ENSAYO Las Siete Crisis Del Siglo XX

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REPÚBLICA BOLIVARIANA DE VENEZULA

MINISTERIO DEL PODER POPULAR PARA LA EDUCACIÓN SUPERIOR


UNIVERSIDAD ALONSO DE OJEDA
UNIOJEDA
CARORA – LARA

ENSAYO

LAS SIETE CRISIS DEL


SIGLO XX VENEZOLANO

ALUMNA: Mayerlin Acosta


C.I.: 28.596.382
IV Semestre
CARRERA: Adm. Relaciones Industriales
Asignatura: Historia y Geografía Económica
PROF.: Yelitza Parra

CARORA, ABRIL 2021


LAS SIETE CRISIS DEL SIGLO XX

Venezuela está inmersa en la más severa crisis económica que haya encarado país
latinoamericano alguno en la historia moderna, con sombrías perspectivas de recuperación
económica en el corto plazo y sin que se vislumbre una voluntad política decisiva para
diseñar e implementar un programa económico integral, que atienda los desequilibrios
macroeconómicos, las profundas distorsiones de los precios relativos y la disfuncionalidad
de instituciones que mantienen la economía en un estado de caos.

La economía venezolana acumula en los últimos cuatro años una caída abismal del
PIB cercana a 40%, en un cuadro de escasez que no solo afecta a las empresas por la
ausencia de insumos, materias primas y bienes de capital importados, sino a la población en
general que hoy dedica buena parte de su tiempo de vida a la búsqueda de bienes esenciales
para la subsistencia. El Banco Central de Venezuela (BCV) se ha quedado sin reservas
internacionales operativas, en un contexto en el que los menguados ingresos petroleros ya
no alcanzan para cubrir la pesada carga de obligaciones financieras externas heredadas de
la bonanza, que en promedio se han comido 45% de las exportaciones anuales de la
economía durante los últimos cuatro años.

El sector externo no es el único en problemas en Venezuela. La economía atraviesa


una crisis fiscal como resultado de la pesada carga de la deuda externa acumulada, de la
caída de los ingresos petroleros y de la no menos importante caída de los ingresos de origen
no petrolero, que han sido erosionados por la inflación. ¿Cómo se explica esta dinámica que
ha convertido a un país tradicionalmente percibido como próspero en una sociedad
aplastada por una catástrofe que ya adquiere signos humanitarios? Desde luego, hay
factores estructurales que condicionan el devenir de ciertas economías y preparan el terreno
para el advenimiento de una crisis.

En el caso venezolano, la persistente dependencia de un recurso natural exportable


cuyos ingresos exhiben un comportamiento altamente volátil, la tendencia a acumular
gestiones fiscales deficitarias, el peso excesivo del Estado en la economía, el escaso
dinamismo del sector privado no petrolero para proyectarse internacionalmente, la alta
dependencia de las importaciones, la sobrevaluación crónica de la moneda, la caída secular
de la productividad, son todos factores que se conjugan para proyectar, con un elevado
grado de certeza, el advenimiento de una crisis. El modesto propósito de este ensayo es
demostrar cómo siete dimensiones de la crisis, entre ellas –el aislamiento financiero y la
crisis externa, la crisis productiva, y la crisis fiscal– condujeron a la economía venezolana a
un destructivo proceso de hiperinflación.

El manejo de la restricción externa

A pesar de los cuantiosos recursos que la economía del país registró en el pasado
superciclo del precio del petróleo, la deficiente gestión macroeconómica y una
administración frágil de los ingresos petroleros llevaron a la economía venezolana a un
grave problema de escasez de divisas y a una situación en la que se hacía imposible, con el
régimen cambiario imperante, cumplir simultáneamente con las obligaciones externas y con
las importaciones requeridas para mantener la «normalidad» económica. Venezuela ha
venido cabalgando con una crisis externa que se ha convertido en una crisis de deuda, con
sus típicos ciclos de euforia y deflación en los precios de los títulos de la nación.

Animado por la bonanza petrolera, el gobierno de Chávez aprovechó la altísima


disposición de los mercados financieros internacionales a prestar recursos en tiempos
promisorios de elevados precios de los commodities y en escasamente seis años, entre 2006
y 2012, cuadruplicó la deuda pública externa del país. La deuda con los bancos de
desarrollo de China creció inmensamente, así como la deuda con la estatal petrolera
Petróleos de Venezuela (PDVSA). En el caso de los préstamos recibidos de los bancos de
desarrollo chinos, la mitad del endeudamiento se hizo a plazos cortísimos (de tres años) y
con pagos en envíos de crudo petrolero. Así, a finales de 2012, la deuda pública externa ya
remontaba los 113.000 millones de dólares, con vencimientos concentrados en el muy corto
plazo.

A fines de 2012, antes de que el precio del petróleo comenzara a caer, la economía
venezolana ya se encontraba con graves dificultades externas. El país había agotado casi
todo su nivel líquido de reservas internacionales y había perdido acceso a los mercados
financieros externos. Dos desarrollos institucionales importantes permiten explicar por qué
Venezuela agotó sus reservas internacionales líquidas aun antes de haber recibido el choque
de precios del mercado petrolero mundial. Ambos se vinculan con la reforma que Chávez
promovió en julio de 2005 en la ley que gobierna el BCV. Por un lado, esta reforma
permitió que el gobierno se apoderara de una cuantía significativa de las reservas
internacionales, que fueron gradualmente traspasadas a un fondo para las inversiones del
sector público (FONDEN).

Así, entre los años 2005 y 2013, el BCV traspasó al FONDEN cerca de 53.500
millones de dólares de sus reservas internacionales. Por otro lado, la reforma anuló la
cláusula según la cual PDVSA tenía la obligación de vender las divisas de origen petrolero
al BCV a la tasa de cambio oficial. Así, con la reforma, todo el poder sobre las divisas de
origen petrolero fue desplazado a PDVSA. Con un flujo de entrada limitado de dólares y un
flujo de salidas sin restricciones, el stock de reservas líquidas se fue agotando.

Ya desde 2011, el servicio de la deuda de la república y de PDVSA, sumado al


servicio de la deuda contraída con los bancos de desarrollo de China, superaba el nivel de
15.500 millones de dólares anuales y se tragaba casi 20% de las exportaciones. Hacia 2015,
el servicio había subido a 55% de las exportaciones. Este altísimo nivel de repago comenzó
a empeorar la restricción de divisas y a comprometer las finanzas externas y públicas de
Venezuela. En lugar de comenzar a promover en ese entonces un proceso de
refinanciamiento o de reestructuración de los pasivos externos del sector público, el
gobierno de Maduro se decantó por una costosísima salida para la economía y la sociedad
venezolanas: recortar las importaciones.

Vale destacar que previamente, y con el desarrollo de la bonanza petrolera,


Venezuela vio crecer enormemente el consumo y las importaciones por habitante. Tanto
fue así, que estas últimas se triplicaron entre 2004 y 2008. Este crecimiento vertiginoso de
los productos importados terminados y semiterminados fue promovido por una política
cambiaria que dio preferencia al anclaje del tipo de cambio nominal oficial, lo cual parecía
sencillo mientras se desarrollaba la bonanza de ingresos de origen petrolero. Al final, la
inflación no pudo ser contenida por el anclaje cambiario y más bien el esquema cambiario
terminó resultando en una abierta sobrevaluación del bolívar, que le fue quitando
espuriamente competitividad a la producción nacional. La vorágine importadora fue, no
obstante, relativamente fácil de voltear para el gobierno de Maduro, pues desde 2003 las
asignaciones de divisas para transacciones comerciales y financieras han sido administradas
en Venezuela mediante un rígido control de cambios.

El primer gran recorte de las importaciones se inicia a finales de 2012 y continúa en


2013. En 2013, el valor de las importaciones se redujo 13% con respecto a 2012. En 2014,
2015 y 2016, los recortes anuales en las importaciones fueron respectivamente de 17%,
30% y 51%. Otro 25% adicional de ajuste se estima podría haber ocurrido en 2017.

Por otra parte, la compresión de las importaciones ha generado un dramático cuadro


de escasez de bienes finales de primera necesidad, en especial alimentos, medicinas e
insumos médicos. El índice de escasez de alimentos, según el BCV, alcanzó un valor de
29,5% en marzo de 2014. Desde entonces, las cifras oficiales sobre este indicador dejaron
de publicarse. Por último, y no menos importante, en la medida en que la liquidación de
divisas por los canales oficiales se ha hecho cada vez más reducida, la demanda así como la
presión en el mercado paralelo se han incrementado sustantivamente, con graves efectos
sobre el ritmo inflacionario.

El control de la economía productiva

Ya bastante afectada por la insuficiencia de materias primas y bienes de capital


importados y por un inadecuado diseño de la política cambiaria, la capacidad para ofrecer
bienes y servicios del sector productivo de la economía venezolana ha sido sensiblemente
lastimada por la asfixia regulatoria y la propensión confiscatoria de medios de producción
asociadas al proyecto socialista de la Revolución Bolivariana.

Ya desde su mismo primer periodo de gobierno (1999-2006), Hugo Chávez decidió


establecer una relación con el sector privado basada en un discurso desafiante, en el recurso
arbitrario y el «decretismo». Por otra parte, el capital nacional comenzaba a percibir al
gobierno de turno no solo como insensible a las necesidades del sector productivo nacional,
sino además como promotor de una agenda de reformas muy amenazantes a la propiedad, a
la seguridad jurídica y a la rentabilidad esperada de la iniciativa privada. Se fraguaba
entonces un ambiente de percepciones mutuas negativas donde el espacio de conflicto se
ampliaba.

Decidido a imponer una agenda global de reformas, con una habilitación especial
concedida por el Parlamento, Chávez logró imponer en noviembre de 2001 un conjunto de
49 nuevas leyes y reformas que cruzaban transversalmente áreas que iban desde el sector de
hidrocarburos hasta los impuestos, pasando por una nueva ley que regulaba la vida de las
instituciones financieras y la tenencia y el uso de la tierra. Sin embargo, el gran giro
ocurriría una vez reelegido Chávez en 2006, cuando expresamente y afianzado en su ideal
del «socialismo del siglo XXI» decidió intervenir más decisivamente sobre la propiedad y
el control del sector productivo nacional. En el llamado «Plan de Desarrollo Económico y
Social de la Nación» para el periodo 2007-2013, Chávez y su ministro de Planificación,
Jorge Giordani, plasmaron la nacionalización de todos aquellos sectores considerados
estratégicos de la economía nacional.

Las acciones comenzaron a materializarse a partir de 2007, cuando el Estado tomó


el control de los sectores de telecomunicaciones y electricidad, de las grandes industrias
básicas del hierro, el acero y el cemento y de la minería. Ese mismo año, las empresas
extranjeras que trabajaban en la Faja Petrolífera del Orinoco, la mayor reserva de crudo del
mundo, fueron obligadas a aceptar nuevos términos de propiedad y control sobre los
proyectos de explotación (para permanecer como socios minoritarios) y nuevos arreglos
tributarios impuestos por el Estado. Exxon-Mobil y Conoco-Phillips no aceptaron y de ahí
surgieron arbitrajes ante el Centro Internacional de Arreglos de Diferencias Relativas a
Inversiones (ciadi).

Entre 2007 y 2009, cerca de 23.377 millones de dólares fueron usados para pagar
expropiaciones y nacionalizaciones. La bonanza propició desde luego un avance sin límites
en el control del Estado de la actividad productiva. Las nacionalizaciones y expropiaciones
continuaron en los complejos hoteleros, bancos, fábricas de vidrios y fertilizantes,
compañías de lubricantes para automóviles, fábricas de envases de aluminio, cartón y
ferretería, cadenas alimentarias completas y hasta supermercados. De un total de 1.167
empresas expropiadas, 256 operaban en el sector de alimentos. Adicionalmente y alegando
el fomento de la seguridad y la soberanía alimentarias, cerca de 3 millones de hectáreas de
tierras cultivables fueron expropiadas en Venezuela desde 2007. Una buena parte fue
distribuida entre pequeñas asociaciones comunales dispuestas a someter su actividad a las
necesidades de producción de rubros alimentarios determinados en los planes de seguridad
agroalimentaria del gobierno.

La frenética toma de propiedades empresariales y predios privados no solo generó


pasivos para el Estado venezolano, sino que además, cuando hubo desembolsos, los
recursos gastados no representaron reproducción productiva alguna. La mayor parte de
estas nuevas aventuras empresariales a cargo del Estado terminaron en grandes fracasos. La
industria siderúrgica, cementera y minera está hoy día prácticamente paralizada. Las
empresas de servicios de electricidad y telecomunicaciones están en estado ruinoso por
falta de inversiones y por el enorme rezago en el ajuste de las tarifas. En el sector de
alimentos, muchas de las empresas agroindustriales estatizadas están hoy día cerradas y
algunas otras, como los centrales azucareros, trabajan en su mínima expresión.

Estas acciones concretas sobre la propiedad y el control de centenares de empresas y


de tierras con vocación agrícola generaron, desde luego, impactos significativos sobre las
decisiones de inversión privada. Pero la parálisis se fue entronizando, en la medida en que
las acciones para incrementar los controles sobre la economía privada fueron aumentando.
En enero de 2014, un decreto ejecutivo con rango de ley orgánica establece la Ley Orgánica
de Precios Justos y la Superintendencia Nacional para la Defensa de los Derechos
Socioeconómicos (SUNDDE). Con estos instrumentos, el gobierno de Maduro pretendía
combatir la espiral inflacionaria y la escasez de productos, que se mostraba ya para ese
entonces persistente. El gobierno no solo incrementó el control sobre la regulación de los
precios que ya existía desde el primer periodo de gobierno de Chávez, sino que además
puso un tope máximo a los márgenes de ganancia en todas las cadenas de comercialización.

Además, se establecieron controles más estrictos en la producción, los inventarios y


la distribución a los centros de expendio, muy especialmente en las cadenas de bienes
denominados «sensibles». Los controles, desde luego, no detuvieron la inflación, pero sí
agravaron la escasez y los costos siguieron escalando, lo que afectó seriamente la
rentabilidad empresarial. A decir verdad, el sistema de controles, tallado en la Ley de
Precio Justo, no solo trajo mortalidad empresarial y menor producción en las unidades
productivas sobrevivientes, sino que además terminó consolidando el cuadro de escasez y
la promoción de mercados negros y el contrabando. Con la desaparición de unidades
empresariales, las cadenas productivas han quedado rotas. Con precios altamente
distorsionados y alejados de la estructura de costos, los mercados y los precios perdieron su
capacidad de proveer información y asignar recursos e inversiones.

La «nueva» institucionalidad fiscal y monetaria

En la voluminosa bibliografía que intenta desentrañar las razones que explican el


pobre desempeño de las economías petroleras y mineras, hay un creciente consenso en
torno de la idea de que un marco institucional de baja calidad es un elemento determinante
para que la «maldición» de los recursos se vuelva una realidad. Al depender de una renta de
origen externo, los gobiernos requieren menos de los impuestos internos y esto los hace
menos responsables y poco eficientes en la administración de los ingresos. Por otro lado, la
menor dependencia de los impuestos internos los hace depender de fuentes no
convencionales de financiamiento cuando caen los ingresos petroleros por los efectos de la
variabilidad de los precios.

Un aspecto singular de la nueva institucionalidad fiscal y monetaria que se va


tejiendo en Venezuela al calor de la Revolución Bolivariana es la premeditada estrategia de
control de PDVSA y de los ingresos de origen petrolero que les daría a Chávez y a su
proyecto político apalancamiento y recursos para ganar legitimidad. Chávez intentó
concretar el control de la industria de hidrocarburos de varias maneras: nombrando un
presidente en PDVSA aliado a su proyecto político e interviniendo la Junta Directiva de la
Empresa. Finalmente, entendió que bregaba con una estructura y una cultura burocrática
afianzada en valores muy distintos a la lealtad a su proyecto y, en forma decidida,
profundizó el conflicto entre el Ejecutivo y PDVSA. Tras su triunfo, prescindió de la
estructura de gerentes y técnicos que obstaculizaban su proyecto.

El control de facto de PDVSA y de la industria de los hidrocarburos mediante un


nuevo conjunto de leyes permitió a CHAVEZ convertir la empresa en una agencia de
desarrollo de naturaleza parafiscal. Con PDVSA bajo su mando, el Ejecutivo manejó
durante los años de la bonanza dos grandes presupuestos públicos: el formal que se
presentaba anualmente ante la Asamblea Nacional y el parafiscal de PDVSA, sobre el cual
el presidente de la República tenía absoluta discrecionalidad. El Ejecutivo desarrolló así un
conjunto de prácticas y mecanismos para redirigir buena parte de la renta petrolera fuera de
los controles presupuestarios y fiscales habituales del Estado: entre otros, la subestimación
sistemática cada año de los ingresos fiscales petroleros en el presupuesto de la nación. Otro
importante mecanismo vino con la creación del Fondo Nacional de Desarrollo (FONDEN),
que se alimentaba en parte con los ingresos petroleros. De ese modo, estos ingresos
desviados terminaron siendo utilizados discrecionalmente por el Ejecutivo a través de la
empresa estatal PDVSA, ya sea para alimentar programas de inversión pública o para
sufragar algunos programas sociales.

En la medida en que la tasa de inflación comenzó a acelerarse y se concentraba la


acumulación de deudas de PDVSA, un grave problema financiero comenzó a presentarse
en la estatal petrolera y en las cuentas fiscales. En un cuadro de inflación interna, la política
de anclar la tasa de cambio perjudica los ingresos en bolívares de PDVSA, que tienden a
estancarse mientras el gasto se ajusta con la inflación. Así que con gastos fuera de control e
ingresos estancados, fue creciendo el déficit de caja de PDVSA. Las acumulaciones de
deuda comercial y financiera de la empresa y los pagos inminentes asociados a ellas
complicaron aún más la situación deficitaria de la empresa.

Una reforma parcial de la Ley de Banco Central hecha en 2009 terminó por agravar
peligrosamente el problema al autorizar entonces y por primera vez el financiamiento
directo y sin límites a las empresas y los institutos públicos, incluida PDVSA. El
financiamiento monetario, aún en pequeña escala, comenzó en 2010. Pero las presiones
sobre la autoridad monetaria fueron aumentando, a punto tal que para el cierre del año
2013, el pagaré que mantenía la empresa petrolera estatal con el BCV era ya de 411.000
millones de bolívares (que a la tasa de cambio oficial del momento correspondían a 65.200
millones de dólares). Hacia el último trimestre de 2014, los precios del petróleo comienzan
a bajar, con un sensible impacto en los aportes fiscales de origen petrolero sobre el
presupuesto del gobierno central. Paralelamente, la inflación fue encontrando combustible,
la recesión se fue profundizando y la erosión de los ingresos tributarios internos se hizo
manifiesta.

Con una renta de origen petrolero mermada, ingresos tributarios internos


insuficientes y sin acceso al financiamiento internacional, el sector público no ha
encontrado otra fuente de financiamiento que la impresión explosiva de dinero primario.
Así que la pobre calidad institucional en el campo fiscal y monetario parece haber facilitado
las cosas para que el chavismo/madurismo pudiera mantener, mal que bien, su política de
gasto clientelar. Sin embargo, los costos que la sociedad venezolana ha tenido que pagar en
términos de inflación y caída de los ingresos reales han sido más que proporcionales a los
beneficios de esas políticas.

El quiebre y la hiperinflación

Venezuela entró en el último trimestre de 2017 en un contexto de hiperinflación, y


ahora se pueden comprender mejor las razones. Ahogada por los compromisos externos,
con precios e ingresos petroleros que no logran cubrir las necesidades de la economía
nacional, sin reservas y aislada financieramente de los mercados internacionales, la
economía venezolana se ha quedado con un régimen cambiario en caída libre y atada a la
dinámica del único mercado funcional que sirve para hacer importaciones: un mercado
paralelo de naturaleza ilegal. El ritmo explosivo de la cotización del dólar en el mercado
paralelo ha sido una terrible desventura que ha terminado por socavar la confianza y por
pulverizar el valor de la moneda nacional.

En otro plano, la economía real se ha quedado sin motor alguno que pueda sacarla
del estado de postración en que se encuentra. El racionamiento de divisas es un freno claro
para el sector productivo, la política cambiaria es igual una rémora, el sector público se ha
quedado sin recursos para promover una recuperación y, en el sector privado, la destrucción
económica y el clima de controles han sido tan hostiles, que no hay formas de estimular
mayores inversiones. Así que, con semejantes incapacidades por el lado de la producción,
cualquier empuje de demanda termina desatando mayores presiones inflacionarias.
Finalmente, se han conjugado sobre las finanzas públicas, por un lado, un contexto
macroeconómico adverso que afecta sensiblemente la capacidad de recaudación del fisco,
por otro lado, una pesada carga financiera de la deuda pública y niveles de gasto dirigidos a
mantener una administración pública cuyo tamaño se duplicó durante la Revolución
Bolivariana. La fórmula que ha quedado para cerrar el desequilibrio se halla en las
debilidades institucionales que la Revolución Bolivariana impuso en el plano fiscal y
monetario, y el resultado es una política monetaria a merced de las necesidades de recursos
del sector público.

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