Michel de Certeau, “La experiencia espiritual”. Christus, 1970.
Hablar como profesor, no es posible, cuando se trata de experiencia. No me atrevo a decir tampoco que
yo hablo como testigo. ¿Qué es un testigo, en efecto? El que los otros designan así. Cuando se trata de Dios,
el testigo es designado por quien lo envía, pero él es también un mentiroso; él sabe bien que, sin poder hablar
de otra manera que como lo hace, él no traiciona menos a aquél de quien habla. Incesantemente, él es
sobrepasado y condenado por lo que él atesta y no podría negar. Él faltaría entonces a la verdad si se
presentara muy fácilmente como un testigo.
Yo soy solamente un viajero. No sólo porque ha viajado largamente a través de la literatura mística ( y
este género de viaje hace modesto), sino también porque, habiendo hecho, a título de la historia o de
investigaciones antropológicas, algunas peregrinaciones a través del mundo, he aprendido, en medio de
tantas voces, que yo podía ser solamente un particular entre muchos otros, relatando solamente algunos de
los itinerarios trazados en tantos países diversos, pasados y presentes, por la experiencia espiritual.
LA “MÍSTICA”: EL DIOS ESCONDIDO
La evocación de “regiones” espirituales está ligada frecuentemente a la descripción de esta experiencia.
Se hablará, por ejemplo, de “regiones trascendentes de la consciencia”. Esta topografía simbólica aparece en
la punta del dedo que designa constelaciones en el cielo, y corta con ellas, sobre el fondo de la noche,
significaciones. Hacemos lo mismo para dar cuenta de nuestra experiencia personal, o para hablar del
hombre, cuando designamos, con palabras, tal o tal región psicológica donde Dios se encontraría más, donde
una verdad estaría más concentrada, donde tendríamos más posibilidades de encontrar un paraíso espiritual.
Una de las primeras cosas que la experiencia espiritual enseña es el carácter ilusorio de esta topología
psicológica. De la misma manera que no hay sobre el suelo de la tierra un lugar designable como el paraíso,
así mismo no hay, en la organización de una psicología humana, ningún lugar particular que sea designable
como el de la verdad. Una antigua tentación, una nostalgia muy fundamental lleva al hombre a determinar
sobre el mapa del mundo un paraíso, un Perú, un país maravilloso, un El Dorado. En la vida religiosa,
hacemos lo mismo. Quizás es el punto de partida de una experiencia espiritual encontrar un lugar, pero es
imposible quedarse ahí.
Intentamos localizar a Dios. Decimos: “Está aquí”, o bien: “Está allí”. Pensamos que está en tal forma
de experiencia más afectiva o, al contrario, más racional, o que está en tal tipo de evento psicológico o
milagroso. Esta ilusión ya está descrita al final del evangelio. Jesús anuncia ahí que al final de los tiempos se
dirá: el Señor está aquí, en tal lugar, o bien se dirá: el Señor está allí, en tal otro. Esto, como aquello, es
engañoso.
EL TRABAJO DEL DESEO
Como de una imagen, partiré de algunos monjes de los orígenes, en los primeros tiempos de la Iglesia,
en los siglos III y IV. La noche, ellos estaban de pie, en la postura de la espera. Estaban esbeltos al aire libre,
derechos como árboles, levantando las manos al cielo, tornados hacia el lugar del horizonte de donde debía
venir el sol de la mañana. Toda la noche, su cuerpo deseante esperaba el levantarse del día. Era su oración.
No tenían ninguna palabra. ¿Para qué palabras? Su discurso era su cuerpo en trabajo y espera. Esta labor del
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deseo era su oración silenciosa. Estaban ahí, simplemente. Y cuando en la mañana los primeros rayos del sol
alcanzaban las palmas de sus manos, ellos podían detenerse y descansar. El sol había llegado.
Hay en la experiencia espiritual esta espera de la cual es imposible decir que sea especialmente corporal
o espiritual, que sea específicamente conceptual o afectiva. Será nuestra tentación constante de identificar a
Dios con algo que sería afectivo o que sería más racional, que sería más físico o más cerebral. La espera es la
de nuestro ser entero. Y lo que nos sucede es precisamente el rayo que, llegando a la palma de nuestras
manos, cambiando poco a poco el paisaje, nos anuncia que el sol viene, de una manera diferente a la que la
noche nos permite conocer.
En esta experiencia, distinguiré algo así como tres etapas. Es una manera de indicar un viaje. Para este
itinerario, una cartografía es a la vez útil y engañosa. El viaje no es el mapa.
UN LUGAR: EL EVENTO
La primera etapa establece una puntuación. Hay puntos y comas, momentos particulares que articulan el
tiempo y abren un ritmo. Pasa algo que invierte la experiencia tal como la entendíamos. En nuestra
existencia, esto es constante desde un punto de vista personal. Pero, desde un punto de vista de la historia
global de la humanidad, es lo que representa el momento particular que es la intervención de Jesús en nuestro
tiempo. Hay en la historia personal, y en la historia de la humanidad, cortes, momentos privilegiados y que
aparecen como tales. Sucede algo que sorprende y que establece un comienzo.
Ninguno de nosotros ignora estos momentos algunas veces secretos, y elucidados mucho tiempo después
de que se han producido. Eventos que nos mueven, que nos cambian y de los cuales nos damos cuenta
mucho tiempo después. Quizás hay ahí uno de los aspectos más característicos del evangelio: los discípulos,
los apóstoles, los testigos, no cesan de comprender “después” de lo que les pasaba. El sentido y la
inteligencia vienen después del evento como la audición del golpe sigue a la vista del gesto de golpear. Hay
un retraso del entender.
Dios pasa y uno Lo reconoce sólo “de espaldas”, nos dice la Biblia, es decir, cuando Él ha pasado,
después, – este después pudiendo ser el hecho de la duración o el hecho de la vista, del retraso de la
percepción o de la distancia, de un alejamiento necesario a la consciencia. Esto representa sin dudas la
relación entre la venida de Jesús – un momento – y el conjunto de la historia. Pero toda experiencia personal
sigue el mismo ritmo y presenta tiempos y relieves particulares en el despliegue de nuestra vida.
¿Qué son estos momentos? Una ruptura, una explosión, una ruptura de los límites. Pasa un poco en la
experiencia lo que pasaría si hoy, juntos, tomáramos el metro para ir a la plaza de la Ópera y que, saliendo al
cruce, viéramos de repente el mar en lugar de la Ópera. “Algo distinto”, repentinamente, pasa. Esto no se
expresa, esto se experimenta. En lugar de lo que esperábamos, ahí, en medio del decorado habitual, ¡está el
mar!
Toda experiencia, la que nos cuenta el evangelio o la que nos cuentan tantos místicos, comporta estos
momentos. “Éxtasis” personal, si se quiere, o experiencia colectiva de un grupo sorprendido por lo que pasa
en él mismo, iluminación intelectual en ciertos casos, brusca intuición que desplaza (sin que se sepa aún
cómo) la organización de una vida y el tipo de relaciones que se tiene con los otros. Un agujero se produce.
Una irrupción abre la brecha. El paisaje, de repente, cambia, para nuestro asombro. Esto, es un lugar. En la
experiencia individual como en la historia, hay “momentos” que hacen decir: Dios está ahí.
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UN ITINERARIO: LA HISTORIA
Un segundo aspecto de la apertura significativa al infinito representa una forma totalmente diferente del
itinerario. Desde que tenemos la experiencia de este momento, desde que (para retomar la comparación que
empleaba ahorita) a la vuelta de la calle, en lugar de la Ópera, pensamos ver el océano, desde que parecido
despeje se produce, pensamos poder pararnos ahí; identificar este momento a la Verdad; tomar esta irrupción
por Dios mismo; hacer de esta experiencia momentánea la experiencia absoluta, el infinito. Esto no es
posible. El segundo tiempo es un aspecto negativo. Este “dado” que ha hecho irrupción en cierta manera,
deviene el punto de partida de un camino. Somos llamados, por este instante particular, a un itinerario
indefinido.
Puede considerarse el primer momento privilegiado como una “vocación”. Puede tomárselo por una
“misión” o una “conversión”. Poco importa. Puede considerárselo también como el origen de toda mutación,
o el resultado de un trabajo secreto, quizás, o de una ascesis. Pero hay una relación necesaria entre lo que
este momento nos enseña y lo que nos pide hacer. Lo que es recibido es una verdad que hay que hacer o más
exactamente que hay que buscar. Lo que ha sido dado deviene el punto de partida de una búsqueda, de un
trabajo que no es para nada un trabajo de posesión, sino el trabajo de un deseo que no cesará de aprender que
él es engañado por cada una de sus expresiones. El deseo no cesa de ir más allá de aquello por lo que él se
expresaba hasta ahí. Es el comienzo de un viaje. Finalmente aprendemos en este segundo tiempo que el
primer momento tenía como sentido, como significación, una sola palabra: “¡Parte, vete!” Es el inicio de un
itinerario. “Tengo que ir a otras aldeas”.
En el Antiguo Testamento, los Hebreos, buscando entrar en la ciudad de Jericó, sonaban sus trompetas y
recomenzaban seis veces seguidas la misma vuelta, volviendo a poner sus pasos ahí donde ya habían puesto
sus pasos, repitiendo esta búsqueda procesional, fatigante, rehaciendo a su manera lo que hacían los monjes
de los que hablaba hace poco. Ellos se desplazan pisando. Estos Hebreos nos indican lo que tiene de
repetitivo y sin embargo de inventivo el camino inaugurado por un momento inicial.
El lugar y el itinerario se articulan estrechamente. La experiencia cristiana no puede ser reducida ni a
uno ni a otro. Sin un momento privilegiado, no habría camino. El lugar, como un punto de partida, hace
posible el itinerario de la búsqueda. Pero uno no puede apegarse a este lugar, fijarse y traer la experiencia a
uno de estos momentos. Por su primer término, esta tensión se une al aspecto propiamente “místico” de la
tradición espiritual: Dios está ahí. Emmanuel, dado y recibido en la luz de un día. Por su segundo término,
ella restaura la significación “escatológica” de la experiencia cristiana, el sobrepasar toda objetividad: Dios
no está ahí, “él viene”, esperado hasta el último día, sorprendiendo siempre los deseos que lo anuncian.
No puede recusarse la referencia a un evento, a un Kairos fechado, a una Escritura circunscrita, bajo el
pretexto de que hay un más allá necesario. El momento es precisamente lo que hace posible lo que sigue.
Pero el sentido no puede ser confundido con la letra de un texto o con la objetividad de un hecho: otros
momentos y otros textos hacen inteligible el primero. La exégesis espiritual atesta esta relación entre el
escrito que da acceso a los movimientos del Espíritu y de las liberaciones, de las innovaciones, quizá incluso
de los momentos de negatividad convocados por esta apertura misma. Ni cerrado, ni suprimido, el texto
primitivo está en la posición espiritual de lo que permite y requiere otros textos distintos de él; él manifiesta
por estas alteraciones y por estos sobrepasarmientos su verdadero sentido. Así sucede con la relación a un
momento en la experiencia personal, o de la relación con Jesús en la historia espiritual del cristianismo.
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DIOS “MÁS GRANDE”
No es posible decir simplemente, “así”, que Dios está ahí. Él es para nosotros cuestión de absoluto, de
verdad, de un Infinito. Es alguien o algo que no es determinable, que no puede ser detenido, que no es
“sobrepasable”. A causa de esto, puede llamárselo también “el más allá”, pero este más allá no está más alto,
o más bajo, o más a derecha, o más a izquierda . Él es el más allá porque está siempre más lejos que ahí
donde Lo buscamos. No podemos agarrarLo en ninguna parte, pero aprendemos que Él es infinito por el
camino indefinido que Lo busca después de haberLo recibido o que Lo llama después de haberLo percibido.
El infinito para nosotros es el espíritu de este itinerario indefinido. No podemos circunscribir nunca en
nuestros conceptos, en nuestra afectividad, en nuestra experiencia común o solitaria a aquél que, por
definición, está más allá.
Textos de la tradición musulmana nos dicen a justo título: Dios es “más grande”. No puede decirse que
Dios es “grande”, pues el calificativo de “grande” resulta de una numeración, o sitúa al calificado en un
orden que es el nuestro: un cierto número de cosas son grandes, pero es falso decir que Dios se coloca entre
esos grandores. No podemos decir tampoco que Dios es “el más grande” como si tuviésemos la posesión de
toda la jerarquía de los grandores y que pudiéramos designar y descubrir, desde algún lugar de observación
que nos ofrezca un panorama entero de las cosas, la cima de esta pirámide. Decir: “el más grande”, eso
querría decir que conocemos el conjunto. No es cierto. Pero podemos decir, y la experiencia nos lo enseña:
Dios es “más grande”. Es decir: Él no cesa de revelarse a nosotros por el hecho de que Él es en cada
momento, y respecto a cada conocimiento, más grande que las concepciones, las experiencias sociales o
individuales que tenemos de Él. Este “comparativo ilimitado” traduce lo que tenemos indefinidamente que
reconocer. Dicho de otra manera, el infinito no es experimentable más que a través de un paso de más, por el
efecto de una distancia relativa de lo que conocemos o ya percibimos de él.
Es bajo este aspecto que la muerte interviene en la experiencia espiritual. ¿Qué es la muerte si no esta
tensión que no cesa de desvelar que el deseo es engañado por el objeto que lo satisface? Desde que nos
detenemos en una etapa de la vida espiritual, desde que queremos “quedarnos ahí”, nos hemos engañado, de
manera que hay un lazo esencial entre la apertura al infinito y una discreta pero permanente proximidad a la
muerte, entre la búsqueda de la verdad y la imposibilidad de poseer un “cabe sí”, de tener un “hogar” donde
sería al fin posible detenerse.
No hay ahí nada turbante. La inquietud y la angustia no son características de la existencia espiritual. La
verdad es totalmente inversa. Este movimiento pacifica, pues este itinerario corresponde a lo que hay de más
esencial en nuestra vida y quizás también de más esencial en la naturaleza de Dios (en tanto se pueda hablar).
La coincidencia entre los puntos de partida recomenzados, los lugares atravesados y, por otra parte, nuestro
ser mismo (estamos siempre más allá de nosotros mismos) define precisamente una paz. El ser se encuentra
dándose. La libertad se constituye arriesgándose. El hombre nace en su más allá.
La verdadera paz no es una parada. Como lo decía ya el pseudo-Dionisio, es una “quietud violenta”, un
reposo sin parada, un camino habitado por la continuidad del deseo. Esta paz espiritual, podemos entreverla
en Jesús, el hombre pacificado, al mismo momento que el moría para “dejar lugar” a sus sucesores, a su
Iglesia, a los que de todas partes del mundo eran esperados por él. Este lazo entre nuestra muerte y lo que
ella abre a otros es también seguridad en la violencia, pérdida que pacifica a cada uno.
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LA VIDA COMÚN: LA PRESENCIA DEL OTRO
El tercer aspecto que quiero esbozar tiene que ver con la manera como el infinito nos aparece. Expresión
sin dudas contradictoria, pues el infinito no aparece (solamente un objeto aparece y Dios no es un objeto). El
infinito se insinúa en nosotros por la tensión interna y por el trabajo de lo que recibimos a la vez en las
escisiones de nuestro tiempo y en la lentitud de nuestros caminos, en la sorpresa de momentos privilegiados
y en los itinerarios silenciosos de una aparente repetición. Este trabajo tiene baches y monotonías. Tiene
fechas y duraciones. Puede ser ruidoso o tácito. No está ligado esencialmente a la palabra o al silencio: el
peso de la palabra, es el silencio que ella comprehende; el peso del silencio, es la palabra que él no tienen
más necesidad de decir.
Lo que caracteriza entonces la experiencia de un “infinito” (dejando la palabra entre comillas, como lo
que no cesa de escaparnos en el momento en que hablamos), es que el infinito nos es necesario en tanto que
precisamente él nos escapa. En el fondo, es percibido en la experiencia como aquello sin lo cual un hombre
no puede vivir, aquello sin lo cual una comunidad, un grupo de hombres, no puede existir. Es algo tan
fundamental que estar privados sería perecer. Y sin embargo no puede agarrarse, ni detenerse. También lo
llamamos in-finito [= in-acabado].
Para caracterizar esta experiencia radical, tomaré una palabra que no es especialmente mística (bien que
se encuentre equivalentes en los espirituales). Es de un filósofo. Heidegger intentaba definir la relación que
tenemos con el ser caracterizándola por el hecho de que no puede hablarse sin él. Esta categoría “no sin”
enuncia en efecto la tensión de una relación y el vínculo indefinidamente hallado a través la experiencia.
¿Qué quiere decir: “no sin”? Si la retomo a mi cuenta, pienso que esta categoría puede designar lo más
misterioso que el Evangelio nos enseña: Dios no puede vivir sin nosotros. Esto quiere decir también que
Jesús, como hombre histórico, no puede vivir ni hablar sin los que lo seguirán y que lo ignoran aún. Esto
quiere decir aún que cada uno de nosotros no puede vivir sin lo que ignoramos, sin un más allá de nosotros
mismos que ya no conocemos, o aún no, o que no conoceremos nunca. En el itinerario o la incoherencia de
cada experiencia personal, todo instante de verdad – experiencia afectiva, elucidación intelectual, encuentro
con alguien – perdería su significación, si no estuviera religado a otros y finalmente al Otro. Sólo tiene
sentido en la medida que es inconcebible sin otros momentos, sin otros encuentros.
Dicho de otra manera, “no sin” designa una circulación indefinida: cada momento, cada testigo, cada
elemento así como cada grupo histórico recibe una significación en la medida en que es inseparable de lo que
no dice, de lo que no es o de aquello de lo que aún no atestigua. Él no desaparece, sin embargo, sino que
encuentra sentido en su relación con lo que él no es y, fundamentalmente, con Dios. Este “no sin” fue puesto
ya en cierta manera por Jesús cuando decía: No soy nada sin mi Padre y no soy nada si ustedes, hermanos, o
sin un futuro que ignoro. Una articulación análoga con las otras (indefinidamente) y con Dios (infinito) es la
manera como cada uno de nosotros, a su medida (extremadamente modesta), se abre al infinito. Cada vez, el
infinito es lo que recibimos y lo que buscamos, lo que nos abre y lo que nos falta, aquello de lo que no
podemos no hablar pero lo que también nos condena. Finalmente, cada testigo particular es indispensable a
esta experiencia colectiva del infinito, y debe al mismo tiempo considerar necesaria la experiencia de los
otros.
Ningún signo extraordinario es entonces necesario a este régimen espiritual de la experiencia humana.
Los extremos forman el resorte y el dinamismo interno del mismo. Toda particularidad es agarrada en su
relación con lo que ella no es, como un término frágil, dócil y sin embargo necesario a toda la red de
términos de la cual se construye una frase sin punto final conocible. La excepción ya no es la regla de la
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experiencia, mientras que ella definía los momentos privilegiados. El criterio ya no es la negatividad que
sólo hace representar el duro trabajo de un desapego respecto a la fijación del éxtasis individual o colectivo.
Para designar esta modestia de la “profundidad” espiritual, algunos místicos hablan de “noción universal y
confusa” – presencia en el sentido que se deletrea en las palabras y las acciones de cada día –, o Ruysbroeck
se refiere a la “vida común”. Entre estas expresiones, hay diferencias de orientación. Ellas no interesan para
la perspectiva más global apuntada aquí. Ellas nos indican al menos en cuál dirección buscar el sentido de la
experiencia mística: la unión existencial con el Otro, es decir, con aquél que no cesa de faltar.
LA PAZ CRISTIANA
Hablar del infinito, decir algo de esta experiencia, es de esta manera esperar de los otros la verdad de
aquello de lo que atestiguamos nosotros mismos. Pues, cuando estamos encerrados en nosotros mismos,
cuando nos detenemos en una posición social, conceptual o afectiva, cuando consideramos que sólo la
palabra o la acción o el silencio es capaz de designar el infinito, cada vez que delimitamos, es decir, que
excluimos algo, vamos al encuentro de este itinerario que no cesa de esperar el infinito como lo que ya está
dado a la experiencia y la conduce necesariamente más lejos.
Para evocar la paz cuyo lugar es este “movimiento”, para sugerir la complicidad entre una serie
indefinida de conversiones sorprendentes y el desvelamiento progresivo de una existencia humana, terminaré
citando uno de los más grandes místicos católicos. Se llama Jean-Joseph Surin. Él vivió en el siglo XVII. A
través de su propia experiencia que él cuenta a lo largo de su Correspondencia, él describe esta tensión como
su historia. La felicidad consiste para él en la alteración del deseo, en los encuentros entre un deseo alterado
y el Otro que lo cambia. He aquí lo Surin decía en las Cuestiones sobre el amor. Esta gran experiencia
espiritual “común”, él la llamaba la paz, pero una paz a la vez furiosa y llena, elevada a la vez por la espera y
por la acogida.
Esta paz entrando (pues de hecho ella entra, ella viene), hace lo que es propio al hombre, que es impetuosidades
muy grandes y no pertenece más que a la paz de Dios de hacer eso. Es ella sola la que puede caminar en esta
tripulación como el ruido del mar que viene no para desbastar la tierra sino para llenar el espacio del lecho que Dios le
ha dado; este mar viene como farruco con rugidos aunque él sea tranquilo. La abundancia de las aguas hace sola este
ruido, y no tanto su furor, pues no son las aguas agitadas por la tempestad sino por las aguas mismas en su calma más
natural, cuando no hay un soplo de viento.
El aumento de la abundancia hace esta agitación. Surin agrega:
Esta abundancia no hace ninguna violencia si no contra los obstáculos de su bien y todos los animales que no son
pacíficos huyen los acercamientos de esta paz, y, con ella, vienen todos los bienes que son prometidos a Jerusalén en
su abundancia como el ágata, el ámbar y otras rarezas, sobre su playa. Así esta divina paz viene con abundancia y
opulencia de bienes y de riquezas preciosas de la Gracia.