Una Carta de Amor A La Lectura
Una Carta de Amor A La Lectura
Una Carta de Amor A La Lectura
El solo hecho de que usted se haya detenido a leer esta reseña confirma que pertenece, por
más casual que eso sea, al universo del libro. Olvidamos que ese universo es muy reducido
en términos de espacio, de tiempo histórico y olvidamos también que leer es un acto muy
especializado. La inmensa mayoría de la humanidad ha pertenecido
a culturas orales, al reino de la palabra hablada. Se trata de culturas mucho más antiguas que
las culturas de la escritura y la lectura. Las definiciones contemporáneas de alfabetización
básica siguen en debate; pero incluso en nuestros días leer es una destreza que cientos de
millones de personas conocen sólo de modo muy elemental. La alfabetización de los países
privilegiados de Occidente, desarrollados industrialmente, es sólo exterior, engañosa.
Muchísimos hombres y mujeres leen con intenciones estrictamente utilitarias y propósitos
inmediatos. Es prácticamente infinita la variedad de hábitos que distinguen a un lector
obsesivo, que vive para leer —poseído por el libro, como diría Flaubert, de los miles de
hombres y mujeres que simplemente descifran los titulares de la prensa o le echan una ojeada
a los cómics.
Muchos miles de años precedieron a la cultura del libro, y quizá le sucederán muchos
milenios. Hay inscripciones rituales, leyendas y pictografías que se remontan tal vez hasta el
cuarto milenio a.C. Pero los medios que hicieron posible la lectura, y el propio acto de leer,
que solemos dar por sentados, aparecieron más bien tarde en la historia. Por ciertas alusiones
en algunos libros de Platón se colige que los griegos contaban con textos filosóficos en forma
de rollos, y que solían consultarlos cuando les fallaba la memoria. Los eruditos no se han
puesto de acuerdo sobre cuántos hombres y mujeres de la antigua Grecia podían leer algo
más que las inscripciones en los monumentos públicos, o cuántos deseaban sinceramente
poder leer otras cosas. La célebre anécdota de las Confesiones en la que San Agustín cita a
Ambrosio de Milán, su maestro, entre los primeros hombres capaces de leer en silencio, sin
mover los labios, admite hoy muchas dudas. Hay constancias indudables de que la lectura en
silencio es anterior a esa época. ¿Pero cuántas personas dominaban esa destreza? Las
voluminosas épicas de Homero se pudieron poner por escrito y al alcance de lectores privados
hasta que el papiro debidamente tratado, o suficientes pieles de animales para fabricar papel
pergamino, se volvieron técnica y económicamente accesibles. Para numerosas comunidades
y en muchas lenguas, un texto escrito siguió siendo lo que con precisión denota la palabra
"litografía": letras esculpidas en roca o talladas en piedra. Fue hasta la Alejandría helenística
y su célebre biblioteca que el libro cobró la vida que nosotros le conocemos y se desplegó
por fin en la conciencia occidental. Es difícil saber si el libro sobrevivirá y por cuánto tiempo,
pero esa pregunta es absolutamente fascinante.
Y son precisamente las incertidumbres que rodean al formato clásico del libro las que han
dado pie, en las últimas décadas, a un muy vivo interés académico en la historia de la lectura.
El estudio sistemático del crecimiento de las bibliotecas privadas y públicas, de la imprenta
y de los libreros, de la censura y de la economía de la literatura ha fundado extensos
conocimientos y reveladores hallazgos, sobre todo en Francia, donde hay vastos archivos.
Conocemos hoy mucho mejor que en ningún otro momento de la historia los pormenores de
cómo se fijaron por escrito y cómo se leyeron ciertos textos en la antigua Grecia y en Roma,
en el París medieval, en la Venecia del Renacimiento y en los centros intelectuales de la
Ilustración. La afortunada coincidencia en la era victoriana entre excelencia histórico-
literaria (Dickens, Carlyle, Macaulay) y libros más vendidos; el papel seminal de las
imprentas pequeñas y semiprivadas en los movimientos modernistas; el fenómeno del
samizdat o la distribución clandestina de obras prohibidas bajo el Antiguo Régimen y el
despotismo soviético, la historia fulminante del libro de bolsillo, son todos, en fin,
acontecimientos culturales rigurosamente investigados. Los especialistas en historia social y
en estudios de género dirigen actualmente su atención hacia cuestiones tan elusivas como la
accesibilidad de los libros a las mujeres de, digamos, la Edad Media o el siglo xvii. La
investigación de los hábitos de lectura de los niños y de las ilustraciones de los libros ha
abierto nuevos y fértiles campos de estudio. Como lo expresó el enigmático autor del
Eclesiastés: "el componer libros es cosa sin fin".
Ahora disponemos de Una historia de la lectura de Alberto Manguel. Manguel pertenece
sólo de modo marginal a esta tribu de mandarines. Es un bibliófilo apasionado, un
coleccionista, un conocedor de la imaginación literaria, de obras eróticas y de literatura
homosexual. Es también un antólogo políglota y traductor, cuyo origen bonaerense lo
relaciona, adrede, con la cultura libresca y universal de Borges. Manguel respira en su
ambiente en las librerías de Londres y de París. Pero sigue siendo, en el sentido etimológico
y en el mejor sentido de la palabra, un aficionado: un amante más que un especialista o un
técnico experto. Su ritmo es pausado y caprichoso. Curiosea con apasionamiento fuentes y
motivos. Las ilustraciones que acompañan a esta Historia de la lectura han sido elegidas
pensando en sorprender y pensando en agradar. Incluso cuando levanta el inventario de
conocimientos recién adquiridos, la errancia de Manguel conserva la gracia más bien rara, el
toque absolutamente personal y el sabor a menudo autobiográfico de las abundantes
memorias de coleccionistas de libros de fin de siglo. Kipling, Stevenson o Henry James son
para Manguel, como lo fueron también para Borges, presencias familiares y cómplices de
"ese vicio impune" (como definió a la lectura Valery Larbaud, otro bibliómano y traductor
de excepcional finura).
Los capítulos se suceden uno tras otro como en un apacible laberinto. El lector pasa de
sentencias más bien vagas sobre la universalidad social de la lectura un axioma que se
sostiene a condición de otorgarle a la "lectura" una connotación un tanto cuanto informe, a
las disquisiciones de un intruso sobre la psicología o la neurofisiología del acto de leer con
el ojo y con el cerebro. Luego de una reflexión sobre la lectura en silencio viene una sección
sobre las artes de la memoria y sobre la capacidad de los libros para preservar más
notablemente si les encomendamos una remembranza exacta todo aquello que sin ellos se
perdería en el olvido.
Una breve meditación sobre el robo de libros es a la vez vívida y triste. Una sola cita vale
el precio de entrada. Proviene de la biblioteca del monasterio de San Pedro en Barcelona:
Imagino que al terminar de leer, las víctimas de semejantes saqueos susurran: "Amén".
Una disquisición totalmente fuera de lugar sobre Rilke como traductor sirve para
introducir las "lecturas prohibidas" y un epílogo sobre el tema siempre abierto, por fortuna
inagotable, de la naturaleza de los libros. El espíritu vaga eternamente por la Biblioteca de
Babel de Borges, cuyos infinitos laberintos alojan todos los libros posibles, incluidos los
libros perdidos, los libros que vendrán y los libros que no se escribirán jamás. Porque la vida
humana es también, y de modo enfático, el Libro de la Vida.
Manguel es una generosa compañía, de modo que sería grosero detenerse en diversas
inexactitudes. Lo que perturba es su desenfadada inconsciencia o su indiferencia ante los
desafíos que representa su tema. Quizá no ha habido un maestro más ilustre del lenguaje que
Platón, cuya crítica de la lectura no ha perdido nada de su peso desalentador. Los libros llevan
al deterioro de la memoria humana, que es la mina de conocimientos de nuestro ser y la fuente
del conocimiento y de la imaginación creadora. Por escrito, el discurso impreso adquiere una
autoridad completamente ilegítima. Inevitablemente, por su sola disposición tiende a
preservar verdades inamovibles, comprobadas, cuando dilucidar verdades de esa naturaleza
debiera ser, en todo momento, un proceso dinámico, provisional, en constante rectificación.
Lo peor de todo: el libro no se expone a una respuesta inmediata, al cuestionamiento, como
sucede con un interlocutor oral en un diálogo en vivo. El lector no le puede responder al autor
y aprovechar su cercanía para pedir una aclaración. Para Wordsworth, "el ímpetu de un
bosque en primavera" era más valioso que el conocimiento adquirido en la fábrica parasitaria
del aprendizaje libresco, entre el polvo de la biblioteca. Todavía más radicales, los herederos
del anarquismo fundamentalista de Tolstoi sostuvieron que la obra completa de Shakespeare
o de Pushkin era de mucho menor beneficio para hombres y mujeres que un buen par de
zapatos. Los incendiarios de libros (los teóricos, por lo menos) no han sido siempre
bandoleros totalitarios. Y sin embargo hay un punto de vista antagónico que exige ser
refutado una y otra vez.
¿Tiene futuro la cultura del libro tal y como la conocemos? La revolución de Gutenberg
aceleró la producción de textos escritos, los volvió más baratos y los multiplicó hasta el
infinito. Pero no transformó, esencialmente, la naturaleza de las relaciones entre escritor,
lector y libro. De otra parte, la revolución electrónica actualmente en marcha va a generar
mutaciones en todos y cada uno de los aspectos de la escritura y de la lectura —en la propia
estructura del significado. El CD-ROM, internet, la miniaturización en microchips de
bibliotecas enteras, el acceso instantáneo a vastas bibliografías, las facilidades hasta ahora
incalculables que ofrece la realidad virtual están dirigidos a atenuar el impacto del tipo móvil.