Simón Palmer-El Silencio en La Casa de La Reina
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Simón Palmer, María del Carmen (2007), “El silencio en la Casa de la Reina”, Lectora, 13: 45-
59. ISSN: 1136-5781 D.L. 395-1995.
El silencio en la Casa de la Reina María del Carmen Simón Palmer
sociedad femenina, que durante el Siglo de Oro oscilará ente las ciento
setenta y ocho y trescientas mujeres, con una jerarquía estricta y a las que,
una vez jurado su cargo, se les abona un sueldo, se les da una ración de
comida y una casa de aposento en el mismo Alcázar. Y precisamente nos
proponemos mostrar las normas impuestas para su sometimiento en esa
especie de clausura laica, y cómo intentaron eludirlas de distintas maneras.
Dos autores influyentes trataron sobre el silencio y la mujer en esos
tiempos. El primero Fray Antonio de Guevara (1480-1545), quien
dirigiéndose a unos recién casados advertía: “Las señoras que quieren
tener gravedad, no sólo han de callar las cosas ilícitas y deshonestas, mas
aún las lícitas, sino son muy necesarias, porque la muger jamás yerra
callando, y muy poquitas veces acierta hablando” (Fray Antonio de Guevara,
2004b: 333). Y en un sermón dirigido a la Emperatriz, advierte: “El miembro
más tierno entre los tiernos y el más flaco entre los flacos, y el más inquieto
entre los inquietos, y aún el más peligroso entre los peligrosos, es la parlera
de nuestra lengua, y es en quien está depositada nuestra muerte y nuestra
vida” (Fray Antonio de Guevara,2004c: 543).
La otra gran autoridad en lo que atañe a la correcta conducta femenina,
Fray Luis de León, les ruega “que callen, y que, ya que son poco sabias, se
esfuercen en ser mucho calladas” porque el silencio “en todas es, no sólo
condición agradable, sino virtud debida, el silencio y el hablar poco” (Fray
Luis, 1980: 124). A la imposibilidad de realizar otras funciones que las
domésticas y permanecer encerradas en casa añade la de no permitirles
tampoco expresarse oralmente, estableciendo una relación directa entre lo
limitado de sus ocupaciones y la cortedad de su lenguaje.
Este silencio debido es el escollo con que nos encontramos al tratar de
conocer mediante documentos primarios cómo se sentían unas mujeres
privilegiadas en cuanto a su situación social, de manera que son las cartas
familiares, las relaciones de sucesos y documentos internos los únicos que
las hacen hablar, aunque de forma indirecta.
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crecido con ellas muchas veces, y a sustituirlas por las autóctonas con las
que les cuesta relacionarse. Aunque la documentación conservada es
escasa parece que siempre hubo disgustos ante la separación forzosa, de
manera que Felipe II tuvo que dictar unas normas específicas para que no
se repitieran los conflictos habidos con Isabel de Valois. En efecto, el
séquito francés no estaba dispuesto a quedar por debajo de la Camarera
mayor española, que prefirió ausentarse para no sufrir la deshonra en el
enlace.
Detrás de estas jóvenes princesas estaban sus familias y los intereses
de sus países de origen, y en el caso de Isabel de Valois, Catalina de
Médicis. Tras una posición aislada no se ocultaba el riesgo de que las
damas extranjeras ejercieran de enlaces con los embajadores de otros
países, aprovechando la debilidad inicial de sus señoras, aisladas y con
escasos motivos para la alegría.
Escarmentado por los continuos incidentes en la Casa de Isabel de
Valois, cuando Felipe II vuelve a contraer matrimonio dicta una serie de
órdenes para que se observen “en la Casa de su muy cara y amada muger
la reina doña Ana” (O r d e n , 1574), que van a seguirse con ligeras
modificaciones hasta el siglo XVIII. Si antes ya estaba silenciada la Reina,
ahora se prohíbe que se le acerquen y dirijan la palabra, salvo la Camarera
Mayor, que va a tener un poder superior, en ocasiones, a su señora.
Pero es difícil cortar todas las formas de comunicación y así, años más
tarde, Margarita de Austria, por su excelente relación con su esposo,
constituye un riesgo para los intereses del favorito, el duque de Lerma, que
trata de sitiarla dentro de su propia Cámara, colocando a su esposa como
Camarera Mayor y nombrando damas partidarias suyas para estar enterado
de cuanto pasa. Como no puede evitar la afinidad con la austriaca María
Sidonia, Lerma recurrirá para que salga de la Casa a casarla con el Conde
de Barajas, personaje ilustre pero viudo y mayor, algo que disgusta
enormemente a la Reina quien, al verse incomunicada, recurre a
estratagemas como enviar sus cartas por otros conductos o acudir a las
Descalzas y hablar en alemán con la emperatriz para que así no puedan
espiarla.
No es mejor la experiencia de algunas infantas españolas que marchan
a otros países. Ana de Austria, hija de Felipe III, casa en 1615 con Luis XIII,
ambos con catorce años, y gracias a la relación enviada por el embajador
desde París a su padre podemos hacernos una idea de cómo fue recibida
ella y su séquito español. El esposo, que no consumaría la unión hasta
cuatro años más tarde, no se mostró muy delicado y “andava el Rey
corriendo tras de las criadas y de las damas haciéndoles burla y diziendo a
vezes las borricas de España y otras palabras de oprobio tales” (Relación,
1616). La situación se hizo especialmente dura para sus damas, de modo
que una llegó a tener que encerrarse en su posada sin poder salir y
enfermó.
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chimenea, caliente, acompañado, hablando y ”sin que nadie le esté mirando
porque le parecería que estaban acechándole”. Aunque los príncipes están
obligados a tener “severidad en su vida y autoridad en la comida”, lo que
envidia de la Reina es su paciencia, porque a pesar de que la sirven
muchos manjares ella come muy poco. Era en este tiempo de
contemplación cuando las damas aprovechaban para hablar con sus
galanes (Fray Antonio de Guevara, 2004: 103-104).
Pero si intimida la imagen de una Reina sola, sobre el estrado
comiendo, hay otros actos de su vida más íntimos que la descubren como
un ser impotente ante su destino, que es el de la procreación. Primero por la
angustia de no quedar embarazada y cumplir su misión, para lo que hace
rogativas, visita santuarios, etc., y luego, cuando lo logra, no puede olvidar
la elevada mortalidad en los partos, lo que la lleva a hacer testamento y a
recurrir a todos los santos protectores para ese trance. Recordemos una
obra importante, la del doctor Alonso de los Ruizes y Fontecha, Diez
privilegios para las mugeres preñadas, con la que trató de ayudar a las
mujeres en esos momentos. Y al nacer los infantes no sólo les cuelgan
medallas religiosas sino que acuden a las creencias populares y las
acompañan de dijes y amuletos que evitan el mal de ojo y otras posibles
desgracias. Y todo esto sin que transcienda una sola palabra fuera de su
círculo íntimo, pero va a ser la iconografía de la época la que nos revele en
sus retratos lo que ellas no dicen.
La Casa de la Reina
El personal de la Casa de la Reina es un colectivo que sigue a su señora
allá donde va, sin posibilidad de discusión, obedientes a la normativa y
sometido a la Camarera mayor en última instancia, absolutamente
jerarquizado y con misiones concretas en cada caso. Además de la
Camarera, están el Aya de los infantes, la Guarda Mayor, las Dueñas de
Honor, viudas encargadas de vigilar a las criadas, la Guarda Menor de
damas y las Damas, además de las criadas: mozas de retrete, de cámara y
algunas que, aunque formaban parte de la planta, trabajaban fuera del
Alcázar como la lavandera, confitera, etc. Ahora bien, los cargos principales
estaban en manos de hombres: Mayordomo mayor, confesor y médico. Las
puertas externas estaban vigiladas por el ujier de cámara y repostero de
damas, y el portero de damas vigilaba la entrada a las habitaciones que
ocupaban las damas solteras y las camaristas.
En ocasiones, la única fuente imparcial con que contamos son las
narraciones que los emisarios extranjeros enviaban a sus países. Así
Contarini (1605) da a entender que, a pesar de la estricta etiqueta, no
reinaba precisamente la armonía en la Casa de Margarita de Austria:
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sucede, Magdalena de Guzmán pide retirarse de su cargo, se le dan tres
horas para irse a Toledo y luego se la prende. Dice Fray Pedro de Paladinas
(1604):
El duque de Lerma llegó a tener auténtica obsesión por las intrigas que
podían poner en riesgo su poder, maquinadas por estas mujeres cercanas a
la Reina, que a su vez no parecía muy dispuesta a obedecerle. Y lo cierto
es que no faltaron consejeras incontroladas como la condesa del Castellar,
Beatriz Ramírez de Mendoza, que había sido dama de Ana de Austria, y va
a recomendar al Rey que escuche sólo a su esposa. Esta entrevista en las
Descalzas le supuso el destierro, ordenado por el favorito, pero profesó dos
horas antes de su detención.
Otro de los puestos principales de la Casa de la Reina va a ser el de
Aya, porque de sus cuidados depende el futuro heredero y los infantes. El
duque de Lerma hace que lo ocupe su hermana, la condesa de Altamira:
“porque este Duque no se contenta con que está su hijo cerca del Rey; sino
que su hermana lo esté de la Reina é Infantes, porque otros no ocupen
estos puestos: tal es su prevención y recato” (Contarini, 1605). El privilegio
de tener a su cargo al heredero ocasionará en algunos momentos conflictos
de jerarquía con la Camarera Mayor y disputas por situarse cerca de la
Reina en las ceremonias públicas.
No podemos olvidar aquí a las encargadas en cada reinado de alimentar
a los infantes, las amas, por los lazos de unión que crearon siempre con
esos niños, de los que quedan testimonios y cuyos familiares casi siempre
entraron a formar parte del personal del Alcázar. Pero esta “simpatía” no es
sólo hispana. Cuando la esposa de Luis XIII llega a París, el monarca
encarga que duerma junto a su cama a su antigua ama, que no sabe
español y va a originar varios incidentes en su papel de espía.
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viendo pasar a la dama de quien debía ser servidor […] hízole una
muy gran cortesía y ella se levantó sobre la mula en que venía y le
hizo la suya y comenzó a llorar y el portugués dio un gran suspiro y
echó mano a la barba y miró al cielo y otro hidalgo le dijo: “señor
passe vos a merced alleynde or rio en castela a se despedir de las
damas”; el respondió: “no praga Deus que en pase a terra que tanto
mal me faz” y de allí se volvió muy triste. (Historia de Carlos V)
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Silva confiesa que cree que el hombre con quien trata tiene en cierta dama una confidente.
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Lo que parece un privilegio deja de serlo si repasamos las obligaciones
de sus superiores para con ellas. En las Etiquetas se manda que el Aya de
los Infantes cuide de que cuando éstos coman retirados “las damas no se
detengan, ni reciban, ni den recados, ni hablen con nadie”. Tanto ella como
la Guarda Mayor pueden visitar sus aposentos “y poner en estos el buen
recaudo que le pareciere convenir”. La Guarda Mayor tiene a su cargo abrir,
cerrar, condenar puertas y ventanas de los aposentos y las partes por
donde pudieran andar las damas, siempre “a horas no pensadas”, y si
encontraban a alguna en falta se lo comunicaban al Mayordomo para que la
castigase. Ordena a las Damas “respeto y acatamiento devido así en lo que
toca a la templanza y modo de andar y reír y hablar, como en las demás
cosas que se podrán ofrecer” (Archivo de Palacio, Sección Histórica, caja
50). El castigo que imponía era el de permanecer encerradas en su
aposento sin salir los días que decidiese.
Cuesta creer que estas jóvenes aceptaran de buen grado el encierro al
que se las sometía y se comprende fácilmente que trataran de compensarlo
de distintas maneras. Las comidas públicas de la Reina les brindan la
ocasión de tener contacto con los caballeros mientras contemplan a su
Señora, que come en silencio. Aunque su obligación era imitarla, Antonio de
Guevara (2004a: 103) comenta: “Todas las otras damas están allí de pie y
arrimadas, no callando, sino parlando, no solas sino acompañadas […] tres
dan de comer y el resto dan de dezir. Auvtorizado y regozijado, es el estilo
portugués aunque es verdad que algunas veces se sientan alto las damas y
hablan tan rezio los galanes que pierden de su gravedad y aun se importuna
SM”.
Además, en una época de escasez, las damas tuvieron un fácil acceso a
la comida. Los principios religiosos se observaban de un modo peculiar por
los poderosos y así en el viaje de Felipe III y su hermana a Valencia, para
recibir a Margarita de Austria, Cabrera de Córdoba (1857:10-11) nos dice:
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corazón, e tenerse por cavalleros mas que otros, para facer más altas
cavallerías” (Sempere, 2005: 3). Se dispuso que todos tuvieran una dama a
quien servir y se puntualizaba “no para la deshonrar sin para festejar o con
ellas se casar” (id.). Las acompañaban en los paseos siempre a caballo si
ella iba a pie o en coche. Esta aparente permisividad tenía el objetivo de
conseguir una conducta correcta de los servidores del Rey porque se les
castigaba con la privación del galanteo. Don Fernando el Católico parece
que en la conquista de Granada llegó a utilizar a las damas porque
”sacándolas a la vista de los escuadrones los caballeros pelearon con
valentía, fuego del amor y de la honra” (Dignidad, 1670: 23).
En 1619, el Rey ve la necesidad de regular los galanteos y dicta un
decreto, el 18 de agosto, para moderarlos al conocer “la relajación y poca
atención a las órdenes y al estilo de Palacio” (id.), porque los caballeros no
parecían tales ya que acompañaban a las damas a pie junto a los coches.
Les advierte que si vuelven a quebrantar lo mandado “no volverán a pisar
las calles de Madrid mientras yo biviere” (id.).
Pero los problemas continúan y Felipe IV, en 1638, ordena al marqués
de Santa Cruz que se vuelva al antiguo lucimiento por el que la nobleza se
distinguía del resto y prohíbe entrar en Palacio, ni acompañar a las damas a
los que no fueran a caballo y tuvieran además cuatro en su caballeriza.
Aquel que no los posea “que se vaya de la Corte a ahorrar para servirme y
andar en Palacio con el lustre que a andado siempre toda la nobleza en mi
corte y casa” (id.). Pero la situación en un tiempo de penuria no era fácil de
remediar porque incluso los hijos de los Grandes no los tenían. Y de nuevo
en 1649, a la vista del desorden, el monarca recuerda la prohibición para un
caballero de ir a pie junto a las damas cuando salen de Palacio. Aunque no
todos los tratadistas se mostraron conformes, lo cierto es que se vio como
algo tolerable, especialmente “por el decente respecto con que se executan,
por el Sagrado fin a que se encaminan son obsequio a la nobleza, lustre y
reverencia de las Damas y Honor a su dignidad “(Dignidad, 1670: 26), algo
que como vemos en la realidad no parece que fuera cierto.
Era tan elevado el número de estas mujeres que tocaban siete a cada
galán. Muchos nobles tenían interés especial en entrar en Palacio para
estar cerca de ellas y servirlas, aunque se reconoce que luego “al tiempo del
casar ninguno se quiere casar con ellas, de manera que justicia, justicia,
mas no por mi casa” (Fray Antonio de Guevara, 2004a: 103-104). Coincide
Fray Antonio de Guevara (1673: 152), sin embargo, en esa necesidad que
tiene el cortesano de servir a una dama “porque si no lo hace le acusarán
de cortedad” y lo considera un pasatiempo honesto “si el galán es mancebo,
libre y rico”.
Advierte que debe cumplir las normas: estar de rodillas ante ella de pie,
quitarse la gorra, no hablar sin que ella lo mande, darle lo que le pidiere,
sufrirle los malos gestos. Y les advierte que no es lícito a los casados
conocer a ninguna dama ni servirla porque como no se podrá casar con ella
“afrenta sería, que habiéndole costado tanto la huerta, delante de sus ojos
comiere otro la fruta” (Fray Antonio de Guevara, 1673: 152) Esta conclusión
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El matrimonio pactado
En el matrimonio de las damas, el rey tenía la última palabra sobre el novio,
aunque a veces se limitaba a acceder lo acordado por los padres. Les
concedía la dote y les daban la saya el día de la boda y las Capitulaciones
se firmaban en el cuarto de la Camarera Mayor, con asistencia del
Mayordomo. Precisamente el día de los esponsales se dispensaba a la
Dama el privilegio de comer en la mesa de los monarcas en presencia de la
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Corte y del esposo, que asistía como espectador. Después de la comida
marchaba a su nueva casa acompañada desde Palacio.
Las noticias que nos han llegado son siempre indirectas, sin que su voz
nos permita conocer el grado de aceptación de este futuro pactado. Algunas
uniones resultan un tanto sorprendentes, aunque las crónicas las describan
como algo habitual. Es el caso del casamiento en Palacio del duque de Cea,
de catorce años, con doña Feliche, hermana del Almirante, de dieciocho,
apadrinados por S.M. [Felipe III] y su hija, la Reina de Francia. Los casó el
cardenal de Toledo, acompañados de todas las Damas:
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REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
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Lectora 13 (2007) (d)
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