El documento narra la historia de un niño que observa a su padre rescatar el cuerpo de un hombre ahogado en el río. Esto marca profundamente al niño. Más tarde, su padre trabaja instalando bombas de agua en el río, lo que inspira gran admiración en el niño. Sin embargo, el niño también sufre pesadillas y abusos por parte de su madre.
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El documento narra la historia de un niño que observa a su padre rescatar el cuerpo de un hombre ahogado en el río. Esto marca profundamente al niño. Más tarde, su padre trabaja instalando bombas de agua en el río, lo que inspira gran admiración en el niño. Sin embargo, el niño también sufre pesadillas y abusos por parte de su madre.
El documento narra la historia de un niño que observa a su padre rescatar el cuerpo de un hombre ahogado en el río. Esto marca profundamente al niño. Más tarde, su padre trabaja instalando bombas de agua en el río, lo que inspira gran admiración en el niño. Sin embargo, el niño también sufre pesadillas y abusos por parte de su madre.
El documento narra la historia de un niño que observa a su padre rescatar el cuerpo de un hombre ahogado en el río. Esto marca profundamente al niño. Más tarde, su padre trabaja instalando bombas de agua en el río, lo que inspira gran admiración en el niño. Sin embargo, el niño también sufre pesadillas y abusos por parte de su madre.
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El zambullidor
El río seguía turbio como en los días de creciente, encres-
pado por el viento norte, ya con pocos camalotes que bajaban temblando pero vistiendo aún su irresistible marrón de luto. Al golpe del agua en la barranca, los terrones caían despacio, como parcos lamentos. Desde mi alto escondite del monte pude apreciar el vuelo errá- tico de las dos chalanas, los hombres que se hundían en el río y aparecían al cabo de unos minutos resollando, sórdidos todos, la cara desfigurada por la desolación y el frío. Tiraban ganchos de varilla atados a una caña tacua- ra, anzuelos grandes, trasmallos resistentes, para ver si el fondo les devolvía la esperanza, pero todo era barro, desesperación y miedo. Alguien encendió velas y elevó un rezo mientras yo seguía trepado a una rama de la arbo- leda, donde fui a parar desde que el comisario Silvestre desalojara a gritos a la gurisada. No habría pasado más de media hora cuando lo vi venir bajando por el camino de las barrancas. Era mi padre y su inconfundible tranco de garza desvencijada, su forma particular de enterrar las manos en los bolsillos, donde escondía también toda caricia, el rostro agrietado por el sol, sin la más mínima mueca que le delatara el alma. Mi primera reacción fue escapar antes de permitir que me descubriera, pero al instante entendí que cual- quier movimiento sería la perdición. Quedé petrificado entre las ramas, oculto en el follaje como un pájaro más.
9 10 Luis Do Santos
Los hombres salieron del agua, las mujeres se apretuja-
ron buscando explicaciones inciertas y encendieron más velas. Entonces mi padre llegó hasta la orilla sin decir palabra, sacó del bolsillo aquel jazmín blanco de nuestro jardín y, luego de murmurar una oración entrecortada, lo arrojó al agua antes de hacer la señal de la cruz. El río a esa hora era un potro embravecido dando coletazos contra la ribera. La flor bajó unos metros arrastrada por la corriente. Luego comenzó a girar en distintas direcciones hasta detenerse a unos tres metros de la orilla. Quedó clavada allí, resistiendo, mientras las olas del viento norte la empujaban. Mi padre se quitó las alpargatas, la camisa de trabajar y zambulló con destreza hacia el punto justo que había marcado la flor. Desde la torre de hojas yo no escapaba al asombro. Dos señoras cayeron de rodillas en el barro. Los hombres mojados observaban absortos. Ya no recuerdo cuánto tiempo pasó, pero todavía siento en la piel la horrible sensación de ver a mi padre emerger del agua con el cuer- po blando del ahogado. Tenía los labios morados, la piel mortecina perlada por el sol, los ojos abiertos mirando la nada. No pude evitar las náuseas que casi me delatan. Aproveché el desconcierto que ganó a todos en aquel momento, busqué por el monte nuestra picada de bandi- dos escolares y corrí con toda la fuerza que podían tener mis flacas piernas de los nueve años. Cuando llegué a casa, sentía el corazón atado a la garganta, me faltaba aire en los pulmones y el miedo se había adueñado de todo. Fui hasta la canilla del fondo y dejé que el agua fría espantara los recuerdos. Después subí al paraíso y recién bajé cuan- do todos esperaban ansiosos el momento de la cena. A la 11 El zambullidor
hora de siempre, con el sol convertido en una tímida luz a
lo lejos, llegó mi padre, cansado y sin apetito, apenas con la noticia de que Setembrino Cuevas se había ahogado. Esa noche no pude salir del sueño, terminé atrapado por un sentimiento palpable, temblando en la cama de mi hermana mayor, que no se percató de nada hasta el otro día. Aquella visión me marcó a fuego la niñez. Nadie llegó a darse cuenta del cambio, pero esa tarde empecé a ser otro para siempre. Mi padre fue el centro de los pen- samientos. Pasaba horas reconstruyendo imágenes sin sentido, retraído, solo, queriendo entender algo que no podía explicar. Muchas veces intenté preguntarle sobre su don increíble de encontrar ahogados, pero un muro se levantaba entre nosotros, dejándolo impenetrable y leja- no. En ocasiones tuve ganas de llegar a mi madre pero deseché la idea de inmediato, porque la pobre andaba demasiado ocupada en la vida de tantos hijos como para pararse a escuchar a uno de ellos. Ella era alta y flaca, la nariz dibujada perfecta entre los pómulos, el pelo siempre atado y los ojos limpios, delato- res de una rara belleza que no había sido opacada por la erosión del sacrificio diario ni la soledad. Esa fragilidad de la dureza, ese encanto del silencio pocas veces roto, la hacía especial. Desde que despuntaba el sol hasta bien entrada la noche no paraba de hacer cosas. Toda la familia parecía descansar sobre sus espaldas. Iba de aquí para allá arreglando esto, deshaciendo aquello, como una hormiga que nunca equivoca el camino. Por dedicarse a cuidar a un montón de hermanos pequeños no había podido terminar la escuela, pero cultivaba esa sabiduría innata que extraen de la sencillez las personas extraordinarias. No tenía tiempo para hablar, pero todos sabíamos que 12 Luis Do Santos
estaba allí, aunque no hubiera aprendido sobre ternuras
y le costaran tanto las caricias. Mi padre trabajaba en la empresa de riego, como casi todos en el pueblo. Siempre fue agrietado y hosco, cul- tivador de pocos amigos, parecido a la tierra. Durante el invierno, cuando la actividad bajaba, debía aumentar sus tentáculos de pulpo obrero tomando una changa aquí y otra allá para sustentar la prole numerosa de cuatro hijos y aquella especie de zoológico doméstico donde convi- vían loros, perros, gatos, gallinas y pájaros de jaula. En el verano casi no lo veíamos. Sobre todo en los días antes de comenzar el riego, cuando se ponían en marcha los moto- res que con grandes caños se tragaban el agua del río. Su singular oficio era instalar esos poderosos chupones en el lugar más hondo para mejorar el rendimiento de bombeo. Sobre mi padre y su trabajo se contaban historias increí- bles. Decían que podía aguantar la respiración durante más de cinco minutos, o que llegaba a una profundidad que nadie toleraba. Yo nunca lo pude ver, pero imaginaba su rostro brotando del río, después de largo rato, como un pez sin miedo, desafiando la incertidumbre de todos sin perder la expresión vacía de siempre. Esas hazañas lo convirtieron en mi gran héroe. Una imagen apenas manchada por el recuerdo vivo del aho- gado. Jugué a imitarlo muchas veces sin que nadie lo supiera. Escapaba al río a probar mi resistencia bajo el agua, aferrado en el fondo a alguna raíz de sarandí para soportar la presión hasta que los oídos parecían reventar y el mundo empezaba a dar vueltas. Estoy seguro de que nunca llegó a comprender lo que significó para mí en esa época de soledad. Pasaba apenas por la casa, cansado, siempre al borde de la indiferencia, como una sombra 13 El zambullidor
más entre las sombras. Pero no importaba. Me bastaba
entonces con el orgullo de escuchar el relato de mis ami- gos asombrados, que contaban cómo mi padre instaló el chupón en el tercer levante, a una profundidad de nueve metros, después de haber estado bajo el agua cerca de seis minutos, controlados por reloj. Mi pecho se llenaba de emoción con solo imaginarlo allá abajo, los ojos abiertos en la traicionera oscuridad del río, muy cerca de los dorados y los bagres, apretando tuercas porfiadas con sus manos de gigante. Después llegaron las pesadillas. Solía despertar en las noches ensopado en un sudor frío, el corazón latiendo sin control y la respiración cortada de los que vienen huyendo. En el silencio inmenso de la casa todos dormían. El perro más grande se acercaba a lamerme la cara, y ter- minábamos los dos hechos un ovillo de pelo y frazadas. Los sueños entonces se hicieron tan reales que solía amanecer con los brazos cansados de luchar o los pies heridos de correr. Nunca pude dejar ir la mañana. Hay recuerdos que son como un duro veneno, entran por las venas a infectar, sin antídoto ni fecha de vencimiento. Hasta ahora me anda en la piel aquel agosto sin viento, de frío implacable. Estoy nadando en el sueño, a esa hora incierta antes de despertar, cuando cuesta demasiado abrir los ojos y saltar. Es domingo, no tengo escuela, y los párpados me pesan como en todos los inviernos. El sol atraviesa las ramas del paraíso y se cuela por la ventana hasta tocar la cómoda. No quiero romper la magia de este instante. No siempre la felicidad se adueña de mi cuerpo, como hoy, hasta invadirlo todo. Siento la paz verdadera, parecida a la lluvia acariciando el río, un 14 Luis Do Santos
susurro de aguacero sobre el techo de zinc, ese leve mur-
mullo de canilla abierta. Me dejo llevar, como un preso que no repara en sus cadenas, suelto de riendas y espinas, entregado a esa ilusión única de sentir que entre las pier- nas a uno se le escapa el alma. Las manos de mi madre son duras. Tienen los callos de la vida, la rabia atascada en las uñas y la rudeza de las ortigas. –Asqueroso, sos un asqueroso –repite fuera de sí, áspera y desencajada, mientras me refriega la cara con la sábana ensopada en orín. Es un líquido caliente y amargo, más amargo que las lágrimas. Ese día tuve otra lección. Terminé desnudo en un rincón del baño, los brazos tapándome la cara por la vergüenza, mientras resistía en silencio los baldes de agua helada que mi madre me arrojaba para que al fin aprendiera a no mearme en la cama. Un día descubrí cómo huir en esos momentos de tor- menta. Pensaba en los bagres de la mañana, en mojarras fritas, caramelos de azúcar o trampas de rana. Y entonces ya no quedaba nadie para encontrar dónde estaba mi alma. Por esa época, cuando la grieta se hizo más profunda y la primavera nos llenaba a todos de un color diferente, me fui alejando de la casa hasta ser una sombra que hacía los mandados, daba de comer a las gallinas, iba a la escuela, traía agua para los pájaros, caminaba entre las piedras, sin dejar ninguna huella. Camaleón descalzo de las cicatri- ces, nunca pude encontrar un agujero donde enterrar mis miedos. Me refugié tan lejos estando tan cerca, que los jazmines, las violetas, la cocina grande, los cuartos poco a poco dejaron de pertenecer a mi existencia. 15 El zambullidor
Cuando uno se siente de nadie, la tristeza se mete en
los huesos hasta quebrarte el alma. El monte, con aquel cielo sobre los árboles, groseramente azul y sin ventanas, se convirtió entonces en el nuevo mundo, el hogar sin reglas, la felicidad desierta. Huía en cualquier oportuni- dad, a veces solo, otras con Emilio, mi gran compañero de viaje, un gringuito flaco, audaz y extrovertido, que tenía la piel tatuada de travesuras, los ojos vivaces y un montón de pecas que cambiaban de color al paso del sol, como angelito de patio. En las mañanas hasta antes del mediodía y después de la escuela nuestros caminos desembocaban en el río. Un par de anzuelos viejos, dos hondas remendadas, una mochila que trajo la creciente, algún fósforo robado y una cuerda eran las poderosas vituallas, nuestras armas secretas. El almanaque nos ense- ñó las lunas de la pesca. Aprendimos a deletrear los men- sajes que escribía el viento sobre el lomo del río y fuimos felices por subir a un árbol o voltear una torcaza en pleno vuelo. Comíamos apereás sin cuero, bagres chamuscados, mojarras, tarariras y todo lo que nos ofrecía aquella selva. Teníamos nueve años y éramos gurises llenos de coraje, dueños de una descarnada inconsciencia, pero, de algún modo extraño, se nos iba a veces la alegría. Estaba tácita- mente prohibido dejar entrar cualquier flaqueza, aunque estoy seguro de que nos dolían las mismas heridas. Como sobrevivientes de la soledad, en el fondo teníamos terror de que se nos fuera el alma atrás de una ternura y andá- bamos siempre de armadura, como dos pobres soldaditos destinados a pelear batallas imposibles. Hablábamos de sanguijuelas, lombrices, sapos, ranas venenosas, isocas de carnada, del gordo Marcelo, la insó- lita Calita o el loco Fabián, pero al final siempre caíamos 16 Luis Do Santos
en la trampa del mismo tema: la idea de toparnos con
el tesoro que enterrara alguna vez en aquellos montes Tiburcio de Alburquerque, el más buscado contrabandis- ta de todos los tiempos. Desde la tarde en que la maestra nos contó la historia comenzamos a buscar señales en las piedras, lugares marcados en la corteza de los árboles, secretos mensajes en la espuma de la playa, pero la verdad terminaba siempre por escaparse. Una mañana, al llegar a nuestro habitual campamen- to, el río nos mostró a lo lejos, como un amigo viejo, el pequeño islote que había sido descubierto por la bajante. Entre él y nosotros se interponía una lengua de agua de unos veinte o treinta metros. Después de calibrar la dis- tancia, concluimos que era imposible llegar a nado hasta allí, por lo que debíamos buscar alguna embarcación. Recuerdo la ansiedad que nos generó la certeza irre- futable de haber dado al fin con el escondite buscado, y el desconcierto de no saber cómo llegar hasta él. A Emilio se le ocurrió pedirle a Fernández, el pescador, que nos prestara La Nochera, aquella, su chalanita de la envidia, que surcaba insolente las aguas con la panza repleta de espineles y redes. El viejo nos echó casi a patadas, haciendo gala de su mentado malhumor de borracho pendenciero. A todo eso, llegó la hora de comer antes de partir hacia la escue- la. Volvimos a casa sin decirle nada a nadie, con la cara reluciente de los elegidos, apretando el gran secreto en los bolsillos. Esa tarde en el recreo el plan quedó resuelto. Si el viejo no quería prestar, tendríamos que robarle la cha- lana. De todos modos, con los tesoros que escondía el islote, a Fernández le poníamos una flota de pesca y nos 17 El zambullidor
sobraba. El pescador vivía solo, en un rancho de barro y
paja que alguna vez construyera con sus propias manos, rodeado de árboles sin sombra, peligrosamente inclinado sobre el río. A esa hora dormía la siesta de la borrachera y seguro no se despertaría. Nos quedaba resolver un solo problema, el Tango. Cimarrón atigrado, de paletas anchas y enorme cabeza, que ostentaba la fama de haber matado en pelea a tres perros, y no dejaba acercarse a nadie. En el matadero conseguimos algunas achuras de la última carneada, y con aquel bofe de carne chorreando sangre fuimos en busca de nuestra presa. Entramos por el fon- do, despacio, entre pedazos de redes y anzuelos, casi en puntas de pie. La bestia olfateó intrusos, paró las orejas, gruñó mostrando los colmillos. Un poco ahogado por el terror, lo llamé por su nom- bre y le tiré lejos el montón de achuras. El Tango cayó en la trampa. Después de un ladrido fiero corrió desespera- do hasta la comida. Mientras tanto, Emilio, el intrépido, empujó con todas sus fuerzas la chalana, que se deslizó mansa hacia el río. De pronto estuvimos los dos sobre su lomo, capitanes en silencio, navegando aguas abajo al impulso del viento sur que enfriaba la tarde. Pocas veces estuve tan feliz en mi vida. Miré al com- pañero con aire de conquistador, los ojos altivos, el pecho lleno de coraje. Él me devolvió su sonrisa cómplice, de timonel travieso, la misma que le descubrí después, el día de la segunda muerte del abuelo. La chalana se fue a la deriva, río abajo, empujada por el ventarrón de nuestra insólita alegría. Cuando buscamos remos para darle ver- dadero rumbo, no encontramos nada. El viejo pícaro nos había tendido una trampa. 18 Luis Do Santos
Por un momento me sentí atrapado por la incerti-
dumbre de la deriva. Suspiré perdido. Pero a mi lado andaba el gran Emilio, capaz de increíbles ocurrencias. Arrancó una de las tablas que servían de asiento y la usó como remo improvisado, haciendo pala para dirigir la chalana hacia su destino, como un verdadero timonel de aguas difíciles. Después de calibrar los remos, el capitán viró timón para cambiar la dirección y en pocos minutos eran nuestros los secretos del islote. El sol a aquella hora comenzó su sangría, al otro lado del monte. Lo que desde la orilla parecían árboles o ramas eran apenas piedras gomosas de limo resistiendo el embate del río. Rastrillamos con saña la isla, como hurgando en nuestra propia alma, pero no había más que rocas, caracoles lustrosos y escamas de pescados podridos. La desazón es más dolorosa cuando la vida no tiene precios y llega todavía envuelta en papel de caramelos. Volvimos a la chalana mascando el sabor salado de la derrota. Al soplar del viento, ahora un poco rabioso, el río sacudió la melena. La Nochera se bamboleó de un lado a otro resis- tiendo al vuelco, pero el sacudón llevó la tabla de remar dejándonos al garete. La corriente nos tiró otra vez aguas abajo. Nos aga- rramos fuerte a los bordes de la chalana. Todo empezó a ser de pronto desconocido, la costa cada vez más lejana, esas aguas que acechaban silenciosas, el cielo ahora ame- nazante y sin estrellas. Me sobrepuse al terror y dejé caer el ancla con la espe- ranza de que alguien viniera a rescatarnos. La chalana se clavó a mitad del río. Entonces recién comprendí que la noche nos había envuelto ya con sus pájaros de sombra. 19 El zambullidor
Siempre será real. El río golpea las tablas de la chalana,
una y otra vez, como un perro desesperado por entrar. Nos abrazamos fuerte. El viento raspa la garganta y seca las lágrimas. La camisa empapada de Emilio es un pañuelo que suaviza la tragedia. No decimos palabra. No podemos. La luna se sacude sin prisas en el espejo rugoso del agua y parece esperar en silencio, sabedora de finales y destinos. Cierro los ojos, presiento el temblor en los dientes de mi amigo, las rodillas que golpean, el sollozo apretado. Lo abrazo más fuerte para hacerle saber que todavía estoy aquí. Pienso en mi padre y sus hazañas de zambullidor. Quisiera tenerlo cerca para saltar sobre sus hombros y que me lleve lejos. Estoy dispuesto a perdonarle las ausencias y las deudas, las magras caricias, los malentendidos. Entonces lo veo llegar hasta la orilla con su camisa engrasada. «Ya vino, Gringo, ya vino», repito, loco de ale- gría. Se acerca lentamente, arroja al agua el blanco jazmín de mi casa, y se zambulle para sacarme en sus brazos con los mismos ojos muertos del ahogado. Los gritos de la costa y la luz que me golpeó en la cara me sacaron de la pesadilla. Nos habían encontrado.