2017 La Historieta en El Ojo de La Tormenta - Libro Violencia, Resistencias, Discursos

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CAPÍTULO 4

La historieta en el ojo de la tormenta.


Violencia y humor en la obra historietística
de Fontanarrosa y Breccia

Cristian Palacios

Introducción: la historieta en cuestión

Del mismo modo que sucede con los estudios literarios,


con las artes plásticas o el cine, existen tres modos diferen-
tes de abordar el estudio de la historieta o de cualquier otro
lenguaje artístico. El primero, busca investigar ese lenguaje
artístico en aquello que tiene de más específico, como cuan-
do se busca la “literariedad de la literatura”, por ejemplo. El
segundo, se detiene sobre las obras que son expresión de
ese lenguaje, en tanto que hechos culturales, discursivos,
antropológicos, etcétera. Es decir, en su relación con otras
disciplinas que se valen de esos textos para decir algo afín
a la disciplina en cuestión. El tercero, se interroga sobre la
técnica que da origen a esas obras, a esos textos.
Para el caso particular de la historieta puede afirmarse
que hoy en día predominan los estudios del segundo tipo.
Es decir, se utilizan las obras como documentos que dan
cuenta de un problema histórico, sociológico, antropoló-
gico, etcétera. Y sin embargo habría muchas cosas intere-
santes para decir sobre la especificidad de la historieta. Esta
especificidad se encuentra, sin duda, en su carácter híbrido,

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a medio camino entre la palabra y la imagen. Dado que no
hay arte que como este enfrente de manera tal, en su misma
constitución, la imbricación de esos dos lenguajes tradicio-
nalmente tenidos como antitéticos: el arte de las palabras, la
literatura y el de las imágenes, la pintura.
Es en esta conciliación que Oscar Steimberg ha califica-
do de “imposible” (Steimberg, 2010) donde se encuentra
aquello que el noveno arte tiene de más fascinante y es en
relación a esta disputa hacia el interior de sí misma, donde
va a darse la confrontación que define uno de los momen-
tos claves de la historia de la historieta argentina. Lo que
intentaremos demostrar a continuación, sin embargo, es
que este ponerse a prueba de la historieta argentina sobre
si misma que alcanza su punto más emblemático en la obra
de dos de los más reconocidos historietistas argentinos,
Alberto Breccia, en el campo de la historieta seria y Roberto
Fontanarrosa, en el campo de la historieta humorística,
no puede entenderse correctamente sino es en el contexto
sociopolítico en el que se inserta. Lo que veremos de pro-
bar aquí es cómo la búsqueda de ambos autores por posi-
cionarse frente a los acontecimientos políticos que estaban
sacudiendo a la sociedad argentina a comienzos de los años
setenta es en gran parte la que los lleva a replantearse los
alcances de su propio arte. Y es en ese intento por dar cuen-
ta de la violencia circundante, una violencia que había sido
normalizada en todas las esferas, en las diferentes estrate-
gias que adoptan frente a ella; donde se producen las mayo-
res innovaciones, tanto a nivel formal como institucional.
Se tratará, por lo tanto, de un abordaje en ambos frentes.
Dado que un enfoque discursivo sobre la historieta como el
que aquí proponemos, busca poner en consonancia los textos
con las condiciones sociohistóricas de producción sin los cua-
les dichos textos –según se intentará demostrar– no serían
posibles. Pero en tanto se trata de dos autores que han llevado

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a este lenguaje más allá de los que parecían ser sus límites
será también una investigación en el terreno de aquello que le
es más propio: una contradicción inherente y nunca resuelta
entre diferentes campos de tensión. Y en este sentido, un es-
tudio de tal naturaleza podría ser útil, incluso para quienes
deseen internarse en los dominios de la técnica.

1. La historieta como campo de batalla

Aquello que la historieta tiene de más específico, sin em-


bargo, no se agota en esta confrontación paradójica entre
palabra e imagen. Hay todavía más.
Porque desde el comienzo del siglo veinte hasta la actua-
lidad, la historieta ha pasado por diversas fases, cada una
de las cuales refleja una tensión inherente entre varios es-
pacios antitéticos. Desde su expansión como medio de co-
municación de masas hasta su confirmación como lenguaje
artístico (abarcando en ese periplo todos los géneros po-
sibles, policiales, fantásticos, infantiles, eróticos; e incluso
creando géneros propios, como la historieta de superhéroes
que trasplantada luego al cine y hasta al teatro, nunca olvi-
dará su primer origen). Desde su surgimiento en el interior
de la literatura periodística, de circulación inmediata y pa-
sajera, a su consolidación en el formato libro que, a dife-
rencia del primero, busca perpetuarse en el tiempo. De un
modelo de producción industrial y seriada, al prototipo de
artista-artesano (cuya eclosión no casualmente se produce
en el momento en el que se comienza a tematizar la instan-
cia productiva, poniendo al propio historietista como pro-
tagonista de sus historias).1 En todos esos pasajes el noveno

1 véase, por ejemplo, Maus de Art Spiegelman (Spiegelman, 1992); Persepolis de Marjane Satrapi
(Satrapi, 2003) o, incluso antes, Mis problemas con las mujeres de Robert Crumb (Crumb 2010), y

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arte arrastra consigo las huellas de su historia precedente,
sin llegar a decantarse nunca por alguno de sus extremos.
Y todavía más, últimamente, debido en parte a su pérdida
de masividad, pero no solo por ello, incluso un género en
sus orígenes tan popular como la historieta de superhéroes
ha devenido en un tipo de lectura “solo para entendidos”.
Esta creciente “especialización” parece afectar a todo el
campo, lo cual se refleja también en los precios prohibitivos
de unos textos que en sus orígenes se editaban de la forma
más económica posible.
Pese a esta creciente especialización, la historieta parece
seguir conservando las trazas de sus orígenes más popula-
res. No debemos olvidar que, además, durante gran parte
del siglo pasado fue uno de los espacios privilegiados para
el consumo de narrativas y, dada la disposición seriada que
asumieron muchas de sus producciones, el campo por exce-
lencia para la proliferación de ficciones no autoconclusivas (la
poética del “continuará”). Es esta temporalidad compleja su-
mada al conjunto de atributos que hemos enumerado, la que
posiciona a la historieta como una de las fuentes por excelen-
cia para el estudio de los imaginarios sociales, dado que es
uno de los lugares donde chocan y se entrecruzan las potencialida-
des de una cultura con la dimensión más radical de la imaginación.
Al igual que sucede con el campo de las industrias culturales
orientadas a los niños, lo que constituye el rasgo más carac-
terístico de esta “menesterosa feria de las maravillas” donde
se dan cita superhéroes y supervillanos, animales parlantes,
criaturas de otros planetas, sabios locos y zombis, mujeres
imposiblemente hermosas y demonios de sexo desmesura-
do es el encuentro entre la fantasía más desbordada y todos

en Argentina el propio El Eternauta de Héctor Germán Oesterheld (Oesterheld, 1975), cuyo rela-
to marco tiene como personaje central a un guionista de historietas que bien podría ser el propio
Oesterheld (en la segunda parte, publicada en 1976, el protagonista es de hecho Oesterheld).

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los límites concebibles que la cultura le pone a la amenaza
siempre excesiva de la imaginación.2 Volveremos sobre este
punto hacia el final de nuestro trabajo.

2. El final de la aventura

Estas tensiones nos ayudarán a entender por qué se pro-


ducen en Argentina las mayores innovaciones formales en

2 Creo que se comprenderán mucho mejor mis palabras haciendo una analogía más precisa entre
la historieta y el campo de la cultura destinada a los niños, donde, según bien supo ver Walter
Benjamin, se enfrentan las fantasías más exuberantes de unos sujetos que bien pueden ser lla-
mados subalternos –los niños– y unos “adultos-colonizadores” que buscan poner cauces a esa
imaginación desbordante. Lo que caracteriza a la literatura para niños es esa polaridad en que se
debate: “Entre dejar lugar a esa imaginación radical y desbordada o en apuntalar los cimientos de
lo que está al otro lado, la cultura, justamente” (Palacios, 2013a). En el prólogo al libro que reúne
los escritos de Walter Benjamin sobre el tema, Giulio Schiavoni afirma: “el dilema, sobre el que
todavía parece demorarse el debate de cuantos aman y sirven la literatura infantil, encuentra sus
razones profundas no solo en el inevitable dualismo existente entre la perspectiva de los adultos
(padres y educadores) que eligen los libros para la infancia, y la de los niños, que los leen o los
miran, sino también en el paisaje no poco accidentado de la propia tradición de pensamiento que
esos libros cargan sobre sus espaldas. En efecto, en ella parecen cruzarse o alternarse continua-
mente adultos que reverencian la fantasía y la espontaneidad infantiles […] y otros que, con mo-
ralismos más o menos bien estructurados, nada tienen en su corazón salvo el deseo de someter
esa fantasía y esa ingenuidad a la ética filistea de un útil de clase, ética que se refleja a menudo en
la literatura para la infancia introduciendo la obligación de la “moral” conclusiva, para la que los
“niños buenos” siempre deban “estar limpios”, los “niños buenos” nunca deban “contestar” y así
sucesivamente” (Benjamin, 1989: 10). Nosotros agregamos que la literatura infantil se encuentra
justamente en el medio: “Tal vez podríamos pensar que, en este sentido, la literatura para niños
es a la inversa que la literatura para adultos, una literatura que va del juego a la cultura, mientras
que la segunda, la literatura que se debe leer una vez que ya hemos crecido, va de la cultura al
juego” (Palacios, 2013a). Aunque de consumo predominantemente adulto, durante una gran par-
te de su desarrollo histórico como industria cultural, lo mismo puede decirse de la historieta. Tan
solo que, en este caso, cabría pensar, los sujetos subalternos no son niños, sino adultos que, en
la medida en que son adscriptos a aquellas clases, son por lo tanto tratados como tales, en tanto
y en cuanto por su propia condición el subalterno tiene también negado el acceso a la palabra
(Ver Spivak, 1988). De allí que la historieta (por lo menos durante sus primeros cincuenta años
de historia) convoque en el mismo espacio que ocupan criaturas de formas aberrantes y cuerpos
imprevisibles las normas morales más estrechas y los ideales políticos más reaccionarios.

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el momento mismo en que la industria enfrenta una de sus
mayores crisis, luego de su auge entre los años cuarenta y
hasta comienzo de los sesenta y luego de que incluso ar-
tísticamente las producciones entraran en un franco perío-
do de estancamiento. Así lo testimoniaba Héctor Germán
Oesterheld –autor de El Eternauta y tal vez el guionista más
ampliamente reconocido en toda la historia del noveno arte
en Argentina– en relación a la experiencia de la primera
Bienal Internacional de la Historieta llevada a cabo en el
Instituto Di Tella en 1968:

Recuerdo que el comentario final que yo hice fue que


eso mostraba que en Argentina moría una hermosa
época, porque si bien la exposición ocurría en 1968,
la última obra importante databa de 1963. Y si había
algún joven dibujante mostrando algo, tenía tantas
influencias de Breccia que no era cosa nueva, no apor-
taba nada. (Oesterheld citado en Trillo, 1983: 644)

Con la caída del segundo gobierno de Perón se habían


iniciado una serie de procesos político-sociales que habían
ido decantando, poco a poco, en una progresiva militari-
zación de la política y en la consolidación de una normali-
dad violenta de la cual los géneros gráficos no iban a estar
ausentes. En 1957 habían aparecido de manera simultá-
nea la editorial Frontera de Oesterheld, “la gran editorial
de historieta seria” y la revista Tía Vicenta de Juan Carlos
Colombres (Landrú), el gran proyecto editorial humorís-
tico. Particularmente Oesterheld condensa en su enorme
figura el momento de mayor apogeo de la historieta argen-
tina de aventuras, cuya estrepitosa caída con el cierre de la
editorial en 1963 (luego de un progresivo vaciamiento que
se había iniciado en 1960 con la partida de sus más destaca-
dos dibujantes hacia las empresas europeas de comics) va a

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señalar, asimismo, la eclosión de la aventura. Por su parte,
el cierre de Tía Vicenta debido a un edicto del entonces pre-
sidente de facto Juan Carlos Onganía, en julio de 1966, dejó
un espacio vacío para el humor, que solo iba a ser recupe-
rado seis años más tarde con el surgimiento de las revistas
Hortensia, en Córdoba y Satiricón, en Buenos Aires. Ambas
iban a alojar entre sus páginas algunas de las mejores histo-
rietas de Fontanarrosa.
Hablaremos entonces, del fin de la aventura en la historia
de la historieta argentina. Un fin que va a estar asociado,
según nuestro punto de vista con la necesidad de los histo-
rietistas por pasar a otra etapa, por constituir con ese len-
guaje que había definitivamente alcanzado en nuestro país
un grado de madurez considerable, alguna otra cosa. Pero
además, y esta es la hipótesis que buscamos demostrar aquí,
por la puesta en escena de algunas estrategias narrativas
que van a dar cuenta de la violencia circundante de manera
no explícita.
El mayor momento de inflexión se produce, en este sen-
tido, con la llegada de El Eternauta a la revista Gente en 1969.
Aquella historieta considerada como el gran paradigma de
la aventura argentina, la primera que se había atrevido a
hacer desfilar extraterrestres teledirigidos por las calles de
Buenos Aires, se transforma, en la experiencia de Gente, en
un experimento político por parte de Oesterheld –que se
aleja así de la aventura– y en un experimento artístico por
parte de Breccia –quien también, al separarse de un esti-
lo realista y figurado del dibujo, se aleja al de la ilusión de
transparencia que exigían las reglas del género, y al mismo
tiempo del propósito político de Oesterheld–. Ya nada será
igual a partir de entonces. La aventura, aquello que había
sido como el motor, principio y alma de la historieta no será
ya más lo que era. Nunca como en El Eternauta de 1969, va
a estar este fin de la aventura asociado a las circunstancias

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políticas del momento, a la necesidad de Oesterheld por po-
sicionarse políticamente.3 Creo que ese declive de la aven-
tura –tal y como aquí lo entiendo– responde a un movi-
miento inherente al lenguaje de la historieta que cree pagar
así, con su sacrificio, su entrada en el mundo del gran arte o
el arte a secas.
A partir de ahora, cuando la haya, la aventura se encon-
trará mediada por un distanciamiento cínico que la pondrá
al servicio de un mensaje en torno al cual todo se resigni-
fica. Un distanciamiento cínico que al fin y al cabo no hará
más que dar cuenta, una y otra vez, de que la aventura es ya
imposible.4
Ahora bien, el caso de Oesterheld, el guionista es, en este
sentido, el menos interesante, dado que su intento de dar
cuenta de ese contexto histórico que lo avasalla, pasa por
los modos de la enunciación explícita e incluso un poco in-
genua. Por el contrario, Alberto Breccia, dentro del campo
de la historieta seria y Roberto Fontanarrosa en el campo
del humorismo o la historieta de humor, van a dar cuenta
de esa violencia desde estrategias completamente diferen-
tes que implicarían, por decirlo rápidamente, no negar esa

3 Me refiero aquí a la noción clásica de “historieta de aventuras”, género que no coincide exacta-
mente, con el de “historieta de acción”. No están incluidas, por lo tanto, nuevas formas de la aven-
tura que se manifiestan en el ámbito de lo cotidiano. Sin duda hay viaje, experiencia y aventuras
en una historieta como El Sueñero de Enrique Breccia o en las sagas superpesimistas Ficcionario
de Horacio Altuna y El Último Recreo de Altuna y Trillo (publicadas en la revista Fierro). Pero lo
que todas ellas exhiben, a fin de cuentas, es justamente un retorno a la aventura desde su impo-
sibilidad misma. En el caso específico de Oesterheld es necesario recordar aquí su pertenencia al
movimiento montoneros desde los años setenta y su simpatía por el peronismo revolucionario
cuyos rastros se hacen ya evidentes en esta segunda versión de El Eternauta. A este respecto ver
nuestro propio trabajo (Palacios, 2012a) y el trabajo de Roberto von Sprecher “Discurso monto-
nero en las historietas de Héctor Germán Oesterheld” (von Sprecher, 2007).
4 Así sucederá con la historieta El Sueñero de Enrique Breccia (hijo de Alberto Breccia) que invier-
te, de alguna manera, el gesto de Oesterheld en El Eternauta de 1969, llegando a la aventura
desde la política, por la puerta de atrás (ver Breccia, 2009).

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violencia, ni siquiera dar razones, denunciarla o intentar
explicarla, sino por exhibirla sin disimulos, de una forma
que nosotros denominaríamos “humorística” aún en el
caso de Breccia.
Este último, quien para ese entonces era ya un artista
enormemente consagrado va a comenzar a transitar los
tortuosos caminos de la experimentación que implicarán,
por eso mismo, un retorno (en espiral) a sus comienzos en
el dibujo infantil humorístico, pero teñido esta vez de un
humor negro insidioso y penetrante. Fontanarrosa, por su
parte, un autor en ascenso en ese momento, va a hacer del
mismo humor negro su más lograda arma de batalla, en
una de las historietas humorísticas más extraordinarias del
momento: Boogie el aceitoso.

3. La obra del último Breccia: un dibujo “literaturizado”

Luego de haber organizado, en 1968, aquella primera


Bienal Internacional de la Historieta que ya hemos men-
cionado, el crítico e investigador Oscar Masotta, publica los
tres únicos números de una revista cuyo título es ya en si
toda una declaración de principios: LD (Literatura Dibujada).
Serie de Documentación de la Historieta Mundial. Se trataba de
fundar un campo y el noveno arte no tenía todavía dema-
siados críticos propensos a tomarla como un objeto serio de
estudio. Aquel dictum, sin embargo, “Literatura dibujada”
marca toda una tendencia en la forma en que los investiga-
dores iban a considerar el lenguaje. Poco después, en 1970,
Masotta edita La historieta en el mundo moderno (Masotta,
1970). Allí declara:

En la historieta la imagen nunca deja de “ilustrar”,


siempre en algún sentido, a la palabra escrita, o para

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el caso de las historietas “silenciosas”, de ilustrar ca-
sualmente la ausencia de texto escrito. Dicho de otra
manera: la historieta nos cuenta siempre una historia
concreta, una significación terminada. Aparentemen-
te cercana a la pintura, entonces, es su parienta lejana;
verdaderamente cercana en cambio a la literatura (so-
bre todo a la literatura popular y de grandes masas) la
historieta es literatura dibujada, o para decirlo con la
expresión del crítico francés Gassiot–Talabot, “figura-
ción narrativa”. (Masotta, 1970: 10)

Resulta sobremanera singular el hecho de que desde poco


menos de un año antes, la obra de Alberto Breccia estuviera
encaminada, sobre todo, a combatir esta visión de las cosas.
Y mucho más significativo todavía es el que lo hiciera a par-
tir de una serie de transposiciones de obras literarias, cuyo
énfasis en la “puesta en escena” daba lugar a innovaciones
formales que impedían, de una manera u otra, reducir el
dibujo a la letra o viceversa. El punto de inflexión es, una
vez más, aquel El Eternauta de 1969.
Ya he propuesto en otra parte (Palacios, 2012a y 2012b)
una periodización de la obra de Breccia en tres etapas. Una
primera, de formación, anterior a 1963, donde el dibujo esta
puesto al servicio del relato (la historieta como literatura
ilustrada), a partir de un modelo realista y bastante conven-
cional que ya presenta, sin embargo, signos de maestría. Ese
momento se va a acercando hacia un límite cada vez que
Breccia lleva su arte hacia un estilo propio que llega a su
punto más alto en el Mort Cinder.5 Aquí los dibujos todavía

5 De Vito Nervio a Sherlock Time el dibujante ha recorrido el largo camino que lo llevará a demos-
trar, según textuales palabras, que no es “una puta barata”: “Un día, andando por Palermo en ese
auto me dice Hugo [Pratt]: ‘vos sos una puta barata porque, pudiendo hacer un buen trabajo, es-
tás haciendo Vito Nervio, que es una mierda’ […] Al poco tiempo, después de haber salido varios
números de sus revistas, me llama Oesterheld: ‘Tengo un guión para vos –me dice– si te interesa’.

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están orientados a ilustrar aquello que el guion cuenta. Es
el punto de mayor equilibrio entre imagen y texto verbal.
Aunque pueda suceder también que las imágenes se impon-
gan y el dibujo por momentos se autonomice, como en el im-
presionante cuadro mudo de “La batalla de las Termópilas”
(Oesterheld y Breccia, 1997: 246) un poco antes del final del
último episodio de Mort Cinder. Habría que mencionar, sin
embargo, en este camino, una de las facetas menos cono-
cidas de Breccia, los dibujos humorísticos, como Mariquita
terremoto en 1941 o Pancho López en 1956.
Desde este punto y de manera más y más progresiva –
luego de una pausa en su producción entre los años 1963
y 1969– va a invertir definitivamente el dictum masottiano
primero en aquella versión de la historieta de Oesterheld,
donde parece empeñado en oscurecer lo que aquél aclara
(y viceversa) y luego con la ayuda de su hijo Enrique, en
la transposición de variadas obras literarias (la serie sobre
Los mitos de Cthulhu de Lovecraft, “El Corazón Delator”, “La
Gallina Degollada”, “La pata de mono”) en las cuales cada
vez queda más claro que está haciendo mucho más “dibujo
literaturizado” que ilustrando los pormenores de una his-
toria previa.
Una de las formas en que el dibujo se “literaturiza” en el
caso de Breccia es lo que podríamos denominar el fin de
la ilusión de transparencia. Una cierta tendencia a no utili-
zar el dibujo como vehículo de una “comunicación”, a hacer
patente el carácter representativo, convencional, de toda
representación. Así en El Eternauta, resulta singular la es-
casa humanidad de los personajes no-humanos. Pero ade-
más, y esto es uno de los puntos centrales de este trabajo,
cada una de esas historias dan cuenta de una violencia sin

Lo recibo –era Sherlock Time– y veo la oportunidad para demostrar que yo no era una puta barata”
(Breccia, 1994: 3).

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precedentes, cuyo punto de partida es un trazo singular-
mente grueso que poco a poco va a ir decantando hacia una
ruptura con el tradicional “negro sobre fondo blanco” de la
historieta clásica hacia una plancha donde el negro es do-
minante. Lo otro que podría llamar la atención es, además,
la decantación de los trabajos, sobre todo los últimos, hacia
un humor negro cada vez más corrosivo.6 Así sucederá en
la serie Buscavidas (que comienza a publicarse en el núme-
ro 11 de la revista SuperHumor en septiembre de 1981), con
guion de Carlos Trillo. Finalmente, la incursión en el color,
en los años ochenta no hace más que confirmar ese retorno
a la “infantilización” del dibujo. Es decir, hacia un tipo de
representación mucho más asociada a la tradición de la his-
torieta humorística.
Si bien no hay humor en “La gallina degollada” (publi-
cada en el número 8 de la revista Fierro en 1985), singular
versión del cuento homónimo de Horacio Quiroga, no me-
nos escandalosa que la inevitabilidad del crimen, resulta
en esta transposición, la ausencia de toda alusión al motivo
de la herencia.7 Más aún, la sucesión repetitiva, rítmica y

6 Debe hacerse notar que en estos años Breccia tiene un mayor grado de decisión sobre aquellas
historias que decide o no dibujar. Tal es el caso de la versión de los mitos de Ctulhú de Lovecraft
cuya adaptación es firmada por Nino Buscaglia, pero que parten de un deseo personal (ver Sacco-
mano y Trillo, 1980). Breccia también firma los guiones de Informe sobre ciegos (adaptación de la
novela de Ernesto Sábato) (Breccia, 1998) y ¿Drácula, Dracul, Vlad? ¡Bah…! (Breccia, 2006)
7 Esta historieta se publica en el número 8 de la revisa Fierro como parte de la serie La Argentina
en Pedazos, que incluía adaptaciones de textos clásicos de la literatura argentina, prologadas
por Ricardo Piglia. Leer la introducción de Piglia y luego la historieta nos enseña hasta qué punto
Breccia, con la ayuda de Trillo, se ha alejado de la literatura y deja en evidencia que además Piglia
escribía esos textos basándose en los originales literarios. Piglia, por ejemplo, comenta: “En el
centro del relato está la disputa sobre la herencia y la culpa: ¿los desarreglos del abuelo paterno
o el pulmón picado de la madre son los responsables por la sucesión de hijos idiotas? Consultado,
el médico, que es una figura clave en el texto, deja abierto el enigma: lo que nadie duda es que
la sangre familiar transmite el mal” (Piglia en Fierro, núm. 8, abril de 1985, p. 77). Este motivo se
encuentra completamente ausente de la historieta donde el mal es transmitido más bien por la
presencia de un color que rompe con el blanco y negro de la página.

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casi automática de las viñetas acentúan su semejanza con la
estructura interna del chiste: aquí las explicaciones sobran
porque no harían más que destruir la gracia o el horror que,
en este caso, son dos caras de la misma cosa.
Por el contrario, otras historietas del mismo período
como Buscavidas o ¿Drácula, Dracul, Vlad? ¡Bah…!8 (Breccia,
1998 y 2006) no pueden comprenderse sino como historie-
tas de humor negro. Quizás uno de los más altos exponen-
tes de ese tipo de humor en la historia de la cultura argenti-
na.9 Y el humor negro, como se sabe, no se constituye sino
sobre un fondo inevitable de violencia.

4. Pero ¿qué cosa es el humor negro?

Aquí se impone hacer un paréntesis para intentar en-


tender un poco de qué hablamos cuando hablamos de hu-
mor. Será necesario remitirnos a algunos trabajos anterio-
res donde hemos desarrollado de manera amplia nuestra

8 A propósito de la escritura de Drácula dice Breccia: “Cuando comencé Drácula la represión esta-
ba en su momento más duro. Para cuando dibujé el último episodio, ‘Fui leyenda’, la dictadura ya
estaba muy debilitada. Aun así, si hubieran encontrado en casa una página en la que yo hubiera
escrito, por ejemplo, ‘masacre estatal’, seguramente me hubieran ejecutado; habían matado por
menos que eso” (Imparato, 2002: 21).
9 Resulta singular que en una entrevista de Carlos Trillo y Guillermo Saccomanno para su Historia de
la historieta argentina (Trillo y Saccomanno, 1980) Breccia expresara –con el acuerdo de los entre-
vistadores– la superioridad de la producción humorística local por sobre lo que, en ese momento,
según él, estaban produciendo los historietistas serios: Saccomanno: –En las últimas exposiciones
de historietas y humor los trabajos más destacables son los de los humoristas. Solo ellos ofrecen
cosas nuevas, búsquedas, intentos. Breccia: –Sí, es cierto. Los humoristas son más plásticos, más
valiosos. Tienen, evidentemente, más cosas que decir que los historietistas. Fati es un plástico.
Sanzol es un plástico. Crist es un plástico. Y eso es algo que no sucedía antes con los dibujantes
de humor, que eran dibujantes cómicos y punto. […] Trillo: –Y a lo mejor es que los dibujantes
de humor piensan más. Breccia: –Es cierto. Trillo: –Aunque también es cierto que los humoristas
pueden publicar sus delirios y los historietistas, no. Breccia: –O como me pasa a mí, que si dibujo
mis delirios después tengo que esperar años para que me los publiquen en algún lado.

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reflexión sobre este punto. Principalmente a nuestros traba-
jos precedentes sobre la obra de Fontanarrosa (ver Palacios,
2014 y 2013b) y sobre la consideración de una teoría gene-
ral de lo irrisorio (ver Palacios, 2013c, 2012c y 2011), puesto
que así hemos denominado al conjunto de todos aquellos
fenómenos que participan de un dominio que no solo in-
cluye aquellos discursos que buscan provocar la risa, sino
una amplia variedad de fenómenos que comprenden por
ejemplo a la melancolía, entendida esta como una suerte de
risa triste (“la dicha de estar triste” al decir de Victor Hugo).
Sin esta amplitud de miras, el humor negro resultaría toda-
vía más desconcertante. Con ella, se nos permite entender
mejor algunas tendencias que todo un sector de la historie-
ta, pero también de la literatura argentina, parece asumir
hacia mediados de los años setenta. En última instancia, lo
que se nos aparece como trasfondo es una forma de la sub-
jetividad propiamente moderna, susceptible de reírse de
aquello que le pone límites a su propia condición subjetiva.
A eso es a lo que nosotros le llamaremos humor, diferen-
ciándolo de lo cómico. Seguimos así una larga tradición
discursiva que tiene su punto de inflexión más alto en los
ensayos de Charles Baudelaire y Sigmund Freud sobre la
risa. El primero llama “cómico significativo” a lo que noso-
tros denominamos “cómico” a secas y “cómico absoluto” a
lo que aquí identificamos como “humor” vinculando sobre
todo este último con la violencia (Baudelaire, 1988). Por su
parte Freud va a distinguir, como es sabido, entre lo cómi-
co, el chiste y el humor, haciendo del tercero el lugar de la
libertad del sujeto, toda vez que, según sus palabras, es en el
humor donde el yo rehúsa dejarse constreñir por el princi-
pio de realidad.

El yo rehúsa sentir las afrentas que le ocasiona la rea-


lidad; rehúsa dejarse constreñir al sufrimiento, se

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empecina en que los traumas del mundo exterior no
pueden tocarlo, y aun muestra que solo son para él
ocasiones de ganancia de placer. […] El humor no es
resignado, es opositor; no solo significa el triunfo del
yo, sino también el del principio de placer, capaz de
afirmarse aquí a pesar de lo desfavorable de las cir-
cunstancias reales. (Freud, 1991 [1927]: 158-159)

Para nuestro propósito, no es menos significativo el


hecho de que los humoristas sean quienes se ocupen de
señalar de manera deliberada, con una crueldad radical,
todas las afrentas que la realidad le impone al yo en su
devenir cotidiano. Y es en este punto donde se encuen-
tran las obras de esos dos autores tan distintos que son
Fontanarrosa y Breccia. El primero, ya desde el que ha
sido considerado su primer chiste, pone en primer pla-
no la violencia de aquellos tiempos al hacer aseverar a un
policía “pruebas irrefutables de que eran comunistas, co-
misario, el bastón quedó manchado de rojo” enseñando el
arma con que se acaba de reprimir.
Pero es a través de uno de sus personajes más reconocidos
(el segundo en popularidad después de Inodoro Pereyra) don-
de Fontanarrosa va a llevar la violencia hasta su punto más
extremo: Boogie el aceitoso, en principio, como su nombre
lo indica, una parodia de Harry el sucio (Dirty Harry de Don
Siegel) que casi en seguida se autonomiza para desarrollar
un camino propio que trasciende todo propósito paródico.
Boogie es, en cierto sentido, para la historieta humorística
(es decir, para aquél campo de la historieta que fue escrita
deliberadamente con el propósito de hacer reír), lo que el
Buscavidas de Breccia y Trillo llegó a ser para la historieta
seria (que no tiene por qué ser seria, pero que circula por los
canales habituales de la historieta a secas): el sujeto humo-
rístico por excelencia.

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4. Yo no tengo historia. Todo lo humano me es ajeno

Esas dos frases condensan todo aquello que Boogie el acei-


toso y el blanco protagonista de Buscavidas son o, mejor di-
cho, aquello que no son. La primera la pronuncia el perso-
naje de Breccia y Trillo, un coleccionista de vidas ajenas en
el primer episodio que se abre, justamente, con la adapta-
ción de un famoso relato de Henri Pierre Cami (“Historia
del joven celoso”) famoso, entre otras cosas, por haber sido
deliberadamente omitido de la Antología del Humor Negro de
Breton. El personaje, una gran mancha blanca y fofa en una
página donde predomina el negro, no solo no tiene histo-
ria, sino que no se conmueve en absoluto ante el catálogo
de horrores que ve desfilar ante sus ojos. Estos horrores son
muchas veces deliberadamente añadidos por Breccia en la
imagen sin tener relación alguna con el hilo del relato.
En el capítulo “Cero en conducta” por ejemplo (SúperHu-
mor, número 17, mayo de 1982) asistimos a la historia bastan-
te trivial de una maestra sorprendida por un alumno mien-
tras mantiene relaciones con el portero en una escuela de
pupilos. La maestra escapa pensando en las consecuencias.
Por su parte, el alumno, quien solo quería ver el cielo y “es-
cuchar, aunque sea de lejos, el canto de los grillos” piensa
que lo han descubierto y escapa, también, temiendo un fu-
turo castigo. “Nada que hacerle” piensa el protagonista “toda
historia es según desde donde se la mire”. Lo singular es que
mientras escuchamos ambas narraciones, somos testigos de
varios asesinatos. La plaza nocturna donde se encuentra el
buscavidas está repleta de policías y de carteles que dicen
“no”, rotundamente “no”, varias veces. Pero eso no impide
que ocurran. Nadie ve los asesinatos. No los ve el protago-
nista ni los narradores de las historias, ni los policías. Ni si-
quiera, hemos de creer, los lectores. En una de las viñetas
podemos ver en primer plano a un bandido asesinado a un

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transeúnte. La silueta de un policía que mira hacia otro lado
se recorta en el horizonte y a lo lejos se ve al buscavidas sen-
tado en un banco de plaza, mientras el niño se acerca hacia
él. La voz en off narrativa aclara: “no me voy en seguida de la
plaza, la noche está tan tranquila”.
Por su parte al aceitoso, como su nombre lo indica, todo
le resbala. A diferencia de otros personajes de Fontanarrosa
como Inodoro Pereyra o Sperman, el hombre del sexo de
hierro (que va a todas partes acompañado por el esper-
matozoide “Germinal”) Boogie estará siempre solo. En las
más de 450 tiras que lo tienen por protagonista –o por tes-
tigo– ni un solo personaje se repite. Hay una tal Mary que
aparece en las primeras historias, pero dado el carácter ge-
nérico del nombre, ni siquiera podemos estar seguros de
que se trata de la misma Mary. El resto de los hombres y
mujeres que lo acompañan están allí por el espacio de un
solo episodio. Comparte con el buscavidas el hecho de no
tener familiares cercanos. Él también es, como el prime-
ro, el nexo entre las diferentes historias. Pero asimismo,
como el personaje de Breccia y Trillo, no es solamente eso.
Y aunque aparentemente haría cualquier cosa por dinero,
asesinatos, robos, secuestros, extorsiones, servicios tera-
péuticos, de guardaespaldas, de acompañante (“ninguna
variante” –dice– “es demasiado indigna para un merce-
nario”) sabemos también que no lo hace solo por dinero.
Lo que parece haber en Boogie, ante todo, es una suerte de
superioridad amoral que se alza en forma desmedida con-
tra la tontería generalizada. Como cuando le enseña a un
vecino la verdadera naturaleza de la violencia: “¿No es acaso
violencia la desocupación?” –pregunta el otro– “¿no es vio-
lencia el smog, el aire sucio y asesino de esta ciudad?” Pero
no. “Esta es la violencia… esta… la del dolor físico… Sépalo”
–aclara Boogie– “A usted le faltan puntos de referencia. No
alteremos los valores. Lo otro es intelectualización. Es una

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violencia... platónica, digamos”. Y lo dice mientras le des-
troza el dedo con la pinza que ha venido a pedirle prestada.
(Fontanarrosa, 1999: 131)
Boogie, como el buscavidas, se nos escapan. Siempre. No
sabríamos decir qué quieren, qué piensan, cuáles son sus
intenciones en el fondo, ni, mucho menos, qué pretenden
sus autores de nosotros cuando nos arrojan toda esa vio-
lencia en el rostro. No hay alegoría en estas historietas. La
alegoría solo puede ser cómica porque está al servicio de un
pensamiento “en serio”, de una interpretación determinada
de los hechos. Aquí no. Ni Fontanarrosa ni Breccia hacen de
moralistas (a veces, justamente lo contrario). A excepción
del último capítulo de Buscavidas que requiere, por eso, ser
pensado aparte.10

Conclusiones

La obra de Fontanarrosa había tenido su emergen-


cia en un momento crucial de la historia argentina. El
país se había modernizado a gran velocidad en los años

10 Porque se trata, justamente, de una autoparodia en clave alegórica del Mort Cinder, del propio Brec-
cia, donde tenemos el raro privilegio de observar, en una misma página, las dos diferentes épocas
y estilos del autor. El episodio funciona a la vez como cierre de la serie y como homenaje a Oester-
held, de quien se acababa de hacer pública la desaparición. El buscavidas entra a la tienda de Ezra
Winston, para encontrar en ella a ambos personajes, en una actitud de franca desesperación. Entre
otras cosas se prueba unos anteojos provenientes de “un futuro tan horrible que la gente los usará
para escapar a lo que ve en la realidad”. Lo que ve allí, sin embargo, son “fantasmas, monstruos,
excrecencias abominables”. “Vienen de una realidad tan espantosa” –explica Mort Cinder– “que los
que se los ponían encontraban bellas las imágenes que a usted le parecen monstruosas”. La reali-
dad, acaso están diciendo Breccia y Trillo, fue aún más espantosa que la colección de horrores que
aquellas historietas mostraban. En la viñeta final el personaje se aleja sintiendo como esta vez “la
historia se había apoyado en mi como la mano helada de un muerto horrible”. Y concluye: “Creo que
hoy dejo de coleccionar vidas ajenas… Nunca más”, haciendo alusión explícita al título del Informe
final de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas.

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transcurridos desde 1955. La brecha generacional se había
hecho más profunda. La modernización había impactado
principalmente sobre los sectores medios, cuyo fácil acce-
so a la universidad y a las corrientes de pensamiento reno-
vadoras (marxismo, psicoanálisis, existencialismo) habían
encontrado gran repercusión entre los jóvenes provenien-
tes de esos sectores. Por su lado Breccia, en parte por cir-
cunstancias personales (la enfermedad y fallecimiento de
su primera esposa), pero también llevado por el flujo de los
tiempos, como hemos visto, decide primero abandonar la
historieta para dedicarse a la enseñanza; para luego rea-
parecer en la escena con aquella extraordinaria versión de
El Eternauta para la revista Gente. Desde entonces, va a ir
progresivamente volcándose hacia una historieta cada vez
menos figurativa, más experimental, que confluirán pos-
teriormente, hacia principios de los años ochenta, en las
obras que hemos mencionado.
Este movimiento, sin embargo, no es exclusivo de estos
autores, aunque ambos figuren entre sus más excelsos re-
presentantes. Podemos postular, incluso, que era más bien
un movimiento propio de todo un campo, y eso se podría
comprobar estudiando las publicaciones en las que estos
textos se alojaban; por contraste con otras publicaciones
de la época, volcadas hacia una historieta más convencio-
nal, más “comercial”, menos interesante; o con aquellas que
circulaban de manera clandestina, donde se hacía políti-
ca abiertamente opositora (Oesterheld fue responsable de
varios títulos que circularon de esta manera) de un mane-
ra mucho más lineal y explícita. Revistas como Hortensia,
Satiricón, Chaupinela, Humor y SuperHumor, por el contrario,
hicieron suyo este viraje hacia la construcción de una sub-
jetividad humorística en el sentido en el que la hemos en-
tendido aquí, es decir, hacia la construcción de una imagen
de autor del que no se sabe bien qué es lo que en el fondo

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quiere decir, capaz de reírse de una realidad opresiva hacia
la que deliberadamente señala.
Una inflexión particular se produce con el advenimiento
de la revista Fierro, semejante en este sentido a la conmo-
ción que produjeron las primeras publicaciones de Hortensia
y Satiricón a comienzos de la década del setenta; con la gran
diferencia de que, en Fierro, se trataba ya no tanto de pensar
la violencia de un presente, como de entender un pasado cu-
yos horrores estaban surgiendo a la luz en toda su magnitud
y de prefigurar un futuro posible para una democracia en
gestación. La tentación en este caso va a ser obvia: la posibi-
lidad de volcarse hacia un mensaje mucho más explícito y
lineal (como en el caso del último capítulo de Buscavidas, ver
Nota 11). Así sucederá con las revistas Humor y SuperHumor,
donde las notas de opinión política reemplazarán progresi-
vamente a las historietas. No es el caso de Fierro, sin embar-
go, en la que Fontanarrosa publicará sus historietas más os-
curas (más oscuras aún que Boogie el aceitoso) comenzando
por la extraordinaria “Justos por pecadores” (Fierro, número
3, noviembre de 1984) en la que superpone en una misma
historia dos diferentes planos de la violencia, el de las hin-
chadas en las canchas de fútbol y el de la pasada represión.
Pese al irónico final, en el que por una suerte de justicia poé-
tica el represor encuentra la muerte de manos de un fanáti-
co de la hinchada contraria, el cierre no es optimista: “ya me
van a venir a buscar cuando haya que ir a jugar a una cancha
jodida” asevera el asesino, dejando en el ambiente, como de-
clara el editorial de la revista “la sombra ominosa del brazo
que se siente ‘necesario’”. La violencia no ha concluido aún.
Y el humor está ahí para dejarlo bien en claro.
En la segunda parte de este artículo hemos visto como
es posible observar en este lenguaje, la historieta, que a la
par del cine y la televisión ha capturado los sueños, pe-
sadillas y esperanzas de los hombres del siglo pasado, un

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movimiento doble y nunca resuelto que deja lugar a todas
las potencialidades de la fantasía más extravagante, solo
para intentar, en el mismo gesto, domesticarla y volverla a
capturar. Es el mismo movimiento que el que produce la
literatura para niños (y toda la cultura a ellos dedicada) y
es el mismo gesto a fin de cuentas también de las culturas
llamadas populares, toda vez que se dirige a unos sujetos
que dada su condición de subalternidad, tienen negado el
acceso a la palabra: siempre es otro el que habla por ellos,
a través de ellos, en su defensa o por su bien. Frente a esta
condición de la que no escapan, ni la historieta ni muchos
otros lenguajes artísticos, el humorismo ofrece la alterna-
tiva de dar cuenta de esa condición, sin negarla, justificarla
o poner algo diferente en su lugar.
Porque a diferencia de lo trágico, que constituye no la
destrucción del orden, sino al revés, la prosecución de ese
mismo orden llevado hasta sus últimas fatales consecuen-
cias; en lo humorístico creemos ver nosotros la posibilidad
de escapar a ese orden, abriendo un espacio para lo nue-
vo. Se trata de una operación que no puede realizarse sin
una violencia inherente. Y es esa violencia la que pervive en
el interior de los mejores textos de las publicaciones men-
cionadas. En definitiva, es un espacio para la libertad del
sujeto, que al reírse de sí mismo, en la soledad de su cuar-
to, señalando todo lo que en él hay de imposible (su pro-
pia condición mortal, limitada, absurda) puede darse lugar
para la transformación política más profunda.

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