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La Estructura de La Experiencia Religiosa - Fuster

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LA ESTRUCTURA DE LA EXPERIENCIA RELIGIOSA

Lc. Sergio Fuster

1. Introducción

La experiencia religiosa no es proveniente ni del sujeto ni del objeto, es


inobjetivable. Pero como toda vivencia humana, tiende a ser comunicada,
socializada, por lo tanto, se expresa en una forma de lenguaje que tiene su
propia morfología. El estudio de la articulación de este lenguaje va a
permitir desestructurar dicha experiencia, de tal manera que sea legible
para el campo del análisis, que es, en este caso, de tipo fenomenológico.
La vivencia humana con relación a lo numinoso es disparada cuando
“lo otro” irrumpe en su vida y hace una incisión en sus fundamentos
ontológicos, creando, de este modo, una experiencia que se vive en el fondo
entitativo, pero que pertenece a otro orden de realidad. Ella se experimenta
en el ser en cuanto ser (Dasein, como diría Heidegger) y luego es proyectiva
(más allá de) por su misma naturaleza, es el “religare” que ya había notado
Zubiri. Es decir, primero se intuye interiormente; éste es el campo de
estudio de la psicología; luego se “muestra” o produce un fenómeno, o sea,
una manifestación externa inserta en el tiempo y en el espacio; este es el
objeto de estudio de la historia y de la sociología, como ciencias positivas,
y de la fenomenología, como método.
En resumen, la construcción de la religión es una obra humana,
externa, pero lo que la dispara es de un orden completamente distinto. La
funda la irrupción del más allá, pero la respuesta humana a esa fundación
es “formal” y estructurada; se expresa en una corriente lingüística propia,
y por lo tanto, se puede estudiar, interpretar y decodificar.
Sin embargo, está de más decir que esta tarea es de “alta complejidad”,
ya que implementaremos métodos de lecturas racionales sobre un hecho
que no lo es, que va “más allá” de cualquier análisis, y desde el comienzo
vamos a tener que renunciar a querer comprenderlo todo y a
acostumbrarnos a dejar buena parte de nuestras expectativas a donde
pertenecen, en el ámbito de lo misterioso.

2. Aproximación al hombre y su experiencia interior

Podríamos decir que en nuestra propia experiencia percibimos diversos


planos de realidad. Por ejemplo, si salimos a la calle vamos a observar
elementos de dos órdenes diferentes. Contemplamos las casas, las calles,
el asfalto, etcétera. Todos estos elementos fueron hechos por alguien,
aunque no sepamos exactamente quién fue; estamos en el terreno de la
estricta lógica. Intuimos, así, el primer plano de realidad: el artificial.
Ahora bien, en la calle también nos encontramos con elementos de otro
orden: las personas, los árboles, los animales, el cielo, con los ciclos
lunares y solares, las estaciones; todo tiene un ritmo que parece predicar
lo perenne junto con la muerte y el renacer. Este es el plano natural. Ante
la lógica pregunta de cómo es que llegaron aquí, es posible que estos
elementos de orden natural nos hablen de un tercer plano de realidad, el
sobrenatural; o usando el lenguaje de la teología, lo entendido como
“preternatural”.
La intuición de un orden sagrado deriva de un sentimiento que no
puede ser explicado pero que se percibe que está allí; es inobjetivable, está
más allá de la captación humana y no puede hacerse parte de un discurso
(logoi). Sólo se muestra a través de. Concluimos entonces que el humano
intuye (pre-piensa) el orden sobrenatural por oposición y por
manifestación.
El plano humano es ambivalente, es temporal y espacial, es material;
por lo tanto, sujeto a la destrucción, a la nada, al fin, a la muerte, a lo
desconocido, al misterio y a la frustración de no poder revelarlo. El hombre
tiene necesidades de diversos órdenes que debe satisfacer, sean estas
físicas, como el alimento, el abrigo, la vivienda; necesidades psíquicas,
como el amor, la familia, la sexualidad; necesidades expresivas,
canalizables a través del arte, la religión o de proyectos intelectuales; y,
finalmente, necesidades existenciales, de saber de dónde vino, quién es y
adónde va. Esta es la raíz de todo un complejo sistema anímico y
arquetípico. Como planteó Paul Gauguin en su obra pictórica D’oú venons-
nous? Que sommes-nous? Oú allons-nous? El artista plasmó en el lienzo las
etapas de la vida, desde el nacimiento hasta la muerte. Gauguin no halló
sentido a la existencia, y trató de encontrar el paraíso terrenal. Como lo
intuyó Buda siglos antes, sólo nacer para sufrir, sufrir para morir, morir
para ser olvidados.
En otras palabras, el humano trata de buscar “algo” o a “alguien” más
allá de él mismo. Esta pulsión ha sido definida como una dimensión
espiritual. De allí se desprende que todos los pueblos de la Tierra y en
todos los tiempos y lugares hayan tenido un arquetipo común, es decir,
una conciencia de Dios/Dioses. Tener un contacto con el plano divino es
una tendencia básica del hombre como tal.
Por lo tanto, vemos dos vertientes; por un lado, que la búsqueda de lo
divino es una experiencia humana, pero su disparador es de otro origen.
Sin embargo, el hombre lo mediatiza por ciertas actitudes a las que
llamaremos fenómenos, y que forman una estructura lingüística con
características propias que ya analizaremos. Por el otro, no existe
experiencia religiosa sin esperanza de salvación (en Occidente, a través del
martirio, símbolo de la cruz), i. e., iluminación (en Oriente, a la superación
del sufrimiento o la absolutización a través del mandala, como medio
integrador de psique). Todo lo que en el plano humano no se encuentra, se
trata de proyectar en otro orden de realidad, es decir, se tiende a totalizar
la fragmentación. Dentro de esta dialéctica están los dones recibidos por fe
(milagros, curaciones, etc.).
Este plano divino, que es a lo que tiende el homo religiosus, podemos
describirlo como un orden de realidad en la que adscribe todos los
elementos de dicha experiencia. Es decir, todas las manifestaciones que
encierran, por un lado, sus sentimientos y actitudes como hechos
subjetivos, y por el otro, objetos, símbolos, instituciones, etc., como hechos
objetivos. Pero lo divino no es una realidad determinada; por ello, no es
definible en términos ni subjetivos ni objetivos; es inobjetivable, ya que se
comprende como una relación.
Los accesos a lo sagrado son hechos observables y expositivos. En
primer lugar, el hombre no puede vivir la experiencia del misterio
directamente, necesita mediatizarla o representarla por vivencias en
duplicado. Aquí emerge el símbolo como auxilio para lo que no puede ser
dicho verbalmente. El medio básico (médium) es, por naturaleza, profano,
pertenece a su realidad mundana, pero el símbolo debe ser cargado de
carácter sacral, es decir, cambiarlo de constitución psicológica. Así, acaece
sobre él una transformación subjetiva (intencional), que emana sobre el
medio sin alterar su constitución física. En dicho momento, el objeto se
satura de ser, participa en un símbolo, conmemora un acto mítico y es
empujado hacia arriba por medio de un acto ritual. En este ambiente, la
cosa se impregna de valor, es lo que el hombre no es y llega hasta donde él
no puede. Este objeto pertenece a dos realidades y traza una línea de
unión inversa, es una paradoja que coincide lo sagrado con lo profano,
como diría Mircea Eliade, es una “ruptura de nivel ontológico”.
Los actos humanos están orientados hacia esa máxima realidad, que
se manifiesta como un misterio. Para él, lo sagrado es una realidad vedada
a su entendimiento y a su explicación. Las características de este misterio
son singulares. No es como otros interrogantes de la ciencia o de la
historia; en estos existe implícitamente la esperanza de que algún día se
encontrara algo que los devele. En cambio, el misterio de lo religioso nunca
se podrá develar totalmente, nunca agotará todo su sentido, sólo mostrará
una punta sugerente de su infinito contenido.
El hombre no tiene la capacidad de su captación volitiva —a no ser en
la magia—; debe esperar devota e irremediablemente que éste tome la
iniciativa en mostrarse. Para la experiencia religiosa ya lo hizo, en el
pasado, en el illud tempus, al crear el cosmos y todo lo que lo contiene,
narrado en el mito; es decir, su captación es metalógica, y éste es repetido
creacionalmente en la instancia ritual, que es un intento positivo de
reactivar los arquetipos para que lo divino se manifieste allí. El misterio es
paradójico, se muestra en la ausencia y se manifiesta en el vacío, por lo
tanto, al buscarlo somos en realidad buscados, y el encuentro es un hecho
que rompe todas las estructuras de los fundamentos del ser del hombre
(muerte simbólica) y lo transforma (renacimiento) en un ente holístico
activando de manera clara su dimensión espiritual.
3. Estructuras y paradigmas

El hombre se orienta hacia lo sagrado pero, paradójicamente, “esto”


viene hacia él; allí donde se encuentra ocurre su completitud, su
integración, su totalización, se sintoniza el símbolo. Este hallazgo es un
misterio que sólo se ve por los resultados. Es por ello que la experiencia
religiosa tiene una chispa matriz que la funda, que damos en llamar “la
religiosidad experiencial”, o como señalaría Alves, “el instante de la
conversión”, que corresponde a la vivencia mística o hierofántica. Esta
fundación que acaece en la presencialidad o en la detención momentánea
del tiempo cotidiano, es prolongada cuando intenta ser comunicada y
compartida (socializada). Esta mostración se da en lo físico y en lo sutil.
En lo físico se evidencia por los fenómenos observables que produce,
aunque su dialéctica es simbólica; estos son los mitos como símbolos
narrados y los ritos como símbolos gesticulados; luego devendrá la
conformación de un corpus escrito o texto sagrado y su correspondiente
hermenéutica, que tratará de mantener viva la experiencia para la
tradición. Como lo expusiera William James, que hace una clara distinción
entre la religión “vivida” y la religión “dada” por la experiencia del otro, a
esta instancia la llamaremos “religiosidad de las formas”.
Concomitantemente con las “formas” de adorar deberá ir acompañada,
para que sea una experiencia auténtica, de una dimensión etérea,
espiritual. Por su misma naturaleza es indescriptible, pero se observa por
las acciones que produce en los individuos que la poseen; a esto lo
llamaremos “la religiosidad esencial”. Estos niveles constituyen, en rasgos
generales, la estructura de la vivencia religiosa.

4. La experiencia mística

La experiencia mística es indescriptible, sin embargo, intentaremos


una aproximación. Es el toque unívoco de Dios. Se ha definido como un
estado extraordinario de perfección religiosa muy difícil de alcanzar, y
como la máxima unión terrenal/celestial. Designa a aquel ser que ha
conseguido una vivencia inmediata y sentida de la divinidad, de la realidad
última. En dicha condición se deja de experimentar algo como objeto
(fenómeno) para interiorizarlo como sujeto. En dicho momento ocurre un
vaciamiento de este sujeto (que es un estado de consciencia) y este vacío es
llenado por otro elemento externo, teniendo su raíz en lo misterioso; esto
se denomina éxtasis. Jung diría que se llena de contenidos inconscientes
arquetípicos que subliman dicha vivencia y emergen en varios símbolos
religiosos traducidos por el protagonista como apariciones de luces y
sombras, y que pueden tener una significación profunda y definitoria sobre
la personalidad.
En todas las tradiciones religiosas, sean estas de Oriente u Occidente,
han aparecido noticias de místicos. En la tradición se los presenta como
personajes a los que se les ha concedido una experiencia unitiva y
regresan de ella con una concepción diferente de su tradición anterior;
viven su religión en “paralelo”, es decir, de otro modo, esencialmente. En
esta corriente podemos citar a Moisés, que habiendo vivido la aparición de
Yahvé en la zarza ardiente en Horeb, insta al pueblo a regresar al Dios que
los patriarcas habían adorado anteriormente. También tenemos el caso de
Buda, que a raíz de su iluminación creó un camino alterno al
brahmanismo de su tiempo; o a Jesús, luego de la experiencia salvífica de
su resurrección (al menos así lo relatan las tradiciones antiguas); sus
discípulos abrieron otro camino. También tenemos el caso de Mahoma,
que después de hablar con al ángel Gabriel en la gruta de Hira, dictó el
Corán y nace así el Islam. Según la tradición Vedanta, la experiencia
mística radica en el conocimiento íntimo de descubrir que siempre fuimos
Dios y no lo sabíamos, como dice el Upanisadh: “Tu eres eso”. Job 42: 5, lo
expresa de la siguiente manera: “De oídas sabía de ti (refiriéndose a Dios)
pero ahora mis propios ojos te ven”.
La experiencia mística tiene por definición características que le son
propias. G. van der Leeuw las divide en cinco manifestaciones: 1) rompe
los límites del ego; 2) es interconfesional (es decir, se da en todas las
tradiciones religiosas); 3) se la describe como ascenso (anatipico) o
descenso (katatipico) mediante gradas o escalones que pueden ser en el
número de siete o nueve; esto varía según cada cultura (siete chakras,
siete nafs, siete palacios, siete moradas, nueve sefiras, etc.); 4) el
protagonista llega a la máxima felicidad, y 5) es inefable, incomunicable e
intransferible, sin embargo cuando se la verbaliza, se la traiciona, y se la
describe bajo los términos del lenguaje, que por lo general es el apofático.
Bernardo Fontova (1390-1460), místico y teólogo italiano, describe la
experiencia cristiana en tres grados distintos y evolutivos. Primero hay una
etapa purgativa. Aquí el alma se purifica de sus vicios y sus pecados
mediante la penitencia, la oración y la privación corporal (psicotécnicas).
Luego deviene la etapa iluminativa. Una vez purificada el alma se ilumina,
se conecta con Dios. Aquí aparece el demonio (la sombra) para infligirle
tentaciones. Por último, aparece la vía unitiva. La fusión con Dios (o el
vacío) también es descripta como satori en el budismo Zen. Matrimonio
espiritual —según Teresa de Ávila— o el alquímico, hablando en términos
de Jung, siendo aquí inefable. Es donde aparecen, según Fontova, signos
de tal unión con estigmas (marcas o complejos de crucifixión), levitación,
bilocación, aportes producidos por telestesia, curaciones inexplicables,
etcétera.
De cualquier modo, es difícil hacer una aproximación al fenómeno
místico. Lo que sí estamos en posición de afirmar es que una “aparición de
lo divino” (hierofanta, gr. hieros sagrado, epifanía, manifestación) contagia
el espacio contingente creando un centro simbólico, una línea de unión
entre el cielo y la tierra, una puerta al más allá. Es una entrada de
infestación de fuerzas (mana), para el creyente, sobrenaturales, que ahora
ingresan a su espacio y lo “poseen”. Ese espacio y ese tiempo mutan de lo
cotidiano a lo especial y se hace peligroso (tabú). Así funcionan los centros
de peregrinación o los mitos de construcción de grandes templos en dichos
sitios. Porque una hierofanía no acaece en cualquier tiempo o en cualquier
lugar. Su manifestación está regida por los ciclos celestes y por lo geografía
sagrada y ocurre en un espacio numinoso.

5. El símbolo

Una experiencia mística sólo existe cuando la protagoniza un sujeto.


Sin testigos no habría milagros. Como tal suele ocurrir una vez para
siempre dejando una huella imborrable en la psiquis. Esta es la dialéctica
de la religión; la misma se vive como una “relación” entre un sujeto y un
término. Pero como una terminal, es inobjetivable, por su naturaleza debe
ser mediada y, de esta manera, la experiencia se vive en duplicado, es
decir, a través de la interposición en miniatura, así la prolonga. Esta
mediación es el símbolo.
El símbolo es de factura humana, pero lo colocamos aquí como factor
entre la experiencia directa de la divinidad y la religiosidad de las formas
creada por el hombre (mito, rito, dogma, texto sagrado) por sus
características ónticas. El símbolo es de naturaleza tal que comparte las
dos realidades y funciona como arcada de entrada a la otra dimensión.
Etimológicamente, el símbolo deriva del término griego symbolon, que
significa literalmente, syn “poner junto con” y bállein “colocar”, del latín
signum, indicium, symbolum. En la antigüedad, tanto en la Mesopotamia
como en Grecia, hay evidencias de contratos o pactos llevados a cabo entre
dos partes, que lo sellaban rompiendo un elemento cerámico o una
medalla en dos. Una parte del objeto, que está incompleto, suple su
contraparte por lo que sugiere, lo metafísico, metaempírico, el simbolizante
y lo simbolizado. En la época medieval, H. Saint Víctor lo definía como
“…la comparación por relación de cosas visibles para demostración de algo
invisible”. Conviene agregar que un símbolo representa en transparencia
una realidad ausente, no porque no existe, sino porque está más allá, pero
por lo que intuye funciona intencionalmente como una antena que intenta
“recaptar” la hierofanía que ocurrió una vez y desapareció.
Los símbolos son “jambas”, cuyos portales pueden ser abiertos, y
según la psicología analítica de Jung, estos están en “sincronía” con los
arquetipos inconscientes que le corresponden, de tal manera que la
fijación de un símbolo religioso en la mente puede abrir un canal a
imágenes anímicas que tengan la cualidad del símbolo observado, y de este
modo se hace “mágicamente” presentes con las cualidades que le son
propias. En esto se basa la práctica de sadhana de los lamas del Tíbet,
cuando dicen materializar imágenes, y de la marga bakti en India.
6. La religiosidad de las formas

Ingresamos de esta manera al plano netamente humano. El símbolo,


que, como estudiamos, comparte las dos realidades y reclama ser dicho,
comunicado, ser parte de un discurso que lo interprete en una sola
dirección clausurando su polisemia natural. Aquí el homo religiosus inserta
el símbolo en el tiempo y en el espacio contingente y le da una
“interpretación” existenciaria. Es así como el símbolo es encerrado en el
mito.
Los mitos son narraciones sagradas de carácter simbólico, porque
hablan de Dioses, y por vía originaria tratan de dar respuestas a las
preguntas existenciales del hombre presente. Explican, de este modo, el
porqué de la vida y de la muerte, y el propósito de la existencia según la
cosmovisión de cada tradición. Los mitos son esquemas simbólicos
puestos en orden literario, cuentan “algo sobre alguien” ( el nóema de la
nóesis) y encierran los relatos en estructuras más pequeñas que se llaman
mitologemas. Estos mitologemas pueden ser, por ejemplo, “cosmogónicos”
o de creación, emergencia de dioses (como el mito babilónico Enuma Elish,
los mitos egipcios de la teología menfita o la Teogonía de Hesíodo), el
mundo, el hombre y su sociedad. Hay mitos que hablan del origen de la
cultura (Génesis, cap. 4) y de héroes que emprenden peligrosos viajes a los
confines del mundo para obtener un botín valioso (Gilgamésh, Jasón,
Ulises, Jonás, etc.), y finalmente, mitos del fin del mundo y de
restauración del paraíso originario (segundo diluvio, Armagedón, Kaly
Yuga); sin ir más lejos, esta estructura se puede intuir en el sustrato
bíblico.
Los mitos contienen elementos arquetípicos inconscientes, como la
creación (Génesis, Las leyes de Manu, las aguas del Nun, etc.), el
matrimonio originario (Purusha y Prakriti, Siva y Sakti, Biná y Hojmáh,
Adán y Eva), la diosa madre virgen (Semiramis, Istar, Astarté, Isis,
Artemisa, Cibeles, María), el hijo heroico (Nemrod, Horus, Merodak,
Zarathustra, Krishna, Buda, Jesús, San Jorge, etc.) que vence a la
serpiente o al mal (símbolo del saurio o el caos inconsciente que hay que
sublimar, Satán, Sesa, Pitabdhi, la araña japonesa, etc.). El mismo Freud
vio en las estructuras míticas modelos de comportamientos psicológicos
como cuando hablaba del complejo de Edipo, y Joyce lo intuyó a través de
toda su obra literaria.
Seguramente, la observación de los ciclos celestes (como el Sol, la
Luna y el paso anual zodiacal), encarnados en dioses como Il (u) en Ugarit,
Nut (ib-pt) en Egipto e Isvara en India; la sexualidad y la producción
mágica de otra vida (padre-madre-hijo, tríada primigenia cósmica: Anu-
Enlil-Ea; geográfica: Zeus-Poseidón-Hades; familiar: Osiris-Isis-Horus;
temporal: Brahma-Visnú-Siva); la alteridad animal —de aquí puede que
proceda la zoolatría—; las cosechas (simiente) y las temporadas lluviosas
(lo seminal) y la organización sociopolítica del hombre arcaico (la realeza
como elemento humano/divino) y lo tremendo de la muerte (el no ser), le
dieron los elementos instintivos inconscientes para generar estos
arquetipos que están en el reservorio de toda la humanidad.
Los mitos son arquetipos o modelos antiguos que están congelados en
el relato, pero para la experiencia religiosa deben ser activados o revividos
para que sean anímicamente efectivos y presentes. Esto se intenta en la
instancia ritual.
Los arquetipos o modelos míticos ejemplares están fijos, detenidos,
impresos (al igual que los jeroglíficos del esoterismo gráfico), y para que
sean despertados de su largo letargo deben ser avivados, como la llama de
un carbón, por gestos correspondientes que se den por analogía. En otras
palabras, actuar simbólicamente el relato mítico, traer el arquetipo al
tiempo presente (tipo), darle vida, resucitarlo (es interesante que los
rituales mágicos de revivificación en el antiguo Egipto se realizaban bajo
esta intencionalidad, como las ceremonias de apertura de la boca o la
mantención de Ka). Lo mismo se da en los cultos afroamericanos cuando
se pretende mantener activas las energías numinosas a través de
complicados sacrificios y abluciones en el culto a los Orichas y Exus). De
este modo, los rituales “gravan”, en el inconsciente, acontecimientos que
serán revivificados cada vez que se repita el acto que lo representa.
Por ejemplo, en la oscura misa cristiana, donde mágicamente se
transforman el pan y el vino en carne y sangre, se está resacrificando a
Cristo periódicamente. En otra palabras, el ritual tiene la suerte de volver
a vivir el mito redentor, una y otra vez; de este modo, es operativo (opus
operatum), y los creyentes se redimen “ahora”, en sus vidas presentes. La
instantaneidad es una de sus características matrices.
Otro ejemplo lo encontramos en el ritual indio del “sacrificio del
caballo”, donde el mito que lo fundamenta dice que el cosmos fue creado
por las “tapas” (gotas de transpiración del huevo cósmico, que es Brahma)
y multiplicado en las diferentes partes del cuerpo de un caballo primigenio
(Brihadaranyaka Upanisadh I, 1-2 ; II, 1-7 ). En el rito, un sacerdote
brahmana se retira a una choza vestido con pieles de antílope y transpira;
sus gotas de sudor mágicamente vuelven a crear el cosmos y paso seguido
se inmola un caballo y se lo descuartiza; de este modo, se “crea el mundo
ahora”.
Los rituales son actos sacros hechos originariamente por los Dioses y
narrados en los mitos; de este modo, está viva la religión de las formas,
activa arquetipos de la psique y da las condiciones psicológicas propicias
para que “lo otro” se intuya como manifestado. Las mostraciones de “lo
extraño” se dan en signos, como los eventos maravillosos de los milagros
que los fieles creen presenciar. De esta manera, el plano de lo sobrenatural
entra en el mundo de lo real y ocurre la sincronía hierofánica.
Los ritos son los símbolos más perennes, ya que perduran más que los
mitos. Estos últimos pueden cambiar o ser reelaborados cuando la
realidad que fundan cambia. Esto se hace evidente en la mitología de los
pueblos amerindios, en los que se observan cambios significativos en sus
narraciones sagradas, a raíz de la irrupción destructiva del hombre blanco.
De esta forma, los mitos viejos son reemplazados colectivamente por otros
nuevos, y los anteriores pasan a ser leyendas o parte del folclore.
Pero los ritos son más parcos para desaparecer; cuando tienen
ausencia de mito pasan a formar estratos bajos de inconsciente colectivo, y
emergen bajo máscaras secularizadas o supersticiosas, en la forma de
resignificaciones de nuevas tradiciones religiosas que están de turno en la
época. Un ejemplo clásico es la Pascua. Corresponde al antiguo
renacimiento de la Luna; oscuramente se renueva la primavera en el
Cercano Oriente, y hasta donde se sabe, se festejaba inmolando un animal
entre los pueblos nómadas árabes. Pero fue resignificado por la “historia”
kerigmática de Moisés y la salvación en Egipto, y vuelto a resignificar con
la última cena de Jesús y sus discípulos, pero el trasfondo corresponde al
mismo arquetipo. La otra fiesta es la resurrección solar (natalis solis invicti)
el día 25 del duodécimo mes (es decir, diciembre), el nacimiento de Horus,
Mitra, Krishna, Adonis y Attis, como salvadores de la humanidad, ocurría
antiguamente en esta fecha. Y fue resignificado bajo la lupa cristiana
occidental como el nacimiento de Cristo y enriquecido con la mitología
céltica medieval.
Los ritos tienden a perdurar y los mitos intentan eternizarse en la
confección de los corpus literarios de un pueblo. Aquí nace el fenómeno del
texto sagrado que se da en muchas culturas, como Los Vedas, La Biblia,
Las cestas Búdicas, El Tao-Te-King, El Corán, etcétera. Y sobre ellos
devendrá el mito futuro de la revelación. Las culturas de tradición, las que
carecen de textos escritos madres, como en África u Oceanía, se recuperan
en la oralidad y basan sus rituales y se mantienen vivos mediante la
activación de lo sagrado instantáneamente en las experiencias extáticas y
de posesión.
Existen rituales que significan eventos futuros, como las prácticas
mánticas o de adivinación (como en “el otro lado” no hay tiempo, todos los
eventos se suceden y, por tanto, las regiones numinosas ( akasha) pueden
anticiparlos en nuestro plano temporo-espacial) o los ritos mágicos
gestálticos (destrucción del enemigo por velación), que intencionan eventos
no ocurridos pero que su realización es sagrada, como las proyecciones
teleotípicas o escatológicas.

7. La religiosidad esencial

El ser, como centro de una hierofanía (protagonista de una curación


por fe, salvado o redimido, de alguna forma, por intervención
“sobrenatural”), crea una angustia-dependencia tal que deja una marca
imborrable. Esta “atadura” (cumplir promesas, llevar objetos, hacer
peregrinaciones, diversos tipos de sacrificios, por ejemplo) es volitiva e
inducida, y sostenida por una dimensión humana que es la espiritual,
aunque no en un estado puro.
El hombre posee un cuerpo y “algo” que lo anima: esto ha sido definido
como el espíritu. Los griegos pensaban que el hombre era tripartito: cuerpo
soma (jiva en sánscrito), alma, psique (aham o ego) y espíritu, neuma
(atman). Para llegar al espíritu es necesario trascender los otros dos
componentes.
Es muy difícil acercar definiciones de algo que por su misma esencia
es indescriptible. Se ha dicho que una persona espiritual es aquella que
tiene conciencia de que Dios existe (o en la presencia de un mundo
sobrenatural activo), ya que de alguna forma ha sido “tocada por éste”,
pero concomitantemente con ello, sugiere un Dios interno (ser-religare-
fenómeno), está afuera y a la vez adentro, por paradoja. La espiritualidad
volitiva sería emprender la aventura de ese descubrimiento por experiencia
propia. Es aquel que está orientado hacia el espíritu.
La esencialidad puede ser activada “desde afuera” (o desde adentro)
por la irrupción de lo divino en la cotidianidad, como ya hablamos. Una
“aparición de lo otro” puede alterar de tal modo nuestra rutina que
constitutivamente nos mute a un modo de ser diferente, indeclinable y
permanente.
Florece así una vida con propósito, iluminada, que produce un ser más
holístico, integrado. Jung llamó a esto Si-Mismo; es hacia donde se orienta
la vida del hombre en su segunda mitad. El ser espiritual tiene el
convencimiento de que este proceso no termina en la muerte física, sino
que de alguna manera hay una prolongación del ser para completar esa
integración. De allí los patrones doctrinarios que se dan en todas las
religiones de una supervivencia post mortem.
El ser espiritual no puede ser estudiado, simplemente acontece. Pero sí
pueden ser mostradas las acciones que produce. El ser que manifiesta la
espiritualidad perenne es aquel que simbólicamente ha nacido dos veces,
como le dijo Jesús a Nicodemo. Es interesante destacar que en algunos
rituales de iniciación chamánicos se reproduzca el parto en un horno de
barro que funciona como útero, para que el novicio tenga a partir de allí
una nueva vida. Es aquel que ha sobrevivido con éxito el camino de héroe
que narran las mitologías, y ha regresado de su peligroso viaje con un
nuevo valor, como Cristo en la pasión, tortura, muerte y resurrección. El
individuo que experimente “la salvación sobrenatural”, como, por ejemplo,
ser testigo de un milagro, para él o para los suyos, regresa de esta vivencia
crítica con un valor incalculable, convertido en un hombre que ha
superado la fe por el saber.
Este “hombre nuevo” sabe que hay otra realidad, y de ella deriva un
poder interior que lo lleva a rendirse a aquello que hay de amoroso,
armonioso y bueno en todos los seres. Por tal motivo, se relaciona de una
manera distinta con la existencia propia y con la vida entera. Ahora estará
dominado por la moral y la serenidad. Ahora confiará en la intuición, como
un medio para recepcionar mensajes del más allá.
El hombre espiritual es un ser liberado de las sogas de los dogmas que
caen sobre los que no han visto o no saben ver. Ahora no cree simplemente
en Dios, sabe que existe. Ve la vida desde otro lugar y se relaciona con lo
que acaece desde “una consciencia testigo”. No necesita convertir a nadie,
su vida es en sí misma una enseñanza. El hombre espiritual emprende su
camino hacia el atardecer de la vida, ya no poblado de ausencias, sino de
presencias, porque todo aquello que ha perdido por el inexorable paso del
tiempo es parte de él, y los seres queridos que han quedado en el camino
de la vida ahora lo conforman y lo integran. Ve la muerte propia como el
regreso a casa (es lo contrario a la angustia que planteaba Heidegger,
unheimlich, “no estar en casa”) y el fin de un ciclo en donde ocurrirá su
última iniciación, y tal vez se reencuentre con todo aquello que una vez lo
ha dejado.

8. La dimensión religiosa como medio para la mejora integral del


hombre

El humano necesita ser salvado, redimido, iluminado, sanado, llevado


a otro plano totalizador por la mano de los dioses, que lo rescaten de su
destino final, la nada, el sin sentido. Ése es el disparador matriz de la
experiencia religiosa. Las estructuras de dicha experiencia han cumplido
este papel en la mejora del ser humano. Sin embargo, tanto en Oriente
como en Occidente vivimos lo que Guénon llamó “la decadencia”, y
paralelamente con ello, el camino de la enfermedad. Presenciamos una
deshumanización que ha llevado a la alienación. Estamos viviendo en un
mundo práctico, materialista, inmediato y tecnológico, y que está
demostrando ser insuficiente.
En el Oeste surge el paradigma de la ruptura con el mito y el desarrollo
de la razón (ratio), a partir de Tales de Mileto, en el siglo V a. C. La razón
entendida como forma independiente para hallar las respuestas a los
interrogantes de la vida, fuera del consejo y amparo de los Dioses. Era el
comienzo de la filosofía, en el sentido occidental del término. Fue un
intento de hallar significado a la vida, alejado de la religión de las formas,
pero ¿implicó esto un abandono por parte del hombre de todo lo
relacionado con las cosas del espíritu? Curiosamente, “lo sagrado” siempre
está, y aunque lo oculten se sabe hacer presente, ya que es una necesidad
básica humana.
En esta corriente es interesante notar que Sócrates habló de Dioses y
Platón de mitos. La posterior escolástica fue un intento ecléctico de aunar
teología y filosofía. Descartes trató de probar metódicamente la existencia
de Dios, mientras Hegel postuló la religión absoluta. Sin duda, la
necesidad espiritual siempre está presente, y aunque se oculte sobrevive
en lo cultural, en las ideas, en lo histórico y en lo estético.
No olvidemos que vivimos en tiempos postmodernos. Se desarrolla, así,
para el Oeste la filosofía de la “muerte de Dios” y todas las contrariedades
que esto conlleva. Pero seguimos teniendo las mismas preguntas
existenciales que resolver ¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿Adónde
vamos? Respuestas que proveyó la mitología durante buena parte de la
historia, y en algunos sectores cada vez más crecientes de la sociedad lo
siguen haciendo en su complejo religioso y que, sin duda, hay que recurrir
a ellas para saciarlas. La postmodernidad ha dejado al hombre vacío y
fragmentado. El existencialismo ha hablado de “angustia” (Kierkegaard) o
de “náusea” (Sartre). Se construye en Occidente un mundo sin Dios. Las
religiones de turno poco ofrecen. Por lo tanto, para hallar sentido a la vida,
tenemos que hacer una proclama: “Dios ha resucitado”.
Nietzsche, en su obra “Así habló Zaratustra”, muestra a un reformador
y maestro espiritual persa que presuntamente vivió en el siglo X a. C. Baja
de la montaña a predicar el óbito de Dios y el advenimiento de un
“superhombre”, sin necesidad de la divinidad. Sin embargo, no podemos
dejar de ver, en esta idea de Nietzsche, un caris místico, y
estructuralmente hablando, una connotación mitológica. En “La Gaya
ciencia” se muestra la muerte de Dios como un gran sacrificio primordial,
que como resurrección dará a un hombre más completo, integrado. Sin
duda, Nietzsche promulga una crítica severa a las estructuras cristianas
de su época, que como hoy, están próximas a su fosilización. En esta
corriente tenemos a Marx y a Freud. Pero paradójicamente, la imagen
propuesta de Zarathustra, un oriental en el pensamiento occidental, fue
“profética”, ya que fue precedida por un oleaje migratorio de conocimientos
espirituales atrayentes desde el Este, que trajeron una renovada
consciencia de Dios y marcaron las bases para el desarrollo de una
contracultura.
Concomitantemente con la ideología de la “muerte de Dios”, “del opio
del pueblo” y “de la religiosidad como neurosis ilusoria por la muerte
primordial del Padre”, se estaba desarrollando una imagen de la divinidad
más esencial y duradera. Es posible que en buena medida Oriente haya
vino a llenar el vacío de Occidente. ¿Es acaso este el inicio de un nuevo
paradigma, de un retorno a la mitología? Eso sería ir más allá de
Heidegger. Regreso en el sentido de un crecimiento de la conciencia de la
necesidad espiritual, que cada vez es más notable en todos los sectores de
la sociedad. Algunos lo llaman “revolución espiritual” a un juicio más
pleno de la ecología, a las “nuevas políticas” y a una búsqueda real de paz
y de sentido; aunque esto funciona como un tipo de maquillaje, ya que no
está logrando una humanidad mejor.
El regreso a la mitología sería como una deconstrucción del momento
de la ruptura del mito (mithos) y la razón (logos) allá en la antigua Grecia,
para regresar en un futuro al origen, al punto de partida. Como lo intuyó
Eugenio Trías, una nueva edad del “espíritu”. Al regresar a la mitología, no
como pensamiento mágico-religioso que ata al hombre, sino como un
desarrollo de la espiritualidad liberadora, encontraremos a Krishna, Cristo,
Buda, Zarathustra, Confucio, Lao-Tsé, los redentores arquetípicos de
nuestra vida. Allí, en el regreso a ellos, está la salvación, no en el tiempo
escatológico, sino aquí en nuestro presente. Como dice el Tao-Te-King XVI,
“Las cosas en todo su contenido, vuelven a su raíz”. Un retorno a la
mitología (algunos prefieren no hablar de “retorno”, ya que postulan que lo
mitológico nunca se fue, sino que está presente en el inconsciente
humano), con su carga simbólica, con toda la experiencia histórica que
conlleva, daría como resultado una síntesis redentora.
Conocer cómo se estructura la religión en el ser del hombre y sus
exteriorizaciones es fundamental para acceder a un estudio serio de éste, y
reivindicar su experiencia de “lo otro” aplicado a las disciplinas emergentes
en este siglo XXI. Entendiendo al hombre como algo más que un cuerpo y
su mente en un sustrato social (biopsicosocial), sino abriendo la
posibilidad a la dimensión espiritual (neuma), como factor integrante y
trascendente. Promoviendo y comprendiendo la práctica de una
religiosidad más esencial, superada, espiritual, el nacimiento de un nuevo
hombre, no fragmentado, saludable, ético, nutrido por un conocimiento
(darsana) práctico y por los saberes metafísicos, que le conduciría a una
vida más plenificante.

Lic. Carlos Sergio Fuster


Mail: [email protected]
- Diplomado en Estudios Bíblicos (1994)
- Diplomado en Arqueología del Cercano Oriente (1996)
- Licenciado en Teología y Ciencias de la Religión (1999).
- Diplomado en Lengua y Cultura Egipcia (2000).
Miembro del "Centro de Estudios del Antiguo Egipto" (2001-2007)
- Colaborador con el "Instituto de Estudios Arqueológicos
Bíblicos" (2004 -2010).
- Profesor asociado de la Fundación Centro Psicoanalítico Argentino.
- Profesor invitado de la Universidad de Buenos Aires (Filosofía y
Letras).
- Docente del Postgrado de “Salud Mental, Espiritualidad e
Intercultura” nivel I y nivel II, Hospital B. Rivadavia. Gobierno de la Ciudad
de Buenos Aires, Ministerio de Salud.

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