Bio Federico Garcia Lorca

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Biografía de Federico García Lorca

Una vida, en breve


Federico García Lorca, uno de los poetas más insignes de nuestra
época, nació en Fuente Vaqueros, un pueblo andaluz de la vega
granadina, el 5 de junio de 1898, el año en que España perdió sus
colonias. Su madre, Vicenta Lorca Romero, había sido durante un
tiempo maestra de escuela, y su padre, Federico García Rodríguez,
poseía terrenos en la vega, donde se cultivaba remolacha y tabaco. En
1909, cuando Federico tenía once años, toda la familia -sus padres, su hermano Francisco, él mismo
y sus hermanas Conchita e Isabel- se estableció en la ciudad de Granada, aunque seguiría pasando
los veranos en el campo, en Asquerosa (hoy, Valderrubio), donde Federico escribió gran parte de su
obra.
Más tarde, aun después de haber viajado mucho y haber vivido durante largos períodos en Madrid,
Federico recordaría cómo afectaba a su obra el ambiente rural de la vega: Amo a la tierra. Me siento
ligado a ella en todas mis emociones. Mis más lejanos recuerdos de niño tienen sabor de tierra. Los
bichos de la tierra, los animales, las gentes campesinas, tienen sugestiones que llegan a muy pocos.
Yo las capto ahora con el mismo espíritu de mis años infantiles. De lo contrario, no hubiera podido
escribir Bodas de sangre.
En sus poemas y en sus dramas se revela como agudo observador del habla, de la música y de las
costumbres de la sociedad rural española. Una de las peculiaridades de su obra es cómo ese
ambiente, descrito con exactitud, llega a convertirse en un espacio imaginario donde se da expresión
a todas las inquietudes más profundas del corazón humano: el deseo, el amor y la muerte, el
misterio de la identidad y el milagro de la creación artística.
Primeros pasos: Fuente Vaqueros
El traslado de la familia del campo a la ciudad afectó profundamente a Federico. En 1916 o 1917,
cuando empezaba a interesarse por la literatura, redactó un largo ensayo autobiográfico en el que
evocaba Fuente Vaqueros, aquel pueblecito muy callado y oloroso de la vega de Granada. El pueblo
está rodeado de chopos que se ríen, cantan y son palacios de pájaros y de sus sauces y zarzales que
en el verano dan frutos dulces y peligrosos de coger. Al aproximarse hay gran olor de hinojos y apio
silvestre que vive en las acequias besando al agua. En verano el olor es de paja que en las noches,
con la luna, las estrellas, y los rosales en flor, forma una esencia divina que hace pensar en el
espíritu que la formó.
En estas páginas autobiográficas intentó captar sus experiencias en la escuela, los juegos con los
amigos, el ambiente de su casa y su asombro ante las desigualdades sociales; como recordó en una
entrevista: Mi infancia es aprender letras y música con mi madre, ser un niño rico en el pueblo, un
mandón. Como resultado de su nueva vida en Granada experimentó una sensación de ruptura con
aquel pasado en el campo y, desde el umbral de la adolescencia, exclamó: Hoy de niño campesino
me he convertido en señorito de ciudad [...] Los niños de mi escuela son hoy trabajadores del campo
y cuando me ven casi no se atreven a tocarme con sus manazas sucias y de piedra por el trabajo.
¿Por qué no corréis a estrechar mi mano con fuerza? ¿Creéis que la ciudad me ha cambiado? No...
Vuestras manos son más sanas que las mías. Vuestros corazones son más puros que el mío. Vuestras
almas de sufrimiento y de trabajo son más altas que mi alma. Yo soy el que debiera estar cohibido
ante vuestra grandeza y humildad. Estrechad, estrechad mi mano pecadora para que se santifique
entre las vuestras de trabajo y castidad.
Los viajes de estudios
Durante su adolescencia, Federico García Lorca sintió más afinidad por la música que por la
literatura. De niño le fascinó el teatro, pero estudió también piano, tomando clases con Antonio
Segura Mesa, ferviente admirador de Verdi. Su primer asombro artístico surgió no de sus lecturas
sino del repertorio para piano de Beethoven, Chopin, Debussy y otros. Como músico, no como
escritor novel, lo conocían sus compañeros de la Universidad de Granada, donde se matriculó, en el
otoño de 1914, en un curso de acceso a las carreras de Filosofía y Letras y de Derecho.
El ambiente intelectual que rodeaba al joven estudiante era de una riqueza sorprendente para una
ciudad provinciana. En la tertulia llamada «El Rinconcillo», del animado café Alameda, García
Lorca se reunía con frecuencia con un grupo de jóvenes de talento que llegarían a ocupar puestos
importantes en el mundo de las artes, la diplomacia, la educación y la cultura. En la Universidad,
dos profesores le abrieron camino: Fernando de los Ríos, profesor de Derecho Político Comparado
y futuro adalid del socialismo español, y Martín Domínguez Berrueta, titular de Teoría de la
Literatura y de las Artes.
Con Domínguez Berrueta hicieron Federico y sus compañeros una serie
de viajes de estudios a Baeza, Úbeda, Córdoba y Ronda (junio de
1916); a Castilla, León y Galicia (otoño del mismo año); otra vez a
Baeza (primavera de 1917); y un último viaje a Burgos (verano y otoño
de 1917). Estos viajes pusieron a Federico en contacto con otras
regiones de España y ayudaron a despertar su vocación como escritor.
Fruto de ello sería su primer libro de prosa, Impresiones y paisajes, publicado en 1918 en edición no
venal costeada por el padre del poeta. No se trata de un simple diario de sus excursiones, sino de
una pequeña antología de sus mejores páginas en prosa. El joven poeta discurre sobre temas
políticos -la decadencia y el porvenir de España, sus inquietudes religiosas, la vida monacal- y sus
intereses estéticos, como eran el canto gregoriano, la escultura renacentista y barroca, los jardines o
la canción popular.
Con la publicación de Impresiones y paisajes y la muerte de su profesor de música al año siguiente,
el aprendiz de músico entró, en palabras suyas, en el reino de la Poesía y acabé de ungirme de amor
hacia todas las cosas. En el otoño de 1918 confesaría: Me siento lleno de poesía, poesía fuerte,
llana, fantástica, religiosa, mala, honda, canalla, mística. ¡Todo, todo! ¡Quiero ser todas las cosas!.
Madrid
Primavera de 1919. Varios miembros de «El Rinconcillo» se habían trasladado ya a la capital y, en
marzo de ese mismo año, José Mora Guarnido escribía a Federico desde Madrid: Debías venir aquí;
dile a tu padre en mi nombre que te haría, mandándote aquí, más favor que con haberte traído al
mundo».
Fue Fernando de los Ríos quien, al fin, tuvo que convencer a los padres del poeta para que le
dejaran salir de Granada y seguir con sus estudios en la Residencia de Estudiantes de Madrid,
dirigida por Alberto Jiménez Fraud. Así pasó Federico a formar parte de una institución que
pretendía ser, en palabras de su director, un hogar espiritual donde se fragüe y depure, en corazones
jóvenes, el sentimiento profundo de amor a la España que se está haciendo, a la que dentro de poco
tendremos que hacer con nuestras manos.
Fundada a semejanza de los colleges de Oxford y Cambridge, la Residencia de Estudiantes
representaba, en aquel entonces, un punto de contacto importantísimo entre las culturas española y
extranjera. Aquel hervidero intelectual supuso un excelente caldo de cultivo para el desarrollo del
poeta. Su vida en «la Colina de los Chopos» le dio una nueva visión de la responsabilidad del artista
frente a la sociedad y reforzó su amor por la cultura, desde la clásica a la popular española. Así,
entre 1919 y 1926, Federico conoció a muchos de los más importantes escritores e intelectuales del
país. En la Residencia se hizo amigo de Luis Buñuel, de Rafael Alberti o de Salvador Dalí. Además,
gracias a la muy activa política cultural de Jiménez Fraud, pasaron por allí numerosos
conferenciantes, científicos, músicos y escritores extranjeros: Claudel, Valéry, Cendrars, Max Jacob,
Marinetti, Madame Curie, H. G. Wells, Le Corbusier, Chesterton, Wanda Landowska, Ravel,
Milhaud, Poulenc...
Los dos primeros años de Federico en la capital (1919-1921)
constituyeron una época de intenso trabajo. Sus caminatas por la
ciudad, sus visitas a Toledo con Pepín Bello, Buñuel y Dalí, sus
encuentros con directores teatrales -como Eduardo Marquina
o Gregorio Martínez Sierra- y con la vanguardia -los ultraístas, Ramón
Gómez de la Serna o el creacionista Vicente Huidobro-, aún le dejaron
tiempo para terminar y publicar su Libro de poemas, componer las primeras Suites, estrenar El
maleficio de la mariposa -que fue un fenomenal fracaso- y elaborar otras piezas teatrales. No perdió
tampoco la oportunidad de conocer a Juan Ramón Jiménez, a quien acudió con una carta de
presentación de Fernando de los Ríos en 1919: Ahí va ese muchacho lleno de anhelos románticos:
recíbalo usted con amor, que lo merece; es uno de los jóvenes en que hemos puesto más
esperanzas -y a la que respondió Juan Ramón de esta manera: Su poeta vino y me hizo una
excelentísima impresión. Me parece que tiene un gran temperamento y la virtud esencial, a mi
juicio, en arte: entusiasmo.
Con aquella visita se inició una amistad duradera, y la correspondencia de Lorca deja claro que Juan
Ramón -generoso mentor de todos los poetas jóvenes de aquel entonces- tuvo una influencia
decisiva en su visión del quehacer poético. Durante los siguientes dos años ayudó a Federico a
publicar algunos de sus versos en revistas de prestigio, como España, La Pluma o Índice, y le
convenció para que editara su Libro de poemas en la imprenta de Gabriel García Maroto, en vez de
hacerlo en una editora comercial más grande, para que Federico tuviera la oportunidad de cuidar, él
mismo, de todos los aspectos de la edición.
Libro de poemas contiene versos seleccionados, con la ayuda de su hermano Francisco, de todo lo
que había escrito desde 1918. Algunos de ellos giran alrededor de la fe religiosa, tema al que había
dedicado cientos de páginas en prosa y en verso. Otros tratan del anhelo del poeta de unirse con la
naturaleza o de recuperar una infancia perdida. En versos que recuerdan al primer Juan Ramón
Jiménez, a Rubén Darío y a poetas menores del modernismo hispánico, el poeta lamenta que la
razón y la retórica hayan reemplazado la fe poética que poseía como niño.
Cuando se publicó este libro, en mayo de 1921, Federico ya se había entregado a otros proyectos y
volvió a Granada ilusionado con la composición de sus Suites. El entusiasmo señalado por Juan
Ramón le llevaba hacia el estudio del folclore: títeres, cante jondo, la canción popular. Estaba a
punto de conocer a Manuel de Falla.
Granada y Manuel de Falla
Falla se había trasladado a Granada a mediados de septiembre de 1920, y en el verano de 1921 se
instaló en el Carmen de Santa Engracia, próximo a la Alhambra, donde Federico le visitó con
frecuencia. El poeta se sintió pronto íntimamente ligado al compositor al compartir con él su amor
por la música, los títeres, el cante jondo...
Entre los primeros en dar al compositor la bienvenida a Granada, en 1920, estuvo el grupo de
jóvenes amigos que se reunía en el café Alameda de la plaza del Campillo, y que formaba la ya
citada tertulia de «El Rinconcillo». José Mora Guarnido explicaba así el nombre dado a la
tertulia: En el fondo del café Alameda, detrás del tabladillo en donde actuaba un permanente
quinteto de piano e instrumentos de cuerda, había un amplio rincón donde cabían dos o tres mesas
con confortables divanes contra la pared, y en aquel rincón [...] plantaron su sede nocturna un grupo
de intelectuales granadinos: los dos hermanos Lorca, los periodistas Melchor Fernández Almagro,
José Mora Guarnido y Constantino Ruiz Carnero, los futuros poetas o críticos José Fernández
Montesinos, Miguel Pizarro y José Navarro Pardo, y los pintores Manuel Ángeles Ortiz, Ismael
González de la Serna o Hermenegildo Lanz, entre otros.
La vida granadina de Federico a partir de 1920 o 1921 giró, pues, alrededor de esos dos focos
culturales: Falla y los integrantes de «El Rinconcillo». Estos últimos intentaban dar nuevo brío a la
vida cultural de la ciudad, defendiendo aquella parte del patrimonio artístico que pudiera orientar a
las nuevas generaciones en su rebelión contra el «costumbrismo» y el «color local», y asustando a
la «Beocia burguesa», en palabras de Mora. Algunos de los proyectos apenas transcendieron el
ámbito local, como, por ejemplo, la colocación de azulejos conmemorativos en honor a los
«viajeros europeos ilustres» que habían contribuido al conocimiento de Granada en el extranjero.
Otros, sin embargo, tuvieron repercusión en el resto de España y Europa, especialmente el Primer
Concurso de Cante Jondo, celebrado en junio de 1922.
Promovido por Falla, Lorca e Ignacio Zuloaga, y apoyado por el
Ayuntamiento de Granada, aquel concurso tenía varios objetivos:
marcar la diferencia entre el cante jondo -de orígenes antiquísimos,
según Lorca y Falla- y el cante flamenco -creación, según ellos, más
reciente-; ganar respeto para el cante jondo como arte; preservarlo de la
adulteración musical y de la amenaza de los cafés cantantes y la ópera
flamenca; premiar a los cantaores no profesionales, y demostrar la influencia que habían tenido el
cante, el baile y el toque jondos no sólo en la música española, sino también en la francesa y la rusa.
El concurso fue un atrevido intento de conectar el arte musical de Andalucía con el arte «universal».
La fórmula estética de Falla -de lo local a lo universal- iba a fijarse para siempre en el corazón de su
joven discípulo.
Meses antes del concurso Federico pronunció, para educar al público granadino, una de las
conferencias que más revelan sobre su propios principios estéticos «Importancia histórica y artística
del primitivo canto andaluz llamado cante jondo»; texto que revisaría años después al leerla
en Argentina, Uruguay y en varias ciudades españolas.
Otro fruto de su interés por el cante jondo fue su segundo libro de versos, Poema del cante jondo,
escrito en 1921 y publicado una década más tarde. En este libro, como en sus Suites, Lorca explora
las posibilidades de la secuencia de poemas cortos. Sin llegar al pastiche, se inspira en la brevedad,
intensidad y concentración temática de las coplas del cante jondo, que habían sido para él toda una
revelación artística: Causa extrañeza y maravilla cómo el anónimo poeta del pueblo extracta en tres
o cuatro versos toda la rara complejidad de los más altos momentos sentimentales en la vida del
hombre.
El poeta acariciaba la idea de crear con el compositor gaditano un teatro ambulante, Los Títeres de
Cachiporra, que sería comparable, en su tratamiento estilizado del folclore, a los Ballets Russes de
Diaghilev, con los que Falla había colaborado. En casa del poeta ofrecieron ambos, a sus familiares
y amigos, un espectáculo inolvidable de títeres en la festividad de los Reyes Magos de 1923, en el
que, con Falla al piano, estrenó Federico La niña que riega la albahaca y el príncipe preguntón y se
interpretó -«por primera vez en España», según Federico- La historia del soldado de Igor
Stravinski. Fiesta en que se reunían, pues, lo tradicional (La niña... se basaba en un viejo cuento
andaluz) y las corrientes musicales más modernas.
La amistad de Falla seguiría orientando a Federico García Lorca a la hora de reconciliar las nuevas
corrientes estéticas con las formas populares. En 1923, Falla y Lorca estaban colaborando en una
opereta lírica, Lola, la comedianta, nunca terminada, y al año siguiente el compositor ayudó a
Federico a dar la bienvenida al poeta Juan Ramón Jiménez, quien visitó a la familia García Lorca
durante el mes de julio de 1924.
Cadaqués y Salvador Dalí
En abril de 1925, desde la Residencia de Estudiantes, Federico anunció a sus padres que había
recibido una invitación para pasar la Semana Santa en Cadaqués con su amigo Salvador Dalí: Dalí
me invita espléndidamente. He recibido una carta de su padre, notario de Figueras, y de su hermana
(una muchacha de esas que ya es volverse loco de guapas) invitándome también, porque a mí me
daba vergüenza de presentarme de huésped en su casa. Pero son una clase de familia distinta a lo
general y acostumbrada a vida social, pues esto de invitar gente a su casa se hace en todo el mundo
menos en España. Dalí tiene empeño en que trabaje esta Semana Santa en su casa de Cadaqués y lo
conseguirá, pues me hace ilusión salir unos días a pleno mar y trabajar y ya sabéis vosotros cómo el
campo y el silencio dan a mi cabeza todas las ideas que tengo.
Fue el primer viaje de Federico a Cataluña, y aquella visita y una segunda estancia más larga, entre
mayo y julio de 1927, dejaron una huella profunda en la vida y obra de ambos.
Dalí había ingresado en 1922 en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando y vivía en la
Residencia, donde había trabado amistad con el poeta granadino. Durante cinco años, desde 1923
hasta 1928, los mundos artísticos de Dalí y de Federico se compenetraron hasta tal punto que Mario
Hernández ha hablado, con razón, de un período daliniano en la obra del poeta, y Santos Torroella,
de una época lorquiana en la del pintor. Fruto de esta amistad, que se convirtió en pasión amorosa,
fue la «Oda a Salvador Dalí», que Federico publicó en abril de 1926 en la  Revista de Occidente,
poema «didáctico» -así lo llama- en que canta ...un pensamiento / que nos une en las horas oscuras
y doradas.
En sus discusiones en Madrid y Cadaqués, y en un riquísimo epistolario
que se ha conservado sólo en parte, los dos amigos abordaban
cuestiones estéticas de hondo interés para ambos. Juntos exploraron la
pintura y la poesía contemporáneas y el arte del pasado. Cuando
Federico preparaba su tragedia Mariana Pineda, en la que intentaba
captar la historia de la heroína granadina en bellas «estampas» románticas, le pidió a Dalí que
diseñara el decorado para su estreno en Barcelona (1927). Otros proyectos se quedaron en pura
conversación, como el Libro de los putrefactos, una serie de dibujos satíricos de Dalí que iba a
incluir un prólogo, jamás escrito, de Federico.
Dalí alentó al granadino en su esfuerzo por comprender la pintura moderna (véase su conferencia
«Sketch de la nueva pintura») y lo animó como dibujante, reseñando su primera exposición, en el
verano de 1927, en las Galeries Dalmau de Barcelona; Y fue Federico, sin duda, quien más animó a
Dalí como escritor. En 1928, la granadina Gallo -revista literaria impulsada por Lorca y dirigida por
su hermano Francisco- publicó las traducciones al español del «San Sebastián» de Dalí -un ensayo,
en forma de narración, en que expone su estética de la «santa objetividad»- y del «Manifiesto
antiartístico catalán», firmado por Dalí, Sebastià Gasch y Lluís Montanyà.
La estética de Dalí le sirvió a Federico como estímulo cuando empezaba a cultivar, a partir de 1927,
una poesía de «evasión», en la que se daba menos importancia a la metáfora que a lo que Federico
llamó -sirviéndose de la expresión de Dalí- el «hecho poético»: la imagen que pretende «evadirse»
de cualquier explicación racional (véase su conferencia «Imaginación, inspiración, evasión»).
De la mano de Dalí pudo adquirir Federico un conocimiento más profundo del arte popular y culto
de Cataluña, región por la que sentiría siempre gran afecto. Si el ingreso en la Residencia de
Estudiantes le había permitido trascender las limitaciones del medio granadino, los viajes a
Cataluña le revelaron las limitaciones del mundo cultural de Madrid.
Viaje a Luis de Góngora
Mientras Federico descubría el mundo cultural de Cataluña, los poetas españoles estaban a punto de
rescatar y celebrar a un poeta barroco cuya estética -originalidad de la metáfora, esplendor
sintáctico y léxico- les impresionaba hondamente. Luis de Góngora y Argote (1561-1627) dejó
huella en la poesía de García Lorca -por ejemplo, en «La sirena y el carabinero» y en algunos de los
romances gitanos-, y la celebración de su tricentenario sirvió para aunar a los poetas españoles en lo
que algunos de ellos empezaron a llamar una «generación». Los amigos de Lorca -Rafael
Alberti, Vicente Aleixandre, Pedro Salinas, Jorge Guillén, Dámaso Alonso, Emilio Prados, Gerardo
Diego, Luis Cernuda, Manuel Altolaguirre- se conocen hoy en día como integrantes de aquella
Generación del 27.
El cri de guerre inicial lo lanzó Gerardo Diego en un ensayo titulado «Escorzo de Góngora». Desde
Valladolid, en febrero de 1924, Jorge Guillén acusa recibo de ese ensayo y de este nuevo
«contemporáneo»: Aunque esto de las generaciones es casi un mito, y casi una tontería, sin
embargo, siento cada día más vivamente la convivencia con mis verdaderos contemporáneos. Sí,
creo en la contemporaneidad de los espíritus. Leyendo, atisbando su Góngora, me siento tan aludido
que ¿cómo no expresarlo, cómo no sacar esta alusión a evidencia amistosa? [Correspondencia.
Pedro Salinas, Gerardo Diego, Jorge Guillén (1920-1983), edición de José Luis Bernal, pp. 47-48.]
Dos años más tarde, Lorca envió a Guillén las primicias de un hermoso ensayo suyo leído como
conferencia en febrero de 1926: «La imagen poética de don Luis de Góngora», donde expresaba la
imponderable grandeza del poeta cordobés. Según Lorca, Góngora armonizaba mundos diversos
gracias a su uso de la mitología, dominó como nadie el mecanismo de la metáfora y de la
inspiración, y su lenguaje cayó sobre la lengua española como un rocío vivificador. Otros poetas
amigos, desde Rafael Alberti hasta Gerardo Diego, Guillén o Dámaso Alonso, pusieron en marcha
una campaña de homenaje y divulgación en torno a la figura y obra de Góngora, campaña que, en
efecto, marca un fenómeno «generacional» (se abstienen Machado, Unamuno, Juan Ramón
Jiménez...) y que culmina con el viaje de sus promotores a Sevilla.
En diciembre de 1927, en el Ateneo de aquella ciudad, el grupo
formado por el propio Lorca, Alberti, Cernuda, José Bergamín, Juan
Chabás, Gerardo Diego, Dámaso Alonso y Mauricio Bacarisse,
comunicó a un público entusiasta una nueva visión no sólo de Góngora
sino de su propio arte frente al de las generaciones anteriores. En la
más sustanciosa y sabia de esas intervenciones, Dámaso Alonso pidió
una completa revisión de los valores de la literatura pretérita. Expuso un nuevo enfoque de la
literatura española, arguyendo que al lado del realismo y del «vulgarismo» asociados habitualmente
con las letras españolas había una corriente de aristocrático idealismo ejemplificado por la obra de
don Luis y por la de los poetas modernos que se agrupaban en torno a él.
El viaje en tren de Madrid a Sevilla fue narrado graciosamente por Jorge Guillén en una serie de
cartas a su mujer, Germaine Cahen (editadas por Biruté Ciplijauskaité): Es absurdo -escribe
Guillén-. Ni antes, ni después de ahora volveré a contemplar todo un departamento de un vagón,
lleno de estos animales llamados poetas.
Los actos oficiales -dos veladas literarias y un banquete en la venta de Antequera- fueron
conmemorados en la prensa sevillana de aquel entonces. Años después, Dámaso Alonso, Luis
Cernuda y Rafael Alberti recordarían con nostalgia otros pormenores de la celebración: una juerga
en Pino Montano -el cortijo del torero Ignacio Sánchez Mejías, que había costeado la excursión-, la
travesía nocturna del Guadalquivir, el primer encuentro de Cernuda y García Lorca...
Entre 1924 y 1927, pues, puede decirse que Federico García Lorca llegó a su madurez como poeta,
atento al arte del pasado y formando parte de uno de los grupos poéticos, en palabras suyas, «más
importantes de Europa, por no decir el más importante de todos».
Un poeta en Nueva York
El éxito crítico de Canciones (1927) y el éxito popular de Primer romancero gitano, publicado en
julio de 1928, dejó descontento a Federico García Lorca, que, en cartas a sus amigos en el verano de
1928, confesaba estar atravesando una gran crisis sentimental, una de las crisis más hondas de mi
vida. [Cartas a Sebastià Gasch y a José Antonio Rubio Sacristán, agosto de 1928]. Estoy
convaleciente de una gran batalla y necesito poner en orden mi corazón. Ahora sólo siento una
grandísima inquietud. Es una inquietud de vivir, que parece que mañana me van a quitar la vida [A
Rafael Martínez Nadal, agosto de 1928].
Esta crisis debió de agravarse en septiembre, cuando el poeta recibió en Granada una durísima carta
de Dalí sobre el Romancero gitano, en la que argüía el pintor catalán que gran parte de la obra
estaba ligada en absoluto a las normas de la poesía antigua, incapaz de emocionarnos, y que el libro
pecaba de «costumbrismo» y moviéndose dentro de la ilustración y de los lugares comunes más
estereotipados y más conformistas.
La crisis de García Lorca había sido provocada por varias circunstancias vitales. Por una parte, con
el éxito popular del Romancero surgió la imagen pública -que pervive todavía en algunas partes- de
un Lorca costumbrista, cantor de los gitanos, ligado temáticamente al folclore andaluz. El mismo
poeta se había quejado de esa imagen antes de que saliera el Romancero, e incluso antes de la
publicación de Canciones, en una carta a Jorge Guillén de principios de enero de 1927: Me va
molestando un poco mi mito de gitanería. Los gitanos son un tema. Y nada más. Yo podía ser lo
mismo poeta de agujas de coser o de paisajes hidráulicos. Además, el gitanismo me da un tono de
incultura, de falta de educación y de poeta salvaje que tú sabes bien no soy. No quiero que me
encasillen. Siento que me va echando cadenas.
Por otra parte, mientras Dalí y Luis Buñuel criticaban duramente su obra, Lorca se separó de Emilio
Aladrén, un joven escultor con el que había mantenido una fuerte relación afectiva.
A pesar de sus preocupaciones y de un horrible verano de sentimientos, el poeta no dejó de trabajar
intensamente, y se entregó a proyectos nuevos muy distintos al Romancero. En Granada se rodeaba
de un grupo de amigos jóvenes y editó los dos únicos números de la citada revista Gallo. Envió al
crítico de arte Sebastià Gasch algunos de sus mejores dibujos y dos poemas en prosa -«Nadadora
sumergida...» y «Suicidio en Alejandría»- que respondían a su nueva manera espiritualista:
emoción pura descarnada, desligada del control lógico. Exploró en una de sus mejores conferencias
el mundo de las nanas infantiles, y explicó su nueva teoría de la «evasión» poética. Durante el
invierno de 1928 se propuso estrenar su «aleluya erótica» Amor de don Perlimplín con Belisa en su
jardín, intento frustrado por los censores del régimen de Primo de Rivera.
Aun en medio de estos proyectos, debió de quedar claro para Lorca que necesitaba desvincularse
durante cierto tiempo del ambiente andaluz y de su círculo madrileño de amigos. En la primavera de
1929, Fernando de los Ríos, antiguo maestro de Federico y amigo de su familia, propuso que el
joven poeta le acompañara a Nueva York, donde tendría la oportunidad de aprender inglés, de vivir
por primera vez en el extranjero y, quizás, de renovar su obra. Se embarcaron en el Olympic -buque
hermano del Titanic- y arribaron el 26 de junio.
La estancia en Nueva York fue, en palabras del propio poeta, una de las experiencias más útiles de
mi vida. Los nueve meses que pasó -entre junio de 1929 y marzo de 1930- en Nueva York y
Vermont y luego en Cuba hasta junio de ese año, cambiaron su visión de sí mismo y de su arte.
Fue ésta su primera visita al extranjero; su primer encuentro con la
diversidad religiosa y racial; su primer contacto con las grandes masas
urbanas y con un mundo mecanizado. Casi podría decirse que su viaje a
Nueva York representó su descubrimiento de la modernidad. Allí
exploró el teatro en lengua inglesa, paseó por el barrio de Harlem con
la novelista negra Nella Larsen, escuchó jazz y blues, conoció el cine
sonoro, leyó a Walt Whitman y a T. S. Eliot, y se dedicó a escribir uno de sus libros más
importantes, el que se publicó, cuatro años después de su muerte, con el título de Poeta en Nueva
York.
Pocos críticos y biógrafos han escrito sobre la vida de Lorca en Nueva York sin insistir en que allí
se sintió deprimido y aislado. Tal es, desde luego, el sentimiento que desprenden sus poemas. Pero
existe también una serie de cartas encantadoras a su familia donde presentaba una imagen muy
diferente. Estas cartas, con su visión más risueña de la ciudad más atrevida y más moderna del
mundo, hacen imposible una lectura autobiográfica de Poeta en Nueva York y nos recuerdan que
uno de los logros más admirables de esta obra consiste en la creación de un protagonista trágico, la
«voz» de los poemas, que tiene propiedades, como dijo un crítico, de Prometeo, profeta y sacerdote.
Sin duda, ese protagonista se relaciona con la «persona» creada por Walt Whitman, a quien dedicó
Lorca una «Oda» en su libro.
Una tercera visión de la ciudad -aparte de la epistolar y la poética- la ofreció Lorca al volver a
España, en una conferencia-recital titulada «Un poeta en Nueva York».
Del conjunto de estos tres textos -conferencia, cartas, y, sobre todo, el libro de poemas- surge una
visión penetrante y memorable no sólo de la civilización norteamericana, sino de la soledad y la
angustia del hombre moderno.
La Habana
En marzo de 1930, Lorca salió de Nueva York en tren con rumbo a Miami, donde se embarcó para
Cuba. Antes de su llegada, su visión de la isla era, según él mismo reconoció, puramente pintoresca;
al pensar en el paisaje cubano y en el tono poético de la isla, recordaba las deliciosas litografías de
las cajas de habanos que había visto de niño.
En La Habana, Lorca experimentó una sensación de libertad y de alivio. Dejando atrás la ciudad de
los rascacielos -Nueva York de cieno. / Nueva York de alambre y muerte- llegó a la América con
raíces, la América de Dios, la América española, como la llamaría en una conferencia. Después del
período neoyorquino, tuvo en La Habana su primer contacto con un país extranjero de habla
española.
Entre el 7 de marzo y el 12 de junio de 1930 (fechas de su estancia en Cuba) vivió unos días
intensos y alegres. Dio una serie de conferencias, con enorme éxito, en la Institución Hispano-
Cubana de Cultura. Exploró la cultura y la música afrocubanas y compuso un son basado en los
ritmos de los negros. Conversó sobre la música y el folclore con el matrimonio Antonio Quevedo y
María Muñoz -amigos de Manuel de Falla, editores de la revista Musicalia, y fundadores del
Conservatorio de Música Bach-. Trabajó en su drama homoerótico El público y gozó de amistades
nuevas y antiguas. Coincidió en La Habana con los españoles Adolfo Salazar y Gabriel García
Maroto, y se reunió de nuevo con otro amigo entrañable de sus primeros años madrileños: el
escritor y diplomático José María Chacón y Calvo. Paseó por las calles de La Habana con el
guatemalteco Luis Cardoza y Aragón y juntos visitaron el famoso Teatro Alhambra, donde se
representaban espectáculos satíricos: escenario vivo, esperpento de la sensualidad habanera saturada
de alegría y de humor, de indignación popular. Conoció también a los hermanos Loynaz -Dulce
María, Flor, Enrique y Carlos Manuel- en su «casa encantada» del barrio del Vedado.
Período sensual, risueño, pues, en la vida de Federico, quien escribió a sus padres: Esta isla es un
paraíso. Cuba. Si yo me pierdo, que me busquen en Andalucía o en Cuba.
Volvió a España en el Manuel Arnús, sintiéndose renovado, hablando de la reforma del teatro
español y listo para participar en proyectos culturales como La Barraca.
Itinerario cultural de la República: La Barraca
Con la proclamación de la II República en abril de 1931, Federico García Lorca empezó a colaborar
con entusiasmo en varios proyectos culturales que pretendían fomentar un mayor intercambio entre
la cultura de las ciudades y la de los pueblos.
Bajo los auspicios de los comités de cooperación intelectual, fundados por Arturo de Soria y
Espinosa, Federico García Lorca dio una serie de conferencias en distintas partes del país. En
Sevilla, Salamanca o Santiago de Compostela habló del cante jondo y leyó los poemas que había
escrito en Nueva York. Se trataba -escribe Ian Gibson- de fundar comités en todas las grandes
ciudades; promover el intercambio de ideas; invitar a destacados conferenciantes; procurar unir a
todos aquellos jóvenes intelectuales que compartiesen el amor a los principios de libertad y de
progreso social; fomentar la solidaridad [Federico García Lorca, vol. II, p. 172]. Y para Lorca, la
conferencia o la lectura de sus poemas era una manera de forjar lo que él llamaba una maravillosa
cadena de solidaridad espiritual.
La aportación más importante de Federico García Lorca a la política cultural de la República fue,
sin duda, la organización del teatro universitario La Barraca, grupo que dirigió junto con Eduardo
Ugarte y que, a partir del verano de 1932, representó obras del teatro clásico español en diversos
pueblos de España. Durante su estancia en Nueva York, mientras vivió en la Universidad de
Columbia, Federico había tenido la oportunidad de observar una vigorosa tradición de teatro no
profesional; de ahí, quizás, proviene la idea de dar un nuevo impulso al teatro universitario que
había florecido en España siglos antes.
La historia comienza en noviembre de 1931, según su amigo, el
diplomático Carlos Morla Lynch: Muy entrada la noche irrumpe
Federico en la tertulia con impetuosidades de ventarrón... Se trata de
una idea nueva que ha surgido, con la violencia de una erupción, en su
espíritu en constante efervescencia. Concepción seductora de vastas
proporciones: construir una barraca -con capacidad para 400 personas-,
con el fin de "salvar al teatro español" y de ponerlo al alcance del pueblo. Se darán, en el galpón,
obras de Calderón de la Barca, de Lope de Vega, comedias de Cervantes... Resurrección de la
farándula ambulante de los tiempos pasados... Aquí Federico se encumbra a las nubes. -Llevaremos
-dice- La Barraca a todas las regiones de España; iremos a París, a América..., al Japón... [En
España con Federico García Lorca, pp. 12-128].
Dos aspectos de la experiencia de Federico García Lorca con La Barraca fueron decisivos para su
carrera como dramaturgo: le permitió aprender el oficio de director de escena y le expuso a un
público nuevo, ajeno a la burguesía frívola y materializada de Madrid. En sus viajes por el campo
soñó con representar el teatro clásico ante el pueblo más pueblo, un público con camisa de esparto
frente a Hamlet, frente a las obras de Esquilo, frente a todo lo grande. Estaba convencido de que lo
burgués está acabando con lo dramático del teatro español... está echando abajo uno de los dos
grandes bloques que hay en la literatura dramática de todos los pueblos: el teatro español. Esta
nueva visión del público debió de afectar profundamente el alcance que intentó dar a su propio
teatro durante los últimos años de su vida.
Buenos Aires y Montevideo
En el verano de 1933, mientras Federico hacía una gira con La Barraca, la compañía de Lola
Membrives estrenó en Buenos Aires Bodas de sangre. Tal fue el éxito de la tragedia lorquiana que
Membrives y su marido, el empresario Juan Reforzo, le invitaron a Buenos Aires, donde dirigió una
nueva producción y leyó una serie de conferencias sobre el arte español en la sociedad Amigos del
Arte.
Durante los seis meses que pasó en Buenos Aires y Montevideo (entre octubre de 1933 y marzo de
1934), Lorca dirigió no sólo Bodas de sangre, sino también Mariana Pineda, La zapatera
prodigiosa, el Retablillo de don Cristóbal y, aprovechando su experiencia con La Barraca, una
adaptación de La dama boba , de Lope de Vega. En cartas a su familia, expresó su asombro por el
éxito de estas obras y por su creciente popularidad entre el público bonaerense: Buenos Aires tiene
tres millones de habitantes pero tantas, tantas fotografías han salido en estos grandes diarios que soy
popular y me conocen por las calles.
Un periodista de aquella época aludió a lo mismo: García Lorca en la terraza. García Lorca en el
piano. García Lorca entre telones. García Lorca en una peña. García Lorca recitando. García Lorca
poniéndose la corbata. García Lorca aprendiendo a cebar mate. García Lorca firmando una foto. Y a
todo esto, en medio de todo esto, como consecuencia fisiológica de todo esto, García Lorca
mirándose las manos, golpeándose la frente, escondiéndose por aquí, huyendo por allá, sin saber el
pobre muchacho qué hacer ni dónde meterse para esquivar los golpes del asalto del periodista, del
fotógrafo, del dibujante, del empresario, del admirador.
En enero de 1934, el mismo periodista bonaerense había seguido a Federico a Montevideo, con la
esperanza de entrevistarle. Éste se sentía «secuestrado», primero por la sociedad porteña y luego por
Lola Membrives, que le había encerrado en un cuarto de hotel de aquella ciudad para que a marchas
forzadas terminara Yerma, la obra que le había prometido para la siguiente temporada. Al final, el
periodista lo encontró, con paso «leve, fugaz», intentando esquivar a otras personas, en un túnel
debajo del hotel donde se alojaba:
«¡Por favor...! No me pida usted que cante.
No, señor.
No me pida que recite.
No, señor.
No me pida que toque el piano.
No, señor.
No me pida que le lea los dos actos que creo que he terminado de mi nuevo
drama Yerma.
No, señor.
Ni un trocito de mi camiseta de marinero.
No, señor.
Y sobre todo, ¡por lo que más quiera!, no me pida que le escriba un pensamiento...».

Su estancia triunfal en Buenos Aires y Montevideo constituyó una revelación: el joven dramaturgo
se dio cuenta de que su obra podía interesar a un vasto público fuera de España; de que podía hacer
carrera en el teatro, y de que, como dramaturgo, no se quedaría nunca a merced de los empresarios
madrileños. Bodas de sangre alcanzó más de ciento cincuenta representaciones en Buenos Aires.
Gracias a ello, Federico García Lorca logró, por fin, su independencia económica. Como el viaje a
Cuba en 1930, el viaje a Argentina le deparó una serie de amistades nuevas, entre ellas: los
poetas Pablo Neruda, Juana de Ibarbourou y Ricardo Molinari; el escritor mexicano Salvador Novo,
y el crítico Pablo Suero.
Últimos años
Cuando Federico García Lorca volvió de Buenos Aires, en abril de 1934, contaba 36 años y le
quedaban poco más de dos de vida. Vivió ese tiempo de manera intensísima: terminó nuevas obras
(Yerma, Doña Rosita la Soltera, La casa de Bernarda Alba y Llanto por Ignacio Sánchez Mejías);
revisó libros ya escritos (Poeta en Nueva York, Diván del Tamarit y Suites); hizo una larga visita a
Barcelona para dirigir sus obras, leer sus poemas y dar alguna conferencia, y meditó con ilusión
sobre proyectos futuros, que iban desde una versión musicalizada de sus Títeres de Cachiporra a
dramas sobre temas sexuales, sociales y religiosos.
Entre 1934 y 1936 dirigió sus esfuerzos, en gran medida, a la renovación del teatro español, con su
propia obra y a través de La Barraca y de la organización de clubes teatrales -como el Anfistora,
fundado por Pura Maortua de Ucelay- y agrupaciones que debían estrenar obras, clásicas o
modernas, que hubieran sido ignoradas por el teatro comercial. Con gran vehemencia reclamó una
«vuelta a la tragedia» y al teatro de contenidos sociales candentes.
En sus entrevistas y declaraciones de 1934 a 1936, insistió Lorca, más
que nunca, en la responsabilidad social del artista, especialmente en la
del dramaturgo, pues éste podía poner en evidencia morales viejas o equivocadas. Se entregó, como
siempre, a la creación poética, pero su poesía «se levanta de la página» y, desde el escenario, llega a
un público más amplio. En una velada en el Teatro Español, en que Margarita Xirgu ofreció a los
actores de Madrid una representación especial de Yerma, salió al escenario Federico para
defender su visión del teatro de «acción social»: Yo no hablo esta noche como autor ni como poeta,
ni como estudiante sencillo del rico panorama de la vida del hombre, sino como ardiente apasionado
del teatro y de su acción social. El teatro es uno de los más expresivos y útiles instrumentos para la
educación de un país y el barómetro que marca su grandeza o su descenso. Un teatro sensible y bien
orientado en todas sus ramas, desde la tragedia al vodevil, puede cambiar en pocos años la
sensibilidad de un pueblo; y un teatro destrozado, donde las pezuñas sustituyen a las alas, puede
achabacanar a una nación entera. El teatro es una escuela de llanto y de risa y una tribuna libre
donde los hombres pueden poner en evidencia morales viejas o equivocadas y explicar con
ejemplos vivos normas eternas del corazón y el sentimiento del hombre.
Mientras pronunciaba Federico estas palabras, Yerma era atacada por la prensa de derechas como
obra «inmoral» y «pornográfica». No se apocó Lorca. Insistió en la autoridad oral y estética que
debían compartir el dramaturgo y los actores y esperaba luchar para seguir conservando la
independencia que me salva... Para calumnias, horrores y sambenitos que empiecen a colgar sobre
mi cuerpo, tengo una lluvia de risas de campesino para mi uso particular.
El ambiente de Madrid, en estos dos años, se había vuelto cada vez más intolerante y violento:
España parecía irremediablemente abocada a una guerra civil.
La muerte
En mayo de 1936 un periódico madrileño publicaba una brevísima nota sobre los proyectos de
Federico García Lorca. El poeta estaba a punto de cumplir 38 años. Casi había terminado su drama
de la sexualidad andaluza, La casa de Bernarda Alba. Llevaba «muy adelantada» una comedia
sobre temas políticos -la llamada Comedia sin título o El sueño de la vida- y estaba trabajando en
una obra nueva titulada Los sueños de mi prima Aurelia, elegía de su niñez en la vega de Granada.
Planeaba otro viaje a América, esta vez a México, donde esperaba reunirse con Margarita Xirgu.
Estaba, pues, rebosante de proyectos, con la sensación de que en el teatro no era más que un
«novel»: Yo no he alcanzado un plano de madurez aún... Me considero todavía un auténtico novel.
Estoy aprendiendo a manejarme en mi oficio... Hay que ascender por peldaños... Lo contrario es
pedir a mi naturaleza y a mi desarrollo espiritual y mental lo que ningún autor da hasta mucho más
tarde... Mi obra apenas está comenzada.
La situación política en Madrid, y en toda España, se había vuelto insostenible. Se hablaba de la
posibilidad de un golpe militar y en las calles de la capital se vivieron numerosos actos de violencia,
desde la quema de iglesias hasta los asesinatos políticos.
Aunque Federico García Lorca detestaba la política partidaria y resistió la presión de sus amigos
para que se hiciera miembro del Partido Comunista, era conocido como liberal y sufrió con
frecuencia las arremetidas de los conservadores por su amistad con Margarita Xirgu o con el
ministro socialista Fernando de los Ríos. La popularidad de Lorca y sus numerosas declaraciones a
la prensa sobre la injusticia social, le convirtieron en un personaje antipático e incómodo para la
derecha: El mundo está detenido ante el hambre que asola a los pueblos. Mientras haya
desequilibrio económico, el mundo no piensa. Yo lo tengo visto. Van dos hombres por la orilla de
un río. Uno es rico, otro es pobre. Uno lleva la barriga llena, y el otro pone sucio el aire con sus
bostezos. Y el rico dice: "¡Oh, qué barca más linda se ve por el agua! Mire, mire usted el lirio que
florece en la orilla". Y el pobre reza: "Tengo hambre, no veo nada. Tengo hambre, mucha hambre".
Natural. El día que el hambre desaparezca, va a producirse en el mundo la explosión espiritual más
grande que jamás conoció la humanidad. Nunca jamás se podrán figurar los hombres la alegría que
estallará el día de la gran revolución. ¿Verdad que te estoy hablando en socialista puro? [Entrevista
en La Voz, Madrid, 7 de abril de 1936].
Intuyendo que el país estaba al borde de la guerra, Lorca decidió marcharse a Granada para reunirse
con su familia. El día 14 de julio llegó a la Huerta de San Vicente y cuatro días más tarde celebró
con ellos la festividad de San Federico.
El 17 de julio estalló en Marruecos la sublevación militar contra la República, y desde Canarias,
Francisco Franco proclamó el Alzamiento Nacional. Para el día 20, el centro de Granada estaba en
manos de las fuerzas falangistas. Durante la revuelta, el cuñado de Federico, Manuel Fernández-
Montesinos, marido de su hermana Concha y alcalde de la ciudad, fue arrestado en su despacho del
Ayuntamiento; al cabo de un mes fue fusilado a mano de los rebeldes.
Dándose cuenta de que sería peligroso quedarse en la Huerta de San Vicente, Federico sopesó, con
su familia, varias alternativas: intentar llegar a la zona republicana; instalarse en casa de su amigo
Manuel de Falla, cuyo renombre internacional parecía ofrecerle protección, o alojarse en casa de la
familia Rosales, en el centro de la ciudad. Esta última opción fue la que escogió Lorca, pues tenía
una relación de confianza con dos de los hermanos del poeta Luis Rosales, que eran destacados
falangistas.
La tarde del 16 de agosto de 1936, Lorca fue detenido en casa de los Rosales por Ramón Ruiz
Alonso, un ex diputado de la CEDA, derechista fanático, que sentía un profundo odio por Fernando
de los Ríos y por el poeta mismo. Según Ian Gibson, biógrafo de Federico, se sabe que esta
detención fue una operación de envergadura. Se rodeó de guardias y policías la manzana donde
estaba ubicada la casa de los Rosales, y hasta se apostaron hombres armados en los tejados
colindantes para impedir que por aquella vía tan inverosímil pudiera escaparse la víctima [Federico
García Lorca, vol. II, p. 469].
Lorca fue trasladado al Gobierno Civil de Granada, donde quedó bajo la custodia del gobernador, el
comandante José Valdés Guzmán. Entre los cargos contra el poeta -según una supuesta denuncia,
hoy perdida y firmada por Ruiz Alonso- figuraban el ser espía de los rusos, estar en contacto con
éstos por radio, haber sido secretario de Fernando de los Ríos y ser homosexual [Federico García
Lorca, vol. II, p. 476]. Fueron infructuosos los varios intentos de salvar al poeta por parte de los
Rosales y, más tarde, por Manuel de Falla. Según Gibson, hay indicios de que, antes de dar la orden
de matar a Lorca, Valdés se puso en contacto con el general Queipo de Llano, jefe supremo de los
sublevados de Andalucía.
Sea como fuere, el poeta fue llevado al pueblo de Víznar junto con otros detenidos. Después de
pasar la noche en una cárcel improvisada, lo trasladaron en un camión hasta un lugar en la carretera
entre Víznar y Alfacar, donde lo fusilaron antes del amanecer.
Aunque no se ha podido fijar con certeza la fecha de su muerte, Gibson supone que ocurrió en la
madrugada del 18 de agosto de 1936. En documentos oficiales expedidos en Granada puede leerse
que Federico García Lorca falleció en el mes de agosto de 1936 a consecuencia de heridas
producidas por hecho de guerra

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