La Estrategia Del Diablo
La Estrategia Del Diablo
La Estrategia Del Diablo
Elizabeth Bear
ÍNDICE
PRÓLOGO
PRIMERA PARTE
LA CRIPTA
RUTINAS
EL CRIMEN
EL CALMO
LOS HECHOS
OJOS ABIERTOS, BOCA CERRADA Y MANOS EN LOS BOLSILLOS
LA INTERNET PROFUNDA
EVALUACIÓN
SEGUNDA PARTE
LA ESTRATEGIA DEL DIABLO
EL COFRE
MALOS RECUERDOS
CAFÉ DE HOSPITAL
TRABAJO DE OFICINA
LA MEDALLA
ÉL
EL PORTAL
UN PASEO POR EL PARQUE
TERCERA PARTE
PADRES
BULLYING
PENITENCIA
BOLSILLO VACÍO
SECTAS
DOS RAZONES
EL RASTRO
NIEVE SOBRE MENTIRAS
EL OLFATO DE LAS RATAS
CAFÉ, PASTAS Y RECUERDOS
CUARTA PARTE
UN AMOR ENTRE BASURA
DIENTES Y ATAÚDES
MELANCÓLICA HEROÍNA
HOJA DE DOBLE FILO
ALTO, FUERTE, RÁPIDO
HACIENDO LO CORRECTO
SANGRE BAJO LAS UÑAS
LA INOCENCIA DE UN NIÑO
99 GOTAS DE SANGRE
QUINTA PARTE
LA GUARIDA DEL LOBO
UN TIPO ENCANTADOR
ÁNIMO DISFÓRICO
VESTIDA PARA LA OCASIÓN
MISA NEGRA
PABLO
ELUCUBRACIONES
BAJO LOS ROSALES
IMPARABLE
LA PUERTA
LA VISITA
TIERRA
OTROS LIBROS DEL AUTOR
PRÓLOGO
Acacio
DCCCLXXIV
Madrid.
Dos semanas después.
El Calmo 4 km
TRAUMATOLOGÍA
HABITACIONES 14D → 45D
Tu luz es mi luz.
siervo666
—No. ¿Debería?
—La verdad es que se ve bastante mal —admitió el sacerdote—. No
está totalmente clara. Deme un minuto.
De nuevo, trasteó en el teléfono antes de volver a mostrárselo.
—Éste es un dibujo que he encontrado en internet. Ahora se
identifica perfectamente.
LA MEDALLA
La inspectora Valdeón sentía que, por primera vez desde que se hiciera
cargo del caso, estaba cerca de encontrar algo más que indicios, testimonios y
suposiciones. Si tenía suerte, aquel día podría hallar un argumento sólido con
el que trabajar, y que sirviera de base en la elaboración de una lista fiable de
sospechosos. Cuanto más corta, mejor. Hasta el momento, como ya le había
dicho al sacerdote, se había negado a fijar el foco en nadie, limitándose a
escuchar a testigos y recabar información. Información y declaraciones;
caballos de batalla de cualquier investigación policial, pero insuficientes si no
se conseguía un suelo firme sobre el que construir una acusación bien
fundamentada. Y para eso se necesitaban pruebas. Pruebas que señalaran a un
culpable.
—¿Adónde vamos? —preguntó el sacerdote, al ver a la inspectora pasar
de largo del ascensor.
—Usted espere aquí —dijo, señalando la sala donde estaban las
máquinas expendedoras—. Tómese un café o lo que quiera. No tardaré.
Sin añadir nada más, Elena Valdeón se alejó por el pasillo y luego
torció a la derecha en dirección al despacho del comisario.
Delante de la puerta respiró hondo un par de veces y, después de llamar,
abrió sin esperar contestación.
Luis Bernedo se bajó las gafas de leer hasta la punta de la nariz y miró
por encima de ellas.
—¿Pasar sin permiso? Sólo podía ser usted.
El comisario no estaba solo. Sentado frente a él había un policía de
uniforme que se volvió con el gesto serio para ver quién entraba.
Elena no lo reconoció. Por sus galones se trataba de un capitán,
probablemente perteneciente a otra comisaría.
—Veo que está ocupado. Volveré en otro momento —dijo, haciendo
ademán de marcharse.
—Espere —la detuvo el comisario—. Ya habíamos terminado.
Algo confuso, el capitán se levantó y cogió la gorra que tenía sobre la
mesa.
—Seguiremos en contacto. Pronto podré decirle algo —dijo el
comisario, ofreciéndole la mano.
El capitán se la estrechó algo contrariado y abandonó el despacho
pasando junto a la inspectora sin siquiera dirigirle la palabra.
—Entre y cierre la puerta —dijo Bernedo, al verla parada en el umbral
—. Debo decir que me ha salvado. Ese capitán es un toca pelotas de cojones.
Es de la academia. Lleva las nuevas incorporaciones y me vuelve loco con los
protocolos a seguir con los novatos. Que si no hagan esto, que si no hagan lo
otro... Los cuidan más que a un grupo de colegiales.
Elena Valdeón se acercó hasta la mesa y apoyó el maletín sobre ella, sin
intención de sentarse.
—Los tiempos cambian.
—A veces, para peor —dijo el comisario—. ¿Viene a hablarme del
caso?
—En cierto modo —respondió en un tono intencionadamente seco.
Bernedo se quitó las gafas y se las guardó en el bolsillo de su pulcra
chaqueta a medida. Luego, se inclinó hacia adelante y la miró fijamente. El
contraluz que producía la ventana que tenía a su espalda, añadido a la sombra
que provocaban sus pobladas cejas, ocultaron sus ojos, de los que sólo se veía
un brillo inconstante.
—¿No va a tomar asiento?
—Me iré enseguida.
—¿Sabe? —dijo el comisario, sin dejar de observarla con fijeza—. Es
un usted un libro abierto, inspectora Valdeón.
—¿Y eso es bueno o malo?
—Mostrar las cartas siempre es malo. Y la vida es una constante partida
de naipes.
—La mía, no.
—Ya, usted prefiere jugar solitarios —sentenció a media voz, reflexivo
—. ¿De qué quería hablarme? Aunque, si no me equivoco, más bien viene a
quejarse.
—No se equivoca.
—Lo ve. Lo que le decía: un libro abierto.
—Me hizo creer que había sido usted el que me eligió para este caso,
pero no era cierto. Fue el padre Miguel quien lo decidió, ¿no es así?
El comisario esbozó una tímida sonrisa y negó con la cabeza.
—Jamás dije tal cosa, se lo aseguro. Fue usted quien llegó a esa
conclusión.
—¿También va a negarme que le permitió ver los expedientes de todos
los inspectores de homicidios?
—A usted no. Pero lo haré en cualquier otro lugar que no sea aquí y
ahora.
La inspectora se quedó sorprendida por la rotunda e impactante
contestación del comisario.
—Es una irregularidad muy grave, ¿lo sabe?
—Por supuesto. Sin embargo, no hay manera de demostrarla. Un archivo
de texto de sólo lectura que luego desaparece sin dejar rastro alguno. No se
puede copiar, escanear ni gravar. Como si nunca hubiera existido.
—¿Por qué lo hizo? ¿Por qué arriesgarse?
—Me lo pidió y no pude negarme. Muchas veces tenemos que decidir
entre dos opciones, y pocas tenemos la certeza de que vamos a elegir la
correcta. ¿Cómo lo ha sabido? ¿Lo ha adivinado o se lo dijo él? Me aseguró
que sería discreto.
Hablaba con total naturalidad, sin manifestar un ápice de preocupación.
Para Elena, que esperaba tener que derribar muros y vencer a un ejército antes
de poder conquistar el castillo de la verdad, encontrarse con las puertas
abiertas la dejó desconcertada. No le sorprendía que un superior se mostrara
tan seguro y arrogante —lo había vivido mil veces a lo largo de su carrera—,
pero le resultaba chocante que admitiera una actuación tan desafortunada con
total tranquilidad. Tuvo la sensación, al ver su rostro sereno al contraluz de la
ventana, de que al comisario lo respaldaban otros argumentos menos
terrenales además del cargo y la posición. Un apoyo intangible que lo revestía
de una autoridad casi... sagrada.
Tras llegar a esa conclusión, la inspectora mudó su indignación por una
imperiosa curiosidad.
—¿Por qué yo? ¿Se lo dijo?
—No.
—¿Qué más le contó sobre mí?
—No le dije nada más. Tampoco me lo pidió.
El comisario se levantó y se quedó mirando por la ventana, dándole la
espalda.
—Cuando le pregunté por él, usted dijo que le pareció un hombre
curioso. ¿Sigue pensando lo mismo?
La pregunta pilló a la inspectora desprevenida, y no supo qué contestar.
—Sin duda lo es —oyó decir a Bernedo, ante su mutismo.
El comisario se giró resuelto.
—Sólo he hablado con él por teléfono. Ni siquiera lo conozco en
persona. Pero noto una fuerza, una determinación y un carisma en él,
extraordinarios. Por si le interesa, yo le propuse a otro inspector para que
llevara el caso. Él insistió en que la quería a usted.
—Vaya, ¿no se fía de mí? —preguntó Elena, más desorientada que
molesta.
—No es eso. Creo que es la mejor policía que sirve bajo mi mando.
—¿Entonces?
—No resulta cómoda.
—Ni lo pretendo. Mi trabajo consiste en atrapar criminales, no en lamer
culos.
—Lo ve. Simplifica demasiado. Debería saber que cuanto mayor es el
cargo, más pesadas y complicadas son las responsabilidades que conlleva —
dijo rotundo.
—No sé de qué me habla ahora.
—Olvídese de esos informes —concretó el comisario, volviéndose de
nuevo hacia la ventana—. Se los mostré a ese sacerdote porque, de no hacerlo,
quizá alguien muy por encima de él podría haberse molestado.
—Así que era eso —dijo la inspectora, viendo salir a Bernedo del
misticismo en el que lo creía sumido.
—Para ascender como policía basta con hacer bien tu trabajo y no
crearte enemigos en el Cuerpo —comenzó diciendo—. Sin embargo, si se
aspira a algo más, es necesario poseer otras... habilidades. Y nunca defraudar
a los amigos poderosos que se cruzan en tu camino.
Ese discurso ya era más propio del comisario, admitió la inspectora
mientras movía la cabeza de un lado a otro, casi imperceptible. Antes de
intervenir, concluyó que el otro Bernedo —el que creyó dirigido por una mano
divina— sólo había sido una ilusión pasajera.
—Habla de política, ¿verdad?
El comisario asintió.
—Alguien tiene que hacerla. El mundo es así —reconoció la inspectora
—, pero a mí no me interesa.
Bernedo se separó de la ventana y volvió a tomar asiento.
—Es evidente que la sinceridad y la incontinencia verbal no son
cualidades convenientes en el terreno de la política. Duraría poco —concluyó,
mostrándole una sonrisa perfecta gracias a un excelente y caro trabajo dental.
Maldiciendo por lo bajo la hora en la que se le ocurrió pedirle
explicaciones, Elena Valdeón cogió su cartera de piel y se la colgó del
hombro.
—¿Ya se va?
—Sí.
—Esperaba que me pusiera al día de la investigación.
—Pues no va a poder ser —respondió, categórica.
El comisario dio un pequeño brinco en el sillón, molesto.
—Supongo que tendrá una buena razón.
—En realidad dos —dijo ella, sin rebajar el tono rotundo—. La
primera: porque ahora mismo voy a interrogar a un posible sospechoso y no
tengo tiempo. Y la segunda: porque aunque lo tuviera, no estoy de humor para
hacerlo.
—La hipersensibilidad tampoco es una cualidad recomendada para un
político. Ni siquiera para un policía. Si al menos fuese artista... —contestó,
desafiante, aún sabiendo que la inspectora Valdeón jamás rehusaba el
combate.
—Hay quien dice que desarrollar una buena investigación se asemeja
mucho al proceso creativo. Pero usted, claro, de eso no entiende mucho.
—Tenga cuidado inspectora, mi paciencia tiene un límite.
—Algo de lo que podría tomar ejemplo su ambición —replicó ella,
impasible.
El comisario Bernedo entornó los ojos y apoyó las manos en la mesa, a
punto de levantarse. Finalmente se contuvo, tragándose a medias sus
impertinencias.
—¿Por qué sonríe ahora?
—Usted no es tan buen tahúr como se cree —contestó la inspectora—.
Me ha mostrado su jugada. Intuye que sus aspiraciones políticas dependen de
la resolución de este caso, y hará lo posible porque salga bien. Lo quiera o no
soy su única opción, y pondrá todo de su parte para ayudarme. De momento,
no tengo de qué preocuparme. Si yo pierdo, usted también.
—De momento —repitió, entre dientes.
Ya en la puerta, la inspectora se volvió.
—Ah, una última cosa. Yo nunca me olvido de la jerarquía del mando.
Escribiré un informe del caso esta misma noche. Lo tendrá en su mesa a
primera hora de la mañana. ¿Le parece bien?
Ni siquiera esperó contestación, abrió la puerta y abandonó el despacho.
Al quedarse solo, el comisario golpeó la mesa con el puño y frunció el
ceño hasta hacer desaparecer sus ojos. No me ha estado mal, se dijo entre
enfadado y exhausto, eso me pasa por intentar razonar con una leona cabreada.
24
EL RASTRO
ANTIGÜEDADES GÁLVEZ
Compramos y vendemos todo tipo de objetos
Pagamos al contado
Tu luz es mi luz.
siervo666
Lo hizo varias veces más hasta que calló. Por unos instantes, Elena sólo
percibió el inquietante sonido de la nada. Luego, oyó un estruendo a su
espalda.
Muy lentamente, temiendo conocer lo que iba a contemplar, se volvió.
Lo hizo justo en el momento en el que terminaban de caer todas las baldosas al
suelo y la tapa del ataúd comenzaba a moverse.
Es un sueño. Es un sueño, insistía Elena.
Paralizada por el terror, e incapaz de gritar, se quedó mirando hasta que
la cubierta terminó de abrirse y su interior quedó al descubierto.
Estaba vacío.
Bellamente forrado de terciopelo rojo y raso blanco, pero vacío.
Elena respiró aliviada y dio un paso atrás. Era la hora de volver a su
habitación. A su cama. Necesitaba salir cuanto antes de esa desasosegante
pesadilla. Reiniciarse dentro del propio sueño en el que seguía metida y
terminar de una vez por todas con las alucinaciones. De vuelta en el pasillo,
algo más tranquila después de razonar, dio unos pasos hacia su cuarto. No
muchos, ya que una voz a su espalda la detuvo en seco:
¡Sálvalos!
¡Sálvalos!
Dijo.
¡Sálvalos!
¡Sálvalos!
¡Sálvalos! ¡Sálvalos!
Las palabras resonaron en su cabeza con tal nitidez, que creyó
escucharlas de nuevo.
¡Sálvalos! ¡Sálvalos!
¡Sálvalos! ¡Sálvalos!
Pasó del sueño a la vigilia sin apenas darse cuenta. En un despertar que
no era tal. O sí, pero de una calidad que jamás había sentido. Reconoció que
estaba tumbada en una cama. Con sumo trabajo abrió los ojos. Le escocían y le
costaba enfocar. Tardó un rato en reconocer su habitación. La única luz era la
que entraba a través de la ventana: mortecina y de un tono ocre. Le dolía la
cabeza, notaba el cuerpo entumecido y su estómago era un caldero burbujeante
de vaciedad. Al girar la cara hacia el lado contrario a la ventana lo vio. El
padre Miguel estaba allí, sentado en una butaca, con los pies descalzos
apoyados en un escabel y los brazos cruzados sobre el pecho. Mirándola.
—Creí que no iba a despertar nunca —dijo, incorporándose a medias.
—¿Qué ha pasado? —preguntó la inspectora, articulando mal, con la
boca tan seca como el polvo.
—¿No recuerda nada? —se extrañó el sacerdote.
Elena recapacitó.
—Estoy confusa. En mi cabeza veo imágenes que se superponen. No
logro componer un relato coherente —confesó, restregándose la cara con las
manos.
—Le refrescaré la memoria —dijo el padre Miguel, bajando los pies
del escabel y apoyando los codos en las rodillas—. Anoche, desoyendo mis
consejos, acudió sola a casa de Razvan Grosu. Allí fue drogada y utilizada en
una misa negra por adoradores de Satán. A punto estuvo de ser sacrificada.
Elena dio un respingo.
—¡Dios mío, ya me acuerdo! Iban a violarme y luego a trincharme como
a un pavo. No podía moverme, pero lo veía todo. Y lo sentía. Fue horrible.
¡Espantoso!
—Tranquilícese. ¿Qué más recuerda?
Meditó antes de responder. Los retazos, poco a poco, iban ordenándose
en su mente.
—¡Usted! Llegó usted y comenzó a pelear como un puñetero boina verde
del ejército. Lo vi acabar con ese miserable de Otto y con Irina, y luego
enfrentarse a Razvan.
—No fue para tanto —intervino el sacerdote—. Los pillé
desprevenidos.
La inspectora torció el gesto. Algunas imágenes no tenían sentido.
—Va a creer que estoy loca —dijo por fin—. Recuerdo verles luchar
con espadas y armaduras.
—¿A quién?
—A usted y a Razvan. Y eso no es lo más raro. También tenían unas
hermosas... alas.
—Vaya —exclamó, divertido.
—Ahora mismo, en mi cabeza, se mezclan imágenes reales con otras
inventadas. Me cuesta diferenciarlas.
—Es normal. Aún tardará en recuperar del todo la memoria. O, al
menos, eso dijo el médico.
—¿Qué médico?
—¿No se acuerda de que ha estado toda la noche en un hospital? —se
extrañó el sacerdote.
Ella negó con la cabeza, pasmada.
—Esta mañana fuimos incapaces de que se quedara ingresada, y exigió
el alta.
—¿En serio? ¿Qué hora es?
El padre Miguel consultó su reloj de muñeca.
—Las seis menos diez... de la tarde.
—¡Imposible! —replicó, incrédula.
—Tras salir del hospital quiso que la trajera a casa. Estaba eufórica.
Nada más llegar cayó en la cama como un tronco. Eso fue, más o menos, a las
once y media de la mañana.
—No logro acordarme tampoco.
—El doctor me advirtió que podría presentar cuadros de amnesia
temporal, y que esas lagunas se irían rellenando con el tiempo.
Elena se dio cuenta de que llevaba puesto un grueso pijama que hacía
siglos que no usaba, y al girar la cara vio en la mesilla de noche su teléfono
móvil, su cartera y las joyas que había llevado puestas aquella noche.
—Explíqueme lo que ha pasado —dijo, usando un tono autoritario—.
Desde el principio.
—Bueno, no hay mucho que contar —empezó el padre Miguel, algo
reticente—. Después de dejarla ayer en el hospital, no me fiaba. Pensaba que
pudiera hacer alguna tontería, como así fue, y me quedé por su barrio.
Vigilando.
—Continúe —le animó, para que cerrara la pausa dramática.
—Al verla salir con su coche la seguí hasta casa de Razvan, aparqué
lejos de la entrada y volví a pie. No me fue difícil saltar la valla que rodea la
urbanización y llegar hasta la mansión. No hay cámaras de seguridad ni
alarmas, lo comprobé la primera vez que estuvimos, y fue sencillo acceder al
interior forzando una ventana.
—¿Por qué lo hizo? ¿Usted ya sabía lo que iba a suceder?
—Lo imaginaba. Aunque tenía que confirmarlo. Por esa razón esperé un
rato antes de bajar hasta la falsa iglesia. Cuando lo hice, la ceremonia ya había
comenzado.
—Tengo la sensación de haber estado bastante tiempo tumbada en aquel
altar. ¿Por qué no avisó a la policía de inmediato?
—Primero debía asegurarme de que el niño secuestrado no formaba
parte del sacrificio; y que Razvan, por tanto, no poseía la reliquia —se
justificó él—. Después llamé. Contacté con el oficial Zúñiga y le expliqué la
situación. Me aseguró que vendría de inmediato con una patrulla, pero los
acontecimientos se precipitaron y tuve que actuar.
—Recuerdo el fuego —saltó Elena, al recibir un flash informativo de su
memoria.
—Fue lo único que se me ocurrió para desalojar aquel lugar. Si alguien
grita "¡fuego!", todo el mundo sale corriendo.
—Bien pensado.
—Había cogido el atizador de la chimenea de la biblioteca y, al
vaciarse la sala de fanáticos, no me lo pensé dos veces.
—Impresionada me tiene.
—Ya se lo dije. No fue gran cosa. El factor sorpresa, ya sabe.
—Sí, ya sé —dijo la inspectora, con recelo—. Continúe.
—Tras quitar de en medio al guardaespaldas y a la chica, Razvan se
resistió. Tuvimos una corta lucha que terminó cuando él huyó perdiéndose
entre el humo y la oscuridad.
—Entonces, ¿ha escapado?
—Deje que termine.
—Vale.
—Las llamas se habían extendido. Tuve que elegir entre perseguirle a él
o sacarla a usted de allí. Espero que se alegre de mi decisión.
—Me alegro, cómo no. ¿Qué pasó después? Es esta parte donde mi
cabeza no ha retenido nada.
—Llevándola en brazos fui hasta su coche. Llamé a los bomberos y
luego abandoné la urbanización. No esperé a la policía y la ingresé en un
hospital. Allí confirmaron lo que me temía.
—¿Me llevó desnuda?
—Oh, no. Cogí una de las túnicas. También su bolso. Y sus joyas. La
ropa estaba destrozada.
—Esa bestia inmunda... —gruñó Elena, al visualizar el momento con
Otto en aquel cuarto que olía a aceites aromáticos—. ¿Con qué me drogaron?
—Los análisis detectaron un alto porcentaje de escopolamina en sangre.
Tiene efectos psíquicos y físicos. Es un alcaloide que actúa sobre las zonas
del cerebro que se relacionan con la memoria y la cognición. Produce visión
borrosa, alucinaciones, vértigos... Y lo más importante: anula la voluntad y
produce amnesia.
—Burundanga. La droga de los violadores —apuntó la inspectora.
—Exacto.
—¡Hijos de puta!
Igual que las olas arrastran hasta la playa los restos de un naufragio, así
llegaban a su memoria los recuerdos.
—Debieron darme algo más —concluyó, abriendo y cerrando las manos
para comprobar la funcionalidad de sus dedos—. No podía moverme.
Imposible.
—Le suministraron un cóctel que también incluía zolpidem, un fuerte
hipnótico, cocaína y tetradotoxina. Esta última fue la responsable de su
parálisis. Se extrae del takifugu, una variedad del pez globo, y en ingestas
bajas o moderadas bloquea los músculos manteniendo a la víctima consciente.
En dosis altas, la neurotoxina puede producir la muerte por asfixia.
—Tomé agua —confesó Elena—. La botella estaba cerrada. No caí en
los hielos. Bebí mucho. Esos cabrones me dejaron en la biblioteca hasta que
me deshidraté. Debí darme cuenta.
—De ser así, le hubieran suministrado la droga por la fuerza. Me temo.
—No lo crea, llevaba mi... ¿Dónde está mi pistola?
—En balística.
—¿Por qué? No llegué a disparar.
—Usted no, pero Otto sí.
—¿De qué habla?
—Mientras usted y yo estábamos en el hospital, el oficial Zúñiga llegó a
la mansión. Y también los bomberos. Cuando el fuego se extinguió y pudieron
entrar, encontraron a Irina y a Otto muertos de un tiro en la cabeza. Todo indica
que él la mató y luego se suicidó.
—¿Y Razvan?
—También descubrieron el cuerpo carbonizado de un hombre que
coincide con él. La autopsia lo confirmará.
—No lo entiendo.
—Los tenía a su merced. Adoctrinados y sumisos. Sin voluntad propia.
Hicieron lo que él les dijo. Se sacrificaron.
—¿Y él? ¿Intentó huir y en la confusión cayó en las llamas? ¿O decidió
que tenía todo perdido y prefirió la muerte a la cárcel?
—O, tal vez, regresó a casa —contestó el sacerdote, indiferente.
—No me toque las narices. ¿Ahora de qué está hablando?
El padre Miguel escondió la sonrisa que asomaba a su boca.
—De nada. Pensaba en voz alta.
Elena se revolvió en la cama. De repente se sintió incómoda allí.
—¿Seguro que se encuentra bien? —dudó el sacerdote, al verla
levantarse de golpe.
—¿Quién me vistió?
—Quédese tranquila, se ocupó una agente de policía.
—Ya me había visto desnuda, eso no me preocupa. Lo digo por este
pijama. Me estoy asando.
—¿Adónde va? —preguntó el padre Miguel, mientras la seguía con la
vista caminar descalza hacia la puerta.
—Tengo el cuerpo como si me hubiese pasado una manada de elefantes
africanos por encima, y el estómago vacío —respondió, abriendo la puerta de
la habitación—. Con lo primero tendré que aguantarme. A lo segundo pretendo
ponerle remedio. ¿Me acompaña?
Minutos más tarde, sentados cara a cara en la mesa de la cocina, delante
de sendas tazas de humeante Cola Cao y una caja de galletas, la conversación
terminaría tomando unos derroteros inesperados.
—No le he preguntado —dijo la inspectora, masticando una galleta—.
Supongo que el comisario estará que echa chispas.
—Se pasó por el hospital. Veo que tampoco lo recuerda.
Elena se encogió de hombros.
—Le echó una buena bronca por su imprudencia. Luego, ante la
perspectiva de haber atrapado al asesino del anticuario y del subinspector
Santos, se tranquilizó bastante. Es un hombre práctico.
—Demasiado.
El padre Miguel se recostó en la silla con la taza en la mano mientras la
miraba devorar galleta tras galleta.
—¿Por qué lo hizo? ¿Por qué aceptó la invitación de Razvan? Usted no
es tonta. Sabía el riesgo que corría.
—Estábamos en un punto muerto. Creí que podría hacerme con el ADN
de Otto —se justificó ella.
—Se arriesgó en exceso.
—Iba armada. El peligro estaba controlado.
—Vamos, sea sincera, tiene que haber algo más —la presionó—. Eso
que cuenta puede servir para rellenar su informe. A mí debería contarme la
verdad. Creo que la merezco.
La inspectora Valdeón apuró la taza de un trago, se levantó de la silla,
fue al fregadero y comenzó a lavarla visiblemente nerviosa. El padre Miguel
se quedó sentado. Ella fijó la vista en la ventana que daba al patio, con la
mirada perdida. A continuación, se volvió con las manos llenas de jabón y se
apoyó en la encimera.
—Se llamaba Pablo. Tenía ocho años cuando desapareció —comenzó
diciendo, con una voz que evidenciaba una profunda aflicción—. Siempre
volvíamos juntos del colegio. Yo era cuatro años mayor que él, y nuestros
padres confiaban en mí. Pero les fallé.
Elena se rompía. Respiró hondo, se pasó el dorso mojado de la mano
por la nariz y continuó.
—Una tarde, después de clase, yo estaba con mis amigas esperando a
que saliera un chico que iba a un curso superior. Lo hacía a menudo. Me
gustaba. ¡Cómo me gustaba! Nos veíamos unos minutos en la puerta y luego
nos despedíamos hasta el día siguiente. Una tontería. Cosas de niños. Sin
embargo, para mí era lo más importante del mundo. Esa tarde se retrasó. No sé
por qué. Nunca lo supe. Quizá lo castigaron. O estaba enfermo en casa. La
cuestión fue que todos los padres y niños se marcharon, incluidas mis amigas,
y yo continué allí, con mi hermano pequeño de la mano. —Tras lanzar un
suspiro, buscó un paño, se secó las manos y volvió a sentarse frente el
sacerdote—. No sé cuánto tiempo estuvimos esperando. Probablemente
mucho. Pablo se cansó y comenzó a protestar. Quería ir a casa a merendar.
Discutimos y le dije que si tanta hambre tenía, que se marchara solo. Y él se
fue, llorando. ¡Vete! ¡Déjame en paz!, le grité. Lo recuerdo bien, porque
aquellas fueron las últimas palabras que le dirigí. Nunca más volví a verle.
Una semana después apareció su cadáver. Mis padres me contaron que se
había perdido volviendo a casa, y un coche lo había atropellado. Una mentira
ridícula que yo me creí. A los dieciséis años me enteré, por una vecina
indiscreta, que en realidad mi hermano pequeño había estado secuestrado
antes de que lo asesinaran.
El padre Miguel entornó los ojos en señal de pesar.
—Sin embargo —continuó la inspectora, minimizada en la silla como si
quisiera desaparecer—, los detalles más dolorosos no los supe hasta años
después, cuando tuve acceso al informe del caso. Mis padres jamás me
hablaron de ello. Y era lógico. Según la autopsia, el hombre que lo secuestró
lo mantuvo con vida durante siete días. No lo alimentó, apenas le dio de beber
y lo violó infinidad de veces durante todo ese tiempo. Siete días, ¿se imagina?
—musitó, con un temblor de dolor y rabia agitando sus labios—. Su cadáver
apareció en un vertedero a las afueras de Madrid. Tirado como basura.
Unas lágrimas reventaron en sus ojos, pero mantuvo la mirada fija en el
sacerdote.
—Lo siento mucho —terminó diciendo él—. Una auténtica desgracia.
—Lo fue. Mató a mi hermano. También a mis padres... Y un poco a mí.
—¿Detuvieron al asesino?
—No.
—¿Por eso eligió ser policía? ¿Quería atraparlo usted?
—Entonces pensaba que alguien no había hecho bien su trabajo, y que yo
sería capaz de dar con él. Lo intenté durante mucho tiempo. Tenía rastros de
fibras, huellas, muestras de ADN... Me pasé años comparándolas con casos de
delincuentes sexuales y pederastas. Aún sigo haciéndolo.
—Una tragedia así no se olvida fácilmente —intervino el padre Miguel.
—Mi madre rezó hasta que murió. Y también mi padre. El único
consuelo que les quedaba era ver a ese malnacido pagando por lo que le había
hecho a su hijo. Pero tuve que enterrarles sin que tuvieran esa satisfacción tan
humana. Y yo me quedé sola, cargando con la culpa.
—Usted no hizo nada —medió el sacerdote, al notarla hundirse.
—No debí dejar que volviera solo a casa. Era mi responsabilidad.
Murió porque fui una estúpida egoísta. Porque quería ver a un chico del que
ahora no recuerdo ni su nombre. ¿Puede creerlo?
La resistencia cedió, y Elena rompió a llorar desconsoladamente. El
padre Miguel dudó antes de agarrarle las manos y apretárselas afectuoso.
—Qué carga tan pesada ha debido soportar durante todos estos años.
—La que me merezco.
—Era una niña.
La inspectora Valdeón agachó la cabeza, perdida en sus recuerdos.
—Y él —terminó diciendo—. Tenía ocho años cuando aquel hombre le
quitó todo lo que fue y todo lo que pudo haber sido, ¿lo entiende? Yo le quería.
Quería mucho a mi hermano, y él me lo arrebató. Imaginarme a ese monstruo
libre, acechando a otras víctimas... Es horrible.
—Quizá haya muerto —dijo el sacerdote, para consolarla.
—Lo he pensado. También pudo irse a otro país. O algo peor.
—¿A qué se refiere?
—La naturaleza de ese depredador sexual es única. Hablamos de
alguien extremadamente malvado, cuya mente es difícil de analizar. Quién
sabe, tal vez continúe agazapado, inactivo, mientras aún se recrea en su obra.
El padre Miguel hizo memoria.
—La medalla de san Benito —terminó diciendo.
—Sí. La suya nunca apareció. Esas bestias suelen quedarse con trofeos
de sus víctimas. Recuerdos.
La inspectora soltó un suspiro, se enjugó las lágrimas y se recostó en la
silla simulando entereza.
—Bueno, ahora ya lo sabe. Soy una mujer atormentada que persigue a un
fantasma.
—¿Por eso fue a esa casa? ¿Acaso esperaba que aquel hombre le diera
respuestas?
—Buscaba el ADN de Otto, ya se lo he dicho, aunque también algo más
—confesó Elena, desviando la mirada—. Estaba agotada. Este caso, la muerte
de Santos, Arieta... No razonaba bien. Vi a mi hermano en sueños, y a una
figura grotesca que se ofrecía a ayudarme. Estaba desesperada por ponerle fin
a las pesadillas. Llámeme estúpida, pero al encontrarme a ese hombre, y las
cosas que vi en su casa... No me pareció tan mala idea probar suerte. Dios
hacía años que nos había abandonado.
—No la culpo —intervino el sacerdote, comprensivo—. Ya le dije que
Satanás es un embaucador. Un charlatán, seductor y mentiroso.
De un salto, la inspectora se incorporó de la silla.
—¿De qué habla ahora? Le digo que había perdido la cabeza. Ya la he
recuperado. A Razvan Grosu y al resto de personas que había en esa casa sólo
les mueve su propio interés, y un desprecio total hacia los demás. Son
miserables, depravados y malvados. De una maldad suprema, aunque humana.
—Si usted lo dice.
—Claro que lo digo —rubricó Elena—. Y ahora, si no le importa, voy a
darme una ducha.
El padre Miguel se quedó sentado mientras la veía salir de la cocina y
desaparecer por el pasillo. Entonces, entrelazó los dedos, agachó la cabeza y
comenzó a murmurar muy bajito. No rezaba. Eso no hubiera tenido sentido. Lo
suyo fue más bien una petición. Una súplica.
Frente al espejo del cuarto de baño, la inspectora se derrumbó
definitivamente. Apoyada en el lavabo, contemplando un rostro de ojos
enrojecidos y labios sin vida, lloró de nuevo. Lloró por lo que había pasado, y
lloró por el relato de su hermano. Jamás había hablado de ello con nadie, ni
con sus amigos más íntimos —si es que tenía alguno que pudiera considerarse
así—, y, sin embargo, se había sincerado con aquel sacerdote; ese hombre de
intensos y tranquilizadores ojos azules que la invitaron al desahogo y a la
confesión. Según dicen, se habla cuando duele más estar callado. ¿Se
arrepentía de haberlo hecho? ¿De desnudarse delante de él? No. Su rabia, su
dolor, su desesperación... eran motivados por un sentimiento de frustración
que llevaba años soportando en soledad. Una losa eterna que, se temía,
seguiría aplastándola hasta el día de su muerte.
El agua de la ducha, cálida y sugestiva, se llevó el llanto y adormeció a
la mujer herida y fracasada. Cuando salió del baño, veinte minutos más tarde,
Elena Valdeón había recuperado la coraza dura e insensible que lucen los
héroes. Los héroes y los atormentados.
Sus pisadas apresuradas resonaron por el pasillo haciendo que el padre
Miguel se levantara de la silla de la cocina y se asomara.
—¿Va todo bien?
—Sí —la oyó decir, en albornoz y zapatillas, antes de desaparecer
dentro de su habitación.
El sacerdote la siguió.
—¿Seguro? —preguntó, apoyado en el quicio de la puerta.
—Sabe, el agua de la ducha me ha recordado que soy inspectora de
Policía, y que tengo un caso por resolver.
—¿Y?
—Que cierre la puñetera puerta. Voy a vestirme.
Y eso hizo. Con ropa práctica, informal, como siempre. Vestida así se
sentía mejor. Guardó las joyas de su madre en un cajón del armario,
mirándolas como si se despidiera de ellas por mucho tiempo, y se colocó de
nuevo su medalla de san Benito. Nunca lo hubiera hecho delante del sacerdote
por no darle esa satisfacción, ni admitido que su contacto le reconfortaba
tanto, aunque así era. Complacida, cogió su teléfono móvil y salió de la
habitación.
Encontró al padre Miguel en el salón, mirando por el amplio ventanal,
admirando las vistas de El Retiro iluminado por las farolas.
—Ahora entiendo que nunca se haya mudado de aquí.
—Sí, es bonito —respondió ella, indiferente, dispuesta a restablecer la
distancia que antes mantenían.
—¿Se encuentra mejor?
—Como nueva.
La miró un instante y regresó al paisaje nevado y nocturno que se
dibujaba al otro lado de los cristales.
—¿Qué piensa hacer ahora?
—Ponerme al día —respondió ella, decidida, al tiempo que tomaba
asiento en su butaca favorita.
Pretendía ir a la comisaría, pero antes quería hablar con Zúñiga. Tenía
tantas dudas en la cabeza, que necesitaba información actualizada para saber
por dónde continuar. En un caso tan complicado como el que se traían entre
manos, unas horas eran un mundo. Y más, si habían sucedido tantas cosas
mientras ella había estado ausente.
Riguroso como siempre, y un punto alegre, Zúñiga le informó que
después de analizar la escena y recoger restos de pólvora de su mano, se había
confirmado lo que ya le había dicho el sacerdote: que Otto se suicidó después
de disparar a Irina. También le dijo que, tras cotejar su ADN con las muestras
extraídas de las uñas de la subinspectora Arieta, se había determinado que
además era el asesino de Santos. Del cadáver abrasado tampoco cabía ninguna
duda: correspondía a Razvan Grosu. Por último, le explicó que al revisar el
ordenador del exdiplomático rumano había encontrado pruebas irrefutables de
que era el administrador de El Tártaro.
—Dio en el blanco, inspectora. De pleno.
—Ya veo.
Después de las buenas noticias, llegaron las malas.
—¿Se ha encontrado la reliquia robada?
—Todavía hay agentes en la casa registrándola, es enorme, pero de
momento nada.
—¿Y qué me dice del resto de los invitados a la misa negra? ¿Se ha
podido identificar a alguno?
—Le pedimos las grabaciones al guardia de la urbanización y dijo que
se había producido un fallo en el sistema —respondió Zúñiga—. Sólo hubo
que presionarle un poco para que se derrumbara y confesara que ese tal
Razvan le pagaba para que las desconectara los días que tenía invitados...
"especiales".
—¡Mierda!
—Si al menos recordara alguna de las matrículas...
—Estaba oscuro. No sé. Quizá ni las vi. O mi cabeza haya extraviado el
dato. Imposible. No me acuerdo —se lamentó la inspectora.
—No se torture. Esa gente tan importante casi nunca cae. Además, ser
adorador de Satán no es delito en este país.
—Eso no, aunque sí participar de un sacrificio humano.
—Usted sabe, tan bien como yo, que acusarles de algo semejante sería
prácticamente imposible. Confórmese. Ha caído el asesino de Santos, el
cabrón que casi mata a Arieta, y también el hombre que daba las órdenes.
Debería estar muy satisfecha.
—Y lo estoy —corroboró ella, sin mucha convicción—. ¿Qué me dice
del francés?
—Como si se lo hubiera tragado la tierra.
Elena resopló.
—Entre usted y yo, inspectora —dijo bajando la voz, en tono
confidencial—. El comisario Bernedo intenta aprovechar la oportunidad y
cargarle la muerte del chico de El Calmo a Otto.
—Sería un error. El asesino fue otro. El forense lo confirmó. Y él lo
sabe.
—Yo le cuento lo que se oye por aquí. Además, no sería la primera vez
que un forense mete la pata.
—Ya. ¿Y del niño desaparecido? ¿Hay novedades?
—Lamentablemente, no.
Elena se quedó muda. Fue Zúñiga quien propuso dar por finalizada la
llamada.
—¿Alguna cosa más, inspectora?
—Nada más —respondió, saliendo de sus meditaciones—. Buen
trabajo. En un rato iré para allá.
—El comisario Bernedo insistió en que se tomara el resto del día libre.
Recuerde.
No se acordaba.
—Aproveche que está de buen humor.
—Lo pensaré.
Tras colgar, el padre Miguel quiso conocer los detalles que le había
contado Zúñiga. Y ella se los dio.
—Bueno, parece que se confirma todo lo que sospechábamos —le dijo,
cuando acabó.
Elena se guardó lo peor para el final.
—No creo que recupere su reliquia. El comisario Bernedo pretende
cerrar el caso y dar por finalizada la investigación.
—¿Y usted?
—No depende de mí.
—Sería una pena, ahora que estábamos tan cerca.
—¿Tan cerca de qué? —replicó Elena.
El sacerdote se recostó en la ventana, cruzó los brazos y la miró con
intensidad.
—Vamos, inspectora Valdeón, usted sabe tan bien como yo que esto aún
no ha terminado.
43
ELUCUBRACIONES
Elena Valdeón leía con la luz natural que entraba por la ventana cuando
la enfermera abrió la puerta de la habitación.
—Hora de comer —anunció, risueña.
Eficaz, acercó la mesita a la cama, sacó el soporte abatible y colocó
encima la bandeja.
La inspectora cerró el libro y se inclinó para mirar.
—Puré de patatas con zanahorias, merluza hervida y una pera —
enumeró la enfermera, una joven entrada en carnes que se movía con la
elegancia de una bailarina.
—Estoy deseando comer en casa —anunció Elena, cogiendo la cuchara
y hundiéndola con desgana en el aguado puré—. Con mucha grasa y sal.
—Hay personas que son muy malas enfermas, y usted es una de ellas.
—Una semana aquí tumbada es más de lo que puedo soportar.
—Supongo que mañana le darán el alta.
—Eso, ni lo dude.
A la media hora, después de que le retiraran la bandeja sin apenas tocar,
la inspectora puso la televisión y se quedó dormida viendo un documental
sobre los tesoros de Egipto.
Al despertar, la luz mermada y cálida que atravesaba el cristal de la
ventana hablaba de atardecer. Se reacomodaba, dolorida por la postura,
cuando lo vio allí sentado.
No se asustó. Tampoco se sorprendió.
—Ha tardado en venir —le habló con voz pastosa a la figura que se
incorporaba del sillón de escay.
—¿Quién le dijo que vendría?
—Usted nunca se iría sin despedirse.
El padre Miguel, vestido con traje negro y alzacuellos, elevó un lado de
la boca sin llegar a formar una sonrisa.
—La veo más delgada.
—La comida de hospital es una mierda.
—¿Qué tal se encuentra?
—Bien —contestó ella, lacónica.
—He hablado con el médico. Tuvo mucha suerte.
La inspectora desvió la mirada.
—Eso parece.
—Según me ha contado, el abrecartas que le clavó su conserje a punto
estuvo de matarla. Un par de centímetros más profundo y hubiera sido fatal. Es
curioso que, el lugar de la puñalada, coincidiera exactamente con el que se
infligió Marcos Galán. —El sacerdote utilizó un silencio trágico y luego
continuó—. Veo que tiene buena memoria. Y valor.
Elena arrugó el ceño y lo miró furibunda.
—Usted no estaba allí. Aquel ser era un monstruo. Una aberración de la
naturaleza. El mal absoluto —dijo, elevando la voz—. El gatillo lo apretaron
las millones de víctimas de violaciones, torturas y humillaciones que tuvieron
que ver cómo sus verdugos jamás pagaban por sus crímenes. No fue lo
correcto, lo sé, pero fue justo.
—Fue venganza.
—La venganza es la justicia de los desamparados, de los pobres, de los
indefensos...
—No he venido a juzgarla —se apresuró a replicar el padre Miguel—.
Ningún hombre podría hacerlo. Ni debería.
—En eso estamos de acuerdo.
Al tragar saliva, a la inspectora se le pegó la lengua al paladar: tenía la
boca seca.
Perceptivo, el sacerdote fue hasta la mesilla, cogió el vaso de agua casi
lleno que había y se lo acercó. Ella asintió agradecida.
—¿Y los niños? ¿Están bien?
—Tienen ayuda. Se recuperarán —respondió Elena, tras dar un generoso
trago.
—Los salvó. A los dos. ¿Qué tal duerme ahora? A veces, eliminamos
unos fantasmas y aparecen otros.
—Mejor. Mucho mejor.
—Me alegro.
—¿Dónde está la reliquia? —preguntó ella.
—A buen recaudo.
—Sabe que Marcos Galán se muere, ¿verdad?
—Sí.
—Su estado era lamentable. Al final, los médicos determinaron que los
síntomas cuadraban con los que sufriría alguien sometido a una alta dosis de
radiación.
El padre Miguel, de pie junto a la cabecera de la cama, cruzó los brazos.
—Los técnicos descubrieron trazas de radioactividad en la ermita y en
el paño que envolvía el cofre. También en su casa. No han encontrado la fuente
principal que la emitió. Probablemente un objeto con alto contenido en uranio
o plutonio. ¿Usted sabe algo?
—El cofre está hecho de plomo recubierto por plata. El paño de oro era
una segunda medida de contención. No se preocupe, la reliquia es segura.
—¿Conoce los efectos de la radiación? Seguro que sí. Pulveriza las
células del cuerpo —dijo la inspectora, retrepándose en la cama—. Marcos
Galán estaba destrozado por dentro. Los médicos piensan que tal deterioro
pudo influir en su locura.
El sacerdote tardó en contestar. Caminó hasta la ventana y miró por ella
pensativo antes de volverse.
—Cree que eso lo explica todo, ¿no es así?
—¿No lo hace?
—El Diablo es un embustero y un tramposo —contestó, sereno—. Tienta
a los incautos y les promete favores, riquezas, poder... La vida eterna. Pero al
mismo tiempo les inocula la muerte y la condenación. Quiere su alma. Y
cuanto antes, mejor.
—Tiene explicaciones para todo.
—Yo no, el Diablo. Ya se lo dije, le gusta eliminar sus huellas.
—¿Y a usted?
El padre Miguel ladeó la cabeza sin entender.
—En el armario, dentro de mi bolso, hay un sobre —dijo Elena,
señalando con la mano—. Tráigamelo.
Reticente, obedeció.
—Se trata de un informe de la Interpol que solicitó el subinspector
Santos. Cuando el oficial Zúñiga me lo entregó pensé que sería sobre Remi
Saunier y no le di importancia, ya que para entonces sabíamos que estaba
muerto. —La inspectora hablaba despacio, tomándose su tiempo. El sacerdote
la observaba muy atento, perfilado su rostro circunspecto por la luz mortecina
que iluminaba la habitación—. Luego... Bueno, pasó lo que pasó y me olvidé
de él. Ayer me acordé y lo abrí. ¿Y sabe? El dossier no era sobre el francés,
era sobre usted.
—Vaya —exclamó sucinto el padre Miguel, rascándose el mentón—. ¿Y
es interesante?
—No mucho. Nada que no supiera ya. Aunque hay una cosa que me
llamó la atención: una fotografía.
Elena la sacó del sobre. Medía diez por quince centímetros. No se la
enseñó, manteniéndola oculta bajo su mano.
—Parece ser que Santos no se fiaba de usted y escaneó la foto de su
carnet cuando lo entregó en el control de acceso a la comisaria.
—Muy astuto —observó el sacerdote, impasible.
—Lo era. Y persuasivo. Logró que la Interpol introdujera su rostro en un
potente programa de reconocimiento facial para buscar coincidencias entre las
billones y billones de imágenes que circulan por internet.
—¿Y?
—Encontraron esto.
La inspectora Valdeón, por fin, le mostró la fotografía. Era en blanco y
negro, con un leve tono sepia. El padre Miguel la cogió, encendió la luz
fluorescente del cabecero de la cama y la miró con interés.
—Como verá, en ella aparecen tres hombres —dijo Elena—. Y el del
centro, el más alto, es exactamente igual a usted.
—Sí, se me parece —dijo el sacerdote, indolente.
—El resultado obtenido por la inteligencia artificial que analizó los
parámetros biométricos de su rostro obtuvo una coincidencia del 98%. Si no
es usted, sólo un hermano gemelo daría tal resultado. Pero ambos casos son
imposibles, ya que entonces debería tener más de cien años.
La inspectora le quitó con delicadeza la fotografía de la mano antes de
continuar hablando.
—El informe adjunto dice que la instantánea fue tomada en Polonia, en
1943, y que los hombres que aparecen en ella son tres sacerdotes. Tres héroes
que ayudaron a escapar a cientos de judíos del gueto de Varsovia antes de ser
destruido. Dos fueron atrapados por los nazis y fusilados: el padre Adam y el
padre Pawel. El tercero logró huir y nunca más se supo de él. Se llamaba
Mìchal. Miguel, en español.
Elena calló un instante para sumergirse en los profundos ojos azules del
sacerdote. En su mirada imperturbable y enigmática.
—¿Quién es usted en realidad, padre Miguel?
—Un soldado de Dios.
—¿Soldado o general?
El sacerdote relajó el gesto para mostrar una sonrisa abierta.
—Tenga cuidado, inspectora Valdeón, la fe vuelve cuando menos se la
espera.
—Lo inexplicable no tiene por qué ser divino.
—Claro que no. También puede ser producto de la... casualidad.
Esta vez fue Elena quien sonrió.
—Ahora tengo que irme —dijo el padre Miguel, posando una mano
sobre su hombro—. Cuídese.
Al abrir la puerta, la intensa luz del pasillo dejó a contraluz la figura del
hombre.
—¿Nos volveremos a ver? —preguntó ella.
—Quién sabe —contestó él, sin girarse, antes de desaparecer.
Durante la siguiente hora, la inspectora estuvo especialmente incómoda.
Intentó leer y desistió, no se concentraba. Volvió a encender la televisión y
tampoco logró relajarse. Finalmente la apagó y se quedó mirando el techo,
rendida a la evidencia de que no era su cuerpo dolorido el causante de su
inquietud, sino que ésta nacía en su conciencia.
Y ella conocía la causa.
Decidida, se volvió hacia un lado. El esfuerzo le produjo un leve dolor
en el costado, donde aún seguían tiernos los puntos de la operación. No le
importó, y se estiró lo suficiente para llegar hasta el cajón de la mesilla y
coger su teléfono móvil. Con él en la mano, mirándolo indecisa, experimentó
una mezcla de angustia y emoción que le oprimió el pecho hasta no dejarla
respirar. Con tremendo esfuerzo, por fin, llenó sus pulmones de un aire fresco
y revitalizante que terminó por derribar el estéril muro del orgullo.
Con dedos imprecisos, navegó por su agenda hasta que dio con el
número que buscaba. Sintió los latidos de su corazón desbocados mientras
escuchaba los tonos de llamada. Uno. Dos. Tres. Al cuarto, alguien respondió
al otro lado de la línea.
—¿Dígame?
Cerró los ojos y contestó.
—Hola, hija.
—¿Mamá, eres tú?
—Sí.
—¿Pasa algo? ¿Te encuentras bien?
—Muy bien. Sólo quería saber qué tal estabas tú.
—Muy liada. Me pillas en el trabajo.
—Lo siento. No quería molestarte.
Durante el breve instante en el que el silencio ocupó el otro lado de la
línea, Elena se sintió flaquear.
—¿Te llamo luego y hablamos?
—Claro, hija. Cuando puedas.
—Perfecto. ¿Seguro que todo va bien?
—Seguro.
—Vale.
—Adiós. —Un titubeo. Un temblor de labios, y luego la frase que tanto
tiempo llevaba queriendo decirle—. Te quiero, hija.
—Yo también a ti, mamá.
48
TIERRA
Vestido con una sotana raída y llena de polvo, el padre Lázaro barría la
nave de la ermita. Hacía una semana que se había trasladado allí, y quedaba
mucho por adecentar antes de abrirla.
Patrimonio Nacional había dejado en manos del Arzobispado de Madrid
los trabajos de restauración, y el resultado fue un lugar sencillo y práctico, ya
que primó la rapidez al acabado. Se reparó la cubierta con tejas comunes, sin
tocar los muros. Las ventanas y puerta principal eran nuevas y robustas, pero
sin ornamentos de ningún tipo. El interior siguió el mismo criterio: en la
cabecera el altar se había aprovechado puliendo y adecentando el viejo
mármol, y se había colocado una sencilla cruz sobre el sagrario de latón.
También se había acondicionado la sacristía para que sirviera de vivienda,
poniendo una cama, una cocina y un pequeño baño, todo de una austeridad
espartana. Luz y agua corriente no había. La primera la proporcionaría un
generador eléctrico a gasoil instalado en el exterior, y la segunda tendría que
ser transportada en garrafas una vez a la semana, al igual que la comida. Por
último, en la nave central, se dispusieron varias filas de bancos de madera de
pino sin tratar. No muchos, ya que nadie en el arzobispado pensaba que aquel
lugar apartado fuese a ser muy visitado.
Tampoco el padre Lázaro lo creía; sin embargo, se esforzaba por limpiar
los restos de la obra con el mismo fervor que tendría si se tratara de la Capilla
Sixtina. Y no sólo por él o los escasos feligreses que se decidieran a subir
hasta allí para escuchar misa, sino por la visita que esperaba desde hacía días.
Por eso, cuando oyó abrirse la puerta y vio aparecer la figura alta y
vestida de negro que se le acercaba haciendo resonar sus pasos sobre las
piedras del suelo, no se sorprendió.
Asaltado por un irrefrenable pudor, dejó la escoba apoyada en un banco
y se sacudió la sotana.
Seguía haciéndolo cuando la figura se paró frente a él.
—Buenos días, padre Lázaro.
—Buenos días, padre Miguel —le respondió tembloroso, levemente
inclinado.
El sacerdote recorrió la ermita con la mirada antes de seguir hablando.
—¿Sabe lo que contiene esto? —preguntó directo, sacando de una
mochila de cuero el cofre de plata.
—Me han hablado de ello.
—¿Y qué le han dicho?
—Que es un arma. Un artilugio del Diablo para tentar a los hombres y
conducirlos a la condenación eterna. Un objeto tan peligroso que jamás deberá
volver a ver la luz.
—¿Y qué más?
—Que yo seré su custodio hasta que otro sacerdote, otro pecador —
añadió, bajando la voz avergonzado—, me releve. Que ésa será mi misión en
la tierra hasta el final de mis días. Solo, en este lugar alejado de todo, sufriré
esa penitencia para espiar mis pecados y alcanzar el perdón del Santísimo.
—Muy bien. Bajemos a la cripta.
El lugar estaba exactamente igual que como lo habían encontrado. Con
sus nichos cubriendo las paredes de roca y ese olor a tierra y siglos de olvido
que tan bien le encajaban. El padre Miguel esperó pacientemente a que el
padre Lázaro preparara la mezcla con cemento, y luego se acercó hasta el
nicho donde debía volver a guardarse la reliquia. Tras introducirla bien
hondo, el antiguo párroco de El Calmo colocó unos ladrillos para cubrir la
abertura. Al terminar, los enlució esparciendo una gruesa capa de cemento.
—Ya está —dijo, volviéndose con las manos manchadas y el rostro
sudoroso.
—¿No le queda algo por hacer?
—¡Oh, tiene razón!
Presto, y utilizando un dedo, dibujó sobre la superficie aún fresca tres
letras: V.R.S.
Al acabar, miró el nicho vacío que quedaba a su lado, el que estaba
reservado para él.
—Dígame, padre —dijo, suplicante—. ¿Bastará este sacrificio para
alejar de mí las llamas del Infierno?
El padre Miguel le observó sin conseguir olvidar los execrables actos
de su pasado. Amparado en las sombras, suspiró antes de levantar una mano
para dibujar en el aire la señal de la cruz.
—Dios, todo lo ve. Pero también es misericordioso. Cumple tu
cometido, no caigas en la tentación y suplica su perdón. Es todo lo que puedes
hacer.
El anciano, solícito, fue al encuentro del sacerdote, le agarró la mano y
se la besó con unción.
—Gracias, gracias —repitió, con un llanto entrecortado y los ojos
arrasados en lágrimas.
Después de comprobar que la cripta quedaba bien cerrada bajo la
compuerta metálica disimulada en el suelo —en la que el arzobispado había
invertido la mayor parte del dinero asignado para la restauración de la ermita
—, el padre Miguel se marchó. Lo hizo sin despedirse, sin dedicarle un
mínimo gesto al hombrecillo que se quedaba allí, en mitad de la nave,
encorvado por los años y la culpa.
Ya en el exterior gozó como un niño del tímido sol de media mañana que
le calentaba el rostro, y con la suave brisa que le revolvía el pelo.
Taciturno se agachó, cogió un puñado de tierra, lo frotó y luego lo dejó
caer lentamente entre sus dedos. Por último, con mirada soñadora, acercó la
nariz a sus manos y se deleitó con el olor que desprendían.
Y así estuvo un buen rato. Hasta que en el horizonte, entre las cumbres
aún nevadas de las montañas, vio un resplandor vivo y efímero. Entonces supo
que había llegado el momento de marcharse.
OTROS LIBROS DEL AUTOR
ABISAL (2018)
EXTINTOS (2017)