Unidad 2

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Unidad 2

En este capítulo presentaremos de manera breve y esquemática algunos de los


conceptos y nociones teóricas fundamentales de la sociología clásica. Pero, ¿a qué
denominamos sociología clásica? A diferencia de los fundadores del pensamiento
sociológico, quiénes sólo esbozaron de manera general y poco sistemática la cuestión
del abordaje de las relaciones sociales, los clásicos de la disciplina son llamados así
porque lograron desarrollar una metodología específica de estudio y una definición
concreta del objeto sociológico a trabajar. Al igual que en el capítulo precedente, la
lista de autores que podríamos haber escogido para desarrollar esta unidad es larga,
sin embargo, hemos seleccionado aquellos teóricos de las ciencias sociales que, por
sus aportes, han resultado y resultan aún hoy indispensables para la sociología.
Si bien de estos tres autores a trabajar sólo uno de ellos se hubiera sentido reconocido
plenamente como sociólogo, hablamos de Emile Durkheim, los otros dos, Karl Marx y
Max Weber, contribuyeron significativamente a la construcción de la disciplina como
materia de análisis e investigación científica de lo social. Escogemos a estos tres
porque cada uno de ellos representa a cada una de las tres perspectivas
metodológicas de la sociología clásica, al menos de las tres más importantes y con
mayor vigencia en la actualidad.

2.1.- La sociología del conflicto social


Por esas ironías del destino, la tumba del filósofo y pensador socialista Karl Marx
(1818-1883) en Highgate-Londres, se encuentra muy cerca, casi enfrentada, a la del
pensador positivista, y uno de los fundadores de la sociología, Herbert Spencer. Marx,
seguramente hubiera odiado la sola idea de que alguien relacionara sus obras con las
de la aún naciente sociología, por considerarla, con toda certeza, una ciencia al
servicio de la reproducción del status quo, y por lo tanto de los intereses de la
burguesía y del capitalismo. Para hacerle justicia a su producción científica, es
necesario aclarar que Karl Marx trabajó durante toda su vida intelectual en la
consolidación de lo que él mismo llamaría el “socialismo científico”, esto es, una teoría
de la revolución social basada en leyes sociales científicamente elaboradas. En este
sentido, las pretensiones intelectuales de Marx no se alejaban mucho del clima
positivista imperante, a pesar de haber sido uno de sus principales críticos. Esto es
hasta tal punto cierto, que el día del entierro de Marx, su amigo, mecenas y
colaborador intelectual, Friedrich Engels dijo:
“Así como Darwin descubrió la ley del desarrollo de la naturaleza orgánica, Marx
descubrió la ley del desarrollo de la historia humana: el hecho, tan sencillo, pero oculto
bajo la maleza ideológica, de que el hombre necesita, en primer lugar, comer, beber,
tener un techo y vestirse antes de poder hacer política, ciencia, arte, religión, etc.; que,
por tanto, la producción de los medios de vida inmediatos, materiales, y por
consiguiente, la correspondiente fase económica de desarrollo de un pueblo o una
época es la base a partir de la cual se han desarrollado las instituciones políticas, las
concepciones jurídicas, las ideas artísticas e incluso las ideas religiosas de los
hombres y con arreglo a la cual deben, por tanto, explicarse, y no al revés, como hasta
entonces se había venido haciendo”. (Engels, 1883. La cursiva es nuestra)
Esta cita no sólo ilustra sobre el espíritu cientificista de la teoría de Marx, resulta
también muy clarificadora respecto a lo que el autor se propuso con sus aportes
intelectuales: comprender la historia y el desarrollo de las relaciones sociales
materiales mediante las cuales los hombres y mujeres organizan la reproducción de
sus vidas cotidianas. Es por esto que se denomina a la teoría de Marx como
“materialismo histórico”. Materialista, porque efectivamente su obra se fundamenta en
el análisis de las relaciones materiales, es decir económicas, entre los hombres; e
histórica, porque estas relaciones son dinámicas y varían con el desarrollo mismo de
estas sociedades.
Marx es conocido por ser uno de los pensadores que con mayor lucidez y rigurosidad
logró pensar el fenómeno del capitalismo moderno. Su obra más importante, El capital,
es quizá hasta el día de hoy una de las piezas centrales de la teoría social moderna,
ya que en ella se condensan aportes de distintas disciplinas sociales y variadas
perspectivas teóricas. Marx logró sintetizar en su obra los aportes de la filosofía
dialéctica hegeliana, los enunciados de la ciencia política francesa y el socialismo
europeo, y las contribuciones teóricas de la economía política inglesa. Sin embargo,
aún no hemos explicado el porqué del título de este apartado: ¿por qué denominar a la
teoría de Marx como una sociología del conflicto?
La obra de Marx contiene profundos conocimientos sociales que abracan ramas del
saber tan diversas como la economía política, la filosofía, la antropología, la ciencia
política y la historia social, sin embargo, a estos aportes también deberíamos sumarle
contribuciones decisivas del autor en el campo de la sociología, y sobre todo de la
sociología política y económica. Para Marx, el conflicto entre los grupos sociales es el
motor que pone a andar la historia de las sociedades humanas. Ya que según sus
propias palabras:
“La historia de todas las sociedades que han existido hasta nuestros días es la historia
de la lucha de clases. Hombres libres y esclavos, patricios y plebeyos, señores y
siervos, maestros y oficiales, en una palabra: opresores y oprimidos que se
enfrentaron siempre, mantuvieron una lucha constante, velada unas veces y, otras
franca y abierta; lucha que terminó siempre con la transformación revolucionaria de
toda la sociedad o el hundimiento de las clases beligerantes”
Es necesario releer con mucha atención esta cita para advertir que Marx no cree que
la sociedad se encuentre en conflicto permanente, ya que una sociedad así no sería
posible como tal. El conflicto, que a veces se expresa directamente, aunque la mayoría
de las veces permanece en estado de latencia, es un fenómeno subyacente a la
constitución de las sociedades, en la medida que estas sociedades organizan su
estructura económica mediante la explotación ejercida por una clase social
(minoritaria) sobre otra (mayoritaria). Pero, ¿explotación de qué? En este sentido Marx
es taxativo, explotación de la fuerza de trabajo.
La metodología de Marx es materialista porque parte de la idea de que la historia
existe desde el momento en que los hombres actúan para garantizar su propia
subsistencia, y esta acción no es otra cosa que el trabajo. El trabajo del ser humano es
lo que le permite transformar la naturaleza para garantizar la reproducción de su vida
(Toer, 2003: 13). Sin embargo, en Marx la categoría trabajo no se reduce simplemente
a sus connotaciones económicas. El trabajo tiene también un sentido histórico y
filosófico. Histórico, en tanto este trabajo sobre la naturaleza le ha permitido al ser
humano revolucionar de manera permanente las formas de su intervención sobre ella.
Es decir, el desarrollo de las sociedades es sobre todo el desarrollo de las fuerzas
productivas que el trabajo humano posibilita. Entiéndase por estas, a las herramientas,
a las técnicas de producción, a las formas de organización laboral, etc… que son parte
constitutiva del proceso de producción de bienes. Filosófico, porque, para Marx, el ser
humano se afirma como tal a través de su trabajo. Sencillamente, se realiza como
sujeto a través de la liberación de su creatividad e imaginación en el proceso
productivo, esto es lo que lo define su humanidad, lo que lo diferencia del resto de los
animales.
No obstante, este trabajo en la sociedad capitalista se encuentra, y este es quizá uno
de los conceptos más importantes de Marx, alienado. En el capitalismo el trabajador
no puede desarrollar sus potencialidades humanas, ya que ha sido reducido a simple
fuerza laboral, es por esto que se encuentra alienado, enajenado, extrañado, des-
integrado del propio proceso productivo. Se encuentra alienado del producto de su
trabajo, ya que no es el propietario de estos; se encuentra alienado respecto a las
decisiones de la producción misma, ya que no es el dueño de los factores de
producción necesarios para realizar los bienes; se encuentra alienado porque su
propio trabajo no le pertenece, ya que es el patrón de la fábrica el que decidirá qué,
cómo, cuándo, dónde y para quién producir; y por último, se encuentra alienado
respecto de sí mismo, porque frente a estas restricciones, el obrero siente que sus
energías y esfuerzos diarios no lo satisfacen ni permiten su desarrollo intelectual y
espiritual.
Para Marx, el sistema capitalista se caracteriza por haber alcanzado, en un sentido histórico, el
grado máximo de desarrollo de las fuerzas productivas, sin embargo, este logro tan
importante, ha sido posible gracias a un despiadado incremento de la explotación social sobre
la clase trabajadora. Para este autor, y anticipando otro concepto sociológico fundamental en
su obra, el capitalismo ha profundizado, como nunca antes se había visto, la expropiación del
excedente generado por la fuerza de trabajo. Esto es, la apropiación, por parte de la burguesía,
de la plusvalía generada por los trabajadores. Para entender la plusvalía, que, según el
colaborador de Marx, Friedrich Engels, tiene la importancia de ser: “la ley específica que
mueve el actual modo de producción capitalista y la sociedad burguesa creada por él” (Engels,
1883), es preciso entender que el capitalismo permite, en su desarrollo de las fuerzas
productivas, la aparición de nuevas relaciones sociales de producción. En otras palabras, las
formas mediante las cuales los hombres se vinculan en su trabajo con las fuerzas
productivas, van a mutar en relación a la necesidad misma del nuevo modelo
productivo. En el modo de producción capitalista, estas relaciones de producción van a
estar definidas mediante la forma del trabajo asalariado (Toer, 2011: 13 y 14).
Las personas modernas son libres porque han logrado eliminar todo tipo de
mecanismo de sujeción, excepto una, la del sistema económico. A diferencia de un
esclavo o un siervo de la gleba, un trabajador asalariado no está atado a su empleador
por ningún tipo de restricción a su libertad. Las leyes y las instituciones dicen que es
un individuo libre. Sin embargo, la sujeción sigue existiendo, de manera encubierta,
bajo la forma de trabajo remunerado salarialmente. Ya que es el salario, justamente, lo
que obliga a los trabajadores a concurrir todas las mañanas a la fábrica, aunque ellos
sepan que se trata de un trabajo alienante y explotador. En palabras de Marx:
“Por eso [el trabajo] no es la satisfacción de una necesidad, sino solamente un medio
para satisfacer las necesidades fuera del trabajo. Su carácter extraño se evidencia
claramente en el hecho de que tan pronto como no existe una coacción física o de
cualquier otro tipo se huye del trabajo como de la peste” (Marx: 2008, pág. 59)
Sin el salario, entonces, el trabajador no tendría ninguna otra posibilidad de garantizar
su sustento cotidiano, ni el de su familia. Por eso Marx sostiene que la libertad de
aquellos hombres y mujeres que no poseen otra cosa más que su propia fuerza de
trabajo, es una libertad simplemente formal, en los papeles, pero no real.
La plusvalía, en consecuencia, es el proceso mediante el cual se da la explotación en
el mundo capitalista, ya que para Marx esta explotación es la base de la relación
material entre los hombres y mujeres en este tipo de sociedad. La plusvalía, en
términos técnicos, es la expropiación del excedente de producción generado por los
trabajadores en el proceso productivo. Este excedente representa las horas trabajadas
por los obreros que no han sido remuneradas en el salario. El empleador, por lo tanto,
sólo le paga al trabajador lo que este necesita para vivir, y a veces incluso mucho
menos que esto, aunque este trabajador haya producido muchos más bienes en su
jornada laboral que las que se expresan salarialmente. Y es debido, precisamente, a
esta inequidad e injusticia fundamental, que la sociedad se encuentra atravesada por
contradicciones y conflictos insalvables.
Para Marx el capitalismo cosifica las relaciones entre los hombres, ya que los hombres
mismos se vuelven cosas en este sistema económico, objetos necesarios para la
producción de mercancías y la multiplicación de las ganancias de los empleadores. Si
bien, Marx se sentía sorprendido por la enorme y aparentemente ilimitada capacidad
productiva del capitalismo, también su espanto era grande cuando percibía el nivel de
desigualdad y empobrecimiento social que la producción de estas riquezas traía
aparejada. La contradicción no es menor, ya que es intrínseca al funcionamiento de
este modo de producción: ¿cómo un sistema económico capaz de generar tantas
riquezas y bienes puede al mismo tiempo sumir a tantas personas en condiciones de
absoluta desposesión y pobreza? Sin duda alguna, este sigue siendo el gran dilema
actual de nuestras sociedades.
Marx también anticipó en su teoría uno de los fenómenos sociales más dramáticos de
nuestra época: la mercantilización de las relaciones sociales. Y es que el filósofo
alemán notaba que, allí donde el mercado capitalista se desarrollaba, todas las otras
formas pre-existentes de organización social quedaban subsumidas en la lógica de
este primero. Esta lógica mercantil, donde prima el cálculo del costo/beneficio en la
relación con el otro, y el afán de lucro se impone como objetivo social, amenaza con
convertir a las personas en meros objetos, mediante un proceso de deshumanización
nunca antes visto en la historia de las sociedades. Hoy, ese proceso de
mercantilización de la vida, ha llegado a su máxima expresión con el desarrollo de la
llamada “sociedad de consumo”, donde las personas son valoradas no por el sólo
hecho de ser personas, sino por su capacidad de comprar y producir las mercancías
que el sistema necesita.
El mercado, como institución reguladora de las relaciones económicas, no es algo
exclusivamente moderno, las sociedades feudales y antiguas contaban de manera
esporádica con mercados, en donde se intercambiaban los productos del trabajo. Sin
embargo, sólo en la modernidad el mercado se ha vuelto una institución predominante
en la vida social de las personas, logrando subsumir bajo su lógica al resto de los
sistemas de producción, distribución y circulación de bienes existentes. De hecho, si
nos ponemos un tanto estrictos en términos históricos, sólo en nuestro siglo -el siglo
XXI- y luego de la caída de los llamados regímenes de “socialismo real” a finales del
siglo XX - el mercado, como institución asignadora de recursos y bienes, ha alcanzado
una verdadera envergadura planetaria, haciendo que planeta tierra y mercado mundial
sean efectivamente una sola unidad indistinguible.
Marx solía criticar el carácter fuertemente ideologizado de muchas de las afirmaciones
de la economía política; donde autores de la talla de Adam Smith, o el propio David
Ricardo, tendían a naturalizar la existencia del capitalismo como sistema económico.
Es decir, sus conceptos y formulaciones presuponían la presencia atemporal del
mercado, y por lo tanto del ser humano como productor y comercializador de
mercancías. La eternización del mercado, como institución social que siempre estuvo y
siempre estará, no es sólo un problema de orden histórico/metodológico, sino y sobre
todo, una cuestión de índole ideológica. Para Marx, la ideología debe ser entendida
como una suerte de velo que impide a las personas ver aquello que efectivamente
constituye el sustrato real de las relaciones sociales. Siguiendo esta lógica, la
mercancía representa en sí misma un velo o manto que se coloca en frente de las
personas, y que les impide ver la naturaleza misma de este objeto: el de ser un
producto de la explotación social del trabajo. En otras palabras, en las sociedades
donde predomina el modelo capitalista de producción e intercambio, las mercancías
parecen cobrar “vida propia”, externas a las condiciones objetivas que les dieron
existencia.
Este misterio con el que las mercancías se presentan frente a los consumidores es a
lo que Marx llamó el fetichismo de la mercancía. Efectivamente, desconocemos la
mayoría de los procesos productivos reales que subyacen a los objetos que nos
rodean, las mercancías nos encandilan con sus formas, colores y brillos, a tal punto
que nos distraen de una verdad fundamental: son el producto del trabajo humano
alienado y explotado.
Por último, Marx siempre creyó -y actúo políticamente en dirección de estas creencias-
que algún día las masas obreras se rebelarían en contra de la explotación, la
cosificación y la deshumanización del sistema, y constituirían una nueva sociedad sin
clases sociales, es decir, sin desigualdades sociales. A esta sociedad él la llamo
socialista. La historia ha demostrado que la utopía de Marx estuvo, y está aún, muy
lejos de cumplirse. Sin embargo, algunos de sus conceptos y tesis, siguen iluminando
- a más de 150 años de desarrollada su teoría - nuestra capacidad reflexiva y nuestra
conciencia crítica.

2.2.- La sociología funcionalista


El sociólogo francés Emile Durkheim (1858 - 1917) hubiera compartido de muy buena
gana aquella frase célebre de Marx que dice:
“Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo
circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se
encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado” (Marx,
2004: 17)
Podríamos argumentar que ambos autores defendieron una concepción estructuralista
sobre la forma en que se organizan y desarrollan las relaciones sociales [Ver unidad III
- los dilemas sociológicos]. Estructuralista en tanto existen fuerzas sociales que
condicionan, y en algunos casos incluso determinan, los límites de las acciones que
los sujetos pueden realizar en sociedad. Para estos autores, el sujeto es justamente
eso: un ser sujetado, sujetado por las relaciones económicas y las condiciones
sociales de clase en el caso de Marx, y sujetado por las instituciones, los valores, las
normas y los principios morales constitutivos de una época en el de Durkheim.
Sin embargo, este tipo enfoque epistemológico, no convierte a las personas en una
especie de autómatas sin voluntad individual, por el contrario, dimensiona y
contextualiza sus verdaderas posibilidades de acción frente a las restricciones
impuestas por la sociedad. Durkheim, al igual que Marx, también defendería la idea de
la naturaleza social del hombre, esto es, lo social como característica esencial de los
seres humanos. Ya el filósofo griego Aristóteles (384 a.C. - 322 a.C.) definía al hombre
como un ζῷον πολῑτῐκόν (zoon polotikon), es decir, como un animal de la polis o un
animal cívico. Sin embargo, la definición literal de este concepto no hace verdadera
justicia a todo su significado. Cuando Aristóteles llama al hombre animal de la polis
(ciudad estado en la Grecia antigua), no sólo se refiere a su capacidad de organizarse
y actuar políticamente. No, la palabra polis representa aquí un espacio de
sociabilización, un entorno colectivo sin el cual los sujetos no podrían desarrollarse
como tales. En otras palabras, zoon politikon debería entenderse como animal social,
ya que, así como los peces necesitan un entorno acuático para poder vivir, los
hombres necesitan de un espacio de relaciones y vínculos sociales con otros para
poder ser hombres.
Durkheim creía que los sociólogos debían estudiar los hechos sociales como si se
trataran de cosas, esto quiere decir que debían ser abordados científicamente y con la
misma rigurosidad con la que las ciencias naturales estudian sus respectivos objetos
de estudio. Para Durkheim lo social tiene una entidad real con un origen propio (sui
generis), es decir, los hechos sociales no son el resultado de la sumatoria de
fenómenos individuales, sino el producto de formas de actuar, pensar o sentir,
externas a los individuos, y que poseen una existencia más allá de las percepciones, e
incluso de las existencias de estos individuos. El hecho de que no podamos observar
directamente a estos hechos sociales no significa que no existan, que no tengan una
realidad per se. La sociología de Durkheim invita justamente a poner en evidencia a
estos hechos sociales, mediante las manifestaciones externas o los efectos que estos
tienen sobre la vida de las personas (Giddens, 2009: 34).
Para la sociología durkhemiana los hechos sociales deben ser tratados como cosas,
pero:
“no decimos que los hechos sociales son cosas materiales, sino que son cosas como
las cosas materiales, aunque de otra manera” Cosa es todo objeto de conocimiento
que no se compenetra con la inteligencia de manera natural, todo aquello de lo que no
podemos hacernos una idea adecuada por un simple procedimiento de análisis
mental, todo lo que el espíritu no puede llegar a comprender más que con la condición
de que salga de sí mismo, por, vía de observaciones y experimentaciones, pasando
progresivamente de los rasgos más exteriores y más accesibles de manera inmediata,
a los menos visibles y más profundos. Tratar como cosas a los hechos de un cierto
orden no es, pues, clasificarlos en tal o cual categoría de lo real; es mantener frente a
ellos una actitud mental determinada; es abordar su estudio partiendo del principio de
que ignoramos por completo lo que son, y que no podemos descubrir sus propiedades
características, como tampoco las causas desconocidas de las que dependen, ni
siquiera valiéndose de la introspección más atenta. (Durkheim, 2001: 15 y 16).
Lo que Durkheim buscó con su obra, además de desarrollar el pensamiento
sociológico científico y racional, era posicionar a esta nueva disciplina como una rama
de las ciencias sociales, acreditada y validada académica y socialmente como tal.
Para esto debió enfrentarse a muchas resistencias, no sólo en el ámbito universitario,
sino también en la esfera de la cultura y de la política. Disciplinas ya consolidadas a
finales del siglo XIX, como la psicología, la historia y la filosofía política, realizarán
feroces críticas a la obra de Durkheim y sus colaboradores, negándole a sus aportes, y
por lo tanto a la propia sociología, un espacio dentro del conocimiento científico de la
sociedad y los individuos.
Durkheim respondió a algunas de estas críticas con una idea trascendental: un estudio
sistemático y empírico de un hecho social desde la perspectiva metodológica de la
sociología. En otras palabras, respondió elaborando el primer estudio de investigación
sociológica. Pero esto no fue todo, lo que realmente provocó la resistencia, aunque
también la admiración, de los especialistas de otras disciplinas, fue el tema de análisis
escogido: el suicidio. Para el comentarista de Durkheim, Pablo Bonaldi “la originalidad
de El suicidio radica en la destreza con que Durkheim supo delimitar su objeto de
estudio y en la forma de explicarlo. No se limitó a constatar relaciones particulares,
sino que puso en juego toda una teoría articulada y coherente que le permitió dar
cuenta de una parte de las regularidades estadísticas disponibles” (Bonaldi en
Durkheim, 2006: 83). No era algo nuevo, para la Francia de finales del siglo XIX, que
autores de variadas disciplinas se abocaran al estudio del suicidio. De hecho, la
criminalística, la psicología, e incluso la medicina, habían intentado dar cuenta del
fenómeno desde sus respectivos marcos conceptuales. Pero Durkheim será el primero
en advertir que “la tasa de suicidio no era un simple agregado de decisiones
individuales sino, que constituía un fenómeno de naturaleza diferente. Expresaba una
cierta predisposición colectiva para el suicidio” (ídem: 84)
La decisión de Durkheim de escoger el suicidio tiene sobre todo un carácter
estratégico y fundacional: “si la investigación era capaz de demostrar que la acción de
quitarse la vida, una conducta en apariencia estrictamente individual, estaba sometida
a regularidades y dependía de fuerzas morales colectivas, habría contribuido a
sustentar su posición acerca de la existencia de lo social. Pero no sólo eso. Una
demostración semejante habría servido también para mostrar el camino que debía
seguir la sociología” (ídem: 85). No sin cierta pretensión de autoridad, Durkheim
intentó marcar este camino un año antes de la publicación de El suicidio, con su
pequeño libro Las reglas del método sociológico (1895). En este breve pero ambicioso
tratado epistémico/metodológico, el autor se proponía dar cuenta de qué eran los
hechos sociales, objetos de estudio de la sociología, y cuáles debían ser las
condiciones para su correcto abordaje científico.
¿Pero cómo estudiar un hecho que en principio no se puede observar a simple vista?
Durkheim sostenía que sólo un hecho social puede explicar a otro hecho social. Esto
se debe a que las causas que subyacen a los fenómenos sociales suelen ser, también
ellas, de origen social. No obstante, los hechos sociales presentan ciertas
características, que para el investigador atento pueden ofrecer algunas pistas para su
descubrimiento:
- Son colectivos: en tanto tienen un origen social propio no son el resultado de la
sumatoria de las conciencias individuales, es decir, no son un agregado de acciones y
pensamientos individuales. Existen más allá de los individuos.
- Son anteriores: ya que existen por sí mismos, no se puede adjudicar a ningún
individuo particular el origen de estos hechos. En tanto representaciones colectivas del
mundo, estos hechos se heredan de generación en generación.
- Son coactivos: es decir, se imponen al sujeto desde fuera, condicionando acciones
que en principio parecen resultado de las decisiones individuales de cada persona. No
obstante, las modas, las tradiciones, las costumbres, los gustos, los pensamientos e
incluso las prácticas más íntimas, suelen estar guiadas por hechos sociales,
incorporados en nosotros desde nuestras primeras experiencias de socialización.
- Son irreflexivos: dado que estos hechos sociales se aprenden a través de la
educación y la vida en las instituciones, solemos no percatarnos de su existencia, ya
que operan en nosotros de forma rutinaria e inconsciente.
En el ya mencionado estudio sobre el suicidio, Durkheim aisló estadísticamente los
distintos factores o hechos sociales que podían estar interviniendo en el crecimiento
de las corrientes suicidógenas, comprobando también los efectos de cada uno de
estos sobre los distintos grupos y sectores sociales. En El suicidio, los datos
estadísticos son simplemente eso: datos; sin duda valiosos e insoslayables para el tipo
de investigación empírica e indirectamente experimental que Durkheim se proponía,
pero para nada explicativos en sí mismos. La verdadera riqueza del texto, y de la
apuesta sociológica del autor, radica en los conceptos, en tanto marco teórico, que el
sociólogo acuñó para dar explicación a las causas profundas que acuciaban -y aún
hoy siguen urgiendo- a nuestras sociedades modernas.
Pero, ¿cómo caracteriza Durkheim a las sociedades modernas? ¿Cuáles son los
rasgos sobresalientes de estas? A diferencia del materialismo histórico, el
funcionalismo no cree que el desarrollo de las sociedades se pueda atribuir al conflicto
social entre las clases sociales, al contrario, la sociología durkhemiana sostiene que
las sociedades tienden a buscar el equilibrio. De la misma manera que un organismo
vivo tiende a una situación de homeostasis, esto es, a un estado de autorregulación
mediante mecanismos internos del mismo organismo, capaces de dar estabilidad y
compensación a los cambios internos y externos que lo alteran; la sociedad, también
autorregula sus conflictos y perturbaciones mediante la intervención de sus
instituciones. Durkheim no cree que la sociedad sea equiparable a un organismo vivo,
pero sí que se le asemeja demasiado, por lo que no es tan extraño ver conceptos
propios de la biología reutilizados en su teoría sociológica. Por ejemplo, el concepto de
solidaridad orgánica que explicaremos a continuación.
Para Durkheim el desarrollo de las sociedades se explica por la división del trabajo
social, aquí el autor se separa de la postura marxista, por considerarla demasiado
economicista, es decir, por enfocarse solamente en las transformaciones productivas
de la especialización de tareas que esta división social del trabajo genera. Para el
sociólogo francés en cambio, la división del trabajo también tiene un importante
contenido moral, “y su verdadera función [la de la división del trabajo] es crear entre
dos o más personas un sentimiento de solidaridad” (Durkheim, 2001: 73). A medida
que se avanza en la división y la especialización de las sociedades, mayor es el grado
de interdependencia recíproca que los individuos tienen los unos con los otros. En las
sociedades industriales, donde existe un nivel muy elevado de especialización en las
tareas y las funciones sociales específicas que cada persona realiza, esta
interdependencia se ha constituido en el núcleo mismo de la solidaridad social entre
los individuos. Sin embargo, y paradójicamente, es en la sociedad moderna donde el
“culto al individuo” se ha vuelto más fuerte, y la idea de la libertad individual se ha
convertido en una suerte de dogma contemporáneo. Para Durkheim, y esta no deja de
ser una revelación muy interesante, el individualismo como ideología moderna es en
realidad un producto de la sociedad industrial, en tanto los hombres creen ser menos
dependientes y más libres los unos de los otros, cuando en realidad, esto no es más
que una ilusión generada, y hasta alentada, por una cada vez más intensa división del
trabajo social (ídem: 474).
La idea de la solidaridad orgánica, propia de las sociedades modernas, contrasta con
la de la solidaridad mecánica, constitutiva de las sociedades pre-industriales, donde
las tareas se encuentran poco diferenciadas y las personas se agrupan a partir de las
semejanzas y de ciertos criterios colectivos homogeneizantes. Para las sociedades
orgánicas, el tipo de actividad y el desenvolvimiento de las personas en el medio
profesional, constituyen la función social que cada uno desempeña. A medida que la
diversificación de tareas avanza, desaparecen las viejas formas de organización
basadas en la similitud de los segmentos y los grupos sociales (ídem: 216)
Sin embargo, Durkheim sostiene: “a medida que la sociedad se extiende y se
concentra, envuelve de menos cerca al individuo, y, por consiguiente, no puede
contener con igual eficacia las tendencias divergentes que salen a la luz” (ídem: 350).
Esta cita resulta fundamental, ya que anticipa un concepto central en la obra
durkhemiana: el de anomia social. La noción de anomia no debe ser entendida
solamente en su sentido etimológico: ausencia de leyes, sino como un proceso
gradual de ruptura de los lazos sociales que permiten el funcionamiento solidario,
cooperativo y consensuado de la sociedad [Ver Unidad III - dilemas sociológicos]. La
anomia es el producto directo del desfasaje funcional entre las prácticas sociales y las
instituciones que les dan contención y las organizan, es decir, es el resultado directo
de una serie de transformaciones sociales (las cuales ya hemos analizado en el
capítulo I con el concepto de desanclaje) lo suficientemente veloces como para volver
obsoletos los marcos sociales que los individuos tienen como referencia (ídem: 479)
La anomia es entonces una consecuencia indeseada e inevitable de las
transformaciones propias de la modernidad. Para Durkheim, a diferencia de Marx, la
búsqueda de la revolución social por parte de algunos grupos sociales no constituye
en sí misma una solución, sino que debe ser leída como un síntoma de la inestabilidad
propia de la época, causada esta última por los fenómenos anómicos presente en las
sociedades industriales. Es por esto que Durkheim abogaba, y muy activamente en
términos intelectuales, pero también políticos, por el desarrollo de instituciones
capaces de contener las tendencias anómicas del individualismo moderno. Pero, no a
través de un regreso a una suerte de idílico orden feudal, que nunca existió más que
en la imaginación de algunos pensadores, ni tampoco mediante una restricción a las
libertades individuales que Durkheim acepta como inevitables y propias del momento
histórico, sino a partir de la edificación de un nuevo sistema moral capaz de contener y
dar sentido a las prácticas sociales (Nocera en Durkheim, 2012: 53). Algunos han visto
en Durkheim a un precursor de las ideas del Estado de bienestar, en tanto autoridad
promotora de un tejido institucional y moral capaz de dar contención a las
desigualdades y a las injusticias sociales generadas por el capitalismo y la
modernidad, y causantes principales de aquello que el sociólogo francés denominó
como anomia social.
Si hacemos una lectura política del pensamiento durkhemiano y de la sociología
funcionalista en general, veremos como la suerte que - a lo largo del siglo pasado -
corrieron este tipo de lecturas de lo social, estuvo estrechamente ligada a la
reconstrucción de las sociedades de postguerra, a la crisis del pensamiento liberal de
cuño individualista, pero sobre todo, a las propuestas social-demócratas de desarrollo
de complejos sistemas sociales de solidaridad y bienestar social (sobre todo en
Europa occidental, aunque no solamente). Las razones del auge de este tipo de
sociologías a mediados del siglo XX, explican también la razón de su estado de crisis
actual [Ver Unidad IV]. El estado de descomposición actual de las instituciones
modernas - en tanto principios organizadores de expectativas sociales realmente
alcanzables para la mayoría de las personas - ha contribuido a erosionar el conjunto
de postulados sobre los que se apoyaban muchos de los supuestos del pensamiento
funcionalista. Se ha vuelto mucho más difícil hoy pensar la realidad de nuestras
sociedades desde la óptica del pensamiento de Durkheim, y eso es porque vivimos en
tiempos donde el individualismo, la desinstitucionalización y la pérdida de los anclajes
y soportes colectivos constituyen la norma de funcionamiento de las sociedades
posmodernas. De la misma manera que Durkheim a finales del siglo XIX, (re)fundar
hoy el pensamiento sociológico como perspectiva de interpretación de lo social,
implicará necesariamente (re)fundar la discusión sobre el proyecto político de la
sociología en particular, y trazar los objetivos de una sociedad inclusiva del siglo XXI
en general.

2.3.- La sociología comprensiva


Una de las críticas más frecuentes al funcionalismo durkhemiano tiene que ver con el
carácter estructuralista de esta teoría. Es cierto que las instituciones sociales preceden
e imponen restricciones a los individuos, sin embargo: ¿puede la sociedad ser
totalmente “externa” a los sujetos?, ¿puede existir acaso más allá de los seres
humanos que necesariamente la conforman? Claramente no, y a esto apuntan las
principales críticas a Durkheim y a sus continuadores. Los hechos sociales pueden
direccionar, o incluso condicionar relativamente las prácticas de las personas, pero
nunca determinarlas completamente. “Como seres humanos, siempre elegimos y no
nos limitamos a responder pasivamente a lo que ocurre a nuestro alrededor” (Giddens,
2009: 835).
Otra de las críticas frecuentes al funcionalismo - como ya hemos visto anteriormente
en este capítulo - está ligada al pretendido cientificismo biologicista, de raíz positivista,
desde el cual Durkheim pensó la sociedad. Los seres humanos tenemos nuestras
razones para hacer lo que hacemos, y en la mayoría de los casos podemos dar cuenta
de esas razones, es decir, asignamos a nuestras acciones significados culturales que
intentan darles sentido. Por lo que no podemos reducir los hechos sociales a meras
“cosas”, tal y como pretendía la sociología funcionalista, ni tampoco podemos
establecer “leyes” sobre el comportamiento social, dado que esto implicaría desestimar
la capacidad creadora y transformadora que poseemos como individuos (ídem: 834).
Si bien existen algunas evidencias de lecturas y referencias cruzadas entre los dos
máximos exponentes de la sociología europea de principios del siglo XX, hablamos de
Émile Durkheim y Max Weber (1864 - 1920), lo cierto es que “sus teorías se
desarrollaron de forma autónoma, sin una discusión cara a cara que afectara aspectos
esenciales de sus producciones” (Inda, 2009: 4). Además, el hecho de que fueran
contemporáneos, no implicó que sus definiciones epistémico/metodológicas fueran
similares, más bien, todo lo contrario, ya que Weber se proponía:
“Desechar el tratamiento positivista de los órdenes sociales, reivindicando el rol activo
de las personas en sus modos de organización. Su configuración sociológica subraya
la perspectiva del actor socializado, es decir: 1) la comprensión que los propios sujetos
tienen de su función dentro de la madeja de relaciones sociales, y 2) las secuelas que
dicha comprensión tiene en su interacción con el resto de los integrantes y las
instituciones” (González Álvarez, 2014: 12)
A diferencia del positivismo francés, el pensamiento sociológico alemán establece una
división entre las ciencias naturales y las “ciencias del espíritu” o humanas. Weber era
muy crítico respecto a la posibilidad de construir causalidades con carácter de ley en la
sociología, y frente a esto, optaba por una relación de causación débil entre procesos
sociales, basada en la noción de “afinidades electivas” entre determinados fenómenos.
En otras palabras, para la sociología comprensiva es posible sostener un cierto grado
de correlación, ni determinista ni determinante, entre algunos acontecimientos de la
sociedad, aunque esto no autoriza a hablar de leyes, en el sentido que las ciencias
naturales suelen darle a esta palabra. Esto no quiere decir que, por un lado, no exista
para el autor cierto nivel sistémico en el análisis sociológico, ni por el otro, que la
sociología deba renunciar a su estatus de ciencia por no elaborar causalidades con
carácter de ley. De hecho, la sociología comprensiva es una ciencia que toma al
individuo como punto de partida, ya que es el único que puede dotar de sentido al
comportamiento que realiza.
Para Weber, la sociología no busca establecer lo válido o lo verdadero del sentido
mentado por los sujetos, por el contrario, la interpretación implica analizar los motivos
subjetivos que llevan a las personas a actuar de determinadas maneras, sin emitir
juicios de valor respecto a esos móviles. Sin embargo, estos motivos subjetivos,
generalmente están orientados por “imágenes del mundo, hechas de ideas e
intereses, que actúan a menudo de guardagujas que determinan las vías por las que la
dinámica de los intereses y las ideas mueven la acción y producen un orden legítimo”
(Caballero Bono, 2015:1452). Nótese que utilizamos la palabra orientación, y no
determinación, ya que Weber reserva para el sujeto la posibilidad de establecer, con
ciertos niveles de autonomía relativa, cursos diferenciados para cada acción social. La
metáfora ferroviaria, citada arriba, anticipa la propuesta metodológica de Weber: la
construcción de tipos ideales de acción social capaces de dar cuenta del desarrollo de
la acción real de los sujetos.
Los tipos ideales de acción social, son justamente eso, constructos analíticos ideales,
es decir, no reales en términos empíricos/históricos, que expresan, de modo
aproximativo y en base a la experiencia histórica disponible, el curso probable de la
acción social y los motivos ideacionales que la sustentan. Los tipos ideales son tipos-
promedio que intentan expresar alguna generalidad en el accionar social, no obstante,
es muy raro encontrar en la realidad una acción que coincida plenamente con su tipo
ideal. En palabras del autor:
Se pueden observar en la acción social regularidades de hecho; es decir, el desarrollo
de una acción repetida por los mismos agentes o extendida a muchos (en ocasiones
se dan los dos casos a la vez), cuyo sentido mentado es típicamente homogéneo. La
sociología se ocupa de estos tipos del desarrollo de la acción. (Weber, 2005: 23)
A lo largo su obra, Weber logró aislar, histórica y teoréticamente, cuatro formas típico-
ideales, es decir puras, de acción social:
- Acción tradicional: orientada por una costumbre arraigada. Los individuos conducen sus
acciones en función de los valores y principios heredados del pasado.

- Acción afectiva: especialmente emotiva, orientada por afectos y estados sentimentales.

- Acción racional con arreglo a valores: orientada por la creencia consciente en el valor

- ético, estético, religioso o de cualquier otra forma

- propio y absoluto de una determinada conducta, sin relación alguna con el resultado, o sea
puramente en méritos de ese valor.

- Acción racional con arreglo a fines: orientada por expectativas en el comportamiento tanto
de objetos del exterior como de otros hombres, y utilizando esas expectativas como
“condiciones” o “medios” para el logro de fines propios racionalmente sopesados y
perseguidos.

Esta tipología de la acción social que Weber fue construyendo durante toda su carrera
intelectual, resulta fundamental para la explicación que el autor dará, a través de la
metodología de la sociología comprensiva, de los fenómenos de la modernidad y el
capitalismo. Si bien, es necesario aclarar nuevamente, que estos tipos nunca ocurren
de manera pura en la realidad, si es posible dar cuenta, mediante la investigación
sociológica, de la preponderancia de alguno de ellos en ciertos procesos o períodos
históricos.
Max Weber es reconocido en la teoría social por haber sido uno de los más brillantes y
lúcidos analistas del poder y la dominación. Pocos han sabido dar cuenta como él, de
los fundamentos sociales sobre los cuales descansa la legitimación y el
funcionamiento de determinados tipos de ordenamientos sociales y políticos. Al igual
que Marx y Durkheim, este sociólogo alemán, también supo encontrar una explicación
propia para el origen de la modernidad y el capitalismo. Si para para Marx esta
explicación descansa sobre variables de tipo económicas y para Durkheim sobre
aspectos ligados a la organización institucional y los cambios en las formas de
interacción, para Weber, la modernidad capitalista es el fruto de un cambio en el plano
de las ideas, esto es, de la mentalidad con la cual los sujetos piensan y organizan el
mundo. Es por esto que para Weber fue tan importante el estudio sociológico de los
sistemas religiosos de las grandes civilizaciones históricas. Las religiones, en tanto
conjunto de ideas a las cuales los hombres adscriben, tienen la capacidad de
organizar prácticamente las rutinas cotidianas de sus fieles. Es decir, en tanto marcos
de interpretación del mundo, las ideas ordenan una realidad social determinada (ídem:
11 a 22).

La obra más importante y más recordada de Weber es su ensayo sobre La ética


protestante y el espíritu del capitalismo, que en realidad fue pensada por el propio
autor como la primera parte de una investigación sociológica más amplia sobre la
vinculación entre las ideas religiosas y las prácticas sociales, y que finalmente vería la
luz como libro (al menos el primer tomo) dos meses antes de la muerte del autor en
1920. En sus Ensayos sobre sociología de la religión [1920], Weber intentará aislar la
especificidad del capitalismo en occidente, y las causas - en el plano de las ideas
religiosas - que llevaron al desarrollo de un tipo determinado de prácticas económicas
que posibilitarían, a su vez, el desarrollo del sistema económico capitalista en Europa
occidental. Con este objetivo, Weber estudió las ideas y las formas de organización de
las principales religiones de la historia de las civilizaciones, a las que, por su masividad
y expansión geográficas, el autor llamó religiones universales. De este tipo de
religiones multitudinarias, a Weber le interesó particularmente el estudio del budismo y
el confucianismo chinos, debido a la necesidad de responder a una de las preguntas
claves sobre las que se organiza la exposición del libro: ¿por qué existiendo en el
Imperio Chino del siglo XIV y XV las condiciones materiales, técnicas e intelectuales
para el desarrollo del capitalismo, el desarrollo del capitalismo no ocurrió?, y en
consecuencia, ¿por qué sí ocurrió en Europa occidental, donde estas condiciones se
hallaban mucho menos desarrolladas?
Si pensamos este interrogante desde la óptica del materialismo histórico, Marx diría, y de
hecho lo hace en su famosísimo capítulo XXIV sobre la acumulación originaria del capital -
donde explica el punto de partida de la reproducción del capital a gran escala - que la
acumulación primitiva de recursos se explica en gran parte por la conquista y la rapiña de
Europa a otros pueblos, especialmente a América y a África a partir del siglo XVI; pero,
también -y un poco antes en el tiempo- por la desposesión de los trabajadores de sus
medios de producción, en otras palabras, por la separación del campesinado de sus
tierras de cultivo. Este proceso de expropiación de las tierras comunales del
campesinado independiente derivó, en la Europa occidental del siglo XV, en niveles
desconocidos de concentración de la propiedad rural y las riquezas productivas, en
desmedro de un campesinado sumamente pauperizado y sometido al vagabundeo y a
la venta de su fuerza de trabajo (Marx, 2003: TI - 896).
Weber, sin desmerecer las valiosas investigaciones del marxismo, intentará una
explicación de la génesis del capitalismo moderno desde la metodología de la
sociología comprensiva, es decir, evitando el economicismo de la preeminencia de los
factores económicos propia de la mirada materialista de Marx. En este sentido, si para
Marx la conquista y los cercamientos de tierras son indispensables para entender el
surgimiento del capitalismo, para Weber, son las transformaciones en el plano de las
ideas religiosas las que resultan indispensables para entender la génesis del sistema
económico capitalista: esto es, la reforma protestante.
Volviendo a nuestra pregunta sobre China y Europa, Marx diría: solo en el feudalismo
europeo fue posible un régimen de desposesión tal que diera origen a una formación
primitiva del capitalismo moderno; pero Weber sostendría: solo la reforma protestante
posibilitó una transformación tan radical en el plano de las ideas, que fue capaz de dar
paso a prácticas sociales compatibles con el ordenamiento del sistema capitalista en
desarrollo. En Weber, al contrario de lo que ocurre en el materialismo histórico, lo
económico se supedita a lo cultural, mientras que esta última variable aparece como el
factor explicativo del cambio en los comportamientos de las personas y los grupos
sociales. El enfoque multivariable de la sociología comprensiva permite una adecuada
vinculación entre las prácticas económicas y los sentidos sociales subyacentes a esas
prácticas, que a su vez las permiten y les dan forma. En el caso del capitalismo
europeo del siglo XV, la ética religiosa de las iglesias reformadas, apoyadas en el
autocontrol, la planificación rigurosa del trabajo, y la vida ascética como elementos de
la salvación y pruebas de la gracia de Dios; permitieron el desarrollo de una forma
específica de práctica económica basada en el cálculo, la acumulación y la reinversión
de los beneficios del trabajo, factores que Weber atribuye como constitutivos del
espíritu del empresariado moderno.
Para la sociología comprensiva, la modernidad se caracteriza por el encuentro de dos
procesos concomitantes y complementarios en el plano de las ideas: por un lado, la
secularización del mundo, esto es el retroceso de las ideas religiosas como factor
explicativo de la vida humana, y por otro lado, la racionalización de las conductas
sociales, como resultado directo de este proceso de secularización. Es decir, las
instituciones sociales de la modernidad capitalista ya no están legitimadas ni
ordenadas -al menos de forma dominante- en base a ideas ancladas ni en la tradición
ni en aspectos de carácter afectivo, sino que se organizan bajo el predominio de la
acción racional con arreglo a fines, la cual da lugar a criterios de cálculo (costo-
beneficio) y eficiencia (optimización de recursos en función de objetivos) en la
administración de los asuntos políticos y sociales (Weber, 1998: 18 y 19). Para Weber,
el Estado moderno y la empresa capitalista representan los ejemplos reales que más
se acercan al tipo ideal de esta forma de organización racional de la vida social, por
constituir, ambos, los casos más extremos de predominio de la burocratización en las
organizaciones sociales.
Antes de explicar esto de la burocratización, y las implicancias de este fenómeno en
las sociedades modernas, es preciso retomar brevemente los tipos ideales de acción
social descriptos más arriba, agregando que para Max Weber, de cada uno de estos
tipos de acción se desprenden a su vez tipos ideales de dominación. Para Weber
dominación no es necesariamente lo mismo que poder, en tanto este último se
entienda como la capacidad de ejercer cierto “influjo” sobre otros hombres.
Dominación, en cambio, implica “un determinado mínimo de voluntad de obediencia, o
sea, de interés (externo o interno) en obedecer, esencial en toda relación de autoridad”
(Weber, 2005: 170). Weber sistematizó las principales razones por las cuales los
hombres pueden obedecer un mandato determinado, es decir, categorizó los tipos
ideales de dominación social:
- Dominación de carácter tradicional: descansa en la creencia cotidiana en la santidad
de las tradiciones que rigieron desde lejanos tiempos y en la legitimidad de los
señalados por esta tradición para ejercer la autoridad.
- Dominación de carácter carismático: se apoya en la entrega extracotidiana a la
santidad, heroísmo o ejemplaridad de una persona o las revelaciones por ella creadas
o reveladas.
- Dominación de carácter racional: se fundamenta en la creencia en la legalidad de
ordenaciones estatuidas y de los derechos de mando de los llamados por esas
ordenaciones a ejercer la autoridad.
En la modernidad capitalista la autoridad legal, el tercer tipo mencionado, se ha
convertido en la modalidad dominante de ejercicio de la dominación social. En este
caso, las personas obedecen en función de “las ordenaciones impersonales y
objetivas legalmente estatuidas y a las personas por ellas designadas” (ídem: 172).
Para Weber, la empresa capitalista y el Estado moderno son las formas de
organización legal que más se aproximan al tipo ideal de la dominación racional. Esto
se debe a que ambas cuentan con un cuerpo de funcionarios
burocrático/administrativos con determinadas características:
- Son libres, por lo que sólo se deben a las funciones y objetivos de sus cargos.
- Obedecen una jerarquía institucional rigurosa.
- Poseen y ejercen competencias laborales específicas.
- Sus nombramientos se fundamentan en criterios de calificación profesional.
- Ejercen el cargo con exclusividad.
- Tienen carrera y perspectivas de ascenso en la jerarquía de la organización.
- Reciben un salario a cambio de sus servicios.
- Ni el cargo ni las herramientas de administración les pertenecen.
- Están sometidos a una rigurosa disciplina y vigilancia administrativa.
Son estos elementos los que convierten al Estado y a la Empresa moderna en las
formas más eficientes de administración del poder, sobre todo porque este tipo de
dominación descansa sus fundamentos en el saber, es decir, se trata de una
dominación gracias al conocimiento, en tanto este permite la optimización permanente
de los mecanismos de autoridad. Es importante no confundir burocracia con
burocratismo, ya que en la medida que más se acerque una organización
administrativa al tipo ideal anteriormente descripto, más eficiente y racional será la
forma de ejercicio de la autoridad; en contraposición, el burocratismo, representa la
forma más imperfecta y viciada de este modelo.
Para Weber, la burocratización de las relaciones sociales constituye una de las
contradicciones fundamentales de las sociedades modernas, ya que por un lado, el
autor entendía que no existía un modelo más eficiente y adecuado de dominación y
gestión para la organización y la administración de las sociedades de masa actuales,
pero, por otro lado, “ningún país ni ninguna época se ha visto tan inexorablemente
condenado como el occidente a encasillar toda nuestra existencia, todos los supuestos
básicos de orden, político, técnico y económico de nuestras vidas, en los estrechos
moldes de una organización de funcionarios especializados, y ninguna ha sabido de
funcionarios estatales de formación técnica, comercial y sobre todo, jurídica, como
titulares de las más importantes funciones cotidianas de la vida social” (Weber, 1998,
13). En La ética protestante y el espíritu del capitalismo [1905], Weber advierte sobre
el riesgo que representa esta “jaula de hierro” de la burocracia moderna sobre la vida
social, y como el espíritu de un capitalismo - irónicamente - desprovisto de toda
espiritualidad, amenaza con racionalizar absolutamente todos los aspectos de la
cotidianeidad de las personas (Weber, 2003: 189).
Para la redacción de este apartado sobre Weber nos hemos basado, principalmente,
en su manual de sociología publicado de manera póstuma: Weber, Max (2005)
Economía y sociedad. FCE, México DF. En este libro el autor desarrolla las principales
categorías trabajadas en su único libro publicado, dos meses antes de su muerte:
Ensayos sobre sociología de la religión [1920]. Sin embargo, la lectura de este manual
puede ser un poco difícil para aquellos que recién se inician en esta perspectiva
teórica, por lo que se recomienda comenzar la lectura con: Weber, Max (2003) La ética
protestante y el espíritu del capitalismo. FCE, Bs. As
Antes de concluir, es preciso aclarar que en este capítulo hemos intentado abordar de
forma sintética, y de la manera más clara posible, conceptos y teorías que por su
complejidad necesitarían al menos un libro por cada perspectiva sociológica, y quizá ni
siquiera así fuera suficiente. Por esto mismo se recomienda a los y las estudiantes
profundizar estos esbozos con la lectura de textos específicos, tanto de los autores
originales como de sus comentaristas, sugeridos en las notas al final de capítulo.

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