Cap 7 - Escatología - Resumen

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SAPIENTIA FIDEI

Serie de Manuales de Teología


LA PASCUA DE LA CREACION
ESCATOLOGIA
Juan L Ruiz de la Peña

CAPITULO VII

LA VIDA ETERNA

La parusía, impone un término a la historia, llevándola a su plenitud; la nueva creación es el marco


de una nueva humanidad, surgida de la resurrección de los muertos. Pero ¿cuál es, en concreto, el
contenido vivencial de esa existencia transfigurada? El credo responde: la vida eterna. Objeto de
este capítulo es fijar sus elementos constitutivos, con la clara conciencia del carácter inefable de
esta realidad ultima (cf. 1 Cor. 2,9).

I. LA DOCTRINA DE LA ESCRITURA

Concepto veterotestamentario: la vida en sentido estricto es la existencia colmada por las


bendiciones de Yahveh: sólo se disfrutará en plenitud si se comulga en la vida de Dios por medio
de una amistad íntima y sólida. Suspiraba ya Moisés (“déjame ver, por favor, tu gloria”-: Ex 33,18;
cf. Ex 33,20), sin advertir que ella no es posible durante la existencia temporal; el salmista,
empero, goza con la certeza de poder disfrutarla más allá de la muerte (Sal 16,11;73,23-26).

El israelita piadoso está convencido de que “el Señor será su recompensa” (Sab 5,15) o de que
resucitará “para la vida eterna”. Una convicción que nace de la percepción de Dios como amor
que crea por pura e infinita liberalidad, y por tanto para la vida, no para la muerte. (Sab 1,13-14),
(Sab 11,24-26).

En estos textos se formula una de las más ricas intuiciones de la entera teología bíblica: la lógica
del amor es la única que puede dar razón del origen de la vida en su total gratuidad. Dios crea
para la vida porque crea por amor. El discurso protológico – fe en la creación – genera un discurso
escatológico – esperanza en la consumación -; arché y télos, comienzo y fin, se implican
recíprocamente.

1. La predicación de Jesús

Los sinópticos dan fe de la frecuencia, la riqueza y variabilidad de las imágenes que describen
la plenitud escatológica y de los términos empleados para significarla: reino (de Dios/ de los
cielos), paraíso, gloria, cielo, visión de Dios. A los mercaderes se les habla de la perla fina; a
los pescadores, de la red repleta; a los campesinos de la mies abundante.

Tales símbolos, evocaban –a los destinatarios del mensaje– el gozo supremo de una vida
consumada. Sirven además para advertir que “la dicha de la tierra es primicia de la del cielo”,
quien no tenga una experiencia gratificante de esta vida, porque está siendo en ella
permanentemente mortificado, difícilmente alcanzará un vislumbre de lo que es la vida
eterna.

Entre las imágenes empleadas por Jesús las del banquete mesiánico y el convite nupcial
tienen singular relevancia (Mt 22,1-10; 25,1-10; Lc 12,35-38; 13,28s; 14, 16-24). La boda y el
banquete tipifican dos instintos prioritarios: el de la conservación de la especie y el de la
propia conservación. Sexualidad y nutrición realidades que el hombre ha espiritualizado,
humanizándolas, en ceremonias rituales, mediante las cuales lo puramente biológico se
trasciende y dignifica. Es también importante en estas imágenes el carácter comunitario de la
plenitud, que se corroborará más tarde en los símbolos de la ciudad celestial o la nueva
Jerusalén (Ap 21,9ss); la ciudad, en efecto “representa la superación de la soledad.

2. La vida eterna

Es sobre todo Juan quien profundiza en este concepto. La vida eterna es ya poseída
actualmente por la fe: quien cree en Cristo “tiene la vida” o “la vida eterna” (“vida” y “vida
eterna” son absolutamente equivalentes): Jn 3,36; 5,24. Jesús dice de sí mismo que “posee la
vida” (Jn 6,57; 14,19) o, todavía más, que él mismo “es la vida” (Jn 11,25; 14,6; 1 Jn 5,20) y
que ha venido al mundo para “darle la vida” (Jn 6,33; 10,10; 1 Jn 4,9).

“Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu enviado
Jesucristo” (Jn 17,3). Denota, en el proverbial sentido semítico del verbo conocer, “una
comprensión y participación intima, una comunión”

También en el corpus paulino, aunque la expresión “vida eterna” parece ser reservada en
exclusiva – como ocurría en los sinópticos – para la consumación escatológica. La actualidad
de la vida, efecto de la dispensación del Espíritu, es señalada frecuentemente por el apóstol:
Rom 8,2-10; Gal 2,20; 5,25; Dicha vida es participación en la vida de Cristo resucitado (Gál
2,20) y se manifestará en su plenitud con la parusía (Col 3,3s). De suerte que ahora somos
“herederos en esperanza de la vida eterna” (Tit 3,7).

3. La visión de Dios

“Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios” (Mt 5,8). La suplica de
Moisés (“déjame ver tu gloria”), traspasa la entera historia de Israel. Los creyentes son “la
raza de los que buscan a Dios” y “van tras su rostro” (Sal 24,6), (Sal 4,7), (Sal 11,7). Un tal
deseo, nunca colmado y apagado, va a ser objeto de dos textos clásicos del Nuevo
Testamento: 1 Cor 13,12 y 1 Jn 3,2.

Puesto que el horizonte de esta visión es el reino de Dios consumado, “ver a Dios” equivale a
“ver al rey”. Ahora bien, el rey de la corte oriental es inaccesible para la generalidad de sus
súbditos. Sólo a los miembros de su corte y a los consanguíneos les es dado contemplarlo tal
cual es. Así, la clave que descifra la categoría “visión de Dios” es: convivencia, familiaridad,
comunión existencial. Ven a Dios los que gozan de su intimidad, se sientan a su mesa.

En este orden de cosas se comprende bien Mt 18,10: los ángeles (los personajes que, ya según
el Antiguo Testamento, integran la corte de Dios) “ven continuamente el rostro de Dios” esto
es, viven de modo estable en su cercanía y favor.
En 1 Cor 13,8-13 contrapone Pablo el carácter imperfecto de los dones y carismas propios de
la existencia temporal a la perfección que nos aguarda en el éschaton: “cuando venga lo que
es perfecto (to téleion), lo imperfecto desaparecerá” (v.10). Las fases presente y futura de los
bienes salvíficos se relacionan entre sí como las edades infantil y adulta (v.11). La diferencia
entre ambas la emplaza Pablo en el modo del conocimiento de Dios, ahora confuso (“ver
como en un espejo”), luego “cara a cara” (“conocer como soy conocido”) (v.12).

El otro texto clave sobre la visión de Dios es 1 Jn 3,2: “ahora somos hijos de Dios y aun no se
ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él
porque le veremos tal cual es”.

El pronombre autón (“le veremos...”) puede referirse tanto a Dios como a Cristo. En favor de
que dicho sujeto sea Cristo puede alegarse que el verbo phaneróo es – uno de los términos
técnicos para designar la parusía. Así pues, el sentido de nuestro pasaje sería: “cuando (Cristo)
se manifieste (en su parusía), … le veremos tal cual es “.

Nuestro texto no sólo afirma que veremos a Dios (sea el Padre, sea el Hijo); afirma, además
que tal visión engendra la semejanza con la persona divina vista: “seremos semejantes a él
porque le veremos”. La visión de Dios es divinización del hombre. El ser, ya al presente, hijos
de Dios nos es concedido por Cristo, el Hijo unigénito, pero no hemos llegado aún a la forma
perfecta de filiación.

La discusión sobre si el término de la visión es Dios o Cristo no modifica la doctrina. Ver a


Cristo “tal cual es” es verlo como el Hijo de Dios, a saber, como persona divina; al menos en el
corpus juánico esta inferencia es inobjetable. Es, pues, en cualquier caso, la visión de la
divinidad.

Este pasaje conecta inmediatamente el elemento “visión de Dios” con el de “participación en


su ser” (semejanza con el ser personal divino). Con otras palabras: también aquí el hecho de
ver a Dios es entendido primariamente en clave de comunión de vida.

4. Ser con Cristo

Tanto la categoría “visión de Dios” como la de “vida (eterna)” están animadas, por un
vigoroso Cristo-centrismo: ver-conocer a Dios es ver a Cristo tal cual es (1 Jn 3,2) o estar
presentes junto al Señor (2 Cor 5,8). Tener la vida es creer en Cristo, escuchar su palabra o
comer su carne. Desde tales supuestos, la designación apropiada del estadio escatológico es
simplemente la de “ser con Cristo”. Categoría de las más comunes en el Nuevo Testamento.

En los sinópticos encontramos varias indicaciones de la comunidad con Cristo constitutiva de


la bienaventuranza. La parábola del convite de bodas (Mt 22,1-14). En la de las diez vírgenes
(Mt 25,1-13). El siervo bueno y fiel de la parábola de los talentos es invitado a “entrar en el
gozo de su Señor” (Mt 25,21.23).

El diálogo de Jesús con el buen ladrón (Lc 23,42s) reviste singular importancia. Lo notable en
nuestro texto es la yuxtaposición “conmigo -en el paraíso”; el acento, recae sobre el conmigo
(met´emoú). “La preposición empleada en griego (meta) no expresa solamente el
acompañamiento (como syn en los casos ordinarios), sino la asociación estrecha, la vida
compartida, la comunión en el mismo destino”. Así pues, al tema veterotestamentario del ser
con Dios, del Dios con nosotros, sucede ahora el ser con Cristo; “estar en el paraíso” o gozar
del reino (“acuérdate de mí cuando vengas en tu reino”: V.42).

El relato de la muerte de Esteban (Hech 7,54-60), alcanza su clímax en el v.59: “Señor Jesús,
recibe mi espíritu”. Si era el Padre el receptor del espíritu de Jesús (Lc 23,46), ahora es el
propio Jesús el que recibe la vida de los cristianos más allá de la muerte.

“Estamos siempre con el Señor” (1 Tes 4,17); “preferimos salir de este cuerpo, domiciliarnos
junto con (pros) el Señor” (2 Cor 5,8); “deseo partir y ser con Cristo” (Flp 1,23). Todos estos
textos confirman, como se ve, la doctrina sinóptica expuesta más arriba y anticipan las
categóricas afirmaciones de los escritos joánicos: “Padre quiero que donde yo esté, estén
también conmigo los que me has dado” (Jn 17,24); “si alguno oye mi voz y me abre la puerta,
entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo” (Ap 3,21) “cuando haya ido…, volveré y os
tomaré conmigo, para que donde esté yo, estéis también vosotros” (Jn 14,3).

A la vista de todos estos textos, se impone la conclusión del mercado cristocentrismo de la


consumación escatológica. Lo que se denomina reino de Dios, paraíso, visión de Dios, vida
eterna…, no es sino esto: ser con Cristo, en la forma de existencia definitiva. Allí donde está
Cristo, allí está el reino; él es, nuestro éschaton. La promesa hecha a los patriarcas se ha
personalizado: en la figura del Hijo.

II. LA TRADICIÓN Y LA FE ECLESIAL

1. Doctrina de los Padres

Uno de los elementos en que la tradición insiste más reiteradamente es en el carácter social
de la vida eterna, el cielo como sociedad. Los elegidos, dice San Agustín participan “contigo en
el reino perpetuo de tu santa ciudad”, Gregorio Magno el cielo “se construye con la
congregación de los santos ciudadanos”; Beda llegará incluso a definir la vida eterna como “el
gozo de la sociedad fraterna”.j

El sujeto primero de la gloria celeste es esa “unidad transpersonal” que es la Iglesia, en ella y
por ella llega a las personas singulares el gozo eterno, es ella quien recibe la luz de Dios y por
la que nosotros somos iluminados.

Que la vida eterna sea la visión de Dios se afirma explícitamente desde San Irineo. “Lo
imposible para el hombre es posible para Dios… Este es visto por los hombres porque quiere,
cuando y como quiere… Esta visión de Dios nos otorga la divinización: “a los que hayan sido
limpios de corazón les concierne, elevados a la cercanía de Dios, su perpetua contemplación.
Así son llamados con el nombre de dioses”. (Clemente de Alejandría)
La índole cristológica de la vida eterna aparece tempranamente, para mantener luego a lo
largo de toda la edad patrística. Ignacio de Antioquia, a los fieles de Roma: “que ninguna cosa,
ni visible ni invisible, se me oponga por envidia a que yo alcance a Jesucristo…

2. La fe de la Iglesia

La más importante de las declaraciones magisteriales en torno a nuestro tema es la


constitución dogmática de Benedicto XII Benedictus Deus (DS 1000=D 530). La atención se
dirige a la visión de Dios como constitutivo esencial de la vida eterna, sobre la que se hacen
una serie de precisiones acerca del hecho, el modo (visión “intuitiva”, “facial”, “sin que medie
criatura alguna), y las consecuencias de la visión (“el gozo”, “ la felicidad” y “la vida y el
descanso eternos”).

Es de destacar el carácter marcadamente intelectual que en este documento reviste la vida


eterna. La misma visión de Dios (en realidad el texto habla de visión de la “esencia divina”),
objeto central de la definición, es entendida unilateralmente en un sentido secamente
cognoscitivo, la dimensión social, tan destacada por la revelación bíblica y la tradición ,no
juega ningún papel. De todas formas, estas limitaciones -explicables por las circunstancias en
que surgió el documento- no disminuyen la trascendencia del mismo. Contiene una diáfana
declaración sobre la esencia de la bienaventuranza, que, si bien no agota todos los contenidos
de esta, ofrece un seguro punto de referencia para ulteriores desarrollos.

La constitución Lumen Gentium ha aportado sustanciales complementos. El n.48 reseña el


dato de la visión “en la gloria… seremos semejantes a Dios porque le veremos tal cual es”.
Pero inmediatamente añade el de “ser con Cristo”, “reinar con Cristo glorioso”, “entrar con él
en la boda”; el n.49 indica que los bienaventurados “están íntimamente unidos con Cristo”, el
acento cristológico se recalca aquí con firmeza.

Se hace también patente la índole social de la vida eterna en las frecuentes alusiones a la
Iglesia como sujeto de la misma hablando de “la ciudad celestial” y “la Iglesia de los santos”.

III. REFLEXIONES TEOLÓGICAS

Tres categorías cardinales que tratan de verbalizar, el perfil de la salvación en su estadio


escatológico: vida eterna, visión de Dios, ser con Cristo. La reflexión teológica ha de hacer ver
ahora su reciproca interdependencia y complementariedad: la vida eterna es visión de Dios; la
visión de Dios es divinización del hombre porque estriba en el ser de Cristo, el Dios humanado
para que el hombre sea divinizado.

1. La Salvación como vida eterna

Los símbolos de fe confieren ala expresión vida eterna, una innegable relevancia. Privilegiado
esta categoría sobre otras que podrían ser igualmente idóneas.

Se ha dicho – Sab 1,13s y 11,24ss- que Dios crea para la vida porque cea por amor y el amor
es biógeno, generador de vida.
Si todo amor autentico promete perennidad, el amor de Dios, Amén de prometerla, ha de
otorgarla, puesto que él tiene en sus manos la vida y la muerte. Así pues, al amor inalterable
que está en el origen de la realidad creada ha de responder una vida imperecedera; la vida
surgida de ese amor es vida eterna.

Por qué los símbolos prefieren a otras la categoría vida. Podemos esgrimir ahora una nueva
razón: porque el primero de los contenidos de la idea de salvación es, sencillamente, la vida.
Una vida que es milagro de un amor que es misterio: vida eterna.

La muerte es, una de las dimensiones de la contingencia, pero no la única. La derogación del
limite temporal, plantea más dificultades de las que resuelve: equivale a la consolidación
endémica del resto de las limitaciones, al aumento acumulativo de la contingencia.

Si la vida eterna ha de ser no perdición, sino salvación tiene que importar, además de la
superación del límite vital, una mutación ontológica, la promoción del hombre a un estado
cualitativamente superior. El rebasamiento de la contingencia no puede planearse como un
fenómeno regional. “Vivir siempre”, sí, mas de otro modo, a otro nivel, en vez de ofrecer tan
solo una problemática continuidad temporal.

La fe cristiana emplea la categoría “vida eterna” para denotar el fruto de esa victoria del amor
sobre la muerte, ella es la meta del proceso de divinización incoado en el tiempo por la gracia.

V. Jankélévitch, La mort (Paris 1966),399. Simone de Beauvoir (Tous les hommes sont mortels) ha
descrito la treagedia del hombre que no podía morir, el vacío de una existencia condenada a la
inmortalidad temporal (¿) para la que no existe ningún estimulo, ninguna meta ultima, donde
todo se difumina en el hastío de la sinrazón. “No tenía nada que esperar… Jamás hubo lágrimas en
mis ojos, ni fuego en mi corazón. Un hombre de ningún sitio, sin pasado, sin futuro y sin presente.
Yo no deseaba nada, yo no era nadie”.

2. Visión-divinización en el ser con Cristo

La categoría “visión de Dios” apunta más a la realidad de una vida compartida que a una
actividad de índole intelectiva – cognitiva. Se comprende así que la visión divinice, toda vez
que es, un comulgar en el ser divino, que produce por vía de asimilación la conformación o
semejanza ontológica señalada en 1 Jn 3 (“… seremos semejantes [hómoioi]… porque le
veremos…”).

¿Quién es el Dios al que “veremos”, en cuya vida participaremos y comulgaremos? Pues el


Dios cristiano: es Dios Padre, el Dios Hijo, el Dios Espíritu. Si la visión se entiende en el sentido
existencial, como expresión del misterio de una vida compartida en el seno de una entrañable
relación de tú a tú, entonces está reclamando una connuturalidad y homogeneidad en el ser
de los dos sujetos mutuamente referidos. En pocas palabras: el Dios a quien veremos es el
Hijo el “consustancial a nosotros según la humanidad “, como reza el símbolo de fe (DS 301=D
148).

Resulta pues, que “ver a Dios” y “ser con Cristo” son una y misma cosa. El Dios que se hizo
hombre diviniza a los hombres por la comunicación de su ser personal, iniciada en la fe (“el
que cree, tiene vida eterna”) y consumada en la visión (“seremos semejantes a él porque le
veremos”).

Es el ser con Cristo (el ser uno con el Hijo) lo que nos otorga ahora la filiación divina, que es
auténtica divinización.

Resulta también que la sola forma de llegar al Padre es “a través de la transparencia de la


carne de Cristo”: “Felipe, el que me ha visto a mí ha visto al Padre” (Jn 14,9). O lo que es lo
mismo “el único modo de ver al Padre es verme a mí”.

3. ¿Progreso o inmovilismo?

El cielo cristiano poco tiene que ver con la propensión platónica al éxtasis inmovilista. Una
comprensión estática de la perfección del ser es más propia de los hábitos mentales helénicos
que de los bíblicos. La versión dinámica del éschaton es la única en grado de tutelar el
carácter vital de la felicidad bienaventurada: que dice vida, dice dinamismo.

En la vida eterna cada instante será un instante de plenitud y cada plenitud será “un nuevo
comienzo”. Se desactiva asi la banal objeción del hastío. Como es sabido, el amor es
supremamente ingenioso: al ad-mirar el rostro del ser querido, sabe descubrir siempre
nuevas maravillas. Julián Marías, observa que “si vemos personalmente a una persona nunca
terminaremos de verla, hay una inagotabilidad de la persona, aunque es finita y creada”;
cuánto más, si se trata de la persona divina. Si se tiene esto en cuenta “se evitaría que la
imagen de la vida perdurable sea aburrida”

La posición favorable al dinamismo de la vida eterna es hoy mayoritaria.

Alfaro, Cristología…, 180 (“en lugar de un concepto estático de la bienaventuranza como


contemplación de la esencia divina”, hay que pensar en “una progresiva penetración en el
dinamismo jerárquico de la divina comunicación”). ¿No es esto lo que intuía San Agustín cuando
hablaba de “la insaciable saciedad” con que viviremos la existencia gloriosa?

La tesis del “aburrimiento” en el cielo es antigua: Aucassin, héroe de un romance francés del siglo
XIII, prefiere el infierno, poblado de gente mucho más divertidas (C. McDan-nell-B Lang, Historia
del cielo [Madrid 1990], 134).

4. Socialidad y mundanidad del hombre divinizado

Hemos reflexionado sobre la vida eterna tomando como marco de referencia la relación
constitutiva del hombre a Dios. Pero el hombre es, también constitutivamente, relación al
otro y al mundo. El éschaton ha de consumar igualmente esta socialidad y mundanidad
propias de su condición.

La vocación a una solidaridad realmente universal, que abrace a todos los hombres de todas
las épocas, está presente en cualquier proyecto sociopolítico de inspiración humanista.
Asimismo, el señorío del hombre sobre el cosmos es el ideal indeclinable de la ciencia, la
técnica y el arte.
Este doble anhelo de una socialidad y una mundanidad consumadas se ve permanentemente
contrarrestado por los hechos.

La fe cristiana no se desalienta ante estas aporías. La vida eterna comunión en el ser de Dios,
será también comunión de los santos, realización de la solidaridad sin fronteras raciales,
temporales o espaciales, verificación del sueño de una fraternidad universal. La vida eterna
confirmará que vivir en plenitud es con-vivir, convivencia, comunión; que el yo esperante no
puede esperar para sí sin esperar para los otros, con todos los otros. En la vida eterna ningún
miembro del cuerpo de Cristo es superfluo; todos son necesarios.

La dimensión social de la vida eterna se erige como instancia critica de las múltiples
insolidaridades reinantes en la vida temporal y como dinámica estimulante de su superación.
El dogma cristiano de la comunión de los santos refuta el dogma laico del homo homini lupus.

No es cierto que los hombres y los grupos humanos sean naturalmente irreconciliables,
puesto que están llamados a un destino de conciliación y comunión. Lejos de diferir
pasivamente al final de la historia la reconciliación universal, la fe impulsa a anticiparla
activamente en el tiempo. La comunidad cristiana ha de ser signo sacramental de la
fraternidad escatológica, que además de esperar lo significado, obra lo que significa.

La relación hombre-mundo está presidida por un cierto pragmatismo: el hombre se vuelva


ahora en el mundo para recabar de él lo que precisa para cumplir sus necesidades vitales y no
resulta fácil diseñar los rasgos de una relación entra la humanidad consumada y el mundo
renovado.

Si el hombre expresa ahora su mundanidad en una acción sobre la materia dictada por sus
necesidades y pese a ello tal acción puede ser con frecuencia creadora, la actividad propia de
la existencia escatológica, libre ya de toda indigencia, será pura creatividad que transfigura -y
no degrada- lo que toca.

Contamos con un género de acción humana sobre la materia, por cierto, la más alta y noble
que puede servir de paradigma: es la creación estética. En ella el artista traspasa el circuito
cerrado de lo meramente utilitario y no busca sino el puro gozo de la obra bien hecha; (un
obrar que es descansar y un descansar que es obrar) que espiritualiza la materia y humaniza
el mundo. Pues bien, algo así será la mundanidad humana en su estadio escatológico.

Este modelo escatológico del ser-en-el-mundo opera como instancia crítica de una
mundanidad deformada; denuncia el activismo paroxístico dirigido al tener antes que al ser.

5. El cielo, ¿proyección?

Feuerbach concluye la primera parte de La esencia del cristianismo, con un capítulo


expresamente dedicado a mostrar que el cielo de la fe cristiana es una proyección, imagen-
deseo de todo aquello que el hombre no cesa de anhelar y esperar. “El más allá no es otra
cosa que el más acá liberado de lo que aparece como límite, como mal”.
El cielo cristiano es mera proyección; la vida eterna sólo existe en la mente de quienes se
dejan fascinar incautamente por los milagros de la imaginación.

¿Será cierto que el cielo cristiano es mera proyección?

L. Feuerbach, La esencia del cristianismo (Salamanca 1975), 208ss

Primero, es demasiado obvio que la doctrina cristiana sobre el cielo contiene toda una
serie de imágenes-deseo albergadas desde siempre en el potencial optativo y desiderativo del ser
humano. La vida eterna, la divinización, la sociabilidad y mundanidad consumadas son otros tantos
desiderata con los que la humanidad ha soñado.

Pero del carácter proyectivo de tales contenidos no se sigue que sean mera proyección. Lo serían si
el éschaton de la fe cristiana fuera una realidad exclusivamente futura. Mas no es éste el caso: el
discurso escatológico cristiano habla del todavía no desde el ya: los contenidos que se adjudican al
futuro esperado están siendo prevividos en la experiencia actual de una salvación realmente
presente y operante. Los creyentes confiamos en ser divinizados porque “ya ahora somos hijos de
Dios”; la vivencia del amor fraterno nos hace aguardar la comunión de los santos. La fe en el cielo
opera con la dialéctica continuidad-novedad. Es el factor continuidad lo que impide que el factor
novedad sea mera proyección, como es el factor novedad lo que impide que languidezca y se
marchite el factor continuidad.

Por otra parte, ¿será cierto que la proyección es ajena siempre a la lógica del discurso racional.

El creyente no puede renunciar, a dar cuerpo a su esperanza en estructuras proyectivas no sólo


porque es cristiano, sino además porque es humano. ¿Es humanamente vivible una existencia
ayuna del horizonte que abre la función proyectiva? ¿Es habitable el presente a secas sin que la
vida se descomponga en el atomismo vegetativo del “comamos y bebamos que mañana
moriremos”?

Lo que está en juego en el debate sobre la validez de la proyección es el modelo cosmovisivo de


que se parte. Una ontología cerrada, para la que la realidad es un fixum o, a lo sumo, un
despliegue evolutivo de lo germinalmente yacente, verá en la proyección una mera ilusión. Su
futuro será puro continuismo.

Una ontología abierta, persuadida de que el presente es estado de fermentación y génesis del
futuro, no desdeña, las categorías correlativas de proyección y utopía, antes bien las considera
instrumento ineludible de los proyectos personales e históricos.

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