El Zambullidor Capitulo1

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El zambullidor

El río seguía turbio como en los días de creciente, encres-


pado por el viento norte, ya con pocos camalotes que
bajaban temblando pero vistiendo aún su irresistible
marrón de luto. Al golpe del agua en la barranca, los
terrones caían despacio, como parcos lamentos. Desde
mi alto escondite del monte pude apreciar el vuelo errá-
tico de las dos chalanas, los hombres que se hundían en
el río y aparecían al cabo de unos minutos resollando,
sórdidos todos, la cara desfigurada por la desolación y el
frío. Tiraban ganchos de varilla atados a una caña tacua-
ra, anzuelos grandes, trasmallos resistentes, para ver si
el fondo les devolvía la esperanza, pero todo era barro,
desesperación y miedo. Alguien encendió velas y elevó un
rezo mientras yo seguía trepado a una rama de la arbo-
leda, donde fui a parar desde que el comisario Silvestre
desalojara a gritos a la gurisada.
No habría pasado más de media hora cuando lo vi
venir bajando por el camino de las barrancas. Era mi
padre y su inconfundible tranco de garza desvencijada,
su forma particular de enterrar las manos en los bolsillos,
donde escondía también toda caricia, el rostro agrietado
por el sol, sin la más mínima mueca que le delatara el
alma. Mi primera reacción fue escapar antes de permitir
que me descubriera, pero al instante entendí que cual-
quier movimiento sería la perdición. Quedé petrificado
entre las ramas, oculto en el follaje como un pájaro más.

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Los hombres salieron del agua, las mujeres se apretuja-


ron buscando explicaciones inciertas y encendieron más
velas. Entonces mi padre llegó hasta la orilla sin decir
palabra, sacó del bolsillo aquel jazmín blanco de nuestro
jardín y, luego de murmurar una oración entrecortada, lo
arrojó al agua antes de hacer la señal de la cruz.
El río a esa hora era un potro embravecido dando
coletazos contra la ribera. La flor bajó unos metros
arrastrada por la corriente. Luego comenzó a girar en
distintas direcciones hasta detenerse a unos tres metros
de la orilla. Quedó clavada allí, resistiendo, mientras las
olas del viento norte la empujaban. Mi padre se quitó las
alpargatas, la camisa de trabajar y zambulló con destreza
hacia el punto justo que había marcado la flor.
Desde la torre de hojas yo no escapaba al asombro.
Dos señoras cayeron de rodillas en el barro. Los hombres
mojados observaban absortos. Ya no recuerdo cuánto
tiempo pasó, pero todavía siento en la piel la horrible
sensación de ver a mi padre emerger del agua con el cuer-
po blando del ahogado. Tenía los labios morados, la piel
mortecina perlada por el sol, los ojos abiertos mirando
la nada.
No pude evitar las náuseas que casi me delatan.
Aproveché el desconcierto que ganó a todos en aquel
momento, busqué por el monte nuestra picada de bandi-
dos escolares y corrí con toda la fuerza que podían tener
mis flacas piernas de los nueve años. Cuando llegué a casa,
sentía el corazón atado a la garganta, me faltaba aire en
los pulmones y el miedo se había adueñado de todo. Fui
hasta la canilla del fondo y dejé que el agua fría espantara
los recuerdos. Después subí al paraíso y recién bajé cuan-
do todos esperaban ansiosos el momento de la cena. A la
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hora de siempre, con el sol convertido en una tímida luz a


lo lejos, llegó mi padre, cansado y sin apetito, apenas con
la noticia de que Setembrino Cuevas se había ahogado.
Esa noche no pude salir del sueño, terminé atrapado
por un sentimiento palpable, temblando en la cama de
mi hermana mayor, que no se percató de nada hasta el
otro día. Aquella visión me marcó a fuego la niñez. Nadie
llegó a darse cuenta del cambio, pero esa tarde empecé a
ser otro para siempre. Mi padre fue el centro de los pen-
samientos. Pasaba horas reconstruyendo imágenes sin
sentido, retraído, solo, queriendo entender algo que no
podía explicar. Muchas veces intenté preguntarle sobre
su don increíble de encontrar ahogados, pero un muro se
levantaba entre nosotros, dejándolo impenetrable y leja-
no. En ocasiones tuve ganas de llegar a mi madre pero
deseché la idea de inmediato, porque la pobre andaba
demasiado ocupada en la vida de tantos hijos como para
pararse a escuchar a uno de ellos.
Ella era alta y flaca, la nariz dibujada perfecta entre los
pómulos, el pelo siempre atado y los ojos limpios, delato-
res de una rara belleza que no había sido opacada por la
erosión del sacrificio diario ni la soledad. Esa fragilidad
de la dureza, ese encanto del silencio pocas veces roto,
la hacía especial. Desde que despuntaba el sol hasta bien
entrada la noche no paraba de hacer cosas. Toda la familia
parecía descansar sobre sus espaldas. Iba de aquí para allá
arreglando esto, deshaciendo aquello, como una hormiga
que nunca equivoca el camino. Por dedicarse a cuidar
a un montón de hermanos pequeños no había podido
terminar la escuela, pero cultivaba esa sabiduría innata
que extraen de la sencillez las personas extraordinarias.
No tenía tiempo para hablar, pero todos sabíamos que
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estaba allí, aunque no hubiera aprendido sobre ternuras


y le costaran tanto las caricias.
Mi padre trabajaba en la empresa de riego, como casi
todos en el pueblo. Siempre fue agrietado y hosco, cul-
tivador de pocos amigos, parecido a la tierra. Durante el
invierno, cuando la actividad bajaba, debía aumentar sus
tentáculos de pulpo obrero tomando una changa aquí y
otra allá para sustentar la prole numerosa de cuatro hijos
y aquella especie de zoológico doméstico donde convi-
vían loros, perros, gatos, gallinas y pájaros de jaula. En el
verano casi no lo veíamos. Sobre todo en los días antes de
comenzar el riego, cuando se ponían en marcha los moto-
res que con grandes caños se tragaban el agua del río. Su
singular oficio era instalar esos poderosos chupones en el
lugar más hondo para mejorar el rendimiento de bombeo.
Sobre mi padre y su trabajo se contaban historias increí-
bles. Decían que podía aguantar la respiración durante
más de cinco minutos, o que llegaba a una profundidad
que nadie toleraba. Yo nunca lo pude ver, pero imaginaba
su rostro brotando del río, después de largo rato, como
un pez sin miedo, desafiando la incertidumbre de todos
sin perder la expresión vacía de siempre.
Esas hazañas lo convirtieron en mi gran héroe. Una
imagen apenas manchada por el recuerdo vivo del aho-
gado. Jugué a imitarlo muchas veces sin que nadie lo
supiera. Escapaba al río a probar mi resistencia bajo el
agua, aferrado en el fondo a alguna raíz de sarandí para
soportar la presión hasta que los oídos parecían reventar
y el mundo empezaba a dar vueltas. Estoy seguro de que
nunca llegó a comprender lo que significó para mí en
esa época de soledad. Pasaba apenas por la casa, cansado,
siempre al borde de la indiferencia, como una sombra
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más entre las sombras. Pero no importaba. Me bastaba


entonces con el orgullo de escuchar el relato de mis ami-
gos asombrados, que contaban cómo mi padre instaló el
chupón en el tercer levante, a una profundidad de nueve
metros, después de haber estado bajo el agua cerca de seis
minutos, controlados por reloj.
Mi pecho se llenaba de emoción con solo imaginarlo
allá abajo, los ojos abiertos en la traicionera oscuridad
del río, muy cerca de los dorados y los bagres, apretando
tuercas porfiadas con sus manos de gigante.
Después llegaron las pesadillas. Solía despertar en las
noches ensopado en un sudor frío, el corazón latiendo sin
control y la respiración cortada de los que vienen huyendo.
En el silencio inmenso de la casa todos dormían. El
perro más grande se acercaba a lamerme la cara, y ter-
minábamos los dos hechos un ovillo de pelo y frazadas.
Los sueños entonces se hicieron tan reales que solía
amanecer con los brazos cansados de luchar o los pies
heridos de correr.
Nunca pude dejar ir la mañana. Hay recuerdos que
son como un duro veneno, entran por las venas a infectar,
sin antídoto ni fecha de vencimiento. Hasta ahora me
anda en la piel aquel agosto sin viento, de frío implacable.
Estoy nadando en el sueño, a esa hora incierta antes de
despertar, cuando cuesta demasiado abrir los ojos y saltar.
Es domingo, no tengo escuela, y los párpados me pesan
como en todos los inviernos.
El sol atraviesa las ramas del paraíso y se cuela por
la ventana hasta tocar la cómoda. No quiero romper la
magia de este instante. No siempre la felicidad se adueña
de mi cuerpo, como hoy, hasta invadirlo todo. Siento la
paz verdadera, parecida a la lluvia acariciando el río, un
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susurro de aguacero sobre el techo de zinc, ese leve mur-


mullo de canilla abierta. Me dejo llevar, como un preso
que no repara en sus cadenas, suelto de riendas y espinas,
entregado a esa ilusión única de sentir que entre las pier-
nas a uno se le escapa el alma.
Las manos de mi madre son duras. Tienen los callos
de la vida, la rabia atascada en las uñas y la rudeza de
las ortigas.
–Asqueroso, sos un asqueroso –repite fuera de sí,
áspera y desencajada, mientras me refriega la cara con la
sábana ensopada en orín. Es un líquido caliente y amargo,
más amargo que las lágrimas.
Ese día tuve otra lección. Terminé desnudo en un
rincón del baño, los brazos tapándome la cara por la
vergüenza, mientras resistía en silencio los baldes de
agua helada que mi madre me arrojaba para que al fin
aprendiera a no mearme en la cama.
Un día descubrí cómo huir en esos momentos de tor-
menta. Pensaba en los bagres de la mañana, en mojarras
fritas, caramelos de azúcar o trampas de rana. Y entonces
ya no quedaba nadie para encontrar dónde estaba mi alma.
Por esa época, cuando la grieta se hizo más profunda y
la primavera nos llenaba a todos de un color diferente, me
fui alejando de la casa hasta ser una sombra que hacía los
mandados, daba de comer a las gallinas, iba a la escuela,
traía agua para los pájaros, caminaba entre las piedras, sin
dejar ninguna huella. Camaleón descalzo de las cicatri-
ces, nunca pude encontrar un agujero donde enterrar mis
miedos. Me refugié tan lejos estando tan cerca, que los
jazmines, las violetas, la cocina grande, los cuartos poco
a poco dejaron de pertenecer a mi existencia.
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Cuando uno se siente de nadie, la tristeza se mete en


los huesos hasta quebrarte el alma. El monte, con aquel
cielo sobre los árboles, groseramente azul y sin ventanas,
se convirtió entonces en el nuevo mundo, el hogar sin
reglas, la felicidad desierta. Huía en cualquier oportuni-
dad, a veces solo, otras con Emilio, mi gran compañero
de viaje, un gringuito flaco, audaz y extrovertido, que
tenía la piel tatuada de travesuras, los ojos vivaces y un
montón de pecas que cambiaban de color al paso del
sol, como angelito de patio. En las mañanas hasta antes
del mediodía y después de la escuela nuestros caminos
desembocaban en el río. Un par de anzuelos viejos, dos
hondas remendadas, una mochila que trajo la creciente,
algún fósforo robado y una cuerda eran las poderosas
vituallas, nuestras armas secretas. El almanaque nos ense-
ñó las lunas de la pesca. Aprendimos a deletrear los men-
sajes que escribía el viento sobre el lomo del río y fuimos
felices por subir a un árbol o voltear una torcaza en pleno
vuelo. Comíamos apereás sin cuero, bagres chamuscados,
mojarras, tarariras y todo lo que nos ofrecía aquella selva.
Teníamos nueve años y éramos gurises llenos de coraje,
dueños de una descarnada inconsciencia, pero, de algún
modo extraño, se nos iba a veces la alegría. Estaba tácita-
mente prohibido dejar entrar cualquier flaqueza, aunque
estoy seguro de que nos dolían las mismas heridas. Como
sobrevivientes de la soledad, en el fondo teníamos terror
de que se nos fuera el alma atrás de una ternura y andá-
bamos siempre de armadura, como dos pobres soldaditos
destinados a pelear batallas imposibles.
Hablábamos de sanguijuelas, lombrices, sapos, ranas
venenosas, isocas de carnada, del gordo Marcelo, la insó-
lita Calita o el loco Fabián, pero al final siempre caíamos
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en la trampa del mismo tema: la idea de toparnos con


el tesoro que enterrara alguna vez en aquellos montes
Tiburcio de Alburquerque, el más buscado contrabandis-
ta de todos los tiempos. Desde la tarde en que la maestra
nos contó la historia comenzamos a buscar señales en
las piedras, lugares marcados en la corteza de los árboles,
secretos mensajes en la espuma de la playa, pero la verdad
terminaba siempre por escaparse.
Una mañana, al llegar a nuestro habitual campamen-
to, el río nos mostró a lo lejos, como un amigo viejo, el
pequeño islote que había sido descubierto por la bajante.
Entre él y nosotros se interponía una lengua de agua de
unos veinte o treinta metros. Después de calibrar la dis-
tancia, concluimos que era imposible llegar a nado hasta
allí, por lo que debíamos buscar alguna embarcación.
Recuerdo la ansiedad que nos generó la certeza irre-
futable de haber dado al fin con el escondite buscado, y el
desconcierto de no saber cómo llegar hasta él. A Emilio
se le ocurrió pedirle a Fernández, el pescador, que nos
prestara La Nochera, aquella, su chalanita de la envidia,
que surcaba insolente las aguas con la panza repleta de
espineles y redes.
El viejo nos echó casi a patadas, haciendo gala de su
mentado malhumor de borracho pendenciero. A todo
eso, llegó la hora de comer antes de partir hacia la escue-
la. Volvimos a casa sin decirle nada a nadie, con la cara
reluciente de los elegidos, apretando el gran secreto en
los bolsillos.
Esa tarde en el recreo el plan quedó resuelto. Si el
viejo no quería prestar, tendríamos que robarle la cha-
lana. De todos modos, con los tesoros que escondía el
islote, a Fernández le poníamos una flota de pesca y nos
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sobraba. El pescador vivía solo, en un rancho de barro y


paja que alguna vez construyera con sus propias manos,
rodeado de árboles sin sombra, peligrosamente inclinado
sobre el río. A esa hora dormía la siesta de la borrachera
y seguro no se despertaría. Nos quedaba resolver un solo
problema, el Tango. Cimarrón atigrado, de paletas anchas
y enorme cabeza, que ostentaba la fama de haber matado
en pelea a tres perros, y no dejaba acercarse a nadie. En
el matadero conseguimos algunas achuras de la última
carneada, y con aquel bofe de carne chorreando sangre
fuimos en busca de nuestra presa. Entramos por el fon-
do, despacio, entre pedazos de redes y anzuelos, casi en
puntas de pie. La bestia olfateó intrusos, paró las orejas,
gruñó mostrando los colmillos.
Un poco ahogado por el terror, lo llamé por su nom-
bre y le tiré lejos el montón de achuras. El Tango cayó en
la trampa. Después de un ladrido fiero corrió desespera-
do hasta la comida.
Mientras tanto, Emilio, el intrépido, empujó con todas
sus fuerzas la chalana, que se deslizó mansa hacia el río.
De pronto estuvimos los dos sobre su lomo, capitanes en
silencio, navegando aguas abajo al impulso del viento sur
que enfriaba la tarde.
Pocas veces estuve tan feliz en mi vida. Miré al com-
pañero con aire de conquistador, los ojos altivos, el pecho
lleno de coraje. Él me devolvió su sonrisa cómplice, de
timonel travieso, la misma que le descubrí después, el día
de la segunda muerte del abuelo. La chalana se fue a la
deriva, río abajo, empujada por el ventarrón de nuestra
insólita alegría. Cuando buscamos remos para darle ver-
dadero rumbo, no encontramos nada. El viejo pícaro nos
había tendido una trampa.
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Por un momento me sentí atrapado por la incerti-


dumbre de la deriva. Suspiré perdido. Pero a mi lado
andaba el gran Emilio, capaz de increíbles ocurrencias.
Arrancó una de las tablas que servían de asiento y la usó
como remo improvisado, haciendo pala para dirigir la
chalana hacia su destino, como un verdadero timonel de
aguas difíciles. Después de calibrar los remos, el capitán
viró timón para cambiar la dirección y en pocos minutos
eran nuestros los secretos del islote.
El sol a aquella hora comenzó su sangría, al otro lado
del monte.
Lo que desde la orilla parecían árboles o ramas eran
apenas piedras gomosas de limo resistiendo el embate
del río. Rastrillamos con saña la isla, como hurgando
en nuestra propia alma, pero no había más que rocas,
caracoles lustrosos y escamas de pescados podridos. La
desazón es más dolorosa cuando la vida no tiene precios
y llega todavía envuelta en papel de caramelos. Volvimos
a la chalana mascando el sabor salado de la derrota. Al
soplar del viento, ahora un poco rabioso, el río sacudió la
melena. La Nochera se bamboleó de un lado a otro resis-
tiendo al vuelco, pero el sacudón llevó la tabla de remar
dejándonos al garete.
La corriente nos tiró otra vez aguas abajo. Nos aga-
rramos fuerte a los bordes de la chalana. Todo empezó a
ser de pronto desconocido, la costa cada vez más lejana,
esas aguas que acechaban silenciosas, el cielo ahora ame-
nazante y sin estrellas.
Me sobrepuse al terror y dejé caer el ancla con la espe-
ranza de que alguien viniera a rescatarnos. La chalana se
clavó a mitad del río. Entonces recién comprendí que la
noche nos había envuelto ya con sus pájaros de sombra.
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Siempre será real. El río golpea las tablas de la chalana,


una y otra vez, como un perro desesperado por entrar.
Nos abrazamos fuerte. El viento raspa la garganta y seca
las lágrimas. La camisa empapada de Emilio es un pañuelo
que suaviza la tragedia. No decimos palabra. No podemos.
La luna se sacude sin prisas en el espejo rugoso del agua y
parece esperar en silencio, sabedora de finales y destinos.
Cierro los ojos, presiento el temblor en los dientes de mi
amigo, las rodillas que golpean, el sollozo apretado. Lo
abrazo más fuerte para hacerle saber que todavía estoy
aquí. Pienso en mi padre y sus hazañas de zambullidor.
Quisiera tenerlo cerca para saltar sobre sus hombros y que
me lleve lejos. Estoy dispuesto a perdonarle las ausencias y
las deudas, las magras caricias, los malentendidos.
Entonces lo veo llegar hasta la orilla con su camisa
engrasada. «Ya vino, Gringo, ya vino», repito, loco de ale-
gría. Se acerca lentamente, arroja al agua el blanco jazmín
de mi casa, y se zambulle para sacarme en sus brazos con
los mismos ojos muertos del ahogado.
Los gritos de la costa y la luz que me golpeó en la cara
me sacaron de la pesadilla. Nos habían encontrado.

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