El Enigma de La Calle Arcos
El Enigma de La Calle Arcos
El Enigma de La Calle Arcos
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Sauli Lostal
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Sauli Lostal, 1933
Prólogo: Sylvia Saítta
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Prólogo
A partir del 30 de octubre de 1932, entonces, el diario que hizo del crimen y del
delito uno de los ejes centrales en la construcción de un nuevo modelo de crónica
periodística, comienza a publicar, con grandes titulares y en una página prolijamente
ilustrada por el dibujante Pedro Rojas, la —así promocionada— «primera gran
novela argentina de carácter policial» El enigma de la calle Arcos de Sauli Lostal. Un
año después es editada por Am-Bass en un volumen de doscientas cuarenta y cinco
páginas ilustradas por Rojas, que se vende a un precio realmente económico[2]. El
libro, al que Jorge Luis Borges describe de manera cifrada en «El acercamiento a
Almotásim» diciendo que «el papel era casi papel de diario; la cubierta anunciaba al
comprador que se trataba de la primera novela policial escrita por un nativo de
Bombay City», es presentado por el pro-secretario de Crítica, Luis F. Diéguez, por
medio de una carta enviada al autor donde reseña los pasos que llevaron a su
publicación y sus características centrales «su novela, ya lo hemos visto, logra
apasionar al lector hasta el Final. Agreguemos que usted presenta, en su obra,
situaciones absolutamente normales, de una realidad indiscutible, consiguiendo —
asimismo— crear un enigma impenetrable, crispante, para, luego, ofrecer una
solución lógica, intachable, ingeniosa. Digamos, además, que ha escrito usted una
gran novela, empleando un lenguaje muy suyo, esencialmente porteño y que ese
sabor local es nuevo en esta clase de publicaciones». La carta proporciona algunos
indicios que permiten caracterizar al autor de la novela, cuyo nombre propio, todavía
hoy, se mantiene oculto bajo el seudónimo. En efecto, de su lectura se desprende que
Sauli Lostal es un periodista (de Crítica o de algún otro vespertino de la época) que
conoce, en base a su propia experiencia, la trastienda del periodismo de los años
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veinte, dado que Diéguez no sólo afirma que «es usted un periodista que escribe
novelas policiales realmente sorprendentes» sino que se despide de él como «su
afectísimo camarada». Su nombre, sin embargo, es aún un misterio que convoca al
anagrama, ¿es Luis A. Stallo el nombre del autor de esta novela o, tal vez, bajo el
Sauli se esconde el nombre de una periodista llamada Luisa?
Nunca reeditada, El enigma de la calle Arcos se ha convertido, a lo largo de los
años, en un verdadero mito de la crítica literaria argentina: a partir del artículo de
Enrique Anderson Imbert, donde se la señala como intertexto de «El acercamiento a
Almotásim» de Borges[3], hipótesis retomada por Jorge B. Rivera y Jorge Lafforgue
en sus numerosos artículos sobre el policial en la Argentina[4], los especialistas del
género han coincidido en colocar esta novela en el inicio de la serie de la novela
policial argentina.
En su carácter de texto fundador del género en la Argentina, El enigma de la calle
Arcos se ínstala en la larga tradición de «el misterio del cuarto cerrado», cuya primera
formulación se encuentra en «Los crímenes de la calle Morgue» («The Murders in the
Rue Morgue») de Edgar Allan Poe, publicado en el Graham’s Magazine de
Philadelphia en abril de 1841, trama argumental que ha sido retomada con éxito en
relatos posteriores Su primer continuador es Arthur Conan Doyle en «La aventura de
la banda de lunares» («The Adventure of the Speckled Band»), relato incluido en Las
Aventuras de Sherlock Holmes publicado en 1892 en el cual Sherlock Holmes
resuelve el problema escondido en el cuarto fatal con el propósito de interceptar la
segunda tentativa del asesino; como en el cuento de Poe, el agente de la muerte
pertenece al reino animal: la «banda de lunares» mencionada por la víctima antes de
morir, que entra en su cuarto a través de un ventilador, es una serpiente venenosa. En
1895 Israel Zangwill publica una novela policial de gran popularidad titulada El
misterio del gran arco (The big Bow Mystery) en la cual dos personas entran al
mismo tiempo en el dormitorio del crimen; uno de ellos anuncia con horror que han
degollado al dueño y aprovecha la sorpresa de su compañero para consumar su
asesinato. Doce años más tarde, Gastón Leroux escribe El misterio del cuarto
amarillo (Le mystère de la chambre jaune), novela rápidamente conocida en Buenos
Aires a través de su publicación en 1908 por la Biblioteca de La Nación, que
funciona como principal intertexto de El enigma de la calle Arcos: a la similitud en
cuanto a su estructura y sistema de personajes se suma la afirmación de Luis Diéguez
que, en la carta-prólogo, señala que «usted mismo ha confesado que se le ocurrió
escribir una novela policial porteña, sin fantasías, a base de lógica, después de haber
visto en un teatro la adaptación cinematográfica de la novela de Gastón Leroux».
En efecto, ambas novelas se inscriben en la tradición, actualizada en el texto[5],
del relato policial cuyo misterio central es la resolución de un crimen realizado en un
cuarto cerrado por dentro con un cerrojo, y se proponen narrar un crimen
«verdadero» ocurrido años antes de la narración[6]. En ambos textos el enigma intenta
ser resuelto por dos detectives policiales (Frédéric Larsan/César Bramajo) y por
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jóvenes periodistas de importantes diarios (Joseph Rouletabille/Horacio Suárez
Lerma), que acceden rápidamente, y por azar, a la escena del crimen: Rouletabille es,
casualmente, amigo de un amigo del novio de la víctima y Suárez Lerma, también
casualmente, se encuentra en la comisaría cuando el oficial de tumo recibe la
denuncia. En ambos textos, el arma asesina pertenece a alguien que vive en la casa (el
revólver del tío Jacques, un viejo servidor de la familia Stangerson/la navaja de
Galván); se reproducen los planos de las casas donde se comete el crimen; las
respectivas parejas de la víctima (Robert Darzan/Enrique del Villar Mejía) son
acusadas por la policía. Asimismo, como todo relato policial de enigma, El enigma de
la calle Arcos narra simultáneamente dos historias: la historia del asesinato de Elsa
Avilés de Galván, que aparece degollada en un cuarto cerrado por dentro y, al mismo
tiempo, la historia de la investigación de este crimen a cargo de dos personajes, el
detective y el periodista, dos figuras que conocen las reglas de la investigación y que
usan su experiencia de oficio para develar el crimen. Sin embargo, Sauli Lostal
introduce, en esta fórmula ya conocida, un mundo referencial cercano al lector: el
castillo aislado de Glandier ubicado en los bosques de Saint-Geneviève, París, deja su
lugar a una vieja casona del barrio de Belgrano y el brillante periodista-detective que
pone en la resolución del enigma su orgullo personal se convierte en alguien pasible
de ser despedido por un director de periódico ante quien debe rendir cuentas. Porque,
junto a la trama policial, esta novela exhibe el mecanismo interno de la prensa
moderna cuyo protagonista es un repórter que, en el marco de un mercado
periodístico ampliado y competitivo, debe demostrar ante la dirección del diario, sus
colegas periodistas, la policía y el juez, la verdad de una hipótesis. En esta segunda
historia, entonces, la novela pone en escena la trastienda de la página policial en el
marco de un relato ficcional.
Dos hipótesis enfrentadas rodean la resolución del enigma: una versión señala que
Elsa Avilés se suicidó (y así parece demostrarlo una carta dirigida a su esposo) y la
otra versión defiende la existencia de un crimen a pesar de no poder demostrar cómo
hizo el asesino para abandonar el cuarto. Si bien cada una de las hipótesis está
sostenida por el periodista y el policía, en El enigma de la calle Arcos el
enfrentamiento también se plantea entre dos vespertinos porteños: Ahora remite al
diario Crítica, en una remisión fácilmente decodificada por un lector de la época: se
lo define como el «prestigioso rotativo de la tarde», como «el popular vespertino de
la Avenida de Mayo» y como «el mejor diario del mundo[7]»; El Orden,
irónicamente, remite al diario La Razón, el «vespertino de la calle San Martín». La
novela, entonces, da cuenta de la tradicional competencia entre Crítica y La Razón
por ganar en la lucha de versiones acerca de un acontecimiento policial, haciendo
hincapié en que ambos vespertinos, al disputar un mismo universo de lectores, hacen
de la primicia y del acierto en la resolución del enigma policial una cuestión de
mercado:
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El antagonismo que existía entre «Ahora» y «El Orden» ya se había hecho
tradicional en toda la república; sabíase perfectamente que los dos periódicos se
jugaban enteros, a cada instante, empeñados en superarse y ambicionando —cada uno
para sí— la supremacía en todo lo que se relacionara con un servicio noticioso
impecable y oportuno[8].
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esta primera novela policial, es posible leer un cruce altamente productivo entre una
estrategia textual y un área cultural diferente a la que la produce: los procedimientos
del policial europeo permiten narrar zonas del imaginario popular urbano porteño, en
un formato en el que el caos del mundo del delito, es ordenado por la racionalidad de
un periodista que otorga un sentido preciso al desorden de los hechos policiales que
se amontonan en su mesa de redacción.
Sylvia Saítta
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Nuestra edición
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Preliminar
LA LECTURA DE LAS MÁS MENTADAS NOVELAS
POLICIALES HA CREADO EL PREJUICIO, CASI
GENERAL, DE QUE NO ES POSIBLE ESCRIBIR UNA
OBRA DE ESE GÉNERO, EMOTIVA, LLENA DE
INTRIGA, IMPENETRABLE Y MISTERIOSA, SIN
RECURRIR A LO TRUCULENTO, A LO INVEROSÍMIL,
FANTASMAGÓRICO Y EN PUGNA CON TODA
LÓGICA. A LOS QUE ESE PREJUICIO TENGAN
DEDICO ESTA HUMILDE OBRA.
SAULI LOSTAL
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I
El cuarto macabro
Horacio Suárez Lerma penetró en la seccional de Belgrano pocos minutos
después de medianoche. Tenía muchísimo interés en hablar con el auxiliar Oscar Lara
con el fin de que éste le diera ciertos datos que juzgaba indispensables para la
redacción de una gran nota policial que se proponía publicar ese mismo día en
«Ahora», posiblemente en la quinta edición.
Hacía cinco meses escasos que el joven periodista —debido precisamente a la
eficaz intervención de su íntimo amigo Oscar Lara, que lo había recomendado a un
caballero muy vinculado al director de «Ahora»— tema a su cargo la sección policial
de ese prestigioso rotativo de la tarde.
Y haremos justicia al declarar en seguida que durante esos cinco meses y no
obstante su poca edad —Suárez Lerma era un muchacho de unos veinticuatro años—
había demostrado loable pericia, mucho tacto, valentía y, sobre todo, verdadera
decisión y entusiasmo en el desempeño de su labor.
¡Decisión y entusiasmo…! ¡Milagrosos hacedores de obras insospechadas,
máximas, supremas…! Pero, no divaguemos, no nos alejemos de nuestro relato.
Era la noche del dos al tres de agosto. Hacía un frío intenso y cortante, poco
común, jamás experimentado en los últimos veinte inviernos porteños. De sur a norte
soplaba con furia un viento glacial que aumentaba la inclemencia de aquella
crudísima noche.
Suárez Lerma detestaba la ostentación. Su natural modestia obligóle,
seguramente, a parar su automóvil unos treinta metros antes de la seccional, y
entonces… Pero, no… son oportunas algunas explicaciones.
Es menester que enteremos a nuestros lectores de que el coche del joven
periodista era algo muy parecido —se nos perdone la comparación— al escuálido y
hastiado rocín aquél, del arrogante caballero manchego… ¿Lo recuerdan ustedes…?
Pues bien, el medio de locomoción de nuestro héroe —porque ya es hora de que
digamos a nuestros lectores que este muchacho, bueno y alegre, es quien tiene a su
cargo el papel protagónico en este histórico episodio— era un coche chicuelón,
verdadera matraca con volante, cuya carrocería sintética y estival, contaba con la
eficacia de una complicada red de alambres y piolines que simulaban —aquí y allá—
asimétricas telas de araña, pero una carrocería visiblemente reñida con la lona, los
hules y los ventanillos de celuloide.
Por lo demás… no había cuidado. Un motor que… bueno, «peor es meneallo»…
Sin embargo, Horacio comprendía a las mil maravillas el complicado manejo de ese
exótico aparato, que él, con indisimulado orgullo, llamaba «su potrillo».
Sea por modestia o por lo que fuere, nuestro hombre detuvo ese cachivache
andante un poco antes de la meta. Descendió, marchó unos cuantos metros y entró en
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la comisaría renegando entre dientes del invierno en general y de esa inaguantable
noche dantesca. Abrió la puerta de una especie de vestíbulo y penetró, como Pedro
por su casa, en la oficina de guardia.
Allí estaba su amigo Lara —que había tomado tumo a las doce— y un joven
escribiente, ambos en amena charla, junto a una confortable estufa que dotaba al
salón de una temperatura impregnada de tibiezas agradables.
—¡Buenas noches, muchachos! —voceó Suárez Lerma, sacándose el abrigo—.
¡Qué noche, qué viento, qué frío…! ¡Brrr…! ¡Corta la cara…! ¿Y ustedes…? Viles
roedores de sueldos… en vez de trabajar…
—¡Hola, diariero…! —le espetó Oscar Lara, estrechándole la mano.
—¿Qué «decís», vulgarísimo «canillita»…? ¿Cómo te va? —exclamó el
escribiente, muy amigo también del periodista.
—Digo, señor pinche de comisaría, que estoy más duro que un mástil… ¿me
oye…? Y que si no me hace servir al momento algo bien caliente, lo hago expulsar de
la repartición como trasto viejo…
—Seguí, nomás, haciéndote el gallito —conminó el interpelado—, y vas a ver si
no te mando a hacer «tornillos» a un calabozo…
—Oiga usted, minúsculo proyecto de oficialito policial —le interrumpió el recién
llegado con exagerada ufanía—, no se olvide, pobre escribientito, de que está usted
hablando con el redactor en jefe de la página policial del mejor diario del mundo…
El «pictórico» entredicho amenazaba prolongarse demasiado. El auxiliar Lara
optó en cortar por lo sano; llamó a un cabo. Este se presentó al instante, cuadrándose
militarmente.
—Ordene, mi auxiliar —dijo.
—Cabo Madariaga —sentenció el otro, señalando al periodista—. ¿Ve usted a
este joven?
—Sí, mi auxiliar.
—Bien… Hágase servir en seguida unos mates bien calientes.
El modesto funcionario salió al punto y fue a cumplir él mismo la orden recibida.
Suárez Lerma aprovechó el detalle para declarar:
—Así me gusta… Es bueno que los dos vayan comprendiendo dónde les aprieta
el zapato; pero, en fin, como yo acostumbro pagar a mis lacayos… ¡Sírvanse!
Y con un gesto de autócrata, que el mismo Luis XV de Francia le hubiera
envidiado, les brindó dos exquisitos cigarros, genuino tabaco de La Habana.
Los sorprendidos obsequiados aceptaron los puros, restregándose los ojos,
mirándose como atontados. Y después, constatada la legitimidad de la mercadería,
remuneraron al poderoso donador con sendas reverencias y ademanes de
inconfundible acatamiento y respeto.
Pero a poco el escribiente se pegó una palmada en la frente y aproximándose al
joven periodista le dijo:
—¡Che, sos un tigre…! ¿A que endosaste tu automóvil a algún desgraciado y le
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sacaste, en pago, estas dos coronas de La Habana…? ¡Te felicito, has hecho un
negoción…!
Empero, ni corto ni perezoso, emprendió una prudente retirada, porque sabía muy
bien que Horacio no admitía bromas con «su potrillo»…
Momentos después en la sala contigua a la oficina de guardia, Oscar Lara y
Suárez Lerma —este saboreando todavía algunos mates— estaban conversando
acerca del motivo que había llevado hasta allí, en una noche tan destemplada, al
cronista. No tardó el auxiliar en suministrarle los datos que el otro iba apuntando con
especial cuidado. Acababan de concluir esa tarea cuando oyóse el tintinear de la
campanilla telefónica. El auxiliar Lara se acercó al aparato, descolgó el receptor, se lo
aplicó al oído y entre el funcionario policial y la persona que había llamado inicióse
el siguiente diálogo, más tarde reconstruido por los propios interlocutores:
—¿Con la comisaría de Belgrano?
—Sí, señor.
—¿Con quién hablo?
—Con el auxiliar de guardia.
—Muy bien, señor, escuche: Soy Juan Carlos Galván, le hablo desde mi casa,
calle Arcos esquina Tierra… Es para informarle que aquí… en mi hogar… ha de estar
pasando algo serio… muy grave… tal vez una desgracia, en fin… no sé…
—Pero… explíquese, señor. ¿Qué ocurre?
—Pues… mire usted… he regresado a mi casa… hará un cuarto de hora; sí, eso
es… más o menos, y… y con enorme asombro me encuentro con la novedad de que
al llamar al aposento de mi esposa no consigo ninguna respuesta. He aplicado recios
y serios golpes a la puerta sin obtener contestación… Excuso decirle que no puedo
entrar, porque el cuarto está cerrado… sí, herméticamente cerrado.
—Pero… ¿está usted seguro de que su esposa se halla en el dormitorio…? ¿No
habrá salido?
—¡No, señor, imposible! —interrumpió la voz.
—¡Imposible…! ¿Por qué?
—Porque si mi señora no estuviera en la habitación la puerta tendría que estar
abierta, forzosamente, pues el único medio para cerrarla es corriendo el cerrojo que
hay del lado interno. El aposento no tiene ninguna otra entrada y, por consiguiente,
ninguna otra salida… La puerta queda cerrada tan sólo echando el cerrojo del lado de
adentro, pues no está provista de cerrador… ¡Señor, señor auxiliar, créame usted…!
Mi pobre mujer se halla, sin duda, en el dormitorio; quizás este desmayada… tal
vez… ¡qué se yo…! No me decido a echar abajo la puerta, porque temo que se trate
de algo grave, muy grave, y prefiero la intervención policial…
—Perfectamente, señor… Iremos en seguida a su casa. No se alarme. Este…
Arcos esquina Tierra… ¿verdad?
—Sí, señor.
—Pues allá vamos inmediatamente.
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Y colgó el receptor.
—Tengo que salir, Horacio —dijo el auxiliar al periodista con indisimulado
malhumor—; pasa algo grave en una casa de la calle Arcos, al dos mil y pico… Es la
morada de un señor Galván… Lo conozco de nombre… Es el gerente de la compañía
«La Global»… ¡Un magnate!
—¿Qué pasa, che? —interrogó el otro.
Mientras se colocaba el grueso gabán uniformado, la espada, la gorra y los
guantes, Oscar Lara iba explicando a su amigo la alarmante comunicación recibida.
Suárez Lerma escuchó con singular atención. Luego se quedó un instante
perplejo… intrigado; entornó los ojos, meditó. Después, clavando su penetrante
mirada en el amigo, observó:
—¡Qué curioso…! ¡Pero qué raro, che…! ¿No te parece anormal, sospechosa,
casi no humana, la admirable tranquilidad de ese marido que, suponiendo a su pobre
esposa desmayada o acaso muerta en un dormitorio cerrado, en lugar de echar
inmediatamente la puerta abajo, conserva toda su sangre fría y da —muy
prudencialmente— intervención a la seccional?
—Pues hombre… todo es cuestión de temperamento.
—¿Temperamento…? No, no, querido… hay algo enigmático en todo esto… algo
que no me entra en la cabeza… Escucha, Oscar… este… me interesa mucho el
asunto… me interesa sobremanera… Oye… afuera está «mi potrillo»… En dos
minutos estaremos allá… ¿Me permites que te lleve?
—¡Pero, encantado, ches… encantado!
—Otra cosa, viejo… no está de más que nos acompañe también el cabo
Madariaga…
—Como quieras…
Poco después en el pequeño carricoche del joven cronista, viajaban —rumbo a la
casa de la calle Arcos— los dos amigos y el cabo de policía Juan de Dios Madariaga.
Eran exactamente las dos de la mañana. A los pocos minutos llegaron.
En la acera, frente a la puerta, desafiando el inusitado frío de aquella noche casi
boreal, el viejo jardinero de los esposos Galván estaba esperando.
Era un hombre de edad más bien avanzada, quizás tendría unos cincuenta y más
años; alto, de recia contextura, erguido y fuerte como un mancebo.
Se llamaba Jenaro Spadani, era italiano, natural de un pueblito de Calabria.
Tan pronto como viera descender del automóvil a un oficial de policía, abrió la
puerta de la casa, entró en el zaguán y desde allí dio voces llamando al señor Galván.
Siendo necesario que introduzcamos en seguida a los lectores en el interior de la
finca de la calle Arcos, creemos interesante, por no decir absolutamente
indispensable, someter a su examen el plano de esta sencilla vivienda.
Trátase de una mansión de estilo común, construida sin economía, con las
comodidades necesarias, pero sin ninguna pretensión arquitectónica, una casa como
todavía hay algunas, contrastando con el generalizado gusto artístico, en el barrio de
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Belgrano, y muchísimas en todo el radio suburbano de la capital.
El plano que sometemos a la observación del lector reproduce fielmente la
morada de la calle Arcos y es copia exacta del original que aparece en los autos
judiciales respectivos. Dicho original se encuentra a foja N.º 314 y es parte integrante
de las seis mil y tantas fojas que componen este famoso expediente hoy archivado,
pero no totalmente olvidado.
En realidad no es tan fácil echar al olvido a uno de los procesos más célebres y
sensacionales en la historia de la criminología americana y que provocó la
instructoria más colosal registrada hasta hoy en los tribunales argentinos.
Para evitar suposiciones inútiles o capciosas de parte del lector creemos inevitable
hacer constar también que todas las pericias de ingeniería civil ordenadas por el juez
que intervino en este histórico enigma, dieron por resultado «que se trataba de una
casa edificada con absoluta normalidad».
—Algo más. Repetiremos aquí, textualmente, el gracioso final del último informe
elevado al Juez del Crimen por los tres ingenieros civiles que tuvieron a su cargo el
peritaje: «Queda demostrado que la casa de la calle Arcos no está construida con
artimañas o malicia. Sus muros, techos y pisos son ‘reales’. La casa no tiene sótanos;
todo es normal. Nada de paredes macizas, pisos que se abren o techos que se
separan. Nada de ocultos resortes misteriosos, ni ficciones novelescas, ni trampas
secretas, ni tramoyas propias de los divertidos cuentos policiales. Aquí Ilustrísimo
Señor Juez, todo es natural, correcto, corriente, vulgar. Dios guarde a usted.—
(Firmado): Domingo Siriani, Lorenzo L. Labardín, Jorge L. Smith».
Efectivamente, más tarde, cuando el trágico enigma fue resuelto, pudo constatarse
que los tres nombrados ingenieros habían declarado la exacta verdad. Debíamos al
lector estos importantes datos previos. En seguida daremos el plano de la casa de la
calle Arcos. No será superfluo que el lector lo examine con atención.
Al llamado del viejo jardinero, breves instantes después apareció el Sr. Galván.
Saludó a los recién llegados y se apresuró a introducirlos, no sin antes haberles
agradecido con palabras cultas, obsequiosas y reposadas, la rapidez con que habían
acudido a su llamado.
Juan Carlos Galván podía tener unos cuarenta años; acaso no tuviera ni treinta y
cinco, pues mientras el rubio opaco de su cabello espeso y naturalmente ondulado
matizábanlo infinidades de níveos hilitos que intensificaban blancuras cerca de las
sienes, su tez fresca y rosada como la de un mozalbete exaltaba juventud.
Sus ojos grandes, verdemar, eran ojos de niño, aunque —en su plácido mirar—
tenían un no sé qué de severo, agreste y cruel. Encarnaba, en todo caso, el prototipo
del gran señor. Sus gestos eran parcos y desenvueltos, su conversación culta y sobria.
Notábase en sus ademanes un sello de inconfundible distinción que, unido a su innata
sencillez y amabilidad, hacíale en seguida atrayente. Más bien alto, robusto, pero
esbelto, bien proporcionado, muy varonil, tal —a vuela pluma— uno de los
principales personajes de este dramático episodio.
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El señor Galván introdujo a los tres visitantes en su pequeño escritorio particular
y allí sus primeras palabras fueron desesperantes:
—Señores —declaró con espontáneo pesimismo— ya no tengo ninguna duda…
Aquí ha ocurrido algo muy grave. Sí… Una tremenda desgracia. Sepan que he
continuado llamando a mi esposa, pero en vano: mi chofer, el jardinero, la cocinera y
la mucama se han cansado, como yo, de golpear y llamar. No, nada; ninguna
contestación; ni un quejido. Sin embargo, mi señora está en el dormitorio, caso
contrario la puerta no podría estar cerrada… Otro detalle: el perro, nuestro fiel
«Prinz», no se encuentra en ninguna parte… ¡Ha desaparecido…!
Horacio Suárez Lerma, que, desde un principio, había clavado sus grandes ojos
color pizarra ora en los gestos, ora en los ademanes del dueño de casa, estudiaba y
analizaba las palabras de aquel hombre con extraordinaria atención. Y el aguijón de
naciente desconfianza, en arreciante sospecha convirtióse, cuando pudo comprobar
que las pupilas verdemar del alarmado rehuían categóricamente sus miradas, no sin
antes haber intentado afrontarlas en dos oportunidades…
—Pasen, señores —agregó concluyente y visiblemente nervioso ya el señor
Galván—; ustedes mismos podrán cerciorarse, y decidir lo que se ha de hacer.
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Nuestros lectores ya conocen el plano de la casa; fácil les será imaginarse el
recorrido hecho por esas cuatro personas al salir del pequeño escritorio.
Penetraron en el gran comedor y de allí a una habitación.
—Este es mi dormitorio —explicó Juan Carlos Galván.
Desde ese lugar pasaron al cuarto de baño y, continuando siempre la línea recta,
llegaron a la pieza que servía de «boudoir» a la dueña de casa, doña Elsa Avilés de
Galván.
La puerta que daba tránsito al cuarto de dormir de la señora estaba, efectivamente,
cerrada.
En ese «boudoir», amplio y elegante, que es pieza de vestir y tocador a la vez, se
halla reunida en este momento toda la servidumbre de la casa. Consta de cuatro
personas: el jardinero, Jenaro Spadani; el chofer, Daniel Fernández; la mucama,
Lolita Armíñez y la cocinera, Encamación Villalta.
De manera que con los cuatro que acaban de entrar en esa habitación, son ocho
las personas allí reunidas.
Es necesario que el lector no pierda —desde este instante— el más mínimo
detalle relacionado con las escenas que van a desarrollarse. ¡YA ESTAMOS EN
PLENO DRAMA…! ¡YA NOS HALLAMOS FRENTE A LO INEXPLICABLE…!
Es menester que el lector aplique toda su acucia si quiere cerciorarse por sus propios
medios hasta qué punto resultaba impenetrable el tenebroso enigma de la calle
Arcos…
* * *
Ahora Oscar Lara se acerca a la puerta y la empuja con fuerza, con toda su
fuerza. La puerta no cede. Entonces golpea, golpea más, mucho más… Nadie
contesta. Todos los presentes observan los movimientos del auxiliar de policía y sus
rostros adquieren expresiones dignas de los estudios de Gibson.
Oscar Lara continúa aplicando puñetazos a la maciza hoja; entonces Suárez
Lerma se acerca a su amigo, con gesto harto expresivo le pide que interrumpa esa
inútil brega; el oficial de policía lo complace y el periodista durante algunos instantes
observa la puerta de esa alcoba con muchísima dedicación.
Hagamos nosotros otro tanto.
Esa puerta consta de una sola hoja de muy buen roble, está perfectamente
ajustada en un marco de igual madera. Es maciza, solidísima. Tiene un ancho que no
alcanza a ochenta centímetros. El alto de esa puerta no llega a dos metros y treinta,
incluyendo el marco. Su espesor es de dos pulgadas.
Entre esa fornida hoja de óptimo roble, el marco y el piso no se produce ninguna
rendija que alcance a admitir la introducción de un cabello. Esa puerta no está
dotada de ninguna cerradura. Tiene, tan sólo, fijada con dos pequeños tomillos, un
diminuto pasamano de bronce que facilita el manejo de la hoja cuando la puerta está
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abierta.
Después, nada más. Arriba, abajo, a lo largo de la pared: ¡nada! Ninguna
claraboya o tragaluz, nada, absolutamente nada. Ninguna abertura, grieta o
hendedura, ni el más insignificante agujerito.
El joven cronista ha visto todo esto y se ha convencido, pero como ya es presa de
irreductible sospecha, insinúa a su amigo Lara la conveniencia de no echar abajo la
puerta, sino de practicar un ancho boquete en la hoja por medio de un barreno, hacha
y martillo.
Para su fuero interno juzga muy importante el hecho de saber, a ciencia cierta, la
exacta posición de ese cerrojo que el dueño de casa y la servidumbre aseguran estar
colocado en la otra faz de la hoja y que en ese instante debe estar corrido.
Al proponer semejante procedimiento, Suárez Lerma clava sus pupilas de acero
en el semblante de Galván; éste escucha esa propuesta sin manifestar ningún reparo
ni demostrar la menor impaciencia… Sin embargo es fácil comprender que semejante
labor hará perder un tiempo, acaso, precioso…
Sea como sea la idea es aceptada y Oscar Lara ordena que se lleve al terreno de la
práctica.
El jardinero corre al galpón, a ese galpón —véase el plano— que es «garage» y es
depósito de herramientas y otros enseres de jardín, volviendo al poco tiempo con los
implementos necesarios y echa manos a la obra.
El cabo Juan de Dios Madariaga lo ayuda eficazmente.
Suárez Lerma vigila muy de cerca la operación y observando detenidamente al
jardinero nota que éste despide un fuerte olor a vino; se fija más, mucho más y se
convence de que Jenaro Spadani está algo… «tomado»…
Cuando los últimos hachazos y golpes de martillo completan a satisfacción la
obra inicial del barreno, una tenue ráfaga de luz —que emana de la habitación—
proyecta mayor claridad en el boquete que acaba de practicarse en esa puerta.
El primero en escrutar el interior de aquel aposento es Oscar Lara, después el
dueño de casa y luego Horacio Suárez Lerma. Los tres convienen en que no es
posible ver claramente. En efecto, la luz que proyecta un velador que está colocado
sobre la primera mesita de noche, a la derecha entrando, velador que está dotado de
una pantalla —inclinada ahora hacia el lado de la cama— derrama todo su caudal
luminoso sobre la puerta y envuelve en sombras al lecho. Casi encandila… Esa
ráfaga de fulgor nacarado es vertida por una bombilla eléctrica esmerilada.
Lo único que se alcanza a vislumbrar sobre la cama, fijándose bien, es un cuerpo
de mujer, inmóvil y en paños menores.
La cama, no muy alta, es de estilo turco.
Suárez Lerma pasa resueltamente un brazo por el boquete, baja y estira la mano,
tantea con cuidado, palpa el cerrojo, se cerciora de que la barreta está totalmente
corrida, perfectamente echada y que ensarta muy bien la hembrilla fija en el marco.
Entonces, al tacto, busca la manija del cerrojo, la agarra, la hace correr de derecha a
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izquierda y después empuja la hoja.
La puerta se abre inmediatamente.
El joven periodista ha constatado que, realmente, ese cerrojo estaba corrido.
Es Oscar Lara, según corresponde, el que entra primero en el aposento.
Luego, el señor Galván y último Suárez Lerma. El cabo Madariaga, obedeciendo
la orden recibida de su auxiliar, se planta en el umbral y no permite que los demás
entren. Estos, con el cuello estirado y los ojos desmesuradamente abiertos, se apiñan
frente a los ochenta centímetros escasos de ese umbral.
El dueño de casa da vuelta a la llave de un tomacorriente y al punto la araña
central del dormitorio derrama límpida luz.
Simultáneamente, ante los ojos estupefactos de los presentes, se ofrece un cuadro
macabro, horripilante…
Tendida sobre el lecho, entre ropas empapadas de sangre, decúbito dorsal, yace
Elsa Avilés de Galván bárbaramente degollada.
¡Espectáculo hondamente trágico…!
La infeliz mujer presenta en el cuello un tajo extenso y horrible, un tajo que le ha
seccionado la carótida y destrozado la garganta. Sus ojos permanecen abiertos,
desorbitados y conservan en sus pupilas —cual maldición suprema— una, casi
diríamos, mirada de terror.
Sin embargo, no hay ningún indicio de lucha, absolutamente ninguno. La cama
está en perfecto orden, las almohadas también, la colcha, las frazadas y las sábanas
conservan sus pliegues naturales.
El cadáver está, ya se ha dicho, supino y los brazos abiertos como dos alas en
definitivo abandono. Entre el busto y el antebrazo derecho hállase el arma fatal. Es
una navaja de afeitar; está abierta, ensangrentada. El señor Galván la observa y
declara enseguida, en una especie de gemido, que esa navaja es de su propiedad, de
su uso personal.
Hay un detalle más que toma la escena mayormente lúgubre: al lado de la cama
—el opuesto a la puerta—, tirado sobre la gran alfombra, decúbito lateral,
encuéntrase el cadáver de un perro. El animal presenta todos los síntomas del
envenenamiento. Tiene el vientre hinchado, las patas rígidas, las pupilas vítreas, la
lengua morada y colgando; el pelo, que es más bien largo, ondulado y negro como el
azabache, presenta huellas bien visibles de sudor.
El señor Galván, interrogado por Suárez Lerma, reconoce en este can a su
«Prinz», el perro de la casa, el perro que —momentos antes— daba por desaparecido.
Ahora el viudo se cruza de brazos ante el cadáver de su malograda esposa. Allí
permanece un buen rato, inmóvil como una estatua, la mirada adusta; sí, es esa
mirada severa, agreste, cruel, que ya hemos notado en él; mantiene la barbilla
apoyada sobre el pecho…
Suárez Lerma escruta el semblante de ese hombre. Lo observa intensificando la
penetración. Lee en los ojos aferruzados del que mira a su muerta, toda la tragedia de
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una gran congoja; algo así como un profundo reproche; en todo caso mucho dolor y
un sufrimiento moral sin límites. Y ahora nota también que dos lagrimones
incontenibles brotan de sus ojos verdemar y resbalan sobre sus mejillas de niño
adulto.
Ante aquella angustia muda y sorda y frente al cuadro aquél de muerte y horror,
todos se inclinan; alguien murmura una oración; Lolita Armíñez y la Villalta, en el
«boudoir», lloran como dos Magdalenas.
Pero no hay que prolongar lo patético. Es menester indagar, averiguar, saber.
Así lo juzga Suárez Lerma, cuya mirada aguda requisa, ahora, todo lo que logra
alcanzar… Sobre la mesita de noche próxima a la puerta, apoyado contra el pie del
velador hay un sobre. Sí… más bien grande… es blanco. El periodista lo nota. Da
unos pasos por el reducido aposento, se acerca a esa mesita y lo toma; parece
comercial; trae las siguientes leyendas: Señor Juan Carlos Galván. En sus manos.
Aunque está abierto, Horacio se aproxima a Galván y se lo entrega. Este reconoce al
punto la letra de su esposa y extrae nerviosamente el pliego que ese sobre aprisiona.
Es una carta póstuma de la infeliz mujer, una despedida que delata toda una
tragedia conyugal. He aquí lo que los tres hombres, agrupados bajo la araña central
del aposento, leyeron repetidas veces:
Suárez Lerma lee esa esquela varias veces, observa el sobre, analiza el papel de
carta, examina ambas cosas al trasluz, finalmente pregunta al dueño de casa:
—¿Es realmente letra de su esposa?
—¡Sí, señor, sí! —clama el otro con honda aflicción y agrega:— Sí, es su letra,
absolutamente la suya… fina, elegante, apretada…
Más tarde, sépalo el lector desde ya, los peritajes caligráficos coincidieron en
reconocer y comprobar que se trataba de una carta escrita efectivamente de puño y
letra de la extinta. Algo más rotundo aún: los peritos calígrafos, evacuando una
segunda consulta del magistrado que intervino en la instructoria de este fantástico
«affaire», aseguraron que «la autora debía de haber escrito esa carta durante un
estado físico perfectamente tranquilo y normal, ya que los rasgos caligráficos,
absolutamente ‘sui generis’, coincidían exactamente con los de otras cartas que la
misma autora había escrito en fechas distintas de su vida y tratando tópicos de
índole diversa».
Y, en realidad, cuando el misterio fue totalmente esclarecido, resultó que los
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peritos calígrafos habían sido de una exactitud sorprendente.
La contestación categórica de Galván pareció no haber dejado convencido al
joven repórter; en la turbulenta cabeza del muchacho no cabía aún la convicción de
que se tratara de un suicidio.
El cronista policial de «Ahora», trocado bruscamente en absurdo detective y
persiguiendo con tenacidad inconcebible una sospecha incongruente, continuó
atisbando como un buscador paradójico.
Sin embargo, tuvo que convenir consigo mismo que, después de la ya
archianalizada puerta de roble, la única abertura que había en ese cuarto —sumando
techo, pisos y paredes— era la ventana que daba sobre la galería. (Véase el plano).
Una ventana, sí, que por el lado exterior estaba provista de una recia reja, de estilo
colonial, dotada de formidables barrotes, gruesos, sólidos, en perfecto estado todos y
bien embutidos en la pared medianera.
De día, esa ventana se hallaba en condiciones de dar paso a la luz, pero en
aquellos momentos encontrábase herméticamente cerrada, con sus vidrios intactos,
los postigos —que eran de pino— bien cerrados y cual rotundo mentís final y
concluyente a su descabellada sospecha, atravesados por una tranca de madera dura
como el acero, bien ensartada en los dos soportes de hierro que, en forma de ganchos,
halllábanse perfectamente empotrados en esa pared del cuarto macabro.
Ni una abertura más, después de esa puerta harto analizada y de esa ventana
hermética e infranqueable; ni un pequeño tragaluz, ni una rendija siquiera en el
trágico cuarto; nada, nada, nada más.
Suárez Lerma observa y medita.
Es menester rendirse a la evidencia… no hay más remedio… insistir en la otra
idea es locura.
En efecto… ¿Si no es un suicidio… es, entonces, un horrendo crimen…?
¡Qué enorme insensatez…!
Esa ventana bien cerrada y provista de una formidable reja externa, desmiente la
hipótesis. La puerta, cuando llegaron, estaba cerrada, con su cerrojo perfectamente
corrido; la infortunada mujer, después del supuesto crimen no hubiera podido ir, ella
misma, a correr el cerrojo. Ni esa enorme estupidez podría admitirse, porque en la
alfombra, que es color canela claro, no se nota una sola mancha de sangre.
Cuando abrieron la puerta, el asesino no hubiese podido huir, porque delante de
esos ochenta centímetros escasos había nada menos que ocho personas. Y todavía hay
cinco que obstruyen esa misma salida. Sí, allí están… allí están contemplando
asombrados sus gestos y su búsqueda insensata.
Y finalmente existe una carta que todo lo aclara, que le desmiente
categóricamente y dotada de una postdata que ese perro, envenenado, confirma.
Asimismo se arrodilla, enciende un fósforo y explora debajo de la cama. Pero no
hay nada, no hay nadie. Se incorpora entonces decepcionado.
—¡Soy un visionario! —murmura para sus adentros.
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Pero al mismo tiempo se propone practicar el registro de los muebles.
¡De los muebles…! ¿Cuáles muebles…? Una cama, dos mesitas de noche, una
pequeña banqueta de estilo oriental. Para completar el inventario queda el artefacto
eléctrico, que es de bronce con pantalla de seda y que no puede ocultar a ningún
asesino. Y en un rincón una pequeña estufa eléctrica apagada. Finalmente, el velador;
se acabó, no hay nada más en aquel reducido dormitorio.
Ya al borde de la convicción, Suárez Lerma se acerca a la primera mesita de
noche y examina el velador. Es de madera patinada; estilo árabe, muy bonito, con
gran pantalla también de madera, algo original. Esa pantalla, además de ser giratoria,
puede inclinarse al capricho de quien la maneja.
Ahora examina la mesita misma, abajo, arriba, interiormente. ¡Nada!
Entonces va a revisar la otra. Abajo, nada. Arriba: un libro, una novela escrita en
francés, de Paul Bourget: «La Terre Promise».
Abre el cajoncito; lo registra; sí… aquí hay algo… ¡y ese algo le sorprende una
enormidad! Es un revólver de regular tamaño y notable fabricación… Es un revólver
que esta cargado… que contiene seis balas en perfectísimo estado.
El periodista sonríe de una manera extraña; observa el cadáver del perro; luego
mira a la degollada. Su sonrisa se toma casi siniestra y el simpático rostro del
muchacho produce una mueca intraducibie, impresionante.
Después vuelve a inspeccionar el arma; saca las balas, controla el perfecto
funcionamiento del gatillo… vuelve a colocar las cápsulas en su sitio y cierra el arma.
Juega un rato con ella.
Finalmente se acerca a su amigo, el auxiliar Lara, lo saca del cuarto macabro, lo
lleva hasta el gran comedor y allí le dice, casi al oído:
—¡Viejo! «Apúntate» el porotazo del siglo…
—¿Qué?
—Tomá tus medidas en seguida, antes de que sea tarde… demasiado tarde.
—¿Por qué?
—¡Porque esto no es un suicidio…! ¡Es un crimen espantoso, diabólico… sin
duda alguna!
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II
Dos vespertinos en lucha
Ese mismo día, tres de agosto, algunas horas después de los acontecimientos que
acabamos de relatar, «Ahora», el popular vespertino de la Avenida de Mayo, lanzaba
al público, como de costumbre, su primera edición del día: la de las doce y media.
Pocos minutos más tarde, los «canillitas» voceaban en todos los ámbitos de la urbe su
diario favorito, pregonando a voz en cuello la sensacional noticia:
—¡«AHORA»…! con ¡«EL ENIGMA DE LA CALLE ARCOS»…!
En primera página, a grandes tipos y bajo ese rubro intrigante, el gran rotativo
porteño noticiaba la «TRAGICA MUERTE DE ELSA AVILÉS DE GALVÁN»…
Ese, textualmente, era el primer subtítulo, al que seguían otros dos, no menos
expresivos, impresos también con tipos muy visibles:
«NUESTRO CRONISTA POLICIAL EN EL CUARTO MACABRO»
«CUADRO SOMBRÍO»…
La extensa relación del hecho no le iba en zaga a los encabezamientos; traía una
información cabal del dramático suceso y ocupaba, con ella, gran parte de la página,
concluyendo con un comentario cuyo tenor, a pesar de su carácter intencionalmente
ambiguo, estaba en directa concordancia con el gran rubro inicial.
Las reflexiones del redactor, después de hacer constar varias veces que «había
estado desde un principio en el cuarto macabro», no eran categóricas, pero dejaban
vislumbrar un asomo de duda que asignaba al trágico hecho contornos turbios,
lúgubres, sospechosos…
El cronista empleaba unos términos raros, ambiguos, sarcásticos, injertando aquí
y allá algunas palabritas por demás sintomáticas. En nuestra calidad de fieles
historiadores de este extraordinario episodio, someteremos al sereno juicio del lector
imparcial varias de esas frasecillas, que transcribimos al pie de la letra. Por ejemplo:
«… el inadmisible suicidio, absurdo y brutal», «… la increíble resolución de la
víctima», «… la horrenda forma de matarse», «… ese tremendo tajo, que jamás una
mujer culta y espiritual puede tener el suficiente valor de inferirse»…
Era, sin duda alguna, un comentario a base de consideraciones harto maliciosas,
llenas de intriga y el doloroso hecho que —bajo ningún concepto— hubiera pasado
inadvertido, por la forma con que «Ahora» lo había lanzado al dominio público,
apasiono de inmediato, provocando una justificada expectación y singulares
comentarios.
Una muerte trágica excita siempre la imaginación algo enfermiza de los
impresionistas; el diario había presentado el acontecimiento bajo una faz
decididamente enigmática; un sinnúmero de lectores sabía muy bien que la
protagonista, sin pertenecer a lo más selecto de la sociedad porteña, era asimismo, la
esposa de un caballero muy conocido y sumamente vinculado en las esferas del alto
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comercio y de la industria. El multimillonario Juan Carlos Calvan, además de ocupar
el alto cargo de gerente general de una poderosísima compañía argentina de seguros
generales, formaba parte también de varios directorios de sociedades anónimas, de las
que era, al mismo tiempo, fuerte accionista.
Sobraba, pues, tela para que el dramático episodio de la calle Arcos resultara, a
todas luces, ultrasensacional. He aquí por qué el público exigía, ahora, noticias más
concluyentes y en su morbosa ansia de saberlo todo, esperaba con impaciencia la
inminente aparición de «El Orden», el otro gran vespertino porteño, que
acostumbraba lanzar al público su primera edición del día a las quince horas.
El antagonismo que existía entre «Ahora» y «El Orden» ya se había hecho
tradicional en toda la república; sabíase perfectamente que los dos periódicos se
jugaban enteros, a cada instante, empeñados en superarse y ambicionando —cada uno
para sí— la supremacía en todo lo que se relacionara con un servicio noticioso
impecable y oportuno.
Empero, esa tarde, la primera edición de «El Orden» defraudo en gran parte a la
expectativa general; mejor dicho, desorientó por completo a la opinión pública,
pretendiendo encauzarla hacia un derrotero imprevisto.
El vespertino de la calle San Martín trataba el asunto de Belgrano bajo un cariz
inesperado.
Comenzaba por no asignar gran importancia al hecho, destinándole un breve
espacio en la octava página: allí, bajo títulos a tipos chicos, consignaba la noticia en
forma bastante escueta.
No obstante, el comentario final fue leído con mucho interés y provocó el
comienzo de una inolvidable polémica.
He aquí, sin quitarle ni agregarle una coma, el suelto de «El Orden»:
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podido establecer con exactitud las causas que la precipitaron a tan desesperada
resolución, aunque parece que la finada era víctima, desde hace algún tiempo, de
una enfermedad implacable. Se ha dado cuenta del triste caso al señor juez de tumo,
Dr. Honorio Céspedes».
Si con ese suelto sobrio hasta el exceso y ese comentario severo y concluyente
«El Orden», pretendió volcar un gran balde de agua helada sobre el enjambre de
suposiciones incendiarias que ya había creado gran parte de la opinión pública, puede
asegurarse que obtuvo un resultado diametralmente opuesto.
Desde ese instante los ánimos se caldearon y las «acciones» de «Ahora» subieron
en la misma proporción que las de «El Orden» fueron bajando. A todo esto los
«canillitas» «palpitaron» su agosto y olfatearon la rápida venta de su próxima
mercadería.
En efecto, la quinta edición de «Ahora», que comenzó a circular a las diez y
nueve horas fue arrebatada —ésta es la palabra— de las manos de los revendedores.
Ella no echaba mayor luz sobre el suceso, pero lejos de mariposear alrededor de
posibles rectificaciones seguía tirando leños a la hoguera y bajo el título «¿QUE
PASA EN DINAMARCA?», publicaba un suelto que causó honda impresión. Helo
aquí:
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uno de nuestros amables colegas de la tarde que los ‘chiquitines inexpertos y
exaltados’ de nuestro diario tienen la cabeza para pensar, no para que les sirva de
percha al sombrero que usan. También demostraremos que no somos
malintencionados».
«El señor Juez del Crimen, Dr. Céspedes, después de haber sometido a severos y
prolijos interrogatorios al esposo de la suicida (?) y a toda la servidumbre de la casa
trágica, ha decretado la prisión preventiva del Sr. Juan Carlos Galván, quien está ya
a buen recaudo en el Palacio de Justicia, rigurosamente incomunicado.
»Se hallan detenidos también, en el Departamento Central de Policía, por
disposición del mismo juez, e igualmente incomunicados, todos los domésticos de la
casa. De acuerdo con las primeras medidas tomadas esta tarde por el citado
magistrado, ya se está practicando la autopsia al perro que, según informamos en
nuestra primera edición, fue hallado muerto en el cuarto macabro, al lado de la
cama, cerca de su desdichada patrona.
»El Dr. Céspedes ha dispuesto, además, el inmediato traslado del cadáver de la
infortunada señora a la Morgue, para que le sea practicada la autopsia a la mayor
brevedad. La casa de la calle Arcos está ahora bajo la severa custodia de varios
agentes y empleados de Investigaciones. Mucho público, desde la acera de enfrente,
curiosea la casa trágica».
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«UN ENIGMA QUE, A LOS POSTRES, RESULTARÁ UNA FORMIDABLE
PLANCHA»
«El Dr. Céspedes, Juez del Crimen, después de haber oído una declaración de
índole reservada del cronista policial de un colega de la tarde, se ha trasladado al
lugar del suceso y tras breve y —acaso— precipitada actuación, ha encarcelado e
incomunicado a un caballero sin tacha, a un hombre que es honra y prez de nuestro
alto comercio, sin reflexionar que la disposición puede resultar arbitraria,
improcedente, arrebatada y empañar su prestigio de magistrado austero. Nosotros,
desde ya, estamos en condiciones de asegurar que bien pronto el señor Juan Carlos
Galván recuperará su libertad, porque es un perfecto gentilhombre, incapaz de
cometer el más pequeño acto condenable.
»Los cuatro sirvientes serán puestos, ellos también, a breve plazo en libertad,
porque no pueden ser autores ni cómplices de un delito que no se ha cometido, que es
imposible que se haya podido cometer. Si ha de pensarse juiciosamente debemos
convenir que no puede existir asesinato sin asesino. Hemos estudiado hasta la
exageración el cuarto trágico y podemos jurar que el criminal, al existir, no hubiera
tenido por dónde esfumarse. Hay que convenir que se trata de un vulgar suicidio,
cuyas causas no tenemos el derecho de indagar.
»Deploramos sinceramente el papel desgarbado que están desempeñando
actualmente el magistrado y los funcionarios policiales que intervienen en este
luctuoso hecho y sería de veras curioso e interesante conocer los concretos que
pueda haber suministrado ese imberbe cronista, jefe de la sección policial del colega
de los noventa mil pisos, para que haya conseguido —con ellos— revolucionar de
manera tan lamentable el buen criterio de personas que tienen muy bien sentada
reputación de gente sensata. En fin… la única verdad, la fulgurante verdad que
campea en este bien triste episodio es una sola: ¡se trata de un suicidio! El asunto no
admite discusión; apadrinar teorías que se alejen de esta axiomática realidad
equivale a embarcarse en aquel ‘piccolo navío’, que no podía navegar, porque era de
papel; vale decir: lanzarse a una aventura descabellada o —gráficamente hablando
— tirarse una ‘plancha’ de marca mayor».
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»PRIMERO: Un esposo que llega a la una y media de la mañana a su casa y que
llama a la policía, porque encuentra vehementes indicios de que su consorte ha de
estar muerta o desmayada y que no se decide a dilucidar la incógnita y, si posible,
socorrerla echando de inmediato la puerta abajo hasta tanto no intervenga
oficialmente la autoridad policial, ES UN ESPOSO ENIGMÁTICO.
»SEGUNDO: Resulta ENIGMÁTICO que una débil mujer, culta, fina, sensible y
espiritual —como demostró serlo siempre la desdichada heroína de este lúgubre
suceso— elimine a su perro con veneno y reserve para ella una muerte horrible. Lo
natural es que hubiese repartido el tóxico entre ella y su perro.
»TERCERO: Resulta ENIGMÁTICO, aun admitiendo que el veneno le causara
horror, que una señora fina y delicada, como la extinta, encuentre fuerzas y ánimo
para inferirse un brutal tajo de casi diez centímetros de largo, que le ha destrozado
ferozmente la garganta, y no haya preferido una muerte menos bárbara pegándose
un tiro, teniendo allí a la mano, como ella tenía, un revólver bien cargado, de
excelente marca y mejor funcionamiento… ¡Qué suicida más rara…! ¿O es que tenía
miedo de hacer ruido…?
»Estas tres razones constituyen la declaración de índole reservada que formuló
ayer a la tarde el jefe de nuestra sección policial al señor juez, quien —dando
pruebas de loable criterio y celo— comprendió que era necesaria su presencia en la
casa de la calle Arcos. Llegó, interrogó y el ENIGMA se hizo todavía más profundo…
»Sepan, los curiosos y los incrédulos, que el doctor Céspedes no se ha permitido
tomar medidas arbitrarias, improcedentes o arrebatadas. Con sus disposiciones ha
demostrado ser un magistrado estricto y sensato. Veamos por qué:
»A) El Dr. Céspedes ha decretado la detención preventiva y la incomunicación de
Juan Carlos Galván porque este señor no ha querido explicar al juez qué hizo la
noche del trágico hecho, desde las once y quince hasta la una y media de la mañana
del tres de agosto. El interrogado declaró que salió del Club ‘Jaque al Rey’ a las
once y quince minutos, después de haber jugado una partida de ajedrez, por el
campeonato interno, con el Dr. Augusto Noisil Acuña y que regresó a su casa de la
calle Arcos a la una y media de la mañana. El señor Juez del Crimen tuvo la
paciencia y la consideración de rogar varias veces al señor Galván que explicara el
empleo que había dado a ese lapso de tiempo, pero éste se negó a evacuar dicha
pregunta. Esta negativa le ha perjudicado una enormidad.
»B) El citado magistrado ha dispuesto la encarcelación preventiva y la
incomunicación del personal doméstico por las siguientes razones: 1.º) De Daniel
Fernández, chofer particular del señor Galván, porque durante el interrogatorio
incurrió en manifiestas contradicciones; 2.º) De Lolita Armíñez, mucama de la casa,
porque se le encontró un pequeño cintillo de brillantitos, que se ha probado ser
propiedad de la finada. La fámula dice que le fue regalado por su patrono la tarde
del dos de agosto; 3.º) De Jenaro Spadani, jardinero, porque estando presente el
señor Galván dijo que se había acostado a las diez de la noche, pero, más tarde, al
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ser nuevamente interrogado, se contradijo declarando que, desde las diez de la noche
hasta la una de la mañana, había estado jugando al ‘codillo’ en un ‘boliche’ de la
calle Cabildo. Además, hay pruebas de que este doméstico, la noche del hecho
presentaba inequívocos indicios de haber bebido con exceso; 4.º) De Encamación
Villalta, cocinera, porque se le encontraron dos grandes pañoletas de seda,
propiedad de la extinta y que la interrogada declaró, con visible nerviosidad y
reticencia, que le habían sido obsequiadas por su patrona el mismo día dos de
agosto; 5.º) Finalmente el señor Juez ha dispuesto el arresto de los cuatro domésticos
mencionados… PORQUE NO SE ENCUENTRA EN NINGUNA PARTE UN
PEQUEÑO COFRE CRISELEFANTINO QUE DEBE CONTENER LAS
VALIOSÍSIMAS ALHAJAS DE LA FINADA, JOYAS QUE EL MISMO ESPOSO
JUSTIPRECIA EN LA SUMA DE OCHENTA MIL PESOS, O MAS, DE NUESTRA
MONEDA, PRENDAS QUE HAN VOLADO, QUE SE HAN HECHO HUMO, QUE
NO SE ENCUENTRAN NI CON LINTERNA.
»A las cinco detenciones citadas hay que agregar otra efectuada hoy y a la que se
asigna suma importancia. Nos referimos a la captura de un sujeto de nombre Aníbal
Prieto, individuo que registra pésimos antecedentes, que ha sufrido dos condenas por
hurto, de profesión chofer de plaza y que está probado ser novio o amante de la
mucama Lolita Armíñez. Fue detenido esta tarde en Plaza Once y llevado de
inmediato al Departamento de Policía, donde quedó a disposición de la autoridad
competente, en calidad de incomunicado.
»Conque… ¿‘piccolo navío’, no?… Pues… ¡Este navío va a navegar! ¡Todo es
cuestión de lógica elemental…!»
«Hay alma s detectivescas que nos ofrecen lecciones de lógica elemental. Ellas
obligarán a nuestras autoridades correspondientes a poner en vigencia el siguiente
DECRETO
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»C) Si un esposo no le dice a un juez qué ha hecho de tal a tal hora será
declarado, sin más trámite, uxoricida y ‘perricida’…
»CH) Si el chofer de ese esposo incurriera, al ser interrogado, en la menor
contradicción… ¡duro con él! Será enviado a Ushuaia por indiscutible complicidad
en la comisión de los delitos arriba citados.
»D) Se prohíbe a las señoras suicidas regalar a sus domésticas, horas antes de
eliminarse, cintillos de brillantitos y pañoletas de seda. Para eso están los
testamentos, ¡caramba…! Las infractoras serán declaradas ENIGMÁTICAS.
»E) Se prohíbe a los señores jardineros de las suicidas ir a jugar al ‘codillo’ y
tomar barbera más o menos ‘amábile’, mientras sus patronos se están liquidando y si
para ocultar ese pecadillo al patrón dicen a un juez que se habían acostado a las
diez de la nadie… serán enviados a Sierra Chica para toda la vida.
»F) Se prohíbe a las mucamas tener amores con jóvenes motoristas sin antes
haberles exigido un certificado de conducta extendido por la policía de la Capital
Federal. Esta infracción será castigada con treinta años de Buen Pastor, por lo
menos.
»G) Un joven chofer que haya sufrido dos condenas por hurto, al tener amores
con la mucama de una suicida, se trueca, automáticamente, en el asesino de la
patrono de su Dulcinea. Pena: ¡Cincuenta años de Penitenciaría…! Ni un chiquito
de rebaja.
»H) Ninguna suicida será dueña de ocultar, antes de matarse, un cofre
criselefantino (¡caramba, con el terminito…!) que contenga ochenta mil pesos de
alhajas de su legítima propiedad. Si eso hiciera tendrá la obligación de indicarle al
juez, muerta y todo, adonde está el cofre.
»¿Nos comprenden los visionarios de la Avenida de Mayo? Insistimos en que el
‘enigma’ no es más que una ‘plancha’ sin precedente.
»Y ahora una pregunta final: al insistir que se trata de un crimen, ¿por qué no se
nos explica cómo pudo salir el asesino del cuarto macabro dejando el cerrojo
corrido?
»Sería curioso conocer… ¡la explicación de lo inexplicable!
»¡Pero… si esto es más claro que el agua filtrada…! ¡Qué enigma ni qué ocho
cuartos! Nada… que se regala una academia de lógica elemental».
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Juan Carlos Galván, por disposición del Dr. Céspedes, ha recuperado la libertad.
Ante la indigna y abominable sospecha de que estaba siendo objeto, este caballero
decidió explicar al señor juez el empleo de aquellas famosas dos horas y minutos.
Comprobada ampliamente la veracidad de su explicación, fue resuelta, ‘ipso facto’,
su libertad.
»Los resultados de la autopsia indicaron que el fallecimiento se produjo la noche
del dos de agosto, de diez y cuarto a once y cuarto, más o menos en el momento que
el señor Galván, ignorando la tragedia que se desarrollaba en su hogar, estaba
rematando con eximia brillantez ajedrecística su partida en el ‘Jaque al Rey’. Las
causas del deceso son las del dominio público. No existen otras.
»El examen del cadáver del perro demuestra que el animal ha sido envenenado
con estricnina y que la muerte tuvo lugar de diez y cuarto a once y cuarto de la
misma noche del dos de agosto.
»El chofer Daniel Fernández recuperará su libertad, sin duda alguna, mañana a
primera hora. Lo mismo dígase por lo que concierne al otro motorista, Aníbal Prieto.
Ha sido levantada la incomunicación a todos los detenidos.
»En vista de todos estos acontecimientos acaba de cerrarse, por falta de clientela,
una academia de lógica elemental. Lo sentimos por el ‘coloso’ de los noventa mil
pisos, pero… ‘el que con niños se acuesta’…»
«A raíz de la marcha que estaban tomando las cosas y después de los múltiples
interrogatorios a que fueron sometidos, esta madrugada, los detenidos, el Sr. Juez del
Crimen, de acuerdo con el Jefe de Policía y el de Investigaciones, resolvieron
entregar la dirección de esta complicada pesquisa al mejor hombre de la repartición,
al insuperable empleado de Investigaciones, Inspector César Bramajo. El famoso
‘mago de la calle Moreno’ se hizo cargo de este embrollado ‘affaire’ esta mañana
temprano y —por los resultados obtenidos— ha demostrado que sigue estando a la
altura de sus antecedentes. Al momento de entrar, nosotros, en máquina, se nos
informa que se ha efectuado un sensacional allanamiento en una casa de
departamentos de la calle Santa Fe casi esquina Fitz Roy.
»De fuente fidedigna se nos asegura que ya está en poder de los pesquisas que
secundan al inspector Bramajo el cofrecillo con todas las alhajas de la extinta y que
el insigne detective acaba de telefonear —desde el mismo lugar del allanamiento—
al señor Jefe de Investigaciones, asegurándole que ya le ha echado el guante al
matador de Elsa Avilés. Agrega, el hábil policía, que ahora se explica todo y que ya
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está en condiciones de probar, sin derecho a réplicas, cómo pudo salir el asesino del
cuarto macabro dejando el cerrojo perfectamente corrido.
»Así que desde este momento, notificamos a quien corresponda, que este diario
va a precisar muchos locales para instalar en ellos numerosas sucursales de
NUESTRA ACADEMIA DE LÓGICA ELEMENTAL».
Esa noche, no hay exageración de nuestra parte, en todos los lugares públicos de
la extensa metrópoli, no se oía más que un lema: la nueva, rápida y espectacular
hazaña del inspector Bramajo. Porque se sabía muy bien que ese hombre aseguraba
tan solo lo que estaba en condiciones de probar sin discusión. Al mismo tiempo se
comentaba muy favorablemente el singular acierto de «Ahora» y el rotundo fracaso
de «El Orden»…
Empero, desde ya, hacemos constar que en el hallazgo de las alhajas, el inspector
César Bramajo había sido ayudado —más que por su acucia— por el factor suerte…
La casualidad había llegado y se había brindado al renombrado sabueso, muy pocas
horas después de que éste hiciérase cargo de la complicada pesquisa.
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III
Los concretos de una indagatoria
Al través de la original polémica sostenida por los dos vespertinos más difundidos
de Buenos Aires y por las noticias que ellos publicaran en los días tres, cuatro y cinco
de agosto, el lector habrá podido darse cuenta de los principales acontecimientos que
se desarrollaron —con rapidez vertiginosa— desde el instante en que Horacio Suárez
Lerma convenciera a su amigo, el auxiliar Oscar Lara, de que la tragedia del cuarto
macabro no podía ser más que el tristísimo fruto de un crimen brutal, feroz, diabólico.
No obstante el joven periodista admitía, para su fuero interno, hallarse frente a un
acertijo de difícil solución, acaso en pugna con un logogrifo infernal, quizás ante un
arcano que podía permanecer inescrutado.
Porque ese cuarto hermético como una tumba, esa puerta cerrada por medio de un
sólido cerrojo y que únicamente podía haber sido corrido desde el interior del
dormitorio, esa mujer horriblemente degollada y que tan sólo ella —estando todavía
viva y sana— hubiera podido efectuar la clausura del aposento trágico y esa carta
póstuma que con su postdata sellaba de una manera definitiva e irrefutable la evidente
prueba de un suicidio indiscutible, forjaban —si realmente de un asesinato se hubiese
tratado— un criminal inconcebible, inverosímil, fantástico, impalpable…
¡Impalpable…! ¡Un asesino impalpable…!
Tal incongruencia le ahogaba.
Atenázabale el cerebro y —a intermitencias— convencíale de que él era un
despistado, un mentecato, estrafalario artífice de asesinos fantasmagóricos,
perfectamente escurridizos, paradójicos, intáctiles…
Sin embargo… ese extraño esposo que con calma incalificable había dado
intervención a la seccional para que ésta averiguara o controlara lo que hubiera
debido indagar él mismo desde un principio, al instante, sin pérdida de tiempo, sin
reflexiones o cálculos incompatibles con la gravedad del caso… ese esposo singular
no le convencía.
Y el hecho de que la suicida hubiera eliminado a su perro con un veneno y —
haciendo desprecio y mayor tortura de su cuerpo— hubiese reservado para ella una
condena más horrenda, bárbara… hasta repugnante… tampoco le convencía.
AI contrario. ¡Le resultaba absurdo, inadmisible, increíble!
Y máxime teniendo allí, a la mano, en esa cercana mesita de noche, un arma
perfecta, bien cargada, con la que hubiera podido darse muerte más humana, más
natural, más concebible en una mujer como la extinta.
Además la comprobación de que el jardinero, a las dos de la mañana, presentara
síntomas de embriaguez, aumentaba su sospecha. Y hubo un detalle más, que
acrecentó la desconfianza del periodista. Suárez Lerma, más tarde, al revisar todas las
dependencias de la casa y el galpón inmediato a la gran puerta de hierro que da sobre
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la calle Tierra (véase el plano), observó, allí, colgado de un clavo, un viejo encerado,
que resultó ser del jardinero y parecióle que esa indumentaria presentaba vestigios de
humedad; eso es: como si hubiese sido lavado y después secado. Naturalmente, esta
última, no era más que mera presunción.
Pero todos esos detalles reunidos constituían para el joven serios puntos de
apoyo… toda una base.
Y su rememoración lo reintegraban, al punto, con arreciante firmeza, a su
primitiva hipótesis, a ese íncubo que no debía de abandonarle ya más, que debía de
acompañarle… ¡hasta la meta!
Porque su privilegiado instinto de indagador, connatural sin duda alguna en este
extraordinario muchacho que, con los años, llegó a ser el detective máximo, y el más
formidable que jamás haya podido ostentar la policía de ninguna otra nación en el
mundo, le gritaba: ¡Busca! ¡Busca! ¡No te arredres…! ¡Se trata de un crimen…! Sí…
de un horrible crimen, tal como tú lo has dicho, de un asesinato brutal, feroz,
diabólico… ¡Ea, pues, busca…!
Y desde ese momento se lanzó, decidido, a la consecución de una incógnita
aparentemente inaferrable.
Volvió a inspeccionar el cerrojo y el cuarto misterioso.
Su cabeza en efervescencia le permitió, asimismo, pensar un momento, con una
sarcástica sonrisa en los labios, en aquel mentado cuento policial, en aquella graciosa
fábula que Gastón Leroux —su autor— llamara El misterio del cuarto amarillo…
Pero… ¡por favor…! ¡Qué enorme diferencia entre la ingeniosa patraña aquella y
esta tristísima realidad…!
Además en el «cuarto amarillo», no obstante la mejor buena voluntad del autor,
no se había encontrado a ningún cadáver, sino a una mujer viva, que se había herido
ella misma y que, con mentiras, trataba de engañar a todos, porque estaba en
connivencia y obligada complicidad con su mismo supuesto atacante… En fin: … un
juego infantil, maguer tratarse de una ficción novelesca, comparado con este
tenebroso episodio de una realidad desesperante.
Horacio Suárez Lerma poseía, a pesar de su rebosante juventud o quizás gracias a
ella, el utilísimo don, el privilegio de saber convencer, de arrobar un poco, de
conquistar, fascinar casi y sugestionar con su palabra fácil, elocuente, cálida…
Y —aunque parezca muy discutible— su físico agraciado e impecable, unido a su
inteligencia bien exteriorizada, le ayudaba muchísimo en ese arte.
Porque —y se nos conceda este paréntesis netamente psicológico— hay que
convenir que nos sentimos siempre un poco atraídos nacía todo lo que encarna el
mejoramiento físico de la raza humana y si a esa mejora corporal se aúna preclara
inteligencia la atracción aumenta y —a veces— se toma casi absoluta.
Y es que lo bello agrada y el talento subyuga.
Horacio Suárez Lerma era alto, muy bien proporcionado, esbelto, aunque
hercúleo, apolíneo. De rostro severo, clásicamente varonil y hermoso; de nariz
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ligeramente aguileña, ojos grandes, muy expresivos, color de acero, penetrantes y
pletóricos de inteligencia. Su frente amplia, bien definida, un poco combada, revelaba
talento, ingenio.
El joven periodista comprendió en seguida que para poder escarbar a sus anchas
en ese montón de complicados detalles precisaba la poderosa ayuda de la policía y
del mismo juez. Trabajar por su cuenta… ¡muy bonito en las novelas, pero casi
imposible en la realidad!
El primer adepto a su teoría de que no se trataba de un suicidio, sino de un
alevoso asesinato, fue, naturalmente, Oscar Lara. Y ese primer peldaño, fácil de
escalar y útil, le permitió llegar hasta el comisario de policía de la seccional, luego al
Jefe de Investigaciones y —rápidamente— al mismo prefecto de policía y al juez de
turno.
Las demás complicaciones se crearon solas y se ofrecieron sin buscarlas.
El caos se produjo espontáneo y los primeros interrogatorios —practicados por un
magistrado suspicaz y bastante sugestionado— confirmaron que, en realidad, algo
debía haber.
Lo cierto fue que —tal vez sin quererlo— el Juez del Crimen y con éste las
autoridades policiales se encontraron embarcadas, sin saber cómo ni cuando, en una
aventura de insospechadas proporciones.
Lo mismo acaeció con la dirección del diario «Ahora» que, al dejarse convencer
por la seguridad inamovible de su colaborador y en su afán de superar a las demás
publicaciones porteñas, patrocinó —«sempre in crescendo»— una hipótesis y un
tópico por cierto harto escabroso.
Explicado cómo se produjo el revuelo y el por qué de la forma violenta en que se
desarrollaron los hechos posteriores al trágico deceso de Elsa Avilés de Galván,
creemos necesario proporcionar al lector la mayor cantidad de datos que —por su
exactitud— pueden ser pauta que ha de guiarle hacia la mejor pista, sacándole de esta
nebulosa encrucijada. Ahora bien: de los interrogatorios practicados por el Juez del
Crimen en el lugar del hecho, completados más tarde en el despacho del mismo
magistrado y de los resultados de las autopsias, peritajes, etc., surgieron los concretos
que —a continuación— ponemos al alcance del lector, concretos que —a enigma
resuelto— resultaron ser la fiel expresión de la más absoluta verdad.
Nosotros, imparciales historiadores de este dramático y misterioso episodio, los
transcribimos en la misma forma escueta y concisa que figuran en el sumario.
Helos aquí:
Elsa Avilés de Galván salió, ese día, de su casa de la calle Arcos a las diez de la
mañana y regresó a su hogar a las doce y media.
Almorzó ligeramente en el pequeño comedor, lo hizo con manifiesto
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apresuramiento; después se encerró en sus habitaciones y a las dos de la tarde volvió
a salir.
Regresó al domicilio conyugal a las seis y tuvo oportunidad de conversar futilezas
con el jardinero, la mucama y la cocinera.
Estas tres personas están en un todo de acuerdo al declarar que esa tarde «la
señora estaba muy triste, nerviosa, que tenía los ojos hinchados, como si hubiera
llorado mucho» (Textual).
A las seis y media, minutos más o menos, llamó al «boudoir» a Lolita Armíñez, la
mucama, y le dijo:
—«Sé que tienes novio, que pronto te vas a casar; eres muy buena chica y te
deseo felicidad; trata de no equivocarte en tu elección, mira bien con quién te unes
para siempre. Me has servido durante seis años con lealtad y cariño… Toma, querida,
te regalo este cintillo; es un obsequio que te hago, desde ya, para el día de tu boda.
Consérvalo siempre en tu poder para que te acuerdes de mí… Ahora puedes retirarte.
Escucha, a las ocho en punto deseo comer; el señor, ya lo sabes, esta noche no vendrá
a cenar, así que coloca solamente mi cubierto». (Textual).
La muchacha, agradecidísima, se retiró llevándose el cintillo de brillantitos que
—al día siguiente— despertara las vehementes sospechas del Dr. Céspedes.
A las siete y media la señora llamo a la cocinera, Encarnación Villalta,
recibiéndola en el «boudoir» y obsequiándola con los dos grandes pañolones de seda
encontrados, al día siguiente, en poder de la mencionada doméstica.
Algunos minutos antes de las ocho de la noche la señora se presentó en el
pequeño comedor y ordenó que le fuera servida la cena. Mandó, como las demás
noches, soltar el «Prinz», lo que se hizo en seguida, ocupándose de ello Jenaro
Spadani.
El perro, como de costumbre, al verse libre, anduvo saltando un buen rato por el
jardín y la galería, luego se introdujo en el comedorcito y después de que su patraña
lo estuvo acariciando un breve momento, se echó a los pies de ella, como siempre lo
hiciera.
Elsa comió muy poco, casi nada, y contrariamente a su peculiar sobriedad, tomó
bastante vino, lo que no dejó de sorprender a la mucama. Hablando con ésta, mientras
cenaba, le dijo que «como hacía mucho frío, había decidido acostarse más temprano
que de costumbre».
Al serle servido el café, pidió —cosa inusitada en ella— una copita de coñac, que
Lolita, extrañada, le sirvió en seguida y que la señora tomó con visible nerviosidad. A
las nueve menos algunos minutos abandonó el pequeño comedor, fue a las
dependencias de sus domésticas, habló brevemente con ellas, recomendándoles que
se recogieran temprano, «porque la noche era muy fría…» (Textual).
Después —ya en la galería— volvió a acariciar al «Prinz» que —como ocurría
habitualmente— quedó suelto afuera. La señora fuese a sus habitaciones penetrando
por la única puerta que a esa hora, como todos los demás días, permanecía aún
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abierta: la del pequeño escritorio del señor Galván.
Todas las demás puertas estaban ya cerradas, desde las persianas metálicas
externas hasta los postigos internos, lo mismo que la ventana del dormitorio de la
dueña de casa.
Elsa entró y cerró con llave la puerta del escritorio de su esposo; sacó, como
siempre, la llave de la cerradura y la colocó arriba de una mesita. Esta operación se
producía todas las noches; se sacaba la llave, porque, más tarde, por esa misma puerta
entraba, rumbo a su dormitorio, el señor Galván.
Elsa apagó la luz del pequeño escritorio y se retiró a sus habitaciones cruzando el
gran comedor, el aposento del esposo y el cuarto de baño. A medida que pasaba por
las habitaciones apagaba las luces respectivas.
No consta si hizo lo mismo con la luz del cuarto de baño, por el hecho de que —
desde la galería— no era posible apreciar ese detalle debido a que esa dependencia de
la casa estaba dotada de dos puertas, una frente a la otra, separadas por el espacio del
pasillo. (Véase el plano).
Desde ese momento no se conocen más los movimientos de la infeliz protagonista
de este trágico y misterioso episodio.
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Terminada esa ligera comida abandonó el local del círculo de la calle Corrientes y
se trasladó, siempre en automóvil, conducido por Daniel, al Club «Jaque al Rey». El
señor Galván se retiró del Círculo de Armas a las veinte y treinta horas y entró en el
centro ajedrecístico de la calle Pueyrredón a las veinte y cincuenta.
Allí era esperado.
Esa noche tenía que jugar una partida finalista con el doctor Agustín Noisil
Acuña, su desafiante por el campeonato anual del mencionado club. A las veintiuna
horas en punto el fiscal del «match», señor Adolfo García Román, puso en marcha el
reloj del torneo y el desafiado, que conducía las piezas blancas, inició su apertura con
la base de ¡peón 4 dama!
Abajo, en el gran salón del club, los socios, con el control del gran tablero mural,
en el que aparecían las jugadas de los contrincantes a medida que estos las hacían,
iban analizando y comentando las incidencias del importante duelo.
La lucha se inició con un «Gambito de la Dama rehusado», seguido de una
«Defensa Cambridge Spring», que el señor Galván supo neutralizar y debilitar en
forma soberbia para, más tarde, en el medio juego, adoptar una idea de Leonard, que
complicó el duelo magistralmente valiéndole la conquista de una posición netamente
favorable.
La partida se suspendió a las cuarenta jugadas, que fueron ejecutadas, de acuerdo
con las condiciones del «match», en dos horas cabales y con un final que los críticos
ajedrecistas juzgaron absolutamente ganado por Juan Carlos Galván.
Llamó mucho la atención de los socios que el campeón del club, a raíz de un
llamado telefónico, abandonara con evidente nerviosidad y precipitación el local
social interrumpiendo con brusquedad las felicitaciones de sus admiradores. Cuando
esto acontecía eran exactamente las once y quince horas de la noche.
Debemos advertir al lector, especialmente al que desconozca por completo el
juego del ajedrez, sorbesesos internacional, que no inmerecidamente ha sido llamado
el noble juego o el juego-ciencia, que el somero comentario relacionado con el
desarrollo de la partida jugada entre el señor Galván y el señor Noisil Acuña fue
consignado en la indagatoria, porque el magistrado que intervino en el
esclarecimiento de este sensacional proceso juzgó, como buen ajedrecista, de
trascendental importancia el detalle. La partida jugada por el señor Galván, además
de la indispensable habilidad, por lo profunda y netamente clásica, puso en evidencia
un estado de ánimo extremadamente tranquilo. Los detalles de la apertura, del medio
juego y la brillantez final demostrada por el señor Galván, constituyeron un
testimonio formidable de su serenísimo estado de ánimo y resultó inadmisible que, en
esas condiciones, pudiera, simultáneamente, ser cómplice, aunque mentalmente, de
un horrible delito.
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Los movimientos del motorista del Sr. Galván, hasta donde pudieron ser
comprobados, fueron los siguientes: Tan pronto como su patrón hubo ingresado en las
oficinas de «La Global», él, según la costumbre de todos los días, fuese a estacionar
con el coche en la Avenida de Mayo, entre Chacabudo y Piedras, en el mismo centro
de esa gran arteria, a la permanente disposición de su amo.
Más tarde, mientras el señor Galván y el señor Würken almorzaban en el «Petit
Confortable», restaurante de la calle Cangallo, entre Suipacha y Carlos Pellegrini, él
hacía lo propio en un fondín de la calle Carabelas, frente al Mercado del Plata,
dejando el coche estacionado delante de la puerta del negocio. Concluido su
almuerzo, esperó a los señores ubicándose, con el automóvil, en la esquina de
Carabelas y Cangallo.
Cuando, a las tres de la tarde, volvió a dejar a su patrón en la puerta de «La
Global», retornó, como lo hiciera a la mañana, a su parada de la Avenida.
Durante las horas de la tarde no fue ocupado ni una sola vez; a las diez y nueve
horas reanudó sus actividades para llevar al señor Galván y al señor Arjona al Círculo
de Armas; se quedó estacionado en la misma plazoleta del club hasta las veinte y
treinta horas, en que volvió a ser ocupado por su amo con orden de llevarlo al «Jaque
al Rey», lo que hizo en menos de un cuarto de hora.
A las veintiuna estaba cenando en una modesta churrasquería de la calle
Rivadavia casi esquina Castelli y a las veintidós en punto encontrábase, ya de
regreso, frente a la puerta del club de la calle Pueyrredón.
Conversó alrededor de una hora con el portero del «Jaque al Rey» y con otros
motoristas allí estacionados a la espera, como él, de sus patrones; poco después y
siendo las veintitrés y minutos vio a su amo salir con apresuramiento del club y subir
al coche con visible nerviosidad.
Corrió a su puesto y recibió la orden —dada en voz destemplada de «volar hacia
la calle Arenales, esquina Callao». (Textual).
Llegado allí, su patrón bajó, le dijo que lo esperara y desapareció por Arenales
hacia el oeste. Tardó casi dos horas, porque volvió pocos minutos después de la una
de la mañana (ya estamos a tres de agosto); llegó perfectamente tranquilo, sonriente,
subió al coche y le indicó ir a casa.
Le recomendó se apurara, «porque la noche era muy fría y la gripe no respetaba
a nadie». (Textual).
Poco más o menos a la una y media de la mañana dejó al amo frente a la puerta de
su domicilio por Arcos; dio, como siempre, la vuelta por la calle Tierra, paró frente al
gran portón de hierro, bajó, lo abrió, entró con el coche, lo ubicó, como todas las
noches, en el galpón, cerró —luego— el gran portón y se fue a su pieza.
Estaba ya por meterse en la cama cuando oyó la voz del señor Galván quien,
golpeando a la puerta de su cuarto, le decía: —«Daniel, Daniel, por favor, venga en
seguida; despierte a Jenaro y vengan los dos. ¡Pronto!» (Textual).
Momentos después él y Jenaro Spadani se encontraban, con el dueño de casa, en
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el «boudoir» de la señora, luchando con la puerta infranqueable.
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En el cafetucho de la calle Cabildo el «taño Jenaro» era muy apreciado y siempre
recibido con ruidosas manifestaciones de camaradería.
Está absolutamente comprobado que este doméstico, el dos de agosto,
permaneció todo el día, como de costumbre, en la casa de la calle Arcos y sus
movimientos diurnos en esa morada no tienen ningún valor para la instructoria,
porque no vierten la menor luz para el esclarecimiento del luctuoso suceso.
Llegada la noche, Jenaro Spadani, se aprestó, como siempre, a tejer su treta. Al
concluir de cenar (comía siempre en la cocina con la Villalta y la mucama), se
apresuró a dar las menas noches a sus compañeras de trabajo, diciéndoles que: «hacía
mucho frío y que había que acostarse bien temprano, porque la gripe no respetaba
pelo ni marca». (Textual).
Se fue a su pieza cerrando la puerta; pero a las diez y cinco minutos hizo su
triunfal entrada en el negocio de la calle Cabildo. Está constatado que permaneció allí
hasta las doce y diez minutos, jugando, tomando sus buenas copas de vino y, como
siempre, «levantando vapor»… (Textual).
A la una de la mañana del tres de agosto, Jenaro Spadani estaba durmiendo ya a
pierna suelta en su pieza. Ese reposo restaurador y práctico eliminador de alcohólicas
emanaciones fue interrumpido bruscamente, más o menos a las dos de la mañana, por
los recios golpes que aplicaba a la puerta de su cuarto, y dando voces, el motorista
Fernández, en demanda de su presencia, de acuerdo con las órdenes que éste recibiera
del Sr. Galván.
Luego hemos podido constatar su presencia frente a la puerta del cuarto trágico y
seguir su actuación posterior.
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después de una prolija averiguación de antecedentes, pudo comprobarse la completa
inocencia de entrambas.
La Lolita, de nacionalidad española, de veintidós años de edad, con cinco de
residencia en el país, estaba al servicio de los esposos Galván desde el día de su
misma llegada a Buenos Aires y durante esos cinco años había dado siempre
indiscutibles pruebas de acatamiento, respeto, honestidad y verdadero cariño hacia
sus patrones, especialmente hacia Elsa.
Encarnación, argentina, nacida, como la señora de Galván en la ciudad de
Tucumán, es una mujer de unos cincuenta y más años; fea, todavía muy fuerte, gorda,
bigotuda, una verdadera maritornes, pero con un corazón de oro. Estaba el servicio de
Elsa desde el día que ésta se casó. Pero cuando se trasladó a Buenos Aires «con su
patroncita» (textual) ya llevaba doce años al servicio de la familia Avilés, esto es, de
los padres de Elsa.
En conjunto: diez y nueve años de ininterrumpidas pruebas de absoluta fidelidad,
desinterés, adoración casi para «la niña» (textual) y conducta intachable. Las dos
fámulas estuvieron contestes en declarar que concluyeron de cenar a las nueve y que
a las nueve y media, terminados los últimos quehaceres en la cocina, se retiraron a
descansar. Que la mucama se quedó dormida enseguida, «como una marmota»
(textual), y que ella, Encamación Villalta, «agarró sueño reciencito a eso de las diez»
(textual).
Declararon que no oyeron ningún ruido, «que esa noche el ‘Prinz’ no ladró ‘ni un
chiquito’, caso contrario la Encarnación se hubiese despertado o ‘entresueño’ lo
hubiera oído».
Cerca de las dos de la mañana, al ser llamadas a grandes voces, por Jenaro, se
levantaron y acudieron.
Desde hacía tres años Juan Carlos Galván no almorzaba nunca en la casa; en
cambio, a la hora de la cena, era casi infaltable. El matrimonio comía siempre en el
pequeño comedor por el hecho de que no estaba muy lejos de la cocina y así
facilitábase en mucho la labor de la mucama.
El gran comedor era utilizado tan solo en los casos que hubiera convidados, lo
que sucedía muy raras veces, porque hacía tres años que los esposos llevaban una
vida sumamente retraída, insociable… taciturna. (Declaración casi textual de toda la
servidumbre).
Galván salía siempre a las nueve de la mañana, rumbo a los escritorios de «La
Global», volvía a las ocho de la noche, cenaba y antes de las diez, invariablemente,
hiciera el tiempo que hiciera, volvía a salir para no regresar hasta la una de la
mañana, o más tarde.
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El chofer Fernández, que pertenecía al servicio del señor desde hacía seis años,
estaba a la exclusiva disposición del jefe de la casa.
Hacía siete años que los esposos Galván vivían en la casa de la calle Arcos, esto
es, desde el día en que se casaron. Elsa, del hogar paterno, en Tucumán, se trasladó,
desposada, a Buenos Aires, y se fue a vivir en la flamante propiedad que acababa de
hacer edificar, con ese objeto, Juan Carlos Galván.
Teniendo en cuenta que en los últimos tres años el esposo había tomado el hábito
de ausentarse después de cenar y volver tarde, Elsa, para mayor seguridad, había
mandado colocar en la puerta de su dormitorio el sólido cerrojo que ya conocemos.
«De todos modos el esposo dormía, desde hacía tres años en su dormitorio».
(Declaración textual de la Villalta).
Consta también que la señora contaba, para su salvaguardia, con un revólver que
guardaba siempre en una de las mesitas de noche, además con su cuarto bien
hermético, con la permanencia en la casa del jardinero, de la mucama y de su fiel y
robusta maritornes.
Además al perro, que durante el día permanecía siempre atado a su casilla
ubicada en la galería al lado de la puerta del pequeño escritorio, a las ocho de la
noche se le soltaba de manera que podía andar por todas partes. Sin ser un perro de
raza y aunque no muy grande, el «Prinz» era buen guardián; había sido traído a la
casa siendo todavía cachorrito, por el señor Galván, hacía más o menos un año y
medio. La señora le fue cobrando mucho afecto, porque era un animalito muy
cariñoso con ella y muy vigilante.
«Sí… porque el ‘Prinz’, al menor ruido sospechoso y a cualquier hora de la
noche o de la madrugada, se largaba a ladrar rabiosamente; yo tengo un sueño muy
liviano y le oía siempre». (Declaración textual de Encamación Villalta).
«Para que el ‘Prinz’ pudiera vigilar mejor quedaba encendido, en el jardín, todas
las noches, hasta por la mañana, un foco eléctrico». (Declaración del señor Galván,
confirmada por todos los domésticos).
«Al regresar a mi casa, a cualquier hora de la noche, lo encontraba siempre de
guardia. A veces lo hallaba echado, pero bien despierto, cerca de la puerta de mi
escritorio, su puesto de vigía favorito, a dos metros de su casilla». (Declaración
textual del Sr. Galván).
«El ‘Prinz’ de noche, vigilaba sin cesar, porque de día dormía siempre; yo mismo
lo ataba a las ocho de la mañana y no lo soltaba hasta las ocho de la noche».
(Declaración textual de Jenaro Spadani, confirmada por la Villalta, la Armíñez y
Fernández).
Por lo que se refiere a la infortunada protagonista de este drama se ha
comprobado que llevaba una vida muy metódica, máxime durante los últimos tres
años.
La señora de Galván salía, invariablemente, tres veces por semana, y lo hacía
siempre después del almuerzo.
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Por lo general se iba a las dos de la tarde y regresaba a las siete, muchas veces a
las siete y media.
De noche no salía jamás.
Acostumbraba retirarse a sus habitaciones en seguida después de haber cenado.
Se quedaba en el «boudoir» leyendo; era muy afecta a la lectura. En las calurosas
noches estivales tenía el hábito de quedarse hasta las doce en la galería, se sentaba y
leía; en esos casos el «Prinz» se echaba a sus plantas y no se movía. Otras veces, en
lugar de leer, llamaba a su vieja Encarnación y charlaba con ella horas y horas. «Era
linda como una virgencita, ‘mi niña’ y buena como el pan… pobre ‘mi corazón’… era
una santa, señor». (Declaración textual, entre lágrimas, de la maritornes).
NOTA: Acerca de las costumbres de los esposos Galván, su vida íntima y otros
detalles importantes referentes al mismo tópico, existen más concretos; ellos se
obtuvieron cuando el Sr. Galván, acosado por el juez, explicó lo que había hecho
durante aquellas dos horas y quince minutos transcurridos desde su salida del club de
ajedrez hasta la vuelta a su casa de la calle Arcos. El lector conocerá pronto dichos
concretos.
Este chofer de plaza, Aníbal Prieto, argentino, de veintiocho años de edad que, en
efecto, registra malos antecedentes y que es en realidad el novio, pero no el amante
de Lolita Armíñez, ha demostrado con mucha facilidad y de una manera indiscutible
su absoluta inocencia.
El dos de agosto, a las ocho de la noche, tuvo un serio altercado con un señor que
había ocupado su automóvil desde la Plaza Once hasta Lavalle y Maipú. El pasajero
provocó, por cuestiones de taxímetro, un incidente mayúsculo que obligó al agente de
facción a remitir los dos contrincantes a la seccional.
El motorista pudo abandonar el local de la comisaría tan sólo a las dos de la
mañana. Esta desagradable incidencia tuvo la prerrogativa de ponerlo en condiciones
de probar muy eficazmente qué hacía y dónde estaba en los momentos que se
desarrollaba el drama de la calle Arcos.
Además se ha comprobado que la conducta de este joven ha cambiado
radicalmente y se ha trocado en ejemplar, desde el día en que se comprometiera, para
casarse, con Lolita Armíñez.
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brillantes, un broche muy valioso y una pulsera, ambas joyas tempestadas de
brillantes sobre montaje de platino.
Según declaración del esposo de Elsa dichas alhajas valen de ochenta a cien mil
pesos de nuestra moneda.
La Villalta y la Armíñez coinciden al declarar que dos días antes del triste suceso
la señora había salido luciendo su collar de perlas, la pulsera y un anillo.
EXAMEN DE LA PUERTA
Por orden del señor juez se hizo practicar un minucioso examen a la puerta del
dormitorio de la víctima, así como al consabido cerrojo. Los peritos en la materia que
practicaron esta importante diligencia certificaron textualmente lo que a continuación
se expresa:
«Trátase de una puerta sólida, perfecta, de roble macizo, construida y colocada
con absoluta normalidad, sin posibilidad de tramoyas o engaños; una puerta que, al
cerrarse, ajusta con tal precisión que no deja espacio alguno que permita correr el
cerrojo, desde afuera, haciendo uso de alambres o hilos, aunque éstos fueran más
finos que un cabello. El cerrojo es un modelo corriente, no está imanado ni responde
a ninguna aplicación eléctrica; es un cerrojo absolutamente normal y vulgar».
EXÁMENES ANATÓMICOS
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dactiloscópicos, con el siguiente resultado:
«En el cuarto de la extinta, en el “boudoir”, en el baño, en los muebles y enseres
de la casa, en ninguna parte, como tampoco en la misma arma utilizada, se han
encontrado impresiones digitales que arrojen la menor luz en el asunto. La navaja
empleada para la consumación del triste hecho presenta impresiones digitales que
corresponden exactamente a la víctima». (Textual).
Con referencia a la carta póstuma de la desdichada protagonista se ha podido
comprobar dos datos importantísimos:
PRIMERO: Que el papel de carta y el sobre usado por la víctima son
absolutamente distintos de los que se usan en la casa de la calle Arcos. Este detalle
prueba, de una manera fehaciente, que la extinta no escribió en el hogar conyugal su
trágica despedida.
SEGUNDO: No así la postdata, que no ha sido escrita con la misma lapicera ni
con la misma tinta que el texto de la carta y las leyendas del sobre. Hay absoluta
seguridad de que dicha postdata fue agregada por su autora, más tarde, estando va en
su hogar, pues la tinta corresponde a la que Elsa tenía en uso en su «secretaire» y la
lapicera empleada a la que se encontró sobre el mencionado mueblecito, en el
«boudoir» de la finada.
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IV
Yvette Repeport
La carta que Elsa, poco antes de morir, había dirigido a su esposo, clamaba la
existencia de un punto muy oscuro, y —acaso— muy doloroso en la vida íntima de
los cónyuges. Las declaraciones de la servidumbre y del mismo Galván dejaban
vislumbrar que en los últimos tres años habíanse producido, en las costumbres de ese
matrimonio y en su «modus vivendi», un cambio notable, quizás separación de
cuerpos o —en todo caso— un indiscutible alejamiento espiritual.
El doctor Céspedes admitía que el silencio de Juan Carlos Galván a ese respecto y
su obstinación en no querer explicar el empleo que había dado a su tiempo, desde que
saliera del club de la calle Pueyrredón hasta que reingresara a su hogar, debía de tener
un punto de contacto con las anomalías que se hacían cada vez más patentes en la
vida privada de ese hombre impenetrable.
Pero, después de los exámenes anatómicos, el magistrado habíase convencido de
que —aún en el supuesto caso que se tratara realmente de un crimen, cosa que estaba
todavía muy lejos de poderse probar—, de ninguna manera podía ser Galván el autor
material de ese horrible asesinato. Este detalle saltaba a la vista con claridad
meridiana.
Quedábale la vehemente sospecha de que pudiera ser el cómplice o, mejor dicho,
el instigador del tenebroso hecho, pero… ¿Era posible admitir que un hombre pudiera
tener la sangre fría de jugar con toda calma y gran tacto una estupenda y complicada
partida de ajedrez sabiendo que un sicario por él enviado estaba —en esos mismos
instantes— ultimando a su esposa?
El informe elevado al juez por tres maestros argentinos en el difícil rompecabezas
internacional, peritos que el mismo juez había nombrado para que se pronunciaran al
respecto, decía textualmente:
Sin embargo, la instructoria no podía conformarse con esa teórica declaración, tal
vez sensatísima o acaso antojadiza; menos podía aceptar y amoldarse al obstinado
silencio del detenido. Tampoco podía mantener preso e incomunicado a un hombre de
la importancia, posición social y antecedentes de Juan Carlos Galván. La justicia
tenía el deber de averiguar hasta el más mínimo detalle, pero sin meterse en un
brete…
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Por eso, la madrugada del cinco de agosto, el viudo fue puesto, una vez más, en
presencia del Juez del Crimen.
El magistrado creyó indispensable emplear una mentira que —surtiendo efecto—
podía, acaso, resolver la situación harto delicada que los acontecimientos habían
creado.
—Señor Galván —díjole sin preámbulos el doctor Céspedes—, acabo de conocer
el resultado de las autopsias. Ellas nan suministrado a la justicia concretos muy
comprometedores para usted, revelando, en forma indiscutible, que en el drama que
aflige a su hogar ha habido, en realidad, una mano criminal. El deceso de su esposa
de usted se ha producido de doce de la noche a una de la mañana. Este detalle toma
su situación sumamente delicada, máxime si continúa usted silenciando sus
movimientos…
—¡Protesto! —interrumpió con vehemencia, desdén y altivez, el interpelado,
presa de inocultable soberbia—. ¡Doctor Céspedes: la atrevida sospecha de que yo
pueda ser uxoricida, cómplice o instigador de semejante delito constituye una
aberración! ¡Protesto, porque es algo monstruoso, absurdo, enorme, descabellado y
me exime de…!
—¡Caballero —interrumpióle a su vez el magistrado con acento severo y solemne
—, cuando un hombre está libre de cualquier culpa y de todo cargo, no tiene por qué
proceder como usted lo ha hecho hasta ahora! Una persona sin tacha no debe, no
puede tener ningún inconveniente en franquearse con un magistrado.
—Repito que no tengo ninguna obligación de enterar a la justicia y al mundo de
asuntos que atañen exclusivamente a mi vida particular; mis actos privados me
pertenecen…
—¡La justicia, caballero, tiene derecho a saberlo todo! ¡Todo…! Tanto más
tratándose de un caso que, como éste, reviste enorme gravedad.
—Pues opino que la justicia, a veces abusa de sus derechos…
—¿Pretendería usted, acaso, aportar reformas a los procedimientos…?
—Yo no pretendo nada.
—¡Entonces no discuta! ¡Cumpla con su deber de hombre correcto! ¡Ilustre a la
justicia, coadyuve con la labor del magistrado, facilite el buen curso de la
instructoria…! ¿O es que prefiere usted asegurar, con su silencio, la impunidad del
asesino de la que fue su esposa?
La estocada había sido tendida a fondo y llegado a destino consiguiendo un
impacto decisivo. El hombre que no quería hablar comenzó a titubear, intentó
escudarse aún…
—Pero… en síntesis… ¿Se trata, realmente, de un crimen o de un suicidio?
—Ya le he dicho que la autopsia…
—En todo caso puedo asegurarle que mi declaración no arrojará ninguna luz
sobre el asunto y no ayudará en nada a la consecución del hipotético asesino.
—Eso es lo que usted no sabe…
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—Está bien… ¡hablaré!
Se produjo un breve silencio. El magistrado esperaba; el otro hallábase todavía en
pugna con sus últimos escrúpulos. Finalmente declaró con visible contrariedad:
—La noche del hecho, de once y veinte a una de la mañana estuve en la casa de
una señora…
—¿Quién es esa señora?
—Es… mi amiga.
—¿Su amiga? ¿Usted tiene, pues, una amante?
—Sí… La palabra es áspera, porque se trata de una noble mujer, a quien yo
quiero entrañablemente desde hace tres años.
El magistrado meditó durante un buen momento, luego inquirió:
—¿Y por qué si se trataba de ir a la casa de su amante, salió usted del club en
forma tan precipitada?
—Porque a las once y diez minutos se me avisó por teléfono que había
empeorado…
—¿Estaba, pues, enferma?
—Bastante, sí señor.
—¿Qué tenía?
—Un principio de bronco neumonía.
—¿Hacía muchos días que estaba enferma?
—Cinco días.
—¿Cómo se llama esa… señora?
—Yvette Repeport.
¿Francesa?
— Francesa.
¿Y hace tres años que mantiene usted relaciones íntimas con ella?
—Así es.
—Diga cómo la conoció.
—Frecuentando la casa de una familia amiga.
—Nómbreme esa familia.
—La del doctor Horacio Burgos Montellano.
—¿Del doctor Burgos Montellano…? Pero… ¿qué clases de relaciones podía
tener esa francesa… esa señora extranjera con los miembros de un hogar tan
distinguido y encumbrado?
—Yvette Repeport, que es profesora de francés, frecuentaba la casa, porque
enseñaba ese idioma a los chicos de mi amigo, el doctor Burgos Montellano.
—Ah…
—Allí tuve oportunidad de conocerla; confiésole, sin embargo, que al punto
quedé prendado de la belleza poco común de esa joven excepcional. Más tarde, al
tratarla, me convencí de que era digna de ser elevada a una esfera más adecuada a sus
relevantes cualidades morales. Pude constatar que se trataba de una mujer cultísima,
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distinguida, fina, admirable por su innata modestia y su gran bondad. Su sencillez, su
alma hermosa y sus físicos hechizos completaron el embrujo que fue, después,
absoluto.
—Sin embargo, tenía usted una esposa ejemplar, bellísima, espiritual…
—Lo reconozco, es verdad… no lo niego y yo mismo no puedo explicarme…
cómo pudo operarse en mí semejante evolución. No hay duda de que nuestro corazón
puede traicionamos cuando menos lo sospechamos.
—Es cuestión de saberlo dominar…
—Lo confieso: obré mal; no pude o no supe controlar mis actos. No hallé fuerzas
para ahogar una pasión que se adueñó súbitamente de todo mi ser, embargándome
alma y corazón. Acaso haya sido la obra de ese incongruente dictador que llámase
¡Destino…!
Juan Carlos Galván calló. Meditaba.
—Continúe —indicóle el magistrado.
—Yvette —reanudó el otro—, pocos meses después, y no obstante mi condición
de hombre casado, concluyó por rendirse a mis requerimientos, y… me
correspondió… Me correspondió sin dejar de comprender que mi condición social y
mis deberes de legítimo consorte la colocarían, a cada momento, en un plano inferior,
pues —ya le dije— sus sentimientos son muy elevados…
—Disculpe si lo interrumpo… Cuando usted la conoció, ¿era doncella…?
La pregunta pareció molestar excesivamente al interpelado.
—¡Caramba…! ¿También ese detalle tiene interés para la instructoria?
—¡Desde luego! —declaró el magistrado.
—Pues… no señor, no era doncella.
—Bien… continúe.
—Yvette fue la primera, poniendo al desnudo su alma nobilísima, en obligarme
—bajo juramento— al respeto absoluto hacia mi hogar. Creo superfluo, doctor,
suministrarle otros pormenores relacionados con las dotes personales de mi amiga,
supongo que ellas no han de interesar mayormente a la instructoria, y que si le he
dicho más de lo necesario ha sido porque no quiero que usted, como hombre, no
como magistrado, juzgue mi falta con excesiva severidad. Lo indiscutible es que,
desde hace más o menos tres años, Yvette Repeport es mi… amante.
—Y que esa relación ha sido para usted fatal.
—¿Fatal…? No sé qué se propone usted decirme con eso. En todo caso, y
hablando con absoluta lealtad, puedo asegurarle que la culpa no fue del todo mía. Mi
conducta tiene muchísimos atenuantes. Porque he de advertirle que mi esposa
descubrió mi desliz desde un principio; nunca supe cómo, pero lo cierto es que ella
conoció mi desvío cuando aún había tiempo de sobra para remediarlo. Ella no supo
disculparme… no quiso perdonarme… ¡Muy al contrario…! Con su desprecio y su
enorme altanería me arrojó definitivamente en los brazos de una joven que con
dulzura, bondad, sumisión, desinterés, abnegación y sincerísimo cariño concluyó por
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conquistarme en forma concluyente cautivándose todo mi afecto, consiguiendo todo
mi amor. Tuve que sufrir el orgullo irreductible de mi esposa, su absoluto desapego,
manifestaciones que me confirmaron una vaga sospecha anterior…
—¿Qué sospecha…? Explíquese.
—Puedo jurarle, doctor, que yo nunca supe, a ciencia cierta, si jamás fui
verdaderamente amado por mi esposa. Lo cierto es que resulté en seguida un extraño
en mi propio hogar, y que desde el día que descubrió mi relación inicial con Yvette,
mi esposa me declaró, casi con íntima satisfacción y asombrosa tranquilidad, que
nuestras relaciones carnales habían concluido para siempre; que a los ojos del mundo
seguiríamos siendo marido y mujer, porque no quería el escándalo ni estaba dispuesta
a proporcionar disgustos a su familia, especialmente a su señor padre, el coronel
Avilés. Su firmeza, en esa decisión, fue inquebrantable y —desde ese momento—
nuestra vida cambió por completo. Sobrevino de inmediato, por imposición de ella,
nuestra separación corporal. Yo intenté vanamente la reconciliación. Elsa se mostró,
en todo instante, inaccesible. Fue en aquel entonces que —probablemente, para evitar
cualquier intentona de mi parte— mandó colocar en la puerta de su alcoba el cerrojo
que usted conoce, rindiendo, así, imposibles mis eventuales visitas nocturnas. Mi vida
tomó, desde ese entonces, otros rumbos. Yvette con su gran amor se adueñaba cada
vez más de todo mi ser. Asimismo, no me permití faltar una sola noche de mi casa y
respeté siempre a mi esposa y mi hogar…
—Está bien —interrumpió el juez—; estos pormenores tienen, efectivamente, una
importancia muy relativa para el sumario. Eso sí, explican perfectamente el contenido
de la carta que su esposa le dirigió poco antes de morir…
—He de manifestarle, señor juez, que así como me resulta inexplicable la
comisión de un crimen, pues no alcanzo a comprender cómo pudo evaporarse el
asesino, tampoco admito de lleno el suicidio después de tres años de absoluta
conformidad, de parte de mi señora, con nuestra forma de vivir. Esto es lo único que
me inclina a creer que pueda tratarse de un crimen, cuyo objeto —en ese caso— sería
el robo, pues la desaparición de las joyas…
—Si usted de noche —interrumpióle bruscamente el doctor Céspedes— no
acostumbraba tener entrevistas con su esposa… ¿por qué fue a golpearle la puerta
del dormitorio la noche del dos de agosto…?
—El motivo se lo explicaré perfectamente. Al entrar observé que el «Prinz» no se
hallaba en su sitio habitual. Opiné que estaría en el jardín, pero —con todo— me
llamó la atención que no viniera en seguida a mi encuentro como las demás noches.
Lo llamé y no obtuve ningún resultado. Después me sorprendió encontrar, a una hora
tan avanzada de la noche, la luz encendida en el cuarto de baño. Ya en plena
curiosidad pasé al «boudoir» de Elsa y noté que allí también había luz. Todas esas
anormalidades me decidieron a llamar a mi señora en procura de una explicación.
—¿Recuerda usted si la lámpara eléctrica del jardín estaba encendida cuando
usted llegó? Me refiero siempre a la mañana del tres de agosto.
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—Sí, lo estaba; tengo la más absoluta seguridad.
—La navaja de afeitar que se encontró cerca del cadáver de su esposa… ¿está
usted seguro de que es realmente de su propiedad de usted?
—Sí, señor juez; absolutamente seguro. Sobre una repisa, en el cuarto de baño,
metidas en un vaso de cristal, acostumbraba tener siempre tres navajas de afeitar para
mi uso personal. La que se encontró en el lecho de Elsa es una de ellas. Estoy bien
seguro.
—¿De manera que usted llegó a la casa de su… amiga a las once y veinte
minutos?
—Más o menos, sí señor.
—¿A dónde vive su amante?
—En la calle Riobamba casi esquina Arenales.
—Y la noche del dos de agosto, ¿la encontró, efectivamente, muy empeorada?
—Sí; estaba muy enferma. Momentos antes, la mucama había notado un notable
aumento de temperatura y un poco de delirio; se alarmó; se asustó más de lo
necesario y, sabiendo que yo estaba en el club de la calle Pueyrredón, me telefoneó en
seguida advirtiéndome que la señora estaba bastante mal. Por ese motivo abandoné el
club con cierta precipitación. Cuando llegué a la casa de mi amiga pude constatar que
había habido un poco de exageración de parte de la mucama, aunque Yvette estaba —
en efecto— bastante afiebrada. A las doce de la noche le suministré una poción, de
acuerdo con la prescripción médica y a la una de la mañana, habiendo comprobado
suficiente mejoría en el estado de la enferma, me retiré rumbo a mi hogar. Desde ese
momento, usted muy bien lo sabe, no he vuelto a ver a Yvette… Lo único que hice
fue telefonearle, siendo las doce del día tres de agosto, la triste novedad ocurrida en
mi casa…
—¿De manera que su amiga guarda cama desde…?
—Desde el día veintiocho del mes pasado al anochecer. Ya le dije: con un
principio de bronco neumonía. El doctor, llamado inmediatamente, consiguió
contrarrestar en seguida todo peligro.
—¿Cómo se llama el facultativo que atiende a esa señora?
—Es el doctor Benjamín Aparicio.
—¡Ah, ah…! Es muy amigo mío.
—Me alegro mucho.
—¿Cuántas personas de servicio tiene su amiga?
—Dos: la cocinera y la mucama.
—¿Francesas?
—No, señor: argentinas.
—¿Tiene ella parientes en Buenos Aires?
—No, señor; no tiene a nadie; absolutamente a nadie. Es huérfana de padre y
madre. Vino al país hace tres años y algunos meses. Salió de Francia rumbo a la
Argentina con una carta de recomendación del agregado a la embajada argentina en
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París para la familia del doctor Horacio Burgos Montellano. Cuando yo la conocí no
hablaba todavía el castellano, hacía tan sólo algunos días que había llegado.
—Muy bien… ¿Tiene usted algún otro dato para proporcionar a la justicia…?
¿Algo que pueda favorecer el buen curso de la instructoria…? Cualquier sospecha,
alguna idea… ¡Vamos…! Haga memoria…
—No, señor juez, nada, absolutamente nada.
—Bien… Hoy mismo recuperará usted su libertad. Si la tarde del tres de agosto
hubiera usted hablado con claridad no hubiese sufrido una detención inútil, pero su
obstinado silencio me obligó a tomar una medida antipática y degradante. Por otra
parte, ése era mi deber de magistrado imparcial. Usted mismo se hacía aparecer
culpable a los ojos de la justicia…
—Lo comprendo. Lo comprendo muy bien, pero yo me hallaba en una situación
violentísima; usted admitirá, señor juez, que…
—Sí, sí; ahora todo me lo explico… En fin, su libertad quedará resuelta a la
brevedad, hoy sin falta, tan pronto como se confirme la exactitud de su declaración,
porque hoy mismo será interrogada Yvette Repeport en su domicilio de la calle
Riobamba.
—Muy bien, doctor.
—Perfectamente, señor Galván. Hemos concluido —declaró el doctor Céspedes,
estrechando la mano de su interlocutor—; excuso decirle que tendré que molestarlo,
probablemente, algunas otras veces…
—Me tendrá en todo momento a su incondicional disposición, señor juez.
Algo más tarde, el doctor Céspedes, el Jefe de Policía y el de Investigaciones,
celebraban una conferencia; sí… un intercambio de ideas acerca de este último
interrogatorio y de la marcha, en general, del sumario.
—Juan Carlos Galván —opinó el juez— podrá ser un pésimo esposo, pero jamás
asesino directo ni indirecto de su mujer. Y su misma conducta como marido tampoco
es definitivamente mala… sino asaz discutible. En todo caso, este último particular
no nos interesa ni atañe a la instructoria. Lo patente es que Galván no es culpable, y
que hemos procedido con demasiada precipitación. Ahora el mal esta hecho y no hay
más remedio… ¡Pero ese muchacho…! ¡Ese energúmeno…! El tal Suárez Lerma…
es un solemne tontiloco y nos ha embaucado, lanzándonos en una aventura
desdichada. Por lo que se refiere a Yvette Repeport, opino que no ha de ser,
naturalmente, la «rara avis in terra» que Galván nos pinta, pero tampoco puede haber
contribuido al suicidio de su rival… Porque, señores, aquí ya no hay duda posible, es
hora de que nos despertemos a la realidad y que nos dejemos de… teorías. ¡Se trata
de un suicidio…! Y ese diario «Ahora», junto con su repórter nos han inducido a
error. Eso es todo. «El Orden» nos estuvo cantando la verdad desde un principio.
—Pero… ¿y los ochenta mil pesos de alhajas esfumadas? —interrogó, un poco
amostazado, el Jefe de Investigaciones.
—Ese bendito cofrecillo que no aparece es nuestra única excusa; es la sola
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defensa que nos asiste y el único tópico que podemos explotar para explicar, en parte,
las medidas arrebatadas que hemos tomado. No niego que puede admitirse el robo,
pero, entendámonos… un robo aislado y que, de pura casualidad, ha coincidido con
el suicidio de la señora de Galván. Nada más.
—Soy de la misma opinión —declaró el Jefe de Policía—. Y ahora hay que
intensificar la investigación, pero encauzándola hacia otro derrotero: ¡el hallazgo de
las alhajas!
—Así sea —sentenció el Dr. Céspedes—, pero antes que nada es menester
someter a la francesa a un minucioso interrogatorio y constatar si coincide en un todo
con la declaración de Galván. También hay que interrogar a la mucama y a la
cocinera de dicha señora, pero evitando, ya, lo espectacular. Esa diligencia puede
encargarse a subalternos…
—Propongo al inspector Bramajo —sugirió el Jefe de Investigaciones.
—Excelente idea —aprobó el Jefe de Policía. Hay que hacer algo mejor; hay que
entregarle, sin más trámites, la dirección de la pesquisa. Sí, que se haga cargo de
todo.
—Bramajo —agregó el Jefe de Investigaciones— es hombre muy hábil; lo mejor
que tenemos en la repartición. Es muy lince, tiene agallas. Si, en realidad, hubo
crimen, encontrará al asesino, y si hubo robo, al ladrón.
—Perfectamente —dispuso el Juez del Crimen—, pues que se haga cargo
inmediatamente de la investigación y, repito: como primera medida, que practique los
interrogatorios en la casa de la calle Riobamba. Deseo saber el resultado a la mayor
brevedad posible, para decretar «ipso facto» la libertad de Galván y, después, la de
los demás detenidos.
He aquí explicado cómo tocó en suerte al inspector César Bramajo hacerse cargo
de la pesquisa más difícil y sensacional que se haya conocido jamás en las esferas
policiales argentinas.
Los tres mencionados funcionarios, ante el rotundo fracaso de sus primeras
gestiones, experimentaron el común e imperioso deseo de zafarse del atolladero a la
brevedad, lavándose las manos, aunque tratando siempre de salir del mal paso no del
todo malparados.
La única salvación para ellos era ese subalterno apodado, con muchísima justicia,
«el mago de la calle Moreno»… Pues, entonces… ¡A él con ese hueso!
Moraleja: ¡No concluir por donde hay que empezar!
A las siete de la mañana de ese mismo día, cinco de agosto, César Bramajo tomó
el servicio en el Departamento Central de Policía; como de costumbre, y a los pocos
minutos de haber llegado, tuvo que hacerse cargo de la complicada investigación
relativa a… el enigma de la calle Arcos.
El hombre ya conocía el asunto; lo conocía más que superficialmente, ya que por
los diarios habíase enterado de todos los pormenores y en el mismo Departamento de
Policía había conocido el resultado de muchos interrogatorios.
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Asimismo estudió el sumario con especial dedicación.
Bramajo, que, naturalmente, ambicionaba un merecido ascenso, vislumbró en la
solución de ese embrollo una ocasión propicia para sus anhelos. Había, pues, que
lucirse. Analizó todos los interrogatorios al través de las versiones taquigráficas, los
peritajes, los resultados de las autopsias, el plano de la casa, la Filiación de la extinta,
las costumbres, etc., etc.
A las diez de la mañana de ese mismo día escogió a uno de los mejores
empleados de la sección Robos y Hurtos, otro de Segundad Personal, y con ellos
presentóse en el domicilio de Yvette Repeport.
A las dos de la tarde ya estaba de regreso y listo para elevar su informe a la
Jefatura General de Policía.
César Bramajo se había hecho famoso en las esferas policiales, y entre los
malhechores del hampa porteña, por su increíble golpe de vista, asombrosa intuición,
extraordinario valor y su admirable sangre fría frente a los mayores peligros.
No tenía escuela policíaca, era un detective esencialmente instintivo con olfato de
sabueso insuperable.
Ante los casos complicados o misteriosos, sus opiniones iniciales no eran nunca
axiomáticas; era estudioso y analizador hasta la exageración.
Verbigracia: su primer veredicto relativo al hecho de la calle Arcos había sido
lacónico y elocuente: «Es aventurado afirmar que se trata de un crimen; hay que
cerciorarse si realmente estamos frente a un suicidio; lo indiscutible es que han
desaparecido ochenta mil pesos de alhajas; encontrarlas equivale a dilucidar el
aparente misterio».
Pero cuando, tras la meditación y el análisis, hablaba el instinto, entonces el
sabueso se lanzaba al rastro, a una pista definida y casi siempre ella era la buena, la
verdadera, la del éxito…
Hacía cuatro años escasos que pertenecía a la policía de Investigaciones de la
Capital. Había entrado en ella por casualidad, pero por la puerta grande. César
Bramajo, argentino naturalizado, había nacido en España, en Pamplona, y había
llegado a la tierra prometida a la edad de treinta y cinco años; había venido como
todos: decidido a labrarse un porvenir.
Traía contados pesos; no encontraba trabajo, no conocía a nadie.
Una tarde, en las afueras de Buenos Aires, cerca de Nueva Pompeya, se produjo
un tiroteo sensacional.
Dos empleados de Investigaciones al intentar la captura de un famoso pistolero,
llevaron las de perder. El bandido les había ganado de mano y los había puesto fuera
de combate, hiriéndolos mortalmente. Hecho una fiera, intentaba la huida
amenazando de muerte a los espantados testigos de aquella dramática escena y a
quien intentara interceptarle el paso.
Nadie se animaba a nada. César Bramajo estaba allí y se jugó entero.
Demostrando un valor admirable, pues no llevaba armas, se abalanzó como un
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jaguar sobre el pistolero y lo abrazó… Fue el abrazo del oso.
Dotado de una fuerza hercúlea, dominó tras breve lucha a su temible y
desesperado adversario. Lo dejó maltrecho, lo desarmó y lo entregó, como quien
entrega un paquete a un mandadero, a los policías que, llegados a último momento,
habían presenciado los detalles finales de la escena.
El público le ovacionó, los agentes lo felicitaron, los diarios de la capital lo
elogiaron, el Jefe de Policía hizo algo más: le ofreció un puesto en la repartición.
Una semana después, César Bramajo ingresaba en ella como empleado de
Investigaciones.
Se le tomó porque se le creía fuerte y valiente, y resultó ser fuerte, valiente y
sabueso de excepción.
Al año se le ascendía a meritorio, a los veinte meses a inspector de primera
categoría. Actualmente se le conceptuara el detective más suspicaz y el mejor hombre
de la repartición.
Sus compañeros le admiraban, sus jefes le querían, los subalternos le obedecían
con fe ciega, la gente de mal vivir le tenía un miedo pánico, el público le llamaba «el
mago de la calle Moreno».
He aquí, a grandes rasgos, el hombre que la mañana del cinco de agosto tomaba a
su cargo la investigación más escabrosa que jamás haya tocado en suerte a la policía
argentina.
Seremos breves.
Entérese el lector del informe que el agudo pesquisante elevó a la Jefatura
General de Policía después de haber interrogado a Yvette Repeport, a las dos
sirvientas y al doctor Benjamín Aparicio, médico de la enferma.
Helo aquí, textualmente:
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Mientras estaba redactando ese informe, una gran casualidad, lo repetimos, el
factor suerte, puso al endiablado detective sobre un rastro verdaderamente
sensacional.
La huella que el polizonte buscaba, para su fuero interno, desde un principio: ¡el
hallazgo de las alhajas de la extinta…!
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V
El sabueso y su pista
Aquel hombrecillo que, algunos minutos después de las dos de la tarde de ese
mentadísimo cinco de agosto, introdujo su enorme nariz, larga y respingona, en una
de las oficinas que Seguridad Personal ocupa en el segundo piso del no muy risueño
edificio de la calle Moreno, era una demostración práctica de que aquello de que
«érase un hombre a una nariz pegado» no es cuento.
Podría frisar muy cerquita de los cuarenta; era bajito, menudito, flacucho,
minúsculo, en fin, un grotesco nene con nariz… ya mayorcita de edad.
De rostro trigueño, enjuto y muy picado de viruelas; sus ojos vivarachos y de
negras pupilas eran muy saltones, tan saltones que daban la incómoda impresión de
que estaban por caérsele, detalle que, al mismo tiempo, disimulaba un poco esa
trompa elefantina mirando al cielo.
Con vocesilla atiplada preguntó:
—¿Seguridad Personal?
—Sí, señor… ¿qué se le ofrece? —preguntó el empleado.
—Pues… deseaba hablar con alguno de los jefes.
—¿Sobre qué asunto?
—Se trata de algo relacionado con… el enigma de la calle Arcos.
—¡Ah…! ¿Sí…? Muy bien, señor; este… pase nomás, siéntese. Puede hablar.
Pero aquel conato de varón permaneció en su sitio y declaró muy ufano:
—No, señor; necesito conversar con alguno de los jefes. Es un asunto
absolutamente reservado.
—¡Ah…! Muy bien… pues, entonces, tendrá usted que hablar con el inspector
Bramajo; él tiene ahora «eso» a su cargo; tenga la bondad de esperar un momento.
Algunos minutos después el diminuto visitante hallábase ante «el mago de la calle
Moreno».
César Bramajo estaba, en ese momento, concluyendo su informe relativo a las
diligencias practicadas por la mañana en la casa de Yvette Repeport.
Desde su mesa de trabajo escudriñó al recién llegado, después sus penetrantes
miradas felinas envolvieron al pigmeo de respetable apéndice nasal en una inspección
ocular tan intensa y hosca que aquel proyecto de hombre tuvo que retorcerse en una
especie de contorsión epiléptica; luego —el polizonte— masculló para su fuero
interno:
—He aquí un gandul que promete tener buen olfato… ¡Nariz no le falta…!
Y terminó tranquilamente su informe que, después de haber vuelto a leer con
mucha atención, firmó. En seguida oprimió un timbre. Se presentó un policía y se
cuadró militarmente. El pesquisa colocó el manuscrito en un sobre de oficio; lo
rotuló, lo cerró y alcanzándolo al subalterno, le dijo con su peculiar brusquedad:
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Para ser llevado en seguida al Dr. Céspedes.
El otro salió. Entonces Bramajo se dirigió al recién llegado:
—¿Qué hay? —preguntóle secamente.
Nueva conmoción de aquel caballerito que, acaso, esperase ser tratado con mayor
suavidad o consideración.
—¿Tengo el alto honor de hablar con el señor inspector César Bramajo? —
inquirió, después, con su mejor zalamería.
—Sí.
—Pues… yo soy Pascual Simoncelli —dijo con el mismo énfasis que hubiera
adoptado si hubiese podido decir: ¡Soy Otón, Príncipe de Bismarck…!
—Tanto gusto… ¿Qué se le ofrece?
—Deseo suministrarle un dato que juzgo importante y que se relaciona con… el
asunto de la calle Arcos.
El inspector paró la oreja.
—Pues… siéntese —ordenóle indicándole una silla— y vaya desembuchando
nomás —concluyó casi con brutalidad.
Luis Pascual Simoncelli obedeció y al sentarse declaró:
—Un indicio que, acaso, pueda resultarle muy útil para dar con el paradero de las
alhajas.
Luego agregó, adjudicándose ya notable importancia y cruzando los dos palitos
que en su cuerpo funcionaban como piernas: —¡Es una idea que se me ha ocurrido
esta mañana!
—Muy bien… lo escucho.
—Yo soy el tenedor de libros de la casa Carriel, Feltoni y Cía. ¿Conoce usted esa
firma?
—No.
—¿No…? Es raro. La casa es muy conocida, se ocupa en gran escala de la
compra y venta de automóviles, sean ellos de fábrica o de segunda mano. Tenemos
nuestra exposición en la misma Avenida Vértiz. Yo soy el contador de la casa, el jefe
de ventas, el secretario…
—Bueno… ¿y qué?
El hombrecito no contestó en seguida. Comprendió que el «gran Bramajo» no
adivinaba la importancia que encerraba el informe que él traía, pero Simoncelli se
tenía mucha fe. Prueba de ello es que se paró, adoptó una posturita casi marcial y,
limpiando lo mejor que pudo su vocesita llena de ingénitas inflexiones uso «prima
donna», clamó como si fuera a recitar el «Tren Expreso» de Campoamor:
—Pues… que una señora, una tal Elsa Avilés, que a buen seguro ha de ser la
señora de Galván, nos compró, hace cosa de dos meses, una espléndida «voiturette»
de segunda mano, pero casi flamante, en la suma de tres mil pesos moneda nacional.
César Bramajo clavó en el diminuto individuo su mirada punzante; al punto
examinó algo muy parecido a la sensación que ha de probar el lebrel cuando olfatea,
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en el instante culminante cíe la caza, el primer rastro de la liebre en el monte. Mas no
se denunció, aplacó su íntimo entusiasmo e indiferente preguntó a su interlocutor:
—Bueno… ¿y qué?
—Pues, yo he seguido, desde el primer momento, los detalles publicados en los
diarios acerca de este misterio y me ha extrañado sobremanera no haber leído todavía
nada acerca de esa «voiturette» amarilla y de… En fin: Elsa Avilés y la degollada de
la calle Arcos han de ser una misma persona. Me consta que el coche lo compró para
uso personal; por consiguiente, ha de estar en algún «garage»…
—Y… ¿qué…? ¿Qué nos importa a nosotros la «voiturette» de la señora
Avilés…? ¿Qué tiene que ver todo eso con las alhajas?
Luis Pascual Simoncelli miró con suficiencia al inspector. Lo miró «sobrándolo»,
al «mago». Sus ojos desorbitados amagaron una caída definitiva; decoró su boca con
una sonrisa sarcástica, para decir, al fin, una gran estupidez, mucho más grande que
su monumental nariz.
—Y entonces se me ocurrió —dijo con un tonillo casi impertinente—, y la idea
me parece bastante buena, que el cofrecito con todas las alhajas podría estar en el
interior de la «voiturette»; la señora pudo haber salido a pasear y haber olvidado su
alhajero en un bolsillo del automóvil; es muy posible… natural… digo…
El concepto era de lo más absurdo que imaginar se pueda; era una enorme
majadería pensar que una señora pueda salir de paseo en su automóvil cargando en él
un cofre con casi cien mil pesos de joyas. Aquel hombre confundía un alhajero lleno
de valiosas prendas con una caja de «rimmel». Bramajo miró a su interlocutor con
sentida lástima; empero continuó experimentando íntima alegría, porque vislumbró,
al punto, una buenísima pista…
Y ésta era su especialidad; ésa era la huella que no abandonaría ya más, porque su
instinto le decía que era la buena, la verdadera, la del éxito…
No creyó conveniente desilusionar en seguida a su informante, porque todavía
precisaba algunos datos de medular importancia. Le pregunto, casi entornando los
ojos.
—Cuando esa señora fue a su casa a comprar la «voiturette», ¿iba sola?
—No, señor; la primera vez fue con un caballero alto, más bien corpulento,
bastante buen mozo, de porte distinguido, morocho, ojos negros. El mismo probó el
coche y…
Simoncelli se reconcentró un instante, luego continuó:
—Después fue otras dos veces, pero sola. Eso sí: el día que se formalizó la
operación se presentó nuevamente con el mismo joven. Pagó el importe del coche en
moneda efectiva y cuando se trató de extenderle el recibo correspondiente, tuvo con
su acompañante una breve consulta, una pequeña conferencia aparte y en voz baja.
Finalmente decidió que se hiciera la factura a nombre de Elsa Avilés.
—¿Recuerda usted el aspecto de esa señora?
—¡Cómo no…! Más bien alta, elegantísima, lucía un rico tapado de astrakán con
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gran cuello de «petit gris». Era lindísima mujer, de buen cuerpo. Más o menos de
unos veintiocho años. Blanca, muy blanca, de cabello negro, ojos negros, grandes,
precisos, con largas pestañas muy tupidas. Bastante ñatita, dientes muy lindos…
este… recuerdo que tenía un lunar en la mejilla izquierda…
—Muy bien… ¿y pagó por esa «voiturette»…?
—¡Una bicoca! Tres mil pesos de nuestra moneda… ¡verdadera pichincha…! Un
coche casi flamante; puede decirse sin uso. Espléndido motor, rica carrocería, con sus
cubiertas flamantes… ¡Un chiche…! ¡Una bombonera…! Y en perfecto orden de
marcha. Tenía su patente pagada para todo el año en curso. Ya le digo: ¡todo a pedir
de boca…!
—Usted, naturalmente, recuerda el número de…
—Como si lo estuviera viendo: chapa de la Capital X 23-S. 32415 P.
—¿Qué más?
—Pues… nada más; que el joven se instaló al volante, ella se le sentó al lado y
los dos se fueron satisfechos y encantados de la vida como un par de palomos…
César Bramajo se incorporó. Ya sabía lo suficiente. No precisaba perder más
tiempo charlando con ese insípido narigudo. Luis Pascual Simoncelli tuvo la vaga
intuición de que esa entrevista había terminado. Esperaba, naturalmente, la opinión
del insigne pesquisa. Este lo comprendió y le dijo:
—El detalle no reviste ninguna importancia. No puede admitirse que una señora
pueda guardar sus alhajas en el interior de un automóvil. Su idea de usted no es nada
feliz. De todos modos se le agradece la intención y el informe. Claro… se tratará de
averiguar, ahora…
—Yo no quisiera que esto trascendiera…
—No, no; descuide usted; vaya tranquilo nomás. Si yo necesitara nuevos detalles
suyos al respecto no me dirigiré oficialmente a la casa sino a usted en particular.
Ahora puede retirarse. César Bramajo, para servirle. —Y le tendió la mano como
prueba de cordial despedida.
—Luis Pascual Simoncelli, para lo que guste mandarme.
Y el menudo caballero de nariz desmesurada, salió multiplicando, con su
diminuto dorso, combas minúsculas. No se iba satisfecho, no, no; estaba muy
disconforme consigo mismo. Su idea no había sido muy feliz. Así se lo había
espetado claramente en la cara el «gran Bramajo». Luego él, Simoncelli, era un
simple, un «pavote», un «chitrulo», no tenía agallas de pesquisa… Lo que se iba a
reír la Nunziata, su mujer, a la noche, cuando él le contara el resultado de su
entrevista con «el mago de la calle Moreno»… ¡Con el «gran Bramajo…»!
En cuanto a César Bramajo, bendecía la hora y el momento en que ese
microscópico ciudadano había tenido la feliz ocurrencia de traerle ese dato tan
precioso.
Las señas que Simoncelli habíale proporcionado de la tal Elsa Avilés coincidían
exactamente. Equivalían como dos gotas de agua a la filiación de Elsa Avilés de
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Galván. Los diarios —que habían sido ampulosos en detalles, haciendo una amplia
descripción física de la degollada— habían publicado también su fotografía. No cabía
duda: Elsa Avilés, compradora de la «voiturette» amarilla y Elsa Avilés de Galván,
muerta en la casa de la calle Arcos, eran una sola persona.
Y ese mozo alto, más bien corpulento, elegante, distinguido, de ojos negros,
morocho, etc., bien podía ser un amante.
Pues entonces… pronto… ¡A la caza…!
No fue difícil brega para el inspector Bramajo obtener con suma rapidez todos los
informes oficiales que necesitaba. Lo consiguió sin moverse para nada del
Departamento de Policía, pues por teléfono fue satisfecho. A las cuatro de la tarde ya
sabía tres cosas importantísimas:
Primero: Que la «voiturette» amarilla, chapa de la capital X 23-S. 32415 P.,
estaba anotada, desde el primero de junio de ese mismo año, en el registro municipal
de tráfico como propiedad del ingeniero Enrique del Villar Mejía.
Segundo: Que dicho profesional era argentino, nacido en la ciudad de Tucumán,
de treinta y dos años de edad y que no registraba antecedentes.
Tercero: Que el nombrado del Villar Mejía se domiciliaba en un tercer piso de una
casa de departamentos de la calle Santa Fe casi esquina Fitz Roy.
A las seis de la tarde de ese mismo día, César Bramajo, secundado eficazmente
por aquellos dos mismos empleados que a la mañana lo habían acompañado a la casa
de la calle Riobamba, y provisto de una orden de allanamiento debidamente firmada
por el Juez del Crimen, se presentaba en el domicilio del ingeniero Enrique del Villar
Mejía.
Y a las ocho de la noche hallábanse en poder de la policía todas las alhajas de la
yugulada de la calle Arcos. ¡Enrique del Villar Mejía estaba en las garras del
inspector Bramajo!
Algo más: el insuperable detective, desde el domicilio allanado, y tal como esa
misma noche lo informara «Ahora» en su sexta edición, había telefoneado al
Departamento Central de Policía y —una vez puesto al habla con el Jefe de
Investigaciones— le había comunicado que el asesino de Elsa se encontraba en su
poder y que él, Bramajo, estaba en condiciones de explicar y probar cómo había
podido salir el criminal del cuarto trágico dejando corrido el cerrojo y el por qué de
la carta póstuma de la presunta suicida.
Y ahora veamos, a grandes zancadas, lo que había pasado.
Cuando César Bramaio se presentó en busca de Enrique del Villar Mejía, éste
estaba en su domicilio. El policía no le exhibió en seguida la orden de allanamiento
de que se había provisto; se limitó tan sólo a enseñarle sus credenciales policíacas y a
manifestarle la necesidad que tenía de hablarle.
A una seña de su jefe, los dos empleados se quedaron en el pequeño «hall» del
reducido departamento y del Villar Mejía hizo pasar al inspector a un pequeño
escritorio contiguo al vestíbulo.
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—Tome asiento, señor —dijo el dueño de casa al detective— y explíqueme el
objeto de su visita.
El joven hablaba con manifiesta nerviosidad. Su estado físico era lamentable.
Llamaba la atención. Llevaba puesta una elegante, aunque chillona, «robe de
chambre» color granate, detalle que hacía resaltar mayormente la impresionante
lividez de su rostro. Estaba ojeroso, desaliñado, sin afeitar. Sus ojos hinchados
conservaban las huellas de un prolongado insomnio o de haber llorado mucho, quizás
de ambas cosas a la vez.
No por ello Bramajo dejó de individualizar en su interlocutor al joven buen mozo,
cuya filiación le proporcionara pocas horas antes el pequeño Simoncelli: «alto, más
bien corpulento, de porte distinguido, morocho, de ojos negros, etc.»
Seguro de sí mismo, el pesquisa no creyó necesario indagar más ni emplear
inútiles rodeos. Su contestación fue, pues, contundente, casi brutal:
—¿Dónde guarda usted la «voiturette» amarilla, chapa de la Capital X 23-S.
32415 R, que su finada amante, la señora de Galván, compró en los últimos días del
mes de mayo de este año, en la suma de tres mil pesos, a los señores Carriel, Feltoni y
Cía.?
Si un rayo hubiese caído a los pies del joven del Villar Mejía, no le hubiera
producido un efecto mas espantoso que las palabras —para el tan precisas— del
inspector Bramajo. Inspeccionó, aterrado, a su terrible inquisidor. Este mantúvolo
bajo su penetrante mirada de fiera en acecho. Por fin atinó a balbucear:
—¡Señor… yo no comprendo!
—¡Pronto! —rugió el feroz inspector—. ¡Pronto…! ¿Dónde está esa
«voiturette»…? ¡Vamos, no perdamos tiempo!
—En un «garage» de la calle Fitz Roy, a dos cuadras de aquí —declaró al fin el
otro como desfallecido.
—¿Con qué derecho tiene usted ese coche en su poder y por qué lo ha registrado
como de su legítima propiedad?
—Porque así lo quiso mi amiga.
—¿Qué amiga?
—¡Elsa…! Elsa Av…
—No diga, entonces, su amiga… diga, con más exactitud, su amante.
Ante la actitud netamente agresiva y brutal del polizonte, del Villar Mejía tuvo
una súbita reacción. La grosería del sabueso provocó en él una insospechada rebelión;
irguióse eléctrico, transfigurado:
—¡Bien… sea! —exclamó con majestad—. ¡Mi amante, sí…! ¿Qué hay…? ¡Más
que mi amante…! ¡La que fue mi Elsa, mi novia adorada desde nuestros primeros
años juveniles y más tarde mi esposa ante Dios si no ante los hombres…! ¡Sí, una
nobilísima mujer, una mártir y una santa en todo el sentido de la palabra y cuya
muerte constituye el dolor más feroz de mi vida, una desesperante congoja que
terminará con mi existencia…! Porque en breve la seguiré… porque no puedo
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soportar su ausencia.
Y ahora, perdiendo el dominio de sí mismo, del Villar Mejía, presa de
indomeñable aflicción, no pudo evitar el llanto delante del policía. Y, al punto,
entregóse —como un niño— a su ya incostudiado dolor.
César Bramajo no gustaba de lo patético; no concebía los romances heroicos
cantados por melancólicos juglares de antaño y que referíanse a añejas historias de
amores estupendos entre gallardos donceles y melifluas castellanas de viejos castillos
roqueros. Tampoco entendía de «lactiginosas albas lunares» ni de purpúreos
crepúsculos abultados con preñeces de fuego…
El era un varón crudo, un tosco policía que —según su decisión y su pista— se
hallaba ante un culpable.
En ese momento César Bramajo encarnaba fidelísimamente aquel inspector Javert
que nos ha pintado, con su magnífica pluma, Víctor Hugo.
Sí. Javert echándole el guante a Juan Valjean delante de Fantina moribunda, no
era más cruel que Bramajo frente al dolor de Enrique del Villar Mejía.
Así que no supo, no pudo o no quiso respetar aquel intenso sufrimiento moral.
Era, él, un nombre de pelo en pecho, ejerciendo su ingrato y severo oficio. Miró,
pues, de una manera despectiva y casi furibunda al desesperado amante y con rudeza
inhumana insistió en sus preguntas:
—¡Vamos, pronto…! ¡Basta de ñoñeces…! ¿Dónde está el cofrecillo con las
alhajas de la finada?
Las más cruentas tempestades son siempre precursoras de calmas solemnes; fue
así cómo, pasando bruscamente a improviso sosiego, pudo, el aniquilado joven,
aquilatar en todo su valor la pregunta del sabueso. Comprendió que se le confundía
con un ladrón.
—¿Qué dijo, usted, desdichado? —preguntó al detective, fulminándole con su
mirada más adusta—. ¿Qué ha dicho usted? —volvió a inquirir ensoberbecido.
Pero a Bramajo no se le «fulminaba» así como así; estaba demasiado avezado a
los arranques dramáticos y espectaculares de sus tipos, simuladores insignes y actores
consumadísimos en ese arte.
Prueba de ello que repitió imperturbado:
¿Dónde está el cofrecillo con las alhajas de su ex amante?
¡No sea usted insolente! gritó, amenazador, del Villar Mejía. Y después agregó
con gesto altanero:
¡Salga inmediatamente de mi casa…!
Pero a las primeras palabras altisonantes del joven ingeniero hicieron irrupción en
el reducido escritorio los dos colaboradores de Bramajo. Y éste, ducho en su oficio,
sacó —con mefistofélica sonrisa— la orden de allanamiento firmada por el juez; la
puso bajo los ojos del indignado dueño de casa y con hiriente calma agrego:
—No sin antes haber registrado hasta el último rincón de esta casa. Después nos
iremos todos, porque desde este momento queda usted arrestado.
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Del Villar Mejía comprendió que toda resistencia hubiera resultado inútil y
contraproducente. Pretender convencer a ese policía brutazo de que estaba en un
estúpido error hubiera sido vana tarea.
—¡Pues bien! —gritó enfurecido—. ¡Lévenme pronto, pronto! Soy yo quien tiene
prisa de hablar con quien corresponda… yo… ¿me oyen…? ¿comprenden…? Con
ustedes no quiero canjear ni una palabra más. A ustedes nada tengo que decir: vamos,
¡pronto! ¡pronto!
—No sin antes haber registrado hasta el último rincón de esta casa —confirmó
tranquilamente el implacable sabueso.
Y al torturar así al desdichado amante los labios delgados y anémicos del feroz
inspector policíaco, crearon una sonrisa de basilisco…
—Perfectamente… ¿Qué esperan…? ¡Pronto! ¡Busquen, registren, revuélvanlo
todo…! Nada han de encontrar… Perderán su tiempo.
—Eso es lo que veremos —declaró impertérrito el inmutable Bramajo.
Y mientras los dos subalternos vigilaban los movimientos del joven, el inspector
dio comienzo a su paciente trabajo.
Lo primero que llamó la atención del policía, mirando sobre la mesa escritorio,
que era del más puro estilo Luis XV, fue una artística papelera de pórfido antiguo,
con vetas verdosas y arcos de metal plateado que aprisionaban sobres en blanco y
hojas de papel para escribir.
Examinó con minuciosa atención aquella papelería y parecióle que tenía gran
semejanza —por su formato y calidad— con el papel y el sobre que la degollada de la
calle Arcos usara para escribir su carta póstuma, pieza que —por pertenecer a la
instructoria— él había podido observar adjunta al sumario.
—¡Ah! ¡Ah! —exclamó, sacando de aquella papelera varias hojas y algunos
sobres que envolvió con sumo cuidado en un diario y entregó a uno de sus ayudantes.
Después continuó su labor.
Fue breve su diligencia; la habitación y los contados muebles quedaron
registrados, a pesar de la escrupulosidad empleada, en pocos minutos, sin que el
sabueso volviera a encontrar allí nada interesante…
Ya estaba por retirarse de ese cuarto cuando sus miradas avizoras, al pegar el
último vistazo, descubrieron, otra vez sobre la mesa escritorio, algo que despertó su
curiosidad.
Ese algo era una hoja de papel secante, cuya blancura estaba maculada apenas por
vestigios de tinta negra que habían quedado allí impregnados al secar tres líneas
manuscritas.
César Bramajo se posesionó de esa hoja y la observó detenidamente.
No precisó mucho tiempo para leer en ella —como hubiera podido hacerlo en una
piedra biográfica— esta frase: «la que fue tu esposa» y después: «Elsa» y más abajo:
«Buenos Aires, agosto 2 de 19…»
Este sensacional descubrimiento anidó en los labios del detective una terrible
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mueca y en sus ojos destellos indescriptibles.
Después su boca, de labios finos y exangües, decoróse con una sonrisa siniestra,
casi espantosa.
Ya no había duda posible.
Elsa había escrito allí, en esa misma mesa, la última carta de su vida.
Y lo había hecho usando los enseres del amante, para después secarla con ese
papel absorbente y delator que había detenido —como un terrible fiscal— los rastros
de las últimas líneas.
También quedaba probado que la postdata, la extinta la había escrito más tarde, en
su casa de la calle Arcos.
Bramajo blandió esa hoja con gesto amenazador, la señaló al joven ingeniero y al
tiempo que la guardaba con cuidado en la cartera, díjole con acento intraducible:
—¡Este documento valiosísimo le hará bailar a usted en la cuerda floja, joven
impetuoso, sensiblero y cascarrabias!
Pero el aludido no se dignó contestar. Se encogió de hombros. Tributó al pesquisa
su más despectiva sonrisa. No comprendió o simuló no haber comprendido la
importancia de ese hallazgo; por lo menos demostró no haberle asignado ningún
valor.
Media hora después, Bramajo había concluido la revisación, prolija hasta lo
increíble, del comedorcito, cocina, cuarto de baño y pieza de servicio. Pero sus
diligencias no habían dado ningún nuevo resultado positivo. Estando en el cuarto de
la sirvienta, preguntó al dueño de casa:
—¿Quién duerme aquí?
—Nadie —contestó secamente el interpelado.
—¿Cómo nadie…? ¿A dónde está la sirvienta…? ¿No tiene sirvienta?
—No. No tengo. No como nunca en casa. La limpieza del departamento, el
cuidado de mis cosas y los otros pequeños quehaceres domésticos están a cargo de la
esposa del portero. Puede usted verificarlo en seguida, si quiere. Si alguna vez ceno
en casa, lo que ocurre muy raramente, es siempre la portera quien se ocupa de eso…
Del cuarto de baño pasaron al dormitorio del ingeniero.
Este aposento estaba amueblado y decorado con lujo exquisito, gusto
refinadísimo, arte y elegancia. Sí… un rebonito nido de amor en el que señoreaban,
con profusión, retratos y fotografías de Elsa.
Bramajo comenzó aquí —como ya lo hiciera en los demás lugares— su prolija
inspección, que —como las anteriores— fue larga, minuciosa, pedante.
Sin embargo todo estaba resultando inútil.
No aparecía nada, en absoluto.
El mejor hallazgo del sabueso habíase reducido a lo anterior, al registrar aquella
mesa escritorio. Sus diligencias posteriores no habían arrojado el menor resultado.
Pero el policía había decidido concluir su labor a conciencia y continuaba
buscando. Al revisar el cajón central, ubicado en la parte baja del gran ropero de
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caoba, César Bramajo palpó algo que le hizo estremecer y experimentar inesperada
sensación.
Allí, en ese cajón, en la parte trasera, bien oculto detrás de varios juegos de ropa
interior, medias y corbatas, allí tiradas sin orden, muy bien envuelto en una camisa
que resultó de Enrique del Villar Mejía, había un cofre; sí: un cofrecillo chato, no
muy largo, de marfil con incrustaciones de oro.
¡El famoso cofre criselefantino!
—¿Puede usted explicarme qué es esto, joven? —preguntó con atroz sarcasmo el
terrible pesquisa al ingeniero.
Y al hacerle esta pregunta, colocó debajo de sus narices el objeto de su nuevo y
sensacional hallazgo.
Del Villar Mejía quedó alelado. Su rostro, ya cadavérico, adquirió un tinte
verdoso. Invadióle la anemia de las supremas cobardías. Sintió que las fuerzas le
flaqueaban. Atinó a balbucear:
—¡Es inexplicable…! ¡No comprendo…!
El cofre estaba cerrado.
—¡Basta ya de comedias estúpidas…! ¡Pronto, vamos, rápido…! ¿Adónde está la
llave de este alhajero? —preguntó con vozarrón agreste el polizonte.
Enrique del Villar Mejía parece que reacciona; pasado el primer momento de
estupor, de enorme asombro, el joven ha podido reflexionar. Entonces contesta:
—Le juro que yo no conocía la existencia de este cofrecito en mi casa; le juro que
no tengo la llave. No hay duda alguna de que es el alhajero de mi pobre Elsa; lo
conozco muy bien, puesto que yo mismo se lo regalé hace más o menos un año y
medio, pero…
Bramajo va no lo escucha. Está otra vez revolviendo la gaveta central que hállase
en la parte inferior del gran ropero.
Para trabajar mejor, esta vez la saca y la coloca en el suelo, debajo de la araña
central del dormitorio; se arrodilla sobre la espesa alfombra al lado de ese cajón; las
miradas de los dos subalternos de Bramajo y las del ingeniero siguen todos los
movimientos del inspector.
Este revisa todas las prendas que hay en esa gaveta, una a una, y las va
amontonando cerca de él, hasta que ya no queda nada. Ahora levanta el grueso papel
color rosa que en el fondo de esa gaveta hace las veces de forro.
Y entonces es cuando en un rincón aparece, ante las ávidas miradas de los
presentes, una minúscula llave de metal dorado.
No puede haber equivocación: debe ser la llavecita del cofrecillo.
El inspector Bramajo, rápido en su accionar, la introduce en la pequeña cerradura
del alhajero, la da vuelta. El cofre queda abierto.
Y en su interior, las joyas de la degollada de la calle Arcos aparecen en perfecta
disposición.
¡César Bramajo ha triunfado!
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Con calma espantosa las va sacando, una a una, con mucha prolijidad y las va
observando: sí… un riquísimo ‘pendantif’ con tres gruesos y valiosos brillantes, una
pulsera y un broche de platino y brillantes, una espléndida cruz también de platino y
diamantes, un regio collar de perlas, varios anillos de brillantes y otras alhajas de
positivo valor.
Todas esas prendas vuelven a ser colocadas en el interior de la artística arca
marfileña que Bramajo, después, cierra. Entretanto, ordena al ingeniero del Villar
Mejía que se vista,
Éste obedece como un autómata: los dos subalternos de Bramajo vigilan todos sus
actos.
El formidable detective ahora parece entregado a profunda meditación.
Su cerebro y su instinto tratan —quizás— de reconstruir ideológicamente, una
obra espantosa y diabólica.
De repente Bramajo interrumpe sus cavilaciones; va al teléfono —que ha visto
desde un principio en el pequeño escritorio del dueño de casa— y se comunica con el
Departamento de Policía.
La noticia bomba es recibida por el mismo Jefe de Investigaciones.
Bramajo —ya lo sabemos— le asegura que todo está claro como el agua
cristalina; que se trata de un crimen, que ya tiene al asesino en sus garras, que está en
condiciones de explicar cómo se produjeron los hechos y cómo pudo salir el criminal
del cuarto macabro dejando el cerrojo corrido.
Pocos minutos después Enrique del Villar Mejía viajaba, en un coche de la
Jefatura General de Policía, rumbo al edificio de la calle Moreno.
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VI
Explicación de lo inexplicable
¡Hay espectáculos mucho más sombríos que el de la muerte!
Las impresionantes escenas que vamos a relatar se desarrollaron en un lóbrego
salón ubicado en el segundo piso del Departamento Central de Policía.
Culminaron en un episodio hondamente dramático, el más tétrico que háyase
producido jamás en el severo edificio de la calle Moreno.
No en vano hemos declarado desde el principio, sin temor a que se nos tildara de
exagerados, que el histórico enigma de la calle Arcos había constituido uno de los
procesos más famosos y sensacionales que se hayan conocido en la historia de la
delincuencia americana, así como la instructoria más complicada y difícil tocada en
suerte a un magistrado en lo criminal.
¡El enigma de la calle Arcos! ¡Proceso inolvidable y lleno de alternativas
espectaculares!
¡Sumario que tuvo un epílogo insospechable, asombroso y fantástico! Y que
entregó a la justicia el criminal más astuto y —acaso— más perfecto que pueda
concebirse en el terreno de lo posible, lógico y real.
Al majestuoso salón que fuera teatro de las emocionantes escenas que se
produjeron después del arresto en que culminó la inesperada explicación de lo
inexplicable, llamósele desde esa noche y por el espacio de algunos años «el salón de
la calle Arcos».
Hoy esa espaciosa sala está transformada por completo.
Apropiadas refacciones y grandes armazones de madera, colocados a lo largo de
sus paredes, la han trocado en una moderna y vulgar oficina para archivos de
prontuarios policiales.
Pero en aquel entonces, era un vasto salón que medía, más o menos, nueve metros
de fondo por cinco de ancho. Sus muros, forrados con papel de color marrón oscuro,
otorgábanle un aspecto triste, lóbrego, umbrío… El moblaje y otros detalles que
explicaremos, acrecentaban su hosquedad.
¡Sí, todo adusto y agreste para la vista y la meditación… todo austero y cruel, en
aquella imponente cámara policíaca…!
En el centro señoreaba una larga mesa estilo «Renacimiento» barnizada con lacas
oscuras y a su alrededor varios sillones del más genuino estilo «siglo XV», de altos y
arcaicos respaldos.
Iluminaba el salón un severo farol de hierro bruñido de factura germánica, que
vertía atenuadas ráfagas de luz, amarillentas como el ámbar, sobre el rostro de los
acusados, dejando entre penumbras sugestivas y efectivistas a los encargados de las
indagatorias sumariales.
De una de las dos largas paredes colgaba una cruz grande, de negra y tosca
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madera. Y en ella —clavado y exhibiendo su eterna agonía— un Nazareno mulato.
En la otra, en la de enfrente, ocupando gran parte del muro, sobresalía un cuadro
largo, panorámico, trágico en su esencia. Era un óleo que evocaba fidelísimamente la
histórica llegada de Luis XVI, entre la tropa de Santerre, a su última etapa: ¡El
cadalso…! En esa pintura maestra, la guillotina erguíase terrible como un anatema.
¡Oh, la grandeza de las pequeñas cosas!
Entre las dos largas paredes, de aquel salón policial flotaba la esencia de diez y
ocho siglos de civilización…
Desde el infamante madero destinado al Rey de Israel hasta la cuchilla abyecta
reservada al monarca de Francia ha rugido el fragor de mil ochocientos años de
progreso…
¡Sin embargo…! ¿A dónde está la redención?
¿A dónde el mejoramiento humano?
Pilatos lavándose las manos y entregando, con su pasividad, Jesús a la cruz, es
mucho más civilizado que Robespierre, ensuciándoselas de sangre, al enviar a Luis
Capeto a la guillotina.
Desde el Nazareno hasta nuestros días han transcurrido casi veinte siglos. La
humanidad pretende haber dado grandes pasos hacia lo perfecto. Ha descubierto un
mundo nuevo, la electricidad, el vuelo mecánico, la voz de aire… Sin embargo,
mientras existan pueblos que admiten la pena de muerte, la Cruz del Gólgota nos
hablará siempre de una civilización muy parecida a la que nos muestra una guillotina
erguida en la Plaza de Gréve…
Pero… volvamos a nuestro relato.
A las once y media, aquella noche, estaban reunidos alrededor de esa mesa larga y
fúnebre varios personajes conocidos: el Juez del Crimen, el Jefe de Policía y el de
Investigaciones, el inspector Bramajo, dos taquígrafos y el cronista policial de
«Ahora», Horacio Suárez Lerma.
No quisiéramos que el lector prejuzgara o creyera que la presencia del periodista
en aquel salón responde a un recurso del autor.
Ya hemos dicho que somos humildes historiadores de un hecho real.
Suárez Lerma pudo presenciar ese interrogatorio porque el mismo César Bramajo
apoyó el deseo del cronista ante sus jefes y porque el doctor Céspedes no creyó justo
negar esa concesión especial al que fuera el «alma mater» de esa extraordinaria
instructoria. Después del informe telefónico de Bramajo las acciones del periodista
habían subido muchísimo otra vez.
A las once y treinta y cinco minutos de la noche del cinco de agosto dos pesquisas
introducen a Enrique del Villar Mejía. Detrás del acusado ha entrado también el
secretario del juez y tomado asiento cerca del doctor Céspedes.
La primera impresión que el presunto asesino de Elsa Avilés causa a la mayoría
de los presentes es desfavorable.
El joven ingeniero usa sobretodo y traje negro que lleva puestos en manifiesto
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desorden. Su camisa no tiene cuello; su cara cadavérica y sin afeitar está demacrada y
al recibir en pleno la luz ambarina que vierte el foco, desde arriba, adquiere lividez de
ultratumba. Sus ojeras crean en su rostro desencajado cavidades espectrales. Sus ojos
grandes y negros traducen zozobra y un siniestro rencor de vencido. Rítmicos
temblores sacuden su cuerpo; parece que tuviera mucho frío. Todo sumado…
¡impresiona mal, pésimamente!
El periodista no le saca los ojos de encima. Bramajo clava en el recién llegado sus
pupilas felinas y sonríe. Los otros dos funcionarios policiales lo escudriñan
severamente. El Juez del Crimen ordena a su secretario formular al detenido las
preguntas reglamentarias. Pero el ingeniero no le da tiempo y con indisimulada y
reconcentrada ira declara:
—Me llamo Enrique del Villar Mejía, soy argentino, he nacido en Tucumán,
tengo treinta y dos años, he recibido mi título de ingeniero en Inglaterra, actualmente
trabajo en el estudio de mi hermano, el ingeniero Leopoldo del Villar Mejía. Soy una
persona honorable. Se ha cometido conmigo un atropello inaudito. Este esbirro —
agrega, frenético, señalando a Bramajo— me ha traído aquí brutalmente; me ha
tratado como a un ladrón, como a un delincuente… ¡Protesto! ¡Sí, protesto…! ¡Todo
esto es una vergüenza! ¿Qué se pretende de mí…?
—Cálmese, ingeniero, cálmese —le aconseja con buen tono el doctor Céspedes
—. Conteste, con toda verdad, las preguntas que se le vayan haciendo. Verbigracia,
¿qué clase de relaciones mantenía usted con la señora Elsa Avilés de Galván?
Del Villar Mejía no hace esperar su respuesta; tose y luego declara:
—Elsa y yo nos habíamos criado juntos. La familia del coronel Avilés ha estado
siempre unida a la mía por lazos de sincero cariño y amistad. Yo compartí con Elsa
mis juegos infantiles. Nos queríamos como dos hermanos… Más tarde —después de
la infancia— comprendimos que nos amábamos entrañablemente. Nos conceptuamos
novios y —aunque no lo éramos de una manera oficial— nuestras familias sabían
muy bien que nuestro cariño había dejado de ser un mero afecto fraternal por haberse
convertido en un verdadero amor…
Del Villar Mejía interrumpe su declaración, para secarse los ojos que están
húmedos…
—Tenga a bien continuar —le indica el juez.
—Teniendo ella diez y seis años y cumpliendo yo los veinte, mi padre decidió
enviarme a Londres para concluir mis estudios de ingeniería. Permanecí allá ocho
años. A los dos años de estar en aquella capital hubo, entre Elsa y yo, un entredicho
epistolar. Fue un desacuerdo que resultó fatal para los dos. Nuestro amor propio nos
cegó. Se produjo lo que en estos casos acaece casi invariablemente: ¡la ruptura…!
Elsa era un alma de Dios, poseía un corazón muy hermoso, pero —desde niña—
había demostrado una integridad de carácter excepcional y mucha firmeza en sus
decisiones. En nuestro altercado epistolar a ella no le asistía la razón, empero yo —
desde lejos— me hallaba en la imposibilidad de poderle probar su injusticia…
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—¿De qué se trataba? —inquirióle el doctor Céspedes.
—Era imprescindible poderle demostrar si efectivamente, estando yo en Tucumán
y mientras sosteníamos ya relaciones amorosas, había yo, en realidad, tenido amores
con una primita de ella. Cosas de niños: mentiras, futilezas, pero…
—Bien, bien; continúe —le ordenó el Juez del Crimen.
—El destino —reanudó el detenido— cumplía, entretanto, su obra destructora…
Cuando, hace cuatro años, regresé a mi patria, hacía ya dos que Elsa se llamaba la
señora de Galván. Yo no lo sabía, de lo contrario nunca me hubiera vuelto a mi tierra.
Mi familia habíame ocultado su enlace, enlace celebrado ante la sorpresa general, ya
que no había mediado un noviazgo oficial. Las relaciones entre los padres de Elsa y
los míos sufrieron, por esta causa, un enfriamiento total… El destino, la mala suerte,
la fatalidad o lo que fuera, había socavado un abismo entre la que fuera la dulce
mujercita de mis ensueños y yo. Sufrí lo inenarrable. Yo la idolatraba; sí, la quería
con toda el alma… ¡Días aciagos y horas de más intensa congoja me llegaron…! Me
conceptué el hombre más desdichado de la tierra. Me juzgué inconsolable, sentíme
como un ser que yace en fondo de un pozo… Un día, hace dos años y medio, estando
yo todavía en Tucumán, Elsa hizo un viaje a nuestra ciudad natal. Había ido a pasar
algunas semanas en el hogar de sus padres. Fue sola; yo lo supe. Yo la amaba
siempre, con todas las fuerzas de mi corazón… más que nunca… Entonces juzgué
que, por lo menos, había llegado el momento de las explicaciones. Me invadió,
incontenible, el deseo de hacerle comprender su error y su enorme crueldad para
conmigo… Después de múltiples intentonas y tretas ingeniosas, aunque vanas, logré
hablarla, contando con la bendita complicidad de una tía de ella y a la vez madrina
mía. Pude verla, conversar, explicarle y probarle mi absoluta inocencia. La
desdichada comprendió recién entonces su grave equivocación y, al punto, juzgó
tremendo nuestro infortunio… Luego medió entre nosotros una dolorosa confesión…
¡la de ella! ¡No quería a su esposo…! ¡No lo había amado nunca…! Casóse con él
por despecho y convencida de que con el tiempo hubiera llegado a quererle porque lo
apreciaba mucho y reunía —a Tos ojos de ella— todas las dotes morales que una
mujer culta y espiritual desea y exige en el hombre de su elección. Pero desde hacía
seis meses lo detestaba… Galván se había hecho merecedor de su desprecio… ¡Y
Elsa no era mujer capaz de amar sin estimar! Según ella, ese hombre habíase
convertido en un ser repugnante, cuyo contacto le hubiera causado, ahora, horror…
¡Desde hacía seis meses tenía una manceba…! Sí… mantenía relaciones íntimas con
una mujer de bajo linaje, según ella: una cualquiera, una vulgar barragana… ¡Y ante
la magnitud de lo que Elsa juzgara su mayor vergüenza, lloró como una criatura…!
Sí… la mujer de mi vida lloró en mis brazos su fatal error y nuestra dicha destrozada.
Comprendimos la magnitud de nuestra desventura. El destino había sido implacable y
cruel con nosotros… ¡y nosotros nos revelamos al destino! No es necesario que yo
explique lo que nos deparó el porvenir… ¡Nos amábamos entrañablemente…!
Después de dos meses de estada en Tucumán, Elsa regresaba a Buenos Aires… Yo la
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seguí. Sin considerarme completamente feliz volví a experimentar la dicha del vivir.
Me lancé a la lucha: me establecí en la capital y comencé a trabajar en el estudio de
mi hermano Leopoldo… ¡Y la que hubo de ser mi esposa ante Dios y los hombres, lo
fue tan sólo ante el cielo…! Ahora se ha ido para siempre mi desdichada Elsa… ¡Yo
estoy de más en el mundo…! ¿Qué quieren ustedes de mí…?
Del Villar Mejía, extenuado, vencido, aniquilado, se sienta. Se abandona
doblegado por la violencia de su cruel tormento, agobiado bajo el peso de infinita
desesperanza, de su feroz dolor, de su infinita congoja…
¿Y éste, según César Bramajo, es el asesino?
Suárez Lerma experimenta la enervante molestia que produce la desilusión.
Observa al famoso detective y juzga que está al borde de su primera derrota, de un
fracaso inevitable.
El Dr. Céspedes, que «in mente» y por lo que se refiere a Elsa Avilés, ha
comprendido el exacto «balance» que existe entre la declaración del detenido y la de
Juan Carlos Galván, siente —alarmado— el aguijón de la naciente duda, duda que
comparten con él el Jefe de Policía y el de Investigaciones.
Bramajo, tan sólo «el mago», conserva absoluta confianza en sí mismo y en su
boca de labios delgados y anémicos continúa, inalterada, su terrible sonrisa,
impregnada de sarcasmo, de suficiencia…
El primero en reaccionar es el Jefe de Investigaciones. No puede admitir que el
mejor hombre de la repartición se haya equivocado tan torpemente. Además, no se
olvida que hay acusados que resultan verdaderos fenómenos en el difícil arte de la
simulación. Decide, pues, reanudar el interrogatorio y, pidiendo permiso al juez,
pregunta al detenido:
—¿Como se explica usted la trágica muerte de la señora de Galván?
—Yo mismo no me la explico —declara el interrogado con honda desesperación
—; esa misma pregunta me he hecho, a cada momento, en estos tres días horribles…
Pero, no… ¡Elsa no ha podido engañarme así!
—Pero… ¿Qué dice usted? —solicita ahora el Jefe de Policía.
—No —continúa, como para sí, del Villar Mejía—, ella no ha podido hacer eso…
¡Es imposible…! ¡No puede ser…! ¡No tenía por qué engañarme!
—¡Explíquese! ¡Explíquese! —reclama intrigado, el juez.
—Bien… hablaré… de todos modos ya ahora conocen ustedes mi secreto. Lo
demás no me importa. De manera que puedo hacer a la justicia revelaciones
importantísimas. Y cuando ustedes conozcan toda la verdad se convencerán de que
ella no ha podido suicidarse. Yo, lo repito, no puedo creer…
— ¡Pero hable, pues! —insiste el Jefe de Policía.
—Pues bien… Sepan ustedes que la noche del dos de agosto, a las once en punto,
yo llegué con la «voiturette» amarilla que el inspector Bramajo dice conocer, a la
esquina de Arcos y Juramento y allí me quedé estacionado, hasta cerca de la una y
media de la mañana del tres de agosto.
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—¿Y qué hacía usted allí? —preguntó el Jefe de Investigaciones.
—La esperaba… Ese era el convenio. Eso era lo que habíamos resuelto horas
antes…
—¡Explíquese…! ¡Vamos, explíquese! —exclama el Juez del Crimen.
—La esperaba, señores, porque después de dos años de continua lucha, había, por
fin, conseguido convencerla de que hiciera abandono del hogar conyugal. Sí…
habíamos decidido huir al extranjero a la brevedad posible. Ella debía abandonar la
casa de la calle Arcos el mismo día dos de agosto de once y cuarto a once y media de
la noche. Yo tenía que esperarla, con el coche, en la esquina de Arcos y Juramento.
Lo repito… a las once en punto llegué y estuve aguardándola hasta la una y media de
la mañana.
Del Villar Mejía se interrumpe, medita, y luego continúa.
—Abandoné mi sitio de vigía cuando vi pasar al señor Galván que llegaba en su
automóvil por Juramento y que enfilaba Arcos, rumbo a su casa. Entonces me fui. Me
retiré a mi domicilio desilusionado. Opiné que Elsa, ante el acto práctico, no había
tenido el suficiente valor que una esposa necesita para dar un paso tan supremo y
definitivo. Sin embargo, me extrañó muchísimo su presunta falta de decisión, porque
durante el día, ella me había demostrado su firme resolución al respecto. Toda la
mañana del tres de agosto me pasé esperando sus noticias por teléfono. A las doce y
media del día, los gritos de los «canillitas» me llamaron la atención y me
proporcionaron intriga y pánico… Momentos después leía en «Ahora» la monstruosa
noticia… Creí volverme loco… ¡No comprendí más nada…! ¡A partir de ese
momento no supe razonar más…! Desde entonces no duermo, no como, no sé lo que
hago, no pido más que una cosa: ¡Morir…! Yo sólo sé que Elsa no existe, que ha
muerto, pero que no ha podido engañarme así. No. Mientras yo la estaba esperando y
—acaso— en el momento mismo que ella se aprestaba a ejecutar su plan, entró
alguien y la asesinó cobardemente… Yo no acuso a nadie… yo no aseguro nada…
pero ese señor Galván…
—¡El señor Galván es inocente! —declara ahora el Juez del Crimen con
solemnidad—. ¡El esposo de Elsa Avilés ha demostrado a la justicia su absoluta
inocencia… y ya ha sido puesto en libertad!
—Sin embargo yo insisto —grita, frenético, el desdichado amante— que Elsa
soñaba demasiado con nuestra dicha futura, completa y sin límites… para tomar, a
último momento, semejante resolución… ¡Elsa ha sido asesinada, lo repito!
—No obstante —insinúa el Jefe de Investigaciones—, hay un cerrojo corrido
desde el interior del cuarto macabro y una carta de la extinta que niegan a voz en
cuello la hipótesis de un crimen… ¿Qué opina usted?
—¡Es inexplicable…! ¡Es fantástico…! ¡Esa carta y ese cuarto hermético
complican el misterio…!
—¡No, señor! ¡Se equivoca usted, joven! —pregona ahora César Bramajo, que
hasta ese momento no había pronunciado una sola palabra.
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Y al hablar, se levanta amenazador como el Dios de la venganza.
—¡No, señor…! Esa carta y ese cerrojo corrido, que usted pretende hacemos
creer que le resultan cosas misteriosas e inexplicables, para mí marcan los primeros
rastros que conducen a la solución de la diabólica artimaña del muy bien calculado y
pérfido ardid perseguido por el criminal. Yo tengo las pruebas evidentes de que la
señora de Galván ha muerto asesinada. Me explico perfectamente el motivo del
crimen, el detalle de la carta y el por qué del cerrojo corrido… Aquí no hay misterio
alguno, ningún enigma, sino una trama bien urdida, pero…
El sabueso se interrumpe. El hombre coordina sus ideas. Se produce un breve,
aunque emotivo silencio. Los ojos de los presentes están fijos en el rostro del
detective extraordinario. Éste —a su vez— ha clavado su perturbadora mirada de
jaguar en el acusado. Enrique del Villar Mejía no consigue sostenerla y baja los
párpados…
—Si el señor juez me lo permite —reanuda César Bramajo— y con la venia de
mis jefes —continúa con una sonrisa siniestra y dirigiéndose casi especialmente a
Horacio Suárez Lerma— voy a interrogar por mi cuenta al señor ingeniero del Villar
Mejía.
—Hágalo en seguida, inspector Bramajo —aprueba el magistrado—. ¡Y usted,
ingeniero, jure contestar la verdad, solamente la verdad, toda la verdad!
—¡Lo juro! —clama el acusado.
—¡Bien! —dice el policía reconcentrándose—. ¿Qué día, a qué hora y en qué
lugar, vio usted a su amante por última vez? —pregunta tras breve meditación.
—Elsa y yo nos vimos, por última vez, la mañana del dos de agosto, en nuestro
departamento de la calle Santa Fe y Fitz Roy… Llegó a las diez y media de la
mañana y se fue a las doce del día. Después hablé con ella a las tres de la tarde, mejor
dicho, un poco antes de las tres, de ese mismo día, pero no personalmente. Hablamos
por teléfono.
—Está probado que la víctima no acostumbraba salir casi nunca de mañana. Era
hábito de ella hacerlo dos o tres veces por semana, pero siempre de tarde… ¿Qué
urgencia tenía en verle a usted la mañana del dos de agosto?
—En los últimos días del mes de julio habíamos resuelto que ella abandonaría de
un momento a otro la casa de la calle Arcos y que a mediados de agosto nos iríamos
al extranjero, es decir, a los Estados Unidos. La mañana del dos de agosto, a las
nueve y media, Elsa me llamó por teléfono, desde su casa, diciéndome que no fuera
al estudio, que la esperara, porque tenía que hablarme con urgencia. Al llegar me
explicó que había resuelto concluir para siempre con una situación insostenible ya y
que había decidido firmemente hacer abandono del hogar conyugal ese mismo día. Su
resolución, aunque esperada, me llenó de júbilo. Le agradecí, entre caricias, la
felicidad que me prodigaba con semejante decisión. En seguida tuvimos un cambio
de ideas para elegir la hora más propicia. Ella decidió, por fin, que fuera por la noche,
de once a once y media. Sus palabras, casi textuales, fueron las siguientes: «Trataré
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de que el jardinero y las dos mujeres se acuesten temprano, más temprano que de
costumbre; sí, lo más pronto posible… Yo me moriría de vergüenza si me vieran salir
de noche y sacar las pocas cosas que he decidido llevarme. La vieja Encarnación,
que es como una madre para mí, pondría el grito en el cielo; no quiero que se entere.
Cuento con que estarás a las once en punto esperándome con la “voiturette” en la
esquina de Juramento y Arcos». Así quedó convenido y, como ya dije, a las once en
punto acudí a la cita…
—Viendo que su amante no se presentaba… ¿cómo es posible que usted no se
haya llegado hasta la casa de ella para conocer el motivo de la demora?
La pregunta del inspector Bramajo no podía ser más lógica, pero la contestación
fue también normal y exacta.
—Por un motivo muy poderoso y sencillo. Elsa, a la mañana, me había
recomendado lo siguiente: «Ven a buscarme a las once y espérame en la esquina de
Juramento; no te muevas aunque vieras que demoro. No llames a la puerta de casa
por ningún motivo. Si notaras que tardo, ello será debido a que habré tropezado con
algún inconveniente, con algo imprevisto; ten paciencia y espera». Pues, yo obedecí
y esperé.
—¡Esperar! —observó irónicamente el inflexible sabueso.
—Continúe —ordenó al detenido el Juez del Crimen.
—A las doce de la noche, ya impaciente, tuve la idea de infringir la consigna,
pero no me animé a contrariar las instrucciones de Elsa, temí comprometerla…
—¡Muy bien…! ¿Qué más hizo su amante, en su casa de usted, la mañana del dos
de agosto? ¡Haga memoria!
Pues… nada más. Estuvimos hablando siempre acerca del mismo tema y a las
doce del día se fue…
—¡Falta usted a la verdad! —protestó César Bramajo—. La víctima escribió en
casa de usted, esa misma mañana, la carta que más tarde se encontró en el cuarto
macabro… ¡Y usted muy bien lo sabe!
—¡No, señor! —gritó indignado del Villar Mejía—. ¡El que falta a la verdad es
usted y no yo!
¡Miente, miente usted! ¡No sea impostor…! ¡Aquí están las pruebas de su torpe
embuste!
Y el policía sacó de un bolsillo de su abrigo el paquete que contenía los papeles
que algunas horas antes retirara del escritorio del joven ingeniero y lo depositó sobre
la mesa. Lo abrió, y tomando una hoja y un sobre, que sometió a la observación del
detenido, preguntó con triunfal ferocidad:
—¿Este papel de carta y este sobre no son los que tiene usted en uso en su casa?
¿No confisqué todo esto delante suyo en el escritorio de su departamento?
Del Villar Mejía no demoró en contestar:
—Efectivamente… ¿Y qué hay con eso?
— Pues hay —explica con énfasis y sorna César Bramajo— que la calidad de este
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papel y de este sobre, el color y el formato, son exactamente iguales a la calidad,
formato y color del papel que usó la señora de Galván para escribir su carta póstuma.
Y si esta prueba no fuera suficiente, aquí está el papel absorbente que registra las
últimas tres líneas de la mencionada carta. Usted, supongo, no osará negar que este
secante lo encontré esta tarde sobre la mesa de su escritorio.
Y el sagaz policía sometió al juicio de los principales actores de esa escena los
implementos mencionados.
No cabía duda, no había nada que objetar. Era evidente que Bramajo rayaba en la
exactitud y este detalle acumuló las sospechas de casi todos los presentes sobre el
detenido.
Enrique del Villar Mejía, ante lo imprevisto, quedó mudo. Empero no perduró
mucho su asombro, porque tras intensa meditación se encogió, al fin, de hombros,
sacudió la cabeza y su boca tuvo una sonrisa hondamente triste. Luego declaró con
calma:
—No he mentido ni soy un impostor al afirmar que desconocía en absoluto estos
detalles. Juro ante Dios que no sabía que Elsa hubiera escrito semejante carta en mi
propia casa, en nuestro mismo nido. Empeño mi palabra de honor en que tampoco
conocía la existencia del cofrecillo, con las alhajas de Elsa, escondidas en un cajón
del ropero de mi dormitorio. En cuanto a usted, inspector Bramajo, su celo
profesional y su explicable tendencia a la sospecha, propia de su oficio, le han hecho
incurrir en un error garrafal. Mi cerebro debilitado por el efecto de tres días y tres
noches de torturas infinitas, de profundo dolor moral y de insomnio, funciona y
piensa —a pesar de ello— mucho mejor que el suyo…
—¿Qué…? ¿Qué…? ¡Explíquese! —grita el Jefe de Policía.
—Si usted hubiera analizado todo esto, con más tino —continúa del Villar Mejía
dirigiéndose a Bramajo—, con menos precipitación y mejor criterio, hubiese sido más
acertado y menos brutal. Es usted un pésimo detective, inspector Bramajo, y peor
psicólogo… ¡Y se lo voy a probar…! El hecho, ya innegable, de que Elsa haya
escrito su misiva en mi escritorio y la existencia de sus joyas escondidas en mi casa,
lejos de comprobar que yo soy un impostor y un mentiroso, demuestra con absoluta
claridad que Elsa hizo ambas cosas estando yo ausente, la tarde del dos de agosto, en
mi departamento. Y estos detalles —juntos— complican enormemente el enigma. Ya
he dicho que ella un poco antes de las tres de la tarde de ese mismo día me habló por
teléfono; pues bien, sepan que para ello se comunicó conmigo llamándome al estudio
y que lo hizo desde nuestro nido de la calle Santa Fe; ella tenía la llave del
departamento y podía entrar y salir a su antojo, y a cualquier hora… Desde nuestro
ignorado hogar Elsa me preguntó a qué hora me desocuparía. Le contesté que un
trabajo urgente, imprevisto e inaplazable me obligaba a permanecer en la oficina
hasta las siete. A ustedes les será muy fácil controlar si efectivamente me quedé hasta
esa hora en el estudio de mi hermano con los otros empleados.
Entonces Elsa me dijo que permanecería un ratito más en nuestra casa, que luego
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iría al centro para hacer unas breves diligencias y que volvería a la calle Arcos más
temprano que de costumbre. Antes de cortar la comunicación me confirmó la cita
para esa noche y volvió a recomendarme que no me impacientara si, por cualquier
contingencia, tuviera que demorarse y de no acercarme ni llamar a la puerta de su
casa… Juro que no me dijo nada, absolutamente nada, acerca de las alhajas; lo cual,
pensándolo bien, no tiene nada de particular… Es dable suponer que se le pasaría por
alto semejante detalle o no creyera propio informarme de ello por teléfono. Pero el
hecho de que esa tarde llevara a nuestra casa el cofrecillo con todas sus joyas, es una
demostración indiscutible de que estaba bien resuelta a hacer abandono del hogar
conyugal ese mismo día. No les oculto, señores, que la futura venta de esas valiosas
prendas hacía parte de nuestro proyecto, ¡y parte medular…! Su importe había de
proporcionarnos los medios para establecemos en Nueva York, donde me proponía
ejercer mi profesión. El pequeño capital que yo poseo hubiese alcanzado tan sólo
para cubrir nuestros gastos de viaje hasta Norteamérica. Repito, pues, que Elsa llevó
seguramente el cofrecillo a mi casa, la tarde del dos de agosto y que al no
encontrarme se apresuró en llamar al estudio de mi hermano Leopoldo para
confirmarme lo que habíamos convenido por la mañana. ¿Qué pasó después…?
¡Inexplicable…! ¿Por qué escribió esa carta…? ¡Incomprensible…! ¿Quién se
interpuso entre Elsa y yo…? ¡Misterio…! Repito, y creo haber probado, que no soy
un mentiroso, ni un ladrón, ni un impostor y que estamos frente a un enigma
espantoso.
Enrique del Villar Mejía se calló y —visiblemente agotado— abandonóse en el
cercano sillón.
Desde ese momento «el mago de la calle Moreno» comenzó a ser el blanco de
todas las miradas. Cada uno de los presentes esperaba ansiosamente la palabra
definitiva del experto sabueso.
Las manifestaciones del joven ingeniero se ajustaban exactamente a la más
estricta lógica.
Todos esperaban, ahora, las pruebas que confirmaran la acusación categórica del
insigne detective. ¡La explicación de lo inexplicable…!
Y todo hacía suponer que, esta vez, César Bramajo había sido víctima de su
mismo exagerado celo policial. Sí… El insigne investigador se había dejado
encandilar por falsas apariencias. Todo se explicaba… Es decir, la madeja se
complicaba cada vez más, pero surgía nítida e indiscutible la absoluta inocencia del
acusado… No… Ese hombre no podía ser el asesino de la mujer que tanto idolatrara.
Era ridículo pensar en ello; insistir en semejante hipótesis hubiese sido un
despropósito… Además… quedaba siempre en pie la impresionante incógnita:
¿Cómo había podido salir el asesino del cuarto de la muerte?
La situación del magistrado y de los altos funcionarios policiales se tomaba cada
vez más embarazosa… ¡Por vez primera César Bramajo había fracasado y lo había
hecho de a manera más torpe y lamentable!
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Del Villar Mejía al declarar que el sabueso era un pésimo detective, un mal
psicólogo y un esbirro brutal no había dicho más que la verdad.
Pero aquel terrible acusador no se hizo esperar.
Ya hemos dicho que César Bramajo era alto y de recia contextura y que sus ojos
tenían miradas penetrantes, per turbadoras y netamente felinas.
Pero lo que no hemos explicado todavía es la impresionante transformación que
sufría el rostro de ese hombre toda vez que experimentaba intensa y reconcentrada
cólera, máxime si se conceptuaba del lado de la razón.
Cuando el acusado le tildó de pésimo detective, peor psicólogo y esbirro brutal, el
policía se sintió, quizás, terriblemente herido en su amor propio. No obstante, supo
dominarse y consiguió esperar pacientemente las explicaciones del detenido. Pero
cuando éste hubo concluido y Bramajo sintió sobre sí el peso de las miradas
interrogantes de todos los presentes y la muda, aunque elocuente, demanda de que
proejara sin dilación la culpabilidad del acusado, se irguió con altivez.
Parecía más alto que de costumbre. Sus ojos redondos, cuyas pupilas encarnaban
las del jaguar y del águila a la vez, tuvieron lampos amenazadores. Y mientras su
nariz, grande y chata, y de anchas ventanas, aspiró con fuerza, sus labios delgados
desaparecieron totalmente y apretadísimos en el interior de su boca que mantuvo
cerrada durante un buen rato.
Por fin habló. Lo hizo con espantosa calma y su acusación, muy grave y de veras
inesperada, fue, en todo momento, sensata.
La explicación de lo inexplicable pareció perfecta.
¡Señores! —dijo con voz gruesa y clara— ¡Señores…! I le dicho que he
descubierto al asesino de Elsa Avilés de Calvan, que sé por qué mató y cómo pudo
salir del cuarto trágico dejando el cerrojo corrido, y lo voy a demostrar. Sí: voy a
explicarles el enigma. Después daré por concluida mi tarea, por terminada la difícil
misión que se me ha confiado y la justicia hará lo demás. Aseguro y voy a probar que
el asesino de Elsa Avilés es este hombre.
Y señaló al acusado.
—Sí… el ingeniero Enrique del Villar Mejía ha matado… y lo declaro, desde ya,
artista insuperable en el arte de la simulación y fantástico preparador de coartadas.
Asimismo lo desenmascararé…
—¡Miente, miente usted…! ¡Sí, miente! —grita con indignación y estallante
soberbia el acusado—. ¡Usted es un loco… un irresponsable!
—¡Silencio! ¡Silencio! —ordenan, a un mismo tiempo, el Juez del Crimen y el
Jefe de Policía. ¡Cállese!
—Las declaraciones que nos ha hecho este sujeto —reanuda el polizonte— y que
reflejan sus relaciones amorosas con la víctima, responden en gran parte a la verdad.
Pero donde este perfecto simulador comienza a mentir descaradamente es cuando
pretende hacemos creer que su amor hacia la amante ha continuado inmutado y hasta
se ha intensificado en los últimos tiempos… Esto es falso, falsísimo, miente al
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decimos eso…
—¡Infamia! ¡Infamia! —protesta congestionado, el ingeniero.
—¡Cállese! —grita el Jefe de Investigaciones.
—La verdad es otra —continúa César Bramajo—; la verdad es ésta: satisfecho su
amor, harto ya de las apasionadas caricias y de las generosas dádivas carnales de la
otrora anhelada mujer, el amante tornadizo comienza a sufrir los primeros pinchazos
del hastío. Y el aburrimiento arrecia en la misma proporción que aumenta, en la pobre
señora, su amor, su pasión, su delirio, por el ingrato querido…
—¡Qué disparate! —protesta del Villar Mejía.
—A pesar de ello —prosigue impertérrito Bramajo—, el joven ingeniero simula
perfectamente su gran amor, porque él es pobre, bastante pobre y la otra dispone de
dinero…
—¡Hereje! —aúlla el acusado—. ¡Canalla…!
—¡Silencio! ¡Silencio! —ordena irritado el juez.
—A sus amorosas entregas —explica ahora el sabueso— la infeliz y crédula
mujer va agregando, poco a poco, donaciones de otra índole. Tenemos, por ejemplo,
la prueba material e irrebatible de que dos meses antes de su muerte obsequia al
amante con una «voiturette» que ella ha adquirido con su dinero en la suma de tres
mil pesos y que este caballero se apresura a registrar, en la oficina respectiva, cono de
su legítima propiedad…
—Ella lo quiso así… ella me indicó que así lo hiciera, pero…
—¡No hable, no hable, cállese! —ordena otra vez el magistrado.
—Agotado, quizás, en dos años de relaciones, el peculio de la desdichada amante,
no queda más que las valiosas alhajas de la pobre enamorada. Mientras tanto, ésta,
cada día más prendada de su querido, experimenta la imperiosa necesidad de
abandonar al esposo que ya aborrece, y de huir con su amante al extranjero. La vida
al lado de su legítimo consorte, que ella ya no puede tolerar, se le va haciendo
imposible. Aunque no tiene que sufrir el contacto carnal de su marido, siente —
igualmente— la ineludible necesidad de vivir todos los minutos de su vida para su
ideal adorado. Su pasión vence al decoro de la legítima esposa y decide, tras larga
lucha, hacer abandono del hogar conyugal. El amante no ha contado con esta
trascendental variante. Ella le propone, loca de amor, la fuga y él… en un principio
simula aceptar.
César Bramajo interrumpe un momento su acusación. El detenido ya no protesta,
pero mira, atónito, al detective. Los demás viven pendientes de sus labios.
La mañana del dos de agosto —sigue aquel terrible fiscal— Elsa, desde su casa,
llama al amante por teléfono y le exige que no vaya al estudio, porque tiene que
hablarle con urgencia. Y ella, que no acostumbra salir casi nunca de mañana, media
hora después se presenta en el departamento de la calle Santa Fe. Llega con el
cofrecillo que contiene todas las alhajas de su legítima propiedad y comunica al
querido su inquebrantable propósito de hacer, ese mismo día, abandono del hogar
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conyugal. Semejante resolución, aunque prevista, toma —por lo brusca— un poco
desprevenido al joven ingeniero. Este piensa… estudia… medita… Después observa
las joyas de su amante, justiprecia que ese cofrecillo y su precioso contenido
equivalen a unos cien mil pesos nacionales… Pues bien, ¡desde ese momento decide
el crimen…!
—¡Qué horror! ¡Qué horror! —clama el acusado—. ¡Usted es un miserable…!
¡Miente, miente usted!
—¡Silencio! ¡Silencio! —ordena el juez.
—Es un asesinato —continúa tranquilamente César Bramajo— que este
individuo, perfecto conocedor de las costumbres de todos los moradores de la casa de
la calle Arcos y de un detalle importante que a su debido tiempo explicaré, ha venido
acariciando vagamente desde hace algún tiempo. Decide, pues, eliminar para siempre
a la confiada y amantísima mujer y desde ese momento prepara su estratagema. La
imaginación de este joven delincuente es tan fértil, como es de asombrosa su arte
simuladora. Además, lo repito, él ha tenido tiempo de sobra para planear su terrible
crimen. Para preparar su coartada, indica en seguida a la amante la necesidad, la
conveniencia en fin, de que ella escriba al marido una carta de adiós, misiva que —a
la noche— dejará, por ejemplo, en el dormitorio del esposo. Ella, confiada y bien
ajena a las siniestras y diabólicas intenciones del muy amado, halla muy justa la
indicación y se apresta, allí mismo, en el pequeño escritorio del amante, a dejar
cumplida esta última diligencia matrimonial. Él le dicta la esquela y con satánica
astucia redacta, gracias a su innegable cultura, un texto que encierra una sutil
dualidad. Un texto que puede interpretarse como la despedida definitiva de una
esposa que huye para siempre de su legítimo consorte o como la de una mujer que se
suicida en vista de la infame conducta que su marido observa para con ella. Esta
última interpretación adquirirá más veracidad si la carta habrá de encontrarse, como
se la encontró, a su debido tiempo, al lado del cadáver de la misma autora.
La profunda y lógica observación del eximio detective causa sensación. Bramajo
vuelve a ser definitivamente «el mago de la calle Moreno», el insigne pesquisa de
siempre… ¡ingenioso y astuto! Sí, es verdad… ¡esa epístola encierra, sin duda, un
finísimo equívoco!
—Señores —continúa el pesquisa—, analicen un poco… ¿Es posible que una
señora que se va a matar escriba: «Cansada de tu conducta infame no encuentro más
fuerzas para soportar esta vida. Yo me elimino y ni al tomar esta resolución amarga y
tristísima, puedo perdonarte. La que fue tu esposa: Elsa»…? No… nunca, señores…
Una mujer que se va a matar escribe con toda claridad «¡Me mato…!» Y una esposa
que se despide del esposo para irse con un amante escribe «¡Me voy…!». Lo repito,
señores, la redacción de ese texto encierra una dualidad mefistofélica y descubre la
demoníaca imaginación de un asesino inteligentísimo. Ahora bien: ¡Está probado que
esa carta fue escrita por la víctima en la casa del amante! ¡Luego el amante la
dictó…!
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—¡Oh, esto es horrible! —balbucea del Villar Mejía—. ¡Es horrible…! ¡Yo juro
que soy inocente! ¡Que no dicté esa carta…! ¡Que ni la conocía…!
—La postdata —reanuda César Bramajo— quizás no sea obra del traicionero
amante. Tal vez él no la haya dicta do. La pobre mujer la ha escrito, acaso, de «motu
propio» en su casa de la calle Arcos. Por ejemplo, al anochecer, probablemente pocas
horas antes de su muerte, pues a último momento decidió llevar consigo a su perro
favorito, a su fiel «Prinz». Y la fatal redacción de esta postdata que dice: «No te
preocupes por el ‘Prinz’; siempre te dije que me acompañaría hasta la muerte», lejos
de perjudicar la obra del asesino, la perfecciona, pues intensifica las apariencias de un
suicidio, que es precisamente el alibi que busca el criminal. También puede admitirse
que esas últimas palabras hayan sido igualmente dictadas por el astuto malhechor,
que puede haberlas hecho escribir a su confiada amante, en la misma casa del crimen,
minutos antes de consumar su maquiavélico y horrendo delito.
César Bramajo interrumpe durante algunos instantes la explicación de lo
inexplicable. Se concentra. Recompone, analiza.
Está, acaso, reconstruyendo ideológicamente la espeluznante escena…
Los presentes continúan en las garras de intensísima ansia; el gran detective
comienza a convencer. Va ganando terreno en la opinión de la mayoría… El mismo
acusado, que al principio intentara humillar al sabueso y le insultara ora con gestos de
conmiseración y desprecio, ora con palabras hirientes, ya no protesta. Al contrario…
Mira al pesquisa con estupor y espanto, y escucha como un tonto, la admisible
hipótesis del inspector Bramajo.
El detective reanuda su demostración:
—No es verdad —dice— que la víctima haya indicado a su amante que la
esperara con la «voiturette» en la esquina de Juramento y Arcos… ¡No, no es
verdad…! Ella le ha dicho, más o menos: «A las diez y media en punto te espero en
mi casa; ven sin falta a esa hora. Dejarás el coche estacionado en la esquina de
Juramento y Arcos; yo te abriré la puerta y nadie notará tu entrada, porque los
vecinos y el servicio ya estarán recogidos. Juan Carlos, ya lo sabes, esta noche juega
su partida por el campeonato y después irá a la casa de su querida». El traidor
cumple al pie de la letra las instrucciones de su infeliz amante y a las diez y media de
la noche del dos de agosto penetra en la casa de la calle Arcos. El «Prinz» no le ladra,
porque es probable que conozca perfectamente al nocturno visitante…
—¡Mentira! ¡Mentira! —vocifera ahora el acusado—. ¡Juro por mi honor y por la
vida de mi madre que jamás he pisado la casa de la calle Arcos! ¡Que jamás conocí
tal perro!
—¡Silencio! —ordena el Jefe de Policía.
—O, acaso —observa Bramajo—, porque la infortunada mujer ha llamado al
«Prinz» y lo ha encerrado en el gran salón que da sobre la calle Arcos… o lo ha
llevado al «boudoir»… En todo caso el detalle no tiene mayor importancia. Lo
indudable es que Elsa recibió al amante en el domicilio conyugal… Las breves
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escenas próximas al horrible desenlace son fácilmente reconstruibles… pero no nos
interesa detenemos sobre estos particulares. Lo indiscutible es que, poco después, la
confiada señora se apresta para la fuga. El asesino, en cambio, espera el momento
propicio para ejecutar su repugnante crimen… Sí… hay que matar… hay que
desembarazarse de esa molesta amante, de esa mujer que pretende transformarse en
su concubina y, más tarde, en su esposa. Es preciso quedar absoluto dueño de
aquellos cien mil pesos de alhajas que ya están allá en su casa. Entretanto la víctima
se quita, probablemente, el traje casero para ponerse otro más adecuado a la
circunstancia. Queda, pues, en paños menores y por cualquier motivo entra en el
dormitorio… ¡en el aposento de la muerte…! El criminal desde hace rato se ha
provisto de una de las navajas de afeitar que el señor Galván tiene en uso y que
acostumbra dejar, metidas en un vaso de cristal, sobre la repisa del cuarto de baño.
Ahora el perverso espía a su presa en el pequeño aposento. El instante es único. Entra
con rapidez en el cuarto. Se le acerca cauteloso, finge acariciarla, desde atrás… pero
bruscamente la cierra en su potente brazo izquierdo y con velocidad fulmínea le
hunde, con la derecha, un pañuelo en la boca…
—¡Basta, basta…! ¡Esto es inaguantable! —gime del Villar Mejía—. ¡Usted es un
demente!
—La agredida —continúa explicando Bramajo— no puede articular una sola
palabra, no puede gritar, ni siquiera emitir el más leve quejido. Está medio muerta por
efecto del terrible espanto. Quizás está completamente desvanecida. La hora es
trágica. El agresor corpulento, feroz, fuerte y decidido a consumar su horrenda obra
arrastra a la infeliz mujer, la arroja sobre la cama, que por ser de estilo turco facilita
su nefanda acción, la tira boca arriba y la degüella bárbaramente…
—¡Dios mío…! ¡Dios mío, qué horror! —musita, aterrado, del Villar Mejía.
Lo demás —asegura tranquilamente César Bramajo— es cuestión secundaria; el
asesino tiene tiempo de sobra para borrar todas las huellas que podrían delatar su
crimen y completa su obra a las mil maravillas. Eso sí, no descuida ningún detalle…
Estudia y practica perfectamente la colocación del cadáver en la cama, así como la
del arma homicida cerca de la víctima. La lucha ha sido breve, brevísima. Hasta
puede decirse que no la hubo. El matador arregla todo desperfecto en los pliegues de
la ropa de cama. Casi ha concluido la tremenda hazaña; después de colocar la carta de
ella en el sitio más adecuado, falta tan solo matar también al «Prinz»… porque es
necesario que ese perro desaparezca. Sí, es indispensable… hay que eliminarlo para
siempre… porque el «Prinz.» vivo sería un enorme peligro para el taimado asesino.
Pronto, señores, les explicaré por qué es inevitable la muerte del «Prinz»… Para ello
y por otro motivo, el aleve criminal dispone la pantalla giratoria del velador de
manera que eche sombras sobre el cadáver de la que fue su apasionada amante y
mucha luz sobre la pared y la puerta del cuarto macabro. Hechas estas operaciones
saca de un bolsillo de su traje un grueso terrón de azúcar que ha preparado
especialmente durante el día y que contiene una fuerte dosis de estricnina y lo coloca
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en el suelo, en plena luz, bien a la vista. Ese será, más tarde, el último bocado del
pobre e inteligentísimo perro. Cumplida esta medular diligencia el asesino abandona
el aposento trágico…
—¡Loco! ¡Loco! —ruge, al punto, Enrique del Villar Mejía, mirando al detective
con ojos espantados y gesticulando como un demente—. ¡Sí… mil veces loco! ¿Y
cómo hubiera podido salir yo del dormitorio dejando el cerrojo corrido…? ¡Hable,
hable, insensato…!
Y al exigir tal explicación se ríe, el ingeniero, se ríe y tiembla como un azogado.
César Bramajo no contesta. Se cruza de brazos. Clava sus ojos de fiera en las
extraviadas pupilas del acusado. Para que este puede ver mejor su espantosa mirada
se acerca más al detenido, colocándose debajo de la luz ambarina.
—¡Impostor…! ¡Vil impostor! —grita finalmente el tremendo sabueso
ensoberbecido y siempre cruzado de brazos—. ¡Termine una buena vez con su
comedia…! ¡Usted sabía muy bien que cuando lo dispusiera, alguien entraría en el
cuarto macabro… que ese alguien, a una orden suya, se encargaría de correr el
cerrojo… y que ese alguien era el mismo «Prinz»! Sí… el perro de Elsa Avilés. El
perro que ella misma, durante meses y meses y en sus horas nocturnas de ocio y de
insomnio habíase entretenido en adiestrar, enseñándole a correr el cerrojo de aquella
puerta… Ese, ése era el importante detalle que, hace un momento, no quise decir; ése
era el secreto que únicamente usted y su víctima conocían… Ese fue el detalle que
usted aprovechó de una manera infernal para asesinar infamemente a su crédula
querida, para consumar su escalofriante obra, seguro de que esa estratagema le
aseguraría la impunidad, desde el momento que borraba todo indicio de crimen,
demostrando claramente que Elsa se había suicidado. He ahí por qué la pantalla de
aquel velador echaba sombras sobre el cadáver y luz sobre la puerta. ¡Claro,
evidente…! Porque el «Prinz», para cumplir su misión, no debía ver a su infeliz
patrona degollada y sí distinguir perfectamente el cerrojo. Y para que el «Prinz» no
pudiera delatar la horrible treta, repitiendo la misma prueba después de la muerte de
la desdichada que lo había amaestrado, desgraciadamente para ella, en esa maniobra,
usted decidió matarlo… Por eso usted dejó en el cuarto feral, en un lugar bien visible,
un terrón de azúcar o cualquier otro manjar bien envenenado, bocado que —tarde o
temprano— el perro, encerrado en esa pieza, debía encontrar y comer, asegurándose
así la muerte de ese involuntario, aunque peligroso cómplice…
Los presentes se irguieron hondamente impresionados.
César Bramajo había estado magistral, perfecto, exacto.
Continuaba siendo, y lo era más que nunca, «el mago de la calle Moreno», el
detective insuperable.
Ya no había duda posible.
Amaestrar un perro en la sencillísima operación de correr un cerrojo debía de
haber sido tarea bien fácil. Los que han visto trabajar a «Rin-Tin-Tin», a los perros
albañiles, a los canes músicos, los que han presenciado en los circos las sorprendentes
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y complicadas pruebas que cumple cualquier animal, los que han gozado con las
graciosas y correctísimas pantomimas interpretadas por perros y gatos amaestrados,
comprenderán fácilmente hasta qué punto podía ser de exacta la tremenda acusación
del inspector Bramajo.
Además, no se hubiera podido explicar de otra manera la salida del asesino del
aposento de la muerte, dejando la puerta cerrada y el cerrojo corrido.
Sí… había sido el «Prinz»… todo estaba claro; todo se explicaba ahora. ¡Por fin!
Del Villar Mejía miró, embrutecido, idiotizado, al terrible pesquisa.
Y fue el único personaje, de aquella emocionante escena, que permaneció sentado
o, mejor dicho, tirado como un bulto en ese sillón de arcaico estilo.
Todos esperaban, finalmente, la confesión, confirmadora, del acusado.
—¡Niegue…! ¡Niegue ahora! —gritóle, frenético, el inspector Bramajo. Y su
vozarrón de trueno llenó todo el salón.
Pero sucedió lo inesperado.
Porque al punto oyóse, en aquella imponente y severa cámara policíaca, como el
graznido de una lechuza. Algo sobrehumano…
Fue una vibrante, clamorosa y larga carcajada.
El que así se había reído —si risa hubiérasele podido Ilamar a esa especie de
extraño alarido— había sido el joven ingeniero. ¡Sí… Enrique del Villar Mejía, el
acusado, el presunto degollador de su amante, el supuesto mefistofélico creador de
coartadas increíbles…!
Y cuando hubo terminado aquella crispante manifestación de lúgubre hilaridad,
canturreó con voz gutural, al tiempo que su rostro producía muecas estrafalarias:
—¡Nadie sabrá nunca cómo cerré esa puerta…! ¡Nadie sabrá nunca cómo cerré
esa puerta…!
Y emitió, en seguida, otra carcajada interminable, hórrida, destemplada.
Luego se irguió y emprendió, alrededor de su mismo sillón, una incongruente
danza rítmica, epiléptica, grotesca, canturreando siempre:
—¡Nadie sabrá nunca cómo cerré esa puerta…!
Los presentes comprendieron, horrorizados, lo que estaba pasando.
¡Enrique del Villar Mejía había perdido el juicio!
¡Hay espectáculos mucho más sombríos que el de la muerte!
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VII
Un velo sobre el enigma
La inesperada enajenación mental de Enrique del Villar Mejía vino a complicar,
más que nunca, el indescifrable enredo. Desde ese triste momento el enigma de la
calle Arcos convirtióse para muchos en un impenetrable arcano y —para otros— en
un monstruoso error judicial. Según estos últimos no había existido crimen. Se
trataba simplemente de un suicidio, algo espectacular, rodeado de apariencias
engañosas, pero suicidio y nada más.
Los médicos forenses tampoco estuvieron contestes en sus apreciaciones acerca
de las causas que motivaron la alteración mental del joven ingeniero.
Mientras unos aseguraban que del Villar Mejía había enloquecido debido al
miedo experimentado al constatar que su horrible crimen había sido descubierto,
otros admitieron que las fuertes emociones sufridas por el desdichado amante, desde
el día de la trágica muerte de la muy amada hasta «la explicación de lo inexplicable»,
habían aniquilado de tal manera su sistema nervioso y su moral, que la demencia
debía haberse producido por efecto de una especie de anemia cerebral.
Finalmente alguien declaró que el trastorno de sus facultades mentales habíalo
provocado la espantosa sugestión.
En todo caso la policía y la justicia trataron de mantener casi en secreto todos
esos diagnósticos y —hasta donde les fue posible— el desgraciado episodio de la
locura del supuesto criminal.
Algunos días después decidieron entregar al enfermo, sin mayores explicaciones,
al ingeniero Leopoldo del Villar Mejía, y éste, afligido e inconsolable, internó a su
desventurado hermano en uno de los sanatorios más afamados de la Capital.
Los alienistas que tomaron a su cargo la curación del paciente, aseguraron, luego
de un prolijo examen, que había muchísimas probabilidades de vencer rápidamente el
mal y que esperaban volverle a la razón después de un tratamiento enérgico y no muy
largo.
Pero antes de resolver la libertad provisional del acusado, la justicia cumplió con
ciertas diligencias indispensables.
Encarnación Villalta, Jenaro Spadani, Lolita Armíñez, el chofer Fernández y el
mismo Juan Carlos Galván, fueron sometidos por el Juez del Crimen a nuevos y
minuciosos interrogatorios con el propósito de establecer, a ciencia cierta, si en
realidad el «Prinz» había sido amaestrado por la extinta o por cualquier otra persona
de la casa, en la maniobra de correr el cerrojo existente en la puerta del dormitorio de
la víctima.
Todos estuvieron perfectamente de acuerdo en manifestar que semejante
presunción o hipótesis carecía, en absoluto, de fundamento y que el hecho era poco
menos que imposible.
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Al perro, según los interrogatorios anteriores también, se le ataña siempre a las
ocho de la mañana y no se le soltaba hasta las ocho de la noche. Muchas veces,
durante el día, la señora le prodigaba caricias, pues le tenía mucho cariño, pero jamás
le soltaba ni permitía que otros lo hicieran.
La declaración textual de Encamación Villalta, confirmada por la mucama y el
jardinero, fue la siguiente: «La ‘niña’ lo quería muchísimo al pobre ‘Prinz’, pero
jamás le permitía la entrada en las habitaciones de la casa; apenas si le daba
permiso para estar un ratito, de noche, en el pequeño comedor».
El Sr. Galván confirmó que al regresar a su casa, a cualquier hora de la noche, lo
había encontrado siempre suelto en el jardín o vigilando desde la galena, echado
cerca de su casilla. Idéntica declaración hizo el jardinero y el chofer Fernández.
La cocinera, Encarnación Villalta, ratificó que ella, mujer de sueño muy liviano,
tuvo siempre oportunidad de oír al «Prinz» ladrar a cualquier hora de la noche en el
jardín, en la galería o en el patio. Además aseguró que «su patroncita», si se hubiera
entretenido en semejante juego, absurdo e inadmisible, no hubiera tenido ningún
motivo para mantener en secreto la singular habilidad del perro.
Ninguna otra persona de la casa hubiera podido dedicarse a semejante tarea,
porque el único cerrojo que existía en la finca de la calle Arcos era el que, en mala
hora, había hecho colocar en la puerta de su dormitorio la señora de Galván.
Finalmente, el «Prinz» había sido traído a la casa por el señor, siendo todavía
cachorrito, cuando tenía unos tres meses.
El Juez del Crimen resolvió ordenar un nuevo examen de la famosa puerta con el
objeto de comprobar si ésta, cerca del cerrojo, presentaba vestigios de las raspaduras
o rayas que las uñas del perro —en sus presuntos numerosos ensayos tendientes a
perfeccionarle en el adiestramiento de correr el cerrojo mencionado— hubiera tenido
que dejar indefectiblemente sobre la madera.
Dicho examen, practicado por peritos idóneos y provistos de lupas potentísimas,
dio un resultado absolutamente negativo.
A los postres, en las esferas policiales tomó cuerpo la presunción —por no decir
la certeza— de que lo aseverado por el inspector Bramajo no pasaba los límites de
una brillantísima hipótesis. El sabueso, con su sensacional explicación, había
evidenciado, una vez más, su elogiable sagacidad, su privilegiado instinto de eximio
detective, pero no la culpabilidad de Enrique del Villar Mejía ni, mucho menos, cómo
había podido salir el asesino del cuarto de la muerte.
El más convencido de la absoluta inocencia del ingeniero fue el mismo Suárez
Lerma. Según él, la acusación del inspector Bramajo era absurda desde todo punto de
vista y su imaginaria reconstrucción del crimen una burda, grotesca y teatral patraña
policíaca.
Sin embargo se reservó esta opinión y decidió, un poco abochornado, no meter
más baza en el asunto, por lo menos hasta no estar bien seguro de sí mismo.
Después una nueva sospecha se anidó en su cerebro, un nuevo íncubo, una nueva
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pesadilla: ¡Yvette Repeport…!
Y, en su calidad de cronista jefe de la página policial de «Ahora», sometió a la
amante de Juan Carlos Galván a un reportaje… reportaje que, al final de cuentas, no
publicó nunca.
Porque, en realidad, lo que el periodista se había propuesto con esa entrevista era
conocer y poder estudiar bien de cerca a esa mujer.
Esa nueva diligencia no le dio ningún resultado práctico. Fue recibido con la
mayor amabilidad; se halló ante una mujer bonita, todavía muy enferma, acongojada
por el inaudito hecho y sus consecuencias; una mujer de trato tranquilo, agradable y
que contestó todas sus preguntas, hasta las capciosas, con la mayor naturalidad.
Salió de la casa de aquella señora más desconcertado que nunca.
Pocos días después trabó cordial y sincerísima amistad con el ingeniero Leopoldo
del Villar Mejía.
El hermano del alienado era tres años mayor que Enrique.
Profesional muy estimado, tenía su estudio en un piso de un edificio de la Plaza
del Congreso y vivía en un departamento de la calle Lima, pegado a la Avenida de
Mayo. Leopoldo era soltero y el cuidado de su pequeña casa estaba a cargo de un ama
de llaves y una mujer de servicio.
Después de la desgracia ocurrida a Enrique, entre el joven periodista y Leopoldo
se estableció una íntima camaradería, que se transformó a los pocos días en una
verdadera amistad.
Suárez Lerma confesó a su flamante amigo que no cejaría en su empeño de
echarle el lazo al verdadero asesino de Elsa Avilés y demostrar luminosamente la
inocencia del pobre Enrique.
Leopoldo, en cambio, militaba entre los que no admitían la teoría de un crimen.
Según él, la amante de su hermano se había suicidado.
Entretanto la justicia y la policía se esforzaban en tender un tupido velo sobre el
enigma. Había que arrojar al pozo del olvido tan desagradable asunto. El Jefe de
Policía, el de Investigaciones y el Juez del Crimen, sintieron, otra vez, y más que
nunca, la imperiosa y definitiva necesidad de sepultar ese maldito episodio.
César Bramajo, como buen vasco, se mantuvo firme en sus trece. Con su
explicación dio por esclarecido el enmarañado asunto de la calle Arcos.
Ahora… ¡Allá ellos!
Para él, si se trataba de un asesinato, el matador no podía ser otro que Enrique del
Villar Mejía; la mejor prueba era la locura del acusado y ese estribillo delator:
«¡Nadie sabrá nunca cómo cerré esa puerta…!» El cerrojo lo había corrido el perro;
sí, el «Prinz» había sido amaestrado por la misma víctima, pese a quien pese, por
mero pasatiempo, en esa brega.
Si finalmente no era así, entonces no había por qué insistir en la idea de que Elsa
hubiera sido asesinada, y en este último caso se trataría de un suicidio y… ¡a otra
cosa!
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«El Orden», durante varios días, puso en la picota a los funcionarios policiales y
al magistrado que —según ese diario— «habían trocado, con ridícula torpeza y
verdadera alevosía, un hecho bien sencillo, aunque doloroso, en un sombrío dramón,
con las fatales consecuencias que eran del dominio público».
«Ahora», al final, tuvo que amainar, disfrazando lo mejor que pudo el colosal
fracaso. A ciencia cierta no se supo claramente lo que ocurrió entre el director del
gran vespertino y el repórter.
Según algunos, el muchacho se había retirado del diario espontáneamente, según
otros, había sido llanamente despedido. Solamente algunos meses después se supo la
verdad, y ella era ésta: Suárez Lerma había presentado su renuncia, declarando que
no volvería a ocupar su puesto hasta tanto no hubiera conseguido entregar a la justicia
al asesino de Elsa Avilés de Galván.
Dos meses después el enigma de la calle Arcos había pasado a la historia.
Nadie más hablaba del asunto. El inagotable pozo del olvido se había tragado,
cual insaciable Moloch, el recuerdo de la trágica muerte.
Juan Carlos Galván decidió vender, en público remate, su propiedad de la calle
Arcos y Tierra. Hubo muy pocas ofertas por la casa macabra. Un inglés flemático y
refractario a las supersticiones de los impresionistas aprovechó la brillante
oportunidad para adquirirla poco menos que regalada.
El remate de la finca trágica se efectuó en las oficinas de los martilleros públicos
que habían tomado a su cargo esa venta; tuvo lugar en los primeros días de octubre,
esto es, exactamente dos meses después de los hechos que hemos narrado a nuestros
pacientes lectores.
Horacio Suárez Lerma, mustio y derrotado, presenció la pública subasta.
Cuando el rematador bajó el martillo adjudicando la casa de la calle Arcos al
enjuto míster, que había resultado el mejor postor, el ex jefe de la sección policial de
«Ahora», sintió, vehemente, el deseo de ir una vez más a la casa del supuesto crimen.
Y allá fue… empujado por un extraño instinto.
Y cuando al anochecer ya, emprendió el regreso al centro de la metrópoli, sintióse
más decepcionado que nunca y más que nunca derrotado. Su última visita a la
misteriosa mansión no le había revelado nada, absolutamente nada.
Entonces le invadió un profundo rencor de vencido.
Sin embargo, la buena estrella del inteligente muchacho no le abandonaba.
Porque cuando el joven llegó al centro de la ciudad se produjo un hecho que casi
consigue enloquecer al desencantado buscador del asesino de la calle Arcos.
Trataremos de explicar lo que sucedió en pocas palabras.
Suárez Lerma no era hombre capaz de ir a cenar sin haber tomado, previamente,
su acostumbrado aperitivo. Pues esa noche hizo lo de siempre y entró, con ese objeto,
a una confitería de la calle Callao cerca de la calle Corrientes.
Lo halló repleto de parroquianos. Buscó, inútilmente, una mesa libre. No había.
Iba a retirarse cuando observó que un señor, que ocupaba una mesita en su rinconcito
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del local, se disponía a salir y que lo hacía, por cierto, con alguna precipitación.
Suárez Lerma aprovechó la oportunidad y corrió de inmediato a ocupar el lugar
que el otro acababa de abandonar. Se sentó y halló la mesita repleta con todos los
implementos que un mozo de café porteño acostumbra traer a un cliente cuando éste
le pide un aperitivo.
El periodista observó que el parroquiano que acababa de salir debía de haber
escrito algo allí mismo, porque encontró sobre la pequeña mesa un bloque de papel
con el membrete del establecimiento, sobres, lapicera y tinta.
El cliente, al retirarse, quizá muy apurado, había dejado en un platito el importe
de su consumición y la propina reglamentaria. El mozo no acudía. Horacio Suárez
Lerma esperaba cavilando siempre, porque su cabeza «navegaba» todavía, y quizás
más que nunca, en el maremagnum de la finalidad primordial: ¡Encontrar al
asesino…!
Sobre la mesita había un pedazo de papel de diario hecho un cartuchito arrugado.
El cliente anterior, al escribir, había, sin duda alguna, dejado caer tinta sobre la vítrea
superficie de la mesa; a fin de subsanar ese pequeño mal, había utilizado para limpiar
las manchas, un pequeño fragmento de una hoja de diario que traería consigo, vale
decir, ese pedacito de papel, estrujado y allí abandonado.
Todo ese proceso lo comprendió o lo reconstruyó más tarde Suárez Lerma.
El periodista, sin darse cuenta, tomó ese papelucho y sus dedos jugaron con él un
breve momento. Después, siempre inconscientemente, lo fue desplegando.
Sólo entonces sus ojos se fijaron, a sabiendas, en ese papel y por mero
pasatiempo intentó leer lo que allí había impreso.
¡En ese mismo instante la buena estrella del joven fulguraba rica de esplendor…!
Cuando llego el mozo y le preguntó qué deseaba tomar, Suárez Lerma ya estaba
abismado en la lectura de ese fragmento de diario. Interrumpió su labor y ordenó su
aperitivo predilecto.
El mozo desocupó la mesita y volvió algunos momentos después cumpliendo el
pedido de su nuevo cliente. Horacio pagó en seguida el importe de la consumición y
después reanudó su profunda lectura.
¿Cuánto tiempo duró aquella extraña diligencia?
Más de dos horas.
Y durante ese tiempo el muchacho tuvo muchas veces gestos de loco, ademanes
incomprensibles, miradas resplandecientes, muecas insospechadas y, en su cuerpo,
sacudidas propias de un sobresaltado.
Por fin se incorporó transfigurado; recorrió el local y se dirigió a la garita del
teléfono; mal dominando su intensa nerviosidad, consiguió, al fin, comunicarse con
Leopoldo del Villar Mejía en su domicilio de la calle Lima.
Y tan pronto como pudo ponerse al habla con su amigo le lanzó, sin preámbulos,
una frase inesperada:
—¡Leopoldo! —voceó frenético, el periodista—. ¡Leopoldo, por fin…! ¡He
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descubierto al asesino de Elsa Avilés! ¡Lo tengo, lo tengo…! ¡Espéreme, no se
mueva, vuelo en seguida a su casa!
Y colgó el receptor.
Salió de la confitería de la calle Callao como un ebrio, estrujando en su mano
izquierda el sombrero de fieltro y en la derecha el fragmento de diario revelador.
No contaba con su «potrillo», porque lo tenía en un taller de reparaciones…
Ni siquiera atinó a utilizar un automóvil logable para trasladarse al domicilio de
su amigo.
No… El muchacho estaba fuera de sí.
Y además necesitaba correr, correr, correr…
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VIII
Fulgores en un cerebro
Suárez Lerma penetró en el domicilio de Leopoldo del Villar Mejía con el mismo
ímpetu que si hubiera sido lanzado allí por una catapulta; sí, con el idéntico impulso
avasallador con que «un miura» embravecido podría surgir, en un día de lidia, desde
las espesas tinieblas de su encierro, al ruedo.
—¿Don Leopoldo? —preguntó secamente y con indisimulada nerviosidad a la
fámula que le había abierto y llevándosela por delante.
—Está en su dormitorio, señor —contestó la interpelada mirándole con cara de
asombro.
Y allá fue Horacio, en precipitada marcha, desaliñado, sofocado, estrujando
siempre en su mano izquierda el sombrero de fieltro hecho un desastre y apretando en
la otra el misterioso fragmento de papel que encontrara momentos antes sobre una de
las mesitas de la confitería de la calle Callao y que fuera causa de su agitación
extraordinaria.
Ahora Suárez Lerma se detiene bruscamente en el umbral del aposento de
Leopoldo. Desde la puerta abierta ve a su amigo sentado en una butaca de la
habitación. Pero no entra. Permanece allí como una autómata. Sus ojos grandes, color
de acero, siempre tan llenos de inteligencia, tienen, en este momento, miradas de
desvarío.
Está incomprensible. Los músculos de su cara producen contracciones y muecas
impresionantes. Sus gestos, que han perdido la calma peculiar de otrora, son —casi
diríase— epilépticos.
No, Horacio no es el mismo; el que actualmente está allí, en ese umbral, parece
un ser completamente trastornado. Sí… un desdichado al borde de la locura, un alma
en plena zozobra; la extrema palidez de su rostro desencajado es blancura cadavérica.
Sus miradas demuestran extravío, latente desorganización mental.
Leopoldo, desde su asiento, lo examina estupefacto, luego alarmado. No consigue
coordinar la relación plausible entre la comunicación telefónica de ha un momento
con ese estado físico y moral a todas luces intempestivo, anormal, extraño,
lamentable.
No atina a explicarse lo que puede haber ocurrido. Presiente, eso sí, la inminencia
de algo extraordinario. Siente un raro malestar. Experimenta una sensación absurda,
algo muy parecido al miedo. Pero consigue controlar sus nervios, dominarse e
inquirir con loable serenidad:
—¿Por qué no entra…? ¿Qué le pasa…? ¿Qué tiene, mi amigo…? ¡Por Dios, está
usted desconocido! ¿Se siente mal…? ¿Qué hay…? Entre, amigo mío, entre, pues,
cálmese y cuénteme lo que sucede… ¿Es cierto, bien cierto, lo que acaba de
telefonearme…? ¿Verdaderamente ha descubierto usted al asesino…? ¿Lo ha
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visto…? ¿Quién es…? ¡Pero, caramba, entre, entre nombre! Y hable… terminará
usted por asustarme…
El periodista avanza, ahora, eléctrico; entra congestionado, transfigurado. Tira
sobre una ménsula rinconera el sombrero que está trocado en un trapo color ceniza y
con la mano derecha siempre hecha un nudo, se acerca, casi amenazador, a su amigo.
Éste se incorpora bruscamente y lo espera, diríase, en actitud defensiva… cual si
temiera un ataque…
—¡Sí! —grita, por fin, el otro a voz de cuello—. ¡Sí! —repite con una rabiosa
inflexión de voz—. ¡Encontré finalmente al asesino!
—¿Dónde está?
—¿Dónde está…? —inquiere, a su vez, Suárez Lerma, como si acabaran de
preguntarle algo absurdo, inesperado, incomprensible—. ¿Quién es…? ¿Adónde
está…?
—Sí, pues… ¿Dónde está…? ¿Quién es…?
El otro no contesta; con gesto elocuentísimo implora el absoluto silencio de su
interlocutor. Se diría que, al punto, el joven periodista se siente transportado hacia
nuevas e imprevistas reflexiones, hacia un laberinto de conjeturas insospechadas…
Sí, no hay duda alguna, el muchacho medita, analiza, reconstruye, acaso, una
escena monstruosa, horripilante, infernal. La desenfrenada carrera con que ha salvado
la distancia entre la confitería aquella y el domicilio de Leopoldo no le ha permitido
pensar; durante el trayecto su cabeza estaba hecha un volcán, su cerebro no había
podido trabajar.
Ahora, físicamente inactivo, puede razonar… y las ideas le llegan, se anidan en su
cráneo… Sí, allí, ellas galopan, en este momento, cual potros indómitos, en una
planicie de fuego.
Del Villar Mejía así lo interpreta y se calla, pero siempre espera con ansia la
deseada contestación, la anhelada verdad; mientras tanto —y como medida de
precaución— va a cerrar la puerta del dormitorio.
Los ojos de Suárez Lerma siguen los movimientos de Leopoldo, pero
maquinalmente, porque, en realidad, sus ojos le miran sin verlo… Y es que él, en ese
mismo instante, está espiando «in mente» los espantosos movimientos de otro
hombre… del asesino… de un tremendo criminal que con diabólico ingenio está
cumpliendo una obra horrenda…
Es, la de Horacio, una hermosa inteligencia en plenitud de lucha, empeñada en un
titánico duelo a muerte con otro intelecto criminal, satánico, sí… pero igualmente
privilegiado. Y al que Horacio está en trance de doblegar.
Y es así como después, poco a poco, se reintegra a su sosiego. Y entonces, con
voz tranquila, natural, limpia ya de toda conmoción, con sencillez perfecta, absoluto
aplomo y con tristeza casi, asegura:
—El asesino de Elsa Avilés está aquí… en este puño, y ya no podrá salir, porque
esta mano no es como la puerta de aquel cuarto maldito. Esta mano es mía y soy yo
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y no él quien la abre y la cierra a su antojo.
Y mirándose fijamente la mano que estruja y aprieta, quizás con más fuerza que
antes, su presa de papel, confirma:
¡El asesino está aquí!
Del Villar Mejía se ha vuelto a sentar. Se ha dejado caer en su sillón con un gesto
de visible desaliento, con un abandono que equivale a desesperanza, desilusión total.
Ya no indaga más, no quiere saber más nada.
—¡Teorías, siempre teorías! —piensa.
Y al pensar eso sufre; soporta una pena muy grande; padece más que antes, y es
amalgama de amargura, dolor y decepción en pugna. Escudriña al recién llegado con
ironía y lástima a la vez. Acaso con desconfianza. Posiblemente con naciente desdén.
Después de esa contestación casi absurda o, por lo menos, elástica, problemática,
teórica, todo vuelve al estado caótico de antes.
—Este muchacho es un desastre —se dice el defraudado en su última esperanza
—, sí, una verdadera plaga. Con razón ha sido puesto de patitas en la calle por el
director de su diario. No en vano ha embarcado al más prestigioso vespertino de la
capital en una aventura descabellada. Comprendo por qué ha metido a todo un Juez
del Crimen en un vericueto. Este majadero es la piedra del escándalo… ¡Claro que sí!
Él fue quien puso el grito en el cielo, quien revolvió el avispero, viendo visiones,
descubriendo un crimen donde no había más que un suicidio sin vuelta de hoja.
Después, naturalmente, saltó la liebre… Claro… Y la liebre, en este caso, fue ese
infelizote de inspector Bramajo… ¡«El mago de la calle Moreno»…! ¡Puah…! ¡Qué
asco…!
El desencantado piensa ahora en su hermano, en su pobre hermano que esta allá,
en el sanatorio, hablando incongruencias, locuras…
—¡Una víctima! —recrimina para su fuero interno Leopoldo—. ¡Una víctima
involuntaria en este tristísimo asunto…! ¡Víctima de ese nefasto inspector Bramajo,
que Dios confunda! Víctima también, si se analiza un poco, de este otro necio…
¡Pobre diablo…! Otro cliente en puerta, a buen seguro, del Open Door…
Mientras estas reflexiones amargas ocupan el cerebro de Leopoldo, Suárez Lerma
permanece inmóvil en el centro del dormitorio, con la mirada fija en un punto
indefinible de la habitación, entregado a quien sabe qué fantásticos razonamientos.
Sí, su cerebro trabaja, trabaja… Su imaginación galopa, galopa…
Luego abre lentamente la mano derecha, esa mano que ha mantenido siempre
hermética desde que saliera o, mejor dicho, desde que huyera como un orate de la
confitería de Corrientes y Callao.
Sí; abre lentamente la mano, manteniendo sus ojos fijos, muy fijos en ella.
Desde allí no surge ningún asesino; en esa mano no hay lo que no puede haber.
Del Villar Mejía, que ha sorprendido el extraño movimiento del periodista, alcanza a
distinguir un pedazo de papel que —a fuerza de haber sido oprimido— parece un
cartuchito achatado. Horacio oculta con religioso cuidado, como si se tratara de un
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valiosísimo tesoro, ese papelucho en un bolsillo de su chaleco.
Leopoldo ha observado la maniobra; un «algo» que nació sonrisa y murió mueca
despectiva afea el simpático rostro del ingeniero. El otro no lo nota. Ni siquiera lo
mira. Su pensamiento ha de estar lejos, muy lejos de allí, porque, en ese instante,
recorre a pasos lentos, mesurados, el espacio libre del amplio cuarto; se mueve
ejecutando movimientos incomprensibles y hasta grotescos.
Repentinamente se para frente a Leopoldo. Lo envuelve en una mirada intensa,
como si pretendiera escrutar hasta en lo más profundo de su alma. Luego despacio,
muy despacio, se le acerca y le pregunta a quemarropa:
—Las prendas que vestía el asesino y que se han manchado y empapado con la
sangre de Elsa… ¿dónde están?
El que se reputa interpelado lo mira con el mayor desprecio, luego con manifiesta
piedad; sospecha, «al vuelo», que esa pregunta equivale a un delirio precursor de
próxima e ineludible insensatez. Asimismo no puede dominar su desdén y —presa de
irreparable cólera— le espeta:
—¡Eh…! ¡Loco de capirote…! ¿Qué me pregunta…?
Pero Horacio Suárez Lerma no le ha oído. Ni lo ha visto. Ni se ha dado cuenta de
haberle dirigido la palabra. Horacio estuvo hablando consigo mismo o quien sabe con
quién…
¡Hay fulgores victoriosos en ese cerebro…!
Al punto gira sobre sí mismo como un trompo para seguir luego su acompasada
marcha por el cuarto. El muchacho anda de un lado al otro. Camina… camina… Su
pensamiento también; viaja… viaja… Y sus ojos miran lo que Leopoldo no puede
ver… lo que nadie ha visto… lo que tan sólo él está viendo.
Bruscamente se para otra vez, se da una palmada en la frente, al hacerlo produce
un ruido que asemeja al seco chasquido de un lonjazo aplicado en el anca de un
caballo.
—¡Necio! ¡Necio de mí! —vocifera en plena exaltación y como si estuviera
mirando algo ya visto—. ¡Sí, mil veces necio! Las prendas que vestía el asesino no
podían quedar nunca empapadas con la sangre de Elsa…
Y satisfecho, al parecer, de esa valiosa explicación que él mismo hase
suministrado, se va a sentar en el otro sillón al lado de su amigo, no sin antes haberse
frotado las manos con verdadero frenesí, testimonio elocuente de cabal alegría. Y
desde allí añade:
—¡Esto se aclara cada vez más!
Ante el gesto genuinamente festivo del muchacho y su última halagadora
manifestación de hombre satisfecho, Leopoldo del Villar Mejía se sintió menos
pesimista. Vislumbró un posible indicio de veracidad en las postreras palabras de
Horacio. Renació, en él, una vaga esperanza, vaga, pero esperanza al fin y a ella se
aferró con el mismo ahínco que un náufrago a la consabida tabla de salvación.
Acercó aun más su sillón al de Horacio, lo tocó suavemente en un brazo y con
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voz conciliadora:
—Horacio —le rogó—, ¿por qué no se explica usted? ¿por qué me atormenta con
frases indescifrables?
—Escuche, Leopoldo —contestóle tranquilamente el joven—, en este momento,
se lo aseguro, yo soy algo así como un hombre que, después de haber permanecido
semanas y semanas en un cuarto oscuro, saliera repentinamente a la luz, y a una luz
fantástica, luminosísima, encandiladora… ¡Tal cual!
—Continúe.
—La primera impresión sería, naturalmente, de perfecta ceguera… ¿No es así?
Bien… lo mismo me está pasando ahora. Yo he marchado hasta hace poco como al
través de una noche negra, muy negra. Bruscamente me inunda la luz, me acosa, me
asalta. Por lo tanto quedo como deslumbrado, atontado… Deje, usted, que me vaya
acostumbrando a esta bendita ráfaga de victorioso fulgor y enseguida podré ver…
—Muy bien…
—Sí, podré ver claramente, con nitidez absoluta, descubrir lo que todavía me falta
conocer y entonces sabré explicarle todo, todo, hasta el detalle más nimio. Pero,
créame, por ahora tan sólo vislumbro, sí… mi mano está adherida a mi frente como
una visera…
—Bien —aprobó del Villar Mejía—, bien… y mientras usted va reaccionando, se
familiariza con lo que usted llama «ráfaga de victorioso fulgor» y con el fin también
de ayudarle en la brega, permítame que le haga algunas preguntas… ¿Puedo? ¿Me lo
concede?
—De mil amores… Y tenga presente, Leopoldo, que a medida que yo le conteste,
usted sólo, sin mi ayuda, irá corriendo el velo…
—¡Encantado…! Por ejemplo… Según usted, su inicial sospecha de que Elsa no
se suicidó, sino de que murió bárbaramente asesinada, se ha convertido en plena
seguridad… ¿No es así?
—Así es, así es… ¡Elsa murió bárbaramente asesinada! Sí, tal como usted acaba
de decirlo…
—Pero, entonces… ¿Cómo se explica el contenido de esa carta, cuyo texto mi
pobre hermano desconocía, pero —realmente— ambiguo, decididamente redactado
con sutileza?
—Oiga, Leopoldo, ése es uno de los varios puntos que todavía veo bajo un
aspecto muy nebuloso, pero… como no estoy acostumbrado a la luz, voy, en seguida,
a darle mi idea… y me parece buena: ¡Es la exacta!
—¡Hable!
—Escuche. A su pregunta le voy a contestar con otra. Eso es… ¿No ha visto
usted, alguna vez, un prestidigitador trabajar en un escenario?
—Claro que sí.
Yo una vez en el Casino vi a uno muy gracioso y muy hábil. Presentaba al público
un lindo gato negro, gordo, lleno de vida; nada de engaños: un menino legítimo, de
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carne y huesos y con unos ojos que parecían el dos de oro de una baraja criolla.
Bien… lo colocaba, luego, sobre una minúscula mesita de cuatro patas que había sido
previamente instalada en el escenario por uno de sus ayudantes; después lo cubría
herméticamente, durante contados segundos, con una simple tapa de cartón. Pegaba,
entonces, tres palmadas… ¡zas! Levantaba la tapa y ante los ojos atónitos del público,
que minutos antes había visto y hasta manoseado al morrongo, aparecía —en lugar de
ese doméstico felino— una blanquísima paloma… Aquel mago de candilejas había
transformado, como por obra de encantamiento, a un gato negro en una ebúrnea
paloma.
—Perfectamente, está muy bien… pero no alcanzo a comprender qué tiene que
ver todo eso…
—Con eso quiero decirle —interrumpióle Suárez Lerma— y puedo jurárselo
como si lo estuviera viendo que la carta de Elsa, viva, al pasar por las manos del
asesino, tina vez ella muerta, se transformó como por obra de encantamiento. En dos
palabras: a nosotros se nos sirvió gato por liebre…
—Pero, Horacio… si era letra de ella, bien de ella…
—Ya lo sé, no lo discuto, sí, era letra de ella… pero a nosotros se nos ha
embaucado; sí, fue una mefistofélica mistificación…
—No comprendo.
—Sepa usted, querido, que «mi» asesino no es un delincuente vulgar. El tipo tiene
inteligencia, es instruido, es… casi perfecto.
—Todo esto es para volver loco al más cuerdo…
—Y al asesino ya lo tengo, sí, lo tengo… ¿cómo podría decirle…? Espere; eso
es… ¡Sintonizado!
—¿Sintonizado…? ¿Sintonizado…? ¡Qué galimatías!
—Sin embargo es la palabra exacta… ¿No me interpreta?
Pues, no, Horacio. Tampoco ahora lo comprendo; es decir, más me explica y
menos alcanzo el verdadero sentido de sus palabras.
—No se aflija —dice al punto y con extraño acento el periodista—, no se
apresure, ya lo sabrá todo… Y cuando yo le diga quién es el asesino y cómo pudo
salir del cuarto macabro dejando la puerta cerrada y el cerrojo corrido usted se va a
quedar alelado.
—¿De manera que usted ya sabe quién es el asesino?
—Ya se lo he dicho, lo tengo «sintonizado»… Quiero decirle que sé muy bien su
apellido y comprendo perfectamente por qué mató, pero…
—Pero ¿qué…? ¡Hable…!
—¡PERO NO LO CONOZCO!
—¡Miente usted! —ruge ahora Leopoldo, presa de una terrible sospecha—. ¡Sí…
usted miente!
—¡Leopoldo!
—¡Oh, lo comprendo muy bien…! Es a mí a quien quieren ustedes ahora
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enloquecer, pero no lo conseguirán…
—Leopoldo —implora casi Suárez Lerma—, cálmese, se lo suplico. Yo le
disculpo, porque lo sé muy noble y mar drizado. Cálmese, se lo ruego. No se ofusque.
Estamos en plena victoria, se lo juro. No empañe este mi espléndido triunfo.
—Pero, vamos… —protesta ya con más calma del Villar Mejía— sea más
categórico y conteste sin reticencias… ¿Dónde está el matador de Elsa?
—No lo sé… ¡Pero igualmente lo entregaré a la justicia!
—¿No lo sabe?
—No. Pero, ya se lo he dicho, lo tengo… ¡Sintonizado!
A estas palabras sigue un prolongado silencio.
Suárez Lerma parece exhausto. Permanece sentado o, más bien, casi abandonado
en su asiento, con las manos entrelazadas detrás de la nuca, los ojos semicerrados,
adormilado, extenuado…
Ahora es el otro quien marcha nerviosamente por el dormitorio. Se mueve con
brusquedad. Acciona excitado, como fiera enjaulada. Está reconstruyendo
mentalmente todas las frases del periodista, las desmenuza, las analiza; quiere
adivinar. Pretende en vano explicarse lo inexplicable. Nada consigue, nada, pero
comienza a creer.
La idea de que no se trata de un suicidio, sino realmente de un crimen
espeluznante, echa raíces en su cerebro. Entonces vuelve a torturarle una siniestra
idea, un horrible presagio, la espantosa sospecha de hace un rato. Y un lúgubre
estribillo se anida en sus tímpanos: «¡Nadie sabrá nunca cómo cerré esa puerta…!»
Y la estridente carcajada del demente se le antoja, ahora, el fatídico graznido de mil
lechuzas en la noche.
—¡Oh, esto es horrible! —balbucea—. ¡Es espantoso!
Su frente se empapa en sudor, es un sudor glacial, mortuorio; sufre, se siente
afiebrado a pesar de esas gotas frías que le circundan la frente. Determinadas frases
del periodista le zumban en los oídos y le muerden el corazón. Por ejemplo: «Sepa,
querido, que ‘mi’ asesino no es un delincuente vulgar. El tipo tiene inteligencia, es
instruido». Otra: «Cuando yo le diga quién es el asesino y cómo pudo salir del cuarto
macabro dejando el cerrojo corrido usted se va a quedar alelado».
—¡No, Dios mío, no! —repite frenético, para su fuero interno, presa de
zozobrante consternación—. ¡Enrique, Enrique, hermano mío…! ¡No, es
imposible…! ¡Tu ladrón y asesino! ¡No, es mentira! ¡No puede ser…!
Medita, continúa analizando.
—¡Soy un imbécil! —se reprocha ahora mentalmente y con una sonrisa que es
una mueca tristísima—. ¿No me ha declarado que no conoce al asesino…? ¿Y si
mintiera…? No, no puede ser… Me ha dicho también: «Se lo juro, estamos en plena
victoria».
No obstante, la terrible y fatal acusación del «mago de la calle Moreno», de aquel
hombre de labios anémicos y cara de jaguar, del tremendo inspector Bramajo, vuelve
—No, señor Leopoldo, ¡está usted equivocado! Su amigo no delira ni está mal de
la cabeza. Su amigo Horacio, en este momento, está durmiendo como un bendito. Ese
cerebro ha trabajado demasiado y ha trabajado muy bien. Sí, mucho mejor que el de
usted y que el de todos los que intervinieron en este trágico embrollo. De manera que
no se ría ni prejuzgue… Siga analizando, haciendo conjeturas y no moleste a ese
muchacho. ¡Déjelo descansar a ese bravo Horacio y espere que despierte…!
Pero, no. Según parece, del Villar Mejía no nos quiere escuchar.
Por lo visto, ahora Leopoldo tiene un plan y decide, al punto, llevarlo a la
práctica.
Se aproxima al periodista dormido, despacio, muy despacio…
Se le acerca con la maestría de un caco, sin producir el menor ruido.
Suárez Lerma reposa tranquilamente. Las emociones de esas últimas horas y el
esfuerzo mental le han vencido. Ahora descansa con una sonrisa casi infantil en los
labios, con visible beatitud… ¡seguro y confiado!
Leopoldo, intensificando la cautela, ya está encima de él. Le desabrocha el saco y
con extraordinario tacto, digno de un ratero avezado, introduce el índice y el pulgar
de su mano derecha en un bolsillo del chaleco de Horacio.
* * *
No. no, don Leopoldo, no se ría; fíjese bien… Mire que en ese papel, en esas
palabras, para usted sin sentido y especialmente en esa frase que juzga ridícula y sin
valor está, precisamente, la clave del enigma de la calle Arcos.
«Rumbo a su ciudad natal, San Luis, vase —haciendo un prudente ‘mutis’ por el
foro— un jovenzuelo que consiguió, gracias a su enorme acucia, revolucionar,
durante unos días, los ánimos y los cerebros de personas fácilmente sugestionables…
»Nos referimos a un gorrioncito con abría de aguilucho que actuó algunos meses
en el periodismo local, dirigiendo la página policial de un cándido colega de la
tarde, para dar la nota más grotesca e insensata que haya jamás producido un
cronista en un diario argentino.
»Sí… Horacio Suárez Lerma se va hoy a su tierra.
»Que las brisas nativas le compongan el cerebelo son nuestros más sinceros
augurios. Y cuando esté otra vez sanito, que vuelva, nomás, y que intente mejor
fortuna en nuestra ciudad, pero dejando de meterse a periodista.
»Porque, desde ya lo declaramos, en las esferas periodísticas argentinas es un
muerto que camina… Viceversa le aseguramos grandes éxitos despachando
comestibles detrás de un modesto mostrador boquense.
»¡En fin…! Seamos compasivos… y “a enemigo que huye, puente de plata”…
¡Buen viaje, joven Horacio!»
Dos días después, Horacio Suárez Lerma abandonó Buenos Aires, rumbo a San
Luis. Y el hogar paterno abrió los brazos cariñosos al hijo querido que había ido a
buscar, quizás, paz y descanso en la casa solariega.
Pero algunos días más tarde el «gorrioncito con alma de aguilucho» voló… tomó
rumbos desconocidos. Pasaron dos meses.
Y la noche del veinte de diciembre de ese mismo año, recuperada la desenvoltura
que le conocimos al principio de este relato, hizo su entrada en la seccional de
Belgrano…
Pero esa noche no era tan cruda como la del dos al tres de agosto. ¿Recuerdan?
Los primeros calores estivales y los últimos aromas de la primavera que se iba,
hacían la noche agradable, espléndida, deliciosa… Era, como dijo el poeta, «una
noche en que ardían las luciérnagas fantásticas».
Tuvo con Oscar Lara una larga conferencia. Larga y secreta.
El auxiliar de policía quedó asombrado…
Luego el periodista preguntóle por la salud de Enrique del Villar Mejía.
Y supo, por boca de su amigo, que el ingeniero, desde hacía vanas semanas, había
«Juan Carlos:
Cuando tus ojos recorran estas líneas, los míos ya no tendrán lágrimas para
derramar y yo estaré lejos, muy lejos del que otrora fuera mi hogar conyugal. No
me busques; nada intentes ni pretendas, porque esta partida, para ti, jamás tendrá
retorno. Es la legítima esposa, por ti vilipendiada hasta el escarnio la que se va,
no la mujer herida en su amor. Nuestro amor, si en realidad ha existido alguna vez,
ha muerto para siempre desde el día en que enlodaste nuestra unión entregándote,
con descaro y desenfreno, a las falsas y venales caricias de una aventurera, porque
a mis ojos, tu amante es una aventurera y una tristísima meretriz. Desde entonces
me inspiraste lástima y desprecio. Si continué a tu lado fue para evitar el
escándalo, un gran dolor a mi padre y respetar, al mismo tiempo, mi decoro de
legítima consorte. Pero hoy estoy harta; no puedo más; es imposible para mí tal
situación. Me rebelo a mi infortunio; soy joven todavía y tengo derecho a rehacer
mi existencia. Cansada de tu conducta infame, no encuentro más fuerzas para
soportar esta vida. Yo me elimino y ni al tomar esta resolución amarga y tristísima
puedo perdonarte. La que fue tu esposa. Elsa. Buenos Aires, 2 de agosto de 19…»
Terminada la lectura, la carta de Elsa pasó por las manos de todos los oyentes.
Constaba de dos hojas, como el original. La primera hoja concluía con la palabra
«existencia», la segunda comenzaba con la palabra «Cansada»…
Era letra de ella, sí…; la misma escritura apretada, fina, elegante…
No… no había confusión posible y el más autorizado, en esa reunión, para
reconocer la legitimidad de esa letra, era el ingeniero Enrique del Villar Mejía.
Cuando ese valioso documento llegó a sus manos, el infortunado amante lo
observó con atención y tristeza.
Después besó, con desesperación, esas dos hojas de papel.
Y, ante el respetuoso callar de todos, lloró; lloró como un niño.
Se produjo en el salón un gran silencio turbado tan sólo por el sollozar del
desdichado joven que en ese instante añoraría, quizás más que nunca, su gran dicha
pretérita.
Momentos después se le oyó musitar:
FIN
Rivera Asesinos de papel, Ensayos sobre narrativa policial y Buenos Aires, Colihue,
1996. <<
«—En rigor —señalé yo— por eso este misterio es el más sorprendente que conozco,
aún en el dominio de la imaginación. En El doble asesinato de la calle Morgue Poe
no inventó nada parecido. El lugar del crimen se hallaba lo bastante cerrado como
para no dejar escapar a un hombre, pero quedaba esa ventana por la cual podía
deslizarse el autor de los asesinatos, que era un mono (*). Pero aquí no puede
hablarse de abertura de ninguna clase. ¡Estando la puerta y los postigos cerrados, lo
mismo que la ventana, ni una mosca podía entrar o salir!».
(*) Conan Doyle aborda el mismo tipo de misterio, si me atrevo a decirlo, en el relato
intitulado ‘La cinta moteada’. En una habitación cerrada se lleva a cabo un terrible
asesinato. ¿Quién es el autor? Sherlock Holmes no tarda en descubrirlo, pues en la
pieza había una toma de aire, del tamaño de una moneda de cien sueldos, pero
suficiente para dejar pasar a ‘La cinta moteada’ o ‘la serpiente asesina’ (en Gastón
Leroux El misterio del cuarto amarillo, Buenos Aires, Corregidor, 1977; pág. 76)
En términos parecidos, El enigma de la calle Arcos marca su filiación a esta
tradición: «[Suárez Lerma] desde ese momento se lanzó, decidido, a la consecución
de una incógnita aparentemente inaferrable. Volvió a inspeccionar el cerrojo y el
cuarto misterioso. Su cabeza en efervescencia le permitió, asimismo, pensar un
momento, con una sarcástica sonrisa en los labios, en aquel mentado cuento policial,
en aquella graciosa fábula que Gastón Leroux —su autor— llamara El misterio del
cuarto amarillo… Pero… ¡por favor!… ¡Qué enorme diferencia entre la ingeniosa
patraña aquella y esta tristísima realidad…! Además, en el ‘cuarto amarillo’, no
obstante la mejor buena voluntad del autor, no se había encontrado a ningún cadáver,
sino a una mujer viva, que se había herido ella misma y que, con mentiras, trataba de
engañar a todos, porque estaba en connivencia y obligada complicidad con su mismo
supuesto atacante… En fin: … un juego infantil, maguer tratarse de una ficción
novelesca, comparado con este tenebroso episodio de una realidad desesperante».
(Sauli Lostal, pág. 55. Las citas corresponden a la presente edición) <<
tinta, hace unos quince años? Se olvida tan pronto en París (…) El mundo entero se
ocupó durante meses de ese oscuro problema, el más oscuro, por lo que sé, que jamás
se haya propuesto a la perspicacia de nuestra policía, que nunca se presentara ante la
conciencia de nuestros jueces. Todos buscaron la solución de ese problema
enloquecedor. Fue como un dramático acertijo en el cual se encarnizaron la vieja
Europa y la joven Norteamérica» (Gastón Leroux El misterio del cuarto amarillo, op.
cit. pág. 9)
«… Dicho original se encuentra a foja n.º 314 y es parte integrante de las seis mil y
tantas fojas que componen este famoso expediente hoy archivado, pero no totalmente
olvidado. En realidad no es tan fácil echar al olvido a uno de los procesos más
célebres y sensacionales en la historia de la criminología americana y que provocó la
instructoria más colosal registrada hasta hoy en los tribunales argentinos» (Sauli
Lostal, pág. 27) <<
figuraba en el sobre «Al mejor diario del mundo» sin aclarar ni el nombre del diario
ni su dirección. Crítica refuerza con esta anécdota su imagen de alta popularidad. <<
la información, sus relaciones con el director del diario, la policía y el juez, véase
Sylvia Saítta «Informe sobre El enigma de la calle Arcos» en Jorge Lafforgue y Jorge
B. Rivera Asesinos de papel; Ensayos sobre narrativa policial, op. cit. pág. 235. <<