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REENCONTRARNOS CON LUTERO:


DE «HEREJE» A «MAESTRO
COMÚN» DE LA CRISTIANDAD
CARMEN MÁRQUEZ BEUNZA1

Resumen: La conmemoración del V Centenario de la Reforma Protestante ha pro-


piciado una revisión historiográfica tanto en el campo católico como prote-
stante de la Reforma y de la figura de Lutero. El actual contexto ecuménico ha
posibilitado un nuevo acercamiento a la persona y obra de Lutero más serena
y ponderada. El presente artículo recorre esa evolución que se ha producido
tanto en lo histórico como en lo doctrinal y que ha afectado tanto a la visión
historiografía católica del reformador de Wittenberg como al posicionamiento
ante sus planteamientos teológicos.
Palabras clave: Lutero; Reforma; protestantismo; ecumenismo.

Rediscover Luther: from «Heretic» to


«Common Christian Teacher»
Abstract: The fifth centenary of the Protestant Reformation has provided an op-
portunity for a renewed historiographic review of the life of reformer Martin
Luther and the Reformation in general. Moreover, the rise of the ecumenical
movement has facilitated a more balanced and serene approach to Luther’s life
and work from the Roman Catholic perspective. This article focuses on the
historical and doctrinal evolution of the Catholic assessment of Martin Luther
and his theology.
Key Words: Martin Luther; Reform; Protestantism; Ecumenism.

El ciclo de conferencias que da lugar a este número monográfico, dedi-


cado a analizar algunos de los de los encuentros y desencuentros que se han
producido en el ámbito religioso, ha coincidido en el tiempo con la conme-
moración del V Centenario de la Reforma Protestante. Este aniversario ha
transcurrido en un ambiente muy distinto al de efemérides anteriores. Ha
sido el primer centenario que se celebra en un contexto ecuménico y con
el rico bagaje de medio siglo de fecundo diálogo doctrinal entre la Iglesia

  Universidad Pontificia Comillas. Correo electrónico: [email protected].


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Católica y la Iglesia Luterana. Gracias a ello, esta conmemoración ha tenido


lugar en un clima de entendimiento, cooperación y respeto mutuo entre
ambas Iglesias, que ha permitido una nueva mirada sobre los hechos del pa-
sado y ha propiciado un nuevo acercamiento a una figura que ha modificado
el curso de la historia europea y a un episodio fundamental en la historia
religiosa e intelectual de Occidente. El nuevo marco ecuménico ha permiti-
do pasar de una visión polémica del reformador Marín Lutero, cargada de
prejuicios y simplificaciones, a otra mucho más ecuánime. De ahí que haya-
mos querido evocar en este ciclo el «reencuentro» que se ha producido en el
ámbito católico con la figura de Lutero y recorrer la evolución en la visión
católica del reformador sajón que, como reza el título de este artículo, ha
pasado de ser considerado un «hereje» a ser designado como un «maestro
común de la cristiandad» (Willebrands, 1970, p. 763).

1. LUTERO EN PERSPECTIVA ECUMÉNICA

La conmemoración del V Centenario del nacimiento de la Reforma se


presentaba con un doble desafío: la purificación y sanación de las memorias
y la restauración de la unidad cristiana. Con la finalidad de abordar esos
retos, la Comisión Internacional Luterana–Católico Romana sobre la Uni-
dad, elaboró el documento Del conflicto a la comunión (2013), como instru-
mento que ayudase a la conmemoración, realizando una lectura conjunta
de los hechos acontecidos en el siglo XVI. Se trataba de lograr un recuerdo
ecuménico en común de la Reforma luterana y de que la propia conme-
moración contribuyese al objetivo de alcanzar la unidad de los cristianos.
Desde estos presupuestos, el documento lanza una nueva mirada sobre los
hechos del pasado, con el objeto de que puedan ser mejor comprendidos y
evocados. «El pasado no puede cambiarse —reza el texto— pero lo que sí
puede cambiarse es lo que se recuerda del pasado y el modo en que ha de
recordarse. Aunque el pasado como tal es inalterable, la presencia del pasa-
do en el presente sí es alterable. Por lo tanto, la clave no está en compartir
una historia diferente, sino en contar esa historia de manera diferente» (n.
16). ¿Cómo debe ser recordada la historia de la Reforma? ¿Qué debemos
preservar hoy de aquello por lo que ambas confesiones se enfrentaron en
el siglo XVI? Son cuestiones a las que el documento trata de responder co-
rrigiendo descripciones confesionales de la historia y tratando de alumbrar
un recuerdo ecuménico común de la Reforma luterana. El texto expresa
igualmente la convicción de que «el proyecto reformador de Lutero plantea,

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tanto a católicos como a luteranos contemporáneos, un desafío espiritual


y teológico» (n. 3). Algo que, por otra parte, ya expresó Benedicto XVI en
su visita al monasterio de Erfurt en el año 2011: «Tanto la persona como la
teología de Martín Lutero presentan un desafío a la teología católica hoy»,
había dicho el papa en aquella ocasión.
La lectura del texto permite constatar cómo, favorecida por el clima ecu-
ménico, la teología de nuestro tiempo ha formulado un juicio sobre Lutero y
su teología esencialmente diferente del de la Iglesia del siglo XVI, asumien-
do algunos de sus motivos y demandas fundamentales. La teología católica
considera hoy de un modo distinto algunas de las cuestiones planteadas por
Lutero a la Iglesia de su tiempo2. Así lo reconocía el papa Francisco ante
los participantes en el congreso celebrado en Roma el pasado curso sobre
el reformador, que llevaba por título Lutero 500 años después: «El estudio
cuidadoso y riguroso, libre de prejuicios y polémicas ideológicas, permite a
las Iglesias, hoy en diálogo, discernir y asumir aquello que de positivo y legí-
timo había en la Reforma, y distanciarse de los errores, las exageraciones y
los fracasos, reconociendo los pecados que llevaron a la división».
Al igual que sucediera con otros aniversarios -el 450 aniversario de la
Confesión de Augsburgo en 1980 o el aniversario del nacimiento del refor-
mador en 1983-, la conmemoración del V Centenario del inicio de la Refor-
ma ha sido ocasión propicia para una revisión de las ideas sobre la persona
de Lutero y su ideal reformador y preguntarnos qué ha quedado de aquellas
encendidas controversias y polémicas del pasado así como de las condenas
mutuas que ambas Iglesias se lanzaron. Le efeméride se presentaba también
como una oportunidad para tomar nota de los avances, muchas veces desco-
nocidos, en el acercamiento católico a la persona y obra del reformador ale-
mán y de los importantes frutos que ha producido el diálogo doctrinal entre
las dos Iglesias, que ha ayudado a superar agrias controversias teológicas y
a encontrar puntos de convergencia y consenso.

2
  Cf. Iserloh, E. (1966). Lutero visto hoy por los católicos. Concilium, 14, 477-
488; Jedin, H. (1968). La imagen católica de Lutero: su evolución histórica y límites.
Arbor 69, 254-270; Brosseder, J. (1976). Aceptación de Lutero por parte católica. Con-
cilium 118, 242-256; Pesch, O. (1976). Estado actual del consenso sobre Lutero. Con-
cilium 118, 278-293; Lienhard, M. (1985). Lutero en perspectiva católica. Selecciones
de Teología, 93, 47-53; Kasper, W. (2016). Martín Lutero. Una perspectiva ecuménica.
Santander: Sal Terrae; Thönissen, D., Dieter, Th., Blaumeiser, H., Tobler, S., De Mar-
co, V. (2017). Lutero y la teología católica, Tender puentes entre formas de pensamiento
diferentes. Madrid: Ciudad Nueva; Madrigal, S. (2018), Variaciones históricas en la
imagen católica y evangélica de Martín Lutero. Estudios Eclesiásticos 93, 335-373.

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2. HACER JUSTICIA A LUTERO: REPASO A LA HISTORIOGRAFÍA


CATÓLICA DEL REFORMADOR ALEMÁN

Con ocasión del V Centenario del nacimiento del reformador de Witten-


berg, el papa Juan Pablo II recordaba lo siguiente: «Para la Iglesia católica,
el nombre de Martín Lutero está ligado, a través de los siglos, al recuerdo de
un período doloroso y, particularmente, a la experiencia del origen profundo
de las divisiones eclesiales» (1983, p. 391). Y es que si ha habido una figura
controvertida en la historia de la Iglesia es sin duda la del reformador Mar-
tín Lutero. El monje agustino fue un personaje discutido ya en su tiempo,
que despertaba juicios encontrados. Como afirma T. Kaufmann, «llegó a ser
conocido, famoso, odiado, venerado, declarado hereje, casi divinizado como
una especie de segundo Cristo; llego a ser, en fin, el hombre de su siglo»
(2017, p. 29). Lutero ha sido juzgado de formas diametralmente opuestas.
Mientras el mundo protestante vio en él un genio religioso y le consideró
el restaurador de la fe cristiana, encumbrándolo como un héroe nacional,
para el ámbito católico el reformador de Wittenberg no era sino un monje
apóstata, corrupto y hereje, personificación de todas las herejías y los males
religiosos y morales de la época.
La visión católica del reformador alemán ha sido la de una tradición
de hostilidad. Es ya un tópico decir que la imagen católica de Lutero ha
estado durante siglos, condicionada por la obra que Juan Cocleo escribió
tres años después de la muerte del reformador, fraguando una imagen que
ha permanecido constante hasta el siglo XX. Como sentenció en su día A.
Herte, la concepción católica se hallaba «bajo el hechizo del comentario de
Cochlaeus sobre Lutero» (Iserloh, 66, p. 479). Sobre el reformador alemán
recayó una pesada leyenda que, frente a la figura legendaria que presentaba
el mundo protestante, reducía al reformador de Wittenberg bajo el cliché
de hereje e inmoral, al que tildaba de fraile blasfemo, fuente de herejías,
cuyas únicas virtudes eran una audacia, astucia y elocuencia que no supo
emplear sino para atacar a la Iglesia haciendo uso de su malvado ingenio.
Su carácter fuertemente polemista y su violencia verbal no contribuyeron
ciertamente a una visión ecuánime de su persona. Sus excesos de lenguaje,
señalados ya por sus contemporáneos, sus críticas de tono mordaz e hiriente
al papado romano, su enfrentamiento con Erasmo de Rotterdam, y algunas
de sus posturas hacia judíos, musulmanes, o su incendiario escrito contra
los campesinos sublevados en 1524-25, son aristas difíciles, que revelan una
personalidad tan extraordinaria como temperamental. Pero, como ha pues-
to de relieve la historiografía actual, sus excesos no anulan su personali-
dad creadora, ni deben impedir reconocer una inteligencia lúcida tras los

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conflictos interiores del fraile agustino al que el historiador Rafael Lazcano


retrata como «batallador, subversivo, visionario y seductor», un personaje
contradictorio, en cuyo interior «navegan actitudes, pensamientos y com-
portamientos propios de una persona en continua lucha consigo mismo,
pero sobre todo con y por Dios» (2017, p. 13) y en el que se adivinan los
trazos de un teólogo impulsado por un ansia pastoral profunda y se atisba el
alma de un profundo creyente.
No resulta extraño que el fraile agustino despertara el interés de uno
de los grandes pioneros del ecumenismo en el campo católico, el cardenal
Yves Congar, desde su juventud. Ya en los años treinta del siglo pasado, el
dominico francés se había sentido atraído por la figura de Lutero: «Aun
conociéndolo mal, adivinaba que en Lutero había algo muy profundo que
comprender, que encontrar» (Congar, 1967, p. 16), escribe recordando su
primer verano en el convento dominicano de Düsseldorf en 1930, para ter-
minar afirmando, unos años después lo siguiente: «Jamás podremos hacer,
por nuestra parte, algo realmente serio hacia el Protestantismo sin antes
haber hecho el esfuerzo por comprender verdaderamente a Lutero y hacerle
justicia históricamente, en vez de condenarlo simplemente» (Congar, 1967,
p. 157). Tras sus palabras se adivinaba la convicción de que una revisión de
las posiciones teológicas del protestantismo incluía, necesariamente, una
relectura de la figura del reformador alemán. Por ello y sin negar las limi-
taciones que, a su juicio, se encontraban en su obra, el dominico francés se
esforzó por ofrecer una visión matizada y equilibrada sobre su persona y su
teología. Su proyecto se enmarcaba dentro de la corriente de revisión crítica
de la figura de Martín Lutero que la historiografía católica venía llevando a
cabo desde comienzos del siglo XX de la mano de autores como L. Febre, H.
Grisar, H. Denifle o, más recientemente, el historiador J. Lortz, cuyas obran
se orientaban progresivamente hacia la superación de aquella presentación
polémica y denigrante del reformador alemán que había imperado durante
siglos en el ámbito católico. Ese intento de una mejor comprensión y una
presentación más ponderada de la figura de Martín Lutero se ubicaba, a su
vez, en una corriente más amplia de acercamiento mutuo entre el catoli-
cismo y el protestantismo, que se venía desarrollando desde comienzos del
siglo, con la aparición del movimiento ecuménico.
En el ámbito católico fue sin duda la obra de Joseph Lortz, La Reforma
en Alemania, publicada en 1939-40, la que marcó un claro un punto de in-
flexión. Al deseo de hacer justicia histórica, presente ya en la obra de autores
anteriores, Lortz sumaba la convicción de que era también necesaria una
«comprensión afectiva» del reformador alemán. Pretendía no sólo juzgar
con justicia a Lutero. Quería también comprender sus propósitos básicos

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religiosos y eclesiásticos. Por ello no buscó en primer plano refutar sus erro-
res sino encontrar todo lo que había en él de verdad católica. De ahí que el
historiador H. Jedin afirmara: «su imagen de Lutero resulta ecuménica»
(1968: 259). Su reconocimiento de la legitimidad de la Reforma en el plano
histórico, superando aquellas lecturas que atribuían la Reforma a causas
políticas, económicas o psicológicas, quedó condensada en el axioma «a re-
forma religiosa, causa religiosa». Lortz sostenía el carácter eminentemen-
te religioso de la génesis de la Reforma, al tiempo que reconocía a Lutero
como una personalidad religiosa cuya reforma estuvo inspirada por motivos
religiosos (Lienhard, 1985, p. 47), a la que, sin embargo, achacaba de sub-
jetivismo, de no ser un buen oyente de la Palabra y de haber interpretado la
Escritura en función de sus necesidades personales.
El trabajo de Lortz contribuyó decisivamente a la transformación del
clima de las relaciones confesionales. Sin convertirse en la posición oficial
católica, su visión —prolongada en la obra de sus discípulos Erwin Iserloh
y Otto H. Pesch— allanó el camino a la investigación posterior. La obra de
Pesch cifraba en el paso del análisis de la persona de Lutero y su contexto
histórico al estudio de las cuestiones teológicas planteadas por el reforma-
dor alemán. A la altura de 1976 formulaba el siguiente diagnóstico:

La aceptación católica de Lutero —en el sentido que esta palabra puede tener
razonablemente— ha hecho tales progresos en las últimas décadas y ha sepultado
tantas disputas antiguas mediante una actitud autocrítica, tanto ante la propia
causa católica como ante la de Lutero, que podría incuso plantearse la pregunta
por la razón de ser de una Iglesia luterana en cuanto tal (Pesch, 1976, p. 280).

Las entusiastas apreciaciones del discípulo de Lortz recogían el nuevo


clima que imperaba en la época postconciliar. La teología conciliar había
abierto nuevas vías de acercamiento con las Iglesias surgidas de la Reforma.
El Concilio Vaticano II, en el Decreto sobre ecumenismo, dejaba sentadas
las bases para una nueva aproximación a las controversias doctrinales que
durante siglos habían separado a las Iglesias. El documento rechazaba ta-
jantemente toda actitud polemista y recomendaba «todos los intentos de
eliminar palabras, juicios y actos que no sean conformes, según justicia y
verdad, a la condición de los hermanos separados, y que, por tanto, pueden
hacer más difíciles las mutuas relaciones entre ellos» (UR 4), al tiempo que
recordaba la necesidad de distinción entre el contenido objetivo de la fe y
su exposición expresada y advertía que «la fe católica hay que exponerla al
mismo tiempo con más profundidad y con más rectitud, para que tanto por
la forma como por las palabras pueda ser cabalmente comprendida también
por los hermanos separados» (UR 11). Así lo ha reiterado el documento
Del conflicto a la comunión, afirmando lo siguiente: «A la luz de la evidente

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renovación de la teología católica en el Concilio Vaticano II, los católicos


pueden apreciar hoy las inquietudes de Martín Lutero y considerarlas con
más apertura de lo que era posible anteriormente» (n. 29). Son especialmen-
te significativas, a este respecto, las palabras que en 1970 dirigió el cardenal
Willebrands, presidente del Secretariado para la Unidad de los Cristianos, a
la Federación Luterana Mundial:

¿Quién podrá negar hoy que Martín Lutero es una personalidad profunda-
mente religiosa, que ha buscado honestamente y con abnegación el mensaje del
Evangelio? ¿Quién podrá negar que, a pesar de los tormentos ocasionados por él
a la Iglesia Católica y a la Santa Sede -se debe, en verdad, no silenciarlo-, conservó
una suma considerable de riquezas de la fe católica antigua? ¿No ha aceptado el
mismo Concilio Vaticano II exigencias que, entre otros, habían sido expresadas por
Martín Lutero, y mediante las cuales muchos aspectos de la fe cristiana y de la vida
cristiana se expresan mejor actualmente que antes? (Willebrands, 1970, p. 766).

La celebración, en 1983, del V Centenario de su nacimiento propició la


presentación de dichos avances en un documento redactado por la Comi-
sión doctrinal Católico-Luterana que daba cuenta de la renovación de la
historiografía sobre Lutero, tanto en el campo católico como protestante.
El texto, que lleva por título «Martín Lutero, testigo de Jesucristo», reco-
nocía cómo se había abierto camino una visión católica más positiva de
Lutero, que empezaba a ser vislumbrado «como un testigo del Evangelio,
como un maestro de la fe, como un heraldo de renovación espiritual» (n. 4),
y que su pensamiento comenzaba a reconocerse en medios católicos como
«una forma legítima de teología cristiana» (n. 11). El documento reconocía
igualmente que en los textos del Concilio Vaticano II se puede ver la incor-
poración a la doctrina católica de algunas de las exigencias que Lutero for-
mulara en su tiempo, como son la centralidad de la Escritura para la vida de
la Iglesia; la descripción de la Iglesia como «pueblo de Dios»; la afirmación
de la necesidad de una reforma permanente de la Iglesia en su existencia
histórica; el acento en el sacerdocio de todos los bautizados; la comprensión
de los ministerios eclesiásticos como servicios; o el derecho de la persona
a la libertad en materia de religión. Junto a ello, el texto resaltaba otras
exigencias que Lutero había formulado en su tiempo y que pueden conside-
rarse satisfechas en la teología y en la práctica de la Iglesia Católica de hoy,
a saber: el empleo de lenguas vernáculas en la liturgia, la posibilidad de la
comunión bajo las dos especies o la renovación de la teología y la celebra-
ción eucarística (n. 24).
En definitiva, la investigación católica sobre Lutero desarrollada en el si-
glo XX ha creado los presupuestos para una nueva aproximación a su figura
y su teología. Gracias a ese camino reciente, marcado por la paciencia, el

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diálogo y la comprensión recíproca, hoy podemos afirmar que ha cambiado


la forma en que concebimos a Martín Lutero y su teología. Favorecida por
el clima ecuménico, la teología de nuestro tiempo ha formulado un juicio
sobre Lutero y su teología esencialmente diferente del de la Iglesia del siglo
XVI, asumiendo algunos de sus motivos y demandas fundamentales. Las
cuestiones que dividieron a ambas Iglesias han podido ser abordadas bajo
una nueva óptica, permitiéndonos reconocer que algunas de las aspiracio-
nes originaras de Lutero eran tan evangélicas como católicas. Todo ello ha
llevado a un progresivo reconocimiento de la aspiración genuinamente re-
ligiosa del reformador alemán, así como a un juicio más justo en el reparto
de culpas por la división de la Iglesia y a la recepción de algunos de sus
planteamientos teológicos. El punto de llegada de este recorrido queda bien
condensado en las palabras del cardenal Kasper: «Para algunos, Lutero se
ha convertido ya prácticamente en un padre de la Iglesia común a las dos
confesiones, la católica y la evangélica» (2016, p. 12).

3. ¿CÓMO CONSIGO UN DIOS CLEMENTE? LA INQUIETUD RE-


FORMADORA DE LUTERO

Cuando el 31 de octubre del año 1517 el fraile agustino Martín Lute-


ro hizo públicas sus noventa y cinco tesis, no imaginaba que la ciudad en
la que enseñaba teología acabaría recibiendo el nombre oficial de Luthers-
tadt Witthenberg (Wittenberg ciudad de Lutero), ni mucho menos que aquel
documento, concebido como invitación a un debate académico, desataría
un movimiento religioso que terminó por fracturar la cristiandad europea.
Como ha recordado recientemente el cardenal W. Kasper, «las reformas que
reclamaba Lutero perseguían la renovación de la Iglesia católica, o sea, del
cristianismo entero; su finalidad no era crear una Iglesia de la Reforma»
(2016, p. 28). Su análisis le lleva a concluir que Lutero no era un reforma-
dor sino un reformista y que nunca pensó en convertirse en fundador de
una Iglesia separada de Roma. El hecho de que las noventa y cinco tesis
se convirtieran en el origen de un amplio movimiento reformador fue algo
que sorprendió al propio Lutero. La dinámica histórica que desencadenaron
terminó por convertir a Lutero «cada vez más en espectador desbordado
y arrastrado por los hechos» (2016, p. 28) y a aquella lejana fecha en sím-
bolo del inicio de la Reforma Protestante. El análisis del cardenal Kasper
es un claro reflejo de una aproximación ecuménica, no sólo a la persona,
sino también a su obra teológica y a su proyecto reformador. El teólogo W.

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Thönissen ofrece, por su parte, una clave para una aproximación ecuménica
fecunda al pensamiento de Martín Lutero:

Quien pretenda comprender el significado teológico de Lutero para el diálo-


go ecuménico debe confrontarse más profundamente con su teología, hacer un
esfuerzo por entender la teología de Lutero desde su propio marco de referencia,
reconocer la peculiaridad y la manera de argumentar de su teología. ¿A dónde se
dirige y cuál es el objeto de su crítica?, ¿qué argumentos usa?, ¿qué intención le
mueve? Sólo después de comprender el objeto de su crítica podemos comprender
sus proposiciones y las de sus adversarios (2017, p. 49).

Quien se aproxime al reformador alemán, deberá —advierte Thönissen—


tener en cuenta que nos encontramos ante universos de pensamiento dife-
rentes. La teología de Lutero se haya fuertemente influida por su experiencia
personal. El monje agustino vive con intensidad la angustiosa pregunta por
su propia salvación y la búsqueda de un Dios de gracia y misericordia, re-
cogiendo con ello lo que fue una de las grandes preocupaciones de los fieles
del final del Medioevo. ¿Cómo puedo alcanzar un Dios misericordioso? De
esta pregunta arrancó el impulso básico de la Reforma. Porque el punto de
partida no fueron determinados abusos dentro de la Iglesia, sino el tema
de la salvación: ¿cómo es la relación del hombre con Dios?; ¿cómo puede
el hombre estar seguro de salvarse por obra de Dios? En definitiva, ¿cómo
quedar justificado ante Dios? El fraile agustino hallará la respuesta a su an-
gustia en el estudio de las epístolas paulinas, especialmente en la Carta a los
Romanos. A partir de la lectura de los escritos de San Pablo, Lutero enten-
dió de un modo nuevo la justificación del pecador: «Yo, que había perdido
a Cristo en la teología escolástica, lo encontré en San Pablo», afirmará en
uno de sus sermones (Lazcano, 2017, p. 81). De la lectura del apóstol Pablo,
extrae una clara convicción: que la salvación del hombre no se consigue por
el cumplimiento de la ley, sino por el Evangelio, no por las obras sino por
la fe sola; que la salvación está sólo en Cristo y no en nuestras obras, como
predicó camino de la Dieta imperial de Worms en 1521. Esta doctrina, en la
que Lutero hallará una paz interior y una tranquilidad de conciencia, se eri-
girá en columna vertebral de todo el sistema teológico y de su pensamiento.
El 31 de octubre de 1517, Lutero envió sus 95 tesis con el título «Cues-
tionamiento del Poder y eficacia de las Indulgencias» como apéndice a una
carta dirigida al arzobispo de Maguncia. Se trataba de un documento conce-
bido para el debate académico, sobre cuestiones relacionadas con la teoría
y práctica de las indulgencias, ante la falta de claridad en la doctrina tradi-
cional sobre las indulgencias. Abordó la cuestión con ocasión de la campaña
de indulgencias ordenada por el papa León X para la reconstrucción de la
basílica de S. Pedro en el Vaticano. Lutero levantó la voz contra el poder

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papal de conceder indulgencias, denunciando lo que a sus ojos no era sino


una venta de la gracia de Dios. Frente a una salvación interpretada como
fruto de las buenas obras, alzará el principio paulino de la justificación por
la sola fe. Con ello, estaba rechazando toda pretensión mediadora de la Igle-
sia en la salvación de los creyentes. Como afirma H. Küng, «a partir de su
nuevo modo de entender el proceso de la justificación, Lutero vino a dar
con una nueva manera de entender la Iglesia» (1995, p. 129). La convicción
de que sólo la gracia de Dios, recibida a través de la fe, es lo que justifica al
pecador, le llevará a excluir todo aquello que pudiera oscurecer la soberanía
de la gracia, rechazando, por tanto, toda otra mediación. «Llegó —afirma T.
Kaufmann—a una formulación propia sobre el hecho de ser cristiano, de un
modo novedoso y que cuestionaba de manera fundamental la organización
eclesiástica existente» (2017, pp. 9-10).
Como ha recordado el cardenal Kasper, «la más importante contribución
de Martín Lutero al avance del ecumenismo no radica en los planteamientos
eclesiológicos, en él todavía abiertos, sino en su originaria concentración
—como punto de partida— en el evangelio de la gracia y la misericordia de
Dios y en el llamamiento a la conversión. El mensaje de la misericordia di-
vina era la respuesta a los signos de los tiempos y a las acuciantes preguntas
de la época» (2016, p. 73). En su visita a Alemania, el papa Benedicto XVI
valoró en Lutero el protagonismo de Dios como la gran pasión y fuerza mo-
tora durante toda su vida:

Lo que le quitaba la paz —afirmó entonces— era la cuestión de Dios, que


fue la pasión profunda y el centro de toda su vida y de todo su camino. «¿Cómo
puedo tener un Dios misericordioso?» Esta pregunta le penetraba el corazón y
estaba detrás de toda su investigación teológica y de toda su lucha interior (…)
No deja de sorprenderme —proseguía en Papa— que el corazón de esta pregunta
haya sido la fuerza motora de su camino. ¿Quién se ocupa actualmente de esta
cuestión, incluso entre los cristianos? La mayor parte de la gente, también de los
cristianos, da hoy por descontado que, en último término, Dios no se interesa por
nuestro pecados y virtudes (…) Esta pregunta candente de Lutero —¿Cómo se
sitúa Dios respecto de mí y cómo me posiciono yo ante Dios?— debe convertirse
otra vez, y ciertamente de un modo nuevo, también en una pregunta nuestra, no
académica, sino concreta. Pienso que esta es la primera cuestión pue nos interpe-
la al encontrarnos con Martín Lutero (2011, p. 33).

¿Qué significa Dios para nosotros hoy? ¿Qué significa Cristo para noso-
tros hoy? En definitiva, ¿qué significa, desde la perspectiva de la fe cristia-
na, creer en un Dios misericordioso y qué consecuencias tiene para nuestra
vida? Y, ¿cómo hacer presente en el mundo secularizado de hoy, profunda-
mente marcado por el sufrimiento, la realidad de la misericordia? Estas son

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algunas de las cuestiones con las que nos confronta y a las que nos desafía
hoy la teología de Martín Lutero.

4. EL DIÁLOGO ECUMÉNICO: LA SENDA DEL ENCUENTRO Y


EL DIÁLOGO

A lo largo de estas décadas, los diálogos ecuménicos han puesto de relie-


ve el interés común por llegar a acuerdos sobre una herencia compartida,
aunque todavía divisoria, los avances efectuados respecto a temas dogmá-
ticos y lo que todavía queda como tarea para el futuro. Las cuestiones doc-
trinales que separan a ambas Iglesias han sido abordadas en el marco de la
Comisión de Diálogo Bilateral evangélico luterana-católico romana, que en
el año 2017 cumplía 50 años de existencia y que alcanzó uno de sus mejores
logros en la Declaración Conjunta sobre la Justificación.
Aunque el diálogo doctrinal ha puesto de manifiesto que algunas discor-
dias se debían a malentendidos, no cabe, sin embargo, achacar la ruptura a
meros malentendidos históricos. Como advirtiera ya Juan Pablo II en el cen-
tenario del nacimiento del monje agustino: «Las decisiones que se tomaron
tenían raíces mucho más profundas. En la disputa sobre las relaciones entre
fe y tradición entraban en juego cuestiones de fondo sobre la interpretación
y sobre la recepción de la fe cristiana, las cuales tenían en sí un potencial
de división eclesial no explicable únicamente por razones históricas» (1983:
12). De ahí la dificultad en el avance del diálogo doctrinal en algunas cues-
tiones.
Como reconoce el cardenal Kasper, la historia de la recepción de Lu-
tero no está, ni mucho menos, concluida (2016, p. 68). La concepción de
la Iglesia, del ministerio y de la eucaristía, o la relación entre Escritura y
Tradición, son aspectos de su pensamiento necesitadas de ulterior diálogo
y clarificación. Es en la cuestión de la Iglesia y del ministerio donde las
diferencias muestran su carácter más separador. Pero los avances consta-
tados son más que notables: «Los católicos —dirá— hemos aprendido de
los evangélicos la importancia de la palabra de Dios y la Biblia, así como
los evangélicos han aprendido de nosotros la importancia del simbolismo
sacramental y la liturgia» (2016, p. 58). Por otra parte, la Iglesia católica ha
hecho suya la demanda de una reforma que no apuntaba a meros aspectos
parciales de la realidad y la vida de la Iglesia, sino que abarcaba la totalidad
absoluta de la vida eclesial, tal y como expresara ya el Decreto de ecumenis-
mo: «Cristo llama a la Iglesia peregrinante a una permanente reforma de la

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Iglesia misma que, en cuanto institución humana y terrena, tiene siempre


necesidad» (UR 6).
El nuevo clima de diálogo ha permitido una superación de la teología
de controversia histórica, que ha obligado a las dos Iglesias a repensar su
propia doctrina. La escucha de la explicación de la doctrina de los otros y
las objeciones que ponían a la otra parte ha servido como correctivo de las
propias parcialidades doctrinales y ha permitido corregir las unilaterali-
dades. Uno de los caminos que se ha revelado más efectivo para el avance
ecuménico es, constatando todo lo que nos une y es común (LG 15), tomar
esos elementos como punto de partida, y no partir de las diferencias exis-
tentes. Esta forma de proceder, en el ámbito doctrinal ha permitido seguir
avanzando en el diálogo. Así lo reconocía el teólogo Angelo Maffeis refirién-
dose al acuerdo sobre la justificación: «El reconocimiento de la existencia
de esta base común permite una valoración diversa respecto al pasado de
las diferencias presentes en la formulación doctrinal del dato de fe (...) La
común profesión de fe admite pues explicaciones teológicas diferentes y
formulaciones diversas de la doctrina de la justificación» (1999, p. 657). La
Declaración Conjunta expresa cómo, a la luz de lo común, son aceptables
las diferencias y afirma expresamente que las diferencias no anulan el con-
senso en las verdades fundamentales. El reconocimiento de que una común
profesión de fe admite explicaciones teológicas diferentes y formulaciones
doctrinales diversa, sin que ello implique que las distintas doctrinas sean
aceptables sin más.
Sin embargo, y como ya hemos dicho, pese a este importante acerca-
miento, siguen quedando todavía cuestiones que separan a las Iglesias,
como la distinta comprensión de la Iglesia, de los sacramentos y de los mi-
nisterios. Y no deben minimizarse pues, como reconoce el Decreto de ecu-
menismo, «nada hay tan ajeno al ecumenismo como el falso irenismo» (UR
11). Una actitud honesta, que quiera hacer justicia al pasado, nos obliga
a seguir preguntándonos qué fue aquello por lo que estas dos confesiones
lucharon durante el siglo XVI y que aún debe ser preservado. Lo cual no
debe extrañarnos porque el movimiento ecuménico se caracteriza por ser
un movimiento dialéctico entre el ya de la experiencia de la fe común que
compartimos y el todavía no de un acuerdo sobre el contenido fundamental
de la fe que aún no hemos logrado alcanzar y que constituye un requisito
fundamental para alcanzar la unidad.

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REFERENCIAS

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