Alfonso XIII Un Político en El Trono.

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PÁGINAS
DE
HISTORIA
CONTEMPORÁNEA
DE ESPAÑA
Joaquín Mª NEBREDA PEREZ

Trabajos realizados durante el Curso de Doctorado en Historia Contemporánea.

RECENSIONES BIBLIOGRÁFICAS
 

E.- Alfonso XIII un político en el trono.


Javier MORENO LUZON y otros.


 
 

RECENSION DEL LIBRO


ALFONSO XIII. UN POLITICO EN EL TRONO
EDITOR. Javier MORENO LUZON. VARIOS AUTORES
MARCIAL PONS 2003.

I.- INTRODUCCION. LA PRESENTACION DEL PROFESOR MORENO


LUZON.

El editor, profesor Moreno Luzón, hace una escueta presentación del


libro que recensionamos seguida de una detallada descripción de las dos
corrientes historiográficas que han interpretado el Reinado y la persona de
Alfonso XIII, señalando que el libro trata de superar esta dualidad doctrinal para
estudiar, desde distintas perspectivas, la vertiente política del monarca.

Estamos ante un libro extraordinariamente denso, en el que todas la


aportaciones agotan su campo de estudio, razón por la que su recensión se
hace difícil al imponerse la necesidad de seleccionar los criterios que pudieran
ser más relevantes de cada autor, con el riesgo que tiene toda selección pero,
en todo caso, resulta imposible encorsetarlo en 20 ó 25 páginas.

Como se ha dicho, el profesor Moreno Luzón encuadra la presentación


del libro estableciendo las tres líneas historiográficas que han estudiado la
figura de Alfonso XIII, la crítica, la encomiástica y la ecléctica o academicista. El
profesor Moreno Luzón, propone su identificación contrastando sus reacciones
frente a los dos hitos históricos más relevantes de su Reinado: 1923 (golpe de
Primo de Rivera) y 1931 (advenimiento de la II República, por abandono
injustificado del Rey), aunque el primer antecedente de la conducta
intervencionista de Alfonso XIII se presentaría en el año 1909, cuando se
desprende de Antonio Maura y apuesta por Eduardo Dato, rompiendo el partido
conservador.

La una línea historiográfica crítica con la figura de Alfonso XIII, presenta


a éste como un Rey autoritario, militarista y perjuro, mientras que para la otra


 
 

línea interpretativa del periodo Alfonso XIII, que el editor denomina


encomiástica, el Rey fue un caballero, patriota y muy español, que interpretó a
su pueblo, de manera directa e intuitiva, porque el sistema político de la
Restauración, anegado en la corrupción y en la falsedad electoral, no era capaz
de interpretar institucionalmente la voluntad del pueblo español.

a) Línea crítica con la trayectoria de Alfonso XIII.

La línea crítica con la figura de Alfonso XIII puede decirse que está
representada por Salvador de Madariaga, Ortega y Gasset, Melchor Fernandez
Almagro y otros que presentan a un Rey, desde niño educado entre
reaccionarios y militaristas que le crían en el convencimiento de que es él quien
manda, mimado y caprichoso que ya se impuso al Gobierno desde el mismo
día en que juró la Constitución.

Es un Rey político, “estragado por la politiquería”, en palabras de


Madariaga, que fácilmente abandonaba su responsabilidad institucional para
enfrascarse en las batallas partidistas, a las que era gran aficionado, así que el
“borboneo” acabaría dominado totalmente la política española, gracias a
ministros dóciles, sumisos y cortesanos que, realmente, formaban un partido
palatino, al decir de Unamuno, causa principal del debilitamiento de los partidos
dinásticos (conservador y liberal).

El camino sin retorno lo tomaría el Rey, según criterio de Azaña, cuando


en el año 1909 se desprende de Antonio Maura, porque se había iniciado: “el
camino tremendo y fatal, para el propio régimen, de decapitar a los jefes de los
partidos, y el libre juego de los partidos, en beneficio del capricho real”.

Para esta corriente los dos pilares del Rey serían la Iglesia pero, sobre
todo, el Ejército, con el que se integraría hasta asumir la figura del Rey-soldado
y así Madariaga diría: “lo que le hizo perder la corona fue aquel uniforme de
infantería con el que había nacido”, “a fuerza de llevarlo, el uniforme de
infantería se le había hecho piel”. Una de las consecuencias de tal militarismo
sería la que llevó a España al desastre de África que se tuvo por “una aventura
personal del monarca español”.


 
 

Cuando las críticas por el desastre arreciaron y se empezaron a exigir


responsabilidades, en el ámbito parlamentario y jurisdiccional, llegaría
oportunamente el golpe de Primo de Rivera y la dictadura militar.

En el orden personal, recuerda el editor que el liberal Portela Valladares


diría que “Alfonso XIII pertenecía a la clase temible de los sujetos medio-listos
que quieren entender de todo, y, bajo las adulaciones cortesanas, había
llegado a creer que reunía condiciones extraordinarias”. Circularon acusaciones
de que el Rey buscaba la riqueza del brazo de la aristocracia y la nueva clase
financiera, que le entrega acciones liberadas de sus empresas y, en el ámbito
ya personalísimo, se le acusó de cobardía por dejar a su mujer y a sus hijos,
uno de ellos enfermo, cuando precipitadamente abandonó España en la
anochecida del 14 de abril de 1931.

b) Línea encomiástica de la figura de Alfonso XIII.

Como historiadores de esta línea se sugiere a Cortés-Cavanillas, la


infanta Pilar de Baviera, Chapman-Huston, Seco Serrano, Tusell, Sencourt,
Petrie, Pemán, el conde de Villares y otros, basando su clave de defensa en el
españolismo del Rey, simpático, campechano, próximo y patriota, patriotismo
cultivado, desde su niñez, en el ambiente del desastre del 98, lo que le colocó,
culturalmente, en el ámbito del regeneracionismo, con todo lo que de positivo
(apego a la modernidad,…) y de negativo (escaso afecto por la democracia)
conlleva la tesis regeneracionista.

El patriotismo, más emocional que reflexivo, de Alfonso XIII le


identificaba con el Ejército, lo cual tiene su lógica.

Para los autores afines a la línea encomiástica, el problema no fue


Alfonso XIII sino los políticos de los partidos dinásticos. No rompió el Rey la
unidad interna de los partidos sino que intervino para paliar la rotura que ya se
había producido en los mismos.

Alfonso XIII estaba identificado con su pueblo y con el Ejército. Estaba,


también, empeñado en la modernización de España, dada su raíz
regeneracionista. Era, al decir de los encomiásticos, mucho más inteligente que
sus ministros, “cucos parlanchines” y “politicastros”.


 
 

El Rey cumplió con sus obligaciones, contenidas en la Constitución de


1876, que establecía la soberanía compartida y se vio obligado a intervenir en
la vida política por la debilidad y fragmentación de los partidos dinásticos, así
que la culpa no fue del Rey sino de un régimen, el de la Restauración
“públicamente desposado con la libertad y secretamente enamorado del
absolutismo”, en palabras del monárquico Goicoechea, pero Alfonso XIII era un
Rey demócrata en el sentido de que atendía el pálpito del pueblo, frente a los
oligarcas y caciques parlamentarios que falseaban dicho pálpito y así diría Luca
de Tena que “algunas veces, no se necesita las urnas para manifestarse”.

Llegaría Seco Serrano a afirmar que “La labor de Alfonso XIII en el trono
consistió, desde el primer día, en abrir el paso, a través del círculo de ficciones
en que había degenerado el sistema político de la Restauración, al auténtico
latir de una opinión que el tinglado constitucional le daba falseada”, con lo que
los encomiásticos parecían confundir la democracia con el populismo.

Frente a los tres hitos históricos con los que Alfonso XIII se encontró, la
tesis encomiástica daba réplica a la interpretación crítica de contrario:

- En 1909 Maura fue apartado porque se enfrentó a la corona y en un


reino sólo puede haber un Rey, a juicio del conde de Villares, y porque el Rey
no podía prescindir de los liberales, en opinión de Seco Serrano, pero tal
decisión rompía la “solidaridad tradicional de conservadores y liberales”
fomentando la atracción liberal por las izquierdas. Garcia Escudero señalaría
que el año 1909 fue fatídico para la Monarquía: “No trato de arrojar ni sombra
de duda sobre las intenciones. Pero me parece claro que en 1909 se jugó la
suerte de la corona y se hizo inevitable 1931” ;

- En 1923, el Rey percibió el grave riesgo revolucionario que se cernía


sobre España, frente a la debilidad del sistema y la indiferencia de los partidos
dinásticos y se vio obligado a aceptar el golpe de Primo de Rivera, aunque sin
participar en el mismo.

- Por lo que se refiere a 1931, la II República llegaría porque los políticos


monárquicos se negaron a defender la Monarquía y hubo de hacer el sacrificio
inútil de resignar el poder para evitar una guerra que llegaría cinco años


 
 

después, aunque si hubiera estallado en el año 1931 los vencedores hubieran


sido los revolucionarios y dilatada la tragedia hasta 1936 permitió la victoria de
las fuerzas del orden.

Puede concluirse en que, para los encomiásticos, la figura de Alfonso


XIII cimentada en el patriotismo estuvo por encima de las circunstancias,
cometiendo el pecado de amar más a España que a la Constitución de 1876.

c) Línea academicista en la investigación sobre Alfonso XIII.

Recuerda el editor que, desde la academia, los historiadores han


asumido las dos líneas tradicionales referidas y han creado un tercera línea,
intermediada, analizando, de manera monográfica la figura del Rey, cuando en
la Universidad se abrió camino el género biográfico y se superó la restricción
mental de considerar al Rey en el bloque oligárquico de poder.

Así Guillermo Gortazar estudió las finanzas del Rey y desmontó la tesis
tradicional de un enriquecimiento ilícito, pero reconocía la participación
financiera en iniciativas de modernización de España, mientras que Juan
Pando pondría en evidencia sus acciones humanitarias en la I Guerra Mundial.

Desde la perspectiva política, Jesús Pabón defenderá la estricta


constitucionalidad del apartamiento de Maura, no puesta en cuestión ni por el
Duque de Maura ni por Fernandez Almagro. Realmente una Constitución
basada en la co-soberanía aportaba enorme capacidad de actuación al Rey de
modo que el problema clave estuvo en que el régimen no evolucionó, como en
otros países, de una Monarquía de co-soberanía a una Monarquía
parlamentaria y democrática, lo que hizo que el Rey ocupara los ámbitos de
poder que debieron ocupar las fuerzas políticas y que no lo hicieron por su
extrema debilidad originada por su falta de respaldo popular.

El profesor Tusell, considerando que el Rey ocupó un espacio político


por la fragmentación de los partidos dinásticos y no al revés, se colocó más
cerca del criterio del duque de Maura que veía al Rey dedicado a “hilvanar
descosidos, zurcir rotos, estimular abnegaciones, aunar voluntades” que de la
tesis del conde de Romanones, preterido en la voluntad del Rey por Garcia
Prieto, que veía en el Rey en la voluntad de practicar el “divide et impera”.


 
 

En lo atinente a la política militar, el editor nos recuerda las


discrepancias abiertas entre historiadores, para Tusell el Rey ni dio ni ordenó el
golpe, ni favoreció su vitoria, aunque aceptó el hecho consumado, mientras que
Olábarri estima que si el cuartelazo era evitable y si el Rey se hubiera
decantado por la legalidad las guarniciones le hubieran seguido, lo que ratificó
Shlomo Ben-Ami.

Para Gortazar tras el golpe de 1923 estaba el fiasco de Marruecos, de


modo que con la llegada de los militares al poder se garantizaba la impunidad
de las responsabilidades de los militares y del propio Rey. En definitiva, con la
acción u omisión del Rey, el golpe de Primo de Rivera se explica por la
tendencia antiliberal, absolutista y antiparlamentaria del Rey.

Carr y Ben-Ami mantuvieron que el golpe de Primo de Rivera se produjo


en el tránsito de la oligarquía a la democracia, operación que pretendía el
gobierno de concentración liberal que, además, estaba empeñado en la
depuración de las responsabilidades del desastre de Annual, mientras que
Tusell y Seco niegan cualquier intento de democratización en la época. Para
los primeros Primo de Rivera estranguló a un recién nacido y para los segundo,
el general enterró un cadáver.

d) Aportación del libro que se recensiona.

Afirma el editor que de los argumentos y descripciones aportados por los


distintos autores, cabe “extraerse como mínimo tres consideraciones
generales”:

1ª.- Se desmiente la visión monolítica de Alfonso XIII para aceptar, como


no puede ser de otra manera, que el Rey sufrió a lo largo de sus veintinueve
años de Reinado una evolución personal que trascendió a sus funciones,
concretándose esta evolución en el tránsito de un “nacionalismo liberal con
tintes regeneracionistas a un cierto nacionalcatolicismo militarista y
reaccionario”.

2ª.- No aparece un Rey débil superado por las circunstancias sino “un
actor capaz de adoptar iniciativas y llevarlas a cabo”, actuando en sus
funciones con un amplio margen de libertad y, por tanto, cabe concluir en que


 
 

cabe asignarle una alta cuota de responsabilidad en los aciertos y errores de su


Reinado.

3ª.- Alfonso XIII no favoreció el tránsito del régimen liberal de la


Restauración en un régimen democrático.

En las siguientes páginas de la presente recensión trataremos de


contrastar estas tres señas de identidad del Reinado de Alfonso XIII, porque
son las claves para establecer la intrahistoria de los tres hitos que marcaron el
mismo, 1909, 1923 y 1931.

Con la brevedad posible ante tan denso trabajo, repasamos las


aportaciones de los distintos autores, que se dedican a analizar desde diversas
perspectivas la figura de Alfonso XIII.

II.- LA IMAGEN DE ALFONSO XIII.

Morgan C. Hall analiza la imagen del Rey y, por tanto, de la Monarquía a


lo largo de su Reinado, focalizando su dimensión de político y arrumbando
otras dimensiones más personales como deportista, hombre de negocios,
mujeriego, hijo póstumo mal criado, etc.

El autor advierte el contraste entre la imagen desvalida de la Reina-


regente, durante la minoría de edad del Rey, teñida de discreción, sobriedad y
“sencillez burguesa” y la nueva imagen del Rey, extrovertido y desenvuelto
volcado en su destino regeneracionista y modernizador, que asume la corona
con los partidos dinásticos desacreditados y fraccionados.

La Reina-regente había intervenido en la vida de los partidos y lo mismo


se le pedía al nuevo Rey. Se le exigía, en efecto, dirigir el proceso de
regeneración, como si se tratara de un político, cuando la Constitución
proclamaba la irresponsabilidad política del Rey. Este difícil equilibrio, que
resultaría imposible, lo tenía que llevar a cabo tanto con políticos
aparentemente leales, monárquicos, como con políticos manifiestamente
republicanos, como Canalejas.


 
 

Entre los años 1902 y 1908, fue posible, con la intervención muy directa
del conde de Romanones y también de Maura, desplegar actos de impacto
popular, como la jura de la Constitución en 1902 o el matrimonio con Victoria
Eugenia de Battemberg, que otorgaba un aire de modernidad a la nueva pareja
y que, con atentado incluido, que reforzó la imagen de un Rey altivo y valiente.
Incluso las visitas a Barcelona en 1904 y en 1908, dirigidas por Maura, fueron
altamente productivas para consolidar la imagen del Rey como una persona
dinámica e inteligente.

El binomio Rey-Maura funcionaba, el primero no actuaba en la política


concreta y el segundo gestionaba adecuadamente la imagen del símbolo,
porque se trataba de que Alfonso XIII fuera un símbolo no un gestor.

Tras la semana Trágica las cosas cambiaron, el propio Alfonso XIII se


percató de que Maura no podía con el ambiente creado y, quizá, impulsaron al
Rey a tomar una posición más activa en la vida política.

Con la llegada del Gobierno Canalejas, éste apoyó la figura del Rey no
sólo como símbolo sino como persona, alejando las imágenes de efecto frívolo
para transmitir una imagen de hombre ocupado y trabajador, coincidiendo con
una efectiva preocupación real por las reformas sociales y la modernización del
país y así procura Canalejas atraer hacia la corona a las élites intelectuales,
fundamentalmente republicanas, como también lo trató Maura y después
Romanones, sin gran éxito y con patente fracaso en el caso de Miguel de
Unamuno.

Esta primera etapa de consolidación de la imagen del Rey pronto se


agotaría porque surgieron duras campañas de desprestigio personal, no ya
sólo de Unamuno sino también de las nuevas figuras políticas del momento
como Lerroux y Blasco Ibáñez, que pudieron ser contrarrestadas por la acción
humanitaria de Alfonso XIII con motivo de la I Guerra Mundial, en la que la
oficina creada al efecto, desarrolló una gran labor en apoyo de presos y
desaparecidos, lo que permitió la realización de un gran homenaje, promovido
por los ayuntamientos españoles y apoyados por el Ministerio de la
Gobernación.


 
 

En esta reactivación de la imagen institucional del Rey surgirían


iniciativas privadas como la de determinados fabricantes que vincularon la
figura del Rey a sus productos así como la moda de incorporar al nombre de
clubs deportivos el título de “real”, lo que era indicio de la popularidad del
monarca.

Con la postguerra la cosas cambiaron radicalmente, los gobiernos no


pudieron o no tuvieron la preocupación por mantener la imagen del Rey y se
consolidó la idea de un Rey político inmiscuido en la política concreta, inductor
o, cuando menos, encubridor de las responsabilidades vinculadas al desastre
de la guerra en Marruecos y “la monarquía se encontró perdiendo un
prolongado forcejeo propagandístico con los partidos antidinásticos”, así que,
como señala Morgan C. Hall, “la politización de la corona había desacralizado
la monarquía”. En este trance, el golpe de Primo de Rivera venía muy bien para
acallar las críticas.

Alfonso XIII se movía en una inevitable contradicción, todos le


impulsaban a intervenir en la política concreta, pero todos le imputaban los
fracasos de la misma y le embarraban con las imputaciones de corrupción y
abuso con que se adornaba a los políticos. Era la desacralización de una
institución que si pierde su aura sagrada carece de sentido.

Todavía quedaba, en el pueblo, el arraigo por la Monarquía y así Primo


de Rivera organiza una gran manifestación a favor del Rey, que además de
reforzar la figura del monarca reforzaba la vinculación de la dictadura con la
Monarquía. El Rey volvía a ocupar su papel de símbolo, hasta que la dictadura
se agotó.

Cuando cae Primo de Rivera el Rey está absolutamente desprestigiado,


había traicionado a la Constitución de 1876 y se había esfumado el aire liberal
de su primera época, pero pese a todo parece que tenía todavía respaldo
popular, como lo prueba su viaje a Barcelona en 1930. De aquí la extrañeza de
los observadores extranjeros cuando se produce el advenimiento de la II
República, lo que a muchos hizo pensar que el Rey huyó cuando debió
quedarse a defender el régimen.

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En definitiva, a juicio de Morgan C. Hall, la causa sustantiva de que


cayera el régimen de la Restauración el año 1931 fue la incapacidad de
afrontar los cambios que los nuevos tiempos imponían, no pudiendo dar
respuesta a la crisis social y política planteada, mientras que la causa
instrumental se concreta en que los políticos de la época no supieron extraer
las potencialidades de la institución monárquica para aportar la idea de
cohesión nacional dejando de utilizar su alto nivel de popularidad que mantenía
pese a sus propios errores.

III.- REY CONSTITUCIONAL.

La profesora Mercedes Cabrera trata en el libro la cuestión constitucional


en el periodo que va desde el juramento de la Constitución de 1876 por Alfonso
XIII al golpe de Estado del general Primo de Rivera.

Parte la profesora Cabrera de la eventual necesidad que hubiera tenido


el joven Rey de un Consejo Privado de la Corona ante la evidencia de Reinar
con una Constitución de soberanía compartida y un sistema de partidos
manifiestamente desacreditados.

La soberanía compartida entre el Rey y las Cortes suponía grandes


competencias en su favor, participando en los tres poderes, en mayor o menor
medida, pero sobre todo en el ejecutivo, pudiendo designar y destituir a los
ministros, convocando, suspendiendo y disolviendo las Cortes, pero
manteniendo su irresponsabilidad política. La cuestión estaba en que lo que
podía ser constitucionalmente viable políticamente podía ser muy arriesgado si
superaba ciertos límites que empezaban en el poder moderador y armónico
propio de un Rey típicamente constitucional, aunque la letra de la Constitución
le permitiera ir más allá.

Pero la realidad fue bien distinta, ya está dicho que a la Monarquía se le


exigía una acción más directa, hasta directora diría Cánovas del Castillo y que
Adolfo Posada precisaría diciendo que “un Rey constitucional no era un cero
político”, pero un Rey “prudente y cuerdo” está llamado sólo a “opinar, animar y
advertir”, sin inmiscuirse en la acción concreta de los ministros.

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Este sutil camino de la Monarquía co-soberana a la Monarquía


parlamentaria era el que Alfonso XIII debía recorrer y no recorrió, porque,
probablemente, no quiso recorrerlo y, también, porque quienes le acusaban de
intervencionista le obligaban a intervenir, ya que el Parlamento carecía de la
menor representatividad, tanto por las corruptelas electorales como por la
debilidad de los partidos políticos y, por tanto, de sus líderes, y así afirma la
profesora Cabrera que “La irresponsabilidad del monarca sólo podía existir si
había responsabilidad ministerial”.

El contrapoder del ejecutivo, del Gobierno, no estaba en el Parlamento y


así se convertía el Rey en un auténtico contrapoder y tenía que hacerlo sin
incurrir en el poder personal, pero incurrió en él, gestionando las denominadas
“crisis orientales” con continuos cambios ministeriales al dictado de su
conveniencia o de su preferencia.

Tras los acontecimientos de la Semana Trágica el Rey se desprendió de


Maura, que gozaba de una razonable mayoría parlamentaria, lo que para los
liberales fue un gesto de valentía y para Maura una quiebra del sistema del
“turno”.

Desde luego, justificar la actuación real por el hecho de que el sistema


electoral no fuera fiable, asumiendo el Rey la representatividad que el
Parlamento no tenía, era un ejercicio de prestidigitación política. Era una
justificación de la dictadura.

Así el Rey quedaba expuesto a la responsabilidad política, al menos de


hecho, porque la prerrogativa de nombrar y cesar gabinetes sin atender a la
aritmética parlamentaria y a las jefaturas efectivas de los partidos, le obligaba a
asumir las consecuencias de sus decisiones. Es de recordar que Alfonso XIII
optó por Dato frente a Maura, entre los conservadores, y por Canalejas frente a
Moret, entre los liberales, de modo que el Rey estaba reordenando a su antojo
el mapa político.

Se hacía manifiesto que el sistema no era capaz de resolver los


problemas que la realidad política planteaba, de modo que surgieron, tras la I
Guerra Mundial, voces que reclamaban una reforma constitucional que

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superara la concepción de co-soberanía y reconociera la plena soberanía al


Parlamento, mediante un sistema electoral solvente y la desaparición de los
senadores de nombramiento real. Se está haciendo referencia, naturalmente, a
los constitucionalistas en el entorno de Melequiades Alvarez.

La inestabilidad política que la propia debilidad de los partidos producía


aumentaba con la aparición de los militares en la escena política, mediante las
juntas de defensa, auténticos sindicatos militares, y con inoportunas las
huelgas generales convocadas por los sindicatos, todo lo cual hacía imposible
el proceso constituyente que la asamblea de parlamentarios exigía y que puedo
evitar el golpe de Primo de Rivera.

Diversos gobiernos de concentración se sucedieron, quedando el Rey


aún más visiblemente al descubierto, porque cada vez estaba más involucrado
en el discurrir de la política cotidiana, hasta llegar a reclamar apoyo popular,
por el ejemplo en el discurso de Córdoba en el año 1921, frente a los partidos
incapaces de resolver la situación, lo que era una llamada manifiesta a la
dictadura.

Para colmo se levantó la tormenta parlamentaria exigiendo


responsabilidades por el desastre de Annual, en el que el Rey estaba
patentemente involucrado, lo que probablemente aceleró la llegada, de manos
del general Primo de Rivera, de la dictadura que se había mentado, siendo
irrelevante, a juicio de la profesora Cabrera si el Rey participó en su llegada, la
auspició o simplemente la toleró.

La respuesta de Alfonso XIII a Romanones refleja las convicciones


autoritarias del Rey: “Más adelante hablaremos de Constitución y Cortes, hoy
decimos Paz y Orden al país”. Todas las dictaduras llegan en nombre de la
paz.

Sin entrar en la participación del Rey en la llegada de la dictadura, la


profesora Cabrera concluye en que si Alfonso XIII hubiera auspiciado una
reforma constitucional en la postguerra, la dictadura se hubiera evitado y la
Monarquía hubiera sobrevivido en un régimen parlamentario como ya existía en
otras monarquías.

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IV.- ALFONSO XIII Y LOS CONSERVADORES.

La profesora Mª Jesús González analiza el periodo alfonsino desde la


perspectiva conservadora, partiendo de la afirmación de que Alfonso XIII ni era
conservador ni era liberal, ajeno a cualquier ideología tenía prácticas anti-
parlamentarias y anti-civilistas.

El Rey era un emprendedor ilusionado por la modernidad, como


correspondía al regeneracionismo que había asimilado desde su primera
juventud. Era de corte militarista e intervencionista, si bien los liberales
acudieron, con más frecuencia que los conservadores, ante el Rey para
implicarle en acciones de gobierno, aunque ambos bandos le involucraron, de
acuerdo con sus intereses, en sus pendencias partidistas y, a su vez, el Rey
utilizando a descontentos de los partidos impedía una mínima unidad y
disciplina interna.

En lo estratégico, Alfonso XIII vivió cuatro fases en su Reinado: durante


sus primeros años de Reinado estuvo sometido a dos distintos modelos de
Monarquía: el de Maura de mínima intervención regia a favor del
parlamentarismo incipiente (“construcción parlamentaria del monarca”) y el de
Canalejas de ideologización del monarca para que interviniera en el proceso
político de democratización desde arriba (“construcción democrática del
monarca”); durante la I Guerra Mundial vivió un periodo sin reglas de
construcción parlamentaria y democrática y ya en su madurez vivió sin rumbo
político en permanente queja de los políticos de turno hasta la llegada, para
muchos evitable, de la dictadura de Primo de Rivera.

Por lo que se refiere a sus relaciones con Maura, la profesora González


percibe la manifiesta falta de sintonía entre éste y el Rey, tanto por edad como
por formación, por convicciones, por su modo de vida, etc., que obliga a Maura
a adoptar una incómoda posición tutelar y de corrección de tendencias, sobre
todo a las expresiones externas de militarismo y a su tendencia a la
intervención en la política concreta, de manera especial en las relaciones
exteriores y en las relaciones con los altos militares.

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Maura trabajaba sobre dos principios: la activación simbólica de la


Monarquía y la desactivación política de la Monarquía, es decir, puro
parlamentarismo, lo cual exigía la profesionalización del monarca, de modo que
para el político mallorquín, “la esencia de la democracia estaba en la práctica
política electoral, la legislativa judicial y la participativa y no en el modelo de
régimen” (monárquico o republicano).

Afirma la profesora González que Maura tenía como meta la


implantación del .concepto de ciudadanía, para llegar a una “monarquía de
ciudadanos” desde una monarquía de súbditos, aunque era obvio que faltaba el
soporte físico que mantuviera en pié tan ecuánime concepto, el de un
electorado efectivo y, por tanto, el de un Parlamento representativo, pero
Maura actuaba como si tal falta no existiera, lo que permitía al Rey decir que “el
señor Maura vive en el cielo pero yo tengo que gobernar en la tierra”.

Como se sabe tras la retirada de confianza a Maura, consecuencia de


los acontecimientos de la Semana Trágica de 1909, el Rey llamó al liberal
Moret para, meses después, retirársela para llamar a su conmilitón Canalejas
que durante un trienio desarrolló una etapa de intervencionismo real, querida
por liberales y republicanos porque para estos así la institución se democratiza,
cuando para Maura lo que se consigue es que se desmajestice. Tras el
asesinato de Canalejas formaría gobierno el conservador Eduardo Dato, líder
de los idóneos.

Frente al beligerante y purista Maura, al frente de los mauristas, el Rey


busca una alternativa en el partido conservador que acabaría siendo Dato,
quien asumió el liderazgo de los idóneos, asegurando la profesora González
que las discrepancias entre Maura y Dato no se solventaban en el interior del
partido sino en los pasillos de Palacio.

Como está dicho, tras el asesinato de Canalejas forma gobierno el


conservador Eduardo Dato, líder de los idóneos y partidario de una política
social, a la que se dedicó en las ocasiones en que fue jefe de gabinete. Dato,
contradiciendo la estrategia clásica de Maura, se apresura a dictar un decreto
en el que se reconoce la intervención directa del Rey en materia militar, de
modo que puede decirse que desde el inicio de la gran guerra el Rey va

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extremando su intervencionismo y es en este escenario en el que se acabaría


imputando al Rey la responsabilidad de la acción militar de Marruecos,
contaminado de un cierto imperialismo propio de Alfonso XIII.

Dato no pudo controlar la vinculación de las juntas de defensa con el


Rey y cayó, después de haberse sucedido diversos gobiernos de distinto tinte,
porque el Rey jugaba con los partidos dinásticos. Cuando llegó la dictadura de
Primo de Rivera el jefe del gabinete era liberal-demócrata Garcia Prieto.

Puede concluirse en que la profesora González confirma la derrota de


Maura frente a Alfonso XIII que nunca admitió la meta de una Monarquía
parlamentaria ni renunció a dirigir de manera muy directa a la milicia y que
acabaría embarrado en la política concreta hasta aceptar el golpe militar del
general Primo de Rivera.

V.- ALFONSO XIII Y LOS LIBERALES.

El profesor Moreno Luzón se encarga de aportar la perspectiva de


Alfonso XIII desde el bando liberal, haciendo patente la contradicción entre los
objetivos liberales (defensa del poder civil, mayor intervención del Estado en la
vida ciudadana, ensanchamiento de la base social del régimen monárquico, en
definitiva, democratización de la Monarquía y reformismo social) y sus métodos
políticos basados en la aceptación de la corona como la encargada de dar y
quitar el mando, considerando que ésta sería “el principal motor del cambio”,
dice el profesor Moreno Luzón quien afirma: “su fin último consistía no en ganar
limpiamente unos comicios, sino en llevar a su terreno el ejercicio de la
prorrogativa real que entrega el mando y, junto a él, el manubrio electorero con
el que se confeccionaban mayorías parlamentarias adictas”. Se llegaría al
extremo de que los diversos sectores liberales pactaran en 1904 que
aceptarían como líder al que Alfonso XIII nombrara como jefe del gabinete.

El partido liberal también sufrió diversas fracturas y enfrentamientos


entre sus líderes. Montero Ríos representaba la derecha liberal, partidario del
laisser-faire y del turno pacífico; Canalejas asumía la izquierda liberal, anti-
clerical, que aspiraba a reducir el influjo de la Iglesia en la sociedad y como

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liberal centrista aparece Moret. Aunque sus diferencias eran patentes, los tres
sectores consideraban la necesidad de mantener la Monarquía como trabazón
nacional.

Moret, que había sucedido a su conmilitón y adversario Montero Ríos,


fracasó en su intento de utilizar la corona para imponerse en el poder, primero
porque tuvo que renunciar a sus tesis civilistas cuando los militares exigieron
que los delitos contra el ejercito los juzgaran tribunales militares porque Alfonso
XIII lo quiso, y después, cuando pretendió forzar la disolución de las cámaras
vulnerando la regla del turno, en la crisis de junio de 1906, proponiendo una
reforma constitucional que democratizase el Senado y estableciera la libertad
de cultos, para atraerse al bando monárquico a los republicanos moderados.

A finales del mismo año formó nuevo gabinete que, tildado de palaciego,
duraría cuatro días, lo que originó la vuelta de Maura con la consiguiente
reducción del intervencionismo real y el aislamiento liberal que originó una
coalición informal, el bloque, de liberales y republicanos en defensa de la
libertad de conciencia, como bandera anti-clerical, con motivo de una propuesta
legislativa de limitación de la libertad de prensa, con lo que apostaron, Moret y
los republicanos de Melequiades Alvarez, por la agitación liberal con prioridad
sobre la intriga palaciega, abriéndose una diferencia con la derecha liberal de
Montero Ríos y de su yerno Garcia Prieto.

Moret se equivocó creyendo que su cercanía al Rey le permitiría


gobernar con toda comodidad, los liberales ya no volverían al poder hasta la
caída en desgracia de Maura, como consecuencia de los sucesos y represión
de la Semana Trágica, en 1909.

Volvió Moret al poder y aunque no incorporó al Gobierno a la izquierda


republicana ésta le apoyó en el bloque parlamentario. Las relaciones liberales-
republicanos crearon conflictos con la derecha liberal hasta el extremo que una
concesión del Alcalde de Madrid a concejales republicanos provocó la dimisión
del Comité liberal de Madrid lo que dio pie a Alfonso XIII, percatado de la
fractura liberal, a negar el decreto de disolución a Moret para que éste
dimitiera.

17 
 
 

José Canalejas, de la siguiente generación a la de Moret, procedía del


republicanismo y se ubicó en el ala radical del liberalismo. Aceptó la monarquía
porque entendía que podía llegar a convertirse en una “republica regia” o
“democracia coronada” más apropiada a la realidad del pueblo español para
alcanzar la metas de progreso, pero para eso hacía falta que la Monarquía no
sólo no fuera un obstáculo sino que adoptara una actitud proactiva, lo que
coincidía con la personalidad y gustos de Alfonso XIII.

Canalejas no pretendía purificar el sistema electoral sino fortalecer el


Estado para que fuera el dinamizador de la europeización de España lo que,
cuando menos, aparenta tintes de despotismo ilustrado. Las reformar liberales
de la época consistían en la ley de asociaciones que emancipara al Estado
controlando la actividad de las órdenes religiosas; las mejoras sociales para
contrarrestar la irrupción del obrerismo; el fomento de la educación pública, etc.
No en todas estas reformas, sobre todo en las afectas a la Iglesia católica el
Rey estaría de acuerdo, así que en Palacio había cierta prevención contra
Canalejas aunque el Rey le elogiara antes de otorgarle su confianza.

En 1909 se le encarga formar gabinete, a partir de cuyo momento busca


el entendimiento con los conservadores bajo la protección de Alfonso XIII que
le otorgó permanente confianza, teniendo, además, la mayoría de las Cortes. A
los tres años de gobierno sería asesinado por un anarquista.

Alvaro Figueroa, conde de Romanones, era un liberal autentico,


monárquico convencido, populista y de gran habilidad electoral, debiéndose
entenderse el elogio en térmicos eufemísticos. Sustituyó a Canalejas, tras su
asesinato, sin cambiar el gobierno hasta que el Rey le confirmó pasado el año,
logrando una cierta unidad entre los liberales de Moret y de Canalejas.

Romanones caería en votación parlamentaria el mismo 1913 y Alfonso


XIII pudo optar entre el líder liberal sucesor de Moreno Ríos, Garcia Prieto, o el
oponente conservador a Maura, el líder idóneo, Dato. Optó por este último en
su habitual táctica de inmiscuirse en los liderazgos de los partidos dinásticos
con lo que, en el periodo 1913-1917 pudo recuperarse el régimen de turno
pacífico entre liberales y conservadores y así gobernó Dato hasta el año 1915
en que le sustituyó Romanones, líder de la facción liberal más amplia.

18 
 
 

Los liberales habían abandonado su furia secularizadora y articularon su


programa sobre la base de reformas socio-económicas, ámbito poco próximo a
Romanones, aunque la preocupación inmediata era el desarrollo de la I Guerra
Mundial y su impacto en España. Romanones era aliadófilo, considerando que
la ubicación geopolítica de España debía coincidir con la de Inglaterra y
Franca, pero el Rey era germanófilo, aunque ambos optaron por la neutralidad
hasta que las presiones de Inglaterra y Francia sobre Romanones le hicieron
en pensar en romper la neutralidad, rompiendo, a su vez, las relaciones
diplomáticas con Alemania, abriéndose una divergencia en el propio partido
liberal y en Palacio, lo que le llevaría a la dimisión en diciembre de 1916
asumiendo el control de los liberales Garcia Prieto, ala centrista del partido
liberal y, por tanto, no partidario del bloque liberal-republicano, hasta que lo
llegaría a ser.

Para Romanones el partido liberal había muerto, pues sus facciones


eran de difícil articulación. La de Romanones a la derecha, contraria al sistema
de turno; la izquierda liberal de Santiago Alba, próxima a los republicanos de
Melequiades Alvarez y, en el centro, la facción de García Prieto, liberal-
demócrata, la más abierta a la concentración liberal.

Consiguientemente la política de turno pacífico había muerto no existía


repuesto para afrontar la triple crisis creada por las juntas de defensa, la
asamblea de parlamentarios y la huelga revolucionaria, razón por la que se
mostraron ineficaces diversos gabinetes y el Rey tuvo que pedir consejo a
Romanones, que obtenía una pírrica victoria moral, que le sugirió un Gobierno
nacional con Maura a la cabeza que duraría hasta el final de la gran guerra y
que era la prueba evidente de que la política de turno había muerto y de que
Romanones estaba dispuesto a tener de jefe de gabinete a Maura antes que a
cualquier liberal.

Recuperaría Romanones el poder, dada su condición aliadófila y con


minoría en las Cortes se enfrentaría a la petición catalanista de un Estatuto de
autonomía, a las intrigas militares y a la acción de los anarcosindicalistas en
Barcelona con los que trató de negociar alguna salida, pero los militares no
permitieron tipo alguno de negociación con los lideres obreristas, con lo que

19 
 
 

estaba haciendo crisis el civilismo liberal frente al militarismo alfonsino y así se


agotaron, en 1922, las posibilidades políticas de Romanones. No sobrará
recordar que en 1921 había sido asesinado Eduardo Dato ocupando la
presidencia del Gobierno.

Recupera el poder Garcia Prieto, gran defensor del sistema de turno,


pero ya no había posibilidades reales de recuperar el sistema, el Rey estaba
claramente volcado con los sectores reaccionarios de la sociedad española
alarmados por la situación de revuelta que se vivía y por la incapacidad
manifiesta de la clase política dinástica para enfrentarse, con cierto grado de
eficacia, ante tan grave situación.

Garcia Prieto era una pieza al servicio de Alfonso XIII que siempre la
utilizó para sustituir a líderes liberales, primero a Canalejas, tras su asesinato, y
después al conde de Romanones, en un par de ocasiones.

Efectivamente, Garcia Prieto, no sin previas resistencias del Rey, llega,


nuevamente, al poder con un Gobierno de concentración o de coalición liberal
en el que entraron la tres facciones liberales y los republicanos, con las
consiguientes dificultades internas. El Rey, sin el sostén del sistema de turno,
en su desorientación, llegó a sugerir someter a plebiscito la toma personal del
poder, en un gobierno autoritario, y si el resultado no le fuera favorable se
comprometía a abdicar en el Príncipe de Asturias.

El final sería el golpe de Primo de Rivera, al que Garcia Prieto solicitó


destituir recibiendo la negativa del Rey, posiblemente incrédulo de sus
inmediatas intenciones.

En definitiva, los liberales no fueron capaces de alcanzar la meta de la


Monarquía parlamentaria o democrática ni, desde luego, fueron capaces de
aplicar sus convicciones civilistas, porque no fueron capaces de mantener una
mínima unidad de partido ni de enraizarse en la población, sobre todo en la de
carácter urbano mucho más politizada, lo que les impidió domeñar al Rey.

Ciertamente el Rey estaba más próximo a sus pretensiones políticas que


a las de los conservadores, pero durante sus tres décadas de Reinado no
fueron capaces de alcanzar ninguno de sus objetivos sustanciales, con lo que

20 
 
 

poco les reportó tal proximidad, sobre todo a partir de 1917 en el Rey se
orienta, claramente, hacia los sectores reaccionarios.

VI.- EL REY, LA CORTE Y LA NOBLEZA.

El profesor Pedro Carlos González Cuevas plantea la cuestión de la


corte y, más concretamente de la nobleza, durante el periodo alfonsino. La
corte era el entorno más próximo al Rey, que en otra época había sido el
instrumento de gobierno del monarca, con preponderancia de la nobleza
histórica, sin embargo con la revolución liberal la nobleza perdió su carácter
estamental, aunque no su relevancia social, apareciendo una clase política
ajena a ella que se empezaría a constituir en la nueva nobleza.

La nobleza tradicional no supo mantener su influencia política ni tan


siquiera en el Senado pese a disponer de plazas vitalicias los grandes de
España, porque se destacó por su “ociosidad y falta de curiosidad intelectual”,
limitándose a constituirse en un grupo cortesano, lo que no empece para que
un reducido grupo de nobles, los denominados “amigos del Rey”, influyeran en
sus decisiones y a ellos se le imputa una acción directa en las llamadas “crisis
orientales” (crisis políticas originadas y resueltas en el Palacio de Oriente),
porque el progresivo deterioro de los partidos políticos dinásticos abría
posibilidades de intervención directa al Rey con lo que, lógicamente, sus
amigos incrementaban su capacidad de influencia. Los políticos no fueron bien
recibidos por la nobleza, con la excepción de Eduardo Dato.

La corte española, singularizada por su austeridad en tiempos de la


Reina-regente, María Cristina, era una micro-sociedad pre-moderna, casi
medieval, organizada por funciones de escasa utilidad (mayordomo, sumellier,
guardasellos, montero, caballerizo, gentilhombres de cámara, etc.) que
establecían lo que el profesor González Cuevas denomina reciprocidad
asimétrica que consiste en una jerarquía cortesana en la que los del mismo
nivel son iguales entre si y distintos a los de los niveles superiores e inferiores.

21 
 
 

Naturalmente esta micro-sociedad era profundamente conservadora y,


por tanto, hostil a los liberales, incluso a los conservadores de mínima vocación
reformista, como Maura.

En este hábitat nació y se educo Alfonso XIII, lo que le influyó


decisivamente en su personalidad y en sus concepciones sociales y políticas.
Vivió su juventud sometido a una fuerte presión reaccionaria en lo ideológico y
absolutista en lo político, de la que se deducía el omnímodo poder del Rey y su
origen divino (“Rey por la gracia de Dios”), así que “el Rey no se equivoca
nunca” y debe guardarse de la clase política que tratará de manejarle.

Una de las claves de la corte era el protocolo, que otorga un aura de


grandiosidad al entorno real y un claro distanciamiento de los súbditos, que se
despliega tanto en la vida cotidiana de visitas al Rey como en actos religiosos
(servicios religiosos, procesiones, etc.), sociales (galas) e institucionales
(ingreso en ordenes nobiliarias), reproduciendo una teatralidad ancestral, con
reminiscencias borgoñeses y austriacas. La llegada de la Reina Victoria
Eugenia aportó un cierto aire de modernidad a la corte, convirtiéndose en guía
de la moda femenina tanto en la vestimenta como en otros aspectos como el
uso de cosméticos y el consumo de tabaco.

Alfonso XIII era un acérrimo partidario del protocolo, de los uniformes y


del oropel palaciego lo que no impedía que su campechanería natural le
permitiera practicar eficazmente la estrategia de la condescendencia,
consistente en hacer aproximaciones al pueblo guardando su poder simbólico.

Personalmente Alfonso XIII no era propietario de tierras aunque sí de


inmuebles, siendo su patrimonio fundamentalmente mobiliario que ascendía a
treinta y dos millones de pesetas, con el que, en parte, tenía que sufragar el
coste de los gastos de la corte. El importe de la lista civil, con la que se
mantenía la familia real, era del 0’6% del presupuesto del Estado, lo que era un
porcentaje mucho más elevado que en la actualidad.

El Rey participaba en negocios privados, junto con sus amigos o


aconsejado por financieros de la época, con tendencia a invertir en actividades
que aportaban modernidad a la economía nacional.

22 
 
 

Alfonso XIII desarrollaba una vida cotidiana metódica, en la que había


tiempo para practicar sus deportes, caza, polo, automovilismo, etc., sin
renunciar a una vida de francachela y mujerío.

Volviendo a la nobleza, ésta no tuvo actividad política hasta que en 1917


se empezó a tratar de la reforma constitucional y de la democratización del
Senado, viviendo, tras la gran guerra, la caída las monarquías austro-húngara y
rusa, momento en el que trataron de organizarse mediante una liga de
terratenientes y apoyando a sindicatos católicos. Realmente en 1909 se había
creado el Centro de Acción Nobiliaria al que se incorporó un tercio de la
nobleza y en el que se trataba de crear un instrumento de autoprotección, con
un programa de corte tradicionalista y antiliberal.

Con la llegada del general Primo de Rivera, la nobleza no participó en el


nuevo régimen, aunque el sector más tradicionalista celebrara su
advenimiento.

En resumen, cabe resaltar del trabajo del profesor González Cuevas que
el entorno de Alfonso XIII le impuso una mentalidad muy conservadora, en
algunos aspectos absurdamente atrasada, con la que era imposible
aproximarse a una reforma de la institución monárquica y menos del propio
régimen de la Restauración.

VII.- REY-SOLDADO.

La profesora Carolyn P. Boyd plantea una cuestión esencial del periodo


alfonsino, la del ejército, partiendo de la base de que el sistema de la
Restauración tenía como clave establecer la co-soberanía entre corona y
Parlamento para que la primera sustituyera al ejército como poder moderador
entre los partidos y entre los poderes civil y militar, pero en realidad no se
consiguió el segundo objetivo, porque el poder civil aunque
enmascaradamente, siguió sometido al poder militar.

Esta situación de excesiva dependencia del ejército acabaría estallando


en el golpe militar del 1923, con lo que la Restauración no consiguió el objetivo

23 
 
 

de transitar a una Monarquía democrática de lo que, a juicio de Boyd, es


responsable Alfonso XIII que impidió la modernización política negando el
binomio “soberanía parlamentaria y supremacía civil”.

Efectivamente, el sistema diseñado por Cánovas del Castillo colocaba al


Rey en la cúspide militar, le otorgaba competencias efectivas sobre el ejército
y, además, animó a Alfonso XII a que asumiera la figura de Rey-soldado, lo que
hizo con entusiasmo, que heredó Alfonso XIII al asumir tal figura y hasta hoy, el
actual Rey Juan Carlos I, inducido por el general Franco, mantiene, también
con entusiasmo, su condición de Rey-soldado.

Volviendo a Alfonso XIII, desde el mismo día en que juró al Constitución,


en 1902, hizo patente su voluntad de ejercer las competencias que la misma le
otorgaba respecto del mando militar y durante su Reinado las mantuvo, sin
excepción alguna, hasta el extremo de que en el año 1904 se plantearía la
primera “crisis oriental”, al dimitir Maura por la negativa real a aceptar el
candidato del Gobierno a Jefe del Estado Mayor Central, imponiendo al general
Polavieja que consideraba al ejercito “como una institución nacional por encima
de los partidos”, idea no alejada de la que tenía Alfonso XIII. En el año 1914 se
dicta una Real Orden por la que se anulaba la supervisión ministerial en
asuntos militares, lo que permitió favoritismos sin cuento.

A mi juicio la profesora Boyd da con el quid de la cuestión al señalar que


la íntima convicción del Rey era que “su legitimidad como Rey no emanaba de
la Constitución, sino del servicio a la nación”, y así había escrito un diario de
juventud: “Yo puedo ser un Rey que se llene de gloria regenerando la patria,
cuyo nombre pase a la Historia como recuerdo imperecedero de su Reinado;
pero también puedo ser un Rey que no gobierne, que sea gobernado por sus
ministros y, por fin, puesto en la frontera…”.

A Alfonso XIII, en su educación, se le inoculó la idea de que la clase


política era nociva para los intereses nacionales, idea que se usaría mucho,
hasta el hartazgo, durante el franquismo y que, ahora en pleno siglo XXI,
vuelve a apoderarse de las calles. Esta idea de nocividad de la clase política,
en realidad, de lo que se trata es de extender la idea de nocividad de la idea
misma de la política. Es el germen de la dictadura, porque la política, entendida

24 
 
 

como confrontación de ideas y de intereses, es la clave de la democracia y


cuando se quiere sustituirla por “otra cosa”, llega siempre la dictadura.

Una cuestión clave, en la concepción de la función militar, es si el


ejército ha de defender a la patria de los enemigos externos o, también, de los
internos, con lo que se convierte en garante del orden social. Pues bien, si los
liberales corrigieron al Ley constitutiva del ejército de 1878, para eliminar la
referencia a los enemigos interiores, el Rey el día de su jura se refirió al ejército
como “el apoyo más firme del orden social, el cimiento más seguro de la paz
pública, el defensor más resuelto de las instituciones…” y Boyd considera que
ese era el criterio incluso de los partidos dinásticos, con lo que se hace patente
que el sistema estaba soportado por la autoridad militar, cuyo jefe era el Rey.

Cuesta comprender a Boyd cuando afirma, pese a lo dicho, que el Rey


no fue el responsable de que el sistema de la Restauración fuera debilitado por
el militarismo, aunque reconoce que su tendencia a colocar los intereses
militares por encima de la obligada supremacía civil, “vinculó a la corona a una
institución internamente dividida y dedicada a la represión de la protesta
popular en España y a una guerra colonial en Marruecos”.

Volviendo al origen del periodo es importante la afirmación de que el


pretorianismo resurge en 1905 siendo el desencadenante la aparición de los
nacionalismos vasco y catalán, con sus retóricas nacionalista, anti-centralistas
y anti-militaristas (represivos en el interior e incompetentes en el exterior), tras
la pérdida del imperio de ultramar.

Como es sabido, tras una revuelta militar originada por un ilegal asalto a
unas revistas satíricas en Barcelona por oficiales del ejército, previa la dimisión
de Montero Ríos y el nuevo gabinete de Moret, se promulgaría la Ley de
jurisdicciones, de dudosa constitucionalidad y contraria al espíritu de la
supremacía civil, con lo que el Rey se colocó, manifiestamente a favor de los
revoltosos.

En el año 1917, en que la crisis de los partidos dinásticos era patente, en


el que las juntas de defensa, auténtico sindicato de oficiales intermedios, se
hicieron fuertes y no pudieron ser reprimidas, y en el que surgieron las

25 
 
 

revueltas de carácter social que reclamaban reformas profundas y que exigían


la utilización de la fuerza para su represión, el Rey unió su destino al del
ejército y a partir de entonces el sistema de la Restauración o cuando menos,
sus objetivos básicos estaban absolutamente superados, quedado frustrada
toda posibilidad de modernización política de España.

Si para resolver las tensiones sociales sólo cabía la represión, porque


los partidos dinásticos estaban rotos y no tenían ni soluciones ni respaldo
popular, se hacía evidente que los revolucionarios no tenían más opción que la
violencia.

Durante la huelga de la Canadiense el gobierno liberal trató de ensayar


tácticas conciliadoras con los huelguistas a lo que se opuso radicalmente la
junta de defensa de infantería que, con la aquiescencia del capitán general de
Barcelona, Milans del Bosch, no aceptaba el intento del Gobierno de
“parlamentar, transigir y contemporizar”. Romanones pidió al Rey el cese de
Milans del Bosch pero aceptaría la dimisión de Romanones. Milans del Bosch
acabaría siendo Jefe de la Casa Militar del Rey y a Barcelona se destinaría a
Primo de Rivera que también se negó a que el Gobierno liberal negociara un
pacto social. En el año 1923 protagonizaría el golpe militar.

Otra muestra del militarismo del Rey y de su tendencia a intervenir


directamente, obviando la acción del Gobierno, derivada de su vocación
colonialista en África que le urgía ocupar definitivamente el Protectorado en
verano de 1921, fue su aliento, si no orden directa, al avance en el Rif por el
general Fernandez Silvestre, antiguo Jefe de la Casa Militar del Rey, aunque
no coincidía con la estrategia diseñada por el Gobierno y por el Alto Comisario
de Marruecos, el general Berenguer. El resultado fue el desastre de Annual y
casi diez mil soldados muertos.

La exigencia de responsabilidades no tuvo éxito, pese a que el general


Picasso y el Consejo Supremo de Guerra y Marina lo intentaron, pero se
toparon con el desacuerdo entre partidos y la clara oposición de los
africanistas.

26 
 
 

Alfonso XIII llegaría a la conclusión de que los partidos dinásticos ponían


el interés del sistema por encima del interés nacional (del Ejército), imputando
el desastre de Annual a la negativa del Parlamento de aprobar los créditos
militares necesarios, estando convencido de que si en lugar de Rey
constitucional hubiera actuado como Rey “a secas”, se hubiera evitado el
desastre. Este era Alfonso XIII, en el fondo de su alma, un Rey absoluto
prisionero de un sistema, en la práctica, semi-constitucional o semi-
parlamentario.

El gobierno de coalición liberal de 1923 trató de recuperar la supremacía


civil, proyectado una administración civil en Marruecos, tratando de reducir la
plantilla del ejército y procurando la normalización de Cataluña, pero no tuvo
éxito. El Rey reclamaba, sin tapujos, un gobierno militar para resolver “el
separatismo, el terrorismo y lo que el llamaba “eso de las responsabilidades”.

Los movimientos militares a lo largo del año 1923 coincidían en que los
partidos no representaban la voluntad popular y le correspondía al Ejército
actuar. En esta tesitura, el Rey no respaldó al Gobierno de coalición liberal, se
opuso al cese de los conspiradores y el gabinete dimitió, momento en que el
Rey pensó en asumir directamente el mando, pero los jefes de la guarnición de
Madrid le advirtieron de que si no se nombraba al general Primo de Rivera
habría derramamiento de sangre. Primo de Rivera asumió la jefatura del
directorio militar y el Rey se negó a cumplir la Constitución abriendo las Cortes,
con lo que se consumó el golpe.

El binomio debilidad civil y predisposición militar a la intervención, con el


apoyo permanente del Rey a los militares contra el poder civil, fueron las
causas últimas del golpe de 1923.

Puede concluirse estableciendo que Alfonso XIII, imbuido de una


educación y vocación militarista no comprendió que la modernización política
de España pasaba por consagrar la supremacía civil, convertir la Monarquía
semi-absoluta en una Monarquía parlamentaria y, en todo caso, embridar al
ejército bajo el mando civil, como una parte más de funcionariado, lo cual no
era tarea fácil pues en España no se consiguió, plenamente, hasta el año 1982,
tras el tragicómico experimento del 23-F

27 
 
 

VIII.- REY-EMBAJADOR.

El profesor Antonio Niño asumió el trabajo relativo a la política


internacional, una de las aficiones predilectas de Alfonso XIII.

Cuando Alfonso XIII llega al trono se está produciendo un cambio


sustancial en el mapa diplomático de Europa, Inglaterra y Francia llegan a un
acuerdo en materia colonial, objeto de su tradicional rivalidad, y se constituye la
Entente Cordiale que se incrementaría con Rusia hasta formar la Triple
Entente. Por su parte Alemania cabeza de la Triple Alianza, constituía el bloque
armado antagónico.

En este escenario de bloques, de equilibrio inseguro, a España, por


razones geopolíticas, comerciales y de protección le correspondía incorporarse
a la Triple Entente, porque España sólo tenía un relativo valor estratégico (dos
archipiélagos, el paso de Gibraltar y su posición en Marruecos), nulo valor
político (país decadente, militarmente irrelevante y mal gobernado) y escaso
valor económico (inversiones determinadas y país manufacturero). Para
España era mejor incorporarse a la Entente Cordiale, aunque fuera en régimen
de dependencia, que permanecer aislada.

Los elementos coloniales de la Entente Cordiale pueden concretarse en


cinco: a) Control por Inglaterra de Egipto; b) Control parcial por Francia de
Marruecos; c) Control por España de la franja norte de Marruecos,
desmilitarizada; d) Tánger ciudad internacional; e) No se otorgaron garantías
formales de seguridad a España, aunque en las llamadas Declaraciones de
Cartagena, simple intercambio de notas entre Inglaterra, Francia y España “se
comprometían a garantizar el statu quo territorial de sus respectivos derechos
sobre sus posesiones insulares y marítimas en el Mediterráneo y en la parte del
Atlántico que bañan las costa de Europa y de Africa”, lo que aproximaba
España a la Entente pero sin asumir ningún compromiso en la Europa
continental, lo que le permitió la neutralidad en la I Guerra Mundial.

La Constitución otorgaba a Alfonso XIII amplias competencias en


materia de política exterior (“dirigir las relaciones diplomáticas y comerciales
con las demás Potencias”), aunque bajo responsabilidad ministerial si la

28 
 
 

decisión se convertía en una disposición a publicar en la Gaceta de Madrid,


pero no si la intervención directa era de mera gestión, como ocurrió en muchas
ocasiones, actuando su inteligencia viva pero poco reflexiva, al decir del
profesor Niño, presumiendo de conocer detalles de cada asunto, con fijación
tacticista pero no considerando las grandes líneas estratégicas de la política
exterior, lo que originó incidentes por falta de discreción, de prudencia y de
congruencia con las posiciones oficiales de España, mereciendo discretos
reproches de frivolidad. Advierte el profesor Niño que, ya desde finales del siglo
XIX, los miembros de la “internacional de los monarcas” no actuaban con
criterios monárquicos, de colegas, sino atendiendo a sus respectivos intereses
nacionales.

La idea de política exterior del Rey se funda en sus convicciones


regeneracionistas, tratando de recuperar el prestigio perdido de España y de
ocupar un puesto digno en el concierto internacional, mediante un
entendimiento táctico con las cinco potencias mundiales, Inglaterra, Francia,
Alemania, Rusia y Estados Unidos.

El objetivo de recuperación del prestigio de España, requería, a juicio de


Alfonso XIII, una razonable capacidad militar (ejército eficaz y sobre todo
escuadra moderna) que España no tenía, teniendo razón, en opinión del
profesor Niño, sus panegiristas al decir que “su actuación internacional estuvo
siempre inspirada por un profundo patriotismo y por el deseo de recuperar la
grandeza de su país”, aunque considerando la grandeza a la antigua usanza,
medida en expansión territorial y en poderío militar, en clara contraposición con
la idea de política exterior anti-belicista y anti-colonialista de los sectores
intelectuales y políticos extramuros al sistema.

En el año 1912 se suscribió el Tratado de Protectorado por el que


España administraría el territorio de su zona de influencia como
subarrendataria, reservándose Francia la relación privilegiada con el sultán y la
condición de potencia protectora, quedando la Administración española en
situación de subordinación, tanto que el Alto Comisario español ejercía su
autoridad en nombre del jalifa, a su vez, fideicomisario del sultán. Semejante
mal resultado se vendió a la opinión pública no como un acuerdo por interés

29 
 
 

nacional sino como un acuerdo de honor para mantener la presencia española


al otro lado del estrecho.

Los viajes reales por los países de Europa sirvieron para aumentar el
prestigio de Alfonso XIII que, sin duda, beneficiaría a España, aunque los
riesgos de atentados redujeron las posibilidades de la presencia en España de
las grandes testas coronadas. Los sucesos de la Semana Trágica y la
represión subsiguiente, devaluaron mucho el prestigio que España había
ganado tanto por los viajes reales como por su integración en la Triple Entente.

La Semana Trágica tuvo como origen las dificultades de ocupar el Rif, a


tenor de los acuerdos de la Entente, disipándose la posibilidad de una mera
ocupación civil, de modo que en una operación de control se produjo la
matanza de diez soldados españoles. La llamada a reservistas catalanes
originó un levantamiento popular y una durísima represión junto con la
suspensión de las garantías constitucionales y el fusilamiento de Ferrer, lo que
provocó manifestaciones de protesta en diversas capitales europeas con
hundimiento del prestigio que se había ganado España.

Alfonso XIII trató de integrarse plenamente en la Triple Entente pero ni


los gobiernos ni la opinión pública (la prensa) estaban por la labor, si bien la
pretensión real no tuvo futuro porque los miembros de la Entente no vieron
interés por asociarse con un país “que no aportaría una contribución militar
significativa” y aquí se consolidó la neutralidad española, ya prevista al
incorporarse a la Entente.

Aunque España declaró su neutralidad antes del inicio de las


hostilidades, el Rey tuvo pretensiones intervencionistas si se le ofrecían
compensaciones territoriales, así lo sugiere el hecho de que el ministro de
Estado, marqués de Lema, confesara que le costó convencerle al Rey de la
neutralidad, debiendo explicarle la situación real de España, en materia
defensiva y así el profesor Niño afirma que “llegó irresponsablemente al
regateo con los beligerantes pidiendo alguna satisfacción tangible a cambio de
la posibilidad de entrar en el conflicto”, lo que indica que el Rey trataba de
gestionar la política exterior de manera personal y siguiendo sus pretensiones o

30 
 
 

ensoñaciones de corte imperialista, sin ninguna solvencia, que le


desprestigiaron en las cancillerías europeas.

Esta actitud frívola del Rey le llevó a situaciones graves como fue la
publicación, en Le Matín, de que por su ligereza ofrecía planes militares del
enemigo a los franceses cuando posiblemente los alemanes le estuvieran
utilizando al Rey para trasladar previsiones falsas, así como la publicación de
un posible doble juego de Alfonso XIII con los agregados militares de Francia y
de Alemania.

Trató también de actuar como mediador entre los beligerantes,


apoyándose en Rumanía e Italia, pero no tuvo la audiencia adecuada, limitando
su actividad a funciones humanitarias a favor de los prisioneros y
desaparecidos, lo que mereció un repunte de su popularidad en Europa.

Naturalmente la neutralidad de España impidió que estuviera en la


conferencia, tras el armisticio, en la que se reordenó el mundo, aunque sí
estuvo en los comienzos de la Sociedad de Naciones, entidad fundada en el
pacifismo y en las convicciones democráticas, por gestión de Romanones y no
del Rey cuya mentalidad era ajena a esta orientación de las relaciones
internacionales. La vida diplomática pasaba del ámbito de la internacional de
los monarcas al ámbito de los organismos internacionales. El mundo había
cambiado.

En la postguerra España quedó desairada por su escasa participación


en el reparto del norte de Africa, en el que ni le tocó la ciudad de Tánger. El
desastre de Annual no suponía, únicamente, una derrota descomunal a manos
de los nativos y una retirada en desbandada, militarmente humillante, sino que
probaba la incapacidad de España para cumplir con el encargo europeo y, por
tanto, para mantenerse como potencia en el área del estrecho.

En la dictadura de Primo de Rivera, tras varios amagos de abandonar la


zona marroquí y apartado el Rey de toda actividad en la política exterior cuyo
ministerio de Estado asumió el propio general, pudo solucionarse el entuerto,
tras un pacto de colaboración con Francia, en el año 1925, mediante el
desembarco de Alhucemas primero y tras diversos éxitos militares después con

31 
 
 

la participación muy activa y personal del dictador, cuando ya el Directorio


militar se transformaba en Directorio civil.

Puede concluirse en que Alfonso XIII, en el ámbito de las relaciones


exteriores pretendió, apoyándose en las generosas competencias que le
otorgaba la Constitución de 1876, realizar una gestión personal y sin
mediatizaciones de los gobiernos respectivos, lo que consiguió en demasiadas
ocasiones, guiado por sus aspiraciones imperiales y por su falta de visión
estratégica, creando problemas innecesarios hasta que el general Primo de
Rivera le embridó.

Alfonso XIII no comprendió que el cambio radical producido en Europa,


tanto en el tablero diplomático europeo como en la minimización de la
influencia de la internacional de monarcas, le obligaban a colocarse en una
posición meramente decorativa, correspondiendo a los gobiernos de turno la
gestión de los intereses españoles en el exterior, partiendo de estrategias
globales y de largo alcance temporal, en cuyo contenido no podía España tener
la menor aspiración imperialista.

IX.- REY CATOLICO.

De analizar la figura de Alfonso XIII como Rey católico, católico como


persona y católico como Rey de una Monarquía liberal en un estado
confesional, se encarga el profesor Julio de la Cueva Merino.

Alfonso XIII, como lo fueron sus antepasados, desde Isabel y Fernando,


tenía el título, concedido por el Papa Alejandro VI de Rey católico, distinción de
la que nunca abdicó y congruente con el ambiente en el que había nacido de
intensa religiosidad y así al casarse con Victoria Eugenia de Battemberg ésta
hubo de adjurar de su religión anglicana y bautizarse, como si no fuera
cristiana, para ingresar en la Iglesia católica.

En la vida cotidiana del Palacio las ceremonias religiosas ocupaban un


lugar destacado: misa, vísperas, las cuarenta horas, funciones religiosas,
procesiones, etc. Todo el entorno del Palacio estaba impregnado de un

32 
 
 

catolicismo posiblemente añejo. El Rey fue educado en la religión por


sacerdotes de corte claramente conservador, los padres Zaragoza, Fernandez
Montaña y Coloma aunque también recibió una educación política liberal por el
profesor Santamaría, ambas orientaciones educativas debieron de condicionar
la vida del Rey, aunque puede decirse que Alfonso XIII compaginó su
catolicismo oficial y sincero con el liberalismo imperante, haciendo de él un
practicante moderado, salvando sus devaneos íntimos que poco se
compadecían con sus deberes religiosos.

La Constitución de 1876, ya está dicho, declaraba la confesionalidad del


Estado aunque reconocía la tolerancia religiosa y el ejercicio de las libertades
individuales, pero el sistema de la Restauración fomentó el crecimiento de la
Iglesia católica en España, en un ambiente en el que el anti-clericalismo
también crecía en el entrono del republicanismo y de las formaciones de
izquierda, mientras que los sectores liberales reclamaban un proceso de
secularización, de modo que en el Reinado de Alfonso XIII la cuestión religiosa
estaría siempre en ebullición.

Con motivo de la Ley de matrimonio civil de Romanones y la Ley de


asociaciones de Dávila, Alfonso XIII actuó manteniendo la neutralidad que la
Constitución le exigía.

Tras el gobierno largo de Maura, Canalejas alcanzaría el poder,


sustituyendo a Moret, y reactivando las propuestas liberales, algunas de corte
anti-clerical, como la Ley candado que preludiaba la Ley de asociaciones, por
la que se impedía la constitución en España de más órdenes religiosas, ante la
que Alfonso XIII mantuve un complicado equilibrio rebajando las pretensiones
de Canalejas y así la Ley del candado se aprobó con un plazo de caducidad de
dos años y la Ley de asociaciones nunca llegó a aprobarse. Sin embargo el
Rey aceptó la retirada del embajador ante el Vaticano.

El autor otorga relevancia al hecho de que Alfonso XIII acudiera, de


improviso, a la clausura del Congreso Eucarístico celebrado en 1911 en
Madrid, cuando el Gobierno de Canalejas había previsto que no asistiera, pero
realmente su simbolismo era reducido, sobre todo en un Estado confesional,
aunque Romanones señalaría que “la demostración de fuerza católica del

33 
 
 

congreso, revalidada por la presencia del Rey, hacía presagiar que todos los
avances que (los liberales) intentábamos … en aquel medio no podían
prosperar; estaban de antemano condenados al fracaso”, realmente la queja de
Romanones era contra el éxito del Congreso Eucarístico al que el Rey había
otorgado su aval personal, no había queja contra la presencia del Rey en el
mismo.

Ya en el año 1919, cuando el Rey practica el intervencionismo más


patente, con los partidos dinásticos en ruina y en su fase menos liberal, se
produce la consagración de España al Sagrado Corazón de Jesús, mediante la
construcción de un monumento, por sufragio popular, en el Cerro de los
Angeles, centro geográfico teórico de España, con la directa participación de
Alfonso XIII como protagonista principal y con el disgusto del Gobierno liberal
que consideraba la actuación del Rey como contraria a la política de
secularización o, cuando menos, a la política de separación de lo civil y lo
religioso, pero, en cualquier caso, hacía patente el cambio de rumbo político del
Rey ya desde 1917.

Otros gestos parecían corregir éste, tan significativo, y así retiraría el


respaldo a la Gran Campaña Social promovida por el periódico católico El
Debate y consiguió evitar, quizá incumpliendo un previo compromiso, la
modificación del artículo 11 de la Constitución para pasar de la tolerancia
religiosa a la libertad de cultos.

No coincido con el profesor de la Cueva Merino en que la devoción al


Sagrado Corazón de Jesús sea, entonces o ahora, una devoción anti-liberal y
anti-moderna, porque una devoción responde a una convicción religiosa y, por
tanto, ubicada extramuros de lo ideológico y de lo político. Para un liberal la
expresión pública de una devoción es la expresión de un acto de libertad
individual, lo que es anti-liberal es que se haga una expresión de devoción por
una institución pública, como es la Monarquía, que representa a todos los
ciudadanos, con independencia de sus creencias. Lo anti-liberal era la
confesionalidad del Estado.

Para el autor recensionado no cabe duda de que Alfonso XIII había


establecido como los dos pilares de la Monarquía al ejercito y a la Iglesia, lo

34 
 
 

que se confirmaba con el discurso del Rey ante el Papa, en su visita al


Vaticano en noviembre de 1923, en el que desgranaba frases de corte épico-
lírico (“…mayor timbre honor llevar el título de católico”; “ese pueblo que … es
el primero en los anales de la fe católica”; “tierra bendita integrada a la vez por
el patriotismo y la religión”; si “la fe exigiera de los católicos los mayores
sacrificios, no regatearían los españoles ninguna clase de sacrificios … y …si
levantáis una cruzada contra los enemigos de nuestra sacrosanta Religión,
España y su Rey … jamás desertarían del puesto de honor…”).

Ciertamente el discurso del Rey no soportaba el más benévolo análisis


desde la perspectiva de la política de separación de poderes, aunque, en lo
sustantivo, era un discurso hueco más propio de un ya trasnochado
romanticismo.

No puede olvidarse que la Constitución declaraba el Estado confesional,


con la que la pretensión de la separación de poderes era manifiestamente
incongruente.

En conclusión, la tesis del profesor de la Cueva Merino es que el Rey fue


educado en un ambiente católico integrista y que trató de compaginar, en
materia política, su fe con el liberalismo, aunque a partir de 1917, sintiéndose
desprotegido por los partidos dinásticos en franca descomposición se apoyó,
exclusivamente, en el Ejército y en la Iglesia, tratando de compaginar su
compromiso con la Iglesia con la apariencia de una separación entre lo civil y lo
sagrado, lo que no siempre fue posible.

X.- EL REY Y LOS INTELECTUALES.

El profesor Santos Juliá se encarga de estudiar la relación e Alfonso XIII


con los intelectuales, para lo que establece cuatro hitos que abren cuatro
distintos periodos en su Reinado: 1913, la expectativa; 1918, la decepción;
1923, la lejanía y 1930, la destrucción.

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- 1913.- La expectativa.

Como se sabe con el “Maura no” de 1909, tras la represión de la


Semana Trágica, se abrió una gran campaña contra Maura, pero en el año
1913 fue “Maura el que dijo no” al Rey y al sistema de turno, que Ortega
percibió como el fin de un sistema de monopolio liberal-conservador y proclamó
que “hay que hacer la experiencia monárquica”.

No se trataba de que la intelectualidad se hiciera monárquica, que


seguía republicana, sino de que se intuía la posibilidad de que la corona
aceptara un gobierno con reformistas y algunas de sus propuestas básicas.

Así que la estrategia de Ortega era, eliminado el partido conservador,


que los reformistas de Melequiades Alvarez presentaran su alternativa,
abandonando la conjunción republicano-socialista, y a este movimiento se
incorporaría la joven intelectualidad que se reagrupó en la “Liga de la
Educación Política” en la que se integraban además de Ortega, Azaña, Garcia
Morente y otros, con lo que los socialistas ven desvanecer sus futuras
relaciones con los intelectuales. Azaña explicaría que muertos los partidos
conservador y liberal, el reformista era una opción viable de implantación de las
tesis radicales sin necesidad de cambiar el régimen, como exigían los
socialistas. Puro posibilismo, porque el Rey parecía abrir la puerta, pero la
cuestión estaba en si aceptaría alguna de los elementos sustanciales de su
programa.

Todo parecía encajar, gobernando el conservador Dato, con Maura


crítico con el sistema, y aprovechando que los reformistas se declaraban
accidentalistas, el Rey, en día memorable, de gran impacto mediático, invitó a
tres figuras de la intelectualidad republicana a Palacio: Gumersindo Azcárate,
republicano templado que salió con la idea de que la Monarquía no sería dique
de “una vigorosa política liberal”; Manuel Bartolomé Cossio y Santiago Ramón
y Cajal.

- 1918.- La decepción.

Los reformistas dejaron la pelota en el tejado de Palacio, pero el Rey no


fue a recogerla, dejó pasar el tiempo mientas reformistas y liberales se

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aproximaban decayendo las exigencias reformistas y entretenidos en su crítica


al Gobierno por la neutralidad en la I Guerra Mundial, pues eran
manifiestamente aliadófilos, hasta que en el año 1917 el Rey dejó caer a
Garcia Prieto y llamó de nuevo a Dato, percatándose entonces de la irreal
ilusión de que el Rey reinaba pero no gobernaba. Realmente asombra tal
descubrimiento cuando sus amigos liberales, eran los más partidarios de la
intervención del Rey en la vida política.

El triunfo aliado convenció a los intelectuales de que la democracia se


había impuesto frente a la autocracia, representada por Alemania, lo que
suponía que también para España había llegado la hora de la modernidad, de
la democracia para incorporarse a “la comunidad de naciones civilizadas”, se
dice en un nuevo manifiesto de los intelectuales. Pero en 1917 confluyeron
revueltas militares, las juntas de defensa, una huelga general, y la asamblea de
parlamentarios pidiendo una reforma constitucional, de escaso calado, reforma
del Senado y poco más, que hicieron virar al Rey hacia posiciones
conservadoras.

Los reformistas esperaban que la Monarquía cayera sola y los


socialistas estaban ausentes de la vida pública, con lo que el régimen carece
de enemigos, aunque la realidad social no era exactamente así, porque en los
procesos electorales desde 1902 se podían percibir movimientos, todavía sin
reflejo electoral positivo, que mostraban el deseo de cambio, según trata Alicia
Yanini (Espacio, Tiempo y Forma, 1993).

El Rey tenía dos salidas, la dictadura militar o la entrega del poder a los
reformistas para que formaran gabinete con independientes e, incluso, con
nacionalistas catalanes, según sugiere Ortega. Los reformistas exigían
disolución de Cortes y reforma radical de la Constitución, eliminando el
elemento de la co-soberanía, pero el Rey siguió con el turno proponiendo, el
año 1917, a Gracia Prieto un gabinete de transición y definitivamente a
Romanones, en 1918 el gobierno definitivo. El periódico El Sol “contrapuso la
abdicación de Guillermo II, fin de la vieja Europa, al nombramiento de Garcia
Prieto, reafirmación de la vieja España”.

España había pasado por alto el resultado de la I Guerra Mundial.

37 
 
 

- 1923. Lejanía.

Advierte el profesor Juliá que la intelectualidad no quedó compungida


ante el golpe de Primo de Rivera, porque lo que había barrido era el viejo
sistema, en absoluto liberal y, en todo caso, pseudo-liberal, entendiéndolo
como una operación de saneamiento y así el periódico de Ortega se planteaba
que tras la limpieza de los militares éstos tendrían que ceder el poder a alguna
fuerza política que no podía ser ni la derecha, que era el viejo sistema, ni los
reformistas, que se había enfangado con los viejos liberales, con lo que había
llegado la hora, dice Juliá “de los liberales sinceros, dispersos por toda España,
en ciudades y campiñas, a esos liberales que estaban conformes con la
destrucción del caduco régimen desaparecido y que habían de salir de su
inacción para cerrar el paso a las derechas”.

¿Quiénes eran éstos?, se pregunta Juliá, “..,.sino un potencial partido


formado por la más selecta intelectualidad”. Se trataría de una revolución
desde arriba, según el ideal de Costa, con lo que se abría un punto de
encuentro entre los golpistas y el liberalismo moderno.

Pero las cosas no salieron así. Ni los intelectuales actuaron ni el general


había venido para barrer e irse. Sólo Azaña, adjuró del reformismo tras el
golpe, porque veía imposible la llegar a la democracia desde la Monarquía, y
porque los denuestos contra el parlamentarismo, por malo que éste fuera, no
traían sino dictadura. Lo indiscutible es que la Monarquía se había identificado
con el absolutismo con lo que ésta era incompatible con la democracia, como
afirmaba Miguel de Unamuno.

Otro problema añadido que era que la crítica se centraba en el más que
imperfecto parlamentarismo, confundiendo su concepto con su práctica y así
diría Azaña que “había oído de mala gana lo que se dice en descrédito de las
Cortes, porque suele ser un pretexto del que se aprovechan la arbitrariedad, el
despotismo ministerial y los irresponsables mangoneadores de camarilla…
pero no tenemos otra cosa para defendernos”. “Las Cortes culpables del
encubrimiento, son ahora la única institución española que puede, recuperando
sus funciones propias, extraer del conflicto de responsabilidades el buen fruto
que de esta conmoción el país espera”.

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Las palabras de Azaña podrían repetirse hoy frente a los movimientos de


desprestigio indiscriminado de los políticos y de la política, al que se unen, con
todo descaro, los propios aludidos, porque cuando se desprestigia un sistema
parlamentario de manera absoluta (hoy democrático imperfecto), por muchos
defectos que éste tuviera, no se está llamando a su perfeccionamiento sino a la
dictadura.

Ortega, se replegaría y volvería a su connatural elitismo, considerando


que los intelectuales no podían dejar de serlo porque debían ser útiles como
intelectuales y ponerse de espaldas a la política concreta para preocuparse de
lo que fuera verdaderamente importante.

Por su parte Azaña propugnaba que los intelectuales se unieran a los


obreros organizados, en una nueva conjunción republicano-socialista que
ponga freno a las fuerzas anti-liberales y anti-democráticas. Pero, en primer
término, es necesario que la dictadura militar resigne el poder a unas nuevas
Cortes elegidas mediante sufragio universal, tras las que se trataría de
proclamar la República.

Ni los militares resignarían el poder, ni los socialistas atendieron la


llamada porque colaboraban con los militares, ni los intelectuales se agruparon
en torno a la Alianza Republicana.

No pasarían muchos años y el escenario había cambiado, la Universidad


estaba frontalmente contra el dictador, mientras que Monarquía se asimilaba a
dictadura y democracia a República.

La dictadura no había incorporado elemento alguno de regeneración,


salvo la ordenación económica del país.

- 1930.- La destrucción.

La caída de Primo de Rivera traslada la hostilidad general al Rey y todos


exigen a los demás, definirse frente al régimen monárquico. Es curioso que
esta hostilidad no afectaran a los socialistas que habían colaborado
directamente con la dictadura.

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Vuelve Unamuno a España, en olor de multitudes y vocación agitadora.


Azaña constituye Acción Republicana que niega otra salida que no sea la
declaración de la abdicación del Rey, la proclamación de la República y
elecciones a Cortes constituyentes, sin excesiva previsión de sus resultados.
Ortega publica en El Sol su memorable “Delenda est Monarchia” y llama a los
intelectuales a la política, contradiciendo su anterior tesis, porque “cuando
llegan tiempos de crisis profunda es obligatorio para todos salir de su
profesión”, promoviendo la Agrupación al Servicio de la República.

Puede concluirse el trabajo del profesor Juliá estableciendo que la clase


intelectual española, ubicada en el republicanismo teórico, vivió durante el
periodo de alfonsino al margen de la política concreta. Pudo ver en el golpe una
forma traumática de regenerar la vida pública pero la ilusión se evaporó en
poco tiempo, ni el dictador pretendía retirarse ni los intelectuales trataron de
aproximarse a él para reclamar su sucesión. Sólo cuando fue patente que el
régimen monárquico se caía, durante la dictablanda del general Berenguer, se
articularía la intelectualidad, fundamentalmente, en la Agrupación al Servicio de
la República. Seis años después, la República les devolvió sus desvelos con
una gran desilusión y, a muchos de ellos, con un largo exilio.

XI.- EL REY Y LA DICTADURA.

El profesor José Luís Gomez-Navarro analiza la relación de Alfonso XIII


con el régimen de Primo de Rivera, desde la perspectiva política y desde sus
relaciones con la dictadura, con los partidos dinásticos y con el ejército.

Como es lógico los acontecimientos posteriores al final de la I Guerra


Mundial, pese a que Alfonso XIII no tenía un pensamiento ideológicamente
sólido, sino que era más bien superficial su capacidad reflexiva, le obligaron a
modificar sus criterios, llegando a la conclusión de que el régimen liberal no era
capaz de soportar los envites de las fuerzas revolucionarias y llegaría a pedir al
pueblo y al ejercito le apoyaran como Rey, cupiéndo recordar el discurso de
Córdoba de 1921.

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Alfonso XIII partía del concepto de co-soberanía, para asumir la


condición de intérprete de la voluntad popular y pedía al ejército recordara el
compromiso de lealtad que tenía con su Rey. Así llegaría a decir: “No siempre
hace falta recurrir votos para conocer lo que quiere un pueblo… Las
elecciones, además, no son siempre la expresión neta del sufragio universal”,
en manifiesta referencia al caciquismo que alteraba los resultados electorales.

Esta concepción absolutista, planteada sólo en situaciones


excepcionales, basándose en su condición de co-soberano, concluía que el
Rey, con el apoyo del ejército, debía de interpretar directamente la voluntad
popular y tras el golpe de Primo de Rivera afirmaría, al embajador francés, que
“Yo diré que si he actuado así es porque, en mi alma y en mi conciencia, he
estimado que era el único medio de salvar a España que se hundía en la
corrupción, la ruina y el deshonor. Yo preguntaré: ¿aprueban mi
comportamiento?. Si la respuesta es afirmativa me quedaré. Si es negativa, me
marcharé”.

Gomez-Navarro afirma que, realmente, el pensamiento del Rey tiene


una manifiesta similitud con el del ejército, en el que se extendía, en el ámbito
político, la idea del anti-parlamentarismo y del desprecio por la política
partidista (partidos y políticos) y, en el ámbito profesional, tanto la preocupación
por sus intereses corporativos como la convicción de ser los protectores del
orden social y de la Monarquía, todo lo cual daba derecho a intervenir en la
política concreta de España, como institución superior a los partidos y, por
tanto, al Parlamento.

No estamos, dice el autor, ante un militarismo partidario como en siglo


XIX sino ante un militarismo institucional, bajo las órdenes del Rey y actuando
en razón de su finalidad esencial, con lo que se reconocían dos fuentes de
legitimidad o de soberanía, el Rey y el ejército que podían entrar en conflicto de
aquí que, como se verá, durante la dictadura el Rey tuvo una menor
intervención que durante el turno de partidos, lo que supone que en caso de
conflicto primaría el poder militar frente al real.

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Sin entrar a resolver el eterno dilema de si Alfonso XIII participó directa y


activamente en el golpe militar del 13 de setiembre de 1923, no cabe duda de
que actuó decisivamente en su favor y así señala Gomez-Navarro tres datos:

- Desde 1917 contribuyó ideológicamente, como se ha tratado, y


políticamente, colocándose en toda ocasión de conflicto de parte del Ejército
frente al poder civil.

- Desde 1923 deseaba un régimen militar de excepción, así lo decía e


incluso trató de encabezarlo y cuando el golpe se produjo impidió evitarlo e
hizo patente su satisfacción.

- Producido el golpe lo sancionó otorgándole una apariencia


constitucional, y así promulgó un Real Decreto designado al general Primo de
Rivera presidente del Directorio militar.

El Rey, en enero de 1924, afirmaba: “La acción era inconstitucional y yo


era el único que tenía poder de regularizarla si la juzgaba conforme a los
intereses nacionales”, aunque realmente dejó de ser constitucional al incumplir
la obligación de convocar Cortes, se quejaron los presidentes del Congreso y
del Senado siendo destituidos por real decreto del general Primo de Rivera que
firmó el Rey, vulnerando de manera flagrante la Constitución.

Resulta evidente que si el Rey tenía interés en aparentar la


constitucionalidad de la dictadura, el general no tenía el menor interés en
mantener tal apariencia.

La quiebra de la Constitución por Alfonso XIII conllevó tres


consecuencias: la declaración de perjuro, que le pasaría factura al final del
Reinado; la imposibilidad de reimplantar la Constitución caído el general y, el
distanciamiento de no pocos políticos dinásticos.

Así como en los años previos a la dictadura el Rey utilizaba su condición


de co-soberano con mucha facilidad, imponiéndose sobre las Cortes (los
partidos en su función parlamentaria) y sobre los propios partidos
(internamente débiles), para elegir al gobernante turno, con lo que el poder del
Rey era enorme, cuando llegó la dictadura, desaparecieron Parlamento y

42 
 
 

partidos, de modo que el poder del Rey quedó muy limitado, porque el poder
efectivo lo tenía el general Primo de Rivera cuyo gobierno (Directorio) co-
legislaba, mediante Real Decreto, con el propio Rey que no tenía instrumentos
legales para retirar la confianza del dictador y así le recordaba: “Señor no está
Vuestra Majestad ante un gobierno sino ante un régimen”.

Naturalmente, ya no tenía sentido la relación directa del Rey con el


ejército, porque de tal relación se encargaba el general, jefe corporativo del
intérprete del interés nacional, de modo que Alfonso XIII perdió otra fuente de
poder.

Cuando el Directorio se convirtió en civil, adquirió la condición de


Consejo de Ministros, pero el poder lo seguía teniendo su presidente, al que se
le otorgó la condición de Ministro único.

Desde luego, la idea de la pérdida total de poder del Rey no sería exacta
porque de él, de la Monarquía, emanaba la legitimidad del dictador y con la
oposición frontal del Rey su mantenimiento hubiera sido difícil, lo que agravaba
más la responsabilidad de Alfonso XIII en aquella dictadura.

Señala el autor que pese a la identidad ideológica, estratégica y táctica


entre el Rey y el dictador, deben distinguirse diversas etapas en la relación
entre ambos:

- La primera se corresponde con los primeros meses del régimen, hasta


los primeros de 1924, que se califica de entusiasta, implicándose activamente
en las políticas del general. Algo parecido a lo que les pasaría a los
intelectuales de corte reformista.

- La segunda, desde los primeros meses de 1924 hasta principios de


1926, de pleno apoyo a las políticas del nuevo régimen, salvo en el caso del
exitoso desembarco de Alhucemas, por miedo a otro fracaso en Africa,
confirmándose la supremacía del general sobre el Rey.

- La tercera, a partir de diciembre de 1925, en que el Rey continúa


apoyando al dictador pero sin expresiones de entusiasmo, marcando leves
distancias en pos de un eventual restablecimiento de la normalidad

43 
 
 

constitucional. Diversos hechos, como los conflictos de artillería, el despecho


de la aristocracia palaciega y de la propia Reina madre respecto del general,
pero sobre todo, la necesidad del Rey de que el general establezca el final del
régimen excepcional, le mueve a este distanciamiento.

- La cuarta, a lo largo de 1929. También diversos hechos, entre ellos la


muerte de la Reina madre, que afectó mucho al Rey, y la disolución del cuerpo
de artillería, impuesta por Primo de Rivera, abrieron una brecha difícil de cerrar
entre el Rey y el dictador, intuyendo el primero que el apoyo del ejército al
segundo se iba resquebrajando y así acabaría perdiendo el general la
confianza del Rey que no encontraba sustituto ni entre los viejos políticos
dinásticos. Primo de Rivera presentó el 31 de diciembre de 1929 un plan de
salida de la dictadura que el Rey, conocedor del mismo con anterioridad, lo
dejó sobre la mesa para estudiarlo lo que suponía el final de la dictadura que
se produce con la dimisión del dictador el 28 de enero de 1930.

Los partidos dinásticos y el viejo sistema en su conjunto se desplomó a


los pocos meses de establecerse la dictadura, de modo que al Rey sólo le
quedó la amistad de algunos políticos monárquicos que también se alejaron
cuando Alfonso XIII, firmando el decreto de convocatoria de la Asamblea
Nacional promovida por Primo de Rivera, en setiembre de 1927, enterró toda
relación con el régimen constitucional, cuando trataba de que el general diera
una salida a la dictadura y por miedo a su dimisión.

Los militares, por su parte, se habían mantenido unidos bajo la autoridad


del Rey hasta que el poder de Primo de Rivera, concentrando el poder militar,
rompió la unidad de mando. El triunfo efectivo del modelo militar africanista
sobre los militares peninsulares o junteros, sobre todo tras el éxito de
Alhucemas, acabaron con la unidad militar, de modo que los junteros se
distanciaron de general dictador y del propio Rey, como se comprobó en el
conflicto artillero de 1926, reproducido en 1929, por cuestiones profesionales
(ascensos).

Los militares hicieron responsable al Rey de la política militar del general


Primo de Rivera, porque el primero apoyó siempre al segundo, incluso en los
últimos años en que se apreciaban diferencias entre ambos, por miedo a la

44 
 
 

dimisión del general y falta absoluta de sustituto que pudiera aparentar


siquiera, un retorno a la vía constitucional.

En definitiva, el profesor Gomez-Navarro concluye en que el Rey que


tenía un gran poder en 1923, protegido por los partidos dinásticos y por lo
militares, con la llegada de la dictadura pierde poder efectivo y cuando ésta
cae, el Rey carece de apoyo alguno para actuar en política, pues ni los políticos
dinásticos ni los militares de apoyan, con lo que el final de la Monarquía era
inevitable.

XII.- EL REY EN SU DESCONCIERTO.

El profesor Miguel Martorell Linares plantea el desconcierto que se


produce tras la caída del general Primo de Rivera, momento en el que Alfonso
XIII recupera todo el poder pero no tiene con quien compartirlo. La salida era
de modernización de la Monarquía pero los viejos políticos que podían ayudar
al Rey pensaban en la vuelta al status anterior al golpe, mientras que el país
estaba sumido en una ola de anti-alfonsinismo, que había asumido toda la
inquina contra el general.

Alfonso XIII estaba convencido de que aceptando la dictadura estaba


salvando a la patria, por lo que no se sentía culpable y había prometido volver
a la normalidad cuando se arreglara el asunto de Marruecos que las trabas
parlamentarias dificultaban, pero Primo de Rivera se había impuesto al Rey y,
además, se había encargado que éste rompiera con sus viejos amigos, a los
que el general insultó sin reparo no saliendo el monarca nunca en su defensa.

Ya está dicho en comentario anterior, que el Rey no aprovechó la


debilidad del general dictador, cuando parte del ejército dejó de apoyarle, y que
llegaría a firmar el decreto de convocatoria de la Asamblea Nacional,
rompiendo definitivamente con cualquier posibilidad de vuelta al
constitucionalismo, con lo que el Rey no sólo carecía apoyo político alguno sino
que en torno al conservador Sanchez Guerra, exilado en Francia, se agrupaban
políticos conservadores, liberales, reformistas y hasta republicanos, como
Lerroux y Marcelino Domingo, recuperando el espíritu de la “gloriosa” de 1868,

45 
 
 

buscando la unidad de todos los constitucionalistas, con superación transitoria


de las diferencias partidarias, para la constitución de un Gobierno provisional
bajo la presidencia de Sanchez Guerra para la convocatoria de unas Cortes
constituyentes, sin que los monárquicos, como afirmó Sanchez Guerra, se
opusiera a la Republica si esta era la voluntad popular, antes que una
monarquía absoluta o dictatorial, una republica constitucional y parlamentaria.

Esta gran entente constitucionalista generaría tres levantamientos, en


1926, la sanjuanada liberal que abortó de víspera el dictador; en 1929, el
pronunciamiento de Sanchez Guerra en Valencia, que fracasó porque el
Capitán General se arrugó a última hora, y el de 1930 que se suspendió ante la
caída de la dictadura. Este era el panorama cuando abandona el poder Primo
de Rivera de clara oposición al Rey de las fuerzas tradicionalmente leales.

Se le encarga la formación de Gobierno al general Berenguer, Jefe del


Cuarto Militar del Rey, cuyo gabinete era manifiestamente alfonsino, por lo que
Romanones protestaría, de su tinte conservador y de la intervención del Rey en
su formación y con estos aparejos se pretendía volver a la normalidad. Se trató
de reconstruir dos grupos políticos que representaran uno a la derecha,
liderado por Cambó, y otro a la izquierda que se pretendía liderara Santiago
Alba que desconfiaba del Rey perjuro y al que obligó a hacerle público
desagravio, a comprometerse con la convocatoria de Cortes constituyentes,
para democratizar la monarquía quedando al Rey la única competencia de
arbitraje y moderación. A esta operación se opusieron los republicanos y
socialistas.

Se hablaba de la abdicación a favor del príncipe de Asturias, enfermo, y


de simple abdicación, de modo que la posición del Rey, incluso frente a los
monárquicos constitucionalistas, estaba en el límite de resistencia y la
República era ya una hipótesis que no asustaba a muchos monárquicos,
algunos de los cuales, como Alcalá Zamora y Miguel Maura, ya habían dado el
paso al republicanismo.

El Gobierno Berenguer quería celebrar elecciones con el censo de la


dictadura a lo que se opusieron los partidos, Berenguer quería celebrar
elecciones generales antes que las municipales convencido de que ganarían

46 
 
 

los partidos monárquicos sin percatarse de la oleada de republicanización que


había generado la caída de la dictadura y la ejecución de Galán y García
Hernández, tras la fallida insurrección de Jaca.

Los partidos republicanos, a los que se uniría, con posterioridad, la UGT


y el PSOE, suscribieron el Pacto de San Sebastián por el que ponían como
objetivo primario la unidad para conseguir la llegada de la República y creaban
un “gobierno en la sombra”.

Firmada la convocatoria de elecciones generales por el Rey, Santiago


Alba, que podía agrupar a la izquierda dijo no acudir a las mismas si las nuevas
Cortes no tuvieran el carácter de constituyentes, a cuyo criterio se unieron
Romanones y Garcia Prieto, con lo que Berenguer dimitió.

Santiago Alba rechazó la oferta del Rey para formar un gobierno de


izquierdas con los constitucionalistas y los liberales de Romanones y Garcia
Prieto, con lo que encargó la formación del gabinete a Sanchez Guerra que
quiso hacer un gobierno con los constitucionalistas y abriéndose a la izquierda,
en el que participaran Lerroux y Alcalá Zamora y acudió a la cárcel para ofrecer
un puesto, o cuando menos su apoyo, a los miembros de gobierno provisional
republicano, el Rey exigió la presencia de Romanones y de Garcia Prieto,
como cierta garantía de monarquismo, con lo que Sanchez Guerra renunció al
encargo por no aceptar el veto regio. El Rey hizo el encargo a Melequiades
Alvarez con la exigencia de que no apareciera en el gabinete el general Goded,
con lo que también hubo de rechazar el encargo.

Al Rey sólo le quedan los monárquicos con lo que acabaría formando


gobierno el almirante Aznar con conservadores y liberales de los viejos partidos
dinásticos, en el que el de menos peso político era el presidente, con lo que
cada “Ministerio se convirtió en un cantón independiente”.

Se convocaron elecciones municipales el 12 de abril, provinciales el 3 de


mayo y generales el 7 y 14 de junio, restableciéndose las garantías
constitucionales al iniciarse la campaña electoral. Se constituyeron
candidaturas únicas de monárquicos, liberales y conservadores, en todas las
circunscripciones, quedado excluidos los constitucionalistas. La campaña se

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polarizó mucho en la extrema derecha y en el bando monárquico había fe en la


victoria.

Los primeros resultados daban la victoria republicana en 45 capitales de


provincia, Romanones perdía en su cacicato de Guadalajara y de la Cierva en
el suyo de Murcia. Los hermanos de Miguel Maura trataron de que éste
convenciera al comité revolucionario de que aceptaran unas elecciones
constituyentes el 10 de mayo, con la expatriación temporal del Rey. Se llegaría
ofrecer la abdicación del Rey en el Infante Don Carlos e incluso la formación de
un gobierno republicano, manteniéndose el régimen monárquico, con el Rey en
el extranjero.

Ya era tarde, para cualquier componenda, porque las calles estaban


contagiadas de euforia republicana y los ex-monárquicos Alcalá Zamora y
Miguel Maura no facilitaron ningún acuerdo, exigiendo la marcha del Rey.

El Rey, perjuro y culpable de alta traición, había ofrecido una solución


constitucional viable, cuando ya no había posible acuerdo. Así concluyó la
última batalla contra el absolutismo monárquico, en una guerra que había
durado siglo y un tercio, desde que el bisabuelo del Rey, Fernando VII, el año
1814 aboliera la Constitución de Cádiz en 1812, en la que el régimen de la
Restauración fue un parche que duró algo más de cincuenta años.

XIII.- EL EX-REY.

El profesor Eduardo González Calleja trata la peripecia de Alfonso de


Borbón, como ex-Rey en el exilio y siguiere que pudiera haber tratado in
extremis de controlar la situación mediante la proclamación de la ley marcial o
el estado de guerra, con lo que su protesta de abandono del poder para evitar
el “derramamiento de sangre” quedaría muy comprometida.

Alfonso XIII no se percató de la intensidad revolucionaria del ambiente


político español en el año 1931, ni cuando trataba de salvar su régimen, ni
cuando llegó a Marsella, al declarar que la proclamación de la república era
“una tormenta que pasará rápidamente”.

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Una de las primeras consecuencias, de carácter personal y político, que


tuvo la instauración de la república fue la depuración de responsabilidades del
Alfonso de Borbón, por Decreto de 20-IV-1931 se incautaba el Estado de todos
los bines personales y familiares, salvo los bienes de la Victoria Eugenia de
Battemberg y por Decreto de 13-V-1031 se constituía la Comisión
Dictaminadora del caudal privado de la familia tratando de probar las
acusaciones de corrupción, encontrándose con datos insuficientes, aunque si
parecieron acciones liberadas. Según el historiador Gortazar el capital
mobiliario del ex-Rey estaría en torno a los 32 millones de pesetas y según
Tusell y Queipo de Llano quedaría una séptima parte de esa fortuna a
disposición del Banco de España.

Por lo que se refiere a las responsabilidades políticas se propuso a las


Cortes la aprobación de un acta de acusación en la que se le imputaba un
delito de lesa majestad contra la soberanía popular (en la Constitución de 1876
la voluntad popular actuaba como co-soberano), lo que planteó razonables
discrepancias proponiendo como alternativa el delito de alta traición. También
se planteaban discrepancias procesales, a las que el fiscal general Galarza
contestó afirmando que la legitimidad de las Cortes se basaba en el
antecedente de la Convención francesa y en la Ley especial de Cortes que
abrió el proceso de responsabilidades.

La defensa correspondió a Romanones que la basó en cuatro


elementos: a) falta de legalidad procesal; b) todos los actos del Rey estuvieron
refrendados por un ministro; c) no existen testimonios de inmoralidad
administrativa; d) el dictador actuó siempre por encima del Rey, sin que
existiera co-responsabilidad alguna.

Las Cortes, por aclamación, condenaron a Alfonso de Borbón como


culpable de alta traición, degradándole de todas sus dignidades, derechos y
títulos, procediéndose a la incautación de todos sus bienes pasando a
propiedad del Estado. No fue un proceso jurisdiccional sino un proceso político,
así lo afirmó Azaña, con el que se ratificaba la proclamación de la República.

Naturalmente, había de ponerse en marcha una estrategia de


restauración monárquica, lo que requería un alternativa nueva de Monarquía,

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que sólo podía ser de corte contra-revolucionario, lo que suponía una fase no
corta de penetración social, pero esta estrategia se encontró con dos hechos
que la obstaculizaban:

a) La aparición de la CEDA, con su bandera accidentalista que trataba


de aprovechar las posibilidades de acción política en el sistema republicano,
planteamiento que repugnaba a Renovación Española, pero sin duda acertado,
como se demostró en las elecciones de 1933 en que se llegó al poder.

b) El fortalecimiento, a pasos agigantados, del carlismo, cuyo


pretendiente Jaime (III), sin descendencia, aceptaba la fusión dinástica en la
persona del hijo de Alfonso (XIII), Juan, siempre que éste se educara en los
principios del tradicionalismo y de que la restauración fuera en una Monarquía
de corte tradicionalista y con el repudio explícito de los principios liberales,
extremo este último que rechazaría Alfonso (XIII) porque suponía el
reconocimiento de la ilegitimidad de sus antepasados, desde su abuela Isabel
II.

En el Pacto de Territet (Suiza) Alfonso (XIII) y Jaime (III) llegarían al


acuerdo de favorecer que una Cortes constituyentes eligieran al candidato a
Rey, con el compromiso de que quien no obtuviera respaldo resignaría sus
derechos en el vencedor. Este pacto, rechazado por los carlistas y por la lógica
de las cosas, quedaría en nada, aunque continuaron las conversaciones y,
muerto repentinamente Jaime (III), su tío, el octogenario Alfonso Carlos,
también sin descendencia le sucedió en la legitimidad carlista, llegándose a
otro acuerdo consistente en que el anciano abdicaría en el hijo de Alfonso (XIII)
si suscribía formalmente los principios del tradicionalismo, propuesta que fue
rechazada, por lo que Alfonso Carlos nombró regente de la comunión
tradicionalista a Javier de Borbón-Parma.

Se hizo patente que la restauración monárquica de la rama alfonsina no


se planteaba fácil a corto plazo porque carecía de un mínimo apoyo popular.
Así un sector relevante de la derecha había asumido el accidentalismo de la
CEDA y otro gran sector reconocía el fortalecimiento del carlismo. Después
hablarían las armas y, después, otro dictador elegiría Rey.

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Alfonso (XIII) vivió los años de exilio separado de Victoria


Eugenia, manteniendo tensas relaciones con sus dos hijos mayores, el mayor,
Alfonso, hemofílico y en matrimonio morganático y el segundo, Jaime,
sordomudo. Mantuvo una relación distante con su heredero Juan y vio el
fallecer a Gonzalo, también hemofílico. Deambuló sin rumbo y presionado por
los monárquicos de distintas tendencia para que abdicara en su hijo Juan, lo
que no aceptaría hasta poco antes de su muerte en Roma, cediendo sus
derechos históricos, sin mencionar la palabra abdicación, a favor de su hijo
Juan el 15 de enero de 1941. Fallecería el 12 de febrero del mismo año.

En el alzamiento de 1936 nada tuvo que ver Alfonso (XIII), aunque poco
después del 18 de julio de 1936 enviara un mensaje a Mola y a Franco diciendo
que “su primer soldado soy yo”, aportando una suma estimable a la causa
militar. Posiblemente haría alguna gestión cerca del gobierno italiano para
conseguir apoyos a la sublevación pero en absoluto serían decisorios. También
autorizó a su hijo Juan que se presentara en la zona sublevada, en connivencia
con el carlista tránsfuga, el conde de Rodezno, para otorgarle un cierto grado
de legitimidad ante los combatientes carlistas, aunque el general Dávila ordeno
su devolución.

Durante los tres años de guerra civil, Alfonso (XIII) no desplegó acción
alguna de carácter humanitario, con presos y desaparecidos, o de mediación
para un rápido alto el fuego, como hizo durante la I Guerra Mundial, según
comentaría el presidente de la República Azaña ya en el exilio.

Si el general Franco comunicaba a Alfonso (XIII) cada conquista de una


capital de provincial Alfonso (XIII) y su hijo Juan le contestaban con alborozo,
pensando en que la victoria militar supondría el retorno al trono, lo que
demostraba un desconocimiento descomunal de la personalidad del general
Franco.

Llegó la victoria y Alfonso (XIII) reconocería al general Franco como


Caudillo, poniéndose a sus órdenes, llegando a proponer la concesión de la
Laureada de San Fernando, cosa que no hacía falta porque ya se la otorgaba
el propio general Franco. La adhesión de la familia Borbón Battemberg al
alzamiento militar sería baldía, pocas semanas bastarían para darse cuenta de

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que el general Franco no tenía las previsiones de Alfonso (XIII) que, en su


ingenuidad y desconocimiento diría a Cortes-Cabanillas, según afirma
González Calleja, “si Franco se sale de los cauces que hemos marcado (la
restauración de la Monarquía), yo intervendré” (¿?). La respuesta de Franco
fue una dura carta comunicándole que él no sería quien restaurara la
Monarquía y que formara a su hijo Juan en la doctrina de los vencedores.

Muerto Alfonso (XIII) su hijo Juan vivió en un continuo vaivén político que
le hacía muy poco fiable. Unas veces liberal, otras tradicionalista, ahora
franquista, luego antifranquista. Esta estrategia no le llevaría al trono, porque al
Rey lo designó el general Franco y accedió al trono muerto éste, casi treinta y
cuatro años después de fallecido Alfonso (XIII).

IX.- BREVE CONCLUSION.

Hemos recensionado una compleja y extraordinariamente densa obra


que, desde diversas perspectivas, analiza con precisión la persona y el
Reinado de Alfonso XIII, la que puede llevarnos a una conclusión con cierta
garantía de acierto, que podría establecerse en los siguientes términos:

La Monarquía cayó porque no supo acomodarse a los nuevos tiempos,


no porque el pueblo fuera anti-monárquico. Si Alfonso XIII hubiera favorecido el
tránsito a la Monarquía parlamentaria y democrática, hubiera sobrevivido la
institución.

El Rey impidió la modernización institucional del régimen y negó su


pieza angular, la supremacía del poder civil.

No supo atraerse a la intelectualidad, siquiera fuera para evitar su


inquina, ni percibió las transformaciones sociales que se hacían patentes a ojos
vista, sin percatarse de la intensidad revolucionaria que España vivía, incluso
cuando ya estaba en el exilio.

El intervencionismo real en la política concreta, con un poder efectivo


político desde el inicio de su Reinado hasta 1923 y de 1930 a 1931, agrava la
responsabilidad del Rey en el fracaso del régimen.

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Desde luego, al Rey le falló la clase política, pero no supo aprovechar a


Maura y Canalejas le duró muy poco, ni hizo el mínimo esfuerzo por depurar el
sistema electoral y el régimen caciquil, aunque cierto es que los conservadores
de raíz liberal fueron pocos y los liberales, enfangados en el sistema, no son el
orgullo de los liberales de hoy.

En todo caso, el fallo de la clase política tiene parcial explicación, en el


sometimiento regio del poder civil al militar.

Este fallo de la clase política no libera de su responsabilidad a Alfonso


XIII en la caída de la Monarquía, aunque en escasa medida la limite, porque no
actuó como árbitro y moderador sino como un agente político.

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