4 de Noviembre de 2006
4 de Noviembre de 2006
4 de Noviembre de 2006
Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado;
queridos hermanos y hermanas:
En los días pasados, la solemnidad de Todos los Santos y la conmemoración de todos los
Fieles Difuntos nos ayudaron a meditar en la meta final de nuestra peregrinación terrena.
En este clima espiritual, hoy nos encontramos en torno al altar del Señor para celebrar la
santa misa en sufragio de los cardenales y obispos a los que Dios llamó a sí durante el
último año. Vemos de nuevo sus rostros, que nos son familiares, mientras escuchamos
otra vez los nombres de los purpurados que fallecieron durante los doce meses pasados:
Leo Scheffczyk, Pio Taofinu'u, Raúl Francisco Primatesta, Ángel Suquía Goicoechea,
Johannes Willebrands, Louis-Albert Vachon, Dino Monduzzi y Mario Francesco Pompedda.
Desearía nombrar también a cada uno de los arzobispos y obispos, pero nos basta la
consoladora certeza de que, como dijo un día Jesús a los Apóstoles, sus nombres "están
escritos en los cielos" (Lc 10, 20).
Recordar los nombres de estos hermanos nuestros en la fe nos remite al sacramento del
Bautismo, que marcó para cada uno de ellos ―como para todo cristiano― el ingreso en la
comunión de los santos. Al final de la vida, la muerte nos priva de todo lo terreno, pero no
de la gracia y del "carácter" sacramental en virtud de los cuales hemos sido asociados
indisolublemente al misterio pascual de nuestro Señor y Salvador. Despojado de todo,
pero revestido de Cristo: así el bautizado cruza el umbral de la muerte y se presenta ante
Dios justo y misericordioso.
Acabamos de escuchar el relato de la visión de los huesos secos del profeta Ezequiel
(Ez 37, 1-14). Sin duda alguna, es una de las páginas bíblicas más significativas e
impresionantes; puede interpretarse de dos maneras. En el plano histórico, responde a la
necesidad de esperanza de los israelitas deportados a Babilonia, desconsolados y afligidos
por haber tenido que enterrar a sus seres queridos en tierra extranjera. A través del
profeta, el Señor les anuncia que los hará salir de esa situación y los hará volver al país de
Israel. Por tanto, la sugestiva imagen de los huesos que se reaniman y se ponen en
movimiento representa a este pueblo que recupera la esperanza de regresar a su patria.
Pero el largo y articulado oráculo de Ezequiel, que exalta la fuerza de la palabra de Dios,
para la cual nada es imposible, marca al mismo tiempo un decisivo paso adelante hacia la
fe en la resurrección de los muertos. Esta fe se perfeccionará en el Nuevo Testamento. A
la luz del misterio pascual de Cristo, la visión de los huesos secos adquiere el valor de una
parábola universal sobre el género humano, peregrino en el exilio terreno y sometido al
yugo de la muerte.
A esta oración del Señor, que es sacerdotal por antonomasia, quiere unirse hoy nuestra
plegaria de sufragio. Cristo hizo realidad su invocación al Padre en la ofrenda de sí en la
cruz; nosotros ofrecemos nuestra oración en unión con el sacrificio eucarístico, que es la
representación real y actual de esa única ofrenda salvífica.
Queridos hermanos y hermanas, con esta fe vivieron los venerados cardenales y obispos
fallecidos que recordamos esta mañana. Cada uno de ellos en la Iglesia fue llamado a
sentir como suyas y a tratar de poner en práctica las palabras del apóstol san Pablo:
"Para mí la vida es Cristo" (Flp 1, 21), que se acaban de proclamar en la segunda lectura.
Esta vocación, recibida en el Bautismo, se reforzó en ellos con el sacramento de la
Confirmación y con los tres grados del Orden sagrado, y se alimentó constantemente
mediante la participación en la Eucaristía.