MONTESSORI Educar para Un Nuevo Mundo
MONTESSORI Educar para Un Nuevo Mundo
MONTESSORI Educar para Un Nuevo Mundo
María Montessori
Dedicado a la memoria de GEORGE SIDNEY ARUNDALE, quien me invitó a la India y
me brindó la oportunidad de conocer ese maravilloso país, y de ponerme en contacto
con él y con su gran personalidad.
CONTRAPORTADA
Esta pequeña joya que tienes en tus manos es un compendio del pensamiento de la
Dra. Montessori. Nos lleva de la mano por los orígenes del sistema, dándonos una
clara visión de los sorprendentes hallazgos que iba encontrando, según se adentró
en los secretos del desarrollo infantil; mismos que sentaron las bases de lo que hoy
conocemos como “principios Montessori”.
Con una narrativa fluida y apasionada se nos invita a colaborar con la naturaleza,
como padres y maestros y ayudar a que las capacidades individuales de cada
pequeño ser salgan y brillen con luz propia, removiendo los obstáculos que se
interpongan en su camino hacia la realización.
INDICE
1 Introducción
2 El descubrimiento y desarrollo del Sistema Montessori
3 Los períodos y la naturaleza de la mente absorbente
4 Embriología
5 Conductismo
6 La educación desde el nacimiento
7 El misterio del lenguaje
8 El movimiento y su papel en la educación
9 La acción imitativa y los ciclos de actividad
10 El niño de tres años
11 Cómo la observación hizo evolucionar los métodos
12 El fantasma de la disciplina
13 Cualidades que debe tener una maestra para aplicar el Método Montessori
1. INTRODUCCIÓN
Si la educación debe ser reformada, tal reforma debe basarse en los niños; ya
no es suficiente estudiar a los grandes educadores del pasado, como
Rousseau, Pestalozzi y Froebel; esa época ya pasó. Me opongo a que se me
llame la gran educadora del siglo, pues no he hecho más que estudiar a los
niños, tomar lo que me han enseñado y expresarlo, y eso es lo que se llama el
Método Montessori. A lo sumo, lo que hice fue interpretar al niño. Mi
experiencia se basa en cuarenta años de estudio, en los que me inicié con una
investigación médica y psicológica de los niños con deficiencia mental para
tratar de ayudarlos. Ellos resultaron ser capaces de tantas cosas cuando se les
abordó desde el nuevo punto de vista de colaborar con su propio
subconsciente, que se decidió ampliar el experimento a los niños normales y se
crearon Casas de Niños en algunos de los barrios más pobres de Roma para
niños mayores de tres años. La gente que iba a esas casas se asombraba de
ver a niños de cuatro años leyendo y escribiendo, y siempre le preguntaba a
alguno: “¿Quién te enseñó a escribir?”, a los que contestaban asombrados por
la pregunta: “¿Enseñó? No me enseñó nadie, aprendí solo”. En la prensa no
dejaban de hablar de esta “adquisición espontánea de cultura”, y los psicólogos
estaban seguros de que se trataba de niños superdotados. Por un tiempo
compartí esa idea, pero cuando amplié mis experimentos quedó demostrado
que todos los niños tienen esa potencialidad, que se estaban desperdiciando
los años más preciosos de la vida, por culpa de la idea falaz de que sólo es
posible la educación a partir de los seis años. La lectura y la escritura son los
aspectos fundamentales de la cultura, pues sin éstas sería imposible
desarrollarse en otros ámbitos, pero ninguna de las dos es una facultad
intrínseca a la naturaleza humana como lo es el lenguaje oral. En especial, la
escritura es considerada por lo común una tarea tan árida que sólo se les
enseña a los niños más grandes. Pero yo le di las letras del alfabeto a niños de
cuatro años, un experimento que ya había realizado con niños que tenían
deficiencias mentales. Había descubierto que el simple hecho de mostrarles las
letras todos los días y contrastarlas entre sí no les causaba ninguna impresión;
pero cuando hice tallar letras de madera para que pudieran pasar los dedos por
sus huecos, las reconocieron de inmediato. Aun los niños deficientes, después
de algún tiempo, pudieron escribir un poco gracias a este material. Así descubrí
que el sentido del tacto tenía que ser fundamental para los niños que todavía
no habían completado su desarrollo y fabriqué letras simples para que las
trazaran con la punta de sus dedos. Un fenómeno totalmente inesperado tuvo
lugar cuando se le dio este tipo de ayuda a los niños normales. Se les
mostraron las letras a mediados de septiembre y ese mismo año escribieron
tarjetas navideñas: ¡increíble! Jamás se había soñado con alcanzar tan
rápidamente semejantes resultados. Después los niños comenzaron a hacer
preguntas acerca de las letras, y relacionaban cada una con un sonido
determinado; parecían pequeñas máquinas que absorbían todo el alfabeto,
como si tuvieran en el cerebro un vacío que lo atrajera. Fue sorprendente, pero
era fácil de explicar: las letras actuaban como un estímulo que ilustraba el
lenguaje presente ya en la mente del niño, y le servían para analizar sus
propias palabras. Cuando el niño sabía unas pocas letras y pensaba en
cualquier palabra que incluyese sonidos distintos de los que él había aprendido
a representar, era natural que preguntara por éstos. Sentía una urgencia
interior por saber cada vez más y más, y andaba todo el tiempo deletreando
para sí mismo las palabras que había aprendido a usar en su lenguaje oral. No
importaba cuán largas o difíciles fueran, los niños podían representar las
palabras que les dictaba por primera vez la maestra con las letras de madera
necesarias que estaban en los compartimentos de una caja especialmente
preparada. Un maestro dijo una palabra rápidamente al pasar y enseguida se
dio cuenta de que la habían escrito con las letras móviles. Para estas criaturas
de cuatro años era suficiente escuchar las palabras una sola vez, aunque un
niño de siete o más requiere mayor repetición para captar su sonido
correctamente. Era obvio que todo esto se debía al período de sensibilidad de
esa particular etapa; la mente era como cera blanda, susceptible a esta edad a
impresiones que más adelante, cuando se perdiera esa maleabilidad especial,
no sería capaz de tomar.
Un resultado ulterior de trabajo interno que se desarrollaba en el niño fue el
fenómeno de la escritura. Al comprender la formación de la palabra a partir de
sus sonidos, el niño la había analizado y reproducido externamente mediante el
alfabeto móvil. Conocía la forma de las letras porque las había tocado una y
otra vez. De ese modo, la escritura fue algo repentino, una explosión, igual que
la aparición del habla. Una vez que se ha conformado el mecanismo, que ya
está bien desarrollado, surge el lenguaje como un todo, no como suele suceder
en las escuelas comunes donde se enseña primero una letra y después la
combinación de dos. Si aparecen una o dos letras, pueden aparecer las
restantes; el niño sabe cómo se escribe y por lo tanto puede escribir todo el
lenguaje. Entonces, ahora escribe continuamente y no por obligación, como
una fría forma de cumplir con su deber; lo hace con entusiasmo, obedeciendo a
sus impulsos. Aquellos niños escribían con cualquier cosa que tuvieran al
alcance de la mano; a veces lo hacían con tizas en la calle o en las paredes;
donde hubiese algún espacio, aunque no fuera el lugar adecuado, ellos
escribían; ¡hasta una rodaja de pan, como sucedió una vez, les servía para su
propósito! Las pobres madres analfabetas, que no tenían lápiz o papel para
darles, venían a pedir ayuda a fin de saciar la necesidad de sus hijos. Les
brindábamos ayuda y los niños se quedaban dormidos con el lápiz en la mano,
escribiendo hasta el último minuto del día.
Al principio pensamos en ayudarles dándoles hojas preparadas especialmente,
con interlineado amplio que se iba achicando poco a poco; pero pronto
descubrimos que estos niños tenían la facilidad de escribir sin ningún problema
en cualquier tipo de papel; a algunos les gustaba incluso hacer la letra más
chica posible siempre y cuando fuera legible. Lo más extraño de todo era que
todos tenían una letra hermosa, más linda que la de los niños de tercer grado
de cualquier otra escuela. Todos escribían en forma parecida, porque todos
habían tocado las mismas letras y se les habían grabado las mismas formas en
la memoria muscular.
Estos niños ahora sabían cómo escribir, pero aún no sabían leer. A simple vista
parecería algo extraordinario y absurdo, pero si se reflexiona sobre el tema se
verá que no tenía nada de absurdo. Por lo general, los niños aprenden primero
a leer y luego a escribir, pero estos niños primero habían analizado las
palabras en su cabeza y las habían reproducido con su alfabeto, una letra al
lado de la otra, asignándole a cada una un sonido del idioma ya existente en la
mente del niño. Dicha unión entre las letras y el lenguaje se había producido
durante el período sensitivo del niño, el lenguaje se había multiplicado y ahora
lo podían expresar por medio de la mano a través de la escritura y no
solamente con la boca a través del habla. Pero todavía no sabían leer, y
supusimos que un obstáculo podría ser la diferencia que hay entre la letra de
imprenta y la cursiva empleada en la escritura. Estábamos considerando la
idea de incluir distintos tipos de letras para solucionar este problema cuando de
pronto comenzaron a leer solos, y cualquier tipo de letra, hasta la letra gótica
de los calendarios. Habían pasado cinco meses desde el primer intento de
escribir con el alfabeto móvil, pero nuevamente el niño había sentido una
urgencia interior que lo obligaba a esforzarse para entender el significado de
esas letras desconocidas. Estaba realizando un trabajo parecido al de los
científicos, que estudian las inscripciones prehistóricas en idiomas extraños y
luego descifran el significado de esos signos desconocidos por medio de la
observación detallada y la comparación. Una nueva llama ardía en el corazón
del niño. Los padres se quejaban de que cuando llevaban a pasear a sus hijos,
éstos se detenían ante cada negocio para desentrañar lo que decían los
anuncios. Antes de cumplir seis años, estos niños eran capaces de leer
cualquier libro.
Existe otro aspecto de la cultura que no es tan sencillo de explicar como la
escritura: el campo de la matemática. Consideramos a la matemática desde
tres puntos de vista:
1. La aritmética: la ciencia de los números.
2. El álgebra: el carácter abstracto de los números.
3. La geometría: la abstracción de lo abstracto.
Guiados por nuestra experiencia con niños incluimos los tres enfoques al
mismo tiempo y a una edad increíblemente temprana. Esto nos fue de mucha
utilidad y resultó muy eficaz; fue como si en lugar de apoyar el tema sobre una
sola columna precaria, lo afirmáramos sobre tres basamentos sólidos, que
juntos proporcionaban una gran estabilidad. Por ejemplo, para enseñar los
números, los agrupamos en formas geométricas; y se crearon materiales de
matemática para poder mostrar las tres materias casi simultáneamente.
Los niños más pequeños encontraron un gusto particular, casi una pasión por
el estudio de los números y su disposición geométrica. Al poco tiempo, se pudo
extraer lo abstracto de las cantidades y sus relaciones a través del álgebra.
Esto también nos causó gran sorpresa porque al principio los niños no
mostraron el entusiasmo que experimentaron al escribir. Sin pensar mucho
sobre el tema, se dijo que a los niños les interesaba el lenguaje, pero no la
matemática, que era demasiado fría para ellos, demasiado… ¡abstracta! Lo
cierto fue que nosotros también teníamos nuestros prejuicios, y habíamos
limitado la matemática a cuatro reglas básicas y a los diez primeros números.
Los niños mismos fueron quienes nos revelaron la verdad, pues cuando se les
presentó el sistema decimal a los niños más grandes, los de cinco y seis años
fueron los que más se interesaron y lo aprendieron con mucho más entusiasmo
que el que habían manifestado cuando los números no llegaban más que hasta
el diez. Para nuestro asombro, los de cuatro también se sumaron y lo
disfrutaron enormemente, y el día de hoy, los niños de tres años hacen
operaciones con millones, y hemos tenido que darles nociones de álgebra y
geometría. Los niños se fascinan con estos temas cuando se les introducen
como materiales que pueden manejar. La última gran atracción fue encontrar a
un niño tratando de solucionar por su cuenta el cubo de un trinomio (a+b+c)3;
decía que, si se podía utilizar a y b, por qué no incluir otras letras del alfabeto,
ya que a los niños no les gustan las limitaciones!
Este desarrollo repentino y vívido no tiene una prehistoria en la evolución del
niño, como en el caso del lenguaje; no se puede buscar su origen y desarrollo
en la mente antes de su expresión, de modo que la única deducción posible es
que a esa temprana edad tienen inclinación por la matemática. Observamos
que las operaciones que les interesan y hasta los atrapan son las que
requieren la mayor precisión; los niños sienten más entusiasmo cuanto más
complicado es el cálculo. Pero la precisión no la ejercen sólo para la
manipulación exacta requerida en cada ejercicio: con esa misma precisión
estudian las flores o los insectos. Esa predisposición para la exactitud y el
detalle puede encaminarse hacia los detalles cuantitativos. La aritmética es un
tipo de abstracción y por lo tanto lleva la precisión al nivel de lo abstracto. El
niño comienza por lo material, luego pasa al nivel abstracto de los números y
finalmente al campo aún más abstracto del álgebra. Opera con exactitud en los
tres ámbitos: material, abstracto y algebraico, y se siente fascinado de poder
realizar el juego de las unidades. Nos ayuda a arribar a esta conclusión el gran
filósofo y físico Pascal, quien se sumergió en el mundo de los números y las
cantidades y afirmó que la mente humana posee la característica de ser
matemática, y que el progreso se atiene a esa cualidad mental. Por lo general,
nadie toma esta frase en serio, ya que la experiencia práctica de los maestros
comunes parece indicar que, de todas las materias, la matemática es la más
repugnante a la mente humana. Hoy, los más pequeños le dan la razón a
Pascal. Este profundizó luego su conclusión y afirmó que toda acción humana
se desarrolla en torno al ambiente, situándose esta actividad dentro de límites
cada vez más exactos. Tal exactitud sólo podría alcanzarse a través de la
mente, con lo cual quedaba probado el carácter matemático de la misma.
Como lo muestra la historia, el hombre siempre ha enfocado su mente hacia la
transformación del ambiente, la interpretación de lo que sucedía a su alrededor
y de los fenómenos que se suscitaban. Para cumplir este objetivo le es
necesario tener bien consciente todo esto y saber ubicarse en el campo de la
exactitud. hace trescientos cincuenta años, pascal había descubierto que esta
característica de la precisión era fundamental en la mente humana.
En lo referente al importante tema del cansancio, los niños de menos de seis
años nos han proporcionado algunos datos reveladores. En las escuelas
comunes, el niño se cansa pronto y la enseñanza se dificulta; de esto se
deduce que empezar a educarlos desde tan chicos es cruel y los papás
bondadosos no quieren que hagan nada más que dormir y jugar, pero hay
signos claros de que los mismos niños se aburren con esa rutina y reaccionan
contra ella con toda su energía y con toda clase de travesuras. A través de
nuestra experiencia con niños de tres a seis años y aún más pequeños,
descubrimos que los niños que empiezan a aprender a esa edad no sólo no
sienten ningún cansancio, sino que se sienten más fuertes. No todos los
trabajos fatigan; por ejemplo, para comer trabajamos todo el tiempo con las
mandíbulas, los dientes y la lengua, y el resultado de ese trabajo es que nos
sentimos con las energías renovadas; además, tenemos la necesidad de
ejercitar ciertos músculos para fortalecerlos. Eso mismo ocurre con los niños y
su desarrollo mental. Parecen incansables, e incluso la actividad intelectual
constante los mantiene más sanos y vigorosos. Están mentalmente
predispuestos a cultivarse, pero la sociedad los abandona mentalmente en este
período sensitivo y les impone el régimen de dormir y jugar. No pueden dejar
de absorber información o mantenerse activos, pero si no hay nada que
absorber, se tienen que conformar con los juguetes. Los psicólogos afirman
que el niño debe jugar, ya que a través de los juegos se perfecciona; pero
también admiten que absorbe un ambiente especial y forja el lazo histórico
entre el pasado y el futuro. La conclusión que extraen es que, sin molestarlos,
debemos observar cómo absorben los niños el presente con sus juegos y sus
vivencias, y no debemos ayudarlos, sino dejarlos libres a sus propias
herramientas. ¿Pero cómo es posible que, en un mundo tan complicado, un
niño pueda absorber cultura si se le pone a jugar con juguetes y castillitos de
arena? Por lo tanto, hay una contradicción en las ideas de estos psicólogos,
que por un lado dicen que es importante comunicarse con los niños en su
etapa de absorción y, por otro lado, que hay que dejarlos solos para que
jueguen todo el tiempo y de ese modo construyan y desarrollen sus poderes.
Se han exaltado las bondades del juego como si se tratara de un elemento
místico, y hombres serios y honorables se inclinan con reverencia ante todo
niño que esté construyendo castillos de arena. Pero si en esta etapa que va
desde los tres a los seis años hay aptitudes naturales para adquirir cultura con
facilidad, lo lógico es que aprovechemos estas aptitudes y rodeemos al niño de
cosas que pueda manipular y que en sí mismas sean avances en la adquisición
de cultura. En la primera etapa se deben crear los medios para un aprendizaje
perfecto; luego habría que introducir en el entorno del niño ciertos objetos que
le permitieran imitar las acciones humanas de su alrededor; sólo entonces lo
estaríamos ayudando a asimilar la complicada cultura de nuestros tiempos. Y lo
que le estamos brindando no son simples juguetes que se venden junto con las
muñecas y los soldaditos de plomo. ¿Qué eligen los niños? Cuando se les da
el material Montessori, lo aceptan y se apasionan hasta un punto en que antes
se hubiera considerado fantástico. A estas mentes hambrientas las han soltado
en un medio que, solas y sin la ayuda de nadie, no logran entender o dominar,
pero una vez que reciben las herramientas para su total asimilación se
abalanzan sobre él como leones voraces que devoran todo lo que les sirve
para su supervivencia, y se adaptan a una civilización que así ha ido
evolucionando hasta el día de hoy.
Ahora que tenemos la visión del gran poderío del niño y su importancia para la
humanidad, debemos observar ese poder con detenimiento, pensar las formas
de incentivarlo. En lugar de depositar una fe mística en los juegos infantiles,
habría que tenerle fe al niño mismo; tenemos que hacer algo para crear una
ciencia práctica que le de utilidad a esos poderes que hace poco hemos
empezado a reconocer gracias a nuestra intuición.
3. LOS PERÍODOS Y LA NATURALEZA DE LA MENTE
ABSORBENTE EL NIÑO DE TRES AÑOS
Aparentemente, la naturaleza determinó que haya una división entre las sub-
etapas que van hasta y desde los tres años. La primera, si bien es un período
muy creativo y está colmado de sucesos importantes, queda olvidada; se la
puede comparar con la vida embrionaria anterior al nacimiento, pues no es sino
hasta los tres años que se empieza a hacer uso de la plena conciencia y la
memoria. En la etapa embrionaria psíquica, muchos aspectos de la persona se
desarrollaron por separado e independientemente, como el lenguaje, los
movimientos de las extremidades y su coordinación, y ciertos órganos
sensoriales; así también los órganos se fueron desdoblando uno del otro en el
embrión físico antes del nacimiento; sin embargo, el hombre no guarda el más
mínimo recuerdo de ninguno de estos dos procesos. Esto se debe a que aún
no hay una unificación de la personalidad, la cual se produce sólo cuando las
partes ya están completas. Esta creación del subconsciente y el inconsciente,
este niño olvidado, parece haber desaparecido en el hombre, y el niño que nos
es dado a los tres años nos resulta un ser inentendible; la naturaleza nos ha
bloqueado la comunicación con él, y no nos quedan más que dos caminos: o
conocer todo lo que ocurrió en su etapa inicial, o conocer la naturaleza para
estar seguros de no destruir involuntariamente lo que ella ha construido. El
hombre se ha descarriado del sendero natural de la vida y ha tornado por la
carretera fatal de la civilización, y como la civilización sólo ha protegido la parte
física del hombre y ha dejado de lado lo psíquico, el niño, como resultado, se
encuentra en una cárcel, un medio colmado de obstáculos.
Guiadas por la inteligencia, las manos hacen una especie de trabajo y llevan a
la práctica la voluntad de la psique. Es como si el niño, cuya inteligencia antes
había acogido al mundo, ahora lo tomara en sus manos. Desea perfeccionar
sus aprendizajes previos, como el idioma que, aunque ya está completamente
desarrollado, se sigue enriqueciendo hasta los cuatro años y medio. La mente
aún no ha perdido la cualidad propia del embrión de absorber conocimiento
incansablemente, pero ahora el órgano directo de prensión intelectual es la
mano, y para desarrollarse, el niño trabaja con las manos en lugar de
deambular. A esta edad, el niño está constantemente ocupado, se halla feliz y
contento si tiene algo que hacer con las manos. Los adultos dicen que ésta es
la divina edad del juego y la sociedad se ha encargado de fabricar juguetes que
correspondan con las actividades del niño. En vez de proporcionarle los medios
para que desarrolle su inteligencia, le dan juguetes que no sirven para nada.
Quiere tocar todo, pero sólo le dejan tocar algunas cosas y le prohiben tocar
otras; la única cosa real que le dejan tocar es la arena, y donde no hay arena,
los hombres compasivos la llevan, pero sólo para los niños ricos. A veces
también les dejan jugar con agua, pero no demasiado, porque después se
mojan, y si mezclan agua con arena se ensucia todo ¡y los adultos tienen que
limpiar! Cuando se cansa de jugar con arena, le dan modelos en pequeña
escala de las cosas que usan los adultos, cocinas, y casas en miniatura, y
pianos de juguete, pero estas miniaturas no se pueden usar como los objetos
de verdad. Los adultos admiten que los niños quieren copiarlos en su trabajo,
pero no le dan cosas con las que pueda trabajar. ¡Parece que se estuvieran
burlando de él! Al pobre niño solitario le dan una figura humana de mentira, un
muñeco que tal vez termine por resultarle más real que el padre o la madre,
pero el muñequito no contesta ni retribuye el amor que él le da, y por lo tanto
es un sustituto insatisfactorio de la sociedad.
Los juguetes se han vuelto algo tan importante, que se piensa que son un
estímulo para la inteligencia; sí, son mejor que nada, pero es significativo que
el niño enseguida se canse de sus juguetes y quiera otros nuevos. Los rompe
con malicia, y todo el mundo infiere que es destructivo y le encanta desarmar
las cosas; pero ésta es una característica que desarrolla artificialmente porque
no puede tener las cosas adecuadas. A los niños no les interesan los juguetes
porque no son reales. Después de jugar todo el tiempo con ellos se vuelven
apáticos, no prestan atención a nada y no tienen un desarrollo normal, hasta
que finalmente la personalidad queda deformada por completo. A esta edad, el
niño imita a los adultos en todas las experiencias de la vida en un intento serio
y consciente por perfeccionarse, pero si se le niegan las oportunidades para
ello, invariablemente crecerá defectuoso.
Ya no cabe la más mínima duda: el niño de tres años tiene que usar lo que le
sirva para sus propios fines. Cuando se le dan objetos acordes a su tamaño,
con los que puede mantenerse activo igual que los adultos, es como si
cambiara por completo su personalidad y se volviera más tranquilo y feliz. No le
interesan las cosas que no pertenecen a su medio habitual, pues su tarea es
adaptarse a su propio mundo de adultos, y el objetivo de la naturaleza es
hacerlo alegrar con cada logro especial. Es por ello que ahora hay que
brindarles a los niños motivos para que se mantengan en actividad con objetos
adecuados a su fuerza y tamaño, y del mismo modo que los hombres trabajan
en la casa o la tierra, los niños deben tener su propia casa y su propio terreno.
Nada de juguetes, casas para los niños; nada de juguetes, sino tierra en la que
puedan trabajar con sus propias herramientas; nada de muñecas, amigos de
verdad y vida social en la que se puedan desempeñar por sus propios medios.
Esto es lo que tenemos hoy para reemplazar a los juguetes del pasado.
Los padres de niños de clases más pobres son los que ponen más voluntad
para cooperar con nuestros métodos educativos. Cuando ni el padre ni la
madre saben escribir, y ven que su hijo escribe su primera palabra, se
maravillan tanto, sienten tal adoración por su hijo, que lo entusiasman. En
cambio, los padres más ricos no se mostrarán interesados, quizá le pregunten
al niño si no le enseñan arte en la escuela, y le harán sentir que sus logros no
son importantes. Si el niño quiere limpiar, le dirán que eso es cosa de sirvientes
y que no lo mandan a la escuela para que aprenda tareas tan humillantes. De
la misma manera, una madre que se entera de que a su hijo le enseñan
matemática dirá que todavía está en una edad demasiado delicada, temerá
que el niño sufra fiebre mental y hará todo lo posible para evitar que continúe
su tarea. De este modo, le crean un complejo de inferioridad o de superioridad
y lo invalidan mentalmente.
Además de los niños a los que llaman buenos (léase pasivos) y los que se
portan mal, hay una tercera categoría aceptada por todo el mundo; éstos
últimos gozan de excelente salud, tienen mucha imaginación, saltan de una
cosa a la otra, y sus padres dicen que son particularmente brillantes - ¡que son
seres superiores! - En mis escuelas he notado que todas esas diferencias
desaparecían apenas el niño se interesaba en un trabajo que le llamaba la
atención. Los niños “buenos”, “malos” o “superiores” confluían en una única
categoría que no mostraba ninguna de esas singularidades. Esto significa que
el mundo aún no está capacitado para definir lo bueno y lo malo, y que todo
este tiempo ha juzgado erróneamente. Se ha revelado que el verdadero
objetivo de todos los niños es la constancia en su trabajo y la posibilidad de
elegir de manera espontánea la tarea que desean realizar, sin que ninguna
maestra les indique qué es lo que deben hacer. Llevados por cierta orientación
interior, cada uno se ocupaba de una faena distinta, que les daba paz y alegría.
Más tarde, empezó a notarse algo inédito entre niños de esa edad: empezaron
a mostrar una disciplina espontánea. Esto dejó a los visitantes más pasmados
que el estallido de la escritura; los niños caminaban de un lugar a otro,
buscando algún trabajo que hacer con total libertad, cada uno concentrado en
lo suyo, pero el grupo mostraba una disciplina perfecta. Ahí estaba la solución
al problema: para obtener disciplina, hay que dar libertad. No es menester que
el adulto se convierta en guía o mentor, simplemente tiene que darles a los
niños las oportunidades de trabajo que antes se les habían negado.
Sólo a partir de los seis años los niños pueden extraer algún beneficio de la
enseñanza sobre moral, pues entre los seis y doce años se despierta la
conciencia moral y el niño se empieza a preguntar qué es lo que está bien y lo
que está mal. Entre los doce y los dieciocho es más posible hacer que el
mensaje de uno llegue al individuo, porque a esa edad se afianzan las
nociones de religión y patriotismo.
Es incorrecto creer que los actos voluntarios de los niños son alborotados y a
veces violentos; tales acciones no expresan la voluntad del niño, pues están
fuera de la esfera de la “horme”. Es como si dijéramos que las convulsiones de
una persona estuvieran dictadas por su voluntad. En caso de pensar que todos
los movimientos caóticos del hombre o el niño son actos determinados por la
voluntad, sería lógico que supusiéramos que tal voluntad debe ser quebrantada
o frenada, y que habría que lograr que la persona fuese obediente. Cierta vez,
un gran educador dijo: “Se puede resumir la esencia de la educación en una
sola palabra: obediencia.” La lógica humana nos quiere hacer creer que basta
con que un niño sea obediente para inculcarle todas las virtudes, ¡y por fuerza
será virtuoso! Pero, siguiendo este razonamiento, parecería que la falta
fundamental de los niños es la “desobediencia”, y el problema está lejos de
solucionarse.
Sin querer, cuando había entrado en el aula con el bebé había estimulado esta
capacidad, pero no podía depender siempre de semejante visita, y quería
repetir la experiencia. Descubrí que la mejor manera de hacerlo era decirles:
“¿Hacemos silencio?”. Todos se entusiasmaban de inmediato, así que podía
ordenarles que hicieran silencio y me obedecían. En este sentido, es
interesante lo que ocurrió a una maestra con diez años de experiencia: se dio
cuenta de que tenía que contenerse de dar instrucciones por adelantado,
porque antes de que terminara de decir algo (por ejemplo, “guarden los
materiales antes de irse”), y de que se entendiera bien lo que pretendía, los
niños ya lo estaban haciendo. Lo mismo ocurría con cada orden que daba, de
modo tal que sentía que tenía una responsabilidad inmensa cada vez que abría
la boca porque los niños reaccionaban con sorprendente rapidez. La auténtica
obediencia es la última fase del desarrollo de la voluntad, por lo tanto, sólo el
desarrollo de la voluntad posibilita la obediencia; pero una buena maestra tiene
que aprender a no sacar ventaja de tal obediencia. Como guía, debe sentir que
lo importante es que tiene una responsabilidad, no que tiene autoridad.
Después de los siete años, los niños salen en busca de un guía responsable;
antes de esa edad tienen cohesión social.
La obediencia aumenta a lo largo de tres etapas:
Si el niño acata las órdenes de la maestra porque está asustado o porque ella
saca provecho del cariño que le tiene, carece de voluntad, y suprimir la
voluntad del niño para que obedezca no es otra cosa que opresión. Así es
como se suele lograr la obediencia en las escuelas, pero la sutiliza de la
disciplina reside en conseguir que se obedezca voluntariamente, y esto se
consigue a partir de una unión dada por la cohesión, el primer paso para
establecer una sociedad organizada.
Es muy común que se diga que la tarea de la maestra que aplica el método
Montessori es muy sencilla, ya que tiene que evitar todo tipo de intromisión y
dejar que los niños se encarguen solos de sus propias actividades. Pero ésta
es una opinión superficial. Si se tiene en cuenta que hay que preparar una gran
cantidad de material didáctico, ordenarlo y cuidar ciertos detalles para su
presentación, tal tarea se vuelve activa y complicada. No es que la maestra del
Método Montessori se mantenga inactiva mientras que todas las demás son
activas; lo que ocurre es que todas las actividades descritas se pueden llevar a
cabo gracias a que la maestra ha realizado una preparación activa y sabe
orientar a los niños; que después se mantenga “inactiva” es un signo de que ha
conseguido su propósito, que su labor tuvo éxito. Feliz de aquella maestra que
ha conducido a su grupo hasta un punto en el que puede afirmar: “Da lo mismo
que esté o no, igual la clase seguirá como de costumbre. El grupo ya es
independiente.” Para alcanzar esta meta, la maestra tiene que desarrollarse y
seguir un determinado camino.
No basta una simple transformación para hacer de una maestra común una
maestra del Método Montessori; ésta tiene que partir de cero, liberándose de
todos sus prejuicios pedagógicos. El primer paso consiste en preparar la
imaginación, porque la maestra del Método Montessori tiene que visualizar a
un niño que, literalmente, aún no existe; además, debe tener fe en el niño que,
mediante el trabajo hará aflorar su personalidad. Las distintas anomalías que
se presentan en los niños no quebrantan la fe de la maestra, que es capaz de
ver un niño distinto en lo espiritual y está segura de que este niño exteriorizará
su yo cuando encuentre una tarea que le agrade e interese. Espera que el niño
muestre signos de concentración.
2. En una segunda etapa, la maestra deberá lidiar con los niños que se
siguen mostrando desordenados, con esas mentes que se la pasan
divagando, cuya concentración hay que captar para que se ocupen de
alguna tarea. Debe seducir la atención de los niños y puede usar todos
los recursos que estén a su alcance para que le presten
atención…excepto la vara, claro. Como por el momento no es nada serio
lo que interrumpe cuando interviene, puede hacer lo que mejor le
parezca; lo más importante es que infunda entusiasmo al sugerir
actividades. Hay que contener a los que persisten en incomodar a los
demás, porque no es imprescindible que lleven a término esa actividad.
Las maestras del Método Montessori no son servidoras del cuerpo del niño; no
lo limpian, visten ni le dan de comer en la boca; saben que el pequeño tiene
que hacer todas estas cosas solo para desarrollar su independencia. Debemos
ayudar al niño a manejarse solo, a pensar solo, a tener su propia voluntad; en
esto consiste el arte de las que aspiran a ser servidoras del espíritu. Su alegría
consiste en ver que, conforme lo esperaban, el espíritu se revela. He aquí al
niño tal como debería ser: un trabajador incansable, un niño tranquilo que se
esfuerza al máximo, que intenta ayudar a los más débiles, sin olvidar que se
debe respetar la independencia de los demás; ciertamente, el verdadero niño.