Iconografia Cristiana
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grupos de creyentes. Roma, como la moderna Nueva York, recibía a gentes de todas partes, así que no es raro que el
nuevo culto llegase a la ciudad muy pocos años después de la fecha tradicional de la muerte de Jesús.
La sociedad romana, en general, percibió a los primeros cristianos como gentes oscurantistas y sectarias. Generaban
habladurías muy parecidas a las que en plena Edad Media la Europa cristiana terminaría vertiendo sobre los judíos; por
ejemplo, que sus ritos secretos ocultaban prácticas sexuales inmorales o sacrificios sangrientos. Había romanos
conservadores que se sentían disgustados por el desdén de los cristianos hacia la tradición pagana, la cual conllevaba
respeto por ceremoniales públicos e instituciones civiles muy arraigadas en el Imperio. También es cierto que durante
los dos primeros siglos de nuestra era, los cristianos fueron víctimas de ocasionales pogromos a nivel local, aunque rara
vez estaban impulsados por autoridades imperiales de alto rango. Ni siquiera cuando en el año 64 Nerón culpó a los
seguidores de Jesús del incendio de Roma, tal como narraba el historiador romano Tácito, se produjo una persecución
generalizada en todo el Imperio, sino limitada a la propia ciudad. Los cristianos eran una cabeza de turco fácil, pero
también eran pocos y casi siempre procedían de capas pobres de la sociedad. No era, ni mucho menos, la única religión
exótica que había ganado seguidores. Por lo general, en los siglos I y II la existencia del cristianismo preocupó bien
poco al sistema político romano.
El que los cristianos primitivos no produjesen retratos de Jesús se debía más bien a los prejuicios que tenían contra la
confección de imágenes religiosas, prejuicios que habían heredado del judaísmo. El cristianismo había nacido como una
secta judía que se desviaba de la ortodoxia en lo tocante al Mesías, pero que había tomado casi todo su cuerpo moral
del judaísmo y que de hecho terminaría incluyendo la Torá entre su propia colección de libros sagrados, la Biblia. La
prohibición de imágenes era tan importante en la tradición judía que se contaba entre los diez mandamientos bíblicos.
Así, la Biblia dicta que «no harás imagen de ti, ni de lo que está arriba en el cielo, ni en la tierra, ni en las aguas que hay
debajo de la tierra» (libro del Éxodo). Los cristianos primitivos, pues, no pintaban a Jesús porque hacerlo era pecado.
Dado que la palabra griega ΙΧΘΥΣ, «pez», podía ser usada como acrónimo de «Jesucristo, Hijo de Dios y Salvador», les
bastaba con representar a Jesús con un pez esquemático.
Por lo anterior, no debería sorprender que la representación figurativa más antigua de Jesús que conocemos no fuese
obra de sus seguidores, sino de sus detractores. El llamado «grafito de Alexámenos» fue grabado en el muro de una
escuela romana antes del siglo III. Descubierto en 1857, causó considerable sorpresa, porque para cualquier
observador cristiano era una imagen abiertamente blasfema. Aparecían dos figuras; una estaba de pie ante un
crucificado que tenía cabeza de asno, mientras una frase en griego describía la escena: «Alexámenos adorando a su
dios». Aunque no se menciona el nombre de Jesús, es evidente que se pretendía insultar a Alexámenos —tal vez un
alumno de aquella escuela, tal vez un profesor— por sus creencias cristianas. El grafito está en Roma, pero recordemos
que el griego era la lengua culta preferida para la educación.
Del grafito de Alexámenos se pueden deducir varias cosas. Una, que los cristianos de las dos primeras centurias eran
objeto de burla pero, salvando los ocasionales pogromos, formaban parte de la sociedad romana de manera abierta, no
clandestina. Una escuela no era un lugar al que acudiesen los hijos de los romanos más desfavorecidos.
También se puede deducir que la cruz pudo conllevar connotaciones insultantes cuando era mencionada por quienes se
burlaban de los cristianos. La crucifixión era un castigo muy cruel y humillante que los romanos reservaban para los
peores criminales, así como para los considerados enemigos del Imperio, los esclavos, los extranjeros, etc. El grafito de
Alexámenos nos da a entender que representar a Jesús en la cruz era una forma de recalcar la naturaleza vergonzosa
de su muerte. Es posible que durante los primeros siglos de cristianismo, la representación gráfica de Jesús en la cruz
fuese considerada de mal gusto por muchos de sus seguidores, incluso sabiendo que era un episodio central en el
relato evangélico.
Dos imágenes de Jesús el buen pastor, con atavío típicamente romano, como era pintado en las catacumbas del
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Aquel proceso de oficialización y equiparación con el poder imperial tuvo un efecto inmediato sobre la representación
artística de Jesús. Hasta entonces había aparecido como un romano de aspecto común, enfatizando el origen proletario
explicitado en los Evangelios y su cercanía a las clases desfavorecidas. A partir del siglo IV, sin embargo, empezó a
aparecer como una figura mayestática. Se lo pintaba de pie sobre un pedestal, flanqueado por columnas, sentado en un
trono, o rodeado por la mandorla, un marco oval con forma de almendra que recalcaba su majestad. En imágenes como
las denominadas Traditio Legis aparecía como un monarca que entrega la ley divina a sus discípulos, pintados casi
como súbditos. En estas Traditio Legis todavía era común ver a Jesús afeitado y con el cabello corto, pero ahora se
parecía más a los césares. De hecho dejó de ser raro verlo representarlo con togas y capas propias de las clases
dirigentes. En ocasiones, hasta con uniforme de general de las legiones. También se añadía un halo luminoso en torno a
su cabeza para recalcar su naturaleza
divina, ahora normativa (la Iglesia
estaba en plena lucha contra el
arrianismo, que afirmaba que Jesús era
hijo de Dios pero no Dios mismo). En
cualquier caso, Jesús ya no se limitaba
a ser el pastor de las clases humildes.
Ahora era el rey de reyes. Esto es, el
verdadero emperador.
Las dos nuevas mitades del Imperio
sufrirían destinos muy distintos. La
parte occidental empezó a derrumbarse
bajo el empuje de los bárbaros y
también por efecto de su propia
descomposición interna. La parte
oriental, más helénica, perduró durante
siglos como Imperio bizantino. Pero el
cristianismo iba a ser la religión de
Estado en ambas, aunque con
características cada vez más distintivas
entre ellas. En cualquier caso, por
decisión de los romanos, Europa iba a
Jesús con barba y cabello largo, en unas catacumbas. Siglos IV-V.: ser cristiana. Y por ende lo sería gran
parte del arte europeo.
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La adopción del cristianismo por el Imperio romano también certificó la representación de Jesús como un varón blanco
europeo. Ya hemos dicho que la tradición apostólica no decía absolutamente nada sobre sus rasgos físicos. Según los
Evangelios, fue un judío de Galilea que no tenía característica distintiva que los narradores considerasen digna de hacer
notar, y que además provenía de una larga estirpe judía, así que debió de ser un semita prototípico, con un aspecto
bastante similar al de los actuales palestinos. Sin embargo, esta visión hubiese chocado con la mentalidad imperial
romana. Los romanos, que habían gobernado Europa, Asia y África, se consideraban superiores a los demás pueblos
en todo, con una sola excepción: los griegos, a quienes concedían la superioridad intelectual.
No resulta extraño que el nuevo Jesús pictórico, mezcla del poder romano y la sabiduría griega, pareciese haber nacido
en el sur de Europa y no en Judea. Era blanco, de nariz recta o aguileña, el cabello lacio y castaño. No se lo pintaba con
piel oscura, ni con nariz redondeada, ni con cabello negro o rizado. Tampoco rubio o pelirrojo, como algunos bárbaros
europeos lo eran. De hecho, en las más antiguas representaciones romanas de Cristo rara vez se lo pintaba con ojos
azules, verdes o grises (esto vendría más tarde) sino oscuros, como era común entre los romanos y los griegos. Así,
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pasado tanto tiempo como para que la sociedad romana olvidase que los crucificados siempre habían sido ejecutados
en completa desnudez. Así pues, era habitual representar a un Jesús casi desnudo, aunque con un paño en la cintura
por cuestiones de pudor (aunque en futuras pinturas medievales que describían su bautismo sí aparecería
completamente desnudo).
En cualquier caso, y exceptuando los periodos iconoclastas, la imaginería religiosa de origen pagano se había
establecido ya como un ingrediente fundamental del cristianismo, como tantas otras cosas que no procedían de las
fuentes judías o evangélicas. Esto no resulta sorprendente; lo mismo había hecho la antigua religión romana durante
siglos. El cristianismo, sin embargo, empezó a mostrar una mayor tendencia a absorber el contenido mientras proscribía
los continentes. Un buen ejemplo lo constituyó la Academia de Atenas, una de las instituciones culturales más
importantes de la antigüedad. Había sido inaugurada nada menos que por Platón, uno de los filósofos que más
influyeron en el cristianismo. Durante novecientos años había funcionado de manera ininterrumpida, con la aureola de
magnificencia intelectual que podemos suponerle. Pero nada de eso impidió que fuese clausurada por el emperador
bizantino Justiniano en el siglo VI. ¿El motivo? La Academia, aferrada a su propia tradición, continuaba siendo pagana.
Tras la caída del Imperio romano occidental, el cristianismo hubo de hacer frente a varios sucesos, unos más
traumáticos que otros. Las invasiones germánicas cambiaron la faz política de Europa occidental, pero en lo religioso
terminaron aumentando el poder eclesiástico, ya que los bárbaros eran fácilmente convertidos. No sucedía lo mismo
con los árabes que invadieron España. Aunque su avance fue detenido en Francia, hicieron incursiones en regiones de
Italia, colonizando también algunas de ellas. La Iglesia no podía dejar de considerar a estos nuevos invasores una
terrible amenaza porque, al contrario que los bárbaros, no se dejaban convertir. Por otra parte, la Iglesia se dividió en el
año 1054, cuando las tensiones entre jerarcas religiosos de occidente y oriente condujeron al primer gran cisma del
cristianismo europeo.
Eran estos grandes acontecimientos sin duda, pero aun así, durante algunos siglos, el arte cristiano tuvo poco motivo
para cambiar. Seguía reflejando a un Jesucristo como emperador de una Iglesia (o dos, tras el cisma) que aspiraba al
poder mundano tanto como a la gestión de lo divino. El Jesús de la pintura se hizo cada vez más homogéneo: la barba y
el cabello largo prevalecieron, decayendo la costumbre de representarlo como a un romano. La mayestática presencia
de los pantocrátores seguía siendo la norma. Como toda novedad, sobre todo en occidente, empezaron a verse
imágenes de un Cristo con ojos claros e incluso, a veces, el cabello rubio. Esto, claro está, respondía al nuevo
predominio de los pueblos bárbaros del norte.
El cambio, no obstante, tenía que llegar, aunque fuese de forma gradual. Los europeos de la mitad occidental ya no
recordaban lo que era ser ciudadanos de una superpotencia global que había tenido instituciones civiles tan sólidas e
infraestructuras tan espectaculares como para unir bajo un solo gobierno a pueblos de tres continentes. El feudalismo,
la atomización de la Europa occidental en señoríos dispersos, convirtió el Imperio romano en un vago recuerdo. Las
antiguas vías romanas, aquella asombrosa red de comunicaciones que no tendría parangón durante muchos siglos,
quedaron abandonadas y sin uso.
El mundo de los cristianos occidentales se hizo más pequeño. Ahora apenas veían más allá de la aldea o la comarca.
Esto, por una parte, hizo que la Iglesia aspirase más que nunca a hacerse con el poder mundano, ya que los nuevos
reinos o imperios rara vez tenían gran poder, y de tenerlo, rara vez duraban en el tiempo. Solamente la Iglesia
permanecía. De forma paradójica, en las pequeñas comunidades feudales se hizo más cercana al pueblo, aunque no
siempre para bien. A partir de los siglos XII y XIII, una parte de la Iglesia entendió que se necesitaba un cambio de
mensaje, que se produjo sobre todo a través de la actitud de algunas órdenes monásticas, pero también, aunque de
manera todavía tímida, en el arte. Algunos Cristos crucificados empezaron a mostrar signos de sufrimiento y eran
pintados con la cabeza gacha, el cuerpo flácido, y una actitud que denotaba agotamiento, dolor o incluso la
inconsciencia de la muerte física. La cruz dejó de parecer un icono suntuoso, volviendo a ser un simple madero, y los
personajes que rodeaban a Jesús —su madre, María Magdalena, etc.— podían aparecer desconsolados. La influencia
gótica, sobre todo, contrastaba con la ortodoxia bizantina. Pero esta humanización de Jesús aún no era completa y se
iba a necesitar todo un siglo de tribulaciones para cambiar la dirección.
El siglo XIV sacudió Europa con calamidades terribles: hambrunas, guerras y la apocalíptica peste bubónica. La visión
pictórica de Jesús terminaría reflejando estos sucesos. Empezaron a abundar imágenes como el Ecce Homo, el Jesús
torturado y vilipendiado por los soldados romanos, o escenas de la Pasión cada vez más centradas en el sufrimiento de
las últimas horas de su vida. En no pocas ocasiones las crucifixiones mostraban sangre y heridas de forma bastante
explícita. Las autoridades católicas y ortodoxas conocían bien la importancia del arte como manera de comunicarse con
una base social mayoritariamente analfabeta, y desconocedora del latín, lengua en la que todavía se oficiaban las
ceremonias cristianas o se transcribían las Escrituras. Lo que se viese en las pinturas y esculturas era lo que los
cristianos de a pie iban a entender sobre su religión.
En una Europa como la del siglo XIV, azotada por la más tenebrosa de las épocas que haya vivido el continente, había
que mandar un claro mensaje de compasión. Jesús ya no podía ser solamente un emperador inaccesible, sino también
el Dios encarnado que decidió sufrir en su propio cuerpo los padecimientos que ahora sufrían los cristianos. Había que
darle protagonismo a la pasión y muerte de Jesucristo. Ahora se lo podía ver sangrando, vestido con maltrechos paños
y llevando la corona de espinas que, como burla, le habían puesto los soldados romanos. Esto era fundamental para
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