La Estrategia Del Diablo

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 450

Primera edición digital julio 2019

Primera edición impresa julio 2019

2019 © LA ESTRATEGIA DEL DIABLO


2019 © Armando Cuevas Calderón
Todos los derechos reservados.
Queda prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos de este
libro para cualquier medio, incluido el electrónico, sin autorización
escrita del autor.
Los personajes y lugares que aparecen en esta publicación, salvo los que
son de dominio público, son ficticios y cualquier parecido con la realidad
es mera coincidencia.
Diseño de cubierta por Armando Cuevas Calderón.
Para Amaya, por acompañarme en este
paseo incierto y fascinante
que es la vida.
Después de todo, el diablo puede citar escrituras y los monstruos pueden
decir “por favor” y “gracias” al igual que el hijo de cualquier madre.

Elizabeth Bear
ÍNDICE

PRÓLOGO
PRIMERA PARTE
LA CRIPTA
RUTINAS
EL CRIMEN
EL CALMO
LOS HECHOS
OJOS ABIERTOS, BOCA CERRADA Y MANOS EN LOS BOLSILLOS
LA INTERNET PROFUNDA
EVALUACIÓN
SEGUNDA PARTE
LA ESTRATEGIA DEL DIABLO
EL COFRE
MALOS RECUERDOS
CAFÉ DE HOSPITAL
TRABAJO DE OFICINA
LA MEDALLA
ÉL
EL PORTAL
UN PASEO POR EL PARQUE
TERCERA PARTE
PADRES
BULLYING
PENITENCIA
BOLSILLO VACÍO
SECTAS
DOS RAZONES
EL RASTRO
NIEVE SOBRE MENTIRAS
EL OLFATO DE LAS RATAS
CAFÉ, PASTAS Y RECUERDOS
CUARTA PARTE
UN AMOR ENTRE BASURA
DIENTES Y ATAÚDES
MELANCÓLICA HEROÍNA
HOJA DE DOBLE FILO
ALTO, FUERTE, RÁPIDO
HACIENDO LO CORRECTO
SANGRE BAJO LAS UÑAS
LA INOCENCIA DE UN NIÑO
99 GOTAS DE SANGRE
QUINTA PARTE
LA GUARIDA DEL LOBO
UN TIPO ENCANTADOR
ÁNIMO DISFÓRICO
VESTIDA PARA LA OCASIÓN
MISA NEGRA
PABLO
ELUCUBRACIONES
BAJO LOS ROSALES
IMPARABLE
LA PUERTA
LA VISITA
TIERRA
OTROS LIBROS DEL AUTOR
PRÓLOGO

En las afueras de Roma. Año 397 d. C.

La luz del ocaso se dispersaba por el cielo tiñéndolo de un rojo


vívido y hermoso. Al galope, cuatro jinetes se alejaban de la ciudad. No
aflojaron al llegar a una arboleda, y la atravesaron con pericia usando una
senda estrecha y sinuosa que terminaba en un arroyo poco profundo de
aguas cantarinas. Tras vadearlo, enfilaron decididos la pendiente
desprovista de vegetación de una colina. Un viento inconstante esparcía el
polvo que levantaban los cascos de los caballos y refrescaba el rostro
sudoroso de los hombres. Antes de alcanzar la cima, la silueta de una
magnífica villa comenzó a recortarse contra un horizonte incendiado por
un sol que acababa de desaparecer. Lejos de aminorar el ritmo, el jinete
que iba en cabeza espoleó a su montura para salvar el último repecho.
Los otros tres lo siguieron, diligentes. El llano estaba repleto de vides
perfectamente situadas alrededor de la villa. Tan juntas se encontraban,
que sólo un camino era adecuado para cabalgar. Poco antes de llegar al
muro que protegía la propiedad, las plantas cargadas de uvas
desaparecieron para dejar a la vista una tierra oscura y fértil que daba
sustento a arbustos colmados de flores marchitas. Los jinetes, por fin,
ralentizaron la marcha hasta detenerse frente al portón de madera
tachonado con clavos y enmarcado por una tupida enredadera. Los
caballos relincharon agradecidos por el descanso. Y aún más, cuando los
jinetes desmontaron. El primero en hacerlo fue Tarpeius, el hombre al
mando de la partida, un curtido centurión plagado de cicatrices que desde
hacía cinco años trabajaba a las órdenes del magister officiorum como in
rebus; un trabajo infinitamente mejor que el de luchar en las fronteras
contra los bárbaros. Lo había hecho contra francos, germanos, sajones,
anglos, jutos, hunos... Todos pueblos despiadados y salvajes que se
lanzaban a la batalla igual que hienas, dispuestos a despedazar lo poco
que quedaba del Imperio. Cuando Tarpeius vio la oportunidad de dejar
todo aquello y servir al Emperador de otra manera, no la desaprovechó.
Sus tres subordinados —mucho más jóvenes e inexpertos que él— no
tenían su mirada ausente, forjada durante toda una vida de campañas,
acero y muerte. Ni tampoco sus tormentosos recuerdos. Ni sus noches en
vela plagadas de cuerpos desmembrados y tierra cubierta de sangre. Ellos
habían sido más listos; apenas cumplieron con sus años como legionarios,
solicitaron el ingreso en el Cuerpo en busca de un futuro más cómodo y
seguro. Un agente in rebus era el responsable de realizar las escoltas de
los altos cargos y, sobre todo, de garantizar la entrega segura de los
correos; pero también se encargaba de espiar a sospechosos de intrigar
contra el Imperio, y de detener a criminales. Y en eso estaban, dispuestos
a cumplir con la orden dictada por el magister y arrestar al mayor y más
cruel asesino que se recordara en toda la historia de Roma, lo cual era
decir mucho.
—Señor, ¿qué hacemos si opone resistencia? —dijo uno de sus
subordinados, un joven imberbe de origen hispano llamado Spurio.
La pregunta cogió a Tarpeius ajustándose el peto de metal y los
correajes. Tomó aire antes de contestar.
—Tenemos orden de llevarlo vivo.
—Ya, pero... —el joven interrumpió la frase al ver la fría mirada de
su jefe.
—Dejadme a mí —terminó diciendo el antiguo centurión, al tiempo
que apretaba la mano en torno a la empuñadura de su gladius—. Si no hay
más remedio, quiero ser yo el que le saque las tripas a ese malnacido.
Los últimos rayos de luz se escapaban en el horizonte provocando
sombras duras y alargadas. Una violenta ráfaga de viento agitó las capas
de los cuatro hombres e hizo que entornaran los ojos para evitar que la
arena lanzada con violencia los dañara. Tarpeius, tras comprobar que en
su bolsa de cuero continuaba la orden de arresto firmada por el magister,
miró la argolla que salía de un agujero practicado en el portón y pendía
de una cadena, y tiró de ella bien fuerte. Lo hizo dos veces, tres... La
soltó cuando creyó oír en la lejanía el tañido de una campana.
El estridente ruido del badajo golpeando el bronce sobresaltó al
amodorrado hombre que dormitaba sentado en una silla de mimbre, con la
cabeza apoyada en la pared. Se encontraba en el triclinio, o comedor
principal, que en aquel momento estaba escasamente iluminado por un par
de lámparas de aceite colgadas de la pared del fondo, a ambos lados de
un ventanal con las cortinas echadas.
Una figura se movió en un rincón oscuro.
—¡Priso! ¡¿No oyes que llaman?!
La voz sonó profunda, cavernosa y extremadamente alterada.
—Sí, sí..., señor. Lo oigo.
La figura salió de las sombras y se precipitó hacia él.
—Pues, ¡¿a qué esperas para abrir?! —le gritó, escupiendo saliva.
Priso se levantó de un salto de la silla y se quedó frente a frente con
el hombre. Era menudo —él le sacaba una cabeza— y flaco. También
mucho mayor, casi un anciano; pero su rostro macilento y sudoroso, el
rictus contraído de su boca y el fuego que despedía su mirada, hubieran
intimidado hasta al mismísimo Hércules.
—Tiene que ser Carpóforo —musitó el hombre dulcificando la voz,
mientras se frotaba nervioso las manos—. Ese desgraciado hace horas
que debería estar aquí.
Vestido con una túnica blanca bastante sucia y calzado con unas
sandalias de cuero muy gastado, el hombre caminaba cabizbajo de un lado
a otro arrastrando los pies sobre el suelo de mosaico. Priso le observaba
sin atreverse a mover un músculo. En los más de diez años que llevaba a
su servicio siempre había respetado a su señor, pero fue durante el último
mes cuando también había comenzado a temerlo. Las bolsas llenas de
áureos, denarios y sestercios que él y su compañero Carpóforo recibían
después de cada encargo, compensaban; y la promesa de libertad les
había terminado de convencer para que aceptaran tan miserable trabajo.
Además, ¿qué podían hacer dos esclavos cuyo futuro era tan negro como
la pez que recubría el interior de las ánforas? Se les había presentado una
oportunidad que no podían rechazar. Saldrían de allí ricos y libres. Del
resto se olvidarían. O eso les gustaba pensar.
—No creo que se haya atrevido a volver sin traerlo. Sí, seguro que
lo trae —confirmó el hombre, reflexivo—. ¡A qué esperas, estúpido! —
gritó de nuevo, al tiempo que señalaba con un dedo huesudo la puerta de
salida—. Estaré en la bodega. Bajadlo allí.
El esclavo obedeció y abandonó el triclinio a la carrera.
Cuando se quedó solo, el hombre se dirigió hacia la puerta de su
izquierda animado por una repentina energía. Recorría el pasillo que
llevaba hasta la salida de la mansión principal, camino del edificio
anexo, cuando una sonrisa enfermiza asomó a su rostro demacrado y
marchito. Esta noche acabará todo, se decía, y empezará una nueva vida
para mí. Lo hecho no importará. El pasado será sólo eso, pasado. Un
futuro luminoso y pleno me espera. Mis riquezas, oh, se regocijaba, podré
disfrutar al fin de ellas sin límites. Tras atravesar el patio, tomó una
antorcha de la pared y se adentró en el pequeño edificio que hacía de
alacena. La luz oscilante de la tea iluminó los sacos de trigo, los trozos
de carne seca pendiendo de ganchos y las grandes tinajas llenas de agua
potable. Un gato pasó entre sus pies como una flecha, directo a una
esquina oscura. Se escuchó una breve lucha, y luego el corto y lastimero
chillido de una rata.
—Buen chico —masculló el hombre.
Al fondo de la despensa, en el suelo, se abría una escalera que
llevaba a la bodega. Allí era donde se almacenaban las uvas antes de su
pisado, y donde se guardaba el vino en enormes barriles para su
fermentación. Año tras año siempre había sido así, puntualmente; sin
embargo, ese octubre las uvas aún seguían sin vendimiarse.
Tanteando, buscó el pasamanos y bajó con cuidado las empinadas
escaleras. La llama de la antorcha fue iluminando su descenso hasta que
llegó abajo. Al prender los candiles que había en las paredes, la
oscuridad se disipó parcialmente. Una vaharada de olor apestoso inundó
su pituitaria, pero él apenas lo notó. Resuelto a disponer todo para
cuando llegara el momento, el hombre se dirigió al fondo y abrió un
armario muy rústico. Había varias cosas en su interior. Una de ellas era
un objeto envuelto en un delicado paño de tela dorada que depositó con
sumo cuidado en una tabla a modo de mesa situada sobre dos caballetes;
otra, una toga negra. Se despojó de sus ropas y se vistió con ella. Lo
último que había en el armario era un enorme cuchillo con mango de asta
de ciervo. Lo cogió. La hoja destelló bajo la luz de las antorchas. Pasó la
yema de su dedo por el afilado filo. Un placer antiguo, primario, incendió
sus entrañas. Un cosquilleo desperezó su entrepierna dormida y le
trasportó a otra época, a otra edad. Con los ojos cerrados, y un hilillo de
baba cayendo por la comisura de la boca, el hombre se permitió fantasear
con un sueño que estaba a punto de cumplirse.
Unas nubes negras, empujadas por un viento repentino, sumieron a
la villa en una oscuridad prematura. Priso miró al cielo, sorprendido por
lo rápido que llegaba la noche. También había bajado mucho la
temperatura. Descalzo y vestido únicamente con unos calzones, el esclavo
sintió frío. Dudó en volver a por su túnica. Lo descartó y se encaminó al
portón. Ni siquiera se asomó a la portezuela para mirar de quién se
trataba. El señor vivía solo, y, desde que enviudó hacía cinco años, casi
no recibía visitas. Además, las entregas de mercancías desde la ciudad se
realizaban por la mañana, al igual que el correo. Sólo podía tratarse de
Carpóforo, sin duda. Eso pensaba Priso mientras descorría el cerrojo y
abría la pesada hoja de madera, y por esa razón la sorpresa fue mucho
mayor. La visión de aquellos cuatro hombres armados junto a sus caballos
le produjo un escalofrío incontrolable. El graznido de un cuervo que pasó
volando bajo y las primeras gotas de lluvia añadieron más leña al negro
presagio que cruzó por su cabeza.
Tarpeius se adelantó a sus hombres, echó un vistazo rápido al
esclavo en busca de armas y, luego, antes de hablar, lo miró directamente
a los ojos con una intensidad abrumadora.
—Buscamos a Galba Licio Aurelio. ¿Es tu dueño, verdad?
Intimidado, Priso reculó. Fue solamente un paso, pero bastó para
que uno de los hombres de Tarpeius desenvainara la espada. Se trataba de
Horatio, un galo impulsivo y diestro con el acero que se moría por
demostrar a su jefe de qué pasta estaba hecho. El viejo centurión levantó
una mano y con eso bastó: Horatio envainó su espada y destensó los
músculos. Tarpeius, que no había quitado ojo al esclavo, repitió de
nuevo.
—Contesta. ¿Es tu señor, verdad?
Priso bajó la mirada y asintió.
—Llévanos con él.
Las gotas de lluvia se hicieron cada vez más grandes y se
intensificaron. La luz menguó tanto que Priso sólo distinguía el blanco de
los ojos de aquel hombre, y un brillo en ellos que le helaba la sangre. No
había que ser muy listo para saber que la situación no pintaba muy bien.
Hubiera echado a correr, pero adónde iría. Aquellos hombres a caballo lo
alcanzarían enseguida. Tenía que mantener la calma. Quizá la visita de
esos soldados se debiera a un asunto relacionado con la época en la que
su señor trabajaba a las órdenes del Emperador como procurador de la
principal biblioteca de Roma.
—Lo correcto sería... anunciarles —titubeó finalmente.
—Eso no será necesario. —Con un gesto brusco de la cabeza
Tarpeius indicó al esclavo que se apartara, y los cuatro hombres
franquearon la puerta acompañados de sus caballos.
Primus, el tercero de los agentes, se encargó de atar las riendas a un
madero de la entrada y luego se sumó a la comitiva.
En silencio, los cuatro siguieron al esclavo. Atravesaron un patio
adornado con esculturas de mármol sucio y pérgolas rodeadas por
cipreses, plátanos y setos de laurel sin cuidar. En el estanque que había
justo enfrente de la entrada a la mansión, varios peces muertos flotaban en
un agua verdosa y llena de hojarasca. La villa era magnífica, aunque se
respiraba una sensación de dejadez y decadencia.
—El señor no está en la casa —se limitó a decir Priso, para
justificar el porqué bordeaban el edificio principal y continuaban por el
exterior.
Tarpeius escudriñaba con mirada cauta, fijándose en las amplias
terrazas con vistas al jardín y en las ventanas abiertas, en busca de alguna
sombra o movimiento sospechoso. Sus muchos años como soldado le
habían hecho precavido y desconfiado, llevándole a la certeza de que uno
jamás estaba a salvo de una saeta lanzada por una mano experta.
La lluvia había comenzado a embarrar el suelo cuando llegaron al
edificio anexo.
—Está en la bodega —dijo Priso, señalando el interior oscuro de la
alacena—. Abajo.
—Enciende una antorcha y muéstranos el camino —le ordenó
Tarpeius.
Como no hacía por entrar, Horatio, sin esperar indicaciones de su
superior, le propinó un empujón.
Resignado, Priso entró, buscó yesca y pedernal, y encendió un par
de candiles. Sólo cuando la estancia quedó relativamente iluminada, la
partida de agentes pasó.
Primus se hizo con una antorcha situada en un soporte de metal de
una pared, la prendió y se la ofreció a Tarpeius. Éste la cogió y recorrió
con ella el almacén, sin dejar ningún rincón oscuro por revisar. Al borde
de las escaleras que bajaban a la bodega, se detuvo.
—Detrás de ti —dijo al esclavo, imperativo.
Priso obedeció y comenzó a descender. El antiguo centurión lo
seguía de cerca, con la antorcha en su mano izquierda y el gladius en su
derecha. La luz ambarina iluminaba la espalda mojada del esclavo, al
tiempo que desvelaba los peldaños de madera y las paredes de adobe. A
medio camino, el nauseabundo olor que salía de las profundidades se
volvió insoportable. Los soldados se quejaron, tapándose la nariz y la
boca con las capas.
—¿Qué demonios hay aquí? —preguntó Spurio, aguantando una
arcada.
El esclavo calló y siguió bajando. También Tarpeius, aunque ese
olor le resultaba demasiado familiar como para no saber qué lo producía.
Lo había sufrido muchas veces en el pasado; sobre todo, cada vez que
entraban en un pueblo romano masacrado por los bárbaros semanas antes.
Por fin llegaron a la bodega. Allí el hedor era tan denso que les
costaba respirar.
El hombre había escuchado las pisadas que descendían por la
escalera y esperaba ansioso y sonriente.
—Ya llega —se dijo, manoseando el cuchillo.
Pero su rostro mutó en un instante al ver a su esclavo seguido por
aquellos extraños.
—¿Quiénes son ustedes? —gritó, más frustrado que molesto.
Tarpeius se tomó su tiempo antes de contestar. No quería
sorpresas. Según la información que tenía, durante el último mes en la
casa sólo vivían el bibliotecario y sus dos esclavos; el resto de los
trabajadores habían sido despedidos. Sin embargo, dadas las
circunstancias, no estaba de más asegurarse. Al igual que hiciera arriba,
inspeccionó el lugar moviendo la antorcha de un lado a otro. Únicamente
cuando estuvo seguro, centró su mirada en el hombre que había al fondo,
de pie, detrás de lo que parecía un altar improvisado. Vestía de negro, con
una larga túnica que le llegaba hasta el suelo. Un par de lámparas de
aceite a su espalda lo iluminaban a contraluz, y pudo distinguir que se
trataba de un anciano menudo, algo encorvado, con el rostro surcado por
profundas arrugas y un alborotado pelo cano y ralo. La descripción que
tenía del sospechoso coincidía, pero quiso confirmarlo.
—Buscamos a Galba Licio Aurelio, ¿es usted?
El hombrecillo se revolvió como si hubiera sido atravesado por un
rayo. Finalmente asintió.
—Sí. ¿Quién quiere saberlo?
—Traigo una orden de arresto firmada por el magister officiorum.
Debe acompañarnos.
Tarpeius pasó la antorcha a Primus y echó mano a su bolsa de cuero.
Aunque la situación parecía inequívoca, quería hacer las cosas bien.
Aquella enorme villa pertenecía a un hombre muy rico, y no deseaba
cometer ningún error que complicara la detención y su futuro en el
Cuerpo. Por esa razón, conteniendo las ganas de apresarlo de inmediato,
desenrolló el pergamino donde se explicaban sucintamente los motivos
del arresto y el nombre del acusado. Cuando terminó de leer, se acercó y
se lo mostró para que viera el sello oficial.
El hombrecillo desvió la mirada de la orden y la clavó en los ojos
del centurión antes de hablar.
—Es un error. Soy inocente.
Su voz sonó acuosa y débil. Sus ojos, de mirada glauca y vacía, se
asemejaban más a los de una estatua de piedra que a los de un hombre.
Tarpeius, ya más cerca, también pudo observar bien su rostro:
blanquecino, demacrado y plagado de pústulas rojizas que supuraban un
líquido amarillento. Aguantando el asco y el rechazo que le producía
aquel hombre, se mantuvo firme.
—Tenemos a su esclavo, Carpóforo. Fue detenido mientras cumplía
uno de sus encargos. Lo ha confesado todo.
—¿Todo? —repitió Galba, burlón, a la vez que esbozaba una
sonrisa desdentada.
—Sí —respondió Tarpeius, rotundo.
Él había estado presente durante el interrogatorio al esclavo, y
sabía lo que había costado que hablara. Se resistió durante horas,
aguantando bien los latigazos a pesar de que las correas trenzadas con
aguijones de acero le dejaron las costillas al descubierto; y mantuvo la
boca cerrada también mientras le sumergían las manos en agua hirviendo;
pero se le soltó la lengua cuando lo amenazaron con aplicarle el "nido",
una tortura que consistía en untar al reo con leche y miel e introducirlo en
un barril lleno de gusanos, los cuales, estimulados por el dulce, lo
devorarían durante días, incluso semanas, provocándole un sufrimiento
atroz. Carpóforo, finalmente, negoció una muerte rápida a cambio de su
confesión. Una confesión que no cabía duda de que era cierta, porque
nadie podría imaginar algo tan aberrante y retorcido.
—No saben nada. Nada —masculló Galba, mientras se pasaba la
mano por la cabeza y un gran mechón de pelo blanco quedaba entre sus
dedos al retirarla.
La voz de Primus sacó a Tarpeius de su estupefacción.
—El olor viene de allí.
Señalaba una enorme barrica situada en un extremo de la bodega.
Raudo buscó un taburete, lo acercó y se subió a él con la antorcha en la
mano. Comprobó que el tonel tenía una tapa sin clavetear. La empujó
hasta que cayó, produciendo un ruido sordo al chocar contra el suelo de
arena y paja. Al instante, miles de moscas salieron produciendo un
zumbido ensordecedor.
Cuando se disipó la nube de insectos, conteniendo la respiración y
entornando los ojos para soportar el picor que los irritaba, Primus se
asomó a la barrica introduciendo la antorcha. Los vapores de la
descomposición avivaron la llama, y un vaho nauseabundo golpeó su cara.
El espanto que contempló a punto estuvo de tirarlo del taburete. No tuvo
que decir nada.
Tarpeius sabía lo que su subordinado había encontrado: Carpóforo
había sido muy explícito. Horatio y Spurio también entendieron, y
encauzaron su indignación hacia Priso, al que golpearon hasta hacerle
caer al suelo para después atarle las manos a la espalda.
Tarpeius se volvió hacia el hombrecillo. Lo observó con un
desprecio absoluto antes de dirigir su mirada al objeto que había sobre la
tabla, a su derecha.
—¿Todo por esto? —preguntó, señalándolo con un gesto displicente
de su mentón.
—Ignorante. No sabes de lo que hablas —escupió Galba, apoyando
una mano en la tabla, cerca del cuchillo.
El viejo centurión evaluó la situación. Si le daba la oportunidad y
dejaba de mirarlo por un segundo, aquel miserable empuñaría el arma y
atacaría. Una estupidez a la desesperada, pero lógica en una mente
enferma como la suya. Si lo hacía, como suponía, tendría la ocasión de
despacharlo de inmediato y con testigos. Aunque, por otra parte, eso
supondría proporcionarle una muerte rápida. Algo que no se merecía.
—Apresadlo —se limitó a decir, alejando el cuchillo con la punta
de su espada.
Horatio y Spurio fueron tan expeditivos como lo habían sido con
Priso, y rápidamente inmovilizaron a Galba y lo maniataron. No opuso
resistencia. De repente, fue como si el fuego de su mirada y la arrogancia
de sus palabras hubieran desaparecido para dejar paso a un despojo
tembloroso y repulsivo que no levantaba los ojos del suelo.
—¿Qué hacemos con eso? —preguntó Primus, ya repuesto,
señalando el objeto envuelto en la tela dorada que había sobre la mesa.
—Nos lo llevamos —indicó Tarpeius—. Tened mucho cuidado con
él.
Primus buscó un capazo de mimbre de los usados para recoger las
uvas, lo introdujo en él y esperó nuevas órdenes.
Tarpeius miró en derredor, comprobando si se le pasaba algo por
alto. Enseguida concluyó que no. Tenía todo lo necesario. Además, se
moría de ganas por abandonar aquel lugar de pesadilla.
—Nos vamos.
Ya en el exterior, el viejo centurión levantó la cabeza para recibir
en la cara las refrescantes gotas de lluvia que continuaban cayendo, y
llenar los pulmones de aire limpio con olor a tierra mojada. Se detuvo un
instante para disfrutar del momento. Sus hombres pasaron a su lado,
llevando a los dos reos. Empezaba a sentirse mejor cuando, de pronto,
Galba se volvió al llegar a su altura. Su rostro seguía siendo el de un
anciano enfermo, casi moribundo, pero su mirada había rejuvenecido. Sus
ojos ya no evidenciaban el deterioro de la edad, sino que se mostraban
despiertos y chispeantes. Incluso... hermosos.
—Él ha fallado —susurró, con una voz que a Tarpeius le pareció de
mujer—. Otro lo conseguirá. El tiempo no importa.
Tras esas palabras, los ojos del anciano enfermo volvieron a
aparecer; y continuó andando, arrastrando los pies por el suelo
embarrado.
En aquel momento, el veterano centurión supo que se acababa de
añadir una nueva y aberrante visión a sus terribles pesadillas.
PRIMERA PARTE
1
LA CRIPTA

Sierra Norte de Madrid. España.


En la actualidad.

A ratos, la luna llena desaparecía tras unas nubes oscuras movidas


por un viento racheado. Su luz intermitente dejaba entrever las masas
boscosas formadas por encinas, chopos y avellanos, y las siluetas
rotundas de los robles y pinos. Más arriba, en la escarpada ladera que
ascendía, los pastizales de montaña pugnaban por hacerse un sitio entre
las rocas de granito que dominaban el paisaje como gigantes dormidos.
Abajo, en el valle excavado durante milenios por los glaciares, discurría
un río zigzagueante que desembocaba en un embalse de aguas cristalinas
donde la luna se reflejaba produciendo destellos inconstantes. La noche
había descendido la temperatura en la sierra varios grados por debajo de
cero, provocando que la humedad del ambiente comenzara a formar
escarcha sobre las hojas de los arbustos y las plantas bajas.
Dos figuras ascendían, linterna en mano, hacia lo alto de un cerro.
Caminaban rápido, alterando con el ruido de sus pisadas y sus voces el
mágico equilibrio de la naturaleza.
Se trataba de dos jóvenes ataviados con chaquetas de invierno,
botas y mochilas de las que asomaban sendos piolets.
—El cielo está inmejorable. Grábalo —dijo el más bajo y delgado.
—Ya lo he hecho —se quejó el otro, desabrido.
—Pero desde abajo. Desde aquí se ve mucho más impactante.
El joven más alto y corpulento se detuvo y enfocó a su compañero
con la linterna directamente a la cara.
—Joder, Marcos, cuando monte el vídeo eso dará igual. Ya te lo he
explicado.
—Lo sé, lo sé —contestó, interponiendo una mano para evitar el
deslumbramiento—. Sólo quiero que salga todo perfecto, Julio. Tenemos
una oportunidad única.
—Saldrá bien, confía en mí.
—¿Queda mucho? Tengo las manos heladas.
—Te dije que trajeras guantes.
—Me olvidé.
Los jóvenes reanudaron la marcha.
—Pronto la veremos —dijo Julio, después de recorrer varios
cientos de metros—. Creo que está tras ese risco.
—¿No habrá nadie, verdad?
—Son las doce de la noche de un domingo. ¿Quién cojones va a
haber?
—No sé... —respondió Marcos, avergonzado.
—Los obreros trabajan de lunes a viernes. Me lo ha dicho mi padre.
Y no hay vigilante. ¿Para qué? Allí no hay nada.
—Arriba, pero abajo...
—Eso es otra cosa —completó Julio, ufano—. ¡Qué puta suerte
hemos tenido!
—Sí. Aunque, ¿era necesario hacerlo un domingo por la noche? Ya
sabes que son mis preferidos para darle a la videoconsola —comentó
Marcos.
—¡¿Otra vez?! —Julio se detuvo y soltó un bufido antes de hablar
—. Mañana vienen los de Patrimonio. Había que hacerlo hoy.
—Vale.
Los dos jóvenes continuaron ascendiendo en silencio hasta que,
perfilada contra el cielo tenuemente iluminado, asomó una estructura que
se elevaba sobre un macizo de rocas.
—¡Allí está la ermita! —gritó Julio.
Lo primero que vieron fue el pináculo en forma de pirámide que
remataba la espadaña, en cuyo vértice superior había una cruz. A
continuación, el hueco vacío en el muro vertical donde, en otro tiempo,
estuvo situada la campana. Al llegar al llano —en el que desembocaba el
camino de subida— pudieron contemplar la construcción parcialmente
oculta por las sombras de la noche. A medida que se acercaban, las
linternas fueron descubriendo la maquinaria de obra que había a su
alrededor: una carretilla elevadora, varios palés con sacos de cemento,
vigas de metal apiladas, una hormigonera y una gran pila de ladrillos.
También se toparon con una caseta de metal donde probablemente se
guardaban las pequeñas herramientas y la ropa de trabajo de los obreros.
Con sus potentes linternas, y a cierta distancia, los dos jóvenes estudiaron
la ermita. Constaba de un solo cuerpo rectangular de unos doce metros de
largo por ocho de ancho, construido en mampostería con refuerzos de
bloques de piedra más grandes en las esquinas. La cubierta a dos aguas
era de tejas rojas, y mostraba varios agujeros visibles desde abajo. Los
muros estaban cubiertos de musgo; y malas hierbas, de casi un metro de
altura, los rodeaban por completo. La ermita presentaba un aspecto
lamentable, aunque lo que quedaba en pie aparentaba solidez. Sobre todo
porque el edificio, en uno de sus extremos, se apoyaba en un montículo de
roca del que parecía emerger. En cada uno de los muros laterales,
reforzados con contrafuertes, se abrían estrechas ventanas construidas con
arcos de medio punto. Ninguna conservaba cristal alguno ni rejas, y
estaban cegadas con maderas de reciente colocación. Además, se
encontraban demasiado altas para acceder desde abajo sin escalera. Por
ese motivo, después de estudiar las posibilidades, determinaron que la
mejor opción sería la puerta principal.
—Toda mi vida viviendo en el pueblo, y ni puta idea de que esto
estaba aquí —dijo Marcos.
—Dice mi padre que, cuando él era joven, éste era el picadero de la
zona. Y que después se convirtió en fumadero. Drogatas, borrachos,
perroflautas... Todos los desgraciados de los alrededores pasaban por
aquí. Y siguen haciéndolo, por lo visto.
—Da yuyu, la verdad.
—Ya. Bueno, ¿entramos o qué?
—Claro.
—Dame la cizalla.
Marcos se quitó la mochila, la dejó en el suelo, sacó la herramienta
de corte y se la pasó a su amigo.
—Bien preparados se hacen las cosas mejor —dijo Julio, moviendo
la pesada cizalla igual que si fuera una majorette—. ¿Quieres hacerlo tú?
Marcos dudó.
—Era broma. Con tus bracitos no podrías cortar ni un alambre —se
mofó Julio.
—Soy más fuerte de lo que crees.
—¡Venga ya! Alúmbrame
Marcos calló y obedeció. Julio era su amigo, o eso pensaba, pero
sus constantes mofas referidas a su físico lo sacaban de quicio.
Dos contrafuertes habían sido aprovechados para sustentar una
cubierta bajo la cual estaba la entrada, formada por un sencillo arco de
medio punto con dovelas muy cortas y sin ningún elemento decorativo. La
puerta, que en otro tiempo debió de ser de sólido roble tachonado y con
herrajes de hierro, ya no existía. En su lugar habían colocado una más
sencilla de madera contrachapada, sujeta en uno de sus lados por bisagras
improvisadas y asegurada en el otro mediante un candado.
—Sabrán que hemos entrado —advirtió Marcos, preocupado.
—Que alguien ha entrado —puntualizó Julio—. Pensarán que habrá
sido algún ladrón en busca de herramientas. Cambiarán el candado y
punto. No te preocupes más. No seas cagueta.
—No soy cagueta.
—Pues lo pareces. Venga, alumbra aquí.
Marcos enfocó la linterna hacia la puerta, permitiendo que su
compañero pudiera aplicar con precisión las tenazas de corte.
¡Clic!
Un chasquido metálico y el candado cayó al suelo.
—¡Listo! —soltó Julio, con incontenible orgullo.
Sin perder un segundo, devolvió la cizalla a su compañero y tiró de
la puerta con decisión.
El interior sorprendió a los muchachos.
—¡Joder! Es mucho más grande por dentro —exclamó Marcos,
enfocando su linterna hacia el fondo—. Grábalo todo.
Julio asintió con la cabeza y dirigió el haz de la suya en todas
direcciones mientras manejaba la cámara digital.
La ermita no sólo estaba apoyada en la roca, sino que se adentraba
en ella casi el doble de lo que quedaba a la vista. La nave rectangular se
dividía en tres partes mediante arcos fajones que se apoyaban en placas.
Las dos primeras zonas estaban rematadas con bóvedas de arista y la del
fondo, donde se encontraba la cabecera, con una de crucería entre cuyos
nervios moldurados se apreciaban nidos de pájaros. El suelo estaba
cubierto por losas irregulares, y las paredes enyesadas presentaban
numerosos desconchones por los que asomaban las piedras de las que
estaban construidas. En el presbiterio no existía ni retablo, ni pantocrátor,
ni cruz; únicamente una tarima de madera podrida y un gran bloque de
piedra muy gastada que en su día haría las funciones de altar.
Además de andamios, cubos, cestos de goma manchados de
cemento, palas, cascos, caballetes improvisados con tablones de madera y
demás elementos de construcción que indicaban que allí se estaba
llevando a cabo una rehabilitación, los dos jóvenes también descubrieron,
bajo los conos de luz de sus linternas, los signos inequívocos del uso que
de aquella ermita se había dado durante los últimos años de abandono.
—Podrían haber limpiado un poco antes de ponerse a trabajar —
dijo Marcos, alumbrando una esquina donde había un colchón de espuma
lleno de manchas junto a latas vacías, papeles y cientos de colillas.
Al acercarse, también distinguió jeringuillas y condones usados.
—Hay que estar muy desesperado para venir aquí a echar un polvo.
—Mira quién va a hablar, el "Casanova" —saltó Julio.
—No me toques los cojones.
—Venga, no te enfades, era broma. Sigamos, que no tenemos toda la
noche.
Al llegar al centro de la nave vieron que, por uno de los agujeros
del techo, se veía la luna. Julio levantó la cámara y grabó justo en el
momento en el que una oscura y estrecha nube pasaba cubriéndola
parcialmente. Luego, dirigió el foco de su linterna al fondo y se encaminó
hacia la cabecera.
—Es allí —dijo, señalando una esquina.
Junto a ella, en la pared, se veía un acceso con arco de medio punto
construido en ladrillo rojo y sin puerta. Se asomaron a la vez. Era un
cuarto vacío, sin ventanas —ya que por su posición estaba excavado en la
roca—, de unos cuatro por tres metros. Les sorprendió que en el suelo no
hubiera tanta basura como en el resto de la ermita.
—Esto sería la sacristía —dijo Marcos.
Julio arrugó el entrecejo sin comprender. Era un donjuán atlético,
guapo y atrevido, pero los estudios y el interés por la cultura no eran su
fuerte. Marcos era todo lo contrario: un enclenque con gafas de pasta,
invisible para las chicas, que se pasaba las horas leyendo e interesado
por cualquier tema.
Como hacen las personas sin complejos, Julio no dudó en preguntar.
—¿Y qué cojones es una sacristía?
—Es el lugar de una iglesia donde los sacerdotes guardan las ropas
y los objetos necesarios para el culto —explicó Marcos, encantado de
poder ser útil—. En este caso, el ermitaño. Seguramente también sería
donde vivía.
Julio asintió con la cabeza mientras adelantaba el labio inferior.
Al salir del cuarto, Marcos se entretuvo iluminando el lugar donde
años atrás estuvo el retablo. En el yeso descascarillado y repleto de
manchas de humedad de la pared habían pintado, en color rojo, una
estrella de cinco puntas inscrita en un círculo, y varios símbolos y
palabras ilegibles alrededor. También reconoció, sobre el altar de piedra,
restos de hollín y cera de velas.
—¿Has visto esto?
Julio sumó la luz de su linterna a la de Marcos.
—Están en todas partes, amigo —se limitó a decir, dándole un golpe
cómplice en la espalda con la palma de la mano—. Vamos, ayúdame a
quitar las tablas.
Por seguridad, los obreros habían colocado una cuerda de pared a
pared, delimitando la esquina. Los dos muchachos pasaron por debajo, sin
desclavarla, y comenzaron a retirar los tablones del suelo. No eran
pesados. No estaban puestos para caminar sobre ellos, sino tan sólo para
cubrir el agujero que había debajo.
—Mucho cuidado. No quiero que te caigas, te rompas una pierna y
tenga luego que cargar contigo —advirtió Julio, siempre con ese tono de
condescendencia que molestaba tanto a Marcos.
Cuando los hubieron apartado, enfocaron a la vez las linternas en la
oquedad que se abría en el suelo. Asomados al borde, recibieron en sus
rostros un vientecillo frío que traía un olor a tierra húmeda.
Tomando la iniciativa, Marcos comenzó a sacar de la mochila unas
cuerdas y material de escalada.
Julio siguió agachado un instante.
—Veo el fondo. No debe de haber más de dos metros de altura. —
Se volvió rápido y miró alrededor—. Esa escalera nos servirá —dijo
finalmente, señalando con el haz de su linterna una de aluminio que había
apoyada contra una pared—. Tráela, creo que es suficientemente alta.
Y lo era. Una vez la introdujeron por el agujero y la apoyaron en el
borde, sobraba más de medio metro.
—Voy a grabar la bajada. Vamos, tú primero.
—¿Será seguro? —dudó Marcos.
—¿Estás de guasa? ¡Venga! —contestó Julio, encendiendo el foco de
la pequeña cámara digital.
Sobreponiéndose al miedo, Marcos descendió. Los peldaños de
aluminio crujían bajo sus pies y, al tener que ayudarse de ambas manos y
no poder usar la linterna, abajo sólo veía una oscuridad amenazante que
le secaba la garganta. Al notar el suelo con el pie derecho, respiró
aliviado.
El sosiego le duró poco, ya que al encender la linterna lo que vio le
heló la sangre.
—¡Baja ya! —gritó nervioso.
—Voy —oyó decir a Julio.
Los minutos que pasaron hasta que estuvo a su lado le parecieron
eternos.
—¡Guau! —exclamó Julio, enfocando la linterna en todas
direcciones, disfrutando como en una fiesta de cumpleaños.
Marcos decidió que sería mejor aportar más iluminación y sacó de
su mochila un candil led. Al encenderlo, pudieron hacerse una idea del
lugar en el que estaban.
—¡¿Ves como mi padre tenía razón?! —dijo Julio, exultante—. Es
una... ¿Cómo cojones se llama?
—Cripta.
—Eso. Parece intacta.
—Da miedo —musitó Marcos.
—¡Qué va! —Julio encendió la cámara y comenzó a grabar—. Es
mil veces más alucinante que un cementerio.
El espacio en el que se encontraban era cuadrado, de unos seis por
seis metros. En un lado se veía una estrecha escalera de piedra sin
pasamanos que ascendía hasta desaparecer en el techo.
Marcos hizo cálculos mentales antes de formular su conclusión.
—Esa escalera lleva a la sacristía.
—Por eso estaba tan limpia —añadió Julio, cayendo en la cuenta—.
Tendrán intención de abrir el acceso que estaba cegado.
—¿Por qué lo taparían?
—Ni puta idea. Igual se cayó uno de esos ermitaños y se rompió la
crisma. ¡Qué más da! Lo que importa es que hemos encontrado justo lo
que buscábamos. ¿No crees?
—Sí —respondió Marcos, sin mucha convicción.
Absorto por lo que veía, Julio continuó grabando.
El techo de la cripta era abovedado, tan bajo en los laterales que
obligaba a los jóvenes a pasar agachados. Cuatro columnas de granito
apoyadas en los muros, toscamente trabajadas, lo reforzaban. El suelo era
de baldosas cuadradas de barro cocido. Las paredes laterales estaban
cubiertas de nichos tapiados con una losa de adobe. Marcos se separó de
su amigo y los recorrió leyendo las inscripciones que había en ellos.
Tan abstraído estaba, que Julio se impacientó.
—¿Qué pasa?
—Pone el nombre del muerto y una fecha.
—¿Y?
—Son muy viejas.
Julio usó el zoom de la cámara y enfocó. A duras penas leyó en voz
alta algún nombre. Omitió decir las fechas, ya que no se le daban bien los
números romanos.
—La más antigua tiene casi mil seiscientos años —continuó
Marcos.
—Cojonudo, más solera.
—Aquí se ha estado enterrando a gente durante muchos siglos.
—¿Qué quieres decir?
—No lo sé. Me parece raro. Quedan nichos sin usar. Y mira ése sin
inscripción. —Señaló Marcos el de su derecha, el más alejado de ellos.
Julio se encogió de hombros.
—Y eso qué importa. Me duele el cuello de estar agachado, y aquí
huele que apesta.
—Después de la putrefacción, cuando del cadáver sólo quedan
restos de piel seca, cabellos, uñas y huesos, el olor que desprende se
asemeja al de la leche fermentada —explicó Marcos—. La cripta ha
estado herméticamente cerrada durante siglos, y ese olor aún flota en el
ambiente.
—Vale, "mister Google", me doy por enterado. Y ahora, hagamos lo
que hemos venido a hacer de una puta vez.
Marcos sacó el piolet de su mochila. Julio se lo arrebató de las
manos.
—Tú graba —dijo, imperativo—. Yo me encargo de picar. Si lo
haces tú, estaremos toda la noche.
Julio le pasó la cámara y empezó a golpear en uno de los nichos.
Marcos enfocó el nombre y la fecha:

Acacio
DCCCLXXIV

—Año ochocientos setenta y cuatro —musitó.


La losa de adobe opuso poca resistencia a los impetuosos golpes, y
enseguida el nicho quedó al descubierto. Julio soltó el piolet e iluminó el
interior con la linterna.
—¡Hay bicho! —gritó ufano, y metió un brazo.
Al sacarlo, arrastró un revoltijo de huesos que cayeron al suelo. Se
quedó en la mano con un trozo de tela grisácea y polvorienta de la que
pendían varias costillas. La echó a un lado y se puso a revolver entre los
huesos que tenía a sus pies.
—Dame una bolsa.
Marcos, sin dejar de grabar, descorrió la cremallera de su mochila,
sacó una bolsa negra de plástico resistente y se la entregó.
—Estos pequeñitos no sé qué son —dijo Julio, levantando entre los
dedos lo que parecía una falange—. Éste sí: un fémur. Y éste: una cadera.
—Se llama pelvis.
—"Se llama pelvis, se llama pelvis" —repitió Julio, poniendo la
voz en falsete—. Lo que no veo es la cabeza. Se habrá quedado dentro.
Después de introducir en la bolsa los dos fémures, varias vértebras
y la pelvis, Julio iluminó el interior del nicho.
—Allí la veo. Tendré que meterme. Yo no me voy sin una calavera.
¿Estás grabando?
—Claro.
—Pues, allá voy.
Sin pensárselo dos veces, Julio tomó aire, contuvo la respiración y
se introdujo en la abertura. No le fue difícil inicialmente, ya que el nicho
estaba situado a media altura de la pared; no obstante, cuando los pies
dejaron de tocar el suelo y tuvo que moverse por el interior para alcanzar
el cráneo que veía al fondo, las cosas se complicaron. Era tan estrecho el
espacio que sólo podía reptar apoyado en los codos y en las rodillas,
levantando un polvo blanquecino que chocaba contra el haz de la linterna
como si estuviera atravesando un banco de densa niebla. Si a eso le
añadimos el hecho de que había un olor muy desagradable, y que Julio era
consciente de que respiraba un aire cargado con partículas de muerto, se
entenderá mejor por qué el joven comenzó a angustiarse. Pero ya no podía
recular. Si avanzaba un poco más, alcanzaría la calavera que refulgía al
fondo. No se iría sin ella, ni daría muestras de cobardía ante su amigo.
Eso sería lo último.
Fuera, Marcos, no dejaba de grabar. Estaba sorprendido por la
profundidad de aquellos nichos. Nunca hubiera imaginado que Julio, con
su más de uno ochenta de altura, pudiera desaparecer por completo en su
interior. En un momento dado, se asomó por la abertura y vio las botas de
su amigo.
—¿Todo bien? —se limitó a preguntar.
—De maravilla —oyó decir a Julio, con una voz reverberante y
lejana—. Ya casi la tengo. Cuando te diga, tira de mis pies. ¿Me has
oído?
—Sí, no te preocupes.
Como el encuadre del nicho le resultaba aburrido, decidió grabar
una panorámica girando sobre sí mismo. De repente, en la pequeña
pantalla digital, apareció la imagen del nicho sin inscripción. Hizo zoom
y se quedó mirándolo. Sin saber por qué, bajó la cámara y se acercó. Al
pasar los dedos por la losa, sintió el frío del adobe y la rugosidad de la
superficie. De pronto, un vientecillo helado rozó su nuca dejando una
especie de susurro a su paso.
Permanecía absorto por aquella placentera sensación cuando unos
gritos ahogados, llamándolo por su nombre, lo sacaron del trance.
—¡Marcos! ¡Marcos!
Sacudió la cabeza tomando conciencia de dónde estaba y de la
situación. Era su amigo el que chillaba desesperadamente. Con urgencia,
fue hasta el nicho y se asomó.
—¿Qué pasa?
—¡Que qué pasa, cabronazo! —le escuchó decir—. ¡Sácame de una
puta vez de aquí!
Confundido, dejó la cámara con cuidado en el suelo, agarró a Julio
por los tobillos y tiró de él.
Apenas se movía.
—¡Más fuerte, joder!
La voz de su amigo expresaba auténtica angustia. Se aplicó y,
apoyando un pie en el muro, tiró con todas sus fuerzas. Por fin, notó cómo
arrastraba el cuerpo. Continuó hasta que las piernas asomaron por el
agujero. Entonces se permitió aflojar. Ya con la cintura fuera, Julio fue
capaz de terminar de salir. Al hacerlo, cayó al suelo de rodillas. Estaba
cubierto por un polvo blanquecino que revoloteó a su alrededor, y tosía
profusamente.
—¿Qué cojones te pasa? ¿No me oías?
—Yo... —titubeó Marcos.
—Llevo un buen rato llamándote a gritos. Al alargar el brazo para
agarrar esto —dijo, levantando una mano con el cráneo—, me quedé
encajado. Fue como si el nicho encogiera. Casi me ahogo.
—Lo siento, no te oí.
—Pues ya puedes mirarte esas orejas, sordo de mierda, porque he
estado a punto de morir ahí dentro.
Notablemente enfadado, Julio se levantó del suelo, guardó la
calavera en la bolsa y se sacudió de malos modos el polvo de la ropa y
de la cabeza.
—Gilipollas —masculló, mirando de reojo a Marcos.
—Te repito que lo siento.
—Ya.
Sin pronunciar una palabra más, se colocó la mochila en la espalda
y se dirigió hacia la escalera metálica.
—Nos vamos —sentenció, comenzando a subir peldaños.
Marcos lo observó callado. Hasta que se decidió a hablar.
—Espera.
—¿Qué cojones pasa ahora?
—Quiero abrir un nicho más.
—¿Cómo? —gruñó Julio.
—Quiero abrir un nicho más —repitió, esta vez con más convicción.
—Ya tenemos lo que queríamos. No pienso volver a entrar en uno
de esos jodidos agujeros ni por todo el oro del mundo.
—Lo haré yo.
—¿Tú? —preguntó burlón.
—Sí.
Julio dudó a mitad de la escalera. Terminó por parecerle divertido
ver cómo, ese canijo asustadizo, abría el nicho y se metía dentro. Sería
una escena digna de grabar.
—Como quieras —decidió finalmente.
Sin esperar a que terminara de bajar su amigo y cogiera la cámara,
dominado por un impulso imposible de controlar, Marcos empuñó el
piolet y se dirigió hacia el fondo de la cripta, junto a las escaleras de
piedra, al lugar donde estaba el nicho en cuya losa no había inscripción
alguna.
Sin perder un segundo, comenzó a golpear igual que si le fuera la
vida.
Julio, sorprendido, se dispuso a grabar.
—¡Joder, menudas prisas!
La capa de adobe que cerraba la tumba pronto quedó destrozada.
Marcos, con el piolet colgando de la mano, se quedó absorto mirando la
oquedad abierta.
Pasaron los segundos. Julio se inquietó.
—¿A qué esperas?
Marcos reaccionó. Dejó caer el piolet, cogió su linterna y alumbró
el interior oscuro.
—¿Qué? ¿Hay "bicho"?
—No —respondió Marcos, lacónico.
—¿Está vacío?
—Tampoco.
—¿Y qué cojones hay?
—No lo sé.
—¡Igual hemos encontrado un tesoro!
Marcos dejó apoyada la linterna en el borde del nicho e introdujo
ambos brazos seguidos de su cabeza. No fue necesario que se introdujera
más, el bulto estaba relativamente cerca. La luz iluminaba las paredes del
interior —roca viva toscamente tallada— sin llegar a alcanzar el fondo,
produciendo una sensación inquietante. No había polvo, ni olores
extraños, sino más bien todo lo contrario; Marcos hubiera jurado que, de
algún lugar, le llegaba fragancia de flores.
Percibió la voz de su amigo lejana e irreal, igual que si proviniera
de un sueño.
—¿Lo sacas o qué?
Con decisión, asió el bulto con ambas manos e intentó levantarlo.
Era pesado. Tiró de él.
Julio, ansioso, grababa a su lado para no perder detalle.
Al fin lo sacó del nicho.
—¡Madre mía! ¿Qué hemos encontrado? —exclamó extasiado,
mientras acariciaba reverencial lo que Marcos llevaba entre las manos:
un objeto envuelto en una brillante tela dorada por la que parecía no
haber pasado el tiempo.
2
RUTINAS

Madrid.
Dos semanas después.

Elena Valdeón se levantaba todas las mañanas a las seis —incluso


cuando no tenía que ir a trabajar—, y se bebía un batido natural que ella
misma preparaba introduciendo en la batidora: leche, zumo de naranja,
una manzana troceada y algún fruto rojo, como grosellas, arándanos,
frambuesas o moras, dependiendo de la disponibilidad en el mercado. A
continuación, se ponía ropa de deporte, se calzaba las zapatillas y hacía
cuatro kilómetros corriendo a buen ritmo. Siempre la misma distancia.
Cuando volvía se daba una ducha y luego se tomaba un descafeinado con
leche, sin azúcar, y un par de tostadas untadas con aceite y tomate
mientras veía las noticias en la cocina. Después consultaba el teléfono, se
vestía y se marchaba al trabajo. La mayoría de los días libres los pasaba
en casa leyendo o viendo la televisión. Salía poco, y, cuando lo hacía,
casi nunca volvía tarde. No le gustaba la noche, ni tenía demasiados
amigos. Era metódica y rutinaria hasta el extremo, algo que ella misma
reconocía, y que no atribuía al hecho de vivir sola, eso no tenía nada que
ver; ella siempre había creído que las costumbres impuestas ayudan a las
personas a concentrarse en las cosas realmente importantes de la vida,
que en su caso se trataba de su trabajo como inspectora de policía.
También era de gustos sencillos. Austera en el vestir y poco dada a las
compras innecesarias, que para ella eran casi todas. En verano siempre
llevaba vaqueros con zapatos cómodos y chaquetas ligeras sobre camisas.
Cuando llegaba el frío, que en Madrid es mucho, cambiaba las camisas
por jerséis de cuello alto y las chaquetas por anorak, tres cuartos o
abrigos cortos. Compraba algo de ropa cada temporada —no le
interesaban las marcas, le bastaba con que cumpliera su función— y
tiraba lo que ya no usaba, no era de acumular. Tampoco gastaba
demasiado en cremas ni artículos de belleza femenina, y a la peluquería
se limitaba a ir un par de veces al año para cortarse el pelo; un pelo
castaño claro en el que ya se adivinaban algunas canas, y que casi
siempre llevaba recogido en una coleta. El único capricho que se permitía
era conservar el antiguo piso en el que se crió, y que antes había sido de
sus padres. Un piso alto, con tres habitaciones, dos baños, salón y cocina.
Todo reformado y bien amueblado; con ascensor, garaje y conserje. Un
lujo teniendo en cuenta que estaba en un edificio noble situado en la
Avenida de Menéndez Pelayo, con vistas al parque de El Retiro. Por esa
razón conocía la distancia exacta que recorría todas las mañanas, ya que
daba una vuelta completa al parque siguiendo su perímetro interior y
dejando las verjas siempre a su derecha.
De regreso, mientras esperaba a que el semáforo se pusiera en
verde para cruzar la avenida, miró el amenazante cielo plomizo. Le
gustaba la lluvia —correr bajo ella o verla desde las ventanas de su casa
—, pero no si debía conducir por un Madrid sumido en el caos que
provocaba. Al trote, atravesó la Avenida de Menéndez Pelayo y llegó al
portal. Sacó las llaves del bolsillo del chubasquero y abrió. Allí se
encontró al conserje que, como todas las mañanas sobre las siete,
comenzaba sus tareas.
Sin dejar de limpiar los buzones con un trapo, la saludó.
—Buenos días.
—Buenos días —dijo ella, respondiendo a una rutina que se repetía
desde hacía muchos años.
Matías era un conserje a la antigua. El puesto incluía, además de
sueldo, la posibilidad de usar una pequeña vivienda con patio cubierto en
el bajo; circunstancia ésta que garantizaba una disponibilidad absoluta.
Tenía sus horas de trabajo, por supuesto, pero madrugaba y raro era que
no se le viera rondando por el edificio aunque hubiera acabado su jornada
laboral o fuera su día libre. Era mayor. De hecho, ya podría estar
jubilado. Elena lo conocía de toda la vida. Desde que era una niña y vivía
allí con sus padres y su hermano. Para ella, su presencia, era tan natural
como el mármol del suelo, los apliques de luz o el sillón de piel de la
entrada.
—Perdone, me olvidaba de una cosa.
Le escuchó decir mientras esperaba el ascensor. Se giró y lo vio
acercarse con algo en la mano.
—Ayer por la tarde llegó este paquete para usted. No quise
molestarla y...
—Oh, gracias Matías. No importa, seguro que se trata de un libro
que pedí por correo.
—¿Ya tiene ganas de leer cuando llega por las noches, señorita
Elena?
—Hay días que sí —respondió, cogiendo el paquete—. Y otros que
no. Depende.
Siempre la llamaba por su nombre, Elena, y eso le gustaba. Lo de
señorita no tanto, pero qué le iba a hacer... Aquel hombre pertenecía a una
generación para la que una mujer que vivía sola no dejaba de ser una
señorita hasta el final de sus días; fea costumbre que nunca se preocupó
por intentar cambiar. Sin embargo, acostumbrada a que la mayoría de las
personas que la conocían la llamaran inspectora Valdeón —o jefa, a secas
—, oír a alguien dirigirse a ella únicamente por su nombre de pila le
resultaba una auténtica gozada.
Al llegar a su piso siguió la rutina acostumbrada. Se duchó,
desayunó y luego se vistió. En previsión de lluvia eligió unas botas de
media caña y un anorak con capucha. Lo último que cogía siempre era la
cartera con la placa, que guardaba en el bolsillo posterior del pantalón, y
la pistola, una HK USP de nueve milímetros que ajustaba mediante una
discreta cartuchera al cinturón, justo a la altura de su cadera derecha.
El paquete que le había entregado Matías lo dejó sin abrir encima
de la mesilla de noche; por el remitente, una plataforma de venta de
artículos por internet, confirmó que debía de tratarse del libro que estaba
esperando. Lo empezaré esta misma noche, se dijo, seducida por una
promesa de aventuras literarias.
Bajaba en el ascensor hacia el garaje cuando recordó que había
guardado el teléfono en el bolsillo del anorak sin consultarlo. Achacó el
despiste al hecho de haber introducido en sus hábitos diarios un elemento
nuevo. Aquel paquete había tenido la culpa. Al encender la pantalla vio
que había un mensaje enviado hacía quince minutos. Lo abrió. Se trataba
del comisario Bernedo, su inmediato superior, solicitando que se
presentara en su despacho nada más llegar a la comisaría. ¿Qué tripa se le
habrá roto tan temprano?, se quejó.
Su coche era un veterano Volkswagen Polo de catorce años que iba
de maravilla. Aunque había pensado en comprar uno nuevo muchas veces,
le costaba desprenderse de él por pura costumbre.
Una lluvia fina, que rápidamente se intensificó, la obligó a activar
los limpiaparabrisas cuando doblaba por la calle del Doce de Octubre.
En la calle de Narváez ya empezó a sufrir tráfico intenso, y al entrar en la
calle de Alcalá la situación empeoró aún más. Decidió tomárselo con
calma. Siempre salía con tiempo de sobra, una buena estrategia para
eliminar el estrés que sufren muchos conductores por apurar cinco
minutos más bajo las sábanas. Parada en un semáforo —el último antes de
coger la salida 4 para entrar en la M30—, Elena se fijó en una pareja de
niños que cruzaban. Parecían hermanos. Una niña y un niño, ambos de
uniforme y con las mochilas a la espalda. Ella, algo mayor que él. Diez y
ocho años, calculó. Iban de la mano, charlando. La niña, con el pelo rubio
recogido en una coleta, llevaba en su mano libre un paraguas con el que
cubría más a su hermano que a ella misma. La nostalgia y un sentimiento
de profundo dolor le oprimieron el pecho. Los años transcurridos no han
servido para nada, se dijo, las cicatrices siguen intactas. Se le aceleraron
las pulsaciones. Le faltaba el aire, y tuvo que cerrar los ojos para
ahuyentar la evocación y poder respirar con normalidad.
Un fuerte pitido a su espalda la sobresaltó. El semáforo había
cambiado y un conductor impaciente apretaba el claxon con insistencia
enfermiza. Elena aceleró sin prisas, con la vista nublada. Circulando por
la M30 buscó una cadena de música en la radio y subió el volumen. El
tráfico era un auténtico infierno. Tardó casi veinte minutos en hacer un
kilómetro. Al tomar la salida hacia la Avenida de Ramón y Cajal la
situación mejoró sensiblemente. Apagó la radio. En silencio recorrió la
Calle López de Hoyos y la Avenida de la Gran Vía de Hortaleza. Cuando
tomó la Calle de Julián González Segador, aún pululaban en su cabeza
retazos de la imagen de aquellos dos niños. Aquellos dos hermanos.
Sólo fue capaz de arrinconar los terribles recuerdos cuando tuvo
que sacar su identificación por la ventanilla para que la dejaran entrar en
el aparcamiento de la Comisaría General de la Policía Judicial. El
trabajo era su bálsamo.
—Buenos días, inspectora Valdeón —la saludó, llevándose una
mano a la gorra, el agente que montaba guardia en la garita.
Era joven, de piel morena y barba muy cuidada. Lo veía por primera
vez. Enseguida percibió en él ese aire de vanidad que rodeaba a todos los
policías nada más salir de la academia.
—Buen servicio —le deseó Elena, después de que le devolviera la
identificación y levantara la barrera.
Desde el aparcamiento se accedía al edifico por una puerta lateral.
Para atravesarla debió enseñar de nuevo su identificación a otro policía
—al que sí conocía desde hacía años—, situado junto a un torno y un
escáner de control, y pasar su tarjeta magnética por un lector.
—Buenos días, inspectora.
—Buenos días, Vargas.
No hizo falta que dejara los objetos metálicos en una bandeja para
ser examinados, en cuanto el sistema la reconoció le dio paso libre.
—El comisario me ha encargado que le diga que...
—Quiere verme. Lo sé —le cortó Elena.
—Ya me ha llamado por radio dos veces preguntándome si había
llegado.
—Pues ya estoy aquí —resolvió, algo molesta.
Caminó por el pasillo en dirección a los ascensores preguntándose
qué demonios podía ser tan urgente. Sabía, por los años que llevaba
trabajando a sus órdenes, que el comisario Bernedo era un profesional
flemático que mantenía la calma en las situaciones más complicadas. Un
hombre práctico que guardaba bien la ropa antes de echarse a nadar,
sobre todo si lo hacía en los océanos de la política, y que medraba para
mantenerse en el puesto —como todos los superiores que conocía— sin
importarle el partido que gobernase; pero que, al menos, lo hacía con sus
límites, evitando perjudicar a sus subordinados en la medida de lo
posible. Por otra parte, en el día a día, era un jefe comprensivo y eficaz
que hacía su trabajo con profesionalidad, permitiendo que los
subordinados tuvieran la oportunidad de hacer el suyo antes de
entrometerse, y dejando el espacio suficiente entre la orden y el resultado.
Por esa razón le sorprendía aquella premura. Nunca antes el comisario
había reclamado su presencia con aquella insistencia. Era de los que
esperaba a que todos se hubieran tomado el café de la mañana antes de
empezar a apretar las clavijas.
A pesar de la urgencia, Elena pasó antes por la Unidad de
Delincuencia Especializada y Violenta (UDEV), de la que dependía la
Brigada Central de Investigación de Delitos contra las Personas, en la que
estaba destinada. En concreto, al Grupo III de Homicidios.
Su espacio se encontraba ubicado en una habitación de unos treinta
metros cuadrados, una planta por debajo de donde trabajaba el comisario.
Había seis mesas. Tres de ellas vacías. La suya, al fondo, junto a una
ventana, estaba llena de carpetas amontonadas. En las otras dos, que ya
estaban ocupadas, se veía el mismo panorama. Sin llegar a pasar, apoyada
en el quicio de la puerta, Elena se asomó.
—Buenos días.
—Buenos días, jefa —se apresuraron a responder al unísono los dos
agentes que trabajaban volcados en las pantallas de ordenador: su equipo.
Se trataba de un hombre y una mujer. Él era el subinspector Toni
Santos. Treinta y cinco años, bien parecido, pelo muy corto, barba de tres
días, atlético. Vestía un polo de manga corta que dejaba al descubierto
unos brazos fornidos. Ella era la subinspectora Sonia Arieta. Treinta y
dos años. Atractiva sin llegar a ser guapa. Delgada, con la piel muy
blanca. Pelo negro y corto, y unos ojos muy vivos que se veían
agrandados tras sus enormes gafas con montura roja.
—¿Qué hacen aquí tan pronto?
—Hoy traían los informes del 2005, y ya sabe cómo son los de
documentación. Si no estás, los devuelven al archivo —respondió el
subinspector Santos.
—Eso es verdad.
—El comisario quiere verla —intervino la subinspectora Arieta,
mordisqueando un bolígrafo.
—Ahora voy a verlo. Cuando baje, nos ponemos a trabajar en esos
informes.
Ya se marchaba cuando la subinspectora Arieta volvió a hablar.
—¿Cree que serán malas noticias?
Elena meditó unos segundos antes de contestar. Quería ser sincera
sin llegar a inquietarlos.
—La situación es la que es —dijo por fin, mirándolos
alternativamente a los ojos—, pero aún nos queda mucho trabajo por
hacer. Si obtenemos buenos resultados, no habrá de qué preocuparse.
—Genial —intervino Santos, sin mucha convicción.
Arieta fue más franca, chascó la lengua y dejó salir un sonoro
suspiro.
Tampoco la inspectora Valdeón las tenía todas consigo. Sabía que
habían desmantelado el mítico Grupo X, y que en Homicidios sólo
quedaban, además del suyo, el Grupo V y el VI. Ya les habían reducido la
dotación a tres miembros de los seis que tenían al principio de crearse, y
era cuestión de tiempo que su grupo fuera el próximo en desaparecer. Sin
embargo, a pesar de los malos augurios que sobrevolaban su cabeza,
Elena les dedicó una media sonrisa antes de marcharse.
Cerca de las máquinas de café se encontró con el inspector Fidalgo,
un veterano de abultada barriga y escaso pelo que, después de pasar por
casi todos los destinos, esperaba con anhelo la jubilación trabajando en
la Brigada Central de Inteligencia Financiera, dedicado principalmente a
la persecución del blanqueo de capitales.
—¿Cómo va la cosa, Valdeón?
—Tirando. ¿Y tú?
—Hasta los huevos de tratar con señoritingos de trajes caros y
mansiones de lujo.
—Ya te queda poco.
—¡Joder, me acuerdo cuando te asignaron a mi unidad! ¡Qué
tiempos!
Nada más ascender a subinspectora, Elena trabajó durante cinco
años a sus órdenes en la Unidad contra la Corrupción y el Crimen
Organizado.
—Sí, fueron buenos.
—Nos jugábamos el cuello bregando todos los días con
albanokosovares, ucranianos o colombianos —continuó Fidalgo, al
tiempo que removía un humeante café con leche—, pero al menos no se
nos recalentaban las almorranas sentados todo el día mirando informes.
—Oye, que yo no tengo almorranas.
—Ésos eran otros tiempos. —Miró a la nada—. La adrenalina, el
riesgo... Entonces éramos policías de verdad. Nos hemos convertido en
putos chupatintas.
—No me jodas, Fidalgo, que no te veo ahora derribando puertas a
patadas ni persiguiendo a delincuentes a la carrera.
—Sabes a lo que me refiero. Te sentías útil cuando retirabas un
ladrón de las calles, un camello de la puerta de un colegio o detenías a un
asesino. O le dabas su merecido a un puto pederasta antes de entregárselo
al juez.
La miraba con intensidad mientras hablaba. Nada más terminar, dejó
de hacerlo y dulcificó el gesto.
—Tú podrías llevar una comisaría de barrio, pero la cagaste.
Bueno, los de arriba dijeron que la cagaste. Yo siempre te apoyé, te lo
dije entonces y te lo digo ahora. Hiciste lo que debías.
Elena empezó a sentirse incómoda. Fidalgo no se percató. Se le
notaba con ganas de desahogarse.
—Eres buena, muy buena. De los mejores policías que he conocido.
Elena asintió en señal de agradecimiento, sin dejar de recordar que
Fidalgo no siempre fue tan amable ni comprensivo con ella. Estuvo un par
de años pateando las calles antes de aprobar el curso para subinspectora.
La primera de su promoción. Entonces no había muchas mujeres en el
cuerpo, y, aunque sobre el papel las cosas habían cambiado, en la
práctica no era del todo así. Fidalgo era un policía de la vieja escuela
cuando fue destinada bajo su mando. Un policía dominado por la
testosterona que creía en los atajos. Un policía de otro tiempo y otro
régimen que se esforzaba por adaptarse, pero que añoraba la época en la
que se miraba para otro lado si alguien le sacaba información a un
sospechoso a golpes o metiéndole el cañón de la pistola en la boca. Un
tipo duro acostumbrado a tratar con hombres, y que recelaba de una mujer
policía. No fue fácil que la aceptara en su unidad. Se lo hizo pasar muy
mal hasta que se ganó su respeto. Le costó, pero al final lo consiguió.
El inspector Fidalgo dio un generoso sorbo a su café, momento en el
que Elena vio la oportunidad de dar por terminada la charla.
—Gracias, Fidalgo, nos vemos.
—No la vuelvas a cagar, inspectora Valdeón, es mi consejo —le
escuchó decir mientras andaba en dirección al ascensor.
En la planta superior se cruzó con varios compañeros que la
saludaron, aunque evitó detenerse con ninguno. El comisario la esperaba
en el despacho del fondo y no tenía intención de demorar un minuto más la
resolución de la incógnita. ¿Qué será?, se decía a punto de golpear con
los nudillos en la puerta. ¿Recorte de presupuesto? ¿Traslado de alguno
de los chicos a otra unidad? ¿Disolución del Grupo III? Si se preparaba
para lo peor, cualquier otra cosa le parecería fantástica.
¡Toc, toc!
—Adelante —oyó decir al otro lado de la puerta.
Justo cuando entraba, fantaseó con la posibilidad de que se tratase
de la investigación actual de un crimen por resolver. Un caso de verdad.
Y acertó.
Pero jamás hubiera podido imaginar que el caso que le esperaba
sería el más complicado, inquietante y peligroso de toda su carrera.
3
EL CRIMEN

El despacho del comisario Bernedo siempre olía a ambientador


barato y a loción de cierto nivel para después del afeitado. Una
combinación que a Elena le resultaba insoportable.
—Buenos días, inspectora Valdeón. Veo que recibió mi mensaje.
—Así es. Pero por si acaso me olvidaba, me lo han recordado todos
los agentes con los que me he ido cruzando —respondió, dejando un
rastro de fino sarcasmo.
El comisario torció el gesto y lo dejó correr, señalando con la mano
una de las sillas que tenía al otro lado de su mesa.
—Pase y siéntese, por favor.
Antes de hacerlo, Elena se quitó el abrigo y lo dobló sobre sus
piernas.
—Usted dirá, señor comisario.
Luis Bernedo tenía cincuenta y ocho años, trece más que Elena
Valdeón, y al igual que ella aparentaba algunos menos. Se notaba que se
cuidaba. Estaba delgado, llevaba un buen corte de pelo y siempre vestía
trajes a medida que le sentaban muy bien. Podría decirse que se trataba de
un hombre guapo de no ser por esa sempiterna mirada triste que asomaba
por debajo de unas cejas muy pobladas, y que le conferían el aspecto de
un perrito abandonado. Aunque no había que llevarse a engaño, el
comisario era un perro de presa siempre dispuesto a soltar una buena
dentellada.
—Se lo diré sin rodeos: los resultados de su grupo no son buenos.
Dos casos en un año son muy poca cosa.
Si el comisario era un perro de presa, la inspectora era uno de
pelea.
—¿Y qué me dice de los casos antiguos que estamos revisando?
Hemos conseguido que se reabran casi una docena, de los cuales ya se
han resuelto la mitad.
—Eso es harina de otro costal.
—¿Harina de otro costal, comisario? Trabajamos sólo con informes.
La mayoría de las veces mal redactados o insuficientes. Sin escena del
crimen, con testigos desmemoriados por el paso del tiempo o
directamente desaparecidos. Puzles incompletos muy difíciles de
descifrar.
—Lo sé. Pero no nos engañemos, el pasado no interesa a nadie.
—A nadie salvo a los familiares de las víctimas.
—En eso tiene razón. Y sería genial que pudieran ser ellos quienes
aprobaran los presupuestos de cada departamento. Desgraciadamente, no
es así.
—¿Me ha llamado para hablar de dinero o de justicia?
Eran más de diez años trabajando con ella, y el comisario Bernedo
conocía bien el carácter de la inspectora. Sabía que era una contrincante
formidable. Una gran fajadora que nunca rehuía el combate aunque
supiera que, al ganar una discusión con un superior, pudiera salir
perjudicada. No era insubordinada, pero jamás se guardaba nada si creía
que tenía razón. Cosa que a menudo pasaba. Debatía bien y con rapidez,
utilizando argumentos sólidos e irrefutables. No solía alterarse, medía sus
palabras, y su munición de ataque siempre lucía la pátina de un humor
basado en la ironía y el sarcasmo. Eso lo sabía bien el comisario. Como
también sabía que era una profesional de los pies a la cabeza.
Concienzuda en su trabajo, tenaz, meticulosa, intuitiva e inteligente.
—No la he llamado para discutir con usted —resolvió el comisario,
aceptando las tablas antes de que la naciente llama se convirtiera en
incendio.
—Pues lo parece.
—Las cosas son como son, usted debería saberlo mejor que yo.
Y lo sabía. Sabía que en España se estaban viviendo las tasas más
bajas de asesinatos de los últimos años, y que lejos quedaba la década
anterior, cuando el número de víctimas violentas superaba el centenar por
año; y ello, gracias a la disolución de importantes organizaciones
criminales que usaban a sicarios para resolver sus problemas, a una
mayor presencia policial en lugares conflictivos y a la ausencia de
asesinos en serie. Si mal no recordaba, el último había sido el conocido
como "Asesino del naipe", detenido en el 2003. La crisis también había
ayudado a la disminución de casos violentos, ya que España había dejado
de ser atractiva para las mafias y los delincuentes. Todas esas razones
habían llevado a la reducción de efectivos en la Brigada de Homicidios, y
a la desaparición de grupos especializados. El temor por parte del
Gobierno de un repunte de la violencia había logrado que algunos se
mantuvieran operativos, aunque con bajas. Eso sí, ante la ausencia de
crímenes, debían cubrir el expediente ocupándose de casos antiguos sin
resolver. Un trabajo mucho más duro e ingrato.
Bernedo soltó un suspiro y se recostó en el sillón. La observó unos
segundos sin decir nada, concentrado en el agradable rostro de
mandíbulas apretadas que lo miraba con intensidad; reconociendo que la
inspectora Valdeón tenía el talento y la motivación suficientes para el
trabajo que tenía que asignarle.
Abrió un cajón, sacó una carpeta y la dejó encima de la mesa.
—Necesito que se encargue de un caso.
Elena intentó que no se le notara la excitación, aunque no pudo
evitar que su tenso rostro se relajara involuntariamente.
—¿De qué se trata?
—Del crimen cometido hace una semana en un pueblo de la Sierra
Norte de Madrid. Habrá oído hablar de él.
La inspectora Valdeón asintió a la vez que arrugaba el entrecejo.
—La Guardia Civil está en un punto muerto— añadió el comisario,
aclarando la duda que escondía su gesto de extrañeza, ya que era ese
cuerpo el encargado de mantener el orden y de llevar a cabo las
investigaciones en las áreas rurales y en las poblaciones de menos de
cincuenta mil habitantes; a excepción de algunos casos que, por su
complejidad o dificultad técnica, se derivaban a unidades especializadas
de Madrid—. Un muerto y un herido. Ambos jóvenes. Amigos. Fueron
asaltados cuando estaban en casa. En un chalet. Todo apunta a un robo que
se complicó —resumió el comisario.
—¿Testigos?
—Lo poco que tenemos está en el informe preliminar —atajó el
comisario, señalando la carpeta que tenía sobre la mesa.
—¿Puedo?
El comisario Bernedo abrió las manos en señal de aprobación.
Elena cogió la carpeta y comenzó a ojearla.
—Quiero que usted y su grupo dejen lo que estén haciendo y se
pongan a ello de inmediato. Necesito resultados para ya. El teniente
Olmedo es quien llevaba la investigación y le pondrá al tanto. He hablado
con él hace un momento. La está esperando.
—Por supuesto —contestó Elena, pasando hojas del informe y
mirando fotografías.
El comisario detectó el entusiasmo contenido de la inspectora.
—No se fie, el asunto puede ser más complejo de lo que aparenta.
Elena levantó la cabeza de los papeles.
—¿A qué se refiere?
—El móvil parece ser el robo, como le he dicho. Y hay quien cree
que puede tratarse de un objeto de mucho valor.
—¿Quién lo cree?
—Contará con un asesor.
La mirada interrogativa de Elena obligó al comisario a dar alguna
explicación más.
—Le seré franco. A mí tampoco me gusta una mierda tener a civiles
metiendo las narices en nuestros asuntos, pero a veces hay que transigir.
—¿Transigir? ¿De qué me está hablando? ¿Quién es ese civil?
El comisario se rascó la barbilla y desvió la mirada antes de
responder.
—Un experto en antigüedades. O eso creo. Ayer me llamó el
director general de la Policía. Me confesó que era un favor personal al
ministro del Interior.
—¿Al ministro?
—La cosa viene de mucho más arriba, al parecer.
—¿Más arriba? ¿Del Cielo?
El comisario sonrió.
—Casi. Del Vaticano llamaron al Rey, éste a nuestro presidente... Y
así sucesivamente. Se trata de una cadena de favores en la que hay
implicada gente muy poderosa, como ve.
—¡Joder!
—No conozco los pormenores —se sinceró el comisario—. Huele a
tema delicado. El director me dijo que ese experto nos explicaría los
detalles.
—El Vaticano —musitó Elena.
—Sí, hay peticiones que no se pueden rechazar.
La inspectora clavó la mirada en la cruz dorada con peana de
mármol que reposaba sobre la mesa, junto a la bandera de España. Luego
echó una ojeada rápida a las fotos que colgaban de la pared, a su derecha.
Las conocía de sobra. En una de ellas se veía a Bernedo saludando al
arzobispo de Madrid con camaradería, y en otra arrodillado ante el papa
besándole el anillo. Antes de que el comisario continuara hablando, tuvo
tiempo de reflexionar sobre lo tremendamente fácil que era la salvación
para un católico: bastaba con un buen gesto dirigido a los altos
estamentos del poder eclesiástico para librarse de toda una vida de
pecados.
—El director me avisó de que ese civil había salido de Roma ayer,
y que iría directamente al lugar de los hechos.
—¿Me espera en el pueblo?
—Correcto.
—Entonces no es cosa de la Guardia Civil. Ellos no han pedido
nuestra colaboración.
El comisario se encogió de hombros.
—Al final nos lo agradecerán, ya lo verá.
Elena entornó los ojos, sopesando el asunto. No tardó mucho en
llegar a la conclusión de que si quería saber más, no sería dentro de ese
despacho.
—Está bien. Manos a la obra.
—Me informará directamente a mí —añadió al verla hacer ademán
de levantarse—. Sin intermediarios. Yo estaré en contacto con el juez que
lleva el caso.
—Como usted diga.
—No quiero errores. En este caso nos jugamos mucho. En especial
usted. El futuro de su grupo depende de que lo resuelva.
Elena asintió con la cabeza y terminó de levantarse. Ya en la puerta,
con el pomo en la mano, se giró.
—Una pregunta, comisario.
—¿Sí?
—¿Por qué yo?
Bernedo apoyó las manos encima de la mesa y entrelazó los dedos.
Un gesto que ella interpretó que hacía para ganar tiempo mientras
elaboraba una respuesta alternativa a la verdad.
—Estaba libre —dijo por fin—. No piense cosas raras. Y ahora
vaya y haga un buen trabajo. Espero noticias.
4
EL CALMO

El subinspector Santos conducía el Renault Megane asignado al


caso. A su lado iba la subinspectora Arieta, con las piernas estiradas y los
brazos cruzados sobre el pecho. Ambos muy atentos a los datos que les
daba la inspectora Valdeón desde el asiento trasero, donde llevaba
esparcidos los informes.
—Y eso es todo —concluyó Elena, justo a la entrada de un túnel.
—Pues no tenemos mucho —dijo Arieta.
—No tenemos una mierda —añadió Santos, más explícito.
—Para eso estamos nosotros, para sacar de donde no hay —resolvió
la inspectora.
—Menudo asuntito. Apesta a chamusquina a kilómetros —se quejó
Santos.
—Ya te digo —corroboró Arieta.
Antes de salir de la comisaría, Elena les había puesto al corriente
de cuanto le había contado el comisario, sin omitir ni un solo detalle del
"jardín" en el que estaban a punto de meterse. Los tres, y en especial la
inspectora, estaban suficientemente curtidos para saber que la presión
mediática a la que se ve sometido un agente cuando hay un crimen por
resolver, ya era suficiente como para añadirle, además, la que supondría
tener los ojos de sus superiores —y de quiénes no lo eran— pegados a
sus cogotes.
Santos soltó un sonoro suspiro.
—¡Joder, el Vaticano!
—Ni más, ni menos —corroboró la subinspectora Arieta.
—No debemos dejarnos impresionar —dijo Elena, para
tranquilizarlos—. Actuaremos igual que siempre.
El subinspector Santos adelantó a un camión a la vez que miraba a
la inspectora por el retrovisor interior del coche.
—La Iglesia, un crimen y un objeto robado de por medio —dijo,
dotando a su voz de cierto tono de misterio—. Parece una película de
Dan Brown.
—Será un libro —lo corrigió la subinspectora Arieta.
—Yo sólo veo pelis.
—Leer un poco no te vendría mal.
—¿Te digo yo lo que debes hacer en tu tiempo libre? —respondió
Santos con contundencia pero sin llegar a elevar la voz.
—Es un consejo de amiga.
—Ya. Pues ahí va un consejo de amigo: replantéate la forma de
vestir.
—¿Qué le pasa a mi ropa?
—Nada, si lo que pretendes es que un día te confundan con una
ancianita y te cedan el asiento en el metro.
—Muy gracioso.
—A que sí.
Elena desconectó del rifirrafe. Conocía de sobra las sempiternas
discusiones infantiles que, a menudo, tenían sus subordinados. Eran
buenos policías, y hacían bien su trabajo, pero nadie era perfecto. Ajena a
las voces miraba por la ventanilla tratando de poner la mente en blanco,
esforzándose por empaparse del paisaje que pasaba veloz: asfalto,
coches, señales de tráfico, monte bajo, arbustos, cielo, pájaros... Ese
abigarrado conjunto de imágenes representaba una tregua antes de
comenzar el trabajo.
Sufrieron tráfico intenso hasta que llegaron a La Cabrera. En ese
momento, cerca de Somosierra, la autovía estaba casi vacía. Hacía rato
que el silencio se había impuesto. Santos apoyaba una mano en el volante
y la otra sobre el regazo, manteniendo una velocidad ligeramente por
encima de la legal, disfrutando al adelantar a los pocos conductores que
se encontraba. Arieta, para solventar la ausencia de navegador en el
coche, llevaba un mapa desdoblado sobre las piernas y el móvil con el
GPS conectado, consultando ambos alternativamente.
—Atento a la próxima salida —dijo la subinspectora.
—Ahora viene lo bueno: carretera de montaña —anunció Santos,
ufano, llevando ambas manos al volante.
Elena dirigió la mirada al frente durante unos segundos, el tiempo
que tardaron en dejar la autovía y tomar la salida. Luego, se apoyó en el
reposacabezas y se obligó a cerrar los ojos.
Durante unos kilómetros circularon por una carretera en buen estado
que ascendía, poco a poco, gracias a un trazado de curvas suaves donde
Santos se contuvo. Fue al dejarla y empezar a rodar por un camino
estrecho, lleno de baches y curvas pronunciadas, cuando el subinspector
comenzó a conducir más rápido.
—Pareces un niño —se quejó Arieta.
Santos sonrió malicioso y dejó de pisar el acelerador.
—Eso está mejor.
Arieta dobló el mapa, lo guardó en la guantera y apagó el móvil.
—No tiene pérdida. Al final de esta carretera está el pueblo.
Nunca lo admitiría, pero le importaba mucho la opinión de su
compañera. Guapo, alto, con buen cuerpo y un look descuidado
perfectamente estudiado que le proporcionaba un aire canalla, Santos era
un imán para las mujeres, siempre dispuestas a seducirlo. Y eso fue
precisamente lo que le atrajo de la subinspectora Arieta, su completo
desinterés por él. No le gustaba, le parecía una empollona esmirriada que
vestía como su madre; sin embargo, intentó llevársela a la cama durante
meses. Eso pasó al principio de trabajar juntos. Incluso llegó a pensar
que estaba enamorado de ella. Pero todo acabó el día en que la
subinspectora, cansada de sus continuos flirteos, decidió poner las cartas
sobre la mesa. Y fue tan incuestionable en su discurso, y tan contundente
con sus palabras, que él jamás volvió a insinuarse. Desde aquel día en el
que la subinspectora Arieta le leyó la cartilla, sólo eran compañeros de
trabajo. Eternamente enfrascados en trifulcas tontas que podrían dar a
entender otra cosa, pero únicamente compañeros. De todo aquello fue
testigo la inspectora Valdeón, y a punto estuvo de trasladar a uno de ellos.
Suerte que supo esperar y no lo hizo; porque, resuelto el asunto y al
margen de sus riñas pueriles, formaban un equipo excelente.
Una lluvia de gotas enormes comenzó a caer con intensidad. El cielo
se oscureció y fuertes ráfagas de viento zarandearon los pinos que
bordeaban la carretera. Santos se vio obligado a aminorar aún más, ya
que la cortina de agua emborronaba todo más allá del parabrisas. Con
dificultad pudo ver el cartel:

El Calmo 4 km

—No me suena este pueblo para nada —dijo el subinspector, por


encima del ruido del motor revolucionado y los limpiaparabrisas
activados a su máxima velocidad.
—Tampoco a mí —confesó Arieta—. Según he leído en la
Wikipedia, la población es de 1500 habitantes, está situado a una altitud
de 1100 metros y tiene pocos lugares de interés turístico: una iglesia
románica y una plaza central bastante anodina, por las fotos que he visto.
—¿Y restaurantes?
—Ninguno reseñable.
—Ahí tienes la razón de que no hayamos oído hablar de él. Está
claro que si un pueblo de la sierra no dispone de una buena oferta
gastronómica que incluya lechazo al horno o cochinillo, nadie de la
capital va a hacer kilómetros para visitarlo un fin de semana. Y menos,
con una carretera de mierda como ésta. ¿Usted lo conocía, jefa?
—No —respondió Elena, lacónica.
—Pues hemos elegido un día cojonudo para hacerlo.
—Ya te digo —asintió Arieta, mientras desempañaba el cristal
delantero con un pañuelo de papel.
Esos cuatro kilómetros de subida se les hicieron eternos. Curvas y
contracurvas constantes bajo un aguacero bíblico. Y un viento que lanzaba
contra los cristales hojas arrancadas y agujas de pinos.
Tras el último repecho, al salvar una pendiente muy pronunciada, el
tiempo cambió tan abruptamente como había llegado. Las oscuras nubes
de lluvia desaparecieron, el viento se calmó y el cielo se abrió mostrando
un sol que se desparramó por un paisaje que lo recibió con alegría. Tanto
como los tres ocupantes del coche.
—Bueno, bueno, bueno. Esto es otra cosa —exclamó Santos,
deteniendo los limpiaparabrisas y bajando un poco la ventanilla de su
lado.
—Desde aquí el pueblo parece bonito —dijo Arieta.
—No está mal —admitió Santos, a medias—. El paisaje ayuda.
Y así era.
Bajo un cielo azul, y rodeado de jarales, monte bajo, melojos, tejos
y encinas —que aportaban un color verde que contrastaba con el ocre de
la tierra y el gris parduzco del granito—, el pueblo, de casitas blancas y
rojos tejados, lucía igual que un mediocre cuadro al que se le hubiera
puesto un hermoso marco. Algo alejadas, se distinguían varias
urbanizaciones de chalets que llegaban hasta la falda de una gran
formación rocosa que parecía el límite de la Tierra.
El último tramo de carretera era llano y presentaba un asfaltado
perfecto. Incluso tenía farolas historiadas de hierro forjado a ambos
lados.
—¿Dónde hemos quedado, jefa?
—En la plaza hay un puesto de la Guardia Civil —contestó Elena, al
tiempo que recogía los papeles que tenía dispersos sobre el asiento y los
guardaba en una carpeta —. Frente al ayuntamiento.
Santos condujo con suma prudencia entre las estrechas calles vacías
de coches. Se cruzaron con algún viandante; la mayoría mujeres mayores
con bolsas de la compra y ancianos que paseaban aprovechando la tregua
de la tormenta. Ningún niño, y pocas personas de mediana edad. Al llegar
a la plaza lo vieron. Como dijo Elena, el puesto de la Guardia Civil se
encontraba allí, frente al ayuntamiento. Se trataba de una casa de una
planta con ventanas enrejadas, paredes forradas de piedra blanca y
cubierta de teja rojiza. Sobre la puerta se veía el escudo de la Benemérita
bajo una bandera de España, y en la pared del costado un sencillo rótulo
hecho con letras corpóreas de metal oxidado que decía: Guardia Civil.
Frente a la casa había aparcados dos coches: un Nissan Terrano oficial y
un Mercedes-Benz negro. Santos estacionó al lado del todoterreno de la
Guardia Civil.
—Bueno, pues ya estamos aquí —anunció el subinspector antes de
apagar el motor.
Elena adelantó la cabeza hasta casi asomarla entre los dos asientos
delanteros. Quería que la oyeran bien.
—Dejadme hablar a mí.
El subinspector torció el gesto.
—¿Cree que vamos a cagarla?
—No es eso, Santos —Elena eligió bien las palabras antes de
continuar—. Es un cuerpo militar. Si para nosotros es importante respetar
la cadena de mando, para ellos es esencial.
—Ya. Boquita cerrada.
—Si queremos tener una buena colaboración, es fundamental que la
primera impresión sea la adecuada. Ya les será bastante duro tener que
aguantar órdenes de una inspectora de la Policía, como para añadir un
interrogatorio a tres bandas. No quiero tenerlos a la defensiva. Eso sería
lo peor que podría pasarnos.
—Entendido —dijeron los dos subinspectores a la vez.
En el interior del puesto se encontraron con un espacio sencillo y
funcional de una sola pieza que recordaría a cualquier inmobiliaria de
barrio: paredes lisas pintadas de un color beige claro, posters de
propaganda del cuerpo distribuidos sin ningún criterio, y, a cada lado,
dejando un espacio en el centro, un par de mesas vacías con ordenadores,
teléfonos y carpetas. En la pared de enfrente vieron una estantería repleta
de archivadores y dos puertas de madera oscura. Una estaba cerrada. La
otra, medio abierta, dejaba entrever un despacho donde se escuchaban
voces.
—Buenos días —dijo Elena, elevando el tono lo suficiente como
para que un sordo pudiera oírla.
Al instante, salió un hombre de uniforme pero sin gorra. Alto,
delgado, unos cincuenta años, pelo canoso y gafas sin montura. Al verlos,
se detuvo y entornó los ojos.
Elena se adelantó a su pregunta.
—Venimos de la Brigada Central de Investigación.
—¿Inspectora... ?
—Valdeón —completó, al tiempo que le extendía la mano—. Ellos
son: la subinspectora Arieta y el subinspector Santos.
—Encantado. Yo soy el teniente Olmedo.
Su mirada de ojos marrones era abierta; y sus ademanes, afables.
Al terminar los apretones de manos, el teniente se volvió e invitó a
acercarse al hombre que observaba desde la puerta del despacho.
—Él es el sargento Dávila —lo presentó cuando lo tuvo a su lado
—. Está al mando de este puesto. Fue el primero en acudir al lugar de los
hechos.
Era bajito, de piel cetrina y escaso pelo que se ensortijaba por
encima de las orejas. Su mirada no era tan limpia como la del teniente. A
la sombra de unas cejas enarcadas asomaban unos desconfiados ojos
oscuros que la estudiaron sin disimulo. Tampoco su mano fue tan cálida
como la del teniente.
—Al comprobar la gravedad de los hechos —explicó el teniente
Olmedo—, avisó de inmediato a la comandancia para que enviaran un
grupo especializado de criminalística.
—Entiendo que a su mando —dijo Elena.
—Así es.
—¿Dónde podemos hablar? Cuanto antes nos pongamos manos a la
obra, mejor.
El teniente miró al sargento.
—Usaremos mi despacho —sugirió éste, exento de entusiasmo.
Elena prefería estar sola en aquella primera charla, e ideó una
rápida estrategia.
—Fue en un chalet, ¿verdad?
Los dos guardias asintieron.
—Me gustaría que mis agentes pudieran echar un vistazo por la
zona. ¿Es posible que alguien los acompañe? —preguntó, satisfecha con
la excusa.
—Lo harán mis hombres. A media mañana siempre salimos a
almorzar —dijo el sargento, con aire de justificación—. El bar está aquí
cerca. Los avisaré de inmediato.
—Por supuesto, esto debe de ser un lugar muy tranquilo.
—Lo era —apostilló, apesadumbrado.
—No nos vendría mal un café, ¿verdad? —intervino el subinspector
Santos, buscando el apoyo de su compañera.
—Para nada —dijo ella—. Si nos indica en qué bar podemos
encontrarlos, nosotros mismos nos acercaremos.
El sargento Dávila dudó un instante. Luego, sacó su teléfono móvil y
le dio unas rápidas instrucciones a su interlocutor, que incluía hacer de
cicerone con los policías enviados desde Madrid.
—Hecho —confirmó el sargento, con mirada esquinada—. Los
esperan. El bar está saliendo de la plaza a mano derecha. No tiene
pérdida.
—Perfecto —dijo Santos—. Vamos para allá.
Elena se volvió y miró a los subinspectores alternativamente.
—Fijaos en cualquier detalle que os parezca relevante, y preguntad
a los vecinos por si vieron o escucharon algo. En un rato estaré con
vosotros.
—No hubo testigos —se apresuró a decir el sargento.
—No está de más asegurarse —dijo la inspectora—. A veces, la
memoria se refresca con el paso de los días.
—A las personas que viven en las urbanizaciones no les gusta que
las incomoden. Vinieron aquí para vivir tranquilas —replicó, hosco.
—Vamos, Dávila —medió el teniente, conciliador—. Seguro que no
les importa colaborar de nuevo. Los habitantes de este pueblo son
conscientes de la gravedad de la situación, y están deseando que
atrapemos al criminal.
—Como usted diga, mi teniente —se plegó el sargento, volviéndose
con brusquedad y dirigiéndose al despacho.
Olmedo, entonces, abrió los brazos y se encogió de hombros.
—Cuando quiera.
—Gracias —respondió ella, sorprendida por la buena disposición a
colaborar que mostraba el teniente en comparación con la hostilidad
reprimida del sargento.
Al llegar a la puerta, el teniente cedió el paso a la inspectora con un
talante intermedio entre la caballerosidad y el respeto. El despacho era
más grande de lo que se adivinaba desde fuera, y estaba bien
aprovechado. Al fondo se veía una robusta mesa de madera con cajones, y
una ventana con barrotes. A través de los cristales se reconocía un patio
interior en el que crecían árboles cuyas últimas hojas lucían marrones.
Ocupando media pared de la derecha había una estantería repleta de
carpetas y variopintos objetos; y, junto a ella, un armario de metal con
candado que Elena supuso que se usaría para guardar las armas y la
munición. La zona de la izquierda la ocultaba parcialmente Dávila, que
esperaba de pie, y la inspectora sólo vio la pared donde se mostraba un
gran mapa de la Sierra Norte y varias fotografías aéreas. Al apartarse el
sargento para dirigirse a su mesa el rincón quedó a la vista y, entonces,
pudo ver también el sillón granate de cuero muy gastado que había, y al
hombre con traje oscuro que estaba sentado en él.
Con elegancia, el hombre se levantó y se quedó muy tieso,
mirándola, con las manos a ambos lados del cuerpo. Sus ojos eran azules,
muy claros, y su mirada de una profundidad perturbadora. Pero lo que más
llamó la atención de la inspectora no fue eso, ni su altura, ni su pelo
rubísimo, sino el alzacuellos blanco que destacaba en su camisa negra.
5
LOS HECHOS

El teniente Olmedo resolvió el instante de confusión.


—Lo encontró el sargento a primera hora de la mañana.
—¿Un sacerdote dando vueltas por el pueblo cuando más llovía...?
—intervino Dávila—. Me extrañó y me bajé del coche para preguntarle.
—Dijo que había quedado con usted —siguió el teniente—. Que
formaba parte de la investigación, como asesor. Llamé a mi superior.
Resulta que es verdad. ¿Sabía usted algo?
Elena sólo fue capaz de asentir con la cabeza.
—Y, ¿me lo puede explicar?
—Me temo que no —admitió la inspectora—. La orden viene de
arriba. De muy arriba, como ya habrá podido intuir. De momento, sé tanto
como usted.
—Ya. También nos ha dicho que tiene autorización para moverse
con libertad, y estar presente en cualquier momento de la investigación.
—Así es.
El sacerdote permanecía callado. No serio. La comisura izquierda
de su labio, levemente arqueada hacia arriba, indicaba cierta satisfacción.
—¿Qué pinta la Iglesia en todo esto? —exclamó el teniente, en un
tono que no mostraba enfado, sino confusión—. Se lo hemos preguntado
varias veces, sin éxito.
—Supongo que tarde o temprano lo sabremos —concluyó Elena.
—No lo dude, aunque todo a su tiempo —dijo de pronto el
sacerdote—. A veces las circunstancias se confabulan para diseñar la
tormenta perfecta, y entonces todo apoyo es bienvenido. Quiero que
comprendan que vengo a ayudar.
Su voz era grave, y con un suave acento que la inspectora no supo
identificar.
—Tiene piquito de oro. Ya se lo digo yo —saltó el sargento, que
había tomado asiento tras su mesa—. Llevamos toda la mañana con él y,
como no soltaba prenda de los motivos que le habían traído aquí, hemos
estado hablando de un montón de cosas.
—En efecto, una charla muy gratificante —confirmó el sacerdote.
—Se conoce la historia de este pueblo mejor que yo —continuó
Dávila—. Sabía que el nombre de El Calmo venía de tranquilo, de
calmado; pero no que también significara terreno erial, sin árboles ni
vegetación. Un páramo.
—Imagino que no será lo único que sepa —intervino la inspectora.
—Por supuesto —dijo el sacerdote, dando un paso con la mano
derecha adelantada—. Por cierto, aún no me he presentado. Soy el padre
Mìchal, aunque puede llamarme Miguel.
—Elena Valdeón, aunque puede llamarme inspectora —respondió,
con retranca.
El apretón de su mano fue firme y medido. Su tacto, tan suave como
la piel de un bebé. Más de cerca, Elena también confirmó la intensidad de
su mirada, y sus agradables facciones. Le calculó unos cuarenta años. No
era un hombre guapo; sin embargo, desprendía un magnetismo extraño que
la atrapó. Al percatarse de que el tiempo que llevaba su mano agarrada a
la suya era excesivo, la soltó de golpe.
—Bueno, ya sabemos quién es cada cual —dijo, volviéndose hacia
el teniente Olmedo—. Ahora, caballeros, ¿qué les parece si me ponen al
día?
—Claro, ¿quiere tomar asiento? —sugirió el teniente, señalando una
silla que había frente a la mesa donde continuaba sentado el sargento.
—Estoy bien así.
—Perfecto. ¿Por dónde empezamos?
—Por el principio.
—En realidad, está todo en el informe que remitimos a Madrid. Me
temo que poco más tenemos que añadir al asunto.
—He escrito y leído muchos informes en mi vida, y sé que, a no ser
que sean redactados por un escritor con talento... —Elena dejó la frase en
suspense unos segundos— ...suelen omitir el aspecto más importante: las
sensaciones.
Los guardias civiles se miraron confusos, mientras que el padre
Miguel asintió complacido.
El teniente se apoyó en la mesa, a la derecha del sargento.
—Está bien —concluyó, cruzando los brazos—. Dávila, empiece
usted.
El sargento se recostó levemente en su silla y carraspeó antes de
hablar.
—Esa noche estaba de guardia. Eran las tres y veinte de la
madrugada cuando recibí una llamada de socorro. Era una voz de hombre,
de un muchacho. No dio muchos detalles entonces, sólo dijo que alguien
había entrado en su casa y les había atacado a él y a su amigo. Recuerdo
que lloriqueaba diciendo que estaba herido. Le pedí la dirección y salí
de inmediato.
—Llegó usted solo, ¿verdad? —quiso saber Elena.
—Avisé al agente Agüero. Dormía. Decidí adelantarme y quedé con
él en que nos veríamos en el chalet.
—¿No solicitó una ambulancia?
—A veces los chavales montan fiestas cuando sus padres no están y
se pasan un poco. Era viernes. Preferí confirmar que era realmente
necesaria.
El sargento hablaba pausado, evitando mirarla directamente a los
ojos. No se le veía cómodo.
—Continúe, por favor.
—Al llegar, encontré la puerta principal abierta. Anuncié mi
presencia. No recibí respuesta y entré. La planta de abajo estaba vacía,
pero la ventana del salón parecía forzada. Subí a la segunda planta y los
encontré en una de las habitaciones.
—¿Vio algo raro antes de llegar? Quiero decir —se explicó Elena
—, a alguien por los alrededores, algún coche pasar, luz en algún chalet...
—Todo estaba tranquilo.
—De acuerdo. Ahora descríbame lo que vio, y la sensación que tuvo
al hacerlo.
El sargento torció el gesto y bufó ligeramente.
—Lo siento, no intento incomodarle —se disculpó Elena—. Aunque
esto parezca un interrogatorio, no lo es. Sólo pretendo hacerle las
preguntas que yo misma me haría de haber estado en su lugar. Sé que a
nadie le gusta que cuestionen su trabajo. A mí tampoco. Pero somos
profesionales y debemos adaptarnos a esta anómala situación. ¿Lo
entiende?
Como el sargento callaba, fue el teniente el que contestó.
—Lo entendemos perfectamente, inspectora. Por favor, Dávila,
continúe.
El sargento bufó de nuevo, esta vez con menor intensidad, y
obedeció a su superior.
—Vi dos cuerpos. Uno sobre la cama y otro en un rincón. La
habitación estaba revuelta: objetos caídos por el suelo, lámparas rotas... y
sangre, mucha sangre por todas partes. Comprobé que eran dos muchachos
que conocía de vista. Les tomé el pulso. Uno estaba muerto. El otro lo
tenía muy débil. Fue entonces cuando llamé a emergencias.
—¿Qué pensó al ver la escena? ¿Cuál fue su primera impresión? —
insistió Elena.
Como el sargento dudaba, Elena fue más concreta.
—¿Le pareció que se trataba de un crimen ocasional, o de algo
premeditado?
—La habitación estaba revuelta, como le he dicho. Y la sangre
salpicaba paredes y techo. Aquello era una carnicería.
No era la respuesta que Elena esperaba, pero lo dejó estar.
—¿Qué hizo después?
—Me preocupé por el chico herido. Traté de asistirlo. Tengo
nociones de primeros auxilios —remató, con cierto orgullo—. Sangraba
por un costado y tenía una brecha muy fea sobre la ceja izquierda. Cogí
una camiseta que encontré dentro de un cajón y presioné en la herida.
Permanecí así hasta que llegó el agente Agüero.
—¿El chico estaba consciente?
—Deliraba. Decía palabras ininteligibles.
—¿Qué hizo cuando llegó su subordinado?
—Lo dejé con el herido y registré el resto de la casa. Buhardilla y
garaje incluidos.
—¿Cuánto tiempo transcurrió desde la llamada del muchacho hasta
que usted llegó?
—Salí de inmediato. No sé. Cinco minutos, tal vez algo más.
—¿No pensó en que el asesino podría estar aún en la casa?
—No en el momento. Después sí. Como le dije, esto no es Madrid.
Aquí no se cometen asesinatos todos los días.
—Por suerte.
Elena le dirigió una mirada cómplice al teniente, que esperaba su
turno de intervenir.
—Ahorrémonos los detalles del traslado del herido y vayamos
directamente al asunto de la investigación posterior—concretó la
inspectora—. Dio parte a la Comandancia esa misma noche, ¿verdad?
El sargento asintió.
—Es el protocolo a seguir ante un hecho como ése. Las
investigaciones donde hay muertes violentas son asunto suyo.
El teniente entendió: había llegado su momento.
—Llegué a primera hora de la mañana con un equipo de
criminalística —comenzó diciendo—. Tomamos huellas, sacamos fotos,
interrogamos a posibles testigos... Ya sabe, el pack completo. Los datos
están en el informe.
—El informe, ya.
—Ah, es verdad, usted quiere mis... sensaciones —dijo el teniente,
sin rastro de ironía.
Desde el rincón, sentado en el sillón de piel al que había vuelto, el
padre Miguel seguía la conversación con sumo interés. Sobre todo se
fijaba en la inspectora, a la que estudiaba con la atención y la
meticulosidad de un entomólogo.
Elena sacó una carpeta de la cartera que llevaba y eligió una hoja.
—Tengo la declaración del joven herido. Según explicó, alguien
entró en la casa mientras jugaba con su amigo en el ordenador, los
sorprendió en la habitación y los atacó. Un hombre solo al que no pudo
ver la cara porque se le cayeron las gafas con el primer golpe que recibió
en la cabeza; el cual, además, lo dejó atontado. Dice que jugaban con
auriculares puestos y, por esa razón, no pudieron escuchar nada hasta que
lo tuvieron encima.
—Correcto —corroboró el teniente.
—¿Esa versión le parece creíble?
—Perfectamente, ¿por qué no? Los ladrones prefieren los chalets a
los pisos. Menos riesgo de ser vistos y más posibilidades de encontrar
dinero u objetos de valor. La habitación tenía la ventana cerrada y la
persiana bajada. No había ninguna otra luz encendida en el chalet.
Pensarían que estaba vacío.
—Así es, ni siquiera estaban encendidos los faroles del porche.
Cuando llegué, tuve que dar la luz de la entrada y del salón —apostilló el
sargento.
—Estos delincuentes se recorren los pueblos y las urbanizaciones
con viviendas unifamiliares buscando una presa fácil.
—Los hay que prefieren que estén los dueños —apuntó Elena—.
Sobre todo, si saben que existe una caja fuerte.
—No es el caso. La casa no tiene caja fuerte —confirmó el teniente
—. Nos lo ha dicho el chico. Y además, lo hemos comprobado.
—Usted apuesta por un robo que se complicó, ¿no es así?
—Exacto.
—¿Un hombre solo, como dijo el muchacho? —Elena dejó la duda
flotando en el aire.
—Correcto. Pero, ¿quién nos dice que no pudiera haber más? El
chico recibió un golpe, ¿recuerda? Y una puñalada en el costado. No
estaba para contar delincuentes.
—O sea. Uno o más hombres. Ladrones profesionales. De fuera del
pueblo. Que entraron en el chalet creyéndolo vacío y usaron la violencia
cuando se vieron sorprendidos por los dueños —resumió la inspectora—.
¿Ésa es su hipótesis, teniente?
—Más o menos.
—Ya —musitó Elena, guardando la hoja que acababa de leer en la
carpeta y cogiendo otra—. ¿Y la suya? ¿A usted qué le dicen las tripas
sobre este asunto?
La pregunta iba dirigida al sargento, pero el teniente se adelantó a
contestarla.
—El sargento Dávila sospechó, inicialmente, de un grupo de
jóvenes que viven en un chalet de una urbanización cercana. Fue lo
primero que investigamos. Los descartamos porque tenían coartada para
esa noche.
—¿Los descartaron? ¿Usted también? —insistió Elena, volviendo a
dirigirse al sargento.
Esta vez fue él quien respondió. Lo hizo con vehemencia, igual que
haría un incomprendido que espera que alguien apoye su argumento.
—Son unos ocupas. La constructora de la última urbanización se
declaró en quiebra. La mayoría de los chalets se quedaron a medias, pero
hubo tres que estaban terminados. Nunca se vendieron, a la espera de una
resolución judicial. Dos están vacíos. En el tercero reventaron la
cerradura y entraron a vivir.
—¿Hace mucho?
—Unos seis meses. Están sin agua corriente, ni luz, ni calefacción.
Viven como en una comuna. Chicas y chicos juntos. Trapichean con
drogas y, desde que están ellos, se han denunciado varios robos en coches
y tiendas.
—¿Cuántos son?
—Cuatro chicos y dos chicas. De distintas nacionalidades.
—Ya veo —musitó la inspectora, detectando ciertos prejuicios—.
Tienen coartada, ¿no es así?
—Esa noche no estaban en el pueblo —intervino de nuevo el
teniente—. Poseen una furgoneta vieja y habían bajado a Madrid a casa de
unos amigos. Lo comprobamos.
—Claro, a casa de otros ocupas. ¿Qué van a decir ellos? —se quejó
el sargento.
—Nos dijeron la hora a la que habían ido —apuntó el teniente—.
Revisamos algunas cámaras donde se ve la furgoneta entrando en la
capital la mañana de ese viernes.
—Pudieron no ir todos —saltó el sargento.
—Es posible. Pero, sin huellas ni pruebas que los sitúen en la
escena del crimen, sólo nos queda su coartada —resumió el teniente, al
que se le veía con ganas de zanjar esa vía de investigación.
Elena tampoco quería seguir por ese camino. Le interesaba mucho
más otra cuestión. Y a ella fue.
—En lo que sí parecen de acuerdo —comenzó diciendo, sin dejar de
ojear el papel que tenía en la mano—, es en el hecho de que el móvil fue
el robo. ¿Por qué?
Tomó la palabra el sargento.
—Las víctimas eran buenos chicos. Nunca se metían en jaleos. Y sus
padres son gente trabajadora y excelentes vecinos.
—Los hemos investigado a fondo —añadió el teniente Olmedo—
por si pudiera tratarse de una venganza o un ajuste de cuentas por drogas
u otra cuestión turbia, y nada.
—Están tan limpios como el culito de un niño —remató el sargento.
—Entonces, sólo nos queda el robo —concluyó Elena.
—Eso parece —corroboró el teniente.
—Según su informe no se llevaron nada de la casa —la inspectora
giró la cabeza para mirar con descaro al sacerdote mientras hablaba. Éste
aguantó con una impasibilidad de roca.
—Así es —saltó el sargento—. Es evidente que, tras el crimen, los
ladrones salieron por patas.
—Eso sería lo lógico si los asaltantes no hubieran sido
profesionales dispuestos a todo —puntualizó la inspectora—. De serlo, y
suponiendo que los dos testigos estaban muertos, hubiesen dispuesto de
todo el tiempo del mundo para llevarse cuanto de valor había en la casa.
Serían prácticos. Del imprevisto sacarían beneficio. Además, de ser
detenidos, poca más condena sumaría el robo.
Esta vez fue el teniente quien saltó como un resorte. Esa
incontinencia le delató como un hombre al que no le gustaba ser
cuestionado, a pesar de que se esforzaba en aparentar lo contrario.
—Un profesional dispuesto a todo —replicó, hablando muy
despacio— se hubiera asegurado de que ambos chicos estuvieran muertos.
—En eso tiene razón —admitió Elena—. ¿Ven como charlando
llegamos a conclusiones?
La luz que entraba por la ventana, y que había sido más que
suficiente para iluminar con generosidad el despacho sin necesidad de
encender ninguna lámpara, mermó en un instante. Elena también apreció
cómo las ramas de los árboles, que se veían a través de ella, se agitaban
con cierta violencia.
—El tiempo vuelve a cambiar —observó el teniente.
—La sierra es lo que tiene —sentenció el sargento, estirando brazos
y piernas sin disimulo—. O mucho me equivoco, o en un rato va a volver
a caer un chaparrón de cojones.
El teniente se apartó de la mesa y se puso cara a cara con la
inspectora.
—Si quiere echar un vistazo a la escena del crimen, es el momento.
Está más que procesada, pero ya sabe... por las sensaciones.
Al final, y a pesar de que el primer contacto con los guardias civiles
había sido bastante amigable, empezaban a asomar las hostilidades. Como
la inspectora prefería que la situación permaneciera calmada, obvió el
ataque y se centró en lo verdaderamente importante: la investigación.
—¿La escena del crimen aún sigue sin limpiarse?
—Sí —confirmó el sargento—. El chico continúa en el hospital. Y
sus padres están fuera del país.
—¿Algún otro familiar?
—Ni abuelos, ni hermanos, ni tíos. Nadie.
Pocos ciudadanos saben que después de una muerte violenta, y una
vez que el juez ha ordenado el levantamiento del cadáver, el grupo de
huellas ha procesado el escenario y la policía ha retirado sus precintos,
son los familiares de la víctima los encargados de limpiar las manchas de
sangre, restos biológicos y todo tipo de fauna cadavérica —si el muerto
lleva muchos días— de la escena del crimen.
—¿Los padres no están aquí? —se extrañó Elena.
—Son médicos —explicó el teniente—. Pertenecen a una ONG.
Andan por algún país de África, según nos contó el muchacho. No quiso
que los avisáramos. Y como es mayor de edad...
—Entiendo —musitó Elena, ya impaciente por echar un vistazo a la
escena del crimen.
Un tintineo en el cristal de la ventana anunció la lluvia, que en
pocos segundos se convirtió en intenso aguacero. El sargento encendió la
lámpara de su mesa y el despacho se inundó de una luz azulada que
desfavoreció la atmósfera y la tornó deprimente.
De repente, Elena sintió la necesidad urgente de salir de aquella
habitación. Iba a sugerirlo cuando percibió ruido en el rincón donde
permanecía sentado el sacerdote. Al girarse lo vio levantarse del sillón y
quedarse de pie, muy quieto.
—Bueno, ¿qué les parece si vamos a echar un vistazo a esa
habitación? —propuso finalmente Elena, cada vez más convencida de que
la clave de aquel crimen no la encontraría allí, sino escondida tras la
enigmática mirada de ese sacerdote.
Horas más tarde, en la soledad de su casa, la inspectora reviviría
ese momento. Y tardaría mucho en dormirse, analizando el nuevo y
sorprendente giro que habían dado los acontecimientos.
6
OJOS ABIERTOS, BOCA CERRADA Y MANOS EN LOS BOLSILLOS

Al salir a la plaza los recibió una intensa lluvia. El cielo,


completamente cubierto por nubes grises y apretadas, sumía al pueblo en
un atardecer prematuro; y la ausencia repentina de viento informaba de
que la tormenta iba a ser duradera. A la carrera, los cuatro se introdujeron
en el Nissan Terrano. Al volante, el sargento Dávila. Sentado a su lado, el
teniente Olmedo. Los asientos traseros los ocuparon la inspectora Valdeón
y el sacerdote, que había entrado el último después de abrirle la puerta
del coche y esperar, cubriéndola con su paraguas, a que se acomodara en
el interior.
—No es caballerosidad —había dicho al percibir cierta
incomodidad en la inspectora—, es lógica. Yo tengo paraguas y usted no.
El interior del vehículo estaba frío y olía a goma y resina de pino.
El trayecto fue corto. Enseguida salieron del pueblo y llegaron a la zona
de urbanizaciones. Elena se fijó en que estaban perfectamente delimitadas
por calles, y que eran bastante diferentes entre ellas. Unas tenían chalets
adosados con entrada, otras disponían de jardín; las mejores eran de
viviendas individuales con amplia zona verde que incluía huerto, piscina
y garaje para al menos dos coches, según calculó Elena por el tamaño de
la puerta. Frente a uno de esos chalets se detuvo el Nissan Terrano. Había
contados coches aparcados en las calles de la urbanización, y nadie
caminando. Poco más le dio tiempo a ver a la inspectora, que echó a
correr detrás del sargento y el teniente nada más verlos salir del vehículo
en dirección a la casa. Dávila abrió la puerta de la verja exterior y se
aventuró, seguido por el resto, por un camino de losetas enmarcado por un
césped muy descuidado. Durante el recorrido, el sacerdote se aproximó a
Elena con prudencia para taparla con su paraguas.
—Ellos tienen gorra y nosotros no —dijo la inspectora, aceptando
la invitación.
—Veo que nos vamos entendiendo —contestó el sacerdote,
acercándose ya sin disimulo.
La puerta de entrada era blanca, y tenía una ventana vertical en el
centro formada por cuadrados de cristal mate. Al abrir el sargento, Elena
se quedó mirando la cerradura de seguridad y el panel con teclado situado
en la pared.
—¿La alarma también incluía las ventanas?
—Sí, pero estaba desactivada —respondió el sargento a la pregunta
de la inspectora—. Según dijo el chico, nunca la conectaba porque estaba
harto de que saltara a media noche sin motivo aparente.
El interior estaba en penumbras. El teniente accionó el interruptor y
la luz de una lámpara de diseño que colgaba del salón principal desveló
las sombras. El estilo de la decoración era sencillo y funcional, con
sillones, butacas y sofás tapizados con telas de colores naturales y
armazón en madera de haya, como el entarimado del suelo. En una zona se
encontraba una mesa grande y ligera de pino sin barnizar, con sillas de
metacrilato. También había estanterías repletas de libros y objetos
variados, pero sin resultar cargantes. Las paredes estaban pintadas en un
tono gris muy suave, y las cortinas eran de color mint, un verde cobalto
muy usado por los amantes de la filosofía de vida Zen.
—¿Qué ventana fue la que forzaron? —preguntó Elena.
—Ésa —señaló el sargento.
—Según los de la Científica se hizo desde fuera —apuntó el
teniente—. Y usaron algo como un destornillador.
La inspectora ni siquiera se acercó, ya que sabía por experiencia
que los errores en una investigación raras veces los cometía el equipo
técnico.
Notó que hacía calor. Se acercó a un radiador: estaba encendido.
Luego se paró en mitad del salón y giró en rededor, sin mirar nada en
concreto. Enseguida se fijó en un mueble de roble oscuro con varios
cajones. Parecía antiguo. Era grande e historiado, y desentonaba tanto en
aquella decoración estilo nórdico como unas sábanas de hilo egipcio en
un catre. Fue hacia él y abrió, uno a uno, todos los cajones. Encontró
perfectamente ordenados manteles y servilletas de todo tipo y calidad. Y
también, una caja de terciopelo gris donde había una elegante cubertería
completa. Cogió una cuchara y comprobó que tenía contraste: el 925.
Elena la mostró en alto, sin decir nada. El sargento no entendió. El
teniente sí.
—La plata y los objetos de valor están en su sitio. Incluso hemos
encontrado algo de dinero y relojes caros en las mesillas de noche del
dormitorio de los padres. Todo estaba intacto, sin revolver cajones ni
armarios. Como ya le comenté, aparentemente no se llevaron nada.
—Aparentemente —se oyó decir al sacerdote, que hasta el momento
se había mantenido totalmente al margen como un convidado de piedra.
El sargento y el teniente se volvieron un instante para mirarlo con
recelo. Elena lo hizo durante más tiempo, intentando escudriñar en sus
intenciones. Tanto, que tuvo que ser Dávila —que parecía el más
interesado en salir lo antes posible de aquella casa— el que propusiera
continuar.
—La habitación está en la segunda planta, subiendo por esas
escaleras.
Elena se adelantó, fijándose en el pasamanos y en cada uno de los
peldaños.
—No busque sangre —dijo el teniente, que subía a su espalda—. Ni
siquiera la había en los pomos de las puertas. Seguramente, el atacante
llevaba guantes y se los quitó y los guardó en un bolsillo después de salir
de la habitación.
—No es muy normal —observó Elena—. Eso le obligaría a limpiar
las huellas.
—En este caso nada resulta muy normal —corroboró el sargento,
girándose parcialmente para mirar atrás donde subía el sacerdote.
Al llegar arriba, siguieron a Dávila por un pasillo cuyas paredes
estaban adornadas con fotografías de lugares exóticos. Elena reconoció
paisajes como la sabana africana, la selva amazónica o las playas de
aguas cristalinas de alguna isla perdida en mitad del océano Pacífico. No
eran fotos de vacaciones, sino de trabajo. En la mayoría de ellas se veía a
un hombre y a una mujer de mediana edad vestidos con batas blancas, y
rodeados por niños negros sonrientes con grandes ojos y cuerpecillos
escuálidos.
—Unos buenos padres —ironizó el sargento, señalando las paredes
—. Se preocupan de los hijos de los demás y no lo hacen del suyo.
Elena hubiera argumentado en contra de haber tenido interés. Pero
no lo tenía. Por esa razón, dejó correr aquella afirmación tan injusta y
poco meditada y procuró no desconcentrarse.
El pasillo desembocaba en una puerta cerrada.
—Ésta es la habitación —anunció Dávila con la mano apoyada en el
pomo de la cerradura, con una desgana que no intentaba disimular.
—¿Ha sido su primer crimen, sargento? —preguntó Elena, intuitiva.
Él afirmó con la cabeza antes de responder.
—He visto muertos en accidentes de coche. Muchos. Y alguno en el
monte como resultado de un tiro perdido realizado por un cazador
imprudente o inexperto. Pero nada como esto. Esto fue… diferente.
Elena detectó cierto temblor en la voz del rudo sargento de la
Guardia Civil.
—Lo comprendo. Cuando hay un asesino de por medio, la cosa
cambia.
—Y tanto —afirmó Dávila, girando el pomo de la puerta.
Antes de entrar, Elena observó la habitación. Vio paredes con
pósters de películas de ciencia ficción, baldas repletas de libros y
muñecos de la Guerra de las Galaxias y otros que no supo identificar. A
su izquierda había una cama pequeña, y, justo enfrente, una mesa de
estudio bajo una ventana de dos hojas que en aquellos momentos estaba
con las persianas subidas. No hizo falta que encendiera ninguna lámpara,
ya que la luz que entraba por ella resultaba más que suficiente para
analizar con detalle toda la escena. También vio dos sillas con ruedas,
tipo oficina, junto a la mesa, y un armario empotrado en la pared de la
derecha. Imaginó al asaltante abriendo la puerta con cautela y
sorprendiendo a los dos muchachos de espaldas, jugando al ordenador,
concentrados en la partida. No le oirían si además llevaban puestos
cascos, esos mismos que ahora reposaban sobre la pantalla. Tendría toda
la ventaja a su favor si su intención era acabar con ellos. Un golpe a uno y
una puñalada certera al otro cuando se volviera. Sin embargo, el ataque
debió complicarse a tenor de la carnicería que allí se adivinaba.
—¿Cómo era el chico muerto? —preguntó Elena al sargento, que
permanecía en la puerta junto al resto—. Físicamente, me refiero. ¿Era
fuerte?
—Grande y fuerte. Un toro —concretó Dávila.
Elena afirmó con la cabeza para sí misma. Eso explicaba la
cantidad de sangre que manchaba las sábanas de la cama, el suelo y las
paredes. Hasta en el techo distinguió gotas dispersas. Sangre arterial
saliendo como un surtidor en todas direcciones. Varias puñaladas y
cortes, consecuencia de una lucha a vida o muerte. Estuvo tentada de
sacar el informe del forense. Se contuvo. Era el momento de imaginar, de
reconstruir. Dio un paso y entró con cuidado de no pisar los charcos de
sangre seca. ¿En aquella habitación hacía aún más calor que en el resto de
la casa o se lo imaginaba? Se desabrochó el abrigo y miró el termostato:
estaba a 28º. Lo bajó a 22º.
Dávila dejó pasar al teniente Olmedo y se quedó apoyado en el
marco de la puerta. El sacerdote entró el último en la habitación, aunque
enseguida se hizo un sitio junto a la inspectora.
—Ojos abiertos, boca cerrada y manos en los bolsillos —citó casi en
susurros, intentando que sólo ella lo escuchara.
No lo consiguió.
—Veo que se ha leído el manual del perfecto policía —replicó Dávila
—. Olvídelo. La escena está más sobada que el culo de la Trini.
—Perdone al sargento, padre —medió el teniente Olmedo—. Sin
embargo, tiene razón. Los de la Científica analizaron la habitación al detalle,
recogiendo hasta la última evidencia.
Cuando hablaba, miraba a la inspectora.
—Los resultados me llegaron ayer, y nada. Todas las huellas, pelos y
fluidos pertenecían a la víctima, al herido y a los padres de éste. Ni siquiera
tenían personal de servicio.
—Ya —respondió Elena con neutralidad evasiva, mientras leía el lomo
de los libros de una estantería: Atlas de anatomía humana, Tratado de cirugía,
Medicina Interna, Bioquímica médica, Patología estructural y funcional...
El teniente se percató del interés que mostraba y se adelantó a su
pregunta.
—La víctima, Julio Peña Arístegui, tenía veintidós años y estudiaba
Publicidad, Marketing y Relaciones Públicas. El herido, Marcos Galán
Fuentes, es un año más joven y está en tercero de Medicina.
—Eso lo explica —musitó Elena, que continuó mirando los libros de
otra estantería. En esta ocasión se encontró con un amplio abanico de
materias: narrativa latina, novelas gráficas, policiacas, de misterio, de
aventuras... Todas muy actuales.
—Buenos estudiantes y buenos chicos —oyó decir al sargento—. Nunca
dieron ningún problema en el pueblo.
Buscó los que tenían sobrecubierta. Sólo había uno: Miguel Strogoff, de
Julio Verne.
—¿Saben? Cuando tenía catorce años, una amiga me dejó Historia de O
—comenzó diciendo la inspectora, al tiempo que cogía el libro de la estantería
—. ¿La conocen?
El sargento Dávila adelantó el labio inferior.
—Yo vi la película —dijo el teniente Olmedo.
El sacerdote, que aparentaba estar distraído mirando por la ventana, se
giró para intervenir en la conversación.
—La escribió Anne Desclos en 1954 bajo el seudónimo de Pauline
Réage. El argumento es impactante. Una fotógrafa, para satisfacer a su amante,
acepta ser sometida a todo tipo de vejaciones; como ser iniciada en la
esclavitud sexual o en el sadomasoquismo.
—¡Vaya con el cura! —exclamó Dávila.
A Elena le sorprendió más la demostración de conocimientos del
sacerdote que la aparente contradicción moral. No dijo nada, ya que no quería
desviarse de su discurso.
—Como les decía, a los catorce años, una amiga me dejó ese libro con
alto contenido erótico. Incluso pornográfico. Yo me moría por leerlo.
Imagínense, a esos años... Pero claro, no podía arriesgarme a que lo
descubrieran mis padres. ¿Y qué hice?
—Camuflarlo —respondió el sacerdote.
—Exacto. Cogí la sobrecubierta de Cumbres Borrascosas, que le
encajaba perfecto, y listo. Pude leerlo durante los trayectos en metro y tenerlo
en mi habitación con absoluta tranquilidad.
—Ya veo. Muy ingeniosa —dijo el teniente—. Y, ¿por qué nos cuenta
esto?
—Bueno, llama un poco la atención que un joven de hoy en día lea a
Julio Verne. Probablemente lo comprara en una librería de viejo porque...
—Tenía la medida exacta —completó el sacerdote.
Elena no respondió. Se limitó a quitar la sobrecubierta para después
levantar el libro y mostrar la verdadera portada.
—La Biblia satánica —silabeó el teniente Olmedo.
—Eso parece —corroboró Elena—. Padre, ¿puede contarnos algo sobre
ella? —preguntó, retadora.
—Por supuesto —dijo éste, aceptando el guante—. Fue publicada en
1969 por Anton Szandor Lavey, un escritor y músico estadounidense de
ascendencia judía considerado icono del satanismo. También se la conoce
como "la Biblia negra"; y a él, como "el papa negro".
—Magnífico —exclamó Elena, que no podía dejar de sorprenderse—.
¿De qué va?
—Es un libro filosófico-religioso. Contiene las bases ideológicas,
ensayos y rituales satánicos en los que se fundamenta la Iglesia de Satán que
él mismo creó.
—¿Es peligroso?
—Según quién lo lea. Requiere cierta madurez y perspectiva de miras.
Sería fácil caer en su discurso materialista y pragmático, mucho más atractivo
que el idealista, espiritual y restrictivo fomentado por la Iglesia Católica.
Anton Lavey fue un charlatán inteligente que encontró un buen caldo de cultivo
entre la gente perdida y desencantada de la sociedad norteamericana en los
convulsos años sesenta. Tocaba todos los temas: ocultismo, apariciones,
percepción extrasensorial, interpretación de sueños, vampirismo, licantropía,
adivinación...
—Materialismo, pragmatismo, sociedad desencantada —enumeró Elena
—. Podría estar vigente hoy en día.
—En eso tengo que darle la razón —corroboró el sacerdote.
—Muy interesante —intervino el teniente Olmedo—. Pero, ¿qué tiene
esto que ver con...?
—Quizá nada —se adelantó la inspectora—. Quizá todo. Aunque, lo
importante, es lo que nos cuenta: secretos.
—¿Secretos? —repitió el teniente.
—Sí, la parte más interesante de los seres humanos son sus secretos —
aclaró Elena, guardando el libro en la cartera que colgaba de su hombro—. Y
es lo primero que debemos tratar de desvelar cuando nos encontramos con un
crimen. Hoy en día, lo que más nos dice de una persona son sus aparatos
electrónicos: móvil y ordenador. ¿Los han revisado? No he visto nada en su
informe.
—Comprobamos los de la víctima —respondió el teniente—. Nada
sospechoso. El móvil del muchacho herido no lo encontramos.
Elena se volvió en dirección a la mesa y se agachó buscando algo.
—¿Ya han traído de vuelta la CPU? —preguntó, señalando la torre del
ordenador que estaba en el suelo.
—Nunca nos la llevamos.
—¿En serio?
—Yo mismo le eché un vistazo. Estaba encendido cuando llegamos y no
me topé con ninguna contraseña. Pude acceder a su correo, redes sociales,
búsquedas de internet... Encontré charlas subidas de tono, intercambio de
música pirateada, pornografía para adultos... Nada que pudiera sorprender en
un joven de nuestros días.
—¿Es usted experto en informática, teniente Olmedo? —el tono y la
intensidad con que preguntó contenía buena dosis de reproche.
—No, pero sé lo suficiente —se justificó, revelando ya sin disimulos
cierto malestar.
Elena, airada, le retiró la mirada para centrarse en los ojos clarísimos
del sacerdote; en los que encontró consenso... y algo más.
—¿Podría echarle un vistazo? Al ordenador, digo —puntualizó el
sacerdote, señalando la mesa.
Elena mostró cara de asombro.
—Vaya, además de libros extraños, ¿es usted también un as de la
informática?
—Podría decirse que sí —admitió el sacerdote, sin falsa modestia.
—Adelante, pues —lo invitó Elena—. Todo suyo.
Mientras tomaba asiento en la mesa y conectaba el ordenador, Elena lo
observó: su ancha espalda, su pelo rubio exquisitamente cortado, los
movimientos resueltos y a la vez delicados de sus dedos... Durante los minutos
que el sacerdote estuvo tecleando, navegando con aparente pericia por los
embravecidos y misteriosos océanos de la informática, la inspectora tuvo la
certeza de que aquel hombre de Dios iba a dar mucho juego.
—Esto va bien —le escuchó decir, volcado en una pantalla negra por
donde pasaban cientos de líneas de comandos.
Un maldito cura —pensó la inspectora—. Me importa una mierda si me
ayuda a resolver el crimen.
Y, a tenor de lo que encontró, así parecía.
—Aquí está. Lo tenía bien escondido.
El sacerdote se apartó de la pantalla para que todos pudieran verla.
Detrás de Elena se asomó el teniente Olmedo, y a su derecha el sargento
Dávila.
Lo que vieron fue una página donde el encabezado era una franja verde
y, sobre ella, a la izquierda, una palabra en letras azules bordeadas en blanco:
TOR, donde la letra "o" estaba sustituida por el dibujo de una cebolla.
—¿Qué cojones es eso? —se animó a preguntar el sargento.
El teniente conocía de qué se trataba, y se lo iba a explicar; pero estaba
paralizado, metabolizando la metedura de pata que había cometido al no
ordenar analizar la CPU por un equipo forense informático. El sacerdote
también callaba, recostado en la silla, en actitud expectante. Por esa razón, fue
Elena quien se animó a hablar.
—Es una puerta. Estamos viendo la entrada a las cloacas de la
humanidad.
7
LA INTERNET PROFUNDA

Parcialmente repuesto, el teniente Olmedo trató de compensar su


incompetencia demostrando que no era ningún ignorante, y que estaba
perfectamente cualificado para el puesto que desempeñaba en la Unidad
de Criminología de la Guardia Civil.
—Es un motor de búsqueda como Google, Yahoo o Bing —comenzó
diciendo—. Con la particularidad de que los intercambios de información
o archivos que realicemos a través de él, no dejarán huella.
—Exacto —añadió el sacerdote—. TOR son las siglas de The
Onion Router, enrutador de cebolla, de ahí su logotipo. Este buscador usa
un encaminamiento de capas con una red de comunicación de baja latencia
superpuesta sobre internet, de forma que los mensajes viajan desde el
origen hasta el destino a través de una serie de routeres especiales que
mantienen la dirección IP del usuario oculta.
—Ajá —dijo el sargento, dejando la boca abierta—. ¿Y eso para
qué demonios sirve?
—Para acceder a la darknet o deep web. La red oscura. La internet
profunda.
—La puta basura —masticó Elena, retirándose de la pantalla de
malos modos.
—No toda es así —la contradijo el sacerdote—. La internet
invisible nació con la finalidad de permitir la comunicación segura entre
ciudadanos que vivían bajo regímenes totalitarios en los que las
libertades estaban limitadas.
—¿En serio cree que se usa para eso? —replicó Elena— Entonces,
¿por qué piensa usted que la inmensa mayoría de las conexiones se
realizan en Europa y Estados Unidos?
—Una parte de ella consiste en redes internas de instituciones
científicas y académicas; donde se exponen avances tecnológicos,
publicaciones científicas y material académico.
—¡Una parte mínima! —Notablemente alterada, la inspectora
caminaba de un lado a otro gesticulando, ya sin cuidado de no pisar las
manchas de sangre secas del suelo—. La internet profunda es quinientas
veces más grande que la internet superficial que usamos a diario.
¡Quinientas veces! Drogas, armas, munición, billetes y licencias de
conducir falsas... hasta asesinos se pueden contratar navegando con
facilidad en ese nauseabundo lugar. Pero, ¿sabe lo que más se busca allí?
¡Eh! ¿Lo sabe?
El sargento Dávila, de todo aquello, no tenía ni la menor idea. No
así el teniente Olmedo, que incluso estuvo a punto de formar parte del
Grupo de Delitos Telemáticos de la Guardia Civil, para lo que se preparó
durante algún tiempo. Por eso sabía que lo que decía la inspectora era
cierto. También conocía el hecho de que todas las actividades delictivas
ofrecidas en aquellas páginas, eran posibles gracias a la ausencia de
herramientas legales para invalidarlas y detener a sus promotores.
Tampoco era fácil localizar a los usuarios, ya que su IP cambiaba
constantemente; y, a diferencia de la internet superficial, la profunda no
guardaba registros sobre los que actuar. Todo eso lo sabía, y hubiera
participado de buena gana en la conversación si las circunstancias
hubiesen sido otras. Pero no lo eran, y prefirió asistir al intercambio de
argumentos manteniendo una cierta distancia. Sobre todo, después de ver
el carácter que se gastaba la inspectora. Determinó, con buen criterio, que
lo mejor que podía hacer era seguir con la boca cerrada y no volver a
intervenir, con la esperanza de que su garrafal error se diluyera entre el
aguacero de aquella tormenta. Y, de momento, lo estaba logrando.
Elena había dejado la pregunta suspendida en el aire para fijar sus
ojos en los del sacerdote, que permanecía sentado frente al ordenador con
las manos apoyadas en la mesa y el semblante sereno. Todo lo contrario a
ella, que tenía el rostro congestionado y la voz crispada.
—Pornografía infantil. Es el paraíso de los pedófilos —terminó
diciendo—. ¿Sabía que el 80% del tráfico de información en la internet
profunda está relacionado con ella? ¡Conteste!
El sacerdote negó con la cabeza.
Como hombre inteligente y observador que era, había detectado en
la inspectora un creciente malestar; como si se hubiese pulsado una tecla
en ella que liberara un agente infeccioso. Una ponzoña que la envenenaba.
Sin pretenderlo, el sacerdote creía haber descubierto la "kriptonita" que
volvía inestable e irracional a aquella excelente profesional. La notaba
sufrir. Por ese motivo, hubiera dado por zanjado el tema. Pero la
inspectora no parecía dispuesta.
—Durante un tiempo trabajé en la Unidad de Personas
Desaparecidas. En el Grupo de Menores —continuó diciendo, con una
voz que por segundos se tornaba menos agresiva. Más afligida—. Por
desgracia, tuve que navegar por ese alcantarillado repleto de inmundicias
simulando que era un pederasta en busca de vídeos de niños. Vi de todo:
abusos, violaciones, torturas... Lo hice durante meses. Cada día. Horas y
horas. Con las fotos de los menores desaparecidos pegadas junto a la
pantalla. —Tomó aire—. La esperanza de encontrarlos en alguno de
aquellos enfermizos vídeos me alentaba. Me daba fuerzas para no tirar la
toalla.
La voz, finalmente, se le quebró. El sacerdote se levantó.
—No es necesario que continúe. Me hago a la idea.
Sintió ganas de abrazarla. De consolar a esa mujer fuerte que por
momentos se desmoronaba. Pero no hizo falta. La inspectora se enjugó
con las manos unos ojos vidriosos que reclamaban un pañuelo, y se
recompuso antes de sacar su móvil.
—Tiene razón. Debemos seguir trabajando —fue lo que dijo, al
tiempo que marcaba.
A unos cientos de metros, en una urbanización cercana, sonó el
teléfono de la subinspectora Arieta. Salía, junto al subinspector Santos y
el agente de la Guardia Civil Agüero que los acompañaba, de preguntar
en un chalet donde una señora de mediana edad les había tenido un buen
rato entretenidos sin contarles absolutamente nada.
Antes de descolgar, miró de quién se trataba.
—Dígame, jefa.
—¿Dónde estáis? —oyó decir al otro lado de la línea.
—Uff, no sabría decirle.
—¿Algo reseñable?
—Nada. Y hemos llamado a la puerta de todas las casas que están
cerca del lugar de los hechos. Aunque también tengo que decirle que en la
mayoría de ellas nadie nos ha abierto la puerta. Por eso cambiamos de
urbanización.
—Dejadlo —ordenó la inspectora—. Necesito que vayáis a la casa
de la víctima, Julio Peña, y cojáis su móvil y su ordenador.
—¿A casa de la víctima? —repitió Arieta guarecida de la lluvia,
algo más ligera, bajo un enorme paraguas.
El subinspector Santos frunció el ceño al escuchar a su compañera.
—Eso he dicho —recalcó la inspectora.
—¿Sin una orden?
—No hace falta si sus padres os los entregan voluntariamente. Y lo
harán si no tienen nada que ocultar. Apañaos. Ah, y que os firmen el
consentimiento. No quiero tener problemas después.
—Vale. ¿Algo más?
—Cuando terminéis, recoged también el ordenador que hay en la
habitación de Marcos Galán. Nos veremos en el puesto de la Guardia
Civil. Daos prisa.
—¿Tenemos una pista, jefa?
—Es posible.
Nada más colgar, la inspectora se dirigió al sargento Dávila.
—Nos vamos.
—¿Ya hemos acabado aquí? —quiso saber el sacerdote.
—Sí. Ahora me gustaría que el teniente Olmedo me facilitara el
resto de la documentación recopilada. Estoy segura de que tiene mucha
más que estos pocos folios que llevo en la cartera.
El teniente entornó los ojos y se metió las manos en los bolsillos.
Un prurito profesional lo quemaba por dentro. Notaba que lo estaban
ninguneando. Pasando por encima con el mayor descaro del mundo.
Aunque también sabía que se lo había ganado a pulso. La cagó, y bien
cagada. Y en la investigación de un crimen en el que las altas esferas
habían fijado su interés. Barajó la posibilidad de resistir y luchar con la
triste arma de la excusa, o rendirse y admitir su fallo.
Se mordió el labio antes de tomar la opción que consideró más
oportuna: la disculpa.
—Siento lo ocurrido.
La inspectora se volvió para mirarlo. No estaba acostumbrada a
escuchar esas palabras en su gremio. Y menos si venían de un hombre con
galones en las hombreras. Le gustó. Pensó que, después de todo, nadie es
perfecto, y que le convenía seguir manteniendo una buena relación con él
por el bien del caso.
El teniente abrió los brazos mientras movía la cabeza de un lado a
otro.
—Los ordenadores... Debería haberlos revisado. No entiendo
cómo...
—No se preocupe. Todos cometemos errores —lo atajó Elena,
dándole su absolución—. Además, quizá no encontremos nada en ellos.
Eso le dijo, con la certeza de que la pieza clave para encaminar la
investigación se la proporcionaría ese sacerdote parco en palabras que
ahora la observaba con mirada escrutadora.

A los cuarenta y cinco minutos, Santos y Arieta aparecieron por la


puerta del puesto de la Guardia Civil. Allí encontraron, sentada frente a
una de las mesas de la entrada, a la inspectora Valdeón revisando papeles
que sacaba de una carpeta bastante gorda.
—Ya estamos aquí, jefa —anunció Santos, sacudiéndose el agua de
los hombros de su anorak—. Misión cumplida. Los dos ordenadores, más
el móvil de la víctima, ya están en el coche.
Los seguía el agente Agüero, que se quitó la gorra y tomó asiento en
la otra mesa sin decir palabra.
—¿Algún problema? —preguntó Elena, levantando ligeramente la
cabeza de los documentos.
—Ninguno —contestó Arieta—. Si tener que hablar con unos padres
destrozados por la muerte de su único hijo no lo es.
—Me refiero a si pusieron algún impedimento al entregaros el
ordenador y el móvil —puntualizó la inspectora, imperturbable.
—Esas personas sólo quieren que atrapemos al asesino, jefa —dijo
Santos—. El resto les importa una mierda. Por cierto, ¿dónde está el
colaborador? —añadió, bajando la voz—. ¿Ha hablado con él?
—Más o menos. Aún no ha contado nada, pero lo hará. Ahora está
resoplando en el despacho del sargento. Dijo que estaba agotado.
—¿Y el resto? —preguntó Arieta.
—Se han marchado —simplificó.
Nada más volver al puesto de guardia, el teniente le había facilitado
el resto de la documentación sobre el caso —hasta el último informe—, y
luego se había ido aduciendo que lo reclamaban en Madrid. Tampoco el
sargento se quedó mucho tiempo. Se disculpó diciendo que debía hacer la
ronda por los alrededores del pueblo, cogió las llaves del todoterreno, y
se marchó. Pero antes de que desapareciera, el sacerdote había
aprovechado para pedirle, muy amablemente, la posibilidad de descansar
en el sillón de su despacho.
Y así se había quedado ella, sola. Con la sensación de que todo el
mundo la evitaba.
—¿Qué hacemos ahora? —quiso saber Santos, golpeando el suelo
con los pies para calentarlos.
—Volvemos a Madrid —respondió Elena, recogiendo los papeles
que tenía esparcidos por toda la mesa—. Esos ordenadores y el móvil
tienen que ser analizados cuanto antes. Ya he hablado con el comisario.
Ha reservado al mejor forense informático que tiene en la Tecnológica.
Nos está esperando ahora mismo.
—¡Genial! —exclamó Santos, frotándose las manos—. Entonces,
cuando quiera. Ya tengo ganas de entrar en calor. En este puñetero pueblo
hace un frío de cojones.
—¿Frío? —intervino Agüero—. Vuelva por aquí en enero y sabrá lo
que es pasar frío.
—Gracias, amigo, pero paso.
Elena se había levantado de la silla y se colocaba el abrigo cuando
una voz la sobresaltó.
Era el sacerdote.
—Lo siento. Me he quedado dormido.
Se estiraba la chaqueta con gestos torpes y el rostro aún
somnoliento.
—Os presento al padre Miguel —dijo Elena, formal—. Él es el
colaborador del que os hablé. Y ellos son el subinspector Santos y la
subinspectora Arieta.
—No nos dijo que sería un cura —saltó Santos.
—Menuda sorpresa —añadió Arieta.
—Tampoco yo lo sabía.
El sacerdote se acercó ofreciéndoles la mano.
—Encantado.
Tras los apretones, se volvió hacia Elena.
—¿He oído que se marchan?
—Así es —corroboró la inspectora—. Aquí ya hemos acabado y
tenemos mucho trabajo por hacer.
—¿Acabado? No lo creo.
—¿A qué se refiere? —preguntó Elena, dejando la cartera sobre la
mesa de malos modos.
Con parsimonia, el sacerdote introdujo la mano en el bolsillo
interior de su chaqueta y sacó un enorme teléfono móvil.
—Creo que debería ver esto —dijo, al tiempo que tecleaba en la
pantalla—, y luego opine si ya hemos terminado en El Calmo.
8
EVALUACIÓN

La inspectora Valdeón miró la imagen que el sacerdote le mostraba


en su teléfono móvil. Era un fotograma detenido de un vídeo en el que
creyó reconocer, al contraluz de una luna llena, la fachada muy
deteriorada de una iglesia.
—¿Qué se supone que estoy viendo? —preguntó, confundida.
El sacerdote, en lugar de responderle, se acercó al agente Agüero y
le puso el teléfono delante de sus narices.
—¿Usted tampoco sabe lo que es?
El agente de la Guardia Civil se llevó momentáneamente la mano a
la boca antes de contestarle.
—Creo que es... la ermita del pueblo.
—En efecto —corroboró el sacerdote—. Hablé con su sargento
sobre ella. Me dijo que llevaba muchos años en ruinas, y que habían
empezado hacía poco a restaurarla.
—Hace menos de un mes —concretó Agüero.
Santos, Arieta y la inspectora, expectantes, intercambiaron miradas.
—También me contó que personal del departamento de Patrimonio
Nacional había venido a inspeccionarla, ya que durante las obras se había
descubierto algo de interés cultural o religioso. No me supo concretar.
—Algo así. Sí —confirmó Agüero, con un recelo que aumentaba por
momentos.
—Fue muy amable, su sargento, y un gran conversador —el
sacerdote ya no hablaba sólo para el guardia civil, se había girado y
hacía partícipe a todos de sus palabras. En especial a Elena—. Pasé un
rato muy agradable y enriquecedor mientras me ilustraba con
singularidades y pormenores de la historia de El Calmo. Muy interesante,
en serio. Lástima que se olvidara de comentar un pequeño detalle sobre la
ermita.
—¿Un detalle? —preguntó Agüero, al que se le notaba incómodo
con esa representación teatral con tintes de suspense que estaba
desarrollando el sacerdote.
—No me contó que, hace unos días, alguien forzó la entrada de la
ermita, bajó a la cripta que se había descubierto, y saqueó algunos nichos.
Tras terminar de hablar, el sacerdote se guardó el teléfono móvil en
la chaqueta y se cruzó de brazos.
La inspectora dio unos pasos en dirección a Agüero. Los suficientes
para tenerlo más cerca, pero no tantos como para resultar intimidadora.
—¿Eso es cierto? —le espetó, con indignación contenida.
—Bueno... —balbuceó el guardia civil.
—Lo es, créame —confirmó el sacerdote—. Los hechos sucedieron
una semana antes de que asesinaran a ese joven y dejaran mal herido a su
amigo.
—En efecto —confirmó finalmente Agüero—. No le dimos mayor
importancia porque en aquella ermita hacía años que entraba todo tipo de
desechos humanos: drogadictos, vagabundos, degenerados... Cualquiera
de ellos pudo hacerlo. Los daños fueron mínimos. Después de que
vinieran los de Patrimonio se reforzó la puerta, se puso una reja en la
bajada a la cripta y listo.
La inspectora, una vez escuchó los argumentos del guardia civil, se
relajó. Ya no le parecía tan grave el hecho de que omitieran el robo.
Deberían haber incluido ese incidente en el informe, sin duda, y haberlo
investigado por si las moscas. Eso hubiera sido lo más profesional; pero,
visto con perspectiva, no creía que tuviera transcendencia para la
investigación, y no llegaba a entender por qué, para aquel sacerdote,
resultaba tan importante.
¿O sí?
De pronto, tuvo una intuición.
—Un momento —dijo, volviéndose para mirar al padre Miguel—.
Usted piensa que los chicos tuvieron algo que ver con el robo en la
ermita, ¿no es así?
El sacerdote esbozó una sonrisa antes de asentir con la cabeza.
—Y, si no me equivoco, tiene pruebas.
—Rápida y acertada conclusión, inspectora. La felicito —dijo,
entusiasta.
Elena iba a seguir con el sacerdote cuando le surgió una pregunta
más urgente. Una que debía contestar el agente Agüero. Y a él se dirigió.
—Dígame, ¿cuánta gente del pueblo conocía ese hallazgo en la
ermita? La cripta —puntualizó.
—Pues... No sé... En el puesto lo sabíamos. Y en el ayuntamiento. Y
el personal que lleva las obras, por supuesto. Aunque ellos casi nunca
bajan al pueblo.
—Ya veo —meditó la inspectora—. Y, por lo que parece, también la
víctima y su amigo. ¿Cómo pudieron enterarse?
Esa pregunta ya no fue dirigida sólo al guardia civil, sino que
involucró también al sacerdote; el cual, se limitó a abrir los brazos y
encogerse de hombros en señal de ignorancia.
—Alguien debió informarles —musitó la inspectora, con la certeza
de que tenía que haber una explicación lógica.
Y la había.
En un tono de voz que denotaba cierta culpabilidad, Agüero se
decidió a responder.
—Bueno, el alcalde del pueblo es también... el padre del chico
asesinado. Quizá él pudo contarle...
La inspectora abrió mucho los ojos, asimilando la información antes
de estallar.
—¡Joder, claro que pudo! Pero ésa no es la cuestión. ¿Sabían que la
víctima era el hijo del alcalde y nadie me lo ha dicho? ¿Es que no les
parecía relevante?
—Yo... Mi sargento... El teniente... Ellos llevan la investigación. Yo
sólo cumplo órdenes. No conozco todos los detalles.
—En eso tiene razón el hombre —medió Santos, llevado por un
impulso de solidaridad corporativista.
Elena bufó apretando los puños, tragándose lo que pensaba.
—Agente Agüero, quiero que me imprima un listado con todos los
habitantes censados en el pueblo —le dijo, imperativa, decidida a sacar
algo positivo de todo aquel despropósito—. No quiero más sorpresas.
Igual tienen aquí viviendo a un Ted Bandy, un Romasanta o un Jack el
Destripador, y aún no lo saben.
—Tendría que preguntar a mi sargento para... —titubeó el guardia
civil.
—Yo estoy al mando de la investigación —lo atajó la inspectora,
tirando de galones—. Del sargento Dávila y del teniente Olmedo ya me
encargaré yo. Téngalo por seguro.
El agente Agüero agachó la cabeza y comenzó a teclear en el
ordenador que tenía a la derecha de su mesa.
—Tardaré unos minutos. Espero que haya tinta en la impresora. Este
mes no nos han traído los repuestos de oficina y...
Elena movió la cabeza de un lado a otro.
—Sin excusas. Y dese prisa. No tenemos todo el día.
—A la orden, inspectora Valdeón.
Enternecida, Elena dejó al agente de la Guardia Civil volcado en el
teclado como un poseído, y se volvió hacia el sacerdote.
—Y ahora, cuénteme usted cómo supo lo del asalto de esos
muchachos a la ermita.
La impresora comenzó a sonar.
—Lo haré, no le quepa duda. Estoy aquí para ayudar, ya se lo he
dicho. Pero antes, ¿no siente curiosidad por ver esa cripta?
—Usted ha venido para recuperar el objeto que cogieron de allí,
¿no es verdad?
—Correcto.
—Y cree que ahora lo tiene el asesino.
—Muy probable.
—¿Cómo sabe que finalmente se lo robó a los chicos?
—No lo sé. Lo intuyo. Seguro que a usted se le ocurre una
explicación.
—El objeto estaba en la habitación de los muchachos —dijo Elena
al instante, dejando claro que era algo en lo que ya había pensado—, por
esa razón no tuvo que registrar el resto de la casa. Sólo le interesaba una
cosa.
—Lo ve. Ése es un razonamiento plausible.
—Yo hablo y usted escucha —dijo Elena, retadora—. ¿Cuándo lo
haremos al revés?
El sacerdote retiró la mirada de la inspectora y la fijó más allá de
la puerta, en la plaza del pueblo.
—Ha dejado de llover. Visitemos esa ermita. Hablaremos por el
camino.
Elena creyó entender. Aquel enigmático cura quería intimidad. Y
ella se la daría.
—Como quiera.
Santos y Arieta permanecían mudos, sin salir de su asombro. La
situación era extremadamente anómala. Jamás se habían encontrado con
una investigación tan peculiar.
—Vosotros vais a iros ahora mismo a comisaría con esos
ordenadores —resolvió la inspectora, volviéndose hacia sus
subordinados—, y luego os ponéis con el listado que os dará el agente.
Sed minuciosos. Si hay alguien viviendo en el pueblo que tenga más de
dos multas de tráfico, lo quiero sobre mi mesa a última hora de la tarde.
—A la orden, jefa —dijeron casi al unísono.
—¿Y usted qué hará? —preguntó Arieta— ¿Cómo volverá a
Madrid?
—La llevaré yo —se ofreció el sacerdote.
La impresora por fin se calló.
—Ya está —anunció Agüero, levantándose para recoger las hojas
acumuladas.
Todos salieron al tiempo del puesto de la Guardia Civil. Una tenue
brisa traía aromas a hierba y tierra húmeda. Las nubes oscuras habían
desaparecido y el cielo abría tímidamente. El empedrado de la plaza
estaba mojado y en algunas zonas el agua se acumulaba en charcos. Santos
y Arieta, tras despedirse de la inspectora con un escueto gesto de la mano,
se dirigieron al Renault Megane y, sin quitarse los abrigos, se
introdujeron en él y desaparecieron de la plaza. Elena se preguntaba en
qué calle del pueblo habría aparcado su coche el sacerdote, y si tendría
que caminar mucho hasta él, cuando oyó el típico sonido que hace un
vehículo cuando se acciona el mando a distancia de apertura de las
puertas.
—¡Vaya! —exclamó muy bajito, de forma espontánea, cuando
comprobó que se trataba del flamante Mercedes-Benz de color negro que
había aparcado frente a ella.
El sacerdote, que había cogido su paraguas, lo sacudió, lo plegó con
meticulosidad y luego lo dejó dentro del maletero.
—¿Sabe dónde vamos? —preguntó la inspectora, al verlo abrir la
puerta del conductor con decisión.
—Claro, entre.
Ya en el vehículo, mientras el sacerdote trasteaba en la pantalla del
navegador, Elena se sorprendió con el lujoso interior del coche:
salpicadero con madera, cromados, cuero... Y más lucecitas, botones e
indicadores de los que había visto en su vida.
—Lo reservé en el aeropuerto —dijo el sacerdote—. Si hay que
viajar, mejor hacerlo cómodo y seguro. ¿No le parece?
—Desde luego —respondió Elena, sin salir de su asombro.
—Dudé entre éste y un Tesla. Al final me decidí por lo clásico.
Espero que sea de su gusto.
—¿De mi gusto? —se sorprendió la inspectora.
—Si vamos a trabajar juntos tendremos que compartir coche, y ya he
visto el presupuesto que maneja la policía española.
El sacerdote pulsó un botón y el motor, apenas audible, cobró vida.
Seleccionó Drive en el cambio automático y el coche comenzó a moverse.
—¿Lo paga el Vaticano? —preguntó Elena.
—Claro. Como el resto de los gastos —admitió el sacerdote con
total naturalidad—. Pero no se sorprenda. Goza de un trato preferente,
excelentes descuentos y unas buenas desgravaciones fiscales. Echando
cuentas, el alquiler cuesta lo mismo que el de un Seat Panda.
—Una rebaja en los servicios a cambio del perdón de los pecados.
Habrá pocos católicos que se resistan.
El sacerdote sonrió.
Circularon un buen trecho entre calles que poco a poco iban
llenándose de gente, hasta enfilar un camino sin asfaltar que salía del
pueblo.
—Ahora, tracción total —exclamó ufano el sacerdote, al tiempo que
giraba un botón junto a la palanca de cambios.
El camino relativamente llano de tierra y gravilla, pronto se
trasformó en una pista repleta de baches y embarrada. Por él circularon
bordeando enormes piedras y árboles de troncos retorcidos —cuyas
ramas bajas en ocasiones rozaban el techo del coche—, hasta alcanzar una
planicie cubierta de matojos bajos que quedaba a la sombra de un macizo
de rocas que ocultaba el sol.
—A partir de aquí tendremos que continuar a pie —anunció el
sacerdote—. Por suerte, el día se ha quedado magnífico.
Estacionó el coche junto a una encina cuyo tronco, años de fuertes
vientos y tormentas habían convertido en una especie de sacacorchos.
Apagó el motor y se dispuso a salir.
La inspectora le puso una mano en el brazo para detenerlo.
—¿Se está divirtiendo, padre Miguel?
—¿Divirtiendo? ¿A qué se refiere?
Elena se reacomodó en el asiento de cálida piel, le retiró la mirada
para fijarla más allá del parabrisas, y comenzó a hablar. Lo hizo de una
manera desapasionada y fría, como lo haría el alumno que recita una
lección que no comprende.
—La entrevista en el puesto de la Guardia Civil con el sargento y el
teniente, la posterior inspección de la escena del crimen, su numerito con
el ordenador... Nada habría hecho falta. Usted conoce la verdad. ¿Por qué
quiso que pasara por ello?
—Lo siento, era necesario.
—¿Necesario? ¿Era necesario perder el tiempo?
—A veces, sí.
La inspectora se volvió y se encontró con su perfil. Era de nariz
aguileña y mentón fuerte. La luz matizada que entraba por las ventanillas
confería a la piel de su rostro la calidad del mármol.
—Estaba evaluándome, ¿no es así? Me estudiaba.
—El caso es demasiado delicado. Quería estar seguro de que usted
era la persona adecuada para resolverlo.
—¿Y lo soy?
El sacerdote se mojó los labios y se volvió para mirarla antes de
responder.
—No creo que haya nadie mejor.
Elena se quedó pegada al asiento, descolocada, analizando sus
palabras.
El sacerdote salió y se paró junto al coche, clavada la vista en el
gran macizo de rocas que tenían delante. Lo hizo durante unos segundos,
escudriñándolo.
—De allí parte un sendero que asciende hasta la cima —señaló con
la mano, sin volverse—. Según el mapa no es muy largo, aunque es
bastante escarpado. ¡Vamos! ¿A qué espera? —exclamó, al ver que la
inspectora continuaba sin moverse.
Al salir le sorprendió que la temperatura, a pesar de encontrarse a
mayor altitud, fuese más suave que en el pueblo; y que no corriese ni una
brizna de viento. Tampoco parecía que en aquella parte hubiera llovido,
ya que el suelo estaba seco.
El camino de ascenso fue más duro de lo que se esperaba, en parte
por el calzado tan poco adecuado que llevaba, y en parte por el fuerte
ritmo que había impuesto el sacerdote. Ella estaba en forma. En muy
buena forma. Sin embargo, la velocidad con la que aquel religioso
ascendía era realmente exigente.
—Creí que hablaríamos por el camino —resopló Elena,
deteniéndose para coger aliento—. Eso dijo.
El sacerdote, que caminaba varios pasos por delante de ella, no se
detuvo para responder.
—Ésa era mi intención. Pero olvidé coger el paraguas. Acabo de
consultar el parte meteorológico de la zona y prevé fuertes lluvias para
dentro de una hora. No se preocupe. Hablaremos. Le explicaré todo
cuando estemos a cubierto, dentro del coche. Tenga paciencia.
—Mi madre decía que la paciencia es un árbol de raíz amarga que
da frutos muy dulces —recordó la inspectora.
—Un refrán persa muy acertado —comentó el sacerdote,
volviéndose a medias.
—Eso espero.
El sendero no era estrecho. Tampoco muy accidentado. Alguna roca
de vez en cuando y baches demasiado profundos para que pudiera circular
por allí un coche normal, aunque perfectamente accesible para que lo
hiciera un vehículo con amortiguación elevada y tracción 4x4. De hecho,
en varios tramos se adivinaban señales de rodaduras que habían dejado
neumáticos de grandes tacos.
Antes de llegar a la planicie en la que terminaba el ascenso, Elena
reconoció el muro de roca de la ermita que había visto en la fotografía. A
la luz del día aún se notaba más el profundo deterioro en el que estaba, y
el gran trabajo de restauración que requería antes de poder lucir con el
esplendor que debió de hacerlo en otro tiempo. Alrededor del edificio vio
un vehículo pick-up de transporte de carga, maquinaria de obra y un par
de operarios trasportando lo que identificó como barras de andamios.
Los siguió con la vista hasta que desaparecieron dentro de la ermita.
El sacerdote por fin se detuvo, y esperó junto a una hormigonera a
que la inspectora llegara a su lado.
—Curiosa, ¿verdad?
—Ruinosa, diría yo.
—¿Ve cómo se apoya el edificio en la montaña? ¿Cómo parece salir
de ella?
Elena asintió.
—Muchas ermitas tienen su origen en grutas y cuevas. Ésta es una
de ellas. ¿Vamos?
—Claro.
Con cuidado de no tropezar con los múltiples y variados utensilios
de obra, ladrillos y tejas que había por el suelo, ambos caminaron hasta
la puerta, donde se detuvieron para echar un vistazo dentro antes de
atravesarla.
Así los sorprendió una airada voz a su espalda.
—¿Puedo ayudarles en algo?
Al volverse, vieron a un hombre chaparro y de barriga prominente
cuya mirada —parcialmente oculta bajo un casco— los censuraba.
Elena, lejos de amilanarse, se recompuso rápidamente de la
sorpresa y echó mano a la cartera que llevaba en el bolsillo trasero de su
pantalón vaquero.
—Buscamos al encargado, ¿es usted?
El hombre, antes de responder, se ahuecó un poco el casco para
poder ver mejor la placa que le mostraba aquella mujer.
—Sí.
—Buenos días. Soy la inspectora Valdeón, y él es el padre Miguel.
Queríamos revisar la ermita. Si es posible.
Elena sabía por experiencia que pidiendo las cosas con educación y
mostrando el suficiente respeto siempre había más posibilidades de
lograr una buena colaboración. Sobre todo, si se trataba de personas con
cierto grado de autoridad como un vigilante nocturno, un guardia jurado o
el capataz de una obra.
—Vienen por lo del robo, ¿verdad?
El tono de voz del hombre se suavizó notablemente.
—Así es —respondió ella, guardándose la cartera.
—Pues, me temo que no van a poder pasar.
—No le entiendo.
—Se montó un buen follón con el asunto —se explicó el capataz,
adoptando una actitud más relajada—. Esos estirados de Patrimonio
pusieron el grito en el cielo. Nos obligaron a asegurar la entrada como si
esto fuese un puñetero banco, y luego nos impusieron unas normas muy
estrictas sobre quién podía o no podía entrar.
—Necesitamos ver la cripta —insistió la inspectora.
—Uff, eso menos. Ni siquiera nosotros podemos acercarnos —se
lamentó el capataz—. Hay una reja con candado, y la llave la tienen en el
puesto de la Guardia Civil. Nosotros sólo estamos asegurando el edificio
y reparando el tejado. El resto de la rehabilitación de la ermita queda
paralizada hasta nueva orden. Una putada de cojones.
Elena, incrédula, se giró hacia al sacerdote.
—Es lo que hay —dijo éste, encogiéndose de hombros—. Este
señor tan amable está cumpliendo con su trabajo, y nosotros nada
podemos hacer.
—¿Cómo que no? —replicó indignada—. Ahora mismo voy a llamar
al sargento Dávila para que suba cagando leches con la llave.
Buscaba el teléfono móvil en su bolso cuando el sacerdote la
detuvo.
—Déjelo, de verdad. En realidad no es tan necesario que veamos el
interior.
La inspectora, contrariada, torció el rostro y entornó los ojos.
—Ya lo comprenderá más tarde —la tranquilizó el sacerdote—.
Confíe en mí. Será suficiente con que podamos inspeccionarla por fuera.
—No se acerquen mucho a los muros — advirtió el capataz—.
Estamos sin cascos para dejarles, y no quisiera meterme en un lío.
—Descuide. Seremos cautelosos —dijo el sacerdote—. Ha sido
usted muy amable.
—¿No será usted el futuro párroco de la ermita? —quiso saber el
capataz.
—Oh, no. El lugar es precioso, y seguro que la vida aquí sería
tranquila y gratificante, pero mis cometidos son otros.
—Tranquila y gratificante, sin duda —se jactó el hombre,
desapareciendo dentro de la ermita.
El sacerdote, entonces, sacó su enorme teléfono móvil, se alejó del
muro principal y comenzó a observarlo con detenimiento. Estuvo un buen
rato. Luego, rodeó el edificio y comenzó a revisar el costado izquierdo
con la misma meticulosidad. Cuando terminó con ese lado, volvió sobre
sus pasos y se detuvo frente al muro derecho, examinándolo con idéntico
interés. Elena lo seguía unos metros por detrás, desconcertada, muda.
Se mantuvo expectante hasta que estalló, incapaz de mantenerse por
más tiempo callada.
—¡¿Se puede saber qué demonios hace?! —exclamó, al verlo pasar
la mano por una piedra por enésima vez.
—Como suponía, aquí está.
El sacerdote, extremadamente concentrado, hablaba para sí. En un
momento dado, se agachó y comenzó a sacar fotos de la zona que había
estado examinando.
—¿Qué está? —insistió la inspectora—. Yo no veo nada.
—Con esta luz casi no se aprecia —explicó el sacerdote,
moviéndose de un lado a otro, buscando el mejor ángulo—. Si logro que
el flash acentúe las sombras, se verá mejor.
Elena aguzó la vista, esforzándose por descubrir qué era aquello
que había llamado tanto la atención del sacerdote. Lo único que logró
distinguir fueron unas marcas circulares en la esquina del muro, en una
gran piedra de la sillería, a las que no encontraba sentido.
Después de hacer unas cuantas fotos más, el sacerdote se puso a
mirar la pantalla de su móvil y a trastear en él.
—Esta foto servirá. Si la paso a blanco y negro y le aplico un filtro
de contraste... ¡Perfecto! Ahora se ve muy bien —anunció con júbilo—.
Ya podemos marcharnos.
—Un momento —lo frenó la inspectora, al verlo enfilar decidido el
camino de vuelta—. ¿No va a contarme de qué va todo esto?
—Pensaba hacerlo.
—Tengo trabajo, ¡joder! Un caso que resolver. Un asesino que
capturar —Elena hablaba rápido, con intensidad, y asegurándose de que
todas sus palabras se entendieran perfectamente—. Usted me entretiene
con la promesa de que la visita a esta ermita es imprescindible para la
investigación. Me hace subir hasta aquí, seguirle con la lengua fuera y
luego para nada; ya que parece que, después de todo, revisar este lugar no
era tan importante. No conforme con eso, se pone a hacer fotos a una puta
piedra y pretende largarse sin contarme por qué. Si añadimos a este
cúmulo de despropósitos que aún no me ha explicado una mierda de lo
que sabe, he de concluir que su participación en la investigación hasta el
momento ha sido nula. Incluso perjudicial.
El sacerdote, que había asistido al rapapolvo con estoica actitud, se
decidió a intervenir.
—Tiene razón. Y le pido disculpas. Como le dije antes, debe
confiar en mí. Le contaré todo. Aunque, lamentablemente... —hizo una
pausa dramática—, ahora no es el mejor momento.
La inspectora cerró los ojos, apretó los puños y bufó.
—¿Y eso por qué? Si puede saberse —preguntó, tratando de ocultar
un profundo enfado.
—Nos hemos entretenido demasiado. Si no volvemos de inmediato,
vamos a terminar calados hasta los huesos.
—¿Calados? —se extrañó Elena, abriendo los brazos y levantando
la cabeza para mirar el cielo—. Yo no veo una sola nube encima de
nosotros.
—Sigue dudando de mí —afirmó el sacerdote, con cierto
abatimiento—. Espero que eso cambie pronto.
No dijo más. Se volvió y comenzó a andar en dirección al camino
por el que habían subido hasta la ermita.
La inspectora se quedó jurando por lo bajo. Fueron unos segundos.
El tiempo que transcurrió hasta que una fuerte y fría ráfaga de viento le
revolvió el cabello y le heló el rostro. Entonces, apretó el paso y echó a
andar tras el sacerdote.
Veinte minutos más tarde estaban dentro del Mercedes-Benz, a
cubierto de una descomunal tormenta que se había iniciado nada más
llegar al coche. El viento huracanado zarandeaba los árboles como si
fuesen juncos, y la tromba de agua que caía sobre los cristales del
vehículo hacía que pareciera que se encontraban en el fondo del mar.
—Puñetero cura, tenía usted razón —admitió Elena, desenfadada,
rompiendo el silencio y el hielo que se había formado entre ellos.
—Lo sé —respondió escueto, al tiempo que encendía el contacto
del vehículo.
No habían hablado ni una palabra durante el recorrido de vuelta. En
parte porque el sacerdote había metido la directa y bajado como un
bólido, y en parte porque la inspectora Valdeón no tenía ningunas ganas
de hacerlo. Volvía enfadada y agotada, barajando la posibilidad de llamar
al comisario para elevarle una queja si ese maldito cura continuaba
mostrándose tan poco colaborador. Incluso, durante el recorrido, se le
pasó por la cabeza renunciar al caso y apechugar con las consecuencias.
Sin embargo, comenzó a cambiar de opinión en el llano, al ver el cielo
cubrirse de nubes negras y notar las primeras gotas de lluvia caer. Quizá
tuviera razón, se dijo, y mereciera un poco de confianza.
Y allí estaba, a la espera de que aquel peculiar sacerdote conectara
su iPhone de última generación a la pantalla de 10" del coche.
—Lo siento, no estoy familiarizado con el sistema Bluetooth del
vehículo —se disculpó—. A ver, esto tiene que ser... ¡Sí! ¡Ya está!
—¿Qué voy a ver? —preguntó Elena.
—Un vídeo. La prueba de que esos dos muchachos fueron los
responsables del asalto a la ermita.
—¿Un vídeo?
—Sí. Lo grabaron ellos mismos. Ya empieza. Preste atención.
Durante los más de quince minutos que duró el vídeo, la inspectora
Valdeón no apartó la vista de la pantalla ni un segundo. Estaba filmado a
mano, con una cámara de baja calidad, pero era suficiente como para
distinguir lo que allí aparecía. Era de noche. Vio a los dos muchachos
ascendiendo hacia la ermita; luego, cómo entraron, el recorrido que
hicieron por el interior y la bajada a la cripta. También vio al más alto
profanar un nicho para llevarse los huesos del cadáver que había en su
interior, y, finalmente, al bajito extraer de otro nicho algo envuelto en un
paño dorado. El último minuto de la grabación estaba dedicado a mostrar
el objeto con todo detalle: un cofre labrado de metal plateado.
Cuando terminó la reproducción, Elena cruzó los brazos y se
recostó en el asiento. Ahora entendía por qué el sacerdote no había creído
imprescindible visitar la ermita, ya que en el vídeo se hacía un recorrido
pormenorizado de cada rincón. Esa duda había sido respondida; sin
embargo, le asaltaban un maremágnum de nuevas incógnitas que
necesitaban explicación.
De entre todas, decidió empezar por la que consideró más
importante.
—¿Cómo ha conseguido esto?
El sacerdote se la quedó mirando un instante. Acto seguido, consultó
su reloj y arrancó el coche.
—Es tarde —terminó diciendo, al tiempo que aceleraba con
prudencia—. He localizado un restaurante cerca de Madrid que tiene
excelentes críticas. Se lo explicaré de camino.
—¿Habla en serio?
—Por supuesto, me muero de hambre.
SEGUNDA PARTE
9
LA ESTRATEGIA DEL DIABLO

El recorrido de vuelta hasta el pueblo fue infernal. El sacerdote


conducía muy concentrado, sin apenas visibilidad; con unos
limpiaparabrisas a la máxima velocidad que se mostraban incapaces de
eliminar tanta agua, y circulando por un camino de tierra impracticable
para un turismo aunque tuviese tracción integral. Por ese motivo Elena le
concedió una tregua, justo hasta que salieron a la autovía y notó que se
relajaba. Entonces fue cuando decidió que había llegado el momento de
las explicaciones.
—Le escucho —dijo, desafiante.
—¿Quiere saber cómo conseguí el vídeo? —preguntó el sacerdote,
conectando el control de crucero adaptativo para poder despreocuparse
un poco más de la conducción.
—Sería un buen comienzo. Y, aunque sospecho que fue navegando
por la internet profunda —respondió Elena, que había tenido tiempo de
pensar—, no imagino cuáles pudieron ser los motivos que le llevaron a
meter las narices en semejante lugar tan hediondo.
El sacerdote asintió con la cabeza antes de empezar a hablar.
—No fui yo personalmente quien lo encontró, sino alguien del
Equipo de Rastreo.
—¿Equipo de Rastreo?
—Inspectora Valdeón, ¿no creerá que sólo la policía y los servicios
de inteligencia de los países husmean en la red profunda? Nosotros
también lo hacemos. Y tenemos un departamento bastante eficiente.
—Cuando dice "nosotros", ¿se refiere a la Iglesia?
—Exacto —corroboró el sacerdote—. No está formado por muchas
personas. De hecho, son únicamente dos. Sin embargo, puede estar segura
de que se trata de los mejores rastreadores informáticos que pueda
imaginar.
—Rastreadores —repitió Elena, asombrada—. ¿Y qué rastrean?
—De todo. Principalmente, aquello que pueda perjudicar de alguna
manera a la Iglesia. La Santa Sede, el Vaticano, es un estado. Y, como
entenderá, también tiene su servicio de inteligencia.
—Lo imagino.
—Se sorprendería de la cantidad de enemigos que ha ido
acumulando a lo largo de los siglos —añadió el sacerdote, en un tono
fluido que anunciaba su predisposición a colaborar—. Y no hablo de
anticatólicos, miembros fanáticos de otras religiones o desequilibrados.
Ésos son de todos conocidos, y no son los más peligrosos.
—Ah, ¿no? ¿Y cuáles son?
El sacerdote se volvió parcialmente para contestarle.
—Los peores trabajan en la sombra. Desde el anonimato. Formando
grupúsculos que crecen hasta que se disgregan en otros más pequeños
para evitar llamar la atención. Esas comunidades cerradas no quieren
publicidad. Huyen de las portadas de los periódicos y revistas. Su trabajo
es soterrado. Miserable. Minando poco a poco la fe. Arrancando día a día
nuevos creyentes a la Iglesia. Sus líderes son pacientes, sibilinos y muy
listos. Atraen a nuevos adeptos a sus clanes con promesas de placer sin
límite, libertad absoluta y desarrollo personal, descargándoles de las
obligaciones para con el prójimo: "Sólo tú eres importante", les dicen,
"Tú eres lo primero", "Goza a cada momento sin preocuparte de nada
más". "La honestidad, la solidaridad, el compañerismo, la generosidad, la
tolerancia..., ¡idioteces!", aseguran, y ellos los creen. Les ofrecen
rebeldía e individualidad y caen en sus redes, ya que son argumentos
mucho más atractivos. Para cuando se dan cuenta de la farsa, es
demasiado tarde. Las realmente peligrosas jamás los dejarán salir.
El sacerdote hizo una pausa, y Elena aprovechó para intervenir.
—¿Está hablando de sectas? ¿Navegan por la internet profunda en
busca de jodidas sectas? ¿En serio?
—En efecto. Aunque no de cualquier secta. Me refiero a sectas...
satánicas —puntualizó—. Eso ocupa una gran parte del trabajo del
Equipo de Rastreo. Como le he dicho, no controlamos todas. Únicamente
nos centramos en las peligrosas.
—¿Me toma el pelo?
—En absoluto —respondió tajante—. Inspectora Valdeón, ¿usted
cree en el Diablo?
Elena hizo un gesto de desagrado y se recostó en el asiento. No
tardó mucho en responder.
—Para eso tendría que creer antes en Dios, ¿no es así?
—Claro. Aunque no al revés, necesariamente.
Esa respuesta descolocó a la inspectora, que se giró para mirar con
los ojos entornados el perfil elegante del sacerdote. Él notó su confusión
y se dispuso a aclarárselo.
—Para muchos teólogos cristianos modernistas, el Diablo es una
mera figura alegórica que hace referencia a las malas prácticas de los
seres humanos. No es una entidad real. No existe. No es el ángel caído
expulsado del paraíso por Dios, que tienta y roba las almas de los
hombres; sino que se trata de un símbolo, de una representación
humanizada del mal.
—O sea —reflexionó Elena—, que se puede ser creyente sin aceptar
al Diablo, ¿no?
—Sí, al menos para algunos teólogos. Incluso muchos miembros
destacados de la Iglesia niegan su auténtica existencia.
—Ya. Usted no.
—Por supuesto.
—No se ofenda padre, pero suena un poco... —hizo una pausa,
buscando la palabra adecuada para no ofender— ...antiguo.
—En efecto, inspectora, el Diablo es muy antiguo. Tan antiguo como
el propio mundo —contestó, desplegando una encantadora sonrisa—. Y
astuto.
—Ya —musitó Elena, que se moría de ganas por cambiar de tema.
—Dijo Baudelaire, y cito textual, que "El mayor truco del Diablo
fue convencer al mundo de que no existía". Ésa es su estrategia.
—No se confunda padre. Creo en él porque lo veo todos los días:
mata, viola, infringe sufrimiento a los que lo rodean, a su familia, a sus
hijos... Creo en él. ¡Claro que creo! —exclamó, empezando a alterarse—.
Sólo que el mío tiene ojos, y manos, y cuerpo... Y respira. Y a menudo
parece un tipo normal, aunque en realidad es un auténtico hijo de la gran
puta. Yo me inclino más por la versión de esos teólogos cristianos a los
que menciona. ¿Recuerda cuando le hablé de mi trabajo en Personas
Desaparecidas?
El sacerdote asintió.
—Vi imágenes horribles, repugnantes, infames... Pero algo me
marcó para siempre —la voz de la inspectora temblaba—. Durante
semanas, hubo un vídeo que se mencionaba en todos los foros de
pederastas en los que entraba. ¿Sabe cuál era? ¿Quiere que le diga qué
buscaban con tanta desesperación?
El sacerdote no tuvo que responder. Elena, con la urgencia de quien
se está atragantando con un trozo de carne, tenía que escupirlo.
—El vídeo que más demandaba aquella panda de degenerados
inmundos, el que reclamaban con más insistencia, se llamaba Destroying
Lian. Una búsqueda me condujo a una página donde no se publicaba el
enlace al vídeo, aunque sí se describía con detalle enfermizo cómo un
hombre enmascarado violaba, tortura y finalmente asesinaba a una niña
asiática de seis años.
La inspectora notó que se le quebraba la voz. Tuvo que respirar
hondo y tomarse unos segundos para continuar. El sacerdote reconoció a
una mujer frágil y herida que sufría al recordar aquellos hechos como si
los estuviera viviendo de nuevo. Hubiera querido ahorrarle ese dolor, sin
embrago, ella aún tenía algo más que decir.
—Quizá fuese mentira —continuó hablando algo más calmada,
controlando sus sentimientos a duras penas—. Tal vez ese vídeo no
existía. Fuese un fake, como dicen ahora. Pero ésa no es la cuestión. Lo
verdaderamente importante, y lo más terrible, es el hecho de que encontré
cientos, miles de hombres, dispuestos a pagar para poder verlo. Ésos son
los auténticos demonios. No veo necesario que exista un ente malévolo
para guiarlos por la senda de la perdición y el pecado; los seres humanos
se bastan, ellos solitos, para llegar hasta los mismos confines de la
maldad absoluta.
—La comprendo —se atrevió a intervenir el sacerdote—. No
obstante, debería saber que al Diablo le gusta subir a la tierra, y a sus
demonios también. Le encanta caminar entre los humanos para medrar,
tentar y emponzoñar. Ése es su cometido. ¿Sabe lo que dijo el papa
Francisco en una entrevista? Que el Diablo no es algo simbólico o difuso.
Que son personas reales, de carne y hueso, que nos las podemos encontrar
cada día.
—Ahora se está contradiciendo.
—En absoluto. Hay hombres malvados. Es evidente. Ésos no le
interesan a Lucifer porque ya están condenados. Él busca atrapar al
indeciso, al débil, al influenciable... "No entra invadiendo la casa", dijo
también el papa, "Es muy educado, Satanás", "Y más inteligente que
nosotros, ya que es un ángel, el más poderoso de todos". También dijo que
era muy pesado, y que nunca ceja en su empeño. Cada alma que arrebata,
es un triunfo sobre Dios.
—Educado, inteligente, charlatán y pesado —resumió la inspectora
que, por el tono burlón de su voz, parecía repuesta—. Pues yo conozco
una buena cantidad de tertulianos y analistas políticos que encajan a la
perfección con ese perfil.
El sacerdote soltó una risotada con la que también liberó tensión.
—Veo que se lo toma a broma, y lo entiendo. Cuesta creerlo.
—Mire, padre: usted es lo que es, y yo soy lo que soy. Ninguno de
los dos va a cambiar a estas alturas de la película. Sé que el apostolado
forma parte de sus obligaciones como cristiano, pero no pretenda
adoctrinarme porque pinchará en hueso. Si tenemos que trabajar juntos,
intentemos evitar los temas de fe y centrémonos en lo terrenal.
—Siento haberle dado esa impresión —se disculpó el sacerdote—.
Mi intención era ponerla en antecedentes con respecto al caso, y la
conversación ha derivado por otros derroteros.
—No importa —quitó hierro Elena—. Ahora, volvamos al vídeo de
los muchachos. Decía que lo encontraron en una página de una secta
satánica, ¿no es así?
—El Tártaro —confirmó el sacerdote—. Es la más radical y
peligrosa de nuestra lista. Promueve todo tipo de actos violentos:
vejaciones a personas, muertes de animales, robos en cementerios,
sacrilegios en iglesias... Anima a grabar las actuaciones y a compartirlas
con los demás seguidores. Es la forma que proponen para llegar a formar
parte de la secta. Cuanto más terrible sea el acto cometido, más puntos se
consiguen. Es como un juego macabro con premio final.
—Brutal. ¿Qué más puede contarme?
—También hay un foro de intercambio de objetos robados. Sobre
todo, huesos humanos y ostias consagradas que luego se utilizan en misas
negras.
—Misas negras —repitió la inspectora, un poco harta del asunto
satánico.
Con el temor de que aquel cura volviera a desviarse del tema
principal, decidió ir directamente al meollo de la cuestión.
—Ese chico mintió en su declaración, eso está claro.
—Tenía que hacerlo si no quería confesar que fueron ellos quienes
asaltaron la ermita. Un delito grave.
—¿Qué piensa que pasó? —preguntó Elena, sibilina.
—Dígamelo usted —contestó el sacerdote, devolviéndole la pelota
—. Seguro que tiene una teoría.
La inspectora miró por la ventanilla. Seguía lloviendo, aunque con
mucha menos intensidad. Se fijó en el cielo completamente cubierto, y en
los reflejos que producían en el asfalto mojado los faros de los coches
con los que se cruzaban. También vio un cartel que indicaba que se
encontraban a pocos kilómetros de Madrid, y se sorprendió por lo corto
que se le había hecho el viaje de vuelta. Mecida por el suave rodar de
aquel coche y la agradable temperatura del interior, de buena gana se
hubiera sumido en un sueño reparador. No pudo. La voz del sacerdote,
insistiendo, la sacó del placentero abandono en el que se encontraba.
—Vamos, ¿cuál es su teoría?
—Ése es un error muy común que cometen muchos policías —
respondió finalmente, sacudiéndose el sopor—. Si el investigador tiene
prisa por identificar a un autor, y formula hipótesis precipitadas, corre el
riesgo de terminar forzando las pruebas para que encajen con su
sospechoso.
—¿Está hablando del sargento Dávila y el teniente Olmedo?
—Lo primero es recabar todas las pruebas y luego comprobar hacia
quién apuntan, no al revés —respondió la inspectora, evitando contestar;
por esa razón, fue el sacerdote quien lo hizo por ella.
—El sargento tenía recelos con los "ocupas", y eso le cegó. El
teniente, simplemente, se dejó llevar por la opción más lógica de un
asaltante ocasional, y, además, no hizo bien su trabajo.
—Hay pocos policías que no tengan prejuicios. Y todos cometemos
fallos —minimizó Elena.
—¿Prejuicios? Es una palabra que suena peligrosa cuando se
acompaña con la de policía.
—No se sorprenda. Todos los sufrimos en mayor o menor medida. Y
es inevitable que un policía tienda a prejuzgar, o desarrolle opiniones
generales basadas en su experiencia —aclaró Elena—. Lo importante es
ser meticuloso en el trabajo. No pasar ningún detalle por alto. Los
criminales dejan rastro, siempre. La cuestión es saber descubrirlo. En la
academia de policía tenía un profesor de Criminología que decía que los
muertos hablan más que los vivos; o, al menos, no mienten. Al llegar a una
escena del crimen debemos saber qué ha pasado, y en eso los forenses y
la Científica tienen la primera y la última palabra. Nos dan la hora de la
muerte, nos dicen si hubo violencia, y recogen y analizan muestras
biológicas. Esos datos, y el resto que se pueda recabar de testigos,
amigos, familiares e investigaciones paralelas, formarán las piezas del
puzle. Piezas que sólo el policía a cargo del caso y su equipo podrán
combinar para resolver el enigma.
—Entiendo que por el momento se reserva su opinión de lo
sucedido, ¿verdad? —concluyó el sacerdote, dispuesto a quemar el último
cartucho.
—No del todo —replicó Elena—. Puedo adelantarle que estoy
segura de que ese "cofre", que aparece al final del vídeo que me ha
enseñado, es la causa de que esté usted ahora aquí. Aunque, para adivinar
eso tampoco hace falta ser una lumbrera. Resulta bastante obvio.
El sacerdote, que mantenía una expresión neutra, consultó el
navegador.
—Lo que no es tan obvio —continuó la inspectora—, es saber qué
contiene y qué lo hace tan valioso para la Iglesia como para involucrar a
gente de las altas esferas del poder. ¿Va a contármelo?
Sin responder, el sacerdote giró suavemente el volante y tomó una
salida de la autovía.
—¿Adónde vamos? —se sorprendió Elena.
—Ya se lo dije, a comer.
—Ahora no es el momento —se indignó—. Lo primero es interrogar
al muchacho. Seguro que tiene mucho que explicar.
—No lo dudo. Pero, en la medida de lo posible, prefiero evitar
tener que probar el menú de un hospital. Además, mientras comemos, le
hablaré del cofre. ¿Qué le parece?
La inspectora meditó unos segundos. Notaba un vacío en el
estómago, y tampoco le gustaba la comida que se servía en las cafeterías
de los hospitales. En realidad, todo en los hospitales le desagradaba. Por
ese motivo, y porque se moría de ganas por desvelar el significado de
aquel misterioso objeto, se plegó a los deseos del sacerdote.
—Está bien. Seremos rápidos.
—Claro —confirmó el sacerdote—. Pero no me deje sin café. Es
una de mis debilidades terrenales.
10
EL COFRE

A los veinte minutos, después de llegar a San Sebastián de los


Reyes y dar un par de vueltas hasta localizar el sitio, el padre Miguel y la
inspectora Valdeón entraban en el restaurante que el primero había
elegido. No había que entender mucho para darse cuenta de que era de
categoría superior. Elegante sin ser recargado, moderno sin olvidar lo
acogedor de lo clásico, y una exquisita atención por parte del encargado
del comedor decía a gritos que allí no se servían menús económicos.
Elena no dejaba de mirar en todas direcciones, algo incómoda. Había
pocas mesas y muy espaciadas. Tampoco vio muchas ocupadas. Menos de
la mitad. No dijo nada hasta que el maître los acomodó en un rincón junto
a un ventanal que daba a un jardín privado.
—Las dietas de un policía no dan para esto —se quejó, acariciando
el impoluto mantel de hilo blanco perfectamente planchado.
—No se preocupe, pago yo. Usted relájese y disfrute —contestó el
sacerdote.
—Pagaremos a medias —replicó la inspectora, rotunda.
—Como usted quiera —contestó el sacerdote, indiferente—. He
leído que sirven una merluza al vapor con plancton y algas, exquisita. Y
una presa ibérica a la brasa que es una locura.
Enseguida, un solícito camarero les trajo la carta y les sirvió un
poco de agua con el mismo esmero que tendría si vertiera en sus copas
oro líquido. Era un alto y atractivo joven con barba de una semana
minuciosamente recortada, pelo al cero y leve bronceado.
—¿Desean la carta de vinos o quieren tomar el de la casa? Les
aseguro que es un delicioso caldo de...
—Sólo agua, gracias —le cortó la inspectora.
—Ya lo ha oído —confirmó el sacerdote, cuando el joven lo
interrogó con la mirada—. Agua para los dos.
—Bien, entonces les dejo para que elijan —concluyó el camarero.
Elena, que sostenía la carta como si le quemara, tardó en decidir el
plato, ya que todos triplicaban, cuanto menos, el valor de su exiguo vale
de comida. Lo más barato que encontró fue una ensalada de brotes tiernos,
bogavante y atún de almadraba, y una sopa templada de perejil, gambas y
rape ahumado.
El sacerdote fue más rápido. Cuando ella bajó por fin la carta de
delante de su cara, él ya esperaba con las manos entrelazadas sobre el
plato vacío.
—Cuesta decidirse, ¿verdad?
—Ya lo creo —respondió Elena—. Con estos precios, no entiendo
cómo no hay cola en la puerta para entrar a comer.
—Ha rechazado mi invitación.
—No sería lo correcto.
—La entiendo —reflexionó el sacerdote, girando la mirada hacia el
hermoso y cuidado jardín que se veía a través de la ventana—. Debe
parecerle raro, ¿no es así?
—¿El qué? ¿Se refiere al hecho de que esté aquí sentada—dijo
Elena, gesticulando con los brazos como intentando abarcar todo el
restaurante—, con un cura experto en tecnología que parece la Wikipedia
y que, además de ser mi asesor en un caso de homicidio, tiene gustos
caros? No, es lo más normal del mundo.
—Me fascina la historia, el arte, la ciencia... Leo mucho. Todo libro
que cae en mis manos me interesa, y tengo una gran facilidad para
recordar datos. Es un don que no requiere un talento especial, se lo
aseguro. En cuanto a los gustos caros... —el sacerdote hizo una pausa—.
El mundo está lleno de cosas magníficas, bellas y deliciosas. Mi trabajo
me mantiene casi todo el tiempo encerrado. Cuando salgo no puedo evitar
darme algún capricho. Pecados veniales que sé compensar con la
correspondiente penitencia. Además, no despilfarro. Ya le he comentado
que...
—Les hacen buenos descuentos —completó la inspectora.
—Exacto. Y no se olvide de las desgravaciones fiscales.
El camarero volvió. Eficaz y refinado en el trato, les sirvió unos
aperitivos en cucharas de porcelana y tomó nota de las comandas.
—¿De dónde es usted? Ese acento... No logro identificarlo —
preguntó Elena, cuando el joven camarero se retiró.
—Un poco de todas partes —respondió el sacerdote, evasivo,
mientras se colocaba la servilleta sobre los muslos—. Mi nombre es
polaco, pero he vivido en muchos lugares. Y he recorrido medio mundo,
diría yo.
—¿Siempre por este tipo de... trabajos?
—Digamos que soy un... "solucionador de problemas".
—Habla muy bien español. ¿Muchos problemas que solucionar por
aquí?
—Alguno que otro —contestó el sacerdote, llevándose una de las
cucharas a la boca.
—¿De qué tipo?
—Umm, esta crema es espectacular. Pruébela, por favor.
—Lo pillo. No le apetece hablar del tema —determinó Elena.
—Hágase cargo.
—Vale. Volvamos entonces al asunto que nos ocupa. Hábleme de ese
cofre. ¿Qué contiene?
—Eso es irrelevante —contestó, limpiándose la comisura de los
labios con la esquina de la servilleta—. Basta con que sepa que se trata
de una antigua reliquia que la Iglesia Católica desea recuperar.
—¿Valiosa?
—El cofre que la protege es de plata maciza, y el paño que lo
envuelve está tejido con hilo de oro y pesará cerca de un kilo. El
contenido, sin embargo, no tiene valor material.
—Es espiritual.
—Usted lo ha dicho.
—Y estaba en esa ermita, enterrada en un nicho. ¿Desde cuándo?
—Uff, desde hace mucho. ¿Quiere que le cuente su historia? —
respondió el sacerdote, fijando su intensa mirada azulada en la
inspectora.
—Me muero de ganas.
—Pues escuche atentamente —dijo, adoptando un tono de voz
sosegado y didáctico—. La primera noticia que tenemos de ella data del
año 48 a.C., y proviene de la Biblioteca de Alejandría. Por entonces, se
llevaba a cabo en la ciudad una agresiva política de adquisiciones, y todo
manuscrito hallado en los barcos que atracaban en el puerto era
decomisado y llevado a la biblioteca para que los escribas lo copiaran.
Posteriormente, era devuelto a sus dueños.
—¿Manuscritos, dice?
—El cofre iba oculto dentro de un arcón de madera, disimulado
bajo un montón de papiros escritos en una lengua desconocida.
Probablemente originarios de la antigua Mesopotamia.
—Nunca he logrado saber la diferencia entre papiro y pergamino.
—El papiro estaba hecho de fibras vegetales prensadas, sacadas de
una planta de su mismo nombre que se cultivaba principalmente en Egipto
—le explicó el sacerdote, al que se le notaba muy a gusto en su labor
pedagógica—. El pergamino, sin embargo, se fabricaba con la fina piel de
las crías de los corderos u otros animales. Su nombre viene de la antigua
ciudad de Pérgamo, en la actual Turquía, donde se producía en grandes
cantidades, aunque se sabe que ya se usaba muchos siglos antes.
—Interesante. Continúe con nuestro cofre misterioso.
—Como le decía, el arcón fue guardado para su posterior estudio.
La cantidad de documentos que decomisaba la ciudad, más los que
llegaban por diferentes fuentes, era inmensa. Por tanto, habría
permanecido en aquellos almacenes del puerto muchos años, antes de ser
abierto y catalogado por los escribas y calígrafos, de no haberse
producido el incendio.
—¿Se refiere al que destruyó la Biblioteca de Alejandría? —
intervino Elena.
—Ésa es una historia apócrifa. Ningún documento ni crónica
asegura que la causa fuera un incendio —se apresuró a aclarar el
sacerdote—. Como otros grandes acontecimientos de la humanidad,
tampoco los eventos que llevaron a la desaparición de tan insigne
institución están muy claros.
Elena puso cara de extrañeza.
—El incendio al que me refiero sucedió un año después de la
llegada del arcón. Y, según algunos cronistas antiguos, lo provocó Julio
César al quemar la flota alejandrina durante una batalla por el control de
la ciudad. No afectó a la biblioteca, sólo en parte al almacén del puerto.
—O sea, que la biblioteca nunca se quemó.
—Ya le digo que es difícil saberlo. Hay historiadores que opinan
que fue una caterva de monjes cristianos en el año 391 d. C., cuando el
cristianismo constituía la religión principal del Imperio Romano, los que
la incendiaron para purificar el mundo de ideas paganas. Otros estudiosos
retrasan la destrucción total de la Biblioteca de Alejandría hasta el 642 d.
C., y se la atribuyen a ʽAmr ibn al-ʽĀṣ, conquistador musulmán de Egipto.
—Entiendo. Julio César, cristianos, musulmanes... —enumeró Elena,
algo perdida.
—Puede que todos contribuyeran —resumió el sacerdote—. Y el
que más, el tiempo. Lo más probable sea que algunos de los manuscritos y
documentos que poseía la biblioteca se destruyeran por hechos
accidentales y fanáticos; pero que la inmensa mayoría se trasladara a
diversos lugares a lo largo de los muchos siglos durante los que estuvo
activa.
—Y esto último nos lleva al siguiente destino del famoso arcón que
nos ocupa, y su misterioso contenido —apostilló Elena.
—Exacto.
El sacerdote iba a continuar con su historia, cuando el camarero
apareció con los primeros platos. Con exquisita pulcritud los posó
delante de cada comensal, y se retiró deseándoles que fueran de su gusto.
Elena probó la ensalada y descartó aliñarla, estaba perfecta. El padre
Miguel hizo lo mismo con su merluza al vapor y, tras deleitarse un
instante con los ojos cerrados, prosiguió.
—No está documentado en qué momento de la historia llegó a
Roma, pero sí cuándo se tiene constancia de su existencia allí. Y fue en el
año 397 d. C. Los escritos hablan de que la ciudad poseía por aquellos
años una gran biblioteca cuyo director hizo una inmensa fortuna
vendiendo manuscritos, aún sin catalogar, que sustraía de los fondos
procedentes de botines de guerra o espolios.
—¿Los escritos?
—En los Archivos Vaticanos hay de todo, mi querida inspectora.
—Ya veo —dijo Elena, cortante, al tiempo que se llevaba a la boca
un trozo de delicioso atún de almadraba.
—El asunto es que un día, el desaprensivo bibliotecario fue
descubierto por las autoridades romanas y arrestado. En su poder se
encontró el cofre de plata y la traducción de uno de los pergaminos que lo
acompañaban en el arcón.
El sacerdote hizo otra pausa dramática a las que era tan aficionado,
y esperó a que la inspectora le diera el pie para proseguir.
—¿Cómo llegó a España, hasta una ermita de la sierra madrileña?
—La pista se pierde en ese año —respondió el sacerdote, mientras
pinchaba un trozo de pan blanco en el tenedor antes de untarlo en la salsa.
—Y no va a contarme qué decía el pergamino, por supuesto.
El sacerdote cerró los ojos y se encogió de hombros. Elena
chasqueó la lengua, desilusionada.
—Va a ser muy difícil trabajar así.
—No lo creo —la contradijo el sacerdote—. Para el caso podría
considerarse cualquier pieza valiosa susceptible de ser robada, como una
obra de arte o una joya que la Iglesia quiere recuperar.
—Eso ya me lo ha contado —se quejó Elena—. Pero no entiendo
una parte de la historia.
El sacerdote, que había terminado con su plato, abrió los brazos
invitándola a continuar.
—Me dijo que era una reliquia. Sin embargo, habla del año cuarenta
y...
—Llegó a Alejandría en el año 48 a. C. —puntualizó el sacerdote,
al ver a Elena dudar.
—Gracias. Lo que no es muy lógico, ya que aún quedaban muchos
años antes de que naciera Jesucristo.
—Buena observación. Probablemente el arcón fuese mucho más
antiguo. No importa, sé por dónde va. Y puedo aventurarle que está
cometiendo un error muy común.
—Ah, ¿sí?
—Está dando por hecho que se trata de una reliquia de la
cristiandad sin tener en cuenta que, además de la parte del cuerpo de un
santo o cualquier objeto que ha estado en contacto con él, una reliquia
también es el residuo que queda de un todo o el vestigio de cosas
pasadas.
—¿Me está diciendo que es una antigüedad que nada tiene que ver
con la fe cristiana?
—En absoluto —respondió el sacerdote, rotundo—. Le digo que
Dios existe desde siempre, a pesar de que su hijo nos mostrara el
verdadero camino hace tan sólo dos mil años. Le digo, inspectora, que las
muestras de su realidad no tienen edad. Ni principio ni fin.
Elena sacudió la cabeza y lanzó un sonoro suspiro. Ese cura
acababa de tomar el inescrutable camino de la teología, y no estaba
dispuesta a seguirle.
—Lo que usted diga —concluyó.
Coincidiendo con su renuncia, apareció de nuevo el joven camarero.
Retiró los platos vacíos, les llenó las copas de agua y se marchó con una
leve inclinación de cabeza. Al minuto, volvió con los segundos. Elena
miró con desdén su sopa de gambas y rape servida en un cuenco que le
recordó a un tazón que tenía en Benavente su abuela materna. Por un
instante, estuvo a punto de levantarse e irse. Había sido paciente. Muy
paciente. Pero se estaba cansando. De pronto se sintió ridícula sentada
delante de aquella humeante comida de diseño, dándole cuerda a aquel
sacerdote parlanchín que no le contaba absolutamente nada relevante. Era
interesante su discurso para un estudiante de historia o religión, no cabía
duda, aunque no para un policía con un caso de homicidio entre las
manos.
—Riquísima esta carne —oyó decir al sacerdote, entre sonidos
guturales de placer.
—Disfrútela, porque no habrá postre —dijo Elena, tajante.
El sacerdote se detuvo con el tenedor y el cuchillo a medio camino
de cortar otro trozo de presa ibérica.
—¿Ni café?
—Me temo que no.
—¿Por qué tanta prisa de repente?
—¿De repente? —se extrañó Elena—. Es usted el que parece estar
de vacaciones. Tengo una investigación en curso y el estar aquí, además
de una frivolidad, ha sido una absoluta pérdida de tiempo.
El sacerdote levantó la cabeza del plato y la miró, escrutador, desde
la profundidad de sus intensos ojos azules.
—Tiene razón, inspectora. Me he dejado llevar por la tentación —
resolvió mostrando en alto un trozo de carne pinchado en su tenedor, a la
vez que lucía una amplia y luminosa sonrisa de dientes perfectos—. Y la
he arrastrado a usted. Discúlpeme. No volverá a pasar.
—No he querido ser descortés con usted —se apresuró a decir
Elena, para suavizar lo que sospechaba que había sido una salida de tono
—. Lo que pasa es que...
—La entiendo. No se hable más —atajó—. ¡Camarero!
El joven, que permanecía a cierta distancia de la mesa, acudió
solícito.
—¿Sí? ¿En qué puedo ayudarles?
—La cuenta, por favor.
Ante la cara de asombro del camarero, el sacerdote se vio obligado
a dar una breve explicación.
—Todo está delicioso, felicite al chef. La cuestión es que nos ha
surgido un imprevisto y debemos marcharnos de inmediato.
—Entiendo —respondió el joven—. Enseguida se la traigo.
Los pocos minutos que tardó en volver con la nota, bastaron para
que ambos pudieran terminar lo que les quedaba en los platos. Elena se
adelantó para coger el papel de impresora guardado dentro de una
libretita de piel y, después de un rápido cálculo, dejó sobre la mesa su
ticket de comida más el dinero que completaba su parte de la comida.
—Vaya, iba en serio con lo de pagar a medias —dijo el sacerdote,
echando mano a la cartera que llevaba en el bolsillo interior de su
chaqueta.
—¿Por qué me mira así?
—Estaba pensando que la gente como usted es la que mejora el
mundo. O al menos lo intenta.
—¿Por no aceptar una invitación? No diga estupideces.
—No sería lo correcto, dijo —rememoró el sacerdote—. Y tiene
razón. Distinguir entre qué es y qué no es correcto, es realmente difícil. Y
usted parece saberlo.
Antes de zanjar el tema, Elena lo miró con una mueca que pretendía
ser una sonrisa.
—Vamos, ponga su parte del dinero y larguémonos de aquí de una
maldita vez.
11
MALOS RECUERDOS

Marcaban las cuatro y diez de la tarde en el reloj de la inspectora


cuando salieron del restaurante. Ella lo consultó con la premura de quien
llega tarde a la salida de un vuelo, va en coche al aeropuerto y se
encuentra en un atasco. El sacerdote notó su nerviosismo y trató de
tranquilizarla.
—Estamos cerca. Llegaremos enseguida.
—¿Cerca? —preguntó Elena, desabrida.
—Hospital Infanta Isabel, ¿no es así?
La inspectora se paró en seco, abrió su cartera y sacó el informe del
caso. El viento racheado y frío revolvía los papeles, y le costó encontrar
lo que buscaba. Por fin, levantó la cabeza para mirar al sacerdote, que la
observaba divertido con las manos en los bolsillos de su abrigo.
—¿Sabía que el hospital estaba aquí, en San Sebastián de los
Reyes?
—Me lo comentó el sargento de la Guardia Civil —contestó,
indiferente—. Pensé que querría hablar con el chico y busqué un
restaurante cerca. Tuve suerte de encontrar uno tan bueno.
—¿Y no pensó en que debería habérmelo comentado?
—La verdad, supuse que lo sabía. Aunque, ahora que recuerdo,
cuando tomé la salida usted... —empezó a hablar para sí mismo.
—¿Cree que he tenido tiempo de leerme todo esto? —respondió
airada al tiempo que agitaba, delante de su cara, el informe detallado que
le había dado el teniente Olmedo.
—Vaya, lo siento —se disculpó el sacerdote, forzando una pose de
niño arrepentido—. ¿Vamos? El coche está por ahí.
La inspectora Valdeón, acostumbrada a controlar las situaciones, se
notaba descolocada. Ella estaba al mando de la investigación y, sin
embargo, tenía la sensación de ir siempre un paso por detrás de aquel
cura. Y no sólo la sensación; sin duda, aquel enviado misterioso del
Vaticano poseía más información que ella, y la compartía con cuentagotas.
Elena aún refunfuñaba para sus adentros cuando llegaron al hospital.
Durante el corto trayecto no le dirigió la palabra. Nada más estacionar en
el aparcamiento, se bajó del coche y fue directa a la entrada sin
esperarlo. El sacerdote la alcanzó en la ventanilla de recepción,
esperando a que la señorita que atendía al público terminara con un joven
que preguntaba por el ingreso de su padre.
—Lo siento —oyó disculparse de nuevo al sacerdote—. Estoy
acostumbrado a estar solo, y a veces me olvido de compartir. Seguro que
a usted le pasa también.
—Una investigación se hace en equipo —replicó la inspectora—.
Jamás me olvido de compartir información importante con los
compañeros.
—No me refería a su trabajo como policía.
Elena ladeó la cara para mirarlo.
—Me gusta especular —dijo el sacerdote, respondiendo a su gesto
interrogativo—. Puedo equivocarme, pero no lleva anillo de casada. Y no
ha hecho una sola llamada personal. Por esa razón, debo suponer que no
vive con sus padres, ni tiene hijos de los que ocuparse, ni pareja. Vive
sola. ¿Me equivoco?
—Pocas evidencias y endebles para lanzar una hipótesis tan
arriesgada —replicó Elena, molesta.
—Seguro que sí. Conteste, por favor. ¿He acertado?
La inspectora se disponía a responder cuando el mostrador de
información se quedó vacío.
—¿En qué puedo ayudarles? —preguntó solícita la empleada.
—Buscaba a un paciente —se apresuró a contestar la inspectora—.
Tengo entendido que ingresó hace unos días. Su nombre es Marcos...
La recepcionista la observó mientras apoyaba su cartera de piel
sobre la repisa de mármol y sacaba de nuevo la carpeta con el informe.
Los ojos de la joven iban de los papeles que la inspectora pasaba a gran
velocidad, al sacerdote, concretamente a su alzacuellos, y vuelta a los
papeles.
—¿Vienen juntos? —se animó a preguntar, ante la tardanza de la
inspectora.
—Sí —respondió el sacerdote.
—Buscan a alguien muy enfermo, supongo.
—No lo creo —respondió Elena, con el dedo posado en una hoja,
sobre una línea en concreto—. Se trata de Marcos Galán Fuentes,
veintidós años. Ingresó con un fuerte golpe en la cabeza y herida de arma
blanca. Creo que está fuera de peligro.
El respingo que dio la recepcionista obligó a Elena a sacar su
placa.
—No soy familiar. Vengo por un asunto oficial. Soy inspectora de
policía.
—Ah, vale. Un momento.
La recepcionista, sin quitar ojo al sacerdote, tecleó en el ordenador.
—¿Ha dicho Marcos Galán Fuentes?
—Sí —confirmó Elena.
—Pues, según pone aquí —dijo, señalando la pantalla de su
ordenador—, ha recibido el alta esta misma mañana.
—¿Está segura?
—Al menos eso dice la firma del médico que la autorizaba.
—¡Maldita sea! —exclamó, frustrada.
—Quizá tenga suerte y continúe en su habitación —sugirió la
recepcionista, al ver el abatimiento mudo en el que se había sumido la
inspectora—. Aunque, me extrañaría. Los pacientes suelen salir
escopetados del hospital.
—Podemos probar —propuso el sacerdote.
—Tiene razón —admitió Elena, agarrándose a un clavo ardiendo—.
Por favor, deme su número de habitación y el nombre del médico que lo
trataba.
—Planta tercera, habitación 34 D. Pregunten por el Doctor Miralles,
en urgencias. Hoy está de guardia todo el día. Pueden tomar el ascensor.
Todo recto a la derecha.
—Gracias —dijo la inspectora.
Con la carpeta del informe bajo el brazo, y la cartera de piel
colgando del hombro, abandonó el mostrador camino de los ascensores.
El padre Miguel la siguió tras dedicarle una sonrisa de despedida a la
joven recepcionista que continuaba observándolo con ciertas reservas.
Durante el trayecto de subida, Elena aprovechó para revisar el informe
del forense. Era bastante detallado, pero necesitaba la opinión del médico
que durante unos días había tratado al muchacho. Quería empezar a hacer
las cosas bien, y, ¿por qué no hacerlo de inmediato? Al llegar a la tercera
planta vieron un panel en la pared de su izquierda en el que ponía:

TRAUMATOLOGÍA
HABITACIONES 14D → 45D

—Por aquí —indicó Elena, escueta.


Recorrieron un largo pasillo en cuya mitad había un mostrador
semicircular donde un par de enfermeras trajinaban entre bandejas,
vendas y botes de pastillas. Al pasar, se les quedaron mirando. Sobre
todo al sacerdote. También llamó la atención entre los enfermos que se
cruzaron paseando o a las puertas de sus habitaciones. Algunos solos,
otros acompañados por familiares o amigos, pero todos con el mismo
gesto de aprensión. En especial un hombre de mediana edad, demacrado,
con barba de varios días y pelo revuelto que arrastraba un portasueros
con ruedas de donde pendía una bolsa medio vacía, que se volvió a mirar
al padre Miguel, temeroso, como si hubiese visto a la mismísima parca.
Nada de eso pasó desapercibido para la inspectora que, frente a la puerta
cerrada de la habitación 34 D, se giró hacia el sacerdote.
—Es preciso que solucione lo de su indumentaria —dijo tajante—.
Un cura paseando por un hospital es de mal fario.
—¿Mal fario?
—Mala suerte.
—Exagera.
—No se ofenda. La mayoría de los creyentes de hoy en día sólo ven
un alzacuellos en bodas, bautizos, comuniones... y entierros. Y no veo
tartas de celebración. Hágame caso, su presencia aquí es tan reconfortante
como el poster de una soga en el corredor de la muerte. ¿Siempre viste de
"uniforme" en sus... misiones?
—Por supuesto que no. Fui directamente desde el aeropuerto al
pueblo. No tuve tiempo de cambiarme.
—Si tiene que acompañarme durante la investigación, prefiero que
vista de civil. Así me ahorraré tener que dar explicaciones.
El sacerdote asintió, tocándose nervioso el alzacuellos.
La inspectora golpeó dos veces la puerta y, sin esperar respuesta,
abrió. Dentro de la habitación había dos camas. En una de ellas vio a un
anciano con una pierna escayolada hasta la cadera. Junto a él, sentado en
un sillón de polipiel azul, había un joven con unos auriculares puestos. En
la otra cama reconoció a un hombre de mediana edad con la cabeza y un
brazo vendados, y a su lado a una mujer que leía una revista gracias a la
luz que entraba por la ventana. Olía a desinfectante y a medicinas, y hacía
bastante calor. La mujer levantó la cabeza de la revista.
—Lo siento. Me he equivocado de habitación —se apresuró a decir
la inspectora. Y cerró la puerta.
—Llegamos tarde —admitió el sacerdote.
—Eso parece. Busquemos al médico.
Urgencias estaba en la primera planta. La sala de espera estaba
llena, y el trasiego de enfermeras y pacientes maltrechos era constante.
Preguntaron por el doctor Miralles y, después de ir de un lado a otro sin
encontrarlo, un sanitario que empujaba una camilla vacía manchada de
sangre les informó de que el doctor acababa de entrar en el quirófano.
—¿Tardará mucho? —preguntó Elena, con la ingenuidad del
desconocimiento y el apremio que provoca las ganas de salir de un lugar
incómodo
—Accidente de moto. Veinte años. O menos —contestó el ATS, con
indiferencia profesional—. El chaval está destrozado. Se saltó un STOP
y se comió un camión enterito. O el doctor está todo el día en el
quirófano, o sale en cinco minutos.
Elena miró en varias direcciones. Todo a su alrededor le resultaba
hostil: las paredes pintadas de un ineficaz verde que, lejos de
tranquilizar, la sacaba de quicio; las filas de sillas unidas, con gente
sentada bajo la luz de unos fluorescentes desfavorecedores; el ruido del
trajinar de las enfermeras; las conversaciones amortiguadas por la
congoja y la desesperanza de los familiares a la espera de noticias; y,
sobre todo, ese tufo a antiséptico que flotaba en el ambiente y que se le
antojaba el más infecto de los olores.
Con mano nerviosa, sacó la cartera del bolsillo trasero de su
pantalón vaquero y le mostró la placa.
—Es un asunto oficial. Soy la inspectora Valdeón.
El ATS, un hombre de unos cuarenta años de aspecto anodino, miró
la placa con desgana.
—Estaré en la cafetería. ¿Podrían decir al doctor, cuando salga, que
lo espero allí?
—Se lo diré a los compañeros, pero no le aseguro nada. Hoy
tenemos un día de mierda —respondió el sanitario, al tiempo que
empujaba la camilla en dirección a los ascensores.
Al quedarse solos, el sacerdote inclinó la cabeza para dirigirse a la
inspectora.
—¿Mucho tiempo en hospitales?
—Bastante.
—¿Familiares? ¿Amigos?
Elena entornó lo ojos. Dudó un instante, hasta que decidió
responder.
Horas más tarde —ya en su casa— meditaría sobre ello, y llegaría a
la conclusión de que la causa de hacer partícipe a aquel desconocido de
una de las etapas más duras de su vida había sido una desubicación
temporal, una eventualidad que la llevó de nuevo al pasado; y que fue el
miedo al dolor lo que la empujó a hablar de aquello, y la absurda
creencia de que así lo eliminaría.
Pero se equivocaba.
—Era casi una niña cuando vi cómo mi madre se consumía, día tras
día, sentada a los pies de su cama —empezó a contar, con la mirada fija
en una ventana desde la que se veía una pared lejana de ladrillos—.
Sufriendo a su lado hasta que el maldito cáncer de páncreas por fin la
dejó descansar. Y un año después tuve que soportar lo mismo con mi
padre. Un tumor cerebral. Inoperable. Que le quitó todo lo que era
convirtiéndolo en un vegetal. Sí, pasé mucho tiempo en hospitales antes
de quedarme huérfana.
—Lamento la muerte de sus padres.
—No lo sienta. Murieron el día que lo hizo mi hermano. La
enfermedad les dio una salida a su sufrimiento.
—¿Quiere que hablemos de ello? —preguntó el sacerdote.
Ella negó con la cabeza.
La boca le comenzó a temblar, y los ojos se le enturbiaron. Contenía
el llanto a duras penas.
El sacerdote, conmovido, la hubiera abrazado; aunque enseguida
determinó que no era de ese tipo de personas que, cuando se rompen,
buscan consuelo en los demás. Ella era de las otras, de las que se tragan
el dolor hasta que un día revientan por dentro.
Callado, esperó a que los mecanismos de defensa de la inspectora
controlaran la situación. Y así fue.
Transcurridos unos segundos Elena se enjugó las lágrimas con
disimulo y se volvió resuelta, sacudiéndose el pasado de la mirada.
—No importa. Fue hace muchos años. He superado sus muertes. Lo
que no he superado es este puñetero ambiente —dijo, abriendo los brazos
—. Vamos, le invito a un café.
—¿Invitar? ¿Está segura?
—Claro —afirmó, encaminándose a los ascensores.
El sacerdote la siguió por un pasillo. Al pasar de nuevo por la sala
de espera, se fijó en una mujer sentada en una esquina. Se detuvo para
observarla mejor. Estaba sola. Le calculó cincuenta años, aunque su pelo
mal teñido, su ropa gastada, las profundas ojeras y las arrugas prematuras
de su rostro la convertían en una anciana. Por un instante sus miradas se
cruzaron, y entonces la mujer agachó la cabeza y apretó un pañuelo entre
las manos.
—¡Venga! —le instó Elena, al verlo parado.
El sacerdote no obedeció. Dio unos pasos en dirección a la mujer,
se sentó en la silla vacía que había a su lado y comenzó a conversar con
ella. Elena contempló la escena desde la lejanía, sin escuchar lo que
hablaban. Al poco, vio cómo el sacerdote cogía las manos de la mujer
entre las suyas con suma delicadeza, y ella asentía. De pronto, el rostro
de la mujer cambió. Su gesto, profundamente afligido, se volvió alegre.
Incluso se dibujó una sonrisa en su boca de labios cuarteados. Elena se
disponía a acercarse cuando el sacerdote se levantó de la silla. La mujer,
que lo miraba con infinita gratitud, mantuvo sus manos unidas a las suyas
hasta que la distancia las separó.
—¿A qué ha venido eso? —preguntó Elena, cuando el sacerdote
volvió a su lado.
—Me pareció que necesitaba consuelo.
—Seguro que todos los aquí presentes lo necesitan. ¿Por qué la
eligió a ella?
—Ahora están operando a su hijo a vida o muerte.
—¿Es la madre del chico de la moto? —preguntó Elena, incrédula.
El sacerdote confirmó con un gesto de cabeza.
—¿Cómo lo sabía?
—El desconsuelo de una madre que cree que va a perder a un hijo
es de una intensidad abrumadora —respondió, enigmático.
Elena sintió una congoja interior que evidenciaba que no podía estar
más de acuerdo con él. Sin embargo, en lugar de admitirlo prefirió aclarar
una duda.
—¿Qué le ha contado para que ahora parezca tan feliz?
—Que su hijo vivirá.
—¡¿Eso le ha dicho?! —exclamó, indignada—. Ya ha oído al ATS,
sus posibilidades de salir con vida de la operación son mínimas. Es usted
un irresponsable.
—¿Por qué? Quizá viva. Y si muere, ya tendrá tiempo de llorarle el
resto de su vida —contestó el sacerdote, impasible—. ¿Qué mal hay en
dejar que sea feliz las horas que su hijo esté dentro del quirófano?
La inspectora tuvo que admitir que los argumentos del sacerdote,
aunque controvertidos, eran difíciles de refutar. Lo dejó correr y
abandonó la sala de espera en dirección a los ascensores, con la
esperanza de encontrar en la cafetería una isla en medio de aquel océano
de desdichas y malos recuerdos.
12
CAFÉ DE HOSPITAL

La cafetería del hospital le resultó a la inspectora tan fría, anodina y


poco acogedora como todas las que había conocido a lo largo de su vida:
paredes grises, suelo de granito claro, muebles de aluminio, mesas y
sillas de plástico blanco... Y esas malditas pantallas fluorescentes que
garantizaban una extraordinaria relación luminosidad/precio, pero que
convertían cualquier espacio en la antesala de la depresión.
Había poca gente. Un par de mesas estaban ocupadas. Padres, hijos,
familiares, amigos... Junto a la puerta de entrada vio a un hombre
cabizbajo, mirando sus propias manos apoyadas sobre la mesa entorno a
un vaso humeante. En la barra del fondo, una joven con blusa de flores y
pelo recogido pasaba un paño a la encimera de aluminio. Elena eligió un
rincón donde había una mesa vacía. Al llegar, dejó su cartera de piel en
una silla, se quitó el tres cuartos y lo dobló encima de ella.
—Iré a pedir. ¿Qué quiere que le traiga?
—Café de sobre con leche caliente. En taza —respondió el
sacerdote, quitándose también el abrigo antes de sentarse.
—¿Azúcar?
—Sí, por favor.
No había clientes en el mostrador, y no tardó en volver haciendo
equilibrio con los platos, tazas y cucharas. Posó todo en la mesa con
mucho cuidado y se sentó en la silla que había libre, contra la pared.
—Ha elegido lo mismo que yo —dijo el sacerdote, mientras Elena
rasgaba el sobre y lo vertía en la leche humeante.
—Al menos este café no tiene que pasar por esa puñetera máquina.
Estará pasable, a no ser que la leche esté agria. Que todo es posible —
refunfuñó.
—Sin azúcar, veo. Yo antes lo tomaba igual —prosiguió el
sacerdote.
Elena lo miró indiferente. Odiaba las conversaciones de
compromiso. Prefería el silencio.
—¿Cuánto tiempo está dispuesta a esperar al médico?
—Aún no lo sé —respondió hosca, sufriendo un repentino ataque de
mal genio—. Si quiere puede marcharse. Cogeré un taxi para volver a
Madrid.
—Oh, de eso nada —saltó el sacerdote—. Usted y yo estamos
condenados a permanecer juntos. Al menos, hasta que resolvamos el caso
—añadió divertido.
—Como desee. Yo voy a aprovechar para trabajar. Usted puede
hacer lo que quiera.
—Perfecto —concluyó, dando un sorbo generoso a su café.
Una hora más tarde, el padre Miguel se encontraba con las manos
entrelazadas sobre la mesa, los ojos cerrados y la cabeza levemente
inclinada hacia atrás. Se había dormido al poco de terminarse el café y
Elena, al determinar que su estabilidad no corría peligro, prefirió dejarlo
así. Durante ese rato, decidió echarle un vistazo al libro que había cogido
de la estantería de aquel chico: "La Biblia Satánica". Pensó en hacer una
lectura en diagonal para tener una idea general, pero nada más empezar
sacó su libreta para tomar nota de "Las nueve declaraciones satánicas",
una serie de normas que, según el autor, todo satanista debe seguir.
Con meticulosidad, fue escribiendo y subrayando los puntos que
también lo estaban a lápiz en el libro:

LAS NUEVE DECLARACIONES SATÁNICAS

1. Satán representa complacencia, en lugar de abstinencia.


2. Satán representa la existencia vital, en lugar de sueños
espirituales.
3. Satán representa la sabiduría perfecta, en lugar del autoengaño
hipócrita.
4. Satán representa amabilidad hacia quienes la merecen, en lugar
del amor malgastado en ingratos.
5. Satán representa la venganza, en lugar de ofrecer la otra
mejilla.
6. Satán representa responsabilidad para el responsable, en lugar
de vampiros psíquicos.
7. Satán representa al hombre como otro animal más, algunas
veces mejor, otras veces peor que aquellos que caminan en cuatro patas,
el cual, por causa de su "divino desarrollo intelectual" se ha convertido
en el animal más vicioso de todos.
8. Satán representa todos los así llamados pecados, mientras
lleven a la gratificación física, mental o emocional.
9. Satán ha sido el mejor amigo que la Iglesia siempre ha tenido,
ya que la ha mantenido en el negocio todos estos años.

Según pudo comprobar, el resto del libro se dividía en distintas


partes: el Libro de Satán, donde se ocupaba de poner a caldo la religión
cristiana; el Libro de Lucifer, en el que se exponían las bases ideológicas
del satanismo; el Libro de Belial, donde se explicaba con detalle cómo
realizar rituales, celebraciones, misas negras, etc.; y el Libro de
Leviatán, dedicado a relatar los textos que deberían utilizarse en los
rituales e invocaciones.
Al terminar de tomar notas volvió a la primera página, donde
recordaba haber visto una extraña anotación escrita a mano. Ponía, en
caligrafía clara y tinta azul:

Tu luz es mi luz.
siervo666

Quizá no sea nada, se dijo, pero por si acaso también la copió en su


libreta.
Leía una página donde el tal Anton Lavey relataba la conveniencia
de celebrar las misas negras usando como altar a una mujer desnuda,
cuando percibió movimiento a su lado: el padre Miguel se despertaba.
—Uff, me he quedado traspuesto.
—¡Ya te digo! Más de una hora.
—Los aviones me matan —confesó, frotándose la cara con ambas
manos.
—Parecía muerto, la verdad —se mofó la inspectora.
—¿Qué lee?
Elena quitó parcialmente la cubierta de Miguel Strogoff para
mostrarle la que ocultaba.
—Vaya, veo que ha aprovechado el tiempo. ¿Ya ha leído Las nueve
declaraciones satánicas?
Elena asintió con la cabeza.
—Son algo similar a los Diez Mandamientos para un católico —
continuó el sacerdote—, aunque éstos son mucho más atractivos y fáciles
de cumplir. Un gancho infalible para conseguir acólitos a patadas, ¿no
cree?
—Sin duda —admitió Elena—. Algunos puntos los suscribiría.
—La creo. Usted no es de las que ponen la otra mejilla.
—Téngalo por seguro.
—¿Ha tenido tiempo para emitir un juicio de valor sobre el resto de La
Biblia Satánica?
—Una sarta de estupideces. Algo infantil y pasado de moda —resumió
Elena, cerrando el libro y dejándolo sobre la mesa.
—Ojalá fuese realmente así.
—¿Sabía que Satanás habla en enoquiano? —le preguntó la
inspectora, en un tono que dejaba entrever cierta socarronería.
—La creación de esa lengua se atribuye al ocultista británico John Dee
y su socio Edward Kelley en el año 1581 —respondió el sacerdote,
desperezándose con disimulo.
—¡Joder! —exclamó la inspectora, tras una sonrisa— A usted no hay
quien lo pille.
—Lo que debe saber es que el Diablo —continuó el sacerdote, muy
serio, inclinándose para mirarla fijamente—, cuando le interesa, habla en
cualquier idioma.
—Ya. ¿Le apetece otro café? —preguntó Elena, cambiando de tema.
—Sí. Pero estaba vez invito yo.
—Es lo justo. Para mí lo mismo.
—Marchando.
El sacerdote no tardó mucho en volver con las comandas y, después de
prepararse el café y darle un pequeño sorbo, se arrellanó en la silla y cruzó lo
brazos.
—¿Puedo hacerle una pregunta personal?
—Puede —respondió Elena, sorprendida—. Otra cosa es que le
conteste.
—Cómo no. Está en su derecho.
—Dispare.
—Antes no me respondió cuando le pregunté si había acertado.
Elena entornó los ojos.
—Sobre si vivía sola. ¿Recuerda?
—¿Por qué le interesa tanto? ¿Va a pedirme una cita?
Él sonrió.
—Vamos. ¿Acerté o no?
La inspectora dio un sorbo al café, tomándose su tiempo para contestar.
Al final, decidió que iniciar una conversación de tipo personal podría ser una
buena manera de sonsacar a ese cura reservado. Quid pro quo, una cosa por
otra.
—Vivo sola —terminó diciendo.
—¡Lo sabía! —exclamó el sacerdote, ufano.
—Perdí a mis padres con apenas dieciocho años, como le he contado, y
decidí no ir a vivir con ninguno de mis familiares.
—También murió su hermano. ¿Cómo sucedió?
—De eso preferiría no hablar.
—Lo respeto. ¿Nunca se casó?
—En la academia de policía conocí a un compañero. Nos enamoramos y
a los pocos meses nos casamos. La cosa no duró mucho.
—¿Qué pasó?
—Cambió. O cambié yo. Eso no importa. La cuestión fue que la relación
empezó a no funcionar. Nada especial, ya sabe... Y nos separamos.
—¿Tuvieron hijos?
Los intensos ojos azules del sacerdote la observaban con el interés de
quien contempla un acontecimiento extraordinario por primera vez. Ella se
sintió abrumada y a la vez reconfortada, incapaz de dejar de mirar ese cielo
luminoso que la incitaba a sincerarse.
—Una hija —terminó diciendo.
—Una hija —repitió el sacerdote, marcándole el camino.
Y Elena lo siguió.
—Cuando me separé de mi marido, la niña apenas tenía un año. Yo
acababa de ser destinada a una comisaría. No tenía a nadie que me ayudara y,
finalmente, el juez decidió darle la custodia a él; por entonces mi exmarido
vivía con su hermana y sus padres, y pensó que estaría mejor cuidada. Yo
también.
Elena se escuchaba sin creer que estuviera contándole todas aquellas
intimidades a ese desconocido. Como si algo en su interior la obligara a
continuar. Una fuerza que nacía en su pecho y subía hasta su garganta dejando
por el camino una sensación de inmenso alivio.
El sacerdote aprovechó una leve pausa en su discurso para intervenir.
—Pero eso no sería para siempre. Su hija crecería.
—Hasta que cumplió los catorce años la veía los fines de semana.
Luego, luché para que se viniera a vivir conmigo. Y lo conseguí. Aunque
tampoco funcionó.
—Los adolescentes siempre son difíciles.
—No fue eso —le contradijo Elena, cuya voz había adoptado el tono
lento y preciso de las confesiones—. Me quería. Y yo la quería más que a
nada en el mundo. A ratos lo pasábamos bien. Fue mi trabajo. Se interpuso de
nuevo entre las dos.
—¿Qué sucedió?
—Por aquellos años yo me pasaba el día detrás de pervertidos,
pederastas, indeseables... Me era imposible olvidarme de ellos. Al llegar a
casa aún recordaba esas imágenes horribles que no podía borrar de mi cabeza.
—Su trabajo visionando vídeos en la internet profunda —recordó el
sacerdote.
—Y persiguiendo sospechosos. Cada día me las veía con depredadores
sexuales. Estudiaba sus rostros, sus gestos, sus palabras... —Elena hizo una
pausa para tragar saliva—. Necesitaba poder reconocerlos a primera vista. Al
final, creía verlos en todas partes. Por esa razón, sobreprotegí a mi hija hasta
la asfixia: controlaba su ordenador, su móvil... La seguía cuando salía de casa.
Comprobaba los antecedentes de los padres de sus amigas, de sus profesores...
El resultado fue una convivencia insoportable. Sobre todo para ella. Aguantó a
mi lado hasta que tuvo diecinueve años. Entonces, se fue a vivir de nuevo con
su padre. No la perdí del todo. Nos seguíamos viendo de vez en cuando, pero
no era lo mismo —llegado a este punto, la voz de Elena hizo un amago de
quebrarse—. Era buena estudiante. Cuando terminó la carrera de Ingeniería de
Minas, aceptó un trabajo en Chile y se marchó. Yo no quería que se fuese.
Tuvimos una discusión. Nos dijimos de todo... Ahora me parecen estupideces.
Desde entonces no hemos vuelto a vernos ni a hablar por teléfono.
—¿Cuánto hace de eso?
—Un año y dos meses —respondió Elena, casi en susurros—. Sé que
ella ha venido a España. Y, por su padre, sé que está bien.
—Debería llamarla.
—Lo he intentado. Miles de veces he cogido el teléfono y marcado su
número. Pero siempre he terminado colgando. Creo que está mejor sin mí.
—No diga tonterías. Su hija la echa de menos. La necesita.
—Ah, ¿sí? ¿Es otra de sus intuiciones? ¿O acaso ha tenido un soplo
divino? —replicó Elena, abandonando el tono de confidencia para adoptar
otro mucho más combativo.
El sacerdote se terminó el café antes de responder.
—Puede llamarlo como quiera.
Elena sintió una tremenda sensación de vergüenza. Como si, de repente,
se encontrara desnuda en mitad de una calle rodeada de gente que la miraba.
¿Por qué le había contado intimidades que no había contado a gente mucho
más cercana a ella?, se preguntó sin encontrar una respuesta lógica. Su
propósito era darle un poco para obtener algo más a cambio, pero le había
dado demasiado y no había conseguido nada. ¿Quién era ese hombre que, con
tanta facilidad, lograba desquebrajar su dura coraza como si fuese de papel?
Resuelta a dar por zanjado el tema, decidió contraatacar.
—Bueno. Ahora hablemos de usted.
El sacerdote desvió la mirada hacia la entrada de la cafetería.
—Lo haría encantado. Sin embargo, creo que alguien la busca.
La inspectora tardó en comprender. Cuando se giró en la dirección en la
que él miraba, vio entrar por la puerta a un hombre vestido con ropa verde de
quirófano. Le calculó unos sesenta años. Era alto, delgado y con abundante
pelo cano. Llevaba gafas y, a través de los cristales, unos ojillos muy
despiertos escudriñaban en todas direcciones. Elena se levantó de la silla para
llamar su atención, y el médico fue a su encuentro.
—Buenas tardes —se adelantó la inspectora—. ¿Es usted el doctor
Miralles?
—El mismo. Me han dicho que me andaba buscando.
—Así es. Soy la inspectora Valdeón. —Hizo ademán de sacar su
identificación. El médico, con un gesto de la mano, le indicó que no era
necesario.
—Estoy en mitad de una operación. He salido para tomarme un descanso
y meterme un chute de cafeína antes de volver al tajo. Así es que, dese prisa.
¿En qué puedo ayudarla? —dijo el médico, campechano.
—Querría hacerle unas preguntas sobre un paciente suyo. Marcos Galán
Fuentes. Le dieron el alta esta mañana.
El médico se rascó la barbilla, pensativo.
—Ingresó con un golpe en la cabeza y herida de arma blanca en el
abdomen —añadió la inspectora.
—¡Ah, sí! —exclamó, cayendo por fin en la cuenta—. Para los médicos
no existen los nombres. Sólo síntomas y dolencias. ¿Qué quiere saber de él?
—Llevo la investigación sobre lo sucedido —explicó la inspectora—.
No sé si lo sabrá. Fue atacado en su casa cuando estaba con un amigo, el cual
murió por múltiples puñaladas.
—No tenía ni idea. Ya le digo. Síntomas y dolencias, ése es mi campo.
—Bueno, pues ciñámonos a ello —concretó la inspectora asumiendo
que se encontraba ante un hombre con personalidad tipo A, con los que era
mejor ir al grano—. Tengo el informe del forense, pero usted le operó y me
gustaría escuchar su opinión de primera mano.
—Si no recuerdo mal, fue hace una semana.
—Exacto —confirmó la inspectora.
—Ingresó con una fuerte conmoción en la cabeza, aunque consciente. El
TAC descartó lesiones cerebrales. Le remendamos la brecha y punto. Resolver
la puñalada en el abdomen fue algo más complicado. Le salvó que yo soy un
artista —dijo el doctor, agitando las manos—. Y un poco de suerte, claro.
—¿Qué quiere decir?
—El cuchillo era de hoja ancha. Penetró siete centímetros. Dos más y
hubiera seccionado vasos y arterias importantes. Probablemente la vena renal.
Se habría desangrado antes de haber llegado aquí.
—Seguro que usted ha visto muchas heridas por arma blanca —empezó
a decir la inspectora.
—¡Imagínese! —exclamó, exento por completo de modestia.
—¿Diría que fue realizada por un profesional? Quiero decir, ¿le pareció
que la puñalada fue asestada con la intención de matar?
—Absolutamente —corroboró sin dudar—. Fue en una zona vital. Por
un pelo, ese pobre chico no está ahora criando malvas.
El carácter sanguíneo del doctor no le dejaba parar quieto ni un instante.
Se tocaba las orejas, se rascaba los brazos, metía y sacaba las manos en los
bolsillos del pantalón... En un momento dado, desvió la mirada de la
inspectora y la fijó en el mostrador de la cafetería.
La inspectora entendió, pero aún le quedaba algo más por saber.
—Durante el tiempo que ha estado ingresado, ¿sabe si alguien lo visitó?
—Ni idea. Pregunte a las enfermeras.
—Lo haré, gracias.
—Bueno, si no quiere nada más de mí, voy a tomarme ese cafecito.
El doctor ya se alejaba cuando el sacerdote, que había permanecido
sentado como si con él no fuera el asunto, se levantó.
—Perdone, doctor. ¿Puedo hacerle una última pregunta?
El cirujano se detuvo en seco. Fijó la mirada en el sacerdote y luego se
volvió interrogativo hacia la inspectora.
—Es el padre Miguel. Colabora en el caso... como asesor —aclaró
Elena, tratando de parecer convincente.
—Ah, vaya —exclamó el doctor, sorprendido—. ¿Qué quiere saber,
padre?
—No se trata de la investigación —aclaró el sacerdote—. He estado
hablando con la madre del muchacho que está usted operando, y me gustaría
saber si...
—¿Si va a diñarla? —respondió el doctor, sin dejarle acabar, haciendo
gala de esa falta de respeto por la muerte que muestran aquellos que la miran
cara a cara todos los días.
El sacerdote asintió.
—Va a terminar con más cicatrices que un torero.
—¿Vivirá?
—Es fuerte. Si no surgen complicaciones, lo conseguirá. He hecho bien
mi trabajo. Ahora, pida a su "jefe" —añadió el doctor, señalando el techo con
su dedo índice— que deje las cosas como están.
—Seguro que lo hará. Muchas gracias, doctor.
Al quedarse solos, la inspectora notó la insistente satisfacción con la
que el padre Miguel la miraba.
—Vale. Tenía razón. Y ahora, vayámonos. Si sigo un minuto más en este
hospital me voy a volver loca.
Fue mucho más de un minuto lo que tuvo que permanecer allí. Casi
media hora tardó en encontrar a las enfermeras que habían atendido a Marcos
Galán Fuentes para confirmar, finalmente, que no había recibido ni una sola
visita durante el tiempo que había estado ingresado.
—Me daba pena —le confesó una de las enfermeras—. Verle allí,
siempre solo, como un cachorro abandonado.
Ya era de noche cuando salieron del hospital. Había llovido. La luz,
siempre insuficiente de las farolas, se reflejaba en el suelo mojado. El
cielo estaba despejado debido a un viento constante que se había llevado
las nubes. Camino del coche, Elena sacó su teléfono móvil y llamó al
sargento Dávila.
—¿Sí?
—Soy la inspectora Valdeón. Acabo de salir del hospital. No he
podido hablar con Marcos Galán. Fue dado de alta esta mañana. ¿Ha
llegado ya al pueblo?
—Pues, no sé —dudó el sargento.
—No importa. Lo dejaré descansar esta noche, pero mañana iré a
interrogarlo. Quiero que se asegure de que está bien, y se ocupe de que
me espere en casa. ¿Me ha entendido?
—Perfectamente. Me ocuparé —contestó el sargento, solícito.
—Una cosa más —añadió la inspectora—. Por amor de Dios,
procure que alguien limpie la escena del crimen.
Al colgar, el sacerdote se quedó mirándola.
—¿Y ahora qué?
—Ahora lléveme a la comisaría —respondió la inspectora, al
tiempo que se subía la cremallera de su tres cuartos—. Hay que seguir
trabajando. Los malos nunca descansan.
13
TRABAJO DE OFICINA

La Dirección General de la Policía Judicial estaba ubicada en la


calle Julián González Segador, a la altura de la calle Haití, y se trataba de
un enorme complejo rodeado por muros de cuatro metros de color gris y
un estricto control de seguridad.
Justo antes de llegar, la inspectora, que se había pasado el viaje
desde el hospital dándole vueltas al caso, sin abrir la boca, indicó al
sacerdote que parara a escasos metros de la zona de acceso a la
comisaría.
—Déjeme aquí.
El sacerdote no obedeció, y enfiló el vehículo en dirección a la
entrada.
—Si no le importa, me gustaría no perderme nada de la
investigación.
—Y no se lo perderá —dijo la inspectora—. Pero ahora toca
trabajo de oficina. Un tostón, téngalo por seguro.
—No molestaré, se lo prometo —suplicó el sacerdote, deteniendo
el coche a un palmo de la valla levadiza de control, junto a la garita—.
No tengo nada que hacer, y puede que les sea de alguna ayuda.
Tras unos segundos de duda, la inspectora cedió.
—Está bien —admitió—. Se estará calladito y nos dejará trabajar.
Si se aburre, se larga. ¿Me ha oído?
—Alto y claro.
El Mercedes-Benz negro llamó la atención del agente que montaba
guardia en la garita, y salió con recelo. A veces tenían visitas de altos
cargos del gobierno, y era conveniente estar prevenido y actuar con
absoluta corrección si no querían ganarse una reprimenda por parte de sus
superiores.
—Buenas tardes —saludó, cuando el sacerdote bajó la ventanilla—.
¿En qué puede ayudarles?
El agente era otro de esos jóvenes recién salidos de la academia
que apechugaban con los peores turnos.
La inspectora, encimando al sacerdote, se acercó a la ventanilla y
le mostró su identificación.
El joven policía se llevó la mano a la gorra.
—A la orden, inspectora Valdeón.
—Viene conmigo —explicó ella cuando el guardia, ametralladora en
mano, se quedó mirando al sacerdote—. Está autorizado.
—¿Podría dejarme su carnet, señor? —se atrevió a decir el agente,
impresionado por un alzacuellos que, sin embargo, no iba a lograr que
dejara de cumplir con los estrictos protocolos de seguridad.
—Claro —dijo el padre Miguel, sacándolo de su cartera y
mostrándoselo.
El agente lo cogió y le echó una fugaz mirada.
—Un momento, por favor.
Tras entrar en la garita para comprobar la filiación, volvió junto al
coche.
—Correcto. Está acreditado para acceder al complejo —confirmó,
devolviéndole el carnet—. Tome —añadió, ofreciéndole una tarjeta
identificativa a través de la ventanilla bajada—. Llévela en todo momento
en lugar visible. Y entréguela al salir.
—Gracias, agente, así lo haré.
—Siga recto hasta el fondo —le indicó Elena cuando la barrera se
levantó—, y luego aparque donde vea un hueco libre.
Mientras se acercaban al edifico donde se encontraba ubicada la
Brigada de Homicidios, se cruzaron con varios agentes que se volvieron,
sin disimulo, para mirar el magnífico vehículo que relucía bajo la luz de
xenón de los modernos focos acoplados a los muros de los edificios que
enmarcaban el recorrido. La inspectora Valdeón no les prestó atención,
aunque alguno de los agentes, al reconocerla, la saludara llevándose la
mano a la cabeza con gesto marcial. Iba preocupada por el caso. Con
meticulosa profesionalidad trataba de poner orden en su cabeza a la
información de que disponía hasta el momento —que era bien poca—,
esforzándose en no pasar nada por alto. En cuanto al sospechoso no tengo
nada, se decía. Según el informe, el teniente Olmedo había buscado, sin
éxito, entre todos los delincuentes habituales de poca monta que
"trabajaban" chalets, pisos y locales; y el sargento Dávila, pese a su
inquina por los "ocupas", tampoco había logrado encontrar una mínima
prueba que los inculpara. Por ahí las líneas de investigación parecían
cerradas, siempre y cuando los agentes de la Guardia Civil hubieran
hecho bien su trabajo. Lo que sí había logrado aquel día, tenía que
admitirlo, era haber abierto una nueva vía de investigación: el muchacho
sabía algo. Él y su compañero muerto habían asaltado la ermita del
pueblo y robado un objeto valioso. Además, estaba el asunto de aquella
página web donde colgaron el vídeo de su actuación, en la internet
profunda, y eso sí mostraba múltiples posibilidades de encontrar
respuestas. Sin olvidar, que su equipo estaría ahora mismo poniendo patas
arriba a todo el pueblo buscando a cualquier sospechoso. No se podía
quejar, determinó, al menos tenía algo con lo que empezar a trabajar.
Lástima no haber podido interrogar a ese tal Marcos Galán. Tendría que
esperar. La vida real no era como el cine, y las investigaciones policiacas
aún menos. Eso lo sabía ella mejor que nadie.

El subinspector Santos desvió la cabeza de la pantalla del


ordenador como un resorte cuando los vio entrar por la puerta. Arieta fue
más lenta, pero la primera en saludar.
—Buenas tardes, jefa.
—Y compañía —añadió Santos, zumbón.
—Buenas tardes, contestaron al tiempo.
El padre Miguel se quedó en la puerta. La inspectora entró en la
habitación y fue derecha a su mesa. Un rápido vistazo le bastó para ver
los envoltorios de hamburguesas y vasos de cartón junto a los teclados de
sus subordinados, y el revoltijo de papeles y carpetas abiertas que
manejaban. No dijo nada hasta que se quitó el abrigo, lo colgó en el
perchero de la pared y se sentó en su silla.
—No se quede ahí, padre. Pase y elija el sitio que quiera.
—Gracias —dijo éste, decidiéndose por la mesa vacía que estaba
más cerca de la puerta.
Santos y Arieta observaron cómo se sentaba con total parsimonia,
después de quitarse el abrigo y doblarlo cuidadosamente sobre la mesa.
Entonces dirigieron sus miradas interrogativas hacia la inspectora.
—No nos ha llamado en todo el día —se quejó Santos—. Díganos
que tenemos algo bueno.
—Es posible —admitió la inspectora—. Pero antes, quiero
escucharos a vosotros.
Los subinspectores se miraron, dudando.
—Lo haré yo —decidió Santos—. Nada más llegar a la comisaría
nos esperaban los de la Tecnológica como agua de mayo. Les entregamos
los ordenadores y el móvil de la víctima, y se pusieron con ellos de
inmediato.
El subinspector se refería a la Brigada Central de Investigación
Tecnológica, la cual se encargaba de perseguir las actividades delictivas
que implicaban el uso de tecnologías de la información y la
comunicación, así como del ciberdelito.
—Por lo serio que se lo han tomado —continuó el subinspector
Santos—, está claro que les han apretado las clavijas desde muy arriba.
—¿Y? —quiso saber la inspectora Valdeón, yendo al grano.
—La deep web es una ratonera. Les dijimos que se ocuparan de El
Tártaro, la página de la que nos habló, e iban a empezar por ella. No se
preocupe. Si hay algo, ellos lo encontrarán.
—Bien. ¿Qué me decís de la gente del pueblo?
La subinspectora Arieta tomó el relevo.
—Comenzamos por los varones de entre catorce y cincuenta y cinco
años, como es habitual, y hasta el momento no hemos descubierto nada
significativo. Multas sin pagar, alguna infracción de tráfico, y un hombre
con una orden de alejamiento de su exmujer de hace dos años. Sólo dos
tienen antecedentes penales. Uno por provocar un accidente con heridos
graves cuando conducía borracho, y el otro por una pelea en un bar
durante la cual le arrancó una oreja a un camarero. Ambas antiguas, de
hace más de diez años.
—Ya veo —dijo la inspectora, desilusionada.
—Allí vive gente de bastante nivel económico, en su mayoría —
intervino Santos—. Empresarios, médicos, músicos, actores... Incluso
políticos han comprado recientemente chalets en ese pueblo. Algunos
viven de forma permanente. Otros lo tienen como residencia de fin de
semana y vacaciones.
—Se nos ha dado bien —prosiguió la subinspectora Arieta—. Nos
repartimos el trabajo y casi hemos terminado. Íbamos a continuar
ampliando la búsqueda a los hombres de hasta ochenta años.
—Aunque no veo a un octogenario arremangándose el escroto para
saltar una valla, forzar una ventana y despachar a dos jovencitos en plena
forma —añadió Santos.
—Dejamos a las mujeres para lo último. A no ser que indique lo
contrario —dijo Arieta.
Sabían por experiencia —y por estadística— que los robos con
fuerza, asaltos a viviendas y delitos violentos cometidos por mujeres eran
mínimos.
—Seguid el procedimiento habitual —corroboró la inspectora.
—Perfecto —saltó el subinspector Santos, haciendo crujir los
huesos de su espalda al estirarse—. Y ahora, jefa, pónganos al día. ¿Qué
novedades nos trae?
La inspectora Valdeón sabía que en los pequeños detalles era donde
se escondían las respuestas, y a menudo se omitían cuando las historias se
resumían en exceso. No cometería ese error. Ella conocía perfectamente
qué era importante y qué superficial para una investigación, y en la
síntesis de su relato no olvidaría nada que fuese mínimamente
significativo. Empezó hablándoles del vídeo que habían grabado los
muchachos en la ermita —y posteriormente colgado en esa página
satánica—, de la profanación de los nichos y del robo de aquel objeto, y
luego lo ilustró todo haciendo que el padre Miguel les mostrara las
imágenes desde su teléfono móvil. También les habló de su intento por
interrogar al muchacho en el hospital, y de su charla con el médico. Fue
escrupulosamente minuciosa, ya que tenía muy claro que, para que una
investigación funcionara, el equipo al completo debía disponer de la
misma información. Saltándose involuntariamente la secuencia
cronológica, al final mencionó la infructuosa visita a la ermita.
Al terminar de hablar, Santos y Arieta estaban tan sorprendidos con
lo que les había contado que no se percataron del gesto contrariado en el
que se sumió la inspectora. Al mencionarles la visita a la ermita se había
acordado de algo que, inexplicablemente, había olvidado. Se moría de
ganas por aclararlo con ese sacerdote, pero no deseaba hacerlo delante de
su equipo por si se trataba de una estupidez que lo pusiera en evidencia.
—¡Joder, jefa! —exclamó Santos—. Lo que nos ha contado abre un
mundo nuevo de posibilidades.
—Lo sé —confirmó la inspectora, saliendo de sus meditaciones—.
Ahora que sabemos qué buscamos, hay que hablar con los de la Unidad
Tecnológica para que expriman esa página web al máximo. Creo que la
respuesta la vamos a encontrar allí.
—Tiene toda la pinta —añadió Arieta—. ¿Me encargo yo?
—Id los dos —dijo Elena, viendo una oportunidad para quedarse a
solas con el sacerdote—. Sacad una copia del vídeo y una imagen
ampliada donde se vea bien el cofre.
—Entendido —dijo la subinspectora.
—Ah. Y que tomen nota de cualquier usuario cuya actuación sea
susceptible de delito —añadió Elena—. Si están en España, les vamos a
dar un buen susto.
—¡Guau! —exclamó Santos, exultante—. Esto se pone interesante.
Elena esperó a que los subinspectores salieran por la puerta para ir
directa hacia el sacerdote, que ojeaba distraído su teléfono móvil y sólo
levantó la cabeza cuando ella se apoyó en la mesa frente a él.
—Quiere saber qué fue lo que fotografié en el muro de la ermita,
¿no es así?
La inspectora adoptó un gesto de sorpresa.
—Cómo sabe que...
—No se extrañe. No tengo poderes adivinatorios—la cortó el
sacerdote—. La memoria, a veces, juega malas pasadas. Sobre todo,
cuando tenemos la cabeza ocupada en otros asuntos. Se olvidó de
preguntarme en la comida, y yo no quise distraerla. También en el hospital
estaba preocupada por otras cuestiones. Y luego, de camino hacia aquí, la
noté absorta, quizá demasiado concentrada en otros propósitos como para
caer en su olvido. Sólo cuando puso al día a su equipo y mencionó la
visita a la ermita lo recordó, gracias a un simple mecanismo evocador
que utiliza la memoria.
»Me di cuenta. Eso es todo. Soy educado, observador e intuitivo,
pero no soy clarividente. ¡Ojalá!
—Se ha olvidado de su verborrea.
—Bueno, eso también —admitió el sacerdote, desplegando una
luminosa sonrisa—. Y ahora, vayamos a lo importante.
Con destreza, navegó por las pantallas de su teléfono móvil hasta
que encontró lo que buscaba.
—Ésta es la foto que hice en el muro de la ermita —comenzó
diciendo—. Le apliqué algunos filtros para que se viera mejor. ¿Reconoce
la imagen?
El sacerdote giró el teléfono en dirección a la inspectora. Ella se
acercó a la pantalla, la miró unos segundos y luego negó con la cabeza
antes de hacerlo de palabra.

—No. ¿Debería?
—La verdad es que se ve bastante mal —admitió el sacerdote—. No
está totalmente clara. Deme un minuto.
De nuevo, trasteó en el teléfono antes de volver a mostrárselo.
—Éste es un dibujo que he encontrado en internet. Ahora se
identifica perfectamente.

La inspectora, esta vez, estuvo algo más de tiempo escudriñando la


pantalla. Dudaba.
—Ahora le suena, ¿verdad?
—Sí. No estoy segura de qué.
—Se trata de un amuleto —le explicó el sacerdote, entrelazando las
manos antes de acomodarse en la silla—. Uno de los más antiguos y
efectivos protectores contra las enfermedades del cuerpo y del espíritu.
Sus símbolos suelen dibujarse también en los muros de los edificios para
salvaguardarlos del Maligno. Me sorprende que no lo haya reconocido de
inmediato.
—¿Y eso por qué?
—Porque es la medalla de san Benito, y usted lleva una colgada del
cuello.

El subinspector Santos convenció a la subinspectora Arieta para que


se pasaran por las máquinas de vending a tomarse un café. En realidad no
tuvo que insistir demasiado, ya que ella desde que dejara de fumar se
pirraba por la cafeína.
—¿Qué opinas de ese cura? Siempre tan calladito cuando está con
nosotros —le soltó Santos, de improviso.
—Pues, no sé. ¿A qué te refieres?
—¿Te parece trigo limpio?
—No le conozco lo suficiente —contestó Arieta, tomando la salida
fácil.
—Vamos, Sonia, sabes a lo que me refiero. ¿Confías en él?
—Confiar, no confío en nadie. Ya me conoces, Toni. Pero si viene
recomendado de tan arriba, supongo que habrá pasado filtros muy
exigentes.
Cuando se encontraban a solas, los subinspectores dejaban las
formalidades y se llamaban por sus nombres de pila.
—Es posible —meditó Santos—. La cuestión es que a mí me da un
tufillo en la nariz que... ya, ya.
Mientras se tomaban los cafés a sorbos cortos, se dirigieron por el
pasillo que conducía a la salida del edificio. Ya en la puerta, Santos se
detuvo, apuró lo que le quedaba en el vaso, lo arrugó con cierta violencia
y lo arrojó a una papelera con ambas manos como si ensayara un triple.
Parecía eufórico.
—Tengo una idea.
—Miedo me das —dijo Arieta, al reconocer la cara de pillo de su
compañero.
—Espera aquí, vuelvo enseguida.
La subinspectora, que conocía las malas ocurrencias que a menudo
tenía su compañero, meneó la cabeza agorera y se apoyó en el quicio de
la puerta, ya fuera del edificio. Desde allí lo vio alejarse en dirección a
la salida del complejo, una distancia de unos ciento cincuenta metros que
salvó a la carrera.
No tardó en verlo de nuevo aparecer, a buen paso.
—¡Listo! —exclamó nada más llegar junto a ella.
—¿Se puede saber qué has ido a hacer?
—Conoces el protocolo de entrada al complejo, ¿verdad? —Santos
hablaba con el aliento entrecortado.
—Sí.
—Sabes que todas las visitas, sin excepción, tienen que estar
previamente autorizadas. Y que luego, en el control de acceso, se
comprueba su identificación.
—Sí, Toni, lo sé. ¿Y eso ahora a qué viene? —preguntó la
subinspectora, molesta con el enigmático juego con el que su compañero
parecía divertirse.
—Entonces, también sabrás que el guardia de la entrada está
obligado a realizar una fotocopia del documento identificativo de la
visita.
La subinspectora Arieta abrió la boca. Había comprendido.
—Sí, querida compañera —dijo Santos, sacando un papel doblado
del bolsillo trasero de su pantalón—. Estos agentes novatos se cagan
cuando ven a un superior, y se tragan cualquier cosa que les cuentes. Le
pedí los datos de los visitantes durante su turno, haciéndole creer que
comprobaba si había hecho bien su trabajo. Fue fácil. Aquí tengo una
fotocopia del carnet de ese sacerdote, y voy a averiguar de quién
demonios se trata. Ya lo verás.
—Nos vas a meter en un lío, Toni.
—¿Lío? Nah —exclamó, acompañando la negación con un gesto de
la mano.
14

LA MEDALLA

La inspectora se llevó la mano al pecho instintivamente.


—No se sorprenda. Tampoco tengo rayos X en los ojos —oyó decir
al sacerdote, desde la turbación en la que estaba sumida—. Asomó varias
veces entre su camisa y pude verla. Es de oro. Esmaltada en azul y rojo.
De unos dos centímetros de diámetro. Y cuelga de una cadena demasiado
gruesa, supongo que porque no desea perderla.
Con gestos lentos, Elena terminó por sacar la medalla. La observó
en la palma de su mano el tiempo suficiente para confirmar lo que aquel
sacerdote decía: efectivamente, se trataba de la misma imagen que le
había mostrado en su teléfono móvil. La misma que, se suponía, estaba
grabada en el muro de aquella ermita.
—Como le decía —continuó el sacerdote, ante el mutismo de la
inspectora—, durante siglos muchos cristianos han usado la medalla del
santo abad y patrono de Europa, san Benito, para protegerse contra las
fuerzas del mal. ¿Quiere conocer su historia?
La inspectora Valdeón, incrédula, asintió con la cabeza.
—Su origen no está muy claro. Ya sabe, la Historia es así con los
hechos más importantes. Se cree que en el siglo XVII, en Alemania,
durante el proceso a unas mujeres acusadas de brujería, éstas admitieron
no tener poder sobre la Abadía de Metten porque se hallaba bajo una
protección muy poderosa. Al investigar, encontraron pintadas en las
paredes varias cruces rodeadas por las enigmáticas letras que tiene la
medalla, y, oculto, un pergamino muy antiguo con la imagen de san Benito
y las frases completas que escondían esas abreviaturas.
El sacerdote calló un instante para observar la reacción de la
inspectora. La notó tímida. Vulnerable. Incluso creyó ver, en esa mujer tan
fuerte y segura, el sutil velo con el que la vergüenza cubre a las personas
honestas.
—Fue un regalo —terminó diciendo Elena, con la medalla presa
entre sus dedos—. Nos la dio mi madre el día de nuestra comunión.
Nunca he sabido su significado. Ni me importa. Un objeto sin más que
mantiene viva la imagen de mis padres. De mi familia. Eso es para mí.
Dejé de creer en Dios hace muchos años. Quizá nunca lo hice. Ya no lo
recuerdo.
—"Nuestra comunión", ha dicho —puntualizó el sacerdote—. ¿Se
refiere a su hermano... muerto?
—No insista, no quiero hablar de él.
—No era mi intención —se disculpó el sacerdote—. ¿Quiere que
siga hablando de la medalla?
—Si cree que puede ser relevante para nuestro caso...
—Lo creo.
—Pues, adelante.
El sacerdote tomó de nuevo su teléfono y lo apoyó sobre la mesa.
En él se veían bien ampliados el anverso y el reverso.
—La medalla de san Benito —continuó diciendo—, es en realidad
un sacramento reconocido por la Iglesia. O sea, un signo sagrado con el
que se expresan efectos. Ante todo, espirituales.
—Me he perdido —confesó la inspectora.
—Un sacramento, ¿lo entiende? Como el del bautismo o la
penitencia.
—¿De qué me está hablando ahora?
—Mire—se apresuró a señalar el sacerdote.
Elena se inclinó sobre el teléfono.
—En el anverso de la medalla se puede ver la imagen del santo.
Lleva la cruz en la mano derecha y el libro de las reglas benedictinas en
la izquierda. También aparece una copa, una víbora y un cuervo. Una vez
intentaron envenenar al santo —explicó el sacerdote, analizando por el
rabillo del ojo las reacciones de la inspectora—. Él hizo la señal de la
cruz sobre los alimentos revelando la ponzoña que contenían. Derramó el
vino y mandó a un cuervo llevarse la hogaza de pan. De ahí que aparezca
representado como símbolo de su poder contra los venenos.
—¿Y eso es todo? —preguntó la inspectora, evidenciando
decepción.
—No. Lo más interesante está en el reverso. Mírelo bien.

—Ya miro, y no entiendo nada.


—Esas letras son acrónimos. Observe las que están dentro de los
círculos —dijo, señalando con el dedo—: C.S.P.B., quieren decir "Cruz
del santo Padre Benito". Y éstas que están en el palo mayor de la cruz:
C.S.S.M.L., "La santa Cruz sea mi luz".
—Curioso, ¿y?
—Ahora viene lo más interesante. Las siguientes, N.D.S.M.D.,
esconden la frase: "Que el dragón infernal no sea mi guía"; N.S.M.V.,
"No me aconsejes cosas vanas"; S.M.Q.L., "Es malo lo que me ofreces"
y I.V.B., "Traga tú mismo tu veneno". ¿Va entendiendo a lo que se
refieren?
—La verdad es que no —admitió la inspectora, asaltada de pronto
por un calor que nacía de su interior. Como si se cociera por dentro.
—Las siglas V.R.S. son las más importantes de todas, y seguro que
su traducción le suena: "Vade Retro Satanás", que traducido del latín
significa: "¡Apártate, Satanás!".
La inspectora comenzó a respirar con dificultad. Su pecho subía y
bajaba sin control, y la vista se le nublaba a ratos.
—Todo hace referencia a lo mismo. Al Diablo. Por eso le dije antes
que la medalla representa un sacramento. Uno poco conocido y mucho
más controvertido que los siete más importantes. En este caso, la medalla
de san Benito representa el sacramento del exorcismo. ¿Qué le pasa? ¿Se
encuentra mal?
—Estoy un poco mareada —admitió la inspectora, alejándose de la
mesa.
—¿Quiere que le traiga un poco de agua?
—No es necesario, gracias. Se me pasará enseguida.
Trastabillando, Elena fue hasta su mesa y se sentó en la silla. Cerró
los ojos y trató de respirar con calma, llenando y vaciando los pulmones a
un ritmo medido que logró relajarla. Poco a poco fue recuperando el
color y sintiéndose mejor. El sacerdote esperó en silencio hasta que ella
se decidió a hablar.
—Nuestro cuerpo es débil y a veces le exigimos demasiado —se
justificó—. La tensión, el colesterol, las hormonas... quién sabe.
—Seguro que se debe a algo de eso —dijo el sacerdote, dotando a
su voz de cierto tono irónico.
—¿Cree que es aprensión?
El sacerdote mantuvo un gesto neutro y abrió los brazos
ofreciéndole a ella la posibilidad de elegir.
—¿Piensa que me importa una mierda su Satanás? —saltó la
inspectora, indignada.
—Quizá el mío no —dijo el sacerdote—. Pero sí el suyo. Cada uno
tenemos nuestros demonios particulares. Aparte del real, que suele
instigar para que éstos no nos dejen nunca en paz. Él sabe de debilidades,
y detecta nuestras heridas. Le gusta meter su ponzoñoso dedo en ellas, y
hurgar para darnos tormento. Una herida abierta es una invitación que el
Maligno casi nunca rechaza.
—El Maligno, el Diablo, el Demonio, Satanás, Lucifer, Belcebú...
—enumeró la inspectora—. Mil nombres para etiquetar un mismo
concepto: la maldad en el mundo. ¿Sabe?, mi madre era una mujer muy
religiosa. Tal vez nos regaló esto —Elena agarró la medalla con cierta
rabia— porque conocía su significado religioso, y pensó que nos libraría
de todo daño. Que nos protegería contra el mal. Pero se equivocó. ¡Vaya
si se equivocó! Por si le interesa, le diré que su puto santo no le sirvió de
nada a mi hermano. —La voz de la inspectora se endureció, sin llegar a
resultar violenta—. El único mal que existe en el mundo es el que
provoca el hombre, y contra él no sirve de nada un trozo de metal
bendecido. Se lo aseguro.
Una vez comprobó que la inspectora había terminado con su alegato,
el sacerdote decidió reconducir la conversación.
—¿No se pregunta por qué sospechaba que en aquella ermita
encontraría un emblema de protección contra... el mal? —preguntó,
eligiendo bien la palabra.
—¿Dígamelo usted? —respondió la inspectora, retadora.
—En el interior de esos muros se practicaban misas negras,
reuniones de sectas... Lo vio en el vídeo: los símbolos satánicos pintados
en las paredes, los restos de hogueras, la cera negra sobre el altar... Las
fuerzas del mal se contrarrestan con las del bien para mantener el
equilibrio. Alguien lo sabía, y actuó en consecuencia.
—Un creyente —dijo la inspectora, con tono hastiado.
—Por supuesto, pero eso no es lo primordial ahora. Lo que debe
tener muy claro —puntualizó el sacerdote, inclinándose hacia adelante—,
es el hecho de que, crea usted o no en la existencia real del Diablo,
personas que sí creen en él son las responsables del asesinato de ese
muchacho y el robo de la reliquia.
—¿Eso piensa? —cuestionó Elena, con indiferencia.
—Eso pienso.
—Yo no estoy tan segura.
—Lo dijo usted cuando habló de aquel vídeo en internet, el de la
niña violada y torturada —concretó el sacerdote—. La cuestión no era si
el vídeo existía o no, lo realmente importante era la cantidad de
degenerados que lo buscaban dispuestos a pagar por visionarlo.
—Son asuntos distintos —lo contradijo la inspectora.
—Es factible. No existen dos cosas exactamente iguales. Sólo
quería exponerle mi opinión.
—Pues ya lo ha hecho.
La inspectora se levantó, cogió una carpeta del puesto de trabajo de
la subinspectora Arieta y volvió a su mesa.
—Y ahora, si no le importa... Aún quedan muchos vecinos de El
Calmo por revisar —resolvió, centrando la vista en el listado de nombres
que aparecían en los folios.
—Claro, claro —se excusó el sacerdote, levantándose de la silla y
cogiendo su abrigo.
—¿Ya se va? —preguntó socarrona, sin apartar la vista de los
papeles.
El sacerdote se puso el abrigo de paño oscuro y se acercó hasta la
mesa donde la inspectora hacía que trabajaba muy concentrada.
—Para mí, el día ha terminado.
—Bien. Entonces, hasta mañana. Ya conoce la salida.
El dolor vuelve hurañas a las personas, e injustas. El dolor es el
enemigo de la felicidad. El sacerdote lo sabía. Como también sabía que
aquella mujer, en ese preciso instante, sufría un tormento muy antiguo que
la roía por dentro. Por esa razón, no le tendría en cuenta su impertinente
actitud.
—Querría pasar a recogerla mañana, pero no sé dónde vive.
—Es verdad —dijo ella, resuelta.
Con rapidez, partió un folio por la mitad y anotó su dirección.
—Deme también su teléfono. Ya sabe..., por si surge cualquier
imprevisto.
Elena se lo anotó también.
—Tome.
El sacerdote lo miró, sacó su teléfono y marcó. Al instante sonó un
timbrazo.
—Le he mandado una perdida —dijo, mientras la inspectora miraba
en dirección a su bolso—. Quizá necesite algo de mí.
—No lo creo.
—Bueno... Me voy.
Elena hizo un gesto de despedida con la mano y se puso a teclear en
el ordenador.
En la puerta del despacho el sacerdote se detuvo, volviéndose a
medias.
—¿A qué hora la recojo?
La inspectora dudó. Hinchó los carrillos y soltó el aire antes de
responder.
—Aún no lo sé. Le mandaré un mensaje cuando lo sepa.
El sacerdote, cabizbajo, asintió y desapareció por la puerta.
Elena volvió al ordenador. Miró la pantalla, luego los folios con el
listado y de vuelta al ordenador. Vencida, renunció a seguir fingiendo y se
arrellanó en la silla con la mirada perdida en la negrura ocre que se veía
a través de la ventana. No podía concentrarse. La última conversación
con aquel sacerdote la había alterado demasiado, sumiéndola en un estado
de angustia que crecía por momentos.
Se levantó y caminó por el despacho. De un lado a otro, como hacen
los animales enjaulados que tienen carácter; sobre todo los felinos. El
ruido de sus pasos se mezcló con el sonido de puertas abriéndose y
cerrándose, de teléfonos sonando y de conversaciones lejanas. Sus
compañeros trabajaban. Ella no podía.
Sus fantasmas —ésos que nunca le habían abandonado— habían
vuelto con fuerzas renovadas, dispuestos a torturarla. A solas, como ella
más a gusto se sentía, fue capaz de reconocer que había estado muy
grosera. Y todo por una sencilla razón: porque en el fondo sabía que
muchas de las cosas que le había dicho ese maldito cura eran ciertas.
Cabreada consigo misma por ser tan poco profesional y anteponer
sus sentimientos al trabajo, se golpeó la cadera con la palma de la mano,
cogió su cartera y sacó el teléfono móvil.
Los dedos le temblaban sobre el teclado al marcar. Esperó hasta que
una voz respondió al otro lado de la línea. Era el subinspector Santos.
—Dígame, jefa.
—¿Dónde estáis?
—Con los de Tecnológica. Dándoles un poco el coñazo, ya sabe.
—¿Tenéis el vídeo?
—Sí. Por los pelos.
—¿Qué quieres decir?
—A los pocos minutos alguien lo eliminó. Dicen los "cerebrines"
de aquí, que fue el administrador de la página.
La inspectora se rascó la cabeza.
—También tenemos la foto de ese puñetero cofre a todo color —
continuó Santos—. No sé qué magia han hecho los técnicos con ella, pero
se ve de cojones. ¿Quiere que se la lleve?
—No es necesario. Dejadla sobre mi mesa cuando os vayáis a casa.
Escucha, yo te llamaba por otra cosa.
—Usted dirá, jefa.
—Quiero que os paséis por Documentación y busquéis en los
archivos todo lo relacionado con... sectas satánicas en España. —Le
costó pronunciar esas palabras. Esperó unos segundos para ver la
reacción de su subordinado. Como sólo escuchó silencio, continuó—.
Centraos en la Comunidad de Madrid. En especial, quiero saber si existe
alguna que opere por la Sierra Norte.
—¿Cree que algún friki de ésos tuvo algo que ver con el crimen?
—Podría ser —respondió la inspectora—. Entrad en foros y
preguntad. Meteos a fondo. Quizá alguien sepa algo.
—¿Para cuándo lo quiere?
—Lo antes posible. Mañana a primera hora estaría bien.
—¡Joder, jefa, cómo aprieta!
—No te quejes, Santos. El comisario me ha dado carta blanca con
las horas extras. Además, hoy no ponen nada interesante en la tele.
—Ah, bueno, en ese caso... —dijo, siguiéndole la broma.
—Si necesitáis algo, estaré por aquí un rato más. Lo que tarde en
poner al día a Bernedo sobre la investigación.
Después de colgar, fue hacia la ventana y pegó la frente al cristal.
Desde la segunda planta se veía el perfil lejano de los edificios recortado
contra un cielo invadido por la contaminación lumínica. Se fijó en las
luces de farolas, semáforos y coches que indicaban inequívocamente los
dominios de la civilización. La ciudad. Esa ciudad que en la noche, como
bien sabía ella, se convertía en el coto de caza favorito para el
depredador humano.
15
ÉL

Camina sin rumbo, buscando calles oscuras y poco transitadas. No


le gusta la gente. Odia a las personas. Las considera estúpidas, molestas.
No le despiertan ningún interés. Considera sus vidas vacías. Rutinarias.
Faltas de emoción. Mira de reojo los rostros de los pocos transeúntes con
los que se cruza y los insulta entre dientes: ¡malditos cobardes! Él ahora
es valiente. No siempre lo fue. Tardó en darse cuenta de cuál era el
verdadero camino. Durante el tiempo en el que fue rebaño, su vida no
valía nada. Pero eso cambió, y ahora es un lobo.
Y los lobos comen corderos.
Lleva muchas horas caminando. Desde que cayó la tarde. Se sube el
cuello del abrigo y se encoge sobre sí mismo. Tiembla de frío y de
excitación. Imaginar le basta para sentir un agradable cosquilleo en la
entrepierna. Sabe que ya es demasiado tarde, que ya no encontrará nada.
No cree en el azar, sino en los planes metódicamente organizados.
Y él ya tiene uno.
Aunque sabía que tarde o temprano tendría que suceder, los últimos
acontecimientos han precipitado su actuación. No se puede confiar todo a
los recuerdos. Sobre todo, cuando éstos pronto dejarán de ser
estimulados.
Mientras regresa a casa, apresurando el paso, revive la imagen de
su próximo objetivo. Se reconforta recorriendo con la memoria su piel
blanca y suave, sus ojos chispeantes e ingenuos, su delicado pelo rubio,
sus diminutas manos... Lo idealiza, e imagina cómo será cuando sea suyo.
Suyo para siempre.
16
EL PORTAL

El sacerdote había introducido la dirección del hotel en el navegador


del coche y circulaba despreocupado siguiendo las indicaciones que le
marcaba. No estaba lejos de la comisaría: a 9,7 Km, según los datos. Quince
minutos con tráfico normal. Eligió ese hotel porque era un "cinco estrellas"
magnífico, situado en una de las mejores zonas de Madrid, en un elegante
edificio histórico construido en 1883, junto a la Puerta de Alcalá, al Museo
del Prado, al Reina Sofía y a la Fuente de Cibeles. También tuvo en cuenta sus
prestaciones, como la WIFI, la zona de spa, el gimnasio, la piscina, las buenas
reseñas en cuanto a su cocina... y que, desde sus ventanas, gozara de vistas al
parque de El Retiro; pero lo que más pesó en su decisión final, fue el hecho de
que se encontraba ubicado muy cerca de la casa de la inspectora Valdeón.
Disfrutaba circulando a pesar del nutrido tráfico que a esas horas
invadía las calzadas, atestadas de coches conducidos por ciudadanos que
volvían de sus trabajos. Con la ventanilla bajada soportaba con gusto el frío
que, habitualmente, castigaba la ciudad de Madrid en aquellas fechas de
mediados de diciembre. Se deleitaba con las hipnóticas luces de las farolas al
pasar a su lado, y el ruido de los motores y las bocinas accionadas por los más
impacientes. También la visión de los transeúntes —que veía parados en los
semáforos, o paseando por las aceras solos o acompañados por sus parejas e
hijos— le producía una enorme satisfacción. Le gustaban las ciudades, las
personas, el viento, la luz, la lluvia, los árboles... Todo le provocaba un placer
antiguo y profundo, inenarrable... Un placer que bebía a tragos medidos para
que le durara más. Sabía que todo aquello terminaría. Que pronto tendría que
volver a sus obligaciones y renunciar, de nuevo, a ese mundo hermoso y
variopinto con el que ahora se deleitaba. Sabía que no estaba del todo bien lo
que hacía. Pero, ¿quién podría negarse el regalo de sentirse tan vivo?
Con esas meditaciones rondándole por la cabeza, el sacerdote dejó la
calle de Costa Rica para tomar el ramal de la M-30 en dirección A2 /Zaragoza
/Aeropuerto /Valencia /A3. La vía rápida que circunvalaba la capital también
estaba atestada de vehículos. A él no le importaba. Se lo tomaba con
tranquilidad. Manteniendo la mirada fija en el horizonte de pilotos rojos que
lo precedían, el sacerdote evocó a la inspectora Valdeón. Fue un acto
voluntario y premeditado. Quería pensar en ella. Necesitaba analizar hasta qué
punto estaba preparada para afrontar las dificultades que se encontrarían por
el camino. La conocía lo suficiente para entender su carácter y valorar su
integridad y su probada capacidad como policía, aunque tenía sus dudas en
cuanto a confiar en su resistencia interior. Su coraza la protegía, ¿pero hasta
cuándo lo haría? Las cicatrices de su alma eran profundas, y aún estaban sin
sanar. Sería una presa fácil, vulnerable. Y él no podría ayudarla. Su misión era
de mero observador, con las limitaciones que podría tener cualquier
sacerdote; cualquier hombre normal. Y eso le producía una gran preocupación,
porque comprendía el tremendo poder al que se enfrentaban.
De repente dirigió la vista hacia el oscuro cielo, movió los labios
pronunciando palabras ininteligibles y después comenzó a introducir una
nueva dirección en el navegador del coche. Al instante, la ruta cambió y una
voz femenina le explicó el próximo movimiento: "Tome la salida 7A en
dirección a la calle O´Donnell. Después, continúe recto".
Una incipiente lluvia le obligó a cerrar la ventanilla. Las imágenes, los
sonidos y los olores que entraban por ella se mitigaron de golpe. Lo lamentó,
el mundo era mucho menos embriagador percibido a través de un cristal. El
navegador le indicó que girara en la calle Fernán González y continuara por
ella hasta la calle Ibiza.
Gozó viendo los comercios abiertos, y la gente que ocasionalmente se
detenía para mirar los escaparates iluminados. Se regocijó cuando, tras unos
cientos de metros recorridos, salió a la ancha avenida de Menéndez Pelayo y
el parque de El Retiro apareció. Aprovechando el tráfico lento pudo recorrer
con la mirada la reja que lo rodeaba, y la masa de árboles que se distinguía
más allá de ella.
La voz del navegador acabó con su disfrute: "Cincuenta metros para
llegar a su destino".
El sacerdote se echó al carril de su derecha y condujo muy despacio,
con la vana esperanza de encontrar un lugar donde aparcar. No lo encontró. Ni
la hora, ni el barrio —tremendamente poblado— lo hacían posible. Tras
dudarlo, descartó buscar un parking y decidió detener el coche en doble fila,
justo enfrente del portal donde vivía la inspectora Valdeón.
—Así que, es aquí —se dijo, apagando el motor.
El edificio hacía esquina. En los bajos vio una tienda de ropa y una
cafetería. En la primera planta, construida con bloques de granito, se abrían
unas ventanas relativamente pequeñas que contrastaban con las del resto de los
pisos, mucho más grandes y con mirador. Además, la fachada cambiaba; ya no
era de granito, sino de ladrillos rojizos que aportaban un hermoso contraste. El
portal era de pizarra, y se remetía casi un metro hasta la robusta puerta de
cristal con gruesos barrotes de hierro.
La luz interior estaba encendida. En la distancia apreció el mármol
rojizo de las paredes y del suelo, e identificó en un lateral el conjunto de
buzones dorados. Desde su posición también pudo ver al fondo el comienzo de
una escalera que subía, y la puerta de acero bruñido del ascensor.
Con decisión, abrió la puerta del coche y salió. Llovía con más
intensidad. Del maletero cogió el paraguas. Bajo su protección se dirigió al
portal. A escasos metros se detuvo. Allí parado, en mitad de la acera,
resultaba enormemente llamativo. Alto. Rubio. Vestido con un clásico abrigo
largo. Todo de negro, incluido el paraguas. Y con el blanco del alzacuellos
destacando como un faro en mitad de la noche. Miró a su alrededor. Vio a
mujeres y hombres vestidos con anorak y abrigos modernos. Pantalones
vaqueros y botas altas. Los más mayores eran más conservadores, eligiendo
colores marrones o grises, pero el resto se decantaba por vivos colores. Sobre
todo en los paraguas. La inspectora tenía razón: un sacerdote, vestido como él,
era ya una auténtica rareza.
Lanzó un suspiro para liberar tensión y se encaminó hacia el portal. Con
disimulo pasó la mano por la pizarra, el cristal y el hierro. Materiales
distintos que le contaban la misma historia. Una historia de dolor.
Miró hacia el interior: una alfombra burdeos con flores blancas,
apliques de bronce bruñido, un ficus de anchas hojas que se elevaba junto a un
sillón de piel marrón... El conjunto transmitía un aire de elegante decadencia.
Una comunidad de vecinos antigua con cierto nivel económico. O, al menos, lo
tuvieron. A la gente mayor le cuesta cambiar. Un puñado de nuevos vecinos no
es suficiente para producir cambios, pensaba cuando se abrió la puerta del
ascensor. Esperó un instante. El suficiente para identificar a una pareja de
ancianos. Se apartó unos metros y se quedó de espaldas, mirando el tráfico.
No tardó en escuchar cómo accionaban la manija. Por el rabillo del ojo vio
que la mujer sujetaba la puerta para que el hombre, mucho más torpe de
movimientos, pudiera salir. Al final lo hizo, y ambos doblaron a la izquierda,
al lado contrario donde él esperaba. Con el equilibrio justo de rapidez y
disimulo, salvó la distancia e interpuso el pie justo antes de que la puerta se
cerrara. Plegó el paraguas y asomó la cabeza en el interior del portal. Creyó
identificar olor a cuero y metal, y un ligero aroma a limpiador.
Sin pensárselo dos veces, terminó de entrar.
La punta metálica del paraguas fue dejando un reguero de agua en el
suelo a medida que avanzaba. Lo hacía con lentitud, observando cada detalle,
cada objeto... y cada rincón oscuro.
—Has estado aquí, lo noto —musitó entre dientes.
El bullir de la calle quedó fuera. En el interior reinaba el silencio, roto
en ocasiones por el ruido de sus zapatos.
Las manos del sacerdote recorrieron las paredes, los muebles, los
buzones... Se detuvieron un instante sobre una puerta cerrada de madera oscura
con un letrero donde ponía: "Conserjería", en letras doradas.
Todo le hablaba de lo mismo: dolor.
Con caminar pausado llegó hasta el ascensor, abrió la puerta y aspiró
por la nariz cerrando los ojos. Luego, fue hacia la escalera y deslizó la mano
por el pasamanos barnizado de la barandilla. Lo hizo con delicadeza, como si
lo acariciase. A continuación, se frotó la yema de los dedos igual que haría
alguien para comprobar el polvo.
Pero no era polvo lo que él buscaba, sino un rastro.
Y lo había encontrado.
—Aunque mis sentidos están embotados —dijo, mirando en todas
direcciones— percibo tu hediondo olor.
Su voz resonó grave en aquel espacio vacío. Grave y preocupada. Y eso
no le gustó. Debilidad era lo último que debía mostrar.
Resignado, salió a la calle y se encaminó al coche. La lluvia se había
intensificado y los transeúntes apresuraban el paso protegidos bajo sus
paraguas. Ya dentro del vehículo, con las manos entrelazadas, inclinó la
cabeza y comenzó a recitar una plegaria. Una plegaria que —él mejor que
nadie sabía— de nada serviría si Dios decidía no intervenir.
Al terminar, dirigió una última mirada al portal y arrancó mezclándose
entre el denso tráfico.
17
UN PASEO POR EL PARQUE

El sol rasante de la mañana se desparramaba generoso por la tarima del


suelo y llegaba hasta la cama calentando sus muslos desnudos. Sus ojos, aún
soñolientos, se abrieron de golpe. Desperezándose, Elena giró la cabeza hacia
la ventana y divisó un cielo azul salpicado por ocasionales nubes de algodón.
Con nerviosismo, se quitó el edredón de encima y buscó en la mesilla de
noche su teléfono móvil. Pero no estaba. En su lugar reconoció un antiguo
despertador clásico de color rojo con dos campanillas en la parte superior y la
imagen de Minnie dibujada en la esfera, con su vestido de lunares y sus brazos
como manecillas marcando... ¡las diez y media!
—¡Dios mío! ¿Cómo he podido dormirme de esta manera?
La intensa luz dañaba sus ojos. Con ellos entornados saltó de la cama.
Buscó en el suelo, junto a la cabecera, sus zapatillas de piel vuelta. Tampoco
estaban. En su lugar había otras. Rojas con lunares blancos, de lana gruesa y
más pequeñas.
—¿Qué es todo esto? —se dijo, recorriendo la habitación con la mirada.
Era la suya, sin duda. La misma que había usado toda su vida —en el
resto de las habitaciones, la de sus padres y hermano, apenas entraba—, pero
estaba cambiada. Los muebles no eran los mismos, ni las cortinas, ni el color
de las paredes, ni la tarima del suelo... Y en lugar de su estantería de cerezo
llena de libros había otra de color blanco repleta de cuentos y muñecos.
Tampoco estaba la reproducción del cuadro de Mund sobre la cabecera de la
cama, sino un par de pósteres de cantantes guaperas de los ochenta.
Todo le resultaba tan familiar...
Se le cortó la respiración cuando cayó en la cuenta de que se encontraba
en su habitación. En la que tenía cuando era una adolescente.
Le costaba respirar, y las manos le temblaban. Con el corazón
bombeando a mil por hora se levantó y, descalza, fue hasta la puerta. A punto
de salir escuchó voces. Se detuvo. Pegó la oreja y prestó atención. Se llevó la
mano a la boca cuando las reconoció: eran sus padres. También identificó una
tercera voz más dulce e infantil: la de su hermano.
Se mordió el puño para no gritar.
Ya giraba el pomo cuando, de repente, se volvió hacia el espejo que
había en la pared —uno estrecho y alto con marco de madera donde sus padres
marcaban, cada año, sus progresos en altura—. Se quedó petrificada.
Reflejada en él vio la imagen de una jovencita descalza que la observaba con
ojos asustados, vestida con un pantaloncito corto y una camiseta de pijama.
Una jovencita que era ella.
De pronto empezó a escuchar gritos. Gritos desesperados de sus padres
y de su hermano, llamándola. Pidiéndole ayuda.
—¡Ya voy! —contestó Elena, ahogada en llanto— ¡Ya voy! —repitió,
desgañitándose.
Entonces la casa se llenó de un ruido estridente, repetitivo y molesto. Un
ruido que aumentó hasta ahogar las voces de su familia. Acompañando al
sonido fue desdibujándose el entorno, igual que si un pintor con una brocha
gigante aplicara decapante aquí y allá, haciendo desaparecer la habitación de
su infancia, para descubrir debajo la suya actual.
Pasados unos segundos, el extraño ruido se transformó en uno bien
conocido: en la inconfundible alarma de un móvil.
Empapada en sudor, con el corazón saliéndosele del pecho, la
inspectora Valdeón se incorporó en la cama. Estaba oscuro. La alarma del
teléfono siguió sonando hasta que la apagó. Miró la hora: las seis de la
mañana. Tanteando, encontró el interruptor de la lámpara y lo accionó. La
bombilla, influenciada por la pantalla de color dorado, aportó a la estancia
una luz cálida y acogedora. Una luz suficiente como para que Elena
reconociera su habitación, y que todo había sido una pesadilla.
Un mal sueño que le iba a costar olvidar.
Aflojando la tensión que mantenía sus manos aferradas al edredón como
si fuese un chaleco antibalas, la inspectora salió de la cama dispuesta a
comenzar su rutina diaria.
La tarde anterior, una vez se fue el sacerdote, no trabajó demasiado.
Revisó los antecedentes de una veintena de vecinos de El Calmo y después lo
dejó. No se concentraba, y se sentía inquieta y preocupada. Por ese motivo
decidió ir a darle novedades al comisario antes de marcharse a casa.
—¿Sabía que el civil era un sacerdote? —fue lo primero que le soltó
nada más entrar en su despacho.
—Me enteré después de hablar con usted. ¿Algún problema? —
respondió Bernedo, áspero.
—Ninguno.
—Bien. Póngame al día.
Y eso hizo, eficaz y concisa, como era su estilo.
—No vamos nada mal —admitió Bernedo cuando terminó de contarle
los progresos en la investigación—. Ha conseguido más en un día, que ese
teniente Olmedo en una semana.
—Estoy de acuerdo —contestó, evitando usar una falsa modestia que no
iba con ella.
—¿Qué le parece el padre Miguel? —quiso saber el comisario, justo
cuando ya salía.
—Curioso —le contestó la inspectora, sin pensarlo, y abandonó el
despacho.
Y, a los pocos minutos, también la comisaría.
Estaba deseando llegar a casa. Necesitaba relajarse bajo una ducha
caliente, cenar algo que le apeteciera y luego meterse en la cama para leer
hasta que le venciera el sueño. Y eso hizo al pie de la letra. Con lo que no
contaba, era con la noche tan inquietante que iba a padecer. El sopor la venció
con el libro en las manos, y tuvo el tiempo justo para dejarlo en la mesilla,
apagar la luz y caer como un tronco. Sin embargo, al poco de hacerlo se
despertó sin motivo aparente. Y, aunque se volvió a dormir enseguida, durante
el resto de la noche sufrió un sueño fatigoso continuamente interrumpido. Un
duermevela desasosegante que culminó con una horrible pesadilla. La
sensación la conocía bien. Durante muchos años padeció de insomnio, y las
noches se convertían en un calvario. Fue en esa terrible época cuando se
aficionó a la lectura, viendo infinidad de veces amanecer con un libro en las
manos. Afortunadamente para su salud llevaba bastante tiempo durmiendo
bien, sin tener malos sueños y descansando toda la noche de un tirón. Un
paréntesis de tranquilidad que parecía haberse cerrado.
Intentando olvidar las imágenes tan vívidas del despertar, se tomó su
batido, se vistió con ropa deportiva y se asomó a la ventana para comprobar la
temperatura. Eran las seis y media de la mañana. Noche cerrada. No corría
viento y el cielo estaba despejado. Determinó que bastaría con ponerse encima
una sudadera sobre la camiseta térmica y un cortavientos. Sin más preámbulos,
cogió su documentación, las llaves de casa y salió a correr.
Revitalizada al sentir el frescor en la cara y poder disfrutar de unas
calles casi vacías de transeúntes y de vehículos, cruzó a la carrera la avenida
de Menéndez Pelayo y se adentró en el parque de El Retiro por el acceso que
quedaba justo frente a su casa: la Puerta de la Reina Mercedes. Como siempre,
dobló a su derecha para bordear a buen ritmo todo el perímetro enrejado del
parque. Poco tardó en dejar atrás la Puerta de la América Española y llegar a
la calle O´Donnell donde otra puerta, con el mismo nombre que la calle, hacía
esquina. Empezó a calentar los músculos de las piernas al pasar por la Puerta
de Madrid, pero no estuvo al cien por cien hasta llegar a la altura de la calle
de Alcalá y rebasar la Puerta de Hernani en dirección a la plaza de la
Independencia. Durante el recorrido hasta allí sólo se cruzó con una joven
pareja que iba en bicicleta, y con un hombre mayor enfundado en un grueso
abrigo que paseaba a un renqueante pastor alemán con el morro lleno de canas.
El Retiro es hermoso a todas horas. Pero en ésas tan tempranas, cuando
la luz todavía no ha desvelado toda su paleta de colores, y parte de él se
mantiene en una penumbra ligera y cautivadora bajo las farolas de sodio, lo es
aún más; y si a ello le añadía que estaba libre del bullir de la gente, se
completaba un conjunto perfecto que Elena disfrutaba con una satisfacción
egoísta, imaginando que cada mañana el parque se engalanaba con sus árboles,
sus caminos de tierra, sus apacibles recoletos y sus monumentos tan sólo para
ella.
Doblaba ligera como una pluma —con la respiración acompasada y el
ánimo repuesto— por la Puerta de la Independencia en dirección a la calle
Alfonso XII cuando una voz a su espalda, llamándola por su nombre, la
sobresaltó.
—¡Inspectora Valdeón! ¡Qué sorpresa!
No llegó a detenerse del todo. Se giró en marcha para mirar hacia atrás.
Entonces sí se paró en seco, al ver al padre Miguel.
—¿Qué hace usted aquí?
—Bueno, es evidente —respondió él, señalando su indumentaria con
ambas manos.
Elena lo observó bien mientras se acercaba.
El sacerdote vestía ropa deportiva de color negro con detalles en
morado, incluidas las zapatillas. Todo era de marca e iba bien conjuntado. En
la parte superior llevaba una chaqueta polar con capucha, y en la parte inferior
unos pantalones técnicos. En la cintura, sujeto por un cinturón elástico,
reconoció un chubasquero naranja metido en su bolsa. Las prendas, bastante
ajustadas, dejaban entrever un físico imponente: anchos hombros, brazos
musculosos y unas piernas donde se marcaban voluminosos cuádriceps y
gemelos. Ya vestido con ropa de calle, la inspectora se había dado perfecta
cuenta de que aquel sacerdote se cuidaba —y más, al verlo subir por aquella
empinada cuesta hasta la ermita—, pero ahora no le cabía ninguna duda de que
poseía una magnífica genética incrementada por el ejercicio.
—No me mire así. He salido a hacer un poco de deporte, como usted.
—Ya lo veo, aunque no entiendo cómo...
—Me alojo en el hotel Puerta de Alcalá, y este parque resulta la opción
más lógica para correr. ¿Encontrarnos? Bueno, dejémoslo en manos del azar.
—¿El hotel Puerta de Alcalá?
—Sí, está aquí mismo —dijo el sacerdote, señalando con el dedo a la
plaza de la Independencia.
—Sé dónde está.
—Reservé en un lugar cerca de su casa. Por el tráfico y eso...
La inspectora lo miraba con recelo.
—Por cierto, pensaba llamarla cuando subiera a la habitación. Aún
espero su mensaje indicándome la hora a la que tengo que pasar a buscarla.
—Saldremos a las nueve y media.
—Perfecto. Disponemos de tiempo más que suficiente para dar unas
carreras. ¿Le importa que la acompañe? Este parque es enorme y temo
perderme.
—Lo dudo mucho —rezongó la inspectora.
—Ciento dieciocho hectáreas nada menos. Y, según he leído, un lugar
que merece la pena visitar —continuó el sacerdote, actuando con naturalidad,
sin darle importancia al examen escrutador al que lo sometía la inspectora—.
Podría usted ser mi cicerone, ¿qué le parece?
Elena dudó un instante antes de responder.
—Vale.
—Estupendo.
—Yo marco el ritmo.
—Claro. Usted manda.
—En marcha. Aquí parados vamos a quedarnos fríos.
La inspectora echó a correr sin esperarlo, imprimiendo una cadencia de
zancadas superior a la que estaba habituada, con la esperanza de poder
sacarse la espinita que tenía clavada desde que se quedara desfondada en El
Calmo.
Pero fue inútil.
Aquel sacerdote seguía a su lado sin aparente esfuerzo, exhibiendo un
trote digno de cualquier corredor de fondo profesional. Tras recorrer unos
cientos de metros, atravesando una zona del parque bastante arbolada y sin
mucho interés, llegaron al paseo de la República Argentina, también llamado
de las Estatuas por las esculturas que se levantaban a uno y otro lado
representando a distintos monarcas españoles.
—Qué bonito lugar —oyó decir al sacerdote, sin que se le notara en la
voz esfuerzo alguno—. ¿Qué es aquello que se ve al fondo?
—El Estanque.
—¿En serio?
—Con barcas y todo. Ya lo verá.
Y no tardó mucho en hacerlo. El paseo de las Estatuas desembocaba en
otro más estrecho que bordeaba un lateral del estanque. Sorprendido, el
sacerdote se detuvo y se apoyó en la balaustrada de forja que impedía caerse
al agua.
—Magnífico —musitó, admirando el conjunto arquitectónico y
escultórico que había al otro lado: un monumento circular lleno de columnas
en cuyo centro se alzaba, a más de treinta metros, la estatua ecuestre de
Alfonso XII.
—A su izquierda está el embarcadero —le explicó Elena—, donde
pueden alquilarse barcas para dar una vuelta remando.
—Realmente bello —admitió el sacerdote, absorto en la luz ambarina
que el agua, plana como la palma de una mano, reflejaba de las farolas.
—Venga, que aún nos queda mucho por ver —lo azuzó la inspectora, al
notarlo tan petrificado como la estatua del monarca que contemplaba el parque
desde las alturas.
Corrieron hasta la esquina del estanque, y doblaron a la derecha para
tomar el paseo de Paraguay. No tuvieron que recorrer mucha distancia antes de
llegar al Parterre, el único jardín de tipo francés que había en El Retiro.
Situado en una cota más baja para poder ser admirado desde lo alto, la manera
de acceder a él era por cualquiera de las dos escaleras circulares de piedra
que descendían a ambos lados de su cabecera. Eligió la de su izquierda. Al
llegar abajo la inspectora fue directa hacia el fondo, donde se erguía un
majestuoso árbol de unos veinticinco metros de altura, ramificado desde la
base de su grueso tronco y con forma de candelabro.
—Es quizá el árbol más antiguo de Madrid —comenzó diciendo—. Un
ahuehuete originario de México que fue plantado en este mismo lugar en 1630.
Mientras la inspectora hablaba, el sacerdote se acercó al cartel que
había al lado.
—Según cuentan las historias populares —prosiguió ella—, durante la
invasión napoleónica hubo aquí un acuartelamiento francés y se talaron todos
los árboles. Éste se salvó porque instalaron una pieza de artillería entre la
horquilla que formaba su tronco.
—Veo que se lo sabe muy bien.
—Mi padre me contaba esta historia antes de que colocaran el cartel.
—¿Venía mucho con él?
—Y con mi madre. Todos —respondió, bajando el tono hasta hacerlo
casi inaudible.
—Es un lugar increíble este parque —añadió el sacerdote.
—Lo es —dijo Elena, saliendo de su introspección.
Manteniendo un ritmo constante, recorriendo caminos de tierra entre
setos bajos, llegaron junto a una especie de colina artificial rodeada de agua,
cubierta de césped y repleta de árboles donde la inspectora se detuvo.
—Es el Bosque del Recuerdo, antes llamado de los Ausentes. Un
monumento funerario erigido en memoria de las 191 víctimas de los atentados
del 11 de marzo de 2004 en Madrid, y del agente de policía muerto al intentar
detener a los autores antes de que se volaran en pedazos.
—Me acuerdo de aquella tragedia —confesó el sacerdote.
—Cómo olvidarla... Si quiere visitarlo, el recorrido empieza en esa
columna y continúa ascendiendo por el camino de tierra hasta coronar el
montículo.
—Cipreses —observó el sacerdote.
—Sí. 170 cipreses y 22 olivos. Un árbol por cada una de las víctimas
causadas por la barbarie y el fanatismo... del hombre —puntualizó—. Yo
estuve allí. Como muchos otros compañeros policías, bomberos, sanitarios,
civiles... Sacando cuerpos despedazados de entre el amasijo de hierro en el
que se habían convertido los vagones del tren. Buscando miembros amputados,
trozos de carne, y metiéndolos en bolsas.
—Debió ser terrible.
—Una masacre. Una infame injusticia que su jodido Dios permitió —
gruñó la inspectora—. Otra más.
El sacerdote, ante la salida de tono de Elena, se vio obligado a
justificarse.
—El plan de Dios es complejo. Imposible de entender para los pobres
mortales.
—Ya, claro: "los designios del Señor son inescrutables". ¡Menuda
frasecita! Con ella los curas lo arreglan todo, ¿verdad? Les oí a muchos de
ustedes usarla en los funerales, cuando los familiares de las víctimas los
miraban sin comprender, reclamando una explicación para tanto sufrimiento
inútil.
—El verdadero creyente nunca culpa a Dios.
—¡No me diga! —saltó Elena, en tono de mofa—. Se tienen bien
montado el negocio. Si la cosa va bien, le apuntan el tanto a Dios; y si no,
escurren el bulto. El tema es así, ¿no?
—Entiendo su pesar —comenzó diciendo el sacerdote—. Y no deseo
entrar en discusiones.
—Será lo mejor —zanjó Elena, con brusquedad.
—Ahora, si no le importa. Me gustaría rezar una oración por sus almas.
—Adelante, mal no les hará —le invitó la inspectora, irónica—. Me
estaré calladita. Avise cuando haya acabado.
El sacerdote dio unos pasos aproximándose hasta la columna, juntó las
manos e inclinó la cabeza. No estuvo mucho tiempo así. Un par de minutos. Al
terminar, se santiguó y se volvió hacia Elena.
—Ya podemos irnos.
—Genial —respondió ella—. Continuemos con la visita guiada.
El enfado y el dolor que sentía, los proyectó en un ritmo de carrera
frenético. El sacerdote la siguió sin abrir la boca, esperanzado en que el
agotamiento físico actuara como bálsamo para su aflicción.
Y así fue, ya que a los diez minutos volvió a detenerse. Esta vez delante
de una fuente. Al hablar, su tono de voz evidenciaba una mejora en su talante;
y, también, un profundo agotamiento.
—¿Qué le parece?
El sacerdote la miró con detenimiento. La fuente formaba una rotonda de
mediano tamaño, con una base circular rodeada por un parterre de boj y un
pilón de granito de ocho lados. En el centro había un pedestal también de
granito, y también con forma octogonal. En cada uno de sus lados aparecían
seres monstruosos de bronce que sujetaban entre sus garras lagartos,
serpientes o delfines de cuyas bocas salían surtidores de agua. Por encima de
ellos, se alzaba una columna troncopiramidal que terminaba en unas rocas
sobre las que aparecía un hombre contorsionado, con el brazo izquierdo
levantado y una serpiente enroscada en su cuerpo.
Lo último que el sacerdote observó de la escultura de bronce fueron sus
alas desplegadas y su rostro contraído detenido en un grito, mirando hacia al
cielo.
—¿Lo reconoce? —dijo la inspectora con las manos en jarra,
recuperando el aliento después de la rabiosa carrera.
—Por supuesto. ¡Cómo no! —contestó con naturalidad, sin dejar de
admirar la espléndida fuente—. El monumento al Ángel Caído.
—Exacto.
—Obra realizada por Ricardo Bellver en 1878. Representa el triunfo de
Dios sobre el Diablo. Había oído hablar mucho de ella, y visto fotos, pero
nunca en directo.
—De jovencita patinaba por este paseo, y a menudo me detenía a
mirarlo —explicó la inspectora—. Ni siquiera sabía qué representaba, sólo
pensaba que el tío alado de allí arriba estaba como un tren. Las hormonas, ya
sabe... Me fijaba en su torso desnudo y musculado sin dejar de preguntarme
qué habría entre sus piernas, bajo la serpiente.
El sacerdote permanecía muy serio, sin mostrarse dispuesto a entrar en
el juego burlón y desenfado que le planteaba Elena.
—Lucifer significa en latín "portador de luz" —dijo de pronto—. Era el
ángel más bello y brillante del Cielo, hasta que pasó a ser Satanás: el
adversario. El escultor lo mostró vencido, suplicante ante su Dios, aunque él
no es así. Él es arrogante. Piensa que ha ganado y que tiene lo que quería.
—Viendo cómo está el mundo que creó su "Jefe", no me extraña que
piense eso —replicó Elena.
—¿Sabía que hay muy pocos monumentos alusivos al Diablo en el
mundo? —preguntó el sacerdote, manteniendo el tono sombrío, sin intención
de obtener respuesta—. Sin embargo, ninguno en la capital de un país.
—Algo había oído.
—También he leído que se encuentra situado exactamente a la altitud
topográfica de 666 metros, el número de la Bestia, y que los amantes de lo
oculto, lo esotérico y lo herético peregrinan hasta aquí para rendirle pleitesía.
Imagino que será literatura. Creencias populares.
—Ni idea. ¿Nos vamos? Se nos echa la hora encima y todavía tengo que
enseñarle lo mejor.
—Cuando quiera.
A velocidad moderada descendieron por el paseo de la República de
Cuba hasta, más o menos, la mitad; instante en el que Elena giró a la derecha,
internándose en una zona de tierra y setos altos que delimitaban porciones de
terreno arbolado hasta llegar al Palacio de Cristal.
En el cielo ya se evidenciaban los primeros tonos rojizos del amanecer,
y la ligera estructura de metal y cristal del edificio se dibujó mostrando su
belleza simple e incuestionable.
La inspectora se detuvo a cierta distancia. El sacerdote continuó unos
metros más hasta el borde del estanque artificial que había enfrente, y del que
surgían majestuosos cipreses cuyos troncos se hundían en el agua.
—Imponente, ¿verdad? —dijo Elena, al llegar a su lado.
—Una maravilla.
—Se usa para exposiciones. Auténticas birrias la mayoría, créame.
Vamos. Cerca está el Palacio de Velázquez. No es tan chulo como éste, pero
merece la pena echarle un vistazo.
Esta vez pasaron por delante sin detenerse, aunque el sacerdote pudo
admirar el edificio construido con ladrillos de dos tonos y azulejos, y cubierto
con bóvedas de hierro y cristal que surgía entre altísimos castaños de indias.
—¿Y ahora, adónde me lleva?
—A mi lugar favorito de El Retiro. Espero que le guste.
Ascendieron al trote una suave pendiente de tierra hasta llegar al paseo
del Duque Fernán Núñez. Nombre que nadie usaba.
—Éste es el paseo de Coches —comentó las inspectora, al tiempo que
atravesaban el ancho camino asfaltado en el que se cruzaron con varios
ciclistas tempraneros—. Por aquí se permitía la circulación de vehículos hace
años, hasta que se cerró definitivamente al tráfico. Si viene un domingo por la
mañana lo verá lleno de bicicletas y gente patinando, y algún que otro
arriesgado transeúnte entre ellos. Una locura. A finales de mayo se instalan
aquí las casetas de la Feria del Libro de Madrid —Elena, sin darse cuenta,
aminoró la marcha hasta convertirla en caminar. El padre Miguel la siguió sin
dejar de mirarla de reojo—. La he visitado desde que tengo memoria. Desde
que no llegaba a los mostradores para ver los libros que allí se exponían.
—No lo puede evitar. Se le nota demasiado.
—¿A qué se refiere? —preguntó la inspectora, ante la críptica
afirmación del sacerdote.
—Ama este lugar. Este parque.
Elena se detuvo frente a dos columnas de ladrillo de unos seis metros de
altura, sobre las que sendos leones de piedra miraban hacia abajo.
—Como diría el poeta —dijo la inspectora, señalando aquella antigua
entrada—: mi infancia son recuerdos del parque de El Retiro. Vamos, le
mostraré un lugar mágico.
Amanecía definitivamente cuando pasaron entre las dos columnas. La luz
rojiza adquiría infinidad de tonalidades en el cielo: desde el amarillo intenso,
pasando por toda la gama de los naranjas, hasta el gris oscuro de las nubes
bajas que se interponían entre el naciente sol.
—Aquí hubo un zoológico. La Casa de Fieras —comenzó explicando la
inspectora a medida que se adentraban en aquel lugar—. No lo conocí. Había
cerrado cuando yo nací. Mis padres me hablaron tanto de él, y me trajeron
tantas veces para que viera las jaulas vacías, que es como si lo hubiese visto
lleno de animales con mis propios ojos. Allí estaban los leones y los tigres —
dijo, señalando un edificio a través de cuyas ventanas bajas se reconocía una
biblioteca—. Y en esta cueva diminuta que aún se conserva, malvivía un oso
polar.
—¿Lo dice en serio? —preguntó el sacerdote, asomándose entre los
barrotes—. ¡Qué crueldad!
—Sí, por desgracia —se lamentó la inspectora—. ¿Ve ese foso con el
árbol seco en el centro? En él estaban los monos. También había una enorme
pajarera en aquella zona —señaló con el dedo—, donde tenían pájaros de
todas las especies. Y un montón de animales más. Incluso elefantes. Debe
intentar hacer un ejercicio de imaginación porque, como verá, de todo aquello
no queda casi nada.
—Por suerte.
Nada más hablar, el sacerdote se arrepintió.
—Lo siento, no quería decir eso.
—No se disculpe. A mí tampoco me gustan los animales enjaulados.
Ahora los parques zoológicos disponen de mucho más espacio, y cumplen una
función de conservación. Entonces eran otros tiempos.
Caminaron un buen trecho por un paseo central antes de que la
inspectora se decidiera a hablar de nuevo.
—En realidad, no sabría explicar qué me gusta tanto de este lugar.
—Tal vez la evocación de la infancia que representa —se aventuró a
decir el sacerdote, animado por el momento íntimo que compartían.
—Sólo conocí jaulas vacías.
—El recuerdo de sus padres. Guardamos los momentos felices igual que
si fuesen tesoros.
—Es posible que tenga razón —musitó Elena, taciturna.
Y, tras reflexionar un instante, añadió:
—O puede que, simplemente, me guste recordar la placentera sensación
de soledad que entonces se respiraba aquí. Que aún se respira.
El sacerdote la vio sumirse en un silencio trágico mientras caminaba
con la miraba fija en el suelo, e intentó ponerle remedio.
—Son ya las ocho —dijo, consultando con descaro su reloj de muñeca.
—¿Tan tarde? —saltó la inspectora, volviendo a la realidad—. Me
hubiera gustado enseñarle los magníficos Jardines de Cecilio Rodríguez, pero
todavía tengo que volver a casa, ducharme, desayunar... Cerca hay una puerta
de salida que da a mi calle. ¿Le importa que nos separemos aquí?
—En absoluto.
—¿Sabrá volver a su hotel?
—Claro. Sólo tendré que dejar la verja a mi derecha y listo.
—El camino es más largo.
—No se preocupe por mí. Dijo a las nueve y media, ¿verdad?
—Sí —contestó Elena, asaltada por una repentina urgencia.
—Allí estaré.
—Entonces, hasta luego.
Al quedarse solo, el sacerdote cerró los ojos y respiró llenándose los
pulmones con aquel aire que contenía aromas a hierba fresca, tierra, resina y
amanecer. Un aire delicioso, húmedo de rocío, que no le despertó ningún
recuerdo.
TERCERA PARTE
18
PADRES

Al llegar a casa disponía de algo más de una hora para prepararse. Un


tiempo demasiado ajustado que intentó gestionar para que fuese suficiente.
Y lo consiguió.
A las nueve y veinticinco, la inspectora Valdeón llamaba al ascensor
desde el rellano de su piso: desayunada, duchada y perfectamente arreglada.
Incluso había tenido tiempo de maquillarse ligeramente, pintarse los labios,
darse rímel en las pestañas y aplicarse una leve sombra marrón en los
párpados para resaltar su mirada; algo que hacía en contadas ocasiones.
También se puso antiojeras al comprobar los estragos que una noche en vela
habían dejado en su cara.
Para vestir había elegido un pantalón vaquero de color negro, un jersey
de cuello redondo gris y un chaquetón de paño granate. Pensó en llevar su
bolso cruzado, pero determinó que quizá necesitaría echar mano al informe del
caso, así es que se decidió en el último momento por la cartera de piel, donde
también metió su inseparable libreta. Antes de salir confirmó, mirándose en el
espejo del recibidor, que no se le notara la pistola en la cintura. Ese chaquetón
nunca se lo había puesto estando de servicio, y no tenía claro que sirviera para
ocultar el arma.
En el portal se encontró con el conserje que, limpiador y paño en mano,
frotaba el mármol de las paredes.
—Buenos días, señorita Elena —saludó, al verla salir del ascensor.
—Buenos días, Matías.
—¿Hoy tiene usted el día libre?
—No. ¡Qué más quisiera! Mi coche no anda fino y he quedado con un
compañero de trabajo para que me lleve al ministerio —se justificó en exceso.
Como muchos otros agentes de la ley, Elena mantenía en secreto su
profesión. Nadie en el edificio sospechaba que era inspectora de Policía, y
sólo lo sabían un puñado de amigos. Una costumbre heredada de tiempos más
peligrosos que le costaba abandonar. Además, tenía que admitir que resultaba
mucho más cómodo y menos comprometido decir que trabajaba como
funcionaria en el Ministerio del Interior; no mentía del todo, y evitaba la
absurda animadversión que muchos ciudadanos sienten por los policías.
—¿Un compañero? —repitió el conserje—. ¿Se refiere a uno alto, rubio
y bien parecido?
—Creo que sí —contestó, sorprendida.
—Hace un rato lo vi mirando los buzones. Cuando le pregunté qué hacía,
me dijo que esperaba a alguien y se marchó.
—Entiendo.
—Está ahí enfrente, junto a un Mercedes de color negro. No me dio
buena espina y lo tenía vigilado. Nunca se sabe.
—Es él. No se preocupe.
—Menudo cochazo. Debe ser un mandamás del ministerio.
—Le van bien las cosas.
—Acabo de hacer café —dijo el conserje, cambiando radicalmente de
tema—. Si tiene unos minutos, la invito. También he comprado cruasanes.
Están recién sacados del horno, como a usted le gustan.
—Se lo agradezco, Matías, pero tengo prisa. Otro día.
—Otro día, claro —repitió el conserje, en un tono lastimero que
evidenciaba frustración.
Aparcado frente al portal y apoyado en el capó del coche, como había
dicho el conserje, esperaba el padre Miguel. Vestía pantalones vaqueros
desgastados, botas de media caña de cuero y una cazadora tipo "Bomber" de
color verde militar. Debajo asomaba un jersey negro con cuello "Perkins",
nombre debido a la prenda que más lucía el actor Anthony Perkins en la
película Psicosis, y que se encontraba a caballo entre el cuello a la caja y el
cuello alto.
—Buenos días, padre.
—Buenos días —respondió él, remangándose la cazadora para consultar
el reloj—. No se moleste, pero dicen que la puntualidad es la virtud de los
mediocres.
—Mira quién fue a hablar, el que lleva un rato merodeando por el
portal.
—¿De eso hablaba con el conserje?
—Pobre. Lo tenía asustado.
—Lo siento mucho. Quería estar seguro de que no me equivocaba de
casa.
—Me da que usted nunca se equivoca.
—Va muy... guapa —dijo el sacerdote, después de dudar.
—Si me lo dice para que yo le diga algo, va listo.
—Vamos. Le he hecho caso y me he vestido de civil. ¿Qué tal voy?
—Bastante bien. La verdad.
—Revisé la ropa que había traído y determiné que eliminar el
alzacuellos no sería suficiente. Así es que, ayer por la tarde, salí de tiendas —
le explicó, al tiempo que le abría la puerta del coche invitándola a entrar—.
Compré ropa deportiva y este conjunto en unos grandes almacenes que no hay
muy lejos de su casa.
—Le felicito.
El sacerdote entró en el coche, se puso el cinturón y arrancó.
—El mérito no es mío —confesó mientras aceleraba con moderación—.
Me asesoró una dependienta que fue muy amable. Dijo que podía volver si
alguna prenda no me convencía.
—Estoy segura de ello.
El coche se adentró en el tráfico, que a esa hora era ya bastante denso, y
enfiló la calle de O´Donnell en dirección a la M30. La carretera de
circunvalación iba atestada, y el sacerdote supo elegir bien los carriles más
rápidos para lograr librarse del atasco que, minutos más tarde, se formó para
salir de Madrid.
—Antes no le di las gracias —dijo el sacerdote, justo cuando accedía a
la autovía.
La inspectora Valdeón lo miró sin entender.
—Cuando me mostró el parque —le aclaró—. Disfruté mucho. Fue un
recorrido realmente delicioso. Sobre todo, aderezado con sus recuerdos.
—No tiene importancia.
—Claro que la tiene. Y por eso se lo agradezco.
—Está bien. Como usted quiera.
La mañana continuaba despejada, y nada presagiaba que no fuese a
continuar así todo el día. Elena se felicitó por haber decidido salir
directamente desde casa, sin pasar antes por la comisaría; de esa manera se
ahorraron sufrir el tráfico infernal con el que se hubieran encontrado, y
ganaron tiempo. No había nada que no pudiera hacer por teléfono. Y eso hacía
en ese momento, ponerse al día de lo que sus ayudantes habían averiguado.
—Anoche nos quedamos hasta las tantas, jefa. Y hoy estábamos aquí de
vuelta antes de las ocho —le contaba el subinspector Santos, con una voz
tomada que lo confirmaba—. Ya hemos terminado con los vecinos de El
Calmo.
—¿Alguna cosa significativa?
—Puede. Le mandaré lo que hemos encontrado.
—Perfecto. ¿Cómo va el tema de los ordenadores? ¿Tenemos algo?
—Los de la Tecnológica se metieron a fondo con ellos y han sacado
chicha de cojones. Esa puñetera página es realmente inmunda. ¿Quiere que le
adelante algo?
—Dale.
—La cuestión es que hay una zona restringida sólo para socios —
continuó Santos—, y es allí donde se realizan los contactos, se intercambian
archivos, vídeos... Ya sabe, toda la mierda. El problema es que, sin una clave
de acceso tenemos la cosa jodida para entrar.
—Entiendo —dijo la inspectora, contrariada—. ¿Qué hay de los correos
particulares y las llamadas telefónicas?
—Creen que podrán tener algo pronto.
—Estupendo. ¿Y del asunto de las sectas satánicas?
—Aún no hemos podido ponernos con ello.
—No importa —dijo la inspectora, consciente de que los estaba
apretando demasiado—. Luego me pasaré por la comisaría. Si averiguáis
cualquier cosa relevante, me llamáis.
—Descuide, jefa.
A los pocos minutos de colgar, recibió un aviso en el teléfono. Se
trataba de un correo enviado por Santos. Se disponía a abrirlo cuando entró
una llamada. Se trataba del comisario Bernedo.
Treinta y cinco minutos más tarde colgaba, con la oreja caliente y
bastante enojada.
—¡Joder con los puñeteros protocolos legales!
—¿Qué pasa? —se interesó el sacerdote.
—El juez que lleva el caso quiere que le tengan al tanto de todo —le
explicó la inspectora, indignada—, y mi superior teme jugarse el culo. Ayer
hablé con él, y ahora he tenido que volver a darle hasta el último detalle de la
investigación. Ya me ha estado oyendo.
—Pues sí.
—¿Cuánto nos queda para llegar?
El sacerdote consultó el navegador.
—Dieciocho minutos.
—¡Mierda!
—¿Algún problema?
—Quería repasar las preguntas que iba a hacerle al muchacho, y no sé si
tendré tiempo —contestó, sacando su libreta de la cartera—. No quiero que se
me olvide nada. Hoy no estoy del todo... —empezó a decir, pero se calló.
—Ha pasado mala noche, ¿no es así?
—¿Tanto se me nota? —preguntó la inspectora, molesta.
—El antiojeras. Ayer no lo llevaba.
—A usted no se le pasa nada, ¿verdad?
—¿Pesadillas?
—Más o menos.
—¿Recuerda cómo eran?
—Raras. No sé... Quizá me sentó mal algo de lo que cené —mintió—.
¿Qué pasa? ¿Que también entiende de sueños?
—No, que va. Mera curiosidad. Lo siento.
—Bueno, basta de cháchara —sentenció la inspectora, al tiempo que
abría su libreta—. Ahora tengo que concentrarme.
El sacerdote recordaba la ubicación exacta de la casa unifamiliar en la
que vivía Marcos Galán, y por esa razón llegaron sin problemas. La calle de
la urbanización estaba medio vacía y pudieron estacionar en la misma puerta
del chalet, muy cerca del todoterreno de la Guardia Civil que estaba allí.
—¿Quedó con el sargento? —se interesó el sacerdote.
—Insistió él. Quería hablar conmigo antes de que viera al muchacho.
Al tiempo que ellos salían del Mercedes-Benz, también lo hizo el
sargento Dávila del 4x4. Se acercó con paso decidido ajustándose el cinturón
del que colgaba su arma reglamentaria.
—Buenos días, inspectora Valdeón —saludó el sargento, tocándose el
ala de la gorra. Luego, asintió mirando al sacerdote—. Padre, no lo había
reconocido vestido de civil.
—Buenos días —respondieron al unísono, antes de que la inspectora
tomara la palabra.
—Quería verme, ¿no es así? —dijo directa.
—Verá —comenzó el sargento, adoptando con sus brazos cruzados una
postura marcadamente defensiva—. Hice lo que me pidió, y hace un rato que
llegó una empresa especializada en limpiar escenarios de crímenes.
—Genial —admitió la inspectora—. Pero usted no ha venido aquí para
hablarme de eso, ¿o me equivoco?
—Pues... no —titubeó—. Lo que quería decirle, es que los padres del
muchacho muerto están en la casa.
—¿Cómo?
—Quieren saber si atraparán al asesino de su hijo. Si se hará justicia.
Están destrozados. Entiéndalo.
—Eso lo entiendo perfectamente. Lo que no llego a comprender, es
cómo sabían que vendríamos. O tal vez sí.
—Esto no es Madrid. Es un pueblo pequeño —comenzó diciendo el
sargento, que descruzó los brazos para abrirlos con las palmas de las manos
hacia arriba—. Aquí todos nos conocemos. Y nos ayudamos, si podemos.
—Ya, sobre todo si uno es el alcalde del pueblo y el otro el sargento del
puesto de la Guardia Civil.
El sacerdote, que se mantenía al margen, dirigió una sutil mirada de
reproche a la inspectora.
—No sea injusta conmigo —oyó decir al sargento Dávila—. Usted no
vive aquí. Yo tengo que lidiar con esos padres todos los días. Están rotos por
el dolor. Sólo quieren hablar con usted unos minutos.
—No es el lugar ni el momento.
—Lo sé, pero...
El ruido de una puerta al abrirse enmudeció al sargento, que desvió la
mirada en dirección al chalet. También lo hicieron la inspectora y el
sacerdote, justo en el momento en el que un hombre y una mujer de mediana
edad salían por la puerta.
—Son los padres —musitó el sargento.
—Me lo imagino —dijo la inspectora, soltando un sonoro suspiro.
—¿Quiere que hable yo con ellos? —se ofreció el sacerdote.
—El hábito no hace al monje, dicen. Aunque me temo que así vestido no
sería lo mismo.
—Tiene razón —admitió el sacerdote, apartándose con disimulo.
Elena observó a los padres mientras se acercaban por el camino
empedrado que unía la puerta del chalet con la entrada situada en la verja,
donde ellos estaban. La indignación que sentía por el comportamiento poco
profesional del sargento se le pasó de golpe al verlos. El hombre era alto y
fuerte, llevaba una camisa de cuadros por fuera del pantalón vaquero, muy
arrugada, y unas deportivas blancas; la mujer vestía un chándal ancho de color
gris y unas zapatillas de casa azules; el pelo, recogido en una coleta, era rubio,
teñido, y por debajo asomaban unas raíces mucho más oscuras. El descuido
que mostraban era evidente, pero lo que más impactó a la inspectora fueron
sus rostros demacrados, de profundas ojeras, labios apretados y miradas
ausentes. Rostros forjados a costa de noches sin dormir y dolor. Los mismos
rostros que, durante muchos años, tuvieron sus propios padres.
—¿Son ustedes los policías que han enviado de Madrid? —soltó el
hombre, a bocajarro, mirando alternativamente a ambos.
—Sí. Yo soy la inspectora Valdeón. Y él es mi ayudante.
—Somos los padres de Julio. Quizá el sargento ya le ha hablado de
nosotros.
—Así es —confirmó la inspectora, lacónica.
—Bueno, nosotros... Mi mujer y yo... Queríamos saber si ya tienen algo.
Si saben quién pudo...
Aquí el hombre se paró en seco, evitando pronunciar las palabras
malditas: "matar a mi hijo".
—Acabamos de hacernos cargo del caso. Estamos siguiendo nuevas y
prometedoras vías de investigación, aunque todavía es pronto para confirmar
nada —contestó la inspectora, adoptando un tono neutro, técnico e
intencionadamente frío.
—El sargento nos ha contado lo de la ermita —dijo el hombre, que
hablaba con voz monótona y taciturna, igual que si estuviera medicado—.
¿Creen que esa chiquillada que hicieron puede estar relacionada con... lo
sucedido?
La inspectora censuró con la mirada al sargento Dávila, que escondía el
rostro a la sombra de la visera de su gorra. Luego, meditó cómo actuar.
¿Chiquillada? —les hubiese contestado—. Profanaron una ermita, causaron
daños en un lugar con valor arqueológico, robaron objetos y luego lo grabaron
todo en vídeo para colgarlo en una página satánica en la internet profunda,
Dios sabe con qué intenciones. Eso no es una chiquillada, es un delito del que
aún no conocemos todas las consecuencias. Y sí, seguramente tenga que ver
con que a su hijo y su amigo los cosieran a puñaladas.
Eso le hubiese dicho de no ser porque, afortunadamente, la inspectora
era una persona sensible y profesional. Dos cualidades que la llevaron a
contestar lo que todo padre al que han matado a un hijo desea oír a un policía.
—Quiero que sepan que, mi equipo y yo, hacemos cuanto está en
nuestras manos para esclarecer los hechos y detener al asesino de su hijo.
Tenemos todos los medios a nuestro alcance, y no les quepa la menor duda de
que lo conseguiremos. Ese malnacido lo pagará.
Que lo pagaría, les dijo; aunque ella, mejor que nadie, sabía que eso no
siempre sucedía.
Las palabras de la inspectora surtieron efecto, y en la mirada
atormentada de aquellos padres apareció un brillo de esperanza. ¿O fueron
lágrimas?
—Nos alegra saberlo —articuló el padre, con dificultad—. Bueno, no
queremos molestarles más. Sólo vinimos para ver qué tal se encontraba
Marcos y hablar con ustedes. Ya nos vamos.
El hombre tomó de la cintura a su mujer —que todo el rato había
permanecido expectante, abrazada a sí misma— y tiró de ella con delicadeza,
invitándola a marcharse. Ésta se dejó llevar, mansa, sin oponer resistencia,
hasta que se giró y fue directa a la inspectora. No se trató de un gesto agresivo,
sino todo lo contrario. De una manera casi reverencial, aquella mujer agarró
las manos de Elena y la miró a los ojos.
—Gracias —le dijo, a través de unos labios cuarteados por la fiebre y
la deshidratación.
La inspectora asintió con la cabeza, incapaz de pronunciar una palabra,
atenazada por la emoción y el frío que le trasmitían aquellas manos heladas.
—Tengo que marcharme —dijo el sargento, al ver alejarse a los padres
calle abajo—. Si necesita algo de mí...
—Lo llamaré, no se preocupe —completó la inspectora, aún turbada.
Claramente liberado de una presión que lo minimizaba, el sargento
Dávila salvó con premura los pocos metros que lo separaban de su vehículo,
entró en él y arrancó sin dilaciones. El bronco motor diesel del todoterreno
rompió el silencio del lugar hasta desaparecer en la lejanía.
—Bueno, nosotros a lo nuestro —resolvió Elena, recuperando la
entereza.
Justo en la entrada del chalet, cuando la inspectora se disponía a
empujar la puerta entreabierta, el sacerdote se giró a medias sin llegar a
mirarla.
—Estuvo bien.
—Les mentí. No tenemos una mierda.
—Eso no es relevante.
—Curiosa afirmación viniendo de un cura.
—A veces la mentira es necesaria. Quién diga lo contrario, miente —
sentenció el sacerdote—. Con sus palabras apaciguó sus almas. Les dio
esperanzas. Quizá esta noche duerman mejor gracias a usted. Lo que importa
es que hizo el bien.
—Engañando.
—Recuerde aquella madre en el hospital. ¿Qué necesidad hay de hacer
sufrir a las personas si podemos ayudarles a abrir un paréntesis de relativa
felicidad? Además, yo confío en atrapar al asesino y recuperar la reliquia,
¿usted no?
—Ya veremos —dijo la inspectora, empujando definitivamente la
puerta.
Nada más entrar al recibidor, notó una temperatura mucho más agradable
que la del día anterior. También un olor a desinfectante y a friegasuelos con
aroma a pino que ocultaba el de la tragedia. Al llegar al salón, cuyas cortinas
corridas dejaban entrar una luz generosa y revitalizante, lo vieron sentado en
un sillón.
—Buenos días —dijo la inspectora, detenida en el umbral—. ¿Es usted
Marcos Galán Fuentes?
—Sí —contestó el muchacho que descansaba con los pies apoyados en
un puf y cubierto hasta la cintura por una manta.
—Somos de la Brigada de Homicidios de Madrid.
—Adelante, les estaba esperando.
La voz meliflua y aniñada del muchacho sorprendió a la inspectora.
También su complexión tan menuda.
—¿Podemos? —preguntó Elena, señalando un par de butacas que había
frente a él.
—Claro.
La inspectora tomó asiento en la más cercana y dejó la otra para el
sacerdote.
—¿Qué tal se encuentra?
—Mejor, gracias.
—Hemos venido porque queríamos hacerle unas preguntas —continuó la
inspectora, directa.
—Ya le expliqué todo a la Guardia Civil.
Elena miró un instante al sacerdote. Un gesto que decía: "aún nadie le ha
dicho que sabemos lo de la ermita".
—Escuche —comenzó diciendo la inspectora, inclinándose un poco
hacia adelante—. El asunto es muy grave. Ha habido un muerto, y usted no ha
contado toda la verdad.
El muchacho abrió mucho los ojos tras sus gafas de pasta. Eran
marrones y tristes. Tenía la cara pálida, enjuta y las mejillas hundidas. En la
frente resaltaba un esparadrapo blanco que tapaba, a medias, un hematoma que
empezaba a tomar tonos verdosos. Su pelo oscuro estaba revuelto y grasiento.
Tampoco contribuía a mejorar su aspecto, desaliñado y enfermizo, una perilla
densa y larga que le cubría la barbilla; ni las gotas de sudor que perlaban su
rostro por completo.
—Sí, lo he hecho —resolvió finalmente, remangándose la sudadera que
llevaba puesta y dejando al descubierto unos brazos escuálidos y lampiños.
La inspectora sacó su teléfono móvil, lo manipuló un instante y después
se lo acercó al muchacho.
Él se incorporó para mirar lo que le mostraba. Tras unos segundos, se
dejó caer pesadamente contra el respaldo del sillón. Abatido.
—¿De dónde han sacado ese vídeo?
—Del lugar donde lo pusieron. La internet profunda.
—¿Voy a necesitar un abogado? —preguntó preocupado.
—Esto no es un interrogatorio, sólo hemos venido a aclarar unas
cuestiones —puntualizó la inspectora—. Queremos que nos cuente lo que pasó
realmente esa noche, cuando su amigo y usted fueron atacados. Sin mentiras.
Ya se ha metido en bastantes problemas. ¿Qué me dice? ¿Va a colaborar?
El muchacho se rascó la perilla con unos dedos largos y huesudos antes
de responder.
—De acuerdo, se lo contaré todo. ¿Por dónde quieren que empiece?
—Por el principio —sentenció la inspectora, sacando su libreta de la
cartera—. ¿De qué conocía a Julio Peña Arístegui?
19
BULLYING

El muchacho se arrellanó con dificultad en el sillón hasta quedar sentado


con la espalda menos vertical.
—Nos hicimos amigos hace algo más de un año —empezó diciendo—.
Fue en las fiestas del pueblo. Durante el concierto de un antiguo grupo de los
noventa. —Entornó los ojos—. No recuerdo el nombre.
—¿Le conocía de antes?
—Claro. Ambos llevamos en el pueblo toda la vida.
—Dice que eran amigos hacía poco tiempo. ¿Por qué?
—El colegio puede ser un lugar muy cruel. Digamos que, de pequeño, yo
no era muy popular. La cosa mejoró cuando comencé a estudiar el Bachillerato
en La Cabrera. Y ahora, en la universidad, creo que lo he superado.
—¿Quiere decir que aquí no tenía amigos?
—No es fácil olvidar lo que a uno le han hecho de pequeño. Las burlas,
los desprecios, los golpes, los escupitajos...
—Julio también fue uno de sus... acosadores.
—Sí. Pero ese día, como le cuento, se acercó a mí y comenzamos a
hablar. Limamos asperezas y terminó pidiéndome perdón por lo sucedido años
atrás.
—Continúe —lo instó la inspectora, al notar que perdía la mirada.
—Él era un chico... ¿Cómo decirlo...? Perfecto. Alto, guapo, simpático...
Era el centro de atención en todas las reuniones. Las chicas lo adoraban, y
tenía infinidad de amigos.
A la inspectora le costaba hacerle la siguiente pregunta por la crueldad
implícita que contenía, aunque era necesario.
—¿Por qué cree entonces que se acercó a usted?
El muchacho tragó saliva.
—Tenía un secreto. Buscaba a alguien con quien compartirlo. Que lo
entendiera.
—¿Un secreto?
—Algo que quizá en Madrid no tenga tanta importancia; pero aquí, entre
las gentes de este pueblo, y siendo su padre quien era, hubiera sido un
escándalo.
—¿Era gay? —se aventuró a preguntar la inspectora.
El muchacho soltó una risotada.
—¡No! Por Dios, no estamos en el Medievo. Era satanista.
El sacerdote, que se había mantenido observante y mudo como
acostumbraba, adelantó ligeramente la cabeza.
—Entiendo —musitó la inspectora.
—Aquella noche, después del concierto, me llevó a su casa. Sus padres
no estaban y subimos a su habitación. Allí me habló del verdadero significado
del satanismo. De la filosofía de vida que escondía. Y quedé impresionado.
Incluso me dejó un libro.
La inspectora echó mano a su cartera.
—¿Se refiere a éste? Lo encontramos en su cuarto.
El muchacho lo miró sin cogerlo. Elena lo dejó sobre la mesa baja que
tenían delante.
—Sí. Me mostró un nuevo camino. Podría decirse que por fin vi la luz.
Hablaba de quererse a uno mismo. De disfrutar de los placeres de la vida, de
la importancia del "yo" frente al "todos". Ya había sufrido a los falsos
católicos, que rezan por la mañana y pecan por la tarde. Que se llenan la boca
con la idea de ayudar al prójimo y luego olvidan a sus propios hijos.
—¿Está hablando de sus padres? —La pregunta le salió sin pensarlo.
—Hablo en general. De ellos también.
—¿Qué pasó después? —lo animó la inspectora, al notar que flaqueaba
su ánimo.
—Me contó que había pertenecido a un grupo que realizaba misas
negras y rituales. Gente de fuera con los que quedaba por internet. Y que al
final se había cansado de tanta orgía y asesinato de animales. Dijo que no eran
más que aficionados, y que él deseaba encontrar a los auténticos adoradores
de Satán. Quería subir un peldaño y llegar a lo más alto. Decía que sólo así se
podrían lograr cosas maravillosas. Que el Diablo es generoso con aquellos
que lo sirven bien. Me confesó que había dado con una página web donde
reclutaban adeptos. Algo realmente serio.
—Serio —repitió la inspectora, intentando no sonar irónica—. ¿Qué
pasó después?
—Me propuso hacerlo juntos. Entrar a formar parte de la élite. Estaba
entusiasmado con la idea. Y yo también. Aunque había un problema.
—¿Cuál?
—Ser admitido no resultaba fácil. Era necesario demostrar que se tenía
auténtica devoción, y que se estaba dispuesto a hacer cualquier cosa. En
aquella página web había muchos que lo intentaban, colgando fotos o vídeos
exhibiendo todo tipo de perversiones, pero pocos lo conseguían. Un día, Julio
me dijo que tenía la solución. Un golpe de suerte que nos daría la entrada al
verdadero paraíso.
—La ermita —concretó la inspectora.
—Sí. Su padre le había hablado de la cripta, de los nichos intactos que
habían encontrado, y vio la oportunidad. Una profanación a un lugar santo, un
robo de huesos, era perfecto para que fuésemos admitidos en la secta El
Tártaro. Eso dijo. Y me convenció.
—Vale. Hemos visto el vídeo de la ermita —intervino la inspectora—.
¿Qué pasó después?
—Julio lo colgó en esa página web y esperamos. A los pocos minutos se
convirtió en el más visto con diferencia. Miles de descargas. Pasada una hora
empezaron a llegar un montón de ofertas por los huesos que habíamos robado.
Fue increíble.
Aquel muchacho, hasta el momento, no le había contado nada que no
supiera o intuyera. La inspectora Valdeón no era ninguna principiante, ni ésa su
primera interacción con un testigo. Esperaba algo que no terminaba de llegar.
Sin embargo, mantenía la calma y lo dejaba hablar. Nunca era fácil obtener la
verdad. Con aquel chico —manifiestamente débil e influenciable— sabía que
lo conseguiría si le dejaba tiempo, el necesario para que pudiera convertir su
historia en una suerte de redención.
—Finalmente, una secta de Valencia pujó por los huesos y Julio se los
vendió por quinientos euros. Aún lo estábamos celebrando cuando, ese mismo
día, recibimos el mensaje de alguien que se interesaba por el cofre.
Llegado a este punto, el muchacho se detuvo. Se le notaba fatigado.
Respiraba con dificultad y le temblaban las manos.
—¿Se encuentra bien? —preguntó la inspectora.
—No es nada. Nunca he tenido muy buena salud. El médico dijo que
tardaría en recuperarme más días de lo normal.
—¿Quiere que le traigamos algo de beber? ¿Agua?—intervino el
sacerdote—. Puedo prepararle una infusión, si le apetece.
—No es necesario, gracias.
—Hablaba del cofre —recondujo la inspectora—. Continúe, por favor.
El sacerdote apoyó los codos en las rodillas, entrecruzó las manos y
puso la barbilla sobre ellas. Su atención era máxima.
—Ya lo han visto en el vídeo. Era pesado e iba envuelto en un paño
dorado.
—¿Qué había dentro? —preguntó Elena, mirando al sacerdote de reojo.
—No estoy seguro —respondió el muchacho, conteniendo un ataque de
tos—. Lo vi sólo un momento. Parecía un recipiente. Muy tosco. Hecho de un
metal medio oxidado.
—¿Estaba sellado? —intervino el sacerdote.
—Creo que sí. Con una especie de pasta roja.
—Cera teñida con cinabrio —puntualizó.
—Como usted diga. No lo abrimos. Al menos en mi presencia. Julio
pensó que quizá fuese algo tóxico. Incluso venenoso.
—¿Por qué dice en su presencia? —preguntó la inspectora.
—Julio se llevó el cofre a su casa. Dijo que prefería tenerlo él mientras
negociaba. Por si querían verlo de nuevo online, o cualquier otra cosa.
—¿Cuándo sucedió eso?
—Un par de días antes de que nos atacaran.
La inspectora, de vez en cuando, tomaba sucintas notas en su libreta.
—Continúe.
—El día en que sucedió todo, vino por la mañana con el cofre. Me contó
que había llegado a un acuerdo con el comprador. Cinco mil euros. Estaba
eufórico.
—¿Por qué lo trajo aquí?
—Había quedado con una persona para la venta, y en su casa iban a
estar sus padres.
—¿Le dijo de quién se trataba?
—Un anticuario de Madrid. No me explicó más.
Por fin algo sustancial, pensó la inspectora mientras tomaba nota.
—¿Qué sucedió después? —preguntó, esperanzada en que en los
siguientes minutos se desvelaran detalles claves para la investigación.
—Pasamos un buen rato hablando de lo que íbamos a hacer con el
dinero y todo eso...
El muchacho detuvo de nuevo su discurso para toser. La voz, después, ya
no era la misma. Resultaba más grave. Más... enfermiza.
—También fabulamos con la posibilidad de ser admitidos en la secta El
Tártaro.
—Ya queda poco —lo animó la inspectora, luchando entre el deber de
seguir apretándolo y la lógica de dejarlo descansar.
—Habíamos recibido una felicitación por parte del administrador de la
página, que era como decir del Gran Maestre de la secta —continuó el
muchacho—. Estábamos supercontentos, muy animados. Y entonces pasó algo.
Recuerdo que era media mañana. Estábamos bebiendo a morro de una botella
de ron junto al cofre cuando Julio se puso muy serio. Tío, me dijo, ¿y si nos
están engañando? ¿Y si esta cosa vale más? Hemos dado por hecho que es una
baratija, me saltó, pero si el trapo es de oro valdrá por lo menos diez veces lo
que nos han ofrecido. No supe qué decir. Para mí, cinco mil euros eran ya un
pastizal. Él, sin embargo, se había rallado con la idea de que podríamos
sacarle mucho más y volvió a contactar con el comprador.
—¿Llegaron a un acuerdo? —quiso saber la inspectora, intuyendo el
posible móvil del crimen.
—Julio calculó que aquel trapo pesaría un kilo y le pidió cincuenta mil
euros.
—Vaya. ¿Aceptó?
—Dijo que tendría que consultarlo con su cliente y que volvería a
llamar.
—¿Cliente?
—Eso dijo, sí.
—¿El contacto se hacía por teléfono?
—Sí.
—¿Con el teléfono de su amigo?
—Sí.
—¿Qué sucedió después?
—Nos quedamos esperando todo el día en mi casa. Yo le dije que la
había cagado al ser tan ambicioso. Él se mostraba convencido de que
terminaría llamando, aunque fuese para hacerle una contraoferta. Sacaremos
más, decía, sólo tenemos que darle tiempo.
—No volvió a llamar.
—No.
—Vayamos al momento de los hechos.
—Vale.
—Sé que no le será fácil hablar de lo sucedido, pero es absolutamente
necesario. Si lo desea, podemos hacer un descanso —sugirió la inspectora,
acongojada con el lamentable aspecto del muchacho, que parecía empeorar
por segundos.
—Estoy bien. Prefiero terminar cuanto antes con esto.
—Como quiera. Le escucho.
—Básicamente, lo que sucedió no dista mucho de mi primera
declaración a la Guardia Civil. Excepto por un detalle: vi al agresor.
La inspectora se revolvió en el asiento. Eso no se lo esperaba, y era
genial. Lo hubiera instigado para que continuara de inmediato, no obstante se
contuvo, y dejó que el chico cogiera aire y se recuperara de la fatiga que lo
aplastaba como una losa.
—Sucedió mientras jugábamos con el ordenador —prosiguió relatando,
tras una breve pausa—. Ambos teníamos puestos los cascos y estábamos muy
metidos en la partida. En un momento dado, por el rabillo del ojo, vi abrirse la
puerta de mi cuarto. Lo primero que pensé fue que serían mis padres. No tenía
sentido, ya que sabía que estaban en África, pero no se me pasó por la cabeza
que pudiera ser nadie más. El resto sucedió muy rápido.
—Ya. Dijo que pudo ver al agresor —insistió la inspectora, agarrada a
tan suculento dato.
—Y así fue. Julio seguía concentrado en el juego mientras yo me quitaba
los cascos y me levantaba de la silla al verlo entrar.
—¿Puede describirlo? —preguntó Elena, conteniendo la tensión con el
bolígrafo en la mano igual que haría un piloto de Fórmula 1 en la línea de
salida con el acelerador.
—Estábamos en penumbras. La única luz que había en la habitación
provenía de la pantalla del ordenador, y no era mucha. Jugábamos al "Outlast
2", un survival de terror en primera persona bastante oscuro. Sin embargo, vi
lo suficiente para saber que se trataba de un hombre alto, más de un metro
ochenta, delgado y con el pelo corto.
—¿Qué más puede decirme de él?
—Vestía de oscuro. Una cazadora, tal vez. Me pareció sorprendido,
como si no esperara encontrarnos allí. Por un instante se quedó quieto. Luego
dijo: ¡Mierda!, y se abalanzó sobre mí. Ni siquiera vi el cuchillo, sólo noté un
terrible dolor en el abdomen, como si me quemaran por dentro, y me caí de
lado golpeándome la cabeza contra algo. Quizá la mesa. Cuando me desperté
todo estaba lleno de sangre, y mi amigo inmóvil sobre la cama. Entonces fue
cuando llamé al puesto de la Guardia Civil.
—¿Y el cofre? —intervino el sacerdote.
—Había desaparecido.
—¿Qué edad le calcula al asesino? —dijo Elena, centrando las
preguntas en lo que consideraba realmente importante.
—Uff... —bufó el muchacho—. No sabría decirle. Se movía rápido.
Entre treinta y cuarenta.
—¿Algún rasgo más de él que recuerde? Tatuajes, pírsines, alguna
cicatriz...
—No vi nada más, lo siento. Lo que sí puedo decirles es que tenía
acento francés.
—¿Está seguro?
—Estudio francés como segundo idioma. Tengo una profesora nativa. Le
aseguro que esa "r" de "mierda" era de un "franchute".
La inspectora Valdeón tomó nota y levantó la cabeza satisfecha. Sin
esperarlo, había conseguido los suficientes datos como para dar un giro
esperanzador a la investigación.
Entonces se fijó en el muchacho. Allí tumbado como un polluelo
empapado, reclamaba a gritos un descanso. Sin embargo, aún le quedaba una
última pregunta por hacerle.
—¿Por qué mintió en su primera declaración? Comprendo que intentará
ocultar el robo en la ermita, pero se cometió un asesinato y usted estuvo a
punto de morir. ¿No quiere que atrapemos al asesino?
—¡Claro que quiero! —exclamó el muchacho, haciendo un esfuerzo por
continuar—. Siento haberles mentido. Entiéndanlo... Mientras esperaba a que
llegara la Guardia Civil tuve tiempo de pensar. Fue un acto defensivo,
probablemente un error... Julio ya estaba muerto, y eso no iba a cambiarlo
nadie. Trataba de no echar más leña al fuego.
El muchacho dirigió la mirada a la ventana, como si pudiera ver todo El
Calmo a través de ella.
—¡Satánico! ¿Se imaginan lo que eso significa en un lugar como éste?
—continuó, con la voz quejumbrosa—. La situación en el pueblo se volverá
insostenible. Me convertiré en un marginado, un apestado, un paria... Otra vez.
Elena se mordió el labio inferior antes de hablar. Tenía que ser sincera.
—De momento no tiene por qué ser así, aunque tarde o temprano se
sabrá.
—Lo sé.
La inspectora Valdeón cerró la libreta y apoyó las manos en sus muslos,
aventurando que iba a incorporarse.
—Por mí, no hay más preguntas —concluyó, mirando al sacerdote.
—Por mí tampoco —corroboró él.
—Le agradecemos su colaboración. Si necesitamos algo más se lo
haremos saber —concluyó, levantándose de la butaca definitivamente.
El sacerdote la imitó.
Ya se encaminaban en dirección a la puerta cuando escucharon la voz
del muchacho.
—¿Quieren saber algo?
Ambos se volvieron. El sol que entraba por la ventana, tamizado por un
cielo que empezaba a nublarse, incidía sobre él resaltando su piel blanquecina
y ensombreciendo su mirada.
—Jamás nadie se había preocupado tanto por mí como hasta ahora —
musitó, estirando la manta para taparse el pecho—. Desde que volví del
hospital mucha gente del pueblo ha venido a visitarme. A saber qué tal estoy, a
ofrecerme su ayuda, a interesarse por mí... Es algo muy especial. Algo que no
había sentido... nunca.
Sin hablar, ambos asintieron y se marcharon. Ya en la puerta del chalet,
camino del coche, ante el mutismo de la inspectora, el sacerdote se animó a
preguntar.
—¿Qué piensa del muchacho? ¿Le cree?
—Su historia es coherente. Sobre todo, teniendo en cuenta su lamentable
experiencia vital—respondió ella—. Aunque eso no es relevante, lo
importante es corroborar su declaración. Si encontramos coincidencias,
podremos pensar que dice la verdad.
—Lo he visto mal. ¿Usted qué opina?
—Que quizá le dieran el alta demasiado pronto —respondió, al tiempo
que sacaba su teléfono móvil.
Esperó a estar dentro del coche para marcar.
—Soy la inspectora Valdeón.
—Dávila. La escucho —se oyó al otro lado de la línea.
—Hemos terminado de hablar con el testigo —dijo ella, marcando
distancias con el muchacho—. Lo hemos notado bastante débil. Convendría
que algún profesional le echara un vistazo. ¿Puede usted encargarse?
—En un rato lo recogeré y lo llevaré al centro de salud —contestó el
sargento, solícito.
—Quizá sería mejor no moverlo —sugirió la inspectora.
—Tiene razón. Haré que algún médico se acerque a su casa.
—Eso sería perfecto.
El sacerdote tamborileaba los dedos sobre el volante mientras la
escuchaba.
—¿Ha ido todo bien, inspectora? —preguntó el sargento, con timidez.
—Sí —contestó ella, escueta, con el fin de no hacerle partícipe de las
novedades sobre la investigación.
Dávila entendió.
—Bueno, ¿alguna cosa más?
—Nada. Muchas gracias —dijo ella, y colgó.
Al hacerlo, vio en la pantalla del teléfono el icono que indicaba que
tenía un correo. Recordó lo que le había dicho Santos y se dispuso a abrirlo.
El sacerdote, entretanto, arrancó el coche.
—Creo saber quién es el autor de aquella inscripción.
—¿Cómo dice? —preguntó Elena sin mucho interés, concentrada en leer
el archivo de texto.
—En la ermita. El símbolo de san Benito. Su medalla —explicó,
tratando de llamar su atención.
—¡Ah! —dijo por fin, mientras pasaba pantallas del teléfono con el
dedo—. ¿Quién?
—Ya lo verá. Es una intuición. Déjeme comprobarlo.
—¿Piensa que será útil?
—Quizá. No lo sé. No perdemos nada por intentarlo. Está aquí cerca.
¿Vamos?
La inspectora sopesó la posibilidad antes de asentir. Aquel sacerdote no
daba puntada sin hilo. Si a él le parecía importante, seguro que lo era.
Además, así podría terminar de leer el mensaje.
Salieron de la urbanización, se adentraron de nuevo en el pueblo y
cruzaron la plaza en dirección norte para tomar una empinada cuesta que
desembocaba en una plazuela. No tardaron mucho en llegar. El sacerdote
detuvo el vehículo junto a una fuente de piedra y esperó a que la inspectora
levantara la cabeza del móvil. Se mostraba extremadamente concentrada en lo
que leía, y tardó en hacerlo.
—Es allí —se animó a decir entonces el sacerdote.
Elena miró en la dirección en la que señalaba con el dedo.
—¿La iglesia?
—Sí —respondió el sacerdote—. Sólo un hombre de fe conoce las
virtudes de esos símbolos.
—¿Me está hablando del cura del pueblo? —preguntó ella, visiblemente
contrariada.
—Sí, ¿por qué le extraña?
—Verá —comenzó diciendo—. Acabo de terminar de leer el informe
que me envió el subinspector Santos. Parece que había dos vecinos más en el
pueblo con antecedentes: Pedro Almeida Zarzo, sesenta y cuatro años, agente
de bolsa. Hace unos años fue condenado por lesiones. Maltrataba a su mujer.
No era la primera vez que le pegaba y cumplió siete meses de cárcel. Ahora
están divorciados y desde hace uno vive aquí con su actual pareja. De
momento no ha vuelto a meterse en líos.
La inspectora resumía los datos según pasaba las páginas en el móvil.
—El otro se llama Lázaro Cabañero Colina, sesenta y siete años.
Sacerdote. Daba clases en un colegio religioso de Burgos. Hace quince años
fue acusado de realizar tocamientos a menores. Las pruebas no fueron
concluyentes y terminó siendo absuelto. Dos años después reincidió. Esa vez
sí pudo ser inculpado por abusos y pasó cuatro años en la cárcel. Al salir, la
diócesis lo retiró de la enseñanza y le concedió una parroquia suficientemente
alejada del escándalo. ¿Adivina dónde?
—En El Calmo.
El tono impasible con el que respondió, y la forzada caída de párpados,
dispararon la imaginación de la inspectora. Claramente irritada se reacomodó
para mirarlo de frente.
El cuero del asiento crujió varias veces antes de que se escuchara su voz
acusadora.
—Usted lo sabía, ¿no es así?
El sacerdote asintió con la cabeza.
—¿Un hombre de fe, dice? ¡Ja! —se jactó la inspectora—. Un
indeseable, diría yo. ¿Cuándo pensaba contármelo?
—No consideré que fuese relevante para el caso.
—¡Eso tendré que decidirlo yo, ¿no le parece?! —exclamó,
prácticamente gritando.
El sacerdote, impasible, fijó sus intensos ojos azules en la inspectora
antes de responder.
—Usted maneja la asertividad de una manera extraordinaria. Una
notable cualidad que demuestra dignidad y seguridad en sí misma. Algo
imprescindible para un líder. Y usted lo es. —El sacerdote hablaba pausado,
articulando perfectamente, igual que si diera una conferencia—. Sin embargo,
a veces abandona ese espacio de equilibrio entre la agresividad y la pasividad
a la hora de defender sus derechos o expresar sus opiniones. Y siempre por el
mismo motivo.
—¿De qué está hablando?
—Los abusos a menores. La pederastia.
La inspectora volvió la cabeza, resoplando.
—Es algo execrable, por supuesto —admitió él—. Una lacra para la
sociedad, un acto abominable que también ha salpicado a la Iglesia. Pero usted
sabe, igual que yo, que un pervertido sexual no es el perfil que buscamos.
El sacerdote dejó en el aire sus últimas palabras y abrió la puerta del
coche.

—¿Adónde va? —preguntó la inspectora en un tono mucho más


calmado, rozando la normalidad.
—A hablar con el párroco.
20
PENITENCIA

La arquitectura de la iglesia era sencilla y funcional: muros lisos de


granito, tejado a dos aguas de tejas rojas, y puertas y ventanas rematadas con
arcos de medio punto sin adornos. No tenía vidrieras ni ningún otro detalle
sobresaliente; tan sólo la torre campanario con reloj y el anexo porticado de
su lado norte con bancos de piedra, destacaban en el conjunto.
Frente a la puerta de roble de doble hoja y remates de hierro, con el sol
parcialmente oculto tras el campanario, el sacerdote se detuvo.
—Preferiría ser yo quien hablara. ¿Le importa?
Un viento frío barría la plazoleta arrastrando hojas y agitando las ramas
de los árboles que la rodeaban.
—Por mí, perfecto. No tengo nada que preguntarle a ese cura —
respondió la inspectora, con las manos en los bolsillos de su chaquetón.
—Bien. Entonces, adelante —resolvió, empujando la pesada puerta.
El interior era cálido, y olía a incienso y madera. La nave principal tenía
el suelo de listones anchos de castaño, y en las paredes encaladas se veían
imágenes de santos y de vírgenes. Tallas oscurecidas, con policromía
desgastada, que mostraban orgullosas su antigüedad. El sacerdote dio unos
pasos hasta la pila de agua bendita. Era de mármol gris veteado, relativamente
nueva. Introdujo el dedo índice y el corazón y se persignó realizando a la vez
una genuflexión.
—Parece que no hay nadie —dijo la inspectora, recorriendo con la
mirada el espacio vacío y silencioso.
—Quizá esté en la sacristía.
Haciendo resonar los zapatos sobre el suelo de tablillas, ambos
recorrieron el camino que se abría en el centro de la nave, entre los bancos de
madera. Al llegar al altar —un trapecio invertido de granito— el sacerdote se
paró y levantó la mirada hacia un Cristo de factura realista que agonizaba en la
cruz. Inmóvil, inclinó la cabeza, cerró los ojos y comenzó a rezar. La
inspectora, que no disimulaba su indiferencia, esperó hasta que sus labios
dejaron de moverse.
—¿La sacristía está..?. —preguntó, señalando en todas direcciones.
—Por allí —concretó el sacerdote, indicando una puerta a su izquierda.
Ya se encaminaban hacia ella cuando, de pronto, se abrió y vieron
aparecer un cura vestido con una larga sotana. Era bajito, un metro cincuenta y
cinco escaso, enjuto de carnes y de movimientos ágiles.
—¿En qué puedo ayudarles? —preguntó, antes de detenerse junto a
ellos.
El sacerdote dio un paso en su dirección.
—Buenos días. Buscamos al padre Lázaro. ¿Es usted?
—Así es. ¿Quiénes son ustedes?
Su voz era rasposa y profunda, y resultaba incoherente saliendo de un
cuerpo tan diminuto.
—Ella es Elena Valdeón, inspectora de la Brigada de Homicidios de
Madrid. Y yo soy el padre Miguel.
El párroco entornó los ojos y ladeó un poco la cabeza.
—Aquí está mi acreditación como nuncio del Vaticano —añadió el
sacerdote, intuyendo la desconfianza.
El párroco, tenso como el tirante de acero de un puente, se asomó al
carnet que le mostraba. La única luz que había en la iglesia provenía de las
ventanas, y no era mucha. Tuvo que coger la identificación y acercársela a los
ojos para poder leerla. Al terminar, se la devolvió con veneración.
—Padre Miguel, ¿a qué debo el privilegio de su visita?
—Colaboro con la inspectora en la investigación del crimen cometido
en el pueblo. Supongo que está al tanto.
—Una terrible tragedia. No se habla de otra cosa desde hace días —dijo
el párroco, desviando la mirada hacia el techo antes de santiguarse.
—Querríamos hacerle algunas preguntas.
—¿A mí? ¿Unas preguntas? —repitió extrañado—. ¿Qué puede saber un
pobre párroco de pueblo de un crimen tan espantoso?
—Usted conoce a sus fieles, ¿verdad?
—A casi todos —respondió, entrecruzando las manos a la altura del
pecho—. A la víctima la conocía porque su padre es el alcalde del pueblo y a
veces lo veía en el ayuntamiento. Al otro muchacho, sólo de oídas. Sé que sus
padres son médicos, y poco más. Los jóvenes apenas vienen ya a las iglesias.
Se está perdiendo la fe.
—Qué raro —saltó la inspectora, caústica.
El sacerdote la censuró con la mirada. Ella hizo caso omiso de la
advertencia y clavó su mirada en los ojillos esquivos del párroco antes de
continuar.
—Sólo digo que, con el empeño que ponen algunos curas en "inculcar" a
los niños "sus valores" cristianos, me extraña que eso suceda —concluyó,
remarcando algunas palabras.
El sacerdote suspiró con disimulo y sacó su teléfono móvil.
—La cuestión, padre Lázaro —dijo mostrándoselo—, es que me gustaría
saber si reconoce estos símbolos.
El párroco miró la pantalla y no tardó ni un segundo en responder.
—Pertenecen a la medalla de san Benito.
—Exacto. La fotografía fue tomada en la ermita. Estaban grabados en
uno de sus muros.
—La ermita —repitió el párroco, meditabundo—. Ya estaba abandonada
cuando llegué al pueblo. Al principio traté de cuidarla. Subía una vez a la
semana para retirar la tierra y las hojas que entraban por los postigos sin
cerrar, y reponer con cartones las ventanas rotas. Fue inútil. Al poco tiempo se
cayó parte del tejado y la ruina la invadió.
—Sin embargo, usted continuó yendo, ¿no es así?
—Le resultará insólito, padre Miguel, pero en aquel lugar abandonado y
medio derruido era donde más claramente percibía a Dios.
—¿Sólo a Dios?
La pregunta del sacerdote extrañó a la inspectora.
No así al párroco, que parecía esperarla a tenor de su inmediata
respuesta.
—El mal también habitaba allí. Latente —dijo, grave en el tono.
—¿Qué tipo de mal? —preguntó el sacerdote.
—Un mal primigenio y brutal que luchaba por escapar. Un mal...
demoniaco.
Hubo un rápido intercambio de miradas entre el sacerdote y la
inspectora antes de que el párroco continuara hablando.
—Y no sólo lo percibía yo. Esas fuerzas malignas tan poderosas
atrajeron a los adoradores de Satán. Durante los últimos años allí celebraban
misas negras, orgías, aquelarres... Y llevaban a cabo sacrificios de animales
en honor al Príncipe de las Tinieblas. Tenía que ponerle remedio.
La inspectora resopló impaciente. El sacerdote prosiguió sin darse por
aludido.
—Por eso grabó los símbolos.
—Sí.
—¿Los vio alguna vez? A la secta que actuaba en la ermita, me refiero.
—Únicamente las señales de sus inmundos actos. Yo recogía los gatos y
perros destripados, y limpiaba la cera negra, la sangre y el semen derramado
sobre el altar. Lo hice hasta que cerraron la puerta con un candado. Sabía que
seguían entrando a través de las ventanas, pero no me veía capaz de hacerlo
yo. Fue cuando decidí brindarle protección a la ermita.
—¿Cree que era gente del pueblo?
—¡Cómo saberlo! Dios no me ha bendecido con el don para reconocer
las ovejas negras dentro del rebaño.
—De eso estoy segura —apostilló Elena.
El sacerdote movió la cabeza de un lado a otro.
—Dígame, padre Miguel —oyeron decir al párroco, impermeable a los
ataques de la inspectora—. Usted está aquí asesorando en la investigación.
Todo un nuncio del Vaticano. ¿Acaso el santo padre piensa que el Diablo ha
podido tener algo que ver con la muerte de ese muchacho?
—Permítame, padre Lázaro, que me reserve la respuesta.
—¡Lo que me faltaba por escuchar! —rezongó la inspectora,
mordiéndose el labio inferior.
—Deben andar con cuidado —continuó el párroco—. El mal ha salido.
—¿A qué se refiere? —preguntó el sacerdote.
—A la ermita. Ya no lo siento.
—Bueno, esto es demasiado para mí —estalló la inspectora, girándose
con brusquedad—. Le espero en el coche.
—Iré enseguida —contestó el sacerdote levantando la voz mientras la
veía alejarse entre los bancos, en dirección a la puerta de salida.
—Ella no cree en Dios, ¿verdad? —preguntó el párroco.
—Tiene sus razones.
El sacerdote aguardó hasta que desapareció el sonido de sus tacones
reverberando contra los muros, y entonces extendió las manos con las palmas
hacia arriba en dirección al párroco.
—Cójalas.
El párroco obedeció. Nada más hacerlo, su cuerpo menudo se
estremeció recorrido por un escalofrío que lo heló de pies a cabeza.
Temblando, miró al sacerdote como si lo viera por primera vez. Invadido por
un arrebato místico, entornó los ojos igual que haría alguien al observar un
objeto muy luminoso para evitar que se le dañaran, y comenzó a rezar en
susurros.
—¿No desea confesarse, padre Lázaro?
Le costaba despegar los labios, y sólo fue capaz de asentir con la
cabeza.
—Bien —dijo el sacerdote, apretándole las manos—. Sentémonos.
Estaremos más cómodos.

Ya en el exterior, la inspectora agradeció el viento gélido que


atravesaba el pueblo. Tenía las mejillas incendiadas de indignación, y le vino
muy bien poder enfriarlas. Se encaminaba hacia el coche cuando se percató de
que no tenía las llaves. Ni siquiera sopesó la posibilidad de regresar a la
iglesia para conseguirlas. No estaba dispuesta a volver a ver la cara de ese
párroco abusador de niños en toda su vida.
Apoyada en el capó, sacó su teléfono móvil y marcó el número de la
subinspectora Arieta. En aquel instante necesitaba hablar con alguien
totalmente racional y maduro, y el subinspector Santos no era la mejor opción.
Al tercer timbrazo descolgaron.
—Buenos días, Arieta.
—Buenos días, jefa.
—¿Qué me puedes contar?
—Algunas cosas buenas y otras malas. ¿Por cuáles empiezo?
—Siempre las malas.
—Resulta que el comisario Bernedo ha decidido no arriesgarse y nos ha
pedido que esperáramos la autorización del juez para continuar revisando los
ordenadores y el móvil de la víctima.
—¡Si tenemos la autorización de sus padres!
—Cuestiones legales, ya sabe cómo va esto. Por cierto, aprovechando
que está en el pueblo, intente conseguir el permiso del herido para husmear en
su ordenador. Y recuerde que no tenemos su móvil.
—Tienes razón —admitió la inspectora, maldiciendo por tener que
volver a molestarle.
—Y ahora las buenas.
—Eso espero.
—Antes de que se paralizase la investigación en la Tecnológica,
tuvieron tiempo de encontrar algunas cosas interesantes. ¿Quiere que se las
cuente ahora?
—Me habló Santos de ello. Enseguida vamos para la comisaria. ¿Qué
más tenemos? ¿Algo sobre las sectas satánicas? —Estaba claro que desde que
empezara con el caso, lo satánico no había dejado de aparecer constantemente,
y no cabía duda de que, por algún motivo que aún se le escapaba, tenía que
estar relacionado con el crimen.
—Santos y yo estamos acabando. Cuando llegue tendremos un informe
detallado sobre ellas. Va a alucinar con lo que hemos encontrado.
—Estoy segura. ¿Algo más?
—En principio... eso es todo.
—Perfecto. Ahora quiero que me escuche atentamente.
—Claro, jefa.
—¿Recuerda, hace unos cinco años, el follón que se montó por el robo
masivo en iglesias y ermitas de toda España? Imágenes, cuadros, mobiliario
antiguo... Incluso cálices. Se llevaban cualquier cosa de valor.
El silencio al otro lado de la línea obligó a la inspectora a aportar más
datos.
—Se logró desarticular la banda que perpetraba los robos: tres
españoles y un italiano, pero nunca se encontró al anticuario a través del cual
se movían las piezas desde Madrid hasta sus verdaderos destinatarios.
—¡Ahora caigo! —exclamó la subinspectora Arieta.
—Sé que se encargó del asunto una división especializada de la Guardia
Civil, y me gustaría que localizara al oficial al mando de la investigación y le
preguntara algo. ¿Tiene donde apuntar?
—Siempre.
—Quiero saber si alguno de los anticuarios que interrogaron coincide
con esta descripción: alto, delgado, de entre 35 y 45 años y, sobre todo, con
acento francés. ¿Ha tomado nota?
—Sí, jefa. No me diga que tenemos una pista.
—Quizá. Ponte a ello. Nos vemos en un rato.
Tras colgar, miró su reloj y se abrochó el chaquetón hasta el cuello. Si
ese jodido sacerdote tarda mucho en salir, pensó, va a encontrarse a una
inspectora congelada.

En el interior de la iglesia la temperatura era mucho más agradable. Si


hubiera vuelto, Elena podría haber entrado en calor mientras esperaba; y,
además, no se habría encontrado con el párroco, ya que aún permanecía
sentado en el primer banco, junto al altar, confesándose con el padre Miguel.
Desde la puerta, sólo habría distinguido dos bultos inmóviles, inclinados el
uno sobre el otro, y hubiera oído un leve murmullo lejano; palabras
ininteligibles que desaparecerían al poco de ser pronunciadas igual que si
nunca hubiesen existido.
Sin embargo, había alguien que sí las escuchaba.
Curiosa estampa era aquella: un hombre joven, bien parecido y vestido
casual que, en actitud condescendiente, atendía a un anciano con sotana,
sumiso, que le hablaba en susurros con la voz temblorosa.
El sacerdote, con una mano apoyada en el hombro del párroco, seguía el
relato de su confesión con suma atención, asintiendo de vez en cuando y
apretando los ojos cuando la dureza de lo que escuchaba le estremecía.
Al terminar, quince minutos después de que la inspectora Valdeón
abandonara la iglesia, el párroco levantó la cabeza y lo miró avergonzado.
—Eso es todo, padre Miguel.
El sacerdote se enderezó, retiró la mano de su hombro y la posó en el
banco de madera antes de hablar.
—Son terribles sus actos.
—Lo sé.
—Les robó la inocencia, que es uno de los pecados más infames que
existen.
—Estoy arrepentido —gimió el párroco, ante la severa mirada del
sacerdote.
—Dios concedió a sus hijos el libre albedrío para que eligieran, y tú
tomaste el camino equivocado.
El párroco se mostraba suplicante, con los ojos encharcados en lágrimas
y el gesto desencajado.
—Estoy arrepentido —insistió.
El sacerdote, con suma lentitud, acarició el rostro envejecido del
párroco y, al instante, a éste se le abrieron los ojos y la boca como si entrara
en éxtasis.
—¿Tendré su perdón? —preguntó, cuando fue capaz de articular
palabra.
—Llegado el momento volveré y le encomendaré una tarea: su
penitencia —respondió el sacerdote—. Una pesada carga que deberá llevar si
desea expiar tan aborrecibles pecados. ¿Está dispuesto a soportarla?
—Sí, sí —repitió, al tiempo que cogía su mano entre las suyas y la
besaba con fruición.

La inspectora Valdeón empezaba a tiritar cuando el padre Miguel salió


de la iglesia. Lo vio caminar resuelto hacia el coche, abrirlo y entrar en él sin
decirle una sola palabra ni mirarla. Esperó a que ella también se metiera en el
vehículo y arrancó.
—¿Adónde vamos ahora? —preguntó, circunspecto.
—De nuevo a casa de Marcos Galán. Necesito su móvil y una
autorización para poder hurgar en él y en su ordenador.
—Bien —dijo el sacerdote, y aceleró.
Minutos después aparcaban frente al chalet. La inspectora se disponía a
salir cuando la voz del sacerdote la detuvo.
—Si no le importa, esperaré en el coche.
Ella lo miró sorprendida.
—Creía que deseaba estar presente en todo momento de la
investigación.
—En este caso no lo veo necesario —respondió cortante, con la mirada
clavada en el parabrisas.
—Como quiera.
No tardó mucho en volver. Le abrió una vecina que había traído comida
al muchacho y éste firmó la autorización y le dejó el móvil sin poner ninguna
traba.
De vuelta en el coche —disfrutando de la temperatura tan agradable que
ya había en el interior— se quitó el chaquetón y se puso el cinturón ante el
mutismo del sacerdote.
—Vamos a la comisaría —dijo, mirando su semblante serio—. Tenemos
trabajo que hacer.
Esperó a que salieran del pueblo y tomaran la autopista de vuelta a
Madrid para volver a dirigirse a él. Intuía por qué se mostraba tan reservado y
fue directa al tema, aunque dándole la vuelta.
—No dirá que no he sido asertiva con ese párroco.
—Muy graciosa —respondió el sacerdote, sin quitar la vista de la
carretera—. Dijo que me dejaría hablar a mí. Sin embargo, no ha podido
controlarse.
—Vamos, no se enfade, sólo han sido un par de frases sin importancia.
—No es verdad —respondió con rotundidad—. Se mostró insolente y
violenta. Dispuesta al conflicto.
—¿Y qué quería? —exclamó Elena, dejando a un lado la socarronería
—. No soporto a esos tipos.
—Su actitud ha puesto en peligro la investigación —dijo el sacerdote,
girándose a medias—. Ese hombre cumplió su condena. Ahora es libre. Suerte
que ha dado con alguien mermado por la culpa. Podría haberse encontrado con
otro menos complaciente. Una nueva denuncia le habría apartado del caso.
La inspectora dio un respingo en el asiento.
—¿De qué está hablando?
—Fue sancionada, ¿no es verdad? Suspendida varios meses de empleo y
sueldo por allanamiento de morada y agresión a un sospechoso.
—Era culpable —gritó la inspectora, asaltada por el recuerdo.
—No lo dudo. Sin embargo, usted invalidó las pruebas halladas en su
casa al no respetar el protocolo. En unas horas habría llegado la orden del
juez y aquel hombre habría sido condenado. Pero usted no pudo controlar su
ira.
—Había un niño allí dentro, por el amor de Dios. No podía esperar.
Además... —la inspectora se calló—. ¿Cómo cojones sabe todo eso? —
preguntó finalmente, cambiando el tono defensivo por otro cargado de
indignación.
—Me pareció conveniente conocer a la persona con la que iba a
trabajar.
—Ah, ¿sí? Pues debe saber que esos datos son confidenciales. ¿Quién se
los proporcionó?
—¿No lo adivina?
La inspectora no tardó mucho en hacerlo.
—Bernedo —susurró, masticando las sílabas.
—No le culpe, las órdenes venían de arriba.
—Ya.
—Si le sirve de consuelo, debo decirle que ese hombre la respeta.
Incluso, aunque no fuese muy profesional, extraoficialmente aplaude lo que
hizo.
—Es todo un consuelo. Teniendo en cuenta que, ese pederasta, dejó el
país después de denunciarme para instalarse en Tailandia.
—Debe superarlo —dijo el sacerdote, compasivo—. Hablar de ello
hará que el daño no la pudra por dentro.
—Eso dicen —musitó mientras giraba la cabeza para mirar el paisaje,
tratando de evitar asomarse a su abismo particular.
Al cabo de varios kilómetros, durante los cuales sólo hubo silencio
dentro del coche, el sacerdote esbozó una sonrisa y meneó la cabeza de un
lado a otro.
—¡Santo Dios! La nariz, tres costillas y varios dientes rotos. Se empleó
a fondo con ese tipo.
Aunque agradeció el tono desenfadado con el que lo dijo, la inspectora
no sonrió. Y no lo hizo porque recordó el momento en el que lo tuvo
encañonado, con el dedo en el gatillo, a punto de matarle... y de arruinarse la
vida.
21
BOLSILLO VACÍO

Nada más llegar a la Comisaría General de la Policía Judicial, la


inspectora se dirigió directamente a la Brigada Central de Investigación
Tecnológica, ubicada en un edificio anexo al de Homicidios. Hubo un tiempo
en el que ambas brigadas compartieron espacio, pero el ciberdelito había
proliferado tanto en los últimos años que pronto necesitó un lugar más
adecuado y mayores recursos.
La gran sala donde trabajaban los agentes destinados a esa unidad no se
diferenciaba demasiado de lo que podría ser un laboratorio informático o las
oficinas de alguna empresa de I+D: paredes y suelo de color gris muy claro,
techo modular con fluorescentes cuyo índice de reproducción cromática y
nivel lumínico eran los más adecuados para el trabajo con monitores,
temperatura agradable... Además de la zona central, con mesas individuales y
grandes pantallas de ordenador donde funcionarios especializados del cuerpo
de la policía judicial se pasaban el día buscando delitos en la red, también
había despachos independientes reservados para los análisis más delicados de
material informático y casos particularmente importantes. A uno de ellos —el
más alejado de la puerta de entrada, el número 8, donde le dijo su equipo que
estaría—, se encaminó la inspectora Valdeón seguida del sacerdote.
Entró sin llamar. La habitación, de tres por cuatro metros, tenía una mesa
corrida por todo el perímetro llena de ordenadores. Al fondo se abría una
ventana de doble hoja con una persiana de lamas verticales que en aquel
momento estaban cerradas. La luz principal provenía de los fluorescentes del
techo, aunque también había flexos de mesa. A pesar de la cantidad de
cachivaches electrónicos, y de la infinidad de cables que zigzagueaban por
todas partes, la sensación que allí se respiraba era de una pulcritud y un orden
extremo.
—Buenos días —anunció la inspectora, una vez pasó el sacerdote y
cerró la puerta tras de sí.
El hombre de uniforme que estaba sentado frente a una pantalla,
tecleando sin parar, apenas giró la cabeza. Junto a él, también sentados en
sillas con ruedas, se encontraban los subinspectores Santos y Arieta. No había
nadie más.
—¡Qué rápido han llegado! —se sorprendió la subinspectora.
—Velocidad legal —dijo el sacerdote, levantando ambas manos en
señal de inocencia—. El resultado de venir sin comer y de una carretera tan
despejada como mi estómago.
—Tiene chispa el curita —dijo Santos, incorporándose de la silla
—.Vestido así no lo había reconocido. Parece que va a presentarse al casting
de un talent show musical.
—La inspectora insistió en que sería más adecuado dejar el alzacuellos.
No sé si ahora... —comenzó a decir, visiblemente azorado.
—No le haga caso. Está genial —apuntó Arieta.
—Bueno, voy a presentarles —intervino de nuevo Santos—. La
inspectora Valdeón, al mando del caso; y el padre Miguel, colaborador. Él es
Zúñiga, el oficial asignado a la investigación.
—¿Padre? —preguntó el oficial, dejando de teclear para volverse con el
ceño fruncido.
—Es una larga historia —concluyó Santos.
No era común estrecharse la mano entre policías de servicio —y menos
si había diferencia de rango—, bastaba con un leve asentimiento de cabeza. Y
eso hicieron Elena y Zúñiga. El sacerdote, sin embargo, se adelantó con la
mano extendida. Pero no pudo cumplir sus intenciones ya que, la inspectora, se
interpuso sacando algo de su cartera.
—Tome.
El oficial Zúñiga cogió el teléfono móvil que le ofrecía.
—Es de Marcos Galán —explicó—. El permiso para revisar también
su ordenador lo acabo de dejar en administración para que se incorpore al
informe. Y he dicho que pasen una copia al juez de instrucción.
—Genial, jefa —la felicitó Santos—. Está usted en todo.
La inspectora Valdeón buscó la mirada de Arieta.
—¿Ha podido averiguar algo sobre el anticuario?
—Aún no —contestó—. He localizado al oficial al mando de la Guardia
Civil que llevó la investigación, como me pidió. Dice que tiene que revisar
los archivos, que hace tiempo y no recuerda todos los detalles. Le advertí que
era de máxima prioridad. Ha quedado en llamarme en cuanto pueda.
—Perfecto —dijo Elena, disimulando su decepción. Sin duda, de ser
cierto lo que les había contado Marcos Galán, ésa era la pista más importante
que tenían. Si no la única.
—¿Qué le parece si empezamos mostrándole lo que tenemos? —
intervino Santos muy animado, como siempre.
—Adelante, a eso hemos venido.
—Qué bien que no hayan comido —apostilló la subinspectora Arieta.
—¿Por qué lo dice? —se extrañó el sacerdote.
—El oficial Zúñiga ha exprimido esa página web, El Tártaro, en la
medida de lo posible, y el contenido es realmente... repugnante.
—¿Hasta qué punto? —preguntó la inspectora, con reservas.
—Mejor será que él se lo explique —concretó Arieta, levantándose de
la silla para que la inspectora y el sacerdote pudieran colocarse con buena
visibilidad hacia la pantalla—. Llevamos trabajando todo el día con él. Es un
profesional de primera que tiene una gran experiencia en estos temas. Sin
duda, nos está siendo de muchísima ayuda.
El oficial se ruborizó levemente; más que por el comentario elogioso en
sí, por quien se lo dedicaba.
—Como verá —terció Santos de inmediato, dirigiéndose a la inspectora
—, Arieta está encantada con el oficial. No digo que lo esté haciendo mal,
pero creo que aquí hay un poco de trato de favor.
—¿De qué hablas? —respondió la subinspectora, azorada, con un
repentino enrojecimiento asomando a sus mejillas.
El oficial dirigió una mirada enojada hacia Santos antes de volcarse de
nuevo en el teclado.
El técnico era un hombre de unos treinta y cinco años. Estatura media,
atlético, rostro agradable y ojos inteligentes que mantenía casi todo el tiempo
entornados, en un gesto que mostraba su carácter reflexivo y poco dado a las
improvisaciones. Desde el primer momento en el que se conocieron, entre la
subinspectora y él surgió una atracción que, al pasar de las horas, fue
aumentando exponencialmente. Se encontraban cómodos y se gustaban. Un
hecho imposible de disimular; sobre todo, ante alguien tan despierto como
Santos.
—Centrémonos —sugirió la inspectora.
—Eso mismo opino yo —apoyó Arieta con satisfacción—. Por favor,
oficial Zúñiga, le escuchamos.
—Sí —apostilló el subinspector Santos—. Pero no se embale
demasiado, porque entonces no hay quien lo entienda.
—Trataré de ser lo más claro posible —replicó el oficial.
—Se lo agradezco —dijo la inspectora.
—La página web es de buena factura —comenzó explicando Zúñiga—.
Normalmente, en la deep web, suelen ser bastante malas. La gente que navega
por ella sabe lo que busca y no le importa la estética, sino los enlaces y
contenidos. Sin embargo, ésta es de calidad. Tampoco es que sea una
maravilla, ya que sus partes son de lo más básicas: documento, cabecera y
cuerpo, pero se nota que el diseñador es un profesional meticuloso. Además
de desarrollar un documento fácil de leer y bien estructurado, con una
apariencia digna, se ha preocupado de que sea rápida en cargar y simple en su
manejo. Yo diría que, aunque la página está totalmente en español, el estilo es
ruso. Un trabajo encubierto, sin duda.
—¿A qué se refiere? —quiso saber la inspectora.
—Cliente e informático contactan vía internet profunda. El primero
realiza el encargo y, una vez realizado el trabajo, el pago se hace mediante
alguna criptomoneda: bitcoin, ethereum, litecoin, monero... Divisas virtuales
imposibles de rastrear.
—Entiendo —dijo la inspectora, animando al oficial a continuar.
—El informático de turno, una vez ha cobrado, entrega las claves de
acceso al cliente para convertirlo en administrador de la página y punto. A
partir de ahí, es él quien manda.
—El contenido lo puede subir cualquiera, ¿no?
—Por supuesto. Esta página es bastante abierta. Una vez has sido
admitido como usuario, sólo tienes que seguir unos sencillos pasos para
hacerlo. Y con total impunidad, ya que sabes que tu identidad permanecerá
oculta.
—¿Ha podido infiltrarse?
—No —dijo el oficial, rotundo—. Para ser admitido como usuario
primero hay que rellenar un cuestionario muy exhaustivo e íntimo donde te
preguntan todo tipo de cuestiones: desde relaciones familiares hasta
preferencias o fantasías sexuales. Después, debes asegurar que desprecias a
Dios y estás dispuesto a cometer cualquier infamia con tal de contentar al
Diablo. Una especie de juramento virtual de sangre.
—No veo el problema —dijo la inspectora—. Puede crear un perfil
falso.
—¡Claro! ¿Cómo piensa que lo hacemos siempre? —saltó el oficial,
suspicaz —. El problema es que una vez completado el cuestionario y enviada
la solicitud, ésta debe ser admitida por el administrador. Y eso no ha
sucedido.
—¿La página ha dejado de funcionar?
—Oh, no. Lamentablemente sigue a pleno rendimiento. Cada pocos
minutos se sube un nuevo vídeo o foto, y la actividad en los foros es tremenda.
Y más desde que el vídeo de la ermita fue borrado. No se habla de otra cosa.
Sin embargo, el número de usuarios subscritos sigue siendo el mismo desde
ayer: 154789.
—154789 —repitió la inspectora, sobrecogida.
—Saben que intentaremos entrar —intervino Arieta—, y no quieren
arriesgarse. Por eso han congelado las subscripciones.
—Así es —corroboró el oficial, dedicándole una mirada admirativa a la
subinspectora—. Como usuario autorizado tendría acceso a conversaciones
antiguas, y podría interactuar con otros usuarios. Ahora estoy limitado. Me
dejan mirar por una ventana, pero sin poder entrar en la casa.
—Julio Peña Arístegui, la víctima, era usuario —comentó la inspectora,
esperanzada—. ¿No podría utilizar su cuenta?
—¿Cree que no lo habría hecho ya de tener su clave? —replicó el
oficial, tocado en su orgullo—. Trabajo contrarreloj. Por experiencia, le
puedo asegurar que pronto empezarán a bloquearse los accesos.
La inspectora miró sin entender. Arieta se lo aclaró.
—El oficial Zúñiga piensa que el administrador, de alguna manera, está
relacionado con el crimen, e intentará borrar sus huellas. Si no lo ha hecho ya,
es porque necesita la ayuda del informático que creó la página para hacerla
desaparecer por completo.
—¡Mierda! —exclamó la inspectora.
—Estoy recopilando toda la información disponible para nuestra base
de datos —prosiguió el oficial, volviendo a teclear—. Nunca se sabe... En un
futuro puede ser de utilidad.
—¿Algo ilegal?
—La mayoría. Aunque es prácticamente imposible conseguir las IP de
los usuarios; y menos, localizar al administrador. Como usted bien sabrá, de
momento, y en contadas ocasiones, las leyes únicamente nos permiten bloquear
algunas páginas claramente delictivas. He conseguido varios gigabytes de
vídeos, fotos y capturas de pantalla. Material bastante desagradable en
general. ¿Quiere verlo?
—Mejor no lo haga —le aconsejó Arieta—. Ellos han visionado todo y
no han encontrado nada relacionado con el caso —aclaró, señalando a su
compañero y al oficial.
—Como sabíamos, la finalidad de la página es permitir a unos pocos
elegidos formar parte de la secta —añadió Santos—. Y hay un montón de
zumbados dispuestos a realizar cualquier aberración con tal de conseguirlo.
—¿Cómo de zumbados? —preguntó la inspectora.
—Al máximo —contestó el subinspector—. La mayoría de los vídeos
son de personas que torturan y matan animales. Desde perros y gatos hasta
conejos, gallinas y ovejas. Incluso caballos. Hay uno en el que dos
desgraciados atan las patas de un pobre borrico y luego, con un cuchillo,
comienzan a cortarle las...
—Puedes ahorrarte los detalles —lo interrumpió la subinspectora
Arieta.
—Marcos Galán nos habló de esos vídeos —apostilló la inspectora.
—Ahí no queda la cosa —continuó el subinspector, que parecía disfrutar
sabiendo que Arieta tenía el estómago sensible—. También hay un buen
número de vídeos execrables donde tarados realizan parodias de misas
cristianas en las que terminan orinando y defecando sobre cruces e imágenes
de vírgenes y santos. Y la guinda del pastel —anunció, dispuesto a completar
el desagradable cuadro de aberraciones que había comenzado a pintar—:
auto-amputaciones de dedos y orejas; y orgías violentas donde no todos los
que intervienen lo pasan igual de bien, ya me entiende.
—¿Violaciones grupales?
—A chicos y chicas. Una barbaridad.
—¡Santo Dios! —exclamó la inspectora, abrumada.
—La cuestión es determinar si son reales—apostilló el oficial Zúñiga
—. Hay mucho contenido falso, y más en este tipo de páginas.
—Ya —dijo la inspectora, suspirando con sonoridad, esperanzada en
que así fuera—. Quizá por ese motivo, el vídeo de la profanación de la ermita
tuvo tanto éxito. Es claramente real.
—Sin duda —confirmó el oficial.
La inspectora se tomó unos segundos para reflexionar. El sacerdote, que
se había mantenido en un discreto segundo plano sin perder detalle de lo que
allí se decía, decidió intervenir.
—¿Y qué me dice de documentos? ¿O archivos de texto? ¿Ha encontrado
algo? —preguntó, dirigiéndose directamente al oficial Zúñiga.
—No mucho. Un centenar, tal vez. La mayoría son estupideces
sacrílegas. También he seleccionado un puñado de documentos escritos en
lenguas antiguas o desconocidas que he enviado a Criptología. En un par de
días dispondremos de las traducciones.
La inspectora se giró hacia el sacerdote.
—¿En qué está pensando?
—Aún no lo sé —respondió, acariciándose la barbilla—. Sería
interesante poder echarles un vistazo.
—¿Para qué? —saltó Santos—. No va a entender una mierda.
—Puedo intentarlo —respondió, modesto—. He estudiado algunas de
las lenguas muertas.
—No me diga que es como C3PO, que conoce más de seis millones de
idiomas y dialectos hablados en toda la galaxia.
El sacerdote lo miró con el ceño fruncido.
—No soy un robot.
—Déjelo, padre —medió Arieta—. El subinspector Santos tiene alma
de cómico... malo.
La inspectora Valdeón bufó y recondujo la conversación.
—¿Podría darnos una copia de esos archivos de texto? —preguntó al
oficial.
—Sin problema. No ocupan mucho. Se los grabaré en una memoria
USB. ¿Los quiere todos?
—Si es posible...
—Tardaré unos segundos.
Diligente, el oficial pinchó una memoria en la enorme torre que tenía a
su derecha, sobre la mesa, y comenzó a mover el ratón por la pantalla.
Como había dicho, fue muy rápido.
—Ya está —anunció, ufano—. ¿Quiere algo más? ¿Algún vídeo?
¿Fotos?
La inspectora miró de reojo al sacerdote y, ante su mutismo, negó con la
cabeza.
—Con los textos es suficiente, gracias.
Mientras se guardaba en el bolsillo de sus vaqueros la memoria USB
que le entregaba el oficial, Elena determinó que el tiempo que le había
dedicado a aquella maldita página web había terminado. En resumen, ahora
tenía la sospecha de que el administrador —un total desconocido imposible de
localizar— podía estar detrás del crimen, unos cuantos documentos de texto
por examinar de los que no esperaba mucho, y la confirmación de que parte de
la versión de Marcos Galán era cierta. Poca cosa, teniendo en cuenta las
expectativas que se había creado.
Las investigaciones eran así, la mayoría de las veces se miraba en
bolsillos vacíos.
22
SECTAS

Resuelta a no conformarse, y a que el día terminara con alguna pista a la


que agarrarse, la inspectora decidió cambiar radicalmente de asunto.
—¿Qué tenemos sobre las sectas satánicas? —preguntó de pronto.
Arieta miró a Santos y éste la gruesa carpeta de pastas azules que estaba
sobre la mesa, sin decidirse a cogerla.
—Jefa, nosotros aún no hemos comido, y ustedes, por lo que sé,
tampoco. ¿Qué le parece si pido unas pizzas y hablamos mientras llenamos la
tripa? —propuso, desenvuelto.
La inspectora dudaba mientras consultaba su reloj y escuchaba a su
estómago.
Arieta se encogió de hombros.
—Yo ya he comido —dijo el oficial Zúñiga.
El sacerdote fue quien inclinó la balanza.
—Por mí, perfecto.
—Bien. Entonces, eso haremos —determinó la inspectora.
—A la subinspectora Arieta sé que le gusta la Margarita. ¿Y a ustedes?
¿Tienen alguna preferencia? —preguntó Santos, sacando su teléfono móvil.
—Le dejo a usted elegir —dijo el sacerdote.
—Lo mismo digo —añadió la inspectora.
—Estupendo. No se hable más. En quince minutos estaremos comiendo.
Fue en algo menos.
La pizzería se encontraba justo enfrente, y los pedidos que recibían de la
comisaría gozaban de prioridad absoluta. A los diez minutos la comanda
estaba en la garita de entrada, donde Santos la recogió para llevarla al
despacho asignado a su grupo, en el edificio donde se ubicaba la Brigada
Central de investigación de Delitos; y cuatro minutos después, ya estaban
abriendo los envoltorios.
—Huele de maravilla —anunció el subinspector, metiendo la nariz en su
pizza kebab con salsa de tomate, queso feta, ternera condimentada, salsa de
yogur y pepperoni—. Espero que les guste, porque les he pedido la misma.
Cada uno ocupaba su lugar correspondiente, sentado delante de su mesa.
El sacerdote eligió la misma del día anterior, a la entrada del despacho.
Junto a las pantallas de los ordenadores, sobre papeles revueltos, se
veían cajas abiertas y vasos grandes de refrescos con pajitas asomando, y,
flotando en el ambiente, un fuerte olor a especias.
—No está nada mal —anunció el sacerdote, tras dar un generoso bocado
a su pizza.
La inspectora se limitó a asentir después de probarla y decidir que se
comería un trozo por pura hambre, no porque fuera de su gusto.
Santos esperó a terminarse la mitad de su porción antes de coger la
carpeta azul y abrirla.
—El asunto de las sectas es peliagudo, jefa —comenzó diciendo, con
el vaso de refresco en una mano y una hoja en la otra—. Para empezar, le diré
que he consultado dos fuentes de información. Una proviene de nuestros
propios archivos. La otra, del último informe emitido por la Conferencia
Episcopal.
A pesar de la apariencia frívola e inmadura de la que siempre hacía gala
el subinspector Santos, en los asuntos relacionados con el trabajo policial era
un profesional serio y disciplinado, muy intuitivo y constante. También tenía
buen olfato, y no escatimaba en esfuerzos cuando se le hacía un encargo. No
era, por tanto, casualidad que la inspectora Valdeón lo tuviera en su equipo, ya
que se había ganado el puesto a pulso.
—El resultado es semejante en cuanto a la cantidad y número de
seguidores —prosiguió el subinspector—. Debemos suponer que en España
existen entre 50 y 70 sectas luciferinas o satánicas, a las que pertenecen unas
2000 personas; 1500 más serían creyentes en Satanás con alguna relación
directa o indirecta con dichas sectas, y luego habría otro grupo más numeroso,
de unas 3000 o 4000, dedicado a la magia negra, al ocultismo de signo
satánico, al vampirismo, a la brujería y demás zarandajas. La mayoría se
concentran en Baleares, Canarias, Madrid, Barcelona y Valencia. Por razones
tácticas, este tipo de asociaciones prefieren dividirse y subdividirse a formar
un grupo más grande que llame la atención; serían más fuertes, pero más
fáciles de localizar sus centros de operaciones, identificar a sus adeptos y
perseguir sus prácticas. No les gusta la publicidad. No la necesitan. Su forma
de captar nuevos acólitos es mucho más personal. Amigos, familiares... Se
trata de grupos cerrados donde es muy difícil entrar, a no ser por invitación.
—¿Existe algún sistema de control sobre ellas? ¿Se conocen sus
nombres? —preguntó la inspectora.
—El de las más conocidas sí —respondió Santos, rebuscando en la
carpeta—. Espere, tiene que estar por... aquí —con una nueva hoja en la mano,
y después de dar una larga chupada a su refresco a través de la pajita, continuó
—. Sus nombres son de lo más variado: La Iglesia de Satán, La Pirámide de
Seth, Satán Nogard Etreum, Discordianos, Hermanos del Halo de Belcebú,
El templo de Set, La Culebra, La Orden Illuminati, El Nuevo Orden
Dragano, los Templarios Negros, Amigos de Lucifer, Toro, Hermanos de
Changó, Ocinatas Otluc, que significa Culto Satánico escrito del revés... Unas
fueron fundadas en otros países y tienen delegaciones por todo el mundo. Otras
son auténticamente españolas. ¿Quiere que continúe con la lista?
—¿Alguna que opere cerca de El Calmo?
—No que haya encontrado. Hay una que se mueve por el Corredor del
Henares, y otra en Colmenar Viejo. Las tengo por alguna parte —dijo,
rebuscando en la carpeta.
—Déjelo, no importa. Hábleme de sus métodos de financiación.
—Hay de todo, jefa. La mayoría funcionan como cualquier otra secta,
cobrando cuotas sustanciosas por pertenecer a ellas o atrayendo a incautos a
los que les sacan el dinero. Una pequeña parte se dedica a vender por catálogo
productos sacrílegos: como libros de magia negra, santos con cabeza de cerdo,
vírgenes con pene, estandartes satánicos, cuchillos y dagas para sacrificios,
libros blasfemos escritos con sangre supuestamente humana o crucifijos
invertidos. A estos satánicos les encantan las cosas del revés —apostilló antes
de continuar—. Las hay incluso que usan un segundo nombre, menos llamativo,
para presentarse como asociaciones culturales y poder así gozar de
subvenciones.
—¿Es eso posible?
—¿Acaso lo duda?
—¿Qué ha encontrado sobre delitos cometidos?
—El artículo 16 de la Constitución protege la libertad de creencias, y
convierte el culto satánico en un derecho constitucional como cualquier otro.
Por ese motivo, la policía, el CESID o la Guardia Civil nunca se han ocupado
de realizar investigaciones en profundidad sobre sectas satánicas en España,
con la excepción de cuando se han presupuesto actividades punibles. Que ha
sido en contadas ocasiones.
—¿Algún caso de crimen ritual? —intervino el sacerdote, que había
aprovechado la exposición de Santos para dar buena cuenta de su porción de
pizza.
—Se habla mucho de sacrificios humanos. E, incluso, de canibalismo.
Para mí no es más que literatura barata que alimenta el morbo de este tipo de
asociaciones controladas por caraduras, y poder así aprovecharse de unos
cuantos frikis con problemas de autoestima.
La inspectora no dijo nada, aunque no podía estar más de acuerdo con la
reflexión de Santos.
—Entiendo. ¿Podría decirme si hay constancia de algún sacrificio
humano? —insistió el sacerdote, impertérrito.
Con gesto de fastidio, el subinspector se volvió hacia la carpeta y
revolvió entre los folios sueltos hasta que cogió uno.
—Hace unos años —comenzó diciendo, con desgana—¸ una tal María,
que se definió como sacerdotisa satánica y exadepta a una secta, llegó a
declarar ante la policía que había participado en una misa negra en la que se
sacrificó ritualmente a un ser humano. En concreto a un niño. Un bebé. Que
conste, que se trata del único testimonio de estas características recogido en
un informe policial sobre satanismo español.
—La ignorancia siempre ha sido el mejor aliado de Satán —dijo el
sacerdote, arrellanándose en la silla—. ¿Qué se cuenta en ese informe?
Santos, visiblemente molesto, miró a la inspectora reclamando su
intervención. Ésta puso los codos en la mesa, apoyó la barbilla en sus manos y
asintió.
—Está bien —cedió el subinspector—. Creo que tengo una copia de su
declaración por alguna parte.
—No es necesario que la lea textual —sugirió el sacerdote—.
Cuéntenos lo que recuerde.
—Como quiera, padre —Santos tragó saliva. Se le notaba incómodo—.
Según aquella mujer, María, la secta compraba niños con el pretexto de que
iban a ser adoptados. Explicó que se valían de un vagabundo que les facilitaba
el contacto con familias pobres o de ínfimos recursos. Luego, les daban a los
padres una cantidad de dinero, entre tres y seis mil euros, asegurándoles que
su hijo iría a una pareja estéril acomodada que no podía adoptar, y con la que
gozarían de un futuro mejor. Pero no era así, claro. Los querían para usarlos en
misas negras reservadas a unos pocos escogidos, la élite dentro de la secta,
donde eran sacrificados.
Llegado a este punto el subinspector se detuvo, se pasó la lengua por los
labios secos y dio un sorbo a su refresco. Lo hizo hasta escuchar el inequívoco
sonido de gorgoteo que indicaba que el vaso estaba vacío. Entonces continuó.
—El ritual al que la testigo acudió se celebró en un piso perteneciente a
la sacerdotisa de la logia. En total eran siete personas. Todos vestidos con
túnicas rojas. Explicó que se colocaron alrededor de una mesa que hacía las
veces de altar y comenzaron a invocar a demonios con unos nombres muy
raros.
—Asmodeo, Leviatán, Belial y Trisaurus son los más utilizados en
sacrificios de sangre —se oyó decir al sacerdote—. Siga, por favor.
—Bueno, según dijo la testigo, después de que el marido de la
sacerdotisa trajera al bebé de pocos meses y lo dejara sobre el altar,
encendieron incienso y velas perfumadas. Entonces, todos los hombres
presentes se masturbaron para depositar su esperma en un cáliz verdadero
robado de una iglesia, y añadieron un ron añejo muy oscuro. Llegados aquí es
cuando a esa tal María se le va la pinza total —dijo Santos, en un tono
desenfadado que trataba de enmascarar un punto de aprensión.
—Continúe, por favor —lo invitó el sacerdote, al ver que el paréntesis
se alargaba en exceso.
—Buff, lo que sigue es bastante heavy. Después de las invocaciones a
demonios, el marido de la sacerdotisa cogió al bebé y lo violó con la mano.
Según explicó, para ellos el sexo es... —Santos se esforzaba en recordar.
El sacerdote lo ayudó.
—El altar simbólico de Satán.
—Eso es. Y también dijo que, al ser un bebé, sólo podía hacerse con los
dedos.
La inspectora se revolvió en su asiento y apretó los puños hasta clavarse
las uñas, notando el calor subiendo por sus mejillas. Sobreponiéndose,
escuchó con atención el final del horrible relato.
—Cuando terminó de violarlo —prosiguió Santos—, su mujer, la
sacerdotisa, le dio un cuchillo con un nombre como...
—Athame —completó el sacerdote—. Así se llama al cuchillo de doble
filo y mango negro usado en rituales.
—Correcto. Le dio el athame y con él abrió el vientre del bebé.
Contaba en su declaración que fue una auténtica carnicería.
Santos trataba de mostrarse indiferente. Lo había hecho desde que
comenzara su narración. Aunque no había que ser muy observador para darse
cuenta de que estaba visiblemente afectado, y que a ratos la voz se le
entrecortaba.
—¿Recuerda algo más? —dijo el sacerdote, al verlo enmudecer.
—Que consumado el crimen, introdujeron la sangre del niño en el cáliz,
la mezclaron con el semen y el ron, y todos los presentes bebieron de él. Y eso
es todo, más o menos.
—Normalmente, la ceremonia termina cerrando los puntos cardinales —
apuntó el sacerdote—. O sea, el círculo con el pentáculo es completado en el
suelo usando la sangre de la víctima. Todo ese ritual es una petición muy
poderosa al Maligno.
—¿De qué está hablando, padre? —preguntó la inspectora, con cierto
tono de indignación.
—Los que participan del sacrificio solicitan proveerse de protección,
éxito, dinero, poder, sexo, juventud... Y creen ciegamente que entregándole una
vida humana al Diablo lo conseguirán.
—Un momento —saltó el subinspector—. Parece que está dando por
hecho que el testimonio de esa mujer es real, y no el resultado de una mente
profundamente enferma.
—El fanatismo puede alcanzar límites insospechados —replicó con el
gesto muy serio, cruzando los brazos—. No digo que ese testimonio sea real,
aunque sí les puedo asegurar que los sacrificios humanos para contentar a
Satanás existen. He viajado mucho por el mundo y he escuchado a infinidad de
arrepentidos, y no es difícil reconocer la verdad en los ojos de los pobres
infelices que relatan los horrores vividos dentro de esas sectas. Olvídense de
si el Diablo es real o no. Ésa no es la cuestión. Lo que debe preocuparles es el
hecho constatado de que hay personas que sí creen en él. Y creen en la facultad
que tiene para satisfacer los deseos de todos aquellos que lo adoran y hacen
sacrificios en su honor. Es una fe semejante a la que profesan los cristianos.
Maligna, pero fe al fin y al cabo.
—Joder, padre, escuchándole se le ponen a uno los pelos como
escarpias —dijo Santos, esbozando una sonrisa nerviosa.
—Ya te digo —exclamó la subinspectora Arieta que, hasta ese momento,
había permanecido estupefacta ante el relato de semejante barbarie.
—Padre, debe reconocer que es muy complicado que ese tipo de actos
criminales se cometan sin que quede constancia de ellos —reflexionó la
inspectora—. Un testimonio en España, y sin poder comprobar su veracidad.
Uno sólo.
—Es difícil de admitir, lo entiendo —respondió el sacerdote,
renunciando a seguir con más argumentos.
—A mí lo que más me cuesta asimilar, es el hecho de que exista gente
que pueda caer en las redes de esas sectas —dijo la subinspectora Arieta—.
¿En qué están pensando cuando lo hacen?
—Uno de los peores errores es creer que no nos puede pasar a nosotros,
que es fácil ver el engaño y evitarlo —respondió el sacerdote—. Lo cierto es
que el 60% son reclutados por sus familiares y amigos. Gente en la que
confían ciegamente. Hay grupos de riesgo. Perfiles específicos que atraen a
estos manipuladores. Y son ellos los que más peligro corren.
—¿Podría hablarnos de esos perfiles? —preguntó la subinspectora
Arieta.
—Les interesan los ancianos con recursos para quedarse con sus bienes.
Y los jóvenes, a quienes explotan y usan como brazo ejecutor. Buscan
personas solitarias o dependientes. Gente que busca respuestas o tiene una
gran necesidad de vivir su espiritualidad. También eligen a aquellos que están
pasando por un mal momento. Los miembros de las sectas se aprovechan de
cualquier flaqueza para acercarse a esas personas y ofrecerles justo lo que
necesitan. Son sibilinos y constantes. Usan la mentira y la manipulación para
conseguir que la víctima haga lo que ellos quieran.
—No es nuevo —intervino la inspectora Valdeón—. A esos mecanismos
se les llama técnicas de control mental.
—Exacto. Lleva su tiempo y tiene sus fases, como todo proceso. Desde
la primera etapa de captación hasta la entrega absoluta a la secta, el camino es
largo y sigue unos pasos marcados.
—Estoy seguro de que va a hablarnos de ellos, ¿no es así? —comentó
Santos, desdeñoso.
—Si lo desean...
—Continúe, padre, por favor —solicitó Arieta.
El sacerdote dirigió una mirada a la inspectora. Fue un vistazo rápido,
apenas perceptible para el resto, pero suficiente para comprobar en su rostro
inmóvil el permiso que buscaba. Se levantó de la silla y se apoyó en la mesa
cruzando las piernas.
—En el primer contacto, el captador, que ya les he dicho que suele ser
un familiar o amigo, escuchará los problemas e intereses de la víctima —
comenzó enumerando—. Su intervención será mínima, ya que su propósito es
recabar información. Lo que sí hará, será mostrar afinidad y empatía, y
comentarle que conoce un grupo donde podrían ayudarle. Una ínfima
predisposición de la víctima le indicará que el anzuelo ha sido mordido, y
entonces llegará el siguiente paso: la invitación. Las sectas suelen disponer de
lugares que hacen de tapadera, como gimnasios, clubes de lectura, de amigos
de la naturaleza... Cualquier sitio vale. Lo importante es conseguir que la
víctima no sospeche qué hay detrás de aquellas inocentes actividades. Allí
será evaluado por el resto, y detectadas sus debilidades. Luego lo emplazarán
para nuevos encuentros. Y éste es el siguiente paso: el aislamiento. Lo
llevarán a un lugar alejado de su entorno habitual, sin un medio de transporte
fácil. Sirven pueblos o barrios apartados donde lo trasladarán en coche. Las
actividades serán largas, y la víctima se verá obligada a permanecer el día
completo con la secta. Cuantas más horas con ellos, más posibilidades de que
caiga en sus redes. Durante todo el tiempo será arropado y adulado por el
grupo. Se sentirá querido y comprendido, ésa es la finalidad. Si las cosas
marchan bien, al terminar la jornada la víctima se sentirá exultante, creerá que
ha encontrado un lugar con personas buenas que se preocupan por él, que se
interesan por sus problemas y que están dispuestas a ayudarlo. Y entonces
darán el siguiente paso: el adoctrinamiento. Durante esta etapa, que se produce
sólo cuando la víctima muestra una clara predisposición a continuar junto a
ellos, se realiza el auténtico lavado de cerebro. Para ello utilizarán un
lenguaje especial y propio que favorezca, todavía más, la separación entre los
miembros de la secta y quienes no pertenezcan a ella. Se le mostrará al líder
como la máxima aspiración a la que llegar, sin que importe lo que haya que
hacer para lograrlo. La secta, poco a poco, absorberá el tiempo de la víctima.
Las reuniones serán cada vez más frecuentes y los encuentros ocuparán todas
sus horas de esparcimiento, anulando su anterior vida social. El objetivo es
conseguir que deje de tener relaciones con familiares y amigos que podrían
interferir negativamente en los intereses de la secta; abriéndole los ojos, por
así decirlo. Y a partir de aquí, comienza el descenso a los infiernos.
—Nunca mejor dicho —apostilló Santos.
—El sistema es igual para todas las sectas, no sólo para las de carácter
satánico —aclaró el sacerdote—. Se diferencian en los fines que persiguen, no
en los medios para lograrlos.
—Espero que no se moleste, padre —intervino Elena Valdeón—, pero
yo encuentro bastante similitud con algún método de captación de su Iglesia.
Evangelizar, creo que lo llaman —concluyó con ironía.
—Catequizar sería más correcto —replicó el sacerdote, indolente—. La
segunda acepción del diccionario la define como: "Persuadir a alguien para
que ejecute o consienta algo que es contrario a su voluntad".
—¿En serio? —se oyó decir a la subinspectora.
—En serio —corroboró el sacerdote, abriendo los brazos—. Aunque yo
me quedo con la primera: "Instruir a alguien en la doctrina de la fe católica".
Pero volvamos al punto en el que nos quedamos, con la víctima atrapada en la
secta. Es entonces cuando ésta le hará saber que el amor y bienestar del que
disfruta dentro del grupo estará condicionado a que siga unas estrictas pautas.
Pautas y normas que cumplirá al pie de la letra por temor a perder lo
conseguido, y que le llevarán a una auténtica dependencia de la secta. Y, sobre
todo, del líder. También le harán sentir culpable si algo le sale mal, o si no
obtiene aquello que desea. Le asegurarán, sin pudor, que el único responsable
es él y su falta de compromiso con el grupo. La finalidad, como es obvio, es
anular su criterio, su personalidad; convenciéndole de que el camino correcto
es el que marca su líder, y que debe obedecer sin cuestionarlo si desea obtener
beneficios. El último estado al que se lleva a la víctima es al de clon del líder,
una réplica entregada a contentarlo cumpliendo con sus mismos ideales y
deseos.
—"Todos somos Negan". "Todos somos Negan" —saltó el subinspector
Santos, simulando un coro de voces hipnóticas.
Arieta y la inspectora lo miraron con cara de pasmo.
—¿Qué pasa? —replicó extrañado—. ¿Es que no seguís The Walking
Dead?
—Es una serie de televisión Postapocalíptica. De zombis —aclaró el
sacerdote, al comprobar que ellas negaban con la cabeza—. Jeffrey Dean
Morgan está estupendo interpretando el papel de Negan, el líder de un grupo
llamado los Salvadores, una especie de secta violenta que se aprovecha del
resto de supervivientes. Para mi gusto, las temporadas son muy irregulares.
Incluso los capítulos tienen momentos brillantes mezclados con pasajes
soporíferos. Pero sí, el subinspector tiene razón, ese caudillo es un claro
ejemplo de líder fuerte y carismático que ha absorbido la personalidad de los
componentes de su grupo hasta tal punto, que todos llegan a afirmar que son
Negan.
—Vaya, padre, usted es una auténtica caja de sorpresas —dijo Santos,
llevándose las manos a la cabeza—. ¿Hay algo de lo que no sepa?
—Lamentablemente sí. Muchas cosas —respondió el sacerdote, con
modestia.
—Pues no lo parece —apostilló la inspectora Valdeón.
—Soy un gran seguidor de series —añadió, intentando justificarse—.
Me interesa la cultura, el arte, la política... Y todo lo que rodea al ser humano,
ya se lo dije. Aunque también tengo mis momentos de esparcimiento. Mis...
"paréntesis emocionales", como yo los llamo; durante los cuales me dedico a
disfrutar, sin más.
—Usted mismo —concluyó Elena—. No tiene por qué dar ninguna
explicación sobre lo que hace en su tiempo libre. Además, ya he sido testigo
de varios de sus... "paréntesis emocionales".
Santos y Arieta se miraron sin entender. La inspectora, que no estaba
dispuesta a que aquella conversación frívola se extendiera ni un segundo más,
se centró de nuevo en el caso.
—Dígame, subinspector —dijo, al tiempo que recogía los restos de su
comida y los tiraba a la papelera—. ¿Ha encontrado alguna referencia a la
secta El Tártaro?
—La verdad es que no. Es posible que su creación sea muy reciente, o
no opere con ese nombre —aclaró Santos.
—Probablemente lo segundo —intervino el sacerdote—. Esa página
web luce como un divertimento. Entiéndame. Un juego maligno en manos de
alguien realmente peligroso, creado con la única intención de condenar almas.
—Ve, padre —apuntó la inspectora—. Hablando de infiernos y
demonios lo veo más en su papel que haciéndolo sobre series de televisión.
La postilla no agradó al sacerdote, que realizó un leve mohín y se
recostó en la silla. Elena lo dejó estar y se volvió hacia Arieta. Aún le
quedaba algo por saber.
—¿Qué me dice del misterioso cofre que los muchachos robaron en la
ermita? ¿Se menciona en algún foro de este tipo de páginas?
—En la internet superficial ni una sola palabra —respondió, categórica
—. Queda por comprobar en la profunda. Le pediré al oficial Zúñiga que se
ocupe del asunto.
La inspectora, reflexiva, se mordió el labio inferior.
—Que lo haga sin llamar la atención. Sólo nos faltaba que esa panda de
lunáticos se pusiera también a buscarlo. Sería una auténtica pesadilla
identificar las pistas fiables de los bulos.
—Le diré que ande con mucho ojo.
—Por cierto, jefa —intervino Santos, rebuscando en su carpeta—.
Tengo por aquí una ampliación en tamaño folio de un fotograma del vídeo
donde se ve el famoso cofre. La subinspectora Arieta creyó que le podría ser
de utilidad, y le pidió al oficial Zúñiga que utilizara todo su talento en lograr
la mejor resolución posible.
—Magnífico. Muy bien pensado —exclamó Elena, mientras veía a la
subinspectora aceptar los elogios con un sutil asentimiento de cabeza—. Será
mucho mejor que enseñar una imagen congelada en un móvil.
Santos se levantaba con la fotografía en la mano para dársela a la
inspectora, cuando sonó un teléfono. No se trataba de ninguno de los fijos que
reposaban sobre las mesas; por esa razón, instintivamente, todos consultaron
sus móviles.
—Es el mío —anunció la subinspectora, antes de descolgar—.
¿Dígame?
De inmediato, Elena Valdeón fabuló con la posibilidad de que la
llamada tuviera que ver con la consulta que le había hecho al mando de la
Guardia Civil encargado del caso de los robos de antigüedades.
Y no se equivocaba.
—Sí, soy yo —respondió Arieta—. Le escucho, teniente Martos.
Santos recorrió el espacio que lo separaba de la inspectora procurando
no hacer ruido con las pisadas. Al llegar a su mesa le entregó la fotografía y se
quedó de pie, inmóvil. Elena Valdeón la cogió y la guardó en su ataché de
cuero, sin perder detalle de los gestos y palabras de la subinspectora. Ella,
mejor que nadie, sabía que de momento tenían muy poco o nada; y que la única
esperanza de encontrar ese hilo del que poder tirar dependía de esa llamada.
Por eso, y aunque trataba de mantenerse serena, el corazón le iba a mil por
hora.
—Exacto. Sí. Sí. Claro. Entiendo —oyeron decir a la subinspectora.
Luego, un largo silencio mientras escuchaba con el gesto neutro.
Mala señal —se dijo la inspectora—. O buena. Con esta chica nunca se
sabe; es tan rigurosa que todo le resulta insuficiente.
—Claro. Claro. Normal —continuó con los monosílabos.
De nuevo silencio y lenguaje corporal indeterminado.
La inspectora se desesperaba, frotándose las manos. Santos, al que le
costaba un enorme esfuerzo estarse quieto y callado más de veinte segundos
seguidos, terminó por bufar y sentarse sobre la mesa.
El sacerdote, más alejado, era el único que se mostraba tranquilo. Con
los ojos cerrados, la cabeza dirigida hacia el techo y las manos entrelazadas
sobre la mesa, cualquiera habría pensado que le importaba un bledo el
resultado de aquella conversación telefónica, y que había aprovechado el
momento para dar una cabezada. Sin embargo, nada más lejos de la realidad.
Le interesaba muchísimo. Tanto, que en ese preciso instante rogaba para que
aquella llamada fuese la señal que estaba esperando.
Y lo fue.
—Por supuesto que tengo donde anotar —dijo por fin la subinspectora,
hilando más de dos palabras seguidas, con la comisura derecha de la boca
vagamente inclinada hacia arriba en muestra de satisfacción—. Le escucho.
Ajá. Ajá. ¿Puede repetirme la dirección?
—Bueno, jefa —susurró Santos, incontinente—. Parece que tenemos
algo.
Elena Valdeón levantó la mano con brusquedad para mandarlo callar.
Tenía buena pinta, pero aún no se fiaba.
—Perfecto, teniente. Ha sido usted muy amable. Le agradezco en nombre
de la inspectora Valdeón su inestimable colaboración. Muchas gracias —
concluyó Arieta algo sobreactuada antes de colgar, signo inequívoco de que
había buenas noticias.
El resultado se hizo esperar. Durante unos segundos se dedicó a copiar
en un folio vacío, con esmerada caligrafía, lo que había anotado a toda prisa al
dictado de aquel teniente.
Al levantar la cabeza se encontró con tres pares de ojos que la
observaban con expectación.
—Era el teniente Martos, de la Guardia Civil —comenzó diciendo—. Él
fue el encargado de aquel caso de robos a...
—¡Joder, Sonia, eso ya lo sabemos! —atajó Santos, sin poder evitar el
tuteo—. Ve al grano de una puñetera vez, por lo que más quieras.
Sorprendida con la salida de tono de su compañero, y acuciada por los
insistentes asentimientos de cabeza de la inspectora, Arieta se ajustó las gafas
dispuesta a ser rápida y precisa.
—Me ha dicho que, después de revisar toda la documentación, no ha
encontrado ningún anticuario que coincida con la descripción que le había
dado —dijo del tirón, provocando claras muestras de decepción entre los
presentes—. No obstante —añadió, antes de que la frustración fuese a más—,
recuerda a uno que tenía un empleado que se ajusta al tipo que busca.
—¿En serio? —preguntó Elena, retórica.
—Alto, delgado, pelo corto... Un marsellés llamado Remi Sagnier que
por entonces tenía treinta y seis años, y que ahora rondará los cuarenta.
—Encaja a la perfección, ¿verdad, jefa? —saltó Santos, exultante.
—¿Antecedentes? —preguntó Elena, profesional, conteniendo el
entusiasmo.
—Según me ha resumido el teniente, llegó a España con veinte años
después de dejar una carrera delictiva de poca monta en Francia. Aquí fue
detenido unas cuantas veces por robos de coches y asaltos a viviendas, y pasó
una temporada en la cárcel por golpear a un hombre en un bar con una botella
y causarle lesiones graves. Al poco de salir fue contratado por... —aquí la
subinspectora consultó sus notas—... Teodoro Gálvez, un anticuario que estuvo
implicado en el tráfico de obras de arte antiguas relacionadas con el arte
sacro, pero que evitó la cárcel al colaborar con la policía, devolver todo lo
robado y pagar una cuantiosa multa. Aún se dedica al negocio de las
antigüedades. Tiene una tienda en El Rastro, en pleno centro de Madrid.
—Bueno, bueno —exclamó Santos, inquieto como una cola de lagartija
—. Nos va como anillo al dedo.
—Seamos prudentes y no lancemos las campanas al vuelo —dijo la
inspectora, levantándose de la silla—. Todavía tenemos que interrogarles.
—¿Quiere que vaya con Arieta a apretarles las clavijas a esos dos
pájaros?
—Iré yo —lo contradijo la inspectora Valdeón, rotunda.
—¿Sola? —preguntó, extrañado.
—Me acompañará el padre Miguel —respondió, girándose a medias
para mirarlo—. Si él quiere, claro.
—¡Cómo no! —exclamó contenido, levantándose también de la silla—.
El trabajo de oficina nunca me ha gustado demasiado. Prefiero ver... mundo.
—¿Qué pasa, padre, que en el Vaticano lo atan corto? —preguntó
Santos, incisivo.
—Algo así.
—Pues ándese con cuidado, los malos de verdad no son como las
viejecitas que van a confesar sus pecados. Son bastante más peligrosos.
—No se preocupe, subinspector Santos, tengo alguna que otra
experiencia con tipos malos. En cualquier caso, gracias por el consejo —
respondió, envarado, un punto desafiante.
—Venga, basta de charlas —atajó la inspectora Valdeón, sorprendida
por el tono y el contenido de las palabras del sacerdote—. Todo el mundo a
trabajar.
Impulsada por una súbita premura, se ajustó la cartuchera a la cintura,
cogió el abrigo, agarró su ataché de piel y se dirigió a la puerta.
—Mientras tanto, ¿qué quiere que hagamos nosotros? —preguntó Santos,
acercándose a la mesa de su compañera.
—Volved con el oficial Zúñiga. Sabéis mejor que él lo que buscamos.
Aseguraos de que no deja un sólo rincón donde mirar.
—Como ordene, jefa.
El sacerdote, tras dedicar una luminosa sonrisa al subinspector, la
siguió fuera del despacho.
Santos esperó hasta que la puerta se cerró, y los pasos resonaron
alejándose por el pasillo, para inclinarse sobre su compañera.
—Ve tú con el oficial. Yo tengo cosas que hacer.
—¿Qué cosas? —preguntó Arieta, cruzándose de brazos.
—Voy a ver si mi amiga de la Unidad Internacional tiene ya algo sobre
este curita de los cojones.
—La inspectora ha dicho...
—Sé lo que ha dicho —replicó, tajante—. Será suficiente con que tú lo
supervises. Además, seguro que estáis más a gusto los dos solitos.
—¿De qué hablas?
—Venga, Sonia, no te hagas la tonta. He visto los ojitos que te pone ese
Zúñiga, y cómo te dejas querer.
La subinspectora Arieta desvió la mirada y disimuló el rubor
recolocando innecesariamente una mesa que estaba perfectamente ordenada.
—Entonces, ¿de acuerdo?
—Vale, te cubriré. No tardes.
—De puta madre. Y no os preocupéis. Cuando vuelva, llamaré a la
puerta antes de entrar —rubricó, guiñándole un ojo.
—Vete a la mierda, Toni.
23
DOS RAZONES

La inspectora Valdeón sentía que, por primera vez desde que se hiciera
cargo del caso, estaba cerca de encontrar algo más que indicios, testimonios y
suposiciones. Si tenía suerte, aquel día podría hallar un argumento sólido con
el que trabajar, y que sirviera de base en la elaboración de una lista fiable de
sospechosos. Cuanto más corta, mejor. Hasta el momento, como ya le había
dicho al sacerdote, se había negado a fijar el foco en nadie, limitándose a
escuchar a testigos y recabar información. Información y declaraciones;
caballos de batalla de cualquier investigación policial, pero insuficientes si no
se conseguía un suelo firme sobre el que construir una acusación bien
fundamentada. Y para eso se necesitaban pruebas. Pruebas que señalaran a un
culpable.
—¿Adónde vamos? —preguntó el sacerdote, al ver a la inspectora pasar
de largo del ascensor.
—Usted espere aquí —dijo, señalando la sala donde estaban las
máquinas expendedoras—. Tómese un café o lo que quiera. No tardaré.
Sin añadir nada más, Elena Valdeón se alejó por el pasillo y luego
torció a la derecha en dirección al despacho del comisario.
Delante de la puerta respiró hondo un par de veces y, después de llamar,
abrió sin esperar contestación.
Luis Bernedo se bajó las gafas de leer hasta la punta de la nariz y miró
por encima de ellas.
—¿Pasar sin permiso? Sólo podía ser usted.
El comisario no estaba solo. Sentado frente a él había un policía de
uniforme que se volvió con el gesto serio para ver quién entraba.
Elena no lo reconoció. Por sus galones se trataba de un capitán,
probablemente perteneciente a otra comisaría.
—Veo que está ocupado. Volveré en otro momento —dijo, haciendo
ademán de marcharse.
—Espere —la detuvo el comisario—. Ya habíamos terminado.
Algo confuso, el capitán se levantó y cogió la gorra que tenía sobre la
mesa.
—Seguiremos en contacto. Pronto podré decirle algo —dijo el
comisario, ofreciéndole la mano.
El capitán se la estrechó algo contrariado y abandonó el despacho
pasando junto a la inspectora sin siquiera dirigirle la palabra.
—Entre y cierre la puerta —dijo Bernedo, al verla parada en el umbral
—. Debo decir que me ha salvado. Ese capitán es un toca pelotas de cojones.
Es de la academia. Lleva las nuevas incorporaciones y me vuelve loco con los
protocolos a seguir con los novatos. Que si no hagan esto, que si no hagan lo
otro... Los cuidan más que a un grupo de colegiales.
Elena Valdeón se acercó hasta la mesa y apoyó el maletín sobre ella, sin
intención de sentarse.
—Los tiempos cambian.
—A veces, para peor —dijo el comisario—. ¿Viene a hablarme del
caso?
—En cierto modo —respondió en un tono intencionadamente seco.
Bernedo se quitó las gafas y se las guardó en el bolsillo de su pulcra
chaqueta a medida. Luego, se inclinó hacia adelante y la miró fijamente. El
contraluz que producía la ventana que tenía a su espalda, añadido a la sombra
que provocaban sus pobladas cejas, ocultaron sus ojos, de los que sólo se veía
un brillo inconstante.
—¿No va a tomar asiento?
—Me iré enseguida.
—¿Sabe? —dijo el comisario, sin dejar de observarla con fijeza—. Es
un usted un libro abierto, inspectora Valdeón.
—¿Y eso es bueno o malo?
—Mostrar las cartas siempre es malo. Y la vida es una constante partida
de naipes.
—La mía, no.
—Ya, usted prefiere jugar solitarios —sentenció a media voz, reflexivo
—. ¿De qué quería hablarme? Aunque, si no me equivoco, más bien viene a
quejarse.
—No se equivoca.
—Lo ve. Lo que le decía: un libro abierto.
—Me hizo creer que había sido usted el que me eligió para este caso,
pero no era cierto. Fue el padre Miguel quien lo decidió, ¿no es así?
El comisario esbozó una tímida sonrisa y negó con la cabeza.
—Jamás dije tal cosa, se lo aseguro. Fue usted quien llegó a esa
conclusión.
—¿También va a negarme que le permitió ver los expedientes de todos
los inspectores de homicidios?
—A usted no. Pero lo haré en cualquier otro lugar que no sea aquí y
ahora.
La inspectora se quedó sorprendida por la rotunda e impactante
contestación del comisario.
—Es una irregularidad muy grave, ¿lo sabe?
—Por supuesto. Sin embargo, no hay manera de demostrarla. Un archivo
de texto de sólo lectura que luego desaparece sin dejar rastro alguno. No se
puede copiar, escanear ni gravar. Como si nunca hubiera existido.
—¿Por qué lo hizo? ¿Por qué arriesgarse?
—Me lo pidió y no pude negarme. Muchas veces tenemos que decidir
entre dos opciones, y pocas tenemos la certeza de que vamos a elegir la
correcta. ¿Cómo lo ha sabido? ¿Lo ha adivinado o se lo dijo él? Me aseguró
que sería discreto.
Hablaba con total naturalidad, sin manifestar un ápice de preocupación.
Para Elena, que esperaba tener que derribar muros y vencer a un ejército antes
de poder conquistar el castillo de la verdad, encontrarse con las puertas
abiertas la dejó desconcertada. No le sorprendía que un superior se mostrara
tan seguro y arrogante —lo había vivido mil veces a lo largo de su carrera—,
pero le resultaba chocante que admitiera una actuación tan desafortunada con
total tranquilidad. Tuvo la sensación, al ver su rostro sereno al contraluz de la
ventana, de que al comisario lo respaldaban otros argumentos menos
terrenales además del cargo y la posición. Un apoyo intangible que lo revestía
de una autoridad casi... sagrada.
Tras llegar a esa conclusión, la inspectora mudó su indignación por una
imperiosa curiosidad.
—¿Por qué yo? ¿Se lo dijo?
—No.
—¿Qué más le contó sobre mí?
—No le dije nada más. Tampoco me lo pidió.
El comisario se levantó y se quedó mirando por la ventana, dándole la
espalda.
—Cuando le pregunté por él, usted dijo que le pareció un hombre
curioso. ¿Sigue pensando lo mismo?
La pregunta pilló a la inspectora desprevenida, y no supo qué contestar.
—Sin duda lo es —oyó decir a Bernedo, ante su mutismo.
El comisario se giró resuelto.
—Sólo he hablado con él por teléfono. Ni siquiera lo conozco en
persona. Pero noto una fuerza, una determinación y un carisma en él,
extraordinarios. Por si le interesa, yo le propuse a otro inspector para que
llevara el caso. Él insistió en que la quería a usted.
—Vaya, ¿no se fía de mí? —preguntó Elena, más desorientada que
molesta.
—No es eso. Creo que es la mejor policía que sirve bajo mi mando.
—¿Entonces?
—No resulta cómoda.
—Ni lo pretendo. Mi trabajo consiste en atrapar criminales, no en lamer
culos.
—Lo ve. Simplifica demasiado. Debería saber que cuanto mayor es el
cargo, más pesadas y complicadas son las responsabilidades que conlleva —
dijo rotundo.
—No sé de qué me habla ahora.
—Olvídese de esos informes —concretó el comisario, volviéndose de
nuevo hacia la ventana—. Se los mostré a ese sacerdote porque, de no hacerlo,
quizá alguien muy por encima de él podría haberse molestado.
—Así que era eso —dijo la inspectora, viendo salir a Bernedo del
misticismo en el que lo creía sumido.
—Para ascender como policía basta con hacer bien tu trabajo y no
crearte enemigos en el Cuerpo —comenzó diciendo—. Sin embargo, si se
aspira a algo más, es necesario poseer otras... habilidades. Y nunca defraudar
a los amigos poderosos que se cruzan en tu camino.
Ese discurso ya era más propio del comisario, admitió la inspectora
mientras movía la cabeza de un lado a otro, casi imperceptible. Antes de
intervenir, concluyó que el otro Bernedo —el que creyó dirigido por una mano
divina— sólo había sido una ilusión pasajera.
—Habla de política, ¿verdad?
El comisario asintió.
—Alguien tiene que hacerla. El mundo es así —reconoció la inspectora
—, pero a mí no me interesa.
Bernedo se separó de la ventana y volvió a tomar asiento.
—Es evidente que la sinceridad y la incontinencia verbal no son
cualidades convenientes en el terreno de la política. Duraría poco —concluyó,
mostrándole una sonrisa perfecta gracias a un excelente y caro trabajo dental.
Maldiciendo por lo bajo la hora en la que se le ocurrió pedirle
explicaciones, Elena Valdeón cogió su cartera de piel y se la colgó del
hombro.
—¿Ya se va?
—Sí.
—Esperaba que me pusiera al día de la investigación.
—Pues no va a poder ser —respondió, categórica.
El comisario dio un pequeño brinco en el sillón, molesto.
—Supongo que tendrá una buena razón.
—En realidad dos —dijo ella, sin rebajar el tono rotundo—. La
primera: porque ahora mismo voy a interrogar a un posible sospechoso y no
tengo tiempo. Y la segunda: porque aunque lo tuviera, no estoy de humor para
hacerlo.
—La hipersensibilidad tampoco es una cualidad recomendada para un
político. Ni siquiera para un policía. Si al menos fuese artista... —contestó,
desafiante, aún sabiendo que la inspectora Valdeón jamás rehusaba el
combate.
—Hay quien dice que desarrollar una buena investigación se asemeja
mucho al proceso creativo. Pero usted, claro, de eso no entiende mucho.
—Tenga cuidado inspectora, mi paciencia tiene un límite.
—Algo de lo que podría tomar ejemplo su ambición —replicó ella,
impasible.
El comisario Bernedo entornó los ojos y apoyó las manos en la mesa, a
punto de levantarse. Finalmente se contuvo, tragándose a medias sus
impertinencias.
—¿Por qué sonríe ahora?
—Usted no es tan buen tahúr como se cree —contestó la inspectora—.
Me ha mostrado su jugada. Intuye que sus aspiraciones políticas dependen de
la resolución de este caso, y hará lo posible porque salga bien. Lo quiera o no
soy su única opción, y pondrá todo de su parte para ayudarme. De momento,
no tengo de qué preocuparme. Si yo pierdo, usted también.
—De momento —repitió, entre dientes.
Ya en la puerta, la inspectora se volvió.
—Ah, una última cosa. Yo nunca me olvido de la jerarquía del mando.
Escribiré un informe del caso esta misma noche. Lo tendrá en su mesa a
primera hora de la mañana. ¿Le parece bien?
Ni siquiera esperó contestación, abrió la puerta y abandonó el despacho.
Al quedarse solo, el comisario golpeó la mesa con el puño y frunció el
ceño hasta hacer desaparecer sus ojos. No me ha estado mal, se dijo entre
enfadado y exhausto, eso me pasa por intentar razonar con una leona cabreada.
24
EL RASTRO

Decidida a que la desafortunada discusión no le afectara en su trabajo,


Elena Valdeón fue apaciguando su ánimo a medida que recorría la distancia de
vuelta hasta la sala de descanso donde había dejado al sacerdote. Al llegar ya
había podido arrinconar parte del malestar que sentía por morderse la lengua,
algo extraordinariamente raro en ella.
Desde la puerta lo vio sentado junto a una de las máquinas
expendedoras, con un café en una mano y su enorme teléfono en la otra.
Sin que hiciera falta que lo avisara, como si intuyera su presencia, el
sacerdote levantó la cabeza de su móvil para mirarla. Ella hizo un gesto con la
mano, indicando que la siguiera.
—¿Ha estado hablando con el comisario Bernedo? —le preguntó el
sacerdote, dentro del ascensor.
La inspectora afirmó con la cabeza.
—Aún no lo conozco en persona. ¿Me lo presentará?
—Puede usted ir a verlo cuando quiera. A él le encantará —respondió
ella, en un tono de voz artificialmente amable.
—¿Cómo es? Por teléfono resulta muy atento y capacitado.
—Atento y capacitado, usted lo ha dicho.
—Ya. Mejor cambiamos de tema, ¿no? —asumió el sacerdote, al
percibir un crudo sarcasmo en el ambiente.
—Mejor.
Ya en el coche, el sacerdote introdujo en el navegador la dirección que
le pedía la inspectora.
—Veinte minutos —anunció, ufano.
—¿A estas horas? No lo creo —sentenció ella.
Con soltura, el sacerdote desaparcó y se dirigió hacia la salida de la
comisaría. El trámite fue rápido en la garita, y enseguida estuvieron inmersos
en el bullir de una ciudad que nunca descansa.
Oscurecía en Madrid.
A medida que el Mercedes-Benz avanzaba por las calles, las farolas
fueron encendiéndose y arrancando reflejos a su carrocería de color negro
metalizado. A pesar de su intento por disimular, Elena Valdeón asumió que aún
necesitaría algo más de tiempo para poder sacudirse del todo el nefasto
recuerdo del altercado con Bernedo. La conversación, en su contenido y
forma, había discurrido por cauces poco agradables. No se arrepentía de su
comportamiento —convencida de que volvería a repetirlo—, aunque debía
reconocer que varias de las cosas que le había dicho tardaría en olvidarlas. Y
no porque ella fuese irracional y rencorosa, sino porque, desgraciadamente,
tenía razón. Aceptaba sin condiciones que era desesperantemente sincera,
reservada, brusca, solitaria e incómoda. Un ramillete de "virtudes"
incompatible con la vida social, y muy perjudiciales para la vida profesional.
No se trataba de un examen de conciencia, Elena tenía asumido que su carácter
era el resultado de una vida marcada por la desgracia, y que poco o nada
podía hacer para cambiarlo; simplemente, analizaba los hechos acontecidos
con la misma frialdad y motivación que hacía en su vida profesional: para
encontrar al culpable.
La exigencia personal con la que se conducía por la vida la llevó a
determinar que su incapacidad para permanecer callada en situaciones de
injusticia había sido la responsable del desaguisado. Una pena, se dijo,
mientras en su cara aparecía algo parecido a una sonrisa.
—El Rastro, curioso nombre —oyó decir al sacerdote, sacándola de sus
meditaciones—. Tuve tiempo mientras la esperaba, y eché un vistazo en
internet. ¿Sabía que tiene casi doscientos ochenta años de antigüedad, y que
nació en torno al matadero de la Villa de Madrid? Los rastros de sangre de los
animales sacrificados llevaban a él. De ahí se dice que viene su nombre.
La inspectora se encogió de hombros sin retirar la vista del parabrisas.
El tráfico era denso, y los transeúntes se habían echado a la calle
aprovechando la tregua que había dado la lluvia después de dos días
inmisericordes. Parados en un semáforo, Elena se fijó en un hombre mayor de
pelo cano y andar nervioso que pasaba frente a ellos con un dálmata. Justo a
mitad de camino, éste se cruzó con una mujer de mediana edad enfundada en
un abrigo de piel blanco con puntos negros. Por un instante los faros del coche
iluminaron a los tres, y no pudo evitar imaginarse un gag en el que, tras el
fogonazo de luz, el perro hubiera desaparecido y fuese la mujer quien iba
sujeta de la correa. Divertimentos de un cerebro ocioso, se dijo, o los gases
producidos por una mala digestión mental. Poder mirar a su alrededor sin
tener que conducir era una auténtica gozada. Sin duda, la idea del padre
Miguel de usar su coche para desplazarse había sido una magnífica idea,
aunque jamás se lo reconocería.
—He leído que es un mercado al aire libre ubicado en uno de los
barrios más castizos de Madrid, con más de 3500 puestos donde se vende de
todo—continuó, ante el silencio de la inspectora—. "Castizo", extraña
palabra: "De buen origen y casta". "Típico, genuino del país o del lugar en
cuestión". Lo he buscado en el diccionario, no estaba muy seguro de saber lo
que significaba. Conozco el mercado de Los Encantes de Barcelona, el
Waterlooplein de Ámsterdam, el Portobello de Londres y, por supuesto, el
Porta Portese de Roma, pero nunca he estado en El Rastro de Madrid. Me
muero por verlo.
—Pues va a llevarse una gran desilusión.
—¿Por qué lo dice?
—Es martes. Funciona los domingos y festivos, y únicamente por las
mañanas.
El sacerdote retiró la mano derecha del volante para llevársela a la
boca.
—Tiene razón. Lo leí. Lo había olvidado.
—Seguro que encuentra otra ocasión de visitarlo.
—Quizá.
El padre Miguel aceleró para incorporarse a la M-30. El tráfico en
aquella vía rápida que circunvalaba la ciudad estaba tan atestado como se
esperaba a esas horas de la tarde. Aprovechando que el vehículo circulaba
muy lento, Elena Valdeón abrió su ataché con la intención de anotar un par de
preguntas en su libreta. Si iba a interrogar a ese anticuario, quería estar
preparada. Estrenaba una nueva para cada caso y, una vez resuelto, la
guardaba en un cajón del armario de su habitación. Lo hacía por si en alguna
ocasión necesitaba consultar algún dato. Cosa que, durante sus años como
policía, jamás había hecho. Se trataba de una costumbre inútil que se resistía a
abandonar. Una rutina más.
Al llegar a la Glorieta de Pirámides dejaron a su izquierda los dos
monolitos que adornaban la plaza, y tomaron la calle Toledo. Con el gesto
severo, el sacerdote observaba de reojo a la inspectora, concentrada mientras
escribía. Le hubiera gustado contarle más sobre el caso, pero debía ser
prudente. Determinadas cuestiones no las entendería, y pondría en peligro su
credibilidad y la misión. Sabía que Elena Valdeón era una persona racional y
sin fe; una combinación que la hacía impermeable a todo lo que no pudiera
medirse, pesarse o tocarse. Si quería seguir trabajando con ella, no tenía más
remedio que ocultarle la verdad; al menos, durante el mayor tiempo posible.
La calle Toledo era una avenida ancha con tres carriles por sentido,
separados por un bulevar arbolado en el centro. Una calle comercial que
bullía de tráfico. Los transeúntes paseaban de aquí para allá, entrando y
saliendo de los múltiples comercios y bares. Al llegar a la glorieta de la
Puerta de Toledo la circulación se puso todavía peor. Casi no avanzaban y las
paradas en semáforos se sucedían unas detrás de otras.
—¡Joder, los pillamos todos en rojo! —se lamentó la inspectora.
Una vez atravesada la glorieta, la calle Toledo perdió su bulevar y se
redujo a un sólo carril por sentido.
—Busque un parking —anunció la inspectora, exasperada—. Desde aquí
podemos ir andando. Estamos cerca.
Sabía perfectamente que si se adentraban por esas calles sería imposible
encontrar un hueco libre. Además, le apetecía pasear por aquel lugar
variopinto que llevaba siglos sin visitar. Al final encontraron un parking cerca
del metro de La Latina, a tiro de piedra de El Rastro, en una de las pocas
plazas que quedaban libres.
El Rastro, ubicado en el barrio de Lavapiés, giraba en torno a la plaza
de Cascorro y a la calle Ribera de Curtidores, desde donde se ramificaba en
un dédalo de calles estrechas llenas de viviendas antiguas, cuyos bajos
estaban ocupados en su totalidad por bares y comercios de todo tipo. Con
forma de almendra, la zona usada como mercado al aire libre limitaba al norte
con la calle Toledo, al este con la calle de la Arganzuela, al sur con la Ronda
de Toledo y al oeste con la calle de Embajadores; y, aunque los días de diario
perdía buena parte de su encanto al no estar instalados los puestos ambulantes,
al pasear entre sus calles de trazado imposible todavía se podía respirar ese
aroma a barrio añejo de casas centenarias, poblado por un crisol de culturas
que compartían espacio e intereses, mezcladas pero no revueltas; donde los
vecinos más ancianos, supervivientes de guerras, miserias y desalojos,
convivían con jóvenes vanguardistas, músicos, bohemios, artistas... que
buscaban ese ambiente a caballo entre lo chic y lo marginal.
Y si durante el día el lugar era capaz de mostrar todo ese abigarrado
paisaje, al caer la noche todavía se volvía más enigmático, atractivo y un
punto peligroso.
—¿Qué le parece? —preguntó Elena Valdeón al llegar a la plaza de
Cascorro.
El sacerdote giró la cabeza de un lado a otro, con los ojos entornados
debido al viento frío y racheado que barría las calles, y con las manos en los
bolsillos de los pantalones tratando de mantenerlas calientes.
—Pintoresco —dijo finalmente, fijándose en dos muchachos que bebían
de la misma botella bajo la luz macilenta de una farola.
—Éste es Eloy Gonzalo —explicó la inspectora, señalando al personaje
situado en mitad de la plaza.
La estatua de bronce sobre pedestal de granito mostraba a un soldado
descubierto, con barba, demacrado, caminando decidido con una lata de
gasolina bajo el brazo izquierdo, una cuerda alrededor del pecho, el fusil
calado con la bayoneta al hombro y una antorcha llameante en su mano
derecha.
—Un héroe de guerra, supongo.
—Pensé que iba a desplegar todo un ramillete de datos en cuanto lo
viera.
—No he tenido tiempo, lo siento —se disculpó el padre Miguel,
volviéndose de vez en cuando hacia la pareja de jóvenes que habían dejado
atrás, y cuyas voces y risotadas altisonantes continuaba escuchando.
—En efecto. Se trata de un héroe de la Guerra de Cuba. Un país que
luchaba contra los españoles, apoyado por los estadounidenses, para
conseguir su independencia. Fue a finales del siglo XIX. En 1896, en concreto.
—Me tiene impresionado, inspectora.
Inmóvil. Clavados los ojos en la estatua que se mostraba negra debido a
las lámparas de sodio de las farolas que iluminaban la plaza —en lugar de
verdosa como lucía de día—, Elena continuó hablando.
—Muchos madrileños, por ignorancia, lo llaman Cascorro. Pero ése era
el nombre del pueblo cubano donde combatió y adquirió fama. Según la
historia, cuando un grupo de soldados españoles fue cercado por tropas
cubanas, Eloy Gonzalo se arrastró hasta las casas desde donde les disparaban
y las prendió fuego con gasolina.
El viento arrastró nubes densas y uniformes. En un abrir y cerrar de ojos
el cielo se volvió de un color blanquecino, luminoso y amenazador. Los
primeros copos de nieve no se hicieron esperar.
La gente apretó el paso y buscó resguardo cerca de las fachadas de los
edificios. Pronto, en el centro de la plaza, cerca de la valla de hierro forjado
que rodeaba el monumento, sólo se quedaron Elena, el padre Miguel y los dos
jóvenes que seguían bebiendo entre risas y exabruptos cada vez más groseros,
imperturbables ante las inclemencias del tiempo.
—Entiendo. De ahí la lata y la tea —dijo el sacerdote, molesto por la
algarada formada a su espalda—. ¿Y la cuerda?
—Dicen que antes de presentarse voluntario para la misión, se ató una
cuerda para que, en caso de morir, pudieran recuperar su cuerpo.
—¿Cómo sabe...?
La inspectora no le dejó terminar.
—Mi padre me contaba la historia de Eloy Gonzalo cada vez que
veníamos a El Rastro. Yo ya la conocía de memoria, pero hacía como si no
porque sabía que él disfrutaba relatando su hazaña —prosiguió la inspectora,
apoyando una mano en la verja—. ¿Sabe? Aquí donde me ve, ese soldado fue
familia mía.
—¿En serio?
—Al nacer fue abandonado y recogido en una inclusa; donde, familiares
muy lejanos de mi padre, lo adoptaron. Al menos ése es el relato que siempre
me contó él, que a su vez escuchó de mi abuelo. Nunca quise comprobar si la
historia era cierta o no. ¿Para qué?
—Familia de un héroe —repitió el padre Miguel, en tono admirativo.
—El imperio español se desmoronaba definitivamente. Supongo que
cualquier acto de valor era útil para avivar los ánimos patrióticos. La
coyuntura de una convulsa época convirtió a este pobre huérfano sin futuro en
un mito. Cosas de la vida.
El viento cesó de pronto, como si una mano invisible cerrara las puertas
del cielo, y el frío se instaló en la calle provocando densas bocanadas de vaho
en los escasos transeúntes que se apresuraban para ponerse a resguardo.
—Nieva —anunció el sacerdote, innecesario.
—Llevaba años sin que lo hiciera en Madrid.
—¿Queda aún muy lejos ese anticuario? —preguntó, aterido de frío.
—No mucho. Vamos.
La inspectora enfiló la calle de Ribera de Curtidores. Caminaba por la
acera de la izquierda, acompañada por el padre Miguel a un palmo de ella. Iba
callada, con los labios apretados, preguntándose por qué se había detenido en
el monumento a Cascorro para hablarle de él; y por qué, de haber tenido más
tiempo, hacer mejor día y tratarse de un domingo por la mañana, le hubiera
gustado enseñarle El Rastro en todo su esplendor. Qué razón tenía para
imaginarse paseando con él por la calle de los Pintores, donde puestos
ambulantes y comercios vendían cuadros y material de pintura; o por la calle
de los Pájaros, con sus tiendas de animales de compañía y aves; o, incluso,
por la plaza del General Vara del Rey, donde se perderían entre puestos de
ropa de segunda mano para terminar tomando un vermut o una cerveza
acodados en la barra de cualquier bar de mala muerte de La Latina o Lavapies,
compartiendo pasado, presente y futuro.
Unos pasos más adelante determinó que en realidad se engañaba, ya que
sí lo sabía. Sabía que, durante muchos años, se había apartado de las personas
buscando una soledad sin compromisos ni conflictos. Que había elegido la
comodidad sacrificando el resto: las relaciones, los amigos íntimos, el placer
de una buena charla... Eso es, se dijo, sabe escuchar, es culto, educado y un
magnífico conversador. Además, no habría peligro con él. No es mi tipo y es
cura. Una combinación que lo convierte en el perfecto amigo, ése con el que
jamás se traspasa la línea que lo complica todo. Podría ser... —concluyó,
aflojando la tensión en los labios para exhalar un aire que incluía una certeza
— ...si yo fuese otra.
—Siento que estamos en el buen camino, ¿y usted?
La voz queda del sacerdote la sacó de sus elucubraciones tan
bruscamente, que incluso se sobresaltó. Por un momento, pensó que la oía
dentro de su cabeza.
—Al caso, me refiero —aclaró, al reconocer en la cara ladeada de la
inspectora el signo de la confusión.
Seguían en la calle Ribera de Curtidores, a un par de manzanas de la
calle Carnero, adonde iban. La nevada se había desbocado, provocando copos
grandes y apretados que el frío hacía cuajar en el suelo y en las copas de los
árboles. Ya no quedaba nadie en la calle. Los que no corrieron en busca de un
medio de transporte para volver a sus casas, se refugiaron en los bares o
comercios que aún permanecían abiertos. Los coches circulaban con paciencia
de roca por aquella calzada encajonada entre bolardos de hierro, haciendo
destellar las luces de freno constantemente.
—Ya veremos —contestó ella.
Olvidados sus últimos pensamientos, la inspectora regresó a la realidad.
—Esta vez hablaré yo —añadió.
—Seré una tumba.
—Se lo digo en serio. La prensa tiene pocos datos sobre el crimen. Y el
asunto del cofre, su reliquia, sólo lo conocemos unos pocos. Un error podría
ponerle sobre aviso, y no quiero eso por nada del mundo.
—Quizá no esté.
—Me extrañaría. Estos comerciantes de la vieja escuela son incapaces
de cerrar el negocio. Mueren detrás del mostrador, al pie del cañón. Además,
según la subinspectora Arieta, la tienda tiene vivienda en el piso de arriba. Si
no está, entonces tendremos de qué preocuparnos.
—Hablaba del francés.
—¿El francés? —repitió la inspectora mientras giraba la cabeza con
disimulo—. No esperaba encontrarlo aquí. De hecho, no sería buena señal
hacerlo. Si ha sido él quien asaltó a los muchachos, ya habrá desaparecido.
Cuando les quedaban escasos treinta metros para llegar a la altura de la
calle Carnero, la inspectora se detuvo de golpe y fue directa al escaparate de
una tienda. Desconcertado por el brusco movimiento, el sacerdote tardó en
reaccionar. Luego la siguió y se quedó a su lado, sin entender el repentino
interés por los artículos de ropa y cama que allí se exhibían.
—Creo que nos siguen —la oyó decir en voz baja.
El padre Miguel hizo ademán de mirar a su espalda.
—No se vuelva —lo detuvo, agarrándole con disimulo del brazo—. Son
los dos chicos de la plaza. Ya sabe a quiénes me refiero.
—Los que bebían cerca de nosotros. Tan iguales que parecían clones.
—Esos mismos.
—Pensé que no se había fijado en ellos. ¿Qué opina? —preguntó,
inquieto—. ¿Debemos preocuparnos?
La inspectora tenía la suficiente calle y oficio para reconocer el
verdadero peligro, y esos muchachos no lo representaban.
—Con la que está cayendo y paseando por la calle... Llamamos la
atención. Eso sin contar con su pelo rubio y su altura. Pensarán que somos
turistas —determinó—. Supongo que mi cartera de piel colgada del hombro es
su objetivo.
—¿Ladrones?
—Jóvenes. Ropa cómoda. Zapatillas deportivas... —enumeró—.
Seguramente se trate de "tironeros".
La inspectora, por el rabillo del ojo, le vio fruncir el ceño.
—Roban por el método del tirón. Suelen ser dos. Rápidos. Parecidos.
Actúan coordinados —le aclaró, prolija—. Si atrapas a uno no tendrá lo
robado, ya que se lo habrá pasado a su compañero en un abrir y cerrar de ojos.
El sacerdote asintió. La inspectora chascó la lengua.
—Tampoco descarto que sean de los que te intimidan amenazándote con
una navaja. La mayoría sabe idiomas. Inglés sobre todo. Nuestros delincuentes
se han actualizado mucho.
—Ya veo —dijo, incómodo por estar de espaldas a ellos—. ¿Qué
hacemos?
—Confirmar mis sospechas.
—¿No va a llamar a una patrulla de policía?
—Perderíamos mucho tiempo. Además, puedo estar equivocada.
Sigamos.
—¿Está segura?
—Claro.
Una pareja joven salió de un local de copas. Fascinada con el
espectáculo que se encontró, ella extendió las manos para atrapar los gruesos
copos que caían. Él, sin embargo, se decidió por la nieve acumulada en el
poyete de un escaparate, con la que hizo una raquítica bola que después le tiró
sin acertar.
Elena y el padre Miguel pasaron a su lado justo cuando se cubrían con
las capuchas de sus abrigos y aceleraban el paso calle arriba, hasta
desaparecer. De nuevo solos, caminaron bajo las copas de los árboles hasta
llegar a una tienda de bellas artes que hacía esquina, con la fachada en chaflán
y unas escaleras que permitían el acceso a una doble altura. La inspectora
sabía que en el interior se encontraba un patio rodeado de tiendas de
antigüedades, tanto abajo como en la parte de arriba, formando una especie de
corrala. No era allí adonde iban, por eso dobló con decisión para enfilar la
calle Carnero. En algunas zonas las aceras se estrechaban en exceso, y los
bolardos dificultaban caminar el uno al lado del otro. A lo lejos les
deslumbraron los faros de un coche que se acercaba, un pequeño Fiat blanco.
Ningún otro detrás.
Enseguida empezaron a ver tiendas de almoneda y antigüedades —
bastante cutres, al menos desde fuera— que se alternaban con negocios
dedicados a los deportes de aventura y supervivencia. También había locales
cerrados —con las persianas repletas de grafitis—, cada vez más numerosos a
medida que avanzaban por la calle. Elena se detuvo de nuevo para mirar un
escaparate con el cristal sucio e iluminado pésimamente donde se exhibían
artículos militares, incluido un maniquí vestido con un uniforme decimonónico
negro y rojo, con sombrero y sable incluido. En un momento dado, giró la
cabeza y vio a los dos chicos parados a una decena de metros, disimulando
bastante mal frente al escaparate de una tienda donde se exponían vitrinas,
percheros y mesitas del siglo pasado.
—En efecto: nos siguen —susurró en tono de fastidio.
El padre Miguel se contuvo de mirar.
Por el número del portal que acababan de pasar, la inspectora sabía que
se encontraban cerca de la tienda de antigüedades que buscaban. Tal vez
estaría pasado un tramo de calle bastante oscura donde las persianas cerradas
abundaban.
Sospechó que actuarían allí, y decidió ponerle remedio.
—¿Qué hace? —preguntó el sacerdote cuando le pasó el ataché de piel.
—Quitarme de encima a esos moscones.
Decidida, volvió sobre sus pasos. El sacerdote, confundido, la siguió a
cierta distancia.
Los muchachos se volvieron justo cuando se detenía delante de ellos.
Entonces, la inspectora se desabrochó el abrigo y se echó el faldón derecho
por encima de la cartuchera igual que haría un pistolero antes de un duelo.
—Bueno, chicos, me gustaría seguir paseando tranquilamente. ¿Creéis
que será posible? —les preguntó irónica, con las piernas ligeramente abiertas.
Sin quitar ojo a la mano que Elena tenía a pocos centímetros de la culata
de su arma, los dos jóvenes se miraron perplejos.
El más alto de los dos, que se cubría con una gorra de los Chicago
Bulls, terminó asintiendo con la cabeza sin despegar los labios.
—No te oigo —dijo Elena en tono cordial, como si le hablara a un
conocido.
—Claro, tía. No hay problema —admitió por fin, titubeante.
Su compañero, que lucía una gorra idéntica de los Lakers, lo secundó
con un sonoro "sí" que repitió varias veces.
—Genial —resolvió la inspectora, sin moverse ni un milímetro—.
Entonces, todo arreglado. Ahora, puerta. Y no quiero volver a veros en toda la
tarde.
—Vale, vale, "tranqui" —se atrevió a decir el más alto, al tiempo que
reculaba e indicaba a su compañero con la mano que lo imitara.
Aún permaneció unos segundos más allí parada, retadora, hasta que los
vio desaparecer tras una esquina.
El padre Miguel había asistido a la escena desde atrás, ligeramente
escorado, sin perder detalle.
—Me ha dejado impresionado, inspectora Valdeón. Aunque no tanto
como a esos dos malhechores, supongo.
—Nunca falla —dijo ella, abrochándose de nuevo el abrigo—. La
visión de un arma es más efectiva que la de una placa de policía, ¿no le
parece?
—La creo —confirmó él, devolviéndole la cartera.
—Y mucho más que la palabrería de un cura.
El padre Miguel encajó el ataque sin inmutarse, tomándose su tiempo
para responder.
—En eso tendría mis dudas.
—Cómo no. Usted cree en Dios y yo en mi HK de 9 mm —resolvió la
inspectora, con amable ironía, antes de echar a andar dejándole atrás.
La tienda hacía esquina. Era bastante grande, con tres escaparates por
cada calle. La fachada estaba forrada de mármol negro, opaco y
desquebrajado, y la carpintería de puertas y cristaleras era de bronce oxidado.
La luz que salía de su interior era escasa y desvaída, como si proviniera de
velas o candelabros, y apenas iluminaba la calle. En general, el local mostraba
un aspecto sucio y deslucido, muy en concordancia con el resto de los que
había en la zona.
Desde la acera de enfrente, la inspectora se fijó en el vuelo
deshilachado del toldo que había en la fachada, sobre la puerta de entrada, en
el que se podía leer:

ANTIGÜEDADES GÁLVEZ
Compramos y vendemos todo tipo de objetos
Pagamos al contado

—Bueno, parece que hemos llegado.


25

NIEVE SOBRE MENTIRAS

La puerta era de madera, pintada recientemente en un color marrón


oscuro. A través de los múltiples cristales biselados unidos por garrotillos se
veía el interior de la tienda. La inspectora ni siquiera miró. Con decisión, giró
el pomo y abrió. Una campanilla situada en la parte superior de la pared chocó
contra la puerta y sonó advirtiendo de su presencia, pero no apareció nadie
hasta que terminaron de pasar.
Salió del fondo del local, descorriendo una cortina de tela muy gastada
que sin duda daba paso a la trastienda. Era un hombre mayor, al que Elena
calculó sesenta y cinco años, de estatura media, vestido con pantalones de
tergal gris oscuro, camisa a rayas y rebeca granate. Tenía el pelo cano, y unas
gafas de pasta negras con gruesos cristales que agrandaban sus ojos hasta
convertirlos en los de un ave rapaz nocturna.
—Buenas tardes —saludó al ver a la pareja—. ¿En qué puedo
ayudarles?
La frase y su voz eran convencionales, nada reseñables, salvo por una
leve ronquera que trató de solucionar carraspeando al terminar de hablar.
Dentro hacía calor. Un calor pastoso e incómodo que un par de estufas
de butano proporcionaban a costa de consumir oxígeno. El ambiente estaba
cargado, y olía a una mezcla de madera vieja, metal oxidado y humedad. El
perfume de la decadencia.
—Buenas tardes —respondió la inspectora Valdeón, al tiempo que
recorría la tienda con la mirada.
Aquel lugar era un auténtico caos, al menos en apariencia. No quedaba
espacio para caminar, ni hueco libre donde colocar un sólo artículo más. Las
paredes estaban abarrotadas de cuadros clásicos —escenas de caza, marinas,
bodegones... —, con el óleo cuarteado y cubierto por una pátina que oscurecía
el lienzo y deslucía el pan de oro de sus recargados marcos. Del techo
colgaban lámparas de araña repletas de infinidad de cristales polvorientos
que, bajo la luz que aportaban las bombillas de vela de poca potencia de sus
brazos, apenas brillaban. También había mesas de madera tallada, escritorios,
armarios, cómodas y aparadores sobre los que reposaban un abigarrado
catálogo de objetos como: radios de válvulas, balanzas romanas, damajuanas
de vidrio soplado, soperas de porcelana Capodimonte, bandejas de latón o
plata, adornos taurinos de bronce con peanas de mármol... También se
exponían relojes de todo tipo y forma: de sobremesa, de péndulo tipo Morez,
de cuco o carillones... Y estufas de Salamandra de hierro forjado, máquinas
de coser Singer, banquetas y butacas de madera forradas en telas floreadas,
escritorios tipo bureau con cajones... Las vitrinas y alacenas eran numerosas,
y estaban atestadas de libros forrados en piel, figuritas de porcelana, piezas de
cubertería de plata, copas y jarras de cristal de Bohemia... En el suelo,
apilados en una esquina, se mantenían en difícil equilibrio arcas y baúles de
madera con refuerzos y tirantes de hierro cuyas cerraduras y candados, que en
otro tiempo los convertirían en inexpugnables, ahora resultaban estrafalarios.
Sobre un armario de dos hojas y formas redondeadas se acumulaban utensilios
de cocina de cobre como ollas, cazos o pucheros... Algunos relucientes, otros
herrumbrosos y abollados.
El rápido vistazo que dirigió estuvo destinado a descubrir objetos
religiosos, de los que sólo encontró el busto de una virgen, un cuadro al óleo
de la última cena y varias cruces de madera con la figura de Jesús en metal.
Nada que pareciera realmente antiguo.
—¿Es usted Teodoro Gálvez, el dueño? —preguntó directa, tras la
inspección.
El hombre, que los había observado aproximarse acodado en una
pianola de los años veinte fabricada en madera de roble y con las teclas en
marfil, se envaró.
—¿Quién quiere saberlo?
—Somos policías —respondió Elena, sacando la cartera del bolsillo
trasero de su pantalón para mostrarle la placa—. Queríamos hacerle unas
preguntas.
Ajustándose las gafas caídas, se asomó para mirar la identificación y
luego volvió a su posición inicial. Su rostro pálido, de labios finos y plagado
de arrugas, pronto dejó de ser afable y solícito para tornarse sombrío y
circunspecto.
—¿Sobre qué? —preguntó, tajante.
La inspectora Valdeón lo miró con descaro, implacable, concienzuda,
dispuesta a registrar cualquier variación en su cara que delatara inquietud. Se
tomó su tiempo antes de responder. Tal vez demasiado, si se tenían en cuenta
las normas de cortesía. Pero ella no estaba allí para ser educada, sino
efectiva.
—Buscamos un objeto —dijo finalmente, abriendo su maletín—. Muy
antiguo. Quizá usted lo haya visto, o alguien le haya preguntado por él. Nos
sería de mucha ayuda cualquier información —concluyó, bañando las últimas
palabras de amabilidad.
Gálvez cogió la foto que le mostraba y la estudió durante unos segundos.
Luego, se la devolvió negando con la cabeza.
Entre la mirada neutra y el rictus hierático del hombre, Elena creyó ver
un signo de turbación: un leve temblor de su párpado izquierdo. Algo poco
concluyente. Insignificante. Necesitaba más. Y forzaría la situación hasta
donde fuese preciso para conseguirlo.
—Como verá, es una especie de caja o cofre de plata envuelto en un
paño de hilo de oro. Mírelo bien —insistió ella.
El hombre no hizo amago de volver a coger la fotografía.
—Pregunten por ahí. Yo no sé nada sobre ese objeto —respondió
desabrido—. Hay muchos anticuarios. Madrid está lleno de ellos.
Llegados a este punto, la inspectora observó de nuevo la tienda. Esta vez
sin disimulo, autosuficiente. De un lado a otro. De arriba a abajo. Incluso se
giró en redondo, muy lentamente, hasta detenerse en la figura taurina que
reposaba sobre una mesa. Una escultura de bronce verdoso donde el artista
había representado, con exquisito realismo, la suerte de varas: el picador
volcado, clavada su pica en el morrillo del toro mientras el percherón aguanta
su acometida. Con mimo, pasó la mano por encima del bravo animal;
recorriendo sus cuartos traseros, sus ijares, su lomo... hasta terminar
acariciando la poderosa testuz, buscando inútilmente los pitones hundidos
hasta la cepa en el costado del pobre caballo.
—Hay muchos anticuarios, lo sabemos —terminó diciendo, con la
agradable sensación del metal aún cosquilleando en la yema de sus dedos—.
Sin embargo, usted reúne una serie de cualidades que otros no tienen.
Los enormes ojos ampliados de Gálvez se entornaron hasta casi
desaparecer.
—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó, claramente a la defensiva.
Elena devolvió la foto al interior de su cartera y sacó su libreta. Con
parsimonia, la abrió y fue pasando hojas. Buscaba los datos que le había
proporcionado Arieta sobre él cuando se topó con algo que había olvidado
por completo: la extraña cita anotada en La Biblia Satánica, el libro que tenía
Marcos Galán en su casa, pero que en realidad pertenecía a la víctima, Julio
Peña.
La volvió a leer:

Tu luz es mi luz.
siervo666

Por qué no, se dijo reflexiva, no se pierde nada por intentarlo.


Eso pensaba, congelada, detenida con la hoja entre los dedos y los
ojos en pausa, mientras Gálvez se impacientaba soltando continuos
bufidos por lo bajo.
El sacerdote se mantenía al margen, como le había prometido; sin
interferir, adoptando una postura relajada y observante igual que haría un
ayudante disciplinado. Tenía que reconocer que disfrutaba viendo trabajar a la
inspectora, que su puesta en escena y su tempo eran magníficos; con ese
suspense que ella fomentaba, alargando el espacio entre pregunta y pregunta.
Usando silencios valorativos prolongados que no decían nada y lo decían
todo. Le encantaba. Aunque, en ese instante, quizá forzaba demasiado la
situación.
Por fin, Elena, se decidió a continuar.
—Según tengo entendido, hubo un tiempo en el que usted no fue...
Digamos que... demasiado escrupuloso en sus negocios.
—Sé a lo que se refiere —saltó Gálvez, como un resorte—. Cometí un
error, pero eso se terminó. Aprendí la lección. Finito. No quiero saber nada de
objetos de dudosa precedencia. Puede estar segura.
—Ya —dijo Elena, sin inmutarse—. ¿Y su empleado? Creo que tiene
uno. ¿Él sabrá algo?
Gálvez tamborileó los dedos sobre la pianola antes de responder.
—Es verdad. Tenía una persona que me ayudaba con los portes. Aunque
hace mucho tiempo que ya no trabaja conmigo. Se fue. Lo despedí —confesó
el hombre, agitando los brazos como si espantara moscas—. El negocio de las
antigüedades ya no es lo que era.
—De eso estoy segura —dijo Elena, con retintín—. ¿Sabe dónde
podemos encontrarlo?
Gálvez negó con la cabeza. Enérgico.
—No era trigo limpio. Cuando pasé página, le incluí a él.
—¿Pudo irse a trabajar con otro anticuario?
—En España no. Que yo sepa. Aquí nos conocemos todos. Tal vez
cambiara de aires. Siempre hablaba de volver a su país. Era francés.
—¡Ah, sí! Aquí lo tengo... De Marsella —añadió, consultando su
libreta.
—Exacto. Él ya forma parte del pasado.
—Comprendo. Como sus antecedentes.
—Oiga. Yo... Pronto voy a jubilarme, y lo último que haría sería volver
a... meterme en líos —dijo Gálvez, obviando la indirecta—. Le aseguro que no
tengo ni idea de ese objeto. Nunca lo he visto, ni nadie me ha... preguntado por
él.
La voz entrecortada del hombre, y su rostro atribulado, pedían a gritos
que aflojara. Y eso hizo.
—Tranquilo. Nosotros sólo hacemos nuestro trabajo. Rutina. Ya me
entiende...
Él asentía cabizbajo, un grado sofocado.
—Le dejaré mi tarjeta. Si se entera de algo, no dude en llamarme. A
cualquier hora —concluyó, cambiando el tono inquisitivo por otro más suave.
Gálvez, mudo, sin levantar la cabeza, volvió a asentir cogiendo la tarjeta
que le ofrecía.
Cerca ya de la puerta de salida, la inspectora se giró.
—¿Sabe? Tiene cosas muy bonitas aquí —dijo, señalando
aleatoriamente con el dedo en varias direcciones—. Quizá me pase otro día
para comprar algo. Espero que me trate bien.
El hombre se decidió a mirarla.
—Claro —musitó, con la voz acuosa—. Vuelva cuando quiera.
Al salir a la calle el contraste de temperatura fue brutal. El sacerdote,
que había conseguido entrar en calor, lo sufrió de inmediato. Dispuesto a
perder la menor cantidad de temperatura posible, se subió la cremallera de la
cazadora hasta arriba y metió las manos en los bolsillos del pantalón. Elena
Valdeón, sin embargo, parecía inmune al frío y caminaba erguida, con el
abrigo sin abrochar, disfrutando del viento helado preñado de copos de nieve
que chocaba contra su cara. Le venía bien. Había sentido un bajón de ánimo
acompañado de punzadas en la sien —signos inequívocos de agotamiento por
falta de sueño— y necesitaba espabilarse.
—No ha estado mal —oyó decir al padre Miguel, a unos metros de
distancia de la tienda—, aunque yo creí que le apretaría más las clavijas.
Ella andaba reflexiva, sin prestarle atención.
—No sé... —continuó él—. Es nuestra única pista fiable y apenas le ha
preguntado sobre ese francés.
—Lo hice —dijo por fin, saliendo de sus meditaciones.
—Sí. Lo hizo. Sin insistir. ¿Y qué me dice del cofre? Debió amenazarlo
con registrar la tienda. ¿Quién le dice que no está allí escondido?
Elena se detuvo para sacar su teléfono móvil. La vista se le nublaba.
Cada segundo que pasaba se sentía peor.
—Sabe, padre —dijo hablando con voz monótona, a la vez que marcaba
en la pantalla—. Cuando se interroga a un sospechoso el objetivo fundamental
es obtener más información de él, que él de nosotros.
El sacerdote iba a replicar y ella lo calló con un gesto de la mano.
Alguien respondía al otro lado de la línea.
—¿Dígame?
—Arieta, soy la inspectora Valdeón. Quiero que te ocupes de algo.
—¿De qué se trata?
—Dile al oficial Zúñiga que use "siervo666" como clave para
entrar en la cuenta que tenía Julio Peña en aquella maldita página web.
—"siervo666" —repitió la subinspectora, eficiente—. ¿De dónde la
ha sacado?
—Eso no importa ahora —respondió Elena, evitando dar
explicaciones. Se notaba mareada, y estaba deseando terminar—. Quizá
no sirva de nada. Ya veremos.
—Perfecto. Se la pasaré de inmediato. ¿Cómo ha ido lo del
anticuario?
—Como esperaba: nada concluyente.
—Vaya —se lamentó Arieta.
—Escucha, quiero que habléis con Bernedo. Tú o Santos, me da
igual. Necesito que consiga del juez una orden para registrar la vivienda y
la tienda del anticuario, y que dicte una orden de busca y captura contra
Remi Sagnier, el francés. ¿Me has entendido?
—¡Alto y claro! —exclamó la subinspectora—. Entonces, ¿ha
encontrado algo?
—Cabe la posibilidad.
—¡Genial!
—No te emociones. Sólo son indicios, pruebas circunstanciales,
conjeturas, tiros al aire.... El juez querrá más. Redactaré un informe. Espero
que sea suficiente para que lo convenza —le explicó, consciente de las pocas
posibilidades que tenía de conseguirlo, ya que "sus señorías" solían cogérsela
con papel de fumar en según qué trámites.
—Anotado —escuchó decir a Arieta—. ¿Algo más?
—La autorización para revisar móviles y ordenadores, ¿ha llegado ya?
—preguntó, cambiando de tema.
—Aún no. Nos han prometido que estará en un par de horas.
—Más bien será mañana —predijo la inspectora.
El cansancio la vencía. Los párpados le pesaban. Sopesó por un segundo
la posibilidad de acercarse a la comisaria, pero la sola idea de verse de nuevo
cara a cara con Bernedo y su discurso absurdo e improductivo la disuadió por
completo.
—Estaré en casa redactando el informe para el comisario. Si surge
algo importante, me llamáis. No importa la hora.
—¿Va todo bien, inspectora? —preguntó Arieta, intuitiva.
—Sí. No te preocupes. Es sólo cansancio. Nada que no se cure con
una buena ducha caliente y un montón de horas de sueño.
—Usted tranquila. Descanse. Nosotros nos ocuparemos de todo —
resolvió la subinspectora, animándola.
Tras colgar, se encontró de frente con la mirada interrogativa del
sacerdote.
—Pasé mala noche, ya lo sabe —le soltó, echando a andar sin
esperarlo.
Él, compresivo, respetó su silencio hasta que llegaron a la plaza de
Cascorro. Allí no pudo aguantar más la necesidad de aclarar unas dudas
que le rondaban por la cabeza.
—Cree que ese anticuario miente, ¿verdad?
—Es difícil saberlo —respondió Elena—. Mantiene bien el tipo.
Supongo que toda una vida engañando a pobres ancianos, comprando sus
recuerdos por cuatro perras para después venderlos a precio de oro, le han
dado oficio. Añada a eso sus años de trato con traficantes y ricachones sin
escrúpulos, el lumpen en estado puro, y tendrá a un auténtico rey del engaño.
—Ya. Sin embargo, usted le ha descubierto. ¿Por qué?
—Cometió dos errores.
—¿Cuáles?
—Apenas se interesó por el cofre. Y mucho menos por su contenido. Yo
fue lo primero que hice y no me dedico a las antigüedades.
—Tiene razón. ¿Y el segundo error?
—Detrás de él, en una mesita velador, sobre una máquina registradora
con armazón de madera, había un periódico: Le Monde. En la foto de portada
se veía a policías cargando contra manifestantes. Como sabrá, las revueltas
comenzaron hace un par de semanas... en Paris.
El sacerdote se hubiera llevado las manos a la boca si no las hubiera
tenido bien calentitas en los bolsillos de su pantalón.
—Un periódico francés. Reciente —musitó, juntando los labios como si
fuese a silbar. Cosa que finalmente no hizo.
—Puede que sea del anticuario. O que se lo dejara un cliente, ¿quién
sabe? Tal vez no sea nada —admitió ella, quitándole importancia.
—O puede que sea del... marsellés.
—Ésa es la tercera opción.
—Excelente, inspectora.
Indiferente a los halagos, Elena Valdeón sólo pensaba en lo cerca que se
encontraban del parking. En cambio, el padre Miguel tenía aún más dudas por
resolver.
—La clave que le dio a la subinspectora Arieta la encontró anotada en
el libro de Anton Lavey, ¿no es así?
—Correcto.
—No lo niegue. Usted también piensa que el quid de la cuestión se
encuentra en El Tártaro.
—No lo descarto —simplificó, intentando no implicarse demasiado en
la respuesta.
—Vamos, es evidente. El muchacho, Marcos Galán, habló de un
"cliente" para el que trabajaba el anticuario que negociaba con ellos por la
reliquia —comenzó exponiendo, dispuesto a hacer de altavoz de la inspectora
—. Y el oficial Zúñiga ve claros indicios que le hacen pensar que el
administrador de esa página web está implicado en el crimen. Dos cuestiones
que nos llevan a una hipótesis de trabajo. La digo yo o la dice usted.
—No me gusta aventurar teorías antes de tiempo, ya lo sabe —
respondió, displicente.
—Está bien, como quiera —se rindió el sacerdote—. Si tuviera que
apostar, yo diría que el cliente y el administrador son la misma persona.
—Le encantaría, confiéselo. La mano del Diablo moviendo los hilos —
dijo con la voz en falsete, simulando con los dedos que manejaba una
marioneta invisible—. Un satanista detrás del crimen.
—Y del robo de la reliquia, no lo olvide. Todo apunta a ello, debe
admitirlo.
—Satanista, Hare Krishna o seguidor de la Iglesia de Maradona... Es
irrelevante para el caso.
El sacerdote se detuvo por un segundo. Quizá menos. Fue una parada
mental más que física. Una reflexión que también influyó sobre los músculos
de las piernas.
—¿Irrelevante? No lo creo —concluyó, enigmático, mientras recuperaba
el paso.
Elena lo miró por el rabillo del ojo y distinguió el ceño apretado, los
ojos convertidos en una línea y los labios congelados en un rictus a caballo
entre la sonrisa y la aflicción. Un rostro impenetrable, en definitiva.
Los últimos metros que les separaban del parking los dedicó a
preguntarse por qué, siempre, tenía la sensación de que aquel cura —aquel
hombre— sabía mucho más de lo que le contaba.
Por fin en el coche, de vuelta a casa, la inspectora se adormilaba
irremisiblemente. La ciudad cubierta de nieve, de noche, salpicada por la luz
de semáforos, coches, escaparates y farolas, con sus ciudadanos andando
veloces de un lado a otro bajo paraguas o capuchas, resultaba incoherente. La
nieve —que ya empezaba a estar sucia cerca de las aceras—, vestía Madrid
con un traje de incomparable belleza que le venía grande. Sin embargo, a
través del parabrisas del Mercedes-Benz, la visión de la ciudad invitaba a
coleccionar instantáneas, visiones fugaces que hacían que el espectador se
olvidara de que el asfalto y la nieve nunca combinaban del todo bien.
—Estaba pensando en mañana —dijo el padre Miguel, sacando a la
inspectora de un amodorramiento favorecido por los cómodos asientos
calefactados.
—Qué suerte. Yo aún no he dejado de pensar en hoy —replicó, con la
voz pastosa.
—Me refería a nosotros. ¿Paso a buscarla por su casa? ¿A la misma
hora?
Los casos dan vuelcos. Tienen imprevistos. No siguen una rutina, ni un
horario, ni un patrón... desgraciadamente. Resulta imposible preverlos. Ahora
se iba a casa, era lo que sabía. El suyo no era un trabajo normal. Los
criminales no fichan de nueve a seis.
—Aún no lo sé. Esté listo a primera hora de la mañana. Yo le llamaré —
resolvió.
—¿A las siete le parece bien?
Elena miraba la nieve intacta, preciosa, cubriendo una isleta iluminada
por el círculo de luz amarillento de una farola.
—Sí.
Lo dijo por decir. No tenía ni idea. Tampoco le importaba. Sólo quería
que la dejara volver a abandonarse al dulce sopor del que la había sacado.
Pero él no parecía dispuesto.
—¿Qué planes tiene? Quiero decir... Hay que darse prisa en encontrar la
reliquia. El tiempo apremia.
La inspectora se volvió inquisitiva.
—¿Qué quiere decir?
El sacerdote meditó usando de nuevo ese rostro indescifrable.
—Quizá quieran sacarla del país. O deshacerse de ella. Al fin y al cabo
es la prueba de un crimen. Cómo decirlo... "una patata caliente" —concluyó,
desplegando una sonrisa impostada.
El coche bordeó la puerta de Alcalá y enfiló la calle O´Donnell. Elena
vio entonces las luces navideñas que adornaban árboles y farolas. Normal que
estuvieran ahí, el encendido solía hacerse a últimos de noviembre y estaban a
mediados de diciembre. Sin embargo, incomprensiblemente, aún no se había
fijado en ellas. O, si lo había hecho, un misterioso mecanismo en su cerebro
las había eliminado del entorno. Borrado. Como si no existieran.
No le extrañó. Hacía años que su cerebro se esforzaba en olvidar.
—Sabe, inspectora —continuó él—. En el fondo, usted y yo nos
dedicamos a lo mismo.
—Ah, ¿sí? Pues yo aún no sé muy bien a qué cojones se dedica usted —
respondió, repentinamente airada.
—Lucho contra el mal. Creí que ya lo había entendido.
—¿El mal?
—Sus manifestaciones —concretó, al tiempo que doblaba por la calle
Narváez—. Igual que usted.
—A lo que usted llama manifestaciones, yo llamo criminales.
—Cuestión de semántica.
Elena Valdeón lo veía venir. No estaba en situación de enfrascarse en
esa dialéctica metafísica, y decidió dejarlo estar.
—Vale. Lo que usted diga.
El sacerdote callejeó antes de salir a la avenida de Menéndez Pelayo, y
poder así dejarla justo delante de su portal, evitando que tuviera que cruzar.
—Estaría bien poder reconocerlo a simple vista, ¿verdad? —reflexionó,
segundos antes de detener el coche—. Al mal, me refiero.
Con la mano en la manija de la puerta, dispuesta a salir, ya pensando en
la calidez de su hogar, la inspectora se volvió para mirarlo. La luz era escasa,
aunque suficiente para distinguir esos ojos azules, enigmáticos, que la
observaban con tanto interés.
—Le contaré algo —comenzó diciendo—. Los policías usamos la teoría
del 10-80-10. ¿Quiere que se la explique?
—Por supuesto, cómo no.
—Imagine cualquier lugar de esta ciudad. De cualquier ciudad del
mundo: un centro comercial, un mercado al aire libre, un edificio de oficinas,
una casa de vecinos...
—Una casa de vecinos —repitió el sacerdote, en voz baja, entornando
levemente los ojos.
—Bueno. Pues nosotros, los policías, decimos que un 10% de las
personas que nos encontraríamos allí estarían dispuestas a robarle la pensión a
su abuela; otro 10% serían almas buenas, incapaces de hacerle daño a una
mosca; y el 80% restante, depende.
—Entiendo.
—Ya ve, así de sencillo: cuestión de porcentajes. El 90% de las
personas son susceptibles de cometer un delito. No necesito reconocer el mal,
estamos rodeados de él.
Con intención de dar por zanjado el asunto abrió la puerta y salió del
coche. Ya en la calle, con una mano apoyada en el parabrisas delantero, se
inclinó ligeramente para despedirse.
—Espere mi llamada. Ahora, vaya a descansar.
Sin más, Elena se alejó.
El padre Miguel la observó mientras recorría la acera en dirección a su
portal, abría, y desaparecía en su interior. Esperó en doble fila un buen rato,
con el motor en marcha, hasta que vio encenderse una luz en el sexto piso.
Entonces aceleró.
—Me gustaría que usted también pudiera descansar —musitó, dedicando
una última mirada al edificio.
26
EL OLFATO DE LAS RATAS

La tensión que el anticuario había conseguido controlar durante la visita


de aquellos dos policías, se liberó nada más verlos desaparecer por la puerta.
Estuvo un buen rato caminando arriba y abajo de la tienda hasta que terminó
por bajar la persiana y sentarse en una butaca. No apagó las luces del local ni
se decidió a abandonarlo para subir a su vivienda —a la cual se accedía por
una escalera interior sin necesidad de salir a la calle—, sino que prefirió
permanecer allí, rodeado de aquel mundo del pasado en el que se encontraba
tan a gusto. El tiempo pasó. Diez minutos. Quince. Media hora. Poco a poco
logró calmarse, acompasar la respiración y hacer que su pecho dejara de subir
y bajar de una manera incontrolada. No era ningún novato. Ni era la primera
vez que se veía cara a cara con la Policía. Siempre había sabido manejarse
con soltura con esos muertos de hambre, consiguiendo salir de asuntos
bastante turbios sin tener que pisar la cárcel ni un solo día; aunque para ello
tuviera que vender a algún que otro desgraciado, o informar de lugares donde
se guardaban objetos de arte robados. Sus pactos fueron secretos y nadie en el
gremio supo nunca nada, pero en esta ocasión la cosa pintaba mucho peor.
Había un crimen de por medio, y eso no podría esquivarlo tan fácilmente. La
Policía buscaba un culpable a quien cargarle el "marrón", y él se encontraba
justo en el medio. Se vería implicado y, con sus antecedentes, terminaría
siendo el chivo expiatorio. Volverían, sin duda. Esa inspectora no le gustaba lo
más mínimo. No se libraría de ella con facilidad. Lo había notado en su
intensa mirada y sus gestos delicados, que le recordaron a los de un felino
cauteloso e inteligente cuando otea a una presa. Tenía que hacer algo.
Prepararse para lo peor.
Golpeó el apoyabrazos de la butaca maldiciendo el momento en el que
aceptó el trabajo. Debí hacer caso a mi instinto, se dijo entre dientes, a mi
buen olfato, y rechazarlo. Venía de un buen cliente y la suma a ganar era
sustanciosa, pero sospechó que se trataba de un asunto sucio desde el
principio: nadie paga tanto dinero por hacer de intermediario en una
transacción. Le pudo la ambición y fue imprudente, y ahora se veía envuelto en
un crimen que podía llevarle a dar con los huesos en la cárcel si no se cubría
las espaldas convenientemente. Resuelto a ponerle remedio, se levantó de la
butaca y se dirigió a la trastienda. Allí tenía un pequeño despacho con una
formidable caja fuerte Mosler de principios del siglo XX en la que, además de
proteger las piezas más valiosas de la tienda, como joyas y objetos de oro,
también guardaba un libro de asientos en el que llevaba la contabilidad del
dinero "negro" que obtenía de la venta a clientes especiales como el señor
Grosu, a quien estaba dispuesto a llamar de inmediato. Jamás lo había visto, a
pesar de que llevaba años consiguiendo piezas exclusivas y muy caras para él.
Casi siempre obras de arte religioso: cuadros o esculturas que pagaba
generosamente sin discutir el precio. Nunca material robado. Sin embargo,
aquel último encargo despedía ese inconfundible tufillo a problemas. El
mismo que percibiría una rata de un trozo de queso sobre una trampa para
roedores. Sabía que el señor Grosu era extranjero —por el nombre y el acento
—, y que era un hombre muy rico y reservado que vivía en una urbanización
exclusiva de Madrid, ya que en alguna ocasión, su ayudante, el francés, le
había llevado sus compras. Poco más, conocía de él. La gente no le interesaba.
Allá cada cual con sus asuntos. Sólo le preocupaba el dinero a ganar. Eso sí.
—¡Puñetero dinero! —rezongó, mientras giraba la ruleta de la caja
fuerte.
Había terminado de introducir la combinación completa, y se disponía a
accionar la palanca que abría la pesada puerta de hierro, cuando sonó el
teléfono. Tenía un inalámbrico. Lo buscó en su soporte. No estaba. Recordó
que lo había dejado en la tienda, sobre el mostrador.
Seguía sonando cuando lo cogió. No reconoció el número en el
identificador de llamadas. Descolgó.
—Antigüedades Gálvez, ¿dígame?
—Soy Razvan Grosu —oyó decir al otro lado de la línea.
El anticuario se apoyó en el mostrador y permaneció unos segundos sin
articular palabra.
—Señor Grosu —dijo por fin, recuperando el ánimo—. Estaba a punto
de llamarle.
—Teniendo en cuenta la coyuntura actual, eso no hubiera sido muy
prudente.
El hombre hablaba despacio y sereno, articulando las palabras con
pulcritud.
—Le llamaba por el encargo —añadió, conciso.
—¿El encargo? —repitió el anticuario, con tono de incredulidad—. ¿Es
que no ha visto las noticias?
—Por eso le llamaba.
—No termino de entenderle.
—Quiero que se tranquilice y no haga tonterías.
—Ha venido la Policía. Me han enseñado una foto del cofre. Lo saben
todo.
—La Policía no sabe nada, confíe en mí —replicó el hombre, tajante.
El anticuario torció el gesto, desconfiado. Desde el primer momento,
desde la desaparición de Remi Sagnier, había barajado la posibilidad de que
su ayudante hubiera decidido trabajar por su cuenta; haciéndose con el cofre
para después vendérselo a aquel hombre directamente. Si además evitaba
pagar lo acordado a aquellos muchachos robándoles el objeto, el negocio
hubiera sido redondo. Sin embargo, algo debió de salir mal y la cosa terminó
en un baño de sangre que le obligó a quitarse de en medio. Eso había
sospechado antes de esa llamada. Ahora recelaba también del cliente. ¿Quién
le podía asegurar que el francés no había llegado a un acuerdo con él a sus
espaldas? Un pacto en el que ese tal Razvan se ahorraría una parte de la
abultada comisión a la vez que Sagnier se embolsaría una buena suma de
dinero para él solito. Tenía que asegurarse.
—Aún no sé nada de mi hombre —dijo tras meditar—. Lo he buscado
por todas partes. Ha desaparecido.
—Estará escondido. No se preocupe. Tarde o temprano se pondrá en
contacto con usted. Necesitará dinero para desaparecer. Yo le ayudaré.
—¿Sigue interesado en la reliquia? —tanteó el anticuario, ladino.
El largo silencio que precedió a la respuesta ya comenzó a confirmar sus
sospechas.
—El encargo sigue en pie.
El anticuario retiró el teléfono del oído y fijó la mirada en los múltiples
cristales de la lámpara de araña que pendía sobre su cabeza. Mentía, estaba
claro. Sólo un estúpido pretendería hacerse con ese cofre, por muy valioso
que fuera su contenido, sabiendo que estaba siendo buscado por la Policía en
relación directa con un crimen; y ese tipo jamás se lo pareció lo más mínimo.
La única explicación que se le ocurría para justificar aquella irresponsable
actitud, era que se tratara de una farsa interpretada con el propósito de ocultar
el hecho de que ya lo tenía. Eso era. Quería confundirle. Mantenerle la boca
cerrada mientras se deshacía de él. La reliquia estaba en el interior. Si
destruía el cofre y aquel paño dorado, nadie podría seguirle la pista. Muy
astuto, se dijo el anticuario al tiempo que se hurgaba con la uña del meñique
en su diente de oro. Contuvo su enfado. Debía fingir. Cerró los ojos y tomó
aire antes de responder, dispuesto a seguirle la corriente.
—De acuerdo. Si contacto con mi hombre, se lo haré saber.
—Perfecto. No me llame. Lo haré yo cada día a esta misma hora.
¿Entendido?
—Sí.
El anticuario sabía que para hacerle creer que se había tragado el
embuste, aún le quedaba incluir un elemento esencial: la codicia.
—Entenderá que, a tenor de las circunstancias, el precio acordado tenga
que cambiar —añadió.
—Sin duda —respondió Razvan, sin titubeos—. Esta misma noche le
haré llegar doce mil euros. Cubrirán las molestias causadas. Del resto, ya
hablaremos llegado el momento.
Y colgó.
Teodoro Gálvez, viejo bribón sin escrúpulos, curtido en mil engaños,
vio la solución al problema. Si ese ricachón guardaba el cofre en su casa y él
lo denunciaba de una manera anónima, podría salir limpio de aquel embrollo...
Y doce mil euros más rico.
Envanecido por la suerte, y satisfecho con la estrategia que había
ideado, el anticuario decidió subir a su casa para tomarse un café bien cargado
mientras esperaba la siempre gratificante visión del dinero.
27
CAFÉ, PASTAS Y RECUERDOS

La inspectora abría el buzón cuando la voz del conserje a su espalda la


sobresaltó.
—Buenas noches, señorita Elena.
—Buenas noches, Matías —respondió ella, girándose a medias.
—Menuda nochecita.
—Mucho frío, sí —dijo la inspectora, mientras comprobaba que las
cartas eran el recibo del agua y del gas.
—La nieve es bonita. Y más en Navidad —continuó el conserje—. A mí
me encanta.
Elena se volvió. Estaba allí parado, frente a ella, vestido con su
sempiterno mono azul, exhibiendo una sonrisa casi infantil que acentuaba las
arrugas de su rostro.
—¿Aún trajinando por la casa?
—¡Qué le voy a hacer! —exclamó él—. A estas horas es cuando saco
los cubos de basura. Por la normativa municipal, ya sabe...
—Tiene razón, no me acordaba.
—Como usted aparca el coche en el garaje no suele verme, pero mi
jornada no termina hasta que dejo los cubos en la calle. Los tres. Y bien
limpios que los tengo.
La inspectora no estaba para conversaciones superficiales —y tampoco
de las otras—, y le respondió con un revelador monosílabo.
—Ya.
El hombrecillo, sin embargo, no se inmutó. Quieto, con las manos en los
bolsillos, se mostraba dispuesto a continuar la charla.
—Voy a hacer café. Compré una de esas máquinas que usan cápsulas y
sale muy bueno. Hay que modernizarse —concluyó, con los ojos chispeantes.
Elena lo veía venir y no dijo nada. Se limitó a asentir con la cabeza
antes de volverse en dirección al ascensor.
—También he cogido un paquetito de pastas. En la pastelería de la
esquina. Donde Lourdes —continuó él, ajeno al desinterés que mostraba—. De
aquellas que le gustaban tanto.
No le resultaba fácil mostrarse descortés. Se moría por llegar a casa y
se mantuvo en silencio, dándole la espalda, rogando porque no pronunciara la
fatídica frase que la obligara a serlo aún más.
—La invito y charlamos un rato. ¿Qué le parece?
La había dicho.
La frase seguía allí, en el aire, cuando la inspectora se giró. Ahora no
tendría más remedio que rechazarlo de una manera directa.
—Se lo agradezco —comenzó diciendo, esquivando su mirada—. No
me encuentro muy bien. Puede que haya cogido frío. Otro día, si no le importa.
—Claro, claro —se apresuró a responder el conserje, disimulando
malamente la frustración—. Si necesita alguna medicina puedo acercarme a la
farmacia. Hay una en la esquina con Sainz de Baranda que está abierta
veinticuatro horas. Los resfriados hay que tratarlos a tiempo, que nunca se
sabe.
—Oh, no se moleste. Tengo de todo en casa —dijo Elena.
—¿Seguro? No sería ninguna molestia.
Elena se sentía violenta. Incluso incómoda. Deseaba meterse en el
ascensor y desaparecer cuanto antes.
—De verdad, no es necesario. Se lo agradezco. Adiós.
Mientras ascendía se miró en el espejo y vio el rubor en sus mejillas
acompañando a unas profundas ojeras que se habían impuesto al maquillaje.
También reconoció en su cara el rastro que deja la mentira y la vergüenza. Eso
fue lo que más le llamó la atención; que, después de tantos años, aún sintiera
tanto miedo del pasado como para mostrarse maleducada con tal de evitar
enfrentarse a él.
Ya en su piso, buscando la llave dentro de su cartera, escuchó abrirse la
puerta de la vecina con la que compartía tabique. La llave no aparecía, y Elena
se impacientó. Por nada del mundo deseaba encontrarse cara a cara con esa
parlanchina. Y menos en ese momento.
Por fin la tenía en la mano —a punto de introducirla en la cerradura—
cuando aquella mujer salió de su casa acompañada de una nube densa y
empalagosa de perfume.
—Buenas noches —le dijo, mirándola con descaro.
Se trataba de Marta. Setenta y cinco años. Pelo corto y rubio como casi
todas las mujeres de su edad. Bien arreglada: labios pintados, pendientes,
collar y pulsera a juego, abrigo largo de piel marrón y zapatos de medio tacón
que movía con soltura gracias a unas piernas fuertes que no habían sucumbido
a la artrosis ni a la artritis.
—Buenas noches —respondió Elena, descorriendo del todo el cerrojo.
Marta llevaba algo más de ocho años viviendo en la casa. Según le
contó en su día, cuando su marido, coronel del Ejército de Tierra, se jubiló y
abandonó definitivamente su plaza en las Islas Canarias, ella le convenció
para volver a la ciudad donde había nacido. Compraron el piso y se
instalaron. Él era serio y educado, de pocas palabras. Ella, todo lo contrario.
Hacía un año que se había quedado viuda y desde entonces buscaba cualquier
excusa para charlar. Elena trataba de evitarla, pero le daba pena y a veces por
solidaridad entre mujeres solas le daba conversación. Más bien ella hablaba y
Elena escuchaba. Casi siempre allí, entre puertas, sin decidirse a invadir
ninguna el territorio de la otra.
—Ya ve —continuó Marta—. Mi hijo ha venido con mi nuera y mis
nietos, y se ha empeñado en que vaya a cenar con ellos. ¡A estas horas! ¡Y con
la que está cayendo!
—Le vendrá bien salir —dijo Elena, empujando la puerta.
—¡Estos chicos! No me diga que no estaríamos mejor aquí, en casita,
calentitos. ¿Le he dicho que mi hijo vive en Alcobendas?
—Sí.
—¿Y que es piloto del Ejército del Aire?
—Me lo contó, sí.
La mujer soltó un suspiro.
—He tenido mucha suerte.
—Desde luego —corroboró Elena, dando un paso hacia el interior de su
casa.
—Por cierto, supongo que acudirá a la próxima reunión de vecinos.
Elena, que ya se encontraba en el recibidor, se asomó de nuevo.
—Pues... —titubeó.
—No la he visto en ninguna reunión en los años que llevo aquí viviendo,
pero el asunto que vamos a tratar es importante y conviene que estemos todos.
—¿Importante?
—Veo que no ha leído la circular. La dejaron en los buzones hace quince
días.
—Ah, sí. La vi, aunque no he podido...
—Se habló en la reunión extraordinaria de hace un mes a la que tampoco
bajó, claro.
—No. ¿De qué se trata? —preguntó Elena, falsamente preocupada.
Sus padres habían sido vecinos responsables que nunca faltaron a las
reuniones, colaborando siempre con la comunidad. Por el contrario, ella jamás
mostró el más mínimo interés por ese tipo de asuntos domésticos, y esquivó
cuanto pudo a los vecinos hasta que logró distanciarse de ellos lo suficiente
para levantar su deseado muro de anonimato; especialmente con los más
antiguos, los que la conocían más.
—Sabrá que Matías se jubila, ¿verdad?
Elena negó con la cabeza, sorprendida. Eso no se lo esperaba.
—¿Tampoco le ha dicho él nada?
—No.
—Él no quería. Pero hija, los gastos son muchos en la comunidad y
pagar a un hombre que esté aquí todo el día es un despilfarro. Además,
mantener su casa: luz, agua, seguro... —Marta enumeraba con los dedos. Unos
dedos enguantados—. Total, que en la reunión extraordinaria se acordó
jubilarle. Ahora queda decidir si se contrata a una empresa que mande a
alguien por horas para limpiar y sacar la basura, o si lo contratamos nosotros
directamente. Nada de vivir aquí. Un conserje que cumpla ocho horas y punto.
Como todo el mundo.
Marta seguía hablando. Elena hacía rato que pensaba en otra cosa.
Ahora lo entendía. Matías había intentado decírselo los últimos días,
buscando el momento que ella no le había dado. Incluso se preocupó por
diseñar el escenario ideal para hacerlo. Ella y él en torno a una mesa. Café y
pastas. Un territorio común en el que encontrarse cómodo. Donde el pasado
animara la conversación. Justo lo que ella intentaba evitar a toda costa.
—Entonces, ¿dice que él no desea jubilarse? —preguntó Elena, saliendo
de sus meditaciones.
—Para nada. ¿Usted lo entiende? Pudiendo descansar por fin prefiere
seguir aquí quitándonos la mierda, con perdón, a todos nosotros. En fin, cada
cual es cada cual. Bueno, ya me marcho. Y piense lo de la reunión. Luego, el
que no vota no tiene derecho a quejarse —concluyó Marta, exhibiendo una
sonrisa manchada de carmín.
—Gracias, lo pensaré.
Nada más cerrar la puerta tras de sí, Elena experimentó un repentino
sentimiento de culpa. Parada en el recibidor, con la mano apoyada en el
mueble de la entrada, asumía que tendría que dejar a un lado sus miedos si
quería hacer lo correcto.
Decidida. Colgó el ataché de piel y el abrigo en el perchero, guardó la
pistola en el cajón del mueble y atravesó el pasillo. La casa estaba fría, pero
no se preocupó de subir el termostato situado en el salón. Se dirigió a la
cocina, sacó la bolsa de basura orgánica del cubo que tenía bajo el fregadero,
la ató bien y se encaminó de nuevo a la puerta de salida. Allí se detuvo un
instante, retenida por una angustia que le constó superar. Al final lo consiguió
y, para no dar oportunidad al arrepentimiento, evitó el ascensor y bajó las
escaleras de dos en dos.
En el portal se encontró con el conserje, que pasaba una fregona húmeda
para eliminar el rastro que había dejado la goma de las ruedas de los cubos de
basura sobre el mármol del suelo.
Se paró en seco cuando él, al percatarse de su presencia, se volvió.
—Matías, ya que he bajado, creo que voy a aceptar su invitación de café
y pastas —dijo en tono animado, balanceando la bolsa de basura con actitud
infantil—. Descafeinado, ¿eh?
Con ambas manos sobre el extremo de la fregona, el hombre la miró con
el semblante iluminado.
—¡Cómo no! —exclamó ufano—. Lo que usted desee.
Nada más sentarse en torno a la mesa camilla con faldones y brasero
debajo —que aún seguía en el mismo lugar exacto que ella recordaba, en
mitad de aquel diminuto salón—, Elena dirigió la conversación desde el
principio. Fue ella la que tocó el tema de la jubilación. Ni siquiera esperó a
que preparara el café ni sacara las pastas. Precipitada, con la urgencia de
pasar el trámite, fue directa al meollo de la cuestión. Se trataba de consolarle.
Solidarizarse con él en lo posible. Explicarle lo importante que había sido
para el edificio, y particularmente para ella. En definitiva, hacer que se
sintiera mejor. Al menos, en la medida de lo posible.
Y lo estaba consiguiendo.
El hombre parecía feliz. Tal vez, el mero hecho de tenerla allí fuera
suficiente. No lo sabía. Sin embargo, para ella aquellos minutos le estaban
resultando un auténtico calvario. Demasiado arriesgado. Con la posibilidad
flotando en el ambiente de que Matías echara mano del pasado. Ese riesgo
existía. Era real.
Y como se temía, terminó por concretarse.
—Parece que los estoy viendo —dijo de pronto, tras dar un sorbo al
café—. Su hermano, su madre y usted.
Elena asintió con la cabeza, disimulando un pecho que subía y bajaba
acelerado por la congoja.
—Aquí mismo. En torno a esta mesa. Comiendo pastas... El café era de
puchero. Lo único que ha cambiado —el hombre reflexionó, taciturno—.
Bueno. Ahora estamos usted y yo... solos.
Involuntariamente, Elena se abrazó a sí misma.
—Los recuerdos —continuó el conserje—. Son tantos... Y tan buenos.
No se lo va a creer. A veces lo imagino correteando por el portal. O volviendo
de la calle o del colegio. De la mano de su madre. O de usted.
Era por aquello por lo que Elena mantenía conversaciones sucintas con
Matías. Por lo que se ceñía al mero intercambio de saludos. Y el motivo por el
que había intentado evitar esa invitación. Lo conocía. Y sabía que su erróneo
sentido de la educación, a menudo, lo llevaba a hablarle de su familia, de sus
padres..., de su hermano. Un gesto sin maldad. De buena fe. Pero a ella le
dolía. Le dolía tanto que le costaba respirar.
—Le resultará raro lo que voy a decirle —prosiguió el conserje,
mojando distraído una pasta—. Yo vivo de recuerdos. Aquí, solo, son mi
compañía. ¿A usted no le pasa?
Aquel pequeño salón con decoración abigarrada y pobremente
iluminado por una lámpara de pie con pantalla color crema, la asfixiaba. La
butaca en un extremo, frente a un televisor. El aparador lleno de cajones,
cubierto por un tapete de ganchillo sobre el que reposaba una radio de
válvulas junto a un mueblecito/escritorio del que asomaban sobres, cuartillas y
un abrecartas. Los cuadros de las paredes, feos, absurdos, descoloridos...
Todo gastado, viejo, descuidado... Todo igual que como lo recordaba. Un lugar
abandonado, propio de un ermitaño apático. Aunque eso no era lo peor. Lo que
más le incomodaba del lugar eran las dolorosas imágenes que le evocaban.
Conocía bien la conserjería. El pequeño chiscón que había nada más entrar, a
la izquierda, donde Matías guardaba los cubos de basura. La puerta de la
derecha que llevaba a un estrecho pasillo donde estaban: la cocina, diminuta,
funcional; su habitación, austera hasta el extremo, deprimente, propia de un
convento de clausura; el baño, con su cortina de plástico para ocultar la ducha,
el inodoro, el lavabo... sanitarios amarillentos y desconchados que el pobre
aplique de la pared no hacía más que resaltar. Y luego estaba la otra puerta, la
que daba al patio cubierto, el lugar donde Matías guardaba todo lo que no le
cabía en su minúscula casa. Un cajón de sastre lleno de cachivaches. Incluso
tenía una pequeña cama donde decía que se echaba la siesta en verano porque
era el lugar más fresco. Conocía bien esa casa, ya que fueron muchas las horas
que ella y su hermano jugaron allí al escondite. Se ocultaban y Matías los
buscaba. Paciente, comprensivo, cariñoso... Tardes enteras les dedicó sin
mostrarse jamás cansado, ni molesto. Enturbiada la vista, giró la cabeza para
mirar esa puerta, la que daba al lugar favorito donde se ocultaba su hermano.
Seguía igual. Inmutable. Una plancha de contrachapado marrón con el barniz
oscurecido y el pomo de latón oxidado en el centro.
La evocación le cortó el aliento. Se hubiera levantado y marchado. No
lo hizo. No podía. La educación. Las buenas maneras. Lo correcto. En lugar de
eso, disimuló el malestar fijando su mirada vidriosa en un punto. En un dibujo
del gastado papel pintado de la pared. En una flor. Una cualquiera de las
cientos que había.
El conserje se percató de su ausencia. La miró un instante con los ojos
entornados y, luego de apurar la taza, se levantó, fue hasta una esquina del
salón donde tenía la cafetera e introdujo una nueva cápsula en el receptáculo.
—El pasado sigue ahí mientras lo recordemos —le oyó decir de
espaldas a ella—. No desaparece. Yo guardo mis momentos felices para
revivirlos. La mayoría aquí —precisó, acariciando el ajado aparador lleno de
cajones—. Es mi estrategia para sobrellevar la vida. ¿Quiere otro café?
Elena negó con un movimiento brusco de cabeza, sin saber si él la
miraba. Esforzándose en relajar los músculos de las piernas. Tensos.
Preparados para incorporarse. Pero no se movió. Tragó saliva. Se limpió con
disimulo una incipiente lágrima con el dorso de la mano y continuó ahí
sentada, dispuesta a rematar aquella visita de cortesía que se había convertido,
como ya se temía, en un suplicio.
Matías volvió a sentarse, sujetando la humeante taza entre ambas manos
como para calentarse, aunque allí no hacía frío. Al contrario, el calor era
agobiante. O eso al menos le parecía.
—Todo tiene su principio y su fin. Es ley de vida —dijo el conserje,
rematando con un suspiro la manida frase.
—¿Qué va a hacer ahora? Cuando se vaya, me refiero. ¿Volverá a su
casa? —preguntó Elena, tratando de que su voz no sonora temblorosa—. Usted
era de...
—Un pueblecito de Valladolid —completó.
Afortunadamente, Elena vio la oportunidad para reconducir el último
tramo de la conversación, centrándose en alabar las muchas virtudes de la
vida rural: hablando del campo, el aire puro, la comida sana, la ausencia de
estrés... Una charla amable y suficientemente intrascendental como para lograr
recomponerse y preparar la despedida. Que no tardó mucho en llegar.
Pocos minutos después, ya en el portal, Matías insistía en que se llevara
las pastas sobrantes y le daba mil veces las gracias por la visita.
—Vamos, hombre, no ha tenido ninguna importancia.
—Para mí, sí —dijo él, bajando lastimero la cabeza.
—Estará bien. Ya lo verá —concluyó Elena, sincera, para despedirse.
—Me llevaré mis recuerdos allí donde vaya. Ellos serán mi sustento —
afirmó, mostrando una súbita sonrisa que ella intentó devolver mientras se
marchaba.
—Buenas noches, Matías.
Está hecho, se dijo, respirando aliviada ya en el interior del ascensor.
Había pasado el mal trago y ahora tocaba olvidarse de ello.
Cuarenta minutos más tarde, después de darse una larga ducha y ponerse
ropa cómoda, se dispuso a cenar. Tenía hambre. La pizza de la comida apenas
la tocó, y sólo había mojado una pasta en el café porque ya no le gustaban. En
realidad, las odiaba. Se había espabilado, y sentía una deliciosa euforia capaz
de arrinconar los malos ratos pasados en aquella conserjería. Por esa razón,
descartó la comida rápida, o los yogures combinados con piezas de fruta, y
decidió cocinar algo que realmente le apeteciera. Sin reparos, tiró a la basura
las pastas sobrantes que con tanto mimo le había envuelto Matías y se puso
manos a la obra. Miró dentro del frigorífico y en la alacena, y confirmó que
tenía los ingredientes necesarios para preparar unas fajitas mejicanas rellenas
de queso suave, cangrejo y rúcula; unos buñuelos de calabacín; y, de postre,
unas tortitas con rodajas de naranja caramelizada cubiertas de chocolate
fundido. Una ambiciosa propuesta que se desinfló casi antes de empezar. El
dolor de cabeza volvió, esquivando los analgésicos que se había tomado nada
más subir a casa. Es cansancio, se diagnosticó, sólo el sueño lo cura. Aún así,
se sintió con fuerzas suficientes para terminar las fajitas, completando la cena
con el socorrido tándem de yogur y fruta. Dos piezas. Naranja y manzana Fuji,
ya que adoraba esa mezcla de sabor ácido y dulce, y su textura crujiente.
Comió en la cocina, como siempre, en una mesa de cristal, bajo la ventana,
mientras veía las noticias en la televisión de 24" que tenía adosada en la pared
de enfrente, junto al frigorífico.
No le sorprendió que se siguiera hablando del crimen de El Calmo.
Aunque sólo de pasada, y repitiendo los escasos datos que habían
proporcionado a la prensa, era normal que se mantuviera viva la noticia. Una
muerte sin aclarar inquieta más que mil resueltas. La inspectora Valdeón lo
sabía bien. Como también sabía que, más pronto que tarde, las presiones
desde arriba para entregar a un culpable serían insoportables. Descartó pensar
en el caso. Incluso sacudió la cabeza para deshacerse de las mínimas trazas de
él que se empezaban a materializar. Terminó cambiando de canal para ver el
final de un documental que hablaba sobre el mundo dentro de cien años, algo
que también la deprimió. Lo que sí le agradó fue cepillarse bien los dientes,
ponerse su sedoso y suave pijama de pantalón y camiseta burdeos, y meterse
en la cama. Fue tan satisfactoria la sensación que experimentó, que incluso
creyó que su dolor de cabeza había desaparecido. De ahí que, contra todo
pronóstico, en lugar de apagar la luz inmediatamente para sumergirse bajo el
edredón de plumas en busca de descanso, se animara a coger el libro que tenía
en la mesilla de noche con la intención de leer un rato. No mucho. El suficiente
hasta que ese delicioso sopor que precede al sueño la obligara a abandonar su
lectura, casi dormida, con el libro abierto entre las manos.
"Abisal", leyó en voz alta, antes de darle la vuelta para mirar la
contraportada. Era una recomendación de la subinspectora Arieta, de la que
tenía buena opinión en cuanto a criterio literario. Un techno-thriller de
aventuras, perfecto, pensó tras leer la sinopsis. Le gustaban todos los géneros
menos la fantasía y el policiaco. El primero le aburría; y en el segundo veía
demasiados clichés, asesinos en serie e imprecisiones que le chirriaban.
Suponía que, en lugar de preocuparse por documentarse, la mayoría de los
autores de novela policiaca optaban por repetir, como si fuese cierto, todo lo
que leían en otros libros de éxito o veían en películas de Hollywood, sin
cuestionarse lo más mínimo su veracidad. Puestos a inventar prefería los
thriller científicos con toques de ciencia ficción que no llegaban a la fantasía,
donde valía todo.
Sin más preámbulos, abrió el libro y se puso a leer. El primer capítulo
le gustó, animándola a continuar. Sin embargo, el cuerpo pudo más que el
intelecto y apenas empezó el segundo capítulo notó falta de atención y un peso
excesivo en los párpados. No se resistió. Deseaba dormir. Lo necesitaba con
urgencia. Cerró el libro después de poner un marcapáginas y lo dejó en la
mesilla. La persiana estaba bajada al máximo. Le gustaba dormir totalmente a
oscuras, sin ver una sola ranura de claridad. Apagó la luz y se metió bajo el
edredón. De lado, echa un cuatrillo, regocijándose con el leve frescor de la
almohada en su mejilla, esperó esa especie de vacío cósmico en el que uno
flota justo antes de dormirse definitivamente.
Y se durmió.
Y lo hizo con un sueño pleno y profundo, sin sospechar que esa noche
sufriría la experiencia más extraña y aterradora de su vida.
CUARTA PARTE
28
UN AMOR ENTRE BASURA

Acertaron de pleno con la contraseña que les había proporcionado la


inspectora Valdeón: siervo666. En poco más de media hora, el oficial Zúñiga
ya tenía una transcripción en papel de todas las conversaciones que Julio
Peña, el muchacho muerto, había realizado en la página El Tártaro. Incluidas
las privadas, donde encontraron lo que buscaban. De entre las numerosas
charlas con otros usuarios —la mayoría absurdas e insustanciales—, lograron
aislar una realmente interesante. En ella, un misterioso personaje que se
identificaba como "Ángel negro" se mostraba muy interesado en adquirir la
reliquia, y les ofrecía el teléfono de un intermediario con el que deberían
contactar para formalizar la venta, ya que él aducía no encontrarse en Madrid,
ni siquiera en España. No hablaban de dinero, pero sí se dejaba entrever que
la cantidad sería abultada. Tras descubrir aquello, como una concatenación de
acontecimientos favorables, recibieron de la operadora de telefonía móvil el
listado de llamadas efectuadas y recibidas por los muchachos de El Calmo,
pudiendo así comprobar que había un número que aparecía varias veces en el
teléfono de Julio Peña.
Todas estas pesquisas se realizaron antes de que Arieta fuese a ver al
comisario, como le había pedido la inspectora Valdeón; y por esa razón,
cuando la subinspectora se presentó en el despacho de Bernedo, también pudo
añadir el dato irrefutable de que aquel número aportado por el "Ángel negro"
en la página web de El Tártaro era el mismo que se repetía en el listado de la
víctima. Un teléfono fijo que estaba a nombre de una sociedad: Antigüedades
Gálvez. Dato determinante que, sumado a los que ya le había proporcionado
Elena tras la entrevista con el anticuario, lo señalaban como principal
sospechoso. De ahí que el comisario Bernedo se activara de inmediato,
alargando la jornada laboral de aquel día hasta conseguir luz verde —
moviendo los hilos necesarios aunque tuviera que, como dijo textual, "sacar al
juez de la cama"— para registrar el negocio de Teodoro Gálvez, y la orden de
busca y captura contra Remi Sagnier, el francés desaparecido.
Y en eso estaban Arieta y Zúñiga, esperando el permiso prometido
mientras pasaban el rato sin hacer nada importante.
O sí.
Zúñiga revisaba una y otra vez aquella página web, El Tártaro,
guardando las fotos o vídeos colgados recientemente aunque tuvieran poco o
ningún interés para el caso que les ocupaba. A la subinspectora le había dicho
que nunca se sabía, que convenía archivarlo todo, pero ella intuía que se
trataba de la excusa perfecta para evitar que se marchara. El oficial,
aprovechando la ausencia del subinspector Santos —que aún no había vuelto
desde que se fuera a hablar con su amiga de la Unidad Internacional sobre el
asunto del padre Miguel— flirteaba con sutileza, y a Arieta le gustaba su
mesura, totalmente exenta de esa prepotencia de macho intimidador que
atosiga a las mujeres. Zúñiga era delicado, atento y sensible. El tipo de
hombre que le interesaba.
—Se comenta que vuestra brigada está en la cuerda floja —dijo él, de
repente.
—Estoy al tanto —respondió Arieta, fija su mirada en el perfil del
oficial iluminado por la luz de la pantalla del ordenador.
—La baja tasa de criminalidad de los últimos años no justifica los
recursos. Al menos, es lo que se dice en el ministerio —añadió, preciso.
—Una buena noticia para los ciudadanos, sin duda.
El oficial se atrevió a volverse para encontrarse con los ojos de ella,
entornados tras los cristales de las gafas.
—¿Cómo es trabajar con la inspectora Valdeón?
—Un lujo —resumió Arieta.
—¿Te gusta el trabajo de campo?
—Está bien —respondió, haciendo un mohín que contradecía la
afirmación.
El oficial Zúñiga apartó las manos del teclado y las entrelazó, girando la
silla hasta colocarse frente a ella.
—Pronto saldrán unos cursos de especialización destinados a cubrir
puestos en la Unidad Tecnológica. Esto es el futuro de la investigación.
Arieta asintió.
—Lo digo porque tal vez... tú... podrías... No sé... Es un buen trabajo. Y
no es tan peligroso como andar todo el día pateando las calles. ¿Qué opinas?
—No estoy todo el día pateando las calles —respondió ella, un ápice
molesta. Lo suficiente como para que él rectificara de inmediato.
—No me refería a eso. Los de Homicidios hacéis un trabajo magnífico,
y muy completo, pero si se cumplen las habladurías podrías terminar en
cualquier sitio.
—Es posible.
—En unas semanas me ascenderán a supervisor, y tendría la facultad de
reclamarte para mi departamento. Dime que lo pensarás.
Arieta pasó las manos por sus muslos, alisando unas inexistentes arrugas
en la falda.
—Lo pensaré —dijo, tras ajustarse coqueta las gafas.
—Podríamos hablar de ello, ¿no te parece? Otro día. Cuando quieras.
Fuera de aquí. Tomando algo. O... cenando —se animó a sugerir el oficial,
arrinconada la timidez por una naciente ilusión.
Ella calló y desvió la mirada.
Me he precipitado, pensó él, haciendo amago de refugiarse de nuevo en
la pantalla. No tuvo tiempo. Arieta lo detuvo adelantando una mano para rozar
con la punta de los dedos su hombro.
—Me encantaría.
Eso dijo. Y bastó para que a Zúñiga se le encogiera el pecho de alegría
y su percepción se nublara de tal modo que, en la pantalla, creyera ver una
combinación hermosa de colores dónde, en realidad, había un par de hombres
encapuchados despellejando vivo a un pobre perro.
No se encontraba menos entusiasmada la subinspectora Arieta, que hacía
rato que había dejado de mirar el ordenador y sólo tenía ojos para él.
El estado de nebulosa felicidad no duró mucho, ya que pocos segundos
después de pronunciar ese "me encantaría", que despejaba el camino para una
cita, se abría la puerta y escuchaba a su espalda la siempre cantarina voz de su
compañero de unidad retornándola a la realidad.
—Bueno, bueno, pues ya estamos aquí de vuelta.
Arieta se reacomodó en la silla sin necesidad, ya que su postura junto a
Zúñiga era absolutamente cándida.
—Hola —soltó el oficial, seco, fastidiado por su inesperada aparición.
—¿Qué? ¿Alguna novedad en mi ausencia?
La subinspectora apartó de su cabeza el momento romántico que estaba
empezando a vivir, y se giró en su dirección.
—¿Dónde te habías metido? Llevas más de dos horas desaparecido —le
espetó, desabrida.
—Me he liado un poco, ¿qué pasa?
—¿Que qué pasa? Yo te diré lo que pasa. Toma asiento para que te lo
explique —respondió Arieta, en un tono severo y firme que obligó a su
díscolo compañero a obedecer sin rechistar.
Sin embargo, al ver los folios que Santos traía enrollados en su mano se
lo pensó mejor y decidió que sería más conveniente regresar a su unidad. Una
cosa era que Zúñiga le empezara a gustar, y otra muy distinta que se enterara
de las pesquisas que andaban haciendo sobre ese cura a espaldas de la
inspectora.
—Mejor volvamos a nuestro despacho —dijo resuelta, levantándose de
la silla—. Así dejaremos trabajar tranquilo al oficial. ¿Verdad?
Zúñiga asintió, mudo, claramente frustrado.
—¿Ya hemos terminado aquí? —preguntó Santos, extrañado, mientras la
subinspectora se encaminaba hacia la puerta de salida.
—De momento sí. Vamos, tengo muchas cosas que contarte.
Durante el trayecto no le dirigió la palabra. Se limitó a caminar deprisa,
sin esperarle, evidenciando su enfado. Enfado que aplacó rápido. Profesional
como era, nada más entrar en el despacho ya había arrinconado su indignación,
y comenzó a poner al día a Santos. No tardó demasiado. En menos de diez
minutos le había explicado lo fundamental, y esperaba ufana su felicitación.
Que fue lo primero en llegar.
—Buen trabajo.
—Gracias.
—¿Y ahora qué?
—Ahora a esperar. El comisario ha dicho que no se nos ocurra
movernos de la comisaría.
—Genial. Horas extras sin hacer nada. ¡Qué locura! —exclamó Santos
—. Jamás había trabajado en un caso como éste.
—Y tú, ¿qué me cuentas?
Santos soltó sobre la mesa los papeles que aún seguían enrollados en su
mano.
—Nada.
—¿Nada?
—Según los informes que ha obtenido mi amiga, ese curita parece ser
quien dice ser: un miembro de los Servicios de Información del Vaticano.
Además, está más limpio que una patena. Nunca mejor dicho.
—Te falló la intuición.
—Quizá demasiado limpio —dijo Santos, indiferente a la sonrisita de
triunfo de su compañera.
—¿Qué?
—Mi amiga tiene un amigo en Relaciones Internacionales. La Interpol,
ya sabes. Me ha prometido que le llamará. Quizá excavando un poco más
profundo...
—¿Tú nunca te das por vencido?
—Jamás. Si creo que tengo razón.
—A veces, la gente es quien dice ser.
Santos se recostó en la silla, puso los pies sobre la mesa y cruzó las
manos detrás de la nuca.
—Ya lo veremos.
Dejándolo por imposible, Arieta se volvió hacia la pantalla de su
ordenador, estiró los dedos varias veces y comenzó a teclear. Siempre
eficiente, su intención era incorporar los nuevos informes obtenidos para tener
toda la documentación del caso actualizada.
Santos, por su parte, al verla concentrada en el trabajo desenlazó las
manos de detrás de su cabeza, las apoyó en el regazo y, manteniendo las
piernas sobre la mesa, cerró los ojos dispuesto a echar una siesta mientras
esperaban noticias del comisario.
No obstante, algo le rondaba por la cabeza que necesitaba decir.
—Sí que me doy por vencido.
Arieta lo miró sin entender.
—Contigo lo hice
—¿A qué viene eso ahora? —preguntó ella, entre molesta y sorprendida.
—¿Qué tiene él que no tenga yo? —Hablaba sin abrir los ojos— ¿Me lo
quieres decir, Sonia?
La subinspectora lanzó un sonoro suspiro, se levantó de la silla y se
dirigió hacia la puerta.
—Voy a por un café. Espero que cuando vuelva, tus estupideces y tú
estéis dormidos.
—Vale —dijo él, en susurros, escuchando el resonar de sus tacones
alejarse por el pasillo.
Dos horas más tarde, Arieta seguía tecleando en el ordenador junto a
dos vasos vacíos de café mientras que Santos, obediente, dormía plácidamente
con la cabeza vencida sobre el pecho y un ligero rumor de respiración. Por ese
motivo, casi se cayó de la silla cuando el teléfono sonó. Lo hizo sólo una vez,
ya que la subinspectora descolgó de inmediato.
Él la observó con los ojos turbios, saliendo de los vaporosos brazos de
Morfeo.
—¿Dígame?... Sí, soy yo... Ajá.... Sí... Ajá...
Arieta respondió con monosílabos un par de veces más y luego colgó
tras un elocuente: "Perfecto".
—¿Qué pasa? —preguntó el subinspector, al notar claros signos de
nerviosismo en su compañera.
—Era el comisario. Tiene la orden del juez.
La estupenda noticia, que dibujó una sonrisa en el rostro de Santos,
sucedió al mismo tiempo que la inspectora Valdeón se despertaba asaltada por
una incómoda sensación de peso sobre sus pies.
29
DIENTES Y ATAÚDES

Intentó moverse y no pudo.


Elena se encontraba tumbada de frente, destapada hasta la cintura, y la
presión continuaba. Le costó reconocerlo, pero tuvo que admitir, aterrada, que
la sensación era la misma que tendría si alguien se hubiera... sentado sobre sus
pies.
Comprobó que sólo sus ojos obedecían, y los giró al escuchar un ruido a
su izquierda. Venía de la ventana. La oscuridad era absoluta, aunque no duró
mucho tiempo. La persiana se levantó, apenas unos milímetros, accionada por
una mano invisible. Por el mínimo espacio que quedó entre las lamas, una luz
dorada inundó la habitación. Muy poco, lo suficiente para que distinguiera los
perfiles de la cómoda que tenía bajo la ventana. Sus pupilas no tardaron en
acostumbrarse a la escasa luz y pudieron reconocer más detalles de la pared.
Estaba en su habitación, no cabía duda.
De pronto, a la vez que la presión en sus piernas desaparecía, oyó una
especie de gorgoteo. Con mucho esfuerzo dirigió la mirada, y se le cortó la
respiración al ver a un ser a los pies de la cama.
Estaba allí, quieto, y la observaba fijamente.
Sus ojos eran dos ascuas ardiendo. Era alto, y tenía unas manos enormes
que pendían a ambos lados de su cuerpo. No llevaba ropa; o, si la tenía, se
asemejaba a una segunda piel: rojiza, brillante.
A Elena se le erizó hasta el último pelo de la piel. Gritó. Sin embargo,
nada salió de su garganta. Intentó de nuevo moverse para encender la luz de la
mesilla. Fue inútil. Su brazo, todo su cuerpo, seguía sin obedecer.
De repente, una neblina subió del suelo, la temperatura de la habitación
bajó y el aire se llenó de un peculiar olor a flores.
Entonces, el ser se movió.
Se desplazaba como si flotara. Sin ruido alguno. Elena lo siguió con la
vista, atónita, haciendo un esfuerzo sobrehumano por activar su cuerpo
paralizado.
Se obligó a razonar. Tenía que estar en un sueño. Un mal sueño del que
debía salir. Lo intentó con todas sus fuerzas. Nada. Continuaba pegada al
colchón. Ni siquiera logró mover un dedo cuando el ser llegó a la cabecera de
su cama y, con mucha lentitud, se inclinó hasta quedar situado a apenas un
palmo de su cara. Al contraluz de la ventana reconoció una cabeza grande,
lampiña, sin orejas... El resto era una sombra. Hasta que, de súbito, en su
negra cara apareció una sonrisa cerrada, de dientes perfectos y blanquísimos.
El frío desapareció tan veloz como había llegado, y lo sustituyó un calor
sofocante que parecía proceder de aquel ente. Notó su aliento en la cara:
abrasador, fétido, nauseabundo..., que eliminó por completo el olor a flores.
Con la vista clavada en la figura que la encimaba, Elena volvió a gritar.
Lo hizo como nunca en su vida. Y esta vez sí logró escucharse. Lejana, igual
que si lo hiciera otra persona, pero real. Pidió socorro una y otra vez. Aquella
sonrisa continuó acercándose a su cara hasta que la sintió rozar su mejilla,
cerca de la oreja. Extrañamente no sintió calor, no la quemó. Todo lo
contrario. Sufrió un frío glacial que la recorrió de pies a cabeza provocándole
temblores. Su cuerpo por fin se movía, aunque fuera de una manera
involuntaria. Cerró los ojos para dejar de verlo, y se concentró en su brazo
izquierdo. La totalidad de sus fuerzas dirigidas a ese miembro. Probó suerte y
logró mover un dedo. Luego otro. Y otro más..., hasta conseguir que su mano
comenzara a desplazarse en dirección a la mesilla. Sintió un dolor agudo,
igual que si se le rompieran fibras musculares. Continuó. Casi rozaba la pata
de la mesilla de noche cuando escuchó algo. Era un susurro, muy bajo,
ininteligible. Aquel ser le hablaba. Prestó atención sin dejar de progresar en
dirección a su objetivo: encender la lámpara. Creyó reconocer una palabra:
"paz". Aguzó todavía más el oído hasta descifrar la frase completa. Una frase
que el ente repetía una y otra vez igual que un mantra maldito:

Conmigo encontrarás la paz...


Conmigo encontrarás la paz...
Conmigo encontrarás la paz...
Su voz era andrógina, dulce, hipnótica. El hedor que salía de aquella
boca le revolvía el estómago. Al fin su mano alcanzó el cable, y trepó por él
hasta tocar el interruptor. Casi lo había logrado. A punto de encender la luz
abrió los ojos. La sombra seguía allí, pegada a su cara. Una masa oscura y
aterradora de ojos llameantes.
Quería ver su rostro. Por alguna extraña razón, lo necesitaba. Con un
último esfuerzo accionó el interruptor.
La luz se hizo. Cegadora, hermosa. E inundó la habitación en una décima
de segundo desterrando por completo las sombras, y desvelando la realidad:
allí no había nadie más que ella.
El ente ya no estaba. Había desaparecido.
Su pecho subía y bajaba, atrapando el aire con desesperación. Agotada,
permaneció tumbada unos minutos comprobando que su cuerpo se moviera con
facilidad. Sus brazos, su cuello, sus piernas... Todos los músculos respondían
a sus órdenes. Había sido un sueño. Un horrible sueño que ya había terminado.
Pero tan auténtico, que aún sentía la presencia de aquella abominación y su
apestoso aliento en la cara. Estaba destapada y tenía frío. Se cubrió con el
edredón. Necesitaba dormir, descansar. Cerró los ojos sin apagar la luz,
temerosa de que la pesadilla volviera con la oscuridad. Era absurdo, no era
real. Sin embargo, lo parecía tanto...
Vencida por el agotamiento, cuando parecía que resbalaba plácidamente
hacia el sueño, algo la sobresaltó de nuevo. Esta vez no se despertó inmóvil,
su cuerpo respondía. Lo que la desveló, fueron una sucesión de ruidos
provenientes de alguna parte de la casa. Reconoció el crujir del parquet, el
chirriar de las bisagras de una puerta y el chorro constante de un grifo abierto.
Sonidos domésticos. Estaba sola, lo sabía perfectamente, por eso le resultaron
tan inquietantes. Armándose de valor, decidió mirar de qué se trataba.
Salió de debajo del edredón y se sentó al borde de la cama. El suelo de
madera estaba helado. Se calzó las zapatillas y se levantó. Tiritaba. Cogió una
bata gruesa que colgaba de la puerta y se la puso antes de salir de la
habitación. El pasillo se encontraba en penumbras. Se detuvo a la mitad y
escuchó muy atenta. Nada. Silencio. Permaneció unos segundos más y, cuando
iba a volverse a la cama, oyó un ruido de vasos y cubiertos que venía
claramente de la cocina. No sintió miedo, sino curiosidad. Decidida, recorrió
el resto del pasillo. Se paró en el umbral de la puerta. Otra vez silencio. Se
asomó para mirar. La ventana daba a un patio interior, y la escasa luz de la
luna apenas servía para reconocer los volúmenes de los muebles. Tanteó la
pared en busca del interruptor, recorriendo el alicatado de arriba a abajo sin
dar con él. Insistía, cuando tocó algo frío que no se movió. Un bulto que
reconoció al instante: una mano.
Brincó hacia atrás hasta dar con la espalda en la pared del pasillo.
Trastabillando, aterrada, palpó las paredes. Era su casa, pero no encontraba
los interruptores. Tardó en dar con uno. Lo accionó y el plafón del techo se
encendió.
La luz dobla las esquinas, pensó, ahora veré lo suficiente. Y así fue. Al
amparo de la luz se tranquilizó, y se animó a asomarse de nuevo a la cocina; lo
justo como para descubrir la posición del interruptor en la pared, la misma
exacta que había tenido siempre. Recobrada la valentía, convencida de que su
imaginación y el cansancio le estaban jugando una mala pasada, lo pulsó.
Los fluorescentes del techo titilaron hasta terminar de encenderse.
Cuando lo hicieron, miró en todas direcciones para comprobar que la cocina
estaba vacía, como esperaba, y que todo seguía en perfecto orden.
Liberó tensión. Se deshizo de los restos del miedo que había sentido y
fue hasta el fregadero. Abrió el mueble que tenía encima, cogió un vaso y lo
llenó de agua. Notaba la garganta seca, dolorida. Tragó con glotonería hasta
vaciarlo, y luego lo dejó en la pila. Entonces sintió una ligera vibración en el
suelo. Sorprendida, se apoyó en la encimera. La vibración fue en aumento
hasta convertirse en temblor. Todo el suelo crepitaba mientras que el resto de
la cocina permanecía quieta. Varias baldosas se desquebrajaron y saltaron
hechas añicos como si algo las empujara desde abajo. Atónita, contempló el
rectángulo de suelo que se elevó varios centímetros hasta descubrir el
inequívoco perfil de un ataúd.
Refugiada en una esquina, junto al frigorífico, se abrazó a sí misma sin
dar crédito a lo que veían sus ojos. Esto es imposible, se dijo, sigo dormida.
Eso pensaba, pero parecía tan auténtico...
El féretro, con la tapa cubierta por las baldosas, estaba en mitad del
suelo, justo delante de la puerta. Si quería salir de la cocina tendría que pasar
por encima de él. Con los ojos clavados en la madera, primorosamente
labrada, y los engastes y agarraderos de bronce bruñido del costado del ataúd,
decidió moverse. Arrastrando los pies, se acercó. Superando el miedo, pasó
una pierna por encima y luego la otra hasta quedar sentada sobre las baldosas
rotas que cubrían el féretro. Entonces, percibió unos golpes que venían del
interior. Algo empujaba desde dentro intentando levantar la tapa. De un salto
se puso de pie y, de dos zancadas, alcanzó la puerta. Sin embargo, no salió de
la cocina; se quedó agarrada a la jamba, de espaldas, mirando hacia el pasillo.
Algo la detuvo. Una voz. La misma que había escuchado antes. Sin sexo,
seductora, sutil. Aunque esta vez sonaba en su cabeza, repitiendo de nuevo la
enigmática frase:

Conmigo encontrarás la paz...


Conmigo encontrarás la paz...
Conmigo encontrarás la paz...

Lo hizo varias veces más hasta que calló. Por unos instantes, Elena sólo
percibió el inquietante sonido de la nada. Luego, oyó un estruendo a su
espalda.
Muy lentamente, temiendo conocer lo que iba a contemplar, se volvió.
Lo hizo justo en el momento en el que terminaban de caer todas las baldosas al
suelo y la tapa del ataúd comenzaba a moverse.
Es un sueño. Es un sueño, insistía Elena.
Paralizada por el terror, e incapaz de gritar, se quedó mirando hasta que
la cubierta terminó de abrirse y su interior quedó al descubierto.
Estaba vacío.
Bellamente forrado de terciopelo rojo y raso blanco, pero vacío.
Elena respiró aliviada y dio un paso atrás. Era la hora de volver a su
habitación. A su cama. Necesitaba salir cuanto antes de esa desasosegante
pesadilla. Reiniciarse dentro del propio sueño en el que seguía metida y
terminar de una vez por todas con las alucinaciones. De vuelta en el pasillo,
algo más tranquila después de razonar, dio unos pasos hacia su cuarto. No
muchos, ya que una voz a su espalda la detuvo en seco:

¡Sálvalos!
¡Sálvalos!

Dijo.

¡Sálvalos!
¡Sálvalos!

Repitió de nuevo, tras un corto intervalo de silencio. Una congoja


inmensa invadió el pecho de Elena impidiéndole respirar y produciéndole
vértigos. Conocía esa voz. La recordaba perfectamente.
Era la de su hermano.
Incapaz de permanecer más tiempo quieta, se giró. Lo hizo superando el
miedo y la angustia, y olvidando la sinrazón de todo aquello. Lo hizo porque
algo en su interior la empujó, obligándola; una fuerza tan antigua como la
propia humanidad: la fuerza de la sangre.
Y allí estaba. Parado. Al final del pasillo. Con la cabeza ligeramente
agachada. Iluminado por una luz cenital que ocultaba sus facciones.
Elena caminó a su encuentro. Unos pasos. Los suficientes para verlo
mejor. Era él, sin duda. Pequeño. Frágil. Con la misma edad en la que murió.
Y con la misma ropa. Su piel, sin embargo, no era la misma. Ahora mostraba
un blanco cerúleo, casi transparente, a través del cual se veía una serpenteante
telaraña de venas azuladas.
Un llanto repentino, mudo, subió por la garganta de Elena y estalló en
sus ojos vertiendo un caudal de lágrimas que resbalaron por sus mejillas.
Volvió el frío, y a llenarse el ambiente con el aroma a flores.
—¿A quién debo salvar? —logró decir, sollozando.
Casi a cámara lenta, su hermano levantó la cabeza y la miró
directamente. Sus ojos no habían cambiado. Eran los mismos que recordaba:
verdes, grandes, inocentes, sinceros, alegres... Una incongruencia dentro de
ese rostro marchito.
Se fijó en sus labios agrietados, y en cómo la dura línea que los unía
comenzaba a separarse. Su boca se movía como si hablara, aunque ningún
sonido salía de ella. Elena dio varios pasos hacia él y se detuvo. Casi podía
tocarlo si alargaba una mano. Iba a hacerlo cuando los labios del niño se
contrajeron dejando a la vista unos dientes amarillentos, pútridos.
—¿A quién debo salvar? ¿Dime? —repitió ella, animándole, rota por
el dolor.
De pronto la boca de su hermano se abrió del todo, pero en lugar de
palabras salió arena sanguinolenta repleta de gusanos.
Dando traspiés, sin poder retirar la mirada de aquel impactante
espectáculo, Elena retrocedió. No es mi hermano, forma parte de la pesadilla.
Una horrible ilusión. Tengo que despertar y acabar con ella de una vez por
todas. Eso se decía mientras continuaba andando hacia atrás, alejándose de él.
De súbito, el suelo del pasillo se abrió formándose una grieta que lo recorrió
de un extremo a otro. Una grieta que se hizo más y más ancha entre sus piernas
hasta que no pudo evitarla y fue engullida por ella.
La impresión de hundirse en un abismo fue tan real, que sintió cómo la
velocidad la obligaba a entornar los ojos y le quitaba el aire que respiraba.
Y siguió cayendo y cayendo dentro de aquel vacío oscuro e insondable,
hasta que se despertó.
Lo hizo gritando. Cubierta de sudor y con las manos arañando su pecho.
Sin perder ni un segundo, encendió la lámpara de la mesilla de noche y se
incorporó en la cama.
Las pesadillas habían terminado. O eso quería creer. Tenía que
asegurarse.
La persiana estaba completamente bajada. La temperatura de la
habitación era normal. Tampoco olía a flores ni a ningún otro olor extraño.
Decidida, se levantó de la cama. Descalza y sin bata salió al pasillo, encendió
la luz y fue hasta la cocina. Los fluorescentes del techo iluminaron un lugar
perfectamente ordenado y tranquilo. Todo estaba en su sitio, y el silencio
reinaba en la casa. Satisfecha, volvió a su habitación y se metió de nuevo en la
cama. Fue entonces cuando notó que tenía el cuerpo dolorido, como si hubiera
realizado un esfuerzo tremendo. El recuerdo de las pesadillas continuaba en su
cabeza tan fresco y vívido como si acabaran de suceder, aunque ahora sabía
que eran irreales; tan sólo el resultado de aquella maldita charla sobre el
pasado que había mantenido con Matías. Lo achacó a eso. A interiorizar el
dolor para que él no se lo notara. Un esfuerzo titánico que lo contuvo hasta la
noche, cuando éste terminó manifestándose en forma de espantosos sueños
encadenados.
Miró el reloj de la mesilla. Habían pasado veinte minutos desde que
dejara de leer y se durmiera. Se alegró. Estaba exhausta. Quería dormir todo
lo que pudiera. No madrugaría para salir a correr. Necesitaba descansar.
Por esa razón ni siquiera cogió su teléfono, que reposaba en una esquina
de la mesilla. Era lo primero que hacía cuando se despertaba, consultarlo, y
más cuando tenía un caso entre manos. Sin embargo, apagó la luz y se acurrucó
bajo el edredón sin acordarse de él. Si lo hubiera hecho, habría visto los
mensajes acumulados que le había mandado la subinspectora Arieta. Y si no se
hubiera dormido casi al instante, habría escuchado el aviso del último que le
enviaba.
30
MELANCÓLICA HEROÍNA

Hacía escasos minutos que el comisario había sorprendido a Arieta con


una llamada inesperada. La informaba de que el juez ya había cursado la orden
de busca y captura contra el francés, y autorizado el registro en la tienda y la
vivienda de Teodoro Gálvez. También le dijo que el secretario judicial
asignado para levantar acta del resultado de la inspección estaba de camino, y
que quería que ellos salieran cuanto antes para vigilar que el anticuario no
hiciera ninguna tontería. Sin intervenir, recalcó, y manteniendo los ojos bien
abiertos. Lo notó nervioso e impaciente. Dos estados que convierten a un
superior en una bomba de relojería. De ahí que Arieta estuviera preocupada e
insistiera tanto en localizar a la inspectora Valdeón.
—¿Te responde o no? —preguntó Santos.
La subinspectora dejó el teléfono móvil sobre la mesa.
—Le llegan los mensajes, no hay duda, pero no los ha mirado. Ninguno.
—¿Y a qué esperas para llamarla?
—Dijo que se iba a casa porque no se encontraba bien. Se le notaba.
Debe de estar durmiendo. Preferiría no molestarla.
Santos se levantó de la silla y se acercó hasta la mesa de su compañera.
—Dejémosla descansar. No la necesitamos para hacer un jodido
registro.
Arieta toqueteaba un bolígrafo, inquieta.
—Me pidió que la informáramos de cualquier cosa que sucediera.
—¡¿Y no lo llevas haciendo durante toda la noche?! —exclamó Santos.
La subinspectora tuvo que asentir al recordar los largos mensajes de
texto que había redactado contándole a Elena los avances y novedades sobre
el caso.
—Vamos, Sonia, relájate un poco. Las órdenes están para cumplirlas,
pero lo tuyo es exagerado.
Arieta dudaba.
—No sé...
Santos se sentó sobre la mesa y, antes de hablar, le quitó de la mano el
bolígrafo que movía compulsivamente.
—Según lo veo yo, o la llamas y la sacas de la cama o la dejamos
disfrutar de un reparador sueño mientras nosotros nos encargamos de apretar
las clavijas al anticuario. Voto por la segunda opción.
La subinspectora sustituyó el bolígrafo por el teléfono. Lo manoseó una
y otra vez hasta que, por fin, levantó la cabeza para mirar a su compañero.
—Puede que tengas razón.
—¡Claro que la tengo! —dijo Santos, vanagloriándose.
—Informada está —continuó Arieta, con su reflexión—. Y puede que,
incluso, nos agradezca ahorrarle una noche de registro.
—¿Quién no lo haría...? Son un coñazo. Aunque, lo es mucho más
esperar sin hacer nada. ¿Qué dices? ¿Nos vamos? —Santos se levantó de la
mesa y fue hasta la ventana—. Yo aquí dentro me vuelvo loco. Nieva en
Madrid, joder, algo que no se ve todos los días. —Animado por el espectáculo
de los copos de nieve, se volvió—. Nosotros pondremos esa tienda del revés
ganándonos las horas extras, y luego te invito a chocolate con churros en san
Ginés. ¿Cómo lo ves? Tentador, ¿verdad?
Arieta meditó unos segundos antes de responder.
—El comisario Bernedo dijo que él se encargaría de enviar al letrado
con un par de agentes novatos para que nos echaran una mano. Y que, mientras
llegaban, controláramos que el pájaro no volara.
—Umm, "pájaro". Me gusta. Ya empiezas a hablar en mi idioma.
Entonces, ¿qué? ¿Nos damos una vueltecita por el Madrid castizo? —concluyó
Santos, frotándose las manos.
El rictus preocupado de la subinspectora desapareció como por arte de
magia, sustituido por una sonrisa. Había tomado una decisión.
—¿Por qué no?
Eran cerca de las doce de la noche cuando el Renault Megane,
conducido por el subinspector Santos, llegaba a la calle Carnero y se subía
parcialmente a la acera ocupando un paso de peatones a una decena de metros
de Antigüedades Gálvez. Seguía nevando, y a esas horas, ante la ausencia casi
total de coches y transeúntes, el suelo mostraba una capa intacta de más de
cinco centímetros de espesor; un manto de nieve virgen que adoptaba un tono
amarillento, bellísimo, debido a la influencia de las bombillas de sodio de las
farolas.
—La tienda está cerrada, como era de suponer. Sin embargo, tenemos
suerte. Veo luz en una ventana de la casa —informó Arieta, asomada al
parabrisas.
Santos no había apagado el motor, y los limpiaparabrisas se activaban a
intervalos retirando los copos de nieve que se iban acumulando.
—¿Crees que tardarán mucho?
—Ni idea —respondió Santos, pasando un trapo para eliminar el vaho
que empañaba el cristal—. Ya sabes cómo son estos letrados, se toman su
tiempo.
Cinco minutos más tarde. Tras un silencio compartido, Arieta se alisó la
falda antes de hablar.
—Toni, ¿qué opinas sobre lo que hacemos?
El subinspector, que no dejaba de girarse en todas direcciones en busca
de unos faros que anunciaran la presencia del equipo que esperaban, se la
quedó mirando sin entender.
—Me refiero a la brigada —le aclaró ella.
—¡Qué voy a opinar! Que es el mejor destino del mundo. Todos en el
cuerpo nos respetan, ganamos medallas cuando cogemos a los malos,
aparcamos donde queremos, cobramos un montón de horas extras... ¿Por qué
me lo preguntas?
—No sé... Cada vez tenemos menos trabajo, ya sabes. Quizá haya
llegado el momento de pensar en tomar otro rumbo.
—¿De qué hablas? Ya oíste a la inspectora. Si resolvemos este caso, el
puesto asegurado. Y, viendo cómo van las cosas, muy mal se nos tiene que dar
para que mañana no tengamos esposado al culpable del crimen.
—Si tú lo dices...
—¿Qué pasa? Te noto rarita.
De pronto a Santos se le iluminó el rostro, como si hubiera tenido una
revelación.
Había caído en la cuenta.
—¡Ay madre! ¿No te estará comiendo la cabeza ese Zúñiga?
—No es eso —mintió ella.
—¿Acaso quieres que se te ponga el culo como a un mandril por estar
todo el día sentada delante de un ordenador? ¡Venga ya, Sonia, ni lo pienses!
Eres una policía de homicidios cojonuda, y no puedes dejarlo. Si ese
chupatintas te quiere, debe asumirlo. O tendrá que vérselas conmigo.
—En serio, Toni, te equivocas. Sólo pensaba en ello. Nada más.
—Pues no pienses tanto —concluyó, apagando el motor y abriendo la
puerta.
—¿Adónde vas?
—Me he cansado de esperar.
—El comisario dijo que nos limitáramos a vigilar sin intervenir hasta
que llegara el resto del equipo.
—¡Otra vez con la cantinela! Tú puedes hacer lo que quieras. Yo voy a
estirar las piernas y a echar un vistazo —sentenció, saliendo del coche.
Arieta lo observó alejarse en dirección al local mientras se subía la
cremallera de su cazadora acolchada.
Definitivamente, el subinspector Santos era impredecible. Una cola de
lagartija que no podía estar parado ni un segundo, y que siempre se mostraba
dispuesto a bordear las normas con tal de acomodarlas a sus caprichos. No
obstante, la subinspectora tuvo que admitir que en aquella ocasión tenía razón.
El comisario Bernedo no había especificado cómo debían vigilar el local del
anticuario, y le apetecía mucho pisar la nieve y sentir los suaves copos sobre
la cara.
Sin pensárselo dos veces, abrió la puerta del coche y salió. Disfrutó
unos metros del crujir de la nieve bajo sus pies y del ligero y frío viento
preñado de copos que la revitalizaba, para luego llamar la atención de su
compañero chistando con discreción.
—¡Chist! ¡Chist!
Santos se detuvo y se giró. Por un instante, mientras la veía caminar
hacia él con el telón de fondo de esas calles nevadas, estrechas y mal
iluminadas; vestida con ese abrigo largo y oscuro, la falda hasta los tobillos,
los zapatos de medio tacón y ese aire decimonónico que desprendía, no pudo
evitar que le recordara a la melancólica y desdichada heroína de una antigua
película rusa. Y así se lo hizo saber cuando llegó a su lado.
—Te pareces a Julie Christie en Doctor Zhivago. Aunque en morena,
con gafas y algo menos perturbadora.
La subinspectora visualizó la imagen de aquella bella actriz, y también
repasó el truculento argumento de la película y el dramático papel de la actriz
como Lara. De ahí su confusión.
—Gracias. Supongo.
Santos le dedicó una última mirada y luego la animó a seguirle.
—Vamos.
Llegaron a la tienda andando el uno al lado del otro, muy juntos, como si
se tratara de una pareja cualquiera. Se detuvieron frente al escaparate que
daba a la calle Carnero y se asomaron con disimulo. Una farola cercana
aportaba la luz suficiente para que vieran algunos de los objetos expuestos,
pero no lo bastante para distinguir bien el interior del local. Continuaron hasta
la puerta de entrada. La cubría un cierre de malla. Enseguida, el subinspector
se percató de que no estaba bajado del todo. Faltaba más de un palmo para
que llegara al suelo.
—Raro, ¿no?
—Pues sí —tuvo que admitir ella.
—No parece forzado —señaló Santos, tras una rápida inspección ocular
y una pasada con los dedos por la cerradura para detectar alguna mella.
—Quizá se olvidara —razonó Arieta.
—¿Un viejo usurero como éste? Ni lo sueñes.
—¿Entonces?
El subinspector se fijó en el cuadro de timbres empotrado en el mármol
de la derecha, junto a la puerta. Había dos pulsadores. Sobre uno ponía
"Tienda", escrito a mano. Sobre el otro, nada.
—A la vivienda se accede también desde el local, ¿verdad?
—Sí. ¿Por qué?
—Puede que no haya cerrado del todo intencionadamente.
—¿En qué estás pensando?
—Cabe la posibilidad de que ahora mismo esté arriba, en su casa,
haciendo las maletas para salir por patas.
—Si es así, nosotros se lo impediremos.
—También podría usar el portal —añadió Santos señalando una puerta
de madera con un número sobre ella, justo donde terminaba el escaparate.
—Supongo.
—No se nos puede escapar. Es nuestra mejor baza.
—Ni lo pienses —le apoyó Arieta.
Los minutos pasaron. Ambos frente a la puerta de la tienda, sin decir
nada, atentos a cualquier sonido o movimiento. De ahí que, cuando se produjo
un leve ruido en el interior del local, los dos se giraran al tiempo. Santos fue
el que más se esforzó en mirar. Con la cabeza pegada al cristal del escaparate
y las manos a ambos lados de la cara haciendo de pantallas, oscilaba de un
lado a otro en busca del mejor ángulo de visión. Hasta que...
—¡Joder! —exclamó, muy bajito.
—¿Qué pasa? —preguntó Arieta, en el mismo tono.
—Una sombra. No sé. Algo se ha movido dentro.
—¿Estás seguro?
—No. Está muy oscuro. Pero he tenido esa sensación.
La subinspectora se dio cuenta de una cosa.
—En la calle hay más luz que en la tienda.
—¡Menuda noticia! —se burló Santos.
—Lo que quiero decir es que puede vernos perfectamente, y nosotros a
él no.
Santos se mordió el labio inferior, meditando.
—Tienes razón —dijo por fin—. Si la visita de la inspectora lo alertó,
vernos aquí fuera como dos pasmarotes, a estas horas, lo habrá puesto muy
nervioso. Y si es así, puede que quiera eliminar pruebas.
—Eres único haciendo conjeturas.
—Es factible, ¿o no?
No esperó a recibir respuesta. Veloz, volvió hasta la puerta y pulsó el
timbre de la tienda con decisión.
El "riiiing" prolongado y estridente resonó en la calle silenciosa un par
de segundos más antes de que se extinguiera.
—¿Qué demonios haces? —le gritó Arieta, sin precauciones.
—¿A ti qué te parece? —respondió, pulsando de nuevo el timbre aún
con más insistencia.
—Nos vamos a meter en un lío —se lamentó Arieta.
—De lío nada. Lo retendremos y punto. Hasta que llegue el letrado. No
tocaremos nada. El registro será legal. No te preocupes.
—Ya —dijo ella, mirando hacia la calle, esperanzada en ver aparecer
las luces de un coche.
Santos pulsó el timbre varias veces más y, al comprobar que nadie
abría, decidió pulsar el otro, el que suponía que pertenecería a la casa. Y así,
alternando uno y otro, estuvo un rato. Arieta lo observó sin intervenir,
dejándolo hacer, hasta que lo vio agacharse, sujetar el cierre con ambas manos
y comenzar a levantarlo.
—¡Toni, espera!
No la escuchó. Agarró con fuerza y, de un tirón, lo dejó a la altura de su
pecho.
—Un palmo... Metro y medio... ¡Qué más da! Diremos que el cierre
estaba abierto. No mentiremos. Sólo quiero comprobar algo —dijo, entrando
en el espacio que había entre la reja y la puerta que daba acceso a la tienda.
Arieta no lo siguió porque intuía lo que pretendía hacer. Y no se
equivocó.
Después de mirar a través de los cristales enmarcados, Santos apoyó la
mano en el pomo, lo giró y la puerta se abrió.
—No está echada la llave, como imaginaba —informó, antes de
introducir definitivamente medio cuerpo dentro del local.
La campañilla situada sobre la puerta sonó. La subinspectora bufó y
maldijo por lo bajo. Y más, cuando le escuchó chillar:
—¡Agentes de Policía! ¿Hay alguien?
Lo repitió otra vez antes de volverse hacia su compañera.
—Inevitable actuación ante la comisión flagrante de un delito —recitó,
en falsete—. Está contemplado. Además, no hemos tenido que forzar ninguna
entrada. Vamos, a qué esperas.
La subinspectora se lo pensó antes de decidirse a seguirlo. Cuando lo
hizo, Santos ya estaba dentro de la tienda.
—¡Agentes de policía! ¡Salga de inmediato!
Continuó gritando con la placa de identificación en la mano, bien alta.
Arieta iba detrás, procurando no tropezar con nada.
—Esto no ha sido una buena idea —susurró, arrepentida por haberse
dejado convencer.
—Venga, Sonia, no seas aguafiestas. ¿Qué sería de nuestro trabajo sin
estos ratitos llenos de emociones?
Caminaban despacio, ya que la escasa luz de la calle convertía los
objetos en volúmenes cuyos límites estaban difuminados.
—"Emociones" es lo que nos va a dar el comisario si ahora el anticuario
se larga usando el portal.
—¡Hostias, es verdad!
—Iré yo —dijo Arieta, volviendo sobre sus pasos en dirección a la
puerta.
Santos continuó andando hasta el final de la tienda, tanteando el
mostrador para orientarse. Hasta que...
—¡Joder!
—¿Qué pasa? —preguntó Arieta, deteniéndose cerca de la salida.
—He tropezado con algo. Casi me caigo —respondió él, sacando su
teléfono móvil.
Lo encendió. El cono de luz alumbró la pared del fondo llena de
muebles y artilugios antiguos, y fue descendiendo hasta detenerse justo delante
de él para desvelar el bulto que había en el suelo.
—¡Mierda! —exclamó Santos.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó de nuevo Arieta con la mano en el pomo
de la puerta, a punto de salir.
—Será mejor que vengas —oyó decir a su compañero—. Creo que he
encontrado al anticuario.
Santos esperó a que Arieta estuviera a su lado, alumbrando unas piernas
enfundadas en un pantalón de tergal gris, con calcetines granates y zapatos
negros de cordones que asomaban por un extremo del mostrador.
—¡Joder! —exclamó Arieta.
Con decisión, el subinspector pasó por encima, bordeó el mostrador y se
introdujo detrás. Allí, tendido en el suelo, sobre un charco de sangre,
reconoció el cuerpo de un hombre. Se agachó y pudo ver que tenía un profundo
corte en el cuello. Le buscó el pulso, sin éxito.
—Está muerto.
Lo cacheó hasta encontrar su cartera en el bolsillo derecho del pantalón
y sacó el carnet de identidad.
—Teodoro Gálvez —leyó, volviéndose hacia la subinspectora—. Lo
que me temía.
De pronto, como si los dos policías hubieran pensado lo mismo, se
tensaron. Fue Santos quien verbalizó primero.
—Le han rebanado el pescuezo. No hay duda. Y si la sombra que vi
moverse hace unos minutos no me la imaginé...
—El asesino aún sigue dentro —completó Arieta.
—Eso mismo.
—Pediré refuerzos de inmediato —dijo la subinspectora con la
urgencia, y un cierto miedo, perturbando su voz.
—Después —la detuvo Santos—. Primero debemos cubrir la otra
salida. El portal.
—Tienes razón.
No era buena idea que se quedara ninguno en el local. Casi a oscuras,
estaría en desventaja en el caso de que, como se temían, el asesino estuviera al
acecho. Consciente de lo peligroso de la situación, Santos decidió que debían
irse los dos.
—Vamos. Desde la calle controlaremos mejor.
Pero no llegaron a salir del local.
Reculaban cuando oyeron un ruido a sus espaldas, y, antes de que
pudieran sacar sus armas, una figura surgió de las sombras echándoseles
encima con una velocidad y contundencia inusitada.
Afuera, en la calle, paró de nevar. Un gato negro caminaba pegado a la
pared. Lo hacía con sigilo, dejando unas diminutas huellas en la nieve. Al
llegar cerca de la puerta de la tienda, giró la cabeza y olfateó el aire un
segundo. Asustado, como si percibiera la tragedia, echó a correr hasta
perderse en la distancia.

Dos horas más tarde sonaba el teléfono móvil de la inspectora Valdeón.


Hubo de hacerlo muchas veces antes de que se despertara. No encendió la
lámpara. A oscuras, tanteando en la mesilla, lo cogió.
—¿Dígame? —dijo con la voz pastosa y enronquecida.
Al otro lado de la línea respondió un hombre.
—Soy Bernedo.
—¿Qué sucede, comisario? —preguntó extrañada, después de consultar
la intempestiva hora en la pantalla del móvil.
Con la cabeza aún flotando entre los vapores del sueño, escuchó lo que
él le decía.
—¿Cómo? ¿Cuándo? —exclamó, incorporándose de golpe en la cama.
Las explicaciones fueron cortas, precisas.
—Voy de inmediato —fue lo que dijo Elena antes de encender la luz de
la mesilla y comprobar que la llamada, desgraciadamente, no formaba parte de
otra pesadilla.
31
HOJA DE DOBLE FILO

Las luces de los patrulla aparcados en la calle Carnero producían


destellos azules y naranjas en las ventanas de las casas colindantes. También
había coches camuflados, una furgoneta perteneciente a la Unidad Científica
de la Policía Judicial y otra enviada por el Instituto Anatómico Forense; todos
fuera de la cinta amarilla con franjas negras que rodeaba Antigüedades
Gálvez. El trasiego de vehículos y de agentes había destruido el manto de
nieve virgen recién caído, convirtiéndolo en un revoltijo sucio y lleno de
pisadas. Algunos vecinos con el sueño ligero se asomaban curiosos tras las
cortinas de sus ventanas, a resguardo del intenso frío que había seguido a la
nevada.
El local tenía las luces encendidas. En él se encontraban el forense, el
comisario Bernedo, un par de agentes de la Científica y la inspectora Valdeón,
que acababa de llegar.
—Tenía sus mensajes. No me llamaron —se lamentó Elena, con el móvil
en la mano.
El comisario vio la aflicción en su rostro y trató de justificarla.
—No era necesario.
—¿Cómo sucedió? —quiso saber, tragándose la culpa.
—Debían vigilar mientras esperaban a que llegara el resto del equipo
para el registro —comenzó explicando el comisario—. Algo les hizo entrar.
Había dos cuerpos en el suelo: uno detrás del mostrador, tapado con una
manta de aluminio, y el otro en mitad de la tienda, caído sobre un costado. Un
hombre vestido con mono blanco, guantes y mascarilla estaba agachado junto a
él.
—El cierre metálico y la puerta no estaban forzados —continuó Bernedo
—. Quizá vieran algo sospechoso. Aún no lo sabemos con certeza.
El forense, un hombre de mediana edad con el cabello cano y gafas sin
montura, volteó el cuerpo con pericia y sumo cuidado hasta colocarlo boca
arriba, dejando claro que no era la primera vez que lo hacía.
La inspectora cogió aire, metió las manos en los bolsillos de su tres
cuartos militar, y apretó los puños al ver el rostro sin vida del subinspector
Santos.
—La otra víctima es el anticuario, Teodoro Gálvez. Le cortaron el
cuello —oyó decir al comisario.
El forense colocó unas bolsas en las manos de Santos y, tras
desabrochar su cazadora, cortó con unas tijeras de punta redonda el jersey y la
camisa llena de sangre que llevaba debajo. Necesitó limpiar con un paño
húmedo la zona hasta dejar al descubierto una herida limpia a la altura del
pecho, un poco a su izquierda.
—Una cuchillada —dijo preciso, con la voz amortiguada por la
máscara, sin levantar la cabeza del cadáver—. Por los bordes simétricos y el
ancho de la herida, yo diría que se trata de un arma de doble filo.
Probablemente un puñal.
Elena había escuchado en otras ocasiones esa voz didáctica, fría y
monótona que usaba el forense. Hubiera preferido otro tono, aunque sabía
perfectamente que en el escenario de un crimen no había lugar para las
emociones; algo fácil de entender cuando se estudia en la academia, y muy
difícil de respetar cuando el que está tumbado en el suelo es alguien a quien
conoces y aprecias. La muerte lo cambia todo. Reflexionó, viendo el cuerpo
del subinspector Santos; cuando la vida termina no queda nada, sólo un trozo
de carne inútil que a los pocos minutos comenzará a pudrirse.
—¿Qué se sabe de la subinspectora Arieta?
—La última noticia que tenemos es que sigue en el quirófano —
respondió el comisario—. La encontró el equipo que iba a realizar el registro.
Tuvo mucha suerte..., dentro de lo que cabe. Media hora más sin asistencia
médica, y habría muerto desangrada. Estaba en el suelo. Allí. —Señaló una
zona en la que un charco de sangre empezaba a secarse.
—¿Ha dicho algo?
El comisario negó con la cabeza antes de responder.
—Estaba inconsciente. Las heridas son muy graves.
—¿Cómo de graves? —preguntó Elena, preocupada.
Bernedo, apoyado en un gesto de la mano, invitó al forense a responder
—Doctor, por favor.
Éste se levantó, se recostó en el mostrador y se bajó la mascarilla.
—No la atendí. Ya se la habían llevado cuando llegué. Sin embargo, he
podido hablar con el médico que iba a intervenirla. Según parece, recibió una
puñalada en el costado que le afectó el pulmón izquierdo —empezó diciendo,
neutro—. Y un fuerte golpe que le produjo un traumatismo severo en la cara.
—Creemos que el asesino pudo utilizar ese objeto para golpearla —
intervino el comisario.
La inspectora siguió el dedo con el que señalaba a su espalda hasta ver
la estatua taurina que representaba la "suerte de varas", la misma que hacía tan
sólo unas horas había llamado su atención.
—Tiene rastros de sangre —explicó Bernedo—. No estaba en el suelo,
sino en el mostrador. Raro, ¿verdad?
En efecto, pensó la inspectora; pero, ¿qué no resultaba raro en ese caso?
—Según el informe médico preliminar, la subinspectora tenía varias
uñas rotas y raspones en dedos y puños —comentó distraído el forense—. Yo
diría que luchó. Incluso después de recibir la puñalada, a tenor de las
salpicaduras de sangre que hay por todas partes. El tremendo impacto en el
rostro fue lo que la paró, sin duda.
—¿Hubo disparos?
—No —respondió el comisario—. Ambos tenían sus armas sin
desenfundar. El ataque debió de ser por sorpresa, rápido y contundente. Un
hombre solo ha de ser muy bueno para poder neutralizar a dos agentes
armados.
La inspectora se giró hacia el forense.
—¿A qué hora murió el anticuario?
—El calor ralentiza la pérdida de temperatura del cuerpo, y el frío la
acelera. Aquí dentro estamos a veinte grados, algo normal, de modo que la
bajada es de un grado por hora. Le inserté una sonda térmica en el hígado en
lugar de medirle a través del recto, que es menos precisa, y he obtenido una
franja bastante fiable de entre las once y las once y media de la noche.
—Un poco antes de que llegaran los subinspectores Santos y Arieta —se
apresuró a concretar el comisario.
—¿Alguien vio algo? Transeúntes, vecinos...
El comisario se quedó mirando a la inspectora Valdeón con detenimiento
por primera vez desde que llegara. Le llamó la atención su aspecto
desaliñado, su cabello mal peinado recogido en una apresurada coleta, y su
rostro pálido, de labios sin vida y profundas ojeras. Sabía que no era una
mujer que se arreglara en exceso, ni usara demasiado maquillaje, pero siempre
presentaba un aspecto limpio y saludable. Lo que vio no le gustó. Estaba
desmejorada y parecía tremendamente agotada. No le dijo nada y continuó
respondiendo a sus preguntas como si ella fuese la superiora y él su
subordinado.
—Nadie que sepamos aún. Es día de diario y con este tiempo... La calle
a esas horas seguramente estaría vacía.
—Hay que ir casa por casa preguntando a los vecinos. Y buscar el arma
homicida —dijo la inspectora con vehemencia, mirando en todas direcciones,
como si saliera de un letargo, hasta que se topó con el cuerpo sin vida—. Y,
por el amor de Dios, que tapen al subinspector Santos.
—Todavía no he terminado con él —respondió el forense.
—Pues hágalo de una puñetera vez.
La violencia con la que replicó hizo que el facultativo arrugara el morro,
molesto. No dijo nada. Conocía bien el carácter de la inspectora, y la
respetaba. Además, entendía por lo que estaría pasando, y lo dejó correr. Se
cubrió de nuevo la cara con la mascarilla y se agachó sobre el cuerpo para
seguir trabajando.
—Hay que inspeccionar a fondo todo esto —espetó de nuevo la
inspectora mientras abría los brazos, visiblemente nerviosa.
—Tranquila, se está siguiendo el protocolo —dijo el comisario—.
Aunque me temo que, de haber habido algo, ya no estará aquí.
—¿A qué se refiere?
—Hemos encontrado el piso totalmente revuelto. Los cajones de la
tienda abiertos y el despacho de la trastienda, donde está la caja fuerte, patas a
arriba.
—¿Caja fuerte?
—Sí. El asesino debió obligar al anticuario a abrirla antes de matarlo.
—¿Qué había dentro?
—Piezas de valor y joyas de oro de dudosa procedencia que se están
identificando. Su intuición era acertada, ese tal Gálvez seguía trapicheando. —
Llegado a este punto, el comisario bajó la voz para que no escuchara nadie
más que la inspectora lo que iba a decir a continuación—. Sin embargo, del
objeto robado en El Calmo, el cofre, ni rastro. Ah, también se ha encontrado
una libreta donde el anticuario anotaba las ventas en negro.
—¿Una libreta? Quiero verla.
—Me encargaré de que se la entreguen cuando terminen con las huellas,
no se preocupe. Ahora me gustaría que habláramos de otra cosa —sugirió el
comisario bajando la voz de nuevo, al tiempo que la cogía del codo —.
Vayamos fuera y dejemos a los técnicos trabajar, aquí sólo estamos
estorbando.
—Un momento —dijo Elena, volviéndose hacia el forense—. ¿Cuándo
podrá tener la autopsia definitiva?
—Si le dan prioridad, me pondré con él en cuanto lo lleven al
anatómico.
—La tiene —respondió de inmediato, sin consultar al comisario.
La salida de la tienda coincidió con la llegada del juez encargado de
autorizar el levantamiento de los cadáveres. Bernedo lo saludó entusiasta,
solícito, y luego se detuvo cerca de un coche camuflado donde un agente de
paisano esperaba al volante. Con parsimonia, encendió un cigarro y le dio una
larga calada antes de comenzar a hablar.
—Supongo que entenderá que esto ya no puede ocultarse por más
tiempo. Muchos periodistas saben que usted y su equipo trabajaban en el
asesinato de ese muchacho. No les será difícil atar cabos. Debemos
adelantarnos. Dar una rueda de prensa antes de que se nos echen encima.
Omitiremos lo de la reliquia y la intervención del Vaticano, por supuesto, y les
daremos lo que tenemos.
—¿Lo que tenemos? No tenemos una mierda.
—Vamos, no diga eso. —El humo expelido por el comisario se mezcló
con el vahó que también salía de su boca creando una nube densa que tardó en
disiparse—. Según lo veo yo, fue ese tal Remi Sagnier quien mató al
muchacho en El Calmo. Iría por orden de Teodoro Gálvez para comprar la
reliquia, la cosa se torció y acabó como el rosario de la aurora. Después,
usted puso nervioso al anticuario con su visita, se cagó de miedo y decidió
buscar una salida airosa. Puede que pensara devolver la reliquia y entregar al
francés a cambio de un acuerdo; por lo que sé, no sería la primera vez que
traicionara a alguien para salvar el culo. El tal Remi se percató de la jugada,
se lo quitó de en medio y se llevó el cofre con la reliquia. Quizá incluso se
encontraba en la tienda, escondido, cuando interrogó al anticuario. Quién
sabe... Admítalo, es la secuencia de hechos que mejor cuadra.
La inspectora Valdeón ya había pensado en ello. Pero, a pesar del
entusiasmo con el que hablaba el comisario, a ella había algo que no le
encajaba. Por esa razón calló, y mantuvo un gesto distante que a Bernedo no le
gustó.
—Lo tenemos, no le dé más vueltas. Ha hecho un buen trabajo, no la
cague ahora. El ministro no tardará en llamarme, y, cuando lo haga, le
entregaré la cabeza del francés. No lo dude.
—¿La cabeza?
—Ya hay dictada una orden de busca y captura sobre él, como usted
sugirió. No podrá salir del país. Además, difundiremos su foto a la prensa. A
primera hora de la mañana su cara estará en todos los periódicos, telediarios y
redes sociales. No tardaremos en cogerle.
—No trabajaba por su cuenta. Él y el anticuario eran intermediarios.
Alguien los contrató. Lo sabe, ¿verdad?
—Claro, ¿y eso qué más da? —contestó el comisario, desabrido—.
Necesitamos cerrar el caso, y lo haremos cuando tengamos a ese asesino. Si un
coleccionista ricachón español, ruso o congoleño pagó para que le
consiguieran esa condenada reliquia me la trae floja, sinceramente.
Elena se mordisqueó el labio inferior, controlándose.
—No parece un tipo muy listo ese tal Remi. Seguramente llevará la
reliquia encima cuando lo detengamos —prosiguió el comisario—. Con un
poco de suerte, resolveremos el caso y contentaremos también al Vaticano.
Dos pájaros de un tiro.
A Elena no le gustaba lo que decía Bernedo, y mucho menos el tono
jubiloso y fuera de lugar que empleaba. De ahí que estallara.
—No se trata de cubrir el expediente, sino de hacer justicia. ¿O acaso se
ha olvidado? Allí dentro, en el suelo, está el subinspector Santos, muerto; y en
el hospital, luchando por su vida, la subinspectora Arieta. No sé lo que va a
hacer usted para salir en la foto, pero yo no descansaré hasta tener a todos los
implicados sentados en el banquillo.
El comisario dio una última calada que apuró el cigarro hasta el filtro;
luego, lo tiró al suelo y lo pisó hasta que desapareció bajo la nieve. Se tomaba
su tiempo para recapacitar.
—Quizá me haya expresado mal —dijo por fin—. También son mis
hombres, y siento lo que les ha pasado. Seguiremos investigando. Si hay más
culpables los atraparemos, no lo dude. Aunque quiero que me entienda. Las
cosas no siempre son como nos gustaría que fueran, y debemos priorizar.
La inspectora ya no le escuchaba. Pensaba en otra cosa.
—¿A qué hospital han llevado a la subinspectora?
—A la Paz —respondió el comisario, calibrándola.
La conocía demasiado bien para saber que no se daría por vencida tan
fácilmente.
—Voy a preparar una rueda de prensa de inmediato, y quiero que usted
esté a mi lado —concluyó, en un tono que pretendía dejar bien claro quién
mandaba.
—Cómo no. Y usted, si no es mucha molestia —respondió Elena con
retintín, mientras se giraba en dirección a su coche—, ocúpese de que me
envíen la libreta del anticuario. Estaré en el hospital.
32
ALTO, FUERTE, RÁPIDO

En la sala de espera de urgencias había varias personas sentadas que


rumiaban sus desdichas cabizbajas. También un grupo de policías de uniforme
que hacían corrillo en una esquina, cerca de las máquinas de café, charlando
en voz baja. La inspectora Valdeón los vio y se dirigió hacia ellos. Fue el más
mayor, un veterano oficial que realizaba labores de vigilancia y custodia en la
comisaria, quien tomó la palabra.
—Buenos días, inspectora. O noches, según se mire.
—¿Qué hacen aquí? —preguntó ella.
—Salíamos de servicio cuando nos enteramos de lo sucedido al
subinspector Santos. Una auténtica tragedia.
—Lo es.
—Supimos que la subinspectora Arieta iba a ser trasladada a este
hospital y, antes de irnos a casa, quisimos venir a ver cómo estaba. Es lo
menos que podemos hacer por una compañera herida.
El oficial hablaba con lentitud, sinceramente afectado. El resto de los
agentes, en total ocho, se acercaron para rodearla. Eran hombres y mujeres que
conocía de vista. De cruzarse con ellos en la comisaría. De saludarlos de
pasada, simplemente. Sin embargo estaban allí quitándose horas de descanso,
vestidos aún con el uniforme, para apoyar a la pobre Arieta. Y también a ella.
—¿Ya ha salido del quirófano? —preguntó Elena, dando por hecho que
la subinspectora no habría muerto en la mesa de operaciones. Negándose a que
así fuera.
—Todavía no. Pudimos hablar con una enfermera y nos dijo que la
operación iba muy bien —respondió el oficial, dotando a su voz de un cierto
tono de optimismo.
Elena expulsó el aire que llevaba un buen rato retenido en los pulmones
antes de hablar.
—Ésa es una magnífica noticia.
—Sin duda —corroboró el oficial, ensayando una sonrisa que se quedó
en conato.
—Váyanse a casa. Yo me quedaré.
—¿Seguro? El café de la máquina no es tan malo, y no nos importa
esperar un poco más. ¿Verdad, chicos?
Se escuchó un murmullo general de asentimiento.
—Háganme caso, váyanse. Es una orden.
—De acuerdo, inspectora. Pero ténganos informados.
—Lo haré, no lo duden. Y gracias por venir.
La muerte de un policía en acto de servicio producía un sentimiento de
dolor e impotencia que afectaba mucho al resto de compañeros. De mala gana,
los agentes se despidieron de la inspectora deseándole lo mejor en cuanto a la
recuperación de la subinspectora Arieta, y dándole el pésame por la muerte de
Santos. Lo hicieron con la misma aflicción, si no más, que si se tratara de un
familiar cercano.
Al quedarse sola, Elena buscó un asiento vacío lo más retirado que pudo
del resto de personas y se sentó a esperar. De nuevo un hospital y su horrible
luz. Y sus horribles recuerdos. No quiso pensar en ellos y cerró los ojos.
Entonces volvieron a su mente las imágenes de la noche. Aquella espantosa
pesadilla había sido tan real, que se estremecía al rememorarla. Se palpó los
brazos, los costados, las piernas... Los músculos le dolían como si hubiera
practicado pesas el día anterior y tuviera agujetas por todo el cuerpo.
Se masajeaba el cuello para liberar tensión cuando decidió aprovechar
el tiempo realizando un análisis de lo que había visto en aquella tienda, de lo
que había hablado con el forense, con el comisario... Repasaba mentalmente
pruebas, indicios y hasta el más mínimo detalle intentando reconstruir ese
puzle maldito que supone cada caso cuando, de repente, llegó lo que más
temía: el sentimiento de culpa que todo oficial, si es decente, sufre después de
perder a un agente bajo su mando. Lo sintió como una oleada densa y caliente
que le incendió el rostro y le quemó los pulmones. Boqueó tratando de
respirar. Se ahogaba. La sensación duró unos minutos. Luego, la
responsabilidad dejó de ser fuego para transformarse en piedra. Y aún fue
peor. Una inmensa losa la aplastó, reduciéndola a la nada. Luchó usando el
arma de la lógica y la razón. Analizó hechos y situaciones que la exculpaban
de su muerte a sabiendas de que sería inútil, porque jamás podría librarse del
todo de su peso.
El tiempo pasó. Una hora. Dos. Y también los cafés de máquina. Sin
azúcar. Fuertes. Capaces de mantener despierta su mente a pesar de que su
cuerpo pugnaba por abandonarse al sueño.
Seguía enzarzada en esa batalla contra la culpabilidad cuando un
facultativo se asomó a la sala de espera. Era un médico joven, de apenas
treinta años, que vestía uniforme quirúrgico de color verde y llevaba una hoja
de papel en la mano. Ya habían pasado otros. Ninguno que trajera noticias de
la subinspectora.
—¿Familiares o amigos de Sonia Arieta? —anunció éste, desde la
puerta.
Elena se levantó como un rayo y fue a su encuentro.
—Yo soy... —dudó unos segundos cómo presentarse, hasta que decidió
simplificar— ...una compañera de trabajo. Su familia vive en Barcelona.
Vienen de camino. ¿Dígame? ¿Cómo está?
—La operación ha salido bien —comenzó diciendo—. Lo primero fue
reparar el pulmón dañado, que era lo más urgente, y ya está fuera de peligro.
Elena le escuchaba sin intervenir, con un gesto casi reverencial. Las
palabras de un médico son sagradas en determinadas circunstancias.
—Luego nos ocupamos del traumatismo en la cara. El TAC de cabeza no
reveló daños neuronales, y eso nos tranquilizó, pero tenía lesiones
importantes. Hemos conseguido reconstruir el hueso cigomático —el doctor
ilustraba sus palabras recorriendo su propia cara con la mano señalando cada
zona que mencionaba, en ese caso el pómulo—, el orbital y también el maxilar
superior. A continuación hemos realizado una intervención para suturar las
heridas que interesaban a músculos, piel y labios.
—¿Sufrirá secuelas?
—El golpe fue brutal. Ha perdido varios dientes arrancados de cuajo, y
su ojo izquierdo está afectado. Será lo siguiente de lo que tendremos que
ocuparnos. Quizá pierda la visión por él, aún es pronto para saberlo. La cara
requerirá varias operaciones de cirugía plástica, y puede que le queden
cicatrices. Sobre todo en los labios, estaban destrozados.
La sinceridad de los médicos es una puta mierda, pensó Elena.
—Lo importante es que está con vida —concluyó el cirujano, al ver la
expresión sombría de la inspectora.
Sí, eso es lo más importante, se dijo ella. Aunque después tendrá que
seguir viviendo, y será muy duro cuando el espejo le devuelva, cada día, la
imagen de una cara que ya no es la suya.
—¿Puedo verla?
—Ahora está en postoperatorio, saliendo de la anestesia. Cuando
despierte y comprobemos que está todo correcto, la subiremos a planta. Puede
esperar aquí, nosotros la avisaremos.
—Gracias, doctor.
Tres horas más tarde, una enfermera se acercaba a la sala de urgencias
para indicarle el número de la habitación a la que habían llevado a la
subinspectora Arieta. En aquel momento se encontraba sola. No fue así durante
todo el tiempo de espera. Por allí pasaron muchos policías. Compañeros de la
Comisaría General de la Policía Judicial y de otras más modestas de Madrid.
El suceso había corrido como la pólvora, y no sólo entre el gremio. La prensa
más avezada también se había enterado, y varias emisoras de radio ya
lanzaban los primeros datos sobre "El crimen del anticuario", como le habían
bautizado; pocos e imprecisos, de momento, pero buscarían más, sin duda. La
noticia era un caramelo para cualquier profesional de la prensa, y ningún
medio renunciaría a explotarla hasta la saciedad.
Elena miró su reloj. Eran las siete menos cuarto de la mañana. Calculó
que en un par de horas la puerta del hospital estaría llena de periodistas. Un
inconveniente que le gustaría evitar. Lo último que le apetecía en aquel
instante era tener que dar explicaciones a un desconocido que hace preguntas
inoportunas, estúpidas y a menudo insolentes mientras te mete un micrófono
por los ojos. La información es necesaria en un país libre y democrático,
aunque en demasiadas ocasiones se traspasa la línea de la ética profesional
haciendo daño a los familiares de las víctimas o estorbando y perjudicando en
una investigación abierta. Todo tiene su justa medida, se decía la inspectora
mientras se dirigía al ascensor.
Con educación y mano izquierda, Elena se había ido deshaciendo de
todos los compañeros policías para poder estar a solas con Arieta cuando
despertara. También rogaba porque sus padres, con los que había contactado
hacía varias horas, llegaran después de que hablara con Sonia. Quería saber
cómo estaba, mostrarle su apoyo y ser ella quien le diera la noticia de la
muerte de Santos. Y, sobre todo, necesitaba conocer con urgencia qué había
sucedido aquella maldita noche.
El ascensor la dejó en la primera planta, en traumatología. El
movimiento de personal, pacientes y familiares era poco a esa hora. Consultó
el cartel donde se indicaban las habitaciones por pasillos y tomó el que
llevaba hasta la 123. Al llegar, la puerta estaba cerrada. Dudó unos segundos.
Luego abrió, superando la barrera invisible de la aprensión. Todavía no había
amanecido, y la ventana con las cortinas de lamas descorridas mostraba en la
lejanía las luces de las farolas y un cielo oscuro despejado de nubes. El
aplique del cabecero estaba encendido, y una luz suave y cálida iluminaba la
cama sobre la que descansaba la subinspectora Arieta. Lo primero que vio fue
la pantalla donde se monitorizaban sus constantes, y después la bolsa de
drenaje que colgaba llena de sangre de un costado de la cama. Procurando que
al andar sus botas no hicieran ruido en el suelo, se aproximó. Le sobrecogió lo
aparatoso de los vendajes y gasas que apenas dejaban a la vista la nariz, parte
de la boca y el ojo derecho de la subinspectora, que en aquel instante estaba
cerrado. Los brazos desnudos y delgados descansaban sobre las sábanas,
conectados a goteros y sensores. Su pecho, cubierto por una especie de faja
elástica, se movía despacio, produciendo una respiración rasposa y esforzada.
En conjunto, la imagen de Sonia era desoladora. Tan frágil y maltrecha —en
aquel lienzo blanco—, le recordó a una mártir moribunda a la espera de
sepultura.
No iba a morir, estaba segura. Viviría para ver entre rejas a su agresor y
al asesino de Santos, y a quien estuviera detrás. De eso se encargaría ella. Lo
juraba por la memoria de sus padres... y de su hermano.
Se quedó unos minutos allí, mirándola. Sin moverse. Sin atreverse a
hablar. No la despertaría. Esperaría a que fuese ella quien decidiera cuándo
hacerlo. Le urgía conocer lo que pudiera decirle, pero no podía hacer nada.
Pasar unas horas más en aquel lugar de dolor ya no le importaba, lo que le
preocupaba era el tiempo perdido. Además estaba el problema de las visitas,
los familiares... Llegado el momento tendría que deshacerse de ellos con algún
pretexto para quedarse a solas con ella. Ya lo pensaría. Se giró para mirar la
butaca de polipiel azul que había en una esquina. La luz en aquella zona era
escasa. Le gustó. Fue hacia allí y se sentó con sumo cuidado, procurando que
el escay no crujiera demasiado.
A los pocos minutos la puerta se abrió y entró una enfermera. Elena iba
a levantarse cuando ésta le indicó con la mano que no era necesario. No dijo
nada. Muda y eficiente, se movía de un lado a otro como si siguiera una
coreografía perfecta. En un abrir y cerrar de ojos había revisado el drenaje,
los goteros y los sensores conectados a su cuerpo. Se disponía a marcharse
cuando se detuvo, meditabunda, en mitad de la habitación. Con las manos en
los bolsillos de su bata, saliéndose del guion, se acercó hasta el rincón donde
la observaba Elena y se inclinó un poco para hablar con ella.
Era una mujer de mediana edad, bajita y delgada, con un rostro amable
en el que destacaban unos ojos alegres e inquietos.
—¿Usted también es policía? —le preguntó, casi en susurros.
—Sí.
—¿Su superior?
Elena se quedó mirándola, interrogativa.
—Yo estaba de guardia cuando la trajeron —explicó la enfermera,
señalando la cama—. El médico de la ambulancia es un charlatán y me contó
lo que le había pasado y quién era. Luego la he visto a usted toda la noche en
la sala de espera de urgencias con agentes de uniforme que le hablaban con un
respeto fuera de lo normal, y he atado cabos.
—Soy inspectora de homicidios, y ella trabaja en mi unidad. ¿Por qué le
interesa saberlo?
La enfermera endureció el gesto.
—Quien le haya hecho esto a esta pobre chica es un cabrón que merece
pagarlo.
Elena asintió.
—Sabe —continuó la enfermera—, he leído suficientes novelas
policiacas como para saber que el tiempo es crucial a la hora de atrapar a un
criminal.
—Lo es —corroboró la inspectora, sin tener nada claro adónde quería
llegar esa mujer.
—Tanto como la información que puedan aportar los testigos, ¿no es
así?
—Sin duda. ¿Por qué me lo pregunta?
—Acabo de bajarle la sedación a su compañera. De no hacerlo,
dormiría todo el día. Calculo que en media hora despertará y podrá hablar con
ella —dijo, guiñándole un ojo cómplice—. Sea rápida, después tendré que
volver a sedarla. No quiero que el médico se entere y me abra un expediente.
—Lo seré —fue capaz de articular Elena, sorprendida por la
inteligencia y perspicacia de aquella mujer—. Muchas gracias.
—No me las dé y atrape a ese malnacido.
Sin más, la enfermera se volvió y abandonó la habitación cerrando la
puerta con extremo cuidado de no hacer ruido.
Cavilaba desde su oscuro rincón la inspectora, aún impactada por la
conversación con aquella enfermera, cuando sonó su móvil. Lo sacó del
bolsillo superior de su tres cuartos —que no se había quitado en ningún
momento para no dejar a la vista la pistolera—, y miró la pantalla sin
descolgar: era el padre Miguel.
—Normal —musitó, al comprobar que eran las siete y ocho minutos.
Sin dudarlo, rechazó la llamada y puso el teléfono en silencio.
Un cuarto de hora más tarde la puerta de la habitación volvió a abrirse.
Esta vez no se trataba de la enfermera detective. La figura tímida que se
recortó a contraluz del pasillo era la de Zúñiga. Con extremada prudencia,
como si fuese un ladrón que penetrara en una caja fuerte llena de sensores de
movimiento, el oficial caminó hasta el centro de la habitación, donde se
detuvo con la mirada clavada en la subinspectora Arieta, cuya respiración
continuaba siendo áspera e imprecisa.
No se acercó. Se quedó allí, contemplándola desde la distancia,
impactado por lo que veía.
Elena se levantó y fue a su encuentro.
—Acababa de entrar de turno cuando llegó el comisario. Me lo ha
contado todo. Es horrible. El subinspector Santos... Sonia... —dijo lastimero
—. Hace tan sólo unas horas trabajaba con ella y estaba tan llena de vida... La
han destrozado.
Hablaba con la vista dirigida hacia el maltrecho cuerpo de la
subinspectora, como si el resto del mundo no existiera.
Llamarla por su nombre de pila, y ese profundo sufrimiento que
percibía en él... Elena no tardó en comprender lo que eso suponía.
—Saldrá de ésta —dijo, poniéndole una mano en el hombro.
El oficial Zúñiga se volvió para mirar a la inspectora. Sus ojos estaban
vidriosos. Sorbió mocos y se pasó la mano izquierda por la cara con
intensidad, como si intentara borrarla. Y lo consiguió. Al menos su gesto
afligido.
—Ella es fuerte. Se recuperará. Estoy seguro —exclamó, entusiasta.
—Por supuesto que lo hará —añadió Elena.
Tras un profundo suspiro, el oficial levantó el sobre que llevaba en su
mano derecha.
—Es el libro de contabilidad que encontraron en la tienda de
antigüedades. Cuando le dije que quería venir al hospital, el comisario
Bernedo me pidió que se lo trajera —dijo con una voz turbia que trasportaba
malestar.
—Gracias, lo estaba esperando.
—En comisaría hablan de ese francés como el responsable de los
crímenes.
—Todo apunta a él.
—Pero usted sigue investigando, ¿o me equivoco?
—No me gustan los cabos sueltos.
—El cliente —concretó Zúñiga.
—Alguien encargó el trabajo, y puede que su relación con los crímenes
vaya más allá de eso. Si como usted dijo, además es el responsable de El
Tártaro, no debe ser trigo limpio.
—Seguro. ¿Y cree que lo encontrará en el libro de contabilidad del
anticuario?
—Quizá no. O puede que sí.
—El comisario Bernedo quiere emplear todos los recursos para atrapar
al francés. Tiene prevista una rueda de prensa a primera hora de la mañana
para presentarlo como principal sospechoso. Quiere simplificar.
—Lo sé.
—Me encargó que le dijera que la quería a las diez en comisaría. Que
pasara antes por casa y se... arreglara un poco.
—¿Eso le dijo?
—Sí.
—Valiente capullo.
—Sin Santos y sin... ella —advirtió el oficial—, va a estar bastante
sola.
—Ya, pero tengo que intentarlo.
Zúñiga meditó, con el rostro aún fijo en la subinspectora Arieta, antes de
decidirse a hablar.
—Cuente conmigo. Yo la ayudaré.
El oficial era un hombre preparado, intuitivo y capaz, con acceso a
mucha información; y que, además, estaba motivado. Una buena baza si quería
tener una mínima oportunidad de éxito en su solitaria empresa. De ahí que
aceptara su ofrecimiento.
—Se lo agradezco.
—¿Por dónde quiere que empiece?
—Por aquí, por supuesto —dijo la inspectora, levantando el sobre que
contenía el libro de contabilidad.
—Ah, bueno, ya había pensado en eso.
Elena torció el gesto, sorprendida.
—Fotocopié todas las páginas antes de traérselo. Para ganar tiempo, ya
sabe...
—Me tiene impresionada.
—Me tomé la libertad de echar un vistazo —continuó Zúñiga,
soslayando el cumplido—, y no creo que saquemos nada en claro. Ese
anticuario se andaba con mucho cuidado. Las operaciones comerciales omiten
de qué tipo de artículo se trata. Tampoco hay nombres, sólo números de
teléfonos y cifras sin ceros. Un galimatías incomprensible y desordenado. Sin
fechas.
—Empecemos por los números de teléfonos —concretó la inspectora.
—Suponía que diría eso. Me pondré de inmediato con ellos.
El oficial se giró hacia la puerta con intención de marcharse. Elena lo
dejaba ir sin más cuando se lo pensó mejor.
—¿No se queda? En un rato despertará.
Desde la puerta, Zúñiga dirigió una última mirada hacia la cama.
Cuando habló, su voz tenía la calidad de un lamento.
—Vendré mañana. Hoy no podría ayudarla.
La inspectora lo vio salir de la habitación, abatido, y luego volvió a
sentarse en la butaca. Algo desanimada, después de lo que le había dicho el
oficial sobre el libro de contabilidad B del anticuario, lo sacó del sobre y
comenzó a hojearlo. Estaba casi en penumbras. No quiso encender los
fluorescentes del techo y se apañó con la luz que aportaba la pantalla de su
teléfono móvil. Cinco minutos le bastaron para admitir que, desgraciadamente,
Zúñiga tenía razón sobre aquel libro de asientos: era un revoltijo que no
aportaba nada a simple vista; más propio de una mente caótica y desconfiada
que de un hombre de negocios, aunque fuesen turbios. A pesar de la frustración
continuó revisándolo hasta que escuchó una especie de quejido. Al alzar la
cabeza vio moverse la mano de la subinspectora. Se levantó presta, dejó el
libro sobre la butaca y se acercó a la cama.
El ojo que tenía descubierto comenzó a moverse bajo el párpado, y la
lengua salió mínima entre sus labios tumefactos y remendados con intención de
hidratarlos. Sonia Arieta despertaba. Por fin consiguió abrir el ojo sano, y
miró en todas direcciones hasta que distinguió una figura a su izquierda.
—¿Dónde estoy? —logró decir, con voz lastimera.
Elena se apresuró a coger su mano.
—En un hospital. Sufriste un ataque, ¿lo recuerdas?
Tardó en responder. Le costaba respirar, y el aire que salía de su boca
producía un sonido denso y grumoso, como si tuviera que atravesar cuajarones
de sangre.
—Sí —dijo, apretando la mano de la inspectora al revivir los hechos.
—¿Qué tal te encuentras?
—La cabeza, me duele. Y el pecho —contestó, con mucho esfuerzo.
—Recibiste una puñalada en un costado, y un fuerte golpe en la cara.
Ahora estás fuera de peligro —concretó para tranquilizarla.
—¿Inspectora Valdeón? ¿Es usted?
—Sí, soy yo —respondió, acercándose hasta que la luz del cabecero la
iluminó por completo.
La siguiente pregunta tardó en llegar, ya que recordó lo suficiente como
para temer cuál podría ser la respuesta.
—El subinspector Santos... ¿Dónde está?
Elena soltó un suspiro y negó con la cabeza. Arieta entendió.
—¡Dios! —exclamó, apretando todavía más su mano.
—Recibió una puñalada mortal en el corazón. A ti te encontraron en el
suelo, junto a él, inconsciente.
—Muerto —repitió Arieta, como si tuviera que oírlo de su propia voz
para asimilar la tragedia.
Un velo acuoso se formó en el ojo sano de la subinspectora, hasta que
terminó convertido en lágrima.
—Escucha —dijo Elena, inclinándose sobre ella—. Necesito que me
cuentes lo que pasó. ¿Podrás hacerlo?
—Creo que sí —respondió, tratando de recuperar el ánimo.
—Genial. Tómate tu tiempo. Sabes cómo va esto. Lo importante es que
no olvides los detalles.
—Claro que lo sé —dijo Arieta, con cierta rabia en la voz, antes de
comenzar su relato de los hechos.
Los labios destrozados no le impedían hablar. Lo turbio de su voz venía
de más adentro. Sin embargo, fue capaz de sobreponerse para componer una
narración concisa y directa, exenta de paja y de detalles intrascendentales,
justo lo que quería la inspectora.
No era momento para los reproches, y Elena la escuchó obviando
reprenderla por no llamarla para informarle del registro. Lo que le importaba
era otra cosa.
—Entonces, ¿visteis a alguien moverse en el interior de la tienda? —
quiso concretar la inspectora, una vez el relato llegó a ese punto.
—Había luz en el piso, no en la tienda, como ya le he contado. Nos
acercamos y, después de comprobar que el cierre no estaba echado, nos
quedamos junto al escaparate. Fue Santos quien lo vio. Pensamos que podría
ser el anticuario que trataba de huir llevándose pruebas.
—¿Qué pasó después?
—Llamamos al timbre de la casa y de la tienda. Nadie respondió.
—Y decidisteis entrar.
—Sí.
—Le pusisteis sobre aviso —musitó la inspectora.
—Fue un error, lo sé —se lamentó.
—Qué más.
—Encontramos a un hombre en el suelo. Por la documentación supimos
que era el anticuario. Estaba muerto. Entonces oímos un ruido, y antes de que
pudiéramos hacer nada se desató el caos. A partir de aquí mi memoria se
muestra confusa.
—Dime lo que recuerdes.
Arieta tragó saliva con dificultad. Se le notaba fatigada, y a duras penas
reprimía los gestos de dolor.
—¿Podría traerme un poco de agua?
—Claro —dijo la inspectora.
Veloz, fue al baño y llenó un vaso. Enseguida se dio cuenta de que en el
estado en el que se encontraban sus labios no podría beber. Volvió a la
habitación y buscó en la mesilla hasta que encontró una pajita en uno de los
cajones.
No bebió mucho —le costaba incluso succionar—, lo suficiente para
que su boca dejara de ser un páramo desierto.
—Estaba oscuro —continuó relatando—. Todo sucedió muy rápido. Al
primero que atacó fue a Santos. Le oí gritar de dolor. Me lancé en su ayuda.
No había sitio ni luz para usar el arma. Agarré al agresor y lo golpeé con las
manos hasta que sentí una punzada en el costado, como si algo me quemara.
No recuerdo nada más. Mis últimas imágenes son: yo golpeando un bulto y
luego la oscuridad absoluta.
—¿Podrías describir al atacante?
—Era un hombre. Sabía luchar. Alto, fuerte, rápido... Como habría dicho
el subinspector Santos, "un auténtico hijo de la gran puta".
—¿Habló?
—Le escuché gruñir durante la pelea, nada más.
—Color de pelo, tipo de ropa... Cualquier rasgo o particularidad por
mínima que sea puede ser de ayuda, no tengo que decírtelo.
—Lo intento, de verdad, pero sólo logro recordar una mole oscura,
sensación de lucha, forcejeo... Retazos sin información —gimoteó Arieta,
revolviéndose en el cama.
—Está bien, es suficiente —desistió, al ver su mejilla descubierta
recorrida por una nueva lágrima.
El silencio llenó la habitación hasta que fue roto por un llanto contenido,
ahogado e intermitente. La inspectora se soltó con sumo cuidado de la mano de
Arieta y luego le acarició la frente. La tenía helada.
—Ahora debes descansar.
—¿Han avisado a mis padres? —preguntó, al ver a la inspectora
alejarse de la cama.
—Sí. Estarán al llegar.
La subinspectora apoyó el lado sano de la cara en la almohada, abatida.
Elena trató de animarla.
—Por cierto, el hospital se ha llenado de policías que querían saber
cómo estabas, aunque el oficial Zúñiga es el único que ha subido a verte.
—¿En serio?
—Estabas dormida.
—¿Ya se ha ido?
—Sí, tenía cosas que hacer —mintió Elena.
—Entiendo —musitó.
De nuevo unos segundos de silencio.
—Inspectora, dígame una cosa. Y sea sincera. Mis padres..., ¿sufrirán al
verme?
Elena respiró hondo antes de responder.
—Todos los padres sufren cuando ven a un hijo lastimado. Las heridas
se curan. Estás viva, y eso es lo único que les importará cuando te vean.
—Supongo que sí.
La inspectora recogió el libro de la butaca y se dispuso a marcharse.
—Procura dormir —le dijo, detenida a los pies de la cama—. Volveré a
verte en cuanto pueda.
—No se preocupe por mí. Usted ocúpese de atrapar al asesino.
—Lo haré, te lo aseguro.
Elena ya giraba el picaporte de la puerta cuando escuchó de nuevo a
Arieta.
—Inspectora —la reclamó—. Acabo de recordar un detalle.
—¿Un detalle?
—Un olor —concretó.
—¿A qué te refieres?
—Quizá no sea nada, pero juraría que durante el forcejeo percibí en ese
tipo un ligero aroma a incienso.
33
HACIENDO LO CORRECTO

Al salir de la habitación, profundamente contrariada por lo último que


había oído decir a la subinspectora Arieta, se encontró de cara con la
enfermera detective. Estaba allí plantada en mitad del pasillo, frente a la
puerta, con una sonrisa de oreja a oreja.
—Les he escuchado hablar —dijo en tono de confidencia—. ¿Qué tal ha
ido? ¿Alguna cosa... relevante?
—Es posible —respondió Elena, resuelta a concederle una satisfacción
a aquella singular mujer.
—Me alegro. Han venido sus padres. Les he dicho que esperaran en el
control de enfermeras mientras usted terminaba.
—¿Ha hablado con ellos? ¿Les ha explicado...?
—Sí. Los daños son los que son, aunque he tratado de suavizar tanto
como he podido.
—Se lo agradezco.
—Volveré a subirle la sedación. Tardará unos minutos en hacerle efecto.
Podrán hablar con ella. Luego, deberá descansar —dijo, entrando en la
habitación para seguir con su rol de eficiente enfermera.
Al principio del pasillo estaba el control de enfermeras de la planta, una
isleta con un mostrador circular junto al que esperaban un pareja de entre
sesenta y setenta años. El hombre mantenía la mirada en un punto fijo mientras
abrazaba a la mujer, que se enjugaba las lágrimas con un pañuelo. Podría
haber pasado de largo. No la conocían. Nadie se hubiese enterado. Tenía la
oportunidad perfecta de evitar un encuentro y una conversación tan incómoda.
Confortar, dar ánimos, no eran lo suyo. Era imprescindible mentir demasiado,
y adoptar una actitud que evidenciara un estado de positividad muy por encima
de aquél a quien se intenta consolar. Todo eso le costaba, y todavía más en
aquella situación en la que se sentía tan involucrada. Sin embargo, al llegar a
su altura fue directamente hacia ellos. No quería hacerlo. Lo odiaba. Hubiera
preferido mil veces tragarse alfileres, pero no había otro remedio. Era lo
justo, lo cabal, lo correcto.
Después de presentarse como la inspectora Valdeón, la superiora de su
hija, logró mantener una conversación en la que se mostró tierna, cercana...,
incluso cariñosa con aquellos padres que la miraban desde la confusión y el
drama. Fue breve, alegando trabajo, aunque sus acertadas palabras
consiguieron tranquilizarlos lo suficiente como para que dejaran de temblar.
Con el corazón encogido, se despidió de ellos y se dirigió al ascensor.
Había cumplido con creces al conseguir darles fuerzas y esperanzas; no
obstante, eso no le hizo sentirse mejor.
En el hall del hospital consultó su teléfono móvil: tenía cuatro llamadas
perdidas del padre Miguel, y otras tantas del comisario Bernedo. Sabía lo que
quería el segundo, y no tenía ninguna intención de devolverle la llamada.
Ya era de día cuando salió al parking. Sus botas, tipo militar, hicieron
crujir la nieve endurecida por el frío del amanecer. Dudaba si llamar al padre
Miguel —manoseando el teléfono camino de su coche—, cuando vio aparecer
el enorme Mercedes-Benz haciendo chirriar las ruedas en cada curva cerrada
que tomaba entre los vehículos allí aparcados. Con un sonoro frenazo, se
detuvo cerca de ella.
El sacerdote salió del vehículo y fue a su encuentro al tiempo que se
ponía un abrigo largo de color gris que contrastaba ligeramente con el resto de
su indumentaria: camisa, pantalón y zapatos negros, sin corbata ni alzacuellos.
—En cuanto me he enterado he venido a toda prisa.
—Ya lo veo —respondió la inspectora, sacando la llave de su coche del
bolsillo del tres cuartos.
—Al no contestar a mis llamadas fui a su casa —empezó a relatar—.
Como tampoco respondía al telefonillo le pregunté a su portero, que muy
amablemente bajó al parking para comprobar que no estaba su coche. Entonces
llamé a su comisario y me lo contó todo. Lo siento mucho.
—Gracias —fue capaz de decir Elena.
—¿Qué tal se encuentra la subinspectora Arieta? ¿Ha podido verla?
—Sí. Las heridas han sido graves, pero está fuera de peligro —contestó,
precisa.
—Ésa es una buena noticia.
La inspectora lo observaba con detenimiento, analizando cada palabra y
cada gesto que hacía. Y fue tan poco sutil, que él llegó a percatarse.
—¿Se encuentra bien?
—Perfectamente, dadas las circunstancias.
—La noto cansada, su cara...
—No he dormido bien. Y luego esto... —se apresuró a decir ella.
—El comisario me pidió que le dijera que lo llamara urgentemente.
Parece que va a dar una rueda de prensa para presentar a Remi Sagnier como
principal sospechoso de los crímenes, y quiere que esté con él.
—Si el francés es culpable, se apuntará un buen tanto para su futura
carrera política; si no lo es, siempre podrá hacerme a mí responsable de la
cagada. Además, ¿quién podría resistirse a posar en televisión junto a una
mujer inspectora de homicidios?
—Una buena imagen, sin duda —admitió el padre Miguel—. Por cierto,
también insistió en que le dijera que...
—Pasara por casa para ponerme mona.
—Más o menos. ¿Cómo lo sabe?
—Hay quien cree que repetir las cosas es efectivo.
—No piensa ir, ¿verdad?
—Tengo asuntos más urgentes de los que ocuparme.
—¿Cómo por ejemplo?
Elena sopesó un instante en la mano las llaves de su Volkswagen, y
terminó guardándoselas en el bolsillo.
—Vayamos en su coche. Se lo contaré por el camino.
No fue un gesto frívolo que evidenciara la preferencia por viajar en
aquel lujoso vehículo en lugar de en su modesto Polo; Elena eligió esa opción
para no tener que conducir y poder así evaluar las reacciones de aquel cura
mientras le relataba la investigación hasta el momento, lo sucedido en aquella
tienda de antigüedades y, sobre todo, lo que había hablado con Arieta.
Y eso hizo, prolija, sin omitir un detalle y respetando escrupulosamente
el orden de los hechos.
Mientras el padre Miguel conducía, la inspectora le habló de cómo
había servido la clave encontrada en la Biblia Satánica para entrar en la
cuenta de usuario que Julio Peña tenía en El Tártaro y corroborar, así, que
"alguien" le había proporcionado el teléfono del anticuario para que hiciera de
mediador en la compra de la reliquia; a continuación, y aunque suponía que el
comisario ya le habría informado, no escatimó esfuerzos en relatarle con
minuciosidad el momento en el que los subinspectores Santos y Arieta se
personaron en la tienda de antigüedades y su terrible desenlace, ni olvidó
mencionar el hallazgo del libro de asientos.
Durante el tiempo que la inspectora estuvo hablando, el padre Miguel
sólo la interrumpió utilizando monosílabos de cortesía para indicar que la
seguía con atención, o exclamaciones de malestar o sorpresa en las partes más
duras relacionadas con la agresión y los daños sufridos por Arieta. Nada fuera
de lo normal. Tampoco detectó en su rostro ningún ademán ni mueca
incontrolable que delatara algo sospechoso. Sin embargo, justo al final,
cuando la inspectora remataba hablándole de la inane descripción que la
subinspectora hizo del asesino, fue cuando su cara mostró un claro signo de
contrariedad.
—¿Dijo que olía a incienso?
—Sí. ¿Por qué lo pregunta?
—No es un olor muy común —aclaró el sacerdote, sin relajar el gesto
atribulado.
—Según se mire —lo contradijo Elena, indolente—. En un cura no sería
nada raro.
El padre Miguel se giró a medias para encontrarse con unos ojos
infinitamente cansados que lo miraban escrutadores.
—Supongo que no —terminó diciendo el sacerdote, antes de comprobar
en el navegador del coche que se encontraban en la calle Severo Ochoa s/n, la
dirección que le había indicado la inspectora sin dar más explicaciones.
Él no sabía que estaban en Ciudad Universitaria, y mucho menos que se
encontraban en el complejo destinado a la Facultad de Medicina. Aunque
sospechó algo cuando leyó el letrero que ponía sobre la puerta del edificio
que tenían enfrente:

INSTITUTO ANATÓMICO FORENSE


34
SANGRE BAJO LAS UÑAS

—No me dijo que veníamos aquí.


—El caso sigue abierto, no lo olvide —subrayó la inspectora,
enigmática—. Venga. Busque un sitio donde aparcar, que no tenemos todo el
día.
Para cualquier oficial de policía, sobre todo si trabajaba en Homicidios,
aquel lugar era como su segunda casa. Elena se condujo sin titubeos saludando
a los facultativos con los que se encontraba, hasta llegar a la ventanilla de
información donde preguntó por la sala en la que se practicaba la autopsia al
subinspector Santos.
—Aún no han terminado con ella —le informó el celador tras consultar
el ordenador—. Puede esperar en la cafetería, inspectora Valdeón, le avisaré
en cuanto acaben.
—Tengo prisa. Prefiero acercarme yo.
El hombre, de mediana edad y rasgos muy comunes, miró al sacerdote.
—Como usted quiera. Ya sabe que no es muy agradable entrar cuando
una autopsia está a medias. Y menos, si se trata de un compañero.
—Lo sé. Gracias.
En el pasillo que llevaba a los ascensores, el padre Miguel se decidió a
hablar.
—Esperar parecía la opción más conveniente.
—Puede quedarse fuera, si lo desea —respondió Elena, con
brusquedad.
—Si es importante para usted, también lo es para mí. Aunque no es algo
que me apetezca lo más mínimo, se lo aseguro.
—Para usted sólo es importante hacerse con la reliquia, me temo.
El ascensor llegó.
—Me juzga mal —replicó el sacerdote, ya en el interior—. Haré
cualquier cosa para recuperarla, no lo niego, pero no soy insensible al resto de
lo que ha pasado.
—¿Cualquier cosa?
—Usted ya me entiende...
—No, no le entiendo —exclamó la inspectora, envarándose—. Sólo sé
que no me ha contado una puta mierda sobre ese objeto, y ya ha provocado dos
muertes y a punto ha estado de causar dos más. ¿Qué demonios es? ¿Por qué
tanto interés por hacerse con él?
El sacerdote se mantuvo impasible. El ascensor se detuvo en el sótano,
la puerta se abrió y Elena salió visiblemente enojada. Caminó por un pasillo
lleno de puertas sin esperarlo, y, tras comprobar el número que le había
indicado el bedel, se paró delante de una de ellas, giró el picaporte y entró sin
llamar.
La sala disponía de una antesala. En una de las paredes se encontraban
las cámaras refrigeradas donde se conservaban los cuerpos. En la opuesta se
veían dos puertas que llevaban a los laboratorios: uno reservado a la máquina
de rayos x, y el otro dotado con el instrumental necesario para la realización
de trabajos anatomopalógicos, bacteriológicos o químicos, lo que comúnmente
se entiende como análisis de muestras biológicas o de fibras que pudieran
recogerse de un cadáver. Al fondo se encontraba la sala de autopsias
propiamente dicha, donde se realizaba el examen necrópsico por un
anatomopatólogo o forense; normalmente solo. El suelo era blanco, liso y de
un material impermeable sin junta alguna, al igual que los paramentos
verticales y el techo. La luz la proporcionaban módulos fluorescentes estancos
con cubierta de metacrilato traslúcido; en total ocho, que lograban una
cantidad de luz, una calidad y una reproducción cromática extraordinarias.
Elena se detuvo a unos metros de la mesa de acero inoxidable donde
descansaba el cuerpo desnudo de un hombre. Sólo se le veían las piernas, ya
que inclinado sobre él, ocultándolo parcialmente, estaba el forense. Iba
ataviado con bata, gorro, guantes de goma y mascarilla. Todo de un color
verde pálido excepto los guantes, que eran azules.
—Buenos días —saludó Elena, metabolizando con dificultad el trago
que le quedaba por pasar.
Él se giró y, al reconocerla, hizo un gesto con la mano para que se
acercara.
—No la esperaba tan pronto —dijo, bajándose la mascarilla.
—Quería acabar con esto cuanto antes.
—A usted no le conozco —añadió el forense, dirigiéndose al padre
Miguel.
—Está asignado al caso como asesor —dijo la inspectora, usando su
socorrida explicación.
—Vaya, asesor de la Policía. Menudo lujo.
El sacerdote, ante la mirada escrutadora del forense, se encogió de
hombros sin abrir la boca.
—Vayamos al grano —intervino la inspectora—. ¿Qué ha averiguado?
—Se lo diré.
Al apartarse, dejó a la vista el cuerpo de Santos. Elena le dedicó una
mirada rápida y se centró en el facultativo.
—He confirmado que murió por una herida punzante de quince
centímetros de profundidad por tres y medio de ancho que le afectó al corazón
causándole la muerte al instante —detalló el forense—. Doble filo. Un puñal,
como pensaba.
—Quince centímetros —repitió la inspectora.
—Exacto. Hay que tener mucha fuerza para clavar un cuchillo tan hondo,
y precisión para evitar el esternón y no tocar ninguna costilla.
—Usted le hizo la autopsia al muchacho de El Calmo. He leído el
informe, y no parece el mismo cuchillo.
—Para nada. Aquél era más ancho, de un único filo y con la hoja más
delgada. Yo diría que se usó uno de cocina. Tampoco las heridas infligidas en
el cuerpo del muchacho parecen hechas por la misma persona.
—¿Por qué lo dice?
—Le acuchillaron varias veces. Sin precisión. De una manera aleatoria.
Son menos profundas. Algunas, incluso superficiales.
El forense se volvió hacia el cuerpo del subinspector Santos. El pecho
estaba abierto en "Y" y le faltaba la caja torácica, que reposaba dentro de un
recipiente en un extremo de la mesa, junto a un cuenco donde estaba el
corazón.
Antes de seguir hablando cerró ambos pingajos de piel para cubrir las
entrañas, igual que si echara las cortinas de una ventana.
—Mire aquí —sugirió, señalando con el dedo la zona de la piel que
rodeaba la cuchillada cerca de la tetilla izquierda—. ¿Ve esta parte
enrojecida?
Elena se inclinó sobre el cuerpo.
—La marca la dejó la guarda del puñal al penetrar hasta el fondo.
—O sea, que quien mató al subinspector Santos e hirió a la
subinspectora Arieta sabía acuchillar y tenía más fuerza.
—Sin duda. A ella le salvó el grueso abrigo que vestía, que impidió que
la hoja alcanzara el corazón. Pero la puñalada es tan precisa como ésta. Y eso,
inspectora, no es casualidad.
Elena asintió con la cabeza, manteniendo los labios unidos en una línea
firme. Hasta que decidió despegarlos.
—¿Ha descubierto algo más?
—Las manos de la víctima no presentaban heridas defensivas, y sus uñas
estaban limpias de restos biológicos del agresor. Tampoco he encontrado
fibras ni huellas. Nada.
—¿Y en el anticuario?
—Igual. Limpio.
—A él le cortaron el cuello. ¿Qué le sugiere eso, doctor?
—Las puñaladas de sus compañeros son el resultado de una lucha
frontal, violenta y tremendamente efectiva. El degollamiento del anticuario, en
cambio, indica un ataque por sorpresa, o un... escarmiento. Al menos, eso me
dice la experiencia.
—¿Hecho por la misma persona y la misma arma?
—Yo diría que sí. El corte se realizó con mucha fuerza y precisión. De
una sola vez. Rápido, sin titubeos. Un tajo brutal desde atrás que seccionó la
carótida, la tráquea, la laringe y la faringe —enumeró el forense—. Se detuvo
al tocar la columna, y la muesca que dejó el filo se corresponde con el grosor
del arma usada en las puñaladas.
—Había mucha sangre. Y salpicaduras por toda la tienda.
—Por supuesto. La arteria carótida es como un surtidor cuando se corta.
Sin embargo, el hombre no se desangró del todo. Su corazón se detuvo antes.
Tenía los pulmones encharcados. Murió ahogado en su propia sangre.
—Dice que el corte se hizo por la espalda. ¿Cómo está tan seguro?
—Es lo habitual en estos casos. El atacante sujeta la cabeza de la
víctima con una mano, echándosela para atrás, mientras que con la otra lo
degüella. Se aplica más fuerza y evita situarse en la trayectoria de la sangre.
—Entiendo.
—Además, está la curva. Eso no deja lugar a dudas.
—¿La curva?
—Sí. La del corte. Es ascendente. De izquierda a derecha. Teniendo en
cuenta la altura de la víctima, un metro setenta y cinco, el agresor debe ser
mucho más alto. Calculo que rondará el metro noventa.
—De izquierda a derecha —musitó la inspectora.
—Sé lo que está pensando, y está en lo cierto. Las puñaladas de sus
compañeros también lo corroboran. Nuestro agresor es diestro —concretó el
forense—. Una diferencia más con el crimen de El Calmo. Aquel muchacho
presentaba la mayoría de las cuchilladas en la zona derecha del cuerpo.
Propias de un zurdo.
—Resumiendo. Tenemos dos asesinos.
—Eso me temo.
—Y ninguna prueba palpable.
—Bueno. De momento.
Elena entornó los ojos, esperanzada.
—Explíquese.
—La subinspectora Arieta tenía sangre y piel bajo las uñas. En su lucha
con el agresor debió de arañarlo. He mandado las muestras a analizar. A lo
largo del día podríamos tener su ADN.
—Magnífico. Ocúpese de que se den prisa.
Llegados a ese punto, la inspectora Valdeón decidió dar por concluida la
visita.
—Muchas gracias, doctor. Llámeme en cuanto tengan algo.
—Lo haré.
Antes de marcharse dirigió una mirada al rostro de Santos. Fue íntima y
sentida, con la calidad de un adiós. Lo vio pálido, sin expresión, con los ojos
cerrados y los labios exangües. Los muertos son así, se dijo, una caricatura
horrible de lo que fuimos.
Durante el camino hasta la calle meditó sobre lo que había visto y oído
en aquella sala de autopsias, sin abrir la boca. Hasta que, cerca del coche,
decidió romper el silencio.
—Ha estado muy callado —le soltó, taimada—. Frente a Santos, me
refiero. ¿No tenía nada que preguntar?
—Me he hecho el fuerte, pero la situación me sobrepasaba. He visto
cadáveres en muchas ocasiones. Mis misiones siempre son difíciles. Sin
embargo, a pesar de saber que la muerte no representa el final, y que Dios
tiene reservado un lugar mejor para los hombres y mujeres merecedores de
ello, soy incapaz de evitar un profundo dolor cada vez que me enfrento a ella
cara a cara.
—Enternecedor —replicó Elena, con sarcasmo.
—¿No me cree?
—¿Por qué habría de hacerlo? No sé nada sobre usted. Habla de sus
misiones como si fuesen operaciones secretas realizadas por comandos, y
mantiene un silencio sepulcral sobre esa puñetera reliquia. Oculta algo, está
claro.
Elena se paró en seco.
—¿Quiere que le diga más? No me fio de usted.
—Ahora lo entiendo.
—¿Qué entiende?
—Todo este tiempo, desde que salimos del hospital, me ha estado
analizando. Quiso que viera al subinspector para evaluar mis reacciones.
Incluso me pareció que se acercaba a mí en el ascensor para olfatearme. ¿Qué
buscaba? ¿Olor a incienso?
—Haciéndose el ofendido no va a conseguir que lo tache como
sospechoso. Se ha cambiado de ropa. Algo normal si la que llevaba anoche se
le hubiera manchado de sangre.
El padre Miguel abrió los brazos y miró al cielo en señal de
incredulidad. Cosa que no amilanó a la inspectora.
—Pudo ir a la tienda del anticuario si creyó que podía tener la reliquia.
Obligarle a dársela y matarlo para eliminar testigos. Luego, acuchilló a Santos
y Arieta cuando lo sorprendieron.
—¿En serio?
—Tuvo tiempo después de dejarme en casa. Y motivos. Ese jodido
objeto le tiene obsesionado. Además, es diestro y fuerte. ¿Y cuánto mide?
¿Uno noventa? ¿Noventa y dos?
—¿Entonces qué hago aquí? Si hubiera conseguido la reliquia, ¿por qué
no habría desaparecido ya?
—No lo sé. Quizá no la tuviera el anticuario. O pretenda seguir
borrando sus huellas —respondió Elena, a la desesperada, con un tono y un
talante que indicaban que se estaba quedando sin argumentos.
—Está agotada, no hay nada más que verla. A poco que recordara bien
los hechos, y todo lo que hemos pasado juntos, se daría cuenta de que lo que
dice no tiene ningún sentido. El cansancio hace que no piense con claridad, y
la tragedia de sus agentes ha colmado el vaso de su equilibrio. Debe
tranquilizarse y volver a sus cabales.
—¿Mis cabales? Pues dígame si tiene coartada para anoche. Entre las
once y las doce.
—Estaba en la habitación de mi hotel.
—Seguro que hay alguien que pueda corroborarlo.
El padre Miguel meditó cabizbajo.
—Supongo. No estoy seguro. Bajé a cenar temprano y luego... ¡Un
momento! ¿Quiere pruebas de mi inocencia? ¡Se las daré!
—¿Qué hace? —preguntó Elena, al verle quitarse el abrigo y lanzarlo
sobre el capó del coche de malos modos.
—Ya oyó al forense. La subinspectora Arieta tenía restos biológicos del
agresor bajo las uñas. Producto de unos buenos arañazos.
El padre Miguel continuó desvistiéndose ante la cara de estupor de la
inspectora. Primero la camisa, y a continuación la camiseta térmica de manga
corta que llevaba debajo.
—Supongo que si hubiera sido yo tendría alguna marca, ¿no cree? —le
espetó, al tiempo que se desabrochaba el pantalón.
—Ya basta. ¡Vístase!
—¿Por qué? Usted sólo cree lo que ve, ¿no? Pues mire. ¡Mire bien!
Desnudo de cintura para arriba y con los pantalones por los tobillos, el
sacerdote giraba sobre sí mismo alzando los brazos, en una imagen entre
cómica y extravagante. El frío era intenso, y enseguida hizo que su piel
blanquecina se tornara violácea.
La inspectora cruzó los brazos y esperó a que el espectáculo terminara,
sin dejar pasar la ocasión de escudriñar el cuerpo semidesnudo del sacerdote.
—¿Satisfecha?
—Lo estoy —respondió ella—. Y ahora, por favor, vístase. Tenemos
trabajo que hacer.
Ya en el interior del coche, el padre Miguel tiritaba mientras se echaba
vaho en las manos. Titubeante, con un dedo agarrotado por el frío, apretó el
botón de arranque y se quedó a la expectativa mirando fijamente al frente.
La inspectora, incómoda, buscaba las palabras adecuadas para
disculparse. No tardó mucho. Sólo existen dos capaces de hacerlo sin fisuras.
—Lo siento.
—El resentimiento no está en mi vocabulario —dijo él, sin volverse—.
La perdono. Y hasta cierto punto la entiendo. Es humana, y su resistencia tiene
un límite. Propongo que olvidemos lo que ha pasado y nos centremos en
resolver el caso.
—Me he quedado sin equipo —gimió Elena, lastimera, con un temblor
en la barbilla que presagiaba llanto.
—Me tiene a mí. Lo lograremos. Ya lo verá.
El sacerdote tenía razón cuando le dijo que era humana, y que su
resistencia tenía un límite. La inspectora Valdeón se derrumbaba.
—No he sido capaz de protegerlos —sollozó, tapándose la cara con las
manos.
—No diga eso. No se culpe. Nadie habría podido.
—Él me lo advirtió. Ahora lo sé. ¡Sálvalos! ¡Sálvalos!, dijo. Y yo no
supe entenderle —musitó, rota en llanto, olvidándose que no estaba sola.
—¿Quién le advirtió? —preguntó el sacerdote, entre curioso y
enternecido.
Consciente de lo absurdo que sería hablarle de su pesadilla, Elena negó
con la cabeza y luego se enjugó las lágrimas. Tenía que sobreponerse a aquel
instante de debilidad. Arrinconar la tragedia y resistir el agotamiento.
Hundirse en aquella etapa tan delicada de la investigación era un lujo que no
podía permitirse. Se había desahogado, ahora debía recuperarse y continuar;
sólo así podría pensar con claridad y no cometer más errores. Llegado el
momento, ya tendría oportunidad de llorar a los muertos.
—Olvídelo. No digo nada más que estupideces —concluyó, al tiempo
que sacaba su teléfono móvil y lo conectaba—. Vayamos a la comisaría.
—¿A la comisaría?
—Trataré de hacer entrar en razón al comisario sobre la inconveniencia
de presentar al francés ante la opinión pública como único sospechoso. Si no
lo consigo, tendré que asumirlo. Él manda y yo obedezco. Compareceré en la
rueda de prensa.
—Es una mala decisión.
—Sin duda, pero los galones son los galones. Vamos, acelere y caliente
el coche, que buena falta le hace —resolvió, al ver cómo el sacerdote
colocaba ansioso las manos en la salida de aire del salpicadero.
Mediante un rapidísimo flash, Elena recreó en su mente el momento en
el que las televisiones difundieran su imagen, y todos sus vecinos y conocidos,
que la creían funcionaria del Ministerio de Justicia, se enteraran de que en
realidad era inspectora de Policía. Una situación incómoda que tendría que
superar dando mil y una explicaciones.
Qué se le va a hacer, adiós al anonimato, se dijo, nada se puede ocultar
eternamente.
35
LA INOCENCIA DE UN NIÑO

Mientras el Mercedes-Benz se alejaba del Instituto Anatómico Forense,


aprovechó la ventaja de no tener que conducir para consultar el teléfono.
—Qué raro.
—¿Qué pasa? —preguntó el sacerdote.
—Bernedo. No me ha vuelto a llamar.
—Quizá se cansó.
—Usted no lo conoce. Puede ser más pesado que hacer gárgaras con
dulce de leche —dijo la inspectora—. En fin, ya veremos.
De quien sí tenía una llamada perdida era del oficial Zúñiga. De hacía
diez minutos. Aquel hombre no la molestaría de no haber encontrado algo en la
libreta. Disciplinado, eficiente y sobreestimulado después de ver a la pobre
Arieta, sería capaz de mirar debajo de todas las alfombras de la ciudad para
descubrir cualquier indicio por mínimo que fuera. Seguro que se trata de
buenas noticias, se dijo animada. Le hubiera devuelto la llamada de inmediato,
pero estaban cerca de la comisaria y prefirió hablarlo cara a cara con él.
Además, así podría desconectar unos minutos mientras disfrutaba mirando por
la ventanilla ese paisaje extrañamente hermoso de un Madrid nevado.
Al poco de pasar el control exterior que daba acceso a la Comisaría
General de Policía Judicial, la inspectora Valdeón percibió un ambiente
extraño. No era el dolor por la muerte de Santos lo que veía en los ojos
preocupados de los agentes de guardia que la saludaban y le daban sus
condolencias camino del edificio que llevaba a su Unidad, era otra cosa.
Durante los últimos años había pasado más horas allí que en su propia casa, y
sabía intuir el desasosiego que se instala en la cara de un policía cuando un
acontecimiento grave o dramático anula permisos y obliga a doblar turnos.
Y no se equivocaba.
En los despachos por los que pasaban se escuchaba un insistente sonar
de teléfonos, y los pasillos eran un constante ir y venir de agentes que apenas
tenían tiempo de detenerse para preguntar por el estado de la subinspectora
Arieta.
—Menudo jaleo —se sorprendió el sacerdote.
—Usted espere aquí mientras voy a hablar con el comisario —le sugirió
la inspectora, indicándole la sala de máquinas de café—. ¿O desea
acompañarme?
—Ni una cosa ni la otra. Si no le importa, iré con el oficial de la
Tecnológica. Quizá pueda echarle una mano.
Barruntaba que Zúñiga tenía algo, y hubiera preferido ser ella la que
primero se enterara. Pero no se vio con fuerzas ni encontró argumentos para
hacerle desistir de sus intenciones.
—Como quiera. ¿Sabrá llegar?
—Soy un as de la orientación, no se preocupe.
—Bien —concluyó, volviéndose hacia el pasillo que llevaba al
despacho del comisario.
Un agente cargado de carpetas salía cuando la inspectora llegó.
Aprovechando, y antes de que éste cerrara la puerta, se coló dentro. El
comisario estaba de pie, junto a la ventana entreabierta, a punto de encenderse
un cigarrillo.
—¡Ah, es usted! —exclamó, sobresaltado—. Cierre la puerta. No quiero
que algún gilipollas vaya diciendo por ahí que contribuyo a provocar cáncer
entre los policías.
De todos era conocida la disciplina con la que el comisario mantenía a
raya su adicción al tabaco dentro de las instalaciones. Si había sucumbido a
ella debía de tener una buena razón. Eso pensaba la inspectora mientras
obedecía y cerraba la puerta.
—Siento no haber respondido a sus llamadas —comenzó diciendo—.
Apagué el teléfono en el hospital y luego estuve en el anatómico y...
—Acabo de hablar con el forense.
—Entonces ya sabrá que...
—Sí. Lo de los dos asesinos —la interrumpió de nuevo el comisario,
quien parecía dispuesto a que no terminara ninguna frase.
—Bueno. Si continúa con la intención de dar la rueda de prensa, aquí me
tiene. Aunque yo le recomendaría que...
—La he cancelado.
La inspectora arrugó el entrecejo.
El comisario se volvió hacia la ventana entreabierta para exhalar una
bocanada de humo.
—¿No se ha enterado? —dijo, manteniendo fuera la mano con la que
sostenía el cigarro.
—Ya le he dicho que tenía el teléfono desco...
—Ha salido en todas las televisiones —la cortó una vez más—.
Tenemos un niño desaparecido.
La inspectora dio un paso en su dirección.
—¿Cómo? ¿Cuándo?
—Ocho años. Su abuelo denunció su desaparición ayer por la tarde al
no encontrarlo a la salida del colegio.
—¿Su abuelo?
—Sus padres trabajan. Él se encargaba de recogerlo y llevárselo a casa.
Viven cerca.
—Ayer por la tarde —repitió la inspectora, consciente de la importancia
del tiempo trascurrido a la hora de localizar con vida a alguien desaparecido.
Y más a un niño.
—Desde las cinco —concretó el comisario—. En un principio, los
agentes encargados de su búsqueda pensaron que podría tratarse de una
travesura. El abuelo, según confesó, no siempre llegaba a la hora, y el niño,
cansado de esperar, bien podría haberse ido a jugar. Algo normal, teniendo en
cuenta lo cerca que tenía el parque.
—¿Qué parque? —preguntó Elena, con un mal pálpito en el pecho.
—El colegio se llama Nuestra Señora de la Almudena, y está a tiro de
piedra del parque de El Retiro. Usted vive al lado, ¿no es así?
La inspectora se tensó como una cuerda. Incapaz de hablar, asintió con
la cabeza.
—La cuestión es que lo trataron como un extravío, y lo buscaron toda la
noche por el parque y las calles colindantes —prosiguió el comisario, entre
calada y calada—. Al no aparecer, los policías preguntaron esta mañana a
padres y vecinos hasta que dieron con una mujer que vive frente al colegio.
Ella aseguró que la tarde de la desaparición había visto desde la ventana de su
casa cómo un hombre metía a un niño en una furgoneta blanca.
—¡Dios mío! —exclamó la inspectora.
El comisario dio una larga chupada al cigarro y expulsó el humo
acompañado de un sonoro suspiro.
—Ahora el asunto tiene prioridad absoluta —dijo, girándose para mirar
a la inspectora—. Usted lo sabe: incluso la muerte de un policía queda
eclipsada ante la magnitud que supone el secuestro de un niño. Mantendremos
la búsqueda de Remi Sagnier, por supuesto, pero lamentablemente debo
emplear el resto de los recursos en localizar a ese pequeño. Me gustaría que
lo entendiera.
—Claro que lo entiendo —logró decir.
—¿Ha venido con el padre Miguel?
—Sí.
—Quiero que hable con él. Que comprenda la gravedad de la situación.
Estamos desbordados. Me ha llamado el ministro del Interior y me ha dado su
apoyo. Desearía que el Vaticano también se hiciera cargo.
La inspectora lo miró esquinada. Ahí lo tenía de nuevo. Práctico. Frío.
Cerebral. El comisario Bernedo en estado puro. La posibilidad tangible de un
buen cargo político en la Tierra, antes que la incierta promesa de la salvación
eterna en el Cielo.
—Usted puede continuar con el caso, faltaría más. Podrá disponer de
Zúñiga en ocasiones puntuales. Al resto de los efectivos, los necesito.
—Ya.
—Bueno, también tiene al cura. Parece muy despierto.
—Lo es.
—En fin, si no quiere nada más de mí... —resolvió, lanzando la colilla
por la ventana.
Sin despedirse, la inspectora se volvió hacia la puerta.
—Por cierto —oyó decir al comisario—. ¿Cómo se encuentra la
subinspectora Arieta?
—Puede imaginárselo.
—Quise acercarme al hospital. Con todo este lío...
—Claro, no se preocupe —dijo Elena, de mala gana—. Cuando la
vuelva a ver le diré que ha preguntado por ella.
Salió bloqueada del despacho. No podía creerlo. Más de tres décadas
después la tragedia se repetía. Ocho años, la misma edad que su hermano, y en
el mismo barrio. El suyo. Hubiera dado cualquier cosa por poder ayudar en su
búsqueda... Imposible, aún tenía un caso que resolver y a unos asesinos a los
que atrapar.
Con paso ligero, decidida a centrarse y a apartar de su cabeza todo
aquello que la distrajera, salió del edificio en dirección a la Unidad
Tecnológica. Entró sin llamar en la oficina donde trabajaba Zúñiga, y lo
encontró volcado sobre la pantalla del ordenador con el padre Miguel a su
lado.
—Ya se ha enterado, ¿verdad? —fue lo que le dijo el oficial nada más
verla.
—Sí. Me lo ha contado Bernedo.
—Entonces sabrá que ha puesto a toda la brigada a trabajar en el caso
del niño desaparecido.
Zúñiga se refería a la Brigada Central de Investigación de Delitos
Contra las Personas; la encargada de la investigación y persecución de los
delitos contra los menores, los homicidios, las agresiones sexuales y las
desapariciones.
—Lo sé.
—Ha aparcado la casi totalidad de los casos pendientes e, incluso, ha
solicitado la colaboración del resto de brigadas.
—Parece lo lógico —asumió la inspectora—. Ahora dispongo del padre
y de usted. Lo que me temía.
—Bueno, la Unidad Tecnológica también está trabajando en la
desaparición —se apresuró a puntualizar Zúñiga—. Aunque no se preocupe,
tengo autorización para prestarle apoyo en segunda línea.
—Segunda línea —repitió Elena, socarrona—. Me lo ha dicho.
—De forma oficial, claro. Extraoficialmente puede contar conmigo para
lo que necesite.
—Se lo agradezco.
—El padre Miguel me ha contado lo que habló con la subinspectora
Arieta. ¿Qué tal... la ha encontrado? —dijo Zúñiga, titubeante.
Elena percibió en él un cierto pudor, como si le avergonzara preguntar
después de no haber tenido el coraje de quedarse para verla despertar.
—Teniendo en cuenta la gravedad de sus heridas, bastante bien.
Dolorida pero lúcida.
—Estupendo —musitó el oficial, bajando la mirada.
El padre Miguel se arrellanó en la silla y se golpeó los muslos antes de
hablar.
—La desaparición de ese niño será una contrariedad más que tendremos
que asumir —se lamentó—. Hay que entender las prioridades.
Elena compartió la opinión con un asentimiento de cabeza. Estaba de
acuerdo, cómo no. Ella mejor que nadie sabía lo que supone para unos padres,
para una familia, el hecho de saber que un hijo, o un hermano, se encuentra en
peligro. El comisario tenía razón: nada es más urgente que salvar a un niño.
De una enfermedad, de una agresión, de un secuestro... Eso no importa; lo
fundamental es librar a la inocencia que representa de las garras infectas del
mal que lo amenaza.
—Lo que me preocupa, es que suceda en este preciso momento. Podría
ser una maldita casualidad. O algo mucho más... grave —añadió el sacerdote,
reflexivo, rascándose la barbilla.
—¿Qué quiere decir? —saltó Elena.
—Aún no estoy seguro.
La inspectora sopesó si merecía la pena forzar al sacerdote a que le
explicara esa sombra de desasosiego que ocultaba su mirada, o si sería mejor
dejarlo correr.
—Vale —concluyó tras dedicarle una sutil mirada interrogativa,
asumiendo que nunca le sacaría nada que él no quisiera contarle.
Luego se quitó el tres cuartos, lo colgó de una percha y se dejó caer en
una butaca. La única que había. Estaba en una esquina. No era muy cómoda,
pero a ella le pareció la más acogedora del mundo.
—Alégreme el día —exclamó dirigiéndose al oficial—. Dígame que ha
encontrado algo en ese libro de asientos.
Zúñiga carraspeó antes de hablar. Mala señal, pensó la inspectora.
—Verá, he analizado con detalle las anotaciones que hacía ese
anticuario y he descubierto que no se trata de un libro de contabilidad en
negro, sino más bien de un listado de clientes especiales.
—¿Y eso qué tiene de malo? —preguntó la inspectora, cruzando los
brazos sobre el pecho.
—No hay nombres, sólo iniciales, y no existe un orden cronológico de
operaciones. Tampoco hay fechas. Así es imposible determinar cuáles fueron
los últimos encargos.
La inspectora sintió que sus esperanzas se desvanecían.
—Sin embargo —continuó el oficial—, he comprobado que después de
las iniciales de los supuestos clientes anotaba los objetos solicitados por
ellos: "mesa grande", "rinconera", "Cristo triste", "Virgen llorona"... Lo hacía
de una manera muy particular, como ve, omitiendo detalles.
—¿Alguna caja o algún cofre? —quiso saber la inspectora.
—Ya me lo preguntó el padre Miguel. He encontrado cuarenta y siete en
todo el libro.
—Cuarenta y siete son demasiados —se lamentó Elena, imaginando el
trabajo que les llevaría comprobar a fondo cada pista.
—No se alarme. Después de eliminar los que tenían una "x" en rojo
delante, que es lógico pensar que determine objetos entregados y cobrados,
sólo quedan ocho.
—Eso es otra cosa.
—Ya... Bueno... Puede que aún así no resulte tan fácil localizar al
cliente que buscamos.
—¿Por qué lo dice? Tenemos sus números de teléfono.
—Ahí quería llegar. Los he comprobado y la cosa no ha ido muy bien.
—Explíquese.
—Dos no están operativos. El resto corresponden a una pequeña tienda
de alimentación en Vallecas, a un bar cerca de Sol, a un funcionario de
correos, a un camarero, a una administrativa y a una profesora de infantil de un
colegio del Paseo de Extremadura. Los he investigado a fondo: familia,
ingresos, antecedentes... todo; y, la verdad, no me ha parecido que ninguno
encaje con el perfil que buscamos: un rico aficionado a coleccionar objetos
antiguos capaz de crear una página web satanista como El Tártaro.
—¿Está seguro?
—Totalmente. Además, las iniciales no coinciden.
—¡Mierda! ¿Cómo es posible? —exclamó entre dientes la inspectora.
—Ni idea, pero es lo que hay. Gente humilde, trabajadora, que no ha
roto un plato en su vida. ¿Qué hacemos ahora?
—No sé. Déjeme pensar.
Tras el entusiasmo inicial —causado por la posibilidad de localizar al
cliente sospechoso que andaba buscando—, encontrarse con aquello le
produjo un tremendo bajón. Bajón que, sumado a la inquietante pesadilla
nocturna, la muerte de Santos, la desgracia de Arieta y la desaparición de
aquel niño que tan vivos y dolorosos recuerdos le traían, terminó por
componer el cuadro perfecto de los infortunios, un piélago de adversidades
que le impedían razonar lo más mínimo. Para colmo, el cansancio arrinconado
aprovechó para irrumpir con más fuerza que nunca. Su mente se esforzaba en
continuar luchando mientras su cuerpo se rendía. Los ojos le pesaban y la
cabeza se vaciaba de pensamientos para sumirse en una bruma densa y
embriagadora. Cerró los ojos. No se resistió, y antes de que pudiera darse
cuenta ya se había dormido.
—¡Inspectora! ¿Qué hacemos ahora? —repitió el oficial Zúñiga.
—Chisss... —chistó el sacerdote—. Déjela, está agotada y necesita
descansar. Nosotros nos ocuparemos.
—Como usted quiera.
El padre Miguel se incorporó y se acercó al rincón donde dormitaba la
inspectora. Con sumo cuidado le levantó las piernas y las apoyó encima de una
silla. Luego, la tapó hasta la barbilla con su largo abrigo de paño grueso y
apagó la luz del techo.
—Con el flexo y la pantalla del ordenador tendremos suficiente —
susurró al expectante oficial—. Y ahora, manos a la obra.
Dos horas y media más tarde, la inspectora Valdeón salía de un sueño
profundo y reparador. Lo hizo poco a poco, sin sobresaltos. La semioscuridad
y el agradable calor que le proporcionaba el abrigo lograron crear un
ambiente tan íntimo y confortable que hasta que no vio a los dos hombres a su
izquierda, iluminados por la pantalla del ordenador, no supo determinar dónde
estaba.
—¡Dios mío! ¿Cuánto llevo dormida?
—Un buen rato —dijo el oficial, haciendo girar su silla hacia ella.
Elena consultó su reloj y entonces se incorporó asustada.
—¡Qué barbaridad! ¿Por qué no me han despertado?
—Dormía como un bebé. ¿Quién podría hacerlo? —saltó el sacerdote,
con sorna—. Además, seguro que ahora se encuentra en mejor disposición
para escuchar lo que tenemos que contarle.
—Se le ocurrió al padre Miguel —se apresuró a decir el oficial—. Y ha
dado un resultado excelente.
—Esperen un momento —pidió Elena, aturdida—. Antes de nada, me
gustaría mojarme la cara para espabilarme. Denme unos minutos, enseguida
vuelvo.
Con mucha delicadeza apartó el abrigo del sacerdote, lo dejó sobre la
butaca y salió del despacho camino de los servicios. Hacía años que no
dormía tanto fuera de horas. Alguna siesta se echaba de vez en cuando los
fines de semana, pero nunca excedían de una hora. Hacerlo a media mañana y
durante tanto tiempo había sido algo insólito.
Un poco de agua fría le devolvería definitivamente a la realidad.
Tras lavarse la cara, lo que vio en el espejo no le gustó lo más mínimo.
Se lamentaba de su aspecto desaliñado cuando se abrió la puerta.
Se trataba de una policía de unos veintipocos años que la saludó nada
más verla.
—Buenos días, inspectora.
—Buenos días —respondió Elena—. ¿Alguna novedad sobre el niño
desaparecido?
—Aún nada. Pinta mal la cosa.
—No diga eso.
—Tiene razón, inspectora. Me he dejado llevar.
La joven agente, contrariada, se puso en el lavabo continuo y apoyó una
pequeña bolsa de mano sobre la encimera de losa.
Ya se había cruzado con ella por los pasillos aquella mañana, y fue muy
atenta al darle las condolencias por Santos e interesarse por el estado de
Arieta. No conocía su nombre, aunque sabía que trabajaba en la misma unidad
que el oficial Zúñiga, sólo que en otro departamento.
Mientras la inspectora se secaba la cara usando toallitas de papel, ella
sacó del neceser una barra de labios y comenzó a retocárselos con mucha
destreza. El color era suave, sin embargo, lograba darles un brillo y una vida
increíbles. De reojo, Elena también pudo constatar que lucía un precioso
recogido y un maquillaje discreto que resaltaban su joven belleza sin
trasgredir el reglamento de estética de la Policía Nacional.
Chica lista, pensó.
—Me gusta su sombra de ojos —dijo de pronto, mirando a la agente ya
sin disimulos—. ¿No llevará...?
Ella entendió de inmediato.
—Claro, sírvase usted misma —respondió, al tiempo que le acercaba el
bolsito neceser—. La cara de una mujer es un lienzo que hay que procurar que
nunca esté en blanco.
—Y menos cuando ya empieza a tener algunos años —añadió Elena.
—Vamos, inspectora, si está usted estupenda.
—Seguro que sí. Por cierto, ¿qué color es el que usa para los párpados?
La agente metió la mano en el bolsito y sacó una caja de sombra de ojos
que tenía dos tonos de marrón.
—Empiezo con el más oscuro cerca del ojo, y termino con el más claro.
—Poca cantidad, ¿verdad? —dijo la inspectora, dubitativa.
La joven la miró un instante antes de comprender que tantas preguntas
sólo podían significar algo.
—¿Quiere que la ayude?
—¿No le importa?
—Para nada.
—He tenido un día de mierda.
—Me lo puedo imaginar —dijo la agente, comprensiva—. Ponerse un
poco más guapa nunca está de más. Si te sientes bien por fuera, te sentirás bien
por dentro.
—¡Ojalá fuese tan sencillo!
La luz del techo ya estaba encendida cuando volvió a la oficina donde
esperaban Zúñiga y el sacerdote. Ambos se quedaron sorprendidos con el
nuevo aspecto de la inspectora.
—¿Qué pasa? —dijo ella, molesta por sus caras de pasmo.
—Nada. Sólo que no sabía que en esta comisaría saliera agua milagrosa
de los grifos —replicó el sacerdote, dirigiéndose al oficial. Quien le siguió la
gracia.
—Ni yo tampoco.
Indolente, la inspectora cogió una silla y se sentó a cierta distancia de
ellos.
—Si ya han terminado de hacer el gilipollas, ¿pueden explicarme qué
era eso que tenían que contarme?
Los dos hombres se miraron. El sacerdote levantó la barbilla invitando
al oficial a hablar.
—Mientras usted dormía —comenzó diciendo éste—, decidí comprobar
algunos números de teléfono más. Los resultados fueron parecidos. Varios
estaban inoperantes, y los demás pertenecían a gente que para nada daban el
perfil.
—Al grano, Zúñiga —se impacientó la inspectora.
—El caso es que ya me daba por vencido cuando al padre Miguel se le
ocurrió algo en lo que no había pensado. Dijo que le parecía estúpido que el
anticuario se hubiera tomado tantas molestias en redactar una indescifrable
libreta de clientes para luego anotar sus números de teléfono verdaderos. Y
tenía razón.
—O sea, que no corresponden a clientes —concretó la inspectora, sin
mucha confianza.
—¡Oh, sí! Aunque no del todo —respondió el oficial—. Deje que le
explique. La hipótesis del padre Miguel era que el anticuario podría haberlos
modificado ligeramente para hacerlos inútiles.
—Comprendo —dijo Elena.
—No olvide que son muchos teléfonos. El truco tendría que ser sencillo
y fácil de recordar.
—Como añadir o restar una cifra al último número. Si es 6 escribir 7 o
5 —aventuró la inspectora.
—Eso fue lo primero que intentamos, sin éxito. Sin embargo, al cambiar
el orden de los dos últimos números... ¡bingo!
—¿Bingo?
—Donde había 56 probamos con 65. Donde había 45 pusimos 54.
Donde...
—Ya entiendo. ¿Y?
—Los resultados cambiaron radicalmente —concretó el oficial—. Los
nuevos teléfonos que correspondían a los ocho clientes que habían encargado
una caja o cofre nos mostraban perfiles perfectamente compatibles con lo que
buscábamos.
—¿En serio?
—Mírelo usted misma —dijo, entregándole varias hojas de impresora
—. Pertenecen a gente forrada de dinero cuyas iniciales coinciden con las
asociadas a los números. Empresarios, artistas de éxito... Incluso algún
político.
Elena miró un instante los folios llenos de datos que le había
proporcionado y se desanimó.
—¿Y cómo saber quién? Esta gente de pasta conoce bien sus derechos.
Tienen buenos abogados que pondrán mil y una trabas a la investigación. Sin
pruebas contundentes, será como intentar traspasar una muralla usando una
cucharita de postre.
—Tiene razón —admitió Zúñiga—. Llevaría mucho tiempo y esfuerzo
comprobarlos a todos. Pero el padre Miguel ha seleccionado a uno.
—¿Uno? ¿Por qué uno?
—Ni idea. Pregúnteselo a él.
Elena se giró interrogativa hacia el sacerdote.
—Pura intuición —comenzó diciendo éste—. No tiene familia. Ni mujer,
ni hijos. Se trata de un antiguo diplomático rumano que hace unos años dejó su
cargo en la Embajada de Alemania y vendió todas sus propiedades en
Rumanía para instalarse en una urbanización exclusiva de Madrid.
—¿Algo más? —preguntó la inspectora.
—No mucho —intervino Zúñiga—. Ya no desarrolla ninguna actividad
profesional. Parece que vive de las rentas. Tampoco tiene antecedentes, ni
cuenta en ninguna red social. Nada. He rascado hasta donde he podido y ni
siquiera he conseguido una foto suya.
—Extraño —admitió la inspectora.
—¿Extraño? —intervino el sacerdote—. La discreción y el anonimato
son cualidades fundamentales para un hombre como el que buscamos.
La inspectora Valdeón sopesó lo dicho por el padre Miguel. ¿Podría ser
ese hombre el responsable de crear y administrar esa infame página web, El
Tártaro? ¿El "cliente" que mencionó Julio Peña interesado en hacerse con la
antigua reliquia? ¿Alguien capaz de asesinar por ella? Y, si era así, ¿de qué
clase de persona se trataba?, concluyó.
—No lo piense más —oyó decir al sacerdote—. Es la mejor baza que
tenemos.
—Tiene razón. Podría encajar —admitió la inspectora mientras releía
los datos que le había suministrado Zúñiga sobre él—. Aunque me cuesta
creer que alguien así pueda existir.
—El mal dirigido por Lucifer tiene una calidad distinta al creado por el
hombre, ya se lo dije. Si ese hombre es quien pienso que es, debe tratarse de
un satanista de primer orden.
—Lucifer, satanista... —enumeró la inspectora, negando con la cabeza.
El sacerdote se recostó en la silla.
—Puede dudar cuanto quiera —dijo, cruzando los brazos—. La fe no se
elige. Y menos se recupera de un día para otro una vez perdida. Usted limítese
a hacer su trabajo, que yo haré el mío.
—Está bien, me ha convencido —concluyó la inspectora, levantándose
de la silla—. Vayamos a hacerle una visita a ese rumano.
—Ahora no se encuentra disponible —apuntó el oficial Zúñiga—. Por
lo visto, está tomando su sesión diaria de sauna y masaje.
Elena lo miró con la boca entreabierta.
—No me mire así, fue el padre Miguel quien insistió en llamarle.
—¿Llamarle? —repitió la inspectora, sin ocultar su indignación.
—Mea culpa —admitió el sacerdote—. Me atendió una mujer del
servicio. Le dije que era un antiguo amigo de la embajada. No se preocupe, mi
acento rumano es bastante aceptable. Me informó que podría recibirnos en un
par de horas. Hora y cuarto si consideramos el momento de la llamada —
concluyó tras consultar su reloj.
—¿Qué? No puedo creerlo.
—Trataba de ganar tiempo y, como usted estaba resoplando tan a gusto,
me pareció oportuno tomar la iniciativa —se justificó, haciendo una mueca
con la boca —. Siento si me he excedido en mi cometido.
Elena no era de esas personas que ostentan mando y se molestan por el
mero hecho de que alguien las soslaye. No sufría de complejos. Estaba
suficientemente segura de su autoridad como para que eso le importara. De ahí
que, aunque se sorprendiera en un primer momento, el sacerdote había actuado
como lo hubiera hecho ella y no tenía nada que reprocharle.
—Hora y cuarto —musitó.
—Sí. Tenemos tiempo de sobra. ¿Qué le parece si vamos a almorzar?
Seguro que hoy no ha desayunado en condiciones —planteó el sacerdote.
—Lo ha adivinado.
—El oficial me ha recomendado una cafetería cercana donde sirven unas
excelentes tortitas.
Sólo de imaginárselas en un plato junto a un buen vaso de chocolate
caliente le rugieron las tripas.
—Vale. Vamos —se animó la inspectora.
Con determinación, cogió su tres cuartos bajo el brazo, le lanzó el
abrigo al sacerdote y abrió la puerta para salir de la oficina.
En el aparcamiento aún llevaba en la mano la hoja que le había dado el
oficial Zúñiga sobre el ex cónsul rumano al que iban a interrogar. Antes de
doblarla y guardársela en el bolsillo le echó un último vistazo.
—¿Será usted, señor Grosu? —musitó, inaudible, al leer de nuevo su
nombre.
36
99 GOTAS DE SANGRE

La temperatura en el interior de la cafetería era agradable. Olía a café,


bollos recién horneados, canela y azúcar tostado. El techo era color crema, y
las paredes pintadas de ocre estaban repletas de carteles antiguos. La
iluminación, suministrada por lámparas de techo con tulipa, era cálida y
suficiente para completar un ambiente acogedor. Una larga barra recorría el
local de un extremo a otro. La atendían dos camareras de mediana edad
vestidas con un uniforme blanco con ribetes rojos. En los taburetes altos
situados frente a ella había dos hombres. Uno tomaba un café mientras ojeaba
distraído su teléfono móvil, y el otro, separado unos metros, se empleaba a
fondo en devorar un plato lleno de churros mojándolos en chocolate.
Había mesas. Pequeñas y redondas. Con el tablero de madera
envejecida y el pie de hierro forjado. Casi todas ocupadas. En una de ellas,
junto al amplio ventanal que dada a la calle, estaban sentados el padre Miguel
y la inspectora Valdeón. A Elena sólo le quedaba una tortita en el plato, de las
cuatro que le habían servido. El sacerdote, por el contrario, se limitó a pedir
un café del que apenas tomó un par de sorbos. No había abierto la boca desde
que salieron de la comisaría. Como si le hubiera comido la lengua un gato.
—Lo noto pensativo. ¿Qué le pasa? —se animó a preguntarle.
El sacerdote tomó un sorbo de café con parsimonia, dejó la taza sobre el
platillo, apoyó los brazos en la mesa y entrelazó los dedos antes de hablar.
—Tengo algo que contarle, y me preguntaba cómo sería su reacción.
Elena cortaba un pedazo de su última tortita —después de bañarla en
sirope de arce— y se lo llevaba a la boca cuando tuvo un presentimiento. Su
veloz mente se puso en marcha y llegó a una certeza. Se apresuró en masticar y
tragar antes de preguntar.
—¿No estará relacionado con la desaparición del niño? ¿Verdad?
El sacerdote abrió los ojos tanto como pudo.
—Creo que dijo: "Podría ser una maldita casualidad. O algo mucho más
grave" —citó la inspectora, textual.
—Excelente memoria.
—Le pregunté y usted evitó responder. No insistí. Estoy cansada de sus
misterios.
—¿Misterios? No. Con alguna excepción, siempre he tratado de
mantenerla informada. Sin embargo, explicarle ciertas cuestiones, y más
entenderlas, no es tarea fácil.
—Para alguien sin fe, se referirá.
—Por supuesto.
—Y ahora va a hablarme de ellas.
—Sí. Llegados a este punto, y a tenor de los últimos acontecimientos,
me veo en la obligación. Hubiera preferido evitarlo, pero la situación es
peligrosa. Y mucho me temo que aún puede volverse más.
Al ver la cara circunspecta del sacerdote, Elena se detuvo a medio
camino de la boca con un trozo de tortita pinchado en el tenedor
—Quiero que me atienda —continuó el sacerdote—. Y me deje contarle
la historia completa.
—¿La historia? ¿Qué historia?
—La de la reliquia.
La inspectora cerró la boca y dejo el tenedor con el trozo de tortita
sobre el plato.
El sacerdote se inclinó un poco hacia delante, buscando intimidad antes
de continuar hablando.
—Para que pueda entender realmente a lo que nos enfrentamos, tiene que
conocer su verdadera naturaleza. Su génesis. Debo confesar que, cuando le
hablé de la reliquia, omití lo fundamental; y, aunque la mayoría de las cosas
que le dije sobre ella eran ciertas, otras no lo eran tanto.
—Bien. Le escucho —dijo la inspectora, renunciando definitivamente a
seguir comiendo.
—Su llegada a la Biblioteca de Alejandría en el año 48 a. C.
procedente de Mesopotamia era cierta. Y su aparición en Roma en el 397
d. C., también. Tampoco le mentí cuando le hablé de aquel hombre que
robó la reliquia y los manuscritos que la acompañaban. El mismo hombre
que se hizo rico comerciando con documentos sin catalogar de los fondos
de la biblioteca de la que era director. ¿Lo recuerda?
—Sí.
—Perfecto. Preste atención, porque a partir de aquí le relataré la
parte de la historia que nunca le conté —prosiguió el sacerdote—. Aquel
hombre se llamaba Galba, y no fue arrestado por robo, como le dije en su
momento, sino por algo infinitamente más terrible. Un crimen tan atroz y
deleznable que logró remover las conciencias de una sociedad tan dura y
violenta como la romana de hace casi dos mil años. El arcón de madera
en el que viajó la reliquia desde la antigua Mesopotamia había estado
yendo de un lado a otro durante más de cuatrocientos años sin que nadie
reparara en él, hasta que Galba lo encontró en un rincón de la biblioteca,
olvidado de todos. Al abrirlo, descubrió el cofre de plata envuelto en el
paño de oro y soñó con las sustanciosas ganancias que conseguiría cuando
lo vendiera. Sin embargo, al ver lo que contenía el cofre sintió curiosidad
y decidió traducir los manuscritos que lo acompañaban.
—¿Qué contenía? —se impacientó la inspectora.
—Ya oyó al muchacho de El Calmo. Un recipiente de metal sellado
con un tapón de cera roja. Algo aparentemente sin valor.
—Pero lo tiene —intervino Elena—. Y no sólo espiritual, como
usted me dijo.
—Correcto —admitió el sacerdote—. Esa pequeña vasija formaba
parte de un conjuro para conseguir dones materiales maravillosos. O, al
menos, eso prometía el manuscrito.
—¿Conjuro? —repitió Elena, echándose para atrás como si la
palabra le produjera rechazo.
—Sí. En el texto se explicaba que quien realizara la ofrenda
recibiría la juventud y mil años de vida para disfrutarla. Además, el éxito
y las riquezas jamás le faltarían. Ni un atractivo irresistible para mujeres
y hombres.
—Caray, ¿quién podría rechazar semejante oferta? —dijo la
inspectora que, a pesar del rostro serio del sacerdote, empezaba a perder
interés—. ¿Y qué pedía a cambio? ¿Encender velas negras un día de luna
llena? ¿Echar alas de murciélago en una olla? ¿O poner un diente de ajo
debajo de la almohada?
—Cien gotas de sangre —contestó el sacerdote, indolente a sus
ironías—. Cada una de ellas procedente de un niño o de una niña de entre
cinco y diez años. El ritual exigía que, una vez violado de todas las
maneras posibles, el menor tendría que ser degollado con un cuchillo de
doble filo.
—¡Dios mío!—exclamó la inspectora, a quien se le quitaron de
golpe las ganas de bromear—. No me diga que ese recipiente de metal
contiene...
—Galba, el bibliotecario, era un hombre anciano y enfermo que
sucumbió a la tentación. No tenía nada que perder. Se moría, y decidió
probar suerte.
—¿Me está diciendo que ese hombre violó y asesinó a cien niños
porque lo leyó en un manuscrito de hace miles de años?
—Tenía dos esclavos a los que prometió riquezas y libertad si lo
ayudaban —prosiguió el sacerdote, que no estaba dispuesto a desviarse
del relato—. Los niños eran comprados a familias pobres, o robados en
los barrios más humildes. Durante meses se sucedieron las desapariciones
sin que nadie sospechara nada. Pero la cantidad era excesiva, y terminó
llegando a oídos de las autoridades.
—¡Qué horrible! ¡Cien niños asesinados! —verbalizó la inspectora,
impresionada por la barbarie que eso significaba.
—En realidad, noventa y nueve —puntualizó el sacerdote—. El
magister encargado de la investigación puso a trabajar a los agentes in
rebus, que eran la policía de la época, y logró detener a uno de los
esclavos cuando se disponía a llevar a Galba el niño número cien.
—¿Cómo sabe todo esto?
—Después de que el esclavo confesara los crímenes que su amo
había cometido, un centurión acompañado por tres agentes fue a su villa.
Aún se conserva el informe que redactó. Por él sabemos que, al bajar a la
bodega para apresar al bibliotecario, encontraron en una gran tinaja los
cuerpos putrefactos de los niños. Noventa y nueve en total, como le he
dicho. —El sacerdote retomó sus pausas dramáticas antes de continuar,
mientras la inspectora se masajeaba nerviosa las manos. —El juicio se
mantuvo en secreto, era demasiado horrible para airearlo, aunque se
documentó con detalle. Luego, el informe completo fue custodiado por la
Iglesia. Por entonces, el Imperio Romano ya era cristiano.
—El Archivo Secreto Vaticano —concretó la inspectora.
El sacerdote asintió.
—El Proceso de Galba, como se le llamó, reposa ahora en una
estantería reservada a las mayores infamias cometidas por los hombres
bajo la influencia del Diablo.
—¿El Diablo?
—¿Quién si no podría haber redactado tan abyecto conjuro? —
contestó el sacerdote, abriendo los brazos—. Juventud, un milenio de
vida, riqueza, sexo... La tentación suprema. Una retorcida treta con la que
provocar a Dios.
—No termino de entenderle.
—La lucha entre el bien y el mal, lo habrá escuchado mil veces.
Dios ganó en el Cielo y desterró a Lucifer a los infiernos; sin embargo,
éste siguió desafiándole. La Tierra es ahora el campo de batalla. Y las
almas de los hombres, el botín de guerra.
—Ya —dijo la inspectora, más interesada en otros aspectos de la
historia—. ¿Y qué pasó con la reliquia? ¿Cómo terminó en una ermita
cerca de Madrid?
—Se devolvió a su cofre de plata antes de entregársela a seis
monjes. Los más píos que encontraron. Su misión: llevarla lo más lejos
posible, enterrarla y fundar una ermita encima. No fue tarea fácil. La
tentación era enorme. Uno a uno fueron sucumbiendo a su maligno influjo.
A medida que esto pasaba, el resto acababa con él. Hasta que sólo quedó
uno. El más joven. Él llegó hasta Hispania y se convirtió en el primer
custodio. Nunca relevó el lugar exacto de la reliquia. Ni siquiera al papa.
Únicamente su sucesor, alguien seleccionado meticulosamente y puesto a
prueba antes, sabría de su existencia y la protegería hasta el siguiente
relevo. Y así durante siglos.
—¡Tanto tiempo! —apuntó la inspectora.
—Sin embargo, algo sucedió hace algunos años y la cadena de
custodia se rompió. La ermita fue abandonada y la reliquia quedó
desprovista de guardián. Una persona sin fe diría que el destino o la
fatalidad fueron quienes la sacaron de nuevo a la luz. Yo me inclino a
pensar que fue Lucifer quien aprovechó la oportunidad para ofender de
nuevo a Dios.
—¿Por qué se complicaron tanto? ¿Por qué no destruirla sin más?
—Por la misma razón por la que Dios dejó vivir al Diablo tras
derrotarlo.
—Y esa razón es...
—Lucifer era el ángel perfecto. El más bello y poderoso, y sabio,
pero también el más egoísta. Se obsesionó con que los hombres le
adoraran y reclamó el derecho a gobernar sobre ellos. Sostenía que los
seres humanos sólo seguían a Dios cuando les ofrecía dones, y llegó a
afirmar que la situación cambiaría si no vivieran en un mundo virtuoso y
perfecto. Él estaba convencido de que, enfrentados a penalidades y
tragedias, renegarían de Dios e irían a su encuentro. Fue una acusación
muy grave que el Creador no podía resolver por la fuerza. De ser así,
algunas almas del Paraíso hubieran pensado que el Diablo tenía razón y
Dios lo ejecutaba para acallarlo. Debía conseguir que los hombres
demostraran que estaba equivocado. Que su fe no se desvanecía bajo las
adversidades. Sino que, incluso, se hacía más fuerte.
—Ingenioso argumento para justificar la pasividad de Dios ante las
atrocidades cometidas por la humanidad a lo largo de su existencia —
comentó la inspectora.
El sacerdote se recostó en la silla y soltó un sonoro suspiro, como
si acabara de realizar un esfuerzo enorme.
—No intento convencerla. Usted me ha preguntado.
—O sea, si no me he enterado mal, la Iglesia decidió no destruir esa
reliquia porque sería como admitir la debilidad de la fe humana. Darle la
razón a Satanás —concluyó la inspectora.
—Exacto. Las guerras, los desastres, los crímenes, las tentaciones...
Dios no interfiere. Los hombres son los que deben superar las pruebas.
Piénselo. Nacen pocos héroes en tiempos de paz. Y Dios adora a los
héroes.
—Entiendo —dijo la inspectora, aunque no entendía nada. Ni
quería. Sus preocupaciones estaban muy alejadas de todos aquellos
dogmas.
Giró la cabeza para observar la calle a través de la cristalera.
Volvía a nevar. Copos pequeños y tupidos. La gente aceleraba el paso y
los coches empezaban a agolparse en los semáforos. No quiso terminarse
la tortita, tenía el estómago cerrado. Sin embargo, decidió que el
chocolate caliente que aún le quedaba en la taza le vendría bien. Lo apuró
de un sorbo y centró su mirada en los enigmáticos ojos azules del
sacerdote. Su intención era aclarar el único punto que le interesaba llegar
a comprender.
—Curiosa historia la de esa reliquia. Y terrible, sin duda. Me
pregunto qué tiene que ver con nuestro caso. Y por qué me la cuenta
ahora.
El sacerdote entornó los ojos sin responder, como si supiera que
sólo era cuestión de segundos que ella misma encontrara la respuesta.
Y así fue.
—Un momento. ¿No pensará que la desaparición del niño...?
—Galba, el bibliotecario, mató a noventa y nueve niños —empezó a
decir el sacerdote, sombrío—. Noventa y nueve gotas de sangre. Le faltó
una.
—¿Me está queriendo decir que, después de casi dos mil años, un
desequilibrado está dispuesto a completar ese maldito ritual?
—Es muy posible.
—Eso es absurdo. ¿Cómo se habría enterado? Según me ha contado,
el manuscrito con el conjuro y los informes del proceso a ese
bibliotecario se guardan en el Vaticano.
—Los secretos de la Iglesia son muy codiciados por los satanistas.
Un alma corrompida pudo copiarlos. Ni siquiera dentro de los muros de
la Santa Sede se está libre de la influencia de El Maligno.
—Déjese de monsergas y dígame qué pruebas tiene.
El sacerdote cogió su abrigo de la silla donde lo tenía apoyado,
buscó en el bolsillo interior y sacó varias hojas de papel dobladas.
—¿Recuerda los documentos de texto que Zúñiga encontró en El
Tártaro?
Elena asintió, temiéndose lo peor.
—Había muchos, la mayoría estupideces blasfemas, aunque también
encontré esto —continuó el sacerdote, arrojando las hojas sobre la mesa
—. Se trata del ritual completo donde se menciona la reliquia y sus
poderes. Está traducido al español. Bastante bien, por cierto. Lo
sorprendente es la exégesis del final, donde se recuerda que faltaría
añadir una sola gota más de sangre para obtener la recompensa prometida.
—¿En serio? —saltó la inspectora, sin mirar siquiera los folios
doblados—. ¿Dónde estaba? ¿Lo proporcionó un usuario?
—Eso es lo más preocupante. El documento se encontraba en una
sección fija de la página web: "Textos que todo buen satanista debe
leer". Se incluyó un día después de que los chicos de El Calmo colgaran
el vídeo del robo de la reliquia en la ermita. Algo que sólo el
administrador de El Tártaro pudo hacer. Comprende lo que eso quiere
decir, ¿verdad?
—Que el "cliente" y creador de El Tártaro es, además, un instigador
al crimen —contestó la inspectora—. No pretendo entender la mente de
un depravado fanático, pero no le encuentro sentido a que divulgara el
texto del rito justo después del robo de la reliquia, y mucho menos con la
aclaración final. Se supone que era él quien quería hacerse con ella, ¡sabe
Dios con qué intenciones!
El padre Miguel se ahuecó el cuello de la camisa como si tuviera
calor.
—Puede que ése fuese su primer deseo y luego cambiara de opinión.
O, simplemente, estemos ante una mascarada. Una artimaña para desviar
la atención del poseedor actual de la reliquia y ganar tiempo.
—¿Tiempo?¿Tiempo para qué? —preguntó Elena con cierto grado
de desesperación, intuyendo la respuesta que iba a darle el sacerdote.
Y no se equivocó.
—Para que complete el ritual.
—¿Me está diciendo que nuestro "sospechoso X" está ayudando a
alguien a que asesine a un niño?
—Sí.
—¿Por qué?
—Lo comprendería si creyera en el Diablo.
—Venga, padre, lo que me faltaba por oír —exclamó la inspectora
—. Satanás en persona.
—Lo hace a menudo. Ya le hablé de ello. Es una especie de
reencarnación. Los demonios realizan posesiones parciales. Sin embargo,
él puede anular por completo la mente y la voluntad del hombre o la
mujer que toma, y caminar por la tierra como un mortal más. Sabe que sus
poderes se limitan, pero no le importa. Disfruta viendo con sus propios
ojos cómo funcionan sus argucias para condenar almas.
Elena esbozó una sonrisa sardónica.
—Y ahora me dirá que también hay ángeles pululando por aquí —
soltó, señalando con la mano el espacio que ocupaba la cafetería y más
allá de la cristalera.
—En efecto, aunque ellos no pueden poseer un cuerpo. Han de ser
los humanos, los más devotos y bondadosos, quienes se los cedan en un
acto de supremo amor a su Creador. Ya se lo he explicado, la batalla
contra el Mal se libra en la Tierra.
La inspectora Valdeón meneó la cabeza de un lado a otro y luego
miró al techo evidenciando su exasperación.
—¿Por qué pregunta si después no quiere saber? —dijo el
sacerdote.
—¡Quiero saber! —exclamó ella, subiendo el tono—. Aunque no
estupideces.
El exabrupto impactó en el padre Miguel igual que un disparo en
pleno rostro. Claramente dolido por sus últimas palabras, le retiró la
mirada durante unos segundos para perderla en el paisaje nevado que se
veía a través de la vidriera. Hasta que decidió hablar.
—Está bien, olvidémonos de la religión y centrémonos en la
tragedia que puede estar por llegar.
—Me parece perfecto —aceptó la inspectora.
—Según lo veo yo, si no damos pronto con la reliquia, es muy
probable que un niño muera. Y no sería el único.
—¿De qué está hablando ahora?
—Las cien gotas de sangre, los cien niños sacrificados, son el
primer pago. El contrato debe ser renovado con una gota más cada año.
Léalo. Lo pone ahí —concretó el sacerdote, señalando los folios que
reposaban sobre la mesa.
Elena ni siquiera hizo ademán de cogerlos.
—Que usted crea o no, es indiferente —prosiguió el padre Miguel
—. Lo que debe importarle es el hecho de que existen muchas
probabilidades de que la persona que tiene la reliquia conozca el ritual, y
esté dispuesto a concluirlo. Que él, sí crea.
—Tendría que ser un perturbado, además de un fanático asesino —
replicó la inspectora.
—O un hombre débil. Puede llamarlo como quiera.
Elena negó con la cabeza.
—No es posible. No lo es.
—El poder de la reliquia es inmenso.
—No empiece de nuevo —saltó con fastidio.
El sacerdote se recostó en la silla dándose por vencido. Al
consultar su reloj de muñeca se sorprendió de lo rápido que había pasado
el tiempo.
—Deberíamos irnos.
—Tiene razón —admitió la inspectora, al ver la hora en el suyo.
Ya habían pagado —a medias, por supuesto—, y después de ponerse
sus abrigos se dispusieron a marchar. Fue Elena la que recogió los folios
doblados sobre la mesa. Iba a devolvérselos al padre Miguel cuando
decidió echarles un vistazo rápido. Lo hizo por tener una deferencia.
Sabía que, por momentos, sus comentarios le habían molestado, y le
pareció que mostrar un mínimo interés por aquel texto al que él daba tanta
trascendencia podría suavizar las asperezas. Leyó en diagonal mientras se
dirigían a la puerta de salida. Palabras sueltas. Alguna que otra frase.
Nada concreto. El lenguaje era recargado, y el contenido absurdo. Sin
embargo, el encabezamiento de la primera página le llamó la atención.
—El obsequio de Lilith —leyó en voz alta, ya en la calle—. ¿Quién
es Lilith?
El sacerdote no se detuvo. Contestó sin dejar de caminar al tiempo
que se subía el cuello de su abrigo.
—En la antigua Mesopotamia era la diosa de la lujuria, y la
representaban como una mujer alada con garras de ave de presa. En la
mitología hebrea, Lilith o Litit, es considerada la primera esposa de
Adán.
—Jamás había oído hablar de ella.
—"Allí se juntarán los gatos salvajes con los pumas, y se darán cita los
chivos; allí también se echará a descansar el monstruo llamado Lilit". Isaías
34:14 —citó el sacerdote—. Salvo en estos versos, donde algunos
quieren ver el nombre hebreo de un animal, en el resto de la Biblia no se
la menciona. De ahí su desconocimiento para los católicos.
—No entiendo qué pinta encabezando este ritual demoniaco.
—El folclore judío narra que, tras abandonar a Adán y marcharse
del Jardín del Edén, Lilith se instaló por voluntad propia en las orillas
del mar Rojo para entregarse a la concupiscencia con los demonios que
habitaban allí. Según cuenta la leyenda, desde entonces visita a los
hombres por la noche para tener sexo con ellos. Con el semen derramado
en las poluciones nocturnas ella engendra los lilims, demonios femeninos
o súcubos. El relato habla de una mujer sumamente hermosa que llegó a
seducir al mismísimo Satanás.
La inspectora meditaba mientras traspasaban el control de entrada a
la comisaria, en dirección al aparcamiento.
—¿Por qué abandonó a Adán? —preguntó por fin.
—Discrepancias de caracteres —simplificó el sacerdote.
—Sigo sin comprender qué tiene que ver con...
—Para poner fin a sus andanzas —la interrumpió el sacerdote—,
Dios envío a tres ángeles a buscarla. Pero ella se negó a regresar al
Paraíso, por lo que la castigó haciendo que murieran cien de sus hijos
cada día. Desde entonces, dicen las tradiciones medievales judías, ella
busca venganza raptando a niños o matándolos en sus camas por las
noches. ¿Entiende ahora la relación?
Llegados a este punto, la inspectora se detuvo en seco.
—¡Qué historia! —exclamó con cierto hastío—. Dioses y demonios.
Conflictos, injusticias y revanchas donde los niños se llevan la peor
parte.
—Desgraciadamente —contestó el sacerdote.
—Una leyenda terrible que alguien utilizó, hace miles de años, para
redactar un ritual infanticida.
—O un regalo muy especial para una antigua amante. No lo olvide
—puntualizó el padre Miguel, antes de abrir la puerta del coche e
introducirse en su interior.
QUINTA PARTE
37
LA GUARIDA DEL LOBO

La inquietante fábula relacionada con el ritual satánico que le había


contado el sacerdote despertó en Elena la suficiente inquietud como para que
contemplara la posibilidad de que éste estuviera en lo cierto, y el rapto del
niño cerca de su casa guardara relación con el caso. La desaparición de un
pequeño casi siempre traía funestas consecuencias —eso cualquier policía lo
sabía—, y más aún si existía el riesgo de que un fanático religioso lo tuviera
retenido con la intención de utilizarlo en un sacrificio abominable. Le
torturaba pensar en ello, y se pasó todo el trayecto en coche tratando de
averiguar cómo iba la búsqueda. Al último que llamó fue al oficial Zúñiga,
quien le confirmó que seguían analizándose las grabaciones de las cámaras de
la zona e interrogando a familiares y amigos cercanos —en un gran número de
casos los responsables de las desapariciones y abusos a menores— en busca
de cualquier indicio, pero que de momento no habían encontrado nada.
—Gracias. Manténgame informada de cualquier novedad —le dijo,
antes de colgar.
El padre Miguel había escuchado muy atento las conversaciones que la
inspectora mantuvo con los distintos compañeros, y luego comprobó su
abatimiento. No necesitó preguntar para comprender que la investigación iba
mal, y que había momentos en los que era mejor permanecer callado. De ahí
que se limitara a seguir conduciendo.
Y eso hizo, guiado por el navegador, hasta que le cortó el paso una
barrera levadiza que había junto a una garita de vigilancia.
—¿Qué lugar es éste? —preguntó, sorprendido.
—Hace rato que circulamos por el barrio con la mayor concentración de
chalets y la renta disponible más alta de toda España: La Moraleja —le
explicó, al tiempo que sacaba su documentación del bolsillo de su tres cuartos
militar—. Algunas fincas son propiedad de bancos o de embajadas, y hay
varios clubes privados para las élites que pueden permitirse comprar una casa
aquí: futbolistas, empresarios, artistas, constructores... Estamos a la entrada de
una de sus carísimas y exclusivas urbanizaciones, una propiedad privada, y
estos ricachones odian cruzarse con gente que no sea de su nivel. No se
preocupe, espero que mi placa impresione al vigilante y no nos ponga trabas
para dejarnos pasar.
Un joven de aspecto aburrido salió de la garita. Vestía uniforme azul con
el emblema de la empresa de seguridad para la que trabajaba cosido en la
manga de la camisa. Se acercó al coche por el lado del acompañante. La
inspectora bajó la ventanilla.
—Venimos a ver a Razvan Grosu —se limitó a decir, a la vez que le
mostraba la identificación.
El vigilante asintió indiferente, tomó nota de la matrícula del coche y
luego levantó la barrera sin más trámites.
—Ha sido más fácil de lo que pensaba —admitió Elena—. Ni siquiera
ha llamado para confirmar la visita.
El sacerdote se mantuvo callado.
Había dejado de nevar hacía un buen rato y el cielo, despejado de
nubes, permitía que los rayos de sol iluminaran con intensidad. El Mercedes-
Benz enfiló una ancha calle de dos direcciones flanqueada por farolas y setos
primorosamente recortados. A lo lejos se distinguían los muros de las fincas y
los tejados de las mansiones semiocultas entre los frondosos árboles
plantados a tal efecto. De tanto en tanto, pasaban por delante de las entradas
de piedra con puertas enrejadas que daban paso a las impresionantes
viviendas. La nieve lo cubría todo, componiendo un paisaje de postal
—¡Vaya lugar éste! —exclamó el sacerdote.
—A un sibarita como usted... Sabía que le gustaría.
—A mí me gusta la gente. Esto es demasiado solitario.
—En cualquier caso, no parece el Infierno. ¿Verdad?
—Hay muchos tipos de infiernos.
La inspectora soltó una risotada.
—Padre, tengo que reconocer que tiene respuestas para todo.
Atravesaron aquella lujosa avenida hasta tomar una calle a la derecha
algo más angosta que desembocaba en una rotonda que hacía de fondo de saco.
Una valla de unos dos metros de altura cubierta por enredaderas bordeaba
todo el perímetro. Sólo había una entrada a una finca. El diseño de la puerta
era moderno, con una reja sencilla pero muy robusta. A cada lado, unos
machones de hormigón arquitectónico de color ocre la sustentaban.
—Hemos llegado —anunció el sacerdote.
La inspectora se fijó en la cámara situada encima del pilar de la
izquierda, y en el interfono de última generación adosado debajo, a una altura
accesible. Se disponía a salir del coche para llamar, cuando la reja comenzó a
deslizarse franqueando la entrada.
—Parece que nos estaban esperando —observó Elena.
—Sí —contestó el padre Miguel, lacónico.
El coche traspasó la puerta y se adentró por un camino cubierto de
piedras blancas que crujieron al paso de los neumáticos. Había amplias zonas
ajardinadas con árboles, cenadores adornados con plantas trepadoras y parras,
fuentes y estatuas de factura clásica. Una suave pendiente ocultaba la
impresionante villa que apareció de pronto, al final del camino, recortada
contra la sierra madrileña de cumbres nevadas.
—¡Menuda chocita! —exclamó la inspectora.
La residencia estaba formada por tres cubos de color blanco con
amplios ventanales que se intercalaban hasta formar un conjunto. El del centro
era el más alto, con tres plantas. Los cubos de los lados eran de una sola
planta, aunque mucho más anchos.
—Arquitectura moderna —observó el sacerdote, en tono de decepción.
—¿Qué esperaba? Estamos en el siglo XXI.
En un lateral, junto al cubo de la derecha, había un garaje exterior
cubierto para diez coches. Estaba vacío. El padre Miguel aparcó en el centro,
apagó el motor y se dispuso a salir. Elena lo siguió.
Camino de la puerta ella advirtió que, a pesar del lujo y la exclusividad
de la finca, en el jardín se respiraba un cierto aroma a abandono. Los árboles
habían perdido todas sus hojas y éstas se acumulaban bajo sus troncos
formando montones, salpicando la nieve o sobre el ralo césped en las zonas
más soleadas. Tampoco el enlucido de las fachadas estaba en perfectas
condiciones; aquí y allá se veían desconchones, grietas o manchas de humedad
que indicaban un deficiente mantenimiento. La inmensa puerta de dos hojas de
la entrada, sin embargo, se encontraba en perfectas condiciones. El sacerdote
pasó la mano por ella, estudiándola.
—Quebracho —determinó, señalando un hermoso nudo cerca de la
cerradura—. Es originaria de Sudamérica, y está considerada la madera más
dura y resistente del mundo.
—Pues qué bien —contestó la inspectora, indiferente.
Él continuó acariciando la superficie hasta llegar a la manija de bronce
bruñido, que palpó con sumo cuidado.
Tan ensimismado estaba, que consiguió impacientarla.
—Bueno, ¿va a llamar al timbre o no?
—Claro, claro —dijo él, con gesto preocupado.
—¿Qué pasa?
—Nada.
—¿Seguro?
—Las puertas de las casas son también las entradas al interior de
quienes las habitan —confesó por fin, al tiempo que pulsaba el timbre.
—¿Y?
—No duran mucho si, quien vive dentro, posee un alma oscura. Por eso
deben cambiarlas a menudo.
La inspectora parpadeó varias veces.
—¿Habla en serio?
—¿Usted qué cree? —contestó él.
Elena no entendió ni su respuesta ni su sonrisa forzada. Iba a insistirle
cuando la puerta se abrió.
Al otro lado apareció una mujer.
—Buenas tardes —se limitó a decir en un español con fuerte acento
eslavo. Luego se quedó allí, frente a ellos, hierática.
Era alta. Rubia. Con un elaborado recogido en un moño. De tez blanca y
labios carnosos pintados de un rojo intenso. Los ojos rasgados, enmarcados
por unas pestañas larguísimas, eran verdes y completaban una belleza
turbadora.
—Buenas tardes —respondieron al unísono, conscientes de que eran ya
cerca de las dos.
Vestía un sencillo vestido negro ajustado por encima de las rodillas que
le quedaba como un guante, y zapatos altos del mismo color. Los adornos se
limitaban a unos pendientes y a un collar de perlas diminutas.
—Veníamos a ver al señor Grosu —se animó a decir la inspectora.
—Habíamos quedado con él. Supongo que fue usted con quien hablé —
intervino el sacerdote, recordando ese inconfundible acento ruso.
—Probablemente —contestó la mujer en un tono de clara indiferencia
—. ¿A quién debo anunciar?
—Bueno, le dijeron por teléfono que...
—Soy el padre Miguel. Y ella es la inspectora Valdeón, de Homicidios
—la interrumpió—. Queríamos hacerle unas preguntas.
Elena lo miró estupefacta. No así aquella mujer, que no movió ni un sólo
músculo de la cara hasta que se decidió a hablar unos segundos después.
—Síganme, por favor.
Se giró como lo haría una bailarina de ballet clásico y echó a andar
hacia el interior de la vivienda. Sus pisadas, rotundas y perfectas, hicieron
resonar los tacones en el suelo de mármol pulido.
—¡¿Qué cojones hace?! —le espetó la inspectora, en susurros, al
quedarse solos.
—Sería inútil seguir mintiendo
—Ahora podría negarse a recibirnos.
—No lo hará —replicó el sacerdote, antes de seguir a la mujer de negro.
El hall al que pasaron los dejó boquiabiertos. Era una pieza colosal de
triple altura. Al fondo subía una escalera con pasamanos de madera tallada y
alfombra sobre los peldaños. En el centro del techo, a más de nueve metros de
altura, colgaba una impresionante lámpara con bombillas que hacían destellar
los miles de cristales labrados que la formaban. Las paredes estaban cubiertas
de madera de roble hasta media altura, y el resto de papel pintado con motivos
florales de color granate. Por el perímetro del techo discurría un ribete con
molduras elegantes de inspiración rococó. En unas paredes lucían apliques de
latón y tulipa de alabastro, y, en otras, cuadros al óleo de temática clásica con
historiados marcos dorados. Varios muebles de estilo isabelino decoraban los
rincones: aparadores con cajones sobre los que descansaban refinados
candelabros, y vitrinas de patas curvas y cristales biselados en las que se
apreciaban objetos de exquisita factura.
Elena y el padre Miguel admiraron asombrados el contraste de esa
decoración con el diseño exterior de la vivienda. Y también les chocó la poca
luz que había a pesar de los amplios ventanales que se apreciaban desde fuera.
La respuesta la encontraron rápido. Tupidos cortinones de terciopelo verde
musgo cubrían los cristales en su totalidad, y la luz amarillenta que iluminaba
la estancia provenía únicamente de las lámparas y apliques encendidos.
Una vez dejaron el hall, la mujer de negro los condujo a través de un
corredor con el suelo de tablones macizos de castaño y techo artesonado,
sobre cuyas paredes enteladas destacaban deliciosas litografías. Era largo y
oscuro. Pasaron delante de varias puertas cerradas. La mujer llegó hasta la que
había al fondo.
Sin titubeos, accionó la manija, abrió y se echó a un lado.
—Pueden esperar aquí. El señor Grosu enseguida los atenderá.
—Gracias —dijo la inspectora, traspasando el umbral.
El sacerdote se limitó a seguirla y luego se detuvo en mitad de la sala,
encandilado con el entorno. No habló hasta que escuchó cerrarse la puerta a su
espalda.
—Estilo victoriano, sin duda. La arquitectura de la vivienda me
confundió. El interior es otra cosa.
La espaciosa habitación en la que se encontraban era una mezcla de
biblioteca y salón. Dos de las paredes tenían anaqueles hasta el techo repletos
de libros encuadernados en piel. En la tercera se abría un ventanal también
cubierto por una cortina —en este caso de tela estampada—, y a ambos lados
había dos enormes cornucopias en cuyos brazos unas lámparas se reflejaban
en el azogue del espejo produciendo un sugestivo efecto tranquilizador. En la
cuarta pared ardía una chimenea sobre la que se acumulaban cuadros a
distintas alturas y de diferentes tamaños. Todos soberbios.
—Este rumano es de gustos refinados y clásicos —dijo la inspectora, a
quien veía nerviosa—. Le pirra lo antiguo.
—Lo más moderno que he visto hasta ahora es una lámpara velador
emplomada de 1920.
—Reunir todo esto, además de dinero —añadió Elena, abriendo los
brazos—, requiere tiempo y dedicación.
—Sin duda.
El padre Miguel se acercó a la biblioteca y revisó una de las estanterías.
Vio libros de autores rumanos de poesía, teatro y filosofía del siglo XVIII, y
otros de mediados del XX de arte y literatura. También había una sección
dedicada a los naturalistas rusos, a la literatura de entre guerras escrita por
autores ingleses y otra al realismo, con escritores como Balzac, Dumas o
Dostoievski.
Pasaba el dedo por el lomo de Crimen y Castigo con la tentación de
sacarlo para comprobar si era una primera edición, cuando la presencia de la
inspectora a su lado lo detuvo.
—Por primera vez en mi vida no tengo ni idea de cómo plantear el
interrogatorio —dijo ella, con pesadumbre.
El sacerdote no contestó. Dio un par de pasos a su derecha y continuó
mirando los libros. En concreto una sección dedicada al manierismo, donde
encontró todas las obras de Shakespeare y de Cervantes colocadas
cronológicamente.
—Si quisiera podría echarnos a patadas de su casa. ¡De su inmensa y
lujosa casa! —continuó la inspectora.
Indiferente, el sacerdote sacó con mucho cuidado Los trabajos de
Persiles y Sigismunda y miró la primera página. La edición era de 1830. Un
ejemplar carísimo.
—¿Me está escuchando?
—Claro —respondió por fin él.
—¿Y qué opina?
—Si no hubiera querido hablar con usted, no la habría dejado pasar de
la puerta —contestó, colocando el libro en su sitio para centrarse en otra
balda de la estantería.
—Tengo la sensación de haber venido a cazar un elefante con un rifle de
balines.
El padre Miguel encontró, a la altura de la vista, lo que buscaba: una
colección de biblias de diferentes épocas y en distintos idiomas. Esta vez sin
titubeos, cogió la primera: un facsímil encuadernado en cuero negro con letras
doradas de la Biblia más antigua del mundo, el Códice Sinaítico, un
manuscrito escrito en el siglo IV. Con sumo interés, lo abrió por la mitad y
comenzó a pasar páginas.
La inspectora lo observó indignada, hasta que ya no pudo más.
—¿Me escucha o no me escucha?
—Ya le he dicho que sí —contestó el sacerdote, imperturbable—. Mire
esto.
Reticente, Elena se asomó para ver lo que le mostraba: una página con
varios subrayados escrita en un alfabeto incomprensible.
—El señor Grosu habla griego antiguo.
—¿Y qué? —respondió la inspectora, impulsiva.
—¿No leyó su currículum? Carrera diplomática, francés, alemán, inglés
y español. No se mencionaba nada de griego antiguo. ¿Cree que es normal
omitir algo así?
—Puede que el libro no sea suyo.
—Descarte eso. Lo es.
—¿Cómo está tan seguro?
El sacerdote acarició las páginas inconscientemente.
—Confié en mí.
—Quiero confiar —admitió la inspectora—, pero no entiendo adónde
quiere llegar.
El padre Miguel cerró el libro y lo volvió a poner en su lugar. No podía
contarle lo que sabía de aquel hombre, eso era imposible, de ahí que se
devanara los sesos buscando algo con lo que convencerla para que tuviera
cuidado. Un motivo racional que la pusiera en guardia frente al peligro que
corría. Rendido, usó lo único que tenía a mano.
—Quiero llegar a hacerle ver que el hombre que está a punto de entrar
por esa puerta no es quien usted piensa —dijo enigmático, seguro de cuál sería
su siguiente pregunta.
—¿Y quién es, según usted?
—Un satanista de máximo nivel. Un depredador astuto y feroz maestro
del enredo, que usará todas las artimañas a su alcance para confundirla y
engañarla hasta que caiga en su trampa. Estamos en su terreno. En su casa. En
la guarida del lobo, y debe andar con mil ojos si no quiere terminar devorada
por él.
—¿Devorada? No exagere —se mofó Elena—. Si es un satanista, como
dice, perfecto. ¿O acaso no es a alguien así a quien buscamos?
La inspectora había contrarrestado el efecto de su elocuente exposición
con un argumento más que lógico que dejó sin palabras al sacerdote.
—A mí lo único que me preocupa es no poder agarrarlo por las pelotas
—prosiguió Elena—. Que se me escape de entre los dedos. Que se vaya de
rositas. Sólo eso. Lo demás no me importa.
—Pues debería.
—Ya —musitó ella, con una neutralidad evasiva, antes de alejarse de la
biblioteca para caminar distraída por la estancia hasta detenerse frente a un
cuadro: una marina en la que se representaba un barco con las velas
destrozadas a merced de un mar embravecido y bajo un cielo amenazador.
Justo en ese instante oyó una voz a su espalda.
—Veo que tiene buen gusto. Ése es uno de mis favoritos. Los hombres
luchando contra los elementos mientras, probablemente, se encomiendan a un
dios que no escucha sus plegarias.
La inspectora dio un brinco, sobresaltada, antes de girarse hacia el
hombre que le hablaba.
38
UN TIPO ENCANTADOR

—¡Oh! Siento mucho si la he asustado —se apresuró a disculparse el


hombre que se encaminaba hacia ella—. Me gusta tener las puertas bien
engrasadas y a veces me olvido de lo sigiloso que puedo llegar a ser cuando
me muevo por la casa. Odio el ruido, ¿usted no?
Elena enmudeció, concentrada en evaluar con rapidez al individuo que
se detuvo frente a ella.
Vestía un elegante traje negro de Armani sobre camisa de seda gris sin
corbata, zapatos italianos acharolados y un pañuelo de hilo color salmón
anudado al cuello. Su estatura era media. Buena estructura ósea y un rostro
anguloso donde destacaban una nariz aguileña y unos ojos oscuros y
penetrantes. Según los informes que había consultado la inspectora, aquel
hombre tenía sesenta y nueve años, pero ella no le habría calculado más de
cincuenta. Se fijó en sus sienes ligeramente canosas, y en las arrugas de
carácter que se le formaban en la frente. Era guapo. En general se trataba de
alguien muy atractivo, y en particular se acercaba bastante a su tipo ideal de
hombre.
—Soy Razvan Grosu, creo que querían hablar conmigo —dijo,
ofreciéndole la mano mientras miraba de reojo al sacerdote aún plantado junto
a la biblioteca.
Ella se la estrechó. El apretón fue leve, medido. Su tacto suave y cálido.
—Soy la inspectora Valdeón, de la Brigada de Homicidios. Y él es el
padre Miguel.
—Un cura y una policía. Curiosa pareja.
—Nos gustaría hacerle algunas preguntas. Si no tiene inconveniente,
claro —dijo ella, librándose de su mano con disimulo.
—Cómo no. ¿De qué se trata?
La inspectora le había dado mil vueltas a la manera en la que debería de
encarar ese momento, a cuál sería el mejor modo de empezar con las
preguntas. No tenían nada contra él, sólo pruebas circunstanciales. De ahí que
determinara, finalmente, que lo más útil sería ir directa al meollo de la
cuestión. Hablar sin tapujos del asunto para comprobar su reacción, evaluar
sus gestos, sus palabras, su mirada... Lo único que tenía era eso, dejar en
manos de su instinto determinar o no su culpabilidad.
—La noche pasada fue asesinado un policía y un anticuario en su propia
tienda —empezó explicando Elena—. Durante el registro encontramos un
cuaderno donde aparecían los clientes que le hacían encargos... especiales.
—¿Especiales? —preguntó Razvan.
—Ese anticuario tenía antecedentes por tráfico de objetos de arte
robado, y ahora sabemos que continuaba haciéndolo.
—Entiendo. ¿Y eso qué tiene que ver conmigo?
—Entre los clientes aparecía su nombre y su teléfono —contestó ella,
intentando que su mentira a medias fuese creíble.
—He oído la noticia. Y visto las imágenes —dijo Razvan,
imperturbable—. En efecto, yo he adquirido algunas piezas en Antigüedades
Gálvez, pero jamás nada robado. Todo perfectamente legal.
—Supongo que tendrá las facturas de cuanto tiene aquí.
Razvan se tocó el lóbulo de la oreja, pensativo.
—¿Por qué no nos sentamos? —terminó diciendo, al tiempo que
señalaba unos sillones de piel situados delante de la chimenea—. No hay nada
más gratificante que departir al calor de las llamas.
—Estamos bien así, gracias —intervino el padre Miguel, que se había
aproximado hasta situarse a la diestra de la inspectora.
El hombre lo miró entornando los ojos. Fue un cruce de miradas mutuo.
Intenso. Casi desafiante.
—¿Usted también está de acuerdo? —preguntó a Elena, ninguneando al
sacerdote.
—Sí.
—Bien. No se hable más —concluyó—. ¿Qué me había preguntado?
—Todos estos objetos. Su compra. Ya sabe... —insistió la inspectora.
—Bueno. La mayoría de lo que ven aquí proviene de mi antigua mansión
en Rumanía. Incluidos elementos decorativos como suelos, revestimiento de
madera de las paredes y artesonados. Cuando decidí retirarme a España, opté
por Madrid. No sé, algo me atrajo. Sentí que aquí hallaría lo que andaba
buscando. Todos hemos perdido algo en la vida que nos gustaría recuperar. Un
amor, un familiar, un amigo, unos ideales... Yo creí que ésta sería la ciudad
perfecta para recuperar mi pasado. Mi esencia. —Razvan clavó la mirada de
nuevo en el sacerdote durante un instante. Luego, se volvió para continuar
dirigiéndose a la inspectora—.Y entonces elegí este lugar. Supongo que lo
entenderá, tengo el suficiente dinero como para vivir en lo mejor —dijo, sin
rastro de presunción—. Encontrar la casa ideal no fue fácil, y tuve que
conformarme con adquirir este horrible edificio moderno. Lo odio tanto, que
apenas salgo al exterior para no tener que verlo. El interior es otra cosa. Aquí
me encuentro a gusto, rodeado de mis objetos más preciados reunidos durante
toda una vida. —Perdió la mirada un instante, nostálgico—. Soy un gran
aficionado al arte y a las antigüedades, como habrá podido observar, y
siempre estoy interesado en ampliar mi colección si la pieza lo merece.
Compro en subastas y anticuarios. Nada de artículos robados, ya se lo he
dicho.
Allí de pie, frente a ella, hablándole despacio sin mostrar nerviosismo,
mirándola con franqueza mientras movía de vez en cuando sus elegantes
manos de dedos largos con absoluta naturalidad, aquel hombre le pareció el
paradigma de la sinceridad; el perfecto ejemplo de cómo debería comportarse
alguien inocente ante un interrogatorio.
Quizá demasiado perfecto.
Tenía que apretarle más. Dar para recibir. No le quedaba otra opción.
—Creemos que la muerte del anticuario puede estar relacionada con el
robo de un objeto muy valioso —le confesó, escrupulosamente atenta a la más
ínfima de sus reacciones—. El policía, simplemente, se encontraba en el
momento y el lugar equivocados.
—¿Un objeto?
Elena miró al padre Miguel pidiendo su aprobación. Éste asintió con la
cabeza y ella se decidió a sacar la fotografía del bolsillo interior de su tres
cuartos para mostrársela. Razvan la desdobló y la observó con detenimiento.
—Un exquisito trabajo de orfebrería —terminó diciendo—. Una pieza
muy antigua. Yo diría que sumeria o babilónica.
—¿La había visto antes?
—No —respondió Razvan, rotundo, devolviéndole la fotografía.
—¿Seguro?
—Totalmente. Una pieza así no es fácil de olvidar.
La inspectora decidió jugársela.
—¿Qué hizo ayer por la noche, señor Grosu?
—Estuve en casa.
—Supongo que alguien podrá confirmarlo.
Razvan elevó la comisura izquierda de su boca reteniendo una sonrisa
benevolente. Elena captó la intención, y eso la enfadó.
—¿Le parece divertido? ¿Sabe que podría solicitar una orden de
registro y poner patas arriba su casa?
—Solicitar, usted lo ha dicho —replicó Razvan, cambiando el gesto y
endureciendo levemente el tono—. Otra cosa muy distinta sería que el juez se
la concediese. Mire, inspectora, he tenido la deferencia de atenderles porque
sentía curiosidad y no tengo nada que ocultar; pero usted sabe tan bien como
yo que, dada la gravedad del asunto, de haber dispuesto de pruebas suficientes
contra mí, esta conversación no tendría lugar, y mi casa estaría ahora mismo
repleta de agentes de policía.
La inspectora Valdeón apretó la boca hasta convertirla en una fina línea
ausente de labios.
—No quiero que me malinterprete —prosiguió Razvan, dulcificando la
voz—. Entiendo su situación. Debe de estar muy desesperada para presentarse
aquí, sin nada. Ha muerto un compañero, y tiene que ser muy duro. Aunque eso
no justifica que me trate de ingenuo.
—Yo... En realidad... No quiero que... —balbuceó.
Su enfado se había convertido en rubor, incendiando sus mejillas.
Hubiera querido desaparecer. Que la tierra se abriera y la engullera. Jamás se
había sentido tan avergonzada. Aquel hombre la había pillado, desbaratando
su estrategia de un plumazo. Sin duda, lo había subestimado. Un error muy
grave cuando —como intuía— te encuentras delante de un adversario
formidable.
Perdida en sus reproches, Elena enmudeció.
—Creo que ya es hora de que nos marchemos —intervino el padre
Miguel, saliendo en su ayuda.
Hubiera preferido no hacerlo. No cruzar una sola palabra más con aquel
hombre del que ya sabía lo suficiente. Pero la situación lo requería.
—¿Ya? ¿Tan pronto? —dijo Razvan, mostrándose sorprendido.
—No veo necesario seguir más tiempo aquí —insistió el sacerdote,
tajante.
Razvan miró interrogativo a la inspectora.
—Estoy de acuerdo —dijo ella—. Le agradecemos que nos haya
atendido. Ahora, será mejor que nos vayamos.
Se encaminaba hacia la puerta de salida acompañada del padre Miguel
cuando Razvan la retuvo agarrándola con suma delicadeza de la mano.
—Espere —dijo, dirigiéndole una mirada seductora—. Estaba a punto
de comer. Le propongo que me acompañe. Charlaremos de lo que quiera. Se lo
prometo.
—Muy amable. No nos interesa —saltó el sacerdote.
—No hablaba con usted —replicó Razvan—. ¿Qué me dice? —insistió,
acariciando levemente el dorso de la mano de Elena con el dedo índice.
Ella sintió un escalofrío muy placentero, aumentado por aquellos
intensos y bonitos ojos oscuros. De pronto, retrocedió en el tiempo y se sintió
como una adolescente a la que el chico de sus sueños invitaba a salir. La
ensoñación le duró unos segundos. Tras los cuales, volvió a tomar el control.
—Gracias, de verdad, debemos irnos.
—Está bien. No coma conmigo, pero permita que le enseñe mi humilde
morada. Usted podrá echar un vistazo y yo disfrutaré de su compañía un poco
más. ¿Qué le parece?
El sacerdote la fulminó con la mirada. Un mirada que decía "no". Sin
embargo, la oportunidad que se le brindaba era tentadora, y su instinto de
policía le decía que la aprovechara. Quizá fuese un farol. Que en realidad ese
hombre usara la psicología inversa esperando una negativa ante su insistencia.
Eso no importaba. Tenía la posibilidad de sacar algo en claro de aquella visita
y no iba a rechazarla.
—De acuerdo.
—¡Magnífico! —exclamó Razvan—. Y, para que vea mi buena voluntad
de colaborar, le presentaré a la ama de llaves. Ella le confirmará mi coartada.
A cambio, sólo le pido que me explique qué interés tiene la Iglesia en el caso
que investiga. Soy un curioso. Lo reconozco.
—Lo siento. Eso no es posible —se adelantó a decir la inspectora, al
notar la irritación del padre Miguel.
—Bueno, ¡qué se le va a hacer! Tenía que intentarlo —admitió Razvan,
mostrando una luminosa sonrisa—. Empezaré por mostrarle la parte más
interesante de la casa. Usted también puede venir —añadió, dirigiéndose al
sacerdote—. Si quiere, claro.
—No quiero —replicó, hostil—. Aunque sería imprudente no hacerlo.
—Le noto tenso, padre Miguel —ironizó Razvan—. Relájese. En mi
casa nunca sucede nada que uno no desee.
—No me haga reír.
Fue de vuelta en el hall donde se encontraron a la mujer de negro.
Estaba allí plantada, agarrándose las manos por delante de la falda, como un
adorno más de la casa. Razvan le indicó que se acercara con un gesto de la
mano.
—Ella es Irina, ya la conocen. Es mi ama de llaves, como antes les
decía. También una excelente cocinera, entre otras muchas... cosas —se
apresuró a presentar Razvan, remarcando el tono de complicidad de su última
frase.
Elena y el padre Miguel asintieron, expectantes.
—Por favor, Irina —continuó Razvan—, ¿podrías explicarle a la
inspectora dónde estuve anoche?
—En casa —se limitó a decir.
—¿Podrías ser más concreta? Está realizando una investigación sobre un
crimen y sería conveniente que me descartara como sospechoso —insistió él,
pronunciando con esmero, como si le hablara a alguien que no entendiera bien
el idioma... o a un niño pequeño.
—Conmigo en... cama. Toda la noche... follando —respondió Irina, con
un fuerte acento ruso, tras buscar las palabras adecuadas.
—¡Oh, vamos! Te he dicho mil veces que se dice haciendo el amor —
apuntó Razvan, divertido.
—Lo siento. Yo olvidar —dijo ella, avergonzada.
—Deben disculparla. No hace mucho tiempo que está a mi servicio y
aún no conoce bien su bello idioma.
—A su servicio, nunca mejor dicho —recalcó el sacerdote, mordaz.
—Es una forma de hablar —replicó Razvan, endureciendo el gesto—.
Aquí, ella no hace nada que no quiera. Justo lo contrarío que les pasa a
algunos monaguillos cuando se quedan a solas con el párroco en la sacristía.
—¿Perdón? —saltó el padre Miguel, adelantando un paso.
La beligerante hostilidad entre los dos hombres era tan evidente, que
Elena se vio obligada a mediar.
—Por favor, ¿les importaría mantener un poco la compostura? —dijo,
mirando exclusivamente al sacerdote. Quien apretó los labios sin rechistar.
—Lo siento, tiene razón —se disculpó Razvan, agarrando de nuevo la
mano de la inspectora como si fuese un caballero del siglo pasado—. Me
enervo cuando alguien me juzga sin conocerme.
El padre Miguel soltó una risotada. Elena lo recriminó con la mirada.
—Me gusta pensar que en mi casa he creado un espacio de libertad
absoluta. Seguro y placentero —continuó Razvan, acercando en exceso su cara
a la de Elena—. Donde el sexo es tan natural como respirar, y todo es posible
dentro de unos límites. —Su voz era casi un susurro; y su aliento, con olor a
flores, un agradable bálsamo que la embriagaba—. Éste es mi paraíso. Un
paraíso que me gusta compartir. Si me sigue, lo entenderá.
Unos minutos más tarde, después de bajar por unas escaleras situadas al
fondo del hall, tras una puerta disimulada en la pared de madera, llegaron a
una curiosa estancia. Era bastante amplia, unos treinta metros cuadrados, y
recordaba en su decoración al vestíbulo de un teatro. O, más bien, a un híbrido
entre cabaré y pinacoteca. El techo estaba pintado de negro, las paredes
forradas de terciopelo rojo vino y el suelo enmoquetado en un electrizante
color añil. Había sillones de cuero negro de una, dos y tres plazas pegados a
las paredes; y veladores redondos de un sólo pie con lámparas de pantalla que
aportaban una iluminación tan acogedora como escasa. Otra fuente de luz
provenía del techo, de puntos invisibles empotrados en la escayola que
enmarcaban a la perfección, gracias a un juego de lentes, los cuadros
expuestos en las paredes. Tan perfecto era el encaje, que sólo el lienzo recibía
luz; ni siquiera el marco, casi en penumbras, se veía afectado.
—Sugerente lugar, ¿verdad? —dijo Razvan, adoptando un tono y una
postura corporal que denotaba orgullo—. Verá, la mayor parte del tiempo lo
paso en la biblioteca que acabamos de dejar. Leyendo mientras tomo un vaso
de Tuica, una bebida de ciruelas típica de mi país, y fumando un generoso
cigarro puro. El humo, el alcohol y un buen libro son los compañeros ideales
de un solitario. Aunque, de vez en cuando, también me gusta disfrutar con otras
personas. Gente singular que comparte mis mismas... convicciones.
—¿Convicciones?
Razvan se tocó el lóbulo de la oreja antes de responder con otra
pregunta.
—¿Usted cree en Dios, inspectora Valdeón?
—Contestar a esa pregunta implicaría tomar una postura a favor o en
contra —respondió ella, muy segura—. Tampoco me considero agnóstica. No
pienso que los humanos estemos limitados para entender cuestiones
relacionadas con lo divino. Simplemente no me lo planteo. Digamos que... no
me interesa el tema.
—¡Vaya! Veo que lo tiene bastante claro —exclamó, impresionado.
También el sacerdote se sorprendió al recordar lo poco elocuente que
había sido la inspectora cuando él le hizo la misma pregunta.
—Si me lo permite, diría que su respuesta esconde algo bastante
parecido a la decepción. Al fracaso —concluyó Razvan, taxativo—. Muchas
personas a quien Dios ha defraudado dicen lo mismo.
—No lo niego —admitió Elena.
—Mis amigos sí creen en Dios. Y yo, por supuesto. Admitimos su
posición como creador de todo lo que existe, pero discrepamos en algo
fundamental: su bondad.
El padre Miguel chascó la lengua y buscó los ojos de la inspectora. No
los encontró, ya que permanecían clavados en los de aquel elegante
embaucador.
—¿Qué me está queriendo decir, señor Grosu? —preguntó Elena, con
recelo.
—Algo muy simple. Que Dios no es amor, como nos han intentado
convencer a lo largo de los milenios. Él es un maldito arrogante que castiga a
los hombres provocándoles sufrimientos, coartándoles sus libertades,
permitiendo las injusticias y los abusos, y negándoles los placeres de la vida
mediante la represión. Él quiere súbditos sumisos e ignorantes que pueda
manejar a su antojo. Corderos mansos y obedientes que muestren la otra
mejilla al enemigo en lugar de empuñar una espada. La discrepancia no existe
en su vocabulario. Toda rebelión es aplastada. Y todo rebelde expulsado del
Paraíso.
En ningún momento Razvan miró al sacerdote, que se mantenía en una
penumbra cómoda asistiendo a aquella encendida soflama con la templanza de
quien está de vuelta de todo.
—Lo que quiero decirle, inspectora Valdeón, es que ésta es la antesala
de quienes seguimos al que supo plantarle cara a Dios por amor a los hombres
—prosiguió Razvan, moderando el tono—. La capilla donde se realiza el
encuentro entre hombres y mujeres valientes antes de pasar al lugar sagrado en
el que se honra a aquél que no vendió sus principios por un puesto en el Cielo:
Lucifer.
El padre Miguel seguía a la expectativa.
La inspectora infló los carrillos y luego expulsó el aire lentamente.
—Disculpe —dijo cuando vació sus pulmones—, ¿no hubiera sido más
sencillo limitarse a decir que lidera una secta satánica?
Razvan la miró muy serio. Luego, relajó el rostro y mostró una sonrisa
forzada antes de hablar.
—Demasiado simplista y con connotaciones negativas. Prefiero que se
quede con la idea de que somos un grupo de personas desencantadas de Dios
que rendimos culto al único que escucha nuestras plegarias. ¿Usted no tiene
ningún anhelo o necesidad insatisfecha? ¿Jamás pidió, en momentos de
abatimiento y desesperación, que Dios la ayudara? —Esperó unos segundos.
Elena no contestó—. Seguro que sí. Y, por su silencio, intuyo que la ignoró. Él
es así. Desprecia las desgracias. Sin embargo, Lucifer atiende las súplicas. Se
preocupa por las personas. Y yo tengo la inmensa suerte de conectarlas con él.
Ser el gran maestre que oficie sus misas. Misas donde todos le honran en una
liturgia liberadora y estimulante.
—Ya veo —dijo la inspectora, levemente afectada por sus palabras.
—El típico discurso satanista —masculló el sacerdote, desdeñoso.
Tras asentir reflexiva, sin demasiada certeza, Elena dio unos pasos y
miró a su alrededor. De pronto, le llamaron la atención los cuadros como si
acabaran de surgir de las paredes. Los recorrió con la vista mientras
caminaba. Sus estilos y tamaños eran variados. También las épocas y autores.
Razvan la siguió hasta situarse de nuevo a su lado.
—Reproducciones —dijo con pesar—. Los templos cristianos tienen su
iconografía. Nosotros debemos conformarnos con esto. ¿Conoce los cuadros?
—Alguno me suena. Pero no estoy muy segura si...
—No se preocupe, lo entiendo, no son muy célebres. La mayoría de los
pintores han tratado la temática demoníaca desde un punto de vista negativo y
aterrador, como El Bosco o Goya. Sus obras son archiconocidas. Aquí hay
algunos ejemplos de autores menos maniqueos, como esta pintura de William
Blake.
Elena observó el cuadro que le indicaba. En él se veía a un hombre
armado con escudo y lanza, y alas de dragón, que sobrevolaba a una mujer
atrapada por el abrazo de una serpiente.
—Satán exultante sobre Eva. Una imagen delicada, de colores suaves,
que Blake pintó en 1795 —le oyó decir—. ¿No le parece que, en lugar de un
villano exultante por haber logrado engañar a Eva, Satanás se asemeja más a
un héroe romántico que vuela presto en ayuda de su amada?
—Puede.
—O esta otra —continuó Razvan, señalando un dibujo en blanco y negro
que representaba a un hombre solo, también alado, con gesto de abatimiento y
desesperación en la ladera de una montaña—. Se trata de una de las muchas
láminas creadas por Gustave Doré en 1866 para ilustrar El paraíso perdido de
John Milton. Representa a Satanás en la Tierra, después de que Dios lo
expulsara de la corte celestial por desafiar su poder. Nadie como Doré supo
captar la atmósfera atormentada del poema. Ni su esencia. ¿Le gusta?
—No está mal —respondió la inspectora, con desgana.
—Venga a ver mi preferido —dijo Razvan, atravesando la sala con
entusiasmo infantil.
Elena lo siguió hasta un extremo. El sacerdote, reticente, también.
—Hermoso, ¿verdad? —preguntó Razvan, señalando un cuadro que
mostraba a una mujer sentada, peinando su larga cabellera rubia mientras se
contemplaba en un espejo.
—Sí —respondió Elena, con sinceridad.
—El original lo pintó Dante Gabriel Rossetti en 1866, tomando como
modelo a su amante, Fanny Cornforth. En 1872 cambió su rostro por el de otra
modelo, Alice Wilding. Es una reproducción del segundo. Alice era mucho
más hermosa que Fanny. Tampoco lo conoce, ¿no es así?
La inspectora negó con la cabeza.
—¿Y usted? —preguntó, girándose para mirar al padre Miguel.
—Lady Lilith —respondió éste.
Incapaz de contenerse, Elena dio un respingo.
—¿Qué le sucede? —se interesó Razvan, al notar su turbación.
—Hace poco le hablé de ella —contestó el sacerdote.
—¿De Lilith? —dudó Razvan—. Seguro que le contó la versión más
siniestra. Que fue la primera mujer de Adán y lo abandonó para convertirse en
seductora de hombres y asesina de niños. ¿Me equivoco?
—No mucho —intervino la inspectora.
—Es la única parte del mito judaico de Lilith que interesa contar —se
lamentó Razvan—. Pocos explican que se trataba de una mujer bellísima,
independiente, fuerte e inteligente que, cuando se cansó de vivir a la sombra
de un estúpido Adán que se creía superior a ella, que la menospreciaba a cada
momento obligándola a yacer siempre bajo él para satisfacerlo, lo abandonó
para vivir en libertad plena. Una mujer del siglo XXI, sin duda.
—Sin duda —corroboró Elena.
—La leyenda también cuenta que llegó a ser amante de Lucifer. Un tipo
con suerte —apostilló Razvan, divertido.
La inspectora Valdeón no estaba para bromas. Y menos después de girar
la cabeza y encontrarse con un cuadro pequeño, de 30 x 40 centímetros,
pintado a carboncillo. En él se veía una habitación con alguien durmiendo en
primer término, y una figura oscura de ojos rojos que la observaba desde los
pies de la cama. Involuntariamente se abrazó así misma al revivir el frío, la
inmovilidad y el terror que había sufrido la noche pasada.
El padre Miguel se dio cuenta de su aturdimiento. Y también Razvan.
—Inquietante, ¿no le parece? —dijo, señalando el cuadro con un gesto
de la barbilla—. Lo pintó una mujer, miembro de nuestro pequeño... club.
La inspectora bajó la mirada hasta el suelo.
—Durante años recibió a los "visitantes de dormitorio" creyendo que
eran los llamados íncubos o demonios sexuales masculinos —continuó Razvan
—, seres del inframundo y entes malignos que la inmovilizaban para abusar de
ella. Eso le atormentó. Luego buscó respuestas en la ciencia, y ésta le explicó
que se trataba de la llamada "parálisis del sueño", fenómeno que se produce
cuando nuestra mente despierta antes que nuestro cuerpo, acarreando la
imposibilidad de moverse y hablar al pasar de la vigilia al sueño, y
produciendo, además, alucinaciones. Aunque tampoco le convenció. Las
imágenes eran demasiado reales para ser imaginadas; sin hablar del hecho de
que el visitante, a menudo, le hablaba de situaciones que iban a ocurrir y que
más tarde se cumplían.
Elena escuchaba muy atenta. Demasiado para ser sólo por cortesía,
observó el sacerdote.
—Advertencias —musitó la inspectora.
—Exacto —corroboró Razvan—. Sin ella saberlo, durante el sueño, a
esa mujer la unía un hilo muy delgado con "el portador de la luz", y éste le
aconsejaba y le prevenía. A veces, eso hace cuando lo considera necesario.
Como si el sueño volviera de golpe, resonaron en la cabeza de la
inspectora las palabras que había oído pronunciar a la siniestra figura de su
pesadilla: "Conmigo encontrarás la paz". Y también las otras, las que repitió
la imagen de su hermano renacido: "¡Sálvalos! ¡Sálvalos!".
—El Diablo nunca busca nada bueno —saltó el padre Miguel,
aprovechando el silencio que se había creado—, sino confundir y engañar
para lograr que el mal prevalezca sobre el bien.
—Entiendo que ése sea su discurso, y no voy a rebatirlo —dijo Razvan,
conciliador—. Cada uno es dueño de pensar lo que quiera. Al fin y al cabo,
estamos en un país con libertad de culto.
Tras sacudir la cabeza Elena regresó al tiempo y al instante en el que se
encontraban y, la policía que habitaba en ella, tomó de nuevo el control.
—En eso estamos de acuerdo —dijo, con la boca seca—. Lo que no
logro entender, es por qué ha accedido a mostrarnos todo esto.
—Ya se lo he dicho, no tengo nada que ocultar. Además, deseaba
disfrutar un poco más de su agradable compañía —respondió Razvan,
dirigiéndole una cautivadora mirada—. Venga, le enseñaré algo muy
interesante.
Haciendo un gesto con la mano para que lo siguiera, Razvan se
encaminó hacia una pared. Al empujar, se abrió una puerta simulada.
—Vamos, le va a gustar. Nosotros lo llamamos "El Tránsito".
Al asomarse, la inspectora vio otra estancia más reducida que la
anterior, y aún más oscura. Sólo había dos focos empotrados en el techo. Uno
en el centro, con un haz concentrado que dibujaba un círculo de luz en el suelo,
y otro enfocado hacia una especie de atril donde reposaba un objeto que no era
capaz de alcanzar a ver. Paredes, suelo y techo estaban pintados de negro, y la
escasa reverberación de la luz apenas dejaba ver nada.
—Aquí es donde nos preparamos antes de pasar al lugar de culto —
explicó Razvan.
A medida que sus ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad, Elena
distinguió unos bancos corridos junto a las paredes, y perchas de las que
colgaban túnicas de color púrpura. La habitación era alargada, y al fondo
reconoció una puerta con un ideograma en el centro: una estrella de cinco
puntas inscrita dentro de un círculo.
Con la reticencia que tendría un vegano en un matadero, el sacerdote
traspasó el umbral y se quedó apoyado en la jamba de la puerta. La inspectora,
sin embargo, dio unos pasos en dirección al objeto iluminado que se veía al
fondo.
—Meterse en situación es importante, ya sabe... —oyó decir a Razvan
—. Este lugar cumple esa función. Aquí nos desembarazamos de los
convencionalismos para mostrarnos tal como somos.
Al llegar frente al atril Elena se quedó sin aliento. En la tabla superior
de la peana, colocado sobre dos soportes de bronce bruñido, había un cuchillo
de doble filo: un puñal. El mango era de asta de toro, tallado con símbolos
extraños; la guarda curva, plateada; y la hoja larga y puntiaguda.
—¡¿Qué significa esto?! —se volvió indignada, para recriminar a
Razvan.
—Sabía que le sorprendería —comenzó diciendo éste, con total
normalidad—. Es una pieza de colección. No es un delito poseerla. Es un
athame. Una daga ceremonial muy antigua. La adquirí en una subasta y
pertenecía a Anton Szandor Lavey, que era...
—Sé quién era —lo atajó la inspectora, rotunda.
—Ya —dijo, mirando de reojo al sacerdote—. Es sólo atrezo. En
España no se pueden sacrificar animales, como sabrá. Ni siquiera los
musulmanes durante el ramadán pueden matar sus corderos. El cerdo es el
único animal que se permite sacrificar sin necesidad de llevarlo a un
matadero, pero requiere un permiso especial y la presencia de un veterinario.
Demasiados inconvenientes.
—Entonces, ¿qué hace esto aquí?
—Su función es ornamental, ya se lo he dicho. Aunque también lo uso
durante la misa para dirigir la ceremonia. Los sacramentos son muy
importantes en la liturgia. La sangre y el cuerpo de Cristo, ¿recuerda? Todas
las religiones los tienen. Son inspiradores e introducen al creyente en ese
mundo de espiritualidad y misticismo tan imprescindible para el desarrollo
del rito.
Elena se acercó a un palmo del cuchillo para fijarse en la hoja, en su
grosor, en su afilado, en su longitud... intentando memorizar cada detalle.
Cuando estuvo satisfecha, se volvió hacia Razvan.
—¿Qué hay al otro lado de la puerta? —le preguntó, señalando con el
dedo aquella que mostraba el símbolo de la estrella y el círculo.
—El lugar donde se celebra la misa.
—¿La misa?
—Creí que lo había entendido —respondió él, con cierta decepción—.
Todo lo que le he mostrado hasta ahora son los preámbulos. Tras esa puerta se
encuentra el verdadero lugar de nuestro culto. Un espacio esotérico y sagrado
que nadie que no profese devoción al Señor de Luz puede visitar.
—A no ser que haya una orden de registro —replicó la inspectora,
desafiante.
—O por invitación —se apresuró a decir Razvan—. Una opción mucho
menos traumática.
—¿De qué habla ahora?
—Cualquier hombre o mujer que pertenezca a esta... congregación,
puede sugerir un asistente para que presencie el rito. La propuesta se expone a
votación y se acepta si existe una mayoría de las tres quintas partes de los
miembros.
—¡Qué democráticos! —ironizó el padre Miguel, que no se había
movido ni un ápice de la puerta.
Razvan lo ignoró y continuó hablando con la inspectora.
—Yo soy el gran maestre. Mis propuestas siempre son aceptadas.
Dígame, ¿le gustaría asistir a una misa? No tendría que intervenir —se
precipitó a añadir al ver el gesto receloso de ella—. Usted se limitaría a
observar. Podría irse cuando quisiera. No habría ningún compromiso por su
parte.
—Misa negra —musitó Elena.
—Así las llaman —corroboró Razvan—. Esta misma noche tenemos
una. Hay un matrimonio cuyo hijo está muy enfermo. Rogará a Lucifer para que
lo sane. Anímese. Será una ceremonia muy especial. No hay nada como
conocer para poder opinar. La reunión será a las diez.
—No creo que pueda —respondió la inspectora, con educación.
—Lo entiendo —desistió Razvan—. En cualquier caso, tome esto. Si se
decide a venir, le permitirá acceder a esta zona.
—¿Una cartulina negra? —se extrañó Elena, mirando por las dos caras
la tarjeta que le entregaba.
—Sitúela bajo la luz.
Ella obedeció, y la acercó al cono de luz que producía el foco
empotrado en el techo. De inmediato, apareció una palabra: Invitación.
—¿Qué esperaba? ¿Tres seises escritos con sangre? —dijo Razvan con
sorna, al ver el labio inferior adelantado de la inspectora.
Ella no respondió, y se limitó a guardar la tarjeta en el bolsillo de su
tres cuartos.
De súbito se escuchó un ruido a su espalda. Al volverse, sobresaltada,
vio cómo se abría la puerta marcada con el signo y aparecía un hombre
empujando un carro de limpieza.
—¡Casi me había olvidado! ¡Imperdonable! —exclamó Razvan—. Le
presento a mi hombre de confianza. Mi comodín. Se llama Otto.
El hombre ni siquiera se detuvo. Continuó caminando hasta detenerse
junto a una pared. Accionó una manija y se abrió una puerta que ocultaba una
especie de armario donde introdujo el carro. Luego, con parsimonia, se quitó
los guantes de limpieza de goma azules que llevaba puestos y los dejó en un
estante. Entonces, se volvió y se quedó quieto. La luz cenital del foco caía
sobre él directamente, produciendo unas sombras duras en su rostro anguloso.
La inspectora lo estudió. Era alto. Más de uno noventa. De unos treinta años.
Vestía unos pantalones de chándal y una camiseta de tirantes ajustada que
marcaba un torso imponente y dejaba ver unos brazos largos y musculosos.
—Es rumano, como yo, y no habla ni una palabra de español. Hace de
chofer y atiende todas mis necesidades de orden doméstico —continuó Razvan
con la presentación—. También se ocupa de limpiar el templo, y de realizar
los preparativos para el rito. Irina y él son los únicos que duermen en casa. Al
resto del personal lo contrato a través de una empresa, y no tienen acceso a
esta zona. Hacen la limpieza de la casa una vez a la semana, y del jardín...
cada tres meses. Siempre exijo gente nueva. La confianza es sinónimo de
riesgo en cuanto al servicio se refiere.
Elena lo escuchaba sin dejar de observar al hierático hombre. Pelo
corto. Castaño. Cejas pobladas. Nariz chata —a tenor de la poca sombra que
proyectaba sobre los labios—, mirada penetrante... Un "armario" al que no le
gustaría ver enfadado.
—¿También es su guardaespaldas?
—Impresiona, ¿verdad? —admitió Razvan—. Sin embargo, es tal dócil
como un corderito.
—Seguro que sí.
—Vamos, Otto, acércate y saluda a la inspectora Valdeón.
Con la tozudez de un bóvido dibujada en el rostro, y la agilidad de una
pantera antes de lanzarse contra una presa, Otto salvó la distancia que lo
separaba de la inspectora hasta detenerse frente a ella. Con un gesto casi
robótico, extendió el brazo ofreciéndole la mano.
Ella se la estrechó al tiempo que grababa en su memoria los rasgos de su
cara: dura y peligrosa. El apretón fue firme, casi doloroso. Aquella mano
enorme y rocosa podría haberle convertido en puré todos los huesos de los
dedos si hubiera querido. Estaba sudada. Y no sólo su mano. Su cuerpo
bronceado brillaba igual que si estuviera cubierto de aceite. También se fijó
en un detalle. Algo que hizo que se le cortara el aliento. Al volver un poco el
rostro, el cuello de Otto recibió luz y dos líneas encarnadas se dibujaron en su
piel. Dos trazos paralelos y rotundos que ya había visto muchas otras veces a
lo largo de su carrera como policía: la marca que dejan las uñas en la carne.
Y algo más llamó su atención: el aroma que había entrado en la estancia
acompañando a aquel hombre. Un efluvio almizclado y denso que hacía años
que no olía: el del incienso.
Como si de repente la mano de Otto le quemara, Elena separó la suya.
Ya tenía suficiente, determinó. La visita había terminado; y el juego al que
Razvan la había sometido, también.
—Se nos ha hecho tarde —dijo, mirando el reloj de su muñeca—. Le
agradecemos que nos haya atendido, pero tenemos que marcharnos.
—Entonces, ¿no la he convencido para que se quede a comer conmigo?
—insistió Razvan, encimándola con delicadeza, siguiendo al pie de la letra el
perfecto manual del seductor incansable.
—Me temo que no —respondió ella, desembarazándose de él y
encaminándose hacia la puerta donde esperaba el padre Miguel.
—Piense lo de la invitación. Para mí sería todo un honor que decidiera
asistir a nuestra ceremonia. A veces, el camino de la luz se descubre donde
menos se espera —rubricó, enigmático.
La inspectora se detuvo en el umbral, reflexiva, y luego continuó
andando.
—Espere. Los acompaño hasta la puerta —oyó decir a Razvan.
Elena caminaba delante, y llegó primero a las escaleras que subían hasta
el hall. Unos metros por detrás iban los dos hombres. En un momento dado, el
sacerdote se volvió para encararse con Razvan.
—Sé lo que pretendes —le dijo en voz baja, masticando las palabras.
—¿En serio?
—No te saldrás con la tuya.
—Eso ya lo veremos —replicó Razvan, mostrando una sonrisa
esquinada que destilaba desprecio.

De vuelta en el coche, tras una despedida apresurada, la inspectora se


escondió en el silencio. Él lo respetó hasta que salieron de la urbanización.
—¿Adónde vamos? —preguntó entonces.
—Al hospital. Quiero ver qué tal sigue la subinspectora Arieta y recoger
mi coche —respondió ella, con la cara vuelta hacia la ventanilla.
—¿Y luego?
—Necesito pensar.
El padre Miguel aminoró la marcha hasta detener el coche junto a un
bordillo.
—No hay mucho que pensar. Es él. Razvan Grosu es el hombre que
buscamos.
—¿Vio los arañazos en el cuello de aquel hombre? —El sacerdote
asintió—. ¿Por qué lo habrá hecho? El cuadro de Lilith, el puñal, esa
habitación... Nos ha puesto delante de las narices todas las pruebas de una
manera tan evidente que apesta. Tan cerca y tan lejos. Lo tenemos al alcance
de la mano pero no podemos tocarlo. A no ser que...
—Ni se le ocurra pensarlo.
—¿A qué se refiere?
—Esa invitación. No puede aceptarla.
—No será fácil conseguir que el juez autorice el registro de su casa —
se lamentó Elena—. Con el anticuario fue distinto. Era un donnadie con
antecedentes penales. Y mire el escándalo que se ha montado: dos muertos y ni
una puñetera prueba.
—Encontrará la manera. Ya lo verá.
La inspectora Valdeón sintió un repentino frío que la hizo tiritar. Se
subió la cremallera de su tres cuartos y se encogió en el asiento del coche.
—Tiene razón. Hablaré con el comisario. Le convenceré para que
presione al juez —terminó diciendo—. Y ahora, arranque de una maldita vez
antes de que me congele.
39
ÁNIMO DISFÓRICO

El padre Miguel se ofreció a acompañarla a ver a la subinspectora


Arieta, y Elena le quitó la idea de la cabeza aduciendo que las visitas estaban
restringidas. Cosa que no era cierta. O al menos, no del todo. Tenía a la
enfermera detective comiendo de su mano, y seguro que no hubiera encontrado
inconveniente en hacer la vista gorda. La razón era otra. Una tan sencilla como
que deseaba estar sola. Aunque no fue fácil desembarazarse del sacerdote.
Tuvo que asegurarle que lo tendría informado y volver a prometerle que no
asistiría a esa misa negra para que finalmente se marchara.
También fueron complicadas las siguientes horas.
Nada más subir a la planta se enteró de que habían surgido
complicaciones y habían tenido que meter de nuevo a Arieta en el quirófano
para reparar un vaso roto que le encharcaba el pulmón operado. Durante el
tiempo que esperó, hasta que finalmente salió para llevarla directa a cuidados
intensivos, las noticias que le dieron sus compañeros de comisaria sobre el
niño perdido fueron decepcionantes. Quedaba poco para que se cumplieran las
veinticuatro horas desde su desaparición, y las esperanzas de localizarlo con
vida —al menos entre los profesionales que lo buscaban— empezaban a
mermar. El tiempo corría en su contra y ella, en parte y sin que existiera un
motivo razonable, se sentía responsable. Si a ello se añadía el cansancio
acumulado y la tremenda confusión que bloqueaba su cabeza, podría decirse
que Elena Valdeón se acercaba a un estado de ánimo disfórico donde la
depresión, la tristeza, la irritabilidad y la ansiedad se entremezclaban
peligrosamente.
Tal como estaba se veía incapaz de pensar y tomar decisiones acertadas,
de ahí que decidiera marcharse del hospital e ir directamente a casa. Comería
algo, se ducharía, y luego se metería en la cama. No pensaba ir a comisaría,
había engañado al padre Miguel. La única relación que existía entre la reliquia
robada, el anticuario y ese tal Razvan Grosu eran unas iniciales y un número
de teléfono al que habían cambiado las últimas cifras para que coincidiese. En
realidad nada. El comisario Bernedo se habría reído de ella en la cara si se
hubiera presentado en su despacho con semejantes pruebas, acusándolo tan
sólo por ser el gran maestre de una secta satánica. Se negaría en redondo a
solicitar al juez una orden de registro que molestase a un rico diplomático
extranjero basándose en tan endebles fundamentos. Y tendría razón. Su olfato
de policía avezada le decía que Razvan estaba metido en el asunto hasta el
cuello; sin embargo, tal como se encontraban las cosas, eso no bastaría.
Necesitaba encontrar algo más. ¿Pero qué?
Siguió el guion al pie de la letra. Una vez abandonó el hospital se
dirigió a su casa, se preparó una tortilla de atún y una ensalada de pasta
templada, se dio una larga ducha y se metió en la cama sólo con las bragas. El
tacto de las sábanas tibias directamente sobre la piel le produjo un placer
antiguo y sencillo que la amodorró casi de inmediato. No quería dormir
demasiado, y programó el teléfono móvil para que la despertara tres horas
después. Tan agotada estaba que ni siquiera pensó en las pesadillas que había
sufrido las dos noches anteriores, y antes de que se diera cuenta se durmió con
la persiana medio bajada y la luz del crepúsculo entrando por la ventana.
No llegó a despertarle el timbre del teléfono. Lo hizo ella sola, dos
horas y cuarto después. En esta ocasión no fue una pesadilla horrible la que
perturbó su sueño, sino la inquietud que la corroía por dentro. Sentada en la
cama, con las sábanas en el regazo y el pecho desnudo, continuó pensando en
el caso. Esta vez con la cabeza más despejada después del paréntesis de
descanso. Eso no quería decir que se encontrara tan lúcida como para
descubrir una solución mágica —¡ya le hubiera gustado!—, significaba que su
mente aturdida se mostraba ligeramente más dispuesta para el análisis y la
interpretación. Circunstancia que la llevó a devanarse los sesos hasta la
desesperación, negándose a admitir que se encontraba en un callejón sin
salida.
Después de un buen rato de enrevesadas conjeturas tuvo que reconocer
que sólo la localización de ese francés, Remi Sagnier, podría arrojar luz sobre
el caso. ¿Dónde demonios estaba?
—¡Maldita sea! —exclamó, golpeando la cama con ambos puños antes
de ir al baño a orinar.
Sentada en la taza recordó los momentos pasados en aquella siniestra
casa. La evocación le produjo un escalofrío. No había sido un mal sueño,
había sido real. Alguien así existía, y había creado un universo de pesadilla
que mostraba con total normalidad. ¡Qué arrogancia! ¡Qué desvergüenza!
Jamás en su vida se había encontrado con un tipo como Razvan. Ni había oído
a ninguno de sus compañeros que lo hubiese hecho. Era único. Un personaje
extremadamente inteligente, atractivo, temerario y peligroso. Pero, ¿cómo
implicarlo?
De vuelta a la habitación, se puso una bata y luego fue a la cocina. Se
encontraba bastante mejor y decidió templar un poco el cuerpo con una
infusión caliente de hierbas.
Minutos después, acomodada junto a la ventana, con la taza humeante
entre las manos, mirando un cielo negro y despejado, se dejó de mentir. No
tenía sentido seguir haciéndolo. De nada serviría negar lo evidente. La
inquietud y el desasosiego que le había causado la entrevista con Razvan
Grosu, y el recorrido por su lado oscuro, no estaban relacionados con el caso.
O al menos, no del todo. Un gran porcentaje de su malestar se debía al hecho
absolutamente incomprensible de tener que admitir que aquel hombre, y
aquella casa, le hablaban como si la conociesen. Tantas cosas giraban en torno
a ella... A sus fantasmas, a sus miedos, a sus problemas... Tantas, que era
imposible que se tratara de una casualidad. Aunque no le encontraba otra
explicación. O sí, y prefería no pensar en ella. Sólo desde la racionalidad y el
sentido común descubriría ese resquicio donde insertar la palanca para
destapar el misterio que envolvía el caso, y la única manera de localizarlo
sería continuar trabajando. Aún era pronto. Se acercaría a la comisaría y se
pondría manos a la obra. Revisaría de nuevo toda la documentación
acumulada hasta el momento, hoja por hoja, párrafo por párrafo, palabra por
palabra, hasta descubrir la más mínima pista que hubieran pasado por alto.
Recuperaba el ánimo cuando, sin darse cuenta, deslizó la vista por el
suelo de la cocina hasta detenerla en la misma zona que la noche anterior vio
levantarse por el empuje de un ataúd. ¡Pareció tan real!, pensó, y los sueños
nunca lo son tanto. Y esa figura siniestra, observándome... Y mi hermano
muerto...

¡Sálvalos! ¡Sálvalos!
Las palabras resonaron en su cabeza con tal nitidez, que creyó
escucharlas de nuevo.

¡Sálvalos! ¡Sálvalos!

Una y otra vez.

¡Sálvalos! ¡Sálvalos!

Hasta que no pudo soportarlo más


—¿A quién? ¿A quién debo salvar? ¡Dímelo, por favor! —se oyó decir,
en voz alta, casi gritando.
Perdía el control otra vez. Una corriente de aire gélido proveniente de
un lugar inexplicable la hizo temblar. ¿Qué le pasaba? Todo era absurdo. La
sugestión dominaba su voluntad asustándola como haría una tormenta con una
niña.
Decidida a ponerle fin a aquel sin sentido, sacudió la cabeza, se levantó
y dejó la taza en el fregadero. Había un par de vasos más y varias cucharas.
Abrió el mueble bajo el fregadero y cogió los guantes de goma, el bote de
jabón y una esponja. Justo empezaba a colocarse el guante izquierdo cuando se
quedó paralizada contemplándolo. Unos segundos. Luego, salió disparada
hacia la habitación en busca de su teléfono móvil.
Recostada en la pared, marcó con dedos nerviosos.
—Unidad Central de Análisis Científicos, ¿dígame? —respondieron al
otro lado de la línea.
—Soy la inspectora Valdeón, de Homicidios. Quiero hablar con alguien
de la Sección de ADN.
—Yo mismo. Oficial Sánchez —dijo el hombre que le atendía—. ¿En
qué puedo ayudarla, inspectora?
—Verá, me gustaría saber si podría obtenerse una muestra de ADN del
interior de un guante de goma. De los que se usan para fregar.
Oyó respirar al hombre un par de veces antes de que respondiera.
—Ese tipo de guantes son de caucho, un polímero elástico fabricado con
la emulsión lechosa de la savia de algunas plantas. Aunque también pueden
producirse sintéticamente usando...
—¿Se puede o no? —lo atajó Elena.
—Es un material no poroso —continuó el oficial Sánchez—, que no
traspira y provoca mucha sudoración al ser usado.
—¿Y?
—Cuando alguien los utiliza el tiempo suficiente y durante una actividad
enérgica, además de sudor, en su interior se pueden recoger epitelios de
revestimiento, que son las células que recubren la piel y...
—Por favor, Sánchez —lo interrumpió de nuevo—, la pregunta es
simple: ¿se puede obtener ADN sí o no?
—Lo siento. A veces las preguntas son sencillas pero las respuestas no
lo son tanto —replicó Sánchez—. Suponiendo que se cumplan las premisas
que antes le he expuesto, el tiempo trascurrido desde su uso no sea excesivo y
la conservación del guante sea la correcta... Sí.
Le había costado tanto soltar esa afirmación categórica que, cuando la
inspectora la escuchó, la pilló desprevenida.
—¿Está seguro?
—Sí.
—¡Genial! Gracias —dijo, y colgó.
Ahí tenía lo que esperaba: su golpe de suerte.
Se le brindaba la oportunidad de apoyar con pruebas irrefutables que
ese mayordomo, chófer, guardaespaldas o lo que diablos fuese, era el asesino
del anticuario y de Santos. Y, si él caía, lo haría también su jefe. Tenían el
ADN del criminal —las uñas de la subinspectora Arieta se habían encargado
de arrancar una buena cantidad de él—, ahora necesitaba demostrar que los
arañazos del cuello de ese tal Otto los habían producido esas mismas uñas;
para lo cual, era vital hacerse con una muestra del ADN que contenían los
guantes de goma que había usado. Sabía dónde estaban: en el armario de
aquella habitación, "El Tránsito". Hacerse con ellos no iba a resultar sencillo.
Tendría que volver a esa casa, y estaría sola. Nada más pensarlo sintió
vértigo. Y miedo. El recuerdo de tanta muerte y sufrimiento le dio las fuerzas
necesarias para superarlo. Está decidido: lo haré, aunque para ello tenga que
asomarme a las mismísimas puertas del Infierno.
Eso se dijo a sí misma, sin llegar a imaginar cuánta verdad escondía
aquella frase.
40
VESTIDA PARA LA OCASIÓN

Miró su reloj al llegar a la garita de entrada a la urbanización y marcaba


las veintiuna y cincuenta y cinco. Elena Valdeón respiró aliviada: llegaba en
hora. Mostró al guardia la tarjeta que le había dado Razvan y éste la iluminó
con la linterna para desvelar la palabra oculta. Sin cruzar ni una palabra,
levantó la barrera y la dejó pasar.
Una vez tomó la decisión de aceptar la invitación, la inspectora
únicamente dispuso de una hora y cuarto para arreglarse y llegar a La
Moraleja. Tiempo más que suficiente si hubiera salido con sus mínimos toques
de maquillaje y su práctica ropa, pero aquel evento requería otro tipo de
indumentaria, y un uso de la cosmética bastante más esmerado. Determinó que
sería menos sospechoso si se alejaba de la imagen de inspectora de policía y
se acercaba a la de mujer sofisticada interesada en dar una buena imagen al
anfitrión. Y más cuando se trataba de un galán, libertino y adulador. Sabía que
ella le gustaba, eso lo nota cualquier mujer, e intensificar sus encantos
facilitaría que bajara la guardia. O eso al menos quiso creer. No le fue fácil
conseguir la apariencia que buscaba. Durante los escasos cuarenta y cinco
minutos de que dispuso —descontando el tiempo que calculó tardaría en llegar
en coche—, debió peinarse, realizándose un recogido sencillo pero
favorecedor; maquillarse, cosa que hizo repitiendo los consejos que le había
dado aquella policía en el baño de la comisaría; y vestirse, eso fue lo que más
le costó. No disponía de muchos vestidos, y los pocos que tenía no se
ajustaban a sus necesidades. Quería ponerse algo elegante, discreto y, sobre
todo, con lo que pudiera disimular el arma. Optó por un jersey negro ajustado
de media manga y generoso escote en pico, unos zapatos también negros de
tacón fino y una falda gris y verde cruzada. Esto último muy conveniente si
debía ocultar una cartuchera en mitad del muslo y quería tener acceso rápido a
la pistola; una situación que esperaba que no se diese, aunque nunca podía
descartarse. No llevó su arma reglamentaria, hubiera sido demasiado
voluminosa, y eligió la pequeña Walther PPK de calibre 5.5, mucho más
discreta aunque igual de letal. Complementos usó pocos y de excelente gusto;
todos heredados de su madre, y que hacía siglos que no tocaba. La medalla de
san Benito no le encajaba. Renunció a ella en favor de un collar de calabrotes
en oro con pendientes a juego. También se puso un anillo de malaquita
engarzada igualmente en oro, y un pequeño bolso de piel de potro negro con
correa de cadena en el que sólo metió la documentación y el teléfono móvil, en
previsión de que le cupiera el guante de goma con facilidad. Como prenda de
abrigo eligió una gabardina gris oscuro con cuello de marmota que, al salir del
coche, alisó con esmero.
Había aparcado al final del camino de piedras, a unos cuantos metros de
la casa. El parking cubierto estaba lleno. Todos vehículos de alta gama: BMW,
Mercedes-Benz, Audi, Jaguar... La noche era fría, con ausencia de viento, y el
cielo estaba despejado. Caminó con sumo cuidado sobre la nieve pisoteada
hasta la entrada de la mansión, iluminada a ambos lados por apliques de forja
y lámparas incandescentes que le sentaban al diseño moderno y minimalista de
la casa como a un santo dos pistolas. Tocó el timbre y esperó.
Al abrirse la puerta apareció Irina, tan envarada como siempre. La
inspectora se la quedó mirando un instante, y no era para menos: lucía un
vestido de encaje blanco y tirantes, casi transparente, debajo del cual se veían
unas diminutas braguitas también blancas y las aureolas de unos pezones
oscuros y firmes. En comparación con ella, Elena parecía que fuese vestida
para un encuentro con las Hermanitas de la Caridad.
—Buenas noches, inspectora Valdeón. La estábamos esperando.
—¿En serio?
—El señor Grosu dijo que vendría.
—Pues ya sabía más que yo.
Irina esbozó una sonrisa mecánica de dientes blanquísimos que resaltó,
aún más, entre sus labios en tono Russian Red.
—Sígame, por favor —terminó diciendo, antes de cerrar la puerta tras
ella y echar a andar.
A paso vivo, la condujo hasta la misma biblioteca donde había estado
con el padre Miguel hacía tan sólo unas horas.
Elena se quedó confundida.
—¿Dónde está el resto de los invitados?
Como si no la hubiera oído, Irina se dirigió hacia una esquina de la
estancia, abrió la puerta de un mueble y apareció un pequeño frigorífico.
Eficiente y diestra, sacó un refresco de cola, otro de naranja y una botella de
agua y lo puso todo en una bandeja. Luego, sirvió unos hielos en un vaso
ancho, añadió un par de servilletas de papel y colocó la bandeja sobre una
mesita situada frente a la chimenea, junto a un sillón de piel marrón.
—El alcohol no está permitido los días de celebración. Si desea alguna
cosa más puede servirse usted misma —dijo volviéndose hacia la puerta,
donde se detuvo—. Avisaré al señor Grosu de que ya ha llegado. Enseguida
vendrá.
Eso dijo Irina. Pero a los diez minutos de marcharse la inspectora
todavía permanecía de pie, dando pasos de un lado a otro con la cabeza a mil
por hora. Las cosas no estaban sucediendo como esperaba. Ella había
planeado aprovechar la confusión con el resto de los invitados para, en la
oscuridad de aquella habitación llamada "El Tránsito", hacerse con el guante
de goma y largarse en cuanto pudiese alegando cualquier excusa. Odiaba los
imprevistos. Para alguien amante de las rutinas y del orden, los caminos
desconocidos y las sendas inexploradas suponían opciones peligrosas. Se
estaba poniendo nerviosa. Muy nerviosa. Además, aún llevaba puesta la
gabardina y en aquel cuarto hacía un calor espantoso. Empezó a sudar, y se
preocupó por el maquillaje. Tenía que tranquilizarse. Se quitó la gabardina y
se sentó en el sillón. Al hacerlo, notó la cartuchera en su muslo. La acarició
levemente con la mano, recapacitando. Sin duda había exagerado tomando
tantas precauciones. Allí corría riesgo, pero no creía que Razvan o su
guardaespaldas se atrevieran a intentar ninguna acción violenta con tantos
testigos delante. A lo sumo se ganaría una denuncia si la pillaban infraganti
llevándose los guantes. Una insignificancia comparándolo con lo mucho que
podía obtener a cambio.
Los troncos crepitaban en la chimenea, y el calor de las llamas la
empezó a sofocar. Se levantó y paseó por la sala de nuevo. Cada minuto
consultaba su reloj. A la media hora el bochorno le produjo una sed atroz.
Miró la bandeja, y el vaso con refrescantes hielos medio derretidos la atrajo
como la miel a un oso.
Dudó un instante. Terminó decidiéndose por la botella de VEEN. Había
oído hablar de esa agua proveniente de la Laponia finlandesa que costaba más
de veinte euros la botella, y sintió curiosidad por su sabor. La abrió y bebió a
morro un buen trago. Insípida, como todas, determinó, y algo tibia. Llenó el
vaso hasta el borde con la esperanza de que los hielos le devolvieran la
frescura que había perdido. Esperó un par de minutos y bebió de nuevo. Esta
vez lo hizo hasta saciarse. Dejó el vaso vacío sobre la bandeja y se levantó de
nuevo. Frente a la chimenea le era imposible permanecer sentada. Había
calmado la sed, y mitigado el calor, pero la inquietud seguía creciendo. Se
acercó a la ventana y descorrió un poco los pesados cortinones opacos con
intención de ver el jardín.
No pudo hacerlo, la voz de Razvan Grosu a su espalda la detuvo en
seco.
—¡Oh!, inspectora Valdeón, lamento muchísimo haberla tenido tanto
tiempo esperando.
Elena se volvió y lo vio entrar. De nuevo había abierto la puerta con
extremo sigilo, y caminaba hacia ella con los brazos abiertos en señal de
disculpa. No llevaba el traje oscuro de Armani; en su lugar vestía unos
pantalones anchos y una camisa de lino beige. Un atuendo muy sport que le
hacía parecer aún más joven de la edad que se suponía que tenía.
—Casi cuarenta minutos —se quejó ella, golpeando con dos dedos su
reloj de muñeca: un Omega de caja dorada que compró con su primer sueldo.
—Ve, eso es lo que más me gusta de usted —dijo él, acercándose
solícito—. Otra persona se hubiera callado o hubiera dicho, "no se preocupe",
mostrando una sonrisa. Usted no ha dudado en evidenciar su enojo, y eso está
muy bien. Los apocados no van conmigo. Imagino que tampoco con usted.
—Según para qué. A veces son convenientes.
—¡Ja, ja, ja! —rió Razvan, abiertamente—. Me reafirmo, es usted una
mujer muy interesante; y ahora que la veo bien, también extremadamente
atractiva —añadió, agarrándole la mano con galantería.
Elena se soltó evitando parecer brusca.
—He visto coches fuera, pero ningún invitado. Le pregunté a su...
doncella, y no me contestó.
—Bueno, espero que lo entienda. Los seguidores de mi hermandad no
son personas normales. Entre ellos hay artistas famosos, grandes empresarios
e, incluso, políticos.
—Vaya, eso sí que no me lo esperaba. Un político adorador de Satán.
Razvan esbozó una sonrisa para evidenciar que encajaba con humor su
irónico comentario.
—Son gente muy reservada, como puede imaginar, y no les gustan los
desconocidos. La mayoría asisten con sus parejas, esposas o maridos. Incluso,
hay un ilustre escritor al que acompañan su mujer y su amante.
—¡Caray! —exclamó la inspectora.
—Sin embargo, han aceptado de buen grado su presencia. Sabría que
vendría, no me pregunte por qué, y les hablé de usted. No les he contado nada
importante, tan sólo que se trataba de una hermosa mujer en busca de la
verdad.
Elena giró el rostro.
—Tiene usted razón. Ésa es mi intención —dijo ella—. Y gracias por lo
de hermosa. Pero no se esfuerce en alagarme, en mi casa tengo varios espejos.
—Es usted imposible —rió Razvan.
—Bueno, ¿cuándo dará comienzo la... celebración? Si continúo un
minuto más aquí dentro voy a derretirme.
—Claro, por supuesto. Vayamos.
Instantes más tarde, después de bajar las escaleras que conducían a la
planta inferior, llegaron a ese cruce entre pinacoteca y local nocturno de
mediados del siglo XX que precedía a "El Tránsito", su objetivo. La antesala
se encontraba bastante desordenada, con los sillones movidos de su sitio y las
mesitas llenas de botellas de agua, refrescos, vasos medio vacíos y alguna que
otra servilleta tirada por el suelo.
—Parece que me he perdido la fiesta —dijo la inspectora, en tono de
decepción.
—Hace unos minutos que pasaron a la sala principal, nuestro
sanctasanctórum. Ya se lo he explicado. No es posible que un invitado
interactúe con ellos a cara descubierta.
—¿Cómo dice?
—Deberá ponerse esto —contestó Razvan, sacando del bolsillo
posterior de su pantalón un antifaz negro adornado con plumas—.
Excepcionalmente, ellos también llevarán hoy uno. Es una desgracia, pero aún
queda mucho camino por recorrer antes de que se acepten con naturalidad
determinadas creencias. Mientras tanto, conviene ser prudentes.
—Vale —dijo, cogiendo la máscara—. ¿Debo ponérmela ya?
—No es necesario. Todavía debo prepararme para oficiar el rito y
ultimar algunos detalles, por eso le ruego que espere aquí mientras tanto. Irina
la avisará cuando todo esté dispuesto y la acompañará dentro. Serán unos
minutos.
Las circunstancias mejoran, pensó, en cuanto me quede sola me haré con
los guantes. Quizá no se me brinde otra oportunidad.
—Entiendo. No hay problema. Usted vaya. Yo mientras disfrutaré de los
cuadros —resolvió, volviendo la cabeza hacia la pared de su derecha.
Al hacerlo notó un ligero mareo, la vista se le nubló y perdió el
equilibrio.
—¿Se encuentra bien? —preguntó Razvan, preocupado, agarrándola de
un brazo.
—Creo que sí —respondió ella, sin mucha convicción.
—Siéntese, por favor. ¿Quiere que le traiga algo? Puedo decir a Irina
que venga y...
—No será necesario —respondió la inspectora de inmediato, temiendo
que su plan se fuera al traste—. Bebí agua fría y puede que me cayera mal al
estómago. Se me pasará, no se preocupe.
—¿Seguro? —insistió Razvan, mientras la ayudaba a tomar asiento.
—Ya me encuentro mejor —mintió—. Usted vaya a ocuparse de sus
cosas. No quiero entretenerlo más.
Razvan la observó con detenimiento, como haría un médico realizando
el diagnóstico a un enfermo.
—En serio, ya estoy bien —repitió Elena, tratando de mostrarse en
plena forma. Cosa que no era cierta.
—De acuerdo —terminó diciendo Razvan—. Entonces, me marcho.
—Perfecto.
Ya se iba cuando se volvió. Su rostro amable se había endurecido.
Parecía otro.
—Recuerde este momento, inspectora Valdeón, porque representa para
usted el final de una etapa y el comienzo de otra.
—No confíe tanto en ello. No soy mujer fácil de convencer —respondió,
haciendo un tremendo esfuerzo porque no se le notara lo aturdida que se
sentía.
—Eso ya lo veremos —sentenció Razvan encaminándose hacia la puerta
simulada del fondo, la que llevaba a la sala de El Tránsito.
Elena lo siguió con la mirada y se fijó en que abría sin utilizar ninguna
llave, tan sólo accionando la manija. Genial se dijo. Esperó un minuto, quizá
dos, y se levantó. Un nuevo vahído estuvo a punto de hacerla caer al suelo. Se
apoyó en una mesa y en el respaldo de un sillón para recuperar la verticalidad.
Permaneció quieta, soportando la sensación de vértigo que hacía girar la
habitación a una velocidad asombrosa, hasta que no pudo más. Entonces cerró
los ojos. La oscuridad no mejoró el suplicio; al contrario, lo acrecentó: los
muebles y cuadros en movimiento fueron sustituidos por destellantes luces de
una intensidad abrumadora. Incluso dolorosa. ¿Qué demonios me pasa? Se
preguntó, haciendo un esfuerzo por caminar, tanteando las paredes en
dirección a la puerta. Sudaba. La frente se le perló de gotas que empezaron a
resbalar hasta sus ojos. Sentía la boca pastosa y una opresión en el pecho. Sin
embargo, se sobrepuso espoleada por la responsabilidad. No tenía mucho
tiempo. Unos minutos, le había dicho Razvan. Debía aprovecharlos.
Con la sensación de caminar sobre un suelo de algodón donde se le
hundían los pies, llegó hasta la puerta. Allí respiró profundamente, se enjugó
el sudor que la cegaba y accionó el picaporte con cuidado de no hacer ruido.
Tiró de la puerta unos centímetros, los necesarios para acercar la oreja y
escuchar. Nada. Silencio. Abrió un poco más para poder mirar dentro. Tan
sólo vio los dos focos que apenas iluminaban la sala. Tambaleante se introdujo
en ella. El nivel de luz era más bajo que la última vez que había estado, como
si lo hubieran atenuado con un regulador hasta dejarlo al mínimo. Se golpeó la
pantorrilla con uno de los bancos laterales y ahogó un grito de dolor. Palpó las
paredes. Encontró las perchas, pero ya no estaban las túnicas que colgaban de
ellas. El foco del centro del techo creaba un cono amarillo en el suelo tan
escaso que el resto de la sala no se veía influida. Tampoco el que iluminaba el
atril con aquel cuchillo aportaba luz perimetral, limitándose a destacar el
soporte... vacío. El puñal ya no estaba. Jadeando por el esfuerzo de
mantenerse en pie, calculó la posición y se dirigió hacia la pared donde
recordaba que estaba situado el armario de la limpieza. Buscó, deslizando las
manos, la hendidura que indicara la puerta. Le costó dar con ella. Al fin sus
dedos reconocieron un pequeño pomo del que tiró con suavidad. La puerta del
armario comenzó a abrirse con un ligero crujido. No le importó y continuó
hasta abrirla del todo, no se encontraba para sutilezas. En la oscuridad tanteó
hasta dar con el carro, y elevó las manos en busca de la balda donde había
visto poner los guantes de goma. La encontró y empezó a recorrerla de un lado
a otro. Primero con una mano. Luego con las dos. Estaba vacía. No puede ser,
se lamentó, apretando los dientes de rabia y frustración. Las rodillas se le
doblaban y sentía dificultad para respirar.
De pronto, comenzó a oír una especie de cántico monótono en un idioma
desconocido. Voces de hombres y mujeres que venían del otro lado de la
puerta marcada con el pentáculo y el círculo.
—¡Mierda! —musitó.
Había fracasado. Tanto esfuerzo y riesgo para nada. Tenía que salir de
allí. Y hacerlo rápido. Alegaría malestar, lo cual desgraciadamente era cierto,
y se marcharía cagando leches de esa casa de locos. Ahora lo veía claro.
Había cometido una estupidez. Decidida, cerró la puerta del armario y se
dirigió hacia la salida.
Justo cuando pasaba por debajo del cono de luz que se proyectaba en
mitad de la habitación, una voz a su espalda la dejó paralizada. Era la de
Razvan.
—¿Buscaba esto?
Al volverse, lo vio surgir de un rincón oscuro mostrándole los guantes
de goma azules.
—Mordió el anzuelo, inspectora —continuó hablando, al tiempo que se
le acercaba—. Conozco sus fantasmas. Los he visto. Sólo tuve que tocar
algunas teclas y poner un cebo apetecible para que cayera en mis redes. Estaba
seguro que, a una policía tan observadora y concienzuda como usted, no se le
pasarían por alto los detalles. De lo que no lo estaba tanto era de que se
atreviera a venir sola. Ya veo que es usted una valiente. O una temeraria. A
menudo se confunden.
Elena había comenzado a recular en dirección a la puerta. No caminaba
pegada a las paredes y, sin su apoyo, le costaba un horror mantenerse en pie.
—Veo que aún no se encuentra bien. Yo diría que está bastante peor. ¿No
te parece, Otto?
De otro rincón apareció la figura imponente del guardaespaldas.
Llevaba el torso desnudo y unos pantalones vaqueros, y, sujeto en el cinturón,
el cuchillo ceremonial.
La inspectora Valdeón no lograba enfocar bien, y le resultaba muy difícil
mantener los ojos abiertos.
—¿Qué quiere de mí? —fue capaz de articular.
—En realidad nada —respondió Razvan—. Sé cuanto quiero. Jugué con
usted para divertirme un poco. Y para usarla en mi espectáculo, claro.
—¿De qué habla ahora?
—Vamos, seguro que lo sabe. O al menos se lo imagina. Todo ha
terminado. Podemos dejar de fingir. Estuvo bien, pero ya no tiene sentido
continuar con la farsa.
Elena llegó hasta la puerta y se quedo allí, exhausta, apoyada contra
ella. Los dos hombres continuaban acercándose. Al pasar por debajo del foco
la luz cenital acentuó sus rostros amenazantes. Luego volvieron a sumirse en la
oscuridad, desapareciendo entre las sombras.
—Fue usted, ¿verdad? —exclamó la inspectora, haciendo un esfuerzo
sobrehumano por no desmayarse—. El creador de El Tártaro. El hombre
relacionado con todos los crímenes cometidos por esa maldita reliquia.
¡Confiéselo!
—En cierto modo sí, lo confieso —contestó la sombra, burlona—. Otto
falló al intentar eliminar las pruebas que me relacionaban con aquel
anticuario, y usted supo aprovecharse. Pero no me negará que luego se lo puse
bastante fácil.
Elena buscó la manija de la puerta sin volverse.
—Gana tiempo, ¿no es así? —preguntó, cuando por fin dio con ella.
—Muy lista.
—¿Para qué? ¿Qué saca usted con ello?
—Una satisfacción infinita.
Sentía las manos torpes, ineficaces. Al fin logró girar el pomo y abrir la
puerta. La luz de la antesala entró iluminando a los dos hombres, que se
encontraban muy cerca de ella. Necesitaba alejarse. Poner algunos metros de
distancia. Los suficientes para poder actuar.
A trompicones, notando cómo sus tobillos se torcían a cada paso y su
mente dejaba de tener control sobre su cuerpo, logró llegar hasta la mitad de la
antesala. Entonces se giró y los vio allí, observándola con una escalofriante
sonrisa dibujada en sus rostros.
—Es fuerte, ¿verdad? —dijo Razvan—. Ya debería estar KO y, sin
embargo, mírala, sigue luchando. Me gusta. ¿A ti no?
Otto emitió un sonido gutural al tiempo que afirmaba entusiasta con la
cabeza.
—Tranquilo. Gozaremos de ella antes de sacrificarla. Gozaremos todos.
A la inspectora se le heló la sangre en las venas; tanto por lo que dijo,
como por la manera pausada y siniestra en que lo dijo. Cualquier policía sabía
la responsabilidad que entrañaba empuñar un arma, y las contadas ocasiones
en las que estaba justificado su uso. Ahora la amenaza era real, y su vida
corría peligro. Podría encañonarlos. Y apretar el gatillo si lo creía necesario.
En esas cuestiones de orden reglamentario pensó antes de abrirse la
falda para dejar al descubierto la cartuchera sujeta al interior de su muslo.
—¡Oh, vaya! —exclamó Razvan—. Esto sí que no me lo esperaba.
Con las manos temblorosas y torpes, logró sacar el arma. Pero sus dedos
eran garrotes que le costaba doblar, y necesitó realizar un tremendo esfuerzo
hasta conseguir quitar el seguro y apuntarles.
—Ni un paso más —gritó entonces.
Su voz le provocó un eco en la cabeza; y las imágenes, turbias e irreales,
se volvieron nítidas aunque lejanas, igual que si mirara por unos prismáticos
colocados del revés. También notó que la creciente pérdida de conciencia, que
temía que terminara en un desmayo, se trasformaba en una desconexión entre
cerebro y músculos. Impotente asistió al momento en el que brazos y piernas
dejaban de obedecer, y su cuerpo se volvía lacio, desmadejado. Fue todo tan
rápido, que ni siquiera se percató del instante en el que cayó la pistola de su
mano; ni de cuando, ella misma, se arrugó hasta quedar en el suelo igual que
una muñeca rota.
Pero siguió viendo. Y oyendo. Y eso fue lo más terrible.
41
MISA NEGRA

También sentía. Los receptores de su piel continuaban conectados a su


cerebro, dispuestos a trasmitir el tacto, la presión, la temperatura... y el dolor.
No tenía ni idea de lo que le habían suministrado, ni cómo, pero la sustancia
narcótica era tremendamente eficaz y perversa.
Una vez cayó al suelo, Otto la recogió y la llevó de nuevo a El Tránsito.
No fue directo al sanctasanctórum, donde sin duda esperaban el resto de
enloquecidos adoradores del Diablo; sino que, una vez allí, abrió otra puerta
simulada y pasó a una habitación pequeña donde sólo había una cama alta
similar a las usadas para dar masajes, un par de sillas, un armario de un
cuerpo y un chifonier con varios cajones. Paredes, suelo y techo eran grises, y
olía a aceite aromatizado. Eso fue lo que percibió cuando entró en brazos de
aquella bestia, además del sonido de los cánticos que resonaban en el cuarto
como si las paredes fuesen de papel.
Sin demasiados miramientos, Otto la tumbó encima de la cama y le giró
la cabeza para poder ver el rostro inexpresivo que lo observaba con los ojos
enrojecidos.
—¡Grrrr! ¡Grrrr! —gruñó, libidinoso.
Razvan había desaparecido llevándose el puñal, y él estaba solo.
Durante unos segundos la estudió tocándose los genitales, hasta que un hilillo
de baba resbaló por la comisura de su boca y cayó al suelo.
A continuación la desnudó por completo y la cubrió con un ungüento
perfumado. Tuvo que soportar sus manos grandes y fuertes recorrer hasta el
último rincón de su cuerpo —recreándose en sus zonas más íntimas—, y su
boca chupando sus pezones y su entrepierna. Atrapada en una carcasa inútil,
Elena debió sufrir las vejaciones sin poder moverse. Ni gritar. Hubiera
vomitado de tener algún control sobre sí misma.
En un momento dado, el hombre acercó su cara a la suya y la besó en los
labios. Su boca estaba caliente, y su saliva tenía un sabor fuerte, metálico. Se
torturaba pensando en el instante en el que tuviera que sufrir también su lengua
lúbrica. No sucedió. El timbre de un teléfono sonó y Otto se detuvo para
sacarlo del bolsillo trasero de su pantalón y atender. No respondió con
palabras, sólo emitió un sonido gutural de asentimiento antes de colgar. Luego
sonrió con la boca muy abierta; mostrándole, además de sus dientes amarillos,
la cicatriz de su lengua cercenada.
Después de desnudarse por completo y ponerse una túnica y un antifaz,
Otto cogió a la inspectora de nuevo en brazos y salió de la habitación. No por
la puerta por la que habían entrado, sino por otra cubierta con una cortina y
situada en una esquina.
Entonces los cánticos cesaron.
La estancia a la que salieron era grande. De techos altos. Y con un olor
denso y mareante a incienso. La escasa luz ambarina era proporcionada por
pebeteros llameantes, candelabros situados en las paredes y una gran lámpara
repleta de brazos con velas que pendía a tres metros de altura, en mitad del
techo. El silencio era sepulcral. Pero no estaban solos. Un grupo de personas,
vestidos igualmente con túnicas de color púrpura y máscaras de animales
ocultando sus rostros, los observaban mientras pasaban entre ellos. Elena
colgaba inerte de los brazos de aquel hombre. Su cuello flácido le impedía
controlar su cabeza, y sólo podía mover los ojos en una u otra dirección para
mirar a su alrededor. Veía retazos. Fragmentos inconexos que luego su cerebro
encajaba para componer una estampa única. Un cuadro lúgubre y funesto que
se le antojaba realmente desesperanzador. No tenía escapatoria. En aquel
lugar, rodeada de fanáticos dementes, la ayuda estaba descartada. Se
encontraba a su merced. A lo que quisieran hacer con ella. Lo sentiría todo. Lo
padecería todo: dolor, asco, humillación...
Tenía que reconocer que el plan elaborado por Razvan había sido
extremadamente inteligente, preciso y sádico. De un sadismo difícil de igualar.
Ya no había remedio, había caído en él igual que una novata recién salida de
la academia. Un error que pagaría con su vida, sin duda.
En un extremo de la sala había situada una gran mesa de mármol negro
cuya peana central era un cubo del mismo material. A cada lado, colgando del
techo, se veían dos telas anchas y doradas con el símbolo del círculo y la
estrella en color rojo. Frente al altar, en el suelo, destacaba incongruente una
inmensa cama redonda vestida con luminosas sábanas de raso blanco.
En esta ocasión, con sumo cuidado, Otto depositó a Elena sobre la losa
de mármol negro. El frío de la roca le heló la espalda y las nalgas desnudas, y
notó perfectamente su dureza. La cabeza se quedó vuelta hacia su derecha, y
pudo ver al grupo de personas que, de pie, muy quietos, asistían a la
ceremonia.
Trascurrieron unos segundos antes de que percibiera movimiento en
ellos, y un leve murmullo. Entonces escuchó a su lado la voz rotunda, grave y
trasfigurada de Razvan. Hablaba en un idioma extraño, y sus palabras ignotas
resonaban en las paredes adquiriendo una grandilocuencia escalofriante. Lo
hizo durante unos minutos. Después se calló, y el silencio reinó de nuevo. El
pecho de la inspectora subía y bajaba, acompañando a una respiración agitada
producida por el miedo. Miedo que se acrecentó al notar unas manos que
cogían su cabeza y la giraban.
Su campo de visión cambió. Reconoció a Irina y a Otto al otro lado del
altar, tiesos, sosteniendo sendos incensarios que balanceaban de un lado a otro
con un ritmo hipnótico. Y a Razvan en el centro, volcado sobre ella. Se fijó en
sus ojos: antes negros, pero ahora de un vivo color... amarillo. Ojos grandes
de felino, intensos, feroces... Ojos de animal mitológico.
—¡Aquí tenéis el regalo que os prometí! —gritó a un palmo de su cara
—. ¡Su carne saciará vuestros deseos! ¡Y su sangre satisfará al Señor de Luz,
os lo aseguro!
Tan cerca lo tenía que pudo oler su fétido aliento, y sentir el calor que
desprendía su mirada incendiada.
—¡Haced vuestras peticiones! ¡Hoy serán atendidas! ¡Él será generoso,
ya que está feliz con el sacrificio que le ofrecéis! —continuó, levantando los
brazos hacia el techo—. ¡Y luego gozad! ¡Gozad como nunca antes lo habéis
hecho!
Tras describir varios círculos en el aire con el puñal se detuvo, mostró
su mano izquierda y se realizó un corte profundo en la palma.
Un murmullo entusiasta salió de las gargantas de los acólitos.
—¡Ahora debéis recibir la comunión! —exclamó al tiempo que apretaba
el puño y vertía su sangre dentro de un cáliz dorado.
A continuación, Otto se remangó la túnica por encima de la cintura y
dejó al descubierto un pene erecto que Irina se apresuró a manosear. La
masturbación duró poco, apenas unos segundos, y el abundante semen fue
recogido por Razvan en el cáliz. Hasta la última gota. Luego, escupió varias
veces y lo mezcló todo con el puñal.
Esto es una misa negra, pensó Elena en un paréntesis de raciocinio. Una
parodia de una misa cristiana. Una burla grotesca y soez destinada a ofender.
Putos locos.
Uno a uno, los asistentes pasaron junto al altar para beber del cáliz que
les ofrecía Razvan; ávidos, jubilosos, dispuestos a completar esa mofa de
sacramento, esa repugnante eucaristía.
Cuando terminaron, volvieron a sus lugares de inicio frente al altar y se
despojaron de sus túnicas.
—¡Ha llegado el momento! —exclamó Razvan—. ¡Que comience la
ofrenda!
Con lentitud y de una manera ordenada, algunos se tumbaron en la gran
cama. Luego, el resto, cayó sobre ellos de una forma burda y caótica, igual que
si se tratase de hienas ante los restos de un animal abatido. En pocos segundos
aquello se convirtió en una amalgama de cuerpos donde no se sabía de quién
eran piernas, brazos o cabezas. Todos se tocaban, se lamían... Entregados a un
sexo frenético e indiscriminado donde pugnaban por penetrar o ser penetrados.
Hombres y mujeres, voluptuosos, lascivos, usaban sus cuerpos con
desesperación, asaltados por un deseo enfermizo e irrefrenable. Gemidos,
gritos de placer e incluso de dolor resonaron en la gran sala.
—Quiero que lo vea —oyó decir a Razvan, a la vez que le giraba de
nuevo la cabeza hacia el perturbador espectáculo—. Una estupidez, lo sé,
aunque indispensable. Toda religión tiene sus ritos y su parafernalia, ya le
hablé de ello. La orgía cumple la necesidad que tiene el creyente de sentir que
pertenece a un grupo único. —Era la voz de Razvan la que escuchaba Elena
cerca de su oído, aunque más oscura y cavernosa, como si antes de salir por su
garganta hubiera recorrido una distancia infinita—. Cohesión es la palabra. A
mí, personalmente, me aburre. Sin embargo, se ha escrito tanta literatura sobre
el tema que ya no es posible saltarse esta parte sin defraudar a los acólitos.
Asqueada de ver aquellos cuerpos viejos, fofos y torpes esforzándose en
lograr proezas sexuales inimaginables, la inspectora cerró los ojos.
Gesto inútil para intentar desconectar, ya que a los pocos minutos sintió
unas manos que la agarraban de los tobillos y tiraban de ella hasta dejar sus
nalgas al borde de la mesa de mármol.
—¡Ha llegado el momento! —gritó Razvan.
Elena se estremeció, imaginando lo que iba a sucederle.
Los fieles dejaron de inmediato sus juegos sexuales y se volvieron a
mirar a su Gran Maestre.
—¡Esta vez el altar será una mujer! —continuó Razvan, declamando con
su voz trasmutada, como el orador del Infierno en el que se había erigido—.
¡Su cuerpo deberá ser mancillado y violado antes de sacrificarla! Yo seré el
primero que horade su carne! ¡Seguiréis vosotros! ¡Y sólo después, cuando
todos estemos saciados y ella ultrajada, atravesaré su corazón con el sagrado
athame!
—¡Así sea! ¡Así sea! ¡Así sea! —gritaron los asistentes, al unísono,
enfebrecidos.
Fue Otto quien cogió la cabeza de la inspectora y la levantó para que
mirara hacia sus pies. Desde esa posición pudo ver a Razvan despojarse de su
túnica para dejar al descubierto un torso vigoroso y joven. Pero ese cuerpo
imposible para su edad no fue lo que le cortó el aliento; lo que le aterró de
verdad fue ver aquellos dos penes descomunales que se erguían superpuestos
desde su pelvis: uno de un azul mortecino y el otro de un encendido color rojo.
No podía ser, se dijo, convencida de que los efectos secundarios de las
drogas que le habían suministrado eran los causantes de semejantes
alucinaciones auditivas y visuales. No encontraba otra explicación. Sin
embargo, eso no la tranquilizó; y menos, cuando comenzó a notar una mezcla
de calor y frío cerca de su vagina.
—¡Mirad! —exclamó Razvan, exultante—. Lucifer copulará, y con su
simiente lubricará el camino que luego vosotros y vosotras seguiréis. ¿Os
complace?
—¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! —repitió la horda libidinosa.
—¡Contemplad el espectáculo que pocos mortales han visto; y disfrutad
de él, porque se trata de un regalo único que os hace el Señor de Luz!
¡Adoradle por ello!
—¡Te adoramos! ¡Te adoramos! ¡Te adoramos! —vociferaron los fieles,
temblando de deseo.
Justo en ese instante, cuando Razvan la agarraba por las caderas
dispuesto a iniciar las acometidas y Elena cerraba los ojos rendida a la
fatalidad, un fuerte olor a quemado inundó la sala.
Una mujer de mediana edad, con unos enormes pechos caídos y el
vientre flácido, fue la primera en dar la voz de alarma.
—¡Fuego! ¡Fuego! —gritó, saltando de la cama en dirección a la puerta.
Y así era. En un lateral del sanctasanctórum, entre un humo denso y
blanquecino, comenzaron a ser visibles las llamas. Refulgentes, amenazadoras.
Adorar el fuego del Infierno era una cosa; morir calcinado en un
incendio, otra muy distinta. Los fieles también pensaban igual, y en
desbandada, profiriendo gritos de socorro y lamentos, abandonaron la sala
precipitadamente. Tropezando, pisoteándose, agolpándose en la puerta para
salir los primeros.
Razvan, desconcertado, se retiró de la inspectora —sobre la que ya
estaba inclinado a punto de penetrarla—; y Otto dejó de sostener su cabeza —
que cayó golpeando el mármol con la nuca— para mirar a una Irina petrificada
por el miedo.
Una alarma comenzó a sonar. La del sistema antiincendios de la
mansión. El sonido estridente se sumó a la algarada que se había formado, al
crepitar de las llamas y al humo, provocando un caos impresionante.
Razvan, sin embargo, superada la sorpresa inicial, contemplaba el
espectáculo con gesto divertido. Casi complaciente.
—¡Busca un extintor, idiota! —gritó por fin Irina, aterrada, al indeciso
Otto.
Éste no se movió hasta que Razvan le confirmó la orden con un gesto de
cabeza. Y se disponía a cumplirla —dirigiéndose hacia El Tránsito donde
sabía que había uno— cuando algo oscuro, una sombra tan veloz como un
rayo, pasó a su lado.
La inspectora quedó mirando al trió que había junto al altar, y fue testigo
mudo de lo que sucedió a continuación. Estupefacta, vio la figura vestida de
negro que salía de la nada. Un hombre al que reconoció de inmediato: el padre
Miguel.
Eficaz y contundente, igual que un luchador experto, el sacerdote
propinó una patada en el estómago a Irina que bastó para dejarla KO; luego, se
giró hacia el sorprendido Otto y le asestó un golpe brutal en la cabeza con el
atizador de una chimenea, derribándolo como a un pelele.
Para entonces todos los invitados habían desaparecido ya, aunque aún se
oían sus gritos de terror amortiguados por la distancia y la insistente alarma.
Las llamas, avivadas, habían comenzado a devorar los paneles tapizados de la
pared de la gran sala, llegando hasta el techo, y el humo invadía el espacio
igual que una neblina tóxica.
Con los dos lugartenientes fuera de combate, el sacerdote se encaró con
Razvan.
Elena comenzó a toser. Los ojos le lloraban por el denso humo y la
cabeza le iba a estallar. Incapaz de moverse, sólo pudo asistir como
espectadora a la lucha que estaba a punto de comenzar.
Razvan empuñaba desafiante el cuchillo ceremonial, mientras que el
padre Miguel esgrimía el atizador con punta curva. Se estudiaban los dos
contendientes como fieras sabedoras del peligro que entrañaban los dientes y
garras de su oponente, y de las fatales heridas que podrían infringir al menor
descuido. El tanteo duró unos segundos, hasta que Razvan se decidió a atacar.
Gruñó, y lanzó una cuchillada rápida y mortal dirigida al pecho del
sacerdote. Éste reculó y la bloqueó con un preciso golpe de atizador antes de
contraatacar con un mandoble que también interceptó Razvan, interponiendo su
puñal justo antes de que impactara en su rostro.
El intercambio de acometidas prosiguió, demostrando ambos una
increíble destreza con sus respectivas armas. Elena observaba la lucha entre la
densa bruma hasta que, de pronto, cambió. Su mente narcotizada creyó ver
entonces cómo el puñal y el atizador se transformaban en espadas que
destellaban cada vez que chocaban, igual que si de láseres hollywoodienses se
trataran; y quedó atónita al observar cómo los cuerpos de los dos antagonistas
se cubrían de armaduras relucientes: dorada la de Razvan, plateada la del
padre Miguel. Aunque lo que realmente la descolocó, convenciéndola de que
las drogas habían llegado al sumun de su influencia, fueron los dos pares de
inmensas alas emplumadas que se agitaban en las espaldas de los hombres
mientras luchaban.
La alucinación, ensoñación o fantasía continuó durante unos segundos
más; hasta que la mente de la inspectora, agotada y maltrecha, obligó a sus
ojos a cerrarse antes de dejar de funcionar definitivamente.
42
PABLO

Pasó del sueño a la vigilia sin apenas darse cuenta. En un despertar que
no era tal. O sí, pero de una calidad que jamás había sentido. Reconoció que
estaba tumbada en una cama. Con sumo trabajo abrió los ojos. Le escocían y le
costaba enfocar. Tardó un rato en reconocer su habitación. La única luz era la
que entraba a través de la ventana: mortecina y de un tono ocre. Le dolía la
cabeza, notaba el cuerpo entumecido y su estómago era un caldero burbujeante
de vaciedad. Al girar la cara hacia el lado contrario a la ventana lo vio. El
padre Miguel estaba allí, sentado en una butaca, con los pies descalzos
apoyados en un escabel y los brazos cruzados sobre el pecho. Mirándola.
—Creí que no iba a despertar nunca —dijo, incorporándose a medias.
—¿Qué ha pasado? —preguntó la inspectora, articulando mal, con la
boca tan seca como el polvo.
—¿No recuerda nada? —se extrañó el sacerdote.
Elena recapacitó.
—Estoy confusa. En mi cabeza veo imágenes que se superponen. No
logro componer un relato coherente —confesó, restregándose la cara con las
manos.
—Le refrescaré la memoria —dijo el padre Miguel, bajando los pies
del escabel y apoyando los codos en las rodillas—. Anoche, desoyendo mis
consejos, acudió sola a casa de Razvan Grosu. Allí fue drogada y utilizada en
una misa negra por adoradores de Satán. A punto estuvo de ser sacrificada.
Elena dio un respingo.
—¡Dios mío, ya me acuerdo! Iban a violarme y luego a trincharme como
a un pavo. No podía moverme, pero lo veía todo. Y lo sentía. Fue horrible.
¡Espantoso!
—Tranquilícese. ¿Qué más recuerda?
Meditó antes de responder. Los retazos, poco a poco, iban ordenándose
en su mente.
—¡Usted! Llegó usted y comenzó a pelear como un puñetero boina verde
del ejército. Lo vi acabar con ese miserable de Otto y con Irina, y luego
enfrentarse a Razvan.
—No fue para tanto —intervino el sacerdote—. Los pillé
desprevenidos.
La inspectora torció el gesto. Algunas imágenes no tenían sentido.
—Va a creer que estoy loca —dijo por fin—. Recuerdo verles luchar
con espadas y armaduras.
—¿A quién?
—A usted y a Razvan. Y eso no es lo más raro. También tenían unas
hermosas... alas.
—Vaya —exclamó, divertido.
—Ahora mismo, en mi cabeza, se mezclan imágenes reales con otras
inventadas. Me cuesta diferenciarlas.
—Es normal. Aún tardará en recuperar del todo la memoria. O, al
menos, eso dijo el médico.
—¿Qué médico?
—¿No se acuerda de que ha estado toda la noche en un hospital? —se
extrañó el sacerdote.
Ella negó con la cabeza, pasmada.
—Esta mañana fuimos incapaces de que se quedara ingresada, y exigió
el alta.
—¿En serio? ¿Qué hora es?
El padre Miguel consultó su reloj de muñeca.
—Las seis menos diez... de la tarde.
—¡Imposible! —replicó, incrédula.
—Tras salir del hospital quiso que la trajera a casa. Estaba eufórica.
Nada más llegar cayó en la cama como un tronco. Eso fue, más o menos, a las
once y media de la mañana.
—No logro acordarme tampoco.
—El doctor me advirtió que podría presentar cuadros de amnesia
temporal, y que esas lagunas se irían rellenando con el tiempo.
Elena se dio cuenta de que llevaba puesto un grueso pijama que hacía
siglos que no usaba, y al girar la cara vio en la mesilla de noche su teléfono
móvil, su cartera y las joyas que había llevado puestas aquella noche.
—Explíqueme lo que ha pasado —dijo, usando un tono autoritario—.
Desde el principio.
—Bueno, no hay mucho que contar —empezó el padre Miguel, algo
reticente—. Después de dejarla ayer en el hospital, no me fiaba. Pensaba que
pudiera hacer alguna tontería, como así fue, y me quedé por su barrio.
Vigilando.
—Continúe —le animó, para que cerrara la pausa dramática.
—Al verla salir con su coche la seguí hasta casa de Razvan, aparqué
lejos de la entrada y volví a pie. No me fue difícil saltar la valla que rodea la
urbanización y llegar hasta la mansión. No hay cámaras de seguridad ni
alarmas, lo comprobé la primera vez que estuvimos, y fue sencillo acceder al
interior forzando una ventana.
—¿Por qué lo hizo? ¿Usted ya sabía lo que iba a suceder?
—Lo imaginaba. Aunque tenía que confirmarlo. Por esa razón esperé un
rato antes de bajar hasta la falsa iglesia. Cuando lo hice, la ceremonia ya había
comenzado.
—Tengo la sensación de haber estado bastante tiempo tumbada en aquel
altar. ¿Por qué no avisó a la policía de inmediato?
—Primero debía asegurarme de que el niño secuestrado no formaba
parte del sacrificio; y que Razvan, por tanto, no poseía la reliquia —se
justificó él—. Después llamé. Contacté con el oficial Zúñiga y le expliqué la
situación. Me aseguró que vendría de inmediato con una patrulla, pero los
acontecimientos se precipitaron y tuve que actuar.
—Recuerdo el fuego —saltó Elena, al recibir un flash informativo de su
memoria.
—Fue lo único que se me ocurrió para desalojar aquel lugar. Si alguien
grita "¡fuego!", todo el mundo sale corriendo.
—Bien pensado.
—Había cogido el atizador de la chimenea de la biblioteca y, al
vaciarse la sala de fanáticos, no me lo pensé dos veces.
—Impresionada me tiene.
—Ya se lo dije. No fue gran cosa. El factor sorpresa, ya sabe.
—Sí, ya sé —dijo la inspectora, con recelo—. Continúe.
—Tras quitar de en medio al guardaespaldas y a la chica, Razvan se
resistió. Tuvimos una corta lucha que terminó cuando él huyó perdiéndose
entre el humo y la oscuridad.
—Entonces, ¿ha escapado?
—Deje que termine.
—Vale.
—Las llamas se habían extendido. Tuve que elegir entre perseguirle a él
o sacarla a usted de allí. Espero que se alegre de mi decisión.
—Me alegro, cómo no. ¿Qué pasó después? Es esta parte donde mi
cabeza no ha retenido nada.
—Llevándola en brazos fui hasta su coche. Llamé a los bomberos y
luego abandoné la urbanización. No esperé a la policía y la ingresé en un
hospital. Allí confirmaron lo que me temía.
—¿Me llevó desnuda?
—Oh, no. Cogí una de las túnicas. También su bolso. Y sus joyas. La
ropa estaba destrozada.
—Esa bestia inmunda... —gruñó Elena, al visualizar el momento con
Otto en aquel cuarto que olía a aceites aromáticos—. ¿Con qué me drogaron?
—Los análisis detectaron un alto porcentaje de escopolamina en sangre.
Tiene efectos psíquicos y físicos. Es un alcaloide que actúa sobre las zonas
del cerebro que se relacionan con la memoria y la cognición. Produce visión
borrosa, alucinaciones, vértigos... Y lo más importante: anula la voluntad y
produce amnesia.
—Burundanga. La droga de los violadores —apuntó la inspectora.
—Exacto.
—¡Hijos de puta!
Igual que las olas arrastran hasta la playa los restos de un naufragio, así
llegaban a su memoria los recuerdos.
—Debieron darme algo más —concluyó, abriendo y cerrando las manos
para comprobar la funcionalidad de sus dedos—. No podía moverme.
Imposible.
—Le suministraron un cóctel que también incluía zolpidem, un fuerte
hipnótico, cocaína y tetradotoxina. Esta última fue la responsable de su
parálisis. Se extrae del takifugu, una variedad del pez globo, y en ingestas
bajas o moderadas bloquea los músculos manteniendo a la víctima consciente.
En dosis altas, la neurotoxina puede producir la muerte por asfixia.
—Tomé agua —confesó Elena—. La botella estaba cerrada. No caí en
los hielos. Bebí mucho. Esos cabrones me dejaron en la biblioteca hasta que
me deshidraté. Debí darme cuenta.
—De ser así, le hubieran suministrado la droga por la fuerza. Me temo.
—No lo crea, llevaba mi... ¿Dónde está mi pistola?
—En balística.
—¿Por qué? No llegué a disparar.
—Usted no, pero Otto sí.
—¿De qué habla?
—Mientras usted y yo estábamos en el hospital, el oficial Zúñiga llegó a
la mansión. Y también los bomberos. Cuando el fuego se extinguió y pudieron
entrar, encontraron a Irina y a Otto muertos de un tiro en la cabeza. Todo indica
que él la mató y luego se suicidó.
—¿Y Razvan?
—También descubrieron el cuerpo carbonizado de un hombre que
coincide con él. La autopsia lo confirmará.
—No lo entiendo.
—Los tenía a su merced. Adoctrinados y sumisos. Sin voluntad propia.
Hicieron lo que él les dijo. Se sacrificaron.
—¿Y él? ¿Intentó huir y en la confusión cayó en las llamas? ¿O decidió
que tenía todo perdido y prefirió la muerte a la cárcel?
—O, tal vez, regresó a casa —contestó el sacerdote, indiferente.
—No me toque las narices. ¿Ahora de qué está hablando?
El padre Miguel escondió la sonrisa que asomaba a su boca.
—De nada. Pensaba en voz alta.
Elena se revolvió en la cama. De repente se sintió incómoda allí.
—¿Seguro que se encuentra bien? —dudó el sacerdote, al verla
levantarse de golpe.
—¿Quién me vistió?
—Quédese tranquila, se ocupó una agente de policía.
—Ya me había visto desnuda, eso no me preocupa. Lo digo por este
pijama. Me estoy asando.
—¿Adónde va? —preguntó el padre Miguel, mientras la seguía con la
vista caminar descalza hacia la puerta.
—Tengo el cuerpo como si me hubiese pasado una manada de elefantes
africanos por encima, y el estómago vacío —respondió, abriendo la puerta de
la habitación—. Con lo primero tendré que aguantarme. A lo segundo pretendo
ponerle remedio. ¿Me acompaña?
Minutos más tarde, sentados cara a cara en la mesa de la cocina, delante
de sendas tazas de humeante Cola Cao y una caja de galletas, la conversación
terminaría tomando unos derroteros inesperados.
—No le he preguntado —dijo la inspectora, masticando una galleta—.
Supongo que el comisario estará que echa chispas.
—Se pasó por el hospital. Veo que tampoco lo recuerda.
Elena se encogió de hombros.
—Le echó una buena bronca por su imprudencia. Luego, ante la
perspectiva de haber atrapado al asesino del anticuario y del subinspector
Santos, se tranquilizó bastante. Es un hombre práctico.
—Demasiado.
El padre Miguel se recostó en la silla con la taza en la mano mientras la
miraba devorar galleta tras galleta.
—¿Por qué lo hizo? ¿Por qué aceptó la invitación de Razvan? Usted no
es tonta. Sabía el riesgo que corría.
—Estábamos en un punto muerto. Creí que podría hacerme con el ADN
de Otto —se justificó ella.
—Se arriesgó en exceso.
—Iba armada. El peligro estaba controlado.
—Vamos, sea sincera, tiene que haber algo más —la presionó—. Eso
que cuenta puede servir para rellenar su informe. A mí debería contarme la
verdad. Creo que la merezco.
La inspectora Valdeón apuró la taza de un trago, se levantó de la silla,
fue al fregadero y comenzó a lavarla visiblemente nerviosa. El padre Miguel
se quedó sentado. Ella fijó la vista en la ventana que daba al patio, con la
mirada perdida. A continuación, se volvió con las manos llenas de jabón y se
apoyó en la encimera.
—Se llamaba Pablo. Tenía ocho años cuando desapareció —comenzó
diciendo, con una voz que evidenciaba una profunda aflicción—. Siempre
volvíamos juntos del colegio. Yo era cuatro años mayor que él, y nuestros
padres confiaban en mí. Pero les fallé.
Elena se rompía. Respiró hondo, se pasó el dorso mojado de la mano
por la nariz y continuó.
—Una tarde, después de clase, yo estaba con mis amigas esperando a
que saliera un chico que iba a un curso superior. Lo hacía a menudo. Me
gustaba. ¡Cómo me gustaba! Nos veíamos unos minutos en la puerta y luego
nos despedíamos hasta el día siguiente. Una tontería. Cosas de niños. Sin
embargo, para mí era lo más importante del mundo. Esa tarde se retrasó. No sé
por qué. Nunca lo supe. Quizá lo castigaron. O estaba enfermo en casa. La
cuestión fue que todos los padres y niños se marcharon, incluidas mis amigas,
y yo continué allí, con mi hermano pequeño de la mano. —Tras lanzar un
suspiro, buscó un paño, se secó las manos y volvió a sentarse frente el
sacerdote—. No sé cuánto tiempo estuvimos esperando. Probablemente
mucho. Pablo se cansó y comenzó a protestar. Quería ir a casa a merendar.
Discutimos y le dije que si tanta hambre tenía, que se marchara solo. Y él se
fue, llorando. ¡Vete! ¡Déjame en paz!, le grité. Lo recuerdo bien, porque
aquellas fueron las últimas palabras que le dirigí. Nunca más volví a verle.
Una semana después apareció su cadáver. Mis padres me contaron que se
había perdido volviendo a casa, y un coche lo había atropellado. Una mentira
ridícula que yo me creí. A los dieciséis años me enteré, por una vecina
indiscreta, que en realidad mi hermano pequeño había estado secuestrado
antes de que lo asesinaran.
El padre Miguel entornó los ojos en señal de pesar.
—Sin embargo —continuó la inspectora, minimizada en la silla como si
quisiera desaparecer—, los detalles más dolorosos no los supe hasta años
después, cuando tuve acceso al informe del caso. Mis padres jamás me
hablaron de ello. Y era lógico. Según la autopsia, el hombre que lo secuestró
lo mantuvo con vida durante siete días. No lo alimentó, apenas le dio de beber
y lo violó infinidad de veces durante todo ese tiempo. Siete días, ¿se imagina?
—musitó, con un temblor de dolor y rabia agitando sus labios—. Su cadáver
apareció en un vertedero a las afueras de Madrid. Tirado como basura.
Unas lágrimas reventaron en sus ojos, pero mantuvo la mirada fija en el
sacerdote.
—Lo siento mucho —terminó diciendo él—. Una auténtica desgracia.
—Lo fue. Mató a mi hermano. También a mis padres... Y un poco a mí.
—¿Detuvieron al asesino?
—No.
—¿Por eso eligió ser policía? ¿Quería atraparlo usted?
—Entonces pensaba que alguien no había hecho bien su trabajo, y que yo
sería capaz de dar con él. Lo intenté durante mucho tiempo. Tenía rastros de
fibras, huellas, muestras de ADN... Me pasé años comparándolas con casos de
delincuentes sexuales y pederastas. Aún sigo haciéndolo.
—Una tragedia así no se olvida fácilmente —intervino el padre Miguel.
—Mi madre rezó hasta que murió. Y también mi padre. El único
consuelo que les quedaba era ver a ese malnacido pagando por lo que le había
hecho a su hijo. Pero tuve que enterrarles sin que tuvieran esa satisfacción tan
humana. Y yo me quedé sola, cargando con la culpa.
—Usted no hizo nada —medió el sacerdote, al notarla hundirse.
—No debí dejar que volviera solo a casa. Era mi responsabilidad.
Murió porque fui una estúpida egoísta. Porque quería ver a un chico del que
ahora no recuerdo ni su nombre. ¿Puede creerlo?
La resistencia cedió, y Elena rompió a llorar desconsoladamente. El
padre Miguel dudó antes de agarrarle las manos y apretárselas afectuoso.
—Qué carga tan pesada ha debido soportar durante todos estos años.
—La que me merezco.
—Era una niña.
La inspectora Valdeón agachó la cabeza, perdida en sus recuerdos.
—Y él —terminó diciendo—. Tenía ocho años cuando aquel hombre le
quitó todo lo que fue y todo lo que pudo haber sido, ¿lo entiende? Yo le quería.
Quería mucho a mi hermano, y él me lo arrebató. Imaginarme a ese monstruo
libre, acechando a otras víctimas... Es horrible.
—Quizá haya muerto —dijo el sacerdote, para consolarla.
—Lo he pensado. También pudo irse a otro país. O algo peor.
—¿A qué se refiere?
—La naturaleza de ese depredador sexual es única. Hablamos de
alguien extremadamente malvado, cuya mente es difícil de analizar. Quién
sabe, tal vez continúe agazapado, inactivo, mientras aún se recrea en su obra.
El padre Miguel hizo memoria.
—La medalla de san Benito —terminó diciendo.
—Sí. La suya nunca apareció. Esas bestias suelen quedarse con trofeos
de sus víctimas. Recuerdos.
La inspectora soltó un suspiro, se enjugó las lágrimas y se recostó en la
silla simulando entereza.
—Bueno, ahora ya lo sabe. Soy una mujer atormentada que persigue a un
fantasma.
—¿Por eso fue a esa casa? ¿Acaso esperaba que aquel hombre le diera
respuestas?
—Buscaba el ADN de Otto, ya se lo he dicho, aunque también algo más
—confesó Elena, desviando la mirada—. Estaba agotada. Este caso, la muerte
de Santos, Arieta... No razonaba bien. Vi a mi hermano en sueños, y a una
figura grotesca que se ofrecía a ayudarme. Estaba desesperada por ponerle fin
a las pesadillas. Llámeme estúpida, pero al encontrarme a ese hombre, y las
cosas que vi en su casa... No me pareció tan mala idea probar suerte. Dios
hacía años que nos había abandonado.
—No la culpo —intervino el sacerdote, comprensivo—. Ya le dije que
Satanás es un embaucador. Un charlatán, seductor y mentiroso.
De un salto, la inspectora se incorporó de la silla.
—¿De qué habla ahora? Le digo que había perdido la cabeza. Ya la he
recuperado. A Razvan Grosu y al resto de personas que había en esa casa sólo
les mueve su propio interés, y un desprecio total hacia los demás. Son
miserables, depravados y malvados. De una maldad suprema, aunque humana.
—Si usted lo dice.
—Claro que lo digo —rubricó Elena—. Y ahora, si no le importa, voy a
darme una ducha.
El padre Miguel se quedó sentado mientras la veía salir de la cocina y
desaparecer por el pasillo. Entonces, entrelazó los dedos, agachó la cabeza y
comenzó a murmurar muy bajito. No rezaba. Eso no hubiera tenido sentido. Lo
suyo fue más bien una petición. Una súplica.
Frente al espejo del cuarto de baño, la inspectora se derrumbó
definitivamente. Apoyada en el lavabo, contemplando un rostro de ojos
enrojecidos y labios sin vida, lloró de nuevo. Lloró por lo que había pasado, y
lloró por el relato de su hermano. Jamás había hablado de ello con nadie, ni
con sus amigos más íntimos —si es que tenía alguno que pudiera considerarse
así—, y, sin embargo, se había sincerado con aquel sacerdote; ese hombre de
intensos y tranquilizadores ojos azules que la invitaron al desahogo y a la
confesión. Según dicen, se habla cuando duele más estar callado. ¿Se
arrepentía de haberlo hecho? ¿De desnudarse delante de él? No. Su rabia, su
dolor, su desesperación... eran motivados por un sentimiento de frustración
que llevaba años soportando en soledad. Una losa eterna que, se temía,
seguiría aplastándola hasta el día de su muerte.
El agua de la ducha, cálida y sugestiva, se llevó el llanto y adormeció a
la mujer herida y fracasada. Cuando salió del baño, veinte minutos más tarde,
Elena Valdeón había recuperado la coraza dura e insensible que lucen los
héroes. Los héroes y los atormentados.
Sus pisadas apresuradas resonaron por el pasillo haciendo que el padre
Miguel se levantara de la silla de la cocina y se asomara.
—¿Va todo bien?
—Sí —la oyó decir, en albornoz y zapatillas, antes de desaparecer
dentro de su habitación.
El sacerdote la siguió.
—¿Seguro? —preguntó, apoyado en el quicio de la puerta.
—Sabe, el agua de la ducha me ha recordado que soy inspectora de
Policía, y que tengo un caso por resolver.
—¿Y?
—Que cierre la puñetera puerta. Voy a vestirme.
Y eso hizo. Con ropa práctica, informal, como siempre. Vestida así se
sentía mejor. Guardó las joyas de su madre en un cajón del armario,
mirándolas como si se despidiera de ellas por mucho tiempo, y se colocó de
nuevo su medalla de san Benito. Nunca lo hubiera hecho delante del sacerdote
por no darle esa satisfacción, ni admitido que su contacto le reconfortaba
tanto, aunque así era. Complacida, cogió su teléfono móvil y salió de la
habitación.
Encontró al padre Miguel en el salón, mirando por el amplio ventanal,
admirando las vistas de El Retiro iluminado por las farolas.
—Ahora entiendo que nunca se haya mudado de aquí.
—Sí, es bonito —respondió ella, indiferente, dispuesta a restablecer la
distancia que antes mantenían.
—¿Se encuentra mejor?
—Como nueva.
La miró un instante y regresó al paisaje nevado y nocturno que se
dibujaba al otro lado de los cristales.
—¿Qué piensa hacer ahora?
—Ponerme al día —respondió ella, decidida, al tiempo que tomaba
asiento en su butaca favorita.
Pretendía ir a la comisaría, pero antes quería hablar con Zúñiga. Tenía
tantas dudas en la cabeza, que necesitaba información actualizada para saber
por dónde continuar. En un caso tan complicado como el que se traían entre
manos, unas horas eran un mundo. Y más, si habían sucedido tantas cosas
mientras ella había estado ausente.
Riguroso como siempre, y un punto alegre, Zúñiga le informó que
después de analizar la escena y recoger restos de pólvora de su mano, se había
confirmado lo que ya le había dicho el sacerdote: que Otto se suicidó después
de disparar a Irina. También le dijo que, tras cotejar su ADN con las muestras
extraídas de las uñas de la subinspectora Arieta, se había determinado que
además era el asesino de Santos. Del cadáver abrasado tampoco cabía ninguna
duda: correspondía a Razvan Grosu. Por último, le explicó que al revisar el
ordenador del exdiplomático rumano había encontrado pruebas irrefutables de
que era el administrador de El Tártaro.
—Dio en el blanco, inspectora. De pleno.
—Ya veo.
Después de las buenas noticias, llegaron las malas.
—¿Se ha encontrado la reliquia robada?
—Todavía hay agentes en la casa registrándola, es enorme, pero de
momento nada.
—¿Y qué me dice del resto de los invitados a la misa negra? ¿Se ha
podido identificar a alguno?
—Le pedimos las grabaciones al guardia de la urbanización y dijo que
se había producido un fallo en el sistema —respondió Zúñiga—. Sólo hubo
que presionarle un poco para que se derrumbara y confesara que ese tal
Razvan le pagaba para que las desconectara los días que tenía invitados...
"especiales".
—¡Mierda!
—Si al menos recordara alguna de las matrículas...
—Estaba oscuro. No sé. Quizá ni las vi. O mi cabeza haya extraviado el
dato. Imposible. No me acuerdo —se lamentó la inspectora.
—No se torture. Esa gente tan importante casi nunca cae. Además, ser
adorador de Satán no es delito en este país.
—Eso no, aunque sí participar de un sacrificio humano.
—Usted sabe, tan bien como yo, que acusarles de algo semejante sería
prácticamente imposible. Confórmese. Ha caído el asesino de Santos, el
cabrón que casi mata a Arieta, y también el hombre que daba las órdenes.
Debería estar muy satisfecha.
—Y lo estoy —corroboró ella, sin mucha convicción—. ¿Qué me dice
del francés?
—Como si se lo hubiera tragado la tierra.
Elena resopló.
—Entre usted y yo, inspectora —dijo bajando la voz, en tono
confidencial—. El comisario Bernedo intenta aprovechar la oportunidad y
cargarle la muerte del chico de El Calmo a Otto.
—Sería un error. El asesino fue otro. El forense lo confirmó. Y él lo
sabe.
—Yo le cuento lo que se oye por aquí. Además, no sería la primera vez
que un forense mete la pata.
—Ya. ¿Y del niño desaparecido? ¿Hay novedades?
—Lamentablemente, no.
Elena se quedó muda. Fue Zúñiga quien propuso dar por finalizada la
llamada.
—¿Alguna cosa más, inspectora?
—Nada más —respondió, saliendo de sus meditaciones—. Buen
trabajo. En un rato iré para allá.
—El comisario Bernedo insistió en que se tomara el resto del día libre.
Recuerde.
No se acordaba.
—Aproveche que está de buen humor.
—Lo pensaré.
Tras colgar, el padre Miguel quiso conocer los detalles que le había
contado Zúñiga. Y ella se los dio.
—Bueno, parece que se confirma todo lo que sospechábamos —le dijo,
cuando acabó.
Elena se guardó lo peor para el final.
—No creo que recupere su reliquia. El comisario Bernedo pretende
cerrar el caso y dar por finalizada la investigación.
—¿Y usted?
—No depende de mí.
—Sería una pena, ahora que estábamos tan cerca.
—¿Tan cerca de qué? —replicó Elena.
El sacerdote se recostó en la ventana, cruzó los brazos y la miró con
intensidad.
—Vamos, inspectora Valdeón, usted sabe tan bien como yo que esto aún
no ha terminado.
43
ELUCUBRACIONES

—A veces los casos se cierran en falso. Quizá deba empezar a asumir


que jamás recuperará esa maldita reliquia. Y puede que sea lo mejor —razonó
Elena—. Si ese francés ha visto las noticias, y realmente la tiene, se deshará
de ella y se entregará. Es lo que haría yo. No hay ninguna prueba contra él. En
el fondo lo tiene fácil, ya que Bernedo piensa que fue Otto el responsable de
todos los crímenes.
—Pero usted no.
—Eso no importa. No sería la primera vez que un criminal se va de
rositas.
El padre Miguel buscó un sillón frente a la inspectora y se sentó.
—Vamos, analice bien lo que ha pasado hasta el momento —comenzó
diciendo—. Razvan manipuló la situación desde el principio, y luego ha
jugado al despiste con nosotros creando pistas falsas. Nos apartó del
verdadero foco hasta que se sintió acorralado. Después, simplemente, preparó
el teatro para realizar una salida dramática de escena. Su cometido era
distraer y confundir. Esto ya lo hemos hablado.
Sí, lo habían hablado, y Razvan se lo había confirmado. Ahora lo
recordaba. Como un fogonazo, en la cabeza de Elena se materializó aquella
habitación que llamaban El Tránsito, el momento en el que se confesó culpable
y le dijo que la farsa que había interpretado buscaba ganar tiempo. "¿Qué saca
usted con ello?", le había preguntado entonces, y él le había respondido
enigmático: "Una satisfacción infinita".
—¿En qué piensa? —la espoleó el sacerdote, al verla ensimismada.
"Una satisfacción infinita".
La frase seguía resonando en su cabeza. Se negó a comentarla con él.
¿Para qué? ¿Para que siguiera fantaseando con un complot demoniaco?
—Estoy convencido de que Razvan sabía quién tiene la reliquia: alguien
dispuesto a completar el ritual. Y su objetivo era ayudarle —continuó el padre
Miguel, en vista de su mutismo.
La inspectora salió de sus meditaciones.
—Eso es absurdo. He leído el historial delictivo de Remi Sagnier: robo,
extorsión, estafa... Un tipo así no cree en cuentos chinos. Su mundo está en la
tierra. Es gente pragmática cuyo único dios son ellos mismos; y su religión, el
dinero. Veo muy probable que el francés matara al muchacho de El Calmo e
hiriera a su compañero para robarles el cofre, y que luego decidiera hacer el
negocio por su cuenta saltándose al anticuario. De ahí, a pensar que esté
dispuesto a raptar a un niño para realizar un sacrificio absurdo, va un buen
trecho. No me lo creo.
—Yo no he dicho que sea el francés.
—Ah, ¿no? Y entonces... ¿En quién está pensando?
El sacerdote se rascó el mentón, donde una naciente barba casi blanca
comenzaba a nacer.
—La mayoría de las veces se comprueba que, después de atrapar a un
asesino, éste ya había sido interrogado previamente y descartado como
sospechoso.
—Vaya, ¿dónde ha oído eso? ¿Viendo series policiacas en la televisión?
Magnífica fuente —saltó Elena, sarcástica.
—¿Acaso no es verdad?
La inspectora hinchó los carrillos y luego sopló con sonoridad.
—Uff, me agota —terminó diciendo.
—Lo siento, no era mi intención.
—Sé que está preocupado, y yo también. Pero debemos aceptar que
quizá hayamos llegado a una... ¿Cómo se dice en inglés "calle sin salida"?
—Dead end.
—Eso, a una dead end. Desgraciadamente, a la espera de nuevos
acontecimientos, poco más podemos hacer —concluyó la inspectora Valdeón
—. Estará cansado. ¿Por qué no se va a su hotel, se da una ducha y luego se
tumba en la cama a ver la televisión?
El padre Miguel se mordisqueó nervioso el labio inferior antes de
hablar.
—Tiene razón. ¿Y usted qué hará?
—Ir a la comisaría. Veré si puedo ayudar en la búsqueda de ese pobre
niño.
—Prométame que dejará de hacer tonterías.
—Se lo prometo.
—La última vez me engañó.
—He aprendido la lección.
—Eso espero.
El sacerdote se levantó y abandonó el salón. Elena lo acompañó hasta la
puerta de salida.
—¿Y su abrigo?
—En mi coche. Aún seguirá aparcado cerca de esa urbanización.
—Le dejaría uno, aunque no creo que sea de su talla. ¿Quiere que lo
lleve al hotel?
—No se moleste —respondió, abriendo la puerta de la calle—. Cogeré
un taxi.
La inspectora se asomó al rellano mientras él esperaba el ascensor.
—Padre Miguel.
—¿Sí?
—Gracias.
—Vaya, creí que nunca iba a dármelas.
Elena esbozó una sonrisa y cerró la puerta. Permaneció apoyada en el
marco un buen rato, sumergida en cavilaciones de muy variada índole. Su
organismo hacía horas que había eliminado todas las drogas, y ya se
encontraba al cien por cien. Hasta se acordaba de todo lo que había pasado
aquella noche: de su paso por el hospital, de su charla con el comisario, de la
agente de policía que le puso el pijama y la metió en la cama... E, incluso, del
momento en el que el sacerdote se ofreció a quedarse con ella, junto a la
cama... velando sus sueños.
—¡Vale ya! —se reprochó en voz alta.
Ya tenía bastante con las fantasiosas elucubraciones de aquel extraño
cura, como para que ella misma las fomentara también. Resuelta a cambiar de
registro y a imbuirse en el mundo real de una vez por todas, fue al cuarto de
baño, sujetó su corta melena en una coleta y se maquilló ligeramente. Luego,
se puso el tres cuartos militar y guardó en sus múltiples bolsillos su
documentación, el teléfono móvil, las llaves de casa y las del coche.
Enganchaba la cartuchera de su arma reglamentaria en el cinturón del
pantalón cuando sonó el teléfono.
—¿Dígame? —respondió sin mirar quién llamaba.
—¿Es usted la inspectora Valdeón?
—Sí.
—Soy el sargento Dávila. La llamo por un asunto que creo importante.
—Le escucho.
—Hace menos de una hora hemos encontrado un vehículo accidentado
en el barranco de la Muela, situado a cinco kilómetros de El Calmo, sin nadie
en el interior.
—¿Y? —lo interrumpió Elena, impaciente.
—Al comprobar la matrícula y el modelo hemos descubierto que el
propietario coincide con alguien que andan buscando. Un tal... Remi Sagnier,
súbdito francés.
—¿Está seguro? —saltó la inspectora.
—Completamente.
—¿Y dice que el coche estaba vacío?
—Sí.
—¿Han buscado por los alrededores?
—Por supuesto —respondió de inmediato el sargento, levemente herido
en su orgullo profesional—. Sabemos perfectamente que a veces los cuerpos
salen disparados tras un accidente, o los heridos abandonan el coche para
quedar inconscientes o muertos a unos metros de distancia. No es el caso. Ni
siquiera hemos encontrado sangre en el interior del vehículo.
—¿Han tomado huellas?
—Aún no. ¿Quiere que avise a nuestra Científica? ¿O prefiere enviar a
su equipo? Como ese francés parece relacionado con el caso que lleva...
Elena sabía que la Unidad Científica de la Guardia Civil era tan eficaz o
más que la que tenía la Policía Judicial, y estaba segura de que actuarían con
mayor rapidez.
—Ocúpense ustedes —terminó diciendo—. ¿Y dice que lo han hallado
en un barranco?
—Sí. Una caída de más de treinta metros. El coche estaba destrozado.
—¿Cree que pudo tratarse de un accidente?
—El acceso a esa zona se realiza a través de una pista forestal muy
estrecha —explicó el sargento—. Un sendero que en el pueblo nadie se
aventura a recorrer en coche, ya que no tiene salida y dar la vuelta es
imposible. Tampoco hay señales de frenada en la tierra.
—Entiendo. ¿Usted diría que lo tiraron intencionadamente?
—Apostaría por ello. Tenga en cuenta que el fondo del barranco es una
maraña impenetrable de arbustos y matorrales. Si yo quisiera deshacerme de
un coche, no encontraría mejor sitio para hacerlo —respondió el sargento,
animado porque la inspectora le pidiera su opinión—. De no ser por la batida
hubieran pasado meses, incluso años, antes de que alguien pasara por ahí y se
topara con él.
—¿Batida? ¿Qué batida?
—¿No se ha enterado?
—No. He estado algo... ocupada. ¿Qué ha pasado?
—Pues la televisión y la radio no hablan de otra cosa —dijo Dávila,
casi en tono de reproche.
—Le he dicho que he estado ocupada —le espetó, asaltada por un
nefasto presentimiento—. ¿Quiere decirme de una vez qué ha sucedido?
—Que, desgraciadamente, ha desaparecido un niño.
A Elena se le encogió el estómago y, por unos segundos, sintió que se
quedaba sin aire.
—¿Cómo? —preguntó, cuando recuperó el aliento.
—Hoy es fiesta en el pueblo. No hay colegio. Parece ser que esta
mañana fue a jugar a la nieve con unos amigos a una campa situada en la linde
norte. Pensamos que después, en lugar de volver a su casa, pudo adentrarse en
el monte y extraviarse.
—¿Qué edad tiene?
—Nueve años. Hijo único. Imagínese los padres... Estamos poniendo
todos los medios a nuestro alcance para localizarlo. Disponemos de refuerzos
de la Guardia Civil enviados desde Madrid, personal de la UCO, de
Protección Civil y un montón de voluntarios del pueblo para recorrer palmo a
palmo el terreno.
La inspectora puso su mente a funcionar. En cuestión de segundos barajó
todas y cada una de las posibilidades que, el descubrimiento del coche
accidentado del francés y la desaparición de aquel niño, pudieran tener; y, una
vez descartó el azar, sólo le quedó una opción: que ambos hechos estuvieran
relacionados.
—Voy para allá de inmediato
—No lo veo necesario. Ha oscurecido y las labores de búsqueda
terminarán en unos minutos. Mejor sería que esperara a que... ¿Inspectora?
¿Inspectora? —repitió Dávila, al oír que colgaban al otro lado de la línea
telefónica.
Tan impaciente estaba, que ni siquiera se despidió del sargento. Con un
ligero temblor en las manos, llamó al padre Miguel.
—Hola, inspectora —respondió éste, al segundo timbrazo.
—¿Dónde está?
—Esperando al autobús. Parece ser que hoy los taxistas están de huelga
—le explicó en tono de fastidio.
—Diríjase a la salida de mi garaje, le recogeré allí.
—¿Adónde vamos?
—A El Calmo.
—¿Qué ha sucedido?
—Se lo explicaré cuando nos veamos.

Y eso hizo camino de La Moraleja, donde el sacerdote había dejado


aparcado el Mercedes-Benz con el abrigo dentro. Al verlo a la puerta de su
garaje, tiritando de frío, Elena determinó que sería más rápido ir a la
urbanización —que al fin y al cabo quedaba de camino del pueblo—, que
llevarlo a su hotel para que cogiera otro. Lo que no pensaba era cambiar de
coche. Fue el padre Miguel quien insistió en que la tracción integral podría
serles útil si se encontraban con nieve en la carretera.
—Vaya —exclamó él, cuando la inspectora terminó de relatarle la
conversación con el sargento Dávila.
—Tiene que haber relación. ¿Usted qué cree?
—Estoy de acuerdo —respondió el sacerdote, sin dejar de acelerar
entre calles—. Lo más lógico es pensar que ese tal Remi Sagnier nunca salió
del pueblo. Que, después de apuñalar a los muchachos para robarles la
reliquia, se deshizo del coche y se ocultó esperando el momento para
secuestrar a un niño y llevar a cabo el ritual.
—Las pruebas así lo indican —concluyó Elena con voz monótona.
—No la noto muy convencida.
—De lo único que estoy segura ahora, es de que este maldito caso se
resolverá en el mismo lugar donde comenzó. Llámelo intuición, las tripas así
me lo gritan.
El padre Miguel la miró de reojo antes de incorporarse a la A1,
dirección norte.
—El tiempo se nos agota. Y la vida de un niño está en mis manos —
concretó ella, fatalista.
—De dos niños.
—Imposible. El desaparecido en Madrid tiene que ser una desgraciada
coincidencia. No veo otra explicación.
—La casualidad es la manera que tiene Dios de permanecer en el
anonimato.
—Cómo les gusta a los curas citar a Einstein cuando les conviene.
—Tiene razón, es muy recurrido. Pero no cambie de tema. Tal vez su
destino sea ése: salvar a ambos.
Elena giró la cabeza para mirarlo como impulsada por un resorte.
—No diga tonterías y apriete el acelerador —le espetó mientras acudían
a su cabeza recuerdos que quería evitar—. Y no se preocupe por las multas,
me encargaré de ellas.
El padre Miguel, espoleado por las palabras y la actitud profundamente
preocupada de la inspectora, condujo por la autovía a toda velocidad,
adelantando coche tras coche en un eslalon perpetuo.
Al llegar al desvío que indicaba El Calmo, la nieve acumulada en la
carretera secundaria le obligó a reducir sensiblemente el ritmo.
Tuvieron que aparcar en una calle aledaña. La plaza se encontraba
ocupada por coches pertenecientes a las distintas unidades trasladadas allí, y
por tres grandes tiendas de campaña: una con dotación médica, otra con camas
supletorias para el personal, y la tercera destinada a comedor. A pesar del
intenso frío y de la nevada que comenzaba a caer, el trajín de hombres y
mujeres por la plaza era incesante. Pocos vestían de uniforme. La mayoría de
los que deambulaban eran vecinos bien intencionados que se resistían a dar
por terminada la búsqueda del pequeño. También había dos unidades móviles
con la antena desplegada, y un sinfín de periodistas que, micrófono en mano y
delante del foco de una cámara, emitían sus crónicas en directo para sus
correspondientes televisiones.
Por el camino Elena había llamado al sargento Dávila, y éste los
esperaba en el puesto de la Guardia Civil. Solo, ya que sus dos subordinados
se habían ido a casa a descansar después de un duro día por el monte.
—Con este frío y de noche... Mal asunto —comentó el sargento,
asomado a la ventana desde la cual se veía caer una intensa nevada—.
¿Quieren un café?
—Sí. Gracias.
—Yo también tomaré uno —secundó el sacerdote.
—¿Por qué han venido? Aquí no hay nada que hacer hasta mañana.
—Creemos que Remi Sagnier, el francés, puede estar escondido en el
pueblo —dijo la inspectora, a bocajarro.
El sargento llenó dos tazas con el humeante café recién hecho y se las
ofreció.
—No es descabellado. ¿Azúcar?
—Sí, gracias.
—Yo no —dijo Elena—. Dígame, ¿dónde podría estar?
—A ver... Déjeme pensar...
Dávila se apoyó en la mesa de su despacho y meditó mientras daba un
buen sorbo a su café.
—Está el chalet que usaron los ocupas. Y hay dos más vacíos. Yo
empezaría por ahí.
—Me parece perfecto. Vayamos pues a echar un vistazo —sentenció la
inspectora.
El sargento apuró la taza.
—¿De verdad sospecha que ese hombre puede tener raptado al niño?
—Existen muchas posibilidades de que así sea —corroboró ella, que
usaba la taza para calentarse unas manos que aún notaba frías.
Elena ya le había comentado tal posibilidad sin mencionar el asunto de
la reliquia y el ritual, diciéndole que podría tratarse de un pederasta además
de un ladrón y un asesino.
—Menudo hijo de la grandísima puta —exclamó el sargento, llevándose
por instinto la mano a la culata de su arma.
—Escuche —añadió la inspectora bajando la voz como si se
encontraran rodeados de gente, y no a solas como estaban—. Preferiría que, de
momento, esto quedara entre nosotros.
—Descuide —dijo el sargento Dávila, ufano por formar parte de su
reducido círculo de confianza. Soñando, además, con la posibilidad de ser el
responsable de atrapar a semejante criminal—. Iremos en el 4x4. ¿Nos vamos
ya?
—Claro.
—El dueño de los chalets es el constructor —informó el sargento—.
Vive al final del pueblo. Pasaremos a pedirle permiso y a por las llaves. No
quiero problemas.
—Me parece perfecto —dijo Elena, abrochándose la cremallera de su
tres cuartos antes de darse la vuelta y salir del despacho.
Dos horas más tarde regresaban al puesto de la Guardia Civil con las
manos vacías, después de revisar el chalet habitado por los ocupas —que
encontraron revuelto y sucio, pero sin signos recientes de que allí hubiera
estado nadie en la última semana—, y los otros dos: vacíos e inmaculados.
—Bueno, ¿y ahora qué? —preguntó el sargento Dávila, en tono de
cansancio.
—Hay que seguir buscando —insistió la inspectora, rotunda.
—¿Por dónde?
—Eliminadas las viviendas desocupadas, cabe la posibilidad de que se
introdujera en alguna habitada —se atrevió a proponer el padre Miguel.
—Uff, son muchos días los que llevaría. Demasiado complicado. Y
arriesgado. Aunque tampoco se podría descartar —dijo Dávila, sin
convicción.
Ensimismada, la inspectora se recostó en el marco de la puerta sin llegar
a entrar en el despacho, y allí se quedó. El sacerdote, sin embargo, siguió al
sargento que iba directo a la cafetera.
—¿Qué le parece otro café?
—Perfecto —confirmó el padre Miguel.
—¿Y usted?
Elena negó con la cabeza.
Dávila llenó dos tazas y, al darle la suya al sacerdote, se acercó con
disimulo.
—Es una puñetera tocapelotas —susurró.
—Puede —dijo el padre Miguel—. Pero si ella no resuelve el caso,
nadie lo hará.
Dávila concedió una tregua a su desconfiada mirada y luego entrechocó
las tazas en un gesto trasnochado de camaradería masculina.
—Estoy de acuerdo.
A continuación, los dos hombres se enredaron en una conversación
intranscendental sobre las ventajas e inconvenientes de vivir en un pueblo. La
inspectora, mientras, continuó sumergida en su particular diálogo interior.
Buscaba una nueva vía de actuación. Cualquiera le serviría en lugar de
permanecer allí quieta, sin hacer nada. Eso la ponía enferma. Imaginó a ese
pobre niño perdido en mitad del monte, de noche, a bajo cero, soportando la
intensa nevada... Y, casi a la vez, lo vio en manos de un desaprensivo
dispuesto a cometer con él las mayores aberraciones, incluido el asesinato.
Sopesó ambas situaciones y determinó que, a pesar de que la naturaleza es una
cabrona dura e implacable, jamás podría compararse con la maldad, fría y
abyecta, que habita en la mente de algunos seres humanos.
Le daba vueltas a estas cuestiones tan desagradables cuando le vino algo
a la cabeza. O más bien, alguien. La verdad es que no encajaba del todo en la
trama pero, ¡qué demonios!, se dijo, a veces los extremos se tocan.
—¿Qué opinan del párroco? ¿Cómo se llamaba?
El padre Miguel dejó de hablar y se volvió sin llegar a comprender.
Dávila fue quien respondió.
—Lázaro. ¿Por qué?
—Puede que el bosque no nos haya dejado ver los árboles —respondió
la inspectora—. Tenemos un maldito pederasta en el pueblo y lo hemos pasado
por alto. Imperdonable.
Dávila entornó los ojos, se quitó la gorra y se rascó su escaso y
ensortijado pelo.
—¿Qué pasa? ¿No sabía que le iban los niños? —preguntó Elena,
desafiante.
—Después de que me pidiera el censo del pueblo, me decidí a
comprobar los antecedentes —comenzó diciendo el sargento.
—Entonces, ¿lo sabe? —lo apremió la inspectora.
—Sí. Nada más desaparecer el niño me acerqué a la iglesia para hablar
con él. Al no encontrarlo allí, lo llamé. El padre Lázaro me dijo que estaba en
el Arzobispado de Madrid arreglando no sé qué asunto para un traslado.
Investigué su coartada. Lleva dos días sin salir de una residencia. Varios
testigos me lo confirmaron. —Carraspeó antes de continuar hablando—.
Inspectora Valdeón, soy un sencillo Guardia Civil de pueblo que aspira a
hacer su trabajo lo mejor posible. Por eso sé cuándo debo rectificar mis
errores.
Avergonzada, Elena le retiró la mirada.
—Lo siento, no quería ofenderle.
—Lo ha hecho —dijo él, con voz serena, sin rastro de acritud—. Da
igual. Lo entiendo. A un buen policía eso debe traerle sin cuidado. Lo
importante es atrapar a los malos.
—Lo peor es cuando se nos escapan de entre los dedos —dijo ella, con
pesar.
—No se desanime. En estos momentos, la Científica debe de estar
sacando huellas del coche de ese francés. Quizá encuentren algo interesante.
—Toca esperar —concluyó, aunque eso no iba con ella.
Antes de que el padre Miguel y el sargento Dávila se enfrascaran de
nuevo en su trivial conversación, la inspectora recordó algo más. No es nada,
se dijo, pero mejor que seguir escuchándoles hablar de nimiedades.
—¿Qué tal se encuentra el muchacho?
Dávila se giró, interrogativo.
—Marcos Galán —puntualizó—. Lo vi bastante mal. Después de
interrogarle le pedí que se ocupara de enviar a alguien a que le echara un
vistazo. Dijo que lo haría.
—Y lo hice —afirmó el sargento—. Pasé el aviso al centro de salud y
me aseguraron que mandarían a un médico en cuanto pudieran.
—¿Y?
—Por Dios, inspectora —se quejó el sargento—. El pueblo está patas
arriba con el asunto del niño.
—¿Con eso quiere decirme que no sabe si fueron a verlo?
—Exacto. ¿Quiere que lo averigüe ahora?
—Por favor —sentenció, inmune al gesto de hastío del sargento y a las
miradas de amonestación que le lanzaba el padre Miguel.
—Me llevará un minuto. Tomaré un poco el fresco mientras llamo. Me
vendrá bien —rubricó Dávila, dirigiéndose a la puerta de la calle a la vez que
resoplaba por lo bajo.
Al quedarse solos, el sacerdote chascó la lengua y dejó la taza sobre la
mesa del despacho.
—Hace lo que puede. Está desbordado.
—Y yo también —replicó Elena.
—Quizá deba aflojar.
La inspectora se separó de la pared y metió las manos en los bolsillos
de su tres cuartos.
—No puedo. Soy así. O todo o nada. Sin grises —dijo, mirando al suelo
—. Aquí sucede algo muy raro, lo presiento. Y usted también. Nos jugamos
mucho para andar midiendo las palabras.
El padre Miguel intentó empatizar con ella, y, por un instante, logró
experimentar mínimamente la lucha interior que aquella mujer herida debía de
estar padeciendo: obligación, principios, malos recuerdos, traumas,
frustración, dolor... todo mezclado en un piélago de adversidades; en una
amalgama intragable para cualquier mortal.
Para cualquier mortal, menos para ella.
—El hombre que buscamos está aquí, en el pueblo —dijo Elena, girando
la cabeza hacia la ventana—. Y lo encontraré, aunque tenga que ir casa por
casa mirando debajo de las camas.
Tan determinantes y contundentes fueron sus palabras, que el sacerdote
calló; concluyendo que, sin duda, había sabido elegir a la mejor compañera
para ese viaje.
—No ha habido suerte —oyeron decir al sargento, mientras entraba por
la puerta de su despacho—. En el centro de salud me dicen que pasaron el
aviso esta mañana a la doctora Marta Sauquillo. Pero que no está cerrada la
visita en el ordenador.
—¿Han probado a llamarla? —preguntó la inspectora.
—Sí. No la localizan. Ya le digo que ahora el pueblo es una auténtica
locura. Es posible que se encuentre echando una mano a los servicios médicos
que han enviado desde Madrid. Me acercaré a preguntar en la tienda que han
instalado. Seguro que ellos saben algo.
Justo en ese momento entraron por la puerta tres hombres. Dos llevaban
uniformes de la UCO, y el tercero de Protección Civil.
—Sargento Dávila, nos gustaría hablar con usted —dijo el más mayor:
un brigada de la Guardia Civil, alto y sanguíneo, que se adelantó llevando un
mapa en la mano.
—Claro, ¿en qué puedo ayudarles?
—Necesitamos coordinar los equipos para reiniciar la búsqueda a
primera hora de la mañana. Hay mucho terreno por cubrir, y poco tiempo.
El sargento se volvió hacia la inspectora, abriendo los brazos en señal
de impotencia.
Elena entendió.
—No se preocupe, nos ocuparemos nosotros. Le tendremos al tanto.
—Se lo agradezco —dijo Dávila, inclinándose sobre la mesa donde el
brigada había desplegado el mapa.
Con un gesto de la barbilla, Elena indicó al padre Miguel que la
siguiera. La nevada se había intensificado cuando salieron a la calle, y un
viento racheado impulsaba los copos contra sus caras provocando leves
punzadas de dolor. Eran cerca de las diez de la noche, y la plaza del pueblo se
había vaciado de gente. Unos pocos operativos de uniforme y algún periodista
concienzudo a la busca de migajas informativas eran las únicas personas que
continuaban allí.
La tienda hospital ya estaba totalmente instalada cuando ambos entraron
en ella. No había nadie en su interior.
—¿Puedo ayudarles?
Al volverse, vieron a una joven de pelo rizado que se abrazaba
embutida en un grueso anorak de plumas. Una bata blanca asomaba por debajo.
—Soy la inspectora Valdeón. Buscamos a la doctora Marta Sauquillo.
Pertenece al centro de salud del pueblo. ¿La ha visto?
La joven negó con la cabeza antes de hablar.
—¿Necesitaban asistencia médica?
—Sólo hablar con ella.
—Pues lo siento. Aquí no ha estado.
—¿Está usted segura?
—Del todo.
Nada salía como esperaban.
—Gracias —dijo, alejándose de la tienda.
Encogida por el frío Elena caminaba con determinación, pisando una
nieve que ya se acumulaba hasta más allá de los quince centímetros. El
sacerdote la acompañó en silencio, hasta que decidió romperlo.
—¿Adónde va tan rápido?
—Al coche.
—¿Volvemos a Madrid?
La inspectora soltó una risotada irónica.
—Creí que se lo había dejado claro.
—¿Entonces?
—Iremos a hacerle una visita a Marcos Galán. Alguien tiene que
preocuparse por el muchacho.
—¿Sólo eso? —dudó el sacerdote.
Elena se detuvo en seco, se echó vaho en las manos y luego levantó la
cabeza hacia el cielo blanquecino.
—Cuando uno se pierde —respondió al fin, dejando que los copos de
nieve cayeran sobre su cara—, la mejor opción es volver sobre tus pasos.
44
BAJO LOS ROSALES

El Mercedes-Benz negro, cubierto parcialmente de nieve, aparcó a la


puerta del chalet, en la calle principal de la urbanización. En algunas ventanas
de las viviendas colindantes se veía luz. Nadie paseaba. La noche y las
circunstancias invitaban al recogimiento. Resuelta a no perder el tiempo, la
inspectora salió del vehículo y se encaminó hacia la puerta exterior de la valla
enrejada que rodeaba el chalet. El timbre estaba situado a la derecha, sobre un
machón de ladrillo. Lo pulsó varias veces.
Desde su posición se oían los timbrazos que se producían dentro de la
vivienda.
—Hay luz en la planta de arriba —observó el padre Miguel, al llegar a
su lado.
—Ya lo veo.
Insistió de nuevo. Esperó. No hubo respuesta.
—Quizá esté dormido —comentó el sacerdote.
—Es posible.
—¿Qué hacemos?
Elena agarró el pomo helado y lo giró. Las bisagras chirriaron y la
puerta se abrió.
Recorrieron el camino hasta la entrada al chalet. A su derecha se
encontraba el pequeño huerto, donde unas raquíticas plantas asomaban
incongruentes entre la capa de nieve. La inspectora hizo sonar el timbre
durante un tiempo excesivo, sin obtener respuesta. Cansada de esperar anduvo
hacia su derecha, bordeando la pared cerca del huerto, hasta que pisó algo en
el suelo que crujió: era un saco vacío de abono medio oculto por la nieve. Al
levantar la cabeza vio una caseta de madera. La puerta estaba abierta. Dentro
sólo vio herramientas. Junto a ella había un pequeño invernadero. Se acercó
hasta él y miró a través de los cristales. En el interior distinguió semilleros
vacíos, y nada más. De vuelta a la entrada de la casa, pasó por delante del
ventanal que correspondía al salón. Observó que las muescas en el marco
continuaban allí. Al tantear, confirmó que la hoja de la ventana se descorría
sin problemas.
—Venga aquí
—¿Qué pasa?
—La ventana que forzaron aún sigue sin reparar —dijo Elena.
El padre Miguel arrugó el ceño.
—¿No pensará entrar por ahí?
—Yo no. Lo hará usted. Se le da mejor. Yo esperaré fuera a que abra la
puerta.
—¿Está segura de lo que hace?
—La ley es clara. En caso de emergencia no es necesaria una orden
judicial para acceder a un domicilio particular. Buscamos a un supuesto
asesino y secuestrador de niños, que bien podría haber vuelto al lugar de su
primer crimen para esconderse o eliminar a un posible testigo. Este joven que
no contesta podría estar en peligro. Si esto no es una emergencia, ya me dirá
usted.
—Los recovecos de las leyes.
—Eso mismo —dijo la inspectora—. Veo que lleva guantes. Estupendo.
Ahora, entre y procure no tirar nada.
La ventana quedaba a menos de un metro del suelo y el sacerdote, con
sus largas piernas, no tuvo dificultad para introducirse por ella. A los pocos
segundos se escuchó un clic metálico y la puerta se abrió.
La luz del zaguán estaba apagada. También la del salón. Elena sacó una
diminuta linterna del bolsillo superior de su tres cuartos y la encendió.
—¿Por qué hace esto? —susurró el padre Miguel, muy pegado a ella—.
¿De verdad cree que pueda estar en peligro?
—Digamos que... existe esa opción —contestó ella, sin bajar el tono de
voz.
—Explíquese.
—La verdad es que sigo algo tan poco serio como una corazonada —
admitió—. Es lo que se hace cuando no se tiene otra cosa.
Movió el haz de la linterna para recorrer paredes y muebles, desvelando
los rincones más oscuros, hasta detenerlo en los peldaños de la escalera que
subían a la planta de arriba.
—¡Marcos! ¡Marcos! Soy la inspectora Valdeón. ¡Marcos! ¡Marcos! —
repitió, a voz en grito.
Después de que se callara, escucharon muy atentos esperando la
respuesta del asustado muchacho. Ésta no se produjo.
En la planta inferior también estaba la cocina, un cuarto de plancha y un
baño. Tras revisarlos, volvieron sobre sus pasos.
—Lo vamos a encontrar en su habitación con los cascos puestos jugando
con la videoconsola, ya lo verá.
—Eso sería un alivio —dijo Elena, comenzando a subir por la escalera.
En el rellano superior buscó el interruptor de la pared y lo accionó.
Varios focos empotrados en el techo iluminaron el pasillo que se extendía
delante de ellos, y que llevaba a las habitaciones. Tres en total. Se dirigió
primero a la que tenía la luz encendida, la del muchacho. La puerta estaba
cerrada.
—El susto que se va a llevar va a ser de órdago —predijo el padre
Miguel, apartándose para que fuese la inspectora la que se asomara primero.
Y eso hizo, abriendo la puerta de golpe, sin miramientos.
—Jugando no está —dijo, al ver el cuarto vacío.
Miraron en el baño y en la siguiente habitación —que parecía la típica
de invitados— con idénticos resultados. El tercer dormitorio estaba situado al
fondo del pasillo.
—La habitación de sus padres —aventuró el sacerdote.
—Ya que estamos aquí, echemos un vistazo.
Elena movió la manija y la puerta se abrió. La luz del pasillo entró,
tímida, iluminando parcialmente el suelo y una esquina de la cama hasta
desvelar algo que había sobre ella.
—Espere —dijo la inspectora, al reconocer un par de pies desnudos.
Tanteando con la mano logró dar con el interruptor de la pared. Al
accionarlo, la lámpara del techo reveló un panorama dantesco.
—¡Dios mío! —exclamó el padre Miguel.
Elena Valdeón, imperturbable, se acercó muy despacio y contempló la
escena con mirada profesional.
Tumbada sobre la cama había una mujer joven, de unos veinticinco años.
Estaba desnuda de cintura para abajo y el resto de la ropa desgarrada. Las
muñecas y los tobillos los tenía atados con cuerdas, de tal forma que le
obligaban a tener extendidas las extremidades. La sangre, aún de un rojo
intenso, cubría su cuerpo y parte de la colcha.
—¿Quién puede ser? —se animó a preguntar el sacerdote, dando un
paso en dirección a la cama.
—¿Ve la bata blanca? Yo diría que se trata de Marta Sauquillo, la
doctora del centro de salud.
Con suma delicadeza puso un par de dedos en la carótida de la mujer.
Luego, apoyó la mano en la frente, y, finalmente, hurgó en una zona cubierta de
sangre seca que se veía en el cuero cabelludo, encima de la oreja izquierda.
—El cuerpo todavía está templado —dijo, volviéndose hacia el padre
Miguel—. No soy una experta, pero yo diría que no ha muerto hace mucho
tiempo. Además, tiene una herida en la cabeza que no manchó en exceso la
almohada. Creo que la golpearon en otro lugar antes de traerla aquí y atarla a
la cama mientras todavía estaba inconsciente. Las laceraciones en muñecas y
tobillos provocados por las cuerdas indican que se resistió mientras que, sin
duda, la violaban.
—¿Se ha fijado en... eso?
El sacerdote señalaba con el dedo el torso de la mujer.
—Lo he visto —respondió, lacónica.
Entre lo que parecían múltiples cuchilladas, destacaban dos profundos
cortes que dejaban a la vista la capa blanquecina de la dermis. Uno partía del
centro del pecho y terminaba en el pubis; y el otro, perpendicular a éste, iba de
una cadera a la otra, justo por debajo del ombligo.
—Una cruz invertida —terminó diciendo el padre Miguel, dando un
paso a atrás—. ¿Cree que ha podido ser el muchacho?
—Descartarlo sería ridículo. La cuestión ahora es saber dónde puede
estar.
Dicho esto, Elena enmudeció. Durante unos segundos permaneció muy
quieta, cerca del cadáver, con los ojos entornados, ajena a todo lo que no
fuesen sus propios pensamientos. Después, espoleada por una urgencia
repentina, salió de la habitación.
El sacerdote la oyó bajar las escaleras a la carrera. Cuando la alcanzó
ya se encontraba fuera, cerca del pequeño huerto.
—¿Qué pasa? —le preguntó al verla allí parada, junto a los tallos
mortecinos que asomaban entre la tupida capa de nieve.
—La última vez que vinimos no recuerdo que hubiera nada aquí
plantado. ¿Y usted?
—No me fijé, la verdad.
—Pues alguien se ha preocupado en coger las plantas del semillero —
dijo, señalando el invernadero—, sembrarlas y abonarlas. Un poco raro
teniendo en cuenta las circunstancias, ¿no le parece?
El padre Miguel se agachó e inspeccionó de cerca los brotes de una de
las plantitas.
—Son rosales. No es la mejor época para sembrarlos. Sería más
adecuado hacerlo entre mediados de febrero y finales de marzo —explicó,
haciendo gala de esa incomprensible sabiduría universal.
—Razón de más para que no tenga sentido —ratificó la inspectora—.
¿Ve esa caseta? Hay un par de palas dentro. Tráigalas.
—¿En serio?
—Padre —dijo ella, muy seria—. Mucho me temo que, bajo estos
rosales, se encuentra la respuesta que andamos buscando.
Tras retirar la capa de nieve y despejar una superficie de tierra de tres
por cuatro metros, comenzaron a cavar cada uno por un lado, sin seguir un
método concreto, haciendo calas salteadas. Hasta que la pala del sacerdote se
topó con algo.
—¡Aquí! —anunció, jadeando por el esfuerzo.
Elena se acercó pisando la tierra endurecida por el frío y se asomó al
hoyo. La luz era escasa. Necesitó encender la linterna para ver lo que había en
el fondo.
—No está muy hondo —dijo palpando—. A unos veinte centímetros de
profundidad. Sigamos cavando. Con cuidado.
Palada tras palada, uno al lado del otro, apartaron la tierra hasta que
apareció la inconfundible silueta de un cuerpo envuelto en un plástico.
—Espere —dijo la inspectora, dejando la pala en el suelo—. Necesito
un cuchillo.
El padre Miguel sacó una pequeña navaja suiza del bolsillo de su abrigo
y se la ofreció.
—¿Le sirve esto?
—Perfecto.
Elena no tardó mucho en cortar el plástico, de abajo a arriba, con sumo
cuidado. Al llegar a la altura del pecho vio una camisa de color claro
manchada de sangre oscura en la que se apreciaban múltiples agujeros.
—Disparo de escopeta —concretó, escueta.
Luego, continuó cortando el plástico hasta dejar al descubierto un rostro
arrugado de color cetrino, de ojos hundidos, y que mostraba los primeros
signos de la putrefacción.
—¿Quién es? —preguntó el sacerdote, al pie de la zanja.
No le contestó, ocupada como estaba en palparle el pantalón y en
registrarle la chaqueta. En uno de los bolsillos interiores dio con lo que
buscaba.
Agotada se sentó en el borde de la siniestra tumba y, bajo la luz de la
linterna, revisó la cartera del muerto.
—Lo que me temía.
El padre Miguel, presto, se agachó junto a ella para mirar el carnet de
conducir que le mostraba.
—¡Remi Sagnier! —leyó sorprendido—. Todo el mundo buscándole y
resulta que estaba aquí desde el principio.
—Por el estado del cuerpo y el olor a descomposición, eso parece.
—¿A esto se refería con su corazonada?
—Me lo recordó usted, y me dio que pensar —dijo la inspectora—. En
un porcentaje muy alto de los casos el culpable está entre los sospechosos
descartados.
—Nunca lo hubiera imaginado —admitió el sacerdote—. ¿Cómo pudo
hacerlo?
—Le he dado vueltas al asunto y creo que tengo la respuesta. Marcos
Galán sabía que su amigo deseaba vender la reliquia; por eso quedó antes con
el francés, lo mató, enterró el cuerpo en el huerto y tiró su coche por el
barranco. Después, en su locura, eliminó también a su amigo y simuló el
ataque.
—Ya. Y, ¿cómo?
—Primero lo acuchilló en su cuarto, y a continuación preparó la escena
del robo. El problema era hacer cuadrar la hora de la muerte con el momento
en el que llamó a la Guardia Civil. Cualquier forense hubiera detectado el
desfase, por eso elevó la temperatura de su habitación consiguiendo así que el
cuerpo perdiera temperatura más lentamente.
—¿Y se apuñaló él mismo? ¡Si estuvo a punto de morir!
—Marcos Galán es estudiante de medicina, ¿recuerda? Sabía
perfectamente dónde y cómo clavarse el cuchillo. Muy arriesgado, pero le
salió bien.
El sacerdote se rascó el mentón.
—Tiene sentido. ¡¿Cómo hemos podido estar tan ciegos?!
—Me temo que ese alfeñique con mirada de cachorrito es en realidad un
frío e inteligente psicópata —respondió Elena—. Cuando los policías nos
encontramos con individuos de esa calaña, estamos jodidos.
—Entonces, ¿él también ha raptado al niño?
—No me cabe duda.
El padre Miguel se ensimismó.
—Él era el elegido —musitó.
—¿De qué habla ahora?
—Inspectora Valdeón, me temo que si sus sospechas son ciertas, el ritual
ya ha empezado. —Le hablaba con extrema preocupación, como jamás lo
había oído ella antes—. Deje a un lado sus prejuicios. Ya se lo dije: que usted
crea o no en el Diablo, y en su poder, no es primordial; lo realmente
importante es que ese muchacho sí cree, y está dispuesto a matar a un niño
para conseguir los favores del Maligno. Por eso debemos darnos prisa. No
queda mucho tiempo.
Elena metabolizó sus palabras hasta admitir que tenían cierta lógica.
Algo que le produjo una repentina desesperación.
—¡Joder! ¡Joder! ¡Joder! —exclamó, pateando el suelo.
—Debemos tranquilizarnos y pensar dónde puede estar —dijo el
sacerdote, mirando en todas direcciones, como si buscara inspiración.
—¡El garaje! —gritó de pronto ella, iluminada.
—¡Tiene razón! Lo hemos pasado por alto. Supongo que la puerta estará
al otro lado de la vivienda. Tendrá acceso desde...
Raudo, sin completar la frase, el padre Miguel corrió y se introdujo de
nuevo en la casa. La inspectora lo alcanzó cuando ya se disponía a abrir una
puerta situada en la planta baja, en un lateral de las escaleras.
—Espere —lo detuvo—. No olvide que tratamos con un demente muy
peligroso.
El sacerdote la dejó y ella, con sumo cuidado, empujó la puerta de
metal. Dentro estaba oscuro. Mala señal, se dijo. Al accionar el interruptor
unos fluorescentes titilaron hasta encenderse por completo.
—¡Mierda! Era demasiado fácil —exclamó Elena, detenida en mitad del
espacio vacío que era el garaje.
Sin embargo, el padre Miguel lo atravesó yendo directo hacia la gran
puerta de chapa. La inspeccionó hasta que encontró el mecanismo de apertura:
una manija destrababa el cierre y luego sólo había que tirar de ella para
hacerla bascular hasta abrirla por completo. Y eso hizo.
—Inspectora, venga aquí —le escuchó decir.
Ella se acercó y reconoció de inmediato dos rodaduras en la nieve.
—Sacó el coche hace poco. No ha dejado de nevar y aún se distinguen
las marcas de las ruedas bastante bien —determinó el sacerdote.
—¡Ahora sí que estamos jodidos! Puede estar en cualquier sitio.
—En cualquier sitio, no. Piense —dijo él, volviendo al interior del
garaje.
La inspectora tardó un segundo en responder.
—¡La ermita!
—Eso mismo pensaba yo. ¿Qué mejor lugar para perpetrar un crimen
sacrílego, que el espacio santo donde ha permanecido custodiada la reliquia
durante tantos siglos?
—¡Vamos! No perdamos tiempo —lo espoleó.
—Un momento —la detuvo el sacerdote—. ¿Piensa que pudo hacerlo
aquí? Matar al francés, me refiero.
—Es el lugar más adecuado. La sangre en este suelo de cemento es fácil
de limpiar, y el disparo apenas se escucharía fuera.
—¿Y el arma?
—No lo sé —dijo, girando en redondo.
Mientras Elena dudaba, el padre Miguel comenzó a mirar entre los
variopintos objetos situados en las estanterías y a mover los cachivaches
apilados en las esquinas. Fue al apartar una gran caja llena de ropa, cuando
descubrió un armario metálico que había detrás. La llave no estaba echada y
pudo abrirlo.
—Creo que la he encontrado.
La inspectora se acercó.
—¡Joder!
—¿Qué pasa?
—Que debemos andar con cuidado. En el armero hay espacio para tres
escopetas, pero sólo veo dos —respondió Elena, antes de dirigirse como un
rayo hacia las escaleras por las que se salía del garaje.
45
IMPARABLE

El sacerdote, concentrado al máximo, demostró una pericia sin igual


poniendo el vehículo al límite, apurando en las curvas, derrapando y patinando
de lado igual que si cubriera la etapa de un rallye hasta llegar, sanos y salvos,
al llano donde comenzaba la ruta a pie que llevaba a la ermita; algo que la
inspectora debía agradecerle por insistir en llevar su coche, ya que con su
modesto Polo de tracción delantera y poco motor nunca lo hubieran logrado en
tan poco tiempo.
Durante el movido trayecto, Elena llamó al sargento Dávila para
informarle sobre lo que habían descubierto en la casa de Marcos Galán y
emplazarlo en la ermita. No lo vio, pero lo imaginó a punto de caerse de culo
después de recibir semejante noticia. Luego, tras recuperar el habla, el
sargento insistió en que esperaran a que llegara con refuerzos. Vano consejo,
ya que la inspectora no tenía la menor intención de seguirlo.
En el llano, el padre Miguel detuvo el coche haciendo patinar las ruedas
sobre el resbaladizo suelo. Cerca vieron un Renault Clio color rojo que la
nieve había empezado a cubrir de blanco.
—Ya está aquí —comentó innecesariamente.
—Hay algo que no termino de entender —dijo Elena, mientras se
quitaba el cinturón y abría la puerta—. ¿Por qué elaboró un plan tan minucioso
para asesinar a su amigo y al francés, y luego hizo lo que hizo con esa pobre
doctora?
—Ahora está convencido de que el ritual lo situará por encima de las
leyes de los hombres —contestó, ya fuera del coche—. Se siente pletórico,
invulnerable, poderoso... Imparable.
—No se detendrá ante nada —se lamentó la inspectora.
—Eso me temo.
El cielo preñado de nubes formaba una cúpula blanquecina, a través de
la cual la luna iluminaba la sierra con una luz tenue y azulada. El viento
arreciaba con una intensidad abrumadora, dificultando el caminar y
obligándoles a cubrirse los ojos con las manos para protegerse de los copos
lanzados como proyectiles. Al llegar al alto, tras ascender la senda a toda
velocidad, reconocieron el inquietante perfil de la ermita. Con mucho
esfuerzo, y prácticamente a ciegas, salvaron los últimos metros. El sacerdote
—que había cobrado varios metros de ventaja— esperó a Elena junto a la
puerta, pegado a la pared.
—El candado está cortado —le dijo, cuando llegó junto a él, teniendo
que elevar la voz más de lo que hubiera querido debido a la sonoridad de la
ventisca.
—Veo luz dentro —comentó la inspectora, jadeando por el esfuerzo,
después de mirar a través de la puerta entreabierta.
—¿Cómo lo haremos?
Sólo había una entrada a la ermita, y era donde estaban. Elena se tomó
un momento para meditar, y enseguida determinó que no existía ninguna
posibilidad de caer sobre él por sorpresa. Desmoralizada, sopesó la
conveniencia o no de esperar los refuerzos que le había prometido Dávila.
Y eso hacía cuando llegó hasta sus oídos una especie de letanía
proveniente del interior del edificio.
—Dese prisa en pensar algo —la acució el padre Miguel—. El ritual
está a punto de terminar.
Con extremo cuidado, la inspectora empujó la puerta hasta lograr
introducir la cabeza. Lo que vio la dejó más helada de lo que ya estaba.
Al fondo, iluminado por decenas de velas danzantes, reconoció a
Marcos Galán. Con la cabeza mirando al techo pronunciaba palabras
ininteligibles mientras gesticulaba violentamente con un cuchillo en su mano
izquierda. Zurdo, musitó Elena.
Tumbado frente a él, en el altar, vio al niño. Estaba desnudo, atado y
amordazado, aunque parecía seguir con vida.
—La única opción es distraerle —dijo en susurros—. El interior está
lleno de material de obra. Usted llamará su atención mientras que yo iré
ocultándome hasta tenerlo suficientemente cerca.
—¿Ya está? ¿Ése es su plan? —gruñó el sacerdote, indignado—. El
corazón del niño está a un palmo de la punta de su cuchillo, y es muy probable
que tenga también una escopeta. Por si no se acuerda.
—Me acuerdo, pero no se me ocurre nada mejor. ¿O quiere que
esperemos a Dávila?
—No hay tiempo —admitió, abatido—. Está recitando los versos finales
del salmo satánico que anteceden a la ejecución.
—Entonces, ya sabe: rece y adelante. Yo le cubriré las espaldas con mi
nueve milímetros, por si Dios le falla —concluyó, desenfundando el arma.
El padre Miguel asintió, se quitó el abrigo y luego sacó algo del bolsillo
del pantalón.
—¿Qué cojones hace ahora? —le increpó la inspectora, impaciente.
—Ver aparecer a un cura de repente le provocará confusión y lo
enfurecerá —respondió, mientras se colocaba el alzacuellos—. Dicen que la
ira es ciega, y eso es justo lo que necesitamos.
Y dicho esto, sin pensárselo dos veces, abrió la puerta de un empujón y
entró.
—¡Detente en nombre de Dios! —gritó, atravesando la nave directo
hacia el altar.
Tal como había previsto, el muchacho detuvo la oración satánica y bajó
la cabeza para mirarlo estupefacto.
—¡Yo te lo ordeno! ¡Dios te lo ordena! —continuó el sacerdote, sin
detenerse, usando una voz grave que reverberaba en las paredes de piedra
aumentando su solemnidad.
El muchacho aguzó la vista.
—¡No me jodas! Si eres el tipo que acompañaba a esa poli. ¿Y eres
cura? Vaya mierda —rió, apoyando el cuchillo sobre el mármol—. ¿Vienes
solo? Supongo que no. Da igual. Nadie podrá cambiar lo que está a punto de
suceder.
El padre Miguel siguió caminando, sereno, mudo.
Escondida detrás de la puerta, asomando mínimamente la cabeza, Elena
esperaba la ocasión para entrar. Debía ser cauta, un error desencadenaría la
tragedia.
En un momento dado, con un rápido movimiento, Marcos Galán levantó
la escopeta que tenía apoyada en el suelo, contra el altar, y apuntó con ella al
sacerdote.
¡Pum!
El disparo retumbó en la nave igual que un cañonazo. La inspectora
sabía que el tirador sufre unos segundos de ceguera después de apretar el
gatillo de un arma, y más aún después de soportar el retroceso y el fogonazo
de una potente escopeta de caza. Por eso aprovechó la oportunidad para entrar
a gatas y ponerse a resguardo tras unos sacos apilados de cemento, sin
siquiera pararse a mirar si el disparo había hecho blanco o no.
Y no lo hizo, aunque por poco. En el último momento el padre Miguel,
ágil como un gato, había saltado hacia un lado evitando los perdigones que
iban dirigidos a su pecho, cayendo aparatosamente sobre un montón de
tablones donde se quedó a cubierto.
¡Pum!
Un segundo y precipitado disparo, que ni siquiera lo rozó, levantó polvo
y astillas sobre su cabeza.
Ése sí que lo vio la inspectora desde su posición. Y también el pulgar
levantado que le mostraba el sacerdote después de rodar por el suelo y quedar
protegido detrás de una hormigonera.
Dos disparos. Dos cartuchos. El arma está vacía, se dijo Elena. De un
salto salió de su escondite y esprintó en dirección al muchacho, que recargaba
la escopeta con pericia. Tanta, que fue capaz de introducir dos nuevos
cartuchos antes de que pudiera encimarlo.
—¡Quieta! —le gritó, apuntándola.
La inspectora se detuvo en seco a unos diez metros de distancia,
semioculta entre las sombras.
—No hagas tonterías —le dijo ella, levantando las manos—. Aún
podemos arreglar esto.
—¡Ja! —espetó él.
Muy lentamente, el muchacho liberó su mano derecha de la escopeta y
agarró el ancho cuchillo de cocina que había dejado sobre el altar. Elena era
una tiradora aceptable, pero a esa distancia y realizando un disparo instintivo
—sin tiempo para apuntar previamente—, tenía pocas posibilidades de
acertar. Sin embargo, estaba dispuesta a arriesgarse si el muchacho hacía el
más mínimo gesto que indicara que iba a matar al niño.
—Vamos, todo ha terminado —se oyó decir al padre Miguel, que había
salido a descubierto y caminaba por el lado izquierdo de la nave armado con
un largo hierro que agarraba con ambas manos—. Suelta el arma y entrégate.
La luz danzante de las velas proyectaba sombras fantasmagóricas que
acentuaban todavía más el demacrado rostro del muchacho. La inspectora
también pudo apreciar ronchones rojos en su piel, semejantes a llagas.
Temblaba, y el cuello le brillaba cubierto de sudor a pesar del frío helador
que hacía dentro de la ermita. No cabía duda de que estaba enfermo y débil.
Algo que no la tranquilizó. Lo que sí lo hizo, fue el hecho de verle cortar las
cuerdas que ataban al niño.
—Eso es —dijo, esperanzada—. Libéralo y deja que venga hacia mí.
—Estúpida. ¿Crees que voy a renunciar a él? Apartaos o le mato.
Bajó al niño del altar de malos modos, lo acercó a su cuerpo y le puso
el cuchillo en el cuello. Luego, colocó el cofre con la reliquia bajo el brazo
izquierdo, en el que llevaba la escopeta, y comenzó a andar en dirección a la
salida. Lo hacía por el centro de la nave, sin dejar de apuntar alternativamente
al sacerdote y a la inspectora que lo flanqueaban por ambos lados.
El pobre niño andaba a trompicones, aterrado, gimiendo lastimero con
un pañuelo sucio cubriéndole la boca. La hoja del cuchillo presionaba su
delicada carne, y ya había producido varias laceraciones en su cuello por las
que sangraba. A Elena se le encogió el corazón. No podía hacer nada. Si
disparaba y fallaba, el niño moriría. Podría morir incluso si acertaba, debido
al acto reflejo de los músculos del brazo al contraerse. Sólo podía seguir allí,
impotente, sin quitarle ojo al verdugo.
A medida que se alejaba de la influencia de las velas y se adentraba en
la oscuridad, más difícil resultaba verlo. De igual manera, ellos dos estaban
relativamente protegidos entre las sombras. Y eso fue lo que debió animar al
padre Miguel a intentar una maniobra tan arriesgada como efectiva. Astuto,
cuando el muchacho ya se encontraba cerca de la puerta de salida, arrojó el
hierro a su espalda y, cuando lo vio volverse en la dirección del ruido, se
lanzó hacia él como un rayo.
¡Pum!
Un nuevo disparo retumbó en la nave produciendo un destello rojizo que
iluminó la escena durante una décima de segundo. La escopeta, agarrada con
una sola mano, dio una coz brutal arrancándole del sobaco el cofre, que cayó
al suelo produciendo un ruido sordo.
—¿Todo bien? —preguntó la inspectora, preocupada, a resguardo de una
pila de ladrillos.
—Tranquila. Tiene una puntería malísima —oyó decir al sacerdote,
socarrón, desde el otro lado de la nave.
El muchacho se había parado y miraba alternativamente al suelo y al
niño, admitiendo que ambas cosas no podían ser: si quería recuperar el cofre
tendría que soltar al mocoso. También podría cortarle el cuello antes, pensaba,
aunque eso sólo conseguiría que esos dos lo persiguieran con más ahínco.
Buscaban al niño, si se lo entregaba le dejarían tranquilo. Al menos, el tiempo
suficiente para que escapara. Ya tendría ocasión de completar el ritual en otro
momento. El Señor de Luz lo ayudaría, no tendría problemas. A esa conclusión
llegó Marcos Galán, aconsejado por el cerebro torpe e impreciso de un
perturbado.
Comenzaba a aflojar la presión del cuchillo sobre el cuello del niño
cuando, una sombra a su izquierda, se movió. Era Elena, buscando un mejor
ángulo de tiro. Él no lo dudó y disparó su segundo cartucho en esa dirección.
Luego, lanzó al niño violentamente sobre unos escombros, recogió el cofre del
suelo y salió corriendo de la ermita.
El primero en llegar cerca de la puerta fue el padre Miguel, llevando
esta vez en la mano una tranca de madera.
—Inspectora, ¿se encuentra bien?
—Perfectamente —la oyó decir, mientras salía de la oscuridad en
dirección al niño caído en el suelo—. Tenía razón, es un desastre disparando.
El sacerdote esbozó una sonrisa.
—No irá lejos. Quédese con el niño, yo me encargaré de él.
—¡Espere! —le gritó, agachada junto al pequeño—. ¡Espere!
El padre Miguel no la escuchó. Tras asomarse a la puerta con cautela,
desapareció.
Elena Valdeón, la mujer, la madre, no dudó un segundo en establecer el
orden de prioridades. También la policía que llevaba dentro lo determinó al
instante. Por eso, tras quitarle la mordaza y comprobar que se encontraba bien,
envolvió el cuerpecillo desnudo y tembloroso del pequeño con su tres cuartos
y lo acunó entre sus brazos. Un niño siempre es lo más importante, se dijo, sin
poder contener un par de lágrimas de alegría.
Apenas pasaron unos segundos antes de que escuchara disparos de
escopeta.
¡Pum! ¡Pum!
Dos. Seguidos. Lejanos.
La inspectora dio un respingo y miró hacia el rectángulo oscuro que
representaba la puerta abierta de la ermita. Se encontraba enfrente, a escasos
cuatro metros. No estaba dispuesta a moverse. Y menos, al ver que el pequeño
se había quedado dormido. Enérgica, levantó la pistola y apuntó con el firme
propósito de disparar si el que aparecía por la puerta no era el sacerdote.
Los segundos se convirtieron en minutos. La mano le temblaba por el
peso del arma.
—Tranquilo —susurró, a la vez que cubría la cabeza del niño con su
abrigo en prevención de que se produjera un disparo tan cerca de sus oídos.
No dudaría. Si el que asomaba era Marcos Galán le metería un tiro en el
pecho sin pensarlo dos veces. Se trataba de un jovencito trastornado que
necesitaba ayuda psicológica, y también de un asesino que ya había matado a
tres personas y estaba dispuesto a continuar sumando víctimas a su lista.
Defendería al pequeño y a ella misma. No había otra opción. Convencida,
relajó el brazo para no transmitir tensión al arma, alineó alza y mira, y esperó
con el aliento retenido.
El tiempo se le hizo eterno. Hasta que, por fin, vio un brazo asomar por
la puerta. Y luego el resto de un cuerpo.
El dedo en el gatillo había recorrido un tercio de la distancia antes de
que reconociera al hombre de uniforme que aparecía por la puerta: era el
sargento Dávila.
—¡Inspectora Valdeón! ¿Se encuentra bien? —le oyó preguntar, con la
respiración entrecortada.
—Perfectamente —respondió ella, bajando el arma—. Y el niño
también.
El sargento se acercó al bulto oscuro que le hablaba hasta que reconoció
la tierna escena.
—Fantástico.
—¿Ha visto a Marcos Galán?
—Sí. Estaba caído en la nieve. Con la cabeza abierta, pero vivo. Mis
hombres se están ocupando de él.
—¿Y el padre Miguel?
El sargento torció el rostro sin entender.
—No lo sé —terminó diciendo—. Allí fuera no hemos visto a nadie
más.
46
LA PUERTA

Sentada en la segunda fila de bancos, detrás del comisario Bernedo, el


director general de la Policía, la delegada del Gobierno en Madrid y el
ministro del Interior, la inspectora Valdeón asistía al funeral de Toni Santos.
La ceremonia religiosa se celebraba en el complejo policial de Canillas,
a la que no sólo habían acudido amigos, familiares y miembros de la Policía
Nacional, sino también agentes pertenecientes a la Policía Municipal de
Madrid y de otras localidades como Getafe, San Sebastián de los Reyes,
Coslada, Parla, Alcobendas, Pozuelo y Leganés; así como algunos
representantes de la Guardia Civil, entre los que se encontraba el sargento
Dávila.
—Ya queda menos —le susurró al oído el veterano inspector Fidalgo, al
notar su incomodidad.
—Que yo sepa, Santos jamás había pisado una iglesia en toda su vida —
refunfuñó Elena.
—Se hace por los padres. Ya sabes... La costumbre.
Estaba deseando que terminara el funeral porque le fastidiaban ese tipo
de actos religiosos, y porque se encontraba muy fatigada. La noche anterior
durmió poco o nada y, a primera hora de la mañana, había tenido que asistir a
la rueda de prensa organizada por el comisario para explicar la recuperación
del niño secuestrado en El Calmo, la detención de Marcos Galán y la
desarticulación de la secta satánica responsable de la muerte de Santos. Un
pack muy suculento de éxitos al que Bernedo no estaba dispuesto a renunciar
—y más, teniendo en cuenta que el niño desaparecido en Madrid seguía sin
dar señales de vida y necesitaba una cortina de humo suficientemente tupida
para ocultar el momentáneo fracaso—. Luego, Elena no pudo evitar tener que
atender a un montón de periodistas deseosos de sacarle detalles escabrosos
sobre el caso, y, como colofón, se pasó la tarde elaborando un informe
detallado de todo lo acontecido.
—¿Qué tal sigue la subinspectora Arieta?
—Los médicos son optimistas —contestó ella—. Dicen que recuperará
hasta el noventa por ciento de visión en su ojo herido.
Fidalgo se pasó la mano por la calva.
—Excelente noticia —dijo revolviéndose en el asiento, molesto en ese
traje oscuro que lograba retener su abultada barriga a duras penas—. Podrá
volver a su puesto.
—No lo creo. Me ha dicho que cuando salga del hospital quiere hacer
un curso de especialización para la Unidad Tecnológica. Y no la culpo.
—Es una pena. Con lo que has conseguido, tu brigada tiene garantizada
la permanencia en la Unidad de Homicidios mientras Bernedo siga en el
cargo.
—No he conseguido una mierda —gruñó ella.
—Venga, Valdeón, no seas tan dura contigo misma. La gente muere. El
mundo es así de cabrón. Lo importante es que los culpables no se salgan con la
suya. Y en eso has cumplido.
Después de que el cura pronunciara un panegírico sensiblero y lleno de
tópicos que dibujó un rictus de emoción en el rostro de los presentes, el
director general de la Policía otorgó al subinspector Santos la máxima
distinción del cuerpo: la Medalla de Oro al Mérito Policial a título póstumo.
Fidalgo se inclinó para hablar muy bajito.
—Se baraja tu nombre para concederte otra a ti. Ya sabes que lleva
aparejada pensión.
—Que se la metan por donde les quepa —respondió ella, desabrida.
—Cómo se nota que aún ves lejos la jubilación.
Elena se giró para mirar la puerta de salida, impaciente por marcharse.
—¿Y ahora qué?
—Ahora, los familiares recibirán la bandera nacional y la gorra del
uniforme, y el cura terminará su sermón. Le conozco de otras veces. Siempre
repite lo mismo: "Queridos familiares, amigos y compañeros. Quedad
tranquilos en la certeza de que la muerte no es el final" —citó Fidalgo, en
falsete.
—Entonces... Me largo.
—No puedes. Hay preparado un lunch para después de la ceremonia.
Estarán todos los gerifaltes.
—Qué bien —soltó la inspectora, al tiempo que se levantaba del
asiento.
Anochecía cuando salió a la calle. Había dejado de nevar y no corría ni
una brizna de viento. Se encaminaba hacia su coche cuando se encontró con el
oficial Zúñiga, que venía vestido con uniforme de gala.
—Llego tarde, lo siento —se disculpó, saludándola marcial—. ¿Ya se
marcha?
—Sí.
—A mí tampoco me gustan estas cosas, pero...
—Ya. Bueno... —añadió la inspectora, evasiva, sin disimular las pocas
ganas de conversación que tenía.
Zúñiga entendió y trató de abreviar.
—Le traía su pistola. Los de balística han terminado con ella y supuse
que querría tenerla. Es un arma preciosa.
—Gracias.
Elena cogió su pequeña Walther PPK, la guardó en el bolso y se volvió
con intención de irse.
—Una cosa más —oyó decir al oficial—. Antes de salir de comisaría,
una agente perteneciente a la Unidad Internacional me dio esto.
La inspectora Valdeón se quedó mirando el sobre cerrado que le ofrecía.
—¿Qué es?
—Sólo me ha dicho que es un informe de la Interpol. Un favor que le
pidió el subinspector Santos.
Elena cogió el sobre de mediano tamaño, cerrado y sin ninguna
anotación en el exterior, y se lo guardó también en el bolso.
—Hasta mañana, Zúñiga.
—Hasta mañana, inspectora Valdeón. Espero que descanse. Se lo
merece.
Ella hizo una mueca de agradecimiento y se marchó.
Ya en el interior de su coche respiró aliviada. Por fin sola, se dijo.
Arrancó y los neumáticos aplastaron la nieve negruzca acumulada en la
calzada mientras se alejaba despidiendo un humo blanquecino por el tubo de
escape. Le apetecía encerrarse en casa y disfrutar de sus pequeñas rutinas:
darse una ducha, cenar, ver en la televisión una película antigua —de ésas
donde existen los planos generales y la cámara no parece montada en una
batidora—, leer un rato y luego dormir. Dormir una noche entera. Lo
necesitaba. Con esa intención iba; sin embargo, a mitad de trayecto, cambió de
opinión. Fue al pasar delante de unos grandes almacenes y ver las luces
navideñas que adornaban la fachada, y las decenas de personas que caminaban
cargando con bolsas repletas de regalos, cuando decidió que aparcaría el
coche y daría un paseo para mirar escaparates y disfrutar de esa falsa
sensación de que el mundo es un lugar seguro repleto de gente feliz y de buen
corazón. Y quizá así fuera, pensó, y ella se negara a admitirlo influenciada por
un infortunado pasado y un trabajo que la obligaba a bregar con lo peor de la
sociedad. Darse un baño de bienestar rodeada por transeúntes alegres y
dichosos le vendría de maravilla.
A la hora y media de deambular de un lado para otro bajo luces de
colores, guirnaldas y caras risueñas, empapada de ese ambiente navideño que
engalanaba Madrid, se dio por satisfecha. Ya tenía bastante. Cenó un par de
sándwiches en la barra de un bar de la zona centro, y se dispuso a regresar a
casa para sumergirse en esa soledad neutra y llena de fantasmas que era su
vida. El retorno a la realidad se puede retrasar, nunca evitar.
Bajaba la rampa del garaje cuando cayó en la cuenta de algo que le
produjo una incómoda sensación de angustia. Por la mañana había dado una
rueda de prensa que algunas cadenas de televisión habrían emitido en directo,
y luego otras habrían repetido en diferido. También había atendido a varios
medios de radio y prensa escrita. Un aluvión de información al que pocas
personas podrían permanecer ajenas. Sin duda, su secreto se habría desvelado.
Tenía el móvil apagado, aunque estaba segura de que tendría un montón de
llamadas perdidas de amigos y conocidos impacientes porque les aclarara qué
era eso de que ella era inspectora de homicidios en lugar de una simple
funcionaria de Justicia. Le abrumó el sinfín de explicaciones que le quedaban
por dar; si incluía, también, los vecinos con los que se trataba. Y de todos, el
que más le preocupó fue Matías. Conocía al conserje, y con toda seguridad se
tomaría mal el engaño. Le debía una explicación. A él, primero que a nadie. Y
no sería una cuestión que pudiera solucionar soltándole una disculpa
precipitada en mitad del portal, requería más tiempo. Más tacto. Más
intimidad. Pero le apetecía tan poco hacerlo...
Ya en el ascensor, dudó si marcar el número de su piso o la planta baja.
Finalmente se decidió. Debía agarrar el toro por los cuernos y apechugar.
Cuanto más tiempo dejara pasar sería peor. El resto de los vecinos no le
importaban. Matías, después de tantos años manteniéndose fiel a su familia y a
ella, se lo merecía. Miró su reloj. A pesar de que era tarde, sabía que solía ver
la televisión después de cenar y que no se acostaba hasta pasadas las once.
Además, así tendría un pretexto para abreviar el encuentro. En eso pensaba, y
en cómo iba a empezar excusándose, cuando el ascensor se detuvo. No se
cruzó con nadie en el portal y fue directa a la conserjería. La puerta estaba
entreabierta. Olía a pintura. Al palpar notó la superficie pegajosa. Pulsó el
timbre. Un raquítico ring clásico se oyó en el interior. Esperó. Tras unos
segundos sin obtener respuesta volvió a pulsar. Nada. Tímidamente,
aconsejada por un repentino sentimiento de urgencia, empujó la puerta y se
asomó. Matías era un hombre mayor, y podría haberle pasado cualquier cosa.
Por la apertura vio el pequeño salón vacío, y la televisión encendida sin voz.
Se preocupó aún más y decidió entrar. Podría estar desmayado en la cocina, en
el cuarto de baño, en su habitación...
—¡Matías! ¿Se encuentra bien? —preguntó, elevando la voz.
—¡Matías! —repitió, cada vez más alarmada.
De repente, la puerta de contrachapado marrón, la que daba acceso al
patio cubierto donde guardaba todos sus trastos, se abrió y apareció él. Estaba
sudoroso, y sólo llevaba puestos unos calzoncillos que le quedaban grandes.
Elena Valdeón, avergonzada, se aturulló.
—Oh, lo siento... Yo... Toqué el timbre y al no contestar pensé que
quizá...
Él se quedó mudo, mirándola como si fuese una aparición. Entonces,
ella, se fijó en que traía una cámara Polaroid en una mano y, en la otra, una
foto que agitaba para que terminara de secarse.
—La puerta... Estaba abierta —continuó la inspectora, ante el pasmo del
conserje—. Quería hablar con usted. No importa. Si eso, yo...
Al bajar la mirada para retirarla del cuerpo semidesnudo del
hombrecillo, vio dos álbumes de fotos sobre la mesa camilla. Uno estaba
abierto, y mostraba varias instantáneas. En la distancia creyó reconocer algo.
No estaba segura de lo que era. Titubeante, se acercó. La respiración se le
aceleró a medida que se aproximaba.
—¡Dios mío! —exclamó, cuando sus ojos lograron identificar el
contenido de aquellas fotos.
Matías dejó la cámara sobre el aparador y continuó agitando la foto unos
segundos antes de soltarla sobre la mesa camilla.
—La maldita puerta. La dejé abierta mientras secaba la pintura y me
olvidé. No debería estar aquí. Mala suerte —le oyó decir en tono de
resignación.
Elena llegó hasta la mesa, cogió el álbum y comenzó a pasar las hojas.
—Cada año tengo que lijarla y pintarla tres o cuatro veces —continuó el
conserje, ajeno al rostro de estupor de la inspectora—. La humedad, la
herrumbre... Se la comen viva. Sólo afecta a la puerta de la calle. ¿No le
parece curioso?
En cada página, sujetas por una hoja de celofán, había dos fotografías
Polaroid. En ellas se veía a un niño desnudo y maniatado en distintas posturas.
En algunas, las más espantosas, se reconocían partes del cuerpo de un adulto:
manos que lo tocaban obscenas, penes en su boca o penetrándole, o
derramándose en su cara. En una de ellas identificó claramente el rostro
surcado por lágrimas del niño que miraba a la cámara, demacrado y con el
pelo revuelto. Era él, sin duda. Lo recordaba por la infinidad de fotografías
difundidas los últimos días por televisión.
—¡Usted! ¡Ha sido usted! —logró decir, aguantándose las náuseas.
—Negarlo sería absurdo —respondió Matías, con una serenidad
pasmosa.
—¿Aún está...?
—¿Vivo? —la interrumpió—. Sí. Una lástima, porque todavía me
quedaban muchos buenos momentos.
La inspectora se llevó las manos a la cara, sin dar crédito a lo que
estaba viviendo.
—¡No es posible! —chilló, asaltada por un vértigo insoportable—.
¿Cómo? ¿Por qué?
—Supongo que está en mi naturaleza, como se dice ahora.
—¡Es un ser despreciable!
—¿Eso piensa? Pues aún no ha visto lo mejor. Coja el otro álbum y
ojéelo. Le sorprenderá.
Elena miró al hombrecillo que, acodado en el aparador, la observaba
con el gesto de orgullo que tendría un artista al mostrar su obra a un público
entregado.
—¿Qué hay en él? —preguntó la inspectora, aterrada.
—Creo que ya lo sabe.
Las piernas le temblaban, amenazando con dejar de soportar su peso. Se
mantuvo firme y abrió el segundo álbum.
Sólo vio la primera página. Con eso le bastó.
—¡Nooo! —gritó, con desesperación absoluta.
—Debió ser usted. Sin embargo, hacerme con su hermano fue tan fácil
que no pude resistirme. Hubo un tiempo en el que fabulé con arrebatarle
también su inocencia. Algo demasiado arriesgado. Dos niños desaparecidos
en una misma casa no era buen negocio.
La voz del conserje, siempre amable y aflautada, se había vuelto de una
gravedad oscura y siniestra.
—Durante años disfruté con esas fotos de su hermano. Y también con el
dolor de sus padres, y de usted. Procuré tenerlos cerca para alimentarme de él
a diario. Su sufrimiento era mi gozo.
Tal era el asco que le producía ese hombre, que Elena,
inconscientemente, reculó hasta tocar con la espalda la pared. Y allí se quedó,
incendiada por el dolor, la rabia y el odio que crecían dentro de ella.
—¡Oh! No sabe cómo me deleita ver sus ojos empañarse. O sus labios
temblar de tristeza y culpabilidad cuando le hablo de su hermano. Yo siento
placer mientras que usted vive un tormento. Qué cosas, ¿eh? —Y, sin esperar
respuesta, continuó—. Esos momentos me sustentaron una vida entera. Y así
hubiese continuado, nutriéndome con la aflicción que notaba en su rostro cada
vez que yo sacaba adrede el pasado, de no ser... Todo se acaba —dijo con
pesar, bajando la mirada—. Me jubilan. Y tendré que irme de aquí. Tengo las
fotos, pero los recuerdos son demasiado lejanos. Sin poder refrescarlos cada
día viéndola a usted, no bastaría. Por eso tuve que actuar otra vez. Necesitaba
un nuevo sustrato que alimentara mis deseos y fantasías. Tenía que
arriesgarme, no tenía más remedio que dejar salir de nuevo al depredador que
hay en mí. Mi naturaleza, ya sabe... Tuve suerte. Alguien, un estúpido testigo,
dijo haber visto a un hombre meter al niño en una furgoneta blanca, y los
investigadores dejaron de buscar por el barrio. Aunque, tengo que confesarle
que contaba con que pudieran cogerme. Eso no me importaba si podía
acumular imágenes, sensaciones, olores y sonidos para el resto de los años
que me quedan por vivir. La cárcel no la veo tan mala si estoy en compañía de
mis niños.
—Es usted un monstruo —gruñó Elena con los dientes apretados,
respirando con dificultad.
Cuanto más dolida y encolerizada la notaba, más envanecido se sentía
él.
—¿Sabe? La otra tarde, cuando vino a merendar, el niño ya estaba allí
—dijo, señalando la puerta que conducía al patio cubierto—. Nosotros
conversábamos y tomábamos café con pastas mientras el pequeño gemía
amordazado en el catre; dolorido, después de que lo violara. Fue un momento
único. Memorable.
La inspectora Valdeón no lo pudo soportar más y metió la mano en su
bolso. Buscaba el teléfono móvil, para solicitar un coche de policía y una
ambulancia, cuando tocó un objeto de metal frío y pesado. Había asistido al
funeral sin su arma reglamentaria; de la Walther que le había devuelto el
oficial Zúñiga, ni se acordaba.
La sacó por instinto y le apuntó después de quitar el seguro.
—¡Inspectora de Policía nada menos! —exclamó el conserje—. ¡Y
menudo éxito ha tenido! La he visto por televisión. ¿A eso venía? ¿A excusarse
por haberme mentido todos estos años? Todo un detalle, pero no hacía falta.
Siempre lo supe. Desde que ingresó en la academia. A veces leía sus cartas, o
la seguía. Saber que era policía me daba aún más satisfacciones.
A Elena se le nubló la vista por el velo acuoso que había empezado a
formarse.
—No me importa ir a la cárcel. Ya se lo he dicho. Puede ahorrarse eso
—dijo, señalando la pistola—. Por cierto, me olvidaba de una cosa.
De un cajón del aparador sacó algo que mantuvo unos segundos dentro
del puño.
—Usted tiene una igual. —Al abrir la mano, quedó colgando de la
cadena una medalla dorada que comenzó a girar—. Me la quedé porque, cada
vez que la miro, me recuerda a la niña que usted era.
Con una sonrisa esquinada, Matías se llevó la mano a los genitales y se
los acarició obscenamente.
Sin saber por qué, de pronto Elena se relajó. La pistola dejó de temblar
en su mano y su mente se liberó de esa densa y oscura bruma que acompaña a
la ira. Por fin podía razonar con frialdad, sopesando las posibilidades. Y eso
hizo durante unos segundos; hasta que, al ver el abrecartas sobre el aparador,
al alcance de la mano del conserje, supo lo que podía pasar.
Lo que debía pasar.
47
LA VISITA

Elena Valdeón leía con la luz natural que entraba por la ventana cuando
la enfermera abrió la puerta de la habitación.
—Hora de comer —anunció, risueña.
Eficaz, acercó la mesita a la cama, sacó el soporte abatible y colocó
encima la bandeja.
La inspectora cerró el libro y se inclinó para mirar.
—Puré de patatas con zanahorias, merluza hervida y una pera —
enumeró la enfermera, una joven entrada en carnes que se movía con la
elegancia de una bailarina.
—Estoy deseando comer en casa —anunció Elena, cogiendo la cuchara
y hundiéndola con desgana en el aguado puré—. Con mucha grasa y sal.
—Hay personas que son muy malas enfermas, y usted es una de ellas.
—Una semana aquí tumbada es más de lo que puedo soportar.
—Supongo que mañana le darán el alta.
—Eso, ni lo dude.
A la media hora, después de que le retiraran la bandeja sin apenas tocar,
la inspectora puso la televisión y se quedó dormida viendo un documental
sobre los tesoros de Egipto.
Al despertar, la luz mermada y cálida que atravesaba el cristal de la
ventana hablaba de atardecer. Se reacomodaba, dolorida por la postura,
cuando lo vio allí sentado.
No se asustó. Tampoco se sorprendió.
—Ha tardado en venir —le habló con voz pastosa a la figura que se
incorporaba del sillón de escay.
—¿Quién le dijo que vendría?
—Usted nunca se iría sin despedirse.
El padre Miguel, vestido con traje negro y alzacuellos, elevó un lado de
la boca sin llegar a formar una sonrisa.
—La veo más delgada.
—La comida de hospital es una mierda.
—¿Qué tal se encuentra?
—Bien —contestó ella, lacónica.
—He hablado con el médico. Tuvo mucha suerte.
La inspectora desvió la mirada.
—Eso parece.
—Según me ha contado, el abrecartas que le clavó su conserje a punto
estuvo de matarla. Un par de centímetros más profundo y hubiera sido fatal. Es
curioso que, el lugar de la puñalada, coincidiera exactamente con el que se
infligió Marcos Galán. —El sacerdote utilizó un silencio trágico y luego
continuó—. Veo que tiene buena memoria. Y valor.
Elena arrugó el ceño y lo miró furibunda.
—Usted no estaba allí. Aquel ser era un monstruo. Una aberración de la
naturaleza. El mal absoluto —dijo, elevando la voz—. El gatillo lo apretaron
las millones de víctimas de violaciones, torturas y humillaciones que tuvieron
que ver cómo sus verdugos jamás pagaban por sus crímenes. No fue lo
correcto, lo sé, pero fue justo.
—Fue venganza.
—La venganza es la justicia de los desamparados, de los pobres, de los
indefensos...
—No he venido a juzgarla —se apresuró a replicar el padre Miguel—.
Ningún hombre podría hacerlo. Ni debería.
—En eso estamos de acuerdo.
Al tragar saliva, a la inspectora se le pegó la lengua al paladar: tenía la
boca seca.
Perceptivo, el sacerdote fue hasta la mesilla, cogió el vaso de agua casi
lleno que había y se lo acercó. Ella asintió agradecida.
—¿Y los niños? ¿Están bien?
—Tienen ayuda. Se recuperarán —respondió Elena, tras dar un generoso
trago.
—Los salvó. A los dos. ¿Qué tal duerme ahora? A veces, eliminamos
unos fantasmas y aparecen otros.
—Mejor. Mucho mejor.
—Me alegro.
—¿Dónde está la reliquia? —preguntó ella.
—A buen recaudo.
—Sabe que Marcos Galán se muere, ¿verdad?
—Sí.
—Su estado era lamentable. Al final, los médicos determinaron que los
síntomas cuadraban con los que sufriría alguien sometido a una alta dosis de
radiación.
El padre Miguel, de pie junto a la cabecera de la cama, cruzó los brazos.
—Los técnicos descubrieron trazas de radioactividad en la ermita y en
el paño que envolvía el cofre. También en su casa. No han encontrado la fuente
principal que la emitió. Probablemente un objeto con alto contenido en uranio
o plutonio. ¿Usted sabe algo?
—El cofre está hecho de plomo recubierto por plata. El paño de oro era
una segunda medida de contención. No se preocupe, la reliquia es segura.
—¿Conoce los efectos de la radiación? Seguro que sí. Pulveriza las
células del cuerpo —dijo la inspectora, retrepándose en la cama—. Marcos
Galán estaba destrozado por dentro. Los médicos piensan que tal deterioro
pudo influir en su locura.
El sacerdote tardó en contestar. Caminó hasta la ventana y miró por ella
pensativo antes de volverse.
—Cree que eso lo explica todo, ¿no es así?
—¿No lo hace?
—El Diablo es un embustero y un tramposo —contestó, sereno—. Tienta
a los incautos y les promete favores, riquezas, poder... La vida eterna. Pero al
mismo tiempo les inocula la muerte y la condenación. Quiere su alma. Y
cuanto antes, mejor.
—Tiene explicaciones para todo.
—Yo no, el Diablo. Ya se lo dije, le gusta eliminar sus huellas.
—¿Y a usted?
El padre Miguel ladeó la cabeza sin entender.
—En el armario, dentro de mi bolso, hay un sobre —dijo Elena,
señalando con la mano—. Tráigamelo.
Reticente, obedeció.
—Se trata de un informe de la Interpol que solicitó el subinspector
Santos. Cuando el oficial Zúñiga me lo entregó pensé que sería sobre Remi
Saunier y no le di importancia, ya que para entonces sabíamos que estaba
muerto. —La inspectora hablaba despacio, tomándose su tiempo. El sacerdote
la observaba muy atento, perfilado su rostro circunspecto por la luz mortecina
que iluminaba la habitación—. Luego... Bueno, pasó lo que pasó y me olvidé
de él. Ayer me acordé y lo abrí. ¿Y sabe? El dossier no era sobre el francés,
era sobre usted.
—Vaya —exclamó sucinto el padre Miguel, rascándose el mentón—. ¿Y
es interesante?
—No mucho. Nada que no supiera ya. Aunque hay una cosa que me
llamó la atención: una fotografía.
Elena la sacó del sobre. Medía diez por quince centímetros. No se la
enseñó, manteniéndola oculta bajo su mano.
—Parece ser que Santos no se fiaba de usted y escaneó la foto de su
carnet cuando lo entregó en el control de acceso a la comisaria.
—Muy astuto —observó el sacerdote, impasible.
—Lo era. Y persuasivo. Logró que la Interpol introdujera su rostro en un
potente programa de reconocimiento facial para buscar coincidencias entre las
billones y billones de imágenes que circulan por internet.
—¿Y?
—Encontraron esto.
La inspectora Valdeón, por fin, le mostró la fotografía. Era en blanco y
negro, con un leve tono sepia. El padre Miguel la cogió, encendió la luz
fluorescente del cabecero de la cama y la miró con interés.
—Como verá, en ella aparecen tres hombres —dijo Elena—. Y el del
centro, el más alto, es exactamente igual a usted.
—Sí, se me parece —dijo el sacerdote, indolente.
—El resultado obtenido por la inteligencia artificial que analizó los
parámetros biométricos de su rostro obtuvo una coincidencia del 98%. Si no
es usted, sólo un hermano gemelo daría tal resultado. Pero ambos casos son
imposibles, ya que entonces debería tener más de cien años.
La inspectora le quitó con delicadeza la fotografía de la mano antes de
continuar hablando.
—El informe adjunto dice que la instantánea fue tomada en Polonia, en
1943, y que los hombres que aparecen en ella son tres sacerdotes. Tres héroes
que ayudaron a escapar a cientos de judíos del gueto de Varsovia antes de ser
destruido. Dos fueron atrapados por los nazis y fusilados: el padre Adam y el
padre Pawel. El tercero logró huir y nunca más se supo de él. Se llamaba
Mìchal. Miguel, en español.
Elena calló un instante para sumergirse en los profundos ojos azules del
sacerdote. En su mirada imperturbable y enigmática.
—¿Quién es usted en realidad, padre Miguel?
—Un soldado de Dios.
—¿Soldado o general?
El sacerdote relajó el gesto para mostrar una sonrisa abierta.
—Tenga cuidado, inspectora Valdeón, la fe vuelve cuando menos se la
espera.
—Lo inexplicable no tiene por qué ser divino.
—Claro que no. También puede ser producto de la... casualidad.
Esta vez fue Elena quien sonrió.
—Ahora tengo que irme —dijo el padre Miguel, posando una mano
sobre su hombro—. Cuídese.
Al abrir la puerta, la intensa luz del pasillo dejó a contraluz la figura del
hombre.
—¿Nos volveremos a ver? —preguntó ella.
—Quién sabe —contestó él, sin girarse, antes de desaparecer.
Durante la siguiente hora, la inspectora estuvo especialmente incómoda.
Intentó leer y desistió, no se concentraba. Volvió a encender la televisión y
tampoco logró relajarse. Finalmente la apagó y se quedó mirando el techo,
rendida a la evidencia de que no era su cuerpo dolorido el causante de su
inquietud, sino que ésta nacía en su conciencia.
Y ella conocía la causa.
Decidida, se volvió hacia un lado. El esfuerzo le produjo un leve dolor
en el costado, donde aún seguían tiernos los puntos de la operación. No le
importó, y se estiró lo suficiente para llegar hasta el cajón de la mesilla y
coger su teléfono móvil. Con él en la mano, mirándolo indecisa, experimentó
una mezcla de angustia y emoción que le oprimió el pecho hasta no dejarla
respirar. Con tremendo esfuerzo, por fin, llenó sus pulmones de un aire fresco
y revitalizante que terminó por derribar el estéril muro del orgullo.
Con dedos imprecisos, navegó por su agenda hasta que dio con el
número que buscaba. Sintió los latidos de su corazón desbocados mientras
escuchaba los tonos de llamada. Uno. Dos. Tres. Al cuarto, alguien respondió
al otro lado de la línea.
—¿Dígame?
Cerró los ojos y contestó.
—Hola, hija.
—¿Mamá, eres tú?
—Sí.
—¿Pasa algo? ¿Te encuentras bien?
—Muy bien. Sólo quería saber qué tal estabas tú.
—Muy liada. Me pillas en el trabajo.
—Lo siento. No quería molestarte.
Durante el breve instante en el que el silencio ocupó el otro lado de la
línea, Elena se sintió flaquear.
—¿Te llamo luego y hablamos?
—Claro, hija. Cuando puedas.
—Perfecto. ¿Seguro que todo va bien?
—Seguro.
—Vale.
—Adiós. —Un titubeo. Un temblor de labios, y luego la frase que tanto
tiempo llevaba queriendo decirle—. Te quiero, hija.
—Yo también a ti, mamá.
48
TIERRA

Tres meses después.

Vestido con una sotana raída y llena de polvo, el padre Lázaro barría la
nave de la ermita. Hacía una semana que se había trasladado allí, y quedaba
mucho por adecentar antes de abrirla.
Patrimonio Nacional había dejado en manos del Arzobispado de Madrid
los trabajos de restauración, y el resultado fue un lugar sencillo y práctico, ya
que primó la rapidez al acabado. Se reparó la cubierta con tejas comunes, sin
tocar los muros. Las ventanas y puerta principal eran nuevas y robustas, pero
sin ornamentos de ningún tipo. El interior siguió el mismo criterio: en la
cabecera el altar se había aprovechado puliendo y adecentando el viejo
mármol, y se había colocado una sencilla cruz sobre el sagrario de latón.
También se había acondicionado la sacristía para que sirviera de vivienda,
poniendo una cama, una cocina y un pequeño baño, todo de una austeridad
espartana. Luz y agua corriente no había. La primera la proporcionaría un
generador eléctrico a gasoil instalado en el exterior, y la segunda tendría que
ser transportada en garrafas una vez a la semana, al igual que la comida. Por
último, en la nave central, se dispusieron varias filas de bancos de madera de
pino sin tratar. No muchos, ya que nadie en el arzobispado pensaba que aquel
lugar apartado fuese a ser muy visitado.
Tampoco el padre Lázaro lo creía; sin embargo, se esforzaba por limpiar
los restos de la obra con el mismo fervor que tendría si se tratara de la Capilla
Sixtina. Y no sólo por él o los escasos feligreses que se decidieran a subir
hasta allí para escuchar misa, sino por la visita que esperaba desde hacía días.
Por eso, cuando oyó abrirse la puerta y vio aparecer la figura alta y
vestida de negro que se le acercaba haciendo resonar sus pasos sobre las
piedras del suelo, no se sorprendió.
Asaltado por un irrefrenable pudor, dejó la escoba apoyada en un banco
y se sacudió la sotana.
Seguía haciéndolo cuando la figura se paró frente a él.
—Buenos días, padre Lázaro.
—Buenos días, padre Miguel —le respondió tembloroso, levemente
inclinado.
El sacerdote recorrió la ermita con la mirada antes de seguir hablando.
—¿Sabe lo que contiene esto? —preguntó directo, sacando de una
mochila de cuero el cofre de plata.
—Me han hablado de ello.
—¿Y qué le han dicho?
—Que es un arma. Un artilugio del Diablo para tentar a los hombres y
conducirlos a la condenación eterna. Un objeto tan peligroso que jamás deberá
volver a ver la luz.
—¿Y qué más?
—Que yo seré su custodio hasta que otro sacerdote, otro pecador —
añadió, bajando la voz avergonzado—, me releve. Que ésa será mi misión en
la tierra hasta el final de mis días. Solo, en este lugar alejado de todo, sufriré
esa penitencia para espiar mis pecados y alcanzar el perdón del Santísimo.
—Muy bien. Bajemos a la cripta.
El lugar estaba exactamente igual que como lo habían encontrado. Con
sus nichos cubriendo las paredes de roca y ese olor a tierra y siglos de olvido
que tan bien le encajaban. El padre Miguel esperó pacientemente a que el
padre Lázaro preparara la mezcla con cemento, y luego se acercó hasta el
nicho donde debía volver a guardarse la reliquia. Tras introducirla bien
hondo, el antiguo párroco de El Calmo colocó unos ladrillos para cubrir la
abertura. Al terminar, los enlució esparciendo una gruesa capa de cemento.
—Ya está —dijo, volviéndose con las manos manchadas y el rostro
sudoroso.
—¿No le queda algo por hacer?
—¡Oh, tiene razón!
Presto, y utilizando un dedo, dibujó sobre la superficie aún fresca tres
letras: V.R.S.
Al acabar, miró el nicho vacío que quedaba a su lado, el que estaba
reservado para él.
—Dígame, padre —dijo, suplicante—. ¿Bastará este sacrificio para
alejar de mí las llamas del Infierno?
El padre Miguel le observó sin conseguir olvidar los execrables actos
de su pasado. Amparado en las sombras, suspiró antes de levantar una mano
para dibujar en el aire la señal de la cruz.
—Dios, todo lo ve. Pero también es misericordioso. Cumple tu
cometido, no caigas en la tentación y suplica su perdón. Es todo lo que puedes
hacer.
El anciano, solícito, fue al encuentro del sacerdote, le agarró la mano y
se la besó con unción.
—Gracias, gracias —repitió, con un llanto entrecortado y los ojos
arrasados en lágrimas.
Después de comprobar que la cripta quedaba bien cerrada bajo la
compuerta metálica disimulada en el suelo —en la que el arzobispado había
invertido la mayor parte del dinero asignado para la restauración de la ermita
—, el padre Miguel se marchó. Lo hizo sin despedirse, sin dedicarle un
mínimo gesto al hombrecillo que se quedaba allí, en mitad de la nave,
encorvado por los años y la culpa.
Ya en el exterior gozó como un niño del tímido sol de media mañana que
le calentaba el rostro, y con la suave brisa que le revolvía el pelo.
Taciturno se agachó, cogió un puñado de tierra, lo frotó y luego lo dejó
caer lentamente entre sus dedos. Por último, con mirada soñadora, acercó la
nariz a sus manos y se deleitó con el olor que desprendían.
Y así estuvo un buen rato. Hasta que en el horizonte, entre las cumbres
aún nevadas de las montañas, vio un resplandor vivo y efímero. Entonces supo
que había llegado el momento de marcharse.
OTROS LIBROS DEL AUTOR

ABISAL (2018)

EXTINTOS (2017)

LA SELVA PÁLIDA (2016)


EXPEDICIÓN ATTICUS (2015)

TRILOGÍA FUBARBUNDY (2012-2014)

También podría gustarte