Este documento describe la estructura de la experiencia religiosa. Explica que la experiencia religiosa es disparada por la irrupción de "lo otro" que incide en los fundamentos ontológicos del ser humano. Aunque la experiencia se vive internamente, el ser humano siente la necesidad de expresarla y comunicarla externamente a través de símbolos, mitos, ritos y textos sagrados. Finalmente, la experiencia religiosa tiende a totalizar la fragmentación humana proyectando lo que no encuentra en el plano terrenal a otro orden de
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Este documento describe la estructura de la experiencia religiosa. Explica que la experiencia religiosa es disparada por la irrupción de "lo otro" que incide en los fundamentos ontológicos del ser humano. Aunque la experiencia se vive internamente, el ser humano siente la necesidad de expresarla y comunicarla externamente a través de símbolos, mitos, ritos y textos sagrados. Finalmente, la experiencia religiosa tiende a totalizar la fragmentación humana proyectando lo que no encuentra en el plano terrenal a otro orden de
Este documento describe la estructura de la experiencia religiosa. Explica que la experiencia religiosa es disparada por la irrupción de "lo otro" que incide en los fundamentos ontológicos del ser humano. Aunque la experiencia se vive internamente, el ser humano siente la necesidad de expresarla y comunicarla externamente a través de símbolos, mitos, ritos y textos sagrados. Finalmente, la experiencia religiosa tiende a totalizar la fragmentación humana proyectando lo que no encuentra en el plano terrenal a otro orden de
Este documento describe la estructura de la experiencia religiosa. Explica que la experiencia religiosa es disparada por la irrupción de "lo otro" que incide en los fundamentos ontológicos del ser humano. Aunque la experiencia se vive internamente, el ser humano siente la necesidad de expresarla y comunicarla externamente a través de símbolos, mitos, ritos y textos sagrados. Finalmente, la experiencia religiosa tiende a totalizar la fragmentación humana proyectando lo que no encuentra en el plano terrenal a otro orden de
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LA ESTRUCTURA DE LA EXPERIENCIA RELIGIOSA
Lc. Sergio Fuster
1. Introducción
La experiencia religiosa no es proveniente ni del sujeto ni del objeto, es
inobjetivable. Pero como toda vivencia humana, tiende a ser comunicada, socializada, por lo tanto, se expresa en una forma de lenguaje que tiene su propia morfología. El estudio de la articulación de este lenguaje va a permitir desestructurar dicha experiencia, de tal manera que sea legible para el campo del análisis, que es, en este caso, de tipo fenomenológico. La vivencia humana con relación a lo numinoso es disparada cuando “lo otro” irrumpe en su vida y hace una incisión en sus fundamentos ontológicos, creando, de este modo, una experiencia que se vive en el fondo entitativo, pero que pertenece a otro orden de realidad. Ella se experimenta en el ser en cuanto ser (Dasein, como diría Heidegger) y luego es proyectiva (más allá de) por su misma naturaleza, es el “religare” que ya había notado Zubiri. Es decir, primero se intuye interiormente; éste es el campo de estudio de la psicología; luego se “muestra” o produce un fenómeno, o sea, una manifestación externa inserta en el tiempo y en el espacio; este es el objeto de estudio de la historia y de la sociología, como ciencias positivas, y de la fenomenología, como método. En resumen, la construcción de la religión es una obra humana, externa, pero lo que la dispara es de un orden completamente distinto. La funda la irrupción del más allá, pero la respuesta humana a esa fundación es “formal” y estructurada; se expresa en una corriente lingüística propia, y por lo tanto, se puede estudiar, interpretar y decodificar. Sin embargo, está de más decir que esta tarea es de “alta complejidad”, ya que implementaremos métodos de lecturas racionales sobre un hecho que no lo es, que va “más allá” de cualquier análisis, y desde el comienzo vamos a tener que renunciar a querer comprenderlo todo y a acostumbrarnos a dejar buena parte de nuestras expectativas a donde pertenecen, en el ámbito de lo misterioso.
2. Aproximación al hombre y su experiencia interior
Podríamos decir que en nuestra propia experiencia percibimos diversos
planos de realidad. Por ejemplo, si salimos a la calle vamos a observar elementos de dos órdenes diferentes. Contemplamos las casas, las calles, el asfalto, etcétera. Todos estos elementos fueron hechos por alguien, aunque no sepamos exactamente quién fue; estamos en el terreno de la estricta lógica. Intuimos, así, el primer plano de realidad: el artificial. Ahora bien, en la calle también nos encontramos con elementos de otro orden: las personas, los árboles, los animales, el cielo, con los ciclos lunares y solares, las estaciones; todo tiene un ritmo que parece predicar lo perenne junto con la muerte y el renacer. Este es el plano natural. Ante la lógica pregunta de cómo es que llegaron aquí, es posible que estos elementos de orden natural nos hablen de un tercer plano de realidad, el sobrenatural; o usando el lenguaje de la teología, lo entendido como “preternatural”. La intuición de un orden sagrado deriva de un sentimiento que no puede ser explicado pero que se percibe que está allí; es inobjetivable, está más allá de la captación humana y no puede hacerse parte de un discurso (logoi). Sólo se muestra a través de. Concluimos entonces que el humano intuye (pre-piensa) el orden sobrenatural por oposición y por manifestación. El plano humano es ambivalente, es temporal y espacial, es material; por lo tanto, sujeto a la destrucción, a la nada, al fin, a la muerte, a lo desconocido, al misterio y a la frustración de no poder revelarlo. El hombre tiene necesidades de diversos órdenes que debe satisfacer, sean estas físicas, como el alimento, el abrigo, la vivienda; necesidades psíquicas, como el amor, la familia, la sexualidad; necesidades expresivas, canalizables a través del arte, la religión o de proyectos intelectuales; y, finalmente, necesidades existenciales, de saber de dónde vino, quién es y adónde va. Esta es la raíz de todo un complejo sistema anímico y arquetípico. Como planteó Paul Gauguin en su obra pictórica D’oú venons- nous? Que sommes-nous? Oú allons-nous? El artista plasmó en el lienzo las etapas de la vida, desde el nacimiento hasta la muerte. Gauguin no halló sentido a la existencia, y trató de encontrar el paraíso terrenal. Como lo intuyó Buda siglos antes, sólo nacer para sufrir, sufrir para morir, morir para ser olvidados. En otras palabras, el humano trata de buscar “algo” o a “alguien” más allá de él mismo. Esta pulsión ha sido definida como una dimensión espiritual. De allí se desprende que todos los pueblos de la Tierra y en todos los tiempos y lugares hayan tenido un arquetipo común, es decir, una conciencia de Dios/Dioses. Tener un contacto con el plano divino es una tendencia básica del hombre como tal. Por lo tanto, vemos dos vertientes; por un lado, que la búsqueda de lo divino es una experiencia humana, pero su disparador es de otro origen. Sin embargo, el hombre lo mediatiza por ciertas actitudes a las que llamaremos fenómenos, y que forman una estructura lingüística con características propias que ya analizaremos. Por el otro, no existe experiencia religiosa sin esperanza de salvación (en Occidente, a través del martirio, símbolo de la cruz), i. e., iluminación (en Oriente, a la superación del sufrimiento o la absolutización a través del mandala, como medio integrador de psique). Todo lo que en el plano humano no se encuentra, se trata de proyectar en otro orden de realidad, es decir, se tiende a totalizar la fragmentación. Dentro de esta dialéctica están los dones recibidos por fe (milagros, curaciones, etc.). Este plano divino, que es a lo que tiende el homo religiosus, podemos describirlo como un orden de realidad en la que adscribe todos los elementos de dicha experiencia. Es decir, todas las manifestaciones que encierran, por un lado, sus sentimientos y actitudes como hechos subjetivos, y por el otro, objetos, símbolos, instituciones, etc., como hechos objetivos. Pero lo divino no es una realidad determinada; por ello, no es definible en términos ni subjetivos ni objetivos; es inobjetivable, ya que se comprende como una relación. Los accesos a lo sagrado son hechos observables y expositivos. En primer lugar, el hombre no puede vivir la experiencia del misterio directamente, necesita mediatizarla o representarla por vivencias en duplicado. Aquí emerge el símbolo como auxilio para lo que no puede ser dicho verbalmente. El medio básico (médium) es, por naturaleza, profano, pertenece a su realidad mundana, pero el símbolo debe ser cargado de carácter sacral, es decir, cambiarlo de constitución psicológica. Así, acaece sobre él una transformación subjetiva (intencional), que emana sobre el medio sin alterar su constitución física. En dicho momento, el objeto se satura de ser, participa en un símbolo, conmemora un acto mítico y es empujado hacia arriba por medio de un acto ritual. En este ambiente, la cosa se impregna de valor, es lo que el hombre no es y llega hasta donde él no puede. Este objeto pertenece a dos realidades y traza una línea de unión inversa, es una paradoja que coincide lo sagrado con lo profano, como diría Mircea Eliade, es una “ruptura de nivel ontológico”. Los actos humanos están orientados hacia esa máxima realidad, que se manifiesta como un misterio. Para él, lo sagrado es una realidad vedada a su entendimiento y a su explicación. Las características de este misterio son singulares. No es como otros interrogantes de la ciencia o de la historia; en estos existe implícitamente la esperanza de que algún día se encontrara algo que los devele. En cambio, el misterio de lo religioso nunca se podrá develar totalmente, nunca agotará todo su sentido, sólo mostrará una punta sugerente de su infinito contenido. El hombre no tiene la capacidad de su captación volitiva —a no ser en la magia—; debe esperar devota e irremediablemente que éste tome la iniciativa en mostrarse. Para la experiencia religiosa ya lo hizo, en el pasado, en el illud tempus, al crear el cosmos y todo lo que lo contiene, narrado en el mito; es decir, su captación es metalógica, y éste es repetido creacionalmente en la instancia ritual, que es un intento positivo de reactivar los arquetipos para que lo divino se manifieste allí. El misterio es paradójico, se muestra en la ausencia y se manifiesta en el vacío, por lo tanto, al buscarlo somos en realidad buscados, y el encuentro es un hecho que rompe todas las estructuras de los fundamentos del ser del hombre (muerte simbólica) y lo transforma (renacimiento) en un ente holístico activando de manera clara su dimensión espiritual. 3. Estructuras y paradigmas
El hombre se orienta hacia lo sagrado pero, paradójicamente, “esto”
viene hacia él; allí donde se encuentra ocurre su completitud, su integración, su totalización, se sintoniza el símbolo. Este hallazgo es un misterio que sólo se ve por los resultados. Es por ello que la experiencia religiosa tiene una chispa matriz que la funda, que damos en llamar “la religiosidad experiencial”, o como señalaría Alves, “el instante de la conversión”, que corresponde a la vivencia mística o hierofántica. Esta fundación que acaece en la presencialidad o en la detención momentánea del tiempo cotidiano, es prolongada cuando intenta ser comunicada y compartida (socializada). Esta mostración se da en lo físico y en lo sutil. En lo físico se evidencia por los fenómenos observables que produce, aunque su dialéctica es simbólica; estos son los mitos como símbolos narrados y los ritos como símbolos gesticulados; luego devendrá la conformación de un corpus escrito o texto sagrado y su correspondiente hermenéutica, que tratará de mantener viva la experiencia para la tradición. Como lo expusiera William James, que hace una clara distinción entre la religión “vivida” y la religión “dada” por la experiencia del otro, a esta instancia la llamaremos “religiosidad de las formas”. Concomitantemente con las “formas” de adorar deberá ir acompañada, para que sea una experiencia auténtica, de una dimensión etérea, espiritual. Por su misma naturaleza es indescriptible, pero se observa por las acciones que produce en los individuos que la poseen; a esto lo llamaremos “la religiosidad esencial”. Estos niveles constituyen, en rasgos generales, la estructura de la vivencia religiosa.
4. La experiencia mística
La experiencia mística es indescriptible, sin embargo, intentaremos
una aproximación. Es el toque unívoco de Dios. Se ha definido como un estado extraordinario de perfección religiosa muy difícil de alcanzar, y como la máxima unión terrenal/celestial. Designa a aquel ser que ha conseguido una vivencia inmediata y sentida de la divinidad, de la realidad última. En dicha condición se deja de experimentar algo como objeto (fenómeno) para interiorizarlo como sujeto. En dicho momento ocurre un vaciamiento de este sujeto (que es un estado de consciencia) y este vacío es llenado por otro elemento externo, teniendo su raíz en lo misterioso; esto se denomina éxtasis. Jung diría que se llena de contenidos inconscientes arquetípicos que subliman dicha vivencia y emergen en varios símbolos religiosos traducidos por el protagonista como apariciones de luces y sombras, y que pueden tener una significación profunda y definitoria sobre la personalidad. En todas las tradiciones religiosas, sean estas de Oriente u Occidente, han aparecido noticias de místicos. En la tradición se los presenta como personajes a los que se les ha concedido una experiencia unitiva y regresan de ella con una concepción diferente de su tradición anterior; viven su religión en “paralelo”, es decir, de otro modo, esencialmente. En esta corriente podemos citar a Moisés, que habiendo vivido la aparición de Yahvé en la zarza ardiente en Horeb, insta al pueblo a regresar al Dios que los patriarcas habían adorado anteriormente. También tenemos el caso de Buda, que a raíz de su iluminación creó un camino alterno al brahmanismo de su tiempo; o a Jesús, luego de la experiencia salvífica de su resurrección (al menos así lo relatan las tradiciones antiguas); sus discípulos abrieron otro camino. También tenemos el caso de Mahoma, que después de hablar con al ángel Gabriel en la gruta de Hira, dictó el Corán y nace así el Islam. Según la tradición Vedanta, la experiencia mística radica en el conocimiento íntimo de descubrir que siempre fuimos Dios y no lo sabíamos, como dice el Upanisadh: “Tu eres eso”. Job 42: 5, lo expresa de la siguiente manera: “De oídas sabía de ti (refiriéndose a Dios) pero ahora mis propios ojos te ven”. La experiencia mística tiene por definición características que le son propias. G. van der Leeuw las divide en cinco manifestaciones: 1) rompe los límites del ego; 2) es interconfesional (es decir, se da en todas las tradiciones religiosas); 3) se la describe como ascenso (anatipico) o descenso (katatipico) mediante gradas o escalones que pueden ser en el número de siete o nueve; esto varía según cada cultura (siete chakras, siete nafs, siete palacios, siete moradas, nueve sefiras, etc.); 4) el protagonista llega a la máxima felicidad, y 5) es inefable, incomunicable e intransferible, sin embargo cuando se la verbaliza, se la traiciona, y se la describe bajo los términos del lenguaje, que por lo general es el apofático. Bernardo Fontova (1390-1460), místico y teólogo italiano, describe la experiencia cristiana en tres grados distintos y evolutivos. Primero hay una etapa purgativa. Aquí el alma se purifica de sus vicios y sus pecados mediante la penitencia, la oración y la privación corporal (psicotécnicas). Luego deviene la etapa iluminativa. Una vez purificada el alma se ilumina, se conecta con Dios. Aquí aparece el demonio (la sombra) para infligirle tentaciones. Por último, aparece la vía unitiva. La fusión con Dios (o el vacío) también es descripta como satori en el budismo Zen. Matrimonio espiritual —según Teresa de Ávila— o el alquímico, hablando en términos de Jung, siendo aquí inefable. Es donde aparecen, según Fontova, signos de tal unión con estigmas (marcas o complejos de crucifixión), levitación, bilocación, aportes producidos por telestesia, curaciones inexplicables, etcétera. De cualquier modo, es difícil hacer una aproximación al fenómeno místico. Lo que sí estamos en posición de afirmar es que una “aparición de lo divino” (hierofanta, gr. hieros sagrado, epifanía, manifestación) contagia el espacio contingente creando un centro simbólico, una línea de unión entre el cielo y la tierra, una puerta al más allá. Es una entrada de infestación de fuerzas (mana), para el creyente, sobrenaturales, que ahora ingresan a su espacio y lo “poseen”. Ese espacio y ese tiempo mutan de lo cotidiano a lo especial y se hace peligroso (tabú). Así funcionan los centros de peregrinación o los mitos de construcción de grandes templos en dichos sitios. Porque una hierofanía no acaece en cualquier tiempo o en cualquier lugar. Su manifestación está regida por los ciclos celestes y por lo geografía sagrada y ocurre en un espacio numinoso.
5. El símbolo
Una experiencia mística sólo existe cuando la protagoniza un sujeto.
Sin testigos no habría milagros. Como tal suele ocurrir una vez para siempre dejando una huella imborrable en la psiquis. Esta es la dialéctica de la religión; la misma se vive como una “relación” entre un sujeto y un término. Pero como una terminal, es inobjetivable, por su naturaleza debe ser mediada y, de esta manera, la experiencia se vive en duplicado, es decir, a través de la interposición en miniatura, así la prolonga. Esta mediación es el símbolo. El símbolo es de factura humana, pero lo colocamos aquí como factor entre la experiencia directa de la divinidad y la religiosidad de las formas creada por el hombre (mito, rito, dogma, texto sagrado) por sus características ónticas. El símbolo es de naturaleza tal que comparte las dos realidades y funciona como arcada de entrada a la otra dimensión. Etimológicamente, el símbolo deriva del término griego symbolon, que significa literalmente, syn “poner junto con” y bállein “colocar”, del latín signum, indicium, symbolum. En la antigüedad, tanto en la Mesopotamia como en Grecia, hay evidencias de contratos o pactos llevados a cabo entre dos partes, que lo sellaban rompiendo un elemento cerámico o una medalla en dos. Una parte del objeto, que está incompleto, suple su contraparte por lo que sugiere, lo metafísico, metaempírico, el simbolizante y lo simbolizado. En la época medieval, H. Saint Víctor lo definía como “…la comparación por relación de cosas visibles para demostración de algo invisible”. Conviene agregar que un símbolo representa en transparencia una realidad ausente, no porque no existe, sino porque está más allá, pero por lo que intuye funciona intencionalmente como una antena que intenta “recaptar” la hierofanía que ocurrió una vez y desapareció. Los símbolos son “jambas”, cuyos portales pueden ser abiertos, y según la psicología analítica de Jung, estos están en “sincronía” con los arquetipos inconscientes que le corresponden, de tal manera que la fijación de un símbolo religioso en la mente puede abrir un canal a imágenes anímicas que tengan la cualidad del símbolo observado, y de este modo se hace “mágicamente” presentes con las cualidades que le son propias. En esto se basa la práctica de sadhana de los lamas del Tíbet, cuando dicen materializar imágenes, y de la marga bakti en India. 6. La religiosidad de las formas
Ingresamos de esta manera al plano netamente humano. El símbolo,
que, como estudiamos, comparte las dos realidades y reclama ser dicho, comunicado, ser parte de un discurso que lo interprete en una sola dirección clausurando su polisemia natural. Aquí el homo religiosus inserta el símbolo en el tiempo y en el espacio contingente y le da una “interpretación” existenciaria. Es así como el símbolo es encerrado en el mito. Los mitos son narraciones sagradas de carácter simbólico, porque hablan de Dioses, y por vía originaria tratan de dar respuestas a las preguntas existenciales del hombre presente. Explican, de este modo, el porqué de la vida y de la muerte, y el propósito de la existencia según la cosmovisión de cada tradición. Los mitos son esquemas simbólicos puestos en orden literario, cuentan “algo sobre alguien” ( el nóema de la nóesis) y encierran los relatos en estructuras más pequeñas que se llaman mitologemas. Estos mitologemas pueden ser, por ejemplo, “cosmogónicos” o de creación, emergencia de dioses (como el mito babilónico Enuma Elish, los mitos egipcios de la teología menfita o la Teogonía de Hesíodo), el mundo, el hombre y su sociedad. Hay mitos que hablan del origen de la cultura (Génesis, cap. 4) y de héroes que emprenden peligrosos viajes a los confines del mundo para obtener un botín valioso (Gilgamésh, Jasón, Ulises, Jonás, etc.), y finalmente, mitos del fin del mundo y de restauración del paraíso originario (segundo diluvio, Armagedón, Kaly Yuga); sin ir más lejos, esta estructura se puede intuir en el sustrato bíblico. Los mitos contienen elementos arquetípicos inconscientes, como la creación (Génesis, Las leyes de Manu, las aguas del Nun, etc.), el matrimonio originario (Purusha y Prakriti, Siva y Sakti, Biná y Hojmáh, Adán y Eva), la diosa madre virgen (Semiramis, Istar, Astarté, Isis, Artemisa, Cibeles, María), el hijo heroico (Nemrod, Horus, Merodak, Zarathustra, Krishna, Buda, Jesús, San Jorge, etc.) que vence a la serpiente o al mal (símbolo del saurio o el caos inconsciente que hay que sublimar, Satán, Sesa, Pitabdhi, la araña japonesa, etc.). El mismo Freud vio en las estructuras míticas modelos de comportamientos psicológicos como cuando hablaba del complejo de Edipo, y Joyce lo intuyó a través de toda su obra literaria. Seguramente, la observación de los ciclos celestes (como el Sol, la Luna y el paso anual zodiacal), encarnados en dioses como Il (u) en Ugarit, Nut (ib-pt) en Egipto e Isvara en India; la sexualidad y la producción mágica de otra vida (padre-madre-hijo, tríada primigenia cósmica: Anu- Enlil-Ea; geográfica: Zeus-Poseidón-Hades; familiar: Osiris-Isis-Horus; temporal: Brahma-Visnú-Siva); la alteridad animal —de aquí puede que proceda la zoolatría—; las cosechas (simiente) y las temporadas lluviosas (lo seminal) y la organización sociopolítica del hombre arcaico (la realeza como elemento humano/divino) y lo tremendo de la muerte (el no ser), le dieron los elementos instintivos inconscientes para generar estos arquetipos que están en el reservorio de toda la humanidad. Los mitos son arquetipos o modelos antiguos que están congelados en el relato, pero para la experiencia religiosa deben ser activados o revividos para que sean anímicamente efectivos y presentes. Esto se intenta en la instancia ritual. Los arquetipos o modelos míticos ejemplares están fijos, detenidos, impresos (al igual que los jeroglíficos del esoterismo gráfico), y para que sean despertados de su largo letargo deben ser avivados, como la llama de un carbón, por gestos correspondientes que se den por analogía. En otras palabras, actuar simbólicamente el relato mítico, traer el arquetipo al tiempo presente (tipo), darle vida, resucitarlo (es interesante que los rituales mágicos de revivificación en el antiguo Egipto se realizaban bajo esta intencionalidad, como las ceremonias de apertura de la boca o la mantención de Ka). Lo mismo se da en los cultos afroamericanos cuando se pretende mantener activas las energías numinosas a través de complicados sacrificios y abluciones en el culto a los Orichas y Exus). De este modo, los rituales “gravan”, en el inconsciente, acontecimientos que serán revivificados cada vez que se repita el acto que lo representa. Por ejemplo, en la oscura misa cristiana, donde mágicamente se transforman el pan y el vino en carne y sangre, se está resacrificando a Cristo periódicamente. En otra palabras, el ritual tiene la suerte de volver a vivir el mito redentor, una y otra vez; de este modo, es operativo (opus operatum), y los creyentes se redimen “ahora”, en sus vidas presentes. La instantaneidad es una de sus características matrices. Otro ejemplo lo encontramos en el ritual indio del “sacrificio del caballo”, donde el mito que lo fundamenta dice que el cosmos fue creado por las “tapas” (gotas de transpiración del huevo cósmico, que es Brahma) y multiplicado en las diferentes partes del cuerpo de un caballo primigenio (Brihadaranyaka Upanisadh I, 1-2 ; II, 1-7 ). En el rito, un sacerdote brahmana se retira a una choza vestido con pieles de antílope y transpira; sus gotas de sudor mágicamente vuelven a crear el cosmos y paso seguido se inmola un caballo y se lo descuartiza; de este modo, se “crea el mundo ahora”. Los rituales son actos sacros hechos originariamente por los Dioses y narrados en los mitos; de este modo, está viva la religión de las formas, activa arquetipos de la psique y da las condiciones psicológicas propicias para que “lo otro” se intuya como manifestado. Las mostraciones de “lo extraño” se dan en signos, como los eventos maravillosos de los milagros que los fieles creen presenciar. De esta manera, el plano de lo sobrenatural entra en el mundo de lo real y ocurre la sincronía hierofánica. Los ritos son los símbolos más perennes, ya que perduran más que los mitos. Estos últimos pueden cambiar o ser reelaborados cuando la realidad que fundan cambia. Esto se hace evidente en la mitología de los pueblos amerindios, en los que se observan cambios significativos en sus narraciones sagradas, a raíz de la irrupción destructiva del hombre blanco. De esta forma, los mitos viejos son reemplazados colectivamente por otros nuevos, y los anteriores pasan a ser leyendas o parte del folclore. Pero los ritos son más parcos para desaparecer; cuando tienen ausencia de mito pasan a formar estratos bajos de inconsciente colectivo, y emergen bajo máscaras secularizadas o supersticiosas, en la forma de resignificaciones de nuevas tradiciones religiosas que están de turno en la época. Un ejemplo clásico es la Pascua. Corresponde al antiguo renacimiento de la Luna; oscuramente se renueva la primavera en el Cercano Oriente, y hasta donde se sabe, se festejaba inmolando un animal entre los pueblos nómadas árabes. Pero fue resignificado por la “historia” kerigmática de Moisés y la salvación en Egipto, y vuelto a resignificar con la última cena de Jesús y sus discípulos, pero el trasfondo corresponde al mismo arquetipo. La otra fiesta es la resurrección solar (natalis solis invicti) el día 25 del duodécimo mes (es decir, diciembre), el nacimiento de Horus, Mitra, Krishna, Adonis y Attis, como salvadores de la humanidad, ocurría antiguamente en esta fecha. Y fue resignificado bajo la lupa cristiana occidental como el nacimiento de Cristo y enriquecido con la mitología céltica medieval. Los ritos tienden a perdurar y los mitos intentan eternizarse en la confección de los corpus literarios de un pueblo. Aquí nace el fenómeno del texto sagrado que se da en muchas culturas, como Los Vedas, La Biblia, Las cestas Búdicas, El Tao-Te-King, El Corán, etcétera. Y sobre ellos devendrá el mito futuro de la revelación. Las culturas de tradición, las que carecen de textos escritos madres, como en África u Oceanía, se recuperan en la oralidad y basan sus rituales y se mantienen vivos mediante la activación de lo sagrado instantáneamente en las experiencias extáticas y de posesión. Existen rituales que significan eventos futuros, como las prácticas mánticas o de adivinación (como en “el otro lado” no hay tiempo, todos los eventos se suceden y, por tanto, las regiones numinosas ( akasha) pueden anticiparlos en nuestro plano temporo-espacial) o los ritos mágicos gestálticos (destrucción del enemigo por velación), que intencionan eventos no ocurridos pero que su realización es sagrada, como las proyecciones teleotípicas o escatológicas.
7. La religiosidad esencial
El ser, como centro de una hierofanía (protagonista de una curación
por fe, salvado o redimido, de alguna forma, por intervención “sobrenatural”), crea una angustia-dependencia tal que deja una marca imborrable. Esta “atadura” (cumplir promesas, llevar objetos, hacer peregrinaciones, diversos tipos de sacrificios, por ejemplo) es volitiva e inducida, y sostenida por una dimensión humana que es la espiritual, aunque no en un estado puro. El hombre posee un cuerpo y “algo” que lo anima: esto ha sido definido como el espíritu. Los griegos pensaban que el hombre era tripartito: cuerpo soma (jiva en sánscrito), alma, psique (aham o ego) y espíritu, neuma (atman). Para llegar al espíritu es necesario trascender los otros dos componentes. Es muy difícil acercar definiciones de algo que por su misma esencia es indescriptible. Se ha dicho que una persona espiritual es aquella que tiene conciencia de que Dios existe (o en la presencia de un mundo sobrenatural activo), ya que de alguna forma ha sido “tocada por éste”, pero concomitantemente con ello, sugiere un Dios interno (ser-religare- fenómeno), está afuera y a la vez adentro, por paradoja. La espiritualidad volitiva sería emprender la aventura de ese descubrimiento por experiencia propia. Es aquel que está orientado hacia el espíritu. La esencialidad puede ser activada “desde afuera” (o desde adentro) por la irrupción de lo divino en la cotidianidad, como ya hablamos. Una “aparición de lo otro” puede alterar de tal modo nuestra rutina que constitutivamente nos mute a un modo de ser diferente, indeclinable y permanente. Florece así una vida con propósito, iluminada, que produce un ser más holístico, integrado. Jung llamó a esto Si-Mismo; es hacia donde se orienta la vida del hombre en su segunda mitad. El ser espiritual tiene el convencimiento de que este proceso no termina en la muerte física, sino que de alguna manera hay una prolongación del ser para completar esa integración. De allí los patrones doctrinarios que se dan en todas las religiones de una supervivencia post mortem. El ser espiritual no puede ser estudiado, simplemente acontece. Pero sí pueden ser mostradas las acciones que produce. El ser que manifiesta la espiritualidad perenne es aquel que simbólicamente ha nacido dos veces, como le dijo Jesús a Nicodemo. Es interesante destacar que en algunos rituales de iniciación chamánicos se reproduzca el parto en un horno de barro que funciona como útero, para que el novicio tenga a partir de allí una nueva vida. Es aquel que ha sobrevivido con éxito el camino de héroe que narran las mitologías, y ha regresado de su peligroso viaje con un nuevo valor, como Cristo en la pasión, tortura, muerte y resurrección. El individuo que experimente “la salvación sobrenatural”, como, por ejemplo, ser testigo de un milagro, para él o para los suyos, regresa de esta vivencia crítica con un valor incalculable, convertido en un hombre que ha superado la fe por el saber. Este “hombre nuevo” sabe que hay otra realidad, y de ella deriva un poder interior que lo lleva a rendirse a aquello que hay de amoroso, armonioso y bueno en todos los seres. Por tal motivo, se relaciona de una manera distinta con la existencia propia y con la vida entera. Ahora estará dominado por la moral y la serenidad. Ahora confiará en la intuición, como un medio para recepcionar mensajes del más allá. El hombre espiritual es un ser liberado de las sogas de los dogmas que caen sobre los que no han visto o no saben ver. Ahora no cree simplemente en Dios, sabe que existe. Ve la vida desde otro lugar y se relaciona con lo que acaece desde “una consciencia testigo”. No necesita convertir a nadie, su vida es en sí misma una enseñanza. El hombre espiritual emprende su camino hacia el atardecer de la vida, ya no poblado de ausencias, sino de presencias, porque todo aquello que ha perdido por el inexorable paso del tiempo es parte de él, y los seres queridos que han quedado en el camino de la vida ahora lo conforman y lo integran. Ve la muerte propia como el regreso a casa (es lo contrario a la angustia que planteaba Heidegger, unheimlich, “no estar en casa”) y el fin de un ciclo en donde ocurrirá su última iniciación, y tal vez se reencuentre con todo aquello que una vez lo ha dejado.
8. La dimensión religiosa como medio para la mejora integral del
hombre
El humano necesita ser salvado, redimido, iluminado, sanado, llevado
a otro plano totalizador por la mano de los dioses, que lo rescaten de su destino final, la nada, el sin sentido. Ése es el disparador matriz de la experiencia religiosa. Las estructuras de dicha experiencia han cumplido este papel en la mejora del ser humano. Sin embargo, tanto en Oriente como en Occidente vivimos lo que Guénon llamó “la decadencia”, y paralelamente con ello, el camino de la enfermedad. Presenciamos una deshumanización que ha llevado a la alienación. Estamos viviendo en un mundo práctico, materialista, inmediato y tecnológico, y que está demostrando ser insuficiente. En el Oeste surge el paradigma de la ruptura con el mito y el desarrollo de la razón (ratio), a partir de Tales de Mileto, en el siglo V a. C. La razón entendida como forma independiente para hallar las respuestas a los interrogantes de la vida, fuera del consejo y amparo de los Dioses. Era el comienzo de la filosofía, en el sentido occidental del término. Fue un intento de hallar significado a la vida, alejado de la religión de las formas, pero ¿implicó esto un abandono por parte del hombre de todo lo relacionado con las cosas del espíritu? Curiosamente, “lo sagrado” siempre está, y aunque lo oculten se sabe hacer presente, ya que es una necesidad básica humana. En esta corriente es interesante notar que Sócrates habló de Dioses y Platón de mitos. La posterior escolástica fue un intento ecléctico de aunar teología y filosofía. Descartes trató de probar metódicamente la existencia de Dios, mientras Hegel postuló la religión absoluta. Sin duda, la necesidad espiritual siempre está presente, y aunque se oculte sobrevive en lo cultural, en las ideas, en lo histórico y en lo estético. No olvidemos que vivimos en tiempos postmodernos. Se desarrolla, así, para el Oeste la filosofía de la “muerte de Dios” y todas las contrariedades que esto conlleva. Pero seguimos teniendo las mismas preguntas existenciales que resolver ¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿Adónde vamos? Respuestas que proveyó la mitología durante buena parte de la historia, y en algunos sectores cada vez más crecientes de la sociedad lo siguen haciendo en su complejo religioso y que, sin duda, hay que recurrir a ellas para saciarlas. La postmodernidad ha dejado al hombre vacío y fragmentado. El existencialismo ha hablado de “angustia” (Kierkegaard) o de “náusea” (Sartre). Se construye en Occidente un mundo sin Dios. Las religiones de turno poco ofrecen. Por lo tanto, para hallar sentido a la vida, tenemos que hacer una proclama: “Dios ha resucitado”. Nietzsche, en su obra “Así habló Zaratustra”, muestra a un reformador y maestro espiritual persa que presuntamente vivió en el siglo X a. C. Baja de la montaña a predicar el óbito de Dios y el advenimiento de un “superhombre”, sin necesidad de la divinidad. Sin embargo, no podemos dejar de ver, en esta idea de Nietzsche, un caris místico, y estructuralmente hablando, una connotación mitológica. En “La Gaya ciencia” se muestra la muerte de Dios como un gran sacrificio primordial, que como resurrección dará a un hombre más completo, integrado. Sin duda, Nietzsche promulga una crítica severa a las estructuras cristianas de su época, que como hoy, están próximas a su fosilización. En esta corriente tenemos a Marx y a Freud. Pero paradójicamente, la imagen propuesta de Zarathustra, un oriental en el pensamiento occidental, fue “profética”, ya que fue precedida por un oleaje migratorio de conocimientos espirituales atrayentes desde el Este, que trajeron una renovada consciencia de Dios y marcaron las bases para el desarrollo de una contracultura. Concomitantemente con la ideología de la “muerte de Dios”, “del opio del pueblo” y “de la religiosidad como neurosis ilusoria por la muerte primordial del Padre”, se estaba desarrollando una imagen de la divinidad más esencial y duradera. Es posible que en buena medida Oriente haya vino a llenar el vacío de Occidente. ¿Es acaso este el inicio de un nuevo paradigma, de un retorno a la mitología? Eso sería ir más allá de Heidegger. Regreso en el sentido de un crecimiento de la conciencia de la necesidad espiritual, que cada vez es más notable en todos los sectores de la sociedad. Algunos lo llaman “revolución espiritual” a un juicio más pleno de la ecología, a las “nuevas políticas” y a una búsqueda real de paz y de sentido; aunque esto funciona como un tipo de maquillaje, ya que no está logrando una humanidad mejor. El regreso a la mitología sería como una deconstrucción del momento de la ruptura del mito (mithos) y la razón (logos) allá en la antigua Grecia, para regresar en un futuro al origen, al punto de partida. Como lo intuyó Eugenio Trías, una nueva edad del “espíritu”. Al regresar a la mitología, no como pensamiento mágico-religioso que ata al hombre, sino como un desarrollo de la espiritualidad liberadora, encontraremos a Krishna, Cristo, Buda, Zarathustra, Confucio, Lao-Tsé, los redentores arquetípicos de nuestra vida. Allí, en el regreso a ellos, está la salvación, no en el tiempo escatológico, sino aquí en nuestro presente. Como dice el Tao-Te-King XVI, “Las cosas en todo su contenido, vuelven a su raíz”. Un retorno a la mitología (algunos prefieren no hablar de “retorno”, ya que postulan que lo mitológico nunca se fue, sino que está presente en el inconsciente humano), con su carga simbólica, con toda la experiencia histórica que conlleva, daría como resultado una síntesis redentora. Conocer cómo se estructura la religión en el ser del hombre y sus exteriorizaciones es fundamental para acceder a un estudio serio de éste, y reivindicar su experiencia de “lo otro” aplicado a las disciplinas emergentes en este siglo XXI. Entendiendo al hombre como algo más que un cuerpo y su mente en un sustrato social (biopsicosocial), sino abriendo la posibilidad a la dimensión espiritual (neuma), como factor integrante y trascendente. Promoviendo y comprendiendo la práctica de una religiosidad más esencial, superada, espiritual, el nacimiento de un nuevo hombre, no fragmentado, saludable, ético, nutrido por un conocimiento (darsana) práctico y por los saberes metafísicos, que le conduciría a una vida más plenificante.
Lic. Carlos Sergio Fuster
Mail: [email protected] - Diplomado en Estudios Bíblicos (1994) - Diplomado en Arqueología del Cercano Oriente (1996) - Licenciado en Teología y Ciencias de la Religión (1999). - Diplomado en Lengua y Cultura Egipcia (2000). Miembro del "Centro de Estudios del Antiguo Egipto" (2001-2007) - Colaborador con el "Instituto de Estudios Arqueológicos Bíblicos" (2004 -2010). - Profesor asociado de la Fundación Centro Psicoanalítico Argentino. - Profesor invitado de la Universidad de Buenos Aires (Filosofía y Letras). - Docente del Postgrado de “Salud Mental, Espiritualidad e Intercultura” nivel I y nivel II, Hospital B. Rivadavia. Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, Ministerio de Salud.
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