Pais Confianza
Pais Confianza
Pais Confianza
Esta actitud hacia la historia es natural en una cultura que siempre encontró en los
hechos cotidianos el tema de sus canciones, que supo exaltar las situaciones más
comunes en símbolos perdurables. Como esos maestros de Gabo, los juglares
vallenatos, Colombia necesita convertir hoy las agitadas circunstancias de su
historia reciente en intensos relatos y en cantos conmovidos, para que no se
olviden los dolores y los heroísmos de esta época tremenda, y para que el relato
mismo sea a la vez bálsamo y espejo, que nos permita dejar de ser las víctimas y
empezar a ser los transformadores de nuestra realidad.
Hoy los colombianos somos víctimas de los tres grandes males que
echaron a perder a Macondo: la fiebre del insomnio, el huracán de las guerras, la
hojarasca de la compañía bananera. Vale decir: la peste del olvido, la locura de la
venganza, la ignorancia de nosotros mismos que nos hizo incapaces de resistir a
la dependencia, a la depredación y al saqueo. La exuberante Colombia parece
haber perdido la memoria, parece haberse extraviado en su territorio, como esos
personajes de Rivera a los que se tragó la selva, y parece haber perdido toda
confianza en sí misma, hasta el punto de no creer que haya aquí ninguna
singularidad, ninguna fortaleza original para dialogar con el mundo. Es, por
supuesto, una mala ilusión, porque el mundo sabe, a veces mejor que Colombia
misma, que el país está lleno de originalidad y de lenguajes vigorosos. Pero es
necesario que Colombia lo sepa también.
Que sepamos todos de dónde salieron esos bambucos que hoy se siguen
haciendo en Veracruz y en Tabasco, esas cumbias que resuenan por las playas
del Caribe, esos currulaos enardecidos del Chocó, esos vallenatos traviesos de
Escalona, de Leandro Díaz y de Alejo Durán, que ahora se escuchan en Buenos
Aires y en Madrid, en Guadalajara y en Río. Hoy Gabriel García Márquez llena con
su elocuencia embrujada la vida de incontables personas en todos los rincones del
planeta, Fernando Botero puebla con sus irónicas estampas tropicales bañadas de
luminosidad renacentista los museos del mundo, y por muchas razones distintas
buenas y malas los colombianos y el nombre de Colombia se hacen sentir cada
vez más en los escenarios de la historia contemporánea. Pero el país vive en
peligro y necesita encontrarse consigo mismo a través de un diálogo inusitado con
el mundo.
Las numerosas guerras civiles del siglo XIX, las dos grandes guerras de la primera
mitad del siglo XX, y la guerra actual, en la que se cruzan todos los conflictos de la
diversidad, han tenido como efecto común el cortar sin tregua para los
colombianos los hilos de la memoria. La leyenda de la casa perdida vuelve sin
cesar en nuestras canciones, en nuestras novelas, en nuestros poemas. La Casa,
iba a ser el nombre original de Cien años de soledad. Ese Paraíso en el que
transcurre la María de Jorge Isaacs, esa Casa Grande de Alvaro Cepeda
Samudio, esa turbulenta Mansión de Araucaima de Alvaro Mutis, esa idílica
Morada al sur de Aurelio Arturo, lo mismo que esas casas de nuestro cine
reciente, la edificación amenazada de La estrategia del Caracol, la casa en ruinas
de La vendedora de rosas, se exaltan también en un símbolo de las raíces
cortadas, del desarraigo y de una amorosa patria perdida.
Debemos interrogar al espíritu de la venganza que nos hizo perder esa patria.
Sería una exageración afirmar que aquí se ha borrado el tabú del asesinato, ese
tabú que debe estar escrito con fuego en el corazón humano, ya que es el
fundamento mismo de la cultura, pero ¿cómo negar que entre nosotros se ha
debilitado? Y ya no parecen ser las religiones quienes tengan el poder de instaurar
de nuevo en las conciencias ese mito poderoso, anterior a la ley positiva y a la
sanción moral, que obra sobre los nervios casi como una ley natural. Pero tal vez,
como lo hizo la tragedia en tiempos de Sófocles y en tiempos de Shakespeare, el
arte sí pueda todavía renovar en nuestros corazones la vigencia de esas leyes
profundas, reinscribir en ellos el sentido sagrado y el poderoso temor, convertir a
los muertos en aliados invencibles de nuestro amor por la vida, haciéndolos
capaces de infundir en los criminales el pavor frente al crimen.
Hay sociedades donde los muertos no mueren del todo. En México las gentes les
llevan serenatas a las tumbas, ponen en ellas platos de enchiladas y de mole
poblano, celebran como un carnaval el día de difuntos y, como en esos grabados
de Guadalupe Posada donde se ven esqueletos que bailan en las fiestas del
mundo, viven con los muertos una mitología jubilosa, testimonio de una profunda
familiaridad. Entre los antiguos romanos, los muertos se convertían en divinidades
familiares, con las que se dialogaba, con cuya protección se contaba siempre.
Entre nosotros, en cambio, se ha trivializado la muerte. Los muertos se fueron
convirtiendo en deshechos que seres distraídos arrojan al olvido, bajo un triste
rótulo de N.N. El asesinato es un arma política común, y también un instrumento
siniestro de control social. Pero tal vez lo que permite que la venganza recurra al
crimen para dirimir los conflictos es esa idea de que los seres humanos se borran
con la muerte. Lo que impidió que los muertos de la dictadura argentina se
perdieran en el olvido fue que las Madres de la Plaza de Mayo los sacaron a la
calle día tras día y año tras año: es así como se demuestra que el amor es más
poderoso que la muerte. Aquí es necesario despertar a los muertos, pedirles que
sigan vivos en el corazón de quienes los amaron, que nos acompañen en una
larga fiesta por la vida. Los Wayúu suelen atar con cintas rojas las manos y los
pies de quienes han sido asesinados, para que el asesino no pueda olvidar que ha
cometido un crimen. Cuando hayamos cumplido esa labor poética y mítica de
despertar a los muertos, de convertirlos en aliados de la vida, cuando hayamos
demostrado que no es tan fácil matar del todo a un ser humano, la venganza
tendrá que inventarse otras formas de dirimir sus conflictos, y no podrá creer que
se elimina una contradicción eliminando a los contradictores.
Del mismo modo debemos contrariar la locura que hizo que década tras década el
país se haya acostumbrado a vivir bajo la sombra mítica de un monstruo que se
finge eterno, omnipresente y omnipotente. Ese monstruo se llamó Sangrenegra y
Desquite, se llamó Fabio Vásquez y Javier Delgado, se llamó Gonzalo Rodríguez
Gacha y Pablo Escobar, y aunque cíclicamente caía en poder de la justicia o bajo
una lluvia de balas, mostrando que no era más que un pobre ser resentido y
vengativo, sigue imperando por el miedo sobre la sociedad y, a pesar de su
muerte, vuelve a alzarse una y otra vez, con otro nombre y otro discurso,
creyéndose de nuevo el dueño del país, el que decide quién vive y quién muere,
quién permanece en el territorio y quién se va de él.
¿Qué hace que Colombia se haya habituado a vivir bajo la gravitación de ese
monstruo inevitable siempre significativo y siempre insignificante? Tal vez lo que
tiene que ser conjurado no es el monstruo particular, por el que sus propios
patrocinadores y voceros terminan sintiendo terror, y al que finalmente destruyen,
sino la costumbre colectiva de estar a la vez fascinados y aterrorizados con él.
Como el mítico Minotauro de Creta, que exigía cada año el tributo de la sangre
joven de la isla, este monstruo parece ineluctable, pero es verdadera la
interpretación que hizo de él Borges en su relato Asterión: la principal necesidad
del monstruo es la de desaparecer, y lo único que verdaderamente lo sostiene es
el temor que la sociedad le profesa.
http://www.semana.com/on-line/articulo/un-pais-perdio-confianza/54043-3