Cuentos Deidre
Cuentos Deidre
Cuentos Deidre
Pensaba que
ya nos conocíamos tanto como para que me afectasen tanto tu
mirada y tu contacto, y aun así siento un cosquilleo y unas
contracciones que dicen lo contrario.
Recuerdo la última vez que te toqué. Íbamos en ese auto sin asientos
traseros a plena luz del día hacia no recuerdo donde. Iba manejando
tu amigo, y entonces agarraste mi mano y tu pulgar se deslizó sobre el
mío, y el calor de tu respiración se apoyó en mi cuello… Y ya no vi las
calles ni los árboles ni las nubes ni el cielo; solamente mis caderas
buscando las tuyas, y mi nariz el hueco de tu mandíbula.
…Y la calle nos alcanzaba pisándonos las puntas de nuestros
zapatos. Y el movimiento y la adrenalina nos quitaron aún más el
aliento. Y mordí tus orejas, y tu sonrisa torcida, y tu ombligo delicioso.
Y tus manos pasaron de mi pelo a mis piernas. para abrirlas y meterte
entre ellas a explorar. Y mientras tanto, mi nariz buscó tu cuello y el
hueco de tu mano. Y mordiste mis pezones, primero despacito, y luego
en plan salvaje hasta que grité a la vez de dolor y placer, indicando
que ese camino era el correcto. Y luego mi lengua en ti. Y tu lengua en
mí.
Y mi cuerpo y tu cuerpo, que ya se conocían tanto se exploraban
como la primera vez, se revolcaban, se revolvían, una vez y otra vez.
Nuestros cuerpos conquistaban la calle y la brillante luz del día con
calor, con ritmo, con música, con aliento, con fuerza, con deseo,
disfrutando de la piel, su sabor, y sus aromas. Qué fuerte! Qué
increíble! Qué delicia!.. Y entrelazamos después hasta los dedos de
los pies y nos quedamos ahí solo mirándonos.
Y ahora estás lejos, Y yo pienso en cómo huele tu cabello, en lo rico
que sabe tu piel; hasta en el pelo que crece en tus lugares más
recónditos. En que te mueves como si fueses música. Y se encienden
todos mis fuegos, y mis alarmas se iluminan. Y mi respiración se
aprisiona en mis costillas. Y recuerdo tu sabor tan nítido y decido que
me importa todo una mierda… Sueña conmigo, comparte conmigo
este momento aquí, cierra los ojos y recuerda ante esta audiencia que
ya somos nosotros mismos… Vuelve conmigo a aquel día donde
éramos solo uso niños… Ay!! Extrañaba tus manos, tu olor, tu sabor,
tu energía y tu vigor… El mundo entero, o aunque sea nuestro mundo
pequeño, vamos a joderlo un momento. Que nuestros cuerpos
recuerden lo que es poseer a alguien con el deseo incontenible,
inabarcable, irrenunciable… Y tomo tus brazos, y muerdes mi cuello, y
tiro de tu pelo para mirarte, y acaricias mi cara, y aspiro el aroma que
sale de nosotros. Tu cuerpo emana y mi cuerpo grita. Tus ojos
tiemblan, los míos arden. Entras en mi… No somos nada más. No
podemos ser más. Y me acompañas, entre saliva y uñas, y arrugas, a
ese lugar eléctrico y perfecto donde lo somos todo. Y qué bueno es
todo. Y qué bien sonamos respirando a la vez ¡Joder!
De esos en los que mis padres solían visitar a la abuela y nos dejaban
solos en casa, con la merienda y el pijama: listos para ir a la cama.
I. Escuché su voz
—Pasa y siéntate si quieres, pero no me interrumpas, que estoy
inspirada, —le dije a Ester cuando entró a mi cuarto. Sin apenas
mirarla, seguí escribiendo versos en mi cuaderno. Ella se sentó en la
silla que estaba en la esquina, puso la Biblia sobre sus piernas, y la
abrió en una página escogida al azar. Obviando por completo mi
petición, empezó a leer en voz alta. Déjame oír tu voz, porque tu voz
es dulce, decía el verso que había señalado su dedo, y, en verdad, su
voz era muy dulce, pausada, como si saboreara cada palabra que caía
en su boca. Dejé a un lado mi cuaderno y cerré los ojos. Su voz se
convirtió en serpiente de azúcar que buscaba refugio en mi cuello, en
mis pechos, en mi vientre y que se caramelizaba en el momento en
que se iba metiendo en los lugares más recónditos de mi cuerpo. No
era tanto lo que leía, sino cómo lo leía. Podría haber estado leyendo el
resultado del censo que hizo Moisés en Egipto, que el efecto habría
sido el mismo. Me senté a la orilla de la cama, y la interrumpí con otro
verso de El cantar de los cantares, Levántate amada mía, hermosa
mía, y ven conmigo. Señalé un espacio a la par mía, sobre la cama.
Ella me miró sorprendida de que yo me supiera versos de la Biblia de
memoria. —Pondría más atención si leyéramos juntas, —le expliqué.
Entonces accedió y se sentó conmigo en la cama. Leímos algunos
versos más. Al finalizar el canto, le acaricié el rostro y la besé en la
mejilla. Ella dudó un momento, luego se levantó de un salto y se fue
sin despedirse.
II. Don de lenguas
Pensé que después de ese encuentro fallido, Ester no volvería más.
Sin embargo el miércoles estaba allí de nuevo, a la hora que había
concertado con mi madre. Tocó a la puerta de mi cuarto y cuando abrí,
entró sin apenas verme. Se fue directo a mi cama y se sentó. Abrió de
nuevo La Biblia al azar y comenzó a leer el pasaje que, según ella, la
inspiración divina le había señalado. Era el libro de Ruth: ¿Por qué he
hallado gracia ante tus ojos para que te fijes en mí, siendo yo
extranjera? Intentaba modular su voz, pero era obvio que estaba muy
nerviosa. Me senté a la par de ella. Me acerqué, le acaricié la mejilla y
le susurré al oído:
—Porque me gustas, Ruth.
Le tomé el mentón, volteé suavemente su rostro hacia mí y le di un
beso rápido, pero muy tierno, sobre la boca. Ella se levantó de nuevo,
pero esta vez la agarré del brazo y no la dejé ir.
—¿No te gusto?
No me respondió. Me puse de pie y la abracé. Los latidos de su
corazón eran tan fuertes que casi traspasaban mi cuerpo. Me abrazó y
nos quedamos así, unidas, unos minutos. De pronto me separó con
violencia y me tiró sobre la cama.
—Dios te ama —me dijo en voz alta, con ese tono de teleshopping que
tanto odio en los predicadores que salen en la tele vendiendo religión.
—Ya lo sé —le respondí fastidiada.
Se acercó a la cama y se acostó a la par mía. Me acarició el cabello y
dijo en voz muy bajita —Y yo también. —La volteé a ver incrédula. —
Pero, ¿entonces...? —Siempre me gustaste, pero tu madre, —me dijo
señalando a la puerta— si no te enseño nada, no me paga, y de veras
necesito el dinero, —sonrió. La tomé de la cintura y con voz grave le
dije —Entonces enséñame todo lo que quieras. Nos besamos
apasionadamente. No había duda de que esa niña había sido
bendecida con el don de lenguas.
III. Inmersión
Siguió llegando a la casa. Ella me enseñaba La Biblia, yo a ella
poesía, y en las pausas nos ejercitábamos en el amor. A veces
combinábamos todo al mismo tiempo. Un día, por ejemplo, llegó muy
seria y me dijo, Desde hoy te llamarás Saraí, ese era tu nombre antes
de que Agar entrara en desgracia ante tus ojos por culpa de Abraham.
Saraí, heme aquí soy tu esclava.
Sacó un pañuelo de su bolso con el que me hizo amarrarle las
muñecas, muy suavecito para que pudiera zafarse cuando quisiera.
Alargó el cuerpo de tal forma que tocaba la cabecera con la punta de
los dedos y el pie de la cama con sus pies. Besé sus manos frías y su
cuerpo caliente. Subí su falda hasta la cadera y le quité las medias.
Me encantaba ver sus pies desnudos tensarse y relajarse mientras mi
mano se acercaba y se alejaba de su ropa interior al acariciar sus
piernas. Cuando mis dedos llegaron por fin al lugar deseado se
encontraron con una humedad ardiente. Hice a un lado la tela mojada.
Su mirada y sus gemidos, muy calladitos, me indicaron que siguiera. A
la duda que se reflejaba en mi rostro, me respondió concisa:
—Mi novio.
Las noches siguientes las pasaría imaginándome y hasta fantaseando
con Ester en la cama con ese otro que yo no conocía, pero en el mo-
mento de la confesión no tenía más significado que el de un pase de
entrada para sumergir de lleno mis dedos entre sus labios húmedos e
inflamados. Mi otra mano se ocupaba de sus pechos, cuyas puntas se
erguían hacia mí intentando traspasar la muralla de su blusa. Ester se
mordía los labios cada vez de forma más intensa, con tal de no gritar.
Tuve que parar antes de que sus dientes le hicieran más daño. Le di a
beber el sabor de su sexo con mis dedos, para luego besar y penetrar
con mi lengua su boca lastimada. Absorbí con mis labios sus gemidos,
hasta que llegó el orgasmo.
Agar, mi esclava bella.
Se zafó el pañuelo y me abrazó todavía temblando,
Saraí, mi ama y Señora.
IV. Misionarias
Entre estudio y juego, y estudio del juego, las vacaciones pasaron de
prisa como si las persiguieran, y cuando nos dimos cuenta ya se había
ido el mes, mis clases en la universidad comenzaban, y el matrimonio
de Ester se acercaba cada vez más. Con el curso bíblico y otros
trabajitos, Ester había ganado suficiente dinero para cubrir sus gastos
personales durante el viaje de estudios para misioneros que haría con
su futuro esposo a Estados Unidos. El último día de nuestra “clase”, en
lugar de la Biblia llevaba bajo el brazo el libro de Pepita García
Granados que yo le había regalado. Como siempre, se sentó sobre mi
cama, abrió el libro, y me leyó el poema “Despedida”, de principio a fin.
En respuesta repetí, con lágrimas en los ojos, uno de los versos del
poema: Si a lo menos conmigo llevara, la esperanza que en mí
pensarás.
—Cómo podría olvidarte —me dijo ella mostrándome el libro— ¿no
ves, amiga adorada, que me contagiaste tu hermoso demonio?
—No te hagas la santita, que tú también me diste el tuyo —le dije
rozando su falda donde terminaba su vientre. Fue la última vez que
nos vimos. No quise ir al casamiento. Me conozco, no soy así de
fuerte. Me enteré de los detalles de la boda en las pláticas nocturnas
de mi madre con mi progenitor, en las que le contaba desde lo lindo
que era el vestido, hasta lo ansiosa que parecía la novia, posando la
vista, cada cierto tiempo, en la puerta de la iglesia.