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La inclinación natural a conocer la verdad acerca de Dios

José J. Escandell

El célebre texto de la Summa theologiae, I-II, q. 94, a. 2, presenta una terna


de “inclinaciones naturales” de las que resultan otros tantos preceptos de la
ley natural. La tercera clase de “inclinaciones” ahí consignada se distingue
porque deriva de la “naturaleza de la razón”, que el hombre tiene como carac-
terística distintiva respecto de las sustancias en general y de los vivientes en
su conjunto. S. Tomás reconoce aquí una específica inclinación natural del
hombre “al conocimiento de la verdad acerca de Dios y a vivir en sociedad”1.
Hay quienes ven en la enumeración, hecha por S. Tomás, de las tres se-
ries de inclinaciones un elenco completo de todas las que en el hombre son
naturales, confiados quizá por el orden claro en que se distinguen las tres
según la sustancialidad, la vida y la racionalidad. Para el caso de la segunda
serie de inclinaciones –las “vitales”–, explícitamente dice S. Tomás que las
dos que enuncia no agotan la lista, porque deja reconocida e implícita la
existencia de otras al añadir, tras ellas, “et similia”. Y algo semejante ha de
pensarse cuando, al referirse a las tendencias del tercer grupo, que resul-
Artículo recibido el día 2 de enero de 2017 y aceptado para su publicación el 20 de
octubre de 2017.
1 
“Inest enim primo inclinatio homini ad bonum secundum naturam in qua commu-
nicat cum omnibus substantiis, prout scilicet quaelibet substantia appetit conservatio-
nem sui esse secundum suam naturam. Et secundum hanc inclinationem, pertinent ad
legem naturalem ea per quae vita hominis conservatur, et contrarium impeditur. Secundo
inest homini inclinatio ad aliqua magis specialia, secundum naturam in qua communicat
cum ceteris animalibus. Et secundum hoc, dicuntur ea esse de lege naturali quae natura
omnia animalia docuit, ut est coniunctio maris et feminae, et educatio liberorum, et simi-
lia. Tertio modo inest homini inclinatio ad bonum secundum naturam rationis, quae est
sibi propria, sicut homo habet naturalem inclinationem ad hoc quod veritatem cognoscat
de Deo, et ad hoc quod in societate vivat”, Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II,
q. 94, a. 2.

Espíritu LXVII (2018) ∙ n.º 156 ∙ 373-386


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tan de la índole racional del hombre, presenta las dos antes literalmente
mencionadas precedidas por un “sicut”, esto es, un “por ejemplo”. Ambas
razones abonan sostener que las tendencias enumeradas por S. Tomás en
este lugar son tan sólo las más patentes o las más relevantes.
De acuerdo con el título de mi intervención, me limito a tratar única-
mente de la inclinación humana al conocimiento de “la verdad acerca de
Dios”. ¿Cómo se justifica la existencia de esa inclinación?, y ¿cómo hay que
entenderla? Me parece oportuno articular el examen de esta cuestión en
dos partes. La primera deberá reflexionar sobre la índole propia de lo que
se expresa con el término “inclinación natural”, a manera del género al que
pertenece la especie cuya diferencia determinante es “la verdad acerca de
Dios”. El concepto de esa “verdad acerca de Dios” habrá de ser examinado
en la segunda parte de este trabajo.
“[…] fecisti nos ad te et inquietum est cor nostrum, donec requiescat in te”
(Confesiones, I, 1, 1). No es raro que los apologetas apelen a estas conocidas
palabras de S. Agustín para remover a los ateos hacia el reconocimiento
de Dios. El argumento consiste en mostrar que en la aceptación de Dios
se satisface un anhelo íntimo y se encuentra la felicidad. Claro que la efi-
cacia del argumento depende de dos elementos: primero, que el interpela-
do reconozca en sí mismo la existencia activa de esa inclinación original;
y segundo, que reconozca asimismo la experiencia de una inquietud de su
“corazón” cuando este ha querido encontrar reposo y satisfacción en algo
que no es Dios. La inclinación espontánea del “corazón” hacia Dios se ma-
nifiesta negativamente en la vivencia de una insatisfacción cuando se vierte
en algo que no es Dios.
Ello es posible porque ese “corazón” capaz de inquietud, y que contiene
la orientación de la totalidad del propio ser, en el hecho de sentir esa inquie-
tud muestra que tiene su propia “dinámica”, que es independiente de los
deseos y decisiones concretos y que no se somete a los aciertos o desaciertos
de las decisiones particulares que su sujeto tome en la vida. La existencia de
inclinaciones naturales ha de dar por sentado que, de haberlas, su eficacia es
independiente de la voluntad concreta; de lo contrario no pueden ser teni-
das por “naturales”. Esa es la razón de fondo por la que el “corazón inquieto”
es síntoma de una inclinación natural.
No obstante, la tendencia natural ha de ser compatible con su efecti-
va frustración, pues de lo contrario no podría suceder que el “corazón” es-
tuviera inquieto cuando su sujeto se decide por dar la espalda a Dios. La
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inquietud sólo puede ser fruto de la coincidencia y simultaneidad de la


tendencia natural y de su efectiva insatisfacción. La tendencia radical que
puede resultar insatisfecha ha de ser una tendencia que se da con indepen-
dencia del logro de su objeto anhelado.
Importa reparar asimismo en que la frustración de la tendencia natural
que se manifiesta en el “corazón inquieto” sólo puede deberse a la volun-
tad que decide en su contra; esa “inquietud” no resulta de una frustración
de origen externo, sino justamente de la conciencia simultánea de ser el
propio sujeto quien frustra la tendencia radical de su propio corazón. En
la inquietud del corazón frustrado su sujeto es consciente de un fracaso
personalmente provocado; no se trata de un disgusto por una decepción
que uno sufre al no acontecer algo esperado, sino de saberse como autor de
un no haber llegado a donde uno podría haber llegado si hubiera querido.
En consecuencia, la tendencia natural se despliega tanto en la voluntad
que la secunda como también –puesto que es “natural”, necesaria e inevita-
ble– en la voluntad que la obstaculiza. Para evitar la evidente falsedad de
que la tendencia natural se satisface en cualquier caso (a lo cual se opone la
experiencia del “corazón inquieto”), sin caer en el extremo asimismo falso
de concebir la voluntad como capaz de anular una tendencia natural cuan-
do actúa contra ella (cosa inadmisible si la tendencia es natural), habrá que
convenir en una especie de “vía media”. La tendencia natural se hace presen-
te en todos los actos de querer: cumplida y satisfecha en los actos buenos, y
obstaculizada y fracasada en los actos malos.
Por otra parte, la tendencia natural de la que hablamos ha de ser una
tendencia consciente. En la I parte de la Summa theologiae, q. 2, se discute
en primer lugar si la existencia de Dios es evidente. De los tres “videtur
quod” con que se inicia el desarrollo, el primero dice lo siguiente: “Parece
que la existencia de Dios es evidente. Pues llamamos evidentes aquellas
cosas cuyo conocimiento nos es natural, como es el caso de los primeros
principios. Pero, como dice S. Juan Damasceno en el principio de su li-
bro, “en todos los hombres se halla naturalmente el conocimiento de la
existencia de Dios”. Luego la existencia de Dios es evidente”2. Tras haber
2 
“Videtur quod Deum esse sit per se notum. Illa enim nobis dicuntur per se nota,
quorum cognitio nobis naturaliter inest, sicut patet de primis principiis. Sed, sicut di-
cit Damascenus in principio libri sui, ‘omnibus cognitio existendi Deum naturaliter est
inserta’. Ergo Deum esse est per se notum”. El libro citado del Damasceno es De Fide
Orthodoxa, l. I, c. I, en J. P. Migne, Patrologiae cursus completus Patrologia Graeca, París,
1864, vol. 94, col. 789.
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defendido S. Tomás, en el cuerpo del artículo, que la existencia de Dios


es evidente de suyo y no para nosotros, refuta el anterior argumento del
siguiente modo:

A lo primero se ha de decir que el conocimiento de la existencia de Dios


en algo común y bajo cierta confusión se halla naturalmente en nosotros,
en cuanto que Dios es la felicidad del hombre, puesto que el hombre na-
turalmente desea la felicidad y todo lo que naturalmente es deseado por
el hombre es naturalmente conocido por él. Pero esto no es conocer pro-
piamente la existencia de Dios, del mismo modo que conocer que alguien
viene no es conocer a Pedro, aunque sea Pedro el que viene, pues asimismo
muchos estiman que el bien perfecto del hombre, que es la felicidad, está en
las riquezas, otros, en los placeres, y otros en cualquier otra cosa3.

Lo que ante todo interesa ahora es solamente el sentido que pueda te-
ner hablar de un conocimiento necesariamente adjunto a las tendencias na-
turales del hombre. “Todo lo que naturalmente es deseado por el hombre
es naturalmente conocido por él”, dice S. Tomás; lo que naturalmente se
desea, es antes naturalmente conocido (por el hombre). Por supuesto, S.
Tomás no admite que tenga el ser humano idea innata alguna. Pero, al mis-
mo tiempo, es claro que el conocimiento natural no se corresponde con
un conocimiento cabal, puesto que hay hombres que se confunden a su
respecto, según reconoce S. Tomás en el texto citado. De donde resulta una
especie de paradoja, pues, por así decirlo, el conocimiento en cuestión ha de
ser un conocimiento que no es conocimiento. Por supuesto, la paradoja no
es autentica, sino tan sólo aparente, dado que se trata de un conocimiento
que lo es en un sentido y que no lo es en otro: no lo es, por cierto, como co-
nocimiento satisfactorio y plenario, aunque lo es de una manera auténtica y
verdadera. Por lo que respecta al conocimiento natural que el hombre tiene
de Dios, no se contenta S. Tomás con él y, precisamente por ello se compro-
mete a continuación en el obligado trámite de buscar y encontrar pruebas
3 
“Ad primum ergo dicendum quod cognoscere Deum esse in aliquo communi, sub
quadam confusione, est nobis naturaliter insertum, inquantum scilicet Deus est hominis
beatitudo, homo enim naturaliter desiderat beatitudinem, et quod naturaliter desidera-
tur ab homine, naturaliter cognoscitur ab eodem. Sed hoc non est simpliciter cognoscere
Deum esse; sicut cognoscere venientem, non est cognoscere Petrum, quamvis sit Petrus
veniens, multi enim perfectum hominis bonum, quod est beatitudo, existimant divitias;
quidam vero voluptates; quidam autem aliquid aliud”.
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explícitas y claras de su existencia (cosa que logra, como es bien sabido, en


S. Th., I, q. 2, a. 3: con las “cinco vías”).
Podría pensarse que la aparente paradoja en la que nos encontramos
puede ser disuelta con romper uno de sus extremos en pugna mediante la
apelación a lo “inconsciente”. Situar en el orden de lo inconsciente el “co-
nocimiento natural” en que se apoyan las tendencias naturales humanas
parecería solventar la situación, en cuanto que con la idea del inconsciente
podría parecer que se da cuenta de la escasísima claridad con que ese cono-
cimiento se encuentra en los seres humanos. Sin embargo, “el remedio es
peor que la enfermedad”, pues con la apelación al inconsciente habría que
enfrentarse a la explicación de la existencia de un conocimiento que pro-
piamente no es conocimiento. Y es que al declarar un conocimiento como
inconsciente no se hace otra cosa que llamar inconsciente a la conciencia.
Y una conciencia inconsciente es un círculo cuadrado, un puro imposible.
Precisamente es este el error que cometen, al menos, los tres “filósofos
de la sospecha” y sus seguidores, cada uno a su modo y manera. En espe-
cial es ilustrativo en este punto el caso de S. Freud. Piensa el fundador del
psicoanálisis que el ser humano ha tenido que soportar en la modernidad
tres importantes humillaciones. Una cosmológica, otra biológica y, final-
mente, por obra precisamente del psicoanálisis, una ulterior y más hiriente
humillación psicológica. Es esta última la que ahora nos interesa. Sucede
que, para Freud, el hombre corriente moderno “se siente seguro de que sus
noticias son completas y confiables, y seguro también de la viabilidad de
sus órdenes” (Freud, 1978, 133); es decir, está convencido de que tiene
pleno control sobre sí mismo y sobre sus acciones porque cree tener un
conocimiento fiable de lo real y porque cree que su voluntad determina sus
decisiones. La ilusión y el engaño que el psicoanálisis pretende denunciar es,
precisamente, esa creencia del hombre en su señorío sobre sí mismo. Freud
niega que el ser humano sea dueño de su vida. Y lo niega porque entiende
que en el hombre actúan fuerzas que no solamente no se someten a control,
sino que, a la inversa, son ellas las que controlan al sujeto: “el yo no es amo
de su propia casa” (Freud, 1978, 135).
Esta posición del psicoanálisis es instructiva para nuestro asunto. Según
esta doctrina, la existencia del inconsciente en el hombre es correlativa de la
inexistencia del autocontrol, es decir, de la supresión de la libertad. Por el
contrario, en el inicio de su filosofía y teología morales, S. Tomás recuerda,
otra vez con S. Juan Damasceno, que el hombre es imagen y semejanza de
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Dios justo porque es un ser intelectual, dotado de libre arbitrio y de domi-


nio sobre sus actos. La ética (sea filosófica o teológica) sólo es posible si se
supone que el hombre es principio “de sus propias acciones por tener libre
albedrío y dominio de sus actos”4.
Acorde con S. Tomás en este punto, y opuesta a la de Freud, es asimismo
la posición de Kant, para quien la libertad está en la entraña de la moralidad,
siendo aquélla uno de los postulados ineludibles de la razón práctica, como
es bien patente en aquel célebre texto de la Crítica de la razón práctica:

[…] la libertad es sin duda la ratio essendi de la ley moral, pero la ley
moral es la ratio cognoscendi de la libertad. Pues si la ley moral no estuviese,
en nuestra razón, pensada anteriormente con claridad, no podríamos nun-
ca considerarnos como autorizados para admitir algo así como lo que la
libertad es (aun cuando ésta no se contradice). Pero si no hubiera libertad
alguna, no podría de ningún modo encontrarse la ley moral en nosotros5.

Santo Tomás y Kant están persuadidos de que no puede ser responsable


de sus actos quien en realidad es movido por hilos invisibles. No puede ha-
ber responsabilidad donde el agente ni tiene conocimiento de lo que hace
ni tiene el control de lo que hace. La inexistencia de responsabilidad en el
hombre supone haberle negado la libertad, y sin libertad no hay moral. Es
evidente que la posición de Freud anula la ética.
Todo esto es de gran utilidad porque permite entender la dinámica de las
tendencias naturales. En el caso de Freud, las pulsiones “naturales” se opo-

4 
“Quia, sicut Damascenus dicit, homo factus ad imaginem Dei dicitur, secundum
quod per imaginem significatur intellectuale et arbitrio liberum et per se potestativum;
postquam praedictum est de exemplari, scilicet de Deo, et de his quae processerunt ex
divina potestate secundum eius voluntatem; restat ut consideremus de eius imagine, idest
de homine, secundum quod et ipse est suorum operum principium, quasi liberum arbi-
trium habens et suorum operum potestatem”, S. Th., I-II, Prooemium. La referencia a S.
Juan Damasceno se encuentra en De Fide Orthodoxa, l. II, c. XII, en J. P. Migne, Patrolo-
giae cursus completus… Patrologia Graeca, cit., vol. 94, col. 920.
5 
“[...] daß die Freiheit allerdings die ratio essendi des moralischen Gesetzes, das mora-
lische Gesetz aber die ratio cognoscendi der Freiheit sei. Denn wäre nicht das moralische
Gesetz in unserer Vernunft eher deutlich gedacht, so würden wir uns niemals berechtigt
halten, so etwas, als Freiheit ist (ob diese gleich sich nicht widerspricht), anzunehmen.
Wäre aber keine Freiheit, so würde das moralische Gesetz in uns gar nicht anzutreffen
sein”, Kritik der praktischen Vernunft, Vorrede, en Kants Werke, Akademie-Textausgabe,
Walter de Gruyter, Berlin, 1968, Band V, S. 4, Hinweis zur Fußzeile.
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nen a la voluntariedad y, por lo tanto, a la vida propiamente humana. Para


el psiquiatra austríaco, el vivir del hombre es el de una marioneta que no
sabe que lo es. Manejan al hombre pulsiones que controlan su “voluntad”
y con objetivos ajenos a su conciencia: pulsiones y objetivos inconscientes.
Para S. Tomás, por el contrario, que considera primaria la experiencia de la
libertad del ser humano en su vida, las pulsiones naturales se integran en
la dinámica propia de la voluntad y, por consiguiente, suponen también
una conciencia natural de los objetivos de esas pulsiones. “Todo lo que
naturalmente es deseado por el hombre es naturalmente conocido por él”,
según hemos visto antes. Es decir, la conciencia del hombre ha de incluir,
en relación con la tendencia a Dios, un auténtico (aunque no satisfactorio)
conocimiento de Él. Porque el precio que se pagaría por situar este “cono-
cimiento” fuera de la conciencia –en el orden de lo inconsciente– sería la
destrucción de la libertad.
Para el caso del conocimiento sensible, la psicología de la Gestalt puso
bien de manifiesto, frente a la simpleza abusiva del asociacionismo, que los
actos de percepción tienen siempre objetos complejos y, a la vez, organiza-
dos. Una de las leyes básicas de la percepción es la de que la atención que
se dirige a una forma supone un fondo sobre el cual ésta es percibida. En
el caso del conocimiento intelectual, y ya en el orden de la simple aprehen-
sión, sin negar su simplicidad, es preciso decir que lo pensado en cada idea
particular puede tener un contenido lógicamente complejo. Por ejemplo,
el concepto de “elefante”, si lo es de verdad, incluye que se trata de un ente
real sustancial, viviente, sensitivo, dotado de trompa, etc.; por tanto, quien
lo piensa, aunque no repare en esos detalles, no puede dejar de pensar en
ellos a su modo y manera, si es que real y verdaderamente está pensando en
un elefante auténtico.
Análogamente, por lo que respecta a las tendencias o apetitos, hay que
concebirlas de modo que incluyan, como en primer plano, lo que explíci-
tamente persigue su sujeto, sin que con ello se pueda dejar de lado que en
ellas se incluyen, por definición, otras metas necesariamente presentes en
aquella principal. Por ejemplo, nadie que actúa por deseo de un objeto cual-
quiera puede dejar de querer, al mismo tiempo, su propia felicidad; como
no es posible querer escribir sin querer un instrumento para hacerlo.
Aristóteles alude a este mismo asunto cuando, al comienzo de su Ética a
Nicómaco, llega a la afirmación de un fin último de nuestros actos:
380 José J. Escandell

Si existe […] algún fin de nuestros actos que queramos por él mismo
y los demás por él, y no elegimos todo por otra cosa –pues así se seguiría
hasta el infinito, de suerte que el deseo sería vacío y vano–, es evidente que
ese fin será lo bueno y lo mejor6.

El fin último del hombre no es un fin distinto y al margen de los actos de


los hombres, sino que es algo supuesto, incluido en ellos. O lo que es lo mis-
mo: la tendencia natural a la felicidad está en acto incluida en la tendencia
particular que dirige cualquier acción libre.
En resumen, no es que el querer del hombre sea manejado por tenden-
cias extravoluntarias que se le ocultan y escapan, y que anulan el querer
mismo, como unas tendencias “inconscientes”, sino que en las tendencias
particulares ocasionales de cada hombre hay un objeto central y, en él, se
tiende a la vez a metas no explícitas. Por lo tanto, la alternativa no se limita
a ser la que hay entre lo consciente y lo inconsciente, entre lo voluntario y lo
involuntario, sino que también es preciso admitir una cierta gradación de
claridad en lo consciente y en lo voluntario.
Las tendencias naturales están presentes en todas las tendencias. Esa pre-
sencia no puede ser ni inconsciente ni involuntaria en el hombre, porque es
incompatible con la conciencia y con la voluntad, porque las imposibilita.
Por lo tanto, ha de tratarse de una presencia implícita o indirecta; pero pre-
sencia, al fin y al cabo. Las tendencias naturales no son tendencias “a pesar”
de la voluntad y que la dominan impidiéndole ser ella misma, sino que se
integran en su propio interior y en su constitutiva naturaleza.
El “corazón” del hombre está inquieto hasta que encuentra a Dios; aun-
que la inquietud no muestra inmediatamente que es Dios el objeto que la
satisface. Del mismo modo que ver a alguien que viene no es ver a Pedro,
el desear algo que nos satisfaga y tranquilice no es ver que Dios es nuestro
fin. (Sirva todo esto, por otro lado, para desmentir que la religión tenga sus
raíces propias en estratos ocultos del psiquismo humano).
Se comprende que estas tendencias naturales, que están en el fondo de
todas las demás, puedan pasar inadvertidas a muchos hombres. Pero si la
tendencia natural del hombre supone un conocimiento natural, ello hace
realmente imposible que la inadvertencia sea completa. Salvo fallo acciden-

6 
“Εἰ δή τι τέλος ἐστὶ τῶν πρακτῶν ὃ δι᾽ αὑτὸ βουλόμεθα, τἆλλα δὲ διὰ τοῦτο, καὶ μὴ πάντα
δι᾽ ἕτερον αἱρούμεθα (πρόεισι γὰρ οὕτω γ᾽ εἰς ἄπειρον, ὥστ᾽ εἶναι κενὴν καὶ ματαίαν τὴν
ὄρεξιν), δῆλον ὡς τοῦτ᾽ ἂν εἴη τἀγαθὸν καὶ τὸ ἄριστον”, Ética a Nicómaco, I, 2, 1094 a 18-22.
La inclinación natural a conocer la verdad acerca de Dios 381

tal, todo hombre está en condiciones naturales de descubrir que solamente


en Dios está la tranquilidad de su corazón, aun supuesta toda forma de de-
bilidad natural o adquirida. Ello se deduce de la doctrina del carácter im-
plícito, y no inconsciente, de las tendencias naturales. Por eso se entiende
que la Iglesia Católica haya podido afirmar que “quienes voluntariamente
pretenden apartar de su corazón a Dios y soslayar las cuestiones religiosas,
desoyen el dictamen de su conciencia y, por tanto, no carecen de culpa”
(Conc. Vat. II, Constitución Pastoral Gaudium et spes, n. 19). No habría
responsabilidad moral en el ateísmo si no hubiera una tendencia natural
al conocimiento de Dios, y tal tendencia no existiría en el hombre si ella
fuera una tendencia puramente inconsciente, pues lo inconsciente no puede
fundar una obligación moral.
Pasemos a la segunda parte de este comentario. ¿Qué se entiende por
“conocimiento de la verdad acerca de Dios”? ¿Qué sentido tiene este con-
cepto?
Salta a la vista que la expresión empleada por S. Tomás es un poco larga.
¿Acaso el conocimiento de la verdad acerca de Dios no equivale al conoci-
miento de Dios, sin más? También es tópico convenir que S. Tomás escribe
en la Summa theologiae con máxima parquedad de palabras. La apariencia
primera de este texto es que ha sido redactado con alguna prolijidad. Mas,
aunque es cierto que hubiera podido decirse lo mismo con alguna mayor
condensación, también puede serlo que, aquí, S. Tomás se esmera en dejar
bien claro lo que desea expresar, evitando confusiones. Téngase en cuenta
que esta inclinación natural pertenece al tercer grupo, esto es, a aquellas que
resultan de la índole racional del hombre, y la verdad es el bien de la razón7.
Tampoco está de más dejar dicho que el conocimiento de Dios al que
este texto alude es, sin duda, el conocimiento “natural”, en el sentido de
lo que es asequible a la razón humana según sus fuerzas constitutivas. No
otra cosa ha de decirse si el “conocimiento de la verdad acerca de Dios” es
el fin que satisface a una inclinación o apetito natural. Para que el Aquinate
pudiera estarse refiriendo en este lugar al conocimiento sobrenatural de la
fe sería preciso que la tendencia o inclinación en cuestión fuera, no natu-
ral, sino estrictamente sobrenatural. Lo sobrenatural no es asequible a lo
natural por sí mismo. Aunque de ello no se deduce, por supuesto, como
es de suponer, que S. Tomás se oponga en este lugar a la fe sobrenatural.
7 
“[…] ultimum finem universi esse bonum intellectus. Hoc autem est veritas”, Summa
contra gentiles, lib. I, cap. 1.
382 José J. Escandell

Simplemente queda fuera del marco de referencia, que es el de la naturaleza


humana y sus capacidades naturales o meramente creaturales8.
Claro parece que esta tendencia al conocimiento de Dios es natural en
este lugar de Summa contra gentes, que dice:

Pues al conocimiento de aquellas cosas que la razón puede investigar


acerca de Dios precede el conocimiento de muchas otras, siendo así que la
filosofía entera se ordena al conocimiento de Dios. Y por eso la metafísica,
que versa sobre lo divino, es la última parte que ha de adquirirse. Así, pues,
no es sino con mucho trabajo de estudio como se puede llegar al cono-
cimiento de aquellas verdades. Un trabajo, por cierto, que pocos quieren
sufrir por amor a la ciencia, a pesar de que Dios puso apetito natural de ella
en las mentes de los hombres9.

Y esto es tan conocido como interesante y relevante. Merece atención


el hecho de que S. Tomás comience su tratado de teología de la fe propo-
niendo unas pruebas de la existencia de Dios. Como lo es también, en ese
mismo sentido, que en el lugar al que me vengo refiriendo (de la I-II, q. 94)
permanezca su autor en el plano de la simple filosofía, sin apelación ningu-
na sustancial a la fe. Habrá que insistir en que el S. Tomás que elabora la más
elevada teología de la fe es el mismo que también cultiva con autoridad la
suprema sabiduría humana. De donde se infiere que el Doctor Angélico no
admite distinción esencial entre el “Dios de la fe” y el “Dios de los filósofos”.
Ha sido nuestro J. Balmes uno de los escritores que con mayor firmeza
y claridad han repetido que hay un íntimo acuerdo entre la fe y la filosofía
(Balmes, 1969, 207). Enfrente, en los tiempos actuales cunde la convic-
ción opuesta, según la cual la racionalidad es monopolio de la ciencia y la
filosofía, y por lo tanto la fe se sitúa en el ámbito de lo irracional. Vista esta
posición desde la razón natural, es un racionalismo; vista desde el ángulo

8 
La cuestión de la ordenación de lo natural a lo sobrenatural es asunto que escapa a
los fines de este trabajo.
9 
“Ad cognitionem enim eorum quae de Deo ratio investigare potest, multa praecog-
noscere oportet: cum fere totius philosophiae consideratio ad Dei cognitionem ordine-
tur; propter quod metaphysica, quae circa divina versatur, inter philosophiae partes ulti-
ma remanet addiscenda. Sic ergo non nisi cum magno labore studii ad praedictae veritatis
inquisitionem perveniri potest. Quem quidem laborem pauci subire volunt pro amore
scientiae, cuius tamen mentibus hominum naturalem Deus inseruit appetitum”, Summa
contra gentiles, lib. I, cap. 4.
La inclinación natural a conocer la verdad acerca de Dios 383

de la fe, es un fideísmo. La razón se encierra en su territorio meramente


natural, y la fe se recluye en el suyo, en las nubes de la “pura” fe. Entonces la
razón es insensatez para la fe y la fe una locura para la razón.
Lo reconoce paladinamente un autor tan claro como enemigo de la fe
cristiana, B. Russell: “[…] no creo que la verdadera razón por la que la gente
acepta la religión tenga nada que ver con la argumentación. Se acepta la re-
ligión emocionalmente” (Russell, 1986, págs. 30-31). Naturalmente, B.
Russell no está dispuesto a consentir en la existencia de la religión, a la que
achaca (en particular, a la cristiana), con toda coherencia, todos los males
del mundo10.
Una posición en apariencia solícita por la fe, y también por la razón,
pero en realidad radicalmente enfrentada con la de S. Tomás, se encuentra
en H. Küng. Sostiene este autor, tras presentar su personal análisis de la
mentalidad actual, que

no sólo la filosofía y la teología, sino también las ciencias de la natu-


raleza han tenido grandes dificultades con los cambios en la imagen del
mundo. Ni las ciencias de la naturaleza ni la filosofía y la teología pueden
resolver por sí solas tamañas dificultades. Las unas y las otras se ven, hoy
más que nunca, obligadas a la mutua colaboración. Nunca ha parecido tan
posible y fructífera como hoy una colaboración semejante, una vez elimi-
nados tantos prejuicios y subsanados tantos malos entendidos por ambas
partes. Así, pues, entre la teología y las ciencias naturales no ha de haber en
adelante una oposición hostil ni, como en los últimos tiempos, una yuxta-
posición distanciada y pacífica, sino una colaboración razonable, dialogal y
crítica con la mirada puesta en un mundo uno y en un hombre uno (Küng,
1979, págs. 172-173).

El sentido literal de estas palabras puede hacer pensar que la idea de


Küng de la “mutua colaboración” entre teología y filosofía con las ciencias
coincide con la postura del Doctor Angélico. Sin embargo, la diferencia se
10 
“Uno advierte, al considerar el mundo a su alrededor, que todo el progreso del sen-
timiento humano, que toda mejora de la ley penal, que todo paso hacia la disminución
de la guerra, el mejor trato de las razas de color, que toda mitigación de la esclavitud, que
todo progreso moral realizado en el mundo, ha sido obstaculizado constantemente por
las Iglesias organizadas. Afirmo deliberadamente que la religión cristiana, tal como está
organizada en iglesias, ha sido, y es aún, la principal enemiga del progreso moral del mun-
do”, B. Russell, Por qué no soy cristiano, y otros ensayos, 32.
384 José J. Escandell

manifiesta nítida si se lee un poco más adelante: “Como presupuesto para


esta nueva colaboración crítico-dialógica entre la teología y las ciencias na-
turales se requiere evidentemente […] un radical cambio de rumbo de parte
de la Iglesia y la teología” (Küng, 1979, 173). El propio H. Küng es bien
consciente de la radical diferencia que hay entre su idea de “colaboración
crítico-dialógica” y la armonía entre fe y razón que propone S. Tomás. “El
Dios de la Biblia –dice Küng– no se identifica con el Dios de la antigua
imagen del mundo ni con el Dios de la filosofía griega” (Küng, 1979, 184).
El rechazo por Küng de la escolástica cristiana no es una mera elección de
estilo por gusto o sensibilidad, sino el rechazo de un modelo esencial de las
relaciones entre la fe y la razón. Lo que Küng muestra como colaboración
entre una y otra supone haberlas concebido según el emparejamiento entre
racionalidad y ciencia-filosofía, por un lado y, por otro, entre irracionalidad
y fe.
El “Dios de la fe” –el “Dios de la Biblia” según la expresión de Küng– es,
para S. Tomás, el mismo Dios que el “Dios de los filósofos”. Por supuesto,
aquí los “filósofos” de referencia no lo son los deístas del barroco tardío y de
la ilustración, esos “filósofos y sabios” a los que quizá se refiere Pascal en su
Mémorial11. El Dios de Jerusalén es el Dios de Atenas, como sin duda pen-
saba S. Tomás al aprobar el aristotelismo y su Motor Inmóvil, y unir la teo-
ría del Dios Uno y filosóficamente estudiado, con el Dios Trino y Redentor
en Cristo al que se accede por la fe sobrenatural. Las diferencias entre uno
y otro modo de conocer a Dios, resulta de perspectivas diferentes. El punto
de vista filosófico ve a Dios solamente desde fuera, solamente como Causa
del ser finito12; el punto de vista de la fe se sitúa, por el contrario, en la in-
timidad de Dios. Por eso, aunque el nombre más propio de Dios sea el de
Padre, Hijo y Espíritu Santo, no por ello deja de ser verdad que ese mismo
Dios es Motor Inmóvil. Este nombre le cuadra para un observador externo;
el otro le es propio para sus íntimos y familiares.

11 
“Dieu d’Abraham, Dieu d’Isaac, Dieu de Jacob, / non des philosophes et des sa-
vants”, B. Pascal, Mémorial, texto tomado de http://www.penseesdepascal.fr/Hors/
Hors1-moderne.php (1/11/2018).
12 
El conocimiento humano, que se extiende al “ente en cuanto ente”, solamente se
refiere a Dios como causa del ente. Ese solamente significa que no es posible a la razón
natural un conocimiento de Dios al margen de su condición de Causa del ser. La ciencia
metafísica, que es conocimiento del ser por sus causas, no es capaz de conocer a la Causa
en su ser. Pues no es lo mismo conocer la causa de algo que conocer algo que es causa
(Millán-Puelles, 2013, 128).
La inclinación natural a conocer la verdad acerca de Dios 385

Tiene “la inclinación natural al conocimiento de la verdad acerca de


Dios” una dimensión práctica. Para la razón en su uso teórico, Dios es des-
cubierto en la cima de la metafísica, tras el laborioso ascenso que comienza
por el examen de los seres finitos materiales y que prosigue por los seres
vivientes, sensitivos y racionales. Esta vía del puro conocimiento no sola-
mente no es asequible a la mayoría de los hombres, sino que, sobre todo,
presenta una esencial insuficiencia aun en el plano de la razón y de la vida
humana naturales. He aquí el motivo fundamental inmediato de ello: “[…]
cuando el acto del entendimiento y el de la voluntad recaen sobre un objeto
enteramente espiritual, el acto volitivo es superior al intelectivo, porque el
objeto en cuestión es más perfecto como querido (tal cual es en sí mismo)
que como entendido (tal cual es en el sujeto cognoscente)” (Millán-Pue-
lles, 2013, 271).
Una vez descubierto Dios suficientemente por la razón natural teórica,
es inevitable que se active un obrar moral (libre, racional) respecto de Él.
Esto se llama “religión, que significa “orden a Dios”, reverencia hacia Dios,
como dice S. Tomás (Summa theologiae, II-II, q. 80, a. 1). La inteligencia
que encuentra al Motor Inmóvil –Ipsum Esse Subsistens– no puede evitar
verlo como el Sumo Bien al que debe referirse por justicia, para reconocer-
le como Autor de ella misma. Una consideración teórica que permanezca
inoperante, a la que no siga una mirada agradecida hacia el Ser que expande
su Bondad en el cosmos, no ha alcanzado su plenitud, no ha comprendi-
do suficientemente que, precisamente porque Dios es el Señor de todas las
cosas, merece –por justicia– la activación subsiguiente de la voluntad y el
sometimiento no solamente del pensamiento sino de la vida entera. Esta es
la virtud de la religión, tal como S. Tomás la entiende.
Cuando S. Tomás se ocupa de las inclinaciones naturales en el lugar de la
Summa theologiae del que arrancan estas reflexiones, su propósito se limita
a mostrar que los preceptos de la ley natural son varios, y no uno sólo. La
inclinación al “conocimiento de la verdad acerca de Dios” es un mero ejem-
plo. Ahora bien, puesto que Dios es el Motor Inmóvil y Bien Supremo, esta
inclinación no es una más entre las otras, sino, precisamente, la central y
decisiva. Aquella en la que se cifra el sentido total de la existencia humana.

José J. Escandell
Instituto Santo Tomás de Balmesiana
[email protected]
386 José J. Escandell

Referencias bibliográficas

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