el hecho de que
entonces no fuera tiempo de higos (Me 11,13). De ahí las diversas hi-
pótesis sobre la formación de la anécdota. Sugiero que, en su origen,
pudo tratarse de un nuevo signo mesiánico de Jesús, referido a la
transformación traída por el reino mesiánico recién inaugurado: la hi-
güera debería dar fruto en ese tiempo, a pesar de que no era el tiem-
E l in te n to d e l reino mesiánico
po natural de higos, porque había comenzado ya la nueva época me-
siánica, que incluía la feracidad permanente de la tierra transformada.

15.2. La trama preparatoria

La trama mesiánica final, descrita en el apartado anterior, aclara la


trama mesiánica de la misión anterior de Jesús. Los signos efectuados
en Jerusalén no pudieron surgir improvisadamente al llegar Jesús a la
ciudad. Tuvieron que estar proyectados por él anteriormente, ya que,
de otro modo, quedarían sin un contexto histórico que los explicara
dentro del conjunto de su misión. Y, efectivamente, la trama prepara-
toria de esos signos en Jerusalén se descubre a partir del momento en
que Jesús comprobó el fracaso de su misión en Galilea y tomó la de-
cisión de ir a Jerusalén. Eso demuestra que la implantación de un rei-
no mesiánico en la ciudad pertenecía a su nueva estrategia misional,
surgida a partir de ese momento.

a) El testimonio fundamental es la tradición conservada en el evange-


lio más antiguo, el de Marcos. La trama mesiánica regia surge en ese
evangelio a partir de Me 8,27-33, un texto que, según se indicó en el
capítulo anterior (pp. 189-191), marca un cambio de vertiente en la mi-
sión de Jesús: de una actividad misional centrada en los poblados de
Galilea, a una actividad que tenía en perspectiva la ciudad de Jerusalén.
Concretamente, es a partir de Me 8,27 cuando aparece en varias
ocasiones el título de «mesías» (christos): así, por primera vez, en
8,29 (confesión de Pedro), y después, en 9,41 y 12,35, además de los
textos del relato de la pasión (14,61 y 15,32). En todos esos casos, in-
cluido el de 8,29, ese título de «mesías» se refiere al mesías regio. Así
claramente en 12,35, donde el título está relacionado con el de «hijo
de David»; en 14,61, dentro del relato de la pasión y en relación in-
mediata con el Salmo 110,1 (14,62); y en 15,32, donde aparece junto
al título «el rey de Israel». Ese mismo sentido tiene el título «hijo de
David» en 10,47.48 y en 12,35.(37), dentro de un texto que trata ex-
presamente la cuestión del mesías en cuanto hijo de David.
Pero más significativos que esos textos son, a mi entender, aque-
líos en los que no figura ningún título mesiánico, pero sí el tema del
reino mesiánico, que es precisamente la categoría a la que se refieren
los textos anteriormente aducidos. Todos ellos están también después
de Me 8,27. Ese es el caso de algunos pasajes en los que se discute
sobre el rango dentro del reino mesiánico que estaba a punto de ins-
taurarse. En ese sentido hay que entender la escena de los dos hijos
de Zebedeo en Me 10,35-40, a la que sigue en Me 10, 41-45 la ins-
Jesús el Galileo

tracción sobre el auténtico señorío, en oposición al dominio despóti-


co y opresor de la soberanía política. Parece claro que ambos textos
están redactados desde la perspectiva cristiana post-pascual, que su-
ponía ya la muerte efectiva de Jesús. Pero pienso que en su base está
un importante núcleo histórico de la misión de Jesús, porque no pa-
rece tratarse de simples proyecciones de problemas planteados en las
comunidades cristianas. Estas tuvieron, efectivamente, tensiones in-
temas en relación con la cuestión del rango y prestigio dentro de la
comunidad, como testifican, ya para los primeros tiempos del cristia-
nismo, las cartas auténticas de Pablo. Pero no se referían al rango en
el reino mesiánico, que para ellas estaba en el futuro, cuando el Señor
se manifestara en su parusía, sino al presente de la vida de la comu-
nidad. Pero es precisamente del rango en el reino mesiánico, con
Jesús a la cabeza, de lo que trata el primer texto (Me 10,35-40: cf. vv.
37.40). Y no da la impresión de referirse al reino mesiánico glorioso
posterior a la parusía, ya que, por una parte, el texto no hace ninguna
mención de él y, por otra, el rango del que habla es algo muy concre-
to y que guarda relación con la soberanía de tipo político. También
ese tipo de soberanía política es el que está en la perspectiva del se-
gundo texto (Me 10,41-45), pues contrasta el dominio opresor políti-
co con el señorío de servicio. Dado que ese contraste con la sobera-
nía política no parece cuadrar con el problema sobre el rango y el
prestigio dentro de la comunidad cristiana, todo apunta a que el tema
de esos textos es, más bien, el reino mesiánico que Jesús tenía pro-
yectado instaurar en Jerusalén y que los discípulos entendían como
un reino al estilo de las soberanías políticas de su entorno. Probable-
mente, ese mismo contexto del futuro reino mesiánico en Jerusalén
está también en la perspectiva de la instrucción sobre el rango en Me
9.33- 35, pues en ella aparecen los mismos motivos que en los dos tex-
tos anteriores: la discusión sobre el rango y los principios de la re-
nuncia al estatus y del servicio.
Semejante interpretación de esos textos supone un conocimiento
del motivo del reino mesiánico dentro del grupo de los discípulos de
E l in te n to d e l reino mesiánico
Jesús y las grandes expectativas que había suscitado en ellos. Y eso
implica que Jesús tuvo que tratar expresamente de él. Se abre así una
nueva perspectiva para la tan discutida cuestión de la historicidad de
la confesión mesiánica de Jesús por parte de Pedro en Me 8,29. Lo
que parece inexplicable desde el análisis aislado del texto se convier-
te en algo muy verosímil desde el contexto del reino mesiánico pro-
yectado por Jesús. Frente a la opinión de la gente (Me 8,28), los dis-
cípulos, con Pedro a la cabeza en cuanto representante de ellos, con-
fiesan a Jesús como soberano mesiánico que va a instaurar su reino en
Jerusalén. Lo que sucede es que tienen una comprensión equivocada
de ese reino, como muestra su discusión sobre el rango en él (Me
9.33- 35; 10,35-45); de ahí la reserva de Jesús (Me 8,30). 201
b) Creo que también alguna tradición evangélica fuera del evangelio
de Marcos se refiere al reino mesiánico que Jesús tenía proyectado
instaurar en Jerusalén. Ese es el sentido que me parece más probable
para el dicho sobre el gobierno del nuevo Israel por parte los doce en
la fuente Q 22,28.30:
«28 Vosotros, los que me habéis seguido [...] 3Oos sentaréis sobre
tronos juzgando a las doce tribus de Israel».

La comunidad cristiana transmisora del dicho lo entendía referí-


do al reino mesiánico posterior a la parusía, porque ése era el que en-
traba dentro de su mapa de la esperanza, y no el reino mesiánico pro-
yectado por Jesús para Jerusalén. Pero es muy probable que el dicho
original jesuánico se refiriese a este último, que es el que estaba en la
perspectiva de Jesús. Así, el dicho mostraría la base concreta que ha-
brían tenido los discípulos para su disputa sobre el rango en el reino
mesiánico que pronto iba a instaurarse, según los textos del evangelio
de Marcos tratados anteriormente. Ese dicho es, por otra parte, un tes-
timonio precioso sobre el conocimiento y la aceptación que la fuente
Q tenía de la mesianidad de Jesús, aunque en ella no figuraba (pro-
bablemente) el título de «mesías».
A ese mismo escenario parecen apuntar también algunos textos
curiosos de la obra lucana que hablan de las expectativas de la gente
y de los discípulos sobre la aparición del reino mesiánico en Jerusalén
(Le 19,11; Hechos 1,6). Los dos textos son, con toda probabilidad,
creación del autor de la obra lucana para corregir una espera del final
inminente. El primero, Le 19,11, interpreta la parábola siguiente del
dinero confiado a los siervos (Le 19,12-26) como una corrección de
la expectativa de la pronta aparición del reino de Dios suscitada en la
gente por la cercanía de Jesús a Jerusalén. Y el segundo, Hch 1,6-8,
corrige la expectativa de los discípulos de que el Señor resucitado iba
Jesús el Galileo

a restablecer el reino para Israel. Pero no deja de ser intrigante la re-


ferencia en ambos textos al establecimiento del reino en Jerusalén por
parte de Jesús: al llegar a Jerusalén aparecería el reino de Dios (Le
19,11), y en Jerusalén restauraría el reino para Israel (Hch 1,6). Preci-
sámente esa expectativa que se trata de corregir podría reflejar una
tradición antigua referente al reino mesiánico en Jerusalén que se ha-
bría conservado en las comunidades cristianas antiguas, apoyadas en
202 las expectativas levantadas por la misión histórica de Jesús.
c) Como se expondrá en el capítulo 18, Jesús tuvo que transformar
esa trama del reino mesiánico ante la perspectiva de su muerte vio-
lenta. Porque, en ese caso, ya no podía realizarse inmediatamente con
su llegada a Jerusalén, sino únicamente después de su muerte. Pero su
sentido básico permaneció: la instauración del reino mesiánico iba a
continuar siendo el medio de la implantación definitiva del reino de
Dios. Así se asumió en el esquema de la esperanza del cristianismo
naciente. La resurrección de Jesús se entendió como su entronización
efectiva como soberano mesiánico, quedando inaugurada así la época
mesiánica, aunque el reino esplendoroso sólo se iba a instaurar cuan-
do el mesías se manifestara gloriosamente en esta tierra el día cerca-
no de su parusía. El título clave que se le aplicó a ese soberano exal-
tado fue precisamente el de «mesías» (christos), de tal modo que muy
pronto se convirtió en un segundo nombre de Jesús («Cristo»). De es-
te modo, el escenario de la esperanza del cristianismo antiguo tuvo
sus raíces en el mismo proyecto de Jesús.
El cristianismo naciente conservó incluso, al parecer, el motivo
jesuánico de Jerusalén como centro del reino mesiánico futuro, seña-
lando así la esperanza en la renovación del pueblo entero de Israel co-
mo camino para la renovación de todos los pueblos de la tierra.
Habría sido esa esperanza la que provocó la ida de algunos discípu-
los galileos a Jerusalén para formar allí la comunidad mesiánica, a la
espera de la pronta parusía del mesías resucitado exaltado, que iba a
establecer en la ciudad el centro de su reino. A esa misma esperanza
apuntarían también algunos textos cristianos, que bien podrían refle-
jar una tradición antigua, como el de Romanos 11,25-27, que expre-
E l in te n to del reino m esiánico
sa la esperanza en la salvación del pueblo completo de Israel en la pa-
rusia del Señor en Sión, o el de Gálatas 4,26-27, que habla de la
Jerusalén de arriba como madre de la comunidad mesiánica, el «Israel
de Dios» (Gálatas 6,16), o incluso el de Hechos 1,6, aducido ante-
nórmente, que reseña la expectativa de los discípulos de que el Señor
resucitado restauraría en Jerusalén el reino para Israel.
L a muerte
del agente mesiánico

C omo ya se indicó en el capítulo anterior, el reino mesiánico pro-


yectado por Jesús no pudo realizarse como él esperaba. El intento de
su implantación en Jerusalén provocó, más bien, una oposición fron-
tal por parte de las autoridades del templo, lo cual desembocó final-
mente en su condena y ejecución. En ese rechazo se vio implicado
también el pueblo jerosolimitano e incluso el mismo grupo de los dis-
cípulos. Pero, dada su experiencia en la misión galilea, sería extraño
que Jesús no hubiera previsto la posibilidad de ese rechazo de su pro-
yecto. Tuvo que pensar incluso que eso le conduciría a la muerte vio-
lenta, porque lo que estaba en juego era, ni más ni menos, el enfren-
tamiento frontal entre, por una parte, el reino de Dios y el reino me-
siánico por él escenificados y, por otra, la institución central de poder
del pueblo de Israel. Fue esa posibilidad, en un principio sólo previ-
sible, la que al final se le impuso con certeza. Queda así marcada la
secuencia de la exposición de este capítulo: en su primer apartado se
tratará del hecho histórico de la muerte de Jesús, para pasar en su se-
gundo apartado a la cuestión de cómo previo Jesús mismo su muerte
violenta. Resta para el próximo capítulo la cuestión capital acerca de
cómo interpretó Jesús su muerte, integrándola dentro de su proyecto
del reino de Dios.
Jesús el Galileo

16.1. El desenlace de la cruz

a) La tradición evangélica refleja bien la frontal oposición de las au-


toridades del templo y sus colaboradores a los signos del reino me-
204 siánico efectuados por Jesús en Jerusalén. Fueron esos dirigentes los
que reaccionaron con una hostilidad extrema frente a la acción de
Jesús en el templo, porque la vieron como un atentado contra lo que
constituía la base de su estatus y de su poder (Me 11,18.27-33). El
sentido profundo de su oposición se lo desveló Jesús con la parábola
de los arrendatarios homicidas (Me 12,1-11), cuyo tono amenazador
entendieron ellos perfectamente (Me 12,12). La autenticidad jesuáni-
ca y el sentido de esa parábola, testificada también en el evangelio de
Tomás 65-66, han sido temas ampliamente debatidos en la investiga-
ción reciente. Me inclino a pensar que en su base hay una parábola
auténtica de Jesús dirigida contra las autoridades del templo y sus co-
laboradores, la cual sufrió más tarde un proceso de alegorización y
alargamiento, como muestra ya el texto de Marcos, pero sobre todo el
de Mateo. El relato parabólico refleja, en efecto, la praxis económica
agrícola de la Palestina de entonces. Además, algunos de sus detalles
no parecen conformarse con el modo en que Jesús murió: son los
arrendatarios, las autoridades del templo, los que matan al «hijo»,
Jesús, pero históricamente no fueron ellos los que lo mataron, sino la
autoridad romana. En Me 11,9 se dice que lo mataron y lo echaron
fuera de la viña, sin darle sepultura; pero realmente Jesús murió fue-
ra del recinto de Jerusalén y recibió sepultura; por eso, Mt 21,39 y Le
20,15 invierten el orden de las acciones, acomodando el texto a los
hechos. Y, sobre todo, su tono desenmascarador y amenazante cuadra
perfectamente con la situación de tensión provocada por el signo de
Jesús en el templo, que es precisamente la situación que presenta
Marcos. Los dirigentes del pueblo, a quienes se les ha confiado en
arriendo la viña (Israel), están a punto de cometer el atentado definí-
tivo contra los derechos del dueño de ésta (Dios), al intentar eliminar L a m u erte d el agente mesiánico
a su representante mesiánico (el hijo y heredero). El relato parabóli-
co expresa, pues, la misma autoridad mesiánica que Jesús había esce-
niñeado ya con su entrada en Jerusalén y su acción en el templo.
También las diversas discusiones y amenazas contra los dirigen-
tes jerosolimitanos que el evangelio de Marcos presenta a continua-
ción (Me 12,13-40) reflejan la misma oposición y tensión. Las esce-
ñas cuadran con la situación de conflicto creada por los signos me-
siánicos realizados por Jesús en la ciudad. El escenario del reino me-
siánico tenía que hacer surgir necesariamente la cuestión sobre el pa-
go del tributo al César (Me 12,13-17). También ése era el escenario
adecuado para la cuestión sobre la resurrección de los muertos (Me 205
12,18-27). La pregunta sobre el mandamiento principal (Me 12,28-
34), con su referencia al culto sacrificial (v. 33), se explica perfecta-
mente en el contexto del signo de Jesús en el templo. También la
cuestión sobre el mesías como hijo de David (Me 12,35-37) cuadra
dentro del escenario del reino mesiánico. De igual modo, la tensión
de esos momentos está bien señalada en las invectivas contra los le-
trados (Me 12,38-40; cf. Q 11,39-48.52); quizá precisamente como
ejemplo de su expolio de las casas de las viudas (v. 40) se incluye la
escena sobre el donativo de la viuda en Me 12,41-44. En ese mismo
contexto cuadrarían también la amenaza contra «esta generación»
asesina de los profetas en Q 11,49-51 y el lamento sobre Jerusalén
asesina de los profetas en Q 13,34-35.
Según refiere el relato de la pasión de la tradición sinóptica y juá-
nica, esa hostilidad del estamento dirigente judío culminó en su in-
tervención decisiva en la muerte de Jesús, en connivencia con la au-
toridad romana. Fue ese estamento el que planeó eliminar a Jesús (Me
14,1-2.10-11; Jn 11,47-53), el que lo apresó (Me 14,43-52; Jn 18,1-
12), el que, al no tener el poder de ejecutarlo, instruyó su causa para
presentar la acusación de pena capital ante el gobernador romano (Me
14,53-15,1; Jn 18,13-28) y el que ejerció la función de acusador en
el proceso ante el tribunal romano, que concluyó con su condena y
ejecución en la cruz (Me 15,2-37; Jn 18,29-19,30). Detrás de todo ese
antiquísimo relato de la pasión está, con toda probabilidad, el más im-
portante núcleo histórico de toda la vida de Jesús. Así se explica la
amplia coincidencia existente entre el relato de la tradición sinóptica
y el de la tradición juánica.

b) Esa hostilidad de los dirigentes judíos tuvo que influir en el pueblo


de Jerusalén. La tradición evangélica presenta una actitud ambiva-
lente de la gente de la ciudad. En ocasiones, aparece como simpati-
zante de Jesús, frente al estamento dirigente (Me 12,12.37; 14,2), pe-
Jesús el Galileo

ro otras veces se presenta como hostil a Jesús y en connivencia con


las autoridades, como en la escena de la elección entre Barrabás y
Jesús (Me 15,6-15; Jn 18,39-40). Quizá se explique esa ambivalencia
distinguiendo entre el pueblo peregrino no residente en Jerusalén,
simpatizante de Jesús, y el pueblo residente en la ciudad, opuesto a
Jesús y sometido a la influencia de las autoridades del templo. La ra-
206 zón fundamental de la oposición de este último habría que buscarla,
probablemente, en la acción de Jesús en el templo. El signo de des-
trucción del templo actual, explicitado en el dicho sobre el mismo, no
sólo atentaba contra los privilegios del estamento dirigente, sino tam-
bién contra los intereses económicos y sociales de la población resi-
dente en Jerusalén, que vivía directa o indirectamente del templo.
Hay que tener en cuenta, además, que el templo estaba aún en re-
construcción en ese tiempo: ninguna simpatía podía suscitar en los
constructores un signo de destrucción de esa edificación que ellos es-
taban realizando.

c) El mismo grupo de los discípulos de Jesús no quedó exento de


esa reacción de hostilidad, como lo muestra el caso de Judas, uno de
los doce, que lo traicionó (Me 14,10-11.18-21.43-45; Jn 13,21-30;
18,2-5). Esa noticia sobre Judas, que pertenece a la antigua tradición
de los evangelios sinópticos y del evangelio de Juan, sólo se explica
como un recuerdo histórico. Es posible que el dinero tuviera su peso
en la acción de Judas (Me 14,11), aunque ese motivo fue amplificado
posteriormente (Mt 26,14-16; Jn 12,4-6) e influyó grandemente en la
formación de la leyenda sobre el final del traidor (Mt 27,3-10; Hechos
1,18-19). Pero no creo que eso aclare el origen de la decisión de
Judas. Dejando aparte las diferentes especulaciones que se han hecho,
pienso que el dato de su colaboración con las autoridades del templo
apunta a que también Judas encontró escandaloso el signo jesuánico
de destrucción del templo.
Parece que tampoco los demás discípulos tuvieron un compromi-
so decidido con el proyecto de Jesús, ya que, según Me 14,50, todos
huyeron en el momento de su arresto. Este dato de la huida de los dis- L a m u erte d el agente m esiánico
cípulos es, sin duda, histórico, porque la comunidad cristiana no se
encontró cómoda con él y trató de «maquillarlo», bien presentándolo
como una decisión del propio Jesús (Jn 18,8-9), bien omitiéndolo (cf.
Le 22,47-53), bien incluso camuflándolo, introduciendo discípulos
varones en la escena de la crucifixión, como en Le 23,49, que habla
de «todos sus conocidos», o en Jn 19,26-27.35, que introduce en es-
cena al discípulo amigo. Además, Pedro renegó de él (Me 14,66-72;
Jn 18,17-18.25-27), una noticia que tiene todos los visos de ser histó-
rica, porque no se explica como una creación de la comunidad. Por
otra parte, no parece que el arrepentimiento de Pedro, que figura en
la tradición sinóptica (Me 14,72) pero no en la juánica, fuera lo bas- 207
tante efectivo, porque ese discípulo no aparece después acompañan-
do a Jesús. Quizá se trate ahí de un motivo introducido en el relato si-
nóptico y que reflejaría la historia posterior de Pedro.
La tradición evangélica habla sólo de algunas mujeres acompa-
fiantes de Jesús que permanecieron fieles al compromiso con él, aun-
que tampoco del todo consecuentemente, por causa del miedo (Me
15,40-41.47; 16,1-8; Jn 19,25; 20,1-18). Se presentan, efectivamente,
como testigos de la muerte de Jesús, pero «desde lejos» (Me 15,40),
y también de su enterramiento, pero no intervienen en ella (Me
15,47), y precisamente por eso intentan realizar sigilosamente el ges-
to de honrar el cadáver de Jesús derramando perfumes sobre él, pues
no lo habían hecho en el momento de su sepultura (Me 16,1-8). Hay
indicios de que el relato de la tradición antigua juánica coincidía bá-
sicamente con esos datos de la tradición sinóptica; la narración actual
del evangelio de Juan es, probablemente, producto de una evolución
motivada por intereses especiales de los grupos juánicos.

16.2. La perspectiva de Jesús

a) Ante la reacción de hostilidad que levantaron sus signos en


Jerusalén, parece ser que a Jesús se le impuso la certeza de su inmi-
nente muerte violenta. Eso es lo que señala con toda evidencia el re-
lato de la última cena. Lo muestran, ante todo, los gestos y palabras
de Jesús sobre el pan y la copa, con los que interpretó su muerte (Me
14,22-25). Pero probablemente la anunció también de otros modos.
Tanto la tradición sinóptica como la juánica hablan de los anuncios de
la traición de Judas (Me 14,18-21; Jn 13,21-30) y de la negación de
Pedro (Me 14,29-31; Jn 13,37-38). Este segundo anuncio, que en la
tradición sinóptica se localiza ya después de la cena (Me 14,26) y en
conexión con el de la muerte del pastor y la dispersión de las ovejas,
Jesús e l Galileo

seguida de su reagrupación después de la resurrección (Me 14,27-28),


tiene todos los visos de ser una construcción para presentar a Jesús
como previsor y dominador de los acontecimientos que iban a narrar-
se a continuación. Pero tiene otro carácter y posiblemente conserva
un recuerdo histórico el primer anuncio, en cuya tradición antigua no
se identifica al traidor, sino que es presentado, sin más, como uno de
208 los comensales, perteneciente al grupo cercano de los doce; sólo en
los relatos de Mateo (26,25) y de Juan (13,22-29) se le identifica ve-
ladamente con Judas. También la escena en Getsemaní (Me 14,32-42;
un posible resto de ella se da en Jn 12,27-30), a continuación de la ce-
na, tuvo que estar marcada para Jesús por la inminencia de su muer-
te, aunque es muy difícil precisar su núcleo histórico.
Pero todo apunta a que Jesús ya había llegado a esa certeza inme-
diatamente después de su acción en el templo. Vio en la reacción hos-
til de las autoridades judías una auténtica intención homicida. Así la
denunció en la parábola de los arrendatarios homicidas (Me 12,1-9),
según se ha visto anteriormente. También el relato de la unción en
Betania (Me 14,3-9; Jn 12,1-8) presenta a Jesús anunciando su pro-
pia muerte e interpretando la unción recibida como anticipo de la un-
ción de su sepultura. Pero no creo que esa interpretación guarde un
recuerdo histórico. A mi entender, el relato sí conserva el recuerdo de
una unción especial recibida por Jesús en un banquete durante el
tiempo de su estancia en el entorno de Jerusalén. Más tarde, desde el
conocimiento de que Jesús, de hecho, no había recibido unción algu-
na en su enterramiento, se interpretó la unción de dicho banquete co-
mo la de la sepultura, salvando así el hecho escandaloso de que había
sido enterrado sin honor. Precisamente por eso se introdujo esa na-
rración del banquete en Betania dentro del relato de la pasión. La
misma preocupación por la falta de unción en la sepultura de Jesús se
descubre en la narración sobre la ida de las mujeres al sepulcro con la
intención de ungir su cadáver (Me 16,1-8).
También podrían pertenecer a este contexto la amenaza de Jesús
contra «esta generación» asesina de los profetas, en Q 11,49-51, y su
lamentación sobre la ciudad que mata a los profetas y apedrea a los L a m u e rte d el agente m esiánico
que le son enviados, en Q 13,34-35. Estos dichos no tienen ninguna lo-
calización precisa en la fuente Q. Pero la fijación del primero (Q
11,49-51) dentro de las amenazas contra los fariseos y letrados (Q
11,39-52), que son paralelas a las que Marcos localiza en los conflic-
tos de Jesús con el estamento dirigente jerosolimitano después del sig-
no del templo (Me 12,38-40), hace verosímil esa misma localización.
También la formulación directa, en segunda persona, de la lamenta-
ción sobre Jerusalén (Q 13,34-35) hace verosímil su localización du-
rante la estancia de Jesús en la ciudad. De todos modos, sea en este
contexto o en otro anterior, esos dichos testifican la previsión por par-
te de Jesús de su muerte violenta, al estilo de la de los profetas. 209
b) Pero esa certeza de su muerte violenta que se le impuso a Jesús al
final estuvo precedida, sin duda, por la previsión que él tuvo de la
misma, probablemente ya desde que descubrió el rechazo de su mi-
sión en Galilea. En esa previsión de Jesús tuvo que influir grande-
mente su experiencia de la muerte violenta de Juan Bautista. Desde
entonces, no podía descartar que también él tuviera un destino seme-
jante al de su maestro, tanto más cuanto que la gente lo consideraba
otro Juan redivivo (Me 6,14.16; 7,28). No es de extrañar, pues, que
ese paralelismo entre el destino violento de Juan y el de Jesús lo in-
sinúe el dicho sobre la violencia contra el reino de Dios en Q 16,16 y
lo exprese abiertamente Me 9,11-13 (pp. 78-80). Además, Jesús ya
había experimentado en su propia persona una amenaza de muerte
durante su misión galilea, según el testimonio de Me 3,6 y Le 13,31-
33, unos textos que ya se analizaron en el capítulo 14 (pp. 185-186).
Es lógico, entonces, que contara con la posibilidad de que esa ame-
naza se repitiera e incluso se hiciera efectiva durante su actuación en
Jerusalén. Y mucho más cuando tenía proyectada la instauración del
reino mesiánico, que implicaba para el estamento dirigente una pro-
vocación y un reto mucho mayores que los que había supuesto su ac-
tuación en Galilea.

En ese escenario hay que enmarcar el amplio material de dichos


de Jesús que hacen referencia, de un modo velado o más explícito, a
su muerte violenta. Entre las referencias veladas se pueden reseñar:
el dicho sobre el novio arrebatado (Me 2,20), que interpreta alegóri-
camente el dicho anterior sobre el banquete de bodas (Me 1,19); el di-
cho sobre la copa y el bautismo (Me 10,38-39); la respuesta a Antipas
(Le 13,31-33); el dicho sobre el fuego y el bautismo (Le 12,49-50); el
dicho sobre la estancia de Jonás en el vientre del pez, en Mt 12,40,
que alarga el texto de Q 11,29-30; y también los dichos de Q 11,49-
51 y Q 13,34-35, en el caso de localizarlos fuera de la estancia de
Jesús e l Galileo

Jesús en Jerusalén. Las referencias explícitas figuran siempre en di-


chos sobre «el hijo del hombre»: en el primer anuncio de la muerte y
resurrección (Me 8,31); en el anuncio de la pasión de Me 9,12; en el
segundo anuncio de la muerte y resurrección (Me 9,31); en el tercer
anuncio de la muerte y resurrección (Me 10,33-34); en el dicho sobre
el servicio y la entrega de la vida en rescate por muchos (Me 10,45);
210 en el anuncio de la pasión en Le 17,25, que alarga el dicho de Q
17,24. Este tipo de dichos sobre «el hijo del hombre» tiene su conti-
nuación en el relato de la pasión (Me 14,21.41; Mt 26,2; Le 22,48).
Parece claro que la mayor parte de ese material reseñado está for-
mulado desde la perspectiva cristiana; pero creo que su amplio con-
junto no puede explicarse sin el apoyo en un núcleo histórico jesuá-
nico. A éste parecen acercarse más algunas referencias veladas y en
imágenes, que reflejan mejor el típico lenguaje imaginativo de Jesús.
Pero, en todo caso, pienso que lo decisivo aquí no es el análisis de los
textos aislados, sino el marco que su conjunto refleja. Y éste parece
congruente con el escenario del proyecto de Jesús. Los textos actúa-
les, redactados ya desde la experiencia de la muerte efectiva de Jesús,
la presentan como algo cierto. Pero creo que su núcleo original je-
suánico sólo hablaba de la posibilidad de la muerte violenta previsi-
ble, aún no segura. Eso es lo que cuadra con el sentido de la ida de
Jesús a Jerusalén, que no se debió a su propósito de morir allí, sino a
su proyecto de instaurar el reino mesiánico. Dentro de ese escenario,
los anuncios de Jesús sobre su muerte no pudieron ser profecías de un
hecho seguro que iba a suceder conforme a sus planes, sino meros
avisos acerca de un posible desenlace de su misión en Jerusalén. Ahí
está la clave para la comprensión de esos anuncios de Jesús. Si se en-
tienden como profecías de un hecho seguro, no caben más que las dos
típicas interpretaciones extremas de la investigación. Estas son opues-
tas en cuanto a la localización de esos anuncios, ya que una los fija en
la misma misión de Jesús y la otra en el cristianismo antiguo, pero
son coincidentes en cuanto a su sentido, ya que ambas los entienden
como planificaciones de un hecho cierto. Así, en un extremo están
quienes los consideran auténticos de Jesús y sostienen que éste pía-
neó su muerte al decidir ir a Jerusalén. Y en el otro extremo están
quienes consideran todos esos anuncios como vaticinia ex eventu, o
profecías después del suceso, es decir, como construcciones cristianas
para superar el escándalo de la muerte efectiva de Jesús, presentán-
dola como ya planeada por él mismo. Lo decisivo en esta cuestión
clásica, lo mismo que en otras, está en el escenario que se fije para la
misión de Jesús. Y concretamente, creo que el escenario adecuado pa-
ra esos anuncios de Jesús sobre su muerte es el de su proyecto de ins-
taurar el reino mesiánico en Jerusalén, el cual estaba abierto a dos po-
sibilidades: la de su aceptación por parte de Israel o la de su rechazo,
que ineludiblemente le conduciría a la muerte violenta.
E l camino paradójico
del reino

C u a n d o a Jesús se le impuso la certeza de su inminente muerte vio-


lenta, lo único posible para él, si es que quería continuar con su pro-
yecto de implantación del reino mesiánico y del consiguiente reino de
Dios, y no abandonarlo por inviable, era integrar precisamente su
muerte dentro de ese proyecto suyo. Y eso fue precisamente lo que hi-
zo, según la tradición evangélica sobre la última cena que celebró
Jesús junto con sus discípulos en la noche antes de morir. Fue así co-
mo la muerte del agente mesiánico, aparentemente sello del fracaso
definitivo de su misión, se convirtió en el nuevo camino paradójico
para la realización del reino de Dios y del reino mesiánico. Este es el
tema del presente capítulo, que aborda la compleja y continuamente
debatida cuestión sobre el sentido de la última cena de Jesús. A lo lar-
go de la exposición se irá presentando lo que parece más probable,
deslindando paso a paso, con paciencia, los diferentes aspectos de es-
ta difícil pero también decisiva cuestión.

17.1. La tradición de la última cena

Antes de entrar en el análisis de la tradición de la última cena, hay que


Jesús e l Galileo

hacer una indicación rápida sobre el texto de Me 10,45b, donde tam-


bién se presenta a Jesús interpretando su muerte en una dimensión di-
rectamente salvífica, de modo semejante a como lo hizo en su última
cena. Todos los indicios apuntan a que no se trata ahí de una interpre-
tación jesuánica auténtica, sino de una explicación posterior de la co-
munidad cristiana. Porque ese texto es claramente un alargamiento del
212 tema del rango y del servicio tratado en el contexto (Me 10,41-45a);
de hecho, no figura en el texto paralelo de Le 22,24-27, que quizá con-
serve la tradición más antigua. Ese alargamiento tenía la finalidad de
presentar la muerte salvífica de Jesús como el mayor signo efectivo de
humillación y de servicio. También su formulación refleja terminólo-
gía tradicional cristiana (1 Timoteo 2,6; Tito 2,14; Hebreos 9,12; 1
Pedro 1,18). Y además, y éste me parece un punto importante, no en-
caja en el escenario del proyecto de Jesús: éste no pudo interpretar su
muerte como mediación salvífica antes del momento en que se le im-
puso como un hecho ineludible, cosa que sucedió únicamente después
de la oposición a su escenificación del reino mesiánico en Jerusalén.

a) La narración sobre la última cena (Me 14,12-31; Jn 13,1-38;


14,31b) formó parte muy tempranamente del relato tradicional de la
pasión. En eso coinciden la tradición sinóptica y la juánica. Es posi-
ble que originariamente el relato tradicional de la pasión fuera más
corto y narrara sólo los sucesos desde el prendimiento hasta el des-
cubrimiento del sepulcro vacío (base de Me 14,43-16,8 y de Jn
18-20). Posteriormente se habría alargado y transformado, en corres-
pondencia con su carácter de tradición viva y utilizada de continuo
por las comunidades cristianas. De hecho, su último estadio de evo-
lución se descubre con claridad comparando el relato de Marcos con
su desarrollo en los relatos de Mateo y de Lucas. Es lógico suponer,
pues, que también antes, probablemente ya desde los primeros mo-
mentos, sufriera alguna evolución para explicitar el sentido de los
acontecimientos que en él se narraban. En todo caso, la inclusión tem-
prana de la narración de la última cena dentro del relato de la pasión
E l cam ino paradójico d el reino
se debió, probablemente, a que éste se recitaba dentro de la celebra-
ción de la cena del Señor, como un relato que escenificaba la muerte
del Señor que se celebraba. De ese modo se explicitaba la celebración
cristiana, pues ésta remitía precisamente a la cena que Jesús celebró
«en la noche en que era entregado» (1 Corintios 11,23).
La relativa amplitud de la narración sobre la última cena demues-
tra la importancia que se le daba a lo que Jesús escenificó en ella. El
relato de la tradición sinóptica contiene los siguientes episodios: pre-
paración de la cena pascual (Me 14,12-16); anuncio de la traición de
Judas durante la primera parte de la cena (Me 14,17-21); gestos y pa-
labras al comienzo (reparto del pan) y al final (reparto de la copa de
acción de gracias) de la comida principal, con los cuales Jesús Ínter- 213
_____
pretó su muerte (Me 14,22-25); anuncio de la negación de Pedro en
la conclusión de la cena (Me 14,26-31). De ese relato de Marcos de-
penden tanto el de Mateo como el de Lucas, aunque este último evan-
gelio lo transforma y alarga grandemente. El relato actual del evan-
gelio de Juan contiene también el anuncio de la traición de Judas (Jn
13,21-30) y el anuncio de la negación de Pedro (Jn 13,36-38), pero no
los gestos y las palabras sobre el pan y la copa. Con todo, es proba-
ble que la narración original de la tradición juánica sí contuviera tam-
bién los gestos y las palabras sobre el pan y la copa, y que hubiera si-
do el autor de la primera edición del evangelio el que los suprimió,
junto con el motivo de la cena pascual, con la finalidad de presentar
a Jesús como el superador del culto judío. En cualquier caso, parece
claro que la narración juánica sufrió una gran evolución, ante todo
con la ampliación del discurso de despedida de Jesús, hasta llegar a la
amplia configuración actual (Jn 13-17).

b) Conviene hacer también algunas precisiones sobre la cuestión de si


la última cena de Jesús fue o no una cena pascual. La tradición si-
nóptica la presenta, con toda claridad, como una cena pascual. Así
expresamente en el relato de la preparación de la misma (Me 14,12-
16). Pero también los diversos sucesos narrados durante su celebra-
ción cuadran perfectamente dentro del rito judío de la cena pascual:
el anuncio de la traición de Judas (Me 14,17-21) encaja dentro del ri-
to de entrada o de los «entremeses», consistentes en unas hierbas que
se mojan en la salsa de una fuente común; los gestos y palabras sobre
el pan y la copa (Me 14,22-25) encajan al comienzo y al final de la
comida principal, que se abría con la bendición y el reparto del pan y
se cerraba con la bendición de la tercera copa; la indicación sobre los
himnos al final (Me 14,26) encaja en el rito de conclusión, donde se
recitaba la segunda parte del hallel (Salmos 114-118, o Salmos
115-118). Hay indicios de que la tradición juánica original presenta-
Jesús el Galileo

ba también la última cena de Jesús como cena pascual. Habría sido el


autor de la primera edición del evangelio de Juan, que creó el marco
geográfico y cronológico del actual evangelio, quien suprimió el mo-
tivo de la cena pascual y fijó la muerte de Jesús en la víspera de la
fiesta de pascua, precisamente en el tiempo en que se sacrificaban los
corderos pascuales, para presentarlo así como el auténtico cordero
214 pascual, que superaba el culto judío.
Según eso, el dato de la tradición sinóptica sobre la última cena
de Jesús como cena pascual tiene todos los visos de conservar un re-
cuerdo histórico. Las objeciones en contra que normalmente se adu-
cen no parecen tener un fundamento convincente. Como se ha indi-
cado anteriormente, no lo tiene la objeción principal, basada en el re-
lato del evangelio de Juan. Tampoco lo tiene el hecho de que la co-
munidad cristiana celebrara la cena del Señor no sólo una vez al año,
en la fiesta de pascua, porque la comida cristiana no era una simple
repetición de la última cena de Jesús, sino una celebración de la co-
munidad mesiánica en memoria del mesías muerto y exaltado, y para
ello tenía que congregarse con frecuencia, probablemente cada sema-
na, a fin de celebrar el banquete sagrado que formaba y cohesionaba
a la comunidad, al estilo de lo que hacían otros grupos religiosos. Más
bien, esta objeción se convierte en un argumento a favor de la histo-
ricidad del dato, ya que no es imaginable que la tradición sinóptica
creara el escenario pascual para la última cena de Jesús cuando la ce-
lebración cristiana no lo tenía.
Ese contexto pascual, aunque no fue decisivo para la interpreta-
ción que Jesús hizo de su muerte, sí tuvo su relevancia. Porque la ce-
na pascual era la celebración conmemorativa de la liberación que ha-
bía fundado la existencia del pueblo de Israel. Dentro de ese ámbito
celebrativo, Jesús hacía ahora la interpretación de su muerte como el
nuevo camino de la salvación de Dios para su pueblo esclavo: era
ahora cuando se realizaba el definitivo éxodo de la liberación de
Israel y de la alianza de Dios con él.

E l cam ino paradójico del reino


c) Indudablemente, el centro significativo de la narración sobre la úl-
tima cena es el relato de los gestos y palabras de Jesús sobre el pan y
la copa {Me 14,22-25):

«22 Y comiendo ellos, habiendo tomado pan, habiendo bendecido,


lo partió y se lo dio y dijo:
- Tomad, esto es mi cuerpo.
23 Y habiendo tomado una copa, habiendo dado gracias, se la
dio, y todos bebieron de ella, 24 y les dijo:
- Ésta es mi sangre de la alianza, vertida por muchos. 25 Cierta-
mente os digo que ya no beberé del fruto de la vid hasta el día aquel
cuando lo beba nuevo en el reino de Dios». 215
Una tradición paralela e independiente es la citada por Pablo en 1
Corintios 11,23-25, dentro del contexto de la instrucción sobre la ce-
lebración de la cena del Señor en la comunidad de Corinto (1
Corintios 11,17-34):
«23 El Señor Jesús, en la noche en que era entregado, tomó pan
24 y, habiendo dado gracias, lo partió y dijo:
“Esto es mi cuerpo, por vosotros. Haced esto para mi memoria”.
25 De igual modo hizo también con la copa, después de cenar,
diciendo:
“Esta copa es la nueva alianza en mi sangre. Haced esto, cuan-
tas veces bebáis, para mi memoria”».
Estos dos textos son los testimonios básicos de la tradición euca-
rística antigua. Porque el texto de Mt 26,26-29 depende del de
Marcos, en el que introduce únicamente pequeños retoques. También
depende de Marcos el texto de Le 22,15-20, aunque lo elabora gran-
demente e introduce modificaciones desde la tradición de 1 Corintios
11,23-25. La formación de este complejo texto del evangelio de
Lucas se puede explicar del siguiente modo: aceptando como original
el texto largo, es decir, con la inclusión de los versículos 19b-20, su-
primidos por algunos testimonios. Los vv. 15-18 son elaboración lu-
cana de Me 14,25 para introducir el discurso de despedida, género li-
terario en el que convierte Lucas (al igual que Jn 13-17) el relato de
la última cena: ansia de hacer la cena pascual de despedida (vv. 15-
16) y especificación de esa despedida con el reparto de la copa y las
palabras de Me 14,25 (vv. 16-18). Los vv. 19-20 son una combinación
lucana de Me 14,22-24 y de la tradición de 1 Corintios 11,23-25, la
cual era conocida por el autor del evangelio como la tradición usual
en las celebraciones de la cena del Señor en las comunidades de ori-
gen paulino de Asia Menor, lugar donde escribió su obra. Bajo el in-
flujo de la tradición citada en 1 Corintios 11,23-25 está, evidente-
Jesús el Galileo

mente, el texto de 1 Corintios 10,3-4.16-17. El texto de Jn 6,51b-58


no representa tradición antigua: probablemente fue introducido en el
evangelio de Juan en el último estadio de su formación, y refleja una
concepción muy evolucionada sobre la tradición eucarística.
Tampoco representa tradición antigua el texto de Didajé 9-10: pro-
bablemente se trata de oraciones del ágape o comida fraterna (9,1-
10,5: al comienzo [9,1-5] y al final [10,1-5]), que precedía a la cele-
216 bración de la eucaristía, cuyo inicio lo marcaría 10,6.
d) Las coincidencias fundamentales entre esas dos tradiciones anti-
guas, la de Me 14,22-25 y la de 1 Corintios 11,23-25, apuntan sin du-
da a un núcleo original común. Pero es muy difícil precisar cuál de
las dos lo conserva mejor, ya que tanto una como otra parecen estar
bajo el influjo de la celebración cristiana. Quizá lo único que cabe es
intentar discernir qué motivos de ese núcleo original están mejor re-
flejados en cada una de ellas. Sobre esta cuestión interminablemente
discutida, parece claro que la respuesta se tiene que fundar en el aná-
lisis de cada motivo en los textos; pero tampoco se puede perder la
perspectiva del conjunto. Y desde esa perspectiva, creo que global-
mente la tradición de Marcos refleja mejor ese núcleo original, por-
que la tradición de 1 Corintios 11 está marcada por el interés etioló-
gico o justificativo de la celebración cristiana («por vosotros», man-
dato de repetición), cosa que no sucede en la de Me («por muchos»,
sin mandato de repetición), y además la tradición de 1 Corintios 11
parece suponer un relato sobre la muerte de Jesús («en la noche en
que era entregado»), que es precisamente en el que está enmarcada la
tradición de Me. En todo caso, pienso que lo significativo no son las
diferencias entre ambas tradiciones, sino precisamente las coinciden-
cías, que son muchas y de tipo fundamental. Tomándolas como base,
es posible fijar un núcleo primordial decisivo, que es lo que importa.
Desde él se pueden explicar todas las variantes de las dos tradiciones,
en cuanto intentos de explicitación de su sentido fundamental.

Las dos tradiciones hacen referencia explícita a la última cena de


Jesús: así claramente la de Me, al describir el contexto de la cena an-
E l cam ino paradójico d el reino
tes de morir, pero también la de 1 Corintios 11, al fijarla «en la noche
en que era entregado». Y, sin duda, se trata de un dato histórico: en el
origen de las dos tradiciones y de su núcleo original común está cier-
tamente el hecho histórico de la última cena de Jesús. Sin ese punto
de apoyo jesuánico no sería posible explicar la aparición de esas tra-
diciones antiguas y la celebración cristiana de la cena del Señor tal
como ellas la suponen. Parece lógico suponer que el núcleo jesuáni-
co coincidía fundamentalmente con el núcleo común a las dos tradi-
ciones. Pero así como es difícil precisar con exactitud éste, más difí-
cil aún es precisar aquél y explicar después la evolución hasta las tra-
diciones actuales. Con todo, pienso que se pueden fijar con gran pro-
habilidad sus centros básicos. 217
17.2. El sentido de la muerte de Jesús

La interpretación que hizo Jesús de su muerte inminente se concreta en


tres núcleos básicos de sentido: la conexión de la misma con su pro-
yecto del reino de Dios, su función salvífica y la renovación de la alian-
za de Dios por su medio. Esos tres núcleos se tratan a continuación por
separado, aunque señalando siempre su profunda interconexión.

a) Resulta lógico pensar que, al igual que en el resto de la misión de


Jesús, el acontecimiento del reino de Dios fuera también el horizonte
de su acción simbólica en la última cena. No cabe otra posibilidad. Y
eso es precisamente lo que señala el dicho de Jesús en Me 14,25, que
liga expresamente su muerte inminente con la realización definitiva
del reino de Dios: «Ciertamente os digo que ya no beberé del fruto de
la vid hasta el día aquel cuando lo beba nuevo en el reino de Dios».
No es de extrañar, pues, que la autenticidad jesuánica de ese dicho sea
generalmente aceptada en la investigación. Bastantes autores han lie-
gado incluso a afirmar que ésas serían las únicas palabras originales
de Jesús sobre la copa. El comentario paulino de la tradición en 7
Corintios 11,26 indica implícitamente ese mismo motivo de la espe-
ranza del banquete definitivo, al declarar que la celebración actual de
la comunidad cristiana llegará a su último cumplimiento en la venida
del Señor, cuando éste inaugure su reino mesiánico esplendoroso, el
cual, a su vez, desembocará en el definitivo reino de Dios: «Cuantas
veces, pues, comáis ese pan y bebáis la copa anunciáis la muerte del
Señor hasta que venga». Creo que precisamente en ese motivo está la
clave para descubrir el sentido de lo que Jesús escenificó en su últi-
ma cena. Pero, claro está, no hay que entenderlo aisladamente, sino
dentro del contexto en el que fue pronunciado.
Dentro del ámbito de la cena de despedida antes de morir, parece
claro que la razón por la que Jesús anuncia que no va a participar de
ningún banquete (beber vino) es su muerte inminente. No se trata en-
tonces, como en ocasiones se ha afirmado, de un voto o declaración
de abstinencia ni de una profecía de la inminente aparición del reino
de Dios que no implicaría la muerte de Jesús, sino de un anuncio de
su muerte inminente. Pero Jesús no anuncia sólo la inminencia de su
muerte, sino también -y ahí está el centro de su profecía- que el ban-
quete definitivo del reino de Dios se va a realizar, y en él participará
él mismo. Ése es el sentido del vino «nuevo», es decir, el que se va a
beber en el banquete nuevo, definitivo, que será diferente de todos los
banquetes anteriores. Jesús no especifica cómo va a poder participar
en ese banquete del reino, pero es evidente que, si eso iba a ser des-
pués de su muerte, tenía que implicar su propia resurrección, al igual
que la celebración del shalom definitivo implicaba, según se expuso
en el capítulo 11 (pp. 150-151), la resurrección de los antepasados de
Israel. De este modo, Jesús expresaba la esperanza de que con su
muerte se iba a abrir el camino para la realización definitiva del reino
de Dios. No cabía duda de que el destino del agente mesiánico esta-
ba esencialmente ligado al destino del reino de Dios al cual servía.
Queda así delineado el horizonte en el que hay que enmarcar el
sentido de la muerte de Jesús. Al igual que el resto de su misión es-
tuvo al servicio del acontecimiento del reino de Dios, también lo es-
tuvo su muerte. El centro en ella, lo mismo que en su misión anterior,
no era la persona y el destino del agente mesiánico, sino el acontecí-
miento salvífico de la soberanía de Dios. De este modo, la cuestión
sobre la última cena de Jesús se convierte en la cuestión sobre el rei-
no de Dios.

b) Es precisamente la realización del reino de Dios la que implica la


función salvífica de la muerte de Jesús en la tradición de la última ce-
na. La señalan expresamente las palabras del rito del pan, al comien-
zo de la cena, y del rito de la copa, al final de la misma (Me 14,22-
24; 1 Corintios 11,23-25). Aunque es muy difícil precisar su formu-
lación original, lo que parece claro es que con ellas Jesús se refería a
su muerte violenta inminente. Es posible que se apoyara para ello en E l cam ino paradójico del reino
el simbolismo del pan que se partía y repartía, imagen del cuerpo vio-
lentado y entregado, y del vino rojo que se vertía, símbolo de la san-
gre derramada violentamente. En todo caso, ése es el motivo común
y esencial en las dos tradiciones de Me 14 y de 1 Corintios 11, sin el
cual no podría explicarse su misma existencia. Pero si Jesús se refe-
ría a su muerte inminente, tenía que ser para señalar un sentido espe-
cial de la misma. Y dentro del contexto diseñado anteriormente des-
de el dicho de Me 14,25, no podía ser otro que el sentido salvífico del
último y supremo acto de servicio del agente mesiánico para que el
reino de Dios pudiera realizarse, a pesar de la situación de crisis pro-
vocada por el rechazo de su misión. La dimensión salvífica de la 219
muerte de Jesús no es, en definitiva, más que la explicitación del sen-
tido del dicho de Me 14,25. Si el banquete definitivo del reino de Dios
iba a celebrarse, a pesar de la crisis causada por la rebeldía de Israel
y que iba a tener como efecto la muerte de Jesús, significaba que esa
muerte violenta del agente mesiánico era precisamente el medio para
la superación de esa crisis, con vistas a posibilitar la implantación úl-
tima del reino de Dios.
Esa función salvífica de la muerte de Jesús está concretada por los
gestos de donación del pan y de la copa. Ciertamente, el contexto de
la comida es esencial, y así las palabras de Jesús no son sólo «pala-
bras interpretativas», sino también «palabras de donación» que acom-
pañan a gestos de donación. La tradición de Me 14,22 lo indica ex-
presamente («se lo dio y dijo: tomad»), pero la donación está señala-
da ya por los mismos gestos de entrega del pan y de la copa dentro
del contexto de la comida. Esto quiere decir que los gestos y palabras
de Jesús significaban un auténtico don de comunión con la fuerza sal-
vadora de su muerte.
Pero hay que avanzar algo más en la especificación de ese sentí-
do salvífico desde el contexto diseñado anteriormente. Dentro de la
situación de crisis provocada por el rechazo de la misión de Jesús por
parte de Israel, la salvación de la muerte del agente mesiánico tenía
que significar la superación de la maldad del pueblo rebelde, es decir,
debía tener fuerza de expiación. Éste es el punto más candente en la
discusión sobre el núcleo jesuánico de la tradición de la última cena.
El debate y el desencuentro casi irreconciliable de las opiniones se
funda, a mi entender, en dos razones de tipo básico: en el mismo sen-
tido de la expiación y en la conjunción de la expiación por la muerte
de Jesús con la salvación del reino de Dios escenificada durante el
resto de su misión.
En cuanto a la primera razón, lo decisivo es el sentido de la ex-
Jesú s e l Galileo

piación en la tradición israelita, que fue la que estuvo en la base de la


interpretación de Jesús en su última cena. Y lo fundamental que hay
que decir en este asunto es que la categoría bíblica de «expiación» no
señala una acción humana de satisfacción, de aplacamiento o de pro-
piciación de la divinidad ofendida, sino la acción liberadora de Dios,
que elimina la esfera de maldad causada por el pecado. Apunta, pues,
220
a un auténtico acto creador, de renovación del grupo humano y de su
entorno ecológico contaminados y encaminados hacia la destrucción
y la muerte. La categoría se aplicó originariamente, al parecer, al cul-
to sacrificial, pero en la época del post-exilio saltó las barreras del
culto y se aplicó al sufrimiento y muerte de las personas. Ése es, con-
cretamente, el trasfondo del texto de Isaías 52,13-53,12, que se refie-
re, probablemente, al representante del pueblo de Israel humillado.
Especialmente significativa fue su aplicación a la muerte de los már-
tires (2 Macabeos 7,37-38; 4 Macabeos 6,27-29; 17,21-22; Daniel
3,40 griego; Testamento de Benjamín 3,8, aunque quizá es una aña-
didura cristiana). Más tarde, en el rabinismo, se aplicó a diversos mo-
tivos, como el sufrimiento propio, la limosna, las obras de misericor-
dia, la conversión o el estudio de la Torá. Es claro que Jesús asume en
la última cena la categoría aplicada a la muerte de una persona o de
un mártir, no la referida al culto sacrificial del templo, aunque ambas
coinciden en cuanto a su estructura simbólica básica. El centro signi-
ficativo en ella es, a mi entender, la identificación representativa del
agente mesiánico con el pueblo de Israel rebelde. Es así su acción su-
prema de amor al enemigo. Es posible, incluso, que Jesús se apoyara
en la tradición de Isaías 52,13-53,12, ya que la expresión «por mu-
chos» podría hacer referencia a esa tradición (Isaías 52,14; 53,11-12).
En cualquier caso, lo importante no es la referencia directa a ese tex-
to isaiano, sino a la estructura simbólica testificada en él y que quizá
era tradicional en el judaismo del tiempo de Jesús. En una situación
de catástrofe del pueblo -exilio y humillación para el caso del texto
de Isaías; rebeldía abocada a la destrucción en el caso de Jesús-, su
representante -el siervo isaiano y Jesús, respectivamente- asume el
destino del pueblo y transforma la situación de catástrofe en una si- E l c a m in o parado j i c o del reino
tuación de salvación. Hay que tener en cuenta, además, que no se tra-
ta de una salvación de tipo automático o mágico, sino de una oferta
creadora que tenía que ser acogida, al igual que el acontecimiento del
reino de Dios en la misión anterior de Jesús. De este modo, Jesús apa-
recía como el auténtico agente mesiánico, que era el mediador de la
acción liberadora de Dios y, al mismo tiempo, el representante del
pueblo de Israel.
La segunda razón básica del debate se refiere a la conjunción de
la salvación en la muerte de Jesús con la salvación del reino de Dios
ofertada en el resto de su misión. Creo que aquí la clave está en la
nueva situación de crisis creada por el rechazo por parte de Israel del
proyecto de Jesús en Jerusalén. Si, a pesar de todo, el banquete del
reino de Dios iba a celebrarse (Me 14,25), era imprescindible la su-
peración de la maldad del Israel rebelde. Ésa tenía que ser, en este
momento, la acción liberadora que Dios debía efectuar en favor de su
pueblo, por medio de su agente mesiánico. Como el único acto de ser-
vicio que éste podía hacer, en ese momento, era sufrir su muerte vio-
lenta, precisamente ésta tenía que convertirse en el medio de la acción
de Dios liberadora de la maldad de su pueblo Israel. Eso es lo que in-
dica la expresión «por muchos» (Me 14,24), que hay que entender en
sentido inclusivo («por la multitud»: cf. Romanos 5,15-16.19) y en
referencia directa al pueblo de Israel, aunque implícitamente abarca
también al resto de pueblos, porque la finalidad de la restauración de
Israel era el ingreso final de todos los pueblos de la tierra en el ámbi-
to del reino (pp. 151-153). La formulación «por vosotros» (1 Corin-
tíos 11,24; Le 22,19.20), en cambio, es una clara acomodación etio-
lógica a la celebración cristiana.
La salvación escenificada por Jesús en su muerte no fue, pues, de
categoría diferente a la que escenificó en el resto de su misión. En
ambos casos se trataba del don del Dios liberador ofrecido por medio
del agente mesiánico de su reino, que anteriormente lo hacía con sus
palabras y gestos de acogida de pecadores y marginados, y en ese mo-
mentó final lo hacía con su último acto de servicio, su muerte violen-
ta. Esto quiere decir que de ningún modo se puede aislar la muerte de
Jesús del resto de su misión, como si se tratara de una acción única,
de tipo totalmente nuevo. Más bien, la muerte de Jesús representó la
extrema concentración de toda su actuación anterior al servicio del
reino de Dios, dentro de una situación de extrema crisis. Su muerte
significaba la entrega total de toda su vida en favor del pueblo al que
se dirigía la liberación del reino de Dios.
Queda ahí aún un aspecto por especificar. En la oferta de la sal-
vación escenificada en la última cena, la única mediación era la del
Jesús el Galileo

agente mesiánico del reino de Dios, quedando superada así la media-


ción del culto sacrificial del templo. Es adecuado, pues, relacionar la
acción simbólica de Jesús en el templo y la de su última cena. Pero el
mismo tipo de relación cabe hacer entre la acción de Jesús en el tem-
pío y el resto de su misión, ya que ésta, al igual que la misión de Juan,
también excluía el culto sacrificial del templo como medio para la
222 restauración de Israel (pp. 32-33.195). Según eso, y en contra de lo
que algunos afirman, no parece que haya que entender la acción sim-
bélica de la última cena como la institución por parte de Jesús de un
nuevo culto opuesto y superador del culto del templo. Jesús no inten-
tó fundar un nuevo culto; con toda probabilidad, el mandato de repe-
tición que aparece en 1 Corintios 11,24.25 (y Le 22,19), pero que no
figura en la tradición de Marcos (y de Mateo), no es un auténtico di-
cho jesuánico, sino un motivo etiológico o justificativo de la celebra-
ción cristiana. Lo que Jesús intentó, más bien, fue la restauración de
Israel por medio de su muerte salvadora, con vistas a la celebración
del banquete definitivo del reino de Dios (Me 14,25). Pero esa pers-
pectiva cambió con la nueva situación del cristianismo naciente, que
era diferente de la de Jesús, ya que, después de la experiencia pascual,
los grupos cristianos se sentían ya en la época mesiánica, fundada en
la salvación efectuada por la muerte de Jesús, el soberano mesiánico
resucitado y exaltado. Por eso fue entonces cuando esos grupos cris-
tianos asumieron la acción simbólica de la última cena de Jesús como
base para la celebración, probablemente semanal, de su existencia co-
mo comunidades mesiánicas, aunque aún estaban a la espera de la pa-
rusia del mesías exaltado, que instauraría entonces su esplendoroso
reino mesiánico.

c) El tercer núcleo de sentido de la interpretación de Jesús en la últi-


ma cena, la renovación de la alianza, estaba ya implícito en los dos
anteriores. Ésta es la razón fundamental para aceptar como auténtica-
mente jesuánica la referencia a la alianza, que figura en las dos tradi-
ciones antiguas, la de Marcos y la de 1 Corintios 11. Hay una dife-
E l camino paradójico del reino
rencia entre ellas en cuanto a su formulación, ya que Me 14,24 (y Mt
26,28) dice: «ésta es mi sangre de la alianza», haciendo referencia a
Éxodo 24,8, mientras que 1 Corintios 11,25 (y Le 22,20) formula:
«esta copa es la nueva alianza en mi sangre», haciendo referencia a
Jeremías 31,31. Pero no se trata de una diferencia decisiva, porque
también la formulación de Marcos apunta, evidentemente, a una nue-
va alianza fundada en la muerte de Jesús, diferente de la anterior, que
se había roto. Precisamente por esa razón, me inclino a pensar que la
formulación de 1 Corintios 11 (y de Lucas) es una explicitación pos-
terior de lo ya implícito en la tradición antigua, testificada por
Marcos. Por otra parte, la referencia al rito de Éxodo 24,3-8 encajaba
perfectamente con el contexto de la cena pascual. 223
Lo que parece claro, en todo caso, es que la superación de la mal-
dad de Israel, que iba a posibilitar la realización del banquete del rei-
no, implicaba la renovación de la alianza de Dios con su pueblo. Así
como la ruptura de la alianza estaba causada por la maldad extrema del
pueblo, así también la superación de ésta equivalía a la renovación de
aquélla. De hecho, en la tradición israelita el tema de la renovación de
la alianza estaba ligado al perdón y a la purificación del pueblo (Jere-
mías 31,31-34; Ezequiel 16,59-63; 36,25-28; Baruc 2,27-35; Jubileos
1,16-28). Por otra parte, la esperanza de la renovación de la alianza de
Dios estaba viva en el judaismo del tiempo de Jesús, como lo testifi-
can los textos de Qumrán: así el Documento de Damasco (CD) 6,19;
8,21; 20,12; la Colección de Bendiciones (lQ28b o lQSb) en varias
ocasiones; 1Q34 fragmento 3: 2,6; lQPesher de Habacuc 2,3. Esa es-
peranza tradicional israelita la asume Jesús en su última cena, ínter-
pretando la muerte salvífica del agente mesiánico como el signo efec-
tivo del nuevo y decisivo compromiso de Dios con su pueblo elegido
Israel y, por medio de éste, con todos los pueblos de la tierra.
Jesús el G alileo

224
E l nuevo horizonte
de la esperanza

L A perspectiva de su propia muerte provocó en Jesús una profunda


transformación en su esperanza relativa al reino de Dios y el reino
mesiánico. El camino para su realización era ahora la muerte salva-
dora del agente mesiánico. Y en consecuencia, su implantación defi-
nitiva sólo podría efectuarse en el futuro, más allá de su muerte. Jesús
mismo hizo algunas indicaciones sobre ello, pero sólo de un modo
velado y sin especificar sus implicaciones. Fue el cristianismo na-
cíente el que pudo precisar los contornos de esa esperanza.

18.1. El nuevo horizonte de Jesús

a) Ante la perspectiva de su muerte, la esperanza de Jesús parece con-


centrarse en el estadio definitivo del reino de Dios del tiempo futuro.

E l nuevo h o rizo n te de la esperanza


El testimonio clave es el dicho de la última cena en Me 14,25:
«Ciertamente os digo que ya no beberé del fruto de la vid hasta el día
aquel cuando lo beba nuevo en el reino de Dios». Jesús se refería, evi-
dentemente, al último estadio de la realización del reino de Dios, el
mismo que ya en su misión anterior había descrito con esa imagen del
banquete. No deja de ser significativo que Jesús se centre en ese esta-
dio futuro del reino dentro del contexto de la última cena. Lo que te-
nía en ese momento en perspectiva inmediata era su muerte violenta,
y lo único que le quedaba en esa situación extrema era la afirmación
radical, a pesar de todo, de ese final del reino de Dios, que había sido
el auténtico objetivo de toda su misión. Nada se especifica en el dicho
acerca de cómo se llegará a ese final. Todo está centrado en la pura es-
peranza en ese futuro definitivo, que sólo puede estar en manos del 225
Dios soberano. Lo cual implica, por una parte, que el acontecimiento
del reino de Dios sufre un retraso temporal y cualitativo, ya que aho-
ra la muerte del agente mesiánico se convierte en su presupuesto y en
su nuevo camino paradójico. Pero implica, al mismo tiempo, una ra-
dicalización de la esperanza, porque ahora ésta se centra en el estadio
de la realización plena de ese acontecimiento salvífico.
Ese mismo centramiento en el estadio definitivo del reino de Dios
del futuro aparece en otros muchos dichos de Jesús de la tradición
evangélica, ya reseñados en el capítulo 10 (pp. 139-140). Es evidente
que una gran mayoría de ellos están formulados desde la perspectiva
de la esperanza de las comunidades cristianas, testificando así, al
igual que otros textos extraevangélicos, la tendencia en dichas comu-
nidades a presentar el reino de Dios como una realidad futura, objeto
de la esperanza. Pero en el origen de esa tendencia está, probable-
mente, el núcleo jesuánico testificado en el dicho de Me 14,25. En el
nuevo horizonte de esperanza que se le abrió a Jesús ante la perspec-
tiva de su muerte inminente están, a mi entender, las raíces del típico
centramiento en el estadio final del reino de Dios que señalan los tex-
tos cristianos. Es muy sintomático que en el evangelio de Marcos, el
más antiguo, todos los textos de ese tipo aparezcan en su segunda par-
te, después del primer anuncio de la pasión (Me 8,31).

b) También la esperanza de Jesús con respecto a la implantación del


reino mesiánico sufrió una transformación ante la perspectiva de su
muerte inminente. Lo mismo que sucedía con el reino de Dios, tam-
bién el reino mesiánico, que era la mediación de aquél, experimentó un
retraso temporal y cualitativo, porque su instauración proyectada en
Jerusalén, durante la misión de Jesús en la ciudad, ahora ya sólo se po-
dría efectuar después de su muerte y a través de ella. Lo cual tenía, ló-
gicamente, implicaciones importantes en el destino y la función del
agente mesiánico después de su muerte. Parece claro que los numero-
Jesús el Galileo

sos textos evangélicos que hablan expresa o veladamente de ellas están


formulados desde la confesión de fe cristiana. Pero en su base se des-
cubre un núcleo histórico jesuánico, exigido por la misma lógica del
proyecto general de Jesús. Ese es el escenario en el que hay que situar
una amplia tradición evangélica que resulta indescifrable fuera de él.
La lógica del reino mesiánico del futuro implicaba, ante todo, la
226 esperanza en la resurrección del agente mesiánico muerto violenta-
mente. A eso apuntaba ya implícitamente, como se ha señalado en el
capítulo anterior (pp. 219), el importante dicho jesuánico de Me
14,25. Esa velada indicación no pudo ser la única que hizo Jesús al
tener que conjugar su previsible muerte violenta con su proyecto del
reino de Dios y del reino mesiánico. Dado que contaba con la resu-
rrección de los antepasados del pueblo, para poder así participar en la
renovación del Israel entero (p. 150), es lógico pensar que esa misma
esperanza se la aplicara también a sí mismo, el agente mesiánico, an-
te la perspectiva de su muerte.
Ése es el contexto de los anuncios de Jesús acerca de su resurrec-
ción dentro de la tradición evangélica. La inmensa mayoría de ellos
son dichos sobre «el hijo del hombre»*, y el motivo de la resurrec-
ción aparece normalmente, salvo en un caso, ligado al de la pasión y
muerte: primer anuncio de la muerte y resurrección en Me 8,31; refe-
rencia a la resurrección en Me 9,9; segundo anuncio de la muerte y
resurrección en Me 9,31; tercer anuncio de la muerte y resurrección
en Me 10,33-34; y referencia a los anuncios de la muerte y resurrec-
ción en Le 24,7. Pero el tema de la resurrección aparece también fue-
ra de los dichos sobre «el hijo del hombre»: en Mt 12,40, que alarga
el dicho de Q 11,29-30 con el signo de la estancia de Jonás en el vien-
tre del pez; en Le 24,26-27.44-46, que presenta la enseñanza del re-
sucitado sobre el cumplimiento de la Escritura en la muerte y resu-
rrección del mesías. Los dichos de este tipo se multiplican en el evan-
gelio de Juan, pero, evidentemente, no reflejan un núcleo jesuánico,
sino la confesión cristológica de los grupos cristianos que subyacen a

E l nuevo h o rizo n te de la esperanza


ese evangelio.
La formulación actual de todos esos textos está hecha, sin duda,
desde la perspectiva cristiana. No sería de esperar otra cosa para un
motivo tan clave en la comunidad cristiana como era la resurrección
del mesías. Pero, desde el contexto diseñado anteriormente, cabría
preguntar si detrás de los anuncios explícitos actuales está quizá el re-
cuerdo de unos anuncios velados de Jesús, enigmáticos para sus dis-
cípulos en el momento de pronunciarse, pero aclarados más tarde des-
de la revelación pascual. Habrían tenido, entonces, el mismo carácter
enigmático que los anuncios de Jesús sobre su muerte, tratados en el

* Cf. el apéndice «Textos sobre “el hijo del hombre”», en pp. 103-106. 227
capítulo 16 (pp. 210-211). De hecho, la incomprensión de los discí-
pulos es realzada en los textos (Me 8,32-33; 9,10; 9,32; Le 24,25), al-
go que sería acorde con la realidad histórica. Lo confirma la reacción
de los discípulos ante los sucesos de la pasión y muerte de Jesús.
Pero hay que tener muy en cuenta el carácter especial de la resu-
rrección de Jesús dentro del escenario del reino mesiánico. No se tra-
taba de una resurrección cualquiera, sino de una resurrección muy
cualificada, porque era precisamente la resurrección del mesías que
iba a instaurar su reino mesiánico, la cual tenía que significar, enton-
ces, su entronización por parte de Dios como tal soberano mesiánico,
que algún día se manifestaría con pleno poder.
Ése parece ser el escenario de los numerosos dichos sobre «el hi-
jo del hombre» que hablan de su parusía futura y de los acontecí-
mientos ligados a ella. En ese sentido aparece la expresión tres veces
en Marcos, cinco en la fuente Q, seis en textos propios de Mateo, y
tres en textos propios de Lucas**. Lo decisivo en la cuestión, Ínter-
minablemente debatida, sobre la autenticidad jesuánica de ese tipo de
dichos no es el análisis atomístico de los textos aislados, sino más
bien el escenario de la misión de Jesús en el que esos dichos encaja-
rían o no. Ciertamente, la formulación de muchos de ellos está in-
fluida por la confesión de fe y el esquema de esperanza del cristia-
nismo antiguo. Pero el tono de algunos de ellos y, sobre todo, su am-
plio conjunto no se explican, a mi entender, sin un núcleo histórico
jesuánico. Y el lugar de este habría sido el escenario que se le abría a
Jesús al enfrentarse a su muerte violenta y tener entonces que expli-
car desde ella el destino de su proyecto de instaurar el reino mesiáni-
co. De acuerdo con el talante de la expresión «el hijo del hombre» y
el carácter del resto de los anuncios de Jesús sobre su muerte y resu-
rrección, de seguro que ese núcleo jesuánico fue mucho más velado
que la formulación de los dichos actuales.
En ese mismo escenario estaría la base de los textos evangélicos
Jesús el Galileo

explícitos sobre el reino mesiánico futuro. Efectivamente, el término


«reino» se aplica directamente a Jesús ocho veces en los evangelios
sinópticos, y tres veces en el evangelio de Juan:

228 ** Cf. el apéndice «Textos sobre “el hijo del hombre”», en pp. 103-106.
Me 11,10, con la aclamación «bendito el reino de nuestro padre
David que viene», en la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén;
Mt 13,41, al hablar del «reino» del hijo del hombre;
Mt 16,28, transformando la expresión «reino de Dios» de Me 9,1
en la de «reino» del hijo del hombre;
Mt 20,21, cambiando la expresión «en tu gloria», de Me 10,37,
por «en tu reino»;
Le 1,33: «su reino no tendrá fin»;
Le 22,29-30 (dos veces), alargando el dicho de la fuente Q sobre
el reino mesiánico de Jesús junto con los doce: «y yo os asig-
no un reino, como mi Padre me lo asignó a mí, para que co-
máis y bebáis a mi mesa en mi reino y os sentéis en tronos juz-
gando a las doce tribus de Israel»;
Le 23,42: «acuérdate de mí cuando vengas para tu reino»;
Jn 18,36 (tres veces): «mi reino» no tiene su origen en este
mundo.

Todos esos textos -a excepción del de Me 11,10, que señala el rei-


no mesiánico intentado por Jesús en Jerusalén- se refieren al reino
mesiánico del Señor exaltado. Evidentemente, la formulación actual
de esos textos refleja el escenario de la esperanza del cristianismo an-
tiguo. Pero quizá también en ellos se puede intuir un núcleo jesuáni-
co, más velado que el de la formulación actual y que encajaría en el

E l nuevo h o rizo n te de la esperanza


escenario del proyecto de Jesús que se está describiendo. En definiti-
va, se trataría de una especificación de lo ya implícito en los dichos
sobre la parusía futura del hijo del hombre, cuya finalidad era preci-
sámente la instauración del reino mesiánico. El proyecto de su reali-
zación en Jerusalén, durante la estancia de Jesús en la ciudad, se pos-
pone ahora al tiempo posterior a la muerte del agente mesiánico.

18.2. El mapa cristiano de la esperanza

Ese horizonte de la esperanza de Jesús, delineado en el apartado an-


terior, fue el que determinó el mapa de la esperanza del cristianismo
naciente. Porque éste no creó un nuevo proyecto sobre el reino de
Dios y el reino mesiánico, sino que asumió el último proyecto efecti- 229
vo de Jesús. Esta cuestión desborda los límites del camino histórico
de la misión de Jesús, que es el tema que se ha fijado este libro. Pero
sí conviene hacer en este último apartado algunas indicaciones de ti-
po general en cuanto a la continuidad de la esperanza de Jesús en la
del cristianismo naciente.

a) El punto de arranque del mapa cristiano de la esperanza fue para-


lelo al punto de arranque de los proyectos de la misión de Jesús, ya
que en todos los casos se trató de un nuevo alumbramiento de la es-
peranza como respuesta a una situación desesperanzada (capítulos 6-
7 y 14). En este caso, la situación desesperanzada estaba causada por
la muerte de Jesús en la cruz, que, según da a entender el antiguo re-
lato de la pasión, provocó en sus discípulos una seria crisis. Pero fue
en esa situación de crisis cuando se les desveló el sentido profundo de
la persona y la misión de Jesús, incluyendo el sentido de su muerte y
de su función como soberano mesiánico. Se les encendió entonces la
misma esperanza que había animado el último proyecto efectivo de
Jesús. El Dios de la acción creadora, el Dios del reino proyectado por
Jesús, había resucitado a su agente mesiánico y lo había entronizado
como soberano, inaugurando así la época mesiánica que Jesús espe-
raba para después de su muerte.
Ese fue el sentido de la revelación pascual, según lo señala la tra-
dición más antigua sobre ella, que es la conservada en las cartas au-
ténticas de Pablo. Ésta no apunta para nada a una experiencia de tipo
visual o auditivo sobre contenidos concretos. Más bien, la variada ter-
minología que Pablo emplea apunta escuetamente a una experiencia
de desvelamiento (1 Corintios 15,5-8; 9,1), de revelación (Gálatas
1,12.15-16), de iluminación (2 Corintios 4,6) o de conocimiento pro-
fundo (Filipenses 3,8.9), cuyo objeto es la persona de Jesús como so-
berano mesiánico, entronizado ya en el ámbito de Dios. Ese tipo de
experiencia revelacional cuadra perfectamente como expresión del
Jesús el Galileo

nuevo alumbramiento en los discípulos de la esperanza del último


proyecto de Jesús, después de su muerte efectiva en cruz.

b) El origen del mapa cristiano de la esperanza en el último proyecto


de Jesús determina también su configuración básica. Según se ha in-
dicado anteriormente, el contenido de la revelación pascual era que el
230 reino mesiánico proyectado por Jesús para el futuro, para después de
su muerte, ya se había inaugurado con la entronización del mesías en
el ámbito de Dios. Pero, al mismo tiempo, era del todo evidente que
aún no habían aparecido los signos magníficos que se esperaban pa-
ra los tiempos mesiánicos. Aún continuaba la situación de calamidad
y de opresión, bien alejada de la situación de liberación y plenitud de
vida que debía comportar el reino mesiánico conforme a la esperan-
za de Jesús. El cristianismo naciente superó esa aparente contradic-
ción entre su fe y la dura experiencia de la vida aplicando la misma
regla que había determinado la evolución de la secuencia de proyec-
tos en la misión de Jesús. El reino mesiánico, esperado por Jesús pa-
ra el futuro posterior a su muerte pero que ya era presente para el cris-
tianismo pascual, se desdobla ahora en dos etapas: la del presente,
que significaba un proceso durante el cual el mesías estaba entroni-
zado sólo en el ámbito celeste, y la del futuro, que representaba el
proceso del reino mesiánico esplendoroso que sería inaugurado con la
parusía del soberano mesiánico en el ámbito de esta tierra. Así se ex-
plica, a mi entender, la novedad del guión cristiano con respecto al de
Jesús, aunque se trata sólo de una explicitación de su último proyec-
to efectivo en coherencia con la nueva situación. De ese modo, la rea-
lización plena de la liberación seguía siendo en el guión cristiano un
asunto de radical esperanza, al igual que lo había sido en los diversos
proyectos de la misión de Jesús.
Esa es la base de la típica dialéctica del mapa de la esperanza del
cristianismo naciente. La época actual era una época mesiánica real,
porque el soberano mesiánico estaba ya entronizado en el ámbito de
Dios, y su presencia salvífica se experimentaba en la misión y en la
vida del pueblo mesiánico. Pero no era aún, evidentemente, la época
del esplendor y la plena manifestación de la potencia del mesías. El
pueblo mesiánico se sentía ya en el nuevo ámbito de la salvación
inaugurado con el acontecimiento liberador de la muerte y resurrec-
ción del mesías, pero al mismo tiempo estaba en tensión hacia la li-
beración definitiva que le iba a llegar en un futuro inmediato. De es-
te modo, su existencia estaba aún asentada, de un modo esencial, en
la fe y en la esperanza.

c) La época mesiánica actual tenía por función principal la congre-


gación del pueblo mesiánico que iba a participar del futuro y espíen-
doroso reino mesiánico en compañía de su soberano. Era, pues, una
época esencialmente misional. Pero en la realización de esa congre-
gación del pueblo mesiánico cabían dos tipos de estrategia que po-
dían encontrar su apoyo en la misión de Jesús.
El primero consistía en efectuar la congregación del pueblo ente-
ro de Israel en una misión exclusiva del mismo, dejando para el final,
para el momento de la parusía del mesías, la congregación de los pue-
blos gentiles. Ésa fue la estrategia de los grupos cristianos que sur-
gieron y permanecieron en Palestina durante los primeros tiempos del
cristianismo. Entre ellos hay que contar a los grupos de Judea, con su
centro en Jerusalén, a los que están detrás de la fuente Q y a los gru-
pos juánicos en su estadio antiguo.
El segundo tipo de estrategia intentaba ya en la actualidad la con-
gregación del pueblo mesiánico entero, compuesto de judíos y genti-
les, en una misión abierta a todos ellos. Ésa fue la estrategia de la co-
rriente cristiana helenista, que muy pronto salió fuera del ámbito pa-
lestino hasta alcanzar, ya en las primeras décadas de su historia, las
grandes ciudades de la cuenca del Mediterráneo. El testimonio fun-
damental de ella para el tiempo antiguo son las cartas de Pablo, pero
también está testificada en las tradiciones utilizadas por el libro de los
Hechos y por el evangelio de Marcos.
Con todo, a pesar de sus diferentes estrategias misionales, esas
dos corrientes cristianas coincidían en su concepción fundamental so-
bre el pueblo mesiánico. También para la corriente helenista era éste
el nuevo pueblo elegido, el «Israel de Dios» (Gálatas 6,16), fundado
en la «nueva alianza» realizada por Dios por medio de la muerte li-
beradora del mesías (1 Corintios 11,25). Sus dos ritos del bautismo y
del banquete del Señor lo marcaban como el nuevo pueblo santo que
se encontraba ya dentro de la salvación de la época mesiánica, pero
que estaba aún a la espera de la liberación plena en el futuro reino me-
siánico y en el definitivo reino de Dios.
Jesús el Galileo

d) Según el mapa de la esperanza del cristianismo antiguo, la época


futura de la plenitud definitiva se inauguraría muy pronto, cuando
apareciera en el ámbito de esta tierra el mesías entronizado en el ám-
bito celeste para instaurar su reino mesiánico esplendoroso. Ése sería
el momento de la resurrección y transformación de los miembros del
pueblo mesiánico muertos para formar, junto con sus miembros vivos
232 y también transformados, la comunidad mesiánica plena que recibie-
ra triunfalmente a su soberano. Se podría iniciar entonces el gran
tiempo añorado del reino mesiánico victorioso, en el que se produci-
ría la destrucción completa de los poderes enemigos, lo cual incluiría
también la renovación de esta creación, que actualmente está gimien-
do aguardando su participación en la liberación definitiva del pueblo
mesiánico (Romanos 8,18-25). Al final sería destruida la muerte, el
«último enemigo» (1 Corintios 15,26), lo cual comportaría la resu-
rrección universal de todos los muertos, con vistas a formar la huma-
nidad completa llamada a participar del reino definitivo de Dios.
El reino mesiánico esplendoroso desembocaría así en la plenitud
del reino de Dios, que marcaría «el final» de todo el proceso de sal-
vación (1 Corintios 15,24). Se manifestaría entonces la soberanía
efectiva de aquel que «es todo en todo» (1 Corintios 15,28), es decir,
del Dios creador, que estuvo al comienzo, está en el medio y estará al
final de todo el proceso de evolución de la historia de la humanidad y
de la creación. De ese modo, en el mapa de la esperanza del cristia-
nismo naciente se puede vislumbrar aún el tono histórico y creacio-
nal que tenía el acontecimiento del reino de Dios según lo refería y
escenificaba Jesús el Galileo.

E l nuenjo l50Ttz>0 n te de la esperanza


Conclusión

L adescripción a lo largo del libro de las tres grandes etapas de la mi-


sión de Jesús el Galileo ha descubierto un camino histórico realmen-
te sorprendente. En cada uno de sus recodos nos han asaltado peque-
ñas y grandes sorpresas. La imagen que ha ido surgiendo es la de un
auténtico proceso histórico cargado de dinamismo, y todo él inmerso
en los avatares de la quebrada situación religiosa, social y política de
la Palestina del siglo primero. Detrás se perfilaba la dramática evolu-
ción que sufrió la misión de Jesús. Pero precisamente ahí se ha ido
descubriendo también un espléndido camino de esperanza, de una es-
peranza contra toda esperanza. Porque todas las etapas del camino se
vieron truncadas violentamente, pero en cada nueva etapa, paradóji-
camente, la esperanza se hacía más densa. Eso sí, siempre permane-
cía como lo que realmente era: esperanza pura y dura. Porque se veía
cómo la ansiada transformación definitiva, que en cada una de las eta-
pas parecía estar ahí, ya al alcance, se distanciaba de nuevo, para se-
guir señalando la dirección del camino. Sucedía algo así como con el
horizonte, que parece estar siempre ahí, al alcance de la mano, pero
que a cada paso se comprueba de nuevo que está inexorablemente
más allá, cumpliendo así de continuo su indefectible función de orien-
tar el caminar, que es, en definitiva, la única tarea que cumplir.
Conclusión

1. Los inicios

a) El comienzo de ese camino de esperanza fue la misión de Juan


Bautista, con la cual se entroncó Jesús en sus inicios. Con su magní-
fico proyecto, Juan ofrecía de parte de Yahvé una salida a la profun- 235
da crisis de identidad en que se encontraba el pueblo de Israel en
aquel momento. La visión que Juan tenía de ella era mucho más ra-
dical que la de los diversos movimientos de renovación del judaismo
de su tiempo. Era la visión del profeta del momento decisivo de la
historia del pueblo. Para Juan, Israel estaba en una situación de total
fracaso, camino de su perdición definitiva. Todo él, sus miembros,
sus instituciones y la misma tierra en la que habitaba estaban conta-
minados por el pecado. Ya no valían las componendas. Ni siquiera va-
lía el recurso al privilegio de la elección que Dios había hecho del
pueblo en su padre Abrahán, ya que la alianza sagrada estaba rota.
Pero esa visión radical de Juan sobre la crisis de Israel tenía para él la
función de apuntar a la radicalidad de la liberación y la renovación de
Israel ofertadas en su proyecto.

b) Juan distinguía, al parecer, dos etapas bien diferenciadas en su pro-


yecto. La primera era la del presente de su misión, que tenía el ca-
rácter fundamental de preparación de la etapa decisiva del futuro.
Estaba localizada fuera de la tierra de Israel y tenía por finalidad el
nuevo comienzo del pueblo, al estilo del Israel de los inicios. Eso era
lo que cuadraba con la situación extrema de perdición en que se en-
contraba el pueblo actual: éste debía comenzar de nuevo su historia,
al igual que lo había hecho el Israel de los orígenes. Juan simboliza-
ba ese nuevo comienzo con dos grandes signos. El signo del «desier-
to», la zona deshabitada de la cuenca oriental del Jordán en la que
Juan actuaba, señalaba la existencia del pueblo de Israel inmediata-
mente antes del ingreso en su tierra, la heredad de Dios. El signo del
bautismo en el Jordán, el fundamental de Juan, que por eso recibió el
apodo de «el bautista», simbolizaba el nuevo ingreso de Israel, ya pu-
rificado, en la tierra prometida.

c) La segunda etapa, la decisiva, acontecería ya dentro de la tierra


Jesús el Galileo

prometida, en un futuro muy cercano. Con ella, Juan no se refería


ciertamente al final de este mundo histórico, al cual sucedería otro
mundo trascendente metahistórico. La esperanza proclamada por
Juan tenía más bien el mismo carácter histórico que marcaba toda su
proclamación y actuación como profeta bautizador en la cuenca
oriental del Jordán. Lo que Juan esperaba y anunciaba era la mani-
festación efectiva de la presencia salvadora de Yahvé, que iba a reali-
zar la transformación histórica del pueblo de Israel dentro de su tie-
rra renovada. Pero el mediador de la misma ya no sería Juan, sino, de
acuerdo con la esperanza tradicional israelita, una figura mesiánica
especial, que Juan caracterizaba como alguien «más poderoso» que
él. Y esa etapa futura, al igual que la presente actual, no consistiría en
un acto puntual de tipo mágico, sino en un proceso dinámico con dos
estadios. El primero sería el gran juicio purificador de Dios: el gran
día de la «ira» de Yahvé, es decir, de su última reacción contra la mal-
dad, y del «bautismo con fuego», que realizaría la purificación defi-
nitiva del pueblo. En el segundo estadio surgiría la época de la gran
paz y la plenitud de vida, que se cumpliría por medio del «bautismo
con espíritu santo», la gran potencia transformadora de Dios.

d) Ese espléndido proyecto de Juan fue el que asumió Jesús en un pri-


mer momento. A eso apunta el bautismo que Jesús recibió de manos
de Juan, un hecho inexplicable en el caso de que Jesús ya hubiera te-
nido en ese momento su propio proyecto. También lo supone el reía-
to de su estancia en el desierto, que refleja el hecho histórico de que
Jesús acompañó temporalmente a su maestro Juan. Esos relatos testi-
fican, en efecto, que Jesús asumió los dos signos fundamentales de la
misión de Juan: el signo del bautismo en el Jordán y el signo del de-
sierto. Jesús demostraba así, en primer lugar, que compartía la visión
de Juan sobre la situación de perdición de Israel. De hecho, esa visión
radical, presupuesto del proyecto de Juan, no sólo la compartió Jesús
en sus comienzos, sino que permaneció también a lo largo de toda su
misión autónoma posterior, aunque ya dentro del nuevo horizonte de
la presencia actual del acontecimiento salvífico del reino de Dios.
Pero Jesús demostraba igualmente que compartía la esperanza de
Juan. Esa esperanza, asumida por Jesús en sus comienzos, permane-
ció también, en cuanto a su estructura básica, en su misión indepen-
diente posterior.
Conclusión

2. La misión galilea

a) La misión autónoma de Jesús surgió desde el fracaso del proyecto


de Juan, por causa de la interrupción violenta de su misión. Parado-
jicamente, ese fracaso, lejos de provocar el desaliento y la desespe- 237
ranza, encendió una nueva e insospechada esperanza. Jesús descubrió
en el acontecimiento traumático del encarcelamiento de Juan el signo
de que Dios iba a actuar ahora, en esa situación desesperada, de un
modo sorprendente. Descubrió que Dios había decidido adelantar al
momento presente su intervención definitiva, esperada por Juan para
el futuro. Esa fue la gran revelación fundante de la misión autónoma
de Jesús y de su nuevo proyecto, lo cual equivalía a su «vocación» co-
mo agente mesiánico de Dios, porque lógicamente, conforme al pro-
yecto de Juan, Jesús mismo tenía que cumplir ahora la función del
«más poderoso» esperado por Juan; es decir, tenía que asumir la fun-
ción del agente mesiánico de la liberación definitiva de Dios. Consi-
guientemente, fue entonces cuando Jesús comenzó a proclamar y a es-
cenificar como ya presente el futuro anunciado por su maestro. Por eso
su misión no tenía ya como escenario el «desierto», sino el ámbito de
la tierra de Israel. Porque no era el tiempo de la preparación, sino el de
la presencia del acontecimiento liberador definitivo de Dios. Y ahora
éste ya no se iniciaba con el gran juicio purificador, como lo había
anunciado Juan, sino con la irrupción de la acción transformadora del
Dios soberano, que Jesús designaba como «reino de Dios».
Ese símbolo del reino de Dios tenía en Jesús el mismo carácter
fundamental que tenía en la esperanza tradicional israelita. Se trataba
del acontecimiento liberador único y definitivo con el que Dios iba a
transformar la historia del pueblo de Israel y, por su medio, la histo-
ria de todos los pueblos de la tierra. En correspondencia con sus orí-
genes, que estuvieron en la categoría política del Estado, el reino de
Dios era esencialmente un símbolo de tipo político y social. Su pers-
pectiva, entonces, era la existencia del pueblo en su conjunto. Ése fue
el núcleo indefectible de la esperanza que Jesús compartía con Juan y
con todo el judaismo.

b) Pero el reino de Dios no consistía en un acto puntual de carácter


Jesús el Galileo

mágico, sino en un acontecimiento dinámico, cuyo proceso se iba a


desarrollar en etapas y estadios sucesivos. Al primer estadio estaba
dedicada la misión por los poblados de Galilea y de las regiones del
entorno. Jesús descubría en ese pueblo campesino las raíces más orí-
ginales y profundas del Israel ancestral y al representante más signi-
ficativo del pueblo humillado y oprimido que necesitaba la liberación.
238 Él era, en efecto, el pueblo pobre, despojado de su derecho a disfru-
tar de la tierra, la heredad donada por Dios. Él era el representante del
Israel enfermo y endemoniado, dominado por los poderes esclaviza-
dores que le condenaban a una vida degradada, indigna de un pueblo
libre elegido por Dios. Él era, en definitiva, el pueblo que sufría los
efectos de la maldad desencadenada por el pecado y que había que li-
berar. Si el acontecimiento del reino de Dios quería ser buena noticia
y acción de esperanza para el Israel oprimido, tenía que comenzar pre-
cisamente allí donde estaba la base de ese pueblo humillado: en los po-
blados. Esa estrategia de Jesús distaba mucho, evidentemente, de la es-
trategia del poder, es decir, del influjo desde los estamentos social-
mente poderosos. Se trataba, más bien, de la estrategia del encuentro
directo con el pueblo perdido, que necesitaba la sanación y la renova-
ción en las raíces de su vida y en el tejido completo de su existencia.
El cambio de horizonte temporal y geográfico de la misión de
Jesús con respecto a la de Juan exigía un cambio también en cuanto
al método misional. No se trataba ya del tiempo preparatorio en el de-
sierto, sino del tiempo del acontecimiento salvador en la tierra en la
que habitaba Israel. Éste ya no tenía que acudir al desierto, como en
el caso de la misión de Juan; eran más bien los agentes del reino
-Jesús y sus colaboradores- quienes tenían que recorrer la tierra en la
que el pueblo habitaba. Ése es el sentido de la itinerancia de Jesús y
de sus colaboradores misionales por las aldeas de Galilea y de las re-
giones del entorno. Porque la misión itinerante estaba en función del
pueblo asentado en la heredad de Dios. No eran los misioneros itine-
rantes los que ocupaban el centro de referencia, sino precisamente el
pueblo sedentario, beneficiario del acontecimiento transformador del
reino de Dios. Los misioneros eran tan sólo los «obreros» al servicio
de ese pueblo de la tierra.

c) Todo apunta a que la estrategia de Jesús esperaba que la renovación


del pueblo aldeano galileo desencadenaría un proceso imparable que
conduciría al estadio definitivo de implantación del reino de Dios en
Conclusión

el pueblo entero de Israel, con la ciudad de Jerusalén renovada como


centro, donde se instauraría el reino mesiánico esperado. Se realiza-
ría entonces la renovación del Israel total de las doce tribus. Ése se-
ría, al mismo tiempo, el camino para la transformación de todos los
pueblos de la tierra. Se cumpliría así una dimensión importante de la
esperanza judía, en la que se expresaba la profunda comprensión que 239
Israel tenía de su elección. Israel tenía conciencia de que su función
como pueblo elegido era ser medio de salvación para todos los pue-
blos de la tierra, para crear así la auténtica humanidad querida por
Dios. El proceso culminaría en el disfrute de todos los pueblos, junto
con Israel, del gran estado de paz y plenitud de vida en una tierra
transformada, que Jesús describía con la espléndida imagen, ya tradi-
cional en la esperanza israelita, del gran banquete de fiesta.
Ésa era la magnífica esperanza que animaba el proyecto de Jesús
durante la etapa de su misión en los poblados de Galilea y de las re-
giones del entorno. Pero no se vio cumplida, porque el proceso de im-
plantación del reino de Dios sufrió una crisis y se vio interrumpido
antes incluso de concluir su primer estadio, la renovación del pueblo
campesino. La causa de ello fue el rechazo que encontró la actividad
misional de Jesús y sus colaboradores.

3. La misión final

El origen de la etapa final de la misión de Jesús fue precisamente la


crisis provocada por el rechazo de su misión galilea. La situación apa-
rentemente desesperanzadora del fracaso de su misión en las aldeas
de Galilea se convirtió para Jesús en la señal del adelantamiento del
estadio definitivo, el de la renovación del pueblo entero de Israel. Fue
entonces cuando tomó la decisión de ir a Jerusalén, la capital de
Israel, para instaurar allí un reino mesiánico especial, que sería la me-
diación para la implantación definitiva del reino de Dios. Pero este
proyecto estaba abierto a dos posibilidades. Su realización en una u
otra dirección dependería de la acogida o el rechazo de que fuera ob-
jeto por parte del pueblo.

a) La primera posibilidad era la instauración efectiva del reino me-


Jesús el Galileo

siánico en Jerusalén. Para ello se requería la acogida por parte del


pueblo de Israel, comenzando por las autoridades jerosolimitanas. La
manifestación más clara de esa trama mesiánica aparece al final, en el
relato de la muerte de Jesús. La tradición evangélica señala explícita-
mente que fue condenado y ejecutado como pretendiente mesiánico
regio. Y todo parece indicar que ese dato es reflejo de la realidad his-
240 tórica. Es ineludible, pues, suponer que las autoridades judías y ro-
manas que apresaron, acusaron, condenaron y ejecutaron a Jesús co-
mo tal pretendiente mesiánico tuvieron que encontrar un punto de
apoyo en su actuación anterior. Si no, quedaría sin aclarar histórica-
mente el hecho de su muerte en cruz.
Ese punto de apoyo hay que buscarlo, con toda probabilidad, en
los signos proféticos realizados por Jesús a su llegada a Jerusalén: su
entrada triunfal en la ciudad, para la cual Jesús escogió una escenifi-
cación del soberano mesiánico conforme con su proyecto del reino de
Dios, bien alejada de la imagen del soberano guerrero y majestuoso,
y su consiguiente acción en el templo, cuyo sentido habría explicado
él con el dicho de destrucción del templo actual y construcción de uno
nuevo. La base de esas dos acciones simbólicas fue, sin duda, la ins-
tauración del reino mesiánico, dentro del cual se iba a renovar el pue-
blo entero de Israel junto con sus instituciones, comenzando por la
principal: el templo y su culto.
Pero esos signos mesiánicos no pudieron surgir improvisadamen-
te al llegar Jesús a Jerusalén. En tal caso, quedarían sin una explica-
ción y sin un contexto histórico dentro del conjunto de su misión.
Tuvieron que pertenecer a algo proyectado por él anteriormente. Y,
efectivamente, su trama preparatoria se descubre a partir del momen-
to en que Jesús comprobó el fracaso de su misión en Galilea. Perte-
necían, pues, a su nuevo proyecto surgido a partir de ahí. Eso es lo
que testifica una amplia y variada tradición evangélica, cuyo núcleo
histórico encaja perfectamente en el contexto del proyecto del reino
mesiánico en Jerusalén, escenificado por los signos de Jesús en la ciu-
dad y que tuvo como efecto su consiguiente condena y ejecución en
cruz como pretendiente mesiánico regio.

b) Dada su experiencia de oposición a su misión galilea, sería extra-


ño que Jesús no hubiera contado con la posibilidad del rechazo de su
nuevo proyecto. Debió de pensar incluso que ese rechazo le conduci-
ría a la muerte violenta, porque lo que estaba en juego era, ni más ni
Conclusión

menos, el enfrentamiento frontal entre, por una parte, el reino de Dios


y el reino mesiánico por él escenificados y, por otra, la institución
central de poder del pueblo de Israel, ligada al templo jerosolimitano.
Fue esa posibilidad, en un principio sólo previsible, la que al final se
le impuso con certeza. Esa certeza surgió, probablemente, a raíz de la
reacción de hostilidad que provocaron sus signos en Jerusalén. 241
En esa nueva situación, lo único posible para Jesús, si quería con-
tinuar con su intento de implantación del reino mesiánico y del con-
siguiente reino de Dios, y no abandonarlo por inviable, era integrar
precisamente su muerte violenta dentro de su proyecto. Eso fue lo que
hizo, según testifica la interpretación que dio de su muerte inminente
en la última cena celebrada con sus discípulos la noche antes de mo-
rir. La muerte del agente mesiánico, aparente fracaso del proyecto del
reino, se convertía entonces, paradójicamente, en el nuevo camino
misterioso para su realización definitiva. Representaba así la acción
suprema de Dios, actuada por su agente mesiánico, para la liberación
del pueblo rebelde, renovando el compromiso de su alianza con él,
porque seguía siendo, a pesar de todo, su pueblo. De ese modo, el
banquete final del definitivo reino de Dios podría llegar a celebrarse.
Ése fue realmente el último y definitivo proyecto de Jesús. Su
fundamento pudo ponerlo él mismo, el agente mesiánico, con su
muerte salvadora, en la que se concentraba y culminaba toda su acti-
vidad al servicio del reino de Dios. Pero su realización plena tendría
que darse necesariamente más allá de su muerte, lo cual implicaba,
también necesariamente, su resurrección. Esto quiere decir que el úl-
timo proyecto de Jesús estaba, en su misma estructura básica, abierto
al futuro, que como siempre, pero ahora de un modo evidente, estaba
en manos de Dios, el soberano del futuro.

c) Fue ese último proyecto efectivo de Jesús el que asumió el mapa


de la esperanza del cristianismo naciente. La resurrección de Jesús se
entendió como la confirmación de su proyecto por parte de Dios:
Dios había exaltado como soberano mesiánico definitivo a aquel que
había sido crucificado precisamente por causa de su proyecto de im-
plantar el reino mesiánico. La consecuencia, pues, era clara: el reino
mesiánico proyectado por Jesús para el futuro, para después de su
muerte, ya se había inaugurado. Pero, por otra parte, era también evi-
Jesús el Galileo

dente que aún no habían aparecido los signos magníficos que se es-
peraban para la época mesiánica. Aún continuaba la situación de ca-
lamidad y de opresión, bien alejada de la liberación y la plenitud de
vida que debía comportar el reino mesiánico. El cristianismo nacien-
te superó esa aparente contradicción distinguiendo dos etapas en la
época mesiánica. La etapa actual, de esta historia, era realmente me-
242 siánica, porque el mesías estaba ya entronizado en el ámbito de Dios,
y su presencia salvífica se experimentaba en la vida del pueblo me-
siánico. Pero no era aún la etapa del reino mesiánico esplendoroso,
que se inauguraría con la futura parusía del soberano mesiánico en el
ámbito de esta tierra. Sólo entonces se manifestaría plenamente la po-
tcncia transformadora del acontecimiento del reino mesiánico y del
reino de Dios con respecto a esta creación y a esta historia. De ese
modo, la realización plena de la liberación seguía siendo en el mapa
pascual cristiano un asunto de esperanza, al igual que lo había sido en
los diversos proyectos de la misión de Jesús.

Conclusión
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ste libro ofrece un nuevo planteamiento sobre la misión de Jesús
desde una perspectiva que no ha sido aún tenida suficientemente en
cuenta por la investigación. Partiendo del hecho indiscutible de que
la misión del Galileo fue un acontecimiento histórico, descubre en ella un
auténtico proceso evolutivo en tres grandes etapas, correspondientes a los
tres proyectos del «reino de Dios» concebidos por Jesús.
La etapa inicial estuvo marcada por la relación de Jesús con la misión
de Juan Bautista (Primera Parte). Esta etapa, que sirvió de base para la
misión autónoma posterior de Jesús, terminó con el prendimiento de
Juan. La misión galilea, que fue cronológicamente la etapa más amplia
(Segunda Parte), se vio interrum pida por la oposición frontal que
encontró el proyecto de Jesús de renovación del pueblo aldeano galileo.
Pero esa crisis se convirtió en el inicio de la última etapa de su misión,
que tenía por objetivo la renovación definitiva del pueblo entero de Israel
por medio de la implantación en Jerusalén de un reino mesiánico
especial (Tercera Parte). Lo que realmente desencadenó ese intento de
Jesús fue su muerte en la cruz. La lectura del presente libro contribuye
a explicar por qué esta muerte violenta no constituyó el fracaso definitivo
del último proyecto de Jesús.
En el trasfondo de la dramática evolución que sufrió el camino de
la misión de Jesús se va descubriendo también un espléndido camino
de esperanza, de una esperanza contra toda esperanza. Porque todas las
etapas de ese camino se ven truncadas violentamente, pero en cada
nueva etapa, paradójicamente, la esperanza se hace cada vez más densa.

ISBN 84-293-1 640-X

9 788429 316407
salterrae

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